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67 Del armario La última flecha Ya se dispara, como en la crisis del poema, la última flecha del arco del Arquero. La aproximación del 31 de diciembre tapa el Sol con la trepidante cortina de dardos que nublaba el horizonte clásico. Paralelamente, un sector del alma enlútase al consumarse y consumirse la aljaba del año. La vejez será, en conclusión, una sombra de flechas; y los inocentes, degollados, teñirán de tragedia su arco sin estrenar. Quienes apuntamos —centauros o amazonas— a media carrera, vemos en el cielo un hemiciclo, enfrente de nosotros, cuyo azul será desflorado por el tiro que siga. Tal vez la cum- bre de la vida nos da, como sensación principal, la de nuestra situación entre dos firmamentos: uno carbonizado y otro flameante, como casulla de abril. Y ante el seguro temor de que el carbón se propague a la casulla, quisiéramos fijar el tiempo desbocado, como se fija un corcel, por la brida, en un tronco; y entregarnos a lo estacionario, a lo anodino, o, cuando más, tomar dosis homeopáticas de ironía y de emoción, de piedad y de licencia, como en la cuarteta de Herrera y Reissig: Rezar un avemaría rimados por la cintura, y sorprendernos el cura en esa impropia armonía. Ramón López Velarde En 1923, los amigos de Ramón López Velarde reunieron, y publicaron como homenaje póstumo, el volumen de prosas El minutero. Entre la crónica, la crítica y el poema en prosa baudelairea- no, los textos magistrales de sus páginas proporcionan una dimensión del poeta jerezano que no conocen todos los aficionados a sus versos. En este botón de muestra, el adiós al año que termina se convierte en una lúcida y triste reflexión sobre la muerte.

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Page 1: La última flecha - UAM. Universidad Autónoma ... · en esa impropia armonía. Ramón López Velarde En 1923, los amigos de Ramón López Velarde reunieron, y publicaron como homenaje

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Paolo volverá a ser mi hermano amado y volverá a morir bajo mi mano.

Cada deformidad y cada sombra volverá a ser repetida. Cada momento de rencor, cada traición.

Lo construido ya fue destruido. Lo destruido será levantado de las ruinas.

Paolo se dobla sobre la pierna fracturada y se volverá a doblar. El dolor parece insoportable y volverá a serlo. Grita y gritará, suplica y suplicará cuando el tiempo dé la vuelta y todo se repita.

Otro proyectil franquea el fémur astillado, deján-dolo entero a su paso y, al parecer, produciendo alivio a un dolor muy fuerte. Por último vuela, atraviesa el cañón y se instala en el tambor del revólver.

“oy iuf on ,oruj ol et ,onamreh , oy iuf oN”.Dice San Agustín que el mundo no puede repe-

tirse. Que la fe endereza nuestro camino y nos aleja del absurdo ciclo de los impíos. Es cierto que el perdón nos

redime de los infiernos circulares, pero no advierte el santo que el alma es siempre capaz de engendrar una nueva miseria.

Mientras miro a mi hermano suplicar, guardo el revólver.

Espero un segundo de arrepentimiento.No me es concedido.Saco el arma con decisión: “No fui yo, hermano, te

lo juro, no fui yo”, lloriquea Paolo desde el piso.Aprieto el gatillo una vez, apuntando a la pierna

derecha, buscando un momento para el perdón que nunca llega.

“No dispares, Tudo, no dispares por favor”, fue su última súplica.

“No hay perdón”, dije y apunté a la cara.Paolo sobre el piso cubierto de tierra de Siena.

Muerto. El arma empuñada. Caliente.

Del armario

La última flecha

Ya se dispara, como en la crisis del poema, la última flecha del arco del Arquero. La aproximación del 31 de diciembre tapa el Sol con la trepidante cortina de dardos que nublaba el horizonte clásico. Paralelamente, un sector del alma enlútase al consumarse y consumirse la aljaba del año. La vejez será, en conclusión, una sombra de flechas; y los inocentes, degollados, teñirán de tragedia su arco sin estrenar. Quienes apuntamos —centauros o amazonas— a media carrera, vemos en el cielo un hemiciclo, enfrente de nosotros, cuyo azul será desflorado por el tiro que siga. Tal vez la cum-bre de la vida nos da, como sensación principal, la de nuestra situación entre dos firmamentos: uno carbonizado y otro flameante, como casulla de abril. Y ante el seguro temor de que el carbón se propague a la casulla, quisiéramos fijar el tiempo desbocado, como se fija un corcel, por la brida, en un tronco; y entregarnos a lo estacionario, a lo anodino, o, cuando más, tomar dosis homeopáticas de ironía y de emoción, de piedad y de licencia, como en la cuarteta de Herrera y Reissig:

Rezar un avemaríarimados por la cintura,y sorprendernos el cura en esa impropia armonía.

Ramón López Velarde

En 1923, los amigos de Ramón López Velarde reunieron, y publicaron como homenaje póstumo, el volumen de prosas El minutero. Entre la crónica, la crítica y el poema en prosa baudelairea-no, los textos magistrales de sus páginas proporcionan una dimensión del poeta jerezano que no conocen todos los aficionados a sus versos. En este botón de muestra, el adiós al año que termina se convierte en una lúcida y triste reflexión sobre la muerte.

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bilidad es dañina como el estrambote, notoriamente menguado, de unos versos discutibles. Como el quinto acto de una comedia que se desenlazó en el tercero. Como el reseco epílogo de una dama jugosa. Como el bos-tezo del entusiasmo. Que lo que fue mariposa no parodie a los reptiles. Que el poderío de nuestros miembros no se liquide como el de los osos cegatones y reumáticos de los circos.

¡Gallardos votos! Pero formulados con un cómico olvido de nuestra cobardía y de nuestra vileza sustanciales. Excelentes mendigos que sabo-reamos la migaja del mediodía y repudiamos la vespertina… ¿Quién nos dice que en la hora impotente no mendigaremos las migajas de la migaja? Este puntapié, no muy filosófico, que reservamos para el cascarón de la vida, bien puede convertirse, llegado el momento, en el anhelo de una moratoria indefinida para besar los personales harapos. Y tal oprobio no esplenderá, como el de Job, porque se reducirá a una prosaica voluntad de nutrición. Lloremos a Sagitario pidiendo limosna.

Uno de los aciertos de expresión que más me han conmovido en mis lecturas pertenece a Lemaître. Hállase, si mi memoria no claudica, en el comento de La leyenda dorada en que el estilista repuja la narración de las Once Mil Vírgenes. Éstas, en grupos sucesivos, iban recibiendo la muerte en una pradera, bajo la saeta. Y al morir lanzaban “pequeños gritos modestos”. ¡Pequeños gritos modestos! En estos tres vocablos se resume toda una facultad literaria. Y si he traído a cuento los “pequeños gritos modestos” que la saeta provocaba en las gargantas virginales, ha sido para conminar a los lectores a que escuchen el vasto e indomable grito del año que agoniza. Porque nuestras flechas han ido matando a las Horas, cuyas quejas compendiadas y humildes se suman hoy para engrandecer la voz de protesta del año que fallece. La caprichosa sensibilidad humana admite como fungible la Hora, mas no el Año. Y el volumen del grito del 31 de diciembre no es, en realidad, más que el caudal de los “pequeños gritos modestos” que, en la pradera del martirio, hemos arrancado a las doncellas.

¡Y las cándidas mártires estaban hechas de nuestra propia sangre, modeladas por nuestra propia fantasía, caldeadas por nuestra propia pa-sión! Hemos sido suicidas y seguiremos siéndolo. Sólo los inmortales no se suicidan. Nosotros, pobres Anquises y míseras Ledas, nos gastamos sin remedio, por más que la divinidad nos penetre. Confundimos el lecho con el sepulcro y sabemos, por una pávida experiencia, que la aceleración de aquél puede llevarnos, del vértigo de la vida, al Orco.

Nuestra última flecha será milagrosa, porque seremos tan veloces que alcanzaremos a dispararla y a recibirla, desempeñando, en un solo acto, el flechador y la víctima.

Pero ¿cuál de nuestros huesos escapará a la calcinación? El rédito que nos cobran las doce vértebras del año es la ceniza de las nuestras. Libemos entonces hasta las heces.

Yo consideraba, poco ha, en el taller de un pintor amigo, el monu-mento erigido a los muertos en el cementerio del Père Lachaise. Del doble cortejo que, por la derecha y por la izquierda, entra al Orco, las figuras que más atraen mi conmiseración radical son las de las niñas y las de los ancianos puros. Porque a las unas y a los otros se les arrebata el rédito sin que hayan disfrutado el capital. En cambio, las parejas ya no pujantes, todavía no seniles, acceden al umbral plutónico en el instante ideal: el que separa la vigencia de la decrepitud. El brazo masculino y el brazo femenino concertaron su última flecha, y para no sostener un arco inoficioso, se adelantan hacia el reino plutónico.

No cualquiera logra el desenfado desdeñoso de un Montaigne, para decir: “Que la muerte me atrape cultivando las coles de mi jardín imper-fecto”. Somos demasiado terrenales, y si aceptamos el agotamiento, no acordamos que se frustre la labor. A la sola enunciación de un prematuro punto final, reitérase el balido de un cordero inmolado en un prólogo sumarísimo.

Complementariamente, nos aterra el fantasma de la vida en la aboli-ción del ser, cuando se arrastra un esqueleto valetudinario, un pensamiento inhibido y un corazón en desuso. ¡Fútil apéndice, no te deseo! Tu posi-

Fuente: Ramón López Velarde, Obras, ed. de José Luis Martínez, México, fce, 1971, pp. 239-241.

La última flecha

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bilidad es dañina como el estrambote, notoriamente menguado, de unos versos discutibles. Como el quinto acto de una comedia que se desenlazó en el tercero. Como el reseco epílogo de una dama jugosa. Como el bos-tezo del entusiasmo. Que lo que fue mariposa no parodie a los reptiles. Que el poderío de nuestros miembros no se liquide como el de los osos cegatones y reumáticos de los circos.

¡Gallardos votos! Pero formulados con un cómico olvido de nuestra cobardía y de nuestra vileza sustanciales. Excelentes mendigos que sabo-reamos la migaja del mediodía y repudiamos la vespertina… ¿Quién nos dice que en la hora impotente no mendigaremos las migajas de la migaja? Este puntapié, no muy filosófico, que reservamos para el cascarón de la vida, bien puede convertirse, llegado el momento, en el anhelo de una moratoria indefinida para besar los personales harapos. Y tal oprobio no esplenderá, como el de Job, porque se reducirá a una prosaica voluntad de nutrición. Lloremos a Sagitario pidiendo limosna.

Uno de los aciertos de expresión que más me han conmovido en mis lecturas pertenece a Lemaître. Hállase, si mi memoria no claudica, en el comento de La leyenda dorada en que el estilista repuja la narración de las Once Mil Vírgenes. Éstas, en grupos sucesivos, iban recibiendo la muerte en una pradera, bajo la saeta. Y al morir lanzaban “pequeños gritos modestos”. ¡Pequeños gritos modestos! En estos tres vocablos se resume toda una facultad literaria. Y si he traído a cuento los “pequeños gritos modestos” que la saeta provocaba en las gargantas virginales, ha sido para conminar a los lectores a que escuchen el vasto e indomable grito del año que agoniza. Porque nuestras flechas han ido matando a las Horas, cuyas quejas compendiadas y humildes se suman hoy para engrandecer la voz de protesta del año que fallece. La caprichosa sensibilidad humana admite como fungible la Hora, mas no el Año. Y el volumen del grito del 31 de diciembre no es, en realidad, más que el caudal de los “pequeños gritos modestos” que, en la pradera del martirio, hemos arrancado a las doncellas.

¡Y las cándidas mártires estaban hechas de nuestra propia sangre, modeladas por nuestra propia fantasía, caldeadas por nuestra propia pa-sión! Hemos sido suicidas y seguiremos siéndolo. Sólo los inmortales no se suicidan. Nosotros, pobres Anquises y míseras Ledas, nos gastamos sin remedio, por más que la divinidad nos penetre. Confundimos el lecho con el sepulcro y sabemos, por una pávida experiencia, que la aceleración de aquél puede llevarnos, del vértigo de la vida, al Orco.

Nuestra última flecha será milagrosa, porque seremos tan veloces que alcanzaremos a dispararla y a recibirla, desempeñando, en un solo acto, el flechador y la víctima.

Pero ¿cuál de nuestros huesos escapará a la calcinación? El rédito que nos cobran las doce vértebras del año es la ceniza de las nuestras. Libemos entonces hasta las heces.

Yo consideraba, poco ha, en el taller de un pintor amigo, el monu-mento erigido a los muertos en el cementerio del Père Lachaise. Del doble cortejo que, por la derecha y por la izquierda, entra al Orco, las figuras que más atraen mi conmiseración radical son las de las niñas y las de los ancianos puros. Porque a las unas y a los otros se les arrebata el rédito sin que hayan disfrutado el capital. En cambio, las parejas ya no pujantes, todavía no seniles, acceden al umbral plutónico en el instante ideal: el que separa la vigencia de la decrepitud. El brazo masculino y el brazo femenino concertaron su última flecha, y para no sostener un arco inoficioso, se adelantan hacia el reino plutónico.

No cualquiera logra el desenfado desdeñoso de un Montaigne, para decir: “Que la muerte me atrape cultivando las coles de mi jardín imper-fecto”. Somos demasiado terrenales, y si aceptamos el agotamiento, no acordamos que se frustre la labor. A la sola enunciación de un prematuro punto final, reitérase el balido de un cordero inmolado en un prólogo sumarísimo.

Complementariamente, nos aterra el fantasma de la vida en la aboli-ción del ser, cuando se arrastra un esqueleto valetudinario, un pensamiento inhibido y un corazón en desuso. ¡Fútil apéndice, no te deseo! Tu posi-

Fuente: Ramón López Velarde, Obras, ed. de José Luis Martínez, México, fce, 1971, pp. 239-241.

La última flecha