filés david de ugarte

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Hay tres grandes diferencias entre las redes nacidas en Internet y las nacidas de vivir o trabajar en el mismo lugar. La primera es

una cuestión de costes: el coste de abandonar una red virtual es bajo, el de abandonar una ciudad, un pueblo o un

trabajo es alto.

La segunda es una cuestión de elecciones: en Internet formamos redes con quien nos

interesa porque la conversación nos interesa, es sin embargo difícil elegir a los

vecinos y compañeros de trabajo.

La tercera tiene que ver con la distancia: las conversaciones en Internet están

delimitadas por las lenguas que cada cual usa, no por dónde están los interlocutores.

Cuando se forma una comunidad virtual estas comparten una identidad propia

basada en la conversación, los contextos y el conocimiento que desarrollan.

¿Cómo no sentir las comunidades virtuales como algo liberador? No permanecemos en

ellas porque nos sintamos obligados o porque el coste de abandonarlas nos asuste, las formamos con quienes nos

interesan, tu pasaporte no importa. Sólo cuenta lo hace lo que dices y aportas.

Pero las comunidades e identidades virtuales tienen un gran «pero». Incluso si

las comparamos con las viejas «identidades imaginadas».

Al estar basadas en conversaciones entre personas que no comparten en principio

una economía, tienen difícil ser identidades «completas», capaces de explicar la

relación entre quién eres en la comunidad y qué resultado tiene tu trabajo y lo que

haces para ella. Y eso… es importante para una identidad.

Antes de la Era Moderna la mayor parte de las personas sólo se identificaba por las comunidades reales de las que formaba parte. Un europeo medio apenas veía un centenar de caras diferentes en toda su

vida.

La pequeña comunidad real local, con su economía agraria apenas monetarizada

daba una identidad a cada uno que le permitía entender quién era quién en el

sistema social y qué papel jugaba cada cual en la producción del bienestar de todos.

Pero cuando la economía mercantil y el mercado fueron uniendo en entornos más amplios la producción y el consumo, buena

parte de las cosas que consumías ya no venían de tu entorno directo; el resultado

de tu trabajo podía viajar a cientos, a miles de kilómetros y en las ciudades vivían ya

decenas de miles de personas.

Las viejas identidades reales dejaron de explicarnos qué éramos para los demás y qué significaba nuestro trabajo para ellos.

A partir de finales del siglo XVII aparecerán las semillas de lo que se convertirá dos siglos más tarde en la gran identidad

imaginada del mundo industrial: la nación.

La nación tenía la nueva dimensión del estado y del mercado y permitía a cada

cual imaginarse como parte del esfuerzo conjunto que mantenía en pié la economía

de la que vivían él mismo y su propia comunidad real.

Hoy, sin embargo, con una economía globalizada, cuando el mercado es mundial y cada producto cotidiano recoge trabajo

hecho en continentes diferentes, la identidad nacional empieza a sufrir el

mismo problema que le hizo nacer.

Ya no explica satisfactoriamente qué tiene que ver nuestro trabajo en el bienestar de nuestra comunidad real, comunidad real que incluye además a esas comunidades

virtuales transnacionales de las que formamos parte y que cada vez nos

importan más. En ese sentido la nación se nos ha quedado pequeña.

Pero por otro lado también se nos está haciendo demasiado grande. Porque a las

finales lo que nos importa es esa comunidad real formada por nuestras

familias, nuestro entorno y las personas de las comunidades con las que compartimos

la conversacion en internet.

Personas reales a las que Internet por un lado y la crisis de las identidades

imaginadas por otro, han vuelto a poner en el centro de nuestra forma de entender el

mundo.

Desde los años noventa empezaron a emerger comunidades reales en Internet

que pretenden llevarse todo lo posible de la propia vida, incluida la economía, a la red o

al menos a un espacio que conserve las libertades propias de la red.

Esta tendencia toma al principio la forma de «países virtuales» o grupos de debate,

pero donde comienza a materializar resultados es en el mundo de las empresas

tecnológicas.

Acostumbrados a conocerse y colaborar en red, son no pocos los grupos de

desarrolladores que empiezan a montar la empresa a partir de la comunidad,

manteniendo su transnacionalidad y renunciando incluso a tener una sede

central. Así nacen empresas hoy famosas como «MySQL», «37 signals» o «Monty

Program».

La programación, la consultoría, la edición digital, el diseño gráfico y en general todos

los servicios que pueden comercializarse directamente a través de Internet son el

punto de partida natural de estos primeros experimentos de comunidades

transnacionales que comienzan a dotarse de una economía.

Pero acostumbrados a la igualdad en la conversación, al trabajo en red como

iguales, estas comunidades transnacionales tenderán de forma natural

a experimentar formas de democracia económica, desde el cooperativismo a las

redes de freelancers.

El resultado es una comunidad real transnacional empoderada con empresas

organizadas según el principio de democracia económica. La filé.