lewis carroll y el lenguaje del inconsciente

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Lewis Carroll y el lenguaje del inconsciente Daniel Omar Stchigel Como señala Gilles Deleuze en su obra Lógica del sentido, Lewis Carroll conectaba series de proposiciones a través de palabras esotéricas. Esas palabras podían tener la función de juntar dos series, o de abrirlas en una disyunción permanente. Las palabras disyuntivas eran llamadas por Lewis Carroll palabras- valija, pues se trataba de palabras que contenían otras palabras. Este recurso onírico humorístico no es otra cosa que una voluntaria condensación, tal como la entiende Freud, es decir, una operación del inconsciente, en este caso realizada conscientemente por un escritor para generar un efecto, en el que el elemento caído para hacer la síntesis queda fuera de juego, pues el juego que cuenta es la superficie del texto. Eso que es descartado, sin embargo, es una clara muestra de una agresividad reprimida, como la que se nota en toda agudeza de ingenio. De ahí que los críticos hayan querido ver detrás de la superficie de la historia narrada una contracara, una sombra, formada por un entrelazamiento entre la crítica social y el amor inconfesable de Lewis Carroll por una niña llamada Alicia. Pero la existencia de dos escenas es algo que Lewis Carroll registra conscientemente, y que pone en juego en su obra Silvia y Bruno, donde la realidad social del momento y el país de las hadas –es decir, de los sueños- se entrelazan, y lo hacen a través de palabras. Deleuze, con su análisis de la obra de Carroll, realizado no sin la influencia de los Escritos de Lacan, de los cuales cita el seminario sobre La carta robada, abre la

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Page 1: Lewis Carroll y el lenguaje del inconsciente

Lewis Carroll y el lenguaje del inconsciente

Daniel Omar Stchigel

Como señala Gilles Deleuze en su obra Lógica del sentido, Lewis Carroll

conectaba series de proposiciones a través de palabras esotéricas. Esas palabras

podían tener la función de juntar dos series, o de abrirlas en una disyunción

permanente. Las palabras disyuntivas eran llamadas por Lewis Carroll palabras-

valija, pues se trataba de palabras que contenían otras palabras. Este recurso

onírico humorístico no es otra cosa que una voluntaria condensación, tal como la

entiende Freud, es decir, una operación del inconsciente, en este caso realizada

conscientemente por un escritor para generar un efecto, en el que el elemento

caído para hacer la síntesis queda fuera de juego, pues el juego que cuenta es la

superficie del texto. Eso que es descartado, sin embargo, es una clara muestra de

una agresividad reprimida, como la que se nota en toda agudeza de ingenio. De

ahí que los críticos hayan querido ver detrás de la superficie de la historia narrada

una contracara, una sombra, formada por un entrelazamiento entre la crítica social

y el amor inconfesable de Lewis Carroll por una niña llamada Alicia. Pero la

existencia de dos escenas es algo que Lewis Carroll registra conscientemente, y

que pone en juego en su obra Silvia y Bruno, donde la realidad social del momento

y el país de las hadas –es decir, de los sueños- se entrelazan, y lo hacen a través

de palabras.

Deleuze, con su análisis de la obra de Carroll, realizado no sin la influencia de los

Escritos de Lacan, de los cuales cita el seminario sobre La carta robada, abre la

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posibilidad de interpretaciones infinitas acerca de las relaciones de convergencia y

de divergencia entre cadenas de significantes. Pero es interesante destacar dos

series complementarias, ligadas a la oralidad, que detecta en Alicia en el país de

las maravillas. Se trata en este caso de la duda que se genera en Alicia acerca de

si es correcto comerse a algo o a alguien con quien uno ha sido presentado. En el

texto de Carroll los animales hablan, pero no dejan por ello de ser criaturas

comestibles. Sin embargo, no se puede hablar y comer al mismo tiempo. No sólo

por los modales de la mesa, que establecen que no se debe hablar con la boca

llena, sino porque no sería correcto comerse a alguien con quien hemos sido

presentados. Esta situación nos recuerda la idea de Lacan, tomada de Hegel,

según la cual la palabra es el asesinato de la cosa, pero dándole al tema un giro

peculiar. En la medida en que al hablar con alguien lo hacemos sujeto, su carne

pasa a ser cuerpo, y eso impide que sea comestible. Así el mundo se divide en

dos series: la de las cosas que podemos aniquilar materialmente para asimilarlas

a nuestra carne, y la de los cuerpos, a los que damos una muerte simbólica a

través del lenguaje. Cuando ambas series se mezclan, el efecto, a nivel simbólico,

puede ser humorístico, mientras permanezca velado, como en un sueño, pero sin

velo, se vuelve ominoso, como puede ser el efecto imaginario generado por la

historia de la morsa que invita a las ostras bebé para contarles un cuento, y a las

que termina por comerse. Leído puede mover a risa, pero expuesto en un dibujo

animado, como en la adaptación clásica de Disney, genera un efecto de una

gracia al menos dudosa.

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Cuando Lacan habla del significado del falo, también lo está tomando como el

punto de reunión de dos series divergentes, la de lo simbólico y la de lo

imaginario. Falo es el símbolo de la potencia generadora y viril, y a la vez es el

pene, en el cual se produce la concentración del goce para brindarle un carácter

generador y no mortificante. Pero sabemos que el significante “falo” y su relación

con su significado imaginario no ha sido sencilla para Lacan. Por eso, Lacan lo ha

tomado como punto de capitón que une dos series complementarias, pero ha

dicho de él también que no es un verdadero significante, o que es el único símbolo

en un sentido junguiano, o que es un significante que ocupa el lugar de un

significante faltante. Es que se trata a la vez de lo que Deleuze llama una palabra

circulante, que conecta dos series, y a la vez de una palabra disyuntiva o palabra-

valija, que hace que las series se separen. Se trata de una conjunción disyuntiva.

Otro ejemplo que da Deleuze es la palabra mana, el uso que Lévi-Stauss

descubrió de ella en culturas sin escritura, en las que tiene el mismo sentido de

fuerza o potencia que la palabra falo.

¿Por qué Lacan habla de significante faltante? Deleuze también lo aclara bien. Se

trata de una casilla vacía que coincide con un dato supernumerario, excesivo. Un

menos uno que remite a un uno en más. La conexión entre ese significante que no

puede ser traducido a otros significantes, que es siempre algo desplazado, y la

cosa correspondiente, un elemento excesivo en tanto elemento de goce, conecta

las dos series y a la vez las mantiene separadas. El carácter excesivo del pene

como falo imaginario es claramente destacado por Lacan cuando menciona la

irrupción de la erección como uno de los factores que desestabilizan el romance

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de Juanito con su madre. Y el carácter de casilla vacía del significante falo es lo

que Lacan llama “castración simbólica”. Sin un faltante, como dice Deleuze, los

significantes no se pondrían en movimiento, no se moverían hacia los significados,

con lo cual los registros simbólico e imaginario permanecerían desconectados. Es

lo que sucede, justamente, en la holofrase, cuando no hay caída de objeto.

Deleuze hace referencia a los incorporales estoicos para dar cuenta del sentido,

como aquello que articula significante y significado. El sentido es el fantasma. Es

el contenido de una proposición, desligado del sujeto emisor, del objeto referente,

de las connotaciones que enlazan la proposición con otras de las que se deduce o

a las que sirve de premisa para concluirlas en un razonamiento. No contiene las

condiciones de su verificación. Es siempre efecto y nunca causa. Es verbo, lo que

le pasa a algo corporal cuando es hablado. En Lewis Carroll vemos ejemplos de

estas puras acciones, esas que Freud ejemplifica con el fantasma “pegan a un

niño”. Quién pega a quién, cómo y dónde, todo eso no importa. Lacan lo afirma

claramente: se trata de un puro significante que no hace cadena. Eso hace que

una proposición pueda invertirse en lo contrario, igual que la pulsión: “digo lo que

pienso” y “pienso lo que digo” tienen para Carroll el mismo sentido. Por eso un

masoquista es activo en su goce, más activo que el sádico, buscando todos los

medios para hacerse golpear y mancillar por el otro. Esa neutralidad del fantasma,

independiente de cualquier afirmación de existencia –en su condición de realidad

psíquica-, equiparable entonces al noema de Husserl, como modo en que algo es

percibido o es dicho, queda reflejada en el uso lacaniano de la voz media. La

singularidad del fantasma está dada por esa operación “diamante” inventada por

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Lacan para dar cuenta de la relación entre el sujeto dividido por el significante, y el

objeto perdido.

Aun en el tema de la cinta de Moebius, Lewis Carroll se adelantó a Lacan. En

Silvia y Bruno, la bolsa de Fortunatus tiene esa forma de cinta de una sola cara, y

hace que lo que está adentro esté afuera y viceversa, abarcando al Universo. Es

igual que el paralelogramo de la realidad en el esquema R, que no es otra cosa

que una representación del fantasma, ese fantasma cuyo diamante fue

interpretado por Lacan en un comienzo como una cuadratura heideggeriana. En

efecto, la cuadratura o Geviert distribuye el mundo entre los vértices Tierra, Cielo,

mortales y divinos, apertura poética del Ser en el lenguaje, y es la contracara de la

Gestell o estantería, también traducida como imposición, que es el ordenamiento

técnico de ese mismo mundo. Dos caras que se mantienen separadas en

Heidegger, y que Carroll, Deleuze y Lacan unen en un mismo movimiento de

pulsación.

La diferencia entre Lacan y Deleuze es que para el primero, el pasaje entre las

dos caras es como el recorrido a lo largo de la cinta: no notamos el momento en

que estamos de un lado o del otro. Para Deleuze, en cambio, hay una singularidad

en el recorrido, que constituye un punto de inflexión. Una formación del

inconsciente es un punto de inflexión a través del cual el sujeto ha pasado a otra

escena. Pero además, cuando se llega a la repetición en acto, hay otro punto de

inflexión, que es además un punto de máximo o de mínimo, un punto más allá del

cual el discurso no puede ir. Se trata del ombligo del sueño. Ese punto es lo que

fuerza a Lacan a no limitarse a una cinta de Moebius como forma de representar

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la torsión de la cadena significante, a aceptar ese casquete adicional del plano

proyectivo que envuelve a la cinta de identificaciones y objetos de amor, y con

respecto al cual hay un punto de desencuentro, un punto de imposible. Deleuze

habla de la casilla vacía que pone a los significantes en movimiento para generar

efectos de sentido. Habla de un sinsentido, una palabra que se nombra, que habla

de su propio sentido, nombre propio que inaugura sentidos nuevos, como los

nombres propios de los físicos en los efectos descubiertos por ellos. En la psicosis

es eso lo que falta. Lo que falta es la falta, y por eso el inconsciente no opera. Al

no haber casillero vacío, al no haber conjunción disyuntiva entre las series

imaginaria y simbólica, el psicótico debe encontrar palabras que se signifiquen a sí

mismas para reenganchar las dos series, como esas voces del Dios de Schreber

que le hablan de su propio sentido, y que compensan a los mensajes truncos que

lo obligan a un esfuerzo constante de completamiento, en un desplazamiento

infinito. El psicótico pierde su nombre propio, y debe darse uno nuevo, y es el

nombre de un efecto, que inaugura el sentido, como delirio. Crea la falta que le

falta, para poder reincorporar las voces estáticas que lo interpelan.

El tema de la casilla vacía es muy claro en el grafo del deseo de Lacan. Hay una

barra que aparece en lugares estratégicos y asegura la circulación de los

mensajes entre el yo y el Otro. Sin la barra, uno de los pisos del grafo colapsa, y la

circulación se arma exclusivamente a nivel de la relación imaginaria con el Otro

completo, cuyas palabras se significan a sí mismas, y sólo queda una falta del

lado del yo imaginario, que funciona completando los mensajes truncos que le

vienen del Otro. La casilla vacía, la barra, tiene, por otra parte, su correlato en el

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objeto supernumerario, sustraído a toda serialización posible, objeto que está

siempre allí donde no se mira. Se trata del objeto a. Si el objeto a queda atrapado

por la mirada, como correlato de la inexistencia de la casilla vacía, el proceso del

sentido se detiene. Ese a es el falo, lo es, al menos, en el Lacan de La relación de

Objeto. Luego será todo lo perdido, lo perdido desde el principio, pero esa pérdida,

no ligada ya exclusivamente al Bedeutung des Phallus, a la significación del falo,

seguirá recibiendo el nombre de castración.

Deleuze señala que el carácter lúdico del juego de palabras de Carroll es

totalmente distinto del uso del neologismo en la esquizofrenia. ¿Cuál es la

diferencia? La esquizofrenia no queda en la superficie incorporal, sino que, al no

operar para ella la correlación entre casilla vacía y objeto supernumerario, intenta

abrir un agujero en el cuerpo, escribir en el cuerpo el acontecimiento de la palabra.

Pero ocurre que, al no conseguirlo, porque ya no sabe cómo tomar las palabras

sino como cosas pesadas, en vez de conectarse a la distancia, el hablar y el

comer se entremezclan, y la expulsión parece el único medio para hacer agujero

en un cuerpo obturado, sin órganos, que es correlativo de un conjunto de órganos

dispersos, sin cuerpo. Como si el florero y las flores del modelo óptico de Lacan se

vieran separados al faltar el lugar simbólico desde el cual mirar para asegurar la

integridad, virtual, de la propia imagen en el espejo. Al resquebrajarse la superficie

corporal, como señalan muy bien los kleinianos, la separación entre el interior y el

exterior se vuelve terriblemente problemática. Qué incorporar, qué desechar y

cómo, hasta qué punto estamos separados del mundo que aprehendemos

sensorialmente, si ver es comer, si la función excrementicia hace perder la

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consistencia del propio cuerpo, si los poros de la piel hacen del cuerpo una

coladera. Todo eso es muy claro en la poesía del esquizofrénico Antonin Artaud,

de cuyo lenguaje Deleuze toma numerosas metáforas delirantes para convertirlas

en nuevos conceptos.

Pensemos en el caso de la señora Bv, estudiado por Amelia Imbriano con la

minuciosidad de una investigación detectivesca, como la que despliega el

detective Dupin en la novela de Poe, o de Freud al descubrir el contenido sexual

de los sueños en la narración de un compañero casual durante un viaje en tren. La

señora Bv dice que hace hijos para la madre de las madres mezclando leche,

whisky y los nombres. Los nombres son los nombres de los cafés donde toma

leche con whisky, y coinciden con los nombres de sus hermanos políticos. Su

expresión es, entonces, literal. Ella se fecunda a sí misma con sustancias y con

palabras, y se crea una genealogía propia. El rastreo que hace Amelia Imbriano

para reconstruir su historia muestra que no hay aquí condensaciones ni

desplazamientos, no hay efectos de sentido. Hay signos que remiten a otros

signos, y las palabras son como el humo que señala la presencia del fuego. Igual

que en Artaud, los significantes han perdido su carácter de significantes porque no

generan ese efecto de superficie entre las palabras y las cosas que es lo que

Deleuze llama el sentido. No es que no carezca de lenguaje. Es un lenguaje que o

bien se construye con palabras pegoteadas, o con letras sueltas, y aún puede

asociar mediante fonemas, significantes sin significado, puras letras, como las de

la matemática –que ha contado a tantos locos entre sus genios.

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Aunque Deleuze sea un kleiniano que se deja llevar por las analogías poéticas

que encuentra entre la dialéctica de los cuerpos de la madre y el niño, con los

objetos malos, desmembradores y persecutorios, que hacen de lo profundo una

dimensión infernal de intercambio de sustancias venenosas y explosivas, y los

titanes monstruosos de la mitología griega vencidos por Hércules como hacedor

de superficies de sentido, encontramos en él una intuición del carácter real de la

pulsión que Lacan sólo desarrollará a partir del seminario sobre la angustia.

Deleuze se deja llevar por lo imaginario, pero encuentra el carácter mortificante del

goce al señalar la necesidad de distinguir entre las pulsiones esquizoparanoides

de la incorporación y la expulsión de las sustancias que circulan por el cuerpo, de

las pulsiones perversas de las superficies erógenas, superficies que contornean

los orificios del cuerpo sin perderse en sus profundidades.

El psicótico ha tenido la palabra, y puede volver a pedirla. Lo demuestra el caso de

Schreber, quien va a la justicia, que es el lugar predilecto para los actos de habla,

para los efectos de sentido. En cambio, el autista carece de la contraposición entre

acción y pasión, que es la gramática de la libido que hace tan lógico y coherente el

delirio. El autista nunca ha accedido a la palabra, y si puede aprender a escribir, lo

hace con la misma carencia de efecto de sentido que una máquina. La pulsión es

palabra en la carne que no hace cadena. Por eso es letra gozada. Entonces, si

hay pulsión hay lenguaje, pues ha habido demanda, ha habido una vuelta del

mensaje a partir del gran Otro, el propio mensaje como mensaje invertido, y por

eso el psicótico oye hablar a las voces, aunque no existe en este caso la

prohibición que inaugura el deseo como goce interdicto. Por eso la parálisis frente

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a las voces de un yo imaginario. Yo colador, cuerpo desmembrado, frente a un

cuerpo glorioso que goza con sus restos. Lo que no hay es el velo del fantasma,

pues no hay objeto perdido. El autista, en cambio, no recibe su mensaje del gran

Otro en un modo invertido. Por ello su hablar es puro grito, balbuceo, emisión

sonora de un cuerpo físico en el que la causa es la herida y el efecto es el grito. Al

no haber otro de la demanda, no hay tampoco una pulsión en sentido estricto. El

frotamiento de la zona erógena que produce goce no tiene ningún carácter sexual.

Como en la película Reinman, cuando el protagonista es besado en los labios y la

chica le pregunta “¿qué se siente?”, él responde, imperturbable, “se siente

húmedo”.

Bibliografía

Deleuze, G. (1989). Lógica del sentido. Buenos Aires: Editorial Paidós.

Lacan, J. (2010). Seminario 4. La relación de Objeto. Buenos Aires: Ed. Paidós.

(Trabajo original publicado en 1957).

Imbriano, A. (2010) Las enseñanzas de las psicosis. Buenos Aires: Editorial Letra

Viva.