la poesía como acción de gracias

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En este artículo Octavio Paz reflexiona sobre su quehacer poético, a propósito de la edición de El fuego de cada día, antología del poeta publicada por Seix Barral/España.

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LA POESÍA COMO ACCIÓN DE GRACIAS

Por Octavio Paz

A propósito de la edición de El fuego de cada día (Seix Barral/España) —antología personal del poeta mexicano Octavio Paz—, el autor de Piedra de Sol y El laberinto de la soledad escribió las siguientes consideraciones sobre su quehacer poético.

No me guió ninguna orientación ni me propuse demostrar nada al escoger los poemas que componen El fuego de cada día. Ningún propósito didáctico, filosófico o moral me inspiró. Me dejé llevar por mis preferencias, mis simpatías, mis antipatías, mis prejuicios y, en fin, por los poderes de la memoria efectiva: unos poderes despóticos que nos llevan, sin que nunca sepamos el por qué o la razón, a amar una cosa y a detestar otra. En una palabra: me guió el gusto.

¿Qué es el gusto? Nadie lo sabe a ciencia cierta: es un sabor y es un saber inconsciente, una facultad estética que nos lleva a preferir lo hermoso y un capricho, un placer y un acto de voluntad, una brújula misteriosa y una veleta voluble, un conocer que no pasa por la cabeza, semejante pero no idéntico al instinto. A todas estas definiciones les falta o les sobra algo. ¿Qué es, entonces, el gusto? Me parece que es un reconocimiento. Cuando encontramos en una persona o en un objeto algo que nos gusta, nuestros sentidos se iluminan: aquello que vemos u oímos, por más novedoso que sea, despierta en nuestra memoria un conjunto de sensaciones, cualidades e imágenes que creíamos haber olvidado. El gusto es uno de los agentes de la reminiscencia. Es un puente: comunica a los sentidos con la razón, al yo con el mundo exterior, al presente con el pasado. El fuego de cada día es el resultado de un gusto. Un reconocimiento, en los varios sentidos de la palabra: un examen del que fui, un descubrimiento del desconocido que he sido para mí, una expedición en tierras abandonadas, un recuento de mis trabajos y mis días.

El gusto es íntimo, personal y cambiante. Si mañana tuviese que hacer una nueva selección de mis poemas, sin duda sería distinta de la de El fuego de cada día. Distinta e igualmente provisional. Acepto, además que el autor generalmente no es el mejor lector de sus obras. Es un lector entre los otros y como los otros. Con frecuencia se equivoca. Toda selección es una apuesta y más si ha sido hecha por el autor. No hay remedio. Mejor dicho: el remedio es someterse al gusto de los otros. Los lectores tienen la última palabra. Pero esa palabra tampoco es definitiva: nuevos lectores con un gusto distinto harán nuevas lecturas y sus

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selecciones serán diferentes al gusto de hoy. Este proceso en el que se entretejen la memoria y el olvido es lo que se llama tradición. Un proceso hecho de muertes y resurrecciones hasta que no llega el olvido final.

En mi juventud se hablaba mucho de la experiencia poética. Nunca entendí cabalmente lo que se quería decir con esta expresión. Las experiencias no son poéticas. Tampoco son realmente experiencias: son actos, sensaciones, pensamientos-vida. Sólo después, recogidos por la memoria y la reflexión, esos momentos se vuelven experiencias. Pero aquello que vemos con los ojos de la memoria no es idéntico a aquello que vivimos: la vida es irrecuperable. Poesía no es vida: es la transfiguración de la vida. No es vivir sino decir.

¿Se puede separar la obra de la vida? Goethe dijo alguna vez que la poesía nace de las circunstancias. Creo que tenía razón. Al menos en mi caso: todo lo que he escrito —incluso lo que parece más desprendido de la ocasión, el tiempo y el lugar— ha sido producto de las circunstancias, respuesta a un estímulo exterior e interior. El monólogo del poeta es siempre diálogo con el mundo o consigo mismo. Así, mis poemas son una suerte de biografía emocional, sentimental y espiritual. Sin embargo, al reunir en un libro una selección de los que he escrito durante cincuenta años, me he dado cuenta de que se trata de la biografía de un fantasma. Mejor dicho, de muchos fantasmas. Los poemas que figuran en El fuego de cada día, escritos hace cuarenta o veinticinco años ¿realmente los escribí yo? ¿Soy el mismo? Este libro ha sido escrito por una sucesión de poetas, todos se han desvanecido y nada queda de ellos sino sus palabras. Mi biografía poética está hecha de las confesiones de muchos desconocidos. Andamos siempre entre fantasmas.

A sabiendas de que yo no soy el que ha escrito mis poemas, me he atrevido a corregirlos. ¿No he cometido un abuso, no he usurpado la voz de un desaparecido? La verdad es que seguí el ejemplo de unos poetas que admiro: Wordsworth, Mallarmé, Yeats. En lengua española Juan Ramón Jiménez y Jorge Luis Borges también han enmendado sus escritos una y otra vez. Esta práctica se justifica por una razón: lo que cuenta no es el poeta sino el poema. Alguna vez, sin darme cuenta de que escribía una verdad terrible, dije: el poema se cumple a expensas del poeta.

El poeta que escribe no es la misma persona que lleva su nombre. La persona real —por más fugitiva que sea su realidad— posee una consistencia física, social y anímica; tiene un cuerpo y una cara, responde a un nombre, nació en México o en Culiacán, sus padres se llaman Pedro y Julia, su hermana es María, su amigo es Alberto, es moreno y flaco, le gusta el color azul, juega béisbol

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y va a misa, pero nunca se confiesa ni comulga. En cambio, el poeta no es una persona real: es una ficción, una figura del lenguaje.

Entre la persona más o menos real y la figura del poeta, las relaciones son a un tiempo íntimas y circunspectas. Si la ficción del poeta devora a la persona real, lo que queda es un personaje: la máscara devora al rostro. Si la persona real se sobrepone al poeta, la máscara se evapora y con ella el poema mismo, que deja de ser una obra para convertirse en un documento. Esto es lo que ha ocurrido con gran parte de la poesía moderna. Toda mi vida he luchado contra este equívoco: el poema no es confesión ni documento. Escribir poemas es caminar, como el equilibrista, sobre la cuerda floja, entre la ficción y la realidad, la máscara y el rostro. El poeta debe sacrificar su rostro real para hacer más viviente y creíble su máscara; al mismo tiempo, debe cuidar que su máscara no se inmovilice sino que tenga la movilidad —y más: la vivacidad— de su rostro.

Eliot dijo que la poesía es impersonal. Quiso decir, sin duda, que el arte verdadero exige el sacrificio de la persona real en beneficio de la máscara viva. Corregí mis poemas porque quise ser fiel al poeta que los escribió, no a la persona que fui. Fiel al autor de unos poemas de los cuales yo, la persona real, no he sido el primer lector. No intenté cambiar las ideas, las emociones y los sentimientos, sino mejorar la expresión de esos sentimientos, ideas y emociones. Procuré respetar al poeta que escribió esos poemas y no tocar lo que, con inexactitud, se llama el fondo o el contenido; sólo quise decir con mayor economía y sencillez. Mis cambios no han querido ser sino depuraciones, purificaciones. Y quien dice pureza, dice sacrificio; obedecí a un deseo de perfección. Por supuesto, es posible que no pocas veces me haya equivocado. Escribir es un riesgo y corregir lo escrito es un riesgo mayor.

No sé por qué escogí como título El fuego de cada día. Pero si lo supiera, no lo diría. Un título debe, al mismo tiempo, revelar y ocultar la materia del libro. Si pierde su misterio, deja de ser un título y se convierte en una etiqueta. Sin embargo, puedo decir algo: la poesía es (o debería ser) lo que es la oración para el creyente: un acto cotidiano. Como saludar, cada día, al sol que nace y dar las gracias a la vida por estar vivos.

Referencia bibliográfica:

Octavio Paz, “La poesía como acción de gracias”, en Presencia Literaria, Bolivia (domingo 23 de mayo de 1993), p. 1. Este artículo fue previamente publicado en La Nación de Buenos Aires.