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Heidi Juana Spyri I N D I C E Camino de los Alpes En casa del abuelo Una jornada en los Alpes La casita de la abuela Visitas inesperadas Cosas nuevas y asombrosas La señorita Rottenmeier pasa un día agitado Siguen las sorpresas en casa del señor Sesemann El regreso del señor Sesemann La abuelita de Clara Pérdidas y ganancias Fantasmas en casa del señor Sesemann Camino de los Alpes en un atardecer de verano El domingo cuando las campanas suenan

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Johana Spiry

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  • HHeeiiddii Juana Spyri

    II NN DD II CC EE

    Camino de los Alpes

    En casa del abuelo

    Una jornada en los Alpes

    La casita de la abuela

    Visitas inesperadas

    Cosas nuevas y asombrosas

    La seorita Rottenmeier pasa un da agitado

    Siguen las sorpresas en casa del seor Sesemann

    El regreso del seor Sesemann

    La abuelita de Clara

    Prdidas y ganancias

    Fantasmas en casa del seor Sesemann

    Camino de los Alpes en un atardecer de verano

    El domingo cuando las campanas suenan

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    1 CAMINO DE LOS ALPES

    Desde la risuea y antigua ciudad de Mayenfeld parte un sendero que, entre verdes campos y

    tupidos bosques, llega hasta el pie de los Alpes majestuosos, que dominan aquella parte del valle. Desde all, el sendero empieza a subir hasta la cima de las montaas a travs de prados de pastos y olorosas hierbas que abundan en tan elevadas tierras.

    Por este camino suban, cierta maana de sol del mes de junio, una robusta y alta muchacha de la comarca y, a su lado, cogida de la mano, una nia, cuyo moreno rostro apareca sonrojado de ardor. No era sorprendente que as ocurriera porque, pese al fuerte calor, la pobre nia iba arropada como en pleno invierno. La pequea no tendra ms de cinco aos: estaba tan sofocada, que apenas si poda avanzar.

    Una hora despus llegaron a la aldea de Drffi, situada a mitad del camino a la cima. Era el pueblo donde la joven haba nacido y pronto empezaron a llamarla de todos los lados. Abrironse las ventanas, aparecieron las mujeres del pueblo en el umbral de sus casas. Mas la joven no se detuvo con ninguna. Se limitaba a contestar a los saludos y a las preguntas y no aminor la

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    marcha hasta que estuvo frente a una casita del otro extremo de la aldea. Una voz la llam desde dentro. La puerta estaba abierta.

    -Eres t, Dete? Espera un momento; podremos ir juntas si vas ms lejos. Sali de la casa una mujer alta, de aspecto joven y agradable. La nia ech a andar detrs de las dos amigas. -Pero, Dete, dnde vas t con esta pequea? -La llevo al Viejo; se quedar con l. -Cmo! Quieres que esta nia se quede con el Viejo de los Alpes? Me parece que has

    perdido el juicio, Dete. -No faltara ms! Es el abuelo de la nia y le toca hacer algo por ella. -A dnde piensas ir? -A Frankfurt -repuso Dete-. Me han ofrecido all un empleo en casa de una familia que

    estuvo el ao pasado en Ragatz. Yo les serva all y arreglaba sus habitaciones. Ya entonces qui-sieron llevarme a la ciudad.

    -No me gustara estar en el lugar de la nia -dijo Barbel-. Nadie sabe exactamente qu clase de hombre es el Viejo de los Alpes. No quiere tratos con nadie; en todo el ao no va ni una vez a la iglesia y cuando, por casualidad, desciende con su grueso bastn, todo el mundo le rehye porque le temen.

    -Todo lo que t quieras -replic Dete, un poco molesta-, pero no por eso deja de ser abuelo de la nia y de tener la obligacin de cuidarla. Bien mirado, qu dao puede hacerle? Adems, pase lo que pase, l ser el responsable y no yo.

    -Yo slo quisiera saber -continu Barbel- qu es lo que el Viejo puede tener sobre su conciencia para poner siempre ojos tan terribles cuando ve a alguien y por qu vivir all arriba sin tratarse con nadie. Circulan toda clase de rumores sobre l y creo que t has de saber algo de ello por tu hermana, no es as, Dete?

    -Naturalmente; s algo, pero me guardar mucho de hablar. Si l se enterara despus, bueno se pondra!

    Sin embargo, la curiosidad de Barbel no estaba satisfecha. Haca mucho tiempo que deseaba saber algo sobre la vida de aquel Viejo de los Alpes, del que las gentes no hablaban sino en voz baja, como si temieran indisponerse con l, sin atreverse; sin embargo, a defenderle. Como Barbel haca poco que haba llegado de Praettigau para establecerse en Drffi, ignoraba las cir-cunstancias del pasado de los habitantes de aquellos contornos. Dete, una de sus antiguas amigas, haba nacido, por el contrario, en Drffi, y haba vivido all con su madre hasta que sta muri haca un ao. Entonces haba bajado a Ragatz para emplearse de camarera en el hotel. De all vena aquel da.

    -T, Dete, eres un de las pocas personas a las que se puede dar crdito cuando hablan. Dime, qu ha sucedido para que el Viejo se haya retirado all arriba y sea siempre tan hurao?

    -Si tuviera la seguridad de que luego no se sabra en toda la comarca, te contara algunas cosas de l.

    -Cmo, Dete! Qu piensas de m? -repuso Barbel un poco ofendida-. No vayas a figurarte que las de Praettigau somos unas charlatanas. Cuando es preciso, bien s callarme. Cuntame, pues, y no te inquietes.

    -Est bien, pero has de cumplir tu palabra -respondi Dete. Sin embargo, antes de comenzar el relato, se volvi para asegurarse de que la nia no

    anduviera demasiado cerca de ellas y pudiese escuchar lo que iba a decir. Mas Heidi haba desaparecido. Dete se detuvo y ote el sendero que acababan de recorrer. Pero Heidi no apareca en ningn lugar de la vereda.

    -Ah, ya la veo! -exclam por fin Barbel-. Fjate all abajo! All est saltando con Pedro el

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    cabrero y sus animales. As estamos mejor. Pedro se ocupar de la nia y nosotras podremos hablar a nuestras anchas.

    -No es preciso ocuparse mucho de la nia, porque a pesar de tener slo cinco aos, es muy lista. Ms tarde, buena falta le har; el Viejo no posee nada ms que su casita y sus dos cabras.

    -Acaso tena antes ms? -pregunt Barbel. -Ese? Ya lo creo! -exclam vivamente Dete-. Sus padres posean una de las ms hermosas

    haciendas de Domleschg. Tena slo dos hijos. El hermano menor era tranquilo de carcter y ordenado. Pero al Viejo no le gustaba trabajar; quera hacer el seorito. Termin por perder en el juego todo su patrimonio. Su padre y su madre murieron del disgusto, y su hermano, al que re-dujo a la pobreza, sali del pas para ir Dios sabe dnde. El Viejo mismo, que no posea ya nada ms que su mala fama, desapareci tambin. Despus de muchos aos, un da apareci en DomIeschg acompaado de un hijo, ya mayorcito. Pero todas las puertas se le cerraron y, naturalmente, el Viejo se enfad. Declar que nunca volvera a Domleschg y se march para siempre; se estableci con su hijo aqu, en Drffi. Por lo que se dijo de l entonces, su mujer muri dos aos despus de casados. Seguramente el Viejo tendra algn dinero, porque hizo que su hijo Tobas aprendiera el oficio de carpintero. Tobas era un chico muy trabajador y agradable, bien visto por todo el pueblo. Pero por lo que toca al padre, la gente desconfiaba de l. Como le habamos aceptado por pariente nuestro, porque la abuela de mi madre y la de la suya eran hermanas, nosotras siempre le llambamos to.

    -Pero qu ha sido de Tobas? -Tobas haba ido a Mels para aprender all el oficio. Cuando regresa a Drffi se cas con mi

    hermana Adelaida. Vivieron muy felices. Pero dos aos despus, mientras Tobas trabajaba en una construccin, le cay encima una viga y lo mat. Adelaida sufri una emocin tan fuerte que cay gravemente enferma con un acceso violento de fiebre, del que no se repuso. Poco tiempo despus muri. Pronto corri el rumor de que aquella desgracia era un castigo a la vida impa del Viejo. Llegaron a decrselo a la cara y hasta el seor cura le habl con objeto de que se arre-pintiera de su vida pasada. Pero en vez de modificarse se volvi ms hosco. Por otro lado los vecinos evitaban encontrarse con l todo lo posible. Un da se supo que se haba ido para establecerse en la cima de la montaa, y que no pensaba bajar nunca ms al pueblo. Mi madre y yo recogimos a la hija de Adelaida, que se llama como su madre; entonces no tena ms que un ao. El ao pasado, cuando tuve que ir al balneario, me llev a la pequea. La puse de pupila en casa de la vieja Ursula Pfaeffers, y as he podido dedicarme enteramente a mi trabajo. Esta primavera, la familia de Frankfurt a la que serv el ao pasado, ha vuelto a Ragatz y me pide de nuevo que vaya con ellos. Saldremos pasado maana.

    -Y t quieres dejar esta pequea en casa del Viejo despus de lo que me has contado de l? -dijo Barbel en tono de reproche.

    -Qu quieres? -se excus Dete-. He hecho cuanto he podido. No puedo llevarme a Frankfurt una nia de cinco aos. Pero, a propsito, Barbel, hasta dnde ibas t?

    -Precisamente hemos llegado adonde yo' vena -contest Barbel-. He venido para hablar con la abuela del cabrero; ella hila para m durante el invierno. Adis, Dete, y que tengas mucha suerte!

    Dete tendi la mano a su amiga y se detuvo un momento para verla entrar en la casita del pastor de cabras. Era una choza situada un poco lejos del sendero, en una hondonada abrigada del viento., La casita era tan vieja y estaba tan destartalada que, a no ser por aquella feliz circunstancia, no se hubiera podido vivir en ella sin peligro cuando soplaba el viento de los Alpes, que llamaban fhn en Suiza, con su acostumbrada violencia. En la cabaa viva Pedro, el pastorcillo de cabras, que tena once aos y bajaba todas las maanas a Drffi para llevarse las

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    cabras a los prados de csped de lo alto de la montaa, donde los animales se regalaban todo el da con una hierba jugosa y aromtica. A la llegada de la noche, Pedro descenda con las cabras, saltando con ellas ligera y alegremente. Al llegar a Drffi, lanzaba un agudo silbido que oan en todas partes. En seguida acudan los hijos de los dueos de las cabras y cada uno se llevaba las suyas. Siempre eran nios los que iban a buscar a las cabras, porque estos animales son muy apacibles, de los que no hay nada que temer. Durante el verano, aquellos eran los nicos momentos en que Pedro cambiaba algunas palabras con sus semejantes. Verdad es que

    en su casa estaban su madre y su anciana abuela, que era ciega; pero el muchacho sala muy temprano por la maana y regresaba tarde por la noche, porque se entretena todo el tiempo posible con los nios del pueblo, de modo que al llegar a casa, slo tena tiempo para cenar rpidamente y caer luego rendido de fatiga sobre la cama.

    Como no vea a la nia por ninguna parte, ni tampoco al pastor y sus cabras, Dete volvi a emprender la subida de la montaa y al llegar a un altozano, se detuvo de nuevo para buscar a la nia con la mirada, pero de nuevo vio fracasado su intento. Mientras Dete ejercitaba as su paciencia, los dos nios haban recorrido una larga distancia. Pedro quera llevar a sus cabras a los sitios que l conoca, donde los animales encontraban matorrales y zarzales de su gusto. Al principio, la pequea sigui al pastorcillo, aunque con mucha fatiga porque se ahogaba a causa de la mucha ropa que llevaba puesta. Heidi no deca nada; se limitaba a contemplar a su compaero, que con los pies desnudos y pantalones cortos, saltaba alegremente delante de ella, mientras que las cabras, con sus delgadas y largas patas, brincaban gilmente de piedra en piedra, corran de una parte a otra y no se estaban quietas ni un momento. De pronto la nia se detuvo, se sent en la hierba, se descalz rpidamente los pesados zapatos y las medias; luego se levant y empez a despojarse del pauelo rojo y de sus dos vestidos; su ta Dete le haba puesto el vestido bueno debajo del de diario para evitarse la molestia de tener que llevarlo en la mano. En menos de un minuto Heidi qued vestida slo con una falda ligera; sus brazos desnudos surgan de la camisa de mangas cortas. Luego orden la ropa que se haba quitado en un montn, que dej al lado de una piedra, y se fue saltando y brincando detrs de las cabras casi tan gil como cualquiera de

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    ellas. Una vez libre de la ropa que la molestaba, Heidi entabl conversacin con Pedro, que se vio

    en un aprieto para poder contestar a tantas preguntas como le diriga la nia. Heidi quera saber exactamente cuntas cabras tena, adnde las llevaba a pacer, qu era lo que haca all arriba despus de llegar con los animales al sitio elegido y miles de cosas ms. Hablando de este modo, llegaron por fin a la casita del cabrero, no lejos de la cual esperbales todava la ta de Heidi. Apenas vio a los dos, exclam con viveza:

    -Pero, Heidi, qu has hecho? Cmo vienes! Qu has hecho de tus vestidos? Dnde est el pauelo? Y los zapatos? Dnde estn tus medias? Contstame, Heidi!

    -All abajo! -respondi la nia tranquilamente, sealando con la mano hacia la pendiente. Dete sigui con la mirada la direccin y vio, en efecto, un montn cubierto con una tela roja

    que sin duda era el pauelo de la pequea. -Desgraciada! -exclam su ta, fuera de s-. Qu idea te ha pasado por la cabeza? Qu

    significa esto? Por qu te has quitado los trajes? -No me hacan falta -respondi la nia, que no tena aspecto de estar afligida por su

    conducta. -Esto es demasiado! Te has vuelto loca? Y ahora cmo bajar otra vez all para buscar la

    ropa? Cuando menos perderamos media hora. Escchame, Pedro, ve t y trae aquel paquete, pero date prisa.

    Y Dete hizo brillar delante de sus ojos una moneda de cinco cntimos completamente nueva. Pedro parti disparado pendiente abajo. Lleg al montn de ropa, lo recogi y volvi veloz con el paquete. Dete le felicit y le dio la moneda ofrecida.

    -Ahora bien podras llevarme el paquete hasta all arriba, a casa del Viejo, puesto que sigues el mismo camino -aadi ta Dete.

    Pedro asinti y ech a andar con la ropa de Heidi debajo del brazo izquierdo y su ltigo en la mano derecha; de cuando en cuando lo haca restallar. Heidi y las cabritas brincaban alegres y giles a su lado. Al cabo de tres cuartos de hora llegaron por fin a la altiplanicie roquea sobre la que se elevaba la cabaa del Viejo de los Alpes. Estaba expuesta a todos los vientos, pero construida de forma que reciba los rayos del sol de la maana hasta la noche, y gozaba de un amplio panorama sobre todo el valle. Detrs de la casita se alzaba un grupo de tres viejos y al-tsimos abetos. Un poco ms lejos comenzaba el ltimo repecho de la montaa, cuyas pendientes, alfombradas de verde csped al principio, tornbanse rocosas y sembradas de maleza, y termi-naban en un soberbio remate de altas y abruptas rocas.

    Sobre un banco de madera slidamente sujeto a la pared de la casita, en el lado que daba sobre el valle, se hallaba sentado el Viejo de los Alpes, con la pipa en la boca, las dos manos apo-yadas en las rodillas. Heidi lleg la primera al final del sendero y se dirigi en derechura hacia el anciano. Le tendi la mano y le dijo:

    -Buenos das, abuelito. -Qu significa esto? -pregunt el Viejo con voz hosca, pero estrechando la mano de la nia,

    a la que contempl largamente. Heidi sostuvo la mirada inquisidora sin desviar los ojos. Aquel abuelo con la barba espesa y

    las cejas grises, erizadas como la maleza, le causaba tal sorpresa que no poda dejar de mirarlo. Mientras tanto, ta Dete haba llegado tambin, seguida de Pedro.

    -Buenos das, to -dijo Dete avanzando hacia l-. Le traigo a la hija de Tobas y Adelaida. Creo que no la reconocer usted, puesto que no la ha visto desde que tena un ao.

    -Ah!... Y qu viene a hacer aqu? -pregunt el viejo con voz terrible-. Oye, t! -exclam despus dirigindose a Pedro-, ya te ests marchando con las cabras, que hoy has llegado muy

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    tarde. Llvate tambin las dos mas. Pedro obedeci inmediatamente y desapareci. -La nia viene para quedarse en su casa, to -dijo Dete contestando a la pregunta-. Me parece

    que ya he hecho todo lo que deba, tenindola como la he tenido durante cuatro aos. Ahora le toca a usted hacer lo dems.

    -Ah, ah! -gru el Viejo atravesando a Dete con una mirada aguda-. Y qu quieras t que haga yo si ella no quiere quedarse aqu y empieza a lloriquear?

    -All usted! -repuso Dete-. Nadie vino a decirme a m cmo me las haba de arreglar cuando me vi con la nia en brazos, y eso que no tena entonces ms que un ao, y de mi trabajo tena que sacar el sustento para m y mi pobre madre. Ahora no puedo tenerla ya porque he aceptado una colocacin. Usted, como pariente ms prximo de la nia, ha de acogerla, y si no puede tenerla, haga lo que quiera. Si le pasa algo, usted es el responsable. Me parece que no tiene usted necesidad de aadir una culpa ms a las muchas que tiene que reprocharse.

    Al or sus ltimas palabras, el Viejo se haba levantado y la mir con ojos tan terribles, que la joven se ech atrs. Despus, el anciano extendi el brazo hacia el sendero y dijo con voz im-perativa:

    -Vete inmediatamente de aqu y no vuelvas en mucho tiempo. Mrchate! Dete no se hizo repetir el mandato.

    -Pues bien, to, adis! Adis, Heidi!-dijo rpidamente y desapareci por el sendero a toda

    prisa, sin detenerse hasta llegar a Drffi.

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    -Dnde est la nia? -le gritaban-. Dete, dnde has dejado a la pequea? A todas estas preguntas, Dete respondi siempre con la misma impaciencia: -Est all arriba, en casa del Viejo de los Alpes! No era habitual en Dete ser tan poco explcita, pero le mortificaba que de todas partes le

    gritasen en tono de reproche: -Cmo has podido hacer semejante cosa? Pobre pequea! Aban-donar a la nia all arriba! Pobrecita! Qu le va a pasar?

    Dete descendi la segunda parte del camino volando ms que corriendo, y no aminor el paso hasta que se vio lo bastante lejos de aquellos inoportunos preguntones que la haban asediado. No estaba Dete muy contenta de su accin. Su madre, en su lecho de muerte, le haba encarecido que cuidara de Heidi. Pero Dete se deca para s, a fin de tranquilizar el aguijn de su conciencia, que podra ser mucho ms til a Heidi ganando dinero que cuidndola personalmente. Por ello sinti una gran satisfaccin de poderse alejar completamente de aquella regin, en la que todo el mundo quera meterse en sus asuntos, y ocupar una colocacin tan magnfica como la que le haban ofrecido en Frankfurt.

    II EN CASA DEL ABUELO

    Una vez que Dete hubo desaparecido, el Viejo sentse otra vez sobre el banco y empez a

    lanzar grandes bocanadas de humo blanco de su pipa; tena la mirada fija en el suelo y no deca ni palabra. Mientras l se hallaba sumido en sus meditaciones, Heidi examin con visible satisfaccin todo cuanto la rodeaba y lleg al grupo de los tres grandes abetos que se alzaban detrs de la cabaa. El viento soplaba con fuerza y sus rfagas doblaban el espeso ramaje de los rboles, produciendo un sonido profundo que sonaba como el aullido quejumbroso de un lobo. Heidi se detuvo a escuchar aquel para ella inusitado ruido. Luego, cuando el viento amain, el ruido mengu y la nia dio nuevamente la vuelta a la cabaa y se encontr otra vez frente a su abuelo. Heidi se coloc delante de l y, con las manos a la espalda, le contempl silenciosamente. El abuelo alz al fin los ojos.

    -Qu quieres hacer ahora? -pregunt a la nia, que permaneca inmvil. -Quisiera ver lo que hay dentro de la cabaa -dijo Heidi. -Ven -exclam el Viejo, al tiempo que se levantaba y se diriga hacia la puerta-. Coge tu ropa

    -aadi antes de entrar en la casa. -Ya no la necesito! -declar Heidi. -Por qu no la necesitas ahora? -Porque me gusta ir ms como esas cabritas de patas ligeras. -Est bien, pero de todos modos ve a coger la ropa -le contest el anciano-, porque vamos a

    guardarla en el armario. Heidi obedeci. El Viejo abri la puerta y la nia entr con l en una habitacin de regular

    tamao que ocupaba todo el ancho de la casita. En ella no haba muchos enseres: una mesa y un taburete; en un rincn, la cama del abuelo; en la pared opuesta a la

    entrada se abra otra puerta. El anciano la abri; era un armario empotrado. En l guardaba su ropa. Sobre uno de los estantes haba camisas, algunos calcetines y pauelos; en otro estaban los platos, tazas y vasos, y en el estante inferior un gran pan, carne ahumada y queso. El armario

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    contena todo lo que el Viejo de los Alpes necesitaba para vivir. Cuando Heidi vio abierto el armario, acudi corriendo y tir el paquete de ropa en un rincn,

    detrs de la de su abuelo, donde no era fcil que se perdiera. Luego examin atentamente la ha-bitacin y los enseres, y por fin dijo:

    -Dnde dormir yo, abuelito? -Donde quieras -respondi ste. Cerca del rincn en el que estaba la cama del abuelo haba una escalera de mano apoyada

    contra la pared, que conduca al desvn de la cabaa. Por ella subi Heidi gilmente y descubri arriba un montn de oloroso heno. Una pequea ventana redonda permita ver desde el desvn todo el valle.

    -Qu bien se est aqu! -exclam gozosa la pequea -Aqu quiero dormir, abuelito. Sube y vers qu bonito es esto! -Ya lo conozco -contest el Viejo.

    -Ahora voy a hacerme la cama -volvi a decir la nia, corriendo de un lado para otro-, pero es preciso que subas y me traigas una sbana.

    -Est bien, ahora voy! -respondi el abuelo, y en seguida se dirigi al armario. Rebusc en su interior durante un rato y por fin extrajo un gran trozo de tela basta. El lecho

    que Heidi se haba preparado sobre el suelo del desvn no desagrad al anciano. -Muy bien, as me gusta -dijo el abuelo-; aqu traigo la sbana, pero antes de ponerla, espera

    un poco. Y diciendo esto, cogi ms heno y aument el espesor del lecho para que la nia no notara la

    dureza del suelo. Su abuelo la ayud a extender la sbana y una vez colocada, Heidi se detuvo pensativa ante

    su obra. -Nos hemos olvidado una cosa, abuelito -dijo a poco. -Qu es? -La manta. -Espera un momento -dijo el anciano, y descendi la escalera; se dirigi a su cama y volvi

    poco despus con un gran saco de pesado lienzo. Pronto qued extendida la tela de saco sobre el lecho improvisado. Heidi qued de nuevo

    contemplando la obra y por fin exclam: -La manta es muy bonita y la cama me gusta mucho, mucho. Quisiera que fuera de noche,

    para poder acostarme ya en ella. -Creo que ser mejor que vayamos a comer algo -respondi el abuelo-. Qu te parece a ti? En su afn de prepararse la cama, Heidi haba olvidado todo lo dems. Pero al or hablar de

    comida, advirti de pronto que, en efecto, senta hambre. -S, s, vmonos a comer algo. El Viejo se dirigi al hogar, descolg un caldero grande que estaba suspendido de la cadena

    sobre los rescoldos del hogar, lo reemplaz por uno ms pequeo y se sent sobre un taburetito para avivar el fuego. Pronto empez a hervir el contenido del pequeo caldero; mientras tanto, el abuelo haba cogido unas

    tenazas de hierro y sostena sobre el fuego un gran trozo de queso, dndole vueltas con lentitud hasta que estuvo dorado. Heidi haba seguido aquellos preparativos con mucha atencin, tuvo una idea y se alej del hogar y empez a ir y venir del armario a la mesa. El abuelo concluy por fin su faena junto al hogar y se acerc a la mesa con un cazo en la mano y el queso asado en la otra sujeto al extremo de las tenazas. Cuando se aproxim a la mesa, la hall ya puesta; sobre ella reposaba un pan, dos platos hondos y dos cuchillos.

    -Muy bien, pequea; me gusta que sepas pensar un poco -dijo el anciano en tono de

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    alabanza-, pero an falta algo en la mesa.

    Al reparar en el vapor delicioso que sala del cazo, Heidi com- prendi lo que quera su

    abuelo y se dirigi rpidamente al armario. En l, slo haba un tazn, pero en el mismo estante haba dos vasos; la pequea regres a la mesa y coloc all la taza y un vaso.

    -Muy bien, veo que sabes salir del paso, pero dnde vas a sentarte? El nico asiento alto que haba en la casita era el del abuelo. Heidi corri como una flecha

    hacia el hogar, cogi el taburetito y lo coloc ante la mesa, sentndose en l. -Ahora ya tienes asiento, es verdad, pero es muy bajo y apenas llegas a la mesa -dijo el

    anciano, aadiendo en seguida-: Espera un poco que voy a arreglarlo. Se levant, llen la taza de leche y la puso sobre el taburete grande acercando a ste el

    taburetito, en el que mand sentarse a la nia; de aquella forma el asiento mayor serva de mesa a Heidi. Despus coloc en l un gran pedazo de pan y un trozo de queso dorado.

    -Ahora come, hija ma -dijo y se sent en una esquina de la mesa para comer l tambin. Heidi no se hizo repetir dos veces la orden; asi la taza y bebi el contenido de un tirn. -Te gusta esta leche? -pregunt el abuelo, satisfecho al ver con qu apetito haba bebido la

    nia. -Nunca la he bebido tan buena -contest Heidi. -Pues entonces quiero que bebas ms -dijo el Viejo, y llen la taza otra vez hasta el borde. Heidi coma con gran apetito el pan, sobre el que haba extendido el queso asado, tierno

    como la mantequilla.

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    Terminada la comida, el Viejo sali para limpiar y poner en orden el establo de las cabras. Heidi no le perda de vista mientras haca aquel trabajo. Despus de poner en el suelo paja fresca para los animales, el abuelo se dirigi a un pequeo cuarto adosado en la parte posterior de la casa. All cogi madera, ase

    rr tres trozos de igual tamao y luego cort una tabla redonda, en la que hizo tres agujeros, introdujo en ellos los trozos que antes haba cortado y los sujet con clavos.

    -Sabes lo que estoy haciendo? -pregunt el abuelo. -Un taburete para m, porque es muy alto. Y en qu poco tiempo lo has terminado! -exclam

    la pequea, que no sala de su asombro. Ella comprende lo que ve, tiene buenos ojos, se dijo el abuelo al dar la vuelta a la casa,

    armado de sus herramientas y de algunos trozos de madera, dando aqu y all un martillazo, asegurando la puerta, reparando un desperfecto aqu y otro all. Heidi le segua paso a paso, sin quitarle el ojo de encima y encontrndolo todo muy divertido, tanto que lleg la noche sin que se hubiera dado cuenta del tiempo transcurrido.

    De pronto son un agudo silbido. Heidi vio que su abuelo avanzaba hacia el sendero. Eran Pedro y sus cabras que bajaban, como todas las noches, de los prados de pasto. Heidi se coloc en medio del rebao, dando gritos de alegra y acariciando una tras otra a sus amigas de la maana. Dos lindas cabras, blanca la una y de color castao la otra, avanzaron y fueron a lamer la mano del Viejo, que les ofreci un poco de sal. Luego Pedro desapareci con el resto del rebao. Heidi acarici tiernamente a las dos cabritas y empez a dar saltos a su alrededor llena de alegra. Despus comenz a hacer preguntas:

    -Son nuestras estas cabritas, abuelito? Duermen en el establo? Las tendremos siempre aqu?

    El abuelo apenas tena tiempo de responder con un s lacnico al torrente de preguntas de la pequea.

    Cuando las cabritas terminaron de lamer la sal, el Viejo dijo a Heidi: -Ve a buscar tu tazn y trete el pan. Heidi obedeci y regres al instante. El abuelo empez a ordear la cabrita blanca y cuando

    tuvo el tazn lleno, cort un trozo de pan y dijo: -Esto es para ti; tmalo pronto y vete a dormir. Yo ahora voy a meter las cabras en el establo.

    Buenas noches, Heidi. -Buenas noches, abuelito, y que descanses. Cmo se llaman, abuelito? Dime sus nombres -

    exclam la pequea corriendo detrs del Viejo y de las cabras. -Esta se llama Blanquita y aqulla Diana -replic el abuelo. -Adis, Blanquita; adis, Diana! -grit Heidi con todas sus fuerzas mientras las cabras

    entraban en el establo. Heidi se sent despus en el banco que haba delante de la casa, para beber la leche y comer

    el pan. Apenas se meti en el lecho qued profundamente dormida y tan bien como si se hubiera hallado en la cama de una princesa.

    Un momento despus, y antes de que anocheciera por completo, el Viejo se acost tambin, porque se levantaba todas las maanas a la salida del sol.

    A media noche el Viejo se despert murmurando para s: Seguramente tendr miedo all arriba, y trep por la escalera para ver lo que haca la pequea.

    La luna brillaba en el firmamento, y a veces su disco plateado quedaba oculto por grandes nubes que el viento arrastraba en loca carrera. De pronto la blanca claridad del astro de la noche penetr por la ventana del desvn y proyect sus rayos sobre el lecho en que descansaba la nia. Heidi dorma profunda y tranquilamente. Pareca que soaba con cosas agradables, porque una

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    expresin de feliz satisfaccin resplandeca en su carita de ngel. El abuelo contempl largo rato a la nia; luego la luna volvi a esconderse detrs de las

    nubes y, sin hacer ruido, el Viejo volvi a su lecho en la oscuridad.

    III UNA JORNADA EN LOS ALPES

    Un silbido agudo despert a Heidi a la maana siguiente. Al abrir los ojos vio que el sol

    penetraba por la pequea ventana. Cuando oy la voz profunda de su abuelo, que hablaba con al-guien delante de la casa, todo lo sucedido el da anterior volvi de pronto a su memoria.

    Heidi salt de la cama y se visti en pocos minutos. Sin tardanza baj la escalera y sali de la casita. Delante de ella estaba Pedro, con su rebao, y el abuelo, que en aquel momento abra el establo para hacer salir a sus dos cabras. Heidi corri al encuentro de stas para darles los buenos

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    das al mismo tiempo que a su abuelo. -Quieres ir a los pastos? -le pregunt el Viejo. Heidi, al or tal proposicin, salt de alegra.

    -Pues entonces ve a lavarte. El anciano meti en el zurrn de Pedro un buen pedazo de pan y otro no menos grande de

    queso. Pedro contemplaba con ojos asombrados la cantidad de comida destinada a Heidi, el doble de

    la que l llevaba para s. -Has de llevarte tambin un tazn, porque la pequea no sabe beber como t directamente de

    las ubres de las cabras. T le ordears dos tazones de leche al medioda. Y ten cuidado de que no se caiga por algn precipicio.

    Los dos nios emprendieron alegremente su camino, seguidos por las cabras. Las pequeas flores azules y amarillas de los Alpes abran gozosas sus corolas para recibir los clido rayos del sol y parecan sonrer a Heidi. Los prados estaban cuajados de ellas.

    Los pastos donde Pedro acostumbraba a llevar a pacer sus cabras durante la jornada se hallaban en la falda de unos altsimos picos que alzaban al cielo sus cimas desnudas y abruptas. El prado lindaba, por un lado, con el borde de un precipicio cortado a pico.

    Cuando llegaron al prado, Pedro se quit el zurrn y lo coloc cuidadosamente en un hueco del terreno, porque saba que si las rfagas de viento empezaban a soplar fuerte, podran precipitar sus provisiones montaa abajo. Despus de tomar esta precaucin, el pequeo pastor se tendi cuan largo era sobre el csped soleado para reponerse de la fatiga de la ascensin.

    Heidi se sent al lado. Abajo, el valle estaba inundado por la brillante luz de la maana; frente a Heidi extendase, a bastante distancia, un enorme ventisquero; a la izquierda se alzaba una gigantesca masa de rocas. Heidi contemplaba con asombro el majestuoso paisaje. Un gran silencio circundaba a los nios.

    De pronto Heidi oy un grito penetrante. Levant los ojos y vio un enorme pjaro, mayor que cuantos haba visto hasta entonces, que se cerna por encima de ella con las alas desplegadas y describiendo anchos crculos mientras lanzaba roncos y fieros graznidos.

    -Pedro! Despirtate! -exclam Heidi-. AIl est el gaviln! Pedro se levant rpidamente y contempl tambin el ave de presa, que volaba cada vez ms

    alto y que al fin desapareci detrs de las rocas grises. Despus Pedro se puso a silbar y a llamar con tanta fuerza, que Heidi se pregunt, asustada,

    qu iba a pasar. Mas, al parecer, las cabras conocan muy bien aquellas seales porque iban lle-gando una tras otra y en poco tiempo el rebao estuvo nuevamente reunido.

    Pedro extrajo el contenido de su zurrn, coloc los alimentos sobre el zurrn vaco y puso los grandes pedazos destinados a Heidi en el lado opuesto al de su menguado almuerzo. Luego tom el tazn, orde a la cabra Blanquita y puso el tazn lleno en medio del mantel. Despus llam a Heidi.

    -Ya has acabado de saltar? Es la hora de comer; sintate y empieza -dijo Pedro. -Es para m esta leche? -pregunt Heidi. -S -respondi el pastorcillo-, y los dos grandes pedazos que ah ves, tambin son para ti. Heidi bebi la leche y cuando hubo terminado, Pedro se levant para llenar el tazn por

    segunda vez. La nia cort entonces el pan en dos trozos y ofreci la parte mayor a su amiguito, con todo el queso que estaba destinado a ella, diciendo:

    -Toma esto, yo tengo bastante con este pedazo. Pedro se qued mudo de sorpresa. Al ver que l no alargaba la mano, con un gesto resuelto

    se lo coloc Heidi encima de las rodillas. Pedro dio principio a una comida como no la haba te-nido en todos los das de su vida.

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    Al cabo de un rato Heidi logr aprender los nombres de las cabras. La pequea Blancanieves balaba tan lastimeramente, que Heidi haba acudido junto a ella varias veces para ver lo que le pasaba.

    -Lo hace porque la Vieja ya no viene con nosotros. La han vendido la semana pasada. -Quin es la Vieja? -pregunt Heidi. -Pues la madre de Blancanieves! -contest Pedro. -Dnde est la abuela? -exclam la pequea. -No tiene. -Y el abuelo? -Tampoco tiene. -Pobre Blancanieves! -exclam Heidi acaricindola-. Ahora ya no tienes que quejarte

    porque yo vendr todos los das y no estars ya tan solita. Heidi, con las manitas a la espalda, lo contemplaba todo con la mayor atencin. Entretanto el da haba declinado sin que los nios se hubieran dado cuenta de ello: el sol

    haba alcanzado la lnea del horizonte y estaba a punto de ocultarse tras las montaas. Un halo dorado pareca resplandecer sobre la hierba y las elevadas rocas

    comenzaban tambin a irradiar luz. Heidi se puso en pie de un salto y exclam: -Pedro, Pedro que est ardiendo! Todas las montaas arden! Y la nieve tambin y el cielo. -No te asustes. Eso pasa todos los das -respondi Pedro tranquilamente. -Qu preciosa es la nieve de color de rosa! Oh, qu color ms lindo aquel de all arriba!

    Ah! Todo se vuelve ahora de color gris... Oh, Pedro, todo acab! Y Heidi se sent en la hierba, muy decepcionada, como si realmente todo hubiera acabado. -Maana lo vers otra vez -di,') Pedro-. Y ahora levntate que es hora de marchar. Llam a silbidos a las cabras para reunir todo el rebao y pocos momentos despus

    emprendieron l regreso. Haba sufrido tantas emociones aquel da, y su mente bulla con tantas ideas nuevas, que

    Heidi no poda hablar y los dos nios descendieron en silencio hasta que llegaron a la cabaa del Viejo. Heidi se precipit hacia su abuelo seguida de Blanquita y Diana.

    Pedro exclam desde alguna distancia: -Verdad que volvers maana? Buenas noches! Heidi se volvi rpidamente hacia l para tenderle la mano y para asegurarle que no faltara

    al da siguiente. -Oh, abuelito, qu bonito ha sido todo! -exclam Heidi cuando regres al lado del Viejo-.

    El fuego, las rosas sobre las rocas y las flores azules y amarillas! -Ahora es preciso que vayas a lavarte bien. Yo, entre tanto, he de ir al establo para ordear

    las cabras. Ms tarde, cuando Heidi se sent en el elevado taburete y tuvo delante su tazn de leche y el

    Viejo a su lado, la nia pregunt: -Dime, abuelito, por qu grita tanto el gaviln? -Pues porque as se burla de las gentes que viven amontonadas en pueblos y ciudades y se

    molestan unas a otras. Heidi quera saber de dnde vena aquel fuego que hubo antes de oscurecer, porque Pedro no

    haba sabido qu contestar a sus preguntas. -Vers -dijo el abuelo-. Eso es un efecto de los rayos del sol. Cuando el sol se pone y da las

    buenas noches a las montaas, les enva sus ltimos y ms bonitos rayos para que no se olviden hasta el da siguiente.

    A Heidi le gust mucho lo que su abuelo le haba contado y apenas poda esperar la llegada del nuevo da para volver a subir a los prados de pastos y para ver otra vez cmo el sol daba las

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    buenas noches a las montaas.

    Pero haba llegado la hora de acostarse. La nia durmi toda la noche de un tirn sobre su

    lecho de heno perfumado y so con grandiosas montaas de rocas carmes y, sobre todo, con las alegres piruetas de las cabritas.

    IV LA CASITA DE LA ABUELA

    A la maana siguiente el sol amaneci tan radiante como el da anterior. Con l aparecieron

    de nuevo ante la cabaa Pedro y sus cabras, a la hora acostumbrada; los dos nios y el rebao emprendieron el camino hacia los campos de pastos. As transcurri el verano. Cuando lleg el otoo, el abuelo sola decir con insistencia:

    -Hoy te quedars en casa, Heidi, porque el viento es muy fuerte. Lo que ms le gustaba a la nia era el poder ir con el pastorcillo y las cabras al monte, pero

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    tambin le entretena mucho observar el trabajo que realizaba su abuelito, que siempre dedicaba su tiempo a algo til, con martillo, sierra y clavos en la mano; o se dedicaba a preparar los famosos quesos de los Alpes.

    Luego aument el fro. Una maana todo amaneci blanco. Desde aquel da, Pedro el cabrero dej de subir al monte con sus cabras. Heidi, sentada junto

    a la ventana, contemplaba cmo caan los grandes copos de nieve sin interrupcin, mientras cre-ca la densa capa que cubra el suelo. Un da ces de nevar y el Viejo sali afuera y empez a abrir un sendero a travs de la muralla blanca que cubra la puerta y a librar la casa de su peso.

    El abuelo realiz aquel trabajo en momento muy oportuno porque cuando l y Heidi se hallaban por la tarde sentados junto al fuego del hogar, oyeron recios golpes en la puerta y patadas en el suelo. A poco entr Pedro, el pastorcillo, que haba sido el causante de aquel ruido al quitarse la nieve de los zapatos y de la ropa. No haba querido esperar un da ms para volver a ver a Heidi.

    -Buenas tardes -dijo al entrar-, y, colocndose inmediatamente junto al fuego, qued silencioso.

    Sin embargo, su rostro expresaba la alegra que le causaba hallarse de nuevo en compaa de su amiguita.

    -Bien, general, cmo te van las cosas? -pregunt el abuelo-. Ahora te has quedado sin ejrcito y tienes que morder el lapicero.

    -Por qu ha de morder el lapicero, abuelito? -pregunt la curiosa Heidi. -Durante el invierno, Pedro tiene que ir al colegio -explic el anciano-; all se aprende a leer

    y a escribir y eso, a veces, resulta muy difcil y obliga a morder un poco el lapicero, no es verdad, general?

    -S, es verdad -confirm Pedro. Heidi demostr inmediatamente un gran inters por el colegio. Abrum a Pedro de preguntas

    sobre lo que pasaba all, quera saberlo todo. El anciano permaneca silencioso durante la conversacin de los nios, pero ms de una vez

    se dibuj una leve sonrisa en su rostro, lo que era seal indudable de que escuchaba atentamente. -Bueno, general, ahora ya has' hablado bastante -dijo al cabo de algn tiempo-, ahora

    necesitas recuperar las fuerzas. Ven, que nos hars compaa. Al decir estas palabras, se levant y se acerc al armario a fin de preparar lo necesario para la

    cena. Desde que la nia haba ido a vivir en la cabaa, el anciano, adems del taburete alto y de otro muy bajo, ambos para Heidi, haba construido un banco muy largo junto a la pared y otros ms pequeos en los que caban dos personas, porque a la pequea le gustaba mucho sentarse al lado de su abuelito. Haba, por tanto, asientos para los tres. Pedro abri desmesuradamente sus ojos saltones cuando vio el enorme trozo de carne ahumada que el Viejo colocaba sobre el pedazo de pan que le haba destinado. Haca muchsimo tiempo que el chico no haba participado de semejante festn.

    Al terminar la cena era casi de noche y Pedro se dispuso a marchar. Haba dicho su Buenas noches y Gracias, y se hallaba en el umbral de la puerta cuando volvi sobre sus pasos para dirigirse a Heidi:

    -Volver el domingo que viene -dijo- y me ha mandado decir la abuela que podras visitarla tambin alguna vez.

    Al da siguiente, la primera cosa que dijo Heidi a su abuelo fue: -Abuelito, es preciso que vaya a ver a la abuela. Ella me espera. -Hay mucha nieve en el camino -respondi el Viejo. No transcurri ni un solo da sin que la nia lo repitiera seis o siete veces:

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    -Abuelito, hoy debera ir a ver a la abuelita: me est esperando. Cuatro das despus de la visita de Pedro, cay una fuerte helada, pero el sol enviaba

    raudales de sus rayos al interior de la cabaa desde un cielo despejado. Aquel da el abuelo se levant, subi sin decir nada al desvn donde guardaba el heno y

    dorma Heidi y baj con la tela de saco que serva de colcha en la cama de la nia; luego dijo: -Vamos.

    Heidi no se hizo repetir la orden, salt de su asiento y se precipit fuera de la casa. El Viejo entr en el cobertizo y sali de l arrastrando un gran trineo. El abuelo envolvi a Heidi en la tela de saco, se sent en el trineo y puso a la nia sobre sus

    rodillas; luego asi el travesao de guiar y dio un vigoroso empujn con los pies. El trineo parti como una flecha; Heidi lanzaba gritos de alegra mientras avanzaban velozmente. De pronto el trineo se detuvo casi en seco. Haban llegado a la cabaa de Pedro. El Viejo baj a la nia y dijo:

    -Ahora entra y cuando comience a oscurecer te preparas para regresar. Luego dio la vuelta al trineo y, arrastrndolo tras s, emprendi la subida a la casita. Heidi abri la puerta de la cabaa de Pedro. Era una choza en la que todo pareca bajo y

    estrecho. Heidi vio ante s una mesa junto a la que una mujer sentada remendaba el chaleco de Pedro. En un rincn del cuarto hilaba una viejecita arrugada. La nia comprendi inmediatamente quin era aquella anciana y sin vacilar, se dirigi hacia ella, diciendo:

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    -Buenos das, abuelita. Hoy he venido a verte. Se te ha hecho muy larga la espera? La viejecita levant la cabeza y busc con su mano la que le ofreca Heidi; cuando la hubo

    cogido, la retuvo un momento sin hablar. Al fin dijo: -Eres t la nieta del Viejo de los Alpes? Eres t la pequea Heidi? -S, s, soy yo -respondi la nia-. El abuelo acaba de traerme aqu en el trineo. -Es posible? Y qu calor tienes en la mano! Qu aspecto tiene, Brgida? -Se parece mucho a Adelaida, pero tiene los ojos negros y el pelo encrespado como lo tena

    Tobas y lo tiene el Viejo: creo que se parece a los dos. Durante aquella conversacin, Heidi no haba perdido el tiempo y observ todos los detalles

    de aquella habitacin. -Abuelita -dijo-, mira aquella contraventana que est suelta y da golpes. El abuelito la fijara

    en seguida con un clavo, porque si no, con los golpes, un da romper los cristales. -Hija ma -respondi la anciana-, yo no puedo verlo como t, pero lo oigo. Y no es solamente

    la contraventana, toda la casa parece venirse abajo si juzgamos por los crujidos que da. -Pero, abuelita, por qu dices que no puedes ver cmo se mueve la contraventana? Fjate

    cmo se mueve ahora! Y Heidi seal con la mano lo que quera que la anciana viese. -Ay, hija ma! Yo no puedo ver ya nada, ni contraventanas ni otras cosas -repuso la anciana

    suspirando. Heidi se ech a llorar amargamente y llena de pesar sollozaba. -Es que nadie puede hacer que veas, nadie? La anciana trat de consolar a la pequea, pero le cost mucho trabajo hacerla callar.

    Despus de haber agotado todos los medios para calmar su dolor, la abuelita dijo al fin: -Ven aqu, mi buena Heidi, acrcate mucho, que quiero decirte una cosa. Cuando ya no se

    puede ver nada, es muy agradable or palabras amables, y yo quisiera escucharte a ti. Ven, sin-tate a mi lado y cuntame cosas. Dime qu haces all arriba y lo que hace el abuelo.

    Heidi se sec rpidamente las lgrimas y dijo en tono consolador: -Ya vers, abuelita, cuando yo le cuente todo al abuelito, l har que t veas y tambin te

    arreglar la casa para que no haga ms ruido cuando sopla el viento. El abuelito sabe arreglarlo todo.

    La anciana permaneci silenciosa y Heidi empez a contarle con mucha viveza cmo viva con su abuelo, lo que haca durante los das de invierno. A medida que iba contando, se animaba ms al recuerdo de tantas cosas bonitas que haba visto fabricar de un sencillo trozo de madera.

    De pronto la conversacin qued interrumpida por un gran - ruido que son en la puerta y fue seguido por la inopinada entrada de Pedro. Al ver a Heidi, se detuvo en seco y abri desmesu-radamente sus grandes y redondos ojos. Luego hizo la ms amable de sus muecas, mientras Heidi le saludaba con estas palabras:

    -Buenas tardes, Pedro. -Pero es posible que el chico ya haya venido del colegio? -exclam la anciana sorprendida-.

    Hace muchos aos que la tarde no me haba parecido tan corta como hoy. Buenas tardes, Pedro! Cmo van los estudios?

    -Lo mismo que siempre -contest Pedro. -Ay! -suspir la vieja-, espero que ahora que vas a cumplir doce aos las cosas cambiarn. -Por qu cambiarn las cosas, abuelita? -pregunt Heidi inmediatamente. -Quiero decir que Pedro podr aprender a leer -respondi la anciana-. All encima de aquella

    tabla hay un libro muy antiguo que contiene canciones muy hermosas. Hace ya tantsimo tiempo que no las oigo cantar que las he olvidado, y espero que

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    cuando Pedro est ms adelantado pueda leerme de cuando en cuando alguna cancin. Pero dice que no puede aprender a leer, que es demasiado difcil para l.

    -Creo que debemos encender ahora la lumbre, porque ya est oscureciendo -dijo entonces la madre de Pedro, que no

    haba dejado un momento de mover la aguja-. Tambin a m se me ha pasado la tarde sin darme cuenta.

    A las primeras palabras de Brgida, Heidi se haba levantado y, tendiendo la mano a la abuela, dijo:

    -Adis, abuelita. Ahora he de marcharme porque est oscureciendo. Los dos nios apenas haban dado veinte pasos por el sendero cuando vieron que el Viejo

    bajaba a toda prisa a su encuentro. -Muy bien, Heidi, as me gusta, has cumplido tu palabra -dijo envolvindola al mismo tiempo en la colcha. Y sin detenerse, la cogi en brazos y emprendi el regreso. Apenas haban entrado en la

    cabaa y Heidi se vio libre del abrigo, exclam impetuosa: -Abuelito, maana has de coger el martillo y clavos grandes para clavar los postigos de la

    choza de la abuela y muchas otras cosas. -T crees que debo ir? Es que han dicho que vaya? -pregunt el Viejo. -No, nadie me ha dicho nada -replic Heidi-, pero todo est roto. Y fjate, abuelito, la

    abuelita ya no puede ver. Verdad que t tambin hars que ella vea? Heidi haba abrazado al anciano y le miraba con sus ojos dulces, llenos de confianza. El

    Viejo la mir un momento sin hablar, pero al fin dijo: -Bien, bien, nia, se puede reparar un poco la cabaa de la abuela. Maana veremos eso. A la tarde del da siguiente bajaron otra vez en el trineo y, como el da anterior, el anciano

    dej la nia a la puerta de la choza diciendo: -Entra y cuando empiece a oscurecer, preprate a regresar. Heidi se precipit en brazos de la abuela y despus de saludarla arrim un taburete y se sent

    a su lado, comenzando inmediatamente a contar y a preguntar un sinfn de cosas. De pronto oyeron golpes muy fuertes en la pared de la choza y la abuela se sobrecogi de miedo, la rueca cay de sus manos y exclam con voz temblorosa:

    -Misericordia! Ya lo deca yo, la casa se viene abajo! Pero Heidi la cogi cariosamente de las manos y explic: -No, no, abuelita, no tengas miedo. Es el abuelito, con su martillo; va a clavar toda la casa

    para que nunca ms pases miedo. -Pero es posible que suceda esto? Has odo, Brgida? Oyes? S, s, es el ruido de los

    golpes de un martillo. Sal, Brgida, y si es el Viejo de los Alpes, dile que entre un momento para que yo pueda darle las gracias.

    El Viejo estaba precisamente a punto de fijar otro clavo en la pared. La madre de Pedro avanz hacia l.

    -Le deseo buenas tardes -dijo- y la madre tambin. Le estamos muy agradecidos y la madre quisiera darle las gracias.

    -Basta ya -le interrumpi speramente el Viejo-. Ya s muy bien lo que pensis del Viejo de los Alpes. Entra en casa y no te preocupes por m.

    Brgida obedeci inmediatamente. Empezaba a oscurecer cuando el Viejo clavaba el ltimo clavo. Entonces fue a buscar el trineo. En aquel momento, Heidi apareci en el umbral de la puerta. El abuelo la abrig cuidadosamente, la cogi en brazos como la noche anterior, y luego

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    ech a andar sendero arriba arrastrando con la mano libre el trineo. Hubiera podido sentar a Heidi en l, pero corra peligro de que la manta se soltara y la pequea se helase durante el camino.

    Cada tarde la anciana esperaba con ansiedad or los pasos menudos y familiares de Heidi y

    apenas la pequea abra la puerta y entraba en la habitacin, no dejaba de exclamar nunca: -Bendito sea Dios! Ya est aqu! Heidi no dejaba de bajar a la choza ninguna tarde por poco que el tiempo invernal lo

    permitiera. El Viejo, sin que mediara entre ellos una palabra, bajaba tambin con martillo y herramientas y pasaba muchas tardes remendando la destartalada choza de Pedro el cabrero. Desde entonces, en las largas noches de tempestuoso viento invernal, la casa ya no cruja como antes y la anciana afirmaba que desde haca muchsimo tiempo no haba dormido tan tranquila, y que nunca olvidara la bondad del Viejo de los Alpes.

    V

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    VISITAS INESPERADAS La nia iba a cumplir pronto nueve aos. Su abuelo le haba enseado toda clase de cosas

    tiles: saba cuidar las cabras tan bien como cualquiera, y Blanquita y Diana seguanla por todas partes como perritos, balando de alegra cuando oan su voz. Aquel ltimo invierno, Pedro haba trado dos veces recado del maestro de la escuela de Drffi para que el Viejo de los Alpes mandara a su nieta al colegio, porque tena la edad reglamentaria y hubiera debido ingresar en la escuela el invierno anterior. Ambas veces, el Viejo haba mandado decir que fuera lo que fuese, l no pensaba mandar a la nia al colegio.

    El sol del mes de marzo haba derretido la nieve de las laderas soleadas de las montaas; en el valle brillaban ya las blancas margaritas. Ms arriba, en los prados y pastos, los abetos y aler-ces, libres del peso del manto de nieve, movan alegremente las anchas ramas. Era tanta la alegra que causaba a Heidi el regreso de la primavera, que la nia no poda estarse quieta; sala a cada momento de la cabaa, daba una vuelta por las cercanas y regresaba al poco rato para contar a su abuelo los progresos que haba advertido en los brotes del follaje de los rboles y la extensin que alcanzaba el verde csped de los prados.

    Una hermosa maana de marzo y despus de salir y entrar por dcima vez, al franquear de nuevo el umbral de la puerta, la nia se hall de pronto frente a un anciano seor que iba vestido de negro y que la miraba con mucha seriedad.

    Aquel seor era nada menos que el viejo sacerdote de Drffi, que conoca al abuelo de Heidi desde haca muchsimo tiempo. El sacerdote entr resuelto en la cabaa, fue en derechura hacia el Viejo y le dijo cordialmente:

    -Buenos das, amigo. El abuelo, muy sorprendido, levant la cabeza, que tena inclinada sobre su labor, y se puso

    en pie diciendo: -Buenos das, seor cura. Haga el favor de tomar asiento, si es que no desdea un taburete de

    madera -aadi ofrecindoselo al visitante. -He venido para hablarle -continu el visitante-. Me parece que debe adivinar lo que me trae

    aqu. Espero que llegaremos a entendernos fcilmente si quiere decirme cules son sus intenciones respecto a...

    El sacerdote enmudeci y mir de soslayo a Heidi. -Heidi, vete un ratito a ver las cabras -dijo el abuelo-. Llvales un poco de sal si quieres, y qudate all hasta que yo vaya. Heidi desapareci rpidamente. -Esa nia hubiera debido ir al colegio hace un ao -continu el cura-. El maestro se lo ha

    advertido a usted repetidas veces, pero jams se ha dignado contestar. Cules son sus inten-ciones acerca de esa nia, querido amigo?

    -Tengo la intencin de no enviarla a la escuela. Ante una afirmacin tan categrica, el sacerdote contempl asombrado al Viejo. Este

    permaneca con los brazos cruzados y aspecto desafiante. -Qu piensa, pues, hacer con la nia? -pregunt por fin el sacerdote. -Nada. Heidi crece y se desarrolla en compaa de las cabras y de las aves, se encuentra muy

    bien entre ellas. Nada malo puede aprender en esa compaa. -Pero, seor, la nia no es una cabra ni un ave; es un ser humano. En esa sociedad, no

    aprender nada en absoluto. El prximo invierno tendr que enviarla usted* a la escuela todos los

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    das. -Yo no har nada de eso, seor cura -respondi el Viejo sin conmoverse. -Acaso cree que no hay medios para hacerle entrar en razn? -exclam el siervo de Dios,

    que comenzaba a perder la paciencia. -Ah, s? -exclam el Viejo y en su voz se not tambin cierta agitacin-. De modo que

    usted, seor, cree que debo permitir que una nia tan delicada como mi nieta recorra durante el invierno un camino de dos horas todos los das sin preocuparme del tiempo crudo que pueda hacer, y que por la noche est obligada a la misma caminata, montaa arriba a despecho del viento, de la nieve y del hielo, cuando nosotros los hombres hechos y derechos, apenas nos atrevemos a hacerlo? Estoy dispuesto a acudir a los tribunales y entonces veremos si pueden obligarme a que haga lo que no quiero hacer.

    -Tiene usted muchsima razn, amigo -repuso el cura en tono conciliador-. Es evidente que

    no puede usted enviar a la nia a la escuela viviendo aqu arriba. Veo que la quiere usted mucho; haga, pues, por amor a ella lo que hace tiempo hubiera debido hacer; baje al pueblo y viva otra vez entre sus semejantes. Qu vida lleva usted aqu, tan solo, enemistado con Dios y con los hombres? Si le sucediese alguna cosa, quin podra socorrerlo? A fe que no comprendo cmo no ha muerto usted ya de fro durante el invierno en esta cabaa, ni cmo una nia tan delicada ha

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    podido soportar la vida aqu. -Ruego al seor cura que no se preocupe de eso. La nia es joven, est muy sana y bien

    abrigada. Tambin s dnde buscar lea. Usted no tiene ms que mirar y ver que mi leera est repleta. Aqu no se apaga el fuego en todo el invierno. Lo que usted me propone no es para m; la gente de all abajo me desprecia y yo les pago con la misma moneda.

    -No, no -dijo el sacerdote-. La gente no le desprecia a usted tanto como usted quiere creer. Crame, amigo, haga las paces con Dios y en seguida ver que los hombres le tratarn de otro modo.

    El Viejo tendi la mano a su interlocutor y dijo entonces firme y decidido: -Usted, seor cura, no desea hacer ms que el bien, pero, repito, yo no puedo hacer lo que

    espera de m, y no cambiar de opinin ni de vida. Tampoco enviare la nia a la escuela ni bajar jams al pueblo.

    -Que Dios tenga piedad de usted! -contest el sacerdote. Aquella visita puso al abuelo de muy mal humor. Por la tarde del mismo da, cuando la pequea expres el deseo de ir a visitar a la abuela, no obtuvo por contestacin ms que un lacnico: -Ya veremos!

    Pero apenas haba tenido Heidi tiempo de poner en orden la vajilla de la comida, cuando una nueva visita hizo su aparicin en el umbral de la puerta. Era ta Dete la que se presentaba all tan inopinadamente. Se le haba presentado de pronto una ocasin estupenda, que poda significar la suerte definitiva de la nia. En seguida se haba ocupado del asunto y ahora ya se poda consi-derar como arreglado. Los seores de Dete tenan un pariente inmensamente rico, que viva en una de las casas ms bonitas de Frankfurt. Este seor tena una hija nica que pasaba los das en un silln de ruedas, porque estaba paraltica de un lado. Esto la obligaba a estudiar en la casa con un profesor particular, pero como se aburra mucho, deseaba ardientemente tener una compaera de estudios. Ahora quin podra predecir la felicidad y el bienestar de Heidi en el futuro? Porque si sta saba ganar la simpata y el cario de aquellos seores, y le sucediera algo a su hija nica, tan delicada que haba que temerlo todo, contando que el padre de ella no quisiera prescindir de tener una hija a su lado, quin saba si tan buena ocasin...?

    -Has acabado ya? -le interrumpi al fin el Viejo, que hasta entonces la haba dejado hablar sin decir l nada.

    -Caramba! -replic Dete irguiendo la cabeza-. Parece que le cuente la cosa ms corriente del mundo y eso que no hay en todo Praettigau ni una sola persona que no diera gracias al cielo si yo le llevase la noticia que acabo de darle a usted, to.

    -Lleva esas noticias a quien quieras, que yo nada tengo que ver en este asunto -repuso el Viejo secamente.

    Al or aquellas palabras, Dete, que tema no poder salirse con la suya, salt como un muelle: -Muy bien! -grit-. Si se pone usted as, le dir lo que pienso. La nia tiene ahora ocho aos

    y no sabe nada de nada y usted tampoco quiere que aprenda nada. Quiere usted impedir que vaya al colegio, que vaya a la iglesia, porque as me lo han dicho abajo en el pueblo. Y como es la nica hija de mi hermana, que en paz descanse, y yo tengo la responsabilidad de su bienestar, no he de ceder en nada, ahora que se presenta la oportunidad de que Heidi haga suerte. Y le advierto que tengo toda la opinin del pueblo a mi lado y que no hay nadie que no me. haya prometido su apoyo, y si usted quiere llevar el asunto a los tribunales no olvide, to, que an perdura el recuerdo de cosas antiguas que a usted no le gustara fueran a parar a odos de los jueces...

    -Silencio! -exclam el Viejo con voz de trueno y mirndola con ojos llameantes-. Llvate a la nia y pervirtela! Y no vuelvas nunca ms aqu con ella!

    Y dicho esto, el Viejo sali de la cabaa con pasos lentos. -Has hecho enfadar al abuelo -dijo Heidi, y en sus negros ojos brill un relmpago de ira.

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    -No te apures, pronto se calmar -respondi Dete y aadi con impaciencia-: Ahora vente conmigo, pero antes dime dnde estn tus vestidos.

    -No quiero ir contigo -respondi Heidi. -Qu has dicho? -exclam su ta con enojo. Pero al punto rectific, aadiendo en tono muy

    amable-: T no has entendido bien, Heidi. Ven conmigo y vers qu bien vas a vivir. -Que no voy -respondi Heidi con mayor firmeza. -Pero, no seas testaruda y tonta! No has odo? El abuelo est enfadado ahora y bien

    claramente ha dicho que no nos quiere ver, de modo que est conforme en que vengas conmigo y es necesario que no hagas que se enfade ms. T no sabes lo bonita que es la ciudad de Frankfurt y cuntas cosas hermosas vers all, y si despus no te gusta, puedes volver aqu y para entonces el abuelo ya estar otra vez de buen humor.

    -Puedo volver cuando quiera, esta misma noche? -pregunt la pequea. -Ya te lo he dicho: puedes volver cuando quieras. Ta Dete cogi el hatillo de ropa con. una mano y a Heidi con la otra y empez a descender

    por el sendero. En aquel momento, Pedro bajaba del monte con un gran haz de ramas de avellano sobre el

    hombre. Cuando Dete y Heidi estuvieron muy cerca de l, pregunt: -A dnde vas? -Tengo que ir a Frankfurt con ta Dete -repuso Heidi-, pero antes he de entrar un momento a

    ver a la abuela. -No, no!, no puede ser, porque es tarde -interrumpi Dete, sin soltar a la nia de la mano-.

    Ya entrars a verla cuando vuelvas. Ahora vamos. Y sin atender a razones, oblig a Heidi a seguirla porque tema que la madre y la abuela de

    Pedro desbaratasen sus planes si la nia entraba en la cabaa. Pedro, al ver que su amiguita se marchaba, entr en la casa enfurecido y arroj la lea sobre

    la mesa con tanto furor que la abuela se levant de la rueca asustada. -Qu pasa, Pedro, qu pasa? -exclam la pobre vieja, y la madre de Pedro, que tambin se

    haba puesto de pie muy atemorizada, pregunt-: Qu tienes, Pedro? Por qu ests tan furioso? -Porque ella se ha llevado a Heidi -exclam el muchacho. -Quin? Quin? Adnde, Pedro? -pregunt la abuela con renovado temor, pero en seguida

    adivin la verdad, pues la madre de Pedro le haba dicho poco antes que haba visto subir monte arriba a ta Dete. Temblorosa de agitacin, la anciana abri la ventana y empez a gritar con voz suplicante:

    -Dete, Dete, no me quites la nia, no me quites a Heidi! Las dos caminantes oyeron la voz y Dete debi adivinar lo que la abuela gritaba, porque asi

    a la nia con ms fuerza y ech a correr. Heidi quiso oponer resistencia y dijo: -Quiero ir a ver a la abuelita, porque me ha llamado. Sultame, ta Dete! Pero era precisamente aquello lo que Dete quera evitar. Procur tranquilizar a la pequea,

    dicindole que cuando estuviese en Frankfurt, encontrara la ciudad tan linda que nunca ms que-rra marcharse, pero que si, de todos modos, deseaba regresar, lo podra hacer en seguida y adems podra comprar algn regalo para la abuela.

    Esto ltimo anim mucho a Heidi y a partir de aquel momento ya no opuso resistencia alguna al viaje.

    -Qu podr traer a la abuelita? -pregunt poco despus. -Algo muy bueno -contest Dete-. Por ejemplo, panecillos blancos muy tiernos. S que no

    puede comer el pan negro y duro, de modo que le dars una gran alegra. -Es verdad, ella siempre da el pan negro a Pedro y dice: Es demasiado duro para m.

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    Y Heidi apresur el paso. Dete, al cruzar el pueblo, contestaba a todos sin detenerse: -Ya lo veis; no puedo detenerme ahora porque la nia desea llegar pronto y an tenemos

    mucho camino que recorrer.

    Desde la partida de Heidi, el rostro del Viejo de los Alpes pareca a los habitantes del pueblo

    ms adusto y airado en las pocas ocasiones en que bajaba a Drffi. El Viejo no se trataba con nadie en la aldea. Pasaba por ella cada vez que descenda al valle,

    donde venda sus quesos y compraba sus provisiones de pan y carne. Los vecinos solan formar grupos a sus espaldas y hablaban de l. Solamente la pobre abuela de Pedro defenda sin desmayo al Viejo, y a quienquiera que fuera a verla para encargarle algn hilado o para recoger algn encargo anterior, le contaba detalladamente lo bueno y carioso que el Viejo se haba mostrado siempre con la pequea Heidi y lo que haba hecho por ella y por su hija. Las alabanzas de la an-ciana fueron conocidas en el pueblo, pero nadie quiso creer en ellas. Todos convenan en que la abuela tena demasiada edad para comprender las cosas y seguramente no habra odo muy bien, porque, adems de ser ciega, era tambin bastante sorda.

    La pobre ciega pasaba los das entre suspiros y lamentos por el lento transcurrir de las horas. Ni un solo da discurra sin que dijera:

    -Con la nia se nos ha ido todo lo bueno y los das parecen, sin ella, vacos. Ojal pudiera

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    tenerla a mi lado una vez ms antes de morirme!

    VI COSAS NUEVAS Y ASOMBROSAS

    En casa del seor Sesemann, en Frankfurt, la nica hija, Clara, permaneca todo el da

    sentada en un cmodo silln de ruedas que la pobre nia no abandonaba ms que para acostarse. Clara pasaba muchas horas en la sala de estudio, en la que haba un sinfn de muebles y objetos que adornaban y hacan de aquella habitacin un lugar acogedor. Era la habitacin donde la nia paraltica reciba diariamente sus lecciones.

    Clara tena un rostro fino, de cutis plido, en el que brillaban sus ojos azules y bondadosos, que en aquel momento no se apartaban del gran reloj de pared. A la nia le pareca que aquel da las minuteras avanzaban con notable lentitud. Clara, que tena un temperamento dulce y paciente, exclam de pronto con impaciencia:

    -Pero seorita Rottenmeier! Todava no es la hora? La seorita Rottenmeier estaba desde haca muchos aos al servicio de aquella familia.

    Haba entrado en la casa a raz de la muerte de la madre de Clarita, con el fin de hacer las veces de ama de gobierno. El padre de Clarita, que casi siempre estaba de viaje, no haba impuesto ms que una condicin: que su hija interviniera en todos los asuntos y que no se hiciera nada contra sus deseos.

    Mientras en la sala de estudio Clarita preguntaba por segunda vez y con mayor impaciencia, si todava no haba llegado el anhelado momento, abajo, ante la puerta de entrada, se detena ta Dete con Heidi de la mano.

    Dete tir del cordn de la campanilla y a los pocos minutos apareci en la puerta el portero de la casa, enfundado en una librea cuajada de brillantes botones dorados y con unos ojos casi tan grandes como dos botones.

    -Quisiera saber si es momento oportuno para molestar a la seorita Rottenmeier -dijo Dete. -Eso no es de mi incumbencia -repuso el criado-. Llame usted a la doncella por medio de esa

    campanilla. Sebastin desapareci sin dar ms explicaciones. Dete volvi a llamar. Apareci en lo alto de la escalera la doncella Tinette, con blanca y

    almidonada cofia en la cabeza y una sonrisa burlona en los labios. -Qu pasa? -pregunt sin dignarse bajar la escalera. Dete repiti su pregunta. La doncella desapareci, pero apareci al instante y dijo desde

    arriba: -Suban que las estn esperando! Dete y Heidi subieron la escalera y penetraron tras la doncella en la sala de estudio. La seorita Rottenmeier se levant de su asiento con gestos lentos y dignos y se aproxim a

    examinar a la nueva compaera de juegos y estudios de la hija de la casa. Al parecer, el aspecto de la pequea no fue de su agrado. Heidi llevaba un sencillo vestido de algodn y, en la cabeza, un sombrerito de paja, viejo y abollado.

    -Cmo te llamas? -pregunt el ama de gobierno despus de contemplar largo rato a la nia, que no le quitaba los ojos de encima.

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    -Heidi -contest la pequea con voz clara y sonora. -La seorita Clara ha cumplido ya los doce aos. Qu edad tienes t? -Tengo ahora ocho aos. -Cmo! Slo ocho aos? -exclam la seorita Rottenmeier con indignacin-. Cuatro aos

    menos! Qu pasar, Seor? Y qu has aprendido, nia? Qu libros has pasado en tu clase? -Ninguno -contest Heidi. -Cmo? Qu? No has aprendido a leer? -sigui preguntando la dama cada vez ms

    indignada. -No he aprendido -respondi Heidi. -Santo cielo! No sabes leer? Pero de verdad que no sabes leer? -exclam la seorita

    Rottenmeier con gran asombro-. Cmo es posible? Qu has aprendido, pues? -Nada -declar Heidi. -Oiga usted, joven -dijo el ama a Dete al cabo de breves minutos durante los cuales trat de

    serenarse-. Todo esto no est de acuerdo con lo convenido. Cmo ha podido traerme a esta nia? Pero Dete no se dej aturdir fcilmente y contest resuelta.

    -Si la seorita me lo permite le dir que mi sobrina es precisamente la nia que deseaba, si no recuerdo mal las palabras que usted dijo. Usted quera una nia un poco original y distinta de las dems. Ahora es preciso que me vaya, pues mis seores me estn esperando.

    Y tras hacer una genuflexin, Dete sali por la puerta y ech a correr escaleras abajo. Heidi, entretanto, no se haba movido de la puerta y Clara observaba silenciosamente la

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    escena desde su silln. Luego dijo a Heidi: -Ven aqu. Heidi se aproxim al silln. -Cmo te gusta ms que te llamen, Adelaida o Heidi? -pregunt Clara. -Yo me llamo Heidi y nada ms -contest la nia. -Entonces te llamar siempre as -afirm Clara-, porque el nombre te sienta muy bien,

    aunque yo no lo haba odo jams. Has venido a gusto a Frankfurt? -sigui preguntando Clara. -No, pero maana volver a casa y llevar panecillos blancos a la abuelita -explic Heidi. -Qu nia tan extraa eres! -exclam Clara-. No sabes que te han trado a Frankfurt para

    que te quedes a mi lado y tomes parte en mis estudios? Pero v i a resultar muy divertido porque t no sabes leer, y va a suceder algo nuevo durante las lecciones. Hasta ahora han sido muy aburridas.

    Clara hizo una pausa y luego continu: -Vers, todas las maanas a las diez en punto viene el profesor y entonces comienzan las

    lecciones, que duran hasta las dos de la tarde; son muchas horas. Pero ahora ser todo ms divertido y podr escuchar cmo aprendes a leer.

    Heidi movi enrgicamente la cabeza cuando oy lo de aprender a leer, como queriendo decir que ella no lo hara de ninguna manera.

    -S, s, Heidi, es preciso que aprendas; todas las personas deben aprender a leer y el seor profesor es muy bueno.

    En aquel momento regres la seorita Rottenmeier, que no haba podido alcanzar a Dete y se mostraba muy agitada.

    Sebastin entr en la sala para llevar el silln y la nia al comedor. Mientras arreglaba un tornillo del asiento del coche, Heidi se plant delante de l y le contempl con fijeza. Sebastin advirti la insistente mirada de la nia y le pregunt:

    -Por qu me miras as? No lo hubiera hecho de haber visto a la seorita Rottenmeier, que en aquel momento cruzaba

    la puerta, precisamente a tiempo para or la contestacin de Heidi: -Te pareces a Pedro, el cabrero. La dama junt horrorizada las manos y exclam: -Es posible? Pues no est tuteando a los criados! A esta nia le falta todo, todo! Sebastin puso fin a la escena empujando el silln de Clara y llevndolo junto a la mesa,

    donde la puso en su silla. La seorita Rottenmeier sentse a su lado e hizo seas a Heidi para que ocupara una silla frente a ella. Nadie ms coma en aquella mesa. Junto al plato de Heidi haba un panecillo blanco y tierno que la nia contemplaba con alegra. La semejanza que Heidi encontraba en Sebastin debi despertar su confianza hacia el criado, porque le pregunt sealando el panecillo:

    -Puedo cogerlo? Sebastin asinti con un movimiento de cabeza. Heidi alarg en seguida la mano, tom el

    panecillo y se lo guard en el bolsillo. Sebastin se limit a hacer una mueca, porque senta ganas de rer, pero saba que no le estaba permitida la libertad. Mudo e inmvil permaneci junto a Heidi, porque no tena permiso para hablar, ni tampoco poda marcharse hasta que la nia se hubiera servido. Heidi le mir un rato con ojos asombrados, pero al fin se decidi a preguntar:

    -He de comer de esto? Sebastin volvi a asentir con un gesto. -Pues... dame algo -sigui diciendo la nia, y mir tranquilamente a su plato. Las muecas de Sebastin iban aumentando y la fuente empez a vacilar de un modo

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    peligroso en sus manos. -Puede usted dejar la fuente sobre la mesa y volver luego -dijo con rostro grave la seorita

    Rottenmeier. Sebastin desapareci al punto. El ama continu, dando un gran suspiro-: Est visto, Adelaida, que he de ensearte las reglas ms elementales.

    Y empez a explicar clara y detalladamente cmo haba de portarse la nia en la mesa. -Adems -sigui diciendo la dama- he de advertirte que en la mesa no has de hablar para

    nada con Sebastin y fuera de ella nicamente cuando tengas que dirigirle una pregunta perentoria o darle una orden. En tal caso no le has de hablar de t, sino que debes tratarle de usted. Tambin a Tinette le hablars de usted. A m me hablas como oyes que lo hacen los dems. En cuanto a Clara, ella te lo dir.

    -Pues, naturalmente, me llamar Clara -dijo sta. Luego vinieron un sinfn de reglas de conducta al levantarse, al acostarse, sobre el modo de

    entrar y salir, el buen orden de las cosas, el mantener cerradas las puertas. Fueron tantas las ad-vertencias que Heidi termin por dormirse, porque estaba levantada desde las cinco de la maana y haba hecho un viaje muy largo. Cuando al fin la seorita Rottenmeier dio por terminada su larga explicacin, aadi:

    -Recurdalo bien todo, Adelaida! Has comprendido bien? -Heidi hace mucho rato que se ha dormido -exclam Clara sonriendo. La pobre nia estaba contenta porque haca mucho tiempo que la hora de la cena no haba

    sido tan divertida como aqulla. -Es increble lo que ocurre con esta criatura! -exclam la dama muy enojada. Agit la campanilla con tanta violencia que Sebastin y Tinette acudieron presurosos

    creyendo que haba pasado algo grave. A pesar del ruido, Heidi no se despert y entre todos tuvieron que llevarla a la cama.

    VII LA SEORITA ROTTENMEIER PASA UN DIA

    AGITADO A la maana del da siguiente, cuando Heidi se despert qued extraada de cuanto la

    rodeaba. Se restreg con fuerza los ojos, mir de nuevo y comprob que lo que haba visto era real: estaba sentada en un gran lecho blanco; ante ella se extenda una gran habitacin que le pareca un desierto; largas y blancas cortinas dejaban pasar la luz procedente de las ventanas. De sbito record que estaba en Frankfurt.

    Salt del lecho y se arregl en un santiamn. Era todava muy temprano. Heidi estaba acostumbrada a levantarse con la luz de la aurora. Como un pajarillo que se viera por primera vez encerrado en una bella jaula de oro y que, volando de aqu para all, tratara de atravesar cada uno de los barrotes de su prisin para lanzarse al aire libre, Heidi iba de una ventana a otra, intentando abrirlas para ver el sol, la hierba verde, las ltimas nieves que se derretan en las laderas de la montaa y, en fin, todo aquello que tanto le gustaba contemplar. Aunque tir, golpe y trat de introducir los dedos en las rendijas, las ventanas continuaron cerradas hermticamente. Cuando vio que todos sus esfuerzos eran intiles, renunci a abrirlas y se dio a pensar en qu forma podra salir en busca de un prado. Recordaba muy bien que ante la vivienda slo existan calles

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    adoquinadas. En aquel preciso momento sonaron unos golpecitos en la puerta y Tinette asom la cabeza y dijo con brevedad:

    -El desayuno est servido.

    Clara, que estaba en el comedor haca ya un buen rato, salud a Heidi afectuosamente. El desayuno transcurri sin dificultades. Heidi comi su tostada con perfecta correccin.

    Cuando concluyeron, Clara fue conducida en su silln de ruedas a la sala de estudio y la seorita Rottenmeier orden a Heidi que permaneciera con ella hasta que llegara el seor profesor.

    Fue para Heidi una gran sensacin de alivio saber por Clara que las ventanas podran abrirse y que incluso podra asomarse por ellas, pues an estaba la nia bajo la impresin de hallarse encerrada. Despus Clara empez a hacerle preguntas sobre la vida que ella llevaba en su cabaa y Heidi le habl animadamente de los Alpes, de las cabras y de los pastos. Mientras las nias hablaban, haba llegado el seor profesor, pero la seorita Rottenmeier, en vez de conducirlo, como tena por costumbre, a la sala de estudio, le hizo pasar al comedor para informarle, haciendo saber al profesor el error que haba sufrido respecto a aquella criatura y enumerando todas las ocasiones en que Heidi haba dado prueba de una falta absoluta de los principios ms elementales. Frente a aquel terrible estado de cosas, ella no vea ms que una solucin: la de que el seor profesor, despus de haber probado a la nia, declarase que dos naturalezas tan diferentes no podran permanecer juntas sin perjuicio de la ms adelantada. Esta razn parecera muy seria

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    al seor Sesemann y le llevara a romper el compromiso, restituyendo a Heidi al lugar de donde proceda.

    Pero el seor profesor era muy circunspecto y no consideraba jams los asuntos por un solo lado. Consol a la seorita Rottenmeier a fuerza de palabras y emiti la opinin de que si, por una parte, la nia estaba muy atrasada, podra ser que en otro aspecto estuviera ms adelantada. Por lo tanto, con una buena enseanza se lograra un perfecto equilibrio. Entonces, viendo que no hallaba apoyo en el seor profesor, la seorita Rottenmeier le hizo entrar en la sala de estudio, adonde se guard muy bien de seguirle, pues le horrorizaba el alfabeto. Comenz a dar paseos a lo largo y a lo ancho del comedor. De sbito, sus reflexiones fueron interrumpidas por un cierto rumor que provena de la sala de estudio, acompaado de gritos que reclamaban la ayuda de Sebastin. La dama acudi asustada y presurosa. Qu espectculo! En el suelo yacan amontonados todos los libros, los cuadernos, las plumas y el tapete de la mesa, por debajo del cual se deslizaba un negro ro que cruzaba toda la habitacin. Heidi haba desaparecido.

    -Dios santo! -exclam la dama enlazando las manos-. El tapete, los libros, la cesta de labores, todo desparramado entre la tinta! Se ha visto jams cosa semejante?

    El seor profesor contemplaba aquel desastre sin despegar los labios y con un gesto de terror. Clara, por el contrario, pareca sumamente regocijada y segua con inters todas las peripecias del suceso y el efecto que ste produca en la seorita Rottenmeier. Clara fue quien explic lo que haba sucedido.

    -S, ha sido Heidi la autora; pero no lo ha hecho adrede y no merece ser castigada. Se ha levantado con tanta precipitacin que se ha llevado consigo el tapete y todo se ha venido al suelo. Pasaban unos coches y sta ha sido la causa de que saliera tan precipitadamente. Puede que en su vida haya visto un coche.

    -Bien, seor profesor, no es esto exactamente lo que yo le deca? Esta criatura no tiene la menor nocin de nada. No sabe lo que es una leccin y mucho menos que las lecciones deban escucharse sin moverse del sitio. Mas dnde est?

    La seorita Rottenmeier ech a correr hacia la escalera y baj por ella precipitadamente. La puerta de la calle estaba abierta y, desde el umbral, Heidi examinaba el exterior atentamente.

    -A dnde vas? Qu idea te ha trado aqu Qu significa esto? -le grit el ama de gobierno. -He odo el rumor de los rboles, pero no los veo. Adems, ahora ya no oigo nada -repuso

    Heidi sin dejar de mirar hacia el lado de la calle por el que habase desvanecido el retumbar de los coches, que ella haba confundido con el rumor de los abetos cuando el aire agitaba sus ramas.

    -De los abetos? Estamos acaso en la montaa? Qu estupideces dices! Vamos, arriba en seguida y contemplars tu hermosa obra!

    La seorita Rottenmeier volvi a la sala de estudio seguida de Heidi. Esta permaneci estupefacta ante el desastre que haba causado sin darse cuenta. -Por una vez, pase, pero que no vuelva a suceder -dijo severamente la seorita Rottenmeier

    sealando el suelo con el dedo-. Ten presente que durante las lecciones has de permanecer tranquilamente en el asiento y escuchar atentamente al seor profesor. Y si no lo haces as, me ver obligada a atarte a la silla. Entendido?

    -S -repuso Heidi-, pero yo sabr estar quieta sin que me ayude nadie. Acababa de aprender que durante la leccin era preciso permanecer tranquila y quieta. Ahora corresponda a Tinette y a Sebastin ponerlo todo en orden. El seor profesor se fue,

    suspendiendo las lecciones hasta el da siguiente. Aquella maana no haba tenido ocasin de bostezar.

    Todos los das, despus de comer, Clara sola dormir la siesta, debido a lo cual la seorita Rottenmeier haba anunciado a Heidi que durante aquel tiempo estaba en libertad absoluta. Por lo

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    tanto, cuando Clara se prepar para dormir y la seorita Rottenmeier se retir a su habitacin, Heidi se dio cuenta de que haba llegado el momento de hacer lo que le viniera en gana. Esto era precisamente lo que anhelaba, pues tena una idea pendiente de ejecucin. Mas para ello necesitaba que alguien le ayudara. Se coloc en medio del pasillo para que no se le escapara la persona que haba de prestarle ayuda. En efecto, a los pocos instantes Sebastin apareci. Heidi avanz hacia l.

    -Cmo se puede abrir la ventana, Sebastin? -As. Es muy fcil -dijo el criado abriendo de par en par una de las ventanas del comedor. Heidi se acerc, pero la ventana era demasiado alta para ver nada. Sebastin le trajo un gran

    taburete de madera. Heidi se apresur a encaramarse en el taburete y, asomando medio cuerpo por la ventana,

    pudo al fin gozar de la vista tan deseada. Pero en seguida retir la cabeza. Al jbilo haba sucedi-do el descorazonamiento.

    -Slo se ve la calle adoquinada -dijo la nia tristemente-. Pero si se da vuelta a la casa, Sebastin, qu se ve por el otro lado?

    -Exactamente lo mismo -repuso el criado.

    -Entonces, a dnde hay que ir para ver hasta muy lejos, hasta el fin del campo?

    -Para eso hay que subir a una torre alta, al campanario de una iglesia como aquella que se ve all con una bola dorada en la cspide.

    Heidi baj las escaleras y en un abrir y cerrar de ojos se en contr en la calle. Desde la ventana le pareci que el campanario se hallaba en lnea recta ante ella, que no tena ms que pasar al otro lado para llegar a l. Pero ahora que se hallaba al fin de la calle, no vea campanario alguno. Tom otra calle, otra despus, sin encontrar lo que buscaba. Pasaba mucha gente por su

    lado, pero todos con aire de llevar prisa. Al doblar una esquina, vio a un muchacho que llevaba a la espalda un organillo de mano y al brazo un animal rarsimo. Heidi corri hacia l y le pregunt:

    -Dnde est la torre que tiene en lo alto una bola dorada? -No s -repuso el muchacho. -Conoces alguna otra iglesia que tenga campanario? -S, conozco una.

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    -Entonces acompame hasta donde est. -Ensame antes t lo que me dars si voy contigo -repuso el muchacho tendiendo la mano. Heidi rebusc en uno de sus bolsillos. De l sac una estampa que representaba una bella

    corona de rosas rojas. La contempl durante un momento, porque le dola desprenderse de ella. Se la haba dado Clara aquella misma maana. Pero si pudiera ver el valle y las verdes laderas de las montaas!

    -Toma -dijo Heidi-, quieres esto? El muchacho retir la mano haciendo un gesto negativo. -Entonces qu es lo que quieres? -

    pregunt la nia, volviendo a guardarse la preciosa estampa. -Dinero. -Yo no tengo dinero. Pero Clara s que tiene y me lo dar. Cunto quieres? -Veinte cntimos. -Vamos, pues. Ambos echaron a andar y mientras recorran una calle que se alargaba hasta perderse de

    vista, Heidi pregunt a su compaero qu era lo que llevaba a la espalda cubierto con un pao. El muchacho le explic que era un rgano del que sala una preciosa msica cuando se daba vueltas a la manivela. De pronto se hallaron ante una iglesia de alto campanario. El muchacho se detuvo y dijo:

    -Esta es. Heidi haba descubierto una campanilla en la pared y se puso a tirar del cordn con todas sus

    fuerzas. -Ser preciso que me esperes aqu mientras yo subo, pues no s el camino y sin que t me lo

    ensees no podra regresar. -Qu me dars? -Qu quieres que te d? -Otros veinte cntimos. De pronto una llave chirri en la vieja cerradura y la puerta se abri lentamente. Apareci un

    anciano. Tras insistentes ruegos, Heidi, cogida de la mano del viejo campanero, subi muchos,

    muchsimos escalones, cada vez ms estrechos y empinados, hasta que llegaron a lo alto del campanario. El campanero elev a la nia a la altura de la pequea ventana.

    -Ya puedes mirar todo lo que hay abajo -k dijo. Heidi vio una especie de mar formado por tajados, torres y chimeneas. Retir enseguida la

    cabeza y dijo con descorazonamiento: -No es lo que yo crea. -Habrse visto! Qu puede saber una mueca de lo que es un panorama? Vamos, volvamos

    a bajar y no vuelvas a tirar de la campanilla otra vez. El anciano dej a Heidi -en el suelo y rompi la marcha escaleras abajo. En uno de los

    rellanos haba una puerta que conduca a la habitacin del campanero. En un rincn haba una gran gata gris y ante ella una cesta. El animal comenz a maullar amenazadoramente, porque en la cesta estaban sus cras. Heidi se detuvo y contempl con estupefaccin a la gata. En su vida haba visto un animal tan grande. Ello era debido a que el campanero viva rodeado de un ejrcito de ratones y el animal cazaba con facilidad una docena cada da.

    El viejo, advirtiendo la sorpresa de Heidi, le dijo: -Acrcate. Si te ve conmigo no te har nada, y podrs ver tranquilamente a los gatitos. Heidi se acerc a la cesta y comenz a lanzar gritos de asombro y admiracin. -Oh, qu bonitos son!, qu chiquitines!

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    -Te gustara tener uno? -pregunt el anciano, que gozaba viendo la alegra que senta la nia.

    -Uno para m sola? Para tenerlo siempre? -exclam Heidi sin poder dar crdito a tanta felicidad.

    -S, s, slo para ti. -Si pudiera llevarme dos! Uno para m y otro para Clara. -Aguarda un momento. El anciano cogi con precaucin a la gata y se la llev a su habitacin, ponindola al lado de

    un platito de leche. Despus cerr la puerta y volvi al lado de Heidi. -Ahora toma los dos gatitos. Los ojos de la nia relampaguearon de gozo. Escogi uno completamente blanco y otro con

    listas blancas y grises. Meti uno en el bolsillo derecho de su delantal, y el otro en el izquierdo. El muchacho estaba todava sentado en las escaleras. Poco despus llegaron a una gran puerta adornada con una cabeza de len. Heidi tir del

    cordn de la campanilla, apareciendo en seguida Sebastin, que apenas vio a la nia, comenz a gritar:

    -Vamos, adentro en seguida! Vaya directamente al comedor, donde la mesa le aguarda. La seorita Rottenmeier est que parece un can cargado. Pero cmo se le ha ocurrido a la seo-rita hacer esta escapada?

    Heidi entr en la habitacin. La seorita Rottenmeier no volvi la cabeza. Clara tampoco dijo nada. Aquel silencio era inquietante. Sebastin coloc en su sitio la silla de Heidi. Cuando sta estuvo sentada, la seorita Rottenmeier le dijo con rostro severo:

    -Adelaida, despus he de hablar contigo. De momento no te dir sino que te has conducido como una nia mal educada. Te has marchado de casa sin pedir permiso, sin decir nada a nadie, y ests andando por Dios sabe dnde hasta que se hace de noche.

    -Miau, escuchse por toda respuesta. Entonces la dama mont en clera. -Cmo, Adelaida? -exclam levantando la voz cada vez ms-. Despus de las faltas

    cometidas, an te atreves a burlarte de m? -Yo... -balbuce Heidi. Miau, miau. -Esto es demasiado -quiso decir la seorita Rottenmeier, pero la indignacin le cort la voz.

    Por fin, pudo articular-: Levntate y sal en seguida del comedor! Heidi, aturdida, se levant de su silla y trat an de explicarle. Miau, miau! -Lo he hecho sin querer. -Pero, Heidi -dijo Clara-, por qu haces miau viendo que eso molesta a la seorita

    Rottenmeier? -No soy yo la que lo hago, son los gatitos -dijo Heidi, logrando al fin explicarse sin ser

    interrumpida. -Eh? Qu dices? Gatitos? -exclam la seorita Rottenmeier-. Sebastin! Tinette!

    Buscad a esos animales! Echadlos! Y dicho esto, ech a correr hacia la sala de estudio y se encerr pasando el cerrojo para estar

    ms segura, pues para la seorita Rottenmeier no haba animal ms terrible que el gato. Clara tena los gatitos en el regazo y Heidi estaba arrodillada ante ella. Ambas parecan

    encantadas con los lindos animalitos. -Sebastin -dijo Clara-, tenemos necesidad de su ayuda. Nos hace falta un escondrijo para los

    gatos.

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    -Yo me encargo de eso, seorita Clara -se apresur a responder Sebastin. Hasta mucho tiempo despus, a la hora de acostarse, la seorita Rottenmeier no se