la fuente de los lirios

22

Upload: ediciones-duerna

Post on 06-Apr-2016

224 views

Category:

Documents


0 download

DESCRIPTION

Extracto del libro "La fuentes de los lirios" del autor Enrique Ortega Herreros

TRANSCRIPT

LA FUENTE DE LOS LIRIOSENRIQUE ORTEGA HERREROS

“Las cosas, a veces, son como parecen; pero, obviamente, no siempre parecen lo que son”.

“Si el fin justificase los medios, lo verdaderamente importante serían los medios, no el fin”.

7

Prólogo

Se dice que el hombre busca la verdad, pero ¿cuál es y dónde está la verdad? ¿Aquella que ocurre en la realidad que vemos? ¿Y la realidad de lo que no vemos, pero presentimos, vivimos, sufrimos? ¿Y la verdad sub-jetiva, aquella que es cantada por el poeta? : “nada es verdad ni es men-tira, todo es según el color del cristal con que se mira…”

¿Y cómo podemos asegurar que es la verdad?: DEMOSTRÁNDOLO.Esa es la clave de lo que ocurre en esta historia. Alguien ha matado

a alguien y ha de demostrarse quién ha sido el autor del crimen, no sólo intuirlo o incluso saberlo por “ciencia infusa”.

Si no hay pruebas de la verdad que ocurrió, entonces esa verdad, en estos casos, no tiene cabida en la verdad de los hombres.

Los personajes de la “historia” que paso a relatar se esfuerzan en po-ner de relieve sus habilidades y conocimientos para destapar o tapar, se-gún convenga, datos y pruebas que les puedan conducir a lograr, cada uno a su manera, su objetivo. Porque esos personajes son ante todo per-sonas, cada cual con su historia, con su estilo e idiosincrasia propios, lo que hace que no haya necesariamente coincidencia entre ellos ni en los fines ni en los medios empleados.

9

Zacarías y la fuente

¡Qué colorido, qué delicadeza! Parece un milagro. Quién iba a imagi-nar que esta belleza pudiera surgir en medio de esta tierra árida y que-mada por un sol inmisericorde. Eso los hace más bellos aún. No me ex-traña la fascinación del Rey David ante esa maravilla de la naturaleza.

Quien así hablaba o, mejor dicho, pensaba, era Zacarías, un hombre ya mayor que aquejaba una discreta cojera, secuela de un accidente de circulación. Bueno, más bien de un atropello del que fue víctima por par-te de un conductor irresponsable o atolondrado que perdió el control de su coche mientras aquél paseaba tranquilamente por la acera. Pero en fin, eso había ocurrido hacía mucho tiempo, y ahora, aunque seguía usando un bastón, apenas si lo necesitaba. Lo que ocurría es que se había acos-tumbrado a él y ya hacía parte de su vestuario.

Zacarías había ido adquiriendo bastones, y ahora contaba con dece-nas y decenas de ellos. Los tenía con empuñaduras de lo más variopin-tas: de marfil, de madera tallada representando cabezas de diferentes animales, de acero en forma de esfera o de una cabeza de águila…Les tenía incluso de plata. En fin, una colección de lo más variada. Algunos eran auténticas armas, como uno en forma de sable que se desenfun-daba apretando un botón; e incluso tenía otro cuya empuñadura era la culata de una pistola, muy bien disimulada y adaptada a la mano, pero

10

que accionando un resorte se desprendía de la varilla dejando libre el ca-ñón. Lo había comprado en un anticuario, y por supuesto no funciona-ba como arma.

A él le gustaban mucho sus bastones y se sentía acompañado por ellos y hasta más seguro, no sólo para caminar sino también para de-fenderse, llegado el caso. Le gustaba pasear por el campo, y más de una vez tuvo que emplear el bastón para ahuyentar a algún animal, general-mente perros.

Zacarías vivía solo en la gran ciudad. Nunca, según él, había queri-do ni necesitado casarse. Había trabajado como administrativo en un Ministerio adonde había accedido tras opositar, una vez acabados sus estudios. A decir verdad era un hombre solitario. Era originario de otra Provincia, de un pueblo, pero donde no le quedaban ni familia ni amis-tad alguna. En su tierra natal se había acostumbrado al campo, a la luz, al sol. Es por eso que tendía a evadirse de la ciudad, a pasear sin rumbo fijo por el páramo abierto. No le importaba ni el frío ni el calor, ni la mo-notonía del paisaje. El caso era andar, andar.

Y fue así como, sin proponérselo y sin imaginárselo siquiera, se topó un día con un manantial, tímido y escondido en medio del sequedal. Estaba al pie de un pequeño ribazo que le ocultaba, en principio, de la mirada del paseante. A Zacarías le pareció una visión. El agua brotaba como en un suspiro, como si no se atreviera a salir de la oscuridad de sus raíces, y había logrado que a su alrededor creciera la hierba. Parecía un auténtico oasis en miniatura. Poco a poco el agua se había ido desli-zando, ganando terreno a una tierra áspera y reseca. Le gustaba aquel lugar. Allí llegaba cansado, sudoroso incluso, y después de saciar la sed se sentaba contemplando simplemente el lugar. También leía o se recos-taba sobre un pequeño talud.

Un día se quedó perplejo y extasiado: habían brotado unos lirios. Eran solamente dos, pero a Zacarías se le antojaba un jardín entero. ¿Cómo habían llegado hasta allí? Quizás las semillas habían volado con el viento o en las patas de algunas perdices, que ya había notado Zacarías que ha-bían dejado huellas, seguramente al ir a beber al manantial.

11

Zacarías contemplaba los lirios como si se tratara de un tesoro. Y es que Zacarías, bajo su apariencia de rudeza, ocultaba un poso de sensibilidad, de poesía callada, escondida quizás. Solía leer relatos bre-ves, cuentos, semblanzas que relataban aspectos de la naturaleza, más que de los humanos. Éstos, decía, son un producto que se ha querido escapar de la naturaleza, que ha renegado de sus raíces y se ha perdi-do en su deseo o su ilusión de ser lo que nunca ha sido y que nunca será. Al final se ha lanzado hacia una aventura estúpida. Bueno, la vida es una aventura, pero no tiene por qué ser estúpida, se consolaba. De todas formas, el hombre no le gustaba. Es potencialmente un traidor, decía. Por eso no tenía amigos y rehuía el contacto, o el que tenía era superficial.

Aquel día llevaba un libro que le gustaba por las reflexiones, las his-torias o las pinceladas de poesía sencilla que estaban descritas en él. Era de un autor apenas conocido pero que a Zacarías le parecía cercano a la tierra, a la naturaleza que él apreciaba tanto y con la que comulgaba, allá en su intimidad.

Abrió el libro al azar y leyó uno de sus títulos: “Emociones y sugeren-cias que me producen las flores del campo”. Así, entre otras:

Amapolas: Flores de faldas vaporosas y corpiños de seda. Y en sus inicios, por dentro: blancas, rojas, rosas malva. Adivina, adivinanza: monja, fraile o titiritaile. La brisa las balancea y con ellas baila.

Margaritas: Sonrisa circular. Todas son ojos mirando al sol. Volantitos delicados que arrancan de su interior, de su cuello, del corazón. Rueda de la fortuna: sí, no, sí, no….

Cardos: Altivos, gallardos, vestidos de terciopelo. Capullos floridos, de una belleza exquisita, defendidos, protegidos por enhiestas lanzas que amurallan su recinto, que evitan los ataques del enemigo exterior. Flageladores de lo sagrado: “azota cristo”, los llaman.

Entrecerró los ojos, sonrió y volvió a retomar el libro leyendo otro título: “Las gotas de agua enamoradas del sol”:

Atrapadas en las nubes, de sus vientres fueron paridas y luego aban-donadas a su suerte y sobre todo al frio. Primero las meció el viento,

12

como al polen, hasta que sus alas blancas cayeron bruscamente sobre la ladera de aquella montaña quieta y desnuda.

—“Venid, hermanas, juntémonos muy juntitas que calor no nos da-remos pero sí la compañía”.

Dormidas quedaron en el nevero, los ojos cerrados y el pensamien-to quedo. Pasaron la larga noche del invierno en aquel escondite escon-dido que miraba al norte de su cielo. Y así estuvieron soñando con sue-ños de libertad, de viajes sin rumbo fijo, con la alegría y la esperanza que produce el simple hecho de viajar. Y cuando llegó el sol de mayo se des-pertaron contentas pensando en la libertad. El sol rompió sus cadenas de cristal y se quedaron desnudas, puras. Y pudorosas, raudas se escondían.

—“Déjame pasar, hermana, que ya no tengo cadenas y busco em-prender el viaje”.

Y así hicieron, primero sendero, luego camino. Unas saltaron bullicio-sas entre las piedras; otras resbalaron acariciándolo todo y otras se es-condieron tierra adentro por los vericuetos oscuros de sus entrañas. Se toparon con muchas cosas e intercambiaron sus poderes.

—“Yo te doy humedad, tú me das sal, substancias de tu intimidad que llevaré conmigo siempre, que harán parte de mí y de ti, ya ves”.

Y así se abrieron camino. Algunas quedaron presas sin quererlo; otras colgando del techo de las cuevas. Y había otras que estaban enamora-das del sol y buscaban volver a verlo, a gozar de su luz y su calor. Y así fue como un día, como un milagro, una gota abrió los ojos y vio el sol.

—“Venid, hermanas, venid por aquí, que por fin hemos llegado al fi-nal de nuestro viaje. El sol nos abre sus brazos. Quedémonos aquí, ena-moradas y abriéndonos camino en su lecho de luz y de calor. Que sigan viniendo, llamad a más hermanas, que nunca dejemos de brotar”.

A Zacarías le parecía que aquel manantial era el de aquel libro, el de las gotas de agua enamoradas del sol.

Se encontraba tan a gusto que acudía allí prácticamente a diario, fiel-mente, a su cita.

Pero un día, cuando Zacarías estaba llegando a su rincón de paz, su corazón se sobresaltó: algo había pasado; la poca hierba que alfombraba

13

aquella tierra seca estaba casi arrancada, pisoteada. Era como si hubie-ran arrasado aquel lugar. Instintivamente miró hacia los lirios. Sí, estaban allí, menos mal. ¿Pero qué había ocurrido? Quizás algún animal se había acercado allí a beber y se había revolcado, acaso un burro. Sin embargo no se apreciaban sus huellas. A lo mejor habían sido perros o incluso al-gún zorro o jabalí. El monte no estaba lejos y seguramente de allí habrían venido los animales que habían hollado aquel lugar, su rincón, su oasis.

15

El hallazgo macabro. El “búho” y el “anguila”

Enorme despliegue de medios: ambulancias, coches de policía, fotó-grafos, periodistas, curiosos….

—Acordonad la zona, que no pase absolutamente nadie. Esperemos que el Juez llegue pronto y ordene el levantamiento de los cadáveres.

La orden sonaba firme y tajante. La noticia había caído como una bomba en aquel pueblo y alrededores. Un motorista que practicaba “moto cross” había descubierto aquella escena dantesca: los cuerpos semidesnudos de dos supuestos amantes, un joven de unos treinta años y una muchacha de unos veinticinco o veintiséis, no más. Tenían los crá-neos machacados y sus cuerpos estaban casi entrelazados. Las moscas ya habían comenzado su festín.

La moto en la que presumiblemente se habían desplazado los aho-ra difuntos hasta allí estaba no lejos de la escena, un poco camuflada, lo mismo que una fuente que brotaba un poco más abajo.

El revuelo era enorme. No habían pasado más de dos horas des-de que el motorista había llamado a la Policía informándoles del ma-cabro hallazgo y ya se arremolinaban alrededor, como decía, un pu-ñado de periodistas de toda condición y pelaje, así como cámaras de TV., fotógrafos, profesionales de la radio y sobre todo curiosos, mu-chos curiosos.

16

Los comentarios comenzaban a surgir en boca de aquellas personas expectantes, sacudidas por la tragedia o atraídas simplemente por el acon-tecimiento macabro, o ambas cosas a la vez; que el ser humano también se nutre de carroña.

Empezaron no tardando, a medida que iban informando y deforman-do las noticias, los rumores, a hacerse hipótesis de lo más variopinto. Incluso alguno se atrevió a afirmar que sabía de buena fuente (es decir que se lo estaba más o menos inventando) que se trataba probablemen-te de un suicidio. Al oír tal afirmación, otro le dijo que dónde había visto él un suicidio teniendo los dos la cabeza partida. El primero se encogió de hombros y respondió que a él lo que le habían contado. También ha-bía rumores de ajuste de cuentas, que al parecer eran unos buenos pá-jaros aquellos amantes. Otros, los más sensatos, no se lo explicaban y repudiaban el hecho, fueran las que fueran las circunstancias o los moti-vos del crimen. Evidentemente en seguida se supo que aquellos novios o amantes fueron pillados, sin duda, en pleno ajetreo, es decir que alguien, uno o varios les estaba espiando y cuando estaban, digamos, más dis-traídos, “duro y a la cabeza”. El hecho de que, seguro, estaban haciendo el amor excitaba al personal, provocaba no pocas fantasías e incluso los había que se ponían en su lugar, no se sabe muy bien si para imaginárse-lo y así vivir un poco el placer de la coyunda, o para entender mejor la tragedia cuando les cayó encima el batacazo o el castigo, que para todo había imaginación.

Cuando llegaron el Juez y las autoridades sanitarias se calló todo el mundo, de repente, guardando un silencio casi reverencial, como si aque-llas personas fuesen a desvelar el secreto al tocar los cadáveres, vamos como en un acto litúrgico, sagrado. La multitud se retiró dejando un am-plio pasillo para que anduviesen, pasaran sin ninguna dificultad. Y es que hay protocolos, ritos y mitos que suelen sobrecoger e incluso enmude-cer a los seres humanos.

Ejecutado el ritual, respetuoso aun dentro de lo macabro, los medios de comunicación se lanzaron ávidos por conocer con el mayor detalle po-sible aquel sórdido hallazgo. Trataban de abrirse paso, captar las imágenes

17

más espectaculares, obtener las declaraciones más impactantes. Alguien, seguramente con una sensibilidad diferente, comentó al ver el despliegue de los medios: “una cosa es informar y otra muy distinta lanzarse como buitres sobre la carroña”. Y otro le respondió: “es que en el fondo todos tenemos un resto de carroñeros”. A lo que el primero contestó. “unos más que otros, que todavía hay clases”.

Más tarde la gente se fue retirando, y es que ya no había cadáveres y además el calor era sofocante. Seguían, no obstante, comentando en corrillos la espeluznante noticia, y una vez más se disparaban las hipóte-sis habidas y por haber. Y es que las fantasías y las proyecciones en el ser humano son muy variadas y abundantes.

6El comisario Jiménez, máximo responsable de la investigación, era un

hombre en la cincuentena, agraciado en las facciones y con buen tipo. Iba siempre impecablemente vestido, serio el semblante, reflexivo, acer-tado y justo en general en sus palabras. Era muy observador y cierta-mente muy profesional y preparado para ejercer con autoridad su car-go y sus funciones.

Su ayudante, Rodríguez de apellido, era un hombre de edad media, entre cuarenta y cuarenta y cinco años aunque conservaba un aire mu-cho más juvenil. Inquieto en sus ademanes, delgado y muy ágil en sus mo-vimientos, hablaba mucho con todo su cuerpo. De una imaginación pro-ductiva, apostaba por la intuición como una forma de inteligencia y de punto de partida en la investigación, aunque a veces se quedara trabado en la partida y no llegara a ninguna parte. Al contrario que su jefe, que tenía una gran capacidad deductiva y una memoria prodigiosa, él se mo-vía por impulsos. En el fondo latía dentro de él un querer demostrar a su jefe que ya que no podía discutir y mucho menos desbancar su lide-razgo, podría vencerle, al menos de vez en cuando, con sus logros pro-fesionales. Él sabía que en el fondo era, si no un mediocre, del montón; por eso a veces utilizaba tretas, algunas poco ortodoxas, para obtener

18

información o lograr confesiones comprometidas. Podía recurrir incluso al chantaje, eso sí, procurando que su jefe no se enterase en absoluto.

El comisario conocía, sin duda, el talante, los tejemanejes de su ayu-dante, pero nunca le había dado pie para llamarle la atención de forma contundente. Ya se encargaba el ayudante de utilizar la labia, que la prac-ticaba bastante, para evitar roces y problemas. Y además recurría a la su-misión y admiración hacia su jefe cuando hacía falta.

Ambos tenían un apodo. Al comisario le llamaban “el búho” y al ayu-dante “el anguila”, o anguila simplemente. El comisario sí empleaba a ve-ces el apodo, cuando se dirigía al ayudante, pues éste lo aceptaba bien e incluso le gustaba. Sin embargo él nunca lo hacía con su jefe, no se sabe muy bien si por respeto o porque al comisario no le hacía gracia. El mote se lo había puesto un antiguo colaborador. Al comisario lo del “búho” le venía porque a menudo escuchaba atentamente, los ojos bien abiertos, fijándose en todo pero sin decir esta boca es mía. Luego se podía resar-cir de su silencio cuando lo consideraba pertinente. También porque se fijaba mucho en los detalles. Lo de “anguila” a Rodríguez tenía un doble registro. Primero porque era más bien delgado, escurrido de carnes y escurridizo de imaginación. Y segundo porque tenía a gala, presumía de lo bien que se movía en ciertos ambientes, zigzagueando por aquí y por allá, entre dos aguas. De hecho muchas veces comentaba que se movía “como pez en el agua”.

197

Índice

—Zacarías y la fuente. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9—El hallazgo macabro. El “búho” y el “anguila”. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15—Las primeras pesquisas. Las primeras hipótesis. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19—Estudio detallado de los posibles implicados y sospechosos. . . . . . . . . 27—Las pruebas y las corazonadas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33—Seguimiento del administrativo y del sacerdote. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37—Un bastón muy peculiar.. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63—Las horas en blanco del cura.. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 69—El “lagartija”. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 75—Una vela a Dios y otra al Diablo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 87—El maletín del cura y sus visitas. Confesión del monaguillo.. . . . . . . . . . 93—Las mediciones en el lugar del crimen. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 113—El “lagartija”, espía doble y cerebro de la operación. . . . . . . . . . . . . . 119—El cazador furtivo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 143—El círculo se cierra. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 151—El comisario interroga. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 159—Caso cerrado.. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 179—La confesión y la sutileza del “lagartija”.. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 183—Epílogo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 195

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)»

© Enrique Ortega Herreros© EDICIONES DUERNA

Diagramación: contactovisual.esPortada: Beatriz Rodríguez AriasISBN: 978-84-94343-21-6Deposito legal: LE-1002-2014Impreso en España - Printed in Spain