julius hollander. enfrentar el olvido

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primera edición. 400 ejemplares. editorial Parábola diseño gráfico de tapa e interior andaestudio.com.ar. Prohibida su reproducción total o parcial. isbn 2 Julius Hollander con Victoria Verlichak 3 4 A mi nieta Sofía, por haber preguntado. 5 6 7 8 Victoria Verlichak 9

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enfrentar el olvido

de Julius Hollander con Victoria Verlichak.

editorial Parábola

primera edición. 400 ejemplares.

diseño gráfico de tapa e interior andaestudio.com.ar.

Prohibida su reproducción total o parcial.

isbn

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enfrentar el olvidoJulius Hollander

con Victoria Verlichak

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A mi nieta Sofía, por haber preguntado.

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1. prefacio2. introducción3. la familia en polonia4. cosas ricas5. mi padre6. alto y travieso7. tarnow8. el ghetto9. auschwitz-birkenau10. un dolor insoportable11. la marcha de la muerte 12. morir o vivir13. liberados en liberec14. david goldstein15. feldafing16. parís-bezons-río17. querido buenos aires18. soy arquitecto19. cierta normalidad20. soluciones atípicas21. lección y comienzo22. en carrera23. un poco de taquito24. neumáticos y tv 25. mi hijo martín26. tíos entrañables27. de amigos y barcos28. la mujer de mi vida29. vendía aire30. el reposo del guerrero31. la importancia de israel32. mazal tov33. conclusión34. imágenes recuperadas

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Fue un inesperado privilegio conocer de primera mano la his-toria de padecimientos y supervivencia de Julius Hollander du-rante la era de la barbarie nazi, ya que la biografía suele ser uno

de los ejes de mi escritura, también centrada en las artes visuales.

Cálido y generoso, Julius posee la rara virtud de escuchar y hacer sentir cómodo a su interlocutor. Distinto es pedirle que hable sobre el pasado que tuvo a los judíos, a su familia y a él mismo como víctimas.Luego de un terapéutico olvido de décadas y convencido de que ya podía relatar su historia, Julius encaró con energía la tarea de bucear en sus recuerdos, aún a sabiendas de que difí-cilmente podría encontrar las palabras para contar su intrans-ferible experiencia. Con el correr de los días confirmé sus cambios anímicos. Escu-ché con qué seguridad comenzó su relato y verifiqué su descon-suelo por no poder evocar algunos rostros y nombres. Constaté su dolor por retener intactos algunos trágicos momentos, que siguen arrancándole infinito desasosiego. Por momentos, lo sen-tí acongojado y meditabundo, pero también con una entereza digna de su noble causa: contar, para que no se olvide ni se pon-ga en duda, la masacre de los seis millones de judíos durante la Segunda Guerra Mundial en Europa (1939-1945).

prefacio

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Al terminar el libro y cumplir con este deber auto impuesto, que se hizo acuciante en el último tiempo, la expresión del ros-tro de Julius recobró su habitual luminosidad.Por mi parte, acepté con entusiasmo la propuesta de trabajar junto a Julius, aunque no anticipé que su relato también me iba a afectar y arrastrar hacia una enorme tristeza. Sin embargo, me reconforta haber encontrado en Julius a un sensible testigo de una de las noches más negras de la humanidad.

Victoria Verlichak

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introducción

[1] El Comité del Patrimonio Mundial de UNESCO aprobó la solicitud presen-tada por Polonia para cambiar la denominación de Auschwitz en su Lista del Pa-trimonio Mundial. “El sitio, inscripto en 1979 con la denominación de ‘Campo de

El amor a la vida me convirtió en lo que soy. El odio me hizo sobrevivir al ghetto, a Auschwitz-Birkenau

1, al asesinato de to-

dos los míos, a la Marcha de la Muerte. Lo he pensado muchas veces. ¿Por qué me salvé? ¿Por qué la bala fue para allá, cuan-do yo estaba acá? ¿Por qué? ¿Por qué fui puesto en la fila de

los salvados? No tengo una sola explicación acerca de por qué salvé mi vida, luego de atravesar la barbarie. ¿Me

salvó la casualidad o Dios? ¿Fue mi juventud? Aún no consigo explicármelo; no creo en Dios, pero quizá exista un destino, o algo así. Mi consigna fue tratar de seguir vivo; luché como un león. Soy el único de mi familia que estuvo y sobrevivió en los campos de exterminio. Cuando lo pienso, reconozco que el odio me hizo sobrevivir, pero luego tuve que olvidar todo para poder vivir. Pero hoy dudo en hablar de mi experiencia como supervivencia, más bien creo que volví de la muerte, convertido en otro. ¿Qué sobrevivió de ese despreocupado muchachito que era yo antes de nuestra inter-nación en el ghetto? ¿Qué quedó de aquel niño arropado por la madre, acariciado por el padre, cuando volvió de los campos de la muerte? ¿Qué subsistió de mi lugar de nacimiento, de nuestra vida cotidiana? ¿Dónde están mi familia, mis tíos y sobrinos, los hijos que mi hermano asesinado nunca tuvo?

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Al término de la guerra y después de haber sido liberado, supe a los 16 años que me había quedado sin padres, hermano, pa-rientes, sin patria. Volví de los campos siendo otra persona; era un adolescente solo en el mundo, herido y perplejo, que aún no tenía idea de la dimensión de la tragedia. Recién en julio de 2009 me enteré de que el otro familiar de mi generación que sobrevivió la guerra en Bélgica es Manfred Amos Hollander –a quien nunca conocí porque nació en Vie-na–, un primo hermano (por parte de padre) que en septiembre de 1945 emigró a Israel. También recién descubiertos, otros tres primos hermanos –Netty, Jaím, (ahora fallecidos) y Malka Gross–, emigraron a Israel desde Viena antes de la guerra y se salvaron. Me siento dichoso y emocionado con este descubri-miento; pero esta historia la contaré en detalle más adelante.En el tránsito entre Europa y la Argentina decidí olvidar mis aterradoras experiencias para comenzar una vida nueva; inclusi-ve olvidé el idioma polaco porque me traía malos recuerdos y me evocaba demasiadas muertes. Así, pude estudiar, recibirme de ar-quitecto, formar una familia, realizarme profesionalmente, tener una vida (casi) plena. Sin ser explícita, la ausencia me acompaña.Selectivo, el olvido puede operar de manera sorprendente y efi-caz. Pude relegar el recuerdo de mis seres queridos, los tormen-tos y las penurias vividas. Pero, ¿cómo desconocer el N˚161214 que los nazis me tatuaron con tinta azul a la llegada al campo

Concentración de Auschwitz’, se designará de ahora en adelante con el nombre de ‘Auschwitz-Birkenau’, e irá acompañado del siguiente subtítulo: ‘Campo nazi ale-mán de concentración y exterminio (1940-1945)’”; UNESCO, junio 2007.

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de concentración? Desde los 14 años llevo y veo (sin verla) en mi brazo izquierdo la fatídica inscripción. Nunca la oculté; no tengo inconveniente en mostrarla.Durante 50 años casi no hablé con nadie de mi experiencia en Auschwitz, ni tampoco nadie me preguntó mucho; mi querida esposa Any –Ana María Kirschbaum– es la excepción. Actual-mente, quien me pregunta es mi nieta Sofía, que era una beba de pocos días cuando ofrecí por primera vez mi testimonio público a la Fundación de la Historia Visual de los Sobrevivientes de la Shoá

2, dirigida por Steven Spielberg. En esa ocasión, al concluir

de grabar mi historia de vida, mi testimonio, convoqué a mi fa-milia argentina y leí un texto frente a la cámara de video: “Todos estos años he podido llevar una vida normal a pesar del horror que viví en mi juventud, porque, consciente o inconscientemente, traté de olvidar toda la bestialidad que es capaz de cometer un ser humano sobre otro; olvidar las muertes, las miserias, el hambre, la esclavitud, la degradación, la prepotencia y todo lo abyecto que ha pasado durante la Segunda Guerra Mundial. “Lo hice porque no hubiera sido posible seguir adelante con el cúmulo de recuerdos y toda la carga de muertes que llamaba a mi mente. Tuve éxito, olvidé muchísimos acontecimientos, hice borrón y cuenta nueva; hasta me olvidé del polaco, que es mi lengua materna.“Todo ello me permitió enfrentar la nueva vida, seguir adelante, es-

[2] Shoá y Holocausto se utilizan acá como sinónimos.

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tudiar, formar una familia, reincidir [me casé dos veces], tener hijos, nietos, insertarme en la sociedad, dejando latente en mi mente los acon-tecimientos vividos.“Ahora quiero dejar testimonio de los recuerdos, muchos de ellos olvida-dos –tenía 14 años cuando entré al campo de concentración– para que el mundo conozca lo que pasó. Y quiero dejar este testimonio para mi familia y los descendientes de ellos, para que traten siempre de defender con toda sus fuerzas a la democracia, porque –con todos sus defectos– hará imposible que en el futuro puedan ocurrir semejantes barbarida-des en [la] que un pueblo aniquila a otro con la perfección con que lo hicieron los alemanes en la era nazi. Nada más”.

Es difícil ponerles palabras a los padecimientos, a los asesinatos de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) en Europa. Si hasta yo, que los viví, a veces, tampoco puedo creer tamaño encarnizamiento, semejante espanto; son aconte-cimientos tan inhumanos que cuando los relato, incluso, me sor-prendo tratando de suavizarlos.Sin embargo, a punto de cumplir 80 años, me esfuerzo en re-cordar y en buscar las palabras para contar en primera persona lo sucedido, también para combatir con mi testimonio al nega-cionismo

3 y la banalización del Holocausto. Quiero dejar cons-

tancia de la persecución que padecimos nosotros los judíos, del padecimiento de los seis millones de judíos masacrados, de las

[3] Posición política y seudo científica que consiste en negar el genocidio ejecutado por la Alemania nazi contra los judíos y otras minorías bajo el Tercer Reich.

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muertes de mis padres y mi hermano y de las de mis abuelos y tíos, familiares, amigos y vecinos.Sé que soy uno de los últimos testigos vivos del exterminio de los judíos por los nazis. Liderados por Adolf Hitler, los nazis trabajaron duramente para borrar las huellas de lo que hicie-ron. Exhumaron los restos enterrados en las fosas comunes y quemaron los cadáveres, trituraron lo que quedaba de ellos, di-namitaron las cámaras de gas. ¿Qué queda de las víctimas inci-neradas en los hornos? Se hicieron humo. Muchos ya dieron su testimonio, acá deseo dejar el mío.Pero comenzaré por contar desde el principio, para que mis hi-jos y nietos –Martín y sus hijos Sofía y Agustín, Gerardo y su hijo Maxi, Gabriela y sus hijas Malena y Tamara– conozcan a través de mis palabras no sólo esa triste parte de mi historia, sino también la más gozosa que me acerca a estos días, a mis días argentinos y a mi exitosa carrera de empresario y arquitec-to, por los que estoy feliz y agradecido.

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Nací el 3 de diciembre de 1929 en Tarnow, provincia de Cra-covia, Polonia, en un hogar judío no religioso, que mantenía ciertas tradiciones. Mi madre fue Hania Eisen, hija de David Ei-sen y Cyrla Hecht de Eisen. Los hermanos de mi madre fueron

tres: una tía casada con un ferretero, y mis tíos Hele-na (Hela) e Ignatz (Ignacio)

que emigraron a la Argentina antes de la guerra. Mi abuelo David fue comerciante y mi abuela Cyrla también fa-lleció unos años antes de la invasión alemana a Polonia; yo ape-nas tengo alguna memoria de ellos. Hela nació el 4 de octubre de 1907 y creo que mi madre era dos años mayor.Dulce y tierna, recuerdo a mi madre Hania como enormemente contenedora, muy idishe mame. Era una clásica mujer judía pre-ocupada por el bienestar de los hijos y la familia, dedicada a la marcha de la casa. Mi mamá era más bien calladita y quedaba un poco opacada frente a la fuerte figura de mi padre. Me imagino que debe haber tenido una vida difícil porque él viajaba casi todas las semanas a Lodz, estaba bastante fuera de casa.Éramos una linda familia y tuve una niñez muy contenida y tran-quila, con el mandato de estudiar. Vivíamos en una casa alegre, antigua y confortable, ya que mi padre tenía una buena posición económica y mi madre tenía buen gusto. Mi madre era bastante elegante, se vestía con varierdad porque podía elegir entre las te-

la familia en polonia

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las del negocio de mi padre. Se hacía toda la ropa con una modis-ta, ella no cosía, salvo cuando remendaba las medias agujereadas; guardo la imagen de ella zurciendo y tejiendo todo lo que hacía falta, inclusive los guantes que usábamos en invierno. Mi abuela Cyrla tenía un quiosquito donde, antes de casarse, Mamá había trabajado junto a Hela, ayudando en el negocio. Era como un puestito en la calle donde vendían golosinas, co-sitas, juguetitos, muy parecidos a los de acá (claro, con menor cantidad y variedad). Estaba prohibido vender cigarrillos o al-cohol, esos productos eran monopolio estatal y había que tener patente y local especiales para comercializarlos. Todavía recuer-do el olor de la panadería de una hermana de la abuela Cyrla; había panes y pasteles sabrosos y lo pasábamos bien. Yo no recordaba los nombres de mis abuelos ni de mis tíos pater-nos; siempre creí que papá tuvo como 10 hermanos, pero fueron siete, con él incluido; ahora lo puedo confirmar gracias al exhaus-tivo trabajo de investigación de Eyal Hollander, que reconstruyó nuestro árbol genealógico (ver el Capítulo Mazal Tov).Mi abuelo paterno, Iuda Hollander, era hojalatero y tenía un ne-gocio donde fabricaba baldes y ollas, herramientas y utensilios; probablemente falleció antes de mi nacimiento, en 1929, porque mi nombre remite al suyo. Mi abuela paterna, Hena Dvora Li-chtenberg, murió en el ghetto de Tarnow, entre 1941 y 1943, cuando todos malvivíamos allí.

[4] Lengua proveniente del alto alemán medio y con palabras de origen hebreo, arameo y eslavo; muy utilizada entonces por los judíos de Europa oriental.

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Mi único hermano, Edward –Eduardo, en polaco–, era cinco años mayor que yo y murió en Auschwitz-Birkenau. ¡Pobre mi hermano! Allí nos separaron y no nos vimos nunca más. Dormíamos en el mismo cuarto con Edward, a quien llamába-mos Dolek; antes de acostarnos, mamá calentaba nuestros edre-dones en la estufa del dormitorio y ese mimo nos ponía feliz. Edward era un muchacho delgado, muy buen deportista y me-jor estudiante; siempre me decían: “estudiá como tu hermano”. Compinches y rivales, cosas de hermanos… tanto peleábamos como estábamos pegados; él me enseñó a esquiar.No recuerdo si, entre el nacimiento de mi hermano y el mío, mis padres –a quienes les decíamos mama y papa– tuvieron más hijos, pero es probable, porque entonces morían muchos bebés al nacer. Mi idioma materno fue el polaco. El ídish

4 se hablaba en todas

partes y mis padres lo hablaban entre ellos y rápido, cuando no querían que los hijos entendiésemos demasiado, ya que nosotros no lo hablábamos; luego, comencé a aprenderlo en la escuela hebrea y lo perfeccioné por necesidad. Nací en un edificio tradicional de dos pisos con ventanas a la calle que se abrían hacia adentro, con su clásico patio interno de piedra, sin plantas. Las entradas de los departamentos daban a ese patio y se accedía a través de unas galerías o pasillos. La vivienda no estaba en el barrio judío, sino en Plaza Sobieski 2 (Plac Sobieskiego)

5, entre Krakowska y Lwowska. Allí teníamos

[5] Presumiblemente, la plaza lleva el nombre de Jan III Sobieski, rey de Polonia entre 1674 y 1696.

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pocos amigos, pero yo supongo que porque éramos judíos.El departamento era muy lindo, tenía techos altos y ventanas grandes, dos dormitorios, un comedor espacioso, un baño y una cocina; al lado había como un pequeño hall donde dormía la empleada. Cuando llegaba de la calle, la casa estaba siempre ca-liente. En todos los ambientes teníamos estufas revestidas de una especie de cerámica de la que emanaba el calor, con unas puertitas de hierro a través de las que se introducía el carbón. Durante los largos y duros inviernos solíamos poner la espalda contra la loza de la estufa para calentarnos. En el dormitorio, además de nuestras camas, había un armario, un perchero para colgar ropa y una luz arriba. No teníamos mesa de luz porque no leíamos en la cama sino en el comedor, en la mesa donde comíamos y también hacíamos los deberes. Se cuidaba mucho la luz porque era muy cara. El comedor era un cuarto más grande con una lámpara con caireles, muebles de madera oscura –igual que las sillas, también sencillas–, algún sillón. El piso era de listones de madera, con alfombras, y, su-pongo, que había cortinas. Eso sí, la bicicleta se guardaba en un hall pequeñito junto a la entrada. Era de mi hermano y la subíamos un piso por escalera hasta casa. Mamá y yo no teníamos bicicleta; tampoco Papá, que caminaba para ir al trabajo y cuando tenía que ir a la esta-ción de tren tomaba un fiacre –carro tirado por caballos–, que

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era como un taxi y cuya parada estaba cruzando la plaza; en ese rincón siempre había un terrible olor a bosta. Pero entonces se caminaba mucho, quince cuadras no eran nada. No recuerdo que hubiera ningún transporte público. Común para todos los vecinos, la letrina estaba al final del piso. Pero, como papá había progresado mucho y ya había vivido en Viena y adquirido otras costumbres, le pidió al dueño de la casa (porque nosotros alquilábamos, como todos) que le permitiera poner un lavatorio y un water closet con cisterna. Así, fuimos unos de los pocos en el edificio que teníamos un baño, todo im-portado de Inglaterra. Igualmente, no existía el hábito de la ducha diaria. Nos bañába-mos una vez por semana, solamente los días viernes, y eso que éramos gente pudiente. Para bañarnos, utilizábamos una gran tina de zinc que estaba en el baño, que era espacioso porque se construyó en lo que fue un dormitorio. El baño semanal era todo un ritual. El agua se calentaba en grandes ollas en una cocina tipo económica a carbón. Primero se bañaba papá, después se sacaba un poco el jabón y se agrega-ba un poco más de agua caliente y se bañaba mi hermano mayor; es que no había forma de calentar tanta agua para cambiarla toda. Después, se hacía lo propio y en la misma agua me bañaba yo. Las mujeres después, mamá primero y al final la empleada que trabajaba en casa, que era como de la familia. Ella ya estaba

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en casa –vaya a saber desde hace cuánto tiempo– cuando nació mi hermano, ya era viejita cuando yo estaba creciendo, igual era muy guapa y se daba maña para las tareas. Mi mamá era muy buena, muy comprensiva con ella. Cuando nos enviaron al ghetto presumo que ella debe haber sufrido, porque nos quería y también se quedó, de un día para otro, sin casa y sin trabajo.

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Mi madre estaba en todo. Nos despertaba para ir a colegio y nos daba el desayuno, que ella preparaba. Cuando el clima es-taba agradable, para ir a la escuela usábamos pantalones cortos o unos que llegaban hasta la mitad de la pantorrilla, y los su-

jetábamos con unos elásti-cos. En invierno usábamos botas, medias de lana, pan-

talones de franela largos, camiseta y camisa, un pulóver y un cubre orejas y así salíamos cuando aún estaba oscuro y con un frío intenso. No era un gorro, sino más bien algo parecido a una banda para el pelo, pero, si no nos tapábamos las orejas, estába-mos fritos, porque debíamos caminar seis o siete cuadras y nos parecía una eternidad porque hacía un frío de novela. Las camisas se calzaban por la cabeza y tenían dos botones, no es-taban abiertas hasta abajo, por eso recuerdo que cuando llegué a la Argentina me parecieron muy cómodas las camisas con botones. Antes de salir, en el desayuno comíamos huevos revueltos, jajecz-nice (en polaco), sobre manteca o grasa con pan, eran riquísimos. Tomábamos café con leche en unos tazones grandes; decían que era café, pero me parece que era achicoria (se dejan secar sus raíces y luego se tuestan y muelen), un pasable sustituto del café de aroma suave. Recuerdo la grasa de ganso (que provenía del pellejo derretido) que untábamos al pan negro y también comíamos mermelada.

cosas ricas

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La gente más desfavorecida se hacía sándwiches poniendo una rodaja de pan blanco entre dos rodajas de pan negro, pero en mi casa los sándwiches se hacían con fiambre.Éramos una familia acomodada, pero igualmente la economía doméstica se cuidaba y manejaba muy bien. Mientras que acá ahora venden un pollo que ya no tiene ni patas ni cogote, ni híga-do… allá un pollo era un pollo, y se usaba todo. Por ejemplo, mi madre picaba el hígado con cebollitas y era delicioso; el cogote se rellenaba y era como un fiambre; con las patitas se hacía gelatina; se sacaba la piel y producía grasa y chicharrón y un pollo duraba como tres días porque se inventaban muchas comidas. Al mediodía, papá no venía a almorzar, creo que no cerraba la tienda. Nosotros regresábamos de la escuela y comíamos rápi-do. Por la tarde teníamos más materias y hacíamos deberes. En el colegio servían almuerzo, pero no me gustaba; tanto mi her-mano –que iba a otra escuela– como yo, íbamos a casa. En una curiosa coincidencia, Martín, mi hijo –a quien mandé a una escuela del Estado, porque no quería que fuera a una escuela elitista, y siempre discutí con su mamá por eso–, también fue a una escuela de doble escolaridad y tampoco le gustaba quedarse a comer. Tomaba el colectivo hasta casa y allí almorzaba, igual que yo de chico.Al mediodía siempre comíamos una sopa de papas, con hon-gos, quizá con garbanzos, muy espesa y bien sustanciosa. Nunca

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recuperé el sabor de esa gloriosa sopa. Invariablemente, había sopa y otro plato, así desde chico me acostumbré a comer dos comidas calientes. Por eso, cuando en casa se sirven alimentos fríos, para mí es como si no hubiera comido. Cenábamos los cuatro juntos –aunque a veces papá estaba de via-je– y continuamente mis padres nos preguntaban si estudiábamos y que era lo que nos enseñaban, a eso le daban mucha importancia; podíamos hacer diabluras, pero lo principal era que estudiásemos. Había toda una jerarquía. Mamá servía la comida primero a papá, después a mi hermano y a mí. Yo a veces miro a mis nie-tos y me da no sé qué cuando los escucho diciendo “que esto no quiero, que aquello no me gusta”; nosotros no elegíamos, se comía lo que había sin la más mínima discusión. Mamá cocinaba rico; la veo haciendo strudel, extendiendo la masa muy delgada sobre la mesa, después el arrollado de ama-pola y miel… A menudo comíamos huevos, aunque no tenía-mos gallinas. En Pésaj se comía el matzá frito bañado en huevo, maravilloso. Pocas veces teníamos carne vacuna, pero se comía pato, ganso, pollo, y aunque mi papá no era religioso, jamás co-míamos cerdo en casa.Como dije, hacíamos los deberes en la mesa del comedor cubier-ta con manteles de hule para diario; menos mal, porque escribía-mos con pluma, que mojábamos en tinta, y a veces yo manchaba todo. Los manteles de tela bordados se usaban para la cena de

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los viernes o los almuerzos sabatinos con la familia de mi mamá, a quienes veíamos seguido. Eran cenas de 10 a 12 personas en las que se bendecían las velas y mi madre solía poner flores, es-pecialmente en primavera.Los sábados comíamos chulent, que es como un guiso; sé que me quedo corto con esta definición. La costumbre era que los vier-nes se preparaba una olla de barro grande, con carne de cordero, papas, cebollas, porotos, páprika y un montón de ingredientes más, y se mandaba al horno de la panadería de la vuelta (se supo-ne que, respetando el Shabat, el sábado no se puede cocinar). La olla se retiraba el sábado, caliente todavía, y se comía en familia al mediodía. En realidad, cada casa tenía su propia receta de chu-lent, palabra que posteriormente descubrí que también significa algo así como “juntarse”.En los años ‘30, en Tarnow no existían las heladeras y en nues-tro edificio se conservaba ciertos alimentos en el sótano, divi-dido por sectores y asignados a cada departamento. Ahí se al-macenaba desde comida –como esa grasita que se recogía en una vasija de barro que se tapaba con un plato y una piedra–, hasta trastos viejos y carbón, que se acopiaba durante el verano. ¿El agua? Tomábamos agua de la canilla, creo recordar que en aquel tiempo había agua corriente en Tarnow. Era una ciudad chica, pero con cloacas.El sótano era un lugar oscuro y había que tener cuidado con las ra-

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tas. Me río al recordar la impresionante invasión de ratas que tuvi-mos cuando yo tendría como seis o siete años; las vi, eran enormes y parecían perros por el tamaño. La ciudad, que era bastante antigua y aún tenía murallas de la Edad Media, iba creciendo y el drenaje era insuficiente. Para re-emplazar el anacrónico sistema de desagüe hecho con ladrillos, la municipalidad instaló enormes tubos de cemento. Trabajaron durante un montón de tiempo, pero no previeron lo que sucedió cuando cerraron el sistema viejo e inauguraron el nuevo. Las ra-tas de albañal se quedaron sin comida, entonces salieron dispara-das de sus escondites y mordían chicos, comían gatos, arruinaron la comida almacenada en los sótanos, fue una calamidad. Tuvo que venir el Ejército y dictar el toque de queda para exterminar-las a los tiros. A los chicos esta aventura nos pareció divertida; quedó en mi memoria como una película.

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Uno de los primeros recuerdos felices de mi infancia se refiere a cuando papá regresaba para el fin de semana de Lodz

6 y nos traía

un fiambre especial, que era una variedad de wurst, ropa, rega-los; era una alegría. Papá nos llevaba con mamá a una confitería

muy linda cerca de casa, con una explanada al aire libre, y los sábados o domingos nos

sentábamos allí y pedíamos helados. Era como una excursión y nos encantaba. Era un lindo tipo mi padre, siempre lo tengo muy presente. Era un hombre alto, buen mozo, canoso; puede ser que yo me le pa-rezca, pero desafortunadamente no tengo ninguna foto. Tenía una gran personalidad y se llamaba Josef Hollander; nació tam-bién en Tarnow en 1889. Es curioso, el tío materno de Anna se llamaba igual que yo, Julius Hollander. Hollander significa “el que viene de Holanda”. Se sabe que el rey Kazimierz, que reinó en Po-lonia entre 1333 y 1370, dejó entrar a los judíos; quizás algunos huían de Holanda. El primer Hollander de Tarnow que registra el centro de documentación de Iad Vashem

7, fue Joseph Hollander

(1757-1817), o sea que desde fines del siglo XVIII está verificada la existencia de mi apellido en la zona.Papá era un hombre alegre, a mi hermano y a mí nos encantaba meternos en la cama con él y nos divertíamos con sus cosqui-llas. Teníamos una relación afectuosa, bastante inusual enton-

mi padre

[6] Lodz se encuentra aproximadamente a 220 Km. de Tarnow; en 1939 la pobla-ción judía superaba las 200.000 personas.

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ces, cuando era todo más rígido y distante, pero igualmente le teníamos mucho respeto.Estoy seguro de que me parezco a él en la manera de encarar la vida. Era un tipo optimista y tenaz. Como él, también siem-pre tengo un enfoque positivo de las cosas. No sé por qué, pero siempre creo que las cosas van a salir bien. Aunque él no había estudiado, insistió en nuestros estudios. Mi padre fue un gran ejemplo para mí. Judío liberal, no practi-cante, que no usaba peies ni sombrero ni nada, tenía un asiento reservado en la sinagoga, a la que contribuía. Asistía dos o tres veces por año, en Iom Kipur y en Rosh Hashaná, quizá también en Pésaj. Nos llevaba con él y mamá, que se sentaba en el sector de mujeres. Era tan poco religioso que los viernes venía gente de la Kehilá a golpear con martillos de madera las puertas del negocio porque él nunca cerraba temprano en Shabat. Sin embargo, mi padre estaba muy bien considerado por los miembros de la comunidad y suscitaba gran respeto. Mucha gente lo consultaba cuando tenía problemas. Los judíos general-mente no acostumbraban a hacer pleitos legales para zanjar los conflictos; habían tenido probadas decepciones con la justicia extracomunitaria. Por eso solían arreglar las diferencias con un rabino o con algún hombre probo. Y a papá lo venían a ver para dirimir problemas; me consta que intervino varias veces para juntar a las partes, fue una suerte de mediador.

[7] Iad Vashem, Autoridad Nacional para el Recuerdo de los Mártires y Héroes del Holocausto, más conocido como Museo del Holocausto de Jerusalén, se define como un Museo viviente “que custodia la memoria del pasado e imparte su significado

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Había muchos judíos socialistas, pero creo que papá no estaba politizado. Tampoco tomaba alcohol, y eso que se veían muchos borrachos por las calles de la ciudad, pero en general no eran de la colectividad; seguramente debe haber habido judíos borrachos pero no conocí ninguno, tampoco en la familia.Mi padre tenía una fábrica de tejidos en Lodz. Era una gran ciu-dad, llamada “la Manchester de Polonia” por la cantidad de fá-bricas. En Tarnow manejaba un próspero negocio de textiles al por mayor y estaba situado en una calle comercial importante que quedaba a ocho o nueve cuadras de casa, de donde iba y venía caminando ya que no poseíamos ni auto ni caballos.Siempre ayudaba a los pobres que, para estar habilitados a men-digar, debían exhibir un certificado de pobreza expedido por las autoridades; había judíos y no judíos entre ellos. Todos los días era un desfile de gente pidiendo, eran tal cantidad que no dejaban trabajar. Entonces papá impuso el sistema de atenderlos solamen-te los viernes por la tarde. Ese día iba temprano al banco y retira-ba una bolsa de monedas para que la cajera entregase una moneda por persona. Mi padre seguía trabajando en lo suyo, mientras la empleada despachaba la fila de pobres, pero de tanto en tanto controlaba un poco y a veces pescaba a un mismo tipo queriendo ponerse dos veces en la fila: “¿ya estuviste, no?”, les decía. Esa costumbre de dar monedas me quedó, así es que siempre tengo dinero en el auto y cuando alguien se acerca a pedir, doy. Any cree,

para las futuras generaciones. Establecido en 1953, es un centro mundial de docu-mentación, investigación, educación y conmemoración del Holocausto; actualmen-te un sitio dinámico y vital de encuentro intergeneracional e internacional”.

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que hoy día, en Buenos Aires es peligroso estar abriendo la venta-nilla todo el tiempo, pero yo pienso que alguien tiene que estar bien jodido para pedir en la calle; yo tuve hambre.Los judíos la pasaban peor que los otros muchachos durante el servicio militar obligatorio y por eso no querían hacerlo; mi padre tampoco combatió en la sangrienta Primera Guerra Mundial (1914-1918). “Yo no iba a dar la vida por el Kaiser”, contaba; es que Polonia entonces pertenecía al Imperio Austro-Húngaro

8. No sé exactamente cómo evitó la conscripción, pero

creo que pidió prórroga para hacerla más adelante y se fue a instalar a Viena alrededor de 1912 con un pasaporte mexicano; con ese documento, resultó intocable. Por la pesquisa del ya mencionado Eyal Hollander, hoy sabemos que en ese tiempo también vivieron en Viena los primos de mi padre, Hanna Hollander Gross y Samuel Hollander, pero ellos nunca más regresaron a Tarnow.No tengo claro en qué año volvió papá, pero creo que en 1922 ya estaba casado con mi madre en Tarnow. Adelantado para su época, durante el tiempo que papá vivió entre los vieneses se familiarizó con la cultura occidental, constató que se podía vivir mejor de como lo hacían en su ciudad natal y adquirió cierto re-finamiento. Estaba muy actualizado y en casa se recibía el diario de la ciudad, aunque era sensacionalista, porque no llegaban los diarios de Varsovia.

[8] Estado que, desde 1867 hasta 1918, fue dirigido por la familia de los Habsbur-go y cuya capital era Viena; sumaba 12 naciones europeas, incluyendo Polonia.

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Papá era bastante autodidacta, creo que apenas terminó la es-cuela primaria, tuvo que ponerse a trabajar inmediatamente. Se empleó en un negocio textil de cadete, luego fue vendedor. Volvió de Viena con algo de dinero y puso un negocio por su cuenta. Se construyó a sí mismo, yo creo que soy un poquito parecido; me identifico con él.Siempre contaba que en Viena tuvo un socio –no sé a qué se dedicaban– que hablaba constantemente acerca de cuál sería el mejor método para suicidarse. Aunque mi padre lo desalentaba en ese tipo de especulaciones deprimentes, el hombre insistía en investigar procedimientos. En efecto, terminó matándose con una dosis de veneno, de ácido prusiano (ácido cianhídrico), como para liquidar a un regimiento. Papá siempre nos daba a mi hermano y a mí un dinerito para los gastos, pero constantemente le pedíamos más. Gastábamos la plata en golosinas, estupideces, cosas de chicos. Un día nos dijo que era tiempo de que nosotros ganáramos algún dinero. Nos dio la llave de un depósito que tenía, diciéndonos que podíamos vender todo lo que había allí y quedarnos con las ganancias. El galpón estaba lleno de cosas, inservibles a primera vista. Lo más fácil de vender resultaron ser unos flejes de hierro, que servían para zunchar los cajones de madera en donde venían las telas; los vendi-mos rápidamente por kilo.Asimismo, había cualquier cantidad de madera terciada, que se

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usaba para hacer los rollos de telas (esos que ahora son tubos de cartón). Eran trozos más bien chiquitos y fuimos preguntando a las carpinterías para saber si los querían; nadie se interesó. Has-ta que un día pasamos por un lugar donde estaban descargando madera terciada, era una fábrica de zapatos donde la utilizaban como primera suela en la confección de zapatos baratos. Les venían bien esos pedazos pequeños y se los vendimos; mi viejo se puso contento porque le limpiamos el depósito y, además, sacamos una ganancia. No me acuerdo haber guardado esa plata, aunque mi padre nos decía que el ahorro es la base de la fortuna: “Deben cuidar el di-nero”, aconsejaba. ¿Cómo iba a saber que luego le confiscarían todo? Cuando, tiempo después, yo dirigía mi empresa en Buenos Aires, tuve a dos hijos trabajando conmigo, Martín y Gerardo (el hijo de Any) y les conté lo que papá sostenía acerca del ahorro y la fortuna. Yo no pienso así, creo que la base de la fortuna es ganar mucha plata y después gastarla; con esta filosofía, mal no me ha ido. Tengo muy buenos recuerdos de mi padre. Era un hombre de un carácter fuerte, pero muy justo. La vez que le robé la bicicleta a mi hermano, yo era tan chico que tenía que poner las piernas aden-tro del cuadro porque mis pies no alcanzaban a los pedales si me sentaba. De todos modos salí a pasear, con tan mala suerte que me atropelló un carro tirado por caballos –había muy pocos autos–.

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Me llevaron con urgencia al hospital y luego fuimos a casa, pero la herida que tenía en el tobillo se infectó, y las infecciones en-tonces –estoy hablando del año 1937 o 1938– eran muy peligro-sas a causa de las gangrenas. Y la infección no se me iba y cada vez estaba peor; había peligro de que me cortaran el pie. Hasta que mi padre llamó a otro médico de consulta y dijo: “solamente lo podría salvar un polvito que se descubrió últimamente y que seca las heridas, pero vaya a Varsovia porque acá no hay”. Papá tomó el tren a Varsovia y recorrió muchas farmacias hasta conse-guir la sulfamida, sustancia no muy difundida, ya que hacía poco que se estaba probando en personas. Con la sulfamida se acabó la infección. Cuando terminé de res-tablecerme, mi viejo me dio una paliza inolvidable por haberle robado la bici a mi hermano. Se mató por verme curado, pero me castigó para que aprenda a no tomar lo que no era mío. Re-cuerdo el episodio con ternura, no sólo por los desvelos de mi padre, sino porque la tunda –método corriente entonces– habla de su rectitud y sentido de justicia. Al llegar a Auschwitz-Birkenau, mi querido padre –que hablaba perfectamente alemán– me agarró fuerte de la mano y no me soltó. El día que lo terminaron de matar en el campo de concentración, ahí sí por un momento se me cruzó la idea de ir corriendo hacia los alambrados electrizados para morirme yo también; estaba des-esperado, pero mi voluntad de vivir fue superior.

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Mi sobrenombre era Idek, supongo que me lo puso mi padre. Todo el mundo me llamaba Idek, en polaco. En idish era Idel,

como en esa canción de El violinista sobre el tejado, que dice Idel mit ein fiddle…

Mi primer recuerdo traumático se refiere a mi caída en un pozo de cal viva. Fue durante un verano en casa de un tío (herma-no de papá) que vivía en el pueblito de Nowy Sacz, a un poco más de 30 kilómetros de Tarnow. Mis padres me mandaron allá porque había primos y mucho espacio para correr. Ese tío tenía un negocio de materiales de construcción y, por tanto, tenía un enorme hoyo con cal viva, ya que entonces no venía embolsada. Ahora que lo estoy recordando me río, pero entonces me pegué un susto tremendo. No, no me quemé porque apenas me caí me sacaron y me lavaron enseguida. Aunque no me pasó nada, la impresión que me quedó fue horrible. Movedizo, fue allí también que queriendo cruzar de un terreno a otro me lastimé bastante con la cerca. Fui muy alto siempre, flaco pero alto, y por eso parecía más grande. Estuve raramente enfermo, aunque tuve fiebre tifoidea, ¿o fue tifus?, cuando chico. Era fuerte y muy travieso, por eso cuando mi hijo Martín hacía alguna diablura yo pensaba, para mis adentros, que no era nada.Entre nosotros no se estilaban las vacaciones en familia y otro verano me despacharon a Lwow a casa de Beile Erna, hermana

alto y travieso

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de mi padre. Casi no me acuerdo de la ciudad de Lwow (que quiere decir “león”), hoy Ucrania, pero sí que era muchísimo más grande que Tarnow y que había muchos judíos, una gran colectividad, considerable cultura y teatro idish. No sé bien por qué relaciono a Lwow con el conocido escritor idish Scholem Asch, autor de El Nazareno. También creo estar al tanto de que había un gran movimiento político izquierdista entre los judíos, socialistas, especialmente entre la juventud, y eso que ser socia-lista en ese momento era mala palabra.El viaje a Lwow fue bien largo, tendría 11 años y fui acompaña-do en el tren por una amiga de la familia porque ella viajaba con frecuencia por negocios. Se comprometió también a traerme de vuelta, pero se me escapa qué habré hecho de malo a la ida y entonces mis padres tuvieron que ir a buscarme. En la estación me esperaban los tíos y dos primos de mi edad, Judith y Dolek Tyras. Eran muy cálidos y tenían una casa grande y confortable, con un taller de cartón y papel, donde encuadernaban libros, fabricaban cajas y estuches para joyería.Ahora reparo en que, evidentemente, yo era un chico muy inte-resado en lo que pasaba alrededor. Me acuerdo perfectamente de que me encantaba ver trabajar a mi tía Beile Erna y a Ludwig Tyras, su marido, y curiosear los libros y tocar el terciopelo de las cajas, que me parecían muy lindas. No olvidé el horrible olor del pegamento que utilizaban, generado a partir de pezuñas de

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animales o de harina o mijo (como la que usan para pegar carte-les callejeros, aunque hoy le ponen anti hongos); esa cola siempre se mantenía en baño maría, caliente porque si no se solidificaba. Me gustaban los tornillos. A menudo iba a ayudar a la ferretería del marido de la hermana de mamá y no sé por qué robaba tor-nillos. Hasta que un día me pescó. ¿Qué hacía con ellos? Nada, los coleccionaba y guardaba en casa, así que pude devolverlos tras el reto de papá. Me viene a la cabeza una travesura pesada, pero graciosa. En Polonia, para que no se escarcharan, las vidrieras de los nego-cios generalmente tenían agujeros en el marco, así en invierno la temperatura exterior pasaba al interior y no se empañaban los vidrios. En verano esos agujeros eran tapados con corchos, o algo así. ¿Cuál era el chiste que hacíamos con mis amiguitos del colegio? Pasábamos un alambre, con forma de gancho, y tirába-mos todo lo que había en la vidriera. Una vez fuimos a una ópti-ca y tiramos los microscopios, los anteojos, y rompimos muchas cosas. El dueño nos vio, salió corriendo y me atrapó. Papá tuvo que pagar los daños y ahí recibí otra tunda.Solíamos ir a esquiar con la escuela y por unos centavos un caba-llo nos llevaba hasta el pie de unas montañas cercanas. Sin pistas ni medios de elevación, las subíamos esforzadamente y bajába-mos deslizándonos a la aventura. En el campo de deportes de la escuela hacíamos gimnasia y jugábamos fútbol. En el invierno

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las canchas de tenis se llenaban de agua –contenida por tierra en los costados–, que se congelaba casi instantáneamente. Allí pati-nábamos sobre el hielo a la intemperie y, como hacía un frío cruel, instalaban un quiosquito donde por unos centavitos tomábamos herbata, té de hierbas; lo bebíamos con terrones de azúcar en la boca en vasos de vidrio y nos calentábamos las manos. En el edificio donde vivíamos había una buhardilla; espacio co-mún de los inquilinos, allí se tendía la ropa a secar en el in-vierno. En ese lugar nos escondíamos y también jugábamos al médico con las nenas –recuerdo a una en especial– y el médico siempre era yo. El gran patio de entrada también era un espacio de juegos donde con mi hermano hacíamos carritos con cajones y ruedas con rulemanes; tenía dos amigos vecinos no judíos. En mi casa había libros y yo leía bastante literatura polaca; hablaba muy bien el polaco (lo subrayo porque otros chicos ha-blaban mejor idish que polaco). Recuerdo vívidamente la novela histórica Quo vadis

9 de Henryk Sienkiewicz –Premio Nóbel en

1905–, situada en la época de Nerón. ¿Juguetes? Desde acá, me veo jugando con una lancha japonesa chiquita, como de 20 cen-tímetros. Colocaba una vela encendida para calentar el agua de un depósito debajo de la proa y así, por la diferencia de tempe-ratura, la lancha circulaba. Imaginen la rareza, supongo que me la trajo mi padre a la vuelta de uno de sus viajes a Lodz, pero la verdad es que inventábamos los juegos y juguetes.

[9] Escrita entre 1895-96, traslada al lector a la época del tirano emperador roma-no que vivió entre los años 37 y 68.

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Los chicos no ayudábamos con las tareas de la casa, se nos pedía que estudiáramos duro y no nos quedaba tiempo para más. Íba-mos a un colegio del Estado como todo el mundo, creo que empe-zaba a los siete años y era muy exigente; en Polonia consideraban que si un alumno no iba bien debía salir de la escuela, ya que le costaba mucho dinero al Estado. El uniforme no era obligatorio y los libros se compraban; me quedaban los de mi hermano. Solo de varones, la primaria era obligatoria hasta cuarto grado, para aprender a leer y a firmar. Entrábamos tempranísimo y en invierno volvíamos también cuando estaba oscureciendo. Las aulas estaban heladas a pesar de una estufa a carbón. Se estudia-ba muy fuerte y, si no lo hacíamos, el profesor nos pegaba con una regla en las yemas de los dedos.A los grados superiores no se pasaba automáticamente, había que dar un examen para quinto grado y otro más para sexto. Luego, el ingreso al Gymnasium era tremendo, pero mi hermano lo logró.En la escuela sólo enseñaban el idioma polaco y había clases de religión católica –los polacos son muy católicos– y nosotros los judíos no estábamos obligados a quedarnos. No aprendí idish en la calle, sino en una escuela hebrea con un rabino. Ya conté que papá no era creyente pero mantenía las tradiciones judías y nos mandó también a estudiar hebreo y la Torá, porque decía que nosotros después habríamos de elegir. Pero, no llegué a hacer el Bar Mitzvá, justo me truncó la inva-

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sión alemana, pero mi hermano sí lo hizo. Yo asistía con Ed-ward, junto a otros chicos más, en simultáneo con la escuela del Estado. Pero, igualmente, hice sólo hasta quinto grado, porque después de 1939 los alemanes a los judíos no nos dejaron es-tudiar más, y tampoco vi más a los chicos de la escuela. Papá enseguida nos mandó a estudiar en forma particular todas las materias para que no perdiésemos el ritmo escolar. En la biblioteca de la escuela hebrea, además de los autores idish, había muchos textos de literatura polaca traducidos al idish. Yo pedía prestados bastantes libros porque no había otros entrete-nimientos y aunque teníamos una radio que era como un mueble, no era fácil sintonizar las frecuencias. El idish me sirvió en el campo de concentración; igualmente aprendí el alemán a los golpes.

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Distante 47 kilómetros de Cracovia, Tarnow tenía alrededor de 50.000 habitantes y la mitad éramos judíos. En Polonia un 10 por ciento de la población era judía y entiendo que Tarnow

era una de las ciudades que poseía mayor densidad de judíos; las primeras familias

se asentaron allí a fines del siglo XV. La vida judía era intensa, con muchas sinagogas, casas de oración, baños rituales, escuelas, yeshivas, clubes deportivos, instituciones culturales y de beneficencia (hospital, caja de crédito, hogar para mayores) y partidos políticos. Como la mayoría de los judíos secu-lares, mi papá era un hereje para los jasídicos y yo no los frecuen-taba porque casi no se mezclaban con gente como nosotros. La invasión nazi a Polonia, el 1º de septiembre en 1939, hizo que Francia y el Reino Unido declarasen la guerra a Alemania, marcando el inicio de la Segunda Guerra Mundial.La ciudad de Tarnow fue bombardeada por primera vez el 3 de septiembre de 1939. Unos días antes, cuando todavía hacía calor (era agosto), hubo un gran alboroto. Después nos enteramos que un agente alemán había colocado una bomba en la estación, que era un nudo ferroviario, y murió un montón de gente.Tarnow fue ocupada por Alemania el 8 de septiembre. Me acuerdo, que ese día, todos nos quedamos en casa porque nos daba miedo ver pasar las tropas alemanas, con el ruido de los

tarnow

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camiones, tanques, las botas. Justo antes de la invasión liberaron a los presos comunes y éstos lo primero que hicieron fue asaltar los depósitos de cigarrillos y de alcohol, y hubo saqueos en los depósitos estatales.Cuatro años antes, en 1935, Hela –que había emigrado a Buenos Aires en 1929– viajó a Tarnow con los hijos para visitar a su madre, que estaba muy enferma; llegó tarde. Durante su estadía intentó convencer a toda la familia de que escaparan a la Argentina, relatan-do que los diarios informaban de las persecuciones y de la inminen-cia de la guerra. En la Argentina se sabía mucho más que en Polonia el peligro que representaba Hitler, o quizá en Tarnow no lo decían para mantenernos deliberadamente en la ignorancia.Vino en barco vía Gdansk y se quedó por lo menos nueve meses, hasta 1936. “¿Cómo puedo irme, cómo puedo vender lo que tengo si no me van a pagar su valor?”, argumentó papá. Hela insistió en que, igual, vendiese todo, contándole que la Argentina era un país pródigo y que su marido había hecho fortuna de la nada. Como no lo pudo convencer, por último Hela pidió permiso para llevar-nos a Edward y a mí a América. Volvió sin nosotros y la historia le dio la razón a mi tía. Pero, mi papá en 1936 tenía 46 años, con una vida hecha y una buena posición. Puedo asegurar que ni mis padres (ni nadie) imaginaron el terror que se avecinaba, la exten-sión de las persecuciones y matanzas nazis. Entre una cosa y otra estuvieron afuera como un año y mis pri-

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mos Noemí y Eduardo –que hoy residen en España y Brasil, respectivamente– recuerdan que cuando volvieron de este viaje sólo hablaban polaco y que su papá se enojó muchísimo y prohi-bió hablarlo en su casa. De esa visita quedó la foto de los cuatro primos, los dos argentinos y mi hermano y yo; pequeño y son-riente, es la única foto de Edward que tengo.No recuerdo ninguna cuestión con la policía ni con el ejército polaco en Tarnow antes de la invasión nazi. Existían problemas con los hooligans, patotas de todas las edades, que nos atacaban mucho y por eso yo llevaba siempre un cuchillito. Lo notábamos más nosotros porque no vivíamos en el barrio judío. Nadie me enseñó a usar el cortaplumas, era una cosa instintiva de autode-fensa. Si me atacaban, yo me podía defender, y las pocas veces que tuvimos algunos altercados, pegué y cobré también. Cuando se produjo la invasión alemana, me faltaban tres meses para cumplir 10 años y a esa edad éramos más adultos que los chicos en la actualidad. Por las conversaciones familiares, sabía que había serias dificultades, pero nadie comprendió la exacta di-mensión de la trágica invasión nazi, aún cuando enseguida –no-viembre– incendiaron sinagogas, yeshivas y casas de oración. Al mes siguiente, en diciembre de 1939, un poco después de mi cumpleaños, las nuevas autoridades nos impusieron el uso de un brazalete blanco con la estrella amarilla y una estrella de David en la solapa de los sacos y abrigos. Los chicos también usábamos los

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distintivos, pero como no veíamos un problema en el hecho de ser judíos, no los sentíamos como algo tan traumático.No fui maltratado en la calle, y tampoco recuerdo que mi padre haya tenido alguna gran desilusión con algún vecino o conocido católico; eso antes del brazalete, después nos trataban como a to-dos, mal. Mi recuerdo es que al principio seguíamos con nuestras vidas, aunque ya no podíamos ir a la escuela. Pero, al poco tiem-po del arribo de los nazis, a mi papá le pusieron una especie de interventor en el negocio; era un jubilado alemán al que mi padre le tiraba unos pesos y se quedaba tranquilo, pero eso duró poco. Es preciso recordar que nosotros no sabíamos mucho, no había televisión, las radios eran pocas y los diarios eran todos sen-sacionalistas, mucho crimen y pocas noticias del exterior. En Tarnow, escuchábamos rumores y vivíamos las crecientes res-tricciones a los judíos como algo singular, no como un suceso en gran escala. Igualmente, calculo que para mi padre el maltrato a los judíos no era ninguna novedad, finalmente la historia en Europa había sido esa –¿dónde, sino, fueron inventados los po-groms?–; y habría pensado que, como en otras ocasiones, sería una cosa pasajera. Lo cierto es que no teníamos noticias ciertas ni un panorama amplio de lo que ocurría más allá de nuestra pequeña ciudad y de Lodz. Más temprano que tarde constatamos la verdadera naturaleza de la presencia del ejército alemán, que eran los que mandaban

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en Tarnow. Utilizaron todo lo que tenían a mano para reprimir y así, la policía polaca colaboraba –lo mismo que ocurrió en Francia– en buscar judíos.La verdad es que nunca quise volver más a Tarnow, no quería sa-ber nada con Polonia. Pero mi buen amigo Teo y su padre fueron a Polonia y dijeron que el regreso les resultó muy emotivo. Así que, después del ataque al corazón que sufrí en 1990, me di cuen-ta de que yo era un ser mortal y entonces apareció cierta nostal-gia y quise volver. En realidad, decidí ir cuando ya estaba sufi-cientemente fuerte como para soportar la visita. Volví a Tarnow casi 50 años más tarde, con Any, para mostrarle el lugar donde nací, pero no fui a Auschwitz-Birkenau, no tuve coraje. Eso fue hace 20 años, cuando el régimen comunista ya había caído; qui-zás ahora estaría en condiciones de ir a Auschwitz-Birkenau.Eso sí, nunca quise ir a Alemania y espero morirme sin ir. Por eso, con Any tuvimos que hacer un recorrido extra, porque todas las excursiones que iban a Polonia pasan por Alemania. Fuimos, entonces, a Checoslovaquia, y desde Praga, en la línea polaca LOT, hasta Polonia. Viajé decenas de veces a Europa, pero no piso Alemania porque no quisiera encontrarme con el asesino de mi padre. Tengo bronca con Alemania, y con Polonia también, no fueron demasiado generosos con los judíos. Los alemanes denunciaban a los judíos escondidos por convicción, y los polacos, tampoco

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se portaron bien, los señalaban por un kilo de azúcar. De todas maneras es difícil generalizar, en ambos países hubo de todo, algunos se jugaron la vida y escondieron judíos o los ayudaron escapar, pero fue una pequeñísima minoría la que se arriesgó.Con Any primero fuimos a Varsovia y a la linda Cracovia. Lle-gamos a Tarnow el 15 de agosto, y nos alojamos en el hotel Tarnovia. Allí volví a recordar todo, las calles estaban igual y la principal era Krakowska. Lo primero que hice fue ir a plaza Sobieski, al edificio donde se encontraba mi casa, vi que por dentro está totalmente transformada. Ahora la mayoría de esos departamentos son oficinas comerciales, porque están en un buen punto de la ciudad. Por fuera todo está exactamente igual. Tenía presente una foto que mamá había mandado a Hela a Bue-nos Aires, donde estoy cerca de una escalera, junto a unas pie-dras; más de 50 años después me esperaban la misma escalera y las mismas piedras. El que fuera el negocio de mi padre, todavía está en pie y ahora venden artículos del hogar. Ubicamos aquel galpón, donde guardaba las maderas y hierros que vendimos con mi hermano. Encontré todo igual y todo diferente.La ciudad vieja estaba parecida a como la recordaba, porque los comunistas hicieron viviendas y monobloques, en las afueras, pero no tocaron la parte antigua, no pusieron ni una mano de pintura, solo la estación fue modificada tras el bombardeo. Le mostré a Any las centenarias murallas de Tarnow, pero no, el

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antiguo barrio judío que quedaba al este de la ciudad; ya que casi no quedan huellas de él. Las sinagogas habían sido dinamitadas por los nazis, aún antes de encerrarnos en el ghetto, y lo único que quedó de la llamada “antigua sinagoga”, la principal, es el lugar donde estaba la Torá –la Bimá–, convertido ahora en un monumento de conmemora-ción a todos los judíos de la ciudad asesinados durante la guerra. Era un templo enorme, me acuerdo perfectamente, y ahora allí hay una plaza.Tampoco existe una comunidad judía ni sinagoga nueva. Pre-gunté especialmente por eso; desapareció todo. Era una ciudad pujante, la que tenía en promedio más judíos, y encontrar con que ni siquiera quedara algún vestigio ni cultural ni arquitec-tónico de aquella época me pareció una catástrofe. Tampoco lo-calicé a algún conocido o vecino. Yo era muy chico cuando nos confinaron en el ghetto. Sentí una inmensa tristeza al pensar cuántas vidas se habían tronchado, al repasar la existencia de tantos seres queridos. Por un instante, imaginé qué podría ha-ber sido uno de ellos, sobretodo pensé en mi hermano Edward. La congoja se apoderó de mí.

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La sensación que tengo es que la tragedia se desenvolvió gra-dualmente, cada vez un poco peor. ¿Cómo puedo explicarlo? Pa-saba algo horrible, comenzaban las restricciones y uno pensaba

que no podía venir algo más infame; pero sucedía. Era exasperante, pero no era muchísimo peor, era un po-

quito peor y uno decía: “bueno, ya va a pasar”.Es evidente que los nazis tuvieron asesoramiento de psicólogos, porque el plan de exterminio estuvo diseñado con mucha destreza. Las cosas no sucedieron de golpe, fueron progresivas y en cierto punto nosotros no podíamos creer lo que nos estaba ocurriendo. El judío ortodoxo siempre se refugió en la religión y es proclive a aguantar cualquier calamidad si “Dios lo dispone”; gran parte de la inercia provino de la religión. Pero, había mucha gente que no era ortodoxa y, sin embargo, no hubo resistencia gene-ralizada, paso a paso y con el transcurso del tiempo, los nazis nos fueron minando literalmente las fuerzas. Nos pusieron a la defensiva, desde el primer segundo. Después del interventor en Tarnow, a mi padre le quitaron la fábrica de Lodz. Las cosas se veían mal y de pronto nos sacaron de nuestro departamento –“lo necesitamos”, dijeron las autoridades– y nos mudaron a otro lugar, más chico y más feo, creo que en el barrio judío, pero no dentro del ghetto.

el ghetto

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De mal en peor, nos sacaron de esa vivienda intermedia y nos llevaron con otras familias a una casa casi derruida, dentro del ghetto. Durante unas semanas ¿o meses? mi padre salía del ghetto a atender el negocio y mientras tanto, de algún modo, pudo transferirlo y comprar monedas de oro y joyas, pensando que servirían para escaparnos; los valores se usaron luego para comprar comida. Pasábamos necesidades, pero estábamos me-jor que otros que no tenían nada.En el ghetto de Tarnow lo único que hacíamos era buscar comi-da, tratar de sobrevivir. En ese momento ni siquiera sabíamos de la heroica resistencia en algunos ghettos, como el levanta-miento del ghetto de Varsovia, el 19 de abril de 1943; tampoco sabíamos de las acciones de la resistencia judía, gente que había huido a los bosques y formado unidades propias o se había uni-do a los partisanos polacos.Pero de golpe, el ghetto fue cerrado a mediados de junio de 1941, cuando empezaba hacer el calor, y ya no hubo nada que hacer; es-tábamos atrapados. Fue terrible, todo era tan apocalíptico que me cuesta recordar. Concentraron a todos los judíos de Tarnow en la parte más pobre y miserable del barrio judío y, si antes vivíamos en 50 manzanas, cuando el ghetto fue cerrado nos recluyeron en el equivalente a cinco manzanas, y encima traían judíos de los pueblos vecinos. El perímetro fue cercado con maderas de gran altura coronadas de alambrado de púas, tapiando las ventanas que

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daban hacia el exterior y levantando muros donde quedaron las calles cortadas. Vivíamos todos hacinados, hasta tres familias en una pieza y una letrina para cientos de personas. Aún así fue mejor que en el campo de concentración, al menos nosotros estábamos con la familia y se ensayaba una vida comunitaria. Faltaba de todo, también higiene, y había algún médico, pero no había medicamentos. Había estricto racionamiento, pero lo que daban era para morirse, directamente no había comida. La falta de alimentos, el propósito de hambrear a los internados, fue una constante del trato que recibimos, también en el campo de concentración. Quiero ser claro, nos daban algo así como 200 calorías por día, cuando es sabido que una persona necesita un mínimo de 1.000 calorías para vivir. Por eso, la gente moría en el ghetto (lo mismo que en los campos de concentración) como moscas, por desnutrición, enfermedades, infecciones. No encuentro las palabras para transmitir lo espantoso que era todo. Me acuerdo perfectamente de que los muertos estaban por todas partes y que los cargaban en un carro, sin féretro ni nada, y los empujaban a pulmón afuera del ghetto al cementerio, don-de los enterraban, no sé si en fosas comunes; los cadáveres a la vista eran algo de todos los días. Nosotros los chicos nos arries-gábamos y salíamos por las cloacas, por algún resquicio, a bus-car comida. Canjeábamos dinero y joyas por comida, cosa que

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estaba prohibidísima; la penalidad era la muerte.Tenía casi 12 años cuando llegué al ghetto y conocía de antes a algunos chicos, y estaban mis parientes. Todos los días arrancaban a los familiares, a alguien, del ghetto; como dije, mi abuela Hena Dvora Lichtenberg Hollander murió allí; imaginen nuestro dolor.No era el tiempo, ni había ganas de mirar nenas. Además, en esa época éramos muy chicos, no es como ahora que ya a los ocho años tienen noviecitos… éramos mucho más inocentes en ese sentido. Vivíamos tan hacinados, no había lugar donde moverse, que prác-ticamente no jugábamos a nada; pateábamos una pelota de trapo, pero la mitad de los jugadores no volvía al día siguiente.Se improvisaban clases en idish y polaco y aunque existía firme-za de propósitos de seguir el programa oficial, prácticamente no se pudo avanzar porque los grupos no duraban, ya que los chicos desaparecían permanentemente; dentro de lo posible se seguía con los rituales, la gente rezaba. A mediados de 1942, durante varios días hubo una gran matanza con miles y miles de muertos y otros tantos deportados. Cuando visité el Museo de la Shoá en Jerusalén vi un afiche llamando a los judíos a concentrarse en Magdeburger Platz para una “selec-ción”, y recordé nuestra circunstancia. Nosotros nos salvamos esa vez también, nos mantuvimos juntos los cuatro y mi pobre madre hacía lo que podía con los medios precarios con los que contaba; nuestros bienes sirvieron para demorar nuestra deportación.

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Era palpable, cada vez había menos gente en las casas y por las calles, la población iba desapareciendo y nosotros vivíamos con miedo, hambreados, exhaustos, viendo cómo se morían a nues-tro alrededor. Sabíamos que nos mataban o nos trasladaban. Los muertos ahí estaban para que todos los viéramos, pero aún creía-mos que los que salían eran llevados a campos de trabajo. Finalmente, a nosotros –mamá, papá junto a Edward y yo– nos de-portaron a Auschwitz-Birkenau en septiembre de 1943, cuando los nazis decidieron liquidar el ghetto de Tarnow y declarar a la ciu-dad “libre de judíos”. No fue una declaración hueca, era totalmente cierto. Los nazis lograron borrar en un corto período a una comu-nidad que permanecía en la zona desde fines de la Edad Media.

[10] El pueblo Oswiecim-Auschwitz tenía alrededor de 12.000 habitantes, inclu-yendo a 5.000 residentes judíos.

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En Auschwitz-Birkenau no era nadie, era un número, una por-quería, menos que un bicho. Para recuperar mi propia identi-dad, necesitaba olvidar. A esta altura ya sé quien soy y estoy realizado, ahora sí puedo afrontar los recuerdos y relatarlos. Después de tantos años de no querer recordar, intentaré trans-mitir las vivencias y terrores padecidos en Auschwitz-Birkenau, aún a sabiendas de que es imposible hacerlo cabalmente.Voy a empezar por el principio. Nos reunieron en la plaza del

ghetto, creo que pusieron un afiche con el aviso de que había que congregarse. Los nazis iban casa por casa

para comprobar que se cumplía la orden, para sacar a los que se escondían. Caminamos a punta de fusil hasta la estación y allí nos metieron en unos vagones de carga con ventanitas altas con alambres de púas, todos aplastados sin poder casi respirar; y como yo era más chico no veía nada y no sabía dónde estaba. Cuando nos subieron a los trenes decían que íbamos a traba-jar a Auschwitz, construido en el pueblo polaco de Oswiecim

10,

nombre que los alemanes cambiaron por el de Auschwitz, que designaba también al campo de concentración y exterminio.El viaje fue aterrador, pero a diferencia de otros prisioneros, no tuvimos que viajar lejos, Tarnow quedaba a alrededor de 130 kilómetros de Auschwitz

11 y Birkenau (Auschwitz II, en la veci-

auschwitz-birkenau

[11] El primer traslado de presos políticos hacia el campo de concentración de Auschwitz fue en junio 1940, eran 708 polacos y 20 judíos polacos de Tarnow.

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na localidad de Brzezinka) a tres kilómetros de allí. En el vagón el ambiente apestaba, la gente hacía sus necesidades encima; de miedo, había un hacinamiento indescriptible.Los nazis tenían todo previsto, eran muy organizados. La llegada a la plataforma del tren en Auschwitz-Birkenau fue pavorosa. Baja-mos atontados de los vagones y fuimos recibidos por la tropa con gritos, golpes, perros, látigos, reflectores, fue aterrador; todo tan trágico, violento y doloroso. Desorientados, a los recién llegados nos seguían gritando, moviéndonos a culatazo limpio. A mi madre la separaron ahí mismo, mujeres y hombres aparte… yo me quedé al lado de mi papá, él me agarró, y mi hermano no sé, en el griterío y la confusión no lo vimos nunca más, tampoco a mamá. Inmediatamente y rodeados de las SS (Schutzstaffeln, “escuadro-nes de protección”) procedieron a darnos ingreso al campo de concentración. Una vez más, todo el proceso estuvo acompañado de gritos, golpes, órdenes absurdas (a correr, más rápido, quietos, a formar; ¿quietos o a correr?), más golpes. Me sacaron las cosas que llevaba, me rasuraron la cabeza y me tatuaron un número. Al tatuarnos, nos registraban, pero también los nazis buscaban des-humanizarnos, hacer de nosotros “cosas”… Es que uno llega a ser como una bestia, totalmente obsesionado en sobrevivir y pasar al día siguiente y llegar al otro día y conseguir algo para comer y no morirse y así, degradados. Después, despojados de nuestra vestimenta y tras desfilar ante

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los soldados y kapos, nos mandaron a una barraca en el fondo, donde estaban las letrinas. Se suponía que era para bañarnos, pero apenas si nos mojamos con un poquito de agua, sin jabón, porque se usaban como duchas unos caños de donde salía un hili-to de agua fría, siempre fría, y no había con qué secarse ni nada. Así fue siempre y en invierno, ahí mismo le agarraba pulmonía a la mitad de la gente ya que volvíamos a las barracas, desnudos.No sé cuántas horas, ¿días?, tardó nuestra admisión en Auschwitz-Birkenau y yo seguía junto a mi padre. Agotados y corriendo, tuvimos que buscar los uniformes de una pila de ropa. Cada uno agarraba lo que podía. El traje a rayas era de algodón, de tela gruesa como la de los uniformes de fajina del Ejército, debajo camisa y calzoncillo. Creo que no nos daban pulóveres, nos mo-ríamos de frío permanentemente; moríamos de frío en invierno y de calor en verano.Auschwitz-Birkenau fue un verdadero infierno. Era como un te-rritorio de “cuarentena”, el lugar de la supervivencia del más fuerte, el que sobrevivía ahí podía seguir. Allí había decenas de barracas enormes, creo que sin ventanas. Cada barraca tenía tres pisos de camas sin colchón y en cada camastro teníamos que dormir 15 personas juntas; dormíamos de costado y cada hora sonaba como un gong o una especie de timbre y todo el mundo se tenía que dar vuelta para el otro costado. Y si se moría el hombre que dormía al lado de uno, al día siguiente venía otro

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a ocupar su lugar. Me tocó amanecer junto a un muerto. Sí, un día nos levantamos y quedaron dos tendidos. La muerte se había convertido en algo tan natural que casi ni llamaba la atención. Si se moría alguien de al lado o de enfrente, era igual, todos los días sacaban cadáveres de los que no pasaron la noche.Evidentemente, yo debo haber estado en la barraca Nº 14, por-que ese es el número que me quedó en la cabeza, y sé que hubo cientos de barracas. Cada barraca tenía un kapo que estaba a los palos contra nosotros. Los kapos, delincuentes (estos tenían un triángulo verde) y judíos cada uno con su identificación, vigila-ban adentro de las barracas y eran dueños de la vida y muerte de sus custodiados; y los alemanes patrullaban el perímetro. Cuando nos despertaban, a la madrugada, formábamos afuera de la barraca y estábamos ahí parados durante horas; también nos torturaban con la “gimnasia” a los golpes, era enloquecedor. La comida fue lo peor en Auschwitz-Birkenau. A la mañana nos daban una cosita de pan y un brebaje; era sopa de ortiga, un cardo que en contacto con la boca produce un eczema. Lo hervían y era lo único caliente que teníamos para comer en todo el día, era as-queroso y nos dejaba la boca lastimada. En el momento de comer hacíamos una cola y luego nos sentábamos y comíamos donde podíamos. Teníamos una especie de plato de latón y una cuchara que guardábamos en el camastro, que era siempre el mismo. En Auschwitz-Birkenau veíamos las chimeneas y el humo de los

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crematorios y sentíamos el insoportable y persistente olor que emanaban; es difícil describirlo, no era tufo a carne asada. Los vecinos polacos también distinguían y podían sentir el nausea-bundo olor de los hornos.Con mi padre sobrevivimos Auschwitz-Birkenau y, después de 40 días, nos ordenaron seguir a Monowitz (Auschwitz III).

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Alrededor del complejo del campo de concentración y de exter-minio Auschwitz-Birkenau se crearon muchos subcampos subor-dinados a éste. A escasos seis kilómetros se erigió el de Monowitz (Auschwitz III), llamado también Buna-Monowitz, porque fun-

cionó en los terrenos junto a las plantas de Buna Werke. El campo de concentración fue

instalado allí porque el gran conglomerado químico I. G. Far-ben –tras un arreglo económico con los nazis– precisaba mano de obra esclava para la producción de combustible y la construcción de nuevas plantas para la fabricación de caucho sintético.En las distintas secciones de Buna Werke había directivos civiles y trabajadores polacos (no prisioneros), guardias SS y mano de obra esclava; yo fui uno de ellos. A mí me enviaron al llamado Kohle Komando, el equipo que des-cargaba carbón de los trenes. Teníamos que vaciar con palas los vagones entre cuatro personas, atendiendo a que si el trabajo no estaba terminado, cuando a las tres de la tarde venía la locomo-tora a llevarse los vagones vacíos, teníamos los días contados; a diario moría gente en cantidades.A mi padre lo mandaron a cavar zanjas para poner cables. Los prisioneros abrían cuatro metros por día de zanjas y si no cum-plían la cuota, los colgaban. Era tal cual, no estoy hablando fi-gurativamente. Aparte, nos golpeaban duramente con cualquier

un dolor insoportable

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excusa y, con la poca alimentación que recibíamos y con el duro trabajo que hacíamos, muchos duraban sólo unas semanas.Después de terminar la tarea, exhaustos, debíamos concentrar-nos en una especie de plaza y, en un procedimiento que llevaba horas, ahí hacían el recuento de los prisioneros vivos y muertos, bajo la lluvia, el frío bajo cero, o lo que fuera. En la plaza debía-mos ver cómo mataban, colgaban a la gente delante de todos, por cualquier causa, y recién después podíamos ir a la barraca. Con el pelo blanco y 54 años, papá ya era, para entonces, un hombre grande que, como comerciante, nunca había realizado tareas físicas duras. El trabajo de cavar zanjas lo enfermó y cada vez estaba más deteriorado. Pero, él no quiso decir que tenía los pies hinchados porque sabía que esto equivalía a la muerte y, al final, ya ni podía caminar. Durante aproximadamente dos meses, reventados, nos encon-trábamos todas las noches en la misma barraca. Cuando el nazi lo “seleccionó” para llevarlo al “hospital”, ambos supimos que no nos veríamos más. Todavía hoy siento enormemente y me emociona rememorar la escena de despedida con mi padre; fue desgarradora. Sufrí terriblemente porque papá murió, no digo que en mis brazos, pero sí prácticamente ante mis ojos, viví su quebranto. No aguantó, ¡pobre papá! Según los nazis, mi padre no servía más, adiós. Lo abracé, nada más. Con 14 años, yo luchaba por mi vida, pero no pude hacer

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nada por la de él y me sentí muy impotente, percibí toda la in-justicia del mundo. En ese momento fue cuando pensé que mi existencia carecía de sentido; los verdugos me separaron de mi madre, de mi hermano y lo único que me quedaba era mi padre, que ahora tampoco iba a estar más. Por un instante, dudé, me quería morir también yo. Pero, mi instinto de supervivencia me hizo luchar para sobrevivir; había que tener mucha voluntad, pero yo quería vivir aunque fuera un día más para ver derrota-dos a los nazis. Sin embargo, cada vez fue más difícil subsistir, era cada vez peor.La evocación de la muerte de mi padre es el sentimiento más triste que guardo. Y aún hoy, me sigue conmoviendo infinita-mente su memoria; se me nubla la vista. Hice un olvido volunta-rio, pero ahora que remuevo todo lo acontecido vuelvo a sentir inmenso dolor. Yo estaba ahí, mientras lo colocaban en la fila de la “enfermería”, un eufemismo –sinónimo de crematorio–, como tantos otros que había en los campos de exterminio.Todo en aquella Alemania era puro cinismo como las palabras Arbeit mach frei (El trabajo os hará libres) en hierro forjado pre-sidiendo los portones del campo, o la matanza de judíos a la que llamaron “solución final”, mientras que las cámaras de gas era “duchas” y las deportaciones eran “traslados”.Un día, cuando estábamos en la formación, los parlantes anun-ciaron que se constituiría un “comando de electricistas”, pero

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advirtieron que sólo se presentaran electricistas de profesión porque tomarían examen y el que no supiera, tendrá que atener-se a las consecuencias. Yo no daba más, y perdido por perdido, pensé “me presento y que sea lo que Dios quiera”. A mi turno, concurrí ante el kapo del “comando de electricidad”, que era un asesino confeso austríaco. Éste era el sistema que tenían los na-zis, utilizaban gente de lo peor para ejercer el poder. El electricista me interrogó acerca de mis conocimientos. Tras ha-cerme una prueba de doblar un caño, rápidamente se percató de mi ignorancia. Sentí que estaba condenado, pero se me ocurrió una idea. Le dije que desconocía todo acerca de la electricidad, pero que si me dejaba en el equipo yo prometía traerle todos los días una botellita de aproximadamente 100 mililitros de vodka. Me miró incrédulo. Pero vaya a saber qué fibra le toqué al kapo o cuánto le gustaba el vodka (hasta mujeres tenían, pero alcohol no), la cues-tión es que aceptó el trato; quizá lo sorprendió mi desvergüenza. Calculé que tendría que conseguir el vodka a través de los traba-jadores polacos que no estaban presos, que regresaban todas las tardes a sus casas, mientras nosotros, la mano de obra esclava, vol-víamos marchando a las barracas.Me había hecho amigo de David Goldstein, un sastre de Lodz que trabajaba en el lavadero de Monowitz. Ya veníamos rumian-do juntos cómo haríamos para sobrevivir, comprar alimentos, quizá escapar. Así que cuando nos encontramos nuevamente en

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la barraca le conté mi pacto con el kapo y Goldstein acordó con-migo con que yo tenía que negociar con algún polaco la entrega de camisas, a cambio de vodka y pan.Goldstein conseguía camisas con un sello indeleble que decían KZ Auschwitz (Konzentrationslager, “campo de concentración”), buscando las que tuviesen el sello bien bajo; las cortaba y les hacía un dobladillo y yo me llevaba dos o tres puestas todos los días. Las camisas que robábamos no eran parte de ningún uniforme, eran las que les sacaban a los prisioneros el día de llegada al campo, tipo buzo, y que luego nos daban para usar a los prisioneros. Había camisas de sobra porque eran miles las personas que entraban a diario al sistema de los campos de concentración.Como estaba totalmente prohibido hablar con los trabajadores externos y viceversa, después de haber pactado el trueque con el operario polaco, no tuvimos más contacto directo. Había una especie de puente grúa y ahí le dejaba las camisas al polaco y él, dejaba el vodka y el pan, hasta el final. Nunca nos delataron, pero, además, estaba clarísimo que el kapo sabía de mis idas y venidas, si no, no hubiera podido moverme fuera de su vista.Incluido entre los electricistas, el kapo me puso a hacer agujeros para clavar grampas, con cortafierros y martillo, y ahí fue cuan-do me golpeé el pulgar de la mano izquierda, que me quedó todo machucado. Como se me infectó la uña, me la arrancaron con una pinza y, como toda curación, me indicaron orinar sobre la

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herida. Ayudante todo terreno, también cargaba con los mate-riales eléctricos de un lado a otro. No me enseñaron nada acerca del trabajo de electricidad.Sobreviví porque trabajaba en un lugar cerrado –me pasaba ho-ras haciendo agujeros– y entonces no me morí de frío. Además, ese pedazo extra de pan que comía todos los días fue vital, pero igual estábamos siempre con hambre; con Goldstein nos divi-díamos el pan. En ese sentido, el haber sido enviado a Buna-Monowitz fue una suerte entre tanta desgracia. Igual, era hambre y trabajo per-manente. Nunca un recreo, nada, volvíamos muertos de cansan-cio a las barracas, donde había gente de varias nacionalidades, de Rodas, de Hungría, pero la mayoría éramos polacos. Nunca me dieron latigazos, sí me pegaron culatazos y, durante mucho tiempo, inclusive tuve problemas para orinar. Además, todos los prisioneros teníamos piojos –una incontable cantidad de bichos en todo el cuerpo– y disentería, razón por la cual nos obligaban a ingerir cucharadas de yeso.Los malos tratos existieron siempre, fui afortunado de que gra-cias al intercambio de alcohol el kapo no me maltrató tanto; era él quien exigía que se trabajara más y por cualquier cosa apalea-ba y torturaba a cualquiera. A mí este tipo casi no me tocó. Vaya a saber qué me hubiera pasado si no le cumplía. Sólo le fallé una vez cuando el polaco que traía el vodka no había venido. Se puso

[13] El 8 de mayo de 1945 Alemania firmó la rendición incondicional.

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furioso, pero pasó. Si no, me hubiera matado sin pestañear; lo hizo con otros, esto yo lo vi.Es que siempre existía un sufrimiento más, colgaban más gente, llegaba menos comida, daban menos ropa, siempre podía suce-der algo peor. Sobretodo, me duele muchísimo la escalofriante degradación a la que nos arrastraron. Algunos se mataban por la desesperación y se iban contra la alambrada y cuando se estrellaban les daba una descarga eléc-trica y ahí morían, pero a veces ni llegaban porque los guardias desde las torres les disparaban. Estaban alterados por el maltra-to, el hambre, la crueldad, y un día decían basta; era una forma de suicidarse para poner fin a tanta penuria. Tenía dos obsesiones mientras estuve en el campo en manos de los nazis: quería comer pan y deseaba vengarme. Después de la grave crisis política, social y económica de la Argen-tina en 2001/2002, viajé a los Estados Unidos con una comisión del incipiente Museo del Holocausto

12 de Buenos Aires para soli-

citar aportes de fundaciones judías norteamericanas que pudiesen sostener a la institución argentina. Fuimos varios sobrevivientes e intercambiamos historias, eran todas parecidas a la mía. Acaecidas en distintos lugares y cada uno con su visión, las experiencias se pueden resumir en sufrimiento y más sufrimiento. En el curso de ese viaje, también visitamos el United States Ho-locaust Memorial Museum en Washington D.C., que es muy im-

[12] Desde 1995 tiene su sede en la calle Montevideo 919, iniciativa de la Funda-ción Memoria del Holocausto.

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presionante. Entre los documentos exhibidos hay una carta de la comunidad judía norteamericana dirigida al Estado Mayor de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, que me impactó. En la misiva solicitaban que, para salvar vidas, la aviación bombardeara los crematorios y los accesos ferroviarios a Auschwitz. Para amargura de los judíos –que querían ver cortadas las vías de transporte hacia la muerte segura de muchos–, la respuesta fue que, lo lamentaban, pero que eso no era una prioridad. Es que, hacia el fin de la guerra, los aliados ya sabían lo que estaba ocurriendo en los campos de concentración y eligieron centralizar su esfuerzo atacando fá-bricas y objetivos militares. Es cierto que también se debatió si al bombardear los campos no producirían demasiadas muertes entre los prisioneros. “¿Por qué los aliados no bombardearon las vías que conducían a [Auschwitz-]Birkenau?”, se preguntó en voz alta Elie Wiesel, el Premio Nobel de la Paz, en el discurso inaugural del U. S. Ho-locaust Memorial Museum en 1993. “Es algo que jamás compren-deré”, concluyó. Yo tampoco lo entiendo. A mí la visión de esos documentos me generó desasosiego y múltiples preguntas acer-ca de la indiferencia sobre el destino de los judíos europeos.El Museo del Holocausto de Washington, al igual que Iad Vashem en Jerusalén, refleja bastante lo que ocurrió, aunque nunca podrá mostrar realmente lo que aconteció, ni relatar cabalmente cómo fue

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todo, porque ese horror es intransferible. Tampoco yo puedo des-cribir Auschwitz con palabras y, aunque este libro pretende contar-lo, sé que eso es tan inviable como expresar mi real angustia.

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Hacia fines de 1944 el complejo industrial Buna Werke fue par-cialmente bombardeado por los aliados; no recuerdo el bombar-deo, pero sí sus consecuencias, ya que tuvimos que remover los escombros y seguir trabajando. El campo estaba justo enfrente

de las plantas fabriles, cru-zando un camino, y a noso-tros no nos pasó nada. Para los que estábamos en

Buna-Monowitz, la “Marcha de la Muerte” comenzó en enero de 1945. Nos evacuaron cuando los rusos se estaban acercando, se oían los cañonazos. Éramos unos 10.000 prisioneros los que llegamos a los trenes, donde, nuevamente, fuimos cargados como ganado en alrede-dor de 30 vagones; no lo sé exactamente, pero éramos cientos por cada vagón, parados, aplastados; eran pocos los alemanes que nos vigilaban. Era de día cuando el tren se detuvo en un espacio abierto, cerca de un pequeño bosque, como a las dos horas de viaje, y ahí mismo, sin piedad, ametrallaron a centena-res de prisioneros, dejándolos tirados. A los restantes –incluidos Goldstein y yo– nos ordenaron marchar; caminar y caminar en condiciones totalmente infrahumanas, y cuando cualquiera se atrasaba lo liquidaban y dejaban tirado.Cada tanto recibíamos un pedazo de pan, pero no teníamos idea de cuándo nos iban a dar el próximo. El hambre era no comer hoy,

la marcha de la muerte

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ni mañana, ni poder saciarse nunca. Y uno no fantasea con comer pavos ni caviar, yo soñaba con que un día comería tanto pan que ya no tendría más hambre, que estaría satisfecho y me podría morir. Cuando llegábamos a los pueblos, los nazis averiguaban dón-de podían trasladarnos, lugares cerrados –cines, galpones, can-chas– para dormir y poder controlarnos bien. A falta de otro lugar, un día nos llevaron a una mina con un portón detrás del cual se veía un riel y unas lamparitas colgadas a lo largo del tú-nel. Yo era uno de los que iban adelante y tenía una especie de pequeño bolso con un pedazo de pan y una frazadita. Entramos y estaba calentito, pero Goldstein se empezó a quejar de la falta de aire. Yo no sentía nada raro, pero muchos buscaron la salida porque se ahogaban. Fue espantoso, la gente se pisaba entre sí en la huida hacia afuera para tomar aire, pero los portones esta-ban cerrados. Al rato, yo también comencé a no poder respirar bien y, en vez de salir, me metí más hacia adentro; se ve que ya estaba mareado.A la mañana abrieron las compuertas y retiraron a los muertos y yo no estaba ni entre los vivos ni entre los muertos. Goldstein entró a buscarme y me encontró tirado, inconsciente. Me sacó y después de respirar, me desperté y vomité. En mi agotamiento y falta de aire, resolví comerme todo el pan que tenía, dispuesto a morir por fin con la panza llena. Vomité porque comí lo de una se-mana y, aunque era poco, mi encogido estómago no lo soportó.

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Lo primero que pensé cuando me puse mejor fue que no tendría nada para comer durante los próximos días. No pensé en los que se murieron por falta de aire, en los que murieron pisoteados, o en que yo me podría haber muerto, sólo pensaba en sobrevivir.Siempre creí que los oficiales y soldados nazis nos habían evacuado para evitar ir ellos al frente (los rusos se acercaban día a día); aho-ra sé que tenían ordenes superiores de sacarnos del campo de con-centración y hacernos marchar hacia otros dentro de Alemania.Durante la “Marcha de la Muerte” mataban gente al por mayor y nosotros no teníamos noticias seguras de que los alemanes esta-ban tan cerca de perder la guerra. A los que quedaban rezagados o no podían caminar, los remataban. Yo ya no daba más, estaba reventado, muerto de hambre, lleno de piojos, con frío, sin zapa-tos, todo era un desastre. Cuando se moría alguno, le quitábamos los zapatos, la ropa o lo que fuere, para seguir. Cada vez éramos menos y menos. En un momento, pensé que de-bería escapar y que si en mi intento me pegaban un tiro, eso era preferible a seguir en las condiciones que estaba; teníamos que buscar la forma de escaparnos con Goldstein, que estaba más fuer-te y veía que el fin de la “Marcha” no estaba lejos. Con el correr de los días mi idea de evadirme se convirtió en una obsesión.Atentos a todo, empezamos a notar que el camino estaba sem-brado de parapetos hechos por los alemanes, muros construidos con troncos de madera y rellenos con piedras, de más un 1.50

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de ancho por tres metros de alto. Para esquivarlos, había que zigzaguear y los vehículos tampoco podían circular derecho ni a velocidad. Algunos estaban a medio a hacer y vi que era posible ocultarnos entre las piedras. Se lo dije a Goldstein, y ahí nos tiramos esperando que pasaran todos. Los prisioneros, que eran como más de 200, involuntariamente nos miraban. No sé por qué clase de milagro los alemanes no nos vieron.Esperamos a que pasaran todos y nos escondimos en el bosque. Ya había aflojado el invierno y no encontramos a nadie. Estuvi-mos 11 días allí solos, comiendo la corteza de los árboles, pasto, raíces, lo que viniera, hasta que nos agarró una terrible diarrea y ya ni pudimos comer los yuyos. Estábamos tan descompuestos que no podíamos ni caminar y salimos casi en cuatro patas a la ruta. Al rato vimos venir una moto y nos asustamos pensando que eran alemanes, pero ya estábamos medio muertos, no im-portaba nada.Eran dos soldados soviéticos y estábamos a ocho kilómetros del pueblo de Raspenava, en Checoslovaquia (hoy República Che-ca). Nos encañonaron, pero se dieron cuenta de que no éramos alemanes disfrazados con traje a rayas, porque nos vieron tan flacos, desnutridos, sucios, arrastrándonos. Les pedimos comida y no nos quisieron dar, nosotros no lo podíamos creer. Esa fir-me negativa de los soviéticos nos salvó la vida, porque ellos ya conocían que no se podía alimentar de golpe a los hambrientos.

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Muchos soldados norteamericanos, en cambio, no tenían expe-riencia en ese tema y tras la liberación entraron en los campos y encontraron prisioneros desnutridos y les dieron cualquier co-mida, chocolate; y murieron. Pero nosotros no sabíamos esto y maldecíamos. Un ruso se que-dó y el otro se fue con la moto. Al rato vino una ambulancia y nos llevó a un hospital en Liberec (Reichemberg, en alemán), el centro de la región de los Sudetes. Allí nos explicaron que no nos podían dar de comer de golpe; primero sopita de sémola, y luego otra cosita, y así.Berlín se rindió el 1º de mayo de 1945 cuando fue ocupada por los soviéticos. Luego supimos que cuando los soldados detuvieron lo que quedaba de nuestra “Marcha de la Muerte” hallaron sola-mente a un centenar de personas.Los soviéticos nos rescataron a nosotros el 9 de mayo, o sea que nos escondimos cuando los nazis estaban a punto de caer

13, pero

los soldados que nos custodiaban tampoco lo sabían. Después de haber caminado durante cerca de cuatro meses, Goldstein y yo seguíamos juntos y vivos.

[13] El 8 de mayo de 1945 Alemania firmó la rendición incondicional.

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¿Estábamos vivos? Lo que los nazis nos hicieron a los judíos no tiene perdón de Dios. El régimen nazi era inhumano desde todo punto de vista. Primero, nos quitaron la escuela, nuestras vivien-

das y posesiones, luego nos prohibieron vivir; hicieron todo lo posible para hacer-nos desaparecer a todos.

Yo aguantaba todos los golpes y humillaciones, porque apostaba a quedar con vida. ¿Qué podía hacer contra un fusil, un revólver, contra toda una organización? Una cosa era pelear con un hooli-gan, con mi cuchillito… ¿Pero, contra soldados armados, qué? Nunca maté a nadie. Sin embargo, mientras vivía con odio, en el campo me imaginaba las barbaridades que les haría a los nazis. Por supuesto, al final no hice nada. No tuve oportunidad, pero tampoco hubiera hecho justicia por mis propias manos.Auschwitz-Birkenau era una fábrica de matar gente. Me siguen faltando las palabras. ¿Es qué existen? ¿Cómo puedo decirlo? Había mucha arbitrariedad también, mataban porque uno esta-ba en esa fila y no en la otra, o porque lo “seleccionaban” porque sí, o venía un transporte y estaba todo lleno y no había lugar y mataban a todos los que ya estaban, para hacer lugar a que ingresasen los últimos. Quizas el día que yo llegué al campo aca-baban de morir 200 hombres y había que reemplazarlos y en-

morir o vivir

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tonces quedé vivo. Perfección y arbitrariedad iban de la mano, pero con preferencia liquidaban a muchos de los niños, puesto que molestaban y no servían para trabajar; las mujeres estaban en otro campo al lado.¿Por qué, por qué? En general, siempre hay discriminación con el diferente. ¿Que los judíos no se integraban? Muchos judíos ale-manes, intelectuales de las ciudades, estaban integrados y eso no les sirvió para nada, fueron perseguidos y asesinados igual que los judíos ortodoxos, los pobres y rústicos de las aldeas. No sé, cómo se explica que haya antisemitismo en España, cuando luego de que fueron expulsados (en 1492) casi no hay judíos allí; ahora existen algunos que vinieron de Marruecos y de la Argentina.Otra cosa que no termino de entender es cómo es que los mis-mos oficiales alemanes que tenían familias, eran cariñosos con sus hijos, escuchaban a Mozart (algunos prisioneros se salvaron porque eran buenos músicos), leían, tenían cultura, pero cuando salían de sus casas eran verdaderos asesinos que mataban gente como si fueran hormigas.Realmente no se puede transmitir lo que fue Auschwitz, porque para quién no estuvo allí es inconcebible imaginar hasta donde llegó la infamia del ser humano, la indignidad de los guardias y oficiales nazis, la degradación a la que nos forzaron a nosotros, los prisioneros.Uno se iba acostumbrando a la muerte y ya no me conmovía,

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no le daba importancia. Repartían latigazos y colgaban gente en la plaza durante la formación, y había que esperar a que esos prisioneros se murieran. Automáticamente, pensaba “a ver si se muere rápido porque hace frío”. Es terrible, uno llega a un es-tado tal de egoísmo, ahora incomprensible. La verdad es que no es agradable contarlo, pero uno alcanza tal nivel de bestialidad –porque uno se convierte en una bestia–, que lo único que pien-sa es en sobrevivir y resta importancia al prójimo.Releo lo escrito hasta acá y sé que no termino de poder contar lo que sucedió, lo que significa haber estado en el infierno. Mien-tras escribo, trato de liberarme de un cierto pesar por haber quedado vivo y haber olvidado, pero me tranquilicé al respecto después de leer una entrevista a Manuel Reyes Mate, filósofo es-pañol dedicado a “pensar Auschwitz”. “Hay un olvido terapéu-tico que es indiscutible. Las víctimas individualmente necesitan olvidar para sobrevivir, y eso es muy respetable”.

14

No me siento un héroe, me siento afortunado. Nada heroico fue lo mío, no luché junto a los partisanos ni en el ejército para derrocar a los nazis, me dediqué a sobrevivir; en mayo de 1945 cuando tenía 16 años.

[14] Claudio Martyniuk, “Occidente vivió bajo el signo del olvido; ahora hay una cultura de la memoria”; Clarín, Buenos Aires, 17 de mayo 2009.

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Estuve internado en el hospital de Liberec varios meses hasta reponerme, porque mientras estaban comenzando a alimentar me y me aliviaban un poco la picazón que tenía, embadurnán-dome todo el cuerpo con algún derivado de petróleo, tuve fiebre

altísima por una profunda infección cutánea que me iba contagiando a mí mis-mo. Era furunculosis, con

lesiones inflamadas por todos lados. Me salvé porque el médico soviético que me atendió era muy dedicado y se había encariña-do al verme tan jovencito. Me inyectó penicilina, que escaseaba, y me salvó.Estuve por lo menos 10 días en ese estado, delirando. Además, tenía un problema renal –me habían golpeado mucho los riño-nes– que me causaba un gran malestar y orinaba sangre. David Goldstein, internado en la misma habitación por estar desnutri-do, también me cuidaba.Cuando me dieron de alta en el hospital, un fotógrafo profesio-nal me sacó las fotografías, que aún conservo, con el uniforme a rayas del campo de concentración; en ellas yo estoy bastante reestablecido, aunque aún muy delgado, y ya alimentándome mejor. No tengo idea qué hice con el uniforme, supongo que lo dejé en Liberec.Una vez fuera del hospital, no teníamos a dónde ir con Golds-

liberación enliberec

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tein. Se lo conté al médico amigo y, entonces, nos llevó a otra ciudad a entrevistarnos con el comandante de la región para explicarle que éramos sobrevivientes del nazismo. El jefe mili-tar, entre tanto, nos envió a vivir a un pueblo cercano por unas semanas, mientras estudiaba la lista de propiedades confiscadas a los nazis. Luego, nos asignó un petit-hotel con 20 habitacio-nes, que había utilizado un jerarca nazi. Me río cuando recuerdo que era para nosotros solos; le sacaron una faja de clausura para dejarnos ingresar. Comenzamos a recorrer la propiedad y constatamos que los so-viéticos ahí ya habían robado bastante. Bajamos al sótano y vi-mos que había algunas cosas; movimos una estantería y detrás encontramos una gran habitación llena de comida. El nazi hijo de puta que vivió allí había acaparado jamones, aceite; comimos como locos durante varias semanas.En esa casa cercana a Liberec estuvimos como siete u ocho me-ses, mientras hacíamos plata dedicándonos al contrabando entre Hungría y Checoslovaquia; llevábamos y traíamos cristalería, vinos, esas cosas. Teníamos mucha amistad con los soviéticos, que eran la fuerza ocupante.La vez que los soldados soviéticos nos invitaron a un picnic a un lago cercano, fuimos con Goldstein en un coche Opel requisa-do. Era un vehículo de esos chicos y éramos un montón. Ocho o nueve viajaban adentro, dos en el guardabarros de cada rue-

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da y nosotros, parados en el paragolpe trasero, agarrados de la ventana y así llegamos. Nosotros llevamos jamón y los otros las demás cosas, y mucho vodka. Éramos jóvenes y la guerra había terminado. Tomamos en exce-so y yo me agarré una curda memorable. Ellos también estaban todos borrachos, pero más acostumbrados. Como yo estaba tan pasado, me aconsejaron que viajara adentro del coche. Testa-rudo, no les hice caso, volvería como a la ida. No hubo forma de convencerme y me perdieron en el camino. Cuando los tipos vieron que no estaba, volvieron tras sus pasos y me encontraron tirado, durmiendo. Me vino bien porque no me emborraché nun-ca más; actualmente no tomo alcohol, a lo máximo un poco de jerez, alguna copa de vino.Mi primer encuentro con una mujer fue en esa época, con una checa mayor que yo. Yo tenía 16 años, y ella 25 o 30. La nece-sidad tiene cara de hereje, esto viene a propósito de que había conseguido un sólo preservativo y tras usarlo, lo lavaba, y lo volvía a usar. Por su parte, Goldstein conoció a una chica ale-mana, se enamoró y se quedó con ella; en ese momento no pude entender su decisión. El médico soviético que me trató la forunculosis era un coronel judío que, sabiéndome solo, me quería enviar a Moscú a estudiar y estaba dispuesto a pagar mi viaje y manutención. Sin embar-go, yo sabía que tenía que buscar a mi tía en la Argentina; que-

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ría estar cerca de algún pariente. ¿A qué iba a volver a Polonia, si no había nadie? ¿A hacer el servicio militar? Me impresionaba que continuaran llegando por tren todo tipo de pertrechos rusos, tanques, armas, y yo pensaba entonces que los envíos no se detuvieron por un tema de logística. Pero no, ya se estaba dividiendo Europa y los soviéticos tenían pensado quedarse en el Este por mucho tiempo.En Liberec los soviéticos nos pasaron una película mostrando su política de tierra arrasada: por donde pasaban no quedaba nada, ya que no querían que el invasor alemán utilizara su infraestruc-tura. Recuerdo cómo destruyeron sus propias vías férreas, cor-tando los durmientes con una máquina gigante, una especie de arado arrastrado por varias locomotoras. También mostraron escenas del sitio de Leningrado, las defensas que construyeron alrededor de la ciudad y la valentía de la población civil sitiada por los nazis durante más de dos años y medio, entre 1941 y 1944. Conservo unas fotos muy curiosas, como las del homenaje que los recién liberados les hicimos a los soviéticos en gratitud por habernos salvado. Fue una especie de desfile.Después de cerca de ocho meses bajo la protección soviética y ya bastante repuesto físicamente, quise salir de Checoslovaquia para ir al oeste de Europa y tuve que pasar por Alemania.

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Con David Goldstein tejimos una amistad muy profunda. Com-pinches en la supervivencia, habíamos estado pendientes uno del otro; yo dependía de que él consiguiera las camisas y él dependía de que yo consiguiera el pan, fue una sociedad extraordinaria. Juntos habíamos pasado las mil y una, y burlado al destino.

Figura protectora y con 10 años más que yo, Goldstein era un experto en subsisten-cia. Él venía del campo de

concentración de Buchenwald, al noroeste de Weimar, en Ale-mania, donde aún está en pie la casa-museo de Goethe

15. Solda-

do del ejército polaco, Goldstein fue capturado por los alemanes durante la invasión en 1939 y, luego, cuando confirmaron que era judío, lo trasladaron a Auschwitz, donde nos conocimos. Al tiempo de haber yo sanado, Goldstein me contó que en mi delirio yo hablaba mucho y que en medio de la fiebre repetía “tucu-tucu, tucu-tucu”. “¿Qué es tucu-tucu?”, me preguntó un día. Recién ahí recordé que “tucu” era el comienzo del nombre de la calle Tucumán en Buenos Aires, donde vivía mi tía. Resul-ta que cuando las cosas se empezaron a poner bien feas –ante el temor de la probable separación y desaparición de alguno de la familia– mi mamá nos dijo que no olvidáramos que teníamos a su hermana Hela en la Argentina y nos hizo aprender a mi hermano y a mí su dirección, para comunicarnos por si alguien

david goldstein

[15] Johann Wolfgang von Goethe vivió allí entre 1775 y 1786.

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quedaba vivo. Nosotros repetíamos esa palabra cuyo sonido, desde el polaco, nos resultaba totalmente foráneo.Cuando dejé Liberec, Goldstein se quedó allí. Me separé deján-dole esa dirección en la Argentina, con la perspectiva de seguir en contacto. En esos días turbulentos pero promisorios de co-mienzos de 1946, yo me marché seguro de que pronto nos esta-ríamos escribiendo. Nos perdimos totalmente y sólo volvimos a reencontrarnos en 1983. No puedo recordar el nombre de la que se convirtió en la esposa de Goldstein que, a pesar de mis prevenciones juveniles, termi-nó siendo una excelente persona. Ella era del pueblito donde nos alojaron brevemente después de estar internado en el hospital, creo que Jablonec nad Nisou. No era judía sino una campesina alemana de los Sudetes, una provincia checa con muchos alema-nes, anexada por Alemania en 1938 con la excusa de resolver conflictos étnicos entre checos y alemanes. El mundo no reac-cionó; muchos pensaron que, como había un espeluznante des-orden, crisis económica, huelgas y bolcheviques, vendría bien un tipo que combatiera al comunismo y ése fue Hitler.Tengo unas fotos inolvidables que nos sacamos en Liberec en enero de 1946, donde ya estamos compuestos, parecemos perso-nas, y yo estoy hecho todo un hombrecito. Ambos con sombre-ros, podríamos pasar por mafiosos. Cuando nos reencontramos, Goldstein me contó que se quedó

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en Liberec durante un tiempo y, con la mujer, primero se fue-ron a Alemania y después a París por dos o tres años a trabajar de sastre con un pariente, creo que sin éxito. Luego, se instaló en Alemania y tampoco ahí le fue bien, aunque el gobierno le otorgó pensión y vivienda en Francfort. Pero, no pudo superar su pasado. Fue un sobreviviente innato, vivísimo, y cuando ter-minó la guerra no se pudo adaptar. No pudo llevar adelante su vida ni destacarse en su profesión, todo le salía mal. En 1983 confirmamos que sus cartas fueron y volvieron pero nunca me llegaron. Por mi parte, lo busqué en su dirección de Checoslovaquia y, durante años, entre los sobrevivientes, y nun-ca lo encontré, fue una lástima. Siempre me mortificó no haber sabido nada de él. Hasta que un día, a comienzos de 1983, una señora alemana llamó al departamento de Belgrano donde Any tiene su con-sultorio; traía saludos para mí de Francfort. Era una señora con parientes en Buenos Aires y la invité a casa; era amiga de Goldstein y éste le encomendó buscarme en la guía telefónica. Tras varios intentos, y con una ansiedad indescriptible, ubiqué a Goldstein y le dije que quería verlo ya. “Bueno, vení”, me dijo. Le comenté que me impuse no viajar jamás a Alemania, pero que lo invitaba a cualquier lugar de Europa. Al final, nos encon-tramos en Rimini, Italia, y estuvimos varios días juntos. Nuestras esposas no hablaban ningún idioma en común. Any hacía

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relativamente poco que vivía conmigo, y nunca sus sonrisas fue-ron más convincentes. Any comprendió lo importante que era este encuentro para mí, había sido un momento largamente deseado. Fue en mayo de 1983. Goldstein vino acompañado de su mujer, una hija, un yerno y dos nietos. Nuestro reencuentro fue muy emocio-nante. Caminamos durante horas en las playas italianas, lloramos mucho. Hablábamos en una mezcla de idish, alemán y polaco, en lo que podíamos. Compartimos comidas y risas, recuerdos terrorífi-cos. Nos sentíamos contentos por esta reunión inolvidable.Me contó su historia. Permaneció junto a la misma mujer toda la vida y tuvieron tres hijos educados en el judaísmo; se los veía bien juntos. Vivía en una de esas viviendas populares y no pro-gresó en sus proyectos laborales; anímicamente estaba detenido en el pasado. Para profundizar nuestro reencuentro lo invité a mi casa de Punta del Este para enero de 1984. Cuando estaba todo confirmado, aproximadamente un mes antes del viaje, me llegó una carta de su mujer diciendo que Goldstein había muer-to. Y también quise morirme al escuchar la noticia.Ese episodio me afectó enormemente, no podía creer lo que es-taba ocurriendo. Después de 37 años de buscarlo, de no verlo, Goldstein volvía a desaparecer de mi vida. Me sigue dando mu-cha pena no haberlo disfrutado más; cuando me acuerdo, me dan ganas de llorar. Irónicas jugadas de la vida, es como si él hubiera esperado verme para morirse.

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El dinero que había juntado con Goldstein en mis idas y vueltas, entre Checoslovaquia y Hungría, se esfumó en una noche. Me lo sacaron los contrabandistas que pasaban personas de Che-

coslovaquia a la parte de Alemania ocupada por los norteamericanos. Luego del

primer contacto, los traficantes me dirigieron a un pueblo a 40 kilómetros de la frontera donde arreglé el precio. El día antes de cruzar fui a un sitio bien cercano desde donde, agrupados de 10 a 15 personas, dos guías nos cruzaron de noche. Pero el cruce no era peligroso porque los pasadores tenían un arreglo con los so-viéticos consistente en que nos sacaban todo lo que llevábamos –aún los valores cosidos en el sobretodo– y nos dejaban pasar. Esa la hice sólo, no conocía a nadie del grupo y éramos todos judíos; la mayoría se quería ir principalmente a Israel, pero no podían salir desde Checoslovaquia, tenían que ir a Alemania para viajar. Del lado alemán, estaban las autoridades norteame-ricanas que ya sabían que veníamos sin nada, ya habían pasa-do muchos. Nos enviaron al campo de refugiados de guerra de UNRRA; centro de desplazados de la United Nations Relief and Rehabilitation Administration (Administración de las Naciones Unidas para la ayuda y rehabilitación).Feldafing, cerca de Munich, había sido un cuartel de la Wehrma-cht (fuerzas armadas alemanas). Éramos miles y había grandes

feldafing

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barracas que me hicieron sentir que estaba de nuevo prisionero. No tenía nada que ver con un campo de concentración, pero me espanté y deprimí. Me subió una fiebre galopante, tuve alucina-ciones terroríficas y me enviaron inmediatamente al castillo de Elmau –un lugar increíble cerca de Zugspitze, que, con 2.962 metros, es la montaña más alta de Alemania, en la frontera con Austria–, que supongo funcionaría como sanatorio.Ahora me entero que Schloss Elmau es actualmente un spa de lujo, restaurado hace unos años después de un incendio. Es un hotel para relajarse y experimentar regocijo interior y tranqui-lidad, tal cual lo pensó el filósofo Johannes Müller, cuando en 1916 construyó este “castillo para el alma”, un retiro para mú-sicos e intelectuales. Sé con certeza que permanecí allí catorce días, porque conservo una postal con la imagen del castillo y con una anotación mía en el reverso que reza “Elmau, 10 al 24 de abril, 1946”. Mejoré y me enviaron a Feldafing, donde esta vez toleré las barracas, confortables. Aunque había escasez de comida, nos alimentaban bien porque los del American Jewish Joint Distribution Committee –organización de los Estados Uni-dos que ayuda a los judíos en problemas en el mundo– enviaban gran cantidad de comida. La verdad es que no la pasamos mal y yo sabía que estaba en libertad. Carecía de documentos –mi ingreso al campo de refugiados fue viable por el número tatuado en mi brazo– y por eso UNRRA

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me expidió una “carta de identidad” con foto (aún delgado). La Identity Card Nº 8077 del D. P Center Camp of Feldafing, tiene mi imagen y detalla que Juliusz Holländer –nacido el 3.12.29 en Tarnow, apátrida, KZ prisionero Nº 161214, preso bajo el ré-gimen nazi en el campo de concentración de Auschwitz– estuvo en ese centro de desplazados, entre el 9 de abril y el 23 de julio de 1946; firma el consejero de Feldafing y el director de UN-RRA. Con ese “pasaporte”, meses después llegué hasta París.Pero antes, a través de UNRRA envié un telegrama a mi tía a Tucumán al 800. “Je suis vivant, où sont mes parents?” (¿Estoy vivo, dónde están mis parientes?), decía. Cuando llegó el telegrama, Hela ya no vivía allí. Al ver que era de Europa, el portero –a quien Hela había pedido que avisara enseguida cualquier noti-cia– fue corriendo a entregárselo al nuevo domicilio. Inmedia-tamente, contestó con otro telegrama diciendo que tratase de llegar a Francia o a Italia, que desde allí ella iba a ocuparse de guiarme a la Argentina. Mi madre y hermano no se comunicaron; confirmé mis sospechas, estaban todos muertos. Años después supe que, a fines de 1945, tía Hela no festejó ese Año Nuevo, suponiendo desaparecida a toda su familia de Polonia; mi telegrama la sacó de la tristeza.Entre las fotos de Feldafing que atesoro, hay varias con la ima-gen de mis compañeros refugiados; el 90 por ciento se marcha-ba a Israel porque no tenían a nadie en el mundo. Supongo que

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muchos fueron parte de los 4.500 judíos del Exodus –un barco que fue y volvió a Europa en 1947–, que tuvieron que regresar a los campos de refugiados porque Gran Bretaña les negó la en-trada a la entonces Palestina, administrada por ellos.

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El trayecto a París lo hice en tren y, escaso de dinero, me fui a vivir a Bezons, una pequeña comuna del noroeste distante 12 ki-lómetros del centro. Me instalé en el Hotel des Marroniers, una

pensión barata en la Place du Marché, por lo menos desde el 12 de septiembre de 1946, fecha que figura en

un certificado de domicilio, ratificado el 1º de octubre. En uno de nuestros viajes a París fuimos con Any a Bezons y no encontra-mos la pensión, una autopista pasa ahora por ahí.Estaba totalmente solo y no sabía francés. Lo único que recuerdo de París es la innumerable cantidad de trámites que hice, por mi-lagro, con éxito. Sí sé que estuve en la Catedral de Nôtre Dame porque conservo una entrada para ingresar a sus tesoros.Como acababa de terminar la guerra, en Francia también fal-taba comida y todo era medio caótico allí. Es risueño, pero me vienen a la memoria las miradas de las mujeres que me querían levantar en el metro; mi autoestima creció pero yo era conscien-te que, en parte, esas actitudes eran consecuencia de la falta de hombres jóvenes a causa de la guerra.Muchacho polaco, por indicación de Hela –con quien desde Fel-dafing tenía una fluida comunicación– me presenté al consulado argentino en París. Aunque ya sabíamos que habían negado mi visa de entrada a la Argentina, tenía instrucciones de insistir

parís-bezons-rio

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con una visa de tránsito, pero también me cerraron esa posibi-lidad. Hace poco se supo acerca de la existencia de una circu-lar secreta de la Cancillería

16 argentina, de 1938, prohibiendo el

otorgamiento de visas a judíos.Hela, igualmente, había logrado conseguirme una visa para in-gresar a Bolivia. Me envió 3.000 francos para el pasaje y otros gastos, que recibí el 13 de octubre de 1946. Pero, la carta de identidad que me otorgó UNRAA en Feldafing no tenía vali-dez para salir de Europa. En París, el 23 de septiembre pedí un permiso de residencia transitorio y me lo otorgaron por dos meses, hasta noviembre, “para visa de tránsito a Sudamérica”. Con ese papel en la mano tramité un Titre d’Identité et du Voyage Nº HM48757, una suerte de pasaporte que indicaba que lo pre-sentaría en Bolivia. Me lo otorgaron en Versailles el 9 de octubre de 1946, junto al visado de salida Nº 183. El documento, con mi imagen sonriente, también detallaba que yo medía 1.67 metros, era de ojos y cabellos marrones, tez clara, nariz derecha, rostro ovalado, sin señas particulares. Conseguí los sellos de la visa para Bolivia en París el 16 de oc-tubre, pero, como mi pasaje en barco era con destino a Río de Janeiro, tramité un permiso de tránsito, concedido el 21 de oc-tubre por tres meses en el consulado parisiense de Brasil. Con todos los documentos que reuní –que doné al Museo del Holocausto de Buenos Aires–, partí en tren a Marsella y, tras

[16] Uki Goñi, La auténtica Odessa, Paidós, Buenos Aires, 2008; publicado prime-ro en Inglaterra en 2002; el gobierno argentino recientemente pidió perdón.

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una espera de varios días, me embarqué el 16 de noviembre de 1946 (por error, en el sello dice 1956). Abandonaba una Europa castigada y que me había castigado. Aún con la incertidumbre como horizonte, y sin saber si mi destino era Bolivia o la Argen-tina, miro hacia atrás y me veo contento y libre, pícaro y ducho en el arte de sobrevivir.Tengo el sello: viajé en el Campana, embarcación de la Société Génerale de Transports Maritimes, en la tercera clase, con capaci-dad para 1.000 personas; en la primera clase había un poco más de cien. El viaje desde Marsella a Río tardó 15 días y llegué el 1º de diciembre. En tercera clase, todos éramos inmigrantes pero no todos ju-díos, había gente de todas las nacionalidades. Pasaba los días mirando un diccionario con palabras en castellano, no tenía idea del idioma. La comida del barco era común y dormía en unas cuchetas. Durante el viaje hizo calor y solía llevar mi colchón para dormir en la cubierta; ahí conocí a las hijas de una familia argentina de industriales textiles y conversaba con ellas un poco en idish, ese es mi único recuerdo del viaje.En Río, me comuniqué por mi cuenta con la colectividad judía y expliqué quién era. Les dije que no tenía visa para Buenos Aires, donde me esperaban los únicos parientes que me quedaban; me ayudaron. Tras un control médico oficial, donde se constató que yo carecía de defectos físicos, infecciones, síntomas de tracoma,

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y que manifestaba haber sido vacunado recientemente, el consu-lado argentino en Río me concedió el 27 de diciembre un visado para entrar a la Argentina “en tránsito a Bolivia”.No recuerdo absolutamente nada de Río de Janeiro, la “ciudad maravillosa” adonde luego volví decenas de veces.

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Río de Janeiro fue el último punto de la “carrera de obstáculos” que debí superar para llegar a la Argentina. Fueron cinco me-ses de trámites desde que abandoné el campo de refugiados de

Feldafing. Al fin viajé hacia Buenos Aires bien tempra-no en la mañana del 31 de diciembre de 1946. El Ca-

nopus, avión de Serviços Aéreos Cruzeiro do Sul Ltda., hizo escala en San Pablo; yo traía solamente una valija.Los aviones comerciales entonces llegaban al Aeropuerto Pre-sidente Rivadavia de Morón –el aeropuerto de Ezeiza fue inau-gurado en 1949– al oeste de la Capital Federal. Al aterrizar, me asomé a la ventanilla y vi un grupo de soldados, que por sus gestos, correaje y fusiles, cascos y uniformes prusianos se me aparecieron como tropas nazis. Me asusté y me negué a bajar del avión. Mis tíos Hela e Ignacio tuvieron que subir a tranqui-lizarme, a convencerme de que descendiera de la nave. No recuerdo haber tenido miedo durante la travesía en avión; después de lo que pasé creo no tenerle miedo a nada. El traslado al centro de Buenos Aires me pareció largo. Del aeropuerto de Morón fuimos en tren y bajamos en la estación Once, de allí a Arenales al 3000. Tengo mucho que agradecerles a los entrañables Hela e Ignacio. Tras lograr traerme a su casa, Hela me tomó como un hijo más

querido buenos aires

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y mis primos Noemí y Eduardo Silberstein, a quienes quiero como hermanos, me recibieron como tal y así nos llamábamos mutuamente; no es un detalle menor para mí que el Eduardo que me recibió en Buenos Aires tuviera el mismo nombre que mi fallecido hermano Edward. Ignacio, que era buenísimo, me ofreció mi primer trabajo. Llegué con 18 años recién cumplidos y no sé exactamente cuán-do decidí que no viviría en el pasado. Pero mi primo/hermano recuerda mi llegada a su casa, arreglada a propósito para que pudiéramos dormir los dos en el mismo cuarto. Eduardo refres-ca mi memoria contándome que “no poseíamos un idioma co-mún y, sin embargo, pasábamos noches sin dormir intentando y logrando paulatinamente comunicarnos con gestos y adema-nes, pues existía el deseo intenso de contarnos cosas. Recuerdo perfectamente, Julius, que hablabas de Auschwitz, pero también que eras alegre, sin señales visibles de la tragedia que habías vivido”, me dice. Me pregunto, ahora, ¿cómo habré hecho para guardar, prote-ger, mis sentimientos, pérdidas y soledades, mi asombro ante todo lo ocurrido? ¿Cómo me habré insertado en la dinámica de una familia luego de haber vivido suelto desde el fin de la gue-rra, hacía más de un año y medio? Apenas llegué, nos fuimos con Hela y su familia por dos meses a Miramar, a un hotel antiguo que tenía todas las habitaciones al-

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rededor de un patio. Como hablaba polaco, me comunicaba bien únicamente con mis tíos. Así que todas las mañanas iba tempra-nísimo a la playa y me sentaba en una sillita plegable a apren-der más o menos una página por día de ese diccionario polaco-español que había traído de Europa. Al mes algo hablaba, tanto como para arreglármelas para salir con una chica que trabajaba de mucama en el hotel. Pero, según ella, lo nuestro tenía que ser secreto porque vivía en Miramar y después los muchachos de ahí no le iban a prestar atención en el invierno. Cuando leía el diccionario, no seleccionaba las palabras por su sentido, sino que seguía el orden alfabético y así aprendí palabras inusuales. Hace un tiempo hablando con Any sobre mis cejas, le dije algo acerca de que eran hirsutas y ella se sorprendió al escu-charme utilizar esa palabra. Pues, bien, la palabra “hirsuto” es una de las que aprendí durante esas mañanas frente al mar. Mis pri-mos/hermanos recuerdan que la primera vez que la dije, ante la risa generalizada, señalé: “vos tenés los pelos irsulos”. Estudiaba, salía con mi amiga, pero también disfrutaba del furioso mar y de la arena interminable. Al año siguiente, no volví a ver en Miramar a la chica del hotel porque ese enero de 1948 fuimos a una casa alquilada. Mi tía era macanuda e invitaba a todos los sobrinos. Llegábamos a ser como más de 10 pibes y todos dormíamos en un garaje. Conocí a Ethel y creo que los chicos me tenían un poco de celos. Una

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madrugada entré a tientas buscando mi cama y me acosté confiado, pero mi cama estaba llena de troncos y me di un golpe bárbaro.Me veo en las fotos del verano de 1947 y en las de 1948, junto a mis primos/hermanos, posando con toda naturalidad y son-riendo despreocupado; me sorprendo.Enseguida, Danek –el primo mayor de mis primos/hermanos, a quien quise hondamente–, que estaba estudiando en Santa Fe y que hablaba polaco, me llevó con él para que aprendiera el idioma espa-ñol; regresé en poco tiempo con el castellano bastante dominado.Pero, yo seguía sin documentos ya que había ingresado como apátrida con un título francés provisorio. No poseía ni mi partida de nacimiento. En febrero de 1948 fui a la legación de Polonia en Argentina, que me extendió un “certificado” válido hasta diciem-bre de ese año, afirmando que yo me había registrado allí, pero que éste no servía “para probar la nacionalidad polaca”. Al buscar mis antecedentes para confeccionar mi cédula, en la Policía Federal apareció que yo tenía un pedido de captura por haberme quedado en el país sin visado. Nuevamente, los contac-tos de mi tía –que, según rememora Eduardo, se dedicó full-time a traerme a “casa”– sirvieron para agilizar las cosas. Una curio-sidad, no castellanizaron mi nombre, Julius, porque el día que hice el trámite faltó el traductor de lenguas eslavas. Casi 10 años después, me naturalicé y me dieron “carta de ciudadanía” (el 20 de mayo de 1958, según mi Libreta de Enrolamiento); prefería

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ser argentino y no polaco. Voté por primera vez el 27 de mar-zo de 1960, por la UCRI, liderada por el entonces presidente Arturo Frondizi; faltaban cerca de dos meses para que agentes secretos israelíes secuestraran al jerarca nazi Adolf Eichmann en Buenos Aires para juzgarlo en Jerusalén. Se armó un enorme revuelo, Frondizi protestó ante Israel, la prensa fogoneó la con-troversia; yo festejé en silencio.Pero, como decía, 1948 transcurrió entre los trámites de mis pri-meros documentos argentinos y la obtención de mi certificado de sexto grado, aprobado en la Escuela Presidente Julio A. Roca, al lado del Teatro Colón. Terminé, calladamente, dándole la razón a ese maestro tan exigente que tuve en tercero o cuarto grado en Tarnow, que nos “fajaba” y nos hacía estudiar, y decía: “me están odiando, pero algún día me lo van a agradecer”. Desde 1943 y hasta mayo 1945 prácticamente no tuve un lápiz en la mano y, sin embargo, me acordaba de algunas cosas que había estudiado; tenía una buena base.Ese año trabajé con Ignacio que, emigrado de Tarnow a Viena mu-cho antes de la Segunda Guerra Mundial, vino prácticamente con lo puesto a la Argentina tras la anexión de Austria a la Alemania nazi (el Anschluss de marzo de 1938). Solía contarme que, al principio, Buenos Aires fue bastante duro para él. Había sido electricista de joven y consiguió empleo como tal en el frigorífico Swift; trabajaba con el agua hasta los

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tobillos secando motores. Cuando se hartó, puso una fábrica de corbatas con un local en Corrientes al 700, y le iba bien. Pero estaba bastante solo porque su esposa Herma (Herminia), que era cristiana, se había quedado en Viena para vender mejor al-gunas pertenencias y a causa de la guerra tardaron en reunirse.Más que generoso, Ignacio ofreció asociarme a su empresa al 50 por ciento. Me llevó a San Martín, provincia de Buenos Aires, donde estaban los tejedores, cortadores y costureras; en total eran 100 personas trabajando con los diseños creados por él. Éramos los vendedores; en mis inicios yo lo acompañaba a Igna-cio a ver los clientes y a aprender. Retiraba como 600 pesos por mes –era lo mismo que él– y me sentía un bacán porque era una fortuna. Me acuerdo como si fuera hoy que, mientras estábamos almorzando un día en el restaurante El Mundo –en Maipú al 500 frente a Radio El Mundo (hoy Radio Nacional) –, le dije que no quería trabajar más con él. “¿No estás contento con el 50 por ciento?”, preguntó sin comprender. Fue tan, pero tan, generoso que me costó decirle que lo abandonaba porque no me gustaba trabajar con las corbatas. No se trataba de una cuestión de dine-ro, en mi próximo empleo me pagaban 80 pesos al mes.Luego extrañé los bifes que comíamos juntos con Ignacio, con toda la grasa (después empecé a cuidarme). Sí, en Buenos Aires me llamó la atención la carne y lo barata que era la comida. Tam-bién, me encantó descubrir que, como a mí, a Noemí y Eduardo

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les gustaba el tenis, que jugábamos en el Club Gimnasia y Es-grima, y la música clásica, que escuchábamos en un tocadiscos nunca visto, bajaban como 12 discos juntos. A diferencia de los que conocí en Checoslovaquia y Polonia, los diarios aquí me parecieron serios; en casa de Hela se leía La Prensa.Así, con mis flamantes documentos de identidad y el certificado del primario me inscribí en la Escuela Técnica Nº 5 en Caba-llito, con un plan de estudios de tres años de formación general y uno de especialización, que me habilitaba como “constructor de obra”; quería estudiar algo útil para defenderme en la vida. Entré a los 19 años, en 1949, en el turno noche, porque de día trabajaba con G y A, una pequeña empresa constructora cono-cida del marido de Hela.Me contrataron para tareas administrativas, liquidar sueldos, pa-gar a proveedores, y en corto tiempo ya estaba tomando a los jornaleros. Confeccionaba presupuestos, elaboraba cómputos mé-tricos, iba a las obras a controlar. El día a día era sacrificado; la escuela quedaba en Juan Bautista Alberdi y Avenida Carabobo, y el trabajo era en Moreno, a la altura de Plaza Once. Me quedaba en G y A hasta las siete de la tarde, iba corriendo a tomar el subte y un tranvía por Alberdi y llegaba con la lengua afuera a la escuela. En G y A me ponían problemas para salir antes. ¿Cuándo comía? Supongo que a la salida, como a las doce y pico de la noche, caminaba y tomaba el colectivo 141 –un óm-

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nibus MAC de esos que trajo Juan D. Perón– que me dejaba en Canning y Santa Fe, a 10 cuadras de mi casa. Pronto me percaté de que el título que obtendría no me habili-taba para seguir una carrera universitaria; entonces hice los tres años de la Técnica mientras daba libre, tenazmente, las materias de los cinco años del bachillerato. Rendí los exámenes de los primeros tres años en el Colegio Nacional Manuel Belgrano, en la calle Ecuador, y los últimos dos los pasé en el Avellaneda; las materias más difíciles fueron geografía e historia.Considero que la Argentina es un país fantástico porque pude estudiar sin pagar un centavo hasta egresar de la Universidad. La enseñanza fue maravillosa y gratuita, pero igualmente me tuve que sacrificar. Fueron 55 materias. Estudiaba y estudiaba, mientras trabajaba todo el día. Los fines de semana no salía, pero novias no me faltaron. No jugué al billar y no sé de fútbol porque no tuve tiempo para hacerlo. Durante mi primera ju-ventud estuve metido adentro estudiando. Tenía una meta y la quería cumplir, y no me importaba, digamos, no ir de parranda con los amigos. Cuando miro hacia atrás, veo que tenía una inusitada seguridad y reconozco que haber sobrevivido a un campo de concentración me impulsó a pensar que podría hacer cualquier cosa que me propusiera. La verdad es que hice todo lo que me propuse, salvo adelgazar, aunque tengo una gran fuerza de voluntad. Cuando

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nació mi hijo Martín, por ejemplo, me planteé dejar de fumar y no fumé un cigarrillo más. Pero con la comida me falta carácter, quizá se deba a que pasé hambre, es un poco cruel tener que ha-cer dieta ahora que tengo para comer de todo. Cuando en Aus-chwitz nos daban algo caliente, nos abalanzábamos a tragarlo; hoy mismo sigo comiendo la comida hirviendo.Pero, volviendo a mi educación, además de la fuerza de volun-tad, el ambiente familiar me ayudó a estudiar. Mis primos/her-manos y sus primos, más o menos de la misma edad, fueron una suerte de ejemplo para mí, ya que todos estudiaban. Supe que si quería llegar a ser alguien necesitaba completar mis estudios.Soy una persona pacífica, pero al poco tiempo de estar en la escuela técnica, que era nocturna, tuve un incidente racista que me enfureció. En mi clase yo era el único judío y tenía bastantes buenos amigos y me movía sin problemas. Como era bastante bueno en matemáticas, cuando había prueba los amigos me pa-saban sus hojas para que yo las completarla. Un día, un antise-mita también me pasó su prueba y yo no se la hice. ¡Ni loco se la hubiera hecho! Luego, estábamos en el baño y el tipo empieza a despotricar diciendo: “¡qué lástima que Hitler no tuvo tiem-po de liquidar a todos los judíos!”. Lleno de rabia, lo agarré de los hombros y empecé a golpear su cabeza contra los azulejos; lo quería matar. Le rompí la cabeza, literalmente, y entre 10 compañeros a duras penas me pudieron separar. Nos querían

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expulsar, y aunque parezca mentira, algunos chicos fueron a la dirección para defenderme, diciendo que el otro me había pro-vocado, que yo tenía traumas de guerra. Al final nos pusieron a los dos el máximo de amonestaciones, pero sin expulsarnos. Pensé, “mejor que no vuelva, porque lo mato”. Yo seguí asis-tiendo y él no volvió más. Esa fue la única reacción violenta que tuve ante expresiones antisemitas que, a lo largo de mi vida, fueron varias.

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Después de terminar con mi secundaria, no supe qué carrera se-guir. Hice un test en la Universidad del Museo Social Argentino que demostró que tenía aptitudes para la arquitectura, además

de señalar mi instinto prác-tico. Cuando en 1953 ingre-sé en la Facultad de Arqui-

tectura de la Universidad de Buenos Aires, yo era uno de los más grandes entre mis compañeros. La carrera era muy exigente y se cursaba en Perú y Moreno; terminaba a la noche, tardísimo. Entonces, había que hacer los planos y dibujos en tinta china y las maquetas exigían una barbaridad de tiempo. A esta altura, me sentía bastante contento con mis logros, aun-que ya estaba más que familiarizado con ciertos manejos de G y A que no me gustaban nada (hacían obras grandes para terceros y extorsionaban a los proveedores). Durante el primer año de la Facultad, seguí con ellos porque ganaba un muy buen sueldo, pero hacía mil cosas y un 30 de diciembre me cansé. Es que mien-tras yo preparaba los sueldos y aguinaldos, con cuentas compli-cadas, porque había muchos trabajadores eventuales, pedí ayuda a G y A porque no llegaba con las sumas, las revisiones, los so-bres. No sólo no me ayudaron sino que ambos se fueron a cenar sin invitarme. El 2 de enero presenté mi renuncia. Sorprendidos, me rogaron que me quedase y aún cuando no tenía otro empleo mejor, me fui enojado porque colmaron mi paciencia.

soy arquitecto

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Los momentos gratificantes en la Facultad fueron muchos y, en ese sentido, recuerdo especialmente un viaje a Brasil. Cuando cursábamos el penúltimo año, en 1958, realizamos un viaje de estudios para ampliar nuestros horizontes. La mayoría se fue a Salta para comparar la arquitectura indígena con la colonial, pero yo fui de los que se anotó al viaje a Brasilia

17, la capital de

Brasil. Creada para integrar al país, estaba en plena construcción y todos estábamos muy exaltados porque una visita a ese labora-torio del modernismo era el sueño de cualquier arquitecto.Teníamos un compañero que había sido aviador militar, dado de baja tras algún alzamiento

18 contra Perón.

Bien relacionado con

sus antiguos camaradas, nos aseguró que conseguiría gratis un avión de la Fuerza Aérea que nos llevaría a conocer la gran obra de Oscar Niemeyer y Lucio Costa. Era un DC3 militar que tenía problemas mecánicos. Tuvimos que aterrizar en Pelotas (al sur de Brasil) y ahí lo arreglaron; seguimos hasta San Pablo y tuvimos otro inconveniente, hasta que llegamos dificultosamente a Río y ahí nos quedamos. A continuación, nos contactamos con Novacap (Compañía Urbanizadora de la Nueva Capital), la encargada del emprendimiento. Fueron ellos los que nos trasladaron en avión hasta Brasilia, mientras que el DC3 regresó con la tripulación a Buenos Aires para su arreglo; vendrían a buscarnos en 10 días. El intenso calor no pudo con el entusiasmo de nuestro grupo, aun-que nos instalamos en una posada sin aire acondicionado.

[17] Designada como Patrimonio cultural de la humanidad por UNESCO, el pro-yecto de Brasilia se aprobó al término de la dictadura de Getulio Vargas y fue im-pulsado a partir de 1956 por el gobierno de Juscelino Kubitschek.

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En Brasilia estaba todo por hacerse. Recuerdo la basílica parcial-mente enterrada bajo tierra, el Palacio del Planalto (sede del Po-der Ejecutivo Federal), otra serie de edificios gubernamentales, inmensas avenidas, un complejo habitacional con un gran parque en el medio y un lago artificial. La ciudad es como una maripo-sa, pero no está ideada para peatones, es imposible moverse sin auto. Fue muy interesante, aprendimos mucho. Las entrevistas con Niemeyer, el arquitecto de Brasilia que había trabajado con Le Corbusier y luego en todo el mundo, y con Costa, el gran ur-banista que hizo el diseño de la ciudad, fueron enriquecedoras. Con Novacap volvimos a Río y nos dirigimos a Buenos Aires con el DC3 presuntamente arreglado. A poco andar, las venta-nillas de un costado del avión se pusieron negras –se ve que el motor tiró aceite, o algo así– y la nave se empezó a mover de modo extraño. Al rato, el copiloto avisó que se había incendiado un motor: “No nos vamos a caer, podemos aguantar un rato con un solo motor, pero debemos apresurarnos a aterrizar. El co-mandante ya tiene un aeropuerto alternativo. Junten las rodillas y acérquenlas a la cabeza, y recen”. Fue la media hora más larga de mi vida; prometí portarme bien el resto de mis días. El avión bajó en un lugar que se llama Para-nagua, un pueblo en territorio brasileño. La pista era de tierra y como había llovido se hundieron tanto las ruedas que casi no se veían. Pero, estábamos todos vivos y no lo podíamos creer. No

[18] Hubo varios, pero el más letal fue el bombardeo de Plaza de Mayo en junio de 1955.

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recuerdo si el avión bailó mucho, pero sí que parecía que tocá-bamos la copa de los árboles. Empezamos a bajar y apareció la gendarmería… ¡era un avión militar argentino! Tras aclarar que, verdaderamente, éramos estudiantes, nos lle-varon al mejor hotel de Curitiba, el Lodge, pero no teníamos un centavo para pagarlo porque gastamos todo en regalos en Río; incluso yo había comprado cortes de terciopelo para unas ami-gas. Con otro muchacho judío del grupo decidimos ir a buscar a alguien de la colectividad local para pedir ayuda para resolver la situación. Era viernes y encontramos un templo abierto. Con-versamos con algunas personas y les contamos nuestro percan-ce, incluyendo el detalle de que no teníamos con qué pagar el hotel. Generoso, uno de ellos nos invitó a cenar y le contamos que éramos alrededor de 20, inmediatamente se ofreció a pa-gar todo; era propietario de varios aserraderos. “Su actitud hace quedar muy bien a la colectividad, pero insistimos en devolverle la plata”, dijimos, aclarando que sólo queríamos un préstamo. Se le ocurrió que podríamos entregarle el dinero a un cuñado suyo, para sus sobrinos, en Buenos Aires. Tuve que andar bastante tiempo detrás de todos mis compañeros para juntar la plata y, por fin, un día fui a llevársela de parte de su pariente de Curi-tiba, que me miró y se rió diciendo: “Mi cuñado siempre fue un bromista”. Era obvio que no necesitaba la plata. Comprobé una vez más la generosidad de muchas comunidades judías y recordé

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cuánto me ayudaron en Río, cuando yo venía de Europa. Del susto que me pegué, no tendría que haber viajado más en avión, nos salvamos por casualidad, pero ese mismo piloto, que se llamaba Felippa

19, piloteaba el avión con cadetes de la Escuela

de Aviación Militar que se perdió en noviembre de 1965 en la selva de Centroamérica; oficialmente se perdió en el mar, pero la leyenda dice que cayó en la selva costarricense. Mi carnet de arquitecto está fechado el 13 de noviembre de 1959. El día que me recibí fue muy lindo, vinieron mis tíos, mis primos/hermanos, festejamos con los compañeros. Hice buenos amigos en la Facultad, como Freddy Ortiz, con quien realizamos un viaje de lo más accidentado y divertido. Fuimos cuatro, incluyendo a Ortiz, Ana María y una amiga de ella, que vivía en Colombia. La meta era ir a Machu Pichu por tierra, en una camioneta rural toda desvencijada que yo tenía. Cuando llegamos a Bolivia, hubo una especie de revuelta política y no pudimos seguir más. La cuestión es que unas personas (no recuerdo si eran militares) nos pararon en territorio boliviano a 200 kilómetros de La Quiaca. Por precaución, ¿o por estupidez?, para este viaje llevábamos un arma que consiguió Ortiz. Éramos tan inconscientes que tenía-mos el arma debajo del asiento y el cargador en la guantera. Hoy me río pensando en semejante tontería, así que no se para qué nos iba a servir esa Ballester Molina que, para colmo, tenía una inscripción que decía Prefectura Naval Argentina. La verdad es

[19] Comandante Renato H. Felippa.

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que fueron un par de horas bien feas, pero por suerte había un farmacéutico dispuesto a escucharnos. Le dijimos que éramos estudiantes, aunque ya habíamos egresado pero igual nos saca-ron todo lo que teníamos, la comida, la carpa, la ropa, el arma, la plata, indicándonos que regresáramos inmediatamente a la Argentina. Menos mal que había cargado gasoil un rato antes, volvimos con el tanque seco; es más, para ahorrar combustible en las bajadas apagábamos el motor y conducíamos por inercia. Desde La Quiaca, mandé un telegrama a Buenos Aires pidiendo fondos a mi oficina (sí, ya estaba instalado). Ya que el viaje plani-ficado era de un mes y estábamos allá, recorrimos el norte argen-tino, Salta, Tucumán, Jujuy. En La Rioja hacía un calor bárbaro y, sin aire acondicionado, si abríamos la ventana del auto para que entrase aire, ingresaba una polvareda, pero si teníamos todo cerrado, nos ahogábamos. Llegamos polvorientos y transpirados a la ciudad de La Rioja, pero contentos y deseosos de darnos un baño. Inesperadamente, al abrir la ducha no salió agua. Ante mi pregunta, en la recepción del hotel informaron que a las nueve de la noche cortaban el agua en toda la ciudad para ahorrar. De La Rioja llamamos por teléfono a Chilecito (también en La Rioja) para reservar una posada del Automóvil Club y nos la confirma-ron. Cuando llegamos, no había habitaciones, sino colchones en el comedor, con otras 30 personas más. No nos importó, éramos jóvenes y todo era diversión; seguimos a Catamarca.

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Pero mucho antes de recibirme –cuando, casi al comienzo de la carrera de arquitectura, me fui de la constructora G y A–, co-mencé a trabajar con Carlos Selzer, un farmacéutico importador

de productos químicos que estaba siempre a la pesca de promotores de venta. Antes de verlo, sabía que era loco

pero que pagaba bien. Selzer me hizo esperar hora y media y en-tretanto hojeé las publicaciones que había en la sala. Cuando pasé a su oficina, varios teléfonos sonaban al unísono y él los atendía bruscamente, mientras yo miraba. Sacaba a sus interlocutores volando, así era el tono, el trato. No pude emitir palabra hasta que, cortante, me preguntó a qué venía. “Tengo entendido que usted está buscando vendedores”, dije. “No busco nada, vos te venís a ofrecer”, respondió. Atónito, reformulé mi presentación: “Vengo a ofrecerme como vendedor”. Preguntó por mi práctica y contesté que no tenía. “Mejor, no me gusta la gente que viene con mañas”, me dijo, dándome la lista de productos y aclarando de entrada que pagaba el cinco por ciento de comisión; sin suel-do ni viáticos y, menos que menos, lista de clientes. “Si tengo al cliente, por qué te lo voy a dar”, señaló.Mientras comenzaba a levantarme, llevando la lista de produc-tos en la mano, recordé que había mirado la revista de la Cámara Nacional de la Industria de la Cosmética y Perfumería. Al salir,

cierta normalidad

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con cara de piedra, arranqué la primera hoja y me fui, sin mirar hacia atrás. Me dirigí derecho a la Cámara, que estaba en la calle Mitre, y solicité a la recepcionista un detalle de los aso-ciados. Me miró con desconfianza y expliqué que trabajaba con un importador de químicos, que deseaba ofrecer los productos. Me la dio, separé a los asociados por barrio y empecé a caminar. Pasaron dos semanas y no vendí un centavo. Se me habían gas-tado los zapatos y tampoco tenía casi para viáticos. Ya cansado, le dije a Selzer que evidentemente yo no servía para la venta. Me contestó, “Yo soy loco, pero no estúpido, sos el tipo que más gente visita… así que voy a hacer algo que nunca hice, te voy a adelantar plata a cuenta de tus futuras comisiones, porque te tengo fe. Seguí, después que hagas la primera venta, te vas a cansar de vender”. Yo permanecía escéptico. Pasaron varios días y lo mismo, hasta que entré en un galponcito en la calle Maza, y el encargado me preguntó por una sustancia. Contesté que teníamos tambores de 200 kilos, de 20 kilos. “Ah, -dice- pero necesito sólo un kilo” y, tras inquirir por el precio, me informa que está dispuesto a abonar sólo 106 pesos, aunque yo le había pedido 130. Llamé a Selzer para consultarlo, contán-dole desde dónde lo llamaba. Del otro lado de la línea, Selzer se despachó hablando pestes de los dueños del negocio que, encima, querían pagar menos. “Vendé a 105 pesos y vas a hacer la prime-ra venta… ¿cuánto puedo perder en un kilo?”.

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Selzer tuvo razón y a partir de entonces dejaron la desconfianza a un lado. Entonces, empecé a vender un montón y Selzer me exprimía, queriendo saber de dónde “mierda” había sacado a mis clientes que él ni siquiera sabía que existían. “Usted tiene sus clientes, yo los míos”, y nunca le dije lo de los perfumistas. Al final, le tomé la mano a las ventas y me empezó a ir tremen-damente bien.Trabajé dos años con Selzer, un judío polaco o alemán. Excén-trico total, era genial en lo suyo. En lo personal no se cuidaba, tenía diabetes y su esposa Bronia lo cuidaba preparándole comi-das especiales. Ella estaba en todos los detalles, pero en la oficina Selzer tenía una heladera enorme repleta de todo lo prohibido, jamones, dulces, cremas. Comía como un bruto y se inyectaba insulina. Y cada tanto se descomponía y lo internaban; siempre ingresaba al Instituto del Diagnóstico y lo compensaban. Hasta que un día, como siempre, fue al Diagnóstico y parece que no le gustó cómo lo trataron y se levantó por su cuenta. Tomó un taxi para ir a otro lado y murió en el camino. Entonces, se armó un gran lío, ya que se le descubrió una amante que, con su chequera, gastaba sin control. Selzer no tenía papeles de casa-miento con Bronia; ella había estado casada antes. La cuestión es que intervino el Ministerio de Educación y todo se fue al diablo. Perdió la mujer, la amante y todos los que allí trabajábamos; no tenía hijos propios. Me enteré de todos estos detalles por José

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–el hijo de Bronia–, que luego fue muy compinche mío.Justamente un poco después, alrededor de 1954, hubo una huel-ga estudiantil feroz porque la policía entró a la Universidad y encarceló a un grupo de dirigentes estudiantiles; incluso creo recordar que torturaron a alguien del Centro de Estudiantes de Ingeniería. La huelga duró varios meses en pleno gobierno de Perón. A propósito, muchas veces me preguntaron si las concen-traciones peronistas de la década del ’40 y el ’50, con toda la ido-latría hacia el líder indiscutido, a su mujer Eva, no me remitían a los mitines y ceremonias nazis o fascistas. En realidad, nunca tuve cómo comparar porque en Tarnow nosotros no vimos las imágenes de las masas aclamando a Hitler, por ejemplo en las Olimpíadas de 1936. El peronismo igualmente no me gustaba, me despertó rechazo de entrada y, además, toda mi familia de la Argentina era antiperonista.

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Terminado el contacto con Selzer, y entusiasmado con la carre-ra de arquitectura, alrededor de 1955 decidí buscar trabajo en la construcción, aún cuando no tenía contactos en ese medio. El modo como conseguí entrar a un importante estudio de arquitectu-

ra ejemplifica cómo, ante los problemas, tanto comunes como complejos, busco solu-ciones atípicas.

La Guía Erhart de la Construcción, que no existe más, contenía todo lo relacionado con la construcción y tenía una lista de arqui-tectos, ingenieros, proveedores, materiales. Con la guía en la mano, yo hacía 20 o 30 llamados telefónicos por día. Empecé por la letra A. Llamaba y me presentaba así: “¿arquitecto A.?, estoy buscando trabajo y sé hacer cómputo métrico, cálculos, etc.”. Las repuestas eran no, no, no. Cuando llegué a la C, pregunté por el primero que figuraba en la lista. Él no estaba, pero preguntaron el motivo de la llamada, “por un empleo”. Me convocaron inmediatamente. A modo de prueba, me pidieron el cálculo de los metros cuadrados para el estuco de una escalera de una obra. Cuando ofrecí mi respuesta, me dijeron que estaba equivocado. Volvimos a hacer los cálculos juntos y, sin embargo, yo estaba en lo cierto. Me contrataron al instante, pensando que yo era un recomendado cuyo llamado esperaban ese día. Yo tenía un poco de acento extranjero al hablar, pero eso no importó. En ese estudio aprendí mucho, eran muy prolijos con las

soluciones atípicas

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cuentas. Me tomaron mucha confianza y al final me dejaban a cargo de todo, cuando en verano se iban a pasear durante dos meses, con todos los cheques firmados y yo hacía los pagos; a veces me angus-tiaba tamaña responsabilidad.Uno de los socios me invitó a usar, en su lugar ya que él no vendría, una habitación que tenía paga en el hotel Hermitage, en Mar del Plata. Fui y me pusieron en un cuarto muy bueno, pero en el hotel yo no me podía permitir ni un café. Todo era divino, pero carísimo. Así que dormía en el Hermitage y comía en los bolichones del cen-tro. Este socio era criador y exportador de caballos de polo y una vez me regaló uno que se le había mancado. Lo llevé a la quinta de la familia de Hela en Pilar y en una ocasión cabalgué con un primo hasta Luján; todavía recuerdo el sonido de los búhos cuando parti-mos al amanecer. Cuando aún no teníamos auto, solíamos ir con la tía y los primos/hermanos en un colectivo que salía de Chacarita. Nos bajábamos en la ruta N˚8, kilómetro 50, en el cruce con Der-qui. Todos los sábados a la mañana, Friné –una perra gran danesa que me habían regalado– venía a esperarme a la parada. La fideli-dad, el comportamiento de la perra, siempre me maravillaron, más aún si se los compara con los asesinos que padecí. Ya tenía la vida bastante armada, con la Facultad encarrilada y un empleo estable. Pero, siempre inquieto, resolví irme del estudio de arquitectura para poner una constructora por mi cuenta, con mi amigo Pedro Espinosa. Pensaron que estaba disconforme y

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me ofrecieron aumento de sueldo, mejores condiciones. Yo estaba muy bien con ellos, mejor imposible, ganaba un sueldazo. Com-prendieron, respetaron mi decisión y decidieron apoyarme, me en-cargaron la construcción de un galpón para una fábrica y una am-pliación enorme del Hospital San Juan de Dios, en Ramos Mejía. Curiosamente, la próxima obra que me encomendaron también tuvo que ver con religiosos católicos, los Hermanos Camilos. Construí el edificio del Colegio San José, un secundario destinado a orientar a los chicos a la vocación sacerdotal, en medio del campo en Vagues, muy cerca de San Antonio de Areco. Fue un trabajo arduo y tuve que hacerlo solo, porque Espinosa volvió a Cipoletti a hacerse cargo de la finca del padre. Los Hermanos estaban en Vagues desde 1952 y tenían una casita, pero ni agua había en el lugar donde querían el colegio. Tuvimos que empezar haciendo el pozo de agua y luego las casillas para los albañiles. Fue difícil con-seguir personal que quisiera trabajar allá. Era muy arduo traer los materiales por los caminos de tierra y si llovía no se podía entrar. Además, los fletes eran muy caros; la piedra para el hormigón se traía en tren desde Mendoza, la arena venía de un corralón de San Antonio de Areco, y así con todo. Contraté en Vagues a la señora del dueño de un comercio para cocinar para la gente, pero el asunto se complicó cuando uno de los obreros tuvo una relación con ella y entonces el marido le prohibió acercarse a nosotros. Yo estaba desesperado porque

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había que darles de comer y nadie se quería quedar, hasta que uno de los obreros me recomendó a un cocinero. Pedí verlo y se apareció con un tipo pintón, como si fuera un chef de un res-taurante de lujo. Cuando le pregunté cuánto quería cobrar, me asombró con un: “Lo que quiera pagarme”. Convinimos que le pagaría lo mismo que a los oficiales y accedió, y también, como a todos, le prometí un premio para el final de la obra.Al día siguiente, me dio una lista de cosas que necesitaba para la cocina, ollas, sartenes, nuez moscada, pimienta, de todo. Yo pensaba, “¿dónde se cree que está?”. Compré de todo para que no se fuera. Cocinaba tan bien que los obreros se chupaban los dedos al comer. Cuando viajaba a ver la obra, a 110 kilómetros de Capital, habitualmente comía con los Hermanos. Hasta que un día mi “chef ” se ofreció a hacerme algo rico. Como cocinaba fantásticamente, pensé que me había ganado la lotería.Cuando terminamos la obra le di un premio a cada uno, al coci-nero también. Agradecido, dijo: “¿Nunca pensó qué hacía acá con lo bien que cocino?”. Contó que, además de cocinar, era ladrón de autos. “Como me perseguía la policía, decidí guar-darme un tiempo y qué mejor lugar que éste, acá no me iban a encontrar nunca”, declaró. Traté de argumentar para que enderezara su vida, pero no lo convencí. “El oficio de cocinero es muy embromado, terminamos reventados del hígado. En las cocinas tomamos sin darnos cuenta, porque hace mucho calor,

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se empieza por las sobras del vino”, me contó. El edificio quedó bien terminado, así que los Hermanos Camilos me pagaron de una sola vez el 10 por ciento que me habían reteni-do por garantía. Era un montón de dinero, un disparate para mí y ahí pegué un salto muy grande. Fue por entonces que me enamoré de Susana. Aunque la quise mu-chísimo, lo nuestro no avanzó porque al hablar del futuro, ella a toda costa quería que si teníamos hijos, fueran bautizados como católicos. No era algo que yo estuviera dispuesto a aceptar, en todo caso me animaba a pensar en un casamiento civil y educación laica de los hijos. La separación me afectó porque la quería mucho, pero sus exigencias eran insostenibles. Y para este dilema no hubo una solución atípica, sufrí como todos los enamorados.Años después, alrededor de 1977, fui a ver la obra con una chica con la que salía. Viajamos en mi auto y recordé perfectamente el camino, lo había recorrido decenas de veces. Llegamos a la estación Vagues y no había cambiado nada en más de 20 años, el edificio tampoco, lo único que le agregaron fue una piscina. Estaba lleno de chicos al cuidado de un Hermano, me acerqué y le pregunté por los que yo había conocido, me hizo un recuento de todos. Extra-ñado, me preguntó quién era yo. “Soy el que construyó el edificio” aclaré, y ahí mismo hizo formar a los chicos y me presentó. Fue un momento grato, porque esa obra, en medio de la nada, había sido un gran desafío. Por falta de postulantes, nunca llegó a ser un se-

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minario y actualmente es el Hogar San Camilo que atiende a cerca de 70 chicos severamente discapacitados. Recientemente, alguien habló de mi parte con el Hermano Wendelin y me envió felicita-ciones porque dijo que el edificio está muy bien construido, nunca tuvieron una filtración, ni una mancha de humedad.

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Envalentonado, seguí solo con mi empresa y comencé a volar. Emprendí la construcción de un edificio para un ingeniero y

cuando aún no estaba ter-minado, me dieron otro. Entonces, con lo que iba a ganar con esas dos cons-

trucciones, me puse a hacer un tercero y con lo que iba a ganar con ése comencé a hacer el cuarto; era una bicicleta. Todo estaba en el aire, así que cuando me falló uno, se me cayó toda la estantería y me fundí. No me presenté en convocatoria ni fui a la quiebra, sino que vendí mis camiones, máquinas de hor-migón y un galpón a través de un rematador y pagué todas las deudas. No me había recibido de arquitecto y ya me había dado mi primer porrazo. Saqué duras lecciones de mi atropellamiento y no me quedé mascullando, busqué mi próxima oportunidad. Del remate me quedaron unos hierros ángulo, remanentes de una construcción para una empresa textil, que no rematé porque no me convencieron las ofertas. Antes de entregar los camiones, lle-vé los hierros a la quinta de mi tía en Pilar. Los dejé ahí tirados porque no se me ocurría qué uso podía darles.Una noche de muchísimo calor estábamos haciendo un trabajo práctico con un grupo de compañeros en el antiguo edificio de la Facultad, en la Manzana de la Luces. Uno de los estudiantes a mi lado despotricaba contra el “país de mierda, donde todo está

lección y comienzo

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al revés”. El muchacho me contó que trabajaba en una empresa de carteles y se quejaba porque los dueños no sabían nada y el que trabajaba era él y mal pago. Intenté serenarlo, pero él seguía con su cantinela. De pronto me preguntó: “¿cuánto creés que puede costar un cartel en la calle Corrientes arriba del Tabarís, pensá una cifra alta?”. Por decir, le contesté que 1.000 pesos por mes. “No, vale mucho más”, me dijo. Sin saber adonde llevaba la conversación, en chiste le pregunté si los hacían de oro. Muy serio, me replicó que eran de hierro ángulo. Prendí mis antenas y pregunté por el tamaño de los ángulos. Pensó que le estaba tomando el pelo y me mandó al diablo. Lo tranquilicé un poco, diciéndole que estaba interesado en serio y lo invité a tomar un café al Querandí, legendario café frecuentado por los estu-diantes de la Facultad y del vecino Colegio Nacional de Buenos Aires. Le conté que tenía un montón de hierros ángulos de uno por tres octavos. “Justo lo que se usa”, respondió. Detalló que trabajaba en una conocida empresa de carteles y confirmó que el precio que se pagaba era alto.Le pedí a un amigo, cuyo padre tenía una industria, que tratase de averiguar. El padre del chico se comunicó con la empresa, que envió un promotor y folletos. En efecto, el cartel se cobraba miles de pesos, pero con descuento lo dejaban a menos. Aunque ellos se hacían cargo de todo –impresión, luz, impuestos, etc.– igualmente esas cifras eran enormes para mí. Estas averiguacio-

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nes potenciaron mis ganas de hacer un cartel para aprovechar los hierros. Sin embargo, había un problema: yo no tenía la más pálida idea de cómo se armaba uno, jamás en mi vida había pen-sado en eso. Me acuerdo perfectamente de que en Corrientes y Esmeralda existía un edificio de locales de planta baja, don-de estaba la sastrería Coloso o algo así y sobre el mismo había unos carteles de la empresa Eureka. Busqué acceder para ver la hechura del cartel, así que me armé de coraje y entré al negocio diciéndoles “Vengo de Eureka para inspeccionar el cartel”. Subí, miré e hice un croquis. Me pareció que podría hacerlo, pero lue-go tendría que conseguir un sitio donde montarlo. Un pariente de mis primos/hermanos tenía una propiedad en la calle Corrientes, entre Esmeralda y Maipú. Fui a verlo y lo con-vencí de que me dejara construir un cartel encima del edificio, asegurándole que le pagaría por el alquiler del espacio, pero que debería esperarme tres meses. Por lo general, los carteles se preparaban en un taller y luego se montaban sobre el edificio, pero yo no tenía un centavo, ni soldadora. Al fin, lo armé todo arriba de la azotea, con bulones, con mis propias manos y la ayuda de un peón. Cuando le estaba pasando pintura anti-óxido se cayó el tarro sobre un transeúnte y lo embadurnó de arriba a abajo. Me río porque la escena pa-rece sacada de una película cómica, pero fue tal cual lo cuento. El hombre me quiso matar, le pedí disculpas argumentando que

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había sido un accidente. Sus protestas subían de tono y para aplacarlo le propuse comprarle un traje nuevo. Fuimos a la casa Belfast en donde, tal como decía la publicidad, vendían un traje con dos pantalones. Para mí fue un drama porque realmente no tenía un peso, apenas ganaba algo haciendo cómputos métricos en una constructora. A la estructura de hierro había que ponerle unas chapas y para comprarlas vendí una moto, lo único de valor que me quedaba. Salí a buscar quien habría de alquilar el cartel y lo tomó la taba-calera Piccardo, para sus cigarrillos Sportsman; luego contraté al decorador que lo pintó.Durante un tiempo tenía ese único cartel, que luego alquilé a Ci-nerama. Era un buen negocio, aunque no lo arrendaba al precio de las grandes empresas, igualmente con eso pagaba el alquiler de la azotea y los gastos, y vivía. Ya había dejado mi pequeño empleo en esa constructora y me dedicaba a los carteles y así fui tirando hasta terminar la Facultad. Es fácil contarlo, pero fue un trámite engorroso porque a veces quedaba varios meses sin alquilar y al dueño del lugar le tenía que pagar igual.Mi comienzo con los carteles fue pura audacia y suerte. Pero luego al recibirme, en 1959, quise dedicarme a lo mío y traté de venderlo. Saqué una buena foto del cartel y la envié a siete u ocho empresas importantes del ramo –Eureka, Brañas, Atacama, Silvetti– junto a una carta, diciendo que poseía ese único cartel

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y quería transferirlo. Sólo me contestó MECA, agradeciendo el ofrecimiento e informándome que no tenía interés. Seguí con el cartel y con la obligación de alquilarlo. Yo no estaba en una situación económica holgada pero cuando me llegaron los 8.000 dólares del fondo de Reparación para los Sobrevivientes (Wiedergutmachung), pagados por el gobierno de la entonces Alemania Federal en 1958, no usé el dinero para mis necesidades personales, los doné a Israel. Era una fortuna, pero yo me había prometido no tocar la plata de la “compensación”; es que no hay dinero que pueda “compensar” los sufrimientos que padecí. Ahora mismo estoy en otro trámite similar ya que, a mi edad, ofrecen enviar una pequeña pensión mensual que donaré a otros sobrevivientes; es increíble pero entre ellos hay muchos necesitados.

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Volviendo a fines de los años ‘50, un día fui a la agencia de pu-blicidad Berg y Compañía y me atendió el señor encargado de la vía pública. Se mostró interesado en mi trabajo, pero descon-fiaba de mí porque yo era un desconocido en el gremio. “Dentro

de tres meses me recibiré de arquitecto y estaré habilita-do para hacer edificios de 25 a 30 pisos, barrios enteros,

¿cree que tres meses antes soy incapaz de reproducir un dise-ño?”, le advertí. “¿Arquitecto?, aguarde un ratito” dijo, y volvió con Federico Freddy Ortiz, un amigo de la Facultad. Nos salu-damos y tras la sorpresa, me explicó que atendía la cuenta de Nobleza Tabacos. Me indicó que estaban necesitando carteles importantes, bien diseñados, pero que no conseguía que las em-presas establecidas se apartasen del Planograph. Le mostré mi foto del cartel de Piccardo. “¿Te animarías a hacer los carteles para el próximo lanzamiento de las 14 marquillas de Nobleza?”, me preguntó. El diseño lo hacían ellos, a mí me tocaba proyec-tarlo en gran escala.Le confesé a Ortiz que no tenía un peso, pero haría los carteles si me adelantaba algo de plata para los materiales. “Teneme fe” le pedí, y así lo hizo. Consiguió un contrato para mí con Nobleza para hacer varios de esos carteles. Entusiasmado, yo buscaba los lugares, averiguaba con los dueños los precios, sacaba fotos y consultaba con

en carrera

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Ortiz para la aprobación de los sitios. Pero, pronto me encontré con un problema. Las grandes empresas tenían espías y los competido-res enseguida se enteraban de que mirábamos tal o cual lugar. Cuando tras conseguir el visto bueno en la agencia, volvía para concretar, los dueños de los espacios decían que no estaban dis-ponibles. Además de quedar como un idiota, encima no podía hacer negocios.Fui a ver a un abogado para pedirle que redactara un precontrato de locación con alguna cláusula que comprometiera al dueño del espacio a no alquilarlo, por un lapso razonable, dándome prefe-rencia a mí. La modalidad de la “opción” la inventé yo. Era un escrito donde se mencionaban los puntos importantes del contra-to definitivo y quedaba determinado que el propietario me daba la opción a mí por 30 días; después la empezaron a usar todos. Así, conseguí buenos lugares y empecé a hacer los carteles para la agencia de Ortiz. Fue el comienzo de Julius Publicidad, luego Julius Vía Pública S.A.; me di cuenta que empezaba algo grande.Freddy Ortiz se convirtió en un gran amigo mío. Soy el padrino de bautismo de María, su hija menor. El Padre Faustino, rector del Colegio San Agustín, la bautizó en la iglesia San Nicolás; no le permitieron hacerlo en San Agustín, porque yo no estaba bautizado. La ceremonia fue muy emotiva y me comprometí a educarla en la fe católica y velar por ella en caso de necesidad. Estoy en contacto con mi ahijada y salimos a almorzar para es-

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tar al tanto de sus actividades y necesidades. Cuando terminó la carrera de Diseño de Indumentaria y Textil (UBA), viajó a especializarse a Londres. Ahora es profesora en la UBA y en la UADE, igual que el padre a quien le encantaba la docencia. Freddy falleció en 2002, pero antes fue durante 40 años profe-sor en la UBA, decano de la Facultad de Artes y Ciencias de la Universidad Argentina de la Empresa y uno de los dueños de la agencia de publicidad Ortiz, Scopesi y Ratto, una de las más importantes de la Argentina. A algunas personas, que saben lo que pasé en el campo de con-centración, les parece extraordinario que no sea un resentido; dicen que soy un agradecido. Algo de eso hay, siempre agradecí a Ortiz su ayuda en mis comienzos con los carteles. Creo que la generosidad me viene de familia porque, al igual que mi padre, soy bastante desprendido; ayudé a muchas personas, además de mi familia. A veces eso fue contraproducente, mucha gente me falló y lo peor fue que, encima, perdí amigos. Como aquel con-tador y funcionario público, compañero mío de tenis en el Club Municipalidad, que perdió el empleo y me pidió dinero presta-do. Cada día venía menos y le pedí que no se borrara, que no se preocupara por devolver el préstamo porque yo lo esperaba. No apareció más. Después de 10 años se presentó en mi oficina y cuando la recepcionista lo anunció, enseguida supe de quién se trataba; saldó la deuda; el final no fue feliz, no nos vimos más.

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Otro gran amigo mío con quien íbamos al casino (yo siempre cuidadoso, el casino a mí no me va a fundir), en medio de una racha perdedora, me pidió préstamo. Me negué, era ridículo prestarle para jugar. Si hubiera sido para el negocio, o algo así, se los hubiera dado, pero para el juego no. Se enojó conmigo, y ahí se fue otro amigo.

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Construí varios edificios como inversor y como arquitecto, pero esa nunca fue mi principal actividad. Cuando todavía estaba en la Facultad, me hice amigo de Gualterio Rizzo, con quien luego formamos un estudio de arquitectura.

Su historia es interesante. En su casa eran cinco varo-nes y el padre era colocador de puertas. Cuando era chi-

co, él iba a la mañana a la escuela y el hermano de tarde, para usar el mismo guardapolvo; todos se hicieron profesionales y tuvieron puestos relevantes. Con Rizzo trabajamos juntos desde aproximadamente 1960, hasta 1980; como arquitectos y direc-tores de obra hicimos obras para terceros. Nosotros construi-mos el edificio en donde mi esposa Any tiene el consultorio. En la construcción también tuve un socio brasileño que, como vicepresidente de Ascensores OTIS, tuvo que regresar al Bra-sil cuando la compañía decidió suspender las operaciones en la Argentina, a mediados de los años ‘70, debido a gravísimos pro-blemas con la guerrilla.Precisamente, nuestra familia también se vio afectaba por el te-rrible ciclo de violencia que imperó en la Argentina en esa dé-cada. Durante la dictadura militar

20, el Ejército secuestró a una

hija de mi prima/hermana Noemí, mientras buscaban a su otro hijo. Después de meses de batallar, los padres lograron encon-

un poco de taquito

[20] Proceso de reorganización nacional, 1976-1983.

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trar a la joven y se exiliaron en España en 1977. Desde entonces, he visitado innumerables veces a la querida Noemí y a su familia; cuando viajo siempre me detengo en Ma-drid. En uno de mis viajes, llegué solo a París. Como no sé fran-cés, un amigo me recomendó como guía a una joven que trabaja-ba en el consulado argentino. Muy simpática, y poco agraciada, me mostró la ciudad y me acompañó a los museos. Fuimos a ce-nar y, en una de esas, de puro charlatán, le pregunté por precios de departamentos. Me llevó a una inmobiliaria conocida y allí surgieron varias alternativas; me mostraron una película de un edificio bastante moderno, en las afueras de París, y ofrecieron detalles, incluido precio y financiación. En el hotel hice cálculos e, increíblemente, el departamento parisiense estaba a mitad del precio que los que yo estaba haciendo como inversor en ese mo-mento en Buenos Aires. Era en plena época de la “plata dulce”, pero igualmente al principio creí que me había equivocado por-que no me cerraba que en París, donde no sobran los terrenos, la propiedad fuera más barata. Hice el cálculo nuevamente y estaba bien. Así, me di cuenta de que los precios en Buenos Aires habían llegado a lo máximo y no iban a subir más. Llamé a un gerente mío en la Argentina y le pregunté por las ventas de los departamentos que financiaba. Supe que se vendía poco y que los precios subían, le indiqué que bajara un cinco por ciento, pero aún así no se movía nada.

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Aún tenía a Londres en mi itinerario, pero, intranquilo, acorté el viaje y regresé. Me fijé en los precios en los diarios y fui a ver al viejo Sivak a (la inmobiliaria y financiera) Buenos Aires Building. Me recibió en su enorme oficina de la calle Lavalle. Le pregunté si quería ocuparse de dos edificios casi terminados que tenía para vender. Rápido, me preguntó si eran para poner en venta o para vender; para venderlos en serio me aconsejó poner un precio realista. Nos pusimos de acuerdo. Enseguida, vendió como loco y ellos financiaban. Vendí el 85 por ciento de los de-partamentos en poco tiempo. Creo que siempre tuve buen olfato, busqué lugares insólitos y con terrenos que me costasen baratos. Hice construcciones de uno o dos ambientes nada más, accesibles. Nunca faltan can-didatos para eso y vendí casi todo. Se terminó el “déme dos”, y vino el crash y lo que antes se vendía en 30.000, no valía ni 12.000. Así que el viaje fue muy instructivo, pero si no hubiera comparado con el mercado de París no me hubiera percatado de la gran locura que se vivía en la Argentina. Luego pensé que los que me habían comprado se deben haber arrepentido. Pero nuestro país es un sube y baja. En la época de Onganía

21, nos

sucedió al revés. Con mi amigo del alma Carlos Baredes –socios en negocios de toda clase, propiedades, ventas– hicimos departa-mentos en la calle Avellaneda y San Nicolás, y los vendíamos en un centenar de cuotas en pesos hasta que sobrevino un brote de

[21] General Juan Carlos Onganía, dictador que derrocó al gobierno del Dr. Artu-ro Illia y gobernó entre 1966 y 1970.

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inflación. Si venían a pagar una sola cuota, no valía la pena siquie-ra hacerles el recibo; eran más caras las expensas que las cuotas. Esa vez tuvimos que aguantarnos, por tres pesos cancelaban toda la hipoteca. Encima, ya había gente viviendo y surgió un nuevo requisito –inexistente en el momento de la construcción– vincu-lado al servicio anti incendio en el garaje, que tuvimos que insta-lar, lo pusimos de nuestro bolsillo y costó una fortuna.Mientras tuve a Julius Vía Pública, hasta 1998, delegaba mu-chos aspectos de mi trabajo de arquitectura. Desde que dejé la empresa, me dediqué personalmente a buscar precios, contratar personal, ocuparme con la inmobiliaria de las ventas. No estoy dispuesto a jubilarme (aunque, estoy jubilado), pienso seguir ac-tivo, porque creo que es una gimnasia mental.Junto con mi actividad principal en la vía pública, recuerdo dos emprendimientos laterales con la publicidad. Con Galiano di Giusto, un amigo mío fotógrafo, armamos Astro Publicidad para comercializar unos enormes globos de hidrógeno cautivos que existían en Japón. Contratado como fotógrafo en un cru-cero, mi amigo llegó hasta Japón y adquirió dos globos y se interiorizó en la tecnología y los cuidados. Acá los inflamos con hidrógeno y los pusimos a volar. La publicidad iba colgada con una red por debajo y para que se viera de noche, le pusimos unas lamparitas. Fueron un éxito y recorrimos todo el país, porque teníamos un contrato con una bodega.

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Pero, surgió un problema inesperado: algunos jugaban al tiro al blanco con los globos y entonces a cada rato había que bajarlos, emparcharlos y ponerles más gas, lo que hacía un operario que viajaba con ellos por el interior. Al fin, fue imposible seguir, por esto de los tiros. El último que armamos fue con forma de ma-quinita de afeitar. Lo teníamos en General Paz y Maipú del lado de la provincia, porque en Capital estaban prohibidos, hasta que alguien de Aeronáutica dijo que era peligroso porque estaba en el camino de los aviones a Aeroparque, y lo tuvimos que bajar.Me comprometí siempre mucho con todos los emprendimientos. En una ocasión, cuando el operario que llevaba los globos (que tenían como cuatro metros de diámetro) tuvo un problema de salud, fuimos con Galiano a rescatarlos. Pero, a poco andar, en-tre Rosario y la ciudad de Santa Fe, se nos rompió la camioneta. Hacía mucho frío y era de noche, nadie paró a ayudarnos. Se nos había pinchado un caño del radiador y perdimos toda el agua. Lo reparamos con el pegamento plástico de los globos, que publici-taban la marca de un vino, y terminamos poniéndole al radiador el tinto que llevábamos de muestra, rompiendo los cuellos de las botellas para abrirlas por no tener sacacorchos. Arribamos a Santa Fe a las cinco de la mañana, muertos de cansancio y con olor a vino; resolvimos la situación graciosa y eficazmente.En paralelo con Julius Vía Pública, incluso armé otro empren-dimiento, Producciones Buenos Aires, para vender publicidad

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en esos buzones colorados y redondos de las esquinas de Buenos Aires. Solicité permiso a las autoridades del Correo Central y rechazaron de plano mi propuesta. Se me ocurrió ir al sindicato de empleados de correo para sugerirles que obtuvieran permiso para poner carteles en los buzones, que yo me ocuparía y les pagaría un alquiler. Lo consiguieron y así me di el gusto de mi vida; el aviso en los diarios decía: “Vendo buzones”.El equipo tenía que vender la publicidad a los vecinos –veterina-rias, farmacias, jardines de infantes– y yo ofrecía colocar el anun-cio en una chapita que rodeaba la tercera parte del buzón. En teoría, el negocio era brillante, pero no fue efectivo porque los ra-yaban (un despechado cuya novia no aparecía a la cita, por ejem-plo), pegaban propaganda política y el que había puesto publici-dad no quería pagarla porque tenía los carteles siempre tapados. Me cansaron y cuando terminó el contrato no quise renovarlo.

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Los de la agencia donde trabajaba Freddy Ortiz eran clientes fabulosos, pero enseguida tuve claro que estaba cautivo; decidí buscar otros interesados. Me conecté con Neumáticos FATE,

perteneciente a la familia Madanes, y me encargaron carteles de tamaño pequeño que se exhibían a lo largo de

las rutas. En una ocasión, uno de los directivos me llamó con urgencia un sábado preguntándome si estaba loco; sin querer habíamos colocado un cartel al lado de Firestone y temía que lo hiciéramos pelear con su competencia. Yo ni sabía, sólo man-daba a los obreros, pero lo tranquilicé prometiéndole retirarlos inmediatamente. Tiempo después hubo un cambio de directorio en FATE y el que me había contratado se fue. Como no me lla-maban, pedí hablar con el que tomó las riendas. Fui a verlo a la fábrica de San Fernando y me expresó su disconformidad con los carteles. En mi descargo expliqué que los diseños me los daba su empresa. Designó a un evaluador, hoy amigo mío, y a él le presenté un informe señalando todos los carteles colocados para FATE. Cuando me volvieron a llamar, me sorprendieron dando de baja los carteles pequeños y encargándome otros de gran ta-maño, porque “la empresa había cambiado, tenía una gran fábri-ca y ofrecía un gran producto”. Esto me benefició, en los chicos puse publicidad de una vacuna anti aftosa y los amplios carteles

neumáticos y tv

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de FATE representaron un nuevo reto y mejores ingresos.Nadie me puede decir que dirigí todo desde un escritorio. Me involucré en cada paso de mi empresa. Cuando el chofer que manejaba camino a Rosario un camión cargado con uno de los primeros carteles grandes de FATE, tuvo problemas, fui con el acompañante a instalarlo. El terreno era de un criadero de chanchos, perteneciente a una fábrica de quesos que tiraba la cuajada, y estuvimos en medio de esa porquería trabajando. Otra vez, tomé un avión a Mendoza a solucionar dificultades técnicas de un cartel grande luminoso de una gaseosa; las resol-ví. El problema allí fue el alojamiento, ya que era fiesta en Chile y habían cruzado todos a Mendoza. Después de dar vueltas en taxi durante más de tres horas, no encontré una sola cama en la ciudad. Llegamos a Godoy Cruz pasadas las 11:30 de la noche y no encontraba nada. Pedí al taxista que me llevara al casino, abierto como hasta las cuatro de la mañana. En el trayecto, pa-samos por el Sanatorio Godoy Cruz. Al instante se me ocurrió una idea salvadora. Toqué el timbre y anuncié que venía a in-ternarme. El sereno se hizo rogar. Insistí en que había llegado tarde a la internación por problemas con el auto. “¿De parte de quién viene?”, inquirió. Rápido de reflejos, dije que el Dr. Godoy me envió. Despaché al chofer. Había encontrado un lugar donde dormir. Pasé a una habitación y al día siguiente temprano la enfermera me avisó que en un rato me darían el ingreso. Asentí,

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me bañé y afeité. Cuando estuve listo, pagué como si fuera un internado y me fui. Como dije antes, siempre busqué soluciones atípicas a las cosas remediables. Y hablando de FATE, la compañía fue la auspiciante de mi pri-mera y única incursión en la producción de televisión. Con Pro-ductora del Atlántico, hicimos en 1962 un ciclo de 52 programas de mucha jerarquía para Canal 9. Todavía no estaba Alejandro Romay, creo que hablábamos con Kurt Lowe, uno de los dueños del directorio del canal. Teníamos un equipo muy bueno: Pedro Escudero (director), Eduardo Borda (director de cámara), Ma-rio Vanarelli (escenógrafo), Eduardo Bergara Leumann (vestua-rista), Pablo Palant (guionista, escritor). Eran programas uni-tarios, sin presentador alguno, e íbamos en vivo los viernes a las 21 horas; a punto de concluir el ciclo pusieron el sistema ampex, una cinta antecesora del videotape en la que se podía grabar.La hora FATE fue un ciclo cultural irrepetible. Entre las piezas de teatro que recuerdo, presentamos Romeo y Julieta de Shakes-peare con Alfredo Alcón y Norma Aleandro; El abanico de Lady Windermere de Oscar Wilde con Perla Santalla; Matrimonio a la fuerza de Molière con Luis Arata y Esteban Serrador, y obras del teatro clásico argentino. En ballet hicimos El pájaro de fuego de Igor Stravinsky, en donde bailó parte del elenco del Teatro Colón encabezado por Esmeralda Agoglia y el magnífico Wasil Tupin (gran figura del ballet clásico), que como un verdadero

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profesional continuó bailando a pesar de haberse lastimado du-rante el programa. Luego, el Ballet Ruso de Montecarlo con una primera bailarina insoportable que nos enloquecía con sus demandas: quería un reflector sobre ella todo el tiempo. Care-cíamos de uno movible y, a pedido mío, un electricista sacó de la parrilla un reflector y la iluminó manualmente; el faro se calen-tó de tal forma que el muchacho lo tiró y cayó a centímetros de ella; no la mató por casualidad. La ópera estuvo presente con La Traviata de Verdi dirigida por Tito Capobianco, con Ginama-ría Hidalgo y Carlos Cosutta. El tenor norteamericano Richard Tucker encabezó el elenco de Tosca de Giacomo Puccini; creo que también cantó la soprano Victoria de los Ángeles. Como teníamos a José Marrone en un canal rival, por momento bus-camos números más populares y una vez contratamos a Ámbar la Fox y a una cupletista española.Recuerdo dos de las entrevistas realizadas por un panel de pe-riodistas que incluía a Jacobo Timerman. Una fue a Juscelino Kubitschek, cuando acaba de dejar la presidencia del Brasil, y la otra a Randolph Churchill, conocido periodista e hijo de Wins-ton Churchill. Cuando lo invitamos a Buenos Aires no sabíamos que tenía serios problemas con la bebida. El programa casi fue un desastre porque él vino totalmente borracho. Yo quería sus-pender el programa y pasar una película. Consulté con nuestro auspiciante FATE, y su presidente Adolfo Madanes me dijo que

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si no se presentaba teníamos que poner un locutor a cámara contando la verdad. No sé cómo hizo el personal de la embajada británica que lo acompañó, pero tras 10 minutos en el baño, lo pusieron en bastantes buenas condiciones. Esa zambullida en un ambiente que no era el mío fue muy atrac-tiva, pero el de la farándula era un circuito pesado, había pro-miscuidad, drogas, excesos, traiciones, histeria; los personajes de las fiestas eran medio fellinescos. Me divertí, conocí mucha gente interesante, amigas lindas, pero al final me di cuenta de que eso no era para mí y, además, había descuidado un poco mi pequeña empresa de vía pública. Decidí concluir con este experimento y nuestro auspiciante comprendió perfectamente; también quería terminar con el programa porque no obtuvieron los resultados esperados ya que la gente no se interesó por la cultura.

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Al concluir con la productora de televisión me concentré total-mente en mi empresa de vía pública, la base de todo lo que hice.

También decidí sentar cabe-za y en noviembre de 1963 me casé con Alicia Bitton, a

quien conocí en alguna fiesta de la colectividad; de familia se-fardí, ella tenía 18 y yo 33 años. Nos casamos en el templo de la colectividad marroquí de la calle Piedras y después hubo una fiesta en los salones de la Confitería El Molino, frente al Con-greso, regalo de un tío adinerado de Alicia. Yo no quería tanta pompa, formalidad, fiesta de casamiento, pero a Alicia le daba ilusión casarse de blanco. Nos fuimos de luna de miel a Acapul-co, México, adonde recuerdo haberme pasado con la comida pi-cante. Todavía soltero, acababa de comprar un departamento de tres dormitorios en un edificio en Beruti y Aráoz y no tenía ni un peso más. Lo adquirí mitad al contado y mitad a pagar; por milagro no hicimos una hipoteca. Muy generoso, mi tío Ignacio me regaló un montón de plata para decorar el departamento, y lo usé para levantar algunos pagarés. De vez en cuando, Ignacio me preguntaba cuándo iba a decorarlo y pasó como un año y medio hasta que pude poner la casa.Martín nació en 1966 y, según me dicen, tenemos más cosas en común de las que ambos estamos dispuestos a admitir. Es muy inteligente y hábil, seguramente me va a superar a mí en los

mi hijo martín

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negocios; curiosamente es un gran lector de historia. Mientras él crecía, su madre estaba en casa y yo trabajaba como un con-denado. Recuerdo que con un solo trabajo, insólito por cierto, pudimos comprar un segundo auto para Alicia. Mi empresa te-nía como cliente a Phillips, que proveyó a la Aeronáutica de una antena para ser instalada en lo alto del edificio Alas. Debido a mi pericia con los carteles, los de Phillips quisieron que yo hiciera la instalación. Yo tenía mis dudas, porque el asunto era de tal com-plejidad que no estaba seguro de poder afrontarlo. El director de compras de Phillips me pidió una entrevista urgente y yo me hice desear. Por fin, nos reunimos y me dio los detalles del caso, la ins-talación se haría a la altura del piso 39/40 e incluía una pantalla de aluminio de 20 x 20 metros. Pedí honorarios descomunales, pensando en que no lo harían. Me dijeron que mi cifra era muy alta. “¿Comparado con qué es mucho?”, me planté. Palabra va, palabra viene, me aprobaron el presupuesto. Investigué mucho, puse extremo cuidado en la planificación, traslado y colocación, lo que nos obligó a utilizar grúas y cortar la avenida Leandro N. Alem, a la altura de avenida Córdoba. Salió todo bien y gané bastante dinero; otra vez mi audacia me dio buenos resultados. En el momento de mi separación, en 1974, solicité la tenencia compartida de Martín, ya que generalmente cuando existía una separación matrimonial con hijos menores, la tenencia era otor-gada a la madre y al padre se le reservaba un régimen de visitas

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y la obligación de pago de alimentos. Yo no quería ser un padre “visitante”, quería participar en la crianza de mi hijo en igual-dad de condiciones. Mi abogado inició los trámites y, en un pun-to, el juez nos instó a ver a un asesor de menores. El funcionario judicial habló conmigo a solas inquiriendo por los motivos de mi solicitud, preguntando si mi ex mujer tenía comportamien-tos inadecuados o problemas mentales; negué su sugerencia. Y le contesté que yo era un sobreviviente de la guerra y que Mar-tín era mi único hijo, mi único pariente directo, y que no quería quedar marginado de su vida, quería intervenir activamente en su educación. “Averigüe mis antecedentes, soy el presidente de la asociación de los empresarios de mi actividad, creo que tengo tanto derecho como la madre”, me defendí. Conseguí la tenen-cia compartida. Uno de los motivos de discusión, por ejemplo, era el tema del colegio. La madre de Martín quería que fuera al Lincoln School, o una escuela de ese tipo, y a mí me parecía que eran elitistas; quería que fuera a una buena escuela del Estado y conseguimos una con doble escolaridad en la calle Jufré. En verdad, me costó mucho separarme porque en mi caso, con tantas pérdidas, la construcción de afectos no ha sido sencilla. Cuando nos separamos, la escuela de Martín quedaba más cer-ca de mi casa, que de la de su madre, y venía a almorzar todos los días. Lamentablemente no pude acompañarlo y me da pena pensar que casi el 95 por ciento de las veces él almorzó solo. Yo

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me quedé viviendo en el departamento (a mi ex mujer le compré otro) y siempre tuve una empleada y hacía vida familiar, cenaba en mi casa e invitaba gente. Su madre formó otra pareja y cuando luego quedó embarazada, Martín pidió venir a vivir conmigo, cuando tendría 14 o 15 años. Ya iba al Instituto Lange Ley, que quedaba a la vuelta de mi casa. Antes de mudarse conmigo de manera permanente, además de veranear en Punta del Este, hicimos varios viajes juntos. Pri-mero fuimos a Disney, en Orlando, y luego, ese mismo 1978, estuvimos en un safari fotográfico en Sudáfrica. Los animales y la naturaleza nos maravillaron pero todavía existía el apartheid y era terrible. Al año siguiente, él me acompañó en ese viaje a España donde visitamos a los primos recién exiliados y estuvo conmigo quince días, pero luego regresó solo a Buenos Aires donde la mamá lo esperaba en el aeropuerto. Desde 1982 armamos con Any una familia “ensamblada” y Mar-tín ha concedido mucho. Yo se lo reconozco, de hijo único pasó a compartir a su papá, su casa, incluso su cuarto, con Gabriela y Gerardo, los hijos de Any, a quienes también siento como míos. Pero, por otro lado, la nueva familia nos abrió un espacio de cariño y contención.De espíritu muy independiente, Martín fue el primero de los chicos que se fue de casa, luego de hacer el servicio militar. Yo podría haberlo “salvado”, pero quise que supiera lo que es la

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vida. Tampoco iba a dejar que lo maltrataran y le conseguí una recomendación para que lo hiciera en la Prefectura Naval. Des-pués del mes de entrenamiento, que fue bien bravo, trabajó en una repartición de La Boca haciendo tareas de oficina.Al finalizar el servicio militar y estando yo en cama por un inso-portable dolor de cintura, Martín se sentó junto a mí y anunció que se iba a vivir solo. Lo primero que pensé era que se había peleado con alguien, quizás con Any. Me tranquilizó con un irre-futable “no quiero esperar hasta el fin de semana, cuando te vas al country, para hacer mi vida”. Martín se fue de casa alrede-dor de 1985 y a partir de entonces se las arregló solo. Comenzó conmigo en la empresa e hizo todos los escalones, de cadete al comienzo, para terminar, merecidamente, como vicepresidente y gerente de ventas; me hizo diversificar, consiguió sus propios clientes y fue un vendedor exitoso. Luego del traspaso de Julius Vía Pública y de varios vericue-tos, Martín se instaló por su cuenta y le ha ido muy bien. Ac-tualmente, Martín tiene una oficina muy grande, tipo loft, y ahí tengo mi propio escritorio y computadora, voy cuando quiero y atiendo algunos asuntos míos.Con Martín no hablé de mi experiencia en la Shoá, nunca pude hacerlo, pero tampoco me ha preguntado; él supo algo a través de su madre. Con quien sí he hablado y hablo bastante es con su hija, Sofía, mi nieta de 13 años.

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Agustín, su otro hijo, tiene cuatro años y espero tener tiempo para salir a conversar con él, como lo he hecho con Sofía.Sofía aún no había nacido cuando, como conté al principio, a través del Museo del Holocausto de Buenos Aires fui contac-tado por la Fundación Historia Visual de los Sobrevivientes de la Shoá (Survivors of the Shoah Visual History Foundation

22). Ella

tenía apenas un mes en abril de 1996, y estuvo en brazos de Mar-tín en el último tramo de mi testimonio, mientras yo leía el texto que cité al comienzo (ver Introducción). Como si Sofía hubiese intuido que mi narración trataba del horror, ella lloraba.En julio de 2009 congregué a la familia en mi casa del country Miraflores y sólo entonces les mostré el video con esa grabación para la fundación de Spielberg. Recordé cuánto sufrí tratando de hacer memoria sobre mis vivencias en Auschwitz-Birkenau, era la primera vez que iba a hablar, y en público. Yo tampoco había visto el video y mi impresión es que éste no transmitió el ver-dadero espanto por el que atravesé. Repito, mi experiencia en el campo de concentración nazi es indecible. Las reacciones de los míos ante la narración fueron dispares, algunos se quedaron en silencio y otros lloraron.No me equivoco si digo que Sofía es la gran impulsora de este libro. Durante años hemos salido a almorzar; solía ir a buscarla al colegio una vez por semana e íbamos a La rosa negra, en San Isidro. Ya nos conocían en el restaurante y siempre nos sentá-

[22] Organización sin fines de lucro fundada y dirigida por el cineasta norte-ame-ricano Steven Spielberg, en los Estados Unidos.

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bamos en la misma mesa, nos atendía el mismo mozo, y charlá-bamos muchísimo. Hace dos años se cambió de colegio y tiene menos tiempo para almorzar, entonces la busco algunas tardes y seguimos con nuestras charlas. Me pregunta acerca de mi niñez, por mis padres y hermano, sobre mis estudios. Fui contándole la historia de a poco, incluida mi vida en el campo de concentra-ción. Me sigue admirando la manera en que Sofía se interesó y comprendió tempranamente las trágicas vicisitudes por las que atravesé. Es muy solidaria conmigo y le da mucha pena la muer-te de los míos y, además, lamenta no haber podido conocerlos.Siempre me pareció curioso que fuera ella la que, con sus inquie-tudes, me haya puesto a reflexionar. En ese sentido, mi práctica confirma lo que sostiene Reyes Mate: “La figura de los nietos es muy importante; el nieto tiene una distancia respecto de los acon-tecimientos que no tienen los hijos ni los padres”

23.

Hace unos meses, en el séptimo grado de Sofía estuvieron vien-do el tema de la integración de los inmigrantes a la Argentina y la maestra preguntó si alguien tenía parientes inmigrantes. Mi nieta propuso que yo fuera a hablar y consentí. Me llamó la maestra para agradecerme y, conociendo mi historia a través de Sofía, me dijo que yo podía hablar de lo que quisiera; me espe-raron el martes 28 de abril de 2009 con un desayuno para el que cada chico trajo algo, hasta llevaron una torta.En relación al tema, los chicos habían preparado preguntas es-

[23] Véase Claudio Martyniuk, “Occidente vivió bajo el signo del olvido…”, op. cit.

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critas en papeles: cómo me sentí al llegar, si me integré o no, si tenía nostalgia de Polonia, les expliqué que en mi caso no había venido con mi familia a mejorar mi situación económica, sino que yo me había visto obligado a irme porque no me había que-dado nadie. Les conté de Auschwitz-Birkenau y las penurias que tuve. Se quedaron muy impactados cuando les dije que yo tenía quizás un año más que ellos cuando entré al campo de concen-tración. Con respeto, me hicieron algunas preguntas y un chico quiso que le mostrara el número que tengo tatuado. Lo mostré y conté que apenas entrábamos nos ponían un número porque quería que dejásemos de ser personas. Otro quiso saber cómo nos llevaron, cómo me separaron de mis padres y hermano, es-tuve charlando más o menos una hora. Terminé diciéndoles que hay que luchar por la democracia porque es la única forma que impedirá que vuelva a suceder algo como el Holocausto. Des-pués, Sofía me contó que los chicos le dijeron que “soy muy dul-ce” y que les gustó mucho; a mí también, verdaderamente. El Museo del Holocausto organiza charlas para colegiales, pero como yo no tengo mucha facilidad para hablar en público, nunca lo había hecho. Las hijas de Gabriela, Malena y Tamara, van al Colegio Tarbut y cuando se enteraron de mi charla en el colegio de Sofía le dije-ron a la maestra que tenían deseos de que yo fuera a hablar a sus clases, pero la docente les dijo que aún no, que recién en sexto

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grado se puede ver un tema como éste porque son muy chicas. Es lindo ser abuelo, antes cuando algunos hablaban de los nietos a mí me parecían unos pesados, pero ahora entiendo.

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Al tiempo de separarme de Alicia, traje a mi tía Hela a vivir conmigo, porque ella no estaba nada bien y había enviudado ha-cía bastantes años. Sus hijos Noemí y Eduardo estaban fuera del

país, así que yo tuve la satis-facción de poder ayudarla, desde todo punto de vista.

Primero murió Ignacio, un fuera de serie. Yo lo había visto por primera vez cuando, mientras él vivía en Viena, visitó Tarnow; recuerdo bien la ocasión porque invitó a los sobrinos a una con-fitería y eso fue una gran fiesta, un momento especial para todos. Acá, en Buenos Aires, siguió fabricando y comercializando cor-batas hasta el último momento. Mi relación con él fue buenísima, pobrecito se enfermó del corazón y esperó a que yo regresara de un viaje a Brasil. Lo visité por la tarde en cuánto llegué y al ano-checer se murió; tendría 75 años y el pelo blanco. Entonces, yo viajaba todos los fines de semana a Río porque tenía pasajes de canje de Pan American, para quien hacía publicidad, y porque… ¡tenía interés en una azafata brasileña!Como Ignacio no tuvo hijos, me hice cargo también de su esposa Herma (la que vino de Austria), que lo sobrevivió. Buena per-sona, le llegué a tener mucho cariño. Herma era maniática de la limpieza y lo tenía loco al tío. Cuando él volvía de trabajar, le hacía sacar los zapatos y lo obligaba a usar patines (trapos para los pies), para caminar por el parquet. Un día muy temprano,

tios entrañables

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mientras yo le enseñaba a Ignacio a manejar por Palermo, me comentó que Herma lo tenía harto con eso de caminar con pa-tines. Medio en chiste y medio en serio, le sugerí que se emba-rrara bien los zapatos y ensuciara toda la casa. Dicho y hecho, se embarró y no sólo manchó el piso, sino que caminó arriba de los sillones. No lo molestó más, ¡pobre tía! Hela falleció en 1984. Yo la adoraba, la quise muchísimo, ella fue muy buena y generosa. Mujer extraordinaria, diría que conmi-go se portó mejor que una madre, porque se supone que una tía no tiene obligación con los sobrinos. Ella fue clave para traerme acá, me dio cariño y una familia, y gracias a ella pude hacer mi vida en la Argentina. Hela merecía todo lo que yo le pudiera ofrecer. Era hermosa, coqueta, y tenía un empuje enorme, nos reunía a todos en torno a ciertas tradiciones y fiestas judías, al-rededor de la comida; era familiera. Nunca trabajó, pero cuando quedó viuda y los hijos estaban casados, comenzó a hacer tortas para vender y chales, eran divinos y los colocaba en los mejo-res negocios de Buenos Aires; no tenía ninguna necesidad, pero quería demostrar que podía ganarse la vida. En un momento, Hela hizo unos desarreglos físicos con unas pastillas para adelgazar y la sacó adelante el doctor Mauricio Goldenberg, un famoso psiquiatra que luego se tuvo que exiliar. Pero cuando viajó a Israel y empezó a enviar unas cartas rarísi-mas me di cuenta de que se había vuelto a enfermar; en una oca-

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sión llamó por teléfono avisando la fecha de regreso del barco y ya no me gustó nada; la fui a esperar a Montevideo. Tenía una depresión tremenda y algunos trastornos emocionales. Yo me ocupaba de la enfermera, de la chica que la cuidaba, de todo. Al final, vino a vivir a casa, estuvo como dos o tres años conmigo y cuando se estabilizó volvió a vivir sola en su departamento de avenida Las Heras. Pero antes, justo después de que llegó a casa, en el peor momento de mi separación, me rompí el tendón de Aquiles jugando al tenis, un hábito inculcado por la misma Hela. Tuve que estar inmovilizado en cama ortopédica, mi casa pare-cía un sanatorio y había un ejército de gente atendiéndonos. Ese momento fue muy duro, tuve que manejar mi empresa por telé-fono desde casa, un disparate. En esas condiciones, recibí un pe-dido imposible de ignorar. En ese período estaba libre un cartel enorme en la Avenida 9 de Julio que yo comercializaba. Ya había vuelto Perón, era 1974, y recibí una llamada de la Presidencia de la Nación, pensé que era una cargada y corté. Al rato, llamaron nuevamente y dijeron que comprendían mi incredulidad, y deja-ron un teléfono pidiéndome que verificara el origen de la llama-da. Bueno, deseaban comunicarme que por expreso pedido de un todopoderoso ministro querían poner en el cartel una salutación a Perón, a propósito de una celebración. Mientras hablábamos, pensaba cómo hacer para no quedar pegado al peronismo, no quería saber nada con ellos. “Por razones administrativas, pre-

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ciso que usted me haga un pedido formal”, le dije, no sea cosa que alguien piense que fui a ofrecerme. Así lo hicieron y durante unos días tuvieron su cartel.Funcionario encumbrado, el tipo que me lo encargó tuvo que venir a casa a verme para hablar del texto y diseño del cartel, y se fue agradecido, despidiéndose con un “cualquier cosa que necesite, me viene a ver. Aquí tiene un amigo”. Pasó el tiempo y hablando con un obrero me enteré de que le habían asignado una vivienda en Quilmes, pero que la había ocupando otra gente. Fui a ver al “ami-go” y le pedí que ayudara al obrero a resolver el problema de su casa y así lo hizo; la anécdota me sigue arrancando una sonrisa. A pesar de la distancia, sigo en contacto con los hijos de Hela, mis hermanos. En junio de 2009 visitamos a Noemí y Arnoldo Cantis, que me ayudaron a recordar algunas cosas de mi pasa-do remoto para este libro y me entregaron fotos familiares que yo no tenía. Sus hijos Silvia, Ariadna y Jorge me consideran un verdadero tío, “a todos los efectos”, y yo me siento como tal. Ariadna dice que sólo aquellos que me conocen bien pueden ver (mi dolorosa experiencia) más allá de mi “sonrisa intensa”, y creo que tiene razón. En cuanto a Jorge, siempre destaca “mi impre-sionante fortaleza” y mi disposición a “ayudar, a estar pendien-te”, también subraya mi ridículo uso del italiano; fue un viaje magnífico el que hicimos con él y su padre Arnoldo. Al querido Eduardo, que actualmente reside en Brasil, lo veo

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poco, pero me conoce mucho; con sus hijos Diego y Carolina tengo una relación más frecuente. Para Diego yo soy el tío he-terodoxo que de jovencito le dio “los permisos” y para Carolina soy el que la hizo pensar en su identidad judía, a través de lo que le contaron en la infancia sobre mi historia.Brillante y fuera de serie, David Rosner, el estimado Danek que me ayudó a aprender castellano en ese deslumbrante primer año mío en la Argentina, era primo de mis primos/hermanos por el lado del padre. Creo que fue ese mismo 1947 cuando los es-tudiantes de la Universidad Nacional del Litoral hicieron una huelga y perdieron el año. Danek, que era muy inteligente, dio íntegramente libre los dos cuatrimestres de la carrera de Inge-niería Química. Trabajó aquí y en los Estados Unidos en firmas de primera línea y fue reconocido. Casado y con dos chicos, en un viaje en avión conoció a la que sería su segunda esposa. Fue amor a primera vista, armó una pareja a pesar de los 20 años que le llevaba y tuvieron un hijo. Se murió hace poco y como si hubiera tenido una premonición hizo una gran fiesta en el Hyatt al cumplir 80 años; reunió a jóvenes y viejos y organizó las me-sas de acuerdo al árbol genealógico.

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Exterminada toda mi familia en Polonia, la vida puso en mi camino a personas que son y fueron hermanos, como Carlos Baredes e Israel Stupnik, ya fallecido. Sin embargo, con ellos

tampoco hablé sobre mi subsistencia en el campo de concentración. Baredes recuerda que, en más de 50

años de relación, sólo hablé de ese tema dos veces. Una, cuando estábamos en el cine viendo La pasajera (1963), la premiada pe-lícula de Andrzej Punk, referida a la cuestión de las relaciones entre kapos y prisioneros en los campos de concentración. Me-morioso, Baredes apunta que ante reiteradas vistas de un alam-brado electrificado, yo me di vuelta y le dije que había pensado en matarme así más de una vez. Luego, confesando mi desazón por la muerte del recién reencontrado amigo David Goldstein, le comenté cómo éste me había protegido y cómo nos habíamos escondido y escapado casi al final de la Marcha de la Muerte. Grandes compinches, formábamos un terceto muy unido y fui-mos el uno para el otro en las situaciones más diversas. Entre los tres, alternativamente, celebramos nuestras alegrías, nos cui-damos en los peligros, nos apoyamos en los altibajos afectivos y velamos por lo económico. También salíamos de parranda y nos juntábamos a comer; lo disfrutábamos inmensamente. Frecuen-tábamos el restaurante Internacional de cocina judía a una cua-

de amigos y barcos

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dra de la Hebraica24, donde hemos degustado, varias veces, todo

el menú. Las delicias de la comida idishe seguramente me retro-trajeron más de una vez a mi infancia; Baredes nos hacía “pata” y eso que a él le tiraba la comida sefardí. También me acompa-ñaban al restaurante ABC de la calle Lavalle, entre San Martín y Florida, donde yo no podía resistirme al gulasch con spatzle, plato nacional húngaro que mi madre cocinaba muy sabroso.Baredes y Stupnik estuvieron conmigo cuando volví a inten-tar enamorarme, sucesivamente; lo mismo que el querido José Metzger, un pariente de mis primos/hermanos que me presentó a más de una amiga. Simpático y buena gente, José era un tipo especial que hizo de todo, incluso instaló uno de los primeros cafés al paso y editó la revista Saber vivir, que le permitía meterse en cualquier lado. Una lancha que yo tenía era el punto de reunión con los amigos y las chicas, que a mí no me duraban. Durante mis ocho años de soltería, no sabía lo que quería pero sabía lo que no quería.Pero mi amor por los barcos sí prosperó. Primero, con el her-mano de mi ex esposa tuvimos una lancha que vendimos para comprar una casa flotante. Era parecida a un barco, pero mucho más aplanada y ancha, comodísima y espaciosa. Al tiempo de mi separación, pusimos un aviso en el diario para venderla. Llamó un hombre de la localidad de Esquina, provincia de Corrientes, y le avisé que estaba perfecta, pero que teníamos problemas fa-

[24] Sociedad Hebraica Argentina, Sarmiento 2233, Buenos Aires.

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miliares y nos debíamos desembarazar de ella. La transacción se hizo por teléfono, mandó el dinero y el flete y me indicó cómo la teníamos que enviar. Me contactó tiempo después para arre-glar los papeles y entonces le pregunté por qué había confiado en mí. Inesperadamente, me dijo que mi voz le había inspirado seguridad. Nunca nos vimos las caras.La próxima embarcación fue Jeannette, una lancha que tuvimos a medias con mi amigo Raúl. El pacto era que la tendríamos un fin de semana cada uno. El primer fin de semana salí con él para enseñarle a tripular, explicándole las distintas alternativas que podían ocurrir mientras navegaba. El próximo fin de semana la aproveché yo junto a otros amigos y anduvo todo bien. Cuan-do le tocó a él, también hubo buen tiempo, pero hizo una mala maniobra y la lancha se llenó de agua y casi se ahogó. Hombre práctico, por la noche me llamó y me vendió su parte.La historia del crucero Paimún fue distinta. Yo jugaba y juego al póquer con unos amigos que con el correr del tiempo cons-truyeron sus casas en el country Miraflores. Pensé comprar una para mí y se los comenté, pidiéndoles su parecer. Sin pensarlo dos veces, me advirtieron que el club era fantástico para hacer vida familiar y no para un tipo soltero. Me pareció razonable, me decidí por el barco.En diciembre de 1979 compré el Paimún, nombre de un lago cercano a Junín de los Andes, Neuquén. Era un modelo Amé-

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rica 25 de 7.60 metros de eslora y lo tuve amarrado en el Club Náutico José de San Martín hasta 1985, cuando lo vendí. Any me acompañó un tiempo en este berretín mientras estábamos de novios, pero después se hartó, porque, siempre lleno de amigos, le daba mucho trabajo y comenzó a buscar excusas para no salir a navegar. A mi me divertía mucho, pero decidí venderlo y por eso dicen que el momento más feliz cuando se tiene un barco es el día de la compra y el día de la venta. El próximo paso fue tener una casa en Miraflores, ya podía porque tenía y tengo una pareja estable.

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Any es pura bondad, una mujer muy cálida que me cuida y mima y me cambió mucho. Antes, yo era demasiado rígido e intransi-gente en todo y con ella comencé a aflojarme, a poder expresar

mejor mis sentimientos, a disfrutar más de la vida. A sus hijos los considero mis hijos. Cuando nos casamos,

Gerardo tenía 12 años y Gabriela 14 o 15, como Martín. Paradójicamente, fue Martín quien nos presentó en enero de 1981. Era la sexta temporada que iba con mi hijo a mi casa de Punta del Este y en esta ocasión también vino su amigo Gustavo y mi sobrino Diego, que era un poco mayor que ellos. Un maña-na los chicos se encontraron en la playa con Gerardo y Gabriela, compañera de primaria de Martín, y se quedaron charlando.Esa misma tarde, mientras estaba solo en casa, apareció una lin-da señora con unos chicos preguntando por Martín. Querían devolverle las ojotas que dejó olvidadas en la playa. Los chicos se fueron a jugar al ping-pong y me dejaron hablando con Any. Yo no sabía si esta señora estaba casada, era soltera o viuda. A los dos días, Martín me sugirió un doble de tenis. “Jugamos Gustavo y yo, y vos con la madre de Gabriela”, me dice, y ahí me entero de que Any estaba separada. Comencé a mirarla con otros ojos, pero lo que no sabía era que Gustavo y Martín ha-bían jugado una apuesta a ver si yo la invitaba a salir.

la mujer de mi vida

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Any me gustó enseguida y mientras resolvía otro asunto de po-lleras y pensaba en qué hacer, salíamos los dos con los chicos. Ella se fue antes que yo de Punta del Este e intercambiamos teléfonos; cuando llegué a Buenos Aires la llamé y aquí estamos, felices después de 28 años juntos. Fuimos a comer al Clark’s de Recoleta para comunicarles a los chicos que nos mudábamos juntos; se pusieron tan nerviosos que Martín pidió duraznos en almíbar, pero sin el durazno. Empezamos a convivir el 11 de enero de 1982 y lo celebramos con una fiesta familiar en lo de los padres de Any a la que incluso vino Hela. Para nosotros ése fue realmente el día que nos casa-mos. Pero, recién concretamos ante el Registro Civil el 27 de julio de 1988, luego que fuera aprobada la ley de Divorcio

25. Entonces,

nuestros amigos nos hicieron una fiesta muy divertida en el coun-try parodiando las ceremonias que rodean al matrimonio. A Any la vistieron de novia, a mí con un smoking con condecoraciones y escenificaron una ceremonia religiosa de un matrimonio mixto, con Jupá y disfraces de obispo y monaguillo incluidos; la madre de Any se agarraba la cabeza. En agosto, y con seis años de atraso, nos fuimos a una luna de miel bastante particular con nuestros amigos Graciela y Heri-berto. Partimos hacia a Nueva York y cruzamos el Atlántico en el famoso crucero británico Queen Elizabeth. Luego, pasamos unos días en Londres y continuamos en avión a Grecia; en Ate-

[25] Promulgada en junio de 1987, fue impulsada por el presidente Raúl Alfon-sín, que en octubre de 1983 ganó las elecciones con un 52 por ciento de los votos, abriendo el proceso democrático en la Argentina.

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nas tomamos un barco y visitamos las islas griegas y Estambul, en Turquía. Fue un viaje maravilloso y el regreso a Nueva York estaba pautado en el Concorde, pero no lo utilizamos porque via-jábamos a una convención de publicitarios en México. En el hotel Intercontinental de Atenas coincidimos con los miembros de la Orquesta Filarmónica de Israel y con su director vitalicio, Zubin Mehta. Por uno de los músicos, un argentino que cruzamos en el desayuno, nos enteramos de que esa noche tocaría la orquesta en un milenario anfiteatro, frente al Partenón. Conseguimos entra-das; era una noche hermosa para estar al aire libre y ver el Par-tenón iluminado. Nos sentamos sobre almohadones en las gradas de piedra y la acústica era extraordinaria. Fue el concierto más lindo que escuché en mi vida; una velada mágica.Antes del viaje de bodas, en 1986 recorrimos con los tres chicos Europa y la pasamos muy bien. Pero el “ensamblaje” no fue fácil. Incluso, volví a analizarme antes de comenzar la convivencia, ya que tenía una serie de inquietudes en relación al significado y práctica de la vida en común. Luego, hicimos terapia con Any y hablábamos, hablábamos, hasta que el Dr. Grande un día nos preguntó qué esperábamos para vivir juntos. Con respecto a los hijos, nos dio un consejo acertadísimo: “Los hijos siempre buscarán un intersticio para meterse en la pareja, cada uno querrá tener a su mamá para ellos, a su papá para él, pero si los hijos ven que por mucho que hagan ustedes funcio-

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nan bien como pareja, no se van a entrometer porque sabrán que no lograrán nada”. Tuvo razón. Un día Martín y Gerardo se pelearon y estuvieron como un año sin hablarse, aún viviendo todos juntos. Nosotros no hicimos nada, dejamos que se arreglasen y se arreglaron –después fueron socios, se adoran–, porque si cada uno iba a defender a su hijo, nosotros como pareja íbamos a empezar a sufrir.Seguro que ya alguien me lo habría señalado, o yo mismo lo registré, pero el otro día Gabriela volvió a observar que Any (Ana) comparte el mismo nombre con mi madre Hania (Ana).Any es muy completa, se preocupa mucho por toda la familia y es muy inteligente; tiene dos carreras universitarias. Cuando Any y sus hijos vinieron a vivir con nosotros, yo supe que tenía que buscar algo más grande. Di muchísimas vueltas antes de comprar el nuevo departamento. A todos les encontraba algún defecto, o era muy chico, u oscuro, o bajo; inclusive tuve que deshacer un compromiso con uno en Palermo porque descubrí que estaba a media cuadra de ¡mi suegra! Any seguía buscando por los diarios y yo los “bajaba” a todos, finalmente me dijo que como tenía demasiadas vueltas, sería mejor que me ocupara yo. Finalmente, éste departamento donde aún seguimos viviendo lo ubiqué a través de mi amigo Baredes que sabía que yo bus-caba uno; era un piso utilizado por uno de los directivos de un banco, que a su vez me financió la compra. Firmé sin que Any

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lo hubiera visto; luego vino con su madre a visitarlo y ni bien entró, dijo que no viviría aquí ni loca. El departamento es her-moso pero tenía las paredes, moquette y cielo raso negros; todo estaba íntegramente en negro, incluyendo los dormitorios. Le pedí que se fijara en los ambientes y le gustó; cuando sacamos las alfombras descubrimos unos pisos preciosos. Puesto al día, el departamento nos dio más espacio a todos y Martín recuperó su cuarto individual. El tiempo pasó rápido y los chicos paulatinamente se fueron de casa, como ya conté, el primero fue Martín. Luego se fue Ga-briela, que recuerda que cuando era adolescente, yo iba a buscar-la a las fiestas, la esperaba, y repartía a sus amigas. Con el asunto de mis recientes evocaciones, puse a toda la familia a pensar y fue ella quien recordó que, cuando ocurrieron los saqueos y la hiperinflación de 1989, yo saqué pasajes para irnos de la Argen-tina “Para que no me vuelva a sentir atrapado, como le ocurrió a mi papá”. A Gabriela la vemos muy seguido ya que vive cerca de nuestra casa del country, y Malena y Tamara a menudo se quedan a dormir. Gabriela dice que hasta sus hijas aprendieron de mí que hay que compartir el pan, que la comida no se tira. El último en irse fue Gerardo, que hoy está casado y tiene un chiquito, Maximiliano. Sostiene que aprendió mucho conmigo y reivindica mi método de enseñanza: “dejar que uno se equi-voque”. Muy observador, dice que a menudo es imposible saber

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cómo me siento, “como buen jugador de póquer, la procesión va por dentro”. Acierta cuando señala que soy callado, contenido y que pongo más énfasis en escuchar; él también vino a trabajar a la empresa conmigo.Any es odontóloga y había ejercido por su cuenta algunos días de la semana en el consultorio de su padre, pero después de ca-sarse dejó la práctica. Con los hijos lejos, ella sintió el síndrome del nido vacío y me confesó que tenía como asignatura pendien-te estudiar otra cosa; había estudiado Odontología para darle el gusto a su padre. Así, estudió Psicología en la Universidad de Belgrano y, aunque orgulloso de su iniciativa, en ocasiones tuve que resignar salidas porque ella tenía que estudiar. Any real-mente se dedicó al estudio y trabaja como psicóloga en la Fa-cultad de Odontología (UBA) en la cátedra de Odontopediatría, atendiendo a pequeños pacientes que tienen dificultades en el consultorio odontológico y también enseñando a los estudiantes a aplicar conocimientos de psicología en el momento de realizar tratamientos a los niños.Todavía no había empezado Psicología, cuando a Any le tocó ha-cer de enfermera en el momento en que tuve el infarto, pero antes ya me había visto postrado cuando me restablecía de una septice-mia en Campinas, Brasil, luego de una operación; casi me muero y eso me pasó por cabeza dura. Como premio para ambos después fuimos a pasar unos días a San Pablo, en un hotel espectacular.

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Pero lo del infarto fue en 1990. De golpe sentí un dolor terrible en el medio del pecho mientras jugaba a las cartas con mis ami-gos en Miraflores. Uno de los de la mesa me llevó hasta casa y vino el servicio de ambulancia del Club. Me hicieron un electro-cardiograma y dijeron que no era nada; que tomara un tranquili-zante. Pero, yo me sentía tremendamente mal y entonces llama-mos a un médico especialista del corazón que vive en el country. Vino y miró el electrocardiograma –mal hecho, según él– y me dijo que no le gustaba nada cómo pintaba la situación. Sugirió la internación inmediata. Volvimos a Buenos Aires en ambulancia y me internaron en el Sanatorio Otamendi bajo su responsabilidad. Me hicieron unos estudios y, efectivamente, tenía un infarto. Tuve suerte porque fue bastante liviano y así empecé a cuidarme con las comidas y a hacer ejercicios. A principios de 1999 reincidí en el Otamendi. El año anterior había terminado espectacularmente bien, había vendido mi em-presa más que satisfactoriamente y Gabriela se acababa de casar en diciembre y todo había salido a las mil maravillas. Tenía-mos ante nosotros la perspectiva de unas vacaciones tranquilas y gozosas en Punta del Este. De pronto, en febrero sentí un dolor terrible a la altura de los riñones. Vino con urgencia el cardiomóvil que hay allí y me dieron morfina para aplacar el do-lor e inmediatamente me internaron en el Hospital Mautone de

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Maldonado. Me diagnosticaron un problema renal, pensé que podría ser algo relacionado con los golpes que sufrí en el campo de concentración y me medicaron a tal efecto. Pero yo me sentía cada vez peor y el espantoso dolor no cesaba.Any consultó con nuestro médico en Buenos Aires, pero los del Mautone no quisieron seguir sus consejos, insinuando que los médicos argentinos son todos exagerados. Así las cosas, volvi-mos a Buenos Aires y hay que decir que acá también les costó bastante encontrar la causa de mi dolor. A través de una ecogra-fía descubrieron que tenía un aneurisma en la aorta. En estos casos hay que operar generalmente, aunque entonces acá no se hacía ese tipo de intervención, pero tuve suerte y se me curó solo. Pero, para colmo, se me complicó con una infección en la aorta que costó erradicar; el Dr. Stamboulian armó un cóctel de drogas y se me fue. Una de las sustancias de esa mezcla de medicamen-tos, que me daban por vía endovenosa, se me cristalizaba y en-tonces tenían que pincharme por todos lados, hasta en el cuello. Estuve un mes en terapia intensiva y mi querida Any estuvo todo el mes, a mi lado ni fue a casa. Ella quería estar ahí controlando y mirando porque pescó dos o tres cosas que no le gustaron. En ese momento, ella todavía estaba estudiando. Tras mi recu-peración, a fines de marzo o en abril, Any volvió a la Facultad y se recibió a fin de 1999 con la alegría de una colegiala. Con ese espíritu nuestros hijos y yo la agasajamos con una fiesta.

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La verdad es que nos encantan las fiestas. Yo festejo la vida. Después de lo que me salvé y las cuestiones difíciles por las que atravesé, quiero festejar todo. Cuando cumplí 70 años hice una fiesta hermosísima, donde estuvo mi familia, vinieron mis ami-gos, y había caricaturistas que hacían retratos a todos los invita-dos. En un momento, me dirigí a todos e incluí en mis palabras un verso de En paz, de Amado Nervo: “Muy cerca de mi ocaso, // yo te bendigo, Vida, // porque nunca me diste ni esperanza fallida // ni trabajos injustos, ni pena inmerecida”. Como dije entonces, sigo bendiciendo a la vida precisamente porque pude renacer de las esperanzas fallidas, los trabajos injustos y las pe-nas inmerecidas.

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Sonrío al recordar que en los tempranos años ‘60, cuando yo estaba de novio, un tío de mi ex esposa le preguntó a qué me dedicaba yo. Fue informado que era arquitecto y que tenía una

empresa de vía pública. “¿Ah, depende de un pedazo de tela, dos parantes de ma-

dera… y de esto se puede vivir?”, contestó escéptico. En 1998 me hicieron una oferta a la que no me pude negar y, después de 40 años con la publicidad en vía pública, me despedí del negocio. Aunque al principio me resistí un poco, la verdad es que fue un alivio porque las cosas se ponían cada vez más difíci-les. Había que luchar con los clientes, con la Municipalidad –cada vez con mayores exigencias y dificultades para la colocación de carteles– y lidiar con otros problemas. Me ofrecieron buena plata y entonces pensé que ésta era una auto jubilación de aquellas. Ya tenía 69 años y he trabajado muchísimo toda la vida. Siempre fui bueno para los negocios, no sé si es algo innato, herencia de mi padre, o fue mi desamparo inicial lo que me hizo –según mi primo/hermano Eduardo– “despierto, ávido y vivaz”. En una empresa siempre hay problemas, hay que pagar facturas, los que nos deben no nos pagan, los impuestos, montones de co-sas. Llegaba a la oficina y empezaban miles de problemas, pero entonces yo preguntaba si lo podíamos pagar; “¿sí? Paguen”, y dejaba de ser un problema y era una solución.

yo vendía aire

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Tiene que ser algo verdaderamente grave para que yo me ponga nervioso. Cualquier cosa, comparada con mi experiencia en el campo de concentración, me parecía y me parece una tontería. Any siempre dice que no tengo grises, que para mí es blanco o negro, vida o muerte.Mi relación con el personal siempre fue muy buena y como em-pleador tuve buenas prácticas de convivencia. Nunca esperé que pidieran aumento, pero a la vez fui muy exigente. En mi empre-sa las mujeres eran mayoría. Yo priorizaba la capacidad. En el momento de vender tenía oficinas y fábricas propias y alrede-dor de 60 empleados, y me preocupé mucho para que quedasen en buena situación frente a los nuevos propietarios. Cuando me ven, aún me lo agradecen. Cuando considero que vendía aire y que con eso hice tanto, me parece increíble; y pensar que comencé con un solo cartel. Lle-gué a tener una empresa líder con grandes clientes, aprendí y enseñé, fui premiado y conocí a mucha gente interesante. Fui presidente de la Asociación

26 de los empresarios de mi sector;

permanecí 12 años como presidente porque cuando comenzó el gobierno militar en 1976 se prohibió toda la actividad gremial y aunque la nuestra era una cámara patronal, igualmente las elecciones fueron suspendidas.Una de mis funciones como presidente de la Asociación era bus-car el beneficio de los asociados y conversar con los sindicalistas

[26] Asociación de Empresas de Publicidad en Vía Pública; a partir de 2001, Aso-ciación Argentina de Empresas de Publicidad Exterior.

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–¡me tocó cada uno!– por los convenios laborales del personal de publicidad. Al asumir como directivo nunca pensé que ten-dría que lidiar con un gobierno militar, pero un día me llamó para conversar un oficial del Ejército en nombre del interventor del sindicato. Nos citamos a almorzar en el restaurante Chiquín y, tras hablar de generalidades, el coronel sacó un papel y me mostró una lista de 39 personas que, por ser “elementos inde-seables”, habría que despedir de las empresas. De la mía había uno. Convoqué a una reunión de directorio y antes de comenzar a tratar el tema dije lo que pensaba: “Yo no voy a echar a nadie, echo a alguien si no trabaja, pero no porque tenga una idea dis-tinta a la mía”. La cuestión es que no echamos a nadie y nunca supimos más nada del coronel. Todo quedó ahí.Habíamos organizado el 25º Congreso Mundial de Publicidad Exterior para abril de 1976. No sabíamos que en marzo se pro-duciría el golpe militar y temíamos fracasar, pero fue un éxito y vino gente de casi todos los países. En ese momento me entrevis-taron en La Nación y, ahora releyendo el recorte, rememoro los años difíciles de esa década, con la presión fiscal y el control de precios (ficticios). Los miembros del directorio de la Asociación nos hicimos cargo de una delegación y a mí me tocó la mexicana, que fue la más numerosa. Los paseé por todos lados e incluso los agasajé con un asado en el country.Cuando, años después, nosotros fuimos a México, nos devolvie-

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ron la gentileza. Entonces, visité una fábrica con un sistema de impresión muy bueno, inexistente aquí. El empresario dijo que me hizo conocer su fábrica porque yo era de la Argentina y no iba a competirle; me vino bien porque aprendí muchas cosas. Siempre tuve una actitud muy buena frente al aprendizaje por-que, como dice el Martín Fierro

27, “Hasta el pelo más delgado/

hace su sombra en el suelo”. Realmente me gustaba mucho mi trabajo pero, como dije, me hicieron un espléndido ofrecimiento. Un amigo me avisó que los representantes de un fondo norteamericano de inversión tenían interés en verse conmigo. Vinieron a la empresa, un petit-hotel muy lindo en la calle Billinghurst, entre French y Juncal, y me plantearon que querían comprar Julius Vía Pública. El mercado publicitario estaba convulsionado porque había al-gunos rumores de que este mismo grupo estaba por comprar otra conocida agencia. Me tomaron por sorpresa porque la ven-ta no entraba en mis cálculos. A nosotros nos iba bien, facturábamos fuerte y tenía a Martín y a Gerardo consolidados, trabajando muy bien. Precisamente, les dije que no había pensado en vender. “Todo hombre tiene su precio y las empresas también”, señalaron. Me dejaron picando la inquietud, y esa noche no pude dormir. Hablé con Any y los chicos, que estaban desolados. Además, no conocía ni sabía el precio que tenía mi empresa.

[27] José Hernández, Martín Fierro; obra en verso que se compone de dos partes “El gaucho Martín Fierro” (1872) y “La vuelta de Martín Fierro” (1879).

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Entonces consulté a mi amigo Raúl, experto en estos temas. Tras preguntarme por mi facturación, márgenes de ganancia, canti-dad de deuda y acreencias, número de empleados, etc., estudió los números y me aconsejó pedir una cifra que a mí me pareció adecuada. Llamé a los compradores y les dije que, en realidad, la empresa no estaba en venta pero que si, como dijeron, cada em-presa tiene un precio, yo le había puesto uno; les pareció mucho. Insistí ante los compradores que, si acaso, la quería vender bien y que si no, seguía como estaba. Interesados, me preguntaron si estaría dispuesto a ser auditado. Estuvieron varios meses en eso y sentí que estaba vendiendo a un hijo. Mi amigo Raúl fue un excelente intermediario y no sólo vendí mi empresa en el mejor año sino en el mejor día, fue el 14 agosto y tres días después Rusia anunció su default. A mis hijos les enseñé a trabajar, les dejé un consejo: “Compren cuando todos venden, y vendan cuando todos compren”. Reti-rado, de tiempo en tiempo me llegan noticias del desempeño de los inversores en relación a mis antiguos clientes y a los pro-pietarios de los espacios; me dicen que me extrañan y Gerardo sostiene que, además, me aprecian.

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Mis amigos estaban preocupados porque no estaban seguros de que fuera acertado desprenderme de la empresa que yo mismo creé de la nada. Ni por un segundo dudé de haber hecho lo co-

rrecto. La venta de Julius me permitió descansar; lo sentí como un merecido “reposo

del guerrero” porque luché toda mi vida y nada me vino gratis, siempre tuve que poner el cuerpo. Cuando repaso el desastre eco-nómico, político y social por el que atravesamos en el año 2002, pienso que hubiera tenido que despedir personal y me hubiera entristecido; me salvé de eso y de otras tantas cosas más. Veo a la actual etapa de mi vida como un premio, como un trata-miento anti stress. Ahora mis preocupaciones son planificar un via-je, ir a buscar a mis nietos, seguir yendo a conciertos a escuchar mú-sica, asistir a cenas benéficas, jugar a las cartas. Cuando jovencito y en Polonia, la vida me maltrató bastante, y ahora me dio revancha.Aunque viajes nunca me faltaron, desde hace 10 años tengo más tiempo. Recuerdo cuando en 1979 con Arnoldo Cantis, el marido de Noemí, y su hijo Jorge, manejamos desde España hasta Italia. La etapa inicial de ese mismo viaje la hice con Martín a Marbella y Barcelona. Durante la mayoría del trayecto manejó Jorge y, en un momento, el auto de Arnoldo comenzó a hacer un ruido sos-pechoso; buscamos la agencia oficial Volvo más cercana y estaba en Pisa. Pasó que se había soltado un simple tornillo del tren de-

el reposo del guerrero

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lantero, pero nos podríamos haber matado los tres; nos salvamos por un pelo. Cuando llegamos a Roma nos alojamos en el depar-tamento de un amigo de Arnoldo en el Eur, un barrio periférico con un legado arquitectónico fascista. Repleto de monumentales edificios de mármol blanco, fue construido por Benito Mussolini y muchos turistas ni saben que existe.En 1983 hicimos un viaje, como de dos meses y pico, a Suiza, No-ruega, Suecia, Dinamarca, donde en Copenhague celebramos los 40 años de Any, que se deprimió porque le parecían muchos; recu-peró el ánimo en los Jardines de Tívoli, un bello y más que cente-nario parque de diversiones donde disfrutamos como chicos.Otro viaje memorable fue el que hicimos a Europa con Any y los tres chicos, en enero de 1986. Visitamos España para ver a Noemí y los suyos, Suiza, Austria, Italia, Francia; prácticamen-te estábamos terminando el viaje y teníamos que ir en tren a Madrid desde París con montones de valijas y bultos. Estába-mos en la estación y en un descuido nos robaron un bolso con pasaportes, dinero, tarjetas, pasajes. Era bien tarde de un día lluvioso y, de repente, no teníamos nada, salvo un dinerito en el bolsillo que alcanzaba para un hotelucho para pasar la noche, a años luz del regio hotel de Champs Elysées donde habíamos estado. Mientras pensábamos los próximos pasos, Any advirtió que conservaba una tarjeta de crédito y entonces decidí que vol-viésemos al hotel dónde habíamos estado; el conserje nos volvió

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a acomodar y entonces propuse un brindis con champagne. “Acá no pasó nada y nos quedamos más días en París”, dije. Y así fue, estuvimos bastante tiempo porque fue un engorro conseguir pasaportes provisorios; aún no estábamos casados y entre los cinco teníamos tres apellidos distintos y ni un solo do-cumento, tampoco el permiso de viaje de los hijos de Any. Este viaje fue muy importante para la familia, la pasamos muy bien y nos unió más. Fuera de la rutina, el tiempo y las relacio-nes humanas se miden de otra manera. Me permitió observar y confirmar intuiciones acerca de los hijos y sus personalidades, los modos de ejercer sus libertades y las formas de gastar el dinero que les había dado. De Barcelona a Cadaqués para ver el Museo de Dalí, Gerardo y Martín jugaron en un parador con un traga-monedas que no funcionaba bien y vaciaron el aparato, calladitos juntaron las monedas y se compraron una pila de cosas.En cuanto a los robos, en Nueva York batí el record, me robaron dos veces en un mismo día, justo a mí que me precio de ser des-pierto. La primera fue en Bloomingdale’s mientras Any se esta-ba probando ropa, me sacaron la plata y tarjetas de crédito del bolso que dejé por un segundo en el piso. Por suerte, teníamos dinero en el hotel y ese mismo día a la noche fuimos al teatro en Broadway. En Times Square había un puestito callejero que ven-día unas manos a pilas y se me ocurrió comprar unas para hacer chistes. Cuando iba a sacar la plata vino un tipo y metió la mano

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en mi bolsillo e instantáneamente se fue corriendo con su botín. Nunca nos ocurrió algo parecido, aunque conocemos y nos gus-tan muchas ciudades de los Estados Unidos y de Canadá. Lejos de la abundancia de los Estados Unidos, en 1989 confron-tamos ciertas precariedades en la entonces Unión Soviética (di-suelta formalmente a fines de 1991), que estaba en plena glásnost (apertura) y perestroika (reforma económica), adonde llegamos provenientes de Helsinski. En el mismo hotel, nos encontramos con unos venezolanos que habían elegido una excursión en caste-llano a San Petersburgo y Moscú y juntos continuaríamos el viaje. Entretanto, Ramón y Norma, compañera de Odontología de Any, también habían contratado la misma excursión, pero estaban en otro hotel y al verse solos desconfiaron y llamaron a la agencia de viajes. Los tranquilizaron diciéndoles que el grupo estaba dis-perso en varios hoteles y que incluso había otra pareja de argenti-nos de apellido Hollander. Ante nuestra sorpresa, nos dejaron una notita en el hotel y al otro día viajamos juntos y fue muy grato; siempre nos acordamos de los uniformados con estrellas rojas en los gorros que subieron en la frontera, y ante quienes realizamos declaraciones exhaustivas, y de las viandas para el viaje que nos prepararon en el hotel, ya que en el tren no había comida. Una noche en San Petersburgo fuimos a un restaurante donde tocaba una orquesta típica y entonces Ramón pidió prestado un violín, ya que tocaba muy bien, y observó que sólo tenían media

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partitura de una obra y al preguntar por el resto le dijeron que estaba perdida, que se arreglaban así.La guía que teníamos en San Petersburgo estaba muy contenta con el nuevo sistema impuesto por Mijail Gorbachov ya que le permi-tió mejorar su nivel de vida y ella y su marido pudieron salir por primera del país y conocer Roma. Pero en Moscú nos tocó una guía que hablaba pestes del sistema, diciendo que antes estaba todo mejor, que estaban más contenidos, que el gobierno antes se pre-ocupaba por el pueblo y que ahora estaban librados a su suerte. Además de la inmensidad de Plaza Roja, en Moscú me llamó la atención el lujo de las estaciones de subterráneo, construidas a gran profundidad –al mirar hacia abajo por la escalera mecánica no se veía el final–; la red fue iniciada en la época de Josef Stalin y creo que la intención era que sirvieran como refugios antiaéreos. No me equivoco si digo que Any instaló en Oslo la receta de las frutillas con crema chantilly. Del idioma noruego no entendíamos nada e inglés sabemos bien poco, pero yo tengo una nariz especial y así entramos a un buen restaurante y nos arreglamos para pedir arenque y algo más. Para postre Any pidió frutillas con crema y le trajeron una jarrita con crema líquida, con señas explicó que la quería batida y con azúcar. Le trajeron la crema chantilly y al rato vemos que desde otras mesas pidieron lo mismo; quizá no conocían la combinación de fruta con crema batida.No pretendo hacer una guía con nuestros viajes, que ciertamen-

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te fueron muchos y repetidos, justamente a fin de junio de 2009 regresamos de un triangular –Estados Unidos, España, Ingla-terra–, donde tuvimos el privilegio de asistir en la plaza del pueblito Esclanya en Catalunya al soñado casamiento de Mar y Gonzalo, hijo de Gabriel y de mi sobrina Silvia Cantis, que desde que se acuerda me ha visto siempre de “buen humor y contento, simpático y cariñoso”.Nuestra visita a Perú también se vincula con los parientes y la in-tolerancia política. Simón Kirschbaum, tío de Any, fue un médico pionero en el tratamiento de los quemados y fundó lo que sería el reconocido Instituto del Quemado. Aunque apolítico, tuvo impor-tante actuación en la medicina durante el primer peronismo y por lo tanto fue perseguido y destituido cuando derrocaron a Perón en 1955. Finalmente se radicó en Lima en 1959, donde fundó con sus hijos un centro de cirugía plástica de excelencia. Los viajes no son una evasión, ni un escape, sino descanso y conoci-miento. Al margen de los compromisos familiares, de vez en cuan-do nos viene bien estar solos con Any, es un momento interesante y por eso nos gusta mucho. Tenemos algunas discrepancias en el momento de elegir itinerarios, a mí me encanta descubrir lugares nuevos y a ella le gusta volver a sitios que ya conoce. A veces las revisiones son necesarias, hace poco regresamos a Estambul donde estuvimos antes muy de paso y la disfrutamos muchísimo.

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A donde sí volví por lo menos tres veces es a Israel, ocasiones en las que fui a Iad Vashem en la esperanza de encontrar alguna huella o algún sobreviviente de mi familia; también indagué por

David Goldstein. Israel significa algo muy im-portante para mí, considero

al país como una garantía para todos los judíos del mundo. Con la creación del Estado de Israel no podrá volver a ocurrir lo que sucedió con los pasajeros del St. Louis, un barco cargado de casi 1.000 judíos que escapaban de la persecución nazi. En 1939, unos meses antes de que estallara la guerra, los alemanes permitieron su salida. No por ser conocida, la historia es menos trágica: via-jaron desde Hamburgo a La Habana, donde, tras una semana de espera, sólo dejaron bajar a una treintena; rechazados también por los Estados Unidos, regresaron a Europa y algunos desem-barcaron en Inglaterra; el resto debió volver a Alemania, donde murieron en los campos de exterminio.Ahora, por lo menos tenemos un paraguas, en cualquier even-tualidad Israel por lo menos nos recibirá, tendremos adónde ir. Me siento realmente identificado y seguro con este respaldo. Cuando en 1992 volaron la Embajada de Israel y la AMIA en 1994, yo no estaba en el país, pero me pareció terrible. Ambos actos de terrorismo me estremecieron y al principio sentí que, otra vez, estábamos a merced de los atropellos contra los judíos.

la importancia de israel

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Además, me indigné porque algunos dijeron que había ocurrido la implosión de un arsenal, que las instituciones guardaban ar-mas y por eso habían estallado. Pero, por suerte existe Israel y así como lo agarraron a Eichmann y lo juzgaron, Israel tiene el brazo largo para hacer justicia. Al poco tiempo de estar yo en la Argentina hubo un considerable brote antisemita y los facinerosos pintaban esvásticas y consig-nas contra los judíos en colegios y sinagogas. Eso comenzó a fines de la década del ’50, cuando actuaba Tacuara

28 y torturaban

y mataban judíos29. Entonces, con unos amigos íbamos en auto a

ver si encontrábamos a algunos de estos tipos para enfrentarlos; nunca los hallamos, pero tampoco salíamos regularmente. No estoy pensando en que volverá a producirse una sistemática persecución a los judíos, pero creo que el antisemitismo es algo muy instalado. Siempre pienso que si el Holocausto pudo ocu-rrir en Alemania, el país de Goethe y de Heine, de los grandes compositores, la nación que parecía tan adelantada intelectual y científicamente, bien podría pasar en otro lado y la única garan-tía que tenemos los judíos es Israel. La maquinaria que inventó Hitler, y toda su camarilla, funcionó a la perfección y no solamente mató judíos; los nazis mataron a homosexuales, eslavos, gitanos, a muchos polacos, rusos. Es muy fácil perseguir a cualquier minoría, y no sólo a los judíos, y su-cedieron y suceden matanzas en otras partes del mundo. ¿Acaso

[28] El Movimiento Nacionalista Tacuara fue una organización católica naciona-lista de ultraderecha, que actuó con métodos terroristas entre1955 y 1965. [29] El secuestro y tortura (tajearon su cuerpo) de Graciela Sirota, en 1962, y la

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los turcos no mataron a un millón y medio de armenios?30 ¿Y

los hutus no mataron a los tutsis?31 Si el genocidio fue posible

en Alemania, en África, puede suceder que a Chávez32, el amigo

latinoamericano de Ahmadinejad33, mañana se le ocurra empren-

derla contra los judíos. Pero, la dimensión del Holocausto es incomparable por la in-dustrialización del exterminio hacia la totalidad de un pueblo, por el solo hecho de nacer judío, y porque en su planificación se incluyó un premeditado intento de encubrir el crimen. El Holo-causto es excepcional por persistir en la degradación sistemática del judío, negándole su condición humana. El título del primer libro autobiográfico de Primo Levi lo explica todo: Si esto es un hombre. Con él, también me pregunto ¿éramos hombres los que, desgraciados, arrastrábamos nuestras existencias hambreadas, enfermas, castigadas, explotadas? No es teoría, lo percibí en mi propia piel, en mi propia alma, los nazis nos consideraban me-nos que insectos y ese es un dolor que me vuelve. Asimismo, cuando hay un gobierno o poder asesino, lo que inte-resa a la mayoría es lo mismo que me importaba a mí: sobrevivir. ¿Qué pasaba acá cuando los militares estaban matando militan-tes, terroristas, estudiantes, y otros? Todos miraban para otro lado. Yo no sabía exactamente, aunque algo suponía porque tenía la oficina en la calle Balcarce al 800, a dos cuadras de Garay y Paseo Colón donde había enormes galpones. Era un lugar extra-

muerte del militante comunista Raúl Alterman, en 1964, nunca fueron aclaradas.[30] Los armenios fuero asesinados, entre 1915 y 1917, por los turcos en lo que era el Imperio Otomano.

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ño siempre vallado y custodiado por uniformados34; después ellos

destruyeron todo. Yo también sabía sobre las desapariciones for-zadas de personas porque mi sobrina fue secuestrada, pero mi-llones de personas o no sabían o no querían saberlo.No creo que el mundo haya sentido el dolor de las víctimas ni de los sobrevivientes, a la gente no le gusta escuchar cosas tris-tes. Creo que pocas personas conocen el Holocausto, lo sabe la comunidad judía y muy pocos más, y tampoco interesa mucho. Creo que la democracia es el antídoto contra el odio y el ra-cismo, democracia es convivencia. Cuando hay democracia, el sectarismo existente no progresa, los brotes antisemitas, los neonazis prosperan en los regímenes autoritarios.Además de las preguntas de mi nieta Sofía, la aparición pública en la Argentina del obispo católico negacionista Richard Williamson

35

me decidió a escribir mis memorias. Hasta hace poco no tenía cabal idea de la necesidad e importancia de mi testimonio para contribuir a mantener vivo el recuerdo de lo ocurrido.

[31] Extremistas hutus asesinaron a más de 800.000 tutsis y hutus moderados en 1994, en Ruanda, África. [32] Hugo Chávez, presidente de la República Bolivariana de Ve-nezuela. [33]Mahmoud Ahmadinejad, presidente de la República Islámica de Irán.

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Desde mi liberación varios interrogantes permanecieron en mi cabeza, aún cuando yo no los atendiese explícitamente. ¿Quedó alguien vivo entre mis parientes directos de Tarnow después

de los campos de extermi-nio? Siempre pensé que no y, lamentablemente, acerté.

La abuela, los tíos y primos, mis padres y mi hermano, que fue-ron internados en el ghetto o deportados a los campos de con-centración fueron todos asesinados. De mi familia, soy el único sobreviviente de Auschwitz-Birkenau.Pero, inadvertidamente para mí, también sobrevivió, trabajando como mano de obra esclava, un primo hermano austriaco, chico como yo, que durante la guerra malvivió en Bruselas. Él, Manfred Amos Hollander, es hijo de Samuel Hollander, hermano de mi padre, quien junto a su hermana Hanna, se radicaron definitiva-mente en Viena después de la Primera Guerra MundialDurante años recurrí a todos los entes especializados buscando pistas de mis parientes entre las víctimas de la Shoá y dejando mis señas. En agosto de 1999 llené, en Buenos Aires y en caste-llano, tres “hojas de testimonio” de Iad Vashem, para inscribir a mi padre Josef, mi madre Hania Eisen, y mi hermano Edward entre los mártires, y en la loca esperanza de que alguien supiera algo de tíos y primos. Siete años después, en 2006, recibí una carta de Eyal Hollander

mazal tov

[34] Era un centro clandestino de detención conocido como Club Atlético; fue destruido y ahora excavado y recuperado como un espacio para la memoria, con esculturas e instalaciones.

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desde Israel enviada a un departamento de mi propiedad, cuyo teléfono está en la guía y a mi nombre, diciendo que estaba ha-ciendo un árbol genealógico de la familia Hollander y que encon-tró un testimonio mío en el Museo del Holocausto de Jerusalén. Deseaba conectarse conmigo para ver si éramos parientes. Nos comunicamos, pero se me hacía difícil porque no hablo hebreo ni inglés. En septiembre de 2008 viajé a Tel Aviv y nos encontra-mos en el Hilton, donde nos hospedábamos con Any; se tomó el trabajo de venir con una traductora. Los parientes de Eyal eran de Tarnow y pensó que quizás teníamos algún vínculo, charla-mos y le conté algunos recuerdos familiares, que coincidan con los suyos; nos invitó a la casa de su cuñado para celebrar Rosh Hashaná. Fue una cena muy agradable. Eyal se portó maravillo-samente bien y, por los datos que ambos aportamos, al fin con-cluyó que su bisabuelo y mi abuelo podrían ser la misma perso-na, porque ¿cuántos hojalateros de apellido Hollander hubo en Tarnow en la misma época? Me instó a hacerme una muestra de ADN e incluso me pasó una dirección de correo electrónico de la compañía en los Estados Unidos donde él hizo el suyo.Una vez me encontré en Miami con un Hollander, un señor muy bien cuyos padres eran también de Polonia, pero no de Tarnow, y tratamos de ver si estábamos relacionados, pero no encontra-mos ningún parentesco. Así que yo estaba de acuerdo con reali-zarme un estudio de ADN.

[35] Sus declaraciones y su presencia en la Argentina, de la que fue expulsado, se conocieron a partir de enero 2009.

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Pasaron unos meses y finalmente el 24 de abril de 2009 solicité por mail hacerme el estudio; a las tres semanas me llegó un estuche (un kit) con hisopos para la extracción de saliva y tubos de vidrio en donde guardar las muestras, junto a precisas instrucciones para poder hacerlo yo mismo; a mi turno, envié también por correo las muestras. Alrededor de un mes y medio después me llegaron unos códigos para que yo por mail pudiera ver los resultados. Me co-muniqué con Eyal y me envió los suyos, cotejamos los resultados y con inmensa alegría confirmamos nuestro parentesco. Su padre y yo somos primos hermanos y Eyal es mi sobrino. “Mazal Tov”

36,

me escribió el 23 de julio de 2009, desde Israel. Fue Eyal quien, como ya dije, me aportó nombres que yo tenía borrados. Ingeniero nacido en Israel, me contó su historia, que completa la mía. Hermano más pequeño de mi padre, su abuelo Samuel (n. 1900) se casó con Sali Silberschein en Viena en 1926, donde tuvieron a Melita Hollander (n. 1934) y Manfred Hollan-der (n. 1928), el padre de Eyal, que al llegar a Israel comenzó a usar el nombre Amos. El pasado 27 de julio, Eyal me contó sobre su familia, mi familia: “Justo antes de la guerra, después de Kristallnacht

37 (La noche de

los cristales), mi padre Amos fue enviado a Bélgica a través de un Kindertransport

38.

“Sus padres lo siguieron unos meses después e intentaron ir a los Estados Unidos para unirse con la familia de su madre; no

[36] Mazal Tov, expresión que en hebreo se traduce como “buena fortuna” y se la suele utilizar para desear “felicidades”; frase incorporada al idish como Mazel Tov. [37] Po-grom en la noche del 9 al 10 de noviembre de 1938, cuando los judíos de ciudades

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pudieron y se quedaron en Bruselas hasta que los nazis (Bélgica fue invadida en 1940) los capturaron y fueron enviados junto a Melita a Auschwitz el 31 de julio de 1943; el tren llegó al campo de concentración el 3 de agosto de 1943”.En su emocionante carta, Eyal me contó las peripecias de su pa-dre: “A quien los nazis le dieron una tarjeta de ‘judío útil’ y, así, se encontró viviendo solo a los 14 años y trabajando en una industria llamada Lustra, una especie de fábrica tipo Schindler que producía abrigos de piel para el ejército alemán. De alguna manera, la comu-nidad judía de Bélgica permaneció activa y organizada durante la guerra, así que después de la liberación cuidaron de los niños judíos, incluyendo a mi padre, que se unió al movimiento juvenil sionista Gordonia

39 e hizo aliá en septiembre 1945; se quedó en un kibbutz

hasta 1947, cuando, con 19 años, se sumó a la policía británica hasta la guerra de independencia, cuando se hizo soldado. Después trató de encontrar su camino y se convirtió en marino, luego se estableció de a poco. Conoció a mi madre y se casaron en 1955, vivieron en Haifa y formaron una familia. Tengo dos hermanos menores, Yaron y Shlomó, y, a su vez, todos nosotros tenemos hijos”. Con pesar Eyal, me informó que, desafortunadamente, mi pri-mo hermano se encuentra enfermo y no puede disfrutar estas revelaciones. Pero, por otra increíble casualidad, Manfred Amos en su niñez y temprana juventud era conocido como Freddy, igual que mi querido amigo Freddy Ortiz.

alemanas y austriacas fueron perseguidos (y algunos asesinados) por multitudes y por militantes nazis que los golpearon salvajemente y atacaron sus propiedades, volando en mil pedazos vidrieras de negocios, ventanas de consultorios y puertas de casas.

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A través de la reciente y numerosa correspondencia con Eyal es que descubrí a otros parientes, los descendientes de Hanna, la hermana mayor de mi padre. Casada con Moshé Gross, vivieron en Viena y también murieron en el Holocausto. Sus hijos Netty, Jaím y Malka (Malwin) Gross alcanzaron a emigrar a Israel an-tes de la guerra y así salvaron sus vidas; primos hermanos míos, sólo queda Malka, que a los 91 años ya comprende poco. Netty tuvo a su hija Ruthi Badrian, que vive en Berlín. Malka tiene a Edna Seinfeld que le dio tres nietas y un bisnieto en Israel; todos parientes míos reencontrados. “En 1947, 1948, los primos de mi padre lo reconocieron en Israel y fue Netty, la mayor de ellos, quien se ocupó de él”, concluye Eyal.Con mi padre, los hermanos Hollander fueron siete y todos mu-rieron en la Shoá. Ahora tengo noticias sobre cuatro de ellos, mi padre, Hanna, Samuel, Beile Erna. Conozco los nombres de los tres restantes –Leon, Heinrich y Adolf–, pero aunque recuerdo que to-dos tuvieron hijos, no conozco más nada. Eyal me contó que halló mis “hojas de testimonio”, cuando Iad Vashem puso en internet su base de datos, y que me encontró así: “Tu testimonio me pareció que tenía concordancia con lo que yo ya sabía, a través de Malka y de Jaím, ya que mi padre borró casi todas sus memorias de la guerra, aunque de cuando en cuando hablaba un poco y contestaba algunas preguntas de ese tiempo que vivió, a los 14 y 15 años, en la Bélgica ocupada.

[38] Nombre informal de un programa de rescate de niños judíos de países ocupados por los nazis, entre 1938 y 1940, que llevó a miles de pequeños refugiados a Gran Bretaña, a Bélgica.

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Dos años después de haber descubierto tu testimonio conseguí las direcciones de los Hollander que figuraban en Buenos Aires, envié cinco cartas y me contestaste solamente vos. Las coinci-dencias entre varios detalles –el hojalatero, los encuadernadores de libros y fabricantes de cajas–, junto al hecho de que no sos un Cohen, me convencieron de que éramos parte de una misma familia. La prueba de ADN lo corroboró”. El entusiasmo de Eyal por la búsqueda de nuestros ancestros lo lle-vó a encontrar vertientes inesperadas de nuestros orígenes; somos Levi (Levitas) y, además, pertenecemos a un grupo genético es-pecial, que quizá incluya raíces sefardíes, pero eso es parte de otra fascinante historia, que me contará Eyal personalmente, cuando venga a la Argentina para la celebración de mis 80 años.

[39] Movimiento mundial fundado en 1925 en Polonia, llevó el nombre de Aarón David Gordon, filósofo del sionismo laborista.

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El escribir este libro fue un proceso doloroso, pero necesité enfrentar el olvido. Relaté algunas situaciones duras con brutal honestidad, no tuve otra manera de lidiar con cuestiones que sobrepasan la imagi-

nación, con la inhumanidad de Auschwitz-Birkenau.En realidad, siempre compa-

ro lo que me sucede con la tragedia que viví. Por más que me la haya “olvidado”, eso siempre está. Ya hace tiempo que no tengo pesadillas, aunque recuerdo un sueño recurrente que tenía aún en Checoslovaquia. En el sueño, me estaba por arrollar un tanque alemán y, justo cuando me estaba atropellando, yo no podía correr, y me despertaba bañado en sudor.El campo de concentración afecta a las personas de diferentes for-mas, hay quienes quedaron perturbadas mentalmente, se volvieron egoístas, misántropos, vivieron como si siguieran confinados, no pudieron hacer nada con sus vidas, conozco uno que peleaba con sus hijos, hubo otros generosos como Julio Gotlib. Muchos hicieron exactamente lo opuesto a lo que padecieron, en la convicción de que no podemos exponer a otros a la maldad a la que fuimos sometidos nosotros, que soporté yo, que sufrí tanto. Volví a reír. Tuve una muy buena cuna y creo que la educación, el amor y la rectitud que me dieron mis padres me ayudaron muchísimo para ser quien soy. No creo que el chico que fui durante los peores años de mi vida, entre 1941 y 1945, tenga algo para reprocharme, si sé que está contento porque, por fin, puedo dejar mi historia como legado.

FIN

conclusión

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imágenes recuperadas

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Julius, Noemí, Edward, Eduardo. Visita de los primos argentinos Noemí y Eduardo a Tar-now en 1935. Esta es la única foto existente de Edward Hollander y de Julius, de pequeño.

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Libre, y tras haberse recuperado del hambre y las enfermedades, Julius con el uniforme de prisionero, 1945.

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David Goldstein y Julius, compañeros de infortunio, ya repuestos en Liberec, 1946.

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Tía Hela Eisen en Tarnow, dos años antes de emigrar a la Argentina, 1927.

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Tío Ignacio Eisen con su esposa Herma en la Argentina, 1963.

Tía Hela Eisen en Tarnow, dos años antes de emigrar a la Argentina, 1927.

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Los primos Julius, Eduardo, Noemí, Danek y Julio, en Miramar, 1948.

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Martín y Julius con la perra Friné, en Pilar, c. 1968.

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Julius y Martín contentos en Buenos Aires, 1969.

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Julius y Martín contentos en Buenos Aires, 1969. Any y Julius en Punta del Este, 1983.

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Julius y el esperado reencuentro con David Goldstein y señora en Rimini, 1983.

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Julius bailando con Any en el festejo de sus 70 años, 1999.

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Julius y su familia en Rosh Hashaná 5770, Buenos Aires (septiembre, 2009).

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Mi agradecimiento a Any, que me acompañó

y sostuvo durante la escritura del libro, a mi

familia, a mis parientes Silberstein y Cantis,

por sus recuerdos e imágenes, así como a Eyal

Hollander por su persistencia en encontrar

nuestro parentesco.

J. H.