la revolución en el bicentenario : reflexiones sobre la emancipación

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La revolución en el bicentenario : reflexiones sobre la emancipación, clases y grupos subalternos Titulo Rajland, Beatriz - Autor/a; Iñigo Carrera, Nicolás - Autor/a; Puello Socarrás, José Francisco - Autor/a; Cushion, Steve - Autor/a; Cotarelo, María Celia - Autor/a; CanalesTapia, Pedro - Autor/a; de J. Pérez Cruz, Felipe - Autor/a; Rea Campos, Carmen Rosa - Autor/a; Rajland, Beatriz - Compilador/a o Editor/a; Rojas Blaquier, Angelina - Autor/a; Acha, Omar - Autor/a; Costante, Liliana B. - Autor/a; Cotarelo, María Celia - Compilador/a o Editor/a; Costante, Liliana B. - Autor/a; Contreras, Gerardo - Autor/a; Gómez Leyton, Juan Carlos - Autor/a; Suárez Salazar, Luis Armando - Autor/a; de La Torre Molina, Mildred - Autor/a; Kersffeld, Daniel - Autor/a; Sarah, Darío - Autor/a; Favaro, Orietta - Autor/a; Iuorno, Graciela - Autor/a; Telesca, Ignacio - Autor/a; Navas Sierra, J. Alberto - Autor/a; Ruffini, Martha - Autor/a; Autor(es) Buenos Aires Lugar CLACSO, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales Editorial/Editor 2009 Fecha Colección Grupos de Trabajo Colección Descolonización de los Saberes ; Resistencias sociales; Democratización; Movimientos sociales; Emancipación; Capitalismo; Hegemonía; Poder; Epistemología Crítica ; América Latina; Temas Libro Tipo de documento http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/clacso/gt/20100628100118/bicentenario.pdf URL Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 2.0 Genérica http://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/2.0/deed.es Licencia Segui buscando en la Red de Bibliotecas Virtuales de CLACSO http://biblioteca.clacso.edu.ar Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO) Conselho Latino-americano de Ciências Sociais (CLACSO) Latin American Council of Social Sciences (CLACSO) www.clacso.edu.ar

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La revolución en el bicentenario : reflexiones sobre la emancipación, clases y grupos

subalternos

Titulo

Rajland, Beatriz - Autor/a; Iñigo Carrera, Nicolás - Autor/a; Puello Socarrás, José

Francisco - Autor/a; Cushion, Steve - Autor/a; Cotarelo, María Celia - Autor/a;

CanalesTapia, Pedro - Autor/a; de J. Pérez Cruz, Felipe - Autor/a; Rea Campos,

Carmen Rosa - Autor/a; Rajland, Beatriz - Compilador/a o Editor/a; Rojas Blaquier,

Angelina - Autor/a; Acha, Omar - Autor/a; Costante, Liliana B. - Autor/a; Cotarelo,

María Celia - Compilador/a o Editor/a; Costante, Liliana B. - Autor/a; Contreras,

Gerardo - Autor/a; Gómez Leyton, Juan Carlos - Autor/a; Suárez Salazar, Luis

Armando - Autor/a; de La Torre Molina, Mildred - Autor/a; Kersffeld, Daniel -

Autor/a; Sarah, Darío - Autor/a; Favaro, Orietta - Autor/a; Iuorno, Graciela -

Autor/a; Telesca, Ignacio - Autor/a; Navas Sierra, J. Alberto - Autor/a; Ruffini,

Martha - Autor/a;

Autor(es)

Buenos Aires Lugar

CLACSO, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales Editorial/Editor

2009 Fecha

Colección Grupos de Trabajo Colección

Descolonización de los Saberes ; Resistencias sociales; Democratización;

Movimientos sociales; Emancipación; Capitalismo; Hegemonía; Poder; Epistemología

Crítica ; América Latina;

Temas

Libro Tipo de documento

http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/clacso/gt/20100628100118/bicentenario.pdf URL

Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 2.0 Genérica

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LA REVOLUCIÓN EN EL BICENTENARIO

REFLEXIONES SOBRE LA EMANCIPACIÓN, CLASES Y GRUPOS SUBALTERNOS

Beatriz Rajlandy María Celia Cotarelo

[coordinadoras]

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Otros descriptores asignados por la Biblioteca Virtual de CLACSO:Poder / Emancipación / Hegemonía / Capitalismo / Movimientos Sociales / Democratización / Descolonización de los Saberes / Epistemología Crítica / Resistencias Sociales / América Latina

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Colección Grupos de Trabajo

LA REVOLUCIÓN EN EL BICENTENARIO

REFLEXIONES SOBRE LA EMANCIPACIÓN, CLASES Y GRUPOS SUBALTERNOS

Beatriz Rajlandy María Celia Cotarelo

[coordinadoras]

Omar Acha

Pedro Canales Tapia

Nicolás Iñigo Carrera

Gerardo Contreras

Liliana B. Costante

María Celia Cotarelo

Steve Cushion

Orietta Favaro

Juan Carlos Gómez Leyton

Graciela Iuorno

Daniel Kersff eld

J. Alberto Navas Sierra

Felipe de J. Pérez Cruz

José Francisco Puello-Socarrás

Beatriz Rajland

Carmen Rosa Rea Campos

Angelina Rojas Blaquier

Martha Ruffi ni

Luis Suárez Salazar

Darío Sarah

Ignacio Telesca

Mildred de la Torre Molina

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Editor Responsable Emir Sader - Secretario Ejecutivo de CLACSO

Coordinador Académico Pablo Gentili - Secretario Ejecutivo Adjunto de CLACSO

Colección Grupos de Trabajo

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Asistentes del Programa Rodolfo Gómez - Pablo Vommaro y María Chaves

Área de Producción Editorial y Contenidos Web de CLACSO

Responsable Editorial Lucas Sablich

Director de Arte Marcelo Giardino

Responsable de Contenidos Web Juan Acerbi

Webmaster Sebastián Higa

Logística Silvio Nioi Varg

Producción editorial

Fisyp (Fundación de Investigaciones Políticas y Sociales)

Coordinación editorial

Darío Stukalsky y José Luis Bournasell

Arte de tapa Gabriel Macarol

Revisión de pruebas Julían Sánchez

Primera edición

Economía mundial, corporaciones transnacionales y economías nacionales

(Buenos Aires: CLACSO, setiembre de 2009)

ISBN

© Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales

Queda hecho el depósito que establece la Ley 11723.

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Patrocinado por la Agencia Sueca de Desarrollo Internacional

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ÍNDICE

Beatriz Rajland y María Celia CotareloPresentación | 9

Omar AchaLa historia latinoamericana y los procesos revolucionarios: una perspectiva del Bicentenario (1870-2010) | 17

Juan Carlos Gómez LeytonLa Revolución en la Historia. Refl exiones sobre el cambio político en América Latina | 39

Luis Suárez SalazarLas utopías Nuestramericanas de la Revolución Cubana: una aproximación histórica | 57

Gerardo ContrerasEl carácter de las relaciones internacionales: El caso Unión Europea–Centroamérica de cara al acuerdo de asociación | 81

Mildred de la Torre MolinaLa revolución latinoamericana en el proceso nacional cubano (1790-1830) | 95

Daniel KersffeldEntre evocaciones y desmemorias: México ante su propio Bicentenario | 115

Darío SarahLa construcción de la memoria colectiva del Paraguay: entre el cretinismo y la arcadia perdida | 133

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Orietta Favaro y Graciela IuornoArgentina. Un país a dos velocidades. Provincias y Territorios Nacionales. (1884-1991) | 151

Martha RuffiniEl proceso formativo y de consolidación del Estado Argentino en perspectiva histórica. La exclusión política y sus diferentes itinerarios | 169

Ignacio TelescaDesde el revés de la trama: la independencia del Paraguay y los grupos subalternos | 189

J. Alberto Navas SierraLa “Revolución atlántica”, la independencia americana y “La nueva Macro-historia” | 209

Felipe de J. Pérez CruzLa educación y la pedagogía cubanas en el movimiento nacional liberador. Visión panorámica desde la revolución en el siglo XIX | 229

Pedro Canales Tapia“Parece que no somos felices”. Crisis del proyecto oligárquico y movilizaciones indígenas en Latinoamérica, (1900–1930) | 253

Carmen Rosa Rea CamposLuchas indias en Bolivia: un análisis socio-histórico de la constitución de la política | 273

María Celia CotareloLa clase obrera en nuestra américa a comienzos del siglo XXI | 291

Steve CushionUna sublevación de la clase obrera contra el imperio británico | 311

Nicolás Iñigo CarreraEmancipación social y emancipación nacional en el movimiento obrero argentino | 325

José Francisco Puello-SocarrásRevolución sin Guerrillas, ¿guerrillas sin revolución? La vigencia del concepto revolución en las guerrillas contemporáneas. El caso del Ejército de Liberación Nacional en Colombia | 345

Beatriz Rajland y Liliana B. CostanteLos nuevos Poderes Constituyentes en la América Latina y Caribeña de hoy y su relación con los procesos de cambio | 367

Angelina Rojas BlaquierEl proceso nacional liberador cubano entre 1923 y 1940. Apuntes esenciales | 391

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Beatriz Rajlandy María Celia Cotarelo

PRESENTACIÓN*

* Extraído de la Presentación y desarrollo de la problemática propuesta. Corresponde a la postulación del grupo ante la convocatoria de CLACSO para la aprobación de GT, año 2007.

LA PROPUESTA DE ESTE GRUPO DE TRABAJO consiste en elaborar nuevas perspectivas a y sobre dos siglos de historia latinoamericana problematizando, fundamentalmente, su trayectoria en torno al nudo temático de las revoluciones desde perspectivas interdisciplinarias al interior de las ciencias sociales.

Si bien la cronología de los movimientos emancipatorios del subcontinente es variada (desde la rebelión haitiana de 1804 hasta la independencia del Brasil en 1822, e incluso la de Cuba en 1898), todas enfrentan una situación compartida: el quiebre de la relación de do-minación colonial. Una primera refl exión interesa al tipo de proceso histórico implicado en esas transformaciones. Existe una profusa bi-bliografía que trata de las “revoluciones latinoamericanas”, pero es aún incipiente la refl exión sobre la ola de movimientos de cambio político y social de principios del siglo XIX. ¿Puede hablarse de una situación “latinoamericana”, es decir, común al subcontinente? En otras pala-bras, ¿está justifi cado hablar de “revoluciones “hispanoamericanas” o “latinoamericanas” aún cuando no existía una base socioeconómica y

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cultural común? ¿Deberían discutirse de manera más precisa las situa-ciones locales, analizando las dinámicas singulares, deconstruyendo una unidad mítica de “América Latina” para reconstruir una “real”? ¿Dónde reside la complejidad común de la naciente y fragmentaria América Latina y Caribe? ¿Dónde la legitimidad de los nuevos estados nacionales? Dentro de este panorama, parece aconsejable efectuar aná-lisis a partir de analizar las distintas “revoluciones” ocurridas en cada región o naciente país. Por eso el Grupo de Trabajo investiga el tema considerando las peculiaridades nacionales, pero al mismo tiempo, in-tenta una refl exión comparativa que alcance a toda Latinoamérica y el Caribe y en proyección de futuros en los que pueda llegarse a un alto grado de mancomunidad.

El tratamiento propuesto de las revoluciones no podría ser re-ducido a una fecha, como por ejemplo 1810, porque las independencias latinoamericanas implicaron procesos de larga duración1. En efecto, los temas centrales de la constitución de nuevos espacios nacionales –uno de los núcleos de la cuestión de la independencia- no se resuelve en una batalla o la proclamación de una constitución política. En América Latina, nuevamente con algunas asincronías, las revoluciones dieron paso a extensos períodos de guerras civiles. Recién en la segunda mi-tad del siglo XIX la inserción de las economías latinoamericanas en el mercado mundial capitalista permitió la consolidación de burguesías locales tanto comerciales como agrarias (especialmente éstas, de tipo oligárquico), que desde principios del siglo XX y particularmente des-de 1930 fueron ampliando un espacio para la producción industrial. Ese mismo proceso de construcción de sociedades capitalistas se dio en el contexto de permanencias de relaciones entre las clases sociales y tradiciones culturales asimétricas. De manera que la incorporación de Latinoamérica y Caribe a la “modernidad europeo-occidental” y al capitalismo mundial tuvo un carácter violento, imponiendo un mode-lo cuyas bases estructurales y paradigmas políticos están altamente cuestionados.

Si bien hacia el primer Centenario, convencional y mayormente ubicado hacia 1910, existían estados aparentemente consolidados, es-taban habitados por contradicciones de diversa naturaleza. El primer Centenario estuvo caracterizado por una sensación de euforia econó-mica, en apariencia legitimada por el positivismo y luego por el na-cionalismo. Pero en buena medida ambas ideologías eran reacciones preventivas a lo que se veía como el peligro de “las masas”.

1 Es relevante incluso considerar el tratamiento de los procesos locales que llevaron a la ruptura de la relación colonial, lo que incluiría, a título de ejemplo, movimientos como el de Tupac Amaru y otros tantos, de la época colonial.

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Presentación

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La Revolución Mexicana comenzó un nuevo ciclo de cambios, condicionados por reclamos económicos y democráticos. El surgimien-to de los movimientos populistas se dieron como tarea la contención de las reivindicaciones de las nuevas sociedades de masas. En efecto, la urbanización, las migraciones internacionales e internas, habían recon-fi gurado nuevas situaciones donde se temía por la acción de las ideolo-gías radicalizadas. La eclosión social mexicana y la Revolución Rusa de 1917 difundieron entre las clases dominantes del subcontinente el temor a la subversión total de la sociedad. Los movimientos populistas fueron intentos, generalmente reformistas, de neutralización integradora de las demandas populares. Los populismos se presentaron también como “revoluciones nacionales”. ¿Qué signifi ca? ¿Puede hablarse de un popu-lismo típicamente latinoamericano? Aunque generalmente se suele dis-tinguir al “populismo latinoamericano” de otras formas como el ruso o el norteamericano, no es sencillo establecer características distintivas de todos los populismos. Como sea, plantean una nueva pregunta que se sitúa en el medio del camino de la trayectoria del Bicentenario: ¿fue-ron los populismos las “revoluciones nacionales” latinoamericanas por excelencia? También aquí es necesario considerar los casos particulares y tender puentes comparativos y problematizantes con el conjunto de experiencias latinoamericanas. Este tema parece particularmente rele-vante para pensar el momento subsiguiente de las revoluciones imagi-nables después de la Revolución Cubana de 1959. En efecto, la caída de Batista abrió el espacio para una revolución diferente. Ya no se trataba meramente de cuestionar las jerarquías sociales preexistentes o exigir una democratización del sistema político, sino que estaba en la agenda la transformación radical de la sociedad toda.

La onda de radicalización se extendió por buena parte del sub-continente y la respuesta general desde el bloque dominante fue el ciclo de las dictaduras que va desde la brasileña de 1964 hasta la declinación del pinochetismo en 1991. La política de represión dejó inconclusas las contradicciones que azotaban a las sociedades latinoamericanas. En ese contexto, tuvieron lugar las “transiciones democráticas” de los años 80. Si bien, nuevamente hay que ver las particularidades que hacen que, por ejemplo, el caso brasileño no sea el mismo que el argenti-no, por no hablar del mexicano, donde no hubo una dictadura militar (y desde luego la particular situación cubana y la revolución popular triunfante en Nicaragua en 1979). Pero en todo el subcontinente se observó una situación común, dada por la fragilidad de los sistemas democráticos y las extorsivas exigencias establecidas por las deudas externas acrecentadas durante los años setenta. El fracaso generali-zado de los gobiernos de la “transición democrática”, aunados por el común rechazo del populismo y de la radicalización política, condujo

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a una nueva ola en los años 90 de los llamados “neopopulismos” (una categoría discutible).

El ciclo implicó la aplicación de las fórmulas neoliberales, regu-ladas por el Consenso de Washington, de común observancia en casos aparentemente disímiles como los de A. Fujimori, C. Menem, C. A. Pérez o C. Salinas de Gortari. Los estragos causados por esas políticas y el ciclo de luchas populares que les respondieron –desde el levantamiento de Chiapas en 1994 a las extensas movilizaciones de Bolivia en 2003-2004−, pasando por las que impidieron el triunfo del golpe de Estado contra la denominada “revolución bolivariana” en Venezuela, los pro-cesos sociales y políticos en curso abrieron el panorama actual, don-de se replantea la cuestión de las relaciones sociales, la posibilidad de repensar América Latina y el Caribe. ¿Cuáles son las posibilidades ac-tuales del cambio social y económico? ¿Cómo se iluminan a la luz de la experiencia histórica y las condiciones políticas contemporáneas las no-ciones de reforma, revolución o transformación? Si se piensa, por caso, en un cambio profundo, ¿sigue encuadrado en los marcos nacionales heredados de la ruptura de la dominación colonial en el siglo XIX? ¿O es factible presentar nuevas articulaciones en todo el subcontinente de carácter emancipador que impliquen cambios profundos y radicales tanto en lo económico, lo político y lo social? Es esta condición contem-poránea, marcada por la globalización y la regionalización, la que debe brindar el contexto de nuevas preguntas a dos siglos de trayectoria de la historia latinoamericana. Las recientes y actuales experiencias que aluden a reformas o, incluso, a un “socialismo del siglo XXI”, han re-abierto el horizonte de “invenciones” políticas que parecían clausuradas cuando en 1989 se proclamó el “fi n de la historia”.

Un segundo eje del enfoque propuesto por el Grupo de Traba-jo toma en cuenta el papel, en esta historia y en este presente, de las clases y sujetos subalternos. En efecto, se podría decir que la historia latinoamericana tiene un défi cit en la comprensión de la acción de los pueblos. Carecemos de una “historia desde abajo” que pueda proponer comparaciones para el espacio latinoamericano y caribeño y proyectar-se al presente. Aunque existen algunos antecedentes importantes –para mencionar sólo uno: los trabajos del peruano A. Flores Galindo sobre la “plebe”−, aun no disponemos de una perspectiva que entronque con el estudio histórico comparativo y de larga duración.

La investigación de las revoluciones sugiere la discusión sobre sus contenidos sociales, políticos y culturales, que excedan la tradicional imagen de movimientos de élite secundados por las “masas populares”. Aún no ha sido sufi cientemente revisada la visión de la “historia desde arriba”, en la que las clases subalternas constituyen el coro de proce-sos donde los grandes personajes aparecen como los actores centrales.

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Presentación

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Esta problemática se relaciona muy estrechamente con la cuestión de las revoluciones y con las tareas de construcción política de la agenda del presente y futuro inmediato. Además, la atención a los movimientos populares permite exceder una comprensión estrechamente fáctica y política de las revoluciones, para abarcar a la cultura y relaciones so-ciales, para ampliar y hacer más complejo el estudio de los procesos sociales que contuvieron y contienen a los momentos capitales de la historia (comprendida la “historia reciente”) latinoamericana y cari-beña. Por otra parte, la sensibilidad hacia los componentes populares y subalternos otorga visibilidad a las situaciones de clase, de género, de pertenencia étnica y de ideología. Abren el espacio para un estudio interdisciplinario donde son relevantes los aportes de la sociología, la antropología, las politología, la historia y los estudios culturales. Tam-bién respecto de los movimientos populares el subcontinente muestra diferencias sustanciales, no obstante lo cual también se observan simi-litudes que permiten la comparación de casos nacionales.

El proyecto del Grupo de Trabajo consiste en pensar el bicentena-rio a través de la noción compleja y situada de “revoluciones”, observan-do las peculiaridades nacionales y regionales, pero a la vez tendiendo puentes de comparación en vista de una comprensión de la trayectoria latinoamericana y caribeña y el nuevo panorama político-cultural. Los cambios políticos (y no nos referimos sólo a los de “arriba”, sino a las complejas articulaciones del movimiento popular que los permitieron) de los últimos años en la región, tales cómo los que se sintetizan en las realidades chiapanecas, venezolana o boliviana, pero también, aunque de diversas formas −sobre todo importan las que expresan ese movi-miento “desde abajo”−, aquellos que involucran a Ecuador, Nicaragua, Brasil, Uruguay, las resistencias y luchas en México, Chile y Argentina, permiten la reformulación de las miradas hacia el pasado latinoameri-cano y caribeño, en su proyección hacia el presente. Revolución y papel de las clases subalternas en esos procesos −con el abordaje explicado− son entonces los ejes principales de esta propuesta. Otro aspecto que hace a la metodología es que hemos señalado tres momentos princi-pales: la denominada “primera independencia” (las luchas contra el dominio español), el período del llamado primer centenario y luego de las “revoluciones nacionales” (entre 1904 y 1950 aproximadamente), y los procesos revolucionarios o de lucha contra el dominio de los Estados Unidos, comprendiendo la fase neoliberal actual y en proyección hacia el bicentenario como la búsqueda de programa y proyecto latinoame-ricano y caribeño, comprendiendo incluso el del llamado “socialismo del siglo XXI”.

Éstas son algunas otras de las preguntas orientadoras de la in-vestigación: ¿qué herencias históricas implicó la condición poscolonial

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del siglo XIX? ¿Qué determinaciones impuso la inscripción en el mer-cado capitalista? ¿Qué desafíos durante el siglo XX signifi có la presión de los Estados Unidos? ¿Cuáles fueron y son las características de los movimientos populares latinoamericanos? ¿Qué promesas y contra-dicciones singularizaron y singularizan a sus movimientos políticos de corte transformador? ¿Qué novedades políticas y sociales revela el inicio del nuevo siglo? ¿Qué balance es posible realizar del proceso en su conjunto? ¿Qué perspectivas están abiertas para el cambio social latinoamericano? ¿Qué nuevas situaciones supone la conformación de bloques económicos regionales?

JUSTIFICACIÓN DE LA RELEVANCIA TEÓRICALa relevancia más evidente de una investigación sobre la “historia lati-noamericana” es que impacta sobre la posibilidad misma de hablar de América Latina. ¿Qué sería de una América Latina de la que no puede ser una historia? ¿Qué sentido tendría imaginar un porvenir latino-americano si hasta ahora no ha sido sino una colección heterogénea de historias particulares?

Como se explicó en el punto anterior, hemos elegido abordar el tema de la trayectoria de dos siglos latinoamericanos, el Bicentenario, a partir de las rupturas del orden colonial y sus consecuencias, refi gu-raciones y transformaciones. Esos cambios han sido llamados “revolu-ciones”. En principio, revoluciones de la independencia, pero luego han sido inscriptas en las diversas fases históricas del subcontinente.

El problema de las “revoluciones” en la historia latinoamericana puede ser abordado de diversas maneras. Lo decisivo es pluralizar el concepto para comprender los diferentes usos de acuerdo a las particu-laridades temporales y geográfi cas. El de “revolución” fue un término ampliamente utilizado a lo largo de los dos siglos de la historia inde-pendiente de América Latina. El concepto fue tomado del lenguaje de la Revolución Francesa. Sin embargo, adquirió contenidos muy distintos. En general, en la práctica siempre fue acompañado de un adjetivo: “revo-lución socialista”, “revolución nacional”, “revolución democrática”, etc.

Respecto del término existe una gran variedad de enfoques, desde los clásicos estudios sociológicos, fi losófi cos o historiográfi cos de Arendt y Barrington Moore, hasta Skocpol y Tilly. Pero también se construyeron comprensiones políticas. Por ejemplo, es bien conocido el esfuerzo de J. C. Mariátegui para aclimatar la noción marxista de revolución proletaria a una situación, como la peruana, donde era ine-vitable considerar la relevancia de la población indígena y sus formas propias de organización.

¿Existe una forma propia de “revolución latinoamericana”? Esta es una pregunta decisiva, porque su respuesta defi ne la posibilidad de

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Presentación

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hablar de una historia y una realidad latinoamericanas. La respuesta puede ser plural e histórica. En este sentido, más que una forma úni-ca, se investigará la creación de formas específi cas del cambio social, económico, político y cultural. Sin embargo, no es superfl uo insistir sobre el interés por construir un enfoque comparativo de la historia latinoamericana. No se trata, entonces, de acumular trabajos monográ-fi cos sobre los diferentes países, sino de partir de estudios específi cos para compartir preguntas, métodos y problemas para replantear una perspectiva renovada a la luz de las posibilidades actuales.

De este modo la celebración del Bicentenario excederá el recuer-do o el festejo para avanzar en una refl exión que retome los problemas seculares del subcontinente, contribuya a un balance crítico de dos siglos de historia y presente conocimientos para el futuro.

Dentro de estos marcos hemos celebrado debates, participado en Congresos Internacionales y abordamos hoy nuestra primera pro-ducción escrita. Los autores de los trabajos, que componen una variada gama interdisciplinaria, han desarrollado temáticas variadas, de épo-cas históricas diferentes, anteriores y actuales, situando el énfasis en las acciones ora de la clase dominante, ora de las clases subalternas, tanto de pueblos originarios como de afrodescendientes y de los deno-minados “criollos”. También se refl ejan en el libro los cambios actuales en Nuestra América, los distintos métodos de lucha. Algunos tienen una característica más abarcativa desde el punto de vista conceptual y también del geográfi co, otros están dedicados a análisis más pormeno-rizados de situaciones, regiones y/o estados-naciones particulares.

El conjunto de nuestras investigaciones es lo que hoy ofrecemos a los lectores. De ellos esperamos no benevolencia, sino aportes críticos útiles para el desarrollo de una temática particularmente sensible.

María Celia CotareloBeatriz Rajland(compiladoras)

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INTRODUCCIÓN: REVOLUCIONES Y PROCESOS REVOLUCIONARIOSLa noción de “bicentenario”, en estos días de uso amplio y reiterado en los países latinoamericanos, implica un conjunto de cuestiones de enor-me complejidad. En primer lugar, no se trata de un término empírico, sobre el que se puede apelar a una verifi cación constrastándola con una realidad extradiscursiva. Es imposible, pues, detectar un bicentenario real con el que correspondería. Por el contrario, el término arrastra consigo diversas proyecciones políticas y fi losófi cas que es preciso ana-lizar. Ese análisis no puede ser realizado desde un “no lugar”, es decir, desde la prescindencia de una perspectiva. Sucede que, como en tantos otros casos del pensamiento social, la discusión de un concepto adopta rasgos propios de la vida cotidiana y de la ideología. Es sencillo perci-bir los diferentes sentidos que se asocian a la defi nición y programas de celebración del bicentenario: independencia, libertad, democracia, historia, nacionalidad, entre otros. Una búsqueda en Internet mostra-ría sin problemas los matices que asume la cuestión en las agendas públicas y privadas que recorren toda América Latina. Pues bien, el

Omar Acha*

LA HISTORIA LATINOAMERICANA Y LOS PROCESOS REVOLUCIONARIOS: UNA

PERSPECTIVA DEL BICENTENARIO (1870-2010)

* Docente de la Universidad de Buenos Aires, investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científi cas y Técnicas (Argentina). Investigador de la Fundación de Investigaciones Sociales y Políticas (FISYP), Argentina, y del Centro Cultural de la Cooperación.

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propósito de este texto es abordar un entramado del bicentenario que no ha sido atendido sufi cientemente, o bien se lo ha hecho sin debate sobre sus derivaciones. Nos referimos al cruce entre el bicentenario y el concepto de “revolución”.

Para avanzar en este camino proponemos una discusión pre-liminar sobre la noción de revolución, cuya defi nición demanda una inscripción histórica que complejice una delimitación excesivamente estilizada, poco útil para la investigación social. Así, propondremos que el término “revolución” debe ser pensado en el contexto de los “procesos revolucionarios”, extendidos en el tiempo y derivados de una multipli-cidad causal. La apelación a una visión de longue durée, sin embargo, debe evitar concluir en una defi nición unitaria y sencilla, tal como la que implicaría una noción de “revolución latinoamericana”, compara-ble con otros tipos de revoluciones. Para eludir esa tentación simpli-fi cadora, ensayamos una periodización de dos ciclos en los procesos revolucionarios latinoamericanos, identifi cados, grosso modo, con los siglos XIX y XX. Finalmente, en el cierre de nuestra argumentación, planteamos una lectura de los signos actuales de un nuevo ciclo, ligado a un proceso revolucionario, desde el cual pensamos que puede ser activamente leído el acontecimiento del bicentenario.

Carecemos de espacio para realizar una discusión sobre el con-cepto de revolución (un compendio en Ricciardi: 2003). Nos limitare-mos a algunas indicaciones generales, que resumen una muy extensa bibliografía. Para condensar algunos elementos útiles para la discusión específi ca posterior, indiquemos el acuerdo sobre el carácter moderno de la noción de revolución, que pasó de tener un contenido semántico ligado a la circularidad de los procesos, como en las revoluciones de los cuerpos celestes, a una idea de corte abrupto y radical (Koselleck: 1993).

En el caso de los análisis de las ciencias sociales, los análisis de las revoluciones modernas raramente pueden evitar enfrentar la defi ni-ción de Skocpol (1984), que se refi ere a las revoluciones como “exitosas transformaciones sociopolíticas”. Otras defi niciones son más ricas. Así sucede con la propuesta por Gianfranco Pasquino (1985), donde la re-volución es entendida como “la tentativa acompañada del uso de la vio-lencia de derribar a las autoridades políticas existentes y de sustituirlas con el fi n de efectuar profundos cambios en las relaciones políticas, en el ordenamiento jurídico-constitucional y en la esfera socioeconómica”. La enunciación de Pasquino puede ser objetada por el sentido “desde arriba” que lo caracteriza, pero abre una mayor complejidad histórico-teórica al incluir a las tentativas revolucionarias como parte integrante de la defi nición. Veremos cuáles son los efectos interpretativos que esa caracterización tiene para la comprensión del fenómeno revolucionario.

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Como sea, es claro que toda defi nición abre y cierra ventanas para la in-terpretación, y jamás elimina la persistencia de la complejidad real ante la condición abstracta de cualquier enunciación teórica. En efecto, un problema analítico de primer orden consiste en diferenciar los procesos revolucionarios de las revoluciones fechables, que para ser tales deben ser exitosas, porque es lo que conduce a que se realicen las transforma-ciones “revolucionarias”.

Por otra parte, la adjetivación de la revolución es inevitable en la búsqueda de una mayor capacidad descriptiva. Ese procedimiento introduce una delimitación que permite cernir mejor este problema. Eugene Kamenka, por ejemplo, asevera que una revolución política es “todo cambio o intento de cambio brusco y profundo en la ubicación del poder político que implique el uso o la amenaza de la violencia y que, si tiene éxito, se traduce en la transformación manifi esta, y tal vez radical, del proceso de gobierno, de los fundamentos aceptados de la soberanía o la legitimidad y de la concepción del orden político y/o social” (citado en Elliot y otros, 1984: 12). Lo interesante del enfoque de Kamenka consiste en que contempla la factibilidad de que una revolución sea derrotada, que no se cumpla totalmente una transformación radical, pero que conserve su condición de revolución (desde luego, inconclusa, derrotada, etc.).

En suma, puntualicemos que la noción de revolución revela su modernidad, la posibilidad de su derrota o estancamiento, el carácter procesual y temporal de su ocurrencia, y la diversidad de sus caracteres según la prevalencia de tal o cual dimensión en su advenimiento.

Con los elementos tan esquemáticamente indicados podemos señalar nuestras hipótesis sobre las “revoluciones latinoamericanas”. Para entender su complejidad histórica es obligatorio, en primer lugar, alternar entre la singularidad de toda experiencia colectiva situada y las tendencias compartidas por la condición colonial e imperialista que marcaron la trayectoria histórica en Nuestra América. Fue esa polari-dad entre lo particular y lo universal latinoamericano lo que delimitó en sus dos fases a la revolución latinoamericana pensada en la larga duración. Su primer período (1780-1898)1 es el lapso de las luchas colo-niales ligadas a las tensiones independentistas, pero que contiene una abigarrada sucesión de experiencias de cambio irreductibles al tema revolucionario pensado como hecho fechable y cerrado sobre sí mismo. Sin embargo, desde el punto de vista del combate contra el dominio

1 La periodización es aproximativa. En realidad, debería extenderse hasta 1902, cuan-do se proclama la República de Cuba; del mismo modo, la vinculación entre Estados Unidos y Puerto Rico proveería algunas razones para indicar que ese primer período, sin desmedro de la existencia del segundo, aún no se ha cerrado.

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político y económico, en la primera fase de la revolución el enemigo poco a poco identifi cado fue el colonialismo español y lusitano, princi-palmente, y en algunos contextos insulares, el francés, inglés y holan-dés. Su segundo período (1898-2010) está condicionado por la tendencia imperialista de la dominación del capitalismo, representado sobre todo por los Estados Unidos.

En segundo lugar, la revolución latinoamericana exige recono-cer la contingencia del hecho revolucionario, que puede triunfar, ser derrotado o perdurar en una situación intermedia. ¿A qué se debe esta condición? Al carácter profundamente social que han tenido y tienen los ciclos revolucionarios, irreductibles a acontecimientos políticos cronológicamente bien situables, topográfi camente detectables en las ciudades, y delimitables culturalmente con nitidez. Quizá el rasgo do-minante sea la densidad social de las revoluciones latinoamericanas, sea que se produzcan en países con alto predominio rural o en extendidas redes urbanas y suburbanas. En tales condiciones es siempre difícil una lógica de “toma del poder” que defi na de una vez y para siempre la producción revolucionaria.

En tercer lugar, estrechamente derivado del anterior, encontra-mos el prolongado despliegue del proceso o ciclo revolucionario. Las revoluciones latinoamericanas son difíciles de fechar. En apariencia esto es algo particular, pero bien pensado es un tema propio de toda revolución. Toda vez que se plantea una interpretación de cierta revolu-ción se sostiene alguna tesis sobre su duración, que no es otra cosa que su propia entidad como acontecer revolucionario. No es el “cierre” de una revolución lo que permite caracterizarla. Esto sólo es posible en el marco de un análisis de toda su trayectoria.

Por lo tanto, debemos pensar lo revolucionario en la corta, me-diana y larga duración. Una consecuencia es el desarrollo de una sensi-bilidad respecto de las asincronías de los procesos en cuestión, debido a que no todas las dimensiones del quehacer social se transforman en el mismo sentido y a la misma velocidad. Por otra parte, las derivas del cambio profundo tampoco avanzan en un sentido único, del momento uno al momento dos y luego al momento tres. Los dos períodos de la revolución latinoamericana (1780-1898 y 1898-2010) constituyen una de las condiciones de la pluralidad temporal de las lógicas revoluciona-rias.

He allí el cuarto componente de la revolución en América Latina. En efecto, la complejidad de los dos ciclos revolucionarios implica una remisión y traducción de las experiencias de lucha entre uno y otro pe-ríodo. Por ejemplo, tal como lo ha mostrado con maestría Alberto Flores Galindo para el contexto andino peruano-boliviano, la idea de un Inca liberador alimenta las invocaciones revolucionarias desde la emergen-

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cia misma de la rebelión de Túpac Amaru y llega hasta la época contem-poránea (Flores Galindo, 1986). Algo similar sucede con las resistencias y proyecciones revolucionarias en México, y la actual militancia zapa-tista no carece de reminiscencias respecto de la Revolución Mexicana de 1910. Es aconsejable clasifi car estas referencias político-culturales para países de amplia población campesina. Con otras características, también en un país como la Argentina, altamente urbanizado, las pro-puestas revolucionarias remiten a diferentes fi guras del pasado.

En suma, la revolución latinoamericana se caracteriza por cua-tro rasgos principales: 1) la situación de dependencia colonial o im-perialista que sobredetermina los confl ictos internos a cada país y al subcontinente en su conjunto; 2) la complejidad social del proceso re-volucionario y su variada extensión temporal, extraña a la fi jación de una cronología sencilla; 3) su división en dos ciclos revolucionarios que van de la revuelta de Túpac Amaru a la guerra entre Estados Unidos y España, y de este fi n de siglo XIX al bicentenario 2010; 4) fi nalmente, el espesor histórico de la imaginación política de los proyectos y prác-ticas de la revolución, en que se implica la trayectoria de los pueblos y, por lo tanto, supone un balance de las tradiciones populares de lucha liberadora.

EL PRIMER CICLO: LAS REVOLUCIONES INDEPENDENTISTAS DEL SIGLO XIXLas revoluciones latinoamericanas reconocidas como tales son las del siglo XX. Ellas son cuatro: la mexicana, la boliviana, la cubana y la nicaragüense. Las del siglo XVIII-XIX parecen gozar de menos con-senso de una clasifi cación “revolucionaria”. Es que, suele decirse, los procesos independentistas iniciados en los primeros años del siglo XIX emergen como excesivamente conservadores para merecer el carácter revolucionario. Por ejemplo, Eric Hobsbawm señala que “si la mayor parte de nosotros no considerara el contexto de la transformación his-tórica como un elemento esencial en el fenómeno [de la revolución], la historia comparativa de las revoluciones no habría hecho desaparecer tácitamente a la mayor parte de los componentes del grupo más amplio de acontecimientos conocidos con el nombre de revoluciones, las 115 revoluciones triunfantes ocurridas en Latinoamérica en el siglo XIX” (Hobsbawm, 1990: 23). En otras palabras, se trataría de cambios super-estructurales que dejaron intactas las condiciones sociales y económi-cas que, forzosamente, serían las fundamentales.

En su clásico libro sobre “la era de la revolución” (1789-1848), el mismo Hobsbawm sitúa a Latinoamérica como una zona marginal al epicentro de su reconstrucción histórica, concentrada en los sucesos de Francia y Gran Bretaña (Hobsbawm, 1997). La región latinoame-

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ricana y caribeña emerge como proveedora de materias primas para la potencia británica. Los procesos independentistas son variables de la geopolítica europea. No aparece una particularidad en la cartogra-fía de la mencionada “era” en la cual se reconozca un espacio efecti-vo a los hechos hispanoamericanos. Esta aproximación era funcional a las interpretaciones centradas en los casos nacionales y regionales porque conservaba una distancia entre procesos que se suponía de al-guna manera conectados, pero cuya específi ca interacción carecía de una discusión real. En efecto, la vinculación entre los acontecimientos hispanoamericanos y los europeos era evidente: fuera lo que hubiera ocurrido, una revolución, una transformación política, o una dinámica independentista, estaba claro que cualquiera de esas novedades incidía en el lazo con Europa. Sin embargo, más allá de una indicación genéri-ca sobre la crisis de las monarquías ibéricas provocada por la invasión napoleónica y de la inducción de prácticas de representación debido a la convocatoria para las Cortes de Cádiz, las explicaciones dejaron en la bruma una concatenación más vigorosa o, incluso, la posibilidad de un cambio que abarcara a ambas márgenes del Océano Atlántico. Hasta muy recientemente, esta perspectiva ha sido compartida por la gran mayoría de los estudios comparativos sobre las revoluciones, que en todo caso aceptan incluir en sus clasifi caciones los acontecimientos revolucionarios latinoamericanos del siglo XX.

En los nuevos estados nacionales de América Latina surgidos durante el siglo XIX, la utilización del concepto histórico de revolu-ción adquirió una presencia indiscutible. Su relevancia es fundamen-tal porque deriva de la formación de los saberes locales, sobre todo historiográfi cos, y de sus estudios universitarios. Con perspectivas a veces encontradas, las obras fundacionales de Bartolomé Mitre en la Argentina, Diego Barros Arana en Chile o Lucas Alamán en México, adjudicaron al hecho revolucionario un papel en la construcción de lo nacional. En efecto, la “revolución” constituyó una fi gura esencial para la constitución de las ciencias sociales y humanas. La cuestión de la revolución fue decisiva en la confi guración de las historiografías nacionales, con la sola excepción del Brasil, donde el proceso peculiar de independencia careció de una representación histórica que insistiese sobre el hecho revolucionario. También fue fundamental para la cons-trucción de la sociología como disciplina científi ca, pues la moviliza-ción de las fuerzas populares urbanas o campesinas que conmovió las primeras décadas del siglo XIX instaló el problema de cómo dominar a las poblaciones potencialmente insumisas a las élites de las ciudades o a las clases dominantes de la campaña. En suma, la concepción de revolución tiñó buena parte de las preocupaciones intelectuales latinoa-mericanas durante el siglo XX.

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El debate sobre las revoluciones también atravesó el campo de las ideologías políticas. Para todos los colores del espectro político, la defi -nición de una posición ante las revoluciones ligadas a la independencia regulaba tramos enteros de sus posicionamientos.

No obstante, aquí interesan sobre todo los usos con pretensión cognitiva. La revolución constituyó la noción central para la edifi ca-ción de la historiografía y las ciencias sociales, en estrecha unión con el concepto de nación. Puesto que las historiografías y ciencias socia-les consolidadas hacia fi nes del siglo XIX y principios del XX fueron dispositivos institucionales y discursivos de construcción nacional (al proveer una base de legitimación de los estados nacionales que conso-lidaban el ingreso de América Latina al mercado capitalista mundial y buscaban una forma identitaria que unifi cara las heterogéneas socie-dades de la región), comprender a las naciones supuso desarrollar una concepción historiográfi ca donde la revolución revelara la emergencia y victoria de una vocación propia, nacionalmente matrizada. Por lo tanto, los relatos históricos proveían de justifi caciones para sostener que las nacionalidades mexicana, argentina o venezolana estaban in nuce en los primeros escarceos autonomistas −de Francisco Miranda en Nueva Granada, o Tiradentes en el Brasil, por ejemplo− y hallaron una plasmación nítida con la crisis imperial de 1808. En numerosos casos, la independencia revelaba una nación que estaba esencialmente preconstituida en el momento revolucionario. Como sostuvo el argen-tino Bartolomé Mitre, el rasgo decisivo de su sociabilidad nacional, el democratismo, preexistió a su consolidación constitucional en 1853. Tal precedencia de la nación ha sido cuestionada, para dar paso a la pregunta por las difíciles transiciones que edifi caron la fi gura moderna de la nación (Chiaramonte, 1989, 1997).

El desarrollo de las historiografías latinoamericanas durante los dos primeros decenios del siglo XX continuó condicionada por la dis-cusión sobre la naturaleza de las revoluciones de la independencia. Un consenso de larga duración tendió a subrayar en ellas las infl uencias culturales y políticas europeas (sobre todo francesas) o norteamerica-nas, la gestación del descontento de las ascendentes clases comerciales locales, la agudización del contraste entre criollos y peninsulares y la movilización militar acontecida en algunos sucesos de resistencia a invasiones, como en el caso rioplatense. Tales énfasis fueron atacados por historiografías de derecha e izquierda. Desde la derecha cultural se enunció la continuidad con los tiempos coloniales, la contribución de sectores eclesiásticos en la difusión de las ideas emancipatorias y la relevancia de las luchas en España. Por ejemplo, se subrayó la im-portancia de la doctrina suareziana de la voluntad popular como un insumo para la noción de “retroversión de la soberanía” reclamada por

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las juntas (o cabildos) locales. Generalmente, tales posiciones eran nos-tálgicas de la paz atribuida al período colonial, protegido de las dispu-tas intestinas que siguieron a la ruptura de los lazos con los imperios ibéricos. Desde la izquierda se prestó especial atención al desarrollo de intereses económicos locales, al desarrollo de las fuerzas productivas, a la lucha de clases que se propagaba inexorablemente con el incremento del intercambio comercial autorizado por las reformas borbónicas y el contrabando, a la constitución más o menos coherente de una nueva clase burguesa, a la movilización de las masas rurales o campesinas, al tipo de nacionalismo que se había fraguado hacia 1810. Desde tal punto de vista las revoluciones eran vistas como truncas, habilitantes de una “segunda independencia” que sería acometida hasta su máxima radica-lidad con la acción de las masas obreras y campesinas de la actualidad. El carácter limitado de las transformaciones también fue sostenido por historiografía menos mediatamente ligada a proyectos políticos.

No obstante los desafíos surgidos, la cosmovisión prevaleciente en la historiografía hizo confl uir la noción de una revolución indepen-dentista y nacionalista, estrechamente ligada a la aparición de élites criollas ilustradas, una clase mercantil interesada en el desarrollo del comercio internacional y la formación de marcos institucionales repu-blicanos. Se trataría, entonces, de experiencias laterales de una fase histórica característica de las llamadas “revoluciones burguesas” (Kos-sok et. al., 1983). Como se ha dicho, tal consenso gozó de una larga per-duración. La visión tradicional de las independencias latinoamericanas puede ser resumida en esta expresión de un libro de John Lynch, publi-cado por primera vez en 1976, donde vincula el proceso revolucionario a la adquisición de una identidad nacional que, precipitada por un cho-que externo, fue la culminación de un extenso período de dominación colonial (Lynch, 1976).

En contraste con esta perspectiva, en la que se supone la lenta emergencia de una idea nacional antes de los sucesos revolucionarios y la génesis intencional del fenómeno en su conjunto, los estudios recien-tes han subrayado los procesos de constitución, esencialmente políticos, que dieron origen a los nuevos estados nacionales. Desde esa perspec-tiva, el interés fundamental se liga a la noción de “independencia” y la búsqueda de una nueva fi gura de legitimación democrática (entre una bibliografía amplia, Guerra y Lempérière, comps., 1998).

Annick Lampérière ofrece una síntesis de la mirada “renovada” que caracteriza a la historiografía hegemónica. Esta inicia su recorrido subrayando la decisiva importancia del derrumbe del poder peninsular con la invasión napoleónica. La revolución en Hispanoamérica −que en rigor comparte su dinámica con el proceso peninsular− es más la reacción ante la situación de emergencia que la fragua de una voluntad

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revolucionaria previamente existente. La imagen global del enfoque se caracteriza por depositar un régimen de causalidad político-institu-cional, la calidad reactiva de las legitimidades democráticas surgidas, la ausencia de una cohesión política sustitutiva, y la consiguiente di-fi cultad para instaurar un poder estatal centralizado que posibilitara controlar las dinámicas de guerra civil estimuladas por la fractura del pacto colonial (Lampérière, 2006).

Esta perspectiva política y cultural de las revoluciones debe mu-cho al revisionismo de la revolución surgido en los años setenta, cuyo representante más conocido es François Furet. En tal orientación existe una tendencia a indagar los cambios de mentalidades socio-políticas ligadas a la constitución de un orden legítimo, generalmente con pre-valencia del republicanismo, a través del ejercicio de las elecciones. Con esa investigación, el entendimiento de las revoluciones excede la búsqueda de la formación en las nuevas élites de intereses directivos nítidos y avanza hacia una historia de la cultura política democrática (Annino, ed., 1995; Sabato, ed., 1998). Es preciso subrayar que la parti-cular dialéctica entre continuidad y cambio neutraliza la tentación de perder de vista la persistencia de concepciones comunitarias del “an-tiguo régimen”, tal como el propio Guerra percibe en su investigación sobre los antecedentes de la Revolución Mexicana.

Otro rasgo importante de los estudios sobre las revoluciones de inicios del siglo XIX es su inclusión en una “revolución atlántica”, de una cobertura temporal y geográfi ca mayor. La misma puede incluir va-rias revoluciones “nacionales”, producto de la emergencia de una nueva cultura política ante el pasaje del Antiguo Régimen a la Modernidad. En este sentido, la Revolución Francesa, la Revolución Norteamericana y las revoluciones en lo que hoy conocemos como América Latina son conectadas en un proceso mayor que interesa a transformaciones ocu-rridas en ambas márgenes del Océano Atlántico.

Un complemento que ha calzado muy bien con esta idea es el acento puesto por Tulio Halperin Donghi (1985) sobre la relevancia del derrumbe de los imperios peninsulares, una decadencia que intentó ser suturada por las reformas del último tercio del siglo XVIII, pero que halló un fi nal inapelable con la ocupación francesa en España a principios del XIX. Entonces se produjo una vacancia institucional y política que instaló la cuestión de la confi guración de nuevas élites de poder, en estrecha vinculación con las situaciones económicas nacidas al calor de la apertura comercial que fueron instalándose inexorable-mente durante todo el período.

Un rasgo principal de la atención prestada a las crisis que afecta-ron a los imperios europeos es la armazón “atlántica” del proceso revo-lucionario. Si bien, como se ha visto, el espacio atlántico está presente

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en la representación del proceso revolucionario, esa lente geográfi ca provee de algunos buenos argumentos para identifi car una “revolución latinoamericana” para el período. El antecedente más nítido para un estudio atlántico de las revoluciones de independencia es el clásico de C. L. R. James (2003), originalmente publicado en 1938, sobre la rebe-lión de los esclavos negros en Haití entre 1793 y 1804. La introducción de la trata esclavista y la situación metropolitana instituye un marco atlántico que luego sería adoptado por gran parte de la más reciente historiografía matrizada por la mencionada tendencia de construir his-torias globales (sobre todo, “atlánticas”).

La caracterización de las “revoluciones” se ha mantenido incluso en los textos más revisionistas, según se ha visto con Guerra, aunque es cierto que desgajado de la explicación marxista. No obstante, la di-fi cultad de hablar de una revolución que sea más que la referencia a un cambio de cultura política ha mantenido viva la pregunta por lo revolucionario.

Veamos dos perspectivas sobre los estudios actuales. Un trabajo de Raúl Fradkin (2008) insiste con la cuestión del estatus revoluciona-rio de los sucesos del espacio rioplatense en los alrededores de 1810. Ante las interpretaciones del período revolucionario que lo subrayan desde una perspectiva económico-social, Fradkin sugiere introducir los cambios político-culturales y detectar las variaciones regionales. El panorama es enriquecido con una descripción de las alteraciones de relaciones sociales con profundas consecuencias para la vida política, tales como la liberación de los esclavos, el desarrollo de formas fami-liares de producción agrícola, la militarización de las campañas, y la emergencia de las prácticas electorales. Para el autor, el eje crucial del signifi cado “revolucionario” de la revolución es la movilización social, que sigue en sus múltiples versiones de acuerdo a los distintos espacios de la conmovida ruina del Virreinato del Río de la Plata. Sin embargo, el énfasis de Fradkin está puesto en una dimensión diferente. Siguiendo la perspectiva de autores infl uidos por los estudios postcoloniales, como Eric Van Young (2006), el historiador argentino plantea que las luchas sociales del momento no pueden ser reducidas a una confrontación revolucionaria contra los intentos españoles de restauración, pues la complejidad de las situaciones despertaba “otras rebeliones”. Por eso considera que la historiografía aún se encuentra en una transición de las lecturas macroestructurales a las microanalíticas, no para aban-donar la pregunta por los procesos, sino para otorgarle visibilidad a la accción de las clases y sectores subalternos, cuya relevancia para los hechos investigados se ha mostrado esencial.

El estudio de João Paulo Pimenta (2008) argumenta que la inde-pendencia brasileña fue un proceso histórico específi co, condicionado

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por circunstancias geopolíticas, institucionales, económicas y sociales diversas a la realidad de la América española. Es sabido que se produjo en 1821 bajo una línea monárquica. No obstante, compartió dinámicas comunes, tales como la crisis de 1808 (como vimos, a través de una vía radicalmente diferente a la que afectó al dominio borbónico), y también un fenómeno atlántico, y estuvo permanentemente vinculado a los im-portantes sucesos que conmovían al resto del territorio americano.

Con la derrota defi nitiva del poder español en Sudamérica (bata-lla de Ayacucho, 1824) y la independencia mexicana en 1821, los sucesos brasileños de 1822 cerraron la fase de ruptura y guerra del primer ciclo de las revoluciones. Si bien quedaron pendientes y mantuvieron una tensión revolucionaria las situaciones de Puerto Rico y Cuba, aun bajo dominio español, los términos generales del subcontinente ingresaron en un régimen histórico postcolonial. Los antagonismos sociales y polí-ticos fueron entonces posiblemente más violentos en las largas décadas de guerra civil que recorrieron el subcontinente. Pero el período revo-lucionario estaba clausurado.

Entonces comienza otra historia, donde no estaba planteada una salida revolucionaria para las contrariedades locales y nacionales, pero en las que comenzó a dejar su marca la problemática de los confl ictos de clase, de región y de etnicidad (Melgar Bao, 1988).

La recuperación de la dimensión revolucionaria de los sucesos del período 1800-1898 parece demandar una perspectiva que exceda la noción de revolución como un proceso puntual, violento y brusco. Si el desmoronamiento de los poderes ibéricos tuvo consecuencias tan amplias ello no ocurrió en un territorio yermo de inquietudes. Aunque es cierto que se estaban fraguando las sociabilidades que refi ere Gue-rra como prolegómenos de las transformaciones culturales posterio-res, también se fueron constituyendo otras experiencias que serían de crucial relevancia para el proceso revolucionario que recorrió todo el subcontinente, como se vio, incluso en el Brasil.

Desde esta perspectiva, el inicio del ciclo revolucionario del siglo XIX muy probablemente deba ser iniciado en las rebeliones indígenas lideradas por Túpac Amaru en el Alto Perú. Es cierto que las revuel-tas desencadenadas en 1780 estuvieron lejos de proclamar la indepen-dencia. Lo crucial, empero, es el hecho mismo de haber expresado un amplio descontento y la actitud de abierta insubordinación colectiva, la organización de una fuerza armada y el intento de construir un poder alternativo. Por eso, los remezones de la rebelión dejarían imborrables temores en las clases y grupos prevalecientes en las urbes y campañas. Según los casos, otras novedades pudieron haber sido igualmente im-portantes, como en el Río de la Plata la formación de milicias durante la resistencia a las Invasiones Inglesas de 1806 y 1807, que permanecerían

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como organismos de una plebe armada con inocultable poder una vez llegado el clímax revolucionario que, es cierto, aun nadie imaginaba.

En este sentido, la perspectiva de una mayor duración en el es-tudio de las revoluciones independentistas supone un cuestionamien-to tanto de los anacronismos improductivos que reducen los procesos revolucionarios a la eclosión de ruptura anticolonial como de los que recortan el confl icto de la revolución a la constitución de élites de poder conscientes de la necesidad de afi rmar un orden.

El anacronismo en cuestión dice que las prácticas políticas y dis-cursivas que antecedieron a la emergencia del período revolucionario estaban imbuidas de una vocación rupturista antes de la eclosión de 1808-1810. Esa idea ha sido refutada por las investigaciones que reve-laron la persistencia de una obediencia al monarca en las rebeliones más violentas (está presente, por ejemplo, en las consignas de Túpac Amaru) o en los escritos de reivindicaciones que solicitaban aperturas comerciales (como en los textos de Mariano Moreno anteriores a mayo de 1810). Se dice, en este sentido, que la invocación era “viva el Rey, muera el mal gobierno”, y se deriva de allí que no había un proyecto revolucionario previo. En consecuencia, la revolución sería el produc-to de un estado de hecho, la emergencia de una nueva concepción de soberanía popular construida lentamente durante las últimas décadas del Antiguo Régimen, que sólo después de una crisis inesperada fructi-fi caría en reclamo separatista al permitir una coagulación de tensiones entre “americanos” o “criollos” y peninsulares. El signo más claro de ello sería que las novedades institucionales primeras, como la confor-mación de juntas de gobierno local, reconocieron al rey cautivo como el depositario de la soberanía, sin embargo, y esto sería lo “revoluciona-rio”, que a partir de entonces descansaría en el “pueblo”. La aparición de esa justifi cación, concientemente adherida al estado de cosas anterior, abriría la puerta a la construcción de un orden político radicalmente nuevo, porque instituía una nueva fuente del poder. Ahora bien, tal pers-pectiva retira efi cacia histórica y sentido práctico en la confi guración de los procesos revolucionarios, a las luchas anteriores y a la producción de reclamaciones previas, sólo porque carecieron de una afi rmación manifi esta de tendencia revolucionaria.

EL SEGUNDO CICLO: LAS REVOLUCIONES LATINOAMERICANAS DEL SIGLO XXEl siglo XX latinoamericano está marcado por el acontecimiento re-volucionario. Si es cierto, como sugiere Hobsbawm (1999), que la Revolución Rusa de 1917 rubricó la centralidad del hecho revolucio-nario para todo el siglo, en América Latina ese carácter fue previo: nació con la Revolución Mexicana iniciada en 1910. Las monografías

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dedicadas a las revoluciones latinoamericanas de carácter nacional son numerosas. Los casos principales (México, Bolivia, Cuba y Nicaragua) han sido extensamente estudiados, aunque sea posible todavía iluminar aspectos importantes en lo cultural, a tal punto de que pueda hablarse de una “cuarta generación” de teorías de la revolución, en la que se otorgaría un lugar eminente a las cuestiones de etnicidad, religión y género (Foran, 1993). Pero lo que aquí nos interesa es plantear algunas cuestiones teóricas generales sobre las perspectivas de estudio de las revoluciones latinoamericanas de conjunto, para retomar luego la no-ción de proceso revolucionario.

Según Skocpol (1984), las revoluciones son acontecimientos ex-cepcionales, pero gigantescos, de la “historia universal moderna”. La perspectiva general considera los estados nacionales como instancias de procesos que los exceden y que, por tanto, no pueden ser adoptados como límites para el análisis de las revoluciones. Su efecto general es la transformación de las relaciones entre las clases sociales, las que in-tervienen en los acontecimientos, provocando una fundamental innova-ción en la situación de las clases subalternas. La autora desarrolla una explicación “estructural” en explícita divergencia con la postura “in-tencional” de Charles Tilly. Las revoluciones no se “hacen”, ni siquiera colectivamente, sino que advienen sin la intervención de una voluntad discernible, incluso si hay sujetos sociales y políticos que actúan inten-cionalmente. El proceso no puede ser reducido a un paralelogramo de las fuerzas del que se derivaría el vector revolucionario.

El método correcto para abordar las revoluciones en Skocpol es la comparación histórica, debido a que pone en cuestión la reduc-ción causal y la especulación teórica. La tentación de defi nir “caminos” particulares, y esencializar las revoluciones nacionales, encuentra un antídoto en el tema en examen. La comparación entre las revolucio-nes de Francia, Rusia y China proveen de una explicación que subraya la importancia de las crisis de los estados, tanto en el plano de sus recursos económicos como en las situaciones de guerra que supieron acosarlos antes de la movilización de clases que las caracterizó. La complejidad de su mirada interrelaciona weberianamente el proceso de construcción de estados nacionales y la refi guración de las relaciones internacionales. Es que, en efecto, y en este punto adhiere a una pro-funda convicción de su disciplina, las revoluciones sociales contribuyen al fortalecimiento de los estados.

Alan Knight (1990) criticó la factibilidad de una extensión del planteo de Skocpol para pensar las revoluciones sociales en América Latina. El subcontinente impondría difi cultades interpretativas singu-lares, imposibles de ser reducidas a epifenómenos de una teoría sistemá-tica derivada de los casos estudiados por Skocpol, pues China, Francia

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y Rusia no logran una representatividad general. Knight afi rma que es inviable postular una “etiología” común y que no puede sostenerse una visión sociológica respecto de la acumulación de poder estatal. El autor plantea el caso por él estudiado con profundidad, la revolución mexi-cana, donde el proceso de fortalecimiento del poder estatal y la crisis bélica con un país externo no cumplen los roles destacados por Skocpol. Pero como aun así desea defender una concepción de “revolución social latinoamericana”, en la senda de un señalamiento de Hobsbawm so-bre las “salidas” revolucionarias, Knight piensa que lo importante para entender los procesos revolucionarios es observar sus resultados. Por otra parte, critica el automatismo del cambio histórico revolucionario postulado por la idea skocpoliana de revolución.

La última indicación es la crucial. Lo más original del planteo de Knight afi rma que lo característico de las revoluciones sociales lati-noamericanas no reside en sus causas, sino en sus salidas, en las deriva-ciones, que pueden ser nacionalistas o socialistas. La defi nición de una u otra salida depende de condiciones socioeconómicas, geopolíticas, y de relaciones entre las clases. Por ende, implica una alta cuota de contingencia y confl ictividad. El enfoque de Knight es discutible por su resistencia a hallar una causa discernible (lo que debe ser cuidado-samente distiguido de la pretensión de identifi car una sola causa de las revoluciones en América Latina), la sensibilidad para considerar las contingencias de las luchas sociales y políticas, y fi nalmente la tensión entre derivaciones nacionalistas-populares y socialistas, no deben ser situadas en una oposición irreductible. Es cierto que la mirada estruc-tural de Skocpol pierde de vista algo esencial: el carácter sobredeter-minado de todo enfrentamiento revolucionario y la apertura a distintas salidas, no deducibles de las condiciones iniciales. Sin embargo, las determinaciones estructurales constituyen una dimensión imposible de cuestionar radicalmente a la luz de los antagonismos concretos que se desencadenan, detienen o profundizan en el calor de la confusa refriega que caracteriza a toda revolución. Aquí parece reiterarse la imposible elección del dilema entre estructura y agencia, entre cuyas alternativas explicativas de la acción social (y en especial la colectiva) no es nece-sario elegir, desde luego, si podemos representar las efi cacias de una y otra dimensiones de la praxis social.

Quizá el obstáculo insuperable del estudio de Knight resida en su búsqueda de un modelo divergente del skocpoliano. La preocupación polémica, si bien demanda una sensibilidad respecto de las peculiari-dades sociales de América Latina, descuida la importancia del factor imperialista. Esta dimensión no puede ser olvidada, desde luego, al margen de toda representación como un deus ex machina (a la que son tan afectas las expresiones del antinorteamericanismo). Más exacta-

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mente, se trata de ensamblar su presencia con las causas internas. Sería difícil hallar un caso de revolución latinoamericana que carezca de contactos más o menos sólidos con la injerencia norteamericana o su intervención directa. Basta pensar en los casos de México, Cuba, Nica-ragua, y en menor medida Bolivia. Ciertamente, lo esencial no debe ser reducido a la visión conspirativa, sino que merece un entrecruzamiento con procesos sociohistóricos “internos”.

En realidad, la oposición entre lo interno y lo externo debe ser inscripta en un proceso de expansión capitalista que, al profundizar desde mediados del siglo XX la subsunción real de las relaciones socia-les al capital, establece las condiciones para una “ingerencia” de agentes del mercado capitalista en los países del subcontinente. Incluso si se propone una autonomía relativa de lo geopolítico, desde el punto de vista de la dominación imperialista global, la lógica mercantil es fundamental en la política exterior norteamericana. Aunque no puede descartarse la proyección imperialista norteamericana como un dato central de los confl ictos históricos de América Latina, lo fundamental transita por los carriles de las estructuras socioeconómicas ligadas a la exportación de productos primarios, los movimientos migratorios externos e internos, la formación de capitales nacionales y su vínculo con la inversión ex-tranjera, la urbanización y la persistencia de los desequilibrios regio-nales en el interior de cada país, el desarrollo de los aparatos estatales, la modifi cación de las clases sociales, especialmente con la aparición de las clases obreras y medias. Esas condiciones son las que permiten la aparición de las organizaciones de transformación social, y las de conservación. Son también ellas las que estimulan la emergencia de los programas populistas desde la década de 1930 que se extienden por casi todo el subcontinente, suscitando adhesiones y rechazos masivos, y por eso reformulando las circunstancias de la acción revolucionaria. Pero la centralidad de los procesos internos exige retornar a las interre-laciones con el exterior, con los mercados capitalistas, con las potencias extranjeras, y allí, sin duda, la acción estadounidense retoma interés, no como una causa maligna y unívoca, pero sí como agente económico y político de gran relevancia para los procesos revolucionarios abiertos por las nuevas realidades instaladas por los cambios inducidos en la constitución de los nuevos capitalismos locales.

Estas consideraciones nos permiten ir más allá de las anotacio-nes de Knight. La contingencia de las revoluciones latinoamericanas del siglo XX no excluye la importancia que adquiere el análisis económico y social ligado al estudio del capitalismo, ni la relevancia del estado, de la política y la cultura propias de las derivas nacionales y regionales. Además, todavía no hemos introducido la importancia que demanda la resistencia y proyección ideológico-política de las clases y grupos

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subalternos, imposibles de comprender al margen de una cuidadosa historia social y cultural, donde las tradiciones y tensiones específi cas adquieren diferentes efi cacias según las escalas de las prácticas bajo examen. Es sobre todo en este plano que un entendimiento de las re-voluciones latinoamericanas supone su interrogación bajo la forma de un “proceso” donde la mediana duración y la multiplicidad causal son fundamentales. Por ende, podemos recuperar ahora la noción de “pro-ceso revolucionario” para incluir las experiencias truncas o derrotadas, pero también convocar las profundas novedades que, articuladas por los populismos más o menos radicalizados, supieron confl uir con di-námicas de corte revolucionario. Los casos del gaitanismo colombiano o el peronismo argentino, lejanos de toda noción de revolución como fractura absoluta, pueden ser recuperados, con sus promesas igualita-rias y sus limitaciones teórico-prácticas, en una matriz interpretativa que no limite su comprensión a las “salidas” efectivas, sino que aborde los procesos revolucionarios en la complejidad de las historias sociales, políticas, económicas y culturales del subcontinente, de sus países, e incluso de sus regiones interiores y ciudades.

Sólo entonces se podrá retornar al análisis del imperialismo como condición geopolítica inexorable de las revoluciones latinoame-ricanas del siglo XX, sin ceder en la capacidad crítica, eludiendo sim-plifi caciones y concepciones llanamente conspirativas. Por otra parte, defi nen un marco de interpretación de los procesos contrarrevoluciona-rios, en los que se observa, sobre todo para el siglo XX, la interconexión entre las dinámicas de clases internas y las políticas norteamericanas, fundamentales para entender la aparición de las dictaduras que asola-ron al subcontinente.

CONCLUSIONES: PENSAR LAS EXPERIENCIAS REVOLUCIONARIAS EN NUESTRA AMÉRICALa revisión sociológica e histórica de las experiencias latinoamericanas en los últimos dos siglos está marcada por los procesos revoluciona-rios. Esto no implica simplifi carlas y reducirlas a los acontecimientos puntuales que serían las revoluciones. Por el contrario, los procesos revolucionarios poseen una duración, una extensión en el tiempo, una sedimentación de prácticas y culturas. Y también perduran en la memo-ria social una vez que concluyen o han sido derrotados. De allí que una perspectiva de mediano y largo plazo permita captar los distintos ciclos que marcaron el devenir global del subcontinente. También gracias a ella podremos establecer conexiones entre los dos ciclos mencionados, pues los hay y muy sólidos. No es necesario plantear continuidades sin fi suras para rastrear legados y efi cacias entre uno y otro ciclos. Así, por ejemplo, sería completamente justifi cado repensar algunas cuestiones

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de la historia de la Revolución Cubana, como proceso revolucionario, a la luz de temas estudiados en los trabajos que Mildred de la Torre y Angelina Rojas publican en este mismo volumen, y naturalmente, por razones diferentes a la postulación de una historia sustancial y continuista. Sucede lo mismo con las luchas del México de la época de Morelos e Hidalgo con las insurgencias de la Revolución Mexicana que terminó con el Porfi riato y con el clima de protesta del período de Tlate-lolco, ya bien avanzado el siglo XX. Existen transmisiones de condicio-namientos, lógicas sociales y tradiciones que encuadran el surgimiento de lo novedoso, aunque ciertamente no lo agotan ni lo explican. Cada hecho revolucionario debe ser comprendido en su singularidad.

A pesar de la persistencia de la cuestión de los procesos revolu-cionarios en los más de dos siglos de acontecer transformador, desde el período tardío de las colonias ibéricas hasta hoy, recién ahora la problemática de la revolución retoma una relevancia. La posibilidad de su discusión excede al espacio abierto por las celebraciones de los bicentenarios.

Luego de largos lustros de crisis de la noción práctica y teórica de revolución, hoy es posible repensar el concepto a la luz del renaci-miento de la resistencia popular en los países latinoamericanos. Los años del “retorno a la democracia” (la década de 1980) marcaron una declinación de la decibilidad de la revolución, lo que se radicalizó con el descrédito en que cayeron defi nitivamente los “socialismos reales” tras el derrumbre de la Unión Soviética en 1991.

Mas hoy nos encontramos sin la hipoteca del pensamiento que signifi có ese largo trecho de oclusión de los fenónemos revolucionarios. Es posible enunciar las revoluciones latinoamericanas como un tema de las ciencias sociales y de la imaginación política.

¿Podemos decir que luego de casi dos siglos de tematización de las revoluciones en el ensayo, la literatura, la historiografía y las ciencias sociales, es reconocible un “progreso” en la comprensión de la misma? Es sabido cuán problemático es hablar de progreso en general, y sobre todo de un incremento de complejidad y consistencia en el conocimien-to científi co. El ABC de la perspectiva de historia de la ciencia propuesta por Thomas S. Kuhn señala que no hay un progreso tal, sino diferentes maneras de enunciar diferentes cuestiones. Sin embargo, aún persiste la razonable duda de si las estrategias del pensar las revoluciones lati-noamericanas en sus dos ciclos no han cambiado, y de qué modo.

Hemos intentado aportar al diseño de una cartografía teórica y cronológica del sintagma “revolución latinoamericana”, en el que se reconocen dos siglos. El primero se inicia con la rebelión indígena de Túpac Amaru en 1780, que nada tenía de explícitamente revolucionario o independentista, pero comenzó una movilización que, con ritmo len-

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to, ya no cesaría. Otro caso de un proceso revolucionario cuyo sentido histórico se percibe en el mediano plazo es la serie que va de la rebelión (1793) a la revolución (1804) en Haití. Su interconexión está lejos de ser un teleologismo simplifi cador. Se trata de una realidad histórica que se construye al calor de la lucha social. La caída de la monarquía espa-ñola en 1808 creó una situación donde se desplegaron nuevas fuerzas sociales, económicas y culturales. Aunque tiene razón la crítica revisio-nista sobre la inexistencia de una burguesía cada vez más conciente de sus intereses particulares en colisión con los comerciantes españoles, el análisis de clase no es inconducente. Sobre todo no lo es para la emergencia de actores populares que supieron desarrollar prácticas y representaciones de la independencia y la nación (Mallon, 2003). Por otra parte, del mismo modo que se desarrolló una cultura política len-tamente horadada por las modernas teorías de la representación, tam-bién fueron consolidándose intereses económicos locales, que por lejos que estuvieran de la plasmación en un partido político revolucionario, alimentaron en el largo plazo la construcción de un poder social que cimentaría y regiría las nuevas naciones. Este primer ciclo concluyó con la independencia cubana y puertorriqueña de 1898-1902.

El segundo ciclo comienza casi inmediatamente y acelera su curso con la Revolución Mexicana de 1910, estrechamente ligada a la crisis del Estado, el unipersonalismo autoritario y el regionalismo. Esa diná-mica impacta en toda América Latina, favoreciendo la constitución de tendencias revolucionarias, como en el Perú, u organizaciones como la Liga Antiimperialista. El triunfo de la Revolución de los Soviets en 1917 introdujo un nuevo elemento de carácter mundial que a partir de enton-ces no dejó de pesar sobre las realidades locales. Comienza entonces un extenso período de neutralización de las revoluciones, que fue tarea de los regímenes nacional-populistas. Sin embargo, en numerosos casos la reivindicación nacionalista y popular de tales regímenes adoptó visos “revolucionarios” considerados peligrosos por la gran potencia imperia-lista del norte: fue lo que sucedió con los reformismos nacionalistas del cardenismo mexicano o el peronismo argentino, entre otras experiencias que marcaron buena parte de las culturas políticas del subcontinente. Pero la muestra más clara de las incontrolables transiciones a que podía dar paso la política nacional-popular emergió en Bolivia en 1952, cuando la resistencia a la supremacía de la “rosca” minera y oligárquica derivó en un enfrentamiento de clases y la victoria de los obreros armados.

Con la Revolución Cubana el panorama se transformó radical-mente. La revolución socialista hizo su desembarco en América Latina como una realidad factible. Con todas sus diferencias, la Revolución Nicaragüense expresó el último coletazo de la novedad. Su contexto decisivo fue el de la Guerra Fría.

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Tras el ocaso de la Guerra Fría pareció llegado el “fi n de la histo-ria”, el aniquilamiento de la esperanza revolucionaria. El levantamiento zapatista en enero de 1994 y las grandes luchas y movilizaciones po-pulares del comienzo del nuevo siglo −en Bolivia, en Venezuela, en la Argentina− cuestionaron la opacidad de la política y desencajaron el pesimismo que aparentaba haberse instalado para siempre. Es cierto que no constituyeron con evidencia un nuevo ciclo revolucionario y que no es claro que exista actualmente una proyección revolucionaria. Las aspiraciones a un “nuevo socialismo” son todavía muy precarias, y las perspectivas nacionalistas-revolucionarias son extremadamente limitadas. Sin embargo, el clima ideológico, social y político, ya no es el de los años 1990. Aunque sea difícil justifi car la emergencia de un nuevo ciclo, la pregunta por las transformaciones profundas ya no es un ejercicio de lo imaginario o utópico.

Por otra parte, la pregunta por la revolución latinoamericana demanda una actualización de sus condiciones de posibilidad y de las direcciones deseables de su realización. El mundo se ha globalizado, pero eso no signifi ca que las peculiaridades regionales y locales ha-yan desaparecido. Por el contrario, si América Latina ha dejado de ser pensada como una sustancia identitaria, puede ser instituida como un proyecto transformador que encuentre su solidaridad en la búsqueda de una liberación común. Unos de los desafi os del bicentenario 2010 consiste, justamente, en reproponer la idea de revolución como proceso democrático en el subcontinente, en repensar sus ciclos y captar las nuevas circunstancias de la inexhausta necesidad de crear renovados horizontes para el castigado pero activo y múltiple pueblo latinoame-ricano. He allí un desafío para las ciencias sociales críticas: captar las huellas de un nuevo ciclo de transformaciones de mediana duración, donde las oposiciones tradicionales entre radicalidad y reforma, entre práctica revolucionaria y poder popular, sean dialectizadas en una di-námica temporal. Desde este mirador es posible pensar otro bicentena-rio que el de la simple y legitimadora celebración del pasado.

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Juan Carlos Gómez Leyton*

LA REVOLUCIÓN EN LA HISTORIA

REFLEXIONES SOBRE EL CAMBIO POLÍTICO EN

AMÉRICA LATINA

* Dr. en Ciencia Política/Historiador. Director Académico del Programa de Doctora-do en Procesos Sociales y Políticos en América Latina de la Universidad ARCIS.

La Revolución la hacen los Pueblos...Salvador Allende

LA REVOLUCIÓN EN LA HISTORIA La historia política reciente latinoamericana se presenta propicia para refl exionar sobre las posibilidades del “cambio revolucionario” en las sociedades latinoamericanas. Para hacerlo considero que existen dos rutas; la primera, a través de la experiencia histórica, y la segunda, la teórica. En ambas la tarea es compleja e involucra distintas dimensio-nes epistemológicas y políticas.

La ruta con que voy analizar la cuestión de la revolución será la primera. Voy a transitar por el camino propuesto por Hugo Zemelman (1989): ir desde la historia a la política. Esto signifi ca, en primer lugar, dejar de ver a la historia como una serie de situaciones lineales que se suceden progresivamente en el tiempo y en el espacio con algunas disrupciones para entenderla como un proceso complejo de construc-ción de voluntades sociales, como un horizonte abierto de posibilidades

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hacia el futuro. Y, en segundo lugar, un esfuerzo por comprender a la política más allá del quehacer operativo que la confi na a la esfera del poder, para aprehenderla como conciencia de la historicidad del mo-mento, como construcción de proyectos resolutivos en el plano de las contradicciones inmediatas.

Este tipo de refl exión exige un esfuerzo de apertura del razona-miento para captar la dinámica compleja y multidireccional del mo-vimiento que constituye la realidad social e histórica. Para tal efecto, debemos organizar el conocimiento histórico a partir de las exigencias determinadas por los proyectos de construcción social en disputa o en confl icto. Ello da como resultado la subordinación del pensamiento teó-rico e ideológico al momento histórico que contiene esas potencialida-des de futuros posibles, lo que nos lleva a la apropiación de la realidad a través del análisis de acciones y proyectos ubicados en el interior de un horizonte histórico y no de un esquema teórico. No se trata de aban-donar el momento teórico sino de aceptar epistemológicamente que los cambios sociales, políticos, históricos radicales, o sea, revolucionarios, nunca esperan a los teóricos para realizarse.

En efecto, ninguna de las revoluciones que podemos identifi car en la historia política moderna (siglos XVII-XX), especialmente las re-voluciones burguesas, fueron realizadas a partir de una teoría política que explicitaba el tipo de cambio y el sujeto histórico que debía produ-cirlas. Ellas fueron revoluciones triunfantes. Mientras que las “revolu-ciones”, especialmente las realizadas durante el siglo XX, se hicieron con un guión teórico en la mano, la mayoría de ellas fracasaron o fue-ron derrotadas.

La teoría revolucionaria (como la teoría democrática), por lo ge-neral, surge de la experiencia histórica. El problema central de la revo-lución del siglo XX fue que los teóricos transformaron algunas de las revoluciones de ese siglo en “modelos a seguir”, y los revolucionarios en operadores o habilitadores de la historia a construir. Este es un proble-ma que recientemente ha comenzado a ser superado.

En verdad, todo cuanto sabemos de la “revolución” procede del estudio de las revoluciones concretas. Estas constituyen de facto el cri-terio para juzgar las demás; su infl uencia en la refl exión teórica, política e histórica ha sido muy importante. Esta infl uencia se ha ejercido, de forma prospectiva, sobre los revolucionarios, los contrarrevoluciona-rios y los analistas sociales; y, retrospectivamente, sobre los protago-nistas y los historiadores. En defi nitiva, se han constituido en modelos analíticos. Cabe señalar, siguiendo a E. J. Hobsbawm (1990), que los modelos analíticos surgieron de la selección arbitraria de revolucio-nes que formaban parte del universo intelectual de los analistas. Por ejemplo, la tradición china del cambio revolucionario no formaba par-

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te del análisis occidental, aunque Mao estaba claramente infl uido por ellos. La revolución mexicana fue ignorada por todos durante mucho tiempo. Ni siquiera hay una referencia a ella en el infl uyente análisis de la revolución realizado por Regis Debray (¿Revolución dentro de la Revolución? Lucha armada y lucha política en América Latina, Maspéro, París, 1967).

La teoría y la práctica revolucionarias en América Latina fueron eclipsadas por la insurrección armada de los cubanos entre 1956 y 1959. La experiencia cubana dio lugar a un desarrollo explosivo de refl exio-nes sobre la revolución, la teoría y la praxis revolucionaria. Al cabo de unos pocos años un nuevo modelo revolucionario se había constituido, para desgracia de la revolución y de los procesos de cambio histórico. Durante dos décadas, entre 1959 y 1979, los revolucionarios latinoame-ricanos siguieron de manera desordenada e improvisada la teoría revo-lucionaria desarrollada a partir de la revolución cubana, en una lúdica combinación con el modelo revolucionario bolchevique de 1917, y otros prepararon un “cóctel revolucionario” con la revolución china.

En fi n, la teoría política revolucionaria es abundante en contraste con las revoluciones efectivamente realizadas y concretadas en la his-toria reciente de la región. En los últimos 50 años la única revolución concreta, aún en proceso histórico, ha sido la cubana.

No obstante, ha sido desterrada de la refl exión política y teórica en las últimas décadas del siglo XX por el pensamiento político pos-moderno1. La revolución como instrumento histórico y político para el cambio ha sido permanentemente invocada a comparecer en la historia de las sociedades latinoamericanas.

La historia reciente de América Latina ha reinstalado el interés por el cambio histórico político e incluso por la revolución. En efecto, la cuestión de cómo hacer, intervenir y construir la historia, la re-plan-tearon los chiapanecos, los zapatistas y el subcomandante Marcos, en enero de 1994, hace ya 15 años, en la Selva Lacandona en México.

El levantamiento insurreccional del Ejército Zapatista de Libera-ción Nacional (EZLN) puso en movimiento un renovado esfuerzo por re-pensar dos cuestiones, que en esos años estaban en pleno proceso de olvido: la revolución y el socialismo.

Uno de los principales méritos políticos de los zapatistas y de la fecunda y literaria pluma del subcomandante Marcos fue instalar

1 El pensamiento posmoderno niega la revolución, a través de la sentencia de que el “futu-ro ya estaba aquí” y que lo único posible era vivir en un “eterno presente”; se negaba la utopía como la construcción colectiva del futuro. Los planteamientos del pensamiento único se hicieron hegemónicos, imponiendo a la política en general y “revolucionaria” en particular una postura pragmática, realista y presentista. Se trataba del fi n de la revolución.

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−entre los alicaídos sectores de la izquierda latinoamericana−, a partir de una experiencia histórica y política concreta, la discusión y refl exión sobre la posibilidad histórica y política de producir y provocar el cam-bio histórico en las sociedades latinoamericanas.

Los zapatistas no estaban solos en esta tarea de repensar el cam-bio político e histórico, sino que también los movimientos sociales, políticos y las diversas acciones colectivas de protesta y resistencia, parafraseando a Franz Fanón, de los condenados por el neoliberalismo, en la década de los noventa, abrieron nuevas rutas para la revolución política y social en diversos países de la región. Hace ya una década, si tomamos 1998 como punto de partida, con la llegada al gobierno de Hugo Chávez en Venezuela, el cambio político, social e histórico con sentido revolucionario se ha hecho nuevamente presente en las socie-dades latinoamericanas con mayor o menor intensidad.

El cambio revolucionario vuelve a recorrer el continente latino-americano de la misma forma como lo hizo hace 50 años bajo el infl ujo de la gesta revolucionaria cubana. El triunfo de la insurrección armada en contra de la dictadura de Fulgencio Batista en 1959, y la puesta en marcha del proceso revolucionario de carácter democrático y socialista en Cuba, abrió la puerta al cambio político revolucionario en todo el continente.

La “revolución”, entendida como la capacidad que tienen deter-minados sujetos o grupos sociales y políticos de asumir la dirección del cambio histórico con objeto de construir la historia, se ha hecho presente en América Latina en cuatro “coyunturas críticas” y ha tenido distintos y desiguales resultados. Antes de referirme a esas “coyunturas críticas” que dieron lugar a procesos revolucionarios voy a precisar lo que entiendo por revolución.

Así como la democracia, el socialismo, la revolución, son cuestio-nes que tienen un carácter polisémico, complejo y confl ictivo, debido a que, en primer lugar, soportan variadas defi niciones; en segundo lugar, hacer una revolución, instalar e impulsar un proceso revolucionario es una problemática compleja, fundamentalmente, por el carácter multi-dimensional de los problemas a resolver. Agreguemos que toda revolu-ción requiere de diversos “tiempos políticos” para su realización. En ese sentido se trata de una tarea histórica de larga duración. El “tiempo revolucionario” constituye una variable central a la hora de hacer el análisis de la revolución. Una cosa es el estallido revolucionario, y otra cosa es el proceso revolucionario. La revolución bolchevique, por ejem-plo, triunfó en octubre de 1917; pero 74 años de proceso revolucionario no impidieron su derrumbe y fracaso. La clave de la complejidad de la revolución no está en el estallido sino en el proceso histórico que pone en movimiento. Y ese movimiento es fuente permanente de confl icto

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histórico. La revolución no es sólo producto del confl icto sino que es productora de confl icto y, por ende, de resolución política de ellos. En suma, una revolución es un proceso histórico impulsado por sujetos sociales que, en un momento determinado y bajo ciertas condiciones políticas y sociales, deciden intervenir en la historia para asumir su dirección e instalar un proceso de cambios profundos y radicales de las estructuras así como en la vida de los sujetos que habitan una sociedad dada. Esa intervención histórica puede tener diversos objetivos, tales como construir una nueva sociedad, afi anzar y consolidar cambios so-cietales ya producidos y/o barrer con los obstáculos que no permiten el despliegue total de las nuevas estructuras sociales que se han desarro-llado en la sociedad, etcétera.

En razón de esto último es posible identifi car distintos tipos de revoluciones. Sin ahondar en este tema, el análisis de las revoluciones o de los procesos revolucionarios permite distinguir gruesamente las revoluciones políticas y las sociales.

Las revoluciones políticas son las “revoluciones” más frecuentes que registra la historia de occidente desde la época moderna hasta el día de hoy; ello no quiere decir que no sean importantes, pero poseen un alcance limitado y sólo afectan la estructura política de una sociedad dada. Sin duda que esos cambios pueden haber tenido consecuencias no sólo para las sociedades en que acontecen sino para muchas otras, e inclusive para el mundo. Pero los cambios políticos que instalan este tipo de revoluciones, por más radicales que sean, no afectan en grado apreciable la estructura económica y social de las sociedades. Dichas estructuras, en algunos casos, se mantienen con cambios menores.

Todo esto es distinto en el caso de una revolución social, cuya ca-racterística sobresaliente consiste en alterar drásticamente la estructu-ra socioeconómica de la sociedad. Las relaciones sociales y económicas básicas, la posesión de los principales medios de producción, el status económico y político de todas las clases y grupos sociales son modifi -cados de manera signifi cativa. Se trata de una transformación total y completa. Todo cambia. Son muy pocas las dimensiones societales que permanecen; tal vez las más persistentes sean las culturales y/o de las mentalidades.

Toda revolución social es acompañada por un grado importante de violencia. Toda revolución social conduce, por lo general, a guerras civiles. Las principales fuentes del poder social son disputadas abierta-mente, y la consolidación del proceso revolucionario sólo será posible con la derrota militar y política de aquellos que detentaban el poder o se le oponen.

Ahora bien, las revoluciones sociales son acontecimientos excep-cionales en la historia, y en el lapso de dos siglos, el mundo sólo ha co-

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nocido cuatro, a saber: la revolución bolchevique de 1917, la revolución china de 1949, la revolución cubana de 1959 y la revolución social de 1991 en la Unión Soviética. Por tanto, las revoluciones sociales no pueden ser identifi cadas, como se hace con las políticas, con las transformaciones que se operan en la forma de gobierno o régimen político de una sociedad determinada.

La revolución, como instrumento político, presenta la posibilidad de experimentar con la historia. Esto a su vez supone “sujetos revolu-cionarios” libres que tienen la capacidad para la novedad y la aventura. Dos rasgos característicos que, según Marshall Berman (1999), posee el ser revolucionario. La revolución es justamente una experiencia vital, li-bertaria, o sea: “es encontrarse en un ambiente que promete aventuras, poder, alegría, desarrollo, transformación de uno mismo y del mundo y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que conocemos, todo lo que somos. Los ambientes y las experiencias modernas traspasan todas las fronteras de la geografía y de las etnias, de las clases y de las nacionalidades, de las religiones y las ideologías: en este sentido se puede decir que la modernidad une a toda la huma-nidad. Pero se trata de una unidad paradójica, unidad en la desunión: nos introduce a todos en un remolino y contradicción, de ambigüedad y de angustia perpetuas. Ser moderno es formar parte de un mundo en el que, como dijo Marx, todo lo que es sólido se evapora en el aire”.Esta experiencia máxima de libertad ha sido vivida en América Latina tan sólo en cuatro oportunidades. En efecto, cuatro coyunturas políticas críticas dieron lugar a la posibilidad de la revolución. Especialmente, a la revolución política. Veamos cuáles fueron:

1. La primera experiencia revolucionaria nos remite al proceso de emancipación colonial a comienzos del siglo XIX. En esa oportuni-dad la revolución tuvo un carácter continental de liberación, anticolo-nialista, americanista, pro-republicana, libertaria y antiesclavista. Sin embargo, este proceso no fue una experiencia verdaderamente decisiva para los distintos grupos sociales participantes, debido a que los grupos estratégicos que asumieron la dirección de ella no fueron lo sufi ciente-mente comprometidos con el cambio y la transformación histórica como para trasformar profunda y radicalmente la sociedad existente. La vieja estructura de valores y el sentido ritual de la sociedad colonial no fueron seriamente conmovidos. Las ideologías y las metas de la violencia gue-rrera emancipadora se quedaron cortas. No hubo un impacto coherente ni masivo sobre las gentes. No se puede negar que hubo trastornos. Pero la herencia colonial se mantuvo, por largo tiempo, hasta bien entrado el siglo XIX, e incluso durante el siglo XX era todavía fuerte, sobre todo en lo que concierne a las formas tradicionales de ejercer el poder y practicar la política. El proceso histórico de emancipación colonial entre 1810-1824 no

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fue una experiencia vital, transformadora. No fue una revolución social sino una importante y trascendente revolución política. Su efecto político central fue sacudirse el dominio de un imperio trasatlántico más que promover una reconstrucción drástica de la sociedad. De modo que sien-do una revolución moderna, fue una revolución trunca. Puesto que dejó subsistir, incluso reforzó en algunos casos, estructuras políticas, sociales y económicas tradicionales. Dicho proceso no desembocó en una “gran transformación”.

2. La segunda experiencia revolucionaria fue producto de la crisis de la dominación oligárquica. Estalló en México en 1910, se trató de la revolución de los campesinos y pobres del campo dirigidos por Emilia-no Zapata, quienes impulsaron una revolución agraria, anti-oligárqui-ca, democrática y libertaria. Si bien la revolución mexicano-zapatista no tiene una dimensión continental como la primera, su infl ujo se hace presente en la mayoría de los procesos políticos de cambio político, social y económico que fueron impulsados en los diferentes países de la región en las primeras décadas del siglo XX, dando lugar a lo que podríamos señalar como la primera experiencia reformista/revolucio-naria latinoamericana.

Al igual que la anterior, se trata de un ciclo de transformaciones políticas. Son cambios políticos limitados a las estructuras institucio-nales del Estado, del régimen político o de las formas de gobierno, de la ciudadanía, etc. Se modifi can las estructuras económicas y sociales con el objeto de mantener y consolidar el modo de producción y la forma de acumulación capitalista.

3. La tercera experiencia revolucionaria fue la protagonizada por la Revolución Cubana de 1959. Este proceso revolucionario desarrolló un carácter democrático, anti-dictatorial, antiimperialista (antiestado-unidense), antioligárquico, agrario y socialista. La revolución cubana tuvo una proyección continental que, a diferencia de la revolución mexi-cana, tuvo una infl uencia que se tradujo en el surgimiento, durante dos décadas, entre 1959 y 1979, de distintos movimientos políticos revolu-cionarios que luchaban por hacer posible la revolución socialista en el resto de los países de la región. Más fracasos que éxitos acompañaron este proceso revolucionario.

Por esa razón, la revolución como instrumento para el cambio histórico, social y político, después de los trágicos años de 1989-1991, fue abandonada y perdió validez política y los revolucionarios se convir-tieron en sujetos extemporáneos, extraños, verdaderas piezas de museo, en relictos históricos. La revolución pasó a ser un acto histórico que pertenecía al pasado sin ninguna posibilidad de futuro. Despojada de sus contenidos sociales y utópicos, libertarios y emancipadores, demo-cráticos y soberanos, el concepto de revolución sirvió para describir o

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denominar los procesos de reestructuración capitalista impulsados por los sectores nacionales y extranjeros dominantes.

Sin embargo, la resistencia social y política a la denominada “re-volución capitalista neoliberal”, que en el fondo no es otra cosa que una contrarrevolución antipopular, dio lugar a un tercer proceso revolucio-nario que recorre actualmente el continente latinoamericano, re-ac-tualizando y revitalizando el proyecto revolucionario de emancipación social y humana, y desmintiendo de manera categórica a aquellos que teórica y políticamente la habían dado por muerta o por superada.

El actual proceso revolucionario es anticapitalista neoliberal, antineocolonial y pro-socialista. Sin embargo, se trata de un proceso fundamentalmente político. Ello explica, por ejemplo, la tendencia a impulsar el cambio político institucional a través de un instrumento esencialmente decimonónico como es la convocatoria de Asambleas Constituyentes. Este aspecto marca la diferencia central y sustancial entre el proceso revolucionario cubano y los actuales procesos de cam-bio histórico en América Latina. O sea, entre una revolución social y una política. La revolución bolivariana, por ejemplo, hasta ahora es, esencialmente, política. Lo mismo ocurre con la boliviana. No afectan las principales fuentes del poder social. Especialmente, no transforman radicalmente la estructura de la propiedad privada de los medios de producción. Ese es su límite. Su principal frontera.

LA REVOLUCIÓN CUBANA. UNA REVOLUCIÓN SOCIAL TRIUNFANTELa revolución cubana es la única revolución social triunfante en la región. El proceso revolucionario cubano es holístico. Las transfor-maciones sociales, políticas, económicas y culturales que ha vivido la sociedad cubana luego de 1959 han sido de tal intensidad y profundidad que modifi caron radical y completamente lo existente. En pocos años todo vestigio de la sociedad capitalista cubana desapareció.

Cabe señalar que la revolución cubana, o mejor dicho, la fase insurreccional de ella, tuvo un carácter eminentemente político; se tra-taba de una revolución política de carácter nacional, antidictatorial, democrática y antiimperialista. Es oportuno advertir que la revolución cubana tuvo en lo esencial tres fases: la primera, de 1956 a 1959, la lucha armada e insurreccional en contra del régimen de Batista; la segun-da, de 1959 a 1961, la fase social democrática, y la tercera, desde 1961 hasta el día de hoy, la fase socialista. Esta última constituye el proceso revolucionario propiamente dicho. Fue la acérrima oposición de los sectores sociales opositores pro-capitalistas y pro-imperialistas nacio-nales, como también la obtusa actitud asumida por el departamento de Estado estadounidense y la presión de las masas populares para la

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solución de los problemas sociales más urgentes como históricos, du-rante la segunda fase, las que hicieron que, en un corto lapso, se pasara a la revolución social.

Esta fase se inició cuando la dirigencia revolucionaria cubana decidió dos cosas fundamentales; primero, poner en marcha un conjun-to de transformaciones radicales en las estructuras sociales y económi-cas que modifi caron, por un lado, las relaciones sociales de producción y, por otro, la estructura de la propiedad, aboliendo la propiedad pri-vada. Y, segundo, la declaración por parte de Fidel Castro de que la Revolución Cubana era una revolución socialista. Como es sabido, luego de los bombardeos de la CIA sobre los aeropuertos de San Antonio de los Baños, Santiago y La Habana, el 16 de abril de 1961, Fidel Castro señaló que los Estados Unidos no aceptaban que Cuba estuviera reali-zando en sus narices una revolución socialista: “Esta es una revolución socialista y democrática de los humildes, con los humildes y para los humildes”.

De esta manera, la dirección revolucionaria cubana confi rma-ba discursivamente la destrucción de la principal base constitutiva del modo de producción capitalista: la propiedad privada. Tengamos pre-sente que a esa fecha se había abolido la iniciativa privada y la economía de mercado, el 75% de las empresas capitalistas se habían estatizado; incluía las industrias, la producción y el comercio del azúcar, los re-cursos mineros, el sistema bancario, el comercio interno y el comercio exterior, los medios de transporte y de comunicación, así como los ser-vicios públicos. La Junta Central de Planeamiento (JUCEPLAN), creada en 1959, pasó a controlar y dirigir la economía de Cuba. Esto signifi caba que el “plusvalor” producido por los trabajadores cubanos ya no iba a incrementar las arcas del capital privado sino a posibilitar la puesta en marcha de distintas políticas públicas y sociales destinadas a mejorar las condiciones materiales de existencia de las y los humildes. Con ello se iniciaba la democratización de la riqueza generada por la sociedad cubana. Si bien las bases de sustentación material de ella seguían sien-do las mismas −exportación al comercio exterior de productos prima-rios−, pasaron a ser controladas por el Estado.

Se trataba de un cambio revolucionario, central y fundamental: modifi car la estructura de la propiedad en general y de los medios de producción en particular es lo que permite diferenciar una revolución política de una social. Por esa razón, puedo sostener que la única revo-lución social que se ha registrado en la historia, hasta el momento, en América Latina, ha sido la cubana.

El carácter socialista de la revolución cubana se acentuó aún más cuando los Estados Unidos establecieron el bloqueo general de las exportaciones hacia la isla; fue en ese momento que se decidió conver-

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tir en propiedad social todas las empresas norteamericanas. En cierta forma, la orientación socialista de la revolución se fue adoptando en la medida en que se enfrentaba a la historia y sus retos; su ejecución no es producto de un plan preconcebido. Precisamente todo lo contrario: la revolución tentó su camino paso a paso, reaccionando frente a los retos y necesidades de las condiciones históricas, enseñando a sus dirigencias y a las masas los imperativos categóricos de su propio desenvolvimien-to, superando los diversos obstáculos que impedían su progreso. Esta ha sido una de las cualidades políticas e históricas de la revolución cubana que le ha permitido mantenerse hasta hoy.

No voy a detenerme en el análisis interno de dicho proceso revo-lucionario, que es de una riqueza enorme para la elaboración de una teoría de la revolución social y del cambio histórico. Pero quisiera des-tacar el hecho de que ese proceso ha sido capaz de sortear una serie de difi cultades y obstáculos debido principalmente a su fl exibilidad histó-rica, es decir, se trata de una revolución que se va construyendo cada día. Ello signifi ca que no hay respuestas previamente elaboradas. Esta situación es muy paradojal, pues los revolucionarios latinoamericanos, durante las décadas de los sesenta y setenta, intentaron reproducir la experiencia cubana sin comprender sus particulares peculiaridades. Otros simplemente la rechazaron porque no se ajustaba a lo establecido por los teóricos de la revolución socialista.

La peculiaridad de la revolución cubana se encuentra en el hecho de que se hizo sin un libreto previo. Por esa razón, es una revolución moderna, o sea, una experiencia vital que invita a la aventura libertaria. Se trata de un revolución social semejante a las revoluciones políticas impulsadas por las burguesías occidentales que realizaron revolucio-nes, yo diría, bastante improvisadas, sin contar con una teoría revo-lucionaria previa. Estimo que esa libertad revolucionaria les permitió conquistar el poder político y de manera creativa pusieron en práctica un sistema político que la mayoría de los teóricos de la política había rechazado: la democracia.

La revolución cubana es una “revolución social” triunfante de ca-rácter socialista. Y este carácter está dado, fundamentalmente, por una cuestión central, a saber, el desaparecimiento de la propiedad privada de los medios de producción y la creación y desarrollo de una propiedad estatal. Mientras dicha condición se mantenga al interior del proceso político cubano, la revolución socialista seguirá su marcha histórica. Sin embargo, luego de 50 años de haberse puesto en movimiento, y a la luz de los resultados de la revolución, es necesario preguntarse sobre cómo hacer posible que el socialismo alcance desarrollos econó-micos sustentables en el tiempo y que logre dotar de mayores recursos que permitan salir de la fase de simple reproducción y pasar a una

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fase de reproducción ampliada. O sea, que se generen condiciones de prosperidad económica y social que imposibiliten y frustren la confor-mación de sectores sociales descontentos con el proceso. No obstante todos los avances sociales y económicos que se han experimentado en Cuba, como la mayoría de las sociedades latinoamericanas, se trata de una sociedad con un cúmulo de problemas pendientes que en el futuro próximo deberán enfrentar y dar alguna solución para evitar que se gesten al interior de ella contradicciones semejantes a las sufridas en las sociedades socialistas soviéticas, que al no ser enfrentadas y solu-cionadas a tiempo terminaron por arrasar a la revolución socialista por medio de otra revolución.

Esos problemas son esencialmente políticos. En efecto, el princi-pal problema pendiente del proceso revolucionario cubano tiene que ver con la construcción de un régimen político democrático, o sea, con dos razones de toda revolución moderna: la libertad y la soberanía popular.

LIBERTAD Y SOBERANÍA POPULAR: LAS RAZONES DE LA REVOLUCIÓNHistórica y políticamente, los programas de los revolucionarios moder-nos han levantado como razones políticas fundamentales la libertad y la soberanía El ejercicio de la soberanía popular supone la existencia de un pueblo libre que posea la facultad para gobernarse a sí mismo. Este ejercicio soberano, paradojalmente, ha sido obstaculizado y ena-jenado en las sociedades latinoamericanas por parte de las dirigencias políticas y sociales desde la primera experiencia revolucionaria hasta hoy. La expropiación del poder soberano al pueblo no sólo obedece a las difi cultades prácticas que implica su realización política e histórica, sino porque tanto las élites políticas dominantes como las clases polí-ticas o dirigentes han sido poseídas por una poderosa y permanente desconfi anza del pueblo.

Esa desconfi anza, cargada de miedo, tiene que ver con las capa-cidades y potencialidades del pueblo o de los sectores populares para el ejercicio de su poder soberano. Actualmente, los procesos políticos que se experimentan y se desarrollan en América Latina han dado lugar a una nueva relación entre dirigentes y el soberano popular. Son los pue-blos los que hoy desconfían de los dirigentes. Fundamentalmente, por-que el ejercicio de la soberanía popular ha sido conquistado por ellos. Las actuales asambleas constituyentes dan cuenta de este proceso.

Los revolucionarios emancipadores ilustrados no creían en la bondad necesaria de la opinión de la mayoría popular o ciudadana ni tampoco estaban muy convencidos de la capacidad del pueblo para ejercer su libertad y su poder soberano. Para ellos, en rigor, la sobera-nía popular sólo se justifi caba cuando la opinión de la mayoría coinci-

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día con el enigmático “bien público” sostenido por las élites dirigentes. Ahora bien, para que existiera esta coincidencia, el pueblo, los sectores populares principalmente, debían educarse. A su vez, el soberano de-bía educarse para que en cada caso distinguiera con precisión en qué radicaba el bien público.

Por esa razón todos los ilustrados tenían fuertes intereses peda-gógicos. Simón Bolívar señalaba que toda la política española había sido contraria a la idea de educar al soberano popular2. Por su parte, el mexicano Fray Servando Teresa de Mier, ardiente defensor de la independencia latinoamericana, en el congreso Constituyente de 1823 señaló que el pueblo siempre es víctima de los “demagogos tur-bulentos”, que la “voluntad numérica” no puede orientar a la nación, “voluntad de hombres groseros e ignorantes, cual es la masa general de pueblo, [son] incapaces de entrar en las discusiones de la política, de la economía y del derecho público”.

La posición de los ilustrados conducía a la exaltación de despotis-mos y de las élites ilustradas. Pero como la idea de la república estaba fuertemente internalizada en los independentistas, se buscó conciliar ese elitismo con las instituciones republicanas, por lo que las minorías ilustradas se concebían a sí mismas como integrantes de un congreso. Al pueblo se le ha de conducir, no obedecer. En ese mismo sentido también iban las ideas en torno a la defensa de un senado o presidencia vitalicia.

Aunque partidarios en principio de la soberanía popular, los ilus-trados independentistas y constructores del Estado-nación latinoameri-cano consideraron que el pueblo no podía ejercer el poder soberano. La concepción de soberanía que se impuso en América Latina fue aquella que se apoyaba en la teoría política de la delegación del poder soberano en unos pocos, los representantes, diputados y senadores, o magistra-dos de cualquier tipo, para que éstos deliberaran y tomaran decisiones por el pueblo3.

2 Simón Bolívar, Discurso pronunciado por el Libertador ante el Congreso de Angostu-ra, el 15 de febrero de 1819, día de su instalación, Obras Completas, Editorial Lex, La Habana, 1950, T. III, pág. 687. Citado por Abelardo Villegas: Democracia y dictadura, El destino de una idea bolivariana. Textos de Ciencias Sociales/ UNAM, México, 1987, pág. 10.

3 La teoría de la soberanía popular y de la representación nos señala que esta última se puede ejercer de dos formas: por delegación o por mandato. La primera supone que el pueblo, el soberano, elige representantes que toman decisiones por él, mientras que la segunda supone que el soberano elige representantes; éstos deben obedecer los manda-tos que trasmiten los representados. Como lo ha señalado el sub-comandante insurgen-te Marcos desde la Selva Lacandona, en Chiapas, se trata de “gobernar obedeciendo”. El ejercicio de la soberanía, ya sea por delegación o por mandato, tiene directa relación con el tipo de democracia que se busca construir: la primera impulsa la democracia liberal representativa, y la segunda la democracia directa o social participativa. Es la

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Por esa razón, se debía expropiar la libertad y la soberanía al pueblo. De esa forma, la democracia fue remitida para un futuro muy impreciso, y era esta posibilidad la que dotaba de legitimidad al tránsi-to ilustrado. La legitimidad derivaba no de las condiciones reales sino de un futuro aún no dado, pues el pueblo no estaba preparado para la democracia.

El periodista francés Maurice Joly, en su libro escrito en 1864, Diálogo en el Infi erno entre Maquiavelo y Montesquieu, hace por boca del primero un inventario de los defectos del pueblo para ejercer la democracia. Este es cobarde, inconstante, con gusto “innato” por la servidumbre, incapaz de concebir y respetar las condiciones de una vida libre, dejado a su arbitrio sólo será capaz de destruirse y no podrá administrar ni juzgar ni conducir la “cosa pública”. Haciéndose eco del platonismo, Joly afi rma que “la soberanía popular engendra la dema-gogia, la demagogia da nacimiento a la anarquía, la anarquía conduce al despotismo, y el despotismo según vos [se refi ere a Montesquieu] es la barbarie. Pues bien, ved cómo los pueblos retornan a la barbarie por el camino de la civilización”.

Estas características del pueblo son las que convierten a la so-beranía popular en una entelequia o simplemente en un mito. Por ser joven, el pueblo es también demasiado impulsivo y pasional. Por tanto requiere de conductores, de líderes, que lo dirijan.

Vale la pena entonces preguntarse ¿quién sustituye al soberano popular?: una persona (el dictador), o un grupo, la élite oligárquica. Por esa razón, es sorprendente la confi anza que las élites de poder van a depositar en los gobiernos autoritarios. Laureano Ballenilla Lanz, el teórico de la dictadura de Juan Vicente Gómez, sostenía que el “César democrático” es el instrumento necesario para consolidar la nacionali-dad. Él es el agente político que transforma la solidaridad mecánica en solidaridad orgánica, modifi cando el medio social por el desarrollo eco-nómico, por la multiplicación de carreteras y vías férreas, el saneamien-to y la inmigración europea. La tendencia general de los autoritarismos latinoamericanos ha sido la búsqueda frenética de la modernización. Muchos han considerado la educación como el principal mecanismo modernizador, pero donde no podían los educadores, la tarea se traspa-saba al ejército. Estas consideraciones no se refi eren sólo al siglo XIX, sino también al siglo XX.

Los dictadores, por lo general, son hombres con carisma, ca-paces de conducir a los pueblos gracias su fuerte personalidad. Eva

combinación de ambas democracias lo que nos permite sostener que actualmente las revoluciones políticas −bolivariana y boliviana− están produciendo una nueva forma de ejercicio de la soberanía y la libertad.

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Perón dijo, por ejemplo, refi riéndose a Juan Domingo Perón, su ma-rido: “los grandes hombres no nacen por docenas, ni dos en un siglo; nace uno cada varios siglos, y tenemos que agradecer a Dios que nos haya favorecido con el meteoro del genio entre nosotros; la doctrina de Perón, el justicialismo, es una muestra de su genialidad. ¿Cómo no va ser maravillosa si es nada menos que una idea de Dios realizada por un hombre? Porque Perón es el rostro de Dios en la oscuridad, sobre todo en la oscuridad de este momento que atraviesa la humanidad”.

Estos caudillos populares, representantes del populismo latino-americano, reemplazan la moderna teoría democrática de la soberanía popular por una remozada teoría del derecho divino del poder. O sea, los populismos son una negación de la soberanía popular y de la demo-cracia. Examinando con minuciosidad la historia de América Latina es difícil encontrar una tradición democrática en ella. Los revolucionarios ilustrados creían en las bondades de la oligarquía de las luces. Pero los revolucionarios del siglo XX no iban más lejos. Estos se embarcaron durante el siglo XX en una crítica a la democracia burguesa formal sin que ésta haya desplegado en nuestras sociedades, no digamos todas sus posibilidades, sino a veces ni siquiera sus instituciones más esenciales. La democracia formal, con todos sus defectos, sigue siendo una aspi-ración revolucionaria en muchos países del continente. En realidad, los revolucionarios marxistas no se acaban de convencer de que la ins-tauración de la democracia económica no implica la desaparición de la democracia política, de que no es una en vez de la otra. Estas élites revolucionarias también desarrollaron una fuerte desconfi anza hacia el pueblo, o sea, hacia la doctrina de la soberanía popular. Esta descon-fi anza se manifestó en dos teorías políticas centrales de la izquierda: por un lado, la teoría de la vanguardia revolucionaria, de los partidos comunistas y socialistas “tradicionales”, y la teoría del foquismo, im-pulsada por los movimientos revolucionarios de la década del sesenta, la llamada nueva izquierda. Esta son las teorías que sostienen que las clases trabajadoras no llegan más que a la antesala de la revolución, cuando llegan. Y que es menester de un grupo de vanguardia, un parti-do, un núcleo de guerrilleros, o un “líder”, les digan dónde hay que ir. La imagen que presentan estas teorías es la de una sociedad inerte o sólo potencialmente revolucionaria que los guerrilleros o el partido o el líder incendian porque ellos son portadores de la chispa incandescente.

Los actuales procesos de transformación revolucionaria han im-plicado un cambio en la relación entre los actores de la revolución, especialmente entre las dirigencias y las ciudadanías en movimiento. La libertad y la soberanía han sido asumidas por los pueblos abriendo una nueva etapa histórica en la revolución latinoamericana.

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CONSIDERACIONES FINALESCon todo lo dicho hasta ahora podemos sostener que la revolución ha sido una preocupación central entre los actores sociales y políticos de Latinoamérica, y un tema de refl exión permanente durante la mayor parte del siglo XX. Como he señalado, esta preocupación decayó en los años 90 como consecuencia de los fracasos de los socialismos reales, de la expansión de la democracia liberal representativa y del predominio del pensamiento político posmoderno que acompaña a la reestructu-ración neoliberal de la región. La idea de la revolución, como la del cambio histórico, fue expurgada del vocabulario y del quehacer de los actores sociales y políticos estratégicos de la región. Se convirtió en un concepto censurado, de la misma manera que socialismo, izquierda, lucha de clases, imperialismo, explotación, enajenación y otros tantos conceptos y palabras que fueron usados en su momento para dar cuenta de la forma como operaba el capitalismo en las sociedades latinoame-ricanas. De una u otra manera, el pensamiento crítico de raíz marxista cayó en desuso y perdió toda validez explicativa de la realidad social, política y económica.

No obstante, el levantamiento zapatista, las rebeliones populares antineoliberales y la presencia de Cuba como único bastión del socia-lismo contribuyeron a erosionar la hegemonía del pensamiento único y, en base a la acción histórica y política de los condenados de la tierra, la revolución y el socialismo han vuelto a ser parte de la refl exión teórica y del quehacer político de la izquierda latinoamericana.

La (re)vuelta de la revolución y del socialismo impone distin-tos desafíos teóricos, políticos e históricos, especialmente si pensamos en la realización de una revolución social y no sólo en una revolución político-institucional-constitucional.

La construcción de una sociedad igualitaria, justa y democráti-ca, requiere esencialmente la realización de una revolución social que desplace a las clases dominantes del poder y que termine con la apro-piación privada de la riqueza y con la propiedad privada. El problema político que presenta para hacer posible esta construcción es, como dice el refrán popular, “nuevo de puro viejo”: cómo hacer la revolución.

En las nuevas condiciones políticas de América Latina y del capi-talismo, la acción revolucionaria debiera combinar todas “las formas de lucha política y social”, desde la acción político-electoral-institucional a la insurreccional. Debe haber un proceso de gestación y desarrollo de una planteo anticapitalista y prosocialista. Este proceso implica el protagonismo de los movimientos sociales populares, conquistas so-ciales y políticas, radicalización ideológica y, sobre todo, construcción de poder popular.

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La revolución social constituye el momento defi nitorio de esa acumulación de experiencias en un marco de confrontaciones socia-les, que generan las condiciones de posibilidad de la acción histórica revolucionaria. Cabe señalar que la revolución es un acontecimiento necesario, pero no único ni excluyente, de una sucesión de episodios políticos, sociales y culturales que forjan la totalidad del proceso revo-lucionario.

Un marco para el desarrollo de episodios revolucionarios que vayan anticipando el momento revolucionario sería la emergencia de gobiernos de izquierda, reformistas o nacionalistas radicales de clara orientación anticapitalista. En este caso, la batalla anticapitalista co-existiría con administraciones surgidas del voto popular y en confl icto con las clases dominantes. Se trata de explotar al máximo las condicio-nes que brinda la democracia política.

La presencia de gobiernos de este tipo constituye una eventuali-dad y no una etapa inexorable de preparación del socialismo. Pero es una alternativa probable en el escenario actual, ya que los mecanismos constitucionales tienden a potenciar la incidencia de las urnas, en ex-periencias que anticipan el desenlace revolucionario.

Una estrategia política para la izquierda latinoamericana actual, con el objeto de provocar el cambio histórico diseccionado o interve-nir políticamente en la historia, tiene muchos puntos en común con la mixtura de guerra de posición y movimiento que planteó Gramsci. Con el primer curso se apunta al logro de conquistas populares dentro de las trincheras institucionales de la democracia política, y el segundo rumbo prepara la captura del poder. Sin que esa captura anule la posi-bilidad sugerida por los zapatistas de ir construyendo el poder popular desde abajo y fuera de esos espacios institucionales.

Una actualización de la estrategia gramsciana supone evitar tan-to quedar atrapado en la institucionalidad política democrática (como ha ocurrido tradicionalmente con los partidos políticos de izquierda en Latinoamérica), como el aislamiento del sentir popular. Sostener exclusivamente la guerra de posición conduce a la aceptación del orden político capitalista, pero propiciar sólo la guerra de movimiento empuja a los socialistas a la marginalidad. La combinación de ambos rumbos prepara y genera las condiciones políticas e ideológicas de la revolución social anticapitalista.

Tenemos la impresión de que esta estrategia política permite ayudar a resolver una de las principales cuestiones del pensamiento revolucionario: el dilema entre reforma y revolución. Las reformas y las revoluciones no transitan por universos separados, ni pertenecen a etapas excluyentes. Ambos caminos se han verifi cado en distintos mo-mentos del capitalismo. Las reformas y las revoluciones forman parte

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del escenario capitalista desde la maduración de este sistema y perdu-rarán por mucho tiempo.

Habiendo mucho más que decir, termino con la siguiente re-fl exión: existe actualmente la oportunidad política de volver a colocar en el horizonte de posibilidades la opción por el socialismo, de la misma manera que hace 50 años lo hizo la revolución cubana, pero se necesita urgentemente trabajar sistemáticamente la refl exión teórica e histórica del socialismo con caracterizaciones, estrategias y alineamientos ade-cuados. Estoy seguro de que con entusiasmo y refl exiones críticas se construirá el nuevo proyecto que los humildes, los oprimidos, necesitan para transformar la sociedad capitalista actual.

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Martí decía […] que los sueños de hoy son realidades de mañana, y nosotros, en nuestro país, hemos visto convertidos en realidades

muchos sueños de ayer, una gran parte de nuestras utopías las hemos visto convertidas en realidad.

Y si hemos visto utopías que se han hecho realidades,tenemos derecho a seguir pensando en sueños

que algún día serán realidades,tanto a nivel nacional como a nivel mundial.

Fidel Castro

INTRODUCCIÓNEl próximo pasado 1º de enero se cumplió el 50º aniversario del triunfo de la Revolución Cubana. A pesar de todo lo que se ha escrito sobre ella, no abundan las obras que realicen una síntesis lógico-histórica de sus utopías; en particular de aquellas que −como se indica en el exordio (Castro, 1992)− vinculan su destino a los cambios progresivos que se produzcan “a nivel mundial” y, en particular, en el espacio geográfi co,

Luis Suárez Salazar*

LAS UTOPÍAS NUESTRAMERICANAS DE LA REVOLUCIÓN CUBANA:

UNA APROXIMACIÓN LÓGICO-HISTÓRICA

* Doctor en Ciencias, escritor, investigador y profesor titular (a tiempo parcial) del Instituto Superior de Relaciones Internacionales (ISRI), así como de la Facultad de Filosofía e Historia y de las Cátedras Che Guevara y del Caribe de la Universidad de La Habana.

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humano y cultural que José Martí denominó Nuestra América. A llenar ese vacío historiográfi co va dirigido el presente ensayo.

LAS RAÍCES DE UNA UTOPÍAComo he señalado en otras ocasiones, los cambiantes proyectos teórico-prácticos que, desde el 1º de enero de 1959 hasta la actualidad, han guiado las multifacéticas interacciones de la Revolución Cubana con di-ferentes actores sociales y políticos, estatales y no estatales, de América Latina y el Caribe, hunden sus raíces en la que Miguel D’Estafano deno-minó “diplomacia mambisa”, desplegada por los más lúcidos dirigentes políticos y militares de la “guerra de los diez años” (1868-1878) y de la “guerra necesaria” (1895-1898) (D’Estafano, 2002). Ambas tuvieron como enemigo inmediato el colonialismo español; pero como adver-sarios estratégicos a las clases dominantes, los poderes fácticos y su-cesivos gobiernos temporales de Estados Unidos (EEUU)1. Como parte de su política expansionista hacia el hemisferio occidental, desde las primeras décadas del siglo XIX, esos “actores” emprendieron múltiples acciones dirigidas a anexarse los archipiélagos cubano y portorriqueño (Guerra, 1975).

Sin duda, dentro de los dirigentes políticos y militares de las gestas libertarias antes referidas hay que destacar a Máximo Gómez y a Antonio Maceo, quienes profesaron un precursor ideario antillanista, latinoamericanista y antiimperialista. De ahí su identifi cación con el pensamiento y la acción del Apóstol de la Independencia de Cuba, José Martí. Él, antes de caer en combate el 19 de mayo de 1895, dejó expreso que toda su labor −incluidas su radical oposición al “panamericanismo” y la fundación en 1891 del Partido Revolucionario Cubano− perseguía “impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los EEUU y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tie-rras de América” (Martí, [1895] 1974: 473).

1 En la literatura marxista, siempre se ha diferenciado los términos Estado y Gobierno. Desde el reconocimiento del carácter socio-clasista de cualquier Estado, el primero alude a lo que se denomina “la maquinaria burocrática-militar” y los diferentes apa-ratos ideológico-culturales que de manera permanente garantizan la reproducción del sistema de dominación. Mientras que el término “gobierno” alude a los representantes políticos de las clases dominantes o de sectores de ellas que se alternan en la conducción de la política interna y externa de ese Estado. Curiosamente, la diferenciación entre los “gobiernos permanentes y temporales” fue retomada por los redactores del famoso documento Santa Fe I. Con los primeros se referían a los que llamaron “grupos de poder y poderes fácticos”, mientras que los segundos aludían a los gobiernos surgidos de los diversos ciclos electorales que se producen en diferentes países del mundo. De ahí la validez de emplear el término “gobierno temporal” para referir a la administración de Barack Obama; quien, al igual que otros mandatarios estadounidenses, de una u otra forma, está subordinado al “gobierno permanente” de esa potencia imperialista.

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Ese aldabazo se nutrió de su análisis crítico de las tendencias ex-pansionistas del entonces naciente imperialismo estadounidense. Tam-bién de la situación de las deformadas, neo-colonizadas y balcanizadas repúblicas latinoamericanas surgidas después del fracaso del Congreso Anfi ctiónico efectuado en Panamá en 1826 (Díaz, 2006). Igualmente, de las utopías libertarias y unitarias de los que él denominó “tres héroes” de las luchas frente al colonialismo español: Miguel Hidalgo, José de San Martín y Simón Bolívar (Martí, [1889] 1974: 184-188). Especialmen-te, del anhelo de este último de “formar en América la más grande na-ción del mundo, menos por su extensión y riquezas que por su libertad y gloria” (Bolívar, [1815] 1947, I: 109).

Esa utopía estuvo en la base de su frustrado proyecto (transi-toriamente respaldado por diversos líderes independentistas hispano-americanos) de liberar a Cuba y a Puerto Rico del colonialismo español, al igual que de estructurar una confederación de estados de “la América anteriormente española” capacitada para consolidar y defender su in-dependencia frente a las monarquías europeas (entonces congregadas en la Santa Alianza), al igual que frente a “cualquier otra potencia ex-tranjera”, incluida EEUU (Díaz, 2006). República imperial (como acer-tadamente la califi có Martí) que −a decir de Simón Bolívar− parecía destinada “por la Providencia para plagar la América de miserias en nombre de la Libertad” (Bolívar, [1829] 1947, II: 737).

Como esa anticipación se había visto confi rmada a lo largo del siglo XIX y a causa de los resultados de la guerra hispano-cubana-fi lipino-estadounidense de 1898, al igual que del espurio Tratado de Madrid del mismo año (signado entre los gobiernos de EEUU y España), ni Cuba ni Puerto Rico pudieron obtener su verdadera independencia (Suárez y García, 2008), ese legado martiano-bolivariano fue asumido por todos los revolucionarios nuestramericanos, nacidos o no en Cuba, que durante la primera mitad del siglo XX lucharon contra el orden neocolonial impuesto sobre ese archipiélago, así como contra todas las dictaduras militares, cívico-militares o las corruptas democracias bur-guesas representativas que lo mal gobernaron a partir del 20 de mayo de 1902.

No obstante sus discrepancias ideológicas, programáticas, es-tratégicas y tácticas, en el ideario de sus representantes más radicales −entre ellos, los militantes del “primer Partido Comunista de Cuba”, fundado en 1925 y posteriormente nombrado Partido Socialista Popu-lar (PSP), así como los más consecuentes seguidores del pensamiento y la praxis popular y antiimperialista del ex ministro del llamado “gobier-no de los 100 días” (1933) y martirizado fundador de la Joven Cuba, An-tonio Guiteras Holmes− las contiendas liberadoras que se desarrollaban en el archipiélago cubano estaban intervinculadas con las simultáneas

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luchas por la democracia y la liberación nacional y social que se des-plegaban en otras partes del mundo y, en especial, en las colonias y en los Estados formalmente independientes de Nuestra América.

CUBA: BALUARTE DE LIBERTAD Y SOLIDARIDADEse legado fue recogido por la Generación del Centenario del natalicio de Martí (28 de enero de 1953) y, en particular, por los y las que −lue-go del frustrado asalto a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes (1953)− fundaron en 1955 el Movimiento Revolucionario 26 de Julio (MR-26-7). Siguiendo lo planteado por su máximo dirigente, Fidel Castro, en su célebre alegato conocido como La historia me absol-verá, en el programa de esa organización quedó latente la idea de que, cuando triunfara la Revolución por ellos iniciada, “la política cubana en América sería de estrecha solidaridad con los pueblos democráti-cos del continente y que los perseguidos políticos de las sangrientas dictaduras que oprimen a las naciones hermanas, encontrarían en la patria de Martí […] asilo generoso, hermandad y pan. Cuba debía ser baluarte de libertad y no eslabón vergonzoso de despotismo” (Castro, [1953] 1993: 57).

Esa visión estuvo presente en los diversos acuerdos que elaboró la máxima dirección del MR-26-7 y, entre 1957 y 1958, la Comandancia Ge-neral del Ejército Rebelde (ER) con diferentes organizaciones políticas cubanas; pero en especial con las demás organizaciones de la izquierda política y social que paulatinamente se fueron sumando a la lucha arma-da revolucionaria contra la dictadura de Fulgencio Batista (1952-1958). Por su participación en el proceso que condujo a la formación de la actual vanguardia política del sujeto popular cubano (el Partido Comu-nista de Cuba - PCC), entre esas organizaciones merecen destacarse el Directorio Revolucionario 13 de Marzo (DR-13-M) y el PSP.

Este último ya tenía una larga tradición de relaciones ínter-solidarias con el entonces llamado Movimiento Comunista, Obrero y de Liberación Nacional estructurado bajo la infl uencia de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS); en particular, con sus prin-cipales destacamentos latinoamericanos y caribeños. A pesar de sus diferencias programáticas, estratégicas y tácticas con el MR-26-7, con la Comandancia General del ER y con el DR-13-M, en sus cuadros y militantes más combativos vibraba el legado de uno de sus más destaca-dos fundadores, Julio Antonio Mella (1903-1929), quien, en 1925, había propugnado la formación de una “internacional americana” de obreros, campesinos, estudiantes e intelectuales, y había dicho:

En toda América sucede igual. No se sostiene un gobierno sin la voluntad de los EEUU; ya que el apoyo del oro yanqui es más

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sólido que la voluntad del pueblo respectivo […] El Dólar vence hoy al Ciudadano; hay que hacer que el Ciudadano venza al Dó-lar. Para eso, se dirá, es necesaria una revolución […] Hay que hacer la Revolución de los ciudadanos, de los pueblos contra el Dólar […] Luchar por la Revolución Social en la América no es una utopía de locos o fanáticos, es luchar por el próximo paso de avance en la historia (cit. en Hatzky, 2008: 163).

Del mismo modo que los más consecuentes dirigentes y comba-tientes del DR-13-M (también a pesar de sus contradicciones propias y con otras organizaciones de la izquierda política y social) seguían inspirados en el pensamiento estratégico de su fundador José Antonio Echevarría. Él, antes de caer asesinado por las fuerzas policiales de la dictadura de Batista el 13 de marzo de 1957, había dejado dicho:

La Revolución Cubana por destino histórico ha de cooperar y estimular en todo lo que esté a su alcance con los movimientos revolucionarios de América que compartan el ideal fundamen-tal de la Revolución Americana […] como obligación moral histórica y como necesidad estratégica para salvaguardar la obra que en Cuba se realice. La Revolución [cubana] se plantea el ideal de la integración económica y política del Caribe como paso hacia la defi nitiva integración de Latinoamérica (cit. en García Olivera, 2002: 6 y 7).

A pesar de sus contradicciones político-ideológicas con algunos sectores urbanos del MR-26-7, con ciertos ofi ciales del ER y con las otras organizaciones arriba mencionadas, ese “destino histórico” fue asumido por los más destacados comandantes del ER (Fidel y Raúl Castro, Juan Almeida, Ernesto Che Guevara y Camilo Cienfuegos) que −estrechamente unidos a las células urbanas de ese movimiento, así como a los destacamentos urbanos y rurales del DR-13-M, del PSP y a otros movimientos sociales y políticos− en la madrugada del 1º de Enero de 1959 derrocaron la sanguinaria dictadura de Batista instau-rada desde el 10 de marzo de 1952, con el apoyo político, económico y militar de los gobiernos estadounidenses encabezados por el demócrata Harry Truman (1945-1953) y por el republicano Dwight Eisenhower (1953-1961), así como de sus aliados o subordinados de América Latina y el Caribe.

Lo anterior estaba fresco en la memoria de los sectores políti-camente más avanzados del sujeto popular cubano. En su imaginario también estaba claro que la derrota de esa tiranía, para merecer el califi cativo de Revolución, tenía que producir cambios radicales en las socialmente injustas, discriminatorias, corruptas y pro imperialistas

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políticas interna, internacional y hemisférica que habían mantenido todos los gobiernos civiles, militares o cívico-militares que −con ex-cepción del “gobierno de los 100 días”− habían mal gobernado el archi-piélago cubano desde el 20 de mayo de 1902 hasta los primeros días de enero de 1959.

El cumplimiento de esos objetivos exigía la progresiva consoli-dación en el poder político de una amplia coalición popular que, bajo la hegemonía de la clase obrera y de otros trabajadores manuales e intelectuales, urbanos y rurales, garantizara la realización de las pro-fundas transformaciones estructurales, políticas, jurídicas, económi-cas, sociales, axiológicas e ideológicas-culturales que demandaba la sociedad cubana. Ello implicaba la edifi cación de una democracia popular y participativa totalmente alejada de los limitados marcos de las democracias burguesas representativas que precariamente seguían funcionado en otras partes de América Latina y el Caribe.

También exigía la defensa de la soberanía y la autodeterminación nacional frente a EEUU y otras potencias imperialistas; la fundación y el desarrollo de instituciones intrínsecas a un Estado popular; el for-talecimiento, la depuración, la reorganización o la fundación, según el caso, de las organizaciones populares que actuaban (o en el futuro actuarían) en la sociedad política y civil cubanas; la progresiva supe-ración de las discrepancias político-ideológicas que existían dentro y entre las ya referidas organizaciones revolucionarias; la formación de una vanguardia política unitaria, al igual que de fuerzas militares y de seguridad capacitadas −junto a otras organizaciones populares, ar-madas o desarmadas− para derrotar a la contrarrevolución interna y disuadir las persistentes amenazas de una agresión militar estadouni-dense (Franklin, 1997).

Ello conllevaba el despliegue de una activa y multidimensional política exterior que equilibrara la asimetría de poderes existentes entre EEUU y Cuba, así como que reprodujera un amplio espacio de sobera-nía y de seguridad para ese archipiélago en el ámbito internacional. En las condiciones de la época, esto implicaba el despliegue de múltiples relaciones con otros actores internacionales, estatales y no estatales (entre ellos, los pertenecientes al otrora llamado “campo socialista” y al entonces naciente Movimiento de Países No Alineados) y, por tanto, la reinserción virtuosa de la República de Cuba en el sistema internacional y hemisférico de la Guerra Fría (1947-1989).

Por otra parte, en el ideario de los dirigentes más radicales de la Revolución Cubana (en particular los identifi cados con “los marxis-mos”), el paulatino cumplimiento de todas las tareas históricas antes señaladas, más tarde o temprano, debía conducir a la edifi cación del socialismo. Pero, como tempranamente había demandado Juan Carlos

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Mariátegui, ese socialismo no podía ser “ni calco ni copia” de los que en-tonces se construían en la URSS, en el Este de Europa, al igual que en la República Popular China (RPCh), en la República Popular Democrática de Corea (RPDC) y en la entonces llamada República Democrática de Vietnam (RDV), enfrascada en un desigual duelo contra las principales potencias imperialistas que habían logrado la división del país luego de su liberación, en 1954, del colonialismo francés.

De ahí que, en la misma medida en que el pueblo cubano, sus sucesivas vanguardias políticas unitarias −las Organizaciones Revo-lucionarias Integradas (1961-1963), el Partido Unido de la Revolución Socialista de Cuba (1963-1965) y, a partir del 3 octubre de ese año, el PCC− y el Gobierno Provisional Revolucionario, presidido por el doctor Oswaldo Dorticós Torrado (junio de 1959-1976), fueron demostrando sus capacidades para edifi car una democracia y un socialismo diferen-tes, esas utopías fueron captando la imaginación de nuevos destaca-mentos de la izquierda política y social de Nuestra América. Mucho más porque algunos de ellos también se inspiraron en las formas de lucha que habían conducido a la victoria y la efi caz defensa de la Revolución Cubana (Debray, 1975 y 1975a; Hodges, 1976). Y porque para buena parte de ellos, al igual que para su liderazgo político, Cuba era “el pri-mer territorio libre de América” o “la primera Revolución Socialista del hemisferio occidental”.

LA DESCOLONIZACIÓN Y LA INTEGRACIÓN ECONÓMICA Y POLÍTICA DE NUESTRA AMÉRICAEn cualquier caso, lo antes dicho contribuyó a proyectar el alcance con-tinental de las utopías preconizadas por la Revolución Cubana. También su articulación natural con las luchas por la democracia, la liberación nacional y social que entonces se desarrollaban en diferentes naciones del Tercer Mundo y, en particular, de América Latina y el Caribe. Sobre todo, porque inmediatamente después del triunfo de esa revolución su liderazgo político-militar comenzó a propugnar otra de sus primogéni-tas utopías: la total descolonización y la imprescindible unidad de los “pueblos democráticos” como condición necesaria para la integración económica y, posteriormente, política de Nuestra América.

En efecto, desde el viaje realizado a Venezuela el 23 y 24 de enero de 1959 con vistas a participar en la celebración del primer aniversa-rio del derrocamiento de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez (23 de enero de 1958), el líder de la Revolución Cubana les confi rió a las autoridades civiles y militares venezolanas (incluido el recientemente electo presidente socialdemócrata Rómulo Betancourt) la capacidad para encabezar las luchas por la imprescindible unidad de “los pueblos de América”; ya que −al decir de Fidel Castro− éstos saben que “si no

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quieren ser víctimas de nuevo de la tiranía, si no quieren ser víctimas de nuevo de las agresiones, hay que unirse cada vez más, hay que es-trechar cada vez más los lazos de pueblo a pueblo”. En consecuencia, proclamó la necesidad de rescatar del olvido el pensamiento de Simón Bolívar. Ese rescate implicaba la solidaridad de ambos gobiernos y pue-blos para enfrentar en conjunto las agresiones contra Cuba y Venezuela que emprendieran los “eternos enemigos de los pueblos de América, […] eternos enemigos de nuestras libertades, […] eternos enemigos de nuestra independencia política y económica, [y] eternos aliados de las dictaduras” que subsistían en América Latina (Castro, 1959).

De modo que puede afi rmarse que la actualización de las utopías libertarias, democráticas, anticolonialistas y unitarias de El Liberta-dor, al igual que de otros próceres y mártires de las luchas por la que Martí llamó primera independencia de Nuestra América (Martí, [1889] 1974: 250), desde los primeros meses de 1959 quedó incorporada a la proyección externa de la Revolución Cubana2. Esa conclusión también se confi rma en el contenido de los diversos discursos pronunciados, las conferencias impartidas y las entrevistas concedidas por Fidel Castro (quien desde el 13 de febrero había sido nombrado Primer Ministro del Gobierno Provisional Revolucionario presidido por el timorato magis-trado Manuel Urrutia Lleó) durante las primeras visitas o escalas téc-nicas, según el caso, que en ese carácter realizó entre el 15 de abril y el 8 de mayo de 1959 a (y en) EEUU, Canadá, Argentina, Brasil, Uruguay, así como a Trinidad.

En Puerto España (ahora capital de la ofi cialmente llamada Re-pública de Trinidad y Tobago), el 28 de abril, el primer ministro cubano se entrevistó por primera vez con el líder del Movimiento Nacional del Pueblo y primer ministro del gobierno autónomo de esa colonia britá-nica, Erick Williams (Cantón y Duarte, 2006: 29), quien desde la década de 1950 venía defendiendo la independencia política de la entonces lla-mada Federación de las Indias Occidentales (1958-1962) frente a Gran Bretaña. Aunque, a pesar del tiempo transcurrido, no se han divulgado los detalles de esa entrevista, es de suponer que Fidel Castro le haya ex-presado a su interlocutor el apoyo del gobierno revolucionario cubano a

2 Como en otros de mis textos (El siglo XXI: Posibilidades y desafíos para la Revolución Cubana, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2000) utilizo el concepto proyección externa, en vez de política exterior, para connotar acontecimientos y defi niciones de la política interna, económica e ideológico-cultural que, sin duda, han infl uido, infl uyen e infl uirán en el cumplimiento de los objetivos estratégicos de las interacciones de esa revolución con los diferentes sujetos sociales y políticos, estatales y no estatales, que actúan en el sistema y la economía-mundo. Igualmente, para incluir en mi análisis la actividad de las diversas organizaciones populares que actúan en la sociedad política y civil cubana. Estas, con independencia de la labor del Estado, participan en el diseño y la aplicación de la política internacional de la República de Cuba.

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esa aspiración, también compartida por los principales líderes políticos de Barbados, Jamaica, de la entonces llamada Guyana Británica y de otras pequeñas islas del Caribe Oriental.

Además, en el discurso que pronunció el 24 de abril de 1959 ante una concurrida concentración de emigrados latinoamericanos y caribe-ños (en su mayor parte, cubanos, dominicanos y puertorriqueños), así como de ciudadanos estadounidenses, realizada en el Parque Central de Nueva York, el primer ministro cubano nuevamente convocó a la unidad de todos los pueblos nuestramericanos “en una gran aspiración continental”: su desarrollo económico, social y político democrático e independiente (Castro, 1959a). Aspiración que también estaba pre-sente entre los luchadores por la independencia de Puerto Rico frente al colonialismo estadounidense, encabezados por el líder del Partido Nacionalista, Pedro Albizu Campos, quien, desde 1950 y a pesar de su avanzada enfermedad, estaba sometido a un férreo régimen carcelario por las autoridades estadounidenses.

Esa necesidad de avanzar en la independencia política y eco-nómica, así como en la unidad de los pueblos latinoamericanos y, por extensión, caribeños, fue reiterada por Fidel Castro en el discurso que pronunció en la reunión del llamado Grupo de los 21 (G-21) realizada en Buenos Aires a comienzos de mayo de 1959 con vistas a analizar, en los marcos de la Organización de Estados Americanos (OEA), la Operación Panamericana (OPA) propuesta por el mandatario brasileño Juscelino Kubitschek y aceptada por el presidente estadounidense Eisenhower (Cervo y Bueno, 2002). En ese evento, el primer ministro cubano fustigó las dictaduras militares y las corrupciones que caracterizaban a bue-na parte de las democracias burguesas representativas del continente. También se refi rió a la necesidad de estructurar un Mercado Común de América Latina como condición necesaria para superar progresiva-mente la desunión del continente (Castro 1959b).

Esa idea y la disposición del gobierno cubano de incorporarse a ese mercado común la repitió en la concentración popular que se realizó el 5 de mayo de 1959 en la capital de la República Oriental del Uruguay. Allí indicó, entre otras cosas: “Unámonos, primero, en pro de aspiraciones económicas; en pro de la gran ambición hacia la aspiración del desarrollo económico de América Latina, con economía propia; en pro del mercado común; después de las barreras aduanales, podremos ir suprimiendo las barreras legales […], y así algún día, aunque tal vez nosotros no lo veamos, las barreras artifi ciales que nos separan habrán desaparecido”. (Castro, 1959c).

Pero, mientras esto último no sucediera, Fidel Castro −como ya había hecho en alocuciones anteriores− argumentó la importancia es-tratégica que tenía para todos los países nuestramericanos la defensa

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del principio de no intervención en los asuntos internos y externos de otros países del continente. En ese orden expresó: “El principio de no intervención jamás podemos violarlo, porque violar el principio de no intervención constituye para nuestra Revolución y para los pueblos de América una verdadera arma de doble fi lo. La intervención en los asun-tos internos de nuestros países nos ha costado en épocas pasadas mu-chas complicaciones, y el derecho de no intervención ha sido un derecho clamado por los pueblos latinoamericanos [cuya] obtención constituyó una verdadera victoria. Cómo vamos nosotros a sacrifi car ese principio que constituye una garantía para nuestra soberanía, un principio de solidaridad para nuestros pueblos”. (Castro 1959d).

La vindicación de esos a veces contradictorios principios (no in-tervención en los asuntos internos de los estados y solidaridad entre los pueblos) no fue obstáculo para las acciones solidarias emprendidas por el Gobierno Provisional Revolucionario y por el liderazgo político-militar cubano con las luchas antidictatoriales de los pueblos domini-cano, nicaragüense y paraguayo, cuyos gobiernos (por su descarada subordinación a EEUU) eran considerados −junto con otras dictaduras militares o cívico-militares instaladas en el continente− los principales obstáculos para cualquier proyecto de integración y unidad latinoame-ricana y caribeña.

Mucho más porque, previa o posteriormente, todos esos gobier-nos se sumaron a los diferentes planes elaborados por sucesivos go-biernos de EEUU contra la Revolución Cubana. Por tanto, participaron activamente en los diversos emprendimientos estadounidenses que en 1962 condujeron a la ilegal exclusión de Cuba del Sistema Interamerica-no. Fue en el marco de una de esas batallas diplomáticas (la V Reunión de Consultas de Ministros de Relaciones Exteriores de la OEA, efec-tuada en Santiago de Chile entre el 12 y el 18 de agosto de 1959) que el entonces canciller cubano, Raúl Roa, sintetizó las primogénitas utopías nuestramericanas de la Revolución Cubana:

El Gobierno Revolucionario de Cuba viene a la Quinta Reu-nión de Cancilleres a cumplir fi elmente el mandato de [Simón] Bolívar, [Abraham] Lincoln, [José de] San Martín, [Bernardo] O’Higgins, [Benito] Juárez, [José Gervasio] Artigas, [Francisco] Morazán y [José] Martí. Viene a librar, sin ataduras, supedi-taciones ni servidumbres, la gran batalla de nuestra América, que es la superación […] del subdesarrollo económico, causa real y profunda de las tensiones políticas y de los males que la afl igen. Hemos contraído el compromiso de contribuir a que nuestra América sea lo que quiere y debe ser. Y no ceja-remos en el empeño, hasta que nuestra preterida, maltratada

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y exprimida superpatria común, sea el continente humano por excelencia, la mansión del hombre redimido, la tierra de la libertad personal, el laborioso taller donde se emboten las armas inútiles del soldado y se forjen las azadas creadoras del agricultor, la patria augusta del ciudadano inviolable, del refugio del oprimido, el mundo de la esperanza”. (Roa, [1959] 1986: 41).

LATINOAMERICANISMO VS. PANAMERICANISMO Esas utopías encontraron el rápido respaldo del sujeto popular y de las organizaciones populares que comenzaron a organizarse (y que toda-vía actúan) en la sociedad política y civil cubanas. En efecto, el 2 de septiembre de 1960, la entonces llamada Asamblea General Nacional del Pueblo de Cuba (AGNPC) proclamó la Primera Declaración de La Habana como respuesta a los acuerdos adoptados por la Séptima Reu-nión de Consultas de Ministros de Relaciones Exteriores de la OEA, realizada en San José de Costa Rica entre el 22 y el 28 de agosto. Esa declaración (aprobada a mano alzada, analizada, discutida y fi rmada en las semanas posteriores por más de un millón de cubanas y cubanos, así como por centenares de latinoamericanos residentes o en tránsito por Cuba) defi nió las líneas futuras de la multifacética proyección ex-terna del “primer territorio libre de América”.

Asimismo, en su interrelación con las cada vez más radicales medidas internas y externas (como la nacionalización de diversas em-presas norteamericanas y el paulatino restablecimiento de relaciones diplomáticas y solidarias con todos los países integrantes de la “comu-nidad socialista”), preanunció el carácter socialista de la Revolución Cubana (fi nalmente proclamado por Fidel Castro el 16 de abril de 1961) al condenar expresamente “la explotación del hombre por el hombre” y “de los países subdesarrollados por el capital fi nanciero imperialista”, al igual que las demás lacras políticas, económicas, sociales e ideo-lógico-culturales que tipifi caban (y aún tipifi can) al capitalismo sub-desarrollado y dependiente instaurado en América Latina y el Caribe (AGNPC, [1960] 1971: 115-121).

Por consiguiente, “en nombre del pueblo de Cuba y de los de-más pueblos latinoamericanos”, descalifi có a las dictaduras militares y a la mayoría de los gobiernos democrático burgueses representativos entonces instaurados en ese continente para superar las estructuras internas y externas que determinaban esas lacras; condenó todas las intervenciones que a lo largo de la historia había perpetrado “el impe-rialismo norteamericano sobre los pueblos de América Latina”, rechazó “el intento de preservar la Doctrina de Monroe”, y frente “al hipócrita

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panamericanismo” proclamó “el latinoamericanismo liberador que late en José Martí y en Benito Juárez”. Igualmente postuló:

El deber de los obreros, de los campesinos, de los estudiantes, de los intelectuales, de los negros, de los indios, de los jóvenes, de las mujeres, de los ancianos, a luchar por sus reivindicacio-nes económicas, políticas y sociales; el deber de las naciones oprimidas y explotadas a luchar por su liberación; el deber de cada pueblo a la solidaridad con todos los pueblos oprimidos, colonizados, explotados o agredidos, sea cual fuere el lugar del mundo en que éstos se encuentren y la distancia geográfi ca que los separe (AGNPC, [1960] 1971: 115-121).

En ese contexto, reafi rmó “su fe en que la América Latina mar-chará pronto, unida y vencedora, libre de las ataduras que convierten sus economías en riqueza enajenada al imperialismo norteamericano y que le impiden hacer oír su verdadera voz”. Consecuentemente, ratifi có la decisión del gobierno y del pueblo cubano “de trabajar por ese co-mún destino latinoamericano que permitirá a nuestros países edifi car una solidaridad verdadera, asentada en la libre voluntad de cada uno de ellos y en las aspiraciones conjuntas de todos” (AGNPC, [1960] 1971: 115-121).

Esos y otros enunciados fueron ratifi cados por Fidel Castro en el discurso que pronunció el 26 de septiembre del mismo año en la Asamblea General de la ONU. En esa ocasión, reiteró sus denuncias a las multiformes agresiones norteamericanas contra Cuba, descalifi có nuevamente a la OEA como foro para juzgar esas agresiones y conde-nó expresamente el demagógico programa para promover “el progreso social en América Latina” que había anunciado la administración de Eisenhower. En consecuencia, el primer ministro cubano indicó: “¡De-saparezca la fi losofía del despojo, y habrá desaparecido la fi losofía de la guerra! ¡Desaparezcan las colonias, desaparezca la explotación de los países por los monopolios, y entonces la humanidad habrá alcanzado una verdadera etapa de progreso!” (Castro, [1960] 2008). Tales postula-dos fueron reiterados por el ya llamado Canciller de la Dignidad, Raúl Roa, en el discurso que pronunció el 6 de diciembre de 1960 ante la Asamblea General de la ONU. En éste reclamó la eliminación de todos los “establecimientos coloniales” que conservaban (y, en algunos casos, todavía conservan) en América Latina y el Caribe “varias potencias europeas” y EEUU (Roa, [1960] 1986: 170). Y agregó:

América Latina ha entrado ya en su segunda guerra de inde-pendencia contra el imperio que la sojuzga económica, política y diplomáticamente, y a Cuba le ha tocado el riesgoso honor

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de abrir la marcha, como antaño la abrieron, contra el impe-rio español, Venezuela y México. Día llegará, y pronto, en que las naciones latinas del hemisferio occidental reconquisten el pleno disfrute de sus recursos naturales y los desarrollen en benefi cio de sus pueblos. El primer capítulo de esa victo-ria inexorable se está escribiendo en la pequeña ínsula que es hoy espejo histórico y guía moral de los pueblos que aspiran a transformar el nuevo mundo (Roa, [1960] 1986: 167).

Pocas semanas después, esa visión de Roa se hizo realidad en la fulminante derrota de la invasión mercenaria de Playa Girón (17 al 19 de abril de 1961). En consecuencia, la entonces recién inaugurada administración de John F. Kennedy (1961-1963) impulsó la Alianza para el Progreso (agosto de 1961), mediante la cual todos los gobiernos lati-noamericanos (con la sola excepción del cubano, que fue expresamente excluido de sus “benefi cios”) quedaron formalmente comprometidos a impulsar algunos cambios económicos, sociales y políticos en sus correspondientes países, a la par que fortalecían su subordinación po-lítico-militar hacia EEUU. A cambio, el gobierno norteamericano pro-metió la movilización de 20 mil millones de dólares en una década. El 50% de esos fondos se canalizaría a través de los diferentes programas ofi ciales estadounidenses de ayuda al exterior, y el resto provendría de fuentes privadas o de los préstamos condicionados que les ofrecerían el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM) y el entonces recién fundado Banco Interamericano de Desarrollo (BID).

LA UNIDAD DE ACCIÓN ENTRE LAS FUERZAS DEMOCRÁTICAS Y PROGRESISTAS El carácter demagógico y contrarrevolucionario de esa “alianza” fue inmediatamente develado por la delegación cubana presidida por el co-mandante Ernesto Che Guevara; quien luego de denunciar las diversas agresiones norteamericanas contra la Revolución Cubana y de evaluar numerosas alternativas, pronosticó su fracaso, así como el consiguiente incremento de los confl ictos sociales y políticos en América Latina y el Caribe, incluida la posibilidad de nuevas guerras civiles, de las cuales, adelantó, “Cuba no sería responsable” (Guevara, [1961] 1970, t II: 466-488). A pesar de (o quizás por) esa advertencia, la administración de Kennedy comenzó a preparar una nueva escalada de su política agre-siva contra Cuba: el llamado Plan Mangosta, fi nalmente aprobado el 1º de noviembre de 1961 (Franklin, 1997: 45).

Como parte de ese plan, la OEA convocó una nueva reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores. Esta se realizó en Punta del Este, Uruguay, entre el 22 y el 31 de enero de 1962. En ella,

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con el voto negativo de Cuba y con la abstención de los cancilleres de Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador y México, 14 gobiernos apro-baron “la incompatibilidad del régimen marxista-leninista cubano con los propósitos del Sistema Interamericano”. Sobre la base de esa reso-lución (cuya ilegalidad fue desenmascarada en la propia cita por el pre-sidente cubano Osvaldo Dorticós), el Gobierno Revolucionario cubano fue excluido de la OEA y de la Junta Interamericana de Defensa (JID). También se les prohibió a todos sus Estados Miembro el comercio de armas con Cuba. Tomando como pretexto esa resolución, el 1º de fe-brero, la administración Kennedy “dictó la proclama número 3447 por la cual decretaba el embargo sobre todo el comercio con Cuba [con la excepción de alimentos y medicinas], prohibía la importación a EEUU de todos los bienes de origen cubano y todos los bienes importados de o a través de Cuba, y todos los exportados de EEUU hacia Cuba” (Le-chuga, 1991: 223).

En respuesta, un día después, una nueva Asamblea General Na-cional del Pueblos de Cuba (en la que participaron cerca de 2 millones de personas), realizada en la Plaza de la Revolución “José Martí”, a pro-puesta de Fidel Castro, aprobó la Segunda Declaración de La Habana. Esta realizó un análisis bolivariano-martiano y, a la vez, marxista de la historia y la realidad del mundo. Asimismo, defi nió la política y las prin-cipales estrategias que hasta 1975 (año en que se efectuó el Primer Con-greso del Partido Comunista de Cuba) guiaron la proyección externa de la Revolución Cubana. Junto a las utopías nuestramericanas recreadas en las páginas anteriores, esas defi niciones partieron del criterio de que la Revolución Cubana era parte y a la vez catalizadora de la que he denominado “una nueva etapa de la dinámica entre la revolución, la re-forma, el reformismo, la contrarreforma y la contrarrevolución que ha caracterizado la historia de Nuestra América” (Suárez, 2006 y 2007).

Por ello, después de reiterar que “la historia de Cuba era la his-toria de América y que ésta era similar a la de los pueblos de Asia y África”, así como de indicar que en “muchos países de América Latina la revolución es inevitable”, la Segunda Declaración de La Habana pro-clamó que “el deber de los revolucionarios es hacer la revolución”. Tam-bién criticó el dogmatismo y el sectarismo que imperaban en diferentes destacamentos del Movimiento Comunista y Obrero y de Liberación Nacional (ya dividido por el denominado “confl icto chino-soviético”), al igual que dentro de las organizaciones y grupos componentes de la “tendencia proletaria” y la “tendencia de liberación nacional” de la IV Internacional (Hodges, 1976). Mucho más porque, coincidiendo o dis-crepando total o parcialmente con unas y otras, así como acudiendo al lenguaje empleado en aquellos años para caracterizar el capitalismo subdesarrollado, dependiente y periférico imperante en nuestra Ma-

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yúscula América, esa declaración convocó “a la unidad de acción im-prescindible entre las fuerzas democráticas y progresistas de nuestros pueblos”; ya que, a su decir:

En la lucha antiimperialista y antifeudal es posible vertebrar la inmensa mayoría del pueblo tras metas de liberación que unan el esfuerzo de la clase obrera, los campesinos, los trabajadores intelectuales, la pequeña burguesía y las capas más progre-sistas de la burguesía nacional. Estos sectores comprenden la inmensa mayoría de la población, y aglutinan grandes fuerzas sociales capaces de barrer el dominio imperialista y la reac-ción feudal. En ese amplio movimiento pueden y deben luchar juntos, por el bien de sus naciones, por el bien de sus pueblos y por el bien de América, desde el viejo militante marxista, hasta el católico sincero que no tenga nada que ver con los monopolios yankis y los señores feudales de la tierra. Ese mo-vimiento podría arrastrar consigo a los elementos progresistas de las fuerzas armadas, humillados también por las misiones militares yankis, la traición a los intereses nacionales de las oligarquías feudales y la inmolación de la soberanía nacional a los dictados de Washington (AGNPC, [1962] 1971: 168).

No tengo espacio para abordar las implicancias de esa declara-ción para la izquierda política, social e intelectual de Nuestra América, así como para las multifacéticas interacciones de la Revolución Cubana con ese continente. Pero creo que conviene acentuar que −a diferencia de otras lecturas del marxismo− esa declaración restituyó el papel diná-mico de los factores subjetivos en la defi nición de las diferentes alterna-tivas del movimiento de lo social. Igualmente, trató de encontrarle una salida históricamente condicionada a los ácidos debates que entonces se desarrollaban entre diferentes destacamentos de las ya llamadas “iz-quierda revolucionaria” e “izquierda reformista” acerca del carácter de la Revolución Latinoamericana, así como de los escenarios y las formas de luchas que debían emplearse para “asaltar” el poder político.

Merece destacar que, tomando en cuenta las nuevas rupturas de relaciones diplomáticas con Cuba por parte de diferentes gobiernos de-mocráticos burgueses representativos latinoamericanos, y los golpes de Estado derechistas que se produjeron en Argentina y Perú (marzo y julio de 1962, respectivamente), esos y otros temas afi nes fueron retomados por el comandante Ernesto Che Guevara en su ensayo Táctica y estrate-gia de la Revolución Latinoamericana, escrito entre octubre y noviembre de 1962 (Guevara [1962] 1970: 493-506). Es decir, en los meses en que Cuba nuevamente estuvo amenazada por una agresión militar directa de EEUU (con el mayoritario respaldo de Estados Miembro de la OEA)

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y, a su vez, envuelta en serias discrepancias con la URSS a causa de la manera inconsulta con el gobierno cubano con que el entonces secre-tario general del PCUS y primer ministro Nikita Jruschov (1958-1963) había abordado con el presidente Kennedy la solución negociada de la llamada “crisis de los misiles” de octubre de 1962 (Lechuga, 1995).

El análisis y la evolución de esa crisis, que puso al mundo al bor-de de una guerra nuclear, así como sus antecedentes mediatos e inme-diatos, trascienden el propósito de este ensayo. Sin embargo, conviene recordar que, previamente, y a pesar de los múltiples confl ictos que ya caracterizaban sus interacciones con la mayor parte de los gobiernos de América Latina, el Gobierno Revolucionario cubano formalizó su adhesión al Tratado de Montevideo que, en 1960, había dado origen a la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC). No obstante, bajo la presión estadounidense y vulnerando las bases jurídicas de ese tratado, la Conferencia de las Partes Contratantes efectuada en México a comienzos de septiembre de 1962 rechazó la adhesión cubana (Lechuga, 1991: 228). En los años posteriores, ese desatino contribuyó a cerrar la posibilidad de que pudiera concretarse el Mercado Común de los 20 es-tados independientes o formalmente independientes de América Latina que el líder de la Revolución Cubana había propugnado desde 1959.

Lo antes dicho, así como la decisión de la IX Reunión de Con-sultas de Ministros de Relaciones Exteriores de la OEA (efectuada en Washington entre el 21 y el 26 de julio de 1964) de compulsar a los Estados Miembro que aún no lo habían hecho para que rompieran sus relaciones diplomáticas, comerciales y consulares con Cuba, obligó al liderazgo político y estatal, así como a las organizaciones populares que actuaban en la sociedad política y en la sociedad civil cubanas, a plantearse nuevas estrategias dirigidas a convertir en realidad sus utopías nuestramericanas. Esto implicó su reconocimiento de que para que pudiera avanzarse en su “integración económica y política” eran imprescindibles importantes avances en las multiformes luchas por la democracia, así como por liberación nacional y social de América Latina y el Caribe. Mucho más porque, previo a la reunión de la OEA antes referida, el nuevo presidente de EEUU, Lyndon B. Johnson (1963-1969), había impulsado exitosamente un nuevo golpe de Estado en Bra-sil (mayo de 1964). Este inauguró la serie de dictaduras militares y regímenes de seguridad nacional que se instalaron durante dos décadas en la vida política de buena parte del continente americano.

Por todo lo antes dicho y por otros elementos excluidos en aras de la síntesis, la Declaración de Santiago de Cuba aprobada por el pueblo cubano, a propuesta del primer ministro Fidel Castro, el 26 de julio de 1964, rechazó “las cínicas, descaradas e injustas sanciones” impuestas al gobierno cubano por la IX Reunión de Consultas de Ministros de

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Relaciones Exteriores de la OEA, volvió a descalifi car política y mo-ralmente a ese organismo para “juzgar y sancionar a Cuba” y repudió “las insolentes amenazas de agresión armada contenidas en esa decla-ración”. Igualmente advirtió que “si no cesan los ataques piratas que se realizan desde territorio norteamericano y otros países de la cuenca del Caribe, así como el entrenamiento de mercenarios para realizar actos de sabotaje contra la Revolución Cubana, así como el envío de agentes, armas y explosivos al territorio de Cuba, el pueblo de Cuba se considerará con igual derecho a ayudar con los recursos a su alcance a los movimientos revolucionarios en todos aquellos países que practi-quen semejante intromisión en los asuntos internos de nuestra Patria” (AGNPC, [1964] 1971: 177-180).

La validez de esa declaración adquirió mayor trascendencia cuando los gobiernos constitucionales de Uruguay, Chile y Bolivia de-cidieron acatar la antes mencionada resolución de la OEA. Por con-siguiente, el cerco hemisférico contra la Revolución Cubana sólo fue vulnerado por sucesivos gobiernos de Canadá y México, en tanto todos los gobiernos de las islas y territorios continentales del Caribe angló-fono que fi nalmente obtuvieron su independencia política formal en esos años (Jamaica, Trinidad y Tobago, Barbados, Guyana) también acataron las exigencias del gobierno estadounidense. Entre otras razo-nes, por la infl uencia que habían logrado en esos gobiernos las fuerzas políticas derechistas, respaldadas por el gobierno británico.

A MODO DE CONCLUSIÓNEn esas condiciones, la mayor parte de las utopías nuestrameri-

canas elaboradas por la Revolución Cubana y asumidas como propias por diversos destacamentos de la izquierda política y social de Nuestra América tuvieron que tratar de realizarse por vías predominantemente armadas. Así quedó consignado en la Declaración General de la prime-ra (y, a la postre, única) Conferencia de la Organización Latinoame-ricana de Solidaridad (OLAS), efectuada en La Habana en agosto de 1967 (OLAS, [1967] 2007). Sin embargo, sobre la base de los ya referidos enunciados de la Segunda Declaración de La Habana, el gobierno revo-lucionario cubano expresó su multifacética solidaridad con todos los procesos de cambios favorables a los intereses nacionales y populares, al igual que a todos los procesos de descolonización que, en los años posteriores, se desarrollaron en diferentes países de América Latina y el Caribe, con independencia de los actores sociales y políticos que los impulsaron, de las vías empleadas para acceder al gobierno y a otros espacios del poder político, así como de su mayor o menor identifi cación con los ideales del socialismo. Igualmente, comenzó a establecer rela-ciones ofi ciales diferenciadas con aquellos gobiernos latinoamericanos

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y caribeños que, encabezados por el gobierno de la Unidad Popular chi-lena presidido por Salvador Allende (1970-1973), desacataron los antes referidos acuerdos de la OEA.

Esa política −al igual que la incorporación de Cuba a la enton-ces naciente Organización Latinoamericana de Energía (OLADE), y al Sistema Económico Latinoamericano (SELA)− fue refrendada por el Primer Congreso del PCC (DOR, 1975); pero sobre todo en la primera constitución socialista de la República de Cuba, aprobada por el 97,6% de los ciudadanos y ciudadanas mayores de 16 años del país en el plebis-cito realizado el 15 de febrero de 1976. En ésta se sintetizó la aspiración del pueblo cubano “a integrarse con los países de América Latina y del Caribe, liberados de dominaciones externas y de opresiones internas, en una gran comunidad de pueblos hermanados por la tradición his-tórica y la lucha común contra el colonialismo, el neocolonialismo y el imperialismo, en el mismo empeño de progreso nacional y social” (DOR, 1976a).

Aunque a partir de la segunda mitad de la década de 1980, fue invirtiéndose la antes referida correlación entre “la integración” y “la liberación” de América Latina y el Caribe (de hecho, “la integración” se valoró como condición necesaria, aunque no sufi ciente, para “la libera-ción” del continente),3 esas utopías fueron ratifi cadas por la Asamblea Nacional del Poder Popular (ANPP) en las reformas constitucionales de 1992 y de 2003. A pesar del derrumbe de los “falsos socialismos” euro-peos y de “la implosión” de la URSS (1991), ambas reformas ratifi caron el carácter socialista de la Revolución, reiteraron los principios antiim-perialistas, anti-colonialistas, anti-neocolonialistas, tercermundistas e internacionalistas que habían guiado la política exterior de la República de Cuba. Entre ellos, “su voluntad de integración y colaboración con los países de América Latina y el Caribe, cuya identidad común y necesidad histórica de avanzar juntos hacia la integración económica y políti-ca para lograr la verdadera independencia, nos permitiría alcanzar el lugar que nos corresponde en el mundo” (Dirección de Legislación y Asesoría del Ministerio de Justicia, 2004).

Por todo lo antes dicho puede afi rmarse que cinco décadas des-pués del 1º de enero de 1959 la realización de sus utopías primogé-

3 Desde “la batalla contra la deuda externa” (1985-1988) hasta la actualidad, Fidel Castro ha insistido en más de una ocasión que “la integración política y económica de América Latina y el Caribe” es precondición para la realización de los cambios sociales, econó-micos, políticos e ideológico-culturales, internos y externos, que necesitaba y necesita ese continente. Incluso, llegó a afi rmar que esa “integración”, aunque sea sobre bases capitalistas, es la única forma de que el continente sobreviva a los duros embates de la “globalización neoliberal” impulsada por las principales potencias imperialistas (Cas-tro, 1993).

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nitas sigue guiando la proyección externa de la Revolución Cubana. Mucho más porque cada día se hace más evidente que el porvenir de la transición socialista que se desarrolla en ese país estará íntimamente vinculado al desenlace de la dinámica entre la revolución, la reforma, el reformismo, la contrarreforma y la contrarrevolución, así como en-tre “la liberación” y “la integración” que otra vez se está desplegando en América Latina y el Caribe (Suárez, 2007). Del mismo modo que la búsqueda de soluciones reformadoras y revolucionarias a las con-tradicciones antagónicas y no antagónicas que están afectando a la economía, la sociedad y el sistema político cubano (agudizadas por las superpuesta crisis que afectan al sistema capitalista mundial) tendrán una signifi cativa importancia en la maduración (o el retraso) de las condiciones subjetivas imprescindibles para la edifi cación, en diversos países de “nuestra súper patria común”, del ahora llamado “Socialismo del Siglo XXI” y, por tanto, para llevar a vías de hecho los diversos proyectos “pos-neoliberales”, “pos-capitalistas” y antiimperialistas que en la actualidad se están desplegando en el continente americano (Re-galado, 2008).

En ese contexto, recobra toda su importancia el llamado de Mar-tí: “Estos no son tiempos para acostarse con el pañuelo en la cabeza, sino con las armas de almohada […]; las armas del juicio, que vencen a las otras. Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra”. Tam-bién su vigente convocatoria: “Ya no podemos ser el pueblo de hojas, que vive el aire, con la copa cargada de fl or, restallando o zumbando, según acaricie el capricho de la luz, o lo tundan y talen las tempestades; ¡los árboles se han de poner en fi la, para que no pase el gigante de las siete leguas! Es la hora del recuento y la marcha unida, y hemos de andar en cuadro apretado como la plata en las raíces de los Andes” (Martí, [1891] 1974: 21 y 22).

De esa unidad en la diversidad de los pueblos, de su “nueva” y “vieja” izquierda política, social e intelectual, así como de los gobier-nos latinoamericanos y caribeños, más o menos reformadores, revolu-cionarios o simplemente progresistas actualmente instaurados en ese continente, mucho dependerá que en el futuro previsible la Revolución Cubana pueda continuar siendo “un baluarte de libertad” y pueda ver realizadas sus utopías vinculadas a la liberación del continente de do-minaciones externas y opresiones internas, así como, sobre todo, su anhelada y cada vez más necesaria integración económica y política con Nuestra América.

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A MANERA DE INTRODUCCIÓNComo es de conocimiento generalizado, desde el momento mismo de la Conquista y el proceso de colonización, Centroamérica, ha sido un área geográfi ca de sumo valor estratégico para los intereses económi-cos, militares, políticos, culturales, de las grandes potencias metro-politanas.

Siempre fue un leit motiv buscar a través del istmo una vía intero-ceánica, la cual permitiera el tránsito de un gran océano a otro. Además de obtener las riquezas del suelo y del subsuelo −sin pago alguno−, para lo que contaron siempre con la venia de los gobernantes de turno de los distintos países del área.

Son innumerables los ejemplos de procesos de ocupación, de supuestos Convenios o Tratados e intervenciones diplomáticas, para obtener los benefi cios que consideraban las potencias de occidente ne-cesarios y precisos para el cumplimiento de sus objetivos.

Eso fue así desde que se instaló la estructura de dominación político-administrativa de la Corona Española, durante el proceso de

Gerardo Contreras*

EL CARÁCTER DE LAS RELACIONES INTERNACIONALES: EL CASO UNIÓN

EUROPEA – CENTROAMÉRICA DE CARA AL ACUERDO DE ASOCIACIÓN

* Historiador. Catedrático de la Universidad de Costa Rica. Especialista en Historia Po-lítica con énfasis en América Latina. Miembro del Comité Internacional de la Cátedra Bicentenario Latinoamericano.

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conquista y colonización, hasta hoy, en los marcos de la globalización económica y de la denominada posmodernidad.

Ayer fue la explotación del añil, algodón, cacao, café, caña de azúcar, ganado vacuno; luego fue la imposición de un “modelo de susti-tución de importaciones”, engañando con el argumento de que el istmo centroamericano entraba en la etapa de franca industrialización.

Luego, en un nuevo contexto geopolítico a nivel mundial Luis −a raíz de la desaparición y extinción del denominado “socialismo real” en Europa del Este− de integración de los megamercados en distintas lati-tudes (Tigres Asiáticos, Unión Europea, NAFTA), y con plena ejecución de las políticas neoliberales a nivel planetario, el escenario obviamente cambió de modo radical.

Y a ello debemos agregar el desarrollo impetuoso de la revolución científi co-tecnológica, la cual en el mundo contemporáneo ha conllevado a lo que se ha dado en denominar tecnología de punta, ahí donde la ciber-nética, informática, robotización, telemática, son hoy la constante de un mundo muy “civilizado”, por un lado, pero por otro, donde los niveles de pobreza y de deshumanización alcanzan niveles nunca antes vistos.

Es en este contexto que, de modo conjunto, la Unión Europea y los gobiernos de Centroamérica acordaron elaborar un tratado de co-mercio internacional en lo esencial, con dos componentes −si se quiere un tanto novedosos−; ellos son: Diálogo Político y Cooperación.

Han avanzado de modo considerable, y es muy posible que el Acuerdo Final esté listo y fi niquitado a mediados de año en curso; pero eso sí, debe tenerse en consideración que el carácter de las relaciones internacionales Unión Europea-Centroamérica podría sufrir algunas variantes −que en ningún momento son de orden estructural– en los marcos de la política económica, social, cultural.

Sin temor a equivocarnos, se podría afi rmar que el carácter de estas relaciones internacionales siempre va a tener una parte que es la que obtiene ganancias sustanciales, y la otra, obtendrá pírricas, o sea, similar a las mejores épocas del colonialismo español y portugués; no es más que un canje de “oro por cuentas de vidrio”.

ANTECEDENTES AL INICIO DE LAS NEGOCIACIONES DE UN ACUERDO DE ASOCIACIÓNEn el marco de la IIª Cumbre de Jefes de Estado de América Latina, El Caribe (ALC) y Europa (UE) en Madrid en el año 2002, se acordó entre Centroamérica y Europa lanzar la negociación de un Acuerdo de Diálogo Político y Cooperación entre ambas regiones, como un primer paso hacia una asociación más amplia que incluyera posteriormente un acuerdo comercial. Ese Acuerdo de Diálogo Político y Cooperación se fi rmó en Roma en el 2003, aunque todavía está pendiente su ratifi -

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cación en el Parlamento Europeo y en el resto de los parlamentos cen-troamericanos. En la IIIª Cumbre ALC-UE en Guadalajara en el 2004, Centroamérica y la UE defi nieron impulsar un Acuerdo de Asociación, que incorporara los capítulos ya negociados de diálogo político, coope-ración y además la creación de una zona de libre comercio entre ambas regiones. Desde el inicio la Unión Europea puso como condición que Centroamérica fuese alcanzando un nivel alto de integración económi-ca, colocándole como una exigencia inicial europea la ratifi cación de la Unión Aduanera Centroamericana.

En la IV Cumbre de América Latina, Caribe y Unión Europea, celebrada en Viena en el 2006, se toma el acuerdo ofi cial de iniciar las negociaciones para la fi rma de un Acuerdo de Asociación entre Centro-américa y Europa. Un elemento que le da fuerza a las negociaciones es la ratifi cación en casi todos los países centroamericanos del TLC con los Estados Unidos; los gobiernos establecen que, después de los Esta-dos Unidos, tenían que continuar su estrategia de apertura comercial y liberalización con Europa.

Ante los cuestionamientos públicos que se empezaron a hacer tanto en Europa como en Centroamérica por parte de los movimientos sociales, y ante el descrédito que signifi có la forma arbitraria y anti-democrática en que se aprobó en todos los países centroamericanos el TLC con los Estados Unidos, la Unión Europea inició una campaña para explicar que la negociación con Centroamérica y con la Región Andina no era para fi rmar un Tratado de Libre Comercio similar al suscripto con los Estados Unidos, sino que era otra cosa, un Acuerdo de Asociación que tenía tres pilares fundamentales: Diálogo Político, Cooperación y un Acuerdo Comercial de Libre Comercio.

La Unión Europea también, antes de iniciar las negociaciones, puso tres condiciones: que se tuviera fi nalizado el proceso de integra-ción aduanal centroamericana, que se ratifi cara el Tratado Centroame-ricano sobre Inversiones y Servicios, y que además se negociara no en forma bilateral, sino como bloques regionales, por lo que Centroaméri-ca tendría que tener un solo Jefe Negociador, al igual que Europa.

Esos condicionamientos por poco no permiten iniciar las nego-ciaciones, el tema aduanal no avanzaba con celeridad, por lo que la misma Unión Europea aceptó que se adoptara el acuerdo de que se bus-caría tener aprobada la Unión Aduanera Centroamericana para antes de que fi nalizaran las negociaciones del Acuerdo de Asociación. Tam-bién accedió a que no se tuviera un solo jefe negociador por Centroamé-rica, dada la férrea oposición del Gobierno de Costa Rica, accediéndose fi nalmente a tener jefaturas y vocerías rotativas por país en cada ronda de negociación. El tratado regional de inversiones y servicios nunca se volvió a colocar sobre la mesa.

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CARACTERÍSTICAS DE LA RELACIÓN UNIÓN EUROPEA Y CENTROAMÉRICALo primero que es evidente al mirar las cifras de la relación comercial entre Centroamérica y Europa es que son absolutamente insignifi cantes. Las exportaciones de Centroamérica hacia la Unión Europea represen-tan únicamente el 0,40% de las importaciones totales de Europa, y para Europa, del total de sus exportaciones globales, las que tienen como destino Centroamérica sólo representan el 0.34%. Eso sí, para Centro-américa, la Unión Europea es el segundo socio comercial después de los Estados Unidos,1 dado que el 13% del total de sus importaciones totales provienen de Europa. Estos números son elocuentes a pesar de que Cen-troamérica goza del Sistema de Preferencias Generalizado SGP Plus22; lo importante para Europa es el crecimiento de las inversiones en Cen-troamérica por parte de sus multinacionales europeas; dicha inversión ha aumentado de un 2% como promedio a fi nes de los años 90 a más del 10% en los años 2000. Particularmente en el sector servicios, a partir de los procesos de privatización en la región, una característica de la rela-ción comercial entre Europa y Centroamérica es la alta concentración de la actividad comercial, dado que el 60% de las exportaciones centro-americanas que van a Europa salen de Costa Rica y, por otra parte, el principal receptor de las inversiones europeas es Panamá, en función de sus facilidades fi nancieras y de transporte por el tema del Canal.

Esta situación tiene una clara complicación para la Unión Euro-pea, primero porque Panamá no forma parte ofi cial de la negociación del acuerdo de asociación, ya que está simplemente como observador, y segundo porque Costa Rica es el país menos integrado a la región, no forma parte del Parlamento Centroamericano (PARLACEN), tampoco forma parte de la Corte Centroamericana de Justicia, ni de la política migratoria denominada CA4 (aprobada por Guatemala, Honduras, Ni-caragua y El Salvador), y es el país que más objeciones ha colocado al tema de la Unidad Aduanera Centroamericana.

Tampoco en términos de cooperación desde la Unión Europea con Centroamérica la relación ha sido signifi cativa, a pesar de que exis-

1 Sin considerar el comercio intrarregional, dado que para todos los países de Centro-américa, después de Estados Unidos, el segundo socio comercial es la misma región, y, en tercer lugar, Europa.

2 El Sistema Generalizado de Preferencias (SGP plus) entró en vigencia en los años 90 como una concesión unilateral de la Unión Europea a los países en desarrollo. Primero se otor-gó a los países andinos bajo el nombre de “SPG Droga” y a partir de Julio 2005 ingresan los países centroamericanos bajo el formato “SPG Plus”. El sistema concede la reducción o eliminación total de aranceles o impuesto de entrada a los países que resulten favore-cidos. Bajo este sistema actualmente un 90% de las exportaciones centroamericanas a Europa están con arancel cero o muy bajo, abarcando un total de 3.600 productos.

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te la idea de una fuerte presencia europea de cooperación; según los datos ofi ciales, la cooperación para el período 2002-2006 ha tenido los siguientes montos:

Es evidente que el propósito de la Unión Europea con este Acuer-do de Asociación con Centroamérica está más orientado a pelear políti-camente un espacio de infl uencia económica a los Estados Unidos, que por la importancia económica que representa la región. Posiblemente, la presión de las transnacionales europeas se ha hecho sentir en los go-biernos europeos, con el fi n de alcanzar las mismas garantías que han obtenido las transnacionales estadounidenses luego de la fi rma del TLC de los Estados Unidos con Centroamérica. El otro objetivo político para los europeos está vinculado al estancamiento de las negociaciones de la Ronda de Doha en la Organización Mundial del Comercio (OMC), Eu-ropa pretende, con este Acuerdo con Centroamérica, destrabar bilate-ralmente los Temas de Singapur,33 garantizándose que con este acuerdo bilateral los gobiernos centroamericanos les brinden concesiones que no han obtenido en la OMC por estar estancadas las negociaciones.

EL ESTADO ACTUAL DEL PROCESO DE NEGOCIACIÓN DEL ACUERDO DE ASOCIACIÓNHasta el momento se han desarrollado cuatro rondas de negociación: la primera en San José-Costa Rica del 22 al 26 de Octubre de 2007; la segunda en Bruselas-Bélgica del 25 al 29 de Febrero de 2008; la tercera en San Salvador-El Salvador del 14 al 18 Abril de 2008 y la cuarta en Bruselas-Bélgica del 14 al 18 de Julio de 2008.

En razon de los últimos acontecimientos, acaecidos en la Repu-blica de Honduras, el proceso de Negociacion del Acuerdo de Asocia-ción ha sufrido un serio impasse. Ello implica que las negociaciones se han paralizado ofi cialmente hasta tanto se resuelva la crisis política

3 Nos referimos a los cuatro temas básicos: Compras del Sector Público, Inversiones, Competencia y facilitación del comercio en los que Europa pretende que Centroamérica les brinde condiciones favorables a sus transnacionales.

Nicaragua 207.4 millones de €

Honduras 147.0 millones de €

El Salvador 60.6 millones de €

Guatemala 93.0 millones de €

Costa Rica 31.5 millones de €

Panamá 24.3 millones de €

Fuente: BCIE. Tegucigalpa (2008)

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que se vive en Honduras; esa ha sido, la postura ofi cial de los restantes Gobiernos de Centroamérica y de la Unión Europea.

Por tanto, lo previsto en el sentido de que el Acuerdo de Asociación fi nalizara sus negociaciones en el primer semestre del 2009 no fue posible.

Ha habido, eso sí,, reuniones informales de los Ministros de Co-mercio Exterior de los restantes países del área, y ellos han manifestado públicamente que no pueden avanzar por mas interés que demuestren.

Asimismo, como la Unión Europea ofi cialmente no ha reconocido al Gobierno de facto de Honduras, ello ha sido otro elemento sustancial que ha detenido las negociaciones comerciales y políticas.

COMPONENTE DE ACUERDO COMERCIAL DE LIBRE COMERCIOEste es el principal tema de la negociación para los equipos negocia-dores de ambas regiones, y en el cual ha habido algunas resistencias y divergencias. La negociación se inició con tres defi niciones básicas por parte de Europa; la primera fue establecer 12 subgrupos de trabajo en el tema comercial: Acceso a Mercados; Obstáculos Técnicos al Comercio; Medidas Sanitarias y Fitosanitarias; Reglas de Origen; Procedimientos Aduaneros; Instrumentos de Defensa Comercial; Comercio de Servicios y Establecimiento; Contratación Pública; Propiedad Intelectual; Com-petencia, Comercio y Desarrollo Sostenible; y Solución de controversias y aspectos institucionales. Algunos de los subgrupos incluso iniciaron las discusiones con base en textos presentados por la UE.

La segunda defi nición fue que Centroamérica aceptaba que se incorporaran como parte de la negociación los cuatro Temas de Singa-pur: Inversiones, contratación pública, políticas sobre competencia y facilitación del comercio; a cambio, la Unión Europea se comprometía a reconocer las diferencias o asimetrías y tenerlas en cuenta en todas las áreas de negociaciones comerciales.

La tercera defi nición por parte de la Unión Europea fue que la base de las negociaciones comerciales sería las actuales preferencias arancelarias dadas por Europa a Centroamérica bajo el SPG Plus; la UE argumenta que se trata de una negociación nueva y se busca lograr condiciones mejores a partir de los aranceles establecidos en la OMC.

A la fecha se han logrado algunos acuerdos básicos; el primero tiene que ver con las canastas de desgravación arancelaria, se han esta-blecido las siguientes: la canasta A incluye todos los productos con libre comercio o cero arancel desde el primer día de vigencia del Acuerdo; la canasta B, que plantea desgravación en tres años; la canasta C, cuyo plazo sería de cinco años; la canasta D, de siete años; la canasta E, con plazo de 10 años como máximo, y fi nalmente la canasta F o “cajón”, que contendrá todos los bienes sensibles o más difíciles de negociar para cada bloque y que podrían tener plazos mayores a los 10 años.

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El principal punto de divergencia en este momento es en el tema de las ofertas de acceso a mercados. Europa hizo una primera oferta en el marco de la IIIª Ronda en la que ofreció simplemente un 43% de partidas arancelarias en libre comercio o bajo arancel, dejando por fuera productos sensibles para la región como son: café, banano, piña y hortali-zas. Específi camente para Costa Rica quedan por fuera además palmito, yuca y frutas tropicales. En el marco de la IVª Ronda, Europa ha hecho una nueva propuesta que se acerca al 90% de partidas arancelarias, pero dejando por fuera productos como el banano, azúcar y otros que son muy importantes para la región. Centroamérica, por su parte, ha hecho una oferta del 80% de partidas arancelarias en libre comercio, pero Europa exige que sea el 90%. En esta última IVª Ronda la Unión Europea ha se-ñalado que estaría dispuesta a ofrecer el 90% que está amparado al SGP Plus, pero a cambio de que Centroamérica amplíe su oferta de arancel 0 o libre comercio inmediato al 90% de las exportaciones europeas.

En fi n, que la pugna ha estado principalmente por cuanto Europa no quiere abrirle sus mercados a productos agrícolas centroamericanos cuya comercialización exportadora está básicamente en manos de trans-nacionales estadounidenses; nos referimos principalmente al banano, el café, la piña. Por su parte, los gobiernos centroamericanos defi enden a los grandes productores de arroz, azúcar, pollo, carne de res y hortalizas frente a la competencia de los productores europeos. En el tema comer-cial, se han evidenciado las divergencias de los gobiernos centroameri-canos, ya que El Salvador, Guatemala y Honduras han planteado que la oferta europea de mercados es bastante satisfactoria, Costa Rica ha dicho que no es aceptable principalmente por no incluir el banano y la piña, los dos productos en manos de transnacionales estadounidenses.

Al fi nalizar la IV Ronda de Negociación el balance en el tema co-mercial es bastante complejo; por un lado, la Unión Europea solamente ha señalado su intención de tomar de base de negociación el SGP Plus a partir de la siguiente ronda, siempre y cuando Centroamérica amplíe su oferta de desgravación, quedando por fuera de dicho régimen produc-tos como: banano, azúcar, yuca, carne y los que tienen alto contenido de azúcar como chocolates, conservas, confi tes y cacao. El banano es un punto de fricción central para Guatemala, Nicaragua y Costa Rica, país en el que el banano representa el 23% del total de sus exportacio-nes a la UE. Por su parte, Europa terminó cuestionando la limitada oferta centroamericana para abrir su mercado en telecomunicaciones, inversiones, vehículos, productos químicos y textiles. Y los empresarios terminaron cuestionando que la UE no hubiese incorporado al SGP Plus el etanol y los camarones congelados. En fi n, nadie está quedando satisfecho en el tema de acceso a mercados después de cuatro rondas, eso sin tomar en cuenta que está totalmente pendiente de negociar uno

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de los puntos críticos como son las medidas fi tosanitarias que establece la UE.

Con respecto a la Unión Aduanera Centroamericana, la Unión Europea sigue presionando para que se avance en su ratifi cación, dado que eso le signifi cará que sus transnacionales pagarán una sola vez im-puestos por sus productos al ingresar a la región y no en cada país como sucede actualmente. Obviamente negocio redondo. Sobre los demás temas del componente comercial, siguen avanzando en las conversa-ciones, pero básicamente el tema de mayor sensibilidad es el de acceso a mercados.

De cara a la Vª Ronda de Negociación del 6 al 10 de Octubre en Ciudad de Guatemala, se señala que los gobiernos de Centroamérica exigirán a Europa acceso a azúcar, etanol, banano, camarones, tila-pia, raíces y tubérculos principalmente, productos que hoy no están dentro del SGP-PLUS; como se puede notar, son los productos que in-teresan a los grandes capitales centroamericanos y a las transnaciona-les estadounidenses. Uno de los aspectos centrales para los gobiernos centroamericanos es lograr fl exibilizar el tema de las reglas de origen, principalmente en el sector textil, y la fl exibilización también por parte de Europa en el tema de los aspectos fi tosanitarios.

Del lado europeo se señala que exigirá mayor apertura en secto-res como automóviles, productos farmacéuticos, componentes electró-nicos, servicios y fi nanzas. La pelea central para Europa será normar el tema de las denominaciones de origen en productos alimenticios que son utilizadas en Centroamérica sin consentimiento europeo, por ej.: jamón serrano, chocolates belgas, vinos y quesos, entre otros.

Tanto empresarios centroamericanos, como representantes de gobiernos centroamericanos, señalan que la Vª Ronda de Negociación será más compleja por cuanto al entrar a negociar producto a producto, cada país y sector defenderá sus propios intereses y los consensos serán más difíciles de mantener. Lo que privará será el interés de cada sector económico por obtener las mayores ganancias independientemente de los intereses nacionales o sectoriales.

COMPONENTE DE DIÁLOGO POLÍTICOEste componente, al igual que el de Cooperación, es simplemente un elemen-to accesorio del Acuerdo, dado que al tema que le ponen atención y debate principalmente los gobiernos es al tema comercial. En Diálogo Político la Unión Europea empezó planteando tres cláusulas de inclusión obligatoria:

a. La no proliferación de armas de destrucción masiva.b. El combate contra el terrorismo o cláusula antiterrorista.c. El reconocimiento de la Corte Penal Internacional para el tema

de crímenes a nivel internacional.

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El tema de la Corte Penal Internacional provocó una reacción muy fuerte de Guatemala, El Salvador y Nicaragua, que no han ratifi -cado el Estatuto de Roma; incluso señalaron que era una intromisión de Europa en los asuntos internos de sus países; la Unión Europea tuvo que fl exibilizar su posición y señalar que era una recomendación el que se adhirieran a la CPI.

Los temas principales que se están abordando en el componente de diálogo político son: democracia; derechos humanos y buena gober-nanza; justicia, libertad y seguridad; cohesión social y desarrollo social. El objetivo central para la Unión Europea en el componente de Diálogo Político es alcanzar acuerdos que permitan tener posiciones conjuntas en el ámbito internacional, o sea que Centroamérica respalde las pos-turas Europeas en los organismos internacionales.

Centroamérica, además, ha colocado como temas: migración, seguridad ciudadana y desarrollo sostenible. El tema migratorio es el más sensible, dada la última ley aprobada por el Parlamento Europeo que endurece los requisitos migratorios y aumenta la represión a los/as migrantes, y no hay ningún avance sobre este tema. Se ha señalado que el tema ha quedado para ser abordado en la Vª Ronda en Guatemala, sin poner ninguna presión por parte de los gobiernos centroamericanos ante una situación que afecta a miles de centroamericanos (as), con el endurecimiento de las medidas migratorias por parte de Europa.

COMPONENTE DE COOPERACIÓNLa base para la discusión del tema de Cooperación ha sido el Docu-mento de Estrategia regional América Central de la UE para el período 2007-2013, que ya está aprobado. Lo que se ha acordado a la fecha son los temas sobre los cuales se debatiría, que tienen relación con el docu-mento anteriormente mencionado.

Democracia, derechos humanos y buen gobierno.Justicia, libertad y seguridad.Desarrollo y cohesión social.Medio ambiente y manejo sostenible de los recursos naturales.Desarrollo económico.Integración regional.Cultura.Sociedad de la información y ciencia y tecnología.4

Hay que señalar que, en algunos casos, los temas de Diálogo Po-lítico y Cooperación se convierten en transversales. Centroamérica ha

4 Asociación Latinoamericana de Organizaciones de Promoción al Desarrollo A.C. (ALOP). Observatorio Social de las Relaciones Unión Europea-América Latina. Brief/05. Abril 2008. Bruselas, Bélgica.

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planteado dos propuestas que han sido rechazadas frontalmente por Europa; la primera tuvo que ver con la intención de que se discutieran montos de Cooperación, a lo cual la UE respondió que en el marco del Acuerdo de Asociación se negocia lo conceptual y parámetros para la co-operación entre las partes, pero no se negocian montos o programas de cooperación. Señalando, además, que las estrategias de cooperación y los montos de la Unión Europea para Centroamérica ya están defi nidos para el período 2007-2013, y no forman parte de la negociación. Cual-quier revisión sobre montos se podría discutir a lo sumo en el 2010.

La otra propuesta centroamericana que tampoco ha sido acep-tada hasta el momento por parte de Europa en el componente de Co-operación es la creación de un Fondo Común Económico y Financiero, impulsado por Nicaragua, con el cual los países centroamericanos pue-dan desarrollar los compromisos que se asuman en el componente de Diálogo Político. La respuesta europea ha sido la de crear simplemente un fondo para promover la competitividad de pequeñas, medianas y microempresas.

EL PAPEL DE LOS MOVIMIENTOS SOCIALES Y REDES FRENTE AL ACUERDO DE ASOCIACIÓNTal y como se esperaba, el proceso de consulta y participación de la “so-ciedad civil” desarrollado en el Acuerdo ha sido muy similar al que se estableció en el TLC con Estados Unidos. Procesos nada participativos, con “cuartos adjuntos” que son simplemente de escucha de informes, sin acceso a los documentos ofi ciales. Incluso hasta los mismos sectores empresariales han exigido tener acceso directo a la negociación, algo que se les ha negado por parte de los gobiernos.

A pesar de los ofrecimientos que hizo Europa de que sería un proceso de negociación abierto y transparente, la verdad es que nada de eso se ha cumplido. Después de cuatro rondas, el secretismo ofi cial es la norma. Las instancias formales que se han establecido como interlo-cutores de la “sociedad civil”, en Europa el Consejo Económico Social (CES), y en Centroamérica el (CC-SICA), por un lado, son espacios poco representativos de la pluralidad y diversidad del movimiento popular y social de ambas regiones, y, por otra parte hasta ahora solamente han tenido algunos espacios no ofi ciales en los que han llegado delegaciones de los negociadores para escucharles unos minutos.

Es evidente que el Acuerdo con Europa no ha logrado generar la movilización y oposición que provocó el TLC con los Estados Unidos. La primera acción de movilización opositora se hizo en el marco de la III Ronda en el mes de Abril en El Salvador, convocada por la Alianza Social Continental y organizaciones salvadoreñas. Hasta ahora, lo que ha habido es un seguimiento a los procesos de negociación por parte

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de algunas redes; en el caso de las organizaciones europeas, su acción se ha circunscrito a monitorear la negociación y presentar algunas propuestas, señalando que las posibilidades de movilización contra el acuerdo en Europa son muy limitadas.

El desafío que tiene el movimiento social en su conjunto es lo-grar romper el nivel de desinterés y desinformación existente sobre el Acuerdo de Asociación, y poder generar niveles de movilización que obliguen a variar el carácter de la negociación. Después de cuatro ron-das de negociación, lo que es claro es que el Acuerdo de Asociación es un acuerdo de carácter neoliberal promotor del libre comercio, que pretende terminar de apropiarse de nuestros recursos naturales y ter-minar de desmantelar nuestros Estados, para facilitar la acción de las transnacionales y capitales europeos. La Unión Europea no es menos depredadora que los Estados Unidos en esta negociación, aunque tiene un estilo distinto, menos confrontativo que los estadounidenses.

Por parte de los gobiernos centroamericanos, el entreguismo en la negociación es total; hasta ahora hay una tímida postura de Nicara-gua, respaldada también tímidamente por Honduras, de que las nego-ciaciones van demasiado rápido y que debería bajársele la velocidad a ellas a fi n de tener condiciones favorables para refl exionar y presentar propuestas más consensuadas. Ni siquiera la nueva ley migratoria euro-pea ha hecho que los gobiernos centroamericanos asuman una postura de cuestionamiento frontal a sus contrapartes europeas; estamos muy lejos de las posiciones fi rmes de los gobiernos de Bolivia y Ecuador, que han provocado que Europa suspenda la negociación con la región andi-na. Esto puede tener repercusiones en Centroamérica, estimulando el avance de la negociación, con el fi n de demostrar que la región está “bien portada” y no sigue los malos ejemplos de “los radicales andinos”.

CONCLUSIÓNEn conclusión, el Acuerdo de Asociación en muy poco benefi cia a la re-gión y a nuestros pueblos, y lo que busca es simplemente darle mejores condiciones a las transnacionales europeas, aún más allá de lo que ya han entregado los gobiernos centroamericanos en la OMC. El fracaso de la última conferencia ministerial de la OMC y la negativa de la Unión Europea a fi rmar el acuerdo sobre banano alcanzado con los países latinoamericanos, pone posiblemente en una situación complicada a los negociadores de los gobiernos centroamericanos, porque posiblemente Europa va a endurecer aún más sus posiciones, para ganar con este acuerdo lo que no ha obtenido en la OMC.

Ahora bien, no podemos dejar pasar inadvertido que en el contex-to de las negociaciones del Acuerdo de Asociación Unión Europea-Cen-troamérica, emergió con un ímpetu único la profunda crisis económica

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en los mercados fi nancieros de los países capitalistas desarrollados, crisis que se ha extendido, como es lógico, a otras áreas de la economía capitalista, esto es, agricultura, industria, agroindustria, comercio.

Todo indica que el Acuerdo de Asociación será una realidad en el corto plazo, pero lo que no podemos obviar como estudiosos de la historia política y económica es que el fundamento del sistema capita-lista es la búsqueda frenética de la máxima ganancia, la voracidad por los más altos réditos.

O sea, desde la óptica de la economía política, la reproducción ampliada del capital se logra a través del trabajo humano colectivo, ya que, por regla general, los salarios son bajos en relación con la riqueza que el trabajo ha creado; a ello agreguemos, en suma, la explotación de los recursos naturales, depredación de los ecosistemas del planeta, con el fi n de ahorrarse gastos y maximizar ganancias.

Así las cosas, hay que concluir comprendiendo que este Acuerdo de Asociación Unión Europea-Centroamérica se inscribe en ese pro-ceso histórico de la dialéctica de lo concreto, esto es, de la división internacional del trabajo y, por supuesto, no en términos de equidad sino en términos de la explotación del ser humano por el ser humano, y obviamente esto nos ha conducido y nos conduce al sendero del sub-desarrollo, sí, de las condiciones de vida de la clase trabajadora nada satisfecha, sino cada vez con más niveles de explotación y, hoy por hoy, en las condiciones del denominado capitalismo tardío, del eufemismo de defi nir las relaciones de trabajo como las relaciones con fl exibili-dad laboral, que no es más ni menos que retrotraer en gran medida las condiciones inhumanas con que ya se trabajó en los marcos de la Revolución Industrial, y que esas condiciones aún persisten, aunque parezca contradictorio, en los albores del siglo XXI.

De modo que no nos llamemos a engaño; para el caso de Centro-américa, este Acuerdo de Asociación con la Unión Europea, lo que hace es elevar a nuevos planos los niveles de la dependencia, y por tanto, el subdesarrollo persiste y seguirá persistiendo, habida cuenta de que es un craso error defi nir a los países periféricos como países con vías de desarrollo, eso ha sido y sigue siendo una falacia, y ello lo demuestran los índices macro y micro económicos, por más que se use un lenguaje grandilocuente y persuasivo, pero la realidad, que es terca, termina im-poniéndose. Huelga apuntar que el subdesarrollo ha sido, y sigue siendo la constante, mientras el capitalismo monopolista sea el que diseñe e imponga las reglas del juego.

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DISTANTE DEL ESCLARECIMIENTO DE UNA AUSENCIA como país aunque no como movimiento político, en tanto hubo acciones y conduc-tas políticas independentistas, la historiografía cubana y extranjera han analizado el desenvolvimiento de un modelo de revolución liberadora, iniciado en Cuba a partir de 1868, poseedor de juicios, criterios e inte-resantes valoraciones sobre el proceso latinoamericano precedente al de Cuba.

La determinación de la esencia de ese modelo en sus vínculos con el resto de América Latina aún requiere de nuevas profundizaciones científi cas. Hasta el presente sólo se habla del discurso político proce-dente del liderazgo, pero no de una real interiorización de los procesos conformadores de las repúblicas latinoamericanas en el nacional libe-rador de Cuba.

La historia seguirá narrándose en otros intentos. Quede éste, al menos, como una inicial contribución al entendimiento de un país y de una época que no tuvieron la misma suerte de sus hermanos latinoame-ricanos. La historia futura posibilitó, con creces, saldar esa deuda.

Mildred de la Torre Molina*

LA REVOLUCIÓN LATINOAMERICANA EN EL PROCESO NACIONAL CUBANO (1790-1830)

* Doctora en Ciencias Históricas. Investigadora Auxiliar del Instituto de Historia de Cuba y Profesora Auxiliar de la Universidad de La Habana. Ha publicado los libros El tempra-no independentismo en Cuba; El autonomismo en Cuba, 1878-1898; Confl ictos y cultura política en Cuba, 1878-1898 y La política cultural de la Revolución cubana, 1971-1988.

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LA REVOLUCIÓN FRANCESA Y EL BONAPARTISMOComo se dijo en otra oportunidad y es sumamente conocido, la Revolución Francesa constituyó el suceso europeo de mayor trascen-dencia en el mundo y en América Latina en particular a lo largo del siglo XIX (Torre Molina, 2007). Tampoco constituye un secreto que tanto los reformistas liberales como los conservadores criticaron fuer-temente los postulados esenciales de dicho acontecimiento, y que sólo los radicales alineados a la independencia nacional lo asumieron como paradigma del cambio social y de la modernidad capitalista.

De todas las publicaciones de los primeros años del XIX, la que más nítidamente expresó el criterio monárquico absolutista, anti enciclo-pedista y francamente contrario al suceso revolucionario de Francia fue, sin lugar a dudas, el folleto de José Arazuza, conocido bajo el seudónimo de El Patán Marrajo, titulado Conversación del cura de una aldea con dos feligreses suyos, refutando la nueva ilustración francesa (Arazuza, 1808).

En el diálogo de fi cción desarrollado por el autor, el cura de la aldea G... le dice al tío Antón y al Patán Marrajo que la Revolución Fran-cesa ha cometido más crímenes en nombre de la libertad que los empe-radores romanos, y les recuerda el crimen de Luis Capeto y su familia como resultado de los ideales de igualdad y fraternidad “esparcidos como semilla pestífera en los escritos de Rousseau y Voltaire”. Insistió en que el asesinato de la familia real era obra de la anarquía bajo la férula de Robespierre y Marat, a quienes califi có de “tigres errantes” (Arazuza, 1808: 8).

Los métodos empleados por los líderes republicanos franceses para destruir el poder monárquico mediante la eliminación de los reyes y sus familiares más cercanos podía sensibilizar a cualquier sociedad basada en la creencia de la perpetuidad divina de los reyes.

Por eso Arazuza, durante el diálogo fi cticio al asumir el papel del cura, expresó que el guillotinamiento de los reyes “demuestra el carácter de la igualdad y la fraternidad y también los efectos de aquella libertad fi losófi ca de Voltaire, que encamina a corromper los espíritus y a depravar las costumbres, a trastornar todas las leyes y todas las instituciones recibidas [...]” (Arazuza, 1808).

Sobre el tema anteriormente expuesto, reconoció que tanto la revolución como el fi nal de los reyes contaron con la anuencia del pue-blo francés, de ahí que lo califi cara de “bárbaro”, así como “a la nueva ilustración por lo que debe reputarse en el día por la nación más impo-lítica” (Torre Molina, 2007: 193-194).

En 1800, tanto los liberales como los conservadores de Cuba te-nían sus esperanzas cifradas en la acción mancomunada de los go-bernantes europeos contra los franceses para evitar la extensión del modelo revolucionario hacia el continente y su mundo ultramarino.

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El presbítero José Agustín Caballero, fundador de El Papel Perió-dico de la Habana, pionero de la prensa en Cuba, bien distante de las posiciones gubernamentales conservadoras, también se sumó a la críti-ca a la Revolución Francesa por su carácter radical y por su capacidad de emprender cambios sociales profundos. Obviamente, no dejaron de estar presentes sus matices:

Vemos la coalición dividida, los gobiernos conquistados fortale-cidos por nuestras ventajas; las facciones aterradas, desconcertadas y reducidas a la impotencia, de que inferimos que El Directorio no deja pasar el invierno sin aprovecharse de estas ventajas para hacer una paz gloriosa y permanente, que fi jará la suerte de la República (Papel Periódico de La Habana: 1800).

Hasta 1808, el criterio liberal y conservador exaltó la obra polí-tica y la personalidad de Napoleón Bonaparte por considerarlas como una suerte de sucesos posibilitadores de la destrucción de la Revolución Francesa.

Hubo diferentes ejemplos reveladores de la diversidad de opiniones favorables a la actuación bonapartista. En el artículo publicado por el pe-riódico La Aurora el 30 de septiembre de 1801, después de reseñar el ejerci-cio de la libertad de cultos religiosos y la formación y funcionamiento de nuevas instituciones civiles, valoraba a Napoleón “como un continuador de los mejores pensamientos de la revolución”, y a la vez afi rmaba que “con el Primer Cónsul se puso término” a la misma (La Aurora, 1802).

Se conocía, paso a paso, la actuación extraterritorial del líder corso y el avance del capitalismo por los territorios invadidos, y ello des-pertó simpatías en quienes, en España o en Cuba, deseaban reformas capaces de modernizar los principales renglones de la vida.

Inmediatamente después de los sucesos del 2 de mayo de 1808 en Madrid, y en la misma medida en que se fue comportando el movi-miento de resistencia del pueblo español contra Bonaparte, en Cuba las autoridades centrales y las provinciales mantuvieron una constante y prolífera comunicación en torno a la vigilancia de las costas para evitar cualquier infi ltración francesa.

Igualmente, como parte de la estrategia política para la conserva-ción de la colonia, dichas comunicaciones contemplaron un conjunto de actividades o actos de adhesión al rey Fernando VII y a la familia real, así como de total rechazo al intruso José Bonaparte. Hubo valoraciones sobre la personalidad de Napoleón y el carácter de su política hacia España, más bien en lo relativo a la destrucción del poder de la Casa Borbón y la pérdida de la integridad política. Sin embargo, el énfasis es-tuvo en la posible extensión del poder bonapartista hasta los dominios americanos y la consecuente destrucción de las capitanías generales, gobernaciones y virreinatos.

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En la proclama del 8 de agosto de 1808, el marqués de Somerue-los expresó que:

Vuestros caros hermanos están peleando con heroísmo que no conocieron griegos ni romanos, por libraros de la mayor de las calamidades, a saber, de caer bajo del yugo del más infame y execrable monstruo que conocieron los siglos, y de ser víctimas de sus ejércitos de saqueadores, bandoleros y asesinos que sólo esperan sojuzgar a la España (Marqués de Someruelos, 1808).

Por su parte, la prensa insular describió minuciosamente la lucha por la resistencia nacional del pueblo español. Los motivos son conoci-dos, pero se debe subrayar que con el relato de los acontecimientos se procuraba neutralizar los efectos negativos de la huída de los reyes de Madrid y el consecuente descabezamiento del trono. Lo anterior queda fehacientemente demostrado en los comentarios ofrecidos por el perió-dico La Aurora en su edición del 11 de noviembre de 1808:

Los héroes de Marengo, de Asterlitz, de Jena y de Eylau se han visto obligados a rendir sus armas, sus laureles y sus estrellas de honor, grandes y pequeñas, a los pies del ejército español, compuesto principalmente de hombres armados de cuchillos, de picos y de dagas (Radillo, 1810: L. 86, nª 4).

En la misma medida en que se ensalzaba el protagonismo del pue-blo y del ejército españoles en la lucha contra Bonaparte, se intentaba desacreditar a los líderes independentistas latinoamericanos. En virtud de ello, el mencionado periódico, en la edición anteriormente apuntada, dijo que Francisco de Miranda, otro rabioso demócrata, pretendió, junto con el anterior vicepresidente de los Estados Unidos en Londres:

Inducir al gobierno británico a que apoyase sus proyectos con-tra Méjico; pero la adhesión de aquel gobierno a la causa de la nación española ha hecho que mire con ceño y deprecio sus proposiciones, y por tanto estos revoltosos han quedado sin esperanzas (Radillo, 1810: L. 86, nº 4).

Una vía empleada por los redactores de los periódicos para tras-mitir patriotismo y pensamientos de fi delidad hacia la madre patria, así como para detener cualquier expresión de rebeldía independentista en Cuba, lo constituyó la emisión de criterios europeos sobre el fracaso de Bonaparte y de su perpetuidad en el tiempo, así como de cualquier expresión de rebeldía anticolonialista supuestamente respaldada por los países del viejo continente y por los Estados Unidos.

La crónica de un testigo austriaco en la región española de Va-lés, publicada por El Mensajero Político, Económico y Literario de La

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Habana, confi rma lo anteriormente expresado. Después de describir la masacre, protagonizada por los franceses, contra las mujeres, los niños, las monjas, los sacerdotes y la población en general, así como las profa-naciones a los templos y a los conventos, lanzó la pregunta de si el resto de Europa era capaz de detener semejante genocidio contra seres ino-centes, y respondió que todos los europeos tenían “religión, vergüenza y honor para expulsar a los franceses del país” (El mensajero..., 1809).

Con las mismas intenciones con que se reprodujeron las cróni-cas de los periódicos extranjeros sobre el acontecer político español, se hicieron las críticas a los cambios producidos dentro de la sociedad española durante la ocupación francesa. Se habló de los “afrancesados”, de los “indiferentes” a la tragedia humana reinante en los territorios gobernados por el intruso, de los petimetres y petimetras, de los que “estrenaban todos los días trajes y gafas para lucirlos entre los necios, de los que hablan con acento francés y les niegan el pan a los soldados y de los que despreciaban los clamores de los beneméritos” (Diario Cí-vico..., 1814: L. 435 nº 20).

Durante el transcurso del primer período constitucional (1812-1814), el tema referido a la resistencia del pueblo español y la solidari-dad mundial volvió a la palestra pública con el marcado propósito de afi anzar históricamente al nuevo régimen y desahuciar moralmente a sus opositores, sean cuales fuesen su origen y aspiraciones políticas. La tradición, al decir de los publicistas liberales, estaba de parte de la mo-narquía constitucional, y ésta era obra de los tiempos modernos; no era necesario, por lo tanto, recurrir a los fracasados empeños franceses.

De esta forma quedó resumida la supuesta nueva concepción po-lítica en su relación con un pasado nada distante de aquel presente. En alusión a Napoleón se dijo:

Que hizo mucho mal, nadie lo duda que ha sido origen de mucho bien, todos lo confi esan; por su medio intencional o no, han venido a la Francia, España y el resto de Europa las bendiciones del cielo; ha desaparecido la inquisición, y el sistema feudal con todos sus satélites, huyeron para siempre (Miscelánea de Cuba, 1814: L. 435 nº 20).

Indiscutiblemente, toda esa carga de opiniones ofi ciales y de una parte importante de la élite intelectual contribuyó al fortalecimiento de la oposición contra cualquier movimiento político propenso a la genera-ción de cambios reformistas o radicales. Ello se revela nítidamente en la famosa polémica que se generó en Cuba a tenor de la iniciativa, por parte de la élite intelectual y de las autoridades gubernamentales, de constituir una Junta de Gobierno al estilo de sus similares en España y en el resto del continente.

Resulta interesante mencionar la presencia de cubanos, en am-bos bandos, en la confrontación política entre Francia y España. El

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General Gonzalo O´Farrill, habanero educado en París y miembro del Ministerio de Guerra durante el reinado del depuesto Fernando VII, en unión de su sobrino el Mariscal Sebastián Calvo de la Puerta, como integrantes de la Junta de Notables de Bayona, se presentaron ante José Bonaparte para jurar la constitución. Sin embargo, Rafael de Arango, Pedro Velarde y Luis Daciz, integrantes de conocidas familias criollas, participaron en la batalla de Madrid contra los franceses el 2 de mayo de 1808 (Ponte Domínguez, 1947).

En correspondencia con la situación excepcional de España, la Junta Central de Sevilla, en los inicios de 1809, solicitó ayuda material y humana para sus posesiones en América. Como se sabe, la mayoría de las colonias no vaciló en crear las juntas de gobierno, deviniendo en la base organizativa de los futuros movimientos independentistas.

Específi camente en Cuba, las clases económicamente poderosas mostraron su adhesión económica y política al rey depuesto y a la cau-sa de la resistencia española. El suceso se convirtió prácticamente en un mérito de guerra en tanto la adhesión a España se valoraba según el monto económico del aporte. El Ayuntamiento de La Habana, a ins-tancias del gobernante Someruelos, proclamó, el 20 de julio de 1808, al depuesto Fernando VII como único soberano de la metrópoli y de su mundo colonial, y expresó su deseo de que se constituyera en Cuba una Junta de Gobierno. Ello fue reiterado tres días más tarde, en una alocución pública desde el Palacio de los Capitanes Generales. El 26 de dicho mes, el mencionado ayuntamiento redactó un memorial de solidaridad con dicha medida y reiteró el deseo de sus integrantes y “de todas las clases acaudaladas de La Habana” de participar activamente en la vida política de la colonia. Parecía el manifi esto de un gobierno autonómico (Museo de la Ciudad..., julio de 1808: 74) que apoyaba la formación de compañías de voluntarios en los diferentes barrios de la capital, el arresto de todo posible sospechoso de la causa francesa o partidario de la neutralidad (Museo de la Ciudad..., 1808: 74).

Obviamente, el grupo conservador, representado en la fi gura del hacendado y comerciante español Conde de Casa Barreto y en Juan José de Villavicencio, representante de la Factoría de Tabacos, expresó su oposición a la presencia de los criollos en dicha Junta, creándose alrede-dor de esta problemática un enfrentamiento de intereses sociopolíticos entre los grupos contendientes. Por una parte estaban los hacendados productores y exportadores, y por la otra los comerciantes e importa-dores. Estos últimos a favor de un total integrismo de las relaciones coloniales. La línea reformista tuvo poca fuerza dentro de los círculos de opinión pública. Ante tal situación, el gobernante Someruelos no autorizó el desenvolvimiento de la Junta en Cuba.

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No obstante, ello originó una polémica que revela el nivel de con-ciencia política de los grupos económicamente poderosos. Durante los dos primeros períodos constitucionales (1812-14 y 1820-23) el proyecto de gobierno, llamémosle “juntista”, de 1808, fue manipulado por dichos grupos para combatirse mutuamente.

La reforma y el conservadurismo estuvieron representados por José de Arango, hacendado, ex-tesorero real y primo del conocido pen-sador y estadista criollo Francisco de Arango y Parreño, y Tomás Gutié-rrez de Piñeres, presbítero y fi gura destacada en los círculos culturales de La Habana. La polémica se expresó en los órganos periodísticos y en los salones del Real Consulado y la Sociedad Económica de Amigos del País. A principios de 1813, Arango justifi có el proyecto de la Junta de Gobierno argumentando que únicamente a través de la idea autono-mista podía el gobierno de Cuba evitar no sólo la extensión del peligro francés a la Isla, sino también su incorporación al movimiento inde-pendentista continental. Por su parte, Piñeres trató de demostrar que la esencia del debate estaba en las ideas favorables a la independencia o a la dependencia de España. Por supuesto, acusó a los representantes de la idea juntista de aprovecharse de la situación de España en 1808 para obtener el poder político con vista a la consolidación de la independen-cia en Cuba. Su único argumento fue la suerte de las juntas en el resto de América (De Arango, 1813; Gutiérrez de Piñeres, 1813).

El problema debatido no fue ni remotamente lo expresado por el presbítero. Lo que se estaba defendiendo era la reforma o el integrismo como línea de pensamiento para el poder político. A ello debe agregarse la preocupación de que el Gobierno cediera o se dejara manipular por uno u otro grupo. Esta discusión provocó grandes polémicas en los órganos periodísticos. El Centinela de La Habana, El Diario Cívico y La Cena se adhirieron a Arango, mientras que El Diario de La Habana, El Censor Universal y La Lancha se alinearon a Piñeres. Los argumentos fueron los mismos: independencia contra reforma e integrismo.

En algunos movimientos populares estuvo presente la idea de la Junta al estilo de 1808. Eso demuestra que tanto el hecho en sí como su debate público se convirtieron en motivos de análisis sobre el devenir del país. En 1810, en Santiago de Cuba, se produjeron motines de apoyo a la creación de una junta de hacendados y comerciantes, al menos así lo expresaron los pasquines que aparecieron en la ciudad. Su carácter subversivo está determinado por su orientación francamente hostil al ejercicio del gobierno provincial e insular Correspondencia..., 1810: L. 89 nº 9).

Durante el proceso judicial seguido contra los artesanos y peque-ños comerciantes involucrados en una conspiración independentista en Sancti Spíritus en 1821, las autoridades insulares encontraron, entre

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los libros utilizados por los implicados para sus tertulias, el de José de Arango relativo a su polémica con Piñeres. Llama la atención que algunos de sus párrafos fueron insertados en un periódico que quisie-ron publicar, titulado El Negrito (Fondo Asuntos Políticos, 1821: L. 20 n° 12; L. 100 n° 6 y L. 112 n° 188). También en ese mismo año dicho texto fue incautado por las autoridades en la ciudad de Santiago de Cuba al detectarse una conspiración, protagonizada por pardos y morenos, que aspiraban a ocupar puestos y cargos en la diputación provincial en con-cordancia con los derechos constitucionales “para todos los súbditos del Rey” (Fondo Asuntos Políticos, 1821: L. 115 n° 190).

La narración de semejantes sucesos revela que el debate de la reforma, el integrismo y el independentismo no fue potestativo de una sola clase o sector social. Aun cuando se concibiera la independencia de Cuba fundamentalmente por las clases medias y populares con marca-das tendencias hacia el ejercicio de la política y del intelecto, no rebasó las concepciones de un proyecto más cercano a la reforma que a la independencia. Moderada o conservadoramente, se defendió la perma-nencia de la esclavitud como régimen social prevaleciente, los criterios de una monarquía reformada y constitucional y el limitado ejercicio de los derechos civiles. Aún la nación estaba por hacerse en el pensamiento y en la acción. La segunda mitad del siglo XIX fue el único escenario propicio para que esas ideas triunfaran.

EL MOVIMIENTO INDEPENDENTISTA LATINOAMERICANO EN EL CRITERIO PÚBLICOResulta evidente la presencia de varias características en el criterio conservador cuando se trataba de enfoques y análisis sobre la gesta independentista latinoamericana. Una fue la de desacreditar su autoc-tonía y legitimidad en tanto lo contrario implicaba el reconocimiento de la crisis del colonialismo español y sus problemas seculares. Otra implicaba la demostración, ante el resto del mundo, del debilitamiento progresivo de la sociedad metropolitana y de su sistema político en particular. Por último, estuvo la revelación del progresivo desarrollo de los movimientos opositores al régimen colonial, a su historia y a su fracaso en América.

Algo que tampoco puede perderse de vista es la ausencia de reco-nocimiento de las identidades regionales o provinciales del continente latinoamericano. Para los conservadores, todos los revoltosos, entién-dase revolucionarios, eran iguales, y sus conductas eran ingratas y fo-ráneas.

Para hablar de la reacción en Cuba contra el movimiento juntista del resto del continente debe recordarse que el contexto fue el del com-bate antibonapartista y sus peculiaridades en un país sumamente cer-

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cano a Haití, cuya revolución estremeció los pensamientos del mundo y particularmente permeó la vida de la mayor de las Antillas.

Dos elementos esenciales identifi caron al conjunto de las accio-nes contra el movimiento juntista latinoamericano. Uno lo constituyó el uso y la defi nición de los pueblos como protagonistas del proceso que invariablemente había comenzado en el continente. A ellos se les semejó con los conceptos de plebe y de chusma, y a sus líderes de incultos e ile-trados. El otro fue el establecimiento o la reafi rmación de que la unidad nacional estaba indisolublemente vinculada al monarquismo como sis-tema de gobierno y a la hispanidad como única cultura dominante.

Al referirse a la emisión de pasquines, anónimos, etc. por orden del Virrey de Nueva España, el periódico La Aurora califi có a dicha pro-paganda como “obra de genios malignos y revoltosos, de parto del odio y de la venganza de la plebe ignorante”. A tales adjetivos se les suman los de “asesinos alevosos de los que pretenden arruinar la sociedad y destruir la sana moral de la buena política” (Nueva España, 1808).

Al dar a conocer dicho periódico las conversaciones de Francisco de Miranda con el Vicepresidente de los Estados Unidos, Aaron Burr, utilizó los términos de “rabioso demócrata”, de “iletrado repugnante” contra el precursor del independentismo venezolano, a la vez que dejaba bien sentado el criterio sobre la “lealtad norteamericana a la causa de la nación española”, agregando que “estos revoltosos han quedado sin esperanzas”. (Boston, 1808). En esa misma dirección se pronunciaron las proclamas gubernamentales donde se reiteraba que los “papeles anónimos que circulaban en el país” estaban dirigidos a sumar a “la plebe” a la causa de los “insurrectos” con el marcado “propósito de matar la tranquilidad pública” (Comunicación del Capitán General de Cuba al Teniente Gobernador de Santiago de Cuba, 12 de febrero de 1808: L. 2209 n° 103) y de provocar “sentimientos sediciosos no sólo en esta Isla sino en los demás pueblos de América” (Comunicación del Capitán General de Cuba al Teniente Gobernador de Santiago de Cuba, 12 de febrero de 1808: L. 2209 n° 114).

Otros criterios, igualmente agresivos, fueron expuestos por los periódicos ofi cialistas El Diario de La Habana y El Aviso de La Habana. El primero de los mencionados reiteró, en diversas ediciones, que las Juntas se constituyeron “por mandato de Bonaparte para arruinar a Es-paña en sus colonias o para preparar el camino a Bonaparte en América o como consecuencia directa de los infl ujos foráneos”, en alusión a la Revolución Francesa (El Diario de La Habana: 22 de octubre, 18 de noviembre y 24 de diciembre de1808). Por su parte, El Aviso conceptuó a los Borbones de gobernantes “amados y respetados por los pueblos súbditos”, a la vez que califi caba a los pueblos de “seguidores de falsos líderes”, de incapaces de reconocer la cultura hispana como la “única

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digna de merecimientos”, la que, según ellos, “salvó a América de las bárbaras costumbres de sus primitivos habitantes” (El Diario de La Habana, 22 de diciembre de 1808, 6 de enero y 25 de febrero de 1809; El Aviso de La Habana, 24 de noviembre de 1808 y 13 de enero de 1809).

Bien puede afi rmarse que no hubo defensa o criterio despre-juiciado sobre el movimiento juntista. La unidad contra Francia fue el gran pretexto para fortalecer el poder colonial sobre la base de la descalifi cación de las acciones encaminadas a la reafi rmación de las diferencias entre la metrópoli y su mundo colonial. Anunciando y cali-fi cando los caminos iniciados, desde 1808 en adelante se fue esbozando el proyecto ideológico anti independentista de la reacción.

FRENTE A LA REVOLUCIÓN. 1810-1830En el orden ideopolítico, las autoridades priorizaron la divulgación, a través de la prensa, de cuanta disposición emitiera la Corona española a favor de la censura de noticias u opiniones favorables al acontecer revolucionario del resto del continente. Junto al reforzamiento de efecti-vos militares estuvo el de la centralización del pensamiento. Éste debía dirigirse contra las insurrecciones y en defensa de la integridad monár-quica en Cuba. El citado periódico El Aviso de La Habana insertó en su primera página la Real Orden del 17 de junio de 1810 que establecía, entre otras cuestiones, las bases del desenvolvimiento del criterio públi-co, así como las prohibiciones de “gacetas extranjeras en los periódicos de Indias, la supresión de entradas de proclamas y otros papeles […]” y fi nalizaba señalando que “tales precauciones e impedimentas evitarían la diseminación de las ideas subversivas y revolucionarias” (El aviso de La Hana, 1 de julio 1810).

Ello constituyó una regularidad de la política gubernamental in-cluyendo la de los períodos constitucionales. Ellos establecieron, a tenor de los postulados de la Carta Magna, el ejercicio de las críticas liberales contra el desgobierno, el nepotismo, el militarismo y lo que comúnmen-te se denominaba tiranía y despotismo. Todos los califi cativos estuvieron dirigidos a combatir el sectarismo político, es decir, la centralización del poder por militares españoles metropolitanos, desconociéndose la capacidad de los nacidos en Cuba para la compartimentación del go-bierno insular. Sin embargo, el pensamiento independentista o cual-quier alusión a su existencia en el resto del América estuvo vedado salvo para criticarlo y condenarlo.

Las causas de que hubiese un movimiento revolucionario eman-cipador en el resto del continente, así como brotes o conspiraciones en Cuba no podían ser otras, al decir de los censores y políticos del régimen colonial, que las provocadas por el ejemplo de las revoluciones foráneas y la expansión por Latinoamérica del bonapartismo colonial.

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El balance crítico era hacia fuera, no hacia dentro, aunque no pocas veces los políticos e intelectuales utilizaron los orígenes de la gesta inde-pendentista para criticar el comportamiento del colonialismo y solicitar reformas a la Corona y a las administraciones insulares para garantizar sus espacios políticos en las mismas.

El Diario de La Habana, personero del gobierno durante el primer período constitucional, mostró el acontecer revolucionario en México comparando las actitudes “humanistas” del gobierno con la “bestiali-dad” de los insurgentes:

[…] los enfermos que pasan de 700, todos han sido socorridos y auxiliados del modo más efi caz, cuya conducta comparada con la inhumanidad de Morelos, que reservando a sus negros muchos víveres que de toda especie les hemos hallado, ha per-mitido morir de hambre a más de ocho mil personas […] (Dia-rio del Gobierno de La Habana, (1812): 2 de agosto.

A lo anterior agrega la supuesta falta de apoyo hacia Morelos por la “gente culta e ilustrada”, por los “adinerados” y por el pueblo “blan-co”, nunca “indio” y mucho menos “negro”. Así, de forma recurrente y constante, se eximía al pueblo del “intelecto”, del gobierno de su destino y de cualquier capacidad afín con la administración política. Se contra-ponía la cultura de los pueblos –“la barbarie indígena y africana”− con la hispana.

Las disposiciones gubernamentales fueron claras y categóricas. En la proclama de Fernando VII del 30 de agosto de 1812, ampliamente divulgada por la prensa en Cuba, se expresó, refi riéndose al carácter “foráneo” de las iniciales rebeldías americanas y a la necesidad de que sus protagonistas regresaran a la causa española, en estos términos:

[…] en medio de tan cruel afl icción esta madre patria convier-te sus ojos hacia vosotros, y no puede recordar sin la mayor amargura la triste situación en que os han puesto algunos in-trigantes ambiciosos, que han seducido vuestro débil corazón, abusando de la santidad de nuestra sagrada religión, poseída del más intenso dolor por el extravío de algunos pueblos, no pierde aún la consoladora esperanza de poder atraerlos y abri-garlos benignamente en su seno […] (Fernando VII, 1812)1.

1 La proclama fue comentada por El Diario Constitucional de La Habana 1812 (La Haba-na) 22 de septiembre y por El Aviso de La Habana 1812 (La Habana) 24 de septiembre, señalando “la nobleza del monarca y las garantías ofrecidas por el nuevo régimen a los fi eles vasallos del rey”.

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Las visiones de los españoles participantes en los enfrentamien-tos con los insurgentes expuestas en sus comunicaciones al Capitán Ge-neral de Cuba ocuparon espacios prioritarios en la prensa. Obviamente, con su divulgación se pretendía desvirtuar el carácter de los mismos y sus posibilidades de expansión hacia la conceptuada como “fi delísima” colonia. Particularmente, sobre Nueva España se dijo que:

El terror empieza a producir sus efectos en los malos, la con-fi anza en los buenos y la decisión por la justa causa en los va-lientes: unos se presentan, otros huyen y otros son de un modo, que ya no les será fácil equivocarse por más tiempo.

Y agrega:[…] la gente de Guatha han sido tratadas con tanta humanidad, que admiradas prorrumpen en elogios del ejército y en protestas de arrepentimientos […] y que este cabecilla sin cañones, sin fusiles, sin sus feroces costeños, errantes y sin opinión no se halla en estado de mantener la insurrección en el país, se apresuran a acogerse a la benignidad del gobierno y hacer protestas en felicidad, que es el fruto que debemos esperar de esta importante empresa […] (Diario del Gobierno de La Habana, 1812: 2 de setiembre).

El mencionado Diario de La Habana, en su edición del 6 de octu-bre de 1812, al referirse a los sucesos de Caracas, reprodujo lo informa-do por un militar español:

[…] vivían los insurgentes entregados a la más confusa anar-quía haciendo los últimos esfuerzos de su impotente despecho. Perdido el tino, desconceptuadas las autoridades intrusas, ven-cidas y dispersas las indisciplinadas tropas que defendían la soñada independencia; ni los caudillos podían hacerse obede-cer, ni el pueblo quería ya prestarse a los delirios de la ambición desenfrenada (Diario del Gobierno de La Habana, 1812: 6 de octubre).

El Atalaya de La Habana, periódico prácticamente especializado en la defensa de la religión católica, no perdió oportunidad para utilizar sus manidos argumentos clericales en contra de la gesta latinoamerica-na. Refi riéndose al rol que deberían desempeñar las Cortes españolas sobre dicho asunto, expresó que:

[…] detendrían con brazo fi rme los velos rápidos de la impiedad, que pretende sumergir la monarquía en un caos de irreligión y fanatismo. Sostendrán el imperio de las leyes, reintegrarán

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cada estamento al lugar que le corresponde, protegerán los verdaderos sabios, exterminarán los espíritus intrigantes, re-voltosos y noveleros, aniquilarán el francesismo, harán justi-cia al mérito y heroísmo, no permitirán que la religión y sus ministros sean satirizados y ultrajados, atenderán con impar-cialidad el alivio de los pueblos y prosperidad de las provincias […] (Atalaya de La Habana: 5 de octubre).

Sin embargo, hubo notables excepciones en los criterios ofreci-dos por los personeros de la opinión pública, indicativos de la existencia de algunas grietas en el monolítico sistema político. Por supuesto, ello no tuvo una alta representación en el universo del debate ideológico durante el primer ensayo constitucional en Cuba. El periódico La Cena fue el más destacado en mostrar que los movimientos independentistas, siempre rechazados por los articulistas, fueron el resultado de los erro-res cometidos por los gobernantes de la Corona en América al excluir a sus territorios como provincias españolas y otorgarles el estatus co-lonial, siempre al servicio de los grandes intereses metropolitanos. En realidad, dicho periódico fue sumamente criticado por el ofi cialismo y sometido a interminables procesos judiciales. Ellos revelan los límites del ejercicio de la llamada “libertad de imprenta” durante el primer período constitucional.

En su edición del 8 de diciembre de 1813, el mencionado periódico La Cena denunció el juicio seguido contra sus redactores a instancias del oidor fi scal Juan Ignacio Rendón por publicar las ideas de su editor y articulista, el español Valentín Ortigosa. Bien merece la reproducción de algunos de sus argumentos, no sólo porque constituyó una excelente contraparte al pensamiento reformista, sino porque permite compren-der los horizontes ideológicos de la sociedad cubana de entonces.

Después de condenar a las revoluciones de América por sus con-secuencias económicas, recordó el impacto que dejaba sobre España el envío de tropas y la pérdida de vidas humanas, por lo que solicitó la reali-zación de “un examen imparcial” sobre las causas de la guerra y el futuro de la nación española como país y como metrópoli. Dicho análisis estaba basado en un conjunto de interrogantes, 16 en total. Entre ellos estaban la posibilidad o no de mantener “la pacifi cación” por vías militares, las condicionantes de las futuras relaciones económicas con los países in-dependientes para “compensar los sacrifi cios” de la guerra, la existencia o no de requerimientos en los países republicanos del continente para sostener “sus regímenes políticos sin sangrientas convulsiones intesti-nas entre las varias clases y castas de habitantes de que se compone su población”, y fi nalmente preguntaba si no era mejor que España se pre-parase para la fi rma de tratados y convenios “útiles para ella con el fi n

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de no perder sus infl uencias históricas sobre ultramar” (La Cena, 1813: 8 de diciembre). Por supuesto, en enero del siguiente año el Capitán General de Cuba ordenó el secuestro de los ejemplares del periódico y su suspensión por treinta días.

Ese fue el mismo órgano de prensa que aclaró, en ese propio año 1813, que no cedería a las presiones de los conservadores y de las autori-dades gubernamentales de publicar “solamente las buenas noticias, con ofensa al juicio público”, sino que, por el contrario, seguiría el ejemplo de “Inglaterra y demás potencias libres e ilustradas” de dar a conocer “con imparcialidad” lo acontecido en el mundo (La Cena, 1813: 14 de agosto, nota “Advertencia”).

Durante los años que median entre 1815 y 1821, período que mar-ca el comienzo y el fi n de los regímenes constitucionales, las noticias sobre el continente se presentaron de forma dispersa y aislada. Los temas giraron en torno a la expedición militar “pacifi cadora” del Ge-neral Murillo, los impuestos establecidos para sostenerla, el no envío hacia Cuba de los “reos sentenciados porque perjudican la tranquilidad pública”, las medidas para evitar la insurrección interna “por contagio de lo que acontece en América” y el ejemplo antillano de “fi delidad a la madre patria”(El Diario de La Habana: 15 de mayo y 3 de octubre de 1815; 8 y 11 de octubre de 1918; 12 de agosto de 1821).

Resulta evidente la madurez alcanzada por los sectores porta-dores del criterio público durante el segundo período constitucional. También son observables una mayor delimitación clasista en los pro-nunciamientos políticos y la diversidad de puntos de vista sobre el acon-tecer latinoamericano. Ello responde a la consolidación de los procesos revolucionarios en el continente, al desarrollo progresivo de la sociedad cubana, a la presencia de un convulso panorama interno expresado en las sublevaciones esclavas y de los movimientos independentistas, y a un consolidado quehacer criollo favorable a la reforma de las tra-dicionales estructuras de dependencia colonial. Los sucesos de 1808 y las revoluciones independentistas, junto con los movimientos internos de una colonia que paulatinamente daba muestras de la gestación de mentalidades diferenciadoras y auténticas, es decir, de que había una marcha ascendente hacia la obtención de su propia identidad, posibi-litaron el desenvolvimiento de polémicas e intercambios ideopolíticos más agresivos y objetivos que los acaecidos durante el período de 1812 a 1814.

Ante las nuevas realidades conducentes a la pérdida de una parte importante del mundo colonial, el conservadurismo acrecentó sus po-sibilidades de expresión. Muy cercano a la proclamación del régimen constitucional y ante la inminencia del mismo, circularon en la prensa fragmentos de un folleto gubernamental donde se sugería el estableci-

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miento de medidas que garantizaran “el regreso a la madre patria” de los pueblos insurgentes. Entre ellas estuvieron la realización de fuertes propagandas a favor del “cambio de sistema”, la creación de “virreinatos en Cuba, Puerto Rico, Santo Domingo y Campeche” y el poblamiento masivo por blancos europeos, tales como “niños huérfanos y educados en la benefi cencia y posteriormente empleados en las labores de campo” y el fomento de colonias de matrimonios, así como el envío a las Antillas de militares casados. En fi n, crecer con los de afuera para disminuir a “los de adentro”, porque éstos “son proclives al establecimiento de diferencias entre los españoles de América y los de la madre patria” (Apuntes para la conservación de las Américas..., 1820). Pensamiento sumamente reiterativo en los círculos de opinión, no sólo los conserva-dores, a lo largo del XIX.

Todos los periódicos condenaron la revolución independentista por convicción y no por temor a las represalias gubernamentales. Sin embargo, hubo diferencias y esferas disímiles, más o menos explotadas, según el origen y la concepción política de los redactores. Los más iden-tifi cados con el conservadurismo fueron El Amigo del Pueblo, La Gaceta Constitucional, El Diario Constitucional de La Habana y El Revisor Polí-tico y Literario. Los menos conservadores, que a veces jugueteaban con el liberalismo, fueron La Concordia Cubana y El Esquife Arranchador, entre otros.

Interesante y altamente reveladoras de lo poco que se avanzó en el uso del concepto de pueblo son las evaluaciones realizadas por los editorialistas. La diferencia con respecto al período constitucional anterior es que entonces se conceptuaba a los movimientos revolucio-narios de acciones minoritarias y promovidas por un exiguo liderazgo desposeído de valor intelectual y social. Ahora se admitió la presencia “de numerosas turbas, de incontenibles ejércitos y de una poderosa masa sedienta de venganza”.

Irónicamente, para El Amigo del Pueblo ésta era “una masa ca-rente de raciocinio e incapaz de comprender las bondades de la liber-tad, es ciega, fanática y poseedora de una ciega tradición así como de una bárbara intolerancia” (El amigo del Pueblo, 1821: 30 de setiembre). A ello se le agrega su incapacidad para no dejarse “arrastrar” por un liderazgo “también bárbaro, ambicioso, egoísta, soberbio que seduce a la multitud para adquirir una imaginaria preponderancia y distinción a los ojos de los mortales […]”. Para recalcar además la imposibilidad de los países americanos de “erigirse en independientes”, porque “los hijos no son mejores que los padres” (El amigo del Pueblo, 1821: 1 de diciembre).

Para los articulistas de El Esquife Arranchador, los pueblos se hi-cieron libres gracias al poder constitucional. Antes de éste hubo “des-

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potismo y ausencia de derechos, porque es la constitución junto a los monarcas los que hacen posible que los pueblos piensen y no deseen la independencia sino ser provincias de España, como Galicia, Asturias, Ca-taluña, Andalucía […]” (El Esquife arranchador, 1821: 16 de diciembre).

En uno de los tantos folletos que circularon entonces se decía que la independencia era obra “de los impolíticos indígenas y no de la ilustración de las leyes sancionadas por los sabios políticos españoles” (Vinagrillo, 1821). Los ejemplos son abundantes y dan la medida de la aceptación popular de los procesos revolucionarios, y que sólo atacando y desvirtuando su base social podían, según el criterio conservador, evitar su extensión hacia Cuba.

El otro argumento, similar al esbozado durante el período ante-rior, fue el relativo a que en Cuba resultaba innecesaria la independen-cia en tanto estaba vigente el régimen constitucional. Éste podía ofrecer las libertades necesarias para el desempeño de un sistema político ca-paz de albergar, en igualdad de condiciones y derechos, a españoles, americanos y europeos. Para los más radicales, fue una buena oportu-nidad para condenar al absolutismo como generador de la lucha inde-pendentista y para abogar por reformas. Altamente elocuentes resultan estas palabras del mencionado Esquife Arranchador cuando apelaba a los monarcas para que cambiaran a sus funcionarios en Cuba, en tanto, consideraba que los viejos déspotas y absolutistas no podían dirigir los gobiernos constitucionales:

[…] padres de la patria, nosotros los habitantes de La Habana y de toda la Isla de Cuba, estamos bien distantes de querer imi-tar a otras provincias, no queremos pertenecer a otra que a la nación española y ser súbditos de Fernando VII; pero nuestro patriotismo, nuestro verdadero interés, y el carácter de hom-bres libres nos precisa deciros que hagáis mejor nuestra suerte […] (El Esquife arranchador, 1821: 8 de enero).

Por su parte, La Gaceta Constitucional defendió, una y otra vez, el éxito de dicho régimen como vía para enfrentar no sólo la posible extensión de la revolución a Cuba sino también la consolidación de las repúblicas latinoamericanas. En estos términos se expresó:

[…] La Isla de Cuba va a ser la Atenas de la libertad americana y de ella han de salir los iris de paz de infracción política, de moderación, de unión y de concordia para el resto de nuestros hermanos disidentes(Gaceta Constitucional de La Habana, 1821: 22 de julio).

Ello fue igualmente defendido por los redactores de El Revisor Político y Literario, pero con la peculiaridad de que no escatimaron

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tiempo ni esfuerzos para condenar al despotismo y al militarismo como causales de las gestas independentistas. A veces parecía que utilizaban a éstas para enfrentar al conservadurismo recalcitrante y opuesto a la consolidación del régimen constitucional. En una oportunidad dejó esclarecida su opinión al señalar que la ignorancia “[…] ha sido en todos los tiempos el cimiento del despotismo, y es preciso inculcar a la masa general del pueblo los principios que se deducen de la soberanía, y que la historia no induce necesidad de obrar como en épocas pasadas, para plantear entonces sin alarma semejante institución”. Pero agrega, no sin un cierto sabor de beneplácito que “[…] goce, pues Inglaterra del sistema benéfi co de jurados, disfrútenlos igualmente las provincias unidas de América, mientras que nosotros, siguiendo los impulsos de nuestro interés, procuraremos afi anzar la libertad en la ilustración” (El revisor público y literario, 1823: 7 de mayo). Ese fue el mismo periódico que condenó las posiciones reconquistadoras de España sobre América porque sólo “perseguían el placer de conservar el título de Señora de la América”, en detrimento del desarrollo económico del país y de un lugar preferencial “en el futuro del nuevo continente” y porque lo importante era mantener su soberanía sobre Cuba, “otorgándole libertades” porque en ella “se encuentra el fundamento del poder español porque allí es donde tiene sus ejércitos y sus almacenes. Deje de poseer la España a Cuba y la América le será tan inaccesible como la China”. Asombrosa-mente, recalcó que la soberanía de España en América era “imaginaria e imposible de sostener”, creía en la “revolución desde arriba para evi-tarla desde abajo” (El revisor público y literario, 1823: 30 de junio).

Otra fue la visión de El Americano Libre. A la revolución, además de considerarla “prematura”, la califi có de “incapaz y de engendro de unos pocos para tiranizar a unos muchos”, por lo que España debía intervenir si deseaba preservar su integridad como país. Porque, para sus articulistas, la independencia no se justifi caba “aun cuando en España hubiese un régimen tirano”. A fi n de cuentas, al decir de ellos, “la revolución arruina la felicidad y seguridad individuales, destruye la propiedad y provoca el caos sin resultados positivos para las fuerzas contendientes” (El Americano Libre, 1823: 15-22 de noviembre). Sin embargo, fueron capaces de razonar sobre las causas internas de las revoluciones, tales como la incapacidad de los gobernantes para resol-ver las grandes necesidades de los pueblos, el ejercicio del despotismo como sistema de gobierno, el predominio de la tiranía y la expoliación de las riquezas coloniales. Fueron mucho más lejos en sus refl exiones cuando afi rmaron:

En todos estos casos cada habitante del país es un abogado para reclamar la independencia, y un fuerte guerrero para

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sostenerla, todos defi enden una causa. El amor a la antigua patria no hace palpitar sus pechos. Tendríamos nosotros razón bastante para hacernos independientes, y el habanero, y el español europeo y todos los otros europeos y americanos que pisan nuestro suelo y viven en compañía bajo nuestras leyes, suspirarán justamente por la independencia y buenamente la ajustarían entre sí, sin celos, sin temores y sin estrépito” (El Americano Libre, 1823: 29 de noviembre).

No fueron los liberales ni los conservadores los ideólogos del fu-turo independentismo cubano. Hubo que esperar un largo tiempo para emprender el camino revolucionario. No se equivocaron los que creye-ron que aún Cuba no estaba en condiciones de sumarse a la extraordi-naria gesta de los principios del XIX. Mucha responsabilidad tuvieron los dueños del criterio público no sólo porque defendieron al régimen colonial, desacreditando la obra noble de los fundadores del pensamien-to emancipador, sino porque también respaldaron a la esclavitud y a sus horrores en los momentos en que la mayoría de sus víctimas añoraba la libertad de sus tierras lejanas o la de los intrincados palenques.

Algunos, conspirando, se acercaron al universo de sus hermanos americanos y fueron fi eles a sus primeras luces. Otros se quedaron en el camino y no vieron la construcción de una nacionalidad con sus nobles y dignos pensamientos. Mucho hubo que andar, pero mereció la espera de los tiempos. Sobre esa historia se hablará en otra oportunidad.

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Habana)

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ENTRE EVOCACIONES Y DESMEMORIAS: MÉXICO ANTE SU PROPIO BICENTENARIO

* Doctor en Estudios Latinoamericanos (UNAM)

¿CUÁL ES EL PROYECTO DE NACIÓN PARA MÉXICO EN 2010?El presidente Porfi rio Díaz, en el poder prácticamente desde 1876, enca-bezó la planeación y organización de los festejos del Centenario desde los últimos años del siglo XIX, y ello pese a que para la época en que se desarrollaron, entre el 1° de septiembre y el 6 de octubre de 1910, ya comenzaba a sentirse la inestabilidad que pronto derivaría en plena re-volución. Con todo, el creciente desgobierno no impidió la inauguración de monumentos públicos como la Columna de la Independencia (tam-bién conocida como “El Ángel”) y el Hemiciclo a Juárez, el inmenso y moderno Manicomio de La Castañeda, la Estación Sismológica Central, el Parque Obrero de Balbuena, los Palacios de Correos y de Relacio-nes Exteriores, el comienzo de la construcción del Palacio Legislativo (abandonado y reconvertido luego en el Monumento a la Revolución) y de la Cárcel General, junto con notorios avances en el futuro Teatro Nacional (hoy Palacio de Bellas Artes), los edifi cios de la Cámara de Di-putados y de la Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas (actual Museo Nacional de Arte), además de la ampliación de la Penitenciaría, y de las obras de desagüe del Valle de México y del sistema de aprovisio-

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namiento de agua para la ciudad. Asimismo, y particularmente dentro del sector educativo, se procedió a la inauguración de la Escuela Na-cional Primaria Industrial para Niñas, la Escuela Normal para Maes-tros, la Escuela Nacional de Altos Estudios, la Universidad Nacional de México, la primera Escuela Técnica Ferrocarrilera y la presentación de un nuevo programa de estudios para la Escuela Nacional Preparatoria. Sin contar los varios congresos académicos realizados por esas fechas (que incluyeron, además, expediciones arqueológicas a Teotihuacán), e importantes y variadas exposiciones de arte proveniente de distintos rincones del mundo, los festejos incluyeron también una multitud de fi estas populares, procesiones, desfi les militares, certámenes literarios, actos educativos, etc., con la presencia de destacados e ilustres visitan-tes del exterior. Así, y según consta en las “Memorias de la Comisión del Centenario de la Independencia”, en 1910 se erigieron 88 monumentos y columnas conmemorativas, se inauguraron 10 bibliotecas, 9 hospitales y 42 mercados, además de obras de construcción y reparación en 325 escuelas y 130 casas consistoriales, entre otras edifi caciones.

Pese a las crecientes críticas contra el gobierno de Porfi rio Díaz, y, puntualmente, frente a su autoritarismo, su excesiva permanencia en el poder y su profundo centralismo, no quedaban dudas de que era la intención del entonces presidente aprovechar las circunstancias del Centenario para mostrar al mundo un México maduro y moderno, un México con historia y, por ende, con un pasado para ser exaltado. Será bueno, por lo tanto, no perder de vista este inicial planteo en torno al Centenario, tal como fue imaginado un siglo atrás, para dar lugar a una serie de refl exiones sobre el actual proceso del Bicentenario, entendien-do que no se trata únicamente de los festejos al que éste ahora da o dará lugar, sino más aun, a cómo es comprendido el México actual, y en espe-cial el del futuro, a partir de la evocación de los hechos fundamentales y fundacionales del pasado. El recuerdo, tanto como la reconstrucción de la historia nacional, nos da la pauta entonces del imaginario que rodea actualmente a los festejos del Bicentenario, al mismo tiempo que nos abre las puertas a una serie de interrogantes cuya respuesta, en todo caso, únicamente tendrá lugar con el correr de los años: ¿cómo se vive hoy una celebración nacional de estas características, en los tiempos de la globalización y del multiculturalismo? ¿Hasta qué punto la evocación de un supuesto pasado puede dar lugar a la glorifi cación del presente? En defi nitiva, ¿qué se afi rma, y fundamentalmente, qué se niega en medio de las recordaciones del Bicentenario?

En este sentido, y más allá de las buenas intenciones, no podemos negar que la consagración del aniversario de la Independencia y de la Revolución mexicana no nos deja de señalar la existencia de ganadores y perdedores por medio de un discurso ofi cial que, sin ser cuestionado

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en su propia naturaleza, apenas da lugar al debate sobre el lugar y la importancia tradicionalmente brindada a ciertos hechos y a algunos personajes históricos. De este modo, la instauración de un “Año del Bicentenario”, como originalmente está planteado el 2010, no preten-dería ser otra cosa sino un intento por congelar una realidad siempre dinámica y cambiante, señalando una vez más a los ganadores y a los perdedores de la historia nacional y, en forma derivada, a los del presen-te actual, a partir del juego de relaciones de fuerza y de poder expresado desde la institucionalidad, desde “lo ofi cial”. No resulta raro que, en vistas de estas circunstancias, y pese a un discurso que justamente se encarga de ensalzar la unidad y la concordia de los mexicanos, en rea-lidad, esto oculte otra realidad, mucho más confrontativa, polémica, y tal vez por eso mismo, mucho más real. Sin mayores cuestionamientos a la instauración del hito, sólo queda entonces la discusión (y en algu-nos casos, lisa y llanamente la polémica y la pelea) en torno a los mitos, reafi rmándolos aun en su mismo deseo de impugnarlos. Y en este juego participan por igual, bien vale la pena mencionarlo, la derecha en el poder como así también la izquierda en algunos gobiernos locales y estatales.

Algunos hechos y procesos sirven entonces para dar cuenta de este estado de tensión en el que los festejos conmemorativos han deri-vado en los últimos años y, particularmente, podemos encontrar tres puntualizaciones a señalar, dando lugar algunas de ellas a una verda-dera crispación social y política. La primera, de naturaleza más bien coyuntural, no pudo ocultar las diferencias políticas existentes al inte-rior del Distrito Federal sino que, por el contrario, las incentivó hasta fi nalmente impedir la realización del proyectado emprendimiento. La segunda, con raíces mucho más profundas, y en consecuencia, mayor-mente ligadas con la propia historia de México y con la construcción nacional de una identidad propia, se presentó en principio como un debate más bien histórico, aunque pronto alcanzó una verdadera den-sidad política que puso a prueba los consabidos mitos y narraciones fundacionales del Estado azteca. Finalmente, la tercera, compuesta por la realización de una verdadera multiplicidad de actos y eventos con-memorativos a lo largo de todo el territorio nacional que, más que dar cuenta de un verdadero espíritu federalista en el país, señalan, por el contrario, una falta de articulación y de coordinación a nivel nacional, como una auténtica radiografía de la debilidad del Estado federal en su intención por dar vida o, al menos, por mantener un sentido política y culturalmente aglutinador (y, por inevitable comparación, y aun con sus diferencias y contradicciones cada vez menos conciliables, por la ausencia de un verdadero proyecto hegemónico tal como pudo ser el encarnado por el régimen porfi rista exactamente un siglo atrás).

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LA TORRE DE LA DISCORDIAEl primer caso que nos interesa analizar está situado en el escenario del Distrito Federal, regido desde 1997 por el Partido de la Revolución Democrática (PRD), en un ciclo ininterrumpido de hegemonía por par-te de esta fuerza de centroizquierda, que ya lleva más de 11 años en el gobierno capitalino. En este sentido, la popularidad que en su momento rodeó a Cuauhtémoc Cárdenas, fundador del PRD y primer alcalde de la Ciudad de México, también alcanzó a Andrés Manuel López Obra-dor, sin duda su heredero más connotado al frente del municipio, y actualmente, a Marcelo Ebrard, delfín del anterior y en el gobierno desde fi nes de 2006. Es de hecho Ebrard quien encabeza los festejos por el Bicentenario en el Distrito Federal, a partir de un ambicioso plan cultural y académico que de ningún modo le ahorró confl ictos políticos al interior de la ciudad. Sin embargo, lo notable es que, en este caso, el enfrentamiento fi nalmente suscitado no surgió pura y exclusivamente de la ambición electoral, sino a partir de un proyecto inmobiliario que, de haberse concretado, muy probablemente hubiera traído rápidos y amplios benefi cios para ambas partes.

Dado el tamaño y población de la Ciudad de México (contando con su área suburbana, de cerca de 25 millones de habitantes en una superfi cie de alrededor de 1.500 km2), en el año 2000 se procedió a una amplia reforma política por la que se terminó creando un total de 16 delegaciones, como unidades administrativas menores y con un jefe delegacional al frente designado por sufragio universal. En un senti-do similar al planteado por la estructura formal de los municipios, y aunque en este caso no cuenten con cabildos o parlamentos zonales, las delegaciones y sus jefes gozan de un poder autonómico no siempre regulado o limitado desde el gobierno de la ciudad. Finalmente, y en términos tanto políticos como puramente institucionales, la hegemonía del PRD en el Distrito Federal en gran medida se asienta sobre el poder local y territorial ejercido desde las delegaciones, posibilitando que de ese modo la centroizquierda alcance un peso mayoritario, y por ende determinante, en el proyecto ideológico de la ciudad.

Pese a ello, la principal oposición al gobierno de Marcelo Ebrard se originaría desde la Delegación Miguel Hidalgo, donde están asen-tados algunos de los barrios más lujosos del Distrito Federal e impor-tantes centros culturales, de verdadero relieve internacional, como el Museo Nacional de Antropología, el Castillo de Chapultepec y el Audi-torio Nacional. Su jefa delegacional, Gabriela Cuevas, no tardaría en convertirse en una de las más importantes opositoras al programa po-lítico del Alcalde desde su militancia en el opositor Partido Autonomista Nacional (PAN) y, por lo tanto, en la principal adversaria de su proyecto central en torno al Bicentenario en la Ciudad de México.

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La Torre del Bicentenario estuvo caracterizada desde su inicial proyección como la obra edilicia de mayor envergadura a ser construida durante el sexenio de Marcelo Ebrard (El Sol de México, 2008). Con una inversión inicial de 600 millones de dólares, puesta en ejecución por el Grupo Danhos, de origen español, y por la inmobiliaria mexicana Pontogadea, la “megatorre” fue inicialmente ideada como un modelo de edifi cio inteligente, de alta tecnología antisísmica, y con una altura cercana a los 350 m distribuidos en un total de 70 pisos. En sus 400 mil m2 proyectados habría espacio para ofi cinas, pero también un salón de eventos, un centro de convenciones, tiendas y restaurantes. Los seis estacionamientos subterráneos ideados, con una capacidad de 6.500 plazas, daban cuenta también de la ambición de este proyecto edilicio que, al estar construido sobre la base de los más importantes avances tecnológicos, habría posibilitado también su propia sustentabilidad económica a partir de un claro plan de ahorro energético. Su empla-zamiento en una de las zonas más exclusivas de la Ciudad de México habría permitido su integración a otros conjuntos arquitectónicos de central importancia en la geografía urbana de la zona. Por último, su inauguración formal, pautada para el 16 de septiembre de 2010, hubiera constituido sin duda alguna uno de los mayores eventos en la gestión de Marcelo Ebrard, quizás con vistas a una eventual candidatura pre-sidencial.

Sin embargo, sería justamente su ubicación geográfi ca el punto confl ictivo que terminaría por abortar este importante proyecto. La co-lonia Molinos del Rey, situada en la zona de las Lomas de Chapultepec, uno de los polos residenciales más exclusivos del Distrito Federal en la Delegación Miguel Hidalgo, desde un principio no era el lugar ideal para llevar a cabo un programa edilicio de estas características. No sólo los vecinos de la zona iniciaron quejas en contra del emplazamiento futuro de la torre, sino que éstos también fueron acompañados en sus reclamos por la Sociedad de Arquitectos Mexicanos y por el Instituto Nacional de Bellas Artes: detrás de estos actores, era la jefa delegacio-nal, Gabriela Cuevas, quien mayor rédito político extraería de las pro-testas contra el Alcalde. Las razones de esta oposición creciente, y cada vez más radicalizadas, resultaban claras: la Torre del Bicentenario se construiría en un espacio residencial no apto, sin uso de suelo para el levantamiento de ofi cinas y centros comerciales. Asimismo, y para lle-var a cabo su construcción, hubiera sido necesario antes la demolición de otro edifi cio, catalogado en el patrimonio de Bellas Artes justamente por su valor artístico. Finalmente, el establecimiento del estacionamien-to subterráneo, de amplísimas proporciones, fue ideado y proyectado sin consulta alguna con el Consejo Ciudadano Rector de los Bosques de Chapultepec, uno de los dos pulmones del Distrito Federal que, de

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haberse mantenido el proyecto tal cual, hubiera resultado gravemente afectado en medio de este conjunto de transformaciones inmobiliarias (Diario Crónica, 2007).

Frente a todos estos hechos, no podía resultar para nada casual el inicio de acciones contrarias tendientes a anular el proyecto de la To-rre Bicentenario, y si bien éstas fueron iniciadas por los vecinos de la zona, no pasaría mucho tiempo antes de que adquiriera un verdadero tinte político, en un enfrentamiento cada vez más claro entre Ebrard y Cuevas, o lo que es lo mismo, entre el PRD y el PAN. Las movilizaciones y los pronunciamientos públicos de las principales asociaciones vecinales y profesionales implicadas, cuyo pico de actividad tuvo lugar a mediados de 2007, constituyeron una creciente presión política para el Alcalde, el que tampoco encontró los interlocutores indicados para dar a conocer las ventajas que acarrearía este emprendimiento inmobiliario, en torno a cuestiones de empleo y, en general, de actividad económica, en caso de ser llevado adelante. Asimismo, las distintas instancias de negociación, varias de ellas encauzadas desde la misma Asamblea Legislativa, no die-ron los resultados satisfactorios esperados. Ante esta situación, y frente a un problema que tendía a agravarse en tanto no hubiera modifi cacio-nes sustanciales en torno a la radicación del proyecto edilicio, fi nalmente Ebrard cedió a fi nes de julio del pasado año (El Universal, 2007). Sin duda, este acto se convirtió en la mayor derrota política del PRD en la Ciudad de México, y aunque por lo menos otros tres jefes delegacionales, encolumnados esta vez bajo el partido de la centroizquierda, terminaron ofreciendo sus delegaciones para la instalación de la Torre Bicentenario, ya no hubo un verdadero plafón político como para dar continuidad a este inmenso proyecto inmobiliario.

Fue así como un confl icto político de carácter marcadamente local entre las dos fuerzas mayoritarias del Distrito Federal terminó por clausurar la principal iniciativa edilicia en el marco de los festejos del Bicentenario. La oportunista oposición del PAN en torno a la protesta de los vecinos y círculos profesionales implicados, y la errática y por momentos también sectaria conducción de la centroizquierda desde el gobierno de la ciudad, que poco hizo en realidad por legitimar ante la sociedad su mayor emprendimiento inmobiliario, fueron así los respon-sables de que fi nalmente ésta no pudiera llevarse a cabo.

HURGANDO EN EL PANTEÓN DE LOS HÉROESUn segundo hecho vinculado con el proceso del Bicentenario mexicano tuvo directamente que ver con la propia historia patria, defi niendo un enfrentamiento cada vez más profundo entre el gobierno nacional de Fe-lipe Calderón, y el del Distrito Federal de Marcelo Ebrard. En realidad, el trasfondo de esta creciente compulsa no era otro que el de las elec-

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ciones presidenciales de 2006, cuando el ofi cialista PAN logró su triun-fo mediante presuntos actos de corrupción, derrotando de ese modo al candidato del PRD, Andrés Manuel López Obrador, quien hasta ese momento fi guraba al frente de prácticamente todas las encuestas (aun-que, cabe aclararlo, con una diferencia numérica cada vez menor). La consagración de Calderón como nuevo gobernante de México por méto-dos poco claros, y fundamentalmente su negativa a la realización de un recuento de los votos, signifi có al mismo tiempo su no reconocimiento por parte de la centroizquierda que, acaudillada por su ex candidato presidencial, no dudó en efectuar todo tipo de medidas de protesta por medio de concentraciones, marchas, movilizaciones de repudio, etc. A nivel institucional, el acuerdo asumido por la centroizquierda, también por impulso de López Obrador, fue que aquellos distritos y estados go-bernados por el PRD evitaran todo tipo de contacto con el gobierno na-cional, y particularmente con Calderón, como una medida permanente de protesta contra el que todavía hoy es califi cado como “presidente espurio”. Ebrard, en su momento el delfín de López Obrador y su sucesor al frente del Distrito Federal, se propuso cumplir de manera puntual con esta medida de deslegitimación permanente del gobierno nacional. Sin embargo, es muy probable que ninguno de los actores implicados en esta trama adivinara, en el año electoral de 2006, las implicancias que esta medida tendría con relación al proyecto del Bicentenario.

Lo que comenzó como un simple debate historiográfi co con rela-ción a los orígenes de la “conciencia nacional” de los mexicanos pronto derivaría en un confl icto político de más largo alcance. El punto de con-fl icto, el eje a partir del cual se trazarían los principales lineamientos del debate entre el gobierno nacional y el capitalino justamente tiene su origen en el momento fundacional de la nación moderna mexica-na, aquella narración convertida tanto en relato ofi cial como en mito, justifi cador a la vez que negador de una cierta realidad conveniente para ser instituida como única realidad, y no como “realidad posible”, rechazando con ello uno de los principios fundamentales de la historia como disciplina y como ciencia. De este modo, toda nación moderna consiguió moldear su propia narratividad a partir de una serie de ele-mentos, o bien míticos o bien mistifi cados, que de ese modo, y a partir de la educación estatal, pasaron a constituir parte central en el propio relato ofi cial. En este sentido, el caso de México no fue excepcional, aunque lo que sí pudo haber adquirido visos de excepcionalidad fue el debate histórico e historiográfi co que tuvo lugar a partir de 2007 y que consiguió tensar todavía más las ya de por sí difíciles relaciones entre el gobierno nacional y el del Distrito Federal.

En el caso puntual de México, los padres fundadores tienen como referencia el momento del inicio del proceso independentista, situado en

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el año de 1810, en uno de los ciclos más extensos de América Latina, que recién concluiría once años más tarde con la liberación total del país de la metrópoli española y con la fi nalización momentánea de distin-tos tipos de enfrentamientos y guerras civiles. Los nombres de Miguel Hidalgo, José María Morelos, Vicente Guerrero, Ignacio Allende, José Miguel Domínguez y su esposa Josefa Ortiz de Domínguez dieron lugar al núcleo rebelde a partir del cual se expandiría el ideal independentista mexicano, constituyéndose también en el primer y principal grupo de referencia para comenzar a pensar en una “mexicaneidad” posible y real. Asimismo, el hecho de que fuera desde el Estado de Querétaro, en el centro del país, que comenzara a circular este nuevo concepto de nacionalidad, unido a los más tradicionales ritos guadalupanos y a la síntesis (aunque todavía no al “mestizaje”) de criollos e indígenas, le permitió una veloz expansión a lo largo de todo el territorio nacional y, fundamentalmente, un determinante cariz federal, alejado del centra-lismo de la Ciudad de México como capital política del hasta entonces Virreinato de la Nueva España. Así, la moderna nación mexicana se fue constituyendo a lo largo de un extenso período fundacional a partir de la conjunción de valores como la independencia, la soberanía, el catoli-cismo y, fundamentalmente, el federalismo. No es casual entonces que los festejos por el Bicentenario a nivel nacional, organizados desde el gobierno de Calderón, apuntaran justamente a una recuperación y a una reactualización de dichos valores, desde hace dos siglos, tan caros a la conciencia mexicana. Con todo, no sería ésta la narración ofi cial para el Bicentenario del Distrito Federal.

En efecto, no podríamos aislar la discusión histórica e historio-gráfi ca que en 2007 tuvo lugar en ámbitos académicos, fundamental-mente capitalinos, de la coyuntura determinada por el enfrentamiento de los gobiernos nacional y local. Sólo así podremos entender la di-mensión fi nal adquirida por la discusión sobre la fi gura histórica de Francisco Primo de Verdad y Ramos, cuya labor en pro de la indepen-dencia nacional en la Ciudad de México y en 1808 había sido consi-derada, hasta entonces, como uno de los principales antecedentes (de todos, quizás el más relevante) del proceso insurgente que ofi cialmente comenzó en la ciudad de Querétaro exactamente dos años más tarde. Primo de Verdad fue en este sentido uno de los más relevantes propa-gandistas de la idea de la independencia mexicana, en momentos en que las guerras napoleónicas en Europa y la caída de la monarquía borbónica en España auguraban tiempos de confusión e incertidum-bre que bien podían llegar a ser aprovechados desde las colonias para concretar sus planteamientos insurgentes. En esta difícil aunque por demás oportuna coyuntura fue que Primo de Verdad propuso, desde el cabildo capitalino, una de las primeras y embrionarias expresiones de

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soberanía y nacionalidad mexicana: su audacia fi nalmente le costó la vida, convirtiéndolo además en el primer mártir de la causa indepen-dentista con su presunto asesinato en 1808.

El recuerdo del histórico planteamiento de Primo de Verdad debe ser leído ahora como parte del enfrentamiento entre los gobiernos por el sentido de la independencia. Se trataba, en suma, de detonar una nueva polémica que fácilmente trascendería los estrechos márgenes políticos para dar lugar a un debate con visos académicos, en torno a los orígenes de la independencia mexicana, a su inicio en cuanto tal, al lugar de comienzo de la gesta insurgente, y todo ello concentrado en la construcción ideológica y política de una nueva fi gura inspiradora de los valores mexicanos del Bicentenario. Por lo tanto, se trató de la dis-cusión de lo que hasta entonces era solamente un “antecedente” para, en cambio, comenzar a considerarlo como el verdadero “punto de inicio” de la independencia mexicana. Por lo demás, la fi gura de este “primer patriota” podía incluso ser más afín a la izquierda y a la centroizquierda en el poder, fuertemente arraigada en la cultura política de la Ciudad de México y con más anclajes directos en los festejos por el Centenario de la Revolución antes que en el Bicentenario de la Independencia, aunque este acercamiento no se dio tanto por una cuestión pura y exclusiva-mente ideológica sino más bien por la locación geográfi ca en la que este primer proceso de manifestación soberana tuvo lugar.

Por supuesto, las réplicas y contrarréplicas no se hicieron esperar. Frente a la única respuesta del gobierno de Calderón de que en realidad todo se trataba de una iniciativa destinada a anticiparle los festejos del Bicentenario a partir de un distrito que le era tradicionalmente adverso, desde el gobierno de la Ciudad de México se ensayaron varias respuestas del tipo de planteamientos educativos a debates académicos y campañas para el esclarecimiento y la búsqueda de apoyo por parte de los capita-linos. En este sentido, Ebrard no dudó en manifestar su queja frente a una versión de la historia ofi cial, aquella impartida desde el gobierno nacional, considerada como demasiado “light” (La Jornada, 2007), y en la que poco se decía, en realidad, acerca de los orígenes de la lucha inde-pendentista nacional: la modifi cación del plan de estudios de la materia de historia en las escuelas del DF no se hizo esperar, como así tampoco la edición de cuadernos de distribución gratuita con la historia del primer mártir nacional. Por lo mismo, una fuerte campaña de publicidad en sitios públicos como calles, metros y plazas y con el lema “Conoce a un primo de verdad” fue ideada para difundir la biografía de un personaje histórico del que, justo es mencionarlo, no se conocía lo sufi ciente y para una gran parte de la población defeña podía resultar incluso absoluta-mente desconocido. Asimismo, su nombre comenzó a trascender por me-dio de conferencias y debates de tono más bien académico desarrollados

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en distintas universidades y centros de investigación de la capital.Sin embargo, fueron varios los académicos que prefi rieron man-

tenerse ajenos a esta disputa, señalando en el mejor de los casos que el confl icto entre el gobierno nacional y el del Distrito Federal no debía transcender los marcos políticos y, por lo mismo, poner en debate ver-dades aceptadas y consensuadas de la historia mexicana. La propia universidad se encargaría así de esterilizar lo que prometía convertir-se en el gran debate del Bicentenario, nada menos que en torno a los orígenes de la nación mexicana. Algunos medios califi carían toda esta situación como un simple caso de manipulación política, al referirse a “un mártir atrapado en la disputa entre dos gobiernos” (El Universal, 2007). Con todo, y a partir de 2007, lo cierto es que una gran maqueta con el rostro de Francisco Primo de Verdad y Ramos pasó a formar par-te de los festejos con los que cada 16 de septiembre se celebra un nuevo aniversario de la independencia en el Zócalo capitalino, acompañando a partir de entonces a los de Hidalgo, Morelos, Guerrero y Allende, los rostros defi nitivamente consagrados en el panteón y la memoria de los héroes nacionales.

SINUOSIDADES Y OSCILACIONES EN LA COMISIÓN DEL BICENTENARIOEn esta última fase de la presente investigación, trataremos de abor-dar la grave problemática en términos de coordinación y de puesta en común de los distintos festejos, eventos, publicaciones, etc., referentes al Bicentenario a nivel nacional, como una forma de expresión de las debilidades y fragmentaciones de hecho en las que hoy se encuentra el Estado nacional mexicano. Asimismo, y junto con su faz claramente política, y al tratarse fundamentalmente de la realización de un marco de difusión cultural y educativa acerca de la Independencia y de la Revolución mexicanas, no sorprende la falta de unidad y de coordina-ción entre las distintas instancias nacionales cuando, recién a los dos años de haber asumido, el presidente Felipe Calderón dio a conocer los lineamientos centrales de su programa federal de cultura. En este sentido, y a diferencia de los festejos del centenario de la independencia en 1910, cuando el entonces presidente Porfi rio Díaz intentó mostrar al mundo un México moderno y unifi cado, los preparativos para la conmemoración del 2010 amenazan proyectar la visión de un México fragmentado y polarizado Expreso, 2008).

La “Comisión Nacional para conmemorar el Bicentenario del inicio de la Independencia y el Centenario del Inicio de la Revolución Mexicana” (tal el nombre completo de la entidad que bajo las órdenes del Presidente tomó a su cargo la organización de los recordatorios por ambos aniversarios) fue fundada en junio de 2006 a partir de un decre-

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to fi rmado en el mes de marzo y en el que se establecía que sus cuadros directivos únicamente serían funcionarios de alto rango a nivel nacio-nal. Se trató así de los últimos actos del por entonces presidente Vicente Fox, con la intención de “recordar y actualizar los principios que dieron origen a los dos movimientos de 1810 y 1910” y de “difundir la identidad de la nación, nuestras raíces, el desarrollo del país y nuestra visión de futuro”. Por otra parte, sus objetivos parecen sólidos y concluyentes cuando se plantea “organizar y ejecutar a nivel nacional un programa que integre las acciones del gobierno federal” y “promover junto con los gobiernos estatales y municipales las conmemoraciones a través de propuestas de los más amplios sectores de la sociedad”. Basándose en “líneas conceptuales” como la revalorización del uso de la memoria, el apoyo a la diversidad cultural, el incentivo constante a la creatividad, la apuesta colectiva hacia el futuro, y generando como “unidades temá-ticas” ámbitos y sectores tan disímiles como el de la política, el arte y la cultura, la biodiversidad, el desarrollo social, el deporte y el turismo, es que se terminó constituyendo como directriz principal la de “contri-buir a enaltecer los principios de libertad, igualdad, unidad nacional y justicia social que dieron lugar a los movimientos de Independencia y Revolución” Comisión Nacional pa conmemorar..., 2007). Sin embargo, y más allá de estas nobles aspiraciones, lo cierto es que es muy poco lo que hasta ahora esta Comisión ha podido concretar en la práctica. En este sentido, su falta de organización, cohesión y coordinación se ha mantenido prácticamente desde su inicio, sin que hasta el momento haya conseguido revertir una tendencia que, con todo, no ha hecho más que profundizarse con el correr de los años.

En efecto, es posible llegar a comprender las fallas institucionales de la Comisión del Bicentenario, de sus confl ictos con el gobierno nacio-nal y de sus complejas relaciones con los Estados y los municipios al ve-rifi car los sucesivos cambios de dirección que esta entidad todavía novel ha tenido en el poco tiempo que lleva con vida. Su primer responsable fue nada menos que el Ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas, quien, además de ser el hijo de uno de los presidentes mexicanos más emblemáticos y consustanciado con las aspiraciones sociales de la Revolución Mexi-cana, el General Lázaro Cárdenas, y de haber llegado por primera vez por el voto popular a la alcaldía del Distrito Federal, era también y para ese entonces una de las dos fi guras más representativas del campo de la izquierda y la centroizquierda mexicanas: no sólo como fundador y lí-der moral del PRD, sino también como el único dirigente de ese ámbito con real peso político con quien el gobierno podía establecer diálogo y acuerdos, cuando al mismo tiempo la otra fi gura, Andrés Manuel López Obrador, elegía en cambio la disputa y la confrontación, motivado por las elecciones presidenciales y como corolario de una relación altamen-

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te confl ictiva con Vicente Fox. Más allá de las buenas intenciones que el Ingeniero Cárdenas pudo haber tenido, el claro ambiente de crispación social y de polarización política que resultó de las elecciones de julio de 2006, califi cadas de fraudulentas, y la confl ictividad creciente ante la toma de posesión del presidente electo Felipe Calderón el siguiente 1° de diciembre, determinaron su alejamiento en noviembre, tras haber estado seis meses en dicho cargo, argumentando que su presencia en la Comisión “no contribuye al ambiente de pluralidad, convergencias, concordia, colaboración, tolerancia y objetividad que debe prevalecer en la organización” (El Universal, 2006).

Por supuesto, el problema no se solucionó con la partida de Cárde-nas de la Comisión del Bicentenario: de hecho, ésta permaneció acéfala durante cuatro meses, hasta que el ahora presidente Felipe Calderón designó para el cargo de director a Sergio Vela, quien desde diciembre de 2006 se desempeña como máximo responsable del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CONACULTA), órgano descentrado en 1988 de la Secretaría de Educación Pública y encargado de coordinar a nivel federal la producción y difusión artística y cultural en México. Como abogado, músico, director escenográfi co y, fundamentalmente, gestor cultural, en marzo de 2007 Vela se hizo cargo de facto de la Comisión del Bicentenario, a la par que desarrollaba su función de presidente de CONACULTA. Sin embargo, la retroalimentación entre ambas organi-zaciones no fue ni productiva ni mucho menos sinérgica, a punto tal que durante el siguiente mes de junio, Calderón le pediría a Fernando Landeros, joven empresario y presidente de la Fundación Teletón (em-prendimiento de tipo fi lantrópico organizado por la poderosa empresa de televisión mexicana Televisa), que directamente se hiciera cargo del proyecto del Bicentenario. A todo esto, cundía el desgobierno en la aje-treada entidad: cuando todavía Vela no renunciaba a su cargo, Lande-ros ya mantenía juntas paralelas y se abocaba a tareas de coordinación y de recaudación de fondos, mientras que los intelectuales y académicos de primera línea que participaban del comité asesor directamente, no sabían a quién debían responder1. Por otra parte, y al provenir del ám-bito privado, el nombramiento de Landeros al frente de la Comisión iba directamente en contra de lo expresado en su decreto fundacional.

El descrédito hacia el nuevo titular de la Comisión del Bicen-tenario no se hizo esperar, y se profundizó cuando se dieron a cono-cer los principales lineamientos de su proyecto cultural y educativo,

1 Con respecto a la incorporación de Landeros estando todavía en funciones Vela, la prestigiosa historiadora Josefi na Zoraida Vázquez llegaría a afi rmar que “la verdad es que yo estoy confundida. Sí he escuchado que se le va a dar un nombramiento al señor Landeros, pero ¿de qué? No sé. A mí no me han informado nada ofi cialmente y ya no sé bien qué coordina quién”. (La Tarde, 2007).

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centrado principalmente en la mediatización de los aniversarios de la Independencia y la Revolución Mexicana por medio del grupo Televisa, principal cadena televisa y una de las más importantes corporaciones del país. Por lo mismo, era ya evidente la incapacidad del gobierno de Calderón de emitir una amplia convocatoria capaz de unifi car a todos los sectores, gobiernos e instituciones interesados en participar de los eventos conmemorativos. En tanto que Vela, sin recursos y sin margen como para seguir actuando, dejaría su cargo, cada vez más formal, a principios de diciembre de 2007. Por otra parte, y con todas las críticas levantadas en un plazo tan breve, tampoco el proyecto de Landeros terminaría de conformar a Calderón, ya que a tres meses de su llegada, también en el mes de septiembre lo marginaría de la planifi cación del evento. Se aproximaba el nombramiento de un nuevo responsable para los festejos del Bicentenario.

Rafael Tovar y de Teresa, ex embajador en Italia y ex presidente de CONACULTA, fue designado formalmente por el gobierno nacional para hacerse cargo de la ya maltrecha Comisión el 16 de septiembre de 2007, día del aniversario de la independencia nacional, una fecha ob-viamente cargada de valor simbólico. Aprovechando el acto político de la designación, y queriendo dar muestras de apertura, aunque también de reclamo hacia otros partidos y dirigentes políticos, Calderón fue muy enfático al asegurar que “los héroes de la patria no podían ser reclama-dos por nadie como patrimonio”, haciendo referencia, desde ya, a los padres fundadores de la nación mexicana, pero también a personajes más modernos como el General Cárdenas, sin una fi liación directa o clara con el PAN (El Universal, 2007). Por su parte, el nombramiento de Tovar rápidamente se tradujo en una alta expectativa, sobre todo por parte de intelectuales y académicos que creyeron en la posibilidad de que él sí pudiera encauzar la labor de una entidad que hasta ahora únicamente había trazado un camino sinuoso y poco claro. El acuerdo asumido con Calderón fue claro: el proyecto completo del Bicentenario recién estaría listo para septiembre del 2008, es decir, al año de haber-se hecho cargo de la mencionada comisión. Finalmente, el programa resultante fue lo bastante ambicioso y digno de un evento de esta natu-raleza: un listado de unas cuatrocientas acciones federales, así como la integración de veintitrés comisiones organizadoras de festejos en dife-rentes estados y universidades de la República, que a su vez llevarían a cabo unas seiscientas exposiciones (La Jornada, 2008).

Pero más allá de la concreción de este ambicioso plan de trabajo, lo cierto es que en el plano más terrenal, las desavenencias políticas, sumadas a la falta de coordinación y a las restricciones presupuesta-rias terminarían, una vez más, por causar una herida profunda en la Comisión. Luego de trece meses de una más que complicada gestión,

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Rafael Tovar y de Teresa renunció a fi nes de octubre de 2008 a la di-rección del proyecto del Bicentenario. A continuación, y no sin cierta polémica, Felipe Calderón designaría en su lugar al historiador José Manuel Villalpando, director del Instituto Nacional de Estudios Histó-ricos de las Revoluciones de México, entidad vinculada a la Secretaría de Gobernación que, según palabras del propio Villalpando, acogería el proyecto del Bicentenario, generándose a partir de ese momento jus-tifi cadas dudas acerca de las funciones y, sobre todo, de la continuidad de la ya desgastada Comisión (El UNiversal, 2008). Como resultado de todo este complejo proceso de más de dos años, para el momento en que este artículo era escrito, la existencia de un programa articulado de celebraciones del Bicentenario resulta, junto con aquella entidad encargada de ponerlo en marcha, poco menos que incierta.

De acuerdo con todo lo mencionado en la presente sección, no resulta para nada extraño que, a tan sólo dos años de la meta propuesta del 2010, lo que cunda sea justamente la dispersión, la polémica y la au-sencia de una propuesta única y unifi cadora de los distintos proyectos locales y estatales en torno al Bicentenario. Así, los gobiernos de los estados de Veracruz, Coahuila, Morelos, Jalisco y del Distrito Federal, junto a instituciones académicas como la Universidad Nacional Autó-noma y el Colegio de México, echaron a andar sus propias propuestas, sin una puesta en común entre todas ellas y, por supuesto, sin un mar-co unifi cador previamente trazado por el gobierno federal. Incluso la Cámara de Diputados promovió acciones a través de su Comisión de Apoyo a los Festejos del Bicentenario y el Centenario, como la creación de un billete de la lotería nacional conmemorativo, la coordinación con los parlamentos de otros estados y la publicación de libros didácticos en común con la Secretaría de Educación Pública, sin mayor diálogo con otras instituciones, al menos formalmente dedicadas a la tarea de la planeación de los festejos, como puede ser el caso de la ya mencionada CONACULTA Expreso, 2008).

Como hemos podido establecer a lo largo de estas páginas, efec-tivamente, la celebración del bicentenario de la Independencia y del centenario de la Revolución ha supuesto más una complicación que una verdadera oportunidad para conjuntar intereses y expresiones distin-tas. En cierto modo, puede verse en esta falta de articulación (aunque no necesariamente una ausencia de centralismo institucional) un claro refl ejo de un gobierno nacional como el de Felipe Calderón, que además de haber nacido ya con la mancha que supuso su triunfo ilegítimo en la contienda electoral de mediados de 2006, tampoco ha sabido construir poder, entendiendo por este proceso la gradual pero siempre creciente tendencia a la hegemonía en un sentido plenamente gramsciano, como una cooptación de las expresiones divergentes dentro del seno mismo

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del plan de gobierno, incluso, hasta de aquellas que pudieran ser direc-tamente antagónicas a él mismo. Por el contrario, el gobierno de Calde-rón ha tenido que lidiar, a nivel institucional, con aquellos gobernantes estatales de un signo político distinto al suyo, y por lo menos hasta hace un año, con un partido que no le respondía plenamente, sin con-tar además los problemas políticos con poderosos actores sindicales, como el de ciertas secciones de los docentes, con una oposición cada vez más encarnada en el movimientismo liderado por López Obrador, por algunos grupos guerrilleros vueltos a la actividad en los últimos meses y, fundamentalmente, por el problema del narcotráfi co, frente al cual parece no sólo no tener respuesta sino que directamente aparenta estar desbordado (cuando no implicado en algunas áreas de la administra-ción pública). Y todo ello sin mencionar siquiera el frente externo, com-puesto principalmente por los Estados Unidos, con la falta de solución al problema de la emigración ilegal, y sin encontrar mayores apoyos en la región más que el gobierno de Álvaro Uribe en Colombia.

Por lo que se puede observar, es éste un escenario en el que el proyecto del Bicentenario, y la revalorización de aquellas ideas y valores que nutrieron a la Independencia y a la Revolución no lucen en sintonía con la política real de Felipe Calderón, y con las desavenencias políticas del México contemporáneo.

ALGUNAS CONCLUSIONES PRIMARIAS¿Cuál es el proyecto de nación para México en el 2010? Con esta

misma pregunta iniciábamos el presente trabajo. Ciertamente, los fac-tores y las condiciones actuales para refl exionar sobre este punto son por lo menos complejos, ya que no se trata de repensar al “ser nacional” mexicano, a doscientos años de su nacimiento y a cien de haber atrave-sado su etapa más confl ictiva, prometedora para algunos y condenable para otros. Tampoco se trata en realidad de un ejercicio histórico ni mucho menos historiográfi co. Consiste, en todo caso, en una pregun-ta de tono estrictamente político, sobre coyunturas y relatos de largo aliento, sobre presencias y ausencias: sobre lo que conviene ser afi rma-do y sobre aquello que resulta mejor callar. En suma, refl exionar sobre el Bicentenario no puede ser demasiado distinto a pensar y repensar en torno a las disputas por el poder en el pasado (que por su propia condición pretérita aparenta ser siempre algo irremediablemente segu-ro y concreto), pero ahora, a la luz de un presente indeterminado, sin proyecto, casi como sinónimo de nihilismo. En este sentido, principal-mente el gobierno de Calderón (aunque junto con él, y más allá de dife-rencias graduales, el de prácticamente todos los estados y municipios) se debate en torno a la re-creación de los ideales de la “independencia” y los de la “revolución” por medio de una institucionalización, o bien y

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directamente, una domesticación y, en consecuencia, un vaciamiento de sentido, inherente a todo llamado formulado por uno o varios poderes nacionales y locales que, en realidad, poco pueden ofrecer de real y concreto sobre tópicos tan actuales (y por ello mismo, tan urgentes) como éstos.

Por lo mismo, y como ya lo habíamos adelantado, es fundamen-talmente la presencia de la “revolución”, con toda su carga y derivacio-nes, el huésped incómodo para el actual gobierno panista de Calderón. Tal vez sea ésta la mayor incongruencia para este presidente, el que lógicamente opta por recostarse más sobre el proceso independentista, con sus contenidos nacionales a la vez que católicos, que sobre aquellos otros elementos, mucho más enjuiciadores de la actual realidad política y social mexicana, propios de la Revolución iniciada en 1910 y en contra de un régimen como el porfi riato, al que indudablemente el PAN en el gobierno intenta poder reproducir. En este sentido, no es algo ilógico que el Partido de la Revolución Institucional (PRI) y, eventualmente, el PRD, se sientan de algún modo herederos de la tradición de la revolu-ción, un elemento todavía muy presente y actual en las inmensas capas populares mexicanas. Sin embargo, no deja de resultar llamativo (y, en todo caso, sintomático acerca de sus actuales ideologías) que en los homenajes de estos partidos también estén más presentes los nombres de Hidalgo, Morelos y Guerrero, que los de Villa, Zapata y Madero. Con relación a éste último nombre es Andrés Manuel López Obrador, “presidente legítimo de México” y todavía principal fi gura política del país, quien más lo reivindica, no ya desde la estructura formal del PRD (organización de la que cada vez más se siente distanciado) sino desde la del amplio y heterogéneo movimiento social que él mismo conduce.

Por todo lo mencionado hasta el momento, podemos concluir que, en realidad, el Bicentenario se convirtió a sí mismo en un hito de distinta naturaleza, que supera y por ende transfi gura el mero mar-co recordatorio y conmemorativo para convertirse, en cambio, en un centro de debate político, o más aún, en un escenario de disputa entre algunas de las principales fuerzas políticas del México contemporáneo. Por lo mismo, también podemos afi rmar que el proceso del Bicentena-rio mexicano no se diferenciará demasiado de los Bicentenarios de los otros países de la región. Al fi n y al cabo, y más allá del distinto signo político e ideológico de los dirigentes en el poder, en todos los casos se trata de naciones que tratan de entrever un futuro que se presenta siempre amenazante, a partir de un presente marcado por la incerti-dumbre y en el que la única certeza, al parecer, está determinada por el pasado.

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Darío Sarah*

LA CONSTRUCCIÓN DE LA MEMORIA COLECTIVA DEL PARAGUAY: ENTRE EL CRETINISMO Y LA ARCADIA PERDIDA

* Licenciado en Filosofía, Director del Departamento de Filosofía de la Universidad Ca-tólica de Asunción. Catedrático y autor de varias publicaciones.

AMERITAN A INICIOS DE ESTE TRABAJO una serie de advertencias. En primer lugar, proponemos recordar que el “bicentenario”, como un ineludible momento de refl exión acerca de lo que hemos construido durante estos dos siglos, debe permitirnos visibilizar que la fundación y consolidación de las nuevas nacionalidades latinoamericanas sobre los viejos mapas virreinales no nos remonta, aún en el más antiguo de los casos, siquiera al siglo y medio de historia.

Pero si bien el presente trabajo se centrará en el problema de la arquitectura discursiva construida por los grupos que hegemonizaron las fundaciones nacionales y, en concreto, la paraguaya, nos parece muy claro que esas fundaciones son –y no podría ser de otra manera− el lugar hermenéutico desde el que nacionalmente festejaremos el bicentenario durante los siguientes años. Así es como desde nuestras naciones fes-tejaremos con el bicentenario algo que no éramos aún hace doscientos años. Planteamos, pues, que los relatos históricos nacionales surgidos en tiempos fundacionales de nuestras naciones –generalmente los pri-meros relatos históricos nacionales− han logrado, no sin cierto arbitrio,

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construir un pasado nacional, cohesivo, direccionante y diferenciado del de las naciones vecinas, un pasado de casi doscientos años.

Por otro lado, si las revoluciones son el núcleo específi co de la refl exión del presente volumen, decimos como sinopsis de cuanto si-gue que, lejos de dedicarnos a procesos revolucionarios, preferimos en este caso centrarnos en los relatos históricos nacionales que han tenido como cometido, más o menos deliberado, crear una identidad com-partida y cohesiva como requisito fundacional clave. Y más aún, pro-pondremos que al construir la nueva identidad nacional, esos relatos, como discursos de grupos hegemónicos, persuadieron también, entre otros cometidos, en torno de una eticidad invisibilizante y exclusiva, entonces, profundamente refractaria a los intentos transformadores que posteriores sujetos políticos habrían de emprender. Hablamos de una eticidad surgida del discurso hegemónico proferido como “historia nacional”.

Insistiendo con lugares comunes, recordemos que Paraguay co-noce una fundación nacional relativamente temprana, y más como un proyecto aislacionista respecto de Buenos Aires que independentista de España. Pero también debemos recordar que la guerra 1864-1870, −“Guerra Grande”, “Guerra del 70”, o de la Triple Alianza− supuso no solo el exterminio de buena parte de su población, sino con ella la de-vastación de esa lógica institucional nacional, palmaria o no, pero ya visible cuarenta años antes de la guerra. La refundación nacional de la posguerra, conforme al modelo neocolonial inglés, liderada por los nuevas oligarquías exportadoras de materias primas –una novedad respecto del Paraguay de la preguerra− y tutelada por las metrópolis carioca y porteña es, sin dudas, la fundación de la nación paraguaya contemporánea.

Justamente entre los años 1903-1904 es posible leer en los pe-riódicos asuncenos un debate periodístico que, mucho más que ello, parece ser el propio inicio del debate en torno a la historia del Pa-raguay, o, mejor dicho, a la memoria identitaria que debían atesorar paraguayas y paraguayos en tanto tales. En efecto, Cecilio Báez (1862-1941), poco tiempo después presidente del Paraguay, y Juan Emiliano O’Leary (1879-1969), proclamado posteriormente “el poeta de la nación” y de extensa incidencia cultural y política en la vida del país, inician una discusión en torno a la historia del Paraguay que, lejos del ámbito académico o científi co −aunque lo capturará−, brinda la matriz inter-pretativa de futuros relatos históricos que, como veremos, parecen ser resonancias de este debate.

En la antesala del centenario, ambos autores inauguran relatos históricos nacionales, polémicos el uno con el otro, a punto tal que contendieron la hegemonía discursiva durante buena parte del siglo

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XX en la construcción de la memoria nacional. Aún así, con este tra-bajo pretendemos mostrar que estos dos primeros relatos históricos, uno surgido del discurso histórico liberal modernizante, positivista y spenceriano que Mitre inaugurara en la región; y el otro en consonancia con las sensibilidades identitarias típicas de las inmediatas lecturas de Rodó, son fi nalmente una discusión de familia. Veremos que ambos relatos son disonancias dentro de un discurso hegemónico fundacional: un discurso constructor de un pasado que pretende persuadir en torno a los mandatos fundamentales de una eticidad disciplinante y negadora de alteridad. Veremos también que ambos relatos, aunque más signifi -cativamente el de O’Leary, han sido los que han construido los idearios sociales desde los cuales se piensa al Paraguay como una unidad social de doscientos años.

LA FUNDACIÓN DE LA HISTORIA NACIONAL PARAGUAYAPara los fi nes de este trabajo el problema no es tanto la identifi cación de los sucesivos esfuerzos por construir un relato histórico nacional paraguayo en coordenadas aceptablemente rigurosas que podrían vali-darlo como historiografía. Obviamente, este no deja de ser un esfuerzo investigativo no menor en el Paraguay, que felizmente se lleva a cabo en el presente –y ante el cual planteamos esta salvedad, precaviendo posi-bles observaciones ahí originadas. En cambio, sí nos interesa la cons-trucción de los primeros relatos históricos nacionales del Paraguay, que más allá de su rigurosidad –o que. incluso, pudieran ser epistemo-lógicamente objetados con cierto éxito− consiguen confi gurar idearios cohesivos y eticidades diferenciadas. Nuestro problema no es tanto el relato en su validez científi ca –expresión problemática, lo sabemos−, sino los contenidos mnémicos sociales que harían comprensible para el proferente del relato una unidad histórica llamada “nación”; y ob-viamente, también sus efectos persuasivos o su capacidad de construir idearios colectivos desde los que los individuos asumen una identidad compartida más allá de la cuestión territorial. Si la historia relatada es veraz o no lo es, no nos ocupará en esta instancia, tanto como su efecto performativo –o direccionante de acciones− en términos sociales. El nuestro es, cabe confesarlo, un esfuerzo interpretativo de las fi nali-dades políticas –expresas o no− que el agente al que llamamos relator busca lograr al proferir públicamente su relato.

En ambos casos, tanto en la inauguración en el Paraguay del relato histórico como una disciplina epistemológicamente válida, como también en la construcción del relato de una historia nacional destinada a crear imaginarios sociales –esfuerzos que pueden converger perfecta-mente−. todo parece conducirnos a la misma generación de intelectua-les llamados “novecentistas paraguayos”. La expresión “novecentista”

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es, como casi siempre en estos casos, de creación bastante posterior a los momentos críticos de la notable producción de esta generación de intelectuales, que podemos visualizar entre los años fi nales del si-glo XIX y el Centenario. Y también hay que decir que esta expresión nombra a lo que podríamos llamar una familia disfuncional. aunque de contornos más o menos visibles si se tiene en cuenta su ámbito de preocupaciones (Amaral, 2006). En primer lugar, es necesario aludir al carácter generacional de esta comunidad: en general, los novecentistas no conocieron la desvastación del Paraguay producida por la guerra 1864-1870. Pensemos en el caso de Cecilio Báez, que conoce la guerra siendo un niño y a quien no sabemos si incluir en esta generación, aunque fuera su precursor y referente inicial. Digamos que se trata de una generación de formación intelectual netamente posbélica, cuyos integrantes mayores no tienen mucho más de treinta años a inicios del siglo. En su mayoría conocieron de la guerra sólo el relato de sus sujetos y desde ya sus consecuencias inmediatas, es decir, un país despedaza-do institucionalmente, drásticamente disminuido poblacionalmente, en refundación desde una nueva lógica institucional, y en manos de una dirigencia sumamente comprometida con los procesos de concentra-ción de tierras, los empréstitos, la especulación inmobiliaria y, por cier-to, las prebendas oligárquicas que suponen esta lógica institucional, de las que Paraguay no tiene la exclusividad en la región. Todo ello a causa de la guerra. En fi n, los novecentistas pertenecieron a la generación que, pudiera o no articularlo en un discurso, conoció cuánto había de real en las promesas civilizatorias de la Triple Alianza.

Además de esta identidad generacional, tal como decíamos, no deberíamos rastrear en los novecentistas paraguayos la cohesión in-telectual en su repertorio discursivo, cuyo aspecto variopinto podría comprometer la noción de que se trata efectivamente de una comuni-dad. Situación que es más visible si tenemos en cuenta que el maestro generacional, Cecilio Báez, coincide con sus discípulos en los núcleos de discusión, por lo que –insistimos− dudamos de excluirlo de esta co-munidad intelectual. Pero podemos decir que, en efecto, estos hombres lograron constituirse como una comunidad no tanto por sus construc-ciones discursivas y con ellas sus militancias políticas, sino más bien porque asumieron como núcleo problemático de discusión el propio proceso de refundación nacional que mostraba los límites propios de su propio desarrollo luego de treinta años. Tan contundente como eso.

Si bien todos estos autores piensan funcionalmente a las institu-ciones de la nueva república, todos comparten a la llegada de la nueva centuria una incomodidad que va desde la reticencia hasta la franca y abierta indignación con los rumbos de la refundación del país a cargo del viejo entorno de Francisco Solano López. De tal manera que, si no

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vemos en ellos profundas críticas a la institucionalidad liberal de la posguerra, sí vemos la preocupación por lo que ellos llamaron a su ma-nera las disposiciones morales de la dirigencia política que la lideraba. Además todos fueron formados –y curiosamente también por Cecilio Báez− desde la indignación por la barbarie de la destrucción del Para-guay. Así, presumían que tamaña calamidad del pueblo paraguayo no era correspondida por una refundación a la que tildaban con distinto énfasis de corrupta y oportunista. De tal manera que la guerra de 1864-1870, y el rumbo que esa hecatombe impuso al Paraguay, no podía sino ser el punto hermenéutico discursivo que para esos hombres enhebraba el pasado con el presente de una nación cuya refundación tenía casi su misma edad.

Es por ello que en esta comunidad intelectual, el debate histórico se instala de manera casi natural. Y si bien en uno de sus miembros, el increíblemente precoz Blas Garay, debemos presumir la fundación de la historia como un hecho, si se quiere académico y profesional, otros dos integrantes de esta comunidad, Cecilio Báez, el maestro, y Juan Emiliano O’Leary, el discípulo, a quienes se sumaría fugazmente Manuel Domínguez, serían los que proyectarían la discusión históri-ca tras los muros de la academia hacia el ámbito de la generación de opinión social. En efecto, entre mayo de 1902 y febrero de 1903 ambos protagonizan desde sus columnas en la prensa asuncena un debate en torno a la historia del Paraguay que generaría en sus contemporáneos tal grado de pasiones que “las discusiones se prolongaban en el hogar. En los cafés, los concurrentes defendían sus ideas a botellazos, con tazas y sillas. Grandiosas manifestaciones populares recorrieron las calles, aclamando a uno y a otro bando, a uno y otro de los polemistas” (Brezzo, en Báez, O’Leary 2008: 49; Gonzáles, 1988: 14).

El hecho de que esta discusión haya transcurrido en el ámbito periodístico nos facilita el trabajo: indiscutiblemente, Báez y O’Leary se tomaron el uno al otro como ocasión de divulgar socialmente una perspectiva discursiva que salía al paso ante lo que cada uno de ellos consideraba el peligro de la persuasión social del discurso del contrin-cante. Si Báez y O’Leary se tomaron como interlocutores, su proyecto era la persuasión social en torno a lo que propagaban cada uno por su lado como certezas desde las que pensar al Paraguay de inicios de siglo. La asimilación social de estos relatos históricos fue inmediata, es decir, no había de conocer sino posteriormente mediaciones –que sí tuvo el relato histórico mitrista, la primera historia nacional de la Argentina− como la divulgación escolar u otras: directo del proferente a la sociedad paraguaya más o menos ilustrada y constituida como foro.

Esta discusión tuvo como espacios a los diarios El Cívico y La Patria, ambos de Asunción. El Cívico sería la plataforma de Báez; por

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su lado, La Patria, diario cuyo propietario era el mismísimo hijo de Francisco Solano López, lo sería de un tal Pompeyo González, pseudó-nimo con que O’Leary fi rmaba sus artículos. Los artículos del primero han sido compilados posteriormente bajo el título “La Tiranía en el Paraguay” y publicados en 1903; por otro lado, los de O’ Leary fueron publicados con formato de serie bajo el nombre “El cretinismo paragua-yo”, mordaz alusión al núcleo del discurso de su contrincante.1

Dado que nuestro interés no es el de describir el derrotero com-pleto de esta polémica ni seguir su secuencia, sino identifi car los puntos centrales de la trama narrativa de los relatos históricos en ella presen-tados, los presentamos por separado.

CECILIO BÁEZ: EL PARAGUAY CRETINIZADO El discurso de Báez presente en la polémica dista mucho de ser el que mantuvo poco menos de una década atrás: si bien liberal y positivista, supo ser particularmente crítico con la alianza que ocupó y devastó el Paraguay, situación que él mismo conoció y, por cierto, sus memo-rias de trashumante junto a su madre en las harapientas caravanas de civiles desplazados por la guerra no dejan de ser conmovedoras a la imaginación.

Pero al momento que nos ocupa, O’Leary le imputa la acusación de haber devenido un mitrista y un legionario2 tras sus dos viajes a Buenos Aires. Aunque sin sus pasiones y con intenciones diversas, nos parece que O’Leary no yerra en lo fundamental, ya que existe un paren-tesco entre el relato histórico nacional mitrista y el de Báez. Pero este parentesco no supone la mera réplica: en efecto se trata de la misma matriz interpretativa, desde la cual se construye una trama narrativa diversa a la de Mitre, como no podía ser de otra manera. Veamos esto.

Según Báez, el presente del Paraguay lleva el signo de la guerra, que fue la peor calamidad de la historia de la nación, pero aún así, la guerra no es el origen de sus males sino una consecuencia ineludible de ellos. Esos males anteceden largo tiempo al confl icto y se remontan a un pasado cuya trama narrativa plantea el origen de esos infortunios en la misma colonia: las reducciones jesuíticas, verdaderos “hormigueros humanos”, cuna del “cretinismo y la inercia” y madre de un sistema

1 Muy pero muy felizmente, esta discusión aparece recientemente publicada en forma completa y con un notable estudio introductorio de Liliana Brezzo (Báez-O’Leary, 2008). Existe también una interesante reseña de esta polémica, publicada en 2005 en Argentina, que fue la que despertó nuestro interés por esta discusión, y que incluye sus antecedentes y el propio ambiente intelectual desde el que este debate se produjo, también realizado por Liliana Brezzo (Brezzo, 2005) y ya referido en este trabajo.

2 La Legión era una unidad militar integrante del ejército de la Triple Alianza compuesta por paraguayos antilopiztas libremente enrolados y movilizados desde Buenos Aires.

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tan extraño a los humanos “como Platón, como los jesuitas, como los socialistas contemporáneos” (Báez-O’Leary, 2008: 159). Ahora bien, los jesuitas no son sino una extensión de la ignominia impuesta por la ignorante España: “Si tal era la madre Patria, ¿cómo debieron ser sus hijas de América? Las pobres colonias españolas eran explotadas por los privilegiados de la Casa de Contratación, expoliadas y despotizadas por sus virreyes y gobernadores y mantenidas en la ignorancia más profunda” (Báez-O’Leary, 2008: 102).

Dicho destino fue compartido por toda la colonia, pero mientras que otras naciones iniciaron con la independencia un proceso de lento sacudimiento de esa ignorancia, o mejor dicho, la propia independen-cia era la expresión de ese deseo a pesar de las fuerzas bárbaras que lo obstaculizaban, el Paraguay inicia el proceso independentista con la dictadura de Gaspar Rodríguez de Francia sin más remedio que optar por la tiranía basada en un encierro aislacionista y garante de la inde-pendencia de Buenos Aires. Ahora bien, culpable o no Francia de esta situación, lo que en otros procesos independentistas se insinuó como la lucha contra la tiranía, el Paraguay como nación independiente en sus albores no era más que un “cementerio de vivos” bajo la regencia de un tirano. Y en la tiranía –signo trágico del Paraguay de Francia, de Carlos Antonio López y sobre todo de Francisco Solano López− “el soberano ejerce un poder omnímodo sobre su pueblo. Puede matar a un súbdito, impunemente, como se carnea una res en el matadero: puede privarle de todo bien y de todo derecho. Puede imponerle hasta una determina-da creencia religiosa: El individuo es nada, el pueblo es una hacienda; solo el soberano es todo: es dueño de todo y señor de todos los súbditos” (Báez-O’Leary, 2008: 109). Cabe destacar la notable similitud metafóri-ca con la descripción de la Argentina rosista que hace Sarmiento, en la cual el tirano impone la cinta roja federal en la vestimenta como se yerra al ganado. Así, Francisco Solano López y su hijo Mariscal perpetuaron el vicio, que si bien fue relativamente inevitable en la fundación, era ya innecesario luego de la caída de Rosas y, con él, las aspiraciones anexio-nistas de Buenos Aires. De hecho, cada tirano del Paraguay fue invitado por las intenciones emancipadoras del sur: la Junta Porteña, Artigas y Bolívar, Brasil y Urquiza; aún así, la obstinación tiránica eligió una y otra vez el oscurantismo del terror (Báez-O’Leary, 2008: 113).

Ahora bien, si la tiranía es el signo del Paraguay desde la perspec-tiva de la dirigencia y no interrumpida siquiera como intento en la crisis de la independencia, la tiranía como ejercicio del poder no tiene como resultado sino la cretinización de un pueblo, a partir de una suerte de microfísica del poder del tirano, a cargo de sus personales hasta de más modesto rango (Báez-O’Leary, 2008: 168): el aprendizaje en el temor, en la dependencia ética del líder, en el castigo arbitrario y aleccionador, el

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Paraguay no pudo sino ser un pueblo sin voluntad ni discernimiento; en síntesis, un pueblo sumiso y, como tal, amoral, y entonces inimpu-table de sus vicios rayanos a la esclavitud. Felizmente, para Báez −a diferencia del argentino Ingenieros o el boliviano Arguedas, sus pa-rientes intelectuales en la región− esa ignominia del cretinismo no es un determinismo genético, ya que “No es que el cerebro paraguayo sea de suyo infecundo; es que el alma paraguaya ha sido esterilizada por el terror, por la incomunicación, por la ignorancia” (Báez-O’Leary, 2008: 179). Entonces, el cretinismo paraguayo no es sino la desafortunada conjunción de circunstancias históricas no elegidas por un pueblo y vo-luntades minoritarias pero poderosas –España, Rodríguez de Francia y los López, únicos sujetos imputables en esta trama.

Ahora bien: la guerra. Esta es la ventana en la que la veta mitrista del relato –si es que no pareciera evidente ya− se hace particularmente visible: la guerra, como tragedia nacional, tiene una sola explicación: Francisco Solano López, tirano del Paraguay, que pretendió incidir en la región como lo hacía con el pueblo que mantenía en el cretinismo. Pero ¿qué era el Paraguay así erigido entre las jóvenes repúblicas del sur sino una reliquia viviente? (Báez-O’Leary, 2008: 109). Así, el ejército aliado no era más enemigo del pueblo Paraguayo que el mismo López que “no solamente hizo fusilar y lancear a los principales hombres y familias del Paraguay, al solo objeto de exterminarlos y de apoderarse de sus bienes” (Báez-O’Leary, 2008: 201). De tal manera que la guerra no fue sino una consecuencia de la propia tiranía lopizta, que tampoco es más que una consecuencia de una historia básicamente inalterada desde tiempos de la colonia. La guerra fue en el relato de Báez una tragedia, pero una tragedia en la que los aliados sólo pueden ser acu-sados por exceso pero jamás por intención. La guerra fue iniciada por López, que como infortunio para el pueblo paraguayo, también era la amenaza para la propia fundación de instituciones liberales del sur. Así coincidiría Báez con Mitre: no fue una alianza contra el Paraguay, era una batalla más de la civilización contra la barbarie.

Obviamente, si comparamos ambos relatos históricos desde su trama selectora y ordenadora de hechos a narrar, existen pocos puntos en común con el relato de Mitre. Pero ambos comparten la misma inten-cionalidad narrativa: la historia nacional es descripta desde el rastreo de la civilización –expresa en los intentos por construir instituciones liberales−, y de los obstáculos que la tiranía como lo antiguo le plantea como una suerte de inercia natural. Pero Mitre escribe desde el triunfo, es decir, desde la certeza de hegemonía y el poder del disciplinamiento social: la barbarie ya fue sometida en la joven Argentina, entonces ya disciplinada y funcional a las nuevas instituciones, por ello puede ser incluida en un relato histórico en el que se la redime desde un heroísmo

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subalterno como constructora de la civilización. La necesidad hege-mónica consiste en crear un relato identitario en el que cada individuo pueda visualizar cuál es su lugar social en la nueva república. Por su lado Báez, con exacta sensibilidad escribe desde la tarea pendiente, des-de el Paraguay que aguarda la redención civilizatoria, ya que no solo no bastó la guerra como sufi ciente lección sino que, además, los legatarios de los López, también militantes presentes de la vieja tiranía –Pompeyo García u O’Leary amenazan con perpetuar. Diría Báez.

JUAN EMILIANO O’LEARY: TRAS LA ARCADIA PERDIDADebemos decir que el discurso planteado por O’Leary en esta polémica expresa una pasión menos visible en la pluma de Báez, más reposada y académica y recurrente en erudiciones, por ello, tal vez menos vivaz. Es notable también el hecho de que si Báez construye un discurso con interlocutores tácitos, O’Leary alude a su viejo maestro una y otra vez, descalifi cando ad hominem recurrentemente. Claramente es necesario entresacar el relato histórico de este autor de entre las redundantes imprecaciones a Báez.

Si bien hemos planteado en primer lugar el relato histórico de Báez, sería O’Leary quien provocaría la reacción periodística de su maestro. Detengámonos sobre el particular. Contra lo que podría pare-cer desde sensibilidades contemporáneas, el discurso condenatorio de Báez hacia el Paraguay era mucho menos disonante al oído en aquel contexto paraguayo que lo que pudiera sonar hoy: de hecho, “Mariscal López” era una pésima expresión en aquel momento. O’Leary, con lo que fácilmente podría ser visto como una osadía, sino una provocación, publica el 2 de mayo de 1902 –fecha en la que realmente se inicia la polémica− una serie de artículos denominada “Recuerdos de Gloria” (O’Leary, 2008). Esta serie, más de carácter anecdótico que histórico, relata una serie de episodios de la guerra, o mejor dicho plantea esos episodios bélicos como ocasión de mostrar el talante heroico y valeroso del carácter paraguayo. Veamos un tópico narrativo recurrente y un anticipo de lo que hemos de describir:

El 16 de Julio de 1866 fue el preludio de aquella gran victoria que jamás olvidarán los argentinos3. Nosotros fuimos muchas veces derrotados. Pero tenemos el orgullo de recordar esas derrotas como verdaderas glorias nacionales. No así los aliados. Sus derrotas proclaman su cobardía. Los que fueron vencidos en Tuyutí, proclamen el heroísmo paraguayo (O’Leary, 2008: 43).

3 Alude a la batalla de Curupayty, verdadero desastre para las fuerzas aliadas y que llegó a comprometer las pretensiones argentino-brasileñas en la guerra.

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Estos artículos, se comprenderá a estas alturas, provocarán la reacción de Báez, para quien el tal heroísmo no era más que temor al tirano, es decir, una expresión más del cretinismo, ya que el pueblo paraguayo había sido educado para temer más al látigo del tirano que a las propias bayonetas aliadas.

Planteadas así las cosas, y con O’Leary como un casi transgresor, se inicia la polémica dirimida en el relato histórico. El núcleo central del relato del joven periodista –en coordenadas arielistas que asume ex-presamente (O’Leary, 2008: 30)− es demostrar con una trama narrativa que, lejos del cretinismo, la historia del Paraguay es el desenvolvimien-to del carácter heroico y superior del pueblo paraguayo a lo largo del tiempo, resultado de lo mejor de las razas –expresión de la época− que lo terminarían confi gurando. Dicho carácter con inexorable destino de “gloria” es ya rastreable germinalmente en tiempos coloniales en “Aquel primer estallido del alma paraguaya que se llama la Revolución de los Comuneros, timbre de gloria imperecedera para el Paraguay” (Báez-O’Leary, 2008: 240; énfasis original). Un pueblo que, lejos del cretinismo, mostraría desde los albores su capacidad de rebelión a las auténticas tiranías.

En este relato –una constante−, aunque con cierta prudencia en el caso de Francisco Solano López, los líderes del Paraguay indepen-diente no sólo no han sido tiranos, sino que han sido hombres capaces de interpretar el carácter paraguayo y hacerlo poder y resistencia, pero no poder hacia adentro, sino poder hacia afuera: Buenos Aires o Río de Janeiro, donde residían las auténticas amenazas para la libertad del carácter paraguayo, incluso conspirando desde los partidos porteñis-tas de los albores de la nación, a los que, según O’Leary, no hubo más remedio que acometer con fuerza. Así, el terror aparente hacia adentro es en realidad una defensa del exterior. Rodríguez de Francia es el fun-dador de la Nación Paraguaya, y como tal, catalizador de los deseos de libertad del carácter paraguayo (Báez-O’Leary, 2008: 230-231). Ahora bien, si Rodríguez de Francia es la garantía de esa libertad y expresa ese esfuerzo de consolidación contra el anexionismo porteño –voluntad del carácter paraguayo−, Don Carlos Antonio López es quien lo moderniza desde la construcción de escuelas y vapores, lo enriquece y lo vuelve bá-sicamente un pueblo feliz y sin las penurias que sí conocían sus vecinos (Báez-O’Leary, 2008: 268).

Entre las adhesiones que cada uno de estos dos autores despertó, nos ocupará brevemente la de Manuel Domínguez, joven vicepresidente de la república y también, junto a Báez, propulsor y maestro de los nove-centistas. Manuel Domínguez, lector de Renan, cerró fi las con O’Leary contra Báez en una conferencia brindada en el Instituto Paraguayo y a la que tituló signifi cativamente “Causas del heroísmo paraguayo”. Con

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ello se integra a la polémica de manera fugaz pero relevante, al incor-porar en ella la noción del pasado venturoso y truncado a la vez que introducir notas sobre el carácter paraguayo.

Es Domínguez quien más claramente formula –a partir del relato de O’Leary− la noción de un Paraguay prebélico como edad de oro de la nación:

¿Cuál era la situación del Paraguay en 1864? Era la edad de oro de la agricultura y la ganadería. Paraguay producía más que cualquier otro pueblo americano. Había llegado al máxi-mum de producción con el mínimum de consumo. El pueblo, sin necesidades superfl uas era feliz en su sencillez. No había miseria ni pobreza. Le llamaban el pueblo más feliz de la tierra (Brezzo, 2008: 213; Domínguez, 2009: 42).

Respecto de sus afi rmaciones sobre el carácter del pueblo para-guayo, en un intento de salir al paso del cretinismo endilgado al Para-guay por Báez, Domínguez le interpone la noción “raza” como sustrato explicativo del devenir histórico de la nación: el paraguayo es decidida-mente superior a sus antiguos enemigos:

[…] fue mestizo pero fue haciéndose blanco en la cruza sucesiva, blanco sui generis en quien hay mucho de español, bastante del indígena y algo que no se encuentra ni en el uno ni en el otro separados (Brezzo, 2008: 214; Domínguez, 2009: 42).

Y más aún: “El paraguayo, superior al porteño, superior al crio-llo, es también superior al español de Europa” (Domínguez, 2009: 43; Brezzo, 2008: 214). Así Domínguez suma algunas especifi cidades des-criptivas al relato de O’Leary. Este último trae la noción de la “edad de oro” del Paraguay prebélico validándola en el hecho de ser observacio-nes de extranjeros, que constataban la ventura del pueblo paraguayo, entre los que no podía faltar Juan Bautista Alberdi (Báez-O’Leary, 2008: 284). Por otro lado, con la noción de “raza paraguaya” como resultado de lo mejor de lo hispánico y lo mejor de lo indígena –aunque con otra sensibilidad, un anticipo de la obra de Vasconcelos− se plantea un ar-quetipo nacional, lleno de virtudes como el heroísmo, la laboriosidad, el ingenio, e incluso su superioridad física y también, con ello, una homogeneidad étnica que Domínguez no atribuyó a los antiguos ene-migos, delimitando también claramente lo propio de lo extraño como heterogéneo a ese arquetipo.

Ahora bien: la guerra. Refutado de una manera más que redun-dante –según O’Leary− el cretinismo imputado por Báez, y ya demos-trado que,l lejos de ser una cárcel, el Paraguay era una peculiaridad continental –sino cósmica− construida por la “raza”, en tanto una con-vivencia no lograda por el resto de las naciones vecinas, sobre todo las

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aliadas, no cabe para nuestro autor plantear la guerra de otra manera que no fuera la misma interrupción desde afuera de ese destino de gloria que no podía sino forjar el pueblo paraguayo dado el talante de su carácter. No obstante ello, no es tan pródigo en elogios con res-pecto a Francisco Solano López, a quien llama también “tirano”, de lo que habría de desdecirse algunos años después, en los tiempos en los que se volviera su apologeta máximo (Rodríguez Alcalá, 2006: 134). O’Leary plantea la guerra desde los intereses propios de Argentina y Brasil, naciones para las cuales el Paraguay era, de una u otra manera, una amenaza. En tal sentido, O’Leary expone más claramente y con más detalle –y tal vez con más acierto− que su interlocutor los intere-ses hegemónicos brasileños en el Río de la Plata, y la frágil estabilidad nacional que Mitre imponía en Argentina: la guerra es el resultado de esas tensiones que Paraguay podía alterar. Así “la guerra era preparada por Brasil y que ella tenía que estallar tarde o temprano porque el aniqui-lamiento del Paraguay le convenía” (Báez-O’Leary, 2008: 450; énfasis original). Entonces, el Paraguay heroico, glorioso e incluso idílico, fue inmolado a los intereses egoístas de sus naciones vecinas, y con ello, truncado. Según O’Leary.

RELATO HISTÓRICO NACIONAL: ENTRE LOS ARQUETIPOS Y EL OLVIDOVemos claramente que en ambos relatos los imperativos que estos au-tores plantean para el que fue su Paraguay “actual” surgen del propio relato histórico, lo que de otra forma sería también decir que construir y narrar una historia nacional es plantear un proyecto político, parti-cularmente en aquel momento crítico de la historia del Paraguay, ya que el mero relato del pasado es el que pone mandatos al presente. En el caso de Báez el imperativo es claro: aceptar más temprano que tarde el carácter refractario del pueblo paraguayo para las instituciones mo-dernas y liberales –destino natural de la humanidad− dada una historia en la que tiranía, cretinismo y nación se confi guran anatómicamente. El Paraguay es –recordemos su veta spenceriana− un fósil viviente con-tenido y disfuncional en instituciones republicanas que le son extrañas, y O’Leary y los suyos son la expresión de esa inercia, de ese deseo de pertenecer a un pasado ya desterrado en las jóvenes naciones vecinas. Afortunadamente, para el autor –y a riesgo y elección del propio Para-guay− se trata de una situación que por artifi cial es reversible: al mal del cretinismo, el aprendizaje de la libertad que sólo puede ser impar-tido por las elites ilustradas y, por ello, inmunizadas contra el mal de la tiranía y sin síntomas de cretinismo (Báez-O’Leary, 2008: 179). Ante esta certidumbre, el Paraguay yace en una encrucijada: o por inercia recurre en la tiranía o bien inicia su proceso civilizatorio liderado por

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una elite a la que él pertenece y de la cual es –perfectamente conscien-te− su vocero. En el caso de O’Leary, los imperativos surgidos del hecho de narrar la historia son claros: visualizar el carácter paraguayo desde la noción de raza como una particularidad saludable y exclusiva de la nación, bondades que fueron confi rmadas por la historia nacional cuyo rumbo estuvo signado por ese carácter magnánimo, que sólo pudo ser alterado desde afuera por la barbarie que supuso la guerra. Así, la histo-ria plantea un arquetipo al que recordar en el que están contenidos sin mayores misterios los atributos de ese ser nacional, una eticidad simple, laboriosa, y por sobre todo criolla, que debe ser liberada de cualquier artifi cio foráneo, cualquiera fuera su origen. El paraguayo debe volver a ser el que fue, sus líderes expresión ý garantía de resguardo de ese ser nacional, y ambos deben retomar los vínculos que supieron guardar hasta la guerra.

En ambos casos se construye la memoria nacional desde un rela-to histórico –de dudosa facticidad, por cierto− en cuyos recuerdos están contenidos los arquetipos a los que el pueblo paraguayo debe imitar: bien el cretino que aguarda la redención de un grupo ilustrado que conoce los futuros rumbos de su ventura; bien la raza que delimita “lo propio” como natural, de lo “exótico” como corrosivo. En ningún caso es necesario un futuro diverso que diseñar, pues ya está planteado, más no sea, en sus planos de construcción. Esos arquetipos se constituyen como ideales éticos diferenciados, a cuyos mandatos es posible recurrir en cualquier caso de heterogeneidad. Narrar sucesivamente la historia en estas coordenadas es entonces también plantear nuevamente esos arquetipos o, mejor dicho, reeditarlos permanentemente.

Esta es la cuestión central de este artículo: no sólo estos relatos fueron proferidos desde aquella polémica, sino que se apeló a ellos una y otra vez durante el transcurso del siglo XX, entrampando así a futuras construcciones de memorias, desde otros actores sociales y, obviamen-te, desde otras pretensiones narrativas (Brezzo en O’Leary, 2008: 62). Eso, por más antagónicos que pudieran parecernos estos relatos, los emparenta en una cuestión central: ambos son profundamente disci-plinantes en términos sociales. De tal manera que no debe extrañarnos que fueran proferidos una y otra vez como única memoria posible o, si se quiere, como único debate histórico posible desde sectores a los que la heterogeneidad –el anarquista, el socialista, los sindicatos, los indí-genas “no folclóricos”, las organizaciones sociales, las luchas populares, etc.− les fue y les es un obstáculo.

Y si bien no nos ocupa la historiografía como actividad académi-ca, hay que decir que ella también cayó en la misma trampa, o bien la eligió cerrando fi las con el poder. Hoy, por ejemplo, no sabemos del Para-guay prebélico mucho más que “las obras” de su poder político, algunos

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ineludibles tópicos económicos y, desde ya, las confl ictivas relaciones con Buenos Aires y Río de Janeiro. ¿Cómo era socialmente el Paraguay, por ejemplo, en 1845? Es esa una pregunta que nos plantea más lagunas que respuestas. Precisamente porque todo lo que había que decir de ese período, crítico para nuestra memoria, ya fue dicho de ambos lados en un debate sucedido entre 1902 y 1903. Planteos diversos circulaban mimeografi ados de manera clandestina en la dictadura de Stroessner, pero no se divulgarían sino hasta luego de 1989, con la llegada del actual proceso democrático. Tal es el caso –vaya como ejemplo− del interesante aunque polémico ensayo del marxista Oscar Creydt, escrito en 1963 y pu-blicado recién a inicios del milenio: La formación histórica de la Nación Paraguaya (Creydt, 2007) por citar un ejemplo de cuánto aún incide la repetición una y otra vez de aquellos relatos originarios.

Determinar quién fue el ganador de aquella polémica nos arroja al problema de establecer los criterios con los cuales se otorga seme-jante distinción. En sí, la que mantuvieron Báez y O’Leary fue una discusión agotada bastante antes de terminarse, y que hubiera podido prolongarse por mucho más tiempo: ninguno de los dos pretendía con-vencer a su contrincante. Como vimos, la intencionalidad no era tanto la narración del relato histórico sino las pretensiones persuasivas desde las que se hacía. Así que, en este caso, es necesario rastrear al relato triunfante como el relato que consigue hegemonizar la memoria colec-tiva. En tal sentido, notemos que los héroes del Paraguay, rememorados actualmente con rituales que van desde la escuela hasta la sacralización de ciertos espacios en Asunción y en Amambay, no son las víctimas de la tiranía lopizta que proponía Báez, sino aquellas expresiones del “ser nacional” que construiría O’Leary –y otros posteriormente−: los artí-fi ces de aquella Arcadia perdida que fueron los López, los héroes de la contienda, y las víctimas del que fuera –no vemos forma de objetarlo- uno de los genocidios más bárbaros que conoció Latinoamérica, perpe-trado por la Triple Alianza. Cuatro o cinco décadas después –y O’Leary también fue parte de ello− la nómina se engrosará en general con los combatientes de la cruenta guerra contra Bolivia, y en particular, la ofi -cialidad paraguaya que la condujo. Bien pudiera serlo alguno de ellos, no es nuestro problema en estas instancias. Sí, en cambio, nos detene-mos sobre un particular: identifi car y nombrar a los héroes patrios, y más aún, persuadir que esos actores y no otros deben ocupar semejante pedestal es sin dudas el logro fundamental de la construcción de una memoria que –veraz o no− construye una identidad compartida, que, como vimos, plantea con ello una serie de imperativos éticos a toda la sociedad paraguaya. El relato de O’Leary fue sin dudas el que consi-guió hegemonizar el planteo de semejante identidad, y con ello, dirigir diferenciadamente sus acciones.

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Insistimos: no debemos rastrear las causas de esa hegemonía discursiva en el propio relato, sino más bien en la funcionalidad persua-siva que encontraban en él quienes lo planteaban desde el poder como “historia nacional”. Cabe recordar que el O’Leary maduro es el padre ideológico del nacionalismo paraguayo. Como tal, planteó a Francisco Solano López en tanto el padre de la patria y como la expresión neta de todas las virtudes de la raza (O’Leary, 1982: 141-144). No nos debe extrañar así que las permantentes intervenciones militares en el país, y particularmente la extensa dictadura de Stroessner, se valiera de O’Leary, o mejor dicho del permanente relato que él hiciera –ahora sí, presente en las escuelas− y que ajustara para identifi car a López con Stroessner como reeditor de aquella Arcadia perdida en la guerra. Así, la dictadura stronista lo condecorará en vida como el poeta nacional (Rodríguez Alcalá, 2006: 146-150).

Construir el relato histórico es construir una memoria, y con ello, inexorablemente, también un olvido: el relator construye una tra-ma en la que incorpora hechos e indefectiblemente descarta otros. Así, no debe preocuparnos ese carácter selectivo del relato histórico, siem-pre y cuando pueda dar razones de sus olvidos. Pero si esto es cierto, el abuso de la memoria es también el abuso del olvido. Y constituido como abuso el relato histórico es también una instancia de poder do-minante, ya que “se priva a los actores del mismo hecho de narrarse a sí mismos” (Ricoeur, 2008: 572). Es decir: se los olvida en tanto actores históricos. Casi de manera simultánea a la polémica que nos ocupó –no más de cuatro años−, se instala en Asunción el anarquista Rafael Barret, llegado de Buenos Aires en calidad de reportero de un medio de esa ciudad. Traba relaciones con varios de los novecentistas, incluso teje una amistad con Manuel Domínguez –digamos, fue interlocutor de esta generación, por lo tanto, no desconocido para ella. En breve, y ya con Cecilio Báez como presidente de la República, comienza la publicación en El Diario, periódico en Asunción de su serie –hoy− clásica Lo que son los yerbales (Barret, 1987; Brezzo 2005: 204; Corral 1994: 30-50; Piñeiro Iñiguez, 2006: 614). En ella Barret denuncia la situación de esclavitud a la que se ven sometidos los peones de los yerbatales, particularmente en los de la propia dirigencia política del Paraguay, a la que los nove-centistas conocían perfectamente, y precisamente en mismos tiempos en los que se da la polémica que nos ocupó. Obviamente, el discurso de Barret es heterogéneo desde la perspectiva de los relatos de Báez y Pompeyo García; bien porque en tanto anarquista es foráneo o extraño al “ser nacional”, bien porque acerca al “cretinaje irredento” a un lugar que no debería ocupar, que es el de pensarse desde otra perspectiva que no fuera su rol subalterno. La discusión en torno a la historia del Paraguay –entre el cretinismo y el ser nacional− y su casi exclusiva

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reedición durante el siglo XX fue el abuso de la memoria que supuso el olvido de la situación de los hacheros del chaco paraguayo o de los recolectores de los yerbatales –van como muestra−, no visibles desde el planteo hegemónico del carácter heroico del Paraguay.

Pero hay motivos para sospechar que no siempre se trató de una mano de obra absolutamente sumisa y fácilmente disciplinable, como hubieran deseado los fundadores del relato de la historia nacio-nal paraguaya. No obstante el cretinismo o el arquetipo nacional, lo heterogéneo ya es rastreable en tiempos de la polémica presentada, en un movimiento obrero que habría de desencadenar en 1906 una huelga nacional de la que la memoria social paraguaya sufre una am-nesia casi de ochenta años, hasta que fuera rescatada y divulgada por la historiografía heterogénea (Gaona, 1987: 20-33), para el asombro de varias y varios de nuestra generación. El discurso de Barret y el relato de aquellas luchas −no podía ser de otra manera− estaban destinados a ser clausurados en tanto también narraciones de nuestra historia. Literalmente clausurados por el cierre policial de El Diario, espacio desde el que escribió Barret y que acompañó esas luchas alentando a la agremiación. Pero por sobre todo, ambos relatos, el de los yerbatales y el de las luchas gremiales, resultaron clausurados al recuerdo justamente por la memoria constituida como hegemónica, o por el abuso de la me-moria desde el poder, es decir, rastreando el cretinismo o el heroísmo nacional de entre los recuerdos que un buen paraguayo o paraguaya deben atesorar. Ambos discursos, el de Báez y el de O’Leary, agotaban todo posible relato: uno fue “la historia ofi cial” y el otro “la historia alternativa”; entonces, en el debate de casi un siglo entre la veracidad de una u otra, se clausuraron otras narraciones.

La construcción de un ideario cohesivo y forjador de una iden-tidad homogénea y compartida nacionalmente es también la sucesiva construcción de olvidos que plantearon las elites económicas que lide-raron nuestras fundaciones nacionales décadas después de los proce-sos independentistas (Dobrée, 2007; Quijada, 2000; Roig, 1981). Así, el bárbaro debía olvidar su barbarie y devenir funcional a las instituciones de las nuevas repúblicas; luego el inmigrante –sobre todo el advenedi-zo con más de una idea heterogénea− debía contemplar a aquel viejo bárbaro redimido ahora hecho “raza” para recordarle qué cosas debía olvidar (Ciancio, 2006). El caso paraguayo, en momentos de la construc-ción de su primer relato histórico nacional, no escapa a esta constante, aunque la reproduce a su manera. Cada vez que se profi rió hasta nues-tros días ese relato construido como memoria desde 1902, cada vez que esa historia se revivió desde los rituales celebrativos de la nacionalidad –“revivir”, claro, es muy una metáfora−, cada vez que niños y niñas aprendieron cuáles eran los héroes nacionales, también se mantuvo

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vigente una eticidad destinada a identifi car lo heterogéneo e inocular un anticuerpo a lo diverso de la “nacionalidad”: el “anarco”, el “bolche”, el campesino que corta rutas, el indígena que excede lo folclórico en sus demandas, el afrodescendiente que no se refl eja en los colores de la “raza”. Así, narrar la historia nacional es, también, construir el olvido que invisibiliza a aquellos que la vivieron como paraguayos y paragua-yas desde el padecimiento de la explotación y la exclusión social desde hace casi doscientos años.

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EL PROBLEMAEn 1880 se conformó el Estado en Argentina en tanto instancia de domi-nación nacional, y el poder central se extendió sobre el país a través de un lento proceso de incorporación de sus habitantes al “proyecto” de Nación. De este modo, se articuló el sistema de dominación en el vasto espacio te-rritorial formado por catorce provincias y los nueve territorios nacionales, creados en 1884 tras la guerra expansiva contra los pueblos originarios1.

Orietta Favaroy Graciela Iuorno*

ARGENTINA. UN PAÍS A DOS VELOCIDADES. PROVINCIAS Y TERRITORIOS NACIONALES.

(1884-1991)

* Docentes e investigadoras de la Universidad Nacional del Comahue-Cehepyc/Clacso. Neuquén, Argentina.

1 Los territorios creados por ley 1532 de 1884 fueron: Misiones, Formosa, Chaco, La Pam-pa, Neuquén, Río Negro, Chubut, Santa Cruz y Tierra del Fuego. El Territorio de Los Andes se creó en 1890, en el marco del tratado de límites fi rmado entre Argentina y Chile (1889), que permitió a nuestro país anexar el sector oriental de la puna de Atacama, y se disuelve en 1943, incorporando su territorio a Catamarca, Jujuy y Salta. Es interesante destacar que en este espacio –dotado de menor presupuesto comparativamente a los otros– existió una población indígena que desarrolló estrategias orientadas a reducir los costos de la aceptación de la soberanía –frente a los intentos de imponerla–, evitando ser censados para no ser descubiertos y obligados a pagar arriendos e intentando no quedar enrolados, porque el alistamiento en las fi las del ejército signifi caba la pérdida de mano de obra masculina en una sociedad donde el hombre era el articulador de su economía interna (Delgado, 2008: 35-60).

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El Estado nacional ocupó el espacio, creó redes sociales e institucionales y puso en marcha la “integración económica” al modelo central, incluyendo actores socioeconómicos de algunas regiones, consolidándose como emer-gente de la pampa húmeda-litoral, desplegando así las relaciones sociales básicas de cara al primer Centenario.

El interior, desde sus respectivas provincias y fracciones burgue-sas locales, produjo acuerdos con Buenos Aires a través de los cuales se le reconocía su hegemonía a cambio de aceptar a sus clases dominan-tes tradicionales como representantes regionales. Es decir, hacia 1880, después de años de guerra y profundas divisiones, se reestructuran las relaciones políticas y económicas entre grupos sociales identifi cados con sus provincias que, como unidades, juegan un papel importante dentro del nuevo Estado nacional. De todos modos, permanece la con-tradicción entre las bases políticas del gobierno central y su soporte económico con confl ictos inherentes a los grupos y clases sociales, en un momento donde las lealtades están espacialmente diferenciadas. Se plantea la unifi cación nacional con base territorial en la sociedad argentina; sociedad que se va conformando en la medida que las estruc-turas productivas capitalistas penetran y homogeneizan la economía, coexistiendo con un poder centralizado que regula la vida de la pobla-ción. El espacio y su uso da lugar a confl ictos entre clases y grupos so-ciopolíticos y al fortalecimiento de una economía capitalista periférica con ampliación del mercado de bienes capitales y trabajo, que reem-plazó la producción artesanal local con manufacturas importadas, en un proceso encaminado hacia la unifi cación y centralización política-económica (Balán, 1978:49-54).

En el contexto de crisis del mercado mundial –década del setenta del siglo XIX– se re-constituye, en el ámbito del Estado argentino y el gobierno central, el tejido socio-institucional, consolidando así, para la Argentina del Centenario, los espacios provinciales que iniciaron un proceso de acumulación y que mantienen, en principio, cierta auto-nomía frente a la esfera central, por la articulación de las fracciones burguesas con el mercado nacional e internacional. Pero este Estado será testigo y participante activo de un renovado proceso de agregación territorial, con actores económico-sociales –las fracciones burguesas territorianas– con una interdependencia productiva asimétrica, aco-tada dramáticamente en los márgenes de las políticas económicas e impositivas nacionales; así como de los pactos y alianzas generadas en torno a las políticas del poder legislativo para las clases dominantes pro-vinciales (pampa húmeda, litoral argentino y región cuyana). Aunque de entrada, en el proceso desigual y multidimensional, es posible per-cibir claramente un doble movimiento de integración/absorción central y diferenciación/desarticulación interna entre los espacios provinciales/

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regionales, en un proceso que comienza en 1879 con la denominada “Campaña al Desierto” y cristaliza con la provincialización de los Te-rritorios Nacionales (TN) que culmina con Tierra del Fuego (1991). Las veinticuatro experiencias económico-sociales de carácter provincial y gobernaciones que existen en el país se encuentran compelidas por la presión del mercado internacional y la nueva división internacional del trabajo consolidada en Argentina, a partir de fi nes del siglo XIX.

En este orden, la instancia central llevó a cabo un proceso de uni-fi cación territorial –visible a través de su aparato burocrático y normati-vo– para lo cual el poder central se ejercía y se imponía en el territorio y en su gente, en el marco del ejercicio de la soberanía. No olvidemos que surge de una solución impuesta, consecuencia del desenlace de un largo período de enfrentamientos, cuya existencia no le puso fi n, pero contribuyó a localizarlos en un ámbito: las provincias (Oszlak, 1982:68-72). La relación tuvo vicisitudes, resistencias y apoyos, ello no signifi có la desaparición de las diferencias regionales, pero el Estado comenza-ba a demarcar la Nación frente a las latinoamericanas, postulando la ciudadanía como fundamento principal para los habitantes que alcan-zaron esa inclusión. Recordemos que el ciudadano es el miembro de un Estado-Nación, dispone de derechos y es capaz de interferir en la producción de la ley.

FRONTERA, UNIDAD NACIONAL, INTEGRACIÓN Y/O AGREGACIÓN TERRITORIALEn el proceso de formación de las naciones en Latinoamérica se regis-tra la presencia de ideologías nacionalistas que desempeñan distintas funciones según las circunstancias históricas y los actores sociales y políticos que las forman; por ello, en las estructuras republicanas se construyeron organizaciones administrativas que sirvieron de soporte al Estado nacional, pasando de las “comunidades imaginadas” a deli-near los principios de formación de las naciones.

Respecto a la identidad en América Latina, la Nación surge como una dimensión a ser conquistada (por los políticos, los artistas y los intelectuales), un proyecto que en el futuro asegurará la realización de una modernidad inconclusa en términos de Habermas (1986: 22). Refl exión y conciencia nacional son elementos constitutivos de nuestra tradición; elementos que se mezclan como conceptos y como aspiración política (Ortiz, 2002:19). Desde una perspectiva relativista, cada cultura es una y singular, por tanto cada sociedad nacional es un todo integra-do, irreductible a las otras culturas, cuya base material es el Estado-Nación. El mundo se constituye en una pléyade de culturas nacionales, cada una con su especifi cidad, con su carácter. Es necesario añadir que esta identidad, aunque susceptible a los cambios, se caracteriza

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sobre todo por su permanencia. En rigor, el pensamiento antropológico retoma puntos desarrollados por la fi losofía de Herder (Berlín, 2000), quien valora así lo específi co en contraposición a lo universal. Para él, sería imposible ordenar las civilizaciones en una secuencia histórica cualquiera. Cada pueblo sería una totalidad sui generis, una modalidad con esencia propia. Desde esta perspectiva, la identidad nacional ne-cesita de un centro a partir del cual se irradie su territorio, esto es, su legitimidad ante la población. No es casual, por tanto, que buena parte de este debate, sobre todo en lo que respecta a América Latina, participe de los mismos presupuestos ideológicos.

El extenso territorio y el complejo proceso histórico de confor-mación de la Nación encontró a la Argentina del Centenario con varias “argentinas”, que en diversas velocidades transitaban a su integración, cuyas razones eran: la desigualdad jurídico-política, por un lado, y los desarrollos económico-sociales e institucionales, por otro. La afi rma-ción vinculada a la conformación del Estado nacional no ofrece dudas, las discusiones se plantean con relación a la cuestión del Estado-Nación. En Argentina, el poder central ejerce su dominación sobre un territorio, del cual el 45% estaba ocupado por población nativa e inmigrantes de nacionalidades latinoamericanas –de regiones fronterizas–; además, desde 1860 se incorporó la inmigración de ultramar, con lo que se pone en duda la constitución de solidaridades colectivas defi nidas sólo por la común pertenencia a un espacio territorial. En la Argentina del primer Centenario, existen habitantes que no gozan de los derechos sociales y políticos en casi la mitad del país, señales evidentes del lento proceso de inclusión plena de la población a la Nación. La ciudadanía, fundamento del régimen democrático, es negada durante más de medio siglo a los habitantes de los Territorios Nacionales. Asistimos históricamente a un doble movimiento: desde abajo a las luchas de los sectores excluidos que pretenden tener o ampliar sus derechos y, desde arriba, a la acción del Estado que desenvuelve políticas modernizantes o conservadoras.

Algunos Territorios Nacionales se convirtieron en nuevas pro-vincias poco antes que se produjera la caída del régimen político que defi nió su situación: el peronismo (1955). Por ello, luego de una etapa de transición, con intervenciones federales y con difi cultades, se puso en marcha la constitución de los nuevos Estados y la conformación de sus aparatos estatales. No olvidemos que el desarrollo del Estado no puede disociarse de la construcción de un proyecto político de una clase que expande sus negocios y adquiere conciencia (o autoconciencia) y cohesión interna, en gran medida, dentro o a través del aparato estatal (Campione y Mazzeo, 1999:24).

La unidad nacional –etapa del proceso de desarrollo– como arti-culación en un proyecto único de la integración territorial, la soberanía

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política y la inclusión de la población no es evidente para la Argentina del primer Centenario. ¿Cómo establecer la igualdad en una sociedad sustentada en la desigualdad y donde la riqueza del país se centra en sólo un área? La integración territorial pretende la igualdad entre las regiones y la unidad nacional persigue la igualdad política, social y económica, por lo que debe contemplar la condición de soberanía, el progreso, la función del Estado como promotor del desarrollo y los intelectuales forjadores de los símbolos de la identidad (Sosa Álvarez, 2002: 375-377). Si unidad e integración connotan diversidad y división y se proponen reunir lo disperso, lo desagregado, ¿cómo se articula en el territorio las particularidades de la población originaria, la inmigra-ción de países limítrofes y de ultramar con los criterios de igualdad, progreso y propiedad? Repuestas a ensayar hay muchas, pero que den cuenta de la realidad socio-nacional, pocas.

La “unidad” es posible gracias a una serie de intereses comunes, tradiciones compartidas, formas de vivir más o menos similares. Se le da el nombre de Nación a una sociedad que comparte este conjunto de elementos, como el lenguaje, la música, la tradición literaria. El Estado se identifi có con un concepto particular: el del Estado-nación, partiendo de la premisa de que toda instancia central se identifi ca con una Nación. A menudo, la construcción de la instancia central fue acompañada del propósito de homogeneizar las diversas realidades nacionales a partir de la imposición de una conciencia cultural unitaria. Los territorios de los estados nacionales siempre pueden cambiar de extensión. De hecho, el Estado “liberal” se funda en el no reconocimiento de las clases y su legitimidad se sostiene en los derechos del individuo-ciudadano-pro-pietario frente al poder político. La simultánea expansión de aquél y la ampliación del reconocimiento de los derechos individuales consagra-dos por el liberalismo político vendrá a ser, desde la perspectiva de los sistemas de dominación y de poder, un claro ejemplo de como la “dia-léctica del control” actualiza a este último, reproduce la desigualdad y los grados no equilibrados de autonomía e independencia al interior de los sistemas. Es una dinámica histórica de contraposiciones recíprocas entre instituciones y actores sociales emergentes: “la ampliación sin precedente de las reciprocidades entre gobernantes y gobernados, a raíz del advenimiento de la nación-estado y el capitalismo, creó oportuni-dades para las luchas que condujeron a la institucionalización de los derechos ciudadanos en las naciones-estado” (Cohen, 1996: 174).

En efecto, contrariamente a los estados provinciales, preexisten-tes a la Nación y base del Estado central, los territorios fueron una creación de la instancia nacional, precisamente en el momento en que se consolidó, en el marco del triple proceso de formación del mercado nacional, de un sistema hegemónico de dominación y de la “conforma-

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ción de la Nación”. Concretamente, la ocupación del espacio con pos-terioridad a las campañas militares (al norte, al sur) se inscribe en ese triple proceso. Este es un hito fundamental en la apropiación de áreas: noreste, noroeste, Patagonia; apreciación que no contempla las formas de organización vinculadas a la etapa de población originaria anterior. Esto tiene que ver conque el Estado es un espacio institucional desde donde se ejerce la dominación y la regulación del desarrollo capitalista, pero también es el espacio donde se dirime el confl icto social.

El denominado “avance de la frontera” permitió la expansión territorial, no sólo en el área pampeana, por un total de más 800 mil km2, sino en la zona del Chaco (que culmina en la década del primer Centenario, 1910) y de la Patagonia que continuó varias décadas más. Respecto de la ocupación de estas áreas, en parte se vinculó a la nece-sidad de expansión territorial con campañas de ocupación del territorio indígena, como estrategia del establecimiento efectivo del monopolio de la fuerza legítima del Estado, pero además, a la necesidad de plasmar su presencia en lugares donde se habían instalado empresas e inversiones extranjeras que comenzaban a generar confl ictos.

Al respecto, decía Roca al asumir su presidencia, en una parte de su discurso ante la Asamblea General Legislativa:

[…] continuaré las operaciones militares sobre el sud y norte de las líneas actuales de frontera, hasta completar el some-timiento de los indios de la Patagonia y el Chaco, para dejar borradas para siempre las fronteras militares, y a fi n de que no haya un solo palmo de tierra argentina que no se halle bajo la jurisdicción de las leyes de la Nación […]; somos la traza de una gran nación, destinada a ejercer una posesora infl uencia en la civilización de América y del mundo, pero para alcanzar a realizar y completar el cuadro con la perfección de los detalles, es menester entrar con paso fi rme en el carril de la vida regular de un pueblo constituido a semejanza de los que nos hemos propuesto como modelo, es decir, necesitamos paz duradera, orden estable y libertad permanente. (Roca,1880: 424-427)

Consideraban que había que administrar, y ello signifi caba cono-cer una sociedad “manejable”, con el Estado afi anzando su rol totaliza-dor, situado por encima de la misma y ocupando los nuevos territorios desconocidos hasta entonces.

La organización espacial en el contexto de una frontera externa por entonces imprecisamente delimitada, estaba llamada a perdurar cuando, concluida la campaña y fi jados los límites internacionales, la actividad económica dominante, la ganadería –para el caso norpatagónico– con salida a los mercados chilenos, mantuvo los lazos tradicionales. Para los

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otros espacios, tanto del norte (Chaco-Formosa) como del sur, además de la ganadería, la explotación de recursos mineros hizo necesaria la rápida intervención del Estado, “federalizar una base territorial propia” (Campione-Mazzeo, 1999: 26). En defi nitiva, desplazada-eliminada la po-blación originaria, se plantea con urgencia la “ocupación”, que se inscribe en las concepciones ideológicas vigentes (el positivismo) y se asocia, en general, a la población blanca de origen europeo.

El espacio de construcción identitario nacional en términos históricos está más allá de las fronteras locales –provincias y gober-naciones/territorios– dado que las experiencias humanas no están vin-culadas sólo a lo físico –territorio inmediato–, sino a desenvolvimientos económicos, a redes sociales e instituciones políticas. El Estado como entidad colectiva, dotada de un aparato político, militar, administrativo y jurídico, que ejerce su autoridad sobre un territorio y sobre unos in-dividuos pero, en el caso de los habitantes de los territorios nacionales, no eligen a esa autoridad. Sin entrar a profundizar la problemática que gira en torno del avance de la frontera, cabe señalar que, a diferencia de lo acontecido en otros países, ésta se desplazó aquí lentamente en función de una modalidad que marcó todo el curso de la ocupación; a saber: la ausencia de una idea fuerza, consecuencia de la falta de una presión poblacional que generara a su vez la adopción de una actitud tendiente a la apropiación especulativa de las nuevas tierras, orientadas generalmente hacia la ganadería extensiva, intensiva, la explotación de minerales y de otros recursos.

La incorporación efectiva de estas tierras a través de su organi-zación administrativa apuntó fundamentalmente a delimitar el marco territorial y, en este aspecto, los objetivos se cumplieron con relativo éxito. Por el contrario, el accionar del Estado nacional se mostró menos efi caz en la movilización de los recursos que promovieran el desarrollo de las bases materiales, circunstancia que determinó que el área queda-ra marginada respecto del modelo de desarrollo de la pampa húmeda, que estaba articulado al mercado internacional. No obstante lo cual, puede decirse que era el único que, directa o indirectamente, concretó a través de su accionar algún tipo de actividades que no sólo asentaba población, también generaba –merced a la valorización de los recursos– las condiciones de un posterior desenvolvimiento.

La instancia nacional era la que asumía casi exclusivamente la tarea de crear las condiciones de ocupación ante la falta de impulso inicial por parte de aquellos sectores más dinámicos de la sociedad que, al margen de la alianza pampa húmeda-litoral-interior, no acompaña-ban el proyecto de ocupación concreta que se esperaba. Esta función la llevó a cabo el poder central que articuló las relaciones sociales de dominación y, pese a avances y retrocesos, era una política pensada con

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el objetivo de hacer efectiva la posesión territorial sobre el vasto espacio cuestionado por países vecinos.

En síntesis, al llegar al primer Centenario (1910), el Estado na-cional tenía cierto “dominio territorial” (casi la mitad de su territorio y 250 mil habitantes) que a la vez era económico, político y simbólico, superior al de años antes. En este marco de defi nición de los límites territoriales y en función de un modelo de Nación impuesto desde el Estado, tanto el ejército como la legislación fueron los instrumentos que vinieron a cumplir estos objetivos. En el primer caso, a través del establecimiento de fortines primero, guarniciones después, los que ade-más de hacer efectiva la “soberanía” en las tierras incorporadas fueron a la vez medios de penetración ideológica tendientes al reforzamiento de los vínculos de identidad nacional. Pero también estos asentamien-tos generaban actividades vinculadas al aprovisionamiento del ejército, movilizando para ello los escasos recursos locales.

No obstante lo expuesto, hubo que esperar setenta años y un proceso gradual que comenzó a materializarse en los años cuarenta, para que estas áreas se defi nieran como nuevas provincias argentinas. La “Revolución Libertadora” retrasó el proceso de conversión de los territorios en provincias; sin embargo, hacia el año 1958, la inclusión, progresiva o gradual, se había dado bajo la estrategia del peronismo, que se impuso en los ex territorios desde la “Revolución” de 1943.

VOCES DISONANTES EN UN ESPACIO CONCORDANTELos TN fueron espacios fuera de los límites de las provincias, crea-dos como escenario nacional en bloque, y sus autoridades eran de-signadas por el poder ejecutivo nacional, y cuando reunieran 30 mil habitantes podían constituir sus legislaturas y con 60 mil convertirse en provincias. La población de los territorios no puede considerarse fi dedigna, pues había censos, cálculos de diferentes fuentes, omitien-do, en diversas oportunidades, la población indígena. De igual modo, se puede observar que varios de ellos –muy tempranamente– estaban en condiciones legales para convertirse en provincias. Un centenar de proyectos que se presentaron en las cámaras legislativas nacionales en diferentes décadas hicieron visible la existencia de propuestas de las fuerzas políticas nacionales (radicalismo, socialismo, conservadores) y de los propios espacios territorianos, con el objeto de cambiar el status jurídico político de esas áreas2. El proceso de provincialización no estu-vo exento de fuertes discusiones en el poder legislativo nacional, hasta

2 No obstante, se provincializaron Chaco y La Pampa (1951), Misiones (1953), y dos años después los restantes territorios, desapareciendo la gobernación de Tierra del Fuego (1991).

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llegar al escándalo, y las irregularidades que se convalidaron tuvieron que ver con la cantidad de habitantes que ya reunían los territorios, mostrando la posibilidad cierta de que, de incorporar las gobernaciones como nuevos estados, se modifi caría la estructura del poder legislativo nacional. Esta situación política se ve confi rmada con las investigacio-nes que dan cuenta de la obturación, por parte de dirigentes políticos bonaerenses, especialmente los neoconservadores, a provincializar los territorios3. También confi rman que Perón “peroniza” los espacios y luego los convierte en provincias (Favaro-Arias Bucciarelli, 2001-2002: 85-102), proceso abortado en parte por la caída de su gobierno y los he-chos que siguieron a la “Revolución Libertadora”. La vacancia política local fue apropiada por el peronismo; había fuerte participación en los espacios públicos vinculada a las necesidades locales, presencia de los partidos nacionales –a veces– desvinculados de su referente nacional, con su labor girando en torno a los municipios.

Ahora bien, ¿porqué son espacios concordantes en un espacio disonante? Porque son sub-instancias en la periferia del poder central, pero con fuerte intervención de este, que van armando, delimitando, estructurando, su organización política, social y económica, aunque no lograron constituir clases sociales defi nidas, burguesías al estilo de las provincias, hasta que se articularon al mercado nacional y, a partir de este, al mundial, con o sin núcleos dinámicos o de enclave (algodón, cítricos, madera, recursos mineros, petróleo, etc.). La rutinización de modos de vida, de identidades, de la centralidad política, operó por varias décadas en espacios de desarrollo donde se galvaniza la fuerza y la imaginación de hombres y mujeres. Ello caracteriza la constitución de una territorialidad dilatada, compuesta por franjas cuasi-indepen-dientes pero que se unen porque participan del mismo territorio físico que conforma el Estado nacional (Ortiz, 2005:61). Los pobladores de los Territorios Nacionales tuvieron que aprender, interiorizar la necesidad de pertenencia a un país, pero en situación de minoridad de derechos políticos con respecto a las “hermanas” provincias. La Nación se sitúa en el futuro, en un algo inacabado con una confi guración idealizada de la república en los papeles, pero no en los hechos de la cotidianidad de los habitantes, produciéndose una transversalidad entre la cultura nacional y la cultura local.

PROVINCIAS Y TERRITORIOS. UN REPERTORIO DE DIFERENCIASRecordemos que las tradicionales catorce provincias colaboraron con tensiones, confl ictos y fracturas territoriales a la constitución del Esta-

3 Cfte. con la producción de Favaro,1996: 79-96; Vilaboa y Bona, 2008: 455-472; Zouví, 2008: 473-502; Iuorno, 2007: 389-406.

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do argentino; proceso que llevó tiempo, pues la pugna entre los sectores burgueses bonaerenses y los de litoral se enfrentaron y dividieron el espacio nacional. La dinámica burguesía de Buenos Aires, a partir del comercio y la apropiación de tierras, creció y subordinó económica, po-lítica, cultural e ideológicamente a los grupos dominantes del interior. Desde arriba, desde el estado de Buenos Aires, se produjo la organiza-ción nacional, con una clase que no tenía enfrente contradictores, ya que las clases subalternas eran heterogéneas y estaban fragmentadas (Ansaldi, 1991: 1-19).

Se fue construyendo la dominación durante años, a partir de la constitución de sus clases: dominantes y subalternas. Con mayor o menor tradición históricas y nítida identifi cación de las clases altas en las provincias, bases del Estado nacional, lo que se llama “nuevo país”, los ex territorios, en general, carecieron de oligarquías “como forma de dominación” (Ansaldi, 1992:13-33). Las clases en los espacios de refe-rencia tuvieron, en general, un origen popular, con importante presen-cia de inmigrantes, permanencia de población nativa –cada vez más excluida y relegada en áreas pre-cordilleranas o fronterizas– tanto en el sur como en el norte argentino, debido a la construcción de obras por parte del poder central, por las inversiones extranjeras en la explotación de recursos mineros y naturales y por los intereses en la instalación de empresas. Se conformaron burguesías, con fracciones comerciales y ganaderas, sin tradición, cuyo poder económico se remontaba mayo-ritariamente al siglo pasado, aunque ese poder se ampliaría y consoli-daría en la mayoría de los casos, con el control del estado provincial, a partir de los años sesenta, con el predominio –a veces con alternan-cia– de expresiones locales de los partidos nacionales: Radicalismo y Peronismo, o la creación y hegemonía de partidos provinciales. De esta forma, la población estaba constituida por sectores populares en su mayoría, capas burguesas con actividad en el comercio –proveedores de la producción local de cueros, pelos, lanas, los denominados “frutos del país”– y representantes de las empresas explotadas por el Estado nacio-nal o el capital extranjero. Los habitantes participaban en los campos formales (donde había municipios la principal experiencia política de representación anterior a la provincialización o concejos) e informales (clubes, comisiones, asociaciones, etc.); ello permitió armar la red de relaciones económicas y políticas que luego se constituyó en basamento del poder. Para algunos territorios del norte, es interesante destacar el importante número de municipios y de comisiones de fomento en diferentes localidades con participación de representantes de partidos (UCR, PS) que encabezaron los reclamos por los derechos políticos de los territorianos. Es decir, que no fue rápido ni fácil el ejercicio del voto y la práctica ciudadana, ya que se limitó, durante muchos años,

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al terreno informal. La prensa de los territorios se convirtió en vocera de los intereses y aspiraciones de los de sus habitantes, derivando en la realización de congresos4.

Es necesario recordar los confl ictos que se desarrollaron en algu-nos de los espacios de referencia, por ejemplo los suscitados en la explo-tación del quebracho-tanino en el Chaco y la ganadería ovina en Santa Cruz. Si bien la explotación forestal se inició en la región chaqueña a comienzos de siglo, la tala selectiva de madera se hacía con hacha. Asi-mismo, la devastadora explotación del Chaco húmedo por La Forestal, de capital británico, desde 1905 hasta 1950, que prácticamente terminó con los quebrachales. Entre 1946 y 1950, después de setenta años de explotación, se retiraron las empresas tanineras inglesas de Santa Fe, aunque aún sobreviven tres en el Chaco y una en Formosa (Morello y Matteucci, 2000: 72). Esta empresa inglesa, un verdadero Estado dentro del Estado, con policía y moneda propia, desplegó una acción silenciosa aniquiladora de personas y recursos que dio lugar, en los años sesenta, a la formación de una comisión bicameral en la legislatura de Santa Fe, desnudando la explotación realizada en las diferentes áreas donde había actuado a través de sus representantes (Acevedo, 1983). Otro caso, de singular importancia, es la huelga de los peones en las estancias de Santa Cruz. Este era un territorio que ofreció una fuerte concentración de la propiedad: 2.108 leguas pertenecían a 439 propietarios, de los cuales 36 poseían 1.164 leguas, es decir, el 55% del total (Fiorito, 1985: 8-15). El censo territoriano de 1920 registraba 17.925 habitantes, de los cuales 9.480 eran extranjeros y la mitad de la población vivía cercana a los cuatro puertos: Deseado, San Julián, Santa Cruz y Río Gallegos. La producción y exportación a Gran Bretaña de lana durante la primera guerra mundial había otorgado a la gobernación cierta prosperidad; sin embargo, era fi cticia, pues al fi nalizar el confl icto se paralizaron las compras, se acumuló stock de lana, descendió su cotización y aumen-taron los precios de los comestibles, dejándose de pagar los salarios a los peones de estancia o que, sumado a las condiciones de vida, operó en un confl icto que fi nalizó con represión y muertes por parte de las fuerzas militares enviadas por el ejecutivo nacional.

En defi nitiva, la provincialización se retrasó, no porque los te-rritorios no reunieron las condiciones exigidas por la ley, a lo que se le debía sumar el fuerte petitorio de parte de sus habitantes, sino y,

4 Asimismo, se constituyeron ligas que lograron adhesiones ejerciendo presión e infl uen-cia en los legisladores nacionales, y se concretaron congresos de municipalidades de los Territorios Nacionales en los que se observó con claridad la tensión entre las dos dimensiones que operaban en torno a la provincialización: representación parlamen-taria de los territorianos o provincialización de los espacios (Favaro-Arias Bucciarelli, 1995: 7-26; Leoni, 2008: 131-152).

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fundamentalmente, porque la instancia nacional “analizaba” cuál era el momento adecuado para que los resultados electorales en el bloque de ex territorios no modifi cara la estructura de poder, ¿o la modifi cara? En este sentido, resulta claro que, porque era una sociedad en “esta-do líquido” (sin cristalizar la estructura de clases)5, fue el peronismo quien tuvo un rol central. Movilizó en modo extremo, otorgando a los habitantes –devenidos en ciudadanos– el derecho a transformarse en partícipes de la política y lo político. Y esto fue adquiriendo centralidad en la medida en que se comprendía que constituían la clave para incidir en las decisiones de gobierno central. Para ello debieron pasar varios años, en los se operó un proceso de construcción que, simultáneamente a la exclusión, fue generando espacios de ejercicio “ciudadano” con una variedad de actores quienes, confrontando ideas, debilitados o reforza-dos, se incorporaron al emergente peronismo. Desde esta perspectiva, se “ciudadanizó” la población-habitante de los territorios nacionales.

El hecho de que no se registrara la población que requería la Ley de Territorios Nacionales no impidió que se generase dominación. Actividades, actores, intereses, relaciones inter territorianas e intra te-rritorianas, fueron visibles y claras. Existen interesantes estudios sobre la vinculación entre la política y los negocios de familias –de diferente origen étnico– establecidas en estos lugares, y las formas asociativas en función de pertenencias étnicas que se asocian al ejercicio del poder político (Iuorno: 2003: 63-78; Chaihort-Zocayki, 2008: 251-266).

Algunos territorios tenían, por su ubicación geográfi ca y bifron-talidad, una serie de benefi cios que no sólo les daba ventajas comer-ciales hacia el Atlántico sino también, a través de la permanencia de circuitos mercantiles, con el Pacífi co. Otros, en su mayoría, compar-tían una amplia franja de conexión con el océano Atlántico, hecho que los comunicaba con rapidez con el litoral-pampa húmeda y, por último, algunos, por ser mediterráneos, deberían conformar una compleja red de relaciones para vincular las provincias con las áreas circundantes. El Estado intervino favoreciendo a algunas economías regionales a través de propuestas tales como la construcción del ferrocarril en el norte del país, mediante el entronque directo con los ferrocarriles con el litoral y también es interesante mencionar la propuesta de cons-trucción del Trasandino Sur, que vincularía el comercio del Pacifi co al desarrollo de la economía de esa zona y a una mayor integración a los mercados latinoamericanos (Romero, et al, 1974:163). Este accionar era importante en el contexto de la inversión extranjera en materia ferro-viaria debido a la gravitación económica, en estrecha relación con las

5 Estas categorías son utilizadas por Ansaldi en un artículo histórico para analizar la sociedad argentina antes de la llegada del radicalismo al gobierno.

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actividades productivas de las regiones, que incidía en la localización espacial de aquella. En este orden, hacia 1890, una de las compañías extranjeras más importantes por sus capitales invertidos en nuestro país era el Ferrocarril Sud, que realizó la prolongación de la línea des-de Bahía Blanca a Neuquén (debía llegar a la cordillera). La iniciativa fue propiciada por el gobierno nacional por motivos estratégicos (la posibilidad de un confl icto con Chile) pero, además, le interesaba al grupo inversor por las perspectivas que presentaba el desarrollo fruti-hortícola del valle del río Negro (Regalsky, 1986: 29-30).

REFLEXIONES DE UN FINAL DE TEXTO…Recordemos que la conformación del Estado nacional adquiere, con la federalización, una base territorial propia y el manejo de institu-ciones y organismos “nacionalizados”; se tendieron bases ideológicas y culturales que formaban parte del control social, dimensiones que también incluyeron la construcción de la dominación y del Estado, en tanto instancia subnacional. Si bien los territorios formaron parte de la base propia del Estado nacional, fueron por un tiempo un dominio simbólico, político y material que debía afi rmarse, construirse y con-solidarse; proceso que se operó con fuertes tensiones, bajo la infl uencia de la instancia central, que de este modo aseguraba su función tota-lizadora cuando se objetivaba el “cuerpo” del Estado, que tenía que “carnar” en él la interrelación con la sociedad, es decir, que se refl ejaba la yuxtaposición de lo político y lo económico, se expresaba el aparato burocrático y surgía la ”clase política”. Es entonces cuando se confor-man las nuevas provincias, con las contradicciones que reproducían la estructura y funcionamiento del capitalismo periférico.

En síntesis, hacia el primer Centenario el país estaba dividido en dos partes: provincias y territorios que se convierten en nuevas ins-tancias a mediados del siglo XX. Por lo tanto, es necesario repensar los presupuestos vinculados a la formación del Estado-Nación, de la burguesía y el mercado nacional hasta el ochenta en Argentina. Hacia fi nes del siglo XIX se inició ese proceso que ¿fi naliza? en los años cin-cuenta, momento en que es posible ver un entramado de relaciones de dominación, que sostiene y contribuye a reproducir la organización de clases de una sociedad, con una gran burguesía como miembro estable de las alianzas interprovinciales. Pero, además, y especialmente, los habitantes excluidos se convirtieron en ciudadanos incluidos porque los espacios pasaron a ser nuevas provincias que tendrían –lentamente– las instituciones propias de una instancia de ese orden (elegir autoridades, legislatura, poder judicial, instituciones, aparato de Estado, etc.). Por otra parte, están conformadas las fracciones burguesas que se inte-grarán al mercado proveedor de recursos al área central y/o exterior.

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De este modo, podemos decir que hay una clase social, la burguesía argentina, y un mercado, ya que no sólo las antiguas provincias produ-cen-reciben del área central e intercambian en el mercado interno. La respuesta al inconcluso proceso de formación de la Nación se vincula a que, hacia el ochenta, el Estado extiende su poder a todo el territorio, es decir, es un Estado nacional, pero no un Estado Nación, ya que no está aún constituida su identidad colectiva.

En este lapso de setenta años se fue, además, conformando una identifi cación de los habitantes de estos territorios, como espacios de frontera, constituyéndose las clases y grupos sociales e intentando in-tegrarse al área central con alguna ventaja comparativa a partir de los recursos que poseía cada uno. A partir de 1955 se fue confi gurando el juego de articulaciones políticas que estaba en la base de las decisiones del gobierno nacional y de las Juntas Consultivas como rebote de la po-lítica estatal en el escenario local, en el que las identidades políticas se colocaban en un proceso de re confi guración. “Por ello, consideramos que la explicación de la etapa transicional nos desafía a pensar en un abordaje que analice tanto la dimensión política como la socioeconómi-ca. El proceso de provincialización concluyó sólo cuando fue asegurada la supervivencia del nuevo status jurídico y se crearon las condiciones político-legales que permitieron e impulsaron un desarrollo informal por medio del juego de fuerzas privadas” (Iuorno, 2007: 393).

En el segundo Centenario (2010), las (ex) nuevas provincias de-sarrollan actividades productivas, tienen un sistema político que, en mayor o menor grado, plantea la alternativa partidaria, excepto en Neuquén, donde actúa un partido hegemónico (Movimiento Popular Neuquino), en Río Negro, con un partido predominante (Radicalismo, desde 1983) y el caso del Movimiento Popular Fueguino, como parti-do dominante, desde la reciente provincialización hasta que el partido Afi rmación para una República Igualitaria (ARI) se convierte en gobier-no. En el resto, radicales y peronistas gobiernan y gobernaron las pro-vincias. Pero fundamentalmente, es necesario subrayar que varios de estos ámbitos son los principales proveedores de los recursos centrales a la pampa húmeda: hidrocarburos, energía, fruticultura, carbón, etc., los que a partir de los años noventa –con la política de privatizaciones desarrollada por el gobierno de Menem– se convirtieron en enclaves económicos que generan, en concepto de regalías, aportes signifi cati-vos a los presupuestos provinciales. Sin embargo, no dejaron –a pesar de todo– de ser periféricas y espacios ingresados al concierto nacional cuando aquél estaba defi nido.

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Ref: en blanco las provincias argentinas, en negro los territorios nacionales

Fuente: Archivo Histórico Provincial. Neuquén, Informe de Gobernadores, 1935.

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LA PROBLEMÁTICA DE LA EXCLUSIÓN En la historia reciente, la exclusión se vincula con los efectos de las políticas neoliberales de los noventa en América Latina, responsables de la fragmentación social, la destrucción del arco de solidaridades y la precarización laboral. La desigualdad, que es parte de la lógica de funcionamiento del capitalismo, genera el interrogante acerca de los límites de la democracia real. Para recuperar la cohesión social, cons-truir una sociedad más justa y alcanzar la efectividad en el ejercicio de los derechos, se impone el retorno del ciudadano como fundamento del poder político y herramienta para la emancipación, gestora de “otro mundo posible” (Cohn, 2002: 18).

En la medida en que la necesaria igualdad social se vea vulne-rada por las difi cultades de acceso a los bienes indispensables para ga-rantizar la reproducción social, se cercenan las posibilidades de ejercer una ciudadanía autónoma y responsable. La democracia convive con las desigualdades, generando ciudadanos nominales y planteando el

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EL PROCESO FORMATIVO Y DE CONSOLIDACIÓN DEL ESTADO ARGENTINO

EN PERSPECTIVA HISTÓRICA. LA EXCLUSIÓN POLÍTICA Y SUS DIFERENTES ITINERARIOS

* Doctora en Historia (UNLP). Docente e Investigadora de la Universidad Nacional del Comahue. Argentina. Miembro del Centro de Estudios Históricos de Estado-Política y Cultura (CEHEPyC) de la Universidad Nacional del Comahue, Argentina.

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interrogante sobre las condiciones mínimas para constituir un orden justo (Quiroga, 1999: 196-197).

La exclusión puede ser vista como un proceso de desligadura, de ruptura simbólica de los lazos que unen la esfera económica con la política. Es una construcción consensual que contiene un grado sus-tancial de discriminación negativa. Al servir como delimitador, como frontera para señalar un “nosotros”, porta una trayectoria en la que, recorriéndola, el excluido se va “haciendo” en su transitar.

La exclusión política, económica o social representa diferentes caras de un mismo problema, estrechamente articuladas entre sí. Su presencia en nuestro pasado demuestra que América Latina contiene en su historicidad la desigualdad como componente estructural. Pero analíticamente pueden ser estudiadas en forma separada, ya que cada una de ellas porta su propia lógica de funcionamiento, su discurso le-gitimador y la construcción intencional de la “otredad”.

La activación de la lógica excluyente fue obra de los sectores di-rigentes en cada momento histórico, permitiéndonos advertir sus inte-reses y motivaciones, pero también su alcance efectivo.

Nuestro objetivo es analizar la exclusión política como marca de origen del Estado argentino y clave explicativa de los procesos de clasi-fi cación realizados por las elites durante el siglo XIX. El interrogante a develar es el alcance que la categoría polisémica de exclusión adquiere en cada etapa, y su signifi cado como parte de la construcción ideológica de la Nación, del proyecto hegemónico de las élites dominantes y de la sociedad civil. El análisis se extenderá hasta el peronismo histórico (1946-1955), momento en el que se produjo la integración de sectores excluidos de la arena política. Mirando al Bicentenario, esta refl exión pretende cuestio-nar la consolidación del Estado Argentino a través de la identifi cación y puesta en superfi cie de sus múltiples contradicciones y tensiones.

LA EXCLUSIÓN POLÍTICA COMO ELEMENTO CONSTITUTIVO DEL ESTADO ARGENTINOAl observar los procesos de formación estatal aparece tempranamen-te la exclusión política como consecuencia de normas de membresía implícitas que operan como reproductoras espaciales de la Nación en construcción (Benhabib, 2004: 24).

La historiografía política latinoamericana ha producido, en las últimas décadas, una renovación en los estudios acerca del proceso formativo de los Estados Nacionales, acentuando la simultaneidad de la construcción del Estado, la Nación, la ciudadanía y la sociedad civil, negando la preexistencia de las naciones y considerando –en algunos casos– que la construcción de los Estados Nacionales se halla inconclu-sa (Nun y Grimson, 2006; Carmagnani, 1993).

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Los Estados Nacionales latinoamericanos se crearon a partir de la disolución del orden colonial (1808-1810). La Revolución triunfante, al justifi carse en el principio de retroversión de la soberanía, colocó en el centro del debate la representación política, el sistema electoral y la Nación como elementos fundacionales del nuevo orden.

Diferentes investigaciones enfatizaron la singularidad de la adop-ción de la tradición republicana, sus peculiaridades en cada país y el rol jugado por los incipientes Estados en la construcción de la Nación y una identidad compartida (Sábato, 1999; Murilo de Carvalho, 1997; Hernández Chávez, 1993).

La Nación como construcción resulta inescindible del proyecto ideológico de los sectores dominantes. Para la concepción liberal deci-monónica, fundar la Nación y organizar el Estado implicaba la creación del ciudadano, que sólo podía existir incardinado en una comunidad política.

La ampliación o restricción de los derechos de ciudadanía se re-laciona con la necesidad de angostar o engrosar los bordes del sistema, con el régimen político, con estrategias de integración selectiva y con la adopción de vías para la concesión y garantía de los derechos: en suma, con la lógica de la inclusión y la exclusión desplegada tanto en el campo político como social, económico o cultural. Cuando el Estado incorpora nuevos ciudadanos, renueva su fuente de legitimidad a través de la integración abstracta mediada por el derecho que, para ser plena, debe hacerse efectiva en la praxis (Habermas, 1999: 111).

En Argentina, el concepto amplio de ciudadanía instalado a partir de la Revolución fue estrechándose en su base para dar paso a una con-cepción restrictiva centrada en la condición de vecino. A partir de 1820-1830 se observó la tendencia a limitar el derecho al sufragio, evidenciando la tensión entre los derechos a reconocer y una visión corporativa del or-den colonial, aún presente en las primeras décadas posrevolucionarias.

Durante la primera mitad del siglo XIX, la necesidad de restrin-gir los derechos políticos se vinculó con la distinción francesa entre ciudadanos activos y pasivos, presente en la Constitución Nacional de 1826. La etapa del unanimismo rosista (1829-1852) otorgará una justi-fi cación a las prevenciones de la elite vinculadas con la participación popular, instalando el dilema de “las masas en acción”, objeto de los planteos de la generación de 1837.

A mediados del siglo XIX, las elites dominantes dieron forma a un proyecto nacional legitimador del orden político para crear una Nación sobre la cual emanaría el poder de la República y se ejercería dicha potestad. Este proyecto contenía un “umbral de nacionalidad” a desarrollar a través del Estado, facilitando así el ejercicio hegemónico de la burguesía dominante (Wallerstein y Balibar, 1991).

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La elite dirigente implementó una “construcción desde arriba” que incluía la negatividad del pasado, el uso de la oposición “civiliza-ción y barbarie” cómo fórmula de combate y la puesta en marcha de un proceso histórico de cambio, en el que debía primar la “soberanía de la razón” sobre la totalidad del cuerpo social. En función de esta premisa, la elite dirigente se auto arrogó el ejercicio de los derechos políticos, alegando supremacía cultural e intelectual.

Los atributos del “ser nacional” fueron defi nidos con una resolu-ción provisoria de las dicotomías república abierta o restrictiva, progreso o “barbarie” mediante la modernización, la educación y la inmigración europea como herramientas para forjar una Nación civilizada.

A pesar de su pretensión universalista, la fi gura del ciudadano implicó la exclusión. Esta categoría polisémica y especular fue constitu-tiva de las prácticas políticas del naciente Estado argentino. La percep-ción común era que al fundar el nuevo orden había que ubicar dentro del mismo a los que podían contribuir en la construcción de la civiliza-ción, y dejar en los bordes a los considerados incapaces u obstaculiza-dores de los parámetros consensuados como deseables y necesarios. La exclusión remitía a procesos clasifi catorios que jerarquizaban sujetos atribuyéndoles derechos y obligaciones relacionados con los imperati-vos del orden, el sistema productivo y las relaciones de dominación. Fue articulada con acciones estratégicas de desestructuración o elimina-ción, inclusión subordinada o estigmatización de segmentos sociales.

El pacto originante de la comunidad política nacional no era inclusivo: el Estado interpelaba a un “nosotros” que llevaba en sí el componente de la “otredad”. Recogiendo la matriz excluyente colonial comenzaron a plantearse las “diferencias entre iguales”, materializadas en la fórmula alberdiana de la “República Posible”.

Desde ese lugar, fueron marginados los que potencialmente pu-dieran expresar la “disidencia de la dominación”. A ellos estaba desti-nado el tutelaje estatal, forma de enmascarar la dominación preventora o disuasoria de posibles lealtades alternativas: indígenas, mujeres, ex-tranjeros y habitantes de los territorios nacionales.

La afi rmación de la identidad nacional se realizó sobre la exclu-sión como forma dominante. En la organización del Estado argentino la exclusión política justifi có la imposición del orden y la homogenei-zación desarrollada sobre los segmentos poblacionales potencialmente disruptivos.

Nuestra intención es interpretar la exclusión poniendo la mirada sobre su lógica de acción, reacción y dominación, sus destinatarios, los itinerarios que portan y los fundamentos esgrimidos para excluir o in-cluir. Se considerará a la lógica de la exclusión como una resultante del proceso revolucionario que emergerá como una de las contradicciones

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principales del proceso de organización (1852-1880) y de consolidación del Estado argentino (1880-1955).

En 1910, el horizonte ideológico del Centenario de la Revolución trasuntó la necesidad de dar respuestas a la problemática de la inmigra-ción que amenazaba con disolver la identidad nacional (Terán, 2008). Sobre el telón de fondo del liberalismo decimonónico, comenzaron a sobreimprimirse versiones de corte organicista de raíz darwiniana, no exentas de alguna dosis de racismo y economicismo. Se planteó en-tonces una verdadera “querella por la nacionalidad”, que incluyó la creación de una identidad cosmopolita o criolla, aspecto que generó divisiones al interior del campo intelectual argentino. En la faz políti-ca, se debatió acerca de la democracia representativa para reemplazar progresivamente la matriz alberdiana de una república compuesta por habitantes y ciudadanos, y planteándose la necesidad de repensar el sistema de elección y representación de los cargos públicos. El corola-rio de estas posturas aperturistas fue la ley electoral de 1912. Si bien la norma no canceló las exclusiones, ya que mantuvo fuera importantes segmentos poblacionales, perfeccionó el régimen político a través del voto secreto y la lista incompleta.

Las nuevas reglas del juego electoral posibilitaron el acceso de fuerzas partidarias de carácter popular, portadoras de un discurso in-clusivo: en 1916 la Unión Cívica Radical y en 1946 el Laborismo, antece-dente del Partido Peronista, movimiento populista que bajo el liderazgo de Juan Domingo Perón gobernó hasta 1955.

La díada inclusión/exclusión apareció en la discursividad de am-bas fuerzas políticas. Pero será el peronismo quien efectivizará la incor-poración de importantes segmentos sociales, cancelando exclusiones políticas de larga data en una política de integración que formaba parte de la fundación de una “Nueva Argentina”.

DEFINIENDO LOS BORDES DE LA EXCLUSIÓNLa exclusión política inscripta en los orígenes del Estado argentino hunde sus raíces en la Modernidad europea. Si consideramos que los derechos políticos aparecen como los más vallados a lo largo de la his-toria, observamos que, a partir de la Revolución Francesa de 1789, la arena política se halló regulada por los sectores dominantes, quienes controlaron el acceso de grupos considerados “peligrosos”, distinguien-do entre ciudadanos activos y pasivos.

Históricamente, el ejercicio de derechos políticos se vinculó con la propiedad, la instrucción, las condiciones morales como requisitos para ser considerados seres autónomos y libres. Al elaborar la noción de “ciudadanos activos”, los revolucionarios franceses excluyeron a los niños, las mujeres, los dementes, los pobres, los extranjeros, los inhibi-

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dos fi nancieramente y los esclavos, abriendo camino a una larga lucha por la ampliación de los derechos políticos.

Los derechos políticos constituyen el núcleo duro de la ciudada-nía, ya que en ellos se condensan y codifi can las categorías sociales. Al analizar la inclusión, emerge rápidamente el rostro jánico, de la Nación que pone en superfi cie que existen los “otros” que quedaron fuera, que no son parte. A través de las prácticas de membresía distintivas de los ciudadanos y los no ciudadanos, el Estado controla la identidad sincró-nica y diacrónica de la Nación (Benhabib, 2004).

Por ello, entre las múltiples formas de exclusión de nuestra his-toria, nos centraremos en la exclusión política, por ser la que más estrechamente se vincula con los orígenes del Estado argentino y la sociedad civil.

Al constituir los derechos políticos una atribución exclusiva del Estado como sistema legal, éste decide quienes participan de las elec-ciones y son elegibles: “Al proclamar la universalidad de la ciudadanía, la sociedad democrática no puede evitar precisar el número y las ca-racterísticas de quienes disponen de los derechos. El sufragio nunca puede ser, en el sentido estricto, universal. La democracia atribuye la soberanía al pueblo, lo cual supone que el pueblo sea defi nido, es decir, limitado.” (Schnapper, 2004:63)

El Estado, al delimitar los portadores de derechos y obligacio-nes, pondera las capacidades de los habitantes para actuar y optar con criterio de racionalidad práctica y autónoma, responsabilidad y razo-nabilidad. Esta “presunción de agencia” implica clasifi car los conside-rados “no aptos”, originando confl ictos, ya que la frontera que separa el afuera del adentro es siempre objeto de lucha y de transformaciones (O’Donnell, 2003).

La exclusión como construcción reglada porta itinerarios típicos vinculados a la existencia o carencia de determinados rasgos consti-tutivos que remiten a una problemática, condición sine qua non para que exista dicha exclusión. Pero no es una acción individual sino una categoría paradójica y consensual. Por esta razón, al ser los excluidos parte de los que se les excluye, la reinserción o integración de los ex-cluidos es un proceso que de ningún modo resulta neutro ni ideológica ni políticamente.

La dialéctica inclusión/exclusión es dinámica y se relaciona es-trechamente con los modos de dominación, las relaciones entre domi-nantes y dominados, y la manera elegida para propiciar la inclusión y benefi ciarse con sus efectos políticos y sociales. Al plantear la exclu-sión, se cristalizan una serie de creencias y representaciones en pugna, dirimidas a través del aislamiento y negación del “otro” diferente. El Estado actúa así como un todo que, privilegiando discursivamente la

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unidad, anula las partes mediante la neutralización o la supresión de la otredad.

La exclusión conlleva una normatividad que regula territorial-mente las diferencias, clasifi ca étnicamente o por cuestiones de género a los excluidos, invisibilizando poblaciones enteras, negándoles el dere-cho a participar por portar principios, costumbres y hábitos que pueden poner en riesgo el objetivo homogeneizador y la ruta del “progreso”.

Las fronteras de la Nación quedaron pobladas por habitantes temporalmente inhabilitados para incorporarse a la arena política. Era tarea del Estado restituirles esa capacidad suspendida a través de la difusión de principios republicanos y hábitos civilizatorios para hacer factible su reincorporación.

Cabe aclarar que nos referimos a la dimensión electoral de la ciudadanía política, o sea, a la capacidad de elegir y ser elegido. Por defi nición, la ciudadanía política, para ser plena, requiere del ejerci-cio de las libertades políticas como complemento indispensable de la misma (O’Donnell, 2003). Pero dado que la exclusión política se centra en la imposibilidad de participación electoral, nos referiremos a esta concepción restringida de la ciudadanía sin dejar de advertir que los grupos excluidos podían ejercer las libertades políticas, forma elegida por migrantes, mujeres y habitantes de los territorios nacionales para participar del espacio público (Barrancos, 2002; Cibotti, 2000; Ruffi ni, 2007).

La problemática de la exclusión política nos remite a la fragilidad del sistema democrático argentino, sus difi cultades para administrar las diferencias y la incapacidad para superar instancias de corte autori-tario y de ejercicio coercitivo del poder. En este sentido, compartimos la idea de que no se puede plantear una consolidación acabada del Estado para fi nales del siglo XIX (Favaro: 1997), teniendo en cuenta que gran parte de la población no estaba incluida en el régimen de incorporación previsto por la Constitución Argentina.

LAS FIGURAS DE LA EXCLUSIÓN El Estado argentino, como estructura burocrática y sistema legal, inició su consolidación en 1880, a partir de la unifi cación del bloque histórico dominante bajo la égida del roquismo. Sin embargo, el andamiaje legal e institucional instaurado no logró ocultar una estructura que en su interior albergaba profundas contradicciones.

Veamos esas contradicciones a la luz de las fi guras de la exclu-sión, colectivo social amplio que, si bien comparte el núcleo común de la negatividad, presenta aristas diferenciadas tanto en su ubicación en el esquema de poder como en la percepción que se tuvo sobre ellos en diferentes momentos.

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Al listar los grupos sociales cuya exclusión política resulta más visible1 aparecen en el escenario los migrantes extranjeros, los indíge-nas, las mujeres y los habitantes de los territorios nacionales.

Sin embargo, cada uno de ellos porta una ubicación diferente en la escala de adscripciones negativas; la resolución de las tensiones de esta ubicación presenta un destino fi nal distinto, ya que se operaba a través de procesos voluntarios, deliberados y conscientes, estrategias calculadas y auto-inmunes a cualquier otra posibilidad alternativa.

En el caso de los extranjeros e indígenas hay aspectos que los acercan, pero también que los separan. Presentan variaciones signifi -cativas en la disputa clasifi catoria por parte de los sectores dirigentes, generándose pares de opuestos que evidencian clivajes infl uidos por el contexto y la cuestión social como claves explicativas de estos des-plazamientos semánticos. Pero en los indígenas, a la exclusión política debemos sumarle la exclusión económica, lo que profundiza el grado y alcance de exclusión social, y acentúa su marginalidad y subordina-ción.

En el colectivo de mujeres y habitantes de los territorios existe un rasgo común: la cristalización temporal de argumentaciones justi-fi catorias de la negación de derechos políticos plenos. Obviamente, la generación de un contra-discurso existió y pudo instalarse efi cazmente en el espacio público a través de la lucha por los derechos de la mujer, iniciada a fi nales del siglo XIX y apoyada por fuerzas políticas como el socialismo; en el caso de los territorios, fueron las voces de la prensa territorial, juristas publicistas, y organizaciones de la sociedad quienes demandaron derechos, sin lograr alterar el status quo de los mismos (Ruffi ni, 2007).

Pero el caso de las mujeres revela un grado de marginalidad ma-yor que el de la población masculina de los territorios que, si bien tenían derechos políticos restringidos, gozaban de capacidad civil plena. La mujer no sólo fue objeto de negación absoluta de derechos políticos hasta 1947, sino que mantuvo la incapacidad civil hasta 1967, constitu-yendo el segmento social más postergado en la progresiva adquisición y reconocimiento de sus derechos. Ser mujer, indígena y habitar en los territorios parece ser el grado máximo de exclusión en la Argentina durante la primera mitad del siglo XX (Ansaldi, 1999).

Veamos algunos rasgos peculiares de cada colectivo. En primer lugar, la situación del migrante extranjero. La Constitución Nacional de 1853 afi rmaba que el régimen de incorporación de los extranjeros

1 Al hablar de visibilidad nos referimos a la presencia de estos grupos en el espacio público, las de-mandas que ellos mismos portan o sus intérpretes, y el efecto combinado sobre el poder estatal y el colectivo social.

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incluía la integración civil plena, pero no así los derechos políticos, ligados al origen o nacimiento.

El inmigrante extranjero se convertía en portador potencial de derechos políticos, que podía adquirir si renunciaba a la ciudadanía de origen y se naturalizaba.

En los momentos en que se gestaba el pacto constitucional, la inmigración extranjera fue considerada un arquetipo civilizador, un ciudadano ideal para una comunidad y sociedad modernas. Esta per-cepción, dominante hasta la década de 1890, se centraba en los efectos benéfi cos de la inmigración sobre los hábitos y pautas de comporta-miento criollos mediante el trasplante cultural o institucional, que tan-to Alberdi como Sarmiento propugnaban para la regeneración de las costumbres mediante el trasvase de la cultura occidental. La metáfora de la República se montó desde el “no lugar”, la negatividad del desier-to asociado al legado colonial (Villavicencio, 2003; Halperín Donghi, 1995).

La Constitución Nacional señaló la necesidad de convertir a Argentina en un país de migrantes, garantizándoles la totalidad de los derechos civiles, y confi ándole a la “educación patriótica” la misión de asimilarlos e incorporarlos. Fueron visualizados como componentes imprescindibles para la construcción de la Nación. Sobre fi nales del siglo XIX este imaginario sufrió un clivaje vinculado con la mutación del “extranjero conceptual”: de arquetipo civilizador pasó a ser una “amenaza peligrosa y disolvente”. La afl uencia de migrantes en forma masiva y su adscripción partidaria y sindical, ocasionaron el temor del quiebre de la identidad nacional asentada sobre un frágil equilibrio de fuerzas.

Los requisitos para la nacionalización eran mínimos, pero no existía interés en solicitarla aunque ocasionara la imposibilidad de ejer-cer derechos políticos que quedaron restringidos, ya que a nivel local podían participar, tanto en la Capital Federal como en los territorios y en algunas provincias.

Diferentes sectores criticaban la indiferencia política de los mi-grantes como obstáculo para la integración nacional. Se denunciaba la escasa preocupación de los extranjeros por la cosa pública, limitada dis-cursivamente al desinterés por la nacionalización, soslayando la amplia participación social desplegada a través de clubes, partidos, asociacio-nes y prensa en las grandes ciudades portuarias. Pero también se temía que una práctica masiva de la política por los extranjeros implicara la desaparición de la tipicidad de la política criolla (Ansaldi, 1999: 16). El planteo, que revela un quiebre interno en el proyecto de las elites, se centraba en la modalidad a adoptar para integrarlos a la sociedad na-cional y a la comunidad política sin alterar los principios sobre los que

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se asentaba el sustrato ideológico de la Nación en construcción. Fueron revisados los amplios criterios iniciales y se sancionaron las leyes de Residencia (1902) y de Defensa social (1910), que respondían a la matriz biologista del positivismo y evidenciaban la identifi cación del extranjero “agitador” como inasimilable y potencial disolvente del orden deseado. Paradojalmente, la Nación argentina que se había pensado como una Nación de extranjeros, cerró sus fronteras interiores y temporalmente también las exteriores. El “buen extranjero” laborioso, civilizado y ho-nesto será estigmatizado ahora como un “anarquista agitador”.

Esta visión primigenia y posteriormente mutada del extranjero asimilable y potencial portador de derechos políticos constituye la antí-tesis de los indígenas, destinatarios del exterminio y del sojuzgamiento como estrategia de anulación de la diferencia. La negatividad del pa-sado implicó la desaparición intencional, en la memoria colectiva en construcción, del sustrato indígena. El imaginario del “desierto” resulta paradigmático, ya que condensó el no-lugar de la historia y la tarea que el presente reclama para ingresar al orden civilizado, revelando conti-nuidad con la matriz etnocéntrica colonial.

La existencia de un planteo integracionista que respetara las di-ferentes formas de su cultura y costumbres no fue posible, ya que los vectores impuestos por la dominación dejaban lugar para identidades alternativas. La homogeneización cultural e ideológica tuvo una mani-festación coercitiva y de exterminio en los mecanismos extremos de ex-clusión practicados con las comunidades originarias (Quijada, 2000).

A diferencia del caso chileno, donde los mestizos de la Araucanía, a fi nales del siglo XIX, desafi aron abiertamente el intento de imposición de la estatalidad y la cultura dominantes (León, 2005), la asimilación de los indígenas argentinos fue la resultante más visible de la estrategia de dominio por las armas, aunque no tradujo en forma fehaciente la pérdida de su identidad de origen.

A partir de las campañas militares (1879-1885), la mirada sobre el indígena sufrió un giro: de enemigo de la civilización a “el vencido”, “el buen salvaje”, pero careciendo de una política de integración. El proceso de ciudadanización tuvo un sello original que acentuó su es-tigmatización: la asimilación por inclusión a partir de la ubicación en estratos inferiores de la sociedad.

La negación de derechos políticos en razón de minoridad e inca-pacidad formó parte de la práctica del tutelaje estatal y la homogeneiza-ción orientada a anular su cultura y desarraigar, combatir y exterminar a las tribus con el argumento de la “inferioridad racial”, cargado de una fuerte matriz biologista.

El indígena sometido quedó asimilado al enemigo derrotado en guerra, y fue tratado según este parámetro. Se intentó borrar de la me-

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moria colectiva su origen, su pasado y la historia de su relación previa con el Estado y la sociedad, signada por levantamientos y malones, pero también por el llamado “negocio pacífi co de los indios” y los tratados y convenios fi rmados durante gran parte del siglo XIX.

El gobierno se abocó a distribuir las tierras hasta entonces de dominio indígena, controlar los medios de producción, negar su cultura y su tradición jurídica, imponer cambios en las pautas de comporta-miento y hábitos imprimiendo la “cultura del vencedor” en pos de la desarticulación total del mundo indígena.

Espacialmente quedaron concentrados en los territorios nacio-nales. La imposibilidad de acceso a la tierra2 los convirtió en ocupantes con el riesgo permanente de ser desalojados, situación que se verifi có frecuentemente en los territorios del sur y agravada por condiciones precarias de vida: empobrecimiento, explotación, endeudamiento, aco-plándole a la exclusión política la exclusión económica (Masés y Ga-llucci, 2007).

Las políticas de traslado y reparto de indígenas al Ejército, las ciudades, escuelas, ingenios azucareros del norte y explotaciones fo-restales del Chaco revelan un destino fi nal centrado en el control social mediante el disciplinamiento forzoso, y la dispersión familiar y tribal como estrategia de sometimiento y anulación cultural (Del Río, 2005).

Para principios del siglo XX las concepciones dominantes fue-ron dejando de lado la imagen del “salvaje”, dando lugar a planteos que no prosperaron por el reconocimiento de su condición ciudadana. En 1944, la sanción del Estatuto del Peón modifi có sustancialmente las condiciones de trabajo en las estancias, y otorgó a los indígenas la protección estatal de la que carecían hasta entonces. A partir del peronismo (1946-1955) serán visibilizados e incorporados a la agenda mediante organismos estatales que se ocupaban de resguardar el de-recho a permanecer en las tierras y la suspensión de los desalojos. La contraparte de esta postura integracionista fue la adhesión identitaria de los grupos indígenas al peronismo y un papel activo en el desarro-llo de sus políticas, quedando incorporados a la comunidad nacional como sujetos políticos y ciudadanos (Mases y Gallucci, 2007).

En el caso de las mujeres, su subordinación no puede entenderse sin referir a la lógica de la exclusión. En la modernidad, ya desde Tomás Hobbes, John Locke y Jean Jacques Rousseau, la mujer era considerada un ser inferior, con componentes irracionales-emotivos que hacían du-dar de su capacidad para tomar decisiones autónomas y responsables.

2 A partir de 1878, la política estatal se centró en concesiones de tierras a algunos caciques cuyo sometimiento aseguraba la sumisión y obediencia de un número importante de indígenas. Pero la mayoría de los indígenas ocupó la tierra en calidad de intrusos.

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Debía estar tutelada por el marido, quien administraba sus bienes, y era considerada inepta para el ejercicio de los derechos políticos y civiles. La mujer aparecía asimilada a los niños pero en situación notablemente peor, ya que la incapacidad de los infantes era temporal, pero la de la mujer la convertía en una súbdita vitalicia.

Las mujeres demandaron activamente en pos de sus derechos, a través de asociaciones civiles y partidos políticos, reclamando partici-pación en cargos municipales, provinciales y nacionales.

En 1912 se produjo, en el marco de los debates por la reforma electoral, una referencia a la posibilidad de otorgar derechos políticos a la mujer. En forma similar al caso del extranjero, aparecieron dos posturas contrapuestas: una negativa, basada en las argumentaciones tradicionales de incapacidad y falta de autonomía; y una positiva, cen-trada en la fortaleza y respetabilidad de la mujer (Ansaldi,1999:16). Pero esta alusión constituye una excepción, ya que dominaron los acuerdos de cúpulas acerca de sostener la marginalidad de las mujeres cuya ex-clusión se consideraba natural y por el momento, poco modifi cable.

En discusiones legislativas posteriores −como la del proyecto de sufragio femenino de 1919− se observan expresiones que centran la renovación de la vida política en las mujeres como fuerza moral de infl ujo sobre la cultura masculina. Se acentúa su responsabilidad y se posiciona a la mujer como antídoto frente a la apatía del extranjero y la amenaza del cosmopolitismo disolvente (Lobato, 2008: 68-69).

Empero, la negación de derechos políticos se justifi có sobre la base de concepciones negativas acerca de la capacidad de la mujer para su ejercicio y la falta de experiencia que podía alterar el ejercicio responsable de los mismos. Esta incapacidad nacía de su constitución física y morfológica, del rol subordinado con respecto al marido y de concepciones que limitaban el lugar de la mujer a la esfera privada. Las argumentaciones esgrimidas en los debates de 1932 y 1947 apuntaban a acentuar su papel en la familia y los posibles efectos negativos de la participación sobre la vida familiar y marital, sugiriendo el voto cali-fi cado3.

Pero recién en 1947 la mujer obtuvo el reconocimiento de sus derechos políticos, que ejerció por primera vez en las elecciones pre-sidenciales de 1951. Su presencia alteró signifi cativamente el padrón

3 Cf. República Argentina.Congreso Nacional. Cámara de Senadores. Diario de Sesiones (en adelante CS-DS), año de 1946, Tomo I, sesión del 19 de julio, p.304; Tomo II, sesión del 21 de agosto, p. 32; República Argentina. Congreso Nacional. Cámara de Diputados.Diario de Sesiones (en adelante CD-DS) año de 1947, Tomo IV, sesión del 3 de septiembre, p.78 y 82; sesión del 9 de septiembre, p.221 y 227, entre otros.

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electoral nacional4 y fue acompañada de un rol activo en las campañas partidarias y asistenciales del peronismo.

Otra fi gura de la exclusión fueron los habitantes de los territorios nacionales, entidades político-administrativas centralizadas que que-daron bajo la égida del Estado nacional con posterioridad a las cam-pañas militares de 1879-1885, y cuya organización permaneció casi sin modifi caciones hasta el peronismo.

Los territorios contenían en sí más habitantes que ciudadanos. Su población tenía todos los deberes como ciudadanos de la Nación –armarse en defensa de la patria, realizar el servicio militar, pagar im-puestos−, pero veía restringidos sus derechos políticos, ya que estaban impedidos de participar en elecciones nacionales. La dimensión electo-ral de la ciudadanía quedaba acotada a la participación en los concejos municipales y juzgados de paz creados en localidades que superaran los mil habitantes. Obviamente, la instalación de estos consejos fue lenta y sufrió involuciones, afectados por situaciones de confl icto generado-ras de acefalía, por la intervención del gobernador o por los quiebres institucionales de 1930 y 1943, que implicaron la interrupción de los Consejos, conculcándose nuevamente los derechos políticos.

Los fundamentos de la exclusión se advierten a través de los discursos legislativos, que encierran postulados que cristalizan en fór-mulas inmutables que sostienen la marginalidad y justifi can su no-inclusión como ciudadanos de la Nación.

Al igual que las mujeres, la ampliación de la ciudadanía política de los territorios formó parte de la postura integracionista del peronismo. La reforma constitucional de 1949 autorizó a los territorios a participar en la elección de presidente y vice (1951), y por la reforma electoral de ese año se les otorgó la representación parlamentaria. La peronización de estos espacios quedó evidenciada en las elecciones nacionales de 1951 y 1954, donde los territorios obtuvieron un promedio del 72% de votos peronistas, superando los guarismos de las provincias y la Capital Fe-deral.

La concesión de derechos políticos se coronó con la creación de las provincias de Chaco y La Pampa (1951), Misiones (1953) y, en 1955, Formosa, Neuquén, Río Negro, Chubut y Santa Cruz.

4 Según el Censo Nacional de 1947 había 7.864.914 mujeres, de las que 3.500.000 estaban en condiciones de sufragar. Esta cifra resulta elocuente, ya que en las elecciones presi-denciales de febrero de 1946 habían sufragado 2.700.000 habitantes sobre un total de población estimado en 16.000.000.

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LOS HABITANTES DE LOS TERRITORIOS NACIONALES : LOS ARGUMENTOS DE LA EXCLUSIÓNEl caso de los territorios nacionales resulta interesante, no sólo porque su estructura centralizada entró en tensión con el esquema republicano y federal, sino también porque la existencia de derechos políticos res-tringidos se agravó al negárseles el derecho de representación ante el Congreso Nacional. Por otra parte, el colectivo territorial tenía una ley que determinaba el acceso progresivo a la ciudadanía política, pero su aplicación fue vulnerada, convirtiéndola en una ley inefectiva y anacró-nica por largo tiempo. La marginalidad tuvo alcance geográfi co, ya que, si bien los territorios no eran signifi cativos numéricamente, sí lo eran espacialmente, ya que las diez gobernaciones en conjunto ocupaban un tercio de la superfi cie nacional. Del mismo modo, los habitantes de los territorios compartieron con las mujeres el estigma de la incapacidad, pero originado en este caso por habitar espacios carentes de civiliza-ción, lugares de la “barbarie”.

Los territorios nacionales fueron una creación estatal destinada a solucionar transitoriamente el dilema acerca de cómo organizar las tierras arrebatadas a los indígenas. Ante la necesidad de acelerar la penetración estatal para facilitar la campaña militar y emitir una clara señal de soberanía ante Chile e Inglaterra, se pensó en el formato te-rritorial, imitando, con matices, la experiencia de los Estados Unidos, también replicada en otros países americanos5.

Para fundar la exclusión se apeló a la fórmula “civilización o bar-barie”. La ausencia del Estado había posibilitado el dominio indígena, y los habitantes habían recibido pautas de comportamiento y costumbres de los pueblos originarios que ahora era necesario desterrar y combatir.

El fundamento para restringir derechos era su hábitat, que los convertía en incapaces para elegir y ser elegidos. Era el “desierto” el que generaba esta minusvalía, que afectaba también al grupo indígena vencido y que subsistiría hasta que el Estado comprobara la efi cacia de la difusión de los principios de nacionalidad.

Para los legisladores, los habitantes no existían: el Estado debía formarlos, y plasmar en ellos su impronta y gestar el “ser nacional”. La carencia de contacto civilizador hacía que las poblaciones existentes fueran sólo “centros rudimentarios sin condiciones de estabilidad ni progreso”. Esta afi rmación puede ser en algún modo cierta para aque-

5 Para principios de siglo XX Argentina tenía doce provincias autónomas y diez terri-torios nacionales. En 1884 se crearon los territorios del Chaco, Formosa y Misiones (nordeste ), La Pampa (zona central), Neuquén, Río Negro, Chubut, Santa Cruz y Tie-rra del Fuego (sur). En 1899 se creó el Territorio de los Andes (noroeste), que subsistió hasta 1943. Colombia, Venezuela, México y Brasil organizaron parte de su espacio en territorios nacionales.

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llos territorios prácticamente despoblados como Neuquén y Santa Cruz, pero no resulta válida para Chaco, Formosa, Misiones o Río Negro, en los que existían núcleos urbanos en desarrollo y pobladores antiguos.

La base de la argumentación era la barbarie instalada por el do-minio indígena. Así territorio e indígena se funden en un único discurso, revelador de un consenso básico entre el partido gobernante −el Partido Autonomista Nacional− y la diferentes fracciones conservadoras del sec-tor opositor, que emiten similares expresiones peyorativas acerca de la situación de aislamiento, marginalidad y lejanía de la civilización de los habitantes de los territorios nacionales. La tarea civilizatoria iba a ser auto asumida por la burocracia estatal en forma excluyente, impidiendo la posible ingerencia de las provincias lindantes. Pero es indudable que en los territorios nacionales el Estado hallaba un nicho para sostener la reproducción del poder y mantener el modo de acumulación de la clase terrateniente −clase dominante y dirigente–, principal benefi ciaria de la política de tierras. La presencia del Estado “guardián nocturno” centrará sus esfuerzos en garantizar el orden, la legalidad, el control y el discipli-namiento social para la efi caz homogeneización de la Nación.

Las razones de esta exclusión se fundaban en la “incapacidad” y “minoridad” de los territoriales para la ciudadanía política en tanto capa-cidad de elegir y ser elegido. Este verdadero “discurso de la inmadurez” afi rma que, al no haber tenido los territorios similar desarrollo político, institucional y social que las provincias, contenían una población inma-dura debido a su origen histórico, pero también al insufi ciente desarrollo material, con habitantes con inadecuada capacidad política y moral.

¿Cuál era la manera elegida para convertir progresivamente a estos habitantes en ciudadanos? Desde lo cualitativo se pensaba en una atribución gradual de derechos que acompañarían el acotado ejercicio del poder local. La difusión del republicanismo los convertiría en “bue-nos ciudadanos”, y los municipios serían las escuelas de la democracia, verdaderas “células del aprendizaje cívico”.

Obviamente, resultaba difícil mensurar la adquisición de estas cualidades, razón por la que la ley −a contrapelo de las expresiones vertidas− introdujo criterios cuantitativos: treinta mil habitantes para una Legislatura electiva y sesenta mil para la provincialización, cons-tituyendo así el único colectivo que tuvo pautado un criterio numérico para la ampliación de los derechos políticos.

Claramente, esta fue una de las maneras de postergar su inte-gración a la Nación. Al ser espacios casi vacíos que había que poblar, organizar y desarrollar, el criterio numérico daba un margen temporal de acción que le aseguraba al Estado poder operar libremente en el largo plazo. Si algún territorio alcanzaba los guarismos requeridos −y esto efectivamente se advirtió claramente en el Censo de 1914−, bastaba

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con apelar al criterio cualitativo para postergar su inclusión6. El jue-go pendular de ambos criterios aseguraba el control estatal por largo tiempo, máxime teniendo en cuenta que crear provincias implicaba carecer de certezas sobre su comportamiento electoral, dato relevante si pensamos en la composición de la Cámara de Senadores, con un nú-mero fi jo de bancas por provincia, independientemente de la cantidad de población.

Por otra parte, la negación del derecho de representación mani-festaba una prevención de débil justifi cación. El proyecto ofi cial pre-sentado en 1883 había determinado la representación en la Cámara de Diputados, con voz pero sin voto. La necesidad de representantes se basaba en el escaso conocimiento de estos espacios, que podía sortearse con la recepción de informes y sugerencias al tratar los temas territoria-les. Se afi rmaba que la representación no era electiva sino que formaría parte de las múltiples designaciones que el poder Ejecutivo realizaba en los territorios. Sin embargo, hubo una resistencia férrea a esta fi gura, que quedó eliminada del proyecto original y que no obtuvo aprobación en sucesivos proyectos legislativos.

Dos ideas fuerza aparecieron reiteradamente en los debates le-gislativos: la implantación del sistema republicano en los territorios y el acompañamiento estatal a su desarrollo, un verdadero “tutelaje” cívico y político basado en su presunta “incapacidad”, que hemos denominado “Republicanismo tutelado” (Ruffi ni, 2007). Mediante este postulado, el Estado custodiaría el desarrollo de los territorios hasta que pudie-ran manejarse solos e incorporarse como provincias Estos planteos resultan adecuados si pensamos en una organización transitoria; sin embargo, se sostuvieron en el tiempo y sirvieron de justifi cación para mantener una situación de minoridad política excluyente.7

Otra idea se manifestó elípticamente en el discurso ofi cial: los territorios nacionales eran espacios que debían ser poblados por ex-tranjeros, y por ello se consideraba indispensable el tutelaje estatal, y se rechazaba la posibilidad de una representación de los territorios en el Congreso, argumentando el carácter incipiente de la población en ellos instalada8. Es posible que estas elocuciones formen parte de un momento

6 A modo de ejemplo, véase CD-DS, año de 1910, Tomo II, sesión del 30 de septiembre, p. 826; año de 1924, Tomo VI, sesión del 23 de septiembre, p. 520, entre otros.

7 La sujeción también fue asegurada a través de las escasas facultades dadas a las au-toridades territoriales y la estricta dependencia funcional y fi nanciera del gobierno nacional.

8 CD-DS, año de 1884, Tomo II, sesión del 24 de septiembre, p. 1186; similares expresio-nes en CS-DS, año de 1884, volumen único, sesión del 10 de octubre, p. 763. República Argentina. Ministerio del Interior. Memoria presentada ante el Congreso por el Ministro

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de tensión y resignifi cación de las fronteras de la ciudadanía, en el que la fi gura del extranjero oscilaba entre el arquetipo civilizador y la idea de riesgo social dominante a principios del siglo XX.

Esta presunta incapacidad de los habitantes de los territorios los colocaba en una situación de inferioridad manifi esta con el resto de la población. El Estado justifi có esta situación, negándose a tratar los proyectos relativos a la ampliación de la ciudadanía política o dejando sin aplicar los decretos que el mismo ejecutivo dictaba. En el caso de los territorios no se observaron clivajes positivos o negativos en su fi gura, sosteniéndose −aunque con matices− el discurso de la inmadurez.

REFLEXIONES PROVISORIASLa exclusión política fue una de las primeras y mas perdurables for-mas de dominación adoptada por los sectores dirigentes para impo-ner coercitivamente el orden, facilitar la homogeneización y prevenir la emergencia de lealtades alternativas que pudieran contraponerse al proyecto hegemónico.

La solución para neutralizar la potencial infl uencia de grupos con adscripciones alternativas (extranjeros), los carentes de civiliza-ción (indígenas), o portadores de incapacidad e inmadurez (mujeres y habitantes de los territorios nacionales), fue dejarlos fuera de la arena electoral pero realizando un juego pendular que aparentaba demos-trar cierta voluntad estatal de reparación sin dar lugar a su concreción efectiva.

La paradoja constitutiva de la exclusión –el excluido esta dentro de lo que se lo excluye− (Karsz: 2004) obligó a tener en agenda estas cuestiones, que aparecieron como asignaturas pendientes del sistema político, revelando los temores de la clase dominante a la soberanía del número, en sintonía con los postulados de la República Posible.

El Estado argentino albergó en su interior profundas contradic-ciones. Desde su etapa formativa, la construcción del sujeto político bajo la impronta liberal y la tradición republicana implicó hallar una fórmula que permitiera evitar la participación de grupos considerados “peligrosos”. Emerge así la imagen de una Argentina dual, de fachada pretendidamente republicana y federal, que contenía grandes exten-siones centralizadas; un Estado que delimitaba contornos estrechos para incluir pero bordes amplios para excluir; una Nación que, ante la imposibilidad de administrar las diferencias, decidió la asimilación y la anulación física del indígena, convertido en un enemigo a vencer; un Estado que consideraba que la humanidad sólo estaba representa-

del Interior en 1891, p. 13; Memoria presentada ante el Congreso por el Ministro del Interior en 1894, Tomo I; p. 35, entre otros.

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da por los hombres y dejaba fuera de los derechos a las mujeres; una Nación que para auto-afi rmarse requería del inmigrante un signo de pertenencia, obligándolo a la naturalización como peldaño para los derechos políticos.

El análisis de las argumentaciones sobre la exclusión no puede desligarse de su praxis efectiva, tanto si justifi can el “quedar fuera” como si aluden a potenciales acciones de reinserción o integración. La exclusión como marca de origen del Estado argentino constituye una forma de dominación selectiva y discriminatoria que revela la escasa vocación democrática de los sectores dirigentes, sustrato autoritario puesto en superfi cie a partir de los quiebres institucionales y gobiernos dictatoriales en el siglo XX.

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Ignacio Telesca*

DESDE EL REVÉS DE LA TRAMA: LA INDEPENDENCIA DEL PARAGUAY Y LOS

GRUPOS SUBALTERNOS

INTRODUCCIÓNEste trabajo no tiene como fi n analizar las ideas políticas ni los cam-bios institucionales que se dieron en el Paraguay en 1811. Tiene un objetivo más modesto, el de preguntarse llanamente “¿independencia para quién?”

Sin lugar a dudas que los cambios que se produjeron afectaron a todos los habitantes del territorio desde el mismo momento que hubo un cambio de organización y de autoridades. Sin embargo, cabe pre-guntarse sobre cómo, tanto los indígenas como los esclavos (y podemos incluir también a los afrodescendientes reconocidos como tales), se vie-ron afectados positivamente por estos cambios1.

Aunque pueda resultar poco “científi ca”, la pregunta contrafac-tual de qué hubiese pasado con los pueblos indígenas y con los esclavos

* BA y MA in Modern History, University of Oxford; Doctor en Historia, Universidad Tor-cuato Di Tella, Buenos Aires. Investigador del CONICET- Argentina, profesor invitado de la Universidad Católica de Asunción, Paraguay.

1 Es necesario, ciertamente, tener una base de lo que consideramos ‘positivo’. Para una población esclava, sin lugar a dudas que deje de serlo y que desaparezcan las discri-minaciones jurídicas para los afrodescendientes, como ser lo relativo al matrimonio. Respecto a los pueblos indígenas, antes que nada el respeto no sólo a su forma de ser, sino a sus territorios; al igual que el cese de las discriminaciones jurídicas.

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si no se hubiese dado la independencia nos puede aportar, si bien no respuestas, al menos pistas por donde indagar.

Sostenemos que ambos grupos no vieron mejorar sus condicio-nes de vida gracias a la declaración de la independencia, y que los pocos cambios que se dieron para los pueblos indígenas ya se venían gestando en los años previos, como ser la eliminación de la encomienda. Es más, creemos que la afi rmación identitaria nacional del Paraguay se realizó sobre la negación del componente indígena y afro.

No es nuestra intención construir la base para un futuro pedido de perdón, ni tampoco sólo para reconocer hoy al ‘otro’ indígena o afro-descendiente. Pretendemos sólo mostrar cómo la exclusión y la nega-ción del otro forman parte de la construcción de los estados nacionales en el sur de América, tomando como caso al Paraguay2.

HACIA FINES DE LA COLONIAEl proceso de independencia del Paraguay, en mayo de 1811, tiene cier-tas aristas que, si bien no lo hacen único, lo presentan como bastante particular. En primer lugar, el proceso fue liderado por los mismos hombres que meses atrás habían rechazado a las fuerzas de Manuel Belgrano enviadas por la Junta de Buenos Aires3. Pero lo más llamativo es que el ‘golpe’ de la independencia, en la noche del 14 al 15 de mayo de 1811, se realizó sin derramamiento de sangre ni disparo de fusil. Es más, en el primer triunvirato que se organizó inmediatamente después, uno de sus miembros era el mismo gobernador expulsado, Bernardo de Velasco.

Sin embargo, esta ‘particularidad’ paraguaya no se gesta en los días de la independencia sino que proviene ya de sus tiempos coloniales.

Para mediados del siglo XVIII, Paraguay era una provincia ubi-cada en las márgenes del virreinato del Perú. Aunque en un momento había sido la “Provincia Gigante de Indias”. Para este tiempo seguía ocupando, como en 1682, esa estrecha franja al este del río Paraguay, enmarcada al sur por el río Tebicuary y al norte por el Manduvirá (unos doscientos kilómetros los separan). Hacia el noroeste ahora la línea se extiende un poco más, hasta llegar a la recién fundada villa de Curuguaty (1715), un enclave yerbatero alejado unos trescientos ki-

2 Quedará para otros la refl exión de si la negación y la exclusión son inherentes a toda construcción identitaria, en el pasado y en el presente.

3 Batallas de Paraguarí (19 de enero de 1811) y de Tacuary (9 de marzo de 1811). Si bien la historiografía va a indicar que el Paraguay se opondrá no sólo a España sino también a Buenos Aires, este resultado se dará por mérito de la política del Dr. José Gaspar Ro-dríguez de Francia años más tarde. De hecho, varios de los ofi ciales que estuvieron en las fuerzas paraguayas que batieron a las de Belgrano serán acusados de porteñistas.

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lómetros, aunque siguiendo la ruta colonial, que primero obliga a pasar por Villarrica, la distancia se hace más larga (Velázquez, 1978).

Al sur del río Tebicuary se extendía el dominio jesuítico con sus treinta misiones, un espacio que la orden logró desanexar del control civil de la provincia paraguaya, aunque parte de ellas, unas 13 misiones, dependía del obispado asunceno. Al norte del río Manduvirá, el control le pertenecía fundamentalmente a los mbayás, chanés y guanás, pue-blos indígenas considerados en la historiografía tradicional como los “temidos chaqueños”. Al oeste del río Paraguay, otros pueblos indígenas se movían a su voluntad, entre los cuales los payaguás, mocobíes y abi-pones se destacaban. Hacia el este, el territorio pertenecía al grupo al que se llamó guaraní monteses. Es decir, guaraníes aún “infi eles”.

Paraguay era una provincia de frontera no sólo del imperio por-tugués, sino también de los grupos indígenas. Estos últimos obligaban a los paraguayos a permanecer constantemente en alerta. El Cabildo de Asunción, quejándose de las hostilidades de los indígenas, expresaba que estos entraban y salían del territorio sin ser sentidos “por tener esta costa cuarenta leguas abiertas que no es posible guarnecerlas ni aún con doce presidios” (Acta Capitular del 3 de julio de 1675, en Quevedo, 1984: 167). En otras palabras, la ciudad se encontraba casi sitiada, y las sementeras y haciendas de derredor estaban siendo abandonadas, y su población mudándose a Asunción “que está pereciendo de hambre y suma pobreza” (Ídem: 169).

La consecuencia más palpable de esa situación general era la pobreza reinante en la provincia del Paraguay, o como bien diría el gobernador García Ros a principios del siglo XVIII: “La provincia es di-latada pero muy pobre, siendo la más gentil, amena y fl orida que habrá en este reino, y si no fuera por las frutas silvestres que dan los montes gran parte del año perecería de hambre, no sólo los miserables indios, pero la mayor parte de la plebe” (citado por Trelles, 1867: 134).

La situación habrá de empeorar con las revueltas comuneras (1721-1735), las cuales no ayudaron al fortalecimiento de las fronteras, y muchos menos al nivel de vida de la población. La situación de pobreza continuó y bien claro lo dejó el gobernador Larrazábal en su informe al Virrey del Perú en 1747: “Esta provincia está poblada por la más pobre gente que conozco en cuanto tengo paseado del reino. No es laboriosa y mucho menos industriosa. Esta natural desidia y la continua carga de guardias y destacamentos que de unas y otros hay treinta y dos en el país, rodeado de enemigos por todos sus costados, no les permite salir a los más de la mendicidad.”4

4 Archivo General de la Nación, Buenos Aires (en adelante AGN), Sala IX, 5.3.7, Informe de Larrazábal al virrey, 20 de septiembre de 1747

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En un informe del obispo del Paraguay Fray José de Palos del 16 de diciembre de 1733 ya se llamaba la atención acerca de que si las revueltas comuneras continuaban y los soldados abandonaban todos sus presidios “avisarán los payaguás a los mbayás para que entrando éstos por Tobatí y la Cordillera, asalten ellos por el río con sus canoas esta ciudad y valles, sin perdonar inocencia, con que quedará perdida la provincia”5.

Si bien no se produjo la destrucción de la provincia, sabemos que al gobernador Echauri (1735-1740) no le fue fácil controlar la situación. Los payaguá, ya desde 1735 estuvieron accionando en el pago de la Frontera y en Villeta, asesinando, llevándose cautivos y robando gana-do. El gobernador tuvo que pagar el rescate de dichos cautivos.

Los mbayás, por su parte, entraron por la zona de Tapu’ã, Salado, Cordillera, Altos, Atyrá y Tobatí. Francisco de Aguirre narra que en cada una de las siete incursiones que realizaron mataron alrededor de 200 per-sonas, incluso el cura de Tobatí fue muerto en una de estas invasiones. “Cautivaron mujeres y niños y andaban los referidos lugares como suyos. De estancia en estancia, las destruían de gente y animales” (Aguirre, 2003: 452). La consecuencia es clara: los moradores tuvieron que “ceder el terre-no asombrados de la continua mortandad y daño en sus haciendas” 6.

Fue el gobernador Rafael de la Moneda quien dio impulso nue-vamente a la fortifi cación de la frontera. En su informe al rey de 1742 especifi caba que edifi có ocho fuertes en sitios ventajosos “para observar y detener la invasión de los infi eles”; además, mandó cavar dos fosos de más de 500 varas cada uno con sus respectivos parapetos y fuertes “que han cerrado la entrada a los valles de la Provincia.” Según el goberna-dor, estos seguros hicieron que los vecinos vuelvan a poblar “la mejor porción y más útil de la provincia”7.

Quizá el emprendimiento más importante de Rafael de la Mone-da fue la fundación de un pueblo con exclusiva población parda libre, con el fi n de ser antemural a las incursiones de los mbayá fundamen-talmente, a 30 kilómetros de Asunción, costa arriba. Su nombre tam-bién así lo indica: Emboscada o Camba reta (lugar/país de negros, en guaraní).8 Según la carta que le envía al obispo pidiéndole que nombre un curato en propiedad, tenía el pueblo más de cien casas y quinientas almas que las habitaban9.

5 Archivo General de Indias, Sevilla (en adelante AGI), Charcas 323, Informe del Obispo Palos, 16 de diciembre de 1733.

6 AGI. Charcas 374, Informe del gobernador Moneda al rey, 10 de marzo de 1742.

7 Ídem.

8 Para el pueblo de Emboscada ver los textos de Granda, 1983 y Blujaki, 1980.

9 AGI, Charcas, 374, Moneda al obispo Paravicino, 27 de julio de 1743.

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Los límites de la provincia se hacían más estrechos si tenemos en cuenta que en su territorio existían diez pueblos de indios bajo el control del clero secular o de los franciscanos10, e incluso estancias que las órdenes religiosas poseían con población esclava: los jesuitas en Paraguarí, los dominicos en Tavapy y los mercedarios en Areguá.

Para 1761 la población de la provincia, incluyendo a los pueblos jesuíticos, ascendía a 85.138 personas.

Ciertamente que dentro de los pueblos de españoles se incluye a la población parda libre y a la esclava, además de los indígenas que pertenecían a las encomiendas de originarios (yanaconas). Es más, si bien el informe del obispo incluía a los pueblos de indios bajo el con-trol de los jesuitas (que estaban bajo su jurisdicción episcopal), éstos no participaban de la vida ni económica ni social de la provincia del Paraguay (no estaban encomendados a los vecinos del Paraguay). Es decir, la población real de la provincia era de apenas 38.575 personas, comprimidas en el estrecho territorio bordeado por los ríos Manduvirá al norte, y Tebicuary al sur.

Sin embargo, esta realidad cambiará radicalmente con la expul-sión de la Compañía de Jesús en 1767/8, y esta transformación se dará tanto a nivel demográfi co como territorialmente. Comenzando por el primer aspecto, este cuadro nos pone de manifi esto el cambio demo-gráfi co que se dio.

10 Un informe del obispo Paravicino en 1743 explicaba la localización de esta manera: “Cuatro curatos que son el Itá que dista doce leguas de la ciudad, Itapé treinta y cinco (y treinta y siete indios), Caazapá unas cincuenta, y Yuty más de sesenta leguas están a cargo de los religiosos de San Francisco. Y lo seis restantes que son Ypané, que dista de esta dicha ciudad seis leguas; Guarambaré, nueve; los Altos, doce, Atyrá, quince; Tobatí diecisiete o dieciocho y Yaguarón catorce”; AGI, Charcas, 374.

Cuadro I

Población del Paraguay en 1761

Familias Almas Porcentaje % sin misiones jesuitas

Pueblos de españoles 6.713 32.645 38.3 84.6

Emboscada (pueblo de pardos) 112 572 0.7 1.5

Pueblos de indios - franciscanos 830 2.304 2.7 6.0

Pueblos de indios - clérigos 869 3.054 3.6 7.9

Pueblos de indios - jesuitas 12.496 46.563 54.7 -

Total Paraguay 21.020 85.138 100.0 100.0

Fuente: Visita a su diócesis del obispo Manuel Antonio de la Torre (1761).

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Como se puede apreciar claramente, en esos veinte años la po-blación total creció un 13,4%, mientras que la población no-indígena lo hizo en un 99,9%. Sin poder ser taxativos, sí podemos afi rmar que una gran parte de la población de las ex reducciones jesuíticas pasó a engrosar la población considerada como española.

Llama la atención también que el descenso de la población de los 13 pueblos jesuíticos correspondientes al obispado de Asunción sea aún mucho más pronunciado que el de los que pertenecían al obispado de Buenos Aires. Los datos que aporta Maeder (1992) nos muestran que entre 1768 y 1783 la población de los primeros pasó de 41.050 a 19.012, mientras que la población de los segundos de 47.778 a 37.070. Mientras que los dependientes del obispado asunceno perdieron más del 50% de su población, los otros sólo el 20%.

Sin embargo, si ampliamos el cuadro incluyendo los censos de 1799 y 1846, obtenemos los siguientes datos:

Cuadro II

Comparación poblacional entre 1761 y 1782

1761 1782 Diferencia

%% %

Misiones Jesuitas 46.563 54.7 20.383 21.1

Pueblos de indios 5.358 6.3 9.788 10.2

Población indígena total 51.921 61.0 30.171 31.3 - 41.9

Población no indígena 33.217 39.0 66.355 68.7 99.9

Total 85.138 100 96.526 100 13.4

Fuente: Cuadro I y Aguirre (1949).

Cuadro III

Comparación de la población entre 1761 y 18461

1761 1782 1799 1846

% % % %

Población indígena 51.921 61.0 30.171 31.3 29.570 27.4 1.200 0.5

Población no indígena 33.217 39.0 66.355 68.7 78.500 72.6 237.664 99.5

Total 85.138 100 96.526 100 108.070 100 238.864 100

1 El censo de 1799 se encuentra en AGN, sala VII, legajo 2636, pertenece al Fondo Andrés Lamas, legajo 33, y fue trabajado por Ernesto Maeder (1975). El de 1846 se encuentra en la sección Nueva Encuadernación (NE) del Archivo Nacional de Asunción (ANA), Paraguay, disperso para varios volúmenes, y fue trabajado por John Hoyt Williams (1976).

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Si bien a fi nes del siglo XVIII hubo una muy pequeña inmigra-ción desde Buenos Aires y Europa, ésta se cortó con el movimiento de independencia primero, en 1811, y con el gobierno del Dr. Francia más tarde, 1814-1840. También sabemos que no hubo ningún genocidio in-dígena, salvo de los indígenas llamados chaqueños, pero éstos nunca estaban incorporados a los censos11. Es decir, los indígenas no desapa-recieron, por lo que la respuesta más sencilla ante esta situación es que se dio un mestizaje generalizado12. Pero más que referirnos a un gran proceso de mestización de la sociedad paraguaya sería más apropiado hablar de un proceso de guaranización de la misma. Sin embargo, para los contemporáneos, de lo que se trataba era de un salto categorial: de-jar de ser considerados indígenas, para ser tenidos como españoles13.

11 Seguramente este 0,5% en 1846 no refl eje el verdadero peso de la población indígena; en mu-chos pueblos de indios fi gura sólo la población foránea y no la indígena, como por ejemplo en Yuty y en los pueblos ex jesuíticos de San Ignacio, Santa María, Santa Rosa y Santiago. Sin embargo, aunque esta población llamada foránea sea contabilizada como indígena, esta misma población no alcanzaría el 10% de la población total del Paraguay a mediados del siglo XIX.

12 Tanto Maeder (1975) como Garavaglia (1983) llaman la atención sobre este hecho desde otro punto de vista. Sobre la huida de los guaraníes de sus misiones ver Susnik (1966); es importante notar que, a la par de la huida, se experimentaba una aproximación de los crio-llos a las tierras de las misiones. Magnus Mörner (1969: 72-74) cita también casos en el resto de América en donde este paso también se daba, pero nunca en forma tan importante.

13 El problema al hablar del mestizaje es que estaríamos introduciendo una categoría no utilizada por los protagonistas de la historia, y con el riesgo de querer implicar exclu-sivamente un mestizaje biológico.

Gráfico I

Comparación poblacional entre 1761 y 1846

0

10

20

30

40

50

60

70

80

90

100

1761 1782 1799 1846

Población no indígena Población indígena

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La gran cantidad de personas que se integró a la porción de la población considerada como “española” de hecho implicó una fuerte presión por el acceso a la tierra. Es más, si al tiempo del éxodo guaraní de los pueblos de indios a la campaña paraguaya tras la expulsión de los jesuitas no se hubiera dado una conquista de nuevos territorios, hubiésemos asistido a una eclosión social. En otras palabras: crecimiento demográfi co y territorial se dieron al mismo tiempo y luego de la expulsión de la Compañía de Jesús del territorio de la corona española.

Entendemos que en ninguna otra región de la ex Provincia Jesuítica del Paraguay, incluso del Virreinato del Perú, tuvo tantas repercusiones la expulsión de la orden como en la provincia paraguaya.

Las nuevas poblaciones se fundaron tanto en el norte (Concepción, 1773) como en el sur (Pilar, 1779). En el siguiente mapa se puede comprobar claramente tanto este avance territorial pos 1770, hacia el norte y hacia el sur, como la nueva distribución poblacional.

Mapa I

Espacio ocupado y densidad poblacional – Comparación 1750 - 1790

Fuente: Maeder y Gutiérrez (1995: 57).

Sin embargo, no es nuestra intención mostrar sólo este avance territorial sino también señalar que la nueva tierra conquistada fue repartida entre una pequeña elite, generándose el nacimiento de lo que podríamos llamar una mentalidad latifundiaria.

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Lo que queremos resaltar, entonces, es que la sociedad paraguaya se va a ver totalmente transformada hacia fi nes del siglo XVIII. Nos en-contramos ya con una población mayoritariamente autodefi nida como no indígena (más del 70% para 1799) y ocupando un territorio dos veces más grande que lo que se tenía en 1760. Al mismo tiempo, vemos surgir una elite terrateniente-ganadera inter-relacionada con el grupo de los encomenderos.

Las encomiendas mitarias en el Paraguay para fi nes de siglo eran sesenta y cuatro, y el número de encomendados mitarios no superaba los dos mil, aunque el 24,6% de éstos se encontraba fugitivo (Romero de Viola, 1987: 189). En lo que se refi ere a las encomiendas originarias (yanaconas), el número era de cuarenta y ocho, y los originarios dos-cientos setenta, con el 26,5% de fugitivos.

Cuadro IV

Comparación sobre tierras repartidas para estancia entre Concepción y Pilar

Pilar Concepción

Cantidad de tierra 169.096.37 444.887.87

Cantidad de mercedes reales 66 52

25 % con mayor cantidad de tierras 65.3 65.5

50 % con menor cantidad de tierras 13.7 13.4

Fuente: Telesca (2009: 240).

Cuadro V

Encomiendas de indios mitarios en Paraguay, 1780

Pueblos Nº de encomiendas Nº de encomendados Relación promedio

Caazapá 11 233 21.2

Yuty 7 189 27.0

Itapé - - -

Itá 10 212 21.2

Tobatí 7 222 31.7

Atyrá 7 201 25.1

Altos 8 246 30.7

Guarambaré 2 60 30.0

Ypané 4 37 9.2

Yaguarón 8 338 42.2

Totales 64 1.738 27.2

Fuente: Telesca (2009).

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Esta reconquista de territorios y con mano de obra disponible, ya sea por los que dejaron los pueblos jesuíticos como por la perviven-cia del sistema encomendero, potenció la cosecha y comercialización del principal rubro de la economía paraguaya, la yerba mate. Thomas Whigham nos muestra cómo las exportaciones de yerba pasaron de 27.000 arrobas en 1776 a más de 160.000 diez años después (Whigham, 2009: 171-2).

A este despegue económico sin lugar a dudas ayudó la creación del Virreinato del Río del Plata en 1776, el reglamento del libre comercio de 1778 y la creación de la Real Renta del Tabaco al año siguiente.

Por su lado, los afrodescendientes no eran un grupo al margen del resto de la sociedad. El Paraguay era, como el resto del Virreinato del Río de la Plata, una sociedad con afrodescendientes. Todo esto nos remite y permite cuestionarnos acerca del rol que le cupo a la población parda en la conformación de la identidad de la provincia paraguaya. Sabemos que la población parda no era tan reducida como se pen-saba. Rafael Eladio Velázquez afi rma que “en cuanto a los esclavos, pese al asiento de negros establecido en Buenos Aires un siglo antes, su número sigue siendo exiguo en el Paraguay.” (Velázquez, 1966: 65) Si bien es cierto que para 1782 el mundo negro representaba el 11,3% de la población paraguaya, en la ciudad de Asunción ese porcentaje se elevaba al 54,7%14.

La población afrodescendiente en Paraguay, aunque se redujo en el siglo XIX, mantiene durante este período un porcentaje aún importante dentro del total de la población de la provincia.

Si bien el porcentaje de la población esclava se mantiene estable durante estos sesenta años, no ocurre lo mismo con la población parda libre, cuyo porcentaje se reduce a la mitad. Sin llegar a los extremos que nos presentan los datos sobre la población indígena, acá también

14 Es más, en una obra reciente de Oscar Acevedo (1996) sobre esta época se pasa por alto la presencia negra en la provincia

Cuadro VI

Encomiendas de indios originarios en Paraguay, 1780

Pueblos Nº de encomiendas Nº de encomendados Ralación promedio

Asunción 35 196 5.6

Villa Rica 11 56 5.1

Curuguaty 2 18 9.0

Totales 48 270 5.6

Fuente: Telesca (2009.)

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nos encontramos con que una buena cantidad de pardos libres pasan a engrosar el grupo de los españoles/paraguayos.

Sin embargo, este último dato puede incluso ser aún matizado, ya que donde sí hubo un aumento de la población de pardos libres fue en Emboscada. Este pueblo se formó en 1741 exactamente con pardos libres, al estilo de pueblo de indio con el benefi cio, para los que fueran, de no pagar el tributo del marco de plata. La población de Emboscada, que en 1782 representaba el 11,4 de la población parda libre, en 1846 el porcentaje ascendía al 28,8%, como lo muestra el cuadro siguiente.

Es decir, si dejáramos de lado a la población de Emboscada, la po-blación parda libre en 1799 representaría el 6,5%, y en 1846 sólo el 2,5% de la población total. Pero no sólo este último cuadro nos revela que más de un cuarto de la población parda libre del Paraguay vivía en Emboscada, y que la población considerada “española” en Emboscada pasa de un 9,5% en 1799 a un 29% en 1846. No es impensable que, de haber seguido la pobla-ción en Paraguay sin la interrupción de la guerra contra la triple alianza,

Cuadro VII

Población de la ciudad de Asunción en 1782

Población Porcentaje

Españoles europeos 82 1.7

Españoles/as americanos/as 2.038 41.2

Indígenas 118 2.4

Negros/as y mulatos/as libres 1.546 31.3

Esclavos/as 1 1.157 23.4

Total 4.941 100

1 Dos mil setecientos tres negros y mulatos en Asunción representan el 24,9% de la población parda total (el 22,8% de la población libre total y el 29,3% de la población esclava).

Fuente: Aguirre (1949).

Cuadro VIII

Población parda de 1782 a 1846

1782 1799 1846

Libres 6.793 71.1 7.948 7.4 8.416 3.6

Esclavos 3.953 4.1 4.598 4.3 8.796 3.8

Total 10.846 11.2 12.546 11.4 17.212 7.4

Fuente: Aguirre (1949).

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en Emboscada también experimentaríamos lo mismo que con el resto de la población parda libre, o incluso que con la población indígena.

1811 Y DESPUÉSAnte el pedido de reconocimiento por parte de la Junta Provisional Gu-bernativa instalada en Buenos Aires a partir del 25 de mayo de 1810, la provincia del Paraguay respondió con un cabildo abierto dos meses más tarde (24 de julio), en el cual se resolvió reconocer al Supremo Consejo de Regencia, a la par de armar inmediatamente a “la numerosa juven-tud de la provincia” hasta el número de seis mil (Chaves, 1959: 39).

La provincia del Paraguay, con una población de alrededor de 120.000 habitantes, seguía con los atributos que la caracterizaba desde tiempos coloniales: especialmente su ubicación periférica respecto al centro; sociedad de frontera fundamentalmente con las poblaciones indígenas no sometidas y con el imperio portugués en el norte.

Si bien, como vimos anteriormente, un sector de la provincia inició un nuevo despliegue económico con la ganadería y el tabaco (estanca-do), acompañado por un extraordinario desarrollo comercial en manos, fundamentalmente, de comerciantes foráneos, el grueso de la población siguió viviendo de la subsistencia de los productos de la chacra (Cooney, 1990) y utilizando el guaraní como lengua corriente en la provincia.

Dejando de lado la narración del proceso de la independencia pa-raguaya (ver, entre otros, Chaves, 1959; Cardozo 1996), nos centraremos en lo que respecta a la población indígena y afrodescendiente:

A este fi n es importante comenzar con la expedición comandada por el vocal de la junta Manuel Belgrano para “sujetar a la obediencia” a las provincias díscolas. A principios de diciembre, desde la costa sur del río Paraná, Belgrano redacta una serie de cartas y proclamas; destina-

Cuadro IX

Población del pueblo de Emboscada de 1782 a 1846 1

1782 1799 1846

% % %

Pardos libres 773 11.4 897 11.3 2.422 28.8

Esclavos 2 35 2

Españoles 108 994

Indígenas 96

Total 775 1.136 3.418

1 El porcentaje es respecto a la población parda libre total.

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tarios de ellas fueron los “nobles, fi eles y leales paraguayos”, y también los Naturales de los pueblos de Misiones15.

Guillermo Wilde plantea que “el itinerario de Belgrano fue un in-tento por instituir simbólicamente un nuevo sujeto político en la región por medio de una serie de actos y discursos que interpelaron directa-mente a la población guaraní en su lengua natural” (Wilde, 2009: 309). De hecho, en la proclama a los naturales de principios de diciembre de 1810 expresa claramente que su misión es

“[…] restituiros a vuestros derechos de libertad, propiedad y seguridad de que habéis estado privados por tantas generacio-nes, sirviendo como esclavos a los que han tratado únicamente de enriquecerse a costa de vuestros sudores y aún de vuestra propia sangre […] ya estoy en vuestro territorio, y pronto a daros las pruebas más relevantes de la sabia providencia de la misma Excelentísima Junta, para que se os repute como her-manos nuestros, y con cuyo motivo las compañías de vosotros que antes militaban en el ejército entre las castas, por disposi-ción de nuestros opresores, hoy están entre los regimientos de patricios y arribeños […]” (Museo Mitre, 14-08-08: 9r-v).

Esta proclama, que en un principio podría entenderse como el ardid de Belgrano para hacerse de nuevas fuerzas militares en su incursión al Paraguay, se ve refrendada por una serie de veintinueve disposiciones redactadas por el mismo Belgrano el 30 de diciembre de 1810 en el campamento de Tacuary, ya en territorio paraguayo, en la otra orilla del Paraná. Como preámbulo se reafi rma en lo manifestado en la proclama, y profundiza en ella después de “ver su desnudez [de los indígenas], sus lívidos aspectos y los ningún recursos que les han dejado para subsistir” (ídem: 1r.).

Entre las disposiciones resaltan la libertad de poseer propiedades y disponer de ellas, la liberación de los tributos, libertad de comercio, igualdad con los españoles sin ninguna restricción para ocupar empleos civiles, políticos, militares y eclesiásticos, etc. En la disposición dieci-nueve señala que “aunque no es mi ánimo desterrar el idioma nativo de estos pueblos, pero como es preciso que sea fácil nuestra comunicación para el mejor orden, prevengo que la mayor parte de los cabildos se ha de componer de individuos que hablen el castellano” (ídem: 2v).

No es que Belgrano construya de cero, sino que lo hace sobre la base de las últimas ordenanzas de la corona española (como la Real Cé-dula del 17 de mayo de 1803). Sin embargo, lo que nos interesa resaltar

15 Ver Museo Mitre, 14-08-08. Documentos en guaraní y español.

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es la visión ‘ilustrada’ que tiene cierto sector de la elite revolucionaria. Es decir, un imaginario disponible para ser puesto en práctica. Incluso los mismos indígenas se hacen eco de las ofertas de Belgrano y agrade-cen a la junta Gubernativa “por haber tenido el gusto de haber quedado todos americanos” (citado por Wilde, 2009:316).16

Sin embargo, la misión Belgrano ha de fracasar en Paraguarí y Tacuary y desde Asunción se controlará el dominio de los pueblos de indios que estaban en su territorio tradicional, hasta ambas márgenes del río Paraná.

Las nuevas autoridades instaladas en Asunción a partir de mayo de 1811 tomarán otro derrotero. Luego del 14 y 15 de mayo de 1811 se for-ma un triunvirato que, a fi nes de ese mes, convoca a un congreso general para el 17 de junio a fi n de “establecer el régimen y gobierno que debe ob-servarse en adelante y comentar la forma de unión y relaciones que esta provincia haya de tener con la de Buenos Aires” (Francia, 2009: 75).

Se reúne el congreso, se elige una Junta Gubernativa de cinco miembros y se resuelve cómo relacionarse con Buenos Aires, pero no se mencionan ni a los indígenas ni a los afrodescendientes en parti-cular, sino en forma genérica a “los infelices paraguayos [que] ya han padecido bastante en cerca de tres siglos en que han sido indignamen-te vilipendiados y postergados” (ídem: 82). En el primer bando de la Junta del 22 de junio, en su quinto ítem establece que “el Comandante D. Blas José de Rojas sea Subdelegado del departamento de Santiago, con agregación de los pueblos de Itapúa, Trinidad y Jesús, y al mismo tiempo con el cargo de Comandante de aquella frontera; y que por lo tocante a la subdelegación de Candelaria con los pueblos restantes de su antigua demarcación, nombre la Junta el Subdelegado que corres-ponde” (ídem: 114).

Las demás resoluciones no les han de afectar, y todo seguirá como está. En ningún momento se plantea algo similar a lo expresado por Belgrano. Por el momento sigue la elite comercial imponiendo parte de su agenda, como la abolición del estanco del tabaco y la eliminación del impuesto del peso de plata por cada tercio de yerba que se cobraba en Buenos Aires. Tampoco se hace referencia a los pueblos indígenas de las misiones en el tratado fi rmado entre la Junta de Buenos Aires y la de Paraguay el 12 de octubre de 1811, aunque sí mencionan como ítem (el cuarto) que no se haga novedad sobre el partido de Pedro González que se halla en la banda occidental del Paraná (hoy Paraguay). De la

16 Las Misiones Guaraníes, desde 1803, representaban una unidad administrativa que a partir de 1805 pasará a depender del gobernador del Paraguay. Hacia 1810 la población aproximada era de 35.000 personas, de las cuales unas 15.000 vivían en la región de Santiago y Candelaria desde el río Tebicuary hasta ambas márgenes del río Paraná.

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esclavitud tampoco nada, salvo que se manda confeccionar nueva ves-timenta para uno de los esclavos del fi sco (ídem: 155).

Más tarde, en enero de 1812 la Junta, ya reducida a tres miembros bajo el control de Fernando de la Mora, va a eximir a los indígenas de los pueblos de indios del pago del tributo anual y a ratifi car la abolición de la encomienda, que había sido resuelto por Real Cédula de 1803, pero que en la provincia aún no se había terminado de cumplir.

La organización del gobierno de la provincia se volverá a someter al Congreso de 1813, en donde participaron mil diputados provenientes de todo el Paraguay. No se ha encontrado el acta con las fi rmas origina-les de dicho encuentro, por lo que no podemos saber a ciencia cierta si los indígenas de los pueblos de indios participaron en el mismo. Susnik afi rma que sí hubo representación indígena, aunque no queda claro la fuente en que se basa (Susnik, 1992: 24). El escocés John Parish Robert-son describe en sus Cartas sobre el Paraguay la presencia de un indio tapé alcalde. No especifi ca la procedencia ni que estuviera acompañado de otros alcaldes (Robertson, 1988: 39-41).

No es un tema baladí, ya que la presencia de los indígenas en los congresos de 1813 y 1814, ambos de mil diputados (el primero eligió un gobierno de dos cónsules, Yegros y Francia, el segundo instauró la dictadura temporal, con Francia como dictador), hubiese signifi cado un reconocimiento del indígena como ciudadano. Sin embargo, los pue-blos de indios siguieron subsistiendo, y con ellos las discriminaciones respectivas, hasta que en 1848, ya bajo el gobierno de Carlos Antonio López, se “los declara ciudadanos en la República a los indios naturales de los veintiún pueblos del territorio de la República”17.

Por otro lado, estamos acostumbrados a referirnos exclusivamente a la población de los pueblos de indios como la población indígena del Paraguay. Sin embargo, desde que los jesuitas fueron expulsados y las tierras al norte del Manduvirá fueron reconquistadas, el universo indígena se extendía más allá de lo meramente guaraní. Incluso una nueva forma de relacionamiento se va a instaurar con estos grupos indígenas (mbayá, guaná, chané, payaguá). Esta nueva reconquista, “invasión de estancieros-milicianos” (Susnik, 1990-91: 62, ver también Telesca, 2009), se va a carac-terizar no por la creación de pueblos de indios sino por la violencia y el despojo, lo cual llegó a su culminación en “la función del 15 de mayo de 1796”, en donde 75 cautivos mbayás, desarmados, fueron asesinados a gol-pes de macanas, sables y lanzas por los españoles (Susnik, 1990-91 y Are-ces, 2007b). La violencia contra estos grupos continuó igualmente durante el período independiente hasta hacerlos desaparecer del territorio, ya sea expulsándolos, ya sea asesinándolos (Susnik-Chase Sardi, 1992: 235-243).

17 ANA, SH, 282.24.

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La población esclava tuvo que esperar hasta la constitución de 1870 para que se decretara la abolición de la esclavitud y la libertad de vientres recién se puso en práctica el 1 de enero de 1843, por la cual los nacidos a partir de esa fecha serían considerados libertos y ganarían la libertad al cumplir los veintitrés años las mujeres y veinticinco los varones: la guerra contra la triple alianza (1864-1870) llegó más rápido. Recordemos que la población esclava rondaba el 4% a mediados del siglo XIX.

Hasta resulta irónico lo que se lee en un catecismo utilizado para la enseñanza en las escuelas primarias durante el gobierno del Dr. Fran-cia. Cuando se le pregunta al niño por cuáles son los hechos positivos que prueban la bondad del sistema de gobierno, éste ha de responder “el haber abolido la esclavitud sin perjuicio de los propietarios” (Chaves, 1985: 198). Es más, cuando se ordenó la supresión de las órdenes reli-giosas y el Estado se quedó con los bienes de las mismas, los esclavos de las órdenes pasaron a constituirse en la esclavatura del Estado, al igual que los esclavos de los que sufrían la confi scación del régimen.

El Paraguay se va a reconocer independiente desde 1811, pero la población indígena y la esclavizada no verán cambiar sus vidas diarias hasta bien entrado el siglo. Sin embargo, la intención no es sólo mostrar que la independencia afectó primeramente a las instituciones y luego a la población, sino tomar conciencia que el Estado y la sociedad se cons-tituyeron también sobre la base de la explotación y la negación indígena y afrodescendiente. No sólo encontramos a esclavos y a indígenas (hasta su “ciudadanización”) trabajando en las estancias de la patria primero, y luego en las nuevas industrias estatales que se han de instalar en el país, sino que en la conformación identitaria del Paraguay se va a dejar a un lado el componente indígena y afrodescendiente.

Como muestra conclusiva, las palabras de Gregorio Benítez, di-plomático paraguayo, que nos presenta en 1889 una visión del Paraguay que va a perdurar por mucho tiempo:

Es preciso olvidar o alterar la Historia del Río de la Plata para negar que toda la existencia del Paraguay moderno es un litigio de 50 años con Buenos Aires. Empieza con la Junta Provisoria en 1810, continúa con el gobierno de Rosas y acaba con el de Mitre. Llámasele la China de América, él no es sino el Paraguay, pueblo cristiano, europeo de raza, que habla el idioma castellano y que un día fue parte del pueblo argentino y capital de Buenos Aires.18

18 Biblioteca Nacional del Paraguay – Colección Juan O’Leary – Gaveta 1. Le agradezco la referencia a Liliana Brezzo. Subrayado del autor.

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J. Alberto Navas Sierra*

LA “REVOLUCIÓN ATLÁNTICA”, LA INDEPENDENCIA AMERICANA Y LA “NUEVA

MACRO-HISTORIA”

* Profesor de Derecho Internacional Público y Organismos Internacionales del Instituto Tecnológico de Monterrey (TEC), Guadalajara, México. Miembro del Cuerpo Académi-co “Bicentenarios hispanoamericanos”; Departamento de Historia, División de Estu-dios Históricos y Humanos, Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades –CUCSH-, Universidad de Guadalajara, México. Miembro Correspondiente, Academia Colombiana de Historia.

1 Por razones del espacio y tiempo reservados a esta ponencia, se elude hacer una refe-rencia detallada al aludido debate historiográfi co. Véase: (Navas Sierra, Jesús Alberto 2008).

UNA PRIMERA APROXIMACIÓN AL TEMAPRECISIONES PREVIASLejos está de haber concluido la larga y densa polémica que desde me-diados del siglo pasado se generó en Estados Unidos de América y en Europa −Francia en particular− en torno a la desde entonces alternati-vamente llamada “revolución atlántica”, “revolución liberal”, “revolución occidental” o “revolución burguesa”1. Pretender un análisis de conjunto de lo que fue el proceso independentista iberoamericano –hispanoame-ricano y brasileño− ineludiblemente remite a un tema –quizás el más denso− que hoy gravita sobre el presente y futuro de la Historia como ciencia. Es lo que –y desde una primera aproximación− busca propiciar la presente ponencia.

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De una u otra forma, los diferentes procesos independentistas ibe-roamericanos de comienzos del siglo XIX suelen ser involucrados dentro de la larga cadena revolucionaria que alternativamente sacudió a ambos meridianos del mundo occidental a lo largo de no menos de cincuenta años (1774-1824)2, para otros ciento treinta y seis (1668-1824)3, o incluso ciento sesenta años (1645-1824)4. Consumado el mencionado ciclo revo-lucionario americano, este signifi có o bien la transformación −Canadá, Brasil, Cuba y Puerto Rico− o bien el derrocamiento del “Antiguo régi-men colonial” en la casi totalidad del continente americano5, y con ello el surgimiento de un nuevo y ampliado orden político y económico mun-dial. Hacia 1825 los nuevos Estados Iberoamericanos (Hispanoamérica y Brasil) representaban casi el 52% de la superfi cie y por poco el 61% de la población del continente americano, respectivamente (Rosenblat, Án gel, 1954: 173 y ss.; Evedy Colin Mc; Jones, Richard, 1978).

UNA PRIMERA DIGRESIÓN LÓGICO-CIENTÍFICAAntes que nada, la presente ponencia tiene que ver con la macro-histo-ria. Aún en su sentido más lato, no sólo el concepto de “macro-historia” como su hermenéutica implícita, encierra un largo y por hoy inconcluso debate al interior de la teoría y métodos histórico-científi cos. Pese a la excepcional infl uencia que durante un cuarto de siglo ejerció la escuela francesa de los Annales en el conjunto historiográfi co occidental, de entrada resulta ciertamente excepcional la baja ponderación que aún corresponde a la macro-historia dentro del conjunto historiográfi co mundial; presencia todavía más baja respecto de lo que viene llamándo-se la historiografía de las “independencias” del continente americano, a últimas de las “independencias” del subcontinente iberoamericano.

En consonancia con los intensos retos que desde mediados de los años sesenta del siglo pasado impuso la irrupción del “pos moder-nismo”, pero más específi camente con los propósitos revisionistas de la “antigua” historia surgidos al fi nal de los años 80, es bien sabido que al

2 Desde el Primer Congreso Continental que dio inicio a la revolución de las 13 colonias angloamericanas hasta 1824, Batalla de Ayacucho, considerada como el último episodio de la guerra de independencia hispanoamericana.

3 Si se toma como fecha de origen la Gloriosa revolución inglesa de 1688-1689.

4 Si se toma como origen la rebelión radical inglesa de los Levellers de mediados del siglo XVII.

5 Como es sabido, subsistieron bajo régimen colonial varios dominios europeos en parte de Norte América: Groenlandia (Dinamarca); Oregón y Belice (Inglaterra); Notka y Alaska (Rusia); Guayanas (Holanda, Francia e Inglaterra); como la totalidad de las islas del Caribe de propiedad de España (Cuba y Puerto Rico), Dinamarca, Inglaterra, Francia y Holanda.

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menos uno de los varios “retornos” metodológicos, entonces iniciados, tuvo por objeto una recuperación precisamente de la “micro-historia” como pre paradigma de la historia del futuro (Navas Sierra, J. Alber-to 2008b)6. Más recientemente, otra tendencia reclama –con menos eco– una nueva y auténtica “historia global” que, ajena a la obsesión cuantitativista de los Annales, y acorde con la no menor obsesión “globa-lizante” actual, asuma el reto científi co de superar el “atomismo” —sino “parroquialismo”— con el que se quiere encasillar de nuevo a la histo-ria como ciencia (Strasser, Bruno J; Bürgi, Michael 2005; 3-16; Barros, Carlos; McCrank, Lawrence 2004; Barros, Carlos 2001)7.

HISTORIA Y CIENCIAS SOCIALES. UNA RECAPITULACIÓN HACIA EL FUTURO.El enfoque pretendido se asocia con la que podría llamarse “nueva macro historia”, la que, sin pretender reescribir una historia “total”, buscaría explorar nuevas dimensiones del análisis histórico de “medio” o “largo” plazo; esfuerzo que conllevaría, antes que la exclusión, la agregación de diferentes contribuciones, algunas procedentes —una vez más— de las restantes ciencias sociales, como también de otras ciencias afi nes a la Historia. No obstante, esta nueva versión macro-histórica reivin-dica la necesidad impostergable de superar la hasta ahora persistente incapacidad lógica-científi ca de la Historia para producir explicaciones generales o causales, en lo que no en vano centró su objeto la escuela de los Annales, al menos a partir de 1945 (Barros, Carlos 1995).

Es por ello que, de entrada, la nueva macro-historia no renuncia a la original alianza −teórica y metodológica− que los Annales realiza-ron con otras ciencias sociales: la sociología, antropología, psicología social, demografía y economía en particular, a la que hoy se añadiría la ciencia política, la genética y las ciencias de la información y cono-cimiento, en particular.

La nueva macro-historia carecería de tal reticencia y, por ello, re-chazará el recelo de una supuesta “tentación anacrónica”. Lo anterior,

6 Para una referencia del punto aquí planteado: Movimiento tournant critique nacido con el ocaso de los Annales de la mano de Dosse, François (1987). Gauchet, Marcel (1988), Delacroix, Christian-Dosse; Garcia, François et Patrick (1999).

7 Este historiador gallego abandera, junto a otros colegas españoles, un denso proyecto internacional tendiente a repensar el presente y sobre todo el futuro de la historia como ciencia. Son tres los congresos internacionales llevados a cabo sobre el eje central de “La Historia a debate” (1993, 1999 y 2004; http://www.h-debate.com/ ). Una extensa encuesta –no menos de 15 mil encuestados en Europa y América- realizada entre 1999 y el 2001 sustentó una a auto-refl exión propuesta al interior de la comunidad cien-tífi ca de historiadores (http://www.h-debate.com/; http:// www.cbarros.com), como el “Manifi esto” suscrito por casi 500 historiadores del mundo –a mediados de enero del 2.008- subrayan tal necesidad.

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ciertamente soslaya el debate epistemológico de fondo respecto de cuán autónomo ha sido –o puede ser– el historiador −de cualquier época− res-pecto de los patrones conceptuales dominantes en el medio social y cul-tural en que éste ha realizado −o realiza– su trabajo. En lo que concierne a esta ponencia, tal sucedería con el término y semántica de “revolución”. Los griegos lo usaron para explicar las luchas inter clases; y si bien ha-blaron implícitamente de “revolución”, aplicaron otros conceptos más restringidos –como neõtera pragmata− para referirse a cualquier “cambio reciente en un asunto (público)” (Rowe, Christopher; Schofi eld, Malcolm; Harrison, Simon, Lane, 2000; Kroeber, Clifton B., 1996: 21-40; Nelson, Eric, 2006); bagaje que luego heredaron los romanos. Hasta el último tercio del siglo XVII, el concepto de revolución estuvo más relacionado con la astronomía y la ciencia natural. Fue a partir de la entonces auto-proclamada “Gloriosa Revolución” cuando los fi lósofos de la “ilustración” europea –inglesa, francesa y germana, en su orden–, antes que los histo-riadores y sociólogos, la incorporaron tal cual a su trabajo habitual.

Los micro-historiadores de la edad antigua, los medievalistas e incluso historiadores de la edad “moderna” y “contemporánea”, prefi -rieron hablar por buen tiempo –siglo XIX– de “revueltas”, “rebeliones” o “sediciones”. Es lo dominante en la historiografía de las diferentes revoluciones “atlánticas”. Un análisis macro-histórico comparativo de tales fenómenos revolucionarios durante un largo período que incluyera los últimos 2,5 milenios, seguramente optaría hoy en día por hablar de “revoluciones”. Esta inter-cambiabilidad de términos y conceptos por parte de historiadores, fi lósofos y otros científi cos sociales, no sólo ha facilitado la inter-subjetividad entre tales disciplinas –lo que es de la esencia misma de toda dinámica científi ca–, sino que ha abierto vías enriquecedoras de diálogo entre estas y otras ciencias más contemporá-neas, afi nes −en muchas dimensiones− a la historia y restantes ciencias sociales, como ha sucedido últimamente con la biología y las ciencias de la información y la comunicación.

Como cualquier otro profesional o científi co, por fuerza el his-toriador de “hoy” estaría obligado a la utilización de las más recientes técnicas y métodos contemporáneos de análisis en su propósito de co-nocer −de una manera más efi ciente− el pasado, o realidad propia a su campo científi co (Kirby, John B., 1970: 808-838). Como cualquier otra disciplina científi ca, todo avance histórico-científi co se apuntala pri-mordialmente en la disponibilidad de nuevos métodos e instrumentales metodológicos.

Por ello, y pese a ser el historiador uno de los pocos científi cos so-ciales que trabaja sobre el “pasado” humano, no tendría sentido alguno suponer que este debería aplicar los métodos de análisis vigentes en la época objeto de su estudio. Sin embargo, y aunque sea un prerrequisito

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común a cualquier dominio científi co, lo que fi nalmente diferenciaría la “calidad” de un “producido” historiográfi co sería la “actualidad” del método y herramientas utilizadas por uno u otro historiador8.

Muy específi camente, esta inter-cambiabilidad metodológica, generada a partir de fi nales del siglo XIX, que indujo el uso por parte del historiador de métodos matemático-cuantitativos −de los que este estuvo ajeno por tantas decenas de años−, ha adquirido en la actualidad nuevas e insospechadas potencialidades. Gracias a dicho aporte, la his-toria dejó de ser mera “narración” o “cuento” de hechos relativamente enhebrados unos con otros, pudiendo pretender niveles de “totalidad” en su objeto lógico-científi co. Como heredera nata de los innegables aportes de la Nueva Historia y de los Annales, la nueva macro-historia, sin pretender la mencionada “totalidad” que esta última escuela se pro-puso alcanzar, tiene hoy en día la posibilidad de expandir mucho más el objeto formal de la historia, haciendo uso de los signifi cativos avances alcanzados por los métodos estadístico-matemáticos de tipo “cualitati-vo” y tecnologías de la información-documentación. Unos y otros per-miten ya al historiador manipular –como jamás le fue posible– grandes masas de datos históricos, de tanto o mayor valor explicativo que los de tipo cuantitativo, conforme se explicitará más adelante.

¿UNA NUEVA MACRO-HISTORIA? ¿LA MACRO-HISTORIA CAUSAL?Pretender este doble enriquecimiento –teórico y metodológico– aportaría a la historia un nuevo reto lógico-científi co: avanzar más allá de lo logra-do por los Annales entrelazando válidamente –de acuerdo a su peculiar objeto formal como ciencia– conjuntos de proposiciones –o hipótesis ve-rifi cadas– y, a partir de ellas, pretender la elaboración, si no de “leyes” o “axiomas”, si al menos de “teoremas” de un nivel científi co equiparables a los alcanzados por las llamadas ciencias “duras” o “maduras”9.

Así pues, la nueva macro-historia signifi caría una opción válida para acotar la pesada disyuntiva que desde 1894 planteó el fi lósofo ale-mán Wilhelm Windeland10 al asignar al conocimiento histórico una

8 Basta recordar que buena parte de la crítica peyorativa sobre la calidad y vigencia de buena parte del trabajo historiográfi co producido en países no desarrollados, invoca precisamente la precariedad en el bagaje y herramientas de investigación y análisis utilizados por los historiadores originarios de estos países, en comparación con los disponible en países desarrollados.

9 Cuando se plantea este tipo de pretensión lógica-científi ca para las ciencias sociales, suele pensarse casi automáticamente en las ciencias físicas. En el caso de la historia tal pretensión estaría más cercana a la genética y biología que a la física misma.

10 Ver su discurso “Historia y ciencia natural”, con el que se posesionó como rector de la Universidad de Estrasburgo en 1894. En dicha ocasión criticó la dicotomía establecida por Whihelm Dilthey entre ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu; pensamiento

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insuperable naturaleza “ideográfi ca” –mera descripción de lo “singular” o circunstancial en el espacio o tiempo históricos– antes que “nomoté-tica” –ciencias de las generalizaciones o modélico-matemáticas–; y por ende, la impotencia reiterada de la historia para explicar realidades que se sucedieron en diferentes espacios o tiempos.

Sin pretender convertirse en una “meta-historia” o “historia sis-tema”, eje de todo conocimiento social, como lo propuso Braudel11 –que para algunos sería tanto como dejar de ser historia–, en el caso con-creto de la “revolución atlántica”, la nueva macro-historia permitiría de entrada “describir” y “explicar” a la vez las similitudes y diferencias que singularizaron los “pequeños” o “grandes” acontecimientos, tan-to “contiguos” como “no contiguos”, que se sucedieron en diferentes espacios de “Occidente” a lo largo de un tiempo histórico de duración “media” –no menor de 50 años- o “larga” −para quienes aducen que tal revolución se extendió por más de siglo y medio–, y que en conjunto caracterizaron las muchas “dinámicas” de la llamada revolución “at-lántica”, “democrática”, “burguesa”, “liberal” o meramente “occidental” (Teune Y. H., Przeworski, 1970: 17-30). A su vez, la nueva macro-historia induciría buscar explicaciones e interpretaciones, en niveles superiores de generalización, relativas a las inter-relaciones e infl uencias espacio-temporales que se dieron entre cada uno de los “casos” de la citada re-volución atlántica, y consecuentemente, deducir válidamente al menos teoremas –pre-paradigmas– al respecto (Khun, Thomas, 1962: 7 y ss.; Masterman, Margaret, 1970: 59-89).

Consecuentemente con la anterior pretensión, la nueva macro-his-toria facilitaría también superar la naturaleza estrictamente diacrónica que ha reducido la historia al estudio de acontecimientos confi nados en espacios limitados y acaecidos en diferentes momentos. Dentro del tema que aquí compete, tal sería el estudio aislado de las diferentes “revoluciones liberales” sucedidas en Occidente desde mediados −o fi -nales− del siglo XVII hasta el primer tercio del siglo XIX. Y más que “estudio aislado”, un diacronismo extremo aduciría la no “semejanza” ni comparabilidad entre unas y otras revoluciones occidentales como tan vehementemente lo defendieron, en su momento, A. Soboul –en lo

que prolongó su discípulo Heinrich Rickert, notable exponente del neo-kantismo ale-mán de fi nales del XIX y comienzos del XX. (Ferraris, Mauricio, 2002: 138 y ss., Young, Pauline V., 1949: 425-446).

11 En su Ecrits sur l´histoire, París 1969, tal “meta-historia” sería una nueva tentación “monista” como la que hoy subyace en torno a quienes pretenderían asignar un nuevo “principio” rector a la historia humana. (Francis Fukuyama, 1992, [1989]. Obviamente, lo de “meta” tendría más que ver con la fi losofía de la historia que con la historia misma; tanto como a comienzos del siglo XIX lo fue la “libertad, el “espíritu” o la “razón” y más tarde la “materia” (Rusakova, Olga F., 2006: 183-193).

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concerniente a la revolución francesa− y, antes que él, E-Burke y F. von Gentz −respecto de la “gloriosa revolución” inglesa– o Louis Hartz –en lo tocante a la revolución angloamericana (Navas Sierra, J. Alberto, 2008: 138-156). La nueva macro-historia permitiría un análisis “sincrónico” de esas mismas revoluciones que, si bien tuvieron lugar en diferentes “espa-cios” o contextos geográfi cos, se sucedieron unas a otras en intervalos de tiempo de diferente duración; “corta” en algunos casos o “media” en su conjunto. A últimas, ofrecería sufi ciente material para un análisis de “largo plazo”, más allá del tiempo y espacios que compendió la ola “re-volucionaria liberal” que lejos estuvo de ser la primera, y menos todavía la única, sucedida antes y después de los siglos XVII a XIX12.

PRE-GENERALIZACIÓN Y MACRO-HISTORIANo obstante todo lo anterior, la nueva macro-historia no implicaría ne-cesariamente ni una “contigüidad” espacial y menos aún una “continui-dad”, todavía menos una “linealidad”, en el “tiempo total” que abarcarían tales manifestaciones de la revolución liberal atlántica (Páramo Rocha, Guillermo 1979: 77 y ss). Antes bien, a diferencia de la macro-historia de los Annales, lo que reafi rmaría la nueva macro-historia sería la esencia “discontigua” y “discontinua” –no linealidad– de la Historia misma. En el ejemplo específi co de la revolución atlántica, si bien cada una de tales “revoluciones” se llevó a cabo en contextos y momentos específi cos, bien pudieron existir entre las mismas diferentes “encadenamientos” que, a la larga, terminaron formando un solo “continuo revolucionario”. No por otra razón sería posible hablar de una sola “revolución atlántica”.

Esta suposición, lejos está de negar las peculiaridades o “singu-laridades” de cada “caso” revolucionario. Lo que interesaría al nuevo análisis macro-histórico serían los acontecimientos comunes –o simple-mente “analogías”, si ello facilita un consenso mínimo al respecto– que sean perfectamente identifi cables y que, como tales, permitirían enlazar válidamente un caso con otro. Queda manifi esto que, de ser factible identifi car tales relacionamientos a nivel de “acontecimientos” singula-res, no necesariamente un proceso revolucionario tendría que coincidir o asemejarse en todo respecto a los procesos revolucionarios con los que estuvo relacionado. De manera alguna la nueva macro-historia propicia-ría una simplifi cación metodológica meramente “clonadora”.

Así pues, sería el conjunto de acontecimientos no relacionables de un proceso revolucionario con los otros lo que fi nalmente funda-mentaría las referidas “singularidades” de un proceso revolucionario

12 Pretensión cientifi cista propuesta a mitad de los sesenta del siglo pasado, entre otros, por el metodólogo y sociólogo noruego Galtung, Johan (1966,16 y ss). (Navas Sierra, Jesús Alberto 1968) 21 y ss.

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respecto de los demás. A su vez, serían los acontecimientos que relacio-nan entre sí dos o más procesos revolucionarios los que darían validez al pretendido “continuo” histórico, los que permitirían hablar de uno o varios “macro-procesos” revolucionarios, e incluso de un “sistema” o “estructura revolucionaria atlántica” u “occidental”. Esto último –como se detallará a continuación− de poder relacionarse entre sí dos o más macro-procesos revolucionarios.

No obstante, la plena validez de esta pretensión lógico-científi ca impone dilucidar el “tipo” o grado” de “afi nidad” o “semejanza” que se da entre los acontecimientos que relacionarían un proceso revolu-cionario con otro; requisito de validez que sería más exigente si dicha relación o vínculo se diera entre más de dos procesos revolucionarios a la vez. Esto último sería todavía más perentorio de darse una “asin-cronía” manifi esta en el tiempo entre el primer relacionamiento y los subsiguientes.

En síntesis, la macro-historia de nuevo cuño bien puede plantear la existencia de “infl uencias”, “incidencias” o incluso “solapamientos” entre diferentes procesos revolucionarios. A título de ejemplo estaría la pretendida “infl uencia” ideológica de la “gloriosa revolución” inglesa en la revolución angloamericana −Robbins, Caroline (1959); Bailyn, Ber-nard (1967, 1970) y de esta en la subsiguiente revolución francesa, como también de ambas –o de alguna de las dos– en la génesis ideológico-política de las revoluciones haitiana, española-gaditana, hispanoame-ricanas, portuguesa de Oporto y fi nalmente brasileña.

Más aún, la nueva macro-historia permitiría “trasvases” inter-contextuales, transitorios o permanentes, entre los referidos procesos revolucionarios occidentales. Así, p.e., al interior de al menos tres “ca-sos” de tal revolución atlántica –el anglo-americano, el europeo con-tinental y el hispanoamericano– se dieron casos en los que dos o más procesos llegaron a converger –transitoria o permanentemente– en una misma o común dinámica revolucionaria, conformando un “caso am-pliado” de tales revoluciones. Tal fue desde sus inicios, hasta el presen-te, el proceso mismo de la revolución anglo-americana que, habiéndose iniciado como 13 procesos autónomos, bien pronto convergieron en una sola y común revolución. El caso hispanoamericano fue exacta-mente el inverso, pues las 8 originales revoluciones de independencia terminaron “atomizándose” en 17 diferentes procesos revolucionarios13.

13 Nueva España se fraccionó en tres (México, Texas y California); la Capitanía General de Guatemala generó cinco (El Salvador, Guatemala, Honduras, Nicaragua y Costa Rica); la Nueva Granada, dos (Colombia actual y Panamá); Perú, Chile y Venezuela se mantuvieron tal cual; el Río de la Palta se fraccionó en cuatro (Argentina, Paraguay, Uruguay y Bolivia). La Presidencia de Quito fue la única que terminó fusionando parte del Perú (Guayas, Azuay y Loja). (Navas Sierra, Jesús Alberto 2008c 133-145).

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El caso brasileño sería el único que no trasmutó su unidad política-revolucionaria. La imposición continental de Napoleón, primero en el Norte de Italia, luego desde la Península Ibérica hasta Rusia, signifi có un trasvase –cuando no imposición− ideológico de la Revolución Fran-cesa en la casi totalidad del continente europeo durante algo menos de 20 años. La misma Revolución Francesa permeó el inicio de la revuelta haitiana. La Unión Colombia fusionó por 21 años los procesos revolu-cionarios de la Capitanía General de Venezuela y del virreinato de la Nueva Granada, la Presidencia de Quito, las provincias peruanas de Guayas (Guayaquil), Azuay y Loja y las provincias de Veraguas y Pa-namá. Y durante los casi 5 años de la “égida” bolivariana en los Andes y el proceso revolucionario en el cono Nor-occidental de Sur América fue uno solo desde Angostura hasta Chuquisaca. El primer Imperio mexicano, al que se anexó la Capitanía General de Guatemala, fue otra efímera fusión –algo más de dos años− de los procesos revolucionarios en el Norte del antiguo imperio español americano.

Pero este tipo de “solapamiento” bien puede incluir casos extre-mos, como bien podrían ser los procesos revolucionarios “frustrados” o “truncados”14 que −para el tema que aquí interesa− acontecieron en-tre los siglos XVII al XIX. Tales serían las revoluciones irlandesas15 y escocesas16 al interior de la Islas británicas; las guerras de emanci-pación portuguesa17 y de Flandes18, como las rebeliones de Cataluña19 y Andalucía20; todas ellas acaecidas durante el siglo XVII. Igual cosa

14 Históricamente, no cabe hablar de procesos revolucionarios “fracasados” puesto que su no éxito político no los hace diferentes a los que -con igual impropiedad- fuesen califi cados de “exitosos”. Unos y otros conforman un conjunto de “acontecimientos” acaecidos en tiempos y espacios históricos específi cos, siendo su diferencia esencial la mayor o menor dinámica espacio-temporal.

15 Promovida por la aristocracia católica en 1641 en contra de Inglaterra.

16 Las dos rebeliones “jacobitas” de los nobles y clanes de las Altas Montañas en 1719 y 1745 en contra de Inglaterra.

17 También considerada guerra de independencia de Portugal apoyada por la Francia de Richelieu, que tuvo lugar entre 1637-1640 y que concluyó con el ascenso de la casa de Braganza y nacimiento del Portugal contemporáneo.

18 O “guerra de los 80 años”, iniciada en 1568 por dieciséis provincias de los Países Bajos y que, con la ayuda de Francia e Inglaterra, concluyó con la independencia de siete de ellas y el nacimiento de los Países Bajos u Holanda en 1648.

19 Revuelta de los catalanes o “Guerra de los Segadores” de los años 1640 y 1659 y que fue paralela a la rebelión portuguesa.

20 Tal fue la frustrada conjura nobiliaria y secesionista contra Felipe IV y su valido el Conde Duque de Olivares, que estalló como prolongación de la rebelión portuguesa. Existió otro proyecto independentista andaluz durante el primer cuarto del siglo XVII, “la República Andaluza de Rabat”, auspiciado por Carlos I de Inglaterra.

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podría decirse de las rebeliones de Tupac Amarú II en el Perú y la de los “Comuneros” en la Nueva Granada, ambas acaecidas durante el último cuarto del siglo XVIII.

MACRO-HISTORIA Y CAUSALIDADPese a una inherente vocación “secuencial”, la nueva macro-historia estaría sistemáticamente ajena a reconstrucciones pre o paradigmáti-cas –modelos ideológicos cerrados– y, por ende, estaría divorciada del “estructuralismo histórico”21, al menos en sus versiones originales, y en gran medida de la reinstalación soft que de éstos trajo consigo la escuela de los Annales. Más allá del inconcluso debate sobre el inevitable bias “ideológico” –en tantos casos meros prejuicios− que subyace en toda es-cuela o tendencia historicista, la nueva macro-historia, en razón de las nuevas herramientas metodológicas y hermenéuticas hoy disponibles, bien puede pretender una vocación ideológica “neutra” compatible con el mayor nivel de cientifi cidad a la que aspira.

CASUALIDAD ENTRE CAUSALIDADESSin embargo, al negar cualquier tipo de “encadenamiento” histórico predeterminado, la nueva macro-historia no sería ajena al debate “cau-salista” que hoy circunda la mayoría de los ámbitos científi cos (Zubiri, Xavier, 2009; Torrevejano, Mercedes, 1992:161-186). Por el contrario, lo promovería dentro de nuevas y sugestivas dimensiones. En tal sentido, no resultaría exagerado recordar que ha existido un estéril debate entre historiadores “puros”, otros científi cos sociales, fi lósofos de la historia y fi lósofos de la ciencia en torno al objeto formal de la historia como ciencia; en particular si esta posee o no la capacidad intrínseca de for-mular leyes generales del tipo “causa-efecto”. Más exactamente, si el historiador puede ir o no más allá de su rol tradicional de “indagar”, sin explicar, el pasado del hombre y la sociedad humana.

En su forma más extrema, lo que suelen preguntarse los fi lósofos de la ciencia es si, mediante el uso de antiguas o nuevas metodologías y a partir de sus “hallazgos”, el historiador podría formular modelos re-plicables a contextos y momentos similares. Afi rmar que en base a tales modelos el historiador podría, con aceptable exactitud, reconstruir en parte ese mismo pasado, explicar un presente diferente y, sobre todo, anticipar el futuro, todo ello a imagen y semejanza de lo que hacen otras

21 Desde el siglo XIX esta corriente fi losófi ca –Spencer, Morgan, Marx y Durkheim− per-meó de manera nítida teoría y método no sólo de la historia, también de la sociología, economía, antropología, psicología y política. No fue menos su infl uencia a partir del neo-estructuralismo reiniciado a comienzos de la segunda mitad del siglo XX: Levi-Strauss, Lacan, Foucault, Piaget y Althuser. (Silveira Sales, Léa, 2003: pp.: 159 y ss).

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ciencias más “maduras”, las físicas en primer lugar e incluso la macro-economía dentro del ámbito social (Wyatt, Geoffrey J., 2005).

Para la nueva macro-historia tal polémica, así planteada, resul-ta estéril e improcedente. En primer término, al querer equiparar la historia a las ciencias físicas y afi nes, se pasa por alto la esencia, tanto epistemológica como lógico-científi ca de la historia, que no es otra que el estudio del continuo espacio-tiempo históricos; tarea que el historiador puede –incluso debe– realizar mediante un doble “viaje”. Para muchos, quizás la generalidad, la historia, como trabajo científi co, es tan sólo un regreso al pasado; pero no a un “pasado” en el vacío espacio-temporal, sino concreto o específi co y, como tal, determinado por unas coordena-das geográfi cas y un tramo cierto en el eje temporal de que se trate; y que por necesidad intrínseca tiene que ser diferente del “aquí” y del “ahora” o presente propio en que está inmerso el historiador22. De manera alguna, ni el papel del historiador, ni el objeto –material o formal– de su ciencia tienen que ver con el presente, y menos aún con el futuro humano y so-cial; este último que ni es presente y menos aún pasado.

En segundo lugar –lo que rara vez se recuerda en dicha polémi-ca– el quehacer histórico-científi co también es un “regreso” –otro viaje– desde el pasado hacia el presente. Pero ese presente no es exactamente el momento propio del historiador. Al no existir aún una “máquina del tiempo” que permitiera al historiador escaparse y prescindir por completo de “su presente” –deteniendo de paso el futuro– para “revivir” totalmente el pasado que le interesa estudiar, el historiador, a través del “documento”, recompone apenas en partes, o por cuotas, el pasado que investiga. Así pues, el historiador –como cualquier otro científi co–, cada vez que concluye su trabajo, trae al presente esa parte del “ayer” humano y social que, en su entender, interesa a la comunidad científi ca del caso, formulando válidamente conclusiones que explican esa cuota del “espacio-tiempo” ya vivido por la sociedad humana y que, gracias a su labor investigativa, se hace en buena forma “presente muerto”, nunca “vivo”. En este sentido, su “labor” o producción científi ca no es diferen-te a la que caracteriza a las demás ciencias, en particular las físicas, que –por más “maduras” que se consideren– no tienen otra forma de abarcar y avanzar que no sea por segmentos, el conocimiento del objeto último de su ciencia.

Para la nueva macro-historia es ya sufi cientemente explícito que hasta hace poco tiempo el historiador tuvo que resignarse con desa-rrollar una labor científi ca, limitada e incluso mediocre. Así resulta de comparar sus progresos como ciencia respecto de otras ciencias, no

22 A veces denominado “operador” o “sujeto” psíquico. (Millan-Puelles, Antonio, 2000: 175 y ss.).

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tanto las físicas como las demás del área “social” o “humana”. Lo an-terior, fundamentalmente en razón del escaso y limitado instrumental metodológico de que dispusieron –o quisieron desarrollar– los historia-dores; lo que de por sí limitó el objeto formal de la historia, que por lo demás quedó resignada al ámbito de las indagaciones, comprobaciones limitadas y casi siempre singulares, propias de una micro-historia re-ducida al mero relato; cediendo, a su turno, a favor de otras disciplinas sociales, y en particular de la Filosofía de la Historia, el espacio de las “generalizaciones” al que legítimamente podía aspirar. Si algo per-mitirá a la Historia Social y a los Annales ocupar un puesto de honor en la “historia de la Historia” es haber propiciado la redefi nición de su objeto formal mediante la “fusión” teórico-metodológica con otras ramas de las ciencias sociales que hasta el momento aventajaban a aquella como ciencia. Fue esto lo que posibilitó el uso y aplicación –con innegable validez científi ca– de diferentes herramientas lógico-matemáticas en base a las que se generaron novedosos “modelos” de análisis del pasado, permitiendo a otros científi cos sociales un cierto manejo del presente y, en alguna forma, de “pre-visión”23 de algunos “futuros equiparables”.

Pero el debate en torno a la capacidad o no de la historia para producir explicaciones de tipo causal olvida ostensiblemente la esencia misma del objeto material de la historia. De manera alguna, como tanto aquí se ha insistido, sus explicaciones −e incluso generalizaciones− po-drían tener otro ámbito que no fuera el pasado humano y social. Así pues, lo que abarca y explica la historia en cada ocasión solo puede tener validez en la única dimensión temporal que le corresponde.

De aceptarse esa presunción de base, el tipo de causalidad histó-rica no puede ser de igual naturaleza que la propia a otras ciencias cuyo objeto material busca necesariamente aislar y homogeneizar el presente para poder predecir el futuro, un futuro reconvertido sistemáticamente en presente24. De manera alguna ese podría ser el objeto material de la historia y, por consiguiente, “predecir” no forma parte de la historia.

Es por ello que mal podría pretender el historiador “congelar” el pasado que de por si está “petrifi cado” –al decir de Michel Foucault– en algún lugar o “repositorio” (archivo en particular). En este sentido, la función científi ca del historiador sería exactamente la inversa de la que caracteriza al físico, biólogo, genetista e incluso al macro-economista, entre otros tantos científi cos: su labor consiste en “descongelar” –o

23 En su sentido literal: anticipo de “eventuales realidades comparables”, no necesaria-mente semejantes y muchos menos iguales.

24 Existiría amplio consenso sobre la naturaleza “fi nalista” que es propia a la ciencia física.

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“despetrifi car”– el pasado, haciéndolo ese presente sui generis ya men-cionado. Lo que a últimas importaría al debate “causalista” es si el mé-todo utilizado por el historiador para “decodifi car” el pasado puede dar por resultado una explicación válida –en términos lógico-científi cos– de esa cuota de la materia o realidad que investiga. Quizás el mayor aporte de la Historia Social y de los Annales es haber reconceptualizado el objeto formal de la Historia postulando la “secuencialización” o “seria-lización” de los hechos-eventos como condición sufi ciente de validación de los hallazgos históricos. Pero el aporte de ambas escuelas fue más allá: el orden en que el historiador coloca tales eventos en un conti-nuo espacio-temporal no es arbitrario, y menos aún aleatorio, como en buena forma lo hace el físico, el genetista o el macro-economista. El “orden” pretendido por el historiador es y tiene que ser estrictamente “ordinal”, y en función del mismo se relaciona –secuencializa– el “con-junto” o “universo” de datos –hechos/eventos– que puedan ser el objeto de una pesquisa histórica dada.

Por ello, el lugar o “posición” que a un evento corresponde res-pecto de los demás –ser uno anterior y otro posterior– es lo que permite hablar de “causa-efecto” en historia. Decir y explicar que el evento de orden “1”, además de anteceder, es la causa del evento “2”, o lo que es lo mismo, que el evento “2” sucede y es efecto del evento “1”, es la base de la causalidad histórica. Ahora bien, si esa misma condición de orden secuencial puede darse entre diferentes continuos espacio-temporales, conforme aquí se ha planteado para el caso de la “revolución atlántica”, con igual propiedad puede hablarse de relaciones “causa-efecto” entre procesos revolucionarios diferentes, generándose con ello una causali-dad de mayor complejidad y amplitud (Rigby, Stephen H., 1995: 185-354; Burns, Robert M., 2005: 195 y 2006: 110-123).

No obstante, a diferencia del físico o genetista, la “decodifi ca-ción” que de su realidad realiza el historiador es por esencia única e irrepetible, y por lo mismo no replicable. “Gloriosa Revolución” inglesa sólo pudo haber una, como “una” e “irrepetible” fueron la revolución angloamericana, francesa, haitiana, cualquiera de las hispanoameri-canas o la brasileña. Pero esta singularidad como materia de estudio no excluye su “comparabilidad” e incluso la existencia de “analogías” posibles. Mucho menos excluye –más bien impone− la existencia de nexos e interacciones, directos o indirectos, entre los eventos que con-formaron cada uno de tales “conjuntos” –series− de eventos propios a una u otra revolución. Y como el “ordenamiento” de los eventos que singularizan cada secuencialización específi ca se da tanto al interior de cada proceso revolucionario como respecto a las “interrelaciones” que los vincula entre sí, resulta posible hablar de dos tipos y niveles diferen-tes de causalidad macro-histórica. De cualquier forma, tal singularidad

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–a cualquiera de los dos niveles mencionados− no permite, al menos al historiador, hacer “extrapolaciones” hacia el futuro25.

LA CONSTRUCCIÓN DE LA CAUSALIDAD MACRO-HISTÓRICA La combinación –mejor aún, el uso simultáneo– de los métodos “para-lelo” y “comparativo” permitiría visualizar cómo es posible construir los diferentes tipos y niveles de “causalidad” que propondría la nueva macro-historia. A diferencia de la causalidad implícita en los “modelos” estadísticos-matemáticos de las ciencias exactas cuantitativas –de por si cerrada, única y excluyente al replicarse las variables y parámetros contenidos en las hipótesis del caso–, la causalidad macro-histórica se construye inicialmente en las relaciones de “orden” –“precedencia” detectable entre eventos y procesos pertenecientes a cada uno de los espacio-temporales que conformen el espectro de espacios-vectoriales objeto de estudio-paralelismo–26. En una segunda fase, la causalidad macro-histórica se confi gura a partir de las otras “precedencias” que pueden igualmente identifi carse entre uno y otro espacio-temporal his-tórico, entre uno u otro set de espacio-vectoriales en juego27.

En otros términos, esta pretensión de causalidad de la nueva macro-historia encaja en varios de los más recientes desarrollos meto-dológicos, provenientes de la lógica-científi ca como de las ciencias de la información y comunicación. En el primer caso, la causalidad de la

25 Basados en los aportes de los historiadores, otros científi cos sociales, como los poli-tólogos, sociólogos o psicólogos sociales, e incluso los fi lósofos sociales, bien pueden tratar de formular “generalizaciones” e incluso tratar de construir “modelos” de ma-nipuleo del presente para tratar de moldear “futuros hipotéticos” de una sociedad o grupo humano específi co. Esta “tentación” instrumentadora de la historia resulta más inmediata en el caso de aportes “históricos-comparativos” y, en particular, en razón de las “analogías” detectadas entre dos o más procesos históricos afi nes. Establecer, por ejemplo, una pretendida secuencia entre los eventos, que se estima, fueron la “causa” y “efecto” de diferentes revoluciones occidentales, y en base a ellas construir un pre-paradigma de acción tendiente o bien a producir “nuevas revoluciones” o bien evitar –y en su caso controlar– las mismas. Tal parecería lo que se quiso hacer en América Latina durante los años 60-80 del siglo pasado (Los funestos Plan Camelot y Operación Cóndor).

26 Para que pueda hablarse de una estricta relación “causa-efecto” –“precedencia-resul-tante” en el lenguaje aquí utilizado–, deben cumplirse las cuatro condiciones mínimas que rigen todo modelo causal: a. Las causas y efectos son la misma cosa (pertenecen al mismo “proceso” histórico); b. Las causas y efectos forman parte de un continuo infi nito de causas; c. Cada efecto puede ser considerado alternativamente en forma de “acciones” y “condiciones”; d. Cada efecto existe solo si sus causas existen en un mismo punto del continuo tiempo que les compete. (Gano, Dean L., 2008).

27 Muy probablemente, un precedente pionero en este intento reifi cador de la macro-historia está en Fletcher, Joseph F. (l985) pp. 37 y ss; reimpreso en Forbes-Manz, Bea-trice (ed)., 1995.

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nueva macro-historia se corresponde con el “modelo causal ordenativo” –causal ordering model o nomo causal model–, dado que los diferentes conjuntos de “precedencias” –si se desea “conexiones”– que pueden existir tanto al interior de un proceso como de un macro-proceso his-tórico, constituyen puntos o secuencias de “causación”, en la medida en que el evento originario infl uye de tal manera en el evento posterior con que se conecta que, de no haberse dado el primero, el segundo no habría existido28. Este primer tipo de causalidad sería “lineal” cuando el encadenamiento de eventos acontece a lo largo de un mismo continuo temporal y dentro de un mismo contexto espacial −aquí llamados “pro-cesos” históricos−; y sería de tipo “trasverso” cuando las interrelaciones causales acontecen entre diversos contextos espaciales −aquí llamados “macro-procesos”. (Loper, Margaret L., 2008; Schwarz, Reinhard et al. 2008; Markoulou, Fontini, 2000: 2059-2072; Lipton, Peter, 1991: 687-697). Es en este punto que aquel modelo causal utilizado en las ciencias de la información y comunicación coincide con los métodos anagenési-cos y cladogenésicos, ya referidos y propios de la genética moderna.

Así también, la causalidad propuesta por la nueva macro-historia va de la mano de los novedosos desarrollos de la “computación dis-tribuida”, que en la ingeniería de sistemas se ha impuesto en el diseño de “sistemas asincrónicos distribuidos” (Asynchronous distributed sys-tem model) o “historias distribuidas”29. Difícilmente podrá avanzarse en este camino sin la cooperación estrecha entre macro-historiadores y expertos de las ciencias de la información y la computación. De tenerse éxito al respecto, la nueva macro-historia podría consolidarse como una tendencia ciertamente regeneradora de la ciencia histórica.

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28 En su propuesta de una historia “integrativa horizontal” a escala universal, Joseph F. Flecher habló de “correlatos” históricos. (Frank, Andre Gunder, 1996; Wong, R. Bin 2007).

29 Su aplicación original ha sido en el diseño y manejo de sistemas complejos de comuni-cación entre diferentes redes entrelazadas a través de múltiples terminales esparcidas en diferentes espacio-temporales. (Baldoni, Roberto Michel, 2008; Rodríguez-Ramírez, Yubanit et al., 2008; (Black, Andrew P., 2005; Keith, D. Anthony, 2008; Cooper, Greg, 2008).

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Felipe de J. Pérez Cruz*

LA EDUCACIÓN Y LA PEDAGOGÍA CUBANAS EN EL MOVIMIENTO NACIONAL LIBERADOR.

VISIÓN PANORÁMICA DESDE LA REVOLUCIÓN EN EL SIGLO XIX

* Lic. en Educación en la especialidad de Historia y Ciencias Sociales, Postgraduado de Fi-losofía y Teoría Política, Dr. en Ciencias Pedagógicas. Adscrito a la Unión Nacional de Es-critores y Artistas de Cuba; presidente de la Unión Nacional de Historiadores de Cuba.

1 Movimiento social que se caracteriza porque sus integrantes están vinculados con un proyecto educativo -por lo tanto con un proyecto de hegemonía ideológico cultural- y con una teoría científi ca y/o una práctica pedagógica específi ca, entendidas ambas como manifestación y tipo de lucha, que en última instancia es necesariamente clasista.

LA PROPUESTA QUE REALIZAMOS se inscribe en el universo que abre el diseño cienciológico del Grupo de Trabajo. En tal dimensión me propongo con-tribuir a la elaboración de una perspectiva histórica de la educación que tenga como eje la relación de los proyectos pedagógicos educacionales con el movimiento nacional liberador, en particular en torno al nudo temático de las revoluciones.

Me propongo dilucidar un interrogante problémico: cómo la his-toria de los principales movimientos educacionales1 en Cuba permite dar una mirada transversal al proceso político de liberación nacional del siglo XIX. Tal enfoque no pretende una síntesis de la propia historia de la educación ni de la escuela cubana, sino brindar claves para la in-terpenetración de esa compleja y multidireccional realidad histórica en

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movimiento e interconexión con el curso histórico nacional. Mi objeto de estudio se centra en la develación de la naturaleza de los proyectos educativos, escuelas y praxis pedagógicas de los movimientos educacio-nales, que en Cuba dieron una contribución sustantiva al movimiento nacional liberador (Pérez Cruz, 2001).

LA PECULIARIDAD CUBANAEn el panorama del gobierno colonial de la región, la situación de Cuba, después del trauma que representó para la monarquía española la toma de La Habana por los ingleses en 1762, va a marcar diferencias. En los años que van de 1763 a 1790 se produjo una notable ampliación de la base económica y, con ella, cambios en la superestructura legal, institucional e ideológica. Fue éste un momento histórico de renovación de la alianza estratégica entre la Corona y la clase dominante de ricos propietarios criollos, de modernización de las condiciones de existencia del bloque histórico que hizo posible el mantenimiento del Estado colonial.

La última década del siglo XVIII tuvo la particularidad del impac-to económico y social de la Revolución de Haití. La Mayor de las Anti-llas pasó a ocupar los mercados azucareros abandonados por el país en confl icto, y se produjo un salto en la producción azucarera, con la intro-ducción masiva de más esclavos, la aplicación de importantes avances científi co-técnicos y el crecimiento de la economía de plantaciones. La llegada de los colonos franceses que huían de la guerra revolucionaria de los negros esclavos –pero que a su vez eran portadores de las ideas de la Revolución Francesa− impulsó otras actividades productivas, como la producción cafetalera, y sin duda tendría un impacto a nivel cultural e ideológico. Todo ello fortaleció a la clase oligárquica criolla y produjo “un derrame” de recursos a favor de la sociedad blanca de burgueses y profesionales urbanos. En estos grupos se profundizó y diversifi có el universo de sus necesidades y aspiraciones de hegemonía, y fue el campo cultural y educacional su más inmediato recurso de realización.

Mientras, a fi nes del siglo XVIII, para la América colonizada por españoles y portugueses, la agudización de la contradicción colonia-me-trópoli expresaba un grado de agudización y centralidad que la conver-tirían en la contradicción fundamental alrededor de la cual comenzó a moverse toda la vida colonial, en Cuba el pacto estratégico entre el Estado colonial y la oligarquía criolla aún era sufi ciente para mantener la esta-bilidad del bloque histórico del poder colonial. Este y no otro va a ser el eje en última instancia, alrededor del cual se van a desarrollar los futuros acontecimientos cubanos. Explica en buena parte por qué la Isla no se incorporó al ciclo independentista que se inició en 1809-1810.

En el campo de la cultura, y en particular en el avance, a contra-pelo de la política colonial, de un proyecto de escuela autóctona, tendrá

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uno de sus despliegues particulares el curso contradictorio de la rela-ción colonia-metrópoli. La batalla por la educación marcaría con su im-pronta el nacimiento de la escuela cubana al fi nalizar el siglo XVIII.

MOVIMIENTO EDUCACIONAL POR LA NACIÓN CUBANA (1793-1868)Tal como ocurriría en las colonias del continente, en estos años en que concluía el siglo XVIII e iniciaba el XIX, se dibujaban en Cuba las dos líneas del pensamiento y la cultura del país que a lo largo del siglo XIX determinaron el cuadro de batallas de clase: una independentista y antiesclavista, otra reformista y autonomista. Apareció también la corriente de pensamiento antinacional del anexionismo, favorecida por el deslumbramiento de ciertos sectores criollos ante el despegue de la república estadounidense, y defi nitivamente animada y dirigida por los intereses expansionistas que pronto caracterizaron la política hacia Cuba de los grupos de poder del país del Norte.

Desde el punto de vista ideológico, el movimiento educacional asumió las ideas de la Ilustración y se inscribió como la parte más sustancial del gran proyecto cultural con el que la oligarquía criolla y la naciente burguesía urbana, también criolla, pretendían sumarse a la época burguesa2. Apostando al Iluminismo frente a la escolástica y el oscurantismo medieval, al ímpetu progresivo de las Revoluciones Burguesas que le son contemporáneas frente a la reacción y despotis-mo colonialista, y a los avances científi cos y tecnológicos con que se abre paso el capitalismo industrial en Europa y en la costa atlántica de Norteamérica, este movimiento tuvo un contenido dirigido a pensar en lo cubano y procurar el desarrollo del archipiélago y el bienestar de sus naturales.

Los promotores de este movimiento educacional, al que identi-fi caremos por su contenido y esencia como por la nación y la escuela cubanas, comprendieron que la desatención a la enseñanza primaria, a la alfabetización y la escolarización del pueblo no eran un producto de la falta de perspectivas que caracterizó a la monarquía española en di-versos frentes del gobierno colonial: constituía en sí mismo un principio de su política de freno al desarrollo autóctono del país, un mecanismo más de dominación, de hegemonía política e ideológico-cultural. Frente a esta realidad, los criollos interesados en el progreso de la isla actuaron con plena conciencia y notable tino político.

La oligarquía criolla –como afi rma Justo Chávez– consideró que, dentro del gran proyecto cultural que se proponía, la educación y la

2 La historicidad de este movimiento puede ser constatada en la numerosa literatura que lo ha abordado en uno u otro ángulo. Ver Armas, 1984; Bachiller, 1965; Buch, 1999; Buenavilla, 1995; Chávez, 1996; Morales, 1929; Pérez Téllez, 1954.

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escuela debían desempeñar un rol decisivo (Chávez, 1996: 8). Vencer la manifi esta intencionalidad oscurantista anticientífi ca y anticultural del colonialismo a escala de toda la población blanca del país constituirá una meta trascendental a pesar de su limitación racista y esclavista.

Una primera alternativa que se aprecia con nitidez es la que se confi guró alrededor del fortalecimiento de una variante ideológica y cultural más progresiva, frente a la rigidez de los estatutos y programas de la Universidad. Así, en 1774 surgió el Real Colegio Seminario de San Carlos y San Ambrosio3, un centro de enseñanza general que llegaría a tener la más alta calidad de su época y se ampliaría con una matrícula de jóvenes laicos de las familias criollas.

El Seminario de San Carlos alcanzó sus mayores progresos y sus momentos más brillantes y trascendentales con el Obispo Espada, que ocupó la diócesis de La Habana durante tres décadas a partir de 1802. La labor del Seminario fue decisiva en el desarrollo cultural y político de la clase oligárquica criolla.

Como principal elemento articulador del movimiento se destaca la Sociedad Económica de Amigos del País. La SEAP, institución de la élite oligárquica y burguesa criolla, tendrá desde su fundación un rol promotor en la lucha contra la crítica situación en que el colonialismo mantuvo la educación en el país. Dotada por la Corona de presupues-to y con otros recursos provenientes de particulares, con base en la capital colonial, la Sociedad fue extendiendo su labor e infl uencias y logró alcanzar una proyección sufi ciente en todo el país, como máxima expresión de la cultura criolla.

Alrededor de la SEAP se nuclearon los más destacados pedago-gos del país. La Sociedad fue una constante promotora de la enseñanza científi ca y de la expansión de los servicios educacionales. Creada para impulsar el desarrollo económico de la colonia, no fue un accidente −como oportunamente señalara el maestro Fernando Portuondo− que uno de sus primeros actos públicos fuera el famoso discurso del padre José Agustín Caballero (1762-1835) sobre la reforma de los estudios, pro-nunciado el 6 de octubre de 1795 (Caballero, 1999: 185-187). A la SEAP se debe unas “Ordenanzas para las escuelas gratuitas de la Habana”, redactadas principalmente por el padre José Agustín Caballero –en co-laboración con Fray Félix González y Francisco Isla−, que, aprobadas en 1794, constituyen el primer documento de importancia histórica en la educación pública cubana (Portuondo, F., 1973a: 269).

3 El Real Colegio Seminario de San Carlos y San Ambrosio fue fundado en 1774 por el obispo cubano José Echevarría y Velázquez. Surgió de la fusión del Seminario de San Ambrosio y el Colegio San José -vacante desde que los jesuitas fueron expulsados de la Isla en 1767.

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Primero en la Sección de Ciencias y Artes, y a partir de 1816 ya como Sección de Educación, la Sociedad trabajó arduamente en la rea-lización de informes sobre el estado de la educación en el país, misiones de estudio de los avances pedagógicos en el extranjero, creación de aulas y escuelas y el otorgamiento de becas para niños y niñas pobres, inspecciones escolares, propuestas de reglamentos y la realización de concursos para premiar a maestros y alumnos destacados.

La SEAP como institución de la élite esclavista criolla no estuvo exenta de las limitaciones clasistas de sus fundadores. En particular con el tema de la educación de los niños “de color”, constituyó un punto de confrontación que fue objeto, durante años, de fuertes polémicas entre los elementos más progresistas −abolicionistas e independentis-tas− y los defensores de las ideas retrógradas del racismo y la esclavitud de la raza negra.

La historia del nacimiento de la escuela cubana como movimien-to educacional de inspiración patriótica recogerá también la labor de ruptura del cerco racista. Las escuelas de “amigos” y de “amigas” de los humildes maestros negros y mulatos libres, hombres y mujeres dedica-dos a enseñar lo poco que sabían de “letras y números” y lo mucho que habían acumulado de sabiduría popular. En estas aulas −improvisadas la mayoría de las veces en las modestas viviendas de los docentes−, la tradición de la escuela elemental cubana se caracterizó desde entonces por ser portadora de los valores más autóctonos de la nacionalidad. A su vez, la integración racial en las aulas fue considerada en cierto mo-mento perjudicial, y hasta llegó a desestimularse la educación de los niños negros y mulatos. Sin embargo, los portadores de las ideas retró-gradas no pudieron impedir que en el Reglamento para el gobierno de Maestros de 1809 se dejara a éstos en libertad de admitir o no alumnos negros en sus aulas (Buenavilla, et al., 1995: 32-34). Tal movimiento, nacido desde el propio sustrato popular, recibió atención y estímulo por parte de las fi guras más preclaras de la SEAP, que organizaba con-cursos, promovía estímulos y daba a conocer las mejores experiencias pedagógicas de las maestros y maestras de estas escuelas.

La extensión y continuidad espaciotemporal del movimiento por la nación y la escuela cubanas siempre radicó en la necesidad objetiva que portó: resolver la insufi ciente cobertura de los servicios educaciona-les del Estado colonial, la continua desatención al desarrollo escolar del país y al constante crecimiento del analfabetismo. Sin embargo, la no asunción colectiva de la posición revolucionaria de Varela acerca de los dos problemas básicos del país, la independencia nacional y la abolición de la esclavitud, limitó sus potencialidades como portador más progre-sivo del cambio que imponía la necesidad histórica del momento.

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La misión histórica de este primer movimiento educacional fue la fundación de la escuela nacional. Se caracterizó por ser exponente de una intelectualidad orgánica, que se sentía más española que cubana, y en tal consideración asumió el concepto de Patria. Éstos eran momen-tos gestores en que las mejores ideas del país no estaban separadas en departamentos. Había una defi nida concepción política de la misión emancipadora de la educación. Estas posiciones, aunque circunscritas a un concepto de pueblo que excluía a las mayoritarias masas de es-clavos, representaban un notable avance en el contexto de la sociedad colonial. En el seno de este movimiento surgieron las fi guras cimeras de José Agustín Caballero (1771-1835), Félix Varela (1788-1853) y José de la Luz y Caballero (1800-1862), en las que se encuentran las bases de la pedagogía nacional y de todo el desarrollo posterior de la teoría educacional en el país.

En el contexto latinoamericano, Félix Varela se integró al primer conjunto de próceres que conformaron las expresiones políticas de van-guardia de la Revolución anticolonialista latinoamericana, con Simón Bolívar, Mariano Moreno, José Artigas, y los curas Miguel Hidalgo y José María Morelos. Así, mientras la Revolución Francesa languidecía tras el Imperio y la restauración conservadora europea, se diseñaban en esta parte del mundo, con una voluntad política nacional y popular que se alimentaba del sustrato de rebeldías autóctonas, de sus legados cultu-rales e ideológicos y de lo mejor del pensamiento revolucionario univer-sal, los ejes de una doctrina emancipadora que buscaba responder a las necesidades y aspiraciones de los sujetos históricamente confi gurados en la región, y que tenía a la liberación nacional, en los criterios de igualdad y abolición de la esclavitud y las servidumbres –en tanto para-digmas de la justicia social de la época−, y en la dignifi cación humana, sus principios rectores. Aquí precisamente comenzaban a precisarse lo que Alcira Argumedo asume como matrices del pensamiento teórico y político latinoamericano y caribeño (Argumedo, 1992).

El año de l823 −fecha del destierro de Varela a los Estados Unidos− fue también el de la restauración del absolutismo político tan-to en Cuba como en España. Un año más tarde, José Antonio Saco fue destituido de la cátedra de Filosofía del Seminario de San Carlos y expulsado de Cuba. Cuando Saco fue obligado a abandonar su Cátedra, Luz la ganó por oposición, y desde su primera clase declaró su fi liación vareliana. Precisamente, después de Varela, la fi gura de mayor tras-cendencia pedagógica fue José de la Luz y Caballero, quien trabajó por dar a la pedagogía, considerada ya como la ciencia de la educación, un fundamento teórico y metodológico general de carácter científi co.

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En la tarea pedagógica y educativa que Luz se asignaba no estaba presente una conciencia abstracta o un fi n fi lantrópico, sino, defi nitiva-mente, una conciencia patriótica, un hacer con objetivos políticos muy precisos. De todas las vías de educación populares Luz privilegiaba la escuela (Chávez, 1992; Cartaya, 1989).

La labor que realizaron los representantes ilustrados de los inte-reses de la élite criolla tuvo un sentido de defensa de la cubanidad, que los colocaba en posiciones límites de cuestionamiento del orden colo-nialista, de develación de la falta de voluntad política de la Metrópoli –incluidos sus más ilustres personeros antimonárquicos y “liberales”−, para un arreglo a favor de Cuba y las colonias caribeñas, prácticamente los últimos reductos americanos del otrora imperio español.

LA CONTRAOFENSIVA COLONIALISTALa política que había obligado a la Corona a atender −al menos formal-mente− los reclamos del pacto colonial con los oligarcas cubanos ya no era necesaria. La experiencia de contención y represión, y el enorme aparato político militar que fracasó en las campañas de reconquista americana, podía ahora concentrarse sobre las colonias caribeñas, “úl-timas joyas” en la región del otrora imperio. La necesidad de inyectar recursos a la debilitada economía peninsular y de sufragar los gastos de los monarcas daba la prioridad más que nunca antes a la ecuación de la política colonial. De ahí los fracasos que uno tras otro acumularía el partido reformista criollo, incluida la sostenida alianza de los liberales españoles con los intereses colonialistas.

Es evidente la complacencia de la Corona por el retorno de los jesuitas al país y la fundación del Colegio de Belén en 18544. A dife-rencia de la Universidad y de otras instituciones en precario estado, el Colegio fue privilegiado por el apoyo económico de las autoridades (Guadarrama, 2005). Esta vuelta de los jesuitas se enmarcaba en toda una contraofensiva ideológica que desplegó la Corona para asegurar su dominio sobre Cuba.

Para la fecha, la propuesta de los jesuitas, comprometida con el poder monárquico, era más conservadora que la que ofertaban los cole-gios privados de la élite criolla. Precisamente por esto el Colegio de Belén se convirtió en el centro donde se formaban los hijos de las familias de la oligarquía cubana más decididamente vinculadas al gobierno colonial, así como los hijos de los comerciantes y de la numerosa y enriquecida alta burocracia política y administrativa española residente en el país.

4 En una Real Orden del 26 de noviembre de 1852 se permitió de nuevo el establecimiento de la orden en el país. En otra Real Orden del 23 de marzo de 1853 se le permitió abrir un colegio en el Convento de Belén.

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Como afi rma Eduardo Torres-Cuevas, los años fi nales de la déca-da de 1830 e iniciales de la de 1840 pueden considerarse trascendentales en la historia de las ideas en Cuba. El fracaso del movimiento liberal reformista y moderado, con la expulsión de los diputados cubanos a las cortes españolas, dio fi n a toda posibilidad de un movimiento político dentro de las estructuras del poder colonial. La decisión de que Cuba sería regida por leyes especiales que nunca se dictaron dejó abierto el camino para la más absoluta arbitrariedad de los capitanes generales, facultados para gobernar el país como plaza sitiada.

Si el Estado colonial medieval centró su función en el mante-nimiento del poder económico, político y militar, y cedió a la Iglesia la misión de mantener la hegemonía ideológica a través de la religión, ahora, en presencia de una burguesía peninsular que aspiraba a poner al gobierno colonial al nivel de sus émulos capitalistas de Europa, tal división de tareas fue resuelta a través de la asunción por el Estado, con sus propias fuerzas e instituciones, de la función ideológica. Uno de los primeros institutos que el Estado colonial se propuso redise-ñar para profundizar su servicio ideológico fue la escuela. En esta dirección están las medidas que el Estado colonial aplicó a partir de comienzos de la década del cuarenta, en particular la secularización de los bienes de las órdenes religiosas (1842) y la promulgación por primera vez de un Plan de Instrucción Pública (1844), y la reforma eclesiástica (1852).

El proceso de secularización implicó la desaparición de numero-sos conventos, donde se había formado el tradicional clero criollo de los siglos anteriores, en particular el grupo intelectual de sacerdotes que habían iniciado la renovación de las ideas y la formación de una escuela cubana. Esa Iglesia, cercana a los problemas de la isla y proveedora de notables intelectuales y pedagogos, no podía ser del agrado del poder colonial, por ello se cortó de raíz. La secularización impidió el tránsito de una Iglesia criolla a una Iglesia cubana, como ocurrió en otros países de América Latina.

Entre ese año de 1844 y 1846, la Metrópoli despojó a la SEAP de sus prerrogativas para desarrollar la educación pública. Primero fue sustancial la reducción de los fondos de que disponía la Sección de Educación, por lo que la SEAP no pudo continuar extendiendo sus ser-vicios y se concentró en mantener los existentes. Después, el gobierno colonial asumió directamente las escuelas atendidas por la institución. Para estos centros sus nuevos responsables destinaron la mitad de los recursos con que los mantenía la Sociedad.

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LOS PROYECTOS DE EDUCACIÓN POPULARLa contraofensiva reaccionaria en el campo ideológico cultural fue di-rigida fundamentalmente contra la oligarquía criolla, la burguesía ur-bana y la intelectualidad progresista. Sin embargo, el gobierno colonial fue sorprendido por la emergencia de los sujetos proletarios y artesa-nales. Ello era funcional a los cambios socioclasistas que se daban al interior de la sociedad cubana. El desarrollo económico y social alcan-zado por la colonia permitió que se incorporaran al escenario cultural y político nuevos sectores hasta entonces totalmente marginados. La población libre -fundamentalmente blanca- trabajadora comenzaba a tener su propio protagonismo. La necesidad de instrucción y educa-ción, entonces, se hizo cuestión de opinión pública, y el debate sobre la extensión y la calidad de la instrucción pública salió de los círculos ilustrados para convertirse en una demanda de todas las clases y secto-res sociales, en un frente de fricción con el pensamiento predominante en la Metrópoli.

Saturnino Martínez, obrero tabaquero de ideas reformistas, li-deró a través del periódico proletario “La Aurora” las campañas por la organización y la instrucción de los trabajadores. Así, entre 1865 y 1866 surgieron, junto a la primera organización proletaria que se creó en el país, las escuelas nocturnas para trabajadores (Portuondo, J. A., 1961). En esta dirección fue muy importante la labor de propaganda y agitación desarrollada por El Siglo, periódico reformista, que alentaba la introducción de lecturas mientras los obreros tabaqueros realizaban sus labores manuales en los talleres, y proponía el establecimiento de escuelas nocturnas para artesanos.

Como parte de este movimiento a favor de las clases populares, José Silverio Jorrín (1816-1897), director en aquel momento de la SEAP, en 1865 presentó en el seno de la Sociedad un interesante proyecto de educación campesina. Jorrín llamó la atención hacia el estado de ig-norancia de los campesinos, y propuso resolver esta situación con un cuerpo de preceptores –“maestros ambulantes”− que llegaran hasta las zonas rurales para instruir gratuitamente a los niños cuyos padres lo desearan.

Paralelamente a la labor que realizaron Saturnino Martínez y José Silverio Jorrín, el pensamiento más radical también tuvo su pro-puesta de época. Se trata de la labor del joven maestro revolucionario Rafael Morales (1845-1872), Moralitos, como era conocido. Rafael Mo-rales, precisamente, marcó la ruptura con el movimiento educacional de los reformistas. Este educador lideró un grupo de patriotas, jóve-nes intelectuales y estudiantes, que ya eran decididos partidarios de la abolición de la esclavitud e independencia nacional, ambas como tareas interconectadas e inaplazables. Esta concepción revolucionaria

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asumía la educación como instrumento y condición para la indepen-dencia frente a la metrópoli colonialista, y constituyó la idea matriz que caracterizó al movimiento educacional que denominamos por la Independencia Nacional.

El 10 de abril de 1866, Moralitos y sus seguidores iniciaron los cursos de alfabetización y academia para jornaleros, con el fi rme pro-pósito de instruir y educar en el amor a la libertad de la patria. Fue ésta la primera “universidad popular”. Para ello contaron con la colabora-ción de varios directores de colegios que prestaron los locales. En la práctica docente de la escuela para artesanos se innovaban los cánones de la enseñanza, adaptándose los métodos escolares a la psicología y las necesidades del adulto. Los jóvenes llegaban al trabajador sin didac-tismos, con ejemplos de su propia vida, y sobre todo, emprendían un fructífero intercambio con sus alumnos. Así aprendían de los obreros y éstos recibían junto a las lecciones instructivas, referencias sobre temas de gran interés cultural y, sobre todo, político. Más que enseñar a leer y escribir, se ilustraba sobre el mundo en que vivían, y se demostraba la necesidad de luchar por sacudirse la opresión colonial.

La iniciativa docente de los jóvenes revolucionarios rápidamente alarmó a las autoridades colonialistas. Perseguidos por la policía colo-nial, formalmente ilegalizados por un bando de gobierno, los esfuerzos de las escuelas vespertinas y nocturnas para jornaleros, el colectivo de la escuela de Moralitos no se dejó amedrentar. En este hacer educacio-nal y conspirativo los jóvenes independentistas fueron gratamente sor-prendidos por el inicio de la gesta liberadora el 10 de octubre de 1868. Rápidamente se integraron a la manigua redentora.

LA UNIVERSIDAD EN VÍSPERAS DE LA INDEPENDENCIARafael Morales y su grupo de entusiastas seguidores no constituían una excepción dentro de la juventud universitaria y profesional del momen-to. La siembra de rebeldía y patriotismo de los colegios de la burguesía criolla pronto fructifi có en el recinto universitario entre sus alumnos, y también en algunos de sus profesores. En aquella institución copada por la reacción española, se fueron sucediendo un cúmulo de aconte-cimientos y confl ictos que llegarían a señalar al colectivo universitario como centro de actividad anticolonialista. Los consejos de disciplina y los castigos vinculados a causales políticas fueron en aumento a partir de fi nales de la década del cuarenta, y ya en la primera mitad de los años sesenta puede considerarse que, en el seno de la Universidad, existía un sustancial grupo de estudiantes y profesores que apoyaba la subversión del orden colonial.

En 1849, el joven estudiante José Ricardo Fresneda fue expulsado de la universidad y deportado a España por publicar en “La Aurora”

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de Matanzas una poesía acróstica en la que se leía: “libertad vuestra patria hijos de Cuba” (Pérez Cruz, 1979). En 1851 fi jaron en la puerta de la biblioteca universitaria un pequeño pasquín con la bandera y vivas a Narciso López; sus autores también fueron deportados a la metrópoli. En 1853 apareció un nuevo pasquín. “Viva Cuba y viva libre”, se leía en este anónimo. El alumno sospechoso de tal acto fue encausado por la Comisión Militar con el delito de sedición o infi dencia, y le fue dada una condena de seis años de presidio en la península. Un hecho insólito y que alarmó profundamente a las autoridades en 1865 fue la rotura con varias cortaduras del retrato de la Reina Isabel II que adornaba el Aula Chica del recinto universitario (Pérez Cruz, 1976: 39). Se sumaban a estos acontecimientos una constante actitud contestataria frente a las autoridades docentes, poesías y canciones humorísticas contra los funcionarios, estallido de petardos y dibujos de animales y notas en cartas geográfi cas de España.

Las llamadas juevinas y sabatinas fueron espacios privilegiados de manifestación política. Se trataba de jornadas de debate académico que se convocaban en la Universidad y donde, con la presidencia de los profesores, disertaban los alumnos sobre diversos temas. El tono abiertamente contestatario de estos debates académicos no era ajeno al gobierno colonial. Cuando en 1864 un grupo de estudiantes pidió al Go-bernador Civil que se publicaran los discursos sin pasar por la censura, que aprobaba todos los textos que se editaban en el país, por ser “obras didácticas”, el funcionario se negó rotundamente porque “la autoriza-ción de ustedes no podrá menos que llevar implícita cierta aprobación de los discursos mismos, y si bien ésta puede recaer en los que han sido aprobados en el concurso anual, no sucede lo mismo con los que semanalmente se leen o discuten las Academias” (Pérez Cruz, 1976: 41). La negativa de las autoridades a la publicación de las disertaciones y el expreso criterio de su disgusto por éstas no intimidó a profesores y estudiantes, y los ejercicios continuaron realizándose.

Entre 1865 y 1867 el nivel de tirantez de las relaciones del gobier-no y el claustro universitario llegó a un punto muy agudo. En el acto de inauguración del curso escolar, al terminar el discurso inaugural leído por el profesor Fernando Valdés Aguirre, el Capitán General Francisco Lersundi interrumpió el programa previsto diciendo que deseaba ha-blar al claustro. Se trasladó a un salón próximo al Aula Magna con los profesores y allí los amonestó severamente. El historiador colonialista Justo Zaragoza relató así el incidente: “Frente a frente de los hombres de la ciencia, y de los maestros de la política contraria a los intereses españoles, censuró el general tácitamente a unos y otros las tendencias que en la educación científi ca seguían, y refi riéndose al acto concreto de la inauguración del curso académico, les hizo presente su extrañeza

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por no hacerse en el discurso mención alguna de España, ni de la reina, ni su gobierno” (Zaragoza, 1872: Tomo I, 317).

MOVIMIENTO EDUCACIONAL POR LA INDEPENDENCIA NACIONAL (1866-1898)

El proceso de desarrollo de las contradicciones de la oligarquía criolla en el seno del Estado colonial llevó a los sectores más decididos y lúcidos –ideológica y moralmente comprometidos con las ideas eman-cipadoras5− de la clase oligárquica, a percatarse de la inviabilidad del camino reformista y autonómico, y a la necesidad de asumir el papel de clase nacional y liderar fi nalmente el movimiento independentista. Sólo que, a diferencia de la mayoría de los movimientos independentistas que se habían desatado en la región –en los Estados Unidos y América Latina−, este liderazgo fue compartido desde la misma arrancada del estallido armado de octubre de 1868 con los elementos más radicales de la burguesía urbana y la intelectualidad revolucionaria. El movimiento independentista cubano tuvo además una clara vocación abolicionista, y en su seno, sobre la base del esfuerzo y el valor personal, se estableció un mecanismo de promoción de liderazgo militar y político de las clases más humildes, incluidos los esclavos emancipados por el propio acto in-surreccional. En tal escenario, la alfabetización y educación patriótica acompañaron a los propios combatientes.

La prioridad del tema educacional era notable entre los hombres de 1868. El manifi esto con que Carlos Manuel de Céspedes proclamó el 10 de octubre de 1868 el inicio de la guerra de liberación nacional de-muestra cómo el problema educacional califi caba entre los más centra-les temas de la ruptura independentista6. En el manifi esto se expresaba la indignación de los patriotas por el “sistema restrictivo de enseñanza” y se denunciaba cómo tal sistema tenía por objetivo “que seamos tan ignorantes que no conozcamos nuestros sagrados derechos, y que si los conocemos no podamos reclamar su observancia en ningún terreno” (Céspedes, 1968: 379).

5 La tesis engeliana de la evaluación de “última instancia” de la base económica de los procesos históricos se revela de manera muy nítida si se considera la actuación de los sectores de la oligarquía y la burguesía urbana cubana que se lanzaron a la lucha insu-rreccional. Quienes como Carlos Manuel de Céspedes liberaron a sus esclavos, pusieron sus fortunas a disposición de la causa revolucionaria y llevaron a sus aristocráticas familias a la supervivencia del campamento guerrillero o a la pobreza de la emigra-ción, demostraron el protagonismo de los factores ideológico-culturales cuando éstos se concitan en circunstancias de crisis de los sistemas de dominación.

6 Lo que se destaca también si comparamos este Manifi esto con similares documentos programáticos propuestos en los actos de ruptura de las colonias continentales con la metrópoli española, donde predominaron las razones de índole política y económica.

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La prioridad del tema educacional era notable entre los hom-bres del 68. Como señala F. Portuondo, apenas constituido el primer ayuntamiento de Cuba Libre, el de Bayamo, tomó el acuerdo –el 8 de noviembre− de “Declarar que la instrucción será desde ahora popular y libre, pudiendo por tanto cualquier ciudadano que tenga aptitud para ello y quiera hacerlo, abrir establecimientos particulares de educación, sobre los cuales únicamente ejercerá el Ayuntamiento o Junta respec-tiva, la inspección necesaria para cuidar de que se observen en ellos el buen orden y moralidad que sea consiguiente; todo sin perjuicio de establecer más adelante, cuando varíen las actuales circunstancias, las escuelas que considera necesarios costeadas con fondos del Municipio”. (Portuondo, F., 1973b: 103-04).

Muchos maestros fueron a la manigua a combatir. Otros, como Rafael María de Mendive, alentaron la Revolución desde sus cátedras y apoyaron las actividades conspirativas, por lo que sufrieron persecucio-nes, prisión y destierro. Numerosos profesores, como Antonio Bachiller, y Morales, director y catedrático del Instituto de La Habana, abandona-ron las aulas con diversos pretextos. Todos fueron declarados cesantes y sustituidos. Tras las primeras semanas de iniciada la rebelión, más de un centenar de jóvenes que estudiaban en la Universidad, graduados de ese centro y de otros colegios de la capital, se incorporaron a la lucha emancipadora (Pérez Cruz, 1976).

Sin lugar a dudas, Rafael Morales es la fi gura que mejor expone el ideal pedagógico de los educadores cubanos que impulsaron, junto con la lucha armada independentista, el combate por la liberación nacional, por la desajenación de los negros y mulatos, de los campesinos y trabajadores del campo y la ciudad. En 1869, como diputado de la República en Armas, promovió la Ley de Instrucción Pública, primera también en la historia de la cultura patria. El documento, sancionado por el ejecutivo revolucionario en la Seiba de Sibanicú, cerca de Camagüey, el 2 de septiembre, concep-tualiza la importancia de la educación popular y defi ne la responsabilidad del Estado revolucionario de proporcionar gratuitamente la instrucción primaria a todos los ciudadanos, sin limitación de sexo y edad.

En la introducción a la Ley se defi ne la importancia de atender a la emancipación espiritual junto con la política: “Que no se olvide por un solo momento que la educación popular es la garantía misma de las garantías sociales, si se quiere que no sean estériles las lágrimas y sangre derramadas [….]” (Morales, 1972: 239-40).

La primera ley de instrucción pública de la Revolución Cubana fue la primera de su tipo en América y el mundo –hasta donde cono-cemos− que asumía la responsabilidad de la educación gratuita de los adultos y normaba que los talleres y fábricas tuvieran anexos escuelas. Tampoco ninguna otra legislación educacional en el hemisferio precisa-

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ba la importancia de desarrollar el aprendizaje de la lectura, escritura y aritmética junto al estudio de los deberes y derechos del hombre, de la geografía y la historia nacional. Otro 10 de abril, ahora de 1871, entre la tropa mambisa, Moralitos redactó la primera cartilla revolucionaria de la pedagogía nacional.

En la retaguardia mambisa y en los propios campamentos del Ejército Libertador fueron creadas numerosas escuelas para alfabe-tizar al campesinado y a los esclavos emancipados por la guerra. Tal tarea cultural se constituyó en elemento articulador del movimiento que se forjaba en la manigua redentora, con su psicología heroica y los primeros instrumentos −cartillas− para el desarrollo de una alfabeti-zación y educación revolucionarias, volcadas al interés de potenciar la formación de principios patrióticos y valores humanistas.

Tanto en la contienda iniciada en 1868 como en la que continuó las luchas independentistas en 1895, la proclamación de la República de Cuba en Armas, como legítima fuente de soberanía nacional, fue siempre seguida de un pensamiento organizacional, donde no faltó la constitución de un sistema de educación y de funcionamiento de escue-las en las prefecturas mambisas.

La tradición de la alfabetización y educación revolucionaria en la manigua insurrecta volvió a manifestarse en la nueva gesta inde-pendentista que se reinició en 1895. En esta contienda liberadora, los maestros contaron con una nueva cartilla impresa en los talleres del periódico insurrecto “El Cubano Libre”, elaborada por Daniel Fajardo Ortiz (Fajardo, 1896).

La educación mambisa respondía a las necesidades de una co-munidad nueva donde accedían a la cultura democrática y revolucio-naria negros, blancos, ricos y pobres, hombres y mujeres7, en virtud de iguales exigencias intelectuales y emotivas, transcendidos todos por un componente heroico y combativo, por una gran tarea emancipadora en función de la cual se soportaban sacrifi cios y penurias. Así, la manigua insurrecta fue escenario para el desarrollo de una práctica educativa que se nutría de una identidad psicosocial nueva y un cuerpo doctrinal maduro, en los que se consolidaban los más progresivos valores de la na-cionalidad en formación y nacía la pedagogía revolucionaria cubana.

Los rasgos y cualidades psíquicas adquiridas por el combatiente −por la familia mambisa que a menudo seguía al insurrecto a la mani-gua, compartía sus penurias y participaba en la lucha− conformaron un estereotipo positivo de personalidad, de psicología mambisa, que

7 También con estos mismos principios, la emigración revolucionaria en Tampa, Cayo Hueso y en otras ciudades estadounidenses y centroamericanas fundó escuelas para formar a sus hijos en la tradición patriótica cubana.

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desde entonces conformó el ideal formativo del revolucionario cubano y lo dotó de una mística de resistencia y rebeldía −de epopeya− que se manifestó en una sostenida predisposición a enfrentar los obstáculos y vencerlos, en una inquebrantable actitud de resistencia y victoria. A su vez, lo ideológico no sólo representaba un nivel cosmovisivo de carácter teórico. Se trataba, ante todo, de un pensamiento de masas que condujo a un comportamiento práctico, de conducta ética y política, que se tor-nó, en cuanto a la educación popular, en norma de acción colectiva.

JOSÉ MARTÍJosé Martí (1853-1895) fue la fi gura más descollante del Movimiento educacional por la Independencia Nacional. Fue el pensador indepen-dentista de mayor calado y universalidad después de la muerte de Si-món Bolívar. La visión martiana de la educación estaba inserta en el proyecto educativo cultural revolucionario que impulsaba a favor de Cuba y América Latina. Para Martí “la educación tiene un deber in-eludible para con el hombre −no cumplirlo es un crimen: conformarlo a su tiempo−, sin desviarse de la grandiosa y fi nal tendencia humana. Que el hombre viva en analogía con el universo y con su época” (Martí, 1965: tomo 8, 430).

Martí proyectó la educación escolarizada como macro sistema general, la escolar institucionalizada para los niños y jóvenes, la funcio-nal cerca del surco y el taller para los campesinos y obreros, y la social entendida como educación continua, por diversas vías institucionales y no formales.

Para Martí, educación popular no quería decir exclusivamente educación de la “clase pobre”, sino que la educación debía extenderse a todos los sujetos de la nación, “al pueblo”. Las razones sobre la impor-tancia de la educación popular que proclamaba las dejó defi nidas de la siguiente manera:

El pueblo más feliz es el que tenga mejor educados a sus hi-jos, en la instrucción del pensamiento y en la dirección de los sentimientos.

Un pueblo instruido ama al trabajo y sabe sacar provecho de él.

A un pueblo ignorante puede engañársele con la superstición, y hacérsele servil.

La educación es el único modo de salvarse de la esclavitud.

El mejor modo de defender nuestros derechos es conocerlos bien.

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Un pueblo instruido será siempre fuerte y libre (Martí, 1965: tomo 19, 375-376).

Martí defendía la enseñanza científi ca y antidogmática, pero so-bre todo consideraba como determinante la educación en valores, la formación de una conciencia patriótica y el culto a la dignidad plena del hombre. Consecuente con el universo y la tradición que se había ido conformando en el país, José Martí también aportó el método de masas que caracterizó al movimiento educacional cubano: “Al venir a la tierra, todo hombre tiene el derecho a que se le eduque, y después, en pago, el deber de contribuir a la educación de los demás” (Martí, 1965: tomo 12, 435). Así se movería la sensibilidad de todos los ciudadanos, se les plantearía el hecho educacional como deber moral y se les convocaría para brindar su aporte personal. “Andando, enseña a andar” (Martí, 1965: tomo 19, 375-376).

El pensamiento martiano puede resumirse en once principios pedagógicos rectores: la formación cultural como acto liberador, el ca-rácter patriótico de la educación, el carácter popular de la educación, la educación como derecho y deber de todos los ciudadanos, la educación −y la alfabetización en particular− como tarea de masas, la unidad de la función instructiva y educativa en el acto docente, la combinación del estudio y el trabajo en las escuelas, el carácter democrático de la educación, el carácter científi co de la educación, la educación laica y la coeducación.

La máxima martiana “Ser culto es el único modo de ser libre” (Martí, 1965: 290) fue asumida como la idea rectora de sus esfuerzos educativos. Apreció profundamente la dialéctica relación existente en-tre el desarrollo cultural de los pueblos y su mayor o menor disfrute de libertad, y en esta apreciación estaba unida a la acción práctica revolu-cionaria por transformar la realidad (Guadarrama, 1990: 14). Así, los conceptos martianos de cultura, educación y lucha política se vinculan estrechamente con el progreso social y con el desarrollo y formación progresiva de la libertad que caracteriza de modo sustancial ese pro-greso8.

Si de independencia se trata, el proyecto educativo cultural martiano no se limita al espectro político. Defi ende una concepción civilizatoria para nuestros pueblos que rompe con las concepciones eurocéntricas y pro estadounidenses que deslumbraban a no pocos de los intelectuales de la época.

8 Este fue, precisamente, uno de los puntos de contacto más interesantes del pensador latinoamericano con los padres del marxismo. Hay que subrayar, como Engels enfati-zaba en ese mismo momento histórico, que la historia de la humanidad demuestra que cada paso en el camino de la cultura es un paso hacia la libertad (Engels, 1961: 139).

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El pensamiento superador del liberalismo latinoamericanista y antiimperialista de José Martí quedó como reto para los revoluciona-rios en el siglo que recién comenzaba. Hasta hoy en el ideario peda-gógico y el proyecto educativo martiano, se encuentra el cuerpo más coherente de la pedagogía revolucionaria cubana y latinoamericana.

EL MOVIMIENTO EDUCACIONAL CONTRA LA ANEXIÓN (1898-1902)El movimiento educacional contra la anexión tiene su despegue al con-cluir en 1898 la guerra imperialista de Estados Unidos contra España, negar los estadounidenses el triunfo sobre la metrópoli española de las fuerzas independentistas cubanas y ocupar los norteamericanos el país. Frustrada la independencia por la intervención norteamericana, en grave peligro el proyecto de nación para sí, fue precisamente la edu-cación uno de los principales valladares de que disponían los patriotas cubanos para hacer frente al proyecto imperialista de anexarse el país. Así, fueron los maestros cubanos los que desarrollaron un inédito mo-vimiento educacional, de formación de personal pedagógico, de recu-peración y multiplicación de los servicios educacionales.

El movimiento desatado por los maestros cubanos supo aprove-char la oportunidad que representó el interés de necesaria califi cación de la fuerza de trabajo que preconizaba el capitalismo norteamericano. Un país con una población analfabeta y subescolarizada no era acon-sejable a los intereses del capital9. En tal medida, las autoridades esta-dounidenses tenían la inexcusable y urgente necesidad de poner coto a la desastrosa situación educacional en que se encontraba la Isla, donde más del 70% de la población era analfabeta.

Se trataba, para el gobierno militar extranjero, de crear condicio-nes mínimas para la más intensiva explotación capitalista, y, a la par, maquillar la Ocupación como obra humanitaria y civilizadora, capaz de servir a los propósitos divisionistas anticubanos y a la campaña pro-pagandística con la que el joven imperialismo proyectaba una imagen positiva dentro de Norteamérica, hacia América Latina y el Caribe y a escala planetaria.

Una medida de fuerza que adelantó las intenciones de los ocupan-tes en al área educacional fue la de clausurar las dos escuelas normales fundadas por los españoles. A pesar de la repulsa de los educadores y

9 Según el censo de 1899, la población general de Cuba era de 1 572.797 habitantes, de los cuales 19.018 tenían instrucción superior, 533 mil sabían leer y escribir y 1.039.000 carecían de instrucción elemental, por lo que la cifra de analfabetos era de un 63,9%. Menos de un 6% de los niños en edad escolar asistían a las 312 escuelas primarias que habían sobrevivido la época colonial. La enseñanza media estaba más limitada aún; ya

antes de generalizarse la guerra –1895− la matricula de los institutos provinciales sólo alcanzaba 91.186 alumnos.

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de la propuesta de éstos de sustituir la cancelación por una reorgani-zación de las instituciones, los gobernantes estadounidenses actuaron unilateralmente. Pronto se conoció que era precisamente el área de la formación del personal docente el punto neurálgico escogido por el imperio para desplegar sus objetivos de penetración cultural y desna-cionalización.

Frente a la poderosa ofensiva de penetración ideológica y cultural diseñada y ejecutada por los sectores más reaccionarios de la nación norteamericana, el movimiento educacional que se desarrollaba en el país, de amplia base popular y patriótica, tenía su principal fortaleza en la calidad de la pedagogía nacional y en la inteligencia y sensibilidad patriótica de quienes, aparentemente, colaboraban con los ocupantes y técnicos extranjeros con el fi rme propósito de reafi rmar los valores patrios.

Fue entonces la Secretaría de Instrucción Pública del Gobierno de ocupación la que paradójicamente se constituyó en eje articulador del movimiento antianexionista de los maestros cubanos. Para ello fue vital que independentistas del calibre del fi lósofo Enrique José Varo-na y el maestro mambí Esteban Borrero Echevarría lograran ocupar los máximos cargos educacionales, que los norteamericanos dejaron en manos cubanas, como Secretario y Subsecretario de Instrucción Pública respectivamente10. Ambos patriotas, y sus colaboradores, rea-lizaron una inteligente labor para sortear y minimizar las amenazas anexionistas, las debilidades del movimiento patriótico y potenciar las fortalezas y oportunidades que se abrían. Así no se comprometieron con las fuertes polémicas que fracturaron la unidad del mambisado revolucionario y equilibraron el poder real de los funcionarios nor-teamericanos comprometidos con el proyecto anticubano con el esta-blecimiento de fructíferas relaciones con los más capaces y honestos técnicos de la nación del Norte −Alexis Frye en primer lugar11−, en el interés por asumir todo lo positivo que podía brindar el sistema educa-cional norteamericano del momento.

Con una presencia sostenida en el panorama político y cultural

10 Varona primero fue Secretario de Hacienda del Gobierno interventor y miembro de la Junta provincial de Educación de La Habana. El 30 de abril de 1900 asumió como Secretario de Instrucción Pública. Borrero primero fue Superintendente de Escuelas en La Habana y después Superintendente en la Junta General de Superintendencia de la Isla.

11 Frye fue nombrado en el cargo de Superintendente de Escuelas, creado por el Gobierno interventor. Estaba muy lejos de ser un hombre de ideas revolucionarias, pero no por ello dejó de actuar con profesionalidad y reconoció de hecho las excelencias de los pe-dagogos cubanos. La actitud honesta y la simpatía del profesor Frye motivó la antipatía de los anexionistas.

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cubano desde fi nales del siglo XIX, Varona sustituyó a Martí al frente del periódico Patria cuando éste partió a la manigua y cayó en combate. En 1899 escribió un sustancioso trabajo con sus criterios de cómo re-formar la educación primaria, y cuando los ocupantes norteamericanos se reservaron la decisión sobre esta enseñanza, logró la designación para realizar la reforma de la enseñanza secundaria y universitaria. Promotor de la enseñanza científi ca y humanista, orientó su labor a enfrentar la estrategia de penetración ideológica y cultural organizada por los anexionistas con el propósito de apoderarse del país (Guerra, 1959: 60).

Los norteamericanos promovieron los viajes de los maestros cu-banos al territorio estadounidense para asistir a escuelas de verano en instituciones de ese país; Varona organizó dentro del territorio nacional un amplio programa de estas escuelas. Frente al intento de imponer-nos los libros de texto del país del Norte, organizó concursos y obras colectivas, para que fueran los cubanos los autores de los libros por los que estudiarían las nuevas generaciones. Frente al intento de sobredi-mensionar a los pedagogos norteamericanos en detrimento de la tra-dición pedagógica nacional, utilizó la feliz coincidencia del Centenario del nacimiento de Luz Caballero −1900− para ratifi car las calidades de la historia de la educación y de la teoría pedagógica cubanas.

Varona no estaría solo en esta tarea. Puede defi nirse el movi-miento educacional por el carácter masivo de las acciones de los secto-res patrióticos del Ejército Libertador, la emigración revolucionaria, la intelectualidad progresista y el magisterio cubano. En este movimiento fue notable el esfuerzo por rescatar y proyectar la historia como arma de combate ideológico y político para el logro de República soberana. De entonces datan dos primeras síntesis biográfi cas de José Martí y Antonio Maceo, publicadas por el órgano de los educadores camagüe-yanos “El Maestro Moderno12.

En general, el país vivió un momento de ascendente reactivación de la actividad educacional. En sólo 8 meses –de diciembre de 1899 a agosto de 1900–, sin libros de texto sufi cientes, ni mobiliario, ni edifi -cios adecuados, ni personal califi cado, prácticamente sin recursos, los cubanos crearon en el país 3.001 escuelas, más del 10,5% del número existente en 1899 (unas 900). Muchos de los locales asignados a las tropas colonialistas, cuarteles, guarniciones, barracas de personal y almacenes, pasaron a ser convertidos en escuelas, reafi rmando la vo-luntad de paz del pueblo cubano. La matrícula alcanzó un promedio de

12 Ver “Biografía de José Martí”, en El Maestro Moderno. Puerto Príncipe. Año II Nº 135 de enero de 1902, p. 148; “Biografía de Antonio Maceo”, en El Maestro Moderno. Puerto Príncipe. Año II Nª 13 y de enero de 1901, p. 149.

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180 mil alumnos, la asistencia de los escolares llegó a 135 mil alumnos, 100 mil más que los que iban a las escuelas en 1893, antes de que la población infantil fuera diezmada por la reconcentración de Valeriano Weyler y, fi nalmente, el bloqueo de la marina estadounidense (Pérez Guzmán, 1998). Sin desconocer el papel que jugaron los funcionarios norteamericanos, esta obra educacional fue el resultado de la labor de los cubanos. A José A. González Lanuza, Juan B. Fernández Barreiro y Enrique José Varona como secretario de Instrucción Pública del gabi-nete formado por el ejército norteamericano “se debe exclusivamente la enérgica, efi ciente, patriótica y trascendental obra”, tal como probó en un notable trabajo presentado al Noveno Congreso Nacional de Historia –1950− Fernando Royo Guardia. (Roig, 1961: 41-42).

El movimiento educacional que se desató logró mantener en la diaria labor del aula sentimientos de arraigado patriotismo librando –como afi rmara Julio Le Riverend− una honrosa batalla defensiva (Le Riverend, 1980). Este movimiento alcanzó sus objetivos de reafi rmación de la nacionalidad y la nación cubanas, de expresión concreta de la exis-tencia de esa nacionalidad, de su capacidad civilizatoria particular y de la voluntad política de constituirse en nación soberana e independiente. Fue esencialmente un movimiento antianexionista y antiinjerencista que creó un clima político moral en el país muy difícil de subvertir por los enemigos de la independencia cubana. A su vez, infl uyó de mane-ra favorable en la opinión pública norteamericana de la época, en la ruptura de la propaganda anticubana, en la percepción por los estado-unidenses de la voluntad y la capacidad del país para constituirse en nación independiente.

El 20 de mayo de 1902, al proclamarse la república, nació el Es-tado neocolonial. La contradicción dialéctica fundamental continuó siendo una contradicción externa al propio organismo social cubano, ahora caracterizado por el cambio efectivo de la metrópoli colonial, a la naciente metrópoli del capital fi nanciero internacional. Esta nueva situación incorporaba amenazas que los patriotas cubanos en el siglo XX deberían conjurar.

La vitalidad, la riqueza conceptual y las tareas de desarrollo de la nación y la escuela cubanas que promovieron los movimientos edu-cacionales precursores, y el hecho de que sus principales aspiraciones quedaran inconclusas al fi nalizar el siglo XIX, proyectan paradigmá-ticamente sus postulados a lo largo del siglo XX, y fueron motivo de continua referencia, motivación y emulación. “Aún en Cuba republicana –dijo Fernando Ortiz−, el programa político de Saco es trascendente para la nación, y completado por el revolucionario de Martí” (Ortiz,

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1929: 235). Así los principios pedagógicos martianos como desarro-llo del pensamiento educacional revolucionario del siglo XIX y de su proyecto de escuela cubana para una República libre y soberana se constituirán en principios pedagógicos rectores de la pedagogía revo-lucionaria cubana.

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Pedro Canales Tapia*

“PARECE QUE NO SOMOS FELICES”**

CRISIS DEL PROYECTO OLIGÁRQUICO Y

MOVILIZACIONES INDÍGENAS EN LATINOAMÉRICA,

(1900–1930)

* Profesor de Historia (USACH, Chile). Magíster Ciencias Sociales Aplicadas (UFRO, Chi-le). Tesista Doctoral Procesos Sociales y Políticos en América Latina (UARCIS, Chile). Académico en las Universidades Pedro de Valdivia y del Mar, sede La Serena.

** Exclamación del político radical chileno Enrique Mac-Iver en un medio escrito de Santiago llamado El Ateneo del 1º de agosto de 1900.

A Lemûn, Catrileo y Mendoza Collío

INTRODUCCIÓN: CAMINANDO DE 1810 A 1910En 1810 las élites locales asumen los respectivos procesos independen-tistas con un dejo de incertidumbre y esperanza en el porvenir. Finali-zadas las guerras de Independencia, según palabras de Tulio Halperín Donghi, América Latina inicia una “larga espera” que se traducirá en la confi guración de Estados Nacionales anquilosados en las viejas es-tructuras coloniales. De una dependencia política–monárquica de raíz hispánica se pasará a otra forma de dependencia, esta vez económica mercantil, con metrópolis en Inglaterra (Halperín Donghi, 1970; Lynch, 1984).

En este contexto, el Estado, la sociedad civil y el mercado, como aspectos fundantes de la experiencia emancipadora de 1810, resultarán

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ser una tríada difícil de abordar en su conjunto, especialmente por la complejidad conceptual y analítica que ello involucra. La historiografía, además, no siempre otorga a quienes trabajamos desde este campo las herramientas metodológicas y abstractivas, teniendo que recurrir a los aportes de la sociología, la antropología y la lingüística, entre otras, para hilvanar concienzudamente un relato diacrónico procesual de la situación indígena en las tres primeras décadas del siglo XX o, dicho de otra forma, en los “años del Centenario”.

Un estudio desde este sitial temporal permite asumir al menos tres desafíos: en primer lugar, ingresar en una zona nebulosa referida a la historicidad de los movimientos indígenas durante el marco crono-lógico declarado; en segundo lugar, releer los antecedentes y efectos de la crisis del proyecto oligárquico –incubado hacia− en 1930; y en tercer lugar, relacionar justamente, desde la retórica indígena históricamente reconocida, el tipo de vínculo entre Estado Nacional, mercado y mundo indígena en la primera parte del siglo XX. La conmemoración del Cente-nario sin duda alentó o negó dichos afanes, dependiendo de las propues-tas políticas que hegemonizaban cada uno de los países en cuestión.

Para lograr este propósito, es prudente considerar como temática central, luego del estudio de las primeras organizaciones indígenas del siglo XX en América Latina, la noción de sociedad civil, en parte por-que no es un concepto en clave durante los lustros estudiados en este trabajo, y porque asumir este reto augura la posibilidad de reinterpretar la dinámica indígena en la región desde un ethos eminentemente de resistencia a otro en el cual la articulación de proyectos “propios” puede alterar enormemente la visión que se tiene, hasta hoy, de este tema, de cara al Bicentenario.

Las interrogantes que surgen de esta primera discusión tienen que ver con la tríada antes mencionada: ¿De qué forma se relacionan Estado, mercado y sociedad indígena en América Latina durante esos años?; o, planteado de otra forma: ¿hubo efectivamente relaciones entre el Estado y el Mercado con las comunidades indígenas?; por último, ¿pueden ser califi cadas como sociedad civil las primeras organizacio-nes indígenas surgidas antes de 1930? ¿Y si no fueron sociedad civil, cómo podemos defi nirlas?

Es imposible esbozar una respuesta unicausal o categórica de buenas a primeras. No. Lo que sí se puede hacer es sostener como hi-pótesis de trabajo que las primeras organizaciones indígenas del siglo XX, en México, Colombia, Perú, Bolivia y Chile, entre otros, debieron arremeter decididamente contra un sistema político hegemónico, con base teórica en el positivismo-liberal, asumiendo demandas territoria-les, exigencia de respeto étnico-cultural e integración al sistema na-cional en condiciones de simetría constatable. Si bien la lucha por la

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integración y la educación por parte de los indígenas hacia el Estado es un tema en discusión, las primeras formas de expresión y organiza-ción indígena contra la explotación y el abuso resultan ser un bolsón de aprendizaje dirigencial entre los movimientos indígenas de la región.

“INDIOS” REBELDES Hacia 1910, tiempos en que en varios países de América Latina se con-memoraba el Centenario de la Independencia nacional, “el rasgo sobre-saliente” de dichos lustros “[...] fue el crecimiento cada vez mayor de la infl uencia de Estados Unidos en la región, especialmente en el área de México, Centroamérica y el Caribe” (Del Pozo, 2002: 63), sellando el fu-turo de la mayoría de los países de la región. Los Estados de la región se entregaban al modelo “hacia afuera” y el mercado se expandía, con fuer-tes costes para la biodiversidad. La sociedad civil, por su parte, operaba como cliente del estado, grupos medios ilustrados, mientras los grupos populares urbanos sufrían las consecuencias de la “cuestión social”.

En este orden de cosas, respecto de la suerte de los indígenas en este esquema, José del Pozo indica que “El mayor desarrollo del capita-lismo y la llegada de inmigrantes aceleró el proceso de concentración de la propiedad agraria, iniciado en el período anterior, lo que perjudicó tanto a los pequeños propietarios como a las comunidades indígenas” (Del Pozo, 2002: 82). En Colombia se inició, en 1914, una rebelión lide-rada por el indígena Manuel Quintín Lame, de quien escribiremos más adelante; en Perú, en 1918; en Bolivia, en 1899 y 1927, de la que también hablaremos en las próximas líneas.

En México, país con una población indígena considerable, la de-manda y presión del mercado mundial por productos agrícolas “[...] acarreó el incremento de presiones contra las tierras pertenecientes a comunidades, como resultado de exportaciones de productos agrícolas” (Del Pozo, 2002: 82). La revolución de 1910, en los años del Centenario, asumió sus raíces en el confl icto entre empresarios y comunidades in-dígenas. Para los liberales de este país, en particular, eran extremada-mente evidentes las distancias entre sus modelos políticos, procedentes sobre todo del discurso de las revoluciones liberales en Europa Occiden-tal, y las condiciones concretas de su implantación en América.

Al grito de “tierra y libertad”, en México se inauguró un proceso revolucionario y subversivo, desde el bajo pueblo, especialmente indí-genas, contra las estructuras anquilosadas y positivistas del Estado Nacional.

Con el fi n de apoyar la Revolución, regresó a tierras aztecas Ma-nuel Gamio, “discípulo del antropólogo Franz Boas en Estados Unidos” (Bengoa, 1999: 200-206), haciéndose parte del proceso de cambios ra-dicales experimentados en el país del norte. Creando el primer Centro

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de Investigaciones Antropológicas, Gamio marcará “[...] una época del indigenismo. Estudia las culturas antiguas de México, es un arqueólogo y antropólogo fecundo. Inaugura una etapa [...]” en los estudios sociales en pro de los grupos indígenas (Bengoa, 1999: 200-206).

El indigenismo de Gamio fue de corte nacionalista, y quedó re-fl ejado claramente en su libro Forjando patria. Considerado por muchos el primer texto indigenista, este antropólogo sostiene que “En la gran forja de América, sobre el yunque gigantesco de los Andes, se han batido por centurias y centurias el bronce y el hierro de razas viriles” (Bengoa, 1999: 200-207), añadiendo por medio de una evocación a Moctezuma y Atahualpa, que en dicha época “[...] la misma sangre hinchaba las venas de los americanos y por iguales senderos discurría su intelectualidad [...] Había pequeñas Patrias, la Azteca, la Maya Quiché, la Incásica [...]” (Bengoa, 1999: 200-207).

La Revolución, así entendida, no puede ser analizada como una situación causal, meramente violenta y explosiva. La Revolución “fue al mismo tiempo producto y productor de dicha historia” (Kinght, 2005: 8). Este hito inició el despegue de un México moderno y terminó con una especie de antiguo régimen. Torcuato Di Tella lo explica de la si-guiente forma: “Las muchas tensiones sociales predominantes en la sociedad mexicana, especialmente en el agro y en los enclaves mineros, azucareros y en los textiles ubicados en pequeñas o medianas ciuda-des, facilitaron el propagarse de la revolución” (Di Tella, 1993: 45-46, Kinght, 2005: 19), la caída de Díaz y el inicio de una fase revolucionaria nacionalista en ese país.

La Revolución Mexicana “[...] empezó con la rebelión maderista de Puebla y Chihuahua, el 20 de noviembre de 1910, pero su término constituye un asunto todavía no aclarado. Algunos sostienen que con-cluyó con el fi n de la fase armada, en 1917; otros que duró, por lo menos, hasta la muerte de Venustiano Carranza, en 1921. No pocos creen que la Revolución sólo terminó con la nacionalización del petróleo mexica-no, aprobada por Cárdenas en 1938, y una minoría afi rma que aún no ha terminado, pues continúa hasta nuestros días” (Muñoz, 1996: 149). Aclarando al unísono que “[…] aunque los indígenas tomaron parte en la lucha, lo hicieron defendiendo los intereses de otros grupos y sin una clara conciencia de cuáles eran los propios. Tal vez con la sola excepción del movimiento campesino encabezado por Zapata, los indios siguieron a caudillos que casi nunca estaban pensando sus problemas. Por otro lado, muy pocos alcanzaron fi guración nacional, y cuando lo lograron, como fue el caso del General Amaro, lo hicieron en calidad de subordi-nados de blancos o mestizos” (Muñoz, 1996: 149; Kinght, 2005: 19).

Acerca del General Amaro, podemos indicar como elementos centrales e interesantes para este estudio que su nombre completo fue

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Joaquín Amaro Domínguez. Nació en Corrales de Abrego, Municipio de Sombrerete, Zacatecas, el 16 de agosto de 1889, y falleció un día trágico de 1952 en Pachuca, Hidalgo (Halperín, 1970). En febrero de 1911 se incorporó al maderismo como soldado raso en las fuerzas del General Domingo Arrieta. Fue un recordado militar en batalla. En 1912 combatió a los zapatistas y ascendió a capitán 1º, y luego a mayor, en la campaña antisalgadista. Al efectuarse el golpe de Estado de Victoriano Huerta se integró al constitucionalismo y fue guerrillero en Michoacán. Apoyó la Convención durante poco tiempo y, al mando de su cuerpo (co-nocido como los “Rayados”), formó parte del ejército de Álvaro Obregón que derrotó a la división del Norte en la segunda batalla de Celaya. Se incorporó al 28º Cuerpo de Defensas Rurales en 1913, donde ascendió a coronel. En ese año se incorporó al Ejército Constitucionalista en las fuerzas del General Gertrudis Sánchez. En julio de ese mismo año ob-tuvo el grado de General Brigadier, y en octubre de 1914, el de General de Brigada (Di Tella, 1993: 193).

Más al sur, en Colombia, hacia 1915, en la región del Cauca, sur del país, un indígena semialfabeto iniciaba una de las más emblemá-ticas luchas indígenas contra el poder hacendal. Se trata de Quintín Lame. Asumió la defensa de su gente, en una sociedad en la cual la palabra indio era insultante. ¿Pero cómo y de dónde surge este líder terrazguero1?

En la hacienda La Polindara fue testigo de las “heroicas” accio-nes de los guerreros republicanos. Durante la guerra civil de 1885, luego de que las tropas gubernamentales derrotaron al ejército rebelde en Silvia (Cauca), llegaron a la casa de los Lame tres hombres armados que violaron a Licenia, su hermana muda. Ella murió cinco años después, cuando Manuel Quintín empezó a ayudar a sus hermanos mayores en las faenas agrícolas (Herrera, 2006). Desde el velorio de la malograda discapacitada, Lame empezó a frecuentar el rancho de Leonardo Chan-tre, su tío materno, quien anciano, solitario y enfermo, les leía cuentos a él y a sus hermanos, llamando poderosamente la atención de Manuel. Este solicitó a su padre ser matriculado en la escuela (Jimeno, 1996: 97-106). Como respuesta, su progenitor le puso al frente un hacha, una hoz, una pala y un güinche y le dijo que ésa era “la verdadera escuela del indio”, según estudios de Marta Herrera Ángel.

El joven Lame optó por lograr sus metas y aprender con su tío la lectura y la escritura, “[...] utilizando la tierra, las paredes y las hojas de palmicha para su deletreos” (Quijada, 2006: 13). También por esos lus-

1 Mediante la terrazguería, práctica común en el Cauca, el indígena adquiría la obligación de pagar con días de trabajo no remunerado el derecho a sembrar una parcela en tierras que se consideraban propiedad de una hacienda.

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tros, Quintín fue escogido como “paje” por el patrón de La Polindara. “A cambio, su trabajo fue descontado del terraje que debía pagar su padre, quien, con el tiempo libre que le quedó, pudo sembrar un papal y con sus frutos comprar varias ovejas y una vaca parida” (Quijada, 2006: 13). En 1894, los terrenos donde habitaban los Lame fueron vendidos al dueño de la hacienda de San Isidro, en una transacción que incluyó a los terraz-gueros. Quintín, entre tanto, se hizo cada vez más fuerte y con el tiempo adquirió fama de “licencioso”, debido a su afi ción por las mujeres.

Lame y sus hermanos en 1899 “[...] fueron atacados por un grupo de liberales que buscaban atemorizar a la familia Lame, conocida por su apoyo al gobierno” (Quijada, 2006: 13). Manuel Quintín y Gregorio pudieron huir, pero a Feliciano, el otro hermano, lo “(…) mutilaron a machetazos y murió poco después. Posiblemente esta experiencia lo predispuso a ingresar a las fi las del ejército gubernamental, en enero de 1901, cuando los indios solteros que asistían a una fi esta de inau-guración de la capilla de San Isidro fueron rodeados por una patrulla que buscaba enrolar soldados” (Quijada, 2006: 13), de acuerdo con la narración de Herrera Ángel. Durante su estadía en el ejército, viajó a Panamá como ordenanza del general Carlos Albán, de quien recibió lecciones de lectura, escritura y nociones de historia.

La vinculación de Manuel Quintín Lame al ejército se prolongó hasta 1903, cuando concluyó la guerra de los Mil Días (Jimeno, 1996: 99). Pidió entonces al dueño del Borbollón que le diera un “encierro” al lado del de su padre, en el que se instaló con Benilda y con su pequeña hija Lucinda. A cambio debía trabajar dos días semanales en la hacien-da. En 1906 falleció su esposa. Un duro golpe. Herrera considera que fue luego de esta pérdida que Lame comenzó a manifestar su ofusca-ción y rebeldía frente a la vida que le había tocado vivir desde muy niño. Dice la autora estudiada al respecto: “Después de ese golpe empezó a sentirse insatisfecho y a desear adquirir las tierras en las que vivía, desentendiéndose así del pago del terraje. Propuso entonces la compra de las tierras al dueño de la hacienda, quien rechazó de plano la oferta” (Herrera, 2006: 3-4). Siente insatisfacción de la vida, compra tierras y en 1911 se vuelve a casar, esta vez con Ploquinta León. Dicho año co-incidió con el colapso de la hacienda en el Cauca Grande y la posterior reconversión productiva de dichas tierras, y las de la cordillera central, en el rubro pecuario.

Frente a este nuevo escenario económico, sostiene Marta Herrera Ángel, Manuel Quintín comenzó a difundir sus ideas contra la explo-tación de los hacendados, de casa en casa, primero entre el círculo de parientes y amigos y luego a los terrazgueros de las haciendas circun-dantes. En un principio fue escuchado con recelo, pero poco a poco sus actividades en defensa de los indígenas le fueron ganando ascendiente

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entre ellos. Lame se había dedicado a enfrentar las injusticias de ma-yordomos y vaqueros. Como acto de rebeldía Lame dejó de descontar terraje2, a pesar de las advertencias del mayordomo. Se presentó enton-ces ante el patrón, a quien le habló de las leyes que impedían el desalojo del “encierro”, donde estaban los cultivos que él había plantado, y le explicó sus ideas sobre el derecho ancestral del indio a la tierra. Con él, los indios comenzaron a negarse a pagar terraje y algunos fueron detenidos. De otra parte, los mayordomos empezaron a ser amenazados e incluso violentados. El temor de los hacendados aumentó a raíz de la toma pacífi ca de la población de Paniquitá, en 1914. En dicha villa, los indios entraron en medio de chirimías y cohetones, y se agolparon a escuchar el discurso de Lame, quien les señaló que las palabras del Himno Nacional eran una mentira, al igual que la independencia, por-que a los indios no les habían devuelto sus tierras.

El dirigente, sin embargo, fue detenido, y después de su reclusión aparentó entregarse a las faenas agrícolas nuevamente, pero mantuvo sus actividades proselitistas. Miriam Jimeno se refi ere a Quintín Lame como ejemplo de un caso de construcción social de la identidad étnica a partir de un contexto de vida en el cual el aprendizaje de la lectura resultó un factor decisivo, pues de esta manera Lame leyó decretos, me-morandos, constituciones y códigos, e increpó a las autoridades cuando las conclusiones de sus lecturas no se condecían con la realidad (Jime-no, 1996).

Lame volvió a ser detenido por las autoridades. Su fi gura era subversiva y peligrosa para el “estado de derecho”. La tensión y enojo de las comunidades indígenas era tal, que la rebelión general era cosa de tiempo; cuando ésta comenzó en 1915, el sur colombiano sufrió los es-tragos propios de la población indígena sedienta de justicia y libertad.

En junio de 1916, informa Marta Herrera Ángel, 1as activida-des políticas de Manuel Quintín Lame se suspendieron a raíz de su detención en San Isidro. De allí fue remitido a Popayán, a pesar de los esfuerzos de los indios de la región por liberarlo. En esa oportunidad su encarcelamiento dio lugar al desarrollo de debates periodísticos en Po-payán, en los cuales la oposición al gobierno del presidente José Vicen-te Concha (1914-1918) se burlaba del Ejecutivo por considerar a Lame como un peligro para su estabilidad. Al mismo tiempo, en la región crecía el temor por las posibles reacciones de los indios.

Una vez libre, Lame lanzó su consigna sobre la reconquista del pueblo Tierradentro y emplazó al alcalde de Belalcázar para que des-ocupara el sector, lo cual dio lugar a un enfrentamiento entre los dos dirigentes, en el cual Lame resultó herido. A pesar de esta derrota, en

2 Pago al hacendado por ocupación de tierras.

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noviembre de 1916 dirigió a los indígenas que se encaminaron a Inzá, donde fueron repelidos por las autoridades y por los indígenas que se les oponían, encabezados por Pío Collo (Jimeno, 1996). Lame pasó a la clandestinidad.

Para Ismael Paredes, “todo lo que él [Lame] quería era la jus-ticia para el indio”, reconociendo que “este indio Páez dedicó toda su vida a organizar a sus hermanos indios para una lucha pacífi ca en defensa de sus derechos […] sus únicas armas fueron los cabildos in-dígenas y las escuelas”, relata Javier Darío Restrepo, un gran cronista colombiano (Paredes, 2009: 1). Agrega Paredes que “Los testimonios de varios indígenas del Cauca coinciden en que su más fi rme y tal vez único propósito fue defender de hecho y de derecho las personas y los bienes de la raza indígena. Claro que esto le costó una represión militar, gubernamental y burguesa de gran magnitud; quienes se han dedicado a estudiar su vida y su obra coinciden en que Quintín estuvo preso más de 200 veces en Popayán, Silvia, Pasto, Neiva, Ortega, El Guamo, Ibagué y Bogotá” (Paredes, 2009: 1-2).

LA “CUESTIÓN INDÍGENA” EN LOS ANDESEn el mundo indígena andino, a diferencia de México o Guatemala, la literatura indigenista desarrolló concienzudamente lo que se dio en llamar la trilogía del terror: el hacendado, el cura y los representantes del gobierno (Muñoz, 1996: 100). Los tres se observan trabajando de manera mancomunada para explotar a los indígenas. La violencia in-cubada a partir de esta trilogía pronto iniciaría su destape. En países como Guatemala, Colombia y Perú, se registraron en este periodo nu-merosas rebeliones indígenas. “[...] dos de ellas en Bolivia: la de 1899, dirigida por Pablo Zárate Willka, que fue parte de la revolución liberal” (Muñoz, 1996: 83) y la de 1927 en Chantaya, de la cual se recuerda una cruda represión policial.

Centrémonos en la Bolivia de fi nes del siglo XIX. ¿Quién fue Pablo Zárate? ¿Y por qué fue lider de una rebelión indígena? Son las preguntas que saltan a la vista en primera instancia. Pues bien, “el temible Willka”, como era conocido (signifi ca en aymara o quechua, rey sol poderoso), estuvo casado con Aída Aguilar, con quien tuvo 4 hijos, fue un prestigioso comunero, severo, inteligente y tenaz que nació en Imilla-imilla (Huancaruna) en la zona de Sikasika; desde niño su comunidad le transmitió la hazaña histórica de sus antepasados y la importancia del Kollasuyo.

El arrojo bélico de Zárate y de su Estado Mayor Indio aspiró conseguir la tranquilidad y la satisfacción de gozar y disfrutar de la libertad para los indígenas, encadenados por los lazos coloniales y post-coloniales que negaron en forma sistemática el legado ancestral de las

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comunidades. Para la guerra federal en 1898, Pando hizo esta promesa formal al Cacique Pablo Zárate Willka, jefe de los indios aymaras: ”[...] Willka -le dijo Pando- te doy el grado de Coronel; levanta al indio; des-truye al blanco del Sud, [...]. Cuando derrotemos al Ejército Constitu-cional, yo seré Presidente y tú serás el Segundo Presidente de Bolivia. Y devolveremos la tierra al indio; la tierra que le ha arrebatado el Gral. Melgarejo (…)” (Fernández, 2006: 1-2).

Las tres exigencias para entrar en la contienda fueron estraté-gicamente nacionalistas, no fueron un simple proyecto regional, para expandir a toda Bolivia la dignidad de ser habitantes de estos territo-rios. En consecuencia, al ingresar a la guerra el líder comunero exigió: 1) liberación de los colonos; 2) participación de los quechuas y de los aymaras en el gobierno y 3) devolución de las tierras comunales (Di Tella, 1993).

El temible Willka organizó y dirigó al Ejército Aymara, que fue un conjunto de pequeñas unidades con poderosas masas humanas que plantearon la idea de autogobierno Quechua Aymara con amautas gue-rreros como Juan Lero, Feliciano Mamani, Asencio Fuentes y Manuel Flores, que, manteniendo consecuentes el planteamiento originario de Tupac Katari (Calvo, 1996: 434), organizaron el gobierno indio en medio de las marchas y el acoso al ejército regular, mediante una incesante lucha de guerra de guerrillas dirigida por Mallkus; ganaron mucha experiencia en el enfrentamiento contra las tropas conservadoras.

Las fuerzas indigenas, armadas de palos y piedras, marcharon sin apoyo de los federalistas, enfrentando a los bien armados opresores que pusieron nombre al río Chunchullmayo (río de tripas) de Huayllas por los restos de los descuartizados combatientes. Al otro dia llegó Wi-llka, a la cabeza de 2 mil kataris, y se enfrentó en Vila Vila a los cañones estatales, con la táctica de no huir, sino de correr hacia el enemigo de-jando atrás las explosiones, logrando de esta forma un brillante avance militar.

El manifi esto de Zárate Willka, conocido como “La proclama de Caracollo” (Fernández, 2006: 1-2), que es un ideario autóctono, plantea-ba, entre otras ideas, las siguientes: 1. “[...] deseamos hallar la regene-ración de [...] Bolivia.”; 2. “los indígenas, los blancos nos levantaremos a defender nuestra República de Bolivia [...] que quiere apoderarse [...] vendiéndonos a los chilenos”, y 3. “[...] deben respetar los blancos o vecinos a los indígenas, porque somos de una misma sangre e hijos de Bolivia, deben quererse como hermanos con los indianos [...] hago pre-vención a los blancos [...] para que guarden el respeto con los indígenas [...]” (Fernández, 2006: 1-2).

Posteriormente, Pablo Zarate Willka ingresó a Oruro con 50 mil Quechuaymaras, demandando la devolución de tierras indígenas. Allí

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fue homenajeado, protegido y custodiado por el ejército federal que le cortó toda forma de comunicación con las provincias. Luego él y 90 líderes comunales fueron apresados, interrogados y torturados por sus “amigos”.

El peligro que representó su presencia quedó ahogado en la pri-sión bajo cargos de sedición de los que al fi nal fue absuelto. Permaneció cuatro años en la cárcel de Oruro, de donde salió por el amotinamiento del 10 de mayo de 1903, estando en la clandestinidad hasta el día en que fue ejecutado en 1905. Con el asesinato de Willka, en Bolivia se considera que se marca una nueva etapa en el aniquilamiento indígena. Todos los liberales asaltaron las “comunidades indígenas”, que convir-tieron en “sus” latifundios. Se dice que no hubo diputado, subprefecto o corregidor liberal que no se haya adueñado de tierras “comunitarias” y de indios comunitarios.

Según Aníbal Quijada, “la cuasi universal servidumbre de los ‘indios’ fue consecuencia del despojo continuo de sus tierras en favor de los no-indios, desde el comienzo mismo de la era republicana” (Qui-jada, 2006: 10). Durante la última parte del período colonial, junto con la eliminación formal de la encomienda, y como una manera de con-trolar a estas poblaciones, la Corona dispuso que se “[...] les otorgase tierras para sembrar y para residir, como zonas de exclusiva propiedad y residencia ‘indias’. La extensión de esas tierras fue diversa según las zonas” (Quijada, 2006: 11).

En Perú, José Carlos Mariategui sostenía, en la década de 1920, que “[...] el problema del indio era producto de un injusto sistema de tenencia de tierras y que, por lo tanto, no podría resolverse a menos que ese sistema fuese modifi cado”. Indicó también que las modifi caciones a las que alude se debían hacer de acuerdo a un lineamiento socialista. En este sentido, el intelectual peruano proponía que “Al indio debería asegurársele la propiedad y el trabajo comunitario de la tierra” (Mu-ñoz, 1985: 86). Con sus ensayos, el marxismo “clavó su bandera en los Andes”. Surgieron los partidos Socialista y Comunista. Para este autor el Tawantisuyo, o Imperio Inca, fue socialista “[...] en el sentido de ba-sarse en una organización económica y social que fortalecía la tenencia comunal de la tierra, el trabajo colectivo y los sistemas de seguridad social” (Muñoz, 1985: 86).

El rol indígena en la caída del Estado Oligárquico en Perú se canalizó por la masiva presión organizada de los campesinos, mayorita-riamente indígenas, entre 1957 y 1969, por lo cual “[...] fueron adoptadas medidas de redistribución de tierras para sembrar, llamadas reformas agrarias; o porque los propios terratenientes señoriales fueron forza-dos, como en Ecuador (1969-70), a cambiar el régimen de trabajo servil por el trabajo asalariado. El resultado fue, en todas partes, la expan-

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sión del trabajo asalariado y de las actividades de carácter mercantil” (Quijada, 2006: 12).

Se considera que entre los años “(…) 1930 y 1940, la desacultura-ción del indio se aceleró en los Andes. Los escritores socialistas, cuyas novelas más importantes se escriben después de 1930, alcanzaron a refl ejar el impacto de esta transformación en el indio de los Andes. Esto les permitió ver a un mestizo con presencia independiente y con una fuerza que ellos pensaban anticipaba la desaparición del indio. De muchas novelas socialistas que trataron de la transformación del indio en mestizo, quizás Hijos del viento, de Jorge Icaza, sea la que nos ofrece la recreación mejor lograda de esta posición” (Muñoz, 1996: 119). La protagonista de este relato es Manuela, “[...] una muchacha india”, que “es violada por un hacendado y forzada a casarse con Pablo Taxi, un indio, de una comunidad cercana” (Muñoz, 1996: 119). “Su cónyuge pronto se da cuenta de que ella está embarazada de un hijo que no es de él. De este embarazo nacen dos gemelos. Taxi reacciona con odio contra ellos, castigándolos hasta la tortura. Sin embargo, los gemelos lograron sobrevivir y matar a su padre, dejándolo caer a un río cuyas aguas amenazaban las tierras de los indios. Cometido el crimen, los muchachos huyen al pueblo mestizo que había desviado las aguas ha-cia la comunidad, derrumbando un viejo árbol que representa a una divinidad y dejando abandonada a su madre, que infructuosamente les pide que vuelvan” (Muñoz, 1996: 119).

EL RETORNO DE CAUPOLICÁN EN CHILEEnrique Mac Iver y Luis Emilio Recabarren, desde Chile central, fue-ron dos de los interlocutores más destacados del debate en torno al Centenario de la República. El primero se hizo célebre con la frase que encabeza este trabajo: “parece que no somos felices”. Recabarren, por su parte, declaraba taxativamente: “Nosotros, que desde hace tiempo ya estamos convencidos que nada tenemos que ver con esta fecha que se llama el aniversario de la independencia nacional, creemos necesario indicar al pueblo el verdadero signifi cado de esta fecha, que en nuestro concepto sólo tienen razón de conmemorar los burgueses, porque ellos […] conquistaron esta patria para gozarla ellos” (Recabarren, 1910).

Trasladando la mirada al sur de Chile, digamos que durante la segunda mitad del siglo XIX la región de la Araucanía experimentó un proceso traumático, que involucró al pueblo mapuche. El ejército chi-leno, estimulado por connotados empresarios y sectores de la prensa escrita como el Ferrocarril de Santiago y El Mercurio de Valparaíso, iniciaba una campaña de exterminio y despojo de las tierras mapu-che, el Wall Mapu (Pinto, 1998). José del Pozo lo indica, involucrando también al territorio argentino. Comparando la realidad de indígenas

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de otras latitudes, señala “Peor fue la suerte corrida por las etnias en regiones periféricas” (Del Pozo, 2002: 83).

La historia de los mapuche del sur de Chile es una historia que reúne a los tres elementos de análisis centrales en esta mirada: el Es-tado, como entidad represora y coercitiva; el mercado –por medio de empresarios como José Bunster– presionando al Estado en post de su expansión, y la sociedad civil no mapuche débil y mal informada de los sucesos que acontecían en la Araucanía. Además de una sociedad indígena atacada y humillada militarmente.

Sostiene José Bengoa que “ellos [los indígenas, los mapuche] se defendieron del salvajismo civilizado; hicieron lo que pudieron, vivieron como mejor supieron, pelearon hasta el cansancio, y terminaron por morir y ser vencidos por el progreso”, para luego suceder lo que según este autor no todos saben: “Entró el ejército, lo siguieron el ferrocarril y los colonos que venían a ‘hacer la América’, sin percatarse siquiera de lo que había ocurrido” (Bengoa, 1987: 5). Una masacre.

Desde 1870 en adelante, la guerra chilena contra los mapuche decreció en intensidad. Recordemos que ya en los años 50 y 60 la “pacifi -cación” había comenzado. Desde la zona central y especialmente por los diarios de la época, las burlas e ironías ante tan magro desempeño eran realidad de todos los días (Bengoa, 1987: 241). Los ríos eran las líneas de avance de las tropas. Primero el Malleco, luego el Cautín, para concluir con la zona de Toltén y la ocupación de un bastión mapuche de libertad, Villarrica, en el verano de 1884. No sin antes recordar el alzamiento general de 1881. “En esta gran insurrección participaron prácticamente todos los grupos mapuche. Hubo caciques que se opusieron y se decla-raron neutrales, pero sus conas siguieron a los insurrectos. […] En un día convenido cada agrupación debía atacar un fuerte, un pueblo, una misión recién instalada, un lugar donde vivieran los huincas. El objetivo era expulsar al huinca del territorio (mapu)” (Bengoa, 1987: 285).

El 6 de noviembre de 1881 los telegramas en Toltén dirigidos a Concepción y Valdivia informaban la destrucción de Nueva Imperial y los avances sobre Tirúa y Quidico; además de consignarse en este texto la masacre del fuerte Ñielol, entre el 3 y 9 de noviembre del mismo año. Unos 400 mapuche, entre heridos y muertos, quedaron en el campo de batalla. Juan Quidel de Truf Truf recuerda dicho momento: “De repente llega el canaca Burgos con un escuadrón de caballería y los carga. Mu-chos lanceros araucanos hacen frente y otros huyen al vado. El canaca Burgos los persigue i mata mucha gente hasta dentro del río. Manuel Cotar, cacique de Llaima, su capitán Colimán i muchos de sus moceto-nes cayeron en la pelea. Atajaron i corrieron también a Neculmán por el puente blanco” (Bengoa, 1987: 322).

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Luego de la “toma de Villarrica” por parte del ejército chileno, la situación mapuche comenzó a ser la “reducción”3. Los guerreros mapuche fueron derrotados. La “comisión radicadora de indígenas” (González Cortés, S/f: 7-13) comenzaba su labor de sometimiento. Los mapuche, así, ingresaron al siglo XX trasformados. De ganaderos-agri-cultores pasaron a ser campesinos pobres, pauperizados y obligados a serlo. El cuatrerismo fue el caldo de cultivo luego del ocaso del Wallma-pu o antiguo país Mapuche.

En Villa Almagro, al sur de la naciente ciudad de Nueva Imperial, la situación era dramática (Canales, 2003). El archivo regional de La Araucanía, en Temuco, posee abundante información sobre esta coyun-tura. En septiembre de 1918, por ejemplo, el Juez de la subdelegación de Imperial escribía al Gobernador acerca de este fl agelo sufrido por la población de Almagro y los alrededores. Decía en su informe: “No se pasa día que no se registran salteos i hurtos, siendo los autores personas conocidas, pero que por falta de fuerzas públicas que repriman estos hechos, quedan impunes. Puedo señalar como casos recientes el hurto de seis vacunos hecho a Ramón a Contreras, quien recuperó cinco i no denunció el hecho por temor a la venganza de los malhechores, que pasados a la cárcel prueban la coartada; obtienen con ello la libertad [...]” (Fondo Gobernación de Imperial, 1918: 266). Declaraba el Juez que “Llega el estremo de estos casos de que los malhechores andan en cuadrilla de a diez i más individuos armados de carabina i algunos con trajes de carabineros”, resultando los perjudicados por estos delitos: “[...] en la imposibilidad de perseguir a los autores por la circunstancia anotada en el área de Ramón Contreras, por la carencia de fuerza de carabineros i porque al sacar la fuerza de policía urbana se les exige que traigan caballos para la tropa pesquisante” (Fondo Gobernación de Imperial, 1918: 266). Proponiendo el Juez a la autoridad departamental que “Para prevenir este mal, cree el suscrito que podría utilizarse la caballada fi scal de la policía urbana que es más o menos numerosa, en la cual se gasta abundante forraje i que hace poco servicio pues en el del pueblo se ocupan dos a tres al día” (Fondo Gobernación de Imperial, 1918: 266).

De acuerdo con crónicas de la antigua Frontera: “Los bandidos, acorralados por estos bravos hombres, buscaban las más extrañas for-mas de evadirlos o enfrentarlos” (Suárez, 2002: 134); sin embargo “[...] Hernán Trizano no hacía concesiones si de hacer cumplir la ley se tra-taba, aunque para lograrlo tuviese que recorrer campos y montañas en condiciones deplorables, abrir camino a machetazos, atravesar ríos a

3 Sistema jurídico de tenencia de tierras, legalizado a partir de la “ley de radicación” de 1886.

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caballo o ganar a nado la orilla opuesta” (Suárez, 2002: 134). En el co-rolario de la persecución “[...] apoyado por sus hombres, arrinconaba a los bandidos y les disparaba a matar. Terminada la balacera, y si tenía alguna duda de la existencia de sobrevivientes, preguntaba algo, pero no para saber la situación en que se encontraban los delincuentes, sino para completar la faena” (Suárez, 2002: 134).

Para Pinto Rodríguez esta situación fue la nueva expresión asu-mida por la violencia, en un espacio fronterizo desarticulado fuerte-mente por el Estado chileno, luego de resistir envestidas tales como las reformas borbónicas de fi nes del siglo XVIII, o el proceso de indepen-dencia.

En este contexto, en el sur, en la ciudad de Temuco, junto a la conmemoración del Centenario, en 1910 se funda la Sociedad Caupoli-cán Defensora de la Araucanía. Bajo el régimen político que imperaba en Chile, “liberal” y “parlamentarista”, en el cual las libertades públicas estaban garantizadas constitucionalmente, este dato parece no tener mayor relevancia en la región Mapuche. Los fraudes a comuneros, el trabajo poco prolijo –por decir algo leve–, los asesinatos a mansalva y la crisis “terminal” de este pueblo, eran los elementos constitutivos de la realidad en dicha región. Tomás Guevara estudió a los mapuche por ser de aquellos que pensaron que la gente de la tierra vivía sus últimos días en sus tierras ancestrales.

Onofre Colima, dirigente de dicha organización, indicaba en 1910: “[...] ya nuestras lanzas no se tiñen en la roja sangre de nuestros enemigos, en horrorísima guerra i hoy caen despedazadas y rotas de nuestras manos al suelo ante la gran razón, que todos somos hermanos” (Marimán, J., 1997: 14). Los fundadores de la Sociedad, según Marimán “[...] fueron en su mayoría, profesores mapuche de escuela y mapuche residentes en las ciudades” (Marimán, J., 1997: 15; Caniuqueo, 2006: 174).

Otra mirada para la misma coyuntura la presenta Martín Paine-mal: “Fue la primera organización mapuche fundada a principios del siglo [XX]. Era una sociedad mutual Defensora de la Araucanía. Ha-blaba [...] tanto del aspecto de defensa como del político. Estaba ligado al Partido Demócrata, porque en ese tiempo, en el año 20, no había otros partidos para los pobres, por eso la casi totalidad de los mapuche fueron demócratas” (Caniuqueo, 2006: 174).

En los años del Centenario, el discurso mapuche “integracionis-ta” buscó aliarse a los chilenos indigenistas. “El propósito de esta alian-za es lograr una relación que, si bien tiene por estándar civilizatorio la chilenidad, no renuncia del todo a los propios valores culturales” (Ma-rimán, 1997: 14; Caniuqueo, 2006). La militancia en partidos políticos chilenos, en iglesias u otro tipo de instituciones del Estado nacional

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como las fuerzas armadas ha sido la forma clásica de favorecer una integración4.

La Sociedad Caupolicán, “a veces apoyada por los partidos de izquierda, logró existir durante más de veinticinco años denunciando los atropellos cometidos a los indios, así como reclamando derechos sociales y políticos” (Marimán, J., 1997: 1). La permanencia constante de la actividad política de los mapuche “[...] hizo posible inclusive que a comienzo de los años veinte, fuese llevado al parlamento el primer re-presentante mapuche” (Marimán, J., 1997: 1), Francisco Melivilu, ilustre mapuche liberal que accedió al escaño parlamentario como represen-tante de una sociedad hace tan sólo un par de años, pisoteado por el Estado Nacional chileno (Foerster y Montecino: 1988).

Pero, ¿por qué la sociedad mapuche contemporánea no se reunió en su gran conglomerado, sino que, luego de 1910, proliferaron estas entidades? Según Caniuqueo, se debió a la multiplicidad de objetivos de sus caudillos y fundadores. Por ejemplo, con la creación de la Fede-ración Araucana, liderada por Manuel Aburto Panguilef, eclosiona una visón política centrada en la preservación cultural de las tradiciones. El camino seguido por la Federación “[...] en sus relaciones políticas es de un comienzo hasta 1938 de una ligazón estrecha con las organizacio-nes progresistas del país. En 1924 –dice Foerster– apoya al demócrata Francisco Melivilu en su campaña a la Cámara de Diputados; en el año 1931 junto a la FOCH proclama la futura República Indígena” (Caniu-queo, 2006: 176).

Rolf Foerster y Sonia Montecino mencionan la fi gura de Manuel Aburto Panguilef como sujeto central en la articulación y propagación de los discursos mapuche post ocupación. Un dirigente místico (Foers-ter y Montecino, 1988). Ancestralista en esencia, conjuga su discursiva con imágenes y fi guras propias de una “Jerusalén celestial” y la “lumi-nosidad del rostro del Cordero inmolado”.

Para Marimán, las estrategias políticas con que el movimiento mapuche ha enfrentado “la política etnocida del Estado-nación (Chile)” han sido, durante el siglo XX, cuatro. “La primera estrategia puede ser llamada estrategia de la asimilación, y tiene por soporte la princi-pal tendencia de la política étnica chilena: asimilación de las etnias o naciones dominadas” (Marimán, 1997). Para este historiador mapu-che “Esa política parte del presupuesto de que la cultura de la nación dominante (chilena) en el Estado-nación, es superior. Y que la cultura de la naciones dominadas (mapuche, rapanui, aymara), son inferiores” (Marimán, 1997).

4 José Marimán sostiene que tras el lenguaje de camaradas, compañeros, hermanos, etc., la segregación y el perjuicio étnico se atenúa en la psique mapuche.

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Según antecedentes de Marimán, el entonces médico de colonias Rodolfo Serrano Montaner, en un informe a la Comisión Parlamen-taria de Colonización constituida en aquella época, expresaba hacia 1911 el siguiente cometario: “Radicado el [mapuche] recibiría su título defi nitivo [...] se puede pronosticar que antes de diez años [...] habría desaparecido. Gran parte de sus tierras habrían pasado á manos de los chilenos; esos campos serían cultivados y entregados á las labores de la agricultura moderna” (Marimán, J., 1997: 10). El problema mayor, así, resulta de la presión histórica, militar y simbólica racista que afecta a los mapuche desde 1881.

El objetivo nacional fue convertir al comunero en chileno. “Ser chileno representó, y aún representa para algunos mapuche, insertarse en un marco civilizatorio visualizado como superior. Es por esta razón que las primeras décadas del presente siglo, vieron emerger un discurso adulador de las virtudes de la cultura dominante” (Marimán, J., 1997: 10) y un menosprecio por lo propio, vergüenza por no hablar bien el castellano y la convicción de que el mapudzungún no era útil. Graciela Pilquiñir recuerda los años de sujeción total, cuando en todo pueblo o ciudad de la Araucanía, los Mapuche eran tratados con violencia y un profundo menosprecio. Recuerda la lamngen o hermana: “Antes se portaban muy mal los chilenos […] Lo trataban de ‘indio’ a uno. Una vez andaba vendiendo no se qué cosa –señala la mujer– me dijo ‘india’, me dijo un niñito así no más ‘¿por qué soy india? Cabro miércale’ le dije, ‘yo no soy india, estamos en Chile’ le dije yo” (Canales, 1998: 15).

La integración, por medio del mito de la mezcla heroica de razas, será, según plantea José Marimán, una segunda estrategia de someti-miento del Estado nacional chileno para con los indígenas. En este sen-tido, el autor cita a Gabriela Mistral y su poesía como expresión fi el de los afanes de integración. Decía la vate: “[...] las sangres de Valdivia y de Caupolicán, confundidas en una como regia alianza, dan al mundo una raza de soberbia pujanza” (Marimán, 1997: 12). La idea de chilenización es el derrotero de esta indicación. La propiedad privada se comienza a consolidar y será un derecho fundamental a la hora de estabilizar el sistema y su dinámica. Una vez que dicha estabilidad y derecho se vean amenazados, la crisis ha de comenzar (Gómez, 2004).

CONCLUSIONESLos pueblos indígenas de la región asumieron sus compromisos, sueños y luchas desde mucho antes de 1910. La sociedad civil, en este contexto, no fue homogénea. Hacia 1850 sólo la oligarquía poseía conciencia de sí; sólo con el crecimiento del Estado y de los negocios exportadores, la clase media y el proletariado fueron creciendo y generando sus propias visiones de mundo. Las ideologías de izquierda crecieron entre los más

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desamparados, y se fueron relacionando con los grupos indígenas de manera temprana.

La sociedad civil que no fue “integrada” en los tiempos de la cri-sis del proyecto oligárquico fue el campesinado en general y los grupos indígenas en particular. Los objetivos del capital lo impedían. Las con-diciones político–ideológicas también. Asumiendo una discusión con Jorge Luís Acanda, podemos indicar que la etnicidad de estos pueblos impedía contactos civilizados y simétricos. Todo atisbo de encuentro buscaba, desde la sociedad occidental, la asimilación y el fi n de “resa-bios” prehispánicos de la barbarie.

La escuela fue la primera cuña, junto con las iglesias cristianas y la policía, como lo sostiene Braulio Muñoz, de las sociedades lati-noamericanas modernas entre los indígenas. Y con ellos, siguió una “limpieza–exterminio” étnico feroz. 1492, 1780, 1915 y años post 1950 son hitos de sangre y dolor para los pueblos indígenas. Los indígenas serán vistos como campesinos pauperizados a los que había que ayu-dar. El socialismo no tuvo la capacidad de ver más allá. Tampoco el comunismo. Si bien Mariátegui en Perú dio en un punto sensible de la discusión hacia los años 20 –el problema de la territorialidad indígena– la sociedad de principios de siglo no pudo ser inclusiva desde la propia identidad.

Pero, ¿se puede hablar de sociedad civil indígena? Puede ser. La conceptualidad y la literalidad suelen lograr verdaderos milagros. El punto culminante, en las circunstancias actuales, es saber qué opinan los indígenas y sus movimientos de esta discusión. Pachakuti, el MAS, la CONAIE, dirán que sí. Pues como diría Michel Foucault, poseen poder, transforman y cambian sociedades. Son efectivamente sociedad civil en lucha contra la colonialidad. Están dentro del esquema, y no les ha ido mal. ¿Pero qué sucede con aquellas organizaciones indígenas que han planteado vías contrarias o alternativas a las occidentales, re-chazándolas de plano?

El caso en Chile de la Coordinadora Arauco–Malleco puede ser interesante de analizar. Son hoy en día un grupo en la clandestini-dad y mayoritariamente en la cárcel. La ley antiterrorista los inculpa y procesa por atacar y destruir presuntamente propiedad privada, en su gran mayoría propiedad forestal. Desde la clandestinidad actúan, se organizan y alzan la voz por sobre otras organizaciones. Rechazan ser catalogados de movimiento de izquierda, por considerarlo un enclave colonialista. Exigen autonomía y llaman a la subversión del orden esta-blecido. Alex Lemün, Matías Catrileo y recientemente Jaime Mendoza Collío, muertos de igual manera por proyectiles policiales, son expre-sión del sentir autonómico. Y muestra, además, de los grados de impu-nidad de un Estado que uniformaliza a la sociedad civil, la burocratiza

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e institucionaliza, sin olvidar la creciente criminalización de la causa étnica (Yáñez y Aylwin: 2007).

Como indica para el caso de las izquierdas latinoamericanas Ar-mando Bartra, el desafío de la sociedad civil hoy es abrirse a diferentes lenguajes y sentidos de vida. La sociedad civil del siglo XXI, y aquí parafraseo a Bartra, debe ser ecuménica, diversa, amplia y dialogante. Así, las organizaciones sociales populares, urbanas, rurales, indígenas, culturales, etc., podrán, sin abandonar sus emergentes utopías, parti-cipar en la profundización y reforma de los sistemas democráticos y gobiernos locales de cara al Bicentenario.

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INTRODUCCIÓNPara Bolivia, el nuevo milenio no sólo signifi có el paso de un viejo siglo a otro nuevo; implicó también cambios en su dinámica sociopolítica. Los movimientos indios se reactivaron para constituirse en actores rele-vantes de las nuevas transformaciones políticas, desde la ocupación de las calles como escenario de disputa política, pasando por los espacios de poder en los ámbitos municipales hasta llevar a uno de sus líderes a la Presidencia de la República. Un fenómeno impensado para muchos intelectuales y políticos de principios XX.

¿Cómo entender estos cambios en un escenario caracterizado como excluyente de lo indígena? ¿Cómo entender el rol protagónico de los movimientos indios en el nuevo periodo de cambios sociopolíticos que atraviesa Bolivia a principios del siglo XXI? Son preguntas que se intenta responder en este artículo, prestando atención, de manera simultánea, a múltiples esquemas de tiempo. A las estructuras tempo-

Carmen Rosa Rea Campos*

LUCHAS INDIAS EN BOLIVIA: UN ANÁLISIS SOCIO-HISTÓRICO DE LA CONSTITUCIÓN DE

LA POLÍTICA**

* Candidata a Doctor del Programa de Doctorado en Ciencias Sociales con especialidad en Sociología de El Colegio de México, 2006-2010.

* Versión resumida del primer capítulo de la Tesis de Maestría titulado “¡Porque no quiero que mi hija sea tu sirvienta…!”. Movimientos indios y confl ictividad social en Bolivia, en los albores del siglo XXI, FLACSO-México, 2006.

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rales amplias que permiten comprender historias, memorias y estrate-gias que dan forma a las identidades y tácticas de rebelión en tiempos contemporáneos, y a los relativamente cortos que refi eren a los aspectos que hacen posibles y probables las rebeliones (Stern en Rojas, 1994). A partir de este enfoque nos concentraremos en las luchas indígenas más importantes, desde la colonia hasta principios del siglo XXI, orientando la refl exión hacia la identifi cación de aquellos momentos históricos don-de las mismas pudieron instaurar la política en el sentido formulado por Jacques Rancière. Un momento de ruptura del orden social presentado como natural, de instauración del litigio donde los sujetos que no son contados como partes reclaman ser contados como tales (Rancière, 1996:45-56)1. En este sentido, la hipótesis que guía el artículo señala que sólo en escasos eventos históricos, como los levantamientos de Tupac Katari en el siglo XVIII, Zarate Willca en el XIX y las movilizaciones campesinas de 2000, los indígenas lograron instaurar este momento de igualación. Con este análisis se trata, además, de poner en evidencia que la historia de Bolivia y su presente actual no puede ser comprendida sin indagar la acción política de los sujetos subalternos.

DE KATARI A WILLKA: ALIANZAS Y LEVANTAMIENTOS INDIOSLa colonia instauró un elemento cuyos residuos arrastra la Bolivia de hoy: la co-presencia desarticulada de diferentes formas de pensar, pro-ducir y entender una “realidad social” específi ca, mediadas por relacio-nes de dominación y resistencia entre diversas poblaciones indias y los criollo-mestizos. Esta co-presencia se vio reforzada por la distinción jurídica que implementó la Corona española en el siglo XVI, tras la promulgación de la Ley de Indias, entre una “república de españoles” que incluía a criollos, mestizos y negros, y una “república de indios” conformada por las comunidades indias (Albó, 1999: 451-483; Rivera, 1986), quienes eran concebidas como “menores de edad” y, por tanto, in-capaces de gobernarse a sí mismas (Villoro, 1998; Patzi, 1999: 233-252). Bajo dicha representación del sujeto colonizado, dicha normativa colo-nial les reconocía algunos derechos, como la adquisición de títulos de propiedad sobre la tierra -que permitió mantener el régimen comunal− y el reconocimiento de las autoridades tradicionales −mallkus, kuracas, jilakatas2−, con lo cual se reconocía una autonomía limitada al interior de las comunidades que, fi nalmente, benefi ciaba a las autoridades co-loniales, civiles y eclesiásticas, pues garantizaba a la Corona percibir el

1 La política es la distorsión que rompe la confi guración que defi nen las partes y sus partes o su ausencia por un supuesto que no tiene lugar en ella: la parte de los que no tienen parte. Véase Rancière, 1996:44-46.

2 Dichas autoridades tradicionales son propias de los pueblos aymaras y quechuas.

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tributo de las comunidades indias, controlar el poder de los encomende-ros y proteger su dominio sobre el “nuevo mundo”. A la vez que impidió a los criollo-mestizos incluir a los indígenas en sus proyectos indepen-dentistas (Villoro, 1998: 7). Sin embargo, indirectamente permitió a los últimos reforzar su identidad étnica y, con ello, cultivar sentimientos de resistencia entre los aymaras, principalmente, que se negaban a perder sus tierras y su autonomía territorial por el arbitrio de aquellos.

El doble efecto de las “dos Repúblicas” y la paulatina pérdida de los relativos derechos indígenas sobre la tierra constituyó uno de los principales factores del levantamiento de Tupak Katari en 1781, cuya lucha fue caracterizada como étnico-autonomista, pues demandaba re-vertir la correlación de fuerzas de quienes reproducían las relaciones de dominación de lo indio: los criollo-mestizos, en un espacio territorial que había pertenecido a los indios aymaras (Albó, 1999; Quispe, 1988). La rebelión se sustentó en el mito andino del Pachakuti –la revuelta y la vuelta del poder de quienes eran los verdaderos dueños de dichas tierras: los aymaras. Este sentido tuvo la lucha india iniciada en febrero de 1781 que recurrió –como parte de su repertorio de acción– al levantamiento armado y cercó a la población criollo-mestiza ubicada en la ciudad de La Paz por más de tres meses. Dicho levantamiento y las medidas de lucha desconcertaron a la población criollo-mestiza, pues su poderío había sido cuestionado por los indios considerados “menores de edad”.

La rebelión fue derrotada y Katari descuartizado en noviembre del mismo año. Después de la derrota, los aymaras de diferentes repartimien-tos continuaron con el pago de tributos y el servicio de la mita minera. Los indios tributarios fueron obligados a cambiar su vestimenta y, pese a la prohibición de reparto de mercancías −en 1783−, éste siguió siendo cobra-do por los intendentes que sustituían a los corregidores. La fuerza y el rol político de los cacicazgos aymaras se vieron disminuidos por dos factores: 1) los indios comuneros les restaron legitimidad por no apoyar la rebelión y 2) tras la derrota, la Corona impuso la prohibición de “declaraciones de nobleza a los indios de cualquier clase” (Choque, 2003: 26). Así, los indios perdieron sus limitados derechos, fueron reducidos a servidumbre que los criollos podían disponer. De “menores de edad” a quienes se debía “proteger” pasaron a ser servidumbre a quienes se debía explotar.

La derrota de Tupac Katari y la pérdida de derechos no repercutie-ron en la sumisión total de los indios frente a los criollo-mestizos, sino que se sumaron a la memoria colectiva y formaron parte del marco cognitivo3 de las luchas indígenas que lo sucedieron, como fue la rebelión de Zárate

3 Los marcos cognitivos contituyen tramas que narran, re-signifi can estructuras, expe-riencias, cotidianeidades transversales que confi eren formas distintivas de (re)produc-ción de la identidad. Véase Mendiola, 2002.

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Willka, en 1899, contra el proceso de exvinculación de las tierras comuna-les, tras la promulgación de la ley de expropiación de 1874, que permitía la expansión del sistema de haciendas y del “pongueaje”4 de los indios, concebidos como fuerza de trabajo carente de derechos ciudadanos.

La rebelión de Zárate Willka también fue de carácter étnico-auto-nomista pero, a diferencia de la encabezada por Tupac Katari, parte de su repertorio de acción fue la negociación política y la alianza con un actor emergente de la economía basada en la extracción de estaño: los liberales, élites criollo-mestizas que se oponían a los conservadores, que mantenían el control del aparato estatal. Los primeros se concentraban en el departa-mento de La Paz y enfrentaban una guerra federal con los conservadores y aristócratas de la capital de la república (Sucre). El apoyo del ejército de Zárate Willka fue importante para la victoria de las élites criollas libera-les. Tras la victoria éstos tomaron el control del Estado, y trasladaron la sede de gobierno de la capital del país a la ciudad de La Paz.

Dicha alianza permitió a los liberales asumir el poder político, pero implicó una derrota para los indios tras la traición de los primeros y la ejecución de Zarate Willka. La capacidad de acción que mostraron los ejércitos indios, combinando estrategias como el bloqueo de caminos para impedir el paso de los mestizos conservadores, el establecimiento de una república de indios con un presidente indígena −en el departamento minero de Oruro− y la ejecución de un ejército de liberales confundido como conservador, puso en evidencia el poder movilizador de los indios y el riesgo que signifi caba para los criollo-mestizos verse enfrentados a quienes se asumían como una fuerza distinta y autónoma.

Infl uenciados por las teorías racistas emergentes a fi nes del siglo XIX5, políticos e intelectuales liberales radicalizaron la expansión del sistema hacendario, pues el indio no sólo era “[...] una raza degenerada y atrofi ada moralmente” (Albarracín, 1978: 140) sino que “en grupos se con-vertían en ‘fi eras terribles’” (Ibíd.). Dicho discurso permitió legitimar prác-ticas racistas que funcionaban como mecanismos de dominación de una fuerza de trabajo que, si bien era negada moralmente, económicamente era indispensable para la economía nacional. Sin embargo, la institucio-nalización de las prácticas racistas no condujo a una subordinación total de los indios sino a nuevas resistencias. En las dos primeras décadas del

4 El pongueaje (peonaje) se refi ere al trabajo de los indios en las haciendas en calidad de sirvientes, a quienes se les daba una porción de tierra dentro de la hacienda para que la cultivaran, al tiempo de realizar trabajos agrícolas y domésticos para el hacendado.

5 Con el “descubrimiento” del concepto de raza por la antropología física y la biología, en el siglo XIX se desarrollaron las teorías racistas que postulaban la tesis de que el comportamiento social de individuos y colectividades estaba vinculado a su herencia biológica. Véase Hayes, 1997.

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siglo XX emergen nuevos levantamientos indios pero ya no de tipo regio-nal (como fueron las rebeliones de Katari y Zárate Willka) sino locales. Un estudio sobre los levantamientos entre 1910 y 1920 señala que éstos surgían alrededor de localidades concretas y demarcadas (Flores, 1986: 276). Además, a diferencia de las luchas anteriores, éstas tenían un carác-ter reivindicativo. Las acciones no se dirigían a cambiar las relaciones de dominación sino a modifi car parte de las restricciones impuestas: defen-sa de títulos de propiedad sobre sus tierras, modifi cación de impuestos y del sistema de servidumbre (Rivera, 1986; Albó, 1999). Por otra estable-cieron dos frentes de lucha: uno de tipo jurídico y otro de tipo armado. El primero fue conocido como el “movimiento de los caciques apoderados” (Rivera, 1986), pues fue liderada por las autoridades tradicionales –ku-racas y jilakatas–, que pretendía impedir jurídicamente la expropiación por parte del Estado de sus tierras, otorgadas por la Corona española. El segundo tenía un menor impacto, se reducía a levantamientos muy locales y, en algunos casos, incluso, fueron promovidos por hacendados que disputaban entre sí límites territoriales.

Así, entre fi nes del siglo XVIII y principios del XX, las protestas indias transitaron de las luchas anticoloniales de Tupak Katari y Zárate Willka, a las de carácter reivindicativo. De la lucha regional a las loca-les. De la confrontación armada a la combinación de ésta con estrategias de negociación política y de acciones de tipo jurídico ante su adversario próximo: el Estado. En este juego de alianzas, los indios contribuyeron a la modifi cación de la correlación de fuerzas de criollos y mestizos confronta-dos entre sí, apoyando a una facción de las élites no-indias a asumir el con-trol del aparato estatal. Aunque los pactos con sus aliados no implicaban retribuciones directas sirvieron para fortalecer sus marcos cognitivos, elemento fundamental para reactivar su acción colectiva movilizada.

Ahora bien, no toda confrontación, rebelión o disputa entre grupos sociales opuestos –en este caso entre indios y sectores no-indios– hace po-sible la política, entendida como una actividad de distorsión del orden so-cial planteado como natural (Rancière, 1996: 42-43). La política es posible cuando se instaura un momento de igualación, de cualquiera con cual-quiera, entre los que tienen parte (los criollo-mestizos dominantes) y los que no la tienen (los indios). Este momento fue posible, principalmente, en las luchas indias encabezada por Tupak Katari y Zarate Willka puesto que, a diferencia de las revueltas posteriores, en estos dos momentos el or-den natural de la dominación −la dominación colonial, en el primer caso, y el poder republicano, en el segundo caso− es trasgredido e irrumpido por los indios movilizados que se reconocen como iguales a los grupos do-minantes y, como tales, no reclaman la compensación de una injusticia, ni reivindican derechos parciales (acceso a la tierra, reconocimiento de sus autoridades), sino que demandan ser contados como iguales, y como

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tales demandan el poder que les corresponde, estableciendo así el liti-gio por la igualación. Así, logran nombrarse y reconocerse como sujetos iguales a quienes detentan el poder (las élites criollo-mestizas coloniales y republicanas). El enfrentamiento armado, el cerco de las poblaciones criollo-mestizas, la constitución de una “república de indios” tienen esta connotación de igualación. Pues los indios dejan de asumir su posición subalterna y, con ello, evidencian la vulnerabilidad de las élites y que el poderío de éstas no tenía otro fundamento que la pura contingencia.

El desmontaje del orden social colonial presentado como natural fue posible en tanto los indios, considerados “otredad salvaje” que no te-nia derecho a ser contados como seres parlantes, se hacen contar como tales al instaurar la distorsión: el enfrentamiento mismo entre iguales sin ser iguales. Este proceso de igualación en un orden de la desigualdad es posible porque la base de dicho orden no es otra cosa que la igualación en tanto comprensión. Es decir, para que un subordinado obedezca tiene que comprender la orden, y este acto hace posible la igualación con quien manda. Esta igualación emerge cuando los sujetos no sólo se rebelan sino cuando se hacen reconocer como sujetos iguales.

Pero esta instauración de la política es interrumpida por el restable-cimiento de la desigualdad y la restauración del orden de la dominación por aquellos que son contados (las élites coloniales y republicanas). Es decir, si bien ante el levantamiento armado de los indios los grupos dominantes se enfrentan a aquellos como iguales (la rebelión de los ejércitos de Tupak Katari es contestada con el desplazamiento de contingentes militares, o se establece una alianza de fuerzas, como sucedió en el caso del levanta-miento de Zárate Willka), el orden establecido instaura los mecanismos de la desigualdad, restaurando la posición y función de subordinación dentro el orden de la dominación, desconociendo la posibilidad de litigio. La re-presión, la anulación de derechos, la exclusión, la liquidación de los sujetos rebeldes, constituyen los mecanismos restauradores de la desigualdad.

En las luchas indias de la primera década de siglo XX no es posible hablar de instauración de la política porque se logra disolver la diferencia. El orden de dominación no es irrumpido, no se cuestiona su contingencia y no se instaura el litigio de la igualación, sólo se exige la reparación de justicia (el reconocimiento de los títulos comunales). Los indios intentan reivindicar sus derechos (vía procesos judiciales o levantamientos armados), pero no se establecen como iguales a la parte que los niega como tales.

EL NACIONALISMO Y LA CIUDADANÍA DEL INDIOSi bien la revolución nacionalista de 1952 marcó una nueva fase en la relación indios, Estado y sociedad criollo-mestiza, es difícil sostener dicho proceso como instauración de la política. Este proceso tuvo como

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punto emergente la guerra del Chaco. En un ambiente radicalmente desconocido para los indios, forzados a desplazarse a la guerra como “carne de cañón”, éstos lograron establecer contactos políticos con los sectores mineros de raíces indias; este encuentro permitió a aymaras y quechuas dotarse de nuevos instrumentos de lucha, nuevas maneras de organizarse –la forma sindical– y, junto con ellas, nuevos referentes para reforzar su identidad colectiva y reconocerse como parte de un Estado que les exigía responsabilidades pero les negaba derechos. Los indios dejaron de defi nirse como tales para identifi carse como “clase campesina explotada”. Ello implicó nuevos objetivos de lucha: acceso a la tierra, a la educación y ciudadanía a través del voto.

También signifi có nuevas alianzas con los no-indios. La prime-ra se consolidó durante la presidencia de Gualberto Villarroel (1945), quien promovió cambios en la legislación boliviana a favor de los indios, como la legalización del derecho a la organización sindical y al arren-damiento de tierras, la construcción de escuelas rurales y la abolición del pongueaje. La segunda se dio luego de la ejecución de Villarroel (1946) por la población criollo-mestiza, conservadora, indignada por los intentos de incorporación de la “indiada” en el proyecto estatal (Rivera, 1986); los indios se articularon al Movimiento Nacionalista Revolucio-nario (MNR), partido político de las élites nacionalistas emergentes conformado por los denominados “parientes pobres de la oligarquía” (Zavaleta en Rivera, 1986: 79).

Esta alianza sustentó la revolución nacionalista de 1952, protago-nizada por mineros, sectores urbano-populares e indios. Sin embargo, los no-indios terminaron imponiendo un rumbo burgués a un movi-miento donde todos habían participado, menos la burguesía (Rivera, 1993). También fue el punto culminante de una serie de levantamientos indios que, desde la década del veinte, contribuyeron al debilitamiento del poder de los terratenientes y facilitaron la transformación del orden estatal. Esto permitió el desplazamiento de la vieja clase oligarca des-gastada económica y políticamente para dar cabida al liderazgo de una nueva élite económica y política: la burguesía emergente.

En este período, la nueva alianza entre los sectores indios y los criollo-mestizos difi rió de anteriores alianzas por el carácter policlasista (obreros-indios-burguesía); ello permitió, en su primera etapa de refor-mas (1952-1964), una mayor participación de los sectores populares en la transformación del Estado, tanto en el plano normativo como político. En lo normativo se generaron cambios legislativos y de orden estatal que dieron fi n al sistema hacendario y, con ello, el indio dejó de ser jurídica-mente servidumbre. Ello fue posible por el reconocimiento de los decretos fi rmados por Villarroel (1945) y la promulgación de la Reforma Agraria (1953), que reconocía a los indios el derecho a la propiedad individual. A

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ello se sumó el proceso de ciudadanización a través del voto universal y el acceso a la educación formal y gratuita. Así, se incorporaba a los indios en el nuevo proyecto estatal-nacionalista moderno, unitario y homogéneo.

Sin embargo, en este proceso es más difícil hablar de la instau-ración de la política. Ésta sólo fue instituida al inicio del proceso revo-lucionario, pero el sujeto que instauró el litigio, el desacuerdo que hace posible la igualdad de cualquiera con cualquiera y hace posible que las partes que no tienen parte se hagan contar como iguales, fue el pueblo –la masa popular−, entre ellos el proletariado minero (en muchos casos conformado por indígenas que atravesaron un proceso de mestizaje cultural), que logró constituirse como sujeto con capacidad de logos y afi rmar que no había motivos para ser subordinados. De ello su rol protagónico en la historia de Bolivia en la segunda mitad de siglo XX. En cambio, los indios aymaras y quechuas, pese a formar parte de las revueltas y pese al acceso a derechos que antes no tenían, no son conta-dos como iguales, continúan siendo la parte que no tiene parte dentro del orden dominante, constituyen políticamente la minoría social que no tiene la palabra, el logos, que haría posible su igualación.

La alianza indios y élites mestizas nacionalistas desplazó las de-mandas autonomistas y étnico-culturalistas, por el supuesto carácter “incluyente” del proceso revolucionario. El “pacto de reciprocidad” per-mitió un avance signifi cativo en términos de derechos ciudadanos para quienes estaban excluidos del sistema político liberal (los indios y las mujeres), pero no logró una real integración del indio como sujeto cons-titutivo del proyecto nacionalista. Si la reforma agraria dio fi n a las rela-ciones serviles, no modifi có la situación económica ni la posición social de las masas indias. El acceso a tierras constituyó un logro parcial y limitado. Mientras en zonas andinas se repartían pequeñas extensiones familiares, en tierras orientales se distribuían grandes extensiones a nuevos latifundistas aliados al MNR, a los militares y su partido políti-co6. Posteriormente, éstos se convirtieron en la élite económica y polí-tica “camba” que respaldó −desde los años ochenta− la transformación del orden estatal nacionalista a otro de tipo neo-liberal.

Las nuevas élites no-indias lograron aquello que fue difícil con-solidar en períodos anteriores: controlar y transformar las formas or-ganizativas indias. Para empezar, la necesidad de control de las formas organizativas pasó por la transformación de las formas comunitarias de organización: los ayllus7 y las autoridades tradicionales fueron reempla-

6 La Acción Democrática Nacionalista (ADN), fundada por el Gral. Hugo Banzer a fi nes de los setenta.

7 El Ayllu es una forma de organización socio-territorial cuyo origen se remonta al pe-riodo pre-colonial. Parte de un esquema organizacional de dos mitades o parcialidades

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zados por los sindicatos y los secretarios sindicales. Este fenómeno no se dio de manera homogénea en toda la región andina, sino que tuvo di-ferentes matices, pero prevaleció la forma sindical y, con la intervención estatal, el fraccionalismo y las disputas internas, lo que llevó (en algunos casos) al enfrentamiento entre la población india como la “Ch’ampa Gue-rra”, enfrentamientos violentos entre quechuas divididos por intereses regionales (valles altos versus valles bajos), económicos (intermediarios versus campesinos), y políticos (ofi cialistas versus no ofi cialistas) que dis-putaban el liderazgo y control de la organización regional (Dandler, 1986: 205-244). Los indios que habían dejado de ser “pongos económicos” de los hacendados se convirtieron en “pongos políticos” de la nueva élite políti-ca (1952-1964) y de los gobiernos militares (1964-1978). Así, los mestizos dominantes se constituyeron en sus interlocutores, una forma de afi rmar la condición de no-igualdad del indio en el orden establecido.

Por lo tanto, la relación indio y administradores del Estado se centró en el esfuerzo del segundo por intentar hacer de los indios sujetos homogéneos tratando de eliminar toda diferencia cultural sin trastocar, empero, el trato asimétrico mediado por la distinción étnica y racial. Por lo tanto, el proceso revolucionario no implicó un reconocimiento de la “alteridad”, ni la instauración de la igualdad de los indios como sujetos iguales y como parte del orden dominante, sino que conllevó a un proceso de negación y “auto-negación” del indio, de su cultura, de sus formas de pensar, de organizarse, para formar parte de un proyecto que los “incluía” como “insumo político” y agente económico, ocupando el último eslabón de la cadena del mercado, al tiempo que lo “excluía” de la redistribución de la riqueza, reproduciendo formas de subordinación basadas en una cultura política clientelar, encubiertas por prácticas de sociabilidad andina como el “compadrazgo”, o la simple “desvaloriza-ción” de la condición étnica8.

(los de arriba/aransaya, los de abajo/urinsaya), cada una subdividida en otras mitades menores hasta llegar a unidades mínimas (comunidades o ayllus menores) con sistemas propios de organización social que determinan la participación política y la distribu-ción de los recursos naturales (Albó, 1986: 413).

8 Se puede señalar que el nacionalismo revolucionario y su proyecto de homogeneización cultural insertó un tipo de racismo diferente al existente a principios de siglo XX; del racismo genetista (biológico) se pasó a un racismo asimilacionista, pues la única for-ma de inclusión del indio en dicho proyecto era la asimilación a una cultura mestiza que negaba y estigmatizaba como obsoletas a las culturas indias. Para una visión más amplia sobre el tema véase Castellanos, 1994.

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DEL KATARISMO A LA FORMACIÓN DE NUEVOS MOVIMIENTOS INDIOS Y LAS BASES PARA LA INSTAURACIÓN DE LA POLÍTICAAnte los escasos resultados favorables del proyecto nacionalista para los indígenas a fi nes de la década de los sesenta, emergió en el altiplano ay-mara el movimiento katarista. Tres fueron los hitos para el surgimiento del mismo. Primero, la relación indios-población urbana. El poco apoyo estatal a los nuevos propietarios de tierras se refl ejó en la expulsión de jóvenes indios a los centros urbanos; muchos de ellos, además de habitar en las periferias de la ciudad, estaban expuestos a distintas for-mas de discriminación por parte de la población urbana. Quienes más percibieron la paradoja de la “homogeneización cultural” fueron los jóvenes que lograron acceder a estudios superiores y para quienes este acceso no signifi có una mejora de su situación, sino una cristalización de la discriminación por su condición étnico-racial. Segundo, no todos los campesinos estaban de acuerdo ni con las formas de organización sindical paraestatal ni con el pacto militar-campesino. Particularmen-te, los comuneros aymaras presentaban una relativa resistencia frente al control estatal, que se expresó tras las reformas fi scales que intentó implementar el gobierno de Barrientos (a fi nes de los sesenta) para im-poner un impuesto único agropecuario por la propiedad individual de la tierra. Tercero, tras la masacre de campesinos en los valles de Cocha-bamba, durante la dictadura del general Banzer, los aymaras disidentes impugnaron el pacto militar campesino hasta provocar su ruptura en 1974. Con ello se fracturó la alianza campesinado-Estado que predomi-nó en el proceso revolucionario9, por un lado, y, por otro, se consolidó el movimiento katarista como una identidad de resistencia que permitió a su dirigencia liderar las organizaciones campesinas.

La relevancia del movimiento katarista residió en la recupera-ción de aquello que se pensaba extinguido, a saber, las demandas de reconocimiento a su diferencia étnico-cultural, puesto que el proyecto modernizador del Estado nacionalista, fuertemente infl uenciado por el pensamiento de Franz Tamayo10, había concebido la inclusión del indio vía el mestizaje cultural. Por otra parte, el carácter étnico-cultural del movimiento katarista posibilitó el camino para la revalorización de prácticas culturales estigmatizadas y, con ello, un proceso de rever-

9 Este hecho “[...] fue el ‘bautizo de sangre’ de un nuevo proyecto estatal construido en torno al empresariado privado y a la casta militar, e implicó la ruptura de los últimos vínculos que mantenía el Estado con las clases populares” (Zavaleta, 1990: 39).

10 Franz Tamayo, al igual que otros pensadores de principios del siglo XX –como Alcides Arguedas–, compartía la tesis que sostenía que el problema nacional eran los indios. Pero a diferencia de aquel, si bien consideraba que la inferioridad del indio radicaba en su falta de “inteligencia”, rescataba su fuerza y capacidad de sobreviviencia como necesarias para el progreso nacional (Tamayo, 1944: 108-127).

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sión y transformación del carácter negativo que se había atribuido a la identidad indígena por las élites no-indias dominantes, por otra de tipo positivo. Para los miembros del movimiento katarista, el término indio dejó de ser una palabra estigmatizada y se convirtió en una de resistencia.

Sin embargo, la fuerza y la capacidad de representación que había logrado el movimiento katarista a fi nes de los setenta entró en debacle en la década de los ochenta −época de la mayor crisis económica na-cional que vivió el país durante el gobierno de la Unidad Democrática Popular (UDP)11. Además de los factores internos que lo debilitaron, dejaron de ser los interlocutores principales ante el Estado (al igual que el movimiento obrero) en un contexto donde éste mutaba de un proyecto nacionalista a otro de tipo neo-liberal, con la adopción de las nuevas políticas económicas y cambios institucionales (Komadina, 2001).

En este período, es necesario destacar la infl uencia política e ideo-lógica de intelectuales no-indios de izquierda −vinculados a partidos políticos (Izquierda Unida, Movimiento Bolivia Libre), a organizaciones no gubernamentales asociados a la iglesia católica o independientes a ella− sobre las dirigencias indígenas. Los intelectuales no-indios de izquierda renovaron sus enfoques ideológicos, recuperando el discur-so de la etnicidad (Rivera, 1993: 51), para convertirse en los “nuevos” intermediarios culturales en la relación indios-Estado. Pues, a dife-rencia de los intelectuales indios, poseían la “legitimidad en el decir”, y se convirtieron en la élite pensante por y de los indios. Este fenómeno bien puede ser un ejemplo de la reproducción de la “violencia simbóli-ca”, para dar cuenta de cómo las relaciones de poder asimétricas son reforzadas y legitimadas por quienes están en los dos extremos de la relación (Bourdieu, 1984:164).

Sin embargo, en el mismo período emergieron otros sectores de la indianidad articulados a intereses regionales y sectoriales. Es el caso de los indígenas de las tierras bajas12 y los colonos aymaras y quechuas productores de la hoja de coca, quienes contribuyeron a la modifi cación de la relación indio-Estado durante la década de los noventa.

11 La Unidad Democrática Popular (UDP) llegó al poder en 1982, marcando el retorno de la vida democrática boliviana; sin embargo, durante la gestión de gobierno (1982-1984) se presentó la peor de las crisis económicas (la infl ación llego al 22.000%), como conse-cuencia de la crisis internacional, la baja del precio de estaño y la mala administración de los gobiernos militares.

12 Se emplea el denominativo de tierras bajas para ubicar espacialmente a los diferentes pueblos indígenas que habitan regiones o ecosistemas tropicales, llanos, amazonía y chaco (32 aproximadamente). Diferente a tierras altas, que se utiliza para ubicar a los pueblos indígenas que habitan la región andina del país.

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Tras la implementación de políticas de colonización promovidas en los años sesenta, diferentes pueblos indígenas que habitaban de ma-nera dispersa por toda la región oriental, amazónica y chaco del país, vieron invadidos sus territorios por hacendados, ganaderos, madereros y trafi cantes de animales silvestres, lo que repercutió en la reducción de su espacio territorial y del acceso a los recursos naturales. Estos facto-res impulsaron la formación del movimiento indígena de las tierras ba-jas que surgió formalmente a mediados de los ochenta, con la creación de la Confederación Indígena Departamental de Pueblos Originarios (CIDOB), con el apoyo de organizaciones no gubernamentales (ONG) y entidades de la iglesia católica.

Uno de los hitos del movimiento indígena de tierras bajas fue la “Marcha por el Territorio y la Dignidad” emprendida por la Coor-dinadora de Pueblos Indígenas del Beni (CPIB), en 1991, hacia la sede de gobierno, demandando el reconocimiento a sus derechos origina-rios. Esta movilización tuvo diferentes repercusiones a escala nacional: 1) hasta entonces gran parte de la población boliviana sólo recono-cía como indígenas a los aymaras y quechuas, mientras desconocía la existencia de estos grupos étnicos; 2) dicha movilización constituyó un mecanismo inicial para superar la situación de desconocimiento y marginalidad por parte del Estado y la población civil; 3) sirvió no sólo para mostrarse étnicamente diferentes, sino también para reconstruir sus identidades étnicas, ocultas o mimetizadas tras identidades cam-pesinas o regionales que el Estado y la sociedad no-india sí reconocía de manera marginal; 4) los aymaras y quechuas se identifi caron con aquellos en tanto indianidad y reactivaron sus demandas de reconoci-miento de lo étnico, pero con la diferencia de que no retomaron como bandera de lucha el derecho a un territorio, pues aún estaban infl uen-ciados por la concepción de acceso individual a la tierra, promovida por el nacionalismo revolucionario; y 5) los gobernantes se vieron obligados a reconocer el carácter pluricultural del país13.

De forma paralela, a mediados de los ochenta emergió el movi-miento cocalero, que aglutinó a colonizadores de origen quechua, prin-cipalmente, y a ex trabajadores mineros que habían sido relocalizados en 1986 tras el decreto 21.060 que dio paso a las políticas de corte neo-liberal. El objetivo de este movimiento fue enfrentar la presión esta-tal para erradicar los cultivos de coca que constituían la única y más rentable “[...] alternativa que les quedaba al ser víctimas [...] de la crisis económica y de la recesión generada por la política neoliberal” (Albó,

13 Uno de los primeros cambios hacia este reconocimiento fue la aprobación del Decreto Supremo por el cual, en 1991, se reconocieron siete territorios indígenas, donde habi-taban distintos grupos étnicos.

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1993: 21). Entre 1987 y 1993, este sector puso en evidencia su alta capa-cidad de interpelación al Estado, desarrollando estrategias de acción colectiva desde la movilización de masas en centros urbanos, pasando por marchas hacia la sede de gobierno (1994 y 1995), la formación de co-mités de autodefensa (grupo de personas encargadas de prevenir e im-pedir la erradicación de cultivos) y el bloqueo de senderos para impedir el paso de los erradicadores. Así, la capacidad movilizadora se convirtió en un efecto paradójico de las acciones estatales. La represión estatal, en su empeño por implementar las políticas de erradicación, no mitigó la resistencia social, sino que fortaleció la capacidad de resistencia del movimiento, al grado de constituirse en un poder local con mayor in-fl uencia que los gobiernos locales y el estatal. La fuerza que adquirió el movimiento cocalero y su capacidad de resistencia le permitió extender su poder de infl uencia al control de los espacios políticos instituciona-lizados (los municipios), y logró un mayor poder de incidencia sobre la organización sindical nacional (CSUTCB) de la que formaba parte.

La experiencia de acceder a los espacios políticos institucionaliza-dos para desde allí ampliar su campo de resistencia, permitió a los cocale-ros impulsar, junto con diferentes sectores organizados de la indignidad, la formación de un instrumento político: la Asamblea por la Soberanía de los Pueblos (ASP), que pretendía rearticular al campesinado y buscar la autonomía política respecto a partidos tradicionales. Así, fue ampliando su radio de acción, apoyando a las dirigencias a ocupar espacios de repre-sentación política local (control de municipios) y nacional (representación parlamentaria), hasta llegar a la Presidencia de la República, en 2005.

A pesar del escenario político que hacía evidente el debilitamien-to y la desmovilización de los diferentes movimientos sociales, en que la crisis de las representaciones colectivas parecía dar pie a un paulatino proceso de individualización (Komadina, 2001), la acción colectiva de los indígenas de tierras bajas y los cocaleros −junto con los esfuerzos que por dos décadas habían impulsado los kataristas− contribuyó a la modifi cación de la relación indio-Estado. Se generaron cambios nor-mativos a partir de los cuales el Estado reconoció su condición multié-tnica14: se modifi có la Constitución Política del Estado, incorporando el reconocimiento del carácter multicultural y plurilingüe del Estado boli-viano (1994) y, con ello, se promulgaron distintos instrumentos norma-tivos que reconocían las diferencias étnicas en términos de acceso a la tierra, a los recursos forestales, a la educación bilingüe y a la participa-

14 Similares cambios normativos se establecieron en varios países de América Latina: Ecuador, Perú, México, Guatemala, entre otros. Consultar Comisión Nacional de de-rechos humanos, 1999.

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ción política15. Esto implicó un giro del discurso de la desindianización vía asimilacionismo impulsado por el nacionalismo revolucionario, al discurso de la “integración del indio” en tanto etnia o pueblo indígena, reducto del pasado al que se debía “preservar”, pues los cambios nor-mativos se limitaron a reconocer las diferencias lingüísticas, pero no las diferencias societales que implica aceptar las prácticas políticas, jurídicas, económicas, que difi eren de las del grupo dominante. Por ejemplo, se reconoció el derecho a la propiedad comunal de la tierra, pero las élites políticas y económicas mantuvieron una férrea negativa por incorporar en la normativa el término “territorio” que demandan los indígenas, pues ello implicaba reconocer la autodeterminación de los pueblos indígenas, impensable para dichas élites16.

Así, los esfuerzos de los kataristas por lograr la autonomía política y reivindicar su identidad étnica en los años setenta, pasando por las movilizaciones de los indígenas de tierras bajas por el reconocimien-to de sus derechos colectivos al territorio y las luchas de los cocaleros por reivindicar un derecho económico, como la libre producción de la hoja de coca, en las últimas décadas del siglo XX, constituyeron insumos fundamentales para nombrarse y constituirse como sujetos iguales, que demandan ser contados como iguales, como partes dentro de un orden de dominación que los niega y excluye. Este hecho sólo fue posible du-rante las movilizaciones indias de 2000, cuando cientos de campesinos aymaras y quechuas salieron a las carreteras no sólo para demandar reivindicaciones postergadas (derecho al territorio y no sólo a la tierra, reconocimiento de su diversidad étnica y decenas de reivindicaciones so-ciales), sino para hacerse contar como pares, para poner en evidencia que su situación de subordinación (en tanto pobres e indios) no tenía ningún fundamento natural sino la pura contingencia, sostenida por un racis-mo “encubierto” que persiste y se transforma permanentemente como mecanismo de dominación17. Así, fue en 2000, cuando Felipe Quispe de-nunciaba la presencia de una Bolivia partida en dos, “la de los indios y la de los q´aras”, que es posible hablar nuevamente de la instauración de la política, de la interrupción del orden dominante por la instauración de la

15 Me refi ero a la Ley 1565 de Reforma Educativa (1994), la Ley Forestal 1700 (1996), la Ley 1715 del Servicio Nacional de Reforma Agraria (1996) y la Ley 1551 de Participación Popular (1994).

16 Este aspecto continúa siendo un tema de debate en la esfera política, pues toca inte-reses de la élite del país.

17 Es a partir de las movilizaciones indias de 2000 y el discurso de Felipe Quispe, que expresa el sentir de cientos de aymaras y quechuas, que el racismo deja de ser una “mala palabra” impronunciable, no sólo por quienes lo sufren sino también por quienes lo ejercen. Desde entonces, y hasta la fecha, va mostrando su dimensión violenta en momentos de confl ictos políticos.

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igualación de cualquiera con cualquiera, de la constitución del campo de disputa, a partir del cual los indios se cuentan como sujetos iguales con-frontados en tanto tales con las élites políticas y económicas que hasta entonces se habían mantenido como la única parte del todo. Sólo a partir de dicho momento es posible entender la llegada de un líder indio, Evo Morales Ayma, a la presidencia de la república con el 54% de votación, porcentaje que ningún líder político boliviano había logrado antes.

CONCLUSIONES A lo largo del artículo se trató de mostrar dos elementos centrales para entender la coyuntura actual en Bolivia, a casi 200 años del período independentista. Por un lado, la irrupción del orden de la dominación y la constitución del sujeto. Por otro, la restauración del orden y aquel principio que lo sustenta: la desigualdad. Esta es, desde mi perspecti-va, la dinámica de las luchas indias a lo largo de la historia boliviana. Luchas por la constitución de las subjetividades, por la constitución de los sujetos indios que, en algunos casos, lograron irrumpir el orden establecido e instaurar la política, ese momento de litigio, donde los indios se muestran iguales ante el grupo dominante, donde reclaman ser contados como pares. No reclaman la reparación de las injusticias, demandan ser reconocidos como sujetos iguales y, en tanto tal, cuestio-nan el orden establecido como natural: el orden de la dominación, que niega y se esfuerza por establecer la desigualdad.

De esta manera, las poblaciones indígenas movilizadas jugaron un rol relevante en la transformación del orden político del Estado boli-viano, desde el proceso independentista hasta el actual Estado constitu-cionalmente pluriculturalista. Sin embargo, como se mostró, es difícil sustentar que las luchas indias se basaron en una relación polarizada entre indios y no-indios (criollos y mestizos); todo lo contrario: pese a las contradicciones, no es posible entender la dinámica del movimiento indio en general, y los intentos por instaurar la política, sin dar cuenta del juego de alianzas con los sectores no-indios. En este juego de alian-zas los primeros desempeñaron un importante contrapeso en la corre-lación de fuerzas entre élites no-indias divididas y enfrentadas y, en la mayoría de las situaciones, favorecieron a las élites emergentes, pues en ellas veían posibilidades no sólo de ser escuchados en sus demandas reivindicativas sino de transformar las relaciones asimétricas étnico-raciales que los situaban en una posición subordinada. De lo anterior se deriva que, mientras sus aliados modifi caban ascendentemente su posición social en la estructura social boliviana, y asumían el control del poder político y económico, los indios lograban concesiones que modifi caban su condición de ciudadanía mas no el lugar que ocupaban

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(y ocupan) en la estructura social.En este proceso histórico, las élites políticas no-indias se contaron

como la única parte del todo, y desde esta posición se atribuyeron el po-der de nominar, clasifi car, identifi car y defi nir al “otro”, contribuyendo a la construcción de una identidad negativa de la indianidad −“menores de edad”, “estorbo civilizatorio”, “raza inferior”, “ciudadanos de segunda clase”, “tradicionales”, “resabio cultural”− que les permitió sostener y legi-timar el orden de la dominación, de la desigualdad entre éstos y los indios. De ello se puede entender que difícilmente una alianza –incluso en aquellos momentos donde las élites no-indias asumieron procesos universalizantes de reconocimiento de la igualdad ciudadana o de la diferencia− podía ser favorable para los indios, que fueron vistos como jerárquicamente infe-riores, como no-sujetos, como la parte que no tiene parte.

Pero como la identidad también implica auto-defi nición, que resulta de la tensión y negociación entre la atribución y la autodefi ni-ción o “autodescubrimiento” (Mires: 1993), los sectores indios fueron construyendo su identidad, convirtiendo aquellos atributos negativos en positivos. De ello que lo indio −cargado de sentido peyorativo a lo largo de la historia− fue re-signifi cado y dotado de una carga positiva. Primero por los kataristas, en los años setenta, quienes optaron por reivindicar su identidad étnica y se asumieron como indios. De igual forma los indígenas de tierras bajas, en los años noventa, no sólo asu-mieron su identidad étnica como “un resabio estático del pasado” sino que la convirtieron en recurso estratégico para demandar y acceder a derechos colectivos negados. En el último periodo (2000-2003) fueron los aymaras, a la cabeza de su líder Felipe Quispe que, recuperando el discurso indianista de los años setenta, reafi rmaron la identidad india, la convirtieron en una identidad de resistencia.

Así, este proceso de luchas indias por la construcción y conquista de la indianidad, que se inició en su nueva etapa en los sesenta con los kataristas, y continuó con las acciones políticas de distintos movimien-tos indios a lo largo de los años noventa, fue el insumo necesario para la constitución del sujeto indio y la instauración de la política durante las protestas sociales de 2000, en los términos que propone Rancière. Un momento de igualación, de distorsión y de litigio donde los indios hicieron prevalecer su autodefi nición, se “nombraron”, se reconocieron como “moralmente iguales” ante aquellos que se atribuyen el poder de nombrar, de clasifi car, de reconocer, en tanto la parte del todo. Sin este momento de instauración de la política tal vez sería más difícil com-prender la llegada de un líder indio a la Presidencia de la República, lo cual no necesariamente signifi ca que la irrupción del orden de la domi-nación, que subsistió a lo largo de la historia boliviana, haya cambiado, sino que se está en un momento de litigio.

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Sin embargo, para la instauración de este momento de litigio no se puede dejar de lado el rol que jugó una nueva alianza política entre algunos sectores indios y algunos sectores de intelectuales de izquierda de clase media. A diferencia de alianzas anteriores, la relación parece estar más equilibrada; sin embargo, el reto de la nueva alianza está en modifi car el “desigual poder defi nitorio” (Dietz, 1999: 86), recurso de po-der que a lo largo de la historia ha sustentado el orden de la dominación que ha pervivido desde la colonia hasta hoy. Sólo así se podría afi rmar que Bolivia es multicultural, en el sentido que atribuye Alain Touraine a este concepto. Una sociedad multicultural no se defi ne simplemente por el reconocimiento del otro, sino que supone la recomposición del mun-do, que signifi ca reunir lo separado, reconocer lo inhibido, tratar como una parte de nosotros mismos lo que rechazamos como ajeno, inferior o tradicional; es mucho más que un diálogo entre culturas, se trata de la construcción de comunicación entre ellos, suscitando en cada uno el deseo de reconocer en el otro el mismo trabajo de construcción que efectúa en sí mismo (Touraine en Castellanos, 2000:21).

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EL MOVIMIENTO REVOLUCIONARIO que recorrió Nuestra América entre fi nes de la década de 1950 y mediados de los años setenta engen-dró una fuerte contrarrevolución encabezada por la oligarquía fi nancie-ra. Producto de la resolución de los enfrentamientos entre las fuerzas sociales en pugna, nuestras sociedades sufrieron una profunda trans-formación, acelerada por políticas de gobierno que dieron en llamarse “neoliberales”. Estas políticas constituyeron una ofensiva feroz contra la clase obrera y otros grupos, capas y fracciones sociales populares, así como también llevaron a la subordinación de fracciones que eran personifi cación de capitales menos concentrados. El resultado fue que la región se volvió más capitalista –en condiciones de descomposición de relaciones sociales– y más dependiente de los países imperialistas, en particular, de los Estados Unidos.

Si bien se trata de un proceso general, éste presenta especifi cida-des en los distintos países de la región, dependiendo del grado previo de desarrollo de las relaciones capitalistas y de las condiciones de ese desarrollo. En los territorios donde esas relaciones se encontraban am-

María Celia Cotarelo*

LA CLASE OBRERA EN NUESTRA AMÉRICA A COMIENZOS DEL SIGLO XXI

* Historiadora. Investigadora del Programa de Investigación sobre el Movimiento de la Sociedad Argentina (PIMSA).

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pliamente desarrolladas desde hacía un siglo, como en Argentina, los rasgos de descomposición capitalista aparecen más pronunciados; en otros, como en Brasil, se ha dado un desarrollo capitalista en extensión, en un contexto de fuertes diferencias regionales. Sin embargo, a pesar de las múltiples diferencias, construidas a lo largo de la historia, pare-ce darse un proceso de creciente homogeneización de las condiciones de vida y de trabajo de las amplias masas populares, así como de las metas a alcanzar en pos de su emancipación, que permiten plantear la posibilidad de la integración regional entre los pueblos, y no sólo entre los gobiernos1.

Una de los interrogantes a dilucidar en este comienzo de siglo es cuál es el sujeto capaz de encarnar ese movimiento hacia la integración regional de los pueblos, que implica a la vez un movimiento hacia la superación de las contradicciones sociales y nacionales actuales. Hasta hace unas décadas, se discutía si ese sujeto era la burguesía nacional, poniéndose en primer plano la contradicción imperialismo-nación, así como la necesidad de avanzar en el desarrollo capitalista como condi-ción previa para el ulterior pasaje a una sociedad socialista; o la clase obrera, considerando el alto grado de asociación de la burguesía verná-cula con los intereses imperialistas, por lo que sólo la superación de la contradicción capital-trabajo podía llevar, a la vez, a la superación de la contradicción imperialismo-nación; o el campesinado, en gran medida indígena, dado su alto número y peso en varias partes de la región, la necesidad de superar relaciones de servidumbre aún existentes y, en muchos casos, la presencia de formas comunitarias de producción y de vida que podían servir de base para la construcción de una nueva sociedad superadora del capitalismo.

La derrota sufrida por las fuerzas revolucionarias clausuró prác-ticamente estos debates, cuya preocupación central giraba en torno, precisamente, a la cuestión del poder y la revolución, al mejor camino para llevarla a cabo y a su carácter fundamental. A partir de entonces, el desarme moral que implica toda derrota y la intensa acción contra-rrevolucionaria en todos los terrenos de la lucha –incluyendo, por su-puesto, el teórico−, llevaron a un desplazamiento de las preocupaciones intelectuales y prácticas, que se tradujo en la virtual estigmatización de las refl exiones acerca de la revolución y de la lucha en general, del poder, del socialismo, de la emancipación nacional y social, así como del análisis de la realidad en términos de clase. Esta estigmatización se correspondió con el reinado del “fi n de la historia”, de la remanida “teoría de los nuevos movimientos sociales”, de la impugnación de las

1 Tal como se plantea en las Cumbres de los Pueblos, que constituirían un embrión de esa integración.

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luchas sociales y políticas que llevaron a la ola revolucionaria desarro-llada entre las décadas de 1950 y 1970 con el mote de “viejas formas” y de sus sujetos con el de “viejos movimientos”; el horizonte histórico de una sociedad socialista se consideró “anacrónico”, así como también la teoría del socialismo científi co.

Sin embargo, como suele suceder, la realidad de las luchas so-ciales y políticas puso en cuestión la veracidad de las teorías y de los supuestos ideológicos elaborados, difundidos e impuestos por las clases dominantes. En el transcurso de la actual década, de la mano de la “supervivencia” de la revolución cubana y al calor de procesos políticos protagonizados por los pueblos de la región, vuelven a ponerse sobre la mesa conceptos como los de revolución y socialismo, planteados por sus mismos protagonistas. Conceptos que son acompañados de adjetivos que hablan de las nuevas condiciones en que se desarrollan las luchas: revolución bolivariana, revolución ciudadana, revolución democrática y cultural, socialismo del siglo XXI. Si bien las transformaciones más profundas se dan en Venezuela, Bolivia y Ecuador, en otros países de la región (Argentina, Uruguay, Paraguay, Brasil, Nicaragua, El Salva-dor y Honduras) también se experimentan cambios, en mayor o menor medida, con respecto a la década anterior.

Por lo general, estos procesos de cambio se asocian a las luchas de los pueblos originarios, de los campesinos y de los pobres urba-nos y rurales. No cabe duda acerca del papel fundamental jugado por éstos en varios de esos países. Sin embargo, consideramos que se ha invisibilizado a un sujeto que ha sido y es fundamental en los procesos de luchas de nuestra región, la clase obrera. Obreros industriales y de otras ramas de la economía, obreros insertos en ramas de punta y los insertos en ramas obsoletas para el capital, trabajadores insertos en la llamada “economía formal” y en la “informal”, los que pueden vender su fuerza de trabajo, los que pueden venderla intermitentemente y los que ya no pueden venderla, pequeños burgueses asalariados en proce-so de proletarización, trabajadores urbanos y rurales, los trabajadores asalariados encubiertos como cuentapropistas, trabajadores en condi-ciones de semi servidumbre o esclavitud, trabajadores de empresas re-cuperadas, los campesinos semiproletarios: todas las fracciones y capas del proletariado, de los expropiados de sus condiciones materiales de existencia, en lucha como conjunto de los asalariados o como conjunto de los expropiados.

En este trabajo centramos nuestra atención en la acción de esta clase, atendiendo a sus alineamientos políticos y a las metas expresa-das en la primera década del siglo XXI. Para ello analizamos aquí lo expresado en las movilizaciones realizadas en el conjunto de Nuestra

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América en ocasión del 1º de mayo, Día Internacional de los Trabajado-res, entre 2000 y 20092.

MOVILIZACIONES POR EL 1º DE MAYOLa elección de las movilizaciones por el 1º de mayo llevadas a cabo en la década para observar los alineamientos políticos y las metas ex-presadas por la clase obrera en la región obedece a varias razones. Se encuentran entre las movilizaciones más masivas en cada país; cons-tituyen manifestaciones políticas, en las cuales suelen plantearse las principales reivindicaciones de los trabajadores en cada momento, así como también puede observarse quiénes son aquellos que señalan como sus oponentes; en ocasiones se movilizan junto con otros grupos y frac-ciones sociales, lo que permite ver qué alianzas se establecen; muestran los grados de unidad o de fractura al interior de la clase obrera, según se realicen manifestaciones unitarias o por separado, e incluso enfren-tadas; y si bien adquieren forma nacional, se producen simultáneamen-te en toda la región, como parte de una jornada de movilización obrera a nivel mundial.

No por casualidad, las mayores concentraciones se realizan en la Cuba socialista, donde sólo en La Habana suelen movilizarse un millón de trabajadores y estudiantes, junto con otros miles provenientes de muy diversos países del mundo.

En el resto de la región, durante los años considerados se mo-vilizaron varios centenares de miles cada año, destacándose las mar-chas realizadas en Brasil en 2007 (más de un millón de manifestantes), Venezuela en 2002 (un millón), México en 2005 (150 mil) y 2006 (200 mil), Colombia en 2001 (80 mil) y en 2004 (70 mil), Honduras en 2004 y 2007 (30 mil) y 2006 (40 mil), Ecuador en 2000 (50 mil) y 2004 (40 mil), Guatemala en 2002 y 2004 (50 mil en cada año), Chile en 2005 (40 mil), Argentina en 2009 (80 mil), entre otras.

En casi todos los casos, la convocatoria a los actos y marchas corrió por cuenta de las centrales sindicales de cada país, aunque, como veremos, en varias oportunidades se sumaron otras organizaciones so-ciales y políticas.

Lejos de aquellos tiempos en que las marchas obreras por el 1º de mayo se desarrollaban por fuera y en contra del sistema institu-

2 Utilizamos la información brindada por las Cronologías del Confl icto Social elaboradas por el Observatorio Social de América Latina (OSAL) de CLACSO, hechas a la vez a partir de la información brindada por diarios comerciales de cada país. La información relevada por el OSAL corresponde a los siguientes países: Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, Costa Rica, Chile, Ecuador, El Salvador, Honduras, Guatemala, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, Puerto Rico, República Dominicana, Uruguay y Venezuela.

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cional, en condiciones de ilegalidad y con la consiguiente respuesta armada por parte del estado3, la gran mayoría de las manifestaciones de la década se desarrollaron en forma pacífi ca. Sin embargo, en dos países de la región, Chile y Colombia, se produjeron enfrentamientos entre los manifestantes y la policía en numerosas oportunidades. Así, en Santiago de Chile se registraron treinta y tres detenidos en 2003; no-venta detenciones en 20074; ciento cuarenta y siete en 20085; y en 2009, “sólo” sesenta y cuatro. Por su parte, en Colombia se produjeron en-frentamientos en 2004, y en 2005 en Bogotá; en este último año resultó muerto un militante anarquista y hubo numerosos heridos y detenidos; en 2007, un grupo de manifestantes intentó derribar las vallas frente al Palacio de Justicia, ante lo cual la policía atacó con gases lacrimógenos, resultando unos diez efectivos y dos manifestantes heridos, así como unos ochenta detenidos.

Otros enfrentamientos se produjeron en Caracas: en 2003, un choque entre manifestantes chavistas y antichavistas terminó con un muerto y seis heridos; y en 2009, la policía arrojó gases lacrimógenos y perdigones contra manifestantes antichavistas, con un saldo de unos diez heridos. En 2007, en Montevideo, integrantes del grupo Fogone-ros, que participaban de un acto opositor al gobierno, chocaron con la policía y atacaron bancos, una seccional policial y un supermercado de la Cooperativa policial; también en 2009, veinte jóvenes con sus rostros cubiertos con pañuelos se enfrentaron a la policía, resultando tres agen-tes heridos y dos manifestantes detenidos. Otros choques menores se produjeron en San José de Costa Rica en 2004, y en San Juan de Puerto Rico en 2006.

El repudio a las distintas políticas “neoliberales” y el reclamo de aumentos salariales y respeto de los derechos laborales y sindicales estuvieron presentes a lo largo de toda la década en toda la región. Sin embargo, se observan algunos cambios en el desarrollo de las movi-lizaciones en parte de la región que nos permiten distinguir distintos momentos.

3 Recordemos que el 1º de mayo como jornada de lucha tiene una larga historia en Nuestra América. Ya en 1890 se realizaron actos en Argentina y en Cuba.

4 La mayor parte de los detenidos fueron militantes anarquistas. Se produjeron también choques entre anarquistas y comunistas. Los primeros acusaron a los segundos de haber colaborado con la policía en las detenciones (OSAL, 2007a).

5 El gobierno dispuso un operativo del que participaron quinientos carabineros. Nueva-mente se produjeron enfrentamientos entre militantes anarquistas y comunistas. Los carabineros disolvieron la manifestación con carros lanzaagua y gases lacrimógenos (Gómez Leyton, 2008).

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RESISTENCIA A LAS POLÍTICAS “NEOLIBERALES”, FRACTURA Y AISLAMIENTO RELATIVO (2000-2001)Durante estos dos años, entre los reclamos en las movilizaciones se destacaron la oposición a la privatización de empresas de servicios pú-blicos, de recursos naturales y de los servicios de educación y salud (en Brasil, Colombia, Honduras, Panamá y Uruguay), y a la fl exibilización laboral (en particular, en Argentina y Bolivia).

Además, se puso de manifi esto la protesta contra la dolarización de la economía (en Ecuador y El Salvador), el aumento en los precios y las tarifas, la violación de las leyes laborales, los despidos y la des-ocupación, la reforma del sistema jubilatorio, la crisis de la educación y la salud públicas, sistemas tributarios regresivos, la represión de las luchas y la persecución a militantes obreros y populares, la corrupción y la impunidad; y se reclamó libertad sindical, libertad de expresión, el aumento del salario mínimo y subsidios de desempleo. Los reclamos se dirigieron fundamentalmente contra los gobiernos nacionales, impul-sores entusiastas de los mandatos del Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM), y de las llamadas políticas neoliberales en general.

En 2000, los trabajadores tendieron a movilizarse solos, lo que estaría indicando el grado de aislamiento en que desarrollaban sus lu-chas; sólo en Guatemala se produjo una marcha conjunta de obreros, campesinos, jubilados y estudiantes. En Bolivia, por ejemplo, si bien marcharon obreros, campesinos y vendedores informales (los gremios), lo hicieron cada uno por separado. En 2001, en cambio, se observa un grado de aislamiento menor: los trabajadores marcharon junto con estudiantes, campesinos, ecologistas, desocupados, pobres, mujeres o indígenas en Costa Rica, El Salvador, Honduras, Argentina, México y Panamá.

A la vez, en varios países se observan fracturas al interior de la clase obrera, tal como lo manifi esta la realización de marchas por se-parado, como en Honduras en 20006 y en el caso extremo de Argentina en 20007 y 20018, en que se llevaron a cabo cinco y seis actos respectiva-

6 Una de ellas convocada por la Central General de Trabajadores, la Confederación de Trabajadores de Honduras y la Central Unitaria de Trabajadores de Honduras; y la otra, por la Federación Unitaria de Trabajadores de Honduras.

7 Los distintos actos fueron convocados por la Confederación General del Trabajo (CGT), encabezada por Rodolfo Daer (que celebró un acto, un homenaje y una misa); por la CGT conducida por Hugo Moyano; por la Central de Trabajadores Argentinos (CTA); por la Corriente Clasista y Combativa (CCC); y por partidos de izquierda.

8 Hubo seis actos convocados por: el Movimiento Teresa Rodríguez, la Comisión de Uni-dad Barrial de La Matanza, el Cabildo Abierto Metropolitano, el Centro de Profesio-nales por los Derechos Humanos, el Partido de Trabajadores por el Socialismo (PTS),

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mente. O, incluso, marchas enfrentadas, como en Venezuela –dos mar-chas, organizadas por la Confederación de Trabajadores de Venezuela (CTV), antichavista, y el Frente Bolivariano de Trabajadores, chavista, respectivamente− y en México –el priísta Congreso del Trabajo, por un lado, y las organizaciones sindicales opositoras, por otro. La fuerte di-visión entre organizaciones que se observa en Argentina en estos años, así como la convocatoria a marchas por parte de sectores sindicales en-frentados por su apoyo u oposición al gobierno en Venezuela y México, se mantuvieron a lo largo de toda la década.

En términos generales, y tal como sucedió en la década de 1990, la relación de fuerzas resultaba desfavorable para la clase obrera, que aparece fracturada, relativamente aislada y a la defensiva.

OPOSICIÓN AL IMPERIALISMO, UNIDAD Y ALIANZAS POPULARES (2002-2004)En esos años, la región atravesaba una coyuntura de recesión y crisis económica, lo que se refl eja en uno de los ejes de los reclamos plan-teados por los trabajadores en la mayoría de los actos y marchas. Las demandas referidas al problema de los despidos y la desocupación ocu-paron un lugar relevante en Argentina, Chile, Uruguay, Paraguay, Bo-livia, Colombia, Perú, El Salvador, Ecuador, Perú, Venezuela, México y Nicaragua.

En buena parte de la región, esa crisis económica y social llevó también a una profunda crisis política, en la que el sistema de partidos y de representación tradicional pareció colapsar. En algunos países se generalizaron consignas referidas a la necesidad de un cambio político profundo, como “que se vayan todos” o “por una Asamblea Constitu-yente”, que aparecen en primer plano en las marchas llevadas a cabo en Argentina en 2002, y, posteriormente, en Guayaquil (Ecuador) en 2005.

A la vez, en las movilizaciones fueron ganando relevancia las con-signas antiimperialistas o de repudio a alguna expresión de la política imperialista de los Estados Unidos. Se multiplicaron las manifestacio-nes de oposición a la política estadounidense hacia Cuba, Venezuela y Palestina, la invasión a Irak, el proyecto del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) y los Tratados de Libre Comercio (TLC), los condi-cionamientos del FMI y el BM, el Plan Colombia y el Plan Puebla-Pana-má, en Argentina, Uruguay, Ecuador, Venezuela, Colombia, El Salvador, Honduras, Puerto Rico, Bolivia, Costa Rica, Guatemala y Panamá.

comisiones barriales de La Matanza, Quilmes y Ciudad de Buenos Aires y dirigentes sindicales de los astilleros Río Santiago y de Cerámicas Zanón; por el Partido Obrero; por el Partido Humanista; por la CCC; por la Liga Socialista Revolucionaria y el Movi-miento al Socialismo (MAS); y por la Izquierda Unida.

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Se acentuó la tendencia, que empezaba a verse en 2001, a la movi-lización conjunta de trabajadores y otras fracciones y grupos sociales: en Ecuador marcharon juntos obreros, campesinos, jubilados, ecologistas, indígenas y estudiantes; en Costa Rica, obreros, estudiantes, artistas y ecologistas; en Honduras, obreros, mujeres, campesinos, vendedores informales y estudiantes; en Bolivia, obreros, campesinos, estudiantes y jubilados; obreros y estudiantes en El Salvador, Panamá, Nicaragua y Colombia; obreros, campesinos y estudiantes en Guatemala; obreros y campesinos en México, Paraguay; obreros y ambientalistas en Puerto Rico; entre otros. Esto muestra, pues, que en casi toda la región la clase obrera logró establecer alianzas con otras partes del pueblo, tendiéndo-se a la conformación de fuerzas de carácter popular. Además, tendió a primar la unidad dentro de la misma clase obrera, lo que se evidencia en marchas y actos de carácter unitario.

Los actos en Argentina merecen un comentario. Como ya seña-lamos, en 2000 y 2001 proliferaron los actos convocados por diversas organizaciones en forma separada, llegando a realizarse seis actos si-multáneos en distintos puntos de Buenos Aires, lo que resulta indicador del grado de fractura y fragmentación al interior del campo popular. Esta situación se prolongó en 2002, cuando se realizaron al menos cua-tro actos por separado9. Pero en 2003 y 2004, los actos se redujeron a sólo dos, lográndose la confl uencia de varios sectores en cada uno, y fi nalmente, en 2005, sólo hubo uno10. Por lo tanto, también en este país parece observarse esa tendencia a la unidad y a la existencia de alianzas que señalamos para el conjunto de la región. Sin embargo, debe seña-larse otra particularidad de Argentina: la principal central sindical, la CGT, no convocó a ninguna manifestación masiva por el 1º de mayo en esos años.

También merece un comentario lo ocurrido en Venezuela, en par-ticular en 2002. La central sindical socialdemócrata, la CTV, apoyó el fracasado golpe de Estado contra el presidente Chávez. En la marcha de ese año reclamaron su renuncia y el desarme de los círculos bolivaria-nos. Esta movilización fue respondida por otra mucho más numerosa

9 En Buenos Aires, la CTA, la CCC y el Movimiento Barrios de Pie se concentraron en la plaza del Congreso; el Bloque Piquetero Nacional, en la Plaza de Mayo; las asambleas barriales, en el Obelisco; y la Liga Socialista Revolucionaria y Convergencia Socialista, en la plaza Lorea.

10 Se realizó un acto en la Plaza de Mayo de Buenos Aires, con la presencia de trabajado-res organizados por comisiones internas de fábrica, cuerpos de delegados y seccionales opositoras a las conducciones de los sindicatos, así como desocupados, integrantes de asambleas barriales, estudiantes, familiares de víctimas del incendio del boliche Cromagnon (ocurrido en diciembre de 2004) y militantes de numerosos partidos de izquierda (Cotarelo, 2005).

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convocada por el Frente Bolivariano de Trabajadores. En 2003 se volvió a repetir esta situación, teniendo lugar el enfrentamiento callejero, al que ya hemos hecho referencia, entre obreros convocados por la CTV y por la Unión Nacional de Trabajadores respectivamente, y que dio lugar más tarde a un cacerolazo y cortes de calles de antichavistas en torno a la residencia presidencial. Se observa aquí pues el mayor grado de enfrentamiento al interior de la clase obrera.

PARTICIPACIÓN OBRERA EN ALIANZAS EN EL GOBIERNO (2005-2009)Hasta 2004 se observan características comunes generales en la ma-yoría de los actos y marchas realizados en la región. Pero desde 2005 comenzaron a hacerse manifi estas diferencias en la relación de fuerzas en los distintos países. Mientras en unos continuó la resistencia de los trabajadores y otros sectores del pueblo contra las llamadas políticas neoliberales aplicadas por gobiernos de carácter “antipopular”, en otros los trabajadores pasaron a formar parte de alianzas sociales y políticas que accedieron al gobierno del Estado a partir de intensas luchas popu-lares y por medio de procesos electorales –tal como ya había sucedido en Venezuela.

Desde 2001 en El Salvador y desde 2002 en Uruguay, organiza-ciones políticas que llegarían al gobierno años más tarde participaron en los actos por el 1º de Mayo. En El Salvador, uno de los principales convocantes todos los años fue el Frente Farabundo Martí para la Li-beración Nacional (FMLN), cuyo candidato Mauricio Funes asumió el gobierno en 2009; en Uruguay, en 2002, el acto convocado por el Plena-rio Intersindical de Trabajadores-Convención Nacional de Trabajadores (PIT-CNT) contó con la adhesión del Frente Amplio; y en 2003 y 2004 participó el futuro presidente Tabaré Vázquez.

Pero en 2005 se produjo un cambio sustantivo. Desde entonces se multiplicaron los actos por el 1º de mayo que contaron con la par-ticipación del presidente y otros integrantes del gobierno nacional, al tiempo que las organizaciones sindicales convocantes expresaron su apoyo explícito al mismo. En Uruguay se hicieron presentes en el acto el presidente Vázquez y los ministros de su gabinete, ante quienes los representantes del PIT-CNT expresaron su “confi anza en la voluntad transformadora del gobierno”. A partir de entonces, esto mismo se ob-serva en Bolivia, Ecuador, Nicaragua, Venezuela y Paraguay.

En Bolivia, desde 2006 el presidente Evo Morales, el vicepresi-dente Álvaro García Linera y ministros del gobierno participaron en los actos por el 1º de mayo convocados por la Central Obrera Boliviana (COB). Ese año, los trabajadores movilizados festejaron el anuncio de la nacionalización de los hidrocarburos –anuncio hecho por el presidente

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Morales en el acto−, el aumento del salario mínimo y la derogación de la ley de fl exibilización laboral, tres reivindicaciones largamente exigidas por los trabajadores en años anteriores. En 2008, el presidente anunció la aprobación de tres decretos supremos referidos a derechos de los trabajadores y el envío al Congreso Nacional de un proyecto de ley que protegía a los trabajadores frente a eventuales confl ictos laborales; asi-mismo, los trabajadores expresaron su rechazo al referendo autonómi-co llamado por la oposición en Santa Cruz. También en el acto de 2009 el presidente anunció decretos que contemplaban diversas medidas de protección de los derechos laborales11, así como la nacionalización de Air BP, la fi lial boliviana de la empresa británica de provisión de com-bustible para la aviación.

En 2007, el presidente de Ecuador Rafael Correa, el vicepresi-dente y varios ministros participaron del acto invitados por el Frente Unitario de Trabajadores; ante 30 mil manifestantes, Correa propuso la creación de un código laboral único en Sudamérica para enfrentar a las multinacionales y terminar con la competencia entre los países de la re-gión, y manifestó que “bajo el socialismo del siglo XXI el trabajo estará sobre el capital” (Rauch, 2007). En la marcha, también los trabajadores expresaron su apoyo a la realización de la Asamblea Constituyente.

También en 2007 un acto, convocado por el Frente Nacional de los Trabajadores (FNT) de Nicaragua, contó con la presencia del presi-dente Daniel Ortega, que realizó una serie de anuncios: un aumento del salario mínimo, que se pagaría con los impuestos que adeudaban las entidades bancarias y a partir de la renegociación de la deuda interna contraída con la banca privada; una reforma tributaria; y el envío de 27 mil barriles de petróleo diarios por parte de Venezuela para superar la crisis energética que sufría el país. En 2008, Ortega volvió a encabezar el acto y acusó a los Estados Unidos de fi nanciar y organizar protestas que paralizaban el país. “Son los que continuamente están hablando de que en Nicaragua no hay condiciones para la inversión extranjera y que se están yendo algunas empresas. Ellos saben que todo eso es mentira, pero repiten la mentira todos los días, en sus medios de comunicación, incitando abiertamente a la violencia”. Por su parte, el coordinador del

11Se trata de cinco decretos: el primero apuntaba a garantizar el cumplimiento de los derechos laborales de los trabajadores sin importar el tipo de empresas en las que trabajaban; el segundo buscaba que se cumplieran las normas de higiene y seguridad ocupacional; el tercero tenía que ver con la indemnización por el tiempo de servicios evitando despidos y garantizando la estabilidad laboral; el cuarto decreto asignaba una suma de 1.000 bolívares a los empleados públicos de los ministerios y entidades descentralizadas y desconcentradas como reconocimiento a sus labores; y el quinto reponía el descuento de 1% a los salarios básicos mensuales de los maestros como aporte a sus sindicatos.

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FNT llamó a la unidad para derrotar “al neoliberalismo, causante de la mayoría de los problemas que enfrenta el pueblo, y transformar el sistema que está en contra de los pobres” (OSAL, 2008).

En 2005, en Venezuela, el presidente Hugo Chávez habló en el acto organizado por la Unión Nacional de Trabajadores (UNT), afi r-mando que era imposible lograr las metas planteadas en la Constitución nacional dentro del sistema capitalista. Dos años después, ante unos 50 mil manifestantes, el presidente Chávez formalizó la nacionalización de los yacimientos de crudo de la Faja Petrolífera del Orinoco, y señaló que con la recuperación de la soberanía en esa faja “se fortalece el proyecto socialista y se inicia una nueva etapa de independencia venezolana” (OSAL, 2007b).

En Paraguay, en el acto organizado por la Central Nacional de Trabajadores (CNT), la Central Unitaria de Trabajadores (CUT), la Cen-tral Unitaria de Trabajadores-Auténtica (CUT-A), la Confederación Pa-raguaya de Trabajadores y la Confederación General de Trabajadores (CGT) en 2006, el obispo Fernando Lugo ofi ció una misa. En 2008, ya como presidente electo, Lugo participó del acto convocado por las or-ganizaciones sindicales y en su discurso dijo que “Recojo en la mente y en el corazón los reclamos de los líderes sindicales”, e instó a todos a construir un Paraguay diferente porque “Terminó la exclusión, la per-secución y el acceso a los puestos con afi liaciones” (Riquelme y Vera, 2008). Dijo también que privilegiaría a los más pobres y que terminaría con la exclusión en Paraguay. El dirigente de la CUT expresó que los trabajadores habían sido protagonistas del cambio electoral y exhortó a acompañar el gobierno de Lugo, al tiempo que reclamó la renuncia de los miembros de la Corte Suprema de Justicia, acusándolos de persecu-ción contra los trabajadores. En otro acto, un dirigente de la Corriente Sindical Clasista (CSC) expresó expectativa por el nuevo gobierno: “Es-tamos muy expectantes del gobierno que va a venir. Vamos a ver cómo se comporta y cómo se conforma el gabinete, que es lo más importante”; al tiempo que dijo que las demandas a Lugo serían las mismas que les hacían a los gobiernos del Partido Colorado: “Queremos empleo, evitar la migración, evitar que haya mano de obra desocupada y que esas 132 mil personas que al año están en condiciones de trabajar accedan a un puesto de trabajo” (Riquelme y Vera, 2008), para lo cual reclamó el desarrollo de la industria, además de un seguro social que garantizara el acceso de los trabajadores a la salud y la jubilación.

En otros países, aun sin la presencia presidencial, en los actos se manifestó también claramente el respaldo de los trabajadores organiza-dos a los gobiernos respectivos y a sus políticas. Tal como, por ejemplo, en Brasil, en los actos convocados por la Central Única de Trabajadores (CUT) y por Fuerza Sindical; en Uruguay, donde participaron en 2007

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varios ministros (entre ellos, el de Ganadería, José Mujica, y el de Eco-nomía y Finanzas, Danilo Astori); en San Pedro Sula, Honduras, en 2009, la Central General de Trabajadores (CGT), la Confederación de Trabajadores de Honduras (CTH), la Confederación Unitaria de Tra-bajadores (CUT) y la Coordinadora Nacional de Resistencia Popular (CNRP), dieron a conocer un manifi esto conjunto de doce puntos en el que apoyaban la aprobación del proyecto de ley para la nacionalización de las empresas generadoras de energía térmica y la instalación de una “cuarta urna” para reformar la Constitución hondureña, impulsada por el gobierno de Manuel Zelaya; también en 2009, en el marco de la cam-paña para las elecciones legislativas, en Argentina, 80 mil trabajadores se concentraron respondiendo a la primera convocatoria masiva de la Confederación General del Trabajo (CGT) por un 1º de mayo en estos años; en su discurso, su secretario general, Hugo Moyano, aludió a las conquistas sociales obtenidas por los trabajadores desde 2003 (cuando asumió el presidente Néstor Kirchner), y llamó a votar por el ofi cialis-mo.

En México, la situación fue algo distinta, ya que el candidato apoyado por buena parte de los trabajadores no logró asumir el gobier-no a causa del fraude electoral cometido por el ofi cialismo. En 2005 y en 2006 tuvieron lugar masivas manifestaciones (150 mil y 200 mil personas respectivamente) convocadas por la Unión Nacional de Traba-jadores y el Frente Sindical Mexicano (2005), y por el Frente Nacional por la Unidad y la Autonomía Sindical y el Frente Nacional Mexicano (2006), en las que se expresó el respaldo a López Obrador12.

CRISIS EN LAS ALIANZAS Y FRACTURAS EN LA CLASE OBRERA (2007-2009)En los últimos años se observan tensiones, crisis y rupturas en varias de esas alianzas, así como la profundización de fracturas al interior de la clase obrera en algunos países, a partir de los alineamientos a favor o en contra de los gobiernos respectivos.

Uno de esos países es Uruguay; por primera vez en la década, en 2007 hubo dos actos por el 1º de mayo. En el acto convocado por el PIT-CNT, con la adhesión de la Organización Nacional de Jubilados y Pensionistas del Uruguay, la Federación Uruguaya de Cooperativas por Ayuda Mutua, el Sindicato Único de Telecomunicaciones y la Fede-

12 Además de manifestaciones convocadas por organizaciones sindicales y políticas opositoras, el Congreso del Trabajo, conformado por organizaciones sindicales que adscriben al Partido de la Revolución Institucional (PRI), participó de actos ofi ciales encabezados por el presidente de la república. Cabe recordar que, a diferencia de otros países, en México se trata de gobiernos de signo “neoliberal”. En las antípodas, también se registraron movilizaciones separadas de los integrantes de La Otra Campaña.

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ración de Estudiantes Universitarios, se criticó al ministro de Astori, al que le demandaron un cambio en la política económica; además, se pidió al gobierno nacional que profundizara la integración regional, se rechazó el acercamiento comercial con los Estados Unidos y se califi có como un error del gobierno el haber invitado al “genocida Bush”, en referencia a la visita del presidente estadounidense a Uruguay en mar-zo. Se pidió también la anulación de la Ley de Caducidad, se rechazó el proyecto de ley de reparación a las “víctimas de la sedición” (que remite a la “teoría de los dos demonios”) impulsado por un diputado colorado y apoyado por el poder ejecutivo, se repudió la criminalización de la pro-testa social y se acusó al gobierno de Vázquez de “inoperancia” y “falta de voluntad” para encontrar soluciones para los trabajadores (OSAL, 2007c). Más allá de estas críticas, se señaló que había habido avances en materia de negociación colectiva, consejos de salarios y en las leyes de tercerizaciones y de empleadas domésticas. Jorge Taborda, dirigente del PIT-CNT, sostuvo que la situación era “una fase de tránsito, de un gobierno en disputa”, dado que “pese a que otras fuerzas sociales [en alusión al Frente Amplio] hayan accedido al gobierno, esto no implica el acceso al poder” [...] “los resortes fundamentales del poder los si-guen manteniendo los ámbitos de las altas fi nanzas, las cámaras em-presariales, sectores de la alta burguesía del Estado, los mandos de las fuerzas armadas y los oligopolios de la comunicación” (OSAL, 2007c). El otro acto fue convocado por sectores opositores “independientes del gobierno”, como el Movimiento 26 de Marzo, la Tendencia Clasista y Combativa, la Corriente de Izquierda, la Plenaria Memoria y Justicia, el Partido de Trabajadores y militantes sindicales de la educación, la salud, bancarios, estudiantes, jubilados, desocupados, integrantes del Sindicato Único de Automóviles con Taxímetros, Telefonistas y trabaja-dores del transporte y municipales, entre otros; acusaron a la dirigencia del PIT-CNT de ser “furgón de cola del gobierno”, cuestionaron a la “burocracia sindical”, exigieron la independencia política de los traba-jadores y criticaron duramente al gobierno de Vázquez, al que acusa-ron de venderse al liberalismo y las multinacionales (OSAL, 2007c). En 2008 y 2009 se realizaron nuevamente actos separados con las mismas características que en 2007. Las diferencias políticas existentes entre el PIT-CNT y el gobierno de Vázquez no implicaron sin embargo la ruptura de la alianza; funcionarios del gobierno participaron del acto en ambos años y el PIT-CNT volvió a plantear sus críticas con respecto a algunas políticas que se llevaban a cabo, y su apoyo a otras. En 2009 los oradores afi rmaron que en las elecciones presidenciales de ese año confrontarían “dos modelos de país”: el que expresaba los intereses del “bloque de poder” defensor “de los intereses del capitalismo”, cuyo objetivo era retomar las políticas neoliberales de la década del noventa,

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y el impulsado por los trabajadores; plantearon la necesidad de un “mo-delo de país productivo” y una política internacional con “perspectiva artiguista” (Fernández, 2009)13.

Otro país donde solían hacerse actos únicos era Nicaragua. Sin embargo, en 2007, además del acto convocado por la FTN y en el que estuvo presente el presidente Ortega, unos mil trabajadores marcha-ron convocados por el Consejo Permanente de los Trabajadores (CPT), opositor al gobierno; participaron empleados despedidos del Estado, trabajadores de las maquilas, médicos, docentes afi liados a la Unidad Sindical Magisterial, diputados de la Alianza Liberal Nicaragüense y del Movimiento Renovador Sandinista, el Movimiento Autónomo de Mujeres, el Movimiento por Nicaragua, el Movimiento de Acción De-mocrática y la Red por Nicaragua; reclamaron un aumento salarial, mejores condiciones de trabajo y respeto al convenio colectivo y a los derechos laborales. En 2008, los actos fueron tres: además del acto en el que participó el presidente Ortega, trabajadores y desocupados or-ganizados en sindicatos independientes marcharon en protesta por la ola de despidos en la administración pública y en las maquilas de zona franca; en la tercera manifestación, convocada por el CPT, demandaron al gobierno que tomara medidas para detener el alza en los precios de la canasta básica.

Después del acto de 2007 en Ecuador, con la presencia del presi-dente Correa, en 2008 y 2009 se observan confl ictos entre las organiza-ciones sindicales y el gobierno. En 2008, en un acto organizado por el Frente Unitario de Trabajadores, la Confederación Ecuatoriana de Or-ganizaciones Sindicales Libres (CEOSL) y la Unión General de Trabaja-dores, los dirigentes pidieron al gobierno no “satanizar, ni desprestigiar a la clase obrera”; destacaron la aprobación del mandato que eliminó la tercerización y la intermediación laboral y el contrato por horas14, aunque también el dirigente de la CEOSL, Edgardo Valdez, criticó a la Asamblea Constituyente porque “no ha cumplido con los trabajadores”, ya que dijo que la “tercerización se mantiene pero con otro nombre” y que en la Asamblea Constituyente existe un grupo que “está del lado de los patronos” (Explored, 2008). Por su parte, en Guayaquil, miles de tra-bajadores celebraron la eliminación de la tercerización, a pesar de que la Confederación de Trabajadores del Ecuador y la Federación de Tra-bajadores Libres del Guayas habían declarado su distancia del gobierno

13 Se realizaron, además, tres actos convocados por organizaciones de izquierda oposi-toras al gobierno, marcándose una tendencia a la fractura.

14 “La tercerización, la intermediación laboral y cualquier forma de precarización de las relaciones de trabajo quedaron eliminadas la noche de este miércoles por decisión de los miembros de la Asamblea Constituyente” (Asamblea Constituyente, 2008).

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(Explored, 2008). En 2009, los trabajadores expresaron su repudio a las concesiones mineras y a la política laboral del gobierno.

Por su parte, en Paraguay, en 2009, se realizaron dos marchas: una, organizada por la CSC, para la cual, a un año de gobierno de Lugo “nada ha cambiado en la administración del Estado”; la otra, convocada por la CNT, la Central Paraguaya de Trabajadores, la CUT y la CUT-A, en la que también cuestionaron la falta de acción del gobierno en políticas para la creación de puestos de trabajo mediante la reactivación indus-trial, así como el plan anticrisis del ministerio de Hacienda. También en Brasil se movilizaron, en varios años, distintas organizaciones sindica-les y sociales, criticando la política del gobierno de Lula da Silva.

En Argentina, los momentos de unidad en la movilización por el 1º de mayo han sido excepcionales en la década. Como hemos dicho, entre 2003 y 2005 pareció superarse la fragmentación observada entre 2000 y 2002. Pero se trató de una tendencia sólo dentro del conjunto de los trabajadores vinculados a organizaciones de izquierda, no en el conjunto de la clase. En 2003, la existencia de dos movilizaciones obedeció al alineamiento con respecto a la segunda vuelta electoral por la presidencia (que fi nalmente no se llevó a cabo): en el acto convo-cado por partidos de izquierda (como el Partido Comunista, el Partido Obrero, la Liga Socialista Revolucionaria, Democracia Obrera, Con-vergencia Clasista, Izquierda Unida), organizaciones de desocupados (Movimiento Territorial de Liberación, Movimiento Barrios de Pie, Polo Obrero, Coordinadora de Trabajadores Desocupados, Movimiento In-dependiente de Jubilados y Desocupados, Coordinación de Unifi cación Barrial, entre otros), asambleas barriales, la Federación Universitaria de Buenos Aires, trabajadores de empresas recuperadas y organiza-ciones de derechos humanos, se llamó a no votar por ninguno de los dos candidatos presidenciales (Néstor Kirchner y Carlos Menem). En cambio, la CTA y la Federación de Tierra y Vivienda (FTV), organi-zadoras del otro acto, llamaron a votar por Kirchner. Entre 2004 y 2006, las únicas movilizaciones fueron las organizadas por partidos de izquierda, organizaciones de desocupados, estudiantiles, asambleas barriales y comisiones internas de fábrica, todos opositores al gobierno de Kirchner. No hubo actos organizados por las centrales sindicales –CGT y CTA. Desde 2007 se observa un cambio. Ese año, además del tradicional acto de los partidos de izquierda, la CTA realizó un acto en la provincia de Neuquén, donde el docente Carlos Fuentealba había sido muerto por la policía durante una protesta del gremio en el mes de abril; en Buenos Aires, en cambio, sólo hicieron un acto en un teatro. Por su parte, y también en un lugar cerrado, dirigentes de cooperati-vas de trabajo y empresas recuperadas llevaron a cabo otro acto en Buenos Aires, que contó con la presencia de funcionarios del gobierno

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nacional y los dirigentes Luis D’Elía (FTV) y Edgardo Depetri (Frente Transversal Nacional y Popular). En 2008 volvieron a multiplicarse los actos. Registramos los siguientes: en la Plaza de Mayo, la Asociación Madres de Plaza de Mayo hizo un pequeño mitin, en que criticaron a la burocracia sindical; también en la Plaza de Mayo hubo un acto con-vocado por el Partido Obrero, Convergencia Socialista, Coordinadora de Ocupados y Desocupados y la Asamblea de San Telmo, opositores al gobierno; en La Boca, hubo un acto convocado por anarquistas; en el estadio Luna Park participaron obreros y estudiantes convocados por la CCC y el Partido Comunista Revolucionario, con la adhesión de dirigentes políticos, sindicales y de derechos humanos, que expresaron su apoyo a la protesta de los propietarios agropecuarios contra el au-mento de las retenciones a las exportaciones de productos del agro; la CTA organizó su acto en un estadio de fútbol; también hubo un acto del Partido de Trabajadores por el Socialismo; fi nalmente, unas 20 or-ganizaciones sociales –como la FTV, el Frente Transversal Nacional y Popular y el Movimiento Octubres− se reunieron en el Aula Magna de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires para reafi rmar su respaldo al “gobierno popular”. Por último, en 2009, lo novedoso fue la primera movilización masiva convocada por la CGT en esta década en ocasión del 1º de mayo –aunque se hizo el 30 de abril−, que, como dijimos, reunió a más de 80 mil manifestantes en Buenos Aires, y en la que se expresó el respaldo al gobierno nacional. El otro acto fue el organizado por los partidos de izquierda, trabajadores de empresas re-cuperadas y cuerpos de delegados.

Por último, en varias de las movilizaciones desarrolladas en 2009 aparece la referencia a la crisis económica mundial, que afecta a la región. La consigna de la marcha convocada por el PIT-CNT en Monte-video fue “Que la crisis no la pague el pueblo”; en el acto convocado por organizaciones de izquierda en Buenos Aires fue “Que la crisis la pa-guen los capitalistas, no los trabajadores”; “La crisis la tienen que pagar los empresarios que ganaron y se enriquecieron” fue la consigna en la marcha de la CUT en Santiago de Chile; en la República Dominicana, el secretario general de la Unión Nacional de Jóvenes Trabajadores afi rmó que “En medio de esta crisis económica, la mayor carga no se puede dar a los trabajadores, por eso vinimos” (Torres y Corporán, 2009). También hubo alusiones a la crisis en los actos realizados en Nicaragua, Para-guay, México, Costa Rica y Puerto Rico.

A MODO DE SÍNTESISEste artículo constituye una primera aproximación al estudio de la si-tuación de la clase obrera en Nuestra América a comienzos del siglo XXI, por lo que es preciso profundizar tanto el análisis de los actos y

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marchas por el 1º de mayo como otros hechos políticos en que se haya hecho presente la clase obrera a lo largo de la década en la región.

En una primera mirada, y considerando sólo las movilizaciones por el 1° de mayo, puede observarse que en éstas aparecen expresados los procesos que caracterizaron a la década, lo que muestra que la clase obrera ha formado parte de los procesos de resistencia y de cambios. Esto pone en cuestión la visión de una clase obrera inexistente, irrele-vante o ajena a las transformaciones actuales.

Con excepción de Cuba y Venezuela –inmersas en procesos di-ferentes-, al comienzo de la década, en todos los actos desarrollados en la región, los trabajadores expresaron claramente su rechazo a las llamadas políticas neoliberales aplicadas por sus respectivos gobiernos nacionales. La clase obrera aparece relativamente aislada y fracturada, prolongación de la relación de fuerzas desfavorable de décadas anterio-res. Se trata de la resistencia al deterioro en las condiciones de vida y de trabajo y la pérdida de conquistas históricas impuestas por la ofensiva de la oligarquía fi nanciera desde la década de 1970.

La crisis de 2001-2003 constituyó un punto de infl exión. A partir de entonces crecieron las movilizaciones, se ampliaron los sujetos movi-lizados junto a los trabajadores y se verifi có una tendencia a la unidad. Junto a los gobiernos nacionales, los blancos principales de las marchas pasaron a ser los Estados Unidos y los organismos internacionales de crédito. Junto a la oposición a las políticas “neoliberales”, predomina-ron las consignas antiimperialistas y democráticas.

Se verifi có entonces un cambio en la relación de fuerzas en parte de la región. Alianzas sociales con participación del movimiento obre-ro y otros sujetos populares accedieron al gobierno en varios países; alianzas que expresaron, en distintos grados, el contenido de las movi-lizaciones de la primera mitad de la década. A la vez, cabe recordar que en 2005 quedó neutralizado el proyecto del ALCA en la Cumbre de las Américas celebrada en la ciudad argentina de Mar del Plata, y tomaron impulso una serie de iniciativas de integración regional con indepen-dencia de los Estados Unidos, siendo el ALBA la principal.

Esas alianzas sociales con participación obrera y popular que asumieron el gobierno presentaron en varios casos signos de crisis en los últimos años: en varios de los actos se observa que los objetivos plan-teados por el movimiento obrero y otros sujetos populares no se encon-traban contenidos plenamente en la política llevada adelante. Además, los alineamientos en relación con esos gobiernos llevó a, o profundizó, fracturas al interior de la clase obrera.

Asimismo, esos procesos se enfrentaron y se enfrentan con la oposición activa de la fuerza de la oligarquía fi nanciera, que cuenta con

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el apoyo e intervención directa de los Estados Unidos15. En algunos de los actos aquí referidos se vislumbra ese enfrentamiento. Es el caso de Bolivia, donde en 2008 los trabajadores expresaron su rechazo al refe-rendo autonómico llamado por la oposición de derecha en Santa Cruz; los choques entre “chavistas” y “antichavistas” en Venezuela; la carac-terización sobre la confrontación entre dos modelos de país hecha por el PIT-CNT en vistas a las elecciones de 2009; el apoyo expresado por los trabajadores hondureños a la “cuarta urna” (proyecto que, como es sabido, fue tomado por la fuerza oligárquica como excusa para el golpe de estado contra el presidente Zelaya); entre otros.

El Bicentenario estará pues signado por la confrontación entre estas distintas fuerzas; de su resolución dependerán las perspectivas de desarrollo del poder popular y del socialismo del siglo XXI.

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Gómez Leyton, Juan Carlos (coord) 2008 “Cronología del Confl icto Social - Chile - mayo de 2008” en www.clacso.edu.ar/clacso/areas-de-

15 Recordemos la intervención directa de los Estados Unidos en el fallido golpe contra Chávez, el papel de la CIA y la DEA denunciado por Evo Morales en Bolivia, el papel que juegan numerosas Organizaciones no Gubernamentales en varios países de la región, la instalación de tropas estadounidenses en bases militares de Colombia, e innumerables ejemplos más.

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Steve Cushion*

UNA SUBLEVACIÓN DE LA CLASE OBRERA CONTRA EL IMPERIO BRITÁNICO

* Steve Cushion, doctorando en el Institute for the Study of the Americas de la Universi-dad de Londres donde, antes de jubilarse, trabajaba en el departamento de Humanida-des, Artes y Lenguas como profesor de la lengua francesa, de la política francesa y de la historia de Europa. Sirvió al comité ejecutivo de la NATFHE, sindicato nacional de los profesores de la educación superior en el Reino Unido. Su tesis lleva por titulo: “La clase obrera y el derrumbamiento de Batista: la relación entre la lucha de masas y la acción armada en Cuba, 1952-1959”.

EN LA DÉCADA DEL TREINTA DEL SIGLO XX, las colonias británi-cas del Caribe vivieron una sucesión de huelgas y disturbios conocidos como The Labour Rebellions (Las rebeliones laborales). Aunque mu-chos están de acuerdo en que la aparición del movimiento sindical fue consecuencia directa de estos acontecimientos, la opinión del mundo académico está dividida acerca de los benefi cios reales que obtuvo la clase obrera antillana. Por un lado, Arthur Lewis (Lewis, 1939: 52) y Robert Alexander (Alexander, 2004: 254) escriben en términos elogio-sos sobre el progreso que hicieron los trabajadores. El primero habla hasta de “una revolución política”. Por otro lado, Cynthia Barrow-Giles (Barrow-Giles, 2002: 74) y Gordon Lewis (Lewis, 1968: 397) adoptan una perspectiva diferente y ven una situación potencialmente revolu-cionaria que se encauzó en los marcos institucionales, considerando

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que las conquistas sociales moderadas no fueron más allá de un apla-zamiento que mantuvo intacta la base económica de la oligarquía. Una manera de sopesar los pro y los contra de estas posiciones es evaluar hasta qué punto los trabajadores sacrifi caron sus intereses económicos por el benefi cio propio de políticos burgueses.

A partir de algunos malestares de poca importancia en Honduras Británica, las Bahamas, Trinidad, Jamaica y Guyana Británica en 1934, la ola de revueltas estalló verdaderamente en 1935 con una huelga de azucareros en San Cristóbal. En el mismo año tuvieron lugar huelgas y disturbios en San Vicente y Santa Lucía. Poco después, en 1937, hubo más brotes de violencia en Barbados y Trinidad; durante 1938 en Ja-maica y, fi nalmente, en Guyana Británica en 1938 y en 1939 (Hart, 1993: 9-18). En todos los casos se reitera el mismo patrón en el desarrollo de los acontecimientos: una huelga o manifestación similar debía en-frentarse a toda la fuerza del Estado colonial y, a menudo, a la llegada de un barco de guerra de la armada británica. Dichos movimientos contestatarios fueron reprimidos con violencia exagerada por la po-licía, el ejército y matones pro-empresariales, llamados “voluntarios”. Los trabajadores resistieron lo mejor que pudieron, pero tuvieron que enfrentarse a una represión masiva. Finalmente, regresaron al trabajo con muy pocas mejoras materiales inmediatas. Entre 1934 y 1939, las fuerzas del Estado dieron muerte a 46 trabajadores, hirieron a otros 429 y encarcelaron a otros miles más (Lewis, 1939: 18). Sin embargo, no hay indicios de una coordinación regional detrás de estos acontecimientos; por consiguiente, tenemos que buscar una explicación en las condicio-nes políticas y económicas.

Después de la abolición de la esclavitud, los hacendados, con sus aliados en el gobierno colonial, se habían esforzado por mantener una economía de mano de obra barata para maximizar sus benefi cios basa-da en la exportación de azúcar (Hart, 1998: 45-49). La crisis económica que se inició en 1929, asociada al crac de Wall Street, provocó signifi ca-tiva pobreza y desempleo en todo el mundo capitalista. Estados Unidos (EEUU), Cuba y Panamá repatriaron a muchos trabajadores emigran-tes, lo cual afectó gravemente a las Antillas británicas.

Al estallar las huelgas en 1938, el nivel de desempleo en Jamaica era de 36%, y el 75% de su mano de obra asalariada recibía menos de una libra esterlina por semana. Los trabajadores no habían obtenido aumentos salariales durante siete años (Hart, 1988: 33 y 63), mientras las viviendas inadecuadas, la desnutrición y la insalubridad agravaban el resentimiento que producían esas condiciones de trabajo. El nivel de pobreza y hambre era tal que en 1937 los manifestantes en Barbados saqueaban campos de patatas para sobrevivir. Asimismo, el sistema colonial no les daba ningún derecho de compensación.

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Aunque en Inglaterra los sindicatos eran legales desde 1871, en las Antillas británicas las autoridades coloniales imponían restriccio-nes rigurosas o incluso los prohibían en algunas islas, al tiempo que la ley no permitía a los obreros formar piquetes de huelga. Sin embargo, los trabajadores habían tratado de formar organizaciones políticas y sindicales en las colonias más grandes como Guyana Británica y Tri-nidad pero, dada la pobreza de los obreros y las condiciones políticas desfavorables, su existencia era precaria. No obstante, incluso en las colonias donde había algún tipo de organización obrera, las huelgas de los años treinta parecieron espontáneas. En aquel momento, las organi-zaciones obreras que existían estaban comprometidas con una política reformista que aceptaba el status quo colonial y por lo tanto pudieron solamente seguir el movimiento de masas más que encabezarlo. Dadas estas circunstancias, voceros cultos de la clase media se pusieron a la cabeza del movimiento.

El hecho de que personas de origen burgués pudieran ejercer tal infl uencia atestigua la naturaleza no democrática de las colonias del Caribe y la falta de estructuras representativas válidas a través de las cuales los trabajadores pudieran expresarse u obtener respuesta a sus reclamos. El sufragio restringido en todas las colonias garantizaba la dominación ininterrumpida de la élite blanca con la ayuda de una capa leal de gente de color, en su mayoría mulatos, proveniente de la pequeña burguesía. Las autoridades habían hecho todo lo posible para evitar la creación de una clase media autóctona mediante una política económica que favorecía al empresariado y que limitaba la propiedad de tierras para la gente de color. Por consiguiente, había un vínculo entre la clase económica y el color de piel que tuvo como resultado una mezcla de nacionalismo negro y conciencia de clase en el pensamiento político de los trabajadores (Daniel, 1957: 163).

Las infl uencias socialistas eran una mezcla de marxismo con un reformismo infl uido por el Partido Laborista británico. El aporte labo-rista buscaba una reforma gradual dentro del marco del Imperio Britá-nico, y era hostil a cualquier organización a nivel de las bases (Bolland, 2001: 360). Además, la federación sindical británica, el Trade Union Con-gress (TUC), que estaba totalmente atemorizada por su derrota en la huelga general de 1926, seguía la línea de esta política pro-imperialista: sus intervenciones promovían el compromiso y la capitulación más que ofrecer ayuda desde una perspectiva internacionalista. Esta tendencia se asociaba con el Capitán Cipriani en Trinidad y Hubert Critchlow en Guyana Británica. Sin embargo, tales dirigentes veteranos fueron incapaces de proveer el liderazgo necesario en el periodo de confl icto laboral agudizado de la década del 30, y los acontecimientos se les ade-lantaron (Lewis, 1968: 269).

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El capitán Cipriani, ofi cial jubilado del Ejército británico, dirigía una organización obrera en Trinidad y Tobago, que se llamaba origi-nalmente Trinidad Workingmen’s Association (TWA), Asociación de los Obreros de Trinidad, pero más tarde se cambió el nombre a Trinidad Labour Party (TLP), Partido del Trabajo de Trinidad, predicando el so-cialismo reformista moderado del mismo tipo que el Partido Laborista británico. Cipriani venía de una familia terrateniente acomodada y, bajo su liderazgo, el TWA/TLP daba su apoyo a miembros benevolentes de la clase alta que pudieran iniciar reformas en nombre de los pobres. Deploraba la acción directa y, como declara Rhoda Reddock:

Las luchas durante los años de Cipriani, tuvieron lugar, no en la calle, sino en el consejo legislativo. (Reddock, 1994: 124)

No obstante, a pesar de la actitud hostil de Cipriani hacia las huelgas de 1937 en Trinidad, utilizando su posición de Alcalde de la ciudad de Puerto de España para poner en práctica medidas represivas, su organización había creado un ambiente de discusión política, único en las Antillas británicas, donde muchos líderes de las huelgas de 1937 habían tenido una experiencia organizativa valiosa.

El marxismo anglo-caribeño solamente tenía existencia organi-zativa en la isla de Jamaica, donde un pequeño grupo de militantes en torno a Hugh Buchanan y Richard Hart producía un periódico, Jamaica Labour Weekly. Sin embargo, no tuvieron mucha infl uencia cuando estallaron los disturbios y se vieron marginados por políticos burgueses como Alexander Bustamante (Hart, 1989: 18). Por otra parte, los marxistas de Trinidad, George Padmore y C.L.R. James, aunque hacían una contribución enorme al desarrollo del marxismo a nivel internacional, ya no estaban en las Antillas. Sin embargo, esto no sig-nifi ca que la infl uencia marxista no haya sido importante. El hecho de que los marineros comunistas del barco estadounidense Veragua, en ese momento atracado en el puerto de Kingston, se negaran a romper la huelga y hablaran en mítines en apoyo de los obreros jamaicanos, destaca el papel de su sindicato, la National Maritime Union (NMU), que mantenía un puente de solidaridad entre los EEUU y el Caribe (Post, 1978: 357). Además, el Secretario local de la NMU en Nueva York fue un comunista de origen jamaicano que utilizaba su posición para facilitar la distribución de periódicos como The Negro Worker, que comunistas negros producían en Harlem bajo la orientación de George Padmore (Stevens, 2006: XVII).

Los vínculos entre los estibadores radicales y los marineros en la región eran un canal muy importante para difundir la información y el contacto con las ideas socialistas y nacionalistas. Por último, otra infl uencia izquierdista se encuentra en el regreso de muchos trabajado-

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res emigrantes de los EEUU y de Cuba que habían tenido contacto con los partidos comunistas de esos países (Witney, 2001: 75).

Un ejemplo de esta infl uencia internacional es Rupert Gittings, que regresó a Trinidad de Francia después de haber sido deportado a causa de su participación en las actividades del Partido Comunista du-rante la huelga general francesa de 1934. (Reddock, 1994: 136).

No obstante, aunque el marxismo dio una mayor conciencia de la naturaleza de la opresión y explotación que sufrían los trabajadores caribeños y contribuía a fomentar su acción combativa, nunca creó una forma organizativa que pudiera hacer avanzar las revueltas en una dirección socialista.

Al considerar infl uencias externas, debemos tener en cuenta al movimiento obrero internacional. Las nefastas consecuencias de la cri-sis económica mundial para los obreros de todas partes contribuyeron a que, a mediados de la propia década del 30, una oleada de huelgas de brazos caídos y encierros de fábricas recorriese Francia y EEUU. Arthur Lewis, poco después, destacó en sus escritos que estos aconte-cimientos suscitaron mucho interés en las Antillas (Lewis, 1939: 19). Cuba vio huelgas generales en 1933 y 1935, la primera de las cuales derrocó la dictadura de Gerardo Machado (Carr, 1996: 150), y Puerto Rico fue testigo de la mayor huelga azucarera de su historia en 1934 (González, 1998: 13-14). En 1935, tres semanas después de la huelga de azucareros en San Cristóbal, los azucareros de la isla francesa vecina de La Martinica siguieron su ejemplo y, a partir de una marcha de hambre, ocuparon la capital colonial Fort-de-France, y ganaron todas sus reivindicaciones (Castañeda, 1998: 83-4). Los obreros emigrantes de las colonias británicas participaron en todas estas acciones, y trajeron la experiencia y una mayor confi anza a su regreso.

Si las políticas socialistas, comunistas y sindicalistas de otros lugares ejercieron infl uencias indirectas, Marcus Garvey y su Asocia-ción Universal para el Adelanto de la Raza Negra1 (UNIA, por su sigla en inglés) tuvieron una participación más directa porque, como dice Nigel Bolland: “él se situaba en la encrucijada de dos solidaridades” (Bolland, 2001: 169), de la clase y de la raza. Garvey había participado en la actividad sindicalista en Jamaica a principios del siglo XX, antes de salir para los EEUU en 1916, y tuvo un breve interés por los sindica-tos cuando regresó a la isla en 1929.

1 La Asociación Universal para el Adelanto de la Raza Negra tenía como objetivo: “unir a toda la gente de origen africano del mundo en un solo cuerpo para establecer un país y un gobierno absolutamente propios”. Marcus Mosiah Garvey, Discurso dado en el Liberty Hall en la ciudad de Nueva York (25 de diciembre de 1922).

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No obstante, él se interesó más por la “auto mejora” pequeño burguesa y, cuando las rebeliones estallaron, el garveyismo estaba dis-minuyendo como fuerza organizativa, mientras que el mismo Garvey ya vivía en Londres, desde donde no pudo entender la importancia de las huelgas, respondiendo a James y Padmore, durante un intercambio acalorado en el Hyde Park, que los agitadores habían engañado a los huelguistas. (Bolland, 2001: 170).

A pesar de todo esto, muchos de los dirigentes huelguistas eran garveyistas, y no debemos subestimar su papel cuando evaluamos su con-tribución a las rebeliones, porque sus enseñanzas daban mucha confi anza y amor propio a los obreros negros de las colonias británicas (Martin, 1993: 365). Sin embargo, hay que reconocer que se valía de su infl uencia para promover la concepción de un “capitalismo negro” y para enfatizar la supremacía de la raza sobre la clase, lo que inhibió la formación de una dirección obrera independiente de los sindicatos que surgieron de las lu-chas de los años treinta. De ese modo, les allanó el camino a políticos ne-gros pequeño burgueses para asumir el control del movimiento obrero.

Sin embargo, en Trinidad había la sola organización en las Anti-llas británicas cuya política unifi caba socialismo, nacionalismo, anti-racismo, feminismo y anti-colonialismo, la Negro Welfare, Cultural and Social Association (NWCSA), la Asociación Benefactora, Cultural y So-cial de los Negros. Después de separarse de Cipriani en 1934, los futu-ros líderes de la NWCSA, Elma Francois y Jim Barrette, participaron activamente en solidaridad con la huelga de azucareros de 1934, y con la huelga en la refi nería de petróleo Apex en 1935, así como con el mo-vimiento de solidaridad con el pueblo de Etiopía contra la invasión ita-liana. En 1934, Francois y Barrette, junto con un emigrante que había regresado de Nueva York y había trabajado con George Padmore en Har-lem, fundaron el National Unemployed Movement (NUM), Movimiento Nacional de los Desempleados, que organizó hunger marches, marchas de hambre, para protestar contra los altos niveles de desempleo en la isla. La NWCSA era muy activa durante la agitación que precedió a la huelga de 1937, pero se sorprendió tanto como todos los demás cuando estalló. Sin embargo, trabajó muy activamente para extender la acción desde el yacimiento petrolífero, donde la huelga empezó, hasta la capital y, como resultado de esto, sus miembros fueron los más castigados por la represión del régimen colonial (Reddock, 1998: 5-18).

En cada disturbio, las autoridades reaccionaron inmediatamente con la utilización de violencia represiva. Como dice Glenn Richards acerca de San Cristóbal:

La preservación del orden público no se distinguía de la discipli-na de trabajo en la legislación de trabajo existente. Las fuerzas

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armadas a disposición de la administración de San Cristóbal, tanto local como imperial, se alistaron para garantizar que los terratenientes mantuvieran su control sobre el trabajo [...] El pa-pel de la policía en San Cristóbal era, por lo tanto, esencialmente la administración de relaciones industriales para el interés de las clases empresarias (Richards, 1993: 19).

Así, en esta colonia, cuando unas huelgas pacífi cas estallaron en enero de 1935 y se extendieron por “piqueteros volantes”, la policía y los capataces dispararon inmediatamente sobre la muchedumbre y rompieron la huelga con la fuerza armada.

De la misma manera, en San Vicente, cuando más tarde en ese año estalló un disturbio contra la intención de reducir los impuestos de importación sobre las mercancías de lujo y, al mismo tiempo, imponer un aumento sobre artículos de consumo diario, la policía y “volunta-rios”, con refuerzos de la infantería de marina del buque de guerra HMS Challenger, mataron de tiros a seis manifestantes e hirieron a muchos más. Así, estas acciones establecieron una pauta que se repitió durante las revueltas que siguieron en Jamaica, Barbados, Trinidad y la Guyana británica.

Antes de considerar la naturaleza del movimiento obrero que surgió de la rebelión, primero sería útil ver los resultados inmediatos de las huelgas. En los casos de San Cristóbal, San Vicente y Santa Lucía, una vez que restablecieron el orden, las autoridades coloniales y los patronos se sintieron lo sufi cientemente seguros como para rechazar todas las reivindicaciones de los obreros. Quizás debido a esas derrotas en 1935, el año 1936 fue, en general, un año tranquilo.

En Trinidad, tras el aplastamiento de las huelgas, las compañías petroleras aumentaron el sueldo de sus empleados en dos centavos por hora, además de mejorar algunos incentivos y retirar el odiado “Libro Rojo”, pasaporte laboral que las autoridades coloniales obligaban a to-dos los obreros a llevar y que contenía detalles de su trabajo anterior, facilitando de ese modo la operación de la lista negra (Craig, 1988: 20 y 32). Estas reformas resultaron importantes para la industria petrolera de Trinidad, que proveía al Imperio Británico del 62% de su petróleo. Las huelgas en el resto de las colonias produjeron pocos benefi cios con-cretos, pero la naturaleza acumulativa de las luchas no pasó desaperci-bida en Londres. El gobierno imperial reaccionó de forma tradicional y envió una comisión investigadora que produjo un ambiente de gran expectativa. Dado el fracaso relativo de las huelgas desde el punto de vista económico, la llegada de la comisión ayudó a dirigir el desconten-to en una dirección más políticamente reformista, aunque el malestar esporádico continuó.

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A pesar del éxito de la represión del Estado que puso fi n a las huelgas, la administración colonial se dio cuenta de la necesidad de reformas. Las conclusiones de la comisión investigadora fueron tan escandalosas que el gobierno no publicó el informe hasta el fi n de la Segunda Guerra Mundial, temiendo que pudieran usarlo como pro-paganda. Además de alguna legislación protectora de los obreros, la conclusión principal de la comisión fue el reconocimiento de que la falta de una vía legítima para expresar las quejas había exacerbado los disturbios. Por lo tanto, el gobierno decidió despenalizar los sindicatos de manera que estuvieran bajo el control de dirigentes “responsables”. Las mujeres habían sido particularmente activas durante las huelgas, pero la nueva dirección de la política colonial ponía énfasis en la familia patriarcal con el hombre como único asalariado, reduciendo así el papel de las mujeres en los sindicatos “responsables” (Reddock, 2005: 36).

Los sindicatos desempeñan un doble papel en la sociedad capita-lista: sirven para defender los intereses de la clase obrera, así como para contener a los trabajadores dentro de los confi nes que fi ja el sistema. Hay una contradicción evidente entre ambos roles. La efectividad del rol defensivo depende de la política del liderazgo de la organización y de la capacidad de los afi liados para ejercer un control democrático sobre ese liderazgo. Las autoridades coloniales, con la ayuda de la TUC (la Federación Sindical Británica), manipularon la situación con habi-lidad. Promovieron divisiones y desacuerdos que se basaron más en las personalidades que en la política, y de ese modo pudieron reducir la capacidad de los nuevos sindicatos de ganar mejoras verdaderas para la clase obrera (Henry, 1972: 37-46).

Los nuevos dirigentes generalmente provenían de la clase media local y, a pesar de que muchos de ellos eran evidentemente sinceros, tenían sus propios intereses políticos dentro del sistema colonial. Así, los sindicatos se convirtieron en la base de los partidos que dominarían la vida política antillana a partir de entonces, pero que eran más nacio-nalistas que socialistas (Bakan, 1990: 5). Es signifi cativo que en el único lugar donde la política nacionalista se unió con la política socialista −el movimiento independentista de Guyana Británica− el gobierno metro-politano, con la ayuda de los EEUU, que veía una amenaza a su hege-monía en el Caribe, explotó divisiones raciales entro los afro-guyaneses y los de origen asiático para asegurarse una Guyana independiente en manos anticomunistas.

Los dirigentes pequeño burgueses de los nuevos sindicatos fo-mentaron el colaboracionismo de clase, una posición política que prove-nía lógicamente del nacionalismo negro de Garvey y del reformismo de la socialdemocracia británica. Esto llevó a la clase obrera en las Antillas Británicas a sostener una visión capitalista de independencia que rele-

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garía a segundo plano las reivindicaciones obreras que habían lanzado la ola de huelgas. Los movimientos independentistas que recorrieron el Imperio Británico después de la Segunda Guerra Mundial tuvieron sus orígenes en las luchas anteriores a la guerra en las colonias. Sus dirigentes pertenecían típicamente a secciones de la clase media que se sentían frustradas por el atraso económico y social que la situa-ción colonial les imponía, y que querían convertir a su patria en una nación independiente para resolver estos problemas, lo que les creaba la necesidad de construir una base de masas que pudiera luchar por la independencia (Harman, 1992: 12). Sin embargo, a fi n de mantener sufi ciente mano de obra para trabajar en las plantaciones azucareras, el gobierno colonial había restringido la posibilidad de desarrollar un campesinado u otras pequeñas empresas. Ello signifi caba que el movi-miento independentista debía tener su base en el proletariado a falta de otros estratos sociales signifi cativos.

Por ejemplo, Grantly Adams, el abogado defensor de un líder obrero local, Clement Payne, cuya deportación provocó la revuelta de 1937 en Barbados, usó la situación para convertirse en futuro primer ministro de su país después de la independencia. Payne era un miem-bro activo de la NWCSA mientras vivía en Trinidad y, cuando regresó a Barbados en marzo de 1937, empezó a organizar mítines públicos junto con un grupo de socialistas y garveyistas. Cuando la policía lo arrestó y lo deportó secretamente a Trinidad, estallaron disturbios y la policía disparó sobre la multitud. Empezaron huelgas en el puerto, en la fun-dición y entre los trabajadores del transporte, mientras los conductores de autobús difundieron las noticias hasta las regiones rurales antes de declararse en huelga ellos mismos. La huelga fue aplastada de manera habitual cuando la policía y los voluntarios mataron a 14 trabajadores e hirieron a otros 47. Adams utilizó el juicio y la siguiente comisión de investigación para establecerse como líder del movimiento obrero y para dirigirlo hacia un camino moderado. El alto nivel de desempleo y el temor de perder su empleo asustaron a la mayoría de los trabajadores que no querían ponerse a la cabeza durante tiempos normales y, así, profesionales autónomos, como abogados, podían rellenar ese espacio. Empezaron a dar voz a las masas y, entonces, consiguieron tener el mando de los sindicatos, que utilizaron para mejorar sus perspectivas políticas. Grantly Adams era un favorito de la Ofi cina Colonial Británi-ca, que lo veía como un “reformista fi able”, quien colaboraría en su es-trategia de eliminar independentistas socialistas radicales como Payne, aunque, al mismo tiempo, promovería voceros pequeño burgueses mo-derados que hablaban en nombre de los trabajadores ordinarios pero disuadían cualquier actividad de los mismos (Bolland, 1995: 111-120).

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Si bien Alexander Bustamante y Norman Manley en Jamaica, como sus equivalentes en las islas más pequeñas, utilizaron los sindi-catos de manera parecida, los independentistas en Trinidad y Tobago procedieron con una táctica diferente. Ya hemos visto que Trinidad tenía un mundo político más desarrollado, con un movimiento obrero que se había escindido entre un ala reformista moderada dirigida por Cipriani y un ala más radical y activista dirigida por la NWCSA. Otra complicación era la presencia del British Empire Workers and Citizens’ Home Rule Party (BEW&CHRP), el Partido de los Trabajadores y Ciu-dadanos del Imperio Británico, dirigido por Uriah “Buzz” Butler quien, aunque manifestaba lealtad completa al Imperio Británico, organizó acciones de masa para promover sus reivindicaciones.

Dado este movimiento más organizado, el Gobernador Colonial persiguió un enfoque más sutil, sobre dos fl ancos, durante los distur-bios de 1935. Por un lado, arrestó a los dirigentes obreros y, por otro, dio pequeños aumentos de sueldo y otras concesiones de poca impor-tancia a los trabajadores. Aunque esta táctica “más humanitaria” dejó 14 muertos, 59 heridos y cientos de detenidos, fue demasiado blanda en la opinión de los empresarios, que presionaron con éxito al gobierno para destituir al Gobernador y al Secretario Colonial (Singh, 1987: 67). La comisión investigadora dirigida por John Forster se quejó de que “la patronal demuestra una indiferencia sorprendente ante el bienestar de su mano de obra” y apoyó la formación de sindicatos. La comisión, no obstante, reservó a las autoridades coloniales el poder de denegar reconocimiento a dirigentes “inoportunos”. Además, con un recordato-rio espantoso del armamento represivo que todavía el Estado retenía, la comisión criticó a la policía también porque había, una vez, vacilado en disparar sobre algunos manifestantes (Bolland, 1995: 97).

La situación estaba evidentemente demasiado politizada en Tri-nidad para creer que los nacionalistas moderados pudieran dominar la política de los sindicatos que se constituyó rápidamente y, entonces, las autoridades buscaron la ayuda del TUC. La central sindical bri-tánica rogó a los sindicatos, que modelaran sobre las mismas líneas constitucionales como sus homólogos británicos, que evitaran toda política, que se limitaran a los asuntos relacionados con el lugar de trabajo y que se vieran como mediadores entre el capital y el trabajo. Se organizaron becas para que los sindicalistas pudieran estudiar en la Universidad de Oxford en Inglaterra, donde recibieron formación en “responsabilidad”, mientras que otros, como Butler y la NWCSA, que rechazaron tales ofertas, fueron agobiados y encarcelados. La NCWSA, a pesar de su nombre, era una organización internacionalista que actuó en solidaridad con la República española y contra la invasión japonesa de China. Además, intentaron organizar a la población descendiente de

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trabajadores de la India en su propia isla. Sin embargo, la organización declinó durante la Segunda Guerra Mundial cuando, con la muerte de Elma Francois, perdió a su organizadora más infl uyente, al mismo tiempo que su política de oponerse a la participación colonial en lo que consideraba como una “guerra entre los blancos” no fue popular. Así, cuando empezó la agitación a favor de la independencia en la Trinidad de posguerra, su líder, Eric Williams, que no tenía sus orígenes en los sindicatos, estaba aun menos restringido por vínculos orgánicos con las clases populares (Bolland, 1995: 102-5).

Los trabajadores, por su lado, habían visto que el régimen colonial británico solamente introduciría reformas pequeñas a paso de tortuga y, a última hora, después de una acción militante (Lewis, 1968: 108). Tam-bién les ofendía el doble estándar por el cual las colonias blancas, como Australia y Canadá, se autogobernaban, en tanto que estas colonias, con una mayoría negra, sufrían de un orden político represivo y no de-mocrático, lo cual era sólo un ejemplo más del racismo sistemático que apuntalaba al Imperio Británico. En estas circunstancias, la campaña de Marcus Garvey y del movimiento comunista internacional a favor de Abisinia, que el resto de Europa había abandonado a la ocupación de la Italia fascista, echaba leña al fuego. Así, la esperanza de que un Imperio reformado diera derechos iguales y un estándar decente de vida debía parecer un sueño imposible, lo cual hizo de los obreros aliados entusiastas de los nacionalistas pequeño burgueses. La repuesta de las autoridades a las rebeliones laborales confi rmó esta opinión.

Está claro que los sindicatos que se crearon como consecuencia de las rebeliones laborales echaron los cimientos de la descolonización y la independencia. Lo que es más discutible es en qué se basa esta in-dependencia. A partir de entonces, el comportamiento respetable de la mayoría de la dirección sindical muestra que las autoridades coloniales tuvieron éxito en incorporarla al sistema, retribuyéndola con cargos en los gobiernos coloniales antes de la independencia, además de la inclusión en las listas de títulos honorífi cos otorgados por el monarca (Daniel, 1957: 170). En la mayoría de las naciones independientes de habla inglesa del Caribe, estos mismos dirigentes sindicales constitu-yeron los primeros gobiernos pero, dado que la estructura económica no había cambiado para nada, éstos gobernaron en benefi cio de los intereses empresariales que previamente habían dominado la economía colonial. No es de extrañar que los miembros comunes de sus sindica-tos no se encontraran en una posición económica mucho mejor que en los tiempos coloniales. En consecuencia, suena falsa la predicción de Arthur Lewis en 1939 de que: “Hará de las Antillas del futuro un país donde la gente común lleve una vida culta en libertad y prosperidad” (Lewis, 1939: 53).

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Nicolás Iñigo Carrera*

EMANCIPACIÓN SOCIAL Y EMANCIPACIÓN NACIONAL EN EL MOVIMIENTO OBRERO

ARGENTINO

* Historiador. Investigador del Consejo de Investigaciones Científi cas y Técnicas (CONICET). Profesor Titular de la UNCPBA. Investigador del Programa de Inves-tigación sobre el Movimiento de la Sociedad Argentina (PIMSA).

EL PROCESO DE EMANCIPACIÓN NACIONAL iniciado hace doscientos años en la mayoría de los países de nuestra América ha tenido distintos signifi ca-dos para las diferentes clases sociales que conforman nuestras socie-dades. Este trabajo tiene como punto de partida la pregunta acerca del signifi cado de esa emancipación para uno de los principales sujetos de la historia de los últimos cien años, no sólo en Argentina sino en varios países americanos: el movimiento obrero. Esta pregunta se enlaza di-rectamente con otra acerca del momento en que la liberación nacional surge como planteo del movimiento obrero organizado, y en qué proceso histórico la liberación nacional deviene meta del movimiento obrero.

Para ello observaremos los alineamientos del movimiento obrero organizado en Argentina en tres momentos históricos:

1. El centenario de la Revolución de Mayo, caracterizado por el ataque frontal que el régimen llevó adelante contra el movimiento obre-ro organizado, como respuesta a las demandas liberadoras de éste.

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2. La década de 1930, en particular la huelga y acto del 1º de mayo de 1936, cuando se intentó la conformación de una alianza social y po-lítica en la que el movimiento obrero tuviera un lugar relevante.

3. La década de 1960, que culminó con los levantamientos popu-lares y luchas callejeras de las que emergió una incipiente fuerza social que, acaudillada por la clase obrera, tuvo como meta la superación de la forma de organización social capitalista.

Estos tres momentos de la historia argentina tienen dos rasgos en común: 1) en los tres la mayoría del movimiento obrero organizado estaba proscripto políticamente y, aunque en diferentes medidas, tam-bién socialmente; 2) los tres fueron momentos ascendentes de la lucha de la clase obrera.

Pero, si atendemos a los grandes ciclos históricos que pueden señalarse en el proceso de génesis, formación y desarrollo de la clase obrera argentina1, observamos que se trata de momentos distintos.

El Centenario de la Revolución de Mayo corresponde al primer ciclo de la historia de la clase obrera, que se extiende aproximadamente entre el último cuarto del siglo XIX y las dos primeras décadas del siglo XX, y cuyo rasgo más prominente es la confrontación abierta del movi-miento obrero con el sistema institucional, aunque surge y se desarrolla también en su transcurso la estrategia de formar parte de ese sistema. Como veremos más adelante, los hechos del Centenario, que son la res-puesta del régimen de dominación a la victoria obrera (reconocimiento de las direcciones sindicales por el gobierno, que debe aceptar negociar con ellas) lograda en la Semana Roja de 1909, aparecen como una bata-lla perdida, pero son seguidos por la apertura del sistema institucional, con la modifi cación de las leyes electorales.

La huelga general y acto del 1º de mayo de 1936 corresponde a los primeros años del segundo gran ciclo en la historia de la clase

1 “Una prime ra apro xi mación al conocimiento de los más de 120 años de historia de la lucha de la clase obrera argentina permite plantear la existencia de dos grandes ciclos de alrededor de cin cuenta años cada uno (...). El primero, (...) se extiende desde la década de 1870 hasta la década del vein te y tiene su punto culminante en la Semana de Enero de 1919. El segundo, (...) se extiende (...) hasta la década de 1970, y tiene como hitos funda-menta les 1936, 1945, 1955, 1969 y 1975. Hoy estaríamos reco rriendo un tercer ciclo, que habría comenzado entre fi nes de los ’70 y comienzos de los ’80. Atendiendo a la relación de la clase obrera con el sistema institucional, en el primer ciclo las luchas tienden a darse por fuera y enfrentadas a él, aunque algunas fracciones obreras se propongan formar parte del mismo, y lo logren incipientemente. En el segundo ciclo la tendencia es a que las luchas pene tren el sis tema institucional, desbordándolo fi nalmente. En el ter-cer ciclo predomina el movimiento de repulsión desde el sistema institucional. Obvia-mente, estos ciclos se vinculan con los momentos de génesis, forma ción, desa rrollo y crisis del dominio del capital industrial en la Argentina: el primero se corresponde con los momentos de su génesis y forma ción; el segundo con su desarro llo y crisis” (Iñigo Carrera, 2000: 29).

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obrera argentina, que se extiende entre los años veinte y mediados de los años setenta del siglo XX. En este ciclo la estrategia ampliamente mayoritaria de la clase obrera argentina tiene como meta formar parte del sistema institucional, en las mejores condiciones posibles, sin pre-tender trascenderlo. En este ciclo se inserta, a mediados de la década de 1940, el surgimiento del peronismo; y suele asociarse la referencia a la “liberación nacional” con ese surgimiento: el movimiento obrero “se nacionaliza”; sin embargo, ya en los años treinta la liberación nacional y la lucha antiimperialista aparecen como banderas explícitas del mo-vimiento obrero argentino.

Los levantamientos populares de la década de 1960 se corres-ponden con los años fi nales del segundo ciclo histórico señalado, y con la crisis general del capitalismo argentino, resultante del agotamiento de su desarrollo predominantemente en extensión, que plantea la ne-cesidad histórica de un profundo cambio de la sociedad. La política de inserción en el sistema institucional político por parte del movimiento obrero habrá de poner en crisis a ese sistema, lo que hará emerger otra estrategia de la clase obrera, que tiene como meta la superación del sistema vigente y la construcción de una sociedad no capitalista.

Describiremos brevemente los hechos y el programa de la mayo-ría de la clase obrera en cada uno de ellos.

LA CLASE OBRERA EN EL CENTENARIO DE LA REVOLUCIÓN DE MAYOLas clases dominantes argentinas se propusieron convertir la celebra-ción del centenario de la Revolución de Mayo en un acontecimiento magno que mostrara al mundo una Argentina próspera, rica y moder-na, con invitados internacionales, que incluían a la Infanta española Isabel, como testigos. La revista Ideas y fi guras, dirigida por el poeta anarquista Alberto Ghiraldo, describió así esos festejos: “Mientras la turba cosmopolita de las ciudades se ponía afónica y se destrozaba las palmas en un entusiasmo que más bien era ebriedad de primates en involución; mientras los gobernantes, inseguros de sí mismos y de los resortes que manejan, hacían esfuerzos por convencer al mundo del patriotismo y la riqueza de los argentinos arrojando sobre los manteles de los banquetes o sobre los tapices de los saraos los arcones de oro amasados con el sudor de los pueblos; mientras los grandes rotativos, con gerencia en París algunos, aprovechaban la falta de fi scalización para mentir hechos y entregar a la picota a todos los amigos de la liber-tad (...)” (Ghiraldo, 1910 s/p).

Claro que la alardeada prosperidad no era para todos. Si bien comparativamente con otros países en Argentina se pagaban mejores salarios (Iñigo Carrera, J., 2007), buena parte de los trabajadores vivían

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y trabajaban en condiciones precarias. La miseria de la vida en los “conventillos”, por ejemplo, había dado lugar, apenas tres años antes, a la gran huelga de inquilinos en ambas márgenes del Plata.

Al terminar la primera década del siglo XX, existía en Argentina una masa trabajadora numerosa (ya quince años antes, los datos del censo de población mostraban que más de la mitad de la población era proletaria o semiproletaria) y un movimiento obrero que había logrado ser protagonista en las luchas políticas y sociales argentinas.

Exactamente un año antes del Centenario, entre el 1º y el 8 de mayo de 1909, las calles de Buenos Aires habían sido testigo de ma-nifestaciones obreras y populares en una ciudad ocupada por cinco mil hombres del ejército, que se sumaron a las fuerzas policiales, para intentar sofocar, sin éxito, una huelga general, declarada en repudio a la masacre perpetrada el 1º de mayo contra la concentración anar-quista de Plaza Lorea, donde cayeron ocho obreros baleados a mansal-va por la policía. La huelga general, que se extendió a las principales ciudades del país, sólo terminó cuando el gobierno, en la fi gura del presidente del Senado por delegación del presidente Figueroa Alcorta, aceptó buena parte de las demandas obreras. Con la Semana Roja de 1909, el movimiento obrero organizado, mayoritariamente anarquista y sindicalista revolucionario, logró imponerse como interlocutor de la cúpula del poder político. La masacre de Plaza Lorea tuvo su colofón seis meses después con la muerte del jefe de policía, coronel Ramón Falcón, por una bomba que le lanzó el joven obrero anarquista Simón Radowitzky. La historiografía ofi cial ha destacado que Radowitzky era extranjero, abonando así a la imagen de un movimiento obrero foráneo; quizás porque fracasó en un hecho similar o quizás para ocultar que entre los anarquistas había muchos nativos, no se recuerda que poco menos de dos años antes, en enero de 1908, el obrero mosaísta anarco comunista Francisco Solano Rojas (o Reggis), nacido en la provincia de Salta, le había lanzado una bomba al mismísimo presidente Figueroa Alcorta.

Tanto la Semana Roja como la muerte del coronel Falcón fueron seguidas por sendas declaraciones de estado de sitio, dando lugar a detenciones, deportaciones, allanamientos y clausura de locales obre-ros en todo el país, mientras que, simultáneamente, venía gestándose un movimiento por la derogación de la ley 4144, de Residencia, que permitía la expulsión de extranjeros considerados “indeseables” por el gobierno, y que se aplicaba preferentemente a los militantes obreros.

En abril de 1910, la recientemente formada Confederación Obre-ra Regional Argentina - CORA (surgida de la fusión de la Unión General de Trabajadores y sindicatos autónomos) resolvió declarar una huelga general “en defensa de la libertad de la clase obrera en la ocasión pro-

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picia del Centenario” (citado en Marotta, 1961: 422), y el 1º de mayo publicó un manifi esto reiterando la decisión de ir a la huelga si no se derogaba la Ley de residencia. El manifi esto decía que “La única cele-bración que podemos hacer en las fi estas centenarias es que ellas sean el motivo para que se consagre la conquista de una libertad. ¡Será así que la libertad se conmemorará con la conquista de más libertad!”; anunciaba que “Más y más luchas se han de producir hasta que del horizonte de la vida combativa del proletariado desaparezca ese nubarrón que inter-cepta los rayos del sol de sus libertades”; reclamaba la libertad de “los presos que yacen en las cárceles por cuestiones obreras”, incluso por las represalias que siguieron a la Semana Roja, y anunciaba que, de no aceptarse estas demandas, “la huelga general estallará en la víspera del 25 de Mayo, como un mentís a cuantas libertades quieren celebrarse y exhibirse ante el mundo civilizado”. La huelga fue convocada para el 18 de mayo, y la Federación Obrera Región Argentina (FORA) anarquista, en un acto contra el maltrato a los presos, adhirió.

El signifi cado del 25 de Mayo que rescataban tanto la CORA como la FORA nada tenía que ver con la emancipación nacional, sino con la libertad. La meta del movimiento obrero era la conquista de la libertad política.

No nos vamos a extender sobre la respuesta que las personifi -caciones del régimen, en un estado de exaltación nacionalista que no les resultaba contradictorio con la subordinación del país a los inte-reses del imperialismo inglés, dieron a las demandas obreras. Basta con enumerar las reacciones más importantes, que comenzaron el 13 de mayo: encarcelamiento de los redactores de los periódicos sindica-listas y anarquistas y secuestro de sus ediciones, decreto de estado de sitio, manifestaciones de estudiantes contra los obreros que en los días siguientes se nutrieron “de gente adinerada, diputados, empleados de gobierno, sirvientes, policías y militares” (Marotta, 1961: 73), que el Partido Socialista describió como “turbas salidas de los clubes y garitos elegantes, de los colegios de frailes y de la comisaría de investigación, esa tenebrosa repartición titulada por sarcasmo de orden social” (Ma-rotta, 1961: 427). Estas manifestaciones, encabezadas por varios diputa-dos nacionales, reconocidos dirigentes políticos, militares y policías, al grito de “¡Viva la patria!”, “¡Mueran los obreros!”, “¡Viva la burguesía!”, “¡Viva la Ley de Residencia!” y otros de rechazo a los extranjeros, incen-diaron las sedes de los periódicos anarquistas y socialistas y, con apoyo del Cuerpo de Bomberos y la policía, destruyeron la sede de la CORA. También atacaron a personas de origen ruso, destruyeron y saquearon almacenes y una librería anarquista, y, en el colmo de su exaltación, marchaban a atacar los barrios obreros de La Boca y Barracas, cuando les llegó la noticia de que eran esperados armas en mano y decidieron

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volver al centro de la ciudad, su territorio. También hubo asaltos de locales obreros en las ciudades de La Plata y Rosario.

Resulta notable el grado de unidad que lograron las clases do-minantes en estos hechos: grupos políticos habitualmente enfrentados como el roquismo y el mitrismo coincidieron en que, como dijera poco antes el diputado Emilio Mitre, hijo y heredero político del ex presi-dente Bartolomé Mitre, refi riéndose a “la cuestión social, la cuestión obrera. ¡Es un peligro! Esa cuestión es hoy mucho más seria que la política” (Ibarguren, 1955: 153); el barón Antonio De Marchi, yerno y vocero político del ex presidente Roca, presidió la reunión en la sede de la Sociedad Sportiva Argentina donde se organizaron los asaltos a los locales obreros, y encabezó las manifestaciones antes relatadas junto a otros diputados, estudiantes, comisarios y militares.

La anunciada huelga por la derogación de la ley de residencia, la libertad de los presos y la amnistía a los infractores de la ley de enro-lamiento, declarada, como dijimos, para el día 18, comenzó de hecho el 16, como respuesta a los ataques de los días anteriores, y se extendió hasta el 21; fue total en los barrios obreros de Barracas y la Boca, y me-nor en el centro de la ciudad; entre los que pararon estuvieron los obre-ros de las obras que debían alojar las exposiciones del Centenario.

En junio, a raíz del estallido de una bomba en el Teatro Colón, fue redactada, presentada y aprobada por el Congreso, y promulgada por el Poder Ejecutivo, todo en cuestión de horas, la Ley de Defensa Social, que endurecía aún más la ley de Residencia, prohibiendo, inclu-so, toda asociación o reunión que tuviera por fi nalidad la propaganda del anarquismo, castigada con prisión, lo mismo que el sabotaje y el boicot, e imponía la pena de muerte a los autores de atentados donde hubiera muertos.

En síntesis, en el hecho analizado puede observarse que en la evocación de la Revolución de Mayo por parte de las organizaciones del movimiento obrero, sólo rescataban la referencia a la libertad, mientras la emancipación nacional, la cuestión nacional, permanecía totalmente ajena, como bandera de sus oponentes.

LA FORMACIÓN DE UNA ALIANZA POLÍTICA Y LA LUCHA CONTRA EL MONOPOLIO Y EL IMPERIALISMOEntre el primero y el segundo hecho que tomamos en consideración, la situación objetiva de la clase obrera argentina tuvo importantes mo-difi caciones, tanto en el campo de la actividad económica (donde se potenció el desarrollo industrial en la década de 1920, y la llamada “sus-titución de importaciones” en la década siguiente) como en el ámbito de las relaciones políticas. La promulgación de las nuevas leyes electorales (sufragio universal masculino, secreto y obligatorio, con padrón mili-

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tar) fortaleció, a partir de 1912, cuando se aplicaron por primera vez esas leyes en elecciones de diputados nacionales, y más aún en 1916, cuando en las elecciones presidenciales triunfó el caudillo de la Unión Cívica Radical (UCR), Hipólito Yrigoyen, la posibilidad, para una parte de la clase obrera de penetrar en el sistema institucional por dos vías: la creciente incorporación al Congreso Nacional de diputados y senadores socialistas y la fl uida relación que establecieron las sucesivas centrales sindicales dirigidas por el anarco sindicalismo con los gobiernos de la UCR, que permitió un relativo avance de la legislación obrera. Esto no impidió, sin embargo, que buena parte de la clase obrera, que quedaba fuera del sistema institucional, sólo pudiera expresarse mediante la confrontación abierta con ese sistema, en ocasiones acaudillada por la FORA anarco comunista. Fue durante los gobiernos de la UCR que se produjeron las principales masacres obreras anteriores a la década de 1970: la llamada Semana Trágica de enero de 1919 y los fusilamientos de los huelguistas de la Patagonia en 1921; y también otros hechos me-nos resonantes, como la desarticulación de las huelgas de la empresa La Forestal de 1921 y la matanza de Napalpí, en 1924.

El golpe de estado de 1930, con el que la cúpula de la burguesía argentina se aseguró el control del aparato estatal para imponer las políticas afi nes a sus intereses en las nuevas condiciones creadas por la crisis económica mundial, signifi có una pérdida de posiciones para la mayor parte del movimiento obrero, aunque la fracción más institucio-nalizada mantuvo una fl uida relación con los gobiernos de los generales Uriburu y Justo.

El fracaso del intento de establecer una “democracia funcional” (corporativa) impulsado por el presidente Uriburu, y su reemplazo, en 1932, por el general Justo, candidato de las derechas liberales, que de-rrotó mediante el fraude electoral a los candidatos de la “Alianza Ci-vil”, creó mejores condiciones para la acción obrera, aunque dentro de márgenes bastante estrechos, ya que instauró repetidas veces el “es-tado de sitio”, que limitaba las garantías constitucionales, y mantuvo la persecución, encarcelamientos, confi namientos y deportaciones de los militantes que luchaban por fuera del sistema institucional; hacia 1934, esas mejores condiciones para la clase obrera fueron fortalecidas por la superación de la crisis económica. Al mismo tiempo, el impulso de la actividad industrial, sobre todo la dirigida al mercado interno, estableció nuevas condiciones objetivas para la organización obrera, atrayendo masas de población trabajadora hacia las grandes ciudades, impulsando el reemplazo de los sindicatos de ofi cio por sindicatos de rama, y fortaleciendo a aquellos vinculados con los ramos productivos en desarrollo.

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Atendiendo a los grados de unidad de las clases y a las alianzas establecidas entre distintas fracciones de clases, en 1936 la clase obrera se encontraba en un momento ascendente de sus luchas: distintas frac-ciones sociales buscaban establecer alianzas con ella, conformándose un movimiento de protesta social que recorrió el país. Es en ese contex-to de ascenso de la lucha de la clase obrera que se produjo el segundo hecho sobre el que centramos la observación: la huelga general y acto del 1º de mayo de 1936.

En diciembre de 1935 fue desplazada la dirección de la Confede-ración General del Trabajo (CGT), la principal central sindical, surgida en 1930 de la fusión de las centrales anarco sindicalistas y socialistas, y que casi inmediatamente sumó también a los sindicatos de conduc-ción comunista, quedando fuera de ella sólo los anarco comunistas de la FORA. La antigua dirección, mayoritariamente sindicalista, había mantenido una conducta “prudente” ante el gobierno del general Uri-buru, con fl uidos contactos que se acentuaron con su sucesor. Para ese entonces, el movimiento obrero organizado sindicalmente tenía la fuer-za sufi ciente como para que ningún gobierno pudiera ignorarlo. Aunque los nuevos dirigentes de la CGT mantuvieron amplias relaciones con el gobierno, tendieron a alinearse en la oposición.

Desde el golpe de estado de 1930, con la proscrip ción de la UCR (1931) y el fraude electoral, fueron desplaza das del acceso al gobier-no del estado fracciones de burguesía y peque ña burguesía que, a me-diados de la década de1 treinta, estaban dispuestas a una alianza con fracciones de la clase obrera. El reite ra do fraca so de los radicales en su intento por recuperar el gobierno por las armas, frente a la unidad de la gran mayoría de los cuadros militares en favor de sus oponentes, llevó, en 1935, a sus cuadros políticos al abandono de la absten ción electoral mantenida desde 1931. Se produjo así un término de uni dad de los cuadros políticos de la burguesía, incluyendo los radi cales, sobre la base de la exclusión de la UCR del ejecuti vo nacional mediante el frau-de electo ral; sí podrían acceder al parlamento y a algunos gobiernos pro vinciales. Observado desde el proceso de crisis y unifi cación de los cuadros políticos de la burguesía, con relación al sistema institucional político, 1935 constituye un hito. A partir de ese momento comenzó a desarro llarse un intento por formar una alianza social y política que en-cauzara al movimiento de protesta social que recorría el país y enfren-tara, en el terreno electoral, a la alianza social que ocupaba el gobierno. Este intento de alianza política fue tomando forma en 1936, en los actos y movilizaciones del 1º de mayo y del 22 de agosto, que siguieron a la gran huelga general desarrollada en Buenos Aires en enero de 1936, en la que la clase obrera mostró su fuerza en la lucha callejera.

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El acto del 1º de mayo de 1936 reunió en Buenos Aires a alrededor de 100 mil personas, en el marco de una huelga general con moviliza-ción que no se limitó a esa ciudad: hubo actos y movilizaciones en loca-lidades vecinas a la Capital (Vicente López, Ramos Mejía y Quilmes), en La Plata y localidades bonaerenses (Pergamino, Chivilcoy, Mercedes), y en el litoral e interior del país (Rosario, Santa Fe, Villa María, Cruz del Eje, Casquín, Concordia, Domínguez, Posadas, Resistencia, Presidencia Roque Sáenz Peña, Mendoza, San Rafael y San Luis); los actos realiza-dos en Santa Fe y Mendoza fueron también multitudinarios; en Córdo-ba fue prohibido por el gobierno. La convocatoria fue iniciativa de la dirección de la CGT, que convocó a los partidos opositores al gobierno. Sus principales dirigentes (Lisandro de la Torre, Arturo Frondizi, Ni-colás Repetto, entre otros) hablaron junto con los de la central obrera en el acto realizado en Buenos Aires2. Los oradores hicieron referencia principalmente a la necesidad de reafi rmar las libertades públicas y las leyes, contra el fraude, la violencia, la reacción, el fascismo, las dictadu-ras y la oligarquía, contra el imperialismo y por la liberación nacional, por la paz en el país y en el mundo, por la democracia y la justicia social, contra la miseria y la desocupación.

Todas las metas citadas estaban explícitas en la convocatoria al acto, de la que citamos textualmente la parte que interesa para el tema que estamos abordando:

(...) Mientras que nuestros gobernantes pretenden con su polí-tica de privilegio solucionar la terrible crisis del país a expen-sas de la masa trabajadora, los partidos políticos democráticos y organizaciones obreras, sostienen las siguientes reivindica-ciones económicas: a) control del capital fi nanciero internacio-nal y lucha contra su política imperialista. b) oposición a todo monopolio privado y en especial al monopolio del transporte. c) contra la desocupación. d) por la elevación del nivel de vida de la clase trabajadora (...) (Crítica, 1936a: 1) (subrayado NIC)3.

2 Hablaron el concejal socialista Adolfo Rubinstein, por la Comisión Organizadora; Francisco Aló (maquinistas ferroviarios), el diputado socialista Francisco Pérez Leirós (dirigente de los obreros municipales) y José Domenech (Unión Ferroviaria) en representación de la CGT; los diputados Arturo Frondizi y Eduardo Araujo, por la UCR; Paulino González Alberdi, por el partido Comunista, aunque sin ser anunciado como tal por ser ilegal; los diputados Enrique Dickmann y Nicolás Repetto y el senador Mario Bravo, por el partido Socialista; y el senador Lisandro de la Torre, por el partido Demócrata Progresista.

3 La referencia al monopolio del transporte remite al proyecto de establecer una Corpo-ración en manos de capitales ingleses, que monopolizaría el transporte en la ciudad de Buenos Aires, como resultado de un tratado fi rmado por el gobierno con Gran Bretaña. Ese mismo año, el 21 de septiembre, se produjo otra huelga general, declarada por un

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Salta a la vista que la lucha contra el imperialismo ya estaba pre-sente en las organizaciones obreras, junto a las reivindicaciones econó-micas y a las demandas democráticas. Puede observarse también cómo, en el programa (justicia social, libertad política, independencia eco nó-mica) de la embrionaria alianza política, quedaba explícita que su meta era la incorporación al sistema institucional políti co de las fracciones sociales imposibilitadas de acceder a ese sistema, reformando pero no cambiando de raíz la forma de organización social existente.

Pero el signifi cado principal de la participación obrera en la in-cipiente (y fi nalmente frustrada) alianza fue el desarrollo de su lucha por conquistar la libertad política, frente a un gobierno declaradamente subordinado al imperio inglés, sostenido por el fraude y que recurría a la fuerza material para mantenerse, mientras favorecía los negocios de las grandes empresas, muchas de ellas de capital extranjero. La clase obrera buscaba el dere cho de todos los ciudadanos de elegir sus repre-sentantes y e jercer su infl uencia en los asuntos del estado; es decir, pre-tendía democratizar el régimen político y social, condición necesaria para poder tener alguna infl uen cia sobre el poder estatal. A la vez, el hecho de que fuera la CGT la convocante se nos constituye en indica-dor del intento del movi miento obrero organizado sindicalmente por desempeñar un papel dirigente en la alianza política, principalmente electoral, que se pretendía gestar.

LA LUCHA POR LA TRANSFORMACIÓN RADICAL DE LA SOCIEDADLa estrategia obrera de penetrar el sistema institucional político para formar parte de él en las mejores condiciones posibles, pero sin preten-der modifi carlo de raíz, alcanzó su meta en la década siguiente, bajo una nueva forma política: el peronismo. En ella se alineó la mayoría de la clase obrera, con la participación, lo mismo que en la que se le oponía (el “antiperonismo”), de muchos de los protagonistas de las lu-chas anteriores, pero con una drástica modifi cación de las alianzas sociales y políticas (Iñigo Carrera, N., 1993). La parte de la clase obrera alineada en la alianza antiperonista también tenía como meta formar parte del sistema institucional, aunque para lograrla se aliara con otras fracciones sociales.

Como parte de la alianza triunfante en 1945-1946, los trabajado-res ocuparon un amplio espacio social y político, que incluyó también un lugar prominente en el gobierno para dirigentes del movimiento

Comité Intersindical contra el Monopolio de los Transportes, con adhesión de sindica-tos obreros y organizaciones de pequeños propietarios directamente afectados por la sanción de las leyes de “coordinación del transporte”; la huelga de los colectiveros se extendió por varios días y recibió una declaración de apoyo de la CGT, que se pronunció contra “toda forma de monopolio” (Crítica, 1936b: 1).

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obrero organizado sindicalmente. Es en ese momento cuando la cues-tión nacional pasa a primer plano, como puede apreciarse en el nuevo estatuto que se da la CGT en 1951, aunque con un claro matiz naciona-lista, al tiempo que la meta de una sociedad socialista era dejada de lado incluso en el discurso. Las banderas de libertad política, independencia económica y justicia social de la mayoría del movimiento obrero en 1936 fueron reemplazadas por las de una “Argentina socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana” del peronismo; veinte años después, la bandera de una “Argentina potencia” levantada por el tercer gobierno peronista completaba esa transformación.

Cuando el espacio ganado por el movimiento obrero dentro del sistema institucional fue drásticamente reducido por el derrocamiento del peronismo en 1955, la clase obrera, proscripta social y políticamen-te, se constituyó en el cuerpo principal de una fuerza que pugnaba por mantener las condiciones alcanzadas.

No corresponde hacer aquí, porque nos aleja del eje temático de este trabajo, un relato de ese momento. Sólo haremos referencia, antes de centrarnos en los programas explícitos del movimiento obrero de ese período, al movimiento orgánico de la sociedad argentina que delimi-taba los carriles más profundos por donde se desarrollaba el proceso histórico. Aproximadamente a mediados de la década de 1950, el capi-talismo argentino había dejado de desarrollarse predominantemente en extensión para comenzar a hacerlo predominantemente en profun-didad. Este cambio de dirección, que anunciaba el fi n del dominio del capital industrial, ponía a todas las clases, fracciones y capas sociales ante una nueva situación en la que los lugares que ocupaban, y aun su existencia misma, quedaban librados al desenlace de la confrontación entre ellas en defensa de sus respectivos intereses.

Estas condiciones objetivas constituían la base sobre la que se asentaban los programas que el movimiento obrero se proponía im-poner.

El segundo gobierno surgido del golpe de estado de 1955 intervi-no la CGT y numerosos sindicatos. A fi nes de 1957, la CGT de Córdoba convocó a un Plenario Nacional de Delegaciones Regionales de la CGT y de las “62 Organizaciones”4, que se realizó en la localidad de La Falda (Córdoba). Allí se aprobó un programa claramente antiimperialista que recuperó las banderas de independencia económica, justicia social y li-bertad política, e incluyó entre sus puntos centrales el control estatal del

4 Este fue el nombre que, a partir del congreso normalizador de la CGT de 1957, tomó la organización de los sindicatos enfrentados a la intervención del gobierno surgido del golpe de estado de 1955. Inicialmente incluyó a sindicatos de conducción peronista y de izquierda. Posteriormente los comunistas se retiraron. Más tarde este agrupamiento sindical cambió su nombre por el de “62 Organizaciones Peronistas”

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comercio exterior sobre la base de un monopolio estatal; la liquidación de los monopolios extranjeros de exportación e importación; el control de los productores en las operaciones comerciales con un sentido de defensa de la renta nacional; la denuncia de todos los pactos lesivos de la independencia económica; la planifi cación de la comercializa-ción teniendo presente el desarrollo interno; la integración económica con los pueblos latinoamericanos; la política de alto consumo interno, altos salarios, mayor producción para el país con sentido nacional; el desarrollo de la industria nacional liviana y pesada; la nacionalización de las fuentes naturales de energía y su explotación en función de las necesidades del desarrollo del país; la nacionalización de los frigorífi cos extranjeros; la solución de fondo y con sentido nacional de los proble-mas económicos regionales; el control centralizado del crédito por par-te del estado; la mecanización del agro; la expropiación del latifundio y extensión del cooperativismo agrario en procura de que la tierra fuera de quien la trabajara; el control obrero de la producción y distribución de la riqueza nacional mediante la participación efectiva de los trabaja-dores en la elaboración y ejecución del plan económico general a través de las organizaciones sindicales; la participación en la dirección de las empresas privadas y públicas, asegurando, en cada caso, el sentido so-cial de la riqueza; el control popular de precios; el salario mínimo, vital y móvil; previsión social integral; las reformas de la legislación laboral para adecuarla al momento histórico; la creación del organismo estatal que, con el control obrero, posibilitara la vigencia real de las conquistas y legislaciones sociales; la estabilidad absoluta de los trabajadores; el fuero sindical; la elaboración del “gran plan político-económico-social de la realidad argentina, que reconociera la presencia del movimiento obrero como fuerza fundamental nacional a través de su participación hegemónica en la confección y dirección del mismo”; el fortalecimiento del estado nacional popular, tendiente a lograr “la destrucción de los sectores oligárquicos antinacionales y sus aliados extranjeros, y tenien-do presente que la clase trabajadora es la única fuerza argentina que representa en sus intereses los anhelos del país mismo”; la dirección de la acción hacia un entendimiento integral político y económico con las naciones latinoamericanas; la acción política que reemplazara las “divi-siones artifi ciales internas, basadas en el federalismo liberal y falso”; la libertad de elegir y ser elegido, sin inhabilitaciones, y el fortalecimiento defi nitivo de la voluntad popular; la solidaridad de la clase trabajadora con las luchas de liberación nacional de los pueblos oprimidos; el es-tablecimiento de una política internacional independiente (citado en Baschetti, 1988: 67-69).

Cinco años después, en 1962, se realizó en la localidad de Huerta Grande (Córdoba) un Plenario Nacional convocado por las “62 Organi-

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zaciones”, en el que se aprobó un programa de diez puntos: nacionaliza-ción de todos los bancos e instauración de un sistema bancario estatal y centralizado; control estatal sobre el comercio exterior; nacionalización de los sectores clave de la economía: siderurgia, electricidad, petróleo y frigorífi cos; prohibición de toda exportación directa o indirecta de capitales; desconocimiento de los compromisos fi nancieros del país, fi rmados a espaldas del pueblo; prohibir toda importación competi-tiva con nuestra producción; expropiar a la oligarquía terrateniente sin ningún tipo de compensación; implantar el control obrero sobre la producción; abolir el secreto comercial y fi scalizar rigurosamente las sociedades comerciales; planifi car el esfuerzo productivo en función de los intereses de la Nación y del Pueblo Argentino, fi jando líneas de prioridades y estableciendo topes mínimos y máximos de producción (citado en Baschetti, 1988: 118).

Cuando en 1968 se dividió la CGT, la parte del movimiento obrero que tomó el nombre de CGT de los Argentinos adoptó los programas de La Falda y Huerta Grande a los que, el 1º de mayo, sumó un nue-vo programa que afi rmaba, entre otros puntos, que la propiedad sólo debe existir en función social; que los trabajadores, auténticos creado-res del patrimonio nacional, tienen derecho a intervenir no sólo en la producción, sino en la administración de las empresas y la distribución de los bienes; que los sectores básicos de la economía pertenecen a la Nación, por lo que el comercio exterior, los bancos, el petróleo, la elec-tricidad, la siderurgia y los frigorífi cos deben ser nacionalizados; que los compromisos fi nancieros fi rmados a espaldas del pueblo no pueden ser reconocidos; que los monopolios que arruinan la industria y que durante largos años han estado despojando a los trabajadores deben ser expulsados sin compensación de ninguna especie; que sólo una pro-funda reforma agraria, con las expropiaciones que ella requiera, puede efectivizar el postulado de que la tierra es de quien la trabaja; que los hijos de los obreros tienen los mismos derechos a todos los niveles de la educación que hoy gozan solamente los miembros de las clases pri-vilegiadas (Secretaría de Prensa de la Federación Gráfi ca Bonaerense, 2001).

Como puede observarse, en los tres programas referidos la meta de la emancipación nacional se entrelazaba con la de la liberación social.

Cabe aclarar que, si bien las organizaciones que sostuvieron estos tres programas eran mayoritariamente peronistas, esas banderas eran asumidas también por los sindicatos de conducción socialista marxista. Quien fuera la principal fi gura del movimiento obrero no peronista, Agustín Tosco, expresó: “En el campo gremial (...) hemos tomado siem-pre el concepto básico de la unidad más allá de las fronteras ideológicas para luchar por los derechos de los trabajadores, a fi n de lograr la libe-

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ración nacional y social” (citado en Roldán, 1978: 227). Tosco afi rmaba: “No tengo mayores diferencias con el sindicalismo peronista que levan-ta las banderas de la liberación nacional y social de la patria” (Jáuregui y Funes, 1984: 27). Y las mismas banderas de liberación eran asumidas por las organizaciones revolucionarias peronistas y marxistas.

Estas eran las “ideas inherentes” (Rudé, 1981) de las clases y fracciones sociales populares que, entrelazadas con reivindicaciones inmediatas, se expresaron en los levantamientos de Córdoba, Rosario y otras ciudades argentinas en 1969, de los que emergió una fuerza social, acaudillada por el proletariado, movilizada en procura de la liberación nacional y social.

LIBERACIÓN NACIONAL Y MOVIMIENTO OBREROHasta aquí hemos tratado de mostrar cómo el movimiento obrero ar-gentino pasó de ignorar como meta la emancipación nacional a tomarla como una de sus principales banderas. Abordaremos ahora la segunda pregunta planteada, acerca del porqué de ese cambio.

La respuesta dada por la historiografía y la política argentinas combina dos respuestas: 1) la incorporación de la emancipación na-cional a las metas del movimiento obrero deviene del surgimiento del peronismo, que hizo de lo nacional un eje fundamental de su discurso frente al internacionalismo dominante en el movimiento obrero pre-peronista5; 2) este cambio se asienta en el origen nacional de la mayoría de los trabajadores, inmigrantes europeos hasta las primeras décadas del siglo XX, y argentinos nativos (descendientes de inmigrantes u ori-ginarios del interior del país que principalmente desde la década de 1920, migraron hacia las grandes ciudades del litoral) o extranjeros asi-milados a la cultura nacional (Godio, 1989: 412; Baily, 1984: 40-43)6.

La primera respuesta ha sido relativizada por las investigacio-nes que han mostrado los elementos de continuidad en el movimiento obrero antes y después del peronismo7. Las banderas del 1º de mayo de

5 Una versión extrema en James (1990: 55-56) que afi rma que la existencia de la clase obrera argentina “y su sentido de identidad como fuerza nacional coherente, tanto en lo social como en lo político, se remonta a la era de Perón” y que “en un sentido importante, la clase trabajadora misma fue constituida por Perón”.

6 Baily destaca entre los cambios en la composición obrera el creciente peso de los obre-ros del transporte. Sus dirigentes se vieron obligados a superar la escala local de sus demandas, lo que se combinó con “las actitudes psicológicas” de los hijos de inmigran-tes para reforzar la preocupación “por los problemas nacionales” (Baily: 43).

7 Por poner un solo ejemplo: Matsushita (1986: 228) ha enfatizado el uso de los símbolos patrios en los actos de la CGT y del PS en la segunda mitad de la década de 1930. Cal-vagno (2005) ha analizado extensamente el tratamiento de la cuestión nacional en el periódico CGT.

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1936, citadas en este trabajo, muestran que las metas antimonopólicas y antiimperialistas estaban presentes en el movimiento obrero mucho antes del surgimiento del peronismo, aunque con éste el antiimperialis-mo (que es también anticapitalismo) devino en nacionalismo.

La segunda respuesta merece un mayor análisis. Dejaremos de lado la versión más burda que reduce la cuestión a un mero cambio racial. Basta recordar los numerosos militantes anarquistas, socialistas y comunistas de origen criollo, como el obrero mosaísta anarco comu-nista salteño Francisco Solano Rojas, que atentó con una bomba contra el presidente Figueroa Alcorta, o el poeta y senador socialista tucumano Mario Bravo, y las luchas obreras desarrolladas en las provincias del interior del país, comenzando por la huelga de los trabajadores azucare-ros de Tucumán en 1904, para descartar las simplifi caciones racistas. El cambio en el origen nacional de los trabajadores es innegable, lo mismo que la infl uencia que en la formación de una conciencia nacional tuvo la formación escolar (y extraescolar) planteada en el proyecto de la or-ganización nacional de la segunda mitad del siglo XIX en adelante. Sin embargo, no puede reducirse la explicación a una cuestión cultural. El análisis debe poner en primer plano los procesos de lucha que fueron constituyendo la clase obrera argentina; y, por consiguiente, las estra-tegias que llevó adelante esa clase.

Desde sus orígenes, pero crecientemente desde la década de 1910, una parte de la clase obrera argentina tuvo como meta penetrar en el sistema institucional jurídico y político, formar parte de él en las mejo-res condiciones posibles, sin pretender transformarlo de raíz, es decir, reformando algunos de sus rasgos pero sin llegar a alterar su naturaleza capitalista, aunque sin renunciar, tampoco, a ese cambio radical como meta fi nal. Esa estrategia era ya ampliamente mayoritaria desde los co-mienzos de la década de 1930. Y se vio reforzada por las condiciones de expansión en que se desarrollaba el capitalismo argentino en la década siguiente: la existencia misma de la parte de la burguesía surgida y for-talecida por las condiciones de la guerra mundial, en lucha con la parte de la burguesía más ligada a los imperialismos inglés y estadounidense, requería de “formas nacionalistas” y del apoyo de la mayoría de la clase obrera (Marín, 1984: 43-51), aunque para ésta signifi cara abandonar, aun en el largo plazo, la superación del capitalismo.

Como se señaló más arriba, las banderas de emancipación na-cional son enarboladas por el movimiento obrero antes del surgimiento del peronismo, y están presentes en el acto del 1º de mayo de 1936. Ya hemos señalado más arriba que esto está directamente asociado con la necesidad de establecer una alianza con fracciones burguesas para lograr la meta de formar parte del sistema institucional.

Pero hay otro aspecto que ha sido menos atendido: el de la dispu-

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ta por la dirección de la alianza, que también remite, necesariamente, a la cuestión nacional. En el acto del 1º de mayo, convocado por la CGT, el movimiento obrero no sólo intentó formar parte de una alianza social y política, sino que también se postuló como dirigente de esa alianza. A partir de ese momento existen varios momentos en que ese movimien-to, aun con conciencia burguesa, pretendió disputar a las fracciones burguesas la dirección de la alianza política de la que formaba parte, alianza que aspiraba al gobierno y a participar en el poder: por poner sólo unos pocos ejemplos, la constitución y resistencia a la disolución del partido Laborista en 1946, el Cabildo Abierto del 22 de agosto de 1951 y el vandorismo en la década del sesenta.

En la búsqueda de las condiciones que le permitieran modifi car su situación social la clase obrera, sea con conciencia burguesa o con conciencia socialista, se postuló como dirigente de una alianza que pretendía gobernar la nación. Y esta misma postulación planteaba la necesidad de tener una imagen de conjunto de la sociedad y fi jar políti-cas que iban mucho más allá de sus reivindicaciones económicas inme-diatas. La meta de participar en el gobierno del estado-nación introdujo la necesidad de disputar el dominio de ese territorio con las potencias imperialistas.

Para sintetizar, la clase obrera argentina, y en particular el mo-vimiento obrero organizado, han transitado las siguientes fases a lo largo de su historia:

a) una primera fase en la que predominó una estrategia de con-frontación contra el sistema institucional, teniendo como meta la eman-cipación social, y que creó las condiciones para la segunda fase,

b) en que predominó la estrategia de penetrar el sistema institu-cional, al tiempo que comenzó a postularse, aun con conciencia bur-guesa, como dirección de la fuerza y en la que se incorporó como meta la emancipación nacional; en el desarrollo de esta fase la clase obrera quedó subordinada dentro de la nueva fuerza que ocupó el gobierno en 1946;

c) en esta fase la lucha obrera desbordó el sistema institucional, al tiempo que el proletariado industrial se convirtió, con los levanta-mientos populares de 1969 en Rosario y Córdoba, en clase dirigente de una fuerza social con las metas de liberación nacional y social, prefi -guradas en los años previos.

En el proceso de luchas que se desarrolló principalmente en la década del setenta y que culminó en la década del noventa, se impuso la fuerza de la oligarquía fi nanciera, lo que se corresponde con una nueva fase del desarrollo capitalista. Sin embargo, y a pesar del relativo aislamiento social y del mayoritario abandono de toda meta que apun-tara a trascender el sistema institucional vigente, a lo largo de las dé-

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cadas de 1980 y 1990, el movimiento obrero organizado sindicalmente mostró su capacidad de articular la rebelión (Cotarelo e Iñigo Carrera, 2005: 125-138; Iñigo Carrera, N., 2004), papel que también cumplieron, aunque sólo en el año 2001, los trabajadores desocupados organizados. Ambos tuvieron participación en el movimiento popular, democrático y nacional o antiimperialista (según de qué fracción o grupo social se trate) que emergió en ese año (Iñigo Carrera y Cotarelo, 2004: 201-308; Iñigo Carrera y Cotarelo, 2006). Las metas planteadas por el movimien-to obrero organizado, del que las centrales sindicales son expresión ampliamente mayoritaria, expresan el interés del asalariado, es decir, del trabajador en tanto atributo del capital (Iñigo Carrera y Donaire, 2003: 132-192). Pero aun así, la meta nacional o antiimperialista se mantiene, no sólo en el discurso sino también en acciones como, por ejemplo entre otras, la movilización callejera contra el FMI convocada por una parte de la CGT en 2002 o la huelga y movilizaciones contra la presencia del ex presidente estadounidense George W. Bush, convocadas por la Central de Trabajadores Argentinos (CTA) en noviembre de 2005.

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La violencia colectiva es una de las formas más frecuentes de participación política… parte integral del proceso político occidental

Charles Tilly, The chaos of the living city

AÑO 1992. SE CUMPLEN CINCO SIGLOS del “Descubrimiento” de América y el Ejército de Liberación Nacional (ELN) alista la celebración del V Centenario1. Para este grupo insurgente, al parecer, no habría nada que celebrar.

La fecha que recuerda los quinientos años del (des)encuentro en-tre culturas ha llevado al ELN a la declaratoria de uno de los paros

* Politólogo, doctorando. Asesor de la Comisión Accidental de Paz y Acuerdo Humanita-rio en el Senado de la República de Colombia. 2007-2008

1 En septiembre de 1992, el ELN anunció para el mes de octubre la celebración bélica del V centenario a través de lo que denominó Operación Vuelo de Águila. Esta operación, según el grupo guerrillero, llevaba tres años de preparación. Así, desde octubre y hasta noviembre de 1992, se intensifi caron los sabotajes –aunque disminuyeron los combates– de este grupo insurgente en el territorio nacional. La operación también se enmarcó en medio una estrategia defensiva de la guerrilla frente a la ofensiva militar permanente que se llevó a cabo durante esa época y, tácticamente, como un “mecanismo de presión” ante la reanudación de las negociaciones de paz que se adelantaban con el Gobierno colombiano, previstas para el 31 de octubre del mismo año (Leal Buitrago, 1993).

José Francisco Puello-Socarrás*

REVOLUCIÓN SIN GUERRILLAS, ¿GUERRILLAS SIN REVOLUCIÓN?

LA VIGENCIA DEL CONCEPTO REVOLUCIÓN EN LAS

GUERRILLAS CONTEMPORÁNEAS. EL CASO DEL

EJÉRCITO DE LIBERACIÓN NACIONAL EN COLOMBIA

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armados más crueles en la historia reciente de Colombia, paradójica-mente –dirán algunos−, en las tierras bautizadas en honor a El Descu-bridor, Cristóbal Colón.

Hoy por hoy, en medio de los festejos en diferentes países de América Latina y que ahora entran a conmemorar dos siglos desde las Revoluciones de Independencia, se interpone un gran interrogante −y, por qué no, una sostenida curiosidad− sobre cuál será el ritual que en esta oportunidad la guerrilla elenista perpetrará de cara al Bicentenario.

Y es que a casi dos décadas del mencionado paro guerrillero y en contraste con el acontecimiento del V Centenario, inspiración −entre otras cosas− de las operaciones violentas que tuvieron lugar como una forma de protesta, si se quiere, una denuncia histórica ante la tragedia que signifi có la “Colón-ización” europea para los pueblos americanos, el Bicentenario animaría un debate a primera vista distinto. No sólo debido al caleidoscopio de interpretaciones que vienen suscitándose ante distintos hechos históricos, acontecimientos políticos y situaciones sociales, resucitadas con la excusa del onomástico independentista. En especial, las ideas y proyectos que sensiblemente gravitan en torno al tema de la Revolución.

Este ensayo se propone explorar el concepto/concepción de La Revolución en el imaginario político reciente en los movimientos sub-versivos contemporáneos. Toma como estudio de caso al Ejército de Liberación Nacional (ELN) en Colombia, intentando introducir la dis-cusión en torno a la vigencia/actualidad o caducidad/extemporaneidad de su imaginario revolucionario.

La trayectoria de argumentación desarrolla, primero, un marco teórico y metodológico desde el cual mediar en el fenómeno imagina-rio y cognitivo-normativo presente en el ideal revolucionario del ELN. En segundo lugar, problematiza el momento de constitución histórica de la insurgencia elena y, partiendo de una perspectiva politológica, la relación entre la violencia revolucionaria, los imaginarios políticos y las prácticas discursivas que implican las resistencias insurgentes. Instala así un parámetro de comparación en la evolución propia del imagina-rio político en el movimiento armado elenista y sus transformaciones emergentes.

En un tercer momento, rastrea los giros presentes en los reper-torios políticos del ELN y teniendo como eje su trayectoria discursiva, derivamos las novedades en su concepción revolucionaria y la dimen-sión que ella adquiere bajo el nuevo escenario global. Finalmente, bos-quejamos las condiciones del concepto de Revolución, a la luz de las condiciones políticas, sociales y culturales a comienzos del siglo XXI, y las perspectivas que podrían ser proyectadas en el marco de los fe-nómenos de contestación guerrillera en el futuro, llamando la atención

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sobre algunas especifi cidades al respecto, como contribución específi ca y general a los estudios de este tipo.

Nuestra tentativa no pretende un análisis histórico ni sociológico –aunque acudimos eventualmente a estas dimensiones. Simplemente construye una síntesis esquemática desde la cual sea posible aproximar hechos de importancia politológica actual.

Para ello, analíticamente se identifi can diferentes “eslabones” o estratos cognitivos/normativos en el concepto/concepción de La Revolución. Cada uno representaría niveles generales y/o “universales” y “micro-niveles” −dominios más singulares− presentes en los imagina-rios políticos, para este caso, los denominados revolucionarios.

En los primeros eslabones se ubicarían las ideas-guía, mientras que en los segundos, las acciones-vía. Así se localizan los estratos don-de tienen efectividad distintas expresiones del concepto/concepción re-volucionaria tanto en su sentido más abstracto (principios generales) como en la traducción de sus “principios” constitutivos (específi cos), que luego toman forma o, en todo caso, organizan las ideas-guía alre-dedor de un conjunto de prácticas concretas2. Las “formas de acción” y sus “instrumentos”, en su conjunto: las acciones-vía, encarnan entonces ‘en concreto’ −coherente y consistentemente− los principios metafísicos de carácter general y específi co que se desprenden desde las ideas-guía constitutivas3.

Esquemáticamente, podríamos esbozar las dinámicas cognitivo-normativas mediante el gráfi co 14.

2 Las abstracciones-reales son conceptos/concepciones producidas y reproducidas colec-tivamente que, como todo concepto, nunca son unilateralmente “abstractos”. Articulan de antemano la Realidad Social y le otorgan un signifi cado, un sentido y un “marco” a la efectividad donde se hacen posible las “prácticas”. (Sohn-Rethel, 1979: 28; Žižek, 2000, 2006).

3 Las formas de acción y los instrumentos eventualmente podrían mantener una relación de analogía muy estrecha con los elementos “estratégicos” y las cuestiones “tácticas”, respectivamente, desde el punto de vista del “lenguaje de la guerrilla”, como lo propo-nía el ‘Che’ Guevara en su Guerra de guerrillas. Nuestra noción de “acciones-vía” tiene además como fuentes de inspiración: las vías-voces desarrolladas por Félix Guattari y el concepto de repertorios modulares de contestación de Tilly, marcos defi nidos de la acción social, estratégicos y culturales. (Guattari, 1996: 15-30; Tilly, 1997; Archila Neira, 1998: 29-56).

4 En otras oportunidades hemos ensayado un esquema análogo para trabajar la dimen-sión cognitiva en la producción de políticas públicas pero que resulta ser versátil en su aplicabilidad para el caso que nos ocupa (Puello-Socarrás, 2007: 65-102; 2008: 113-130).

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ESLABÓN IPrincipios generales

ESLABÓN IIPrincipios específicos

ESLABÓN IIIFormas de acción

ESLABÓN IVInstrumentos

Meta-sistema

Sistema social

Subsistemas societales

Sociedad global

Condiciones

Políticaseconómicas

Situaciones

Idea

s / g

uía

Acci

ones

/ ví

a

}}

Gráfico 1Eslabones, niveles y estratos cognitivos-normativos en contentious politics

Fuente: Elaboración propia con base en Puello-Socarrás (2007; 2008).

INSURGENCIA Y REVOLUCIÓN. DESDE LOS ‘VIEJOS’ DISCURSOS HACIA LAS ‘NUEVAS’ PRÁCTICAS.LA IRRUPCIÓN INSURGENTE5

RESISTENCIA EN “ILLUD TEMPUS”El Ejército de Liberación Nacional nace el 4 de julio de 1964. Empero, su carta de presentación en la vida pública se produce el 7 de enero de 1965 a través de la toma armada del municipio de Simacota, pobla-ción del departamento de Santander en el nororiente colombiano. En el desarrollo de estas acciones dan a conocer el Manifi esto de Simacota, declaración inaugural donde se enuncian los propósitos de esta gue-rrilla6.

Esta primera irrupción elena aparece en medio de un auge en el ciclo de movimientos insurreccionales en Colombia. Como en este caso, la década del sesenta en el país se caracteriza por la emergencia de movimientos guerrilleros −autoproclamados e identifi cados como revolucionarios−, en su mayoría fruto de distintos rezagos políticos, sociales, culturales y organizacionales, heredados de las antiguas au-

5 Con base en: “Ejército de Liberación Nacional, 2006” a cargo de Milton Hernández (Comandante del Ejército de Liberación Nacional).

6 El Manifi esto denunció “la dominación violenta, la explotación del pueblo y el saqueo de los bienes y recursos nacionales por parte de la oligarquía y los imperialistas de Estados Unidos. Situación que hoy continúa” (Ejército de Liberación Nacional, 2008a; énfasis propio). La consigna, seguramente, una paráfrasis recuperada del líder colombiano de la Revolución Comunera, José Antonio Galán: “¡Ni un paso atrás, lo que ha de ser que sea!”.

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todefensas campesinas del período inmediatamente anterior conocido como La Violencia (1948-1953).

Este pasaje tristemente célebre en la historia colombiana fue tes-tigo de una violencia política y civil para muchos sin antecedentes, ani-mada por los partidos políticos tradicionales (Liberal y Conservador). La solución prevista para terminar con la confrontación interpartidista condujo al Pacto del Frente Nacional, compromiso político establecido entre ambas élites partidarias, las cuales deciden renunciar temporal-mente a la competencia electoral en la disputa por el Poder Político, intercalándolo durante los siguientes cuatro períodos constitucionales (dos períodos cada uno, para un total de dieciséis años). A la luz de las nacientes guerrillas, entre ellas la elenista por supuesto, el “pacto” (excluyente) fue uno de los principales detonantes que llevaron al alza-miento en armas.

A pesar de que existen otros muchos aspectos, particularmente de carácter internacional, que delinean un contexto ciertamente favo-rable a este tipo de manifestaciones rebeldes, la Revolución Cubana de 1958 es un suceso paradigmático para la época. Constituía la demostra-ción de que la “Revolución es posible”. Específi camente para el naciente ELN, la prueba histórica que se enraizaría en el ideario de la organiza-ción como un auténtico mito político, guía de su concepción ideológica y de sus prácticas revolucionarias.

Desde un primer momento, el ELN no sólo se proclama simple-mente como una guerrilla revolucionaria. Además, valora y se inspira en los legados de la gesta cubana, centralmente, la fi gura del Che Gue-vara, quien fi gurará no sólo como un ícono ideológico sino también como un verdadero personaje conceptual de La Revolución propiamente elena.

Cuba, de todas maneras, no señalaría exclusivamente las espe-ranzas y posibilidades reales de la Revolución y el horizonte. También mostraría −para el ELN− el camino.

La Revolución no podría desestimar la lucha política armada. Y aunque “lo militar” no parecía sugerir matemáticamente la única vía, la postura armada sí parecería ser unívoca7. Para el ELN este argumento sería crucial a la hora de propiciar una ruptura necesaria con lo que consideraban la “concepción reformista y conciliadora” en el movimien-to de masas asociado a los acalorados debates de la época8.

7 “[…] sin el desarrollo de lo militar, ligado a un proyecto político con arraigo popular, es imposible la conquista de las metas propuestas” (Ejército de Liberación Nacional, 2006, Capítulo 2).

8 “[...] El fervor revolucionario de la época le imprimió a los procesos latinoamerica-nos una dinámica en la que un conjunto de principios éticos y morales comenzaron

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En síntesis −proponían en ese momento−: la vía armada no sólo es la más consecuente sino al mismo tiempo la más revolucionaria. La idea era, pues, “hacer la revolución social por medio de la lucha armada”.

¿QUÉ REVOLUCIÓN? (1964-1975)Desde el Programa de Simacota y hasta entrada la década del setenta, el ideal de la Revolución para el ELN sustenta las razones para la conquis-ta y toma del poder político con el fi n de garantizar las transformaciones necesarias para la sociedad colombiana.

Aunque todavía tenuemente establecidas, las ideas-guía que habían inducido el qué de la Revolución en abstracto debían generar necesariamente los comos de la misma, fi jando en la existencia del ima-ginario eleno lo revolucionario en ‘concreto’. Como en cualquier emer-gencia de un proyecto político de este tipo, se precisaba el desarrollo y la realización de un trayecto histórico. Éste sólo podía ser precipitado a través de la defi nición y puesta en marcha de sus acciones-vía para reclamar “para sí” la validez de su propia apuesta.

Durante este lapso, la acción-vía privilegiada fue la armada. Precisamente, ella −más allá de aparecer como una cándida consigna pragmática o un método más en el despliegue de las luchas insurgen-tes− se convierte en una fi rme credencial subversiva, y al mismo tiempo fi losófi ca, política y programática. A su alrededor se intenta hacer con-verger una identidad de grupo y la unidad de los ideales revolucionarios elenos.

En el complejo proceso de defi niciones, la institucionalización bifronte en el ELN −tanto discursiva como la de sus primeras prácti-cas− tendría en sus líderes fundadores (como Fabio Vásquez Castaño y Víctor Medina Morón), y a través de relaciones privilegiadas con sec-tores intelectuales y universitarios (como lo mostró la militancia del sacerdote Camilo Torres), decisivas referencias que presionarían hacia una improvisación paradigmática –en el buen sentido de la palabra– en la evolución histórica de la concepción revolucionaria. La anatomía de la Revolución, si bien todavía imprecisa para ese momento, mostraba ser −en todo caso y de la mano de estos eventos− cada vez más dinámi-ca, animada por la inmediatez de las coyunturas y por la premura que signifi caba la urgencia de su consolidación.

a orientar la formación de los revolucionarios, dotándolos de unas características de cultura política, convicciones solidarias, humanismo profundo, entrega absoluta, valor, heroísmo y certeza en el triunfo de la revolución y en la justeza de la lucha armada como única vía posible para la conquista de la felicidad de los oprimidos. Páginas gloriosas de abnegación y sacrifi cio sin límites están escritas con la sangre generosa de esta ge-neración rebelde…” (Ejército de Liberación Nacional, 2006, Capítulo 2).

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El talante subversivo eleno que se perfi la empieza a mostrar así la apropiación de algunos signos. Entre otros, el rechazo a la vía elec-toral como una alternativa para la consecución de los objetivos revo-lucionarios –posición que consagra cierta actitud antielectoral en el grupo−, revela en qué medida se irán cristalizando formas particulares de pensamiento que suscitan, a su vez, acciones revolucionarias propias (por supuesto, también mecanismos específi cos) e igualmente fronteras defi nidas en el marco general sobre el cual se fi jaría el sentido de La Revolución9.

La lucha armada, insistimos, el camino auténtico y sintéticamen-te revolucionario, posaría apelar a cierta potestad superior, situación que se ratifi caría constantemente en medio de las praxis beligerantes convocadas. Con ello, no sólo se allanaría un horizonte construido desde lo intelectual-abstracto y “desde arriba”. Esto sería imposible de sostener si no se tiene en cuenta que “desde abajo” y a través de las prác-ticas reales, la perspectiva de alcanzar una unifi cación en torno a una concepción revolucionaria naciente se desarrolla, sin lugar a ningún tipo de escisiones, in vitro e in vivo.

Las dinámicas discursivas y la “teorización” aplicada (y a la in-versa) de lo revolucionario “en y desde” el ELN se construyen subor-dinadas a las necesidades que plantea su fortalecimiento militar en tanto organización guerrillera. Especialmente, si se toma en cuenta que es una época donde –proponían ellos mismos– “era difícil ubicar todos los elementos concretos por desarrollar” de cara a la Revolución. En adelante, la ida y vuelta de la realidad revolucionaria, la utopía y la cotidianeidad, parecen corresponderse y mal que bien preservarse mutuamente.

El contentious −contentivo y contenido− de “la Revolución”, ema-nado de su narrativa básica de transformación radical compuesta por sus ideas-guía, va modelándose alrededor de tres cuestiones básicas: la restauración de la Soberanía Nacional, la instalación de un gobierno popular y las exigencias sobre el establecimiento de un Orden Político y Social con “Justicia para Todos”. Para este período, éstos conformarían los principios específi cos de la Revolución que poco a poco van tradu-ciéndose en un conjunto de praxis, ya en propiedad acciones-vía elenas, organizadas alrededor de un referencial explícito que gira en torno a la contestación violenta armada. El carácter militar, no obstante, pla-

9 Camilo Torres, en un discurso que data de 1966, exhortaba: “[...] el pueblo no cree en las elecciones. El pueblo sabe que las vías legales están agotadas. El pueblo sabe que no queda más que la vía armada […] Todo revolucionario sincero tiene que reconocer la vía armada como la única vía que queda....” (Torres, 1966).

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nea obtener −casi por inercia− repercusiones y productividad políticas acumulativas.

En esta causación, la forma de actuación en tanto lucha armada previene la instalación y extensión de mecanismos considerados para el ELN pertinentes: la Guerra de Guerrillas y el denominado Foco Militar (foquismo), ambos instrumentos que sugieren ser admitidos como los responsables de la afi rmación subversiva.

La insistencia en que la lucha debe ser político-militar, pero en-fáticamente armada como la “forma principal de lucha del pueblo co-lombiano y el campo o las zonas rurales, como escenario básico para la construcción del Ejército de Liberación Nacional”, evidencia −y, en buena parte, corrobora−, desde lo discursivo, la constitución de las bases sociales fundacionales del nacimiento eleno, como también sus posteriores evoluciones.

Para la época, estas defi niciones, que podrían incluso califi carse como rudimentarias, pero que en realidad se forjan como producto de coyunturas específi cas que tiene que enfrentar el ELN en su corta du-ración, provocarían hacia adelante y rápidamente nuevas disyuntivas. Esta vez, sujetas a un clima que favorecería un mayor énfasis en cues-tiones más amplias y estratégicas pero que, de igual manera, continua-rían incidiendo en la dialéctica que describe la trayectoria conceptual revolucionaria ahora en un largo plazo. Particularmente, frente a la creciente complejidad que debía ser asumida ante un nuevo panorama, en particular, del escenario político.

Cuadro 1

Esquemática cognitiva del concepto Revolución en el ELN

(Irrupción y hasta mediados década del setenta)

Niveles Cognitivos

(eslabones)

Fórmulas y Mecanismos Políticos Objetivo / Contenidos

(targets)

Ideas-guía

Principio generalRevolución Conquista y Toma del

Poder Político

Principiosespecíficos

Soberanía Nacional Orden Social y Político con “Justi-

cia para todos”Gobierno Popular

Reforma AgrariaDesarrollo Nacional

Estado Laico

Acciones-guía

Formas de Acción“Militar”

Lucha armadaViolencia con características

políticas Vs. Oligarquías Criollas e Imperialismo

Usamericano

Instrumentos Guerra de GuerrillasConcepción “foquista”

Fuente: elaboración propia.

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Hacia el futuro cobrarían relevancia interna los debates frente a las relaciones históricamente problemáticas, retrospectivamente ha-blando, entre “lo político” y “lo militar”, hasta el punto de ser condensa-das en dicotomías del tipo: lucha armada vs. lucha política, e inclusive, amenazando, en poco tiempo, la existencia del ELN como organización. Es decir: una reformulación en los esquemas cognitivos-normativos relacionados con la concepción de La Revolución para el ELN.

UNA ‘NUEVA SUBVERSIÓN’: ¿GIROS O HEREJÍAS?NOTAS EN TORNO A UNA ‘NUEVA HISTORICIDAD’La etapa fi nisecular y el aclamado “fi n de la historia” dejarían la impre-sión de que la apuesta revolucionaria estaría destinada a la extinción histórica, y su sujeto condenado al fracaso. Bajo esta tópica ideológica de los nuevos tiempos, la Cuba de Fidel, por ejemplo −modelo inspi-rador para la Revolución en los anhelos de las liberaciones nacionales latinoamericanas−, sería archivada como un vestigio de “esperanzas obsoletas” y, en defi nitiva para estas posturas, habría perdido irrever-siblemente toda centralidad, validez y signifi cado.

Desde entonces, consecuencias de todo tipo –pero especialmente políticas− originarían múltiples rupturas que estremecen el ciclo revo-lucionario de la contemporaneidad. Sin embargo, dos momentos lla-man para nuestros propósitos poderosamente la atención.

Un primer momento, cuando la aparente decadencia de los pro-yectos revolucionarios impulsados por las primeras irrupciones insur-gentes parecería confi rmar el fi nal de su auge desde la década de los ochenta. Un segundo momento, y a poco de haberse declarado el triunfo irrevocable del universalismo neoliberal, cuando la región, bajo un aire renovado, intenta virar el timón ideológico hacia gobiernos alternativos, fase hoy en vigor10. A esto se sumarían, en el imperceptible interregno que va del fi nal de siglo al inicio del nuevo milenio, un par de situacio-nes que enmarañan todavía más la dinámica pendular y característi-camente disyuntiva que han debido enfrentar los antiguos proyectos insurgentes, especialmente en América Latina.

En medio de un espacio mundial profusamente globalizado bajo la impronta de la hegemonía neoliberal –es decir, en medio de un pro-

10 Sin querer desconocer las complejidades y vicisitudes en las que se ha visto sometido este proceso, estos acontecimientos se inician el 1° de enero de 1994, día en que - pa-rafraseando a Leopoldo Múnera - “el mundo amaneció en la Selva Lacandona” con el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en México y, hoy por hoy, siguen generando hechos que confi rmarían la tendencia, tal y como sucedió recientemente en El Salvador con la conquista electoral del gobierno por parte del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), ex guerrilla salvadoreña.

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yecto contrarrevolucionario11− y una vez se diluye la “amenaza comu-nista”, se perfecciona la “Guerra al Terror”. En este marco, cualquier síntoma de contravención del Orden reaparece incómodo pero irre-sistiblemente más sospechoso que en el pasado.

El doble efecto de equivalencia y homogeneización, singulari-zación y rarefacción que de allí se desprenden signifi carán desafíos insondables para el ideal revolucionario.

En principio, si bien las dinámicas globalizantes podrían am-pliar y eventualmente unifi car las luchas en los intersticios de los espacios tradicionales, además –simultáneamente− conseguirían enrarecer las resistencias puntuales. Y esto incluye, por supuesto, a las propiamente revolucionarias, restándoles así capacidad, sentido, poder y, en últimas, razón de ser.

El metarrelato del terrorismo resume el dilema sobre el ca-rácter legítimo de la violencia rebelde. La iconoclastía que logra po-sicionar la hegemonía reinante frente a los repertorios de lucha, los escenarios de resistencia, sus recursos y actores tanto a nivel polí-tico como social, abrirán la imposibilidad de tropezar con rebeldes “políticamente correctos”. Al mismo tiempo, aprovechando cualquier ocasión para vindicar todo tipo de expresión contestataria de “terro-rista”. Es más, la frontera entre disenso y el delito y el crimen, en este sentido, tiende a desaparecer.

A las condiciones eminentemente políticas se les tendría que sumar ahora el cálculo de oportunidades de éxito de los alter-movi-mientos armados y la viabilidad real de sus potencialidades militares, un elemento aparentemente constitutivo de sus fuerzas.

El carácter internacionalizado de las reacciones y la magnitud de diferentes apoyos (políticos, fi nancieros y, en la mayor parte de los casos, directamente militares), que en estos aspectos juegan en su contra, ponen en duda las probabilidades de alcanzar los objetivos revolucionarios y las mentadas Liberaciones Nacionales. Las expec-tativas revolucionarias de esta índole parecerían entonces agotarse. Resulta evidente que la preeminencia estricta de “lo militar” estaría reevaluada −por lo menos parcialmente− tanto desde el punto de vis-ta abstracto y desde sus praxis como en su dimensión estratégica y táctica.

Finalmente, la institucionalización explosiva de la cuestión de-mocrática ha dejado consensos relativamente estables en torno a la

11 Vale anotar que es esta manera como el ELN ha caracterizado el actual periodo que son expuestos en una entrevista a los Comandantes “Alirio”, “Silvia”, “Abel” y “José del Carmen” (Colectivo de Dirección del Frente de Guerra Nororiental del Ejercito de Liberación Nacional), (Cinco comandantes del ELN repasan el presente y pasado de su organización, 16 de octubre de 2008, en www.principioesperanza.com).

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forma de gobierno que más seduce, políticamente hablando, al lado de crecientes reclamos de democratización que, en un más allá de la mera formalidad electoral, siguen profundizándose como una condición sine qua non para las apuestas de cambio y, al mismo tiempo, una ventana de oportunidad para rehacer las estructuras de poder existentes. Pa-recería poco probable descartar la variable democrática en cualquier agenda transformadora contemporánea12.

¿CUÁL REVOLUCIÓN? (1985-2008)Al comparar la antigua y la nueva matriz cognitiva y normativa

de la Revolución en el ELN, se insinúan claramente algunos cambios. Sin embargo, los contrastes existentes −vistos en detalle y, sobre todo, rescatando su sentido político e histórico más amplio− signifi can stricto sensu profundos giros.

Primero, con la reafi rmación y mantenimiento de sus principios generales en torno a su concepción revolucionaria; en segundo lugar, con la reafi rmación de sus principios específi cos centrales y la amplia-ción de los mismos, fruto de la introducción de nuevos referentes. Fi-nalmente, con la renovación de sus prácticas.

LAS IDEAS-GUÍA. PRINCIPIOS GENERALES Y ESPECÍFICOSLa concepción de La Revolución como principio general justamente pa-rece trascender en el tiempo, advirtiendo no sólo la fuerte continuidad existente entre el pasado y el presente del ELN, sino asimismo la im-portancia estructural que signifi ca mantener como objetivo la trans-formación profunda de la sociedad como pretensión original y, desde luego, innata desde sus inicios insurgentes. Esta idea-guía gozaría pues de cierta inmunidad, instituyéndose como identidad, razón de ser y objetivo que justifi ca su existencia revolucionaria hoy por hoy.

Las novedades entrantes, por su parte, se rastrean alrededor del apuntalamiento de los principios específi cos, y muy especialmente con la introducción e institucionalización de dos ideas-guía −el “Poder Po-pular” y el “Nuevo Gobierno”− que, a la postre, llevarían hacia la reno-vación de la perspectiva en sus principales prácticas.

12 “Estos colapsos [Nota: de los partidos comunistas y movimientos de Liberación Nacio-nal] fueron celebrados por los liberales como un triunfo suyo, pero han sido más bien su cementerio, pues se han encontrado en la situación previa a 1848, ante una acuciante exigencia de democracia, una democracia que vaya más allá del limitado paquete de instituciones parlamentarias, sistemas multipartidistas y derechos civiles elementales; esta vez, se demanda una democracia real, con un genuino e igualitario reparto del poder. Esta última demanda ha sido históricamente la pesadilla del liberalismo, contra la que ofreció su paquete de limitados compromisos combinados con un optimismo seductor sobre el futuro” (Wallerstein, 1994: 3-17).

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Así, mientras la defensa de la tesis original que postulaba la toma y conquista del poder político como objetivo estratégico permanece −di-ríamos− invariable, ésta no se puede concebir de manera estática. De hecho, se reafi rma dinámica y dialécticamente, articulando ahora la idea de la construcción del poder social13.

Bajo esta provocación se incorpora alguna suerte de “dualidad” en la concepción del poder dentro del marco (frame) del proceso revo-lucionario del ELN. Propone una enunciación mucho más compleja que, entre otras cosas, entraría a contestar la relación históricamente confl ictiva entre “lo político” y “lo militar”. Principalmente, estimula cierta reedición de las formas de acción y, concretamente, aquellas que tienen que ver con su faceta político-militar, aspirando redimir su di-mensión auténtica.

Recordemos que bajo los fundamentos inicialmente previstos, las razones para declarar la unidad de la dimensión político-militar elena era una cuestión incontestable. Sin embargo −también lo hemos regis-trado así−, en lo concreto de las trayectorias y prácticas, la disyuntiva entre “lo político” y/o “lo militar” acabó imponiéndose con la suprema-cía de ésta última en el comienzo de sus trayectorias subversivas.

Esencialmente, el poder dual ha venido motivando un desdobla-miento que advierte la forzosa necesidad de construir socialmente y co-instituir políticamente el problema del Poder, respaldando una di-námica que, en vez de avalar posiciones vanguardistas −típicas en el funcionamiento tradicional de los grupos guerrilleros y que el mismo ELN entiende haber agotado– intente reconstituir el ejercicio de dife-rentes tipos de autonomía popular, y convoque una especie de “régimen extra-institucional” favorable a los intereses abocados por la insurgen-cia elena. Se trata de una tesis que exalta la idea de Gobierno paralelo y alternativo bajo la imagen de Gobierno Popular y Democrático, fórmulas que encarnarían la autenticidad realmente Revolucionaria14.

La incursión de Poder Popular y Nuevo Gobierno como prin-cipios específi cos al interior del nuevo mapa cognitivo y normativo

13 En un Congreso reciente del ELN (2006) se planteó: “Hoy el ELN apuesta a una estra-tegia de nación, a favor de una confl uencia social y política, se propone como objetivo buscar ‘un gobierno de nación, de paz y equidad […] Esta meta de construcción del nuevo gobierno y de toma de poder que siempre hemos planteado son muy similares, una moneda de 2 caras, por un lado el nuevo gobierno y por el otro la toma del poder, porque el poder es un asunto que se construye y que se conquista, no es solamente una cosa”. Entrevista a Rubén Vásquez (Frente Internacional del ELN, 2006).

14 “[...] Es en este periodo y en esta propuesta que la estrategia de poder de la UC-ELN comienza a transformarse signifi cativamente en la lógica de que el poder no se toma, como un asalto al gobierno, sino que se construye a diario como nuevo gobierno y nuevo Estado” (Medina, 2001).

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resultan ser entonces referentes determinantes. Ambos posibilitan re-evolucionar el “sistema de sentido(s)” y, desde luego, la versión misma que asumen hacia el futuro varias de las prácticas y discursos en el ELN consignados como revolucionarios15.

Aquí surge una situación que a primera vista y bajo otras pers-pectivas resultaría paradójica: el ELN, comprometido con un concepto “rígido” en torno a la revolución, paralelamente intenta re-actualizarla “fl exibilizando” varias de sus posturas. ¿Cómo es posible convocar ri-gidez y fl exibilidad simultáneamente en este asunto? El proceso de “re-ajuste” revolucionario ha signifi cado menos una alteración que cierta reafi rmación en el contenido de su proyecto político para “adaptar la Organización a las nuevas realidades cambiantes, complejas, inespe-radas”16.

Esta metamorfosis se desarrolla con base en su propia trayec-toria histórica, pero no desea simplemente extrapolar mecánicamente su pasado en el presente. Por el contrario, lo recupera para proyectar (hacia el futuro) su existencia subversiva de manera más consistente17. Esta circunstancia es el resultado de un largo camino de reestructura-ciones y reformulaciones en relación con el presupuesto revolucionario, y representa un impulso restaurador que puede ser ubicado a partir de mediados de los años ochenta, pero que defi nitivamente logra incidir sobre las confi guraciones más actuales de esta guerrilla en el nuevo mi-lenio. Sin implicar entonces una reforma de sus contenidos esenciales, el ELN ratifi ca los contenidos primarios de su discursiva sin desvirtuar la concepción de la Revolución que ha venido exhibiendo durante las décadas precedentes.

La mayor ascendencia de todas estas variaciones radica en el hecho de revitalizar bajo un espíritu renovado las formas de acción que podríamos llamar “políticas” (en contraste con las eminentemen-te “militares”, salvando –eso sí− interpretar ambas dimensiones por separado) y que siguen siendo constitutivas de la dimensión armada, parte de las convicciones insurgentes. A la postre, todas estas actua-ciones serán traducidas prioritariamente en torno al despliegue de una “nueva” Guerra de Liberación que hoy se despliega como profun-

15 “La idea del poder popular, antes de ser un aporte eleno, es un aporte del MIR-PL nota-ble en la supervivencia de la guerrilla Patria Libre que actuaba en las sabanas de la Costa Atlántica [Colombiana], donde las condiciones tradicionales de una guerrilla no estaban presentes y en las que su mejor aliado fue el alto grado de colaboración de la población civil… [pero] Si bien la concepción del poder popular no había sido esbozada por el ELN, el MIR-Patria Libre consideraba que la praxis de esta guerrilla [es decir, el ELN] era la más consecuente con este principio” (Copete, 2008). La fusión política entre el Movimien-to de Integración Revolucionaria Patria Libre (MIR-PL) y el ELN dio como resultado La Unión Camilista Ejército de Liberación Nacional (UCELN) en junio de 1987.

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dización del mecanismo adoptado de la Guerra Popular Prolongada (GPP)16.

La idea de articular la lucha armada con la movilización social y política encuentra en esta práctica su faceta más natural, y en los Fren-tes de Guerra y las “autodefensas revolucionarias” urbanas y rurales, creados por el ELN, un instrumento substancial17.

LAS ACCIONES-VÍA. FORMAS E INSTRUMENTOS DE ACCIÓNSintetizando la reconfi guración suscitada a partir de los prin-

cipios específi cos emergentes, existen otros giros de importancia que inducen la ampliación en las acciones-vía del imaginario revolucionario en el ELN; es decir, al interior de sus formas de acción y los instrumen-tos que ellas encarnan18.

Es importante recalcar que, a pesar del esquematismo que utili-zamos, existe una fuerte reciprocidad entre los giros y, en su conjunto, todos los niveles cognitivos y normativos, los cuales se interrelacionan estrechamente.

Desde una perspectiva que sólo con propósitos ilustrativos po-dríamos califi car como societal (en términos del ELN: “de masas”), con la movilización y consolidación de organizaciones que, entre otras co-sas, aseguren mayor incidencia y “control popular” al grupo insurgente (Aguilera, 2008: 344).

El ELN intenta “hacerse cargo” de la creación de Organización Popular manteniendo como meta el fomento de diferentes tipos de pro-yectos productivos “autogestionarios” e, incluso, intentando implantar condiciones para favorecer espacios de justicia paralela que promuevan sucesivamente algún tipo de reconocimiento social y popular en los ni-

16 Vale decir que el instrumento de la Guerra Popular Prolongada (GPP) –la incorpora-ción de “todo el pueblo” a la guerra y, con ello, el impulso de la lucha armada revolu-cionaria- había sido adoptado en el I Congreso del ELN “Camilo Torres” en 1986. “En el terreno militar se defi nió profundizar el proceso de guerra popular buscando un equilibrio dinámico de fuerzas hacia una confrontación estratégica”. Pero, en nuestra opinión, para el ELN toma un particular ímpetu con la introducción del principio de Poder Popular. Desde el IV Congreso (2006) se ratifi có el carácter de organización político-militar y “[...] los propósitos centrales de lucha y las metas estratégicas de Gue-rra de Liberación, Poder Popular y Nueva Nación”. Entrevista a Rubén Vásquez (Frente Internacional del ELN, 2006).

17 Los Frentes de Guerra fueron aparatos político-militares de presencia militar y de actividad política (Aguilera, 2008: 339-351).

18 En el I Congreso del ELN (1986) se adopta formalmente la tesis de la GPP: el de “Cons-trucción del Poder Popular” (II Congreso 1989) y se ratifi ca en el III Congreso (1996) titulado: “Somos Revolución, Construimos Poder y Triunfaremos”. En el IV Congreso (2006) se ratifi ca “la combinación de las formas de lucha” y el “deslinde categórico” con relación al narcotráfi co propuesto desde 1989.

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veles locales. La vinculación con la movilización popular y, en genérico, con diferentes movimientos sociales, es otra de las dinámicas estratégi-cas que se innovan –diríamos− bajo una “nueva modalidad”.

Desde una perspectiva política, se abren diferentes frentes. El primero, con la rehabilitación de la antigua concepción antielectoral y abstencionista que conservaba inicialmente el grupo guerrillero. Esta retractación ha sido tal, hasta el punto de reconocer en la vía electo-ral un pasaje hacia la construcción de poderes locales y regionales, principalmente viendo en la “participación” electoral una oportunidad que contribuye provechosamente hacia las metas revolucionarias. La dimensión electoral, desde luego, sólo aparece en tanto una condición necesaria nunca sufi ciente; es más, resulta sin remedio, defi ciente. A pesar de esto, la insurgencia terminará “apoyando” varias propuestas electorales desde que en Colombia se instituye la elección popular de autoridades locales y se celebran elecciones periódicas para tal fi n19.

Inclusive, estos planteamientos recientemente han conmovido de tal manera, hasta el punto de esperar “confi gurar una fuerza electoral que le dispute la presidencia a los partidos tradicionales” (Ejército de Liberación Nacional, 2004).

En segundo lugar, los reclamos alrededor de la democracia fl ore-cen bajo una impronta característica. Se profundizan en la discursiva insurgente conforme avanza el giro planteado por los nuevos tiempos. Y, si bien en el pasado este tópico nunca estuvo ausente, sólo ahora es introducido de forma realmente consistente. Logra por lo tanto tener la relevancia necesaria para poder articular el concepto/concepción re-volucionario vis-á-vis las acciones-vía que hacen parte del imaginario de la Revolución y, en este sentido, ser considerado plenamente como un principio específi co20.

19 “La participación de las masas, de movimientos sociales y políticos, de sectores alia-dos, pueden fortalecer, en el futuro próximo, su expresión electoral, tanto a nivel par-lamentario, como a nivel de la elección del nuevo presidente, por lo cual no podemos descartar que tanto a nivel del ejecutivo, como del legislativo, sea posible abrir una grie-ta para cambiar por la vía institucional, las políticas hacia posturas más democráticas y populares […] Se abriría de esta manera una revolución política que debe ser proyectada hacia una revolución global” (Ejército de Liberación Nacional, 2004; Medina, 2009: 233). La intervención del ELN en los Planes de Desarrollo Regional algunos autores lo han conceptualizado como el clientelismo armado (Peñate, 1999).

20 Esta es una de las razones por las cuales evitamos incluir “la Democracia” en la matriz original como principio específi co de la Revolución para el ELN. Según vemos, y aunque hay alusiones alrededor de ella en la época (uno de los argumentos fundacionales del ELN fue la “falta de democracia” del Frente Nacional), la discursiva original supeditaba – y agotaba – este argumento en vindicaciones, que no reivindicaciones democráticas que desarrollasen, para nuestros efectos analíticos, “formas de acción” e “instrumen-tos” concretos o puntuales posibles de “captar”, tal y como sucede –por el contrario– en la nueva discursiva elena desde la década de los noventa.

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Decíamos que el ELN, a pesar de haber ajustado su postura an-tielectoral, mantiene todavía reparos históricos frente a las limitaciones y défi cits que −según esta guerrilla− plantearía la democracia actual-mente existente de tipo electoral-representativo.

La Democracia, devenida ahora en una idea-guía y en tanto prin-cipio específi co, reaparece como la institución popular de un “gobierno directo del pueblo sin intermediarios”, es decir, con capacidad para ejer-cer autonomía y auto-gobernarse. Esta actitud resume las expectativas y demandas por realizar una “democracia directa, de rostro popular y de mayorías”, situación que para el ELN, sin embargo, sigue sin eximir el desarrollo de “una profunda confrontación política y militar capaz de desatar las fuerzas de cambio” (Ejército de Liberación Nacional, 1997; Medina, 2009: 167).

Hay que destacar el alcance que ha venido adquiriendo reciente-mente este argumento. Se trata de una idea que guía los nuevos escena-rios, e imposible de omitir, por ejemplo, en los foros institucionalizados de las negociaciones de paz que en diferentes momentos y administra-ciones viene realizando el Estado colombiano con la guerrilla del ELN desde la década de los noventa y que, hasta el momento, lamentable-mente, no observa mayores avances. En este panorama se ha dado una apertura distinta –o, por lo menos, diferente– hacia una estructura de oportunidades políticas donde, además de los debates en torno a “la Democracia”, el tema de la Paz resulta ser otro de los puntos obligados dentro de la proyección guerrillera elenista.

La reconstrucción de las trayectorias a partir del “foro” que constituyen las negociaciones de paz (también en temas tales como la “humanización del confl icto” o “la negociación política del confl icto”, etc.) nos permiten vislumbrar con mayor claridad que en el pasado las confi guraciones actuales en el ELN21.

Para este caso, el marco de las Negociaciones implica no sólo un espacio social institucionalizado más visible y expuesto públicamente a las propuestas de la guerrilla elena, sino también la ocasión para instalar nuevas formas de acción e instrumentos, revivir su infl uencia y recobrar la legitimidad que le atribuyen a sus acciones rebeldes.

Justamente, la Convención Nacional (un “nuevo pacto” constitu-cional con fuerte presencia de la sociedad civil o, si se quiere, un acto constituyente con participación “de los sectores marginales excluidos”) es el vector que organiza y reactualiza el posicionamiento y reivindica-

21 “La UCELN iniciaba en los primeros días de 1989 una amplia campaña para la huma-nización de la guerra que demostraba los altos niveles de maduración de la Organiza-ción para avanzar hacia propuestas políticas no contempladas en su inmediato pasado” (Ejército de Liberación Nacional, 2006, Cap. 51).

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Cuadro 2

Esquemática cognitiva del concepto Revolución en el ELN

(década del 90 y en adelante)

Niveles Cognitivos

(eslabones)

Fórmulas y Mecanismos Políticos Objetivo / Contenidos

(targets)

Ideas-guía

Principio general RevoluciónToma del Poder Político

Construcción del Poder Social“Socialismo”

Principiosespecíficos

Soberanía Nacional Democracia Popular

Paz con Justicia Social“Nuevo Gobierno”“Poder Popular”

Gobierno Popular, Democráticoy Revolucionario versus Mo-nopolio estatal fuerza legítica

Acciones-vía

Formas de Acción

“Militar”Confrontación armada (irregular)“Política” Negociación política

“Societal” Organización popular

Poder Político Establecido ver-sus Poder Extra-institucionalLuchas por la Hegemonía

InstrumentosGuerra de Liberación

Convención Nacional / Asamblea Popu-lar / Redes / Movimientos Sociales

[GPP + Frentes de Guerra]

Fuente: elaboración propia.

ciones insurgentes de nuevo cuño. Se trata de un instrumento que llega a condensar alrededor de esta forma de acción “política” los principios específi cos revolucionarios, sobre todo, los de Democracia Popular, So-beranía Nacional (recientemente, “Nueva Nación”) y el de Paz con Justi-cia Social como horizontes revolucionarios realizables22.

Recientemente, la propuesta de Convención Nacional se ha desig-nado bajo el rótulo: “Asamblea Nacional Popular”, nominación que tiene aún mayor trascendencia en tanto termina fundamentando este instru-mento bajo un sentido mucho más preciso y estable frente a la articula-ción que sugerimos entre los principios revolucionarios y sus acciones concretas, en tanto procesos ideológicos y cognitivo-normativos23.

Más allá de replantear las luchas subversivas y ubicarlas en un contexto humanitario o dependiente de la negociación del confl icto y sin que entren en contradicción frontal con ellas, es claro que esta dimen-

22 “El objetivo actual de nuestra estrategia política es: un país en paz, para construir la democracia, la justicia social y la soberanía nacional”. (Ejército de Liberación Nacional, 2003; Medina, 2009: 207).

23 “Surge así nuestra primera propuesta política llamada ‘Asamblea Nacional Popular’ (ANP). Entendimos que la vieja cuestión que debatíamos a nuestro interior sobre la supuesta contradicción entre la estrategia de guerra popular prolongada y la propuesta de solución política no podía seguir gravitando de manera negativa para continuar al margen del diario quehacer político en los escenarios nacionales e internacionales”. (Ejército de Liberación Nacional, 2006, Cap. 72).

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sión “política” desde donde han sido desarrolladas las nuevas actuacio-nes de la insurgencia elena ha estado atenta, por ejemplo, a subsanar la “desfi guración” –en términos del ELN– en que habría caído la lucha armada revolucionaria, y convocar en este proceso la relegitimación constante del proyecto insurgente desde una versión “integral”, adjeti-vo que le otorgaría vigencia a su Revolución: “[…] Está defi nido que el objetivo estratégico de la revolución colombiana es la toma del poder para abrirle paso a la construcción del socialismo […] La vía para lo-grar dicho objetivo es el asenso [sic] gradual en la construcción de una fuerza integral: político, militar y de masas, que a través de una lucha también integral que incorpore al pueblo, se defi na la derrota de los factores esenciales del poder burgués […] es la articulación creativa de la guerra y la lucha política de masas […]” (Ejército de Liberación Nacional, 2003; Medina, 2009: 207).

Las reivindicaciones en torno a la Paz, por dar un ejemplo, exclu-yen “la desmovilización o el desarme de la insurgencia” pero, al mismo tiempo, yuxtaponen actitudes “autocríticas” −en palabras de esta gue-rrilla− frente al peso de sus actuaciones eminentemente militares y que, en el pasado estuvieron condicionadas por automatismos mecánicos frente a la concepción revolucionaria24.

Ahora, de una manera más compleja, se advierte un paradigma revolucionario que incluso precisaría –en sintonía con lo que hemos venido analizando– de la construcción de una “verdadera hegemonía”, según el ELN, basada en la construcción de un consenso social que coexiste con un Ejército Insurgente preparado “para colocar sus armas por la defensa del proyecto de nación”25.

Finalmente, habría que notar que los giros aquí percibidos co-rroboran la percepción acerca de un tránsito paulatino del ELN desde una organización guerrillera con un mayor énfasis militar (en su propia concepción y estructuras) hacia una más de tipo sociopolítico26.

24 “Los mensajes que la insurgencia hacía llegar a través de su accionar militar fueron hasta un momento factor ideológico importante, sea por los resultados propiamente militares… como por los contenidos políticos que se vinculaban con las acciones. Pero hoy, la degradación de la guerra… no permite que el accionar de la insurgencia le diga algo positivo a las masas… ya no logran traslucir que son el resultado de una lucha por los cambios del país” (Ejército de Liberación Nacional, 2003; Medina, 2009: 206).

25 “No estamos hablando ni de desmovilización ni de desarme…”. (Ejército de Liberación Nacional, 2003; Medina, 2009: 207). Recientemente, el ELN se ha pronunciado al res-pecto ((Ejército de Liberación Nacional, 2008b; 2008c).

26 Según datos recopilados –sin ninguna confi rmación ofi cial, pero posiblemente ilustrati-vos de la composición reciente del ELN– por cada “hombre en armas” existen alrededor de 8-10 hombres vinculados a organizaciones sociales y movimientos. Este cálculo se aproxima al expuesto por Carlos Medina Gallego, quien habla de que “la proporción del

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Sin negar la faceta militar o llegar a desvirtuar la convicción por momentos dogmática sobre la irrevocabilidad de la lucha armada, este matiz propone una infl uencia activa en las disposiciones que adoptan las praxis insurgentes recién incorporadas, y hace pensar, asimismo, que este fenómeno signifi ca más que una mera decisión de tipo orga-nizacional o de carácter táctico-estratégico, como unívocamente algu-nos análisis han propuesto. Al contrario, el tránsito deviene justamente como un componente que desborda lo simplemente instrumental; por ello, sólo es detectable a través del tiempo conforme va articulando un proceso gradual de desarrollo teórico-abstracto y, simultáneamente, con la consolidación de sus praxis27.

Aquí, nuevamente, la relación entre ideas y acciones, guías ideo-lógicas y vías concretas, se refuerza mutuamente. En particular, la infl uencia que ejercen los principios específi cos emergentes (Poder Popular, Nuevo Gobierno, etcétera) emanados desde la narrativa re-volucionaria, y su predominio sobre las nuevas traducciones prácticas tangibles. Todo esto como fruto de un proceso de constante aprehensión y aprendizaje frente a las realidades singulares que ha debido sortear esta organización guerrillera.

Hoy por hoy, la realidad del ELN estaría más lejos de la “toma (absoluta) del Poder Político”, tanto en el corto como en el mediano plazo −mucho menos, a través de la fórmula eminentemente “militar”−, que en incrementar la “hegemonía” en el ejercicio, si bien parcial, de su propio poder en las zonas donde tiene infl uencia, cuestión que sin aban-donar sus originales ideas-guía, ha podido adoptar/adaptar acciones que ciertamente amplían sus repertorios pero que, en lo fundamental, complejizan su existencia insurgente desde una discursiva que se pro-clama como eminentemente revolucionaria.

ELN es de dos (2) hombres-arma por 14 hombres vinculados a movimientos sociales”. Se-gún información fruto de la intervención del profesor Medina Gallego en la convocatoria de la Fundación Arco Iris, en relación con el proceso Gobierno-ELN, reunión realizada en Bogotá, D.C., Pontifi cia Universidad Javeriana (Viernes 12 de octubre de 2007).

27 De hecho, el ELN plantea que en la detención de la Guerra y la fi nalización del Confl ic-to deben priorizar “la Acción Política, los Preceptos Humanitarios y el Deslinde con el Narcotráfi co”. Estas cuestiones, de hecho, aún no son detectadas para el período inmediatamente anterior, lo cual hace suponer un contraste signifi cativo con el nuevo marco histórico de referencia, como comentaba un analista a principios de la década del noventa: “[...] el ELN a través de 25 años [Nota: hasta la década de los noventa] de acción puramente militar, no ha podido pasar del simple estadio de la supervivencia” (Neira, 1990: 141-152; énfasis propio).

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EPÍLOGOGran parte de los obstáculos que aún subsisten, por ejemplo, en los procesos de negociación política para lograr la cesación de las confron-taciones con grupos insurgentes en contextos donde cada vez se escalan este tipo de confl ictos armados (como en Colombia), con lamentables secuelas para la sociedad en su conjunto, no se lograrán superar si no se reconocen en su auténtica magnitud y profundidad las problemáticas en las que están inscritos todos y cada uno de los actores en confron-tación. Menos aún si se siguen promoviendo actitudes que, en vez de “re-conocerlos”, los “des-conocen” despectiva y sistemáticamente.

Responsabilidades como esta son las que le atañen al saber social y a sus académicos: auxiliar, desde sus modestas refl exiones, alternati-vas constructivas frente al malestar de las sociedades, ofreciendo más y mejores salidas.

Hoy en día, muchos de los “inamovibles” que impiden avanzar hacia escenarios de paz, auténtica democracia y sociedades igualitarias y justas, continúan siendo torpedeados por las actitudes irrefl exivas desde los mismos actores involucrados (estatales e insurgentes), deri-vadas en su mayoría debido a las terribles prevenciones y preconceptos que hay que empezar a destituir. Esta contribución, precisamente, nace en uno de esos intentos.

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INTRODUCCIÓNNos proponemos abordar una temática particular pero que está pen-sada en el marco de las refl exiones a propósito del Bicentenario de los procesos considerados como emancipatorios1 del siglo XVIII.

Es necesario para ello situar el Bicentenario en el contexto del capitalismo de época −de esta época– o sea la de la globalización capita-lista contemporánea en el momento que es sacudido por la culminación de un proceso de crisis general, mundial, “global”, de enorme magnitud, ya que se trata de una crisis integral, civilizatoria, cuyos alcances y consecuencias aun no pueden dimensionarse en su totalidad, pero que,

Beatriz Rajland*Liliana B. Costante**

LOS NUEVOS PODERES CONSTITUYENTES EN LA AMÉRICA LATINA Y CARIBEÑA DE HOY Y

SU RELACIÓN CON LOS PROCESOS DE CAMBIO

* Doctora, Profesora e investigadora de la Universidad de Buenos Aires, vice-presidenta de la Fundación de Investigaciones Sociales y Políticas (FISYP), co-coordinadora GT CLACSO sobre Bicentenario, coordinadora del Departamento de Política y Sociedad del Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini.

** Docente y doctoranda de la Universidad de Buenos Aires. Investigadora de la Funda-ción de Investigaciones Sociales y Políticas (FISYP), Coordinadora de la Convocatoria NO al CIADI.

1 No abundaremos en consideraciones al respecto del signifi cado de emancipatorio, pues excede el propósito y las posibilidades de este trabajo. Otros capítulos de otros autores en este mismo libro se refi eren con más detenimiento y a ellos nos remitimos.

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sin duda desembocará en una mayor concentración y centralización del capital, tanto fi nanciero como productivo, que de distintas formas agudizará la explotación de la fuerza de trabajo.

Es una crisis producida por causas profundamente estructurales del capitalismo, agravada y caracterizada por el acelerado proceso de fi nanciarización de la economía y también consecuencia de las políticas neoliberales de desregulación y liberalización.

Se espera que la crisis genere casi 60 millones de desocupados en 2009, y si esta situación de recesión golpea a los Estados Unidos y a la Unión Europea, son los países periféricos los que, en defi nitiva, sufrirán las más graves consecuencias, de acuerdo a la experiencia que indica que el sistema imperialista hegemónico exporta la crisis y la descarga particularmente sobre estos países, lo que constituye el soporte del pro-pio desarrollo de los países centrales.

Varios de los países centrales han apelado hoy al Estado en la búsqueda de “superar” la crisis2, han destinado altas sumas de dinero para el salvataje de bancos y empresas multinacionales, o incluso para la adquisición de acciones de ellos.

La mera intervención del Estado no es muestra alguna de in-tentos de alternativizar la hegemonía del capital, ya sucedió en pos-guerra, y aunque algunos son nostalgiosos de esa época, es claro que las circunstancias no son las mismas, ni tampoco los actores lo son, sino que lo que persigue es paliar, regular los intereses del conjunto de la clase dominante, coadministrar en la protección de ese bloque, en defi nitiva, “salvar” el sistema capitalista, inyectando desde el Estado la moneda que impida las quiebras, que las fi nancie, para asegurar su futuro. Como no puede ser de otra manera en el capitalismo, el Estado es “socio” de las empresas capitalistas, aunque las formas de expresión de esa sociedad sean diversas. Al mismo tiempo, Estados Unidos busca asegurar la rentabilidad del complejo militar-industrial, por lo que el militarismo acendrado con la política de Bush de la “guerra infi nita”, no parece que variará sustancialmente. La pregunta es: ¿dónde se des-encandenará?

Frente al modelo global y la crisis global, las respuestas a articu-lar por los pueblos también deberían tender a ser globales, aunque se expresen en reivindicaciones y movimientos políticos y sociales locales. Todo ello amerita la necesidad de la construcción de nuevas integracio-nes de carácter emancipador.

Dentro del panorama descrito, consideramos que el dato prin-cipal y novedoso de esta crisis es que se está construyendo otro mapa político en la región de Nuestra América. Muestra diversidad, pero al

2 Hasta se hizo referencia de una “socialización a lo Obama” para los Estados Unidos.

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mismo tiempo una tendencia a un proceso de cambio, particularmente en Sudamérica y recientemente en Centroamérica (El Salvador).

La consolidación del modelo neoliberal en la región en la dé-cada de los 90 (aplicando el Consenso de Washington), además de las consecuencias económicas traducidas en miseria y desocupación, tuvo consecuencias políticas, sociales y culturales, que provocaron un retro-ceso en la gestación de resistencias populares, pero que no llegaron a aplastarla. Chiapas y el ejército zapatista en 1994, las movilizaciones de Bolivia en 2002/03, el enfrentamiento al golpe de Estado en Venezuela, son, entre otros, ejemplos de ello.

Se puede considerar que, a partir del triunfo de Hugo Chávez en Venezuela en 1998, se inicia un proceso ascendente de cambios en América Latina y el Caribe, algunos de carácter francamente emancipadores. O sea, que los cambios que se registran no tienen signifi cados similares. Son diferentes las propuestas, las actuaciones, pero tienen en común ser la expresión de anhelos y conceptos nuevos sobre la política.

Podríamos decir que hoy hay comprendidos en el ejercicio de la política una pluralidad de sujetos, en cada lugar, con sus características específi cas.

Más allá de si las políticas concretas aplicadas por varios de esos líderes cumplen con las expectativas de sus votantes, lo cierto es que estos expresan –en general− un voto de cambio, un repudio a los líderes políticos tradicionales.

Particularmente aquellos procesos que expresan cambios más profundos y sistémicos, son producto de las luchas generadas “desde abajo”, por movimientos sociales pero políticos, que se consolidan en la práctica política, culminando en gobiernos institucionales, elegidos y reconfi rmados en procesos electorales, que van llevando a cabo los proyectos populares, en tanto y en cuanto son sostenidos por la parti-cipación de los sectores subalternos y en medio de una crisis política en la región. Lo importante es que los cambios son producto de haber articulado lo social y lo político, desechando falsas dicotomías.

La articulación de lo social y lo político, en el sentido de lo social en lo político y de lo político en lo social, es la piedra angular de la construc-ción de sujetos sociales capaces de producir los cambios reales dirigidos a la ruptura sistémica. Se trata de reconocerse los unos a los otros, como movimiento social y político no antagónico pero integrado, disruptivo (respecto al capital), pero no en aislamiento sino en articulación.

Para intentar hacer un análisis sustancial, es imprescindible diferenciar agudamente respecto al proceso de cambio en la región, teniendo en cuenta como patrón de comportamientos, en primer lugar, el posicionamiento respecto a la relación con los Estados Unidos, par-ticularmente respecto a la fi rma de Tratados de Libre Comercio (TLC),

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y más sustancialmente el posicionamiento ante el capitalismo como sistema.

Así, son claros en cuanto a pronunciamientos y toma de posi-ciones los casos de Venezuela, Bolivia y Ecuador3, que aunque con diversidad, se plantean alternativas profundas al sistema dominante, considerando que el capitalismo no puede darles ninguna perspectiva e incluso proclamando su vocación hacia el socialismo, el socialismo del siglo XXI. Podemos considerar también a Nicaragua cercana a este grupo. Por otro lado, están Brasil, Uruguay y Argentina (de ninguna manera de modo homogéneo), donde se han registrado algunos cam-bios respecto a los noventa, pero que defi nidamente quedan en el marco sistémico y aun en el modelo neoliberal, que no constituyen, por tanto, salidas alternativas. Cerca de ellos también podemos ubicar a Chile. Paraguay y El Salvador son experiencias muy recientes a analizar. Por su parte, México, Perú y Colombia son claramente base de apoyo de la política de los Estados Unidos en la región.

La consolidación de los procesos de cambios más profundos en Nuestra América, lo novedoso de sus prácticas, por ejemplo, la reali-zación de Constituyentes, esto es, de una intensa actividad de reforma política e institucional, que apunta a desembocar en la elaboración de una nueva carta constitucional y luego a la aprobación de los nuevos contenidos que representan una de las cuestiones más innovativas que se han mostrado en Venezuela, Bolivia y Ecuador.

¿En qué sentido? En primer lugar, ésta es una realidad inédita en cuanto a Poderes constituyentes que generalmente funcionaron –como luego veremos− cuando la consolidación de procesos de cambios y no en el principio de esos procesos. La Constitución, en estas circunstancias, no aparece como lugar “de cierre” de un proceso sino como parte inte-grante de ese mismo proceso, y tiene un carácter revolucionario cuya fi nalidad es la de concretar el cambio rotundo de un tipo de régimen socio-económico y político excluyente.

¿Cuál es la relación entre la institucionalización de tales poderes y los cambios a los que se aspira?

Es notorio que las Asambleas Constituyentes y el producto nor-mativo de ellas legitimaron la constitución de nuevos sujetos, en cuanto a su reconocimiento (no en cuanto a su existencia que obviamente es histórica). Los derechos de las distintas etnias y los cambios en los regímenes de propiedad acorde con las experiencias y tradiciones son quizás el punto más sustancial. Si los sujetos que promovieron el cam-

3 Está claro que Cuba no entra en esta clasifi cación, ya que la revolución del cincuenta y nueve y la historia posterior dejan bien claro su postura de ruptura sistémica y progra-ma de construcción de una sociedad socialista.

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bio no eran sujetos en las constituciones anteriores, se necesitaba ese proceso constituyente previo para que constituidos en sujetos “legal-mente”, participaran en plenitud de derechos en los cambios.

Lo innovativo también está en las formas del proceso de cambio: es la acción política de carácter alternativo, revolucionario, legitimada por las fuerzas participantes, rápidamente transformada en legalizada.

Tengamos en cuenta el escenario de fi cciones sobre el cual se erigió nuestra región, de un doble carácter: por un lado la fi cción del “descubrimiento de América” anudándose a otra fi cción: la del “crisol de razas”. Mientras que las actuales realidades señaladas, se erigen le-vantando la lucha por la identidad contra la lógica de la colonialidad.

Todo ello permite repensar América Latina y Caribe, sus posibi-lidades de cambio social y económico, lo nuevo de los procesos de cam-bio, la articulación entre reforma y revolución, “el socialismo del siglo XXI”, como meta, como utopía a realizar. Lo cierto es que asistimos a procesos diversos pero todos ricos en propuestas de cambio, creativos, que demuestran la falsedad de la proclamación del “fi n de la historia”.

Como dijimos, nos hemos propuesto abordar los procesos consti-tuyentes como uno de los aspectos de los procesos de cambio en Nuestra América. Alrededor de las Asambleas, la aprobación del articulado, su boicot y los referéndum consecuentes, se discutieron políticas y proyec-tos, se avanzó y por momentos se retrocedió, se negoció, se consensuó, se realizó un ejercicio de democracia. No es a esos aspectos a los que puntualmente nos referiremos, sino a los principales valores que se sus-tentaron, a los aspectos considerados más creativos, al fruto de la parti-cipación popular (con rasgos comunes para los tres casos en análisis).

Nos interesa la experiencia que para el conjunto de Nuestra América representa por lo innovativo y lo ejemplifi cador.

Para que las diferencias aparezcan claramente, es que haremos primero una breve referencia a los procesos constituyentes iberoame-ricanos, plasmados en las constituciones del siglo XIX, así como a la teoría clásica constitucional y su signifi cado político.

Dos interrogantes serán sujeto de interpelación:- ¿Cuáles fueron las características de los procesos constituyen-

tes en el territorio de Iberoamérica hacia el siglo XIX? ¿Puede hablarse de características propias?

- ¿Cuánto y cómo se diferencian de aquellos procesos los actua-les surgidos en Bolivia, Ecuador y Venezuela?

ACERCA DE LA TEORÍA CLÁSICA CONSTITUCIONAL Y EL PODERLa defi nición más generalizada de Constitución, la que circula por es-pacios académicos, escolares y políticos, es la que la considera la nor-ma fundamental de un Estado, que sea o no escrita, regula lo que se

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considera el régimen básico de derechos y libertades de los individuos y organiza a los poderes e instituciones políticas.

Esta defi nición nos suscita por lo menos dos preguntas:¿A qué se considera el régimen básico de derechos y libertades

de los individuos?¿Qué signifi ca y de acuerdo a qué parámetros se organizan los

“poderes” y “las instituciones políticas”?Cómo es habitual en las “explicaciones” de los teóricos y políticos

que forman parte de la construcción y “garantía” de la reproducción del capital, se “naturalizan” defi niciones y conceptos, de manera tal que pareciera que hay “un” régimen básico de derechos y libertades y “una” organización institucional erga omnes. ¿Dónde se origina? ¿Qué representa? Abordaremos estas cuestiones para visualizar lo nuevo en los actuales procesos constituyentes en Nuestra América.

LA FUNCIÓN DE LA CONSTITUCIÓN ESCRITA. BREVE RESEÑA DE LA TEORÍA SOBRE LOS PROCESOS CONSTITUYENTES. Desde antiguo, la norma se escribe como reaseguro para el cumpli-miento de lo acordado –pero, ¿entre quienes?− o de lo conquistado. Se entendía que la escritura daba un carácter “de cierre” de una determi-nada relación de poder: nada menos de lo escrito y tampoco nada de más. En esos términos, la norma escrita consolidaba lo logrado previa-mente por vía de acuerdos (entre los pares) o por las armas.

Ferdinand Lasalle se refi ere a la existencia y relación de dos Cons-tituciones en un país. “[…] esa Constitución real y efectiva, formada por la suma de factores reales y efectivos que rigen en la sociedad y esa otra Constitución escrita a la que, para distinguirla de la primera, daremos el nombre de la hoja de papel […]”. (Lasalle, 2002: 98, énfasis original).

¿De dónde procedía la aspiración –peculiar a los tiempos moder-nos− de elaborar Constituciones escritas?

Sólo puede provenir, evidentemente, de que en los factores rea-les de poder imperantes dentro del país se haya operado una transformación (Lasalle, 2002:102).

Esa transformación está ligada a lo que entiende como esencia de la constitución de un país, o sea, la suma de los factores reales de poder que se expresan jurídicamente por escrito, transformándose en derecho, es decir, en instituciones jurídicas de manera que quien atente contra ello, aparece atentando contra la ley y debe ser castigado. (La-salle, 2002)4.

4 Esto, en rigor, es lo que se sigue observando en la actualidad en la elaboración y apli-cación del derecho. Lo interesante es considerar que Lasalle desarrolla sus tesis sobre

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Y a la pregunta que se formula el autor citado acerca de cómo se hace esto para que siempre se privilegien los poderosos, la respuesta que ofrece, es contundente: se hace uso de las argucias del poder, de verdaderas maniobras.

La constitución escrita aparece como un avance, en particular con las constituciones surgidas de los procesos revolucionarios bur-gueses en Norteamérica y en Francia. Y lo es, en la medida en que excede el marco de “orden-punición” para extenderse literariamente como “garantía normativa” del programa político por el cual se llevó a cabo el cambio revolucionario, o sea de los intereses que hegemonizan el proceso de cambio.

En último término, pues, la verdadera función de una Consti-tución es decidir qué normas regulan el uso de la fuerza; no necesariamente determinar cómo se hacen esas normas. […] La Constitución no es tanto (o no lo es necesariamente) una norma sobre la producción de normas, cuanto una norma so-bre la aplicación de otras normas cuya existencia puede encon-trar causa fuera de la Constitución; esto es, norma que decide qué normas organizan una fuerza previamente monopolizada.(Pages, 1995:6, énfasis propio)

Lisa y llanamente, se trata de la legalización del poder dominante.Pero el poder es una relación social, una relación de clase, o sea

que es un lugar de disputa y aunque −en defi nitiva− sea una la fuerza hegemónica, ocurre que, producto del confl icto y la lucha, las clases no hegemónicas pueden llegar a incluir reivindicaciones en una cons-titución escrita. Sin embargo resulta –a todas luces− insufi ciente ya que no basta cambiar una constitución escrita sino se cambian real y efectivamente las relaciones de poder entre las fuerzas imperantes en el país. No obstante, aunque insufi ciente, es útil como marco referencial de legitimación de luchas y reclamos posteriores.

“Lo específi co de los tiempos modernos –hay que fi jarse bien en esto, y no olvidarlo, pues tiene mucha importancia−, no son las Consti-tuciones reales y efectivas sino las Constituciones escritas, las hojas de papel.” (Lasalle, 2002:99). Pero, aunque ello sea así −aconseja el autor− que lo primero en los momentos de cambio es desarmar al adversario vencido, no escribir una constitución. Eso hicieron los servidores del rey para abortar la revolución de marzo de 1848. Porque “los servido-res de los reyes no son retóricos como lo suelen ser los del pueblo. Son hombres prácticos”. (Lasalle, 2002: 112).

la constitución en relación a un hecho clave de la historia de las revoluciones, que es la Revolución de 1848 en Francia.

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¡El hacer una constitución escrita es lo de menos! En caso de urgencia se hace en 24hs. En cambio lo que resulta prioritario es “des-plazar los factores reales y efectivos de poder dentro del país […]”(La-salle, 2002: 112).

Se puede aprobar una constitución pero eso no quiere decir nada si se la hace desde arriba, porque de esa forma no cambian las relacio-nes efectivas de poder. Esto es algo muy actual.

Efectivamente no se trata de escribirla, sino de qué es lo que se quiere decir en la constitución y con la constitución. Qué intereses está expresando en el sentido de dominación.

Los problemas constitucionales no son primariamente proble-mas de derecho, sino de poder, la verdadera constitución de un país, insistimos, solo reside en la expresión de los factores reales y efectivos de poder que en ese país rigen. Pero como las cosas no son lineales y las relaciones son por lo menos binarias, cuando de relaciones sociales se trata −como antes dijimos− es posible infi sionar los intereses de esos factores reales y efectivos de poder, a través de la lucha y la conquista de posiciones por parte de las clases subalternas. Su límite siempre va a estar en que no se pongan en peligro los principios sobre los cuales se estructura el sistema, es decir, que no “represente peligro” para el sistema. Por eso su superación sólo es posible a través de una ruptura revolucionaria, que desplace a los factores de poder dominante.

Si los “cambios” que los sectores populares logran –por su lucha− encarnar en las constituciones, comienzan a desestabilizar el “status quo”, de verdad y no metafóricamente, las constituciones se convierten en “hojas de papel”.

Volviendo a Lasalle, digamos en conclusión, que para él, lo prin-cipal es distinguir entre la constitución real y la constitución escrita; por eso afi rma: “es necesario ante todo, no una constitución escrita, sino una constitución real, esto es, una modifi cación de las relaciones reales existentes […]” (Lasalle, 2002: 102).

DESCOLONIZACIÓN Y CARACTERÍSTICAS DE LOS PROCESOS CONSTITUCIONALES EN NUESTRA AMÉRICA.Los resultados históricos de la ruptura con la corona de España en la primera decena del siglo XVIII, muestran –estrictamente− que la apro-piación de la capacidad de autogobierno de estos territorios quedó a ex-pensas de oligarquías terratenientes, vencedoras en la disputa de poder que venía desarrollándose desde el siglo anterior entre sectores criollos.

Los procesos de ruptura de la relación de coloniaje implicaron la adhesión y participación activa de los criollos e inclusive de extranje-ros consustanciados con la gesta que ponían en movimiento –en estas tierras− las ideas libertarias francesas y norteamericanas, desplazando

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la centralidad hegemónica de España para el mercado de bienes y la designación de autoridades.

El constitucionalismo escrito de los países americanos indepen-dizados de España estuvo tempranamente en la preocupación de los protagonistas del proceso anticolonial que buscaban de ese modo “[…] afi rmar su personalidad soberana a través de un instrumento jurídico –la constitución− que articulase su voluntad de organizar racional y coheren-temente, su vida política, siguiendo el doble ejemplo del espíritu codifi ca-dor de la Revolución Francesa y de los creadores de los Estados Unidos de América con su constitución de Filadelfi a” (Duverger, 1970: 581).

De esa manera, el “modelo” eligió “parecerse” a modelos forá-neos –Constitución norteamericana de 1789, francesa de 1791 y aun la española de 1812− antes que adecuarse a las condiciones particulares de la estructura social a la que se iba a aplicar. Esto fue una elección y una decisión tomada a partir de los factores de poder reales y efectivos dominantes, que implicaron la derrota de otras ideas que confrontaron el modelo que tornó hegemónico5.

La desigualdad social y la exclusión de la participación de vastos sectores de la población –marginados unas veces u objeto de extermi-nio otras6− sobre la que se montó el elegido sistema liberal económico, se proyectó −en relación a aquéllos− sólo en un cambio: el del brazo ejecutor.

Basta haberse asomado a la historia iberoamericana para encontrar, como una evidencia insoslayable, el hecho de que aquellos pueblos, desde la aurora misma de su independencia, y aún antes, han tenido por su más alta vocación política vivir en un sistema de libertad y de democracia. Pero también es sufi ciente detenerse en la consideración de esa historia para concluir que tal deseo ha sido más una pretensión frustrada que una realidad conseguida. (Lago Carballo, 1970:577)7.

5 Del auge del constitucionalismo en estos territorios merece señalarse que la mayor parte de las Constituciones pertenecen al período anterior a 1850.

6 La diferencia, para el caso, se muestra entre las condiciones a las que quedó sometido el sector de trabajadores rurales con las condiciones por las que se aisló, desapropió y se llegó al exterminio de hombres, mujeres y niños descendientes de etnias originarias de estos territorios y de afrodescendientes. En el caso argentino, este último objetivo se llevó adelante en la eufemísticamente llamada “conquista del desierto” diseñada y ejecutada por el General Roca años después de la sanción de la Constitución liberal de 1853/60. La aprobación de la metodología de apropiación de tierras y sometimiento a servidumbre o esclavitud de sus poseedores sobrevivientes a las masacres, fue dada por el Congreso Nacional de turno.

7 Desde entonces hasta ahora Latinoamérica ha padecido la aplicación de las técnicas de la Escuela de las Américas, de la doctrina de la seguridad nacional y el terrorismo de

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De lo que hemos planteado hasta ahora, cabe colegir que la cons-titución escrita es muestra de un tiempo de consolidación del poder gestado.

La revolución o las rupturas que entrañan profundos cambios se-ñalan el momento de la “toma” efectiva del poder y la Constitución –en los términos expresados− deviene en la nueva institucionalización en la que quedan consolidadas las relaciones de fuerza habidas a posteriori de la revolución o la ruptura.

Ese tiempo de “consolidación” y hasta la “consolidación” es un período en el que se debaten los nuevos actores políticos para la orga-nización del estado-nación separado de la metrópoli, del estado-nación soberano sobre su territorio y quienes lo habitan. De allí que esa etapa de consolidación post-revolucionaria, que culmina con la legitimación constitucional, es el momento en el que se juegan los intereses de las cla-ses dominantes, que derivarán en un tipo determinado y funcional de organización institucional, que engloba también según la teoría clásica a los elementos (Fayt, 1988: T. I) o condiciones (Heller, 1942) menciona-dos como aquellos que componen un Estado.

SOBRE LOS ELEMENTOS O CONDICIONES EN QUE SE CONFORMARON LOS ESTADOS-NACIÓN EN LATINOAMÉRICA. LA CONSTITUCIÓN REAL Y LA FORMALDesde distintas ópticas la teoría ha clasifi cado el número y extensión de los elementos o condiciones que hacen al Estado, señalándose en general que aquéllos son: territorio, población, Poder y Derecho, aunque no hay unanimidad ni siquiera acerca de si hay jerarquías entre ellas. Así, las categorías de territorio y de población como constitutivas del Estado, pueden interpretarse como funcionales y no centrales, atento a que aquéllas aparecen como anteriores a aquél (Dabin, 1955). ¿Cuán-tos de esos elementos o condiciones hacen a la existencia del Estado? ¿O mejor dicho a la estatalidad? Encontramos también divergencias doctrinarias sobre cómo categorizar al Poder y al Derecho como ele-mentos constitutivos. El Poder aparece en su cualidad de ejercicio: la soberanía. Así se habla de la soberanía del pueblo, de la soberanía de la nación, de la soberanía del Estado. La Constitución escrita la decla-ma y proclama. Su ejercicio se proyecta en la normatividad sobre los habitantes del territorio y en la legitimidad para repeler la intromisión de otro Estado en los asuntos internos de aquél. Pero al mismo tiempo esa interpretación soslaya, oculta, el carácter fundamental del poder, que es la dominación.

Estado en la forma de las férreas dictaduras que azotaron la región, todo ello promovi-do y sostenido por EEUU. Fue diezmada en sus recursos humanos y naturales con las políticas neoliberales aplicadas en los gobiernos post autoritarios.

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¿Cómo se constituyó en Latinoamérica ese “pueblo” o esa “na-ción” cuya soberanía es proclamada en la Constitución escrita? Las diferencias clasifi catorias y conceptuales que hacen a los elementos que conforman el Estado –como organización política moderna−, derivan de la ideología sustentada por cada uno de los autores. El interrogante nos lleva a examinar las bases reales sobre las que se llevó adelante el diseño hegemónico del siglo XIX.

TERRITORIO Y POBLACIÓN EN LA CONFORMACIÓN DE LOS NUEVOS ESTADOS-NACIÓN DEL SIGLO XIX.Con la constitución de los estados soberanos post-revolucionarios del siglo XIX se va conformando la categoría de “latinidad” como modo es-pecífi co de reproducción del colonialismo hacia adentro del territorio, y el desarrollo de otros centros de poder real externo. El surgimiento del concepto de “América latina” merece ser introducido en este estudio, atento a que es posterior a la conformación de los nuevos estados. En la etapa previa, encontramos un conjunto de virreinatos –con orden jerárquico descendente− unifi cados con el nombre de “Indias Occiden-tales”.

La legitimación constitucional del proceso revolucionario arma-do exitoso contra el orden político monárquico de coloniaje, aparece desvinculando los elementos constitutivos del Estado con las condicio-nes materiales de aquella parte de la población que –aún habiendo par-ticipado en la gesta libertadora− es excluida económica y políticamente por la nueva clase dominante. Esto deja, entonces, en el tema que nos ocupa, un espacio funcional sin relevamiento que opera al estilo de un quásar −como agujero negro que absorbe la energía−, en el que que-dan desapoderados del ejercicio de su participación en la construcción histórica la mezcla de grupos de estratos inferiores (blancos, indios, negros, mestizos, mulatos, zambos) que no integraran activa o funcio-nalmente las nuevas élites. La funcionalidad en el orden reproductivo de la dominación respondía también a una marca de colonialidad del ser, que es –en verdad− un no-ser.

Hablamos, entonces, de un período de convalidación de la ruptu-ra con la metrópoli –España− como la conformación de un estadio de nuevo coloniaje contra vastos sectores de la población que no resultan interlocutores válidos para la hegemonía post-revolucionaria naciente. Esto queda fi rmemente anudado con y en la letra de las constituciones a posteriori. Vemos aquí un punto de infl exión entre esta marca de co-lonialidad del ser y el territorio.

El colonialismo no se contenta con imponerse sobre el presen-te y el futuro de un país dominado. Al colonialismo no le basta

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con tener a un pueblo entero en sus garras y vaciar la mente de los nativos de toda forma y contenido. Por una especie de lógica perversa, también se apodera del pasado de los oprimidos y lo distorsiona, lo desfi gura y lo destruye (Fanon, 1963: 61).

Esto último es la base de sustentación de la categorización del no-ser para el dominador, que se traslada en forma epistémica a la organización de las nuevos estados. Es un fenómeno específi co de los procesos habidos en estos territorios: el desapoderamiento de la iden-tidad del vencido que en ese momento no era España. En ese orden de ideas, no es que quedan sin voluntad ni autonomía y deslocalizables, fungibles o extinguibles según las necesidades del grupo hegemónico, sino que la conciencia hegemónica los ubica previamente como entida-des sin voluntad ni autonomía y deslocalizables, fungibles o extingui-bles. Esa concepción ex ante se proyecta en la constitución real de las formaciones estatales latinoamericanas del siglo XIX, y se consolida con sus constituciones formales, de articulado liberal.

La etapa de descolonización que siguió a la independencia im-portó avances y retrocesos en los reclamos de sectores postergados, por el espacio territorial y de identidad de los que se veían privados. En términos de elemento constitutivo, el ideal poblacional era la homoge-neización en base a un modelo civilizatorio no originario de estas tie-rras. Se impone una modernidad al estilo de “la” modernidad, con una episteme y una cosmovisión que responden a un modelo hegemónico de conocimiento y estructuras de razonamiento derivado de los centros de poder de ultramar. De las clases subalternas que asumieron un rol funcional se puede decir:

Estaban los criollos de clases bajas, los indios y los afro-mesti-zos, que, sin saberlo, harían lo que hizo Bernini con los cáno-nes clásicos de la pintura: estos grupos variados de los estratos inferiores de la sociedad se propusieron restablecer la civiliza-ción más viable, que era la dominante, es decir la europea. La resucitaron y le devolvieron su vitalidad original. Al hacerlo, al dar vigor al código europeo por encima de las ruinas del código prehispánico (y los restos de los códigos de los escla-vos africanos que, por fuerza, formaban parte del cuadro), se encontraron construyendo algo distinto de lo que tenían intención de construir; se encontraron erigiendo una Europa que no había existido nunca antes, una Europa diferente, una Europa “latinoamericana” (Echeverría, 1988: 82).

Para el caso, los afro-americanos y los grupos originarios del territorio no fueron siquiera integrados al imaginario útil al modelo

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de conformación de los nuevos estados. Ya fuera desde la esclavitud o desde las modalidades de trabajo compulsivo a los que se los sometió, fueron elemento de reproducción de la producción o de descarte.

La articulación entre las categorías de latinidad y criollaje es un pasaje ciego en las doctrinas de tipo funcionalista de este llama-do elemento constitutivo natural –la población− que se proyectó en la construcción de la historia hacia dentro de los nuevos estados, como también en la relación de éstos con la nueva metrópoli que, al siglo XIX, ya aparecía poderosa y ejemplarizadora: EEUU.

Territorio y población son una especifi cidad en la construcción de los nuevos estados a partir de la ruptura con la metrópoli española. En aquélla se articulan el color de piel, la lengua y las creencias, en una mezcla deletérea para los que no eran blancos ni católicos. Color de piel, lengua y creencias fueron mezcladas en la certeza de que las cosmovi-siones opuestas al ideario restrictivo de las nuevas élites conformadas, ponían en riesgo los privilegios acumulados en la nueva etapa funda-cional. La lucha exitosa contra el coloniaje había sido apropiada por las élites criollas para adoptar la lógica de la colonialidad hacia el interior de los territorios. Lógica que fue naturalizada ideológicamente como “desarrollo” o “progreso”, mientras dejaba sin amparo a millones de seres en grupos poblacionales, cuyas economías originarias y recursos naturales les venían siendo rapiñados por la corona española, para lue-go ser objeto del mismo latrocinio pero por la población criolla de as-cendencia europea, que asumió el papel de amo para con aquéllos y de serviles lacayos para con Gran Bretaña y EEUU. Las clases subalternas fueron, entonces, invisibilizadas desde la legalidad impuesta. América fue indispensable al sistema-mundo capitalista, como fue indispensable a la modernidad que veía a la razón como la máxima promesa de la li-beración de la humanidad, como también lo fue a la razón instrumental para la dominación del capital. En esos términos, las clases poseedoras, las burguesías nacientes y las oligarquías territoriales atropellaron la historia cotidiana de los pueblos subalternos, bajo la advocación de una ilusoria modernidad que sólo era modernización (Gogol, 2007).

Las consideraciones valorativas sobre color de piel y desarrollo de la cultura tuvieron su apoyo teórico en los estudios sobre las razas humanas hacia mediados del siglo XIX. En lo que sirve a nuestro estudio, el con-cepto de “raza latina” sentó bases para hablar de “América latina” −como el espacio de dominio de esa raza−, en contraposición a la unidad étnica panlatina que correspondía al ideario bolivariano de la “Confederación de naciones hispanoamericanas” planteado por Bolívar. La división entre Norte y Sur se complementa con la de la raza, por lo que se traslada el imaginario de supremacía al Norte −espacio de la raza anglosajona. Esto, con su proyección histórica de expoliación al resto del continente.

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Al tiempo en que España perdía sus últimas colonias en el Caribe y el Pacífi co, y EEUU mostraba su poderío con la derrota de España en la guerra hispano-estadounidense de 1898, el tema de la clasifi cación racial –la distinción de razas no se limita al color de la piel− y la justifi -cación de la supremacía de la blanca sobre las otras, estaba profunda-mente arraigado en las ideas y las prácticas dominantes y en las de los sectores adaptados o afi nes.

El coloniaje post-colonial –en cuanto a la descripción hecha de la población− implicó de suyo, también un reordenamiento en el terri-torio autonomizado. Lo que aparece como consolidación del territorio como elemento o condición constitutiva natural de los nuevos estados desvinculados de la metrópoli fue también lucha contra la población que lo habitaba originariamente.

SOBRE LOS NUEVOS PODERES CONSTITUYENTES A LA LUZ DE LAS EXPERIENCIAS DE BOLIVIA, ECUADOR Y VENEZUELA. DIFERENCIAS Y RUPTURASSon características comunes –aunque en la diversidad− a los tres pro-cesos, la preocupación por la construcción de Estados plurinacionales, que recojan e impulsen la mayor participación del pueblo en la “tarea” de conducción y decisión política, la creación de mecanismos de fun-cionamiento y descentralización democrática, la proyección de cambios profundos que constituyan el “buen vivir” en un sentido antisistémico. La proclamación del socialismo como necesidad a construir.

Nos referiremos brevemente a los aspectos más sobresalientes –a nuestro criterio− de cada una de las experiencias mencionadas.

BOLIVIAEl Preámbulo de la Constitución8 establece claramente el proyecto pro-gramático acometido:

El pueblo boliviano, de composición plural, desde la profun-didad de la historia, inspirado en las luchas del pasado, en la sublevación indígena anticolonial, en la independencia, en las luchas populares de liberación, en las marchas indígenas, so-ciales y sindicales, en las guerras del agua y de octubre, en las luchas por la tierra y territorio, y con la memoria de nuestros mártires, construimos un nuevo Estado.

Un Estado basado en el respeto e igualdad entre todos, con principios de soberanía, dignidad, complementariedad, soli-daridad, armonía y equidad en la distribución y redistribución

8 Cuya última revisión fue en enero de 2009.

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del producto social, donde predomine la búsqueda del vivir bien; con respeto a la pluralidad económica, social, jurídica, política y cultural de los habitantes de esta tierra; en convi-vencia colectiva con acceso al agua, trabajo, educación, salud y vivienda para todos.

Dejamos en el pasado el Estado colonial, republicano y neoliberal.

Asumimos el reto histórico de construir colectivamente el Estado Unitario Social de Derecho Plurinacional Comunita-rio, que integra y articula los propósitos de avanzar hacia una Bolivia democrática, productiva, portadora e inspiradora de la paz, comprometida con el desarrollo integral y con la libre determinación de los pueblos.9

Este texto da cuenta de que la Asamblea Constituyente es culmi-nación de una serie de luchas populares, de movilizaciones y marchas desde el ochenta y siete al noventa y luego desde el año 2000. En muchas de ellas se reclamaba el cumplimiento de leyes ya aprobadas, o de otras resguardando derechos. Las leyes se aprobaban, se fi rmaban convenios y no se cumplían, se comienza a solicitar la realización de Asamblea Constituyente, ante gobiernos no populares. Quizás resulte una primera posición un tanto ingenua en cuanto a la relación de fuerzas imperante, pero al abrirse camino la idea de la necesidad de cambios profundos sólo a legitimarse constitucionalmente, se va horadando la hegemonía dominante y aparece un poder en disputa.

Debemos tener toneladas de acuerdos fi rmados en papeles, que nunca han resuelto nuestros problemas, nunca han po-dido entendernos, y dijimos: hay que pasar de las protestas a las propuestas. Nosotros mismos nos gobernaremos como mayorías nacionales (Morales Ayma, 2006).

De ahí nace la constitución del Movimiento al Socialismo, como instrumento político por la soberanía de los pueblos, como partido de los movimientos sociales.

La Asamblea Constituyente es una demanda de los pueblos ori-ginarios, no es una decisión del gobierno, no es una promesa de un partido político. Es una reclamación de los sectores más marginados entre los sectores marginados (Harnecker, Marta y Fuentes, Federico, 2008: 137, énfasis propio).

9 Nueva Constitución Política del Estado, versión ofi cial.

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Es una búsqueda del reconocimiento de sus derechos. La conclu-sión a la que se había llegado era que la estructura vigente de las leyes no servía. Debía cambiarse, había que cambiar la regla del juego mayor que es la Constitución Política del Estado para poder cambiar otras co-sas. Pero, ¿cómo? El pueblo nunca había participado en la elaboración de ella. Ninguna nacionalidad, ningún pueblo indígena originario había estado participando (Harnecker, Marta y Fuentes, Federico, 2008, de la entrevista a Isabel Ortega). Se trataba de vencer la cultura del miedo que agitaban los gobiernos de Sánchez de Lozada y de Mesa. Por eso el resultado fue un triunfo de la movilización y de la participación.

El Presidente Evo Morales, reiteradamente ha expresado que los pueblos originarios nunca tuvieron sus leyes, eso explicaría la premu-ra, la importancia de comenzar por una Asamblea Constituyente, no se trata simplemente de tener otra Constitución Política del Estado, sino de considerar las fuerzas hegemónicas en la sociedad para saber qué Constitución se impondrá.

Los pueblos tienen que participar, nunca fueron invitados a ha-cerlo.

Había un reconocimiento general de que el sistema político es-taba en crisis y que la única salida era la Constituyente. Claro que esto no era del gusto de los grupos neoliberales, que no querían apostar a esa solución.

QUÉ SE ENTIENDE POR ESTADO PLURINACIONAL

Es un modelo de organización política para la descoloniza-ción de nuestras naciones y pueblos, reafi rmando, recuperan-do y fortaleciendo la autonomía territorial, para alcanzar la vida plena, para vivir bien, con una visión solidaria y de esta manera ser los motores de la unidad y el bienestar social de todos los bolivianos, garantizando el ejercicio pleno de todos los derechos.

Trasciende el modelo de Estado liberal y monocultural cimen-tado en el ciudadano individual.

(Propuesta de las organizaciones indígenas originarias, campe-sinas y de colonizadores hacia la asamblea constituyente. Sucre, 5 de agosto de 2006)

Es la articulación de representación directa de pueblos y na-ciones indígenas, originarias y campesinas y de la ciudadanía a través del voto universal.

La Constitución establece o reconoce más de treinta y seis

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naciones diversas, pero un solo Estado. Del lado de occidente hay que hablar de naciones. En las tierras bajas de oriente hay que hablar de etnias minoritarias.

…Y el movimiento se va haciendo gobierno.El diseño de un nuevo modelo de Estado, el llamado plurinacio-

nal, autonómico y comunitario, es una oportunidad de hacer convivir varias territorialidades y sujetos colectivos, en tanto que tales, en una misma estructura política.

No se trata de importar modelos estatales, ni de hacer que el Estado republicano incluya a minorías. Porque no hablamos de minorías sino de mayorías sociales originarias, histórica-mente puestas frente a la disyuntiva de renunciar a sus formas culturales y de organización social y política para integrarse en un Estado que respondía a la matriz cultural y a la expe-riencia histórica de las minorías blancas del país (Errejón y Serrano, 2009: 72, énfasis original).

La idea del Estado plurinacional es una posibilidad de recom-posición del estado en Bolivia, que implique enfrentar seria-mente una reforma de las condiciones de no correspondencia entre estado y multiculturalidad. “[…] un rasgo fuerte de las estructuras comunitarias es el hecho de que la política no se ha autonomizado respecto de la regulación global del resto de la vida social” (Tapia, 2007: 52).

Por ejemplo, la institución de la propiedad privada liberal choca con el principio organizativo de la forma comunidad, propia de los pueblos originarios.

SOBRE LA PARTICIPACIÓNDecíamos que las movilizaciones populares –particularmente desde el año 2000− prepararon el campo fértil para los cambios. Las formas de lucha que comprendieron la ocupación de espacios urbanos, que usual-mente no eran visibilizados como el lugar de las clases subalternas, y la reivindicación del uso de indumentaria originaria, se constituyeron en claros rechazos a las fronteras étnicas establecidas como líneas diviso-rias entre dominantes y dominados. Se produce una neoterritorialidad, nuevas formas de desmercantilización en las relaciones sociales: organi-zaciones solidarias, comunitarias, economías populares, cooperativas (Santos, 2007). Nuevos tipos de organización, como instrumentos de los sectores populares, canalización de decisiones colectivas que ensayan un nuevo tipo de relación, que rompe con la lógica de que la política sólo puede ejercerse a través de representantes-mediadores. Hay una

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verdadera crisis de credibilidad en el sistema político, sus instituciones y procedimientos, que deslegitima las viejas prácticas y las instituciones tradicionales. Sobre este tópico es interesante lo planteado por Chávez y Mokrani (2007).

Sostienen estas autoras que

[…] la presencia de los movimientos sociales en la Asamblea Constituyente no se reduce, desde nuestro punto de vista, a la incorporación de asambleístas que proceden de organiza-ciones sociales –cuya participación, además, está mediada por mecanismos de selección partidaria. La presencia de los movimientos sociales en la Asamblea Constituyente implica producir los espacios y formas de lucha abiertos por estos aho-ra en este nuevo terreno de deliberación, tanto en lo que cabe al proceso como a los resultados que de él emanen (Chávez y Mokrani, 2007:107).

[…] La clave para la prolongación del tiempo político de parti-cipación ciudadana, desde esta experiencia, está no sólo en la capacidad de hacer de la política una suma de actores e institu-ciones, sino de pensarla como un espacio abierto de encuentro y deliberación colectiva (Chávez y Mokrani, 2007:111).

En este tema de la participación se suelen cruzar concepciones que dicotomizan los movimientos sociales respecto de lo político, o que centran sus análisis en la denominada acción colectiva, subsumiendo la lucha de clases real. Muchas veces se presentan −como ya lo planteamos− como una falsa oposición entre clase y movimiento o entre lo social y lo político. Estamos ante procesos de cambio que expresan la existencia de un sujeto plural. Es evidente que la lucha de clases tiene en esta primera década del siglo XXI características diferenciadas, ampliadas en su composición, ex-tendidas respecto a las del siglo XIX, y que se fueron conformando a lo lar-go del siglo XX. En la lucha de clases se fueron atravesando en su extensión real problemáticas ya existentes, pero que no habían sido culturalmente incorporadas como parte del mismo análisis de la dominación del capital, tales como las de género, etnias, ecológicas, de derechos humanos.

Por ello, es importante el señalamiento que formulan Chávez y Mokrani (2007: 114):

[…] La Asamblea Constituyente se perfi laba como un proceso en el que no sólo podrían consolidarse las demandas plantea-das desde los movimientos sociales, sino que también permi-tiría mantener abierto el proceso de diálogo y resignifi cación del campo político” (énfasis propio).

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Respecto a la noción del “buen vivir”, la abordaremos seguida-mente con Ecuador, ya que los principios que la defi nen son similares.

ECUADORCuando se instaló la Asamblea Constituyente, el viernes 29 de noviem-bre de 2007, se asumió una tarea compleja: abrir la puerta a la espe-ranza. Esta Asamblea sintetizó una oportunidad histórica. “Hicimos un esfuerzo para pensar en nuestro futuro, no como individuos sino como una sociedad de iguales y libres, decididos a mejorar las condiciones de vida de toda la población, en especial de esos cientos de miles de perso-nas marginadas, explotadas, olvidadas […]” (Acosta, 2008: 9).

Esta síntesis expresa los propósitos y los proyectos acometidos y que se refl ejan luego en el texto constitucional10.Así, se establecen principios como la revocatoria, el aliento a un reordenamiento territorial y administrativo sustentado en regiones autonómicas de bases históricas, decididas por sus habitantes y con el principio básico de la solidaridad respecto a la economía.Afi rma al Ecuador como un territorio de paz, prohibiendo el asentamiento de fuerzas militares extranjeras con fi nes bélicos y la cesión de bases militares nacionales a soldados foráneos.

Un principio original e innovativo es abordado en la Constitu-ción. Es el que refi ere a la relación con la Naturaleza, invocando una vida equilibrada entre todos los individuos, con la colectividad y con la Naturaleza, sin pretender dominarla.

[…] en forma pionera en el mundo entero, en la nueva consti-tución hemos establecido que la Naturaleza es sujeto de dere-chos. Y de allí se derivan decisiones trascendentales: el agua es asumida como un derecho humano, que cierra la puerta a su privatización; la soberanía alimentaria se transforma en eje conductor de las políticas agrarias y de recuperación del verda-dero patrimonio nacional: su biodiversidad, para mencionar apenas un par de puntos (Acosta, 2008: 11/12).

Reconocer la Naturaleza como sujeto de derechos, supone el res-peto por los ciclos vitales, que se garantizan instaurando la instituciona-lidad necesaria para su defensa y procesos de reclamación. Se entiende que la Naturaleza no es una simple propiedad o parte de “recursos naturales”, por eso hay que reconocerla como sujeto de derechos.

Se plantea disputar el sentido histórico del desarrollo, enfrentan-do las tesis neodesarrollistas que se sustentan en el extractivismo con “[…] las tesis de un desarrollo que busque consecuentemente el Buen

10 De 2008.

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Vivir, es decir, que garantice la armonía entre sociedad, economía y Naturaleza” (Acosta, 2008: 12).

La noción de Buen Vivir encierra la de calidad de vida, rechaza la opulencia y el consumismo, respeta y reconoce al otro para lo cual es necesario que exista real igualdad de condiciones y oportunidades sin po-der dominante sobre y entre los hombres, ni de ellos con la Naturaleza.

Al igual que la Constitución boliviana, reconoce la plurinacio-nalidad en un Estado que siendo único en soberanía y territorialidad, incorpora las distintas naciones originarias y ancestrales, en relación permanente de interculturalidad, no estando atravesada por relaciones coloniales de poder11.

Expone la Constitución un concepto múltiple de soberanía no restringido a las fronteras, sino considerando otros aspectos como la soberanía alimentaria, energética, cultural y educativa, la soberanía del cuerpo, la jurídica.

Entendemos que no se trata de volver al concepto clásico de Es-tado-nación, producto de las revoluciones burguesas, para asegurar la competitividad dentro de fronteras establecidas. De lo que se trata es de territorializar pero en un sentido integrativo, de colaboración y soli-daridad latinoamericana y caribeña. Afi rmar la soberanía frente a las hegemonías dominantes de la globalización capitalista.

VENEZUELAEl Preámbulo de la Constitución garantiza constitucionalmente los dere-chos de los pueblos indígenas, defi niendo a Venezuela como “una sociedad democrática, participativa y protagónica, multiétnica y pluricultural” (Cons-titución de la República Bolivariana de Venezuela, Preámbulo, 1999:129).

Los aspectos más signifi cativos recogidos en la Constitución ve-nezolana, desde el punto de vista político, son aquellos que refi eren a nuevas modalidades de participación.

En la Constitución bolivariana de 1999, se introducen cambios signifi cativos en cuanto al objetivo de ampliación de la democracia. Se trata, fundamentalmente de las maneras de ejercicio de la participación y la ampliación de los derechos de los ciudadanos. Se parte del cues-tionamiento a los límites formales de la democracia representativa con énfasis en la forma en la cual había operado en este país. En función de ello, se introduce “un conjunto de modalidades de participación que, sin sustituir a las instancias representativas, buscan profundizar la de-mocracia” (Lander, 2007).

11 Art. 1º de la Constitución: “El Ecuador es un Estado constitucional de derechos y justi-cia, social, democrático, soberano, independiente, unitario, intercultural, plurinacional y laico. Se organiza en forma de república y se gobierna de manera descentralizada”.

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Así, el art. 70 expresa:

Son medios de participación y protagonismo del pueblo en ejercicio de su soberanía, en lo político: la elección de cargos públicos, el referendo, la consulta popular, la revocación del mandato, las iniciativas legislativa, constitucional y constitu-yente, el cabildo abierto y la asamblea de ciudadanos y ciu-dadanas cuyas decisiones serán de carácter vinculante, entre otros; y en lo social y económico: las instancias de atención ciudadana, la autogestión, la cogestión, las cooperativas en to-das sus formas incluyendo las de carácter fi nanciero, las cajas de ahorro, la empresa comunitaria y demás formas asociativas guiadas por los valores de la mutua cooperación y la solidari-dad (Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, Preámbulo, 1999, artículo 70).

Desde el punto de vista de organización de la participación se enfatiza en las comunidades organizadas y de los pueblos indígenas, así como en la planifi cación y gestión pública para lo que se prevén Consejos de Planifi cación y Coordinación de Políticas Públicas con cri-terio de descentralización y transferencia de responsabilidades a dichas comunidades y pueblos indígenas (art. 184)

En 2006 se aprueba la Ley de Consejos comunales, que profun-diza ese tipo de organización. Estos Consejos establecen una relación directa entre ellos y la Presidencia de la República, sin la mediación de los niveles estaduales y municipales.

En cuanto al desarrollo de políticas sociales se organizan a través de las denominadas “misiones”, de carácter educativo: alfabetización, estudios de primaria, secundaria, de incorporación de sectores de clase media baja y de los más pobres a la posibilidad de estudios universitarios, de salud pública, por encima de las instituciones existentes, reemplazadas por unidades operativas, de desarrollo de planes preventivos y curativos que cuentan con la participación solidaria de médicos y médicas cuba-nos/as, misiones para capacitación para el trabajo, apoyo a campesinos, ámbitos ecológicos/ambientales, temas de vivienda y muchos otros.

Tienen la virtud de llegar en forma más directa y rápida a inte-resados, afectados, excluidos, y de desarrollar niveles de compromiso y participación comunitaria.

CONCLUYENDO SIN CONCLUIRTodo lo que hemos estado tratando está en proceso. Nuestras refl exiones sólo tienen la intención de llamar la atención sobre fenómenos como los del Poder Constituyente, que se presentan diferentes a los tradicionales, e indagar sobre la relación necesaria con esos procesos de cambio que

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se están produciendo en Nuestra América. Por eso no es el momento de sacar conclusiones defi nitivas.

Pero, sin duda, creemos que son útiles en relación al abordaje de un bicentenario desde proyectos superadores de la sociedad hege-mónica.

Nos interesa ir a un Bicentenario de los pueblos, de la emancipa-ción de las clases y sujetos subalternos. Nos interesa recoger el papel de estos sectores en la historia de lucha de Nuestra América.

En esa idea es que nos empeñamos en la proyección hacia el Bicentenario como la búsqueda de programa y proyecto alternativo la-tinoamericano y caribeño, comprendiendo naturalmente el del llamado “socialismo del siglo XXI”.

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UNO DE LOS MÁS IMPORTANTES VALORES de conmemorar el Bi-centenario del inicio del proceso independentista latinoamericano des-de la participación de las clases dominadas es descubrirlas, más allá de los hechos concretos, en su contribución al proceso emancipador de un continente que en este momento está marcando pautas importan-tes en el devenir de la sociedad humana. Este enfoque es, por tanto, una valiosa iniciativa, cuya mayor importancia estará justamente en evaluar el pasado a la luz del presente, cuando los pueblos latinoameri-canos están abriendo una importante brecha hacia la conquista de su real independencia, confi rmadora de aquella aseveración recogida en la II Declaración de La Habana cuando, tras referirse a la epopeya que fueron las luchas independentistas latinoamericanas contra el colonia-lismo español, se señalaba que a la nueva generación de latinoameri-canos le correspondía desarrollar una epopeya mayor, ahora frente a la metrópoli imperial más poderosa del mundo, frente a la fuerza más importante del sistema imperialista mundial y para prestarle a la hu-

Angelina Rojas Blaquier*

EL PROCESO NACIONAL LIBERADOR CUBANO ENTRE 1923 Y 1940. APUNTES ESENCIALES

* Dra. en Ciencias Históricas e investigadora auxiliar del Instituto de His-toria de Cuba. Profesora principal de la Facultad de Filosofía e Historia de la Universidad de La Habana.

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manidad un servicio todavía más grande del que le prestaron nuestros antepasados, y se afi rmaba, lo cual estamos comprobando hoy, que “esta gran humanidad ha dicho «¡Basta!» y ha echado a andar. Y su marcha, de gigantes, ya no se detendrá hasta conquistar su verdadera independencia [...]” (II Declaración de La Habana, 1962: 38).

Conmemorar el Bicentenario desde las clases y sectores sociales que llevan ya 200 años luchando por conquistar la verdadera indepen-dencia dará nuevas e importantes argumentaciones, esperanzas y cer-tezas a los infatigables combatientes latinoamericanos, continuantes hoy de ese legado histórico ineludible.

Cuba no escapó al movimiento emancipador latinoamericano. Si bien en 1812 aún el colonialismo hispano tenía mucho que recorrer en la pequeña Isla antillana, Haití, Estados Unidos (EEUU) y buena parte de Europa estaban demasiado cerca para que sus sectores popu-lares, especialmente esclavos, artesanos e intelectuales, no transitaran la misma suerte.

Es por ello que José Martí, tras su fructífera experiencia ameri-cana, y especialmente estadounidense, en 1895, poco antes de caer en combate, llamó al imperialismo por su nombre, señaló el peligro que se cernía sobre América y expresó:

Ya puedo escribir [...] ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber [...], de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso [...] Las mismas obligaciones menores y públicas de los pueblos [...] más vitalmente interesados en impedir que en Cuba se abra, por la anexión de los Imperialistas [...] el camino que se ha de segar, y con nuestra sangre estamos segando, de la anexión de los pueblos de nuestra América, al Norte revuelto y brutal que los desprecia […] les habían impedido la adhesión ostensible y ayuda patente a este sacrifi cio, que se hace en bien inmediato y de ellos. [...] Viví en el monstruo, y le conozco las entrañas: […] y mi honda es la de David.” (Martí, 1975, Tomo IV: 170).

Como resultado de la ingerencia norteamericana en la Guerra de Independencia (1895-1898), en suelo cubano se libró la primera guerra imperialista de la contemporaneidad, que proporcionó al país una inde-pendencia mutilada por la Enmienda Platt y, a partir de ella, el ensayo del nuevo mecanismo de dominación: el neocolonialismo. Fue el modo para someter a un pueblo que, ya desde su condición de colonia, no sólo luchó contra la madre patria sino que rechazaba también la unión al poder y a los intereses de Estados Unidos. En las nuevas condiciones de domina-

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ción, entre los diversos sectores sociales emergieron nuevas formas de lucha para dar continuidad al proceso nacional liberador cubano.

La actuación del gobierno militar norteamericano de ocupación, establecido ofi cialmente en Cuba a partir del 1º de enero de 1899, desen-cadenó desde entonces enfrentamientos políticos, ideológicos y éticos por parte de los independentistas y hasta de grupos moderados que apostaban por la independencia nacional, iniciándose una larga his-toria de rechazo a la intervención norteamericana que llega hasta hoy, en un proceso que fue acrecentando la repulsa popular a las tesis y acciones desnacionalizadoras independientemente del nombre o estilo que asumieran.

De esa suerte, junto a la imposición del sistema de dominio im-perialista, nacieron un sentimiento y un pensamiento antiimperialistas que la quiebra económica de las décadas del 20 y del 30 del pasado siglo hizo que se revelaran con una fuerza ya en maduración.

Décadas de depresión económica, de sobreexplotación imperia-lista, de tiranía feroz de Gerardo Machado, de imposibilidad de desa-rrollar al país, de economía dependiente, hicieron emerger con nitidez la crisis estructural del neocolonialismo brillantemente descubierta y plasmada por Rubén Martínez Villena en dos importantes estudios de la época: Cuba, factoría yanqui, escrito en 1927, y Las contradicciones internas del imperialismo yanqui en Cuba y el alza del movimiento revo-lucionario, de 1933.

En Cuba, factoría yanqui, continuidad superadora de los textos martianos sobre la Conferencia Interamericana y la Monetaria1, Vi-llena descubre el papel de los factores económicos que desde el siglo XIX determinaron la política exterior de EEUU con respecto a Cuba; fundamenta el hecho de que era el país que proporcionalmente sufría la mayor inversión de capital estadounidense y, por tanto, el más escla-vizado a Wall Street, y descubre la estructuración de su subordinación mediante los mecanismos de dominación2 aplicados durante los prime-

1 José Martí prestó especial atención a la Conferencia Internacional Americana que se realizó en Washington entre 1899 y 1890. Escribió numerosos trabajos sobre la misma en los cuales se evidencia su maduro pensamiento latinoamericanista y expresaba su enorme preocupación por el futuro de los países de Nuestra América y de Cuba en especial frente a las ambiciones norteñas. Asistió Martí a la Convención Internacional Monetaria Americana, en esa ocasión como representante de Uruguay. En la misma reiteró su pensamiento latinoamericanista y argumentó muy sólidamente su oposición al bimetalismo y su signifi cación para nuestros pueblos, así como escribió importantes trabajos sobre el tema. Véase Martí, 1975 (1899-1891) Tomo VI: 33-194.

2 Los principales mecanismos de dominación suscritos con el presidente cubano Tomás Estrada Palma tras la inclusión de la Enmienda Platt en la primera constitución cubana fueron: el Tratado de Reciprocidad comercial, fi rmado en diciembre de 1902 y ratifi ca-do en 1903, el Tratado Permanente de Relaciones, del 22 de mayo de 1903, que era una

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ros años del siglo XX y que condicionaron la dependencia política y el interés de los burgueses nativos3.

En Las contradicciones internas del imperialismo yanqui en Cuba y el alza del movimiento revolucionario, tras desglosar las aristas esen-ciales de estas contradicciones, añade que la fundamental, por su esen-cia antagónica y en franco proceso de agudización, era la existente entre las masas explotadas y oprimidas y las clases dominantes testaferras del imperialismo, para asegurar que el principal problema para el control de EEUU sobre Cuba no era la oposición que pudiera hacerle la bur-guesía cubana, sino la reacción de las masas ante las consecuencias de su sistema de explotación, insoportable ya para ellas, descubriendo, de hecho, que el imperio norteño era un factor interno en la lucha por la verdadera independencia de la nación cubana, convirtiendo dicha contradicción en la fundamentación teórica, marxista y leninista de la interpretación económica política más completa hecha hasta ese mo-mento en Cuba. En el mismo establece las bases científi cas de varios presupuestos esenciales de una nueva visión de la historia cubana, del proyecto revolucionario y del modelo de sociedad, capaces de dar con-tinuidad a la revolución nacional liberadora y a la república de justicia social a la que Martí aspiraba a fi nales del siglo XIX, pero ahora en las nuevas condiciones generadas por la época del neocolonialismo, poniendo en evidencia la necesidad de la proyección socialista de ese proceso, lo cual también había sido apuntado por Julio Antonio Mella.

En esa dirección, y con argumentaciones de dimensión latinoa-mericana, como hiciera también en otros trabajos, Rubén destaca, en-tre los aspectos más signifi cativos conceptualizados en ese texto, que la lucha no podía ser contra los gobiernos de turno, sino contra la causa esencial que los posibilitaba: la dependencia económica al imperialismo yanqui; que la revolución política tenía que marchar unida a la revolu-ción social; que la nueva estructura de las fuerzas revolucionarias debía tener como eje directriz al proletariado, en alianza con el resto de los sectores y clases que integraban las masas populares desde el momento de la proyección misma de la etapa nacional liberadora, y que el sector burgués latifundista no podía encabezar un movimiento nacionalista, ni siquiera de carácter reformista, ni aún en el caso de los sectores cu-yos intereses estaban en contra de la dependencia neocolonial, por su

trascripción de la Enmienda Platt, y el Convenio de Arrendamiento para estaciones navales y carboneras.

3 Este sector, más interesado en la yanquinización de la industria cubana que en la lucha contra la dependencia, acabó por sucumbir completamente unas décadas después dada su carencia de un programa propio de desarrollo, demostrando que su oportunidad histórica había pasado.

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debilidad intrínseca, concepto este último que pudo comprobarse en la praxis de la revolución que triunfara en Cuba en 1959 y de los procesos transformadores que viven hoy muchos países latinoamericanos, que están demostrando el carácter desnacionalizador de sus burguesías y de una buena parte de sus clientelas, cómplices y asociadas, por bene-fi ciarias, del neocolonialismo.

Pero las aseveraciones de Rubén no fueron solamente el resulta-do de disquisiciones teóricas, sino de la observancia de la praxis socio-política de los diversos sectores populares, de los cuales él también fue sujeto actuante desde la intelectualidad durante los años de la primera revolución nacional liberadora cubana del siglo XX.

Dicha revolución daba continuidad al proceso que se iniciara en 1868, ahora en las condiciones del sometimiento imperialista de nue-vo tipo, y que esos llamados sectores subalternos no contemplaron de brazos cruzados.

La primera gran batalla política librada contra el imperialismo estadounidense fue precisamente en los debates para la aprobación de la constitución cubana, a la cual fi nalmente se le adicionó la Enmienda Platt4 como apéndice constitucional, que ofi cializaba la dependencia.

En aquella oportunidad los constituyentistas, después de nume-rosos debates, optaron por aprobarla, toda vez que el gobierno norte-americano precisó que, o se aprobaba dicha enmienda, o se mantendría la intervención militar que EEUU impuso al país, ejercida por el mayor general John R. Brooke, nombrado Gobernador de la Isla.

Pero ni siquiera aquel gesto estuvo desprovisto de principios ni negaba la intención independentista del pueblo cubano. Ello se expresó

4 En febrero de 1901 fue aprobada la primera constitución republicana con importantes preceptos, entre ellos, el reconocimiento de la igualdad de todos los cubanos ante la ley, aunque no reconocía el derecho de la mujer al sufragio; proclama los derechos individuales y las libertades internacionalmente reconocidos; la separación de la igle-sia del Estado, etc.; sin embargo, simultáneamente, el presidente norteamericano W. McKinley fi rmó una ley de gastos del ejército que contenía una enmienda propuesta por el congresista Orville Platt y aprobada por el Senado estadounidense. La misma, entre otros preceptos, concedía a EEUU el derecho a intervenir militarmente en Cuba cuando el gobierno de ese país considerara que en la Isla peligraban la vida, la propie-dad o los derechos de sus ciudadanos; obligaba a que Cuba le concediera territorio para bases navales y carboneras norteamericanas -de esa suerte la Base Naval de Guantá-namo- y convalidaba todos los actos realizados por el gobierno militar de ocupación. Por imperio de la fuerza exigió que esa Enmienda fuese aprobada íntegramente por la Asamblea Constituyente y se adicionara como un apéndice de la Constitución cubana; de lo contrario, la ocupación se mantendría indefi nidamente. Esto explica la posición de Sanguily, la aprobación de su inclusión por los constituyentistas después de largos debates, sólo por 4 votos, y el hecho de que las protestas desde entonces contra ella, hasta su derogación en 1934, se convirtieran en uno de los centros de la lucha nacional liberadora del pueblo cubano.

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en las palabras del constituyentista Manuel Sanguily cuando dijo que la Enmienda Platt era un hecho pero que, a partir de ese momento, se imponía trabajar por su derogación, y que la verdadera independencia de Cuba dependería del esfuerzo y la capacidad de lucha de los cubanos a partir de ese momento.

Apenas iniciado el siglo XX se fundaron las primeras organiza-ciones contestatarias para las nuevas condiciones sociopolíticas, infl ui-das por el anarquismo, el anarcosindicalismo, el reformismo y también el socialismo, que, en su evolución en las condiciones de Cuba, en un tiempo histórico realmente muy breve, alcanzaron a identifi car a EEUU como causante principal de los males cubanos, a la organización de los diversos sectores populares para enfrentar las consecuencias del nuevo régimen, y a la búsqueda de soluciones a través, esencialmente, de las reformas o la revolución, tendencias ambas que se anclaron de un modo u otro en el movimiento obrero y sindical cubano, en cuya experiencia no puede aplicarse la clásica oposición a ultranza y sin matices entre el reformismo y la lucha armada, dado el objetivo estratégico y la práctica de los sectores verdaderamente oposicionistas.

Fueron por ello los años en que se fortaleció y unifi có el movi-miento obrero, en que se rescató el ideario martiano, en que nació la Liga Antiimperialista, en que se fundó el Partido Comunista de Cuba (PCC), en que la protesta estudiantil insurgió frente a los males de la pa-tria, en que brotaron los maestros de una cultura de íntima inspiración cubana, en que Julio Antonio Mella y Rubén Martínez Villena refulgían como líderes revolucionarios.

En el orden externo, la Revolución Mexicana, las consecuencias económicas y socio políticas de la Primera Guerra Mundial para Cuba, el impacto de la Revolución de Octubre, la Reforma Universitaria de Córdoba, diversos movimientos sociales en otros países, y hasta el in-tercambio y la inmigración de numerosos exiliados revolucionarios extranjeros y su incorporación a las organizaciones del proletariado y esencialmente al PCC, ejercieron una tremenda infl uencia en la reali-zación del primer hito revolucionario cubano en el siglo XX, que cul-minara el 12 de agosto de 1933 con la derrota del dictador Gerardo Machado.

Como ha consensuado la historiografía cubana, hacia 1925 ya se había estructurado, consolidado y llegado a su crisis el sistema de dominio neocolonial en Cuba, toda vez que el fi n del crecimiento de la industria azucarera en un país monoproductor, monoexportador y mul-tiimportador indicó la aparición de la crisis estructural del régimen que, por su carácter sistémico, sólo podría solucionarse mediante un cambio de estructura imposible de producir en los límites del capitalismo.

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En correspondencia con ello, durante esa tercera década se con-formó una clara oposición desde los distintos sectores sociales: la in-telectualidad, al frente de la cual se alzó la fi gura del ya mencionado revolucionario Rubén Martínez Villena; el estudiantado, liderado por Julio Antonio Mella; los trabajadores, que en 1925 lograron fundar su primera organización unitaria, la Confederación Nacional de Obreros de Cuba (CNOC), y en ese mismo año, el PCC, organización en la cual convergieron las principales fi guras de los sectores antes mencionados y exiliados revolucionarios de diversos países latinoamericanos y eu-ropeos.

El 18 de marzo de 1923, Villena y un grupo importante de intelec-tuales protagonizaron una protesta pública5 para denunciar y condenar la corrupción administrativa del gobierno y, tras ser detenido por los hechos, el poeta envió una carta escrita en versos a su colega y amigo peruano José Torres Vidaurre. En ella, con profundo lirismo, denun-ciaba los males de Cuba, precisaba el papel de EEUU y profetizaba el destino histórico del pueblo cubano cuando en parte de esos versos expresó:

Nuestra Cuba, bien sabes cuán propicia a la cazade naciones, y cómo soporta la amenazapermanente del Norte que su ambición incuba:la Florida es un índice que señala hacia Cuba.

Y luego de explicarle el bochornoso escándalo, se preguntaba y respondió:

Más, ¿adónde marchamos, olvidándolo todo:Historia, Honor y Pueblo, por caminos de lodo,si ya no reconocer la obcecación funestani aún el sagrado y triste derecho de protesta?¿Adónde vamos todos en brutal extravío, sino a la Enmienda Platt y a la bota del Tío?Hace falta una carga para matar bribones,Para acabar la obra de las revoluciones;para vengar los muertos, que padecen ultraje,para limpiar la costra tenaz del coloniaje;para no hacer inútil, en humillante suerte,

5 Dicha protesta la realizaron durante un acto homenaje del Club Femenino de Cuba a la escritora uruguaya Paulina Luissi, en la sede Academia de Ciencias, debido a que en el mismo hablaría Erasmo Regüeiferos, Secretario de Justicia del gobierno, quien había refrendado el decreto mediante el cual se realizó la compra fraudulenta del antiguo Convento de Santa Clara.

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el esfuerzo y el hambre y la herida y la muerte;para que la República se mantenga de sí, para cumplir el sueño de mármol de Martí;para guardar la tierra, gloriosa de despojos, para salvar el templo del Amor y la Fe,para que nuestros hijos no mendiguen de hinojosla patria que los padres nos ganaron de pie (Martínez Villena, 2004: 70, 73-74).

Pero justo ese día, mientras los intelectuales realizaban su pro-testa, se fundó la Agrupación Comunista de La Habana, cuyos objetivos principales fueron: ganar a la clase obrera para los principios ideológi-cos del comunismo, agruparla en lo organizativo, orientar sus luchas, como parte del proceso previo a la fundación del PCC. La misma fue expresión de la rápida evolución ideopolítica de los sectores populares cubanos, bajo la dirección de Carlos Baliño, quien en 1892 había fun-dado con José Martí el Partido Revolucionario Cubano6.

Coincidían también los estudiantes en ese año. Bajo la dirección de Julio Antonio Mella, en enero de 1923 nacía la Federación Estudiantil Universitaria (FEU), donde ya una parte de los estudiantes daba mues-tras de inquietudes y desacuerdos políticos, y que de inmediato inició su campaña por la reforma universitaria cubana.

Para el dirigente estudiantil era indispensable la unifi cación de todos los estudiantes como paso previo a la solución de sus demandas y para ampliar su participación en la búsqueda de soluciones a los pro-blemas nacionales que afectaban a los sectores populares. Sin embargo, al decir de muchos, el detonante concreto de la explosión del movimien-to estudiantil universitario fue la visita a Cuba del profesor argentino de Medicina José Arce, rector de la Universidad de Buenos Aires, y la conferencia que impartiera a los estudiantes en el Aula Magna, donde

6 Desde octubre de 1887 Martí se entregó, en Nueva York, a la labor de unir y organizar a los patriotas cubanos como elemento indispensable para el reinicio de lo que denominó la guerra necesaria. Tras numerosos y continuados esfuerzos y bajo el principio de con todos y para el bien de todos, el héroe cubano logró aunar a los antiguos jefes de las gue-rras independentistas anteriores hasta la creación, el 5 de enero de 1892, en Tampa, del Partido Revolucionario Cubano y la posterior organización de sus clubes patrióticos en diversas ciudades de la Unión y en la Antillas, México, América Central y Suramérica. En el mes de marzo comenzó la publicación de su órgano, el periódico Patria. Fue un partido de nuevo tipo, original en sus propósitos, en sus principios organizativos, en su funcionamiento, en su composición social y en su carácter de partido único de to-dos los combatientes independentistas. El Partido Revolucionario Cubano, creado por Martí para la organización y conducción de la Guerra de Independencia que iniciara el 24 de febrero de 1895, dio el fruto conductor, aglutinador, organizativo y unitario que se necesitaba para conducir una guerra cuyo fruto más legítimo, la independencia de Cuba, fue mediatizado por la infausta intervención norteamericana.

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les explicó las características y el alcance de la reformas de Córdoba7. Dicha visita coincidió con los días de los preparativos fi nales para la fundación de la FEU.

La peculiar recepción que hiciera Mella de la situación existente y de la propia Reforma Universitaria de Córdoba le facilitó una madura y radical interpretación de sus conceptos esenciales y de la orientación que debían tomar las luchas populares para ser exitosas. El líder estu-diantil convocó a numerosas acciones en demanda de reformas; abordó la necesidad de cambios de manera coherente con las características del país8 y formuló por vez primera su visión de una Universidad moderna: “No puede ni debe ser el más alto centro de cultura una simple fábrica de títulos [...] debe infl uir de manera directa en la vida social, debe señalar las rutas del Progreso, debe ocasionar por medio de la acción ese progreso entre los individuos, debe por medio de sus profesores, arrancar los misterios de la Ciencia y exponerlos al conocimiento de los humanos” (Mella, 1975: 49).

Pero su mayor aporte estuvo en la interpretación que diera al mo-vimiento reformista universitario y la contribución de los estudiantes al enfrentamiento y solución de los problemas sociales de la época.

Desde un principio, Mella entendió la Reforma Universitaria como un paso hacia la transformación social, y con esa interpretación revolucionaria del movimiento nacido en la lejana Córdoba, aportó una nueva calidad al movimiento reformista universitario latinoamerica-no de la época: para él era impensable una verdadera transformación universitaria si no cambiaba la realidad que la envolvía. A su juicio, la solución de los problemas universitarios era parte del combate patrióti-co por la independencia nacional y por cambios radicales en el sistema social y político del país. También asumió la convicción de que para ello era ineludible la unión de todas las fuerzas interesadas en el cambio bajo la hegemonía del proletariado (Rodríguez, C. R., 1963: 27).

Con esa certidumbre se acercó a los máximos exponentes del mo-vimiento obrero y popular en aquel entonces, entre ellos a Carlos Bali-ño, Alfredo López y José Rego, a quienes solicitó y de quienes recibió el

7 Por iniciativa del estudiantado, el 4 de diciembre de 1922 impartió dicha conferencia, en la cual explicó en detalle el movimiento de reforma universitaria en Argentina y realizó un análisis sobre las insufi ciencias del sistema educativo latinoamericano y algunas soluciones al problema. En su discurso, también reconoció que para los estudiantes cu-banos, la Reforma Universitaria se presentaba como una lucha de alcance nacional.

8 Una de las principales demandas de los reformistas habaneros era la de exigir una buena preparación que permitiera, entre otros aspectos, sustituir a los profesionales norteamericanos por especialistas cubanos donde se requiriera de graduados universi-tarios, así como poner fi n a las prácticas corruptas de muchos profesores en el proceso docente y hasta su incapacidad intelectual para realizar su labor docente.

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respaldo de los obreros para la huelga estudiantil que en enero de 1923 coadyuvó a arrancar del presidente actuante, Alfredo Zayas, entre otras demandas, el reconocimiento de la personalidad jurídica de la FEU y la separación de un grupo de profesores. Aquel resultado corroboró en Mella su idea acerca de la importancia de la unidad entre los diversos sectores populares como factor de triunfo, y que la revolución, en tanto hecho cultural, no podía dejarse sólo a la espontaneidad propia de las condiciones económicas.

La lucha revolucionaria exigía de la preparación consciente de sus sujetos, a fi n de colocarlos en condiciones de poder llevarla ade-lante. Esa convicción lo enfrascó en el empeño de impulsar la Univer-sidad Popular José Martí, principal acuerdo del Congreso Nacional de Estudiantes, en tanto para Mella, la cultura es la única emancipación Verdadera y Defi nitiva (Mella, 1975: 100). En ese empeño lo acompaña-ron como profesores Rubén Martínez Villena, Juan Marinello y otros importantes intelectuales revolucionarios de la época, junto con un grupo de estudiantes.

La misma se erigió bajo el principio esencial de lograr la unión de los obreros con los estudiantes e intelectuales; las disciplinas impartidas se orientaron a elevar el nivel cultural, político e ideológico del proleta-riado, y a despertar su conciencia clasista sobre la base de la defensa de los principios de justicia social que interesaban a todos, ofreciéndoles las necesarias armas teóricas para la fundamentación de sus luchas.

En sus aulas se formaron muchos de los primeros dirigentes re-volucionarios del proletariado cubano, y fue cimiente de la obra que en la esfera de la preparación cultural y política de los trabajadores logra-ron desarrollar la CNOC, la Confederación de Trabajadores de Cuba y el PCC en las difíciles condiciones de la república neocolonial, y contribu-yó a la creación de la conciencia antiimperialista de los trabajadores y el pueblo cubanos, cuando en sus aulas pudo explicarse el signifi cado de la penetración económica de la oligarquía fi nanciera norteamericana en los países latinoamericanos.

De estos empeños y esfuerzos salta a la vista un elemento que ha sido consustancial a la izquierda patriótica cubana desde tiempos de Martí: la necesidad de la unidad como factor de triunfo. Tanto es así, que cuando varios dirigentes y profesores fueron detenidos por la reali-zación de esta actividad, considerada subversiva por los gobernantes de ocasión, se acusó a sus directivos y profesores, particularmente a Juan Marinello, a Mella y a Villena, de que habían amalgamado a las clases de los intelectuales y estudiantes y obreros y campesinos (Fors, 1930: Doc. 4, Archivo Vilaseca, IHC).

Como parte de este trascendente momento histórico en el devenir del movimiento revolucionario cubano, en julio de 1925, tras un inte-

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resante y fructífero proceso de gestación, se fundó la CNOC, en lo que constituyó un triunfo unitario de la diversidad. Baliño, Rubén y Mella también contribuyeron mucho a su nacimiento, lográndose la constitu-ción de una única organización de trabajadores que se ha mantenido hasta la actualidad, con el consecuente fracaso de los intentos de todo tipo por romper la unidad de los trabajadores mediante la creación de otras centrales sindicales, peculiaridad especialmente importante del movimiento singular cubano. Pocos días después, el 16 de agosto de 1925, nacía el PCC, con 18 asistentes entre delegados e invitados.

Mientras Carlos Baliño había estado con José Martí, Mella y otros forjadores del partido proletario estudiaron y comprendieron lo sufi ciente al Héroe Nacional para entregarse a la tarea de crear el parti-do de los nuevos tiempos. Junto a ellos, se encontraba el pequeño grupo de dirigentes obreros que reconocía la importancia de la organización del proletariado con sentido clasista y el apoyo que signifi có la llegada a Cuba de comunistas europeos como el joven Fabio Grobart9, también entre los fundadores.

Aquellos primeros comunistas, guiados más por su sensibilidad clasista y la interiorización del mundo en que vivían que por su prepa-ración teórica, sintetizaron la tradición organizativa y política de los revolucionarios cubanos para la representación y defensa activa de los intereses de los sectores populares, y especialmente del proletariado.

El nacimiento del PCC, a pesar de su exigua membresía, fue reci-bido con inquietud por la administración estadounidense y el gobierno de Machado10. De inmediato los comunistas fueron perseguidos, deteni-dos, impedidos de actuar por cualquier medio, incluyendo los asesina-tos. Tanto fue así que el 31 del propio mes fue detenido y expulsado del país el comunista canario José Miguel Pérez, elegido Secretario Gene-ral del Partido. El resto de los miembros del Comité Central, y hasta el mexicano Flores Magón, fueron encarcelados el 2 de septiembre.

Dado lo convulso de la etapa, la dirección partidista se vio obli-gada a constantes adecuaciones tácticas. En su primer decenio, como

9 Fabio Grobart (1905-1993), polaco de nacimiento, llegó a Cuba en 1924 y rápidamente se vinculó al movimiento comunista cubano, estuvo entre los fundadores del PCC en 1925 y desde entonces hasta el momento de su muerte fue un fi el militante y dirigente, respetado y querido por muchas generaciones de revolucionarios, y odiado y calum-niado por reaccionarios de todo el mundo. Al morir era el comunista de más antigua militancia en Cuba.

10 Gerardo Machado Morales (1871-1939), general de la Guerra de Independencia, deve-nido político y empresario a partir de 1900, ocupó la presidencia de la república entre 1925 y 1933. Su sometimiento a los intereses norteamericanos y la brutal represión a que fueron sometidos los sectores populares convirtió su gestión en una verdadera dictadura que tuvo a su haber, entre muchos actos ignominiosos, el asesinato de Mella. Fue derrotado por una generalizada revolución popular el 12 de agosto de 1933.

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fi lial de la Internacional Comunista (IC), pasó de las formas iniciales de lucha, al enfrentamiento ideológico mediante la táctica de clase con-tra clase, y a la posterior superación del izquierdismo, hasta llegar a la orientación y conformación del frente único del proletariado, del frente popular antiimperialista, y adentrarse en la lucha contra el fascismo durante la Segunda Guerra Mundial.

El rasgo distintivo de este partido, que fue consustancial a toda su existencia, y por el cual, hasta 1935, no siempre concordó con la IC, fue su concepción unitaria, condición sine qua non de su quehacer des-de 1925 hasta su autodisolución en 1961, tras el triunfo de la Revolución liderada por Fidel Castro, principio que imprimieran también al movi-miento sindical, y sobre el cual alcanzaron importantes conquistas y cumplieron importantes misiones tanto internas como en su accionar internacionalista.

La etapa que nos ocupa, de la llamada Revolución del 33, intento que, aunque no alcanzó todos sus objetivos, logró derrocar a la primera dictadura establecida en Cuba durante el siglo XX, fue particularmente signifi cativa como praxis revolucionaria, tanto para la actividad del Par-tido como para el movimiento nacional liberador cubano en general.

Con respecto al Partido es necesario subrayar que en su primera etapa, entre 1925 y 1929, transitó con escasa y muchas veces ninguna orientación de la Comintern, organización que en aquel momento des-conocía bastante la expresión concreta de la dependencia en muchos países de América Latina, especialmente los del Caribe, y de ahí que sus orientaciones, válidas para el movimiento comunista europeo o de otras latitudes, no siempre lo eran para la neocolonia cubana. Esa realidad provocó que, en determinadas coyunturas, la dirección partidista asu-miera posiciones que se distanciaban un tanto de las orientaciones de la IC, creándose difi cultades con ese organismo rector, aunque también trató de cumplir otras muchas tareas de dudosa realización en Cuba. Esa disparidad se refl ejó particularmente a partir de 1927, cuando la dirección partidista precisó que la revolución en Cuba debía pasar por una etapa democrático burguesa, y que el Partido, con su escaso nú-mero, reprimido y desde la más absoluta clandestinidad, con la CNOC y el resto de las organizaciones populares descabezadas e impedidas de actuar, no estaba en condiciones de desplegar una campaña política propia, necesitando la unión con otras fuerzas oposicionistas. Así, los conceptos unitarios de Mella y de Villena matizaban el enrolamiento de los comunistas en la lucha política antimachadista. Para ello optaron por respaldar los puntos de contacto con el opositor Partido Unión Na-cionalista (PUN), que buscaba capitalizar el descontento de los sectores populares, y a partir de ellos, tratar de incluir aquellas reivindicaciones de esos sectores que no recogía el programa de esa agrupación.

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A juicio de la dirección partidista, ello serviría también para que esas fuerzas comprendiesen la demagogia del PUN, y se fueran acer-cando progresivamente al PCC, la Liga Juvenil Comunista (LJC) y la CNOC, al tiempo que hacer avanzar el proceso de crecimiento y reor-ganización de sus fi las e intentar revitalizar al resto de las maltrechas organizaciones revolucionarias y la CNOC, todas, además, privadas de sus principales líderes.

A partir de 1929 se ampliaron las relaciones con la Comintern, organismo que, bajo la táctica de clase contra clase, no aprobó el pro-cedimiento unitario de los comunistas cubanos. Ello coincidió con la agudización de la crisis económica y política en Cuba, expresada en el auge del movimiento huelguístico, que tuvo su expresión más elevada en la huelga general de marzo de 1930, organizada y dirigida por Martínez Villena, y considerada justamente por Grobart como el momento inicial del gran movimiento popular que derrotaría a Machado y profundiza-ría la lucha contra el imperialismo (Grobart, 1966: 2).

Por exigencias de la IC, ese año fue elegida una nueva dirección partidista. En ese momento ya Villena había salido de Cuba, Mella ha-bía sido asesinado en México, y otros de sus principales dirigentes es-taban prisioneros e impedidos de actuar.

La creciente oposición a Machado y la ampliación de las exi-gencias del movimiento huelguístico, junto con la orientación de la IC, condujeron a la nueva dirección a asegurar que Cuba había entrado en un período francamente revolucionario y que la clase obrera, bajo su dirección, se preparaba para la derrota de Machado y la conquista de sus demandas inmediatas y fi nales; que la revolución democrática burguesa estaba próxima a estallar, y que la misma sería transformada por los obreros y campesinos en revolución proletaria, a la cual seguiría la implantación de los soviets, que sin embargo organizaron en varios centrales azucareros aún sin haber triunfado la revolución, y que fi nal-mente fueron sometidos mediante violenta represión.

En lo organizativo, emprendieron la llamada bolchevización del Partido, que signifi caba también la realización de un fuerte trabajo de reclutamiento. Esa orientación, a la altura de 1930, afectó momentánea-mente los vínculos por arriba con los nacionalistas, con las direcciones obreras reformistas y con la masa que los seguía, pero favoreció el ac-cionar del Partido y la CNOC en cuanto a organizarse y hacerse fuertes hacia el interior del país y ganar a las masas obreras de las principales industrias, especialmente la azucarera, aceptación que, tácitamente, impuso un nuevo y rápido viraje.

Como en otras organizaciones comunistas del continente, la di-rección del PCC buscó canalizar el accionar contestatario de la po-blación cubana mediante el desarrollo y fortalecimiento de la sección

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cubana de Defensa Obrera Internacional; la fundación del Ala Izquier-da Estudiantil en febrero de 1931 y, consecutivamente, la reorganiza-ción de la Liga Antiimperialista y el fortalecimiento de la LJC. Pero su mayor éxito fue el impulso a la creación, en diciembre de 1932, del Sindicato Nacional de Obreros de la Industria Azucarera (SNOIA), de singular importancia en el fortalecimiento y maduración organizativa y política con sentido unitario y clasista de los trabajadores azucareros y de la propia CNOC.

Otros factores de unión no menos importantes fueron: el traba-jo para atraer a los colonos pobres y medios, a la pequeña burguesía urbana, a los desempleados, a los negros, y a los soldados, marinos y policías, no sólo para la derrota de Machado, sino para respaldar la lucha contra el avance del fascismo, la guerra imperialista, y en defensa de la URSS y el pueblo chino entre otros. Ya en la convocatoria al 1º de Mayo de 1933, el Partido llamaba al frente único para la realización de la etapa agraria y antiimperialista de la revolución.

LA REVOLUCIÓN DE 1933Desde fi nales de 1932 recrudecieron las luchas contra el régimen ma-chadista. El 24 de diciembre de ese año los trabajadores azucareros ini-ciaron las llamadas marchas de hambre, inicio de una etapa creciente de movilizaciones, luchas y huelgas que se amplió y generalizó hasta convertirse en una potente huelga general que, bajo la dirección del PCC y los trabajadores, provocó la derrota de Machado el 12 de agosto de 1933. Sobre este hecho Villena había reconocido, ya desde el mes de marzo, su carácter nacional, llegando a afi rmar que acaso era posible hablar de una nueva etapa en el ascenso del movimiento revolucionario (Villena, 1933: Archivo IHC, Fondo IC, 50/316-321).

Pero la caída de Machado no propició el triunfo de la revolución. La aplicación mecánica de conceptos de la IC con respecto al papel de las huelgas, de los soviets y de la lucha armada para su triunfo en las condiciones de Cuba, el insufi ciente rol dirigente del Partido, la falta de unidad entre los distintos grupos en lucha, la acción de las fuerzas oposicionistas burguesas y la armada norteamericana rodeando las costas de Cuba, contribuyeron a ese desenlace.

En el análisis de ese resultado en el seno del Partido, efectuado en noviembre de 1933 con la presencia de representantes de la Comin-tern, Villena argumentó que en Cuba aún no existían las condiciones subjetivas ni la sufi ciente organización y madurez partidista para la instauración de los soviets, que esa táctica aislaba al Partido y que éste necesitaba avanzar más con procedimientos y formas organizativas propias para poder garantizar el triunfo de la revolución, y propuso la necesidad de crear los Comités Conjuntos de Acción que agruparan en

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su seno a los ciudadanos a los que, de diferentes fi liaciones políticas, los unía el interés principal de enfrentar al régimen represivo que con-tinuaba en el país.

Sus planteamientos no fueron aceptados por la IC y, luego de muchas discusiones sobre los resultados de la huelga, se impusieron di-versos cambios en la dirección partidista, el más importante, la elección de Blas Roca como Secretario General interino hasta la celebración de su II Congreso, efectuado en abril de 1934, donde fue elegido ofi cial-mente para el cargo.

Dicho congreso estuvo matizado por la experiencia política vivi-da, y sobre todo, porque el movimiento huelguístico había continuado con similar fuerza y amplitud, a pesar de la sostenida represión, dado que la derrota de Machado no había solucionado ni uno solo de los problemas económicos y sociales por los cuales su derrota había sido un verdadero acto de movilización nacional.

Sobre esa base los asistentes al foro reconocieron la necesidad y oportunidad de la lucha por la concertación de la unidad entre los tra-bajadores y la necesidad de la preparación de las masas para la realiza-ción de la revolución agraria antiimperialista; sin embargo, conceptos izquierdistas como el de considerar como el peligro principal para el movimiento revolucionario en aquellas condiciones a los grupos consi-derados como la izquierda de la burguesía y los terratenientes, obstaculi-zaron inicialmente el proceso unitario (Rojas, 2005: 199-210).

Pero este concepto fue superado por la dirección partidista aún en 1934. A la luz de una realidad caracterizada porque los gobiernos que sucedieron a Machado, al no poder resolver los problemas generados por la crisis económica y política, tampoco pudieron contener la lucha de las masas, y el movimiento huelguístico generalizado se mantuvo con fuerza e ininterrumpidamente, aún sin renunciar a la conquista del poder obrero y campesino, se adentró en la labor de organizar el frente único entre los trabajadores de todas las tendencias; de crear y fortalecer los Comités Conjuntos de Acción que había propuesto Villena en 1933 para la lucha por la defensa de los intereses de todos los sectores en ellos representados; y de organizar a los campesinos y garantizar su participación en un movimiento que no dejaba de crecer, al tiempo que luchaba por asegurar la participación del Partido en las principales batallas políticas de la nación.

Con esa concepción iniciaron las gestiones unitarias con las direc-ciones del PRC (A) y la Joven Cuba, encabezadas por Ramón Grau San Martín y Antonio Guiteras respectivamente, a fi n de lograr la concertación de un frente único con ambas organizaciones. En esa labor se encontraban cuando en marzo de 1935, otra fuerte y generalizada huelga general, al alcanzar límites extremos que hicieron peligrar la existencia del sistema,

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fue brutalmente aplastada por las fuerzas represivas de la denominada dictadura de Mendieta-Caffery-Batista (Rojas, 2005: 240–247).

Esa acción, demostrativa de que la llamada Revolución de 1933, a pesar de la opinión mayoritariamente contraria, aún no había sido aplastada, trajo como consecuencia el encarcelamiento y la cesantía de miles de trabajadores, la virtual desaparición de las organizaciones obreras, la liquidación de la CNOC, el sometimiento del Partido a la lu-cha desde la más profunda ilegalidad, y el asesinato, unos días después, de Antonio Guiteras, máximo dirigente de la Joven Cuba y su fi gura re-volucionaria, junto al luchador comunista venezolano Carlos Aponte.

Los acontecimientos en Cuba, en otros países, y los acuerdos del VII Congreso de la IC, efectuado en Moscú en octubre de 1935, consoli-daron el enfoque unitario en la orientación y actuación del PCC, en un proceso que había iniciado desde junio de 1935.

A partir de ese mes, poco después del aplastamiento del movi-miento obrero y comunista que signifi có la derrota de la huelga de mar-zo, los dirigentes del PCC y la CNOC se habían entregado, en condiciones muy difíciles, a la tarea de reconstruir la organización del proletariado, instruir ideológica y políticamente a los trabajadores y al pueblo, y al-canzar la unidad necesaria para la lucha contra el creciente peligro fas-cista y para las indispensables transformaciones políticas que exigía la realidad cubana. En esa riesgosa y decisiva acción se destacaron Lázaro Peña, César Vilar, Joaquín Ordoqui, José María Pérez y Jesús Menéndez, quienes alternaban su labor con continuadas prisiones.

La nueva táctica estaba orientada a respaldar y exigir el cumpli-miento de todas las medidas que, salidas de cualquier fracción o fi gura política, signifi caran el mejoramiento de las masas y el avance de la democracia; a concertar alianzas con aquellas fuerzas cuyos programas refl ejaran tener en cuenta los intereses populares, aún cuando se tratara del propio Fulgencio Batista, sin que esa unión le comprometiera su condición de partido de la clase obrera.

Dicho colosal esfuerzo tuvo rápidos resultados en los distintas prioridades del trabajo partidista, constatables, por mencionar los más trascendentes, en las heroicas páginas escritas por los internacionalis-tas cubanos en la defensa de la República Española; en la fundación de la Confederación de Trabajadores de Cuba (CTC) en 1939; en la partici-pación de los comunistas en la constituyente de 1940 y la calidad que imprimieron al texto constitucional; y en su incorporación a la lucha política nacional a fi n de defender los intereses de los trabajadores y el resto de los sectores populares de la única manera posible en las con-diciones de la Segunda Guerra Mundial.

Entre esas prioridades vale destacar la lucha por la celebra-ción de una Constituyente Soberana y Democrática, convertida en la

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consigna política central del Partido, habida cuenta de que, sin una constitución que las refrendara, sería imposible dar validez real a las conquistas ya alcanzadas por el proletariado, entre ellas la legalización del Partido y la fundación de la CTC, así como amparar jurídicamente las más importantes demandas clasistas y populares surgidas en los años recientes.

La justeza y oportunidad de la lucha por una constituyente con esas características fue una poderosa palanca para la movilización popular, que abrió una nueva oportunidad al desarrollo de las luchas populares con sentido unitario y transformador, en momentos en que la coyuntura interna e internacional no favorecía la realización de un movimiento revolucionario que implicase la toma inmediata del poder; en tanto, de la realización de una constituyente soberana y democrá-tica dependería en buena medida la amplitud de la Constitución, pues si incorporaba las principales exigencias populares, daba una mayor oportunidad para su defensa y la exigencia de su cumplimiento.

Los dirigentes del proletariado comprendieron esa lucha como objetivo político contra el estatus existente, convirtiéndola en impor-tante vehículo para la reconstrucción del movimiento sindical, ya que, como señalara el propio Blas Roca, “los colocaba en primer lugar contra Batista, así como contra el gobierno y contra el ordenamiento jurídico político del estado, a tiempo que serviría para demostrar al proletariado y a las masas, como dijera Lenin, la necesidad de la disolución de aque-llos” (Roca, 1936: 13). Esa lucha facilitaría el ejercicio de destrucción del aparato burgués en la medida en que acercaba la caducidad política de su parlamentarismo.

Las sesiones de la Constituyente se iniciaron el 9 de febrero de 1940, en el Hemiciclo de la Cámara de Representantes del Capitolio Nacional. Allí, seis delegados comunistas defendieron sin descanso los intereses de los trabajadores, las masas populares y la nación. Junto a ellos, aun sin ocupar ningún escaño, el Capitán de la clase obrera cuba-na, Lázaro Peña, se convirtió en un verdadero tribuno casi con derecho al veto, cuando logró que los trabajadores llenaran la parte superior de la sala de sesiones de manera permanente, en tanto un verdadero cerco obrero y popular colmaba los jardines del Capitolio y el Parque Central, donde varios altavoces les permitían seguir las discusiones, convirtién-dolos en fuerte elemento de aprobación o rechazo de los temas a debate, que limitaron a burgueses e inspiraron a los comunistas y a otros dele-gados progresistas. Dicho respaldo fue ampliado por la presión de las masas desde distintos puntos del país, ya que la CTC, con Lázaro Peña al frente, logró que las sesiones se trasmitieran por la radio, y sus escu-chas no cesaban de bombardear el Capitolio con mensajes y exigencias a favor o en contra de los asuntos a debate.

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Esa formidable combinación de fuerzas hizo posible que la Carta Magna refrendara las conquistas ya alcanzadas en 1933 junto a nuevas demandas levantadas por los trabajadores, en momentos en que las puertas de la insurrección se habían cerrado temporalmente y era ne-cesario consagrar algunas conquistas en el parlamento burgués.

El proyecto de los comunistas, la febril actividad de sus seis dele-gados y el amplio respaldo popular coadyuvaron no sólo a la convoca-toria a elecciones a constituyente en 1939, sino a que dicha convención se realizara antes de las elecciones generales11, las cuales habrían de regirse por la nueva Carta Magna, siendo éste otro importante triun-fo del movimiento popular revolucionario, en tanto, tras conquistar la legalidad del partido Unión Revolucionaria Comunista (URC), hizo posible no sólo la participación de los comunistas en los comicios ge-nerales, sino hasta la colocación de algunos de sus representantes en el parlamento y hasta en el aparato de gobierno.

Aunque la burguesía se encargó de crear los mecanismos nece-sarios para difi cultar la aplicación del articulado del nuevo documento, y su texto fue burlado por los gobiernos que actuaron a su amparo, se logró la aprobación, inclusión y entrada en vigor inmediata de varios artículos de benefi cio social y popular que las fuerzas reaccionarias no pudieron hacer depender de leyes complementarias12.

La labor de los constituyentistas comunistas, con aquel inédito y decisivo respaldo popular, resultó un factor decisivo para la elaboración y aprobación de una de las primeras constituciones sociales de proyec-ción progresista en el mundo, la cual puede considerarse como el fruto posible de la revolución de los años 30, indicativo de que la misma no se frustró, como no pocos han afi rmado.

11 Los comicios generales se realizaron el 1º de junio de 1940. El PCC, en ese momento con el nombre de Unión Revolucionaria Comunista, participó en los mismos como parte de la Coalición Socialista Democrática (CSD), alianza política que llevó como candidato presidencial a Fulgencio Batista. Con un programa titulado de Democracia, Justicia Social y Defensa de la Economía Nacional, que recogía varios de lo preceptos planteados por los comunistas y les daba a estos la posibilidad de representar y de-fender a los sectores populares en el gobierno burgués, dicha coalición ganó las elec-ciones con un 56, 63% de votación, frente al 40, 34% obtenido por la oposición, cuyo candidato presidencial fue Ramón Grau San Martín. Rojas (2006) t. II, 50-55.

12 Entre ellos vale destacar el pago semanal; la semana de 44 horas con pago de 48; el descanso retribuido de un mes por 11 de labor; el pago de igual salario por idénticas condiciones de trabajo; el pago salarial por días festivos o de duelo nacional estable-cidos, u otros en que por disposiciones especiales del gobierno o los propietarios se suspendieran las labores; la supresión de la discriminación por motivo de sexo, raza, clase u otra; el derecho de los trabajadores a la sindicalización y a la huelga, así como una transitoria que prohibía los desalojos campesinos por dos años.

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La Constitución del 40 marcó un cambio de calidad en el mo-delo neocolonial dependiente existente en Cuba, al institucionalizarse una república demo burguesa, cuyas frustraciones coadyuvaron a am-pliar la necesidad de dar continuidad al proceso de realización de una verdadera revolución social, hecho que se produjo apenas dos décadas después.

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