la danta blanca

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La danta blanca

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Rafael Rivero Oramas

Ediciones Ekaré

La danta blancaNovela de aventuras

Ilustraciones de Laura Liberatore

Page 4: La danta blanca

Edición a cargo de Verónica Uribe Dirección de Arte: Monika Doppert Diseño e infografía: Alejandra Varela

Primera edición revisada, 2011

© 1979 Rafael Rivero Oramas, texto© 1980 Laura Liberatore, ilustraciones© 1981 Ediciones Ekaré

Todos los derechos reservados

Av. Luis Roche, Edif. Banco del Libro. Altamira Sur, Caracas 1060, Venezuela

C/ Sant Agustí, 6 bajos. 08012 Barcelona, España

www.ekare.com

Publicado originalmente por Ediciones TricolorMinisterio de Educación, 1965

ISBN 978-980-257-345-5HECHO EL DEPÓSITO DE LEY • Depósito legal: If15120118001282

Impreso en Caracas por Editorial Arte

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Índice

El campanero • 6

El puma • 11

Un extraño relámpago • 15

Huellas inquietantes • 20

La bestia desconocida • 27

Perdido en la selva • 34

Un visitante misterioso • 42

Agua vegetal • 46

El ladrón • 50

Vuelven las huellas • 56

Aclarado el misterio • 62

El guachimacá y el chivi • 68

Leche de cajimán • 74

La danta blanca • 78

Epílogo • 84

Bibliografía • 88

Nota informativa • 90

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El campaneroLa gran serpiente manchada descendíalentamente. Sus anillos formaban vivas roscas en las ramas del árbol. De vez en cuando detenía su marcha como si observara algo.

Matías Rivas comprendió que el reptil había descubierto alguna presa y que se disponía a cazarla. Y como no quería perder aquella escena, preparó, nerviosamente, su cámara fotográfica.

De pronto se escuchó una nítida y penetrante campanada:

—¡Klong!...Toda la selva vibró, conmovida. Matías,

sorprendido, no acertaba a entender qué cosa habría podido producir aquella sonoridad purísima, en

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una región tan apartada y agreste como es la que bordea el cauce del Cuyuní.

—Klong, klong, kling… –repitió aquel tañido. Dos notas profundas y vibrantes, seguidas de una más aguda. Era más bien como si alguien golpearasobre un yunque. Ahora Matías Rivas sabía que no se trataba de campana alguna. Aquel sonido no era otra cosa que el extraño canto del pájaro campanero. La nota aguda final característica había delatado al singular cantor de los bosques de Guayana.

La gran serpiente desapareció. Matías pensó que, si había perdido aquella fotografía, la colección de aves de la expedición, en cambio,

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bien podría enriquecerse con un ejemplar de campanero. El canto del ave continuaba escu-chándose, siempre sonoro.

El joven fotógrafo enfundó su cámara y se dispuso a localizar el pájaro, cuyo canto tan pronto se sentía venir de un lado como del otro, tanto de lejos como de cerca. A Matías, que andaba lentamente, con los ojos fijos en las elevadas y verdes copas, ya le dolía el cuello por lo forzado de la posición. El cañón de la carabina que llevaba a la espalda le golpeaba insistentemente la cabeza. De pronto, y muy cerca de él, apenas a unos seis metros de distancia, vio un ave blanca, posada sobre las ramas de un arbusto. El ave que era del tamaño de una paloma corriente, lucía sobre la cabeza, junto al pico, un estilete carnoso que se elevaba en sentido vertical.

Matías fue rápidamente en busca de los tramperos de la expedición, para atrapar a aquel precioso ejemplar de Procnias alba. Cuando regresó, seguido de los demás exploradores, el ave continuaba allí, quieta sobre su rama.

Bien pronto el pájaro campanero estuvo dentro de una jaula improvisada con ramas y bejucos del bosque.

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Matías, con su cámara, nuevamente se internó en la selva, siempre en busca de escenas interesantes para fotografiar. De repente se oyó un disparo. Los exploradores, científicos y guías, que contemplaban el campanero, se pusieron de pie. El estampido provenía de la carabina de Matías –era indudable–, y el fotógrafo jamás disparaba susarmas sino en trance de peligro. Todos corrieron hacia el lugar donde había sonado el disparo.

Al fin llegaron a un claro del bosque. Allí estaba Matías con su fusil empuñado.

Procnias alba

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El puma El doctor Sánchez, con su carabina

dispuesta, iba a la cabeza del grupo. Se abrió paso rápidamente por entre los

matorrales y desembocó frente al fotógrafo.—¿Qué pasa, Matías? ¿Algún peligro?—No, doctor. Hice un disparo para avisarles.

Vi esconderse un animal detrás de ese árbol, y escuché su gruñido. Debe ser un puma.

—¡Un puma! –El doctor se entusiasmó y comenzó a dar sus órdenes:

—¡Epa, muchachos! Preparen sus lazos. ¡Vamos a cazar un puma!

Todos se pusieron en movimiento y empezaron a desenrollar cuerdas y a revisar los fusiles.

—No debiste haber disparado, Matías –dijo el doctor al fotógrafo–. Pudiste haber hecho huir al animal.

—No quedaba otro remedio, doctor. Además, es seguro que el puma está ahí.

—¡Listos! –gritó una voz entre el grupo.—Entonces, ¡en marcha! –ordenó el jefe de

la expedición.

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Abiertos en dos alas y con los lazos desplegados, los hombres comenzaron a avanzar, tratando de rodear el árbol. Algunos seguían el grupo, alertas, con los fusiles preparados.

El doctor aguardaba, ansioso, golpeando nerviosamente con los dedos la culata de su carabina. Matías permanecía vigilante; listo el disparador de la cámara. Cuando los cazadores rebasaron el sitio en que debía encontrarse la fiera, se detuvieron, con la vista fija en el pie del árbol, sorprendidos.

Pero, de pronto, la sorpresa se convirtió en una sonora carcajada. Todos rompieron a reír.

El doctor Sánchez y Matías corrieron para ver lo que ocurría. Los cazadores recibieron al fotógrafo, mirándolo con caras de burla.

Agazapado junto al tronco del árbol, un pobre monito araguato masticaba hojas verdes, y luego las introducía en una herida que tenía en el hombro y que le sangraba.

—No es posible –murmuraba Matías; y se paseaba, preocupado–. Yo lo escuché rugir como un puma.

En eso, Macario, uno de los guías y viejo cazador, tendió su escopeta hacia lo alto y disparó.

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Se escuchó un poderoso rugido, y desde la elevada copa del árbol, saltó al aire una gran mancha leonada. ¡Era el puma! Y venía justamente en dirección del doctor Sánchez.

—¡Cuidado, doctor! ¡Sólo está herido! –gritó el fotógrafo y, con increíble rapidez, disparó su carabina.

El doctor no pudo apartarse a tiempo y fue derribado por la fiera.

Matías y los demás corrieron en auxilio de Sánchez, pero ya éste se incorporaba. A sus pies yacía inmóvil el puma.

El doctor tendió la mano a Matías Rivas:—Gracias, muchacho. Hiciste un blanco

perfecto.

Alouatta ursina

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Un extraño relámpagoTodos los hombres que eran parte de la expedición

del doctor Sánchez –expedición que exploraba

la región meridional de la Guayana venezolana–

amanecieron ese día muy intrigados por lo que

había ocurrido en la noche.

Se encontraban reunidos en el cobertizo

que protegía de la intemperie las jaulas de los

especímenes capturados, y discutían y entraban y

salían continuamente.

Había sucedido que una jaula, la que ocupaba

la pequeña danta atrapada hacía apenas dos

semanas, apareció abierta esa mañana y sin que se

viera huella alguna del animal por ninguna parte.

—La jaula no pudo haber sido rota por la

danta –murmuraba el doctor Sánchez–. Estaba

muy sólidamente construida.

—Y cosas de “Mano de Plomo” tampoco

han sido –decía José Elías, el trampero cumanés,

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refiriéndose a algún jaguar–, porque yo me hubiera

despertado con el alboroto que tendría que haber

hecho para romperla de esa manera.

En la noche, cuando ya algunos se habían

recogido en sus hamacas y otros se disponían a

hacerlo, entre la conversación, antesala del sueño,

todavía se comentaba la desaparición de la joven

danta. Finalmente, todos se quedaron dormidos.

De cuando en cuando se escuchaba el grito de

algún pájaro nocturno, el rugido lejano de una

fiera. De pronto, la oscuridad, casi completa, se

rompió, momentáneamente, en una especie de

blanco relámpago silencioso, que no provocó la

lógica consecuencia del trueno.

El viejo Macario –ágil de sueño– se despabiló,

y de un salto se sentó en su hamaca.

A su lado, otro hombre hizo lo mismo.

—¿Usted no vio eso, Macario? –dijo el último,

con voz llena de inquietud.

—¡Hum! Es una cosa bastante rara –gruñó el

viejo guía.

Más allá, otro hombre también se puso en pie.

Y luego otro, y otro…

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A los pocos momentos, no quedaba nadie

en ninguna de las hamacas.

Todos los hombres se habían reunido y bus-

caban, inquietos, alguna explicación que pusiera

en claro la razón del extraño fenómeno.

Matías Rivas salió de la pequeña tienda de lona

que le servía al mismo tiempo de cámara oscura

y de laboratorio y, al ver en pie, en horas tan

avanzadas de la noche, a todos los hombres de la

expedición, comprendió que algo extraordinario

debía de haber ocurrido.

Con su linterna eléctrica empuñada, avanzó a

grandes pasos hacia el grupo.

—¿Ha sucedido algo? –preguntó, alarmado.

—¡Pero no te diste cuenta del extraño fenómeno!

–exclamó el profesor Yanes, el ornitólogo.

—No. Estaba dentro, revelando algunos

negativos.

—Fue algo curiosísimo. ¡Un relámpago muy

blanco y completamente silencioso!

El fotógrafo meditó por unos instantes, y luego

rompió a reír con todas sus ganas.

Los demás lo miraban, extrañados.