la oracion - benedicto xvi

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LA ORACIÓN CRISTIANA BENEDICTUS PP XVI 1 LA ORACION CRISTIANA. Catequesis de Benedicto XVI sobre la oración cristiana.- BENEDICTO XVI AUDIENCIA GENERAL Plaza de San Pedro Miércoles 4 de mayo de 2011 El hombre en oración Queridos hermanos y hermanas: Hoy quiero comenzar una nueva serie de catequesis. Después de las catequesis sobre los Padres de la Iglesia, sobre los grandes teólogos de la Edad Media, y sobre las grandes mujeres, ahora quiero elegir un tema que nos interesa mucho a todos: es el tema de la oración, de modo específico de la cristiana, es decir, la oración que Jesús nos enseñó y que la Iglesia sigue enseñándonos. De hecho, es en Jesús en quien el hombre se hace capaz de unirse a Dios con la profundidad y la intimidad de la relación de paternidad y de filiación. Por eso, juntamente con los primeros discípulos, nos dirigimos con humilde confianza al Maestro y le pedimos: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11, 1). En las próximas catequesis, acudiendo a las fuentes de la Sagrada Escritura, la gran tradición de los Padres de la Iglesia, de los maestros de espiritualidad y de la liturgia, queremos aprender a vivir aún más intensamente nuestra relación con el Señor, casi una «escuela de oración». En efecto, sabemos bien que la oración no se debe dar por descontada: hace falta aprender a orar, casi adquiriendo siempre de nuevo este arte; incluso quienes van muy adelantados en la vida espiritual sienten siempre la necesidad de entrar en la escuela de Jesús para aprender a orar con autenticidad. La primera lección nos la da el Señor con su ejemplo. Los Evangelios nos describen a Jesús en diálogo íntimo y constante con el Padre: es una comunión profunda de aquel que vino al mundo no para hacer su voluntad, sino la del Padre que lo envió para la salvación del hombre. En esta primera catequesis, como introducción, quiero proponer algunos ejemplos de oración presentes en las antiguas culturas, para poner de relieve cómo, prácticamente siempre y por doquier, se han dirigido a Dios. Comienzo por el antiguo Egipto, como ejemplo. Allí un hombre ciego, pidiendo a la divinidad que le restituyera la vista, atestigua algo universalmente humano, como es la pura y sencilla oración de petición hecha por quien se encuentra en medio del sufrimiento, y este hombre reza: «Mi corazón desea verte... Tú que me has hecho ver las tinieblas, crea la luz para mí. Que yo te vea. Inclina hacia mí tu rostro amado» (A. Barucq

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  • LA ORACIN CRISTIANA BENEDICTUS PP XVI

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    LA ORACION CRISTIANA. Catequesis de Benedicto XVI sobre la oracin cristiana.-

    BENEDICTO XVI

    AUDIENCIA GENERAL

    Plaza de San Pedro Mircoles 4 de mayo de 2011

    El hombre en oracin

    Queridos hermanos y hermanas:

    Hoy quiero comenzar una nueva serie de catequesis. Despus de las catequesis sobre los Padres de la Iglesia, sobre los grandes telogos de la Edad Media, y sobre las grandes mujeres, ahora quiero elegir un tema que nos interesa mucho a todos: es el tema de la oracin, de modo especfico de la cristiana, es decir, la oracin que Jess nos ense y que la Iglesia sigue ensendonos. De hecho, es en Jess en quien el hombre se hace capaz de unirse a Dios con la profundidad y la intimidad de la relacin de paternidad y de filiacin. Por eso, juntamente con los primeros discpulos, nos dirigimos con humilde confianza al Maestro y le pedimos: Seor, ensanos a orar (Lc 11, 1).

    En las prximas catequesis, acudiendo a las fuentes de la Sagrada Escritura, la gran tradicin de los Padres de la Iglesia, de los maestros de espiritualidad y de la liturgia, queremos aprender a vivir an ms intensamente nuestra relacin con el Seor, casi una escuela de oracin. En efecto, sabemos bien que la oracin no se debe dar por descontada: hace falta aprender a orar, casi adquiriendo siempre de nuevo este arte; incluso quienes van muy adelantados en la vida espiritual sienten siempre la necesidad de entrar en la escuela de Jess para aprender a orar con autenticidad. La primera leccin nos la da el Seor con su ejemplo. Los Evangelios nos describen a Jess en dilogo ntimo y constante con el Padre: es una comunin profunda de aquel que vino al mundo no para hacer su voluntad, sino la del Padre que lo envi para la salvacin del hombre.

    En esta primera catequesis, como introduccin, quiero proponer algunos ejemplos de oracin presentes en las antiguas culturas, para poner de relieve cmo, prcticamente siempre y por doquier, se han dirigido a Dios.

    Comienzo por el antiguo Egipto, como ejemplo. All un hombre ciego, pidiendo a la divinidad que le restituyera la vista, atestigua algo universalmente humano, como es la pura y sencilla oracin de peticin hecha por quien se encuentra en medio del sufrimiento, y este hombre reza: Mi corazn desea verte... T que me has hecho ver las tinieblas, crea la luz para m. Que yo te vea. Inclina hacia m tu rostro amado (A. Barucq

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    F. Daumas, Hymnes et prires de lEgypte ancienne, Pars 1980, trad. it. en Preghiere dellumanit, Brescia 1993, p. 30). Que yo te vea: aqu est el ncleo de la oracin.

    En las religiones de Mesopotamia dominaba un sentido de culpa arcano y paralizador, pero no careca de esperanza de rescate y liberacin por parte de Dios. As podemos apreciar esta splica de un creyente de aquellos antiguos cultos, que dice as: Oh Dios, que eres indulgente incluso en la culpa ms grave, absuelve mi pecado... Mira, Seor, a tu siervo agotado, y sopla tu aliento sobre l: perdnalo sin dilacin. Aligera tu castigo severo. Haz que yo, liberado de los lazos, vuelva a respirar; rompe mi cadena, lbrame de las ataduras (M.-J. Seux, Hymnes et prires aux Dieux de Babylone et dAssyrie, Pars 1976, trad. it. en Preghiere dellumanit, op. cit., p. 37). Estas expresiones demuestran que el hombre, en su bsqueda de Dios, ha intuido, aunque sea confusamente, por una parte su culpa y, por otra, aspectos de misericordia y de bondad divina.

    En el seno de la religin pagana de la antigua Grecia se produce una evolucin muy significativa: las oraciones, aunque siguen invocando la ayuda divina para obtener el favor celestial en todas las circunstancias de la vida diaria y para conseguir beneficios materiales, se orientan progresivamente hacia peticiones ms desinteresadas, que permiten al hombre creyente profundizar su relacin con Dios y ser mejor. Por ejemplo, el gran filsofo Platn refiere una oracin de su maestro, Scrates, considerado con razn uno de los fundadores del pensamiento occidental. Scrates rezaba as: Haz que yo sea bello por dentro; que yo considere rico a quien es sabio y que slo posea el dinero que puede tomar y llevar el sabio. No pido ms (Opere I. Fedro 279c, trad. it. P. Pucci, Bari 1966). Quisiera ser sobre todo bello por dentro y sabio, y no rico de dinero.

    En esas excelsas obras maestras de la literatura de todos los tiempos que son las tragedias griegas, todava hoy, despus de veinticinco siglos, ledas, meditadas y representadas, se encuentran oraciones que expresan el deseo de conocer a Dios y de adorar su majestad. Una de ellas reza as: Oh Zeus, soporte de la tierra y que sobre la tierra tienes tu asiento, ser inescrutable, quienquiera que t seas ya necesidad de la naturaleza o mente de los hombres, a ti dirijo mis splicas. Pues conduces todo lo mortal conforme a la justicia por caminos silenciosos (Eurpides, Las Troyanas, 884-886, trad. it. G. Mancini, en Preghiere dellumanit, op. cit., p. 54). Dios permanece un poco oculto, y an as el hombre conoce a este Dios desconocido y reza a aquel que gua los caminos de la tierra.

    Tambin entre los romanos, que constituyeron el gran imperio en el que naci y se difundi en gran parte el cristianismo de los orgenes, la oracin, aun asociada a una concepcin utilitarista y fundamentalmente vinculada a la peticin de proteccin divina sobre la vida de la comunidad civil, se abre a veces a invocaciones admirables por el fervor de la piedad personal, que se transforma en alabanza y accin de gracias. Lo atestigua un autor del frica romana del siglo ii despus de Cristo, Apuleyo. En sus escritos manifiesta la insatisfaccin de los contemporneos respecto a la religin tradicional y el deseo de una relacin ms autntica con Dios. En su obra maestra, titulada Las metamorfosis, un creyente se dirige a una divinidad femenina con estas palabras: T s eres santa; t eres

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    en todo tiempo salvadora de la especie humana; t, en tu generosidad, prestas siempre ayuda a los mortales; t ofreces a los miserables en dificultades el dulce afecto que puede tener una madre. Ni da ni noche ni instante alguno, por breve que sea, pasa sin que t lo colmes de tus beneficios (Apuleyo de Madaura, Metamorfosis IX, 25, trad. it. C. Annaratone, en Preghiere dellumanit, op. cit., p. 79).

    En ese mismo tiempo, el emperador Marco Aurelio que tambin era filsofo pensador de la condicin humana afirma la necesidad de rezar para entablar una cooperacin provechosa entre accin divina y accin humana. En su obra Recuerdos escribe: Quin te ha dicho que los dioses no nos ayudan incluso en lo que depende de nosotros? Comienza, por tanto, a rezarles y vers (Dictionnaire de spiritualit XII/2, col. 2213). Este consejo del emperador filsofo fue puesto en prctica efectivamente por innumerables generaciones de hombres antes de Cristo, demostrando as que la vida humana sin la oracin, que abre nuestra existencia al misterio de Dios, queda privada de sentido y de referencia. De hecho, en toda oracin se expresa siempre la verdad de la criatura humana, que por una parte experimenta debilidad e indigencia, y por eso pide ayuda al cielo, y por otra est dotada de una dignidad extraordinaria, porque, preparndose a acoger la Revelacin divina, se descubre capaz de entrar en comunin con Dios.

    Queridos amigos, en estos ejemplos de oraciones de las diversas pocas y civilizaciones se constata la conciencia que tiene el ser humano de su condicin de criatura y de su dependencia de Otro superior a l y fuente de todo bien. El hombre de todos los tiempos reza porque no puede menos de preguntarse cul es el sentido de su existencia, que permanece oscuro y desalentador si no se pone en relacin con el misterio de Dios y de su designio sobre el mundo. La vida humana es un entrelazamiento de bien y mal, de sufrimiento inmerecido y de alegra y belleza, que de modo espontneo e irresistible nos impulsa a pedir a Dios aquella luz y aquella fuerza interiores que nos socorran en la tierra y abran una esperanza que vaya ms all de los confines de la muerte. Las religiones paganas son una invocacin que desde la tierra espera una palabra del cielo. Uno de los ltimos grandes filsofos paganos, que vivi ya en plena poca cristiana, Proclo de Constantinopla, da voz a esta espera, diciendo: Inconoscible, nadie te contiene. Todo lo que pensamos te pertenece. De ti vienen nuestros males y nuestros bienes. De ti dependen todos nuestros anhelos, oh Inefable, a quien nuestras almas sienten presente, elevando a ti un himno de silencio (Hymni, ed. E. Vogt, Wiesbaden 1957, en Preghiere dellumanit, op. cit., p. 61).

    En los ejemplos de oracin de las diversas culturas, que hemos considerado, podemos ver un testimonio de la dimensin religiosa y del deseo de Dios inscrito en el corazn de todo hombre, que tienen su cumplimiento y expresin plena en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. La Revelacin, en efecto, purifica y lleva a su plenitud el originario anhelo del hombre a Dios, ofrecindole, en la oracin, la posibilidad de una relacin ms profunda con el Padre celestial.

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    Al inicio de nuestro camino en la escuela de la oracin, pidamos pues al Seor que ilumine nuestra mente y nuestro corazn para que la relacin con l en la oracin sea cada vez ms intensa, afectuosa y constante. Digmosle una vez ms: Seor, ensanos a orar (Lc 11, 1).

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    BENEDICTO XVI

    AUDIENCIA GENERAL

    Plaza de San Pedro Mircoles 11 de mayo de 2011

    El hombre en oracin (2)

    Queridos hermanos y hermanas:

    Hoy quiero seguir reflexionando sobre cmo la oracin y el sentido religioso forman parte del hombre a lo largo de toda su historia.

    Vivimos en una poca en la que son evidentes los signos del laicismo. Parece que Dios ha desaparecido del horizonte de muchas personas o se ha convertido en una realidad ante la cual se permanece indiferente. Sin embargo, al mismo tiempo vemos muchos signos que nos indican un despertar del sentido religioso, un redescubrimiento de la importancia de Dios para la vida del hombre, una exigencia de espiritualidad, de superar una visin puramente horizontal, material, de la vida humana. Analizando la historia reciente, se constata que ha fracasado la previsin de quienes, desde la poca de la Ilustracin, anunciaban la desaparicin de las religiones y exaltaban una razn absoluta, separada de la fe, una razn que disipara las tinieblas de los dogmas religiosos y disolvera el mundo de lo sagrado, devolviendo al hombre su libertad, su dignidad y su autonoma frente a Dios. La experiencia del siglo pasado, con las dos trgicas guerras mundiales, puso en crisis aquel progreso que la razn autnoma, el hombre sin Dios, pareca poder garantizar.

    El Catecismo de la Iglesia catlica afirma: Por la creacin Dios llama a todo ser desde la nada a la existencia... Incluso despus de haber perdido, por su pecado, su semejanza con Dios, el hombre sigue siendo imagen de su Creador. Conserva el deseo de Aquel que lo llama a la existencia. Todas las religiones dan testimonio de esta bsqueda esencial de los hombres (n. 2566). Podramos decir como mostr en la catequesis anterior que, desde los tiempos ms antiguos hasta nuestros das, no ha habido ninguna gran civilizacin que no haya sido religiosa.

    El hombre es religioso por naturaleza, es homo religiosus como es homo sapiens y homo faber: El deseo de Dios afirma tambin el Catecismo est inscrito en el corazn del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios (n. 27). La imagen del Creador est impresa en su ser y l siente la necesidad de encontrar una luz para dar respuesta a las preguntas que ataen al sentido profundo de la realidad; respuesta que no puede encontrar en s mismo, en el progreso, en la ciencia emprica. El homo religiosus no emerge slo del mundo antiguo, sino que atraviesa toda la historia de la humanidad. Al respecto, el rico terreno de la experiencia humana ha visto surgir diversas formas de religiosidad, con el intento de responder al deseo de plenitud y de felicidad, a la necesidad

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    de salvacin, a la bsqueda de sentido. El hombre digital, al igual que el de las cavernas, busca en la experiencia religiosa los caminos para superar su finitud y para asegurar su precaria aventura terrena. Por lo dems, la vida sin un horizonte trascendente no tendra un sentido pleno, y la felicidad, a la que tendemos todos, se proyecta espontneamente hacia el futuro, hacia un maana que est todava por realizarse. El concilio Vaticano II, en la declaracin Nostra aetate, lo subray sintticamente. Dice: Los hombres esperan de las diferentes religiones una respuesta a los enigmas recnditos de la condicin humana que, hoy como ayer, conmueven ntimamente sus corazones. Qu es el hombre? [Quin soy yo?] Cul es el sentido y el fin de nuestra vida? Qu es el bien y qu el pecado? Cul es el origen y el fin del dolor? Cul es el camino para conseguir la verdadera felicidad? Qu es la muerte, el juicio y la retribucin despus de la muerte? Cul es, finalmente, ese misterio ltimo e inefable que abarca nuestra existencia, del que procedemos y hacia el que nos dirigimos? (n. 1). El hombre sabe que no puede responder por s mismo a su propia necesidad fundamental de entender. Aunque se haya credo y todava se crea autosuficiente, sabe por experiencia que no se basta a s mismo. Necesita abrirse a otro, a algo o a alguien, que pueda darle lo que le falta; debe salir de s mismo hacia Aquel que pueda colmar la amplitud y la profundidad de su deseo.

    El hombre lleva en s mismo una sed de infinito, una nostalgia de eternidad, una bsqueda de belleza, un deseo de amor, una necesidad de luz y de verdad, que lo impulsan hacia el Absoluto; el hombre lleva en s mismo el deseo de Dios. Y el hombre sabe, de algn modo, que puede dirigirse a Dios, que puede rezarle. Santo Toms de Aquino, uno de los ms grandes telogos de la historia, define la oracin como expresin del deseo que el hombre tiene de Dios. Esta atraccin hacia Dios, que Dios mismo ha puesto en el hombre, es el alma de la oracin, que se reviste de muchas formas y modalidades segn la historia, el tiempo, el momento, la gracia e incluso el pecado de cada orante. De hecho, la historia del hombre ha conocido diversas formas de oracin, porque l ha desarrollado diversas modalidades de apertura hacia el Otro y hacia el ms all, tanto que podemos reconocer la oracin como una experiencia presente en toda religin y cultura.

    Queridos hermanos y hermanas, como vimos el mircoles pasado, la oracin no est vinculada a un contexto particular, sino que se encuentra inscrita en el corazn de toda persona y de toda civilizacin. Naturalmente, cuando hablamos de la oracin como experiencia del hombre en cuanto tal, del homo orans, es necesario tener presente que es una actitud interior, antes que una serie de prcticas y frmulas, un modo de estar frente a Dios, antes que de realizar actos de culto o pronunciar palabras. La oracin tiene su centro y hunde sus races en lo ms profundo de la persona; por eso no es fcilmente descifrable y, por el mismo motivo, se puede prestar a malentendidos y mistificaciones. Tambin en este sentido podemos entender la expresin: rezar es difcil. De hecho, la oracin es el lugar por excelencia de la gratuidad, del tender hacia el Invisible, el Inesperado y el Inefable. Por eso, para todos la experiencia de la oracin es un desafo, una gracia que invocar, un don de Aquel al que nos dirigimos.

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    En la oracin, en todas las pocas de la historia, el hombre se considera a s mismo y su situacin frente a Dios, a partir de Dios y en orden a Dios, y experimenta que es criatura necesitada de ayuda, incapaz de conseguir por s misma la realizacin plena de su propia existencia y de su propia esperanza. El filsofo Ludwig Wittgenstein recordaba que orar significa sentir que el sentido del mundo est fuera del mundo. En la dinmica de esta relacin con quien da sentido a la existencia, con Dios, la oracin tiene una de sus tpicas expresiones en el gesto de ponerse de rodillas. Es un gesto que entraa una radical ambivalencia: de hecho, puedo ser obligado a ponerme de rodillas condicin de indigencia y de esclavitud, pero tambin puedo arrodillarme espontneamente, confesando mi lmite y, por tanto, mi necesidad de Otro. A l le confieso que soy dbil, necesitado, pecador. En la experiencia de la oracin la criatura humana expresa toda la conciencia de s misma, todo lo que logra captar de su existencia y, a la vez, se dirige toda ella al Ser frente al cual est; orienta su alma a aquel Misterio del que espera la realizacin de sus deseos ms profundos y la ayuda para superar la indigencia de su propia vida. En este mirar a Otro, en este dirigirse ms all est la esencia de la oracin, como experiencia de una realidad que supera lo sensible y lo contingente.

    Sin embargo, la bsqueda del hombre slo encuentra su plena realizacin en el Dios que se revela. La oracin, que es apertura y elevacin del corazn a Dios, se convierte as en una relacin personal con l. Y aunque el hombre se olvide de su Creador, el Dios vivo y verdadero no deja de tomar la iniciativa llamando al hombre al misterioso encuentro de la oracin. Como afirma el Catecismo: Esta iniciativa de amor del Dios fiel es siempre lo primero en la oracin; la iniciativa del hombre es siempre una respuesta. A medida que Dios se revela, y revela al hombre a s mismo, la oracin aparece como un llamamiento recproco, un hondo acontecimiento de alianza. A travs de palabras y de acciones, tiene lugar un trance que compromete el corazn humano. Este se revela a travs de toda la historia de la salvacin (n. 2567).

    Queridos hermanos y hermanas, aprendamos a permanecer ms tiempo delante de Dios, del Dios que se revel en Jesucristo; aprendamos a reconocer en el silencio, en lo ms ntimo de nosotros mismos, su voz que nos llama y nos reconduce a la profundidad de nuestra existencia, a la fuente de la vida, al manantial de la salvacin, para llevarnos ms all del lmite de nuestra vida y abrirnos a la medida de Dios, a la relacin con l, que es Amor Infinito. Gracias.

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    BENEDICTO XVI

    AUDIENCIA GENERAL

    Plaza de San Pedro Mircoles 18 de mayo de 2011

    El hombre en oracin (3)

    La intercesin de Abraham por Sodoma (Gn 18, 16-33)

    Queridos hermanos y hermanas:

    En las dos ltimas catequesis hemos reflexionado sobre la oracin como fenmeno universal, que, si bien con formas distintas, est presente en las culturas de todos los tiempos. Hoy, en cambio, quiero comenzar un recorrido bblico sobre este tema, que nos llevar a profundizar en el dilogo de alianza entre Dios y el hombre que anima la historia de salvacin, hasta su culmen: la Palabra definitiva que es Jesucristo. En este camino nos detendremos en algunos textos importantes y figuras paradigmticas del Antiguo y del Nuevo Testamento. Ser Abraham, el gran patriarca, padre de todos los creyentes (cf. Rm 4, 11-12.16-17), quien nos ofrecer el primer ejemplo de oracin, en el episodio de la intercesin por las ciudades de Sodoma y Gomorra. Y tambin quiero invitaros a aprovechar el recorrido que haremos en las prximas catequesis para aprender a conocer mejor la Biblia que espero tengis en vuestras casas y, durante la semana, deteneros a leerla y meditarla en la oracin, para conocer la maravillosa historia de la relacin entre Dios y el hombre, entre Dios que se comunica a nosotros y el hombre que responde, que reza.

    El primer texto sobre el que vamos a reflexionar se encuentra en el captulo 18 del libro del Gnesis; se cuenta que la maldad de los habitantes de Sodoma y Gomorra estaba llegando a tal extremo que resultaba necesaria una intervencin de Dios para realizar un acto de justicia y frenar el mal destruyendo aquellas ciudades. Aqu interviene Abraham con su oracin de intercesin. Dios decide revelarle lo que est a punto de suceder y le da a conocer la gravedad del mal y sus terribles consecuencias, porque Abraham es su elegido, escogido para convertirse en un gran pueblo y hacer que a todo el mundo llegue la bendicin divina. Tiene una misin de salvacin, que debe responder al pecado que ha invadido la realidad del hombre; a travs de l el Seor quiere reconducir a la humanidad a la fe, a la obediencia, a la justicia. Y ahora este amigo de Dios se abre a la realidad y a las necesidades del mundo, reza por los que estn a punto de ser castigados y pide que sean salvados.

    Abraham plantea enseguida el problema en toda su gravedad, y dice al Seor: Es que vas a destruir al justo con el culpable? Si hay cincuenta justos en la ciudad, los destruirs y no perdonars el lugar por los cincuenta justos que hay en l? Lejos de ti tal cosa! matar

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    al justo con el culpable, de modo que la suerte del justo sea como la del culpable; lejos de ti! El juez de toda la tierra, no har justicia? (Gn 18, 23-25). Con estas palabras, con gran valenta, Abraham presenta a Dios la necesidad de evitar una justicia sumaria: si la ciudad es culpable, es justo condenar su delito e infligir el castigo, pero afirma el gran patriarca sera injusto castigar de modo indiscriminado a todos los habitantes. Si en la ciudad hay inocentes, estos no pueden ser tratados como los culpables. Dios, que es un juez justo, no puede actuar as, dice Abraham, con razn, a Dios.

    Ahora bien, si leemos ms atentamente el texto, nos damos cuenta de que la peticin de Abraham es an ms seria y profunda, porque no se limita a pedir la salvacin para los inocentes. Abraham pide el perdn para toda la ciudad y lo hace apelando a la justicia de Dios. En efecto, dice al Seor: Si hay cincuenta inocentes en la ciudad, los destruirs y no perdonars el lugar por los cincuenta inocentes que hay en l? (v. 24b). De esta manera pone en juego una nueva idea de justicia: no la que se limita a castigar a los culpables, como hacen los hombres, sino una justicia distinta, divina, que busca el bien y lo crea a travs del perdn que transforma al pecador, lo convierte y lo salva. Con su oracin, por tanto, Abraham no invoca una justicia meramente retributiva, sino una intervencin de salvacin que, teniendo en cuenta a los inocentes, libre de la culpa tambin a los impos, perdonndolos. El pensamiento de Abraham, que parece casi paradjico, se podra resumir as: obviamente no se puede tratar a los inocentes del mismo modo que a los culpables, esto sera injusto; por el contrario, es necesario tratar a los culpables del mismo modo que a los inocentes, realizando una justicia superior, ofrecindoles una posibilidad de salvacin, porque si los malhechores aceptan el perdn de Dios y confiesan su culpa, dejndose salvar, no continuarn haciendo el mal, tambin ellos se convertirn en justos, con lo cual ya no sera necesario el castigo.

    Es esta la peticin de justicia que Abraham expresa en su intercesin, una peticin que se basa en la certeza de que el Seor es misericordioso. Abraham no pide a Dios algo contrario a su esencia; llama a la puerta del corazn de Dios pues conoce su verdadera voluntad. Ya que Sodoma es una gran ciudad, cincuenta justos parecen poca cosa, pero la justicia de Dios y su perdn, no son acaso la manifestacin de la fuerza del bien, aunque parece ms pequeo y ms dbil que el mal? La destruccin de Sodoma deba frenar el mal presente en la ciudad, pero Abraham sabe que Dios tiene otro modos y otros medios para poner freno a la difusin del mal. Es el perdn el que interrumpe la espiral de pecado, y Abraham, en su dilogo con Dios, apela exactamente a esto. Y cuando el Seor acepta perdonar a la ciudad si encuentra cincuenta justos, su oracin de intercesin comienza a descender hacia los abismos de la misericordia divina. Abraham como recordamos hace disminuir progresivamente el nmero de los inocentes necesarios para la salvacin: si no son cincuenta, podran bastar cuarenta y cinco, y as va bajando hasta llegar a diez, continuando con su splica, que se hace audaz en la insistencia: Quiz no se encuentren ms de cuarenta.. treinta... veinte... diez (cf. vv. 29.30.31.32). Y cuanto ms disminuye el nmero, ms grande se revela y se manifiesta la misericordia de Dios, que escucha con paciencia la oracin, la acoge y repite despus de cada splica: Perdonar... no la destruir... no lo har (cf. vv. 26.28.29.30.31.32).

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    As, por la intercesin de Abraham, Sodoma podr salvarse, si en ella se encuentran tan slo diez inocentes. Esta es la fuerza de la oracin. Porque, a travs de la intercesin, la oracin a Dios por la salvacin de los dems, se manifiesta y se expresa el deseo de salvacin que Dios alimenta siempre hacia el hombre pecador. De hecho, el mal no puede aceptarse, hay que sealarlo y destruirlo a travs del castigo: la destruccin de Sodoma tena precisamente esta funcin. Pero el Seor no quiere la muerte del malvado, sino que se convierta y que viva (cf. Ez 18, 23; 33, 11); su deseo siempre es perdonar, salvar, dar vida, transformar el mal en bien. Ahora bien, es precisamente este deseo divino el que, en la oracin, se convierte en deseo del hombre y se expresa a travs de las palabras de intercesin. Con su splica, Abraham est prestando su voz, pero tambin su corazn, a la voluntad divina: el deseo de Dios es misericordia, amor y voluntad de salvacin, y este deseo de Dios ha encontrado en Abraham y en su oracin la posibilidad de manifestarse de modo concreto en la historia de los hombres, para estar presente donde hay necesidad de gracia. Con la voz de su oracin, Abraham est dando voz al deseo de Dios, que no es destruir, sino salvar a Sodoma, dar vida al pecador convertido.

    Esto es lo que quiere el Seor, y su dilogo con Abraham es una prolongada e inequvoca manifestacin de su amor misericordioso. La necesidad de encontrar hombres justos en la ciudad se vuelve cada vez menos apremiante y al final slo bastarn diez para salvar a toda la poblacin. El texto no dice por qu Abraham se detuvo en diez. Quizs es un nmero que indica un ncleo comunitario mnimo (todava hoy, diez personas constituyen el qurum necesario para la oracin pblica juda). De todas maneras, se trata de un nmero escaso, una pequea partcula de bien para salvar un gran mal. Pero ni siquiera diez justos se encontraban en Sodoma y Gomorra, y las ciudades fueron destruidas. Una destruccin que paradjicamente la oracin de intercesin de Abraham presenta como necesaria. Porque precisamente esa oracin ha revelado la voluntad salvfica de Dios: el Seor estaba dispuesto a perdonar, deseaba hacerlo, pero las ciudades estaban encerradas en un mal total y paralizante, sin contar ni siquiera con unos pocos inocentes de los cuales partir para transformar el mal en bien. Porque es este precisamente el camino de salvacin que tambin Abraham peda: ser salvados no quiere decir simplemente escapar del castigo, sino ser liberados del mal que hay en nosotros. No es el castigo el que debe ser eliminado, sino el pecado, ese rechazar a Dios y el amor que ya lleva en s mismo el castigo. Dir el profeta Jeremas al pueblo rebelde: En tu maldad encontrars el castigo, tu propia apostasa te escarmentar. Aprende que es amargo y doloroso abandonar al Seor, tu Dios (Jr 2, 19). De esta tristeza y amargura quiere el Seor salvar al hombre, liberndolo del pecado. Pero, por eso, es necesaria una transformacin desde el interior, un agarradero de bien, un inicio desde el cual partir para transformar el mal en bien, el odio en amor, la venganza en perdn. Por esto los justos tenan que estar dentro de la ciudad, y Abraham repite continuamente: Quizs all se encuentren.... All: es dentro de la realidad enferma donde tiene que estar ese germen de bien que puede sanar y devolver la vida. Son palabras dirigidas tambin a nosotros: que en nuestras ciudades haya un germen de bien; que hagamos todo lo necesario para que no sean slo diez justos, para conseguir realmente que vivan y sobrevivan nuestras

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    ciudades y para salvarnos de esta amargura interior que es la ausencia de Dios. Y en la realidad enferma de Sodoma y Gomorra no exista ese germen de bien.

    Pero la misericordia de Dios en la historia de su pueblo se ampla an ms. Si para salvar Sodoma eran necesarios diez justos, el profeta Jeremas dir, en nombre del Omnipotente, que basta un solo justo para salvar Jerusaln: Recorred las calles de Jerusaln, mirad bien y averiguad, buscad por todas sus plazas, a ver si encontris a alguien capaz de obrar con justicia, que vaya tras la verdad, y yo la perdonar (Jr 5, 1). El nmero se ha reducido an ms, la bondad de Dios se muestra an ms grande. Y ni siquiera esto basta; la sobreabundante misericordia de Dios no encuentra la respuesta de bien que busca, y Jerusaln cae bajo el asedio de sus enemigos. Ser necesario que Dios mismo se convierta en ese justo. Y este es el misterio de la Encarnacin: para garantizar un justo, l mismo se hace hombre. Siempre habr un justo, porque es l, pero es necesario que Dios mismo se convierta en ese justo. El infinito y sorprendente amor divino se manifestar plenamente cuando el Hijo de Dios se haga hombre, el Justo definitivo, el perfecto Inocente, que llevar la salvacin al mundo entero muriendo en la cruz, perdonando e intercediendo por quienes no saben lo que hacen (Lc 23, 34). Entonces la oracin de todo hombre encontrar su respuesta; entonces toda intercesin nuestra ser plenamente escuchada.

    Queridos hermanos y hermanas, que la splica de Abraham, nuestro padre en la fe, nos ensee a abrir cada vez ms el corazn a la misericordia sobreabundante de Dios, para que en la oracin diaria sepamos desear la salvacin de la humanidad y pedirla con perseverancia y con confianza al Seor, que es grande en el amor. Gracias.

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    BENEDICTO XVI

    AUDIENCIA GENERAL

    Plaza de San Pedro Mircoles 25 de mayo de 2011

    El hombre en oracin (4)

    Lucha nocturna y encuentro con Dios (Gn 32, 23-33)

    Queridos hermanos y hermanas:

    Hoy quiero reflexionar con vosotros sobre un texto del Libro del Gnesis que narra un episodio bastante particular de la historia del patriarca Jacob. Es un fragmento de difcil interpretacin, pero importante en nuestra vida de fe y de oracin; se trata del relato de la lucha con Dios en el vado de Yaboc, del que hemos escuchado un pasaje.

    Como recordaris, Jacob le haba quitado a su gemelo Esa la primogenitura a cambio de un plato de lentejas y despus le haba arrebatado con engao la bendicin de su padre Isaac, ya muy anciano, aprovechndose de su ceguera. Tras huir de la ira de Esa, se haba refugiado en casa de un pariente, Labn; se haba casado, se haba enriquecido y ahora volva a su tierra natal, dispuesto a afrontar a su hermano despus de haber tomado algunas medidas prudentes. Pero cuando todo est preparado para este encuentro, despus de haber hecho que los que estaban con l atravesaran el vado del torrente que delimitaba el territorio de Esa, Jacob se queda solo y es agredido improvisamente por un desconocido con el que lucha durante toda la noche. Este combate cuerpo a cuerpo que encontramos en el captulo 32 del Libro del Gnesis se convierte para l en una singular experiencia de Dios.

    La noche es el tiempo favorable para actuar a escondidas, por tanto, para Jacob es el tiempo mejor para entrar en el territorio de su hermano sin ser visto y quizs con el plan de tomar por sorpresa a Esa. Sin embargo, es l quien se ve sorprendido por un ataque imprevisto, para el que no estaba preparado. Haba usado su astucia para tratar de evitar una situacin peligrosa, pensaba tenerlo todo controlado y, en cambio, ahora tiene que afrontar una lucha misteriosa que lo sorprende en soledad y sin darle la oportunidad de organizar una defensa adecuada. Inerme, en la noche, el patriarca Jacob lucha con alguien. El texto no especifica la identidad del agresor; usa un trmino hebreo que indica un hombre de manera genrica, uno, alguien; se trata, por tanto, de una definicin vaga, indeterminada, que a propsito mantiene al asaltante en el misterio. Reina la oscuridad, Jacob no consigue distinguir claramente a su adversario; y tambin para el lector, para nosotros, permanece en el misterio; alguien se enfrenta al patriarca, y este es el nico dato seguro que nos proporciona el narrador. Slo al final, cuando la lucha ya

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    haya terminado y ese alguien haya desaparecido, slo entonces Jacob lo nombrar y podr decir que ha luchado contra Dios.

    El episodio tiene lugar, por tanto, en la oscuridad y es difcil percibir no slo la identidad del asaltante de Jacob, sino tambin cmo se desarrolla la lucha. Leyendo el texto, resulta difcil establecer cul de los dos contrincantes logra vencer; los verbos se usan a menudo sin sujeto explcito, y las acciones se suceden casi de forma contradictoria, as que cuando parece que uno de los dos va a prevalecer, la accin sucesiva desmiente enseguida esto y presenta al otro como vencedor. De hecho, al inicio Jacob parece ser el ms fuerte, y el adversario dice el texto no lograba vencerlo (v. 26); con todo, golpea a Jacob en la articulacin del muslo, provocndole una luxacin. Se debera pensar entonces que Jacob va a sucumbir; sin embargo, es el otro el que le pide que lo deje ir; pero el patriarca se niega, poniendo una condicin: No te soltar hasta que me bendigas (v. 27). Aquel que con engao le haba quitado a su hermano la bendicin del primognito, ahora la pretende del desconocido, de quien quizs comienza a vislumbrar las connotaciones divinas, pero sin poderlo an reconocer verdaderamente.

    El rival, que parece detenido y por tanto vencido por Jacob, en lugar de acoger la peticin del patriarca, le pregunta su nombre: Cmo te llamas?. El patriarca le responde: Jacob (v. 28). Aqu la lucha da un viraje importante. Conocer el nombre de alguien implica una especie de poder sobre la persona, porque en la mentalidad bblica el nombre contiene la realidad ms profunda del individuo, desvela su secreto y su destino. Conocer el nombre de alguien quiere decir conocer la verdad del otro y esto permite poderlo dominar. Por tanto, cuando, a peticin del desconocido, Jacob revela su nombre, se est poniendo en las manos de su adversario, es una forma de rendicin, de entrega total de s mismo al otro.

    Pero, paradjicamente, en este gesto de rendicin tambin Jacob resulta vencedor, porque recibe un nombre nuevo, junto al reconocimiento de victoria por parte de su adversario, que le dice: Ya no te llamars Jacob, sino Israel, porque has luchado con Dios y con los hombres, y has vencido (v. 29). Jacob era un nombre que aluda al origen problemtico del patriarca; de hecho, en hebreo recuerda el trmino taln, y remite al lector al momento del nacimiento de Jacob cuando, al salir del seno materno, agarraba con la mano el taln de su hermano gemelo (cf. Gn 25, 26), casi presagiando la supremaca que alcanzara en perjuicio de su hermano en la edad adulta, pero el nombre de Jacob remite tambin al verbo engaar, suplantar. Pues bien, ahora, en la lucha, el patriarca revela a su adversario, en un gesto de entrega y rendicin, su propia realidad de engaador, de suplantador; pero el otro, que es Dios, transforma esta realidad negativa en positiva: Jacob el engaador se convierte en Israel, se le da un nombre nuevo que implica una nueva identidad. Pero tambin aqu el relato mantiene su voluntaria duplicidad, porque el significado ms probable del nombre Israel es Dios es fuerte, Dios vence.

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    As pues, Jacob ha prevalecido, ha vencido es el propio adversario quien lo afirma, pero su nueva identidad, recibida del contrincante mismo, afirma y testimonia la victoria de Dios. Y cuando Jacob pregunta a su vez el nombre a su adversario, este no quiere decrselo, pero se le revelar en un gesto inequvoco, dndole la bendicin. Aquella bendicin que el patriarca le haba pedido al principio de la lucha se le concede ahora. Y no es la bendicin obtenida con engao, sino la gratuitamente concedida por Dios, que Jacob puede recibir porque estando solo, sin proteccin, sin astucias ni engaos, se entrega inerme, acepta la rendicin y confiesa la verdad sobre s mismo. Por eso, al final de la lucha, recibida la bendicin, el patriarca puede finalmente reconocer al otro, al Dios de la bendicin: He visto a Dios cara a cara dijo, y he quedado vivo (v. 31); y ahora puede atravesar el vado, llevando un nombre nuevo pero vencido por Dios y marcado para siempre, cojeando por la herida recibida.

    Las explicaciones que la exgesis bblica puede dar respecto a este fragmento son muchas; en particular los estudiosos reconocen en l finalidades y componentes literarios de varios tipos, as como referencias a algn relato popular. Pero cuando estos elementos son asumidos por los autores sagrados y englobados en el relato bblico, cambian de significado y el texto se abre a dimensiones ms amplias. El episodio de la lucha en el Yaboc se muestra al creyente como texto paradigmtico en el que el pueblo de Israel habla de su propio origen y delinea los rasgos de una relacin particular entre Dios y el hombre. Por esto, como afirma tambin el Catecismo de la Iglesia catlica, la tradicin espiritual de la Iglesia ha tomado de este relato el smbolo de la oracin como un combate de la fe y una victoria de la perseverancia (n. 2573). El texto bblico nos habla de la larga noche de la bsqueda de Dios, de la lucha por conocer su nombre y ver su rostro; es la noche de la oracin que con tenacidad y perseverancia pide a Dios la bendicin y un nombre nuevo, una nueva realidad, fruto de conversin y de perdn.

    La noche de Jacob en el vado de Yaboc se convierte as, para el creyente, en un punto de referencia para entender la relacin con Dios que en la oracin encuentra su mxima expresin. La oracin requiere confianza, cercana, casi en un cuerpo a cuerpo simblico no con un Dios enemigo, adversario, sino con un Seor que bendice y que permanece siempre misterioso, que parece inalcanzable. Por esto el autor sagrado utiliza el smbolo de la lucha, que implica fuerza de nimo, perseverancia, tenacidad para alcanzar lo que se desea. Y si el objeto del deseo es la relacin con Dios, su bendicin y su amor, entonces la lucha no puede menos de culminar en la entrega de s mismos a Dios, en el reconocimiento de la propia debilidad, que vence precisamente cuando se abandona en las manos misericordiosas de Dios.

    Queridos hermanos y hermanas, toda nuestra vida es como esta larga noche de lucha y de oracin, que se ha de vivir con el deseo y la peticin de una bendicin a Dios que no puede ser arrancada o conseguida slo con nuestras fuerzas, sino que se debe recibir de l con humildad, como don gratuito que permite, finalmente, reconocer el rostro del Seor. Y cuando esto sucede, toda nuestra realidad cambia, recibimos un nombre nuevo y la bendicin de Dios. Ms an: Jacob, que recibe un nombre nuevo, se convierte en Israel y

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    da tambin un nombre nuevo al lugar donde ha luchado con Dios y le ha rezado; le da el nombre de Penuel, que significa Rostro de Dios. Con este nombre reconoce que ese lugar est lleno de la presencia del Seor, santifica esa tierra dndole la impronta de aquel misterioso encuentro con Dios. Quien se deja bendecir por Dios, quien se abandona a l, quien se deja transformar por l, hace bendito el mundo. Que el Seor nos ayude a combatir la buena batalla de la fe (cf. 1 Tm 6, 12; 2 Tm 4, 7) y a pedir, en nuestra oracin, su bendicin, para que nos renueve a la espera de ver su rostro. Gracias!

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    BENEDICTO XVI

    AUDIENCIA GENERAL

    Plaza de San Pedro Mircoles 1 de junio de 2011

    El hombre en oracin (5)

    La intercesin de Moiss por su pueblo (Ex 32, 7-14)

    Queridos hermanos y hermanas:

    Leyendo el Antiguo Testamento, resalta una figura entre las dems: la de Moiss, precisamente como hombre de oracin. Moiss, el gran profeta y caudillo del tiempo del xodo, desempe su funcin de mediador entre Dios e Israel hacindose portador, ante el pueblo, de las palabras y de los mandamientos divinos, llevndolo hacia la libertad de la Tierra Prometida, enseando a los israelitas a vivir en la obediencia y en la confianza hacia Dios durante la larga permanencia en el desierto, pero tambin, y dira sobre todo, orando. Reza por el faran cuando Dios, con las plagas, trataba de convertir el corazn de los egipcios (cf. Ex 810); pide al Seor la curacin de su hermana Mara enferma de lepra (cf. Nm 12, 9-13); intercede por el pueblo que se haba rebelado, asustado por el relato de los exploradores (cf. Nm 14, 1-19); reza cuando el fuego estaba a punto de devorar el campamento (cf. Nm 11, 1-2) y cuando serpientes venenosas hacan estragos (cf. Nm 21, 4-9); se dirige al Seor y reacciona protestando cuando su misin se haba vuelto demasiado pesada (cf. Nm 11, 10-15); ve a Dios y habla con l cara a cara, como habla un hombre con su amigo (cf. Ex 24, 9-17; 33, 7-23; 34, 1-10.28-35).

    Tambin cuando el pueblo, en el Sina, pide a Aarn que haga el becerro de oro, Moiss ora, explicando de modo emblemtico su funcin de intercesor. El episodio se narra en el captulo 32 del Libro del xodo y tiene un relato paralelo en el captulo 9 del Deuteronomio. En la catequesis de hoy quiero reflexionar sobre este episodio y, en particular, sobre la oracin de Moiss que encontramos en el relato del xodo. El pueblo de Israel se encontraba al pie del Sina mientras Moiss, en el monte, esperaba el don de las tablas de la Ley, ayunando durante cuarenta das y cuarenta noches (cf. Ex 24, 18; Dt 9, 9). El nmero cuarenta tiene valor simblico y significa la totalidad de la experiencia, mientras que con el ayuno se indica que la vida viene de Dios, que es l quien la sostiene. El hecho de comer, en efecto, implica tomar el alimento que nos sostiene; por eso, en este caso ayunar, renunciando al alimento, adquiere un significado religioso: es un modo de indicar que no slo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca del Seor (cf. Dt 8, 3). Ayunando, Moiss muestra que espera el don de la Ley divina como fuente de vida: esa Ley revela la voluntad de Dios y alimenta el corazn del hombre, hacindolo entrar en una alianza con el Altsimo, que es fuente de la vida, es la vida misma.

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    Pero, mientras el Seor, en el monte, da a Moiss la Ley, al pie del monte el pueblo la transgrede. Los israelitas, incapaces de resistir a la espera y a la ausencia del mediador, piden a Aarn: Anda, haznos un dios que vaya delante de nosotros, pues a ese Moiss que nos sac de Egipto no sabemos qu le ha pasado (Ex 32, 1). Cansado de un camino con un Dios invisible, ahora que tambin Moiss, el mediador, ha desaparecido, el pueblo pide una presencia tangible, palpable, del Seor, y encuentra en el becerro de metal fundido hecho por Aarn, un dios que se ha vuelto accesible, manipulable, al alcance del hombre. Esta es una tentacin constante en el camino de fe: eludir el misterio divino construyendo un dios comprensible, correspondiente a sus propios esquemas, a sus propios proyectos. Lo que acontece en el Sina muestra toda la necedad y la ilusoria vanidad de esta pretensin porque, como afirma irnicamente el Salmo 106, cambiaron su gloria por la imagen de un toro que come hierba (Sal 106, 20). Por eso, el Seor reacciona y ordena a Moiss que baje del monte, revelndole lo que el pueblo estaba haciendo y terminando con estas palabras: Deja que mi ira se encienda contra ellos hasta consumirlos. Y de ti har un gran pueblo (Ex 32, 10). Como hizo a Abraham a propsito de Sodoma y Gomorra, tambin ahora Dios revela a Moiss lo que piensa hacer, como si no quisiera actuar sin su consentimiento (cf. Am 3, 7). Dice: Deja que mi ira se encienda contra ellos. En realidad, ese deja que mi ira se encienda contra ellos se dice precisamente para que Moiss intervenga y le pida que no lo haga, revelando as que el deseo de Dios siempre es la salvacin. Como en el caso de las dos ciudades del tiempo de Abraham, el castigo y la destruccin, en los que se manifiesta la ira de Dios como rechazo del mal, indican la gravedad del pecado cometido; al mismo tiempo, la peticin de intercesin quiere manifestar la voluntad de perdn del Seor. Esta es la salvacin de Dios, que implica misericordia, pero a la vez denuncia de la verdad del pecado, del mal que existe, de modo que el pecador, reconociendo y rechazando su pecado, deje que Dios lo perdone y lo transforme. As, la oracin de intercesin hace operante, dentro de la realidad corrompida del hombre pecador, la misericordia divina, que encuentra voz en la splica del orante y se hace presente a travs de l donde hay necesidad de salvacin.

    La splica de Moiss est totalmente centrada en la fidelidad y la gracia del Seor. Se refiere ante todo a la historia de redencin que Dios comenz con la salida de Israel de Egipto, y prosigue recordando la antigua promesa dada a los Padres. El Seor realiz la salvacin liberando a su pueblo de la esclavitud egipcia. Por qu entonces pregunta Moiss han de decir los egipcios: Con mala intencin los sac, para hacerlos morir en las montaas y exterminarlos de la superficie de la tierra? (Ex 32, 12). La obra de salvacin comenzada debe ser llevada a trmino; si Dios hiciera perecer a su pueblo, eso podra interpretarse como el signo de una incapacidad divina de llevar a cabo el proyecto de salvacin. Dios no puede permitir esto: l es el Seor bueno que salva, el garante de la vida; es el Dios de misericordia y perdn, de liberacin del pecado que mata. As Moiss apela a Dios, a la vida interior de Dios contra la sentencia exterior. Entonces argumenta Moiss con el Seor, si sus elegidos perecen, aunque sean culpables, l podra parecer incapaz de vencer el pecado. Y esto no se puede aceptar. Moiss hizo experiencia concreta del Dios de salvacin, fue enviado como mediador de la liberacin divina y ahora, con su oracin, se hace intrprete de una doble inquietud, preocupado por el destino de

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    su pueblo, y al mismo tiempo preocupado por el honor que se debe al Seor, por la verdad de su nombre. El intercesor, de hecho, quiere que el pueblo de Israel se salve, porque es el rebao que le ha sido confiado, pero tambin para que en esa salvacin se manifieste la verdadera realidad de Dios. Amor a los hermanos y amor a Dios se compenetran en la oracin de intercesin, son inseparables. Moiss, el intercesor, es el hombre movido por dos amores, que en la oracin se sobreponen en un nico deseo de bien.

    Despus, Moiss apela a la fidelidad de Dios, recordndole sus promesas: Acurdate de tus siervos, Abraham, Isaac e Israel, a quienes juraste por ti mismo: Multiplicar vuestra descendencia como las estrellas del cielo, y toda esta tierra de que he hablado se la dar a vuestra descendencia para que la posea para siempre (Ex 32, 13). Moiss recuerda la historia fundadora de los orgenes, recuerda a los Padres del pueblo y su eleccin, totalmente gratuita, en la que nicamente Dios tuvo la iniciativa. No por sus mritos haban recibido la promesa, sino por la libre eleccin de Dios y de su amor (cf. Dt 10, 15). Y ahora, Moiss pide al Seor que contine con fidelidad su historia de eleccin y de salvacin, perdonando a su pueblo. El intercesor no presenta excusas para el pecado de su gente, no enumera presuntos mritos ni del pueblo ni suyos, sino que apela a la gratuidad de Dios: un Dios libre, totalmente amor, que no cesa de buscar a quien se ha alejado, que permanece siempre fiel a s mismo y ofrece al pecador la posibilidad de volver a l y de llegar a ser, con el perdn, justo y capaz de fidelidad. Moiss pide a Dios que se muestre ms fuerte incluso que el pecado y la muerte, y con su oracin provoca este revelarse divino. El intercesor, mediador de vida, se solidariza con el pueblo; deseoso nicamente de la salvacin que Dios mismo desea, renuncia a la perspectiva de llegar a ser un nuevo pueblo grato al Seor. La frase que Dios le haba dirigido, Y de ti har un gran pueblo, ni siquiera es tomada en cuenta por el amigo de Dios, que en cambio est dispuesto a asumir sobre s no slo la culpa de su gente, sino todas sus consecuencias. Cuando, despus de la destruccin del becerro de oro, volver al monte a fin de pedir de nuevo la salvacin para Israel, dir al Seor: Ahora, o perdonas su pecado o me borras del libro que has escrito (v. 32). Con la oracin, deseando lo que es deseo de Dios, el intercesor entra cada vez ms profundamente en el conocimiento del Seor y de su misericordia y se vuelve capaz de un amor que llega hasta el don total de s. En Moiss, que est en la cima del monte cara a cara con Dios y se hace intercesor por su pueblo y se ofrece a s mismo o me borras, los Padres de la Iglesia vieron una prefiguracin de Cristo, que en la alta cima de la cruz realmente est delante de Dios, no slo como amigo sino como Hijo. Y no slo se ofrece o me borras, sino que con el corazn traspasado se deja borrar, se convierte, como dice san Pablo mismo, en pecado, lleva sobre s nuestros pecados para salvarnos a nosotros; su intercesin no slo es solidaridad, sino identificacin con nosotros: nos lleva a todos en su cuerpo. Y as toda su existencia de hombre y de Hijo es un grito al corazn de Dios, es perdn, pero perdn que transforma y renueva.

    Creo que debemos meditar esta realidad. Cristo est delante del rostro de Dios y pide por m. Su oracin en la cruz es contempornea de todos los hombres, es contempornea de m: l ora por m, ha sufrido y sufre por m, se ha identificado conmigo tomando nuestro

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    cuerpo y el alma humana. Y nos invita a entrar en esta identidad suya, hacindonos un cuerpo, un espritu con l, porque desde la alta cima de la cruz l no ha trado nuevas leyes, tablas de piedra, sino que se trajo a s mismo, trajo su cuerpo y su sangre, como nueva alianza. As nos hace consanguneos con l, un cuerpo con l, identificados con l. Nos invita a entrar en esta identificacin, a estar unidos a l en nuestro deseo de ser un cuerpo, un espritu con l. Pidamos al Seor que esta identificacin nos transforme, nos renueve, porque el perdn es renovacin, es transformacin.

    Quiero concluir esta catequesis con las palabras del apstol san Pablo a los cristianos de Roma: Quin acusar a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. Quin condenar? Acaso Cristo Jess, que muri, ms todava, resucit y est a la derecha de Dios y que adems intercede por nosotros? Quin nos separar del amor de Cristo? () Ni muerte, ni vida, ni ngeles, ni principados, () ni ninguna otra criatura podr separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jess, nuestro Seor (Rm 8, 33-35.38.39).

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    BENEDICTO XVI

    AUDIENCIA GENERAL

    Plaza de San Pedro Mircoles 15 de junio de 2011

    El hombre en oracin (6)

    Confrontacin entre profetas y oraciones (1 R 18, 20-40

    Queridos hermanos y hermanas:

    En la historia religiosa del antiguo Israel tuvieron gran relevancia los profetas con su enseanza y su predicacin. Entre ellos surge la figura de Elas, suscitado por Dios para llevar al pueblo a la conversin. Su nombre significa el Seor es mi Dios y en consonancia con este nombre se desarrolla su vida, consagrada totalmente a suscitar en el pueblo el reconocimiento del Seor como nico Dios. De Elas el Sircida dice: Entonces surgi el profeta Elas como un fuego, su palabra quemaba como antorcha (Si 48, 1). Con esta llama Israel vuelve a encontrar su camino hacia Dios. En su ministerio Elas reza: invoca al Seor para que devuelva a la vida al hijo de una viuda que lo haba hospedado (cf. 1 R 17, 17-24), grita a Dios su cansancio y su angustia mientras huye por el desierto, buscado a muerte por la reina Jezabel (cf. 1 R 19, 1-4), pero es sobre todo en el monte Carmelo donde se muestra en todo su poder de intercesor cuando, ante todo Israel, reza al Seor para que se manifieste y convierta el corazn del pueblo. Es el episodio narrado en el captulo 18 del Primer Libro de los Reyes, en el que hoy nos detenemos.

    Nos encontramos en el reino del Norte, en el siglo IX antes de Cristo, en tiempos del rey Ajab, en un momento en que en Israel se haba creado una situacin de abierto sincretismo. Junto al Seor, el pueblo adoraba a Baal, el dolo tranquilizador del que se crea que vena el don de la lluvia, y al que por ello se atribua el poder de dar fertilidad a los campos y vida a los hombres y al ganado. Aun pretendiendo seguir al Seor, Dios invisible y misterioso, el pueblo buscaba seguridad tambin en un dios comprensible y previsible, del que crea poder obtener fecundidad y prosperidad a cambio de sacrificios. Israel estaba cediendo a la seduccin de la idolatra, la continua tentacin del creyente, creyendo poder servir a dos seores (cf. Mt 6, 24; Lc 16, 13), y facilitar los caminos inaccesibles de la fe en el Omnipotente poniendo su confianza tambin en un dios impotente hecho por los hombres.

    Precisamente para desenmascarar la necedad engaosa de esta actitud, Elas hace que se rena el pueblo de Israel en el monte Carmelo y lo pone ante la necesidad de hacer una eleccin: Si el Seor es Dios, seguidlo; si lo es Baal, seguid a Baal (1 R 18, 21). Y el profeta, portador del amor de Dios, no deja sola a su gente ante esta eleccin, sino que la ayuda indicando el signo que revelar la verdad: tanto l como los profetas de Baal

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    prepararn un sacrificio y rezarn, y el verdadero Dios se manifestar respondiendo con el fuego que consumir la ofrenda. Comienza as la confrontacin entre el profeta Elas y los seguidores de Baal, que en realidad es entre el Seor de Israel, Dios de salvacin y de vida, y el dolo mudo y sin consistencia, que no puede hacer nada, ni para bien ni para mal (cf. Jr 10, 5). Y comienza tambin la confrontacin entre dos formas completamente distintas de dirigirse a Dios y de orar.

    Los profetas de Baal, de hecho, gritan, se agitan, bailan saltando, entran en un estado de exaltacin llegando a hacerse incisiones en el cuerpo, con cuchillos y lancetas hasta chorrear sangre por sus cuerpos (1 R 18, 28). Recurren a s mismos para interpelar a su dios, confiando en sus propias capacidades para provocar su respuesta. Se revela as la realidad engaosa del dolo: est pensado por el hombre como algo de lo que se puede disponer, que se puede gestionar con las propias fuerzas, al que se puede acceder a partir de s mismos y de la propia fuerza vital. La adoracin del dolo, en lugar de abrir el corazn humano a la Alteridad, a una relacin liberadora que permita salir del espacio estrecho del propio egosmo para acceder a dimensiones de amor y de don mutuo, encierra a la persona en el crculo exclusivo y desesperante de la bsqueda de s misma. Y es tal el engao que, adorando al dolo, el hombre se ve obligado a acciones extremas, en el tentativo ilusorio de someterlo a su propia voluntad. Por ello los profetas de Baal llegan incluso a hacerse dao, a infligirse heridas en el cuerpo, en un gesto dramticamente irnico: para obtener una respuesta, un signo de vida de su dios, se cubren de sangre, recubrindose simblicamente de muerte.

    Muy distinta es la actitud de oracin de Elas. l pide al pueblo que se acerque, implicndolo as en su accin y en su splica. El objetivo del desafo que lanza l a los profetas de Baal era volver a llevar a Dios al pueblo que se haba extraviado siguiendo a los dolos; por eso quiere que Israel se una a l, siendo partcipe y protagonista de su oracin y de cuanto est sucediendo. Despus el profeta erige un altar, utilizando, como reza el texto, doce piedras, segn el nmero de tribus de los hijos de Jacob, al que se haba dirigido esta palabra del Seor: Tu nombre ser Israel (v. 31). Esas piedras representan a todo Israel y son la memoria tangible de la historia de eleccin, de predileccin y de salvacin de la que el pueblo ha sido objeto. El gesto litrgico de Elas tiene un alcance decisivo; el altar es lugar sagrado que indica la presencia del Seor, pero esas piedras que lo componen representan al pueblo, que ahora, por mediacin del profeta, est puesto simblicamente ante Dios, se convierte en altar, lugar de ofrenda y de sacrificio.

    Pero es necesario que el smbolo se convierta en realidad, que Israel reconozca al verdadero Dios y vuelva a encontrar su identidad de pueblo del Seor. Por ello Elas pide a Dios que se manifieste, y esas doce piedras que deban recordar a Israel su verdad sirven tambin para recordar al Seor su fidelidad, a la que el profeta apela en la oracin. Las palabras de su invocacin son densas en significado y en fe: Seor, Dios de Abraham, de Isaac y de Israel, que se reconozca hoy que t eres Dios en Israel, que yo soy tu servidor y que por orden tuya he obrado todas estas cosas. Respndeme, Seor, respndeme, para

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    que este pueblo sepa que t, Seor, eres Dios y que has convertido sus corazones (vv. 36-37; cf. Gn 32, 36-37). Elas se dirige al Seor llamndolo Dios de los padres, haciendo as memoria implcita de las promesas divinas y de la historia de eleccin y de alianza que uni indisolublemente al Seor con su pueblo. La implicacin de Dios en la historia de los hombres es tal que su Nombre ya est inseparablemente unido al de los patriarcas, y el profeta pronuncia ese Nombre santo para que Dios recuerde y se muestre fiel, pero tambin para que Israel se sienta llamado por su nombre y vuelva a encontrar su fidelidad. El ttulo divino pronunciado por Elas resulta de hecho un poco sorprendente. En lugar de usar la frmula habitual, Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, utiliza un apelativo menos comn: Dios de Abraham, de Isaac y de Israel. La sustitucin del nombre Jacob con Israel evoca la lucha de Jacob en el vado de Yaboc con el cambio de nombre al que el narrador hace una referencia explcita (cf. Gn 32, 29) y del que habl en una de las catequesis pasadas. Esta sustitucin adquiere un significado denso dentro de la invocacin de Elas. El profeta est rezando por el pueblo del reino del Norte, que se llamaba precisamente Israel, distinto de Jud, que indicaba el reino del Sur. Y ahora este pueblo, que parece haber olvidado su propio origen y su propia relacin privilegiada con el Seor, oye que lo llaman por su nombre mientras se pronuncia el Nombre de Dios, Dios del Patriarca y Dios del pueblo: Seor, Dios (...) de Israel, que se reconozca hoy que t eres Dios en Israel (1 R 18, 36).

    El pueblo por el que reza Elas es puesto ante su propia verdad, y el profeta pide que tambin la verdad del Seor se manifieste y que l intervenga para convertir a Israel, apartndolo del engao de la idolatra y llevndolo as a la salvacin. Su peticin es que el pueblo finalmente sepa, conozca en plenitud quin es verdaderamente su Dios, y haga la eleccin decisiva de seguirlo slo a l, el verdadero Dios. Porque slo as Dios es reconocido por lo que es, Absoluto y Trascendente, sin la posibilidad de ponerlo junto a otros dioses, que lo negaran como absoluto, relativizndolo. Esta es la fe que hace de Israel el pueblo de Dios; es la fe proclamada en el conocido texto del Shem Israel: Escucha, Israel: el Seor es nuestro Dios, el Seor es uno solo. Amars, pues, al Seor, tu Dios, con todo tu corazn, con toda tu alma y con todas tus fuerzas (Dt 6, 4-5). Al absoluto de Dios el creyente debe responder con un amor absoluto, total, que comprometa toda su vida, sus fuerzas, su corazn. Y precisamente para el corazn de su pueblo el profeta con su oracin est implorando conversin: Que este pueblo sepa que t, Seor, eres Dios, y que has convertido sus corazones (1 R 18, 37). Elas, con su intercesin, pide a Dios lo que Dios mismo desea hacer, manifestarse en toda su misericordia, fiel a su propia realidad de Seor de la vida que perdona, convierte, transforma.

    Y esto es lo que sucede: Cay el fuego del Seor, que devor el holocausto y la lea, las piedras y la ceniza, secando el agua de las zanjas. Todo el pueblo lo vio y cayeron rostro en tierra, exclamando: El Seor es Dios. El Seor es Dios! (vv. 38-39). El fuego, este elemento a la vez necesario y terrible, vinculado a las manifestaciones divinas de la zarza ardiente y del Sina, ahora sirve para mostrar el amor de Dios que responde a la oracin y se revela a su pueblo. Baal, el dios mudo e impotente, no haba respondido a las

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    invocaciones de sus profetas; el Seor en cambio responde, y de forma inequvoca, no slo quemando el holocausto, sino incluso secando toda el agua que haba sido derramada en torno al altar. Israel ya no puede tener dudas; la misericordia divina ha salido al encuentro de su debilidad, de sus dudas, de su falta de fe. Ahora Baal, el dolo vano, est vencido, y el pueblo, que pareca perdido, ha vuelto a encontrar el camino de la verdad y se ha reencontrado a s mismo.

    Queridos hermanos y hermanas, qu nos dice a nosotros esta historia del pasado? Cul es el presente de esta historia? Ante todo est en cuestin la prioridad del primer mandamiento: adorar slo a Dios. Donde Dios desaparece, el hombre cae en la esclavitud de idolatras, como han mostrado, en nuestro tiempo, los regmenes totalitarios, y como muestran tambin diversas formas de nihilismo, que hacen al hombre dependiente de dolos, de idolatras; lo esclavizan. Segundo. El objetivo primario de la oracin es la conversin: el fuego de Dios que transforma nuestro corazn y nos hace capaces de ver a Dios y as de vivir segn Dios y de vivir para el otro. Y el tercer punto. Los Padres nos dicen que tambin esta historia de un profeta es proftica, si dicen es sombra del futuro, del futuro Cristo; es un paso en el camino hacia Cristo. Y nos dicen que aqu vemos el verdadero fuego de Dios: el amor que gua al Seor hasta la cruz, hasta el don total de s. La verdadera adoracin de Dios, entonces, es darse a s mismo a Dios y a los hombres, la verdadera adoracin es el amor. Y la verdadera adoracin de Dios no destruye, sino que renueva, transforma. Ciertamente, el fuego de Dios, el fuego del amor quema, transforma, purifica, pero precisamente as no destruye, sino que crea la verdad de nuestro ser, recrea nuestro corazn. Y as realmente vivos por la gracia del fuego del Espritu Santo, del amor de Dios, somos adoradores en espritu y en verdad. Gracias.

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    BENEDICTO XVI

    AUDIENCIA GENERAL

    Plaza de San Pedro Mircoles 22 de junio de 2011

    El hombre en oracin (7)

    El pueblo de Dios que reza: los Salmos

    Queridos hermanos y hermanas:

    En las catequesis anteriores nos centramos en algunas figuras del Antiguo Testamento particularmente significativas para nuestra reflexin sobre la oracin. Habl de Abraham, que intercede por las ciudades extranjeras; de Jacob, que en la lucha nocturna recibe la bendicin; de Moiss, que invoca el perdn para su pueblo; y de Elas, que reza por la conversin de Israel. Con la catequesis de hoy quiero iniciar una nueva etapa del camino: en vez de comentar episodios particulares de personajes en oracin, entraremos en el libro de oracin por excelencia, el libro de los Salmos. En las prximas catequesis leeremos y meditaremos algunos de los Salmos ms bellos y ms arraigados en la tradicin orante de la Iglesia. Hoy quiero introducirlos hablando del libro de los Salmos en su conjunto.

    El Salterio se presenta como un formulario de oraciones, una seleccin de ciento cincuenta Salmos que la tradicin bblica da al pueblo de los creyentes para que se convierta en su oracin, en nuestra oracin, en nuestro modo de dirigirnos a Dios y de relacionarnos con l. En este libro encuentra expresin toda la experiencia humana con sus mltiples facetas, y toda la gama de los sentimientos que acompaan la existencia del hombre. En los Salmos se entrelazan y se expresan alegra y sufrimiento, deseo de Dios y percepcin de la propia indignidad, felicidad y sentido de abandono, confianza en Dios y dolorosa soledad, plenitud de vida y miedo a morir. Toda la realidad del creyente confluye en estas oraciones, que el pueblo de Israel primero y la Iglesia despus asumieron como mediacin privilegiada de la relacin con el nico Dios y respuesta adecuada a su revelacin en la historia. En cuanto oraciones, los Salmos son manifestaciones del espritu y de la fe, en las que todos nos podemos reconocer y en las que se comunica la experiencia de particular cercana a Dios a la que estn llamados todos los hombres. Y toda la complejidad de la existencia humana se concentra en la complejidad de las distintas formas literarias de los diversos Salmos: himnos, lamentaciones, splicas individuales y colectivas, cantos de accin de gracias, salmos penitenciales y otros gneros que se pueden encontrar en estas composiciones poticas.

    No obstante esta multiplicidad expresiva, se pueden identificar dos grandes mbitos que sintetizan la oracin del Salterio: la splica, vinculada a la lamentacin, y la alabanza, dos

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    dimensiones relacionadas y casi inseparables. Porque la splica est animada por la certeza de que Dios responder, y esto abre a la alabanza y a la accin de gracias; y la alabanza y la accin de gracias surgen de la experiencia de una salvacin recibida, que supone una necesidad de ayuda expresada en la splica.

    En la splica, el que ora se lamenta y describe su situacin de angustia, de peligro, de desolacin o, como en los Salmos penitenciales, confiesa su culpa, su pecado, pidiendo ser perdonado. Expone al Seor su estado de necesidad confiando en ser escuchado, y esto implica un reconocimiento de Dios como bueno, deseoso del bien y amante de la vida (cf. Sb 11, 26), dispuesto a ayudar, salvar y perdonar. As, por ejemplo, reza el salmista en el Salmo 31: A ti, Seor, me acojo: no quede yo nunca defraudado. (...) Scame de la red que me han tendido, porque t eres mi amparo (vv. 2.5). As pues, ya en la lamentacin puede surgir algo de la alabanza, que se anuncia en la esperanza de la intervencin divina y despus se hace explcita cuando la salvacin divina se convierte en realidad. De modo anlogo, en los Salmos de accin de gracias y de alabanza, haciendo memoria del don recibido o contemplando la grandeza de la misericordia de Dios, se reconoce tambin la propia pequeez y la necesidad de ser salvados, que est en la base de la splica. As se confiesa a Dios la propia condicin de criatura inevitablemente marcada por la muerte, pero portadora de un deseo radical de vida. Por eso el salmista exclama en el Salmo 86: Te alabar de todo corazn, Dios mo; dar gloria a tu nombre por siempre, por tu gran piedad para conmigo, porque me salvaste del abismo profundo (vv. 12-13). De ese modo, en la oracin de los Salmos, la splica y la alabanza se entrelazan y se funden en un nico canto que celebra la gracia eterna del Seor que se inclina hacia nuestra fragilidad.

    Precisamente para permitir al pueblo de los creyentes unirse a este canto, el libro del Salterio fue dado a Israel y a la Iglesia. Los Salmos, de hecho, ensean a orar. En ellos la Palabra de Dios se convierte en palabra de oracin y son las palabras del salmista inspirado que se convierte tambin en palabra del orante que reza los Salmos. Es esta la belleza y la particularidad de este libro bblico: las oraciones contenidas en l, a diferencia de otras oraciones que encontramos en la Sagrada Escritura, no se insertan en una trama narrativa que especifica su sentido y su funcin. Los Salmos se dan al creyente precisamente como texto de oracin, que tiene como nico fin convertirse en la oracin de quien los asume y con ellos se dirige a Dios. Dado que son Palabra de Dios, quien reza los Salmos habla a Dios con las mismas palabras que Dios nos ha dado, se dirige a l con las palabras que l mismo nos da. As, al rezar los Salmos se aprende a orar. Son una escuela de oracin.

    Algo anlogo sucede cuando un nio comienza a hablar: aprende a expresar sus propias sensaciones, emociones y necesidades con palabras que no le pertenecen de modo innato, sino que aprende de sus padres y de los que viven con l. Lo que el nio quiere expresar es su propia vivencia, pero el medio expresivo es de otros; y l poco a poco se apropia de ese medio; las palabras recibidas de sus padres se convierten en sus palabras y a travs de ellas aprende tambin un modo de pensar y de sentir, accede a todo un mundo de conceptos, y crece en l, se relaciona con la realidad, con los hombres y con

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    Dios. La lengua de sus padres, por ltimo, se convierte en su lengua, habla con palabras recibidas de otros que ya se han convertido en sus palabras. Lo mismo sucede con la oracin de los Salmos. Se nos dan para que aprendamos a dirigirnos a Dios, a comunicarnos con l, a hablarle de nosotros con sus palabras, a encontrar un lenguaje para el encuentro con Dios. Y, a travs de esas palabras, ser posible tambin conocer y acoger los criterios de su actuar, acercarse al misterio de sus pensamientos y de sus caminos (cf. Is 55, 8-9), para crecer cada vez ms en la fe y en el amor. Como nuestras palabras no son slo palabras, sino que nos ensean un mundo real y conceptual, as tambin estas oraciones nos ensean el corazn de Dios, por lo que no slo podemos hablar con Dios, sino que tambin podemos aprender quin es Dios y, aprendiendo cmo hablar con l, aprendemos el ser hombre, el ser nosotros mismos.

    A este respecto, es significativo el ttulo que la tradicin juda ha dado al Salterio. Se llama tehillm, un trmino hebreo que quiere decir alabanzas, de la raz verbal que encontramos en la expresin Halleluyah, es decir, literalmente alabad al Seor. Este libro de oraciones, por tanto, aunque es multiforme y complejo, con sus diversos gneros literarios y con su articulacin entre alabanza y splica, es en definitiva un libro de alabanzas, que ensea a dar gracias, a celebrar la grandeza del don de Dios, a reconocer la belleza de sus obras y a glorificar su santo Nombre. Esta es la respuesta ms adecuada ante la manifestacin del Seor y la experiencia de su bondad. Ensendonos a rezar, los Salmos nos ensean que tambin en la desolacin, tambin en el dolor, la presencia de Dios permanece, es fuente de maravilla y de consuelo. Se puede llorar, suplicar, interceder, lamentarse, pero con la conciencia de que estamos caminando hacia la luz, donde la alabanza podr ser definitiva. Como nos ensea el Salmo 36: En ti est la fuente de la vida y tu luz nos hace ver la luz (Sal 36, 10).

    Pero, adems de este ttulo general del libro, la tradicin juda ha puesto en muchos Salmos ttulos especficos, atribuyndolos, en su gran mayora, al rey David. Figura de notable talla humana y teolgica, David es un personaje complejo, que atraves las ms diversas experiencias fundamentales de la vida. Joven pastor del rebao paterno, pasando por alternas y a veces dramticas vicisitudes, se convierte en rey de Israel, en pastor del pueblo de Dios. Hombre de paz, combati muchas guerras; incansable y tenaz buscador de Dios, traicion su amor, y esto es caracterstico: siempre busc a Dios, aunque pec gravemente muchas veces; humilde penitente, acogi el perdn divino, incluso el castigo divino, y acept un destino marcado por el dolor. David fue un rey, a pesar de todas sus debilidades, segn el corazn de Dios (cf. 1 S 13, 14), es decir, un orante apasionado, un hombre que saba lo que quiere decir suplicar y alabar. La relacin de los Salmos con este insigne rey de Israel es, por tanto, importante, porque l es una figura mesinica, ungido del Seor, en el que de algn modo se vislumbra el misterio de Cristo.

    Igualmente importantes y significativos son el modo y la frecuencia con que las palabras de los Salmos son retomadas en el Nuevo Testamento, asumiendo y destacando el valor proftico sugerido por la relacin del Salterio con la figura mesinica de David. En el Seor Jess, que en su vida terrena or con los Salmos, encuentran su definitivo cumplimiento y

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    revelan su sentido ms pleno y profundo. Las oraciones del Salterio, con las que se habla a Dios, nos hablan de l, nos hablan del Hijo, imagen del Dios invisible (cf. Col 1, 15), que nos revela plenamente el rostro del Padre. El cristiano, por tanto, al rezar los Salmos, ora al Padre en Cristo y con Cristo, asumiendo estos cantos en una perspectiva nueva, que tiene en el misterio pascual su ltima clave de interpretacin. As el horizonte del orante se abre a realidades inesperadas, todo Salmo adquiere una luz nueva en Cristo y el Salterio puede brillar en toda su infinita riqueza.

    Queridos hermanos y hermanas, tomemos, por tanto, en nuestras manos este libro santo; dejmonos que Dios nos ensee a dirigirnos a l; hagamos del Salterio una gua que nos ayude y nos acompae diariamente en el camino de la oracin. Y pidamos tambin nosotros, como los discpulos de Jess, Seor, ensanos a orar (Lc 11, 1), abriendo el corazn a acoger la oracin del Maestro, en el que todas las oraciones llegan a su plenitud. As, siendo hijos en el Hijo, podremos hablar a Dios, llamndolo Padre nuestro. Gracias.

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    BENEDICTO XVI

    AUDIENCIA GENERAL

    Castelgandolfo Mircoles 3 de agosto de 2011

    El hombre en oracin (8)

    La lectura de la Biblia, alimento del espritu

    Queridos hermanos y hermanas:

    Me alegra veros aqu, en la plaza, en Castelgandolfo, y reanudar las audiencias interrumpidas en el mes de julio. Quiero continuar con el tema que hemos iniciado, es decir, una escuela de oracin, y tambin hoy, de un modo algo diferente, sin alejarme del tema, aludir a algunos aspectos de carcter espiritual y concreto, que me parecen tiles no slo para quien vive en alguna parte del mundo el perodo de vacaciones de verano, sino tambin para todos los que estn comprometidos en el trabajo diario.

    Cuando tenemos un momento de pausa en nuestras actividades, de modo especial durante las vacaciones, a menudo tomamos en las manos un libro que deseamos leer. Este es precisamente el primer aspecto sobre el que quiero reflexionar. Cada uno de nosotros necesita tiempos y espacios de recogimiento, de meditacin, de calma Gracias a Dios es as! De hecho, esta exigencia nos dice que no estamos hechos slo para trabajar, sino tambin para pensar, reflexionar, o simplemente para seguir con la mente y con el corazn un relato, una historia en la cual sumergirnos, en cierto sentido perdernos, para luego volvernos a encontrar enriquecidos.

    Naturalmente, muchos de estos libros de lectura, que tomamos en las manos en las vacaciones, son por lo general de evasin, y esto es normal. Sin embargo, varias personas, especialmente si pueden tener espacios de pausa y de relajamiento ms prolongados, se dedican a leer algo ms comprometedor. Por eso, quiero haceros una propuesta: por qu no descubrir algunos libros de la Biblia que normalmente no se conocen, o de los que hemos escuchado algn pasaje durante la liturgia, pero que nunca hemos ledo por entero? En efecto, muchos cristianos no leen nunca la Biblia, y la conocen de un modo muy limitado y superficial. La Biblia como lo dice su nombre es una coleccin de libros, una pequea biblioteca, nacida a lo largo de un milenio. Algunos de estos libritos que la componen permanecen casi desconocidos para la mayor parte de las personas, incluso de los buenos cristianos. Algunos son muy breves, como el Libro de Tobas, un relato que contiene un sentido muy elevado de la familia y del matrimonio; o el Libro de Ester, en el que esa reina juda, con la fe y la oracin, salva a su pueblo del exterminio; o, an ms breve, el Libro de Rut, una extranjera que conoce a Dios y experimenta su providencia. Estos libritos se pueden leer por entero en una hora. Ms

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    comprometedores, y autnticas obras maestras, son el Libro de Job, que afronta el gran problema del dolor inocente; el Qohlet, que impresiona por la desconcertante modernidad con que pone en tela de juicio el sentido de la vida y del mundo; el Cantar de los Cantares, estupendo poema simblico del amor humano. Como veis, todos estos son libros del Antiguo Testamento. Y el Nuevo? Ciertamente, el Nuevo Testamento es ms conocido, y los gneros literarios son menos variados. Pero conviene descubrir la belleza de leer un Evangelio todo seguido, y recomiendo tambin los Hechos de los Apstoles o una de las Cartas.

    En conclusin, queridos amigos, hoy quiero sugerir que tengis a mano, durante el perodo estival o en los momentos de pausa, la sagrada Biblia, para gustarla de modo nuevo, leyendo de corrido algunos de sus libros, los menos conocidos y tambin los ms conocidos, como los Evangelios, pero en una lectura continuada. Si se hace as, los momentos de distensin pueden convertirse no slo en enriquecimiento cultural, sino tambin en alimento del espritu, capaz de alimentar el conocimiento de Dios y el dilogo con l, la oracin. Esta parece ser una hermosa ocupacin para las vacaciones: tomar un libro de la Biblia, para encontrar as un poco de distensin y, al mismo tiempo, entrar en el gran espacio de la Palabra de Dios y profundizar nuestro contacto con el Eterno, precisamente como finalidad del tiempo libre que el Seor nos da.

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    BENEDICTO XVI

    AUDIENCIA GENERAL

    Castelgandolfo Mircoles 10 de agosto de 2011

    El hombre en oracin (9)

    El oasis del espritu

    Queridos hermanos y hermanas:

    En cada poca, hombres y mujeres que consagraron su vida a Dios en la oracin como los monjes y las monjas establecieron sus comunidades en lugares particularmente bellos, en el campo, sobre las colinas, en los valles de las montaas, a la orilla de lagos o del mar, o incluso en pequeas islas. Estos lugares unen dos elementos muy importantes para la vida contemplativa: la belleza de la creacin, que remite a la belleza del Creador, y el silencio, garantizado por la lejana respecto a las ciudades y a las grandes vas de comunicacin.

    El silencio es la condicin ambiental que mejor favorece el recogimiento, la escucha de Dios y la meditacin. Ya el hecho mismo de gustar el silencio, de dejarse, por decirlo as, llenar del silencio, nos predispone a la oracin. El gran profeta Elas, sobre el monte Horeb es decir, el Sina presencia un huracn, luego un terremoto, y, por ltimo, relmpagos de fuego, pero no reconoce en ellos la voz de Dios; la reconoce, en cambio, en una brisa suave (cf. 1 R 19, 11-13). Dios habla en el silencio, pero es necesario saberlo escuchar. Por eso los monasterios son oasis en los que Dios habla a la humanidad; y en ellos se encuentra el claustro, lugar simblico, porque es un espacio cerrado, pero abierto hacia el cielo.

    Maana, queridos amigos, haremos memoria de santa Clara de Ass. Por ello me complace recordar uno de estos oasis del espritu apreciado de manera especial por la familia franciscana y por todos los cristianos: el pequeo convento de San Damin, situado un poco ms abajo de la ciudad de Ass, en medio de los olivos que descienden hacia Santa Mara de los ngeles. Junto a esta pequea iglesia, que san Francisco restaur despus de su conversin, Clara y las primeras compaeras establecieron su comunidad, viviendo de la oracin y de pequeos trabajos. Se llamaban las Hermanas pobres, y su forma de vida era la misma que llevaban los Frailes Menores: Observar el santo Evangelio de nuestro Seor Jesucristo (Regla de santa Clara, I, 2), conservando la unin de la caridad recproca (cf. ib., X, 7) y observando en particular la pobreza y la humildad vividas por Jess y por su santsima Madre (cf. ib., XII, 13).

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    El silencio y la belleza del lugar donde vive la comunidad monstica belleza sencilla y austera constituyen como un reflejo de la armona espiritual que la comunidad misma intenta realizar. El mundo est lleno de estos oasis del espritu, algunos muy antiguos, sobre todo en Europa, otros recientes, otros restaurados por nuevas comunidades. Mirando las cosas desde una perspectiva espiritual, estos lugares del espritu son la estructura fundamental del mundo. Y no es casualidad que muchas personas, especialmente en los perodos de descanso, visiten estos lugares y se detengan en ellos durante algunos das: tambin el alma, gracias a Dios, tiene sus exigencias!

    Recordemos, por tanto, a santa Clara. Pero recordemos tambin a otras figuras de santos que nos hablan de la importancia de dirigir la mirada a las cosas del cielo, como santa Edith Stein, Teresa Benedicta de la Cruz, carmelita, copatrona de Europa, que celebramos ayer.

    Y hoy, 10 de agosto, no podemos olvidar a san Lorenzo, dicono y mrtir, con una felicitacin especial a los romanos, que desde siempre lo veneran como uno de sus patronos. Por ltimo, dirijamos nuestra mirada a la santsima Virgen Mara, para que nos ensee a amar el silencio y la oracin.

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    BENEDICTO XVI

    AUDIENCIA GENERAL

    Castelgandolfo Mircoles 17 de agosto de 2011

    El hombre en oracin (10)

    La meditacin

    Queridos hermanos y hermanas:

    Estamos an en la luz de la fiesta de la Asuncin de la Virgen, que, como he dicho, es una fiesta de esperanza. Mara ha llegado al Paraso y este es nuestro destino: todos nosotros podemos llegar al Paraso. La cuestin es cmo. Mara ya ha llegado. Ella dice el Evangelio es la que crey que se cumplira lo que le haba dicho el Seor (cf. Lc 1, 45). Por tanto, Mara crey, se abandon a Dios, entr con su voluntad en la voluntad del Seor y as estaba precisamente en el camino directsimo, en la senda hacia el Paraso. Creer, abandonarse al Seor, entrar en su voluntad: esta es la direccin esencial.

    Hoy no quiero hablar sobre la totalidad de este camino de la fe, sino slo sobre un pequeo aspecto de la vida de oracin, que es la vida de contacto con Dios, es decir, sobre la meditacin. Y qu es la meditacin? Quiere decir: hacer memoria de lo que Dios hizo, no olvidar sus numerosos beneficios (cf. Sal 103, 2b). A menudo vemos slo las cosas negativas; debemos retener en nuestra memoria tambin las cosas positivas, los dones que Dios nos ha hecho; estar atentos a los signos positivos que vienen de Dios y hacer memoria de ellos. As pues, hablamos de un tipo de oracin que en la tradicin cristiana se llama oracin mental. Nosotros conocemos de ordinario la oracin con palabras; naturalmente tambin la mente y el corazn deben estar presentes en esta oracin, pero hoy hablamos de una meditacin que no se hace con palabras, sino que es una toma de contacto de nuestra mente con el corazn de Dios. Y Mara aqu es un modelo muy real. El evangelista san Lucas repite varias veces que Mara, por su parte, conservaba todas estas cosas, meditndolas en su corazn (2, 19; cf. 2, 51b). Las custodia y no las olvida. Est atenta a todo lo que el Seor le ha dicho y hecho, y medita, es decir, toma contacto con diversas cosas, las profundiza en su corazn.

    As pues, la que crey en el anuncio del ngel y se convirti en instrumento para que la Palabra eterna del Altsimo pudiera encarnarse, tambin acogi en su corazn el admirable prodigio de aquel nacimiento humano-divino, lo medit, se detuvo a reflexionar sobre lo que Dios estaba realizando en ella, para acoger la voluntad divina en su vida y corresponder a ella. El misterio de la encarnacin del Hijo de Dios y de la maternidad de Mara es tan grande que requiere un proceso de interiorizacin, no es slo algo fsico que Dios obra en ella, sino algo que exige una interiorizacin por parte de

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    Mara, que trata de profundizar su comprensin, interpretar su sentido, entender sus consecuencias e implicaciones. As, da tras da, en el silencio de la vida ordinaria, Mara sigui conservando en su corazn los sucesivos acontecimientos admirables de los que haba sido testigo, hasta la prueba extrema de la cruz y la gloria de la Resurreccin. Mara vivi plenamente su existencia, sus deberes diarios, su misin de madre, pero supo mantener en s misma un espacio interior para reflexionar sobre la palabra y sobre la voluntad de Dios, sobre lo que aconteca en ella, sobre los misterios de la vida de su Hijo.

    En nuestro tiempo estamos absorbidos por numerosas actividades y compromisos, preocupaciones y problemas; a menudo se tiende a llenar todos los espacios del da, sin tener un momento para detenerse a reflexionar y alimentar la vida espiritual, el contacto con Dios. Mara nos ensea que es necesario encontrar en nuestras jornadas, con todas las actividades, momentos para recogernos en silencio y meditar sobre lo que el Seor nos quiere ensear, sobre cmo est presente y acta en nuestra vida: ser capaces de detenernos un momento y de meditar. San Agustn compara la meditacin sobre los misterios de Dios a la asimilacin del alimento y usa un verbo recurrente en toda la tradicin cristiana: rumiar; los misterios de Dios deben resonar continuamente en nosotros mismos para que nos resulten familiares, guen nuestra vida, nos nutran como sucede con el alimento necesario para sostenernos. Y san Buenaventura, refirindose a las palabras de la Sagrada Escritura dice que es necesario rumiarlas para que podamos fijarlas con ardiente aplicacin del alma (Coll. In Hex, ed. Quaracchi 1934, p. 218). As pues, meditar quiere decir crear en nosotros una actitud de recogimiento, de silencio interior, para reflexionar, asimilar los misterios de nuestra fe y lo que Dios obra en nosotros; y no slo las cosas que van y vienen. Podemos hacer esta rumia de varias maneras, por ejemplo tomando un breve pasaje de la Sagrada Escritura, sobre todo los Evangelios, los Hechos de los Apstoles, las Cartas de los apstoles, o una pgina de un autor de espiritualidad que nos acerca y hace ms presentes las realidades de Dios en nuestra actualidad; o tal vez, siguiendo el consejo del confesor o del director espiritual, leer y reflexionar sobre lo que se ha ledo, detenindose en ello, tratando de comprenderlo, de entender qu me dice a m, qu me dice hoy, de abrir nuestra alma a lo que el Seor quiere decirnos y ensearnos. Tambin el santo Rosario es una oracin de meditacin: repitiendo el Avemara se nos invita a volver a pensar y reflexionar sobre el Misterio que hemos proclamado. Pero podemos detenernos tambin en alguna experiencia espiritual intensa, en palabras que nos han quedado grabadas al participar en la Eucarista dominical. Por lo tanto, como veis, hay muchos modos de meditar y as tomar contacto con Dios y de acercarnos a Dios y, de esta manera, estar en camino hacia el Paraso.

    Queridos amigos, la constancia en dar tiempo a Dios es un elemento fundamental para el crecimiento espiritual; ser el Seor quien nos dar el gusto de sus misterios, de sus palabras, de su presencia y su accin; sentir cun hermoso es cuando Dios habla con nosotros nos har comprender de modo ms profundo lo que quiere de nosotros. En definitiva, este es precisamente el objetivo de la meditacin: abandonarnos cada vez ms

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    en las manos de Dios, con confianza y amor, seguros de que slo haciendo su voluntad al final somos verdaderamente felices.

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    BENEDICTO XVI

    AUDIENCIA GENERAL

    Plaza de la Libertad de Castelgandolfo Mircoles 31 de agosto de 2011

    Arte y oracin

    Queridos hermanos y hermanas:

    Durante este perodo, ms de una vez he llamado la atencin sobre la necesidad que tiene todo cristiano de encontrar tiempo para Dios, para la oracin, en medio de las numerosas ocupaciones de nuestras jornadas. El Seor mismo nos ofrece muchas ocasiones para que nos acordemos de l. Hoy quiero reflexionar brevemente sobre uno de estos canales que pueden llevarnos a Dios y ser tambin una ayuda en el encuentro con l: es la va de las expresiones artsticas, parte de la via pulchritudinis la va de la belleza de la cual he hablado en otras ocasiones y que el hombre de hoy debera recuperar en su significado ms profundo.

    Tal vez os ha sucedido alguna vez ante una escultura, un cuadro, algunos versos de una poesa o un fragmento musical, experimentar una profunda emocin, una sensacin de alegra, es decir, de percibir claramente que ante vosotros no haba slo materia, un trozo de mrmol o de bronce, una tela pintada, un conjunto de letras o un cmulo de sonidos, sino algo ms grande, algo que habla, capaz de tocar el corazn, de comunicar un mensaje, de elevar el alma. Una obra de arte es fruto de la capacidad creativa del ser humano, que se cuestiona ante la realidad visible, busca descubrir su sentido profundo y comunicarlo a travs del lenguaje de las formas, de los colores,