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Alfred El anuncio de Cristo dppk en el cido litúrgico Comentarios bíblico-pastorales a las perícopas dominicales y festivas\ciclo C

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Ediciones Paulinas t

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ALFRED LAPPLE

El anuncio de Cristo en el

Año Litúrgico

C I C L O C

E D I C I O N E S P A I T T I N A S

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Título original Christus verkündigund im Kirchenjahr

Traducido por José Béseos

© Don Bosco Ver lag. München V970

© Ediciones Paulinas 1970

Con las debidas licencias

Depósito legal: M. 26.351-1970

Imprenta FARESO - Madrid

Í N D I C E

Introducción

1. La palabra y las palabras 9 2. Principales acentos teológicos del año litúrgico C 17

II

Los Evangelios de los domingos

Adviento — Introducción 33 l.er Domingo de adviento (Le 21, 25-28, 34-36) 34 2.° Domingo de adviento (Le 3, 1-6) 37 3.er Domingo de adviento (Le 3, 10-18) 40 4.° Domingo de adviento (Le 1, 39-45) 42

Navidad — Introducción 45 FIESTA DE NAVIDAD:

1.a Misa — In nocte (Le 2, 1-14) 46 2.a Misa — In 'aurora (Le 2, 15-20) 51 3.a Misa — In die (Jn 1, 1-18) 52 Domingo en la octava navideña — Fiesta de la Sagrada

Familia (Le 2, 41-52) ' 56 Octava de la fiesta navideña — 1 de enero: Fiesta de

María, la Madre de Dios (Le 2, 16-21) -60 2." Domingo después de Navidad (Jn 1, 1-18) 65 Epifanía (Mt 2, 1-12) 66 Domingo después de la Epifanía — Fiesta del bautismo

del Señor (Le 3, 15-16. 21-22) 70

Cuaresma — Introducción 73 Miércoles de Ceniza (Mt 6, 1-6. 16-18) 75 l.er Domingo de Cuaresma (Le 4, 1-13) 79 2.° Domingo de de Cuaresma (Le 9, 28b-36) 82

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3.er Domingo de Cuaresma (Le 13, 1-9) 4.° Domingo de Cuaresma (Le 15, 1-3. 11-32) 5.° Domingo de Cuaresma (Jn 8, 1-11) Domingo de Pasión (Le 19, 28-40; 22, 14-23, 56)

84 87 90 93

Tiempo pascual — Introducción Jueves Santo (Jn 13, 1-15) Viernes Santo (Jn 18, 1-19, 42) Vigilia de Pascua (Le 14, 1-12) Domingo de Pascua (Jn 20, 1-9) 2." Domingo después de Pascua (Jn 20, 19-31) 3.er Domingo después de Pascua (Jn 21, 1-19) 4.° Domingo después de Pascua (Jn 10, 27-30) 5.° Domingo después de Pascua (Jn 13, 31-33a. 34-35) 6.° Domingo después de Pascua (Jn 14, 23-29) Ascensión del Señor (Le 24, 46-53) 7.° Domingo después de Pascua (Jn 17, 20-26) Domingo de Pentecostés (Jn 20, 19-23)

Domingos del año eclesiástico — Domingo después de Pentecostés -

nidad (Jn 16, 12-15) Fiesta del Corpus (Le 9, 11b-17)

Introducción - Domingo de la Tri-

2.° 3.er

4.° 5.° 6.° 7.° 8.° 9.°

10.° 11.° 12.° 13.° 14." 15.° 16.° 17.°

Domingo Domingo Domingo Domingo Domingo Domingo Domingo Domingo Domingo Domingo Domingo Domingo Domingo Domingo Domingo Domingo

Jn 2, 1-12) Le 1, 1-4; 4, 14-21) Le 4, 21-30) Le 5, 1-11)

6, 17. 20-26) 6, 27-38) 6, 39-45) 7, 1-10) 7, 11-17) 7, 36-8, 3) 9, 18-24) 9, 51-62) 10, 1-12. 17-20)

Le Le Le Le Le Le Le Le Le Le Le

10, 25-37) 10, 38-42)

Le 11, 1-13)

102 103 108 112 115 120 123 126 129 132 135 138 141

143

146 149 151 155 158 160 163 165 168 170 172 176 178 181 183 186 190 193

18.° Domingo (Le 12, 13-21) 19.° Domingo (Le 12, 32-48) 20.° Domingo (Le 12, 49-53) 21.° Domingo (Le 13, 22-30) 22.° Domingo (Le 14, 1. 7-14) 23.° Domingo (Le 14,25-33) 24.° Domingo (Le 15, 1-32) 25.° Domingo (Le 16, 1-13) 26.° Domingo (Le 16, 19-31) 27.° Domingo (Le 17, 5-10) 28.° Domingo (Le 17, 11-19) 29.° Domingo (Le 18, 1-8) 30.° Domingo (Le 18, 9-14) 31.° Domingo (Le 19, 1-10) 32.° Domingo (Le 20, 27-38) 33.° Domingo (Le 21, 5-19) 34.° Domingo — Solemnidad de

35-43) Cristo Rey (Le 23,

195 198 201 203 206 209 211 215 219 222 224 227 229 233 237

- 239

241

III

Los Evangelios de las Fiestas

2 de febrero: Fiesta de la Candelaria (Le 2, 22-40) 19 de marzo: San José (Mt 1,16. 18-21 resp. Le 2,

41-51a) 25 de marzo: Anunciación de María (Le 1, 26-38) Junio: Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús (Le 15, 3-7) 29 de junio: Pedro y Pablo (Mt 16, 3-19) 15 de agosto: Asunción de María a los cielos (Le 1,

39-56) 2 de octubre: Fiesta del Ángel de la Guarda (Mt 18,

1-5. 10) 1 de noviembre: Todos los Santos (Mt 5, l-12a) 8 de diciembre: La Concepción Inmaculada de María

(Le 1, 26-38) índice de las abreviaturas Referencias bíblicas

247

251 255 261 263

267

271 275

277 279 281

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I

I N T R O D U C C I Ó N

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1

LA PALABRA Y LAS PALABRAS

El anuncio de Cristo se plantea un problema de difícil solución, cual es el acuñar en términos humanos la palabra de Dios. Para tan osada empresa halló ánimo únicamente en el mismo proceder de Dios. Dios, mediante la revelación de sus obras, y principalmente de sus palabras, ha dejado al descubierto su eterno silencio y com­portamiento. Dios mismo ha hablado a la propia intimidad del hombre, incluso acomodándose y sometiéndose a los esquemas men­tales del hombre, tan concretos y, en ocasiones, de una profunda brevedad. La palabra eterna de Dios «se anonadó a sí misma, to­mando la forma de siervo» (Filp 2, 7).

Entra de lleno en los planes de Dios el que también los hombres queden comprometidos en la realización de la obra salvífica de El, el Todopoderoso. El cursa a los hombres la ulterior entrega de su propia revelación y al propio tiempo se la expide a ellos. La palabra eterna de Dios busca las palabras terrenas de los hombres, quedando por medio de ellas debidamente formulada e incluso acentuada con­forme a las circunstancias y exigencias oportunas. ¿Quién puede, por tanto, dejar de ver que esa audaz y osada palabra de Dios queda también sometida a las incomprensiones, falsificaciones y manipu­laciones de los hombres?

¿Es la predicación una producción de archivo?

Jamás en modo alguno se ha encontrado el anuncio cristiano en situación tan difícil como en la actualidad. Entre la barahúnda de razones que han ocasionado el actual estado de cosas, baste enunciar algunas: el oyente se ha hecho crítico. Con dificultad se llega a tener presente la amplia gama de concepciones exegéticas y teológicas de nuestro tiempo. El predicador en persona debe acomodarse a las exigencias de los tiempos actuales y modernizarse; al propio tiempo busca, sin embargo, tomar posición segura ante las desacostumbra-

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das tesis y formulaciones provenientes de los ataques de la herejía y de falsificaciones escriturísticas, apelando a las autoridades en ma­teria teológica. No raras veces se siente a sí mismo el predicador como un solista, que desearía gustosamente acomodarse a las nece­sidades de sus oyentes, pero que resultan para él demasiado poco conocidas.

Como el predicador actual sabe con precisión que sus oyentes se tornan extremadamente sensibles ante todo tipo de párrafos rutina­rios, reaccionando al efecto alérgicamente, busca oportunamente en­caminar su obra hacia un éxito positivo a través del coturno de una exégesis científica. Ha de comentarse, sin embargo, en tono de enco­mio que no pocos predicadores, principalmente de las jóvenes gene­raciones, toman muy en serio sus tareas de predicación y ponen en juego y extractan una multiplicidad de comentarios exegéticos en su preparación de las peroraciones de los domingos y días festivos, así como de todo tipo de relatos en las asambleas apostólicas. Sobre la mesa de despacho apenas se topa hoy día con esos mamotretos de predicación de tono declamatorio, antes tan gustosamente uti­lizados, sino, por el contrario, un comentario bíblico.

Ante el temor de un tono patético, así como de un «funcionario chino de estilo cristiano» (Helmut Thielicke), que cristaliza en una barahúnda moralista, se refugian no pocos en el comentario cien­tífico. Pero como el lance de la predicación queda enhebrado por un verdadero mosaico de citas a base de comentarios exegéticos, y como se está pendiente de estas formalidades sin pretender escati­marlas a los oyentes, se convierte el ambón en un anhelado pupitre para este momento del oficio religioso, donde cada uno expone su «predicación» redondeándola con algunas pocas frases de carácter personal. Muchos predicadores incluso se mecen en la falaz esperan­za de haber dado de esa manera con el anuncio cristiano que se halla a la altura de la teología actual. «Tal vez resulte demasiado fuerte la expresión; sin embargo, me atrevo a afirmar: la moderna exégesis ha hecho enmudecer la predicación dominical. El apelar fre­cuentemente a la interpretación textual en el pulpito ha convertido gran parte de la predicación católica, con algunas pocas excepcio­nes, en la actualidad, en una producción de archivo demasiado ané­mica y divorciada de la realidad» (Paul Neuenzeit).

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Una predicación semejante no penetra jamás en tono de predica­ción. Ella emana, efectivamente, de una teología muy estudiosa, se­dentaria, pero deja de lado la teología de rodillas. Sobre todo, no posee un tono personal. Es un cliché, una copia, una venta ambu­lante de libros, un exegético bla-bla. «Toda la fuerza radica en el tono personal; quien no lo posee, renuncia a la libertad interior, que es la primera en hacer posible la palabra» (Hugo von Hof-mannsthal).

Fe creadora

El anuncio cristiano vive de la continuidad y, al mismo tiempo, de la actualización de la fe. Una predicación que se limita a repetir puede tal vez ser ortodoxa, llegando incluso a amoldarse a las exi­gencias de su tiempo. Pero si se preocupara únicamente por esa que­mante actualidad, subsistiría el peligro de subestimar el poso de la tradición. La Iglesia no puede manifestarse a sí misma la problemá­tica de su anuncio. Ella es siempre la consultada, a la que siempre se le demanda una contestación. Si ella se autoencerrara dolosamente ante las necesidades peculiares y exigencias de un tiempo determi­nado, el anuncio evangélico enclaustraría la verdad en una heladera de anacrónica objetividad. Ciertamente, entre puertas cerradas y des­oyendo el grito de la actualidad se puede presenciar «el progresivo desarrollo de la fe», y precisamente por este comportamiento, equi­vocarse en lo referente a las necesarias lucubraciones del tiempo. Vox temporis-vox Dei: este lema, con frecuencia mal entendido, del Cardenal y Arzobispo de Munich, Michael von Faulhaber (muerto en 1952), puede, rectamente interpretado, expresar que tras las exi­gencias del tiempo se localiza, en último término, la providencia de Dios. Pero el anuncio de Cristo no viene a encontrar el nervio de un tiempo determinado a través de posiciones baratas de formulaciones e ingeniosidades modernas.

El anuncio de Cristo, que se desarrolla con posterioridad al mundo, es seudoprofecía, que puede contener algo nuevo y «loco», pero que, en último término, es incapaz de zanjar una necesidad. Es, y continúa siendo, medida del anuncio el expresar la verdad «a tiem­po y a destiempo» (2 Tim 4, 2) y, efectivamente, con encarecida insistencia y actualidad, a fin que ella espolee al arrepentimiento

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y seguimiento de Cristo. Pero esto es únicamente posible en una fe creadora, que se cree igualmente comprometida por el mensaje de Cristo, así como por la receptividad y salvación del oyente. No puede bastar, en efecto, una simple información en la forma de un co­mentario científico. Tras el testimonio de la verdad debe descubrirse el testigo creyente y comprometido de la verdad, el cual, asimismo, es un luchador, un buscador, uno que espera en la gracia y consuelo de Dios. Entonces, cuando la predicación haya penetrado por medio de una vasta reflexión y de un campo de experimentación de la propia vida, llegará también al corazón, como del corazón salió. El predicador permanece realmente inteligente y bien pertrechado exegéticamente, pero solo, sin ayuda de tipo alguno, cuando se des­vincula de la tradición de fe y de la conciencia viviente del pueblo de Dios. El anuncio es siempre, incluso encontrándose todavía de ese modo, confesión, descubrimiento de la condición personal, pero al mismo tiempo crítica y consuelo.

«Confestón hoy significa, en primer lugar, que si es fe, debe ser y permanecer; también la confesión debe permanecer rodeada de todos los implementos que le pertenecen a la confesión: objetividad, expresividad, compromiso, obligación, responsabilidad, publicidad, referencia a la sociedad, referencia a la autoridad, delimitación, di­ferencia y diversificación. Confesión hoy significa hallarse en con­tinuidad con la confesión de ayer y con la confesión en su origen, en la sucesión y en la tradición apostólica así entendida. Confesión hoy día quiere decir que hemos de empezar no desde el principio, no desde la nada, sino, por el contrario, recibir aquello para hacerlo nuestro. La confesión hoy quiere decir asentarse en la tradición. Confesión quiere decir no reincidir tras la condición de lo recono­cido en la fe y expresado en una más densa vaguedad, pero tampoco significa únicamente repetir lo pasado; significa actualizar el pasa­do, trasladarlo al día de hoy; a las posibilidades, inteligencia y len­guaje de los hombres del día de hoy; poseer aliento para el realismo, para la coordinación, para la objetividad de la fe. Confesión hoy supone saber que la evasión hacia una ausencia de compromiso también en la fe entraña fundamentalmente una decisión, si bien la peor. Pues el hombre se halla adosado a lo concreto y al compro­miso; él no debe decidirse a todo, sino a algo concreto en la vida, en la profesión, en el encuentro con los hombres. A esta tendencia

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a lo concreto corresponde la articulada objetividad de la fe y de la confesión cristiana, o a la inversa: a la concreción de la revela­ción corresponde la concreción de nuestra respuesta en la fe y en la confesión« (Heinrich Fries).

¿Enrevesada nomenclatura?

Hoy día se da una crítica muy fuerte en torno de la predicación y un extraño desconocimiento después de la predicación. El Institu­to Sociográfico de la Universidad de Frankfurt am Main ha llevado a cabo, bajo el tema «función social de la predicación», una signi­ficativa encuesta (1969) entre 5.000 católicos y 5.000 evangélicos de la República Occidental, los cuales habían escuchado los 100 ser­mones. ¿Qué había quedado de esos sermones?

el 4 por 100 podían repetir la predicación, el 28 por 100 poseían un conocimiento superficial, el 32 por 100 habían entendido mal la predicación y el 36 por 100 no conservaban, en términos generales, ningún re­

cuerdo de la predicación.

Entre la multitud de motivos que podrían aducirse sobre el descono­cimiento de la predicación, recuérdese el aspecto lingüístico expre­sado y brevemente subrayado. Añádase la escasa penetración de pro­blemas que son fundamentales, pero ligeramente examinados, como, por ejemplo, los cambios de formulación, las reduplicaciones inne­cesarias, expresiones fuertes en momentos falsos, cuadros desvaídos y piadosas futilidades. El problema presente no queda tampoco en­carado cuando se presta atención al enfriamiento apremiante y ne­cesario de formulaciones cargadas de emoción.

Un problema capital de la predicación actual parece ser el muro lingüístico que se yergue entre predicador y oyentes. Es un problema de hermenéutica: ¿Cómo puede verterse el mensaje de Cristo al lenguaje de los hombres de hoy? Quien piense que se podría resol­ver el problema poniendo en circulación una multiplicidad de térmi­nos técnicos o palabras extrañas presentando a Cristo como copiloto o como peregrino cósmico, no ha hecho nada más que encubrirlo y taparlo con nuevos rebozos. ¿De qué sirven todas las teologías y las

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exégesis tan bien pertrechadas, si se formulan en un lenguaje que no puede ser asimilado de tal manera que pertenezca el apartado de los oficios divinos a la zona de los embrollos lingüísticos y de los frustrados contactos mutuos?

Los modismos del predicador vendrán conformados de manera de­finitiva a través de los modismos de la teología y del cariz lingüístico de los dogmas cristianos. Es un hecho de la historia que el mensaje cristiano quedó prontamente formulado conforme a las categorías de la ontología griega y asegurado contra toda falsificación. La teo­logía eclesiástica agradece su racionalización y sistematización a la helenización de la je cristiana. La formulación griega de las verda­des de la fe —recuérdense, por ejemplo, las categorías fundamenta­les de acto y potencia en lo referente a Dios y a la creación, así como en la comprensión del tiempo y de la historia— se manifiesta hoy, cada vez más, como una gravosa hipoteca de la fe cristiana y, sobre todo, del anuncio cristiano.

A la formulación de la filosofía griega corresponde una concepción de la existencia y del cosmos, que en modo alguno se acopla con la experiencia existencial del hombre de hoy. El modo de pensar y de expresarse de los griegos era metafísico-estático; le faltaba el mo­mento de lo histórico y del progreso; era retrospectivo, es decir, referido a los orígenos y sin hallarse bajo la presión escatológica. El hombre del siglo veinte no piensa con categorías metafísico-está-ticas. Su concepto de la existencia y del cosmos es empírico, prag­mático, pero posee, asimismo, aspectos dinámicos y dialécticos. El profundo abismo que media entre el anuncio cristiano y la actual experiencia vital sólo puede superarse si se empalma e integra el concepto actual de la existencia con el mensaje cristiano. La revisión del anuncio cristiano no será posible sin una «renuncia a lo griego» y sin una «deshelenización de los dogmas». «No se puede llegar hoy a la Epifanía de Cristo si no se modifica toda la formulación del cristianismo de la Iglesia» (Tomas J. J. Altizer).

Con mayor claridad que en los siglos precedentes se reconoce hoy día, por un lado, la continuidad e identidad de la fe cristiana, y, por otro, la discontinuidad de la formulación de conceptos y expre­siones. «La Iglesia hoy día no puede predicar otro Evangelio que el

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del pasado. Pero esto no excluye que ella no deba predicar de otra forma en el día de hoy ese mismo y único Evangelio, siendo por ello aceptado como el mismo. Precisamente para ratificar la identidad en medio de circunstancias cambiantes, de distintas problemáticas, de diferentes formas de pensar, así como modos de vida y de expre­sión, se debe decir lo mismo de manera distinta. A exigencias de identidad es, por ende, necesaria la diversidad» (Walter Kasper).

Permítasenos, aunque sólo sea marginalmente, prestar atención a un problema ulterior de la formulación religiosa, el cual salta en la edad de las formas democráticas de vida como reliquia de un pasado regio-imperial. A los hombres que no experimentaron monarquía al­guna, sino únicamente como una tolerada creación de la historia o de los cuentos de fábulas, les puede resultar algo extraño cuando se habla tan frecuentemente de Dios como de «rey» del cielo y de la tierra, cuando se suplica «al poder real» de Dios en tantos libros de plegarias, cuando se habla de María como de «la Reina de los cielos», cuando se dice en un canto coral muy conocido: «Aquí yace en el polvo ante tu Majestad el rebaño de los cristianos.» A la deshe­lenización del lenguaje religioso debe seguir la desmonarquización. El mensaje cristiano continúa ostentando el armiño y con ello la hipoteca de una pasada monarquía, engendrando demasiado fácil­mente la sospecha de ser antidemocrático y de andar coqueteando con la restauración de formas monárquicas. Los fervorosos del An­tiguo Testamento poseían ánimo suficiente para considerar a Dios como a uno de ellos, cuando lo llamaban «pastor». Para el hombre del Sacro Imperio Romano Germánico resultaba ciertamente una traducción muy honorable el venerar a Dios como el más alto de los reyes y de los señores. Cosa difícil y desusada resulta para una edad técnica y democrática el hablar de Dios en términos tan auto-suficientes y legales como en los siglos precedentes, sin hundirse en la banalidad. ¿Cómo no han de ser tan competentes medios de ex­presión del mensaje cristiano los cargos y formas modernas de pen­sar, como lo fueron las categorías de la ontología griega o de las ceremonias reales de la Edad Media?

Empresa de apremiante necesidad, pero muy difícil y prolija, que sólo puede realizarse en trabajo de equipo, viene a ser la de trasla­dar el mensaje cristiano al lenguaje y a los conceptos de la existen-

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cia y del cosmos del hombre de hoy. Quien conoce este problema hermenéutico, osará hablar de Dios con gran comedimiento y con explicable perplejidad. Las palabras de los hombres buscan la Pala­bra de Dios y buscan su incorporación oportuna en el lenguaje his­tórico, renovable y cada vez de más feliz exteriorización de los hombres.

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PRINCIPALES ACENTOS TEOLÓGICOS DEL AÑO LITÚRGICO C

Propósito claro del «Ordo lectionum Missae», publicado el 25 de mayo de 1969, es el de presentar al pueblo de Dios reunido para la celebración eucarística una amplia gama de lecturas del Antiguo y del Nuevo Testamento. Anhelo y decisión del Concilio Vatica­no II (1962-65), que hallaron su cristalización en la Constitución sobre la sagrada liturgia (Sacrosanctum Concilium) del 4 de diciem­bre de 1963, quedarían, sin embargo, frustrados si solamente se tuviera en cuenta la cantidad de los propuestos textos bíblicos. La acentuación que ha recibido cada uno de los tres años litúrgicos A, B y C encaminará muy directamente su atención, ante todo, sobre la calidad teológica de las perícopas escogidas.

Los fragmentos de la Sagrada Escritura presentados a lo largo de los tres años, sobre todo los pertenecientes a los cuatro Evangelios, deben exponerse e interpretarse dentro de su inconfundible encuadre expositivo y teológico. Para ello ha de tenerse en cuenta,

• que a la tendencia niveladora existente en el pueblo cristiano se le ofrece un freno, consistente en que fundamentalmente los cuatro Evangelios son una misma cosa, presentando fastidiosas repe­ticiones con sólo escasas divergencias;

• que, además, queda patente el estilo personal, la técnica litera­ria y los propósitos teológicos de cada escritor sagrado individual, experimentándose así el pluralismo teológico en su legitimidad bíbli­ca, en su diferenciación, así como en sus semejanzas;

• que, en fin, la localización concreta, la diversidad de destinata­rios y el momento previo con sus problemas y necesidades siempre nuevas presentan un precioso auxilio de orientación e interpretación, como fundamento para las consideraciones y conceptos, todavía poco tenidos en cuenta, que puede ofrecer la historia de la formación de la Biblia (véase, al respecto, mi libro «Die Entstehungsgeschichte

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•%.

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(Herejías í í í , 1, 1; compárese III, 14, 1; III, 15, 1). También en el así llamado Prólogo antimarcionista del Evangelio de Lucas, tam­bién redactado en el siglo segundo después de Cristo, se defiende la tesis de Ireneo y se precisa con algunos datos adicionales de ca­rácter personal: «Lucas, natural de Antioquía, Siria, médico de pro­fesión, de la escuela de los Apóstoles, siguió, más tarde, a Pablo hasta su martirio, mientras él sirvió a Dios sin falta. Sin haber co­nocido mujer ni hijos, murió a los setenta y cuatro años (¿ochenta y cuatro?) en Bitinia (¿Beocia?) lleno del Espíritu de Dios».

A base de investigaciones estadísticas de orden lingüístico se diseña una clara analogía entre Lucas y Pablo, una correspondencia, que evidentemente guarda relación con la mayor distancia de ambos para con la experiencia lingüística del hebreo» (Robert Morgenthaler). También conforme a este informe podría mantenerse la tesis defen­dida a partir de Ireneo, pero con la limitación de que las analogías filológicas, entre Pablo y Lucas, también podrían encontrar una explicación en el hecho de que ambos hablaban y escribían el griego como lengua materna y de que la cercanía geográfica de sus lugares de nacimiento, Tarso y Antioquía, podían asimismo requerir un pa­rentesco lingüístico.

En tiempo más reciente resuena en medida creciente la crítica contra el tradicional maridaje del compañero de Pablo, Lucas, con el autor del Evangelio de Lucas y de los Hechos de los Apóstoles. Para apun­tar la problemática sobre Lucas, que anteriormente se puso en juego y que en un futuro cercano ha de experimentar matizaciones todavía más fuertes e incluso escépticas, baste sólo enunciar algunas contra­rréplicas que se escuchan frecuentemente en el actual proceso de las cosas.

• Lucas, a quien se le denomina con toda justicia «un historiador entre los evangelistas», subraya en el prólogo de su Evangelio: «según nos ha sido transmitida por los que desde el principio fueron testi­gos oculares y ministros de la palabra» (Le 1, 2). Sorprende el hecho de que Lucas, que ha escrito su Evangelio ochenta años después de Cristo, respalda su legitimidad teológica no con la referencia al após­tol Pablo, a quien acompañó durante tanto tiempo. ¿Por qué Lucas, «el único no judío entre los escritores neotestamentarios» (José Schmid) no apoya argumento tan importante precisamente en los

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liempos postapostólicos? ¿Quiere Lucas distanciarse de Pablo, o es que puede no apelar a Pablo?

• También el tema de la teología paulina ocupa, en la actual dis­cusión sobre San Lucas, un papel notable. Felipe Vielhauser adopta una postura extrema, al escribir sobre el autor de los Hechos de los Apóstoles: «no se encuentra en él ni un solo pensamiento especial paulino». Cada vez con mayor frecuencia se defiende la tesis de que I II propiedad del anuncio paulino en modo alguno puede reconstruir­se a base de la doble obra de San Lucas. Es cuestionable el hecho de que los nuevos acentos teológicos, que Lucas ha depositado en su escrito, en contraste con Pablo, únicamente han de inscribirse a cuenta de su hacer como redactor, de la dilación de la parusía o de la acomodación a las cambiantes situaciones al final de la edad apostólica. Cada vez se irán aclarando más los horizontes diferencia­les entre la teología paulina y la de San Lucas, por ejemplo, en la valoración de la ley mosaica o en la interpretación de la muerte y resurrección de Jesús.

• Extraordinariamente precaria es, por el contrario, la considera­ción del apóstol del tercer Evangelio, si se le reduce a Lucas al compañero de Pablo e intérprete del anuncio paulino. Cuando Lucas conecta expresamente el concepto del apóstol con el carácter de testigo de las apariciones de Jesús y, sobre todo, con la vida pública y previa a la Pascua así como con las obras de Jesús (He 1, 15-26; 10, 41) —«...todo el tiempo que vivió entre nosotros el Señor Je­sús, a partir del bautismo de Juan hasta el día en que fue tomado de entre nosotros» (He 1, 21-22)—, despoja a Pablo, aun cuando expresamente no lo afirme, del rango de apóstol. Pablo puede jactar­se, desde luego, de la aparición de Cristo ante Damasco, que él equi­para a las apariciones pascuales de Cristo resucitado (1 Cor 15, 1-11); pero le falta la autoridad de un testigo ocular de la vida y obras de Cristo. Para Lucas, autor de los Hechos de los Apóstoles, Pablo no se encuentra conectado con el colegio apostólico, ni siquiera en ca­lidad de apóstol «número trece». ¿Puede concebirse que un acom­pañante de Pablo durante tanto tiempo fuera realmente capaz de consignar por escrito una interpretación tal?

Si se defendiera la tesis con toda seriedad, habría de disolverse la identidad entre el compañero de Pablo, Lucas, y el autor del tercer

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Por donde hay que proponer la cuestión de si el autor del Evange­lio según San Lucas estuvo alguna vez en realidad en Palestina. Si no es tal el caso, no puede seguirse sosteniendo por más tiempo la corriente concepción de que Lucas haya sido el compañero de Pablo y de que haya visitado repetidamente Palestina con su maestro.

El concepto de la historia de la salvación

Resulta extraño que Lucas, a quien tan gustosamente se le llama «el historiador entre los evangelistas» y que expresamente hace re­ferencia a sus estudios históricos y a sus labores previas en el pró­logo de su Evangelio (Le 1, 1-4), se aferré a los esquemas conclu-yentes de la vida de Jesús, que él, así como el autor del Evangelio según San Mateo, ha tomado del esbozo evangélico de Marcos sin desarrollar ningún nuevo concepto, aun cuando tenía verdadero afán y necesidad de encajar sus retazos adicionales de las fuentes Q en el estrecho esquema de Marcos que había asumido. Lo que Lucas no llegó a realizar le fue, sin embargo, factible al autor del Evange­lio de Juan. En las últimas décadas de la era apostólica, cuando es­cribió Lucas su Evangelio, era ya la caliente espera de la parusía un motivo del pasado. La comunidad neotestamentaria de los justos dirige su mirada hacia las nubes del cielo, de donde esperaba la vuelta del Señor, que había de retornar a la tierra. La Iglesia se ha establecido en el mundo. Ella aprendió a contemplarse como suceso de la historia y comenzó de ahí una histórica superación y vencimien­to de todos los problemas que con Jesús de Nazaret se relacionaban. Como los cristianos de la primera época se consideraban a sí mismos como portadores de un suceso histórico, que entrañaba una misión para el siglo siguiente, se fueron concibiendo a sí mismos cada vez más como una Iglesia misionera. La comunidad cristiana a la vuelta del siglo no vivía exclusivamente de la contemplación del Jesús es-catológico. Su camino estaba determinado por el mirar hacia delante. Pero ese camino no era otra cosa que la prosecución y prolongación de ese camino que habían recorrido los dos discípulos en compañía del Señor resucitado hacia Emaús (Le 24, 13-35).

En ese concepto de peregrinación teológico-misionera desempeñan Jerusalén y Samaría un papel ni más ni menos que ejemplar. Jeru-salén es, en la constatación del Evangelio según San Lucas, algo

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más que una ciudad de Palestina. «Jerusalén es para Lucas de una manera peculiar un concepto de plenitud teológica; es la ciudad del cumplimiento de la historia de la salvación» (Gerhard Schneider). La palabra «Jerusalén» aparece en el Evangelio según San Lucas concretada en griego de dos maneras: Jerosólima (forma lingüística de los Setenta) y Jerusalén (modismo de los escritos deuterocanóni-cos y de los apócrifos). La preferencia de San Lucas por Jerusalén se manifiesta en las citas frecuentes de este nombre:

Jerosólima

Jerusalén

Me

10

Mt

11

2

Le

4

He

23

27 36

Jo

12

Por donde pueden verse las diferencias de los modismos (Lucas prefiere la expresión «Jerusalén»); así aparece el nombre «Jeru­salén» en el Evangelio según San Lucas 31 veces, en los Hechos de los Apóstoles 59 veces y 90 veces entre las dos obras de San Lucas.

Mientras para los evangelios de Marcos y Mateo, Galilea ocupa una significación central en la vida y obras de Jesús e incluso resucita­do les dirige expresamente a sus apóstoles hacia Galilea (Me 16, 7; Mt 28, 7), en el Evangelio de Lucas es Jerusalén el lugar de la re­velación preferido por Jesús. Lucas no conocía muy a fondo al cristia­no de origen pagano y al no judío, pues según la interpretación judía era Galilea la tierra del cumplimiento escatológico. El relato pascual de Lucas no conoce ninguna consigna de Jesús en el sentido de que los discípulos deban precederle en Galilea. Todas las apariciones del resucitado, de las cuales informa el Evangelio de Lucas, acon­tecen en las cercanías de Jerusalén (en el camino de Jerusalén a Emaús: Le 24, 13s.) o en la misma Jerusalén (Le 24, 33-36). Je­rusalén es el lugar de la epifanía de Jesús; sobre todo, el lugar de la pasión, de la muerte, de la resurrección y de la asunción de Jesús.

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(Le 4, 28), se cierran ante «el año de gracia del Señor» (Le 4, 19), incluso pretenden asesinar a Jesús (¡aquí resuena el motivo de la pasión!). A la vista de tal situación, Jesús se contenta con afirmar: «En verdad os digo, ningún profeta es bien recibido en su patria» (Le 4, 24). Pero al mismo tiempo resuena para los paganos de Tiro y de Sidón (Le 4, 26 s.) la hora de la salvación. La última frase de la perícopa de Nazaret no se contenta con clausurar este episo­dio. Ella encierra la importante señal del futuro camino de salva­ción, que va de los judíos a los paganos. «Pero El, atravesando por medio de ellos, se fue» (Le 4, 30).

Otro carácter de la cristología de San Lucas es el lógico testimonio de la divinidad de Jesús. Las dificultades de fe y las discusiones de la primitiva cristiandad se han amortiguado notablemente. Todas las expresiones duras y equivocadas que se descubren ocasional­mente en el anuncio de Cristo del Evangelio según San Marcos, quedan pulidas o expurgadas. La dignidad divina de Jesús es ya un valor intocable de la fe de la primitiva Iglesia, cuyo testigo es Lucas. Hay que notar al respecto que le basta al evangelista Lucas un solo caer al suelo y orar, en contraste con la oración úel monte de los olivos en Marcos, donde tres veces Jesús cae y ora (Me 14, 32, 42). También la llamada de Jesús crucificado: «Dios mío, ¿poi­qué me has abandonado?» (Me 15, 34) la pule Lucas en su anun­cio de la pasión. Clara es la diferencia entre la imagen de Cristo en Lucas y en Marcos. Pero también resulta clara la similitud del concepto de Cristo en Lucas y en Juan.

Aun cuando Lucas expone tan palmariamente la divinidad de Cris­to, no tiende ninguna barricada entre Jesús y los hombres. Jesús no es ningún Dios lejano, sino humano y amigo de los hombres. El Hombre-Dios, Jesucristo, es un colega que se inclina amable, confiado y en plan de socorro sobre las necesidades corporales y espirituales. El estará con ellos y entre ellos, haciéndose solidario con sus necesidades y preocupaciones. Sobre todo, sorprende que el Cristo de San Lucas es el Salvador de la gente baja, inclinándose con especial afecto, precisamente, sobre aquellos que como el co­brador de tributos, los pecadores y las prostitutas son arrojados or-gullosa y arrogantemente de los organismos de los fariseos. «El Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdi­do» (Le 19, 10).

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La liturgia de la primitiva Iglesia marca un acento concluyente en la imagen de Cristo del Evangelio según San Lucas conforme a la concepción fundamental de la historia de la salvación. El templo de Jerusalén, que desempeña su papel en la primera (Le 1, 5 ss.) y en la última escena del Evangelio según San Lucas (Le 24, 53), ha quedado por medio de la Ascensión de Jesús extendido a todo el cosmos. La comunidad salvífica del Nuevo Testamento posee una dimensión universal. Dondequiera que se reúne el pueblo de Dios neotestamentario, se halla invisible el Altísimo, pero eficiente en medio de él. En el suceso de Emaús (Le 24, 13-35) queda, por tanto, como en un punto focal captado e interpretado el secreto de la his­toria de la Iglesia: Jesús como compañero de viaje —Jesús como intérprete de la Sagrada Escritura—, Jesús como liturgo de la ce­lebración eucarística. La historia de la Iglesia es para el evangelista Lucas no un mero estadio alejado de Cristo, en el cual meramente se establece un recuerdo para con el Jesús de Nazaret. Camino y tiempo de la Iglesia son continuación de la obra de Jesús, de la pasión de Jesús y de su gloria. El camino de la Iglesia es, por tanto, camino de la Jerusalén terrestre a la celestial. «Jerusalén, ciudad de la muerte de Jesús, es al mismo tiempo la ciudad del comienzo del anuncio por todo el ancho mundo» (Wolfgang Trilling).

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A D V I E N T O

Ya en Adviento queda señalado el acento teológico del anuncio en el Evangelio según San Lucas, el cual otorga a todo el ciclo litúr­gico C un tono especial, diversificándolo indudablemente de los otros dos ciclos litúrgicos A y B. Como acorde fundamental de la teología de Lucas se escogen para la doble sección de lecturas no textos pertenecientes únicamente al Viejo o al Nuevo Testamento; antes al contrario, se entresacan periódicamente del Viejo y del Nuevo Testamento, para obtener juntamente con el texto evangé­lico de Lucas un triple tono de características teológicas bien de­terminadas. Las primeras lecciones de Adviento están tomadas de los escritos proféticos del Viejo Testamento. Sorprende al respecto que se reduzcan —lo cual parece ser una purísima casualidad— a profetas que trabajaron en el reino del sur de fudá antes de la cautividad de Babilonia.

1. Domingo de Adviento

2. Domingo de Adviento

3. Domingo de Adviento

4. Domingo de Adviento

Jeremías (Jer 33, 14-16)

Baruc (Bar 5, 1-9)

Sofonías (Sof 3, 14-lSa)

Miqueas (Miq 5, 2-5a)

FM la lectura II de Adviento por tres veces vuelve el apóstol Pablo sobre la referencia con la que se empalma una sola vez la carta post­paulina de los Hebreos, escrita entre los años 80 y 90 después de Cristo.

1. Domingo de Adviento

2. Domingo de Adviento

3. Domingo de Adviento

4. Domingo de Adviento

1 Tes 3, 12-4, 2

Flp 4-6. 8-11

Flp 4,,4-7

Heb 10, 5. 10

33 3

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Todos los evangelios de Adviento del ciclo litúrgico C están saca­dos del Evangelio según San Lucas.

1. Domingo de Adviento

2. Domingo de Adviento

3. Domingo de Adviento

4. Domingo de Adviento

Mt Me Le

21, 25-28. 34-36

3, 1-6

3, 10-18

1, 39-45

Jo

No es desatendible el propósito de volver la mirada al tiempo de Adviento no solamente porque el pueblo de Israel esperaba al Sal­vador, sino también para actualizar los sucesos salvíficos del pa­sado bajo el aspecto escatológico. La estrecha correlación de la prehistoria de Jesús con la de Juan el Bautista reproduce nuevamen­te el proyecto de Lucas, en el cual ambos temas se hallan mutua­mente comprometidos. La invitación a la penitencia por parte de Juan el Bautista, sin embargo, no puede interpretarse como un eco del pasado. Juan ha de entenderse como un valor presente que se pone delante del pueblo de Dios actual invitándole al arrepenti­miento, pues el que entonces ya había llegado es hoy esperado como el que ha de llegar.

l.er Domingo de Adviento

Primera lectura: Jer 33, 14-16 Segunda lectura: 1 Tes 3,12-4, 2 Tercera lectura: Le 21, 25-28. 34-36

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

En la primera lectura dirige el profeta Jeremías (Jer 33, 14,16 y' casi exactamente lo mismo en Jer 23, 5-6) la mirada del pueblo

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wlLTotestamentario hacia el Rey que ha de venir y Salvador de la Casa de David, que unirá las divinidades y destrozadas tribus i le Israel y Judá nuevamente en un solo y justo pueblo de Dios v elaborará «la justicia», esto es, el justo orden religioso y social. I,u segunda lectura deja todavía sentir algo de la edad escatológica, en la que el apóstol Pablo escribió su primera carta a la comuni­dad de los tesalonicenses. La primera carta de los Tesalonicenses es, además, la más antigua de todo el Nuevo Testamento, escrita completamente en Corinto el año 51-52 después de Cristo. Mien-nas el profeta veterotestamentario Jeremías aborda los sucesos fu-luros del reinado de David, prolonga el apóstol Pablo sus pers­pectivas de la historia de la salvación hasta la meta, «cuando Jesús nuestro Señor vuelva acompañado de sus santos» (1 Tes 3, 13). No se cansará Pablo de amonestar que el conocimiento de la vuelta del Señor ha de tener consecuencias concluyentes en la vida de los cristianos.

No hay que olvidar que el Evangelio según San Lucas fue redac­tado unos 30 años más tarde que la epístola a los Tesalonicenses y que en la última década de la era apostólica la espera primitiva y caliente se había enfriado notablemente; entonces se comprende por qué en el Evangelio se encarece especialmente de un modo ex­preso el mensaje de la vuelta del Señor. «Estad atentos, no sea que se emboten vuestros corazones por la crápula, la embriaguez y las preocupaciones de la vida... Velad, pues, en todo tiempo y orad, para que podáis evitar todo esto que ha de venir y comparecer ante el Hijo del Hombre» (Le 21, 34. 36).

La venida de Cristo no es simplemente objeto de conocimiento. Ella es la gran y última crisis de todo el mundo, donde se recibirá de modo perentorio aprobación o reprobación, salvación o condena­ción.

D i s p o s i c i o n e s d e l t e x t o (Le 21, 25-28. 34-36)

En ningún otro pasaje de los sinópticos se reconoce con mayor cla­ridad el proceso teológico de desarrollo que en las perícopas en las que se anuncia la promesa de la destrucción de Jerusalén y del juicio final (Mt 13, 1-37; Mt 24, 1-51; Le 21, 3-36).

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Se observa cuando lee uno en una sinopsis conjuntamente las tres redacciones, cómo el texto de San Lucas ha quedado configurado por el ambiente tardío de la primitiva cristiandad, pues se repro­duce ya retrospectivamente la destrucción de Jerusalén (Le 19, 43-44). Además hay que subrayar la condición de madurez y la sensibilidad en el conocimiento de Cristo en la última década de la era apostólica, de lo cual nos queda constancia en dos hechos. Por un lado, se omite en San Lucas la palabra de Cristo provoca­dora siempre de nuevas discusiones, incluso entre la primitiva cris­tiandad y, además, de difícil intelección: «Ese día y esa hora no lo conoce nadie, ni los ángeles del cielo, ni siquiera el Hijo del Hombre, sino sólo el Padre» que se encuentra en Me 13, 32 y tam­bién en Mt 24, 36. Por otra parte, lo constata Lucas precisamente en los tiempos tardíos de la primitiva cristiandad, cuando la espera febril y nerviosa de la parusía se estaba enfriando notablemente, pues era necesario para provocar un persistente adelanto en la pri­mitiva cristiandad (Le 21, 34-36).

E s b o z o d e la p r e d i c a c i ó n

• Los fenómenos descritos de la naturaleza no deben interpre­tarse realísticamente. Ellos son un procedimiento empleado repeti­damente en el Viejo Testamento para expresar el significado de un suceso de la historia de la salvación como el profundo estremeci­miento de los hombres. «Los hombres quedarán sin aliento por el miedo, ante lo que se le viene encima al mundo».

El título honorífico de «Hijo del Hombre», tomado del Libro de Daniel (7, 13) y empleado por los sinópticos 69 veces, posee en este pasaje la significación primitiva, según la cual ha de aparecer sobre las nubes al final de los tiempos Jesús como juez escatoló-gico. El discípulo de los Apóstoles y evangelista Lucas pudo, a pesar de los tiempos posteriores de la primitiva cristiandad, en los cuales se entremezclaba ya el título de «Señor», emplear todavía en este pasaje el título de «Hijo del Hombre», porque él quería encaminar conscientemente hacia el fin del mundo y hacia el juicio la mirada de aquellas primitivas cristiandades que se habían avenido con la demora de la espera parusíaca.

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• Si se tiene en cuenta el parentesco cronológico que existe entre la doble obra de San Lucas (Evangelio y Hechos de los Apóstoles) y el Evangelio de San Juan, entcnces hay que contar no solamente con el enfriamiento de la espera de la parusía, sino también con un «recrudecimiento del ambiente de persecución de la comunidad de San Lucas» (Frieder Schütz). La invitación a la plegaria y al adelanto intensivo (Le 21, 34. 36) posee al efecto una actualidad concreta. El tiempo crítico de la persecución es el campo de prueba para los acontecimientos del fin de los tiempos. Sólo aquel que con­serva la confianza en Cristo, en medio de las persecuciones, resis­tirá el juicio del Hijo del Hombre.

• La salvación, esto es, la irrupción y el cumplimiento de la glo­rificación de Dios, se halla desde la Encarnación de Jesús todavía en camino. Ella se consumará con la parusía del juez mundial es-catológico, pues entonces será llegada la hora y nadie más podrá seguir operando y el plan salvífico universal del Padre eterno que­dará realizado.

• Como un golpe de timbal surte su efecto al comienzo del nue­vo ciclo litúrgico el mensaje del fin: cada ciclo litúrgico nos acerca más a la parusía del Señor. Aunque la humanidad lo sabe, sin em­bargo, la venida del Señor provocará consternación y confusión. Quien quiera salir airoso en el día del juicio, debe cada día vivir como si fuera su último día: ha de estar siempre preparado.

2.° Domingo de Adviento

Primera lectura: Bar 5, 1-9 Segunda lectura: Flp 1, 4-6, 8-11 Evangelio: Le 3, 1-6

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La primera lectura (no podemos aquí detenernos en las difíciles cuestiones sobre el autor ni sobre el tiempo de su estructuración) nos traslada al período final de la cautividad de Babilonia. La Je-

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rusalén destruida y abandonada ha de dirigir su mirada «hacia el Oriente» (Bar 4, 36; 5, 5), es decir, hacia Mesopotamia, pues aque­llos que en una ocasión «a pie se marcharon, conducidos por el enemigo» (Bar 5, 6) «Dios los traerá con gloria, como llevados en carroza real» (alusión al pueblo de Dios durante la peregrinación sinaítica) (Bar 5, 7) y volverán a la patria.

El día de la alegría, de que nos informa la primera lectura, que­dará precisado en la segunda lectura como el «Día de Cristo Jesús» (Flp 1, 6, 10. El pueblo de Dios del Nuevo Testamento se encuen­tra —de la misma manera que el pueblo de Israel del Viejo Testa­mento a la vuelta de la cautividad de Babilonia— en una gran pe­regrinación, en la que, conforme al deseo del apóstol Pablo, sobre todo «vuestra comunidad de amor siga creciendo más y más en penetración y en sensibilidad para apreciar los valores» (Flp 1, 9-10). Pero, ¿qué son los valores?

En el Evangelio pone el pie Juan el Bautista ante la comunidad del Nuevo Testamento para proporcionarle una contestación a ese pro­blema. La edad de Cristo es una época de muy duras exigencias y de una trabajosa limpieza de labores previas. Todavía es tiempo de trabajo. Primeramente el «Día de Cristo Jesús» es día de cosecha, pues nadie puede continuar después trabajando. La frase sobre ele­var los valles y descender los montes y colinas está tomada del Deu-tero-Isaías (40, 4); pero se escucha también en Bar 5,7, el texto de la primera lectura.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 3, 1-6)

El presente texto pertenece a esos pocos pasajes neotestamentarios que ofrecen un importante punto de apoyo histórico para las fun­ciones bautismales de Juan y con ellos también para la vida de Jesús, pues «en el año quince del reinado del emperador (romano) Tibe­rio», según nuestra cronología, ha de situarse entre el 19 de agosto del año 28 y el í 8 de agosto del año 29 después de Cristo. En co­rrelación con los lugares paralelos de los sinópticos llaman la aten­ción inmediatamente dos ulteriores acotaciones (Me 1, 1-3; Mt 3, 1-3): por un lado los precisos datos históricos, que pretenden sincro-

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nizar la historia romana con la historia del pueblo judío, y después la detallada citación de Isaías (40, 3-5), de la que tanto Marcos como Mateo solamente consignan el verso 3. La cita procede del así llamado Deutero-Isaías (Is 40-55), un autor desconocido del tiempo del exilio. Para el evangelista Lucas, de pensamientos uni­versales, resulta importante la cita minuciosa porque sólo de ese modo podía demostrarse su finalidad teológica, consistente en co­locar a Cristo en el horizonte de la historia de la salvación del mun­do, mostrándolo como Salvador y Juez incluso de los pueblos pa­ganos.

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• Si es cierto que los Evangelios no son un acta oficial histórica, sería, sin embargo, falso el retirar todo interés histórico a los evan­gelistas. Lucas anhelaba abiertamente no pergeñar una concep­ción de Cristo como flotante y ajena a la historia, sino encadenar a la red coordenadora de la historia romana y judía la salvación en Cristo Jesús encarnada en el tiempo y en el espacio. Dan un mentís al mito de Cristo no solamente el nombrar al César romano Tibe­rio (14-37 después de Cristo), sino, sobre todo, el mando del pro­curador romano Poncio Pilato, que fue procurador romano en Pa­lestina durante los años 26-36 después de Cristo y de quien quedó un primer testimonio arqueológico gracias a una lápida localizada en 1961 en Cesárea junto al mar.

• En la última década de la tra apostólica (la redacción del Evan­gelio se sitúa luego del año 80 después de Cristo) había madurado ya el tiempo de ofrecer con minuciosa amplitud a los cristianos de origen pagano los valores de la revelación veterotestamentaria. Pero mientras aquellos evangelistas que redactaron su Evangelio en los tiempos primeros o para los judeocristianos, se contentaron con breves citas del Viejo Testamento, Lucas, sin embargo, pudo pre­sentar las citas con la minuciosidad necesaria.

• El reino universal del Mesías, del que ya habla el Deutero-Isaías, es el más importante reclamo para el anuncio de San Lucas. Jesucristo no es únicamente el Mesías del pueblo judío. «Todos (es decir, todos los pueblos) verán la salvación de Dios». Se ve flotar

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a través del Evangelio según San Lucas el aliento de la teología pau­lina. Lucas, el único paganocristiano de los cuatro evangelistas, contempla a Jesús de Nazaret, así como también a toda la comuni­dad de los creyentes en Cristo, en una dimensión universal: Cristo, Salvador y Redentor de todos los hombres —la Iglesia constituida de judíos y paganos.

3.er Domingo de Adviento

Primera lectura: Sof 3, 14-18a Segunda lectura: Flp 4, 4-7 Evangelio: Le 3, 10-18.

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

En la primera lectura resuena el canto de júbilo del profeta Sofo-nías: «Regocíjate, hija de Sión, grita de júbilo, Israel... El Señor será el rey de Israel en medio de ti... (Sof 3, 14 s). Esta llamada quiere despertar al pueblo de Dios del Viejo Testamento para que siga creyendo en la actualidad y el auxilio de la alienza divina tras tantos tropiezos y decepciones. Llega el tiempo en que el Señor ex­pondrá su grandeza ante todo el mundo.

La segunda lectura permite continuar escuchando el canto de ale­gría: «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad ale­gres» (Flp 4, 4). El apóstol Pablo esclarece la frase del profeta So-fonías del Viejo Testamento, pues Dios se ha hecho visible en Cris­to Jesús, de tal manera que no quede ya ningún fundamento para angustias o preocupaciones. Quien ha hallado a Cristo, ha hallado la paz.

En el Evangelio se escucha el eco de la embajada de Juan el Bau­tista: el Mesías prometido en el Antiguo Testamento se encuentra ahí ya. Juan descubre al efecto su tarea, consistente en ser prepa­rador de los caminos del Mesías para luego retirarse cuando El lle­gue, el cual «puede más que yo, y no merezco desatarle la correa de sus sandalias» (Le 3, 16).

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Una cosa no hay que olvidar en la celebración cristiana del Ad­viento: la comunidad reunida en torno al altar eucarístico no debe recaer en el Viejo Testamento y obrar de tal manera en sus ple­garias y en su vida como si Cristo no estuviera ahí. Cristo se en­cuentra en el medio como el Altísimo. El tiempo del Adviento anual es, por ende, la época de la reflexión seria, donde Cristo puede tomar una más honda posesión de cada uno de los cristianos, así como de la comunidad de los elegidos y hacerse eficiente en medio de ellos.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 3, 10-18)

Tras los dos primeros capítulos de fuerte colorido semítico co­mienza Lucas en el tercer capítulo de su Evangelio a lanzar los puentes para la vida pública de Jesús (Le 3, 1-18). Una compara­ción con los sinópticos paralelos (Me 1, 1-8; Mt 3, 1-12) esclarece que a Lucas le interesa menos la pintura de la personalidad del Bautista (como a Marcos 1, 6). El quiere expresar el contenido del mensaje penitencial de Juan en toda su amplitud y plasticidad; de ahí que Lucas presente todavía con mayor minuciosidad que los otros dos sinópticos el texto del Déutero-Isaías (Is 40, 3-5 = Le 3, 5).

Notable es la ignorancia de la masa popular (Le 3,10), de los co­bradores de tributos (Le 3,12) y de los soldados (Le 3, 14) que se­guían a Juan. Ellos se hallaban bajo una general expectación, pero no llegan todavía a conocer la dependencia entre las actividades del Bautista y del predecesor del Mesías. Parece que el evangelista Lucas, en este pasaje, adelanta ya una diferencia no desatendible, pues los «sabedores», que, sin embargo, no emergían, son los es­cribas y los fariseos.

El evangelista subraya especialmente dos puntos históricos de la predicación de Juan el Bautista: la promesa del futuro Mesías, pero también la promesa de una separación del trigo y de la cizaña. Sor­prendente resulta ya al presente la virulencia de las palabras que hablan del «fuego inextinguible» (Le 3, 17).

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E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

Juan da a los muchos que le piden un consejo, primeramente la sencilla contestación de que en sus vidas son personas de justicia y de eficiente amor al prójimo. Ante ulteriores insistencias, el Bau­tista se ve obligado, finalmente, a descubrir su propio secreto en una interpretación de sí mismo. ¿Hasta dónde llegaba entonces el Bautista en su conocimiento sobre Jesús? Puede suponerse que Juan conocía cabalmente la existencia del Mesías, pero que por entonces no le era conocida la incorporación del Mesías en una persona concreta.

• Juan no se jacta vanamente de considerarse a sí mismo como Mesías, antes bien esboza una alabanza: «...viene el que puede más que yo» (Le 3, 16). Lo grande que es la diferencia entre Juan y el futuro Mesías, queda demostrado con su comentario de que no se tiene como digno de desempeñar el papel de esclavo frente al Mesías para desatar la correa de sus sandalias (Le 3, 16).

• El Mesías provocará, según las promesas de Juan el Bautista, un divorcio de los espíritus. El cuadro del Mesías aquí pergeñado presenta muy claros perfiles, pero le falta por completo una blan­dura sentimental y una bonachona flexibilidad. Este cuadro del Mesías no está ejecutado verdaderamente al pastel, sino en la dura técnica de la madera.

En el mensaje penitencial del Mesías se deja escuchar un punto de gran seriedad. El Día del Mesías es el día del gran y definitivo des­enmascaramiento. Con la llegada del Mesías se abre ciertamente un camino de gracia y de perdón para todos los que están dispues­tos a la conversión. Quien, sin embargo, a pesar del mejor cono­cimiento y del mensaje penitencial de Juan, se cierra ante el man­dato de gracia del Mesías, será como la cizaña «arrojado al fuego inextinguible» (Le 3, 17).

4.a Domingo de Adviento

Primera lectura: Miq 5, 2-5a Segunda lectura: Heb 10, 5-10 Evangelio: Le 1, 39-45

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A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

En la primera lectura se lee la promesa del profeta Miqueas, de que con el nacimiento del Mesías vendrá la gran paz mundial. El Me­sías es el Salvador de toda esclavitud y el portador de la libertad y de la paz para todos los pueblos «desde... tiempo inmemorial» (Miq 5, 3).

La segunda lectura, tomada de la epístola a los Hebreos, quiere in­troducir en el secreto de la encarnación del Hijo del Hombre: «...me has preparado un cuerpo... Todos quedamos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo, hecha una vez para siempre» (Heb 10, 5. 10). La ofrenda santificadora y única de la Nueva Alian­za es sencilla y exclusivamente «la oblación del cuerpo de Cristo». La naturaleza humana, que Jesús recibió de su madre María, es la oblación capaz de sustituir todas las oblaciones anteriores de fue­go y de propiciación gracias a la intención de la oblación divina.

El Evangelio pinta el encuentro de ambas mujeres, Isabel y María, las cuales dos llevan un niño en el vientre. El encuentro de las ma­dres queda pergeñado por el evangelista como encuentro prenatal de Juan el Bautista con Jesús. Isabel entra en escena como profeti­sa mesiánica (Le 1, 43) y entona para la cristiandad la gran alabanza mañana: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vien­tre» (Le 1, 42).

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 1, 39-45)

Estos versos, que poseen todavía el colorido de la fuente semítica, se esfuerzan por interpretar los sucesos históricos por el hecho de que se hallan correlacionados con los sucesos del Viejo Testamento. Al efecto, se presentan los siguientes paralelos: Le 1, 42 ss y 2 Sam 6, 1 ss, así como Le 1, 42 y Jud 13, 18. Para el lector europeo de la Biblia, que no conoce demasiado los géneros orientales del viejo Oriente, no le es fácil discernir mutuamente historia e interpretación histórica en el tejido poético de este texto. «Se necesita todavía mu­cha superación y estudios comparativos hasta que se consiga con­cretar con precisión el género literario de la narración en cuestión. Al respecto es necesaria una responsable cautela en todos los, tra-

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bajos que intentan despojar de su vestimenta literaria las expresiones de los textos escogidos por los Evangelistas» (Heinz Schürmann).

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

O Isabel se estrena como profetisa mesiánica que se expresa llena del carisma divino, siendo ella la primera sorprendida. Isabel se convierte en profetisa del secreto de la Madre, así como su Hijo, Juan el Bautista, se convierte en profeta del secreto del Hijo.

• De la misma manera que posteriormente, al comienzo de su vida pública, Jesús ha de llegar hasta Juan a orillas del Jordán, así ahora él, ciertamente todavía invisible bajo el seno de su madre María, encuentra por vez primera a su colega Juan seis meses más viejo (Le 1, 26). El encuentro de ambas madres se reproducirá poste­riormente en el encuentro de los dos hijos.

• Isabel no solamente se encuentra bajo el efecto del carisma que prontamente viene sobre ella. Por él demuestra un intenso conoci­miento pascual del secreto de María, a quien ella alaba como «madre de mi Señor» (Le 1, 43). Así, Isabel se convierte en la representante de la comunidad pascual, en donde resuena ya la alabanza de María. Aquí hay que localizar claramente los comienzos de la veneración mañana de la primitiva cristiandad.

• María es alabada por Isabel como la creyente: «Dichosa la que ha creído que se cumplirá lo que se le ha dicho de parte del Señor» (Le 1, 45). María ha andado su camino con Cristo no como conoce­dora, sino como creyente (Le 2, 19. 33. 50. 51). Quien no reflexiona sobre el difícil camino de la fe en María, no tendrá ninguna entra­da en su secreto, ni en su gracia. María es «la madre de la fe», porque tampoco a ella se le ha ahorrado el camino de la ratificación de la fe y de la fidelidad a la misma. María es, precisamente por su medita­ción creyente, la mediadora de la verdadera tradición de Cristo. No por pura casualidad Lucas, en los Hechos, la apellida expresamente dentro del cuadro de la comunidad pentecostal «María, la madre de Jesús» (He 1, 14).

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TIEMPO DE NAVIDAD

La liturgia del tiempo de Navidad se encuentra determinada en los tres ciclos litúrgicos por un conjunto armónico en las líneas funda­mentales a base de lecturas y evangelios, con sólo muy pequeñas va­riaciones. En el ciclo litúrgico C se hallan, de la misma manera que en el B, solamente dos textos evangélicos nuevos (domingo de la octava de Navidad y domingo después de Epifanía). Todas las res­tantes lecturas y evangelios concuerdan por completo con las del ciclo litúrgico B.

En las primeras lecturas se utilizan cinco veces los textos de Isaías, escogiéndose tres secciones del bíblico Libro de Isaías: un fragmen­to del Proto-Isaías (Is 1-39), dos perícopas del Deutero-Isaías (Is 40-55) y otras dos del Trito-Isaías (Is 56-66). Por dos veces se extractará el Libro de la Sabiduría de Jesús Sirac y una vez un fragmento del Pentateuco. Esta vasta dispersión muestra ya que no se intentaba una lectura continuada de un único libro del Viejo Tes­tamento, sino que debía conseguirse la mayor homogeneidad e insis­tencia posible de frases bíblicas por medio de una elección pre­fijada.

Las segundas lecturas están extractadas de seis escritos neotestamen-tarios sueltos. Al lado de los Hechos utilizados una vez se colocan los escritos paulinos (cartas a los Gálatas, Efesios y Colosenses), pero también los escritos postpaulinos (cartas a los Hebreos y a Tito). Tras esta selección se ve claramente la intención de exponer el gran tema del nacimiento y de la infancia de Jesús en un solo cua­dro cerrado y lleno de plasticidad.

En los Evangelios del tiempo de Navidad presenta el anuncio de San Lucas una inequívoca prioridad.

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Fiesta del Nacimiento del Señor

1. Misa (de media­noche) 2. Misa (de la auro­ra) 3. Misa (del día)

Domingo de la octava de la Navidad (Fiesta de la Sagrada Familia) Octava de la Fiesta de Navidad (1 enero - Fies­ta de la Madre de Dios María) 2. Domingo después de Navidad Epifanía Domingo después de Epifanía (Fiesta del Bau­tismo del Señor)

Mt

2, 1-12

Me Le

2, 1-14

2, 15-20

2, 41, 52

2, 16, 21

3, 15-16 21-22

Jn

1, 1-18

'

'

1, 1-18

Los textos escogidos del Evangelio según San Lucas no han de in­terpretarse como una documentación histórica. Antes bien, deben ser interpretados como una prehistoria, en la cual resuenan los más importantes temas de la vida y muerte de Jesús. No se trata de una exposición de un idilio lleno de dulzura, sino de una cristología cla­ramente acentuada, que quiere proporcionar a una cristiandad ame­nazada aliento e impulso para la fidelidad en medio de las persecu­ciones.

Fiesta de Navidad (misa de medianoche)

Primera lectura: Is 9, 2-7 Segunda lectura: Tit 2, 11-14 Evangelio: Le 2, 1-14

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A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

Las promesas del profeta Miqueas, expresadas en el 4 domingo de Adviento, han llegado a su cumplimiento, como lo demuestra la primera lectura. En la forma de un niño ha llegado el Príncipe de la paz: «... con una paz sin límites, sobre el trono de David y sobre su reino» (Is 9,6). Todas las expresiones sobre el recién nacido cul­minan en la frase «Príncipe de la paz» (Is 9, 5):

La carta a Tito (postpaulina) prolonga su mirada sobre la historia de la humanidad. El Príncipe de la paz es no solamente el Salvador del pueblo de Israel, El es la «salvación para todos los hombres» (Tit 2, 11). El ofrecimiento de la gracia de Dios en la forma de un niño no puede recibirse por los hombres sin una reacción decisiva: «... renunciar a la vida sin religión y a los deseos mundanos, y a llevar ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa» (Tit 2, 12). Quien quiere estar del lado de Dios, no puede pactar con la impiedad y con el anticristo.

El Evangelio muestra una lograda concatenación teológica con ambas lecturas de la Santa Noche. La presenta la palabra «David» (Le 2, 11) como una alusión a la profecía de Natán (2 Sam 7), así como la pala­bra «paz» (Le 2, 14). Puesto que ya se ha cumplido la profecía divina, queda todavía un solo anuncio: la proclamación de «la gran alegría para todo el pueblo» (Le 2, 10).

El «hoy» (Le 2, 11) no ha de interpretarse en el sentido de una fecha precisa. El misterio de la encarnación es, como los místicos lo han ex­presado siempre de nuevo, un suceso salvífico, que no se halla conec­tado a un día ni a una hora y que tanto puede relacionarse con el día de hoy o con el viernes santo o con la fiesta de la pascua.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 2, 1-20)

El Evangelio según San Marcos, que no conoce ninguna historia de la infancia, arroja la sospecha de que el anuncio del nacimiento de Jesús primitivamente no era tema de la predicación apostólica. Para la madu­ración de la historia de la infancia de Jesús y con ello para el desarrollo interior querido por Dios en el «sensus plenior» parecen ser convin­centes los siguientes motivos, según se pueden hoy perfilar:

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— La conciencia expresada del linaje y genealogía judíos y conjunta­mente la fe emanada del Antiguo Testamento de que el Mesías vendría del pueblo de Israel, más exactamente de la casa de David,

— el paralelo con la secta del Bautista que hace necesaria una ex­posición apologética de la preminencia de Jesús sobre el Bautista,

— el rechazo del platonismo griego todavía viviente o infiltrado en los círculos cristianos y del docetismo enemigo del cuerpo, que pre­cisamente en las comunidades pagano-cristianas planteó al vivo el problema de la verdadera humanidad de Cristo.

Ciertamente, la historia de la infancia posee un colorido palestinense no desconocido; pero no hay que olvidar que ha de ser contemplado y redactado bajo el ángulo de la vida que llevaban los creyentes después de la Pascua y de Pentecostés. El anuncio apostólico de Cristo debía tomar postura y dar un remate a la cuestión: ¿de dónde viene este Cristo? ¿Quién es en realidad este Jesús? ¿Conoció este Jesús de Na-zaret desde el comienzo su calidad de Hijo de Dios?

El anuncio de la je sugestivo e intencionado ha hecho necesario y ma­duro, para el anuncio, el tema del nacimiento y de la infancia de Jesús. Se intentó superar este problema con medios y argumentos muy distintos y no igualmente viables para el pensador europeo: conoci­miento profético, simbolismo de los números, relatos históricos, tipo­logía, apologética, confesión de la fe. Esas formas literarias tan dife­rentes y posibilidades de argumentación se han soldado en la historia de la infancia de Jesús en un conjunto de aserciones extraordinaria­mente poéticas.

En la historia de la infancia de Jesús en San Lucas se establecen una serie de textos del Viejo Testamento. Pero supondría un desprecio de los hechos históricos constatados si se quisiera contemplar la historia de la infancia solamente como producto de un conocimiento profético que se ha expresado «en forma de historia». La abundancia de citas del Viejo Testamento auxiliará en lo concerniente a las relaciones entre profecía y cumplimiento a diversas tipologías que presentan un invisi­ble armazón para la historia de la infancia.

Tipología Adán-Cristo (Jesús-el nuevo Adán): Le 1, 37; 3, 38; cfr. Gen 18, 14. 18; Rom 5, 12-21; 1 Cor 15, 45-47; Gal 4, 22-29.

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Tipología David-Mesías: Le 1, 32-35; 2, 11; Mt 1, 17. 21; 9 27-15, 22; 20, 30; 21, 9; Jn 1, 29; 7, 42; cfr. Sal 2, 8; Dan 1, U; 2 Sam 7, 13 s.; He 13, 33; Rom 1, 3 s.; 4, 6-9; 2 Cor 5, 21; Gal 4, 23-31; Heb 1, 5; 5, 5; 1 Pe 2, 24.

Tipología Moisés-Mesías (Cristo - el nuevo Moisés): Mt 1, 21; 2, 1 ss.; 2, 20 s.; Jn 6,32; cfr. He 3,22 s.; 1 Cor 10,1-2; Heb 3,2 s.; Ap 15, 3.

Notable investigación ha llevado a cabo Claus Schedl (Neue Sicht des synoptischen Problems. En: Theologie der Gegenwart 9. Jg 1966, 93-99). El ha llegado a demostrar que la historia de la infancia en San Lucas ha sido estructurada conforme al esquema del jubileo (1 ju­bileo: 7 X 7 = 49 palabras) comprendiendo 40 jubileos y 30 pala­bras.

Le 1, 5-25 (7 X 49) + 30 Le 1, 26-56 9 X 49 Le 1, 57-80 (6 X 49) + 19 + 12 Le 2, 1-20 (6 X 49) + 18 Le 2, 21-40 7 X 49 Le 2, 41-50 4 X 49

Se trata de métodos utilizados por los escritores del Antiguo Testa­mento, que fueron tomados por los sinópticos y empleados en un nuevo género.

Llama la atención el que el relato de la infancia de Jesús se halle estrechamente conectado no sólo lingüísticamente, sino, sobre todo, por motivos históricos con el Antiguo Testamento, el que resuene poderosamente ya desde ahora la llamada a los paganos y el que no en último término el mismo motivo de la Pasión muestre claros per­files.

El relato de la infancia de San Lucas es algo muy distinto de un mito de Cristo localizado posteriormente o concebido con referen­cia a antiguas expresiones divinas. Pero entrañaría asimismo una equivocación, si se quisiera contemplar en él el relato desnudo de un historiador estrictamente tal. El evangelista Lucas ha demostrado, así como también su segunda obra, los Hechos de los Apóstoles, un notable interés por la historia. Pero él ofrece historia conforme a un molde desusado para el pensador moderno. El conecta precisa­mente la historia con su interpretación y ha puesto por escrito con

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todo su corazón un testimonio de fe acerca del acontecimiento de la historia de la salvación del nacimiento del Mesías y, además (sub­ráyese bien), en la perspectiva del anuncio posterior a la Pascua, de la actualización y de la apologética.

Ahí está sin duda el elemento histórico (conserva por ejemplo un fuerte sabor a acta oficial Le 2, 1-7); pero lo histórico se encuen­tra ahí, por así decir, sólo como en concordancia con el prometedor anuncio de Cristo. Aun siendo importante el evangelista Lucas la ilación histórica del nacimiento de Jesús con el gobierno del em­perador romano Augusto (Le 2, 1), su esbozo teológico del anuncio no se agota con hechos históricos, geográficos o biológicos.

En el texto de San Lucas se localizan en la forma de un midrasch haggádico abundantes recuerdos del Viejo Testamento. R. Lauren-tin ve en Le 2, 1-14 una reproducción de Miq 4, 7-5, 5.

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• De extraña sobriedad es el fragmento Le 2, 1-7, que por sí solo presenta una documentación histórica, sin ostentar ningún acento teológico del anuncio. Por vez primera irrumpe el esbozo religioso en Le 2, 8-20.

• «El ángel del Señor» es la garantía y legitimación irrevocable de la exactitud y significación del mensaje. Los pastores no son pre­sa de alucinación alguna, ni de ofuscación, ni de piadosas ilusiones. En Dios mismo radica la certeza del nacimiento del Mesías, porta­dora, a la vez, de pasmo y de felicidad.

• En la embajada del ángel se le otorgan a Jesús tres altos títulos, que en esta forma y concreción emanan del testimonio de fe y jun­tamente de la honda dimensión del concepto de Cristo postpascual: «Salvador» - «Mesías» - «Señor».

• El mensaje de Dios quedará constatado con una «señal». Dios ratifica su palabra por medio de un signo visible. Con ello se obtie­ne la expresión de que la atrevida fe en la encarnación del Mesías no solamente requiere una palabra, sino también una señal. Por me-

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dio de esta señal se convierte la fe en el acontecimiento salvífico del nacimiento del Mesías en una fe de talla humana. Sin esta señal quedaría encarecida la fe de los pastores.

• En el canto del coro angelical se ofrece la interpretación teoló­gica del anuncio del nacimiento de Jesús: gloria a Dios y paz a los hombres. Ya aquí resuena lo que se convertirá en algo típico para la concepción universal del Evangelio de Lucas, la eficiencia sal­vadora de Jesucristo extendida a todos los hombres de buena vo­luntad.

• También a los pastores, quienes no solamente contemplan y constatan el acontecimiento salvífico, sino que lo alaban en postu­ra de adoración, se les propone esa participación en el pueblo esco­gido de Israel, el cual en la sencilla disposición de su corazón re­conoció y veneró en Jesucristo al Mesías prometido en el Antiguo Testamento. Un secreto contraste queda ya aquí patente: los peque­ños e ignorantes creen en la encarnación del Mesías, mientras los grandes y sabios se cerrarán a ella (Mt 21, 16).

• Significativo para la aceptación creyente de la encarnación del Mesías es que también María, la madre de Jesús, se halla encasilla­da entre el coro de los creyentes. Pues también ella «conserva todas estas cosas, meditándolas, en su corazón» (Le 2, 19). María - la cre­yente, la madre de los creyentes. «Bienaventurada la que ha creí­do» (Le 1, 45).

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Fiesta de Navidad (2.a misa - De la aurora)

Primera lectura: Is 62, 11-12 Segunda lectura: Tit 3, 4-7 Evangelio: Le 2, 15-20

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

El mensaje de la primera lectura es, sin duda, futurista. «Mira a tu salvador que llega» (Is 62, 11). Cuando la comunidad neotestamen-taria de la salvación escucha este texto del Trito-Isaías, sabe que la

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profecía ya se ha cumplido mediante la encarnación del Hijo del Hombre y que la salvación es ya algo actual.

La total plenitud de gracias de la redención, llegados con el naci­miento de Cristo, viene expresada dentro del cuadro de pensamien­tos paulinos, partiendo de la carta a los Romanos, en la segunda lec­tura tomada de la carta deuteropaulina de Tito: «... no por las obras de justicia que hayamos hecho nosotros, sino... según su propia mi­sericordia...» (Tit 3, 5). Es notorio cómo se hallan mutuamente co­rrelacionados el nacimiento de Cristo y el renacimiento de los hom­bres. A lo largo de la segunda misa de la fiesta de Navidad va pe­netrando un rojo entramado, en el que se alinean tres temas a ma­nera de perlas: nacimiento de Jesucristo —renacimiento de los hom­bres mediante las aguas bautismales— fe (Le 2, 19).

La tónica litúrgica, que ya era patente en la primera misa de la fiesta de la Navidad, se va intensificando cada vez más en la fiesta del na­cimiento del Señor: alegría, admiración, alabanza y glorificación de Dios. Un mundo desilusionado que se ha olvidado de prestar admira­ción y que ya no sabe encontrarse alegre, se ha cerrado a sí mismo las puertas para la inteligencia del nacimiento del Señor.

Disposición del texto (Le 2, 15-20) y esbozo del anuncio: véase la primera misa de la fiesta de la Navidad.

Fiesta de la Navidad (3.a misa - del día)

Primera lectura: Is 52, 7-10 Segunda lectura: Heb 1, 1-6 Evangelio: Jn 1, 1-18 (Jn 1, 1-5, 9-14)

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La primera lectura, tomada del Deutero-Isaías, expone la intensa ex­pectativa que sentían los judíos durante la cautividad de Babilonia por volver a casa. Dios entrará en Jerusalén con su pueblo como un rey: «...ven cara a cara al Señor, que vuelve a Sión» (Is 52, 8). Primeramente con la palabra «Sión» únicamente se comprende el

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horizonte geográfico reducido a Jerusalén, mientras que en la se­gunda lectura es extendido a todo el cosmos, pues el Hijo, «el he­redero de todo» (Heb 1, 2) «sostiene el universo con su palabra po­derosa» (Heb 1, 3). Con la encarnación de Cristo ha comenzado la hora de la salvación en la que el Padre divino introduce a su pri­mogénito en el mundo (Heb 1, 6).

A partir de Heb 1, 3 somos encaminados casi necesariamente hasta el prólogo de San Juan, en donde el Hijo de Dios está delineado re­petidamente como la «Palabra» (logos). El Evangelio nos trae, por lo demás, en resumen el tono elevado de las dos lecturas. Se articula insistentemente la eterna comunidad vital del Hijo con el Padre (Heb 1, 3. 5; Jn 1, 1-2. 14-15. 18) y la cooperación del Hijo en la creación del universo (Heb 1, 2-3; Jn 1, 1-3). Cristo no penetra en este mundo como un ser extraño. El mundo entero constituye desde la eternidad su propiedad (Heb 1, 2-3; Jn 1, 11). Así se subraya el significado cósmico de la Encarnación de Jesús, tal como lo ano­tó principalmente Teilhard de Chardin (muerto en 1955) en sus obras («Cristo cósmico»).

La tercera misa de la fiesta de Navidad yace bajo un tema grandio­so: el nacimiento de Jesús es la entrada triunfal del Hijo de Dios en su reino. De esa manera se hacen patentes medidas concluyentes, que expresamente quieren alejarnos del idilio romántico y apacible del establo de Belén. Ciertamente la vida de Jesús, contemplada desde fuera, transcurre en la miseria mundana. Con el nacimiento de Jesús se inicia, sin embargo, su reinado, que experimentará su irrupción definitiva al final de la historia. Con todo derecho el tema de Cristo Rey determina la fiesta del nacimiento del Señor, como también el último domingo del año litúrgico.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Jn 1, 1-18)

El autor del Evangelio según San Lucas sigue «la historia de Jesús» no solamente como Mateo y Lucas, hasta el origen terrestre, sino hasta «su origen eterno». Hace esto, mientras utiliza un himno de Cristo (logos) original cristiano (R. Bultmann llega a hablar de un himno gnóstico de los ambientes del Bautista) y «lo comenta con al­gunos complementos, combinándolo mediante paréntesis con el in-

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forme del Evangelio» (Rudolf Schnackenburg). Los análisis lite­rarios y críticos del estilo del prólogo de San Juan localizaron la si­guiente versión de un himno compuesto de cuatro estrofas, dedicado a Cristo, y de origen cristiano antiguo-heleno:

Primera estrofa: Jn 1, 1. 3 Segunda estrofa: Jn 1, 4. 9 Tercera estrofa: Jn 1, 10. 11 Cuarta estrofa: Jn 1, 14. 16

Este himno del Logos ha quedado entrelazado mediante los versícu­los Jn 1, 6-8 (y tal vez también Jn 1, 17-18, que en cuanto a la re­dacción hay que adscribírselos al evangelista), con el informe sobre las actividades del Bautista (Jn 1, 19-28) y con el primer llamamien­to de los apóstoles (Jn 1, 35-51).

En su redacción actual el prólogo se reparte en tres fragmentos:

Jn 1, 1-5: preexistencia del Logos Jn 1, 6-13: venida al mundo del Logos, así como su repu­

dio incomprensible Jn 1, 14-16 (18): acontecimiento salvífico del Logos y su signi­

ficación para los creyentes.

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

El prólogo de San Juan intenta alejar el pensamiento de los cristia­nos de toda abreviación y falsificación de la fiesta de la Navidad. Mal le iría al cristianismo, si los creyentes únicamente aceptasen el carácter romántico de la Nochebuena, rechazando, por el contrario, la teología llena de exigencias del nacimiento del Señor, tal como se nos propone en el prólogo de San Juan.

• El nacimiento del Logos es contemplado desde la perspectiva de la eternidad. La versión lingüística del texto se halla determinada por la literatura sabia judeo-helenística. En realidad no se trata de especulaciones en torno a la Trinidad, las cuales pertenecen a un segundo plano e inconsciente. El autor del Evangelio según San Juan quiere realzar la autoridad y legitimidad de Jesús el Nazareno te­rrestre, descubriendo su ser eterno y enraizando en él toda su auto­ridad.

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• La palabra eterna y personal (Logos) ha tenido su parte en la creación del universo: «Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho» (Jn 1, 3; cfr. Jn 1, 10). La celebración del nacimiento del Señor habrá de recordar a la cris­tiandad la concepción cristológica de toda la creación. El logos ha­bía sido una palabra correlacionada con el universo y vitalizadora del universo antes de la encarnación. Antes del «Cristo cósmico» de la encarnación y de la redención existían ya el «Logos cósmico» de la creación.

H El papel de Juan el Bautista —tal vez con relación a los mismos secuaces de la secta del Bautista que por entonces actuaban con mu­cha eficiencia en el territorio del Asia Menor precisamente— es «in­fravalorado» conscientemente. Sus tareas vienen descritas como la misión de un testigo que tiene que anunciar la luz, «para que por él todos vinieran a la fe» (Jn 1, 7). Expresamente se hace notar que el Bautista mismo «no era la luz» (Jn 1, 8).

• En el versículo Jn 1, 10 se cita el cosmos como magnitud nega­tiva: «... el mundo no la conoció». Ya en la fiesta de la Navidad del Señor hay que escuchar el «crucifige» posterior: «...los suyos no la recibieron» (Jn 1, 11). Muy claramente se nota en el prólogo del Evangelio según San Juan que se halla escrito tras la experiencia dolorosa de la crucifixión y de la fracasada misión de los primitivos cristianos entre los judíos.

La entrada real del Logos en su creación se encuentra ensombreci­da por un indescriptible desinterés, así como por el repudio de muchos de su pueblo.

• En los versículos Jn 1, 14-18 conscientemente se refleja la at­mósfera de los acontecimientos del Sinaí. El citar el nombre de «Moi­sés» (Jn 1, 17) deja claro que el Logos hecho carne es el nuevo y verdadero Moisés (Jn 1, 17). El texto «... y acampó (levantó su tien­da) entre nosotros» (Jn 1, 14) trae a la memoria la tienda sagrada (schekina) del Antiguo Pacto. El Logos hecho carne «entre nosotros» (Jn 1, 14) es desde ahora lugar de encuentro entre Dios y los hom­bres.

La expresión «carne» (Jn 1, 14), que tan dura resuena y que se refiere a todo el hombre en la interpretación de los judíos, ha sido

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elegida conscientemente, para contrastar a todos los despreciadores gnósticos del cuerpo y a todos los que negaban la verdadera natura­leza humana de Jesús.

Gracia, luz, vida y verdad ahora ya únicamente se pueden encontrar en una sola cosa válida e insuperablemente: en el Logos hecho carne.

Domingo infraoctava de Navidad (Fiesta de la Sagrada Familia)

Primera lectura: Eclo 3, 3-7. 14-17a Segunda lectura: Col 3, 12-21 Evangelio: Le 2, 41-52

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La primera lectura presenta, en la formulación de la literatura sabia del Viejo Testamento, el cuarto mandamiento del decálogo (Ex 20, 12).

Primeramente se subraya el agradecimiento humano y religioso que los hijos deben guardar a sus padres.

En la segunda lectura vienen a exponerse estos pensamientos real­zados por el Nuevo Testamento y descritos en la atmósfera de una familia que vive y se entiende en el espíritu de Cristo: «la misericor­dia entrañable, la bondad, la humildad, la dulzura, la comprensión... el amor... la paz de Cristo... la Palabra de Cristo» (Col 3, 12. 14. 15. 16). Pero Cristo no sólo se presenta como ejemplo. El es algo más que un imperativo ético. Son más profundas las relaciones de Cristo para con los salvados, puesto que son «convocados en un solo cuerpo» (Col 3, 15). El que, sin embargo, yace en una tan estrecha comunidad viviente con Cristo, está lleno de la Palabra de Cristo. Él pensamiento de Cristo debe convertirse en pensamiento del cris­tiano, de la familia cristiana.

En el Evangelio se relatan la ida de Jesús, muchacho de doce años, «a Jerusalén por las fiestas de Pascua» (Le 2, 41) y lo ocurrido en el

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templo. Jesús había vivido hasta entonces en el ocultamiento de una familia. Ya entonces aparece en primer plano el conocimiento de la conciencia de María: el ser madre de Cristo significa tener un hijo y, sin embargo, no tener ninguno. Sin polémica alguna, pero con una indispensable referencia al secreto del origen primero de Jesús, se habla de aquel que en último término es el «Padre» de Jesús (Le 2, 49).

Pablo, en la epístola a los Hebreos, aprovecha ese pensamiento de «Padre» de nuestro Señor Jesucristo, aclarando la conexión de cual­quier comunidad de aquí de la tierra con Dios, Padre eterno: «Por estas razones doblo mis rodillas ante el Padre (de nuestro Señor Je­sucristo), de quien toma nombre toda la paternidad en los cielos y sobre la tierra» (Ef 3, 14-15).

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 2, 41-52)

El relato es monopolio exclusivo de San Lucas y pertenece a los 548 versículos que no se encuentran ni en Marcos ni en Mateo. Con él finaliza la así llamada Historia previa, que por un lado presenta otro carácter distinto que los restantes capítulos del Evangelio de Lucas desde el punto de vista estilístico gracias a la admisión de una fuen­te semítica y, por otro lado, ha de enrolarse en el género histórico del Midrasch, presentando los sucesos históricos en la interpretación de la historia de la salvación.

Este texto parece desempeñar una función clave en todo el conjunto del Evangelio de San Lucas, pues en él se redactan ya sucesos que se hallan conectados con la actividad pública de Jesús. En el Evan­gelio de Lucas desempeña la ciudad de Jerusalén una significación muy especial. Ella es al mismo tiempo el lugar de la revelación de la historia de la salvación y del cumplimiento de la misma en Tesús (principalmente por lo que se refiere a su destino de muerte). En el templo de Jerusalén se sienta Jesús «entre los doctores» (Le 2, 46), provocando admiración en todos los que le escuchan. En Jerusalén comienza ya Jesús a los doce años ese diálogo con los escribas que alcanzará su punto álgido en el proceso ante el Alto Consejo. A. Hastings ve, incluso, en la historia de la pérdida y del hallazgo de Jesús una alusión previa de carácter simbólico de la suerte mortal

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de Jesús. Ya a los doce años apunta Jesús en Jerusalén el secreto de su divinidad; también en Jerusalén revela en forma perentoria y consuma el secreto de su vida con su crucifixión y resurrección. Je­rusalén es, precisamente por su templo, la ciudad oficial de la obla­ción y por ello para Jesús el lugar de la pasión.

Parece, al efecto, necesario leer e interpretar la perícopa de Jesús, muchacho de doce años, en el templo de Jerusalén dentro del cuadro completo del Evangelio de Lucas.

E s b o z o d e l a p r e d i c a c i ó n

La ley de Moisés prescribe (Ex 23, 14-17; 34, 23 s.; Dt 16, Í6 s.) a todos los hombres judíos, después de los doce años de edad cum­plidos, el participar tres veces al año (Pascua, Pentecostés y Fiesta de los Tabernáculos) en las ceremonias religiosas del templo de Je­rusalén.

H Jesús de Nazaret se somete a las prescripciones del Viejo Testa­mento como perteneciente al pueblo de Israel. «Se anonadó a sí mismo tomando la naturaleza de siervo, haciéndose semejante a los hombres; y en su condición de hombre se humilló a sí mismo, ha­ciéndose obediente» (Fil 2, 7 s).

• Jesús a los doce años se halla «entre los doctores» (Le 2, 46). Ante los sabios judíos se hace encontradizo en un muchacho de doce años un mayor, un superior maestro de sabiduría, que les hace en­mudecer. Aquí se cumple la palabra del profeta Isaías: «la sabidu­ría de sus sabios perecerá y la sagacidad de sus prudentes se eclip­sará» (Is 29, 14). El apóstol Pablo delineó el fuerte contraste de esta situación (y al mismo tiempo de su propia situación apostólica en Corinto), cuando escribe: «¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el escri­ba? ¿Dónde el investigador de este mundo?... Mas Dios eligió lo débil del mundo para confundir a los fuertes... Quien de parte de Dios se ha hecho para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención» (1 Cor 1, 20. 27. 30).

«... En El quiso el Padre que habitase toda la plenitud... En El que se encuentran ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la cien-

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cia... En El habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad» (Col 1, 19; 2, 3. 9).

• En el muchacho de doce años resplandece el brillo de la divini­dad. El «debo» (Le 2, 49) pone de manifiesto la clara conciencia de sí mismo y la profunda unión de Jesús con su Padre eterno. La frase: «¿No sabíais que yo debo ocuparme en los asuntos de mi Pa­dres?» (Le 2, 49) es la primera frase de Jesús en los cuatro Evan­gelios. Ella expresa toda referencia a una familia terrestre.

Para la imagen de Cristo que se presenta en San Lucas es notorio que desde un principio queda iluminado por el resplandor de la di­vinidad. Por ello no es de extrañar que el grito de abandono de Jesús en la cruz: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Me 15, 34; Mt 27, 46) falte en el Evangelio de San Lucas.

• Si en Le 2, 49 resuena poderosamente el secreto de la divinidad de Jesús, en Le 2, 52: «Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gra­cia delante de Dios y de los hombres» se hace una referencia a su verdadera conciencia humana y a su adelanto científico humano. Aquí se inicia ya la reflexión teológica sobre el secreto de Cristo, que es típica de la posterior edad apostólica.

El difícil tema de una «psicología de Jesús» puede verse profundiza­do en los siguientes libros: Romano Guardini, «Die menschliche Wirklichkeit des Herrn», Würzburg 1958; Engelbert Gutwenger, «Bew u/3 tsein und Wissen Christi», Innsbruck 1960.

• En misterio de la Encarnación se desvela solamente a los cora­zones abiertos que, como María y José, quieren encontrar al Señor asombrados y admirados. En este relato no ha de pasarse por alto la postura de contraste ciertamente recogida de intento: los doctores de la ley en el templo «que le oían quedaban estupefactos de su in­teligencia» (Le 2, 47), pero no supieron recorrer el camino de la fe. Para ellos quedó el Jesús nazareno de doce años como una expe­riencia interesante, pero nada más. Quien quiera realmente encon­trar al hombre-Dios, debe engolfarse con él en el verdadero sentido de la palabra, es decir, debe, como María, sumirse: «María conser­vaba todo esto en su corazón» (Le 2, 51).

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Aquel para quien Cristo es únicamente una sensación, ha de limi­tarse a registrarlo. Pero quien medita con fe en el misterio de Jesu­cristo y consecuentemente queda sometido a una crisis existencial de decisiones, orando encontrará a su Salvador y Señor. Toda la pe-rícopa (Le 2, 42-52) desemboca, por tanto, en el problema de fe: ¿Qué piensas tú de este Jesús?

Octava de la fiesta de Navidad (1 de enero - Fiesta de María, la Madre de Dios)

Primera lectura: Núm 6, 22-27 Segunda lectura: Gal 4, 4-7 Evangelio: Le 2, 16-21

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La primera lectura nos muestra la fórmula sacerdotal de la bendi­ción que transmitió Dios a Aarón por medio de Moisés:

«El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor se fije en ti y te conceda la paz» (Núm 6, 24-26).

En una forma excepcional y llena ha caído aquí sobre María, la ma­dre de Jesús, la bendición, misericordia y paz de Dios. Ella es la «llena de gracia» (Le 1, 28. 30) entre todas las criaturas de manera excelente.

En la segunda lectura, tomada de la epístola a los Gálatas, perte­neciente a los años 54/57 después de Cristo, se recita el más antiguo y también el más prudente texto del Antiguo Testamento sobre Ma­ría, escrito por mano del cristocéntrico Pablo. No se cita, pues, en este texto el nombre de «María». Pero extraordinariamente signifi­cativa y preciosa es la frase, precisamente de la boca del apóstol Pablo: «Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, naci­do de una mujer» (Gal 4, 4). Aquí hay que localizar los primeros

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principios de los artículos de fe mariológicos, frecuentemente me­ditados en los primeros siglos cristianos, hasta que finalmente en­contraron su formulación y precisión teológica en el Concilio de Efeso (431 después de Cristo).

El texto del Evangelio subraya la comunidad de fe que unía a María con su Hijo (Le 2, 19). Pero tampoco hay que ocultar que se habla también muy fuertemente de la relación biológica entre madre e Hijo (Le 2, 21). El título «madre de Dios» (con toda la gracia que encie­rra) tiene un fundamento biológico-mundano muy prosaico. Pero no hay que olvidar lo que escribió San Agustín sobre las relaciones de María con su Hijo divino: «Más feliz es María por su fe en Cristo que por la concepción de su humanidad. Ni aun su parentesco le hu­biera servido de nada, si no hubiera llevado a Jesús con más alegría en su corazón que en su vientre».

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 2, 16-21)

Los últimos versículos de la narración de la infancia de Jesús (Le 2, 16-21) quedan entrelazados con Le 2, 21, donde se habla de la presentación de Jesús en el templo de Jerusalén. Con justicia se ha afirmado que en la historia previa según San Lucas se halla María en el punto central, mientras en la historia previa según San Mateo se recalca más a José. En la presente relación (principalmente si se lee bajo el aspecto del secreto festivo de hoy) se intenta primeramen­te aclarar las relaciones existentes entre los personajes presentados (María, José, pastores), por un lado, y el Niño Jesús, por otro. Entre el Niño y María existe la conexión más profunda y extraordinaria en la fe (Le 1, 19) y en la sangre (Le 1, 21).

Sorprende cómo el evangelista Lucas, el único no judío y cristiano de origen pagano entre los escritores del Nuevo Testamento, se en­cuentra extraordinariamente bien informado sobre las costumbres de los judíos. La estructura de las frases y de la escritura, sin duda al­guna semítica, de los dos primeros capítulos del Evangelio según San Lucas denuncia todavía los textos judeo-cristianos (tal vez escritos en hebreo) que se encontraron a disposición del autor al redactar su Evangelio. Asimismo resulta notable para los finales de la época cris­tiana primitiva (no olvidemos que el Evangelio según San Lucas se

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escribió alrededor del año 80 después de Cristo) que incluso entre las comunidades cristianas de origen pagano, entre las que se con­taba «Teófilo» (Le 1, 3; He 1, 1) como destinatario de las dos obras de San Lucas, se otorgaba gran publicidad a las costumbres y tra­diciones judías y no finalmente a los artículos de fe y oraciones del Antiguo Testamento (compárense al efecto el Magníficat Le 1, 46-55 y el Benedictos Le 1, 68-79). Asimismo se observa que la distinción efectuada al principio entre comunidades cristiano-judías y comu­nidades cristiano-paganas en los últimos decenios del siglo apostó­lico se iba poco a poco borrando, constituyéndose ya las comunida­des locales en «Iglesia de judíos y paganos».

E s b o z o d e l a p r e d i c a c i ó n

El texto presenta varios acentos pertenecientes a la teología de la proclamación. Con ocasión de la fiesta de María, madre de Dios, parece oportuno llamar la atención del pueblo de Dios neotestamen-tario sobre el testimonio mariano comprendido en este pasaje, y ello con la profundidad y alegría orientada por la Biblia, que no se es­panta atemorizada por el minimalismo mariano que a las veces tam­bién se viene a encontrar.

• Con una insuperable claridad y acentuando al mismo tiempo las diferencias frente a los antiguos mitos de los dioses, se afirma que Jesús «fue concebido en el vientre de su madre (María)» (Le 2, 21). Mientras Moisés, en cierta ocasión, fue incapaz de penetrar en la tienda sagrada porque se hallaba sobre ella la nube sagrada y la llenaba la gloria de Dios (Ex 40, 34-35), en esta ocasión Dios mismo ha entrado en la tienda del vientre de la madre, María (Le 1, 37), pues para Dios no hay nada imposible (Le 1, 37; cfr. Gen 18, 14). «Non horruisti virginis uterum».

María es la tienda sagrada, el arca de Yahvé del Nuevo Testamen­to (cfr. 2 Crón 5, 7-6, 2; 2 Sam 6, 9, y las advocaciones de la leta­nía lauretana).

• La historia previa completa según San Lucas es un testimonio excelente de la gran veneración que ya la Iglesia primitiva dedicaba a María, la madre de Jesús. «En el tiempo que escribió Lucas su

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Evangelio en la Iglesia primitiva encontramos ya principios de la adoración de María, aunque, desde luego, muy modestos» (Franz Mussner).

• El secreto festivo de la maternidad de Dios en María indica que Jesús no obtuvo la plenitud de Dios posteriormente (como, por ejemplo, en el bautismo de Juan), sino que desde el principio de su vida terrestre («en el vientre de la madre») fue un verdadero Dios-hombre. Jesús «no nació de la Santa Virgen al principio como un hombre normal, sobre el cual luego hubiera bajado la palabra, sino que salió del vientre mismo de su madre ya unido y, consecuente­mente, se dice que se ha sometido al nacimiento carnal, pues hizo del nacimiento de su carne su propio nacimiento» (Congreso gene­ral de la Iglesia en Efeso, 431).

• El secreto festivo de la maternidad de Dios en María constituye una unidad completa con la cristología, tal como también viene a representarlo una concretización de la enseñanza de la fe y, sobre todo, de la eclesiología. No ha de contemplarse separado de la cris­tología, sino como un aspecto especial del secreto de la conversión en hombre de Jesucristo.

• La costumbre judía de la circuncisión (Gen 17, 9, 14; 23-27; Ex 4, 25; 12, 38; Lev 12, 3; Dt 10, 16; 30, 6; Jos 5, 2-10; 1 Sam 14, 6; 2 Sam 1, 20; Jue 14, 3; Jer 4, 4; 9, 24 s.; Ez 32, 17 y ss.; 44, 7) —por lo demás tema éste con el que se ha enfrentado minu­ciosamente también el apóstol Pablo, pues para él la palabra «cir­cuncisión» significaba una especie de «actitud correcta» (He 15, 1-20; Rom 4, 11 y ss.; Gal 3, 1 y ss.; 5, 2. 6; Col 2, 11)— se en­cuentra al presente fuera del propósito cristiano del anuncio. Si se relata ya aquí este hecho, únicamente quiere acentuarse la obedien­cia de María y de José ante la Ley de Moisés y en última instancia ante Dios, autor de la ley.

• Un acento kerygmático reposa sobre la elección del nombre. Entre los antiguos el nombre tenía un significado, ya que con el nombre se saca del anonimato a una criatura (Gen 2, 19), expresán­dose al mismo tiempo su existencia concreta e inconfundible, así como su esencia única y singular. Lo que carece de nombre es in­significante y no posee historia.

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• El nombre de «Jesús» que se encuentra muy frecuentemente tanto en el Viejo Testamento (Gen 46, 17; Núm 13, 16; 1 Cor 7, 30; 24, 11; 2 Cor 31, 15; Esd 2, 2; Neh 3, 19; 9, 4; 12, 8, 24, etcétera), como en el Nuevo Testamento (Le 3, 29; Col 4, 11), de­riva de la palabra hebrea «Jehoshuah» (abreviado «Joshuah» o «Jeshuah» = Yahvé es el Redentor, Yahvé salva-redime). El Niño recién nacido de la Virgen María continúa consecuentemente la larga teoría de judíos que lleva ese mismo nombre. Queda caracterizado como Niño del pueblo de Israel por su sangre y por su nombre si­multáneamente.

• Pero mientras los nombres de los niños judíos venían dados por sus padres, apoyándose en la tradición de la. estirpe, el nombre que se da a este Niño se apoya en la palabra del «ángel» (Le 1, 31). Con esto cae sobre la costumbre judía de la circunscisión y de la impo­sición del nombre el resplandor de la eternidad. Aquí entra visible­mente en juego la providencia divina. Lo que aquí ocurre conse­cuentemente no cae ya dentro de la dimensión del Viejo Testamen­to. Aquí es apreciable el compromiso especial de Dios relacionado con el acontecimiento de Cristo.

• El nombre de «Jesús», escogido por Dios mismo, quiere expre­sar la misión y el secreto de la persona de este Niño. En este «Jesús», Yahvé se ha convertido en redentor, es decir, la salvación del Dios invisible ha tomado en Jesús forma tangible o asequible. Por medio de este Jesús la redención que Dios ofrece a los hombres se trans­forma en un acontecimiento feliz. «Pues ningún otro nombre bajo el cielo es dado a los hombres para salvarnos» (He 4, 12). Desde ahora no se puede hablar ni de Dios, ni del mundo, ni de la re­dención, sin hablar de Jesucristo. «Tú, Señor, eres nuestro Padre. Nuestro Redentor es tu nombre desde antiguo» (Is 63, 16). Pablo nos explica por qué con Cristo han entrado en la realidad del mundo la realidad de Dios y de su salvación: «Para que al nombre de Jesús doblen su rodilla los seres celestiales, los de la tierra y los inferna­les y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para la gloria de Dios Padre» (Flp 2, 10 y s.).

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2.° Domingo después de Navidad

Primera lectura: Eclo 24, 1-4. 12-16 Segunda lectura: Ef 1, 3-6. 15-18 Evangelio: Jn 1, 1-18 (Jn 1, 1-5. 9-14)

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La primera lectura —el texto original tiene en la Vulgata latina mu­chos apéndices (24, 3a. 12. 18) e incluso partes mal traducidas (24, 13, «Sión», en lugar de Hermón, y «Kades» en lugar de Engadi)— habla del Hijo de Dios hecho hombre como de la Sabiduría divina personificada. El Salvador mesiánico procede del pueblo de Israel, elegido por la gracia de Dios: «Eché raíces en un pueblo glorioso, en la porción del Señor, en su heredad» (Eclo 24, 12). El nombrar la rica flora de Palestina (cedro, ciprés, palma, rosas, olivo, plátano, cinamomo), así como multitud de sustancias aromáticas que se uti­lizaban en las ceremonias del templo, sirve para estereotipar a Jesús el Nazareno como la plenitud, la riqueza y la coronación del país prometido y del pueblo elegido. El concepto de la primera lectura sobre la eternidad de los planes divinos (Eclo 24, 3-2) hace nueva­mente su aparición en la segunda lectura: «Ya que en él nos eligió antes de la creación del mundo... Nos predestinó a ser hijos adopti­vos suyos por Jesucristo, conforme a su agrado» (Ef 1, 4-5). Preci­samente la festividad del nacimiento del Señor nos debe abrir los ojos por la magnitud y lo inmerecido de la redención y por «la rique­za de gloria que da en herencia a los santos» (Ef 1, 18).

El himno del Evangelio según San Juan vuelve a tocar los temas de la primera y de la segunda lectura (Eclo 24, 12 = Jn 1, 14 y Ef 1, 4-5 = Jn 1, 16-17 respectivamente): Cristo entre nosotros-re­dención es gracia.

Disposición del texto (Jn 1, 1-18) y esbozo de la predicación: véase en la fiesta de Navidad (3. misa).

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Epifanía

Primera lectura: Is 60, 1-6 Segunda lectura: Ef 3, 2-3a. 5-6 Evangelio: Mt 2, 1-12

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

El mensaje del Trito-Isaías, que se escucha en la primera lectura en el momento histórico en el que fue escrito primitivamente, inten­taba dar valor y confianza en sí mismo al pueblo de Israel recién vuelto del exilio babilónico, ya que ahora «la gloria del Señor ama­nece sobre ti» (Is 60, 1). Más significativa, sin embargo, es la imagen de la redención universal que se dibuja simultáneamente: «Camina­rán los pueblos a tu luz; los reyes al resplandor de tu aurora...; to­dos ésos se han reunido, vienen a ti» (Is 60, 3-4).

El tema de la universalidad de la salvación viene concretado en la segunda lectura. Con derecho muy especial se presenta Pablo, quien sabía que su apostolado se dirigía principalmente a los pueblos pa­ganos. El secreto comunicado a Pablo a través de una revelación especial (Ef 1, 3a) fue que «los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la promesa en Jesucristo por el Evangelio» (Ef 3, 6).

Lo que en las abundantes imágenes del Trito-Isaías (Is 60, 6) conti­nuaba siendo profecía, se confirma en los versículos del Evangelio según San Mateo, en la forma de la cristología del cumplimiento como suceso de la salvación presente y universal. Es digno de comentario que después de los versículos Mt 2, 1-12 figura un conjunto de citas del Antiguo Testamento (Is 7, 14; 60, 6; Núm 24, 17; Miq 5, 1; Sal 72, 15; Jer 6, 20) totalmente incorporadas al texto.

El tema teológico fundamental de la fiesta de la Epifanía es que en Jesucristo se han cumplido las profecías del Viejo Testamento. El es el portador de un orden de salvación universal, que abarca tanto a los judíos como a los paganos.

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D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Mt 2, 1-12)

En su obra «Jesu Geburt und Jugend im Zeugnis der Bibel» (Salz-burgo, 1968, 100 s.), Leonard J. M. Hermans ha subrayado el hecho de que el relato Mt 2, 1-12 parece hallarse influido por la layenda de Moisés apócrifa, judía (Midrasch), pues en él se pueden localizar las mismas etapas de ese relato: el faraón se asusta al enterarse del naci­miento del salvador (Moisés) en Israel — pregunta a los sabios sobre el lugar de su nacimiento — da la orden de matar al niño — en un sueño el padre de Moisés es informado de que su hijo será salvado. El historiador judío Flavio Josefo (muerto alrededor del 100 después de Cristo) ha recogido en su obra «Antigüedades judías», que había redactado en griego alrededor del 93 ó 94 después de Cristo, la tra­dición de Moisés haggádico-palestinense (II, 9, 2 s.). En la escritura rabínica existe, además, una «crónica de Moisés» que arroja la con­clusión también de que Mateo derivó su tipología mesiánica de la tra­dición de Moisés entonces ampliamente extendida entre los judíos.

Ciertamente, sería un poco precipitado e injustificado el considerar como algo no histórico lo narrado en Mt 2, 1-12. Pero, sin embargo, ahora más que anteriormente hay que considerar en la interpretación y en la proclamación que se ha narrado e interpretado un aconteci­miento histórico en forma de midrasch judío con la idea teológica de articular de un modo particularmente convincente el paralelismo y la tipología de Moisés-jesús. Para los oyentes y lectores judíos y cris­tiano-judíos que conocían la leyenda apócrifa de Moisés, esta «ten­dencia» se les presentaba como algo muy natural: Jesús — el nuevo Moisés para todos los hombres. El oyente europeo de hoy, al escuchar estos textos, no habrá de confundir la versión y la forma lingüística, que muy bien podrá ser la tradicional, con el hecho histórico, al cual, sin embargo, le afecte el último acontecimiento, que, aunque no fácil de comprender, ha constituido el estímulo y el contenido de esta representación.

Esta perícopa únicamente podrá entenderse si se tiene en cuenta la pretensión teológica del Evangelio según San Mateo. La opinión, to­davía muy frecuente al presente, de que el Evangelio según San Mateo es un Evangelio típico cristiano judío, hay que corregirla en el sen­tido de que se debe tener en cuenta la época en que se escribió (tras el 70 después de Cristo) y, sobre todo, el propósito especial de

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proclamación de la predicación apostólica tras la vana misión judía. Para expresarlo con mayor hondura, el acento kerygmático del Evan­gelio según San Mateo no se puede concebir sin la comprensión de la Iglesia adquirida a través de San Pablo (He 15, 1 y ss.). En los últi­mos años de la época cristiana primitiva no se podía volver a caer en la cristología y eclesiología de las primeras décadas. Ahora —esto es, 70 años después de Cristo— ya nos encontramos con la época tardía religiosa, en la que la Iglesia y la sinagoga funcionan por sepa­rado. La frase de Jesús: «Vosotros no habéis querido» (Mt 23, 37), se ha visto ratificada por la fracasada misión judía, ya que la mayoría del pueblo de Dios del Viejo Testamento se hallaba obcecada frente a Jesucristo y su comunidad de salvación. El pueblo de Israel no sólo no se percató de la culminación de su historia, sino que la negó.

La salvación se transmite a un «nuevo» Israel. «Vendrán muchos de Oriente y Occidente y se sentarán con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos; pero los hijos del reino serán arrojados a las tinieblas exteriores» (Mt 8, 11 y ss.). Muchos textos del Evangelio según San Marcos (vg., la parábola sobre los malos labradores de la viña; la del banquete real: Mt 22, 1-4; la del juicio: Mt 25, 31-46; el precepto misional de Jesús: Mt 28, 16-20) dejan claro que los que habían sido llamados en primer lugar ( = el pueblo de Israel) serán rechazados, ocupando otros ( = los paganos) sus puestos.

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

La base teológica que ha marcado la forma del relato de la infancia de Jesús según San Mateo dimana de la última época de la cristiandad primitiva: obcecación del pueblo de Israel y participación de los pa­ganos en la promesa divina. La narración Mt 2, 1-12 es propiedad exclusiva del Evangelio según San Marcos. El hecho de que el rey Herodes el Grande muriera en el año 750 de la fundación de Roma ( = 4 antes de Cristo) en Jericó (Mt 2, 19), permite calcular que Jesús debió nacer el año 7/6 antes de Cristo (Le 2, 7). El fondo histórico corresponde con precisión a la situación política de aquel tiempo, pues el rey Herodes el Grande (40 antes de Cristo hasta 4 antes de Cristo) vivía constantemente en el temor de que se presentara alguno para derribarle. Por ello, las «purgas sangrientas» estaban a la orden del día durante su reinado.

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• Si tenemos en cuenta el carácter de midrasch de Mt 2, 1-12, es totalmente secundaria la pregunta si apareció entonces realmente una estrella visible y comprobable. La «estrella» constituye un símbolo real de los antiguos orientales y entonces podría explicarse como la formulación óptica de aquel oráculo, que había a su tiempo pronun­ciado Balam: «La veo, pero no ahora; la contemplo, pero no de cer­ca: una estrella se destaca de Jacob, surge un cetro de Israel» (Núm 24, 17).

Sobre el acontecimiento astronómico de la «estrella» (Mt 2, 2) pueden encontrarse datos minuciosos en mis libros: Die Bibel-Heute. Wenn Steine und Dokumente reden (Munich, 1966, 125 y s.) y Die Botschaft der Evangelien-heute (Munich, 1968, 431 s.).

• Todo el suceso, descrito en términos incompletos y falsos con la frase «los tres reyes de Oriente», es la historia de la salvación de la enseñanza ejemplar. El rey Herodes es el prototipo del obcecado pueblo de Israel; los sabios de Oriente, por el contrario, representan a los pueblos paganos. Respecto de Is 60, 1-6 y Sal 72, 10 y s., los magos son llamados frecuentemente «reyes» en la nomenclatura po­pular.

• Ante la consideración de lo tarde que se escribió el Evangelio según San Mateo, tras la fracasada misión de los judíos, con el rey Herodes se cierra la mayor parte del pueblo de Israel a la fe en el nuevo «rey de los judíos» (Mt 2, 2). No obstante las profecías mesiá-nicas (Mt 2, 6 ofrece una cita así llamada mixta de Miq 5, 1 y 2 Sam 5, 2) y la revelación expresa y dirigida por Dios, con el rey Herodes el pueblo de Israel permanece obcecado.

• Mientras permanece cerrado el pueblo de Dios del Viejo Testa­mento, los pueblos paganos, representados por los sabios de Oriente, reciben una revelación especial de Dios («estrella»: Mt 2, 2; «sueño»: Mt 2, 12), que les capacita para el conocimiento del Mesías, mostrán­doles el camino justo. La revelación divina no queda sujeta al pueblo de Israel. Dios puede también revelarse en los mitos paganos, en su astrología y en la interpretación de sus sueños. Es digno de notar que por tres veces (Mt 2, 15. 17. 23) se habla del cumplimiento de las Escrituras, encontrándose también el resto del texto muy enriquecido con citas y alusiones al Antiguo Testamento (Mt 2, 6 = Miq 5, 1, y 2 Sam 5, 2; Mt 2, 15 = Os 11, 1; Mt 2, 18 = Jer 31, 15).

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Gertrud von Le Fort escribe en sus Himnos a la Iglesia:

«Estuve oculto en los templos de sus dioses, estuve oscuro en los proverbios de todos sus sabios, estuve en las torres de sus astrólogos...»

• Mientras los pueblos paganos (aquí, sin duda, influyó la situación tardía del siglo apostólico con sus numerosas comunidades cristianas de origen pagano ya florecientes) «cayendo de rodillas (ante el Niño), le adoraron» (Mt 2, 11), los representantes del pueblo de Israel se preparan para matar al Niño recién nacido. Dejando a un lado el acorde en tono mayor de la llamada de los paganos y de la «adoratio», en esta perícopa resuena ya de manera ineludible el acorde en tono menor y el motivo doloroso de la historia de la pasión. La «mirra» ofrecida es símbolo de los padecimientos y de la muerte (Mt 2, 11; cfr. Jn 19, 39).

Ya desde su nacimiento, Jesús es la «piedra de toque» donde se dividen las opiniones y los pueblos. El es «la piedra que los cons­tructores desecharon» (los del pueblo de Israel) (Sal 118, 22).

Jesús Nazareno es, como hijo de David, el pastor mesiánico de todos los pueblos (Is 60, 1-6; Sal 72, 16 y s.; cfr. Flp 2, 10 y s.; Ap 5, 12; 7, 9 y s.).

Primer Domingo después de Epifanía (Fiesta del Bautismo del Señor)

Primera lectura: Is 42, 1-4. 6-7 Segunda lectura: He 10, 34-38 Evangelio: Le 3, 15-16. 21-22

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La primera lectura pergeña una proclamación del Mesías misericor­dioso que perdona, bajo el modelo de la primera canción del siervo de Dios (Is 42, 1-7), escrita por el Deutero-Isaías, el cual vivía en el exilio de Babilonia. «La caña cascada no la quebrará, el pábilo vaci­lante no lo apagará. Promoverá fielmente el derecho» (Is 42, 3).

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En la segunda lectura, y tras el bautismo del pagano Cornelio, en una predicación de Pedro se habla del mensaje de paz del Mesías, iniciado con el bautismo de Jesús: «... sucedió en el país de los judíos, cuando Juan predicaba el bautismo, aunque la cosa empezó en Galilea» (He 10, 37). El bautismo de Jesús viene a ser el umbral decisivo por el que pasó Jesús Nazareno, desconocido hasta entonces; con ello se aleja de su anonimato para ser desde este momento tema de conversación y acontecimiento público y para continuar siéndolo.

El Evangelio relata el bautismo de Jesús, que le sirve de motivo para la proclamación del Mesías. Jesús, que ya a los doce años había hablado en el templo de Jerusalén de su Padre celestial (Le 2, 49), es presentado ahora a todo el mundo como «mi Hijo, el amado» (Le 3, 22). Jesús de Nazaret no es un hombre cualquiera. Es también más que cualquiera de los profetas, pues ya Juan el Bautista le había señalado expresamente: «Viene el que puede más que yo y no merezco desatarle la correa de sus sandalias» (Le 3, 16).

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 3, 15-16, 21-22)

La narración de San Lucas sobre el hecho del Bautismo es la más breve de los pasajes paralelos sinópticos. Ella está, asimismo, cons­truida psicológicamente del modo más hábil y tenso (Le 3, 15), po­seyendo también acentos teológicos, que permiten presentar todo el suceso como una escena apocalíptica: en este momento penetra en el escenario de la historia del mundo aquel que es para todos los hombres punto de crisis y a la vez de posibilidades.

Digna de notarse en la exposición de San Lucas es la tendencia a tomar un cuerpo, que puede descubrirse también en los relatos de la resurrección (Le 24, 31. 39 s.): «Y bajó el Espíritu Santo sobre él en forma de paloma» (Le 3, 22). Únicamente el evangelista Lucas relata que Jesús después del bautismo «oró» (Le 3, 21).

El relato Le 3, 15-22 presenta una gradación intencionada. En pri­mer lugar se subraya la «tensa espera» (Le 3, 15) de que todo el pueblo era presa. Luego rechaza Juan el Bautista de sí la sospecha existente en muchos de que él fuera el Mesías, anunciando que «él puede más que yo» (Le 3, 16). Finalmente, quedará zanjada la duda

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por la voz del cielo, siendo presentado Jesús como el «Hijo amado» y el Mesías esperado (Le 3, 22).

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

El texto se encuentra todavía compenetrado con el hálito caliente de esa espera mesiánica de alta tensión, que dominaba poco antes de la entrada pública de Jesús en Palestina. El hallazgo de los manus­critos de Qumran ha ratificado abundantemente la atmósfera reli­giosa excitante de aquellos entonces. El Viejo Testamento posee en el Mesías una meta de plenitud, pero a la vez es también un nuevo comenzar.

• La promesa del Bautista de que el Mesías sería bautizado con «fuego» (Le 3, 16 cfr. al efecto Is 30, 33; 34, 9; Mal 3, 19) escla­rece que Juan se asiente por completo sobre la base de la escatología judía y de ahí que contemple al Mesías como Juez del fin del mundo. «Esta ambientación proporciona al cuadro del Mesías que presenta el Bautista un aire amenazador y áspero, dándole incluso a su predi­cación el carácter de amenaza de juicio más que de anuncio de la salvación» (José Schmid).

• Mientras la proclamación mesiánica en Mt 3, 17 está dirigida a otro, en Le 3, 22 queda afectado Jesús directamente: «Tú eres mi Hijo, el amado». La imagen de Jesús en el Evangelio de San Lucas está desde el principio tan fuertemente impregnada del resplandor de la divinidad, que la voz que ahora resuena del Padre eterno no produce ninguna sensación, sino un armónico profundizar de lo que sobre Jesús de Nazaret se conocía ya en los primeros capítulos.

Toda la escena describe un diálogo entre el Jesús que ora aún des­pués de bautizado y el Padre, que contesta. Mientras con ocasión de la visita del templo es el Jesús de doce años quien habla de su «Padre» (Le 2, 49), al presente es el Padre el que ratifica a su «Hijo, el amado» (Le 3, 22), mientras se cita ese pasaje veterotestamentario (Sal 2, 7) en el que Yahvé se dirige al rey mesiánico como a su Hijo eterno (cfr. He 13, 33; Heb 1, 5; 5, 5).

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C U A R E S M A

En el tiempo de «los cuarenta días» se expone a los cristianos una profunda enseñanza de la fe, presentada por gran multitud de textos bíblicos. En ninguna de las tres secciones de lecturas se localiza una sucesión continuada de textos. Los tres textos bíblicos que se leen en las celebraciones eucarísticas de los domingos se hallan siempre entresacados a la luz de un motivo completamente determinado y mu­tuamente sintonizados. Por ello es necesario registrar la nota domi­nante teológica general de cada una de las tres lecturas de un domin­go de cuaresma para no perder la acentuación teológica pretendida.

Pero, además de ello, es necesario contemplar el esbozo de predica­ción de cada uno de los domingos de cuaresma dentro de la temática fundamental de toda la cuaresma del ciclo litúrgico C, para expo­nerlo en orgánica cohesión con la proclamación de toda la cuaresma, con toda la importancia que le compete.

Las primeras lecturas están tomadas de los libros proféticos —Joel, Isaías— e históricos —Génesis, Éxodo, Deuteronomio y Josué— del Viejo Testamento. Solamente al profeta Isaías le compete el honor de ser leído dos veces.

En la segunda lectura ocupa el escenario únicamente el apóstol Pa­blo. Por tres veces se toma la epístola a los Filipenses (2, 6-ii; 3, 8-14; 3, 17-4, 1), dos veces la segunda epístola a los Corintios (5, 17-21; 5, 20-6, 2) y una vez la epístola a los Romanos (10, 8-13) y la primera a los Corintios (10, 1-6. 10-12).

Entre los evangelistas le compete la precedencia claramente a Lucas, de la misma manera que en el ciclo litúrgico C.

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Miércoles de Ceniza 1. Domingo de Cua­

resma 2. Domingo de Cua­

resma 3. Domingo de Cua­

resma 4. Domingo de Cua­

resma 5. Domingo de Cua­

resma Domingo de Pasión:

Bendición de las palmas

Misa

Mt

6,1-6.16-18

Me Le

4,1-13

9,28b-36

13,1-9

15,1-3.11-32

19,28-40 22,14-23,56

Jn

8,1-11

Si se echa una mirada a esta tabla, que presenta los Evangelios del tiempo de Cuaresma, saltan las siguientes consideraciones:

• Solamente un domingo de Cuaresma (el quinto) quedan inte­rrumpidos los pasajes teológicos del Evangelio según San Lucas por un texto de Juan (Jn 8, 1-11). Es lamentable que el keriygma teoló­gico del tercer evangelista quede atajado por una pericopa que está demostrada como no perteneciente originariamente al Evangelio de San Juan, según los estudios concordes de crítica textual, y que en las ediciones críticas del Nuevo Testamento, en la mayoría de los casos, sólo es anotada en el aparato de crítica textual. Para la expo­sición de la crítica textual hay que traer a colación el trabajo espe­cializado de von U. Becker: Jesús und die Ehebrecherin. Untersu-chungen zur Text- und Überlieferungsgeschichte von Joh 7, 53-8, 11. Berlín, 1963. ¿Por qué no renunció sistemáticamente a la pe­ricopa de la adúltera (Jn 8, 1-11), que procede de las comunidades judeocristianas del siglo II, habiendo sido aceptada por vez primera en el Canon a comienzos del siglo III?

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• Como en cada uno de los tres años, así también en el ciclo litúr­gico C se leen ambos relatos de la pasión, el del domingo de Ramos (Le 22, 14-23, 56) y el de Viernes Santo (Jn 18, 1-19, 42). De teológico contrapunto sirve para los tres años la pasión de San Juan en el Viernes Santo. En el ciclo litúrgico C se le antepone en el domingo de Ramos la pasión según San Lucas.

De los cuatro Evangelios, los más cercanos cronológicamente entre sí son los de según San Lucas (alrededor del 80/85 después de Cristo) y el de según San Juan (alrededor del 95 después de Cristo). No solamente se dibuja en ambos Evangelios la espera notablemente amortiguada de la parusía. También acusan ambos puntos de con­tacto en la concepción de Cristo, así como en la situación de la •comunidad perseguida. Para una introducción a la Semana Santa del ciclo litúrgico C podría resultar atractivo esclarecer las analogías y diferencias de ambas pasiones según San Lucas y según San Juan.

Miércoles de Ceniza

Primera lectura: Jl 2, 12-18 Segunda lectura: 2 Cor 5, 20-6, 2 Evangelio: Mt 6, 1-6. 16-18

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

Ya desde la primera lectura se manifiesta con claridad el acento de la Cuaresma gracias a la frase del profeta Joel, cuya actividad apos­tólica data de la época posterior a la cautividad: «...convertios con ayuno» (Jl 2, 12). Nadie (Jl 2, 16-17) puede permanecer desintere­sado ante la gran ocasión de recogimiento interior, de expiación y de mortificación. Es admirable el paralelismo entre la situación de la que habla el profeta del Antiguo Testamento y la situación re­ligiosa de hoy, donde el cristiano responsabilizado no solamente se halla afectado por muchos defectos y discusiones internas de la Igle­sia, sino también por el cinismo de otros: «...no se diga entre las naciones: ¿dónde está tu Dios?» (Jl 2, 17).

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En la segunda lectura, Pablo profundiza más en este pensamiento: «Mirad, ahora es el tiempo de la gracia; ahora es el día de la salvación» (2 Cor 6, 2). Durante el tiempo de Cuaresma se hace la gran oferta: Dios ofrece su gracia. Por ello escribe Pablo: «Os lo pedimos por Cristo: dejaos reconciliar con Dios» (2 Cor 5, 20). Por tanto, la proclamación de la Iglesia durante el tiempo de Cuaresma no anhela dar órdenes o instrucciones religiosas, sino indicar moti­vaciones impresionantes que muevan al bautizado, que tal vez se encuentra orillado de la Iglesia, a que reflexione y termine por celebrar con interés la Cuaresma.

El Evangelio toca el tema de la verdadera religiosidad, estereotipada en forma de antítesis. No nos referimos a una vida religiosa indivi­dual de vía estrecha. Se pergeña toda la vasta escala de la vida cristiana, donde se representa tanto la línea vertical, encaminada hacia Dios, como la horizontal, dirigida hacia el prójimo.

amor al prójimo hasta el sacrificio: Mt 6, 1-4 (limosna) amor a Dios comprometido: Mt 6, 5-6 (oración) amor a uno mismo disciplinado: Mt 6, 16-18 (ayuno)

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Mt 6, 1-6. 16-18)

El texto procede de la abundante colección de proverbios que el autor del Evangelio según San Mateo empleó en la elaboración de la predicación del monte (Mt 5, 1-7, 29). Se trata del proverbio sobre la limosna (Mt 6, 1-4), del proverbio sobre la oración (Mt 6, 5-6) y (excluyendo el Padrenuestro: Mt 6, 7-15; cfr. Le 11, 1-4) el proverbio sobre la penitencia (Mt 6, 16-18). Monopolio exclusivo de San Mateo son estas tres sugerencias para la Cuaresma.

Principalmente comprendían estos textos las comunidades judeocris-tianas de Palestina, que conocían los severos ayunos de los círculos de los fariseos y de las abundantes comunidades de penitenciarios apocalípticos (como la comunidad de Qumrán). Por medio de seve­ros ejercicios de penitencia y el cumplimiento fidedigno de la ley de Moisés creían, gracias a Is 40, 3, preparar anticipadamente el camino del imperio del Mesías.

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En fuerte contraste se muestra la penitencia hipócrita y exterior comparada con la penitencia auténtica e invisible junto con la ver­dadera orientación hacia el más allá. Gran parte de los ejercicios de penitencia de los judíos se hallaban relacionados con la desfigu­ración del rostro y el abandono de la higiene personal (2 Sam 12, 20; 14, 2; 19, 25; Dan 10, 3). Cristo, por su parte, no se opone a los penitentes sinceros y almas verdaderamente sacrificadas del pueblo de Israel (cfr. Le 2, 37), sino a aquellos beatos insinceros e hipócritas (Mt 6, 16; Le 18, 12) que únicamente anhelaban pre­sumir ante los demás a fin de que se hablase bien de ellos, pero que se hallaban cerrados en su interior e indispuestos para la verdadera penitencia.

Desde luego, también se encontrarían personajes parecidos entre los cristianos, pues de lo contrario esta palabra no habría conservado su actualidad en la tradición cristiana de los comienzos, ni habría obtenido el honor de una fijación por escrito.

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

El Evangelio que se lee en el Miércoles de Ceniza pretende marcar las ideas fundamentales y las medidas que deben caracterizar a la Cuaresma que comienza.

• El que ha sabido encontrar a Cristo, halla la alegría (Le 2, 10) que le capacita y estimula para la forma auténtica, cristiana, del as­cetismo, de la mortificación y del ayuno. En comunidad salvífica del Nuevo Testamento no se admite al hipócrita, que se basta a sí mismo, pero sí a quien con agradecimiento humilde y alegre parti­cipa en el camino de la penitencia y de los padecimientos de Cristo a fin de ayudar a construir la comunidad. «Me complazco en mis padecimientos por vosotros y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24).

Cada ser salvado posee en y con Cristo una función —rectamente entendida— de co-reparación, co-salvación, co-mediación y su pues­to dentro de la historia de la salvación, a pesar de que Cristo «es el único intermediario entre Dios y los hombres» (1 Tim 2, 5).

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• Cristo rechaza las acrobacias ascéticas sin alma y también eí teatro religioso. No es definitivo el hecho en sí, sino el ánimo, el motivo, que invisiblemente se oculta tras el hecho y que lo ha pro­vocado (Mt 6, 18). «Rasgad los corazones, no las vestiduras» (Jl 2, 13).

• El hombre atormentado por las preocupaciones humanas no. debe sumirse en una obsesión por las cosas de acá, ciega para las del más allá. Ciertamente, el hombre ha de dominar la tierra (Gen 1, 28), pero no ha de preocuparse exageradamente por las cosas terres­tres (Mt 6, 25. 28. 31). Como cristiano posee la difícil obligación de dejar participar a toda la creación en la «maravillosa libertad de los hijos de Dios» (Rom 8, 21) y de ese modo en la salvación de Jesucristo. Esta función terrestre de los cristianos, sin embargo, no debe cegarles en su orientación hacia el más allá.

• El tiempo de Cuaresma quiere, sobre todo, excitar la preocupa­ción y la responsabilidad por los demás en los cristianos. A la vista de la miseria que existe todavía en todo el mundo no bastan palabras arrogantes, ni tampoco la oración (aunque sea ésta muy importante), y menos aún consolar con el pensamiento del más allá, que com­pensará justamente. La oración del cristiano, que encierra la preocu­pación por los demás, solamente tiene sentido si el cristiano pone todo cuanto está de su parte para ayudar a los hombres a liberarlos de su miseria, de su alienación, de su esclavitud. «Sobran palabras»; en la actualidad, únicamente convencen los hechos. En todo el año litúrgico no hay período más adecuado para dirigir la mirada hacia el prójimo que la Cuaresma.

• En el auténtico sentido de penitencia se queman todas las in­tenciones materiales y mundanas del hombre. Resultan nulas y dema­siado cortas. El Salvador, obediente, pone toda su existencia bajo la voluntad de Dios. Pero como ha dado el sí a Cristo, la cruz y la muerte de Cristo marcarán su vida, su pensamiento y su oración. El no posee únicamente nuevas directrices del pensamiento y una nueva orientación en su vida, las cuales no pueden experimentarse mediante esfuerzos psicológicos o filosóficos. Puesto que vive en, con y por medio de Cristo («Ya no vivo yo, pues es Cristo quien vive en mí»: Gal 2, 20), y como quiera que se ha confiado sin restricciones al Señor, se halla completamente libre de todo cálculo y seguro de este mundo.

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l.er Domingo de Cuaresma

Primera lectura: Dt 26, 4-10 Segunda lectura: Rom 10, 8-13 Evangelio: Le 4, 1-13

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

En la primera lectura se lee esa confesión de fe, en la cual el pueblo de Israel da gracias a su Dios por la misericordiosa conducción desde la tierra de sus padres hasta la entrada en la tierra prometida de Canaán. Este credo israelita ha experimentado las formulaciones exteriorizadas en el Viejo Testamento en Jos 24, 2-13, y en Neh 9, 6, 37 (tífr. al respecto Sal 78 y 105). Al comienzo de la Cuaresma se dan gracias y alabanzas a Dios por todos los inmerecidos dones que Dios ha regalado en Jesucristo a la humanidad.

La segunda lectura encierra el mensaje consolador que anuncia el apóstol Pablo. «Todo el que invoca el nombre del Señor, se salva­rá» (Rom 10, 13). El que se abre al «mensaje de la fe» (Rom 10, 8) experimentará la justicia y la salvación. En cada Cuaresma, por tanto, debe madurar y ahondarse más el conocimiento de Cristo mediante una lectura intensa de la Escritura. El que se preocupa por la salva­ción del mundo no puede pasar por alto a Cristo.

En el Evangelio, el cual relata la tentación de Jesús, se marcan las lindes por las que el hombre ha de decidirse. La tentación de Jesús es la mesiánica «hora de la verdad». Aquí se hacen ya patentes los horizontes del reino de Dios; asimismo, se proclaman la cohibición y derrota del poderío de Satanás.

Ya en el primer domingo de Cuaresma hay que arrojar una gran claridad sobre las decisiones que cada cristiano debe nuevamente ir talando en medio de un mundo lleno de ataques. El Evangelio ofrece a golpe de timbal un mensaje que no hay que pasar por alto.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 4, 1-13)

La narración de San Lucas sobre la historia de las tentaciones pre­senta, con sus trece versículos, la exposición más detallada de los

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sinópticos. El relato de Marcos presenta dos (Me 1, 12-13), y el de Mateo, once versículos (Mt 4, 1-11).

En la sucesión de las tres escenas de las tentaciones sorprende que Lucas, en contraste con la exposición de Mateo, haya emprendido una reagrupación, cambiando la segunda y tercera tentación citadas por Mateo. Esto lo realiza, sin embargo, sin que hubiera conocido Lucas el Evangelio de Mateo. El evangelista Lucas ha conseguido con este cambio que alcanzara el punto más alto la tentación en el templo de Jerusalén.

Tras este trabajo redaccional de los evangelistas, que no tiene nada de casual, se sitúa su finalidad teológica de presentar vigorosamente a Jerusalén como el lugar de las decisiones histórico-salvíficas y de la plenitud en el marco de su obra de conjunto.

Junto a esta primera meta se halla contenida en el relato de las tentaciones de Jesús también una afirmación secundaria sobre la posibilidad de ser tentado de Jesús y, consecuentemente, sobre la verdadera humanidad de Jesús, que se presenta a la comunidad pos­terior a Pentecostés en una catequesis intuitiva y dramática con citas escriturísticas bien buscadas y directamente forjadas:

Le 4, 4 = Dt 8, 3 Le 4, 8 = Dt 6, 13 Le 4, 11 = Sal 91, 1M2 Le 4, 12 = Dt 6, 16

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

En un tiempo en que los mismos teólogos escriben sobre la «dimisión del diablo» se presenta la cuestión: ¿Existe realmente el diablo como persona, o existe únicamente «el» mal? ¿Es «el» mal únicamente una personificación mítica familiar para los pensadores judíos de los tiem­pos de Jesús? Herbert Haag cree poder escribir en su librito, que, por cierto, no ha encontrado ataques, Abschied vom Teufel (Einsiedeln, 1969, 47 s.): «Satanás es la personificación del mal, del pecado. En todos los lugares del Nuevo Testamento donde hacen su aparición Satanás o el diablo podríamos, igualmente, colocar el 'pecado' o 'el mal'... Ya no existe junto a Dios el tenebroso poder de Satán.»

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Puede reservarse a una exposición teológica (aunque de ninguna ma­nera a la proclamación durante la celebración eucarística) el oponer a la tan aplaudida hoy día desmitologización del diablo los argumen­tos de toda la Escritura, de la creencia de los fieles en la Iglesia y de las verdades dogmáticas de fe. Sobre el tema del diablo hay que hablar únicamente con una seriedad inexorable y religiosa. Hay que guardarse tanto de fantásticas exageraciones y fantasmagorías diabó­licas, como de irresponsables infravalorizaciones.

H La tentación de Jesús es conducida no por el diablo, sino por el «Espíritu» (Le 4, 1). El retiro de cuarenta días en el «desierto» es el tiempo del encuentro de Dios y de la preparación para la gran misión de Jesús.

La historia de las tentaciones, escalonada en tres escenas, prolonga el tema de la Epifanía de Jesús, el cual ya había resonado en la his­toria previa de San Lucas, como también en el relato del bautismo de Jesús. Jesús se manifiesta a sí mismo como «Hijo de Dios (Le 4, 9. 12), frente al cual el diablo es totalmente impotente. La figura cen­tral de esta perícopa es Jesús de Nazaret, cuya admirada grandeza y divinidad aun el mismo tentador demoníaco debe respetar.

• Al comienzo del Viejo Testamento se encuentra aquella narra­ción de la tentación, que relata la caída del primer hombre y la de­rrota que ha venido a afectar a todo el mundo. Al comienzo del Nuevo Testamento se presenta, asimismo, la historia de una tentación, que proclama la victoria de Cristo, el nuevo Adán, y de ese modo, la nue­va situación de la salvación.

• Pero el evangelista Lucas ante sus comunidades de cristianos, que habían sido expuestas a amargas persecuciones en las últimas décadas del primer siglo de cristianismo, parece también querer afirmar que el diablo ha perdido su batalla frente a Cristo, pero que, sin embargo, el dominio de Satanás no ha sido todavía quebrantado de modo defi­nitivo. «En el tiempo oportuno» (Le 4, 13) se presenta el diablo ante Cristo, como también ante la comunidad de cristianos, para poner a prueba su fidelidad y su fe.

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2.° Domingo de Cuaresma

Primera lectura: Gen 15, 5-12. 17-18 Segunda lectura: Flp 3, 17-4, 1 (3, 20-4,1) Evangelio: Le 9, 28b-36

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La primera lectura narra un ceremonial sacrificial muy antiguo, el cual sellaba la conclusión del pacto y la promesa de Dios a Abraham. Se tra­ta de una doble promesa de Dios, la promesa de una abundante descen­dencia (Gen 15, 1. 18) y la promesa de la posesión de la tierra de Ca-naán «desde el río de Egipto hasta el Gran Río (el Eufrates)» (Gen 15, 18).

La promesa de la tierra viene recogida en la segunda lectura e in­terpretada como ciudadanía celestial (Flp 3, 20). Igualmente se da una primera ojeada a la resurrección de Jesucristo, pues el cuerpo humano y también el cosmos entero serán transformados y hechos par­tícipes «según el modelo de su condición gloriosa» (Flp 3, 21).

La pasión (Le 9, 31) y la resurrección proclaman en el Evangelio la glorificación de Jesús: ellos «vieron su gloria» (Le 9, 32). La procla­mación de la voz celestial: «Este es mi Hijo, el escogido...» (Le 9,35) permite el empalme con el tema de la primera lectura, pues en la pro­mesa de seguimiento de Abraham se halla también incluido el Hijo eter­no de Dios, que recibió su configuración humana de parte del pue­blo de Israel.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 9, 28b-36)

Entre el llamado «pequeño suplemento» (Le 6, 20-8, 3) y «el relato de viajes de San Lucas» (Le 9, 51-18, 14) ha encajado el evangelista Lucas en esos dos capítulos, en los cuales él ha manejado el material de los sinópticos, su relato sobre la glorificación de Jesús. Esta rela­ción de San Lucas es notable en su configuración textual por estos cuatro motivos: la conversación que Moisés y Elias sostienen sobre la muerte de Jesús, está colocada en ese pasaje precisamente, porque

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los tres apóstoles Pedro, Juan y Santiago (Le 9, 28; por lo demás, es Lucas el único en nombrar a los tres apóstoles en este fragmento, véase Me 9, 2 y Mt 17, 1), duermen (Le 9, 32). Lucas parece querer excusar a los tres apóstoles con este «dormir».

— Sorprende, además, el que únicamente Lucas cite a «Jerusalén» (Le 9, 31) como ciudad de la muerte de Jesús. La exaltación de la ciu­dad de Jerusalén es una peculiaridad de San Lucas y se empalma con la mente de la doble obra de San Lucas, en la que queda estereoti­pada Jerusalén como la ciudad del cumplimiento de la historia de la salvación.

— Mientras los sinópticos, Marcos y Mateo, en este pasaje, dejan conectar el relato de la transfiguración del Señor con su resurrección (Me 9, 9-10); Mt 17, 9), falta este paso en Lucas.

— Una ulterior observación, que no hay que pasar por alto en la exposición de San Lucas, consiste en que toda la escena brota de la oración de Jesús: «... se llevó a Pedro... a lo alto de una montaña, para orar, y mientras oraba...» (Le 9, 28-29). El acontecimiento de la transfiguración parece como una respuesta del Padre celestial a la plegaria del Hijo encarnado.

La narración de San Lucas ostenta una impronta inconfundiblemente de los sinópticos. Pero ella resulta, en comparación con ambos textos de los sinópticos, más tranquila y concentrada.

Denuncia asimismo una mayor distancia cronológica y una fase más madura de reflexión. Ese relato ya no se encuentra al servicio de la educación psicológica de los apóstoles, como lo muestran Marcos y Ma­teo, sino que es una de esas importantes epifanías, en las cuales el Padre legaliza al Hijo y lo presenta a los hombres.

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• En la unión orante con el Padre celestial queda incluida, ni más ni menos, la naturaleza de Jesús palpable y humana. La divinidad eterna alcanza tal intensidad en Jesús, que su corporeidad queda trans­formada en otro estilo de existencia.

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• Todo el acontecimiento del monte Tabor se apoya abiertamente en el resplandor del misterio pascual. Sólo en el período postpascual fueron capaces, los tres apóstoles, de reconocer la significación de la transfiguración prepascual por medio de las apariciones de Jesús re­sucitado. La «gloria» (Le 9, 32) es un anticipo, una indicación previa de la resurrección de Jesús.

• Ambas figuras veterotestamentarias, Moisés y Elias (Le 9, 30), que hablan con Jesús transfigurado sobre su muerte (Le 9, 31), ex­presan un argumento mesiánico personificado. Jesús mismo hace fre­cuentes referencias al testimonio mesiánico de Moisés (Le 24, 16-17, y 44 ss.). Elias era, según la interpretación del judaismo posterior (Eclo 48, 10-12; Mal 3, 23-24), el último mensajero antes de la pre­sentación del Mesías. Si, pues, aparecen juntos Moisés y Elias, se trata de la última señal, entre todas, de que está ya el tiempo del cum­plimiento: Jesús de Nazaret es el Mesías prometido por la ley ( = Moisés) y por los profetas ( = Elias).

• El relato de la transfiguración se halla en estrecha relación con la exposición bíblica del bautismo de Jesús. Se trata de un relato meditado e interpretado, en el que la aclaración del misterio de Jesús queda reducida a la proclamación del Padre celestial. La diferencia radica, sin embargo, en que en el relato del bautismo es el Padre el que habla de su benevolencia para con el Hijo (Le 3, 22), mientras que en el de la transfiguración es el Hijo presentado por el Padre, como capacitado maestro, para que le escuchen los apóstoles (Le 9, 35).

El carácter epifánico de esta escena queda, además, subrayado por el hecho de que se habla de «una voz desde la nube» (Le 9, 35), siendo las nubes, para el hombre del Viejo Testamento, una representación de la presencia, del imperio y de la operación de Dios.

3.OT Domingo de Cuaresma

Primera lectura: Ex 3, l-8a. 13-15 Segunda lectura: 1 Cor 10, 1-6. 10-12 Evangelio: Le 13, 1-9

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A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La Primera lectura nos presenta uno de los textos más impetuosos y significativos de todo el Viejo Testamento: la invocación del Mesías y juntamente la conexión de Dios Padre Elohim con el nombre «Yah-vé», que fue confiado en manos seguras al pueblo de Israel. Median­te un juego de palabras «Soy el que soy» (ehjéh aschér ehjéh) quiere Dios testificar que él es el que existe, el que está presente, el que obra (Ex 3, 14). El nombre de Yahvé aparece en el Viejo Testamento unas 6.700 veces, el de Elohim unas 2.000. Dios ha declarado su nombre al pueblo de Israel para poder subrayar por ese medio su amistad con el pueblo de Israel y de ahora en adelante poder tam­bién ser invocado con ese nombre.

La segunda lectura relaciona nuevamente con el Viejo Testamento, citando el nombre de «Moisés» (1 Cor 10, 2). El apóstol Pablo descubre el carácter previo y el significado cristológico del Viejo Tes­tamento, cuando afirma que la roca espiritual de la que el pueblo debía beber, era Cristo mismo (1 Cor 10, 4). Pero el apóstol Pablo no se avergüenza de prevenir ante una confianza exagerada: «El que se cree seguro, ¡cuidado!, no caiga» (1 Cor 10, 12).

El Evangelio nos cuenta la ausencia de fruto de los hombres y el úl­timo ofrecimiento misericordioso de Dios. Jesús se refiere con estas palabras a dos acontecimientos del tiempo, que se hallaban todavía en un recuerdo vivo por parte de los hombres de entonces, al baño sangriento, en Jerusalén, mezclado por Poncio Pilato con los sacrifi­cios pascuales de los fariseos (Le 13, 1) y al derrumbamiento de una torre en la piscina de Siloé en Jerusalén, en la que dieciocho personas encontraron la muerte. Jesús quiere, de ese modo, desenmascarar ese engaño de los fariseos, mostrando el suelo bajo los pies, cuando afir­ma: quien hasta el presente ha escapado con vida, no debe ya me­cerse en la esperanza de que él sea mejor que los muertos y que goce de especial benevolencia por parte de Dios. «Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera» (Le 13, 5). El tercer domingo de Cuaresma de hoy quiere fomentar nuestra disponibilidad para el cambio de manera de pensar.

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D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 13, 1-9)

La perícopa está tomada del «relato de viajes de San Lucas» (Le 9, 51-18, 14), presentando de esa manera el peculio exclusivo del Evan­gelio según San Lucas. Se reparte en dos fragmentos originales y ló­gicos (Le 13, 1-5 y Le 13, 6-9), cuya ilación probablemente hay que hacer retroceder hasta la labor de redacción del evangelista Lucas.

La primera parte (Le 13, 6-9) empalma con dos sucesos de la histo­ria del tiempo, que en aquellos entonces preocupaban a las gentes: la muerte de los galileos bajo Poncio Pilato, que fue Procurador de Palestina por los años 26-36 después de Cristo, y la muerte de diecio­cho personas en el derrumbamiento de la torre de Siloé en Jerusalén.

La segunda parte (Le 13, 6-9) muestra una explicación y al mismo tiempo una mitigación de las expresiones de la primera parte. El jui­cio amenazador inmediato es demorado, pues ha sido acordado toda­vía un plazo último de gracia, por espacio de un año, para la con­versión (Le 13, 8). Pero tras el vencimiento de este plazo no queda ya ninguna dilación para el juicio definitivo.

Es muy posible que los datos cronológicos de los «tres años» (Le 13, 7) recogidos en la parábola de la higuera, correspondan a la duración y al final de la vida pública de Jesús.

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• Jesús vuelve sobre las concepciones de la época, en el sentido de que sufrimientos y muerte son señales de pecado y de castigo de Dios. Sería sencillamente un sofisma el contemplar en el solo hecho de la supervivencia una señal de escasa culpabilidad o de paciencia por parte de Dios. Jesús deja abierta la cuestión sobre la verdadera razón de la muerte de los galileos de la torre de Siloé. Muertos o so­brevivientes no pueden conectarse con la alternativa: pecado o gracia.

• Jesús dice a los supervivientes que en modo alguno pueden darse por seguros, pues ante ellos se presenta un único o - o: penitencia o perdición (Le 13, 5).

Jesús no se encuentra ya al principio de su vida pública. El ha ex­perimentado el endurecimiento del pueblo de Israel, y llama la aten-

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ción sobre la dureza y carácter perentorio del próximo juicio. La ame­naza expresada por Jesús sobre el juicio presenta un último instrumen­to, mediante el cual Jesús querría todavía, sin embargo, mover a pe­nitencia al pueblo de Israel.

• La parábola de la higuera (Le 13, 6-9) presenta, mediante el pro­cedimiento literario de la paradoja, la ausencia de fruto de la higue­ra (Le 13, 6: pueblo de Israel) frente a la paciencia extraordinaria y cuidados suplementarios del viñador (Le 13, 8: Dios). Dios cuida más a la higuera que todavía continúa sin fruto que a los demás ár­boles de su plantación.

• Pero si los hombres, por el contrario, desoyen el último momento oportuno ofrecido por Dios, entonces viene el castigo, al que se ve obligado el justo Dios por el proceder de los hombres.

• Entre los renglones de la parábola de la higuera hay que descu­brir un fragmento de la historia misional de la primitiva cristiandad, pues la higuera ( = pueblo de Israel) ha desperdiciado realmente el plazo de gracia que Dios le otorgó. También la misión judía de los tiempos apostólicos había resultado infructuosa, hasta el punto de caer la ruina sobre el pueblo de Israel, el año 70 después de Cristo, con la destrucción de Jerusalén bajo Tito. La viña infructuosa quedó cortada (Le 13, 9). «Pero vosotros no quisisteis» (Mt 23, 37).

• Nada resultaría peor para la comunidad cristiana que el conde­nar la conducta de la justicia farisaica sobre el pueblo de Israel. Tam­bién entre los cristianos puede irrumpir una desgracia semejante, si no saben reconocer el tiempo de la aflicción y de la prueba y pierden el ánimo para diponerse a la conversión.

4.° Domingo de Cuaresma

Primera lectura: Jos 5, 9a. 10-12 Segunda lectura: 2 Cor 5, 17-21 Evangelio: Le 15, 1-3. 11-32

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A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La primera lectura habla de la celebración de la primera fiesta pas­cual inmediatamente ante las puertas de la tierra prometida —Gálgala (Jos 5, 9-10) yace todavía en los llanos del Jordán, al noreste de Je-ricó—. Se cita también el maná (Jos 5, 12), que cesó tras el caminar por el desierto. La fiesta pascual y el maná recuerdan a la comunidad cristiana el manjar eucarístico, en el cual Jesús no solamente consumó la referencia del Viejo hacia el Nuevo Testamento, sino que también se ofrece a sí mismo como verdadero pan, como maná de la nueva alianza.

La segunda lectura subraya que «lo antiguo ha pasado» (2 Cor 5, 17), es decir, la fiesta pascual y las bendiciones del maná del Viejo Testa­mento han quedado abolidas por Cristo, el cordero pascual (1 Cor 5,7) que fue inmolado, confiándonos «el mensaje de la reconciliación» (2 Cor 5, 18).

El Evangelio narra la parábola clásica del hijo perdido, que más rec­tamente debería llamarse «parábola del amor del Padre», o todavía mejor, «parábola de la crítica al amor del Padre», si se reflexiona que el evangelista Lucas hace que sea dirigido su relato a los «fariseos y escribas» (Le 15, 2).

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 15, 1-3. 11-32)

La «parábola del hijo perdido» es la última de las tres parábolas que se recogen en el capítulo 15, bajo el título de «parábolas de los per­didos». Todas ellas tratan el tema central del amor de Dios para con los pecadores. La parábola pertenece a las así llamadas parábolas, de doble cima: primera parte (Le 15, 11-24) relación Padre-hijo más joven, segunda parte (Le 15, 25-32) relación Padre-hijo más viejo, que permaneció en casa. v

Si se tienen en cuenta «los fariseos y escribas» (Le 15, 2) como desti­natarios de esta parábola, entonces alcanza la parábola su punto cul­minante y sus expresiones más densas en la segunda parte, es decir, en la justificación del amor de Dios para con los pecadores, frente a las críticas de los fariseos. No queda, pues, únicamente señalado el

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amor de Dios para con los pecadores, sino también una apología de este amor divino por los pecadores.

E s b o z o d e l a p r e d i c a c i ó n

La parábola presenta varios acentos teológicos, que no han de ex­ponerse todos ellos al mismo tiempo, sino que han de exponerse opor­tunamente según las circunstancias bien uno, bien el otro, pero sin falsear las formulaciones capitales del conjunto de la parábola.

• Llama la atención que el Padre cumple el ruego de su hijo menor de entregarle su herencia sin oponerse, sin cortapisas, sin objeciones. El padre habría podido manifestarle a su hijo menor que no estaba en lo cierto al pensar que la casa paterna era para él un ghetto de vio­lencias y, por tanto, el mayor estorbo para su libertad y desarrollo de su personalidad. Para poder constatar efectivamente la libertad, no parece bastar únicamente la experiencia de lo extranjero.

• El hijo menor, que ha encontrado la casa paterna como una cár­cel para su libertad, desea ser autónomo y libre. Entiende la libertad como una radical ausencia de todo lazo. Pero la anhelada ausencia de todo lazo no se presenta como la libertad buscada, auténtica y porta­dora de felicidad. El hijo menor, que tal vez junto a su hermano ma­yor no se siente admitido en su totalidad y con toda seriedad, busca libertad, arribando hasta una artesa de puercos (Le 15, 16). Si se tiene en cuenta que entre los judíos estaba prohibido el comer la carne de los puercos, entonces ello supone, en el viaje del hijo menor, un ale­jamiento de la patria y también de la religión de la casa de sus padres. La libertad tan ardientemente deseada sucumbe ante el cautiverio de unas posibilidades infrahumanas. El hijo ha de experimentar doloro-samente que la soñada libertad le ha encerrado en las cadenas de la falta de libertad.

• Vuelve él de nuevo, interiormente crecido y con un conocimien­to madurado en medio de dolorosas experiencias. La condición de hijo emancipado no supone una ausencia de vínculos, sino una afir­mación de ese halo de responsabilidad en el que el hombre encuentra su verdadera libertad y, al mismo tiempo, su auténtica responsabilidad y profunda felicidad.

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• Nada común es la reacción del padre cuando vuelve el hijo per­dido: ningún desaire, ninguna palabra de censura, nada de bonacho­nas advertencias ni exigencias de promesas.

La postura crítica de los escribas y fariseos, que critican acremente a Jesús por su trato con los pecadores, se expone ejemplarmente en el hijo mayor que queda en casa. El hijo que queda en casa no se alegra ante la vuelta de su hermano menor; él conoce únicamente la protesta nacida de la envidia y del egoísmo. Se cree orillado en su papel de hijo modelo. El tema fundamental, que precisamente Jesús quiere patenti­zar ante sus críticos fariseos y los devotos modelos de todos los tiem­pos, reza así: mira cuánto se alegra Dios ante un pecador que se con­vierte. Como quiera que esta parábola de Jesús termina sin sentencia alguna, se deposita en ella una familiar «llamada a los corazones de sus críticos» (J. Jeremías).

5.° Domingo de Cuaresma

Primera lectura: Is 43, 16-21 Segunda lectura: Flp 3, 8-14 Evangelio: Jn 8, 1-11

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

En la primera lectura habla el Deutero-Isaías de las proezas de Dios para con el pueblo de Israel. Entonces como hoy, constituye este men­saje un gran consuelo para el pueblo de Dios. Quien se coloca bajo la protección de Dios, no permanecerá ciertamente libre de ataques; pero sabe que Dios presenta palmariamente sus atributos de miseri­cordia, cuando sus leales parecen llegar al final de sus fuerzas.

En la segunda lectura deja rastrear el apóstol Pablo la profunda se­riedad del seguimiento de Cristo. «Todo lo estimo pérdida... con tal de ganar a Cristo y existir en El» (Flp 3, 8-9). La gracia procede, no de la propia conducta y rectitud en el obrar, sino exclusivamente «de la fe en Cristo». Pero el apóstol Pablo subraya expresamente que la participación de Cristo es una «comunión con sus padecimientos»

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(Flp 3, 10). Pablo está plena e inconmoviblemente seguro de que pron­to alcanzará la meta de su vida terrena y, de esa manera, la partici­pación final de Cristo.

En el Evangelio se encuentra Jesús con una adúltera. Es éste uno de los textos del Nuevo Testamento más conmovedores, el cual nos habla del amor de Cristo por los salvados, callado, pero muy penetrante. Dios concede a los hombres continuamente nuevas oportunidades. El amor de Dios únicamente puede no obrar donde un hombre se cierra. Por muy grandes que puedan ser las culpas de un hombre, siempre en­contrará a Dios misericordioso, si posee el aliento de separarse con seriedad de su culpa.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Jn 8, 1-11)

Estos versículos de Jn 7, 53-8, 11 no pertenecen a la redacción primi­tiva del Evangelio según San Juan. Investigaciones de crítica textual y sobre la historia de su transmisión, arrojan como resultado seguro que la perícopa de la adúltera «procede de los ambientes judeo-cris-tianos del siglo segundo, siendo incorporado al canon de los cuatro Evangelios, por vez primera, a comienzos del siglo tercero» (Rudolf Schnackenburg).

No de ja de ser excitante, y ciertamente provoca la sonrisa en el hom­bre moderno, cuando lee en la obra de San Agustín «De coniugiis adulterinis» (11, 6-7), escrita en el año 421, que se ha de esclarecer la falta de la perícopa de la adúltera mediante la consideración del esposo receloso y suspicaz.

Sorprende que el vocabulario y el estilo de este fragmento (¡sobre todo, el uso de las partículas!) «son más sinópticos que joaneos. Asi­mismo, el párrafo «escribas y fariseos» es extraño por completo al cuarto Evangelio. Finalmente, la narración interrumpe peregrinamen­te la cohesión y encuadra mejor en la situación, conforme al cuadro presentado por Le 21, 37» (Fritz Tillmann).

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E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• El acontecimiento ha sido puesto en escena por los «escribas y fariseos» (Jn 8, 3), no por indignación contra la adúltera o por el ha­llazgo de un juez justo. Ellos quieren, con el delicado caso de la adúl­tera (¡se trata de una joven virgen, pues únicamente en este caso el Dt 22, 23-24 habla de juicio para apedrearla!), tomar ocasión para poder denunciar ante el alto consejo y ante Pilatos a Jesús, que tan cla­ramente se coloca del lado de los pecadores y cobradores de tributos.

• Jesús no se deja intimidar por los escribas y fariseos. El declina una intromisión en la competencia del tribunal judío (Mt 22, 21; Le 12, 13-14). La medida punitiva prefijada en la ley mosaica no es­triba en el derecho divino, sino que dimana de las costumbres pro-cesuales del pueblo judío. Jesús no se pronuncia ni a favor ni contra Dt 22, 23-24. El no es competente para la fulminación del castigo te­rreno.

• Jesús da un cambio sorprendente a su conversación mediante un contraargumento: «El que esté sin pecado, que tiere la primera pie­dra» (Jn 8, 7). El desenmascara el verdadero motivo de su papel de conversador sin herirla ni comprometerla.

Cada uno debe, primeramente, limpiar su propia conciencia, antes de echárselas de juez santo y duro para con los demás. «Este es un camino psicológicamente delicado, pues los viejos pecadores trataban de progresar muy en primer plano» (Fritz Tillmann).

• Donde la escena se torna más silenciosa, resulta precisamente ex­presiva al máximo, alcanzando su verdadero punto culminante: Jesús y sa acusada, o como lo formula San Agustín con su juego de palabras latinas: misericordia et misera. Jesús no encubre el hecho de la adúl­tera. Pero apela a la buena voluntad de la mujer humillada e intimi­dada. Jesús da ánimos y disculpa a la adúltera con una seria adver­tencia: «Anda, y en adelante no peques más» (Jn 8, 11). La mujer pecadora debe reconocer que Dios le ha facilitado una nueva oportu­nidad. Ahora le compete exclusivamente a ella lo que quiera hacer de esta oportunidad que se le ha ofrecido inmerecidamente.

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Domingo de Pasión (Domingo de Ramos)

Bendición de las palmas

Me 11, 1- 10 (Jn 12, 12-16)

Misa

Primera lectura: Is 50, 4-7 Segunda lectura: Flp 2, 6-11 Evangelio: Le 22, 14-23, 56 (Le 23, 1-49)

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

El domingo de pasión (domingo de Ramos), del año litúrgico C, recibe su impronta kerygmática del Evangelio según San Lucas. La procla­mación de la cruz se consuma dialécticamente en cada año litúrgico, cuando obtienen la palabra dos evangelistas, el uno el domingo de Ra­mos y, el otro, el Viernes Santo. Esta dialéctica de la proclamación de la pasión es, sin embargo, nuevamente distinta en cada uno de los tres años litúrgicos. Mientras el evangelista del viernes de pasión es siempre Juan en los tres años litúrgicos, entran por adelantado, de manera alternativa, en el domingo de pasión los tres restantes evange­listas:

Año litúrgico A: Mateo-Juan Año litúrgico B: Marcos-Juan Año litúrgico C: Lucas-Juan

La tarea teológica del anuncio consiste en realzar el doble anuncio de la pasión en su específica acentuación, así como en su bipolaridad y concordancias mutuas hasta el plano de una consideración creyente y reflexiva.

La primera lectura nos da a conocer la tercera canción del siervo de Dios del mensaje del Deutero-Isaías (Is 50, 4-9; «Yo no me he rebe­lado ni me he echado atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba. No oculté el rostro a insultos y salivazos» (Is 50, 5-6).

Ciertamente se habla de las distintas estaciones del Vía Crucis del Hijo de Dios encarnado. El testimonio religioso, propiamente dicho,

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sin embargo, no ha de verse en la descripción de la miseria indefen­sa del siervo de Dios, sino en la libertad con que acepta todos los sufrimientos.

En la segunda lectura se escucha el himno a Cristo, que el apóstol Pablo ya encontró en las comunidades cristianas primitivas y que ha incluido en su epístola a los Filipenses. Nuevamente se acentúa el deseo de Jesús de aceptar la humillación (kénosis): «... se despojó de su rango» (Flp 2, 7). Con estos términos «... se rebajó hasta some­terse incluso a la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2, 8), se con­creta un motivo que ya no cesará en toda la Semana Santa. Es una nota típica del colorido litúrgico del domingo de Ramos, que aunque en todas las lecturas se hable del sufrimiento y de la muerte del Hijo de Dios, no obstante, lo importante es resaltar la espontaneidad, la obediencia y, finalmente, la exaltación. «Por eso Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre», de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble —en el cielo, en la tierra, en el abismo—, y toda lengua proclame (Is 45, 23): « ¡Jesucristo es Se­ñor! », para gloria de Dios Padre» (Flp 2, 10-11).

Bendición de palmas

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 19, 28-40)

Con Le 19, 28 comienzan los últimos días de Jesús en Jerusalén. Como quiera que en el Evangelio de Lucas «Jerusalén» encierra una signi­ficación especial, hay también que esperar que el relato sobre la en­trada de Jesús en Jerusalén aclare, especialmente, ese acento teoló­gico, que constituye un deseo del evangelista. Típicamente de San Lucas es «la relación entre la divina pretensión de Jesús sobre su pueblo y su rechazo por parte de éste» (Frieder Schütz). Con tonos extraordinariamente fuertes se expone el carácter mesiánico-real de la entrada. Resonancias lingüísticas se encuentran con respecto al relato de la entrada de Salomón para su Coronación. En el desparramar de los vestidos reposa un ulterior motivo real. En el relato del procurarse la caballería (Le 19, 30-34) se iluminan el secreto y la omnisciencia del «Señor» (Le 19, 31-34).

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A diferencia de la exposición de Marcos, Lucas delimita muy preci­samente el círculo de aquellos que recibieron con alegría al Señor (Le 19, 37). «Los jóvenes se alegran, el pueblo mira» (Hans Conzel-mann).

En la alabanza de los jóvenes resuena un resumen sobre toda la vida pública de Jesús: «... por todos los milagros que habían visto» (Le 19, 38). En este momento —¡precisamente en Jerusalén!— se resume y se recapitula todo lo que Jesús ha obrado milagrosamente, y todo lo que ha transmitido a los hombres como buen mensaje. Pero mientras los jóvenes se alegran, calla el vasto pueblo y los fariseos expresan abiertamente su postura de rechazo.

E s b o z o d e l a p r e d i c a c i ó n

• Jesús hace ya patente en los preparativos de su entrada (prepa­ración de la caballería) su pronóstico. El no queda sorprendido por los acontecimientos, sino que camina con conciencia clara hacia la pasión. Como, por supuesto, entre sus discípulos se tiene ya conoci­miento de Jesús, de ahí que en el cumplimiento del pronóstico de Jesús no se hable entre ambos discípulos de maravilla alguna.

• Mientras los discípulos ya hablan de Jesús como del «Kyrios» (Le 19, 31. 34), los fariseos le dedican únicamente el título de «maes­tro» (Le 19, 39). De manera muy expresiva queda manifestada, por medio del cambio del título honorífico cristológico, la poderosa di­ferencia existente entre la fe de los discípulos y la ausencia de fe de los dirigentes del pueblo de Israel.

• El evangelista Lucas ya no teme delinear claramente el abismo entre la pretensión real de Jesús por su pueblo y el rechazo por parte de éste. La comunidad de los creyentes es un rebaño de fieles since­ros, pero pocos y perseguidos, que no han alcanzado entre el pueblo una notable resonancia. El pueblo presencia el acontecimiento, pero no se compromete a favor de Jesús. Los fariseos muestran, cada vez más, que ya no se quieren contentar simplemente con una postura de rechazo. Se rastrea que en breve tiempo pasarán al ataque.

La comunidad cristiana se revela ya en la historia de la pasión, que se inicia como una comunidad perseguida en medio de la oposición y de la persecución.

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Celebración de la misa

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 22, 14-23, 56 respectivamen­te 23, 1-49)

El relato de la pasión de San Lucas presenta una distancia mayor y una configuración más libre con respecto al núcleo primitivo de Mar­cos que la relación de San Mateo. El es «testimonio y producto de la fe» (Josef Blinzler). Lucas, el «historiador» entre los evangelistas, es­taba claramente cansado de presentar una relación en forma de re­sumen. Como él quiere dejar claro el «camino» de la historia de la salvación («conforme a la Escritura»: Le 24, 26-44), empalma su historia de la pasión tanto hacia atrás, con la vida pública de Jesús (Le 21, 37 s.), como hacia adelante, con la historia del entierro y de la pascua (Le 23, 55 s.; 24, 1). A diferencia de la historia de la pa­sión en San Marcos ha ofrecido San Lucas su relato de los sufrimien­tos y muerte de Jesús en forma de un martirio. La historia de la pa­sión en San Lucas se comprende, por tanto, mejor, en su concepción y en su concreción, si se la contempla desde el telón de fondo de los hechos citados en la historia de los apóstoles, sobre todo de los tes­tigos de Cristo, como Esteban, Pedro y Pablo. Así, por ejemplo, se encuentran concordancias entre la escena del monte de los olivos de San Lucas y el relato sobre el retiro de Pablo en Mileto (He 21, 17-38). De la sangre de Cristo, el primer mártir, la Iglesia ha recibido su vida. El Cristo sufriente, para la Iglesia perseguida en las últimas décadas de la edad apostólica, ha sido el gran consolador.

Tras la actividad redaccional del evangelista Lucas yace un anhelo teológico determinado y claramente perfilado, que ha sido acuñado gracias a un cuadro de Cristo ya desarrollado, pero también gracias a la comunidad perseguida de los tiempos posteriores de la primitiva cristiandad. El esbozo cristológico y teológico de la proclamación que se lee en San Lucas recibe, asimismo, fuertes perfiles, si se contem­plan las omisiones en contraste con el texto de San Marcos, así como también sus características peculiares. Faltan, en la narración de la pasión de San Lucas, los siguientes fragmentos de San Marcos: Me 14, 33-34. 39-41 (la triple oración de Jesús en el monte de los olivos); Me 14, 55-60 (los falsos testigos del juicio); Me 15, 16-20

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(flagelación y burlas); Me 15, 23 (ofrecimiento de vino con mirra en la cruz); Me 15, 34-36 (grito de abandono del crucificado).

Además, se halla la historia de la pasión según San Lucas enrique­cida con los siguientes fragmentos en exclusiva: Le 22, 35-38 (co­mentario durante el momento de la crucifixión); Le 22, 43-44 (apa­rición del ángel consolador y sudor de sangre de Jesús en el monte de los Olivos); Le 23, 6-12 (Jesús ante Herodes); Le 23, 27-31 (las mu­jeres en el camino de la cruz); Le 23, 39-43 (el buen ladrón); Le 23, 34. 43. 46 (tres palabras del crucificado); Le 23, 48 (impre­sión de la muerte de Jesús entre los espectadores). «La rica peculiari­dad en exclusiva de San Lucas en la historia de la pasión muestra el parentesco con la historia de la pasión joanea» (Alois Stoger).

El evangelista Lucas ha elaborado para la redacción de su relato de la pasión varios fragmentos de la tradición. Un provechoso ofreci­miento de la investigación la constituye el relato de San Lucas sobre la última cena (Le 22, 7-30). Las investigaciones críticas de las fuen­tes del relato de San Lucas sobre la última cena (Le 22, 7-38), ejecu­tadas por Heinz Schürmann, han permitido distinguir tres historias de la transmisión:

Composición más antigua

22, 15-20

22, 28-30

Ampliaciones antes de San Lucas

22, 24-27

22, 31-32

22, 35-38

Complementos de San Lucas

22, 7-14

22, 21-23

22, 33-34

En dos pasajes se demuestra claramente el esbozo teológico del evan­gelista San Lucas. Como ejemplo primero hay que citar la escena del monte de los Olivos. Mientras en el texto de San Marcos (Me 14, 32-42), que ha sido tomado casi al pie de la letra en el Evangelio de

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San Mateo (Mt 26, 36-46), se habla de una triple oración de Jesús, Lucas relata únicamente (Le 22, 40-46) una sola oración de Jesús. Además no hace su aparición en el relato de San Lucas del monte de los Olivos el consolador «ángel del cielo» (Le 22, 43). La escena del monte de los Olivos queda suavizada. En la oscuridad del acon­tecimiento desciende luz y consuelo del cielo gracias a la interven­ción del ángel.

Todavía con mayor claridad se da a conocer la mente teológica del evangelista Lucas, cuando se comparan las palabras por él rubri­cadas de Jesús crucificado con la única palabra que se relata en los Evangelios de Marcos y de Mateo.

Mt Me Le «Padre, perdónalos, porque no sa­ben lo que hacen». — — 23,34

«En verdad te digo (al buen la­drón): hoy estarás conmigo en el paraíso». — — 23,43

«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» 15,34 27,46

«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». — — 23,46

Lucas, y con él la comunidad primitiva cristiana con su aguzado co­nocimiento de Cristo, debe haber tenido (en contraste con Mt 27, 46) algún reparo teológico en recibir la palabra de Jesús, previamente ha­llada en el relato de Marcos (Me 15, 34), dentro del cuadro de su proclamación de la pasión. El escogió esa palabra y la puso en lugar de esos tres «Logious» de Jesús, que únicamente él llegó a fijar (tampoco Juan, quien narra otras tres palabras del crucificado: Jn 19, 26 s.; 19, 28; 19, 30).

Sería muy simple a la vista de ambos ejemplos constatados hablar de una caprichosa manipulación del texto. Antes bien, se trata del dibujo de una teología de carácter utilitario que tan sintomática es para la personalidad estilística y religiosa del evangelista Lucas, como para la teología de los tiempos posteriores de la primitiva cris-

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tiandad y para los progresos pedagógicos y reflexiones apologéticas de una proclamación de Cristo para con el lector cristiano de origen pagano («Theophilus»: Le 1, 3). Así sorprende, por ejemplo, que con palpable eficacia el papel inofensivo de Jesús, su política, vg. en el episodio de Herodes (por lo demás relato en exclusiva de Lucas: Le 23, 6-12) demuestra y con ello indirectamente se subraya que las comunidades cristianas estaban muy lejos de ser sospechosas y pe­ligrosas para el Estado. «Pilatos y los romanos quedarán ampliamen­te descargados, mientras los judíos quedarán muy sobrecargados» (Alois Stóger). Hans Conzelmannn cree poder descubrir señales de política antijudía.

En la teología de la pasión de San Lucas resulta palpable cuánto había crecido la Iglesia primitiva en su conocimiento y veneración de la divina dignididad de Jesús. Para comprender el esbozo de la historia de la pasión según San Lucas, se la debe leer dentro del contexto de la historia de la infancia, así como de la historia pas­cual (relato de Emaús) y de los Hechos de los Apóstoles. La gloria del Niño, que es la «gran alegría» del mundo (Le 2, 10), y ya a los doce años provoca la admiración de los doctores del templo de Je-rusalén (Le 2, 47), resplandece también en su anonadamiento de la cruz. También el crucificado desempeña el papel de consolador de los hombres, salvador de los pobres y refugio de los pecadores.

E s b o z o d e l a p r e d i c a c i ó n

La imagen de Cristo que proclama la pasión de San Lucas es el Ky-rios oculto. Anonadamiento y glorificación del Mesías se contemplan siempre mancomunadamente. La veneración litúrgica y el conoci­miento de la presencia sacramental invisible del Señor han propor­cionado a los textos una exposición dialéctica que habla tanto de la verdadera humanidad de Jesús (Le 22, 44) como del resplandor de su invencible divinidad: ¡Epifanía de Dios en la historia terres­tre!

• En fuerte contraste se expone, además, «la hora del poder de las tinieblas» (Le 22, 53). Lo que ya ha resonado en la versión de San Lucas del relato de las tentaciones («acabado todo género de tenta­ciones, el diablo se retiró de El hasta el tiempo de terminado»:

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Le 4, 13), se hace cada vez más angustioso: el poder de Satanás (Le 22, 3. 31. 53). Ciertamente la muerte de Jesús ha sido colocada en un tono proporcionado a la escritura. Pero igualmente se acen­túa la eficacia de Satanás: «Esta es vuestra hora y el poder de las tinielas» (Le 22, 53). Tras los hombres y poderes políticos se con­templa el poder diabólico que intenta arrancarle el triunfo al «Hijo de Dios».

De esta manera, el acontecimiento cronológico de la historia queda expuesto en un horizonte de la historia de la salvación que todo lo invade. Con ello se debía saltar de la visión postpascual de la pri­mitiva comunidad cristiana a la conciencia actual, pues el camino de la Iglesia que había sido previamente dibujado en la juventud de Jesús, está amenazado por el poder de las tinieblas.

• La Iglesia, que tiene que recorrer un camino difícil y en peligro, gracias a los poderes diabólicos, debe ser ciertamente consuelo de los salvados, de la misma manera que las mujeres de la cruz (Le 23, 27-31) o el buen ladrón en la cruz (Le 23, 43).

Jesús consuela y calma, pero no sólo eso. Muestra las verdaderas cohesiones y motivos de su muerte, mientras les abre a las mujeres en su camino de la cruz, y con ello a la primitiva Iglesia cristiana, la mirada sobre el problema de la culpa: «No lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos» (Le 22, 28). La crucifixión de Jesús no es un error de la justicia. Tampoco conserva relación úni­camente con los yerros y las culpas de los que participan inmedia­tamente en el proceso. La crucifixión de Jesús guarda relación con las culpas de todos los hombres.

Precisamente en cuanto crucificado, se encuentra Jesús especial­mente cercano a los que sufren y a los pecadores. La comunidad salvífica veterotestamentaria vive y está apoyada en la indecible e indefinible paciencia, amor y misericordia de Jesucristo. Toda­vía no ha irrumpido la hora del juicio, pues el día de la gracia y del perdón no ha alcanzado todavía su noche.

• Una mirada general a todo el conjunto de la obra de San Lucas permite reconocer la dimensión de la historia de la salvación del relato de la pasión según San Lucas. La muerte de Jesús es una

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parte de la historia de Dios en relación con los hombres. Como Cris­to ha sufrido, será también su pueblo un pueblo sufriente, persegui­do, siempre en agonía. Pero el sufrimiento no ha de contemplarse únicamente como una característica de la comunidad cristiana. So­lamente mediante el sufrimiento se extenderá el Reino de Dios: «Bienaventurados seréis cuando los hombres os aborrezcan» (Le 6, 22). «Los sufrimientos de los pueblos y de los apóstoles tienen, por tanto, su puesto seguro en la historia de la expansión de la pa­labra y, por ende, del cumplimiento de la promesa divina... El su­frimiento de la comunidad se entiende como sufrimiento en el se­guimiento de Cristo. Es considerado en este mundo como ese tipo de existencia que corresponde a la comunidad en cuanto comunidad del Cristo sufriente» (Frieder Schütz). En el reconocimiento ilumi­nado por la fe de que Dios mismo ha estereotipado el sufrimiento como servicio por el nombre del resucitado crucificado, se apoya lo fundamental de la comunidad cristiana.

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TIEMPO DE PASCUA

Al tiempo pascual se le antepone un «triduo pascual» (Triduum paschale: Jueves, Viernes y Sábado Santo); el día de Sábado Santo es un día de reposo sin celebración litúrgica alguna, durante el cual la comunidad cristiana debe prepararse a la voluminosa liturgia de la noche de pascua.

Mientras ambas secciones de lecturas desde el domingo de Pascua hasta el domingo de Pentecostés inclusive —exceptuando la segun­da lectura del domingo de Pascua (Col 3, 1-4), la de la fiesta de la Ascensión del Señor (Ef 1, 17-23) y del domingo de Pentecostés (1 Cor 12, 3b-7. 12-13)— están tomadas de un solo escrito bíblico, existen para las lecturas de Jueves Santo, Viernes Santo y sobre todo para las ocho lecturas de la noche pascual (siete fragmentos vetero-testamentarios y la epístola de la carta a los Romanos) una gran cantidad de libros del Viejo Testamento y del Nuevo, previamente seleccionados.

En la lectura primera, desde el domingo de Pascua hasta el de Pen­tecostés inclusive, se emplea, no un libro del Viejo Testamento, sino excepcionalmente uno del Nuevo, es a saber, los Hechos de los Apóstoles. En la segunda lectura ha ocupado lugar preferente el misterioso Apocalipsis de San Juan. En ambas secciones de lecturas sorprende, sin embargo, que no se trate de una lectura continua; antes bien, se han seleccionado textos muy determinados en abiga­rrada mezcolanza de capítulos, los cuales deben preparar y esclare­cer el tema del Evangelio.

En los Evangelios del tiempo pascual (tempus paschale) solamente dos veces hace su aparición excepcionalmente el evangelista Lucas, cuya proclamación señala la impronta al año litúrgico C. Un papel dominante adquiere, por el contrario, el mensaje del evangelista Juan.

Si se echa una mirada al anuncio del tiempo pascual, el mensaje de San Lucas, en los Evangelios se emplea, en realidad, muy escasas veces; los Evangelios de San Mateo y San Marcos no se emplean

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en absoluto. Se puede, sin embargo, considerar una cierta compen­sación al efecto, el recurso de los Hechos de los Apóstoles en todas las primeras lecturas de los domingos y fictas de pascua. De la do­ble obra de San Lucas, en lugar del Evangelio se utiliza muy abun­dantemente el libro de los Hechos.

Jueves Santo Vierenes Santo Noche de Pascua Domingo de Pascua 2. Domingo de Pascua 3. Domingo de Pascua 4. Domingo de Pascua 5. Domingo de Pascua

6. Domingo de Pascua Ascensión de Cristo 7. Domingo de Pascua Domingo de Pentecostés

Mt Me Le

24,1-12

24,46-53

13, 18,

20, 20, 21, 10, 13,

14,

17, 20,

Jn

1-15 1-19, 42

1-9 19-31 1-19 27-30 31-33a. 34-35 23-29

20-26 19-23

Como se presentan en las primeras lecturas del tiempo pascual los Hechos de los Apóstoles, el misterioso Apocalipsis, en las segundas lecturas y, en los Evangelios, el anuncio de San Juan, viene a reso­nar el kerygma pascual en un doble eco por parte de San Lucas y de San Juan. De esa manera se aprovecha y se continúa en el tiempo pascual el doble acorde, que ya podía percibirse en la semana santa del año litúrgico C en la contraposición de la pasión de San Lucas (domingo de Pasión) y de la historia de la pasión de San Juan (Vier­nes Santo).

Jueves Santo (misa)

Primera lectura: Ex 12, 1-8. 11-14 Segunda lectura: 1 Cor 11, 23-26 Evangelio: Jn 13, 1-15

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A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La primera lectura informa sobre la implantación de la fiesta de «pas-sah» del Antiguo Testamento. En la salida de Egipto, «la sangre» del cordero inmaculado, macho de un año, es una «señal» de protección (Ex 12, 13) para el pueblo de Israel. Si se sitúa la era de Moisés en el siglo XIII antes de Cristo, entonces se observa que, a pesar de las numerosas tormentas políticas que tuvo que sufrir el pueblo de Is­rael, esa fiesta se celebraba también en tiempos de Jesucristo, a modo de «institución permanente» (Ex 12, Í4).

La segunda lectura nos familiariza con el relato de instauración más antiguo del Nuevo Testamento, que san Pablo había encontrado en las comunidades cristianas antiguas, como fragmento de tradición ya definitivamente formado. Pablo recibió este texto del Señor (1 Cor 11, 23). La exégesis de nuestros días ha atribuido la versión de este relato de la cena a la comunidad cristiana de Antioquia. Esta se di­ferencia de la fórmula hebrea original (aramea) por ciertos arreglos lingüísticos, a fin de hacerla más inteligible a los cristianos de origen pagano heleno, lo cual se aprecia de forma más clara si se compara con la versión de Marcos (Me 14, 22-25; Mt 26, 26-28). La «fórmula de Pablo», por otra parte, encuentra cierta resonancia en el Evangelio según San Lucas:

Pablo Lucas (1 Cor 11, 24-25) (Le 22, 19-20

Versículo 24 Versículo 19: Este es mi cuerpo que se da Este es mi cuerpo, que por por vosotros; haced esto en vosotros es entregado; ha-memoria mía. ced esto en recuerdo mío.

Versículo 25: Versículo 20: Este cáliz es el nuevo testa- Este cáliz es la nueva alian-mento en mi sangre; cuantas za en mi sangre, que es de­veces lo bebiereis, haced es- rramada por vosotros, to en memoria mía.

Lo que hizo Jesús «la noche en que fue traicionado» (1 Cor 11, 23) fue la transformación del antiguo pacto y la institución de un «nue­vo testamento en mi sangre» (1 Cor 11, 25; cfr. al efecto Lv 16,

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3, 15; 17, 10-12; Gal 3, 15-17; Heb 9, 15-22; 1 Jn 1, 7; Ap 1, 5; 7, 14; 12, 11). Lo que Jesús ha hecho y constituido con este nuevo pacto en su sangre es «fundación para la Iglesia y consecuentemen­te está sujeto al tiempo de la Iglesia, que se extiende desde la muerte de Jesús hasta su parusía» (Ernst Kásemann).

Josept Ratzinger subraya enfáticamente la conexión entre la cena y la Iglesia cuando escribe: «Por sentarse el Señor juntamente con los suyos a la mesa en la cena del pacto y anunciar una nueva comu­nidad de comensales, en el sentido del Nuevo Testamento se está constituyendo lo esencial de la Iglesia... estando, por lo tanto, ple­namente justificado llamar a la cena el origen, propiamente dicho, de la realidad «Iglesia»...

Cuando se habla de la cena como del origen de la Iglesia, queda claro que la Iglesia no ha sido fundada por actos jurídicos indivi­duales, sino que deriva de la persona de Jesús, del secreto de su vida y de su muerte, siendo la forma concreta de la apropiación de ese secreto de la vida y muerte de Jesucristo...; existe una gran di­ferencia si se entiende la Iglesia como fundación de un portador de poderes o si se entiende a raíz del fenómeno de la comunidad de mesa con el Señor y con los suyos al modo del uno para el otro. Y viendo la Iglesia a raíz de la comunidad de comensales (Mt 16, 17) no queda anulado, sino que forma parte y se integra en el gran con­junto».

Ciertamente el Evangelio nombra todavía la fiesta de pascua (pas-sah) (Jn 13, 1). Sin embargo, como el kerigma de San Juan no faci­lita ningún relato de la cena, el tema iniciado en la segunda lectura sobre la institución de la eucaristía (y de la Iglesia) no tiene posible continuación. Por ello se da lectura al relato lavatorio de los pies. La intención teológica de la celebración eucarística del Jueves Santo posee, pues, una línea extrañamente quebrada, ya que son abando­nadas por el Evangelio las temáticas de la primera y segunda lec­tura, advirtiéndonos en su lugar el servicio de humildad del Señor. Podría imaginarse que en el año litúrgico C, cuya línea central teo­lógica del testimonio está marcada por el Evangelio según San Lu­cas, en lugar del texto de San Juan, en el Evangelio del Jueves Santo podría darse lectura al relato de la cena según San Lucas (Le 22, 7,20).

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D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Jn 13, 1-15)

La narración del lavatorio de los pies es exclusiva de San Juan, di­vidiéndose en dos partes: lavatorio de los pies (Jn 13, 2-11) e ins­trucción de los apóstoles (Jn 13, 12-20), debiéndose observar a este respecto que los versículos del último apartado, muy probablemen­te, tenían otro orden en su origen.

La idea de que en este texto se trate de una historia inventada, a fin de ilustrar el tema de la palingenesia, es decir, del perdón de los pecados, es muy discutible, no habiendo nada de unanimidad al respecto. Es de advertir que precisamente vienen a citarse por sus propios nombres los dos apóstoles, «Judas Iscariote» (Jn 13, 2) y «Simón Pedro» (Jn 13, 6-9) que en la pasión que sucede inmedia­tamente desempeñan un papel poco plausible.

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• Mientras la segunda lectura (1 Cor 11, 23-26) presenta el relato más antiguo sobre la cena que se encuentra en el Nuevo Testamento, el Evangelio añade una segunda a esta primera señal del amor de Jesús hacia los hombres. Ambas instituciones de Jesús se hallan acompañadas de la orden de repetir su ejemplo (1 Cor 11, 24 y ss.): «Os he dado ejemplo, para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis» (Jn 13, 15).

• La imagen de Cristo ofrecida por el Evangelio del Jueves Santo testifica claramente sobre la altura de la fe en Cristo, difundida por el Nuevo Testamento. Como un rey que «sabiendo... que había lle­gado la hora de pasar de este mundo al Padre» (Jn 13, 1-3), Jesús entró en la sala donde había de celebrarse la cena y El mismo llevó a cabo la ceremonia del lavatorio de los pies como regalo de despe­dida de su amor.

Gracias a su conocimiento divino del futuro, Jesús «sabía quién lo iba a entregar» (Jn 13, 11).

• Duro y obcecado, como en la técnica xilográfica, a Jesús, el Salvador, la luz del mundo, se le contrapone Judas Iscariote, a quien ya «el diablo le había metido en la cabeza... que lo entregara»

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(Jn 13, 2). Esta frase acerca de Judas resulta típica, tanto por el modo de expresarse del Evangelio según San Juan, como por la va­loración de Judas, que iba aumentando su fuerza entre los cristia­nos antiguos. Parece que las comunidades cristianas antiguas se pre­ocuparon intensamente por hallar una respuesta a la pregunta de cómo alguien puede convertirse en «Judas» 'al lado de Jesús. En la descrición de Judas viene, pues, a encontrarse algo así como una disculpa, cuando afirma que no fue Judas sólo quien concibió la idea de traicionar a Jesús, sino que «el diablo le había metido en la cabeza» esa idea (Jn 13, 2).

• No basta con pretender aclarar psicológicamente la manera de reaccionar de Simón Pedro (Jn 3, 6-10). Al fin y al cabo se trata de subrayar por qué no fue Judas, sino Pedro, el cual había negado a Jesús tres veces, quien volvió a encontrar su camino hacia Jesús, experimentando la clemencia del perdón. Una condición indispen­sable para la eficacia indispensable de la gracia de Dios es el valor de cambiar. Incluso después de su fallo, Pedro fue comprensivo y abierto, y consiguientemente pudo alcanzarle la gracia de Dios, mien­tras que Judas rechazó la llamada de la gracia de Dios, dudando de su perdón.

• El acto de humildad que suponía el lavatorio de los pies es si­multáneamente parábola y ejemplo —parábola de la condescenden­cia divina que sirve y perdona los pecados («por nuestra salvación bajó del cielo») y ejemplo de ayuda altruista y fraterna. La humildad cristiana, de la que Cristo dio verdadero ejemplo en el momento del lavatorio de los pies, no consiste en que el inferior sirva al su­perior, sino en que el mayor se incline sobre el más pequeño; el Dios santo se inclina sobre el hombre pecador. El lavatorio de los pies es un signo cristológico y soteriológico.

Desde que Jesús nos dejó este ejemplo de amor no es ya posible seguir el camino de Cristo sin servir a la vez con humildad al her­mano. El imitador de Jesús se distingue por el significado y los hechos de su humildad y por el auxilio desinteresado al hermano abandonado, dolorido, olvidado y despreciado. La ambición de al­canzar poder y arrogancia y la lucha por obtener un puesto desta­cado entre los hombres no tiene lugar alguno en el reino de Cristo, el cual, siendo Dios-hombre, no se negaba a lavar los pies a los

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hombres. Para los seguidores de Cristo sólo existe una sola rivalidad, la rivalidad del amor más grande y del servicio desinteresado al hermano.

Viernes Santo

Primera lectura: Is 52, 13-53, 12 Segunda lectura: Heb 4, 14-16; 5, 7-9 Evangelio: Jn 18, 1-19, 42

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La primera lectura proclama el cuarto canto teológico del siervo de Dios del Deutero-Isaías. Este texto ha sido la plataforma teológica­mente importante desde donde los apóstoles y evangelistas han inter­pretado y formulado la pasión y muerte de Jesús. Si suponemos que las pasiones referidas en los cuatro Evangelios no son simplemente notas histórico-biográficas, sino que encierran una cohesión casi per­fecta del acontecimiento histórico con la interpretación teológica, en tal caso Is 52, 15-53, 12, alcanza una importancia inmensa como instrumento de interpretación. Esta cuarta canción del siervo de Dios ha inspirado, asimismo, de modo decisivo, el texto de la canción de pasión más famosa en Alemania: «O haupt voll Blut und Wunden» (Cabeza llena de sangre y heridas). El texto del Deutero-Isaías es bipolar. Presenta el sufrimiento del siervo de Dios y, al mismo tiem­po, su exaltación, hasta tal punto que los paganos se quedan admi­rados (Is 52, 13, 15). Aquí se encuentran los primeros indicios de la cristología de la exaltación, que marcó definitivamente de un modo especial el testimonio de la muerte de Jesús en la cruz dado por San Juan.

La segunda lectura nos ofrece la idea de la exaltación y glorificación del Crucificado como «Sumo Sacerdote que penetró en los cielos» (Heb 4, 14). Este texto, sacado del Nuevo Testamento, posee la misma bipolaridad que el texto veterotestamentario correspondiente a la primera lectura. De este modo se ha colocado un cambio de vía

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muy importante para la inteligencia de la pasión según San Juan, punto clave del testimonio de la palabra en Viernes Santo.

Mal se entendería e interpretaría el significado del Viernes Santo si el creyente únicamente viera en él el scandalum crucis. La cruz no es el final, sino un paso colocado por Dios para la exaltación del Hijo y glorificación del Padre. Por tanto, no existe ninguna medi­tación del Viernes Santo que no tenga presente grata y gozosamente el acontecimiento de la resurrección. Precisamente, las tres lecturas del Viernes Santo, elegidas y coordinadas bajo unos aspectos teoló­gicos de la proclamación muy concretos, intentan inculcar a la comu­nidad de la salvación neotestamentaria que constituyen una misma cosa el acontecimiento cristiano cruz y resurrección, muerte y vida, humillación y exaltación, degradación y glorificación. En las diversas fiestas del año litúrgico se subraya como en cámara lenta siempre una sola parte de este acontecimiento cristiano y juntamente también un énfasis teológico muy concreto. Pero, sin embargo, en todos los casos hay que contemplar a la vez la totalidad del acontecimiento cristiano; con todo, no se debe caer nunca en el error de despreciar u olvidar por completo los otros acentos.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o ( J n l 8 , 1-19, 42)

En el Evangelio según San Juan hallamos el conocimiento de Cristo más maduro de todo el Nuevo Testamento. El Jesús anterior a la pascua «según la carne» (2 Cor 5, 16) es contemplado y descrito en el resplandor de su invencible divinidad y de la gloria de su resu-rección. La pasión según San Juan no conoce la angustia de Jesús en el Getsemaní; no refiere la humillación de Jesús ni el grito de abandono en la cruz. Ello no quiere decir que esos hechos, relatados por los sinópticos, no sean históricos. El que redactó el Evangelio según San Juan daba por supuesto el conocimiento de los mismos. Pero lo que a él le interesa es dar testimonio claro de que Jesús era Hijo de Dios y que continuaba siéndolo también totalmente cuando sufría y cuando fue crucificado. Se ve claro que la medita­ción sobre Cristo y la unión litúrgico-sacramental con Cristo de va­rias décadas ha influido sobre esos textos.

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Los sucesos históricos se nos manifiestan dentro del resplandor de la gloria pascual y eucarística. El secreto de la re-praesentatio, de la presencia en el sacramento, es el punto decisivo y el ángulo desde el cual se contempla la vida de Jesús. Hoy todavía nace Cristo y tam­bién el sacrificio de la cruz adquiere su presencia misteriosa (no una pura reproducción psicológica) en la eucaristía. Los sucesos de la pasión se contemplan a través de la presencia de Cristo postpascual y, por tanto, son «historia» vista e interpretada a través del credo postpascual. Por ello hemos de tener en cuenta toda la multiplicidad de capas que coponen la pasión según San Juan, pues en ella se han combinado casi sin costuras la experiencia de Cristo antes y des­pués de la pascua, los datos históricos y el encuentro litúrgico-sacra-mental con Cristo, formando todo ello una unidad de confesión. Del Jesús que fue crucificado no podemos, pues, afirmar simplemen­te que fue el mismo que resucitó después. El «antes» y el «después» se hallan presenten en el «hoy» del Cristo Salvador, presente y trans­figurado, que actúa y se anuncia. El Jesús histórico presenta ya, por tanto, los rasgos victoriosos del Cristo resucitado. Aquí no se da la línea divisoria entre la vida antes y después de la muerte en la cruz entre el Jesús histórico y el kerygmático, pues el Jesús histórico es, al mismo tiempo, el kerygmático.

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

En la celebración litúrgica del Viernes Santo no deberían dejarse de indicar, por lo menos brevemente, las intenciones teológicas del tes­timonio de la pasión según San Juan, a fin de lograr que los creyen­tes, además de tomar nota de la «historia», se dediquen a la oración, meditación y agradecimiento con respecto al secreto divino de Jesu­cristo, abriendo sus ojos para la entonación litúrgico-pascual de es­tos textos y convirtiendo el «pro nobis», el sufrimiento y la muerte redentora de Jesús en un «cum Christo» existencial, una co-muerte y'co-resurrección sacramental con Cristo.

• Una palabra clave para la teología del testimonio, que se repite 23 veces en el Evangelio según San Juan, abriéndonos extraordina­riamente el camino hacia su teología, es la palabra «glorificar»

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(doxázein), que tantas veces descubrimos en la pasión según San Juan. Extraña bastante que Jesús, después de marcharse Judas, diga: «Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre» (Jn 13, 31). El vía crucis en la mente de San Juan es el camino del triunfo y de la victoria de Cristo. Por entender así la pasión los antiguos cristianos se vieron movidos a adornar la cruz con piedras preciosas resplan­decientes (cruz de gemas).

• Si la pasión en San Lucas se muestra como la apología de la primera muestra de la divinidad y martirio de Jesús de Nazaret, presentando la muerte de Cristo como camino a seguir por la comu­nidad cristiana primitiva, la historia de la pasión según San Juan tiene la idea de presentar ante los ojos el cuadro alentador del inven­cible Cristo-Rey para la consideración de la comunidad cristiana perseguida de la edad apostólica que está expirando. En lugar de la corona real, se pone la corona de espinas. El Crucificado sufre y muere en el resplandor de su divinidad. Es una nota característica de la imagen de Cristo de la época apostólica tardía, madurada bajo el impulso del Espíritu Santo, que el autor del Evangelio según San Juan no mencione para nada las palabras que, según los sinópticos, había pronunciado Jesús en la cruz. Las pasa por alto. No le resultan útiles para su concepción teológica, sustituyéndolas por palabras del Crucificado que no vienen referidas por los sinópticos (compárese, al efecto, la relación de las llamadas siete palabras de Jesús en la cruz en mi libro Die Botschaft der Evangelien-heute (München, 1968, páginas 40 ss.).

• Para San Juan la crucifixión es igual a la entronización solemne del Hijo glorificado por Dios Padre. En la muerte no se deja palpa­ble el triunfo maligno de los enemigos, sino la glorificación de Jesús. «Y vimos su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14). Si Jesús con sus milagros y sus palabras únicamente dejó resplandecer rayos aislados de su gloria (Jn 2, 11; 11, 4), mediante su crucifixión, que, conforme al autor del Evangelio según San Juan, ha de contemplarse siempre en com­binación con el suceso redentor de la resurrección y de la represen­tación eucarística (repraesentatio), se alza el sol de su gloria sobre la creación, sol que no conocerá el ocaso.

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Vigilia pascual (misa)

Primera lectura: Gen 1, 1-2, 2 Segunda lectura: Gen 22, 148 Tercera lectura: Ex 14, 15-15, 1 Cuarta lectura: Is 54, 5-14 Quinta lectura: Is 55, 1-11 Sexta lectura: Bar 3, 9-15. 32-4, 4 Séptima lectura: Ez 36, 16-28 Epístola: Rom 6, 3-11 Evangelio: Le 24, 1-12

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La celebración de la vigilia pascual —un punto central muy impor­tante en todo el año litúrgico— tiene en la misa rezada ocho lecturas. A los dos textos neotestamentarios (Epístola y Evangelio) les prece­den siete apartados veterotestamentarios. El tema central, conservado a lo largo de todas las lecturas veterotestamentarias, nos lleva ante las más distintas variaciones con un tema muy grande: Dios ofrece a los hombres un nuevo futuro.

Primera lectura (Gen 1, 1-2, 2): El secreto del origen de la creación en la versión del escrito sacerdotal.

Segunda lectura (Gen 22, 1-18): Prueba de la fe de Abraham con ocasión de la orden de sacrificar a su hijo Isaac. (El texto es original de la escritura de fuente elohística.)

Tercera lectura (Ex 14, 15-15, 1): Informe sobre la salvación del pueblo de Israel en su paso a través del mar de juncos. Este fragmento es un ejemplo característico para el empalme de las fuentes elohística, yahvística y sacerdotal en un solo conjunto de textos (la multiplicidad de capas de este relato la ha reseñado de manera ejemplar Josef Schabert, en su libro Das Sachbuch

• zur Bibel, Aschaffenburg, 1965, 234-236).

Cuarta lectura (Is 54, 5-14): Promesa de un nuevo pacto de paz entre Dios y su pueblo elegido y de la reconstrucción de la ciudad de Jerusalén, dirigida a la comunidad judía en la cautividad de

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Babilonia (mensaje de consuelo del Deutero-Isaías a la comu­nidad judía en la cautividad de Babilonia).

Quinta lectura (Is 55, 1-11): Invitación solemne a Israel para que reciba la redención y un nuevo futuro con Dios.

Sexta lectura (Bar 3, 9-15, 32-4, 4): Llamamiento a seguir el camino de la sabiduría y de la ley, en el cual sólo radica la salvación y redención.

Séptima lectura (Ex 36, 16-28): Mensaje de consuelo sobre el ofre­cimiento de la gracia divina.

En la epístola de la vigilia de pascua se anuncia la parte principal de la teología del bautismo según San Pablo. Pablo combina en este texto tres razonamientos:

Proceso en el bau­tismo: Inmersión — emersión

Cristo: muerte (sepultu­ra) " — resurrección

Bautizado: muerto al pecado — nueva vida en la gracia

El bautismo es ratificación simultánea de la muerte y resurrección de Cristo. Sin este «con Cristo» real-existencial, sólo quedaría un «con» moral subjetivo. «El bautismo ofrece la posibilidad de participar en la muerte de Cristo, aunque el Cristo transfigurado ya no muera» (Odo Casel). Bautismo quiere decir nueva creación (Gal 6, 15; 2 Cor 5, 17). La resurrección de Cristo ha dado origen a un nuevo futuro. El Evangelio de la noche pascual, conforme a la intención teológica de la proclamación del año litúrgico C, viene proclamado por el evangelista Lucas. No solamente informará sobre el hecho de la tumba vacía, pues la tumba vacía no ofrece ningún argumento para la resurrección de Jesús. El acento de este texto escriturístico reposa más bien en mostrar que la fe en la resurrección de Cristo no brota de los deseos de los hombres, sino que se coloca en el men­saje del ángel, que además se remite a aquellas palabras que Jesús mismo «en Galilea» había pronunciado sobre su muerte y resurrec­ción el tercer día (Le 24, 6-7).

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D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 24, 6-7)

En el capítulo 24 se relata el anuncio de San Lucas sobre la pascua. El trabajo redaccional del evangelista es fácil de reconocer, sobre todo ante la comparación con los pasajes paralelos de los sinópticos (Me 16, 1-8; Mt 28, 1-8). La palabra «Galilea» (Le 24, 6) se remite en Lucas al pasado y quiere provocar un recuerdo de las promesas que Jesús expresó en Galilea, pues el evangelista Lucas no cita nin­guna aparición en Galilea del resucitado. Una valoración completa­mente distinta posee la palabra «Galilea» (Me 16, 7; Mt 28, 7) en los evangelistas Marcos y Mateo. Ambos quieren dirigir la mirada hacia el futuro y concretamente hacia las apariciones de Jesús en Galilea, de las que él informa brevemente.

La afirmación central en el relato pascual de San Lucas, que por lo demás es de su peculio exclusivo, se encuentra en Le 24, 6-7. La versión lingüística de Le 24, 7 es tan concisa, estilísticamente, y tan densa, teológicamente, que en ella puede verse una referencia a las reflexiones de la primitiva cristiandad sobre el cumplimiento de las afirmaciones sobre la pasión de Jesús. En las mujeres que acudieron en la mañana de pascua al sepulcro y que recordaban las palabras de Jesús (Le 24, 8), puede verse representada la comu­nidad de la primitiva cristiandad, que continuó creyendo firmemente después de Pentecostés en la resurrección de Jesús.

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• El sepulcro vacío se cita ciertamente, pero no se presenta como argumento para la resurrección de Jesús. Ello compete a la tradición paulina, la cual no cita en absoluto el sepulcro vacío. Lucas parece querer subrayar con la observación de que el sepulcro vacío única­mente provocó perplejidad, que la fe en la resurrección de Jesús de ninguna manera se apoya sobre el hecho del sepulcro vacío.

• Los dos ángeles (Le 24, 4) pueden valorarse cabalmente sobre la base de un modo de exposición y de pensar, como de ilustración y dramatización de un proceso invisible de revelación. El recordar aquellas profecías que Jesús había pronunciado antes de su muerte en Galilea, no se apoya en ningún proceso interno y psicológico;

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antes, al contrario, por expresa disposición de Dios, viene a ser precisamente como un regalo y concreción en esa hora del más grande yerro y perplejidad. El evangelista Lucas, precisamente, sitúa todo el valor en el hecho de que el sentido de las profecías divinas y su cumplimiento dimana de la iniciativa divina y se apoya tam­bién fuertemente en ella.

• En el credo de la primitiva cristiandad (cfr., al respecto, las tres profecías sobre la pasión Le 9, 22; 9, 43b-45 y 18, 31-34), que resuena en Le 24, 7, ha quedado marcada con excepcional expresi­vidad la absoluta necesidad de la crucifixión dentro del ámbito de la historia de la salvación. Un motivo central de la relación pascual de San Lucas es la intención del plan salvífico de Dios, confonne al cual «el Hijo del Hombre» debe ser crucificado (Le 24, 7) y re­sucitado al tercer día (cfr. Le 24, 46).

• En los acontecimientos de la muerte y resurrección de Jesús, la primitiva comunidad cristiana encontró su propio e histórico ca­mino. La comunidad cristiana, si quiere ser comunidad de Jesús, debe recorrer el camino de la cruz. Como no se puede separar de la vida de Jesús el camino de la cruz, así tampoco de la vida de la Iglesia se puede despojar la burla y la persecución. La comunidad pascual señala el triunfo y la exaltación de su Señor. Pero ella co­noce, al mismo tiempo, la verdad dolorosa de que ella aquí en la tierra sale al encuentro del Señor de la resurrección, pero ha de consumar su peregrinación en medio de tormentas y tempestades.

Domingo de Pascua

Primera lectura: He 10, 34a, 37-43 Segunda lectura: Col 3, 1-4 Evangelio: Jn 20, 1-9 (en la cena: Le 24, 13-35)

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

En la primera lectura del domingo de Pascua se expone un fragmen­to de sermón misional por parte del apóstol Pedro en Cesárea. En

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esta predicación (como en toda la predicación apostólica) el argu­mento de la tumba vacía no desempeña ningún papel. Más bien son los casos de comunión a la mesa con el resucitado (He 10, 41) los que Pedro presenta como demostración de su doctrina y anuncio de la resurrección de Jesús. En la exhortación de Pedro, que presenta Lucas, no hay que ver una escritura taquigráfica de la predicación original, sino que hay que aceptarlo, como un ideario fundamental, con los principales pensamientos del anuncio apostólico dentro de esta composición de San Lucas (cfr. al efecto mi libro Die Entste-hungsgeschichte der Bibel. München 1969, 120 ss.).

La segunda lectura contiene la interpretación paulina de la orien­tación básica de la vida cristiana en el Cristo resucitado y reapare­cido. Al mismo tiempo se afirma: la comunidad de vida y de acción con el Cristo resucitado es, en verdad, una realidad; aunque no se la puede ver ni comprobar estadísticamente, sino «escondida con Cristo en Dios» (Col 3, 3).

El evangelio de la mañana de pascua se ocupa de nuevo del tema de la tumba vacía, estudiando el caso en sus puntos decisivos. En ten­sión dialéctica se encuentran Jn 20, 8: «vio y creyó», y Jn 20, 9: «...hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos».

Para la cena del domingo de Pascua se prevé otro texto evangélico. La tarde del domingo de Pascua quiere ofrecer una atmósfera na­tural, propicia para el acontecimiento vespertino de Emaús.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o ( J n 2 0 , 1-9)

En el comienzo de la historia pascual de San Lucas se halla el re­lato de la tumba vacía que, sin embargo, es de difícil sincronización entre los informes de María Magdalena (Jn 20, 1-2 y Me 16, 8). El anuncio de la resurrección debe haberse transmitido según in­formación del Nuevo Testamento por tradiciones múltiples y mutua­mente independientes, por lo cual no han quedado demasiado graba­das en la memoria de las comunidades cristianas, si bien, a pesar de sus acentos distintos y encontrados, pudieron hallar lugar dentro de los escritos evangélicos. Sobre el caso no ha brotado una »'«-

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troducción monótona del kerygma de la resurrección, sino que se obtuvo la pintura multicolor del pluralismo primitivo con respecto a los acontecimientos de la pascua.

En Jn 20, 1-9 tenemos igualmente un «grupo irregular» en la pro­clamación pascual que después fue retocado por la comunidad del discípulo Juan, «. . .otro discípulo» amado de Jesús.

E s b o z o d e l a p r e d i c a c i ó n

Lo primero que se deduce de la narración es que la tumba vacia no ha encendido la je en la resurrección de Jesús. De la afirmación de María Magdalena hay que deducir, más bien, que la opinión era de que el cuerpo había sido trasladado a otro sitio para su entierro definitivo (Jn 20, 2). Mirando hacia atrás, el autor (o redactor final) del Evangelio según San Juan ratifica que Pedro y Juan, en ese momento, no acertaron a pensar en las profecías del Antiguo Testa­mento (Sal 16, 10; Os 6, 2; Jon 2, 1) ni en la misma profecía del sufrimiento y resurrección de Jesús. Sólo posteriormente compren­dieron que con la resurrección de Jesús se cumplieron las profecías del Antiguo Testamento: «Hasta entonces no habían entendido la Escritura: que El había de resucitar de entre los muertos» (Jn 20, 9). La llamada cristología del cumplimiento no se encuentra, por tanto, en el comienzo. La reflexión teológica del acontecimiento de la resu­rrección ha necesitado, desde luego, tiempo.

La indicación sobre la fe del otro discípulo: «... vio y creyó» (Jn 20, 8) se encuentra raramente desprovista de razón en este texto. Debe deducirse de Jn 20, 9 que en aquel tiempo las profecías del Antiguo Testamento no habían favorecido el camino de la fe en la resurrección. Quizá fuera de las profecías del sufrimiento y resurrección de Jesús (Me 8, 31-33; 9, 30-32; 10, 32-34) de las que se acordara el otro discípulo Juan, súbitamente con relación a la tumba vacía, de tal manera que se abre formalmente el camino a la idea de que Jesús ha resucitado bajo la acción del Espíritu Santo que lo había predicho: «El Espíritu de verdad» (Jn 16, 13).

Existe casi la plena seguridad de que el apóstol Juan, cuya pre­dicación se halla contenida en el cuarto Evangelio, tomó su refle-

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xión teológica preferentemente de la palabra misma de Jesús. Pues­to que Jesús de Nazaret es la palabra misma hecha carne (Jn 1, 14), su mensaje se halla por encima de todas las profecías del Antiguo Testamento. Jesús exige no sólo prioridad, sino la autoridad máxima, que hombre alguno puede alcanzar.

Evangelio de la misa vespertina

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 24, 13-35)

El relato sobre el acontecimiento de Emaús es peculio exclusivo de Lucas, que, por otro lado, no relata absolutamente ninguna apari­ción del resucitado en Galilea; no quiere narrar ninguna historia idílica. Su intención es exclusivamente eclesiológica, es decir, debe dejar constancia de una importante afirmación sobre la comunidad de salvación del Nuevo Testamento. La descripción rigurosamente realista ostenta una incógnita importante y decisiva: ¿Por qué ambos discípulos no han reconocido a los dos compañeros de via­je? ¿Había tanta diferencia entre el Cristo resucitado y el Cristo histórico que no se podía hablar de una identidad entre ambos? ¿Era el resucitado otra persona?

El anuncio del caso de Emaús es una historia con clave única, que quiere hacer entender cómo a la comunidad cristiana primitiva se le abre la puerta hacia el entendimiento cristológico del Antiguo Testamento. La relación entre profecía del Antiguo Testamento y cumplimiento del Nuevo es acometida por los apóstoles bajo la di­rección de Cristo y del Espíritu Santo. Si se tiene en cuenta que el Evangelio según San Lucas fue redactado alrededor del año 80 des­pués de Cristo, la historia de Emaús ofrece exactamente un argu­mento insustituible para la interpretación legítima, decidida por Cristo mismo y consecuentemente auténtica del Nuevo Testamento, tal y como se había presentado en la predicación apostólica. Posi­blemente, por tanto, este texto recuerda todavía la controversia entre la interpretación judía y cristiana del Nuevo Testamento. Los após­toles apelan a la significación cristológica del Antiguo Testamento no menos que Cristo mismo.

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E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• La comunidad de salvación del Antiguo Testamento, igual que los discípulos de Emaús, es el pueblo peregrino de Dios. La Iglesia siempre está de camino. Ella deberá estar siempre abierta para cual­quier indicación proveniente de su Dios. En este camino a recorrer por la Iglesia se incorporan el crecimiento y la dinámica del en­tendimiento de la fe. La comunidad de fe del Nuevo Testamento, al igual que el pueblo de Dios del Antiguo Testamento, que experi­mentó la presencia de Dios en la «nube», se sabe acompañada y di­rigida por el Kyrios presente y actuante.

• El gran anhelo del Kyrios resucitado es continuar en la comu­nidad de los suyos profundizando en su acción sobre la historia. El resucitado y la comunidad de salvación constituyen una sociedad indestructible, que no se disuelve, aunque el resucitado pase de su condición de visible a invisible.

• Entre las dos frases dialécticas coloca el evangelista Lucas la tensión entre el no conocerle y el conocerle. «Pero sus ojos no po­dían reconocerle» (Le 24, 16). «Se les abrieron los ojos y le reco­nocieron» (Le 24, 31).

Como en Le 24, 1-11 (evangelio de la noche de Pascua) también aquí le compete al evangelista el hacer que se forme la fe en la re­surrección no por experiencias ópticas de los hombres. El irrum­pir de la fe en la resurrección presupone ciertamente la disponibi­lidad para la fe. Pero en último término se halla la gracia y la meta puesta por Dios dentro del plan de la salvación. No se trata de falta de inteligencia, de indiferencia o de escasas dotes de observación en ambos discípulos de Emaús, las cuales no permitan reconocer al Jesús compañero de viaje. Es, más bien, la mano de Dios la que por un lado detiene los ojos, para que no puedan ver ni conocer, y, por otro lado, abre los ojos para que vean y crean.

• El acontecimiento de Emaús pertenece al gran tema del ejercicio de la Iglesia. Los discípulos, que han conocido al Jesús histórico, hu­bieron de aprender y acostumbrarse a que el resucitado estuviera igualmente con ellos, aunque no lo vieran. El está presente en su palabra y en «la partición del pan» (Le 24, 30-35). Cuando el resu-

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citado es reconocido y experimentado en palabras y sacramento no necesita ya valerse de su visibilidad para demostrar su presencia. Con la frase «partición del pan» (Le 24, 30-35) quiere manifestar necesariamente el recuerdo de la eucaristía. Es el mismo Kyrios quien habla en las palabras de la predicación y quien realiza esta partición.

• El que resucitó y ascendió a los cielos ha dejado patente «la Es­critura» (Le 24, 32) y ha enseñado a entender la «necesidad» histó­rica (Le 24, 26. 44. 46). La interpretación cristológica del Antiguo Testamento (Le 24, 25-27), tal y como la anuncia y transmite la co­munidad del Nuevo Testamento, encuentra su legitimación en el propio Cristo. Cristo lanza el puente entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, enlazando los dos como una gran revelación de Dios en un solo libro de la Sagrada Escritura.

2.° Domingo después de Pascua

Primera lectura: He 4, 32-35 Segunda lectura: 1 Jn 5, 1-6 Evangelio: Jn 20, 19-31

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La primera lectura habla de las primeras actividades del apóstol y del crecimiento de la primitiva comunidad de Jerusalén. Se hace especialmente palpable la presencia de Cristo resucitado en su comu­nidad, así como su eficacia. Solamente un apóstol es citado por su nombre, por incumbirle a él un papel especial en la primitiva co­munidad jerosolimitana: Pedro.

La segunda lectura, tomada del misterioso Apocalipsis de San Juan, informa sobre una visión «en la isla de Patmos» (Ap 1, 9) —se trata de una pequeña isla rocosa (hoy llamada «Patino») del grupo insular de las Esperadas. El «Hijo del hombre» (Ap 1, 13) aparece en medio de siete candeleros de oro ( = símbolo de las siete co­munidades cristianas del Asia Menor) como el resucitado: «...Yo

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soy el primero y el último, yo soy el que vive. Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos de los siglos; y tengo las llaves de la muerte y del infierno» (Ap 1, 18).

El Evangelio expone el epílogo original del Evangelio de Juan (el capítulo 21 se tiene como un apéndice). Los apóstoles, según se afirmó en la primera lectura, que con tanta energía habían predi­cado la resurrección de Jesucristo, recibieron con las apariciones que presenciaron y con la participación en la mesa, acompañados por el resucitado, una consolidación de su fe pascual y con ella la pre­misa para su predicación misional. Con el ejemplo del escéptico Tomás queda demostrado que también los apóstoles aceptaron di­fícilmente el hecho de la resurrección de Jesús.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Jn 20, 19-31)

El Evangelio, escrito hacia el 90 ó 95 después de Cristo, había de tropezar con las concepciones materialistas de los gnósticos y doce-tas. Su predicación de Cristo poseía, por tanto, una meta apo­logética (que, por otro lado, no era la única, ni la decisiva), a saber, el concretismo corporal del Jesús histórico (Jn 1, 14: «Y el Verbo se hizo carne y acampó entre nosotros») y el Cristo resucitado (Jn 20, 20-27), que había de ser expresamente fijada y defendida contra cualquier intromisión espiritual ajena. Asimismo hay que leer entre líneas, que el resucitado no es, simplemente, un muerto redivivo que va a continuar con su vida anterior. El resucitado es, sin duda, idéntico al Jesús histórico crucificado, pero con la crucifixión y re­surrección se ha creado una nueva situación. El resucitado no queda simplemente enlazado on el Jesús histórico en el mismo punto en que concluyó su pasión. Con él comenzó la nueva creación, el nue­vo futuro escatológico. La Iglesia del Nuevo Testamento, fundada con la presencia y acción del resucitado, da cuerpo a la plenitud que despunta. La resurrección de Jesús es resurrección para una obra. Las apariciones de Jesús son llamadas para esta obra, para el servicio desinteresado del testimonio, para el amor, el sufrimiento y la muerte.

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E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• El resucitado no es un fantasma, un espectro imaginario o una ilusión, sino un hombre que se puede tocar y comprobar. Se recha­za, por un lado, la idea de que los apóstoles fueran víctimas de un sueño colectivo y, por otro, se expresa que el cuerpo humano del Mesías no sólo era instrumento de la redención, sino que se incluye en la ascensión y eterna transfiguración. La naturaleza humana es para el Kyrios resucitado algo más que «la conservación de un instrumento de museo, largo tiempo conservado, sin misión especí­fica al presente» (Karl Rhaner).

El autor del Evangelio según San Juan utiliza «pensamientos pauli­nos» (Ef 1, 3-14; Col 1, 13-20) cuando habla de la «materialidad» y, por tanto, de la relación y significación cósmicas del resucitado.

• Los apóstoles no reconocen al Señor apoyándose en la propia clarividencia. Cristo continúa siendo un desconocido, donde no se le ve ni se le reconoce. Sólo cuando el resucitado concede la visión puede ser visto; así «en medio de nuestro mundo mortal se recono­ce el rostro del amor temo, dominador de la muerte, y con él, el otro mundo nuevo del que viene» (Josepf Ratzinger). Jacob Kremer ha escrito sobre el caso en su libro «Das alteste Zeugnis von der Auferstehung Christi. Eine bibeltheologische zur Aussage und Be-deutung von 1 Cor 15, 1-11» (Stuttgart, 1966, 61): «La aceptación del resucitado es imposible sin una capacitación... milagrosa».

• Comunión y paz con el Señor ascendido sólo son posibles me­diante una remisión al pasado (Jn 20, 22). El Kyrios regresado a la invisibilidad de la Iglesia supone en sus apóstoles una representa­ción visible, experimentándose con ella, por encargo del Padre, una autorizada continuación de los poderes: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20, 21). Las apariciones del resucitado son llamadas para el servicio y cuentan con la acción salvadora de la Iglesia. Las apariciones no persiguen un fin en sí mismas. Tampoco son recepciones individuales restringidas. Tam­bién Tomás, por su parte, experimenta la aparición y se llega a con­vencer tocando con las manos las heridas del resucitado para poder dar testimonio a otros de la resurrección de Jesús.

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• Lo que experimentarán los apóstoles, y principalmente Tomás, es algo único y extraordinario. La Iglesia postpascual no puede fun­damentar su fe en la resurrección de Cristo mediante visiones o com­probaciones perceptibles. En su lugar se pergeñan las palabras de los testigos de la resurrección: «Dichosos los que crean sin haber visto» (Jn 20, 29). El servicio de la palabra es siempre servicio al re­sucitado.

3.OT Domingo de Pascua

Primera lectura: He 5, 27b-32. 40b-41 Segunda lectura: Ap 5, 11-14 Evangelio: Jn 21, 1-19

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La primera lectura habla de la comparecencia de los apóstoles ante la sinagoga judaica. En la respuesta que dan los apóstoles al sumo sacerdote y al alto consejo (¡solamente Pedro es citado por su nom­bre! ), hay que subrayar la proclamación de una breve confesión de fe (He 5, 30-32), que debe llevar a los judíos al reconocimiento de Cristo. Notable es en este credo de la primitiva cristiandad el hecho de que se cite en él la crucifixión de Jesús (He 5, 30), no la resurrección a los tres días. Resurrección y ascensión (He 5, 31), contempladas en conjunto son algo más que un simple suceso de la salvación.

La segunda lectura está tomada de la visión introductoria del miste­rioso apocalipsis de San Juan. Ella quiere empalmar la comunidad cristiana con la liturgia celestial para entonar un canto general de alabanza a Cristo, el cordero pascual inmolado (Ap 5, 12 ss.).

El Evangelio habla de una aparición del resucitado Jesús en Gali­lea. Lo que ocurre en el crepúsculo matutino «junto al lago de Ti-beríades» (Jn 21, 1), fue para Pedro la hora estelar de su vida. En esta hora de la más grande distinción recibe Pedro de boca de Jesús otro mensaje también, la alusión a su martirio. La llamada al se­guimiento del Señor está siempre empalmada con la llamada a la cruz.

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D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o ( Jn21 , 1-19)

La perícopa procede del llamado capítulo suplementario (Jn 21, 1-25) del Evangelio según San Juan. El texto está formado con dos relatos sueltos: aparición del resucitado en el lago de Tiberíades (Jn 21, 1-14), pregunta de amor a Pedro y profecía sobre su muer­te (Jn 21, 15-19).

En el anuncio juanista se registra exactamente que Jesús, el resu­citado, se aparecía ya por tercera vez a sus discípulos» (Jn 21, 14). El texto en su totalidad, que fue consignado por escrito poco des­pués de la muerte de Juan (Jn 21, 23), contiene un importante tes­timonio de la primitiva cristiandad para la postura privilegiada, otor­gada a Pedro y a sus seguidores. El respeto para con el papel de Pe­dro no se apoya en que Pedro y sus seguidores en el cargo vivan en la ciudad romana de los emperadores. El será referido por Cristo mismo para la legitimación de Pedro. El texto, en su totalidad (Jn 21, 19), ha sido transcrito evidentemente el primero tras la muer­te de Pedro, y por ello explica nuevamente el respeto de la primi­tiva cristiandad ante las funciones de Pedro y de sus seguidores.

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• El evangelista Juan ha registrado con precisión que se había aparecido Jesús junto al mar de Tiberíades «la tercera vez» (Jn 21, 14). Se vislumbra la buscada argumentación: la proclama­ción de la resurrección del Señor no se apoya en fantasmagorías o sueños. Ella encuentra fundamento en las apariciones del Kyrios resucitado repetidas, al alcance de la mano y muy realistas. Si se reflexiona que una aparición triple, en la interpretación semítica, manifiesta un hecho que queda sobre toda duda, entonces con la ex­presión «la tercera vez» queda sellada la última seguridad sobre la fe en la resurrección.

• Si se tiene en cuenta que el Evangelio según San Juan obtuvo su redacción definitiva actual en la última década de la era apostóli­ca, entonces hay que sonsacar de él el gran respeto ante Pedro. Pe­dro no ha sido solamente uno de los apóstoles más impulsivos. El fue

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también quien recibió del Señor una misión que le colocó sobre to­dos los apóstoles.

Del texto (Jn 21, 7) hay que subrayar todavía que Pedro y Juan se hallaban amigablemente unidos. Entre ellos había una sola riva­lidad: ponerse a disposición del Señor enteramente. Con ello que­daban claramente desairados los derechos rivales de los partidos de Pedro y de Juan dentro del cristianismo. Pedro y Juan sólo co­nocen una tarea: servir fielmente al Señor y a la comunidad.

• La pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?» (Jn 21, 15), que dirige el resucitado a Pedro, es la pregunta sobre la incansable predisposición y disponibilidad en el seguimiento del Señor. Toda la escena respira una palpable solemnidad. Aunque conforme a la versión judía en la triplicidad de la pregunta y la triplicidad de la misión (Jn 21, 15. 16. 17) se supone una acción judicial, el acento perentorio se refiere no a una formulación ofi­cial de carácter jurídico, sino a un tratamiento confiado de tipo personal.

• Como quiera que se llevó a cabo esta clara exposición del cargo de Pedro hacia fines del primer siglo cristiano (y además sin nin­guna intención polémica o apologética), puede, en términos abso­lutos, valorarse como una auténtica muestra del respeto que la pri­mera cristiandad sintió por el oficio de Pedro. Lo que resulta obvio en el capítulo 21 complementario del Evangelio según San Juan, fue aprovechado por los obispos cristianos que vivieron posterior­mente y subrayado conscientemente en tiempos tormentosos. Así escribe Ireneo, el discípulo de Policarpo de Esmirna y obispo de Lyon (muerto el año 202) acerca de la Iglesia romana, que puede gloriarse de ser el sitio de las actividades y muerte de Pedro: «Con esta Iglesia debe concordar cualquier otra iglesia, por su especial preeminencia (propter potiorem principalitatem)». El papel de Pedro es, en primera línea, un papel de servicio, que debe ser de amor, de verdad, de unidad y de consuelo. «... yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe, y tú, una vez convertido, confirma a tus her­manos» (Le 22, 32).

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4.° Domingo de Pascua

Primera lectura: He 13, 14. 43-52 Segunda lectura: Ap 7, 9. 14b-17 Evangelio: Jn 10, 27-30

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La primera lectura arroja una mirada a la actividad del apóstol Pa­blo durante su primer viaje misional (He 13, 4-14, 26), llevado a cabo junto con Bernabé, por los años 47/48 después de Cristo. En Antioquía, ciudad del Asia Menor, prosigue ese divorcio de los es­píritus que ya había comenzado en vida de Jesús. Los judíos recha­zan bruscamente el anuncio de Cristo e intentan hacer imposible la acción del apóstol Pablo saboteándola, mientras los paganos se abren al buen mensaje de la salvación y creen (He 13, 48).

La segunda lectura prolonga el tema de la primera lectura y habla del pueblo de Dios neotestamentario como «de una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas» (Ap 7, 9). La Iglesia de Jesucristo va mucho más allá del recinto judío. Todos sus miembros vienen «de la gran tribula­ción» (Ap 7, 14b) de su culpa, pero han encontrado al Salvador «en la sangre del Cordero». La salvación es el gran ofrecimiento que Cristo hace a todos los hombres. Nadie queda exceptuado. Pero la salvación no obliga a nadie, porque Dios respeta la libre decisión del hombre.

El Evangelio corona el esbozo teológico de ambas lecturas. Cristo mismo habla de ese profundo lazo de confianza que le une con sus fieles. El que se entrega a Cristo, se entrega al cuidado y defensa de Cristo. Cristo promete un auxilio muy peculiar a todo el que le reconoce por Salvador y Señor: «Nadie las arrebatará de mí mano» (Jn 10, 28).

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Jn 10, 27-30)

El texto pertenece a ese fragmento del Evangelio según San Juan, que ofrece a los exegetas un interesante campo de ensayo, cuando

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se quieren presentar fragmentos textuales a causa de la difícil co­nexión textual del capítulo 7 con el 10. Se tiene por muy racional la siguiente sucesión de textos:

Jn 9, 41 Jn 10, 19, 24 Jn 10, 1-18 Jn 10, 25-29

Rudolf Schnackenburg dice del Evangelio según San Juan que ha recorrido un largo proceso de formación y de madurez y que «sin llegar a una conclusión definitiva» se convirtió en un firme valor de la primitiva cristiandad.

El evangelista empalma el cuadro del buen pastor con la fiesta de la Consagración del templo, que en tiempo de los Macabeos fue in­troducida para recuerdo de la purificación del templo (164 antes de Cristo) tras la profanación llevada a cabo por el rey de Siria, An-tíoco Epifanes (1 Mac 4, 59), el cual gobernó desde el 175 hasta el 164 antes de Cristo, y que se celebraba todos los años dos meses después de la fiesta de los Tabernáculos. En esta conexión podría, en absoluto, descubrirse el pensamiento de que Jesús, templo espiri­tual del Nuevo Testamento, quedó profanado con las palabras ca­lumniosas de los judíos de manera idéntica a como antes lo había sido el templo y «que la verdadera renovación del pueblo de Is­rael había de consumarse por mediación de Cristo» (Louis Bouyer).

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

Parece resonar en Jn 10, 27-29 un aliento de la doctrina de la pre­destinación, cuando afirma que «nadie puede arrebatarlas (a los elegidos) de la mano de mi padre». Pero quien escucha atentamen­te, reconoce que no se trata de una determinación previa unilate­ral, pues los hombres se deciden por Dios, siguiéndole con libre decisión (Jn 10, 27). Quien confía en el Señor, gracias a su fe, pue­de sentirse seguro, sin duda, aun en las más fuertes persecuciones y pruebas de la muy especial protección de Dios.

• La frase: «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10, 30), señala el punto neurálgico de la perícopa. Se halla conectada tanto con

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Jn 10, 28-29 como con Jn 10, 33. Cada acción de Cristo (Jn 10, 28) es también acción del Padre (Jn 10, 29). La frase: «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10, 30) es una definitiva autointerpretación de Jesús, así como el descubrimiento de su divina consustancialización con el Padre. Pero al mismo tiempo se expresa en una frase semejante la reflexión teológica de la primitiva comunidad cristiana, en la cual se halla fuertemente consolidada la fe en la verdadera filiación divina de Jesús.

• La unión de los cristianos con Cristo recibe su más profundo fundamento y más alta expresión en la unión del Hijo con el Padre. A través del Cristo glorificado de la pascua queda el redimido in­troducido en el misterio de la vida de Dios.

• Jesús de Nazaret es, a los ojos de sus contemporáneos judíos, algo muy distinto de un profeta que se expresa sin compromiso al­guno. Tampoco es, sin embargo, el representante de la oposición religiosa. Se le dice muy abiertamente a la cara de Jesús que él es un hereje, un calumniador de Dios: «... porque tú, siendo hombre, te haces Dios« (Jn 10, 33). Lo que los arríanos perseguían cruda­mente, ya en el siglo cuarto postcristianos, queda planteado por los judíos en tiempo de Jesús.

• Jesús es un contertulio bien poco agradable, pues jamás calla la verdad, aun cuando sea dolorosa y mortífera para él mismo. Tal vez hoy día sea necesario recordar todavía con mayor firmeza a la cristiandad el Jesús de Nazaret que penetra sin compromiso alguno en el santuario de la verdad. «En muchos puntos era Jesús una es­pecie de escándalo de la plebe, un hereje en medio de la fe popular en la bienquerencia. No es preciso ahondar en la interpretación es-criturística; se halla claramente escrito. ¿Qué es lo que nos ha cega­do tan acertadamente, que ya no somos capaces de comprender la Biblia sin tapujos, que no sabemos reconocer serenamente la fi­gura simple y esplendorosa de Jesús, sus profundas y asombrosas verdades, que le hemos estilizado en una especie de fastidiosa cua­lidad de sobrenatural...? Llega el tiempo de aprender a considerar a Jesús como una figura muy responsabilizada, muy cercana y llena de exigencias, como a un hereje. Pues se le ha condenado a un cas­tigo mortal, porque «ha calumniado de Dios». Ningún motivo hay

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para suponer que los que suscribieron ese juicio, ni siquiera estu­vieran convencidos de su propia justicia» (Waltrant Schmitz-Bunse).

5.° Domingo de Pascua

Primera lectura: He 14, 20b-26 Segunda lectura: Ap 21, l-5a Evangelio: Jn 13, 31-33a. 34-35

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La primera lectura presenta un relato de los Hechos sobre el primer viaje misional, que llevó al apóstol Pablo juntamente con Bernabé (año 47/48 después de Cristo), al interior del Asia Menor. Para el caminar de la Iglesia a lo largo de la historia es notable subrayar «que hay que pasar mucho para entrar en el reino de Dios» (He 14, 22).

La segunda lectura habla del «principio de esperanza», que carac­teriza a los cristianos durante su peregrinación terrestre. Aun cuan­do la Iglesia terrestre conozca el infortunio del fracaso, del yerro o de la aparente bancarrota, se presencia, sin embargo, al final, el irrumpir del descenso misericordioso de Dios: «... Vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, enviada por Dios» (Ap 21, 2). Ser cristiano significa sufrir aquí en la tierra entre tor­menta y tormenta y, a pesar de los fracasos experimentados siem­pre, de nuevo conocer el futuro suceso salvífico de la paz: «... En­jugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llan­to, ni dolor» (Ap 21, 4).

Los temas de la premura terrestre (primera lectura) y de la paz prometida (segunda lectura) quedan consignados en el Evangelio, el cual está tomado de la primera parte de la conversación de despe­dida de Jesús. Puede sonar a algo paradójico, tanto para los discí­pulos como para la comunidad actual, el que Jesús conceptúe el descarrío de Judas Iscariote como señal de su glorificación (Jn 13, 30): «Ahora es glorificado el Hijo del Hombre» (Jn 13, 31). De

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la misma manera que el caminar de Cristo llevaba, mirado sólo por fuera, a una catástrofe, pero desde el punto de vista de la historia de la salvación a la consumación de la sumisión al Padre eterno, a la realización de la obra redentora y de ese modo a la glorificación de Cristo, así el caminar de la Iglesia constreñida y ata­cada (aun cuando esto no pueda registrarse o recogerse estadísti­camente) es, en última instancia, la participación en la glorificación del Señor, por permanecer en el amor de los cristianos mutuamente la presencia y acción de Cristo.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Jn 13, 31-33a. 34-35)

La perícopa está tomada del discurso de despedida del Señor, relato en exclusiva del Evangelio de Juan. Sobre la base de Jn 14, 31: «Levantaos, vamonos de aquí» se distingue un primer discurso de despedida (Jn 13, 31-14, 31) de otro posterior (Jn 15, 1-16, 33).

Estos discursos de despedida justifican una doble observación:

En primer lugar, constituyen un argumento para la tesis de que el actual Evangelio de Juan no presenta un escrito en completa madurez, sino que lo presenta en una forma en la que los bloques sueltos de la transmisión todavía no han sido estructurados en una unidad literaria totalmente pulida.

Después no hay que negar que el Cristo del Evangelio de Juan dice «cosas distintas» que el Cristo de los sinópticos. Constatables son las ilaciones estilísticas y de pensamiento con la primera carta de Juan. Los discursos de despedida son menos deudores de Isaías que de Juan, es decir, el autor ha atribuido su estructura lingüística a las palabras de Jesús, que evidentemente han avanzado mucho por me­dio de la reflexión y de la proclamación oral. Se observa un mo­vimiento en espiral de los pensamientos, conforme al cual temas idénticos son aprovechados nuevamente en un ulterior estadio de reflexión y de meditación, provocando nuevas síntesis. Manifiesta un absoluto desconocimiento de la forma de reflexionar y de es­cribir, así como también de la formación del Evangelio de Juan, cuando Friedrich Cornelius en su libro Die Glaubwürdigkeit der Evangelien. Philosophische Untersuchungen (München - Basel año 1969, 85) afirma acerca del estilo del Evangelio de Juan, que

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«es algo típico de las redundancias de un anciano, que cree poder , comentar todavía cada frase con la frase siguiente. Es falso el pre­

tender por ello distinguir la obra de un autor y la de un comenta­rista. Antes bien se trata del estilo de un hombre que se encuentra al fin de sus días».

La meditación postpascual de Cristo ha avanzado ya tanto que ha impregnado los discursos de despedida de Jesús con la fe en la re­surrección y en la glorificación del Señor ascendido en medio de la comunidad que celebra la eucaristía.

E s b o z o d e l a p r e d i c a c i ó n

La traición de Judas es conforme a los designos de la historia de la salvación del Evangelio de Juan la condición para la glorificación de Jesús. El evangelista quiere decir a la comunidad cristiana que al final de la era apostólica se hallaba en medio de duras persecucio­nes, que no pueden deterner el curso victorioso de Cristo ni opre­siones de fuera ni traiciones o yerros de fe dentro, sino que, por el contrario, sólo pueden aguijonearla.

• ¡Sin el traidor Judas no habría habido ninguna crucifixión, pero tampoco resurrección o ascensión! Tampoco la Iglesia actual queda destruida con los conflictos internos; por el contrario, queda co­locada en tal condición que puede desempeñar más cabalmente el seguimiento de Jesús pobre y sufriente.

• En la frase «un poco» (Jn 13, 33) apunta el afán de todo un siglo cristiano que clama por la pronta vuelta del Señor. El «un poco», que en la actualidad casi abarca veinte mil años, es ese fragmento de tiempo en el que Cristo recopila hacia atrás el des­bordamiento perentorio e íntegro de la gloria de su resurrección. Con la resurrección de Jesucristo ha llegado, ya en principio, algo que es todavía invisible, pero que nos introduce en la expresión de la primera lectura de hoy, a saber, «los nuevos cielos» y «la nue­va tierra» (Ap 21, 1).

• Una prueba de la escatología presente, que es típica en el Evan­gelio de Juan, es la frase: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros... La señal por la que conocerán que sois dis-

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cípulos míos, será que os améis unos a otros» (Jn 13, 34-35). El Cristo ascendido a los cielos se halla entre sus discípulos de una forma nueva, por medio del amor mutuo de los redimidos. El amor mutuo de los redimidos, es por tanto, una señal de la presencia de Cristo en este mundo.

6.° Domingo de Pascua

Primera lectura: He 15, 1-2. 22-29 Segunda lectura: Ap 21, 10-14, 22-23 Evangelio: Jn 14, 23-29

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La primera lectura habla de una gran diferenciación histórico-mun-dial del cristianismo. ¿La Iglesia cristiana será una secta judía o una comunidad mundial «de judíos y paganos»? Entonces habría que encontrar solución a un problema: ¿Deben los paganos, antes de hacerse cristianos, recibir o no la circuncisión judía? ¿Deben los paganos atravesar el Viejo Testamento para recibir el espalda­razo de entrada en el Nuevo Testamento? Este problema hoy día ya no es actual; puede parecer sin interés. Pero encierra bajo auspi­cios completamente nuevos una significación muy actual en la pre­gunta: ¿Deben los africanos, indios o japoneses recibir el mensaje de Jesús mediante la fomulación de los sistemas europeos de pensa­miento, o les compete el derecho de presentar la doctrina bíblica en aquellas formas de pensamiento que se amoldan a su manera de pensar o de hablar y que en modo alguno suponen un recorte de la divina revelación y de la fe de la Iglesia?

La segunda lectura parece a primera vista no conservar ninguna re­lación con el esbozo de la primera lectura. ¡Y, sin embargo, existe una relación muy profunda, si bien subterránea! En los «doce nom­bres grabados: los nombres de las tribus de Israel» (Ap 21, 12) hay que ver una referencia al pueblo de Dios veterotestamentario. Pero por el hecho de que en la nueva Jerusalén (Ap 21, 10) ya no existe templo alguno, «porque es su templo el Señor Dios Todopoderoso y

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el Cordero» (Ap 21, 22), se expresa que con el templo habían en­contrado su fin todas las ceremonias y ritos (por ejemplo, la cir­cuncisión) .

El Evangelio dirige la mirada hacia la fiesta de la Ascensión de Cris­to (Jn 14, 28) y la subsiguiente fiesta de Pentecostés (Jn 14, 26). Se citan las señales características del universal pueblo de Dios del Nuevo Testamento: sincero amor mutuo, fiel cumplimiento de la voluntad salvífica de Dios y paz, que se apoya en Cristo mismo.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Jn 14, 23-29)

Los versículos pertenecen a la parte final del así llamado discurso de despedida de Jesús (Jn 13, 31-14, 31). De las cinco aserciones sobre el Paráclito, la segunda (Jn 14, 25-26) constituye el fragmen­to céntrico de este texto, el cual deja constancia de una teología casi abandonada, pero especulativamente nada despreciable. Material muy explosivo, que en las controversias cristológico-trinitarias de los si­glos IV y V después de Cristo condujeron a explosivos resultados, se halla contenido, sobre todo, en ese versículo de Jn 14, 28: «El Padre es más que yo».

El estilo y lo encontrado de los pensamientos son típicamente jua-nistas. Los discursos, que Jesús tuvo en distintas ocasiones y ante diversos oyentes ya durante su vida pública, han sido conectados en el tiempo apostólico posterior desde el punto de vista histórico de la despedida y de la última instrucción de los apóstoles en una nueva unidad de motivos. Si estas palabras de Jesús no hubieran sido presentadas por el autor del Evangelio de Juan en la sala de la última cena, podrían ser aplicadas igualmente de modo directo a su ascensión, como lo fueron al Kyrios resucitado (¡y efectivamente así lo hace la liturgia del domingo de hoy, después de Pentecostés).

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• Cristo llama la atención en el sentido de que su ida al Padre (Jn 14, 28) se substrae, sin duda, visiblemente a los apóstoles, pero que este acto es un presupuesto necesario para una presencia de

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Cristo en su comunidad y en este mundo, de un modo más profundo e intensivo. El Espíritu Santo no es precisamente quien viene a ocu­par el puesto vacío dejado por Cristo; él es, más bien, el vivificador, el que da actualidad, sentido y eficacia al Cristo invisible en su función consoladora de la comunidad cristiana.

• El Espíritu Santo (no hay que olvidar que la palabra griega «penuma» = espíritu, neutro, ha sido sustituida por el autor del Evangelio de Juan por un pronombre masculino: « . . .El os lo en­señará todo»: Jn 14, 26b) es algo muy distinto que el expiador de culpas ante el Cristo ausente, que se volvió a las esferas celestiales. El, juntamente con el Padre y el Hijo, ha tomado asiento en el cris­tiano (Jn 14, 23). Se nombra su función específica que le une a él, llamado «el vínculo del amor», con el Padre y el Hijo: «... el Pa­ráclito será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho» (Jn 14, 26).

Proclamación de la palabra y dispensación de la vida sacramental se consuman en la Iglesia como obra de Cristo bajo la mirada del Espíritu Santo.

• Cuando Cristo habla de «paz» (en hebreo schalom), se usa una palabra, que en todos los tiempos constituía la meta de las as­piraciones humanas. «No se trata de una paz terrestre de este mun­do, como, por ejemplo, la Pax romana, de la cual únicamente los israelitas sabían demasiado bien cuántas extorsiones y sufrimientos se hallaban en ella encerrados» (Louis Louyer).

La paz de Cristo no se puede hacer equivalente con una pacífica dis­ponibilidad de carácter idílico, pero ajena a todo arbitraje o me­diante una coexistencia con el temor. La paz es esa cualidad de sal­vación que participa del perdón divino a través de la obra redento­ra de Jesucristo sobre el mundo. Esa paz que Cristo significa, es, al mismo tiempo, un don y una tarea. Una cristiandad que no se en­trega con todas sus fuerzas para la realización o ahondamiento de la paz en cada uno de los hombres, carece del compromiso para el reino de Dios, que es un reino de verdad, de justicia y de paz.

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Ascensión de Cristo

Primera lectura: He 1, 1-11 Segunda lectura: Ef 1, 17-23 Evangelio: Le 24, 46-53

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

Aunque la primera lectura y el evangelio están tomados de la doble obra del evangelista Lucas, el colorido litúrgico del formulario de la misa de hoy manifiesta un pluralismo abundate en motivos, el cual ostenta los relatos neotestamentarios sobre el acontecimiento de la ascensión del Señor. La primera lectura expone el texto de la na­rración, que presenta diferencias no despreciables frente al texto re­dactado por la misma mano y autor (Le 24, 44-53). Se ha elaborado una serie de motivos teológicos en el relato de los Hechos de los Apóstoles, alcance de la actividad de Juan el Bautista (He 1, 5: ¿controversia con la secta bautista?) y de las esperanzas mesiánicas político-terrenales del judaismo (He 1, 6), universalidad de la Igle­sia (He 1, 8) y parusía de Cristo (He 1, 11).

El broche temático de la primera y segunda lecturas se encuentra en Ef 1, 20: «... Cristo, resucitándolo de entre los muertos (el Pa­dre) y sentándolo a su derecha en el cielo». El apóstol Pablo encua­dra la elevación del Señor dentro del misterio de la Iglesia, que «es su cuerpo (de Cristo)» (Ef 1, 23). Pablo expone un concepto de suma urgencia: el Señor, ascendido y elevado, está tanto a la diestra del Padre en los cielos como en medio de nosotros, como cabeza y prin­cipio de su cuerpo, la Iglesia.

El Evangelio proporciona frente a la primera lectura por mano del mismo escritor neotestamentario, Lucas, otra exposición del aconte­cimiento de la ascensión. Muy notable es en estos versículos la acentuada presentación de la ciudad de Jerusalén, a la cual, por tres veces, se hace referencia (Le 24, 47. 49. 52).

La ascensión del Señor (sería mejor hablar de la «elevación» del Señor) no es un suceso de duelo, sino de «gran alegría» (Le 24, 52).

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A los discípulos y a toda la Iglesia le ha sido transmitida una tarea de proclamación, que sigue en vigor hasta el día de hoy y terminará el último día de la historia.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 24, 46-53)

En el Nuevo Testamento se presentan tres relatos de la Ascensión:

Le 24, 44-53 He 1, 3-12 Me 16, 19-20

La transmisión Me 16, 19-20 (tomada del así llamado final «canó­nico» de Marcos Me 16, 9-20) se retira, sin embargo, como estric­tamente original, porque ella, según la interpretación de los exege-tas, se formó por vez primera en la primera década del siglo segundo cristiano, ofreciendo un resumen de materiales sobre el anuncio pascual de los tres restantes evangelistas (Mt 28, 16-20; Le 8, 2; 24, 9-51; Jn20 , 1. 11-23).

Es curioso que ambos relatos (Le 24, 44-53; He 1, 3-12), que pro­ceden del mismo autor, Lucas, muestran diferencias dignas de sub­rayarse. Puede sacarse la conclusión que el suceso de la ascensión del Señor fue transmitido en la primitiva cristiandad con relatos sucesivos. Sorprende que en las fórmulas confesionales más anti­guas de la primitiva comunidad cristiana se resume resurrección y as­censión (o por mejor decir «elevación») como un único suceso sal-vífico y no se ha reflexionado todavía sobre una «duplicidad cro­nológica» entre resurrección y ascensión (Flp 2, 9; He 2, 33; 4, 30 s.). Sólo más tarde ha parecido necesario emprender una deli­mitación cronológica entre las apariciones del Resucitado. Esto es posible por el hecho de que antes los gnósticos, que en sus doc­trinas ocultistas apelaban frecuentemente a las informaciones ora­les del resucitado, se estimó necesario una precisa fijación cronoló­gica de las apariciones oficiales. La triple citación de Jerusalén en este breve fragmento quiere presentar, conforme a la concepción teológica del Evangelio de Lucas, esta ciudad como lugar de la ple­nitud histórico-salvífica en la figura de los sufrimientos y muerte de Jesús (Le 24, 46). El camino de la misión cristiana «ha comen-

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zado en Jerusalén» (Le 24, 47). Será, por tanto, siempre un camino de sufrimientos y de pruebas. Entre persecuciones y sufrimientos «predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos» (Le 24, 47) La condición de «testigo» en la comunidad cristiana es testimonio de sufrimientos. «El sufrimiento le pertenece a ella en cuanto comunidad de «Cristo», porque el Resucitado se halla identificado con el reprobado y el crucificado» (Frieder Schütz).

E s b o z o d e l a p r e d i c a c i ó n

• El lapso de los «cuarenta días», no citados por los Evangelios, pero sí por la epístola de la fiesta de la Ascensión (He 13), no es necesario entenderlo aritméticamente. En el Antiguo Testamento (verbigracia Gen 7, 4, 17; Ex 24, 18; 1 Re 19, 8) y en el Nuevo Testamento (Me 1, 13 = Mt 4, 2 = Le 4, 1) representa un período de tiempo significativo, durante el que un hombre o todo el pue­blo se ve recluido en la soledad y proximidad de Dios, para des­pués volver al mundo con una gran misión encomendada por aquél. El espacio de «cuarenta días» es una etapa importante para el aper­cibimiento y meditación de la Iglesia en el Nuevo Testamento, el cual tiempo, Jesús se lo había concedido a los apóstoles mientras «les habló del reino de Dios» (He 1, 3).

• Pertenece a las últimas e importantes tareas de Jesús, que vuel­ve a la patria con su Padre, el adoctrinar a sus discípulos «sobre el modo como han de entender las Escrituras» (Le 24, 45). El evan­gelista Lucas fundamenta en ello la significación mesiánico-cristo-lógica del Viejo Testamento, tal como se consumó en la proclamación apostólica, en la interpretación de Jesús mismo. Este pensamiento está también muy vigorosamente contenido en la historia de Emaús (Le 24, 25-27).

• En el texto «El Mesías padecerá, resucitará de entre los muer­tos al tercer día» (Le 24, 46) parece hallarse una fórmula de fe en la primitiva cristiandad, pues ya se encontraba una vez en el mismo capítulo, en una versión más ampliada (Le 24, 7). Por lo demás, es digno de notarse en el anuncio de Cristo en San Lucas, que ya en el anuncio de la pascua la «theologia crucis» se halla unida con la

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«theologia gloriae» (Le 24, 7. 26. 46). El resucitado ostenta las se­ñales recordatorias de su dolorosa pasión (Le 24, 39).

• Así como Jesús, el crucificado en Jerusalén, fue testigo de Dios, así también, conforme al encargo de Jesús, serán los apóstoles en todos los pueblos, principalmente en Roma, «testigos» de la pasión y de la resurrección de su Maestro. Media una cohesión interna e indisoluble entre el encargo de la proclamación (Le 24, 47) y los sufrimientos. Como Cristo penetró en su gloria gracias a sus sufri­mientos (Le 24, 46) —los sufrimientos constituyen un «debe» en la historia de la salvación—, así el mensaje de Cristo será llevado hasta los confines de la tierra en brazos del sufrimiento.

El evangelista Lucas quiere comunicar a la comunidad cristiana de la última década de la época apostólica que el ambiente de perse­cuciones no significa la mayor potencia de los enemigos religiosos, sino que corresponde al plan de Dios providencial sobre la historia de la salvación. El filósofo religioso danés Sóren Kierkegaard (1813-1855) elevó este pensamiento a la categoría de máxima de vida, cuando escribe en un diario del año 1854: «Mi tarea es crear un puesto, que Dios puede venir... Mi tarea no es, mandando crear un puesto, sino sufriendo crear un puesto».

7.a Domingo de Pascua

Primera lectura: He 7, 55-60 Segunda lectura: Ap 22, 12-14. 16-17. 20 Evangelio: Jn 17, 20-26

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La primera lectura recuerda las últimas palabras del diácono Este­ban moribundo. Es un testimonio sobre el Hijo del Hombre, de pie, a la derecha de Dios» (He 7, 56), a cuyo perdón misericordioso se encomienda Esteban, lo mismo que a aquellos que le apedrean. So­bre el secreto de esta hora (He 7, 58) ha escrito Henry New-man (1801-1890): «... nosotros perdemos a Esteban para ganar a Pablo».

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El texto de la segunda lectura está tomado del final del Apocalipsis de San Juan. La promesa: «Mira, llego en seguida» (Ap 22, 12. 20) es para los cristianos de todos los siglos que se hallan bajo la pre­sión externa y los fallos internos, la gran palabra de consuelo y es­peranza.

Los últimos versículos de la oración del Sumo Sacerdote se leen en el Evangelio. Jesucristo ciertamente ya no es visible y tangible entre los hombres y, sin embargo, se halla presente y eficiente en el amor de los hombres.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o ( J n l 7 , 20-26)

Las palabras que Jesús dirige al Padre bajo la forma de una súpli­ca intercesora, contienen dos apartados:

Jn 17, 20-23: plegaria por la unidad de los redimidos Jn 17, 24-26: plegaria por la ulterior consumación de la his­

toria de la salvación.

En la plegaria de Jesús queda descrita la dolorosa situación de la primitiva comunidad cristiana, pues hacia el fin del primer siglo cristiano amenazan la unidad de la Iglesia la rivalidad, la discordia y las escisiones. El anuncio de Cristo del Evangelio según San Juan quiere comunicarle al creyente, que a pesar de la falta de unidad y de las escisiones, no hay ningún motivo para el desaliento o para la desesperación. La unidad de los cristianos se apoya, en primer tér­mino, en la plegaria de Cristo. Los hombres pueden ciertamente dañar y hacer peligrar la unidad de la Iglesia por medio de su individua­lismo, su falta de información y su orgullo. Como la unidad de sus creyentes constituye la perenne preocupación de Cristo mismo, se obtendrá esta unidad y esta mutua comunicación, a pesar de todas las intrigas humanas, por medio de la fuerza y gracia de Dios.

E s b o z o d e l a p r e d i c a c i ó n

• Con asombrosa claridad descubre la oración de Cristo por la unidad que no ha sido exterminado entre los cristianos lo humano-demasiado humano. Los cristianos hacen peligrar, con su falta de

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amor e individualismo, la dignidad del amor de Cristo. La dignidad y grandeza de Cristo quedan oscurecidas por la indignidad y ter­quedad de los cristianos, ceñuda y de vía estrecha, a las veces.

• La unidad de los cristianos es, conforme a las palabras de Cristo mismo, un presupuesto «para que el mundo crea que tú me has en­viado» (Jn 17, 21). La falta de unidad de los cristianos es, por tanto, el mayor obstáculo para la fe en Jesús y en su obra salvífica. La cristiandad desunida y dividida debe tener siempre la convic­ción de que encierra una medida provocadora de una culpabilidad colectiva en la falta de fe y en las réplicas contra la fe y en el com­portamiento de los no cristianos.

• La mutua unidad de los cristianos es resplandor de la intrínse­ca unidad de Dios. Así, la comunidad de los cristianos queda inocula­da en el torrente vital y en la comunidad de amor del Dios trino: «... como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros» (Jn 17, 21).

• Típica del anuncio juanista es la escatología del presente. El contemplar la gloria (Jn 17, 24) no es un bien de la salvación que se regala después de la muerte. La persona unida con Cristo ya aquí en la tierra puede saborear esa beatitud, cuya plenitud experimen­tará en el más allá. Mediante la comunicación sobrenatural con Cristo queda el hombre situado en una nueva dimensión que le pro­porciona un profundo conocimiento y una comunicación con Dios llena de gracia.

• El «nombre» (Jn 71, 26) de Cristo y por ello la significación de su obra de salvación será realizada en este mundo, no por medio de una propaganda oportuna, ni de agudas especulaciones, sino sencilla y únicamente, por medio del amor, el cual ha de hallarse en la dignidad y altruismo de los cristianos. «Los redimidos debe­rían parecerme a mí como sus discípulos, para que yo pudiera creer en su Redentor» (Friedrich Nietzsche). Solamente entonces volve­rán a encontrar los modernos escépticos a Cristo, cuando la vida de los cristianos no presente barricadas obstaculizantes, sino puen­tes amistosos.

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Domingo de Pentecostés

Primera lectura: He 2, 1-11 Segunda lectura: 1 Cor 12, 3b-7, 12-13 Evangelio: Jn 20, 19-23

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

El acontecimiento de Pentecostés se anuncia en la primera lectura. Se trata de una narración dentro de un aparato escenográfico, típi­camente escatológico. Se usan representaciones del Antiguo Testa­mento (tempestad, fuego), para indicar la súbita presencia inquietan­te de Dios. Es digno de subrayarse que aquí Dios no sólo intenta manifestarse, sino que se trata de algo especial. Dios, en esta oportunidad, quiere establecer un nuevo comienzo, igual que en la mañana de la creación, pero esta vez ya en un período avanzado de la historia.

La segunda lectura habla de la múltiple acción del Espíritu Santo. Tanto la diferencia (pluralismo) de tareas y dones, como la unidad de la Iglesia, se consideran como acción del Espíritu Santo. La Igle-cia, viva por la fuerza del Espíritu Santo, es el campo escatológico creado por Dios. Queda así llena de una dinámica incesante y des­bordante. La diversidad de tareas y dones no representa ningún pri­vilegio individual. Todos, sin diferencia alguna, están ordenados para el «bien común» (1 Cor 12, 6). Los redimidos, como «todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuer­po» (1 Cor 12, 12). El tema de la universalidad de la redención de Cristo, que expone la primera lectura (He 2, 9-11) es abordado tam­bién en la segunda, ya que «todos nosotros» judíos y griegos, escla­vos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para for­mar un solo cuerpo» (1 Cor 12, 13).

El Evangelio quiere señalar que, con la ascensión del Resucitado, la época de Jesús se transforma en la época del Espíritu Santo: «Reci bid el Espíritu Santo» (Jn 20, 22). El Resucitado sigue actuando con la fuerza y eficiencia del Espíritu Santo. La legitimación que han recibido los apóstoles mediante el llamamiento y la misión de Cristo

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se patentiza ahora con la acción del Espíritu Santo (He 2, 1-11) de­lante de todo el mundo.

De la misma manera que el Espíritu de Dios, con ocasión del bau­tismo de Jesús (Me 1, 10) elimina el ocultamiento del Mesías anun­ciado, preparando el acceso a la acción pública, así el Espíritu San­to en Pentecostés se revela a las gentes de las comunidades peque­ñas y recelosas para no abandonar ya el escenario de la historia universal hasta que el Señor vuelva (1 Cor 11, 26).

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Jn 20, 19-23) y E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n (cfr. 2.° domingo de Pascua)

El acento teológico de la predicación hay que establecerlo en Pen­tecostés, en la estructura escatológica del Pneuma, y en la relación típica del Evangelio de Juan entre cristología, eclesiología, pneuma-tología y escatología.

Sobre Jn 20, 19, Soren Kierkegaard (1813-1855) escribió lo siguien­te: «Y las puertas se hallaban cerradas..., vino Jesús, entró y se puso en medio de ellos. Así, las puertas han de estar cerradas, cerradas para el mundo. Entonces viene Cristo a través de estas puer­tas cerradas, viene desde dentro. Cuando avanzaba el cristianismo, las puertas también estaban cerradas: la diferencia del cristianismo y el mundo. En la cristiandad posterior las puertas han quedado muy abiertas (la igualdad en el mundo), pero ahora no entra Cristo.»

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DOMINGOS DEL AÑO ECLESIÁSTICO

Los domingos después de Epifanía y Pascua se resumen y enume­ran correlativamente dentro del concepto general «Tempus per an-num». El primer domingo de éstos es el llamado de Epifanía, con el que se celebra la fiesta del bautismo del Señor. Según que la fiesta de Pascua se celebre antes o después, se buscarán en la serie domi­nical más o menos formularios en la misa hasta el primer domingo de Cuaresma. Los domingos restantes, comenzando por el segundo después de Pascua (en el primero después de Pascua se celebra la Trinidad con su formulario propio), vienen a continuación en el período postpascual. Se finaliza cada año eclesiástico con la fiesta de Cristo Rey en el 34 y último domingo del año (Tempus per annum).

En la lectura primera de los domingos del año se seleccionan, en total, 19 libros del Antiguo Testamento: Gen, Dt, 1 Sam, 2 Sam, 1 Re, 2 Re, Neh 2, Prov, Sab, Eclo, ]er, Am, Hab, Sof, Mal. Más de una vez se escogen los siguientes escritos del Viejo Testamento:

Is (4 veces). Gen (3 veces). Jer (3 veces). Sab (3 veces). Eclo (3 veces). Ex (2 veces). 2 Sam (2 veces). 1 Re (2 veces). Am (2 veces).

En la segunda lectura viene al caso una literatura epistolar paulina muy vasta:

Romanos (1 vez): fiesta de la Trinidad. 1 Corintios (7 veces): del 2." al 8." domingo. Galotas (6 veces): del 9° al 14." domingo. Colosenses (5 veces): del 14° al 18° domingo, así como el

34° domingo, fiesta de Cristo Rey.

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Filemón (1 vez): 23° domingo. 2 Tesalonicenses (3 veces): del 31° al 33° domingo. 1 Timoteo (3 veces): del 24° hasta el 26° domingo. 2 Timoteo (4 veces): del 27° al 30° domingo.

De la literatura epistolar postpaulina se escoge en la segunda lectu­ra: Hebreos (4 veces): del 19° al 22° domingo.

En los Evangelios dominicales «per annum» del año litúrgico C viene, como muestra la siguiente recopilación, el esbozo del Evangelio según San Lucas para la predicación en toda su amplitud.

Domingo después de Pascua

(Fiesta de la San­tísima Trinidad)

Fiesta del Corpus 2.° domingo 3.° domingo

4.° domingo 5.° domingo 6.° domingo 7.° domingo 8.° domingo 9.° domingo

10.° domingo 11.° domingo 12.° domingo 13.° domingo 14.° domingo 15.° domingo

-16.° domingo 17.° domingo 18.° domingo 19.° domingo

Mt Me Le

9, llb-17

1, 1-4 4. 14-21 4, 21-30 5, 1-11 6, 17. 20-26 6, 27-38 6, 39-45 7, 1-10 7, 11-17 7, 36-8, 3 9, 18, 24 9, 51-62 10,1-12.17-20 10, 25-37 10, 38-42 11, 1-13 12, 13-21 12, 32-48

Jn

16, 12-15

2, 1-12

144

20.° domingo 21.° domingo 22.° domingo 23.° domingo 24.° domingo 25.° domingo 26.° domingo 27.° domingo 28.° domingo 29.° domingo 30.° domingo 31.° domingo 32.° domingo 33.° domingo 34.° domingo Fiesta de Cristo Rey

Mt Me Le

12, 49-53 13, 22-30 14, 1. 7-14 14, 25-33 15, 1-32 16, 1-13 16, 19-31 17, 5-10 17, 11-19 18, 1-8 18, 9-14 19, 1-10 20, 27-38 21, 5-19

23, 35-43

Jn

El colorido teológico del anuncio de los domingos del año en el ciclo eclesiástico C —exceptuando el texto Jn 2, 1-12, del 2° domingo «per annum»— está representado exclusivamente por el Evangelio de Lucas. Por ello ofrece una ocasión ideal para presentar a la co­munidad cristiana el esbozo de San Lucas con afilados perfiles, como se ha anotado en las páginas

La imagen de Cristo y el concepto de Iglesia del Evangelio de Lucas se articulan con tanta claridad que provocan una plataforma bi-bloteológica y meditativa a raíz de la cual se puede reconocer y considerar la diferencia de matices de los restantes evangelistas. La intención teológica del anuncio del ciclo C quedaría orillada si no se expusieran de manera clara, convincente e hiriente las específicas metas y causas motivas del Evangelio según San Lucas.

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Domingo después de Pentecostés (Fiesta de la Santísima Tri­nidad)

Primera lectura: Prov 8, 22, 31 Segunda lectura: Rom 5, 1-5 Evangelio: Jn 16, 12-15

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La primera lectura habla de la eterna sabiduría de Dios creador. Aun cuando aparece personificada la Sabiduría de Dios, no hay que ver en ello una expresiva personificación del Espíritu Santo como Per­sona de la Trinidad. Pero si viene al recinto de la fe neotestamenta-rio este texto del Viejo Testamento para su lectura, se le comunica la tarea de introducirnos en la festividad de la Santísima Trinidad, que hoy celebramos.

La segunda lectura se sitúa claramente en el cuadro de la fe trinita­ria del Nuevo Testamento: «...estamos en paz con Dios (Padre), por medio de Nuestro Señor Jesucristo (el Hijo); ...el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo» (Rom 5, 1. 5). La salvación no es únicamente liberación de culpa y nuevo encuentro con Dios. Ella es una participación por medio de la gracia en la vida de Dios Trino. El redimido no se sitúa, pues, «frente» a la acción de Dios Trino. Se encuentra de manera inme­recida introducido «en» esa vida divino-trinitaria.

El Evangelio, tomado del discurso de despedida de Jesús, que se lee en San Juan, coloca la clave que corona la fiesta de hoy. El aconte­cimiento de la revelación es un proceso dinámico que trae su origen del Padre, toma cuerpo histórico en el mensaje del Hijo y experi­menta su consumación terrestre a través del «Espíritu de la Verdad (que) os guiará hasta la verdad plena» (Jn 16, 13). La fiesta trinita­ria de hoy quiere recordarle a la comunidad neotestamentaria el misterio central de la je cristiana. Después que Jesucristo nos ha entregado el mensaje de Dios-Trino, supone una recaída en el mono­teísmo precristiano-unipersonal el hablar de «Dios» sin perfiles y va­gamente. Quien habla de Dios debe plantearse el problema de si él de esa manera entiende un Dios-Trino: Dios-Padre, Dios-Hijo, Dios-

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Espíritu Santo o, por el contrario, un último poder de la naturaleza, un destino sin rostro, una idea abstracta.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o ( Jn l6 , 12-15)

La perícopa está sacada del fragmento final del así llamado segundo discurso de despedida de Jesús (Jn 15, 1-16, 33), recorriendo el texto completo del quinto fruto del Paráclito. En él hay que destacar un notable amortiguamiento de la espera parusíaca de la primitiva cris­tiandad. Además queda claro que la escritura y la palabra de la época posterior de la primitiva cristiandad, en la que ya se hallan fijados los primeros aditamentos para el paso al ambiente de la pri­mera catolicidad, experimentan una expresa legitimación mediante la acción perenne del Espíritu Santo. Se da, como testifica la Consti­tución dogmática sobre la divina revelación del 18 de noviembre de 1965 (artículo 8), «en la Iglesia con la asistencia del Espíritu Santo...; (pues) la Iglesia, en el decurso de los siglos, tiende cons­tantemente a la plenitud de la verdad divina, hasta que en ella se cumplan las palabras de Dios».

Los nuevos acentos del Evangelio de Juan, en contraste con los Evan­gelios sinópticos, sobre todo la cristología juanista, que se mani­fiesta en el cuadro de una escatología del presente, reciben en la última década de la era apostólica su autorización por el hecho de que ellos han sido propuestos como guía hacia la verdad plena por medio del Espíritu de la Verdad (Jn 16, 13).

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• Dios ha descubierto el misterio íntimo de su vida a los hombres mediante un proceso de revelación que abarca a muchos siglos, el cual encuentra su punto álgido en Jesucristo y en el envío pente-costal del Espíritu Santo. Esta autocomunicación de Dios «nunca cesará, y no hay que esperar ya ninguna revelación pública antes de la gloriosa manifestación de Nuestro Señor Jesucristo» (Constitución dogmática sobre la divina revelación, artículo 4).

La autocomunicación de Dios encierra siempre un discurso que quie­re provocar una sorpresa en los hombres, pues ella apunta y con-

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creta la misma naturalidad y la salvación del hombre. En el tema «Dios» se encuentra la clave para descifrar el sentido del hombre, pues Dios pertenece a la concreción misma del concepto de hombre. «Sólo el que conoce a Dios, conoce a los hombres» (Romano Guar-dini).

• El acontecimiento de Cristo y la acción del Espíritu Santo se complementan. La introducción «en la verdad plena» (Jn 16, 13) por medio del Espíritu Santo no es algo que adviene simplemente como fruto del envío de Cristo, sino que es una porción que integra y ratifica la revelación de Cristo. La edad de Cristo, presente y operante nuevamente en su Iglesia, es, al mismo tiempo, la edad del Espíritu Santo.

• El mensaje central de Jesucristo, cuya dimensión aclara y ahon­da el Espíritu Santo, es el misterio del Dios-Trino, que se enraiza profundamente en lo oculto e impenetrable de Dios. «Únicamente porque se da un encubrimiento de'Dios, puede darse un descubri­miento, y mientras se den encubrimiento y descubrimiento, puede verificarse una autocomunicación de Dios» (Karl Barth).

Continúa siendo una señal que distingue épocas el investigar sobre «Dios» sufriente, desinteresándose al mismo tiempo por el Dios «Trino». «Nadie distingue hoy tanto a los espíritus como el recono­cimiento de la Trinidad» (Teodoro Haecker).

• No basta únicamente el conocer el misterio de Dios Trino. «Nos­otros hablamos hoy casi con miedo para no molestar el pensamiento de los hombres» (Hugo Rahner).

Ha sido siempre algo fatal el hacer cuajar la conversación «con Dios» en conversaciones demasiado cautas «sobre Dios». Igualmente errado es el contemplar en la revelación del misterio de la Trinidad únicamente especulaciones metafísicas, que carecen completamente de significación para la mente y la vida del hombre. Franz Joseph Schierse se inclina por una interpretación tal cuando escribe: «Tam­bién hoy existen teólogos que son de la opinión que Jesús no tiene nada más importante que comunicar a los hombres que Dios existe no como una Persona, sino en tres Personas. Pero de esa forma ello constituye un auténtico desatino. La enseñanza trinitaria consti­tuye un legítimo intento de encerrar el fenómeno completo de la

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revelación cristiana en un sistema, pero ello no puede hacerse en oposición con la fe» (Was hat die Kirche mit Jesús zu tun? Zur gegenwartigen Problemlage der biblischen Exegese und kirchlichen Verkündigung. Dusseldorf, 1969, 84). Lo que en estas frases se ex­presa, se halla en patente desacuerdo con la reflexión dogmática de la Iglesia, y pasa por alto, asimismo, la amplitud de diferenciaciones de una teología legítimamente pluralista.

La acción del Dios Trino es el cuadro primitivo que se refleja en el «hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gen 1, 26), presentando el más profundo fundamento para las predisposiciones individuales y sociales del hombre. Como comentario a Jn 17, 3, ha dado Bernardo de Claraval (1091-1153) a la cristiandad, para su consideración, la frase siguiente:

«El pretender probar el misterio trinitario es una osadía. El creer en él, es piedad. El penetrar en su conocimiento, es vida, vida eterna.»

Fiesta de Corpus Christi

Primera lectura: Gen 14, 18-20 Segunda lectura: 1 Cor 11, 23-26 Evangelio: Le 9, 11b-17

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

Melquisedec, el sacerdote-rey de Salem (Jerusalén), es la figura cen­tral de la primera lectura. Su sacerdocio, como su sacrificio de «pan y vino» (Gen 14, 18), son, según acentúa expresamente el Sal 110, tipo del sacerdocio mesiáníco. Comentando a Heb 5, 6. 10; 6, 20; 7, 1 s., Cipriano de Cartago (muerto en 258) ha hablado en su carta 63, que trata de la Eucaristía, de la sobresaliente grandeza del sacerdocio de Jesucristo, en contraste con el sacerdocio levítico del Viejo Testamento. «En el sacerdote Melquisedec contemplamos dibujado el misterio del sacrificio del Señor. Melquisedec era sacer-

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dote del Altísimo porque ofreció pan y vino, porque bendijo a Abraham; pero ¿quién es más sacerdote del Altísimo que Nuestro Señor Jesucristo, que ofreció un sacrificio a su Padre, el mismo pan y vino que ofreció Melquisedec, es decir, su carne y su sangre?» En la segunda lectura se presenta la señal más antigua sobre la im­plantación de la Eucaristía. Este texto es, por lo demás, el docu­mento más antiguo del Nuevo Testamento, que presenta las palabras de Jesús en lenguaje directo. El apóstol Pablo informa que recibió este texto «del Señor» (1 Cor 11, 23); pero con esto no quiere refe­rirse a una especial revelación, sino al hecho de que en la celebra­ción eucarística se encuentran el texto y la intención del Señor Jesús e incluso Jesús mismo. Con ello significa Pablo que es deudor de la tradición de la primitiva cristiandad.

En el Evangelio se anuncia la comida de los cinco mil. Este texto, que encierra múltiples referencias al Viejo Testamento, le recuerda al pueblo de Dios neotestamentario que se parece a una oveja tras­humante, como lo fue el pueblo de Israel veterotestamentario, y que posee en Jesucristo un nuevo Moisés, que es su fiel compañero y cuidadoso repartidor del pan.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 9, llb-17)

El evangelista Lucas informa únicamente de una sola multiplicación milagrosa de los panes, mientras los otros dos sinópticos han presen­tado la multiplicación de los panes en dos versiones: Me 6, 32-44; 8, 1-10, y Mt 14, 13-21; 15, 32-39. El relato de San Lucas sobre la comida de los cinco mil presenta acentos teológicos desde el punto de vista judeocristiano (Le 9, 14 = Ex 18, 25; Dt 18, 15; Ez 34,23). Pero únicamente se le hará justicia a la intención de la perícopa de San Lucas si se la lee en el contexto del envío de los doce relatados inmediatamente antes (Le 9, 1-9), como también en la confesión de Pedro que sigue inmediatamente después (Le 9, 18-20) y de la primera profecía sobre la pasión (Le 9, 21-22). Este texto se halla «en un campo de muchos problemas cristológicos» (Heinz Schür-mann).

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E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• Los «Doce» (Le 9, 1. 12) tenían la tarea durante su primer viaje misional de anunciar el reino de Dios, alejar los demonios y curar a los enfermos (Le 9, 1-2). Por el momento no les será todavía enco­mendado el cuidado del bien corporal de la comunidad. Si se lee este texto teniendo en cuenta la vida comunitaria de la primitiva cristiandad, entonces queda patente el esbozo eclesiológico: se ha en­tregado a merced de los apóstoles la palabra del Señor y el pan del Señor.

• Los parálelos de la multiplicación milagrosa con la historia de Elíseo (Le 9, 13 = 2 Re 4, 42) quieren realzar la singularidad de Jesús de manera prepotente. Jesús es mayor que todos los hombres de Dios, que todos los realizadores de milagros y que todos los pro­fetas del Antiguo Testamento.

• A través de la expresión: «...alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos», relumbran ya aquellas palabras que la comunidad cristiana recor­daba ya firmemente sobre la institución de la eucaristía. Por tanto, lo milagroso de la multiplicación del pan se halla en estrecha rela­ción con la celebración de la eucaristía.

• La multiplicación milagrosa no queda clausurada con la hartura de los cinco mil. Quedan todavía para los otros, que no pudieron tener participación en este milagro, doce cestos «restantes». La multi­plicación milagrosa queda abierta para el futuro. Encierra en sí una promesa escatológica. Cristo se ofrece siempre de nuevo como ali­mento. La multiplicación milagrosa no conoce el final. La comunidad cristiana se conservará en su vida gracias a una indefinida multipli­cación del pan. Mientras reciba el Cuerpo de Cristo, será cada vez más Cuerpo de Cristo.

2." Domingo

Primera lectura: Is 62, 1-5 Segunda lectura: 1 Cor 12, 4-11 Evangelio: Jn 2, 1-12

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A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La primera lectura está tomada del Trito-Isaías postexílico. El tema de las bodas (Is 62, 5), del que se habla extensamente en el Evan­gelio de hoy, viene ya recogido. El pueblo de Israel veterotestamen-tario es ponderado como esa novia con la que el Señor se desposa. De la diferenciación, así como de la unificación en el Espíritu Santo, informa el apóstol Pablo en la segunda lectura. La comunidad cris­tiana es todo lo contrario de una sociedad aburrida y monótona. Ella está determinada por la multiplicidad de carismas, servicios y ta­reas que vienen espiritualmente caracterizados en individual pecu­liaridad, así como en su mutuo papel de complemento y en sus afanes comunes. «La Iglesia respeta toda inspiración del Espíritu Santo. Nada le es extraño, a no ser la cualidad de sargento» (Jules Saliége).

El Evangelio presenta a la contemplación ese milagro con el que Jesús en las bodas de Cana «comenzó sus signos» (Jn 2, 11). Lo que Cristo entonces llevó a cabo se consuma de una manera más honda en cada celebración eucarística. Mediante una multiplicación de parábolas habló Jesús de esa mesa que se halla preparada para todos los hombres en el banquete nupcial. La celebración eucarística es esa «hora» (Jn 2, 4), en la que el Señor se sienta a la mesa en compañía de sus fieles, conforme a la voluntad del Padre, para celebrar el banquete de acción de gracias.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Jn 2, 1-11)

El relato sobre el milagro de la transformación en las bodas de Cana es un fragmento en exclusiva del Evangelio de Juan, redactado por los años 90/95 después de Cristo, presentando el punto cumbre y final del anuncio de Cristo de la primitiva cristiandad. En la cristología juanista, que trae en sitio llamativo la confesión: «...y el Verbo se hizo carne y acampó entre nosotros» (Jn 1, 14), puede ciertamente considerarse como una respuesta a los errores de gnós­ticos y docetas que pululaban hacia fines del primer siglo cristiano. Pero el paso propiamente dicho hacia la cristología juanista no se abre a través de esa controversia antidoceta, sino, en primer lugar, por la finalidad litúrgico-sacramental del Evangelio de fuan. El Evan-

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gelio de Juan es testimonio y resultado de una liturgia vivida ya a lo largo de una década. Ello está entresacado de la experiencia de que el Kyrios se halla presente, opera y se anuncia misteriosa­mente en su comunidad de la salvación, sobre todo en la celebra­ción eucarística. El acento litúrgico del Evangelio de Juan consiste precisamente en describir los acontecimientos históricos de la vida de Jesús no solamente como acontecimiento del pasado, sino el ha­cerlos palpables, como sucesos presentes de una comunidad cultual cristiana. Pero hay que observar, igualmente, que el Evangelio de Juan ofrece más datos geográficos e históricos que los otros tres sinópticos juntos.

Le compete al autor del cuarto Evangelio abiertamente el presentar la vida y obra de Jesús en dos dimensiones: en la dimensión del pasado histórico y, al mismo tiempo, en la dimensión del presente litúrgico-sacramental. El suceso salvífico «entonces» es «hoy» suceso de la salvación (hodie).

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

El milagro de la transformación en las bodas de Cana se sitúa en el horizonte de la experiencia de Cristo sacramental posterior a la pascua. Un suceso de la salvación de antes de la pascua es contem­plado y descrito conforme a los conceptos de la fe postpascual y de la liturgia de la primitiva cristiandad.

• Un lema importante y kerygmático se encuentra en el «Logiou» de Jesús: «Todavía no ha llegado mi hora» (Jn 2, 4). La «hora» de Jesús es la hora de un suceso de la salvación determinada por la relación de obediencia al Padre. Si se amplía largamente el signifi­cado de estas palabras, entonces se deduce un problema cada vez mayor, pues, por un lado, testifica Jesús la armonía de su conoci­miento divino con el plan de la salvación del Padre eterno y, por otro, se publica el ocultamiento del conocimiento divino en el hom­bre Jesús. ¿Cómo empalmamos —así se plantea aquí la cuestión cristológica— la divinidad y la humanidad de Cristo? El misterio de la unión hipostática —que tan intensamente ocupó la atención de la teología del siglo i— lo ha dejado el autor del Evangelio de Juan en un desarrollo puramente natural del dogma ajeno a toda

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reflexión; no ha querido emprenderlo o seccionarlo a base de abs­tracciones.

• La palabra «hora» (kairós) se presenta como una clara señaliza­ción en el caminar terrestre de Jesús, señalando el logro de la meta de su vida: cumplimiento de obediencia ante el Padre celestial — re­dención de los hombres — glorificación de Dios. «Todavía no ha llegado mi hora» (Jn 2, 4). «Aún no ha llegado mi tiempo» (Jn 7, 6). «Antes de la fiesta de la Pascua, viendo Jesús que llegaba la hora de pasar...» (Jn 13, 1). El banquete nupcial de Cana inaugura la celebración de tantos banquetes, que encontraron su coronación en el banquete amistoso de antes de la muerte de Jesucristo y en la celebración eucarística de la Iglesia.

• Del milagro de la transformación se habla como de un «testimo­nio» (Jn 2, 11). La «manifestación» no puede ni quiere ser catalo­gada con la escala de las transformaciones químicas. El «testimonio» es, antes bien, la penetrante manifestación del misterio divino, que se hace presente en Jesús de Nazaret. La «manifestación» ha sido implantada por nosotros, es decir, Jesús de Nazaret quiere que se le reconozca y se crea en su «gloria» (Jn 2, 11).

• El principal interés del evangelista se cifra en la autorrevelación de Jesús, que se conoce a sí mismo como el Mesías descendido del cielo, como el Hijo de Dios enviado por el Padre y unido con El. «No constituyen las más profundas "manifestaciones" ni el vino nup­cial en sí mismo, ni el vino en oposición al agua; el vino es más bien significativo como don de Jesús, una manifestación de El y para El» (Rudolf Schnackenburg).

• Si se tiene en cuenta que el momento preferido de la proclama­ción de la primitiva cristiandad era la celebración de la eucaristía, se deduce de ahí que en el anuncio del milagro de la transformación de Cana se reconoció el anuncio salvifico del banquete de la cena. Si se reflexiona, además, que el Evangelio de Juan (en contraste con los sinópticos y con el relato de la primera carta a los Corintios) no trae las palabras sobre el pan y el vino que Jesús pronunciara en la sala del banquete, entonces el misterio eucarístico del pan y del vino queda conjuntamente expresado en el milagro de la transformación de Cana (Jn 2, 1-11) y en el de la multiplicación

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de los panes (Jn 6, 1-15. 22-71). La expresión kerygmática se mueve, igualmente, en dos dimensiones: en el plano del pasado histórico y en el del presente sacramental.

Pero el milagro de la transformación dirige también la mirada hacia el suceso salvifico del fin de los tiempos, cuando la creación entera experimente la reordenación y la transformación en «nuevos cielos» y «nueva tierra» (Ap 21, 1).

• Digna de notarse es la postura de la fe de María. Si se compara, como se dice de la fe de María en el Evangelio de la fiesta de la Sagrada Familia (Le 2, 42-52), con la postura de la fe de María en las bodas de Cana (Jn 2, 1-11), entonces llama la atención que «la madre de Jesús» (el Evangelio de Juan jamás la llama «María») se dirige a su Hijo con una reflexión dogmática ya postpascual. El relato de la manifestación milagrosa en Cana ha de entenderse, por tanto, como historia de la fe en Jesús, el Cristo.

3." Domingo

Primera lectura: Neh 8, l-4a. 5-6. 8-10 Segunda lectura: 1 Cor 12, 12-30 Evangelio: Le 1, 1-4; 4, 14-21

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La primera lectura nos sitúa en el tiempo posterior a la vuelta del pueblo judío de la cautividad babilónica (586-538 antes de Cristo). El escriba Esdras lee durante seis semanas al pueblo de Israel «la ley de Moisés» (Neh 8, 1), dándole al pueblo las necesarias aclara­ciones. No se trata al efecto de recurrir al Pentateuco íntegro, pues la redacción final del actual Pentateuco se localizó por vez primera en los siglos v/iv antes de Cristo. Se trataba de aquel texto de la Tora, que se hallaba a disposición de los judíos durante el exilio babilónico. Las palabras de la ley, que primeramente provocaron luto, se convirtieron finalmente en acontecimiento de paz y de alien­to nuevo.

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En la segunda lectura subraya el apóstol el derecho a la pluralidad en medio de la comunidad cristiana. Pero, sin embargo, en la misma alentada no se avergüenza de subrayar que todos los dones y caris-mas sueltos, en último término, quedan encaminados hacia la unidad, estructuración y cumplimiento del cuerpo de Cristo. Pluralismo, pero sin escisiones ni egoísmos; unidad, pero sin monotonía ni bajas presiones en la dinámica interior de la Iglesia.

En el Evangelio se pone de manifiesto la consagración del Evange­lio de Lucas, así como el relato sobre la primera entrada de Jesús en Nazaret. En correspondencia a Is 58, 6, e Is 61, 1-2, Jesús no sólo perfila su programa; anuncia con toda claridad su exigencia de poderes, refiriéndose al misterio divino de su Persona: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido» (Le 4, 18).

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 1, 1-4; 4, 14-21)

El texto del Evangelio se compone de dos fragmentos muy distintos. La primera parte (Le 1, 1-4) es una elegante construcción lingüística griega, con la que el evangelista Lucas dedica su Evangelio a un dis­tinguido empleado romano por nombre «Teófilo» (Le 1, 3). Lucas deja vigorosamente establecido que para la redacción de su obra se ha aferrado a las transmisiones de los testigos oculares y servidores del Verbo. «Pero al presente contempla Lucas su tarea no solamente en una concienzuda recolección, sino también en una ordenada redac­ción de la veta de la tradición; se trata, pues, aquí de una tradición kerygmática» (Heinz Schürmann). G. Klein dice de esta dedicación que encierra «en sustancia la teología de San Lucas».

El segundo fragmento (Le 4, 14-21) procede de la así llamada perí-copa de Nazaret, la cual lamentablemente sólo se lee en su primera parte en el domingo de hoy, mientras el punto cumbre y parte fi­nal (Le 4, 22-30) constituye el Evangelio del domingo siguiente. Pero, desgraciadamente, ambas frases, que se empalman mutuamen­te, se encuentran separadas entre sí; es, a saber, la ratificación de esos poderes de Jesús y la referencia a la ratificación de esos pode­res por parte de los habitantes de Nazaret ( = representantes de los judíos). En toda la perícopa de Nazaret, que el evangelista Lucas,

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cristiano de origen pagano, a diferencia del texto de Marcos (Me 6, 1-6), coloca adrede al principio de la vida pública de Jesús, debe mostrarse como algo típico y ejemplar: Jesús se tropieza con un se­vero repudio entre su propio pueblo judío. Con ello queda ya mar­cado el camino que, en último término, lleva a la crucifixión.

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• El evangelista Lucas asienta en su prólogo el principio de que su acariciado anhelo no es tanto una documentación histórica, cuan­to un asegurar el proceso de tradición dentro de la Iglesia. Por ello no se preocupa únicamente de transmitirle a un escritor singular (Teófilo) la verdad sobre Cristo, garantizada y sin recortes. Lucas quiere, como hombre de la Iglesia, permanecer en la reflexión dog­mática del apóstol y de la primitiva tradición cristiana y de ese modo prestar un servicio a la Iglesia del futuro mediante la fiel transmisión del anuncio de Cristo.

• Es importante para la imagen de Cristo del tercer Evangelio (¡recuérdese únicamente la perícopa de Jesús a los doce años, en el templo de Jerusalén), el que Jesús, ya al comienzo de su vida pú­blica se presenta con poderes divinos y no revela despacio el se­creto de su persona mediante aclaraciones de alcance psicológico. Como propias de una versión breve se dibujan en la perícopa de Nazaret las diferentes reacciones de los judíos que escuchan (tras de las cuales hay que reconocer al pueblo judío): "tirantez» (Le 4, 20), «admiración» (Le 4, 22), «cólera" (Le 4, 28).

Como un timbalazo viene a la boca de Jesús el «hoy (Le 4, 21). La palabra profética veterotestamentaria (Is 6, 1-2) ha encontrado su cumplimiento en una Persona completamente determinada e histórica. Quien, por tanto, pretenda de ahora en adelante inter­pretar los textos veterotestamentarios sin Cristo, se pierde ante un futuro iluso. «Aquí y hoy» es una señal fija, conforme a la cual se clasifican las almas.

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4.° Domingo

Primera lectura: Jer 1, 4-5. 17-19 Segunda lectura: 1 Cor 12, 31-13, 13 y 1 Cor 13, 4-13) Evangelio: Le 4, 21- 30

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La primera lectura informa sobre el llamamiento y suerte de el pro­feta Jeremías. Misión del profeta enviado de Dios es en primer término no facilitar predicciones futurísticas, sino inocular vigorosa­mente la palabra de Dios en un tiempo tibio y obtuso y mediante el sufrimiento crear un puesto para Dios.

La ponderación de la caridad cristiana que el apóstol Pablo redac­tó para la comunidad cristiana en peligro, en la famosa y antigua ciudad marítima de Corinto, se presenta como tema del anuncio de la segunda lectura. La palabra «amor» es aquí pronunciada con esa significación limpia, afortunada y obsequiosa, como Cristo mismo la había empleado. Puesto que Dios es el meollo y origen de todo amor, de ninguna manera apostata el hombre más de Dios, que cuando falla en su amor.

El evangelio se orilla como un intransigente contrapunto sobre el tema «amor» de la segunda lectura; pues Cristo, el amor de Dios encarnado, halla entre los paisanos de su ciudad natal, Nazaret, úni­camente cólera, repudio y odio. El verdadero amor parece de di­fícil hallazgo aquí en la tierra. A menudo únicamente se puede apre­ciar su autenticidad a través del apartamiento y de la muerte.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Pe 4, 21-30)

Se trata del segundo fragmento de la llamada perícopa de Nazaret (Le 16, 30) que manifiesta «un evangelio dentro del Evangelio» (Heinz Schüurmann), pues ella entremezcla ya el final de Jesús jun­tamente con el comienzo de su vida pública. En este pasaje se pue­de ya reconocer cómo finalizará la vida de Jesús.

La alusión a Elias (Le 4, 25 s. = 1 Re 17, 7 ss.) y a Elíseo (Le 4, 27 = 2 Re 5, 1 ss.) descubre el subsuelo eclesiológico de]

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Evangelio de Lucas; pues el envío de Jesús viene a causa de la postura de repudio de los judíos para con los paganos. Una muy vigorosa perspectiva queda con ello señalada: el caminar de Jesús hacia la cruz y, consecuentemente, el caminor de la Iglesia de Jesús hacia los paganos.

El texto de San Lucas demuestra ser una prolongación del texto de Marcos (Me 6, 1-6). Ello es deducible por el hecho de que en Le 4, 17-21 y en Le 4, 25-27) se trata de reflexiones escriturísticas a la mano del texto griego de los Setenta, que habían sido inoculados en los recortados bocetos primitivos.

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• La perícopa de Nazaret muestra el punto cumbre de la autorre-velación de Jesús. Jesús se proclama como plenitud y consumación del Viejo Testamento. El hace lo que no parece insignificante den­tro del cuadro de la sinagoga judía. Jesús se sabe enviado no como juez de los hombres, sino como amable auxiliador, que lleva a los hombres un alegre mensaje y anuncia la libertad a los encarcela­dos (Le 4, 18). Se citan, en este programa, palabras y los milagros de Jesús, con lo que le compete una palpable prioridad al anuncio del feliz mensaje.

• Jesús, que había realizado en Cafarnaúm (Le 4, 23) innumera­bles milagros, permanece en su ciudad natal de Nazaret exclusiva­mente para el anuncio de la palabra. Pero con el hecho de no realizar ningún milagro, desenmascara la verdadera intención de sus paisanos, que no se preocupan tanto de la fe, cuanto de la fama de ciudad. Jesús deja al descubierto la «admiración» inicial (Le 4, 22) de los habitantes de Nazaret como un egoísta patriotismo local, el cual no guarda ni la más íntima relación con el creyente reconoci­miento de su Persona y de su misión.

• El cristiano de origen judío, Lucas, cita ya, en esta escena ini­cial de la vida pública de Jesús el repudio de Jesús por parte de los judíos y su dedicación a los paganos. El ilustra este proceso con las obras de los profetas Elias y Elíseo. De esa manera, Lucas apoya ya, en el obrar del Jesús histórico, la misión entre los paganos. Je-\ r <••

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sus mismo es el que inaugura la misión entre los paganos. En la última década del primer siglo cristiano, el suceso de que se encon­traran en Nazaret al comienzo de los comienzos es algo sintomáti­co para la realidad eclesiástica de los tiempos posteriores, pues la Iglesia se forma, en ese tiempo, en su mayoría de paganos: ¡Iglesia de los paganos!

5." Domingo

Primera lectura: Is 6, l-2a. 3-8 Segunda lectura: 1 Cor 15, 1-11 (1 Cor 15, 3-8. 11) Evangelio: Le 5, 1-11

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La primera lectura informa sobre el llamamiento de Isaías al minis­terio pro]ético «el año de la muerte del Rey Ozías» (Is 6, 1), quien gobernó en el reino del sur de Judá desde el 779 hasta el 738 antes de Cristo. Ninguno puede fabricarse una vocación. La vocación es una gracia y un regalo de Dios. Pero el que es llamado de Dios, debe decir con la misma disponibilidad de Isaías: «Aquí estoy, mándame» (Is 6, 8).

En la segunda lectura habla el apóstol Pablo de la hora de gracia de su llamamiento: «Por la gracia de Dios soy lo que soy» (1 Cor 15, 10). El cita, en este versículo, una versión breve del credo de la primitiva cristiandad (1 Cor 15, 3-4), haciendo retrocer su apostola­do a la aparición de Cristo ante Damasco (1 Cor 15, 8), que él com­para a esas apariciones del Resucitado, que tuvieron los apóstoles inmediatamente después de la resurrección de Jesús, así como a "más de quinientos hermanos» (1 Cor 15, 6).

Como una cinta roja se sitúa el tema «llamamiento» a lo largo de toda la proclamación de la palabra del domingo de hoy. También en el Evangelio se trata, pues él informa de la vocación de Simón (Pe­dro), de Santiago y de Juan entre los discípulos de Jesús.

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D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 5, 1-11)

Extrañamente se agrega después, en el Evangelio de Lucas, el lla­mamiento de los discípulos. Se habrá de distinguir entre el primer llamamiento (Jn 1, 35-51) y el llamamiento definitivo de los prime­ros discípulos, Pedro, Andrés, Santiago y Juan (Me 1, 16-20; Mt 4, 18-22). El relato en exclusiva de Lucas sobre la pesca mila­grosa —que arroja similitudes con Jn 21, 1-4— se empalma con el llamamiento definitivo de los discípulos.

Toda la escena se narra como algo extrañamente cerrado y psicoló­gicamente aderezado. Con palpable claridad queda perfilada la na­rración de Simón Pedro, mientras los restantes discípulos únicamen­te toman parte como figuras secundarias. Si se comparan los para­lelos sinópticos (Me 1, 16-20; Mt 4, 18-22), entonces se vislumbra que con intencionado dramatismo y, al mismo tiempo, en una lección ejemplar, viene a representarse como un llamamiento de Pedro el llamamiento de los discípulos. Para los tiempos posterio­res de la primitiva cristiandad hay que subrayar, además, que el doble nombre de Simón Pedro», el cual, por lo demás, únicamen­te aparece en este pasaje de Le 5, 8, se ha convertido ya en un modis­mo vitalicio. El papel de guía de Simón Pedro dentro del colegio apostólico será subrayado por el hecho de que Pedro queda este­reotipado como el primero entre los elegidos.

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• Anuncio de la palabra (Le 5, 1-3) y llamamiento de los dis­cípulos (Le 5, 4-11) se complementan, pues Jesús ha sido comisio­nado ante los discípulos, sobre todo, como «ministro de la pa­labra" (He 6, 4). «Id y enseñad a todos los pueblos» (Mt 28, 19).

• La palabra clave de este fragmento evangélico es ésa: «por tu palabra» (Le 5, 5). Solamente cuando el hombre se sitúa bajo la palabra de Dios, puede consumarse el milagro. Lo que, sin embar­go, deposita Pedro en esta primera fase de su encuentro con Cristo, es, en primer lugar, únicamente el alto respeto que él alberga para con Jesús de Nazaret. El título de «Maestro» (Rabi) no encierra to­davía en sí en este pasaje la confesión sobre la mesianidad y divi-

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nidad de Jesús. Pedro alienta una profunda confianza. La palabra de Jesús es para él digna de fe. En modo alguno puede dudar de ella.

La narración de la pesca milagrosa es sólo un fundamento previo para la historia de los milagros. En su expresión central encierra una historia de la fe, pues Pedro se encuentra ya en el camino de su fe en Cristo.

• Lo que en un principio era sólo respeto profundo y humano, se eleva a formulación religiosa tras el acontecimiento de la pesca milagrosa inesperada y abundante: «Soy un pecador» (Le 5, 8. En­tonces surge en Pedro el pensamiento de que Jesús de Nazaret tiene algo que ver con Dios. Pedro queda subyugado por la bondad de Dios, que le ha sido participada por medio de la palabra de Jesús. En la sinceridad de su corazón reconoce: ¡Yo no he merecido tal manifestación de gracias ni tal restricción de mis peligros! Pedro se ha encontrado y quedado intranquilo, pues precisamente le há venido más claramente a la conciencia a través de esta palpable ma­nifestación de la bondad de Dios su propia pobreza espiritual y abundancia de pecados.

• En ambos versículos finales de Le 5, 10b-11 hay que descubrir un esquema de llamamiento, corriente tanto en el Viejo Testamen­to (Ex 3, 10-12; llamamiento de Moisés; Jue 6, 11-24; llamamien­to de Gedeón; 1 Sam 10, 1-7: llamamiento de Saúl; Jer 1, 4-10: llamamiento del profeta Jeremías), como en el Nuevo Testamen­to (Le 1, 13-20; 1, 26-38):

referencia al temor, participación de la misión, recepción de la misión.

El llamado por Cristo debe disponerse para consecuencias radi­cales: «... abandonarlo todo y seguirle» (Le 5, 11).

• La llamada al seguimiento de Cristo encierra, fundamentalmen­te, una tarea para con los demás. El llamado debe ser, en cuanto testigo del mensaje y de la resurrección del Señor, «pescador de hombres». Es antibíblico el entender el llamamiento como un egoís-

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mo de la salvación. No se da ningún seguimiento de Cristo sin apos­tolado.

6.° Domingo

Primera lectura: Jer 17, 5-8 Segunda lectura: 1 Cor 15, 12. 16-20 Evangelio: Le 6, 17. 20-26

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

Por medio del contraste se contrapone en la primera lectura el hom­bre creyente, que confía en Dios «árbol plantado junto al agua»: (Jer 17, 8) al hombre terrestre («desnudo arbusto en la estepa»: (Jer 17, 6). El hombre que «pone en el Señor su confianza» (Jer 17, 7), no quedará ciertamente libre de las necesidades y peli­gros de este mundo, pero él sabe que su buena voluntad siempre se verá acompañada por el auxilio misericordioso de Dios y que no le faltará la meta última.

De la respuesta que el apóstol Pablo ha dado a la fuerte discusión sobre la resurrección de Jesucristo entre la comunidad cristiana de Corinto, presenta la segunda lectura un fragmento significativo. El apóstol Pablo expresa, con manifiesto vigor, que la resurrec­ción de Jesucristo constituye el tema central de la fe cristiana. «... y si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido, seguís con vuestros pecados» (1 Cor 15, 17). Con el Cristo resucitado, «el pri­mero de todos (los muertos)» (1 Cor 15, 20), ha comenzado ya la fe, el futuro del mundo entero.

En el Evangelio se delinea la carta magna de la vida cristiana, según la trae la versión de San Lucas sobre «el sermón del monte". El tomar en serio la misión de Cristo resucitado y la unión con él sig­nifica llevar a realización su mensaje sin yerro alguno, a pesar de todas las persecuciones y contrariedades. No hay que olvidar que el evangelista Lucas habla de un camino muy difícil de la primitiva cristiandad.

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D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 6, 17. 20-26)

La versión que presenta San Lucas sobre «el sermón de la monta­ña» (Le 6, 20-49) es, fundamentalmente, más concisa que la del Evangelio de San Mateo (Mt 5, 1-7. 29). Los estudios de crítica com­parada (aludamos tan sólo a Hans-Theo Wrege, Die Überlieferungs-geschichte der Bergpredigt. Tübingen 1968), han demostrado que para esta parte textual de ambos evangelistas no yacía previamen­te ninguna fuente común escrita. Ambos evangelistas son, más bien, deudores en sus distintas perspectivas de preestructuras de la pri­mitiva cristiandad.

En el evangelista Lucas es más racto hablar de un «discurso cam­pestre», pues Jesús pronunció estas frases «en un llano» (Le 6, 17). El discurso campestre de San Lucas solamente conoce cuatro bien­aventuranzas (Le 6, 17), a las que suceden cuatro imprecaciones (Le 6, 24-26). De un sorprendente vigor resulta en los textos pre­sentes la situación de persecuciones de la comunidad de la pri­mitiva cristiandad en ellos dibujada. No desatendible es el doble «ahora», en Le 6, 21 y en Le 6, 25). Ello es, además, posible porque resuenan en las cuatro imprecaciones también tonos de crítica para la comunidad, cuando entre los «ricos» se abarca a esos acaudala­dos cristianos que de manera egoísta piensan únicamente en sí y no en los pobres de la comunidad.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o

• Las bienaventuranzas están dirigidas a los « d i s c í p u l o s » (Le 6, 20) del Señor. Las necesidades terrestres y las persecuciones constituyen el destino de los discípulos de Jesús; sin embargo, no encierran ninguna significación ética peculiar. Más bien, deben fa­cilitar la mirada de los valores salvíficos de la escatología.

• El texto tiene también un «pues en la vida de la comunidad de la primitiva cristiandad», que se encuentra en una grave situación de persecuciones (Le 6, 2). Se debe haber llegado ya al rompimien­to entre la sinagoga y la Iglesia. El discípulo del Señor debe saber­se desprender de todos los seguros y protecciones humanamente concebibles.

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• Quien sufra «por causa del Hijo del Hombre» (Le 6, 22), se coloca en el "sitio justo», es decir, en el sitio de Cristo sufriente. La cristiandad debe por eso estar muy atenta y a la escucha, cuando se le dirigen únicamente frases lisonjeras y hermosas. Ella, tal vez, se ha asemejado demasiado al mundo y ha traicionado el mensaje de Jesús, de tal manera que ya no puede llamar la atención y no puede seguir siendo catalogada como «espina de la carne». Entonces ex­perimenta esa suerte de la que participan los «falsos profetas» (Le 6, 26).

• La preocupación por el «reino de Dios» (Le 6, 20) posee un componente horizontal. La nueva relación para con Dios no es ex-cogitable sin una nueva relación para con los demás hombres y de los hombres entre sí. El verticalismo teológico (reino de Dios) no puede desprenderse del horizontalismo teológico (preocupación por los demás hombres).

7." Domingo

Primera lectura: 1 Sam 26, 2. 7-9. 12-13. 22-23 Segunda lectura: 1 Cor 15, 45-49 Evangelio: Le 6, 27-38

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La primera lectura nos sitúa en las vicisitudes del incipiente reina­do de Israel. El rey Saúl intentaba matar a David. Pero cuando Da­vid, con ocasión de su expedición nocturna, tiene a mano a Saúl, no recurre a la espada. Saúl era para él, a pesar de todo lo que ha­bía sido, «el ungido del Señor" (1 Sam 26, 9, contra el cual él no se atreve a alargar su mano (1 Sam 26, 23).

El tema de la resurrección corporal, que apenas hay que traer en relación con el contenido de la primera lectura, dibuja el fondo de la segunda lectura. La orden de creación impuesta al «primer hom­bre Adán» (1 Cor 15, 45) está encaminada al «último Adán» (1 Cor 15, 45), es decir, a Cristo a la orden de salvación que se inicia con

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él. De la misma manera que (según el texto de la primera lectura) David respetó en el rey Saúl la orden superior del «ungido del Se­ñor» (1 Sam 26, 9), así debe todo hombre respetar la orden supe­rior de la salvación. «Nosotros, que somos imagen del hombre te­rreno, seremos también imagen del hombre celestial» (1 Cor 15, 49). De dos órdenes habla también el Evangelio, cuando se refiere al pensamiento, que distingue a cristianos de no cristianos. El crite­rio de la existencia cristiana no es una mayor inteligencia, ni una carrera difícil, ni un provecho personal, sino sencilla y llanamente el amor radical y sin reacción ante todos y en todo tiempo. El amor cristiano no conoce vacaciones ni dispensas.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 6, 27-38)

El texto es el «discurso campestre» de San Lucas (Le 6, 20, 49) y sacado (tras la introducción: Le 6, 20-26 y antes del final: Le 6, 46-49) de la parte principal, siendo desmembrado por Heinz Schürmann en su comentario sobre San Lucas, conforme a los siguientes apartados:

Le 6, 27-38: mandamiento de amor Le 6, 29-45: mandamiento de amor de Dios como camino úni­

co de salvación.

Se presenta una «regla de oro para la comunidad» elaborada cate-quéticamente a lo largo de muchas décadas, en la cual sorprende un doble punto: por un lado, la situación de persecuciones, en la que se encuentran las comunidades cristianas y, por otro, la exigencia de amor, que precisamente debe llevarse a cabo frente a los que no pertenecen a la comunidad cristiana y frente al adversario de la co­munidad cristiana.

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• Ciertamente, ya en el griego antiguo se dio la palabra: «No para odiar en compañía, sino para amar en compañía estoy yo ahí» (Sófocles, Antígo-na 523).

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Pero la exigencia de Jesús resulta excitante por su ilimitada totalidad y radicalismo. Con demasiada facilidad se ha intentado «degregar» este programa provocador a un plano pasable y llevadero. Lo que Cristo reclama, es no sólo antifarisaico; es la raíz y la provocación para una indefinida revolución del amor cristiano.

• El cristiano no debe contestar al odio con odio. Tampoco basta el simple silencio. Sólo el amor es la contestación reclamada por Cris­to para el mal. El cristiano, por tanto, debe denunciar la injusticia social en este mundo y no sólo lamentarse. Es también demasiado poco descargar su mala conciencia con una limosna «ex cátedra». El cris­tiano debe pertenecer a la vanguardia de aquellos que quieren cam­biar el mundo con la puesta en marcha de su gran inteligencia, de sus posibilidades de organización y no solamente de su fe y colocar en lugar de la injusticia la justicia, en lugar del poder la paz y la justi­cia social por encima de todo. ¡En este versículo se halla anunciada la contraseña de una ausencia absoluta de violencia! «Al que te pe­gue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica» (Le 6, 29).

• La «regla de oro» (Le 6, 31) no pretende, en modo alguno, presen­tar una ética social general. Más bien, hace penetrar a cada cristiano individualmente en su propia conciencia. La injusticia únicamente puede retirarse de este mundo, si las reacciones en cadena, fatales por cierto, en las cuales cada injusticia queda «orillada» por una nueva injusticia, quedan interrumpidas por el vigor y la armonía del amor altruista de modo definitivo y para siempre.

• Pero ¿cuál e sla motivación para tal pensamiento y comporta­miento? Si los cristianos «hijos del Altísimo» (Le 6, 35) son y perma­necen en una comunidad familiar con Dios, entonces también el amor, que constituye la esencia de Dios, debe convertirse en princi­pio de vida y de pensamiento del hombre deificado. La intensidad y la amplitud del amor de Dios debe también continuarse en la am­plitud de los hombres. Quien, en cuanto cristiano, se deja llevar siem­pre todavía de consideraciones como: «eso a mí no me incumbe» o «a quien me lastime, le volveré las tornas», queda sordo ante las exigen­cias de Jesús. Ese no ha comprendido todavía que el reino de Dios únicamente puede verificarse mediante una revolución armónica y altruista.

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8.° Domingo

Primera lectura: Eclo 27, 5-8 Segunda lectura: 1 Cor 15, 54-58 Evangelio: Le 6, 39-45

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

De la filosofía veterotestamentaria está tomada la primera lectura. Se dan orientaciones muy realísticas sobre cómo se puede reconocer y enjuiciar a los hombres. «No alabes a nadie antes de que razone» (Eclo 27, 7). El cristiano debe guardarse de todo juicio precipitado, desamorado e injusto. Pero sería improcedente el no querer contem­plar a los hombres en su pura realidad, esto es, con sus buenas dis­posiciones o con sus malos momentos.

En la segunda lectura quedará ultimado el tema de la resurrección, que trató el apóstol Pablo en la primera carta a los Corintios. Cierta­mente todavía, ante cada cristiano, brilla el resplandor de la resurrec­ción como gran y consoladora señal de esperanza.

El Evangelio recoge el tema del conocimiento del hombre y del en juiciar a los hombres, el cual ya había resonado en la primera lec­tura. Pero se pierden de vista los nuevos acentos que deben caracte­rizar el pensamiento y el enjuiciar a los colegas dentro del ámbito neotestamentario. «¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu herma­no en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuvo?» (Le 6, 41). Quien emite un juicio sobre los demás hombres, debe encauzar la propia vida con la misma dureza y severidad. El, en honrada con­fesión de su propia cortedad, no hablará menos suave y comprensi­vamente de los defectos de sus contertulios, sino que incluso, tal vez, callará atónito, porque no es mejor que el colega. Guardémonos del perfumado fariseísmo, que siempre celebra su blanca vestimenta, mien­tras que sólo ve lo malo en los demás hombres.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 6, 39-45)

Del fragmento principal del «discurso campestre» de San Lucas pro­cede este texto, que muestra el mandamiento de amor de Jesús como

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único camino de salvación dentro del cuadro de una instrucción co­munitaria. Se trata, al efecto, de una cadena de proverbios (de acu­ñación anterior a San Lucas), en la cual distintas frases sueltas de Je­sús (originariamente tal vez utilizadas contra los fariseos) se recopilan en una unidad literaria.

La prevención contra los falsos maestros, sin embargo, no ha de con­ceptuarse como un tópico de carácter general; antes bien, encierra una relación concreta con la vida de la comunidad de la primitiva cristiandad (cfr. He 20, 29-30), en la cual hacían su aparición jefes «religiosos», provocando gruesos yerros. «¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego?» (Le 6, 39).

E s b o z o d e l a p r e d i c a c i ó n

• El que es «ciego» religiosamente (Le 6, 39), es decir, no ha abier­to su pensamiento al mensaje de Cristo, sino que, en tono arrogante, «vende» sus afanes y posibilidades individuales con la legitimación de una misión divina, se comporta sin conciencia y ofende a los hombres a quienes trata. El que anuncia el mensaje del Señor debe, en primer lugar, haber sido un oyente intensivo y radical y haberlo desarrollado en objetiva crítica, así como haberlo estructurado con honda humildad. Cada anuncio es un servicio, tanto para con la palabra de Dios, como para con la fe y salvación de los hombres.

• La encontrada postura de la «mota» en el ojo del compañero y de la «viga" en el propio, quiere demostrar, en exagerado contras­te, lo irrisorio e imposible de un juicio sobre los demás colegas. Confesión y expiación tienen que empezar primeramente en el pro­pio corazón y vida. El propio corazón es la más importante parro­quia de todo cristiano. Quien critica a las demás personas, debe primeramente penetrar en la borrasca de una dura y severa autocrí­tica. Eso se convertirá para él (¡si es sincero consigo mismo!) en ánimo, así como en autorización para enjuiciar adecuadamente a los demás.

• El cristiano sabe que su vida se halla bajo el sol del indefini­do perdón y bondad de Dios. Lo que a él Dios mismo le ofrece, de gracia y de perdón, no debe rehusarlo a sus colegas los hombres. No

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se puede implorar a Dios, lo que al mismo tiempo no se otorga a los demás hermanos.

De la misma manera que sólo por una gracia inmerecida del Señor se da un modo de entender cristiano, así, en cuanto modo de vivir cristiano, existe un solo camino de salvación, el del amor total, en el cual se expresa, en último término, la confesión de Cristo. Pues «el que cumple el mandato de amor de Jesús, confiesa con ello que Jesús es su «Señor» (Heinz Schürmann).

9.° Domingo

Primera lectura: 1 Re 8, 41-43 Segunda lectura: Gal 1, 1-2. 6-10 Evangelio: Le 7, 1-10

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La primera lectura informa del importante suceso de la consagra­ción del templo en tiempo del rey Salomón (972-932 antes de Cris­to). Sorprende la universal amplitud en el fragmento que única­mente abarca pocos versículos sobre la plegaria de consagración del templo. También la plegaria de los extranjeros no judíos (1 He 8, 41) debe encontrar acogida en el templo de Jerusalén, pues el Dios de Israel no es ningún dios nacional, sino el Dios y Padre de todos los pueblos y de todos los tiempos.

En la segunda lectura se habla de los versículos de introducción de la carta del apóstol Pablo a las comunidades cristianas de origen pagano, redactada por los años 54/57 después de Cristo, epístola a los Gálatas (He 16, 6; 18, 23). Con palpable sentimiento se de­fiende Pablo contra toda falsificación del Evangelio de Cristo (Gal 1, 7). El dice audazmente: «...si alguien os predica un evan­gelio distinto del que os hemos predicado —seamos nosotros mis­mos o un ángel del cielo— sea enatema» (Gal 1, 8). Pablo no se jacta de autosuficiencia o de arrogancia. Le preocupa la atención de que el Evangelio no sea abreviado o falsificado. En todas las épocas

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ha sido invitada la cristiandad a permanecer vigilante ante el anuncio de «otro» evangelio que arranque del mensaje de Cristo sus duras consecuencias y que ofrezca una ética social cristianamente orillada o una especie de psicoterapia. Una línea directa conduce desde el esbozo de la primera lectura (¡Dios es Padre de todos los hombres, de los pertenecientes al pueblo de Israel y de los paganos!) hasta el contenido del Evangelio. El centurión de Cafarnaúm es el repre­sentante de los paganos, el cual avergüenza con la sinceridad y profundidad de su fe a los pertenecientes al pueblo de Israel, tan débiles y escépticos según las palabras de Jesús: «Ni en Israel he encontrado tanta fe» (Le 7, 9).

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 7, 1-10)

La perícopa, que en su estructura fundamental procede de la fuen­te de discursos Q, ha sufrido —como se aclara comparándolo con el paralelo Mt 8, 5-13— ampliaciones redaccionales por medio del evangelista Lucas. Estos rellenos y acentuaciones subrayan, precisa­mente, la intención teológica de todo el Evangelio de Lucas, que quiere recoger el endurecimiento del pueblo de Isral, así como la disponibilidad para la fe de los paganos. «En el centurión de Ca­farnaúm se inicia ya el proceso por el que los judíos se cierran al mensaje de Cristo, mientras lo reciben los paganos» (Josef Blank).

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• La historia de los milagros dibuja únicamente el cuadro exte­rior para presentar la historia de la fe. Dentro de ese marco, la tarea y el camino de la Iglesia misionera cristiana llevará, a través de la fiesta de Pentecostés, hasta la vida y mensaje de Jesús mismo. Con ello quedará rubricada la legitimación de la misión de los paganos.

• Leyendo ya fuera del texto mismo, se podría comparar la «fe» (Le 7, 9) del centurión con una confesión de Cristo determinada. Jesús es, para el pagano centurión, primeramente sólo un hombre de Dios, el cual puede pronunciar una palabra con poderes divinos, de la misma manera que él mismo transmite, en las misiones del empe­rador, una palabra de mando a uno de sus subalternos.

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La «fe» del centurión, por tanto, no se dirige a Jesús mismo, sino a la palabra de Dios, de la que Jesús de Nazaret es transmisor y eje­cutor.

• Una evidente fuerza de contraste hay que deducir de las pala­bras de Jesús (Le 7, 9: la fe del centurión se contrapone a la de­bilidad de fe y al endurecimiento del pueblo de Israel. Con ello queda también reflejada una observación sobre la cristiandad poste­rior, en el sentido de que las comunidades cristianas de origen pa­gano mostraban un compromiso de fe mayor que las comunidades cristianas de origen judío.

• El centurión, cuyo carácter amable se acentúa insistentemente (Le 7, 4-5), se encuentra ya interiormente en el camino de la cre­yente confesión de Cristo. Lo que se expresa en estos textos, es una cristología indirecta e implícita, pues Jesús es el «mensajero autori­zado de Dios» (Josef Blank). La cristología por descubrir entre estos bastidores enderezará un camino desde la palabra de Jesús hasta su persona. Todavía no aparece el lema «Hijo de Dios», pero el proceso de reconocimiento y de fe se mueve ya en ese sentido.

10.° Domingo

Primera lectura: 1 Re 17, 17-24 Segunda lectura: Gal 1, 11-19 Evangelio: Le 7, 11-17

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

El domingo de hoy se presenta bajo el signo de la resurrección de Jesús. Jesús demuestra por medio de su resurrección de entre los muertos, que El es la resurrección y la vida. Ya en la primera lectura se despierta el recuerdo alusivo a la resurrección de entre los muer­tos de Elias, que devolvió su hijo a una «viuda» (1 Re 17, 9).

En la segunda lectura queda, ciertamente, quebrado este tema. Pero en el contenido se deja ver una unidad de fuente con relación a la primera lectura. Pues la palabra que la viuda dirige al profeta Elias: «Ahora reconozco que eres un hombre de Dios y que la palabra del

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Señor en tu boca es verdad» (1 Re 17, 24), guarda una relación con la justificación de su Evangelio, que consigna el apóstol Pablo ante las comunidades cristianas en Galacia: «El evangelio anunciado por mí no es de origen humano; yo no lo he recibido ni aprendido de nin­gún hombre, sino por revelación de Jesucristo» (Gal 1, 12).

Un empalme y al mismo tiempo un vigoroso encarecimiento del re­lato de la resurrección de la primera lectura presenta el texto de la resurrección de Naín, que se lee en el Evangelio. En el así llama­do coro final (Le 7, 16) se habla de Jesús como de un «gran Pro­feta» y de la «irrupción» de Dios, que provocan, al mismo tiempo, estremecimiento y alabanza de Dios. Heinz Schürmann escribe jus­tamente sobre estos textos: «El Kyrios en medio de su comunidad postpascual será también introducido en escena en acto de fe».

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 7, 11-17)

Sobre la génesis de esta perícopa, que es exclusiva de San Lucas, se han presentado justamente distintas tesis. Mientras unas ven en ella un «reflejo» de la historia de la resurrección de Elias (1 Re 17, 17-24) y de Elíseo respectivamente (2 Re 4, 29-37), creen otros por su parte tener que volver la mirada a los relatos helenísticos de milagros. Sobre todo se alude a la obra y vida de Apolonio de Tia-na, escrita por Filóstrato (IV, 45), hablando de la transmisión de una «leyenda peregrina» a Jesús de Nzaret.

Se debe asentir a las investigaciones muy profundas y sopesadas que presentó Heinz Schürmann en su comentario al Evangelio de Lu­cas, cuando escribe: «Bajo las capas redaccionales helenísticas y de San Lucas yace una narración palestinense..., pues la perícopa debe ocupar su puesto en la vida de la homologesis reclutadora de los cristianos palestinenses, de origen judío, de los tiempos prime­ros... De que en Le 7 se trate de la transmisión a manos de Jesús de una leyenda peregrina, no sólo carece de indicio alguno, sino que en contra hablan, sobre todo, las resonancias veterotestamenta-rias. Ni es tampoco nuestro relato un reflejo en el estricto sentido de la palabra de la historia de la resurrección de Elias 1 Re 17 (y Eliseo 2 Re 4). El suceso aquí narrado de una manera completamen­te distinta, se cierra contra este intento de explicación, pues eso supondría una posposición.

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Entre las tres resurrecciones transmitidas en los Evangelios se en­cuentra también el relato de la resurrección de Naín. El texto, en su brevedad, se encuentra equipado con una profusión de detalles intuitivos, narrados de modo novelístico. Aquí, como en otros pasa­jes (cfr. Me 2, 4 y Le 5, 19), para el evangelista Lucas, que escribe desde la ciudad metropolitana y respectivamente para su destinata­rio Teófilo (Le 1, 3), resulta notorio que se vuelve a transmitir una relación «municipalizada», haciendo de una pequeña aldea como Naín, una «ciudad con sus puertas» (Le 7, 11 s.).

Es cosa conocida, al respecto, que Lucas, el historiador entre los evangelistas, describe el suceso de la salvación en un esquema ter­minal en plan de historiar («después»: Le 7, 11; «de todas esas cosas»: Le 7, 18), así como recogiendo también vigorosamente el momento psicológico.

Si juntamente con el relato de la resurrección de Naín comienza una serie buscada por el evangelista Lucas de las así llamadas perícopas de mujeres (Jesús - Salvador de las mujeres), no podría comprobar­se con seguridad:

Le 7, 11-17: Jesús y la viuda de Naín Le 7. 36-50: Jesús y la pecadora Le 8, 1-3 : Jesús y María de Magdala con otras mujeres de

Galilea.

Pero, sin embargo, no hay que rechazar de plano que ya en la ver­sión de San Lucas de la historia previa de Jesús (Le 1, 5-2, 52), mu­jeres como Isabel, María y Ana ocupan una significación central.

Para la interpretación es de la máxima importancia el contexto en el Evangelio de Lucas. El relato de la resurrección de Naín queda encuadrado entre el precitado milagro de la salvación del siervo del centurión de Cafarnaúm (Le 7, 1-10) y, finalmente, mediante la con­testación que Jesús diera a los discípulos enviados por Juan el Bau­tista: «... los muertos resucitan» (Le 7, 22).

Es además, significativo para la posterior situación de la cristiandad primitiva, que en todo el texto de la resurrección de Naín no se emplea el nombre de «Jesús», sino, más bien, la palabra «Kyrios» (el Señor) (Le 7, 13). Ambos altos títulos «un gran Profeta»

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(Le 7, 16) y «Kyrios» marcan el largo camino que va desde la si­tuación inicial hasta los finales de la concepción de Cristo corres­pondiente a la cristiandad primitiva.

E s b o z o d e l a p r e d i c a c i ó n

• Jesús de Nazaret queda dibujado primeramente en su humani­dad: «Al verla el Señor, le dio lástima» (Le 7, 13). Jesús era «igual en todo a sus hermanos» (Heb 2, 17; 4, 15), excepto en el pecado. Es consolador para los cristianos el rastrear en su pena la cercanía del Jesús que sufre con ellos.

• La frase: «Se lo entregó a su madre» (Le 7, 15) procede al pie de la letra del Viejo Testamento (1 Re 17, 23). Si se tiene en cuenta, además, que Naín se encuentra en la vecindad de Sunam, donde el profeta Elíseo llevó a cabo una resurrección, entonces resulta palpa­ble que el evangelista Lucas quiso presentar igualmente un relato milagroso como la comprobación de una profecía. Por tanto, el escritor Lucas, en una composición literaria, a manera de resumen, ha recopilado la resurrección con la respuesta de Jesús para subra­yar la cohesión intrínseca, así como la unidad teológica.

• Jesús no es solamente «un gran Profeta» (Le 7, 16), como pen­saban muchos en el pueblo de Israel. El es «el que ha de venir» (Le 7, 19 s.) y por ello sólo a El, en quien llegaron a cumplimiento las profecías veterotestamentarias (Is 29, 18 s.; 35, 5; 61, 1), le pertenece la caracterización litúrgica y la veneración del único y verdadero Kyrios.

Pero la intención narratoria del evangelista Lucas no se agota sim­plemente con «participar a los lectores un conocimiento catequético, sino con reclutar para el encarecimiento de la gracia de Dios apa­recida en Cristo, haciendo así a los oyentes «capaces de la partici­pación litúrgica» (Heinz Schürmann).

• Jesucristo se manifiesta a sí mismo no sólo como Señor y ven­cedor de la muerte. Las resurrecciones apuntan asimismo a la re­surrección de Cristo (Is 25, 8; Jos 13, 14; 1 Cor 15, 54) como al abrirse de la nueva época de la salvación, la cual se consuma cuan­do «sea reducido a la nada el último enemigo, la muerte» (1 Cor

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15, 26). Entonces «no habrá más muerte, ni luto, ni clamor, ni pena, porque el primer mundo ha desaparecido» (Ap 21, 4). Ellos tienen «derecho al árbol de la vida» (Ap 22, 14).

11.° Domingo

Primera lectura: 2 Sam 12, 7-10. 13 Segunda lectura: Gal 2, 16. 19-21 Evangelio: Le 7, 36-8, 3 (Le 7, 36-50)

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La primera lectura habla de la escena en la que el adúltero David se somete al castigo del profeta Natán. El rey David (1012-972 antes de Cristo), el cual debería haber sido un ejemplo para su pueblo, había cargado su conciencia con un asesinato, en la persona del ge­neral Urías, y con un adulterio perpetrado con su mujer. Su culpa era grave y rasgaba el cielo. Pero mayor es el perdón de Dios, que le fue conferido al arrepentido David. Dios también escribe, como reza el adagio, con letras torcidas.

La segunda lectura hace hincapié sobre el último motivo del perdón divino: «... el hombre no se justifica por cumplir la ley, sino por creer en Cristo Jesús» (Gal 2, 16). Ciertamente el hombre pecador puede ofrecer su arrepentimiento y voluntad para el rescate divino, pero no se puede liberar a sí mismo de la culpa ni arrancarle a Dios el perdón. El perdón de Dios es una gracia y sólo se participa a quien se acerca mediante la fe a su Salvador.

El Evangelio conecta el tema del «pecado» de la primera lectura con el tema de la «fe» de la segunda lectura. Encuentra su punto •álgido en la palabra de Jesús a la pecadora: «Tú fe te ha salvado, vete en paz» (Le 7, 50). Jesús es, para todos los hombres, la señal de esperanza y de seguridad. El es el único necesario en la historia del mundo y Salvador de los pecadores.

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D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 7, 36-8, 3)

El texto del evangelio de hoy (Le 7, 36-8, 3) presenta dos fragmen­tos: Le 7, 36-50 (Jesús y la pecadora) y Le 8, 1-3 (ojeada al acto de la proclamación y seguimiento de Jesús).

El relato sobre Jesús y la pecadora anónima, que procede de la fuente exclusiva de San Lucas (por lo que esta pecadora anterior­mente ha sido comparada frecuentemente con María Magdalena) es llamado por E. Hirsch «un asunto rico en contrastes». Efectivamen­te, esta relación presenta en Le 7, 47a un «pliegue». Sin embargo, podría ocurrir que los versos finales de Le 7, 48-50 hubiera que agradecérselos al trabajo redaccional del evangelista Lucas.

Le 8, 1-3 presenta una ojeaada a la actividad del anuncio de Jesús. El evangelista Lucas conecta con dichos sumarios un cierto momento de descanso; estos sumarios desempeñan asimismo, al efecto, una función articuladora de aire literario al tener que unir bloques te­máticos diferentes. Su admisión no solamente encierra una función en sí sola considerada; quiere abiertamente preparar el camino para la historia pascual y dar a conocer a aquellas mujeres que eran co­nocidas como las testigos de la resurrección de la primitiva Iglesia.

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• La escena ofrece una autointerpretación de Jesús. Jesús no es solamente un «Profeta» (Le 7, 16. 39). El provoca, gracias al perdón de los pecados, la reflexión sobre el secreto de su Persona: «¿Quién es éste, que hasta perdona pecados?» (Le 7, 49).

• Se contrapone la cuidadosa y ordenada corrección del fariseo Simón (Le 7, 36, 40) y la prolijidad y redundancia con que la anó­nima pecadora busca prestarle a Jesús un servicio. El «solamente correcto» fariseo se encuentra en el secreto, que Jesús le confía, como pequeño deudor (50 denarios), mientras que la pecadora es la gran deudora (500 denarios). Constituye una extraña paradoja el que la mayor culpa se convierta en la culpa más afortunada (felix culpa), abriendo los ojos en agradecida admiración ante la inmen­sidad del amor y misericordia divina.

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• En el perdón de Jesús se realiza la «invasión de Dios» (Le 7, 16), la cual constituye un suceso salvífico de alegría y de paz, buscan­do Dios nuevamente entre los hombres su patria. Los valores sal-víficos de la escaíología constituyen con ello una realidad ya pre­sente. ¡La salud se encuentra ya ahí!

En Jesús se dividen los espíritus. Pero El es únicamente Salvador para aquellos que conocen su culpa e invocan la liberación de la misma. Para hallar a Jesús como Salvador de los pecadores, es un presupuesto inapelable el noble reconocimiento de la condición de pecador.

Si se tiene en cuenta que el Evangelio de Lucas fue redactado en la tardía época apostólica, entonces hay que deducir también de la acción de Jesús una legitimación y autorización del perdón de los pecados de la Iglesia.

12.° Domingo

Primera lectura: Zac 12, 10-11 Segunda lectura: Gal 3, 26-29 Evangelio: Le 9, 18-24

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La primera lectura anuncia el perdón de Dios sobre «la casa de David y los habitantes de Jerusalén» (Zac 12, 10). La mayor señal del perdón de Dios es el crucificado: «Me mirarán a mí, a quien traspasaron, harán llanto como llanto por el hijo único, llorarán como se llora al primogénito» (Zac 12, 10). Se recuerda al efecto por vez primera «el luto de Hadad-Rimón en el valle de Meguido» (Zac 12, 11); se trata de una aldea otrora desconocida, en cuya vecindad Josías, gobernante del reino del sur de Judá (639-609 an­tes de Cristo) perdió la vida, siendo llorado hondamente por todo el pueblo de Israel (2 Re 23. 29-30; 2 Cor 35, 20 ss.), encontrando la muerte, es a saber, en su lucha contra el faraón egipcio Necao (años 609-595 antes de Cristo).

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En la segunda lectura se circunscribe la universalidad de la obra salvífica de Cristo y de la comunidad de la salvación neotestamenta-ria. Mediante la unión con Cristo en el bautismo resultan ilusorias todas las diferencias de razas, lenguas y pueblos. «Ya no hay dis­tinción entre judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres, porque todos sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3, 28). Sobre todo ahí, donde se marcan todavía los encasillados de la discriminación de razas o de las diferencias de clase, no manda el espíritu de Cristo. Tarea de los cristianos es, por tanto, no solamente dirigir la plega­ria al «único Padre celestial», sino implantar esa unidad y unión con el único Dios-Padre en el mundo de la política, de la industria y de la familia.

El Evangelio enfrenta a los hombres de todos los siglos con la pre­gunta de Jesús: ¿Quién dice la gente que soy yo?» (Le 9, 18). ¿Es Jesús de Nazaret solamente un fundador religioso, al mismo nivel de Buda, Zoroastro o Mahoma? Jesús no es uno de tantos. El es el único salvador que ha traído al mundo la salvación y la vida pre­cisamente por medio de su cruz (Le 9, 22 = primer descubrimiento del misterio de la pasión) y de su resurrección.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 9, 18-24)

El fragmento ostenta una triple desmembración:

Le 9, 18-20: reconocimiento del Mesías por parte de Pedro Le 9, 21-22: Primera profecía sobre la pasión de Jesús y Le 9, 23-24: llamada al seguimiento de Cristo.

Estos tres textos se hallan recopilados en una sola composición uni­taria, en la que el primer fragmento (Le 9, 18-20) sufre una correc­ción por parte del segundo (Le 9, 21-22), mientras en el tercer frag­mento hay que contemplar una prolongación del camino de Cristo en el camino de cada cristiano, individualmente y de la Iglesia. Heinz Schürmann ve en la confesión de Pedro una forma de anuncio ejem­plar; «se recopila en la frase y se expone lo que gradualmente viene a luz con el correr de los acontecimientos».

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E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• En la confesión del apóstol Pedro de que Jesús sea «el Mesías (= Cristo) de Dios» (Le 9, 20; cfr. Le 2, 26; 23, 35; He 3, 18; 4, 26; Sal 2, 7), se articula la espera político religiosa del pueblo de Israel. El Mesías era esperado como rey libertador de la casa real de David (2 Sam 7, 14), el cual les arrancaría el yugo de la opresión romana, estableciendo finalmente el reino de David.

La palabra «Mesías» poseía en aquel entonces un «significado po­lítico perturbador» (Friedrich Cornelius) que no solamente evocaba un conflicto con las potencias romanas de ocupación, sino que tam­bién podría obstruir el camino para el reconocimiento del misterio de Jesús.

B Jesús substituye la palabra «Mesías» por la de el «Hijo del Hombre» que saca del libro de Daniel (Dan 7, 13 s.) refiriéndose, por vez primera, al juez escatológico. Muy insensiblemente se ha consumado con ello una corrección. Jesús se distancia del título de «Mesías». Pero ello demuestra que el «Hijo del Hombre», juez de los últimos tiempos, se halla ya reagrupado con el siervo de Dios paciente y moribundo.

En la primera profecía de la pasión se hace palpable un boceto muy viejo de una confesión de fe cristiana muy antigua, que fija tres importantes etapas en las historias de la pasión y de la pascua: con­denado —muerto— resucitado al tercer día. Jesús trae la salvación no a la manera de un falseado Mesías de carácter político, sino como un esclavo de sufrimientos, que fue reprobado por su propio pueblo y entregado a la muerte de Cruz.

• Desde la muerte y sufrimiento del Señor se lanza un puente hasta la vida de la Iglesia, que se encuentra claramente en una si­tuación crítica. La expresión «llevar diariamente su cruz» significa, sin embargo, algo muy distinto de los pequeños dolores del tono gris de cada día, que se han de llevar con recta intención.

Se expresan, más bien, las condiciones de un seguimiento perentorio y definitivo, en las cuales ha penetrado la comunidad de la sal­vación neotestamentaria y que siempre han de traerse nuevamente al recuerdo. «Diariamente» ha de constarles a los cristianos que el se-

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guimiento de Cristo encierra en sí también disponibilidad para el martirio.

Colocarse del lado de Jesús quiere decir contar con el odio, con la persecución y (en situaciones extremas), también con la pérdida de la vida. El seguimiento de Cristo es una empresa peligrosa, que exige, al mismo tiempo, estímulo, humildad y renuncia de sí mismo. «El que quiera sustraerse a la peligrosa situación del seguimiento de Cristo para salvar su vida, perderá la vida en el futuro juicio y no gozará de la feliz eternidad» (Heinz Schürmann).

13.° Domingo

Primera lectura: 1 Re 19, 16b. 19-21 Segunda lectura: Gal 4, 31b-5, 1. 13-18 Evangelio: Le 9, 51-62

La primera lectura presenta, en rasgos concisos, el llamamiento de Elíseo por parte de Elias. La llamada de Dios es total y radical, pues Dios necesita y utiliza al hombre íntegro. En la segunda lectura ex­pone el apóstol Pablo un esbozo, que llevaba muy especialmente en el corazón: la libertad de los cristianos. «Para vivir en libertad, Cris­to nos ha liberado» (Gal 5, 1). ¿Se advierte en la vida del cristiano este programa paulino de la libertad, de la valiente iniciativa pro­pia? Libertad es un primer concepto dentro del anuncio paulino. La ley no puede convertirse en un alibi o en una evasiva frente a Dios. Libertad es esa realidad nueva, traída por Cristo, de hallarse abiertos a las exigencias de Dios, siempre asombrosas y cada vez mayores. No es la propia capacidad humana el camino de la salva­ción, sino la libre disponibilidad para la gracia de Dios, que supera la ley y deja de lado la fuerza.

El Evangelio informa sobre el camino, cabalmente descrito, que llevó a Jesús a Jerusalén y a su muerte. El deseo de Jesús queda descrito con la expresión: «Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén... se di-

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rigía a Jerusalén» (Le 9, 51. 53). Las palabras de Jesús expresan una seriedad que casi amedrenta. Quien quiere ir con Jesús, debe también ser capaz de renuncias dolorosas y separaciones familiares. Quien invoca a Dios, tiene que dejar en un segundo plano todos los compromisos y miras terrenas.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 9, 51-62)

Con Le 9, 51 comienza el así llamado gran suplemento de muy rica exclusividad del «relato de viajes» de San Lucas (Le 9, 51-18, 14). No se trata, tanto al efecto, de un relato de precisión geográfica, pues se demuestra que el viaje de Jesús «no puede admitirse jus­tamente como cambio de lugar con la meta directa de Jerusalén. Jesús viaja, ciertamente, durante su vida hacia Jerusalén, pero apenas va adelante; más bien, gira, como hasta el presente, en la tierra por los alrededores» (Frieder Schütz).

En el presente relato de viaje se presenta otro elemento caracterís­tico de la composición de Lucas, es a saber, presentar a Jesús como el que peregrina a Jerusalén. El tema del viaje es considerar que Jesús debe ir a Jerusalén, la ciudad del templo, porque él debe estar en los asuntos de su Padre (Le 2, 49), y porque debe presentar en la ciudad del templo el sacrificio de su vida.

Del viaje de Jesús deben subrayarse poderosamente la exigencia de Jesús de presentarse como «el Cristo de Dios», su actividad misio­nera de etapa en etapa y sus instrucciones a los discípulos. Igualmen­te se dibuja la tensión, mientras alcanza una meta poco menos que insoportable, la cual tensión se plantea entre las pretensiones de Je­sús sobre su pueblo y el repudio de Jesús por parte de este pueblo.

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• En el primer fragmento del texto (Le 9, 51-56) se recoge un tema muy importante del Evangelio de Lucas: Jesús es despedido. Jesús es ya rechazado en su primera entrada a su ciudad natal de Nazaret (Le 4, 14-30); ahora continúa en Samaría este repudio de Jesús hasta que, finalmente, Jerusalén ( = todo el pueblo de Israel) rechaza a Jesús, entregándolo a la cruz y a la muerte. Ya al comienzo

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del «relato de viajes» se escucha la señal que evoca la ejecución del Gólgota.

• A pesar de esta expulsión de Samarla (Le 9, 52) Jesús no se presenta como juez airado y en plan de castigo. Donde los hombres quieren montarle un juicio, Dios concede un plazo de gracia y de perdón. Incluso en esta situación se presenta Jesús como salvador y redentor: «El Hijo del hombre no ha venido para condenar a los hombres, sino para salvarlos» (Le 9, 56).

• Tres breves conversaciones, llevadas por Jesús, subrayan la ine­xorable seriedad del seguimiento: Ocasiones humanamente compren­sibles (Le 9, 57. 59. 61) son recogidas por Jesús para presentar las radicales condiciones del seguimiento, que estremecen hondamente a causa de la aparente falta de piedad. Rudolf Bultmann ha esta­blecido, con cierto derecho, con ocasión del comentario a esta con­versación, la existencia de «una desproporción entre la ocasión y el 'pathos' de estas expresiones».

Si se ojean las tres conversaciones breves, se descubre entonces un denominador común: muerte y vida, intereses terrenos y reino de Dios. Muchas circunstancias propias de la vida de los hombres, como enterrar a los muertos (Le 9, 59) o alejarse de los familiares (Le 9, 61) tienen a los ojos de Jesús un carácter suplementario. Un solo tema debe, al presente, poseer prioridad: la vida nueva y el anuncio del reino de Dios (Le 9, 60. 62). Seguimiento de Jesús supone superación de las trivialidades y postergación de los deberes familiares. Jesús quiere liberar a los hombres de la limitación terres­tre de sus pensamientos, capacitándoles para lo que es la «vida» por encima de esta existencia terrestre.

14.° Domingo

Primera lectura: Is 66, 10-14c Segunda lectura: Gal 6, 14-18 Evangelio: Le 10, 1-12. 17-20

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A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La primera lectura está tomada del mensaje consolador del Trito-Isaías. A la destruida Jerusalén (al pueblo de Israel) se le devolverá la alegría y el consuelo, pues como una madre se preocupa de su niño, así el amor de Dios se compadecerá del pueblo de Israel. Pero, al mismo tiempo, se ha estructurado una perspectiva escatológica: se dará una nueva Jerusalén (Ap 21, 10 ss) que será resumen del amor de Dios y de la felicidad de los hombres.

La segunda lectura presenta los cinco últimos versículos de la epís­tola a los Gálatas, que escribió el apóstol Pablo por los años 54 al 57 después de Cristo. El tema central del mensaje paulino versa­rá sobre la cruz de nuestro Señor Jesucristo (Gal 6, 14). Por medio de Cristo crucificado (y no debemos olvidar que Pablo reagrupa siempre cruz y resurrección, aun cuando solamente hable de cruz) ha sido configurado el cosmos todo conforme a «una criatura nueva» (Gal 6, 17). Se da un solo camino de salvación: la cruz y la copar­ticipación en los sufrimientos y muerte de Jesús en la vida de los cristianos (Gal 6, 17).

El Evangelio informa de un adiestramiento de los discípulos previo a la pascua y de una misión de los mismos. Ser cristiano significa tener una tarea y realizar una misión. El cristiano, en efecto, se ali­menta de un mínimo vital, cuando, encerrado en un egoísmo de la salvación hábilmente enmascarado, piensa sólo en su propia salva­ción, despreciando los componentes esenciales del seguimiento de Cristo, es a saber, la mutua preocupación y responsabilidad para con los demás hombres.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 10, 1-12. 17-20)

Instrucción de los discípulos, envío y vuelta de los setenta (setenta y dos), son interrumpidos por un texto suplementario (Le 10, 13-16), en el cual se habla de Corozaín, Betsaida y Cafarnaúm, ciudades no dispuestas para el arrepentimiento. Partes esenciales de este frag­mento pudieron extraerse de las fuente Q, que fueron rellenadas con una transmisión de relatos exclusivos del evangelista, que es­tuvieron a su disposición. Las anotaciones de Jesús (Le 10, 2-12) se

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catalogan como reglas de comportamiento de la Iglesia misionera de la primitiva cristiandad. Sorprende que se encuentre por segunda vez la advertencia: «Sabed que está cerca el reino de Dios» (Le 10, 9. 11).

Sobre los datos de cifras hay que agregar lo siguiente: con el núme­ro setenta y, respectivamente setenta y dos, se pudo expresar la universalidad del mensaje de Cristo y de la comunidad de la sal­vación, mientras con el número doce se expresaba una circunscrip­ción al pueblo de Israel. La formación de dos grupos hace referen­cia a los cánones judíos sobre la justicia, según los cuales, una ex­presión demuestra su rectitud con la aseveración de dos testigos (Mt 18, 16 s.).

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• Jesucristo ha instruido ya en la época prepascual a sus discí­pulos para el anuncio del reino de Dios. El sirvió de ese modo a la técnica transmitida de los rabinos judíos, dando a sus palabras una forma de cuño fácil u ordenándola conforme al método de las frases hechas. El anuncio pospascual encuentra sus raíces en la ins­trucción prepascual y en la misión de los discípulos. Es, por tanto, injusto hablar de un «libro pascual» y, de esa manera, forjarse la idea de que se ha colocado un foso infranqueable entre el mensaje de Jesús y el anuncio del apóstol.

• En las palabras de Jesús se refleja la experiencia de la misión de la primitiva cristiandad. Junto a las personas bien dispuestas para la recepción se encuentran otras que no se han abierto para el men­saje del reino de Dios. Con las decepciones y despedidas no deben descorazonarse los cristianos. Pues, a pesar de todo, «sabed que está cerca el reino de Dios» (Le 10, 11). El anunciador del mensaje cristiano debe contar con la contradicción, con el repudio y con la persecución.

• Los discípulos vuelven «llenos de alegría» (Le 10, 17), porque ellos (como puede verse por sus relatos) han «estado» entre sus oyentes y pudieron realizar impresionantes milagros en el nombre de Jesús. La contestación de Jesús a los discípulos, que se muestran claramente orgullosos a causa de sus exorcismos (Le 10, 17), descu-

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bre el fundamento último del resultado de los exorcismos: «Veía a Satanás caer del cielo como un rayo» (Le 10, 18; cfr. Job 1, 6-12; 2, 1-7; Ap 12, 9-10). Ya se ha alcanzado la victoria final sobre Sa­tanás. Lo que realizaban los discípulos no era otra cosa que el hacer visibles sucesos invisibles en el tiempo y en el espacio.

• Jesús apoya la alegría de los discípulos en la verdadera y últi­ma razón: «... estad alegres porque vuestros nombres están inscri­tos en el cielo» (Le 10, 20). Los discípulos no deben ver el lado ne­gativo de su obra de exorcistas, sino el positivo: su amistad con Dios. «No el diablo ahuyentado, sino el Dios que está con ellos les hace felices» (A. Schlatter).

15.° Domingo

Primera lectura: Dt 30, 10-14 Segunda lectura: Col 1, 15-20 Evangelio: Le 10, 25. 37

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

Del largo discurso que tuvo Moisés al final de su peregrinación por el desierto antes del paso del Jordán (Dt 1, 1-5) —se trata de un discurso estilizado, procedente de tiempo posterior, pronunciado por Moisés— trae la primera lectura ese fragmento, en el cual se habla del precepto como de la palabra amable y cercana de Dios. «... el precepto que yo te mando hoy no es cosa que te exceda, ni inalcan­zable... El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo». La libre revelación de Dios, depositada en la Tora, debe constituir la ordenación de la vida del pueblo de Israel en la tierra de Canaán. A través del discurso de despedida deutero-nómico de una concepción teológica única surge «la preocupación

.de que Israel podría lanzar al viento este consejo y quedarse privado de su salvación» (Gerhard von Rad).

La segunda lectura presenta la sublime concepción cristológica de la obra creadora y salvadora, que el apóstol Pablo ha esbozado en su epístola a los Colosenses, redactada por los años 61/63 después

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de Cristo. En nuestro siglo fue este texto comentado y explanado por Teilhard de Chardin (1881-1955), cuando presentó a Cristo como punto final de todo el desenvolvimiento cósmico: cosmogénesis-bio-génesis-neogénesis-Cristogénesis. Cristo es para Pablo, como para Teilhard de Chardin, comienzo y fin, alfa y omega, «Todo fue crea­do por él y para él. El es anterior a todo, y todo se mantiene en •él... Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él quiso reconciliar consigo todos los seres» (Col 1, 16-17. 19-20).

El Evangelio habla del amor sin límites, ilustrado en la clásica pa­rábola del misericordioso samaritano (Le 10, 25-37). Ciertamente •conforme a la regla de las parábolas, era casi forzado que tras las dos negaciones del sacerdote y del levita, entrara un tercero para cumplir ese mandamiento de amor. Inesperado y sorprendente en­tre oyentes judíos debió resultar, sin embargo, el que ese tercero viniera a ser un despreciado tentenelaire, un samaritano. El discri­minado se avergüenza de la religiosidad de la alta sociedad.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 10, 25-37)

El texto pertenece al así llamado «relato de viajes de San Lucas» (Le 9, 51-18, 14), en el cual ha encontrado su redacción escrita un abundante material en exclusiva del anuncio apostólico. Le 10, 25. 37 presenta, en primer lugar, el dialogo de un escriba con Jesús (Le 10, 25, 27); los paralelos sinópticos: Me 12, 28-31; Mt 22- 34-40), el cual desemboca en la parábola del misericordioso samaritano, que se cuenta entre las perlas de la parábola neotestamentaria y ostentan­do uno de los relatos en exclusiva de San Lucas.

Como muestran los pasajes sinópticos (Me 12, 28-31 y Mt 22, 34-40), la parábola del buen samaritano no se hallaba originalmente unida con el diálogo ahora zurcido (Le 10, 25-29). Los versículos Le 10, 28-29 poseen, por tanto, una función articuladora buscada por el evangelista Lucas, que había de empalmar el material de ambas fragmentaciones de la transmisión. La meta de la parábola preten­dida por Jesús era especialmente clara y significativa para los judeocristianos palestinos, pero, sin embargo, debió abrirse pri­meramente a las comunidades cristianas de origen pagano, que ape­nas conocían de verdad las relaciones judías del interior de los ju-

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dios. En los tiempos posteriores de la primitiva cristiandad, en los que Lucas escribió su evangelio (tras el 80 después de Cristo), debió, sin embargo esa situación, haber sido ya conocida de tal manera que no necesitara propiamente aclararse. Una polémica antijudía, a ma­nera de puente, enhebra la parábola; primeramente contra la selva de mandamientos casi insuperable, constituida por 265 preceptos y 248 prohibiciones, que habían sido redactadas por los escribas judíos y después contra el patrón de piedad farisaica, que pretendía corrección ante Dios y en el culto del templo, pero se cerraba ante la necesidad y miseria de los demás.

E s b o z o d e l a p r e d i c a c i ó n

• El suceso de Cristo, para incontables generaciones del pueblo judío («muchos profetas y reyes») suceso del deseo, es un regalo de la gracia: «Dichosos los ojos que ven lo que veis» (Le 10, 23). El hallarse en la época de la plenitud es, al mismo tiempo, gracia y tarea. El acontecimiento de Cristo es una nueva orientación de toda la vida y pensamiento, que en última instancia no es otra cosa que la plasmación del primitivo pensamiento de Dios. Los cercados y obstáculos de las leyes y mandamientos humanos serán derruidos y, al mismo tiempo, será libremente dirigida la mirada hacia la ordenación de la vida querida por Dios y hacia la motivación del amor de Dios y del prójimo. «En estos dos mandamientos se funda toda la ley y los profetas» (Mt 22, 40). «Mayor que éstos no hay mandamiento alguno» (Mt 12, 31). La exigencia del amor de Dios y del prójimo ya era conocida en el Viejo Testamento (Dt 6, 4-5; Lev 19, 18); pero había quedado sobrecargada por un matorral de interpretaciones humanas y casi imposibles de cumplir a causa de las «cargas difíciles e insoportables» (Mt 23, 4).

• El suceso de Cristo no es únicamente una ocasión para la fe; debe encerrar una irradiación y un esclarecimiento en una vida nuevamente motivada, capaz también de superar las barricadas de la adversidad. Que la nueva vida y pensamiento en y con Cristo es algo distinto de una aventura individualista enclaustrada, es de­cir, una tarea eminentemente social y que el amor de Dios no pue­de separarse del amor al prójimo ni viceversa, lo demuestra con toda claridad la parábola del buen samaritano. Amor al prójimo sin amor

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a Dios es un horizonte humanitario muy peligroso. Pero el amor al prójimo puede también ser un amor a sí mismo camuflado, si uno solamente por motivos egoístas de la salvación se preocupa del compañero que sufre, diciendo al efecto: «Yo te quiero», cuando, sin embargo, en realidad quiere significar: «Yo me quiero a mí (y también ciertamente mi salvación eterna), y por ello te necesito a ti». Entonces el amor al prójimo quedaría degradado a un «medio» egoísta y el colega sería olvidado para poder subir más arriba por la escalera de la salvación.

• La descripción de los sucesos sobre el camino «de Terusalén a Jericó» (Le 10, 30) de unos 27 kilómetros de largo y superando los 1.000 metros de altura, posee una monotonía intencionada, que por un lado quiere recalcar la grave culpa del sacerdote y del le­vita (por dos veces se afirma en fórmula estereotipada: «... al verlo, dio un rodeo y pasó de largo»: Le 10, 31-32), por otro lado, quiere aclarar la manera completamente distinta de pensar y de tratar por parte del samaritano («. . .el verlo, le dio lástima» [Le 10,33]). Sacerdotes y levitas son representantes del culto en el templo, pero al mismo tiempo símbolo de corrección religiosa y de celo, a los cuales, sin embargo, les falta una cosa necesaria: el dar una contes­tación espontánea de amor fraterno y de misericordia a la llamada inesperada de Dios. Los hombres encarcelados en la jaula de sus deberes religiosos pueden resultar, con demasiada facilidad, ciegos y ajenos a las necesidades emergentes de pronto en los demás cole­gas. Mientras se tiene presente un servicio oficial y se le consuma con perfección, a fin de agradar a Dios y tal vez a los hombres pre­sentes, en la reacción ante una necesidad inesperada y que emerge de repente se esclarece la verdadera calidad de un hombre.

• Lo que hace el Samaritano procede no solamente de un ex­traordinario amor al enemigo. El no sólo hace su deber mientras presta los auxilios humanamente concebibles a un colega necesita­do. El samaritano hace «más» de lo que pudo hacer. El que «cayó en manos de unos bandidos» (Le 10, 30) no es ya un extraño para él, se ha convertido en su colega, por quien él se preocupa con el mismo amor y disponibilidad que si fuera uno de sus familiares.

• Mediante un giro ingenioso y singular teológicamente, la pre­gunta original del escriba dirigida a Jesús: «¿Quién es mi prójimo?»

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se convierte en esta pregunta de Jesús al escriba: «¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos. de los bandidos?» (Le 10, 36).

«Mientras el escriba pregunta (Le 10, 29) por el objeto del amor (a quién debo yo tratar como compañero), pregunta Jesús (Le 10, 36) por el sujeto del amor (quién lo ha tratado como colega). El escriba piensa, arrancando desde él mismo, cuando pregunta: ¿Dónde está la frontera de mi obligación? Jesús le dice: Piensa arrancando del necesitado, colócate en su lugar, reflexiona sobre quién espera tu ayuda» (Joaquín Jeremías).

El caído en necesidad no solamente es objeto de pastoreo. El amor al prójimo es una contestación que el hombre da desde lo más profundo de su corazón transformado. El amor al prójimo del cris­tiano no se manifiesta en hechos exteriores. «Y aunque distribuyese todos mis bienes entre los pobres y entregase mi cuerpo a las lla­mas, si no tuviera caridad, de nada me sirve» (1 Cor 13, 3).

El amor al prójimo del cristiano tiene «un nuevo ojo», pues ve al Señor en el compañero. «En verdad os digo que cuantas veces hi­cisteis esto a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40).

El amor al prójimo del cristiano es el profundo cuidado de que un colega, en una necesidad temporal, no yerre en el amor y bondad de Dios, convirtiéndose de esa manera su necesidad temporal en eterna. El amor al prójimo del cristiano es, en última instancia, la frágil preocupación humana, juntamente con Cristo, por la feli­cidad terrena y eterna precisamente de aquellos colegas que por voluntad de Dios han caído en nuestro camino de la vida y, conse­cuentemente, en nuestra común responsabilidad.

16.° Domingo

Primera lectura: Gen 18, l-10a Segunda lectura: Col 1, 24-28 Evangelio: Le 10, 38-42

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A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La primera lectura informa sobre una misteriosa visita en casa de Abraham «junto a la encina de Mambré» (Gen 18, 1). Se trata de algo más que de una amistad entre huéspedes al estilo oriental. Des­pués que se ha llevado ya a cabo la promesa de la tierra por parte de Dios, sigue ahora la promesa de un hijo. El texto mismo arroja algunas rarezas. En Gen 18, 1 se habla en singular de las apari­ciones del «Señor», mientras en Gen 18, 2 gira la conversación, muy inesperadamente, de «tres hombres». En la interpretación escritu-rística de la primitiva cristiandad, este texto fue a menudo interpre­tado del misterio de la Trinidad. También el ruso Malermónch An-drej Rubljow (1360-1430) ha intentado representar, en uno de sus más famosos iconos, la compañía a la mesa del Dios Trino; esta obra de arte fue realizada en Sagorsk para el monasterio de la Tri­nidad.

En la segunda, toma la palabra el apóstol Pablo. El ve en sus penas y persecuciones la implantación actual de la cruz de Cristo y, al mismo tiempo, una «actualización de la Iglesia» (Günther Schiwy). La tarea de su vida consiste en dar a conocer «la gloria y la rique­za que este misterio encierra para los gentiles» (Col 1, 27), «para que todos lleguen a la madurez en su vida cristiana» (Col 1, 28).

El Evangelio presenta una etapa del relato de viajes de San Lucas. El pensamiento central de este relato hay que localizarlo en lo de «sólo una (cosa) es necesaria» (Le 10, 42). Jesús alude a la orde­nación definitiva de categorías y valores en el reino de los cielos que, ciertamente, no debe ser inquietada a causa de las lógicas pre­ocupaciones en torno a las conveniencias terrestres.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 10, 38-42)

Se trata de un relato exclusivo de Lucas que permite presentar a Jesús en calidad de huésped, manteniendo de ese modo la ambien-tación de viaje. Si se trata de la aldea de Betania no nombrada por su nombre (Jn 11, 1 ss.; 12, 1 ss.), donde Jesús fue recibido en casa de Lázaro y de sus dos hermanas, Marta y María, no se puede afir­mar con seguridad. Pero lo viene a afirmar la alusión en la parábola

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del buen samaritano al hablar del camino que va de «Jerusalén a Jericó (Le 10, 30) pasando por Betania, que se encontraba en las cercanías inmediatas de Jerusalén.

Entre los bastidores de este texto, que recibió su versión definitiva en medio de las comunidades helenísticas de los posteriores tiempos apostólicos, se deja escuchar la importante significación del anun­cio de la palabra. María se convirtió en símbolo de la comunidad de la primitiva cristiandad, «que, sentada a los pies del Señor, escu­chaba su palabra» (Le 10, 39).

E s b o z o d e l a n u n c i o

• La vieja exégesis eclesiástica ha descubierto en ambas mujeres, María y Marta, dos tipos de piedad: María, símbolo de la vida con­templativa - Marta, símbolo de la vida activa. Marta está totalmente entregada a su diaconado (Le 10, 40) de amistosa recepción del huésped. María es todo oídos ante las palabras del Señor.

• María parece perderse malamente en sus trabajos de mujer de casa, mientras María, que se encuentra cómoda, dejando sola a su hermana en los trabajos de la cocina, queda extraordinariamente bien. Se explica claramente en el texto la ira de Marta para con su «perezosa» hermana María. ¿No debería Marta, la laboriosa ma-drecita de casa, provocar en Jesús incluso una reprimenda no for­mulada, pero, sin embargo, nada desatendible?

Pero se haría injusticia al texto si se pretendiera contemplar en él una descalificación de los trabajos profesionales o de las amas de casa. Jesús subraya una intención muy distinta: quiere abrir la mi­rada hacia esa ordenación de condiciones, valores y motivaciones, que solamente está determinada por la llegada del reino de Dios.

• Para cuando Jesús venga entre los hombres, no se trata de es­bozar un banquete bueno y completo. Jesús quiere entrar en con­versación con los hombres. Pero una conversación tal, únicamente es posible si los hombres se toman para ello tiempo y descanso. La palabra de Dios no puede escucharse por las exterioridades. Ella reclama la más tensa concentración del hombre entero. Para el en­cuentro con la palabra de Dios debe, precisamente el hombre mo-

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derno, que se encuentra en un mecanismo ético, quedando no raras veces atado por obligaciones para con los demás, poseer tiempo siempre nuevamente. Tener tiempo significa, en última instancia, reservarse tiempo para Dios.

17.° Domingo

Primera lectura: Gen 18, 20-32 Segunda lectura: Col 2, 12-14 Evangelio: Le 11, 1-13

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

El tema del encuentro de Dios con Abraham, que ya se trató el domin­go pasado, viene repetido en la primera lectura del domingo de hoy. Encanta a la manera de un mercader entre beduinos, cuando se si­gue la conversación de Abraham con Dios. No se trata, por lo que a Abraham se refiere, de un emolumento personal. Abraham se atreve a regatear con Dios desde los «50 justos» (Gen 18, 24), pasando por 45 (Gen 18, 28), hasta 40 (Gen 18, 29), 30 (Gen 18, 30), 20 (Gen 18, 31) y finalmente 10 (Gen 19, 32). Abraham se muestra cier­tamente un tenaz regateador. Pero no habría que olvidar que este texto se sitúa en un magnífico horizonte religioso, dejando patente una honda confianza en la bondad y disponibilidad para la conci­liación por parte de Dios, pero también en la fuerza de la intercesión humana.

En la segunda lectura se habla del amor perdonador de Jesucristo Redentor. Mientras se desploma sobre Sodoma y Gomorra la ruina (porque ni siquiera se encontraron 10 justos), el Crucificado «borra el protocolo que nos condenaba con sus cláusulas y era contrario a nosotros... clavado en la cruz» (Col 2, 14). Pero sobre todas las cul­pas, aun las mayores, se ha erguido la cruz de Cristo, como señal de perdón y de esperanza.

El Evangelio recoge el pensamiento de la plegaria que ya apareció en la primera lectura. Precisamente en los tiempos actuales, en los cua­les tantos hombres ya no saben recurrir con la oración, sin acertar

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a explicarse la significación de la plegaria, invita el texto del Evange­lio de hoy a una saludable consideración sobre el sentido y posibilidad, sobre la necesidad y bendición de la plegaria.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 11, 1-13)

No hay que pasar por alto el empalme de esta perícopa con el texto in­mediatamente precedente (Le 11, 38-42). Por vez primera se deja es­cuchar entre los oyentes de los discursos del Señor, cómo el hombre debe hablar con Dios y cómo debe presentarle al Señor sus demandas. El texto presenta una triple desmembración:

Le 11, 1-4 : Padrenuestro en la versión de San Lucas, de cinco peticiones únicamente,

Le 11, 5-8 : Parábola para ilustrar la plegaria apremiante, Le 11, 9-13: Serie de frases hechas sobre la necesidad y fruto

de la oración de súplica. Esta parte del texto pre­senta una concordancia casi literal con Mt 7, 7-11 y podría suponer una fuente de origen común (Q).

E s b o z o d e l a p r e d i c a c i ó n

• La breve versión del Padrenuestro que trae el Evangelio de San Lucas, tras de la cual J. Jeremías sospecha «una enseñanza de oracio­nes impuestas a los cristianos de origen pagano», presenta una con­signación de plegarias por parte de Jesús que, por un lado, abarca los bocetos de la comunidad salvífica neotestamentaria (de los que no hay que sustraer la orientación escatológica sobre las necesidades terrestres) y, por otro lado, quiere liberarlos de una «rutina» dema­siado fácil. La oración del Señor pertenece a las mejores preciosida­des y a la herencia común de toda la cristiandad.

• La espolvoreada parábola del amigo importuno (Le 10, 5-8) con-•tiene una doble aserción: en primer lugar, ha de ilustrarse la porfía del amigo importuno. El segundo (pero categórico desde un princi­pio) acento, expone la predisposición para el auxilio por parte del ami­go ( = Dios). Se trataba originariamente de una parábola de consuelo, que quería estimular precisamente a aquellas personas que inespe-

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radamente hallaran sumidas en una gran necesidad o que hubieran permanecido largamente sin ser oídas.

• La serie de refranes estructurada catequéticamente devuelve la forma de súplica al mensaje de Jesús, la cual hoy es practicada casi en exclusiva por muchísimos cristianos y por no pocos fuertemente criticada. ¿Cómo encajar la plegaria de súplica en la omnisciencia y providencia de Dios? ¿Realiza la petición humana una corrección en el plano divino? La petición del hombre se halla ya «calculada» por la omnisciencia de Dios dentro de sus planes providenciales. Por medio de la plegaria del hombre viene únicamente a cumplirse lo que ya había sido previamente incluido en los planes de la omniscien­cia divina.

Pero no debe ocultarse que supondría una abreviación y minimiza-ción de la oración cristiana, si se la hiciera constar exclusivamente de la oración de súplica. Con bastante frecuencia ostenta la oración de súplica aspectos abundantemente individualistas y egoístas. La oración cristiana abarca una gran amplitud de matices, en la que junto a la plegaria de petición deben ocupar un puesto importante y abundan­te la oración de alabanza, de acción de gracias y de arrepentimiento. La oración de súplica se entiende falsamente si se quiere dejar al hombre sólo pasivamente para que sólo Dios entre en actividad. Nos­otros no queremos informar a Dios, sino que queremos hacernos ca­paces para lo que Dios, por nuestro medio, desee realizarlo en este mundo. Pedir por la paz siginifica dejarse llenar por el gran afán de paz, que se encuentra en el corazón y en el amor de Dios, hasta que ese deseo de paz llegue a su auténtica realización en nosotros mismos y en nuestro ambiente. La última intención de la plegaria de petición no es la verificación de un deseo o de un afán humano. Orar quiere decir más bien ponerse a disposición de Dios, para que él con nosotros y por medio de nosotros pueda realizar lo que es útil para la paz, para la felicidad, para la alegría y para la eternidad.

18.° Domingo

Primera lectura: Ecl 1, 2; 2, 21-23 Segunda lectura: Col 3, 1-5. 9-11 Evangelio: Le 12, 13-21

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A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La frase hoy no escuchada con gusto sobre la transitoriedad y vanidad del mundo hay que oírla en la primera lectura. Este texto de la lite­ratura sapiencial veterotestamentaria sería, sin embargo, falsamente interpretado si se quisiera ver en él un programa de menosprecio y de pesimismo ante el mundo. Antes bien, debe encarecerse fuertemente que este mundo no es estación final del afán humano. El hombre as­pira ciertamente al triunfo, a la ciencia, al reconocimiento, a una ca­rrera. Pero no hay que olvidar lo que viene cuando pasan los años de la vida terrena. Quien aderezó su vida únicamente para este mundo, la programó falsamente.

En la segunda lectura se expresan también el sentido y la meta de la vida humana: «Aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra» (Col 3, 2). El cristiano conoce ciertamente las distintas formas de la preocupación mundana. Pero las preocupaciones mundanas que sur­gen cada día no deben cegarle para las cosas últimas, que en el hori­zonte de la historia terrestre aparecen por vez primera.

La misma intención presenta el Evangelio. El hombre terrestre, avaro, ve el mundo (para expresarlo con una comparación) sólo en la pers­pectiva de una cámara dispuesta para la fotografía de cerca. En de­talle aparecen ciertamente los perfiles de las cercanías de este mundo, pero borroso y sin perfiles el panorama que yace detrás, más allá. «Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes» (Le 12, 15).

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 12, 13-21)

La parábola del cosechero rico, pero imprudente, es un relato en exclu­siva de San Lucas y procede del así llamado gran suplemento (Le 9, 51-18, 14). La parábola ha recibido su finalidad, así como su valoración de las dos frases angulares, pues en Le 12, 13-15 se deja "escuchar la abertura que señala el motivo, mientras en Le 12, 21 se descubre la realización del resultado final.

La parábola presenta una doble «aplicación a la vida», es decir, «apli­cación a la vida de Jesús», por el hecho de expresarse fuertemente la prioridad de la salvación eterna sobre las posesiones terrestres. Ade-

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más se permite también —recuérdese la versión tardía del Evangelio de Lucas tras el año 80 después de Cristo— hablar de una «aplica­ción a la vida de la comunidad de la primitiva cristiandad». Como quiera que la espera de la parusía apasionada de los principios ha­bía pasado ya ampliamente y los cristianos tenían que habérselas en este mundo, consideró el evangelista Lucas como tarea de su anun­cio el colocar en el corazón de sus lectores la venida pronta y sor­prendente del Kyrios escatológico («esta noche te van a exigir la vida»: Le 12, 20).

Tal vez ha sido también enmarcada en este texto una glosa de crítica social, cuando el evangelista Lucas, bajo la comparación y en el cua­dro, a manera de ejemplo, del rico cosechero, apunta a aquellos ricos cristianos que poseían ciertamente rango y nombre en las comunida­des de la primitiva cristiandad, pero venían a fallar de modo punible en las naturales posibilidades de ayuda frente a los miembros de la comunidad de pobres y necesitados.

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• Sorprende que el rico cosechero, ante la vista de una buena cose­cha, no sepa agradecer la bondad del Creador. Está muy poseído por la preocupación de colocar la rica cosecha de la manera más rápida y segura posible en graneros nuevos y mayores. En los momentos de éxito olvida el hombre muy frecuentemente que no se da felicidad alguna terrestre sin una buena dosis de participación divina. La co­secha extraordinaria le hace al hombre ciego ante el Dador de todos los bienes.

• La prosperidad exterior provoca en lo religioso una especie de lujoso despilfarro. El hombre se anega formalmente en las preocupa­ciones terrestres. Piensa que tiene que afirmarse y asegurarse todavía por muchos años. Ahora, así piensa él, es un ser independiente de todos, de los demás hombres igual que de Dios. Demasiada osadía resuena en las palabras: «Hombre, tienes bienes acumulados para muchos años: túmbate, come, bebe y date buena vida» (Le 12, 19).

De ese modo se consuma la sublevación y la protesta contra la con­dición de criatura y por ello contra la dependencia de los hombres de Dios. Este hombre lleno del espíritu pelagiano ya no cree tener

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necesidad de pedirle algo a Dios. Si no vive contra Dios, busca, sin embargo, organizar su vida y su futuro sin Dios.

• La confianza en sí mismo y la despreocupación escatológica son características del «necio» (Le 12, 20). El juicio de Dios llega, cuan­do no se le espera: «esta noche» (Le 12, 20). «¿Qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma?» (Mt 16, 26). Cier­tamente el cristiano abriga una misión divina: recibir el cosmos en su configuración e insertarlo en la realización salvífica de la reden­ción (consecratio mundi). Pero en modo alguno la misión del cris­tiano sobre el mundo debe separarse de la preocupación escatoló­gica, pues sin esta preocupación escatológica la función del hombre se convierte con demasiada facilidad en «un baile y un becerro de oro», como reza el materialismo terrestre.

19.° Domingo

Primera lectura: Sab 18, 6-9 Segunda lectura: Heb 11, 1-2. 8-19 (Heb 11, 1-2. 8-12) Evangelio: Le 12, 32-48

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La primera lectura nos familiariza con un fragmento de la literatura sapiencial veterotestamentaria, en el que los acontecimientos de la salida de Egipto se celebran en tono de agradecimiento. El pueblo veterotestamentario de Israel ha experimentado siempre que su fama se funda en el llamamiento (Sab 18, 8) de Dios. El pueblo de Israel se ha abierto un puesto en el libro de la historia, no por medio de directrices filosóficas o culturales, sino únicamente por el camino re­ligioso que él ha recorrido con su Dios de la alianza. La contestación humana a la inmerecida gracia del llamamiento es la confianza frente a la «ley divina» (Sab 18, 9).

La segunda lectura habla de la fe de Abraham, patriarca del pueblo de Israel. La promesa del hijo (Isaac) y de la tierra (He 11, 8. 11) se cumplió porque Abraham se confió fielmente al liderato de Dios. Por eso Abraham se ha convertido para todos los tiempos en el gran cua-

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dro-guía de la fe —padre de los creyentes—, el que siempre puso su confianza en la palabra de Dios, tanto en las horas de felicidad como en las pruebas más duras.

En el Evangelio se lee un capítulo expresivo sobre la vigilancia cris­tiana. El evangelista Lucas quiere prevenir contra una excesiva co­modidad y contra la ceguedad escatológica a la comunidad cristiana de los tiempos posteriores de la primitiva cristiandad, que parecía olvidar el retoro de Cristo y que reservaba los sucesos de los últimos días no para la propia, sino para la generación siguiente. Uno se sonríe del fanatismo y de los plazos finales del adventista, siempre en nuevo aprieto. El domingo de hoy podría, sin embargo, expresar plás­ticamente que por doquier, cuando se quisiera arrancar la tensión escatológica y su predisposición, habría que practicar en el mensaje cristiano notables restricciones. La vida humana no es un viaje a lo que salga y a lo incierto, sino que encierra una meta anunciada por Cristo mismo. «... llegará el amo de ese criado el día y a la hora que menos lo espera» (Le 12, 46).

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 12, 32-48)

El fragmento sobre la implantación de la comunidad de discípulos en el mundo (Le 12, 1-53) posee su punto álgido en la advertencia sentenciosa para la vigilancia (Le 12, 35 ss.). Detrás de la frase «pe­queño rebaño» (Le 12, 32) puede localizarse un aliento de decepción, que comenzó a entorpecer a los cristianos de la saliente era apostó­lica, porque la expansión del mensaje cristiano para las ciudades fue más lento de lo que se esperaba; « ¡No temas, pequeño rebaño! » (Le 12, 32). Abiertamente se ha rebajado también la tensión escato­lógica caliente en un principio. Se habían avenido ya con la dilación, tal vez incluso con la no venida de la parusía y se dirigía nuevamen­te la mirada hacia la tierra y hacia los negocios de este mundo. Se sentían ya liberados de ese sueño alpino escatológico bajo el que yacía la primera generación cristiana. Ciertamente se creía todavía en la venida del Señor, pero el acontecimiento de la vuelta del Señor se había convertido en un artículo de fe de segunda categoría.

La apremiante prevención de la vigilancia escatológica establece, por lo demás, un criterio interno nada despreciable para la datación tar-

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día del Evangelio de Lucas (alrededor del 80 después de Cristo. No desconocido es asimismo el hilo temático de unión en diagonal con respecto a las siete cartas del Apocalipsis de Juan (Ap 2, 1-3, 22).

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• La cristiandad actual debe darse cuenta del hecho del «pequeño rebaño» (Le 12, 32). El realismo siempre ha sido punto fundamental de los cristianos. La era de la Iglesia popular cristiana y de la Igle­sia masiva va a su fin. Al presente viene una fase de silenciosa defec­ción de fe, una emigración al silencio religioso; pero al mismo tiem­po, se delinea una era de un cristianismo resolutivo, A pesar de todos los esfuerzos financieros y personales en el sector misional, retrocede el número de cristianos. Una razón de ello es también la explosión de la población entre los pueblos africanos no cristianos. Mientras los cristianos alcanzaban aproximadamente la mitad de la población mun­dial en el año 1850, decreció hasta una tercera parte por el año 1950; en el año 2.000 serán los cristianos únicamente una sexta parte de la población mundial.

• El cristiano experimenta casi a diario que se encuentra a solas con su fe. La situación de diáspora se ha convertido en una señal de la actual cristiandad y justamente de la futura. « ¡No temas, pequeño rebaño! » Anteriormente uno debía decidirse por el ateísmo; hoy día debe decidirse por el cristianismo. ¿Es deplorable que hayan pasado los tiempos de avanzadas y coyunturas en común en el campo reli­gioso?

• La coexistencia de los cristianos con personas que piensan de manera distinta en temas mundiales y políticos deduce su fuerza y disponibilidad para el diálogo del conocimiento de la transcendencia. El cristiano conoce, sin duda, su tarea sobre el mundo. El se preocupa por la capacidad de competencia del mundo, pero no pierde jamás de vista la orientación de su vida hacia el más allá, así como la del cosmos en su totalidad. El pone su misión «no en ocultar que el mundo pasa, sino en santificar el mundo que pasa» (G. Kurth).

• Jesús empeña la palabra de que volverá a su comunidad de la sal­vación. Con la seguridad de este acontecimiento se conecta la inse­guridad del tiempo. El evangelista Lucas, sin embargo, previene ex-

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presamente contra la creencia de que sea precisamente el interés el motivo de lo desconocido del tiempo. Como quiera que la venida del Señor, aunque inesperada, se presentará como un relámpago desde el cielo sereno, la consecuencia de la promesa de Cristo ha de situar­se en una muy tensa preparación.

Llama la atención que en un tiempo, en que las predicciones profa­nas del futuro, con sus vistosas adivinaciones, mantienen en tensión a muchos, sobre todo entre la gente joven, la predicción religiosa del futuro que se encuentra en la Biblia apenas interesa. Estad prepara­dos; eso es todo.

20.° Domingo

Primera lectura: Jer 38, 4-6, 8-10 Segunda lectura: Heb 12, 1-4 Evangelio: Le 12, 49-53

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La primera lectura proporciona una mirada a la suerte del profeta Je­remías, quien profetizó durante el gobierno del rey Sedecías en el reino del sur de Judá (597-586 antes de Cristo). Jeremías profetiza la rápida ruina, que efectivamente se abatió pocos años después sobre Jerusalén y todo el reino del sur (586 antes de Cristo) y llevó a la cautividad de Babilonia porl os extravíos del pueblo judío (586-538 an­tes de Cristo). El profeta Jeremías debió experimentar que la misión de Dios podía convertirse en una dura carga, encontrando no raras veces la persecución y el desconocimiento por parte de los hombres.

En la segunda lectura se habla de Jesús, «que inició y completó nues­tra fe» (Heb 12, 1), quien de modo más acre que el profeta Jeremías «soportó la oposición de los pecadores» (Heb 12, 3) contra sí mismo. Como Cristo dio hasta lo último, así también el cristiano es apremiado a recorrer el camino del sufrimiento sin perturbarse por las «pedra­das» de sus colegas y hacer frente al mal en todas sus variedades y ocultamientos.

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La suerte del profeta Jeremías (primera lectura) y del Hijo de Dios crucificado (segunda lectura) presenta una última posibilidad para la existencia humana, a la que hace referencia el Evangelio de hoy.

Seguimiento de Cristo supone continuidad de sufrimientos, de con­flictos, e incluso de enemistades hasta el recinto más estrecho de fa­miliares y conocidos. «¿Pensáis que he venido a traer al mundo la paz? No, sino la división» (Le 12, 51). El sí y el no para con Cristo viene a ser hoy, no raras veces, como una dolorosa riña entre fami­lias, pues Cristo es y continúa siendo la piedra de toque por la que se contradistinguen las almas de todos los tiempos.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 12, 49-53)

La violenta expresión sobre la misión de Jesús y sobre la suerte de sus fieles es interpretada muy distintamente por los exegetas. Rudolf Bultmann ve en ella un producto de la teología comunitaria e intenta interpretar los fragmentos sueltos de este texto (Le 12, 49) incluso recurriendo al mito gnóstico de la redención. Joachim Jeremías, como también Johannes Weis, ven por el contrario, tras de este texto, tras­lucida todavía, la primitiva versión aramaica y hablan terminantemen­te de un autotestimonio de Jesús. Walter Grundmann acentúa el lugar de la historia de la salvación de este texto en un gran empalme con el vieja de Jesús para la pascua de la muerte, inclinándose a ver en el evangelista Lucas al autor de estas palabras.

E s b o z o d e l a n u n c i o

• La frase: «Yo he venido a prender fuego en el mundo» (Le 12, 49), echa por tierra todos los clichés dulzones, como aparecieron sobre Jesús en el arte nazareno del siglo pasado. Verdaderamente perte­nece a nuestro tiempo el liberar la imagen de Jesús de las pinturas romántico-pietistas excesivas. Con Cristo alcanza la necesidad apo­calíptica un punto cumbre casi imposible. El acontecimiento de Cristo trae intranquilidad y yerros al mundo. El obliga a los hom­bres a tomar claras decisiones, provocando no raras veces un amar­go enfrentamiento entre las viejas y las jóvenes generaciones. ¿No se siente precisamente la joven generación tocada por este Cristo que aferra y compromete?

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• Pero la fuerza explosiva de la gracia de Cristo resultará eficab, si penetra el Señor mediante el bautismo de sangre de la crucifixión (Le 12, 50). La obra redentora de Cristo trae ciertamente la paz, pero no una «perezosa» paz de comodidad y de compromiso. La ver­dadera paz de Cristo, por el contrario, se obtendrá en su plenitud por vez primera cuando haya llegado la historia del mundo a su meta suprema de la vuelta del Señor. Sin embargo, en la tensión de los tiempos actuales, que median entre la vida terrena y la vuelta de Jesús, participan los cristianos en la suerte del desconocimiento y de la desavenencia. El cristiano convencido se convierte automá­ticamente en «piedra de toque» dentro de un ambiente religioso in­diferente o de milicia atea. El es un amenazador desagradable y ás­pero contertulio, cuya convicción religiosa y constancia se la que­rría orillar, poniéndose la etiqueta de «intolerancia».

• El evangelista Lucas no oculta la dolorosa situación con la que carga el cristiano por su fidelidad a Cristo. Quien sufre por amor de Cristo, debe ver en ello una «ratificación de la rectitud» de su fe y del camino de su vida. Se encuentra realmente en continuidad ininterrumpida con Cristo, el crucificado. Ser cristiano significa crear una plaza para Cristo sufriendo y consumiéndose.

21.° Domingo

Primera lectura: Is 66, 18-21 Segunda lectura: Heb 12, 5-7. 11-13 Evangelio: Le 13, 22-30

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La primera lectura está tomada del último capítulo del Trito-Isaías, que vivió y escribió en la época postexílica (tal vez se oculte detrás un grupo de escritores en equipo). Queda esbozado un cuadro gran­dioso de la universalidad de la salvación. El «monte santo» (Is 66, 20) es símbolo de la veneración divina, a la que juntamente con el pueblo de Israel veterotestamentario se encuentran llamados todos los hombres.

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La segunda lectura habla de las pruebas que Dios permite que re­caigan sobre los hombres. Una edad en la que se alaba la pedago­gía de la confianza, podría tropezar con el estilo autoritario de edu­cación por parte de Dios, cuando se dice: «Porque el Señor repren­de a los que ama y castiga a sus hijos preferidos» (Heb 12, 6). Este modismo procede, sin embargo, de los hábitos patriarcales del Vie­jo Oriente, articulados muy distintamente. La declaración religiosa, que se sitúa detrás de ese medio embalaje literario aclarará el signi­ficado de las pruebas y sufrimientos en el gran horizonte de la pro­videncia divina. Por el texto resulta claro que detrás de todas las persecuciones y amarguras de este mundo no se encuentra un Dios-tirano que castiga con alegría sádica, sino un Dios-Padre preocupa­do y amoroso.

El Evangelio no silencia que supone un gran esfuerzo el lograr la salvación: «Esforzaos en entrar por la puerta estrecha» (Le 13, 24). Todavía están abiertas las puertas de la gracia de Dios. Quien, al presente, dude de la bondad perdonadora de Dios, encontrará per­dón y salvación. «Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta» (con la muerte o respectivamente con el fin del mundo) (Le 13, 25), habrá pasado definitivamente el tiempo del divino ofre­cimiento.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 13, 22-30)

El discurso escatológico de Jesús —algunos exegetas ven Le 13, 24 solamente «como posiblemente segura frase de Jesús (E. Hirsch), siendo los restantes versículos obra de la comunidad— es incrustado en el segundo fragmento del peregrinar de Jesús hacia Jerusalén (Le 13, 22). Ello es posible por el hecho de que la pregunta intro­ductoria (Le 13, 23) alude a la actividad redaccional del evangelista Lucas, para poder ofrecer las distintas frases sueltas de Jesús con una cohesión mayor.

El texto ha recibido, en la redacción de Lucas, una acentuación que brota de «el puesto en la comunidad cristiana de origen pagano», pues en lugar del expulsado del reino de Dios se sientan otros, es a saber los cristianos de origen pagano, a la mesa de Dios.

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E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• El reino de Dios reclama de los hombres la mayor contribución de todas sus fuerzas. La frase de «la puerta estrecha» (Le 13, 24) no puede trocar su significado en el sentido de la doctrina de la predestinación. La frase: «Muchos intentarán entrar y no podrán» (Le 13, 24) podría descorazonar. Pero no ha de interpretarse única­mente por el contexto y no ha de entenderse como un descorazona­miento. ¿En qué consiste el intento de lograr el reino de Dios? Aque­llos que meramente se reclaman al hecho de que «hemos comido y bebido contigo y tú has enseñado en nuestras plazas» (Le 13, 26), simplemente han conocido a Jesús, pero no han transformado su vida bajo el imperativo de la llamada de Jesús. El reino de los cielos sufre violencia. No basta felicitarse por haber sido colegas de Jesús o simplemente por haberle escuchado a él. Jesús debe encontrar un eco en la vida de los hombres. Conocer a Jesús significa cambiar la vida.

• A cada hombre le ha impuesto Dios un término, pues su obrar tiene un fin. El que hasta su separación de este mundo no se ha «alojado» con Jesús (es decir, Jesús no le ha dado entrada), encuen­tra en el más allá una puerta cerrada y debe escuchar la amarga res­puesta: «No sé quiénes sois» (Le 13, 27). Con honda seriedad quie­re afirma el evangelista que no existe para el cristiano mayor tarea que el esforzarse a diario por el reino de Dios con las fuerzas ínte­gras y crecientes.

• Pertenece a las dolorosas experiencias de Jesús y también de la Iglesia de la primitiva cristiandad, el que aquel pueblo que durante siglos se había preparado para la venida del Mesías, en la hora de­finitiva de la historia se endureció y apartó la mirada de Jesús. No basta recurrir a Abraham, Isaac y Jacob (Le 13, 28). Solamente el que incluye fuertemente a Cristo en su fe, participa de las prome­sas que diera Dios a los patriarcas: «El sentarse a la mesa de los pueblos juntamente con los patriarcas significa que los pueblos pa­ganos llegarán a ser miembros del pueblo de Dios en la plenitud» (Walter Grundmann).

• La señalación «últimos» (Le 13, 30) contiene, sin embargo, una consoladora promesa, que aquellos que propiamente «los pri-

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meros hayan obtenido una entrada anticipada en el reino de Dios, no serán excluidos radicalmente y para siempre. Ellos serán simple­mente puestos de nuevo en la fila y entrarán a formar parte del reino de Dios en calidad de «últimos».

22.° Domingo

Primera lectura: Eclo 3, 19-21. 30-21 Segunda lectura: Heb 12, 18-19. 22-24a Evangelio: Le 14, 1. 7-14

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

Lo que en el texto sapiencial de la primera lectura se expresa, ha sido ornamentado por el poeta alemán Wolfgang von Goe­the (1749-1832) con la frase de que es tarea de los hombres «el dar por explorado lo explorado y lo inexplorado respetarlo tran­quilamente». El misterio de Dios no se abre, en modo alguno, a la intervención fresca y distanciada del especular del entendimiento. La experiencia de Dios es, en última instancia, una gracia que no se puede arrancar. El hombre, no se puede preparar únicamente con un corazón creyente para el encuentro de Dios.

La segunda lectura enfrenta los estilos de vida judío y cristiano. El acontecimiento de Dios en el monte Sinaí (Heb 12, 18-19) palidece, sin embargo, frente a «la Jerusalén del cielo... y a la congregación de los primogénitos inscritos en el cielo» (Heb 12, 22-23). Jesús mismo, el Hijo de Dios encarnado, es «el Mediador de la nueva alianza» (Heb 12, 24), que ha invitado a «la fiesta de la amistad» (Heb 12, 22), de la eternidad.

También el Evangelio habla de una invitación a la mesa, la cual, sin embargo, se iniciará tras la resurrección de los justos (Le 14, 14). •No se trata en estos versículos de cuestiones de protocolo o de es­peranza. La afirmación terminante alude más bien a la humildad no amanerada (Le 14, 11) y a la natural disponibilidad frente a po­bres, lisiados, cojos y ciegos (Le 14, 13). «Dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos» (Le 14, 14).

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D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 14, 1. 7-14)

El texto, relato en exclusiva de San Lucas, está tomado del así lla­mado «relato de viajes» del Evangelio de Lucas. El narra, en pri­mer lugar, un milagro de la salvación (Le 14, 1-6) y presenta la parábola de la selección de las plazas en el banquete de los hués­pedes (Le 14, 7-11). Ambos fragmentos, que poseen distintas metas teológicas del anuncio, se hallan unidos por el conjunto de Marcos y por el mismo círculo de personas («doctores y fariseos»: Le 14, 3). «Entró Jesús un sábado en casa de uno de los principales fariseos para comer y ellos le estaban espiando... Notando que los convida­dos escogían los primeros puestos, les propuso este ejemplo» (Le 14, 1. 7). Por ello se puede pensar que anteriormente el evange­lista Lucas unió, por medio de esta relación de cuadros, en un solo relato continuado, dos unidades originariamente distintas.

Puesto que el relato sobre la curación del hidrópico (Le 14, 2-6) está tomado del texto del Evangelio de hoy, no llega a efecto la discusión de Jesús con los fariseos sobre la casuística insulsa e hi­pócrita del sábado. Las palabras de Jesús se dirigen primeramente a los huéspedes invitados (Le 14, 7-11); luego, a continuación, al que invitaba (Le 14, 12-14). La situación del banquete encuentra su continuación en la parábola siguiente del gran banquete (Le 14, 15-24).

El versículo Le 14, 11 contiene un «logion» de Jesús (es decir, una de las reglas de vida que habían de escucharse frecuentemente en las comunidades de la primitiva cristiandad), que pueden también descubrirse en Le 18, 14 y en Mt 23, 13 y por ello no se le empal­mó desde un principio con la «regla de mesa» (Joachim Jeremías) de la elección de plazas en el banquete a los huéspedes.

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• La escena presenta la postura adusta y hostil que doctores y fa­riseos han tomado frente a Jesús: «...le estaban espiando» (Le 14, 1). Frente a Jesús se mueve cada vez con mayor claridad el poder de sus enemigos, lo que se puede inferir en las postrimerías de la vida pública de Jesús. Pero también hay que hacer notar, que

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Jesús ha superado a sus contrincantes, no dejándoles ningún argu­mento por el que pudieran citarle ante un tribunal religioso: «Ellos callaron... Y no podían replicar a esto» (Le 14, 4-6).

• El discurso de Jesús no ha de entenderse como una parábola, sino como un comentario de sobremesa. Los doctores y los fariseos, que incluso abogaban por la escrupulosa observación de la ley mo­saica, se muestran con ocasión de un banquete como crasos egoístas, que atrapan las honras exteriores y «escogían los primeros puestos» (Le 14, 7). Jesús quiere decir: precisamente en sábado debe mostrar­se el verdadero amor de Dios, en unión con una hermandad no fin­gida. Hay también un oficio religioso consistente en las buenas obras para con los demás hombres. No se puede hablar enfáticamente de honra de Dios, cuando al mismo tiempo se zahieren las más primi­tivas formas del proceder humano. Cristo marca la autojustifica-ción y arrogancia de los fariseos, que se sentaban en «los primeros puestos» (Le 14, 8), descalificando además a todos los restantes y erigiéndose en sus jueces.

• Quien ha sido invitado por Cristo a la mesa, debe poseer la vir­tud «del último puesto» (Le 14, 9). El debe saber que esta invita­ción se apoya en la gracia de Dios y no en humanos merecimientos. El hecho de que pueda estar cerca, es únicamente ocasión de ale­gría agradecida y comedida, que ha de alejarse de todo hálito de egoísmo o de propios merecimientos.

Sólo en la mano de Dios está el labrar nuestra «ganancia». Pues aun cuando hubiéramos hecho todo lo que el Señor nos encargó, hemos de afirmar: «Somos siervos inútiles; lo que teníamos que hacer, eso hicimos» (Le 17, 10).

• El «logion»: «El que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido» (Le 14, 11), que hay que conectar con Le 14, 14, ha de entenderse como una «prevención escatológica» (Martin Dibelius), que «invita a la renuncia a las reclamaciones autosuficientes ante Dios y a humillarnos delante de él» (Joachim Jeremías).

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23.° Domingo

Primera lectura: Sab 9, 13-19 Segunda lectura: Flp 9b-10. 12-17 Evangelio: Le 14, 25-33

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La literatura sapiencial veterotestamentaria, de la que está tomada esta primera lectura, ha presentado al rey Salomón (972-932 antes de Cristo) como imagen insuperable de la sabiduría israelita, de piedad y de prudencia.

La sabiduría fue con mucha frecuencia descrita de una manera per­sonificada, ofreciendo una comunidad de vida alegre y feliz (Sab 8, 16). La sabiduría celebrada en el Viejo Testamento no es una especulación filosófica, como en el pensamiento griego. Ella es la familiaridad con el pensamiento de Dios y la concordancia libre y alegre del hombre con Dios.

La segunda lectura procede de la más breve de las epístolas de Pablo, la epístola a Filemón. De tres hombres se habla en estas pocas lí­neas: de Pablo, el apóstol, de Onésimo, un esclavo desertor, y de Filemón, señor del esclavo Onésimo y del destinatario de la carta. Pablo se sabe unido en profunda amistad con Filemón, así como con el esclavo Onésimo. Pero a él le mueve el tema de la verdadera hermandad en Cristo, la cual debe ser voluntaria, para superar to­das las diferencias y discriminaciones sociales: «¿Puede el amigo ser esclavo del amigo?» (Günther Schwy).

El Evangelio habla de la seriedad del seguimiento de Cristo. «Quien no lleve su cruz detrás de mí, no puede ser discípulo mío» (Le 14, 27). La condición de cristiano no la puede uno explotar a su placer. Cons­tituye el acorde fundamental que penetra en todas las capas del pensamiento y de la vida.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 14, 25-33)

Sin que se hable del final del banquete (Le 14, 1-24), se agrega in­mediatamente una nueva escena del viaje de jesús a Jerusalén

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14

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(Le 44, 25), en la que «el pueblo en gran escala» forma el coro de los oyentes. Se trata de una recopilación de frases de Jesús, que en parte pertenecen a la totalidad de los sinópticos (Le 14, 26-27; véase Mt 10, 37-38; Le 14, 34-35 y cfr. Me 9, 5 y Mt 5, 13) y en parte son exclusivas de San Lucas (Lcl4, 28-32).

La redacción del discurso de Jesús resumido se divide en tres miem­bros:

Le 14, 33-35 : doble sentencia Le 14, 28, 32: doble parábola Le 14, 33-35 : doble sentencia

Entre los textos paralelos de los sinópticos ha situado el evangelista Lucas su relato en exclusiva. El texto del Evangelio de hoy finali­za con Le 14, 33, separando de ese modo la frase de la sal (Le 14, 34-35) de la composición de San Lucas.

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• El evangelista Lucas ha aprovechado la ocasión de su situa­ción de caminante en forma extraordinariamente hábil para agregar el texto del seguimiento de Jesús. Se trata, al efecto, de un empalme, así como de una precisación complementaria, cuando, en primer lu­gar, se dice del pueblo que «acompañaba a Jesús en el camino» (Le 14, 25) y luego sigue la formulación del «seguimiento» (Le 14, 27 y la de los discípulos (Le 14, 26. 27. 33). Seguimiento y conjunto de discípulos son algo más que un simple acompañar y andar juntos. Reclaman decisiones claras, dolorosas y perseverantes. «Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su ma­dre, y a su mujer y a sus hijos y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso, a sí mismo, no puede ser discípulo" mío» (Le 14, 26). La condición de discípulos de Jesús queda caracterizada por la «exclu­sividad del vínculo» (Frieder Schütz).

• Quien entra con los discípulos de Jesús, debe primeramente co­nocer las condiciones del seguimiento y, al mismo tiempo, saber que adopta la inseguridad de una situación limítrofe fija. El se­guimiento de Jesús debe ser bien sopesado. Se debe, de la misma manera que en la construcción de una torre (Le 14, 28-29) o en

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la preparación de una batalla (Le 14, 31-32), suministrar una abso­luta claridad sobre si uno es capaz realmente de superar los difíciles gravámenes. Ideas o sentimientos momentáneos no pueden, pues, deshacer el seguimiento de Jesús, sino solamente consideraciones secas, duras y autocríticas sobre si uno posee aún en las duras si­tuaciones posibilidades de resistencia y de estabilidad religiosa y en último término una indestructible confianza.

• Cuando el evangelista formula tan acremente las condiciones de seguimiento, puede reducirse a una situación extremadamente afila­da y crítica de las comunidades de la cristiandad primitiva, tal vez incluso a un cristianismo artificioso que falló en tiempos de nece­sidad y de persecución. Las lindes entre cristianismo y paganismo romano se han endurecido notablemente. Aun entre los cristianos parece haber sido necesario marcar una clara línea de seperación entre el tibio y el mediocre, que querrían llevar dos espaldas, y los que en el seguimiento de Cristo ponen en juego su herencia y su vida.

¡No la cantidad, sino únicamente la calidad de los cristianos es lo definitivo!

24.° Domingo

Primera lectura: Ex 32, 7-11. 13-14 Segunda lectura: 1 Tim 1, 12-17 Evangelio: Le 15, 1-32 (Le 15, 1-10)

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

El juicio amenazador, así como el amor de Dios perdonador, for­man la temática de la primera lectura que relata los acontecimien­tos veterotestamentarios en torno al becerro de oro. La frase clave, que constituye el denominador común teológico de todas las lec­turas del domingo de hoy, suena así: «Y el Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo» (Ex 32, 14). Con un fecundo giro antropomórfico se describe la inmerecida dis­posición de Dios para la conciliación.

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En la segunda lectura se alaban la misericordia de Dios y la longa­nimidad de Jesucristo (1 Tim 1, 16), de las que se hace participante Pablo, el «blasfemo, perseguidor y violento» (1 Tim 1, 16). «Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero» (1 Tim 1, 15).

No el hallazgo del perdido, sino la triple demostración del amor de Dios para con los pecadores constituye el punto central del Evan­gelio, el cual ofrece las tres parábolas clásicas de la oveja perdida (Le 15, 4-7), de la dracma perdida (Le 15, 8-10) y del hijo perdido (Le 15, 11-31).

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 15, 1-32)

El texto hay que contemplarlo como una composición literaria, en la que el evangelista Lucas ha resumido las tres parábolas de los perdidos (oveja, dracma e hijo). Mientras la parábola de la oveja perdida encuentra un paralelo en San Mateo (Mt 18, 12-14), las otras dos parábolas constituyen un relato en exclusiva de San Lucas. Para la finalidad teológica del anuncio, así como para la recta in­terpretación de esta parábola, hay que tener en cuenta el así llama­do «marco de introducción» (Le 15, 1-2), con el que quedan pre­sentadas las parábolas. Según Lucas, no se trata (como en el Evan­gelio de Mateo: Mt 18, 1) de una instrucción a los discípulos, sino de una controversia de Jesús «con los fariseos y los letrados» (Le 15, 2). Deben, pues, enfrentarse en claro contraste las maneras de pensar de los fariseos y la de Dios. Resulta típico para el Evan­gelio de Lucas, que se hable tan intensamente del amor de Dios, el cual precisamente está cerca y trae la salvación a quienes, conforme a la versión de los fariseos, se encontraban entre los perdidos y des­pedidos sin salvación posible.

Lo que Cristo frecuentemente recitaba en sus discursos: «A los an­tiguos se les dijo, pero yo os digo a vosotros», ha encontrado aquí, en el marco de la parábola, su plasmación. Dios piensa de manera distinta a como lo hacen los hombres.

Si se observa el círculo de oyentes de los fariseos gruñones y criti­cones y de los escribas (Le 15, 2-3), entonces arrojan estas tres pa-

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rábolas una justificación de la postura de Jesús frente a los peca­dores y a los discriminados sociales, pero al mismo tiempo, una in­terpretación de Jesús sobre sí mismo, pues, por su medio, se ha realizado el amor de Dios hacia los pecadores.

E s b o z o d e l a p r e d i c a c i ó n

• Jesús se presenta como el buen Pastor (Le 15, 3 ss.; véa­se Sal 23, 1-4; Jn 10, 11-18), que lleva en su corazón la vida de cada oveja. De esa manera penetra Cristo en la serie de pastores veterotestamentarios (Abraham, Isaac, Jacob y sus hijos, Moisés, Saúl y especialmente David, los perfecciona y los sobrepasa al mismo tiempo. En los libros proféticos los reyes, los jueves y los sacerdo­tes preferentemente fueron designados con el nombre de pastores. El motivo del pastor en el Viejo Testamento, que Jesús recoge ex­presamente, se halla en estrecha relación con el pensamiento de la alianza: «Porque El es nuestro Dios y nosotros el pueblo que El apacienta y el rebaño que El guía» (Sal 95, 7). En contraste con la dureza de corazón de los líderes humanos —escribas y fariseos— permite el Señor pastar en su prado a los pequeños, pudiendo los pobres reposar seguros (vg. Ez 34, 1-31).

• Jesucristo sorprende a los escribas y fariseos, recibiendo pre­cisamente con preeminencia en su comunidad de la salvación a aquellos que conforme a su interpretación eran los expulsados. Los justos y redimidos del Nuevo Testamento no debían considerar el cielo como reservado para ellos solos. Dios abruma con su ofreci­miento de gracias, con frecuencia, a aquellos que, entre los demás, habían sido catalogados para el reino de los cielos ya hace tiempo.

• Pertenece al misterio de la manera de pensar y de tratar de Dios el que precisamente se desarrolle la mayor actividad de su amor y de su misericordia donde el pecador se descamina de él. He aquí la paradoja de Dios santo, que él se halla en una tensión dialéctica para con el pecador, aumentando su amor para arrancar al hombre de su pecado. «Pero donde abundó el pecado, sobreabundó la gra­cia, para que, como reinó el pecado por la muerte, así también reine la gracia por la justicia para la vida eterna por Jesucristo nuestro Señor» (Rom 5, 20 s.).

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• La interpretación de las tres parábolas podría recibir una falsa acentuación, cuando se habla únicamente de una unilateral activi­dad de Dios (solus Deus-sola gratia) en la búsqueda de la oveja perdida, de la dracma perdida (unos 80 céntimos) y del hijo per­dido. Dios busca ciertamente al pecador y le ofrece siempre, de nue­vo, su gracia. Pero Dios no salva a los hombres sin los hombres. El pecador debe poseer esa honda disponibilidad para el cambio que se expresa en las palabras del hijo perdido: «Padre, he pecado con­tra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo» (Le 15, 18 s.). Es, por tanto, digno de subrayarse que también en el pecador debe darse una interna resolución, pues eso quiere decir en ambas parábolas, que en el cielo hay alegría «por un solo pecador que se convierte» (Le 15, 7. 10).

• La parábola del hijo perdido (sería más exacto decir «parábola del amor del Padre» y, todavía mejor, «parábola de la crítica sobre el amor del Padre») tiene que ser agregado a las parábolas de doble vertiente neotestamentaria (Mt 20, 1-15; 22, 1-14; Le 16, 19-31). Por tanto, viene a tratarse no solamente de la arrepentida vuelta del hijo perdido y de la alegría del padre, sino también de la dura protesta del hijo mayor, en la que se articulan la crítica al alegre mensaje de Jesús y al amor de Dios hacia los pecadores.

En el desusado modo de tratar del padre hay que reconocer que así se alegra Dios por la vuelta de los recaudadores y de los peca­dores. «El toque del comportamiento excitante y revelador de Jesús para con los pecadores... En cierto modo se encuentra aquí el cen­tro del Evangelio... Meta del anuncio debe ser que el cristiano aprenda a captar el nuevo modo de pensar de Dios y, en cuanto le sea permitido con la gracia de Dios, a colaborar en su perfección y consumación (Heinz Schürmann).

• El pensamiento de «alegría» (Le 15, 6. 7. 9. 10) se desparrama como un común denominador a lo largo de todo el Evangelio de Lucas. Ya el nacimiento de Cristo es «una gran alegría, de la que deben participar todos los pueblos» (Le 2, 10). Quien no ha en­contrado la alegría, no ha hallado a Cristo. El anuncio cristiano es mensaje de alegría, no de amenazas. Solamente se convertirá el buen Pastor en juez inexorable para aquellos que conscientemente han despreciado su amor.

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• Una palabra especial hay que decir sobre la reacción del herma­no mayor. ¿No se halla detrás de la protesta del que se queda en casa y modelo ejemplar un egoísmo profundo, aunque hábilmente camuflado, que teme perder al tener que participar con los demás la gloria y herencia del Señor?

La palabra de Jesús quiere hacer reflexionar a los fariseos de todos los tiempos e introducirlos en el conocimiento de la generosidad de Dios. Si Dios es tan amable, no puede el hombre enclaustrarse en un egoísmo crudo e individualista, pues en ese momento el hijo que queda en casa se convertiría en el hijo perdido.

25.° Domingo

Primera lectura: Am 8, 4-7 Segunda lectura: 1 Tim 2, 1-8 Evangelio: Le 16, 1-13 (Le 16, 10-13)

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La primera lectura deja escuchar muy duras palabras sobre el embus­tero e impostor, son pronunciadas por el profeta Amos, procedente de Tecoa, que pertenecía ciertamente al reino del sur de Judá, pero que dirigió su mensaje de amenazas contra el reino del norte de Israel durante el reino de Ozías (779-738 antes de Cristo) (Am 1,1). Parece que nuestro tiempo enfrenta un interés completamente nuevo de los mensajes proféticos, sobre todo porque los profetas veterotes-tamentarios tenían que luchar contra fenómenos similares y falsi­ficaciones que todavía hoy están vigentes: cansancio y tibieza de la fe y discrepancia entre ricos y pobres. Roland de Vaux, que había participado decisivamente en las excavaciones de Palestina (Tellet-Farah), ve, en la contraposición entre los elevados palacios de los ricos y las cabanas de los pobres, el espejo de una revolución so­cial —«el nacimiento de un proletariado social»—. Anuncio de la fe y crítica social vienen a integrarse mutuamente sin perfiles en el profeta Amos.

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De las intenciones de la plegaria neotestamentaria habla la segunda lectura. La plegaria cristiana únicamente es realizable por medio del único «Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús» (1 Tim 2, 5). Pero la oración debe siempre prepararse y pro­longarse por medio de una vida «con toda piedad y decoro» (1 Tim 2, 2). El hombre que ora parece haber sido siempre, desde la primera cristiandad, una específica preocupación espiritual: «En­cargo a los hombres que recen en cualquier lugar, alzando las manos limpias de ira y divisiones» (1 Tim 2, 8.

En el Evangelio se lee la parábola del administrador prudente (Le 16, 1-13), que compete a muchos cristianos insensatos, por no decir desorientados y escandalosos, pues en ello consiste la recon­vención: «El amor felicitó al administrador injusto, por la astucia con que había procedido... Ganaos amigos con el dinero injusto... (Le 16, 8-9.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 16, 1-13)

La parábola del administrador «injusto» está tomada del así llama­do relato de viajes de San Lucas (Le 9, 51-18, 14), constituyendo uno de los relatos exclusivos de San Lucas. Procede de la conjun­ción de dos parábolas que hablan del empleo de la propiedad (Le 16, 1-7. 19-31).

La interpretación de la parábola resuena sobre todo en los versícu­los finales Le 16, 8-13. La cohesión actual de Le 16, 8-13 con la parábola del administrador injusto (Le 16, 1-7) no hay que contem­plarla como algo original. Los versículos Le 16, 8-13 pertenecían ori­ginariamente, según dejó constatado la investigación crítica del tex­to, no a la parábola, sino a un proverbio, que encierra un paren­tesco invisible con la palabra «Mammón» (Le 16, 9. 11. 13). En la interpretación de la parábola hay peligro de partir de Le 16, 9 y no de la única frase clave Le 16, 8a: «el amo felicitó al adminis­trador injusto, por la astucia con que había procedido». El acento teológico reposa, por tanto, en el comportamiento prudente y no en el Mammón injusto. Brota, por tanto, la cuestión de si conse­cuentemente este fragmento oracional de Jesús debe llamarse «pará­bola del administrador injusto», o si, a fin de otorgarle previamen-

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te la justa orientación, se deba nombrar este texto como «parábola del administrador prudente». Con ello quedaría suavizado el cami­no para una interpretación que correspondiera al anuncio de la jus­ticia.

Claramente se halla cortada la parábola (Le 16, 1-7) de la compo­sición adjunta de las palabras de Jesús (Le 16, 8-13), que constitu­yen la primera parábola e introducen en la segunda (Le 16, 19-31)» (Walter Grundmann). Las frases puestas en boca de Jesús (Le 16, 10-13) están mutuamente correlacionadas conforme al tipo del paralelismo antitético, tan frecuentemente empleado en el Viejo Testamento.

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• Para no pocos, la parábola provoca escándalo, por plantearse la cuestión de si un administrador tan refinado que engaña abierta­mente y practica la injusticia, puede presentarse como modelo para los cristianos. La justa interpretación de la parábola debe, pues, es­forzarse por una exacta presentación de la finalidad teológica.

• La parábola posee una meta escatológica: «Entrégame el balan­ce de tu gestión» (Le 16, 2). Todo hombre se presenta ante el juicio de Dios y debe responsabilizarse de su proceder. La vida del hombre no es, por tanto, un viajar a lo que salga. Para todos se presenta, tarde o temprano, un final de estación: Dios.

• La vida cristiana se sitúa, por tanto, bajo el pensamiento de tener que responder al Kyrios juez. Pero como el juicio de Dios ha de versar sobre la salvación eterna o eterna condenación del hom­bre, todos deben reflexionar cómo deben comportarse ante Dios. ¡Qué renovados esfuerzos practican tantos hombres para alcanzar unos objetivos provisorios terrenos, para hacer una carrera u obte­ner un éxito! ¡Qué duro entrenamiento debe, por ejemplo, recibir un deportista para conseguir la celebridad de un premio cualquiera (1 Cor 9, 25)!

• «Los hijos de este siglo son más astutos» (Le 16, 8) en el trato con los suyos que los hijos de la luz. Con ello ha caído la palabra

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clave «prudente», que es de significación decisiva para la interpre­tación del sentido de la parábola.

En este momento habrá que traer a colación lo que sobre la pru­dencia han escrito Tomás de Aquino y, comentándole a él, Josef Pieper (cfr. al efecto Josef Pieper, Das Viergespann. München año 1964, 15-64). Prudencia es realismo, concreción, objetividad. «Prudencia es la clara determinación de quienes están decididos a hacer la verdad... Pero ni aun la más alta prudencia sobrenatural puede encerrar otro sentido que éste: hacer que la verdad pro­fundamente experimentada de la actividad de Dios y del mundo sean medida y dirección para el propio obrar y querer... El cristiano es prudente, es decir, no se deja turbar la mirada para el obrar por el sí o el no del querer, sino que hace el sí o el no de la voluntad en dependencia absoluta con la verdad de las cosas reales» (Josef Pieper).

• La expresión central de la parábola quiere significar que «los hijos de la luz» conocen la salvación y la meta final, pero no quie­ren amoldar la tarea de sus vidas con la misma decisión y finalidad que los hombres de este mundo, en lo que se refiere a sus convenien­cias. El que quiere alcanzar una meta, no debe llevar fatalísticamente las manos al seno, sino esforzarse por la meta con todas sus energías y toda su dedicación. «Los hijos de la luz» pueden realmente apren­der de «los hijos de este mundo», cómo se ha de obtener lo mejor posible en una situación precaria.

La parábola apunta a un compromiso muy intenso de los cristia­nos. Una comunidad de la salvación dormilona y perezosa, que fue comprada a un precio más caro, es indigna de Cristo.

La expresión «hijos de la luz» puede localizarse frecuentemente en los manuscritos de Qumran y expresa una autodesignación de los monjes esenios. Debió, por tanto, haber sido tomada prestada del informe judío para el anuncio cristiano y posteriormente para la misma caracterización de los cristianos.

• No es alabada la injusticia. Ejemplar es, sin embargo, la pru­dencia, con la que el administrador trata a sus clientes, llevando adelante los negocios. Quien cree en el reino de Dios debe —además de conocer la inconmensurable gracia de Dios— comportarse de tal

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manera como si todo dependiera única y exclusivamente de su pro­pio obrar. «El reino de los cielos sufre violencia» (Mt 11, 12). Ello requiere la dedicación del hombre íntegro, del cristiano incondicio-nalmente comprometido. En ninguna hora de la vida se concede per­miso o dispensa al reino de Dios. El cristiano está siempre en acto de servicio.

• La parábola desemboca en una alternativa taxativa: ¡Dios o Mammón! La palabra «Mammón» está tomada del hebreo y sig­nifica patrimonio, pero con el infratono de unos bienes adquiri­dos deslealmente. Jesús se avergüenza de la falta de resolución de sus propios discípulos. Quien quiera situarse de su lado, debe adop­tar frentes claros. El discípulo de Jesús debe saber dónde está El. No puede andar como columpiándose cobardemente entre Dios y Mammón y contentarse con oscuros compromisos, para terminar por estropearlo por ambos lados.

26.° Domingo

Primera lectura: Am 6, la. 4-7 Segunda lectura: 1 Tim 6, 11-16 Evangelio: Le 16, 19-31

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

Del discurso amenazador del profeta Amos de después de la cau­tividad toma la primera lectura un fragmento, que arroja una hon­da inspección sobre los desarreglos sociales. El lujo de Samaría, de que habla Amos, ha quedado ratificado por muchas excavacio­nes. Cuando se habla de los «desastres de José» (Am 6, 6), no se ha pensado en la inminente conquista por parte de los asirios. «Para Amos, Israel yace en las ruinas, porque todo lo que hace ha desaparecido» (Bruce Vawter).

En la segunda lectura se les exige a los cristianos que combatan «el buen combate de la fe... que guarden el Mandamiento sin mancha ni reproche» (1 Tim 6, 12. 14). Se trata de seguir el camino con

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Cristo y hacia Cristo, a pesar de todas las persecuciones y adversi­dades, con inquebrantable confianza.

El tema de la primera lectura se recoge en el Evangelio, aunque con nuevos acentos. El esbozo que se presenta en la parábola del rico epulón y del pobre Lázaro no es, en modo alguno, una infor­mación sobre la vida después de la muerte. Jesús quiere, antes bien, proporcionar una explicación de por qué se rechaza la exigencia de una aparición de los muertos (Le 16, 28). Quien no cree en la palabra de Dios, como fue anunciada por Moisés y los profetas (Le 16, 29), tampoco se conmoverá ante apariciones, por muy es­pectaculares que sean, del más allá.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 16, 19-31)

Sobre el origen de esta relación de milagros, las opiniones de los exegetas se diferencian notablemente. ¿Existió anteriormente un bo­ceto egipcio que Jesús empleó y uniformó? ¿O hay que consi­derar la relación, que ya se había connaturalizado con el pensa­miento judío, como una creación de la comunidad cristiana, de tal manera que nada tenga que hacer inmediatamente con Jesús, se­gún escribe E. Hirsch?

El designar el nombre de «Lázaro» (Le 16, 20; cfr. Jn 11, 47 ss.) en este relato ha permitido formar la versión de que este texto haya sido insertado por el evangelista Lucas en la última etapa del viaje de Jesús a la pascua de su muerte en Jerusalén, para dar una res­puesta a la cuestión de por qué el resucitado Jesús solamente se apareció a sus discípulos y no a sus enemigos.

La relación de los ejemplos proporciona asimismo un cuadro muy expresivo de las opiniones de entonces sobre el más allá. Paraíso ( = seno de Abraham) e infierno ( = sehol, hades) se pintan tan cabalmente que se pueden considerar como un relato para los demás e, incluso, interpretarlos en ese sentido.

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• La contraposición: rico epulón -pobre Lázaro no pretende sub­rayar diferencias sociológicas. El ser rico y el ser pobre respec-

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iivamente expresan una postura muy concreta ante Dios. El rico, a causa de sus posesiones está en peligro de no pensar en Dios ni en su juicio, mientras el pobre está abierto para Dios.

• El acento principal no reposa en el anuncio de las realidades escatológicas, sino en el repudio de la exigencia de señales {Le 16, 27-28), la cual es plausible, pero no está ratificada por Dios. ¿Por qué es silenciada? Se rechaza lo extraordinario, lo ex­travagante y sensacional (Le 16, 30). Más allá de Cristo no hay ninguna otra revelación divina. Los hombres deben recurrir a aquellas profecías que Dios ha participado por medio de su reve­lación: «Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen» {Le 16, 29). Quien no atiende a la revelación facilitada a todos los hombres, no tiene ningún derecho para reclamar una señal espe­cial. Tampoco quedaría impresionado aun cuando resucitara un muerto (Le 16, 31).

• Es muy verosímil que en este fragmento narrativo se encuen­tre una controversia apologética. Pues en el círculo de las comuni­dades de la primitiva cristiandad surge repetidamente la cuestión de por qué el resucitado Jesús no se apareció a sus enemigos, como al sumo sacerdote, Caifas, o al procurador romano, Poncio Pilato. La alusión a «Moisés y los profetas» (Le 16, 29. 31) recuerda la historia de Emaús, en la que casualmente se habla de «Moisés y de todos los profetas» (Le 24, 27). Solamente a aquellos que con corazón ardiente (Le 24, 32) se abren a la revelación de Dios hecha al Mesías, se les hace encontradizo el Cristo resucitado.

• Pero también podría encerrarse en este texto una réplica de orden histórico-cronológico. Mientras entraban en escena grupos sectarios hacia el final de la era apostólica, apelando a «nuevas» revelaciones especiales, quiere afirmar este texto que no se dan más «revelaciones» sensacionales más allá del acontecimiento de Cristo. Es siempre cosa arriesgada y peligrosa religiosamente el no atener­se a la revelación de Dios y esperar con excéntrica extravagancia extrañas informaciones sobre el más allá. Quien no cree en la pa­labra de Dios, se halla en peligro de caer en fábulas sensacionales, pues le falta el sereno «discernimiento del cristiano» (Romano Guar-dini).

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27.° Domingo

Primera lectura: Hab 1, 2-3; 2, 2-4 Segunda lectura: 2 Tim 1, 6-8, 13-14 Evangelio: Le 17, 5-10

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

A los llamados «profetas menores», que operaron antes de la cautivi­dad de Babilonia en el reino del sur de Judá, pertenece Habacuc,. cuyo mensaje se escucha en la primera lectura. Se le proporciona al pueblo israelítico todavía un nuevo plazo de conversión, pero agre­gando a la vez que este último tiempo de gracia ya «se acerca al final» (Hab 2, 3).

En la segunda lectura se alude al prototipo de los buenos maestros y a la fiel conservación del «tesoro» (2 Tim 1, 13-14). Ciertamen­te en cada época se plantearán nuevos problemas, a que la Iglesia debe responder. La hora histórica de cada momento es el «kairós» de la Iglesia. La Iglesia no debe solamente hacerse oídos a las de­mandas y necesidades de los hombres de un tiempo; debe, ante todo, intentar reconocer aquel impulso que Dios quiere otorgar a su Igle­sia, tanto en tiempo de apogeo como en tiempo de crisis. La búsque­da de nuevos conceptos teológicos y modelos pastorales no puede, sin embargo, llevar a una ruptura con las «sanas tradiciones de fe» y con los «preciosos dones confiados» de la revelación divina. Fle­xibilidad y adaptación no deben comprarse con la renuncia a las verdades dogmáticas.

El Evangelio acentúa la absoluta falta de interés y de egoísmos del planteamiento cristiano. Quien sólo piensa en la recompensa que ha de recibir por su labor, piensa únicamente con medidas terrenas y egoístas. «El verdadero amor no se queda sin recompensa, pero

•no vive para la recompensa» (Bernardo de Claraval). Aun cuando los cristianos ponen todo su esfuerzo y hacen todo lo que pueden, han de exclamar únicamente ante Dios: «Somos unos pobres sier­vos, hemos hecho lo que teníamos que hacer» (Le 17, 10).

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D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 17, 5-10)

De la mano de un ejemplo que habla del trabajo de un «esclavo» no remunerado, deduce el evangelista Lucas, en el modo de una in­formación a los discípulos, la regla fudamental para el superior de una comunidad. Es posible que una advertencia dirigida por Jesús originariamente a los fariseos quedará cambiada por la actividad redaccional del evangelista (Le 17, 5) en una regla para la comu­nidad cristiana, principalmente para su dirigente y superior.

Si uno quiere asumir, en una comunidad cristiana, una tarea incluso importante, entonces no lo debe hacer, en modo alguno, en tono arrogante. Todo oficio en la comunidad cristiana es un servicio. Aun cuando se lleve a cabo impecablemente, es únicamente una débil contestación a la magnitud del llamamiento divino. Quien debe llenar un servicio divino, guárdese de la tentación del fariseísmo.

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• La respuesta que da Jesús a la petición del apóstol de aumentar la fe, ostenta «el carácter de una paradoja desconcertante» (Walter Grundmann). La diminuta simiente de mostaza y la frondosa more­ra (sicamina) que posee unas raíces ampliamente ramificadas, pu-diendo alcanzar una edad de más de seiscientos años, se contraponen para demostrar la obra insegura de una fe solamente iniciada. E. Hirsch ve en Le 17, 6 un auténtico «logion» de Jesús, agregan­do: «La frase delata, por lo demás, en sí misma lo que se habló en el mar de Galilea».

• El dato sobre el trabajo del criado pone su acento, no en que se hable de un trabajo sin valor e inútil, sino en que el criado, a pesar de la conciencia con que hace el trabajo, no espera recompensa ni agradecimiento. Más, él hace su trabajo puntualmente y en serio, aun cuando no sea alabado.

La felicidad y honor de los hombres no consisten en la especula­ción sobre la recompensa y premio celestiales, sino sobre el conoci­miento agradecido de poder colaborar con Dios y poder dispensar a los demás hombres un auxilio religioso.

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• Cuando la comunidad cristiana escucha estas palabras, debe ser invitada a hacer un examen de conciencia para ver si ha sido borrado de sus cuadros todo asomo de fariseísmo. El evangelista Lucas querría fuertemente prevenir ante toda recaída en una moral de ganancias y de recompensas farisaica, de cuentas pequeñas. Quien se ha salvado por la gracia inmerecida de Dios, no puede presentar­se ante Dios con cuentas al detalle. Tal manera de pensar y de comportarse es indigna de un cristiano. Quien se presenta ante Dios contando y recontando, u ordenando y reclamando, no ha entendi­do todavía en qué consisten la gracia y el amor de Dios.

28.° Domingo

Primera lectura: 2 Re 5, 14-17 Segunda lectura: 2 Tim 2, 8-13 Evangelio: Le 17, 11-19

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La primera lectura informa de las obras del profeta Elíseo y de la curación del leproso Naamán, general arameo (2 Re 5, 1). Elíseo se reconoce como instrumento que sirve a Dios y se niega a acep­tar un regalo de agradecimiento, a pesar de la insistencia del curado Naamán: «Juro por Dios, a quien sirvo, que no aceptaré nada» (2 Re 5, 16). A él le basta la recompensa y la alegría de poder servir a Dios y de haber llevado a un hombre hasta creer en el único y verdadero Dios (2 Re 5, 15).

La segunda lectura habla de la solidez de la palabra de Dios. Aun cuando pueda el mensaje de Dios dificultar el trabajo de anuncia­dores y misioneros, y lleve incluso a encadenarlos como a malhe­chores, «la palabra de Dios no está encadenada (2 Tim 2, 9). Cuan­do hayan callado todos los discursos humanos y haya enmudecido ya desde tiempo atrás la impresión de libros y diarios, vivirá la palabra de Dios en un imperturbable resplandor. La palabra de Dios permanece para siempre, porque Dios es la confianza y la verdad.

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El Evangelio presenta en el relato de la curación de los diez lepro­sos dos temas importantes: agradecimiento y fe. El que Jesús inclu­ya como ejemplo de fe agradecida a uno de los samaritanos odiado por los judíos, puede resultar provocador para sus oyentes. Pero planteémonos también nosotros hoy la pregunta: ¿Es que acaso nos­otros, los cristianos, no tenemos también que avergonzarnos ante la alegría de la fe, la disponibilidad para el sacrificio y la satisfac­ción de los no cristianos o de los miembros de otras sectas?

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 17, 11-19)

Se trata aquí de la así llamada perícopa del samaritano. El relato de la curación de los diez leprosos está tomado de la relación de viajes de San Lucas («yendo Jesús camino de Jerusalén»: (Le 17, 11). Llama la atención, al respecto, una cierta inseguridad geográfica: «...pasaba entre Samaría y Galilea» (Le 17, 11). El evangelista Lucas describe el acontecimiento desde el sector occidental; tam­bién en otros pasajes se puede localizar que sus datos geográficos alguna vez quedan fijados de manera vaga e imprecisa.

Se trata nuevamente de un relato en exclusiva, el cual sólo penosa­mente pudo incluir en su relación de viajes (que sin duda alguna presenta una ficción literaria). No puede, por tanto, suprimirse por completo el concepto de que el evangelista Lucas hiciera entrar al­guna vez en escena a Jesús para encontrar nuevamente la ocasión de poder ordenar los fragmentos que en abundancia se hallaban a su disposición de modo exclusivo (Le 9, 51 s.; 9, 56. 57; 10, 38; 11, 1; 13, 22; 14, 25; 17, 11; 18, 31). Está claro que el escritor Lucas, literariamente muy hábil, se veía forzado a encasi­llar en un esquema concreto, material de sus fuentes peculiares que todavía no había sido fijado de modo definitivo cronológica y geográficamente. Sin embargo, no puede por eso negársele una tendencia a historiar.

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• Una primera cuestión reclama nuestra consideración: ¿Por qué Jesús, el omnisciente Hijo de Dios, curó también a los nueve lepro-

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sos que no volvieron a El para darle las gracias? ¿Merecieron ellos el ser curados, una vez que sólo pensaron en el cumplimiento de las prescripciones veterotestamentarias sobre la limpieza, sin haber re­corrido todavía el camino de la fe? ¿Puede uno —así debe plantear­se inmediatamente la contra-pregunta— aceptar el que en aquella situación prepascual de entonces el curado samaritano ya tuviera anticipadamente pleno conocimiento de la filiación divina de Je­sús?

No se les puede negar a todos los leprosos que vinieran a Jesús con una gran confianza en El: «Jesús, maestro, ten compasión de nos­otros» (Le 17, 13). A la voz de Jesús han acudido a los sacerdo­tes, aunque ellos no «quedaran limpios» en ese momento, sino «mien­tras iban de camino» (Le 17, 14). Jesús se contenta con un mínimum de fe, es decir, con la obediencia y la confianza como preámbulo para la fe. El que los diez leprosos no afectados de escepticismo, sino obedientes a la orden de Jesús: «Id a presentaros a los sacerdo­tes» (Le 17, 14) se pusieran en camino, es ya ocasión para la cura­ción. Jesús se contenta con una diminuta «fe, como la simiente de mostaza» (Le 17, 6), la cual después se hace «la más grande de todas las hortalizas» (Mt 13, 32).

Mayor que el agradecimiento humano es la magnificencia de Dios.

• ¿No se convirtieron en representantes del pueblo de Israel los nueve leprosos en las postrimerías de la versión del Evangelio de Lucas (luego del 80 después de Cristo), pues ellos conocieron la obediencia frente a la ley y la realizaron, pero, sin embargo, no supieron encontrar la fe en la salvación encarnada en la persona de Jesús de Nazaret? Se recorre el camino de vuelta hasta la ley vete-rotestamentaria, pero no se encuentra el camino para el hallazgo de Dios en Jesucristo.

• Los nueve leprosos —símbolo del pueblo de Israel— quedan avergonzados por la postura del «extranjero» (Le 17, 18). Esta ex­presión no solamente tiene su «aplicación a la vida» de Jesús y del contemporáneo pueblo de Israel; sino que ha ganado también a lo largo de la misión de la primitiva cristiandad una significación uni­versal, pues los extranjeros son los no judíos, los puebles paganos, entre los que se cuenta también Lucas, el único cristiano de origen

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judío de los cuatro evangelistas. El pueblo elegido queda avergonza­do por los paganos, que deben «dar gloria a Dios» (Le 17, 18).

• A quien, como a los leprosos, se ha concedido un don de Dios, no le corresponde otra postura que la del agradecimiento sin lími­tes, la gloria y la alabanza de Dios: «Se volvió alabando a Dios a grandes gritos, se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gra­cias» (Le 17, 16). Siempre, y por encima de todo, acción de gracias en, con y por medio de Cristo; he aquí la única postura de la vida digna, la única posible, que les incumbe a los redimidos.

29.° Domingo

Primera lectura: Ex 17, 8-13 Segunda lectura: 2 Tim 3, 14-4, 2 Evangelio: Le 18, 1-8

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La primera lectura presenta un fragmento de la peregrinación por el desierto: la batalla del pueblo de Israel contra los amalecitas. Cuantas veces Moisés levantaba sus manos sobre el campo de bata­lla, la victoria sonreía a los israelitas. «Mientras las tenía bajadas, vencía Amalee» (Ex 17, 11). El Moisés orante es la señal visible para el auxilio misericordioso del Dios invisible, que otorgó, final­mente, la victoria a su pueblo de la alianza.

En la segunda lectura son exhortados los cristianos, sobre todo sus líderes y teólogos, a aferrase inquebrantablemente a la enseñanza recibida. ¿No se experimenta hoy día, a veces, un escandaloso vaivén por el que sacerdotes y teólogos se hacen la guerra en un desamora­do proceso de devorarse mutuamente, que nada tiene que ver con un legítimo pluralismo de la fe? La Sagrada Escritura no puede reba­jarse hasta ser un campo de experimentación de orden filológico o de historia de las religiones. Pues, «toda Escritura inspirada por Dios es también útil para enseñar, para reprender, para corregir, para educar en la virtud» (2 Tim 3, 16). La palabra de Dios no solamen-

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te araña la piel del espíritu humano; penetra hasta el corazón del hombre, crea claridad y continúa clavada no raras veces como una flecha dolorosa. Al anuncio de la palabra de Dios pertenecen, no solamente conocimientos sólidamente encasillados, sino también la fe personal, el hálito psicológico y no en último término el estímulo: «Proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo» (2 Tim 4, 2).

El Evangelio habla —utilizando la parábola del juez injusto (Le 15, 2-8)— de lo infatigable y porfiado de la oración. La oración de los cristianos no debe, sin embargo, girar únicamente en torno a exigencias personales. Ella debe situarse en ese gran encuentro, cuya meta es la hora del Hijo del Hombre viniendo a juicio (Le 18, 8). Para el cristiano no hay nada más que una sola y grande preocupa­ción: «cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?» (Le 18, 8).

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 18, 1-8)

El final del auncio de Lucas sobre los días del Hijo del Hombre (Le 17, 20-18, 8) lo forma la parábola del juez injusto. A cuenta del trabajo de composición del evangelista Lucas hay que poner el apar­tado de los versículos iniciales y finales (Le 18, 1. 8). Pero también «el desplazamiento de tono hacia la viuda orante» (Walter Grund-mann) podría constituir la obra de Lucas.

No pocos especialistas apoyan la idea de que esta parábola origina­riamente fue dirigida a gente que se enfrentaba a Jesús en tono de repudio y por ello la figura del juez se hallaba, primitivamente, en el centro de la parábola.

La frase final (Le 18, 8) podría, a la vista del cansancio de fe que ya se hacía notar en las comunidades cristianas de la saliente era apostólica, constituir una reflexión personal del evangelista Lucas, que él presentaba para sí y para los demás cristianos como una exploración de conciencia.

E s b o z o de l a p r e d i c a c i ó n

• Dato definitivo es el conocer la meta teológica buscada por el evangelista Lucas. ¿Hay que titular este texto «parábola del juez

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injusto», o «parábola de la viuda suplicante»? En la parábola se descubren dos metas: la una, que ha de ser considerada como la más antigua, versa sobre el comportamiento del juez; la otra, pretendida primeramente por la redacción de Lucas, apunta a la machacona súplica de la viuda. La tendencia teológica del anuncio queda superpuesta y desequilibrada.

• Si se parte del injusto juez como punto central de la parábola, entonces la expresión religiosa podría sonar algo así: si, pues, un juez injusto, para liberarse de las renovadas cargas, se decide a in­tervenir finalmente ante las presiones de la viuda, cuánto más, y «sin tardar» (Le 18, 8), escuchará Dios la oración «de sus elegidos, que le gritan día y noche» (Le 18, 7).

• Pero si se sitúa a la viuda como figura central de la parábola, tonces queda como prototipo la tenacidad y dureza de su súplica. Precisamente en los tiempos difíciles, y sobre todo en los finales de la historia del mundo, los cristianos deben perseverar en sus sú­plicas y en su fe y no dejarse descorazonar por la falta de éxito.

Del texto hay que entresacar todavía que la fe no se extiende es­pontáneamente, sino que la fe y la confianza en Cristo pertenecen a las rarezas del fin de los tiempos. «Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra»? (Le 18, 8).

30." Domingo

Primera lectura: Eclo 35, 15b-17. 20-22a Segunda lectura: 2 Tim 4, 6-8. 16-18 Evangelio: Le 18, 9-14

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

Del Eclesiástico, del Antiguo Testamento, está tomada la primera lectura. Dios no es un Dios de ricos y hacendados. «No puede ser parcial» (Eclo 35, 15b). Con la primera lectura queda ya echado el puente hasta el Evangelio del domingo de hoy, en el que se lee la parábola del fariseo y del publicano. El que sirve al Señor devota-

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mente halla acogida y «su grito alcanza las nubes; los gritos del pobre atraviesan las nubes» (Eclo 35, 20).

En la segunda lectura resuena una plegaria de agradecimiento: «El Señor me ayudó y me dio fuerzas» (2 Tim 4, 17). Hay situaciones en la vida del hombre en las que se experimenta palpablemente que ha sido Dios a quien hay que agradecer la liberación de una dificultad sin solución o la iluminación para una decisión importante en la vida.

El Evangelio presenta una de las parábolas más expresivas: la del fariseo y el publicano. Esta parábola, que posee un claro colorido semítico, continúa siendo actual tras el paso de tantos siglos cris­tianos, pues todavía no se encuentra el pueblo de Dios inmune de las tentaciones del fariseísmo.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 18, 9-14)

La parábola pertenece al abundante monopolio en exclusiva del Evangelio de Lucas. El evangelista Lucas ha registrado sin adita­mentos alegóricos la parábola tomada de una fuente original, en contraste con el autor del Evangelio según San Mateo, y se ha ce­rrado fuertemente conforme al texto previo de la transmisión de la parábola. Se vislumbra que eso, Lucas, como discípulo de los após­toles y cristiano de origen judío, no lo podía hacer para pasar sobre el texto transmitido y aportar nuevos acentos teológicos para el anun­cio.

La crítica textual se ha encargado, sobre todo, del último versículo (Le 18, 14), llegando al resultado que la segunda parte de este ver­sículo debió haber sido originariamente un «logion» de Jesús, diri­gido contra los fariseos, y dejado suelto, y que Lucas agregó en este pasaje y todavía en otro pasaje más. (Le 14, 11; 18, 14). Por ló demás, también en Mt 23, 12 se encuentra esta frase de Jesús en cohesión con las imprecaciones de Jesús contra los fariseos. Si uno coteja la parábola del fariseo y del publicano (Le 18, 9-14) con las imprecaciones de Jesús (Mt 23, 1-39), se podría ver en la pa­rábola una ilustración impresionante del Jesús discutidor.

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E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

En primera línea se trata de reconocer el acento teológico del anun­cio de esta parábola. El esbozo central no es la plegaria o la con­ciencia de pecado de los hombres. La parábola habla, en primer lugar, de Dios y quiere anunciar el mensaje consolador de la mise­ricordia de Dios.

• El fariseo es representante de un tipo de piedad, que con base de su autoseguridad no necesita propiamente ninguna ayuda de Dios, sino que solamente necesita a Dios para tener un espectador de su frivola autoincensación. La plegaria del fariseo es, tras la in­troducción exterior, una plegaria de agradecimiento. En realidad, se trata de una muletilla que apenas tiene nada que ver con el con­tenido de la oración. Propiamente no se le agradece a Dios nada, sino que se lanza ante Dios una mirada sobre las actividades re­ligiosas. Este fariseo parece vivir conforme a la frase: Ayúdate a ti mismo, pues no necesitas a Dios.

• Quien se presenta ante Dios, debe primeramente apearse del pedestal de su egoísmo religioso de autosuficiencia y de su petu­lante certeza. Expresivamente se sitúa en la plegaria del fariseo la palabra pronunciada con toda fuerza: «Yo». Todo gira, en última instancia, en torno al querido yo, que deposita sobre el altar de la autoincensación.

• Sin embargo, resulta penetrante esta postura de oración, por­que los piadosos embustes se unen con el desamor y la injusticia ante los demás hombres (Le 18, 11), a los que contempla en tono arrogante y superior. El fariseísmo es un peligro de las almas piado­sas. En el caso del fariseo se trata exclusivamente de una egoísta seguridad de salvación. Pero lo que falta en absoluto es la confra­ternidad y la participación en la labor de salvación de «los otros».

• Las faltas ante los demás tienen su raíz última en el errado concepto que de sí mismo tiene el fariseo, que por su parte se funda en un desconocimiento de Dios y del comportamiento de Dios para con los hombres. El que no se sabe llevado por la paciencia, la bondad y la misericordia de Dios, no tiene ninguna comprensión para con la culpa del prójimo. Al fariseo le falta profundamente la

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conciencia de culpabilidad y, con ello, el reconocimiento de la po­sibilidad de salvación. Sólo contempla sus acciones. No ha sido capaz de comprender que el hombre, sin la gracia de Dios, nada puede hacer (Jn 15, 5). Afortunadamente el apóstol Pablo, sobre todo en la epístola a los Romanos, ha superado la postura de la justifica­ción por las obras. El teológico contrapunto de todas sus cartas sue­na: «Por la gracia de Dios soy lo que soy» (1 Cor 15, 10).

• En consciente contraste con la autojustificación del fariseo se co­loca la postura religiosa del publicarlo. El reconoce su culpa. Cierta­mente tendría que referir también «acciones religiosas», pero sabe que éstas no pueden conseguir su salvación. Ante Dios son los hom­bres pecadores, a pesar de sus buenas obras, «pobres siervos» (Le 17, 10). Si no se diera ninguna misericordia de Dios, entonces la situación del hombre pecador sería un estéril callejón sin salida, del que no habría ninguna vuelta posible.

• El hombre, consciente de su culpa y dispuesto para el cam­bio, no puede por sí solo cambiar su situación de falta de salva­ción. Sólo le queda una posibilidad de salvación, es a saber, dejarse caer confiadamente en las manos de Dios misericordioso.

Pero no debe callarse que hay también un fariseísmo de publicarlo, que se infravalora y se hace siempre malo. Ni la autojustificación del fariseo ni la autoinculpación del publicano son pusturas legí­timas del discípulo del Seño'r.

• Detrás de la parábola se halla el acento cristológico, que se prolonga a lo largo de todo el Evangelio de Lucas: en Jesucristo «apareció el amor y la bondad hacia los hombres» (Tit 3, 4) de Dios. Jesús es la misericordia de Dios hecha visible, el amigo de los pecadores, el salvador de los pobres, de los menospreciados. Sólo en el Evangelio de Lucas se halla la frase consoladora: «El Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» <Lc 19, 10). Compárense, al efecto, los textos siguientes: Le 7, 35-50; 15, 1-32; 19, 1-10; 22, 61; 23, 34; 23, 40-43. En Jesús se realiza la palabra que, con María, la Iglesia primitiva ha cantado en tono de alabanza: «A los hambrientos los llenó de bienes, y a los ricos los despidió vacíos» (Le 1, 53).

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• Significativa es en las traducciones alemanas la traducción de Le 18, 14 (griego: «par ekeinon»; vulgata: «ab illo»).

«Este volvió justificado a su casa; aquél, no» (Ketter, Jillmann, Rosch).

«... más justificado que aquél» (Zürcher Bibel). «... distinto de aquél» (Rengstorf, Kürzinger). «...a diferencia de aquél» (Schürmann). «... antes que aquél» (Luther-Bibel).

El sentido del versículo Le 18, 14, conforme al ruego de Dios (Sal 51, 19) y bajo el fundamento de un exclusivo arameo «min» (véase, al efecto, Rom 1, 25), podría consistir en que de manera sorprendente y contra todo lo que se esperaba, el pecador penitente volvió justificado a su casa, pero no el fariseo arrogante. No podría el sentido del texto corresponder, si se quisiera afirmar que tam­bién el fariseo volvió justificado a casa, aunque menos.

31.° Domingo

Primera lectura: Sab 11, 32-12, 2 Segunda lectura: 2 Tes 1, 11-2, 2 Evangelio: Le 19, 1-10

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

En la primera lectura se adelanta un sabio elogio al amor creador de Dios. «Amas a todos los seres... Y, ¿cómo subsistirían las cosas si tú no lo hubieses querido?... Pero a todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amigo de la vida» (Sab 11, 24-26).

Una mirada a la espera nerviosa de los «adventistas» de la primiti­va cristiandad proporciona la segunda lectura. Porque ya muchos cristianos habían caído en yerros, se vio el apóstol Pablo obligado en una doble carta a la comunidad de Tesalónica a intervenir enér­gicamente contra la fiebre adventista. «No perdáis fácilmente la ca­beza ni os alarméis por supuestas relaciones... como si afirmásemos que el día del Señor está cerca» (2 Tes 2, 2). Ante la despreocupá­

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ción y desinterés escatológicos hoy día reinantes, pronunciaría, sin embargo, el apóstol Pablo una advertencia de acento distinto: No olvidéis en ninguna circunstancia el hecho seguro, abonado por Cris­to mismo, de que habrá un día último en la historia del mundo en que el Señor volverá y en que el suceso de la vuelta de Jesús irrumpirá inesperadamente sobre el mundo.

En el Evangelio se habla de la entrada de Jesús en casa del jefe de publícanos, Zaqueo, en Jericó (Le 19, 1-2). Lo que Jesús dijo a Za­queo, podría haberse escrito en cada casa y en cada vivienda en la que Cristo encontrara una patria: «Hoy ha sido la salvación de esta casa» (Le 19, 9).

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 19, 1-10)

El relato, peculio exclusivo de Lucas, está agregado por el evange­lista en la última etapa de la peregrinación de Jesús hacia la pascua de su muerte en Jerusalén. La entrada de Jesús en casa del jefe de publícanos, Zaqueo —el nombre se encuentra ya en el Viejo Testa­mento (2 Mac 10, 19; Esd 2, 9; Neh 7, 14) y significa «el limpio» o muestra la breve forma hebraica «zakkai» von Zekarja = Zaca­rías = el Señor se ha acordado nuevamente—, ofrece Lucas oportu­nidad de dar a los lectores cristianos de origen judío una visión so­bre las tensiones religiosas en el interior del pueblo judío: «Al ver esto, todos murmuraban diciendo: Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador» (Le 19, 7). Pero lo que al evangelista le interesa, en primera línea, es la descripción de su concepto de Cristo y de su idea sobre la Iglesia. Las expresiones centrales, por tanto, no son las palabras del jefe de publícanos Zaqueo (de tal manera que el anuncio se redujera a moralejas), sino las palabras de Jesús. «Hoy tengo que alojarme en tu casa» (Le 19, 5). «Hoy ha sido la salvación de esta casa; también éste es hijo de Abraham» (Le 19, 9). «El Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido» (Le 19, 10).

No debe pasarse por alto que en el versículo final Le 19, 10 se ha incluido una cita del profeta de las consolaciones, Ezequiel. Como hermoso hallazgo para el paralelismo teológico, Lucas ha escogido del libro de Ezequiel, precisamente, el capítulo del Buen Pastor

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<Ez 34, 1-31) para base religiosa y para objeto de sus ilustraciones, el cual corresponde muy bien a la intención del conjunto de su Evan­gelio, así como muy especialmente a la perícopa de Zaqueo. Como quiera que hasta entonces los pastores de Israel habían olvidado sus deberes (Ez 34, 1-6), «se pondrá un fin a su cargo de pastor» (Ez 34, 10) y Dios mismo ejercitará nuevamente el oficio de pas­tor. «Yo mismo cuidaré de mi ganado... Buscaré la oveja perdida y tomaré a la extraviada, vendaré la herida, fortaleceré a la flaca, ciudaré de la gorda y robusta; las apacentaré como es justo» <Ez 34, 11. 16).

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• Zaqueo, el jefe de la lucrativa central aduanera de Jericó, «tra­taba de distinguir quién era Jesús» (Le 19, 3). El hombre debe ele­varse para acercarse a Jesús. El encuentro con Cristo presupone la apertura y disposición de los hombres. Muchos colegas han pasado de largo a la vera de Jesús, porque no se les hacía interesante. Cristo sale al encuentro del hombre, pero no le ahorra al hombre salir al encuentro.

• Desde la eternidad existe en concreto una hora de gracia para la historia de la humanidad, en la que se cumple el «debe» de la historia de la salvación, que cita Lucas en su Evangelio 41 veces: «Hoy tengo que alojarme en tu casa» (Le 19, 5). La gracia de Dios y el perdón quieren ser concretos. Cada hombre, cada pueblo tiene en el plan salvífico de Dios su hora estelar, su «hoy» (Le 2, 11; 19, 5; 23, 43).

• Cristo no entra en casa del arrogante, piadoso, ejemplar, sino en la de los «pecadores y publícanos» (Me 2, 15 ss.; Mt 11, 19; Le 15, 1). El publicano despreciado por los colegas judíos tiene cier­tamente sus faltas, pero las lleva noblemente y trata, a menudo, de rectificarlas: «...la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más» (Le 19, 8). La comunidad salvífica neotestamentaria ha congregado la gracia de Dios de pobres y pecadores, de caídos y de despreciados: Iglesia de los pobres - Iglesia de los pecadores.

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Es totalmente posible que el evangelista Lucas, entre los bastidores de este relato, quisiera aludir a notas y a reparos que se habían levantado contra la comunidad de la primitiva cristiandad. La co­munidad cristiana no es ninguna élite de santos, sino una comu­nidad de hombres perseguidos y pecadores, que viven por la mise­ricordia de Dios y llevan, profundamente agradecidos, una vida de reparación y de obsequiosa caridad. El pecador posee, por tanto, un sitio legítimo en la Iglesia, porque sólo por ella se le quita la carga de culpa y, en 'lugar de la desesperación y después del desalien­to, entra una nueva oleada de alegría y de felicidad.

• La palabra de Jesús de que también el publicano es «un verda­dero y digno hijo de Abraham» (Le 19, 9), posee una gran signifi­cación en el mundo de la teología paulina, de donde procede el evangelista Lucas. Se dice ciertamente, en primer lugar, que tam­bién el publicano, que según la versión del teólogo judío era un ixpulsado de la salvación, es un auténtico hijo de Abraham y, con ello, también, un destinatario de las promesas de Abraham. Un ver-" dadero y digno seguidor y heredero de Abraham es, según San Lucas, quien aquí únicamente necesitó recoger e introducir pensamientos paulinos, aquel hombre que fielmente se acerca al Señor. «Enten­ded, pues, que los nacidos de la fe, ésos son los hijos de Abraham... Para que la bendición de Abraham se extendiese sobre las gentes en Jesucristo... Todos sois, pues, hijos de Dios por la fe en Cristo Je­sús... Y si todos sois de Cristo, luego sois descendencia de Abraham, herederos según la promesa» (Gal 3, 7. 14. 26. 29). «Sea firme la promesa hecha a toda la descendencia, no sólo a los hijos de la ley, sino a los hijos de la fe de Abraham» (Rom 4, 16). -

Con especial orgullo se cuenta a sí mismo el cristiano de origen pa­gano Lucas, así como Teófilo, su destinatario cristiano de origen pagano (Le 1, 3), entre los seguidores y herederos de Abraham, a quienes corresponde la promesa de Jesús de «sentarse a la mesa en el reino de los cielos con Abraham, Isaac y Jacob» (Mt 8, 11). Igle­sia de judíos y paganos — llamados por la gracia de Dios y unidos por la fe en Cristo Jesús, el único Redentor y Salvador del mundo.

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32.° Domingo

Primera lectura: 2 Me 7, 1-2. 9-14 Segunda lectura: 2 Tes 2, 15-3, 5 Evangelio: Le 20, 27-38 (Le 27, 34-38)

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

En la primera lectura se presenta a la consideración una de las más llamativas escenas de la lucha de los Macabeos (168-142 antes de Cristo), contra el poder sirio: el martirio de la madre de los Ma­cabeos con sus siete hijos (2 Mac 7, 1). Un pensamiento de aliento y consuelo a los moribundos, el volverse a ver en el más allá y «la resurrección a la vida» (2 Mac 7, 14). Con eso se trata un tema del que todavía se habla en el Evangelio del domingo de hoy.

En la segunda lectura se reclama la confianza en la transmisión cristiana. Pero la confianza en la transmisión sólo es posible en cuanto confianza en la Iglesia, en la que se conserva y transmite la tradición. Hubiera sido para el apóstol Pablo un pensamiento in­alcanzable el querer realizar el «aferrarse a Cristo» (2 Tes 3, 5) en caso de conflicto o rompimiento con la Iglesia. Las contraseñas modernas que pretendieran empalmar un «sí» para Cristo con un «no» para la Iglesia, las hubiera rechazado Pablo como una char­latanería antibíblica.

En el Evangelio se trata el teama de la resurrección de los muertos, que ya resonó en la primera lectura, en la forma de una discusión de Jesús con los liberales saduceos. Todos los hombres se formulan más tarde o más temprano la pregunta: ¿Todo termina con la muer­te, o hay una nueva vida en el más allá? Parece hoy más necesario, en la confesión de fe de la santa misa, no limitarse a declarar la verdad de la resurrección de la carne, sino extraer de esa realidad escatológica de la salvación sentido y profundidad para la vida pre­sente.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 20, 27-38)

Entre las últimas discusiones que tuvo Jesús en Jerusalén, se en­cuentra la controversia con los saduceos (¡que sólo en esta ocasión

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se nombran a lo largo de todo el Evangelio de Lucas!) sobre el pro­blema de la resurrección de los muertos.

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• Con sutiles sofismas buscan los saduceos (el nombre procede de Sadoc, sumo sacerdote bajo David y Salomón) presentar la fe en el más allá como algo absurdo o como fábulas irrisorias. ¿En el más allá deben repartirse una misma mujer los siete varones que en la tierra la desposaron cada uno de ellos tras la muerte de su predecesor? (Le 20, 33).

• Jesús no entra en los «argumentos» irrisorios y deshilacliados. El objeta, más bien, con su contraargumento, que es tan convincen­te y eficaz que los fariseos «no se atrevieron más a proponerle nin­guna otra pregunta» (Le 20, 40).

En todo tiempo es tarea del cristiano, sobre todo cuando los postu­lados dogmáticos son pasados por alto o negados, provocar el estí­mulo y crear claridad. En una sociedad multiforme de conceptos fi­losóficos tan distintos, solamente puede resultar pertinente el men­saje de Cristo cuando presenta un anuncio informado, valiente y que compromete.

• De la contestación de Jesús hay que deducir que el matrimonio es un valor de la salvación en este mundo. Como en el más allá no se da la muerte, no hay que preocuparse tampoco por la repro­ducción. «Son hijos de Dios, porque participan en la resurrección» (Le 20, 36), es decir, participan con Cristo resucitado en la vida eterna. Como esta vida encuentra un cumplimiento sin fin, en y con Dios, los resucitados de entre los muertos no necesitan preocuparse por la conservación y difusión de la vida.

• Notoria es la interpretación de la formulación que aparece fre­cuentemente en el Antiguo Testamento: «Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob» (Le 20, 37 = Ex 3, 6). Esta caracteriza­ción de Dios se entiende no solamente como una mirada retrospecti­va de orden histórico, pues el Dios de la alianza veterotestamentaria de los tiempos de Moisés es el mismo Dios a quien prestan homenaje los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob. Esta expresión se completa y

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ahonda por el hecho de que Abraham, Isaac y Jacob habían muerto ciertamente, pero continuaban viviendo en el más allá y, por ende» se contaban, no entre los muertos, sino entre los vivos. Con ello se crea el lógico presupuesto para la siguiente frase de Jesús: «Na es Dios de muertos, sino de vivos: porque para El todos están vivos» (Le 20, 38).

33.° Domingo

Primera lectura: Mal 3, 19-20a Segunda lectura: 2 Tes 3, 7-12 Evangelio: Le 21, 5-19

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

Del último libro de Malaquías, del Viejo Testamento, se selecciona la primera lectura. Cuanto más se acerca a su fin el ciclo litúrgico C, tanto más patente se hace el horizonte escatológico del último día y de la vuelta de Cristo, juez de vivos y muertos. «Mirad que llega el día, ardiendo como un horno; malvados y perversos serán la paja, y los quemaré el día que ha de venir... Pero a los que honran mi nombre, los iluminará un sol de justicia que lleva la salud en las alas» (Mal 3, 19-20). Con la vuelta de Cristo se presenta toda la creación ante el juicio de Dios.

En la segunda lectura da el apóstol Pablo una regla de vida, mien­tras alude a su propia vida que fue una vida de trabajo y de tráfago. El cristiano debe tener cuidado de sí y de su actividad: «que trabajen con tranquilidad para ganarse el pan» (2 Tes 3, 11), pero que no vivan «sin trabajar, muy ocupados en no hacer nada» (2 Tes 3, 11). El Evangelio presenta «el discurso escatológico» de Jesús, en el que se dibuja la destrucción de Jerusalén y de su templo, como pro­ceso del interior de la historia, pero por separado, y con ello, segui­damente se cita un católogo lleno de sucesos que precederán al fin del mundo. Lo que Jesús vaticina es algo muy distinto de la alegre «música del futuro», antes bien un mensaje estremecedor, que pro-

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duce consternación y desaliento. No por caso finaliza este texto con la frase: «Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas» (Le 21, 19).

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 21, 5-19)

El Evangelio de Lucas conoce dos discursos apocalípticos de Je­sús: el primero (Le 17, 20-18, 8) y el segundo (Le 21, 5-38). Mien­tras en el primer discurso el acento apunta la proximidad de la vuel­ta de Jesucristo, el segundo discurso habla de los sorprendentes su­cesos que precederán a la vuelta de Jesús. De esa manera no sola­mente se dio una contestación a la pregunta sobre la demora de la parusía, sino que también se dignifica la persecución de la Iglesia tras haber entrado en un estadio crítico. «El tiempo de la persecu­ción está ahí, pero no el de los últimos acontecimientos» (Frieder Schütz). El que ha de temer a diario por su vida no mira al maña­na, sino que se preocupa por la superación del hoy. No era entonces importante detenerse en largas explicaciones sobre la vuelta de Jesu­cristo. Como se hallaban en juego otros muy distintos problemas existenciales, constituía un precepto del momento el apelar a una incansable perseverancia (Le 21, 19) en medio de las difíciles per­secuciones. La parusía ha vuelto a la lejanía. Una cuestión existen-cial de la Iglesia de Lucas era la superación de las persecuciones.

Si las diferencias literarias y de fondo del presente discurso apoca­líptico, en contraste con el escrito de Marcos, han de referirse única­mente a la actividad de redacción del evangelista Lucas o la elabo­ración de un relato anterior a San Lucas, no se puede afirmar con seguridad. «La frontera entre el trabajo redaccional de San Lucas y el enlace de distintas tradiciones es fluido» (Walter Grundmann).

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• Jesús no calla que la comunidad de la salvación por El fundada en aquellos tiempos finales no será perdonada en nada: falsos pro­fetas y charlatanería religiosa (Le 21, 8), batallas y revoluciones (Le 21, 9), terremotos, hambres y pestes (Le 21, 11), persecución y

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cárcel (Le 21, 12), discordia y traición por parte de los mismos familiares (Le 21, 16), problemáticos fenómenos de la naturaleza (Le 21, 25).

• Jesús coloca a su Iglesia en una situación sin salida. Ella será perseguida por los judíos («tribunales» - sinagogas: Le 21, 12) y por los paganos («reyes y gobernadores»: Le 21, 12). Muy claramen­te se dibujan en esta profecía el rompimiento entre sinagoga e Igle­sia, pero también las ya experimentadas persecuciones por parte del emperador romano. La frase de que «matarán a algunos de vosotros» (Le 21, lo), descubre el total colapso de la espera de la parusía, pero por lo menos en los tiempos primitivos de la primera cristiandad se tuvo la idea de que nadie vería la muerte hasta que el Señor vol­viera.

• Que los cristianos se encontraban ya implicados en enojosos interrogatorios judiciales y que se hallaban con visible desconcierto ante nuevos procesos, se puede colegir de las palabras: «Haced pro­pósito de no preparar vuestra defensa» (Le 21, 14). El Cristo pre­sente invisiblemente en su comunidad de la salvación es quien presenta a los perseguidos y a los que estaban presentes ante el jui­cio, el mensaje siguiente: «Yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vues­tro» (Le 21, 15).

• Cristo no habla de un final de las persecuciones. La persecu­ción durará largamente. Ciertamente ésa es la estridente y desagrada­ble «música de compañía» que la Iglesia tiene que oír y portar in­cansablemente a lo largo de todo su caminar por la historia. Como se tiene que contar con un largo «intermedio», hay una sola con­traseña: la de la perseverancia (Le 21, 19).

34." Domingo (solemnidad de Cristo Rey)

Primera lectura: 2 Sam 5, 1-3 Segunda lectura: Col 1, 12-20 Evangelio: Le 23, 35-43

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A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

Un importante suceso de la historia veterotestamentaria recuerda la primera lectura de la fiesta de Cristo Rey del día de hoy, último do­mingo del año litúrgico: el reinado de David «sobre todo Israel y Judá» (2 Sam 5, 5). Mediante la imagen del rey David, bajo cuyo liderato se unieron todas las tribus israelitas, se señala y se recono­ce ya a aquel que es más que David, Jesucristo, el Hijo de David, el Señor de todo el mundo.

La segunda lectura habla de la sorprendente postura de Jesucristo histórica y cósmica: «Todo fue creado por El y para El. El es ante­rior a todo, y todo se mantiene en El» (Col 1, 16-17). Cristo es el alfa y omega, como subraya siempre Teilhard de Chardin (muerto el 1955) en sus publicaciones. Fin de la historia es, por tanto, el hacerse visible y consciente del total designio cristológico del cos­mos. «Todo se mantiene en El» (Col 1, 17), encontrando en El su consumación y coronación.

El Evangelio conduce al monte Gólgota, pues (como se expresa en la segunda lectura del domingo de hoy) «pacificó, por la sangre de su cruz, todas las cosas» (Col 1, 20). Sin la cruz de Jesús no hay camino alguno hacia la consumación del mundo y hacia la paz es-catológica. Por tanto, cada vez que se acerca a su fin el año litúrgi­co, reaparecen los horizontes del final y los perfiles del nuevo cielo y de la nueva tierra con mayor claridad. Se hace, por eso, de año en año más apremiante el familiarizarse con el final de su propia vida, así como con el final de toda la historia del mundo.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 23, 35-43)

Una confrontación del relato de San Lucas sobre la pasión con los lugares paralelos sinópticos (se escogió Mt 15, 16-20) aclara «que Lucas no se preocupa por amortiguar o borrar la presencia roma­na de los soldados participantes, que conoció por la fuente de Mar­cos. Pero, desde luego, no ve en ello una contrarréplica a su ten­dencia apologética de presentar el carácter antipolítico de la mesia-nidad de Jesús y de entrar en conversaciones con Roma. Esto corres-

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ponde a la otra observación de que Lucas «sabe distinguir entre Pilato y la Roma actual» (Frieder Schütz).

Llama la atención con qué precisión se distingue entre el pueblo, mero espectador, y los mordaces soldados y jueces (Le 23, 35-36). La palabra de Jesús crucificado incluida en esta perícopa (Le 23, 43) es exclusiva de San Lucas, no encontrándose en ninguno de los otros tres evangelistas.

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• Con la cruz y resurrección de Jesucristo ha comenzado ya el fu­turo del mundo. La cruz de Jesús es al mismo tiempo señal, con­forme a la cual se diferencia el más allá, entonces y por siempre, como señal de la esperanza del mundo.

Pero todavía pesa sobre el camino de la humanidad la sombra de la cruz. El «hoy» (Le 23, 43) anuncia la actual escatología. Los bienes de la salvación no son dones futuros, que se regalen por vez primera el último día.

• Lo que Jesús crucificado dijo al así llamado buen ladrón está dirigido, como invitación de una promesa, a todos los hombres que tienen buena voluntad: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Le 23, 43). Este «hoy» no se ha cerrado. El «hoy» de la historia de la salvación se halla siempre en camino. La muerte de Jesús ha abierto para toda la humanidad una última oportunidad de con­versión.

«La exposición de Lucas muestra a Jesús en su muerte como el pri­mer mártir, que con su amor llena los sufrimientos de todos los már­tires (Surkau), obteniendo las facultades salvíficas de su soberanía» (Walter Grundmann). Con la cruz de Cristo se ha abierto la puerta de la eternidad por donde penetran los siglos.

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LOS EVANGELIOS DE LAS FIESTAS

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2 de febrero: Fiesta de la Candelaria

Primera lectura: Mal 3, 1-4 Segunda lectura: Heb 2, 14-18 Evangelio: Le 2, 22-40

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

Todas las lecturas del día de la Candelaria, que es una fiesta de Je­sús, hemos de concéntralas en un pensamiento a manera de aper­tura: Jesús, como templo de Dios hecho carne, ha venido al templo visible de Jerusalén. Ahora termina la era de la sinagoga y comien­za la era de Jesús.

Se ha tomado la primera lectura del último libro del Antiguo Tes­tamento. Simeón y Ana pertenecen a aquellos que esperan al Señor en el templo. Con la venida de Jesús al templo empieza a cumplirse la profecía del Antiguo Testamento (Mal 3, 1).

En la segunda lectura se observa todavía con mayor claridad el acon­tecimiento del Evangelio, siendo el asunto que Dios acepte la des­cendencia de Abraham (Heb 2, 16).

La redención del Evangelio hace suponer que el evangelista Lucas (o en su caso el autor de este escrito, del que ha tomado los dos pri­meros capítulos de su Evangelio) ha tenido en cuenta el contenido de estos versículos del contexto del libro de Malaquías. Jesús es «una luz para alumbrar a las naciones, y la gloria de tu pueblo, Is­rael» (Le 2, 32). Mediante Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, es el templo viviente de Jerusalén algo superfluo. Jesús es el pabellón santo de Dios en medio de los hombres, que está abierto a todos, judíos y gentiles.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 2, 22-40)

En la historia previa según San Lucas, en la cual tienen resonancia ya los temas principales teológicos de todo el Evangelio, el texto sobre la presentación de Jesús en el templo de Jerusalén está re­dactado en forma de midrasch haggádico, es decir, el acontecimien-

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to real es aclarado y ampliado en forma de meditación, ateniéndose a textos del Antiguo Testamento. Con Simeón (— Dios ha oído) y Ana (Misericordia; Dios ha tenido misericordia) aparecen como en un «escenario apocalíptico» (Leonard J. M. Hermans) los represen­tantes de un pueblo escogido, a los que les está dado ver la salva­ción y la luz de la glorificación del pueblo de Israel (Le 2, 30. 32). A la primera proclamación del Mesías ante los pastores (Le 2, 10 y siguientes) le sigue ahora la segunda, en un lugar altamente oficial, en el templo de Jerusalén.

Es típico para el propósito de la proclamación, así como para la «teología de la Iglesia» (de judíos y paganos), del evangelista cris­tiano de origen pagano y acompañante durante muchos años de Pa­blo, que la epifanía del Hijo de Dios se está produciendo ya dentro de unas dimensiones universales: «Luz para alumbrar a las nacio­nes, y la gloria de tu pueblo, Israel» (Le 2, 32; citándose los paga­nos antes que los judíos). Tras Le 1, 34 («¿Cómo será esto, pues no conozco varón?»), se escribe en Le 2, 33), con una despreocu­pación asombrosa: «José y María... estaban admirados».

Todo el texto está penetrado de citas del Antiguo Testamento (com­párese para todo el texto 1 Sam 1, 11. 22-28). Ante todo, el himno de Simeón, que puede haber surgido de las comunidades helenísti­cas de cristianos de origen pagano, presenta un mosaico de citas de Isaías (Is 40, 2; 42, 6; 49, 6; 52, 10). También en Le 2, 34 (Is 8, 14), y Le 2, 35 (Ez 14, 17), se aprecian alusiones al Antiguo Testamento. Por otra parte conviene observar hasta qué punto ya en esta parte del relato previo según San Lucas se aprecia el tema de la pasión: «... éste niño está destinado para ser caída y resurgimien­to de muchos en Israel; será signo de contradicción» (Le 2, 34).

«En el relato de la infancia de Jesús comienza ya la pasión del Se­ñor». En los cincuenta años que pasaron desde la erección de la cruz, la meditación había descubierto y representado los rasgos de la infancia. Los evangelistas no pudieran hacer otra cosa que ex­presar, al mismo tiempo, los conocimientos que ahora poseían» (Karl Hermann Schelkle. Muy claramente se habla también de la co-pasión de María: «Y una espada atravesará tu alma» (Le 2, 35). La «señal de alegría» (Le 2, 12) se convierte en «signo de contra­dicción «Le 2, 34).

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E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

Del gran número de propósitos del texto se deben destacar par­ticularmente aquellos que guardan alguna relación con la fiesta de la Sagrada Familia.

• María y José saben que están bajo la «ley de Moisés» (Le 2, 22), que para ellos se describe como la «ley del Señor» (Le 2, 24). Ven en la ley de Moisés (Ex 13, 2; Lev 12, 8) mandamientos que para ellos aún son obligatorios.

• En la Sagrada Familia se refleja la imagen del pueblo de Dios, en cuyo centro, en su día, había vivido Dios en forma de «nube»; ahora, sin embargo, Dios vive entre el pueblo de Dios directamen­te en la persona de su Hijo hecho carne. En la clave de los nombres hebreos Simeón y Ana nos topamos con el agradecimiento por la presencia visible y la cercanía de Dios: «Dios ha escuchado... Dios ha tenido misericordia».

• Cristo ha crecido en la comunidad de una familia (Le 2, 40) y fue subdito de María y José (Le 2, 51). Lo mucho que Jesús quería a la comunidad humana se puede apreciar por el hecho de que más tarde formó alrededor suyo a la comunidad de apóstoles y seguido­res. Jesús es todo lo contrario de un individualista retraído y escép-tico; su pensamiento, su mensaje y toda su vida poseen unos rasgos pronunciadamente sociales. Paradójicamente, en los confrontamien-tos críticos sociales de nuestros tiempos, a Jesús se le aprecia, pre­cisamente, por la limpieza de sus convicciones y por su compromi­so por los demás, diciendo, al mismo tiempo, que no a Dios. ¡Qué alternativa más extraña: Jesús, sí — Dios, no!

• La ampliación de la Sagrada Familia se debe ver en la comuni­dad de salvación del Nuevo Testamento, que emprende su camino terrestre con su Señor invisible. Sabe que El la consuela, pero tam­bién (cosa que no se debe ocultar) que El la había llamado para el vía crucis (Le 2, 34-35). Por tanto, nada está en más contradicción con el secreto festivo de la Sagrada Familia que hacer de él un idilio de familia de cariz sentimental. El texto 2, 22-40 dice unas cosas muy duras que no está permitido ablandarlas mediante in­terpretaciones dulzonas. El camino con Cristo representa un desa-

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fío constante a la fe (Le 2, 33; compárese Le 2, 50). A pesar de estar cerca el Señor, sigue siendo siempre el «completamente distinto», el incomprensible. El misterio de la Sagrada Familia, lo mismo que de todo el pueblo, es al mismo tiempo un mysíerium fascinosum y un mysterium tremendum; pero precisamente estas tensiones polares de la cercanía y de la lejanía, de la revelación y de la ocultación, son la grandeza y el riesgo del pueblo de Dios.

• El «honrado y piadoso» (Le 2, 25) Simeón, y Ana, una «viuda de ochenta y cuatro años y profetisa, hija de Fanuel, de la tribu de Aser» (Le 2, 36 ss.) son más que personas individuales. Son los representantes de aquellos que en el pueblo elegido «aguardaban el Consuelo de Israel» (Le 2, 25) y «la liberación de Israel» (Le 2, 38). Israel, que durante milenios ha estado esperando («La veo, pero no ahora; la contemplo, pero no de cerca»; Núm 24, 17), que con­fiaba en las promesas de Dios y que se preparaba para la llegada del Mesías con «ayunos y oraciones» (Le 2, 37), se entera en ese momento de la hora del cumplimiento: «Mis ojos han visto a tu Salvador» (Le 2, 30).

• El Mesías, sin embargo, para no pocos del pueblo de Israel es «signo de contradicción» (Le 2, 34). Si consideramos que la espada en el uso lingüístico del Antiguo Testamento es, repetidas veces, sím­bolo de la enemistad (Sal 7, 13; 16, 14; 56, 5; c ompárese 1 Re 19, 10), entonces Le 2, 34, entraña el sentido que el Mesías encontrará en Israel a muchos enemigos y que sufrirá persecución. Las sombras de la pasión caen ya sobre el relato de la infancia de Jesús. Lucas, el que durante muchos años había sido acompañante del apóstol Pablo, no sabe escribir un relato sobre la infancia sin acordarse de la predicación de la cruz de San Pablo. «Predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gen­tiles» (1 Sor 1, 23).

• A María y José se les presenta como personas que estaban «ad­miradas por lo que se decía del Niño (Jesús)» (Le 2, 33). Para am­bos, que, como muchos justos del pueblo de Israel, esperaban un reino del Mesías lleno de alegría, de felicidad y de independencia política, las palabras de Simeón eran completamente incomprensi­bles. Tampoco comprendían todavía el sentido profundo de los can­tos del siervo de Dios del Deutero-Isaías (Is 52, 13-53, 12). María

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tuvo que enfrentarse con el cometido de experimentar y sufrir lenta y dolorosamente el scandalum crucis de su Hijo.

• Una característica de la imagen de Cristo según San Lucas es el resplandor divino, que desde el principio lo acompaña: «El Niño... se llenaba de sabiduría y la gracia de Dios lo acompañaba» (Le 2, 40; cfr. Le 2, 52). Con esto quiere subrayar que este Niño no ha recibido el carisma divino más tarde (por ejemplo, durante el bautismo), sino que desde el principio ha sido «Hijo del Altísi­mo» (Le 1, 32); «Salvador, Cristo y Señor» (Le 2, 11); «gozo y alegría» (Le 1, 14); «luz para alumbrar a las naciones, y la gloria de tu pueblo, Israel» (Le 2, 32).

En entendimiento de Cristo, tal como ha encontrado su cristaliza­ción en el relato de la infancia según San Lucas, se justifica, por una parte, mediante el cumplimiento de la profecía del Antiguo Testamento, y por otra parte, se aprecia en una plenitud tipológica el cumplimiento de toda actitud histórica de la salvación de Dios en Cristo (Heinz Schürmann).

19 de marzo: San José, esposo de la Virgen María

Primera lectura: 2 Sam 7, 4-5a, 12-14a, 16 Segunda lectura: Rom 4, 13, 16-18, 22 Evangelio: Mt 1, 16, 18-21 (o Le 2, 41-51a)

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

Se ha seleccionado el texto de la profecía de Natán al rey David. Se habla de una descendencia de David cuyo «trono se afirmará para siempre» (2 Sam 7, 16). La frase decisiva que puede conducir hacia esta fiesta de José es la siguiente: «Yo seré para El un padre, y El será para mí un hijo» (2 Sam 7, 14a). Las únicas palabras de Jesús que han sido incluidas en la llamada historia de su infancia son: «¿No sabíais que yo debo ocuparme en los asuntos de mi Pa­dre?» (Le 2, 49), pretenden interpretar cristológicamente este texto del Antiguo Testamento.

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La segunda lectura induce a la meditación de diferentes afirma­ciones dialécticas, que quieren comunicar un conocimiento de la fe en el misterio original de Jesús: «No basándose en la ley, sino en la fe y en la gracia —Fe— justicia». Los textos elegidos quieren con­ducir hacia el entendimiento de la concepción y nacimiento de Jesús.

El Evangelio hace referencia a las reflexiones de la cristiandad pri­mitiva acerca de la relación de parentesco de José con Jesús. El entendimiento del Nuevo Testamento de Is 7, 14, forma el punto neurálgico en estas reflexiones.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o ( M t l , 16, 18-21)

El fragmento Mt 1, 1-25 representa una unidad en las ideas. Mt 1, 18-25 es considerado, al efecto, como una especie de «nota explicativa ampliada» (K. Stendhal) de Mt 1, 1-17 a Mt 1, 16. Ma­teo es un «texto doctrinal explicativo» (Wolfgang Trilling), que tie­ne que satisfacer distintas funciones. Debe aclararse en primer lugar por qué es oportuno ofrecer el árbol genealógico de José (Mt 1, 1-17). José no es el «padre» de Jesús en un sentido material, aunque sí, como «marido de María», en el sentido legal. Por otra parte, a la vista del texto clave del Antiguo Testamento, Is 7, 14, que se ofrece en Septuagésima, en su redacción griega, se medita sobre la mater­nidad de María. Tras la redacción textual del evangelista San Ma­teo: «... para que se cumpliese lo que el Señor había dicho por me­dio del profeta» (Mt 1, 22), tenemos la convicción de fe de los pri­meros cristianos en la concepción virginal del niño Mesías (Wolf-gangn Trilling). Finalmente se estudia la relación de la profecía del Antiguo Testamento y el cumplimiento del Nuevo. El acontecimiento cristiano se presenta como cumplimiento y culminación del Anti­guo Testamento y como superación de la profecía de Natán (2 Sam 7, 1).

Puenden establecerse serios fundamentos de que este fragmento es el resultado de la reflexión primitiva cristiana sobre la relación de José con Jesús y, precisamente, en el sentido que, por un lado, se ha elabo­rado el profundo significado de la filiación de David de Jesús y, por otro

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lado, se ven los hechos históricos transmitidos bajo el aspecto de la llamada teología del cumplimiento (Mt 1, 22).

Detrás de este fragmento hay una fórmula de fe corroborada sobre la que Pablo pudo volver a tratar en su epístola a los Romanos, escrita hacia el año 57 después de Cristo: «Nacido de la estirpe de David, según la carne; constituido Hijo de Dios en poder, según el Espíritu de santidad desde la resurrección de los muertos» (Rom 1, 3), cfr. Rom 4, 6-9; Gal 4, 23-31. Aquí se hacen ostensi­bles las palabras fundamentales del credo primitivo: «Nacido de María virgen». Es muy digno de resaltar que, tanto para la predica­ción de la fe sobre el nacimiento virginal, como para la explicación del caso de José, se aporta la cita de Is (Is 7, 14), en cuanto al plan divino de salvación. Sucede que Mateo ha añadido el nombre de Emmanuel, traducido por «Dios con nosotros». Sólo en dos pun­tos (Mt 1, 23 y Mt 27, 56) ha transcrito, especialmente en la traduc­ción, las palabras por: «Esto es». Todos los acontecimientos, el nacimiento virginal y el nombre dado, se consideran como cumpli­miento de la profecía del Antiguo Testamento. No sólo es digno de tenerse en cuenta la cita de las palabras de Isaías (Is 7, 14), sino, también, el penamiento cristiano primitivo con su interpretación úni­ca de este texto del Antiguo Testamento.

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• En la tensión creada entre las afirmaciones de Mt 1,16 «Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, el lla­mado Cristo»), y de Mt 1, 18 («La madre de Jesús... antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo, por obra del Espíritu Santo»), se puede reconocer el camino seguido por la fe cristiana del princi­pio con la participación del Espíritu Santo hasta descubrir el mis­terio del nacimiento virginal y el papel especial de José, dentro del plan de salvación de Dios. Aquí tiene lugar lo que se ha dicho en las palabras juanistas de despedida: «Mucho tengo que deciros to­davía, pero ahora no estáis capacitados para entenderlas. Cuando venga El, el espíritu de la verdad, os guiará a la verdad... El me glo­rificará» (Jn 16, 12-14).

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• Lo que José ha experimentado ha ido creciendo en los apósto­les y en las comunidades cristianas primitivas como reconocimiento espiritual: Jesús nacido de María virgen, José convertido en tipo de la Iglesia, siempre dispuesto a obedecer a la palabra de Dios, que por revelación de Dios mismo conoce el sentido y orientación de la vida.

Se afirma —nunca con bastante claridad —que el reconocimiento de la fe de que Jesús ha nacido de María virgen no es el producto de la común reflexión y teología general, sino que es un hecho cuyo autor y testigo es Dios mismo. La revelación de Dios es subrayada en forma de dos elementos estilísticos del Antiguo Testamento (sue­ño, ángel). Bajo la dirección de Dios se abre, con José, en la comu­nidad cristiana primitiva, la interpretación cristológica de la pa­labra de Isaías (Is 7, 14).

Los partos de las vírgenes no son antiguos mitos de los dioses o ideologías imperiales romanas. Se fundan, por más que pueda pa­recer incomprensible para el hombre, únicamente en la revelación de Dios, que no puede mentir. A pesar de la concepción virginal, Je­sús es incluido en la sucesión de David, puesto que, según el derecho judío, se conceden al hijo, sea carnal o adoptado, los derechos here­ditarios con todas sus consecuencias.

• Se explica la función del nombre de «Jesús» por la siguiente frase: «Salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1, 21). El nombre «Jesús» (= Yahvé es redentor, Yahvé redime), no es simplemente un programa, se trata de una profecía sobre la persona y misión del que lo lleva. Dado que el autor del Evangelio de San Mateo cita a Isaías (Is 7, 14), se apropia del universalismo de salvación representado por los profetas del Antiguo Testamento. En la nueva Jerusalén, en la que se asienta el Emmanuel hecho hombre, «todos los pueblos» (Is 2, 1-5) poseerán su patria (Is 19, 23-25). Al respecto no hay que equiparar la expresión «su pueblo» (Mt 1, 21) con el pueblo de Is­rael del Antiguo Testamento. Más bien se quiere decir con todos los pueblos, los judíos y los gentiles, que forman la nueva comuni­dad de salvación. Directamente surge el universalismo del Evange­lio de San Mateo de la tradición del universalismo profético del An­tiguo Testamento.

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• Sobre el misterio del Hijo de Dios hecho hombre, Jesucristo, el misterio de la maternidad de María, así como la «paternidad» de José, escribe Aurelio Agustín: «Cristo ha nacido en forma muy es­pecial de una madre, sin padre, como hombre, sin madre, como Dios, sin madre antes de todo tiempo, sin padre en el cumplimiento del tiempo». Compárense, al efecto, las declaraciones doctrinales de la Iglesia, condensadas en mi publicación «Libro de la fe católica» (Regensburg, 1969, 84-87).

25 de marzo: Anunciación de María

Primera lectura: Is 7, 10-14 Segunda lectura: Heb 10, 4-10 Evangelio: Le 1, 26-38

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

Una de las principales (y también más discutidas) palabras clave de toda la Sagrada Escritura, se expone en la primera lectura: «Mi­rad: la virgen (almáh) encinta da a luz a un hijo, a quien pondrá el nombre de «Emmanuel» ( = Dios con nosotros) (Is 7, 14). El profeta Isaías ha pronunciado esta palabra anunciadora en su pre­sente inmediato. La palabra de Isaías tiene un punto de misión y de cumplimiento que trasciende la época del reinado del entonces rey judío, Acaz (736-721 antes de Cristo), según señala la interpreta­ción del Nuevo Testamento en Mt 1, 23.

En la segunda lectura se habla rotundamente de la encarnación del Hijo de Dios: «... me has formado un cuerpo» (Heb 10, 5). En el cumplimiento del plan salvador de Dios ha colaborado decisiva­mente con Cristo, María, la madre del Señor: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Le 1, 38).

El Evangelio revive esa escena, que representa como historia sig­nificativa. El evangelista San Lucas (en su caso el autor de este texto anterior a Lucas) ha redactado este relato recurriendo a fór­mulas y argumentos del Antiguo Testamento. Su intención era trans-

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mitir «el ambiente bíblico (del Antiguo Testamento), con miras a una interpretación cristiana de los hechos» (Leonhard J. M. Her-mans).

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 1, 26-38)

Mientras que el relato preliminar del Evangelio según San Mateo (Mt 1, 1-2, 23) está considerado desde el punto de vista de San José, en el relato preliminar según San Lucas (Le 1, 5-2, 52) se toma como punto de partida el punto de vista de María.

El texto es un extracto central del relato de la infancia según San Lucas, cuya rareza literaria está despertando el interés de los exe-getas recientemente. ¿No tiene ningún valor histórico su contenido? ¿O se trata solamente de una paráfrasis religiosa, que pretende re­presentar simbólicamente el secreto de la transformación en hom­bre del Hijo de Dios?

Cietarmente no podemos negar al evangelista Lucas el interés bio­gráfico e histórico. No obstante, no entenderíamos bien su intención si consideráramos el relato de la infancia como un documento his­tórico o como un reportaje periodístico. Puesto que en el mismo forman una unidad la historia y la interpretación de la historia ac­tualizado™, para determinar el género literario podríamos hablar, más bien, de un midrasch o, quizá mejor, de una especie de hag-gada judío, que en forma de predicación sinagogal realza el senti­do y contenido del hecho de la salvación mediante relatos impresio­nantes, en los cuales generalmente se empleaban símbolos (tópicos) y parábolas del Antiguo Testamento, para dar lugar con ello a su actualización en forma de una plegaria de agradecimiento o acla­ración del sentido respecto de una nueva nueva orientación de la vida. Por «midrasch» se entiende un examen, estudio o también meditación (deducido del verbo hebreo «darásch» = buscar, exa­minar): se distingue entre el midrasch hálico (meditación o reflexión sobre un problema práctico) y el midrasch haggádico (interpretación religiosa del sentido de un acontecimiento actual de los textos bíbli­cos). Le 1, 26-38, posee evidentemente carácter de midrasch, ya que se medita en este texto un gran número de textos del Antiguo Tes-

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tamento y de insinuaciones (vg. Jue 6, 11-24; Is 8, 23-9; 2 Sam 7, 12-16; Sof 3, 14-17).

La escena en su totalidad no sólo está construida de acuerdo con el modelo literario de los relatos de vocación del Antiguo Testa­mento (Ex 3, 10-12): llamamiento de Moisés; 1 Sam 10, 1-7: llama­miento y unción de Saúl; Jer 1, 4-10: llamamiento del profeta Je­remías). El informe según San Lucas sobre el anuncio en Nazaret intercala un número tal de citas del Antiguo Testamento, sin seña­larlas por separado, sino simplemente formando parte de la estruc­tura, que quitando del texto dichas citas del Antiguo Testamen­to, éste dejaría de tener consistencia. Una relación de los textos del Antiguo Testamento empleados en Le 1, 26-38, se encuentra en mi libro «El mensaje de los Evangelios, hoy». Ediciones Paulinas, 1969.

Cl. Schedl [Nueva visión del problema sinóptico. Números y pala­bras en los Evangelios. En: Theologie der Gegenwart (Teología del presente), noveno año, 1966, 93-99] ha examinado la estructura numérica de los versículos Le 1, 26-38, y ha llegado a la conclusión de que este texto griego está redactado conforme a la estructura de jubileos (1 jubileo = 7 por 7 = 49 palabras). Hay, por tanto, mu­chos motivos para creer que forma una unidad literaria cerrada en sí (en relación con el relato de la infancia según San Lucas, que se compone en total de 441 palabras, o sea, 9 por 40 palabras, que es igual a 9 jubileos).

I. Jubileo (Le 1, 26-28) 49 palabras

Texto que lo acompaña (Le 1, 29) 14 palabras

II. Jubileo

Texto que lo acompaña (Le 1, 30) 14 palabras Jubileo (Le 1, 31-33a) 49 palabras

III. Jubileo

Texto que lo acompaña Le 1, 34-35a) 19 palabras Jubileo (Le 1, 35b-37) 49 palabras Texto que lo acompaña (Le 1, 38) 19 palabras

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El punto neurálgico de todo el informe de la anunciación parece ser Le 1, 37, donde se cita del Antiguo Testamento una palabra de Dios dirigida a Abraham: «¿Hay algo difícil para el Señor?» (Gen 18, 14). Así como Dios puso un nuevo comienzo a la salva­ción con Abraham, lo mismo pone ahora un nuevo comienzo con María, que ciertamente guarda relación con la época de salvación del Antiguo Testamento, pero que, no obstante, no representa su co­ronación natural. Lo acontecido hasta entonces guarda con lo nue­vo una «continuidad quebrada» (Gerhard Voss). Se trata de un auténtico nuevo comienzo. Lo que empieza ahora es algo extraordi­nario y representa una superación de todas las profecías del Anti­guo Testamento. Este nuevo comienzo impuesto con María única­mente es comparable con el comienzo de la creación, lo inmerecido, único y extraordinario; sin embargo, lo supera en mucho.

Del gran número de problemas literarios y teológicos arraigados en el informe de la anunciación según San Lucas, ya sólo resaltaremos uno, que es el «ángel Gabriel» (Le 1, 26). No nos es posible trazar en este lugar el amplio horizonte de este problema. No obstante, pa­rece seguro que la enseñanza y reflexión del Antiguo Testamento sobre los ángeles, que no se pueden separar de la enseñanza sobre la trascendencia de Dios, no pueden ayudar a contestar a la pre­gunta, si realmente se le apareció a María un ángel visible que ha­blaba, sino que el hecho de introducir al ángel Gabriel representa, simplemente, una forma de escribir y pensar telógico, tal como la encontramos a menudo en los Setenta, en la cual, en lugar de Dios actúa un ángel. En los Setenta, o sea, en la traducción griega del Antiguo Testamento, nos encontramos no pocas citas que hablan de un ángel, donde en el original hebreo habla de Dios (cfr. Ex 4, 24; Job 20, 15; Sal 8, 6; compárese a este fin Le 12, 8 y Le 15, 10). Por lo demás, habla mucho a favor de la posibilidad de que San Lucas, que, por otra parte, es el evangelista que más habla de los ángeles, como cristiano de origen pagano se haya servido de la teo­logía y forma de expresión de los Setenta.

Haciendo referencia a toda la tradición eclesiástica, J. Schildenber-ger defendía la opinión de que «no se haría plena justicia al texto si quisiéramos explicar el envío del ángel Gabriel a María sólo como una forma literaria». Por otra parte, cabe preguntarse si la apari-

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ción visible del ángel reviste realmente tanta trascendencia para el hecho de la salvación o si lo importante no es, más bien, el acto de salvación de Dios, al que María da el sí. Además, podemos pre­guntarnos por qué de los ángeles citados por su nombre en el Anti­guo Testamento, a saber:

Miguel ( = ¿Quién como Dios?): Dan 10, 13. 21; 12, 1 Rafael ( = Dios salva - remedia): Tob 12, 15 Gabriel ( = el hombre de Dios): Dan 8, 15 ss.; 9, 21.

es precisamente Gabriel el que aparece en el escenario de la anun­ciación. ¿No despierta acaso el nombre del ángel Gabriel el recuer­do de la profecía mesiánica sobre las 70 semanas del año {— 490 años) que encontramos en el Antiguo Testamento? (Dan 9, 21-26). Al nombrarlo, ¿no se anuncia acaso el final de este tiempo de es­pera de Adviento? Tras resaltar el pensamiento religioso del judais­mo tardío cada vez más la trascendencia de Dios, ha tenido que ser un ángel el que superara la distancia, ya apenas salvable, entre Dios y los hombres y que al mismo tiempo diera a la vocación de María el resplandor de la legitimación divina.

Todo el informe sobre la anunciación únicamente quiere aclarar una cosa: Dios pone un nuevo principio. Dios actúa, Dios habla, Dios reclama. A este acto de salvación de Dios, que debe realizarse por medio de María, María pronuncia su «sí» indiscutible: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Le 1, 38).

En la interpretación de este texto, sin embargo, no nos debemos olvidar de una cosa. En él se expresa la fe (creencia) de la Iglesia original en aquel acto de la salvación que Dios ha cometido, en for­ma de la virginidad y maternidad al mismo tiempo. Le 1, 26-38 está, por tanto, al servicio de la cuestión de Cristo, incluso la fe en Cristo, y de la veneración religiosa de María, la madre de Jesús. La forma literaria elegida por el evangelista Lucas pretende ser un himno de la Iglesia para alabar la actuación de Dios respecto a María, en el cual las comunidades de antiguos cristianos hacen resonar lo natu­ral de su propia existencia, ya que, en la actuación de Dios en María, la comunidad de salvación de los antiguos cristianos ha reconocido la actuación de Dios en ellos mismos y la ha cantado con agradeci­miento.

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E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• El nombramiento del «ángel Gabriel... enviado por Dios» (Le 1, 26) —independientemente del hecho de si se supone una apa­rición visible del ángel o una forma literaria— nos aclara que ahora ha terminado el tiempo de espera de las 70 semanas de años, de las que hablaba el libro de Daniel. Con el cumplimiento de la promesa hecha en el Antiguo Testamento, Dios pone un nuevo comienzo.

Al mismo tiempo se expresa que María no es víctima de imagina­ciones y alucinaciones ni religiosas ni ilusorias. Todo el aconteci­miento, sin duda, está autorizado como acto de Dios. En el ver­sículo Le 1, 37, en el cual se cita la palabra de Dios dirigida a Abraham: «¿Hay algo difícil para el Señor?» (Gen 18, 14), se sub­raya fuertemente la novedad y el valor de este acto de salvación de Dios.

• En el sobresalto de María (Le 1, 29) tiembla, al mismo tiempo, la admiración de la comunidad antigua cristiana, que asimismo ha encontrado la «gracia de Dios» (Le 1, 30) y, por tanto, ya no vive en el temor a Dios, sino que le está permitido vivir en el gozo (Le 2, 10) y en unión con Dios.

• La primera palabra bíbliba de María (Le 1, 34) ha encontrado una resonancia muy variada, tanto en su traducción alemana como en su interpretación:

«¿Cómo será eso, ya que no sostengo relaciones matrimoniales?» (Haugg). «¿Qué pasará, ya que no tengo a ningún hombre?» (Rosch, Ketter, Tillmann). «Y, ¿cómo será posible, ya que no sé de ningún hombre?» (Biblia Luterana). ¿No podría ser que en vez de María se manifestase aquí, más bien, la fe de la Iglesia antigua, que quiere confesar y atestiguar la continuidad de la Virginidad de Ma­ría? Más de 70 años después del acontecimiento de salvación efec­tuado en María, la Iglesia antigua, cuyo testigo es el evangelista Lu­cas, sostiene la fe de que María, en su calidad de madre del Kyrios, estaba predestinada a permanecer virgen para siempre durante toda su vida. La decisión para permanecer siempre virgen, según ella, había sido tomada a la hora de Nazaret.

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H Al atrevimiento de Dios: «Para Dios nada hay imposible» (Le 1, 37), María contesta con el valor de su disposición completa e imparcial: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu pa­labra» (Le 1, 38).

Con esto se manifiestan dos cosas: en el acto de salvación que Dios ha efectuado en y con María, la Iglesia, reconoce su propia voca­ción, su grandeza y su dignididad. Ahora bien, la contestación de María de querer ser «la esclava del Señor se ha convertido en misión y ley vital de la Iglesia.

Fiesta del Corazón de Jesús

Primera lectura: Ez 34, 11-16 Segunda lectura: Rom 5, 5-11 Evangelio: Le 15, 3-7

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

En la primera lectura presenta el profeta Ezequiel el cuadro del buen pastor. Este texto está tomado del así llamado «Libro de los deste­rrados» (Ez 33-37). Como los pastores humanos en funciones han fallado, Dios mismo, dueño de su rebaño, ha tomado la tarea y fun­ciones de pastor. «Profetiza contra los pastores de Israel, que se apacientan a sí mismos... Pero vosotros no apacentáis a las ovejas... Yo mismo iré a buscar a mis ovejas y las reuniré» (Ez 34, 2. 3. 11). En la segunda lectura anuncia el apóstol Pablo el mensaje de la alegría, pues la muerte de Cristo, buen pastor, ha traído a todos los hombres conciliación y alegría.

El Evangelio recoge, todavía, el motivo del buen pastor del Viejo Testamento, extrayendo de él, a modo de comentario, el mensaje de la alegría «por un solo pecador que se convierte» (Le 15, 7). Por la muerte en cruz de Cristo, quien como buen pastor ofreció su vida por los que en él pusieron la confianza, se ha regalado a la humani­dad conciliación, paz y alegría.

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D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 15, 3-7)

La perícopa procede del famoso capítulo 15 del Evangelio de Lucas, en el que se recopilan en una sola unidad de composición las tres parábolas llamadas de los «perdidos» «oveja: Le 15, 3-7; dracma: Le 15, 8-10; hijo: Le 15, 11-32). Junto a las expresiones teológicas sobre el modo de pensar y de comportarse de Dios hay que descubrir también en el relato de Lucas comentarios de reflexión sobre crítica social. Como muestra claramente la relación de los cuadros, se con­traponen a los «publicanos y pecadores» (Le 15, 1), que quieren escuchar a Jesús, los «fariseos y escribas» (Le 15, 2), que critican de Jesús, porque recibe a los pecadores e incluso come con ellos. El amor perdonador de Cristo supera todas las barreras de la humana discriminación. La sima entre el pensamiento de Cristo y el de los hombres se expresa por el hecho de que Cristo muestra su magni­ficencia donde los hombres sentencian en forma raquítica y estrecha.

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• La contraposición de 99 contra 1 quiere dejar claramente visi­ble algo extraordinario. El hombre pecador no será repudiado de Dios. El provoca, más bien, una singular acción de Dios. El amor perdonador de Dios es inconmensurable. Donde fueron grandes las culpas, se provoca en forma todavía mayor el amor de Dios obse­quioso y consecuente.

• Conforme a la interpretación de los escribas y fariseos, con su postura Jesús traspasa su papel de persona religiosa. Que Jesús vi­viera con los pecadores y se sentara a su mesa, suponía una provo­cación, una desatención para con las prácticas religiosas y cívicas de entonces. Jesús se convertirá en rebelde ante el código moral de la sinagoga oficial judía. El demuestra que el pensar y el obrar de Dios se halla en abierta oposición con la autojusticia de los fariseos.

• Pero la vuelta del pecador no hay que anotarla únicamente en el haber de la actividad de Dios. La palabra «reversión» ratifica (Le 15, 7) que por parte del pecador requiere una disposición para el cambio noble y profunda. Ciertamente Cristo ofrece su gracia a los hombres. Pero queda a la libre decisión de los hombres, si ellos

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aceptan este ofrecimiento de gracias, separándose de su anterior es­quema de vida de modo definitivo y suscribiéndose al seguimiento del Señor con un nuevo corazón. La razón de la alegría en el cielo es la conversión del pecador.

• La devoción al Corazón de Jesús es reconocimiento agradecido del arrojo del amor de Cristo para con nosotros los hombres. La pa­rábola de la oveja perdida (Le 15, 3-7) dirige la mirada hacia el hecho de que en los planes de Dios lo que cuenta es, no la cantidad de sus seguidores, sino, única y exclusivamente, la calidad del pe­queño rebaño. La Iglesia del futuro no está, por tanto, representada por la masa de los bautizados y creyentes únicamente. Ella se reclu-tará, más bien, entre quienes han sabido dar el paso del grupo de los medio creyentes hasta el de las resoluciones personales. Para el arro­jo del amor de Cristo, la única contestación digna es el arrojo en con­secuencia de una resolución semejante por parte del creyente.

29 de junio: San Pedro y San Pablo

Primera lectura: He 12, 1-11 Segunda lectura: 2 Tim 4, 6-8, 17-18 Evangelio: Mt 16, 13-19

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La primera lectura, tomada excepcionalmente de un escrito del Nue­vo Testamento, informe sobre la salvación milagrosa del apóstol Pe­dro. Se compenetra con el hecho de que desde el comienzo ha ha­bido persecución en el camino seguido por la Iglesia. Precisamen­te en nuestro tiempo en que, por una parte, el papado está someti­do a una severa crítica dentro y fuera de la Iglesia y, por otra parte, se habla de la misma con mayor intensidad como «pueblo de Dios», puede sacarse del texto de los Hechos de los Apóstoles la profunda comunión del pueblo de Dios de aquel tiempo con Pedro. «Tenían a Pedro en la cárcel, bajo custodia, y la Iglesia oraba a Dios insis­tentemente por él» (He 12, 5).

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En la segunda lectura se presentan fragmentos de la segunda epís­tola a Timoteo, que hoy, casi generalmente, se considera como escri­to pospaulino (consúltese al respecto mi libro «Die Entstehungs-geschichte der Bibel», Munich, 1969, 105 y 127). En estos versícu­los se trata de la invitación hecha igualmente a Pedro y a Pablo para seguir el camino de la fidelidad hasta el sacrificio de la vida, de modo que muriendo obtuvieron el auxilio consolador de Dios. En el Evangelio se da lectura a ese texto, que en el curso de la his­toria de la Iglesia ha hecho época. Precisamente en las explicacio­nes actuales de la fundación teológica de la cátedra de Pedro en la Iglesia y sobre la coordinación de dicha cátedra y el colegio apos­tólico, así como en las preocupaciones intensivas sobre la reunifi­cación de las confesiones cristianas separadas, Mt 16, 13-19, desem­peña un papel determinante.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Mt 16, 13-19)

El texto (Mt 16, 13-19) es, desde siglos, el centro tempestuoso de la exégesis. Las posiciones variables sobre el campo de batalla exegé-tico están marcadas por las siguientes interpretaciones:

• En la era de la reforma (y bastante tiempo después) se respeta­ba la integridad de este texto, que significaba la Iglesia invisible. La «piedra», según interpreta la exégesis protestante, es Cristo o la fe en él.

• Hacia fines del siglo xix se negó la genuinidad de este punto y, ante todo, Mt 16, 18 se estimó como inclusión ulterior (a fines del si­glo segundo y a la sazón en Roma). No ha sido la cita de Mateo la que creó el papado, sino el papado el texto de Mateo.

Otra idea de aquel tiempo, que hoy apenas tiene partidarios, era que Mt 16, 18 fue una creación de una fracción partidaria de Pe­dro que polemizó contra el derecho de los círculos judeo-cristianos de Terusalén para otorgar a Santiago la dirección de las iglesias.

• El examen exegético que sufre en la actualidad Mt 16, 18 es muy distinto. La idea de que se trata de un «logion» genuino de Jesús ha ganado terreno. Sin embargo, es algo distinto el problema

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del lugar y momento en que fueron pronunciadas esas palabras. La disposición actual de Mt 16, 13-19 en el tiempo prepascual ha sido rechazado por casi todos los exegetas y no se considera como hecho histórico. Se cree encajarla mejor en el tiempo pospascual, a saber, O. Cullmann (Petras - Jünger - Apóstol - Martyrer. Zürich, 1952, 205), por el contrario, sostiene la opinión de que las palabras fueron pro­nunciadas en el marco de la última cena y hay que subrayar y pre­cisar el acto fundacional de la Iglesia en esta cena.

El texto de Mt 16, 17-19 representa una unidad indisoluble, en el que surge todavía con claridad el original arameo. Con razón ha advertido Wolfgang Trilling (Das wahre Israel. Studien zur Theolo-gie des Mattháus Evangeliums, Munich, 1964, 156) que las palabras descriptivas (piedra, edificar, Iglesia, poderes del infierno, resistir, llaves, atar y desatar), son extrañas al lenguaje de Mateo, que pre­fiere las metáforas al realismo. C. G. Burney supone en Mt 16, 17-19 una composición aramea de tres estrofas en nueve líneas que pre­senta semejanzas a los salmos de Qumrán, sobre todo con 1 QH 6, 19-31.

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

Para una valoración extendida de Mt 16, 13-19, hay que tener en cuenta toda la comprensión presente en el Evangelio de San Mateo sobre los primeros apóstoles». Hay que mencionar: Mt 10, 2; 14, 28-31, 15, 15; 16, 22; 17, 24-27; 18, 15-22, 26, 69-75; 28, 18-20. Además hay que destacar Le 5, 1-11, 22, 31-32; Jn 21, 15-17; los numerosos puntos de los Hechos de los Apóstoles (He 1, 15; 2, 14; 15, 7) y también textos de las epístolas de Pablo (1 Cor 9, 5; 15, 5; Gal 1, 18; 2, 11-13).

• O través de todo el texto se saca una mención de Cristo cada vez mayor y más diversa: «Hijo del Hombre» (Mt 16, 13); «Me­sías» (Mt 16, 16); «Hijo del Dios viviente» (Mt 16, 16). De esta forma no se documenta meramente el cumplimiento de las profecías en Jesús de Nazaret, sino que, al mismo tiempo, se anuncia la cons­titución de una nueva comunidad de Dios distinta a la antigua, a quien pertenece como propiedad el Mesías o Hijo del Dios vivo.

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El autor del Evangelio de San Mateo antepone una afirmación teo­lógica que le parece importante y que ocupa el lugar central de su teología: la comunidad de Jesucristo es la verdadera Israel.

• Esta comunidad nueva toma parte en el fruto de la resurrección. Dado que el Hijo del Hombre ha roto con su resurrección el poder de la muerte y de los demonios, la comunidad cristiana vive en la victoria de Cristo sobre la muerte y el infierno y, por tanto, «los poderes del infierno no lo resistirán» (Mt 16, 18). El pensamiento de la «duración» de la Iglesia pone en claro que ha cedido la es­pera adventista de los primeros tiempos y la comunidad cristiana se ha adaptado a una historia de la Iglesia que durará más en el tiempo.

• El Cristo crucificado y resucitado que han rechazado los cons­tructores del pueblo de Israel del Antiguo Testamento, se ha erigido en piedra angular (de la nueva y verdadera Israel): Sal 118, 22; Mt 21, 42; Me 12, 10; Le 20, 17; He 4, 11; 1 Pe 2, 7), «ya que nadie puede poner otro fundamento que el que ya está puesto, que es Jesucristo» (1 Cor 3, 11), siendo piedra angular el mismo Cristo Jesús, en el cual el edificio entero, bien trabado, se alza para for­mar un templo santo en el Señor» (Ef 2, 20).

• Pedro es el representante visible y servidor del Kyrios actuante y presente, aunque invisible. Pedro y sus sucesores son el fundamen­to o piedra personal e histórica para la construcción de la comuni­dad mesiánica. Pedro posee su autoridad como derivada de Cristo. Por tanto, Cristo concede o juzga donde Pedro ata o desata en la tierra. «Con toda tranquilidad debe confiarse en que en Mt 16, 18, se trata de la autoridad, poder y misión absolutamente extraordina­rios de los apóstoles, concentrándose particularmente en Pedro» (Karl Barth, Kirchliche Dogmatik, IV, I, 801).

La misión de Pedro no surge de la propia plenitud, sino que es de­bilidad que se convierte en fuerza y sabiduría para el poder de Dios y la oración del Señor: «Yo he rogado por ti, para que no desfa­llezca tu fe, y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos» (Le 22, 32).

El fundamento de la piedra de Pedro y de sus seguidores tiene su estabilidad en la piedra angular, Jesucristo, sobre la que está ba­sada la Iglesia. Por tanto, el ministerio de Pedro no oculta ni suplan-

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¿a a Cristo. Más bien, hace al Cristo ascendido visible y creíble; está profundamente cimentado en el misterio de la encarnación del Hijo de Dios, ya que, cubierto por el Espíritu Santo, encarna al Ky­rios invisible en la dimensión histórica. El misterio de Pedro y el misterio de la Iglesia se enraizan en la última profundidad querida por Dios y dispuesta por El en ese plan que debe realizarse en la historia y mediante la colaboración de los hombres.

15 de agosto: Asunción de Nuestra Señora

Primera lectura: Ap 11, 19a; 12, l-6a, lOab Segunda lectura: 1 Cor 15, 20-26 Evangelio: Le 1, 39-56

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La constitución apostólica «Munificentissimus Deus», del papa Pío XII (del 1 de noviembre de 1950), presenta el misterio de fe de esta fiesta de hoy con las siguientes palabras: «Es una verdad de fe revelada por Dios que la madre de Dios, siempre Virgen María, subió a los cíeles después de cumplir su vida terrena (expleto te-rrestris vitae cursu) en cuerpo y alma.

La primera lectura habla de la «gran señal en el cielo» (Ap 12, 1). El capítulo 12 del Apocalpsis de Juan presenta a una mujer «vestida del sol, y la luna debajo de sus pies, y en su cabeza una corona de doce estrellas» (Ap 12, 1-2). En la imagen de la gran señal se han descubierto intenciones mariológicas y eclesiológicas. María es realmen­te la madre del Mesías. Aparte de esto, y precisamente en esta fiesta, se ve y honra como origen de la Iglesia y como madre de los creyentes. La mujer es descrita en el brillo del sol divino de la gracia y del pueblo de las doce tribus. El pueblo de Dios, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, coincide en la «gran señal», ya que de aquí nació el Mesías, y la Iglesia sigue siendo la madre de los vivientes. Consúltese, al respecto, mi libro: «Die Apokalypse nach, Johannes», Ein Lebensbuch der Christenheit. Munich, 1966, 127. 133.

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En la segunda lectura se presenta a Cristo como «primicias de los que mueren» (1 Cor 15, 20). En el orden dispuesto por Dios ha tomado también parte María, en cuerpo y alma, en los misterios de la resurrección y de la ascensión de su Hijo: «... todos revivirán en Cristo. Pero cada uno en su orden: las primicias, Cristo, luego, al momento de la parusía, los de Cristo» (1 Cor 15, 22-23).

En el Evangelio se recoge el canto sobre María. La comunidad de salvación del Nuevo Testamento entona esta oda de gracia, tanto a María como a sí misma, ya que en la gracia de Dios a María apren­dió el asombro y reconocimiento ante las misericordias de Dios.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Le 1, 39-56)

El texto de Lucas sobre la historia de la infancia representa el en­cuentro de dos mujeres, Isabel y María (Le 1, 39-56); el enlace del ciclo de Jn (Le 1, 5-25; 1, 57-80) con el ciclo de Jesús (Le 1, 26-38; 2, 1-32). Entre los exegetas ha ido ganando más y más terreno la idea de que el relato total (Le 1, 39-56) representa una costura que une dos tradiciones textuales, de las cuales una com­prende la narración del encuentro de ambas mujeres (Le 1, 39-45, 56), que tuvo su punto culminante en Le 1, 45, mientras que la segunda tradición se ocupa del himno a María (Le 1, 46-55). Parece que el Magníficat se ha enlazado muy tardíamente con el relato actual (quizá en el texto final del evangelista Lucas), ya que Le 1, 56 («Ma­ría estuvo con ella unos tres meses») requiere gramaticalmente unas palabras previas, en las que Isabel es el sujeto.

La procedencia del Magníficat está todavía en el aire. ¿Se trata de un himno judeo-escatológico que tiene gran similitud con 1 Sam 1, 11; 2, 1-10? ¿Es una canción de la comunidad del Bau­tista? ¿Es un himno de alabanza cristiano compuesto o únicamente introducido por Lucas? De un himno conforme al pensamiente ju­dío (¿judeo-cristiano?) habla el hecho aducido por Claus Schedl (Neue Sicht des synoptischen Problems. En «Theologie der Ge-genwart», 9 año, 1966, páginas 93-99) de que el Magníficat (igual que toda la narración del encuentro de ambas mujeres) está es­tructurado según los jubileos (1 jubileo = 7 por 7 = 49 palabras). El Magníficat se presenta como un himno de dos jubileos, introduci-

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do con la fórmula («Y María dijo» =tres palabras), que termina con la fórmula litúrgica («en toda la eternidad» = tres palabras (en alemán).

Le 1, 46a: introducción (tres palabras) Le 1, 46-55a: dos jubileos (dos veces 49 palabras) Le 1, 55b: conclusión litúrgica (tres palabras)

Claus Schedl es, además, de la opinión que el texto de Le 1, 28-56 fue compuesto como una unidad (y no tomado de diferentes fuen­tes), en la que desempeñó un decisivo papel el número 49, ya que el texto base cuenta siete y el llamado texto anexo dos jubileos.

El Magníficat presenta tres estrofas y círculos temáticos:

Le 1, 46-50: Misericordia de Dios con María, Le 1, 51-53: Poder ejercico por Dios en el acontecer del

mundo, Le 1, 54-55: Fidelidad de Dios con Israed.

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• El primer momento culminante se encuentra en las palabras con la que Isabel saluda a María: « ¡Bendita tú entre las mujeres, y ben­dito el fruto de tu vientre! ... madre de mi Señor» (Le 1, 42). Isa­bel, llena «del Espíritu Santo» (Le 1, 41) es representante del ele­mento profético de la primitiva Iglesia. Suena como verdad de fe pospascual cuando se oye hablar de María como «madre del Ky-rios» (Le 1, 43).

Con Isabel se muestra claramente el júbilo sorprendente que se produjo en la primitiva Iglesia con referencia a la concesión de la gracia divina a María.

• Un segundo punto culminante se halla en la bienaventuranza: « ¡Dichosa tú, que has creído! Porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá» (Le 1, 45). En la descripción de un acontecimiento pos-pascual se han introducido verdades de fe pospascuales. María es, al respecto, representante de los que creen en esas profecías hechas en su persona directamente, como paso decisivo realizado del Anti-

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guo al Nuevo Testamento. María es, a fin de cuentas, el tipo de la. comunidad judeo-cristiana. Al mismo tiempo es la imagen de toda la Iglesia, que en crecimiento de fe se aproxima al misterio de Jesu­cristo.

«Dichosa es María por la fe en Cristo, así como por la concepción de su cuerpo de hombre. Incluso el parentesco maternal no hubiera servido de nada si no hubiera llevado a Jesús con más gozo en el corazón que en el vientre (San Agustín).

• El tercer punto culminante ha de descubrirse en el Magníficat. Aquí no se trata meramente de una cita suelta del Antiguo Testamen­to. Es, más bien, un himno multicolor, tomado de innumerables tex­tos del Antiguo Testamento:

Le 1, 46 = 1 Sam 2, 1 Le 1, 47 = Hab 3, 18; Sal 35, 9 Le 1, 48 = 1 Sam 1, 11; Sal 31, 9; Gen 30, 13 Le 1, 49 = Dt 10, 21; Sal 111, 9 Le 1, 50 = Sal 103, 13. 17

Aquí no sólo se trata de las gracias que da a María. El cántico de Ma­ría es un himno de gozo de la primitiva Iglesia sobre la acción de Dios para con Isabel y María, que es una hija de Israel. Simultá­neamente el Magníficat es un cántico de acción de gracias que trans­cribe aquella Iglesia a través del evangelista Lucas, ya que ha que­rido reconocer y alabar que la gloria y misericordia de Dios brillará en su pobreza y en las persecuciones. Con visión profética aparece la posición universal y sagnificación de la Iglesia: «Desde ahora me felicitarán todas las generaciones» (Le 1, 48).

• Henri de Lubac insiste en la relación interna de la verdad de fe sobre María y la verdad sobre la Iglesia: «Ambos misterios no sólo se complementan, sino que son el mismo y único misterio. Al menos, se puede decir que resulta siempre ventajosa esta relación para acla­rarse mutuamente sus conceptos, ya que por separado no pueden entenderse».

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2 de octubre: Fiesta del Ángel de la Guarda

Lectura: Ex 23, 20-23 Evangelio: Mt 18, 1-5, 10

En el formulario para la misa de hoy se exponen dos lecturas: una del Antiguo y otra del Nuevo Testamento. El texto del Antiguo Tes­tamento habla del «ángel del Señor», que deberá proteger al pueblo de Israel en su peligrosa peregrinación a la península de Sinaí y en la conquista del país de Canaán.

La lectura del Nuevo Testamento, que tiene otras miras totalmente distintas, tiene únicamente en Mt 18, 10 una relación con la fiesta del ángel custodio. En un tiempo en que el entusiasmo cristiano se cen­tra en un extremo cristocentrismo, es realmente necesario llamar la atención sobre la verdad de fe íntegra en los ángeles y los santos.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Mt 18, 1-10)

El Evangelio tomado de la ida de Jesús a Jerusalén para la pascua mortal (Mt 16, 13-20, 34) representa un mosaico de logions de Jesús muy independientes entre sí y que estarán implicados más tarde en la gran composición de la enseñanza de los discípulos. El paralelis­mo sinóptico (Mt 18, 1-5 = Me 9, 33-37 = Le 9, 46-48; Mt 18, 6-9 = Me 9, 42-48 = Le 17, 1-3) indica que el autor del Evangelio de San Mateo ha expresado su temática con la mayor energía y objeti­vidad con las palabras «niño» (Mt 18, 2, 3, 4, 5) o «pequeños» (Mt 16, 6, 10) y «escándalo».

Todo el texto tiene ciertamente su «base original en la vida de Je­sús», pero no hay que olvidar que se trata también de la «vida de la primitiva comunidad cristiana». Tras la primera primavera del en­tusiasmo cristiano, aparecieron en dichas comunidades tensiones y rivalidades, como sucediera antes entre los apóstoles y discípulos de Jesús. Los cristianos no se presentan como una «élite» de «ca-rismáticos», sino como una comundidad muy humana que perjudica­ba la llamada de la joven Iglesia con sus escándalos y luchas inter­nas. A una comunidad afectada por los males humanos, demasiado

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humanos, quiere proporcionar este texto una regla de vida y una orden general que, sobre todo, valoran el «cambio» (Mt 18, 3), la «humildad» (Mt 18, 4) y la «caridad» (Mt 18, 5).

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

Sobre la fiesta del ángel custodio sólo Mt 18, 10 hace referencia: «Sus ángeles, en los cielos, están continuamente en la presencia de mi Padre». La predicación de la existencia y efectividad de los án­geles (Ángel de la Guarda) no debe pasar por alto el escepticismo y la apatía de muchos cristianos con respecto a estos espíritus in­visibles. Estas dificultades en pensamiento y fe tienen tres causas fundamentales. Primero, habría que mencionar la definitiva elimi­nación de la «imagen primitiva», que se aceptaba antiguamente jun­to al murmullo de una fuente, el tronar de una tormenta, la descarga de un rayo, producidos por un ser misterioso e invisible. Las ciencias naturales modernas, donde antes se hablaba de la acción de ángeles y demonios, ha introducido el hecho insípido de los fenómenos na­turales, cuyo sistema prescinde de tales alegorías. Poco a poco, se ha ido asentando en los círculos más sensibles del pueblo cristiano la moderna representación del mundo.

Como segunda causa hay que mencionar la carencia de una expe­riencia existencial de los ángeles. Cierto que se ha hablado mucho en las guarderías, durante la instrucción del catecismo, sobre ángeles protectores de cada persona. Pero, ¿quién ha experimentado su pre­sencia concretamente y de una forma tan patente y convincente como aquellos hombres (por ejemplo, Abraham, Jacob, Moisés, María y Pedro), de los que habla el Antiguo y Nuevo Testamento?

Como tercera causa hay que añadir el sentido cristocéntrico de la teología actual y de la religiosidad de nuestro tiempo. Cristo está inequívocamente en el centro del pensamiento religioso actual y de la vida. A Cristo se dirigen las oraciones de la comunidad que celebra la eucaristía de forma tan sistemática que, junto a esto, cualquier otro mediador o auxiliador, incluso los ángeles, han perdido toda su significación, como tuvieran en tiempos pasados. Se dice: ¿Por qué establecer una conferencia telefónica con los ángeles o los san­tos, cuando es posible una conversación directa con Cristo?

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En el esquema de la dogmática histórica de salvación «Mysterium sa-lutis» (Einsiedeln-Zürich-Colonia, 1957, tomo II), afirma Michael Seemann, «se negaría la autoridad de Jesús donde se rechazara la existencia de los ángeles» (página 946). Se agrega que la doctrina de los ángeles es preámbulo y aditamento aclaratorio del material teológico sobre la acción de Dios en Jesucristo. A partir de la cris-tología, la angeleología experimenta también su justificación, su confirmación y su fundamento» (página 950). En el Nuevo Testa­mento el acontecimiento cristiano, que es el mensaje central, está representado con acompañamiento de ángeles. El ángel está relacio­nado con Cristo y al servicicio de su mensaje y de su reino, cuya presencia es proclamada y legitimada por ángeles (Le 1, 26-38; 2, 9-15; Mt 28, 2-7; Me 16, 5-7; Le 24, 4-8; He 1, 10). «Los án­geles son algo más que una escena poética de la musa popular y de la fábula; pertenecen a Cristo, a Dios y al Espíritu Santo, aunque no nos pertenecen a nosotros» (Erik Peterson).

El texto evangélico (Mt 18, 1-10) tiene diferentes aspectos literarios, basados en su formación y, por tanto, posee también una disposición «kerygmática».

• Con ocasión de la lucha de los discípulos por sus pretensiones, Jesús hace hincapié en la necesidad de la conversión (metánoia), que no es posible sin la mentalidad de una confianza infantil. La «humillación» (Mt 18, 4) como rememoración del «desprendimien­to» de que habla el himno a Cristo (Flp 2, 6-11) de la epístola a los Filipenses se despierta mediante esta palabra. Un niño conse­guirá fácilmente derribar todos los bastiones de la justicia soberana para restablecer la gracia origial del hombre al encuentro de Dios. Categoría e importancia no se alcanzan en el reino de los cielos mediante la justicia por las obras como una «carrera ascendente» en la organización de la Iglesia. Sólo halla el hombre salvación cuando prescinde de su seguridad en el futuro, que le angustia, y como un niño, confía en la mano bondadosa y misericordiosa de Dios.

• La prevención ante el escándalo (Mt 18, 6-9) facilita una visión realista en la situación real de las primitivas comunidades cristia­nas, que son observadas, no pocas veces, dentro de un romanticismo ilusorio de una élite «carismática». «Los niños que creen en mí» (Mt 18, 6) son todo lo contrario de pequeños e inexpertos niños.

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Se trata, por el contrario, de creyentes adultos, a quienes une una relación infantil de fe y una amistad profunda y personal con Cristo.

Todo redimido será «escándalo» para sus hermanos si toma el diablo, como contradictor de Cristo, en calidad de arma de luchas, insatisfacciones y pecado. Puesto que con Cristo ha venido la paz de Dios, la enemistad, lucha y escándalo ponen en peligro y dificulta­des el reino de Dios. Por el escándalo se obstruye el camino que conduce a la fe en el Mesías y en el mensaje de la Iglesia. Es sor­prendente que el autor del Evangelio de San Mateo requiera de la comunidad el máximo celo e incite a la lucha contra los seductores en las propias filas: «... arrójalo de ti» (Mt 18, 8).

• En el último versículo se oye el tema de la fiesta del Ángel de la Guarda: «... sus ángeles, en los cielos, están continuamente en la presencia de mi Padre» (Mt 18, 10). El que piense en qué medida se destaca la inaccesibilidad y trascendencia de Dios en el Anti­guo Testamento, podrá apreciar las especiales mercedes que Dios otorga, precisamente, a aquellos ángeles que pueden contemplar el «rostro» del Padre celestial.

Con esa naturalidad que era corriente en el Antiguo Testamento y sin necesidades apologéticas se hablaba de los ángeles» que «están continuamente en la presencia de mi Padre». Partiendo del hecho de que los ángeles pertenecen a ese grupo elevado y preferido de los pequeños, entre los espíritus celestes, que se ocupan del ser­vicio al trono de Dios y, por tanto, pueden ver su rostro (1 Re 22, 19), se deduce la grandeza que tienen los pequeños, es decir, los que creen en el reino de los cielos con su sencilla fe de niños y su cons­tante disposición para recibir ayuda.

Nada puede expresar mejor el gran amor de Dios que la afirma­ción de que, con seguridad, los ángeles de los «pequeños» han sido llamados al servicio litúrgico más elevado en la glorificación de Dios, con lo cual demuestra la verdadera posición de sus protegidos en el reino de Dios.

La idea de que los ángeles forman la corte celestial viene corrobora­da, ante todo, por el Apocalipsis de Juan (Abd 3, 1; 4, 1-5, 6; 8, 2), al igual que por algunos textos de Qumrán; por ejemplo, el llamado rollo de himnos (1 QH III, 21-22; X, 8-11).

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• La afirmación de que los ángeles «están continuamente en la presencia de mi Padre» (Mt 18, 10) y que su llamada es servicio li­túrgico puede encarnar la idea de que también sus protegidos, los «pequeños», por tanto, los redimidos, con una profunda confianza en Dios, han sido pensados no para su propia corona, sino exclu­sivamente para la glorificación de Dios. Por todo esto se considera al ángel como señal y prueba de la creación entera, que tienen cons­tantemente ante sí la gloria de Dios. Con los ángeles y arcángeles debe concordar toda la creación en la liturgia de la gloria y alabanza de Dios. Con razón escribe Alois Winkholfer (Die Welt der Engel. Ettal, 1961, 144): «Es un hecho que la Sagrada Escritura tendría que cambiarse radicalmente y con ella toda la historia de la salva­ción, si se prescindiera de los ángeles».

«Respeta su presencia y escucha su voz; no te levantes contra él, porque no perdonará vuestra infidelidad, pues mi nombre está en él» (Ex 23, 21).

1 de noviembre: Todos los Santos

Primera lectura: Ap 7, 2-4. 9-14 Segunda lectura: 1 Jn 3, 1-3 Evangelio: Mt 5, 1-12a

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

En la primera lectura se describe la visión que tuvo el profeta en la isla de Patmos: «... ciento cuarenta y cuatro mil sellados de todas las tribus de Israel» (Ap 7, 4) y «una gran muchedumbre que nadie podía contar, de todas las razas y tribus y pueblos y lenguas» (Ap 7, 9). Al pueblo errante de Dios le será presentada la gloria del pueblo escatológico de Dios, al que debe pertenecer.

La segunda lectura transmite unas palabras de consuelo y de espe­ranza: «Aún no se ha manifestado lo que seremos..., le veremos tal y como es» (1 Jn 3, 2). El cristiano soporta todas las luchas y decepciones de este mundo, porque se basa en las promesas hechas

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y sabe que está dentro de una comunidad de vida y glorificación con Cristo.

En el Evangelio se exponen los pensamientos fundamentales de la predicación de Jesús en las palabras del sermón de la montaña. El ideario cristiano y la vida cristiana sobrepasan las leyes del monte Sinaí. La magna carta del pueblo de Dios del Nuevo Testamento es el sermón de la montaña. Las nuevas relaciones con Dios suponen una nueva revelación de los hombre entre sí.

D i s p o s i c i ó n d e l t e x t o (Mt 5, l-12a)

El Evangelio de San Mateo, que ha conservado un rico material, ofrece el sermón de la montaña en una gran composición. Mientras que el texto de Lucas, en este pasaje (Le 6, 20b-23, es más gentil-cris­tiano; en la redacción a cargo de San Mateo es más preceptible el sabor judeo-cristiano. El autor del Evangelio de San Mateo, basán­dose en su gran habilidad literaria, ha tomado el conocido texto pro­cedente de la liturgia y el ideario de las comunidades primitivas cris­tianas, y le ha dado una estructura definitiva perfecta. El quiso, al mismo tiempo, resumir un catecismo que contuviera las ideas fun­damentales de la vida cristiana en forma fácilmente asimilable.

Aunque en el sermón de la montaña se hallan muchas palabras ori­ginales, no hay que aceptar que haya pronunciado palabra por pa­labra de este sermón del monte ante un único círculo de oyentes, tal y como se presenta en el Nuevo Testamento. En un tiempo poste­rior y con una visión teológica profunda, nos han ido llegando las palabras de Jesús en forma oportuna y efectiva.

E s b o z o de la p r e d i c a c i ó n

• El pueblo de Dios del Nuevo Testamento ha obtenido orienta­ción y motivación de sus ideas y su vida en la predicación de la mon­taña. De la intensidad con que la Iglesia ortodoxa ha considerado las bienaventuranzas como la carta magna de la vida cristiana, se deduce que en la esfera de la liturgia bizantina se canten festiva­mente las ocho bienaventuranzas cada domingo en el culto.

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H El pueblo de Dios del Nuevo Testamento tiene una importante empresa social. En todas partes donde la paz, la libertad o la jus­ticia entre los hombres sufran una amenaza, el cristiano no debe inhibirse en provecho de los hombres y en el nombre de Dios. Pre­cisamente por este compromiso testifica el pueblo de Dios y procura atraer a más hombre cada vez hacia la decisión por Cristo y su reino.

• No hay que descuidar la afirmación de que en la vida dedicada al seguimiento del Señor hay que encontrar escarnios, persecucio­nes y, no pocas veces, la experiencia de la aparente ausencia de Dios. En el camino del pueblo de Dios se cruza la experiencia de la cruz en el sentido desconcertante de que la experiencia de la cruz, la angustia de la muerte y las tinieblas deben ser soportadas por el pueblo de Dios. Sobre el sendero de la vida del pueblo de Dios del Nuevo Testamento cae la gran sombra de la cruz, símbolo del poder del maligno y de la impotencia del justo. El cristiano está adherido al dorso de esa cruz, en cuyo lado anterior está clavado Jesús de Nazaret.

• Los «santos» del pueblo escatológico de Dios no son los que están seguros y exentos de todas las tentaciones. El camino hacia la santidad es ciertamente gracia. Pero también los santos vienen de la «gran tribulación» (Ap 7, 14), de la que por sí mismos no podrían salvarse. Sólo con la confianza en la obra salvadora de Cristo «han lavado sus vestiduras (la culpa)... en la sangre del Cordero» (Ap 7, 14).

8 de diciembre: La Concepción Inmaculada de María

Primera lectura: Gen 3, 9-15, 20 Segunda lectura: Ef 1, 3-6, 11-12 Evangelio: Le 1, 26-38

A d a p t a c i ó n l i t ú r g i c a

La verdad de fe de esta fiesta mañana fue anunciada por el papa Pío IX, el 8 de diciembre de 1954: «La doctrina de que la

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Virgen María, en el primer momento de su concepción, por gracia especial y privilegio de Dios todopoderoso y por los méritos de Cris­to Jesús, redentor del género humano, fue preservada de aquella jai­ta del pecado original, es doctrina revelada por Dios y, por tanto, ha de creerse firmemente por todos los fieles». Desgraciadamente, la expresión «concepción inmaculada», tal como la describe Michael \ Shmaus, da paso a la falsa interpretación de que el proceso gene­rador distinto supone mancha en todos los demás. La predicación cristiana debe salir al paso de tales errores de interpretación, pro­porcionando una comprensión teológica correcta de esta festividad con su orientación.

En la primera lectura se anuncia el llamado protoevangelio, en el que se anuncia la redención y corredención de una mujer de la tie­rra con estas palabras: «Pongo enemistad entre ti y la mujer... Te aplastará la cabeza» (Gen 3, 15). En Gen 3, 20 se habla real­mente de Eva como «madre de todos los vivientes». El texto que se ha elegido para esta fiesta mariana debe ser claramente el de María, estimada como anti-Eva, que es la verdadera «madre de todos». La segunda lectura habla primeramente en general de la elección de los hombres antes del establecimiento del mundo y del misterio de la predestinación divina (Ef 1, 4-5).

También este texto quiere adaptarse ejemplarmente al caso de Ma­ría. En el punto central del Evangelio se encuentran las palabras cen­trales del Nuevo Testamento: «Salve, llena de gracia» (Le 1, 28).

Para la disposición del texto y el esbozo de la predicación véase el domingo cuarto de Adviento.

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Siglas del Antiguo Testamento

Gen Ex Lev Núm Dt Jos Jue Rut 1 Sam 2 Sam 1 Re 2 Re 1 Crón 2 Crón Esd Neh Tob Jdt Est 1 Me 2 Me Job Sal Prov Ecl Cant Sab Eclo Is Jer Lam Bar Ez Dan Os

Génesis Éxodo Levítico Números Deuteronomio Josué Jueces Rut 1 Samuel 2 Samuel 1 Reyes 2 Reyes 1 Crónicas 2 Crónicas Esdras Nehemías Tobías Judit Ester 1 Macabeos 2 Macabeos Job Salmos Proverbios Eclesiastés Cantar Sabiduría Eclesiástico Isaías Jeremías Lamentaciones Baruc Ezequiel Daniel Oseas

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Jl Am Abd Jon Miq Nah Hab Sof Ag Zac Mal

Joel Amos Abdías Jonás Miqueas Nahum Habacuc Sofonías Ageo Zacarías Malaquías

2. Siglas del Nuevo Testamento

Mt Me Le Jn He Rom 1 Cor 2 Cor Gal Ef Flp Col 1 Tes 2 Tes 1 Tim 2 Tim Tit Flm Heb Sant 1 Pe 2 Pe 1 Jn 2 Jn 3 Jn Jda Ap

Mateo Marcos Lucas Juan Hechos Romanos 1 Corintios 2 Corintios Gálatas Efesios Filipenses Colosenses 1 Tesalonicenses 2 Tesalonicenses 1 Timoteo 2 Timoteo Tito Filemón Hebreos Santiago 1 Pedro 2 Pedro 1 Juan 2 Juan 3 Juan Judas Apocalipsis

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REFERENCIAS BÍBLICAS

Evangelio de San Mateo

1, 16. 18-21 19 marzo: San José 251 2, 1-12 Epifanía 66 5, l-12a 1 noviembre: Todos los Santos 275 6, 1-6. 16-18 Miércoles de Ceniza 75 16, 13-19 29 junio: San Pedro y San Pablo 263 18, 1-5. 10 2 octubre: Ángel de la Guarda 271

Evangelio de San Marcos

Evangelio de San Lucas

2, 1,

1, 1, 1, 2, 2, 2, 2,

3, 3, 3. 4, 4, 4, 5, 6,

1-14 26-38

39-45 39-56 1-4 15-20 16-21 22-40 41-52

1-6 10-18 15-16. 21-22 1-13 14-21 21-30 1-11 17. 20-26

3.*r Domingo de Pentecostés 25 marzo: Anunciación

8 diciembre: Inmaculada 4." Domingo de Adviento 15 agosto: Asunción Navidad (primera misa) Navidad (segunda misa) Ocla va de Navidad (1 enero: maternidad) 2 febrero: Candelaria Domingo octava de Navidad (Sagrada Fa­

milia) 2.° Domingo de Adviento 3."r Domingo de Adviento Domingo de Epifanía (Bautismo)

1."r Domingo de Cuaresma 3." Domingo 4.° Domingo 5." Domingo 6." Domingo

155 255 277

42 267

46 51 60

247

56 37 40 70 79

155 158 160 163

A 281

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6, 27-38 6, 39-45 7, 1-10 7, 11-17 7, 36-8, 3 9, llb-17 9, 18-24 9, 28b-36 9, 51-62 10, 1-12. 17-20 10, 25-37 10, 38-42 11, 1-13 12, 13-21 12, 32-48 12, 49-53 13, 1-9 13, 22-30 14, 1. 7-14 14, 25-53 15, 1-32 15, 1-3. 11-32 15, 3-7 16, 1-13 16, 19-31 17, 5-10 17, 11-19 18, 1-8 18, 9-14 19, 1-10 19, 28-40 20, 27-38 21, 5-19 21, 25. 28. 34-36 22, 14-23, 56 23, 35-43 14, 1-12 14, 13-35 24, 46-53

7.° 8.° 9.°

10.° 11.° Corp 12.° 2."

13.° 14.° 15.° 16.° 17.° 18.° 19.° 20.°

3.er

21.° 22.° 23.° 24.°

4.°

Domingo Domingo Domingo Domingo Domingo

IUS Christi Domingo Domingo de Cuaresma Domingo Domingo Domingo Domingo Domingo Domingo Domingo Domingo Domingo de Cuaresma Domingo Domingo Domingo Domingo Domingo de Cuaresma

Fiesta del Sagrado Corazón 25.° 26.° 27.° 28.° 29.° 30.° 31.°

Domingo Domingo Domingo Domingo Domingo Domingo Domingo

Domingo de Pasión (Ramos) 32.° 33.°

-i er

Domingo Domingo Domingo de Adviento

Domingo de Pasión (Pasión) 34.° Domingo (fiesta de Cristo Rey) Noche de Pascua Domingo de Pascua (Vespertina) Ascensión

165 168 170 172 176 149 178 82

181 183 186 190 193 195 198 201

84 203 206 209 211

87 261 215 219 222 224 227 229 233

93 237 239

• 34 93

241 112 115 135

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Evangelio de San Juan

1, 1-18 Navidad (tercera misa) 52 2.a Domingo de Navidad 65

2, 1-12 2." Domingo 151 8, 1-11 5." Domingo de Cuaresma 90 10, 27-30 4." Domingo de Pascua 126 13, 1-15 ]ueves Santo 103 13, 31-33a. 34-35 5.° Domingo de Pascua 129 14, 23-29 6.° Domingo de Pascua 132 16, 12-15 Domingo de la Santísima Trinidad 146 17,20-26 7.° Domingo de Pascua 138 18, 1-19, 42 Viernes Santo (Pasión) 108 20, 1-9 Domingo de Pascua 115 20, 19-23 Domingo de Pentecostés 141 20, 19-31 2.° Domingo de Pascua 120 21, 1-19 3.or Domingo de Pascua 123

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