gabriela turner - septenario

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poesía Septenario Gabriela turner Saad

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Poesía. Colección Desde la Otra Orilla. México

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Septenario

Gabriela turner Saad

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SeptenarioGabriela turner Saad

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© Gabriela turner Saad 1a edición. 2001. Impresa. Enkidu Editores Ediciones del Lirio ISBN: 968-5243-10-7 2a edición. 2009. Internet.

Viñetas: Víctor Goytia Ilustración de la portada: Carmina Hernández

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A ti que has bebido las semanas de un sorbo y ha quedado sobre la lengua lo dulce y lo amargo de los días.

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Semana primigenia

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L

Hoy nace el agua en el canto de una piedra. Desde la escultura rígida, otro ritmo, otro compás fue tallado con el tiempo. Retoña el elixir y en él murmuran el musgo y el follaje, –licor tibio sobre liquen–, pócima en el laúd donde cantan las cuerdas de cristal. Risas y rumores apresuran la canción que aleje la pesadumbre de las rocas. Crece el tumulto de la redondez amordazada. Crece. Sencillo alboroto en gotas en el bebedero amurallado, donde los espíritus hacen la parada por un sorbo que colme a su oído y a su lengua. Brota la voz inmortal perfumada con jazmines, líquida salvación para la luz que anida desde el cielo.

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II

Ayer de agua y un día más aparece con la luz en erosión que cae, suma y multiplica los minutos: llagas por fuego. Un metal rabioso imprime el reloj sobre la piel y la carne toma el tatuaje, aviso de cenizas, promesa de polvo, ortiga que escalda y transfigura en acidez al cuerpo. Una huella que duele y la sangre de drago no cura a la llama. No hay sanación para el gemido de la luz que huye sin escrúpulo. Truena en el incendio sólo un clamor, el grito de piedad para el aire.

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III

Ardió el pasado. Ahora la tristeza viene con el aire, retorno del primer aliento concebido por una boca solitaria. Encarna la mordedura tímida al poleo para dispersar a su perfume. Tiembla el aroma de la floración, palpita el naranjo y escapa del oriente su fruto apacible. Nadie sigue al quejido salvo plumas en pena que imaginan sus alas. Nadie con el roce del lamento antiguo: soplo de la lengua muda que todavía no aprehende a las palabras. El cortejo de nubes retorna a su refugio. Respira un monólogo sobre el sembradío, hay quebranto en el aire y huele a té, a lágrimas que yacen en la tierra.

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IV

Después del aire punza el ocre de la tierra. ¿Quién barre la ceniza en un instante? ¿Quién somete a este terreno? ¿Cómo cabe el dominio de esta multitud de polvo? Ofende la aridez sin frutos ni hojas ni ramas ni hierbas. Lastiman los montículos inmóviles; atormenta el silencio, sí, el silencio elevado sobre el páramo. Estorba la luz porque no hay sombras. Sólo existe una larga ausencia de la lluvia y el olvido de los días. ¿De dónde ascenderán los brotes luego de tanta herida en esta cicatriz de barro? ¿Qué sitio ocuparán la salvia, el anís, el cedro? La palidez y el azufre rodean el horizonte mordido con lentitud en busca de las aguas.

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V

Un día, sólo uno, menos árido y más líquido en extracto de azahares. Una danza dulce de flores que giren su corola hacia la luz, lejos de la melancolía del ayer; lejos. Hoy los pétalos gritan jugosos, cadenciosamente, con voces cítricas, y su lamento por el blanco huele a nube, a capricho de pausas y de anhelos. Burbujas en rosetas penden de los árboles y escapan en rocío, humedad de las horas sacudidas por el aguaviento, entre la perdición de los olores que rezume la delicia del jardín naciente.

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VI

Reposa el amarillo y una rama seduce a otra. Después de los frutos y debajo de la espesura estiran el cuerpo, y en torno a la carne juega el agua, juega el murmullo, juega el deseo del jardín, y la respiración del árbol sacude con flojera a las hojas y corre entre el paraíso, el ocio. Una caricia descansa cuando las semillas duermen y las gotas esperan. El amorío entre las mimosas acude a la quietud del reino. Inmóvil y tímido cada sexo vegetal suspende a la lujuria. La tierra confía que la lumbre no ronde. Una voz indulgente enamora al sueño, lo acuna con cantos por la promesa.

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VII

Una campanada voltea a la luz. Desde la torre repica la voz de la tarde que despide a las nubes. Cinco golpes metálicos retumban y yacen. Siete cantos elevan las plumas de las imágenes. ¿Quién vino a escuchar el badajo del cielo entre palomas de piedra y los guardianes mudos? Serenada la voz no hay ramo de hortensias que arome este instante, una ráfaga de fósforo no alumbra este instante, la cigarra en el ladrillo no mece este instante. Última campanada para los remordimientos.

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Semana virtuosa

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I

¿Cómo la piel vence el temor al viento, al agua, al fuego, a la tierra? ¿Cuánta inquietud por la caricia de la sombra propia, si en ella vive el espíritu fugaz de la búsqueda de la luz que pace en el cuerpo? ¿Quién coloca las piedras de la estancia donde anida la virtud? ¿Cuánto vigor en los labios requiere el recinto? Sólo la voz salvará al oído donde resuena una y otra vez el murmullo de la fortaleza para el primer ascenso.

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M

¿Quién vuela con pedazos de plumas? ¿Cómo abandona la piel que lo cubre? La prudencia proviene más allá del verdor y las semillas, más allá donde posa el juicio del azul y del rojo que mecen a los pétalos. Más allá de las ramas limpias y de árboles silenciosos, cuando el pájaro procede de la blancura y distingue entre la hierba una flor de otra sin combate, sin estallidos, sin punzones, sin heridas en el segundo ascenso y pone la morada para la mansedumbre.

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III

¿De dónde surge la dulzura en la lengua después de la manzana y el vocablo obtiene esa piel y el aroma de esa carne recién mordida? ¿Cuánto aprende el gusto del perfume y macera el olor en extracto sereno para sahumar el sentido? Tiembla la saliva y modula la voz del hambre que rinde el canto al tercer ascenso; tributo de la boca que honra la templanza.

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IV

Dentro de la mano y del corazón íntegra va el ala que sueña con el aire preciso y las plumas necesarias. El ligero triunfo del pájaro escondido entre la carne advierte su austeridad y el pájaro la asume sin tristeza ni reclamo. Trina en su minúsculo esqueleto para encender a la luz, la justa, lejos de la tinieblas, y a la justicia en el cuarto ascenso. Con mesura hiende las alas, despliega las plumas sobre el paisaje

para encontrar un cielo.

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V

Libera la piel a la sombra y desnuda anda sin perturbación ni tribulaciones. La castidad del tacto suaviza al aire con los dedos pudorosos. Interrumpen las manos la ligereza de la luz y su ceniza. El pecho aguarda el primer olor de las gardenias y el impacto dulce de los pétalos dormidos. Acaricia el quinto ascenso al rostro y los labios aquietan el sabor sutil del frío, y la boca entibia el hálito virginal sobre la carne.

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VI

Piedad ante el aire débil que tiembla sobre los arbustos y la mañana reverdecida. Piedad por la gota que desciende sobre los pámpanos y las flores tímidas. Piedad cuando el escarabajo empuja las migajas por los caminos más estrechos. Piedad en la vereda cuando el hombre cruza el mediodía del sexto ascenso. Susurran las piedras y la luz alaba a las nubes. Vive el asombro en el reino caritativo donde las hojas estremecen y los árboles ríen.

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VII

Cada reino conoce sus promesas. La parra atiende a la señal, la uva confía en los signos, el pájaro nutre a sus alas porque alguien rige con cantos el horizonte y sus reflejos. Alguien permanece después, antes y detrás del misterio de los árboles y de los manantiales. Alguien salva a la luz en el corazón del séptimo ascenso y palpita la esperanza en los claros de un templo. Alguien tiene fe en la pluma volátil donde vive un ángel, en una sola pluma movida por el polvo de la luz y corre tras ella.

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Semana terrenal

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I

Bajo la luna escurre el tatuaje de luz noctámbula sobre tu pecho. Un lago acurruca a la piel entre almohadones y sábanas, y el temblor de la imagen entibia al rostro y a la boca. Muda el cuerpo. Acerca la voz. Gime entre lotos que un conjuro amarina en dos serpientes agua para fecundar al beso.

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II

Llama la carne, la tuya, un ademán naranja que invita a los hombros, a los brazos, a las piernas. Llamas y calcinas el toque de la piel, una señal que combustiona, despide luz y arde entre la cama los rastros del amor, hechos ceniza.

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M

Tu lengua vuelve a mi lengua, ensalmo, donde hundes el arrojo en claridad y humedeces la voz. Aspa de hinojo que silencias. Aspa que tritura al aire. Acosas y comprimes a la risa. Inhala en esa rozadura la menta que aroma cada beso.

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IV

Devaneo en este morir en carne, y no hay prisa terrenal en la arena acumulada. Renace nuestra piel en borra después de callar. Después de las mordeduras de salvia y de anís, después de respirar en orden cada pliegue algodón, misericordioso.

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V

Hubo un almácigo en el vientre y creció del agua un racimo, retoños y crestas jaspes y flores amarillas. Hubo plantas en el abdomen con abrazos que rezuman, tentación entre las hojas y juego de pétalos heridos. Hubo terciopelos relucientes sobre sedas dilatadas. Hubo, un huerto en el ayer. Hoy, amarántame entre espigas.

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VI

Calma y silencio. Silencio y calma. En la pared saluda tu voz recostada en el perfil que humea de la sombra.

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VII

Allá tus labios. Acá mi boca. Ofrenda el día a las palabras que dices, pero no las oigo. Invocas con sencillez al aire y respiro el aroma de tus pausas. Una tregua. Un sonido. Ambos la misma carne de un soplo naciente en la oración del beso.

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Semana pasajera

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I

Algún día existió, después del sueño antiguo, el más remoto; cuando la luna encantaba a la luz entre nardos nocturnos alguien abría el pórtico y el sopor de la boca mientras quedaban mecidos los ojos. ¿De dónde descendían esos dedos para entibiar a la carne después de la tierra en tréboles y de narcisos ásperos? ¿De quién era la mano dulce, de una miel extinta? Abre la puerta y siente aquel olor de lunes.

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II

Alárgate la piel, canción de luz. Dilata esa voz aguda, que una sombra cuelga desde la mano y unge los pies a besos para librarte de la pena. Ayunas el hoy y el vino sobre la mesa descansa. No lo ves, y la copa languidece veloz en el espectro amargo que anida en el abdomen. Cierra los brazos, ninguna luz entrará a tu pecho. Hubo una ofrenda y el martes ha huido.

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III

En el tercer día de los sedientos, mírate allí, sin boca, sin los primeros labios, sin el único beso que tejió un cántaro –depósito de la luz mineral donde reinaba alguien–. La noche de ayer mudó al beso. Hizo de arena a los labios. Mírate allí, en la voz con sed donde no está la boca. No hay nadie que beba contigo, sólo el silencio estéril de la sal y la palabra solitaria. Encuentra en un segundo, la gota, de este miércoles.

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J

Enmudece, la madera del cielo abre una ventana y sin reparo cruza el aserrín de nubes, viruta, viruta frágil; ¿oyes el susurro azul que asoma en ese nicho móvil? Aquieta el balbuceo, suspende los nombres. Guárdalos. Ríndete al silencio que un altar sitia a la tarde y en él flota un rostro con la misericordia en vapor. Falta el último labrado de las horas y gritas –polvo inútil–. Atraviesa el jueves una rendija en silencio, para no herirte.

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V

Tarde, siempre tarde para hallar la cerradura de un umbral sin huellas. Y el camino marcha sin los pasos que corrieron en otra edad detrás de una imagen, mas el cuerpo da a la sombra su comida. La nutre y enriquece. Pero la silueta no responde, cae en delgadez sobre el asfalto y la sombra derrite a las caricias de un ayer distante; ha devorado a las miradas, débiles visiones, para encontrar el signo de la puerta. El viernes puso el pasador: otro día sin retorno.

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VI

Agacha la cabeza, reposa sobre el perfume de la flor del mediodía. Huele la piel que navega sobre aire. Alivia la culpa lejana que dejó su rastro en el aliento y en el roce joven por un cobijo balsámico. Tiende en la orilla de la luz el gesto de hoy y sofócate entre pétalos y especias. Hunde las manos en la claridad y toca su noticia: entra el terso sábado en busca de un refugio.

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VII

Abriga en la mirada las semillas del pan que estará sobre la mesa. Toma un pedazo, comparte el sabor a cardamomo y a centeno. Que la lengua reconozca el gusto solitario del espíritu del azúcar y de la sal. Difunde la antigua esencia dedicada para el templo donde admites el deleite de la comunión con la luz. Dulcifica la espera de las horas que viven para sosegarte el cuerpo. Amanece despacio el alimento piadoso del domingo.

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Semana mutante

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I

Niña, cuatrocientos conejos crecen sobre tu torso madriguera jazmín. Niña, la amada, sin nombre, reina en ti un príncipe amatista, que extrae una virtud de tus cabellos laminados: su imagen de agua mutua.

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II

Ambos lobos escudan el hierro del corazón ortiga quien aúlla peregrino. Colmillos en la faz de jóvenes errantes ejercitan la hoguera donde late para cada cuerpo su propia muerte. En el costado de polvo embalsaman su ascendencia, en marzo, reverdecido en flores.

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III

Hijo mensajero, de tus pies nacen los días, el hinojo en la alforja, el aire azafrán en tolvanera cuando cruzas la calzada, la avenida, el camino. Triple la joya del encuentro. Trinitaria la ceniza que sostiene a tu frente, niño, de tanta hechura.

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IV

Has vuelto joven en el cortejo de almas sin terruño donde recostar las penas, y lo celeste del dolor. Has vuelto, joven de oídos donde los ruegos de la corte, de la muchedumbre, de las mujeres, estañan tu piel adolescente y aún no sabes de los besos.

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V

Bronce el geranio que cargas entre los dedos, mujer, escondes al amante en tu escultura de violetas. En el jardín de la luz tus senos vencen a los seguidores en procesión por un beso.

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VI

Arriba el retorno. Abajo el desposado. Enredadera la piel que asciende hacia otro cuerpo. Reposa el espíritu sobre la manta y la carne olvida otras tierras de plomo. El aire murmura al noble. y el agua tiñe al guardián que reserva sus ojos para otras nubes.

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VII

Inclina el hombre el rostro pétreo y arrodilla ante el espíritu distante su inocencia. Un día durmió su boca, meció al sueño, y descubrió los ojos antiguos de su propio nombre.

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Semana defectuosa

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I

Primer descenso, ¿cuándo cayó el día sobre estos músculos? ¿en qué momento el rostro posó su descuido en una escultura extendida y relajada? Por vicio da pereza hasta mirar el dedo del hoy –el que hace, el que esculpe la luz o la sombra a los minutos–. La voluntad anda al abandono y olvida el toque débil del manto reciente, tejido del ánimo.

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II

Ira en un segundo, descenso. Entre pétalos salvajes brota el estallido en el clavel, nudo rojo que amarra al pecho y lo irrita en flor, cálice de furia. Provoca la cólera ante el desafío de amedrentar a otros y en ellos inserta el tallo, –punzón hiriente– donde espiga su corola con tinte sanguíneo.

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III

¿En el desorden quién come naranjas en pan en el tercer descenso? ¿Quién excede el apetito con la parra y toma la uva para adiestrar al gusto? Sobre el regocijo, la dulzura del alimento ha extraviado el sabor, el trozo del alma de los frutos. Una porción de semillas jóvenes son insuficientes. El hombre insaciable tritura, exprime el olor de las azucenas, agota el extracto, incapaz de calmar su miedo.

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IV

¿Cuántas monedas de calcio articulan al esqueleto? Doscientas seis astillas de cobre anda en el cuarto descenso. Corre el ser sostenido por una cadena imaginaria, un camino de acero fractura la ronda de los pasos. ¿Qué acuñará en el alma un puñado de oro? Tantas ostras penden de la piel y hay ruido de marfil en la sonrisa. Cruje el escándalo. Suena el metal, pero nadie escapa del dolor con la voz de la avaricia.

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V

Luz desmayada en tacto para rebelarte en sudor y saliva y lágrimas sobre la piel lúbrica encima del quinto descenso. Aceite de lirios y violetas en la carne derrama la lujuria, expande el placer hundido entre las manos y los pies, donde la boca palpa, lame y estremece. La carne gime y grita, demanda el deleite, toca sin control. La carne busca el carnaval entre besos maquillados y oscurecidos en otra piel desesperada.

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S

¿Cuál el perfume codiciado que flota letal sobre la tela donde viajan los días y la nariz presiente el acre vapor en el rostro endurecido por el sexto descenso? Sólo el desprecio consume el aroma de un gas oculto bajo la armadura diaria donde la envidia pelea la loción porque el otro tiene las nubes al horizonte. El otro tiene al sol. El otro tiene los rayos en el puño y exhala lo rapaz, ladrón de las promesas.

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VII

Desde la altivez, sobre la escalinata de escombros y de espejos la luz del hombre perdió su plumaje limón y sus pasos declinan hacia el séptimo descenso. Traza huellas penetrantes el pequeño dios inofensivo y cimbra los peldaños con el pie de la arrogancia. ¿Cuándo extravió a la luz entre los dedos? ¿Cuándo menospreció el nombre del pan? ¿Cuándo olvidó la delicia y la fragancia que rodea al cuerpo?

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Semana celeste

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I

Privada de luz, diosa de los cambios y las mutaciones, a ti arriba el primer muerto; en la luna nueva asciende el suspiro en mortaja, el encaje tímido de la piel bordado por la quietud. Duele la rigidez nocturna, aunque los perros ladren la invención de otra tierra.

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II

Aquí, la cabeza sin tórax. Allá, las manos sin codos. Aquí, las uñas sin dedos. Allá, la sonrisa revuelta sobre el niño que corrió en esta superficie de asfalto, de aridez, de bosque.

Respiras, dios, respiras, ídolo inflamado, el látigo de tus músculos azota irreverente tantos cuerpos niños. Desde tu lengua parte el aliento de la pugna y apilas a los cadáveres. Respira, dios, el desdén, señal para combatirte en silencio.

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III

Pastor cruel, tu rebaño crece con temor por el néctar prometido. No hay leche en las vasijas ni almenas con miel. Hoy no existen libaciones para un alma atlética, hoy sólo continúa el tránsito de cuerpos novicios que mudan de manantial para beber otra agua.

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IV

¿Cuántos gigantes azogan tu cielo? Encina tierna tu árbol. Derramas el trono, sobre el abdomen de hojas tirita tu barba. En ti recae la paz verdosa y melancólica. Promueve el viento un oráculo: Sostendrás a las nubes irremediablemente, hasta serenar al aire de la voz que nace desde el hombre.

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V

¿Qué espuma a la tarde?

Un ramo: Brisa de pétalos en el mirto abierto.

¿Cuál el néctar de tu sangre?

Entre el sol: Un altar donde sahuman flores.

¿Dónde el mirto del amor?

Diosa arrastrada por pájaros, por el perfume, por los minutos, donde la gracia celestial y pasajera sufre de un hechizo frágil.

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VI

Descansa, Dios, libre de tus criaturas. Detén a las margaritas. Aquieta a los arbustos. Que el azul temblante no destelle su retozo. Ni vejez ni enfermedad emboquen por los vidrios. En cuatro paredes sobre mantas reine con afecto el abandono.

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D

Señor, los rezos ungen, la alabanza bendice detrás de las oraciones de los perseguidos.

Espíritus sin umbral donde volverse vida. El perdón de los dolientes pide la hostia como carne.

¿Dónde el remanso que revele la voz bendita del consuelo?

Page 63: Gabriela Turner - Septenario

Contenido

Semana primigeniaL 6II 7III 8IV 9V 10VI 11VII 12

Semana virtuoSaI 14M 15III 16IV 17V 18VI 19VII 20

Semana terrenalI 22II 23M 24IV 25V 26VI 27VII 28

Page 64: Gabriela Turner - Septenario

Semana paSajeraI 30II 31III 32J 33V 34VI 35VII 36

Semana mutanteI 38II 39III 40IV 41V 42VI 43VII 44

Semana defeCtuoSaI 46II 47III 48IV 49V 50S 51VII 52

Page 65: Gabriela Turner - Septenario

Semana CeleSteI 54II 55III 56IV 57V 58VI 59D 60

Page 66: Gabriela Turner - Septenario

La edición para internet de

Septenario de Gabriela turner Saad

se terminó en la Ciudad de México

en julio de 2009.

En su composición se usaron

tipos de la familia Candida BT.