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Page 1: HACIA UNA TEOLOGÍA DEL ESPÍRITU · PDF fileLa teología del Espíritu Santo, pues, no ha de reducir el Espíritu. a un concepto, ... de la Trinidad en la economía de la salvación

JEAN RICHARD

HACIA UNA TEOLOGÍA DEL ESPÍRITU SANTO

La teología se ocupa cada vez más del Espíritu Santo, cosa que ha llevado a una renovación de la eclesiología y de la cristología. Ello se debe, sin duda, a que el Espíritu ha entrado de una manera nueva en la experiencia y la conciencia de muchos cristianos. Cada vez se siente más la necesidad de una teología del Espíritu que recoja las aportaciones de esta nueva experiencia y las articule e ilumine a la luz de la revelación. Este articulo ofrece sugerencias en este sentido.

Pour une théorie de l'Esprit Sannt, Laval Théologique et Philosofique 36 (1980), 47-75

I. ENFOQUES Y MÉTODOS

Hay peligro de que la reflexión teológica venga a reducir el Espíritu a puro concepto, la realidad viva y experiencia) a la idea. Lo importante no es saber la naturaleza del Espíritu, sino su acción en nosotros. Por otra parte, hay que decir que toda experiencia de los dones, carismas o frutos del Espíritu presupone una cierta teología del Espíritu Santo, al menos implícita. Si a propósito de cualquier experiencia o vivencia, se pronuncia la palabra Espíritu, la experiencia es interpretada a partir de un principio teológico. La teología del Espíritu Santo, pues, no ha de reducir el Espíritu. a un concepto, pero sí que ha de discernir la noción cristiana de Espíritu en orden a apreciar, valorar e interpretar el sentido de la experiencia espiritual.

Algunos propugnan que hay que abandonar el discurso especulativo de la teología clásica, para retornar al discurso simple y directo de la Biblia, que, además, está más cercano a la experiencia espiritual. Nadie podrá negar el valor de esta exigencia de retorno a la Biblia y a la experiencia. Pero la cosa no es tan sencilla. ¿Es verdad que el lenguaje de la Biblia sobre el Espíritu es discursos bíblicos sobre el simple y directo? ¿Hay uno o muchos Espíritu? ¿Algunas de las supuestas cuestiones especulativas de la teología clásica no serán precisamente intentos laboriosos y fecundos para resolver los problemas que presenta el mismo texto bíblico? Pienso que no se pueden dejar de lado las grandes cuestiones de la teología clásica sobre el Espíritu Santo, sino que hay que examinar los problemas de fondo que intentan resolver, aportando, eso sí, nuevos métodos y nuevos elementos de solución, según lo permite la nueva situación en que se encuentra hoy la teología.

1. Los problemas

La teología clásica del Espíritu Santo se interesó principalmente por el Espíritu en sí mismo. Señalaré, sobre todo, tres cuestiones que suscitaron el interés teológico:

a) En el siglo IV la cuestión de la divinidad del Espíritu, contra los "pneumatómacos", que sostenían que el Espíritu era inferior al Verbo, especie de intermediario angélico entre Dios y la Creación. El Concilio de Constantinopla dirimió en 381 esta cuestión.

b) Más adelante se suscitó la querella del Filioque, que desembocó en el cisma de Focio en 867. A la zaga de S. Agustín la teología latina había elaborado una teoría de las relaciones trinitarias que llevaba a concebir que el Espíritu procedía del Padre y del Hijo

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como de un solo principio. La teología griega, en cambio, mantiene que el Padre es principio único del que todo procede y al que todo converge. Esta disputa divide todavía la Iglesia católica de la ortodoxa.

c) Recientemente se ha cuestionado la naturaleza personal del Espíritu. La Biblia habla de él a veces como de una persona que da testimonio, que guía o que tiene una misión: pero también habla de él como de un principio o potencia impersonal, a manera de soplo o de fuerza. ¿ Es el Espíritu personal, en el mismo sentido en que lo son el Padre y el Hijo?

Estas eran las cuestiones tradicionales. La gran cuestión que hoy habría que poner de manera prioritaria -y que de alguna manera engloba y radicaliza aquellas otras cuestiones clásicas- es la cuestión de la función del Espíritu en la Trinidad.

Los términos de la problemática son tradicionales: pero hay que cuestionar de nuevo su valor y su sentido. Desde el comienzo de la tradición latina agustiniana se admite que el Espíritu Santo es, por una parte, la tercera persona de la Trinidad, y por otra, el lazo de amor que une al Padre y al Hijo. Pero no está claro que estos datos sean perfectamente armonizables: al contrario, parece darse como una cierta oposición y tensión dialéctica entre ellos. Muchas de las dificultades de la tradición teológica sobre el Espíritu parece que tienen su raíz en esta problemática. Pondré algunos ejemplos.

En la teoría trinitaria psicológica de S. Agustín el Espíritu es concebido por analogía con el amor de la voluntad. Ahora bien, el amor puede considerarse, bajo diversos aspectos, o bien como anterior, o bien como posterior al conocimiento. Es anterior en cuanto que es como el motor del dinamismo que impulsa al acto del conocimiento, uniendo la memoria al pensamiento y haciendo pasar de la una al otro. Es posterior en cuanto que su objeto ha de ser iluminado por la luz de la inteligencia. Esta ambigua postura del amor se refleja en una controversia del s. XIII: Un maestro parisino enseña que el Espíritu, como lazo de unión entre el Padre y el Hijo, sólo procede del Padre y es lógicamente anterior al Hijo: es como intermediario en la generación del Hijo por el Padre, y por eso le asigna el segundo lugar en el orden de origen. Los teólogos de París en aquella ocasión no hicieron más que reafirmar el Filioque, diciendo que "incluso como vínculo de amor, el Espíritu procede de los dos".

Pasando a Sto. Tomás, la cuestión se pone de la manera siguiente: cuando se dice que en Dios el Espíritu es amor, ¿de qué amor se trata? ¿De la amistad entre Padre e Hijo, como pensaba S. Agustín, o bien del amor con que Dios ama su propia bondad, como pensaba S. Anselmo? El P. Dondaine, que ha estudiado la cuestión, dice que en sus primeras obras Sto. Tomás piensa más bien en el amor mutuo de amistad entre Padre e Hijo: pero que en sus obras de madurez supone que el Espíritu es Dios en cuanto amado, lo cual presupone a Dios en cuanto conocido y expresado por su Verbo. Esta última concepción acentúa el hecho de que el Espíritu es tercera persona procedente de las otras dos, pero señala el paso de una concepción trinitaria más personalista -amor mutuo- a otra más ontológica -amor de sí-.

El problema resurge en la teología contemporánea. Por ejemplo, G. Martelet se pone a mostrar que el Espíritu se encuentra al principio de la generación del Hijo en sí y en nosotros. "De ordinario dice- consideramos al Espíritu como en dependencia de Cristo, y esto es correcto: pero no hemos de olvidar que, si la efusión del Espíritu depende de la

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resurrección de Cristo, no es menos verdad que Cristo, en su misma existencia, depende del Espíritu". Es el problema que vemos presentado de manera punzante cuando observamos que un R. Pannikar denota al Espíritu como un "él" más allá del "yo" y del "tú", mientras que H. Mühlen lo considera como un "nosotros" constituido por la comunión del "yo" y del "tú". Hablando más en general, se puede decir que ha habido en la historia un doble planteamiento del misterio trinitario, según se adopte la analogía social de una comunidad de personas, o la analogía psicológica de la unidad del alma en la diversidad de sus funciones: es lo que B. de Margerie llama, respectivamente, la analogía de la "intersujetividad" y la de la "intrasujetividad". En la analogía social, el Espíritu tenderá a ser considerado como principio de comunión entre personas, mientras que en la analogía psicológica será considerado como una tercera dimensión en el misterio de Dios.

2. El método

En cuanto al método a seguir, lo primero que habrá que subrayar, aunque parezca ya obvio, es que una teología del Espíritu Santo sólo puede hacerse en el marco de una teología trinitaria: las cuestiones sobre personalidad, divinidad o procesión del Espíritu tratan en realidad de la relación trinitaria del Espíritu con el Padre y el Hijo. Ya S. Agustín decía que Espíritu Santo "es un nombre relativo, que se refiere al Padre y al Hijo, ya que es el Espíritu del Padre y del Hijo". La consecuencia es que hemos de procurar, ante todo, conocer al Espíritu en sí y en su relación trinitaria, más que en su acción en nosotros. En el cristianismo, el Espíritu está todo él referido al Padre y al Hijo: por tanto, una experiencia religiosa podrá decirse obra del Espíritu en la medida en que refiera al Padre y al Hijo.

En segundo lugar habrá que subrayar que este marco trinitario no podrá ser otro que el de la Trinidad en la economía de la salvación. Es la orientación que se ha impuesto en la teología trinitaria contemporánea, a partir de la constatación de que Dios revela su ser en la historia, en la economía de la salvación. Según el conocido principio formulado por K. Rahner, "la Trinidad que se manifiesta en la economía de salvación es la trinidad inmamente, y viceversa". Las relaciones que se observan entre Padre, Hijo y Espíritu en la economía, son como reflejo de las relaciones trinitarias en Dios mismo. De ahí se sigue que habrá que traducir en términos de Trinidad económica la problemática que inicialmente se había planteado acerca de si el Espíritu puede llamarse a la vez tercera persona y vínculo de amor entre Padre e Hijo.

En tercer lugar, la teología del Espíritu no podrá prescindir de una referencia constante a la experiencia cristiana, que es como la piedra de toque de la teología y su criterio de verificación. Si la renovación carismática significa una renovación de la experiencia cristiana auténtica, el resultado será una renovación de la teología del Espíritu. Apelar a la Trinidad de la economía de salvación significa apelar a hechos de experiencia. Hay dos momentos cumbre en la historia de la salvación: la experiencia de Dios que hicieron los discípulos al encontrar a Cristo, y la experiencia de Pentecostés, que es la experiencia de la vida nueva procedente del Dios de Jesús después de la partida de Jesús. De esta suerte, la experiencia de los primeros discípulos se mantiene viva y prosigue hasta nosotros: y, por otra parte, nuestra experiencia actual ha de ser referida constantemente, como a su norma y criterio, a la experiencia inicial atestiguada en el Nuevo Testamento.

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Esto quiere decir que la teología del Espíritu no puede perder su relación con la cristología. La experiencia del Espíritu es una referencia a Cristo. El método de la pneumatología está en correlación con el de la cristología. Si se reconoce cada vez más la necesidad de una cristología desde abajo para resolver el impasse de una cristología puramente descendente, lo mismo habrá que decir con respecto a la pneumatología. Esta doble posibilidad de enfoque de la cristología se halla ya presente en los mismos escritos del Nuevo Testamento. ¿No habrá motivos para sospechar que la doble concepción del Espíritu de la que hemos hablado puede depender de este doble enfoque cristológico neotestamentario? Esta es la hipótesis que vamos a examinar.

II. EL ESPÍRITU DEL HIJO 3. Tres momentos decisivos

Comenzaremos por el intento de definir las relaciones entre Cristo y el Espíritu en el contexto de la cristología, desde abajo, que parece ser la más originaria en el Nuevo Testamento. El punto de partida es la resurrección de Jesús, interpretada como exaltación de Cristo. Si Cristo está sentado a la diestra de Dios, es que Dios le trata como a su igual. A partir de esta constatación, se inicia como un movimiento hacia atrás, que muestra con numerosos indicios cómo Jesús era ya en su existencia terrena el que luego se manifestaría plenamente en su resurrección: la divinidad que se manifiesta en la resurrección, la poseía ya desde el comienzo. De ahí la importancia de los relatos sobre los comienzos de Jesús, relatos de cristología ascendente en los que la anunciación y concepción virginal de Jesús, su Bautismo y su resurrección constituyen tres momentos en los que Cristo es exaltado como Hijo de Dios y en los que el Espíritu Santo es mencionado como agente o instrumento de esta exaltación. He ahí, pues, tres lugares privilegiados para una teología del Espíritu Santo desde la perspectiva de una cristología ascendente.

a) La resurrección significa la exaltación de Cristo y su entronización o investidura, por la que recibe no sólo el nombre de Señor, sino el de Hijo de Dios: ahora bien, este hecho glorioso tiene lugar como obra del Espíritu, según la antigua fórmula de fe, de Rm 1, 4: "Constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, a partir de la resurrección de entre los muertos". La relación entre el Espíritu y la resurrección se comprende si se tiene en cuenta que en la tradición bíblica el Espíritu es concebido como espíritu de vida, como dinamismo vital. Por esto Cristo resucitado se convierte él mismo en "espíritu que da vida" (1Co 15, 45). Pedro, en su primer discurso, dice lo mismo, aunque con una fórmula distinta: " Exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu prometido y lo ha derramado, tal como lo estáis viendo y oyendo" (Hch 2, 33).

b) El relato del bautismo muestra cómo Jesús recibe ya el don del Espíritu desde los inicios de su misión, cumpliéndose la palabra del profeta "Sobre él reposa el Espíritu de Yahvé" (Is 11, 2). Recibe el Espíritu para comunicarlo: nos hallamos ante una catequesis baut ismal en la que se enseña que Jesús será, en adelante el que bautiza con Espíritu Santo" (Mc 1, 18): como Jesús, el creyente sabe que en su bautismo es acogido por Dios como hijo predilecto, agraciado con su Espíritu. Ni falta en el relato la clara connotación pascual: en el bautismo Jesús se abaja y se sumerge en las aguas de la

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muerte, para ser, por eso mismo, exaltado por el Padre. El relato sinóptico del bautismo es una anticipación del relato de Pascua.

c) El relato de la anunciación tiene también como finalidad mostrar que Jesús era ya desde su primer comienzo Hijo de Dios, el Santo por excelencia. Y es el Espíritu el que constituye a Jesús en este estado de filiación y de santidad. Se han señalado ciertas coincidencias de léxico entre el relato de Lucas y la. fórmula de Rm 1, 4: parece que se quiere como indicar que el poder que lo había de resucitar es el que lo había ya engendrado. Igualmente se pueden señalar coincidencias entre el relato de la anunciación y el del bautismo: la filiación divina y la unción del Espíritu, que se manifiestan en la escena postbautismal, se remontan ya al momento de su concepción. Ya su primer nacimiento es un nacimiento según el Espíritu: desde el comienzo Jesús el Hombre nuevo, el Hijo de Dios.

4. La comunicación divina

En los tres momentos decisivos que acabamos de señalar el Espíritu aparece siempre en relación con el poder divino. En Rm 1, 4 el Espíritu es visto como el instrumento del poder de Dios que resucita a Jesús y que comunica este mismo poder al resucitado. En cuanto al bautismo, Pedro relaciona así el Espíritu y el poder de Dios, en el discurso pronunciado en casa de Cornelio: "Todo comenzó en Galilea, después que Juan predicara el bautismo: sobre Jesús de Nazaret, vosotros sabéis cómo Dios le ungió con Espíritu Santo y con poder: pasó haciendo el bien por todas partes, curando a los que estaban sometidos a los demonios: porque Dios estaba con él" (Hch 10 37-38). También Lucas interpreta las escenas que siguen al bautismo de Jesús como manifestación del poder que él tiene en razón del Espíritu que le ha sido otorgado. El tema está igualmente presente en el relato de la anunciación: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra". El Espíritu está aquí como poder, no sólo para realizar el milagro de la concepción virginal, sino sobre todo para dar la dignidad y poder de Hijo de Dios al que ha de ser concebido: "Por esto el que nacerá de ti será santo y se llamará Hijo de Dios". De manera semejante, la función del Espíritu en la Pascua será no sólo la de obrar el milagro de la resurrección, sino la de conferir al resucitado la plenitud del poder de Dios.

Así pues, el Espíritu aparece como el poder de Dios comunicado al Hijo. Ahora bien, puesto que en la Biblia el poder de Dios es como el constitutivo esencial de la divinidad, decir que el Espíritu otorga a Jesús el poder de Dios es lo mismo que decir que le otorga su divinidad. El Espíritu puede concebirse como la divinidad misma de Dios, y la comunicación del Espíritu al Hijo es como la generación misma del Hijo de Dios. S. Agustín había ya expresado este punto de vista: "Algunos han pensado que el elemento común que une al Padre y al Hijo, lo que los griegos llamarían la divinidad, sería el Espíritu Santo. Puesto que el Padre es Dios y el Hijo es Dios, la divinidad que los une, al uno en el acto de engendrar al Hijo, y al otro al identificarse con el Padre, sería igual a aquel que es principio de la generación. Es ésta una concepción del Espíritu que se aparta notablemente de la tradicional: porque en esta perspectiva no se puede decir que el Espíritu proceda del Padre y del Hijo, sino más bien hay que decir que el Espíritu procede del Padre en el Hijo. Incluso podría decirse que el Hijo procede del Padre y del Espíritu, en cuanto que su generación tiene lugar por el hecho de que el Padre le comunica su Espíritu. Ahora bien, esta divergencia se explica observando simplemente

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que la concepción tradicional está elaborada sobre el modelo de la cristología descendente: en mi opinión, en una cristología ascendente el mismo contenido dogmático podrá ser expresado en la forma que acabamos de insinuar y que está tan fundamentada como la otra en la manera de hablar del Nuevo Testamento.

Podría hacerse la siguiente objeción: lo que se dice del Espíritu como principio de la concepción, de la misión y de la exaltación de Cristo concierne tan sólo a Jesús en cuanto hombre, pero no puede decirse que el Hijo dependa del Espíritu en su mismo ser de Hijo de Dios. Lo dicho sólo valdría por lo que se refiere a su naturaleza y a su actuar humanos. Se trata de una objeción que se funda en la cristología descendente -o de encarnación-, que no tiene sentido en una cristología ascendente -o de exaltación-. En la fórmula de Rm 1, 4, que puede considerarse típica de la cristología ascendente, Jesús depende del Espíritu precisamente en cuanto Hijo de Dios con poder divino. "La Trinidad en la economía de la salvación no hace más que manifestar la realidad de la Trinidad inmanente". Las relaciones entre las divinas personas en sí no pueden ser distintas de las que se manifiestan en su actuación en nuestra historia. Lo que sucede es que una misma economía de salvación se ha esquematizado de manera diferente en un esquema de cristología descendente o en uno ascendente. Pero la objeción indica algo que hay que retener: la importancia de la humanidad de Jesús. En la cristología ascendente se subraya que Cristo se identifica con la humanidad, entra en relación con Dios a través de ella y con ella es elevado hasta Dios. La relación que él tiene con el Espíritu es semejante a la que nosotros tenemos con el mismo Espíritu, y por eso puede aparecer como un Inspirado o un carismático: pero con la diferencia de que él recibe el Espíritu sin medida, totalmente: y, además, en él esta comunicación es original, es parte de su ser y de su esencia; mientras que en nosotros es algo adventicio, que se alcanza como en un segundo nacimiento.

5. La comunión con Dios

Examinemos más detenidamente la mención del Hijo en los pasajes privilegiados que estamos comentando. En los tres, Cristo es llamado Hijo en un sentido mesiánico: se proclama la realización de la promesa del salmo 2: "Tú eres mi Hijo, hoy te he engendrado". La entronización del rey mesiánico, a la que aquí se alude, tiene lugar, según el Nuevo Testamento, en el momento de la resurrección (cf. Hch 13, 32-33): Pero es algo ya anunciado desde el momento de su concepción: " El Señor Dios le dará el trono de David, su padre" (Lc l, 32), y que se empieza a cumplir visiblemente con la teología bautismal: "Tú eres mi Hijo, hoy yo te he engendrado" (Lc 3, 22). o sea que en el modelo de cristología ascendente, la filiación divina de Cristo es comprendida según el modo de la filiación adoptiva del rey mesiánico: no en el sentido de que Cristo no fuera propiamente Hijo y sólo fuera adoptado como tal en el bautismo o en la resurrección, pues es proclamado como Hijo en su misma concepción pero sí en el sentido de que esta filiación es comprendida más como vinculada a una declaración o proclamación que a la manera de una generación natural.

En esta filiación mesiánica queda subrayada particularmente la idea de alianza: el Salmo 2 refiere a la profecía de Natán en 2 Sam 7, 14-15, cuyo tema es el de la fidelidad de Dios a su alianza: "Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo". Esto se comprenderá mejor si se recuerda que la idea de filiación divina en el Antiguo Testamento se aplica ante todo al pueblo de Israel, y a partir de éste es transferida al rey

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mesiánico, como representante y personificación del pueblo. Cristo es el Hijo porque es el bienamado, el elegido de Dios: la idea de filiación significa el lazo de alianza profunda y total que se da entre Dios y Cristo.

Esto nos permitirá profundizar nuestra comprensión del Espíritu Santo. En efecto, no podemos representarnos la filiación divina como constituida sólo por la colación de determinados privilegios divinos, como la omnipotencia: los privilegios son una consecuencia de la elección, pero el fundamento último de la filiación es la elección misma, la alianza, la predilección. Ahora bien, cuando el Nuevo Testamento nos dice que el Espíritu es la fuente y principio de la filiación divina de Cristo, hemos de comprender que el Espíritu es la fuente y principio de la predilección, de la alianza que constituye la esencia de la relación entre el Padre y el Hijo. El Antiguo Testamento ya había entrevisto esta concepción del Espíritu: Ezequiel ve en el Espíritu de Yahvé el principio de una gran renovación interior, de una Nueva Alianza entre Dios y su pueblo (Ez 37, 27-28). Según Isaías es el Espíritu de Yahvé el que reposará sobre el Mesías (Is 11, 2: cf. Jr 31, 33). Todo esto se realiza en Jesús, como intencionadamente subrayan los sinópticos a propósito de la narración del bautismo: Es el Espíritu el que hace que la persona, la oración, la obediencia y el amor de Jesús se remonten hasta el Padre mismo.

El Espíritu aparece entonces como el Espíritu de la Nueva Alianza realizada entre el Padre y el Hijo: y con ello reencontramos la concepción tradicional del Espíritu como amor mutuo del Padre y del Hijo. S. Agustín, en el pasaje antes citado, dice que la divinidad común al Padre y al Hijo, que sería el Espíritu Santo, "la entienden algunos como el amor y la caridad que se tienen el uno al otro". Y esto podría explicar por qué a menudo en el Nuevo Testamento se hace mención sólo de las dos primeras personas, dejando sin mencionar al Espíritu: "ello se debe a que, cuando se hace una relación de cosas, no se suele contar entre ellas el elemento común que constituye su relación".

En el mismo Comentario al Símbolo que acabamos de citar, S. Agustín se refiere a los que negaban la sustancialidad del Espíritu, con una observación que podría tener hoy plena vigencia: ¿Cómo puede considerarse el Espíritu como tercera persona de la Trinidad si no es más que el vínculo de amor entre las otras dos personas? A esto hay que responder que el Espíritu no es persona en el mismo sentido en que lo son el Padre y el Hijo, es decir, en el sentido de un "yo" o un "tú". H. Mühlen ha desarrollado la teoría de que el Espíritu es el "nosotros" del Padre y del Hijo, diciendo que se trata de "una persona en dos personas". En todo caso, cuando hablamos de tres personas en la Trinidad hemos de tener conciencia de que usamos el, término "persona" analógicamente, y de que los tres no son persona de la misma manera. En las definiciones trinitarias del siglo IV la palabra "persona" tenía unas connotaciones muy distintas de las que hoy tiene para nosotros: persona hipóstasis designaba entonces una realidad sustancial, subsistente: y es precisamente en este sentido como lo toma S. Agustín en su respuesta a la objeción propuesta: Cuando dos cuerpos se unen por yuxtaposición, la unión misma no es una realidad sustancial, dice Agustín. Pero en Dios no hay nada que no sea sustancia, y la relación real entre Padre e Hijo es ella misma sustancial y subsistente, y por esto el Espíritu ha de decirse en Dios hipóstasis y persona real y distinta.

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III. EL OTRO PARÁCLITO 6. El Verbo y el Espíritu

Examinemos ahora el Espíritu en el marco de lo que se llama cristología descendente. Si la fórmula típica de la cristología ascendente es la introducción a la Carta a los Romanos, la fórmula de la cristología descendente podría ser el Prólogo al Evangelio de Juan: Jesús es el Verbo eterno y preexistente de Dios, descendido y hecho carne entre nosotros.

Esta cristología se monta sobre determinadas figuras del Antiguo Testamento, y especialmente sobre la de la Sabiduría divina. En efecto, la Sabiduría estaba con Dios desde antes de los tiempos, tiene un papel activo en la obra de la creación y sigue actuando a lo largo de la historia de la salvación: la Sabiduría se ha establecido en Israel bajo la forma de la Ley. Con estos elementos era posible iluminar de manera nueva el sentido de la persona y de la misión de Jesús: Jesús era la venida definitiva de la Sabiduría de Dios a nuestro mundo, la encarnación de la Palabra-Sabiduría de Dios entre nosotros.

Las primeras definiciones dogmáticas no se ocuparon tanto de la misión de la Sabiduría en este mundo cuanto de su naturaleza preexistente y de su origen divino. Fue un enfoque impuesto por Arrio, quien, con el apoyo de ciertos textos sapienciales, mantenía que la Palabra-Sabiduría no era más que una creatura, la primera y más perfecta de las creaturas de Dios. El Concilio de Nicea salió al paso definiendo la consustancialidad del Verbo con el Padre. Ahora bien, la teología clásica del Espíritu Santo se sitúa en el contexto de la dogmática de Nicea. El antiguo Testamento no dice gran cosa acerca de la preexistencia del Espíritu o de su modo de origen en Dios. Los teólogos tendrán que deducir su procesión como a priori a partir de su manera de concebir la generación del Verbo. En la tradición occidental, si el Verbo era concebido como una emanación de la inteligencia, la procesión del Espíritu se concebirá como un acto de la voluntad. La Trinidad será concebida como el triple modo de ser del Dios-en-sí: la autoposición de Dios en su propia naturaleza, la expresión de Dios en su pensamiento, el encuentro de Dios consigo como objeto amado. Entonces el Espíritu aparece claramente como tercera persona, ya que la procesión de amor presupone la del conocimiento. A este orden de las procesiones corresponde el de las misiones: el Padre no puede ser enviado, el Hijo es enviado por el Padre, el Espíritu es enviado por el Padre y por el Hijo, y la misión del Espíritu sigue como naturalmente a la del Hijo. Esta es la teología clásica de las misiones, como puede hallarse, por ejemplo, en Sto. Tomás.

Los nuevos intentos recientes de teología trinitaria pretenden cambiar la perspectiva, basándose en el hecho de Pentecostés. Tomemos la teología trinitaria de K. Rahner: su punto de partida es la historia de la salvación, concebida como "autocomunicación de Dios": con ello elabora el concepto sistemático de la "Trinidad de la economía de salvación", que Rahner define de la manera siguiente: "Dos maneras distintas, aunque unidas por un vínculo mutuo y condicionándose recíprocamente, por las que Dios se comunica en una forma libre y gratuita a su criatura espiritual, a saber, en Jesús y en el Espíritu". En lo que sigue se tratará de mostrar cómo estos dos modos de comunicación son necesarios para que Dios se nos comunique efectivamente a nosotros. La misión o don del Espíritu aparece entonces como con un carácter propio y distinto, aunque complementario a la misión del Hijo y referido a ella. De este concepto de "Trinidad

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económica", K. Rahner pasará al de "Trinidad inmanente", fundamento necesario de la, autocomunicación divina en la historia: aquí se recuperan las categorías clásicas de la teología trinitaria acerca del triple modo de subsistencia de Dios: El Padre es el que no tiene origen y se da a sí mismo: el Hijo es expresión de este don del Padre según la categoría de verdad: el Espíritu es este mismo don recibido y acogido en el amor. Hay que notar que Rahner se mueve siempre en el contexto de la cristología descendente: habla siempre de la misión y del don del Hijo y del Espíritu, pero no se menciona el don del Espíritu al Hijo. Es decir, Rahner, aunque ha cambiado notablemente algunas perspectivas de la teología trinitaria permanece en el fondo fiel a la línea de los tratados clásicos.

7. Los logia de Juan sobre el Paráclito

En la teología clásica, hasta Rahner inclusive, se da por supuesto el dato bíblico sobre el Espíritu y se pasa a la interpretación teológica en el marco de una cristología descendente. Por esto la teología del Espíritu tiene el aspecto de una especie de deducción a priori a partir de una concepción cristológica. ¿Podría hallarse en el Nuevo Testamento suficiente base textual que, interpretada en la línea de la cristología descendente, justificara las conclusiones de la teología tradicional? Parece que los pasajes sobre el Paráclito, que Juan pone en boca de Jesús en el discurso de la última Cena, responderían a este requerimiento.

Una primera peculiaridad de estos textos está en el hecho de que el Espíritu es designado con dos títulos, "Paráclito" y "Espíritu de Verdad", que no se encuentran en ninguna otra parte del Nuevo Testamento. Además, según los estudios más recientes sobre el Discurso de la Cena, se trata de pasajes que han de considerarse como aportaciones tardías al evangelio de Juan. Más aún: los pasajes sobre el Paráclito parecen proceder de una tradición distinta de la que ha inspirado los textos que hablan del Espíritu tanto en los sinópticos como en el resto del Evangelio de Juan. En este Evangelio se puede descubrir una enseñanza bastante completa y coherente acerca del Espíritu, cuyo fundamento se halla, sin lugar a dudas, en la tradición veterotestamentaria acerca del Espíritu de Yahvé. Pero los textos sobre el Paráclito parecen proceder más bien de la doctrina de Qumran acerca de los intercesores. En los textos de Qumran se nos habla de la manera cómo los espíritus Michael y Belial actúan sobre los hombres: Michael es identificado como "espíritu de verdad", mientras que Belial es un "espíritu de error". El judaísmo tardío conoció ciertamente la doctrina de los espíritus intercesores o mediadores: pero en Qumran se acentúan la visión dualista del mundo, y el encuentro entre los espíritus del bien y del mal no tienen lugar en el cielo, como en el judaísmo, sino en la tierra. Tales concepciones no son incorporadas sin más al evangelio de Juan: pero, reinterpretadas y transformadas, sirven para explicar la función de Jesús y del Espíritu. Este no está sólo en relación con el Dios que le envía, sino que, sobre todo, está en relación directa e íntima con Jesús: y éste, a su vez, cumple la función de Paráclito ante el Padre, como lo afirmará la primera carta de Juan, 2, 1-2.

El contexto de los logia sobre el Paráclito es el del discurso de despedida, centrado sobre la inminente ausencia de Jesús. Esta ausencia se ha hecho sentir particularmente en un momento en que la comunidad ha de arrostrar las persecuciones. En tal situación crítica, la primera redacción del discurso de despedida pretendía apaciguar y reanimar los espíritus, recordando que Jesús se había ido a preparar lugar para los suyos y que

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pronto volvería. Mas, como el retorno de Jesús no se producía, un nuevo género de argumento consolatorio es añadido en una nueva redacción: el retorno y la presencia de Jesús han tenido ya lugar de alguna manera con la venida del Paráclito. Esto explicaría las dos funciones que tienen el Paráclito en la primitiva comunidad: defenderla contra los perseguidores del mundo, y mantenerla en contacto con Cristo, en "la verdad". Desde luego, no hay que pensar que esta solución procedió de una elucubración sobre fuentes judías o qumránicas, sino que fue la expresión de una honda experiencia espiritual de Cristo en el seno de la comunidad, hecha con elementos tomados del medio ambiente.

El Paráclito tiene la función de prolongar la presencia y la acción de Jesús: por esto su misión es descrita en los mismos términos en que se describe la misión de Jesús a lo largo del Evangelio de Juan: así, es enviado por el Padre (14, 16-26); el mundo no lo puede acoger (14, 17), como tampoco acogió a Jesús (1, 10-11) : como Jesús, su misión es la de dar a conocer la verdad (14, 26; 16, 13)... Pero también el Paráclito ejerce con relación a Cristo la misma función que éste ejerce con respecto al Padre. Así, el Paráclito glorifica a Jesús (16, 14), como Jesús glorifica al Padre (7, 18; 17, 1). Así como Jesús no habla más que lo que ha oído del Padre (12, 49; 14, 24), así el Paráclito no hace más que recordar la doctrina de Jesús (14, 26; 16, 13).

La perspectiva dominante en Juan, anunciada desde el prólogo de su Evangelio, es la de la cristología descendente; ahora bien, los logia sobre el Paráclito se articulan ticulan perfectamente en esta cristología: la misión del Espíritu está en continuidad con la misión del Hijo. El Hijo es concebido sobre todo como Verbo, como revelador de la verdad: y el Espíritu, en consecuencia, es ante todo un Espíritu de Verdad, que es enviado a los discípulos para llevarles a la "Verdad completa".

8. El espíritu como extensión de la persona de Cristo

La teoría exegética de la "extensión de la personalidad" de Cristo podría servirnos para intentar una síntesis de los elementos acumulados hasta ahora. Se trata de una concepción arraigada en la antropología y en la teología del Antiguo Testamento, donde nos encontramos con el hecho de que la esencia de la personalidad de alguien puede reencontrarse en una realidad distinta, aunque relacionada con ella por determinados vínculos. Así, el servidor enviado por el amo o el embajador enviado por el rey tienen toda la dignidad y poder del mismo amo o rey. También la palabra o el mandato que salen de la boca de alguien tienen el mismo poder y eficacia que la persona de donde proceden. Bajo este esquema, encontramos en el Antiguo Testamento diversas "hipóstasis" divinas, como realidades que se destacan de Dios para cumplir una misión sobre la tierra, en la que aparecen como presencia de Dios mismo. Un caso típico podría ser el de la Palabra de Dios hipostasiada, tal como aparece en Is. 55: "Así como la lluvia y la nieve bajan de los cielos y no retornan a ellos sin haber fecundado la tierra... así la Palabra de mi boca no vuelve a mi ineficaz... ".

Estas hipóstasis parecen tener la función teológica de conciliar la trascendencia de Dios con su inmanencia en el Pueblo de la Alianza. Un caso bien claro es el del "Nombre divino". El judío se preguntaba: ¿Cómo es posible que el Dios que está por encima de los cielos habite en la morada del Templo, hecha por mano de hombre? La solución

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estaba a punto: "Mi Nombre estará allí". El nombre es la realidad de Dios, pero comunicada a los hombres: es como el "otro yo" de Dios.

El Espíritu tiene en el Antiguo Testamento este carácter de hipóstasis divina: algo enviado por Dios, y por tanto distinto de Dios, pero con la fuerza y dignidad de Dios mismo. Así es como se presenta la Sabiduría, en un pasaje en el que se identifica con el Espíritu de Gn 1, 2: "Yo he salido de la boca del Altísimo, y como una niebla he cubierto toda la tierra" (Si 24, 3). El Espíritu es el instrumento de la presencia de Dios en el mundo, especialmente en el interior de los hombres inspirados. Donde está el Espíritu, allí está Dios presente y actuante. El Nuevo Testamento recogerá esta concepción del Espíritu como extensión y presencia de Dios en el mundo.

Sin embargo, los logia joánicos sobre el Paráclito presentan a este respecto peculiaridades originales: en ellos el Espíritu es concebido, no tanto como extensión de la personalidad de Dios, sino directamente como extensión de la personalidad de Cristo. Así como el Verbo encarnado es el "otro yo" de Dios, así el Paráclito es el "otro yo" de Cristo. Así como Cristo recibe todo poder y toda verdad del Padre, así el Paráclito tendrá todo el poder y toda la verdad de Cristo. El Espíritu nos es dado como una prolongación de la presencia de Cristo ascendido a los cielos. Los Padres de la Iglesia abundarán en esta concepción del Espíritu como "otro yo" o extensión de la personalidad de Cristo: Orígenes y Tertuliano emplearán la expresión "Vicario de Cristo". Atanasio formulará exactamente los términos de la relación: "Aquella relación que reconocemos como propia del Hijo con respecto al Padre es precisamente la que hemos de reconocer que el Espíritu posee con respecto al Hijo".

En lo que se refiere a la Teología del Espíritu Santo, esta concepción de la extensión de la personalidad de Cristo viene a consagrar la idea de la divinidad del Espíritu. Así como el Nombre de Dios, aunque de alguna manera separado de Dios, contenía la misma esencia divina y era como de su misma sustancia, así también el Espíritu, concebido sobre este modelo hipostático. Con todo, como representante del Hijo, la divinidad del Espíritu habrá de ser concebida más bien como consustancialidad con el Hijo. Esta es precisamente la vía seguida en la Iglesia primitiva para afirmar la divinidad del Espíritu, como lo muestra el pasaje de Atanasio al que nos acabamos de referir: "Así pues, si el Hijo, en su relación propia con el Padre, de cuya sustancia es como un retoño, no es ya una criatura, sino que es de la misma sustancia que el Padre, así también el Espíritu no puede ser una criatura, a causa de su relación propia con el Hijo, que es el que nos lo da a todos, de suerte que todo lo que tiene es lo que tiene el Hijo".

A partir de aquí podríamos iluminar la cuestión del Filoque: en efecto, la idea de extensión de la personalidad da un sentido peculiar a las procesiones divinas, mucho más concreto y más centrado en la economía de la salvación. "Proceder" significa no sólo "tener origen de", sino también "ser representante de", "ser el otro yo de": Esto permite relacionar mucho más íntimamente la procesión y la misión: más aún, la procesión es definida por la misión, como era de esperar, ya que la misión revela y manifiesta la procesión. Decir que el Espíritu procede del Padre significa que él es el que nos hace presentes el poder y el amor del Padre. Pero los logia sobre el Paráclito nos muestran que se puede decir también que procede del Hijo, ya que es para nosotros el otro yo de Cristo, su representante inmediato después de su ascensión al cielo.

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También por esta vía podríamos obtener respuesta a la cuestión sobre la personalidad del Espíritu. Ya hemos indicado cómo en este contexto el término "persona" ha de ser entendido en el sentido que tiene en las antiguas definiciones trinitarias, es decir el de realidad sustancial y subsistente. Ahora bien, este es precisamente el sentido de las "hipóstasis divinas" en la teoría de la extensión de la personalidad. El Espíritu, en cuanto extensión de la personalidad de Dios, tiene una "hipóstasis" distinta de la de Dios. Con todo podemos apurar la pregunta: ¿Esta personificación de las hipóstasis divinas es efectivamente real, o tal vez no es más que una manera de hablar, una prosopopeya o personificación literaria? De ordinario se suele responder que en el Antiguo Testamento estamos todavía en un mundo de figuras que son sólo anuncio de la realidad que se cumplirá en el Nuevo Testamento. Con la encarnación del Verbo se manifestará plenamente la distinción real entre Dios y su Verbo: lo mismo se dirá de la manifestación del Espíritu en Pentecostés con relación a Cristo. Sin embargo, la respuesta debería ir más allá que eso. Como hemos visto, en el Antiguo Testamento las hipóstasis divinas tienen la función de resolver el problema de la trascendencia, y para la solución de este problema no es necesario que las hipóstasis se distingan realmente de Dios: basta con una distinción de razón. Así, Dios puede ser concebido como Padre celeste en cuanto trascendente, y como Espíritu en cuanto inmanente en las cosas. Pero en el Nuevo Testamento se ha de resolver un problema mucho más hondo, que ya no es el problema de teología natural de cómo puede relacionarse el Absoluto con la criatura, sino el problema de la revelación sobrenatural y de la gracia, a saber, cómo Dios puede darse a sí mismo al hombre sin perderse, sin quedar reducido a hombre. Es el problema de la posibilidad de una autocomunicación real de Dios al hombre: y este problema sólo tiene solución si Dios es ya comunicable y comunicado en sí mismo. En Dios se da una distinción real entre el principio y el término de su comunicación ya ad intra, y por eso puede comunicarse realmente ad extra. Ahora bien, la concepción del Espíritu como extensión de la personalidad de Cristo nos permite aportar una precisión complementaria a esta solución: de la misma manera que, por el Verbo, Dios se nos da plenamente en Cristo, sin dejar de permanecer trascendente, así también por el Espíritu, Cristo se nos da plenamente, permaneciendo trascendente a nosotros, es decir, glorificado en la gloria del Padre. El Espíritu es el, alter ego con el que Cristo se hace presente en su ausencia glorificada.

De esta suerte hemos de admitir que los datos bíblicos, interpretados en el contexto de la cristología descendente, confirman los resultados a los que había llegado por vía intuitiva y especulativa la teología clásica. El Espíritu es la tercera persona de la Trinidad: su envío es como un complemento del envío del Verbo, porque su procesión es asimismo como complemento de la procesión del Verbo. Pero entonces ya no se ve cómo el Espíritu podría ser el vínculo de amor entre el Padre y el Hijo: esta otra manera de concebir las relaciones trinitarias sólo resulta coherente en otra interpretación de la economía de salvación, a saber, la de la cristología ascendente. El hecho de que la tradición dogmática de la Iglesia se ha elaborado más bien bajo el esquema descendente no debiera llevar a pensar que la teología -del Espíritu derivada de la perspectiva contraria sólo podrá admitirse en la medida en que pueda ser reducida a la perspectiva tradicional. Al contrario, se trata de una perspectiva que de suyo es más primitiva y que tiene un lugar más fundamental en los textos de la revelación. Por esto me parece que, más allá de las viejas querellas sobre el Filioque, la teología actual del Espíritu debiera pasar por el redescubrimiento del mismo como vínculo del conocimiento y del amor de Dios en sí, que es principio y fuente del dinamismo de la alianza nueva que Dios ha hecho con su pueblo: una alianza que no es más que reflejo e imagen de aquella alianza

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eterna y absolutamente indefectible que se da entre Padre e Hijo por la fuerza del Espíritu. Es así como la economía de Dios nos revela su inmanencia.

Tradujo y condensó: JOSEP VIVES