la carretera roja

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La carretera roja. Autor: David González. Primera edición: Celya Editorial. Reedición digital de Groenlandia. Prólogos de Ángel Muñoz Rodríguez y Gsús Bonilla. Epílogo de Kebrantaversos. Portada y contraportada: Felipe Solano. Fotografías de interior: Felipe Zapico. Publicación sin ánimo de lucro. Editorial Independiente Groenlandia.

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“La carretera roja” (poesía de no ficción), de David González © 2012 David González Primer prólogo de Ángel Muñoz Rodríguez Segundo prólogo de Gsús Bonilla Epílogo de Andrés Ramón Pérez Blanco Primera edición e impresión: Celya Editorial (Octubre del 2002, ISBN 84-95700-18-2). Reedición digital: Groenlandia, 2012 Todos los derechos reservados. Editado digitalmente por Groenlandia con permiso de su autor. Directora: Ana Patricia Moya Rodríguez Corrección: Ana Patricia Moya Rodríguez Maquetación: Ana Patricia Moya Rodríguez Diseño: Felipe Solano (portada y contraportada) \ Felipe Zapico (fotografías de interior) \ Ana Patricia Moya Depósito legal de esta edición digital: CO 815 - 2012 Córdoba, 2012

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NOTA DE EDICIÓN: La primera edición e impresión del poemario de David González Díaz, “La carretera roja”, fue publicada por Editorial Celya en el mes de Octubre del año 2002, dentro de la colección “Generación del Vértice”, contando con el ISBN 84-95700-18-2. Diez años después, el proyecto cultural sin ánimo de lucro Editorial Groenlandia, recupera este poemario, ofreciendo una nueva reedición en formato digital, para la óptima difusión de la obra poética de este autor.

Editorial Groenlandia \ David González

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La no ficción a la que siempre está aferrado el de San Andrés de Los Tacones no da pie a otras posibles interpretaciones: el texto tiene una voz propia tan contundente que es innecesario. Por la causa que he mencionado más arriba, no es de recibo tratar de aclarar al lector lo que podrá encontrarse a continuación. Tampoco lo es hablar sobre la persona de David González. Pese a lo que él pueda pensar, el compromiso vital, esa convicción sobre su forma de entender la poesía y lo que conlleva hasta el final marca, o ha marcado, a muchos de los que se iniciaron hace unos años o quieren iniciarse a día de hoy. Sí puedo afirmar con rotundidad que el autor tiene una voz propia, inconfundible, y que el fruto de esa siembra lo ha ido recogiendo, poco a poco, y con el paso de los años, aquí y allá. Repito: aunque él se empeñe en dejarnos claro que todo lo que le rodea no es más que mero humo, muestra de ello es la cita que escoge de Paul Bowles para su poema El príncipe de los tejados (“Durante cuarenta años he estado vendiendo agua a la orilla de un río”). No se engañen. Su figura es demasiado alargada como para que, en general, sea obviada. Aún así, trataré de que este prólogo se ciña al David que yo conozco. Creo recordar que fue hace cinco o, tal vez, seis años, cuando escuché a David en directo. Un buen amigo, Antonio Díez, me invitó a acudir con él a una lectura que se producía ese día, por la noche, en un local del barrio de Lavapiés. Me llevó para oír, sí, oír, abrir la mente y prestar atención. Parece que fue ayer: en aquella cita nombres como Ana Pérez Cañamares, Gsús Bonilla, José Naveiras, Deborah Vuküsic o el propio David dejaron de ser anónimos para mí. Nunca había acudido a algo similar; él leyó en último lugar. Sus armas eras sus poemas y sus manos cargadas de anillos. Todo funcionaba solo, sin mayor explicación. Me gustó. A

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posteriori lecturas como “Loser”, “En tierras de Goliat”, “Sembrando hogueras” o “El demonio te coma las orejas”, por poner algunos de los distintos títulos, sustituyeron a Blas de Otero, Ángel González o Mario Benedetti. No por mejor o peor, sencillamente por interés: David fue la punta del iceberg, el extremo del ovillo de muchos más libros y escritores que fui desmigajando: Karmelo Iribarren, Mohamed Chukri, Paul Bowles, toda la Generación Beat y un largo etcétera. Lecturas, quizá, ahora muy lejanas en mis intereses actuales, pero no puedo evitar la verdad, y no es otra que su impronta en mis inicios como ávido lector y escritor. Pero no hablemos de mí. Quiero seguir centrado en David González y la trayectoria que he ido siguiendo hasta convertirnos, por qué no decirlo, en buenos colegas.

Indagué en su antiguo blog, el espacio que le tiene reservado wikipedia, recitales que impartía por toda la geografía peninsular, noticias en torno a aquella persona tan atractiva, intelectualmente hablando. Todos sabemos, yo lo he sufrido en mis propias carnes, que el mundo editorial y más el poético, está a día de hoy paradísimo. Y hablo con conocimiento de causa tanto como, digamos, escritor y ex editor. Que editoriales como Baile del Sol o Bartleby se interesasen por la obra de David es algo que denota la relevancia que tiene y tenía, independientemente, repito, si estás o no conforme con su compromiso poético; otras editoriales, y no diré nombres porque no es el prólogo de un amigo el sitio más idóneo, sencillamente cierran la puerta a todo aquello que pueda no entrar en sus catálogos al no cumplir la “norma”. ¿Quién impone la norma? Esta temática se merecería un ensayo aparte. Pasado un tiempo, aquel amigo que me inició y David, junto a Jim Jump tradujeron una serie de poemas sobre brigadistas en la guerra civil española. Otra vez el compromiso y la

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defensa del débil como algo imborrable en su mente. Ese libro titulado “Hablando de Leyendas (poemas para España)”, editado en Baile del Sol, resulta escalofriante. Dar voz a los que no la tuvieron. La faceta de traductor y de poeta traducido es algo importante en un escritor: te sirve como vara de medir. David González y sus poemas han sido traducidos a varios idiomas. ¿Quieren más? Sigamos. El vínculo entre ambos se fue estrechando hasta el punto de poder conocernos en persona y tratarnos de igual a igual. Porque eso es lo que le gusta a él: “No miro a nadie por encima del hombro \ y eso que mido 1 metro con 85 centímetros”. Fue en Illescas (Toledo), en una lectura que compartimos con otras personas y en la que David y Kutxi Romero eran cabeza de cartel. Volví a toparme con su realidad, la realidad que él tiene, que puede ser o no similar a la nuestra. Lo deja muy claro con la acertada cita para el poema Sobre ruedas de Alexander Trocchi: “…y siempre soy consciente de que estoy comprometido con la realidad, no con la literatura”. Poemas contundentes, finales enfatizados gracias a la fragmentación del verso, bofetadas en el rostro sin adornos. Pondré algunos fragmentos que pueden encontrar en la siguiente lectura a modo de ejemplo: “Sólo yo camino por el centro de la calle. \ sin paraguas. \ mojándome”; “no te pegan porque hayas hecho nada malo, \ te pegan porque no puedes devolver los golpes \ ni tienes a nadie \ que los devuelva por ti”; y así muchos más. Más fotogramas de instantes en los que pretende, creo yo, que el que pone los ojos participe,

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pero sin interrogar, sin juzgar, no quiere juicios de valor: “si el Señor \ es mi pastor, \ entonces, \ ¿quién es mi perro?”. Hay dos temas que de una manera u otra terminan rondando los poemarios, que no libros de poemas, que ha ido construyendo durante años: son, primero, la figura paternal y el conflicto con la misma en poemas como La hora del Cinturón, La Ley del Cuadrilátero o La otra vuelta del hijo pródigo; segundo, la cárcel que tanto marcó su vida y del que un poemario da fe: “El demonio te coma las orejas”. En este caso que nos ocupa lo retoma con poemas como: Jaque, Despedida y Cierre o La Única Respuesta Posible. Su diabetes insulinodependiente, la soledad escogida, estar de vuelta de todo y tener el firme propósito de mantenerse vivo es algo que tampoco oculta, ¿para qué? El poemario está lleno de referencias a todo ello. Hace poco, y con motivo de una lectura a la que fui invitado en Gijón, volvimos a coincidir. Leímos, charlamos y sobre todo fumamos en el interior de un garito (ahora que ya no se puede) casi toda una noche. En el transcurso de la conversación me lo dejó muy claro: “Sigue escribiendo pero no dejes de trabajar. Eso es lo que realmente te dará de comer y no la literatura”. Desde aquí, David, te digo que seguí y sigo ese consejo. Que sé porqué me lo dijiste pese a que tú abandonases todo por la escritura. Que te creo y creo en tu convicción. La realidad otra vez, sin enmascarar, como en sus poemas. Una buena recomendación gratis que en ningún momento, amigos, debe ser rechazada.

Ángel Muñoz Rodríguez

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No esperes al juicio final. Tiene lugar todos los días.

Albert Camus

Ana García Mellado -que no es poeta, y sin embargo mi amiga- apuntó una vez, en un proyecto común, que la poesía era como forma de expresión, quizá la más íntima de todas; una gran metáfora donde dejarse ver tal y como eres. No he encontrado, hasta la fecha, definición mejor, o que se ajuste como un guante a la respuesta de tan traída cuestión: ¿Qué es poesía? Ni en los poetas épicos, ni en los líricos, ni en los dramáticos, ni en los de la conciencia, confesionales, realistas, etc., etc., o, cómo diría, para resumir, mi amigo Alberto: ni en losmiraquelindos o elípticos, ni en los obvios o neorrabiosos. No encontré, en ninguno de ellos, un concepto suficientemente de mi agrado para la gran pregunta; claro que, para gustos, los colores. De manera que, desde que Ana lo apuntó, en mi humilde opinión acertadamente (y contando con su permiso), hago mía su frase. Ahora caigo en la cuenta de que David González no conoce a Ana García Mellado, y ésta no conoce a David, y afirmo (a día de hoy) que la poesía de éste tampoco. De modo que, cuando el azar es así de esquivo, sólo le queda el capricho de conducirles hasta a mí, quizá como nexo común entre ambos, para que a mí se me antoje que este es el momento propicio para reconducir al lector, que llegó hasta La

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Carretera Roja con la idea o el concepto equivocado sobre su autor y su poesía, y así llevarle, por si quedara alguna duda: a lo obvio, y que no cesa en la herida poética del POETA que se van a encontrar en la sucesivas páginas, y que dice: “Escribo, para limpiarme por dentro”. Un prólogo, pienso, sobre un poemario del POETA David González. Me toca hacer encaje de bolillos. Me insisto: Prologar a uno de los poetas -cuando no el primero- que hizo que mi interés por esta expresión artística (así lo apostilla la R.A.E) tomase un camino claro y sin concesiones; es decir, decidir que la manera más honesta para dedicarte a escribir poemas es la de mostrarte tal y como eres, a través de la metáfora mal sonante y constante del día a día que te rodea; en la que amas, obtienes, fracasas, te levantas, etc. y miles de etcéteras más… en definitiva, en la que te ha tocado vivir; en consecuencia, la que resuelves compartir con los demás, al menos, como puede ser el caso, con la intención del “cuidado interior” de la persona. Y sobra decir que no estamos hablando del aseo de la piel. Otra cosa bien distinta es la predisposición que tengan los oídos de quienes quieran escuchar, pero ahí, si ésta es nula, poco o nada se puede hacer. Me repito: Prologar el asfalto ensangrentado por el goteo incesante de la palabra de David González; mi hermano, sí. Mi hermano.

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Porque hermanos también lo son quienes tienen vínculos comunes entre sí, y no son pocos los que él y yo de un tiempo a esta parte tenemos. Y mantenemos. Desde que Ana Patricia Moya me encargara prologar La Carretera Roja vengo dedicando las primeras lecturas del día a leer estos poemas, leerlos de nuevo; sin embargo en días como el de hoy, que comienzo a pincelar este prólogo, a uno le ahoga un poco la idea de volver a reincidir y recalcar una vez más que la propuesta poética de David González es algo más que grande; entonces, me encamino y pienso en mis dos suertes, una por el encargo de la editora de esta reedición; y dos, porque sentirse algo más que amigo del POETA es sentirse afortunado también. Y es ahí donde está siempre el resquicio de un privilegio por donde entra el cuerpo de la amistad y que hace que la misión encomendada cobre otro carisma, si acaso, un poco más personal, y a modo de agradecimiento hacia al autor; en primer lugar, por su recorrido hasta el día de hoy en la tan manoseada, a conveniencia, “literatura española”; también, por lo que ya apunté en uno de los anteriores párrafos de este texto, y que se refiere a “mi camino”, por lo tanto, solo a mí me concierne. Un prólogo, pienso, sobre un poemario del POETA David González. Machaco: No voy a ser el primero, como es sabido; tampoco -y tengo la certeza- de que no seré el último en el cometido de prologar una obra suya. Y entiendo, que estando de acuerdo con todo lo que se ha dicho sobre él y su poesía por todo aquel que lo prologó alguna vez, y que fueron muchos, y

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con mucho acierto. Posiblemente yo tenga poco más que añadir. Así que decido, para este prólogo, coger la variante hasta nuestro cruce de caminos particular, tomar el acceso en el que se encuentra el milagro de la amistad, y ahí diseccionar, en la medida justa de mi juicio, al tipo, y al arquetipo, desde la atalaya de la confianza y el conocimiento mutuo que se procesan los hermanos; en otras palabras, y por si no quedó claro, aprovecho la ocasión y muestro mi gratitud al POETA que camina sin paraguas por el centro de la calle cuando llueve; al POETA que hizo que me acuerde de Laura cada vez que uso jabón; al POETA de los pasos perdidos; al POETA de los brazos, al POETA de las manos, al POETA de las piedras, al POETA, sobre todas las cosas, del gesto; a mi hermano, el de las letras mayúsculas en beneficio de las minúsculas, al POETA David González; POETA, al que una parte amplia de los nuevos y -otros no tan nuevos- mercaderes de la cultura tratan de ocultar; y NO supongo que, por desconocimiento de su valiente propuesta literaria, sino más bien, entiendo yo, por las otras mierdas en formato prejuicio, perjuicio o interés, que acompañan siempre a los tratantes*. Y muestro mi gratitud, mal que les pese, a este Ser Humano y sin embargo, POETA. * no te engañes; / te ofrecen – a menudo- / el incentivo // del aplauso.// que te de igual / que te importe una mierda // que te sude / el coño, o por extensión // la polla. //somos viejos / -con concha de galápago- // y sabemos / de sobra / que quien se dedica a calentarnos / es el sol.

Gsús Bonilla

(Noviembre del 2009, en un lugar de la acogedora Siberia Extremeña)

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sigues la carretera roja y te conduce a la posada vacía.

ARTHUR RIMBAUD

y contra los que se irritan con nuestra escritura,

los que no nos dejaron crecer de forma natural,

porque son unos necios, nos secuestraron nuestra infancia,

nuestra juventud y toda nuestra vida,

nuestra revancha será vencer con la creatividad

los malos tiempos que nos hicieron vivir.

MOHAMED CHUKRI

que tú no tengas imaginación,

no quiere decir que la realidad no exista.

ÁNGELES MENDÍVIL

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¿tú, predicador?

DAVIS GRUBB

si el Señor

es mi pastor,

entonces,

¿quién es mi perro?

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camino con las manos en la lluvia. KATERINA GOGU

la calle está cerrada al tráfico. le han lavado la cara con alquitrán pero se puede caminar por encima. sin embargo, nadie lo hace. sólo yo camino por el centro de la calle. la gente se motiva más en las aceras, pisándose unos a otros. empieza a lloviznar débilmente, a orbayar, como decimos aquí en asturias. la gente aborrece la lluvia. así que da comienzo en las aceras un duelo frenético de paraguas. sólo yo camino por el centro de la calle. sin paraguas. mojándome.

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y afilo mi lápiz con el cuchillo de cortar el pan. KUTXI ROMERO

dos niños duermen en sus mortajas los médicos no supieron ser padres las enfermeras no quisieron ser madres solamente el loco que rebaña escudillas de otros que recoge migajas de pan permanece junto a ellos terminé la carne cogí lápiz y papel

y me fui a mi cuarto a compartir el pan con el demente a despertar a los niños

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Yo tenía el pantalón mojado. MOHAMED CHUKRI

Si la manecilla pequeña está en el seis y la grande en el doce, ¿qué hora es?

Te lo voy a repetir de nuevo,

y esta vez procura prestarme atención. Si la manecilla pequeña está en el seis

y la grande en el doce, ¿qué hora es? Tenía seis años, y mi padre se había emperrado en que tenía que aprender la hora. No pienso repetírtelo más veces, así que escúchame bien

y no me obligues a tener que sacar el cinturón. Si la manecilla pequeña está en el seis

y la grande en el doce, ¿qué hora es? ¡No lo sé, papá! ¡De verdad que no lo sé! ¡No me pegues! Entonces, se quitaba el cinto de piel

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de los pantalones de tergal que llevaba puestos y lo agarraba por la parte de la hebilla.

Nunca se le caían.

Los pantalones.

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no malgastaré más tiza. BART SIMPSON

no se molestaron en oír

los zumbidos de la mar

en mil orejas de puntillas,

en comprender

que la regla astillada

castigaba sus propias manos,

en contemplar

en las pizarras

niños de tiza,

borrándose

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Comemos la sonrisa y escupimos los dientes.

CHARLES SIMIC

Me sacaba seis años. Era un poco abusón. Un poco mucho. Sé cuando va a cambiar el tiempo porque empieza a dolerme el hombro izquierdo. Una mañana le sorprendió mi padre. Como te vuelva a ver pegándole, los puñetazos te los devuelvo yo. A mi hijo no le pone la mano encima nadie más que yo, procura no olvidarlo. Después de eso, los puñetazos cesaron, pero a mí aún me llevaría algunos años más entender una verdad tan simple como esta: no te pegan porque hayas hecho nada malo, te pegan porque no puedes devolver los golpes ni tienes a nadie que los devuelva por ti.

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es extraño que ahora piense en ti. ALLEN GINSBERG

saliva. el aroma a saliva lo impregnaba todo: el pelo, la ropa, los sofás: el reservado de la discoteca en su totalidad. morreábamos. teníamos toda la cara embadurnada de saliva, pegajosa. después, más adelante, cortamos. mejor dicho: cortaste. así se decía en aquel tiempo: cortar. no volví a besarte en la boca. veinte años después, para recordarte, sólo tengo que hacer una cosa. escupir.

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quiero atar el tiempo como el cordón umbilical. CAROLYN FORCHÉ

mientras jugamos estas partidas de ajedrez

mientras matamos el tiempo

el tiempo sigue su curso inexorablemente,

sin acordarse de nosotros,

olvidados en esta puta celda

olvidando la palabra Tiempo.

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y los paisajes se deslizan… LINDA GREGG

un bosque de encinas.

al fondo, sobre la colina,

las ruinas de una torre.

en el valle, el trigo.

el sol es un agujero

que atraviesa la alcayata

que fija

el calendario

a la pared.

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con las manos esposadas. JOHN FANTE

esto no lo he contado nunca, creo. las manos esposadas a la espalda, la mañana en que me trasladaron desde la cárcel provincial de oviedo hasta el centro de cumplimiento de hombres de monterroso, un pueblecito cerca de lugo, galicia. las manos, esposadas a la espalda. mis padres aguardaban fuera. no les permitieron entrar a ver a su hijo. ni siquiera cinco minutos, CINCO PUTOS MINUTOS. las normas, el reglamento, llámalo como quieras. no les dejaron,

y yo, las manos esposadas a la espalda, ni siquiera la posibilidad, el consuelo, de alzar el brazo y decirles adiós.

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creo que me gustaría verte al menos una vez más. RYU MURAKAMI

En el verano de mil987, ella hablaba y hablaba y hablaba, como si le estuvieran dando cuerda

constantemente. Y al hablar tenía la costumbre de tocarme en la mano, en la rodilla o en el muslo. Además, se reía cada dos por tres. Y todas las noches aparecía con un peinado distinto. Llevaba el pelo tan largo que solía sentarse encima de él. Tenía una melena divina. Pero no era suya. Era una peluca. Se llamaba Teresa. Tere, para los más amigos. Le habían salido unos bultos en la garganta. En el otoño de mil988, su voz apenas era un susurro. Tenía los brazos a lo largo del cuerpo, como caídos. Ya no se reía. El pelo era como si se lo hubieran cortado

/ a tijeretazos. Se llamaba Teresa. El fular con que se envolvía el cuello no estaba allí de adorno. Ni para abrigarse del frío. Mejor te hubieras muerto, pensé. Mejor me hubiera muerto, me dijo al oído.

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y hay un niño que camina junto al caballo. C.K WILLIAMS

Fuimos a dar un paseo a caballo. Nunca antes había practicado la equitación. El chulo de yeguas sacó tres jamelgos de la cuadra. Acaban de comer, dijo. Si no galopan como es debido CLAVADLES los estribos. Eran de hierro. El hierro estaba oxidado. ¡CLAVÁDSELOS sin compasión! Su hijo ayudó a poner las sillas de montar. Mi cabalgadura tenía en la barriga una herida que imitaba a un volcán en erupción. Apretaron la cincha de cuero justo encima. Vino con nosotros, el hijo. Iba delante, abriendo el camino. El camino descendía siguiendo el profundo surco de las ruedas de los tractores. Habían intentado cubrirlo con piedras, cristales rotos,

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y trozos de teja y de ladrillo.

Los ladridos de los perros que guardaban las caserías empujaban a los jamelgos al otro lado del sendero. Las ortigas, los escayos de los bardiales

y los alambres de espino los devolvían por unos momentos al centro de la caleya. Empezaron a defecar, y así, cagándose encima, rebotando de los perros a las ortigas, a los escayos y a los alambres las bestias, al paso, llegaron a un falso llano. El pavimento, ahora, era de alquitrán. ¡AL GALOPE! Mis amigos CLAVARON los estribos con auténtica saña. Eran de hierro,

y el hierro estaba oxidado. Los pencos resbalaban, doblaban las rodillas delanteras, pero

/ en ningún momento se arrodillaron. Luego, una carretera, que había que cruzar. El corcel del guía relinchó

y se alzó sobre los cuartos traseros. El aprendiz de chulo le arreó un puñetazo con todas sus fuerzas.

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El puñetazo me provocó desprendimiento de retina, me hinchó el ojo

y me lo puso morado. Desmonté, cogí de las riendas al caballo

y el resto del camino lo hicimos a pie, uno al lado del otro.

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no era distinta a las demás. JEREMY IRONS (en el film HERIDA)

esta mañana

he visto a esa mujer

que tantas y tantas veces

me chupó la polla.

iba con su marido.

empujaba un carricoche.

tenía

los labios pintados.

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La vida es lo de siempre.

JUDY SPIKE

Mi madre llama al timbre de abajo. Aparto el brazo flexible de la lámpara de mesa y me levanto a abrir. Mi padre está aparcando el coche. Alcanza a mi madre en el descansillo del segundo. – Tened cuidado con el agua de las escaleras -les advierto-. No vaya a ser que resbaléis. La galerna del día anterior había arrancado de cuajo la claraboya del tejado. Apareció, más tarde, en el patio de luces, hecha pedazos. – Cuidado también con el charco. – ¿Qué charco? -me pregunta mi padre. – Ese de ahí. Cuando se desata un temporal, el agua irrumpe por la rendija que hay entre el marco y las hojas de madera de la única ventana que da a la calle, se precipita por la pared, y como el suelo no está a nivel, corre por las baldosas y se acumula en el centro de la sala de estar. – ¿Dónde te pongo esto? -me pregunta mi madre.

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Es una bolsa con ropa. Como no tenemos lavadora, una vez a la semana, de jueves, mi madre se lleva a su casa nuestra ropa sucia. Nos la trae al otro jueves. Limpia. Y planchada. – No sé. Ponlo por ahí. En cualquier sitio. Donde tú quieras. – ¿Ángeles? -me pregunta mi padre-. ¿Está durmiendo? -Antes estaba. Ángeles había cogido de traspaso, a medias con su hermana Nieves, un bar de copas en la zona del muelle deportivo, La Sal. Trabajaba todas las noches a partir de las doce o doce y media, menos la noche del jueves, del viernes y del sábado, que entraba antes, hacia las once, para que Nieves pudiera ir a cenar con sus amigas. – ¿La habremos despertado? -me pregunta mi madre. – No me parece. Se acostaba rendida, machacada, rota, nunca primero de las cinco, a veces hasta más tarde: subía para casa cuando las cigarreras de la fábrica de tabacos, que empezaban su jornada laboral a las seis en punto de la mañana. – ¿Y tú? -me pregunta mi madre-. ¿Cómo vas de eso? ¿Te encuentras mejor? Mi madre aún piensa, lo pensará siempre, que la enfermedad que sufro es igual que una gripe, que se cura sola, guardando cama unos días…Y no, mamá, entérate, estamos hablando de una enfermedad crónica, estamos hablando de diabetes, diabetes insulinodependiente.

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– Como siempre, mamá. Tirando. ¿Cómo quieres que me encuentre? – Tienes que tener fe -me dice-. No tienes que desesperar.

Ya verás como todo se acaba arreglando. Al principio fue muy duro. Todavía lo es. Salí de la consulta de mi médico de cabecera, subí a mi coche, introduje la llave en el contacto y las lágrimas arrancaron a la primera. Tranquilo, me dijo Ángeles. Tranquilo, repitió. No llores. Ahora ya sabemos por qué eres tan dulce. – No tienes tú libros aquí ni nada -me dice mi padre. – Cerca de dos mil -le digo. – En eso gastas tú el dinero -me dice. – Deberías dejar de comprar tantos libros -me dice mi madre-. Va a llegar el día en que no vas a disponer de espacio suficiente donde meterlos. – Ya no compro tantos -le digo-. No tengo dinero. – No tendrías que haber dejado el trabajo -me dice ella. ¿Qué pensarían los que leen tus libros si pudieran verte ahora ahí metido?, me vacilaban mis compañeros de trabajo. Con un traje de mosquitos. En un contenedor de acero. Entre cascarilla, trozos de fleje y restos de comida. Debajo del balancín de la grúa, vaciando los cubos de basura de todo el taller de laminación norte. ¿Eh?, me vacilaban. ¿Qué dirían tus lectores?

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Cuando me diagnosticó la muerte dulce, lo primero que hizo el médico de la seguridad social fue rellenar el parte de baja y entregarme un volante para que a la mañana siguiente, a eso de las nueve, fuera, por urgencias, al hospital de Cabueñes. Cuando salí de allí, del hospital, me presenté en el despacho del doctor Valdenegro, jefe de los servicios médicos de la empresa. Le expuse la situación tal y como yo la veía. Tal como era. Llevaba diez años trabajando a tres turnos, en el taller de laminación, entre ruido, escoria, chatarra, tinieblas, vigas de acero, carriles, suciedad, pegotes de grasa y objetos punzantes, equipado con un mono de trabajo, un casco protector, tapones para los oídos, guantes y botas de seguridad, con la puntera de acero, es decir, el ambiente menos indicado para mi dolencia. Le hablé de la necesidad de encontrar un puesto compatible fuera del taller, a jornada normal o a jornada partida; un puesto de trabajo que reuniera unas mínimas condiciones higiénicas y me permitiera ausentarme sin tener que pedirle permiso a nadie si, pongo por caso, tuviera que medir el nivel de glucosa en sangre, inyectarme insulina o salir a comer algo dulce si me diera un bajón, lo que en términos médicos se conoce como hipoglucemia. Soy consciente, por supuesto, le dije, que eso llevará implícita una reducción sustancial del salario que percibo, pero el dinero no me importa, en este caso es lo de menos, tengo que mirar por mi salud, ¿comprende?, porque si no miro yo por ella, ¿quién va a hacerlo entonces?

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Si le consiguiera un puesto de esas características, me dijo, ¿empezaría usted a trabajar? Empezaría mañana mismo, le aseguré. Al cabo de una semana o así, recibo una llamada telefónica: Soy el doctor Valdenegro. Preséntese lo antes posible al jefe de personal. Tenemos un puesto para usted. No puede dejarlo escapar. Es una oportunidad única en la vida. ¿No será el puesto de presidente de la empresa, no? No era el puesto de presidente de la empresa. Era el mismo puesto que el anterior. Con una sola diferencia: trabajaría a un turno, al de las seis de la mañana, el peor. Vaya preparándome la liquidación, le dije al jefe de personal. Dejo esta empresa.

– Además ese trabajo -me dice mi padre-. Sin ninguna responsabilidad… Y con ese sueldo. – Y mira que te lo advertimos tu padre y yo. – Pero él nunca hace caso a nadie -dice mi padre. – En eso tiene bien a quién parecerse -le dice mi madre, mirándole. – ¿Y ya has pensado a qué te vas a dedicar cuando dejes de cobrar el paro? Porque el paro no dura eternamente. – Estoy escribiendo una novela -digo. – Si por lo menos ganaras algo de dinero con eso de la escritura… -me dice mi madre. – Los buenos escritores sólo triunfan después de muertos -

dice mi padre-. O cuando ya son mayores.

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Mamá, papá, no se trata de dinero. O no sólo de dinero. He funcionado siempre por la ley del mínimo esfuerzo posible. Jamás en la vida me ha interesado nada lo suficiente como para entregarme a ello en cuerpo y alma. Cuando en 3º de B.U.P. me expulsaron por mal comportamiento del colegio al que iba, el colegio de La Inmaculada, mi padre llegó a casa del trabajo y fue directo a mi habitación: ¿No tendrás pensado ahora pasarte todo el santo día tirado en la cama como un perro y haciendo el vago, eh? ¿Y qué quieres que haga? Estudiar, no. Eso ya nos lo has dejado claro. Pero tendrás que ir pensando en salir a buscar un trabajo. Te lo busco yo, si quieres. No me gusta trabajar. ¿Y qué te gusta entonces? Nada. Algo habrá que te guste. No. A todo el mundo le gusta algo. Yo no soy todo el mundo.

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Hasta empiezo a dudar que seas hijo mío. Me cuesta trabajo creer que un hijo mío pueda ser tan inútil. ¿A quién cojones habrás salido? A mí no, desde luego. A tu madre, a la familia de tu madre, a ella has salido, eso seguro. José Luís, intercedía mi madre, por hoy ya estuvo bien, ¿no te parece? Déjalo ya, anda, y vamos a la mesa, que se enfría la comida. A ti más te vale callar la boca. No vengas aquí a defenderle. Si se ha echado a perder es por tu culpa. No sabes hacer otra cosa que consentírselo todo. Concederle al nene cualquier caprichito que se le antoje. – ¿Ya hablaste con él? -le pregunta mi madre a mi padre. – ¿De qué tenía que hablarme? – Parece mentira para ti que aún no se lo hayas contado. Mi padre agacha la cabeza, incómodo, avergonzado casi, y su mirada se zambulle en el charco de agua. – Tienen que operarle -me dice mi madre. – ¿Cómo que operarle? -mi padre no se ha puesto enfermo en toda su vida, ni un catarro, y eso que no hace más que atentar contra su salud-. ¿De qué? – Del bazo. Puede que tenga un tumor. Se podría decir, sin faltar del todo a la verdad, que el cáncer es una de las principales causas de fallecimiento entre los miembros de mi familia y mis allegados más cercanos. – ¿Y es grave? – No lo sabrán hasta que no entre al quirófano.

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– ¿Y cuando le van a operar? – Pronto. El martes tiene cita con el anestesista. – Berta -dice mi padre-. Se nos está haciendo tarde. Les acompaño hasta la puerta. – ¿No vas a darnos un beso? -me pregunta mi madre. Les doy tres; dos a ella y otro a él. – Y no te preocupes -le digo a mi padre-. Ya verás como no es nada. – No estoy preocupado -me dice, y empieza a bajar por la escalera. En cuanto se pierde de vista, mi madre abre el bolso y coge el monedero. – Si me ve tu padre, ya tenemos un disgusto -me dice y me pone un billete en la palma de la mano-. Ojalá pudiera darte más… Pero esta temporada estamos teniendo muchos gastos. – Está bien así, mamá. No te preocupes. No tienes por qué darme nada. Pero gracias. – Dale recuerdos a Ángeles. Me asomo a la ventana para verles marchar. Mis padres siempre han mirado antes por el bien de sus hijos que por el suyo propio. Nos habían proporcionado, a mi hermana y a mí, a costa de muchos sacrificios, la mejor educación posible, la que ellos no habían recibido, y siempre en los mejores colegios.

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No tengo ni para comprarme unas enaguas por dároslo todo a vosotros, se quejaba nuestra madre. Mis padres siempre habían obedecido a la vida, nunca le habían llevado la contraria. Y en pago a esa obediencia, ¿qué les había traído la vida? Disgustos, desgracias, enfermedades… Y un hijo que era una verdadera calamidad. Que nunca tenía una palabra amable para con ellos. Que no les había dado más que disgustos. Que les trataba poco menos que a la baqueta. Se dan la vuelta y me dicen adiós con la mano. Mi padre tiene que ir al banco a arreglar unas cosas. Mi madre tiene hora en la peluquería. Me aparto de la ventana y miro a ver de cuánto es el billete.

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un hombre echa a andar. VARLAM SHALÁMOV

no puedes caminar descalzo no puedes sumergir los pies en agua fría no puedes lavarlos con agua demasiado caliente no puedes usar cepillos o manoplas de crin no puedes caminar descalzo. no puedes cortarte las uñas con alicates de manicura tijeras con punta cuchillas hojas de afeitar

/ o limas metálicas no puedes dejarlas mal cortadas no puedes caminar descalzo no puedes usar almohadillas eléctricas botellas de agua caliente

o calentarte los pies contra un radiador o cerca de una chimenea

no puedes usar calcetines de algodón no puedes caminar descalzo no puedes comprar zapatos con suela de goma

/ o de plástico no puedes comprarlos por la mañana

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no puedes calzártelos haciendo uso de la fuerza no puedes cruzar las piernas cuando estás sentado no puedes fumar no puedes caminar descalzo

y no obstante hay algo que todavía puedes hacer CAMINAR

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las horas se elevan apartando estrellas.

E. E. CUMMINGS

Me detengo, alzo la vista, ahí está. La estrella. La que, según parece, concede cualquier deseo

/ que le pidas. Trato de pensar en uno y pienso en mi padre. Le han extirpado el bazo. Cinco o seis, muy pequeños y superficiales, había dicho el cirujano, doctor Carver, meses atrás, la primera vez. Que no se le haya extendido a otros órganos. Se me ocurre otro. Me atañe a mí. Que descubran pronto algo para que no tenga que volver a inyectarme insulina nunca más. Me viene a la mente la luz de una estrella: tarda en llegar hasta nosotros miles de años luz, millones quizá, y para entonces, para cuando llega, la estrella de la que procede ya está muerta.

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y siempre soy consciente de que estoy comprometido con la realidad, no con la literatura.

ALEXANDER TROCCHI pudo ser en cualquier otra parte. pero fue en sevilla. en la calle sierpes. en una terraza. una silla de ruedas se acercó a nuestra mesa. no tenía piernas, el anciano. le dimos unas monedas. si estuviera en mi mano, le dijo ángeles, le devolvería las piernas. ¿piernas? ¿para qué quiero yo unas piernas? ¿cómo iba a ganarme la vida?

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hubo adioses como yunques. KUTXI ROMERO

Mi abuela Mercedes había nacido con el siglo. Aunque ya no podía valerse por sí misma, seguía

/ viviendo sola. Yo iba a hacerle compañía alguna que otra tarde. Comentábamos las esquelas que venían en el periódico, echábamos una partida a la brisca, reíamos, me quedaba a merendar con ella… Yo iba a hacerle compañía cuando precisaba dinero. Esa es la verdad. La pura verdad. Pero no la única: Se lo debía. Hiciera el tiempo que hiciera,

y a pesar de su edad tan avanzada y del calvario que le ocasionaba la muleta,

en once meses que permanecí interno en la cárcel / de Oviedo,

los días de visita, mi abuela Mercedes no me falló ni una sola mañana. La miré. Se hallaba en el canto de la sepultura. De hacerle caso a ella, llevaba en ese mismo canto desde hacía ya más de treinta años, desde el mismo día en que falleció mi abuelo Luis, su muleta en la vida. Sin embargo, ahora, mi abuela Mercedes se hallaba realmente en el canto

/ de la sepultura. No había más que verla: tenía el cabello largo, aunque lo llevaba recogido

/ en un moño,

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y su color era el de la nieve pisoteada. Su barbilla era como el asa del cazo en que calentaba

/ la leche. Masticaba las galletas con las encías. Tenía brazos y piernas cubiertos por tiritas, gasas

/ y vendas. Mi abuela Mercedes había pasado por el peor trance por el que pueda pasar cualquier

/ madre: que se te muera un hijo. A ella se le habían muerto dos. Tienes que mudarte a casa de Inma, le dije. Estarás

/ mejor atendida. En ningún sitio voy a estar mejor atendida que en mi

/ propia casa, me dijo. El día de la mudanza, después de subir a casa de mi prima Inma sus

/ escasas pertenencias, entre las que se contaba un colchón de lana del que

/ no quiso desprenderse, mi abuela Mercedes y yo nos quedamos solos. Entonces, en voz baja, escupiéndome las palabras

/ con desprecio, salpicándome la cara con su saliva, me dijo: ¡Por fin habéis sacado al muerto de casa! No supe qué decir. Sentí lástima por ella, por mí, por todos nosotros, por el mundo en general. POR FIN HABÉIS SACADO AL MUERTO DE CASA.

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No he vuelto a verla. A veces, sin embargo, si me acuerdo, por mi madre

/ o por mi hermana, le mando flores.

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aquellos sobre quienes se basaba mi esperanza. WOLFF BIERMANN

Doce años más tarde, en mil916, Jack London se suicidaba en medio de una crisis de alcoholismo y depresión. ¿Quién iba a decirle a Federico García Lorca que la misma guardia civil de sus romances le asesinaría, un amanecer en los desiertos arrabales de su propia granada1?,

y sin embargo, así fue: arrestado en mil937, Isaak Bábel fue fusilado en un campo de concentración en mil941 se le reventó una vena

y le provocó una hemorragia interna. ¡Stella, ayúdame!, gimió desde el baño. Empezó a vomitar sangre.

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¡Me estoy desangrando!, gritó Jack Kerouac. ¡Me estoy desangrando! Cáncer de pulmón. Eso le habían diagnosticado a Raymond Carver después de escupir sangre en septiembre de mil987. El médico dijo que contó 32 antes de dejar de contarlos2. Tras una serie de análisis, le comunicaron que tenía leucemia. Tras un tratamiento de quimioterapia, Charles Bukowski murió en el hospital San Pedro Península,

y yo, David, soy el anciano que ya no mira las esquelas en los periódicos porque sabe que la única que puede encontrar es la suya propia. Notas: 1 - “Palabras para Federico”, de Rafael Alberti.

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2 - Dos versos de Raymond Carver, extraídos del poema “Lo que dijo el médico”, incluido en “Un sendero nuevo a la cascada”.

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yo la miraba durante toda la misa. SHARON OLDS

asistía a todas las misas

que se oficiaban

sólo para que el hombre

que pedía limosna

en el pórtico de la iglesia

le abriera

la puerta.

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Los gritos de los que desaparecen

pueden tardar años en llegar hasta aquí. CAROLYN FORCHÉ

Era del tiempo de mis abuelos.

El general, el prestidigitador.

Tenía artritis. En las manos.

Y le dolían.

Le dolían como un hijo a una madre.

Las manos.

Porque las tenía llenas de cadáveres.

El general, el prestidigitador.

Y ya no podía hacerlos

desaparecer.

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vienen tiempos tan duros que hasta los lobos huyen en desbandada.

JUDY SPIKE pensad en ella: una mina, de unos treinta, de ascendencia vasca, iribarren, fabrica jabones con agua de plata, agua de lluvia, esencias

y una planta que crece sin que nadie la siembre. fabrica jabones que luego vendemos en el mercado de trueque. porque no hay trabajo hace mucho tiempo

y comer es muy complicado: un paquete de arroz cuesta lo mismo

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que un par de zapatos nuevos. por eso todo el mundo quiere irse. por eso y porque la represión policial es brutal. así que pensad en ella, pensad en Laura la próxima vez que os lavéis las manos.

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hay multitud de soledad.

PONCHO K ¿cómo era aquello?

hace ya más de 10 años

que salí de la cárcel

y todavía hay gente

que me lo pregunta:

¿cómo era aquello?

como esto.

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generaciones que se aproximan a toda velocidad. ALLEN GINSBERG

el vaso, de cristal, pasó rispiándome la cabeza, fue a estrellarse contra la parte de atrás de un 4 x 4

y estalló en mil blasfemias. Me di la vuelta para ver quién había sido. La joven, una niñata, pasó a mi lado, rozándome,

y se arrojó contra el conductor del todoterreno (un chaval de su edad), le agarró por la camiseta y se encaró con él. ¿Por qué me haces esto siempre?, le gritó. El chaval trató de soltarse. No me montes el número, le dijo. Pero ella estaba histérica y no le hizo ni puto caso. ¿Me vas a soltar, tía? Pero no se podía razonar con ella, no en ese momento.

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¡Que me sueltes, joder! Qué hijoputa eres, tío. La gente que pasaba por allí se paró a mirar. En cambio, yo, reanudé mi camino. Conocía la historia. Sabía el final.

Y no era feliz.

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A quién hablarle. GEORGE OPPEN

Mi perro cada vez se parece más a mí.

Pronto dejará de ser mi mejor amigo.

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No aspiro a ningún sitio en el palio sino a un lugar en la mesa familiar.

CHARLES REZNIKOFF

En la mesa familiar, me sentaba enfrente de mi padre. Mi padre lo hacía de espaldas a la ventana. Mi hermana, de espaldas a la cocina de carbón. Mi abuela Mercedes a su lado. Mi madre no se sentaba. Mamá, córtame más pan. Mamá, échame otro poco. Berta, tráeme otro vaso de agua. Mamá, ya terminé, ¿qué hay de postre? Mamá, pélame tú la naranja, anda. Berta, ¿hay café hecho? Ya recojo yo los platos, madre, no se levante. ¡La leche! ¡Que se está cayendo! He regresado a mi casa. Plaza de la Soledad, número 11, 5º derecha. En el portal no estaba mi bicicleta

y mientras subía por las escaleras iba pensando en la vez que las bajé en compañía de dos policías vestidos de paisano (¿Vas a obligarnos a tener que ponerte las esposas?).

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Subía por las escaleras, digo, y me dio por pensar en mi madre:

ya no bajaría corriendo a encontrarse conmigo. Cuando entré en el que había sido mi cuarto eché en falta las tres camas plegables en que dormíamos mi hermana de ocho años, mi abuela de ochenta y cinco

y yo de diecisiete. Eché en falta las risas cómplices de los tres, por las noches, después de apagar la luz, cuando güelita nos contaba anécdotas de cuando nuestros padres eran niños. Eché a faltar, incluso, el vozarrón de mi padre: ¡Si vuelvo a escuchar otra risa más me levanto y voy ahí! Miré por la ventana, al puerto deportivo: en la dársena interior y en el antepuerto en lugar de botes, chalanas, lanchas

y otras embarcaciones de pesca había ahora piraguas, yates, veleros

y otras embarcaciones de recreo. Donde estaba la antigua Rula, había un restaurante

/ de lujo. Donde estaban los astilleros, dos playas artificiales. Sólo la luz del faro permanecía encendida. He regresado a casa.

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En la mesa familiar, mi mujer se sienta en la banqueta de mi madre

y yo sigo ocupando el lugar del hijo, frente a padre.

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estamos hechos de tierra. SUSAN HOWE

Por la autovía que enlaza Gijón con Oviedo, a la altura del pantano de San Andrés

/ de los Tacones, si miras a tu izquierda verás un cementerio sencillo, natural, de buena fe, en el que reposan los huesos de mi abuelo y los restos de mi abuela, en el que, en un futuro, espero que descansen, también, los míos. Pero si miras a tu derecha podrás ver la pared de piedra de una casa de aldea, la única pared de la casa que aún se mantiene en pie. Esta mañana, desde un autocar, de vuelta de una lectura de mis poemas en un instituto de Enseñanza Secundaria

/ de Campanario, un pueblo que pertenece a la provincia de Badajoz, me sorprendí,

y en 37 años es la primera vez que me pasa, me sorprendí, digo, mirando antes al pequeño y entrañable cementerio que a la pared de piedra de la casa de aldea en que nací.

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como si nada de esto hubiera sucedido, realmente… ANTONIO ORIHUELA

a veces ocurre:

me quedo parado

en mitad del pasillo,

mirando fijamente

las baldosas del suelo,

sin reconocerlas,

ni reconocer en ellas,

los

pasos

perdidos.

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Durante cuarenta años he estado vendiendo agua a la orilla de un río.

PAUL BOWLES De niño, me subía a los tejados. Hacía demostraciones de equilibrismo. Caía de pie, como los gatos. Bufaba. Los perseguía. Rompía tejas. Pero nunca me manchaba la ropa. Me llamaban el príncipe de los tejados. Ahora, camino de los treinta y nueve años, escribo poemas mañana y tarde, y por la noche reflexiono sobre lo que he escrito durante el día

y sobre lo que voy a escribir a la mañana siguiente. En ocasiones, aunque cada vez con menos frecuencia (los años no perdonan), salgo de noche; entonces, fumo bebo lío petas hago rayas me meto pastis, tripis… Lo que sea, lo que haga falta con tal de librarme de la esclavitud del aburrimiento. Tengo padre, madre, una hermana,

y una mujer mágica que suele decirme cosas como: cuando te ríes, te cambia la expresión de la cara. Deberías reírte más a menudo. Estás más guapo. Una vez a la semana, de jueves, la familia se reúne.

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Mi padre y yo, para no variar, acabamos discutiendo. Mi hermana se enfada con nosotros,

y mi madre me desliza un billete por debajo de la mesa. Que no me vea tu padre, me susurra. Vivimos en una casa húmeda, salada, llena de personajes de ficción, empezando por nosotros mismos. Desde la ventana de nuestra habitación, que era el dormitorio de mis padres, aún se puede ver, tal y como estaba hace dos décadas, el edificio deshabitado de ladrillo rojo al que solía mudarme cuando me fugaba de casa, con quince o dieciséis años. De noche, doy vueltas en la cama,

y aunque ya debería estar más que acostumbrado, aún me sobresaltan los crujidos de las láminas de madera del somier. Más de una vez he llegado a pensar que lo que crujía eran mis propios huesos. Además, de un tiempo a esta parte, tengo la sensación, no sé muy bien por qué, de haber pasado, y estar pasando, por mi propia vida como por la mar, cuando en verano me baño en la playa. Haciéndome el muerto.

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A mí lo que me atormenta es el sueño. LOUIS- FERDINAND CÉLINE

De niño, si no podía dormir, no contaba mentiras, no contaba ovejas, contaba los automóviles que circulaban por el techo de mi cuarto. Mi padre fue de los primeros padres del barrio en comprar coche. Los domingos, mis amigos empañaban con su aliento el cristal de las ventanillas. Yo solía encogerme en el asiento de atrás. Me daba mucha vergüenza que sus padres no tuvieran coche

y el mío sí. Ya de mayor, comencé a desvelarme en los cimientos de edificios en obras, bajo el pórtico de las iglesias (antes de que pusieran verjas)

y en los calabozos de la comisaría,

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y en una ocasión, en una escuela abandonada, encima de la mesa del maestro. La misma escuela en que había cursado los estudios de Educación General Básica. Pero la mayor parte de las noches a la intemperie. Otros estaban peor. Dormían entre muertos.

Y cuando digo entre muertos, quiero decir entre muertos: en los nichos vacíos del cementerio municipal. Otros, no dormían. A noche de hoy, valoro algo más lo que tengo: techo,

cama, casa… Hogar. A noche de hoy, duermo bien. Ahora ya sólo

/ me hace falta contar las noches por sueños.

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Os vais a enterar de lo que es bueno.

HUBERT SELBY JR No digas que No. Sí puedes cambiar el mundo. Sólo precisas un brazo, una mano, piedras. Estas son mis piedras. Llevo el pelo largo. Me salto los semáforos en verde. Me enfrento en duelos de miradas siempre que la autoridad competente me desafía. En el autobús, les cedo el asiento a los niños: los mayores ya tuvieron su oportunidad

y no supieron, o no quisieron, aprovecharla. No uso gafas de sol: no me avergüenzo de mis lágrimas

y cuando hablo con alguien le hablo a los ojos.

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No miro a nadie por encima del hombro

y eso que mido 1 metro con 85 centímetros. No hablo de lo que no sé. No hablo. Escribo. Escribo poemas. Estas son mis piedras, parte de ellas. Piensa en las tuyas,

y recuerda: brazo, mano, piedras, pero, sobre todo, el gesto.

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Y el pasado estará de rodillas. PONCHO K

Te puse piedras en los riñones, hice cálculos con tu vesícula biliar, no te di más que disgustos, madre. Me apretó la mano, mi esposa por aquel entonces,

y dijo: Me duele, David. Me duele mucho. Salí de la unidad de reanimación

y abandoné el hospital de la mano de otra mujer. Son dos ejemplos. Hay más. Hay otro: El tío aquel, no le conocía de nada. Estuvo en la cárcel. Dos años. Le habían roto el culo allí dentro, me dijo. En el cagadero del patio. Seguro que te gustó, le dije.

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¿A que sí? ¿A que te gustó? Estuve mortificándole hasta que le deshice los ojos en lágrimas. Debería arrodillarme sobre este poema

y pedir perdón por todo el daño que hice, por todo el daño que haré. Perdón.

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uno encuentra lo que necesita cuando llega el momento, es todo.

JUDY SPIKE

cuando las ramas de los árboles son barrotes

y los granos de maíz cuentas de un rosario

yo necesito amor

cuando la aventura se vuelve conquista

y los imperios se empiezan por el tejado

y el hombre agoniza

yo necesito amor

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Tú, mujer mártir. JEROME ROTHENBERG

Esta tarde te he visto mayor. Con la misma edad que tenías esta mañana. Con la misma edad que tendrás esta noche. Te he visto vieja. Las primeras arrugas en tu pelo. Las primeras canas en tu frente. Los ojos, una bandera blanca. La voz, sin eco, un payaso triste. El vestido, corto, de luto, roto a la altura de la rodilla. Las medias, con varices. No me olvido de las botas: sucias, tronadas. Ibas a bajar la basura: en una mano, la bolsa con los desperdicios. Sí. Esta tarde te he visto mayor, vieja, desengañada de la vida. Sin casa propia. De renta. Con pufos:

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el agua la luz la renta la comunidad el bar. Treinta años haciéndole favores a todo el mundo

y a mí no me hacen más que putadas, todo el mundo, dentro y fuera de casa, hasta mi madre… Tu madre: diálisis: tres veces a la semana. Tu novio, yo, enfermo crónico, sin ninguna perspectiva de futuro, con muy mal genio, caprichoso, y egoísta,

y gastizo… Poeta, además. Sin embargo, cuando te veo así, mayor, vieja, una ancianita casi, cuando te veo así, digo, te quiero más. Te quiero. A secas. Sin adverbios. Te quiero.

Y aunque tienes más edad que yo, once años más, y aunque tan sólo hace tres que compartimos

pobreza y enfermedad, me siento, puedes creerme, como si realmente hubiéramos envejecido juntos.

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me apagan y me encienden, me encendieron. JAIME SABINES

cuando salía de mi trabajo en el turno de noche, lo primero que veían mis ojos al doblar la esquina de la calle en que vivía era la luz de mi casa, asomada a la ventana. la única luz en toda la calle, aparte de la de las farolas del alumbrado público. eso solo podía significar una cosa: ángeles estaba despierta, esperándome. la semana que permanecí en el hospital, ingresado, ángeles, por las noches, al irse a trabajar, se olvidaba la luz de casa encendida. más tarde, al volver, lo primero que veían sus ojos al doblar la esquina de la calle en que vivíamos era esa misma luz, asomada a la ventana. la única luz en toda la calle, aparte de la de las farolas del alumbrado público. entonces, le cambiaba la expresión de la cara, apresuraba el paso y se decía: ¡qué bien, david todavía está despierto!

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y, por favor, que esté también yo en ella. KRZYSTOF KARASEK

Vamos dando un paseo por el muelle de Oriente. Hacía tiempo que no paseábamos por aquí; bueno, ni por aquí ni por ningún otro sitio. Hay gaviotas, perros, un señor mayor, de traje, una mujer en chándal, redes extendidas por el suelo… Paz. Eso es lo que hay. Paz. Una ola embiste contra el dique, pasándole por encima, como un arco iris. La sal del agua restalla en el piso de cemento del paseo. ¿No huele muy bien? ¿A qué te huele a ti? A nueces. ¡Dios!, ya no recuerdo cuando fue la última vez que paseamos de esta manera: uno al lado del otro. No yo delante y tú detrás. No tú delante y yo detrás. No. Unoalladodelotro. Juntos.

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Es cierto: no vamos cogidos de la mano. Sin embargo, no me cabe la menor duda: esta mañana el sol está con nosotros.

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él y ella

ella y él

KLAUS RIFJBERG ¿estás bien conmigo? sí.

¿y no te aburres? no. pero no estamos haciendo nada. Sí estamos haciendo algo. ¿el qué? estamos juntos.

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He visto cosas que no creerías. RUTGER HAUER (en BLADE RUNNER)

Los días de mi vida serán, a partir de ahora, 2 de julio de 2002, como todos esos momentos que se pierden igual que lágrimas en la lluvia: naves en llamas más allá de Orión, rayos C brillando en la oscuridad, cerca de la puerta de Tanhaussen. Amaré la vida siempre,

y no solo en el momento de perderla. Aspiraré a lo que ya poseo, conservándolo: la luz, la limpia lluvia, la mar, los chillidos de las gaviotas en el tejado, los buenos días del gato blanco de la ventana de enfrente, el hogar en que echamos raíces…

Y el día de mañana, en la vejez (si llego), quizá me sea concedido el privilegio de contemplar cómo se deslizan por el cristal de nuestra ventana las gotas de lluvia.

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Si has llegado hasta aquí es que has leído este libro (o eso espero). Has leído un libro de DAVID GONZÁLEZ, con todo lo que ello implica. Pero… ¿de verdad que lo has leído, o sólo lo has mirado? Si dudas en tu respuesta, deja ahora mismo de leer este texto de este triste escribidor y secuestrador de lunas y vuelve a leer, repito, a leer LA CARRETERA ROJA desde el inicio hasta el final de este camino que DAVID GONZÁLEZ nos propone; LA CARRETERA ROJA por la que caminan para siempre los poemas, hechos de jirones de su propia vida, de la vida de mi hermano DAVID GONZÁLEZ. En LA CARRETERA ROJA, el Poeta se desangra, camina por el centro y se moja, sí. Se moja. En la que vuelve a ser un niño y no sabe qué hora es. En la que protesta con la única forma que puede y que sabe. En la que no reconoce los pasos perdidos. Ahora, repito, deja de leer este texto final e insustancial y vuelve al principio del libro. Y vuelve a leer, repito, a leer sus poemas. Paladea cada uno de sus versos, muy lentamente. La prisa es mala consejera de la poesía. Si me haces caso sentirás un sabor amargo al finalizar cada texto. El verdadero sabor de la vida, el verdadero camino. Esta CARRETERA ROJA que todos estamos condenados a seguir.

Andrés R. Pérez Blanco (Kebrantaversos)

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David González Díaz (San Andrés de los Tacones, 1964). Poeta que cultiva la denominada poesía de no ficción, narrador y traductor. Autor de “No hay tiempo para libros” (Editorial Origami), “El día en que Peter Pan empezó a envejecer” (La fragua de Metáforas), “El debut del chico tatuado” (Azotes Caligráficos), “Loser”, “Algo que declarar”, “Anda, hombre, levántate de ti”, “Sembrando hogueras” (Bartebly), “El amor ya no es contemporáneo”, “En las tierras de Goliat” (Baile del Sol), “Reza lo que sepas” (Eclipsados), “Ley de vida” (DVD), etc. Aparece en multitud de antologías literarias: “Esto no rima: antología de poesía indignada”, “Nocturnos: antología de los poetas y sus noches” (Origami), “Leyendas Urbanas” (Editorial Laria), “Nadando contracorriente” (Ediciones Escalera), “Puta poesía” (Luces de Gálibo), “Beatitud. Visiones de la Beat Generation” (Ediciones Baladí), “Hank Over \ Resaca” (Caballo de Troya), “Antología de poetas en Platea” (Cangrejo Pistolero), “Once poetas críticos en la poesía española reciente” (Baile del Sol), “Golpes: ficciones de la crueldad social”, “Feroces: radicales, marginales y heterodoxos en la última poesía” (DVD), etc. Ha sido traducido al inglés, alemán, húngaro y al árabe.

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La portada y la contraportada de esta reedición de la

obra de David González, “La carretera roja”, son obra

del ilustrador Felipe Solano. Las fotografías interiores

(correspondientes a las páginas 18 y 82) pertenecen a

Felipe Zapico. La autoría de la última imagen de este

libro digital, situada en la página 91, corresponde a

Charles H. Carpenter.

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Nota de edición 5 El David González que yo conozco 6 A modo de agradecimiento 10

Rebaño 19

Alquitrán 20

La misión 21

La hora del cinturón 22

El reproche 24

La ley del cuadrilátero 25

Saliva 26

Jaque 27

Paisaje 28

Despedida y cierre 29

Como una noria rota en la noche 30

La carretera roja 31

Barra de labios 34

Obediencia a la vida 35

Con los pies en el suelo 44

Una semana antes de Navidad 46

Sobre ruedas 47

Mudanza 48

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La tristeza de los lápices 51

La señora X 53

El prestidigitador 54

Jabones 55

La única respuesta posible 57

El vaso 58

El mejor amigo 60

La otra vuelta del hijo pródigo 61

Fin y principio 64

El resto del camino 65

El príncipe de los tejados 66

Autobiografía del insomnio 68

La hora de pelear 70

Absolución 72

Necesidad 74

Edad 75

Luz 77

Muelle de Oriente 78

El lenguaje de la lluvia 80

Es hora de vivir 81

Epílogo 84

Sobre el autor 85

Otras notas de edición 86

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David González 2012

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