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CASA DE MUÑECAS HENRIK IBSEN

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CASA DE MUÑECAS HENRIK IBSEN

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Casa de muñecas henrik ibsen

PRÓLOGO.

HENRIK IBSEN: RETRATISTA PSICOLÓGO Y FOTÓGRAFO SOCIAL ENTRE LOS CALIFICATIVOS MÁS habituales que ha recibido el dramaturgo noruego Henrik Johan Ibsen, está el de “Padre del teatro contemporáneo”. Y es que a partir del estreno de sus obras más conocidas, Ibsen fue consolidando temas dramáticos y formas teatrales que con los años se convertirían en la manera más característica de hacer teatro. Incluso muchos historiadores de la literatura hablan de un “antes” y un “después” de Ibsen.

Su teatro de personajes con perfiles sicológicos definidos, la crítica social y moral que lleva envuelta su propuesta, la utilización del Realismo como manera de aproximarse al individuo y a la sociedad, fueron elementos tan fuertes y de tal repercusión en el teatro de fines del siglo pasado y comienzos de éste, que a partir de sus obras una nueva época había nacido para la escena occidental. El éxito y el reconocimiento le sobrevinieron a Ibsen en vida, popularizándose en Noruega y Europa su figura de rostro enfurruñado y de profusas patillas, ojo atento para poner en tela de juicio al mundo de su tiempo.

Ibsen nació en el pequeño puerto de Skien, situado a 150 kilómetros de la capital de Noruega, Cristianía, actual Oslo. Su padre era un importante negociante que perdió su fortuna debido a reveses económicos, sumiéndose en una situación que le permitió dar educación a su hijo sólo hasta los quince años. A esa edad, Henrik se instaló en la ciudad costera de Grimstad, donde se desempeñó como aprendiz de farmacéutico. En el local de trabajo escribió sus primeros poemas y en 1841, a los 2l años, concluyó Catalina, su primera obra de teatro que no fue estrenada sino hasta 1881.

En 1850 se realizó su primera representación teatral, La tumba del guerrero, el mismo año en que reprobó su examen de ingreso a la universidad. En 1851, Ibsen hizo pública su simpatía por los movimientos nacionales y en esta perspectiva fundó, junto a dos amigos, la revista Andhrimner. Ese mismo año entró a trabajar como asistente en el primer Teatro Nacional Noruego, en la ciudad de Bergen, cargo en el que se mantuvo seis años. A partir de 1851, Ibsen llevó una vida particularmente activa. Se casó en 1858 con Susanna Thoresen con quien tuvo un hijo (Sigurd) al año siguiente. En esa época se dedicó casi exclusivamente a la actividad escénica, realizando giras por distintos países europeos, viendo teatro y estrenando producciones de su primera etapa, la mayoría en el teatro de Bergen. También editó profusamente libros con sus poemas, obras y polémicos ensayos. Pero son precisamente sus piezas teatrales las más negativamente tratadas por la crítica y el público, incluso en 1862, cuando publicó La comedia del amor -que sólo se estrenó en 1873-, Ibsen fue acusado de inmoral. Un profesor universitario propuso castigar públicamente al autor con una golpiza “a bastonazos”.

Su suerte comenzó a cambiar en los años siguientes, gracias a algunas obras que fueron bien recibidas en Noruega y Europa, como Brand y La coalición de los jóvenes. En 1871 fue condecorado por el gobierno de Dinamarca,

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convirtiéndose en un nombre relativamente conocido. A partir de ese momento, y gracias a los sucesivos y progresivos estrenos teatrales (Emperador y Galileo, Peer Gynt, Los guerreros de Helgoland y sobre todo Los pilares de la sociedad), se convirtió en un célebre dramaturgo que dejaba atrás tanto las penurias económicas como la crítica negativa. Su éxito definitivo -aunque no exento de un tono escandaloso- vino en 1879, para el estreno oficial de Casa de muñecas, en el Teatro Real de Copenhague, hasta ahora su creación m·s conocida. La mayoría de las capitales europeas lo representaban, en algunas de las cuales lbsen vivió, como Roma y Munich.

De una manera casi premonitoria, en 1899 publicó “Cuando los muertos despertamos”: al año siguiente sufrió un ataque de apoplejía que lo dejó imposibilitado de trabajar. Un segundo ataque al poco tiempo le produjo tal disminución física y mental, que hasta 1905 quedó confinado a una silla de ruedas, al cuidado de un enfermero y con una única distracción: mirar la vida callejera a través de los cristales de la ventana. Finalmente, postrado en su lecho, Ibsen murió en mayo de 1906. A sus funerales asistió el rey de Noruega, embajadores, miembros del Parlamento, representantes de la Iglesia y de los medios universitarios. Sus restos fueron depositados en un mausoleo especialmente construido para recibirlos.

Además de dramaturgo, hombre de teatro y escritor, Ibsen fue una figura pública, no sólo en su país, sino también en Europa. Y parte de ello se debió a que su espíritu inquieto y cuestionador absorbió los aires republicanos del mundo y los llevó a Noruega, una nación que había sido dominada durante 450 años por sus vecinos escandinavos, sin conocer la libertad. El Romanticismo alemán influyó fuertemente en su primera etapa, marcando sus escritos con proclamas de libertad. Todo ello le ganó un sitial polémico desde temprano entre sus contemporáneos, convirtiéndose con los años en alguien que influiría sobre la opinión pública. De allí su popularidad y el reconocimiento oficial que poco a poco fue ganando.

Habitualmente se distinguen tres etapas en Ibsen: una primera muy ligada al Romanticismo alemán, plena de mitologías, aires épicos y poéticos, fabuladora, más cerca de la fantasía que del Realismo, la segunda época -por la que es más conocido- está dominada por la crítica social y la postura ética frente a las corrupciones de su tiempo, iniciada por La coalición de los jóvenes; la tercera, en fin, está más cercana al simbolismo y al estudio del inconsciente, y ya se esboza en El pato salvaje y Rosmersholm.

De este período, su producción cumbre es Hedda Gabler, protagonizada por un mujer cercana al caso clínico, de reprimida vida emocional y ahogada por su doble temor al ridículo y el escándalo. Con esta obra, Ibsen condensó una de sus vertientes teatrales, el complejo retrato psicológico, que anunciaba a su vez los estudios sicoanalíticos iniciados por Sigmund Freud algunos años después: en 1895, Freud publica sus famosos Estudios sobre la histeria, que revolucionarán la medicina de su tiempo.

El paso entre la primera y la segunda etapa de la producción ibseniana se sitúa después del estreno del poema dramático Peer Gynt. A pesar de que hoy en

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día goza de popularidad, en su tiempo fue acerbamente criticada, por supuestas alusiones sumergidas que el dramaturgo habría deslizado en los parlamentos del conformista y acomodaticio personaje protagónico. Furioso por esta reacción, lbsen escribió a su amigo, colega y más tarde consuegro Björnstjerne Björnson: “La indignación multiplica mis fuerzas. ¿Quieren la guerra? ¡Les haré la guerra! Mi intención es ahora dedicarme a la fotografía. Haré posar a mis contemporáneos uno por uno frente a mí objetivo. Cada vez que me encuentre con un alma digna de ser retratada, no perdonaré ni un pensamiento ni una fugaz intención apenas enmascarada por la palabra”. El dramaturgo lo decía en un sentido real y en uno literario: efectivamente estudió el arte de la fotografía -que por aquellos años era aún incipiente- y llegó a dominarlo con eficacia; pero también, a partir de ese momento, sus preocupaciones se volcaron hacia el palpable mundo que le rodeaba y a retratar críticamente sobre el escenario a la sociedad de su tiempo.

Ibsen renunció entonces al teatro legendario y fantástico, a sus poéticas incursiones en la Historia, para abocarse a la composición de lo que se conoce como sus “Trece Dramas Burgueses”. En ellos se encargará de retratar la descomposición moral de la sociedad noruega, el proceso de su transformación en “un mundo de engaños y mentiras”, al influjo del desarrollo del capitalismo industrial.

Justamente en La coalición de los jóvenes narra la carrera pública y privada de un muchacho liberal, un “Peer Gynt metido a político”. En ella se pone en tela de juicio la carencia de valores morales y el egoísmo de la juventud acomodada, su oportunismo hipócrita y su vacío interno, apenas recubierto de un cierto brillo exterior. A partir de ese momento, también Ibsen emprende otra tarea que transformará el drama contemporáneo: el uso de una prosa cotidiana, en lo que definió como “el mucho más difícil arte de reproducir el genuino y llano lenguaje que se habla en la vida”. Asumió así el lenguaje de la clase media, postergando la riqueza “literaria”, pero llenándolo de significaciones y convirtiéndolo en un vehículo dramático elocuente y eficaz.

En su afán por retratar críticamente los males morales y la descomposición de la sociedad, Ibsen creó una de sus obras mayores y más representativas: Los pilares de la sociedad. En ella, tres importantes miembros de la comunidad -comerciantes y funcionarios gubernamentales- elaboran un plan para que la construcción del futuro ferrocarril sea hecha a través de unas tierras que les pertenecen, y no por el borde de la costa, como era lo correcto. Ello los beneficiará, al revalorizarse unos terrenos que acaban de adquirir a bajo precio. Lo interesante -y que no convierte a la obra en una mera denuncia- es que estos personajes disfrazan sus maniobras en decisiones políticas del más alto nivel, cuyos trascendentes objetivos, según proclaman, apuntan al bien de toda la sociedad. En Los pilares de la sociedad, Ibsen desliza una clara reflexión: en general, las mejorías del desarrollo tecnológico son aceptadas o rechazadas según la conveniencia de estos sectores de poder.

Aquí se arremete contra todas las instancias dominantes de la época, incluido el clero, y multiplica su denuncia: los comerciantes regentan una

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compañía naviera que despacha barcos en malas condiciones, muchos de los cuales naufragan, muriendo sus pasajeros. En este caso se refiere a hechos reales de su época: ya en 1868, el Parlamento inglés había tratado este tema, e incluso en Noruega existió un escándalo por un caso parecido, un año antes del estreno de la obra.

Escándalo también es el que aparece en una de sus piezas más combativas, Un enemigo del pueblo. Aquí se cuenta la historia del doctor Stockamann, quien se echa encima a toda su pequeña ciudad al pretender denunciar la polución de las aguas termales que constituyen el principal ingreso de aquélla, y donde se revelan otras corrupciones de la comunidad. A pesar de su carácter “panfletario”, la obra ha sobrevivido gracias a la singular fuerza, a la lucha entre la razón y la fuerza, entre el progreso y la inmovilidad, entre la honestidad y la hipocresía criminal.

Con estas creaciones, Ibsen fue cumpliendo su programa central: poner al descubierto la decadencia de un mundo que se asienta sobre las bases de la opresión y la mentira, los llamados “pilares de la sociedad”. En este sentido, el dramaturgo noruego se basaba en elementos de la historia universal que le tocaba vivir: a finales del siglo XIX crecía la llamada segunda Revolución Industrial, caracterizada por la urbanización y crecimiento del proletariado y la readecuación de las estructuras sociopolíticas.

Este enfoque de Ibsen modeló el carácter esencial de sus creaciones más importantes: el realismo crítico. Las dos vertientes que caracterizan su producción son, por un lado, el empleo de un conjunto de técnicas expositivas, de una serie de ilusiones interpretativas y escenográficas que contribuyen en el espectador a crear la sensación de “realidad”; y, por otro, la decisión de enjuiciar esa realidad, planteando de manera explícita los grandes problemas provocados por la sociedad europea de su época.

Así, a través de una rigurosa estructura en la que los personajes se presentan y debaten temas claves de su tiempo, queda vigorosamente retratada la “clase burguesa” de la época, o por lo menos aquélla dominada por la hipocresía social, la corrupción política, la organización patriarcal de la familia, la subordinación de la mujer y, en general, la incesante contradicción entre los principios morales que dicen sustentarse, y la existencia social concreta. El lenguaje no es ya el tono elevado del drama poético, sino el de la discusión racional y lógica. A pesar de ello, en los dramas de Ibsen nunca los personajes aparecen como muñecos inanimados cuya única función es exponer vicios sociales: la fina red de tejido psicológico, la trama argumental, los elementos simbólicos que tiñen la acción, la organización de la estructura dramática y la complejidad de las relaciones, constituyen un universo de variadas resonancias. Ello permite que hoy día se vean desde varias lecturas y perspectivas renovadas.

En su conjunto, la obra de Ibsen renegó del concepto romántico que dominaba en la época y propuso una estética distinta. Pero aunque este Realismo es notorio en gran parte de su producción también aparece moderadamente la tendencia Naturalista, que creció sobre todo en la narrativa de la época. En este concepto, el escritor era extremadamente detallista en su fijación científica para

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los tipos, caracteres y conflictos. Los naturalistas incluyeron en sus obras los conocimientos de su tiempo, fundamentalmente los relacionados con la Medicina y la Biología. En Ibsen, esta preocupación aparece en algunas ocasiones.

En Casa de muñecas, por ejemplo, está presente en el doctor Rank, quien morirá de una enfermedad hereditaria debido a los excesos en la comida y la bebida cometidos por su padre. En rigor, el avance de la ciencia contemporánea ha demostrado que tales excesos no necesariamente se manifiestan en los descendientes y en ningún caso de esa manera, y por ello este aspecto de la creación Naturalista que actualmente podría parecer ingenua. En todo caso, las obras de Ibsen que rozan este tema no vuelven esenciales las creencias naturalistas, sino que las transforman en metáforas de preocupaciones mayores.

Aunque su creación podría ser vista como la encarnación de postulados puramente “sociales”, en Ibsen domina la perspectiva individual, el deber de la persona para consigo misma. Aquí es preferente la tarea de autorrealización, la imposición de la propia naturaleza contra los prejuicios y los convencionalismos mezquinos y pasados de moda de la sociedad. En Europa se le veneró por ser una especie de “predicador moral”, de acusador apasionado y defensor imperturbable de la verdad, y sus obras no necesariamente tenían que encajar con un pensamiento caracterizado después como de “socialista”. De hecho, Ibsen no creía mucho en el dictado democrático de que las mayorías tenían la razón. Esta actitud solitaria aparece sintetizada en un parlamento de un enemigo del pueblo: “El hombre más fuerte del mundo es el que está más solo”. A pesar de que varias veces opinó que “as mayorías no tienen nunca la razón” la lectura de sus dramas arroja una postura que actualmente llamaríamos solidaria y humanista.

En efecto, sus creaciones son una mirada compasiva y defensiva del más caído y desposeído. Esta mirada aparece con inusitado vigor precisamente en su pieza más popular: Casa de muñecas. El argumento gira en torno a Nora, una encantadora y dichosa dueña de casa que al comenzar la acción se prepara a celebrar la Navidad junto a su marido Helmer y sus hijos. Por lo que los personajes comentan, atrás han quedado los días de oscuridad económica: restablecido Helmer de una dolencia, acaba de ser nombrado en un importante cargo en un banco. Sin embargo, un episodio del pasado sigue perturbando a Nora: cuando su marido estuvo enfermo, ella se vio en la obligación de obtener dinero prestado. A falta de otro recurso, falsificó la firma de su padre para conseguirlo. Poco a poco fue reduciendo su deuda y ahora puede cancelar el saldo final. Pero Krogstad, el hombre que le facilitó la suma, trata de extorsionarla para que convenza a su marido de que le dé un buen puesto en el banco.

Amenaza a Nora que si no consigue ese cargo, hará público el documento donde aparece la firma falsificada. Aunque al final Nora puede salvar la situación evitando que Helmer acceda al documento, deja que las cosas ocurran, esperando una comprensión de él: mal que mal, la acción de Nora estuvo encaminada a salvarle la vida. Al revés de ello, Helmer la acusa en los peores términos y le dicta una norma en la futura vida en común: la prohibición de

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educar a los hijos. Decepcionada, Nora, no acepta esa propuesta y decide irse de la casa para hacer una vida diferente. Todo concluye con su salida del hogar.

Casa de muñecas es una de las obras más estudiadas y analizadas del presente siglo, y normalmente centro de agudas polémicas, sobre todo en los años inmediatamente posteriores a su estreno. Habitualmente el debate se centra en la actitud de Nora, en su decisión de abandonar la familia para ser ella misma. Y aunque hoy en día esta decisión puede parecer más lógica, en la época del Ibsen se trató de algo insólito e inesperado. Con los años, el “noraísmo” se convirtió en bandera de lucha de los incipientes movimientos feministas de principios de este siglo.

Al margen de que efectivamente en su actitud hay una reivindicación de la mujer domesticada y puesta en calidad de adorno en el hogar, Casa de muñecas profundiza en el papel de Nora como persona: su salida del hogar es un intento de crecimiento como ser humano, una maduración que le otorgue su propia identidad. Porque en su casa ella no ha tenido ninguna función relevante ni motriz, sino puramente decorativa. Es una “ardillita”, una “alondra” o un “pajarillo azorado” -que trina, pero no habla-, una mujer hermosa que baila maravillosamente, que es divertida, una “locuela” irresponsable... Pero Nora ni siquiera tiene poder de decisión frente a las golosinas que puede o no comer.

Menos aún haber tomado la decisión de falsificar una firma para salvar al marido. En suma, Ibsen retrata aquí el papel normal que en aquella época se le asignaba a la esposa en un hogar acomodado: se trata de una “casa de muñecas”, habitada sólo por personajes inertes con los cuales los demás juegan, mera compañía pasiva, sin protagonismo efectivo y carente de comunicación. Tradicionalmente se ha indicado como clave en el teatro contemporáneo el momento en que Nora sale de la casa. En rigor, el instante más decisivamente dramático es cuando ella le dice a su esposo “Siéntate, Torvaldo; tenemos que hablar”. Allí se conoce realmente su estatura humana: Nora es una mujer que ha crecido y se ha desarrollado; su superficie de frivolidad y encanto es engañosa, ya que desplaza esa imagen primera por la de una mujer consciente, segura y reflexiva. Helmer, en cambio, asume en plenitud la filosofía de la época y la concepción que existía del hogar, y no varía en nada su pensamiento. Nora esperaba de él un milagro que nunca se produjo, lo que habla en forma elocuente -al revés de su esposa- de su carácter estático y convencional.

Una vez más Ibsen fotografía la mentira de la época, ya que queda en evidencia que el hogar de Nora y Helmer está construido sobre un engaño. Además de la rebelión de la mujer por la falsedad de su matrimonio, hay una protesta frente a las leyes que la condenan por la falsificación de un documento, habiendo de por medio una vida humana. “¡No tener derecho una mujer a evitar una preocupación a su padre anciano y moribundo, ni a salvar la vida a su esposo! ¡Eso no es posible!”, reclama Nora, a lo cual su esposo le responde con una frase convencional y descalificatoria: “Hablas como una chiquilla. No comprendes nada de la sociedad de que formas parte”.

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En fin, la incomprendida postura de Nora fue ganando terreno con los años, hasta convertirla con el tiempo en una contemporánea, figura decisiva de la dramaturgia universal, siempre representada, siempre comentada.

Juan Andrés Piña.

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Casa de muñecas henrik ibsen

CASA DE MUÑECAS.

Drama en tres actos.

PERSONAJES.

HELMER

NORA

IVÁN

BOB

EMMY

EL DOCTOR RANK

CRISTINA

KROGSTAD

MARIANA

ELENA

UN MOZO

La acción transcurre en Noruega, en casa de los señores Helmer.

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ACTO PRIMERO.

Sala decentemente amueblada pero sin lujo. Al fondo, dos puertas que conducen, la de la derecha al recibidor, y la de la izquierda, al despacho de HELMER. A la

izquierda, en primer término, una ventana, y en segundo término, una puerta. A la derecha, en primer término, una chimenea, y en segundo término, una puerta. Entre

las dos puertas del fondo, un piano. A la izquierda, cerca de la ventana, una mesa, un sillón y un pequeño diván. A la derecha, entre la chimenea y la puerta, una mesa pequeña y, a ambos lados de la chimenea, varias butacas. Un mueble con vajilla, un armario lleno de libros lujosamente encuadernados, grabados y algunos objetos de arte convenientemente distribuidos, completan el decorado de la escena, que debe

estar alfombrada. Es un día frío de invierno y en la chimenea arde un buen fuego.

ESCENA I.

Al levantarse el telón, suena un campanillazo en el recibidor. ELENA, que se encuentra sola, poniendo en orden los muebles se apresura a abrir la puerta

derecha, por donde entra NORA, en traje de calle y con varios paquetes, seguida de un MOZO con un árbol de Navidad y una cesta. NORA tararea mientras coloca los

paquetes sobre la mesa de la derecha. El MOZO entrega a ELENA el árbol de Navidad y la cesta.

NORA: Esconde bien el árbol de Navidad, Elena. Los niños no deben verlo hasta la noche, cuando esté arreglado. (Al mozo, sacando el portamonedas). ¿Cuánto le debo?

EL MOZO: Cincuenta céntimos.

NORA: Tome una corona. Lo que sobra, para usted. (El mozo saluda y se va. Nora cierra la puerta. Continúa sonriendo alegremente mientras se despoja del sombrero y del abrigo. Después saca del bolsillo un cucurucho de almendras y come dos o tres, se acerca de puntillas a la puerta izquierda del fondo y escucha). ¡Ah! Está en el despacho. (Vuelve a tatarear, y se dirige a la mesa de la derecha).

HELMER (Dentro): ¿Es mi alondra la que gorjea?

NORA (Abriendo paquetes): Sí.

HELMER: ¿Es mi ardilla la que alborota?

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NORA: ¡Sí!

HELMER: ¿Hace mucho tiempo que ha venido la ardilla?

NORA: Acabo de llegar. (Guarda el cucurucho de confites en el bolsillo y se limpia la boca). Ven aquí, Torvaldo; mira las compras que he hecho.

HELMER: No me interrumpas. (Poco después abre la puerta, y aparece con la pluma en la mano, mirando en distintas direcciones). ¿Comprado dices? ¿Todo eso? ¿Otra vez ha encontrado la niñita modo de gastar dinero?

NORA: ¡Pero, Torvaldo! Este a o podemos hacer algunos gastos más. Es la primera Navidad en que no nos vemos obligados a andar con escaseces.

HELMER. Sí... pero tampoco podemos derrochar...

NORA: Un poco, Torvaldo, un poquitín, ¿no? Ahora que vas a cobrar un sueldo crecido, y que ganarás mucho, mucho dinero...

HELMER: Sí, a partir de Año Nuevo; pero pasará un trimestre antes de percibir nada...

NORA: ¿Y eso qué importa? Mientras tanto se pide prestado.

HELMER: ¡Nora! (Se acerca a Nora, a quien en broma toma de una oreja. ¡Siempre esa ligereza! Supón que pido prestadas hoy mil coronas, que tú las gastas durante las fiestas de Navidad, que la víspera de año me cae una teja en la cabeza, y que...

NORA (Poniéndole la mano en la boca): Cállate, y no digas esas cosas.

HELMER: Pero figúrate que ocurriese. ¿Y entonces?

NORA: Si sucediera tal cosa... me daría lo mismo tener deudas que no tenerlas.

HELMER: ¿Y las personas que me hubieran prestado el dinero?

NORA: ¿Quién piensa en ellas? Son personas extrañas.

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HELMER: Nora, Nora, eres una verdadera mujer. En serio, mujer, ya sabes mis ideas respecto de este punto. Nada de deudas; nada de préstamos. En la casa que depende de deudas y préstamos se introduce una especie de esclavitud, cierta cosa de mal cariz que previene. Hasta ahora nos hemos hecho firmes, y seguiremos haciendo otro tanto durante el tiempo de prueba que nos queda.

NORA (Acercándose a la chimenea): Bien, como tú quieras, Torvaldo.

HELMER (Siguiéndola): Vamos, vamos, la alondra no debe andar alicaída. ¿Qué? ¿Ahora salimos con que la ardilla tuerce el gesto? (Abre su portamonedas). Nora, adivina qué tengo aquí.

NORA (Volviéndose con rapidez): Dinero.

HELMER: Mira. (Entregándole algunos billetes). ¡Dios mío! Hay muchos gastos en una casa cuando se acerca Navidad.

NORA (Contando): Diez, veinte, treinta, cuarenta; ¡gracias, Torvaldo! Con esto ya tengo para ir tirando.

HELMER: No habrá más remedio.

NORA: Se hará así, descuida. Pero ven aquí. Voy a enseñarte todo lo que he comprado, y ¡tan barato! Mira: un traje nuevo para Iván y, un sable; un caballo con una trompeta para Bob, y una muñeca con una cama para Emmy. Claro que es muy sencillo, porque en seguida se rompe. Y aquí, delantales y telas para las, muchachas. La buena Mariana merecía mucho más que esto, pero...

HELMER: Y en ese paquete, ¿qué hay?

NORA (Profiriendo un ligero grito): No, Torvaldo, eso no lo verás hasta la noche.

HELMER: Bien, bien. Pero dime, manirrotita, ¿qué te gustaría a ti?

NORA: ¡Bah! ¿Me preocupo acaso de mí?

HELMER: Lo creeré, si te empeñas. Vamos, dime algo que te tiente, una cosa razonable.

NORA: Realmente... no sé. Y eso que... oye, Torvaldo...

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Casa de muñecas henrik ibsen

HELMER: Veamos.

NORA (Jugueteando con los botones de la americana de Helmer, pero sin mirarlo): Si est·s decidido a regalarme algo, podrías... podrías...

HELMER: Vamos, acaba.

NORA (De un tirón): Podrías darme dinero, Torvaldo. ¡Oh!, poca cosa, aquello de que puedas disponer, con eso me compraría algo.

HELMER: Pero, Nora...

NORA: ¡Vaya que sí! Lo vas a hacer, Torvaldito. Te lo ruego. Colgaré el dinero del árbol envuelto en un papel dorado muy bonito. ¿No hará buen efecto?

HELMER: ¿Cómo se llama el pájaro que está despilfarrando siempre?

NORA: Sí, sí, el estornino, ya lo sé. Pero haz lo que te digo, Torvaldo; así tendré tiempo para pensar en algo útil. ¿No es lo más razonable, di?

HELMER (Sonriendo): Si supieras emplear el dinero que te doy y comprar efectivamente alguna cosa, sí, pero desaparece en la casa, se evapora en mil pequeñeces, y luego tengo que volver a aflojar la bolsa.

NORA: ¡Qué cosas tienes, Torvaldo!

HELMER: Es la pura verdad, Norita mía. (Le rodea la cintura con un brazo). El estornino es muy precioso, pero necesita tanto dinero... ¡Es increíble lo que le cuesta a un hombre poseer un estornino!

NORA: ¡Anda! ¿Cómo te atreves a decir eso? Yo ahorro cuanto puedo.

HELMER: ¡Oh!, eso es indudable. Todo lo que puedes, sólo que no puedes nada.

NORA (Tarareando y sonriendo alegremente): ¡Si supieras tú cuántos gastos tenemos las alondras y ardillas!

HELMER: Eres una criatura original. Lo mismo que tu padre, quien lleno de celo y voluntad se afanaba para ganar dinero, y a ti, como a él, tan pronto como lo tienes, se te escurre de las manos y no sabes nunca a dónde va a parar. En fin,

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hay que tomarte como eres. Sí, sí, Nora, esas cosas son hereditarias, indudablemente.

NORA: Bien quisiera haber heredado muchas cualidades de papá.

HELMER: Yo te quiero como eres, querida alondra. (Pausa). Pero oye; te encuentro hoy no sé cómo... Tienes una cara así... un poco sospechosa.

NORA: ¿Yo?

HELMER: Sí, tú. Mírame bien a los ojos. (Nora mira a Helmer). ¿Habrá hecho esta locuela alguna escapatoria a la ciudad?

NORA: No. ¿Por qué dices eso?

HELMER: ¿De veras no has metido la nariz de golosa en la confitería?

NORA: No, te lo aseguro, Torvaldo.

HELMER: ¿No has olido siquiera los dulces?

NORA: Ni pensarlo.

HELMER: ¿No has probado dos o tres almendras?

NORA: ¡Que no! Torvaldo, te digo que no.

HELMER: Bien, mujer, bien; te lo digo en broma.

NORA (Acercándose a la mesa de la derecha): Ni en sueños podría ocurrírseme hacer nada que te desagrade. Puedes estar bien seguro.

HELMER: No, si lo sé. ¿No me lo has prometido?... (Aproximándose a Nora). Vamos, guárdate tus misterios de Navidad, que nosotros ya los sabremos esta noche, cuando se descubra el árbol.

NORA: ¿Has pensado en invitar a comer al doctor Rank?

HELMER: No, ni hace falta, puesto que ya lo sabe. Sin embargo, lo invitaré cuando venga. He encargado buen vino, Nora; no puedes tú figurarte la alegría y los deseos que tengo de que llegue la noche.

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NORA: Lo mismo que me pasa a mí. ¡Y qué alegría la que van a tener los niños, Torvaldo!

HELMER: ¡Ah! Es una delicia pensar que se ha llegado a una situación estable, asegurada, y se dispone con holgura de cuanto se necesita. ¿No es una dicha inmensa pensarlo?

NORA: ¡Oh! Es maravilloso. Parece un sueño.

HELMER: ¿Te acuerdas de la última Navidad? Tres semanas antes, te encerrabas todas las noches hasta más allá de las doce, a hacer flores para el árbol de Navidad y a prepararnos otras mil sorpresas... ¡Uf! Es la época más aburrida de que me acuerdo.

NORA: Pues yo no me aburría.

HELMER (Sonriendo): Sin embargo, el resultado fue bastante deplorable, Nora.

NORA: ¡Bueno! ¿Todavía vas a hacerme rabiar con eso? ¿Tengo yo la culpa de que entrara el gato y lo hiciese trizas todo?

HELMER: ¡Claro que no, Norita! ¿Cómo habías tú de tener la culpa? Tú tenías los mejores deseos de que nos divirtiéramos todos, y eso es lo importante. Pero bueno es que hayan pasado aquellos malos tiempos.

NORA: Es verdad; todavía no estoy bien convencida; ¡parece un sueño!

HELMER: Ahora ya no me aburriré encerrado a solas, ni tú tendr·s que atormentar tus hermosos ojos y tus lindas manitas.

NORA (Batiendo palmas): No, ¿verdad que no, Torvaldo? ¡Qué gusto, Dios mío! (Toma del brazo a Helmer). Ahora voy a decirte cómo he pensado que nos arreglemos, después que pasen las Navidades... (Se oye llamar). Llaman. (Ordena la habitación). Vendrá alguien. ¡Qué fastidio!

HELMER (Disponiéndose para entrar al despacho): Si es una visita, acuérdate de que no estoy para nadie.

ESCENA II.

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ELENA (Desde la puerta de entrada): Señora, una dama desea verla.

NORA: Que pase.

ELENA (A Helmer): También ha venido el doctor.

HELMER: ¿Ha pasado a mí despacho?

ELENA: Sí, señor. (Helmer entra al despacho. La criada hace pasar a Cristina y después cierra la puerta).

ESCENA III.

CRISTINA (En traje de viaje. Tímidamente, con alguna perplejidad): ¡Buenos días, Nora!

NORA (Indecisa): Buenos días...

CRISTINA: ¿No me conoces?

NORA: Efectivamente... no sé... ¡Ah! Sí, me parece... (Lanzando una exclamación). ¡Cristina! ¿Eres tú?

CRISTINA: Sí, la misma.

NORA: ¡Cristina! ¡Y no te conocía! ¿Quién había de...? (Más bajo). ¡Has cambiado tanto!

CRISTINA: Es verdad. Como ya hace nueve... diez años cumplidos...

NORA: ¿De veras hace tanto tiempo que no nos vemos? Sí... sí, eso es. ¡Oh! Estos ocho años últimos ¡qué época tan feliz! ¡Si supieses!... ¿Conque te tenemos aquí? ¿Has hecho un viaje tan largo en pleno invierno? Se necesita tener valor.

CRISTINA: Pues ya lo ves; he llegado en vapor esta mañana.

NORA: Para pasar las Pascuas, naturalmente. ¡Qué alegría! ¡Bien nos vamos a divertir! Pero quítate el abrigo. No tendrás frío, ¿eh? (Ayuda a Cristina a quitarse el abrigo). ¡Aja! Ahora nos sentaremos junto a la chimenea cómodamente. Pero, no, siéntate en ese sillón; yo, en la mecedora; es mi sitio. (Le

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estrecha las manos.). Pues sí, ahora ya veo tu simpática cara... pero, al pronto... sabes... Sin embargo, estás un poco más pálida, Cristina... y... algo más delgada también.

CRISTINA: He envejecido mucho, mucho.

NORA: Sí, un poquitín, un poquitín quizá... pero no mucho. (Se detiene de repente, y añade en tono serio). ¡Oh! ¡Qué loca soy! Estoy aquí cotorreando mientras que... Mi querida y buena Cristina, ¿me perdonas?

CRISTINA: ¿Qué quieres decir, Nora?

NORA (Con dulzura): ¡Pobre Cristina! Te has quedado viuda.

CRISTINA: Sí, hace tres años.

NORA: Lo sabía; lo leí en los periódicos. ¡Oh! Puedes creerme, Cristina, pensé muchas veces escribirte entonces... pero lo iba dejando de un día para otro, y luego siempre había algún impedimento.

CRISTINA: Eso no me sorprende.

NORA: Pues está muy mal hecho. ¡Pobre amiga! ¡Por qué trances has debido pasar! ¿No te ha quedado con qué vivir?

CRISTINA: No.

NORA: ¿E hijos?

CRISTINA: Tampoco.

NORA: ¿Nada, entonces?

CRISTINA: Nada; ni siquiera duelo en el corazón, ni una de esas penas que absorben.

NORA (Con mirada de incredulidad): A ver, a ver, Cristina, ¿cómo puede ser eso?

CRISTINA (Sonriendo amargamente y alisándose el cabello con una mano): Eso ocurre con frecuencia, Nora.

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NORA: Sola en el mundo. ¡Qué pena debe ser para ti! Yo tengo tres chicos hermosos. Ahora no puedes verlos, porque han salido con la niñera. Vamos, cuéntamelo todo.

CRISTINA: Después. Primero, tú.

NORA: No, a ti te toca hablar. Hoy no quiero ser egoísta... no quiero pensar más que en ti. Sólo una cosa deseo decirte enseguida. ¿Sabes la felicidad que hemos tenido en estos días?

CRISTINA: No, ¿qué es?

NORA: Calcula que han nombrado a mi marido director del Banco.

CRISTINA: ¿A tu marido? ¡Oh! ¡Qué suerte!

NORA: ¿Verdad? ¡Es una situación tan precaria la de un abogado, sobre todo cuando no quiere encargarse más que de causas buenas! Y eso era, naturalmente, lo que hacía Torvaldo, y con lo que estoy absolutamente de acuerdo. ¡Figúrate si estaremos contentos! Empezará a desempeñar el cargo en Año Nuevo, y entonces tendrá un buen sueldito con multitud de utilidades, lo que nos permitirá vivir de otra manera que hasta aquí... Completamente a nuestro gusto. ¡Oh, Cristina! ¡Qué dicha y qué placer! Cree que es una delicia tener mucho dinero y estar libre de preocupaciones. ¿No te parece?

CRISTINA: Indudablemente. Por lo menos, debe ser una cosa excelente tener lo necesario.

NORA: No, lo necesario nada más no, sino mucho, muchísimo dinero.

CRISTINA (Sonriendo): Nora, Nora, ¿todavía no has aprendido a ser juiciosa a estas fechas? En el colegio eras una derrochadora.

NORA (Sonriendo dulcemente): Torvaldo supone que lo soy todavía. Pero (amenazando con el dedo) ¡Nora, Nora! No es tan loca como creéis. ¡Ah! La verdad es que hasta aquí no he tenido mucho que derrochar. Hemos necesitado trabajar los dos.

CRISTINA: ¿Tú también?

NORA: Sí, menudencias: labores de mano, de gancho, bordados, etc. (Cambiando de tono). Y además, otra cosa. Sabes que Torvaldo dejó el ministerio

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cuando nos casamos, porque no tenía posibilidad de ascender y necesitaba ganar más dinero que antes. El primer año tuvo un trabajo terrible. Figúrate: tenía que trabajar desde la mañana hasta la noche. Como abusó de sus fuerzas, cayó gravemente enfermo, y los médicos le prescribieron que se marchara al Sur.

CRISTINA: Cierto, pasaron un año en Italia.

NORA: Sí. Como comprendes, no era muy fácil ponerse en camino... Acababa de nacer Iván; pero no hubo más remedio. ¡Oh! ¡El viaje fue una maravilla, la cosa más hermosa! ¡Y salvó la vida a Torvaldo! ¡Pero el dinero que nos costó, Cristina!

CRISTINA: Ya lo supongo.

NORA: Mil doscientos escudos... cuatro mil ochocientas coronas. ¡Es algún dinero, eh!

CRISTINA: Sí, y no es poca suerte tenerlo cuando hace falta.

NORA: Nos lo dio papá.

CRISTINA: ¡Ah, ya! Y, si mal no recuerdo, fue precisamente poco antes de morir.

NORA: Sí, Cristina, precisamente entonces, y, como comprenderás, no pude ir a acompañarlo. Esperaba de un día para otro el nacimiento de Iván, ¡y el pobre Torvaldo moribundo, y necesitando que lo cuidase! ¡Mi buen papá! No volví a verlo. ¡Oh! ¡Es la pena más cruel que he tenido que sufrir desde mi matrimonio!

CRISTINA: Ya sé que lo querías mucho. ¿De modo que después se fueron a Italia?

NORA: Sí, teníamos el dinero, y los médicos lo recomendaban tanto... Marchamos al cabo de un mes.

CRISTINA: ¿Y tu marido volvió completamente repuesto?

NORA: Sí; fue un milagro.

CRISTINA: ¿Y... ese médico?

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NORA: ¿Qué quieres decir?

CRISTINA: Recuerdo que la criada anunció al doctor, dejando pasar a un caballero al mismo tiempo que a mí.

NORA: En efecto, aquél era el doctor Rank. No viene como médico, sino como amigo, y nos visita una vez al día por lo menos. No, Torvaldo no ha tenido la más ligera indisposición desde entonces. Los niños también se encuentran sanos y frescos, y yo lo mismo. (Se levanta de un salto y palmotea). ¡Dios mío, Dios mío, Cristina, qué delicia y qué bendición vivir y estar contentos! ... ¡Ah!, pero es una vergüenza... no hablo más que de mí. (Se sienta en un taburete al lado de Cristina, en cuyas rodillas se recuesta). ¿No lo tomarás a mal? Dime: ¿de veras no amabas a tu marido? Entonces, ¿por qué te casaste con él?

CRISTINA: Mi madre estaba enferma, me encontraba sin apoyo, y además tenía que cuidar a mis hermanitos. No me creí con derecho a rehusar el matrimonio.

NORA: Sí, sí, actuaste perfectamente. ¿De modo que era rico cuando se casó?

CRISTINA: Por lo menos vivía muy desahogado; pero su fortuna era poco sólida, y a su muerte, se fue todo al diablo, sin quedar nada.

NORA: ¿Y entonces?

CRISTINA: Me vi obligada a buscar una ocupación. Regenté un modesto colegio... ¡qué sé yo! Los tres últimos años no han sido para mí más que un largo día de trabajo sin reposo. Ahora todo ha concluido, Nora. Mi pobre madre no me necesita ya; la he perdido: mis hermanos, tampoco, porque ya pueden subvenir a sus necesidades por sí mismos.

NORA: ¡Qué alivio debes sentir!

CRISTINA: No, Nora, hago una vida insoportable. ¡No tener nadie a quién consagrarse! (Se levanta inquieta). Así es que no he podido permanecer allá, en aquel rincón escondido. Aquí debe ser más fácil absorberse en una ocupación, distraerse de los pensamientos... Si fuese siquiera lo bastante afortunada para encontrar una colocación, trabajo de oficina...

NORA: ¿Piensas en eso? ¡Un trabajo tan fatigoso, y tú que necesitas descanso! Más te valdría ir a algún balneario.

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CRISTINA (Acercándose a la ventana): Yo no tengo un papá que me pague el viaje.

NORA (Levantándose.): ¡Vamos! No te enojes conmigo.

CRISTINA: Tú eres la que no ha de enfadarse conmigo, querida Nora. Lo peor que tiene una situación como la mía es que agria tanto el carácter... No se tiene a nadie por quien trabajar y, a pesar de todo, hay que ganarse la subsistencia: ¿no es preciso vivir? Esto la hace a una egoísta. ¿Qué quieres que te diga? Cuando me contaste hace un momento el cambio de fortuna, me he alegrado por mí más que por ti.

NORA: Pues ¿cómo?... ¡Ah!, bueno... ya comprendo. Te habrás dicho que Torvaldo puede serte útil.

CRISTINA: Sí, lo he pensado.

NORA: Pues lo será, Cristina. Yo prepararé el terreno con mucha delicadeza, idearé alguna cosa grata que predisponga bien a Torvaldo. ¡Oh!, ¡tengo tantas ganas de ayudarte!

CRISTINA: ¡Cuánto te agradezco esa solicitud, Nora!... Más meritoria en ti que no conoces las miserias y los sinsabores de la vida.

NORA: ¿Yo?... ¿Crees eso?

CRISTINA (Sonriendo): ¡Por Dios! Laborcitas de mano y monerías por el estilo... Eres una niña, Nora.

NORA (Moviendo la cabeza y atravesando la escena): No hables con esa ligereza.

CRISTINA: ¿Cómo?

NORA: Eres como los demás. Todos creen que no valgo para nada serio...

CRISTINA: Vamos, vamos...

NORA: Que no conozco las dificultades de la vida.

CRISTINA: Pero, querida Nora, acabas de contarme tus dificultades...

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NORA: ¡Bah! ... ¡Esas bagatelas! ... (En voz baja). No te he contado lo principal.

CRISTINA: ¿Qué dices?

NORA: Me miras desde la cumbre de tu grandeza, Cristina, y no deberías hacerlo. Tú estás orgullosa de haber trabajado tanto por tu madre.

CRISTINA: No miro a nadie desde la cumbre de mi grandeza, aunque es verdad que me satisface, y me enorgullece, haber contribuido a que mi madre pasara tranquilamente los últimos días de su vida.

NORA: Y te enorgullece también pensar lo que has hecho por tus hermanos.

CRISTINA: Tengo derecho.

NORA: Así lo creo; pero voy a decirte una cosa, Cristina. Yo también tengo un motivo de alegría y de orgullo.

CRISTINA: No lo pongo en duda. Explícate.

NORA: Habla más bajo, no sea que Torvaldo nos oiga. Por nada del mundo querría que él... No debe saberlo nadie, Cristina; nadie más que tú.

CRISTINA: Nadie lo sabrá por mí.

NORA: Acércate más. (Atrayéndola a su lado). Sí... Escucha... yo también puedo estar orgullosa y satisfecha. Yo fui quien salvé la vida de Torvaldo.

CRISTINA: ¿Salvar?... ¿Cómo salvar?

NORA: ¿Te he hablado del viaje a Italia, no es verdad? Torvaldo no viviría a estas horas si no hubiera podido ir al Sur...

CRISTINA: Bien, pero tu padre les dio el dinero necesario.

NORA (Sonriendo): Sí, eso es lo que cree Torvaldo y todo el mundo, pero...

CRISTINA: ¿Pero?

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NORA: Papá no nos dio un céntimo. Yo fui la que conseguí el dinero.

CRISTINA: ¿Tú? ¿Una cantidad tan importante?...

NORA: Mil doscientos escudos. Cuatro mil ochocientas coronas.

CRISTINA: ¿Cómo te las arreglaste?... ¿Ganaste en la lotería?

NORA (Desdeñosamente): ¿La lotería? (Con un ademán de desdén). ¿Qué mérito tendría eso?

CRISTINA: Entonces, ¿de dónde lo sacaste?

NORA (Sonriendo con aire de misterio y tarareando): ¡Ejem! ¡Ta-ra-ra-la!

CRISTINA: Prestado no era fácil que lo tuvieras nunca.

NORA: ¿Por qué no?

CRISTINA: Porque una mujer casada no puede tomar dinero a préstamo sin el consentimiento de su marido.

NORA (Moviendo la cabeza): ¡Oh! Cuando se trata de una mujer algo práctica... de una mujer que sabe manejarse con destreza...

CRISTINA: Nora, por más que me devano los sesos, no se me ocurre cómo...

NORA: No es necesario que te tomes esa molestia. Nadie dice que me prestaran el dinero; pero pude adquirirlo de otro modo. (Se deja caer en el sofá). He podido recibirlo de un admirador... ¿Qué?... Cuando se es pasablemente bonita...

CRISTINA: ¡Qué loca eres!

NORA: Confiesa que tienes una curiosidad terrible.

CRISTINA: Dime, querida Nora, ¿no habrás obrado a la ligera?

NORA (Irguiéndose): ¿Es una ligereza salvar la vida al marido?

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CRISTINA: Lo que me parece una ligereza es que a sus espaldas...

NORA: La cuestión era que no supiera nada. ¡Por Dios! ¿No comprendes? Se trataba de que no conociera la gravedad de su estado. A mí es a quien dijeron los médicos que estaba en peligro, y que no podía salvarse más que pasando una temporada en Italia. ¿Crees que podía ser muy escrupulosa? Le contaba lo que me gustaría ir a viajar por el extranjero como las demás mujeres; lloraba, suplicaba y le decía que era preciso que se hiciera cargo de mi estado y que cediera a mi deseo; en fin, le insinué que podría tomar dinero a crédito. Entonces, Cristina, le faltó muy poco para irritarse, y me contestó que era una loca, y que su deber de marido era no someterse a mis caprichos. “Bueno, bueno”, dije para mí, “se salvará, cueste lo que cueste”. Entonces fue cuando se me ocurrió el medio de obtener dinero.

CRISTINA: ¿Y a tu marido no le dijo tu padre que el dinero no procedía de él?

NORA: Jamás. Papá murió a los pocos días. Yo había pensado confesárselo todo y rogarle que no me traicionara; pero ¡estaba tan enfermo! ¡Ay! No tuve que dar ese paso.

CRISTINA: ¿Y después no has revelado nada a tu marido?

NORA: ¡No, santo Dios! ¡Qué desatino! ¡A él, tan severo respecto de ese punto! Y luego que, con su amor propio de hombre, se le haría muy cuesta arriba. ¡Qué humillación ¡Saber que me debía algo! Eso hubiera transformado todas nuestras relaciones; nuestra vida doméstica, tan venturosa, no sería ya lo que es.

CRISTINA: ¿Y no le hablarás de eso nunca?

NORA (Reflexionando y sonriendo a medias): Quizá... con el tiempo; después que pasen muchos, muchos años, cuando ya no sea yo tan bonita como ahora. ¡No te rías! Quiero decir: cuando Torvaldo no me ame ya tanto, cuando ya no disfrute viéndome bailar, disfrazarme y declamar. Bueno será quizá tener entonces algo a que asirse... (Deteniéndose). ¡Bah! Ese día no llegará nunca... Conque, Cristina, ¿qué té parece mi gran secreto? También yo sirvo para algo... Puedes creer que este asunto me ha preocupado mucho. ¡Caramba! No era fácil cumplir a plazo fijo, porque has de saber que en estos negocios hay una cosa llamada los vencimientos y otra la amortización; y todo es endiabladamente difícil de arreglar. He tenido que ahorrar en todo. De los gastos de la casa no podía economizar mucho, pues Torvaldo tenía que vivir cómodamente. Los niños tampoco podían andar mal vestidos y todo lo que recibía para ellos, en ellos debía gastarse. ¡Angelitos míos!

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CRISTINA: ¡De manera que todo lo has tenido que sacar de tus gastos personales!

NORA: Naturalmente. Al fin y al cabo, no era más que justicia. Siempre que Torvaldo me daba dinero para mis gastos, sólo invertía la mitad; compraba siempre de lo barato. Es una suerte que todo me quede bien, porque así Torvaldo no ha advertido nada. Pero a veces me es duro, Cristina: ¡halaga tanto ir elegante! ¿No es verdad?

CRISTINA: ¡Ya lo creo!

NORA: Cuento aún con otros ingresos. El invierno último tuve la suerte de encontrar trabajo: escritos para copiar. Entonces me encerraba y escribía hasta hora muy avanzada de la noche. ¡Oh! Me fatigaba muchísimo; pero era un gusto trabajar para ganar dinero. Casi me parecía que era hombre.

CRISTINA: ¿Cuánto has podido ganar de ese modo?

NORA: No lo sé exactamente. Es muy difícil desenredarse en esta clase de asuntos. Lo único que puedo decirte es que he pagado cuanto me ha sido posible. Muchas veces no sabía ya a dónde volver los ojos. (Sonríe). Y entonces se me ocurría pensar que un viejo muy rico se había enamorado de mí...

CRISTINA: ¡Qué! ¿Qué viejo?

NORA: ¡Tonterías!... Que se moría, y que, al abrir el testamento, se leía en letras muy gordas: “Lego toda mi fortuna a la encantadora señora de Helmer”.

CRISTINA: Pero, querida Nora, ¿qué viejo es ése?

NORA: ¡Dios mío!, ¿no comprendes, mujer? No hay tal viejo; es una idea que se me ocurría siempre qué no veía manera de adquirir dinero. En fin, ahora todo eso me es completamente indiferente. El viejo puede estar donde se le antoje, porque me tiene sin cuidado él y su testamento. (Se levanta con viveza). ¡Dios mío!, ¡qué gozo pensarlo! Poder estar tranquila, completamente tranquila, jugar con los niños, arreglar bien la casa, con gusto, ¡cómo a Torvaldo le gusta tenerla! ¡Luego vendrá la primavera y el hermoso cielo azul! Quizá podamos viajar entonces. ¡Volver a ver el mar! ¡Oh! ¡Qué felicidad vivir y estar contentos! (Llaman).

CRISTINA (Levantándose): Llaman. ¿Debo irme?

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NORA: No, quédate, no espero a nadie; probablemente será alguien que pregunta por Torvaldo.

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ESCENA IV.

ELENA (Entrando): Perdone usted, señora... Hay un caballero que desea hablar al abogado...

NORA: Querrás decir al director del Banco.

ELENA: Sí, señora, al director; pero, como está el doctor ahí dentro... no sabía...

KROGSTAD (Presentándose): Soy yo, señora. (Elena sale. Cristina se estremece, se turba y se vuelve hacia la ventana).

NORA (Adelantándose hacia él, turbada y a media voz): ¿Usted? ¿Qué sucede? ¿Qué tiene usted que decir a mi marido?

KROGSTAD: Deseo hablarle de asuntos relativos al Banco. Tengo allí un empleíto y he oído decir que su esposo va a ser nuestro jefe...

NORA: Es cierto.

KROGSTAD: Asuntos de negocios, señora, nada más que eso.

NORA: Entonces, tómese la molestia de entrar en el despacho. (Le saluda con indiferencia, cerrando la puerta del recibidor, y después se acerca a la chimenea).

ESCENA V.

CRISTINA: Nora... ¿Quién es ese hombre?

NORA: Es un abogado que se llama Krogstad.

CRISTINA: ¡Ah!, él es...

NORA: ¿Lo conoces?

CRISTINA: Lo conocí hace muchos años. Fue procurador en casa durante algún tiempo.

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NORA: Precisamente.

CRISTINA: ¡Ha cambiado mucho!

NORA: Creo que fue muy desgraciado en el matrimonio.

CRISTINA: Ahora es viudo, ¿verdad?

NORA: Sí, con muchos hijos. ¡Eh!, me estoy achicharrando. (Cierra la estufa y separa la mecedora).

CRISTINA: Dicen que se ocupa en toda clase de negocios.

NORA: ¿Sí? Es posible; no sé... Pero no hablemos de negocios; es una cosa muy fastidiosa...

ESCENA VI.

RANK (Saliendo del despacho de Helmer, y dejando entreabierta la puerta): No, no; no quiero estorbarte; voy a ver a tu esposa un momento. (Cierra la puerta y repara en Cristina). ¡Ah, perdón! También aquí estorbo.

NORA: Nada de eso... (Haciendo las presentaciones). El doctor Rank; la señora viuda de Linde.

RANK: Ese nombre se pronuncia con frecuencia en esta casa. Creo haber pasado delante de usted al subir la escalera.

CRISTINA: Sí, yo tardo en subir, porque me fatigo.

RANK: ¿Está usted indispuesta?

CRISTINA: Sólo me encuentro fatigada.

RANK: ¿Nada más? ¿Entonces viene usted a descansar aquí, probablemente, corriendo de fiesta en fiesta?

CRISTINA: He venido a buscar trabajo.

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RANK: ¿Será ése un remedio eficaz contra el exceso de fatiga?

CRISTINA: No, pero es necesario vivir, doctor.

RANK: Sí, es una opinión general: se cree que la vida es una cosa necesaria.

NORA: ¡Oh doctor! Tengo la seguridad de que usted tiene también mucho apego por la vida.

RANK: Vaya si lo tengo. Mísero y todo como soy, tengo decidido empeño en sufrir el mayor tiempo que pueda. A mis clientes les ocurre lo propio. Y lo mismo opinan los que padecen achaques morales. En este momento acabo de dejar uno en el despacho de Helmer, un hombre en tratamiento; hay hospitales para enfermos de esa índole.

CRISTINA (Con voz sorda): ¡Ah!

NORA: ¿Qué quiere usted decir?

RANK: ¡Oh! Hablo del abogado Krogstad, a quien usted no conoce. Está podrido hasta los huesos y, sin embargo, afirma, como cosa de la mayor importancia, que es necesario vivir.

NORA: ¿De veras? ¿De qué hablaba con Helmer?

RANK: A ciencia cierta, no lo sé. Lo único que he oído es que se trataba del Banco.

NORA: Yo no sabía que Krog... que el señor Krogstad tuviera que ver con el Banco.

RANK: Sí, se le ha dado una especie de empleo. (Dirigiéndose a Cristina). No sé si también allá, entre ustedes, existe esa especie de hombres que se afanan en desenterrar podredumbres morales, y, en cuanto encuentran un enfermo, lo ponen en observación, proporcionándole una buena plaza, mientras los sanos se quedan fuera.

CRISTINA: Hay que confesar que los enfermos son los que más cuidados necesitan.

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RANK (Encogiéndose de hombros): Bien dicho. Es una manera de convertir a la sociedad en hospital. (Nora, que ha permanecido abstraída, rompe a reír, batiendo palmas). ¿Por qué se ríe usted? ¿Sabe siquiera lo que es la sociedad?

NORA: ¿Y quién habla de la inaguantable sociedad de usted? Me reía de otra cosa... una cosa tan graciosa... Dígame usted, doctor... ¿todos los que tienen empleos en el Banco serán, en lo sucesivo, subordinados de mi esposo?

RANK: ¿Es eso lo que la divierte a usted?

NORA (Sonriendo y tarareando): No haga usted caso. (Da vueltas por la habitación). ¡Pensar que nosotros... que Torvaldo tenga ahora influencia sobre tanta gente! Realmente es muy divertido y me parece increíble. (Saca del bolsillo el cucurucho de almendras). ¿Quiere usted almendras, doctor?

RANK: ¡Hola! ¿Almendritas? Creía que eso era contrabando aquí.

NORA: Sí, pero éstas me las ha dado Cristina.

CRISTINA: ¿Yo?

NORA: Vamos, vamos, no te asustes. Tú no podías saber que Torvaldo me ha prohibido comer dulces. ¡Bah! ... ¡Por una vez!... ¿Verdad, doctor?... ¡Tenga usted! (Le pone una almendra en la boca). Y tú también, Cristina. Yo comeré una muy pequeñina... dos a lo sumo. (Empieza a dar vueltas por la habitación otra vez). Pues, señor, soy inmensamente feliz. Sólo una cosa deseo todavía ardientemente.

RANK: Sepamos. ¿De qué se trata?

NORA: Una cosa que me entran ganas irresistibles de decir delante de Torvaldo.

RANK: ¿Y quién le prohíbe a usted decirla?

NORA: No me atrevo: es demasiado fea.

CRISTINA: ¿Fea?

RANK: Entonces, es preferible que se calle, pero a nosotros... ¿Qué es lo que tiene usted tanto deseo de decir delante de Torvaldo?

NORA: Tengo unos deseos atroces de gritar: ¡rayos, truenos, huracanes!

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RANK: ¡Qué loca es usted!

CRISTINA: Vamos, Nora...

RANK: Pues grite usted; aquí está.

NORA (Escondiendo las almendras): ¡Chis, chis! (Sale Helmer del despacho, con un abrigo en el brazo y el sombrero en la mano).

ESCENA VII.

NORA (Adelantándose hacia él): ¿Qué? ¿Has logrado echar a la calle a ese señor?

HELMER: Sí, acaba de marcharse.

NORA: ¿Permites que te presente? Es Cristina, que ha venido de fuera.

HELMER: ¿Cristina? Usted perdone, pero no sé...

NORA: La señora de Linde, querido, la señora Cristina de Linde.

HELMER: ¡Ah! Perfectamente. ¿Una amiga de la infancia de mi mujer, acaso?

CRISTINA: Sí, señor; nos conocimos en otro tiempo.

NORA: Y ya ves, ha hecho este viaje tan largo para hablar contigo.

HELMER: ¿Cómo?

CRISTINA: No sólo para eso...

NORA: Cristina, para que lo sepas, entiende mucho de trabajos de oficina y, además, tiene grandes deseos de ponerse a las órdenes de un hombre superior y de adquirir aún más experiencia.

HELMER: Muy bien pensado, señora.

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NORA: Así es que, cuando supo por los telegramas de los periódicos que te habían nombrado director del Banco, se puso en camino... ¿Verdad, Torvaldo, que harás algo en favor de Cristina por complacerme? ¿Verdad?

HELMER: No es absolutamente imposible. ¿La señora es quizá viuda?

CRISTINA: Sí.

HELMER: ¿Y usted está acostumbrada a trabajar en oficinas?

CRISTINA: Sí, bastante.

HELMER: Entonces es muy probable que pueda proporcionar a usted una plaza.

NORA (Aplaudiendo): ¡Lo ves!

HELMER: Llega usted en buena ocasión, señora.

CRISTINA: ¿Cómo agradecer a usted...?

HELMER: ¡Oh! No hablemos de eso. (Se pone el abrigo). Pero hoy tendrá usted que disculparme.

RANK: Espera, que yo también me voy. (Recoge su cuello de pieles del recibidor y lo calienta en la chimenea).

NORA: No tardes mucho, Torvaldo.

HELMER: Una hora solamente.

NORA: ¿Te vas tú también, Cristina?

CRISTINA (Poniéndose el abrigo): Necesito ir a buscar un alojamiento.

HELMER: Podemos ir juntos una parte del camino.

NORA (Ayudándola): ¡Qué fastidio que estemos tan estrechos!... Nos es completamente imposible...

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CRISTINA: ¿En qué piensas, mujer? Hasta la vista, querida Nora, y gracias.

NORA: Hasta luego, porque esta noche vendrás, ¿no es cierto? Y usted también, doctor. ¿Cómo? Siempre que se sienta bien. ¡Claro que se sentirá bien!... ¿Va usted a excusarse? Se arropa usted. (Se van hablando por la derecha. Se oyen voces de niños en la escalera).

NORA: ¡Ya están aquí, ya están aquí! (Corre a abrir, y aparece Mariana con los niños).

ESCENA VIII.

NORA: ¡Entren, entren! (Besa a los niños). ¡Oh! ¡Cielos míos! ¡Mira, Cristina! ¿No es verdad que son muy preciosos?

RANK: No os quedéis ahí al aire.

HELMER: Vamos, señora de Linde; para quien no es madre, quedarse ahora con Nora sería insoportable. (El doctor Rank, Helmer y Cristina bajan la escalera. Entra Mariana con los niños. Nora lo hace después de cerrar la puerta).

ESCENA IX.

NORA: ¡Qué caritas tan animadas y tan frescas tienen! ¡Qué mejillas tan sonrosadas! Parecen manzanas y rosas. (Todos los niños le hablan a la vez hasta el fin de la escena). ¿Se divirtieron mucho? Muy bien. ¡Anda! ¿Conque tú has tirado del trineo llevando a Emmy y a Bob? ¿Es posible? ¡A los dos! ¡Ah! Eres un valiente, Iván... ¡Oh! Déjamela un momento, Mariana. ¡Muñequita mía! (Toma a la niña menor y baila con ella). Sí, sí, mamá va a bailar con Bob también. ¿Cómo? ¿Han hecho bolas de nieve? ¡Oh! ¡Lo que hubiera dado por estar a su lado! No, déjame, Mariana. Voy a desvestirlos yo. Déjame, mujer. ¡Si es tan divertido! Entra ahí entretanto. Tienes cara de frío. En la cocina hay café caliente para ti. (Mariana se va por la puerta de la izquierda. Nora despoja a los niños de los abrigos y de los sombreros, que va dejando desparramados. Los niños siguen hablando). ¡Imposible! ¿Que ha corrido detrás de ustedes un perrazo? Pero no mordía. No, los perros no muerden a los muñequitos preciosos como ustedes. ¡Eh! ¡Iván, cuidado con mirar los paquetes! No, no, que tienen dentro una cosa mala. ¿Qué? ¿Quieren jugar? Que se esconda primero Bob. ¿Yo? ¡Bueno, pues yo! (Nora y los niños se ponen a jugar, gritando y riendo. Al fin Nora se esconde debajo de la mesa. Llegan los niños a todo correr, y la buscan sin poder encontrarla; pero oyen su risa ahogada, se precipitan hacia el velador, levantan el tapete, y la

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descubren. Gritos de alegría. Nora sale a gatas, como para asustarlos. Nueva explosión de júbilo. Mientras tanto, han llamado sin que nadie responda. Se entreabre la puerta y aparece Krogstad. Espera un momento. El juego continúa).

ESCENA X.

KROGSTAD: Perdone usted, señora...

NORA (Lanza un grito y se levanta a medias): ¿Qué se le ofrece a usted?

KROGSTAD: Estaba entornada la puerta. Sin duda, habrán olvidado cerrarla.

NORA (Levantándose): Mi esposo no está en casa, señor Krogstad.

KROGSTAD: Ya lo sé.

NORA: Entonces... ¿qué desea usted?

KROGSTAD: Decirle una palabra.

NORA: ¿A mí?... (Aparta a los niños), Id con Mariana. ¿Qué?... No, él caballero de fuera no hará daño a mamá. Cuando se marche, seguiremos jugando. (Acompaña a los niños al aposento de la izquierda y cierra la puerta).

ESCENA XI.

NORA (Inquieta y agitada): ¿Usted quiere hablarme?

KROGSTAD: Sí, lo deseo.

NORA: ¿Hoy?... No estamos todavía a primeros de mes.

KROGSTAD: No, estamos en vísperas de Navidad, y de usted depende que estas Navidades le traigan alegrías o penas.

NORA: ¿Qué desea? Hoy me es realmente imposible...

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KROGSTAD: Por ahora no hablaremos de eso. Se trata de una cosa distinta. ¿Puede usted concederme un instante?

NORA: Sí... sí... aunque...

KROGSTAD: Bien. Cuando estaba yo sentado en el restaurante Olsen, vi pasar a su marido...

NORA: ¡Ah!

KROGSTAD: Con una señora.

NORA: Bueno. ¿Y...?

KROGSTAD: ¿Puedo preguntarle algo? Esta señora era la viuda de Linde, ¿no es cierto?

NORA: Sí.

KROGSTAD: ¿Acaba de llegar de fuera?

NORA: Hoy ha llegado.

KROGSTAD: ¿Es amiga suya?

NORA: Sí... pero no comprendo...

KROGSTAD: Yo también la traté en otra época.

NORA: Lo sé.

KROGSTAD: Está usted enterada. Lo suponía. ¿Entonces me permitirá que le pregunte si la señora de Linde espera obtener un puesto en el Banco?

NORA: ¿Cómo se atreve a preguntarme eso, señor Krogstad? ¿Usted, que es un subordinado de mi marido? Pero, ya que me lo pregunta, se lo diré. Sí, la señora de Linde tendrá un empleo en el Banco, y lo tendrá gracias a mí, señor Krogstad. Ahora ya lo sabe usted.

KROGSTAD: Acerté, pues.

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NORA (Paseando): ¡Eh! Una tiene alguna influencia y el ser mujer no quiere decir que... Cuando se ocupa una situación subalterna, señor Krogstad, habría que cuidarse para no herir a una persona que... ¡ejem!...

KROGSTAD: ¿Que tiene influencia?

NORA: Sí, señor.

KROGSTAD (Cambiando de tono): Señora, ¿tendría usted la bondad de usar su influencia en mi favor?

NORA: ¿Cómo? ¿Qué quiere decir?

KROGSTAD: ¿Querría tener la bondad de influir para que se me conserve mi modesto puesto en el Banco?

NORA: ¿Qué quiere usted decir? ¿Quién piensa en quitarle el empleo?

KROGSTAD: ¡Oh! Es inútil el disimulo. Comprendo muy bien que a su amiga no le agrade encontrarse conmigo, y ahora sé a quién debo mi cesantía...

NORA: Le aseguro a usted...

KROGSTAD: En fin, dos palabras: todavía es tiempo, y le aconsejo que use de su influencia para impedirlo.

NORA: Yo no tengo ninguna influencia, señor Krogstad.

KROGSTAD: ¿Cómo? Hace un momento decía lo contrario...

NORA: ¿Cómo puede usted creer que yo tenga semejante poder sobre mi marido?

KROGSTAD: ¡Oh! Conozco a su marido desde que estudiamos juntos, y no creo que el señor director del Banco sea más enérgico que otros hombres casados.

NORA: Si habla usted despreciativamente de mi marido, lo pongo en la puerta.

KROGSTAD: Es valiente usted.

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NORA: No le temo. Después de Año Nuevo me veré libre de usted.

KROGSTAD (Dominándose): Oiga bien, señora. Si es necesario, lucharé para conservar mi humilde empleo como si se tratase de una cuestión de vida o muerte.

NORA: Y lo es, evidentemente.

KROGSTAD: No es sólo por el sueldo; lo importante es otra cosa... que, en fin, voy a decirlo todo. Usted sabe, naturalmente, como todo el mundo, que yo cometí una imprudencia hace ya un buen número de años.

NORA: Creo haber oído hablar del asunto.

KROGSTAD: La cuestión no pasó a los tribunales; pero me cerró todos los caminos. Entonces emprendí la clase de negocios que usted sabe, porque era forzoso buscar alguna otra cosa, y me atrevo a decir que no he sido peor que otros. Ahora quiero abandonar estos negocios, porque mis hijos crecen y necesito recobrar la mayor consideración que pueda. El empleo del Banco era para mí el primer escalón, y ahora me encuentro con que su esposo pretende hacerme bajar de él para sepultarme nuevamente en el lodo.

NORA: Pero, por Dios, señor Krogstad, no puedo ayudarlo.

KROGSTAD: Lo que le falta es voluntad; pero tengo medios para obligarla.

NORA: ¿Va usted a decirle a mi marido que le debo dinero?

KROGSTAD: ¡Caramba! ¿Y si lo hiciera?

NORA: Sería una infamia. (Con voz llorosa). Ese secreto que es mi alegría y mi orgullo... Saberlo él de una manera tan villana... por usted. Me expondría a los mayores disgustos...

KROGSTAD: ¿Disgustos nada más?

NORA (Con viveza): O, si no, hágalo usted; usted perderá más, porque así sabrá mi marido qué clase de hombre es usted, y seguramente le dejará cesante.

KROGSTAD: Acabo de preguntar si no son más que disgustos domésticos los que usted teme.

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NORA: Si mi marido lo sabe, pagar, naturalmente, enseguida, y nos veremos libres de usted.

KROGSTAD (Dando un paso hacia ella): Oiga, señora... O usted no tiene memoria o apenas conoce los negocios, y es necesario que la ponga al corriente.

NORA: ¿De qué?

KROGSTAD: Cuando su esposo se encontraba enfermo, me pidió usted un préstamo de mil doscientos escudos.

NORA: No conocía a nadie más.

KROGSTAD: Yo le prometí proporcionarle el dinero.

NORA: Y me lo proporcionó.

KROGSTAD: Prometí proporcionárselo con ciertas condiciones; pero entonces estaba usted tan preocupada con la enfermedad de su esposo, y tan impaciente por tener el dinero para el viaje, que creo no se fijó mucho en los pormenores, y no debe extrañarle que se los recuerde. Pues bien, yo prometí proporcionarle el dinero mediante un recibo que escribí.

NORA: Sí, y que firmé.

KROGSTAD: Bien; pero más abajo añadí algunas líneas, según las cuales su padre garantizaba el pago. Esas líneas debía firmarlas él.

NORA: ¿Debía, dice? Lo hizo.

KROGSTAD: Yo dejé la fecha en blanco, lo cual significaba que su padre debía poner la fecha de la firma. ¿Se acuerda de eso?

NORA: Sí, creo, efectivamente...

KROGSTAD: Después entregué a usted el recibo para que lo enviara a su padre por correo. ¿No fue así?

NORA: Así fue.

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KROGSTAD: Como es de suponer, lo hizo usted enseguida, porque a los cinco o seis días me devolvió el pagaré con la firma de su padre, y entonces recibió usted el préstamo.

NORA: ¡Bueno, sí! ¿No he ido pagando puntualmente?

KROGSTAD: Con poca diferencia. Pero volviendo a lo que decíamos... aquéllos eran seguramente malos tiempos para usted, señora.

NORA: Sí, es verdad.

KROGSTAD: Creo que su padre estaba muy enfermo.

NORA: Moribundo.

KROGSTAD: ¿Murió poco después?

NORA: Si, señor.

KROGSTAD: Dígame, señora, ¿se acuerda usted por casualidad de la fecha de muerte de su padre?

NORA: Papá murió el 29 de septiembre.

KROGSTAD: Cierto. Me preocupé de averiguarlo. Y por eso no me explico (saca un papel del bolsillo)... cierta particularidad.

NORA: ¿Qué particularidad?

KROGSTAD: Lo que hay de particular, señora, es que su padre firmó el recibo tres días después de morir. (Nora guarda silencio). ¿Puede usted explicarme esto? (Nora sigue callando). Es también evidente que las palabras dos de octubre y el año no son de letra de su padre, sino de una letra que creo conocer. En fin, eso puede explicarse. Su padre se olvidaría de fechar y lo haría cualquiera antes de saber su muerte. La cosa no es muy grave, porque lo esencial es la firma. ¿Es auténtica realmente, verdad, señora? ¿Su padre fue el que escribió allí su propio nombre?

NORA (Después de un corto silencio levanta la cabeza y lo mira provocativamente): No, no fue él. Fui yo la que escribí el nombre de papá.

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KROGSTAD: ¿Usted comprende bien toda la gravedad de esa confesión?

NORA: ¿Por qué? Dentro de poco tendrá usted su dinero.

KROGSTAD: Permítame una pregunta. ¿Por qué no envió usted el recibo a su padre?

NORA: Era imposible: ¡estaba tan enfermo! Para pedirle la firma hubiera tenido que declararle el destino del dinero, y en la situación en que se encontraba no podía decirle que estaba amenazada la vida de mi esposo. ¡Era imposible!

KROGSTAD: En ese caso hubiera sido preferible desistir del viaje.

NORA: ¡Imposible! El viaje era la salvación de mi marido, y no podía renunciar a él.

KROGSTAD: Pero ¿usted no comprende el fraude que cometió conmigo?

NORA: No podía yo detenerme a reflexionar. ¡Bastante me cuidaba yo de usted, que me era insoportable por la frialdad con que razonaba a pesar de saber que mi marido estaba en peligro!

KROGSTAD: Señora, evidentemente usted no tiene una idea muy clara de la responsabilidad en que ha incurrido. Para que lo comprenda, sólo le diré que el hecho que ha acarreado la pérdida de mi posición social no era más criminal que ése.

NORA: ¿Usted quiere hacerme creer que ha sido capaz de hacer algo para salvar la vida de su esposa?

KROGSTAD: Las leyes no se preocupan de los motivos.

NORA: Entonces son bien malas las leyes.

KROGSTAD: Malas o no... si presento este papel a la justicia, será usted juzgada según ellas.

NORA: Lo dudo mucho. ¿No iba a tener una hija el derecho de ahorrar inquietudes y angustias a su anciano padre moribundo? ¿No iba a tener una esposa el derecho de salvar la vida de su marido? Puede que no conozca a fondo las leyes, pero tengo la seguridad de que en alguna parte se consignará que esas

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cosas son lícitas en determinadas circunstancias. ¿Y usted, que es abogado, no sabe nada de eso? Me parece poco experto como abogado, señor Krogstad.

KROGSTAD: Es posible; pero asuntos como los que tratamos reconocerá usted que los entiendo perfectamente. Y ahora, haga usted lo que guste; pero, si yo resulto arruinado por segunda vez, usted me hará compañía. (Saluda y se va).

ESCENA XII.

NORA (Reflexiona un momento; después mueve la cabeza): ¡Bah! ¡Pretendía asustarme! Pero no soy tonta. (Empieza a recoger las prendas de los niños, pero se detiene al cabo de un rato). ¡Sin embargo...! ¡No es posible! Habiéndolo hecho por amor...

LOS NIÑOS (En la puerta de la izquierda): Mamá, se ha ido ese señor.

NORA: Sí, sí, ya lo sé. Pero no hablen a nadie de ese señor. ¿Escucharon? ¡Ni a papá!

LOS NIÑOS: No, mamá. ¿Quieres jugar ahora?

NORA: No, no, ahora no.

LOS NIÑOS: ¡Ah! Lo habías prometido, mamá.

NORA: No puedo. Váyanse: estoy muy ocupada. Vayan, lindos niños. (Los acompaña con cariño y cierra la puerta).

ESCENA XIII.

NORA (Se sienta en el sofá, toma un bordado y da algunas puntadas, pero se detiene enseguida): ¡No! (Deja el bordado, se levanta, va a la puerta de entrada y llama). Elena, tráeme el árbol. (Se acerca a la mesa de la izquierda y abre el cajón). ¡No: es completamente imposible!

ELENA (Con el árbol de Navidad): ¿Dónde lo pondremos, señora?

NORA: Ahí, en el medio.

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ELENA: ¿Necesita algo más?

NORA: No, gracias; tengo lo que necesito. (Elena se va, después de dejar el árbol. Nora empieza a arreglarlo). Aquí hacen falta luces y aquí flores... ¡Infame hombre! ¡Tonterías! Todo eso no significa nada. Debe quedar bonito el árbol de Navidad. Yo quiero hacer todo lo que tú quieras, Torvaldo; bailaré por complacerte, cantaré... (Entra Helmer con un rollo de papeles debajo del brazo).

ESCENA XIV.

NORA: ¡Ah!... ¿Estás ahí?

HELMER: Sí. ¿Ha venido alguien?

NORA: ¿Aquí? No.

HELMER: ¡Es raro! He visto salir de casa a Krogstad.

NORA: ¡Ah! Sí; Krogstad ha estado aquí un momento.

HELMER: Lo adivino, ¿ha venido para suplicarte que hables en su favor?

NORA: Sí.

HELMER: Y que lo hicieras como cosa tuya, ocultándome que había venido. ¿No te ha pedido eso?

NORA: Sí, Torvaldo, pero...

HELMER: ¡Nora, Nora! ¿Y has podido actuar así? ¿Entablar conversación con semejante persona y hacerle una promesa? ¡Y, para colmo, mentirme!

NORA: ¿Mentir?...

HELMER: ¿No me has dicho que no había venido nadie? (La amenaza con el dedo). Eso no lo volverá a hacer mi pajarito cantor, ¿verdad? Las aves cantoras deben tener el pico puro y limpio para gorjear bien... sin desafinar. (La coge de la cintura). ¿No es verdad?... Sí, ya lo sabía yo. (La suelta). Y ni una palabra más respecto de este asunto. (Se sienta delante de la chimenea). ¡Qué bien se está aquí! (Hojea los papeles. Nora sigue adornando el árbol. Pausa).

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NORA: ¡Torvaldo!

HELMER: ¿Sí...?

NORA: Me alegro muchísimo de poder ir pasado mañana al baile de trajes de los Stenborg.

HELMER: Y yo estoy deseando saber qué sorpresa nos preparas.

NORA: ¡Oh! ¡Qué tontería!

HELMER: ¿Qué?

NORA: No encuentro un traje que valga la pena: todo es insignificante y absurdo.

HELMER: ¿Ahora sales con eso, Norita?

NORA (Detrás de la butaca, apoyando los codos en el respaldo): ¿Tienes mucho que hacer, Torvaldo?

HELMER: ¡Sí...!

NORA: ¿Qué papeles son ésos?

HELMER: Cosas del Banco.

NORA: ¿Ya...?

HELMER: He conseguido que los directores salientes me den plenos poderes para hacer todos los cambios necesarios en el personal y en la organización de las oficinas, y pienso dedicar la semana de Navidad a ese trabajo, porque quiero que todo quede arreglado para Año Nuevo.

NORA: Entonces, ¿es por eso por lo que el pobre Krogstad...?

HELMER: ¡Ejem!...

NORA (Pasándole la mano por la cabeza): Si no estuvieses tan ocupado, te pediría un favor muy grande.

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HELMER: Veamos. ¿Qué deseas?

NORA: No hay quien tenga tanto gusto como tú. ¡Deseo presentarme bien a ese baile!... Torvaldo, ¿no podrías decidir el traje que llevaré?

HELMER: ¡Vaya! La testarudita se declara vencida.

NORA: Sí, Torvaldo, no puedo decidir nada sin ti.

HELMER: Bien, bien, pensaré, idearé algo.

NORA: ¡Ah, qué bueno eres! (Vuelve al árbol de Navidad. Pausa). Pero di, ¿es realmente grave lo que ha hecho Krogstad?

HELMER: Ha cometido fraudes. ¿Sabes lo que quiere decir eso?

NORA: ¿No ha podido ser impulsado por la miseria?

HELMER: Sí, se obra muchas veces por ligereza, y no soy tan cruel que condene sin piedad a una persona por un solo hecho de esta índole.

NORA: No, ¿verdad, Torvaldo?

HELMER: Más de uno puede regenerarse, a condición de confesar su crimen y de sufrir la pena.

NORA: ¿La pena?

HELMER: Pero Krogstad no ha seguido ese camino. Ha tratado de salir del paso con astucia y habilidades, y eso es lo que lo ha perdido moralmente.

NORA: ¿Crees que...?

HELMER: Una persona así, con la conciencia de su crimen, tiene que mentir, disimular a todas horas y enmascararse hasta en el seno de la familia, delante de la esposa y de los hijos. Y eso, cuando se piensa en los hijos, es espantoso.

NORA: ¿Por qué?

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HELMER: Porque semejante atmósfera de mentira contagia con principios malsanos a toda la familia. Cada vez que respiran los hijos absorben gérmenes de mal.

NORA (Acercándose a él): ¿Es eso cierto?

HELMER: He tenido mil ocasiones de comprobarlo como abogado. Casi todas las personas depravadas han tenido madres mentirosas.

NORA: ¿Por qué madres, precisamente?

HELMER: Se debe a las madres con más frecuencia, aunque el padre, como es natural, haya obrado lo mismo. Todos los abogados lo saben perfectamente. A pesar de eso, Krogstad ha envenenado a sus hijos durante muchos años, con su atmósfera de mentira y de disimulo, y por eso lo creo moralmente perdido. (Le tiende las manos). Y he ahí por qué mi graciosa Norita ha de prometerme no hablar en favor suyo. Prométamelo. Vamos, ¿qué es eso? La mano. Así. Convenido. Te aseguro que me sería imposible trabajar con él, porque semejantes personas me producen gran malestar físico.

NORA (Retira la mano y se coloca en la parte opuesta del árbol): ¡Qué calor hay aquí! Y yo que tengo tanto que hacer...

HELMER (Levantándose y recogiendo los papeles): Necesito, repasar esto antes de comer. Después pensaré en tu traje. Es posible que tenga que colgar también alguna cosa en el árbol de Navidad, envuelta en papel dorado. (Poniéndole la mano en la cabeza). ¡Oh! Mi lindo pajarito cantor. (Entra en su despacho y cierra la puerta).

ESCENA XV.

NORA (En voz baja, después de una pausa): ¡No, no hay tal cosa! ¡Es imposible! ¡Tiene que ser imposible!

MARIANA (En la parte de la izquierda): Los niños se empeñan en entrar.

NORA: No, no, no, no los deje venir aquí. Vaya con ellos.

MARIANA: Está bien, señora. (Sale).

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NORA (Pálida de terror): ¡Depravar a mis niños!... ¡Envenenar el hogar! (Levanta la cabeza). No es cierto. ¡Es falso! ¡No puede ser cierto!

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ACTO SEGUNDO.

La misma decoración. En ángulo, junto al piano, está el árbol de Navidad, despojado ya de todos los adornos. Sobre el sofá, el sombrero, los guantes y el abrigo de

NORA.

ESCENA I.

NORA, yendo de un lado a otro con inquietud; al fin, se detiene junto al sofá, toma el abrigo, medita y vuelve a dejarlo.

NORA: ¡Alguien viene!... (Se dirige a la puerta y escucha). No, no hay nadie. No, no, no es para hoy, día de Navidad, ni mañana tampoco... Aunque es posible que... (Abre la puerta y mira hacia fuera). En el buzón tampoco hay nada; est· vacío. ¡Qué locura! No era seria la amenaza. No puede ocurrir semejante cosa. Tengo tres hijos. (Mariana entra por la izquierda con una caja grande de cartón).

ESCENA II.

MARIANA: Por fin encontré la caja del traje.

NORA: Está bien. Póngala sobre la mesa.

MARIANA (Lo hace): Quizá el traje no sirva como está.

NORA: ¡Ah! De buena gana lo haría mil pedazos.

MARIANA: ¡Ay, eso no! Puede arreglarse fácilmente; sólo se necesita un poco de paciencia.

NORA: Sí, iré a rogar a la señora de Linde que me ayude.

MARIANA: ¿Va a salir otra vez? ¿Con este tiempo tan malo? Se va a enfermar...

NORA: No sería lo peor que puede pasarme. ¿Qué hacen los niños?

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MARIANA: Los pobrecillos están jugando con los regalos de Navidad, pero...

NORA: ¿Hablan mucho de mí?

MARIANA: Están tan acostumbrados a no separarse de su mamá...

NORA: Sí, Mariana, pero, ya ve usted, a futuro no podré estar tanto con ellos.

MARIANA: Los niños se acostumbran a todo.

NORA: ¿Lo cree así? ¿Cree usted que si su mamá se marchara para siempre, la olvidarían?

MARIANA: ¡Dios mío! ¡Para siempre!

NORA: Dígame, Mariana... yo me he preguntado muchas veces una cosa. ¿Cómo tuvo usted valor para confiar su hijo a manos extrañas?

MARIANA: ¿Qué remedio me quedaba, teniendo que criar a Norita?

NORA: Sí, pero ¿cómo pudo usted decidirse?

MARIANA: ¡Como se trataba de un trabajo tan bueno! ¡Era mucha suerte para una muchacha que había tenido una desgracia! Porque el bribón no quería hacer nada en favor mío.

NORA: Seguramente su hija la habrá olvidado.

MARIANA: Ni pensarlo. Me escribió cuando fue su comunión, y luego, otra vez, cuando se casó.

NORA (Echándole los brazos al cuello): Mariana mía, usted fue una buena madre para mí, cuando yo era pequeña.

MARIANA: La pobre Norita no tenía más madre que yo.

NORA: Y si los niños llegaran a no tenerla tampoco, sé bien que usted... ¡Todo esto es hablar por hablar! (Abre la caja). Vaya usted con ellos. Yo tengo que... Ya verá usted qué hermosa me pongo mañana.

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MARIANA: En todo el baile no habrá otra más elegante que usted; eso es indudable. (Sale por la puerta de la izquierda).

NORA (Abriendo la caja, pero rechazándola enseguida): Si me atreviera a salir... Si tuviera la seguridad de que no vendrá nadie... Si supiera que no pasará nada en la casa mientras tanto... ¡Qué locura! No vendrá nadie. ¡Fuera pensamientos! Tengo que limpiar el chal. ¡Qué bonitos guantes! ¡A desechar estas ideas! Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis... (Lanza un grito). ¡Ah!, están ahí... (Intenta dirigirse a la puerta, y se queda indecisa. Entra Cristina, después de dejar el sombrero y el abrigo en el recibidor).

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ESCENA III.

NORA: ¡Ah! ¿Eres tú, Cristina? ¿No viene nadie más, verdad? ¡Qué oportunamente llegas!

CRISTINA: Supe que habías ido a buscarme.

NORA: Sí, pasaba precisamente por tu casa. Quería pedirte ayuda. Sentémonos en el sofá, y te diré de qué se trata. Mañana hay baile de trajes en el piso de arriba, en casa del cónsul Stenborg. Torvaldo desea que me disfrace de pescadora napolitana, y que baile la tarantela que aprendí en Capri.

CRISTINA: ¡Vaya! Vas a dar una función completa.

NORA: Sí, es deseo de Torvaldo. Aquí tienes el traje. Me lo mandó hacer Torvaldo; pero está tan estropeado que realmente no sé.

CRISTINA (Después de examinar el traje): Rápidamente se arregla. No tiene más que descosido el adorno por algunas partes. ¡Volando!, hilo y aguja. ¡Ah! Aquí hay de todo.

NORA: ¡Qué buena eres!

CRISTINA (Cosiendo): ¿Así es que te disfrazas mañana? Oye, vendré un momento a verte. ¡También yo!... No me he acordado de darte las gracias por la buena velada de ayer.

NORA (Levantándose y atravesando la habitación): Me parece que ayer no se estaba aquí tan bien como de costumbre. Debías haber llegado de fuera poco antes, Cristina... Torvaldo tiene la habilidad de hacer agradable la casa.

CRISTINA: Y tú también... no niegas que eres hija de tu padre. Pero, dime, ¿el doctor Rank continúa tan abatido como ayer?

NORA: No, ayer lo estaba más que de costumbre. El infeliz padece una afección terrible a la médula espinal. Su padre era un hombre repugnante, que tenía queridas y... todavía podría decirse algo más. Por eso él está enfermizo desde la infancia, como comprendes.

CRISTINA (Dejando caer la labor): Pero ¿quién te cuenta semejantes cosas, Nora?

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NORA: ¡Bah! ... Cuando una ha tenido tres hijos, recibe visitas de ciertas señoras que son medio médicas y cuentan muchas cosas.

CRISTINA (Reanuda la costura. Pausa): ¿Viene todos los días el doctor Rank?

NORA: Todos los días. Es nuestro mejor amigo. El doctor Rank es, por decirlo así, de la casa.

CRISTINA: ¿Es completamente sincero? Quiero decir... si es amigo de lisonjas.

NORA: Es todo lo contrario. ¿Por qué se te ocurre esa idea?

CRISTINA: Ayer, cuando me lo presentaste, aseguró que había oído aquí frecuentemente mi nombre, y, sin embargo, advertí luego que tu marido no tenía la menor noticia de mí. ¿Cómo se explica entonces que el doctor Rank haya podido...?

NORA: Tienes razón, Cristina. Torvaldo me ama extraordinariamente y quiere que yo sea sólo de él, como dice. Al principio le daba celos oírme hablar de las personas queridas que me rodeaban antes, y, por supuesto, me abstuve de hacerlo desde entonces, pero con el doctor Rank hablo a menudo de ellas. Le distrae oírme.

CRISTINA: Escúchame bien, Nora. Tú eres una niña en más de un sentido, yo tengo más edad que tú y alguna más experiencia y voy a darte un consejo a propósito del doctor Rank: te convendría poner fin a todo esto.

NORA: ¿Poner fin a qué?

CRISTINA: A muchas cosas. Ayer me hablabas de un adorador rico que deba proporcionarte dinero.

NORA: Es verdad; pero ese adorador no existe... por desgracia. ¿Qué otra cosa?

CRISTINA: ¿Es rico el doctor Rank?

NORA: Sí, tiene cierta fortuna.

CRISTINA: ¿Y familia?

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Casa de muñecas henrik ibsen

NORA: Ninguna; ¿pero...?

CRISTINA: ¿Y viene aquí diariamente?

NORA: Ya sabes que sí.

CRISTINA: ¿Y cómo comete esa falta de delicadeza un hombre caballeresco?

NORA: No te comprendo nada.

CRISTINA: No disimules, Nora. ¿Crees que no adivino a quién pediste los mil doscientos escudos?

NORA: ¿Estás loca? ¿Puedes creer de veras semejante cosa? ¡A un amigo, que viene aquí todos los días! ¡Sería una situación muy incómoda!

CRISTINA: Entonces, ¿de veras no es él?

NORA: ¡Claro que no! Ni un solo instante se me ha ocurrido semejante idea. Además, él no podía prestar dinero en aquella época: lo ha heredado después.

CRISTINA: Ha sido una suerte para ti, querida Nora.

NORA: No, mujer; jamás se me ocurriría la idea de pedir al doctor... Y eso que estoy segura de que si le pidiera...

CRISTINA: Pero, naturalmente, no lo harás.

NORA: Por supuesto. Tampoco creo que sea necesario; pero estoy segurísima de que si yo hablase al doctor Rank...

CRISTINA: ¿Sin saberlo tu esposo?...

NORA: Es necesario salir de esta situación. También yo di dinero sin que él lo supiera. Es preciso que esto concluya.

CRISTINA: Ya te lo decía ayer; pero...

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NORA (Yendo de un lado para otro): Un hombre puede resolver más fácilmente esta clase de asuntos que una mujer...

CRISTINA: Si hablas del marido, sí.

NORA: ¡Tonterías! (Se detiene). Cuando se ha pagado todo, ¿Se devuelve el recibo, no es eso?

CRISTINA: Naturalmente.

NORA: ¡Y puede romperse en mil pedazos y quemarse... el inmundo papel!

CRISTINA (La mira con fijeza; abandona la labor y se levanta lentamente): Nora, tú me ocultas algo.

NORA: ¿Me lo conoces en la cara?

CRISTINA: Desde ayer por la mañana ha ocurrido alguna cosa. Nora, dime de qué se trata.

NORA (Volviéndose hacia ella): ¡Cristina! (Escuchando). ¡Silencio! Torvaldo está ahí. Ve al cuarto de los niños. Torvaldo no puede ver coser. Di a Mariana que te ayude.

CRISTINA (Recogiendo parte de la labor): Bueno, pero no me iré hasta que me hayas contado todo francamente. (Mutis por la izquierda; al mismo tiempo entra Helmer por la puerta del recibidor.

ESCENA IV.

NORA (Yendo al encuentro de Helmer): ¡Con qué impaciencia te esperaba, querido Torvaldo!

HELMER: ¿Era la costurera?

NORA: No, era Cristina, que me está ayudando a arreglar el traje... ¡Ya verás qué impresión doy!

HELMER: Sí, he tenido una buena idea.

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NORA: ¡Magnífica! Pero también tengo el mérito de tratar de complacerte.

HELMER (Acariciándole la barbilla): ¿Mérito?... ¿Por complacer a tu marido? Vamos, vamos, loquilla, ya sé que no es eso lo que querías decir. Pero no quiero interrumpirte; tendrás que probarte el vestido, supongo.

NORA: ¿Y tú? ¿Vas a trabajar?

HELMER: Sí. (Enseña papeles). Mira. He ido al Banco. (Va a entrar en el despacho).

NORA: Torvaldo...

HELMER (Deteniéndose): ¿Decías...?

NORA: ¿Si la ardillita te suplicara encarecidamente una cosa...?

HELMER: ¿Que?

NORA: ¿La harías, di?

HELMER: Ante todo, necesito saber de qué se trata.

NORA: Si tú quisieras ser complaciente y amable, la ardillita brincaría y haría toda clase de monadas.

HELMER: Habla de una vez.

NORA: La alondra gorjearía en todos los tonos.

HELMER: La alondra no hace más que eso.

NORA: Bailaría para distraerte como las sílfides a la luz de la luna.

HELMER: Nora... ¿no será aquello de que hablaste esta mañana?

NORA (Acercándose): Sí, Torvaldo... ¡Hazme este favor!

HELMER: ¿Y tienes valor para volver a hablar de ese asunto?

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NORA: Sí, sí, tienes que acceder, deseo que Krogstad conserve su puesto en el Banco.

HELMER: Mi querida Nora, he destinado esa plaza a la señora de Linde.

NORA: Te lo agradezco mucho; pero, bueno, no tienes más que dejar cesante a otro en vez de Krogstad

HELMER: ¡Eso es una terquedad que pasa de la raya! Porque ayer hiciste irreflexivamente una promesa, quieres que...

NORA: No es por eso, Torvaldo. Es por ti. Me has dicho que ese hombre escribe en los peores periódicos... ¡Podrá hacerte daño! ¡Me inspira un miedo espantoso!

HELMER: ¡Oh! Ya comprendo... Te acuerdas de otras épocas y te asustas.

NORA: ¿A qué te refieres?

HELMER: Piensas evidentemente en tu padre.

NORA: Eso; sí. Acuérdate de todo lo que escribieron en los periódicos contra papá personas viles... y de todas las calumnias que lanzaron contra él. Creo que lo habrían destituido, de no haberte enviado a ti al ministerio para hacer el informe y de no haberte mostrado tan benévolo con él.

HELMER: Norita mía, existe una gran diferencia entre tu padre y yo. Tu padre no era funcionario inatacable; yo sí, y espero continuar siéndolo mientras conserve mi posición.

NORA: ¡Oh! ¡Quién sabe de lo que son capaces de inventar las malas lenguas! ¡Podríamos vivir tan bien, tan tranquilos, tan contentos, en nuestro apacible nido, tú, los niños y yo! Por eso te lo suplico con tanta insistencia.

HELMER: Pues precisamente por hablarme tú en su favor, me es imposible acceder. Ya se sabe en el Banco que Krogstad va a quedar cesante, y si ahora se supiera que la mujer del nuevo director le ha hecho cambiar de opinión...

NORA: ¿Qué?

HELMER: No, poco importa, naturalmente, con tal que tú te salgas con la tuya. ¿Puedes querer que me ponga en ridículo a los ojos de todo el personal?...

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¿O dar a entender que soy accesible a toda clase de influencias extrañas? Puedes estar segura de que no tardarían en dejarse sentir las consecuencias. Y además, hay otra razón que hace imposible la permanencia de Krogstad en el Banco mientras yo sea director.

NORA: ¿Cuál?

HELMER: En lo que respecta a su mancha moral... yo en rigor hubiera podido ser indulgente...

NORA: ¿Sí, verdad, Torvaldo?

HELMER: Sobre todo después de saber que es un buen empleado; pero lo conozco hace mucho tiempo. Es una de esas amistades de la juventud, contraídas a la ligera, y que después nos estorban frecuentemente en la vida. Para decírtelo francamente: nos tuteamos. Y ese hombre tiene tan poco tacto, que no disimula en presencia de otras personas, sino que, por lo contrario, cree que tiene derecho a usar conmigo de un tono familiar, y siempre está tú por arriba, tú por abajo . Te juro que eso me molesta mucho, y haría intolerable mi situación en el Banco.

NORA: Torvaldo, tú no lo dirás en serio.

HELMER: Sí. ¿Por qué no?

NORA: Porque sería un motivo mezquino.

HELMER: ¿Qué dices? ¿Mezquino? ¿Me juzgas mezquino?

NORA: No, al revés, querido Torvaldo, y por eso...

HELMER: Es lo mismo. Tú dices que son mezquinos mis motivos; por consiguiente, debo serlo yo. ¿Mezquino? ¿De veras? Es hora de terminar con esto. (Llamando). ¡Elena!

NORA: ¿Qué vas a hacer?

HELMER (Buscando entre los papeles): A tomar una resolución. (Entra Elena).

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ESCENA V.

HELMER: Tome usted esta carta. Salga enseguida a buscar un mozo para que la lleve. ¡Inmediatamente! Las señas van puestas. Tome usted el dinero.

ELENA: Bien, señor. (Sale con la carta).

ESCENA VI.

HELMER (Enrollando los papeles): Bien, señora terca.

NORA (Con voz ahogada): ¿Qué va en ese sobre?

HELMER: La cesantía de Krogstad.

NORA: ¡Recógela, Torvaldo! Todavía es tiempo. ¡Oh! Torvaldo, recógela! ¡Hazlo por mí... por ti, por los niños! ¡Oyeme, Torvaldo!... ¡haz eso! No sabes la desgracia que puede acarreamos a todos.

HELMER: Es demasiado tarde.

NORA: Sí, demasiado tarde.

HELMER: Querida Nora, te perdono esta angustia, aun cuando no sea otra cosa que una injuria a mí. ¡Sí, lo es! ¿No es una injuria creer que yo podría temer la venganza de un abogaducho perdido? Pero te lo perdono de todos modos, porque eso demuestra el gran cariño que me tienes. (La toma en brazos). Es preciso, adorada Nora. Suceda lo que suceda. En los momentos graves, tengo fuerzas y valor y asumo todas las responsabilidades.

NORA (Asustada): ¿Qué quieres decir?

HELMER: He dicho todas las responsabilidades.

NORA (Con acento firme): ¡Jamás, jamás harás eso!

HELMER: Bien, pues las compartiremos, Nora, como marido y mujer. Así debe ser. (Acariciándola). ¿Estás contenta ahora? Vamos, vamos, nada de miradas de paloma asustada. Todo es pura fantasía. Ahora debes tocar la tarantela y ensayarte en la pandereta. Yo me encerraré en mi despacho, y desde

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allí no oiré nada. Puedes hacer todo el ruido que quieras, y, cuando venga Rank, le dices dónde estoy. (Le hace una seña con la cabeza, entra al despacho llevando los papeles, y cierra la puerta).

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ESCENA VII.

NORA (Sumamente angustiada, permanece inmóvil y dice a media voz): Sería capaz de hacerlo. Lo hará a pesar de todo. ¡Jamás, oh, jamás! ¡Antes cualquiera cosa!... ¡Valor!... ¡Un pretexto!... (Llaman). ¡El doctor Rank!... ¡Antes cualquiera cosa!, ¡cualquiera! (Se pasa la mano por la frente, procurando tranquilizarse, y va a abrir, la puerta de entrada. Se ve al doctor Rank colgando el abrigo. Empieza a anochecer). ¡Buenas tardes, doctor! Lo he conocido a usted por el modo de llamar. No entre usted ahora en el despacho de Torvaldo: está ocupado.

RANK: ¿Y usted?

NORA (En cuanto entra el doctor, ella cierra la puerta): ¡Oh!, ya sabe... para usted siempre tengo un momento.

RANK: ¡Gracias! Me aprovecharé mientras pueda.

NORA: ¿Cómo mientras pueda?

RANK: Sí. ¿Se asusta usted?

NORA: La frase es algo extraña. ¿Es que va a ocurrir algo?

RANK: Lo que he previsto hace mucho tiempo; pero no creía que fuera tan pronto.

NORA (Asiéndole de un brazo): ¿Qué sucede? ¿Qué le han dicho a usted? Doctor, tiene usted que contármelo.

RANK (Sentándose cerca de la chimenea): Estoy al fin de la pendiente. Ya no hay nada que hacer.

NORA (Aliviada). ¿Se trata de usted?

RANK: Pues, ¿de quién? ¿Para qué engañarme a mí mismo? Soy el más mísero de todos mis pacientes... Estos días he hecho el examen general de mi estado. ¡Es la bancarrota! Antes de un mes estaré quizá convertido en un puñado de tierra...

NORA: ¡Qué disparate! ¡Vaya una manera tan fea de hablar!

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RANK: Es que la cuestión es horriblemente fea. Lo peor, sin embargo, son los horrores que han de preceder. No me queda más que hacerme un solo examen, y en cuanto lo haga, sabré poco más o menos cuándo empezará el desenlace. Deseo decirle una cosa: Helmer, con su temperamento delicado, tiene horror a todo lo feo. No quiero verlo en mi cabecera.

NORA: ¡Oh, pero, doctor!...

RANK: No quiero. Bajo ningún pretexto. Le cerraría la puerta de mi casa. Tan pronto como tenga la certidumbre de la catástrofe, le enviaré a usted mi tarjeta de visita señalada con una cruz negra, y así sabrá que ha empezado el desastre.

NORA: No, hoy está usted demasiado extravagante. Y yo tenía tanta necesidad de que estuviera usted de buen humor...

RANK: ¿Con la muerte ante los ojos?... (Pausa). ¿Y pagar por otro? ¿Es eso justicia? En cada familia hay de una u otra manera una venganza de ese tipo...

NORA: (Tapándose los oídos): ¡Silencio! ¡Estamos alegres, estamos alegres!

RANK: La verdad es que es cosa de risa. Mi espina dorsal, la pobre inocente, debe sufrir aún a causa de la alegre vida que hizo mi padre cuando era teniente.

NORA (A la izquierda, cerca del velador): ¿Le gustaban demasiado los espárragos y los pasteles, verdad?

RANK: Sí, y las trufas.

NORA: ¡Ah, sí!, las trufas, ¿y también las ostras?

RANK: Y las ostras, naturalmente.

NORA: Y tragos de oporto y de champaña... Es lamentable que todas esas cosas tan buenas ataquen la espina dorsal.

RANK: Especialmente cuando atacan a una infeliz espina dorsal que jamás disfrutó de ellas.

NORA: ¡Ah, sí!, ¡eso es lo más triste!

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Casa de muñecas henrik ibsen

RANK (Mirándola atentamente): ¡Hum!...

NORA (Después de una pausa): ¿Por qué se sonríe usted?

RANK: Si es usted la que se ha sonreído.

NORA: No, doctor, le juro que ha sido usted.

RANK (Levantándose): Es usted más bromista de lo que suponía.

NORA: Es que hoy me encuentro tan dispuesta a decir locuras...

RANK: Ya se advierte.

NORA (Poniendo las manos sobre los hombros del doctor): Querido, querido doctor. No hay que morirse y abandonarnos a Torvaldo y a mí.

RANK: ¡Oh! Será una desgracia de que se consolarán ustedes pronto. ¡Se olvida con tanta facilidad a los que mueren!...

NORA (Mirándolo con inquietud): ¿Cree usted?

RANK: Se adquieren nuevas relaciones, y después...

NORA: ¿Que se adquieren nuevas relaciones?

RANK: Usted y Helmer lo harán así, tan pronto como yo desaparezca. Usted ya me parece que ha empezado. ¿Qué tenía que hacer aquí ayer de noche la señora de Linde?

NORA: ¡Ah!... no irá usted a tener celos de esa pobre Cristina.

RANK: Sí, los tengo. Será mi sucesora en la casa. Cuando yo muera, esa señora...

NORA: ¡Silencio! No hable tan alto, que está aquí.

RANK: ¿También hoy? Ya lo ve usted.

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Casa de muñecas henrik ibsen

NORA: Ha venido a arreglar mi traje. ¡Dios mío, qué incomprensible está usted hoy! (Sentándose en el sofá). Ahora hay que ser juiciosos, doctor. Mañana verá con qué gracia bailo y podrá usted decir que no lo hago más que por usted... sí, y por Torvaldo, ¡claro está! (Saca varias cosas de la caja). Doctor, venga a sentarse, para que le enseñe alguna cosa...

RANK (Sentándose): ¿Qué va a enseñarme?

NORA: No tiene usted más que mirar... ¡Vea usted!

RANK: Medias de seda.

NORA: Color de carne. ¿No son bonitas? Ahora está demasiado oscuro, pero mañana... No, no, no; usted no verá más que los pies. Sin embargo, si por casualidad viera usted algo más...

RANK: ¡Hum! ...

NORA: ¿Por qué me pone usted gesto de duda? ¿No cree que me quedarán bien?

RANK: ¿En qué debo fundarme?

NORA (Mirándola un momento): ¿No le da vergüenza? ¡Qué mala persona! (Sacudiéndole ligeramente una oreja con las medias). Esto es lo que usted merece. (Las vuelve a guardar la caja).

RANK: ¿Qué más maravillas hay que ver?

NORA: Ninguna, usted no tiene que ver ya nada, por no tener juicio. (Registra la caja tarareando).

RANK (Después de una breve pausa): Cuando estoy aquí con usted, no acierto a comprender... No, no comprendo qué hubiera sido de mí si no hubiese venido nunca a esta casa.

NORA (Sonriendo): La verdad es que se siente muy a gusto aquí.

RANK (Bajando la voz y mirando con fijeza hacia adelante): Y tener que abandonar todo esto...

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NORA: ¡Tonterías! ¡Qué va a abandonamos usted!...

RANK (Como antes): Y no dejar tras sí el más leve motivo de gratitud... no dejar a lo sumo más que una pena pasajera... no dejar más que un puesto vacío, que podrá ocupar el primero que llegue.

NORA: ¿Y si yo le pidiera a usted...? No...

RANK: ¿Si me pidiera usted qué?...

NORA: Una gran prueba de cariño.

RANK: Sí, ¿qué?

NORA: Es decir, un servicio inmenso.

RANK: ¿Me proporcionaría alguna vez esa gran alegría?

NORA: Sí, pero usted no puede suponer siquiera de qué se trata.

RANK: Vamos a ver. Hable.

NORA: No, no puedo, doctor; ¡es cosa tan enorme!, un consejo, una ayuda y un servicio a la vez...

RANK: Tanto mejor. No sospecho qué puede ser; pero concluya de hablar. ¿No tiene usted confianza en mí?

NORA: Como en nadie. Ya sé que es usted mi mejor y más leal amigo, y por eso voy a decírselo todo. Pues bien, doctor, tiene que ayudarme a evitar una cosa. Usted sabe lo que me quiere Torvaldo, que no vacilaría un instante en dar su vida por mí.

RANK (Inclinándose hacia ella): Nora... ¿Cree usted que él sea el único?

NORA (Haciendo un ligero movimiento): ¿Cómo?

RANK: ¿El único que daría la vida con alegría por usted?

NORA (Tristemente): ¿Pero de veras?...

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RANK: He jurado que lo sabría usted antes de morirme. Jamás hubiera encontrado mejor oportunidad. Sí, Nora, ya lo sabe usted, y es tanto como decirle que puede confiarse a mí como a nadie.

NORA (Levantándose tranquilamente): No siga...

RANK (Dejando paso, pero sin levantarse): ¡Nora!

NORA (En la puerta de entrada): Elena, trae la lámpara. (Dirigiéndose hacia la chimenea). ¡Oh! Querido doctor. ¡Qué mal hace!

RANK: ¿Es un mal haberla amado lo más profundamente que he podido?

NORA: No, sino haberlo confesado. Bastante era...

RANK: ¿Qué quiere usted decir? ¿Que lo sabía? (Entra la criada con la lámpara, la deja en la mesa y sale). Nora... señora... pregunto a usted si lo sabía.

NORA: ¿Que si yo?... No puedo decírselo a usted... ¡Cómo ha podido cometer tal torpeza, doctor! Iba todo tan bien...

RANK: En fin, ahora tiene usted la certidumbre de que estoy a su disposición en cuerpo y alma. ¿Quiere usted hablar?

NORA (Mirándolo): ¿Después de lo que acaba de declararme?

RANK: Por favor, dígame de qué se trata.

NORA: Asunto concluido. No sabrá usted nada.

RANK: ¡Sí, sí! No me castigue de ese modo. Déjeme ayudarla hasta donde sea humanamente posible.

NORA: Ahora ya no puede usted hacer nada por mí... Además, no necesito de nadie. Como usted comprenderá son simples caprichos, y no otra cosa. ¡Eso es evidente! (Se sienta en la mecedora y lo mira sonriendo). Realmente, es usted lo que se llama un pícaro redomado, doctor Rank. ¿No le da a usted vergüenza ahora que está encendida la lámpara y nos vemos las caras?

RANK: A decir verdad, no. Pero, ¿debo irme... para siempre?

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NORA: Ni soñarlo. Vendrá usted, naturalmente, como antes, porque sabe bien que Torvaldo no puede pasarse sin usted.

RANK: Sí, pero ¿y Usted?

NORA: ¿Yo? Veo todo con tan buenos ojos cuando está usted aquí...

RANK: Eso es precisamente lo que me ha inducido a error. ¡Es usted un enigma! Me ha parecido muchas veces que usted se complacía en estar conmigo tanto como con Helmer.

NORA: Y es cierto, por que hay personas amadas y personas agradables.

RANK: Es verdad.

NORA: Cuando estaba en mi casa quería a papá sobre todo, naturalmente, pero mi mayor placer era bajar a escondidas al cuarto de las criadas, porque no me sermoneaban nunca y andaban siempre contándose unas a otras cosas tan divertidas...

RANK: ¡Ah! ¿De modo que he substituido a las criadas?

NORA (Levantándose con viveza y corriendo hacia él.): No, por Dios, querido doctor, no es eso lo que he querido decir; pero usted puede suponer que ahora me pasa con Torvaldo lo mismo que con papá.

ELENA (Saliendo del recibidor): ¡Señora! (Le habla al oído y le entrega una tarjeta).

NORA (Mirando la tarjeta): ¡Ah! (La guarda en el bolsillo).

RANK: ¿Alguna cosa enojosa?

NORA: No, nada de eso; es... es mi nuevo traje...

RANK: ¿Cómo? ¡Pues si está ahí!

NORA: Bien, sí, ése; pero es otro. Lo he encargado yo... Torvaldo no sabe nada...

RANK: ¡Ah! Es ése entonces el gran secreto.

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NORA: ¡Claro! Vaya usted corriendo al lado de Torvaldo y no lo deje venir...

RANK: Esté usted tranquila; no se me escapará. (Pasa a las habitaciones de Helmer).

NORA (A la doncella): ¿Y espera en la cocina?

ELENA: Sí, señora; ha subido por la escalera de servicio...

NORA: ¿No le has dicho que tenía visita?

ELENA: Sí, pero ha sido inútil.

NORA: ¿No ha querido marcharse?

ELENA: No, dice que no se irá hasta después de haber hablado con la señora.

NORA: Bien, pues, que pase, pero sin hacer ruido, y no se lo digas a nadie, Elena; es una sorpresa para el señor.

ELENA: Sí, sí, comprendo... (Se va).

NORA: ¡Va a estallar el trueno gordo! Aquí lo tenemos. ¡No, no, no, no puede, no debe ocurrir semejante cosa! (Cierra con llave la puerta del despacho de Helmer. Después entran la doncella y Krogstad, en traje de viaje, con botas recias y gorra de piel).

ESCENA VIII.

NORA (Adelantándose hacia Krogstad): Hable bajo, que está ahí mi marido.

KROGSTAD: No hay inconveniente.

NORA: ¿Qué quiere usted?

KROGSTAD: Decirle una cosa.

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NORA: ¡Hable pronto! ¿Qué desea decirme?

KROGSTAD: ¿Usted sabe que he recibido la cesantía?

NORA: No he podido evitarlo, señor Krogstad. He defendido su causa cuanto me ha sido posible, pero todos mis esfuerzos han resultado inútiles.

KROGSTAD: ¿Tan poco la ama a usted su marido? Sabe lo que puede ocurrir, y, a pesar de eso, se atreve...

NORA: ¿Cómo puede usted, suponer que lo sepa?

KROGSTAD: Realmente no lo he creído nunca, porque no es persona que tenga tanto valor mi buen Torvaldo Helmer.

NORA: Señor Krogstad, exijo que se respete a mi marido.

KROGSTAD: Se supone. Se le respeta cuanto corresponde. Pero, ya que pone tanto empeño en ocultar este asunto, me permito suponer que está usted mejor informada que ayer respecto de la gravedad de lo que hizo.

NORA: Mejor informada de lo que hubiera podido estarlo por usted.

KROGSTAD: Efectivamente, un jurista tan malo como yo...

NORA: ¿Qué quiere usted?

KROGSTAD: Nada. Ver sólo cómo está señora. He pasado todo el día pensando en usted. Por más que uno sea un abogaducho, un... en fin, un sujeto como yo, no deja de tener algo que se llama corazón, después de todo.

NORA: Demuéstremelo usted; piense en mis hijos.

KROGSTAD: ¿Ha pensado en los míos su marido? Pero importa poco. Yo sólo quería decirle a usted que no tomara la cosa muy a lo trágico, pues, por el momento, no he de presentar acusación contra usted.

NORA: ¿No, verdad? Estaba segura.

KROGSTAD: Se puede terminar este asunto amistosamente, sin que se enteren otras personas. Todo puede quedar entre nosotros tres.

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NORA: Mi marido no debe saber nada nunca...

KROGSTAD: ¿Cómo va usted a impedirlo? ¿Acaso puede pagar el resto de la deuda?

NORA: Inmediatamente, no.

KROGSTAD: ¿Ha encontrado quizá manera de adquirir dinero estos días?

NORA: No. Medio que se pueda emplear, ninguno.

KROGSTAD: Además, no le serviría a usted de nada: no le devolveré el pagaré ni por todo el dinero del mundo.

NORA: Explíqueme entonces cómo quiere utilizarlo.

KROGSTAD: Deseo conservarlo simplemente; tenerlo en mi poder; pero ningún extraño sabrá nada. De manera que si había pensado usted en alguna solución desesperada...

NORA: Sí que he pensado.

KROGSTAD: ...En abandonarlo todo y huir...

NORA: Lo he pensado, sí.

KROGSTAD: ...O en algo peor todavía...

NORA: ¿Cómo?

KROGSTAD: ...Renuncie a esas ideas.

NORA: Pero, ¿cómo sabe usted que las tenga?

KROGSTAD: Casi todos las tenemos al principio. Yo las tuve como los demás; pero confieso que me faltó valor.

NORA: ¡A mí también!

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KROGSTAD (Tranquilizado): ¿No es verdad? A usted también le falta valor.

NORA: Sí.

KROGSTAD: Además, sería una solemne tontería, porque, pasada la primera tempestad conyugal... Aquí, en el bolsillo, traigo una carta para su esposo...

NORA: ¿Se lo cuenta usted todo?

KROGSTAD: Con la mayor suavidad posible.

NORA (Con precipitación): No verá esa carta. Rómpala yo buscaré el dinero para pagarle.

KROGSTAD: Dispénseme, señora, pero creo haberle dicho hace un momento...

NORA: ¡Oh! No hablo del dinero que le debo a usted. Dígame cuánto piensa pedirle a mi marido y se lo entregaré yo.

KROGSTAD: No pido dinero a su marido.

NORA: ¿Pues qué pide entonces?

KROGSTAD: Se lo diré. Quiero prosperar, señora, quiero hacer fortuna; y ha de ayudarme su marido. Durante año y medio no he cometido ningún acto deshonroso; durante todo ese tiempo he luchado con las más duras dificultades. Estaba satisfecho con volver a subir paso a paso. Ahora me dejan cesante y no me basta ya que me repongan por favor. Quiero prosperar, digo. Quiero entrar en el Banco... en mejores condiciones que antes; su marido tiene que crear una plaza para mí...

NORA: ¡Eso no lo hará nunca!

KROGSTAD: Lo hará; lo conozco... no se atreverá a pestañear, y, conseguido esto, ya verá usted. Antes de un año seré la mano derecha del director. Quien dirigirá el Banco será Enrique Krogstad y no Torvaldo Helmer.

NORA: Jamás ocurrirá semejante cosa.

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KROGSTAD: ¿Querría usted acaso...?

NORA: Tengo valor para hacerlo.

KROGSTAD: ¡Oh! No me asusta usted. Una dama distinguida y delicada como usted...

NORA: ¡Ya lo verá usted, ya lo verá!

KROGSTAD: ¿Bajo el hielo acaso? ¿En el abismo húmedo, frío y sombrío? Y volver a la superficie en la primavera, desfigurada, desconocida, sin cabello...

NORA: No me asusta usted.

KROGSTAD: Ni usted a mí. No se hacen esas cosas, señora. ¿Y a qué conducirán, además? De todos modos, lo tengo en el bolsillo.

NORA: Cuando yo no exista...

KROGSTAD: Si usted se suicida, estará en mis manos su memoria. (Nora lo mira perpleja). Conque ya está usted advertida. ¡Nada de bobadas! Cuando Helmer reciba mi carta, se apresurará a contestarme. Y acuérdese usted bien de que su marido es quien me obliga a dar este paso. Esto no se lo perdonaré nunca. ¡Adiós, señora! (Se va).

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ESCENA IX.

NORA (Entreabriendo con precaución la puerta del vestíbulo y escuchando): Se ha marchado. No le enviará la carta. ¡No, no, es imposible! (Abre la puerta más cada vez). ¿Qué es esto? Se ha detenido. Reflexiona. ¿Iría a...? (Se oye caer una carta en el buzón, y después los pasos de Krogstad, cuyo ruido va extinguiéndose a medida que baja la escalera. Nora reprime un grito y vuelve corriendo hasta el velador. Un momento de silencio). ¡Está en el buzón! (Vuelve sigilosamente a la puerta del recibidor). ¡Está ahí!... ¡Torvaldo... nos hemos perdido!

CRISTINA (Entrando con el traje por la puerta de la izquierda): No he podido hacer más. ¿Quieres probártelo?

NORA (Bajo, con voz ahogada): Cristina, ven aquí.

CRISTINA (Poniendo el vestido sobre el sofá): ¿Qué tienes? Parece que estás completamente trastornada.

NORA: Ven aquí. ¿Ves esa carta? ¿Ahí, a través de la abertura del buzón?

CRISTINA: Sí, la veo perfectamente.

NORA: Esa carta es de Krogstad.

CRISTINA: ¡Nora! ... ¿Fue Krogstad quien te prestó el dinero?

NORA: Sí. Lo sabrá todo Torvaldo.

CRISTINA: Créeme, Nora, es lo mejor para ustedes dos.

NORA: Es que no lo sabes todo; he puesto una firma falsa.

CRISTINA: ¡Gran Dios!... ¿Qué dices?

NORA: ¡Ahora oye, Cristina! Oye lo que voy a decirte; necesito que me sirvas de testigo.

CRISTINA: ¿De qué? ¡Dime!

NORA: Si yo me volviese loca... y bien puede darse el caso...

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CRISTINA: ¡Nora!

NORA: O si me ocurriera alguna desgracia... y no estuviese aquí para...

CRISTINA: ¡Nora, Nora, has perdido el juicio!

NORA: Si hubiera entonces alguien que quisiera atribuirse toda la culpa... ¿comprendes?

CRISTINA: Sí, ¿pero cómo puedes creer...?

NORA: En ese caso debes declarar que es falso, Cristina. No estoy loca; estoy en mi sano juicio, y te digo: ninguna otra persona lo supo; obré sola, absolutamente sola. Acuérdate bien de esto.

CRISTINA: Bien, lo recordaré; pero no comprendo...

NORA: ¡Ah! ¿Cómo vas a comprender? Es que va a realizarse un prodigio.

CRISTINA: ¿Un prodigio?

NORA: Sí, un prodigio. ¡Pero es tan terrible!... Cristina, es preciso que no ocurra tal cosa; no quiero, a ningún precio.

CRISTINA: Voy a hablar con Krogstad ahora mismo.

NORA: No vayas a verlo; lo pasarías mal.

CRISTINA: Hubo un tiempo en que hubiera hecho el mayor sacrificio del mundo por complacerme.

NORA: ¿Él?

CRISTINA: ¿Dónde vive?

NORA: ¡Qué sé yo!... Digo, sí. (Se registra el bolsillo). Aquí está su tarjeta. ¡Pero la carta!...

HELMER (Llamando a la puerta que comunica con sus habitaciones): ¡Nora!

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NORA (Lanzando un grito de angustia): ¿Qué ocurre? ¿Qué quieres?

HELMER: ¡Vamos, vamos! No te asustes, es que no podemos entrar: has cerrado la puerta. ¿Te estás probando el vestido?

NORA: Sí, sí, estoy probándomelo. ¡Voy a estar muy guapa! Torvaldo...

CRISTINA (Después de mirar la tarjeta): Vive cerca de aquí, en la esquina de esta calle.

NORA: Sí, pero ¿para qué? Estamos perdidos. La carta está en el buzón.

CRISTINA: ¿Tiene la llave tu marido?

NORA: Siempre.

CRISTINA: Krogstad puede reclamar la carta antes que sea leída, inventando un pretexto cualquiera.

NORA: Pero es precisamente la hora en que Torvaldo acostumbra...

CRISTINA: Entretanto, anda a su habitación. Yo volveré todo lo antes que pueda. (Sale precipitadamente por la puerta del vestíbulo).

ESCENA X.

NORA (Acercándose a la puerta de Helmer, abriéndola y mirando): ¡Torvaldo!

HELMER (Desde dentro): Vaya, al fin se puede entrar. Ven, Rank, vamos a ver... (Apareciendo). Pero ¿en qué quedamos?

NORA: ¿Qué, querido Torvaldo?

HELMER: Rank me había preparado para asistir a una gran exhibición del traje.

RANK (Apareciendo): Así lo había comprendido; pero, por lo visto, me he engañado.

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NORA: Medio a medio. Hasta mañana nadie me verá con todas mis galas.

HELMER: ¡Qué mala cara tienes, Nora! ¿Es que te has fatigado ensayando el baile?

NORA: No, no he ensayado todavía.

HELMER: Pues no habrá más remedio.

NORA: Sí, Torvaldo, es indispensable; pero no puedo dar un paso sin ti. Lo he olvidado por completo.

HELMER: Bien, te ayudaremos.

NORA: ¿Sí, verdad? Al fin vas a ocuparte de mí, Torvaldo. ¿Me lo prometes? Estoy tan intranquila. Esa reunión... ¡Nada de negocios esta noche, nada de letras! ¿Eh? ¿Quieres?

HELMER: Te lo prometo. Esta noche estoy a tu disposición... atolondradilla. ¡Ah! Es verdad. Primero tengo que ver una cosa. (Se dirige hacia la puerta del vestíbulo).

NORA: ¿Qué vas a hacer?

HELMER: A ver si han llegado cartas.

NORA: No, Torvaldo, no vayas.

HELMER: ¿Por qué?

NORA: Te lo suplico, Torvaldo... no hay.

HELMER: Déjame que lo vea. (Da un paso hacia la puerta. Nora se sienta al piano y empieza a tocar la tarantela).

HELMER (Deteniéndose para escuchar a Nora): ¡Ah!

NORA: No podré bailar mañana, si no ensayo hoy contigo.

HELMER (Acercándose a Nora): ¿De veras tienes tanto miedo, Norita?

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NORA: ¡Ay, sí!, ¡un miedo terrible! Vamos a ensayar ahora mismo; todavía tenemos tiempo antes de sentarnos a la mesa. Ponte ahí, querido Torvaldo, y toca. Corrígeme, dame consejos, como acostumbras.

HELMER: Puesto que lo deseas, vamos allá. (Se sienta al piano).

NORA (Abre una caja; saca una pandereta y un chal de varios colores; da un brinco y se sitúa en el centro de la escena): ¡Ya!, ¡toca! Voy a bailar. (Helmer toca; Nora baila; Rank permanece detrás de Helmer, contemplando a Nora).

HELMER (Tocando): Despacio, despacio.

NORA: Imposible.

HELMER: Menos precipitación.

NORA: Es precisamente lo que hace falta.

HELMER: ¡Eso no va bien!

NORA (Riendo y agitando la pandereta): ¿Qué te decía yo?

RANK: Permíteme que me siente al piano.

HELMER (Levantándose): Con mucho gusto, así podré dirigirla mejor. (Rank se sienta al piano y toca. Nora baila de una manera más desatentada cada vez. Helmer, colocado cerca de la chimenea, le dirige de vez en cuando una observación que ella parece no oír. Se le suelta el cabello, cayéndole por la espalda; no lo advierte y sigue bailando. Entra Cristina.).

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ESCENA XI.

CRISTINA (Deteniéndose confusa): ¡Oh!

NORA: Me sorprendes en plena locura, Cristina.

HELMER: Pero, querida Nora, estás bailando como si se te fuera en ello la vida.

NORA: Y así es.

HELMER: Para, Rank. Es una locura. Que pares, te digo. (Rank deja de tocar el piano y Nora se detiene de repente).

HELMER (A Nora): No lo hubiera creído nunca; has olvidado cuanto te enseñé.

NORA (Arrojando la pandereta): Ya lo ves.

HELMER: Vamos, necesitas mucha dirección.

NORA: ¡Ya ves si la necesito! Tú me guiarás hasta el fin. ¿Me lo prometes, Torvaldo?

HELMER: Puedes tener confianza.

NORA: Ni hoy ni mañana debes pensar más que en mí, no has de abrir ninguna carta, ninguna... ni... el buzón.

HELMER: ¡Bueno! Otra vez el temor a aquel hombre.

NORA: ¡Pues bien, sí! Algo de eso hay también.

HELMER: Nora, te lo conozco en la cara; allí hay seguramente una carta suya.

NORA: No sé, es... posible; pero ahora no hay que leer cartas. Que no se interponga ninguna sombra entre nosotros hasta que todo haya concluido.

RANK (Aparte a Helmer): No conviene contrariarla.

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HELMER (Pasándole un brazo por la cintura): Vaya, niña, se hará lo que quieres; pero mañana, después que bailes...

NORA: Quedarás en libertad.

ELENA (Desde la puerta de la derecha): Señora, está servida la cena...

NORA: Trae champaña, Elena.

ELENA: Muy bien, señora. (Se va).

HELMER: ¡Vaya! Va a haber festín, según parece.

NORA: Fiesta y festín hasta mañana. (Gritando a la criada). Y unas pocas almendras, Elena, o mejor dicho, muchas. (A Torvaldo). Una vez no es todos los días.

HELMER (Tomándole las manos): Vamos, vamos, así me gusta. No hay que ponerse loca de terror. Hay que ser la de siempre, una alondrita cantora.

NORA: Sí, Torvaldo, sí. Pero vete mientras; y usted también, doctor. Tú, Cristina, me ayudarás a arreglarme el cabello.

RANK (Aparte a Helmer, dirigiéndose al comedor): ¿Y qué? Todo esto, ¿presagia algo?

HELMER: De ningún modo, amigo mío. No es más que esa pueril angustia de que te he hablado. (Se van por la derecha).

NORA: ¿Y qué?

CRISTINA: Se ha marchado al campo.

NORA: Te lo he leído en la cara.

CRISTINA: Vuelve mañana por la noche; pero le he dejado cuatro letras.

NORA: No has debido hacerlo. No hay que tratar de impedir nada. En el fondo, es un goce esperar el terror.

CRISTINA: ¿Qué esperas?

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NORA: ¡Oh! Tú no comprenderías. Anda con ellos. Enseguida iré a reunirme con ustedes. (Cristina sale).

ESCENA XII.

NORA (Permanece inmóvil un momento como para recogerse; luego mira el reloj): Las cinco. Faltan siete horas para la medianoche. Entonces se habrá bailado la tarantela. ¿Veinticuatro y siete? Tengo treinta y una horas de vida.

HELMER (En la puerta de la derecha): Pero ¿qué hace la alondrita?

NORA (Arrojándose a sus brazos): ¡Aquí la tienes!

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ACTO TERCERO.

La misma decoración. Los muebles (mesa, asientos y sofá) han sido trasladados al centro de la escena. La puerta del recibidor está abierta. Se oye música que se

supone procedente del piso superior.

ESCENA I.

CRISTINA (Sentada cerca de la mesa, hojea distraídamente un libro). De vez en cuando mira con inquietud hacia la puerta y escucha atentamente.

CRISTINA (Mirando su reloj): No viene, y, sin embargo, ha pasado ya la hora. Con tal que... (Vuelve a escuchar). ¡Ah! ¡Es él! (Va al recibidor y abre suavemente la puerta exterior. En voz baja). Entre usted, estoy sola.

KROGSTAD (En la puerta): He recibido una carta de usted. ¿Qué desea?

CRISTINA: Tengo necesidad absoluta de hablarle.

KROGSTAD: ¿Sí? Y la entrevista, ¿ha de ser aquí, precisamente?

CRISTINA: No podía recibirle en mi casa, porque no hay puerta independiente. Venga usted; estaremos solos. Los Helmer están de baile en el segundo piso.

KROGSTAD (Entrando): ¡Cómo! ¿Los Helmer están de baile esta noche? ¿De veras?

CRISTINA: ¿Que tiene eso de particular?

KROGSTAD: Nada.

CRISTINA: Krogstad, tenemos que hablar.

KROGSTAD: ¿Nosotros dos? ¿Qué podremos decimos todavía?

CRISTINA: Muchas cosas.

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KROGSTAD: No lo hubiera creído jamás.

CRISTINA: Es que usted no me ha comprendido bien nunca.

KROGSTAD: No había mucho que comprender; esas cosas ocurren diariamente. La mujer sin corazón despide al hombre con quien está en relaciones cuando encuentra otro partido más ventajoso.

CRISTINA: ¿Me cree usted, pues, falta de corazón enteramente? ¿Supone que no me costó nada el rompimiento?

KROGSTAD: Sin duda.

CRISTINA: ¿Ha creído eso realmente, Krogstad?

KROGSTAD: Si no era así, ¿por qué me escribió usted como lo hizo?

CRISTINA: No podía actuar de otro modo. Decidida a romper, debía arrancar de su corazón todo lo que sintiera por mí.

KROGSTAD (Frotándose las manos): ¡Ah! ¡Eso es!... Y todo por el vil interés.

CRISTINA: No debe usted olvidar que yo tenía entonces que sostener a mi madre y a dos hermanos pequeños. No podíamos esperar a usted, que sólo tenía entonces esperanzas tan remotas...

KROGSTAD: Aun suponiendo que fuera así, usted no tenía derecho a rechazarme por otro.

CRISTINA: No lo sé. Muchas veces me lo he preguntado.

KROGSTAD (Bajando la voz): Cuando la perdí a usted, creí que me faltaba el suelo. Míreme: soy como un náufrago asido a una tabla.

CRISTINA: Quizás esté próxima la salvación.

KROGSTAD: La tenía ya, y usted ha venido a quitármela.

CRISTINA: Yo he sido ajena a la cuestión, Krogstad. Hasta hoy no he sabido que la persona a quien iba a sustituir en el Banco era usted.

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KROGSTAD: Lo creo, puesto que me lo dice; pero ahora que lo sabe, ¿no renunciará al cargo?

CRISTINA: No, porque a usted no le serviría de nada.

KROGSTAD: ¡Ah! ¡Bah! Yo, en el lugar de usted, lo haría de todos modos.

CRISTINA: He aprendido a obrar juiciosamente. Me lo han enseñado la vida y la dura necesidad.

KROGSTAD: Pues a mí la vida me ha enseñado a no dar crédito a las palabras.

CRISTINA: En eso le ha dado a usted una sabia lección, pero ¿cree usted en los hechos?

KROGSTAD: Tengo buenas razones para hablar así.

CRISTINA: Yo también soy un náufrago asido a una tabla; no tengo a nadie a quien consagrarme, a nadie que necesite de mí.

KROGSTAD: Usted lo ha querido.

CRISTINA: No podía elegir.

KROGSTAD: ¿A dónde quiere usted ir a parar?

CRISTINA: ¿Qué le parece a usted si esos dos náufragos se tendieran la mano?

KROGSTAD: ¿Qué dice usted?

CRISTINA: ¿No vale más juntarse en la misma tabla?

KROGSTAD: ¡Cristina!

CRISTINA: ¿Cuál supone usted que es el motivo que me ha traído a esta ciudad?

KROGSTAD: ¿Habría usted acaso pensado en mí?

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CRISTINA: Necesito trabajar para poder soportar la existencia. Toda mi vida, hasta donde alcanzan mis recuerdos, la he pasado trabajando. Era mi mayor y mi única alegría. Ahora me encuentro sola en el mundo, y advierto un vacío horrible. No pensar más que en sí misma quita todo atractivo al trabajo. Vamos, Krogstad, dígame usted por quién y por qué voy a trabajar.

KROGSTAD: No le creo; eso no es más que orgullo de mujer que se exalta y desea sacrificarse.

CRISTINA: ¿Me ha visto usted alguna vez exaltada?

KROGSTAD: ¿Sería usted capaz de hacer lo que dice? ¿Conoce todo mi pasado?

CRISTINA: Sí.

KROGSTAD: ¿Conoce usted mi reputación, lo que se dice de mí?

CRISTINA: Sí, lo he comprendido bien hace poco. Usted supone que yo habría podido salvarlo.

KROGSTAD: Estoy seguro de ello.

CRISTINA: ¿No se puede reparar todo?

KROGSTAD: ¡Cristina! ¿Ha pensado usted bien lo que dice? Sí, lo veo en su cara. ¿De modo que tendría el valor...?

CRISTINA: Yo necesito alguien a quien servir de madre, y los hijos de usted necesitan madre. Nosotros también nos sentimos inclinados el uno hacia el otro. Tengo fe en lo que hay en el fondo de usted, Krogstad... Con usted nada me asustará.

KROGSTAD (Estrechándole las manos): ¡Gracias, Cristina gracias!... Ahora es preciso que me levante a los ojos del mundo, y sabré hacerlo. ¡Ah! Pero me olvidaba... (La música ejecuta la tarantela).

CRISTINA (Escuchando): ¡Silencio! ¡La tarantela! ¡Váyase usted, váyase enseguida!

KROGSTAD: ¿Por qué?

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CRISTINA: ¿Oye usted esa música? Es que concluye el baile, y van a volver.

KROGSTAD: Bien, me marcho. Ya todo es inútil. Usted no sabe, por supuesto, el paso que he dado contra los Helmer.

CRISTINA: Por lo contrario, Krogstad, lo conozco.

KROGSTAD: ¿Y tenía el valor de...?

CRISTINA: Sé lo que puede la desesperación en una persona como usted.

KROGSTAD: ¡Oh! ¡Si pudiera deshacer mi obra!

CRISTINA: Puede usted: su carta está todavía en el buzón.

KROGSTAD: ¿Está usted segura?

CRISTINA: Lo sé, pero...

KROGSTAD (Mirándola fijamente): ¿Es ésa la explicación? ¿Desea usted salvar a su amiga a todo precio? Haría usted mejor en confesarlo francamente. ¿Es así?

CRISTINA: Krogstad, cuando una persona se ha vendido una vez por salvar a alguien, no reincide.

KROGSTAD: Voy a pedir mi carta.

CRISTINA: Nada de eso.

KROGSTAD: ¡Vaya! No faltaba más. Espero la vuelta de Helmer para decirle que deseo recuperar mi carta... que no trata más que de mi cesantía... que no necesita leerla...

CRISTINA: No, Krogstad, no pida usted la carta.

KROGSTAD: Pero, sin embargo... ¿no es por eso realmente por lo que me ha hecho usted venir aquí?

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CRISTINA: Durante las últimas 24 horas han ocurrido aquí cosas increíbles, y es conveniente que Helmer lo sepa todo; ese fatal misterio debe disiparse. Hace falta que se expliquen: basta de embustes y de evasivas.

KROGSTAD: Bien, si usted lo toma por su cuenta... Pero hay algo que hacer en todo caso y que importa hacer enseguida...

CRISTINA (Escuchando): ¡Despáchese usted! ¡Váyase!... El baile ha terminado, y no estamos ya seguros.

KROGSTAD: Espero a usted abajo.

CRISTINA: Conforme. Me acompañará usted hasta la puerta de mi casa.

KROGSTAD: Jamás he sido tan feliz. (Sale por la puerta exterior. La del recibidor sigue abierta hasta el fin).

ESCENA II.

CRISTINA (Arregla un poco la escena y prepara su abrigo y su sombrero): ¡Qué porvenir! ¡Qué nueva perspectiva! Tengo por quien trabajar, tengo por quien vivir, tengo un hogar que cuidar. ¡Ah! Voy a empezar una nueva vida. (Escuchando) Ya vienen. Pronto, el abrigo. (Toma el sombrero y el abrigo. Se oyen las voces de Helmer y de Nora. Esta, vestida de napolitana y con chal, entra casi a la fuerza obligada por Helmer, que viste y va cubierto con un dominó1).

NORA (En la puerta, resistiéndose): No, no, no, no quiero entrar; voy a subir otra vez, no quiero retirarme tan pronto.

HELMER: Vamos a ver, querida Nora.

NORA: ¡Ah! Por favor, Torvaldo. ¡Te lo suplico!... ¡Sólo una hora!

HELMER: Ni un minuto, Norita. Sabes lo convenido. Vamos, entra, te estás enfriando aquí. (La obliga a entrar).

CRISTINA: ¡Buenas noches!

NORA: ¡Cristina!

1 Dominó: Disfraz compuesto de una túnica larga y capucha, generalmente negro.

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HELMER: ¡Qué! ¿Es la señora? ¿Usted aquí tan tarde?

CRISTINA: Perdónenme, tenía tantos deseos de ver a Nora vestida.

NORA: ¿Me has esperado aquí todo este tiempo?

CRISTINA: Sí. Vine muy tarde, desgraciadamente; habías subido ya, y no he querido irme sin verte.

HELMER (Quitando el chal a Nora): Entonces mírela bien. Me parece que vale la pena. Está hermosa, ¿no es verdad, señora?

CRISTINA: Muy encantadora. ¡Ya lo creo!

HELMER: Maravillosamente linda, ¿no es cierto? Era también la opinión de todo el mundo allá arriba. Pero ¡qué testaruda esta criatura! ¿Qué hacer contra eso? ¿Quiere usted creer que he tenido que emplear casi la fuerza para sacarla del baile?

NORA: ¡Ah! Torvaldo. Te arrepentirás de no haberme concedido media hora siquiera.

HELMER: Figúrese usted, señora. Baila la tarantela; obtiene un éxito loco y bien merecido, aunque acaso ha hecho alarde de demasiada naturalidad, es decir, de alguna más que la que permitían las exigencias del arte. Pero, en fin, lo principal es que ha obtenido un éxito, un éxito colosal. ¿Debía permitirle permanecer allí después? Hubiera disminuido el efecto. ¡En eso estaba yo pensando! Tomé del brazo a mi linda chiquilla de Capri, a mi niña caprichosa, podría decir, vuelta al salón en seguida; saludos a derecha e izquierda, y, como se dice en las novelas... se desvaneció la bella sombra. En los desenlaces es indispensable el efecto, señora, y no puedo hacérselo comprender a Nora. ¡Uf! ¡Qué calor hace aquí! (Arroja el dominó en una silla y abre la puerta del despacho) ¿Cómo? ¿No hay luz? ¡Ah! Es verdad, usted perdone. (Entra y enciende dos luces).

NORA (Muy bajo; precipitadamente): ¿Qué hay?

CRISTINA: He hablado con él.

NORA: ¿Y...?

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CRISTINA: Nora... tienes que confesarle todo a tu marido.

NORA (Con voz desfallecida): Lo sabía.

CRISTINA: No tienes nada que temer de Krogstad, pero debes hablar.

NORA: No hablaré.

CRISTINA: En ese caso, hablará la carta por ti.

NORA: Gracias, Cristina. Ya sé ahora lo que tengo que hacer, ¡Silencio!...

HELMER (Entrando): ¿Conque la ha admirado usted bien, señora?

CRISTINA: Sí, y ahora ya puedo marcharme.

HELMER: ¿Ya? ¿Es de usted este tejido?

CRISTINA (Tomando un trozo de media que Helmer le entrega): Gracias; lo había olvidado.

HELMER: ¿Hace usted tejidos?

CRISTINA: Sí, señor.

HELMER: Debería usted bordar.

CRISTINA: ¿Y por qué?

HELMER: Es más bonito. Mire usted: se tiene el bordado en la mano izquierda, así, y se lleva la aguja con la mano derecha, de este modo... Usted ve esta curva prolongada y ligera que se hace... ¿verdad?

CRISTINA: Sí, así es.

HELMER: Mientras que tejer... eso es feo siempre. Vea usted los brazos pegados al cuerpo... las agujas yendo de abajo arriba y de arriba abajo... Parece trabajo de chinos... ¡Ah! ¡Qué champaña tan excelente han servido!

CRISTINA: ¡Buenas noches, Nora, y no seas terca!

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HELMER: Bien dicho, señora.

CRISTINA: Buenas noches, señor director.

HELMER (Acompañándola hasta la puerta): Buenas noches, buenas noches; supongo que sabrá usted el camino. Yo con mucho gusto... pero está tan cerca. ¡Buenas noches, buenas noches! (Sale Cristina. Helmer cierra la puerta).

ESCENA III.

HELMER: ¡Gracias a Dios que se fue! Es fastidiosa la mujer.

NORA: ¿No estás muy cansado, Torvaldo?

HELMER: No, ni pizca.

NORA: ¿No tienes sueño tampoco?

HELMER: Por lo contrario, estoy tan despabilado. Pero ¿y tú? Es verdad: tú tienes cansancio y sueño.

NORA: Sí, estoy muy fatigada, y tengo seguridad de que me dormiré enseguida.

HELMER: ¿Ves cómo tenía razón para no querer estar más tiempo en el baile?

NORA: Tú tienes siempre razón en todo.

HELMER (Besándola en la frente): Vamos, la alondra empieza a hablar sensatamente. Pero, dime, ¿has observado qué alegre estaba Rank esta noche?

NORA: ¿Sí? No tuve ocasión de hablarle.

HELMER: Yo apenas le he hablado; pero hace mucho tiempo que no lo veía de tan buen humor. (La mira un instante y se acerca). Pero ¡qué bueno es volver a encontrarse uno en su casa, estar solo contigo!... ¡Oh! ¡Qué hermosa, qué embriagadora mujercita!

NORA: No me mires de ese modo, Torvaldo.

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HELMER: ¡No voy a mirar mi más caro tesoro!, ¡este esplendor que es mío, nada más que mío, completamente mío!

NORA (Yéndose al otro lado de la mesa): No me hables así esta noche.

HELMER (Siguiéndola): Aún te retoza la tarantela en la sangre, según veo, y con eso estás más seductora. ¡Oye! Se van los invitados. (Bajando la voz) Nora, pronto quedará la casa en silencio.

NORA: Sí, así lo espero.

HELMER: ¿Verdad adorada Nora? ¡Oh! Cuando estamos en sociedad como esta noche... ¿Sabes por qué te hablo tan poco, por qué permanezco lejos de ti, limitándome a dirigirte alguna que otra mirada? ¿Sabes por qué? Pues porque me gusta imaginar que eres mi amor secreto, mi joven, mi misteriosa prometida, y que todos lo ignoran.

NORA: Si, si, si, ya sé que todos tus pensamientos son para mí.

HELMER: Y, al salir, cuando te coloco el chal sobre los hombros delicados y juveniles, cuando oculto esa nuca maravillosa, me figuro que eres mi joven desposada, que volvemos de la boda, que te traigo por primera vez a mi casa, y que, al fin, vamos a estar solos... ¡Voy a estar solo contigo, con mi tierna beldad temblorosa! Toda esta velada no he hecho otra cosa que suspirar por ti. Cuando te vi hacer como que perseguías... cuando vi tus movimientos provocativos bailando la tarantela... empezó a hervirme la sangre, no pude resistir más y te saqué precipitadamente...

NORA: Vete, Torvaldo. Déjame. No me gusta eso.

HELMER: ¿Pero qué es esto? Tú te burlas de mí, Norita. ¿Que no quieres, dices? ¿No soy tu marido? ¿No eres mi encantadora mujercita?... (Llaman a la puerta de afuera).

NORA (Estremeciéndose): ¿Has oído?

HELMER (Pasando al recibidor): ¿Quién es?

ESCENA IV.

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RANK (Desde dentro): Soy yo, ¿puedo entrar un momento?

HELMER (Malhumorado): ¿Qué querrá ahora? Espera un poco. (Va a abrir). Vamos, es una atención de tu parte que no pases por nuestra puerta sin llamar.

RANK: Me pareció oír tu voz, y se me ha ocurrido entrar un momento. (Dirigiendo una ojeada en torno de él) He aquí el hogar familiar y amado. Ustedes disfrutan en su casa de paz y bienestar. ¡Qué felices son!

HELMER: Pues tú también parecía que estabas en el baile muy a gusto.

RANK: Me divertía extraordinariamente. ¿Y por qué no? ¿Por qué no disfrutar de todo en la vida? Al menos mientras y hasta donde se pueda. El vino era exquisito...

HELMER: Sobre todo el champaña.

RANK: ¿Te fijaste tú también? Es increíble lo que he bebido.

NORA: Torvaldo ha tomado mucho champaña esta noche.

RANK: ¿De veras?

NORA: Sí, y eso lo pone siempre tan divertido...

RANK: ¡Caramba! ¿Por qué no ha de pasarse bien la noche después de un día bien empleado?

HELMER: ¿Bien empleado? Hoy, por desgracia, no puedo decir eso.

RANK (Golpeándole en el hombro): Pues yo sí, ¿lo oyes?

NORA: Doctor Rank, usted ha debido estudiar hoy algún caso científico.

RANK: Precisamente.

HELMER: ¡Hombre, hombre; miren ustedes! ¡Norita hablando de casos científicos!

NORA: ¿Y se le puede felicitar por el resultado?

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Casa de muñecas henrik ibsen

RANK: Sin duda alguna.

NORA: ¿Un éxito?

RANK: El mejor para el médico, lo mismo que para el enfermo: la certidumbre.

NORA (Vivamente, dirigiéndole una mirada escudriñadora): ¿La certidumbre?

RANK: Una certidumbre absoluta. Después de eso, ¿no tenía derecho a pasar alegremente la velada?

NORA: Sí, doctor.

HELMER: Opino lo mismo, siempre que no lo pagues mañana.

RANK: Todo se paga en la vida.

NORA: Doctor... a usted le deben gustar mucho las máscaras.

RANK: Sí, cuando se ven muchos trajes estrambóticos.

NORA: ¿Y qué disfraz vamos a ponernos cuando nos vistamos de máscaras usted y yo?

HELMER: ¡Loca! ¡Pues ya está pensando en otro baile!

RANK: ¿Usted y yo? Le diré: usted irá de mascota.

HELMER: Bien, pero, a ver, un traje bonito de mascota.

RANK: Tu mujer puede presentarse tal y como la vemos todos los días.

HELMER: ¡Mucho! Pero, ¿y tú?, ¿tienes algún pensamiento respecto a tu disfraz?

RANK: Eso, amigo mío, ya es cosa resuelta.

HELMER: Veamos.

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Casa de muñecas henrik ibsen

RANK: En el próximo baile de máscaras seré invisible.

HELMER: ¡Esa sí que es broma!

RANK: Hay un gran sombrero... ¿Has oído tú hablar de un sombrero que hace invisible a la persona? Se lo pone uno en la cabeza, y nadie lo ve.

HELMER (Reprimiendo la risa): Bien, bien, tienes razón.

RANK: Pero olvidaba por completo a qué he venido. Helmer, dame un cigarro, uno de tus habanos negros.

HELMER: Con mucho gusto. (Le presenta la cigarrera).

NORA (Encendiendo una cerilla): Permítame que lo encienda.

RANK: ¡Gracias! (Nora acerca la cerilla y él lo enciende). Y ahora, ¡adiós!

HELMER: ¡Adiós, adiós, amigo mío!

NORA: Que descanse usted, doctor.

RANK: Gracias por el buen deseo.

NORA: Pues deséeme lo mismo.

RANK: ¿A usted? ¡Vaya! Puesto que usted lo quiere ¡Que duerma usted bien! Y gracias por el fuego. (Los saluda con un movimiento de cabeza y se va).

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ESCENA FINAL.

HELMER (En voz baja): Ha bebido mucho.

NORA (Distraída): Es muy posible. (Helmer saca unas llaves del bolsillo y pasa al recibidor). ¿Qué vas a hacer, Torvaldo?

HELMER: Desocupar el buzón; está atestado y no van a caber los periódicos mañana...

NORA: ¿Vas a trabajar esta noche?

HELMER: De ningún modo... ¿Qué es esto? Han andado en la cerradura.

NORA: ¿En la cerradura?

HELMER: Sin duda. ¿Qué significa esto? No puedo creer que las muchachas... Aquí hay un trozo de aguja de cabello. Nora, es una de las tuyas.

NORA (Con viveza): Quizá los niños...

HELMER: Es preciso que les quites esa costumbre. ¡Hum! Vamos, ya está abierto de todos modos. (Saca el contenido del buzón y llama). ¡Elena!... ¡Elena! Apague usted la luz de la entrada. (Entra con las cartas en la mano y cierra la puerta del recibidor). Mira, ¿ves cuántas? (Examina los sobres). ¿Qué es esto?

NORA (En la ventana): ¡Esa carta! ¡No, no, Torvaldo!

HELMER: Dos tarjetas de visita... de Rank.

NORA: ¿Del doctor?

HELMER (Mirándolas): Rank, doctor en medicina. Estaban sobre las cartas... Las habrá depositado en el buzón al salir.

NORA: ¿Tienen algo escrito?

HELMER: Hay una cruz grande encima del nombre. Mira. ¡Qué broma de tan mal gusto! Es como si diera parte de su muerte.

NORA: Es lo que hace efectivamente.

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HELMER: ¿Qué? ¿Qué sabes? ¿Te ha dicho algo?

NORA: Sí. Las tarjetas significan que se ha despedido de nosotros para siempre. Va a, encerrarse a morir.

HELMER: ¡Pobre amigo mío! Ya sabía que no había de vivir mucho tiempo; pero tan pronto... Y va a ocultarse como un animal herido.

NORA: Si ha de ocurrir, vale más que sea en silencio. ¿Verdad, Torvaldo?

HELMER (Paseando): Era como de la familia. No puedo aceptar la idea de su pérdida. Con sus padecimientos y su genio retraído, constituía como el fondo de sombra en el cuadro soleado de nuestra felicidad... En fin, quizá sea preferible... Al menos para él. (Se detiene). Y acaso también para nosotros, Nora. Ahora estamos consagrados exclusivamente el uno al otro. (La abraza). ¡Ah! Mujercita adorada. Nunca te estrecharé bastante. Mira, Nora... quisiera que te amenazara algún peligro para poder exponer mi vida, para dar mi sangre, para arriesgarlo todo, todo por protegerte.

NORA (Desprendiéndose, con voz firme y resuelta): Lee las cartas, Torvaldo.

HELMER: No, esta noche no... Deseo quedarme contigo, con mi idolatrada mujercita.

NORA: ¿Con la idea de la muerte de tu amigo?...

HELMER: Tienes razón. A los dos nos ha afectado. Se ha interpuesto entre nosotros la idea de la muerte y de la disolución. Tenemos que hacer algo por olvidarla. Hasta entonces... Nos retiraremos cada uno a nuestro aposento.

NORA (Arrojándose a su cuello): ¡Buenas noches, Torvaldo... buenas noches!

HELMER (Besándola en la frente): ¡Buenas noches, avecilla cantora! Duerme en paz. Voy a leer las cartas. (Pasa a su habitación llevándose las cartas y cierra la puerta).

NORA (Tanteando alrededor de sí, con ojos extraviados, toma el dominó de Helmer y se cubre con él, diciendo con voz breve, incoherente y sacudida): ¡No volver a ver lo jamás! ¡Jamás, jamás, jamás! ¡Y los niños... no; volver a verlos tampoco!... ¡Oh! Aquella agua helada negra... aquel abismo... aquel abismo sin

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fondo... ¡Ah! ¡Si siquiera hubiese pasado ya!... Ahora la toma, la lee. No, no, todavía no. ¡Adiós, Torvaldo!... ¡Adiós, hijos! (Se precipita hacia la puerta; pero, en el mismo momento, Helmer abre violentamente la de su habitación y aparece con una carta en la mano).

HELMER: ¡Nora!

NORA (Lanzando un grito penetrante): ¡Ah!

HELMER: ¿Qué significa?... ¿Sabes lo que dice esta carta?

NORA: Sí, lo sé. ¡Deja que me vaya! ¡Déjame salir!

HELMER (Deteniéndola): ¿Dónde vas?

NORA (Tratando de desasirse): No debes salvarme, Torvaldo.

HELMER (Retrocediendo): ¡Entonces, es cierto! ¿Dice la verdad esta carta? ¡Qué horror! No, no es posible, no puede ser.

NORA: Es la verdad. Te he amado por sobre todas las cosas en el mundo.

HELMER: ¡Eh! Dejémonos de tonterías.

NORA (Dando un paso hacia él): ¡Torvaldo!...

HELMER: ¡Desgraciada! ¿Qué has tenido valor de hacer?

NORA: Déjame salir. No has de llevar el peso de mi falta, tú no has de responder por mí.

HELMER: ¡Basta de comedias! (Cierra la puerta del recibidor). Te quedarás ahí, y me darás cuenta de tus actos. ¿Comprendes lo que has hecho? Di, ¿lo comprendes?

NORA (Le mira con expresión creciente de rigidez y dice con voz opaca): Sí, ahora empiezo a comprender la gravedad de las cosas.

HELMER (Paseándose agitado): ¡Oh! Terrible despertar. ¡Durante ocho años... ella, mi alegría y mi orgullo... una hipócrita, una embustera!... Todavía peor: ¡una criminal! ¡Qué abismo de deformidad! ¡Qué horror! (Deteniéndose ante Nora, que continúa muda, le mira fijamente). Yo habría debido presentir que iba a

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ocurrir alguna cosa de esta índole. Habría debido preverlo. Con la ligereza de principios de tu padre... tú has heredado esos principios. ¡Falta de religión, falta de moral, falta de todo sentimiento del deber!... ¡Oh! Bien castigado estoy por haber tendido un velo sobre, su conducta. Lo hice por ti, y éste es el pago que me das.

NORA: Sí, así es.

HELMER: Has destruido mi felicidad, aniquilado mi porvenir. No puedo pensarlo sin estremecerme. Te has puesto a merced de un hombre sin escrúpulos, que puede hacer de mí cuanto le plazca, pedirme lo que quiera, disponer y mandar lo que guste sin que me atreva a respirar. Así quedaré reducido a la impotencia, echado a pique por la ligereza de una mujer.

NORA: Cuando yo haya abandonado este mundo, estarás libre.

HELMER: ¡Ah! Déjate de expresiones huecas. Tu padre tenía también una lista de ellas. ¿Qué ganaría con que abandonaras el mundo? Nada. A pesar de eso, podría trascender el caso, y quizá se sospechara que yo había sido cómplice de tu criminal acción. Podría creerse que fui el instigador, el que te indujo a hacerlo. Y esto te lo debo a ti, a quien he llevado en brazos a través de nuestra vida conyugal. ¿Comprendes la gravedad de lo que has hecho?

NORA (Tranquila y fría): Sí.

HELMER: Esto es tan increíble, que no vuelvo de mi asombro; pero hay que tomar un partido. (Pausa). Quítate ese dominó. ¡Que te lo quites, digo! (Pausa). Tengo que complacerlo de una o de otra manera. Se trata de ahogar el asunto a todo trance. Y, en cuanto a nosotros, como si nada hubiese cambiado. Por supuesto, hablo sólo de las apariencias, y, por consiguiente, seguirás viviendo aquí, lógicamente; pero te está prohibido educar a los niños... no me atrevo a confiártelos. ¡Ah! Tener que hablar de este modo a quien tanto he amado y a quien todavía... En fin, todo pasó, no hay más remedio. En lo sucesivo no hay que pensar ya en la felicidad, sino sólo en salvar restos, ruinas, apariencias... (Llaman a la puerta. Helmer se estremece). ¿Qué es esto? ¡Tan tarde! ¿Será ya...? ¿Habrá ese hombre...? ¡Escóndete, Nora! Di que estás enferma. (Nora no se mueve. Helmer va a abrir la puerta).

ELENA (A medio vestir en el recibidor): Una carta para la señora.

HELMER: Démela. (Toma la carta y cierra la puerta). Sí, es de él; pero no la tendrás. Quiero leerla yo.

NORA: Léela.

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HELMER (Aproximándose a la lámpara): Apenas me atrevo. Quizá seamos víctimas uno y otro. No, es preciso que yo sepa. (Abre apresuradamente la carta, recorre algunas líneas, examina un papel adjunto y lanza una exclamación de alegría). ¡Nora! (Nora interroga con la mirada). ¡Nora!... ¡No, tengo que leerlo otra vez!... ¡Sí! ¡Estoy salvado! ¡Nora, estoy salvado!

NORA: ¿Y yo?

HELMER: Tú también, naturalmente. Nos hemos salvado los dos. Mira. Te devuelve el recibo. Dice que lamenta, que se arrepiente... un suceso feliz que acaba de cambiar su existencia... ¡Eh! Poco importa lo que escribe. ¡Estamos salvados, Nora! Ya nadie puede inferirte el menor daño. ¡Ah! Nora, Nora... no, destruyamos ante todo estas abominaciones. Déjame ver... (Dirige una mirada al recibidor). No, no quiero ya ver nada; supondré que he tenido una pesadilla, y se acabó. (Rompe las dos cartas y el recibo, lo arroja todo a la chimenea y contempla cómo arden los pedazos). ¡Ya! Todo ha desaparecido. Te decía que desde las vísperas de Navidad tu... ¡Oh! ¡Qué tres días de prueba has debido pasar, Nora!

NORA: Durante estos tres días he sostenido una lucha violenta.

HELMER: Y te has desesperado; no veías más camino que... Olvidaremos por completo todos estos sinsabores. Vamos a celebrar nuestra liberación repitiendo continuamente: se ha concluido, se ha concluido. Pero óyeme, Nora, parece que no comprendes: se ha concluido. ¡Vamos! ¿Qué significa esa seriedad? ¡Oh! Pobrecilla Nora, ya comprendo... No aciertas a creer que te perdono. Pues créelo, Nora, te lo juro; estás completamente perdonada. Sé bien que todo lo hiciste por amor a mí.

NORA: Es verdad.

HELMER: Me has amado como una buena esposa debe amar a su marido; pero flaqueabas en la elección de los medios. ¿Crees tú que yo te quiero menos porque no puedas guiarte a ti misma? No, no, confía en mí: no te faltará ayuda y dirección. No sería yo hombre si tu capacidad de mujer no te hiciera doblemente seductora a mis ojos. Olvida los reproches que te dirigí en los primeros momentos de terror, cuando creía que todo iba a desplomarse sobre mí. Te he perdonado, Nora, te juro que te he perdonado.

NORA: ¡Gracias por el perdón! (Se va por la puerta de la derecha).

HELMER: No, quédate aquí... (La sigue con los ojos). ¿Por qué te diriges a la alcoba?

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NORA (Dentro): Voy a quitarme el traje de máscaras.

HELMER (Cerca de la puerta, que ha quedado abierta): Bien, descansa, procura tranquilizarte, reponerte de esta alarma, pajarillo alborotado. Reposa en paz, yo tengo grandes alas para cobijarte. (Andando sin alejarse de la puerta). ¡Oh! Qué tranquilo y delicioso hogar el nuestro, Nora. Aquí estás segura; te guardaré como si fueras una paloma recogida por mí después de sacarla sana y salva de las garras del buitre. Sabré tranquilizar tu pobre corazón palpitante. Lo conseguiré poco a poco; créeme, Nora. Mañana verás todo de otra manera. Todo seguirá como antes. No necesitaré decirte a cada momento que te he perdonado, porque tú misma lo comprenderás indudablemente. ¿Cómo puedes creer que vaya a rechazarte ni a hacer cargos siquiera? ¡Ah! Tú no sabes lo que es un corazón que ama, Nora. ¡Es tan dulce, es tan grato para la conciencia de un hombre perdonar sinceramente! No es ya su esposa lo único que ve en el ser perdonado, sino también su hija. Así te trataré en el porvenir, criatura extraviada, sin brújula. No te preocupes por nada, Nora, sé franca conmigo nada más, y yo seré tu voluntad y tu conciencia. (Calla). ¿No te has acostado? ¿Te has vuelto a vestir?

NORA (Con su ropa habitual): Sí, Torvaldo, he vuelto a vestirme.

HELMER: ¿Y para qué?

NORA: No pienso dormir esta noche.

HELMER: Pero, querida Nora...

NORA (Mirando el reloj): No es tarde todavía. Siéntate, Torvaldo, tenemos que hablar. (Se sienta junto a la mesa).

HELMER: Nora... ¿qué significa esto? ¿Por qué estás tan seria?

NORA: Siéntate. La conversación será larga. Tenemos mucho que decirnos.

HELMER (Sentándose frente a ella): Me tienes intranquilo, Nora. No te comprendo.

NORA: Dices bien; no me comprendes. Ni yo tampoco te he comprendido a ti hasta... esta noche. No me interrumpas. Oye lo que te digo... Tenemos que ajustar nuestras cuentas.

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HELMER: ¿En qué sentido?

NORA (Después de una pausa): Estamos frente a frente. ¿No te llama la atención algo?

HELMER: ¿Qué quieres decir?

NORA: Hace ocho años que nos casamos. Piensa un momento: ¿no es ahora la primera vez que nosotros dos, marido y mujer, hablamos a solas seriamente?

HELMER: Seriamente, sí... pero ¿qué?

NORA: Ocho años han pasado... y más todavía desde que nos conocemos, y jamás se ha cruzado entre nosotros una palabra seria respecto de un asunto grave.

HELMER: ¿Iba a hacerte partícipe de mis preocupaciones, si no podías quitármelas?

NORA: No hablo de preocupaciones. Lo que quiero decir es que jamás hemos tratado de mirar en común al fondo de las cosas.

HELMER: Pero veamos, querida Nora, ¿era esa preocupación apropiada para ti?

NORA: ¡Este es precisamente el caso! Tú no me has comprendido nunca... Han sido muy injustos conmigo, papá primero, y tú después.

HELMER: ¿Qué? ¡Nosotros dos!... Pero ¿hay alguien que te haya amado más que nosotros?

NORA (Moviendo la cabeza): Jamás me amaron. Les parecía agradable estar en adoración delante de mi, ni más ni menos.

HELMER: Vamos a ver, Nora, ¿qué significa este lenguaje?

NORA: Lo que te digo, Torvaldo. Cuando estaba al lado de papá, él me exponía sus ideas, y yo las seguía. Si tenía otras distintas, las ocultaba; por que no le hubiera gustado. Me llamaba su muñequita, y jugaba conmigo como yo con mis muñecas. Después vine a tu casa.

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HELMER: Empleas una frase singular para hablar de nuestro matrimonio.

NORA (Sin variar de tono): Quiero decir que de manos de papá pasé a las tuyas. Tú lo arreglaste todo a tu gusto, y yo participaba de tu gusto, o lo daba a entender; no puedo asegurarlo, quizá lo uno y lo otro. Ahora, mirando hacia atrás, me parece que he vivido aquí como los pobres... al día. He vivido de las piruetas que hacía para recrearte, Torvaldo. Eso entraba en tus fines. Tú y papá han sido muy culpables conmigo, y ustedes tienen la culpa de que yo no sirva para nada.

HELMER: Eres incomprensible e ingrata, Nora. ¿No has sido feliz a mi lado?

NORA: ¡No! Creía serlo, pero no lo he sido jamás.

HELMER: ¡Que no... que no has sido feliz!

NORA: No, estaba alegre y nada más. Eras amable conmigo... pero nuestra casa sólo era un salón de recreo. He sido una muñeca grande en tu casa, como fui muñeca en casa de papá. Y nuestros hijos, a su vez, han sido mis muñecas. A mí me hacía gracia verte jugar conmigo, como a los niños les divertía verme jugar con ellos. Esto es lo que ha sido nuestra unión, Torvaldo.

HELMER: Hay algo de cierto en lo que dices... aunque exageras mucho. Pero, en lo sucesivo, cambiará todo. Ha pasado el tiempo de recreo; ahora viene e de la educación.

NORA: ¿La educación de quién? ¿La mía o la de los niños?

HELMER: La tuya y la de los niños, querida Nora.

NORA: ¡Ay! Torvaldo. No eres capaz de educarme, de hacerme la esposa que necesitas

HELMER: ¿Y eres tú quien lo dice?

NORA: Y en cuanto a mí... ¿qué preparación tengo para educar a los niños?

HELMER: ¡Nora!

NORA: ¿No lo has dicho tú hace poco?... ¿No has dicho que es una tarea que no te atreves a confiarme?

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HELMER: Lo he dicho en un momento de irritación. ¿Ahora vas a insistir en eso?

NORA: ¡Dios mío! Lo dijiste claramente: Es una tarea superior a mis fuerzas. Hay otra que debo atender, y quiero pensar, ante todo, en educarme a mí misma. Tú no eres hombre capaz de facilitarme este trabajo, y necesito emprenderlo yo sola. Por eso voy a dejarte.

HELMER (Levantándose de un salto.): ¡Qué! ¿Qué dices?

NORA: Necesito estar sola para estudiarme a mí misma y a cuanto me rodea; así es que no puedo permanecer a tu lado.

HELMER: ¡Nora! ¡Nora!

NORA: Quiero marcharme ya. No me faltará albergue esta noche en casa de Cristina.

HELMER: ¡Has perdido el juicio! No tienes derecho a marcharte. Te lo prohíbo.

NORA: Tú no puedes prohibirme nada de aquí en adelante. Me llevo todo lo mío. De ti no quiero recibir nada ahora ni nunca.

HELMER: Pero ¿qué locura es ésta?

NORA: Mañana salgo para mi país... Allí podré vivir mejor.

HELMER: ¡Qué ciega estás, pobre criatura sin experiencia!

NORA: Ya procuraré adquirir experiencia, Torvaldo.

HELMER: ¡Abandonar tu hogar, tu esposo, tus hijos!... ¿No piensas en lo que se dirá?

NORA: No puedo pensar en esas pequeñeces. Sólo sé que para mí es indispensable.

HELMER: ¡Ah! ¡Es irritante! ¿De modo que traicionarás los deberes más sagrados?

NORA: ¿A qué llamas tú mis deberes más sagrados?

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HELMER: ¿Necesitas que te lo diga? ¿No son tus deberes para con tu marido y tus hijos?

NORA: Tengo otros no menos sagrados.

HELMER: No los tienes. ¿Qué deberes son ésos?

NORA: Mis deberes para conmigo misma.

HELMER: Antes que nada, eres esposa y madre.

NORA: No creo ya en eso. Ante todo soy un ser humano con los mismos títulos que tú... o, por lo menos, debo tratar de serlo. Sé que la mayoría de los hombres te darán la razón, Torvaldo, y que esas ideas están impresas en los libros; pero ahora no puedo pensar en lo que dicen los hombres y en lo que se imprime en los libros. Necesito formarme mi idea respecto de esto y procurar darme cuenta de todo.

HELMER: ¡Qué! ¿No comprendes cuál es tu puesto en el hogar? ¿No tienes un guía infalible en estas cuestiones? ¿No tienes la religión?

NORA: ¡Ay! Torvaldo. No sé exactamente qué es la religión.

HELMER: ¿Que no sabes qué es?

NORA: Sólo sé lo que me dijo el pastor Hansen al prepararme para la confirmación. La religión es esto, aquello y lo de más allá. Cuando esté sola y libre, examinaré esa cuestión como una de tantas, y veré si el pastor decía la verdad, o, por lo menos, si lo que me dijo era verdad respecto de mí.

HELMER: ¡Oh! ¡Es inaudito en una mujer tan joven! Pero si no puede guiarte la religión, déjame al menos sondear tu conciencia. Porque ¿supongo que tendrás al menos sentido moral? ¿O es que tampoco tienes eso? Responde.

NORA: ¿Qué quieres, Torvaldo? Me es difícil contestarte. Lo ignoro. No veo claro nada de eso. No sé más que una cosa y es que mis ideas son completamente distintas de las tuyas; que las leyes no son las que yo creía, y, en cuanto a que esas leyes sean justas, no me cabe en la cabeza. ¡No tener derecho una mujer a evitar una preocupación a su padre anciano y moribundo, ni a salvar la vida a su esposo! ¡Eso no es posible!

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HELMER: Hablas como chiquilla. No comprendes a la sociedad de que formas parte.

NORA: No, no comprendo nada; pero quiero comprenderlo y averiguar de parte de quién está la razón: si de la sociedad o de mí.

HELMER: Tú estás enferma, tienes fiebre, y hasta casi creo que no estás en tu juicio.

NORA: Por lo contrario, esta noche estoy más despejada y segura de mí que nunca.

HELMER: ¿Y con esa seguridad y esa lucidez abandonas a tu marido y a tus hijos?

NORA: Sí.

HELMER: Eso no tiene más que una explicación.

NORA: ¿Qué explicación?

HELMER: ¡Ya no me amas!

NORA: Así es; en efecto, ésa es la razón de todo.

HELMER: ¡Nora!... ¿Y me lo dices?

NORA: Lo siento, Torvaldo, porque has sido siempre muy bueno conmigo... Pero ¿qué he de hacerle? No te amo ya.

HELMER (Esforzándose por permanecer sereno): De eso, por supuesto, ¿también estás completamente convencida?

NORA: Absolutamente. Y por eso no quiero estar más aquí.

HELMER: ¿Y puedes explicarme cómo he perdido tu amor?

NORA: Muy sencillo. Ha sido esta misma noche, al ver que no se realizaba el prodigio esperado. Entonces he comprendido que no eras el hombre que yo creía.

HELMER: Explícate. No entiendo...

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NORA: Durante ocho años he esperado con paciencia, porque sabía de sobra, Dios mío, que los prodigios no son cosas que ocurren diariamente. Llegó al fin el momento de angustia, y me dije con certidumbre: ahora va a realizarse el prodigio. Mientras la carta de Krogstad estuvo en el buzón, no creí ni por un momento que pudieras doblegarte a las exigencias de ese hombre, sino qué, por lo contrario, le dirías: “Dígaselo a todo el mundo”. Y cuando eso hubiera ocurrido...

HELMER: ¡Ah, sí!... ¿Cuando yo hubiera entregado a mi esposa a la vergüenza y al menosprecio...?

NORA: Cuando eso hubiera ocurrido, yo estaba completamente segura de que responderías a todo diciendo: “Yo soy culpable”.

HELMER: ¡Nora!

NORA: Vas a decir que yo no hubiera aceptado semejante sacrificio. Es cierto. Pero ¿de qué hubiese servido mi afirmación al lado de la tuya?... ¡Pues bien!, ése era el prodigio que esperaba con terror, y, para evitarlo, iba a morir.

HELMER: Nora, con placer hubiese trabajado por ti día y noche, y hubiese soportado toda clase de privaciones y de penalidades; pero no hay nadie que sacrifique su honor por el ser amado.

NORA: Lo han hecho millares de mujeres.

HELMER: ¡Eh! Piensas como una niña, y hablas del mismo modo.

NORA: Es posible, pero tú no piensas ni hablas como el hombre a quien yo puedo seguir. Ya tranquilizado, no en cuanto al peligro que me amenazaba, sino al que corrías tú... todo lo olvidaste, y vuelvo a ser tu avecilla cantora, la muñequita que estabas dispuesto a llevar en brazos como antes, y con más precauciones que nunca al descubrir que soy más frágil. (Levantándose). Escucha, Torvaldo: en aquel momento me pareció que había vivido ocho años en esta casa con un extraño, y que había tenido tres hijos con él... ¡Ah! ¡No quiero pensarlo siquiera! Tengo tentación de desgarrarme a mí misma en mil pedazos.

HELMER (Sordamente): Lo comprendo; el hecho es indudable. Se ha abierto entre nosotros un abismo. Pero di si no puede repararse, Nora.

NORA: Como yo soy ahora, no puedo ser tu esposa.

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HELMER: Yo puedo transformarme.

NORA: Quizá... si te quitan tu muñeca.

HELMER: ¡Separarse... separarse de ti! No, no, Nora, no puedo resignarme a la separación.

NORA (Dirigiéndose hacia la puerta de la derecha): Razón de más para concluir. (Se va y vuelve con el abrigo, el sombrero y una pequeña maleta de viaje, que deja sobre una silla cerca de la mesa).

HELMER: Nora, todavía no, todavía no. Espera a mañana.

NORA (Poniéndose el abrigo): No puedo pasar la noche bajo el techo de un extraño.

HELMER: ¿Pero no podemos seguir viviendo juntos como hermanos?

NORA (Poniéndose el sombrero): Semejante tipo de vida no duraría mucho. (Poniéndose el chal sobre los hombros). Adiós, Torvaldo. No quiero ver a los niños. Sé que están en mejores manos que las mías. En mi situación actual... no puedo ser una madre para ellos.

HELMER: Pero ¿algún día, Nora... un día?

NORA: Nada puedo decirte, porque ignoro lo que será de mí.

HELMER: Pero sea como sea, eres mi esposa.

NORA: Cuando una mujer abandona el domicilio conyugal, como yo lo abandono, las leyes, según dicen, eximen al marido de toda obligación con respecto a ella. De cualquier modo te eximo, porque no es justo que tú quedes encadenado, no estándolo yo. Absoluta libertad por ambas partes. Toma, aquí tienes tu anillo. Devuélveme el mío.

HELMER: ¿También eso?

NORA: Sí.

HELMER: Toma.

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NORA: Gracias. Ahora todo ha concluido. Ahí dejo las llaves. En lo que respecta a la casa, la doncella está enterada de todo... mejor que yo. Mañana, después de mi marcha, vendrá Cristina a guardar en un baúl cuanto traje al venir aquí, pues deseo que se me envíe.

HELMER: ¡Todo ha concluido! ¿No pensarás en mí jamás, Nora?

NORA: Seguramente que pensaré con frecuencia en ti y en los niños y en la casa.

HELMER: ¿Puedo escribirte, Nora?

NORA: ¡No, jamás! Te lo prohíbo.

HELMER: ¡Oh! Pero puedo enviarte...

NORA: Nada, nada.

HELMER: Ayudarte, si lo necesitas.

NORA: ¡No! No puedo aceptar nada de un extraño.

HELMER: Nora... ¿ya no seré más que un extraño para ti?

NORA (Tomando la maleta de viaje): ¡Ah! Torvaldo. Se necesitaría que se realizara el mayor de los milagros.

HELMER: Di cuál.

NORA: Necesitaríamos transformarnos los dos hasta el extremo de... ¡Ay! Torvaldo. No creo ya en milagros.

HELMER: Pues yo sí quiero creer. Di: ¿deberíamos transformarnos los dos hasta el extremo de...?

NORA: Hasta el extremo de que nuestra unión fuera un verdadero matrimonio. ¡Adiós! (Se oye cerrar la puerta de la casa).

HELMER (Dejándose caer en una silla cerca de la puerta y ocultándose el rostro con las manos): ¡Nora, Nora! (Levanta la cabeza y mira en derredor suyo).

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¡Se ha ido! ¡No verla más!... (Con vislumbre de esperanza.). ¡El mayor de los milagros! (Se va).

FIN.

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GLOSARIO DE TÉRMINOS TEATRALES.

ALTA COMEDIA: Género teatral que surgió en España a mediados del siglo XIX como reacción ante el exceso retórico y la ampulosidad del drama romántico, y como intento de acomodar la escena al realismo que en ese momento imperaba en Europa. En muchas de sus obras se exponían ciertos problemas de la sociedad de su época, en ocasiones con bastante comicidad y sentimentalismo. Uno de sus cultores más conocidos fue Ventura de la Vega.

ANFITEATRO: Edificio de forma ovalada o circular rodeado de amplias graderías, que durante el Imperio Romano se dedicaba, en su centro de arena, a la lucha de gladiadores y a espectáculos con animales salvajes. En la actualidad, este término se refiere a cualquier edificio destinado a espectáculos como los anteriores, pero por sobre todo a las graderías dispuestas de manera semicircular y situadas en uno de los pisos altos de la sala de teatro.

MONTAJE: Transformación de un texto dramático en espectáculo; realización de la puesta en escena de una obra escrita. También se refiere al acto de colocar sobre el escenario los decorados, muebles, luces y todo el equipo necesario para llevar a cabo una función.

OPERA: Espectáculo que, consiste en un drama cantado en su totalidad, con acompañamiento musical de orquesta. Tiene su origen en Italia, a finales del siglo XVI, y nació con el propósito de revitalizar la tragedia clásica por medio de la música. La Opera tuvo su máximo esplendor en los siglos XVIII y XIX, cuando compusieron para ella los más afamados músicos de Europa. Sus libretos muchas veces han sido adaptaciones de grandes novelas y de piezas dramáticas famosas.

PIE: Consiste en una palabra, gesto, frase o movimiento escénico que sirve de señal a un actor o al cuerpo técnico, para intervenir en la escena. Habitualmente es la última frase del parlamento de un personaje quien “da” el Pie al actor que viene a continuación.

TEATRO DE CÁMARA: Sala teatral de dimensiones reducidas, en cuyo escenario caben pocos actores y escasos elementos de decoración. El público, muy reducido también, contempla la representación a corta distancia, de manera que se establece entre actores y espectadores una cierta intimidad que favorece la relación entre ambos. También se denomina de esta manera a aquellos espectáculos especialmente diseñados para ser representados en estas salas. El origen del Teatro de Cámara se remonta a comienzos de siglo, cuando algunos grupos reaccionaron frente a la artificiosidad de los grandes teatros.

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TERTULIA: Antiguamente se le daba este nombre a una localidad situada en el último piso de un teatro. En ese lugar se acomodaban escritores y gente culta que se pasaban una gran parte de la obra discutiendo y criticando el espectáculo. Posteriormente el término se ha utilizado para designar las reuniones donde la conversación y el intercambio de ideas es el objetivo central.