la filosofía de hume

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-1- LA FILOSOFÍA DE HUME A. Presentación general El proyecto original de la filosofía de Hume En el Tratado sobre la naturaleza humana (TNH) Hume pretendía establecer nada menos que «un sistema completo de las ciencias, edificado sobre un fundamento casi enteramente nuevo, y el único sobre el que las ciencias pueden basarse con seguridad». Los motivos para acometer tal empresa son parecidos a los que impulsaron a Descartes en la búsqueda de una primera verdad totalmente indudable: Hume considera que en el mundo de la filosofía existe una exce- siva profusión de doctrinas enfrentadas entre sí, la mayoría de ellas padece defectos lógicos y carece de la evidencia mínimamente exigible en el ámbito de la ciencia. Ese nuevo fundamento sobre el que reedificar el sistema completo de la ciencias es la Ciencia del Hombre. La argumentación de Hume es la siguiente: dado que cualquier tipo de conoci- miento es una operación o función realizadas por el ser humano, el primer paso ha de consistir en establecer con seguridad los límites del entendimiento humano. Se requiere, pues, un análi- sis de la mente, una delimitación de sus capacidades. Para ello, es preciso ceñirse a lo que la experiencia pueda enseñarnos; los principios generales a los que conduzca la investigación no pueden “ir más allá de la experiencia”. 1 «Nada hay que resulte más corriente y natural en aquellos que pretenden descubrir algo nuevo en el mundo de la filosofía y las ciencias que el alabar implícitamente sus propios sistemas des- acreditando a todos los que les han precedido. Ciertamente, si se hubieran contentado con lamen- tar la ignorancia que todavía padecemos en la mayor parte de los problemas importantes que pue- den presentarse ante el tribunal de la razón humana, pocas personas de entre las familiarizadas con las ciencias habría que no se hallaran dispuestas a estar de acuerdo con ellas. Cualquier hom- bre juicioso e ilustrado percibe fácilmente el poco fundamento que tienen incluso sistemas que han obtenido el mayor crédito y que han pretendido poseer en el más alto grado una argumentación exacta y profunda. Principios asumidos confiadamente, consecuencias defectuosamente deducidas de esos principios, falta de coherencia en las partes y de evidencia en el todo: esto es lo que se encuentra por doquier en los sistemas de los filósofos más eminentes; esto es, también, lo que parece haber arrastrado al descrédito a la filosofía misma. [...] Es evidente que todas las ciencias se relacionan en mayor o menor grado con la naturaleza humana, y que aunque algunas parezcan desenvolverse a gran distancia de ésta regresan final- mente a ella por una u otra vía. Incluso las matemáticas, la filosofía natural y la religión natural dependen de algún modo de la ciencia del HOMBRE, pues están bajo la comprensión de los hom- bres y son juzgadas según las capacidades y facultades de éstos. Es imposible predecir qué cam- bios y progresos podríamos hacer en las ciencias si conociéramos por entero la extensión y fuerzas del entendimiento humano, y si pudiéramos explicar la naturaleza de las ideas que empleamos, así como la de las operaciones que realizamos al argumentar. [...] No hay problema de importancia cuya decisión no esté comprendida en la ciencia del hombre; y nada puede decidirse con certeza antes de que nos hayamos familiarizado con dicha ciencia. Por eso, al intentar explicar los principios de la naturaleza humana proponemos, de hecho, un sistema completo de las ciencias, edificado sobre un fundamento casi enteramente nuevo, y el único sobre el que las ciencias puede basarse con seguridad. Y como la ciencia del hombre es la única fundamentación sólida de todas las demás, es claro que la única fundamentación sólida que podemos dar a esa misma ciencia deberá estar en la experiencia y la observación. [...] 1 « Me parece evidente que, al ser la esencia de la mente tan desconocida para nosotros como la de los cuerpos externos, igualmente debe ser imposible que nos formemos noción alguna de sus ca- pacidades y cualidades sino mediante experimentos cuidadosos y exactos, así como por la observa- ción de los efectos particulares que resulten de sus distintas circunstancias. Y aunque debamos esforzarnos por hacer nuestros principios tan generales como sea posible, planificando nuestros experimentos hasta el último extremo y explicando todos los efectos a partir del menor número po- sible de causas -y de las más simples-, es con todo cierto que no podemos ir más allá de la expe- riencia». TNH

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Page 1: La filosofía de Hume

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LA FILOSOFÍA DE HUME

A. Presentación general

El proyecto original de la filosofía de Hume

En el Tratado sobre la naturaleza humana (TNH) Hume pretendía establecer nada menos que «un sistema completo de las ciencias, edificado sobre un fundamento casi enteramente nuevo,

y el único sobre el que las ciencias pueden basarse con seguridad». Los motivos para acometer tal empresa son parecidos a los que impulsaron a Descartes en la búsqueda de una primera

verdad totalmente indudable: Hume considera que en el mundo de la filosofía existe una exce-

siva profusión de doctrinas enfrentadas entre sí, la mayoría de ellas padece defectos lógicos y carece de la evidencia mínimamente exigible en el ámbito de la ciencia.

Ese nuevo fundamento sobre el que reedificar el sistema completo de la ciencias es la Ciencia del Hombre. La argumentación de Hume es la siguiente: dado que cualquier tipo de conoci-

miento es una operación o función realizadas por el ser humano, el primer paso ha de consistir

en establecer con seguridad los límites del entendimiento humano. Se requiere, pues, un análi-sis de la mente, una delimitación de sus capacidades. Para ello, es preciso ceñirse a lo que la

experiencia pueda enseñarnos; los principios generales a los que conduzca la investigación no pueden “ir más allá de la experiencia”.

1 «Nada hay que resulte más corriente y natural en aquellos que pretenden descubrir algo nuevo en el mundo de la filosofía y las ciencias que el alabar implícitamente sus propios sistemas des-acreditando a todos los que les han precedido. Ciertamente, si se hubieran contentado con lamen-tar la ignorancia que todavía padecemos en la mayor parte de los problemas importantes que pue-den presentarse ante el tribunal de la razón humana, pocas personas de entre las familiarizadas con las ciencias habría que no se hallaran dispuestas a estar de acuerdo con ellas. Cualquier hom-bre juicioso e ilustrado percibe fácilmente el poco fundamento que tienen incluso sistemas que han obtenido el mayor crédito y que han pretendido poseer en el más alto grado una argumentación exacta y profunda. Principios asumidos confiadamente, consecuencias defectuosamente deducidas de esos principios, falta de coherencia en las partes y de evidencia en el todo: esto es lo que se encuentra por doquier en los sistemas de los filósofos más eminentes; esto es, también, lo que parece haber arrastrado al descrédito a la filosofía misma. [...] Es evidente que todas las ciencias se relacionan en mayor o menor grado con la naturaleza humana, y que aunque algunas parezcan desenvolverse a gran distancia de ésta regresan final-mente a ella por una u otra vía. Incluso las matemáticas, la filosofía natural y la religión natural dependen de algún modo de la ciencia del HOMBRE, pues están bajo la comprensión de los hom-bres y son juzgadas según las capacidades y facultades de éstos. Es imposible predecir qué cam-bios y progresos podríamos hacer en las ciencias si conociéramos por entero la extensión y fuerzas

del entendimiento humano, y si pudiéramos explicar la naturaleza de las ideas que empleamos, así como la de las operaciones que realizamos al argumentar. [...] No hay problema de importancia cuya decisión no esté comprendida en la ciencia del hombre; y nada puede decidirse con certeza antes de que nos hayamos familiarizado con dicha ciencia. Por eso, al intentar explicar los principios de la naturaleza humana proponemos, de hecho, un sistema completo de las ciencias, edificado sobre un fundamento casi enteramente nuevo, y el único sobre el que las ciencias puede basarse con seguridad. Y como la ciencia del hombre es la única fundamentación sólida de todas las demás, es claro que la única fundamentación sólida que podemos dar a esa misma ciencia deberá estar en la experiencia y la observación. [...] 1 « Me parece evidente que, al ser la esencia de la mente tan desconocida para nosotros como la de los cuerpos externos, igualmente debe ser imposible que nos formemos noción alguna de sus ca-

pacidades y cualidades sino mediante experimentos cuidadosos y exactos, así como por la observa-ción de los efectos particulares que resulten de sus distintas circunstancias. Y aunque debamos esforzarnos por hacer nuestros principios tan generales como sea posible, planificando nuestros experimentos hasta el último extremo y explicando todos los efectos a partir del menor número po-sible de causas -y de las más simples-, es con todo cierto que no podemos ir más allá de la expe-riencia». TNH

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El talante filosófico de Hume

Uno de los objetivos principales de Hume es combatir el fanatismo y la intolerancia generados

por la adhesión a doctrinas que presuponen en el intelecto humano capacidades que, en reali-dad, éste no tiene. En la “Investigación sobre el conocimiento humano” (ICH) Hume expone

que hay dos clases de filosofía: una es fácil, asequible, y trata de asuntos que interesan direc-

tamente al hombre, pues se encarga de establecer los principios de la conducta; la otra, en cambio, es abstrusa, de difícil comprensión, y se aleja tanto de los temas de la vida cotidiana

que resulta imposible utilizarla para influir efectivamente en ellos.

2 «Es indudable que, antes que la filosofía precisa y abstracta, será la fácil y asequible la que disfrutará de la preferencia de la mayor parte de la humanidad, y será recomendada por muchos no sólo como más agradable sino también como más útil que la otra. Tiene mayor papel en la vida cotidiana, moldea el corazón y los sentimientos y, al alcanzar los principios que mueven a los hom-bres, reforma su conducta y los acerca al modelo de perfección que describe. Por el contrario, la filosofía abstrusa, al exigir un talante inadecuado para el negocio y la acción, se desvanece cuando el filósofo abandona la oscuridad y sale a la luz del día y, por tanto, no pueden sus principios tener influjo alguno sobre nuestra conducta y comportamiento. Los sentimientos de nuestro corazón, la agitación de nuestras pasiones, la intensidad de nuestros sentimientos debilitan sus conclusiones y reducen al filósofo profundo a un mero plebeyo». ICH

Las facultades humanas, las capacidades que nos permiten conocer las cosas, relacionarnos con los demás y tomar decisiones sobre lo que hay que hacer, son limitadas. De ello se deduce que

lo más conveniente para el hombre es intentar vivir según un modelo de vida mixta en la que no haya ninguna preocupación que domine al resto de forma obsesiva. La pasión por la ciencia

debe ser refrenada por un imperativo práctico, según el cual la dedicación a la investigación

teórica debe estar orientada a la solución de problemas que tengan relación con los asuntos cotidianos.

3 «El hombre es un ser racional, y, en cuanto tal, recibe de la ciencia el alimento y la nutrición que le corresponde. Pero tan escaso es el alcance de la mente humana que poca satisfacción puede esperarse en este punto, ni del grado de seguridad ni de la extensión de sus adquisiciones. El hombre es un ser sociable, no menos que un ser racional; pero tampoco puede siempre disfrutar de una compañía agradable y divertida, o mantener la debida apetencia de ella. También el hom-bre es un ser activo, y por esta disposición, así como por las diversas necesidades de la vida humana, ha de someterse a los negocios. pero la mente requiere alguna relajación, ya que no puede soportar siempre su inclinación hacia la preocupación y la faena. Parece, por tanto, que la

naturaleza ha establecido una vida mixta como la más adecuada a la especie humana, y secreta-mente ha ordenado a los hombres que no permitan que ninguna de sus predisposiciones les ab-sorba demasiado, hasta el punto de hacerlos incapaces de otras preocupaciones y entretenimien-tos. Entrégate a tu pasión por la ciencia - les dice -, pero haz que tu ciencia sea humana y que tenga una referencia directa a la acción y a la sociedad. Prohíbo el pensamiento abstracto y las in-vestigaciones profundas y las castigaré severamente con la melancolía pensativa que provocan, con la interminable incertidumbre en que le envuelve a uno y con la fría recepción con que se aco-gerán tus pretendidos descubrimientos cuando los comuniques. Sé filósofo, pero en medio de toda tu filosofía continúa siendo un hombre.». ICH

La investigación de la mente exige el uso de la filosofía abstrusa

Es inevitable emplear los recursos de la filosofía abstrusa si se desea obtener precisión en la

descripción de la realidad que constituye el objeto de estudio.

4 «A pesar de lo penosa que pueda parecer esta búsqueda o investigación interior, se hace en alguna medida imprescindible para quienes quieran describir con éxito las apariencias externas e inmediatas de la vida y costumbres. El anatomista expone los objetos más desagradables y horri-bles, pero su ciencia es útil al pintor incluso cuando dibuja una Venus o una Helena. [...] La preci-

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sión es siempre ventajosa para la belleza, y el razonamiento riguroso para el sentimiento refinado. Vanamente exaltaríamos el uno despreciando el otro.» ICH

Crítica de la metafísica

El principal problema de la filosofía abstrusa reside en la facilidad con la que se pervierte y da

lugar un tipo de metafísica totalmente perjudicial para el hombre, pues lo somete a prejuicios y supersticiones que carecen de fundamento científico y provocan un temor gratuito.

5 «Pero esta oscuridad de la filosofía profunda y abstracta es criticada no sólo en tanto que pe-nosa y fatigosa, sino también como una fuente inevitable de error e incertidumbre. Aquí, en efecto, se halla la más justa y verosímil objeción a una considerable parte de la metafísica; que no es pro-piamente una ciencia, sino que surge, bien de los esfuerzos estériles de la vanidad humana, que

quiere penetrar en temas que son totalmente inaccesibles para el entendimiento, bien de la astucia de las supersticiones populares que, siendo incapaces de defenderse lealmente, levantan estas zar-zas enmarañadas para cubrir y proteger su debilidad. Ahuyentados del campo abierto, estos bandi-dos se refugian en el bosque y esperan emboscados para irrumpir en todas las vías desguarnecidas de la mente y subyugarla con temores y prejuicios religiosos. Incluso el antagonista más fuerte, si por un momento abandona la vigilancia, es reducido. Y muchos, por cobardía y desatino, abren las puertas a sus enemigos y de buena gana les acogen con reverencia y sumisión como sus sobera-nos legítimos.» ICH

La manera más eficaz de combatir y derrotar a la falsa metafísica es realizando una investiga-

ción precisa del alcance de las facultades del conocimiento humano; ello implica adentrarse en

terrenos alejados de la vida cotidiana, es decir, hacer uso de la filosofía abstrusa, pero resulta inevitable si se desea acabar de una vez por todas con aquella fuente de prejuicios y supersti-

ciones.

6 «La única manera de liberar inmediatamente el saber de estas abstrusas cuestiones es investi-gar seriamente la naturaleza del entendimiento humano y mostrar por medio de un análisis exacto de sus poderes y capacidad que de ninguna manera está preparado para temas tan remotos y abstractos. Hemos de soportar esta fatiga para poder vivir con tranquilidad a partir de entonces. También hemos de cultivar la verdadera metafísica con algún cuidado, a fin de destruir la metafí-sica falsa y adulterada. La pereza, que en algunas personas es salvaguardia contra esta filosofía engañosa, es, en otras, superada por la curiosidad; y la desesperanza, que en algún momento pre-valece, puede ser seguida por expectativas e ilusiones confiadas. El razonar riguroso y preciso es el único remedio universal válido para todas las personas y disposiciones, y sólo él es capaz de derri-bar aquella filosofía abstrusa y jerga metafísica que, al estar mezclada con la superstición, la hace en cierto modo impenetrable para quien razona descuidadamente y le confiere la apariencia de

ciencia y sabiduría». ICH

La investigación de las facultades del entendimiento no sólo tiene un valor negativo, destruc-

tivo; no sólo permite acabar con las creencias que derivan de la metafísica falsa o adulterada, sino que permite realizar una labor positiva, constructiva: trazar el mapa de la mente

humana, fijar las fronteras existentes entre las diversas facultades intelectuales y delimitar su poder.

7 « Además de esta ventaja, de rechazar tras una investigación minuciosa la rama más incierta y desagradable del saber, hay muchas ventajas importantes que provienen del examen preciso de los poderes y facultades de la naturaleza humana. Es notable, a propósito de las operaciones de la mente, que aún estándonos íntimamente presentes, sin embargo, cuando se convierten en objeto de reflexión, parecen estar sumidas en la oscuridad, y el ojo no puede encontrar con facilidad las líneas y límites que las separan y distinguen. [...] De esta manera se convierte en un objetivo no desdeñable de la ciencia conocer meramente las diferentes operaciones de la mente, separar las unas de las otras, clasificarlas en los debidos apartados, y corregir aquel desorden aparente en que se encuentran cuando las hacemos objeto de reflexión e investigación. [...] Y aun si no vamos más allá de esa geografía mental o delimitación de las distintas partes y poderes de la mente, es por lo menos una satisfacción haber llegado tan lejos». ICH

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B. DAVID HUME I L’EMPIRISME

L’Abstract (1740) i la Investigació sobre l’enteniment humà (1748)

L’empirisme filosòfic està representat fonamentalment per tres autors britànics dels segles XVII I XVIII: l’anglès J. Locke, l’irlandès G. Berkeley i l’escocès D.Hume.

L’empirisme és un corrent filosòfic modern oposat en molts aspectes al racionalisme. Si Descartes i els racionalistes s’inspiraven en el saber matemàtic per fonamentar la ciència i la

filosofia tot concedint a la raó el paper primordial en la conquesta de la veritat, l’empirisme

subratllarà la importància de l’experiència.

L’assumpte tractat pels dos corrents seguirà essent bàsicament l’epistemologia, és a dir, les

preguntes entorn de l’origen, possibilitats i validesa del coneixement. *[Recordar temari 1r Batxillerat]

Les tesis principals de l’empirisme serien:

El coneixement s’origina en l’experiència (empeiria): la ment és com una tàbula

rasa, un full en blanc, sense cap idea. Tot el seu contingut prové de l’experiència, això és, el coneixement per observació directa, tant dels objectes sensibles externs

(experiència externa o sensació), com de les operacions internes de la ment

(experiència interna o reflexió). L’acceptació de la tesi anterior suposa una negació radical de tot innatisme en el coneixement.

L’enteniment humà és limitat: a diferència dels racionalistes, pels quals la raó no

tenia pràcticament límits *[recordar dogmatisme i Descartes], els empiristes creuen que l’experiència és precisament el límit de la validesa i acceptació de les idees. El límit dels

nostres coneixements són les impressions, les quals donen garantia i fonament a les

nostres idees, fins i tot les més complexes. Hi haurà idees, que per als racionalistes eren indubtables, que no seran objecte de coneixement (Déu, el jo substancial, la cosa

en si); n’hi haurà d’altres incertes, només probables (el coneixement físic). En general hi haurà escepticisme respecte les qüestions de la Metafísica, on els continguts no

s’arrelen en l’experiència. Per Hume només la Matemàtica ofereix coneixement segur i necessari (per bé que només parlarà de relacions entre idees); la Física només serà un

coneixement probable; la Metafísica serà una il·lusió o parola buida.

Només coneixem les nostres idees: en aquest aspecte coincideixen amb els

racionalistes. No coneixem directament la realitat, sinó les nostres idees de la mateixa (principi d’immanència). Pensar es redueix a relacionar idees entre si. Per això, tots els

empiristes concediran molta importància als mecanismes psicològics que expliquen les associacions d’idees o la composició d’idees complexes a partir de les simples

(psicologisme).

Els objectius de Hume són determinar el poder real de l’enteniment i alhora posar fi a certes pretensions metafísiques, allò que ell anomenava “el desig de penetrar l’mpenetrable”. Només

serà admès com a coneixement vàlid aquell que sigui reductible a l’experiència.

Els elements del coneixement són:

PERCEPCIONS *[recordar el sentit del terme idea pel racionalisme i Plató]

(qualsevol cosa que pot presentar-se a la ment)

Impressions (coneixement dades immediates) Idees (representacions o còpies de les impressions)

De sensació

(color, olor, so, etc.)

De reflexió

(dolor, record, etc.) Continguts de la memòria i la imaginació

Grau de vivacitat: Vives, penetrants precises, intenses

Grau de vivacitat: Menys vives, més febles, imprecises, vagues, indefinides. +vives i ordenades

en la memòria (properes a les impressions); + lliures en la imaginació

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Tendència a combinar-se (a partir del material de les impressions) sota les lleis d’associació: semblança, contigüitat, causa-efecte

Impressions, constituents atòmics Idees complexes derivades

Tota idea prové d’una impressió originària (principi de còpia o adequació). Qualsevol idea

complexa unida per diversos mecanismes associatius té com a base determinades impressions. Així, es podrà saber si una idea és vertadera, si té significat o més aviat si es tracta d’una ficció

o concepte metafísic sense significat. El criteri serà veure de quina impressió deriva la suposada idea. Si podem senyalar la impressió corresponent, serà una idea adequada o

vertadera; si no podem, estarem davant d’un concepte buit. Precisament aquesta anàlisi és la

que aplica Hume a les idees fonamentals de la metafísica tradicional: substància, causalitat, Déu, ànima, món. Aquests conceptes es mostraran simples objectes de creença, no pas de

coneixement. Es posa fre als excessos dogmàtics del racionalisme. En la seva Investigació, Hume ens recorda:

“Si convençuts d’aquests principis, donem un cop d’ull a les biblioteques, quins estralls caldrà que fem? Si agafem, per exemple, algun volum de teologia o de metafísica escolàstica, preguntem-nos: és que conté algun raonament abstracte sobre la quantitat o el nombre? No. És que conté algun raonament empíric sobre els fets i l’existència? No. Confieu-lo llavors a les flames, car no pot contenir més que sofisteria i il·lusió.”

[Investigació sobre l’enteniment humà, secció XII. De la filosofia acadèmica o escèptica, 130.]

Hume distingeix dos tipus de coneixement:

Relacions d’idees Qüestions de fet.

Coneixement propi de les ciències formals. Coneixement propi de les ciències empíriques.

El quadrat de la hipotenusa és igual al quadrat dels dos catets.

El sol sortirà demà.

La seva negació implica contradicció. La seva negació no implica contradicció.

Proposicions analítiques i necessàries al marge de l’experiència, evidència racional intuïtiva o

demostrativa.

Evidència empírica només en el testimoniatge present dels nostres sentits i la nostra memòria; més enllà, fonament en la relació causa-efecte.

[Anàlisi: Aquesta relació, entesa com a idea de connexió necessària, es basa en l’experiència de conjuncions

constants afermada per l’hàbit i el costum, no pas cap raonament].

L’anàlisi de Hume es centra en la naturalesa de la certesa que tenim, diferent de la demostrativa de les ciències formals, i l’evidència que semblem disposar en les qüestions de

fet.

Amb les impressions presents i la memòria garantim, certament, la realitat del present i del

nostre passat. El problema està en el futur: com sabem que si acostem la mà al foc ens cremarem? On rau la gran seguretat que tenim de trobar impressions semblants a les que s’han donat en el passat? *[Recordar problema de la inducció, vist el curs passat]

Només mitjançant la relació causa-efecte podem anar més enllà de les impressions presents. Aquesta relació es troba a la base de totes les qüestions de fet. Diem que el foc és causa del escalfament. La nostra certesa de que tindrem sempre tals resultats al davant s’ha basat en

una inferència causal.

Page 6: La filosofía de Hume

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Però, com entenem aquesta idea de causa? Com una connexió necessària entre fets. Davant

de la presència del foc espero que li acompanyin necessàriament efectes semblants als que hi

ha hagut en el passat.

La pregunta és (tot aplicant el criteri empirista): hi ha alguna impressió sensible a la base

d’aquesta idea de connexió necessària? La resposta és no. No hi ha cap impressió sensible d’aquest nexe o poder causal. Tampoc sorgeix de cap impressió interna, respecte les

operacions de la nostra pròpia ment en els actes de voluntat, on no descobrim aquest poder o

energia causal.

L’únic que hem observat és una successió constant en el passat, que sempre que hi ha hagut

foc l’aigua s’ha escalfat, per exemple.

“De manera que, en conjunt i arreu de la natura, no apareix cap cas de connexió concebible per nosaltres. Tots els fes semblen enterament deslligats i separats. Un fet en segueix un altre, però mai no podem observar-ne cap vincle. Semblen conjuntats, però no connectats. I com no podem tenir cap idea sobre el que no hagi aparegut als nostres sentits exteriors o sentiments interiors, la conclusió necessària sembla ser que no tenim cap idea de connexió o poder, i que aquests mots no signifiquen absolutament res quan les emprem en raonaments filosòfics o en la vida corrent.”

[Investigació sobre l’enteniment humà, secció VII. De la idea de connexió necessària, 58.]

L’única raó per afirmar la relació causal és la nostra experiència, la superposició de casos,

d’aquesta successió. Que hi hagi, més enllà d’aquesta conjunció de fets i el sentiment que l’acompanya, una connexió necessària és una suposició incomprovable.

“Pareix, llavors, que aquesta idea d’una connexió necessària entre fets sorgeix a partir d’un nombre de casos similars que presenten tal constant conjunció; no pot ésser suggerida per un sol cas, examinat des de tots els punts de vista i posicions possibles. No hi ha, però, en un seguit de casos res de distint de cada cas particular, que hom suposa exactament iguals, llevat només que, a còpia d’una repetició d’experiències semblants, en comparèixer un fet, el costum duu a la ment a esperar-ne el seu corresponent usual i a creure que hi serà. Aqusta connexió, doncs, que sentim a la ment, aquest habitual pas de la imaginació des d’un objecte al seu correlatiu usual, és el sentiment o impressió a partir del que formem la idea de poder o connexió necessària. No hi ha res més.

…Per recapitular, doncs, els raonaments d’aquesta secció: hom copia tota idea d’alguna impressió o sentiment precedents; i on no podem trobar cap impressió és segur que no hi hi ha cap idea. A tots els casos singulars d’operació o activitat de cossos o ments, no hi ha res que produeixi cap impressió ni, consegüentment, podem suggerir cap idea de poder o connexió necessària. Tanmateix, quan apareixen molts casos uniformes i el mateix objecte és, sempre, seguit pel mateix fet, llavors comencem d’albirar la noció de causa i connexió. Llavors sentim un sentiment o impressió nous, és a dir, una connexió habitual en el pensament o la imaginació entre un objecte i el seu corresponent usual; i aquest sentiment és l’original de la idea que cerquem.”

[Investigació sobre l’enteniment humà, secció VII. De la idea de connexió necessària, 59, 61.]

La nostra confiança o seguretat que el futur es desenvoluparà conforme el passat prové simplement del costum, l’hàbit, sorgit d’aquesta experiència acumulada. La creença ferma

basada en el costum substitueix el coneixement i amb aquesta creença en tindrem prou per a viure. D’una simple transició automàtica de la nostra imaginació, d’aquest sentiment, sorgeix la

idea de connexió necessària.

Vet aquí el fenomenisme de Hume. Aquesta transició o sentiment de la ment s’imposa amb

més força i vivor que les ficcions de la imaginació. La creença no és sinó una imatge més viva,

animada i poderosa d’un objecte que la que es pot obtenir per pura imaginació *[Recordeu que no

sortim de l’àmbit de la immanència]. És simplement el mode intens i sòlid de ser apreciat per la ment.

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La creença atorga més pes i influència a les idees i es converteix en el principi conductor de les

nostres accions. Ara bé, no podem pronunciar-nos sobre el correlat d’aquestes transicions

habituals en la ment en l’ordre objectiu de la realitat. Hume, dins del seu clar escepticisme, fa una analogia prou especulativa:

“Vet aquí una mena d’harmonia preestablerta entre el curs de la natura i la successió de les nostres idees, i, baldament els poders i les forces que dirigeixen la primera ens siguin desconegudes del tot, encara ens adonem que els nostres pensaments i concepcions han seguit el mateix camí que les altres accions de la naturalesa. Pel principi del costum hom ha efectuat aquesta correspondència tan necessària per a la subsistència de l’espècie i la regulació de la nostra conducta, en tota circumstància i en tot esdeveniment de la vida humana. Si la presència d’un objecte no excita tot d’una la idea d’aquells objectes que s’hi associen sovint, tot el nostre coneixement ha estat limitat al petit àmbit de la nostra memòria i sentits, i mai no hauríem estat capaços d’ajustar els mitjans al fi o d’emprar els nostres poders naturals, tant per a fer el bé com per a evitar el mal. Com la natura ens ha ensenyat l’ús dels nostres membres, sense fer-nos conèixer els muscles i els nervis pels que es mouen, així ens ha implantat un instint que mena el pensament per un curs que correspon al que ella ha establert entre objectes externs, amb tot i que ignorem aquells poders i forces dels què depèn absolutament aquest curs i successió regular dels objectes.”

[Investigació sobre l’enteniment humà, secció V, Solucions escèptiques a aquests dubtes, 38.]

Recordeu que un dels temes principals de la filosofia moderna és el problema de la realitat.

En Locke, empirista anterior, els cossos són concebuts encara com la causa de les nostres impressions *[Locke parla de la substància com un substrat desconegut però postulat com a suport de les qualitats

objectives, primàries, de les coses]. Per a Hume aquesta inferència no és vàlida. El salt de les nostres

vivències o impressions vers una realitat extramental és quelcom que cau fora de l’experiència. La creença en la realitat dels cossos és una ficció útil però no justificable racionalment.

D’on provenen les nostres impressions si no està justificada la inferència del món exterior? No podem contestar aquesta pregunta, va més enllà dels límits del nostre coneixement, que és

el de les impressions. Tenim impressions, això és tot!

Només podem tenir intuïció de les nostres impressions i idees, les quals se succeeixen de forma

ininterrumpuda. El jo, entès com a substància de suport a totes les impressions, no és cap

impressió. No existeix un subjecte independent i estable al marge de la sèrie sempre canviant d’actes psíquics, com pensava Descartes. La nostra consciència d’identitat i permanència

s’explica per la memòria. L’error consisteix a identificar successió amb identitat. L’altre pilar de la metafísica tradicional, la idea de Déu, molt sovint basada en arguments de causalitat, no

troba en Hume justificació racional, no és objecte de ciència, sinó de creença [Útil pel seu paper

moderador].

Aquí està l’escepticisme metafísic més pregó: ens remetem sempre a allò que apareix

(fenomenisme) com allò donat o realitat última, les impressions. Aquestes se succeeixen i graviten seguint lleis d’associació, amb vincles instintius més ferms o creences habituals, o amb

connexions més febles de la imaginació. Respecte l’objectivitat del món o la substàncialitat del

jo cal guardar silenci.

“Es tracta d’una qüestió de fet, la que, si les percepcions dels sentits són produïdes per objectes externs, semblants a elles, com s’ha de resoldre la qüestió? Per mitjà de l’experiència, és clar, com totes les altres qüestions d’una natura similar. Aquí, però, l’experiència és i ha de ser enterament silenciosa. La ment només té present les percepcions, i possiblement no pot assolir cap experiència de la seva connexió amb els objectes. La suposició, doncs, d’aquesta connexió no té, en el raonament, cap mena de base.”

[Investigació sobre l’enteniment humà, secció XII. De la filosofia acadèmica o escèptica, 118.]

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C. Lectura del “Resumen de un libro recientemente publicado que lleva por título Tratado de la Naturaleza Humana” (Abstract)

1. Introducción (1-4)

Los cuatro primeros párrafos contienen una presentación general del “Tratado sobre la naturaleza humana” (TNH). Hume considera que su obra debe ser asociada a la de otros autores británicos –Bacon, Locke, Schaftes-bury, el Dr. Mandeville, Hutcheson y Butler – que han impulsado una nueva forma de entender la filosofía. Los filósofos antiguos no se preocuparon por ofrecer una visión sistemática de la naturaleza humana, y sus reflexio-nes y razonamientos eran demasiado superficiales. La nueva corriente de pensamiento propone, en cambio, imitar el modelo de la Física (Filosofía Natural) y deducir de la observación de los fenómenos aquellos principios generales que permiten su explicación. En el TNH se ha pretendido aplicar este nuevo enfoque con el objetivo de ofrecer una “anatomía de la natura-leza humana” basada en la aplicación de un método y evitando las deducciones que no estén avaladas por la experiencia. La ciencia de la naturaleza humana es crucial para el conjunto del conocimiento científico; se divide en dos ámbitos: a) el estudio de las facultades de conocimiento (Lógica); b) el estudio de los gustos, los sentimientos y de los principios de la conducta social (Moral, Política). Por lo que se refiere a la Lógica, Hume comenta que en el TNH se ha procurado superar la carencia de estudios anteriores que han prestado demasiada atención a los razonamientos demostrativos y han dejado sin examinar a fondo las operaciones mentales basadas en una evidencia meramente probable; este tipo de operaciones intelectuales son, según Hume, muy importantes, pues de ellas “dependen enteramente nuestra vida y nuestra acción y ... son nuestros guías incluso en la mayoría de nuestras especulaciones filosóficas”.

1. Este libro parece estar escrito según el mismo plan que otras varias obras que han tenido

gran boga durante los últimos años en Inglaterra. El espíritu filosófico, que tanto ha progresado en toda Europa durante los últimos ochenta años, ha sido llevado dentro de este reino tan lejos

como en cualquier otro. Nuestros escritores parecen incluso haber puesto en marcha una nueva

clase de filosofía, que promete más que cualquier otra de las que el mundo ha conocido hasta ahora, tanto para el entretenimiento como para el progreso del género humano. La mayoría de

los filósofos de la antigüedad, que trataron de la naturaleza humana, han manifestado más que una profundidad de razonamiento o reflexión, una delicadeza de sentimiento, un justo sentido

de la moral, o una grandeza del alma. Se contentaron con representar el sentido común del género humano a la más viva luz y con el mejor giro de pensamiento y expresión, sin seguir

fijamente una cadena de proposiciones u ordenar las diversas verdades según una ciencia re-

gular. Por tanto, vale la pena, al menos, ensayar si la ciencia del hombre no admitirá la misma precisión que ha resultado susceptible de aplicación a varias partes de la filosofía natural. Pa-

rece asistirnos toda la razón del mundo al imaginar que podía ser llevada al más alto grado de exactitud. Si, al examinar diferentes fenómenos, descubrimos que se resuelven en un solo prin-

cipio común, y si podemos inferir este principio de otro, llegaremos, al final, a aquellos pocos

principios simples, de los que depende todo el resto. Y, aunque nunca podamos llegar a los últimos principios, es una satisfacción ir tan lejos como nuestras facultades nos lo permitan.

2. Este parece haber sido el propósito de nuestros últimos filósofos y, entre ellos, el de este

autor. El se propone hacer la anatomía de la naturaleza humana de una manera metódica y promete no sacar conclusiones sino allí donde le autorice la experiencia. Habla con desprecio de

las hipótesis; e insinúa que aquellos de nuestros compatriotas que las han desterrado de la filosofía de la moral, han hecho al mundo un servicio más señalado que Milord Bacon, a quien

considera como el padre de la física experimental. Menciona, en esta ocasión, a Mr. Locke,

Milord Schaftesbury y al Dr. Mandeville, a Mr. Hutcheson, al Dr. Butler, quienes, aunque difieren en muchos puntos entre sí, parecen estar de acuerdo en fundar enteramente en la experiencia

sus precisas disquisiciones sobre la naturaleza humana.

3. Junto a la satisfacción de conocer lo que más de cerca nos concierne, puede afirmarse con seguridad que casi todas las ciencias están comprendidas en la ciencia de la naturaleza humana

y son dependientes de ella. El único fin de la lógica es el de explicar los principios y operaciones

de nuestra facultad de razonar y la naturaleza de nuestras ideas; la moral y la crítica consideran

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nuestros gustos y sentimientos; y la política considera a los hombres en cuanto unidos en so-

ciedad y dependientes los unos de los otros. Por consiguiente, este tratado de la naturaleza

humana parece concebido con vistas a un sistema de las ciencias. El autor ha concluido lo que se refiere a la lógica y ha puesto los fundamentos de las otras partes en su tratamiento de las

pasiones.

4. El célebre señor Leibniz ha observado que hay un defecto en los sistemas ordinarios de ló-gica: que son muy abundantes cuando explican las operaciones del entendimiento en la forma-

ción de las demostraciones, pero son demasiado concisos cuando tratan de las probabilidades y de estos otros grados de evidencia, de los cuales dependen enteramente nuestra vida y nuestra

acción y que son nuestros guías incluso en la mayoría de nuestras especulaciones filosóficas.

Incluye en esta crítica el Ensayo sobre el Entendimiento Humano , la Investigación de la verdad y el Arte de pensar. El autor del Tratado de la Naturaleza Humana parece haber advertido este

defecto en esos filósofos y se ha esforzado en remediarlo en la medida de lo posible. Como su libro contiene gran número de especulaciones muy nuevas y notables será imposible dar al

lector una idea justa de todo. Así, nos limitaremos principalmente a su explicación de nuestros

razonamientos de causa y efecto. Si logramos hacerla inteligible al lector, ella podrá servir de ejemplo para la obra entera.

2. Resumen del primer volumen del Tratado de la naturaleza humana: la Lógica (5-29) 2.1. Definiciones de percepción, impresión e idea. El principio de la copia (5-7)

La mente está compuesta por percepciones que se dividen en dos categorías según su intensidad o vivacidad: las impresiones son las percepciones más vivas o intensas dado que se refieren directamente a una pasión o a un objeto presente a los sentidos; las ideas derivan (son copia) de las impresiones, se generan al reflexionar sobre una pasión o sobre un objeto que no esté presente a la mente, y, por ello, son siempre más débiles. Esta forma de describir la mente permite resolver el problema del innatismo. Los autores que, como Locke, han negado la existencia de ideas innatas, tienen razón, pues las ideas proceden todas de alguna impresión previa. Pero cabe admitir, al mismo tiempo, un cierto grado de innatismo en la mente, pues las impresiones no derivan de nada previo, se producen espontáneamente, “surgen inmediatamente de la naturaleza”; es decir, las impre-siones constituyen un “arché”, un principio al que no cabe atribuir ningún antecedente previo; así, por ejemplo, la capacidad de sentir amor, o resentimiento, son, este sentido, algo innato en la naturaleza humana. Hume considera que el principio de la copia proporciona un criterio muy útil para examinar la mayoría de las discusiones que se generan en torno a las ideas. Dada su naturaleza, las ideas son siempre un contenido que la mente domina con mayor dificultad; las impresiones no suscitan debates, pues su percepción es siempre segura, “son todas tan claras y evidentes que no admiten controversia alguna”; nadie suele dudar sobre si siente amor u odio, o sobre si algo le resulta dulce o salado; las confusiones surgen cuando entramos en el ámbito de las ideas, algunas de las cuales pueden resultar ambiguas. Para estar seguros de si tiene sentido debatir acerca de alguna idea, lo único que tenemos que hacer es buscar la impresión original de la que se supone que deriva; si no es posible determinar tal impresión, entonces debemos concluir que las expresiones empleadas para referir-nos a esa idea carecen de significado.

PERCEPCIONES DE LA MENTE

Impresiones (Imp.) Ideas (Id.)

Imp. 1

Imp. 2

Imp. 3

Simples

Id. 1

Id. 2

Id. 3

Compuestas

Id.1 + Id. 2

Máxima Mínima

FUERZA, INTENSIDAD, VIVACIDAD

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5. Nuestro autor comienza con algunas definiciones. Llama percepción a todo lo que puede

estar presente en la mente, sea que empleemos nuestros sentidos, o que estemos movidos por

la pasión o que ejerzamos nuestro pensamiento y nuestra reflexión. Divide nuestras percepcio-nes en dos clases, a saber, las impresiones y las ideas. Cuando sentimos una pasión o una

emoción de cualquier clase, o cuando las imágenes de los objetos externos nos son traídas por nuestros sentidos, la percepción de la mente es lo que él llama impresión, que es una palabra

que él emplea en un nuevo sentido. Cuando reflexionamos sobre una pasión o sobre un objeto

que no está presente, esta percepción es una idea. Por consiguiente, las impresiones son nues-tras percepciones vivas y fuertes; las ideas son las más tenues y más débiles. Esta distinción es

evidente, tan evidente como la que hay entre sentir y pensar.

6. La primera proposición que adelanta es que todas nuestras ideas, o percepciones débiles, son derivadas de nuestras impresiones o percepciones fuertes, y que jamás podemos pensar en

cosa alguna que no la hayamos visto fuera de nosotros o sentido en nuestras mentes. Esta

proposición parece ser equivalente a la que el señor Locke se ha empeñado con tanto esfuerzo en establecer, esto es, que no hay ideas innatas. Sólo se puede señalar como una inexactitud

de este famoso filósofo que comprende todas nuestras percepciones bajo el término idea, en cuyo sentido es falso que no tengamos ideas innatas. Pues es evidente que nuestras percepcio-

nes más fuertes o impresiones son innatas, y que la afección natural, el amor a la virtud, el

resentimiento y todas las otras pasiones surgen inmediatamente de la naturaleza. Estoy per-suadido de que quienquiera que considere la cuestión bajo este aspecto será fácilmente capaz

de reconciliar todas las partes. El padre Malebranche tendría dificultad en señalar un solo pen-samiento de la mente que no represente algo anteriormente sentido por ella, sea internamente,

sea por medio de los sentidos externos; y tendría que admitir que, aunque podamos combinar, mezclar y aumentar o disminuir nuestras ideas, todas ellas son derivadas de estas fuentes. El

señor Locke, por otra parte, reconocería gustoso que todas nuestras pasiones son una clase de

instintos naturales, que no derivan de otra cosa que de la constitución original de la mente humana.

7. Nuestro autor piensa que «ningún descubrimiento podría haberse hecho más felizmente para

decidir todas las controversias relativas a las ideas, que éste de que las impresiones siempre

son anteriores a las ideas y que cada idea con que esté equipada la imaginación ha hecho su aparición primero en una impresión correspondiente. Estas últimas percepciones son todas tan

claras y evidentes que no admiten controversia alguna; mientras que muchas de nuestras Ideas son tan oscuras que, hasta para la mente que las forma, es casi imposible decir exactamente su

naturaleza y su composición». De acuerdo con ello, cuando alguna idea es ambigua, el autor

siempre ha recurrido a la impresión, que ha de tornar clara y precisa la idea. Y cuando sospe-cha que un término filosófico no tiene idea alguna aneja a él (lo que es muy común), pregunta

siempre: ¿de qué impresión deriva esta idea? Y si no puede aducir ninguna impresión, concluye que el término carece absolutamente de significación. Es de esta manera como examina nues-

tra idea de sustancia y de esencia; y sería de desear que este método riguroso fuese más prac-ticado en todos los debates filosóficos.

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2.2. Análisis de la idea de relación causal (8-27)

El análisis de la idea de relación causal constituye el núcleo del TNH y representa una de las aportaciones princi-pales de Hume a la Historia de la Filosofía. Por ello, su resumen ocupa la mayor parte del Abstract; sin embargo, se introduce el tema de forma excesivamente rápida, por lo que nos conviene acudir a otros textos en los que la exposición del problema es más detallada. En la “Investigación sobre el conocimiento humano”, posterior al Abstract, podemos leer:

8 «Todos los objetos de la razón e investigación humana pueden, naturalmente, dividirse en dos gru-pos, a saber: relaciones de ideas y cuestiones de hecho; a la primera clase pertenecen las ciencias de la Geometría, Álgebra y Aritmética y, en resumen, toda afirmación que es intuitiva o demostrativamente cierta. Que el cuadrado de la hipotenusa es igual al cuadrado de los dos lados es una proposición que expresa la relación entre estas partes del triángulo. Que tres veces cinco es igual a la mitad de treinta expresa una relación entre estos números. Las proposiciones de esta clase pueden descubrirse por la mera operación del pensamiento, independientemente de lo que pueda existir en cualquier parte del uni-verso. Aunque jamás hubiera habido un círculo o un triángulo en la naturaleza, las verdades demostra-das por Euclides conservarían siempre su certeza y evidencia. No son averiguadas de la misma manera las cuestiones de hecho, los segundos objetos de la razón humana; ni nuestra evidencia de su verdad, por muy grande que sea, es de la misma naturaleza que la precedente. Lo contrario de cualquier cuestión de hecho es, en cualquier caso, posible, porque jamás puede implicar una contradicción, y es concebido por la mente con la misma facilidad y distinción que si fuera totalmente ajustado a la realidad. Que el sol no saldrá mañana no es una proposición menos inteli-gible ni implica mayor contradicción que la afirmación saldrá mañana. En vano, pues, intentaríamos de-mostrar su falsedad. Si fuera demostrativamente falsa, implicaría una contradicción y jamás podría ser concebida distintamente por la mente. Puede ser, por tanto, un tema digno de curiosidad investigar de qué naturaleza es la evidencia que nos asegura cualquier existencia real y cuestión de hecho, más allá del testimonio actual de los sentidos, o de los registros de nuestra memoria. Esta parte de la filosofía, como se puede observar, ha sido poco culti-vada por los antiguos y por los modernos y, por tanto, todas nuestras dudas y errores, al realizar una in-vestigación tan importante, pueden ser aún más excusables, en vista de que caminamos por senderos tan difíciles sin guía ni dirección alguna. Incluso pueden resultar útiles, por excitar la curiosidad o destruir aquella seguridad y fe implícitas que son la ruina de todo razonamiento e investigación libre. El descu-brimiento de defectos, si los hubiera, en la filosofía común, no resultaría, supongo, descorazonador, sino más bien una incitación, como es habitual, a intentar algo más completo y satisfactorio que lo que hasta ahora se ha presentado al público. Todos nuestros razonamientos acerca de cuestiones de hecho parecen fundarse en la relación de causa y efecto. Tan sólo por medio de esta relación podemos ir más allá de la evidencia de nuestra memoria y sentidos. Si se le preguntara a alguien por qué cree en una cuestión de hecho cualquiera que no esté presente o por ejemplo, que su amigo está en el campo o en Francia, daría una razón, y ésta sería algún otro hecho, como una carta recibida de él, o el conocimiento de sus propósitos y promesas previos. Un hombre que encontrase un reloj o cualquier otra máquina en una isla desierta sacaría la conclusión de que, en alguna ocasión, hubo un hombre en aquella isla. Todos nuestros razonamientos acerca de los hechos son de la misma naturaleza. Y en ellos se supone constantemente que hay una conexión entre el hecho presente y el que se infiere de él. Si no hubiera nada que los uniera, la inferencia sería totalmente precaria. Oír una voz articulada y una conversación racional en la oscuridad, nos asegura la presencia de alguien. ¿Por qué? Porque éstas son efectos de producción y fabricación humanas, estrechamente co-nectados con ellas. Si analizamos todos los demás razonamientos de esta índole, encontraremos que es-tán fundados en la relación causa-efecto, y que esta relación es próxima o remota, directa o colateral. El calor y la luz son efectos colaterales del fuego y uno de los efectos puede acertadamente inferirse del otro. Así pues, si quisiéramos llegar a una conclusión satisfactoria en cuanto a la naturaleza de aquella eviden-cia que nos asegura de las cuestiones de hecho, nos hemos de preguntar cómo llegamos al conocimiento de la causa y del efecto.» ICH

La distinción entre relaciones de ideas y cuestiones de hecho es de gran importancia; Hume sigue en este punto a Leibniz (1646-1716), el cual había diferenciado entre verdades de razón y verdades de hecho:

«Hay dos clases de verdades, las de razón y las de hecho. Las verdades de razón son necesarias y su opuesto es imposible, y las de hecho son contingentes y su opuesto es posible. Cuando una verdad es necesaria se puede encontrar su razón por medio del análisis, resolviéndola en ideas y en verdades más simples, hasta llegar a las primitivas.» G. W. Leibniz, Monadología

La razón humana puede ejercer sus funciones cognoscitivas sobre dos ámbitos: puede dedicarse a examinar las relaciones que hay entre las ideas, es decir, realizar una tarea que no implica afirmar o negar nada acerca de algo, un objeto cualquiera que exista en la realidad; o bien puede intentar establecer lo que sucede objetiva-

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mente, es decir, averiguar qué es lo que de hecho sucede en el mundo, fuera de la mente.

En el primer caso la mente opera de forma inmanente, se ocupa de lo que hay dentro de ella, las ideas, y la única exigencia procede de los principios lógicos de identidad y de no contradicción. Hemos leído en el texto anterior del TNH que

«las proposiciones de esta clase pueden descubrirse por la mera operación del pensamiento, indepen-dientemente de lo que pueda existir en cualquier parte del universo. Aunque jamás hubiera habido un círculo o un triángulo en la naturaleza, las verdades demostradas por Euclides conservarían siempre su certeza y evidencia.»

La evidencia que se obtiene en el ámbito de las Matemáticas no depende de los hechos, los principios matemáti-cos serían correctos aunque no existieran figuras geométricas o números porque se basan en la coherencia de sus términos y su conformidad con los principios lógicos de identidad y no contradicción; “2+3=5” es una propo-sición válida porque expresa una conexión que cumple las reglas de la Aritmética, no porque haya un hecho que la confirme; en otras palabras, para admitir “2+3=5” no es necesario acudir a la realidad objetiva para compro-bar o verificar que un par de objetos unidos a tres más “suman” un total de cinco objetos, sólo es necesario entender el sentido de los términos y de la relación establecida, en este caso, la de la suma. En el segundo tipo de operación, cuando la mente afirma o niega algo acerca de una realidad que existe fuera de ella, la evidencia procede de tres fuentes distintas: a) de la percepción actual de un objeto, b) del recuerdo de una percepción pasada, y c) del razonamiento causal; es decir, podemos estar seguros de que algo ha suce-dido o es de determinada manera porque lo estamos percibiendo (a), porque lo hemos percibido (b) o porque deducimos la causa que lo ha producido o los efectos que producirá (c). El examen de Hume se centra en este tipo de razonamiento (c), el concerniente a cuestiones de hecho, con el objetivo de comprobar si efectivamente la deducción de las causas o de los efectos está avalada por la experien-cia. Esta cuestión es decisiva para poder fundamentar el conjunto de las ciencias empíricas, aquellas que pre-tenden explicar el orden de los acontecimientos.

¿Qué significa establecer una relación causal entre dos hechos? Hume examina el caso de un cho-que entre dos bolas de billar. De este examen se deriva que, al establecer una relación causal, la mente supone una conexión necesaria entre la causa y el efecto, de modo que si se produce la causa se seguirá forzosamente el efecto.

8. Es evidente que todos los razonamientos concernientes a cuestiones de hecho están fun-

dados en la relación de causa y efecto, y que no podemos nunca inferir de la existencia de un

objeto, la de otro, a menos que haya entre los dos una conexión, mediata o inmediata. Si que-remos, por consiguiente, comprender estos razonamientos, es menester que nos familiaricemos

con la idea de una causa; y para esto debemos mirar en torno nuestro para encontrar algo que sea la causa de otra cosa.

9. He aquí una bola de billar colocada sobre la mesa, y otra bola que se mueve hacia ella con

rapidez: chocan; y la bola que al principio estaba en reposo adquiere ahora un movimiento. Es

éste un ejemplo de la relación de causa y efecto tan perfecto como cualquiera de los conocidos, ya por la sensación, ya por reflexión. Detengámonos, por consiguiente, a examinarlo. Es evi-

dente que las dos bolas se han tocado antes de que fuese comunicado el movimiento, y que no hay intervalo entre el choque y el movimiento. La contigüidad en el tiempo y en el espacio es,

pues, una circunstancia exigida para la acción de todas las causas. Es de igual evidencia que el movimiento que fue la causa, es anterior al movimiento que fue el efecto. La prioridad en el

tiempo es, pues, otra circunstancia exigida en cada causa. Pero esto no es todo. Hagamos el

ensayo con otras bolas cualesquiera de la misma clase en una situación similar y comprobare-mos siempre que el impulso de la una produce movimiento en la otra. Hay, entonces, aquí una

tercera circunstancia: una conjunción constante entre la causa y el efecto. Todo objeto seme-jante a la causa produce siempre algún objeto semejante al efecto. Fuera de estas tres cir-

cunstancias de contigüidad, prioridad y conjunción constante, nada puedo descubrir en esta

causa. La primera bola está en movimiento: toca a la segunda; inmediatamente la segunda se pone en movimiento; y cuando intento el experimento con las mismas bolas o con bolas pareci-

das, en circunstancias iguales o parecidas, compruebo que al movimiento y contacto de una de estas bolas siempre sigue el movimiento de la otra. Por más vueltas que dé al asunto y por más

que lo examine nada más puedo descubrir.

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10. Tal es el caso cuando la causa y el efecto están, ambos, presentes a los sentidos. Veamos

ahora en qué se funda nuestra inferencia cuando, de la presencia del uno, concluimos que ha

existido o existirá el otro. Supongamos que veo una bola moviéndose en línea recta hacia otra: concluyo inmediatamente que van a chocar y que la segunda se pondrá en movimiento. Hay

aquí una inferencia de causa a efecto; y de esta naturaleza son todos nuestros razonamientos en la conducta de la vida; en ella está fundada toda nuestra creencia en la historia; y de ella

deriva toda la filosofía, con la sola excepción de la geometría y la aritmética. Si podemos expli-

car esta inferencia a partir del choque de dos bolas, seremos capaces de dar cuenta de esta operación de la mente en todos los otros casos.

Cuando la mente percibe por primera vez un acontecimiento no puede deducir de modo demostra-tivo qué es lo que sucederá a continuación. Hume reserva el término “demostración” para las infe-rencias lógicas y matemáticas, cuyas conclusiones se siguen necesariamente de las premisas pre-viamente establecidas; en el ámbito de los hechos, la mente siempre puede concebir un resultado totalmente distinto al que frecuentemente ha observado. La negación de un hecho nunca equivale a una contradicción. La tendencia a esperar que de determinados hechos (causas) se siguen otros distintos (efectos) está generada por una serie de experiencias similares, no es posible que la mente pueda deducir nada la primera vez que percibe algo.

11. Si hubiese sido creado un hombre, como Adán, con pleno vigor del entendimiento, pero sin

experiencia, nunca sería capaz de inferir el movimiento de la segunda bola del movimiento y del

impulso de la primera. No se trata de que algo que la razón vea en la causa sea lo que nos hace inferir el efecto. Tal inferencia, si fuera posible, equivaldría a una demostración, al estar

fundada únicamente en la comparación de las ideas. Pero ninguna inferencia de causa a efecto equivale a una demostración. De lo cual hay esta prueba evidente: la mente puede siempre

concebir que un efecto se sigue de una causa, y también que un acontecimiento sigue después de otro; todo lo que concebimos es posible, al menos en sentido metafísico; pero donde quiera

que tiene lugar una demostración, lo contrario es imposible e implica contradicción. Por consi-

guiente, no hay demostración para la conjunción de causa y efecto. Y es este un principio ge-neralmente admitido por los filósofos.

12. Por tanto, para Adán (de no estar inspirado) hubiera sido necesario que hubiese tenido

experiencia del efecto que siguió del impulso de estas dos bolas. Hubiera tenido que haber visto, en varios casos, que cuando la primera bola golpeaba a otra, la segunda adquiría siempre

movimiento. Si hubiera visto un número suficiente de casos de esta clase, siempre que viese la

primera bola moverse hacia la otra concluiría, sin vacilación, que la segunda adquiría movi-miento. Su entendimiento se anticiparía a su vista y formaría una conclusión adecuada a su

experiencia pasada.

El razonamiento causal se basa en la creencia de que la Naturaleza sigue un curso regular o uni-forme y Hume se propone examinar si está plenamente justificada. El resultado del examen es negativo: no es posible probar que la Naturaleza seguirá un comportamiento similar al que hemos observado hasta ahora; intentar demostrarlo conduce a un círculo vicioso en el que acabamos dando por probado aquello que queremos demostrar. El argumento de Hume es el siguiente: para poder estar seguros de que el futuro será similar al pasado debería estar demostrado que las expe-riencias pasadas serán similares en el futuro, por ejemplo: como el Sol ha salido cada día, debería-mos poder deducir que también saldrá mañana; pero las experiencias pasadas sólo pueden servir de prueba para lo que ha pasado, es concebible un hecho totalmente opuesto a lo que hemos ob-servado hasta ahora, es posible concebir que el Sol no salga mañana, no hay nada en la experiencia pasada que demuestre, de forma totalmente necesaria, que cada día tenga que salir el Sol; de lo único de lo que podemos estar seguros es de que tal acontecimiento resulta muy probable porque se ha repetido multitud de veces en el pasado, pero esta repetición no puede servir de prueba para demostrar nada referente al futuro. Para que la experiencia pasada sirviera de prueba de lo que va a suceder debería estar demostrado que de un hecho se sigue necesariamente otro distinto; es decir, deberíamos haber percibido la conexión necesaria entre dos hechos, y, según Hume, esta conexión necesaria no es nunca el dato de una impresión. En cuestiones de hecho las únicas prue-bas admisibles son las que proporcionan las experiencias ya vividas, lo que haya de pasar sólo lo podremos saber cuando suceda. Si la mente se ve forzada a esperar que las regularidades obser-vadas en el pasado se repetirán en el futuro no es porque disponga de un auténtico razonamiento demostrativo, es porque se ve impelida por la fuerza de la costumbre.

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13. Se sigue, pues, que todos los razonamientos concernientes a la causa y al efecto están

fundados en la experiencia, y que todos los razonamientos sacados de la experiencia están

fundados en la suposición de que el curso de la naturaleza continuará siendo uniformemente el mismo. Concluimos que causas semejantes, en circunstancias semejantes, producirían siempre

efectos semejantes. Puede valer la pena considerar un momento lo que nos determina a for-mular una conclusión de tan enormes consecuencias.

14. Es evidente que Adán, con toda su ciencia, jamás habría sido capaz de demostrar que el curso de la naturaleza ha de continuar siendo uniformemente el mismo y que el futuro ha de

estar en conformidad con el pasado. Lo que es posible nunca puede ser demostrado que sea falso; es posible que el curso de la naturaleza pueda cambiar, pues somos capaces de concebir

tal cambio. Y bien, iré más lejos: afirmo que Adán tampoco podría probar, por un argumento probable, que el futuro ha de estar en conformidad con el pasado. Todos los argumentos pro-

bables están apoyados en la suposición de que existe esta conformidad entre el futuro y el

pasado; y por consiguiente, nunca pueden probarla. Esta conformidad es una cuestión de hecho; y si se trata de probarla, no admitirá prueba alguna que no proceda de la experiencia.

Pero nuestra experiencia en el pasado no puede ser prueba de nada para el futuro, a no ser bajo la suposición de que hay entre ellos semejanza. Por consiguiente, es este un punto que no

puede admitir prueba en absoluto, y que nosotros damos por sentado sin prueba alguna.

15. Estamos determinados solamente por la costumbre a suponer el futuro en conformidad con

el pasado. Cuando veo una bola de billar moviéndose hacia otra, mi mente es llevada inmedia-tamente por el hábito hacia el efecto ordinario y se anticipa a mi vista concibiendo la segunda

bola en movimiento. No hay nada en esos objetos, abstractamente considerados y con inde-pendencia de la experiencia, que me lleve a formar una tal conclusión: y aún después de haber

tenido la experiencia de muchos de esos efectos repetidos, no hay ningún argumento que me

determine a suponer que el efecto será conforme a la experiencia pasada. Las fuerzas por las que operan los cuerpos son enteramente desconocidas. Solamente percibimos sus cualidades

sensibles: ¿Qué razón tenemos para pensar que las mismas fuerzas estarán siempre unidas a las mismas cualidades sensibles?

16. No es, pues, la razón, la guía de la vida, sino la costumbre. Solamente ella determina a la mente a suponer, en todos los casos, que el futuro es conforme al pasado. Por fácil que pueda

parecer este paso, la razón no será capaz de hacerlo en toda la eternidad. El examen del razonamiento causal ha conducido a la conclusión de que la mente se ve forzada por el hábito (no por la razón) a esperar que los acontecimientos se sucedan entre sí según cierto or-den y regularidad observados en el pasado. La siguiente cuestión se refiere a la naturaleza de las creencias: ¿por qué no podemos creer en cualquier cosa concebible? En el ámbito de las Matemáti-cas y la Lógica, al llegar a una conclusión, la mente no sólo concibe la proposición contenida en ella, sino que además se ve forzada a admitir que no es posible concebir lo contrario; por ejemplo, una vez hemos deducido o calculado que “2+3=5”, comprendemos que no es posible admitir a la vez la negación de esta operación, pues ello nos conduce a una contradicción, y “lo que implica una contradicción no puede concebirse”. Pero la mente puede concebir la negación de cualquier hecho sin caer nunca en contradicción; ahora bien, ello no significa que podamos creer cualquier cosa, no asentimos a cualquier cosa que podamos imaginar. El objetivo es, por tanto, aclarar la diferencia entre el mero acto de concebir algo y el acto de creer en ello.

17. Es este un descubrimiento muy curioso, pero nos conduce a otros que son todavía más

curiosos. Cuando veo una bola de billar moviéndose hacia otra, mi mente es inmediatamente

llevaba por el hábito hacia el efecto ordinario y se adelanta a mi vista concibiendo la segunda bola en movimiento. Pero ¿es esto todo? ¿No hago otra cosa que concebir el movimiento de la

otra bola? No, ciertamente. También creo que ella se moverá. ¿Qué es, entonces, esta creen-cia? ¿Y en qué difiere ella de la simple concepción de una cosa? He aquí una cuestión nueva no

pensada por los filósofos.

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18. Cuando una demostración me convence de una proposición no solamente me hace concebir

la proposición, sino que también me hace comprender que es imposible concebir una cosa con-

traria. Aquello que es falso por demostración implica una contradicción; y lo que implica una contradicción no puede concebirse. Pero en lo que respecta a una cuestión de hecho, por fuerte

que sea la prueba que proporciona la experiencia, puedo siempre concebir lo contrario, aunque no siempre pueda creerlo. La creencia establece, pues, una cierta diferencia entre la concepción

a la que asentimos y aquélla a la cual no asentimos.

Hume considera que sólo hay dos explicaciones posibles para entender la distinción entre una mera concepción y una creencia. La primera consiste en suponer que a las concepciones a las que asen-timos –aquellas en las que creemos- se les ha añadido la idea de existencia, de modo que la mente no sólo pensaría en algo concebible, sino que además pensaría que tal cosa existe, es real y no una ficción. Pero tal supuesto es inadmisible, según Hume, porque la mente tiene un dominio completo sobre sus ideas y podría añadir libremente esta idea de existencia a cualquier cosa que pudiera imaginar; pero esto no sucede así, las creencias se nos imponen incluso contra nuestra voluntad. Por tanto, lo que se añade a una concepción y la convierte en una creencia no puede consistir en una idea, debe tratarse de un sentimiento (feeling). Cuál pueda ser la naturaleza de este senti-miento es una cuestión que Hume considera irresoluble: “es imposible describir con palabras este sentimiento, del que cada uno debe ser consciente en su propio corazón”; lo único que podemos constatar es que las creencias se imponen a la mente de forma mucho más intensa que cualquier otra idea que meramente podamos concebir, pero no podemos explicar –dar una razón- de por qué esto es así.

19. Para explicar esto no hay más que dos hipótesis. Se puede decir que la creencia agrega alguna idea nueva a aquéllas que podemos concebir sin darles nuestro asentimiento. Pero esta

hipótesis es falsa. Cuando simplemente concebimos un objeto, lo concebimos en todas sus partes. Lo concebimos tal como podría existir aunque no creamos que exista. Nuestra creencia

en él no descubrirá cualidades nuevas. Podemos pintar el objeto entero en la imaginación sin

creer en él. Podemos, en cierto modo, ponerlo ante nuestros ojos, con toda circunstancia de tiempo y lugar. Este es el objeto verdadero concebido tal cual podría existir; y cuando creemos

en él, nada más podemos hacer.

20. En segundo lugar, tiene la mente la facultad de juntar todas las ideas que no envuelven

contradicción; y por consiguiente, si la creencia consistiera en cierta idea que agregáramos a la simple concepción, tendría el hombre el poder, mediante la adición de esta idea a la concep-

ción, de creer cualquier cosa que fuera capaz de concebir.

21. Entonces, puesto que la creencia implica una concepción y es, sin embargo, algo más; y puesto que ella no agrega ninguna idea nueva a la concepción, se sigue que es una manera

diferente de concebir un objeto; es algo que se puede distinguir por el sentimiento, y que no

depende de nuestra voluntad, como ocurre con todas nuestras ideas. Mi mente pasa, por hábito, del objeto visible de una bola que se mueve hacia otra, al efecto ordinario del movi-

miento en la segunda bola. No sólo concibe ese movimiento, sino que siente en la concepción de él algo diferente de un mero ensueño de la imaginación. La presencia de este objeto visible

y la conjunción constante de este efecto particular hacen la idea diferente por el sentimiento de

esas ideas vagas que llegan a la mente sin ninguna introducción. Esta conclusión parece un tanto sorprendente, pero hemos sido conducidos a ella por una cadena de proposiciones que no

admite duda alguna. Para aliviar la memoria del lector las resumiré brevemente. Ninguna cues-tión de hecho puede ser probada sino por su causa o por su efecto. Sólo por su experiencia

conocemos que una cosa es la causa de otra. No podemos dar ninguna razón para extender al futuro nuestra experiencia del pasado; pero estamos enteramente determinados por la costum-

bre cuando concebimos que un efecto se sigue de su causa habitual. Pero creemos también

que ese efecto se sigue de ella tal como lo concebimos. Esta creencia no agrega ninguna idea y constituye una diferencia por el sentimiento o feeling. Por consiguiente, en todas las cuestiones

de hecho, la creencia nace solamente de la costumbre y es una idea concebida de una manera particular.

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22. Nuestro autor procede a explicar la manera o sentimiento, que hace a la creencia diferente

de una concepción vaga. Parece darse cuenta de que es imposible describir con palabras este

sentimiento, del que cada uno debe ser consciente en su propio corazón. Ora lo llama una con-cepción más fuerte, ya una concepción más viva o más vívida, o más firme, o también una con-

cepción más intensa. A decir verdad, cualquiera que sea el nombre que podamos dar a este sentimiento que constituye la creencia, nuestro autor considera evidente que este sentimiento

tiene sobre la mente un efecto más potente que la ficción y que la pura concepción. Esto lo

prueba por su influencia sobre las pasiones y sobre la imaginación, las cuales son movidas por la verdad o por aquello que se toma como tal. La poesía, con todo su arte, jamás puede causar

una pasión como las de la vida real. Ella presenta una deficiencia en su concepción original de los objetos, a los cuales jamás se siente de la misma manera que aquellos que imponen nuestra

creencia y nuestra opinión.

23. Nuestro autor se jacta de haber probado suficientemente que las ideas a las que asentimos

son diferentes de las otras ideas por el sentimiento, y que este sentimiento es más firme y más vivo que nuestra concepción común, y se esfuerza, luego, en explicar las causas de este senti-

miento vivo por analogía con otros actos de la mente. Su razonamiento parece ser curioso; pero sería difícil hacerlo inteligible para el lector, o por lo menos probable, sin una larga disgre-

sión que excedería los límites que me he impuesto a mí mismo.

24. Igualmente he omitido muchos argumentos que el autor aduce para probar que la creencia

consiste únicamente en un sentimiento o feeling peculiar. Solamente mencionaré uno: nuestra experiencia pasada no es siempre uniforme. Unas veces, un efecto se sigue de una causa; otras

es otro: en este caso, siempre creemos que existirá lo que es más común. Veo una bola de billar moviéndose hacia otra. No puedo distinguir si se mueve sobre su eje o si ha sido impul-

sada de manera que se deslice sobre la superficie de la mesa. Sé que en el primer caso, ella no

se detendrá después del choque. En el segundo, es posible que se detenga. El primero es el más común y, en consecuencia, me dispongo a contar con ese efecto. Pero también concibo el

otro efecto, y lo concibo como posible y como conectado con la causa. Si una concepción no fuera diferente de la otra por el sentimiento o feeling, no habría entre ellas diferencia alguna.

Las conclusiones del análisis del razonamiento causal no sólo atañen a los fenómenos físicos, tam-bién se aplican a los procesos psíquicos. Si esperamos que a determinado acto de nuestra voluntad le siga el movimiento de algún miembro de nuestro cuerpo es porque nos hemos acostumbrado a observar esta sucesión de acontecimientos.

25. En todo este razonamiento nos hemos limitado a la relación de causa a efecto tal como se

descubre en los movimientos y operaciones de la materia. Pero el mismo razonamiento se ex-tiende a las operaciones de la mente. Ya se considere la influencia de la voluntad en el movi-

miento de nuestro cuerpo o en el gobierno de nuestro pensamiento, puede afirmarse con toda

seguridad que nunca podríamos predecir el efecto de la sola consideración de la causa, sin ex-periencia. Aún después de tener experiencia de estos efectos, es sólo la costumbre, no la razón,

quien nos determina a hacer de ella la regla de nuestros juicios futuros. Cuando la causa está presente, la mente, por hábito, pasa inmediatamente a la concepción del efecto ordinario y a la

creencia de él. Esta creencia es algo diferente de la concepción. Sin embargo, no le agrega idea alguna. Sólo hace que la sintamos diferentemente, y la torna más fuerte y más viva.

Por último, Hume vuelve a exponer el problema principal que plantea el razonamiento causal. Al pensar en una relación causal, la mente supone que los hechos a los que considera como causa y efecto no sólo son contiguos y se suceden entre sí según determinado orden –la causa antecede siempre al efecto-, sino que además supone que entre ellos existe una conexión necesaria y que la causa ejerce sobre el efecto un poder o fuerza determinados. Sin embargo, no hay ninguna impre-sión que corresponda a estas presuntas ideas de conexión necesaria, fuerza o energía; la mente percibe que algunos hechos suceden regularmente a otros, pero nunca percibe que esto tenga que ser necesariamente así. En síntesis, la mente sólo percibe conjunciones entre hechos; aquellas conjunciones que se producen de forma habitual acaban generando en la mente la propensión a esperar que si se da el primero se seguirá el segundo, pero la evidencia que de ello se deriva sólo

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tiene un carácter probable, nunca alcanza el rango propio de los razonamientos matemáticos o lógicos en los que establecemos conclusiones necesarias, cuya .negación supondría incurrir en contradicción.

26. Después de haber terminado con este punto esencial referente a la naturaleza de la infe-

rencia de causa a efecto, vuelve nuestro autor sobre sus pasos y examina de nuevo la idea de

esta relación. Cuando hemos considerado el movimiento comunicado de una bola a otra, no hemos podido descubrir en él otra cosa que contigüidad, prioridad de la causa y conjunción

constante. Pero, además de estas circunstancias, se supone comúnmente que hay una co-nexión necesaria entre la causa y el efecto y que la causa posee algo que llamamos un poder, o

fuerza o energía. La cuestión es ¿qué idea está ligada a estos términos? Si todas nuestras ideas

y pensamientos derivan de nuestras impresiones, este poder tiene que descubrirse o bien a nuestros sentidos o bien a nuestro sentimiento interno. Pero tan escasamente se descubre a los

sentidos poder alguno en las operaciones de la materia, que los cartesianos no han tenido es-crúpulos en afirmar que la materia está totalmente desprovista de energía y que todas sus

operaciones son efectuadas únicamente por la energía del Ser supremo. Pero la cuestión vuelve

a surgir de nuevo: ¿Qué idea tenemos de la energía o del poder, incluso en el Ser supremo? Toda nuestra idea de una deidad (de acuerdo con aquéllos que niegan las ideas innatas) no es

más que una composición de aquellas ideas que adquirimos reflexionando sobre las operacio-nes de nuestras propias mentes. Ahora bien, nuestras propias mentes no nos suministran más

noción de energía que la que nos suministra la materia. Si consideramos nuestra voluntad o volición a priori haciendo abstracción de la experiencia, nunca seremos capaces de inferir de

ella efecto alguno. Y si recurrimos a la ayuda de la experiencia, ésta nos muestra solamente

objetos contiguos, sucesivos y constantemente unidos. En suma, pues, o bien no tenemos en absoluto la idea de la fuerza y de la energía, y estas palabras carecen enteramente de significa-

ción; o bien no pueden significar otra cosa que aquella determinación del pensamiento, adqui-rida por el hábito, a pasar de la causa a su efecto ordinario. Pero todo aquél que quiera enten-

der a fondo esto deberá consultar al autor mismo. Para mí es suficiente si logro hacer captar a

la gente ilustrada, que hay en esta cuestión cierta dificultad, y que quien pretenda resolverla deberá decirnos algo muy nuevo y extraordinario, algo tan nuevo como la dificultad misma.

Hume finaliza su análisis del razonamiento causal comentando el carácter escéptico de sus conclu-siones. La mayoría de las operaciones intelectuales están limitadas por la experiencia, lo cual sig-nifica que dependen del hábito y de determinados sentimientos que acaban imponiéndose con mayor fuerza de la que pueda alcanzar nunca un razonamiento demostrativo. Pero ello no significa que podamos liberarnos fácilmente de nuestras creencias; no es posible vivir de forma totalmente escéptica, sin creencia alguna; es cierto que, desde un punto de vista teórico (filosófico), hay sufi-cientes motivos para sospechar de todas nuestras creencias, pero no forma parte de nuestra natu-raleza la posibilidad de vivir de acuerdo con estas conclusiones.

27. Por todo lo que se ha dicho, advertirá fácilmente el lector que la filosofía contenida en ese libro es muy escéptica y tiende a darnos una noción de las imperfecciones y de los límites es-

trechos del entendimiento humano. Casi todo el razonamiento está aquí reducido a la experien-

cia; y la creencia que acompaña a la experiencia es explicada como no otra cosa que un senti-miento peculiar, o una concepción viva producida por el hábito. Por cierto, esto no es todo:

cuando creemos en una cosa de existencia externa, o suponemos que un objeto existe un mo-mento después de no ser ya percibido, esta creencia no es otra cosa que un sentimiento de la

misma especie. Nuestro autor insiste en otros varios tópicos escépticos; y, en suma, concluye

que asentimos a nuestras facultades y que empleamos nuestra razón únicamente porque no podemos impedirlo. La filosofía haría de todos nosotros unos pirronianos completos, si la natu-

raleza no fuera demasiado fuerte para impedirlo.

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2.3. Crítica de la noción de sustancia. La noción tradicional de sustancia supone que además de las cualidades que percibimos en los objetos –su olor, su color, etc.- existiría algo distinto, una especie de naturaleza esencial común a todos los objetos que muestran las mismas cualidades. Pero la mente sólo percibe las cualidades particulares, nunca percibimos impresión alguna que corresponda a esa supuesta idea, por lo que, en conclusión, “no tenemos idea alguna de sustancia de ninguna clase”. Esta crítica de la idea de sustancia está dirigida especialmente contra la filosofía cartesiana que había afirmado la existencia de una sustancia pensante (res cogitans). Las percepciones no se dan en el pensamiento, como si éste fuera algo distinto a ellas; las percepciones componen el pensamiento. La mente, la concien-cia, no es una unidad, un yo unitario, como había defendido Descartes, sino una multiplicidad de

percepciones “todas unidas en conjunto, pero sin una simplicidad o identidad perfectas”.

28. Terminaré con la lógica de este autor, comentando dos posiciones que parecen ser pecu-

liares de él como, por lo demás, lo son muchas de sus opiniones. Afirma que el alma, en cuanto podemos concebirla, no es sino un sistema o serie de percepciones diferentes tales como las

del frío y calor, amor y odio, pensamientos y sensaciones, todas unidas en conjunto, pero sin una simplicidad o identidad perfectas. Descartes sostenía que el pensamiento era la esencia de

la mente, no tal o cual pensamiento, sino el pensamiento en general. Esto parece ser absolu-

tamente ininteligible, puesto que todo lo que existe es particular. Y, por tanto, han de ser nuestras diferentes percepciones particulares las que compongan la mente. Digo componer la

mente y no pertenecer a la mente. La mente no es una sustancia en la que estén inherentes las percepciones. Esta noción es tan ininteligible como la cartesiana según la cual el pensamiento,

o percepción en general, es la esencia de la mente. No tenemos idea alguna de sustancia de

ninguna clase, pues sólo tenemos idea de lo que deriva de alguna impresión, y no tenemos impresión de sustancia alguna, ya sea material o espiritual. No conocemos nada fuera de las

cualidades y de las percepciones particulares. Del mismo modo que nuestra idea de un cuerpo, un melocotón por ejemplo, es solamente la idea de ciertas cualidades particulares: sabor, color,

figura, tamaño, consistencia..., etc. Así nuestra idea de una mente es solamente aquélla de las percepciones particulares, sin la noción de cosa alguna a la que llamamos sustancia, sea simple

o sea compuesta.

2.4. Crítica del concepto de espacio infinitamente divisible

29. El segundo principio que me propuse comentar se relaciona con la geometría. Habiendo

negado la infinita divisibilidad de la extensión, nuestro autor se ve obligado a refutar los argu-mentos matemáticos que han sido aducidos en favor de ella; y que son, por lo demás, los úni-

cos que tienen algún peso. Objeta que la geometría sea una ciencia suficientemente exacta

para admitir conclusiones tan sutiles como las referidas a la divisibilidad infinita. Sus argumen-tos pueden ser expuestos así: Toda la geometría está fundada en las nociones de igualdad y

desigualdad; y, por consiguiente, según tengamos o no una regla exacta para juzgar esta rela-ción, admitirá o no la ciencia misma una gran exactitud. Ahora bien, hay una regla exacta de la

igualdad, si suponemos que la cantidad está compuesta de puntos indivisibles. Dos líneas son

iguales cuando el número de puntos que la componen son iguales en ambas, y cuando cada punto de una de ellas corresponde a un punto de la otra. Pero, aunque esta regla sea exacta no

sirve de nada, pues jamás podemos calcular el número de puntos de una línea. Está fundada además en la suposición de una divisibilidad finita, y por consiguiente, nunca puede proporcio-

nar ninguna conclusión contra ésta. Si rechazamos esta regla de la igualdad no disponemos de ninguna otra que pretenda ser exacta. Encuentro que hay dos de las cuales se hace uso co-

múnmente. Se dice de dos líneas de más de una yarda, por ejemplo, que son iguales, cuando

contienen un número igual de veces una cantidad inferior, por ejemplo, una pulgada. Pero esto es girar dentro de un círculo. Pues la cantidad que llamamos una pulgada en una de las líneas,

se supone que es igual a la que llamamos una pulgada en la otra; y subsiste, entonces, la cuestión de saber cuál es la regla según la que procedemos cuando las juzgamos iguales; o, en

otras palabras, qué significamos cuando decimos que son iguales. Si tomamos cantidades aún

más pequeñas continuaremos al infinito. No hay, pues, una regla para juzgar la igualdad. La mayor parte de los filósofos, cuando se les pregunta qué entienden por igualdad responden que

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la palabra no admite definición, y que es suficiente colocar ante nosotros dos cuerpos iguales,

por ejemplo, dos diámetros de un círculo, para hacernos comprender ese término. Ahora bien,

esto es tomar la apariencia general de los objetos como regla de esa proporción y convertir a nuestra imaginación y nuestros sentidos en jueces últimos de ella. Pero una regla tal no admite

ninguna exactitud y jamás puede proporcionar conclusión alguna contraria a la imaginación y a los sentidos. Que esta cuestión sea justa o no, es cosa que debe juzgarla gente ilustrada. Sería

ciertamente de desear que se descubriese algún expediente para reconciliar la filosofía y el

sentido común, los cuales, en lo concerniente a la cuestión de la divisibilidad infinita, han li-brado entre sí muy crueles guerras.

3. Resumen del segundo volumen del Tratado de la naturaleza humana: las pasiones (30-34)

El resumen de la segunda parte del TNH, cuyo objeto es el estudio de las pasiones, es mucho más escueto que el dedicado a la primera. Tras mencionar algunos de los temas iniciales –examen del orgullo, la humildad, el amor y el odio-, Hume se centra en el problema de la libertad (libre arbi-trio). La cuestión crucial consiste en decidir si la conducta humana esta sometida o no a condiciones o factores determinantes. Hume considera que la teoría expuesta en la primera parte del TNH acerca de la relación causal entre objetos o fenómenos físicos permite resolver el dilema. Según esta teo-ría, “las operaciones de los cuerpos exteriores son necesarias, y ... en la comunicación de sus mo-vimientos, en su atracción y mutua cohesión, no hay el menor rastro de indiferencia o libertad”. Es cierto que la mente nunca dispone de una impresión correspondiente a la conexión necesaria entre dos hechos; pero su conjunción constante genera en la mente la idea de necesidad y, por ello, el entendimiento acaba infiriendo (deduciendo) uno del otro. Hume defiende que el mismo argu-mento ha de servir para explicar la conducta humana; en este caso, ello significa considerar que determinadas acciones (efectos) están provocadas siempre por los mismos motivos (causas). Hume admite que no podemos estar totalmente seguros de lo que hará una persona en determina-das circunstancias; pero esta incertidumbre es la misma que nos genera el curso de los aconteci-mientos naturales.

30. Tenemos ahora que proceder a dar alguna idea del segundo volumen de esa obra, que

trata de las pasiones. Es más fácil de comprender que el primero, aunque contiene opiniones

que no son menos nuevas y extraordinarias. El autor comienza con el orgullo y la humildad. Observa que los objetos que excitan estas pasiones son muy numerosos y en apariencia muy

diferentes entre sí. El orgullo o la autoestima puede surgir de las cualidades de la mente: ta-lento, buen sentido, saber, coraje, integridad; de las cualidades del cuerpo: belleza, fuerza,

agilidad, buenas maneras, destreza en la danza, en la equitación o en la esgrima; de las ven-

tajas exteriores: país, familia, hijos, relaciones, riqueza, casa, jardines, caballos, perros, vesti-dos. Luego se dedica a descubrir cuál es la circunstancia común, en la que todos esos objetos

coinciden y que es causa de que operen sobre las pasiones. Su teoría se extiende igualmente al amor y al odio y a otras afecciones. Como estas cuestiones, aunque curiosas, no podrían resul-

tar inteligibles sin un largo discurso, también las omitiremos aquí.

31. Quizá el lector prefiera ser informado sobre lo que nuestro autor dice respecto del libre arbitrio. Ha enunciado la fundamentación de su doctrina al tratar de la causa y el efecto, como

la expuse más arriba. «Es universalmente reconocido que las operaciones de los cuerpos exte-riores son necesarias, y que en la comunicación de sus movimientos, en su atracción y mutua

cohesión, no hay el menor rastro de indiferencia o libertad »... «Por consiguiente, todo lo que a

este respecto se comporta como la materia debe ser reconocido como necesario. Para saber si tal es el caso con las acciones de la mente, podemos examinar la materia y considerar en qué

se funda la idea de que hay necesidad en sus operaciones, y por qué concluimos que un cuerpo o una acción es la causa infalible de otro cuerpo o de otra acción».

32. Ya se ha observado que no hay caso alguno, en el que la conexión última de algún objeto

pueda ser descubierta por nuestros sentidos o por nuestra razón, y que jamás podemos pene-

trar suficientemente en la esencia y en la construcción de los cuerpos para percibir el principio

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en el cual se funda su influencia mutua. Su constante unión y solamente ella, es con lo que

estamos familiarizados; y es de la unión de donde surge la necesidad, cuando la mente se de-

termina a pasar de un objeto al que de ordinario lo acompaña, y a inferir la existencia del uno de la existencia del otro. Hay aquí, entonces, dos puntos que vamos a considerar como esen-

ciales en la necesidad, y son: la unión constante y la inferencia de la mente: en todas partes donde los descubrimos, debemos reconocer una necesidad. Ahora bien, nada es más evidente

que la unión de ciertas acciones con ciertos motivos. Si todas las acciones no se hallan cons-

tantemente unidas con sus motivos propios, esta incertidumbre no es mayor que la que se puede observar todos los días en las acciones de la materia, donde, por razón de la mezcla y de

la incertidumbre de las causas, el efecto es a menudo variable e incierto. Treinta gramos de opio matarán a cualquier hombre que no esté acostumbrado a él, mientras que treinta gramos

de ruibarbo no siempre lo purgarán. Del mismo modo, el temor de la muerte siempre hará que un hombre se salga de su camino veinte pasos, mientras que no siempre le hará cometer una

mala acción.

33. Y así como hay a menudo una conjunción constante de las acciones de la voluntad con sus

motivos, la inferencia de las unas a las otras es frecuentemente tan cierta como cualquier razo-namiento referente a los cuerpos; y siempre hay un inferencia proporcional a la constancia de

la conjunción. En esto se funda nuestra creencia en los testimonios, nuestra confianza en la

historia e incluso toda clase de evidencia moral y casi la totalidad de la conducta en la vida.

34. Nuestro autor pretende que este razonamiento pone toda esta controversia bajo una nueva luz, al proporcionar una definición nueva de la necesidad. En efecto, los abogados más celosos

del libre arbitrio tendrán que reconocer esta unión y esta inferencia en lo que concierne a las acciones humanas; solamente negarán que toda la necesidad se reduzca a esto. Pero entonces

deberán mostrar que tenemos una idea de algo diferente en las acciones de la materia; lo que

resulta imposible de acuerdo al razonamiento precedente.

4. Las leyes de asociación de ideas Tras completar el resumen del TNH, Hume añade una observación sobre el principio de la asocia-ción de ideas. Este principio está presente en toda la obra y, por ello, merece una mención aparte. Por un lado, hay que recordar que la imaginación tiene una libertad muy amplia para componer y recomponer las ideas, creando todo tipo de ficciones y representaciones fantásticas. Pero, por otro lado, Hume advierte que el pensamiento suele discurrir de forma cohesionada, pasamos de una idea a otra porque entre ellas existe algún nexo –“un lazo secreto, una unión secreta”. Estos nexos o principios de asociación son: la semejanza, la contigüidad y la causalidad.

35. De un extremo a otro de ese libro se siente la gran pretensión de nuevos descubrimientos en filosofía; pero si algo puede justificar para el autor un nombre tan glorioso como el de in-

ventor, es el uso que hace del principio de la asociación de las ideas, que penetra casi toda su filosofía. Nuestra imaginación tiene una gran autoridad sobre nuestras ideas, y no hay ideas,

por diferentes que sean unas de otras, que ella no pueda separar, unir o combinar en toda suerte de ficciones. Pero, a pesar del imperio de la imaginación, hay un lazo secreto, una unión

secreta entre ciertas ideas particulares, que es causa de que la mente las junte más frecuente-

mente y que hace que una de ellas, al aparecer, introduzca a la otra. De ahí surge lo que se llama en la conversación el a propósito del discurso; de ahí la conexión de un escrito; de ahí

también ese hilo o esa cadena del pensamiento que el hombre sigue naturalmente hasta en el ensueño más vago. Estos principios de asociación se reducen a tres, que son: la semejanza: un

retrato nos hace pensar naturalmente en el hombre representado en él; la contigüidad: si se

menciona Saint Denis, la idea de París se presenta naturalmente; la causalidad: si pensamos en el hijo tendemos a dirigir nuestra atención hacia el padre. Será fácil concebir cuán vastas deben

ser las consecuencias de estos principios en la ciencia de la naturaleza humana, si observamos que, en todo lo referente a la mente, son éstos los únicos lazos que ligan las partes del uni-

verso o nos ponen en relación con cualquier persona u objeto exterior a nosotros mismos.

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Pues, como es únicamente por medio del pensamiento como cualquier cosa opera sobre nues-

tras pasiones, y como estos principios son los únicos lazos de nuestros pensamientos, ellos

constituyen en realidad para nosotros el cemento del universo, y todas las operaciones de la mente deben en gran medida depender de ellos.

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D. Lectura de la “INVESTIGACIÓN SOBRE LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL, APÉNDICE I” 1. Introducción

La pasividad de la razón

Hume se enfrenta al intelectualismo moral tradicional. El entendimiento apenas tiene influencia decisiva en nuestro comportamiento; ciertamente es utilizado para medir y calcular los elementos y consecuencias que afectan a nuestras acciones, pero el motivo último de una decisión no es nunca una razón, sino una pasión o

emoción.

9 « Nada es más corriente en la filosofía, e incluso en la vida cotidiana, que el que, al hablar

del combate entre pasión y razón, se otorgue ventaja a esta última, afirmando que los hombres son virtuosos únicamente en cuanto que se conforman a los dictados de la razón. [...] No hay

tampoco campo más amplio, tanto para argumentos metafísicos como para declamaciones

populares, que esta supuesta primacía de la razón sobre la pasión. La eternidad, invariabilidad y origen divino de la primera han sido presentadas para hacerla más ventajosa, mientras que se

ha insistido fuertemente en la ceguera, inconstancia y falsedad de la segunda. A fin de mostrar la falacia de toda esta filosofía, intentaré probar, primero: que la razón no puede ser nunca

motivo de una acción de la voluntad; segundo: que la razón no puede oponerse nunca a la pasión en lo concerniente a la dirección de la voluntad.

1ª Prueba: la razón, al ocuparse de cálculos matemáticos o de inferencias causales, siempre actúa como conse-cuencia de que un interés previo se ha despertado en relación a algún fin; Hume no niega que su actividad sea útil para alcanzar con efectividad ese fin, lo que niega es que sea capaz de generar el interés previo. Así pues,

primero sentimos un interés hacia algo, después pensamos como reaccionar del modo más conveniente.

El entendimiento se ejerce de dos formas diferentes: en cuanto que juzga por demostración, o

por probabilidad; esto es, en cuanto que considera las relaciones abstractas de nuestras ideas, o aquellas otras de objetos de las que sólo la experiencia nos proporciona información. Creo

que difícilmente podrá afirmarse que la primera especie de razonamiento es por sí sola causa

de una acción. Dado que su ámbito propio es el mundo de las ideas, mientras que la voluntad nos sitúa siempre en el de la realidad, la demostración y la volición parecen por ello destruirse

mutuamente por completo. Es verdad que las matemáticas son útiles en todas las operaciones mecánicas, y la aritmética lo es en casi todo oficio y profesión, pero no es por sí mismas por lo

que tienen influencia. La mecánica es el arte de regular los movimientos de los cuerpos para algún fin o propósito intencionados. [...]

[En cuanto a la segunda operación del entendimiento] es obvio que cuando esperamos de al-gún objeto dolor o placer, sentimos una emoción consiguiente de aversión o inclinación, y so-

mos llevados a evitar o aceptar aquello que nos proporciona dicho desagrado o satisfacción. Igualmente es obvio que esta emoción no se limita a esto, sino que, haciéndonos volver la vista

en todas direcciones, percibe qué objetos están conectados con el original mediante la relación

de causa y efecto. Aquí, pues, tiene lugar el razonamiento para descubrir esta relación, y, se-gún varíe nuestro razonamiento, recibirán nuestra acciones una subsiguiente variación. Pero en

este caso es evidente que el impulso no surge de la razón, sino que es únicamente dirigido por ella. De donde surge la aversión o inclinación hacia un objeto es de la perspectiva de dolor o

placer. [...] Nunca nos concerniría en lo más mínimo el saber que tales objetos son causas y

tales efectos, si tanto las causas como los efectos nos fueran indiferentes. [...]

2ª Prueba: el impulso, aquello que motiva una acción, sólo puede ser contrarrestado por otro impulso; si la razón fuera una fuente de impulsos, si tuviera capacidad para motivar la conducta, debería ser capaz de evitar, desde el inicio, cualquier acto voluntario; pero, en realidad, esto no sucede: nuestra mente no puede impedir que surja en nosotros determinada apetencia hacia algo.

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Nada puede oponerse al impulso de una pasión, o retardarlo, sino un impulso contrario, y si

este impulso contrario surgiera de la razón, esta facultad debería tener una influencia originaria sobre la voluntad, y ser capaz de causar o evitar cualquier acto volitivo. Pero si la razón no

tiene influencia originara alguna, es imposible que pueda oponerse a un principio que sí posee esa eficiencia, como también lo es que pueda suspender la mente siquiera por un momento.

[...]

No nos expresamos estrictamente ni de un modo filosófico cuando hablamos del combate entre

la pasión y la razón. La razón es, y sólo debe ser, esclava de las pasiones, y no puede pretender otro oficio que el de servirlas y obedecerlas.

Las pasiones son, empleando nuestro lenguaje académico, un principio o arché, es decir, son originarias porque no representan nada distinto a sí mismas; en cambio, como ya sabemos, el entendimiento, en tanto que copia de impresiones previas, siempre se refiere a algo distinto y es, por tanto, secundario o derivado, no un arché. La verdad o falsedad es una propiedad sólo de los juicios del entendimiento; nadie está equivocado por sentir amor u odio.

Una pasión es una existencia (realidad) original y no contiene ninguna cualidad representativa

que la haga copia de otra existencia (realidad). Cuando estoy encolerizado, yo poseo realmente

la pasión, y en esa emoción no tengo una mayor referencia a algún otro objeto que cuando estoy sediento, enfermo o tengo más de cinco pies de alto. [...]

No es contrario a la razón el preferir la destrucción del mundo entero a tener un rasguño en mi

dedo. No es contrario a la razón que yo prefiera mi ruina total con tal de evitar el menor sufri-

miento a un indio o a cualquier otra persona desconocida». TNH

La virtud moral.

Dado que la razón es enteramente pasiva por lo que se refiere a la conducta humana, son los sentimientos los que constituyen el fundamento de nuestras distinciones morales: lo bueno, en sentido moral, es aquello que nos agrada, y lo malo, lo contrario.

10 «Dado que la moral influye en las acciones y afecciones, se sigue que no podrá derivarse

de la razón, porque la sola razón no puede tener nunca una tal influencia, como ya hemos pro-bado. [...]

Cuando reputáis una acción o un carácter como viciosos, no queréis decir otra cosa sino que,

dada la constitución de vuestra naturaleza, experimentáis una sensación o sentimiento de cen-sura al contemplarlos. Por consiguiente, el vicio y la virtud pueden compararse con los sonidos,

colores, calor y frío, que, según la moderna filosofía, no son cualidades en los objetos, sino

percepciones en la mente. [...]

Dado que las impresiones distintivas del bien o el mal morales no consisten sino en un particu-lar dolor o placer, se sigue que, en todas las investigaciones referentes a esas distinciones mo-

rales, bastará mostrar los principios que nos hacen sentir satisfacción o desagrado al contem-

plar un determinado carácter, para tener una razón convincente por la que considerar ese ca-rácter como elogiable o censurable».

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2. El Emotivismo Moral (Javier Echegoyen Olieta)

Es la teoría ética según la cual el fundamento de la experiencia moral no lo encontramos en la

razón sino en el sentimiento que las acciones y cualidades de las personas despiertan en noso-tros. Aunque este título no se encuentra en las investigaciones éticas de Hume, podemos utili-

zarlo para caracterizar su punto de vista en relación con el fundamento de la moral.

El emotivismo moral se opone al intelectualismo moral. Esta última teoría moral afirma que la

condición necesaria y suficiente para la conducta moral es el conocimiento; por ejemplo, que

para ser buenos es necesario y suficiente el conocimiento de la bondad. Esta teoría parece contraria a las ideas corrientes pues para la mayoría de las personas se puede ser malo sa-

biendo sin embargo qué es lo que se ha de hacer, cuál es nuestro deber. El emotivismo moral se acerca mucho más a la concepción corriente o de sentido común al desatacar la importancia

de la esfera de los sentimientos y las emociones en la vida moral. Hume es su más importante defensor en la filosofía moderna.

En el Apéndice I de su obra “Investigación sobre los principios de la moral”, Hume presenta con

claridad las tesis básicas del emotivismo moral y de su crítica al racionalismo moral: comienza planteando el problema: ¿cuáles son los principios generales de la moral?, ¿en qué medida la

razón o el sentimiento entran en todas las decisiones de alabanza o censura?, e inmediata-mente señala que la razón tiene una aportación notable en la alabanza moral: las cualidades o

las acciones que alabamos son aquellas que guardan relación con la utilidad, con las

consecuencias beneficiosas que traen consigo para la sociedad y para su poseedor. Señala tam-bién que, excepto casos sencillos y claros, es muy difícil dar con las leyes más justas, leyes que

respeten los intereses contrapuestos de las personas y las peculiares circunstancias de cada acción. La razón puede ayudarnos a decidir cuáles son las consecuencias útiles o perniciosas de

las cualidades y las acciones, y por lo tanto debe tener cierto papel en la experiencia moral. Sin embargo, Hume intentará mostrar que la razón es insuficiente. Los argumentos más importan-

tes que presenta en dicho Apéndice y que parecen avalar al emotivismo moral antes que al

racionalismo moral, son:

1) Si la razón fuese el fundamento de la moral, entonces lo moral tendría que ser un hecho o

algún tipo de relaciones, dado que la razón solo puede juzgar sobre cuestiones de hecho o relaciones; pero Hume intenta mostrar que no es un hecho: el carácter de mala o buena de

una acción o cualidad no es algo que se incluya como un elemento o propiedad real del ob-

jeto o cosa que valoramos: al no ser una cuestión de hecho, dicho carácter no aparece en la descripción de las propiedades reales de los objetos que podemos percibir (colores, formas,

tamaños, movimientos, ...); vemos por la televisión un reportaje en el que aparece la si-guiente escena: unos individuos armados sacan a otro de un coche, le empujan y éste pro-

testa, hasta que, asustado, se calla; los sujetos armados le obligan a tumbarse en el suelo;

el individuo, nervioso, vuelve de vez en cuando la cabeza hacia los soldados mientras éstos, indiferentes, charlan. De repente, uno de ellos se le aproxima, le apunta con su fusil y le dis-

para en la cabeza, y vemos como su cuerpo se agita, le brota sangre y muere. Si “anatomizamos” esta escena, si describimos minuciosamente todas los hechos que en ella

se dan ¿encontraremos el carácter de malo o bueno de la acción?: encontramos movimien-tos de los cuerpos, los colores de las ropas y de la sangre, los sonidos producidos por las

protestas de la víctima y las imprecaciones de los soldados. La ciencia objetiva nos podría

describir todos los procesos reales que se dan en la situación: la física podría explicar los comportamientos de la trayectoria de la bala, la biología y la medicina los procesos físicos

que intervienen en la acción de los soldados y en la muerte de la víctima, ... pero no encontraríamos por ninguna parte el carácter de malo o bueno de la acción. Esto quiere de-

cir dos cosas: que la bondad o maldad de algo no es un hecho, y que no vemos o percibi-

mos dicha maldad o bondad como percibimos el carácter de rojo de la sangre, o la intensi-dad de las voces, o el nerviosismo de la víctima, ...

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2) Se podría alegar que el carácter criminal de la acción anterior no consiste en un hecho indivi-

dual, sino que es preciso relacionarlos con otras situaciones: aunque el ejemplo anterior se

refiere a un hecho real que ocurrió en un país de Centroamérica, la muerte de un periodista americano a manos de un soldado, podría ocurrir que la víctima fuese un terrorista que aca-

baba de ser detenido tras asesinar a otros soldados, compañeros de los que posteriormente le matan, o que en realidad toda la situación no fuese otra cosa que la ejecución de una

sentencia judicial en un país que castiga de ese modo a quien comete asesinatos. Pero el

carácter de mala o buena de una acción o cualidad tampoco es una propiedad de relación, pues cuando conocemos todos los vínculos entre los sujetos que intervienen en una acción –

un asesinato, por ejemplo–, en la descripción de dichos vínculos tampoco aparece la maldad o bondad de la acción o cualidad; es cierto que a partir de estos nuevos conocimientos algu-

nos podrían modificar de un modo más benevolente y otros de un modo mas severo su jui-cio moral, pero no propiamente porque se perciban nuevos hechos, pues la ampliación de

nuestro conocimiento al aclarar nuevas relaciones nos ofrece solo hechos, no valores. El pro-

pio Hume señala que en las deliberaciones morales es preciso tener un conocimiento de todos los objetos y de sus relaciones, de todas la circunstancias del caso, antes de que sea

correcto dar una sentencia de censura o de aprobación. Si alguna de las circunstancias nos son todavía desconocidas debemos suspender nuestro juicio moral y utilizar nuestras

facultades intelectuales para ponerla en claro. Pero conocidas todas las circunstancias no es

la razón la que juzga sino el corazón, el sentimiento.

3) La esfera moral tiene una clara analogía con la esfera del gusto o experiencia estética: tam-

poco la belleza es una propiedad que se incluya en los objetos mismos; es cierto que en la belleza son importantes las relaciones, por ejemplo la belleza clásica parece que depende

de la proporción, relación y posición de las partes; pero no por ello la percepción de la be-lleza consiste en la percepción de dichas relaciones. La belleza no es una cualidad de las co-

sas sino el efecto que ellas producen sobre la mente, susceptible de recibir tales sentimien-

tos. Ni los sentidos ni el razonamiento es capaz de captar el carácter estético de las cosas. Y lo mismo ocurre, dice Hume en la esfera moral: “el crimen o la inmoralidad no es un hecho

particular o una relación que puede ser objeto del entendimiento, sino que surge por entero del sentimiento de desaprobación, que, debido a la estructura de la naturaleza humana,

sentimos inevitablemente al aprehender la barbarie o la traición”.

4) Existen relaciones similares a las que despiertan en nosotros valoraciones morales que sin embargo no tienen influjo en la moralidad: aunque entre los objetos inanimados o entre los

animales encontramos relaciones similares a las que se producen entre las personas, las pri-meras no despiertan en nosotros valoraciones morales pero las segundas sí: “un árbol joven

que sobrepasa y destruye a su padre guarda en todo las mismas relaciones que Nerón

cuando asesinó a Agripina; y si la moralidad consistiera meramente en relaciones, sin duda alguna sería igualmente criminal”.

5) Los fines últimos de las acciones humanas no dependen de la razón sino del sentimiento. Muchas cosas son deseadas porque sirven para conseguir otras, pero tienen que existir

algunas que sean deseables por sí mismas (no todo lo que se quiere se quiere por otra cosa). La razón es incapaz de dar fines finales: nos muestra los medios que podemos utilizar

para alcanzar nuestros fines, pero no establece que algo sea fin final. Algo se convierte en

fin final cuando despierta en nosotros un sentimiento de agrado. Lo que se desea por sí no lo dicta la razón sino el sentimiento y el afecto humano, el placer y el dolor. Dado que la vir-

tud se quiere por sí misma tiene que ocurrir que se quiera porque despierta en nosotros un sentimiento. Y es precisamente ese sentimiento, y no la razón, el que provoca que la quera-

mos por sí misma.

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Concluye Hume señalando que hay dos esferas en nuestra subjetividad:

1) La esfera de la razón: está a la base del conocimiento del mundo, de la verdad y la false-

dad; descubre lo que hay; nos enseña los medios para alcanzar los fines de nuestras accio-nes; nos muestra las cosas tal y como están realmente en la naturaleza; no es motivo de la

acción.

2) La esfera del gusto: está en la base de la experiencia moral y la estética; da el sentimiento

de belleza y deformidad, de vicio y de virtud; no descubre nada nuevo; en cierto modo crea

rasgos en las cosas: “embelleciendo y tiñendo todos los objetos naturales con los colores que toma del sentimiento interno, origina, en cierto modo, una nueva creación”; da placer o

dolor; se convierte en motivo de acción, y en el resorte o impulso para el deseo y la volición.

La moral descansa fundamentalmente en los sentimientos: Hume creerá que hay sentimientos morales, sentimientos que se despiertan en nosotros con ocasión de la percepción de ciertas

acciones o cualidades de las personas. El sentimiento moral básico es el que denomina

“humanidad”: sentimiento positivo por la felicidad del género humano, y resentimiento por su miseria. Llamamos acciones virtuosas a todas las acciones que despiertan en nosotros dicho

sentimiento, y vicios a las que despiertan en nosotros el sentimiento negativo. Una de las dificultades de este punto de vista es que parece caer en el subjetivismo y relati-

vismo moral. Hume intentó eliminar estas consecuencias subjetivistas o relativistas distinguiendo

distintos tipos de sentimientos de agrado y desagrado y estableciendo ciertas condiciones necesarias para que sea correcto identificar el agrado con el sentimiento moral. Consideró tam-

bién que todos los hombres tienen dichos sentimientos y que aparecen de la misma manera en todos, puesto que se encuentran en nuestra propia naturaleza.

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3. Texto de la “Investigación sobre los principios de la moral, apéndice I”

Sobre el sentimiento moral

102. Si la hipótesis anterior es aceptada, nos será fácil ahora determinar la primera cuestión propuesta, relativa a los principios generales de la moral; y aunque pospusimos la decisión de

esta cuestión para no envolvernos entonces en intrincadas especulaciones, inadecuadas en discursos morales, debemos proseguirla ahora y examinar en qué medida la razón o el senti-

miento entran en todas las decisiones de alabanza o de censura.

Supuesto que un fundamento principal de la alabanza moral está en la utilidad de cualquier

cualidad o acción, es evidente que la razón ha de tener una participación notable en todas las decisiones de esta clase; puesto que nada, sino esta facultad, puede instruirnos sobre la ten-

dencia de las cualidades y acciones y señalar sus consecuencias beneficiosas para la sociedad y para su posesor. En muchos casos es un asunto sujeto a gran controversia: pueden surgir du-

das, darse intereses opuestos y debe darse preferencia a un extremo, por sutiles consideracio-

nes y por un pequeño predominio de la utilidad. Esto es de notar, particularmente, respecto a la justicia, como es natural suponer por esa especie de utilidad que acompaña a esta virtud. Si

cada uno de los casos de justicia fuera útil, como los de la benevolencia, a la sociedad, la situa-ción sería más simple, y rara vez estaría sujeta a controversia. Pero como los casos individuales

de la justicia son perniciosos con frecuencia en su primera e inmediata tendencia, y como las

ventajas para la sociedad resultan sólo de la observación de la regla general y de la concurren-cia y combinación de varias personas en la misma conducta equitativa, el caso aquí se vuelve

más intrincado y complejo. Las varias circunstancias de la sociedad, las varias consecuencias de cualquier práctica, los varios intereses que pueden proponerse: todo ello, en muchas ocasiones,

es dudoso y sujeto a gran discusión y encuesta. El objeto de las leyes municipales es determi-nar todas las cuestiones respecto a la justicia: los debates de los ciudadanos; las reflexiones de

los políticos; los precedentes de la historia y archivos públicos; todos ellos se enderezan al

mismo propósito. Y a menudo son necesarios una razón o juicio muy certeros para pronunciar la determinación verdadera entre tan intrincadas dudas, nacidas de utilidades oscuras u

opuestas.

103. Pero, aunque la razón plenamente asistida y mejorada sea bastante para instruirnos sobre

las tendencias útiles o perniciosas de las cualidades y acciones, no es, por sí sola, suficiente para producir ninguna censura o aprobación moral. La utilidad es sólo una tendencia hacia

cierto fin; y, si el fin nos fuera totalmente indiferente, sentiríamos la misma indiferencia por los medios. Hace falta que se despliegue un sentimiento para dar preferencia a las tendencias úti-

les sobre las perniciosas. Este sentimiento no puede ser sino un sentimiento por la felicidad del

género humano, y un resentimiento por su miseria, puesto que éstos son los diferentes fines que la virtud y el vicio tienden a promover. Por tanto, la razón nos instruye sobre las varias

tendencias de las acciones, y la humanidad distingue a favor de las que son útiles y beneficio-sas.

104. De la anterior hipótesis aparece clara la división entre las facultades del entendimiento y del sentimiento en todas las decisiones morales. Mas supondré que esta hipótesis es falsa: hará

falta, pues, buscar otra teoría que sea satisfactoria; y me atrevo a afirmar que no se hallará ninguna, mientras supongamos que la razón es la única fuente de la moral. Para probarlo con-

vendrá sopesar las cinco consideraciones siguientes: I. Es fácil para una hipótesis falsa mante-

ner una apariencia de verdad; mientras no se sale de generalidades, usa términos indefinidos y emplea comparaciones en vez de ejemplos. Esto es notable, particularmente, en esa filosofía

que adscribe el discernimiento de todas las distinciones morales sólo a la razón, sin que el sen-timiento concurra. Es imposible que, en ningún caso concreto, pueda hacerse inteligible esa

hipótesis, sea cual fuere la especiosidad de la figura que tome en declamaciones y discursos.

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Examínese el crimen de la ingratitud, por ejemplo; ocurre éste siempre que observamos, por

una parte, buena voluntad expresada y conocida, junto con la prestación de buenos oficios y,

por otra, y a cambio, mala voluntad o indiferencia, y malos oficios o descuido. Anatomizad to-das esas circunstancias y examinad, sólo con la razón, en qué consiste el demérito o censura.

Nunca llegaréis a una conclusión.

105. La razón juzga sobre cuestiones de hecho o relaciones. Inquirid, primero, dónde está aquí

la cuestión de hecho que hemos llamado crimen e indicadla; determinad el tiempo de su exis-tencia; describid su esencia o naturaleza; explicad a cuál sentido o facultad se revela. Reside en

la mente de la persona ingrata. Debe, pues sentirla y tener conciencia de ella. Pero no hay nada allí, excepto la mala voluntad o la indiferencia absoluta. No podéis decir que éstas, por sí

mismas, siempre y en todas las circunstancias sean crímenes. No, son crímenes solamente

cuando van dirigidas contra personas que, antes, han expresado y desplegado buena voluntad hacia nosotros. En consecuencia, podemos inferir que el crimen de ingratitud no es un hecho

concreto e individual, sino que se origina de una complicación de circunstancias, las cuales, presentadas al espectador, excitan el sentimiento de censura, debido a la particular estructura y

constitución de su mente.

106. Esta representación, me diréis, es falsa. El crimen no consiste en un hecho individual, de

cuya realidad nos asegura la razón; consiste en ciertas relaciones morales, descubiertas por la razón, del mismo modo que por ella descubrimos las verdades de la geometría o del álgebra.

Pero, pregunto, ¿de qué relaciones habláis? En el caso expuesto antes, veo en una persona buena voluntad y buenos oficios y, en otra, voluntad y oficios malos. Entre éstas hay una rela-

ción de contrariedad. ¿Consiste el crimen en esta relación? Mas supongamos que una persona

manifestara mala voluntad hacia mí o que me hiciera malos oficios, y yo, a cambio, fuera indi-ferente con él o le hiciera buenos oficios. Aquí se da la misma relación de contrariedad. Y, sin

embargo, mi conducta es frecuentemente muy laudable. Refuércese y dese a esta materia tantas vueltas como se quiera. Nunca se logrará hacer descansar la moralidad en la relación,

sino que habremos de recurrir a las decisiones del sentimiento. Cuando se afirma que dos más

tres son igual a la mitad de diez, comprendo perfectamente esta relación de igualdad. Concibo que si diez es dividido en dos partes, una de las cuales tiene tantas unidades como la otra y si

una de estas partes es comparada a dos más tres, contendrá tantas unidades como el número compuesto. Pero, cuando se compara esto con las relaciones morales confieso que no puedo

entenderlo en modo alguno. Una acción moral, un crimen, tal como la ingratitud, es un objeto

complicado. ¿Consiste la moralidad en la relación de sus partes entre sí? ¿Cómo? ¿De qué ma-nera? Especificad la relación, sed más concretos y explícitos en vuestras proposiciones, y fácil-

mente veréis su falsedad.

107. No, decís; la moralidad consiste en la relación de las acciones morales con la regla de lo

justo; y son denominadas buenas o malas, según concuerden o no con ella. ¿Qué es esa regla de lo justo? ¿En qué consiste? ¿Cómo se determina? Por la razón, decís, que examina las rela-

ciones morales de las acciones. De tal modo las relaciones son determinadas por la compara-ción de la acción con la regla. Y esa regla es determinada considerando las relaciones morales

de los objetos. ¿No es éste un razonamiento refinado?

Todo esto es metafísica, exclamáis. Basta, entonces; no hace falta más para tener una fuerte

sospecha de falsedad. Sí, contesto, aquí hay metafísica, con toda seguridad, pero por vuestra parte, que avanzáis hipótesis absurdas que nunca pueden hacerse inteligibles, ni cuadrar con

ningún caso ni ejemplo concreto. La hipótesis que defendemos es sencilla. Mantiene que la moralidad es determinada por el sentimiento. Define que la virtud es cualquier acción mental o

cualidad que dé al espectador un sentimiento placentero de aprobación; y vicio, lo contrario.

Pasamos entonces a examinar un caso concreto, a saber, qué acciones ejercen esta influencia. Consideramos todas las circunstancias en las cuales coinciden esas acciones y, de ahí, nos en-

caminamos a extraer algunas observaciones generales respecto a estos sentimientos. Si a esto

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lo llamáis metafísica y halláis en ello algo abstruso, no tendréis otra cosa que hacer, sino reco-

nocer que vuestro tipo de mente no es apropiado para las ciencias morales.

108. II. Siempre que un hombre delibera sobre su propia conducta (por ejemplo, si en una

emergencia concreta ayudará al propio hermano o a un benefactor), él debe considerar estas relaciones separadas, con todas las circunstancias y situaciones de las personas, para determi-

nar el deber y la obligación superiores; y, para determinar la proporción de las líneas de cual-

quier triángulo, es necesario examinar la naturaleza de esa figura y las relaciones que sus va-rias partes guardan entre sí. Pero, pese a esta aparente similitud de los dos casos, hay en el

fondo una gran diferencia entre ellos. Un razonador especulativo considera, respecto a los triángulos y círculos, las relaciones dadas y conocidas entre las partes de estas figuras y de ahí

infiere alguna relación desconocida que depende de las primeras. Pero en las deliberaciones

morales debemos estar familiarizados de antemano con todos los objetos y todas sus relaciones mutuas; y, de la comparación del todo, determinamos nuestra elección o aprobación. No hay

ningún hecho nuevo del que cerciorarse, ni ninguna nueva relación que descubrir. Se da por supuesto que todas las circunstancias del caso están ante nosotros antes de que podamos de-

terminar una sentencia de censura o de aprobación. Si una circunstancia material fuera todavía desconocida o dudosa hemos de ejercer primero nuestra investigación o nuestras facultades

intelectuales para asegurarnos de ella; y debemos suspender durante cierto tiempo toda deci-

sión o sentimiento moral. Mientras ignoramos si un hombre fue el agresor o no, ¿cómo pode-mos determinar si la persona que lo mató es criminal o inocente? Pero, después de ser conoci-

das todas las circunstancias, todas las relaciones, el entendimiento no tiene ya lugar para ope-rar, ni objeto sobre el que emplearse. La aprobación o la censura que se sigue no puede ser

obra del juicio, sino del corazón; y no es una proposición especulativa, sino un sentir activo o

sentimiento. En las disquisiciones del entendimiento, a partir de circunstancias y relaciones conocidas, inferimos otras nuevas y desconocidas. En las decisiones morales, todas las cir-

cunstancias y relaciones deben ser conocidas previamente; y la mente, por la comparación del todo, siente una nueva impresión de afecto o de disgusto, de estima o de desprecio, de apro-

bación o de censura.

109. De ahí la gran diferencia entre un error de hecho y otro de derecho; y de ahí la razón por

la que uno es criminal, por lo común, y no el otro. Cuando Edipo mató a Laio, ignoraba la rela-ción y, por las circunstancias, de modo inocente e involuntario, formó una opinión errónea de la

acción que realizó. Pero cuando Nerón mató a Agripina, todas las relaciones entre él y la per-

sona, y todas las circunstancias del hecho, le eran conocidas previamente; pero el motivo de la venganza, miedo o interés, prevalecieron en su salvaje corazón sobre los sentimientos del de-

ber y de la humanidad. Y cuando abominamos de él, a lo que enseguida se hizo insensible, no es porque veamos relaciones que él ignoraba, sino que, por la rectitud de nuestra disposición,

experimentamos sentimientos para los que él estaba endurecido por la lisonja y una larga per-severancia en los más enormes crímenes. En estos sentimientos, por tanto, y no en el descu-

brimiento de relaciones de cualquier tipo, consisten todas las determinaciones morales. Antes

de pretender formar una decisión de esta clase, todo debe ser conocido y averiguado respecto al objeto o a la acción. Por nuestra parte no queda sino experimentar un sentimiento de cen-

sura o aprobación, a partir del cual decidimos si la acción es criminal o virtuosa.

110. III. Esta doctrina se hará más evidente todavía si comparamos la belleza moral con la

natural, con la que guarda semejanza en muchos aspectos. La belleza natural depende de la proporción, relación y posición de las partes; pero sería absurdo inferir de ahí que la percepción

de la belleza, como la de la verdad en los problemas geométricos, consiste totalmente en la percepción de relaciones, y es realizada por entero por el entendimiento o las facultades inte-

lectuales. En todas las ciencias nuestra mente investiga, a partir de las relaciones conocidas, las

desconocidas. Pero en todas las decisiones del gusto o de la belleza externa todas las relacio-nes son, de antemano, obvias para los ojos; y de ahí pasamos a experimentar un sentimiento

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de complacencia o de disgusto, según la naturaleza del objeto y la disposición de nuestros

órganos.

Euclides ha explicado completamente todas las cualidades del círculo; pero en ninguna proposi-

ción ha dicho una palabra sobre su belleza. La razón es evidente. La belleza no es una cualidad del círculo. No está en ninguna parte de la línea cuyos puntos equidistan de un centro común.

Es sólo el efecto que esa figura produce sobre la mente, cuya peculiar estructura la hace sus-

ceptible de tales sentimientos. En vano se buscaría en el círculo, por los sentidos o por el razo-namiento matemático, en todas las propiedades de esa figura.

Escuchad a Paladio y a Perrault, cuando explican todas las partes y proporciones de una co-

lumna. Hablan de la cornisa y del friso, de la basa y del entablamiento, del fuste y del arqui-

trabe; dan la posición y descripción de cada uno de estos miembros. Pero si les preguntarais por la posición y descripción de su belleza, responderían al punto que la belleza no está en

ninguna de las partes o miembros de una columna, sino que resulta del conjunto, cuando esa complicada figura se presenta a una mente inteligente, capaz de tener tales refinadas sensacio-

nes. Hasta que aparece uno de esos espectadores nada hay, sino una figura de dimensiones y

proporciones determinadas: su elegancia y belleza surgen solamente de los sentimientos. Escu-chad también a Cicerón, cuando pinta los crímenes de un Verres o de un Catilina. Debe recono-

cerse que la torpeza moral resulta, de la misma manera, de la contemplación del todo cuando es presentado a un ser cuyos órganos tienen una determinada estructura y formación. El ora-

dor puede pintar ira, insolencia, barbarie, por una parte; mansedumbre, sufrimiento, tristeza, inocencia, por la otra. Pero, si no sentís ni indignación ni compasión en vosotros por estas com-

plicadas circunstancias, en vano le preguntaríais en qué consiste el crimen o la villanía contra la

que tan vehemente clama. ¿En qué momento y en qué sujeto empieza a existir por vez pri-mera? ¿En qué se ha convertido pocos meses después, cuando todas las disposiciones y pen-

samientos de todos los actores se han cambiado por completo o se han aniquilado? No se puede responder satisfactoriamente a ninguna de estas preguntas desde una hipótesis abs-

tracta de la moral; y hemos de confesar, al fin, que el crimen o la inmoralidad no es un hecho

particular o una relación, que puede ser objeto del entendimiento, sino que surge por entero del sentimiento de desaprobación, que, debido a la estructura de la naturaleza humana, senti-

mos inevitablemente al aprehender la barbarie o la traición.

111. IV. Los objetos inanimados pueden guardar entre sí las mismas relaciones que observa-

mos en los agentes morales; aunque aquéllos no puedan ser nunca objeto de amor o de odio, ni susceptibles, por ende, de mérito o iniquidad. Un árbol joven que sobrepasa y destruye a su

padre guarda en todo las mismas relaciones que Nerón cuando asesinó a Agripina; y si la mora-lidad consistiera meramente en relaciones, sin duda alguna sería igualmente criminal.

112. V. Parece evidente que los fines últimos de las acciones humanas no pueden ser explica-dos, en ningún caso, por la razón, sino que se recomiendan por entero a los sentimientos y

afecciones del género humano, sin dependencia de las facultades intelectuales. Pregúntese a un hombre por qué hace ejercicio; contestará que porque desea conservar la salud. Si se le

pregunta entonces por qué desea la salud, responderá al punto, porque la enfermedad es pe-

nosa. Y si se prosigue la encuesta y se desea saber la razón por la que odia el dolor, no podrá dar ninguna. Es éste un fin último, que no va referido a ningún otro objeto. Quizá a la segunda

pregunta, por qué desea la salud, pueda contestar también que es necesaria para el ejercicio de su vocación. Si se le pregunta que por qué desea esto, contestará, sin más, que porque

desea dinero. Si se le pregunta ¿por qué?, contestará que es un instrumento de placer. Y es absurdo preguntarle la razón de esto. Es imposible que haya un proceso in infinitum; y que una

cosa pueda ser siempre la razón por la que otra es deseada. Algo debe ser deseable por sí, y

por su acuerdo y conveniencia inmediata con el sentimiento y el afecto humanos.

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113. Ahora bien, como la virtud es un fin y es deseable por sí misma, sin premio o recom-

pensa, meramente por la inmediata satisfacción que procura, se requiere que haya algún sen-

timiento al que afecte, algún sentido interno o gusto, como quiera llamársele, que distinga el bien y el mal moral, y que abrace uno y rechace otro.

114. Así, las fronteras y oficios de la razón y del gusto pueden fijarse con facilidad. La primera

procura el conocimiento de la verdad y de la falsedad; éste da el sentimiento de belleza y de-

formidad, de vicio y de virtud. La una descubre los objetos tal y como están realmente en la naturaleza, sin adición ni disminución. El otro tiene una facultad productora; y embelleciendo y

tiñendo todos los objetos naturales con los colores que toma del sentimiento interno, origina, en cierto modo, una nueva creación. La razón, fría e independiente, no es motivo de acción y

dirige sólo el impulso recibido del apetito o inclinación, mostrándonos los medios de lograr feli-

cidad y evitar la miseria. El gusto, en cuanto que da placer o dolor y, por tanto, constituye la felicidad o la miseria, se convierte en motivo de acción y es el primer resorte o impulso para el

deseo y volición. De circunstancias o relaciones, conocidas o supuestas, la primera nos lleva al descubrimiento de lo oculto y desconocido. Después que todas las circunstancias y relaciones

están ante nosotros, el último nos hace experimentar, por el conjunto, un nuevo sentimiento de censura o aprobación. El canon de aquella, fundado en la naturaleza de las cosas, es eterno e

inflexible, incluso por la voluntad del Ser Supremo; el de éste, nacido de la estructura y consti-

tución interna de los animales, se deriva últimamente de esa Suprema Voluntad que otorgó a cada ser su naturaleza peculiar y dispuso las varias clases y órdenes de existencia.