henry kamen: imperio

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Henry Kamen Henry Arthur Francis Kamen (Rangún, Birmania, 1936), es un historiador británico. Estudió en la Universidad de Oxford y ha sido catedrático en distintas universidades de España, Gran Bretaña y Estados Unidos, así como en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas en Barcelona. Participó en el famoso debate (con figuras como Trevor Roper, Immanuel Wallerstein, etc.) sobre la consideración de la crisis del siglo XVII como un periodo de crisis general. Posteriormente centró su interés en la Historia de España, sin abandonar las síntesis generales. Entre sus obras figuran: El siglo de Hierro (1972), La España de Carlos II (1981), Felipe de España (1997), La Inquisición española: una revisión histórica (1999), Early Modern European Society (2000), Imperio: la forja de España como potencia mundial (2003) El gran duque de Alba (2004) y Del Imperio a la Decadencia. Los mitos que forjaron la España moderna (2006) Enlaces externos [editar] Valoraciones de su obras [editar] Por Arturo Giráldez, profesor de lenguas modernas en la University of Pacific (California): Reseña de 'Imperio: la forja de España como potencia mundial' Por Arturo Pérez-Reverte, escritor, periodista y académico de la RAE: La historia, la sangría y el jabugo, El hispanista de la No Hispania. Por David Ramírez, especialista en Historia Moderna por la Universidad Complutense de Madrid:

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Libro IMPERIO

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Henry Kamen Henry Arthur Francis Kamen (Rangún, Birmania, 1936), es un historiador británico. Estudió en la Universidad de Oxford y ha sido catedrático en distintas universidades de España, Gran Bretaña y Estados Unidos, así como en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas en Barcelona.

Participó en el famoso debate (con figuras como Trevor Roper, Immanuel Wallerstein, etc.) sobre la consideración de la crisis del siglo XVII como un periodo de crisis general. Posteriormente centró su interés en la Historia de España, sin abandonar las síntesis generales. Entre sus obras figuran:

El siglo de Hierro (1972), La España de Carlos II (1981), Felipe de España (1997), La Inquisición española: una revisión histórica (1999), Early Modern European Society (2000), Imperio: la forja de España como potencia mundial (2003) El gran duque de Alba (2004) y Del Imperio a la Decadencia. Los mitos que forjaron la España

moderna (2006)

Enlaces externos [editar] Valoraciones de su obras [editar]

Por Arturo Giráldez, profesor de lenguas modernas en la University of Pacific (California):

Reseña de 'Imperio: la forja de España como potencia mundial'

Por Arturo Pérez-Reverte, escritor, periodista y académico de la RAE:

La historia, la sangría y el jabugo, El hispanista de la No Hispania.

Por David Ramírez, especialista en Historia Moderna por la Universidad Complutense de Madrid:

Un análisis comparativo de los libros sobre Felipe II de Geofrey Parker y Henry Kamen

Por José Manuel Rodríguez Pardo, Doctor en Filosofía por la Universidad de Oviedo:

El «Imperio no unificado» de Henry Kamen: mito, absurdo y manipulación Henry Kamen reitera sus errores sobre la Historia de España

Por Beatriz Comella, historiadora:

La inquisición española. Una revisión histórica

Henry Kamen, suspendido en historia. Por Natividad Castro y Boga: Cuando a los niños ingleses les enseñan en el colegio que el primero en dar la vuelta al mundo fue Drake -que además de hacerlo cincuenta años después que Juan Sebastián de Elcano lo consiguió con la ayuda de los pilotos españoles Alonso Sánchez Cordero y Martín de Aguirre, a quienes había tomado como prisioneros, y a quien tuvieron la desfachatez de concederle en su escudo de armas el mismo lema que ostentaba Elcano Primus Circumdedistime- es señal de que las fuentes historiográficas que se manejan en ese país no son muy de fiar. Lo realmente sorprendente es que los españoles nos traguemos sin rechistar argumentaciones publicadas en su periódico el pasado 7 de junio, de boca del historiador Henry Kamen sobre nuestro pasado. Afortunadamente los españoles somos producto de nosotros mismos, nadie ha venido a salvarnos, no debemos nada a nadie, nos hemos hundido solos, y solos nos estamos levantando. Ese es el secreto de nuestra falta de hipocresía, a diferencia de otros que tergiversan la historia para esconder las deudas pendientes. Los españoles descubrimos América y medio mundo no por casualidad, sino porque teníamos los mejores astrónomos, geógrafos, navegantes, médicos, ingenieros, etcétera. Cuya ciencia se venía acumulando desde 300 años antes, cuando el Rey Alfonso X el Sabio funda la Escuela de Traductores de Toledo. Y la otra mitad del mundo la descubrió el país hermano, Portugal, que compartía el liderazgo científico con España, que ellos localizaban en la Escuela de Pilotage de Sagres, primer centro náutico del mundo, fundado por Enrique el Navegante. Tal era la competencia entre ambos países, y la ventaja que llevaban al resto, que se repartieron el mundo con el tratado de Tordesillas de 1494. España y Portugal, después de 800 años de reconquista contra los moros, estaban curtidos en la guerra, en la mar y en las ciencias. Y frente a eso el mundo cayó como piezas de dominó, y no por casualidad como dice Kamen.

La leyenda negra española, empezó en Inglaterra y los Países Bajos, con la publicación de algunos de los trabajos de Fray Bartolomé de las Casas, a quien se debió, con el apoyo de la Corona, que España estuviera a la cabeza en la abolición de la esclavitud, cuando precisamente aquellos países lideraron el tráfico negrero. Por eso la hipocresía, ellos hacían el gran negocio de la carne negra, pero el sambenito se lo colgaban a los españoles, del mismo modo que hace algunos años tuvimos que soportar la película estadounidense La Amistad sobre un supuesto barco negrero español. La prueba está en América, sólo hay que ir allí y ver dónde están los descendientes del tráfico esclavista.

Dice Kamen en su periódico que los castellanos no colonizaron las islas, que fueron los portugueses y los italianos. Sin embargo en 1611, 90 años después de la expedición Magallanes-Elcano, los navegantes españoles habían descubierto los grupos insulares de Marianas, Filipinas septentrionales, Palaos, Yap, Marshall, Carolinas, Nuevas Hébridas, Nueva Guinea, Galápagos, Volcano, Bonin, Schonten, Salomón, Juan Fernández, Ellice, Marquesas, Santa Cruz, Tuamotu, Banks, Australia, y Haway. En Europa se denominaba al Pacífico como el Lago Español -Spanish Lake- que se extendía desde la costa occidental de América a la oriental de Asia. En 1611 se fundó la Universidad de Manila, la primera de Asia, que junto con la de Lima, fundada en 1553, difundían el saber de la época en ambas orillas, en español. (Natividad Castro y Boga, junio 2003)

Expediciones holandesas del s.XVII: Wilhelm Janszoon: Los navíos holandeses pusieron rumbo a Insulindia financiados por la Compañía de las Indias Orientales creada en 1602. Wilhelm Janszoon a bordo de la Duifken (Palomita) costeó la gran isla de Nueva Guinea, y si bien avistó Australia, no comprendió que se trataba de un gran continente. En 1619 se fundó Batavia, la actual Yakarta, gracias a la iniciativa del gobernador Jan Pieterzoon. Jacob Le Maire: En la primera mitad de este siglo, Jacob Le Maire, hijo de un rico mercader holandés, realizó con Schouten un viaje a las costas meridionales de América y doblaron el cabo de Hornos a bordo del Hoorn (1616), barco que vino a dar su nombre al extremo más austral del Nuevo Mundo. Este viaje, que tiene un gran parecido, en cuanto a la ruta, con el de Magallanes, también tuvo un trágico fin para Le Maire puesto que murió en el camino de regreso a Holanda después de haber tocado las Molucas. Abel Tasman: También al servicio de la Compañía de las Indias Orientales, impulsado por Van Diemen, llegó a la isla que lleva su nombre aunque él la llamó Tierra de Van Diemen. Luego, Tasman reconoció la isla de Nueva Zelanda del Sur pasando por el estrecho de Cook. Puso rumbo a las islas Fidji que también descubrió, y después de recorrer aquellos mares llegó a Nueva Guinea. Parece increíble que después de recorrer tanto camino llegara a Australia y no la reconociera como una gran isla. Tasman pensaba que Nueva Guinea y la costa australiana, que no exploró, eran una misma tierra. El español Torres había descubierto en el siglo anterior el estrecho que lleva su nombre.

Expediciones del s.XVIII: Jacob Roggeveen llevó a término una de las grandes exploraciones impulsadas por la Compañía de las Indias Orientales de Holanda. En 1721 zarpó con tres veleros y 290 hombres, del puerto de Texel con destino a los mares australes, pero llegaron a las costas del Brasil y allí una parte de la tripulación desertó. Las tempestades se cebaron con la pequeña flota y Roggeveen fue impulsado en el navío El Aguila hasta las islas Shetland del Sur, luego tomó rumbo Norte y en la isla de Juan Fernández se encontró con otro buque de su flota, el Tienhoven. Finalmente, en el domingo de Pascua de 1722 arribó a una extraña isla a la que dio el nombre de Pascua y donde los tripulantes tomaron contacto con las enormes esculturas. Más tarde Roggeveen llegó al archipiélago de Tuamotú, luego a las Salomón y a Nueva Guinea. Cuando desembarcó en Batavia, a pesar de ser holandés fue apresado y confiscados su barcos. En 1729 murió en Holanda, siendo uno de los expedicionarios más infortunados de aquellos tiempos. George Anson: A mediados del siglo XVIII, un inglés, el comodoro George Anson, al frente de seis naves y tripulando el Centurión dobló el estrecho de Magallanes y se adentró por los mares del Sur, aunque esta expedición tenía más de militar que de científica, puesto que Inglaterra y España estaban enfrentadas en la Guerra de la Sucesión Austríaca. En acciones de gran violencia, Anson atacó la costa chilena saqueando y robando hasta que una flota española le obligó a tomar rumbo hacia las costas chinas arribando a Macao, que, por ser portugués, era un puerto amigo. Desde allí lograron atacar al "galeón de China" que hacía la ruta de Filipinas a América, al que apresaron arrebatándole un gran botín. No se crea, sin embargo, que Anson fue únicamente un corsario amparado con la protección de Su Majestad Británica, puesto que al mismo tiempo legó un Diario que tuvo gran interés científico y fue el primero en divulgar los secretos de la ruta del "galeón de China" que se procuraba mantener oculta. George Anson murió en 1762 siendo Primer Lord del Almirantazgo. Interrumpidas por las guerras de mitad de siglo, las exploraciones fueron reemprendidas hacia 1763. Sin embargo, en esta segunda mitad del siglo, las grandes exploraciones organizadas por los gobiernos francés e inglés, además del espíritu científico de la época, se verificarán animadas por una importante cuestión de prestigio, sin olvidar la búsqueda de las riquezas del nuevo y desconocido. Interesaba a los franceses como una compensación por la pérdida de las Indias, y a los ingleses como una avanzada comercial a conservar. Progresivamente, las exploraciones fueron preparándose con medios y métodos cada vez más científicos. Byron: Veinte años después de la expedición de Anson, el gobierno de Londres envíó la expedición del comodoro Byron (1723-1786). En 1764 el abuelo paterno de George Gordon Byron partió hacia el sur con dos naves en una expedición que terminaría en mayo de 1766. La expedición de Byron hizo un reconocimiento completo de las islas Malvinas y un buen estudio del estrecho de Magallanes, descubrió las islas del Desengaño, del Rey Jorge y una de las Mulgraves. En las instrucciones recibidas a la partida se decía:

Nada más propio para elevar la gloria de un país entre las potencias marítimas, y nada puede contribuir tanto a la dignidad de la Corona, a los progresos de la navegación y al desarrollo del comercio, como hacer descubrimientos en las nuevas regiones; y hay motivos para creer que pueden encontrarse en los mares del Sur, entre el cabo de Buena Esperanza y el estrecho de Magallanes, grandes tierras e islas aún desconocidas, en latitudes cómodas para la navegación y en climas propios para la producción de géneros útiles al Comercio.

Wallis y Carteret: En agosto de 1766 salió de Plymouth una nueva expedición de dos navíos mandados por el capitán Wallis (m.1795) y el capitán Carteret, explorador inglés perteneciente también a la Armada. Aunque salieron juntos fueron separados por una tempestad poco después de haber cruzado el estrecho de Magallanes. Wallis descubrió sucesivamente varias islas Tuamotú y Tahití, la cual ejerció sobre él un poderoso atractivo hasta tal punto que "la abandonó con lágrimas en los ojos". Pasó después a las islas de Samoa y exploró las Marianas. Carteret descubrió la isla de Pitcairn y la situó en el mapa con el error de 200 millas que posibilitó la fuga del los amotinados del HMS Bounty. Llegó a las islas de Santa Cruz, de Salomón, y vio que Nueva Bretaña estaba compuesta por dos islas.

http://www.mgar.net/var/oceania.htm

El «Imperio no unificado» de Henry Kamen: mito, absurdo y manipulación José Manuel Rodríguez Pardo

Reseña crítica al libro de Henry Kamen, Imperio. La formación de España como potencia mundial, Aguilar, Madrid 2003

«Nos hemos acostumbrado a pensar en la realidad de nuestro país, con arreglo a un criterio distinto, cuando España en el siglo XIX se convierte en una realidad más bien provinciana, que nunca había sido. Por eso, por ejemplo, si ustedes ven el Cuadro de las Lanzas, si preguntan quiénes son aquellos señores; el vencido, Justino de Nassau que ofrece las llaves al general vencedor; si ustedes se preguntan quién es este otro señor, les dirán, es don Ambrosio de Espínola. Diremos que es Espínola, claro, un italiano, un italiano al servicio de España. No. Era un español de Italia, que es distinto, al igual que había españoles de Lima, como es Olavide en el siglo XVIII; de Méjico o españoles de Buenos Aires o españoles de Manila, o españoles de Oviedo, españoles de Sevilla. Esta es la cuestión.» Julián Marías

El mes de febrero de este año que ya finaliza, 2003, apareció en las librerías la obra que aquí nos disponemos a analizar. El libro Imperio, cuya edición fue acompañada de un extraordinario aparato mediático, incluyendo la presencia de reseñas en la prensa deportiva, no mereció sin embargo una gran atención del público. Hasta el verano no se agotó la primera edición, y no tenemos constancia, por el momento, de que se haya agotado la segunda. Aunque el criterio de la propaganda no sea suficiente para juzgar un libro, no cabe duda que sorprende su uso, sino en todo caso el análisis que realiza el historiador aquí citado. El caso de Henry Kamen, nacido en Rangún (Birmania) en 1936, en plena decadencia del Imperio británico, reviste características particulares. Autor instruido en Oxford, que sin embargo acude a España, donde es financiado por el CSIC, y donde las mejores editoriales del país, como Siglo XXI o Aguilar, le permiten publicar sus obras.

No obstante, puestos a juzgar su obra, referida a la etapa imperial de España, habría que señalar que el núcleo fundamental de la misma es precisamente el contrario al que señala, con lógica coherencia, Julián Marías en la cita inicial (cita que, por otro lado, anticipamos aquí que nosotros tenemos por válida, y que sirve de entrada para refutar el libro de Kamen). En palabras del propio Kamen su tesis es la siguiente:

«El presente libro es en esencia un bosquejo muy sencillo de algunos de los factores que contribuyeron al desarrollo del imperio español. Poco se dice de la propia España, puesto que sus historiadores han relatado la historia muchas veces y con mucha eficacia. Mi narración se dirige hacia la historia no contada. Considero a los españoles no como los únicos "impulsores y animadores" que "labraron la gloria de un imperio" (según las palabras del poeta), sino como copartícipes en una vasta empresa que fue posible únicamente gracias a la colaboración de muchas gentes de diversas naciones.»

Y de este modo:

«Fueron también las propias poblaciones conquistadas, los inmigrantes, las mujeres, los deportados, los marginados. Ni fueron sólo españoles: sino también italianos, belgas, alemanes y chinos. Muchos españoles prefirieron y todavía prefieren considerar el imperio como un logro exclusivamente suyo; estas páginas ofrecen material para alentar un punto de vista alternativo.» (pág. 12.)

Es decir, que Kamen viene a señalar, como tesis principal, que no fue España quien creó su Imperio:

«La primera gran conclusión es fundamental:estamos habituados a la idea de que España creó su imperio, pero es más útil especular con la idea de que el imperio creó España. En el despertar de nuestro periodo histórico, "España" no existía, no se había formado ni política ni económicamente y las culturas que la componían no contaban con recursos para expansionarse. La colaboración de los pueblos de la península en la tarea del imperio, sin embargo, les dio una causa común que consiguió reunirlos y acrecentar, aunque de modo imperfecto, la unidad peninsular.» (pág. 13.)

Resulta sin embargo extraño que aluda a lo que él denomina «historia no contada». Sobre tan oscura y contradictoria expresión habremos de discutir más adelante, pues si no existe relato no puede haber Historia, es decir, que hablar de «historia no contada» es equivalente a hablar de «círculo cuadrado». Sin embargo, y volviendo a la tesis del párrafo anterior, hemos de señalar la contradicción de afirmar que el Imperio no era una creación española: si el Imperio no era creación española, entonces habrá que concluir que no era un Imperio español, lo que obligaría a Kamen a señalar quién dirigía políticamente tal Imperio. O bien si el Imperio era español, habría que decir que España no lo constituía esencialmente, y que en todo caso se formaría por una serie de naciones sin centralización fija. Es decir, que España formaba parte de un «Imperio no unificado», como señalamos en el título de nuestro estudio. Dadas estas dos posibilidades, es nuestro objetivo analizarlas y ver sus errores respecto a la tesis inicial, como decimos contrapuesta a la de Julián Marías.

El mito del imperio no unificado

Es significativo que Henry Kamen señale que el origen de su libro proviene de una serie de críticas realizadas a una obra publicada hace unos años, Felipe de España (edición española de Siglo XXI, Madrid 1991), en las que presentaba una tesis, a juicio del inglés novedosa, en la que:

«Un distinguido historiador, al reseñar el libro, sugirió que mi apunte estaba «lejos de ser antiespañol, pero hay afirmaciones que sorprenden», porque yo declaraba que el contingente español en la batalla constituía únicamente una décima parte de las tropas, socavando con ello el punto de vista clásico según el cual San Quintín fue una victoria española. El autor «olvida», señalaba este historiador, «que una batalla la gana quien la dirige, quien la costea, quien suministra las tropas. Aquella batalla fue decidida por los infantes españoles. Y lo mismo se podría decir de Lepanto». Estas objeciones parecían perfectamente razonables y dieron pie, por mi parte, a una serie de cuestiones que han cristalizado en este libro. ¿Quién hizo qué?, ¿quién pagó por qué? son preguntas cuya respuesta no siempre puede encontrarse. ¿Conquistó Cortés México? La sorpresa de Bernal Díaz del Castillo ante los informes de un historiador oficial, Gómara, que sugerían que Cortés había derrocado casi en solitario al poderoso imperio azteca, no fue mayor que la mía al descubrir que algunos estudiosos hacían afirmaciones similares acerca de la creación del imperio español.» (págs. 9-10.)

E incluso llega a decir que los españoles no han aportado nada a la civilización, pues siempre han recibido beneficios del exterior:

«Hace dos generaciones, intentando valorar la contribución española a la civilización, Américo Castro afirmaba con razón que «toda innovación de alguna importancia fue siempre originada fuera de España». Las ideas religiosas, el humanismo, la tecnología, la ciencia, la ideología, todo vino (decía) del exterior [...] España se desarrolló gracias a lo que recibió del exterior, pero, al mismo tiempo, los españoles hicieron uso de su propio carácter esencial para elaborar el camino que los condujo al rango imperial.» (pág. 14.)

Nueva afirmación extravagante de Kamen: si las ideas religiosas llegaron de fueran, así como la tecnología, la ciencia, &c., sería de suponer entonces que los foráneos hubieran reclamado para sí la gloria, y lógicamente su punto de vista se habría impuesto, si realmente tenían tal superioridad en el plano religioso, ideológico, científico, &c., que España se viera obligada a utilizarlas. Sin embargo, si vemos el caso del catolicismo (las ideas religiosas), comprobaremos que éstas provenían, cómo no, de Roma. Y asimismo, la Santa Sede no hizo sino acopio de la Filosofía Griega y el Derecho Romano, para decirlo en términos de Unamuno (sin menospreciar los orígenes judíos del cristianismo). Y a su vez, la Filosofía Griega sería deudora de los mitos de otros pueblos bárbaros, y así sucesivamente, con lo que, siguiendo el razonamiento de Kamen, habría que concluir que nadie ha aportado nada original a la Historia Universal, pues todo el mundo se vale de lo que han creado otros.

Sin embargo, la afirmación que sirve para este desenfoque es la pregunta sobre quién hizo qué cosas. Siguiendo la lógica de Kamen, la respuesta sería quién (individualmente) realiza determinadas acciones. Así lo muestra este fragmento:

«"Poder" no significa única y exclusivamente la capacidad para imponer la fuerza. De un modo más exacto, el término puede aplicarse a las estructuras subyacentes que hicieron posible el imperio, a factores como la posibilidad de proporcionar financiación y servicios. En otras palabras, ¿quién aportó los hombres?, ¿quién concedió el crédito?, ¿quién facilitó las transacciones? [...].» (pág. 12).

Incluso señala, con cierto anacronismo, que la propia España era un «estado no unificado» y no existía como tal:

«A veces se ha dicho que el secreto del éxito fue la emergencia de "España" como nación. El potencial para la expansión marítima, sin embargo, nunca vino dictado por su potencial como "estado-nación". Los territorios peninsulares conocidos en conjunto como "España" no comenzaron su desarrollo como nación antes del siglo XVIII.» (pág. 56.)

Es curiosa esta posición, pues evidentemente señala una indigencia de conceptos en los historiadores comunes muy importante: ¿qué se entiende por Nación? ¿Se refiere a la Nación política o a la étnica? Es evidente que antes de 1789 no existe la nación política, como ha señalado Gustavo Bueno en España frente a Europa, por lo que aquí Kamen parece acertar al darse cuenta de que España no era nación (al margen de que un estado

nación no posee mucho potencial por sí mismo). Sin embargo, Kamen en Imperio deja totalmente empequeñecidos los errores de los demás historiadores, pues llegará incluso a dudar que los pueblos peninsulares sean parte de España. Así, tenderá no sólo a hablar de los aragoneses, navarros, o incluso vascos, andaluces, &c., sino también de judíos [sic], moriscos [sic] como entidades al margen de la corona española, intentando ver en estas artificiosas separaciones (totalmente anacrónicas sin duda) los actuales problemas secesionistas [sic]. De semejantes errores tendremos ocasión de dar cuenta en lo sucesivo.

Sin embargo, frente al desbarajuste explicativo del inglés, hay que señalar que en Historia no cabe hablar de los actos individuales al margen de las sociedades estatales en las que estos individuos se encuentran inmersos. Es decir, no cuenta la individualidad separada de los proyectos en los que se inscribe, y sin los grupos humanos a los que sirve. De entrada, hemos de señalar, que esta distinción entre España y «los pueblos» que la elevaron a su rango imperial es totalmente artificiosa. Si los pueblos que colaboraban en la forja imperial de España estaban políticamente unidos bajo la misma jefatura del estado, la Monarquía Hispánica, entonces no cabe distinguir entre España y esos pueblos, pues todos ellos formarían una totalidad concreta o modo de producción, siguiendo el vocabulario marxista, en la que unos necesitan de otros, del mismo modo que en la sociedad capitalista no puede haber obreros sin empresarios, y viceversa. La invocación de este concepto del materialismo histórico basta para barrer de un plumazo toda la especulación de Kamen acerca de si los españoles crearon o no su Imperio. No obstante, vamos a seguir los razonamientos de Kamen para comprobar hasta dónde llegan sus errores.

Hemos de reseñar, no obstante, que no es la primera vez que Kamen comete este error consistente en sustancializar las partes constituyentes de España, sin comprobar antes si su existencia era posible, ajenas a la propia España. De hecho en otra ocasión ya afirmó Kamen:

«Realmente, la España que el príncipe Felipe regía en ausencia de su padre estaba cambiando de diversas maneras. Como muchos otros países de Europa, "España" no era un Estado unificado sino, más bien, una asociación de provincias que compartían un rey común. La mayoría de las provincias estaba agrupada bajo la Corona de Castilla, que incluía Castilla, pero también el reino de Navarra y las provincias autónomas vascas. Las provincias orientales, que formaban la Corona de Aragón, comprendían los territorios autónomos de Aragón, Cataluña y Valencia. Casi todas las provincias disfrutaban de sus propias leyes, instituciones y sistemas monetarios, y estaban sujetas al control político de su nobleza local.» (Henry Kamen, Felipe de España, Siglo XXI, Madrid 1997, pág. 21.)

Sobre este particular, Gustavo Bueno en España frente a Europa, pág. 9, ha señalado la inconcreción de hablar de España como «estado no unificado», igual que cuando se habla de una circunferencia que no esta cerrada. Si un estado no está unificado, entonces no hay propiamente estado, sino una pluralidad de reinos que, en todo caso, caminarían por rumbos distintos. Sin embargo, se ve que en el caso de España no existe tal cosa, sino una unificación de fines y proyectos que, siguiendo los razonamientos de Kamen, resultan imposibles de comprender. De hecho, cabría decir que Kamen, preso de sus erradas

concepciones sobre el Imperio ya expresadas en Felipe de España, y de las que no ha abjurado a tiempo, ha extendido su error, para pasar del «estado no unificado» al «Imperio no unificado». Así, Kamen, que denuncia la existencia de mitos oscurantistas en la Historia de España, está el mismo contribuyendo a crear un mito aún más oscurantista, por la dificultad que implica para explicar coherentemente la Historia: Leamos al propio autor:

«Gran parte de nuestra concepción del pasado está impregnada de mitos y, como sucede con aquellos de entre nosotros que todavía se aferran a la idea de que la Tierra es plana, no hay motivo para que no se nos permita cultivarlos si son inofensivos [sic]. La historia del imperio de España, no obstante, no es inocua. Para los españoles de hoy el pasado no es un territorio lejano, es una parte íntima de la polémica que conforma su presente y continúa desempeñando un papel central en sus aspiraciones políticas y culturales.» (pág. 11).

Nuevamente encontramos unas afirmaciones que sorprenden, sobre todo cuando afirma que la creencia en la planicie de la Tierra es un mito inocente, cuando bien sabemos que, desconociendo la esfericidad de la Tierra, es imposible siquiera llegar a concebir su circunvalación. Del mismo modo, el mito del Imperio no unificado que Kamen ha creado en su libro Imperio, no puede ser considerado inocente, sino más bien gravemente deformador de la realidad. Tan deformador incluso como la Leyenda Negra, en la que aún sigue creyendo a pies juntillas nuestro historiador, aunque se esfuerce en disimularlo. Estas palabras de Kamen, publicadas en El Correo Digital, son una muestra evidente de esta profunda creencia:

«Al estudiar la historia descubrimos una evidencia y nuevas maneras de entender el pasado, y si privamos a los españoles del monopolio de la gloria de haber creado un imperio, también les eximimos del monopolio de la culpabilidad. Piénsenlo. Así, deja de existir de golpe la leyenda negra, por lo que entonces los malos no sólo fueron Cortés y sus hombres, sino muchos más, como los mejicanos que les ayudaron, por ejemplo. Y por esa misma regla de tres, no sólo los españoles fueron culpables de lo malo que sucedió en Europa, sino también, y quizá más, los italianos, los holandeses, los alemanes y hasta algún inglés, loco y católico, aunque me cueste decirlo, que estuvo en la Gran Armada y que quería luchar por España contra Inglaterra» (Aula de Cultura Virtual.)

Claramente comprobamos cómo Kamen, que presuntamente exonera a los españoles de la Leyenda Negra, distribuyéndola entre «otros pueblos», en realidad sostiene la existencia de tal Leyenda, pues lo que realiza el inglés con su nueva interpretación es un vulgar regateo, consistente en repartir las culpas sin antes demostrar que existieron previamente, algo que tampoco queda claro en el propio libro pues a veces se afirma que el número de esclavos era mayor que el de los libres, para en la página siguiente hablar de la facilidad con que los esclavos lograban su libertad, que los indígenas eran cruelmente tratados por todos los encomenderos nativos, para después afirmar que la gran mayoría de los encomenderos denunciaban los abusos, &c. En cualquier caso, la base para sus afirmaciones a favor de la Leyenda Negra son aún mas legendarias que el propio relato injuriador.

En definitiva, este mito del Imperio no unificado, creado ad hoc para su libro Imperio (aunque sin duda ejercido paulatinamente en obras anteriores, como en el caso de Felipe de España), no se proyecta sobre una duda nueva, pues esta duda que tiene Kamen, y que cree resuelta con su método, es la misma que Francisco Bacon se planteó en su época, a saber: cómo hacían los españoles para manejar tantos territorios con tan pocos hombres. Detalle que le dejaba perplejo y que hace que Kamen no logre superar tampoco esa perplejidad. Y sin embargo es un detalle fácilmente superable, y varios compatriotas suyos lo han superado apelando a grandes dosis de sentido común. Es el caso de Juan Elliot, quien resalta el diáfano proyecto imperial de España en empresas como la circunvalación de la Tierra, realizadas con el objeto de pillar a los turcos por la espalda (J. Elliot, La España imperial. Vicens Vives, Barcelona 1991, pág. 58).

Como muestra más elocuente de la confusión que padece Kamen, es conveniente señalar un párrafo que aparece al final de la introducción de su libro, en el que manifiesta que su libro pretende distinguir a los ciudadanos de los distintos reinos peninsulares sin señalarlos como españoles:

«Los ciudadanos de los reinos peninsulares son identificados a menudo por su lugar de origen a fin de no sembrar confusión mediante un uso impreciso del adjetivo "español" [SIC]». [...] (pág. 16) «La mayor parte de los nombres propios aparecen en su lengua original con el fin de que el lector no se vea inducido a error y piense que me estoy refiriendo a españoles.» (págs. 15-16)

Nuevamente nos topamos con términos confusos y contradictorios, como el designar a los ciudadanos peninsulares sin tener en cuenta que son «españoles», seguramente suponiendo que forman parte de un «estado no unificado», sin relación entre ellos. No menos extravagante resulta la afirmación de señalar los nombres propios en su lengua original (muchos de ellos, sin embargo, conservan, en tanto que topónimos, su calidad de españoles), para no inducir a error. Sería entonces de justicia que, a partir de ahora designemos a Henry Kamen de una forma españolizada, como Enrique Kameno, para no confundir al lector y que así no piense que estamos utilizando el inglés en nuestro estudio.

El mito del Imperio no español

En el final de la introducción de Imperio, Enrique Kameno señala algunos detalles metodológicos sobre su obra, sobre todo en lo relativo al concepto de Imperio que el propio Kameno maneja:

«Es importante puntualizar lo que el presente libro no es. No es una narración sobre el imperio atlántico, como el magistral estudio de J. H. Parry (1966), ni un relato sobre la política exterior española en Europa (un tema muy descuidado). Tampoco pretende ser, en ningún sentido, una obra controvertida; el imperio español desapareció hace cientos de años y sería fútil polemizar ahora sobre él. He sido parco en el uso de nombres, términos técnicos, datos y estadísticas. Los términos especializados y los valores monetarios aparecen explicados en el glosario. Las palabras "Imperio" e "Imperial", con mayúscula,

se utilizan para referirse únicamente al Sacro Imperio Romano; las palabras "imperio" e "imperial", en minúscula, se refieren a los dominios españoles, aunque se utilizan también en otros contextos.» (págs. 15-16).

Vemos cómo el historiador inglés distingue entre «Imperio» e «imperio» cuando designa, por un lado a los dominios de Carlos V, y por otro a los dominios españoles [SIC]. Sin embargo, aquí surge de nuevo la contradicción. Si se distingue entre los dominios de Carlos V y los dominios españoles, ¿qué era lo que gobernaba Carlos V? ¿Acaso no fue un monarca de la Monarquía Hispánica? Más que probablemente, Kameno se está refiriendo como «Imperio» al Sacro Imperio Romano Germánico, el único que por aquellas fechas se autocalificaba como tal Imperio. Así es como lo designa, sin lugar a dudas, en el ya citado Felipe de España: «Gobernante de la mayor acumulación de Estados jamás conocida en la historia europea, [Carlos V] hizo que España representase un papel imperial que nunca antes había experimentado» (Felipe de España, pág. 22). Asimismo, también en este lugar, señala que: «El imperio de Carlos no fue creado por los españoles, pero éstos empezaban a desempeñar un papel importante en él».

También Gustavo Bueno, en España frente a Europa, pág. 10, ha destacado que esta posición es totalmente confusa, pues los españoles ya habían iniciado, años antes de que Carlos V accediera al trono, una política imperialista, no sólo en América, sino en los trámites obligados antes de su llegada, es decir, en las Islas Canarias. Curiosamente, Kameno habla de la conquista del archipiélago en estos términos:

«La ocupación de las islas tuvo un impacto desastroso en la población indígena, cuyas cifras se vieron reducidas muy significativamente durante la guerra. Para contar con mano de obra que trabajara el difícil terreno volcánico, los invasores comenzaron a esclavizar a las comunidades locales de canarios, gomeros y guanches. Tras las protestas de los nativos, la corona castellana dictó órdenes para restringir la práctica de la esclavitud. Dichas órdenes no se respetaron y existen documentos que registran, sólo en Valencia, la venta de seiscientos esclavos de Canarias entre los años 1489 y 1502. En total, la disminución de población en las islas superó el noventa por ciento. Los nativos colaboraron activamente en la tarea de conquista y los españoles dependieron de ellos en las expediciones contra los nativos de otras islas. Algunos incluso fueron reclutados en 1510 para participar en las guerras de Italia [Incluso hoy siguen siendo españoles, tras más de quinientos años de pertenencia a España, habría que añadir, por si Kameno no se dio cuenta del detalle]. A mediados del siglo XVI un inquisidor calculaba que el número total de familias nativas originales que aún quedaban en las islas no excedía de 1.200 familias; junto a ellas había una población mestiza cada vez mayor, "pues con los conquistadores vinieron muy pocas mujeres"» (págs. 29-30).

Asimismo, hemos encontrado que los datos manejados por Kameno son falsos, pues según señala Guillermo D. Philips Jr., aunque las leyes fueran incumplidas en ocasiones, la esclavitud de los originarios de Canarias cesó muy pronto (Historia de la esclavitud en España, Playor, Madrid 1990, págs. 149-151). No menos curioso es el escándalo de Kameno al comprobar que los guanches canarios se mezclaban con la población española, quizás debido a que el historiador británico está imbuido del mito del

relativismo cultural y la creencia en que todas las culturas son iguales y merecen ser respetadas, cuando es evidente que no todas las culturas han logrado expandirse por medio mundo, como la hispánica, y no todas merecen el mismo espacio en los libros de Historia.

Pero lo que ya resulta el colmo es afirmar lo que sigue respecto a la ocupación de las Islas Afortunadas:

«La ocupación de las Canarias permitía vislumbrar el modo en que habría de evolucionar el imperio español. Aunque los castellanos promovían la empresa, portugueses, italianos, catalanes [¡SIC! ¿no pertenecían a la Corona de Aragón?], vascos [¡SIC! ¿no pertenecían a la Corona de Castilla?], judíos [¡SIC! ¿no pertenecían a ninguno de los reinos de «Las Españas»?] y africanos desempeñaban un papel sustancial; [...]» (pág. 30.)

Al margen de esa artificial sustancialización étnica respecto a individuos que tenían una perfecta identidad política, es decir, españoles, resulta totalmente contradictorio afirmar que sólo con Carlos V España alcanza rango imperial. ¿Acaso no reconoce Kameno que el imperio español se forjó ya años antes de la inclusión en sus territorios de un Imperio puramente nominal, como el Sacro Imperio? Sin duda la clave de todo el desbarajuste que proyecta Kameno sobre esta obra está en concepción puramente formal de lo que es el Imperio, que se denota en fragmentos como éstos:

«La gran época del imperio es un campo de batalla crucial en el área del mito y la controversia. Para el lector común, la palabra «imperio» implica conquista y extensión del poder nacional. Los españoles del siglo XVI sabían muy bien que, al aplicar la palabra "conquistador" a los aventureros de la frontera americana, reclamaban para la nueva empresa el rango imperial. La noción de poder pasó a ser de uso generalizado y con ella la utilización de términos como "la conquista española de América".» (pág. 11.) «Carlos ostentaba el título [SIC] de emperador sólo en Alemania, en el resto de sus reinos gobernaba según el poder que le correspondía en cada uno de ellos.» (pág. 72.)

Es decir, que para Kameno la condición de Imperio que ostentaba España era algo puramente formal. Ahora bien, ¿cuál es su definición de Imperio? Kameno la expresa en las siguientes líneas:

«¿Cuáles fueron las raíces de la aspiración "imperial" que España abrazaba? La palabra "imperio" (imperium) aún mantenía a principios del siglo XVI su vieja acepción latina, "poder" autónomo, frente a su sentido posterior de "dominio" territorial. En la Castilla de 1135, el rey Alfonso VII había sido coronado "emperador" y conocido como "emperador de España", un título que se acercaba más a sus pretensiones que al poder que en realidad ostentaba. En la época de Fernando el Católico, la noción de "imperio" seguía fascinando a los soberanos europeos. El "emperador" que más europeos reconocían era el regidor del Sacro Imperio Romano Germánico, posición que normalmente quedaba reservada a los monarcas alemanes. Se trataba de un cargo electivo, de modo que todos los soberanos europeos que lo ansiaran podían ofrecer su candidatura. Durante la Reforma, un consejero de Enrique VIII de Inglaterra aseguró a su señor que también Inglaterra era un

«imperium» por propio derecho. Como hemos visto, Nebrija, al igual que otros castellanos, creía que España no necesitaba ningún vacuo título imperial, puesto que ya poseía la substancia del "imperium".» (págs. 26-27.)

En estas líneas observamos el tremendo galimatías al que nos somete Kameno con su definición de Imperio. Efectivamente, siguiendo la definición de Imperio que Enrique Kameno nos ofrece, Enrique VIII, a pesar de su soledad geográfica, podía reivindicar el imperium. Tanto es así, que Juan Carlos I de Borbón puede reclamar que hoy día, año 2003, España es un imperio, pues éste, como jefe de estado, tiene bajo su dominio una serie de territorios que constituyen España. Y la Commonwealth británica también sería, siguiendo la errada definición de Kameno, un Imperio, aunque sólo exista como tal en los documentos y las ceremonias, ya que Australia, Nueva Zelanda, &c., también reconocen como reina a Isabel de Inglaterra.

Sin embargo, Kameno reduce su definición de Imperio a la llamada «definición subjetiva de Imperio»: es decir, para Kameno el Imperio es la facultad subjetiva de un individuo que tiene un dominio más o menos limitado, el denominado emperador (que también lo puede ser nominalmente, como sucedía con el artificio del Sacro Imperio). A lo sumo, su definición podría ser objetual, en el sentido de reivindicar un territorio con su limes particular, de quien se le reconoce como gobernante a un individuo (imperator). Faltaría, entre otras que ahora no vamos a enumerar, pues ya están referidas en España frente a Europa, la definición filosófica de Imperio. Es decir: un estado que tiende a reorganizar la política y condicionar la soberanía de otros estados, hasta absorberlos en el límite. Y ese es el papel que realizó durante más de trescientos años España, justo al contrario de lo que dice Kameno, quien señala que fueron precisamente los estados dominados quienes «crearon» España.

Sin embargo, más adelante Kameno acaba reconociendo, no ya que haya una definición filosófica de Imperio, pues su bagaje conceptual es ciertamente limitado, sino que los propios estados dominados reconocían la existencia emic de dicho Imperio. Es el caso de Tomás Campanella, filósofo y agitador en contra del dominio español en Calabria, arrestado en numerosas ocasiones por la Inquisición. Tras comenzar descalificando una de sus obras, la titulada precisamente La Monarquía Hispánica, afirmando de ella que no es más que un conjunto de «sueños milenaristas», señala sin embargo su importancia para el sostenimiento del Imperio:

«Desde el principio, uno de los secretos de su supervivencia [la del imperio] fue su capacidad para apelar a la ayuda de aquellos que aparentemente eran enemigos pero que aprovechaban de mil formas distintas su existencia. Y fue en las filas de sus enemigos donde España encontró uno de sus más ardientes defensores, un oscuro fraile dominico nacido en Calabria, al sur del Nápoles español, llamado Tomás Campanella». Así, el libro de Campanella La monarquía hispánica, el dominico realizaba manifestaciones que "hundían sus raíces en el modo real en que los españoles gestionaban su imperio" [...] "valiéndose de los genoveses en la navegación, de los alemanes para la tecnología y de los italianos en la diplomacia", [...]».(págs. 447 y ss.)

Sin embargo esta referencia demuestra que Kameno no ha leído el libro de Campanella La Monarquía Hispánica. De hecho, lo cita mediante fuentes indirectas, por lo que no tiene ningún derecho a calificarlo hablando ex cathedra y sin establecer juicios y conceptos claros sobre la cuestión. Y más aún cuando, si leemos de primera mano la obra de Campanella, encontramos detalles como los siguientes:

«Con la ayuda de tal monarquía, todos los sometidos al Imperio romano gozaban del derecho y de los privilegios de los ciudadanos romanos y, a su vez, regidos por aquellas únicas y mismas leyes; yendo seguros de un lado a otro reconocieron la ciudad de Roma como patria común.» (Tomás Campanella, La Monarquía Hispánica, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid 1982, pág. 294.)

Es interesante observar, aparte de que este breve fragmento refuta las afirmaciones de Kameno sobre el fraile dominico, cómo en ningún lugar de su libro Campanella utiliza la palabra Imperio, salvo para subordinarla al término Monarquía. Es decir, que Roma sería una monarquía al estilo de España, en el sentido de querer subordinar todos los estados sometidos a unas mismas leyes. Ahora bien, si Campanella no usa la palabra Imperio salvo de modo indirecto, ¿cómo es que Kameno señala que el calabrés habla del Imperio español? Si el historiador inglés ha elegido la vía del formalismo para definir los Imperios realmente existentes, entonces el libro de Campanella no podría ser una apología del Imperio, pues éste nunca se definió como tal, y el dominico habla de una Monarquía Universal. Un nuevo error entre los numerosos que señalan la endeblez de las tesis de Kameno, y la aporía de considerar el Imperio como algo no español.

Asimismo, y como detalle historiográfico, es muy curioso que Kameno se base en el carácter eminentemente popular de la emigración a América, así como su carácter de iniciativa sufragada con fondos privados, para afirmar que la corona no dominaba realmente América (como si la emigración a América no estuviera precisamente controlada por la administración de la corona):

«Ni un solo ejército español fue empleado en la "conquista". Cuando los españoles consolidaron su dominio, lo hicieron mediante los esfuerzos esporádicos de pequeños grupos de aventureros que más tarde la corona trató de someter a su control. Por lo general estos hombres, que asumieron con orgullo el título de "conquistadores", ni siquiera eran soldados. El grupo que capturó al Inca en Cajamarca en 1532 estaba compuesto por artesanos, notarios, comerciantes, marineros, hidalgos y campesinos; pequeño botón de muestra de los inmigrantes americanos y, en cierta medida, reflejo de la propia sociedad peninsular.» (págs. 119-120.)

Sin embargo, esta tesis supone una bancarrota total de Enrique Kameno como historiador, pues si algo destaca en la colonización española en ultramar, fue que los individuos que allí acudieron no lo hicieron motivados por persecuciones religiosas, como sucedió en Inglaterra o Francia, o por deportación, como sucedió en el caso de Portugal o Inglaterra (experta en la creación de colonias penales), sino que se trataba de hombres libres, cuyo interés no era sólo obtener oro, como se dice vulgarmente (al fin y al cabo, todos necesitamos incentivos económicos si nos aventuramos en arriesgadas empresas), sino

por engrandecer un estado llamado España, que ya desde la Reconquista no había conocido límites y estaba en plena expansión. Son muchos los autores que recogen este punto de vista, como es el caso de Juan Elliot en La España imperial, o el argentino Ricardo Levene en Las Indias no eran colonias (ed. de Espasa Calpe, Madrid 1973). A nuestro juicio, un autor que pase por alto esta circunstancia única en la Historia (o que la diluya en hipótesis tan extravagantes como disociar a los habitantes de España de la propia administración de la corona), como es el caso de Enrique Kameno, no puede ser considerado ni serio ni riguroso.

Kameno, ¿Qué es España?

Con todo, si la debilidad conceptual de Enrique Kameno es tan evidente cuando habla del Imperio, no se queda atrás el capítulo denominado «Identidades y misión civilizadora», donde el desbarajustes de la obra Imperio crece con cada palabra. Para empezar, Kameno deja bien a las claras, al comienzo del capítulo (pág. 385), que España era completamente distinta del Imperio Romano, modelo de unificación de los distintos pueblos que conquistó. Sin embargo, gracias a esta afirmación de Kameno sabemos ciertamente que nuestro historiador ni siquiera conoce la Historia del Imperio Romano, pues una simple ojeada a la misma nos bastaría para ver cómo los romanos adoptaban las formas de culto de los pueblos a los que iba sometiendo, y al mismo tiempo les permitían desarrollarse como provincias, en el sentido de un Imperio generador. Por ejemplo, los nubios, un pueblo del norte de África, formaban casi la práctica totalidad de las legiones romanas que derrotaron a Anibal, y ninguno de ellos reivindicó la victoria como obra de la nación nubia, simo como victoria de Roma.

Sin embargo, Enrique Kameno, tendente a ignorar el propio título de su libro, comienza nuevamente a especular sobre la nacionalidad (en sentido étnico) de los españoles: «El término "nación" no era nuevo. Había sido utilizado con frecuencia en décadas anteriores para referirse a españoles y a no españoles en cuanto que grupos determinados que vivían fuera de la Península (por ejemplo, los comerciantes que vivían en el extranjero eran agrupados en sus ciudades de residencia bajo el calificativo de "nación"). También se aplicaba a algunas compañías dentro de un ejército, para definir su procedencia y lengua común.» (pág. 385). Así, para el historiador al servicio de la corona británica, todos los relatos que atribuyen a los españoles la gloria del Imperio sería simples obras de propaganda: «Al leer hoy los conmovedores relatos históricos que nos han llegado, resulta fácil olvidar que son, esencialmente, obras de propaganda escritas por castellanos que de una parte se complacían con los logros de sus conciudadanos y de otra estaban deseosos de agradar a su mecenas, que normalmente no era otro (como en el caso de Nebrija) que el propio gobierno.» (pág. 386.)

De este modo, la realidad sería ciertamente desoladora para España, pues ella no existiría ni siquiera en las propias concepciones de los habitantes de la península ibérica:

«El continuo hincapié sobre la realidad de "España" ayudó ciertamente a los pueblos de la Península a tomar conciencia de su propio papel en la construcción del imperio. A partir de la guerra de Granada, todos participaron unidos, por regla general, en las

empresas militares que tenían un objetivo común. Pero aunque "España" llegaría a ser una realidad más palpable tanto para los españoles como para extranjeros, hubo muy pocos cambios en la inmediata percepción de la vida cotidiana en la Península, [...] El término "España", por el contrario, continuó siendo un ente abstracto que rara vez penetró hasta el más íntimo nivel local. A principios del siglo XVIII, el monje y erudito asturiano Feijoo afirmó rotundamente: "España es el objeto propio del amor del español." Pero su definición de "España" hacía referencia a poco más que a su entidad como órgano administrativo: "ese órgano de estado en el que, bajo un gobierno civil, estamos unidos por los lazos de las mismas leyes."» (págs. 387-388.)

Asimismo, es notorio que cite, nuevamente por fuentes indirectas, un famoso discurso del Teatro Crítico Universal de Benito Jerónimo Feijoo, titulado «Amor de la patria y pasión nacional», en el que el benedictino afirma que los españoles no son amantes del terruño, por una sencilla razón: España no es una «nación aislada», como supone Kameno en sus fantasías, sino un Imperio que tiene pretensiones de universalidad, y que se ha expandido, ya en el siglo XVIII, por medio mundo, aunque ya en esa época se haya tomado conciencia de sus límites. De este modo, el que esa realidad llamada España sea simplemente una unidad administrativa (¿acaso cualquier estado históricamente dado no es también una unidad administrativa?) al menos garantiza todo lo contrario de lo que defiende Kameno, a saber: un Imperio que está efectivamente unificado, y que así se mantuvo durante más de trescientos años, llegando a expanderse incluso hacia el final de su existencia.

Sin embargo, Kameno vuelve a la carga cuando afirma que el español era un idioma ciertamente poco hablado, a pesar de la pretensión de Nebrija de convertir el español, por medio de su gramática, en «la lengua del Imperio»:

«Pero una gramática sobre la lengua que hablaba cotidianamente, a diferencia del estudio formal de un idioma utilizado por profesionales y hombres de leyes, era algo muy distinto. Ningún otro país europeo había producido por entonces algo así. [...] "Lengua", en este contexto, no se limitaba al vocabulario y la gramática. Implicaba de manera evidente la imposición de una cultura, de unas costumbres y, sobre todo, de una religión a los pueblos sometidos.» (págs. 19-20.)

Como prueba de ello, señala Kameno que los indígenas americanos conservaban sus costumbres y religión, pues según el inglés, «La labor intelectual de una parte de los primeros religiosos en filología y ciencias naturales fue impresionante; [...]» (págs. 173-175). Pero esta labor de creación filológica realizada por los religiosos, como bien sabemos, no se realizó desde el vacío, sino precisamente utilizando el canon de la Gramática de Antonio de Nebrija. Es decir, que la lengua española, en tanto que modelo para componer el quechúa, el guaraní, el nahualt, &c., sí era realmente la lengua del Imperio, una lengua capaz de asimilar al resto y de conformarlas según sus propios cánones.

Asimismo, para continuar hablando de la débil identidad hispana, Kameno apela al argumento que dice que los españoles no cumplen en la práctica las leyes que redactan,

con lo que la realidad y la legislación serían dos universos distintos. Podemos decir que eso es cierto hasta un determinado nivel. Pero, si citamos los casos que señala Kameno, como el de la esclavitud, habría que decir que España cumplió mucho mejor sus pretensiones que los ingleses o los franceses, pues éstos en sus colonias mantuvieron la esclavitud hasta bien entrado el siglo XX, y no la abandonaron sino por su escasa rentabilidad (pág. 396). Sin embargo, sí tiene interés contemplar uno de los casos que cita Kameno como prueba de que las leyes en España nunca se cumplieron. Se trata de los judíos, en teoría expulsados, que seguían viviendo en España y desarrollando, «una importante actividad económica, sobre todo por parte de los financieros conversos, que establecieron contactos para la corona y ayudaron a respaldar las expediciones navales y militares a ultramar» (pág. 397). La cuestión es: si estos judíos eran conversos y reconocían la autoridad de la Corona, ¿dónde queda la teoría de Kameno? En nada, pues estos judíos eran tan españoles como los cristianos viejos, aunque esto sea muy complejo de entender para el historiador británico.

Un último caso que señala Kameno nos sirve para cerrar esta interpretación tan extravagante sobre la identidad del Imperio español. Se trata de las reducciones jesuíticas instaladas en la región de Paraguay, que según Kameno no eran propiamente españolas, pues en ella se encontraban religiosos extranjeros de la Compañía (ignorando que su máxima autoridad era el español Antonio Ruiz de Montoya) (págs. 323-326) . Estas misiones, acechadas por los paramilitares portugueses o bandeirantes casi desde su fundación, se vieron en la necesidad de constituir un ejército fuerte, que según Kameno sería obra exclusiva de los monjes jesuitas, que formaron las mejores tropas de América: «En 1697, un contingente de dos mil indios rechazó a los franceses en Buenos Aires; en 1704, un ejército de cuatro mil hombres acompañado de caballos, ganado y un arsenal móvil descendió el Paraná en barcazas con el objetivo de defender la ciudad contra los ingleses; en 1724, expulsaron a los portugueses de Montevideo. Sin la asombrosa pericia de los soldados guaraníes, el poder de España en Sudamérica podría haberse extinguido» (págs. 326-327).

Sin embargo, Kameno, totalmente fuera de sitio, omite que no fueron los jesuitas quienes armaron a los indígenas. En efecto, fueron los miembros de la Compañía instalados en Paraguay, digiridos por Antonio Ruiz de Montoya, quienes se sintieron compelidos a intervenir para protegerse, pero primero se pidió autorización a la corona para instruir a los guaraníes en el manejo de armas. Y dicha instrucción no fue realizada sin más por los monjes jesuitas, equiparándolos graciosamente a los Templarios, sino por veteranos de los Tercios de Flandes que habían recalado en la orden, como fue el caso de Domingo de Torres. En la batalla de Mboreré (1641), las tropas indígenas al servicio de España (y no de la nación guaraní) alcanzaron la victoria sobre los bandeirantes portugueses, comenzando a consolidar las misiones durante más de un siglo» (Bartolomé Bennassar, La América española y la América portuguesa, Sarpe, Barcelona 1985, págs. 178-179.)

Entonces, lo que se aprecia cuando se contemplan los datos de Kameno bajo una nueva luz, es que los guaraníes eran ciudadanos del nuevo Imperio Romano, es decir, España, pues ellos también participaron en las guerras de afirmación y conquista, como los hispanos, los nubios, los helenos, los germanos, &c., participaron en las guerras de

conquista del Imperio Romano, insertados en sus legiones. Luego la identidad de aquellos territorios que los propios ingleses denominaban como Hispanoamérica, no puede ser discutida en base a argumentaciones tan pobres como la que nos presenta Kameno. Argumentaciones que por otro lado adolecen del mito de la identidad cultural, es decir, la creencia en comunidades indígenas que vivieron, a pesar del proceso civilizador de América, al margen de los españoles, y sin ver alterada su propia existencia.

El final del Imperio

La última parte de la obra Imperio se centra en lo sucedido en España tras la victoria de Felipe V en la Guerra de Sucesión provocada por el fallecimiento de Carlos II sin descendencia. Es decir, en la nueva administración, la Casa de Borbón-Anjou, que ocupó el trono hispano desde entonces. Sería esta la última etapa del imperio pero, como es constante en España, según Kameno, esta administración no variaría en su carácter de «extranjera». Serían esta vez los franceses los que «ayudarían» a España a realizar su papel imperial, expandiéndose por Norteamérica, y llevándoles a aceptar que dos «científicos» suyos, como el geógrafo Jorge Juan y el botánico Juan de Ulloa, en una expedición por el Pacífico y América del Sur, que sería fructuosa para la ciencia española, hasta entonces muy acongojada (págs. 503 y ss.).

Sin embargo, Kameno olvida intencionadamente que los estudios sobre botánica, aunque abortados de forma abrupta, fueron realizados por José de Acosta en el siglo XVI, ya que son citados en su propio libro (pág. 175), autor ciertamente conocido en aquella época, como señalan diversos autores (Feijoo, Humboldt). Pero Kameno, empeñado en sus extravagancias, camina por senderos tan sorprendentes y maravillados, que se siente como un pionero de los que, en la época dorada del Imperio, se embarcaban en aventuras por medio mundo. Cabe preguntarse si es pionero de algo realmente serio, o simplemente pionero en la extravagancia, sobre todo al contemplar sus conclusiones, ciertamente paradigmáticas de lo que supone su libro.

Un ejemplo de éstas lo proporcionan las siguientes afirmaciones sobre el derecho de conquista y las controversias del Derecho Indiano:

«Otros, como el teórico de la política Francisco de Vitoria o como Felipe II, tendían a pensar, empero, que el imperio era una comunidad de naciones en la que los pueblos sometidos mantenían sus derechos y propiedades siempre y cuando no lo perdieran por rebelión». Asimismo, este fervor «les llevó a desarrollar diversas ideas que desde entonces se consideran como una contribución pionera a la teoría del derecho internacional. Su importante obra, transmitida en parte a través de los bien conocidos trabajos de Las Casas, ha sido a menudo interpretada de un modo que invierte por completo la cruda realidad de lo que ocurrió durante el período imperial. A algunos profesores, misioneros y administradores les preocupaba, en efecto, que el imperio español actuara de acuerdo con normas éticas y europeas.» (págs. 562-563.)

Estas afirmaciones demuestran primeramente tres cosas: 1) Que Kameno no ha leído a Vitoria. 2) Que desconoce lo que son las normas éticas, y su situación, pues el Imperio es

un problema eminentemente político. 3) Que menos aún sabe lo que es «Europa», concepto puramente geográfico a decir de Bismarck. Y sobre todo, demuestran que tampoco conoce las obras de Ginés de Sepúlveda, a quien cita apenas dos ocasiones para decir que el hombre más culto de su tiempo se dedicaba a ensalzar artificialmente el Imperio. Creemos necesario, ante esta distorsión evidente que realiza Enrique Kameno, señalar el punto de vista de Pedro Insua en su artículo de El Catoblepas, «Quiasmo sobre "Salamanca y el Nuevo Mundo"» como mucho más acertado para analizar esta temática.

No menos destacable es la afirmación de Kameno cuando señala de los españoles «su fracaso a la hora de comprender realmente el modo de pensar de los pueblos sometidos» (pág. 575). Pero esto vuelve a ser una muestra de relativismo cultural, ya que nadie, ni siquiera Kameno, es capaz de comprender lo que realmente piensan otros. Lo que se puede realizar es comprender a los demás desde nuestra perspectiva, cosa que por ejemplo no podían realizar los indígenas precolombinos con España, carentes siquiera de un estado y una administración mínima en la mayoría de los casos. Sin embargo, Kameno, bajo su acentuado espíritu de contradicción señala que los españoles no predicaron ninguna superioridad cultural, a diferencia de los griegos o romanos. Y que, cuando el Imperio estaba a punto de quebrar, «intentaron desesperadamente aferrarse a la idea de que existía una gran unidad cultural –lo que más tarde los políticos llamarían "Hispanidad"– que ligaba a todos los pueblos de la comunidad imperial» [...] «encontró poca aceptación entre las elites americanas» (págs. 578-579).

Pero esta perspectiva vuelve a revelarse completamente falsa y unilateral. De hecho, si no existieran tales sujeciones, no se hubiera producido la guerra civil fratricida que se produjo en América para lograr la independencia, que no se consumó hasta 1824. Asimismo, los propios ingleses, lejos de ver América como algo distinto a España, hablaban para designar esos territorios como Hispanoamérica, lo que dice muy claramente que esa unidad cultural era percibida desde fuera. Pero Kameno, obcecado en ayudar a sus amos ingleses a conseguir adueñarse de Hispanoamérica, comienza a lamentarse de forma quejumbrosa que una junta de las formadas en la península para expulsar a Napoleón de España, en 1810 «no reconocía ningún derecho de los territorios de ultramar a la autonomía» (pág. 579). Sin embargo, no menor es el escándalo que se suscita en el birmano Kameno al leer que declararon que los territorios americanos no eran colonias, como bien afirma el argentino Ricardo Levene. ¿Por qué quejarse de ver inferioridad cultural en España, si los consideraba territorios suyos?

Y, finalmente, reseñar una frase genérica de Kameno acerca de la mitología sobre el Imperio: «Cuando un imperio llega a su fin, se le considera habitualmente como la causa de todos los males residuales. Retrospectivamente, ningún imperio, en ninguna época, ha sido visto como un éxito. Es esta aguda conciencia de fracaso la que, por desgracia, ayuda a crear interminables mitologías asociadas con la historia del dominio universal de España» (págs. 580-581). Hemos de decir que estamos de acuerdo con esta apreciación. Sobre todo porque esas mitologías no son sólo creadas desde los propios hacedores del Imperio, sino también por sus enemigos, como es el caso de la Leyenda Negra, a la que por cierto Kameno se adscribe sin dudarlo, convirtiendo su relato en una simple

readaptación de la citada leyenda, para solaz y goce de sus compatriotas ingleses y de separatistas españoles.

La manipulación política del libro de Kameno. Consecuencias de su relato

Es evidente que Enrique Kameno tiene un objetivo básicamente académico al escribir su libro Imperio, que no sería otro que «ofrecer un punto de vista alternativo». Por ello, atribuirle un carácter de agente extranjero que trata de ningunear y debilitar a España, favoreciendo así a potencias extranjeras e intereses separatistas (no deja de ser significativo que el diario El Correo Digital, diario vasco, le dedicara un monográfico exclusivo a su obra), como en ocasiones sería muy fácil deducir, nos llevaría a la falacia del qui prodest. Sin embargo, y aunque no puede afirmarse que Kameno esté al servicio de tales entidades, no cabe duda que su libro es de todo menos ingenuo, y que sus tesis benefician a las tesis que sostienen tales fuerzas políticas.

Podemos destacar que el libro Imperio ha merecido una reseña en el diario de información alternativa [sic] Rebelión, auténtico «cubo de la basura de la Historia» virtual, para decirlo al modo de Carlos Marx, en el que opciones políticas derrotadas por la Historia se reúnen para discutir de forma dogmática y unilateral sobre temáticas ya superadas hace treinta años. Lugar en el que impostores como José Saramago y Eduardo Galeano, grandes promotores del comunismo, pero acongojados y arrepentidos de su fe primigenia al contemplar los últimos fusilamientos producidos en Cuba (como si el comunismo fuera algo diferente a un régimen cuartelario y represivo), se reúnen a lamentar cínicamente dichas muertes. En tal diario virtual, como decimos, se ha producido recientemente una fortísima campaña antiespañola y antihispánica, debido al apoyo que ha prestado nuestro país a EUA durante la guerra de Iraq, y en base a tal campaña demagógica, se ha utilizado el libro de Enrique Kameno para reforzar la propaganda.

La reseña, extraída del semanario británico Newsweek, no tiene desperdicio por la ignorancia y vulgar propaganda de su autora, Tara Pepper, que no tiene ningún tapujo para loar de forma acrítica a su paisano Enrique Kameno, en una muestra de cómo la Leyenda Negra sigue siendo la versión oficial del ya fenecido Imperio británico respecto a nuestra Historia. (Reseña del libro Spain's road to empire: the making of a world power 1492-1763, publicada en Newsweek el 10 de febrero de 2003, disponible en el Diario de información alternativa Rebelión). Dicha reseña no aporta grandes detalles a lo plasmado en el libro, aunque sí ofrece una muestra de la doctrina que representa la publicación

Rebelión. Sabiendo del idealismo histórico de Kameno, habría que señalar que Rebelión es una publicación que, aunque se autoconsidere marxista, de dicha doctrina no tiene ni el rastro, pues simplemente se dedica a acumular (a veces hasta la redactan ellos mismos) grosera propaganda antinorteamericana y antihispánica.

Habría no obstante que realizar un juicio sobre algunos aspectos positivos de la obra de Enrique Kameno. El más notorio, dejando al margen los datos que muestra, fruto de treinta años de trabajo, es la tesis que señala la pervivencia del Imperio hasta el siglo XIX, cuando otros autores de prestigio, como Juan Elliot, en La España imperial, señalaban 1716 como el fin del Imperio, reduciendo éste a sus posesiones europeas. Así, Kameno ofrece un modelo no eurocéntrico del Imperio español, considerado como la primera obra globalizadora moderna (más bien habría que decir la primera globalización real y efectiva), aunque ciertamente deslabazada y descabezada, pues al Imperio que señala Enrique Kameno no lo dirigía nadie, y sin embargo funcionaba perfectamente solo.

Los defectos de la obra son sin embargo excesivos, y aunque ya hemos señalado un buen número de ellos, habría que intentar resumirlos. Sin duda, el problema principal de Imperio es su método historiográfico, detalle del que parece ser consciente el propio autor cuando señala que «una bibliografía adecuada ocuparía la misma extensión que el propio libro; &c.» (pág. 16). Así, si la propia temática necesita de una bibliografía ciertamente excesiva, es evidente que nunca podrá realizarse correctamente. Y seguramente es esa la principal deficiencia, pues Enrique Kameno ha desarrollado un libro de tesis deslabazadas en base a una auténtica avalancha de datos, sin duda debido a su absurda hipótesis inicial, que consiste en suponer que fueron otros pueblos que habrían mantenido su «identidad» [sic] los que forjaron el Imperio, sin recibir nada a cambio. Pero ello se revela totalmente falso, incluso a la luz de los datos que nos ofrece el libro, que interpretados desde otros supuestos, ofrecen una imagen muy distinta y más coherente.

El modelo historiográfico de Kameno, en definitiva, sería su propio Imperio, el «Imperio no unificado» de Henry Kamen, construido desde su propia imaginación, y seleccionando los datos de forma totalmente acrítica. Sin embargo, y aunque Imperio constituya un relato basura, desde el punto de vista de la historiografía, ello no significa que tal obra sea despreciable en sí misma, pues sometida a una seria labor de reciclaje puede perfeccionar nuestras visiones sobre la Historia de España. Pero para ello, como ha dicho Pío Moa en cierta ocasión, hay que descartar las visiones unilaterales y de carácter propagandístico, bajo el riesgo de intentar hacer navegar un barco sin hélices y con el casco cuadrado

http://www.nodulo.org/ec/2003/n022p24.htm