fallen #1 oscuros

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Helstone, Inglaterra, 1854. Es nocheoscura y dos jóvenes conversan enuna remota casa de campo. Sesienten irresistiblemente atraídos eluno por el otro, pero él insiste en queno pueden estar juntos. Ella ignorasus adevertencias y se arroja a susbrazos. Cuando se besan, una furiosallamarada lo inunda todo... Asíempieza Ángeles Caídos, pero elorigen de esta historia se remonta, enrealidad, a miles de años atrás.

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Lauren KateOscuros

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A mi familia,con gratitud y amor.

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HEINRICH VON KLEISTSobre el teatro de marionetas

Pero han cerrado el paraiso a cal ycanto...

Debemos dar una vuelta al mundopara ver si se han dejado abierta una

puerta trasera.

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En el principioEn el principio

Helston (Inglaterra), septiembre de1854

Al filo de la medianoche acabó de

dar forma a los ojos. Tenían unamirada felina, entre atrevida yconfusa, desconcertante. Sí, aquelloseran sus ojos, coronados por unafrente fina y elegante, a pocoscentímetros de una cascada decabello negro.

Alejó un poco el papel para

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valorar sus progresos. Era difícildibujarla sin tenerla delante, pero,por otra parte, nunca habría podidohacerlo en su presencia, porque desdeque llegó de Londres (no, desde laprimera vez que la vio) habíaprocurado guardar siempre lasdistancias.

Pero ella cada día se le acercabamás, y a él cada día le resultaba másdifícil resistirse. Por eso iba amarcharse por la mañana, a la India,a América, no lo sabía ni leimportaba, porque en cualquier otrolugar las cosas serían más fáciles queallí.

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Se inclinó de nuevo sobre eldibujo y suspiró mientrasdifuminaba con el pulgar elcarboncillo para perfeccionar elmohín del carnoso labio inferior. Esetrozo de papel inerte no era más queun impostor cruel, pero también laúnica forma de poder llevárselaconsigo.

Luego, irguiéndose en la sillatapizada en cuero de la biblioteca,sintió aquel roce cálido y familiar enla nuca.

Era ella.Su sola proximidad le

proporcionaba una sensación

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extraordinaria, como el calor quedesprende un tronco cuando seresquebraja en la chimenea y vareduciéndose a cenizas. Lo sabía sintener que volverse: ella estaba allí.Escondió el retrato entre el fajo depapeles que tenía en el regazo; deella, sin embargo, no iba a poderesconderse tan fácilmente.

Miró hacia el sofá de color marfilque había al fondo del salón, dondeapenas unas horas antes ella, con unvestido de seda rosa y algo rezagadade los demás invitados, se habíalevantado súbitamente para aplaudira la hija mayor del anfitrión, que

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acababa de interpretar una pieza alclavicordio de forma magistral. Miróhacia el otro lado de la estancia, almismo lugar donde el día anterior sele había acercado sigilosamente conun ramo de peonías salvajes en lasmanos. Ella aún creía que laatracción que sentía por él erainocente, que el hecho de que seencontraran tan a menudo bajo lapérgola era solo... una felizcoincidencia. ¡Había sido taningenua! Pese a ello, él nunca lasacaría de su error: solo él debíacargar con el peso del secreto.

Se levantó, dejó los bocetos en la

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silla de cuero y se dio media vuelta.Y allí estaba ella, apoyada contra lacortina de terciopelo escarlata con unsencillo vestido blanco. El pelo se lehabía destrenzado, y su mirada era lamisma que él había esbozado tantasveces, pero sus mejillas parecíanarder. ¿Estaba enfadada?¿Avergonzada? Ansiaba saberlo, perono podía preguntárselo.

—¿Qué haces aquí?Captó la aspereza involuntaria en

su propia voz y lamentó que ellanunca fuera a comprender a qué sedebía.

—No... no podía dormir —

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balbució ella, mientras se dirigíahacia la chimenea y la silla—. Hevisto que había luz en tu habitacióny luego... —vaciló antes de acabar lafrase y bajó la mirada hacia susmanos— tu baúl en la puerta. ¿Te vasa alguna parte?

—Iba a decírtelo... —Seinterrumpió.

No debía mentir. Nunca habíapretendido que ella conociera susplanes. Decírselo solo empeoraría lascosas, y ya había dejado que llegarandemasiado lejos con la esperanza deque en esta ocasión fuera diferente.

Ella se le acercó un poco más y

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reparó en el cuaderno de bocetos.—¿Estabas dibujándome?El tono sorprendido de la

pregunta le recordó que vivían enmundos separados por un abismo.Pese a todo el tiempo que habíanpasado juntos en las últimas semanas,ella aún no había llegado avislumbrar por qué, en verdad, seatraían el uno al otro.

Aquello era, cuando menos, lomejor que podía hacer. Durante losúltimos días, desde que decidiómarcharse, había intentadodistanciarse de ella, pero el esfuerzole cansaba tanto que, cuando se

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encontraba a solas, tenía que rendirseal deseo reprimido de dibujarla.Había llenado las páginas delcuaderno con esbozos de su cuelloarqueado, su clavícula de mármol, elabismo negro de su cabello.

Se volvió para mirar de nuevo elretrato, no porque le avergonzara quelo hubiera sorprendido dibujándola,sino por un motivo peor. Sintió queun escalofrío le recorría todo elcuerpo al advertir que lo que ellahabía descubierto —lo que élrealmente sentía— acabaría con ella.Tendría que haber sido máscuidadoso: siempre empezaba así.

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—Leche templada con unacucharadita de melaza —murmuró,todavía de espaldas a ella. Luegoañadió con un deje de tristeza—: Teayudará a dormir.

—¿Cómo lo sabes? Vaya, es justolo que mi madre acostumbraba...

—Lo sé —dijo, dándose la vueltapara mirarla.

Su asombro no le extrañó, perono podía explicarle cómo lo sabía, niconfesarle cuántas veces él mismo lehabía dado aquel brebaje, cuando lassombras se acercaban a ellos, y cómoluego la había abrazado hasta sentirque se dormía en sus brazos.

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Cuando su mano le tocó elhombro, tuvo la impresión de que lequemaba a través de la camisa y sequedó boquiabierto. Nunca antes sehabían tocado en esta vida, y elprimer contacto siempre lo dejabasin aliento.

—Contéstame —susurró ella—.¿Vas a marcharte?

—Sí.—Entonces, llévame contigo —le

espetó.Justo en ese instante ella se dio

cuenta de que contenía la respiracióny se arrepentía de lo que acababa dedecir. Notó cómo la progresión de

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sus emociones se manifestaba en laarruga que se le formaba entre losojos: iba a sentirse impulsiva,desconcertada y luego avergonzadade su propio atrevimiento. Siemprehacía lo mismo, y demasiadas veces élhabía cometido el error de consolarla.

—No —musitó, porquerecordaba... Siempre recordaba...—.Mi barco zarpa mañana. Si de verdadte importo, no digas ni una solapalabra más.

—Que si me importas... —repitióella como para sí—. Yo te...

—No lo digas.—Tengo que hacerlo. Te... te

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quiero, de eso no tengo la menorduda, y si te vas...

—Si me voy, tu vida estará asalvo.

Lo dijo poco a poco, intentandollegar a algún rincón de ella capaz derecordar algo. ¿O acaso no guardabaninguno de esos recuerdos, acasoestos permanecían enterrados enalguna parte? Hay cosas másimportantes que el amor. No loentenderías, tienes que confiar en mí.

Su mirada se clavó en la de él.Retrocedió un paso y se cruzó debrazos. Aquello también era culpa deél: siempre que le hablaba con

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condescendencia, provocaba queemergiera su lado más rebelde.

—¿Me estás diciendo que haycosas más importantes que esto? lepreguntó con tono desafiante, altiempo que le cogía las manos y selas llevaba al corazón.

¡Oh, cómo deseaba ser ella y nosaber qué era lo que venía acontinuación! O, al menos, ser másfuerte de lo que era y no dejarlaavanzar un paso más. Si no ladetenía, ella nunca aprendería y elpasado volvería a repetirse,torturándoles una y otra vez.

Aquel conocido calor de la piel

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bajo sus manos le hizo inclinar lacabeza hacia atrás y gemir: intentabaobviar cuán cerca estaba de ella, cuánirresistible era la sensación que leproducía el roce de sus labios, cuándoloroso le resultaba que todoaquello tuviera que acabar... Peroella le acariciaba los dedos con talsuavidad... Incluso podía percibir loslatidos su corazón a través del finovestido de algodón.

Sí, ella tenía razón: no habíanada más importante que aquello.Nunca lo había habido. Estaba apunto de darse por vencido yabrazarla cuando, de repente, notó

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que ella lo miraba como si estuvieraviendo un fantasma.

Lo apartó de sí y se llevó unamano a la frente.

—Qué sensación más extraña... —suspiró.

Oh, no... ¿Era ya demasiadotarde?

Sus ojos se entornaron hastaadoptar la forma de los que él habíadibujado. Entonces se le acercó denuevo con las manos sobre el pecho ylos labios separados, expectante.

—Creerás que estoy loca, perojuraría que esto ya lo he vividoantes...

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Sí, realmente era demasiadotarde. Alzó la vista, temblando, yempezó a percibir cómo la oscuridaddescendía. Aprovechó la últimaoportunidad para abrazarla, paraestrecharla entre sus brazos confuerza, como había deseado hacerdesde hacía semanas.

En el instante en que sus labios sefundieron, ya no hubo nada quehacer: ya no podían resistirse. Elsabor a madreselva de su bocaprovocó en él una sensación demareo. Cuanto más la estrechabacontra sí, más se le revolvía elestómago por la emoción y la agonía

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del momento. Sus lenguas se tocarony el fuego estalló entre ambos,refulgiendo con cada caricia, concada nuevo descubrimiento...aunque, en realidad, nada de todoaquello fuera nuevo.

La habitación tembló, yalrededor de ambos empezó aformarse un aura.

Ella no advirtió nada, no se diocuenta de nada, nada existía más alládel beso.

Solo él sabía lo que iba a ocurrir,qué oscuras compañías estaban apunto de interrumpir su velada.Aunque una vez más fuera incapaz

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de alterar el curso de sus vidas, sabíalo que iba a ocurrir.

Las sombras empezaron aarremolinarse sobre sus cabezas, tancerca que él podría haberlas tocado,tan cerca que se preguntó sialcanzaría a oír lo que susurraban.Observó cómo la nube pasaba frentea la cara de ella: por un instante, ensus ojos vio un destello dereconocimiento.

Después, ya no hubo nada: nadaen absoluto.

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PerfectosPerfectosdesconocidosdesconocidos

Luce entró con diez minutos de

retraso en el vestíbulo iluminado conluces fluorescentes de la escuelaEspada y Cruz. Un guarda de torsocorpulento y mejillas sonrosadas, conun portapapeles bajo el brazo, queparecía de hierro, ya estaba dandoinstrucciones, lo cual significaba que

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Luce volvía a ir a remolque.—Así que, recordad: recetas,

residencias y rojas —le espetó elguarda a un grupo de tres estudiantesque estaban de espaldas a Luce—. Siseguís estas reglas básicas, estaréis asalvo.

Luce no perdió tiempo y se unióal grupo. Aún no estaba segura de síhabía cumplimentado bien aquelmontón de documentos que lehabían entregado, ni si el guarda decabeza raspada que tenía delante eraun hombre o una mujer, ni si alguienla ayudaría a llevar la enorme maletaque acarreaba, ni siquiera si sus

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padres iban a deshacerse de suquerido Plymouth Fury en cuantovolvieran a casa.

Durante todo el verano la habíanamenazado con venderlo, y ahoratenían un motivo que ni siquieraLuce podía rebatir: a ningún alumnose le permitía tener coche en lanueva escuela. Bueno, en el nuevoreformatorio, para ser exactos.

Todavía se estaba acostumbrandoa esa palabra.

—Eh... perdone, pero ¿podríarepetir eso que ha dicho? —le pidióal guarda—. ¿Cómo era? ¿Recetas...?

—Vaya, mirad quién ha llegado

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—dijo en voz alta el guarda, y luegorepitió lentamente—: Recetas. Si eresuna de las alumnas que necesitamedicación, allí te darán las pastillasque te ayudarán a no volverte loca yseguir respirando, ¿entiendes?

«Es una mujer», concluyó Lucedespués de estudiar a la guarda.Ningún hombre podría ser lobastante sarcástico para decir todoaquello con un tono de voz tanedulcorado.

—Lo pillo. —Luce sintió arcadas—. Recetas.

Hacía años que había dejado demedicarse. Aunque el doctor

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Sanford, su especialista enHopkinton —y la razón por la cualsus padres la habían enviado a uninternado en la lejana NewHampshire—, había considerado laposibilidad de medicarla de nuevo araíz del accidente del verano anterior,después de un mes de varios análisisse convenció de la relativa estabilidadde Luce, y ella por fin pudo olvidarsede aquellos antipsicóticosnauseabundos.

Ese era el motivo de que en suúltimo año de estudios ingresara enEspada y Cruz un mes después deque hubieran comenzado las clases.

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Ya era bastante pesado ser nueva enla escuela para además empezar lasclases cuando el resto ya sabía de quéiba todo. Sin embargo, a juzgar porlo que estaba viendo en la visitaintroductoria, aquel no era el primerdía de clase solo para ella.

Miró de reojo a los otros tresalumnos dispuestos en semicírculo asu alrededor. En el último colegio enel que había estudiado, el Dover,conoció a su mejor amiga, Callie, enla visita introductoria del campus,aunque, en cualquier caso, en uncolegio donde el resto de losestudiantes prácticamente habían

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crecido juntos, ya habría bastado conque Luce y Callie fueran las únicasque no eran ricas herederas; además,no tardaron en darse cuenta de quetambién compartían la misma pasiónpor las películas antiguas, sobre todolas protagonizadas por AlbertFinney. Después de descubrir,mientras veían Dos en la carretera, queninguna de las dos llegaría aconseguir hacer palomitas sin quesaltara la alarma de incendios, Calliey Luce no se separaron ni unmomento. Hasta que... las obligarona hacerlo.

A ambos lados de Luce había dos

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chicos y una chica, y de esta últimano era muy difícil hacerse una ideade lo que cabía esperar: rubia yguapa como las modelos de losanuncios de cosméticos y con lasuñas pintadas de rosa pastel a juegocon la carpeta de plástico.

—Soy Gabbe —dijo arrastrandolas palabras y mostrándole una gransonrisa que se esfumó con la mismarapidez con que había aparecidoincluso antes de que Luce pudieradevolverle el saludo. El efímerointerés de la chica le recordó más auna versión sureña de las chicas deDover que a lo que habría esperado

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de Espada y Cruz. Luce no pudosaber si eso era reconfortante o no, nitampoco pudo imaginar qué hacía enun reformatorio una chica conaquella pinta.

A su derecha había un chico depelo castaño y corto, ojos marrones yalgunas pecas en la nariz. Pero, por laforma en que le evitaba la mirada yse dedicaba a morderse un pellejo delpulgar, Luce tuvo la impresión deque, como ella, todavía debía de estarconfundido y avergonzado deencontrarse allí.

El que tenía a su izquierda, encambio, se correspondía con lo que

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Luce imaginaba de aquel lugar,incluso con demasiada exactitud. Eraalto y delgado, llevaba al hombrouna mochila de disk jockey y el pelonegro desgreñado. Tenía los ojosverdes, grandes y hundidos, y unoslabios carnosos y rosados por los quela mayoría de las chicas matarían.

En la nuca, un tatuaje negro conforma de sol que le asomaba por elcuello de la camiseta negra casiparecía arder sobre su piel clara.

A diferencia de los otros dos,cuando este chico se volvió le sostuvola mirada. Su boca dibujaba unalínea recta, pero sus ojos eran cálidos

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y vivos. La observó, inmóvil comouna estatua, provocando que tambiénLuce se sintiera clavada en el suelo yse le cortara la respiración: aquellosojos eran intensos y seductores, ytambién un poco apabullantes.

La guarda interrumpió el trancede los chicos con un carraspeo. Lucese sonrojó y fingió estar muyocupada rascándose la cabeza.

—Los que ya sabéis cómofunciona todo podéis iros después dedejar aquí vuestras mercancíaspeligrosas. —La guarda señaló unaenorme caja de cartón situada bajoun cartel en el que estaba escrito con

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grandes letras negras: MATERIALES

PROHIBIDOS—. Y, Todd, cuandodigo que podéis iros... —Posó unamano en el hombro del chico pecoso,que dio un respingo—, me refiero aque vayáis al gimnasio a encontraroscon los alumnos mentores que oshayan asignado. Tú —Señaló a Luce—, deja aquí tus mercancíaspeligrosas y quédate conmigo.

Los cuatro se acercaron de malagana a la caja, y Luce observó,perpleja, cómo empezaban a vaciarselos bolsillos. La chica sacó una navajaroja de ocho centímetros del ejércitosuizo. El chico de ojos verdes dejó a

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regañadientes un aerosol de pintura yun cúter. Incluso el desafortunadoTodd se desprendió de varias cajas decerillas y de un pequeño cargador demecheros. Luce se sintió casiestúpida por no tener ningunamercancía peligrosa, pero cuando vioa los otros sacar del bolsillo losteléfonos móviles y dejarlos en lacaja, se quedó sin palabras.

Al inclinarse para leer mejor elcartel de MATERIALES PROHIBIDOS,vio que los móviles, losbuscapersonas y losradiotransmisores estabanprohibidos. ¡Así que no solo se

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quedaba sin coche! Con una manosudorosa, Luce cogió el móvil quetenía en el bolsillo, su único mediode contacto con el mundo exterior.Cuando la guarda percibió su mirada,le dio unas palmaditas en la mejilla.

—Niña, no te desvanezcas, queno me pagan lo suficiente pararesucitar a los alumnos. Además,podrás hacer una llamada semanaldesde el vestíbulo principal.

Una llamada... ¿semanal? Pero...Miró por última vez su teléfono

y vio que había recibido dos nuevosmensajes de texto. Parecía imposibleque aquellos fueran a ser sus últimos

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mensajes. El primero era de Callie.

¡Llámame enseguida! Esperaré al ladodel teléfono toda la noche para queme lo expliques todo. Y acuérdate delmantra que te dije que practicaras.¡Sobrevivirás! Además, por si teinteresa, creo que todo el mundo seha olvidado de...

Típico de Callie: se había enrolladotanto que aquel teléfono de mierdahabía omitido las últimas cuatrolíneas. En cierta forma, se sentía casialiviada. No quería que leescribieran sobre cómo todo elmundo de su antigua escuela yahabía olvidado lo que le había

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ocurrido, lo que había hecho paraacabar en ese lugar.

Suspiró y leyó el segundomensaje. Era de su madre, que apenashacía unas semanas le había cogido eltranquillo a eso de escribir mensajes,y que seguro que no sabía lo de lallamada semanal, porque, si no, deningún modo la habría abandonadoallí. ¿O sí?

Mi niña, pensamos en ti a todashoras. Sé buena e intenta comersuficientes proteínas. Te llamaremosen cuanto podamos. Te queremos,mamá y papá.

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Luce suspiró y cayó en la cuenta deque sus padres lo sabían. ¿Cómo, sino, se explicaba sus caras ojerosascuando se había despedido de ellosaquella mañana desde la puerta delcolegio con la maleta en la mano?Durante el desayuno había intentadobromear porque al fin iba a perder eldescarado acento de NuevaInglaterra que había cogido enDover, pero sus padres ni siquierahabían sonreído. Creía que todavíaestaban enfadados con ella, porque,cuando la lió, no le montaron elnúmero de los gritos, sino querecurrieron al ya conocido silencio.

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Pero ahora comprendía la conductatan extraña de aquella mañana: suspadres ya se estaban lamentandoporque iban a separarse de su únicahija.

—Seguimos esperando a alguien—dijo la guarda—. Me preguntoquién será.

La atención de Luce volvió degolpe a la caja de las mercancíaspeligrosas, que ahora rebosaba deobjetos de contrabando que nisiquiera reconocía. Percibía que losojos verdes del chico de cabellooscuro seguían clavados en ella. Alzóla vista y notó que todos la miraban.

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Le tocaba a ella. Cerró los ojos ypoco a poco relajó los dedos hastaque el teléfono cayó sobre la cumbredel montón con un ruido seco ytriste: el sonido de la soledadabsoluta.

Todd y Gabbe la Robot sedirigieron a la puerta sin siquieramirar a Luce, pero el tercer chico sevolvió hacia la guarda.

—Yo podría ponerla al corrientede todo —se ofreció, señalando aLuce con la cabeza.

—Esas no son las normas —repuso la guarda de formaautomática, como si hubiera estado

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esperando aquel diálogo—. Vuelves aser un alumno nuevo, y eso significaque se te aplican las restricciones delos alumnos nuevos. Tienes quevolver a empezar desde cero. Si no tegusta, deberías haberlo pensadomejor antes de quebrantar la libertadcondicional.

El chico se quedó inmóvil,inexpresivo, mientras la guardatiraba de Luce —que se habíaquedado de piedra al oír las palabras«libertad condicional»— hacia elfondo del vestíbulo amarillo.

—Venga, adelante —dijo, como sino hubiera pasado nada—.

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Residencias.Señaló la ventana que daba al

oeste, desde donde se divisaba a lolejos un edificio de color ceniza.Luce vio a Gabbe y a Toddarrastrando los pies hacia allí, y altercer chico andando sin prisa, comosi alcanzarlos fuera la última cosaque tuviera que hacer.

La residencia de estudiantes eraun edificio imponente ycuadrangular, un bloque sólido y griscuyas gruesas puertas dobles norevelaban nada de lo que ocurríadentro. En medio del céspedamarillento había una enorme placa

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de piedra y Luce recordaba habervisto en la web de la escuela laspalabras RESIDENCIA PAULINE

cinceladas en su superficie. Enrealidad, el complejo parecía inclusomás feo bajo la brumosa luz deaquella mañana que en la anodinafotografía en blanco y negro.

Incluso desde aquella distancia,Luce atisbaba el moho negro quecubría la fachada de la residencia. Entodas las ventanas había hileras degruesas barras de acero. Luce entornólos ojos: ¿de verdad la valla estabarematada por un alambre de púas?

La guarda bajó la vista hacia el

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dossier y abrió la ficha de Luce.—Habitación sesenta y tres. Por

ahora, deja la maleta en mi despachocon las de los demás. Podrásdeshacerla esta tarde.

Luce arrastró su maleta roja hacialos otros tres baúles negros e insulsos.Luego, en un acto reflejo, hizo elademán de coger el móvil, porque eradonde acostumbraba anotar las cosasque tenía que recordar. Pero, al verque su bolsillo estaba vacío, suspiró yno le quedó más remedio quememorizar el número de lahabitación.

Aún era incapaz de entender por

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qué no podía quedarse con suspadres; su casa de Thunderboltestaba a menos de media hora deEspada y Cruz. Le había sentado tanbien volver a su hogar en Savannah,donde, como siempre decía su madre,«hasta el viento soplaba conpereza»... El ritmo más ligero ytranquilo de Georgia se adaptaba aLuce mucho mejor de lo que el deNueva Inglaterra lo había hechonunca.

Pero Espada y Cruz, el lugarinerte y gris que el tribunal le habíaasignado, no se parecía a Savannah nia ningún otro lugar. Luce había oído

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accidentalmente una conversación desu padre con el director; su padrehabía ido asintiendo con esecaracterístico lío mental propio delos profesores de Biología y habíaacabado respondiendo:

—Claro, claro, quizá lo mejor esque esté controlada todo el tiempo.No, por supuesto, no nos gustaríaponer trabas al sistema de la escuela.

Sin duda, su padre no había vistolas condiciones en las quesupervisaban a su única hija. Aquellugar parecía una prisión de máximaseguridad.

—¿Y qué significa eso... cómo ha

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dicho... las rojas? —preguntó Luce ala guarda cuando ya estaba a puntode concluir la visita introductoria.

—Las rojas —contestó la guardaseñalando hacia un pequeñodispositivo eléctrico que colgaba deltecho: una lente con una luz rojaparpadeante. Luce no se habíapercatado, pero, en cuanto la guardaseñaló el primero, vio que había unainfinidad por todas partes.

—¿Cámaras?—Muy bien —respondió la

guarda con cierto tono decondescendencia—. Las dejamos a lavista para que no olvidéis que están

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ahí. En cualquier momento, encualquier lugar, os estamos vigilando.Así que no la fastidies, si lo quequieres es lo mejor para ti.

Cada vez que alguien le hablabaa Luce como si fuera una psicópata,ella casi acababa creyendo que lo era.

Los recuerdos la habían hostigadotodo el verano, en sueños y en losraros momentos en que sus padres ladejaban sola. Algo había ocurrido enaquella cabaña, y todos (incluidaLuce) se morían por saberexactamente qué. La policía, el juez,los asistentes sociales habíanintentado sonsacarle la verdad, pero

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ella sabía tan poco como ellos. Habíaestado bromeando con Trevor y sehabían perseguido el uno al otrohasta llegar a la hilera de cabañasque había frente al lago, lejos delresto de sus compañeros. Intentóexplicar que había sido una de lasmejores noches de su vida... hasta quese convirtió en la peor.

Había dedicado mucho tiempo arecrear aquella noche en su memoria,oyendo la risa de Trevor, sintiendocómo sus manos le rodeaban lacintura... ya intentar conciliar lacerteza instintiva de que ella era enverdad inocente.

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Pero ahora todas las normas yregulaciones de Espada y Cruzparecían contradecir esa idea,parecían sugerir que ella erapeligrosa de verdad y que era precisocontrolarla.

Luce notó una mano firme en elhombro.

—Mira —le dijo la guarda—, si tehace sentir mejor, te aseguro que noeres ni de lejos el peor caso que hayaquí.

Fue el primer gesto humano quela guarda dedicó a Luce, y ella creyóque en realidad sí tenía la intenciónde hacerla sentir mejor. Pero ¿la

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habían enviado allí a causa de lamuerte enigmática de un chico por elque estaba loca y, aun así, no era «nide lejos el peor caso que hay aquí»?Luce se preguntó qué otros casospodía haber en Espada y Cruz.

—De acuerdo, se ha acabado lapresentación —concluyó la guarda—.A partir de ahora te las arreglarássola. Aquí tienes un mapa por sinecesitas encontrar algo.

Le dio una fotocopia de un mapachapucero dibujado a mano yconsultó el reloj.

—Tienes una hora antes de laprimera clase, pero la teleserie que

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sigo empieza en cinco minutos, asíque... —le hizo un gesto con la mano— piérdete un poco por el colegio. Yno lo olvides —añadió señalando lascámaras una última vez—: las rojas teestán vigilando.

Antes de que Luce pudieraresponder, una chica flaca y con elpelo negro apareció frente a ellamoviendo sus largos dedos frente a lacara.

—Ooooooh —dijo la niñaimitando la voz de un contador dehistorias de terror y bailando a sualrededor—. Las rojas te estánvigilandoooooo.

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—Lárgate de aquí, Arriane, antesde que te haga una lobotomía —espetó la guarda; aunque estabaclaro, a juzgar por su sonrisa brevepero sincera, que sentía un cariñoalgo desafectado por esa niña loca.

También estaba claro queArriane no sentía lo mismo. Hizo ungesto a la guarda como si se estuvieramasturbando, y luego miró a Luce,con la esperanza de que estuvieraofendida.

—Y por hacer eso —dijo laguarda mientras apuntaba una notacon brusquedad en el cuaderno—hoy te has ganado la tarea de

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enseñarle el colegio a Little MissSunshine.

Señaló a Luce, que parecíacualquier cosa menos reluciente,vestida como iba con unos tejanosnegros, unas botas negras y un topnegro. En la sección de las «Normasde vestimenta», la página web deEspada & Cruz sostenía conentusiasmo que, mientras losalumnos se portaran bien, podíanvestirse como quisieran, respetandosolo dos condiciones: el estilo nopodía ser llamativo y el color debíaser negro, así que en realidad nohabía mucho donde elegir.

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La camiseta de manga larga ycuello alto que su madre le habíaobligado a ponerse aquella mañanano resaltaba para nada su figura, eincluso su mayor atractivo habíadesaparecido: casi le habían cortadopor completo el cabello negro yvoluminoso, que solía llegarle hastala cintura. El fuego de la cabaña lehabía dejado la cabeza chamuscada ycon pequeñas calvas, así que tras elcamino de vuelta, largo y silencioso,de Dover a casa, su madre la habíametido en la bañera, había cogido lamaquinilla eléctrica de papá y sindecir una palabra le afeitó la cabeza.

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Durante el verano le había crecidoun poco, lo suficiente para que elenvidiable cabello ondulado de antesahora se hubiera convertido en unasucesión de rulos desmañadosasomando justo detrás de sus orejas.

Arriane le echó un vistazomientras uno de sus dedostamborileaba en sus labios pálidos.

—Perfecto —dijo, y dio un pasoal frente para enlazar su brazo con elde Luce—. Precisamente estabapensando que me hacía falta unanueva esclava.

La puerta del vestíbulo se abrió yentró el chico alto de ojos verdes.

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Negó con la cabeza y le dijo a Luce:—En este lugar no tienen reparos

en desnudarte para registrarte. Asíque, si llevas encima cualquier otrotipo de «mercancía peligrosa» —alzóuna ceja y tiró un puñado de cosasirreconocibles en la caja—, ni lointentes.

Detrás de Luce, Arrianeintentaba aguantarse la risa. El chicolevantó la cabeza y, cuando se diocuenta de que estaba Arriane, abrióla boca, luego la cerró, como si nosupiera cómo reaccionar.

—Arriane —dijo sin alterar lavoz.

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—Cam —respondió ella.—¿Lo conoces? —susurró Luce,

pensando que en los reformatoriosquizá habría el mismo tipo depandillas que hay en las escuelascomo Dover.

—No me lo recuerdes —contestóArriane, y se llevó a Luce afuera,donde la mañana seguía gris yhúmeda.

La parte de atrás del edificioprincipal daba a una aceradesconchada que bordeaba un campoabandonado. La hierba había crecidotanto que, a pesar de que había unmarcador descolorido y unas gradas

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de madera al aire libre, parecía másun solar vacío que las instalacionesde un colegio.

Algo más lejos, había cuatroedificios de aspecto sobrio: el queestaba más a la izquierda era unbloque residencial de color ceniza; ala derecha, una iglesia inmensa muyfea; y en medio otras dos estructurasanchas que Luce supuso que eran lasaulas.

No había nada más. Todo sumundo se reducía a la lamentablevista que se extendía enfrente.

Arriane giró enseguida hacia laderecha, fuera del sendero, llevó a

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Luce hasta el campo, y una vez allí sesentaron en lo más alto de una de lasgradas de madera llenas de agua.

Las instalaciones equivalentesque había en Dover estabandestinadas a los aprendices de atletade la Ivy League, de modo que Lucesiempre las había evitado. Pero aquelcampo vacío, con las porteríascombadas y oxidadas, era algo muydiferente, algo que Luce aún nopodía comprender. Tres buitresvolaban sobre sus cabezas, y unviento lúgubre azotaba las ramasdesnudas de los robles. Luce metió labarbilla bajo el cuello de su camiseta.

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—Buenooo —dijo Arriane—.Ahora ya has conocido a Randy.

—Pensaba que se llamaba Cam.—No estamos hablando de él —

respondió Arriane con rapidez—. Merefiero al travestí ese de antes. —Arriane movió la cabeza en direccióna la oficina donde la guarda se habíaquedado frente al televisor—. ¿Quédirías, tío o tía?

—Eh... ¿tía? —preguntó Luce conindecisión— ¿Es un test o qué?

Arriane sonrió.—El primero de muchos, y este lo

has pasado, o al menos creo que lohas pasado. El sexo de gran parte del

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cuerpo docente de aquí es un debatecontinuo entre todos los alumnos.No te preocupes, ya te enterarás.

Luce pensó que Arriane estababromeando; en tal caso, no pasabanada. Pero todo aquello suponía uncambio tan radical respecto aDover... En su antiguo colegio, losfuturos senadores con corbata verdecasi parecían brotar de los pasillos,del silencio elegante con que eldinero parecía cubrirlo todo.

Los niños de Dover solían mirar aLuce de reojo, como diciendo «no-pringues-las-paredes-blancas-con-los-dedos». Intentó imaginar a

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Arriane allí: holgazaneando en lasgradas y haciendo bromas groseras yordinarias. Luce intentó imaginarqué pensaría Callie de ella, porqueen Dover no había nadie parecido aArriane.

—Vamos, suéltalo —le ordenóArriane. Se dejó caer sobre la gradamás alta y con un gesto invitó a Lucea que se acercara—. ¿Qué hicistepara que te metieran aquí?

El tono de Arriane era juguetón,pero de repente Luce sintió lanecesidad de sentarse. Era ridículo,pero había esperado pasar el primerdía de colegio sin que el pasado la

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atosigara y la privara de aquella finacapa de calma que había mantenidohasta entonces. Pero, claro, la gentede allí quería saberlo.

Podía sentir la sangrepalpitándole en las sienes. Siempreocurría lo mismo cuando queríarecordar —recordar de verdad—aquella noche. Nunca había dejadode sentirse culpable por lo que lehabía ocurrido a Trevor, perotambién intentaba con todas susfuerzas no dejarse enredar en lassombras, que hasta el momento eranlo único que podía visualizar deaquella noche. Aquellos seres oscuros

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e indefinibles de los que no podíahablarle a nadie.

Pero volvió a intentarlo... estabaempezando a contarle a Trevor queesa noche sentía una presenciaextraña, que había unas formasretorcidas suspendidas sobre suscabezas que amenazaban con estropear aquel momento perfecto.Pero para entonces ya era demasiadotarde. Trevor se había esfumado, sucuerpo había ardido hasta quedarirreconocible, y Luce era... era...¿culpable?

No le había contado a nadie quea veces veía unas formas turbias en la

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oscuridad que siempre iban haciaella. Hacía tanto tiempo que iban yvenían, que Luce no podía recordarcuándo fue la primera vez que lasvio. Pero podía recordar la primeravez que comprendió que las sombrasno se le aparecían a todo el mundo...O, mejor dicho, que solo se leaparecían a ella. A los siete años, fuede vacaciones con su familia a HiltonHead y sus padres la llevaron a haceruna travesía en barco. Al ponerse elsol, las sombras empezaron a moversesobre el agua, y ella se dirigió a supadre y le dijo:

—¿Qué haces cuando vienen,

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papá? ¿Por qué no te dan miedo losmonstruos?

No había monstruos, leaseguraron sus padres, pero lainsistencia con que Luce repitió quehabía algo tembloroso y oscuro leacarreó una serie de consultas con eloculista de la familia, y luego lasgafas, y luego más consultas con elotorrino, tras cometer el error dedescribir el ruido ronco yfantasmagórico que a veces hacíanlas sombras... y luego terapia, y luegomás terapia y, por último, unaprescripción para tomarmedicamentos antipsicóticos.

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Pero nada hizo quedesaparecieran.

A los catorce años me negué atomar la medicación. Fue cuandoconocieron al doctor Sanford, y, muycerca, estaba la escuela Dover,tomaron un vuelo hasta NewHampshire, y su padre condujo elcoche de alquiler por una carreteralarga y con curvas hasta una mansiónllamada Shady Hollows, que estabaen la cima de la colina. Pusieron aLuce frente a un hombre con batablanca y le preguntaron si aún teníasus «visiones». Las palmas de lasmanos de sus padres estaban sudadas

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cuando la cogieron de la mano;estaban muy serios, porque temíanque había algo en su hija quefuncionaba terriblemente mal.

Nadie le contó que, si ella no ledecía al doctor Sanford lo que todosellos querían que dijera, puede quepasara mucho más tiempo en ShadyHollows. Al mentir y actuar como sino pasara nada, le autorizaronmatricularse en Dover, y solo teníaque visitar al doctor Sanford dosveces al mes.

Le permitieron dejar de tomaraquellas asquerosas pastillas tanpronto como fingió que ya no veía

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más sombras. Pero, aun así, seguíanapareciendo cuando les daba la gana.Lo único que sabía era que trataba deevitar en la medida de lo posible todoaquel catálogo mental de lugaresdonde se le habían aparecido lassombras en el pasado —bosquesfrondosos, aguas turbias—. Lo únicoque sabía era que, cuando llegabanlas sombras, sentía un escalofrío, unasensación terrible que no se parecía anada en el mundo.

Luce se sentó a horcajadas sobreuna de las gradas y se frotó las sienescon los dedos pulgar y corazón. Siquería superar ese primer día, tendría

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que esforzarse en no ahondar en sumemoria. Seguramente no podríasoportar los recuerdos de aquellanoche, así que bajo ningunacircunstancia podía permitirse airearel menor detalle truculento anteaquella desconocida extravagante ydesequilibrada.

En vez de responder, observó aArriane, tendida sobre la grada conunas gafas de sol enormes que lecubrían gran parte de la cara.Aunque no pudiese asegurarlo,probablemente también ella debía dehaber estado mirando a Luce, pues alcabo de un instante se incorporó y le

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sonrió.—Me voy a cortar el pelo como

tú —dijo.—¿Cómo? —exclamó Luce—.

Pero si tienes un pelo precioso.Era verdad: Arriane lucía unos

mechones largos y voluminosos,como los que Luce tanto echaba demenos. Sus rizos sueltos y negrosresplandecían con la luz del sol ydesprendían un matiz rojizo. Luce sepasó el cabello por detrás de lasorejas, pero como no era lo bastantelargo, volvía a echársele haciadelante.

—Te queda genial —dijo Arriane

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—. Es sexy, atrevido. Quiero llevarloigual.

—Eh... vale —respondió Luce.¿Era un cumplido? No sabía si setenía que sentir halagada u ofendidapor la forma en que Arriane daba porsentado que podía tener lo quequisiera, incluso si lo que queríapertenecía a otra persona. —¿Ydónde vamos a conseguir... ?

—¡Tachán!Arriane metió la mano en su

bolso y sacó la navaja color rosa delejército suizo que Gabbe habíadejado en la Caja de MercancíasPeligrosas.

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—¿Qué pasa? —dijo al ver lareacción de Luce—. Mis dedospegajosos siempre están atentoscuando los nuevos alumnos han dedejar sus cosas el primer día. El merohecho de pensar en ello me ayuda asobrevivir a la canícula durante miestancia en el campo deinternamiento... eh, quiero decir, deverano, de Espada & Cruz.

—¿Te has pasado todo el verano...aquí? —preguntó Luce haciendo unamueca.

—¡Ja! Hablas como una verdaderanovata. Seguro que crees quetendremos vacaciones en primavera

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—le tiró la navaja suiza—. No nosdejan salir de este agujero infernal.Nunca. Ahora, córtame el pelo.

—¿Y qué pasa con las rojas? —preguntó Luce, mientras miraba a sualrededor con la navaja en la mano.Seguro que allí fuera había cámarasen alguna parte.

Arriane negó con la cabeza.—No pienso juntarme con

miedicas. ¿Te atreves o no?Luce asintió.—Y no me vengas con que nunca

le has cortado el pelo a nadie. —Arriane le quitó la navaja de lasmanos, desplegó las tijeras y se la

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devolvió—. Ni una palabra más hastaque me digas lo fantástica que estoy.

En la bañera de sus padres —elúnico «salón de belleza» que habíavisto Luce—, su madre le habíahecho una cola de caballo antes decortarle el pelo. Luce estaba segurade que había formas más prácticas decortar el pelo, pero, como casi nohabía pisado una peluquería en suvida, el corte de la coleta era lo únicoque conocía. Sujetó el pelo deArriane entre sus manos, lo recogiócon una goma elástica que llevaba enla muñeca, empuñó las tijeraspequeñas con fuerza y empezó a

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cortar.La cola de caballo cayó a sus pies,

Arriane dio un pequeño grito y sevolvió al momento. La cogió y la alzóal sol. El corazón de Luce seestremeció al verla. Ella mismatodavía no había superado la pérdidade su pelo, y todas las otras pérdidasque este simbolizaba. Pero Arrianeesbozó una sonrisa sutil. Resiguió lacola de caballo con los dedos y laintrodujo en el bolso.

—Increíble —dijo—. Sigue,sigue.

—Arriane —susurró Luce, antesde quedarse paralizada—. Tu cuello.

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Está todo...—¿Lleno de cicatrices? —

preguntó Arriane completando lafrase—. Puedes decirlo.

La piel del cuello de Arriane,desde la clavícula hasta la parte deatrás de la oreja izquierda, estaballena de cortes y tenía una texturajaspeada y reluciente. Luce se acordóde Trevor, de aquellas terriblesimágenes. Incluso sus propios padresno se atrevieron a mirarla después deverlas. En ese instante era ella quienlo estaba pasando mal mientrasobservaba a Arriane.

Arriane tomó la mano de Luce y

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la puso contra su piel. Estabacaliente y fría a la vez, era suave yrugosa.

—A mí no me da miedo —dijoArriane—. ¿Y a ti?

—No —dijo Luce, aunquedeseaba que Arriane retirara la mano,y así ella también podría hacerlo.Pensó que así fue como debió dequedar la piel de Trevor, y se lerevolvió el estómago.

—¿Tienes miedo de quién eresrealmente, Luce?

—No —respondió de nuevo conrapidez. Sin duda se le notaba queestaba mintiendo. Cerró los ojos.

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Todo cuanto quería era empezar denuevo en Espada & Cruz, estar en unlugar donde la gente no la mirara delmodo en que lo estaba haciendoArriane en aquel momento. Cuandoesa misma mañana, a las puertas delcolegio, su padre le había susurradoal oído el lema de la familia Price(«Los Price nunca se rinden»), ellahabía sentido que podría conseguirlo;pero ahora se sentía tan abatida yvulnerable... Apartó la mano.

—Así pues, ¿qué te pasó? —preguntó mirando al suelo.

—¿Recuerdas que yo no te hepresionado cuando no has dicho ni

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mu sobre por qué te han metidoaquí? —le preguntó Arrianeenarcando las cejas.

Luce asintió.Arriane señaló las tijeras con un

gesto.—Que quede bien por detrás,

¿vale? Quiero estar muy guapa, tanguapa como tú.

Aunque le hiciese exactamente elmismo corte, Arriane solo podríallegar a convertirse en una versióndiluida de Luce. Mientras Luceintentaba dejar lo más igualadoposible el primer corte de pelo de suvida, Arriane profundizaba en los

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detalles de la vida cotidiana enEspada & Cruz.

—Ese bloque de celdas de allí esAugustine. Es donde celebramos losllamados «eventos sociales» losmiércoles por la noche. Y tambiéndonde damos todas las clases —dijoseñalando una construcción del colorde unos dientes amarillentos quealbergaba dos edificios, a la derechade la residencia. Parecían diseñadospor el mismo sádico que habíaengendrado a Pauline. Eratotalmente cuadrado y parecía unafortaleza, cercado con el mismoalambre de púas y las mismas

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ventanas con barrotes. Una neblinagris que parecía artificial cubría lasparedes como si fuera musgo,impidiendo ver si había alguien allídentro.

—Quedas advertida —continuóArriane—: vas a odiar las clases quete darán aquí. No serías humana sino lo hicieras.

—¿Por qué? ¿Qué tienen demalo? —preguntó Luce. Quizá aArriane no le gustaba el colegio engeneral. Las uñas esmaltadas denegro, los ojos pintados de negro, elbolso negro que solo parecía lobastante grande para guardar la

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navaja suiza, no le dabanprecisamente aspecto de intelectual.

—Las clases son la muerte —dijoArriane—. Peor: las clases te dejancomo muerto. De los ochentachavales que hay aquí, diría que soloquedan tres que sigan vivos. —Alzóla vista—. Y no es que sirvan demucho, la verdad...

Aquello no sonaba muyprometedor, pero a Luce le habíallamado la atención un detalle quehabía mencionado Arriane.

—¿Solo hay ochenta alumnos entoda la escuela?

El verano antes de su ingreso en

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Dover, Luce había estudiado condetenimiento el manual para futurosestudiantes y memorizó todas lasestadísticas. Pero todo cuanto sabíahasta el momento de Espada & Cruzla había sorprendido, y se dio cuentade que había entrado en aquelreformatorio completamentedesinformada.

Arriane asintió, y sin querer Lucele cortó de un tijeretazo un mechónque pensaba dejar. Glups. Consuerte, Arriane no se daría cuenta, oa lo mejor solo pensaría que eraatrevido.

—Ocho clases, diez chavales cada

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una. Enseguida acabas sabiendo quéclase de mierda pringa a cada uno deellos —dijo Arriane—. Y viceversa.

—Supongo —convino Lucemientras se mordía el labio. Arrianeestaba de broma, pero Luce sepreguntó si estaría sentada allí conella dedicándole aquella simpáticasonrisa a sus ojos azul pastel sisupiera con pelos y señales cuál erasu historia personal. Cuanto mástiempo consiguiera mantener ocultosu pasado, mejor.

—Y será mejor que evites loscasos complicados.

—¿Casos complicados?

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—Los que llevan las pulseras delocalización —dijo Arriane—. Más omenos una tercera parte de losestudiantes.

—Y ellos son quienes...—Mejor no tener problemas con

ellos. Hazme caso.—Vale, ¿y qué han hecho?Aunque Luce quería que su

historia fuera un secreto, tampoco legustaba que Arriane la tratara comosi fuera una boba. Fuera lo que fueralo que habían hecho los otros nopodía ser mucho peor que lo quetodo el mundo le decía que habíahecho ella. ¿O sí? Después de todo,

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no sabía casi nada de aquellaspersonas ni de aquel lugar. Solo conpensar en las posibles causas de suinternamiento, sentía un miedo fríoy gris atenazándole la boca delestómago.

—Bueno, ya sabes —dijoarrastrando las palabras—. Instigarono participaron en actos terroristas,descuartizaron a sus padres y lostostaron en el horno... —Se volvió yle guiñó un ojo a Luce.

—Venga ya, no digas chorradas—repuso Luce.

—Lo digo en serio. Esospsicópatas están mucho más

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controlados que el resto de loschiflados de aquí. Los llamamos «losgrilletes».

A Luce le resultó gracioso el tonodramático con que lo pronunció.

—El corte de pelo ya está —dijo,y pasó las manos por el cabello deArriane para atusarlo un poco. Dehecho, había quedado bastante bien.

—Perfecto —dijo Arriane.Se volvió para ponerse frente a

Luce. Cuando se pasó la mano por elcabello, los antebrazos sobresalieronpor las mangas del jersey negro, yLuce vio que llevaba una pulsera enambas muñecas: una negra con

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hileras de tachuelas plateadas, y otraque parecía más... mecánica. Arrianese fijó en su mirada y levantó lascejas diabólicamente.

—Te lo he dicho —prosiguió—.Unos jodidos psicópatas. —Sonrió—.Vamos, te enseñaré lo que queda.

Luce no tenía muchas másopciones. Descendió por las gradasdetrás de Arriane, agachándose cadavez que algún buitre volabapeligrosamente bajo. Arriane, queparecía no darse cuenta, señaló laiglesia revestida de líquenes que seencontraba a la derecha del campo.

—Por allí está nuestro gimnasio

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vanguardista —dijo imitando el tononasal de los guías turísticos—. Sí, sí,para quien no está acostumbradoparece una iglesia, y antes lo era.Espada & Cruz constituye unaespecie de infierno arquitectónico desegunda mano. Hace algunos años,irrumpió un psiquiatra demente ycalisténico que se dedicó adespotricar contra los adolescentessobremedicados que arruinaban lasociedad. Puso un montón de pasta ytransformaron la iglesia en ungimnasio. Ahora las autoridadespiensan que podemos desahogarnuestras «frustraciones» de una

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«forma natural y productiva».Luce gruñó. Siempre había

detestado la clase de gimnasia.—Veo que pensamos igual —se

lamentó Arriane—: la entrenadoraDiante es el deeemooonio.

Mientras Luce corría paraalcanzarla, examinó el resto delrecinto. El patio interior de Doverestaba tan bien cuidado, lleno deárboles podados con esmero ydistribuidos armónicamente, que, encomparación, parecía que sehubieran olvidado de Espada & Cruzy la hubieran abandonado en mediode una ciénaga. Unos sauces llorones

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descolgaban sus ramas hasta el suelo,el kudzu crecía por las paredes comouna sábana, y a cada dos pasos sehundían en el fango.

Y no era solo el aspecto de aquellugar. Cada vez que respiraba aquelaire húmedo era como si se le clavaraen los pulmones. El mero hecho derespirar en Espada & Cruz la hacíasentirse como si se hundiera enarenas movedizas.

—Al parecer, los arquitectostuvieron serios problemas paramodernizar el estilo de los edificiosde la antigua academia militar, y elresultado fue una mezcla de

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penitenciaría y de zona de torturasmedieval. Y sin jardinero —dijoArriane mientras

se sacudía los restos de limo quese habían adherido a sus botas decombate—. Asqueroso. Ah, allí estáel cementerio.

Luce miró hacia donde apuntabael dedo de Arriane, a la izquierda delpatio, justo después de la residencia.Un manto de niebla aún más espesose cernía sobre la parcela de tierraamurallada. Un frondoso robledalcircundaba tres de sus lados. No sepodía ver el cementerio propiamentedicho, que parecía hundido bajo la

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superficie de la tierra, pero se podíaoler la putrefacción y se oía el corode cigarras que zumbaban en losárboles. Por un instante le parecióver el temblor de las sombras, peroparpadeó y las sombrasdesaparecieron.

—¿Eso es un cementerio?—Pssse. Todo esto antes había

sido una academia militar, en lostiempos de la Guerra Civil, y allí esdonde enterraban a los muertos. Essuperespeluznante. Y Dioz —añadióArriane con un falso acento del sur—, apesta al séptimo cielo —dicho locual, le guiñó un ojo a Luce—.

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Solemos ir mucho por esa parte.Luce miró a Arriane para ver si

bromeaba, pero Arriane se encogióde hombros.

—Vale, vale, solo fuimos una vez,y después de pillar una buena turca.

Vaya, aquella era una palabraque Luce podía reconocer.

—¡Ajá! —exclamó Arriane—. Hevisto cómo se te ha encendido unaluz. Así que hay alguien en casa.Bueno, querida Luce, puede quehayas ido a las fiestas del internado,pero nunca has visto cómo se lomontan los de un reformatorio.

—¿Qué diferencia hay? —

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preguntó Luce, intentando soslayarel hecho de que en Dover nuncahabía asistido a una gran fiesta.

—Ya lo verás. —Arriane sedetuvo y miró a Luce—. Pásate estanoche y podrás comprobarlo, ¿vale?—Inesperadamente, le cogió la mano—. ¿Lo prometes?

—Yo pensaba que habías dichoque debía mantenerme alejada de loscasos complicados —dijo Luce conironía.

—Regla número dos: ¡no mehagas caso! —respondió Arrianeriéndose y moviendo la cabeza—.¡Estoy oficialmente loca!

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Empezó a correr otra vez, y Lucela siguió.

—¡Espera! ¿Cuál era la reglanúmero uno?

—¡Mantente alerta!

Cuando dieron la vuelta a la esquinadel bloque de color ceniza dondeestaban las aulas Arriane frenó enseco y derrapó.

—Rollo tranquilo —dijo.—Tranquilo —repitió Luce.Los demás estudiantes se

apiñaban alrededor de la densaarboleda de kudzus frente al

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Augustine. Nadie parecíaespecialmente contento de estarfuera, pero tampoco aparentabanganas de entrar.

En Dover no había algo parecidoa unas normas de vestimenta, así queLuce no estaba acostumbrada a launiformidad que esta confería a losestudiantes. Pero, incluso aunquetodos llevasen los mismos vaquerosnegros, la camiseta negra de cuelloalto y mangas largas, y el jerseynegro sobre los hombros o anudadoen la cintura, seguían apreciándosediferencias sustanciales en la formade personalizarla.

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De pie, con los brazos cruzados,un grupo de chicas tatuadas lucíanbrazaletes hasta el codo. Lospañuelos negros que llevaban en elpelo le recordaron a Luce unapelícula sobre una banda de chicasmotoristas. La alquiló porque pensó:«¿Qué es más flipante que una bandade motoristas formada solo porchicas?». En ese momento la miradade Luce se topó con la de una de laschicas que se encontraban al otrolado del césped. Cuando Luce notóque aquellos ojos de gato pintados denegro se entrecerraban sin dejar demirarla fijamente, apartó la vista de

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inmediato.Un chico y una chica que iban

cogidos de la mano se habían cosidouna bandera pirata con lentejuelas enel dorso de sus jerséis negros. Cadados por tres, uno de ellos se acercabaal otro para darle un beso en la sien,en el lóbulo de la oreja o en los ojos.Cuando se abrazaron, Luce pudoobservar que ambos llevaban lapulsera con el dispositivo delocalización. Parecían un pocobrutos, pero era evidente que estabanmuy enamorados. Cada vez que veíacentellear el piercing que llevaban enla lengua, Luce sentía un pellizco de

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melancolía en el pecho.Tras ellos, había un grupo de

chicos rubios apoyados en la paredque llevaban el jersey puesto a pesarde que hacía calor. Todos llevabancamisas blancas tipo Oxford con elcuello almidonado y los pantalonesnegros les llegaban justo hasta losempeines de sus zapatos impecables.De todos los estudiantes del patio,estos eran lo más parecido a lo queLuce había visto en Dover. Pero alprestarles un poco más de atención,enseguida se dio cuenta de que erandistintos de los chicos a los que ellaestaba acostumbrada. Chicos como

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Trevor.Así, en grupo, aquellos tipos

irradiaban una dureza especial, por laforma en que miraban. Era difícil deexplicar, pero de repente Luce se diocuenta de que, al igual que ella,todos en aquella escuela tenían unpasado. Todos, seguramente, teníansecretos que no querían compartir.Sin embargo, no sabía si eso la hacíasentirse más o menos sola.

Arriane notó que Luce estabaobservando a los demás.

—Todos hacemos lo que podemospara sobrevivir —comentó conindiferencia—. Pero, por si aún no te

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habías fijado en los buitres volandobajo, te diré que este lugar apesta amuerte.

Se sentó en un banco que habíabajo un sauce llorón y dio ungolpecito a su lado para que Lucehiciera lo mismo.

Antes de sentarse, Luce apartóunas hojas mojadas que se habíanmovido, y en ese instante detectóotra violación de las normas devestimenta.

Una violación de las normas devestimenta muy atractiva.

Llevaba una bufanda de colorrojo vivo enrollada al cuello. Aunque

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no hacía frío, también llevaba unachaqueta de cuero negro de motero,además del jersey negro. Quizá sedebió a que aquella era la únicamancha de color que había en todo elpatio, pero el hecho es que Luce nopodía mirar a ninguna otra parte. Encomparación, todo lo demáspalidecía, y durante un buen ratoLuce se olvidó de dónde estaba.

Observó su cabello de un doradointenso, la piel bronceada, lasmejillas prominentes, las gafas de solque le cubrían los ojos, la formasuave de sus labios. En todas laspelículas que había visto Luce, y en

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todos los libros que había leído, elpretendiente era alucinantementeguapo, pero con un pequeño defecto.Un diente mellado, un preciosomechón de pelo o una interesantecicatriz en la mejilla izquierda. Ellasabía por qué: si el héroe era«demasiado» perfecto corría el riesgode ser inalcanzable. Pero, tanto si erainalcanzable como si no, Lucesiempre había sentido debilidad porlo que era eminentemente bello.Como aquel chico.

Estaba apoyado en el edificio,con los brazos cruzados. Y, por unafracción de segundo, Luce se imaginó

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a sí misma entre sus brazos. Negócon la cabeza, pero la imagen siguiótan viva en su mente que casi se fuedirecta hacia él.

Era una locura, ¿no? Incluso enun colegio lleno de locos, Luce sabíaperfectamente que aquella reaccióninstintiva era una insensatez. Nisiquiera lo conocía.

Estaba hablando con un chavalmás bajo, con rastas y de sonrisadentuda. Ambos estaban riendo acarcajadas, de una forma que a Lucele hizo sentirse celosa. Intentórecordar cuándo fue la última vezque había reído, de verdad, como

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ellos lo estaban haciendo.—Ese es Daniel Grigori —dijo

Arriane, que se inclinó hacia ella y leleyó la mente—. Me parece que aalguien le ha llamado la atención.

—Y a quién no —asintió Luce,un poco avergonzada por cómo habíamirado a Arriane.

—Bueno, claro, si te gustan así.—¿Y de qué otra forma te pueden

gustar?—El amigo de al lado es Roland

—dijo Arriane señalando con ungesto al chico de las rastas—. Essimpático. Es de los que te puedenconseguir cosas, ya sabes.

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«No, no sé», pensó Lucemordiéndose el labio.

—¿Qué tipo de cosas?Arriane se encogió de hombros, y

con la navaja suiza robada cortó loshilos sueltos de un rasgón que teníaen los téjanos. —Cosas. Pide yconseguirán el material.

—Y de Daniel —preguntó Luce—, ¿qué sabes?

—Vaya, la niña no se rinde. —Arriane se rió y se aclaró la gar ganta—No está muy claro —dijo—. Nosale mucho de su papel de hombremisterioso; encajaría a la perfecciónen tu estereotipo del típico gilipollas

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de reformatorio.—No sería el primer gilipollas

con el que me cruzo —respondióLuce, pero, en cuanto aquellaspalabras salieron de sus labios, yadeseaba no haberlas pronunciado.Después de lo que le pasó a Trevor,fuese lo que fuese, había quedadoclaro que a ella no se le daba nadabien saber qué tipo de persona teníadelante. Pero lo que más lepreocupaba era que durante las pocasocasiones en que había hecho la másmínima referencia a aquella noche,el trémulo velo de sombras habíavuelto a ella, casi como si estuviera

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de nuevo en el lago.Miró de nuevo a Daniel. Este se

quitó las gafas, las metió en unbolsillo de su chaqueta y luego sevolvió para mirarla.

Sus miradas se encontraron, yLuce observó que al principio abríalos ojos de par en par, aunque almomento los entrecerró, como siestuviera sorprendido. Pero no...había algo más. De repente, mientrasseguían mirándose, sintió que lefaltaba el aire: lo había visto antes enalgún lugar.

Sin embargo, si hubiese conocidoa alguien como él se acordaba, se

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acordaría de haberse sentido tanalterada como se sentía en esemomento.

Se dio cuenta de que seguíanmirándose cuando Daniel le sonrió.Se sintió invadida por una ola decalor y tuvo que apoyarse en elbanco para no caerse. Notó que suslabios se abrían para devolverle lasonrisa, y en ese momento él levantóla mano.

Le enseñó un dedo.Luce dejó escapar un gritito y

bajó la vista.—¿Qué? —preguntó Arriane, que

no se había dado cuenta de nada.

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—Olvídalo —respondió—. Nohay tiempo, ya suena el timbre.

El timbre sonó en el momentojusto, y poco a poco todos losalumnos empezaron a entrar en eledificio. Arriane tiraba de la mano deLuce mientras le decíaatropelladamente dónde y cuándopodrían encontrarse más tarde. PeroLuce no dejaba de pensar en por quéaquel completo extraño le habíaenseñado el dedo. El instantáneodelirio que le había provocadoDaniel se desvaneció en unmomento; y quería saber de qué ibaaquel tío.

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Antes de entrar en su primeraclase, se armó de valor y miró atrás.Él, por supuesto, ni siquiera se habíainmutado: seguía mirándola mientrasella se alejaba.

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22

Hecha una furiaHecha una furia

Luce tenía una hoja con el horario,

un cuaderno que había empezado aescribir en la clase de HistoriaEuropea Contemporánea del añoanterior en Dover, dos lápices delnúmero dos, su goma preferida, y elrepentino mal presentimiento de queArriane podría tener razón respecto alas clases de Espada & Cruz.

El profesor aún no había

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aparecido, los endebles pupitresestaban dispuestos en hilerasdesordenadas, y un montón de cajasllenas de polvo hacía de barricadafrente al armario del material escolar.

Y lo que es peor: nadie parecíadarse cuenta del caos. De hecho,nadie parecía darse cuenta de que seencontraban en una clase. Estabantodos apiñados junto a las ventanas,dando las últimas caladas a loscigarrillos o clavándose en otro lugarde la camiseta los imperdiblesextragrandes que exhibían. SoloTodd estaba sentado, grabando undibujo intrincado con el bolígrafo en

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el pupitre. Sin embargo, los demásalumnos nuevos ya parecían haberencontrado su lugar. Cam estabarodeado por los chicos con pinta depijos de Dover. Debieron deconocerse la primera vez que ingresóen Espada & Cruz. Gabbe estabasaludando a la chica del piercing en lalengua, a la que había visto antesfuera liándose con el tipo del piercingen la lengua. Luce sintió una envidiaestúpida porque no se atrevió a nadaque más que a sentarse al lado delinofensivo Todd.

Arriane revoloteaba entre losdemás, susurrando cosas que Luce no

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podía entender, como si fuera unprincesa gótica. Cuando pasó al ladode Cam, este le alborotó el pelorecién cortado.

—Bonita rapada, Arriane —dijosonriente mientras le tiraba de unmechón de la nuca—. Misfelicitaciones al estilista. Arriane ledio un manotazo.

—Quita las manos, Cam. O quees lo mismo: ni en sueños. —Movióla cabeza señalando a Luce—. Ypuedes felicitar a mi nueva mascota,que está allí.

Los ojos color esmeralda de Cambrillaron al posarse en Luce, que se

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puso tensa.—Claro que lo haré —respondió,

y empezó a caminar hacia ella.Sonrió a Luce, que estaba sentadacon los pies cruzados bajo la silla ylas manos enlazadas sobre el pupitrepintarrajeado.

—Los alumnos nuevos tenemosque mantenernos unidos —dijo—.¿Sabes a qué me refiero?

—Pero ¿tú no habías estado aquíantes?

—No creas todo lo que digaArriane. —Se volvió para mirar aArriane, que los observaba con recelodesde la ventana.

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—Ah, no, ella no me ha dichonada de ti —replicó Luce con rapidezal tiempo que intentaba recordar siera verdad o no. Estaba claro queCam y Arriane no se llevaban bien, yaunque Luce le agradecía que lahubiera acompañado aquellamañana, aún no estaba preparadapara tomar partido por nadie.

—Me acuerdo de cuando eranuevo aquí... por primera vez. —Serió para sus adentros—. Mi grupoacababa de separarse y estabaperdido. No conocía a nadie.Alguien que no hubiese tenido —miró a Arriane— nada que hacer

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podría haberme enseñado cómofuncionaba todo.

—Vaya, ¿y tú no tienes nada quehacer? —preguntó Luce, sorprendidaal notar una cadencia coqueta en supropia voz.

Cam sonrió confiadamente y learqueó una ceja.

—Y pensar que no quería volveraquí...

Luce se sonrojó. No solíamezclarse con rockeros, aunquetambién era cierto que hasta elmomento ninguno de ellos se habíaacercado tanto a su mesa, ni se habíaagachado a su lado, ni la había

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mirado con unos ojos tan verdes.Cam se llevó la mano al bolsillo ysacó una púa verde de guitarra con elnúmero 44.

—Este es el número de mihabitación. Ven cuando quieras.

La púa tenía un color bastanteparecido al de sus ojos, y Luce sepreguntó cómo y cuándo las habíaconseguido, pero antes de quepudiera responderse —y quién sabecuál hubiese sido la respuesta—Arriane tiró con fuerza del hombrode Cam.

—Perdona, me parece que no mehas entendido: yo la he visto primero.

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Cam resopló y respondió la miradaen Luce.

—Verás, pensaba que aún existíaalgo parecido al libre albedrío.Quizás tu mascota piense por símisma y tenga otra idea.

Luce abrió la boca para decir quesí, que por descontado pensaba pormí misma, solo que era su primer díaallí y todavía estaba viendo cómofuncionaba todo, pero, en elmomento en que iba a decirlo, sonóel timbre y la pequeña reuniónalrededor de su pupitre se disolvió.

Los demás se sentaron en lospupitres que había a su alrededor, y

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enseguida Luce dejó de llamar laatención por el hecho de estar allísentada, correcta y formal, sin dejarde mirar a la puerta, a la espera deque apareciese Daniel.

Comprobó, por el rabillo del ojo,que Cam la miraba con disimulo. Sesintió halagada... y nerviosa, ytambién frustrada. ¿Daniel? ¿Cam?¿Cuánto llevaba en la escuela?¿Cuarenta y cinco minutos? Y sucabeza ya hacía malabarismos condos chicos diferentes. La única razónpor la que estaba en aquel internadoera porque, la última vez que leinteresó un chico, las cosas fueron

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terriblemente, terriblemente mal.No podía enamorarse (¡dos veces!) elprimer día de clase.

Miró a Cam, que volvió a hacerleun guiño y se apartó el cabellooscuro de los ojos. Aparte de serguapo —que lo era—, le pareció quesu amistad podría resultarle útil.Como ella, todavía se estabaadaptando a la escuela, aunque eraevidente que ya había estado por allíotras veces. Y era amable con ella.Pensó en la púa verde con el númerode su habitación, y esperó que no sela diera a todo el mundo. Podríanser... amigos. Quizá era todo lo que

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Luce necesitaba. Quizá entonces elladejaría de sentirse tan fuera de lugaren Espada & Cruz.

Quizá entonces sería capaz deolvidar que la única ventana de laclase tenía el tamaño de un sobre,estaba cubierta de cal, y daba a unimpresionante mausoleo delcementerio.

Quizá entonces podría olvidar elolor a peróxido que desprendía lapunki rubia de bote que se sentabadelante de ella y que le hacíacosquillas en la nariz.

Quizá entonces podría prestaratención al estricto y bigotudo

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profesor que entró en el auladiciendo «dejad de hacer tonterías ysentaos» y cerró la puerta condecisión.

Sintió una punzada de decepciónen el pecho. Le llevó un instantesaber por qué. Hasta el momento enque el profesor cerró la puerta, habíamantenido la leve esperanza de queDaniel también asistiría a su primeraclase.

¿Qué tenía en la hora siguiente?¿Francés? Consultó el horario parasaber en qué aula era. Justo en esemomento, un avión de papel pasódeslizándose por encima de su

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horario, rebasó el pupitre y aterrizócerca de su bolsa. Se cercioró de quenadie se hubiese dado cuenta, pero elprofesor estaba ocupado rompiendoun trozo de tiza a medida queescribía algo en la pizarra.

Luce miró algo inquieta hacia laizquierda. Cuando Cam le devolvió lamirada, le guiñó un ojo y la saludócon la mano, flirteando, ella sintióque todo su cuerpo se tensaba. Peroél no parecía haber visto lo que habíaocurrido, ni tampoco que fuese elresponsable del avión.

—Pssst —alguien chistó detrás deél. Era Arriane, que con la barbilla le

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indicaba que cogiera el avión depapel.

Luce se agachó para recogerlo yvio su nombre escrito con letraspequeñas y negras en una de las alas.¡Su primer mensaje!

—¿Ya estás buscando una salida?No es una buena señal.Estaremos en este infierno hasta

la hora de comer.

Sin duda, tenía que tratarse de unabroma. Luce revisó el horario ycomprobó horrorizada que las tresclases de la mañana eran en esamisma aula, la 1, y las tres las daba el

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señor Cole.El profesor se apartó de la pizarra

y empezó a desplazarse por el aulacon aspecto soñoliento. No hizopresentación alguna para los nuevosalumnos, y Luce no tenía claro si sealegraba de ello o no. El señor Colese limitó a tirar un programa de laasignatura sobre las mesas de losnuevos alumnos. Cuando las hojasgrapadas aterrizaron delante de ella,Luce se inclinó con interés paraecharles un vistazo. «HistoriaMundial —decía—. Sorteando lamaldición de la humanidad.»Hummm, la historia siempre había

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sido la asignatura que mejor se ledaba, pero ¿sortear las maldiciones?

Un estudio más detallado delprograma bastó para que Lucecomprendiera que Arriane teníarazón con lo del infierno: un montónde lecturas imposibles, EXAM ENEXAM EN ,en mayúsculas y en negrita, cadatrimestre y un trabajo de treintapáginas sobre —¿en serio?— eldictador depuesto que escogieras. Lostemas que Luce se había perdidodurante las primeras semanasaparecían marcados con grandesparéntesis en rotulador negro. En losmárgenes, el señor Cole había

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escrito: «Venga a verme para laelección del trabajo deinvestigación». Si había una maneramás efectiva de hundir a alguien,Luce se moriría de miedo.

Al menos tenía a Arriane sentadaen la fila de atrás. Luce estabacontenta de que ya existiera unprecedente para el envío de mensajesde SOS. Solía intercambiarsemensajes a hurtadillas con Callie,pero, para poder hacer algo parecidoallí, Luce sin duda tendría queaprender a construir aviones depapel. Arrancó una hoja delcuaderno e intentó tomar el de

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Arriane como modelo.Tras minutos de origami

frustrado, otro avión aterrizó en supupitre. Miró hacia Arriane, queasintió con la cabeza y puso los ojosen blanco como diciendo: «Aúntienes mucho que aprender».

Luce se encogió de hombros amodo de disculpa, se volvió de cara ala pizarra y desplegó el segundomensaje:

Ah, y hasta que no tengas buenapuntería, mejor que no me envíesmensajes que tengan algo que vercon Daniel. El tipo que tienes detráses famoso en el campo de fútbolamericano por sus recepciones.

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Era bueno saberlo. Ni siquiera habíavisto que Roland, el amigo de Daniel,se había sentado detrás de ella. Sevolvió apenas y pudo verle las rastascon el rabillo del ojo. Echó unvistazo a su cuaderno abierto yconsiguió leer su nombre completo:Roland Sparks.

—Nada de enviar mensajes —dijoel señor Cole con severidad, lo cualhizo que Luce volviera la cabeza deinmediato para prestar atención—.Nada de copiar, ni de mirar losapuntes de los demás. No pasé por launiversidad para que ustedes meatiendan a medias.

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Luce asintió al unísono con todoslos demás alumnos atontados altiempo que un tercer aviónaterrizaba en medio de su pupitre.

¡Solo quedan 172 minutos!

Ciento setenta y tres agobiantesminutos después, Arriane conducía aLuce a la cafetería.

—¿Qué te ha parecido?—Que tenías razón —respondió

Luce en estado catatónico, mientrastrataba de recuperarse de las tresprimeras horas de clase, que habíansido un suplicio—. ¿Quién querríaenseñar una asignatura tan

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deprimente?—Ah, Cole se relajará pronto.

Siempre que hay alumnos nuevospone esa cara de «nada deimpertinencias». En todo caso —dijoArriane dándole un golpecito con elcodo—, podía haber sido peor. Tepodía haber tocado la señorita Tross.

Luce consultó su horario.—La tengo en Biología por la

tarde —dijo con desazón. En elmismo instante en que Arriane seechaba a reír, Luce sintió unempujón en el hombro. Era Cam,que pasaba a su lado de camino alcomedor. Luce se habría caído si él

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no llega a sujetarla.—Eeeh, cuidado.Sonrió, y ella se preguntó si la

había empujado adrede. Pero noparecía tan infantil. Luce miró aArriane para ver si se había dadocuenta de algo. Arriane arqueó lascejas, casi invitando a Luce a deciralgo, pero ninguna de las dos lo hizo.

Al cruzar los polvorientosventanales que separaban el lóbregovestíbulo de la aún más lóbregacafetería, Arriane cogió a Luce delcodo.

—Evita a toda costa la pechugade pollo frita —le aconsejó mientras

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seguían a la muchedumbre hacia eljaleo del comedor—. La pizza estábuena, el chili es pasable y, dehecho, la sopa de verduras no estámal. ¿Te gusta el pastel de carne?

—Soy vegetariana —respondióLuce. Miraba hacia las mesasbuscando a dos personas enparticular: Daniel y Cam. Se sentiríamucho más cómoda si supiera dóndeestaban, porque así podría comerfingiendo que no los había visto.Pero por el momento no los veía...

—Vegetariana, ¿eh? —Arrianefrunció la boca—. ¿Padres hippies, oes un pobre intento de rebelión?

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—Nada de eso, es solo que a míno...

—¿... te gusta la carne? —Arrianecogió a Luce por los hombros y lahizo girar noventa grados para quepudiera mirar directamente a Daniel,que estaba sentado al otro lado delcomedor. Luce exhaló un profundosuspiro. Allí estaba—. ¿Te refieres atoda clase de carne, esa incluida? —exclamó Arriane— ¿A «él» tampocole hincarías el diente?

Luce le propinó un cachete aArriane y la arrastró hasta la cola.Arriane se estaba partiendo de risa,pero Luce notaba que se había

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sonrojado muchísimo, lo cual debíade resultar espantosamente evidentebajo aquella luz fluorescente.

—Cállate, te ha oído—susurró.Una parte de Luce se alegraba depoder bromear sobre los chicos conuna amiga. Suponiendo que Arrianefuera su amiga.

Todavía estaba confundida por elmodo en que había reaccionadoaquella mañana cuando vio a Daniel.La atracción que sentía hacia él... nopodía entender de dónde venía y, aunasí, ahí estaba otra vez. Se obligó aapartar los ojos de su cabello rubio,de la línea suave de su mandíbula. Se

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negaba a que la pillaran mirando. Noquería darle otro motivo para que lehiciera aquel gesto obsceno con eldedo por segunda vez.

—Bah —se burló Arriane—, estátan concentrado en esa hamburguesaque no oiría ni la llamada de Satán.

Señaló a Daniel, que parecíarealmente concentrado en masticar lahamburguesa. Aunque, para ser másexactos, su aspecto era el de alguienque finge estar muy concentrado enmasticar una hamburguesa.

Luce observó a Roland, el amigode Daniel, que estaba al otro lado dela mesa. La estaba mirando

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directamente. Cuando sus miradas seencontraron, movió las cejas, yaunque Luce no supo con quéintención lo hacía, se sintió algoincómoda.

Luce se volvió hacia Arriane.—¿Por qué todos son tan raros en

este colegio?—No me lo tomaré como una

ofensa —dijo Arriane mientras cogíauna bandeja de plástico y le pasabaotra a Luce—. Ahora pasaré aexplicarte el delicado arte de elegirasiento en la cafetería. Verás, nuncahay que sentarse cerca de... ¡Luce,cuidado!

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Todo lo que hizo Luce fue dar unpaso hacia atrás, pero, al hacerlo,sintió que alguien le propinaba unbrusco empujón. Supoinmediatamente que iba a caerse.Alargó las manos en busca de algo enlo que apoyarse, pero lo único queencontró fue la bandeja llena decomida de otra persona. Se lo llevótodo por delante y cayó en el suelode la cafetería emitiendo un ruidosordo, y con un cuenco de sopa deverduras entero en la cara.

Cuando logró apartarse lossuficientes trozos de remolachapastosa de los ojos para ver, Luce alzó

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la vista. El duendecillo más enfadadoque nunca había visto se hallaba depie ante ella. La chica llevaba el peloteñido de rubio y de punta, exhibíaal menos diez piercings en la cara ytenía una mirada asesina. Le enseñólos dientes a Luce y susurró:

—Si el mero hecho de verte nome hubiese quitado el apetito, tehabría obligado a pagarme otracomida.

Luce se disculpó tartamudeando.Intentó levantarse, pero la chica leclavó el tacón de aguja de su botanegra en el pie. Luce sintió unapunzada de dolor y tuvo que

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morderse el labio para no gritar.—Creo que lo dejaré para otra

ocasión —dijo la chica.—Ya basta, Molly —intervino

Arriane con aire conciliador, y seagachó para ayudar a Luce alevantarse.

Luce se estremeció de dolor. Sinduda el tacón de aguja iba a dejarleun cardenal.

Molly se irguió para enfrentarsea Arriane, y Luce tuvo la sensaciónde que no era la primera vez que seveían las caras.

—Qué deprisa te has hecho amigade la novata —gruñó Molly—. Eso es

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mal comportamiento, A. ¿No sesuponía que estabas en libertadcondicional?

Luce tragó saliva. Arriane nohabía mencionado nada sobre lalibertad condicional. Además,tampoco entendía que aquellotuviera que impedirle hacer nuevasamigas. Pero aquellas palabrasbastaron para que Arriane cerrase elpuño y lo descargase sobre el ojoderecho de Molly.

Molly retrocedió tambaleándose,pero fue Arriane quien llamó laatención de Luce. Había empezado aconvulsionarse, levantando y

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sacudiendo los brazos.Luce se horrorizó al comprender

que se trataba de la pulsera. Estabaemitiendo algún tipo de descarga através del cuerpo de Arriane.Increíble. Sin duda, aquel era uncastigo cruel e inusual. Se le revolvióel estómago al ver cómo le temblabatodo el cuerpo a Arriane pero Lucepudo cogerla justo cuando se iba acaer al suelo.

—Arriane —susurró—, ¿estásbien?

—Genial. —Arriane abrió losojos, parpadeó y al instante volvió acerrarlos.

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Luce dio un grito ahogado; luego,uno de los ojos de Arriane volvió aabrirse.

—Te he asustado, ¿eh? Oh, quétierno. No te preocupes, lasdescargas no van a matarme —musitó—. Solo me hacen más fuerte, yademás, valía la pena ponerle un ojomorado a esa vaca, ¿sabes?

—¡Venga ya, disolveos, disolveos!—tronó una voz ronca a sus espaldas.Randy jadeaba en la puerta de salida,con la cara roja. Ya era un poco tardepara intervenir, pensó Luce, peroentonces vio que Molly se acercabahacia ellas tambaleándose, con los

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tacones de aguja resonando en elsuelo de linóleo. Aquella chica notenía ninguna vergüenza. ¿De verdadquería darle una paliza a Arriane conRandy allí delante?

Por suerte, los fornidos brazos deRandy la detuvieron a tiempo. Mollypataleó intentando liberarse y sepuso a gritar.

—Será mejor que alguienempiece a hablar —les espetó Randyal tiempo que estrujaba a Mollyhasta dejarla sin fuerzas—.Pensándolo mejor, vosotras tres:castigadas mañana por la mañana. Enel cementerio. Al amanecer. —A

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continuación miró a Molly—. Y tú,¿ya te has calmado?

Molly asintió con frialdad, yRandy la soltó. Se agachó para ver aArriane, que seguía en el regazo deLuce con los brazos cruzados sobre elpecho. Al principio Luce pensó queArriane estaba enfurruñada, como unperro rabioso con un collar eléctrico,pero entonces sintió que el cuerpo deArriane daba una pequeña sacudiday comprendió que todavía seencontraba a merced de la pulsera.

—Venga —dijo Randy con untono más suave—, vamos adesconectarte eso. Alargó el brazo

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para ayudar a Arriane a incorporar sucuerpo pequeño y tembloroso, y solose volvió un instante en la puertapara recordarles sus órdenes a Luce yMolly.

—¡Al amanecer!—Lo estoy deseando —respondió

Molly con voz melodiosa, y luego seagachó para coger el plato de pastelde carne que se le había caído de labandeja.

Lo balanceó un segundo porencima de la cabeza de Luce, luego ledio la vuelta y le aplastó la comidacontra el pelo. Luce pudo oír el chofde su propia mortificación al tiempo

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que todos en Espada & Cruzcontemplaban a la nueva alumna, lachica pastel de carne.

—Impagable —dijo Mollymientras sacaba una cámara plateadaminúscula del bolsillo trasero de susvaqueros negros— Di... «pastel decarne» —ordenó con voz cantarinamientras tomaba unos primerosplanos—. Esto quedará genial en miblog.

—¡Bonito sombrero! —se mofóalguien al otro lado de la cafetería.

Luce miró inquieta a Daniel,rezando para que de alguna forma nohubiera presenciado la escena. Pero

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no. Estaba negando con la cabeza yparecía enfadado.

Si hasta ese instante, Luce habíapensado que tenía una oportunidadde levantarse y deshacerse delproblema... literalmente. Perocuando vio la reacción de Daniel...eso la destrozó.

No iba a llorar delante de todasaquellas personas horribles. Tragósaliva con dificultad, se puso en pie yse encaminó a toda prisa hacía lapuerta más cercana; necesitaba unpoco de aire fresco.

Sin embargo, cuando salió, lahumedad sureña de septiembre la

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asfixiaba, la ahogaba. El cielo teníaese color indefinido, un marróngrisáceo de una insipidez tanopresiva que hasta resultaba difícilsaber dónde estaba el sol. Luce fuereduciendo el paso, pero no se detuvohasta llegar al final delaparcamiento.

Deseaba que su coche viejo yabollado estuviera allí, para hundirse,en el asiento de tapicería desgastada,pisar el acelerador, encender elestéreo y largarse de aquel lugar.Pero allí de pie, en el asfalto negro ycaliente, se impuso la realidad: estabaencadenada a aquel lugar, y dos

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enormes puertas metálicas laseparaban del mundo exterior deEspada & Cruz. Además, aunquepudiera escapar... ¿adónde iría?

Aquel mal sabor de boca eracuanto necesitaba saber: aquella erasu última parada, y las cosas nopintaban nada bien.

Era tan deprimente como cierto:Espada & Cruz era todo cuanto tenía.Se llevó las manos a la cara, sabíaque debía volver. Pero, al levantar lacabeza, los restos de comida quehabía en sus manos le recordaron queaún estaba cubierta por el pastel decarne de Molly. Puaj. Primera

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parada, el baño más cercano.De nuevo en el interior, Luce

aprovechó que la puerta del lavabode las chicas aún se balanceaba paracolarse dentro. Gabbe, que ahoraparecía aún más rubia e impecableque Luce (que daba la impresión dehaber estado buceando en uncontenedor de basura), se hizo a unlado. —Huy, perdona, cielo —dijo.Su acento del sur era agradable, perosu cara se arrugó por completo al vera Luce—. Oh, Dios, estás horrible.¿Qué ha pasado?

¿Qué ha pasado? Como si no losupiera ya todo el colegio.

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Seguramente se estaba haciendo latonta para que Luce reviviera lamortificante escena.

—Espera cinco minutos —lerespondió Luce, algo más brusca delo que hubiera querido—. Estoysegura de que aquí los chismes sepropagan como la peste.

—¿Quieres que te deje mi base demaquillaje? —le preguntó Gabbe altiempo que le enseñaba una cajita decosméticos azul pastel—. Todavía note has visto, pero creo que vas a...

—Gracias, pero no. —Luce lacortó y se metió en el baño. Abrió elgrifo sin mirarse al espejo, se mojó la

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cara con agua fría, y por fin se dejóllevar. Mientras lloraba, apretó eldispensador del jabón e intentólimpiarse el pastel de carne de la caracon un poco de aquel polvo rosabarato. Pero aún no sabía qué hacercon el pelo y con su ropa, que sinduda había tenido mejor aspecto yolor. Ahora tampoco era cuestión depreocuparse por causar una buenaprimera impresión a nadie.

La puerta del baño crujió alabrirse, y Luce se pegó a la paredcomo un animal en una jaula. Entróuna chica desconocida, y Luce setensó, temiéndose lo peor.

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La chica era rechoncha y baja, yllevaba un montón de ropasuperpuesta que no lo disimulaba enabsoluto. El cabello negro y rizado lecubría la cara, que era más bienancha, y usaba unas gafas de colorpúrpura que se tambaleaban cuandose sorbía la nariz. Parecía bastantesencilla, pero eso no significabanada, las apariencias engañan.Ocultaba las manos tras la espalda,un detalle que, después de todo loque le había sucedido a Luce aqueldía, no le infundía mucha confianza.

—Oye, se supone que no deberíasestar aquí sin autorización... —le dijo

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la chica. Por el tono uniforme de suvoz parecía que estaba hablando enserio.

—Lo sé. —La mirada de la chicaconfirmaba la sospecha de Luce, eraimposible tomarse un respiro enaquel lugar. Empezó a suspirar,vencida—. Yo solo quería...

—Es broma —le dijo la chica;sonrió, miró al techo y adoptó unapostura más relajada—. He pilladoun poco de champú del vestuariopara ti —añadió, mostrándole dosinofensivas botellas de plástico dechampú y de acondicionador—.Venga —le dijo al tiempo que le

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acercaba una silla plegabledestartalada—, vamos a lavarte bien.Siéntate.

De los labios de Luce brotó unsonido inédito, entre gemido y risa almismo tiempo. Supuso que era unsonido de alivio. En realidad, aquellachica estaba siendo agradable conella, no agradable como alguienpodría llegar a serlo en unreformatorio, sino agradable comouna persona normal. Y sin ningúnmotivo aparente, lo cual le provocótal perplejidad que casi pierde elequilibrio.

—¿Gracias? —logró articular

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Luce, que todavía no acababa de darcrédito a cuanto estaba sucediendo.

—Oh, y seguramente necesitaráscambiarte —dijo la chica. Miró sujersey negro y se lo quitó; debajollevaba otro idéntico.

Al ver la cara de sorpresa de Luce,añadió:

—¿Qué quieres que te diga?Tengo un sistema inmunitario hostil.Me veo obligada a llevar un montónde ropa.

—Bueno, ¿y estarás bien sin este?—preguntó Luce, más que nada poreducación, pues lo cierto era quehabría hecho cualquier cosa por

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quitarse de encima aquella capa decarne que llevaba adherida.

—Claro —contestó, haciendo ungesto con la mano para restarleimportancia—. Tengo tres másdebajo, y un par más en el vestuario,así que no te preocupes. Me duelever a una vegetariana cubierta decarne: me pongo en el lugar de losdemás con facilidad.

Luce se preguntó cómo aquellaextraña podía saber cuáles eran suspreferencias alimenticias, aunquealgo la intrigaba más:

—Eh... oye, ¿por qué eres tanbuena conmigo?

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La chica rió, suspiró y negó conla cabeza.

—No todo el mundo en Espada &Cruz es una puta o un chulo deplaya.

—¿Eh?—«Cruz & Espada... Putas y

chulos de playa», es el pareado másbien cutre que utilizan en el pueblopara referirse a esta escuela, aunqueestá claro que aquí no hay auténticoschulos de playa. No voy a aburrirtecon los nombres más vulgares que seles han ocurrido.

Luce rió.—Lo que quería decir es que no

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todo el mundo aquí es un completoimbécil.

—¿Solo la mayoría? —preguntóLuce, y al instante se odió por sonartan negativa. Pero había sido unamañana tan larga, y le habían pasadotantas cosas, que quizá aquella chicala perdonaría por haber sido un pocobrusca.

Para su sorpresa, la chica sonrió.—Exactamente. Y por su culpa

los demás tenemos que cargar con elnombre. —Extendió la mano—. SoyPennyweather van Syckle—Lockwood. Pero puedes llamarmePenn.

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—Entendido —dijo Luce,demasiado cansada para darse cuentade que, en una vida anterior, quizáhabría reprimido una risa al oír unnombre así. Sonaba como si lohubieran sacado directamente de laspáginas de una novela de Dickens.Aquella chica, que incluso con unnombre así se las arreglaba parapresentarse sin complejos, tenía algoque le inspiraba confianza—. Yo soyLucinda Price.

—Y todo el mundo te llama Luce—prosiguió Penn—. Y te hantrasladado del internado Dover, deNew Hampshire.

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—¿Cómo sabes todo eso? —lepreguntó Luce lentamente.

—Ah, ¿sí? ¿Lo he adivinado? —Penn se encogió de hombros—. No,es broma, leí tu ficha, claro. Es unaafición que tengo.

Luce la miró sin expresión. Quizáse había precipitado al pensar quepodía confiar en ella. ¿Cómo podíaPenn tener acceso a su ficha? Pennhizo correr el agua; cuando saliócaliente, le indicó a Luce que bajarala cabeza para ponerla bajo el grifo.

—Verás, la cuestión es que —explicó— yo no estoy loca. —Levantó la cabeza mojada de Luce—.

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Sin ánimo de ofender. —Volvió abajársela—. Soy la única chica deeste colegio que no está aquí pororden judicial. Y quizá no lo creas,pero estar legalmente sana tiene susventajas. Por ejemplo, soy la única ala que le permiten ser ayudanteadministrativa. Lo cual no es muyinteligente por su parte, pues tengoacceso a un montón de mierdaconfidencial.

—Pero si no tienes que estaraquí...

—Cuando tu padre es el bedel delcolegio, de alguna forma te dejan irpor libre, así que... —Penn dejó de

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hablar.¿El padre de Penn era el bedel?

Por el aspecto del lugar, a Luce nisiquiera se le había pasado por lacabeza que tuvieran un bedel.

—Ya sé lo que estás pensando —dijo Penn, mientras ayudaba a Luce alavarse los últimos restos de salsa delpelo—. Que las instalaciones noestán especialmente bien cuidadas,¿verdad?

—No —mintió Luce, porquequería caerle bien y alargar el rollode sé—mi—amiga, y no tenía elmenor interés en aparentar que leimportaba de verdad con qué

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frecuencia se cortaba el césped enEspada & Cruz—. No, no, están muybien.

—Mi padre murió hace dos años—explicó Penn con tranquilidad—.Consiguieron que el viejo directorUdell se convirtiera en mi tutorlegal, pero nunca llegaron a contratara un sustituto de papá.

—Lo siento —dijo Luce bajandola voz. Así que allí había alguien quesabía lo que era superar una pérdidaimportante.

—No pasa nada —repuso Penn, yse echó un chorro de acondicionadoren la palma—. De hecho, la escuela

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está muy bien. Me gusta muchoestar aquí.

Luce levantó la cabeza de golpe,salpicando de agua todo el baño.

—¿Estás segura de que no estásloca? —bromeó.

—Es coña. Odio este lugar, es unamierda.

—Pero tú puedes irte —dijo Luceladeando la cabeza con curiosidad.

Penn se mordió el labio.—Sé que es un poco tétrico, pero,

incluso si no estuviera atada a Udell,no podría irme. Mi padre está aquí.—Señaló el cementerio, que no seveía desde donde estaban—. Es todo

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lo que tengo.—Supongo que eso es más de lo

que otros tienen en este colegio —dijo Luce, pensando en Arriane.Recordó cómo le había cogido de lamano antes en el patio, y aquellamirada suplicante en sus ojos cuandole hizo prometer a Luce que sepasaría por su habitación esa noche.

—Se pondrá bien —dijo Penn—.No sería lunes si a Arriane no lallevaran a la enfermería víctima deun ataque.

—Pero no ha sido un ataque —replicó Luce—. Ha sido la pulsera.Lo he visto. Le estaba dando una

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descarga.—En Espada & Cruz tenemos una

definición muy amplia de qué es un«ataque». Por ejemplo, Molly, tunueva enemiga, ha tenido algunoslegendarios. Siguen diciendo que levan a cambiar la medicación. Consuerte, tendrás el placer de presenciaral menos una buena ida de olla antesde que lo hagan.

Penn estaba muy bien informada.A Luce se le pasó por la cabezapreguntarle cuál era el historial deDaniel, pero pensó queprobablemente era mejor no tratar desatisfacer su intenso y complicado

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interés por él, de momento. Al menoshasta que pudiera hacerse una ideaclara de lo que sentía.

Notó cómo las manos de Penn leescurrían el cabello.

—Bueno, ya hemos acabado —dijo Penn—. Creo que ya estáscompletamente libre de carne.

Luce se miró en el espejo y semesó el pelo. Penn tenía razón.Aparte de la conmoción emocional ydel dolor en el pie derecho, ya noquedaba ninguna señal de la peleacon Molly en el comedor.

—Me alegro de que tengas elpelo corto —añadió Penn—. Si lo

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hubieras tenido tan largo como en lafoto de la ficha, nos habría llevadomucho más tiempo.

Luce la miró boquiabierta.—Parece que no tendré que

perderte de vista, ¿verdad? Penn larodeó con su brazo y la llevó decamino a la puerta.

—Si me haces caso, nadie saldráherido.

Luce la miró con preocupación,pero el rostro de Penn no dejabaentrever nada.

—Estás de broma, ¿no? —preguntó Luce.

Penn sonrió, repentinamente

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contenta.—Venga, va, que tenemos que ir

a clase. ¿No te alegra que por latarde estemos en el mismo edificio?

Luce se rió.—¿Cuándo vas a parar de saberlo

todo sobre mí?—No en un futuro próximo —

dijo Penn mientras la guiaba hacia elvestíbulo y luego hacia el cenicientoedificio donde estaban las aulas—.Pronto estarás encantada, te loprometo, resulta muy ventajosotenerme como amiga.

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33

Al anochecerAl anochecer

Luce caminaba hacia su habitación

por el vestíbulo frío y húmedo de laresidencia arrastrando de la bolsa rojade Camp Gurid, de la que colgabauna correa rota. Las paredes tenían elcolor de una pizarra llena de polvo, yen todo el lugar reinaba un silencioextraño que solo rompía el zumbidomonótono de los fluorescentes quecolgaban del mohoso techo falso.

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Lo que más le sorprendía a Luceeran todas aquellas puertas cerradas.En Dover, siempre había deseado másintimidad, un descanso de las fiestasque se montaban a todas horas en laresidencia. Allí no podía llegar a suhabitación sin tropezarse con unareunión de chicas con las piernascruzadas y los vaqueros idénticos, ouna pareja enrollándose contra lapared.

Pero en Espada & Cruz... bueno,o todos habían comenzado ya sustrabajos trimestrales de treintapáginas... o el tipo de vida social deaquel lugar era más bien de puertas

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adentro.Hay que reconocer que las

puertas en sí eran algo digno deverse. Si los alumnos de Espada &Cruz disponían de recursos parasaltarse las normas de vestimenta,cuando se trataba de personalizar susespacios también eran sencillamenteingeniosos. Luce ya había pasadofrente a una puerta con una cortinacon cuentas, y por delante de otraque tenía un felpudo de bienvenidacon un detector de movimientos quela invitó a «mover el culo».

Se detuvo ante la única puertaintacta del edificio. Habitación 63.

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Hogar, amargo hogar. Rebuscó en elbolsillo frontal de su mochila hastadar con la llave, respiró hondo yabrió la puerta de su celda.

Resultó no ser tan terrible. O talvez no fuera tan terrible comoesperaba Luce. Había una ventana deun tamaño decente que abrió paradejar entrar el aire un poco menosagobiante de la noche. Y a través delas barras de acero, la imagen de lasinstalaciones a la luz de la lunaresultaba, en cierto modo,interesante, si no prestaba demasiadaatención al cementerio de más allá.Había un armario y un lavamanos

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pequeño, un escritorio dondeestudiar... Pensándolo bien, lo mástriste que Luce veía en la habitaciónera a sí misma reflejada en el espejode cuerpo entero que había detrás dela puerta.

Apartó la mirada con rapidez,porque sabía demasiado bien quépodía encontrar en ese reflejo: la caracansada y demacrada, los ojos decolor avellana que dejaban entreverla angustia, el cabello que parecía elpelo del caniche histérico que teníanen casa después de una tormenta. Eljersey de Penn le quedaba como unsaco y estaba temblando. Las clases

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de la tarde no habían sido mejoresque las de la mañana, sobre todo porel hecho de que su peor temor sehabía materializado: la escuela enteraya había empezado a llamarla Pastelde Carne, por el cantante de MeatLoaf. Y por desgracia, más o menoscomo con su tocayo, parecía que elapodo iba a perdurar.

Quería deshacer las maletas yconvertir la genérica habitación 63en su propia habitación, un lugaradonde podría ir para estar sola ysentirse bien, pero solo llegó a abrirla cremallera de la bolsa antes dedesplomarse destrozada en la cama.

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Se sentía tan lejos de casa... Solohabía veintidós minutos en cochedesde la desvencijada puerta traserade su hogar hasta la cancela oxidadade Espada & Cruz, pero podían habersido perfectamente veintidós años.

Esa mañana, durante la primeraparte del viaje en silencio con suspadres, los barrios que había vistoeran todos más o menos iguales:suburbios-dormitorio de la clasemedia del sur. Pero luego el caminopasó a ser una carretera elevadarumbo a la costa, y el paisaje sevolvió cada vez más cenagoso. Losmanglares marcaban la entrada a los

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pantanos, pero al cabo de pocoincluso estos desaparecían, y lasúltimas diez millas hasta Espada &Cruz eran deprimentes, de un marróngrisáceo, monótonas, abandonadas.La gente de Thunderbolt, su antiguohogar, siempre bromeaba sobre elextrañamente famoso hedor apodrido de aquel lugar: sabías queestabas en las marismas cuando elcoche empezaba a apestar a abonoencharcado.

Aunque Luce había crecido enThunderbolt, en realidad no conocíademasiado bien las zonas que estabanmás al este del condado. Cuando era

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niña, sencillamente, había supuestoque era porque no había nada quever allí, porque todas las tiendas, loscolegios y toda la gente a la queconocía su familia estaban en laparte oeste. El este estaba menosdesarrollado. Eso era todo.

Echó de menos a sus padres, quele habían pegado un Post-it en laprimera camiseta que vio al abrir labolsa: «¡Te queremos! ¡Los Pricenunca se rinden!» Echaba de menossu habitación, que tenía vistas a lastomateras de su padre. Echaba demenos a Callie, que seguramente yale habría enviado al menos diez

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mensajes tipo «no-te-lo-vas-a-creer».Echaba de menos a Trevor...

Bueno, tampoco era esoexactamente. Lo que echaba demenos era cómo se había sentido alhablar por primera vez con Trevor, ytener a alguien en quien pensarcuando no podía dormir por lasnoches, un nombre que garabatearcomo una tonta en sus cuadernos. Laverdad era que Luce y Trevor notuvieron tiempo suficiente paraconocerse bien el uno al otro. Elúnico recuerdo que tenía era unafoto que les hizo Callie a escondidasdesde el otro lado del campo de

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fútbol mientras Trevor hacíaflexiones, cuando él y Luce hablarondurante quince segundos sobre...hacer flexiones. Y la única cita quetuvo con él no fue siquiera unaverdadera cita, solo una hora robadacuando se escabulleron de la fiesta.Una hora de la que se iba aarrepentir el resto de su vida.

Todo había empezado de formabastante inocente, dos personas quevan a dar un paseo por el lago, perono pasó mucho tiempo antes de queLuce comenzara a sentir las sombrasmerodeando por encima de sucabeza. Entonces Trevor la besó, y

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una ola de calor inundó el cuerpo deLuce, y los ojos de él se pusieron enblanco de terror... Segundos después,la vida tal y como la conocía se habíaido al traste.

Luce se revolvió en la cama yescondió la cabeza entre los brazos.Se había pasado meses llorando lamuerte de Trevor y en ese momento,tendida en aquella habitaciónextraña, con los muelles del colchónclavándosele en la piel, sintió lafutilidad egoísta que lo dominabatodo. No había conocido a Trevormejor de lo que había conocido a...bueno, Cam.

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Un golpe en la puerta hizo queLuce se levantara de inmediato.¿Quién podía saber que ella estabaallí? Se acercó de puntillas a lapuerta y la abrió. Asomó la cabezapor el pasillo totalmente vacío. Nohabía oído pasos fuera y no habíaseñal alguna de que alguien acabarade llamar a la puerta.

Excepto por el avión de papelque habían clavado con una tachuelade latón en el centro del tablero decorcho que había junto a la puerta.Luce sonrió al ver su nombre escritocon rotulador negro en el ala, perocuando desplegó la nota solo había

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una flecha negra que apuntabaabajo, hacia el vestíbulo.

Arriane la había invitado a suhabitación esa noche, pero aquellohabía sido antes del incidente conMolly en el comedor. Luce miró elpasillo vacío y se preguntó si debíaseguir la flecha misteriosa. Luegoobservó su bolsa gigante, que aúnestaba por deshacer. Se encogió dehombros, cerró la puerta, se metió lallave en el bolsillo y empezó acaminar.

Se detuvo delante de una puertaen el otro extremo del pasillo paracontemplar el enorme póster de un

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músico ciego que sabía, por lacolección de discos de su padre, quetocaba la armónica de formaincreíble. Se acercó para leer elnombre que figuraba en el corcho dela puerta y dio un salto al ver que setrataba de la habitación de RolandSparks. Enseguida, y de un modoirritante, una pequeña parte de sucerebro empezó a calcular lasposibilidades de que Roland estuvieracon Daniel, y de que únicamente losseparara una delgada puerta.

Un zumbido mecánico lasobresaltó. Miró directamente a lacámara de vigilancia colgada sobre la

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puerta de Roland. Las rojas.Enfocando de cerca cada uno de susmovimientos. Retrocedió,avergonzada por razones queninguna cámara podría discernir. Detodas formas, había ido allí a ver aArriane, cuya habitación, descubrió,estaba justo al otro lado del pasillo,frente a la de Roland.

Delante de la habitación deArriane, Luce sintió una pequeñapunzada de ternura. La puerta enteraestaba cubierta de pegatinas, algunasde ellas de verdad, y otras claramentecaseras. Había tantas que sesolapaban, cada lema cubría

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parcialmente y a menudocontradecía al anterior. Luce rió envoz baja al imaginar a Arrianejuntando pegatinas de formaindiscriminada (LOSGOBERNANTES SONMEZQUINOS... MI HIJA ESUNA J... ALUMNA DE ESPADA& CRUZ... VOTA NO A LAPROPUESTA DE LEY 666), yluego pegándolas de maneracaprichosa, pero entregada, en elpanel de la puerta.

Luce se podía haber pasado unahora leyendo la puerta de Arriane,pero pronto se dio cuenta de que

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estaba frente a la puerta de unahabitación a la que solo suponía quela habían invitado. Entonces vio elsegundo avión de papel. Lodesprendió del tablero de corcho ydesplegó el mensaje:

Querida Luce:Si al final has venido para pasar

un rato, ¡guay! Vamos a llevarnosmuuuy bien.

Si me has dejado colgada,entonces... ¡saca tus pezuñas de estanota personal, Roland!

¿Cuántas veces tengo quedecírtelo? Dios...

De todas formas: sé que te hedicho que quedábamos esta noche,pero he tenido que pirarme

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directamente de la sesión derecuperación de la enfermería (laparte buena de mi tratamientoeléctrico de hoy) para recuperar laclase de Biología con la Albatros. Osea que, ¿lo dejamos para otro día?

Besos psicóticos,A.

Luce se quedó de pie con la nota enla mano sin saber qué hacer. Laaliviaba saber que alguien cuidaba deArriane, pero aun así le habíagustado verla en persona. Quería oírpor sí misma el tono despreocupadode la voz de Arriane, y de este modosabría cómo sentirse con respecto a lo

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sucedido aquel día en la cafetería.Pero allí, de pie en el pasillo,

Luce se sentía aún más incapaz deprocesar todo lo ocurrido. Un pánicosordo se apoderó de ella en cuantofue consciente de que habíaanochecido, y estaba sola, en Espada& Cruz.

Oyó el crujir de una puerta a susespaldas. Una franja de luz se abriópaso hasta sus pies y oyó la músicaque provenía de la habitación.

—¿Qué estás haciendo? —EraRoland, de pie en la puerta con unacamiseta blanca hecha polvo y unostéjanos. Llevaba las rastas recogidas

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en una cola con una goma amarillasostenía una armónica cerca de laboca.

—He venido a ver a Arriane —dijo Luce, reprimiendo el deseo decomprobar si había alguien más en lahabitación—. Teníamos que...

—No hay nadie —respondió entono misterioso.

Luce no sabía si se refería aArriane, a los demás alumnos de laresidencia, o a que Roland tocóalgunos compases con la armónicasin dejar de mirarla. Luego abrió lapuerta un poco más y arqueó lascejas. Ella no supo si la estaba

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invitando a entrar.—Bueno, solo me he pasado de

camino de la biblioteca —mintió conrapidez, y empezó a irse por dondehabía venido—. Hay un libro quequiero consultar.

—Luce —dijo Roland.Ella se volvió. Aún no los habían

presentado, y no esperaba que élsupiera su nombre. Roland le dirigióuna sonrisa y con la armónica leindicó la dirección contraria.

—La biblioteca está hacia allí —dijo, y luego se cruzó de brazos—.No te pierdas las coleccionesespeciales que hay en el ala este.

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Valen la pena.Le pareció tan normal, mientras

le decía adiós con la mano y tocabauna melodía de despedida. Pensó quequizá antes se había puesto nerviosaporque se trataba de un amigo deDaniel, pero, por lo que sabía,Roland podía ser un chico muyagradable. Se le fue subiendo elánimo mientras caminaba por elpasillo. Aunque la nota de Arrianehabía sido brusca y sarcástica, luegohabía tenido un encuentro decentecon Roland Sparks; y, además, dehecho sí quería ir a la biblioteca. Lascosas iban mejorando.

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Cerca del final del pasillo, dondese torcía para llegar a la biblioteca,Luce encontró la única puertaentreabierta que había en la planta.No estaba decorada, pero la habíanpintado de negro. Al acercarse, Lucepudo oír la música heavy metal quesonaba dentro. Ni siquiera se tuvoque parar a leer el nombre en lapuerta: era la de Molly.

Luce se apresuró, repentinamenteconsciente del ruido de cada paso quedaban sus botas negras de montar.No se dio cuenta de que había estadoaguantando la respiración hasta queempujó las puertas de madera

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veteada de la biblioteca y espiró.Miró alrededor de la biblioteca y

la invadió una sensación detranquilidad. Siempre le habíaencantado el dulce y ligero olor aviejo que solo una sala llena de librosdespedía y se dejó llevar por el sonidosuave y ocasional de las hojas alpasar. La biblioteca de Doversiempre había sido su refugio, y Lucese sintió aliviada al ver que aquellatambién podía darle esa mismasensación de santuario. Casi no podíacreer que aquel lugar estuviera enEspada & Cruz. Resultaba casi...resultaba... atrayente.

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Las paredes eran de color caobaoscuro, y los techos, altos. A un ladohabía una chimenea de ladrillo, yunas largas mesas de maderailuminadas por lámparas antiguascon pantallas verdes, pasillos llenosde libros que se extendían más alláde la vista. Cuando traspasó elumbral, una gruesa alfombra persaamortiguó el taconeo de sus botas.

Había unos pocos alumnosestudiando, ninguno al que Luceconociera de nombre, pero inclusolos que tenían más pinta de punkisparecían menos peligrosos con lacabeza hundida en un libro. Se

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acercó al mostrador principal, queera un gran mueble circular en mediode la sala. Había pilas de libros ypapeles, y un desorden acogedor, conun aire intelectual que a Luce lerecordó la casa de sus padres. Lasmontañas de libros eran tan altas quecasi no se podía ver a la bibliotecariaque se hallaba sentada tras ellas.Estaba husmeando entre el papeleocon el ímpetu de un buscador de oro.Cuando Luce se acercó, asomó lacabeza por encima del muro depapel.

—Hola —saludó la mujer con unasonrisa (sí, sonreía). No tenía el

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cabello gris, sino plateado, con unaespecie de brillo que resplandecíaincluso a la suave luz de labiblioteca. Su cara parecía vieja yjoven a la vez. Tenía la piel pálida,casi incandescente, los ojos de unnegro intenso y una naricitarespingona. Cuando se dirigió aLuce, se arremangó las mangas deljersey de cachemira blanco, dejandoal descubierto un montón debrazaletes de perlas que llevaba enambas muñecas—. ¿Puedo ayudarteen algo? —preguntó en un risueñosusurro.

Luce se sintió cómoda con

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aquella mujer al instante y miró laplaca del mostrador con lainscripción de su nombre: SophiaBliss. Deseó tener algo que pedirle.

Aquella mujer era la primeraautoridad que había visto en todo eldía con quien realmente le habríagustado tratar. Pero Luce solo estabadeambulando... y entonces se acordóde lo que le había dicho RolandSparks.

—Soy nueva aquí —le explicó—.Lucinda Price. ¿Podría decirmedónde está el ala este?

La mujer la miró con la sonrisa de«a-ti-te-gusta-leer» que siempre le

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dedicaban todos los bibliotecarios.—Por allí —respondió, y señaló

una hilera de ventanas altas al otrolado de la sala—. Yo soy MissSophia, y si mi lista es correcta, estásen mi seminario de Religión de losmartes y los jueves. ¡Ah, lo vamos apasar bien! —Le guiñó un ojo—.Entretanto, si necesitas algo más,estaré aquí. Encantada de conocerte,Luce.

Luce le dio las gracias con unasonrisa, le dijo que al día siguiente severían en clase y se dirigió hacia lasventanas. Fue entonces cuando sequedó pensando en la forma extraña

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e íntima con que la mujer la habíallamado por su diminutivo.

Había atravesado la sala principaly estaba pasando entre las estanteríasaltas y elegantes cuando unapresencia oscura y macabra se cerniósobre su cabeza. Miró hacia arriba.

«No. Aquí no, por favor.Dejadme al menos este lugar.»

Cuando las sombras iban yvenían, Luce nunca estaba segura delo que harían ni de cuánto tiempotardarían en volver.

En ese momento no sabía quépodría ocurrir, pues había notadoalgo distinto. Estaba aterrorizada, sí,

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pero no tenía frío. De hecho, sehabía ruborizado ligeramente. En labiblioteca hacía calor, pero no tanto.Y entonces sus ojos vieron a Daniel.

Estaba de cara a la ventana, deespaldas a ella, inclinado sobre unestrado en el que se leíaCOLECCIONES ESPECIALES enletras blancas. Llevaba las mangas dela vieja chaqueta de pielarremangadas hasta los codos, el pelorubio resplandecía bajo la luz. Teníalos hombros estaban encorvados y, denuevo, Luce deseó instintivamenteque la abrazase; pero se sacó aquellaidea de la cabeza y se puso de

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puntillas para poder verlo mejor. Nopodía estar segura, pero, desde dondeestaba, le pareció ver que estabadibujando algo.

Mientras observaba losmovimientos ligeros de su cuerpo aldibujar, Luce sintió que se abrazabapor dentro, como si se hubieratragado algo ardiendo. No podíadecir por qué, y no parecíarazonable, pero tenía elpresentimiento de que Daniel laestaba dibujando.

No debería ir hacia él. Despuésde todo, ni siquiera lo conocía ynunca había hablado con él. Hasta el

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momento sus comunicaciones sehabían limitado a un dedo corazónen alto y un par de miradas asesinas.Aunque, por alguna razón, sintió queera importante averiguar qué habíadibujado en el cuaderno.

Fue entonces cuando sintió lasacudida del sueño que había tenidola noche anterior. De repente, lellegó un brevísimo destello: eranoche cerrada, una noche húmeda yfría, y ella iba vestida con ropa largay holgada. Estaba apoyada contrauna ventana con cortinas, en unahabitación que no le resultabafamiliar. Solo había otra persona allí,

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un hombre... o un chico, no llegó averle la cara. Esbozaba su retrato enun bloc grueso de papel: el cabello deLuce, su cuello, el contorno exactode su perfil. Permaneció detrás de él,demasiado asustada para hacerlenotar su presencia, y demasiadointrigada para marcharse.

De pronto, Luce dio un paso alfrente al sentir que algo le pellizcabael hombro y a continuación flotabasobre su cabeza. La sombra habíareaparecido. Era negra, y tan espesacomo una cortina.

El latido de su corazón se hizotan fuerte que dejó de oír el crujido

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oscuro de las sombras y el sonido desus propios pasos. Daniel alzó la vistay pareció dirigir los ojos al lugarexacto donde flotaba la sombra, perono se sobresaltó como Luce.

Por supuesto, él no podía verlas.Dirigió su mirada tranquila más alláde la ventana.

Luce cada vez tenía más calor, yestaba tan cerca que pensaba que élnotaría aquel calor emanando de supiel.

Con cuidado, trató de ver eldibujo por encima de su hombro. Porun instante, su mente vio la páginacon la curva de su propio cuello

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desnudo esbozada a lápiz. Peroentonces parpadeó y, cuando volvió aenfocar el papel, tragó saliva condificultad.

Era un paisaje. Daniel estabadibujando la vista del cementeriodesde la ventana con todo detalle.Luce nunca había visto nada que laentristeciera tanto.

Ni siquiera sabía por qué. Erauna locura —incluso para ella—haber esperado que su extrañaintuición se materializara. Daniel notenía ninguna razón para dibujarla.Lo sabía. De la misma forma quesabía que él no tenía por qué haberle

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hecho aquel gesto por la mañana.Pero lo había hecho.

—¿Qué haces por aquí? —lepreguntó. Cerró el cuaderno y lamiró con seriedad. Sus labioscarnosos tenían una expresión seria,y sus ojos grises parecían apagados.No parecía enfadado, para variar;parecía exhausto.

—He venido a ver un libro de lasColecciones Especiales —dijo convoz temblorosa. Pero cuando miró asu alrededor se dio cuenta del error.Colecciones Especiales no era unasección de libros, sino una zonaabierta en la biblioteca para una

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exposición de arte sobre la GuerraCivil. Daniel y Ella estaban en unapequeña galería donde se exhibíanbustos de bronce de héroes de guerra,vitrinas de cristal llenas de viejospagarés y mapas de la Confederación.Era la única sección de la bibliotecadonde no había ni un solo libro queconsultar.

—Suerte con eso —replicóDaniel, y abrió de nuevo su bloc,como si le dijera adiós de formaanticipada.

Luce tenía un nudo en la lengua,estaba avergonzada, y habría deseadosalir de allí corriendo. Sin embargo,

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las sombras seguían vagando a sualrededor y, por alguna razón, Lucese sentía mejor cuando estaba cercade Daniel. No tenía sentido, porqueno había nada que él pudiera hacerpara protegerla de ellas.

Estaba clavada en el suelo. Él lamiró y suspiró.

—Déjame preguntarte algo, ¿tegusta que te acosen?

Luce pensó en las sombras y en loque le estaban haciendo en esepreciso momento. Sin pensarlo, negócon la cabeza bruscamente.

—Vale, pues ya somos dos. —Seaclaró la garganta y la miró, dándole

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a entender de forma inequívoca queella era la intrusa.

Quizá podría explicarle que sesentía un poco mareada y que solonecesitaba sentarse un minuto.

—Verás, ¿podría...? —empezó adecir. Pero Daniel cogió el bloc y sepuso de pie.

—He venido aquí para estar solo—la interrumpió—. Si no vas a irte,lo haré yo.

Metió el bloc en la mochila.Cuando pasó a su lado, sus hombrosse tocaron. Aunque el contacto fuemuy breve, y aunque llevaban variascapas de ropa, Luce sintió una

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descarga de electricidad estática.Por un momento, Daniel también

se quedó parado. Se volvieron paramirarse, y Luce abrió la boca. Pero,antes de que pudiera hablar, Danielya había dado media vuelta ycaminaba a paso ligero hacia lapuerta. Luce se lo quedó mirandomientras las sombras flotaban encírculos sobre su cabeza y acontinuación salían por la ventanapara desaparecer en la noche.

La estela de frío que dejaron lahizo temblar, y durante un buen ratose quedó de pie en la zona de lasColecciones Especiales, acariciándose

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el hombro que había tocado Daniel ysintiendo cómo aquel calor ibadesapareciendo.

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El turno delEl turno delcementeriocementerio

Aaah, martes. Día de gofres. Hasta

donde alcanzaba a recordar, losmartes de verano significaban caféfrío, cuencos a rebosar de frambuesasy nata montada y una pilainacabable de gofres dorados ycrujientes. Incluso ese verano,cuando sus padres ya empezaban a

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mostrar cierto miedo de ella, Lucepodía contar con el día de gofres.Podía estar remoloneando en la camaun martes por la mañana y, antes deser consciente de nada más, saberinstintivamente qué día era.

Luce inhaló, mientras volvía en sílentamente, y repitió la operacióncon algo más de entusiasmo. No, noolía a masa de mantequilla y nata,sino al perfume avinagrado de lapintura desconchada. Se desperezó yobservó la estrecha habitación.Parecía la foto del «antes» de uno deesos programas en los que se renuevauna casa. La larga pesadilla que

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había sido el lunes le volvió a lacabeza: la renuncia a su móvil, elaccidente con el pastel de carne y losojos centelleantes de Molly en elcomedor, Daniel alejándose de ellaen la biblioteca... Luce no tenía niidea de por qué él la trataba tan mal.

Se incorporó en la cama y mirópor la ventana. Todavía era de noche,y aún no había ni rastro del sol en elhorizonte. Jamás se levantaba tantemprano y, de hecho, no recordabahaber visto nunca la salida del sol. Enrealidad, había algo en el amanecerque siempre la había puesto nerviosa.Durante aquellos momentos de

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espera, justo antes de que el solasomara por el horizonte, se sentó enla oscuridad y miró más allá de lafranja de árboles. El momento demayor audiencia para las sombras.

Luce exhaló un suspiro sonoro ynostálgico, lo cual hizo que echara demenos su casa y se sintiera más solatodavía. ¿Qué iba a hacer durante lastres horas entre el amanecer y suprimera clase? «Amanecer»... ¿porqué resonaba aquella palabra en sucabeza? Oh. Mierda. Se suponía quedebía estar cumpliendo su castigo.

Se levantó de la cama como pudo,se tropezó con la bolsa aún por

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deshacer y sacó otro aburrido jerseynegro que estaba sobre una pila deaburridos jerséis negros. Se puso losvaqueros negros que llevaba el díaanterior, hizo una mueca al ver eldesastroso estado de su pelo e intentópeinarse un poco con los dedosmientras salía por la puerta a todaprisa

Llegó a la cancela de hierroforjado del cementerio sin aliento.Aquel omnipresente olor a calhervida la asfixiaba, y además sesentía demasiado sola con suspensamientos. ¿Dónde estaban losdemás? ¿Es que no tenían la misma

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definición de «amanecer»? Miró lahora en su reloj. Ya eran las seis ycuarto.

Todo lo que le habían dicho esque se encontrarían en el cementerio,y Luce estaba bastante segura de queesa era la única entrada. Se quedódelante de la verja, donde el asfaltoarenoso del aparcamiento daba paso aun manglar lleno de malas hierbas.Vio un diente de león solitario, y sele pasó por la cabeza que una Lucemás joven lo habría cogido, y habríasoplado pidiendo un deseo, pero enaquel momento sus deseos erandemasiado grandes para algo tan

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pequeño.Las puertas labradas de la cancela

eran lo único que separaba elcementerio del aparcamiento, lo cualllamaba bastante la atención en unaescuela donde había alambre de púaspor todas partes. Luce pasó la manopor la cancela, resiguiendo el diseñofloral con los dedos; debía de ser de laépoca de la Guerra Civil, como lehabía contado Arriane, de cuando elcementerio se usaba para enterrar alos soldados caídos. Cuando laescuela anexa no era un hogar parapsicóticos caprichosos. Cuando ellugar tenía menos maleza y no

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resultaba tan sombrío.Era extraño... el resto del

complejo era plano como una hoja depapel, pero de alguna manera elcementerio tenía una forma cóncava,como si fuera un cuenco. Desde allípodía divisar toda la pendiente que seextendía ante ella. Hileras y máshileras de lápidas sencillas sealineaban como espectadores en unestadio.

Pero hacia la mitad, en el puntomás bajo del cementerio, el caminogiraba hacia un laberinto de tumbasmás grandes y talladas, estatuas demármol y mausoleos.

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Probablemente, para los oficiales dela Confederación, o para los soldadosque provenían de familias adineradas.Seguramente, de cerca seríanbonitas, pero desde donde Luce seencontraba daba la impresión de queel peso de las lápidas hundía elcementerio, casi como si todo ellugar estuviera desapareciendo porun desagüe.

Oyó unos pasos detrás de ella.Luce se dio la vuelta y vio una figuraachaparrada y vestida de negro quesalía de detrás de un árbol. ¡Penn!Tuvo que contenerse para noabrazarla. Luce nunca había estado

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tan contenta de ver a alguien,aunque le costaba creer que hubierancastigado a Penn alguna vez.

— ¿No llegas tarde? —preguntóPenn. Se paró a unos pasos de Luce ysacudió la cabeza como diciendo:«Ay, pobre novata».

—Llevo diez minutos aquí —repuso Luce—. ¿No eres tú la quellega tarde? Penn sonrió consuficiencia.

—Para nada, suelo levantarmetemprano. A mí nunca me castigan.—Se encogió de hombros y se subiólas gafas color púrpura—. Pero tú síque estás castigada junto con otras

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cinco almas desafortunadas, que eneste momento deben de estarechando chispas por tener queesperarte en el monolito de allíabajo.

Se puso de puntillas y señaló unlugar detrás de Luce, hacia laestructura de piedra de mayortamaño que se erguía en la parte másbaja del cementerio. Si Luceentrecerraba los ojos, podía ver aduras penas un grupo de figurasnegras reunidas al pie del monolito.

—Solo dijeron que nosencontraríamos en el cementerio —sedefendió Luce, pero ya se sentía

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derrotada—. Nadie me dijo dónde tenía que estar.

—Bueno, pues te lo digo yo: en elmonolito. Venga, baja hasta allí —dijo Penn—. No vas a hacer muchosamigos si aún les haces perder mástiempo.

Luce tragó saliva. Una parte deella quería pedirle a Penn que lemostrara el camino. Desde allí arriba,parecía un laberinto, y Luce noquería perderse en el cementerio. Derepente tuvo aquella conocidasensación, entre nerviosa ynostálgica, y supo que las cosas ibana empeorar. Hizo crujir los nudillos y

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se quedó allí pasmada, — ¿Luce? —lainterpeló Penn, sacudiéndolasuavemente por los hombros—.Sigues aquí.

Luce intentó dedicarle a Pennuna valiente sonrisa deagradecimiento, pero el gesto seconvirtió en un extraño tic facial.Después, se apresuró a bajar lapendiente en dirección al corazón delcementerio.

El sol aún no había salido, peropoco faltaba, y esos últimosmomentos eran los que más laaterraban. Se abrió paso entre laslápidas más sencillas. En algún

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momento debieron de estar derechas,pero ahora eran tan viejas que lamayoría se inclinaban hacia un ladoo hacia el otro, con lo que el aspectogeneral del lugar era el de un lúgubrejuego de dominó.

Descendió por la pendientechapoteando entre el barro y lashojas muertas con sus Conversenegras. Cuando pasó la zona deparcelas más modestas y llegaba a lazona de las tumbas másornamentadas, el terreno se habíaaplanado, y se dio cuenta de queestaba totalmente perdida. Dejó decorrer e intentó recuperar el aliento.

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Voces. Si paraba de jadear, podía oírvoces.—Cinco minutos más y, si no,me voy —dijo un chico.

—Es una lástima que tu opiniónno tenga ningún valor, señor Sparks.

Era una voz áspera, que Lucereconoció de las clases del díaanterior. La señorita Tross... laAlbatros. Después del incidente delpastel de carne, Luce llegó tarde aclase y no le causó precisamente lamás favorable de las impresiones a lasevera y esférica profesora deCiencias.

—A menos que alguien quieraperder sus privilegios sociales de esta

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semana —se oyeron quejas entre lastumbas—, esperaremospacientemente, como si notuviéramos nada mejor que hacer,hasta que la señorita Price quierahonrarnos con su presencia.

—Estoy aquí —exclamó Lucejadeando, al tiempo que aparecía pordetrás de la estatua de un querubíngigante.

La señorita Tross tenía los brazosen jarras y llevaba una variante delvestido negro holgado del díaanterior y el cabello fino y castañoaplastado contra el cráneo. Sus ojoscastaños y apagados sólo reflejaban

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irritación. A Luce la Biologíasiempre se le había dado mal, y por elmomento no parecía que sus notasfueran a mejorar en la clase de laseñorita Tross.

Detrás de la Albatros estabanArriane, Molly y Roland, alrededorde un círculo de pedestales encaradosa la gran estatua central de un ángel.Comparada con las demás, aquellaestatua parecía menos antigua y másgrande y blanca. Y, apoyado en elmuslo esculpido del ángel —Lucecasi lo pasó por alto—, estaba Daniel.

Llevaba la vieja chaqueta negrade cuero y la bufanda de color rojo

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intenso en la que Luce habíareparado el día anterior. Observó sucabello rubio y alborotado, aúndespeinado por el sueño... lo cual lehizo pensar en la pinta que tendríaDaniel mientras dormía... lo cual lahizo sonrojarse tanto que, paracuando su mirada descendió del peloa los ojos, se sintió profundamenteavergonzada. A esas alturas él ya laestaba fulminando con la mirada.

—Lo siento —se excusó—. Nosabía dónde habíamos quedado.Prometo que...

—Ahórratelo —la interrumpió laseñorita Tross, y se pasó un dedo por

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el cuello—. Ya nos has hecho perderbastante tiempo a todos. Seguro quetodos recordáis qué acto despreciablehabéis cometido para encontrarosaquí. Podéis reflexionar sobre ellodurante las dos horas de trabajo quetenéis por delante. Distribuíos porparejas. Ya sabéis lo que tenéis quehacer. —Miró a Luce y exhaló unprofundo suspiro—. Vale, ¿quiénquiere encargarse de estadesamparada?

Para horror de Luce, todos semiraron los pies. Hasta que, tras unminuto infernal, un quinto alumnoapareció en una esquina del

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mausoleo.—Yo lo haré.Cam. La camiseta negra con

cuello de pico ceñía sus anchasespaldas. Era casi un palmo más altoque Roland, que se apartó cuan doCam se abrió paso hacia Luce. Seacercó seguro y con suavidad sinapartar los ojos de ella, parecía tancómodo con el uniforme delreformatorio... justo al contrario queLuce. Una parte de ella queríadesviar la vista, pues la forma en queCam la contemplaba delante de todosresultaba embarazosa, pero, poralguna razón, estaba fascinaba. No

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pudo romper aquel momento... hastaque Arriane se interpuso entreambos.

—A esta —dijo— me la he pedidoyo.

—No, no lo has hecho —replicóCam.

—Sí, lo he hecho, pero tú nopodías oírme desde tu extrañopedestal de ahí. —Las palabrassalieron disparadas de la boca deArriane—. La quiero yo.

—Yo... —comenzó a balbucirCam.

Arriane ladeó la cabeza, a laexpectativa. Luce tragó saliva. ¿Es

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que iba a decir que él también laquería? ¿Por qué no se limitaban adejarlo correr simplemente? ¿Nopodían cumplir el castigo en gruposde tres? Cam le dio a Luce unapalmadita en el brazo.

—Nos vemos luego, ¿vale? —ledijo, como si ella le hubiera hechoprometerlo antes.

Los demás se levantaron de lastumbas en las que estaban sentados yse dirigieron hacia un cobertizo.Luce los siguió, colgada del brazo deArriane, quien, sin pronunciarpalabra, le tendió un rastrillo.

—Entonces, ¿qué prefieres? ¿El

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ángel vengador o los gordos amantesabrazados?

No mencionaron lo que habíaocurrido el día anterior, ni la nota deArriane, y Luce sintió que por elmomento lo mejor sería no sacar eltema. Miró a su alrededor y se vioflanqueada por dos estatuas gigantes.La más cercana parecía un Rodin. Unhombre y una mujer desnudos, depie, se fundían en un complicadoabrazo. En Dover había estudiadoescultura francesa, y siempre habíapensado que las obras de Rodin eranlas más románticas. Pero ahora lecostaba mirar a aquellos amantes sin

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pensar en Daniel. «Daniel.» Quienla odiaba. Si no tenía bastantespruebas después de que salieradisparado de la biblioteca la nocheanterior, solo le bastaba con recordarla mirada que le había dirigido esamañana.

—¿Dónde está el ángel vengador?—le preguntó a Arriane al tiempoque exhalaba un suspiro.

—Buena elección. Por allí.Arriane condujo a Luce hacia la

enorme escultura de mármol de unángel que evitaba el impacto de untrueno. Debió de ser una obrainteresante, cuando la tallaron, pero

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en ese momento, cubierta de barro ymusgo, solo se veía vieja y sucia.

—No lo pillo —dijo Luce—.¿Qué tenemos que hacer?

—Dejarlo como los chorros deloro —respondió Arriane casicantando—. Me gusta fingir que lesestoy dando un baño.

Dicho lo cual, se encaramó alángel gigante y subió hasta el brazode la estatua que detenía el trueno,como si estuviera escalando un viejoy robusto roble.

Aterrorizada ante la idea de quela señorita Tross creyera que buscabamás problemas, Luce empezó a pasar

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el rastrillo por la base de la estatua eintentó dispersar lo que parecía unmontón infinito de hojas húmedas.

Tres minutos después, los brazosla estaban matando. Sin lugar adudas, no llevaba la vestimentaadecuada para aquel tipo de trabajomanual y fangoso. En Dover no lahabían castigado nunca, pero por loque había oído el castigo allíconsistía en escribir unos cientos deveces: «No copiaré de Internet».

Esto, en cambio, era brutal.Sobre todo teniendo en cuenta queella solo había tropezado poraccidente con Molly en el comedor.

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No quería hacer juicios precipitadosen ese momento, pero... ¿limpiar lamugre de las tumbas de personas quellevaban más de un siglo muertas?Luce odiaba su vida por completo.

Un rayo de luz se filtró entre losárboles, y de pronto el cementerioempezó a adquirir color. Luce sesintió más ligera al momento. Podíaver a más de tres metros delante deella. Podía ver a Daniel...trabajandocodo con codo con Molly.

A Luce se le cayó el alma a lospies, y aquella sensación de serenidadse esfumó.

Se volvió hacia a Arriane, que le

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lanzó una mirada comprensiva comodiciendo «esto da asco», y siguiótrabajando.—Oye... —le susurróLuce.

Arriane se llevó un dedo a loslabios y le hizo un gesto para queescalara hasta su lado.

Con mucha menos gracia yagilidad, Luce se agarró al brazo de laestatua y con un gran esfuerzo logrósubir al pedestal. Una vez estuvobastante segura de que no iba acaerse al suelo, le susurró:

—Qué va, se odian a muerte —dijo con rapidez, y al momento sedetuvo—. ¿Por qué lo preguntas?

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Luce señaló a sus doscompañeros, que en lugar de barrerestaban el uno muy cerca del otroapoyados en los rastrillos hablando.Luce deseó desesperadamente poderoírles. —Pues a mí me parecenamigos.

—Estamos castigados —dijoArriane con rotundidad—. Tienesque buscar una pareja ¿Crees queRoland y Don Juan son amigos? —Señaló a Roland y a Cam. Parecíanestar discutiendo sobre cuál era lamejor forma de repartirse el trabajoen la estatua de los enamorados—.Los colegas de castigo no son

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necesariamente los colegas de la vidareal.

Arriane se volvió hacia Luce, quepodía sentir cómo se le desencajabala cara, pese a estar haciendo un granesfuerzo para parecer inmutable.

—Espera, Luce, no quería decir...—Y se interrumpió—. Mira, a pesarde que esta mañana nos has hechoperder unos buenos veinte minutos,no tengo ningún problema contigo;de hecho, te encuentro bastanteinteresante, algo fresca. Dicho locual, no sé cuántos amiguitos esperashacer aquí en Espada & Cruz. Perodeja que sea yo la primera en

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decírtelo: no es tan fácil. La genteacaba aquí porque carga con unequipaje considerable. Estoyhablando de tener que facturar lasmaletas y de pagar una multa porsobrepeso. ¿Lo pillas?

Luce se encogió de hombrosavergonzada.

—Era solo una pregunta.Arriane se rió por lo bajo.—¿Siempre estás tan a la

defensiva? Pero ¿qué demonioshiciste para que te metieran aquí?

Luce no tenía ganas de hablar deello. Quizá Arriane tenía razón, lomejor sería intentar no hacer amigos.

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Bajó de un salto y siguió atacando elmusgo del pie de la estatua.

Por desgracia, Arriane se habíaquedado intrigada, así que tambiénsaltó tras ella y bloqueó el rastrillode Luce con el suyo. —Vaaa, dime,dime, dime —repitió con sorna.

Luce tenía el rostro de Arrianemuy cerca. Le recordó el día anterior,cuando se agachó a su lado despuésde que empezaran las convulsiones.Había algo entre ellas, ¿no? Y unaparte de Luce necesitabadesesperadamente hablar conalguien. Había pasado un verano tanlargo y agobiante con sus padres...

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Suspiró y descansó la frente en elmango del rastrillo.

Sentía un regusto salado, deinquietud, pero no pudo quitárselode la boca. La última vez que habíaexplicado lo que le ocurrió fue pororden del tribunal. Le hubieragustado olvidar todos los detalles,pero, cuanto más la miraba Arriane,más se agolpaban las palabras en sugarganta, y se precipitaban hasta lapunta de su lengua.

—Fue una noche, con un amigo—empezó a explicar, y respiróprofundamente—. Y pasó algoterrible. —Cerró los ojos, al tiempo

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que rezaba por no echarse a llorar alrecordarlo—. Hubo un incendio. Yoconseguí escapar... y él no.

Arriane bostezó, mucho menoshorrorizada que Luce por la historia.

—De todas formas —siguió Luce—, luego no pude recordar losdetalles de lo ocurrido. Por lo quepodía recordar... al menos lo que leconté al juez... supongo quepensaron que estaba loca. —Intentósonreír, pero su gesto era forzado.

Para sorpresa de Luce, Arriane ledio un apretón en el hombro. Por unsegundo su cara pareció sincera deverdad. Luego recuperó su sonrisita.

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—Somos unos incomprendidos,¿no? —Con un dedo le dio ungolpecito a Luce en la barriga—.¿Sabes? Precisamente Roland y yoestábamos hablando de que noteníamos ningún amigo pirómano. Ytodo el mundo sabe que se necesita aun buen pirómano para gastar unabroma de reformatorio que valga lapena. —Ya estaba haciendo planes—.Roland pensó que quizá podría valerel otro novato, Todd, pero yo apuestopor ti. Deberíamos colaborar algúndía.

Luce se resignó. Ella no era unapirómana. Pero ya estaba harta de

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hablar de su pasado; ni siquiera teníafuerzas para replicar.

—Guauuu, espera a que Rolandlo sepa —dijo Arriane bajando elrastrillo—. Eres un sueño hechorealidad.

Luce abrió la boca para protestar,pero Arriane ya se estaba alejando.«Perfecto», pensó Luce, mientras oíael ruido de los zapatos de Arriane enel barro. Ahora solo era cuestión deminutos que la noticia se propagarapor el cementerio hasta Daniel, Denuevo sola, alzó la vista a la estatua.Aunque ya había limpiado unmontón de musgo y de mantillo, el

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ángel parecía aún más sucio. Todaaquella tarea parecía tan estúpida.Dudaba de que nadie fuera nunca avisitar aquel lugar. También dudabade que alguno de los otros chicoscastigados estuviera todavíatrabajando.

Y entonces su mirada se posó enDaniel, que sí estaba trabajando.Con un cepillo metálico limpiabamuy serio el moho que había en laplaca de bronce de una tumba.Incluso se había arremangado, Lucepodía ver sus músculos tensándosemientras trabajaba. Suspiro —nopudo evitarlo—y apoyó un codo en la

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estatua de mármol para observarlo.«Siempre ha sido tan trabajador.»

Luce sacudió la cabeza conrapidez. ¿De dónde había sacado eso?No tenía ni idea de lo que queríadecir, y aun así, era ella quien lohabía pensado. Era el tipo de fraseque a veces surgía en su mente justoantes de dormirse. Un balbuceoincomprensible que no tenía sentidomás allá de sus sueños. Pero allíestaba completamente despierta.

Tenía que comprender qué leocurría con Daniel. Lo conocía desdehacía un día, y ya podía sentirsedeslizando hacia un lugar extraño y

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desconocido.—Por tu bien, terecomiendo que te mantengas adistancia de él dijo una voz fría a susespaldas.

Cuando Luce se dio la vuelta vioa Molly en la misma postura en quela había visto el día anterior: con losbrazos en jarras, y bufando confuerza por su nariz llena de piercings.Penn le había explicado que lasorprendente norma que permitíallevar piercings en la cara provenía dela negativa del director a quitarse elpendiente de diamantes que llevabaen la oreja.

—¿De quién? —preguntó Luce, a

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sabiendas de que su duda sonabaestúpida.

Molly puso los ojos en blanco.—Oye, hazme caso cuando te

digo que enamorarte de Daniel seríauna idea muy, muy mala.

Antes de que Luce pudieraresponder, Molly ya se habíamarchado. Pero Daniel —era casicomo si hubiera oído su nombre— laestaba mirando directamente. Yentonces echó a andar directamentehacia ella.

Luce sabía que el sol se habíaocultado detrás de una nube. Lohabría visto por sí misma si hubiese

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sido capaz de apartar los ojos deDaniel. Pero no podía alzar la vista,no podía mirar hacia otro lugar y,por alguna razón, tuvo que entornarlos ojos para verlo a él. Casi como siDaniel estuviera creando su propialuz, como si la estuviera cegando. Lezumbaban los oídos, y sus rodillasempezaron a temblar.

Quiso coger el rastrillo y fingirque no lo veía venir. Pero ya erademasiado tarde para hacer como sinada.

—¿Qué te ha dicho? —lepreguntó.

—Eeeh... —trató de salirse por la

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tangente buscando una mentiraverosímil. No encontró nada. Se hizocrujir los nudillos.

Daniel le cogió las manos—No soporto que hagas eso.Luce retrocedió de forma

instintiva. El contacto de sus manoshabía sido efímero, pero sintió cómose sonrojaba. Daniel se refería a queera algo que él en general nosoportaba, que el crujido lemolestaba en cualquiera, ¿no?Porque decir que lo odiaba cuandoella lo hacía implicaba que la habíavisto hacerlo antes. Y eso no eraposible, apenas se conocían.

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Pero, entonces, ¿por qué tenía lasensación de que se trataba de unadiscusión que ya habían mantenidoantes?

—Molly me ha dicho que memantenga alejada de ti —dijo al final.

Daniel balanceó la cabeza de unlado a otro, como si lo estuvierapensando.

—Probablemente tiene razón.Luce sintió un escalofrío. Una

sombra pasó sobre sus cabezas yoscureció la cara del ángel losuficiente para que Luce seinquietara. Cerró los ojos e intentórespirar, rezando por que Daniel no

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notara nada extraño. Pero el pánicofue creciendo en su interior. Queríacorrer, pero no podía. ¿Y si se perdíaen el cementerio? Daniel siguió sumirada hacia el cielo.

—¿Qué pasa?—No, nada.—Así, ¿vas a hacerlo o no? —

preguntó cruzándose de brazos, comosi la desafiara.

—¿El qué? —preguntó.«¿Correr?»

Daniel dio un paso hacia ella.Estaban a menos de treintacentímetros el uno del otro. Ellacontuvo la respiración, con el cuerpo

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in móvil, y esperó.—¿Vas a mantenerte alejada de

mí?Casi sonaba como si estuviera

ligando.Pero Luce estaba totalmente

indispuesta. Tenía la frente húmedapor el sudor, y se apretó las sienescon los dedos para recuperar elcontrol de su cuerpo y no quedar a sumerced. Le resultaba imposibleresponderle como si estuvieraligando. Es decir, si lo que él estabahaciendo realmente era ligar.

Retrocedió un paso.—Supongo.

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—No te he oído —musitó él,enarcando una ceja mientras seacercaba otro paso.

Luce volvió a dar un paso atrás,más largo esta vez. Casi chocó contrael pie de la estatua, sintió el pedestalde piedra arenosa del ángel rozandosu espalda. Una segunda sombra másoscura y fría silbó sobre ellos. Habríajurado que Daniel temblaba con ella.

Y luego el crujido de algo pesadolos sobresaltó a ambos. Luce dio ungrito ahogado cuando la estatua demármol empezó a tambalearse, comola rama de un árbol oscilando por elviento. Por un momento, pareció

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quedar suspendida en el aire.Luce y Daniel se quedaron de pie

mirando el ángel. Los dos sabían queestaba a punto de caerse. La cabezadel ángel se inclinó hacia elloslentamente, como si estuvierarezando, y luego tomó velocidad alempezar a desplomarse. Luce sintióal instante la mano de Danielsujetándola con fuerza de la cintura,como si supiera exactamente dóndeempezaba y dónde acababa sucuerpo. Con la otra mano le cubrió lacabeza y la obligó a agacharsemientras la estatua se venía abajo porencima de ellos. Cayó justo allí

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donde habían estado de pie. Con unestruendo atronador, la cabeza seestrelló de lleno contra el suelo, perolos pies permanecieron anclados alpedestal, formando una especie detriángulo bajo el cual Luce y Danielpermanecieron a salvo.

Estaban jadeando, frente a frente,y los ojos de Daniel parecíanasustados. Entre sus cuerpos y laestatua solo quedaba un espacio depocos centímetros.

—¿Luce? —susurró Daniel. Todolo que ella pudo hacer fue asentir. Elchico entornó los ojos—. ¿Qué hasvisto?

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Entonces apareció una mano, yLuce sintió que la arrastraban fueradel hueco bajo la estatua. Sintió unroce en la espalda y a continuaciónuna leve brisa. Vio de nuevo eldestello de la luz del sol. Los demáschicos los miraban boquiabiertos,excepto la señorita Tross que losfulminaba con la mirada, y Cam, queestaba ayudando a Luce a levantarse.

—¿Estás bien? —le preguntóCam, mientras la examinaba enbusca de golpes o arañazos y lesacudía la suciedad del hombro—. Hevisto cómo se caía la estatua y hevenido corriendo a ver si podía

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detenerla, pero ya estaba... tienes quehaberte asustado mucho.

Luce no respondió. El susto soloera una parte de lo que había sentido.

Daniel, que ya estaba de pie, nisiquiera se volvió para comprobar siella se encontraba bien; se limitó aalejarse caminando.

Luce se quedó boquiabierta al verque se iba y que a nadie parecíaimportarle.

— ¿Qué habéis hecho? —preguntó la señorita Tross. —Notengo ni idea. Estábamos ahí —Lucemiró a la señorita Tross—, eeeh,estábamos trabajando y, de golpe, la

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estatua se nos ha caído encima.La Albatros se agachó para

examinar el ángel hecho trizas. Lacabeza se había partido por la mitad.Empezó a murmurar algo sobre lasfuerzas de la naturaleza y las piedrasviejas.

Pero fue la voz de Molly al oído,susurrándole, la que se le quedógrabada a Luce. Cuando todos habíanvuelto al trabajo, le había dicho:

—Me parece que alguien deberíaempezar a escucharme cuando doyun consejo.

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El círculo interiorEl círculo interior

—¡No vuelvas a asustarme así! —la

reprendió Callie el miércoles por lanoche.

Faltaba poco para que se pusierael sol, y Luce estaba en la cabinatelefónica de Espada & Cruz, undiminuto cubículo beige situado enmedio del vestíbulo principal. Nobrindaba la menor intimidad, pero almenos no había nadie merodeando

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por allí. Aún tenía los brazosdoloridos por el castigo en elcementerio del día anterior, y elorgullo herido por el modo en queDaniel se había esfumado cuando lossacaron de debajo de la estatua. Perodurante quince minutos, Luce iba ahacer lo posible por olvidarse de todoaquello y absorber cada una de lasalegres y frenéticas palabras que sumejor amiga iba a soltarle. A Luce lesentó tan bien escuchar la voz agudade Callie que casi no le importó quele gritara.

—Prometimos que no dejaríamospasar ni una hora sin hablarnos —

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continuó Callie en tono acusador—.¡Pensaba que te habían devoradoviva! O que estabas incomunicada yque te habían puesto una de esascamisas de fuerza que tienes queromper a mordiscos para rascarte lacara. Por lo que sabía, podías haberdescendido al noveno círculo del...

—Vale, «mamá» —le respondióLuce riendo y adoptando el papel delinstructor de respiración de Callie—.Relájate.

Por una fracción de segundo sesintió culpable, pues no habíautilizado su única llamada paratelefonear a su madre de verdad, pero

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sabía que Callie se habría puestocomo una fiera si alguna vezdescubría que Luce no habíaaprovechado su primera oportunidadpara contactar con ella. Y, aunquepareciera raro, siempre le resultabarelajante escuchar la voz histérica deCallie. Era una de las muchas razonespor las que las dos se llevaban tanbien: en realidad, la paranoiaexagerada de su mejor amiga ejercíaun efecto tranquilizador en Luce.Podía imaginarse a Callie en laresidencia de Dover, yendo de unlado a otro por la moqueta naranja desu habitación, con su zona T untada

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de exfoliante y separaciones deespuma entre las uñas color fucsiatodavía húmedas de sus pies.

—¡No me llames mamá! —lainterrumpió Callie de mal humor—.Empieza a contarme. ¿Cómo son losdemás alumnos? ¿Dan todos miedo yse pasan el día tomando diuréticosilegales como en las películas? ¿Quétal las clases? ¿Y la comida?

A través del teléfono, Luce podíaoír de fondo la película Vacaciones enRoma en la diminuta tele de Callie.La escena preferida de Luce siemprehabía sido aquella en la que AudreyHepburn se despierta en la

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habitación de Gregory Peck ytodavía está convencida de que lanoche anterior solo ha sido un sueño.Luce cerró los ojos e intentóvisualizar la escena de la película ensu cabeza. Imitando el susurroadormilado de Audrey, Calliereconocería:

—Había un hombre, y se portabatan mal conmigo... Fue maravilloso.

—Vale, princesa, lo que quiero esque me hables de tu vida —se burlóCallie.

Por desgracia, no había nada enEspada & Cruz que Luce pudieraconsiderar maravilloso. Al pensar en

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Daniel, ay, por octogésima vez esedía, se dio cuenta de que el únicoparecido entre su vida y Vacaciones enRoma era que tanto a ella como aAudrey les gustaba un hombre queera tremendamente grosero y no sefijaba para nada en ellas. Luce apoyóla cabeza en el linóleo beige de lasparedes del cubículo. Alguien habíagrabado las palabras ESPERANDOEL MOMENTO OPORTUNO. Encircunstancias normales, ahoravendría cuando Luce le contaba aCallie todo sobre Daniel.

Pero, por alguna desconocidarazón, no lo hizo.

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Cualquier cosa que hubieraquerido decir sobre Daniel no habríaestado basada en nada que hubieseocurrido realmente entre ellos. Y aCallie le gustaban los chicos quehacían un esfuerzo para demostrarteque te merecían. Habría querido oírcosas como cuántas veces le habíaabierto la puerta, o si se había dadocuenta de lo bueno que era su acentofrancés. Callie no pensaba quehubiera nada reprochable en loschicos que escribían ese tipo depoemas ñoños que Luce jamás setomaría en serio. Luce no teníamucho que decir de Daniel. De

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hecho, Callie estaría mucho másinteresada en oírla hablar de alguiencomo Cam.

—Bueno, hay un chico por ahí...—le susurró Luce al teléfono.

—¡Lo sabía! —chilló Callie—.Nombre.

Daniel. «Daniel». Luce se aclaróla garganta.

—Cam.—Directo, sin rodeos,

explícamelo. Empieza desde elprincipio.

—Bueno, de hecho todavía no hapasado nada.

—Él piensa que estás buena, bla,

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bla, bla. Te dije que el pelo rapadohacía que te parecieras a Audrey.Venga, va, ve al grano.

—Bueno... —Luce seinterrumpió. El ruido de pasos en elvestíbulo hizo que se callara. Seinclinó y sacó la cabeza del cubículopara ver quién estabainterrumpiendo los mejores quinceminutos que había tenido en tres díasenteros.

Cam se dirigía hacia ella.Hablando del rey de Roma... Se

tragó las patéticas palabras que teníaen la punta de la lengua: «Me dio lapúa de su guitarra». Todavía la tenía

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en el bolsillo.El comportamiento de Cam era

normal, como si por un golpe desuerte no hubiera oído lo que ellaacababa de decir. Parecía ser el únicochaval de Espada & Cruz que no secambiaba el uniforme cuandoacababan las clases. Pero el negrosobre negro le quedaba bien, de lamisma manera que a Luce le hacíaparecería cajera de un colmado.

Cam daba vueltas a un reloj debolsillo dorado cuya cadena llevabaanudada al dedo índice. Luce siguióel movimiento del reloj por unmomento, casi hipnotizada, hasta

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que Cam lo detuvo de golpe con lamano. Miró el reloj y luego alzó lavista para mirarla a ella.

—Lo siento. —Frunció los labios,confuso—. Pensaba que habíareservado para la llamada de las siete.—Se encogió de hombros—. Perodebo de haberme equivocado.

Al mirar la hora, a Luce se lecayó el alma a los pies Apenas habíaintercambiado quince palabras conCallie... ¿Cómo podían haber pasadoya sus quince minutos?

—¿Luce? ¿Hola? —Callie parecíaimpaciente al otro lado del teléfono—. Estás un poco rara. ¿Hay algo que

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no me estás contando? ¿Ya me hasreemplazado por alguna suicida delreformatorio? ¿Y qué me dices delchico?

—Chisss —Luce le siseó alteléfono—. Espera, Cam —lo llamómientras mantenía el teléfono lejosde su boca. Él ya estaba a mediocamino de la salida—. Espera unmomento... Estoy—tragó saliva—,estoy acabando.

Cam se guardó el reloj en elbolsillo frontal de la americana negray volvió sobre sus pasos en direccióna Luce. Arqueó las cejas y se rió aloír la voz de Callie saliendo cada vez

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más alta del auricular.—¡Ni te atrevas a colgarme! —

protestaba Callie—. No me hasexplicado nada. ¡Nada!

—No quiero fastidiar a nadie —ledijo Cam en tono de broma mientrasseñalaba el teléfono parlante—. Cogemi turno, ya me lo devolverás otrodía.

—No —respondió Lucerápidamente. Tenía muchas ganas deseguir hablando con Callie, peroimaginaba que Cam tendría lasmismas ganas de hacerlo conquienquiera a quien fuera a llamar.Y al contrario que la mayoría de las

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personas en aquel colegio, Cam sehabía portado muy bien con ella. Noquería que perdiera su turno paratelefonear, sobre todo ahora, queestaba demasiado nerviosa parahablarle de él a Callie.

»Callie —dijo suspirando—.Tengo que irme. Te llamaré tanpronto como... —Pero para entoncessolo escuchó el vago zumbido deltono de marcar. El teléfono estabaprogramado para interrumpir cadallamada a los quince minutos.Entonces vio parpadear el 0:00 en elpequeño temporizador. No habíantenido tiempo ni de decirse adiós, y

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ahora habría de esperar una semanaentera para llamar. El tiempo sealargaba en la mente de Luce comoun abismo interminable.

—¿Tu mejor amiga? —preguntóCam, apoyándose en el cubículo allado de Luce. Todavía tenía susoscuras cejas arqueadas—. Tengo treshermanas pequeñas, casi puedo oler alas mejores amigas por el teléfono.

Se inclinó hacia delante como sifuera a oler a Luce, arrancándole unatímida sonrisa. Pero al instante sequedó inmóvil. Aquella inesperadacercanía hizo que le diera un vuelcoel corazón.

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—Déjame adivinar. —Cam seirguió y levantó la barbilla—.¿Quería saberlo todo sobre los chicosmalos del reformatorio?

—¡No! —Luce negó convehemencia que pensara en loschicos... hasta que se dio cuenta deque Cam solo estaba bromeando. Seruborizó e intentó seguir con labroma—. Quiero decir que... le hedicho que aquí no hay ninguno quesea bueno.

Cam parpadeó.—Eso es justamente lo que hace

que resulte emocionante, ¿no crees?Él permaneció muy quieto, y

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Luce le imitó, con lo que elrepiqueteo del reloj de bolsillo en suamericana parecía sonar con unapotencia inusitada.

Luce estaba como congelada allado de Cam y entonces sintió unrepentino escalofrío al percibir unapresencia negra deslizándose por elvestíbulo. La sombra parecía jugar ala rayuela de forma deliberada en lospaneles del techo, oscureciendo uno,luego el siguiente, y luego el otro.Maldita sea. Nunca era una buenaidea estar a solas con alguien —y,sobre todo, con alguien que leprestaba tanta atención como Cam

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en ese instante— cuando llegaban lassombras. Sentía que se le escapabantics nerviosos, por mucho queintentase mantener la calma mientrasla oscuridad bailaba alrededor delventilador del techo. Si solo hubieseeso, Luce podría haberlo soportado.Bueno, quizá. Pero la sombratambién estaba haciendo el peor delos ruidos posibles, el mismo sonidoque Luce había oído cuando una críade búho se cayó de una palmera ymurió aplastada. Deseó que Camdejara de mirarla, deseó que ocurrieraalgo para que desviara su atención deella, deseó que... Daniel Gregori

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apareciera.Y, efectivamente, apareció.

Salvada por el chico guapo con susagujereados vaqueros y su aún másagujereada camiseta blanca. No teníamucha pinta de salvador, encorvadobajo una pila de libros y con aquellasojeras grises bajo los ojos grises. Enrealidad parecía un poco hechopolvo. El pelo rubio le caía sobre losojos y, cuando se fijó en Luce y enCam, Luce observó que losentrecerró. En ese momento estabatan preocupada por lo que pudieramolestarle a Daniel que casi no sedio cuenta de la transcendencia de lo

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que había ocurrido: un segundo antesde que se cerrara la puerta delvestíbulo, la sombra se escabulló porla ranura y desapareció en la noche.Era como si alguien hubieraencendido una aspiradora y sehubiese llevado todo el polvo delvestíbulo.

Daniel les saludó con la cabeza,pero no se detuvo al pasar junto aellos.

Cuando Luce miró a Cam, élestaba observando a Daniel. Sevolvió hacia Luce y le dijo en untono de voz excesivamente alto:

—Casi se me olvida decírtelo,

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Luce. Doy una pequeña fiesta estanoche en mi habitación, después delevento social. Me encantaría quevinieras.

Daniel todavía podía oírles. Luceno tenía ni idea de qué era eso delevento social, pero se suponía queantes debía encontrarse con Penn. Enprincipio, iban a ir juntas.

Clavó su mirada en la nuca deDaniel; sabía que tenía que darle unarespuesta a Cam con respecto a lo dela fiesta, y de hecho no tenía por quéresultar tan duro, pero, cuandoDaniel se volvió y la miró conaquellos ojos a su parecer

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profundamente tristes, el teléfonoempezó a sonar, y Cam se dispuso adescolgarlo al tiempo que le decía:

—Tengo que contestar.¿Vendrás?

Casi imperceptiblemente, Danielasintió con la cabeza.

—Sí —respondió Luce—. Sí.

—Todavía no entiendo por quétenemos que correr —se quejabaLuce entre jadeos veinte minutosdespués. Intentaba seguir a Pennmientras caminaban a toda prisa porlas instalaciones hacia el auditoriopara acudir al misterioso Evento

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Social del Miércoles en la Noche,del que Penn aún no le habíacontado nada. Luce apenas habíatenido tiempo de subir a suhabitación, ponerse brillo de labios ysus mejores vaqueros, por si setrataba de ese tipo de evento social.Todavía estaba intentando recuperarel aliento tras su encuentro con Camy con Daniel, cuando Penn irrumpióen su habitación y la arrastró afuera.

—Los que llegan tarde de formacrónica nunca son conscientes de lomucho que les fastidian los planes alos puntuales y normales —le espetóPenn mientras caminaban por un

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tramo de césped bastante húmedo.—¡Ja! —se oyó una risa a sus

espaldas.Luce se volvió y sintió que se le

iluminaba la cara al identificar lafigura pálida y flacucha de Arriane,que corría para alcanzarlas.

—¿Qué pajarraco te ha dicho quetú seas normal, Penn? —Arrianecodeó a Luce y le señaló el suelo—.¡Cuidado con las arenas movedizas!

Luce se detuvo con un chapoteojusto antes de aterrizar en un charcofangoso oculto en el césped.

—Por favor, ¡que alguien me digaadónde vamos!

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—Miércoles en la noche —dijoPenn con sequedad—. Noche social.

—¿Hay... un baile o algo así? —preguntó Luce, mientras en su pistade baile mental ya veía a Daniel y aCam moviéndose.

—Un baile en el que te moriríasde aburrimiento. La palabra «social»es típica del doble lenguaje deEspada & Cruz. Verás, estánobligados a organizar eventos socialespara nosotros, pero al mismo tiempoles aterroriza organizar eventossociales para nosotros... ¡todo unaprieto! —gritó Arriane.

—Así que en lugar de montar

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algo decente —añadió Penn—, nosorganizan eventos terribles, comonoches de cine seguidas dedisertaciones sobre la película o...Dios, ¿te acuerdas del últimosemestre?

—¿Cuando organizaron aquelsimposio sobre taxidermia?

—Fue espeluznante —dijo Pennsacudiendo la cabeza.

—Esta noche, querida —dijoArriane, arrastrando las palabras—,nos libraremos con facilidad. Todo loque tenemos que hacer es roncarmientras nos pasan una de las trespelículas que hay en la videoteca de

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Espada & Cruz. ¿Cuál crees que nospondrán hoy, Penn perezosa?¿Starman? ¿Joe contra el volcán? ¿OEste muerto está muy vivo?

—Toca Starman —gruñó Penn.Arriane traspasó a Luce con una

mirada de desconcierto.—Lo sabe todo.—Esperad un momento —dijo

Luce mientras caminaba de puntillaspor las arenas movedizas y bajaba lavoz hasta convertirla en un susurro alacercarse al edificio principal—. Siya habéis visto sus películas tantasveces, ¿por qué tanta prisa por llegar?

Penn abrió las pesadas puertas

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metálicas que daban al «auditorio»,que, como pronto comprobó Luce,era un eufemismo para una vieja salanormal y corriente, con un techofalso bajo y sillas encaradas a unapared blanca y desnuda.

—Mejor que no te sientes en lasilla eléctrica que hay junto al señorCole —le explicó Arriane al tiempoque señalaba al profesor. Este teníala nariz hundida en un grueso libro,rodeado por las pocas sillas vacíasque quedaban en la sala.

Cuando las tres chicas pasaronpor el detector de metales de lapuerta, Penn dijo:

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—Quien se sienta allí tiene queayudarle a distribuir sus estudiossemanales de «salud mental».

—Lo cual no sería tan malo... —terció Arriane.

—... si no tuvieras que quedartehasta tarde para analizar losresultados —remató Penn.

—Y, por lo tanto, perdiéndote —prosiguió Arriane con una sonrisamientras conducía a Luce hacia lasegunda fila— la verdadera fiesta.

Por fin habían llegado al meollode la cuestión. Luce dejó escapar unarisita.

—Ya me han contado —dijo

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Luce, que por una vez sabía de quéhablaban—. Es en la habitación deCam, ¿no?

Arriane miró a Luce un segundoy se pasó la lengua por los dientes.Luego miró más allá de Luce, casi através de ella.

—¡Eh, Todd! —saludó, e hizo ungesto cursi con la mano. Empujó aLuce hacia una silla, reclamó para síel asiento seguro que había al lado(aún dos sitios por detrás del señorCole), y le dio unas palmaditas a lasilla eléctrica—. ¡Ven a sentarte connosotras, campeón!

A Todd, que se había quedado

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indeciso en la puerta, le alivióinmensamente que le dieran unaorden, fuera la que fuera. Se dirigióhacia ellas, un poco incómodo.Cuando a duras penas había logradosentarse, el señor Cole levantó losojos de su libro, limpió sus gafas conel pañuelo y dijo:

—Todd, me alegra que estés aquí.Me pregunto si puedes hacerme unpequeño favor después de la película.Verás, el diagrama de Venn es unaherramienta muy útil para...

—¡Qué mala eres! —dijo Pennasomándose entre Arriane y Luce.

Arriane se encogió de hombros, y

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sacó una bolsa de palomitas gigantede su bolso.

—Solo puedo ocuparme dealgunos estudiantes nuevos —contestó, tirándole un grano de maíza Luce—. Has tenido suerte.

Cuando apagaron las luces, Luceechó un vistazo a su alrededor hastaque sus ojos se posaron en Cam.Pensó en la breve puesta al día porteléfono con Callie, y en que ellasiempre decía que mirar una películacon un chico era la mejor forma desaber cosas sobre él, cosas que nosaldrían en una conversación. Almirar a Cam, Luce pensó que sabía

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qué quería decir Callie: había algoemocionante en mirar por el rabillodel ojo qué bromas le hacían gracia aCam, para compartir su risa.

Cuando él la miraba, Luceapartaba la mirada de formainstintiva, avergonzada; pero en unaocasión, antes de que pudierahacerlo, la cara de Cam se iluminócon una amplia sonrisa. No sintióningún reparo porque la sorprendieramirándolo. Al alzar la mano parasaludarla, Luce no pudo evitar pensarque las pocas veces que Daniel lahabía sorprendido observándolohabía ocurrido exactamente lo

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contrario.Daniel apareció tarde, junto a

Roland, cuando Randy ya habíahecho el recuento y los únicosasientos libres estaban en el suelo, enla parte delantera de la sala. Atravesóel chorro de luz del proyector y Lucese dio cuenta por primera vez de quellevaba una cadena de plata en elcuello, con algún tipo de medallónoculto bajo la camiseta. Luegodesapareció de su vista, ni siquierapodía ver su silueta.

Resultó que Starman no era muydivertida, pero sí lo eran lasconstantes imitaciones de Jeff

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Bridges que hacían los demásalumnos. A Luce le costabaconcentrarse en el argumento.Además, empezaba a experimentaraquella incómoda sensación de heloren la nuca. Estaba a punto de ocurriralgo.

Esta vez, cuando llegaron lassombras, Luce las estaba esperando.Al contarlas, se dio cuenta de queaparecían a un ritmo alarmante, y nopodía saber si era porque en Espada& Cruz estaba más nerviosa o... sisignificaba algo más. Nunca habíansido tan agresivas...

Surgían del techo del auditorio,

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luego se deslizaban a ambos lados dela pantalla y finalmente reseguían laslíneas de las tablas del suelo comotinta derramada. Luce se cogió a suasiento y sintió que una oleada demiedo le recorría las piernas y losbrazos. Tensó todos los músculos delcuerpo, pero no pudo evitar lostemblores. Un apretón en su rodillaizquierda hizo que mirara a Arriane.

—¿Estás bien? —preguntó esta.Luce asintió, y se pasó las manos

por los hombros para fingir que solotenía frío. Deseaba que fuera así,pero aquel frío en particular no teníanada que ver con el aire

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acondicionado demasiado fuerte deEspada & Cruz.

Sentía que las sombras tiraban desus pies bajo la silla. Siguieronhaciéndolo durante toda la película,como un peso muerto, y cada minutole pareció una eternidad.

Una hora más tarde, Arriane acercósu ojo a la mirilla de la puertabroncínea del dormitorio de Cam.

—¡Yujuuu! —dijo con vozcantarina— ¡La fiesta está aquí!

Del mismo bolso del que anteshabía sacado la bolsa de palomitasextrajo una especie de boa de plumas

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de color fucsia.—Levántame —le ordenó a Luce,

y le ofreció la pierna.Luce anudó los dedos de ambas

manos y los puso bajo la bota negrade Arriane. La observó encaramarsepara cubrir la cámara de vigilanciacon la boa, mientras apagaba elinterruptor de la parte trasera.

—Eso no es para nada sospechoso—dijo Penn.

—¿A quién brindas tu lealtad, alos de la fiesta o a las rojas? —lerebatió Arriane.

—Solo digo que hay formas másinteligentes de hacerlo. —Penn dio

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un resoplido cuando Arriane volvióal suelo. Arriane le colocó la boa aLuce sobre los hombros, y Luceempezó a bailar shimmy al ritmo deltema de Motown que sonaba al otrolado de la puerta. Pero, cuando Lucele ofreció la boa a Penn para quediera un giro, se sorprendió al notarque todavía parecía nerviosa. Penn seestaba mordiendo las uñas y tenía lafrente sudada. Era cierto que Pennllevaba seis jerséis durante elcaluroso septiembre del sur... peronunca tenía calor.

—¿Qué ocurre? —le susurróLuce, inclinándose hacia ella.

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Penn jugueteó con el dobladillode su manga y se encogió dehombros. Parecía a punto deresponder cuando se abrió la puerta asus espaldas. Una vaharada de humode tabaco, la música a todo volumeny los brazos de Cam repentinamenteabiertos las recibieron.

—Has venido —le dijo a Luce conuna sonrisa.

Incluso con aquella luz tantenue, sus labios tenían unresplandor parecido al de las fresas, ycuando la abrazó, ella se sintiódiminuta y a salvo. Solo duró unsegundo; luego se volvió para saludar

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a las otras dos chicas, y Luce se sintióun poco orgullosa por ser ella a laque había abrazado.

Detrás de Cam, la habitación,pequeña y oscura, se hallaba atestadade gente. Roland estaba en unaesquina, en el tocadiscos, eiluminaba unos vinilos con unalámpara negra. La pareja que Lucehabía visto en el patio unos díasantes tonteaba junto a la ventana.Los pijitos con las camisas blancasformaban un grupo, y de vez encuando controlaban a las chicas.Arriane no perdió el tiempo y se fuedisparada al escritorio de Cam, que

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hacía las veces de barra. Casi alinstante, ya tenía una botella dechampán entre las piernas y reíamientras intentaba descorcharla.

Luce estaba perpleja. Ni siquierahabría sabido cómo conseguiralcohol en Dover, donde el mundoexterior era mucho más asequible. Y,aunque Cam llevaba solo unos díasde vuelta en Espada & Cruz, parecíasaber cómo conseguir cualquier cosaque necesitara para organizar unafiesta dionisíaca con todo elinternado. Y, de alguna forma, todoel mundo allí parecía considerarlonormal.

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Todavía en el umbral de lapuerta, oyó el «pop» de la botella,los aplausos de los demás y a Arrianegritando:

—¡Lucindaaa, ven aquí! ¡Voy ahacer un brindis!

Luce podía sentir el magnetismode la fiesta, pero Penn parecía muchomenos dispuesta a moverse.

—Ahora te alcanzo —le dijo,haciéndole un gesto con la mano.

—¿Qué pasa? ¿No quieres entrar?La verdad era que Luce también

estaba un poco nerviosa. Todavía noestaba segura de qué consecuenciaspodía tener todo aquello, y puesto

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que aún no sabía hasta qué puntopodía fiarse de Arriane, sin dudatener a Penn al lado hacía que sesintiese mejor.

Pero Penn frunció el ceño.—No... no es mi ambiente. Yo

soy de bibliotecas... talleres sobrecómo usar el PowerPoint y cosas así.Si quieres piratear un archivo, es amí a quien buscas, pero esto... —Sepuso de puntillas y echó un vistazo alinterior—. No sé... la gente de ahídentro piensa que soy una especie desabelotodo.

Luce puso la mejor cara de «eh,relájate» que pudo.

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—Y ellos piensan que yo soy unpedazo de pastel de carne, y nosotraspensamos que ellos están majaras. —Se rió—. ¿No podemos pasar de todoeso?

Penn se mordió el labio, cogió laboa y se la puso sobre los hombros.

—Vale, de acuerdo —dijo, yentró arrastrando los pies delante deLuce.

Luce parpadeó mientras sus ojosse adaptaban a la luz. La cacofoníareinaba en la habitación, pero sepodía oír la risa de Arriane. Camcerró la puerta tras ella y la llevó dela mano para apartarla del resto de la

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gente.—Me alegra mucho que hayas

venido —le dijo inclinando la cabezapara que pudiera oírlo en la ruidosahabitación, y le puso la mano en laespalda. Tenía unos labios paracomérselos, sobre todo cuando decíacosas como—: Cada vez que alguienllamaba a la puerta me levantaba deun salto con la esperanza de quefueras tú. Luce no sabía por qué Camse había sentido atraído por ella tanrápido, pero en ningún caso queríaestropearlo. Él era popular ysorprendentemente atento y susatenciones eran más que un halago.

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La hacían sentirse más cómoda enaquel lugar extraño y nuevo. Sabíaque si intentaba devolverle elcumplido se le trabaría la lengua conlas palabras, así que se limitó a reír,lo cual también le hizo reír a él, queentonces la atrajo hacia sí paraabrazarla de nuevo.

De repente, el único lugar dondeLuce podía posar las manos era en elcuello de Cam. Él la abrazó muyfuerte, levantándola ligeramente, yLuce se sintió un poco mareada.

Cuando la devolvió al suelo yLuce se dio la vuelta para ver quiénmás había en la fiesta, lo primero que

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vio fue a Daniel, y tuvo la impresiónde que Cam no era de su agrado.Estaba sentado muy quieto en lacama con las piernas cruzadas, lalámpara negra hacía que su camisetablanca pareciese violeta. En cuantolo vio, ya le resultó imposible mirarhacia otra parte, lo cual no teníasentido, puesto que tenía a un chicosimpático y guapísimo justo a sulado, preguntándole qué queríatomar. No, ella no debería estarmirando a aquel otro chicoguapísimo, pero infinitamente másantipático, que desde el otro lado dela habitación la estaba observando

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con aquella mirada tan penetrante,aviesa y críptica que ella no sabríadescifrar que la viera mil veces.

Lo único que sabía era el efectoque aquella mirada le producía: todolo demás se desenfocó, y Luce sintióque se derretía. Podría habercontinuado perdida en esa mirada lanoche entera si no hubiera sido porArriane, que se había subido alescritorio y estaba dirigiéndose aLuce con la copa alzada:

—Por Luce —brindó y le dirigióuna sonrisa de santa—, que sin dudaestaba en las nubes y se ha perdidomi discurso de bienvenida, y nunca

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sabrá lo fantásticamente maravillosoque ha sido. Porque lo ha sido,¿verdad, Ro? —se inclinó parapreguntarle a Roland, y este le diounas palmaditas afirmativas en eltobillo.

Cam puso en la mano de Luceuna copa de plástico con champán.Cuando todos empezaron a corear«¡A la salud de Luce! ¡Por Pastel deCarne!», Luce se ruborizó y trató detomárselo a risa.

Molly se deslizó hasta su lado yle susurró una versión más corta aloído: «Para Luce, que nunca losabrá».

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Unos días antes, Luce se habríaestremecido. Esa noche, en cambio,puso los ojos en blanco y le dio laespalda. Todo cuanto decía aquellachica la hería, pero mostrarlo soloparecía animarla, así que se limitó aagacharse y se sentó al lado de Penn,que le pasó un trozo de regaliz negro.

—¿Puedes creerlo? Creo queincluso me lo estoy pasando bien —dijo Penn mientras masticabacontenta.

Luce le dio un mordisco al regalizy bebió un sorbito del champánefervescente. No era unacombinación magnífica, casi como

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Molly y ella.—Oye, ¿Molly es tan malvada

con todos o yo soy un caso especial?Por un momento pareció como si

Penn fuera a decir lo contrario, peroluego le dio una palmadita a Luce enla espalda y dijo:

—Querida, contigo se comportatan encantadora como siempre.

Luce miró a su alrededor: elchampán fluía por la habitación,Cam tenía un tocadiscos antiguomuy chic y en el techo había unabola de espejos dando vueltas yproyectando estrellas en la cara detodo el mundo.

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—Pero ¿de dónde sacan todo esto?—se preguntó en voz alta.

—Dicen que Roland puede pasarde contrabando cualquier cosa enEspada & Cruz —aseguró Penn conun eje de indiferencia—. No es queyo nunca le haya pedido nada.

Tal vez a eso se refería Arrianecuando dijo que Roland sabía romoconseguir cosas. La única cosaprohibida que Luce se imaginabapoder necesitar era un móvil. Peropor otro lado... Cam dijo que no lehiciera caso a Arriane en lo referenteal funcionamiento del colegio. Y lehabría parecido adecuado si no fuera

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porque la mayor parte de lo quehabía en la fiesta parecía ser cortesíade Roland. Cuanto más intentabaresponder a sus propias preguntas,menos encajaban las cosas. Tal vezsolo debía limitarse a ser lo bastantepopular para que la invitaran a lasfiestas.

—A ver, queridos marginados —dijo Roland en voz alta para quetodos le prestaran atención. Eltocadiscos emitía el zumbido estáticocutre entre dos canciones—. Empiezala fase de micro abierto de la noche,quien tenga peticiones para elkaraoke que me lo diga.

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—¡Daniel Grigori! —Arrianegritó colocando las manos comoaltavoz.

—¡Ni hablar! —contestó Danielsin vacilar.

—Oh, Grigori el callado siguemanteniéndose al margen —dijoRoland por el micrófono—. ¿Seguroque no quieres cantar tu versión de«Hellhound, on My Trail»?

—Me parece que esa es tucanción, Roland —dijo Daniel.Esbozó una leve sonrisa, pero a Lucele pareció que era una sonrisa devergüenza, una sonrisa del tipo «eh,dejad de mirarme, por favor».

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—No le falta razón, chicos —dijoRoland sonriente—. Aunque ya sesabe que las canciones de RobertJohnson vacían las salas de karaoke.—Cogió un disco de R. L. Burnsidede la pila y lo colocó en el tocadiscos—. Mejor vayámonos al sur.

Cuando sonaron las notas gravesde una guitarra eléctrica, Roland seadueñó del centro de la pista, que noeran más que unos pocos metroscuadrados de espacio libre y maliluminado en mitad de la habitación.Todo el mundo estaba palmeando ollevando el ritmo con el pie, peroDaniel miraba la hora. Aún podía

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verlo asintiendo con la cabeza en elvestíbulo esa misma noche, cuandoCam la invitó a la fiesta. Como siDaniel quisiera que ella estuviera allípor alguna razón. Aunque, pordescontado, cuando ella apareció nodio ninguna señal de habersepercatado de su existencia.

Si al menos pudiera estar con él asolas...

Roland monopolizaba tanto laatención de los invitados que soloLuce se dio cuenta de que Daniel selevantó en medio de la canción, seescurrió entre Molly y Cam y saliópor la puerta en silencio.

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Era su oportunidad. Mientrastodos los demás estaban aplaudiendo,Luce se levantó.

—¡Otra, otra! —gritaba Arriane.Entonces, al darse cuenta de queLuce se había levantado de la silla,dijo—: Oh, ¿Mi chica se halevantado para cantar?

—¡No!Luce no quería cantar en aquella

habitación llena de gente, de lamisma forma que tampoco queríareconocer por qué se habíalevantado. Pero allí estaba, de pie enmedio de su primera fiesta en Espada& Cruz, mientras Roland le sostenía

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el micro bajo la barbilla. ¿Qué podíahacer?

—Lamento que... bueno... queTodd se esté perdiendo todo esto,llegó el eco de su voz por losaltavoces. Ya se estaba arrepintiendode su pésima mentira, y del hecho deque ya no hubiera vuelta atrás—. Hepensado que lo mejor será bajar y versi ya ha acabado con el señor Cole.

Los demás no supieron muy biencómo reaccionar ante aquella salida.Solo Penn gritó algo cortada:

—¡Vuelve pronto!Molly sonrió con desdén.—Un amor de cretinos —dijo

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fingiendo que se desmayaba—. Estan romántico...

Pero, un momento, ¿acasopensaban que le gustaba Todd?Bueno, a quién le importaba... laúnica persona que Luce no querríaque lo pensara era la persona a la quehabía intentado seguir fuera.

Ignorando a Molly, Luce seescabulló hacia la puerta, y allí setopó con Cam, que la esperaba conlos brazos cruzados.

—¿Quieres que te acompañe? —preguntó con un tono esperanzado.

Ella negó con la cabeza. Paracualquier otra cosa seguramente

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hubiese querido la compañía deCam. Pero no en ese momento.

—Vuelvo en un momento —lerespondió. Antes de que pudiera verla decepción reflejada en su cara, sezafó de él y salió al pasillo. Tras eljaleo de la fiesta, el silencio lezumbaba en los oídos. Transcurridosunos segundos, pudo distinguir unasvoces que susurraban justo a la vueltade la esquina.

Daniel. Habría reconocido su vozen cualquier parte. Pero no estabatan segura de con quién estabahablando. Una chica.

—Oh, lo siento... —dijo ella,

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fuera quien fuera, con un acentoclaramente sureño.

¿Gabbe? ¿Daniel se habíaescapado de la fiesta para ver aGabbe, la rubia descafeinada?

—No volverá a ocurrir —continuó diciendo Gabbe—, te juroque...

—No puede volver a ocurrir —musitó Daniel, pero su tono casi erael de una discusión de novios—.Prometiste que estarías allí, y noestabas.

¿Dónde? ¿Cuándo? Luce,desesperada, avanzaba poco a pocopor el pasillo, procurando no hacer

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ruido.Pero ambos se callaron. Luce se

imaginó a Daniel cogiéndole la manoa Gabbe. Pudo visualizarloinclinándose para darle un beso largoe intenso. Una ola de envidia leinvadió el pecho. Uno de ellossuspiró al otro lado del pasillo.

—Tendrás que confiar en mí,cariño —añadió Gabbe con una vozedulcorada que bastó para que Lucela odiara definitivamente—. Solo metienes a mí.

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Sin salvaciónSin salvación

La soleada mañana del jueves,

temprano, un altavoz empezó acrepitar en el pasillo, justo al lado dela habitación de Luce:

—¡Atención, residentes de Espada& Cruz!

Luce se revolvió en la camagruñendo, pero, por muy fuerte queapretara la almohada contra susoídos, no podía evitar oír el vozarrón

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de Randy por megafonía:—Tenéis exactamente nueve

minutos para presentaros en elgimnasio para el examen físicoanual. Como sabéis, no aprobamoslos retrasos, así que sed puntuales ypreparaos para la evaluacióncorporal.

¿Examen físico? ¿Evaluacióncorporal? ¿A las seis y media de lamañana? Luce ya se estabaarrepintiendo de haberse acostadotan tarde... y de quedarse despiertaen la cama hasta mucho después, porlos nervios.

Más o menos cuando se imaginó

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que Daniel y Gabbe se estabanbesando, empezó a marearse, aquelcaracterístico mareo que lesobrevenía al saber que había hechoel ridículo. No volvió a la fiesta, sepegó a la pared y se deslizódirectamente hasta su habitaciónpara reflexionar sobre aquel extrañosentimiento que Daniel despertabaen ella y que la había inducido apensar que entre ellos existía algúntipo de conexión. Se levantó con malsabor de boca, fruto de las secuelas dela fiesta, y lo último en lo que en esemomento le apetecía pensar era en suestado físico.

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Sacó los pies de la cama y sintióel frío suelo de plástico. Mientras secepillaba los dientes intentóimaginarse a qué se refería Espada &Cruz con eso de «evaluacióncorporal». Un montón de imágenesterroríficas de sus compañeros —Molly haciendo decenas de flexionesen la barra horizontal y mirándolacon odio, Gabbe subiendo sinesfuerzo por una cuerda de treintametros hacia el cielo— inundaron sumente. La única manera de no hacerel ridículo —otra vez— era evitarpensar en Gabbe y en Daniel.

Cruzó la parte sur del

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reformatorio hasta el gimnasio. Erauna gran construcción gótica conarbotantes y torrecillas de piedravista, que le daban un aspecto másparecido a una iglesia que a un lugaral que acudir para sudar. CuandoLuce se acercaba al edificio, la brisamatinal hizo susurrar la capa dekudzu de la fachada.

—¡ Penn! —gritó, al ver a suamiga en chándal, que se estabaatando las zapatillas sentada en unbanco. Luce se dio cuenta de que ellallevaba las botas y la ropa negrareglamentarias, y pensó horrorizadaque quizá había alguna norma de

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vestimenta de la que no se habíaenterado. Pero entonces vio a otrosalumnos vagando por fuera deledificio que iban vestidos de formaparecida a ella.

Penn parecía grogui.—Estoy destrozada —se quejó—.

Anoche me pasé con el karaoke. Creíque podría compensar si al menosparecía una deportista.

Luce se rió al ver que Penn no eracapaz a hacerse un doble nudo en lazapatilla.

—Oye, y tú, ¿dónde te metisteayer? —le preguntó Penn—. Novolviste a la fiesta.

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—Ah —dijo Luce, buscando unaexcusa—. Pensé que lo mejor era...

—Aaarrrggg. —Penn se tapó lasorejas—. Cada palabra es como unmartillazo en el cerebro. ¿Me locuentas luego?

—Sí —contestó Luce—, claro.Las puertas dobles del gimnasio

se abrieron de golpe. Randy apareciócalzando unos aparatosos zuecos degoma y con su inseparableportapapeles. Hizo una señal a losalumnos para que fueran entrando enfila, y a cada uno se le asignó unejercicio.

—¡Todd Hammond! —gritó

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Randy, y este se le acercó con lasrodillas temblando. Tenía loshombros caídos, y Luce identificó losrestos de un acentuado moreno deobra en su nuca.

»Pesas —ordenó Randy,empujándolo hacia el interior.

»¡Pennyweather van Syckle-Lockwood! —bramó, lo que provocóque Penn se encogiera de miedo yvolviera a taparse los oídos—.Piscina. —Sacó un bañador Speedorojo de una caja de cartón y se lo tiróa Penn.

»Lucinda Price —prosiguióRandy, después de consultar la lista

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—. También piscina. —Luce se sintióaliviada, dio un paso al frente y cogióen el aire el traje de baño. Entre susdedos se veía usado y fino como untrozo de pergamino, pero al menosolía a limpio. Más o menos.

»Gabrielle Givens —dijo Randy acontinuación, y Luce se volvió paraver a la actual número uno en su listade personas menos queridaspavoneándose con unospantaloncitos negros y una camisetasin mangas también negra. Llevabaen la escuela tres días... ¿cómo se lashabía ingeniado para pillar a Daniel?

—Hooola, Randy —dijo Gabbe,

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alargando las palabras con un acentoque solo con oírlo a Luce le entrabanganas de taparse los oídos, comohabía hecho Penn.

«Cualquier cosa menos piscina —deseó Luce para sus adentros—.Cualquier cosa menos piscina.»

—Piscina —dijo Randy.De camino al vestuario, al lado de

Penn, Luce intentó evitar mirar atrás,hacia Gabbe, alrededor de cuyoíndice (con manicura francesa)giraba el que parecía ser el únicobañador decente. En su lugar, Lucemiró las paredes de piedra gris y laanticuada parafernalia religiosa que

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las decoraba.Caminó entre cruces de madera

labradas con motivos ornamentales yrepresentaciones de la Pasión en bajorelieve. A la altura de la cabezacolgaba una serie de trípticosdesdibujados, en los que lo único quetodavía resaltaba eran las aureolas delas figuras. Luce se inclinó para vermejor un gran rollo de pergaminoescrito en latín que había dentro deuna vitrina.

—La decoración levanta el ánimo,¿eh? —dijo Penn antes de tragarsecon un poco de agua, dos aspirinasque había sacado de su bolsa.

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—¿Qué es todo esto? —inquirióLuce.

—Historia antigua. Las únicasreliquias que han sobrevivido delcuando en este lugar todavía secelebraba la misa del domingo, en laépoca de la Guerra Civil.

—Eso explica que se parezcatanto a una iglesia —respondió Luce,y se detuvo frente a unareproducción en mármol de la Pietàde Miguel Ángel.

—Como con todo lo demás eneste agujero infernal, al modernizarlohicieron una chapuza. Y es que, aver, ¿a quién se le ocurre construir

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una piscina en medio de una iglesia?—Estás de broma —dijo Luce.—Ojalá. —Penn puso los ojos en

blanco—. Cada verano, al director sele mete en la cabecita que yo mehaga cargo de la redecoración de estelugar. No lo admitirá nunca, peroeste rollo religioso le saca de quicio—añadió—. El problema es que,incluso si tuviera ganas de echar unamano, yo no sabría qué hacer contodos estos trastos, ni siquiera sabríacómo vaciarlo sin ofender, no sé, atodo el mundo, Dios incluido.

Luce recordó las paredes blancase inmaculadas del gimnasio de

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Dover, con hileras de fotos de losequipos de la escuela, todas con elmismo fondo de cartulina azulmarino y el marco doradocorrespondiente. El único pasillo deculto en Dover era el de la entrada,donde se exhibían los retratos detodos los alumnos que habían llegadoa senadores, aquellos que habíanobtenido una beca a Guggenheim ylos multimillonarios del montón.

—Podrías colgar todas las fotos detodos nuestros expedientes policiales—propuso Gabbe detrás de ellas.

A Luce le entró la risa; eradivertido... y raro, casi como si

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Gabbe le hubiera leído elpensamiento. Y entonces recordó esamisma voz diciéndole a Daniel queella era la única con la que podíacontar. Luce descartó al momentocualquier posibilidad de conectar conella.

—¡Os estáis rezagando! —gritóuna entrenadora desconocida Queapareció de la nada. Ella (al menosLuce pensó que se trataba de unamujer) tenía unas pantorrillas comodos jamones, llevaba el peloencrespado recogido en una cola decaballo y unos aparatos «invisibles»amarillentos en los dientes

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superiores. Con malos modos,conminó a las chicas a que entraranen el vestuario, donde les dio uncandado con una llave, empujándolashacia unas taquillas vacías—. Nadiese retrasa en el reloj de laentrenadora Diante.

Luce y Penn se pusieron comopudieron aquellos bañadoresdesteñidos y dados de sí. Luce seestremeció al verse en el espejo, y setapó lo que pudo con la toalla.

Una vez dentro del húmedorecinto que albergaba la piscina,enseguida comprendió a qué serefería Penn. La piscina era gigante,

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de tamaño olímpico, una de las pocasobras de vanguardia que hasta elmomento había visto en el campus.Pero no era eso lo que le llamaba laatención: la piscina estaba justo enmedio de lo que había sido unaiglesia enorme.

Una hilera de vitrales de colorescon algún que otro panel roto seextendía por las paredes casi hasta eltecho alto y arqueado. Tambiénhabía nichos iluminados con velas alo largo de la pared, y donde debía deestar el altar se alzaba un trampolín.Si a Luce no la hubieran educado enel agnosticismo, sino como a una

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feligresa temerosa de Dios, como suscompañeros de guardería, habríapensado que aquel lugar era unsacrilegio.

Algunos estudiantes ya sehallaban en el agua, tratando derecuperar el aliento después de haberhecho algunos largos. Peroprecisamente los que no estaban enal agua fueron los que llamaron laatención de Luce: Molly, Roland yArriane se estaban partiendo de risaen las gradas. Roland estabaprácticamente doblado, y Arriane sesecaba las lágrimas. Sus bañadoreseran mucho más favorecedores que el

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de Luce, pero ninguno de ellosparecía tener la menor intención deacercarse a la piscina.

Luce toqueteó su bañador ajado.Quería unirse a Arriane, pero justocuando estaba considerando los pros(la posible entrada en un mundo deélite) y los contras (la amonestaciónde la entrenadora Diante porobjetora de conciencia del ejercicio),Gabbe se acercó con todatranquilidad al grupo. Como si losconociera de todo la vida. Se sentójusto al lado de Arriane y deinmediato se puso a reír con losdemás como si, sin impórtale cuál

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fuera la broma, ella ya la hubierapillado.

—Siempre tienen argumentospara escaquearse —le explicó Penn,mientras miraba a los chicospopulares de las gradas—. No mepreguntes cómo se las arreglan.

Luce titubeó al borde la piscina,incapaz de seguir las instrucciones dela entrenadora Diante. Ver a Gabbey a los demás sentados en las gradascon aquel aire de superioridad le hizodesear que Cam estuviera allí. Podíaimaginárselo, musculoso, con unelegante bañador negro, haciéndoleun gesto para que se uniera a ellos

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con una gran sonrisa, y logrando queella se sintiera bienvenida deinmediato, incluso importante.

Luce sintió una necesidadimperiosa de disculparse por haberseesfumado tan pronto de su fiesta. Locual era extraño... porque no estabanjuntos, así que no tenía por quéexplicarle a Cam lo que hacía o loque dejaba de hacer. Pero, a la vez, legustaba que le prestase atención, legustaba su olor, olía a libertad, aespacio abierto, como cuando denoche se conduce con las ventanasbajadas. Le gustaba cómo seconcentraba cuando ella hablaba,

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inmóvil, como si no pudiera ver otracosa que no fuera ella. Incluso legustó el modo en que la levantó delsuelo cuando la abrazó en la fiesta,delante de Daniel. No quería hacernada que pudiera cambiar la formaen que Cam la trataba.

El sonido del silbato de laentrenadora cogió desprevenida aLuce, que se quedó de pie, bajando lavista con tristeza cuando Penn y losotros alumnos saltaron al agua. Miróa la entrenadora Diante en busca deorientación.

—Tú debes de ser Lucinda Price,la que siempre llega tarde y nunca

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escucha, ¿no? —dijo la entrenadoracon un suspiro—. Randy ya me hahablado de ti. Son ocho largos, túeliges el estilo.

Luce asintió, pero permanecióinmóvil, con los dedos de los piespegados al borde de la piscina. Antesle encantaba nadar. Cuando su padrele enseñó en la piscina deThunderbolt, incluso ganó unpremio a la niña más pequeña quecruzaba la piscina sin flotador. Perode eso hacía años. Ni siquierarecordaba la última vez que habíanadado. La piscina exteriorclimatizada de Dover siempre la

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había tentado, pero solo se podíanbañar los que pertenecían al equipode natación. La entrenadora Diantese aclaró la garganta.

—Quizá no has entendido queesto es una carrera... y que ya estásperdiendo.

Aquella era la «carrera» másestúpida y patética que Luce habíavisto nunca, pero eso no impidió quesu lado competitivo se despertara.

—Y... sigues perdiendo —añadióla entrenadora, mordiendo el silbato.

—No por mucho tiempo —respondió Luce.

Observó cómo iba la carrera: el

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chico a su izquierda iba sacando aguapor la boca en un torpe intento depracticar el crol. A su derecha, Pennavanzaba sin prisa, con la nariztapada y una tabla rosa de espumabajo el vientre. Durante una fracciónde segundo, Luce observó los chicosde las gradas. Molly y Rolad estabanmirando; Arriane y Gabbe seapoyaban la una en la otra, en plenoataque de risa.

Pero a ella no le importaba dequé se reían. Bueno, casi. Estabaconcentrada en otra cosa.

Luce encorvó los brazos sobre lacabeza, se zambulló en el agua, y

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sintió que su espalda se arqueaba alentrar en el agua fresca. Poca gentepodía hacer eso bien de verdad, tal ycomo le explicó su padre cuandotenía ocho años. Pero una vez queperfeccionabas el estilo mariposa, nohabía forma de ir más rápido en elagua.

Dejó que la irritación laempujara y sacó la parte superior delcuerpo del agua. Recordó elmovimiento enseguida y empezó abatir los brazos como si fueran alas.Nadó poniéndole más ganas que acualquier otra cosa que hubierahecho en mucho, mucho tiempo y,

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totalmente motivada, cada vezempezó a ganarles más terreno a losotros nadadores.

Cuando ya estaba acabando laoctava vuelta, en el momento en quesacaba la cabeza del agua, escuchó lasuave voz de Gabbe:

—Daniel.Las fuerzas de Luce se

extinguieron como si se hubieseapagado una vela. Se detuvo para oírqué más decía Gabbe, pero pordesgracia solo pudo oír un bulliciosochapoteo y, un instante después, elsilbato.

—Y el ganador es... —dijo

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emocionada la entrenadora Diante-Joel Brand.

El chico flacucho con aparatosque nadaba un par de carriles másallá salió de la piscina de un salto ycelebró la victoria a gritos. En elcarril de al lado, Penn dejó depatalear.

—¿Qué ha pasado? —le preguntóa Luce—. Lo tenías en el bolsillo.

Luce se encogió de hombros.Gabbe, eso era lo que pasaba, perocuando miró hacia las gradas, Gabbese había ido, y Arriane y Molly conella. De todos ellos solo quedabaRoland, y estaba inmerso en un libro.

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Luce había tenido un subidón deadrenalina mientras nadaba, peroahora había recibido un golpe tanduro que Penn la tuvo que ayudar asalir de la piscina.

Luce vio a Roland descender porlas gradas.

—Lo has hecho bastante bien —le dijo, y le tiró una toalla y la llavede la taquilla, que Luce pensaba quehabía perdido—, al menos durante unrato.

Luce cogió la llave al vuelo y seenvolvió en la toalla. Pero, antes deque pudiera decir nada al uso, como«Gracias por la toalla» o «Supongo

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que no estoy en forma», su nuevafaceta de chica exaltada le espetó:

—¿Daniel y Gabbe están juntos,o qué?

Craso error. Craso, craso error.Enseguida vio en la mirada de Rolandque aquella pregunta iría directa aDaniel.

—Ah, es eso —dijo Roland,sonriéndole—. Bueno, no sabríadecirte... —La miró, se rascó la narizy le dirigió lo que parecía una miradacompasiva. Luego señaló la puertaabierta del pasillo y cuando Lucesiguió la dirección de su dedo viopasar por allí la silueta esbelta y

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rubia de Daniel—. ¿Por qué no se lopreguntas tú misma?

Descalza y con el pelo goteándole,Luce vaciló frente a la puerta de lasala de pesas. Quería ir directa alvestuario para cambiarse y secarse.No sabía por qué lo de Gabbe laestaba perturbando tanto. ¿AcasoDaniel no podía estar con quienquisiera? Quizá a Gabbe le gustabanlos chicos que le hacían gestosobscenos con los dedos.

O, lo que parecía más probable,ese tipo de cosas no le ocurrían aGabbe.

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Pero Luce se sintió mejor cuandovolvió a ver a Daniel. Estaba deespaldas a ella, intentando desenredaruna comba del montón. Le observóescoger una fina de color azul marinocon los mangos de madera y dirigirsea un lugar despejado en el centro dela sala. Su piel dorada era casiradiante, y cada movimiento quehacía, ya fuera estirar el cuello oagacharse para rascarse la esculturalrodilla, dejaba a Luce prendada porcompleto. Permaneció apoyada en lapuerta, sin darse cuenta de que lerechinaban los dientes y de que latoalla estaba empapada.

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Cuando Daniel se colocó lacomba detrás de los tobillos parasaltar, Luce se sintió invadida poruna oleada de déjà vu. No eraexactamente que hubiera visto aDaniel saltar a la comba antes, sinomás bien que la postura que habíaadoptado le resultaba muy familiar.Estaba con los pies separados, lasrodillas abiertas y los hombros haciadelante mientras tomaba aire. Lucecasi habría podido dibujarlo. Solocuando Daniel empezó a girar lacuerda, Luce logró salir de aquellaensoñación... para entrar en otra.Nunca había visto a nadie moverse

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así, era casi como si estuvieravolando. La comba daba vueltas tandeprisa alrededor de su alta figuraque desaparecía, y Luce llegó apreguntarse si sus pies —estrechos ygráciles—, tocaban el suelo. Se movíacon tanta rapidez que ni si quiera élpodía llegar a contar los saltos.

Un grito agudo seguido de unsonido sordo al otro lado de la sala depesas desvió la atención de Luce.Todd estaba hecho un ovillo al pie deuna de las cuerdas con nudos quellegaban al techo. Por un momento,sintió pena por Todd, que se estabamirando las manos ampolladas, pero,

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antes de que pudiera volver a mirar aDaniel para ver si se había dadocuenta, Luce tembló al sentir quealgo negro y frío le rozaba y lerecorría la piel, al principio poco apoco, una sombra helada, tenebrosa yde límites indiscernibles. Entonces,de repente, se estrelló contra sucuerpo y la hizo retroceder. Lapuerta que daba a la sala de pesas secerró de un portazo y Luce se quedósola enel pasillo.

—¡Ah! —gritó, no porque lehubiese dolido exactamente, sinoporque hasta entonces las sombrasnunca la habían tocado. Se miró los

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brazos: hacía solo unos instantesjuraría haber sentido que unas manosla agarraban y la sacaban delgimnasio.

No, eso era imposible... habríadado un traspié por culpa de algunacorriente de aire. Inquieta, se acercóa la puerta cerrada y miró a través delpequeño rectángulo de cristal.

Daniel estaba mirando a sualrededor, como si hubiera oído algo,pero Luce estaba segura de que nosabía que se trataba de ella, porqueno tenía el ceño fruncido.

Pensó en la sugerencia de Roland,en preguntarle a Daniel

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directamente qué pasaba, peroenseguida desechó esa opción. Eraimposible preguntarle nada a Danielsin exponerse de nuevo a aquel ceñofruncido.

Además, cualquier pregunta quehiciera sería inútil, pues la nocheanterior ya había oído todo lo quetenía que oír. Solo una especie demasoquista sería capaz de pedirle queadmitiera que estaba con Gabbe, asíque decidió volver al vestuario, yentonces se dio cuenta de que nopodía.

La llave.Se le debió de caer de las manos

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cuando se tambaleó al salir de la sala.Se puso de puntillas para mirar haciaabajo a través del pequeño panel decristal de la puerta. Allí estaba, sumetedura de pata de color bronce, enla estera azul y acolchada. ¿Cómohabía llegado tan lejos, a solo unospocos pasos de donde Daniel estabahaciendo ejercicio? Luce suspiró yempujó la puerta para abrirla,porque pensó que, si tenía queentrar, lo mejor era hacerlo rápido.

Cuando cogía la llave, le echó unúltimo vistazo a Daniel. Ibaralentizando el ritmo, pero sus piesseguían casi sin tocar el suelo. Y tras

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dar un último salto ligero como unapluma, se detuvo y se volvió paramirarla.

Al principio no dijo nada. Ella sesonrojó, y lamentó llevar un traje debaño tan horrible.

—Hola —fue todo cuanto pudodecir.

—Hola —le respondió, en untono de voz mucho más calmado.Tras lo cual, señalando su traje debaño, le preguntó—: ¿Has ganado?

Luce esbozó una sonrisa triste yresignada, y negó con la cabeza.

—Ni de lejos.Daniel frunció la boca.

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—Pero si siempre has sido...—Siempre he sido... ¿qué?—Quiero decir que tienes pinta

de ser una buena nadadora. —Seencogió de hombros—. Eso es todo.

Ella se acercó a él, estaba a unpaso. Las gotas de agua de su cabellocaían en la colchoneta como sifueran gotas de lluvia.

—Eso no es lo que ibas a decir —insistió—. Has dicho que yosiempre...

Daniel se entretuvo enrollándosela comba en la muñeca.

—Sí, ya, pero no me refería a tien particular, quería decir en

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general. Se supone que siempre tedejan ganar la primera carrera. Uncódigo de honor no escrito entre losveteranos.

—Pero Gabbe tampoco haganado —insistió Luce cruzándose debrazos—. Y ella es nueva, pero nisiquiera se ha metido en la piscina.

—No es que sea exactamentenueva, ha vuelto después de estar untiempo... fuera. —Daniel se encogióde hombros, sin dejar vislumbrar sussentimientos hacia Gabbe. Su obviointento de mostrarse indiferente hizoque Luce se pusiera aún más celos.Observó cómo acababa de enrollar la

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comba; movía las manos casi tanrápido como los pies. Y en esemomento ella sintió que tenía frío, yque estaba sola y que era torpe, yque no contaba para nada ni paranadie. Le empezó a temblar el labio.

»Oh, Lucinda —susurró Danielexhalando un profundo suspiro.

Todo el cuerpo de Luce entró encalor de golpe. Aquella voz era tancercana y familiar.

Quería que dijera de nuevo sunombre, pero él le había dado laespalda. Colgó la comba en ungancho que había en la pared.

—Debería cambiarme antes de

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clase.Ella lo cogió del brazo.—Espera.Él apartó el brazo de un tirón,

como si le hubieran dado unadescarga, y Luce también lo sintió,pero era un tipo de descarga que lahacía sentir bien.

—¿Alguna vez sientes...? —Lomiró a los ojos. De cerca pudo vercuán inusuales eran. De lejosparecían grises, pero de cerca podíanapreciarse motas violetas. Conocía aalguien más con unos ojos así...—.Juraría que nos hemos visto antes.¿Crees que estoy loca?

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—¿Loca? ¿No es por eso por loque estás aquí? —preguntó condesdén.

—Hablo en serio.—Yo también. —Su rostro no

mostraba ninguna expresión—. Y,por si no lo sabías —señaló a lacámara que colgaba del techo—, lasrojas controlan a las acosadoras.

—No te estoy acosando. —Sepuso rígida, muy consciente de ladistancia que los separaba—. ¿Puedesdecir, sinceramente, que no tienes niidea de qué estoy hablando?

Daniel se encogió de hombros.—No te creo —insistió Luce—.

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Mírame a los ojos y dime que meequivoco, que hasta esta semana nonos habíamos visto nunca.

Se le aceleró el corazón cuandoDaniel se acercó a ella y le puso lasmanos en los hombros. Sus pulgaresencajaban perfectamente en loshuecos de sus clavículas, y al sentir lacalidez de su tacto, Luce quiso cerrarlos ojos... pero no lo hizo. Observócómo Daniel inclinó la cabeza hastaque sus narices casi se tocaron. Podíasentir su respiración en la cara ypodía oler el toque dulzón quedesprendía su piel.

Él hizo lo que ella le había

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pedido. La miró a los ojos y le dijo,muy lenta y claramente, para que suspalabras no dieran lugar a equívocos:

—Hasta esta semana, no me hasvisto jamás.

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NuevosNuevosdescubrimientosdescubrimientos

—Y ahora, ¿adónde vas? —le

preguntó Cam, bajándose las gafas desol de montura de plástico rojo.

Había aparecido en la entrada delAgustine tan de repente que Lucecasi se chocó con él. O quizá yaestaba allí y ella no se había dadocuenta por la prisa que tenía en

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llegar a clase. Fuera como fuera, se leaceleró el corazón y empezaron asudarle las manos.

—Eh... ¿a clase? —respondióLuce, porque, ¿adónde parecía quepodía ir si no? Iba cargada con lospesados libros de Cálculo y el trabajoinacabado de Religión.

Aquel podía ser un buenmomento para disculparse porhaberse esfumado el día anterior,pero ya llegaba muy tarde. En lasduchas del vestuario no había aguacaliente, así que había tenido quevolver a la residencia. De algúnmodo, lo ocurrido después de la fiesta

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ya no le parecía importante. Noquería prestarle más atención alhecho de haberse marchado, sobretodo ahora que Daniel la habíahecho sentir tan patética. Tampocoquería que Cam pensase que era unamaleducada. Solo quería esquivar aCam de alguna forma y estar sola,para dejar atrás la cadena desituaciones vergonzosas de esamañana.

Solo que... cuanto más la mirabaCam, menos prisa tenía por irse. Y elrechazo de Daniel parecía herirmenos su orgullo. ¿Cómo podíaconseguir todo eso una sola mirada

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de Cam?Cam, con su piel clara y el

cabello negro azabache, era distintode cualquier otro chico que hubieraconocido. Emanaba confianza en símismo, y no solo porque conociera atodo el mundo —y supiera cómoconseguir cualquier cosa— antes deque Luce ni averiguara siquieradónde estaban sus clases. En esemomento, de pie fuera del edificogris y monótono, Cam tenía elaspecto de una fotografía artística enblanco y negro con matices rojos enTechnicolor.

—Así que a clase, ¿eh? —le dijo

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Cam bostezando de manera grotesca.Estaba bloqueando la entrada, y undivertido mohín en su boca despertóen Luce la curiosidad de querer saberqué estaba tramando. Llevaba unabolsa de lona colgada del hombro yuna taza desechable de café exprésen la mano. Paró la música del iPod,pero se dejó los auriculares colgandoalrededor del cuello. Una parte deLuce quería saber qué canción habíaestado escuchando y dónde habíaconseguido aquel café exprés decontrabando. La juguetona sonrisaque le pareció entrever en sus ojosverdes la animó a preguntárselo

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directamente.Cam tomó un sorbo del café

espumoso, levantó el dedo índice ydijo:

—Déjame compartir contigo milema sobre las clases de Espada &Cruz: más vale nunca que tarde.

Luce rió, y entonces Cam sesubió las gafas de sol. Los cristaleseran tan oscuros que ocultaban susojos por completo.

—Además —dijo dirigiéndole unasonrisa que formaba un arco blanco—, es casi la hora del almuerzo ytengo picnic.

¿Almuerzo? Pero si Luce ni

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siquiera había desayunado. Aunquele sonaban las tripas, y la mera ideade que el señor Cole la reprendiesepor haberse perdido toda la claseexcepto los últimos veinte minutos leresultaba cada vez menos tentador.

Hizo un gesto con la cabezaseñalando la bolsa.

—¿Hay suficiente para dos?Cam le pasó el brazo por los

hombros y recorrieron elreformatorio, pasando por delante dela biblioteca y de la sombríaresidencia. Al llegar a la cancelametálica del cementerio, se detuvo.

—Sé que este lugar te parecerá

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un poco extraño para hacer un picnic—le explicó—, pero es el mejor sitiopara que no nos molesten durante unrato, al menos dentro del recinto delcolegio. A veces parece que me falteel aire allí dentro.

Hizo un gesto señalando eledifico, y Luce comprendióperfectamente aquella sensación.Allí se sentía reprimida y expuesta almismo tiempo. Pero Cam parecía serla última persona que pudieraexperimentar el síndrome delestudiante nuevo. Era tan... sereno.Después de la fiesta del día anterior,y en ese momento, con el café exprés

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en la mano, nunca habría imaginadoque él también se sentía tanoprimido. O que la escogería a ellapara compartir sus sentimientos.

Tras él se alzaba la otra parte deldestartalado reformatorio. Desde allíno había mucha diferencia entre loque había a un lado y al otro de lacancela del cementerio.

Luce se dejó llevar.—Prométeme que me salvarás de

cualquier estatua que se venga abajo.—No —respondió Cam con una

seriedad que borró por completo eltono jocoso de las palabras de Luce—. Eso no volverá a ocurrir.

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Luce miró hacia el lugar donde,solo unos días antes, Daniel y ellahabían estado a punto de acabar en elcementerio definitivamente. Pero elángel de mármol que se había caídoya no estaba, y el pedestal estabavacío.

—Venga —dijo Cam,arrastrándola consigo. Esquivaronfranjas de malas hierbas, y Cam sevolvía a menudo para ayudarla arebasar montículos de porqueríadesenterrada de dudosa procedencia.

En un momento dado, Luceestuvo a punto de perder elequilibrio y se sujetó a una de las

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lápidas para no caerse. Era un bloquegrande y pulido con un lado rugoso einacabado.

—Siempre me ha gustado esta —dijo Cam, haciendo un gesto hacia lalápida rosácea en la que Luce estabaapoyada. Luce se dio la vuelta yobservó la inscripción.

—«Jospeh Miley» —leyó en vozalta—, «1821—1865. Sirvió con valoren la Guerra de la Agresión delNorte. Sobrevivió a tres balas y acinco caballos, antes de encontrar lapaz final».

Luce hizo crujir sus dedos.¿Quizá a Cam solo le gustaba porque

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era la única lápida rosada entre todaslas grises? ¿O porque tenía unasespirales que formaban una especiede cresta en la parte superior? Lomiró enarcando una ceja.

—Sí, lo sé —dijo Cam sin darlemucha importancia—. Me gusta quela lápida explique cómo murió. Eshonesto, ¿no crees? Normalmente, lagente no quiere entrar en detalles.

Luce apartó la mirada. Sabía muybien a qué se refería Cam, porquerecordaba el inescrutable epitafio dela lápida de Trevor.

—Piensa en lo interesante queresultaría que en este lugar estuviera

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escrito por qué murió cada uno. —Señaló una tumba pequeña un pocomás allá de la de Joseph Miley—.¿Cómo crees que murió ella?

—Hummm... ¿Fiebre escarlata?—intentó adivinar Luce.

Resiguió las fechas con los dedos.Cuando murió, esa chica era másjoven que Luce. Luce no quería darlemuchas vueltas a cómo podría haberocurrido.

Cam inclinó la cabeza, pensativo.—Quizá —dijo—. O eso o un

misterioso incendio en el graneromientras la joven Betsy se estabaechando una inocente siestecita con

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el vecino.Luce empezó a fingir que se

había ofendido, pero, por elcontrario, la cara expectante de Camla hizo reír. Hacía mucho tiempoque no pasaba un buen rato con unchico y, aunque sin duda aquel lugarresultaba un poco más macabro queel cine al aire libre donde solíacoquetear, también lo eran losestudiantes de Espada & Cruz, decuyo grupo ahora, para bien o paramal, Luce formaba parte.

Siguió a Cam hasta la parte másbaja del cementerio, donde sehallaban las tumbas más

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ornamentadas y los mausoleos. Laslápidas parecían estar mirándolosdesde lo alto de la pendiente, como siLuce y Cam fueran actores en unanfiteatro. El sol de mediodía relucíacon un color anaranjado a través delas hojas de un roble gigante, y Lucese colocó la mano a modo de visera.Era el día más caluroso que habíantenido en toda la semana.

—Y mira a este tío —dijo Camseñalando una tumba enorme quetenía columnas corintias—. Unauténtico prófugo. Quedó sepultadocuando cedió una de las vigas de unsótano. Así que ya sabes: nunca te

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escondas en plena redada deconfederados.

—¿De verdad ocurrió eso? —preguntó Luce—. ¿Desde cuándo eresun experto en todo esto?

Aunque le tomara el pelo, Lucese sintió extrañamente privilegiadapor el hecho de estar allí con Cam. Élle sostuvo la mirada para asegurarsede que estaba sonriendo.

—Es solo un sexto sentido. —y lededicó una amplia e inocente sonrisa—. Pero, si te gusta, también tengoun séptimo sentido, y un octavo, yun noveno...

—Impresionante. —Sonrió—.

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Aunque ahora mismo me quedaríacon el sentido del gusto. Me estoymuriendo de hambre.

—A su servicio.Cam sacó un mantel de la bolsa y

lo extendió en una zona con sombraque había bajo el roble. Desenroscóla tapa de un termo, y a Luce le llegóel olor a café. No solía tomar el cafésolo, pero le observó llenar un vasocon hielo, verter el café y añadir lacantidad justa de leche.

—He olvidado traer azúcar —dijo.

—Ah, yo no tomo.Luce bebió un sorbo del café con

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leche helado, el primer sorbodelicioso de cafeína prohibida quetomaba aquella semana en Espada &Cruz.

—Pues qué suerte —repuso Cam,mientras sacaba el resto del picnic.

Los ojos de Luce se abrieroncomo platos cuando vio todo lo quellevaba: una barra de pan negro,rodajitas de queso, una terrina deaceitunas, un cuenco con huevosrellenos y dos manzanas verdesrelucientes. Parecía imposible queCam hubiese metido todo eso en labolsa... o que hubiera planeadocomerse todo aquello él solo.

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—¿Se puede saber de dónde hassacado todo esto? —le preguntóLuce. Y mientras fingía concentrarseen cortar un trozo de pan, siguiódiciendo—: ¿Y con quién planeabashacer un picnic antes de encontrarteconmigo?

—¿Antes de encontrarmecontigo? —Cam rió—. Apenas puedorecordar mi triste vida antes de ti.

Luce le dirigió una miradaligeramente aviesa para que supieraque el comentario le había parecidomuy malo... y solo un poquitohalagador. Se recostó, apoyó loscodos en el mantel y cruzó las

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piernas a la altura de los tobillos.Cam estaba sentado con las piernascruzadas frente a ella, y cuandoalargó el brazo para coger el cuchillodel queso su brazo rozó la rodilla deLuce, y ya no lo apartó. La mirócomo diciendo: «No pasa nada,¿verdad?».

Como ella ni parpadeó, se quedótal como estaba, tomó el trozo de pande la mano de Luce y usó su piernacomo si fuera un tablero mientrasuntaba un triángulo de queso sobrela rebanada. A Luce le gustó lasensación de aquel peso, y con elcalor que hacía, eso significaba algo.

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—Empezaré con la pregunta másfácil —dijo incorporándose—. Ayudoen la cocina un par de días a lasemana. Forma parte del trato dereadmisión en Espada & Cruz. Sesupone que tengo que «compensar».—Su mirada expresaba indiferencia—. Pero no me importa. Supongoque me gusta la cocina, bueno, sincontar las quemaduras de aceite. —Les dio la vuelta a sus muñecas, yLuce pudo ver decenas de pequeñascicatrices en los antebrazos—. Gajesdel oficio —dijo sin afectación—.Pero también me encargo de ladespensa.

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Luce no pudo resistir pasar losdedos sobre los diminutos puntosblancos e hinchados que sedifuminaban sobre su piel aún máspálida. Antes de que pudiera sentirseavergonzada por su atrevimiento yretirara la mano, Cam se la cogió y laestrechó.

Luce observó sus dedos entre losdel chico. No se había dado cuentadel parecido del tono de sus pieles.En un lugar lleno de personasbronceadas, la palidez de Lucesiempre la había cohibido. Pero lapiel de Cam era tan llamativa, tanperceptible, casi metálica... y ahora

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se daba cuenta de que ella debía deparecerle a él. Le temblaron loshombros y se sintió un pocomareada.

—¿Tienes frío? —le preguntó élcon voz tranquila.

Cuando ambos se miraron a losojos, ella supo que él sabía que notenía frío.

Cam se acercó más, y su voz sehizo un susurro.

—¿Supongo que ahora querrásque admita que te he visto cruzandoel patio desde la ventana de la cocinay he empaquetado todo esto con laesperanza de convencerte para

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saltarnos la clase?En ese momento Luce se habría

puesto a juguetear con los cubitos dehielo de su vaso, si no se hubierandeshecho con el calor de septiembre.

—Y has ideado todo este picnicromántico —acabó ella—. ¿En elcementerio?

—Eh —le pasó un dedo por ellabio inferior— eres tú la que hasacado lo del romanticismo.

Luce se echó atrás. Él tenía razón:era ella la que se había lanzado... porsegunda vez en un día. Sintió cómole ardían las mejillas mientrasintentaba no pensar en Daniel.

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—Es broma —dijo, y sacudió lacabeza al observar que la mirada deLuce se había vuelto triste—. Comosi no fuera evidente. —Contempló unbuitre que sobrevolaba en círculosuna enorme estatua blanca con formade cañón—. Sé que esto no es el Edén—dijo, y le dio una manzana a Luce—, pero finjamos que estamosprotagonizando una canción de losSmiths. Tengo que decir en mi favorque tampoco es que haya mucho conlo que sorprender en este colegio.

Se estaba quedando corto.—Tal como yo lo veo —prosiguió

Cam, recostándose en la manta—, el

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lugar no tiene importancia.Luce le dirigió una mirada

dubitativa. Prefería que no sehubiera alejado al recostarse, pero erademasiado tímida para acercarse.

—Donde yo me crié —se detuvoun instante—, las cosas no eran muydiferentes del estilo penitenciario deEspada & Cruz. El resultado es quesoy del todo inmune a mi entorno.

—Ya, claro. —Luce negó con lacabeza—. Si te diera un billete deavión a California ahora mismo, ¿note encantaría largarte de aquí?

—Hummm... no me tienta mucho—dijo Cam mientras se comía un

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huevo relleno.—No te creo. —Luce le dio un

empujoncito.—Entonces debes de haber tenido

una infancia feliz.Luce mordió la piel verde y dura

de manzana y se lamió el jugo que sele derramó por los dedos. Revisó conrapidez su catálogo mental deenfados paternos, consultas médicas,cambios de escuela... y lasapariciones de sombras que secernían como una mortaja sobrecualquier cosa. No, no se podía decirque hubiera tenido una infanciafeliz. Pero si Cam no podía ver algo

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más esperanzador en el horizonte queEspada & Cruz, entonces quizá lasuya había sido bastante peor.

Oyeron un susurro a sus pies, yLuce se hizo un ovillo en cuanto vioreptar a una serpiente gruesa, decolor verde y amarillo. Guardando lasdistancias, Luce la observó porencima de las rodillas. No era unasimple serpiente, sino una serpienteque estaba mudando la piel, de formaque de su cola se desprendía unenvoltorio translúcido. Habíaserpientes por toda Georgia, peronunca había visto cómo mudaban lapiel.

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—No grites —le dijo Cam altiempo que le ponía una mano sobrela rodilla, lo cual la hizo sentir mássegura—. Seguirá su camino si no lamolestamos.

Pero no parecía tener muchaprisa, y Luce quería gritar con todassus fuerzas. Siempre había odiado ytemido a las serpientes. Eran tanresbaladizas y escamosas y...

—Aaag.Estaba temblando, pero no apartó

los ojos del animal hasta quedesapareció bajo la hierba alta.

Cam sonrió, cogió la muda depiel y se la puso a Luce en la mano.

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Todavía parecía viva, como la piel deuna cabeza de ajos cubierta de rocíoque un día su padre había cogido deljardín. Pero aquello acababa dedesprenderse de una serpiente. Quéasco. La tiró al suelo y se limpió lamano en los vaqueros.

—Oh, venga, ¿no crees que hassido genial?

—¿Me ha delatado el temblor delas manos?

Luce ya se sentía un pocoavergonzada por haberse mostradotan infantil.

—¿Y qué hay de tu fe en el poderde la transformación? —preguntó

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Cam mientras toqueteaba la piel—.Después de todo, es por eso por loque estamos aquí.

Cam se quitó las gafas de sol yLuce pudo contemplar aquellos ojoscolor esmeralda que irradiaban tantaconfianza. Había vuelto a adoptaraquella pose increíblementetranquila a la espera de que Lucerespondiese.

—Empiezo a pensar que eres unpoco raro —dijo ella finalmente,esbozando una leve sonrisa.

—Pues piensa en todo lo que aúnte queda por saber —repuso,acercándose aún más. Más que

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cuando apareció la serpiente. Más delo que ella esperaba. Alargó la manoy le acarició el cabello.

Luce se puso tensa.Cam era guapísimo y misterioso.

Lo que ella no lograba comprenderera por qué de alguna forma seguíasintiéndose cómoda, cuando deberíaestar nerviosísima —como en aquelpreciso instante—. Quería estar justodonde estaba. No podía apartar lamirada de sus labios, que erancarnosos y rosados, y que cada vezestaban más cerca, produciéndolecierta sensación de vértigo. Elhombro de Cam la rozó, y ella sintió

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un extraño escalofrío. Luce captó elinstante en que Cam abría los labiosy cerró los ojos.

—¡Aquí estáis! —Una vozjadeante sacó a Luce de su ensueño.

Suspiró exasperada y desvió suatención hacia Gabbe, que, plantadafrente a ellos con el cabello recogidoa un lado en una coleta, y sonreíacompletamente inconsciente de lainterrupción.

—Os he buscado por todas partes.—¿Y por qué diablos lo has

hecho? —le espetó Cam,fulminándola con la mirada, lo cualhizo subir repentinamente la

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consideración que Luce tenía de él.—El cementerio ha sido el último

lugar en el que he pensado —siguióparloteando sin dejar de contar conlos dedos—: He mirado en vuestrashabitaciones, debajo de las gradas, ytambién en…

—¿Qué quieres, Gabbe? —lainterrumpió Cam, como si fuera suhermano mayor, como si seconocieran desde hacía muchotiempo.

Gabbe parpadeó y luego semordió el labio.

—Es por la señorita Sophia —dijoal final, chasqueando los dedos—. Sí,

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eso. Se ha puesto hecha una furia alver que Luce no había ido a clase. Haestado diciendo que eras unaestudiante tan prometedora y todoeso.

Luce no podía entender a aquellachica. ¿De verdad estaba allí soloporque cumplía órdenes? ¿Se estababurlando de Luce por causarle unabuena impresión a una profesora?¿Acaso no le bastaba con tener aDaniel y ahora venía a por Cam?

Gabbe debió de presentir queestaba interrumpiendo algo, pero sequedó allí de pie, parpadeando consus ojos de cordero, jugueteando con

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uno de sus rubios mechones.—Venga, ya vale —les exhortó,

extendiendo las manos paraayudarlos a levantarse—. Volvamos aclase.

—Lucinda, puedes utilizar elordenador del puesto tres —dijo laseñorita Sophia tras consultar unahoja de papel cuando Luce, Gabbe yCam entraron en la biblioteca. Nadade «¿Dónde has estado?». Ni lamenor reprimenda por el retraso. Laseñorita Sophia acomodó a Luce allado de Penn en la sección deinformática de la biblioteca. Como si

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ni siquiera se hubiera percatado deque Luce había estado fuera.

Luce le dirigió a Gabbe unamirada acusadora, pero esta se limitóa encogerse de hombros y a esbozarun «¿Qué?» con los labios.

—¿Dónde has estado? —lepreguntó Penn en cuanto Luce sesentó. Era la única que parecíahaberse dado cuenta de que Luce noestaba en clase.

Luce miró a Daniel, que estabaprácticamente sumergido en elordenador, en el puesto siete. Desdesu asiento, todo lo que Luce podíaver era la aureola rubia de su cabello,

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pero fue suficiente para que seruborizara. Se hundió en su silla ysiguió mortificándose con laconversación que habían tenido en elgimnasio.

Después de todas aquellascomplicidades con Cam y tras haberestado a punto de besarse, no podíaolvidar lo que sentía por Daniel.

Y nunca estarían juntos.Eso era fundamentalmente lo que

le había dicho Daniel en el gimnasio,después de que, había quereconocerlo, prácticamente seabalanzara sobre él.

El rechazo había herido su

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corazón hasta tal punto que estabasegura de que todo el mundo podíaadivinar lo sucedido solo con mirarla.Penn, impaciente, daba golpecitoscon su lápiz en el pupitre de Luce.Pero Luce no sabía cómo explicarlo.Gabbe había interrumpido el picniccon Cam antes de que Luce pudieradarse cuenta de lo que estabapasando realmente. O de lo queestaba a punto de pasar. Pero lo másextraño, y lo que no lograbacomprender, era por qué todoaquello parecía mucho menosimportante que lo ocurrido conDaniel en el gimnasio.

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La señorita Sophia estaba enmedio de la sección de informática,chasqueando los dedos como unaprofesora de primaria para captar laatención de sus alumnos. Susbrazaletes de plata tintineaban comocampanillas.

—¡Si alguno de vosotros ha hechosu árbol genealógico –gritó porencima del barullo que formaban losestudiantes—, entonces sabrá quétipo de tesoros yacen en sus raíces!

—Oh, Dios, esa metáfora eshorrible —susurró Penn—. Creo quevoy a morirme. Mejor: mátame.

—Tenéis veinte minutos para

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acceder a Internet y empezar abuscar vuestro árbol genealógico —dijo la señorita Sophia, al tiempoque pulsaba el botón del cronómetro—. Cada generación abarca más omenos veinte o veinticinco años, asíque intentad remontaros al menosseis generaciones.

Protesta general.Un suspiro destacó sobre los

demás en el puesto siete: Daniel.La señorita Sophia se volvió hacia

él.—¿Daniel? ¿Tienes algún

problema con este ejercicio?Suspiró otra vez y se encogió de

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hombros.—No, no, en absoluto. Está bien.

Mi árbol familiar. Supongo que seráinteresante.

La señorita Sophia ladeó lacabeza con interés.

—Me tomaré lo que has dichocomo un apoyo entusiasta. —Dirigiéndose de nuevo a la clase, dijo—: Confío en que encontréis algúntema que valga la pena para hacer untrabajo de investigación de diez oquince páginas.

Era imposible que Luce lograraconcentrarse en ese momento. Nocuando aún había tantas cosas por

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asimilar.Ella y Cam en el cementerio:

quizá no era la definición másapropiada de una cita romántica,pero Luce casi lo prefería así, pues nose parecía a nada de lo que habíahecho antes. Saltarse la clase paradeambular entre todas aquellastumbas, compartir el picnic mientrasCam le servía un café con lecheperfecto, reírse de su miedo a lasserpientes… Bueno, ella podría haberpasado sin la escena de la serpiente,pero al menos Cam lo había llevadocon delicadeza. Con mucha másdelicadeza de la que Daniel había

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tenido en toda la semana.Odiaba tener que admitirlo, pero

era la verdad. Daniel no estabainteresado en ella.

Cam, por otro lado...Lo observó, estaba solo unos

pupitres más allá, y él le guiñó unojo antes de ponerse a teclear. Eraevidente que ella le gustaba. Callieno habría podido dejar de proclamarque era obvio.

Quería llamar a Callie en esemismo instante, salir corriendo de labiblioteca y dejar la tarea del árbolgenealógico para otro momento.Hablar de otro chico era la forma

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más rápida —quizá la única dequitarse a Daniel de la cabeza. Perotanto las normas para utilizar elteléfono en Espada & Cruz comotodos aquellos estudiantes a sualrededor —tan aplicados, ellos— leimpedían hacerlo. Los diminutos ojosde la señorita Sophia peinaban laclase en busca de vagos.

Luce suspiró, derrotada, y abrióel programa de búsqueda en elordenador. Tendría que permanecerallí durante otros veinte minutos, sinuna sola neurona concentrada enaquel ejercicio. Lo último quedeseaba era saber más cosas de su

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aburrida familia. Sus desganadosdedos empezaron a teclear treceletras por impulso propio:

«Daniel Grigori».«Buscar.»

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Un chapuzónUn chapuzóndemasiado profundodemasiado profundo

Cuando el sábado por la mañana

Luce abrió la puerta de suhabitación, Penn se precipitó en susbrazos.

—Un día caeré en la cuenta deque las puertas se abren hacia dentro—dijo disculpándose mientras seenderezaba las gafas—. Tengo que

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dejar de inclinarme sobre las mirillas.Por cierto, bonita habitación —añadió mientras miraba alrededor.Caminó hasta la ventana que habíaencima de la cama de Luce—. Notienes mala vista, si no fuera por lasbarras y todo eso, claro.

Luce estaba detrás de ella, ytambién miró hacia el cementerio,donde destacaba el roble bajo el quehabía estado de picnic con Cam. Y,fuera de plano, pero muy presente ensu mente, el lugar donde habíaquedado atrapada junto a Danielbajo la estatua. El ángel vengadorque había desaparecido

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misteriosamente tras el accidente.Recordar la mirada de

preocupación de Daniel cuandosusurró el nombre de Luce aquel día,sus caras a pocos centímetros, lasensación cuando le tocó el cuellocon las yemas de los dedos... todoaquello hizo que se sintieseacalorada.

Y patética. Suspiró, se alejó de laventana y reparó en que Penntambién lo había hecho.

Estaba cogiendo las cosas delescritorio de Luce para someterlas aun meticuloso reconocimiento. Elpisapapeles de la Estatua de Libertad

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que su padre le había traído de uncongreso en la Universidad de NuevaYork, la foto de su madre con unapermanente hilarante cuando teníamás o menos la edad de Luce, el CDde la epónima Lucinda Williams quele dio Callie como regalo dedespedida antes de que Luce hubieraoído hablar de Espada & Cruz...

—¿Dónde tienes los libros? —lepreguntó a Penn, con la intención deevitar abrir de nuevo el baúl de losrecuerdos—. Dijiste que venías aestudiar.

En ese momento, Penn ya estabahurgando en el armario. Luce vio que

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su interés declinaba rápidamente alcomprobar que todo eran variacionesde las camisetas y jerséis negrosreglamentarios. Cuando Penn sedirigía hacia los cajones, Luce seinterpuso dispuesta a interceptarla.

—Ok, ya vale, cotilla —le espetó—. ¿No teníamos que buscarinformación sobre los árbolesgenealógicos?

—Hablando de cotilleos —dijoPenn con los ojos refulgentes—. Sí,tenemos que buscar algo, pero no loque estás pensando.

Luce la miró sin comprender.—¿Eh?

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—Mira. —Penn le puso unamano en el hombro—, si de verdadquieres saber algo de DanielGrigori...

—¡Chisss! —chistó Luce, y sedirigió hacia la puerta de inmediato.Asomó la cabeza al pasillo y echó unvistazo. No había moros en la costa,pero eso no quería decir nada. Enaquel colegio la gente tenía unasospechosa habilidad para aparecersurgiendo de la nada. Sobre todoCam. Y Luce se moriría si él, ocualquier otro, averiguara cuánenamorada estaba ella de Daniel;cualquier otro que no fuera Penn,

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evidentemente.Satisfecha, Luce cerró la puerta

con llave y se volvió hacia su amiga.Penn estaba sentada en el borde de lacama, con las piernas cruzadas.Parecía divertirse.

Luce se puso las manos en laespalda y hundió el dedo del pie en laalfombra roja y circular que habíajunto a la puerta.

—¿Qué te hace pensar que quierosaber algo de él?

—Oh, vamos —contestó Pennriendo—. A, es completamenteevidente que miras a Daniel Gregoritooodo el tiempo.

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—¡Chisss! —volvió a chistar Luce.—B —dijo Penn, sin bajar la voz

—, el otro día vi cómo te pasabastoda la clase buscándolo porInternet. Demándame si quieres...pero fuiste muy descarada. Y C, note pongas paranoica. ¿Crees que eneste colegio cotorreo con alguien queno seas tú?

Sin duda, algo de razón tenía.—Solo digo —continuó— que, si

«hipotéticamente» quisieras sabermás cosas sobre cierta persona sinnombre, cabría la posibilidad de queaccedieras a otros recursos. —Penn seencogió de hombros—. Ya sabes, con

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ayuda de alguien.—Soy toda oídos —dijo Luce,

dejándose caer en la cama. Subúsqueda en Internet no pasó deteclear, borrar y volver a teclear elnombre de Daniel en el campo debúsqueda.

—Esperaba que dijeras eso —repuso Penn—. Hoy no he traído loslibros porque voy a ofrecerte —yabrió mucho los ojos— una visitaguiada por la guarida subterránea yclandestina de los archivos de Espada& Cruz.

Luce hizo una mueca.—No sé... ¿fisgonear en los

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archivos de Daniel? No estoy segurade necesitar más motivos parasentirme una acosadora desquiciada.

—Ja —se rió Penn por lo bajo—.Y sí, lo has pronunciado en voz alta.Venga, Luce. Será divertido.Además, ¿qué otra cosa podrías haceruna radiante mañana del sábado?

Era un día agradable, justo unode esos días que te hacían sentir solasi no tenías planeado algo divertidoal aire libre. Durante la noche Lucehabía dejado la ventana abierta y, allevantarse, la brisa fría se habíallevado el calor y la humedad.

Solía pasar esos días soleados de

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principios de otoño yendo en bicicon sus amigos por los senderos delvecindario. Eso fue antes de evitar loscaminos boscosos a causa de lassombras, que solo ella veía. Antes deaquel día, durante el recreo, en quesus amigos le dijeron que sus padresles habían prohibido invitarla a casa,por si se producía algún «incidente».

Lo cierto era que a Luce le habíaentrado un poco de miedo alplantearse cómo pasaría aquel primerfin de semana en Espada & Cruz. Sinclases, sin terroríficas pruebasdeportivas, sin eventos sociales en laagenda. Solo cuarenta y ocho horas

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de tiempo libre. Una eternidad.Hasta que apareció Penn, no habíaparado de pensar con nostalgia en sucasa.

—De acuerdo. —Luce intentó noreírse cuando lo dijo—: Llévame a tuguarida secreta.

Penn iba prácticamente saltandomientras guiaba a Luce a través delcésped pisoteado, en dirección alvestíbulo principal, que estaba cercade la entrada del colegio.

—No sabes cómo he esperado elmomento de poder traer conmigo auna compañera de fechorías hasta

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aquí.Luce sonrió, contenta de que

Penn diera más importancia a teneruna amiga con la que investigar queal hecho de que... bueno, a eso queLuce sentía por Daniel.

Al cruzar el reformatorio,pasaron por delante de algunoschavales que holgazaneaban en lasgradas, bajo el luminoso sol deúltima hora de la mañana. Eraextraño ver color en el patio, y enaquellos alumnos, a los que Luce nopodía dejar de identificar con el colornegro. Pero allí estaba Roland, conunos pantalones cortos color verde-

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lima y una pelota en los pies. YGabbe, con una camisa de algodónvioleta desabrochada. Jules y Phillip—la pareja de los piercings en lalengua—se dibujaban algo en lasraídas rodilleras de los vaqueros.Todd Hammond permanecía sentadoen las gradas, apartado de los demás,con una camiseta de camuflaje,leyendo un tebeo. Incluso lacamiseta sin mangas y las bermudasgrises de Luce parecían másbrillantes que cualquier otra cosaque hubiera llevado aquella semana.

La entrenadora Diante y laAlbatros hacían guardia en el césped,

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y habían dispuesto dos sillas dejardín y una sombrilla combada en ellímite de las instalaciones. Si nofuera porque se las veía tirar laceniza de los cigarros en el césped,podían haber estado durmiendo traslas gafas de sol. Parecían muyaburridas, tan aprisionadas por sutrabajo como los alumnos a los quetenían que vigilar.

Había un montón de gente en elpatio, pero, mientras seguía de cercaa Penn, Luce se alegró de que nohubiera nadie cerca del vestíbuloprincipal. Nadie le había hablado aLuce de las zonas restringidas (ni

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siquiera sabía qué zonas estabanrestringidas), aunque no le cabía lamenor duda de que Randyencontraría un castigo adecuado.

—¿Y qué pasa con las rojas? —preguntó Luce al acordarse de lasomnipresentes cámaras.

—A algunas les he puestobaterías gastadas de camino a tuhabitación —respondió Penn, con elmismo tono indiferente con que sedice «Acabo de ponerle gasolina alcoche».

Penn barrió con la vista losalrededores antes de dejar entrar aLuce por la puerta trasera, y bajaron

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los tres empinados escalones quedaban a una puerta de color aceituna,invisible a ras del suelo.

—¿Este sótano también es de laépoca de la Guerra Civil? —preguntóLuce. Parecía la entrada a un lugardonde esconder prisioneros de guerra.

Penn se recreó inspirando el airehúmedo de aquel cubículo.

—¿Acaso esta podredumbremaloliente no responde a tupregunta? El moho de esta sala es deantes de la guerra —le dijo sonrientea Luce—. La mayoría de losestudiantes se morirían por tener laoportunidad de inhalar este aire

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vetusto.Luce intentó no respirar por la

nariz mientras Penn sacaba unmanojo de llaves digno de unaferretería, sujetas por un enormecordón.

—Mi vida sería mucho más fácilsi hicieran una llave maestra paratoda la escuela —dijo, mientrasrebuscaba hasta dar con una llavedelgada y plateada.

Cuando giró la llave, Luce sintióun inesperado escalofrío de emoción.Penn tenía razón: aquello era muchomejor que elaborar el árbolgenealógico.

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Caminaron un pequeño trecho através de un pasillo cálido y húmedocuyo techo quedaba apenas a unoscentímetros de sus cabezas. El aireviciado olía a descomposición, yLuce casi estaba contenta de que ellugar fuera demasiado oscuro paraver el suelo con claridad. Justocuando empezaba a sentirclaustrofobia, Penn sacó otra llave yabrió una puerta pequeña aunquemucho más moderna que tuvieronque franquear agachadas.

Dentro de la oficina de archivosolía a moho, pero al aire era muchomás fresco y seco. Todo estaba

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oscuro como la noche, excepto por elresplandor débil y rojizo de la señalde SALIDA que parpadeaba sobreellas.

Luce pudo distinguir la robustasilueta de Penn tentando el aire conlas manos.

—¿Dónde está esa cuerdecita? —musitó—. Ah, aquí.

Encendió una bombilla desnudaque colgaba del techo mediante unacadena metálica. La luz en lahabitación todavía era tenue, peroLuce vio que las paredes de cementoeran de color verde aceituna yestaban llenas de estanterías de metal

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y armarios archivadores. En cadaestantería había docenas de ficheros,y los pasillos entre los archivadoresparecían prolongarse hasta elinfinito. Todo se hallaba cubiertopor una gruesa capa de polvo.

De repente, la luz del sol pareciómuy lejana. Y aunque Luce sabíaque solo habían bajado unosescalones, tenía la sensación de estara un kilómetro bajo tierra. Se frotólos brazos desnudos. Aquel sería ellugar perfecto para instalarse si fueseuna sombra. Aún no había señales desu presencia, pero Luce sabía que esano era razón suficiente para sentirse

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a salvo.Penn, indiferente a la oscuridad

del sótano, cogió una escalerilla delrincón.

—Guau —dijo, arrastrándola trasde sí—. Algo ha cambiado. Loshistoriales antes estaban allí…Supongo que han hecho un poco delimpieza general desde la última vezque me colé aquí.

—¿Cuánto hace de eso? —preguntó Luce.

—Como una semana... —la voz dePenn se apagó al desaparecer detrásde un gran archivador.

Luce no podía imaginarse para

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qué querría Espada & Cruz todasaquellas cajas. Abrió la tapa de unade ellas y extrajo un fichero dondepodía leerse MEDIDAS DEREHABILITACIÓN. Tragó salivacon dificultad. Quizá era mejor nosaberlo.

—¡Está por orden alfabético! —gritó Penn. Su voz sonabaamortiguada y lejana—o E, F, G...Aquí lo tenemos, Grigori.

El susurro de las hojas guió aLuce hacia un estrecho pasillo, yenseguida encontró a Pennsosteniendo a duras penas una cajacon ambas manos. Aguantaba el

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archivo de Daniel entre la barbilla yel pecho.

—Es muy delgado —dijo, altiempo que alzaba ligeramente labarbilla para que Luce pudieracogerlo—. Normalmente, son muchomás... —Miró a Luce y se mordió ellabio—. Vale, ahora soy yo la queparece la loca acosadora. Veamos quéhay dentro.

La ficha de Daniel solo constabade una página. Habían pegado unacopia en blanco y negro de la quedebía de ser su foto de carnet en laesquina superior derecha. Mirabadirectamente a la cámara con una

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leve sonrisa. Luce no pudo evitarsonreír a su vez. Estaba igual queaquella noche, cuando... bueno, nosabría decir cuándo. La expresión desu rostro estaba muy clara en sumente, y sin embargo no conseguíasaber dónde la había visto.

—Dios mío, ¿no crees que estáexactamente igual? —dijo Penninterrumpiendo los pensamientos deLuce—. Y mira la fecha. La foto esde hace tres años, cuando vino porprimera vez a Espada & Cruz.

Eso debía de ser lo que Lucehabía pensado: que Daniel estabaigual que ahora. Sin embargo, sintió

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que había estado pensando —o queiba a pensar—algo diferente, pero nopodía recordar qué.

—Padres: desconocidos —leyóPenn, mientras Luce miraba porencima de su hombro—. Tutor:Orfanato del Condado de LosÁngeles.

—¿Orfanato? —preguntó Luce,llevándose instintivamente la manoal pecho.

—Eso es todo lo que hay. El restoes su...

—«Historial criminal» —acabóde leer Luce—: «Merodear por unaplaya pública a horas intempestivas...

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vandalismo con un carrito de lacompra... cruzar con un semáforo enrojo.»

Penn abrió los ojos de par en pary reprimió una carcajada.

—¿A Grigori Loverboy loarrestaron por cruzar en rojo?Reconoce que tiene gracia.

Luce no soportaba imaginar quehabían detenido a Daniel, por elmotivo que fuese, y aún le disgustabamás que, según Espada & Cruz todasu vida pudiera reducirse a una listade delitos insignificantes. Con todasaquellas cajas llenas de papeles allíabajo, y eso era todo cuanto había

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sobre Daniel.—Tiene que haber algo más —

dijo Luce.Oyeron pasos en el piso de arriba.

Luce y Penn miraron de inmediatohacia el techo.

—La oficina principal —susurróPenn, y se sacó un pañuelo de lamanga para sonarse—. Podría sercualquiera, pero no te preocupes,nadie va a bajar aquí.

Un segundo después, sonó elcrujido de una puerta abriéndose a lolejos, y una luz proveniente delvestíbulo iluminó la escalera.Empezaron a oírse unos pasos que

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bajaban. Luce notó que Penn laagarraba de la camiseta y laempujaba contra la pared detrás deuna estantería. Esperaron,conteniendo la respiración, sujetandocon fuerza la ficha de Daniel. Lasiban a pillar con las manos en lamasa. Luce tenía los ojos cerrados yse esperaba lo peor, cuando uncanturreo evocador, inquietante ymelodioso se abrió paso por elsótano. Alguien estaba cantando.

—Taaa ta ta ta taaa —tarareabauna voz femenina.

Luce estiró el cuello entre doscajas y pudo ver a una mujer mayor y

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delgada con una pequeña linternasujeta a la cabeza como si fuera unminero. La señorita Sophia. Llevabados cajas grandes, una encima de laotra, de modo que lo único que seveía de ella era su frente brillante, yse movía con tanta ligereza queparecía que las cajas estuvieran llenasde plumas en lugar de contenerpesados archivos.

Penn cogió a Luce de la manomientras observaban cómo Sophiadejaba las cajas de archivos en unaestantería vacía. Luego cogió unbolígrafo y anotó algo en su libreta.

—Solo quedan un par más —dijo,

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y murmuró algo que Luce no llegó aentender.

Un instante más tarde, la señoritaSophia desapareció escaleras arriba,tan rápido como había llegado,aunque aún la oyeron tarareardurante unos segundos más.

Cuando se cerró la puerta, Pennsoltó el aire de sus pulmones.

—Ha dicho que había más.Seguramente volverá a bajar.

—¿Qué hacemos? —preguntóLuce.

—Tú sube las escaleras —dijoPenn, señalándoselas—. Arriba,tuerce a la izquierda y estarás de

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nuevo en el vestíbulo principal. Sialguien te ve, di que estabasbuscando el baño.

—Y tú, ¿qué?—Voy a devolver la ficha de

Daniel a su sitio y luego nosencontraremos en las gradas. Laseñorita Sophia no sospechará nadasi me ve solo a mí, porque yo pasobastante tiempo aquí, casi es misegunda habitación.

Luce miró la ficha de Daniel ysintió una punzada deremordimiento. Aún no estabapreparada para irse. Al tiempo quehabía renunciado a averiguar más

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sobre Daniel, había empezado apensar en Cam. Daniel eraenigmático y, por desgracia, su fichatambién lo era. Cam, por otro lado,parecía tan abierto y claro que aLuce le entró curiosidad, pensó queen los archivos podría encontrar algoque tal vez él no quisiera compartircon ella. Pero le bastó con ver la carade Penn para comprender que nopodían perder ni un segundo.

—Si hay algo más sobre Daniel,lo encontraremos —le aseguró Penn—. Seguiremos buscando. —Laempujó con suavidad hacia la puerta—. Ahora, vete.

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Luce corrió por el fétido pasillo yde un empujón abrió la puerta quedaba a las escaleras. El aire allí aúnolía a húmedo, pero a cada escalónque subía se volvía más fresco y puro.Cuando dobló la esquina al final dela escalera, tuvo que frotarse los ojosy parpadear hasta que se acostumbróa la resplandeciente luz diurna delpasillo, y por fin accedió al vestíbuloprincipal por las puertas encaladas.Y allí se quedó helada.

Dos botas negras de tacón deaguja, como las que llevaría unamalvada bruja sureña, cruzadas a laaltura de los tobillos, sobresalían de

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la cabina de teléfono. Luce seapresuró para llegar hasta la puertade la calle, con la esperanza de queno la vieran, cuando se percató deque las botas de tacón de agujaestaban pegadas a unos leggings depiel de reptil, que a su vez estabanpegados a una adusta Molly. Teníala diminuta cámara plateada en lamano, miró a Luce, colgó el teléfonoy pateó el suelo.

—¿Por qué será que tienes pintade haber hecho algo, Pastel deCarne? —preguntó, al tiempo que selevantaba y se ponía en jarras—.Déjame adivinar: has decidido

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ignorar mi consejo de mantenertealejada de Daniel.

Todo aquel numerito delmonstruo malvado solo podía ser unabroma. Era imposible que Mollysupiera dónde había estado Luce, nosabía nada de ella y no tenía ningunarazón para ser tan desagradable.Desde el primer día de clase, Luce nole había hecho nada a Molly, salvointentar mantener las distancias.

—¿Ya te has olvidado del infernaldesastre que causaste la última vezque quisiste obligar a quererte a unchico al que no le interesabas? —Lavoz de Molly sonaba afilada como un

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cuchillo—. ¿Cómo se llamaba?¿Taylor? ¿Truman?

Trevor. ¿Cómo podía saberMolly lo de Trevor? Era su secretomejor guardado, el más oscuro, y elúnico que Luce quería —necesitaba— que nadie supiera en Espada &Cruz. Pero, la Encarnación del Malno solo estaba al corriente de todo,sino que además no tenía reparos enechárselo en cara de forma cruel yarrogante... en mitad del vestíbulodel colegio.

¿Era posible que Penn le hubieramentido, que Luce no fuera la únicacon quien compartía los secretos de

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las fichas? ¿Había alguna otraexplicación lógica? Luce se cruzó debrazos, y se sintió mareada yvulnerable... y taninexplicablemente culpable como lanoche del incendio.

Molly ladeó la cabeza.—Al fin —dijo, como si le

hubieran quitado un peso de encima—, parece que has entendido algo. —Le dio la espalda y abrió la puertaexterior. Antes de salirparsimoniosamente se volvió, miró aLuce por encima del hombro—: Nole hagas a nuestro querido Daniel loque le hiciste a... como se llame.

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¿Capisce?Luce salió tras ella, pero cuando

ya había dado algunos pasos se diocuenta de que probablemente seecharía a llorar si se enfrentaba aMolly en ese momento. Erademasiado despiadada. Y entonces,para añadir sal a su herida, Gabbellegó trotando desde las gradas paraencontrarse con Molly en medio delcampo. Estaban demasiado lejos paraque Luce pudiera discernir laexpresión de sus rostros cuando sevolvieron para mirarla. La cabezarubia con cola de caballo se inclinabahacia la cabeza negra con peinado de

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duendecillo... la reunión íntima másmalvada que Luce había visto nunca.

Cerró los puños con fuerza alimaginar que Molly le estaríaexplicando todo lo que sabía deTrevor a Gabbe, quien a su vez notardaría ni un segundo en llevarle lasnoticias a Daniel. Aquelpensamiento le provocó unangustioso dolor que se le propagódesde los dedos hasta el pecho através de los brazos. A Daniel quizálo habían arrestado por cruzar enrojo, pero ¿qué era eso comparadocon lo que había llevado a Luce hastaallí?

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—¡Cuidado! —gritó alguien.Luce odiaba esa advertencia, pues

ella ejercía una extraña atracciónsobre todo tipo de materialdeportivo. Hizo una mueca y miróhacia el sol, pero no pudo ver nada nituvo suficiente tiempo para cubrirsela cara antes de que sintiera ungolpetazo en un lado de la cabeza yoyera un sonoro «pong» en sus oídos.Aaah.

La pelota de fútbol de Roland.—¡Buen tiro! —gritó Roland

cuando la pelota rebotó directa haciaél. Como si hubiese sido suintención. Se frotó la frente y dio

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unos pasos, tambaleándose.Una mano la sujetó por la

muñeca, y una oleada de calor laobligó a contener la respiración.Cuando bajó la vista vio que unosdedos bronceados rodeaban su brazo,alzó la vista y se encontró con losojos grises de Daniel.

—¿Estás bien? —le preguntó.Cuando ella asintió, él enarcó unaceja—. Si querías jugar al fútbol,solo tenías que decirlo. Me habríagustado explicarte algunascuestiones clave del juego, porejemplo cómo la mayoría de la genteusa partes menos delicadas de su

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cuerpo para devolver un pase.Le soltó la muñeca, y Luce pensó

que iba a pasarle la mano por la zonadonde había recibido el golpe. Por unsegundo contuvo la respiración, peroenseguida vio que la mano selimitaba a apartarse los rubioscabellos de los ojos.

Fue en ese momento cuando Lucese dio cuenta de que Daniel se estababurlando de ella.

¿Y, por qué no iba a hacerlo? Lomás probable era que tuviese lamarca de una pelota de fútbolimpresa en la mejilla.

Molly y Gabbe —y ahora Daniel

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— seguían observándola con losbrazos cruzados.

—Creo que tu novia se estáponiendo celosa —dijo Lucehaciendo un gesto en dirección a lapareja.

—¿Cuál de ellas? —preguntó.—No sabía que las dos lo fueran.—No, ninguna lo es —respondió

sin más—. No tengo novia, pero¿cuál pensabas que lo era?

Luce estaba desconcertada. ¿Yqué había de aquella conversaciónentre susurros con Gabbe? ¿Y laforma en que las dos los estabanmirando en ese momento? ¿Daniel le

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estaba mintiendo?Él la miró con extrañeza.—Quizá el golpe ha sido más

fuerte de lo que me imaginaba —dijo—. Venga, vamos a dar un paseo paraque te dé el aire.

Luce intentó buscarle la gracia aaquel último comentario sarcásticode Daniel. ¿Le estaba diciendo queera una cabeza hueca y que por esonecesitaba más aire? No, eso no teníasentido. Lo miró. ¿Cómo lograbaparecer siempre tan sincero? Justoahora que ya se estabaacostumbrando a los «desdenesGrigori».

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—¿Adónde? —preguntó Luce concautela, pues en ese momentoresultaba demasiado fácil sentirsecontenta por el hecho de que Danielno tuviera novia y quisiera ir con ellaa alguna parte. Tenía que haber gatoencerrado.

Daniel se limitó a entrecerrar losojos en dirección a las chicas quehabía al otro lado del campo.

—A algún lugar donde no nosobserven.

Luce le había dicho a Penn quese encontrarían en las gradas, pero yatendría tiempo de explicárselo mástarde y, por descontado, Penn lo

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entendería. Luce dejó que Daniel laguiara ante la mirada escrutadora delas chicas; pasaron por delante de lapequeña arboleda de melocotonerosy por detrás de la vieja iglesia—gimnasio. Llegaron a un bosquecillode hermosos robles retorcidos queLuce nunca hubiera imaginadoencontrarse en aquel paraje. Danielmiró atrás para asegurarse de que laseguía, y ella le sonrió, como si irdetrás de él fuera algo natural, peromientras se abría paso entre lassinuosas raíces centenarias, no pudodejar de pensar en las sombras.

Se estaba adentrando en el

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bosque frondoso, donde la oscuridadbajo el follaje solo se veíainterrumpida aquí y allá por algunosrayos de sol. El intenso olor a barrofrío y húmedo llenaba el aire, y derepente Luce supo que había aguacerca.

De haber sido de esas personasque rezan, aquel habría sido elmomento de hacerlo, para que noaparecieran las sombras durante elbreve lapso en que iba a estar conDaniel, de forma que él no vierahasta qué punto podía llegar adesquiciarse. Pero ella no habíarezado nunca, no sabía cómo hacerlo.

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En lugar de ello, se limitó a cruzarlos dedos.

—Hay un claro en el bosque allíarriba —dijo Daniel.

Cuando llegaron, Luce se quedósin aliento.

Algo había cambiado mientrasDaniel y ella caminaban por elbosque, algo más que la meradistancia que los separaba delaspecto flemático de Espada & Cruz.Porque, cuando salieron de debajo delos árboles y subieron hasta aquellaroca, era como si estuvieran en mediode una postal, de esas que se vendenen los quioscos, una imagen de un

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sur idílico que ya no existía. Cadacolor que veía Luce era brillante, másreluciente de lo que parecía solo unmomento antes, desde el lago azulcristalino que había a sus pies hastael bosque esmeralda que los rodeaba.Dos gaviotas volaban surcando elcielo nítido. Cuando se puso depuntillas, pudo ver el comienzo delpardo saladar que sabía que másadelante daría paso a la espumablanca del océano, en algún lugarmás allá del horizonte invisible.

Miró a Daniel. Él tambiénbrillaba. La luz le volvía la pieldorada, y sus ojos parecían de lluvia.

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Sentir cómo la miraba era algoincreíble, excepcional.

—¿Qué te parece? —preguntó.En ese momento, alejados de todos,parecía mucho más relajado.

—Nunca he visto nada tanmaravilloso —dijo, observando lasuperficie prístina del lago ysintiendo la necesidad de sumergirse.Había una roca enorme cubierta demusgo que sobresalía unos veintemetros del agua—. ¿Qué es eso?

—Te lo voy a enseñar —respondió y se quitó los zapatos.Luce intentó no mirar (sin éxito)cuando se quitó la camiseta y dejó al

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descubierto su torso musculado—.Vamos —la animó, lo cual le hizodarse cuenta de que se había quedadoembobada—. Puedes bañarte con loque llevas —añadió señalando lacamiseta gris sin mangas y lospantalones que llevaba puestos—,esta vez incluso te dejo ganar.

Ella rió.—¿Esta vez? ¿Acaso te he dejado

ganar yo alguna vez a ti?Daniel empezó a asentir, pero se

detuvo de forma brusca.—No... quiero decir que... como

perdiste en la competición de lapiscina el otro día.

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Por un momento. Luce sintió lanecesidad de explicarle por quéhabía perdido. Quizá se reirían acosta de aquel malentendido, cuandoella creyó que Gabbe era su novia.Pero, en aquel momento. Daniel yatenía los brazos sobre la cabeza yestaba en el aire, arqueándose ycayendo, sumergiéndose en el lagocon un salto sobrio y perfecto.

Era una de las cosas más bellasque Luce había visto. Había sido deuna elegancia inigualable. Incluso elchapuzón le dejó una musiquillamaravillosa en los oídos.

Quería estar con él allí abajo.

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Se quitó los zapatos, los dejó bajoun magnolio, junto a los de Daniel, yse quedó al borde del peñasco. Habíauna caída de unos siete metros, eltipo de salto que le daba un vuelco alcorazón. Pero un buen vuelco.

Un segundo después, la cabeza deDaniel salió a la superficie. Sonreía,abriéndose paso en el agua.

—¡No hagas que cambie deopinión sobre lo de dejarte ganar! —gritó.

Luce inspiró hondo, apuntó conlos dedos por encima de la cabeza deDaniel e hizo el salto del ángel. Lacaída duró una fracción de segundo,

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pero descender y descender por elaire le pareció la sensación másdeliciosa de cuantas habíaexperimentado.

Chofff. Al principio la impactóel agua fría, pero un instante despuésla temperatura ya le resultaba ideal.Salió a la superficie para coger aire,miró a Daniel y empezó a nadar enestilo mariposa.

Puso tanto ahínco en sus brazadasque dejó de prestar atención aDaniel. Sabía que estaba dando lomejor de sí y esperaba que élestuviera mirándola. Cada vez le fueganando más terreno, hasta que tocó

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la roca con la mano, un segundoantes que Daniel. Ambos estabanjadeando cuando a duras penassubieron hasta la roca plana, que elsol había calentado. Los bordes eranresbaladizos a causa del musgo, y aLuce le resultó difícil encontrardónde agarrarse; Daniel, sinembargo, subió sin problemas. Luegole tendió la mano y la ayudó a ella,hasta que pudo subir una pierna.Cuando Luce consiguió salircompletamente del agua, él estabatendido boca arriba, casi seco. Sololas bermudas delataban que acababade estar en el lago. A Luce, por el

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contrario, la ropa mojada se lepegaba al cuerpo, y su cabellogoteaba por todas partes. La mayoríade los chicos no habrían perdido laoportunidad de comerse con los ojosa una chica empapada, pero Danielsiguió tendido y cerró los ojos, comosi le dejara tiempo para escurrir suropa, ya fuera por amabilidad o porindiferencia.

Amabilidad, decidió ella, aunquesabía que se estaba comportandocomo una romántica desesperada.Pero Daniel parecía tan perspicazque debía de estar sintiendo comomínimo una pequeña parte de lo que

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Luce sentía. No solo en lo que serefería a la atracción, a la necesidadde estar cerca de él cuando todos losdemás le decían que se apartara, sinoa esa sensación tan vivida de que seconocían —y mucho— de algo.

Daniel abrió los ojos de golpe ysonrió, con la misma sonrisa quelucía en la foto de su ficha. Luceexperimentó un déjà vu tan intensoque también tuvo que tenderse.

—¿Qué? —preguntó él, nervioso.—Nada.—Luce.—No puedo quitármelo de la

cabeza —dijo, poniéndose de lado

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para estar frente a él. Todavía no sesentía lo bastante tranquila parapoder incorporarse—. La sensaciónde que ya te conozco. Que teconozco desde hace tiempo.

El agua chocaba contra las rocasy salpicaba los pies de Luce, quecolgaban al borde de la roca. Estabafría, y le puso la carne de gallina enlas pantorrillas. Entonces, Daniel lepreguntó:

—¿No hemos hablado ya de esto?—Su tono de voz había cambiado,como si se lo tomara a broma.Hablaba como uno de los chicos deDover: ufano, eternamente aburrido,

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engreído—. Me halaga que piensesque tenemos esa conexión, de verdad.Pero no tienes por qué inventar no séqué historia olvidada para que unchico te preste atención.

No... ¿de verdad pensaba que lecontaba todo aquello de la sensaciónextraña solo para acercarse a él?Apretó los dientes, avergonzada.

—¿Por qué iba a inventármelo?—preguntó, entornando los ojos porel sol.

—Dímelo tú —dijo Daniel—.No, mejor no me lo digas. Noserviría de nada. —Suspiró—. Mira,tenía que haberte dicho esto antes,

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cuando empecé a ver las señales.Luce se incorporó. El corazón le

iba a mil por hora. Daniel tambiénhabía visto las señales.

—Sé que antes te di calabazas enel gimnasio —dijo, sopesando laspalabras, y Luce se acercóinstintivamente, como si así laspalabras fueran a salir más rápido—.Tenía que haberte dicho la verdad.

Luce esperó.—Salí un poco escaldado la

última vez que estuve con una chica.—Introdujo la mano en el agua,cogió una hoja de nenúfar y la fuedesmenuzando—. Alguien a quien

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quería de verdad, no hace mucho. Noes nada personal, no pretendoignorarte. —La miró, y un rayo de solatravesó una gota de agua que teníaen el cabello, haciéndola relucir—.Pero tampoco quiero que te hagasilusiones. Al menos por ahora, noestoy interesado en salir con nadie.

Oh.Ella miró hacia otra parte, hacia

el agua quieta y azul donde solo unosminutos antes habían estado riéndosey jugando. En el lago ya no habíamás señales de aquella felicidad.Tampoco en la cara de Daniel.

Bueno, Luce también había

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salido escaldada. Quizá, si le contabalo de Trevor y lo horrible que habíasido todo, él le revelaría algo de supasado. Pero enseguida supo que nosoportaría oírle hablar sobre supasado con otra chica. La imagen deDaniel con otra —Gabbe, Molly, unmontaje de caras sonrientes, ojosgrandes y larga melena—bastabapara que le entraran náuseas.

Su historia con final tristedebería haberlo justificado todo.Pero no lo hizo. Desde el principio,Daniel se había comportado de unmodo muy raro con ella. Le hizoaquel gesto obsceno con el dedo el

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primer día, antes de que los hubieranpresentado, y luego la protegió de laestatua en el cementerio al siguiente.Y, por último, la había llevado allago, a solas. Se habían cruzadodemasiadas veces.

Daniel había bajado un poco lacabeza, pero la miraba fijamente.

—¿No te convence la respuesta?—le preguntó, casi como si supiera loque ella estaba pensando.

—Todavía creo que hay algo queno me cuentas —dijo.

Luce sabía que todo eso no podíaexplicarse por una mala ruptura,pues a ella también le habían roto el

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corazón. Era una experta en lamateria.

Daniel le daba la espalda, estabamirando en dirección al sendero quehabían tomado para llegar al lago. Alcabo de unos instantes, se rió conamargura.

—Claro que hay cosas que no tecuento. Apenas te conozco. Noentiendo muy bien por qué piensasque te debo algo.

Se puso de pie.—¿Adónde vas?—Tengo que volver.—No te vayas —le susurró, pero

él no pareció oírla.

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Se le aceleró el corazón cuandovio a Daniel zambulléndose en elagua.

Salió a la superficie bastantelejos y empezó a nadar hacia la orilla.

Se volvió hacia ella una vez, amedio camino, y se despidiódefinitivamente con la mano.

Cuando arqueó los brazos sobrela cabeza para hacer una brazadaperfecta de estilo mariposa, a Luce sele hinchó el corazón. Aunque sesentía muy vacía por dentro, nopodía evitar admirarlo. Tan limpio,tan natural, que apenas parecía queestuviera nadando.

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En un abrir y cerrar de ojos yahabía llegado a la orilla, de modo quela distancia entre ellos resultabamucho más corta de lo que le parecíaa ella. Parecía tan relajado mientrasnadaba, pero era imposible quehubiera alcanzado la otra orilla tanrápido sin haber nadado cortando elagua.

¿Por qué tenía tanta prisa enalejarse? Observó —con una confusamezcla de vergüenza y —por qué noreconocerlo—de deseo a Danielcuando se puso de pie en la otraorilla. La luz del sol entre los árbolesresaltaba su silueta y la hacía tan

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resplandeciente que Luce tuvo queentrecerrar los ojos.

Se preguntó si el pelotazo lehabría afectado a la vista, o si lo queestaba viendo era un espejismo, unefecto óptico de la luz a última horade la tarde.

Se levantó para ver mejor.Él solo estaba sacudiéndose el

agua del pelo, pero una pátina degotitas parecía flotar a su alrededor,desafiando a la gravedad por encimade sus brazos.

La forma en que el agua brillabapor efecto de la luz del sol creaba lailusión de que Daniel tenía alas.

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Estado de inocenciaEstado de inocencia

El lunes por la tarde, la señorita

Sophia, de pie tras la cátedra del aulamás grande del Agustine, intentabahacer sombras chinescas. Habíaorganizado una sesión de estudio deúltima hora para los alumnos de suclase de Religión antes del examenparcial del día siguiente y, puestoque Luce ya se había perdido un mesentero de las clases, pensó que

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tendría que ponerse al día en muchascosas.

Ello explicaba que fuera la únicaque cuando menos fingía que tomabaapuntes. Los demás estudiantes nisiquiera se dieron cuenta de que elsol de la tarde que entraba por lasestrechas ventanas del lado oesteestaba echando a perder aquelescenario de sombras casero. Y Luceno quería evidenciar que estabaprestando atención levantándose parabajar las persianas. Cuando el solempezó a calentarle la nuca, sesorprendió al comprobar cuántotiempo llevaba sentada en aquella

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clase. Había visto resplandecer el solmatinal, como si se tratara de unamelena alrededor del escaso cabellodel señor Cole durante la clase deHistoria Mundial. Había sufrido elcalor sofocante de media tardedurante la clase de Biología con laAlbatros. Y ahora estaba a punto deanochecer. El sol había cruzado elcolegio de lado a lado, y Luce apenasse había levantado del pupitre.Sentía el cuerpo tan rígido como lasilla metálica sobre laque se hallabasentada, y su mente estaba tanembotada como su lápiz, que casi sehabía gastado de tanto tomar

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apuntes.¿A qué venía lo de las sombras

chinescas? ¿Acaso ella y los demásalumnos tenían cinco años?

Pero Luce se sentía culpable.Entre todos los profesores, la señoritaSophia era la más agradable condiferencia, e incluso no hacía muchola había llamado aparte parainteresarse por cómo iba el trabajodel árbol genealógico de Luce. Tuvoque fingir una gratitud sin límitecuando durante una hora le volvió aexplicar con detenimiento cómofuncionaba la base de datos. Sesentía un poco avergonzada, pero era

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mucho mejor hacerse la tonta quetener que admitir que había estadodemasiado obsesionada con ciertocompañero para dedicarse a suinvestigación.

En ese momento la señoritaSophia, con su vestido negro decrespón, unía elegantemente suspulgares al tiempo que levantaba lasmanos en el aire para preparar lasiguiente postura. Fuera, una nubecubrió el sol. Luce volvió a prestaratención cuando se dio cuenta de quede repente había una sombra real yvisible en la pared, detrás de laseñorita Sophia.

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—Como recordaréis de haberleído en El paraíso perdido el añopasado, cuando Dios dio a los ángelesvoluntad propia —dijo la señoritaSophia a través del micrófono quellevaba en la solapa de color marfil,mientras batía sus finos dedos comosi fueran alas de ángel perfectas—,hubo uno que traspasó los límites. —La señorita Sophia bajó la voz condramatismo, y Luce observó cómoretorcía los dedos a fin de que las alasde ángel se transformasen en loscuernos del demonio.

Detrás de Luce, alguienmurmuró:

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—Pero si nos lo han explicadomiles de veces ...

Desde el momento que laseñorita Sophia había empezado laclase, no hubo palabra que dijera queno suscitara comentarios entre losalumnos. Quizá era porque Luce nohabía tenido una educación religiosacomo los demás, o quizá porque lolamentaba por la señorita Sophia,pero cada vez sentía unas ganas másincontrolables de volverse y acallar alos charlatanes.

Estaba irritada, cansada yhambrienta. En lugar de ir con los demás a comer, habían informado a los

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veinte alumnos que estaban en laclase de Religión de la señoritaSophia de que, si iban a la sesión deestudio «opcional» —un adjetivoequívoco, la previno Penn—, lesservirían la comida en la misma auladonde daban la clase, para ganartiempo.

La comida —que no fue la delmediodía, ni siquiera el almuerzo,sino un tentempié genérico a últimahora de la tarde—supuso unaexperiencia extraña para Luce, pueslo pasaba bastante mal paraencontrar algo de comer en lacafetería, donde lo único que se

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consideraba alimento era la carne.Randy había pasado con el carritolleno de deprimentes sándwiches yunas jarras de agua tibia.

Todos los sándwiches conteníanmisteriosos trozos fríos de algoindefinido con mayonesa y queso, yLuce había observado con envidia aPenn, que se comía uno tras otro ydejaba las cortezas con la marca desus dientes. Luce se estaba ocupandode «desboloñesar» un sándwichcuando Cam se asomó por encima desu hombro. Abrió la mano y leenseñó unos higos frescos. La piel devibrante color púrpura les daba el

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aspecto de piedras preciosas.—¿Qué es esto ? —preguntó Luce

sonriendo.—No vas a vivir de pan y agua,

¿no? —respondió.—No los comas.Era Gabbe, quien de inmediato le

cogió los higos de la mano y los tiró ala basura. De nuevo habíainterrumpido una conversaciónprivada; reemplazó los higos por unpuñado de M&M's que habíacomprado en la máquina. Llevabauna cinta en el pelo con los coloresdel arco iris. Luce se imaginó a símisma arrancándosela y tirándola a

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la basura.—Tiene razón —dijo Arriane,

que fulminó a Cam con la mirada—.¿Quién sabe qué drogas puedehaberles metido ?

Luce se rió, porque supuso queArriane estaba de broma, pero al verque nadie más sonreía se calló degolpe y se guardó los M&M's en elbolsillo, justo en el momento en quela señorita Sophia les pedía que sesentaran.

Después de lo que le parecieron unmontón de horas, todavíapermanecían atrapados en el aula, y

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la señorita Sophía solo habíaexplicado desde el principio de laCreación hasta la Guerra en el Cielo.Ni siquiera habían llegado a Adán yEva. El estómago de Luce empezó aprotestar con rugidos.

—¿Y alguien sabe quién fue elángel malvado que se enfrentó aDios?—preguntó la señorita Sophia,como si le estuviera leyendo uncuento a un grupo de niños en labiblioteca.

Luce casi esperaba que la clase lerespondiera a coro con un infantil «Sí, señorita Sophia ».

—¿Nadie lo sabe ?

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—¡Roland! —dijo Arriane con ungrito ahogado.

—Exacto —respondió la señoritaSophia, asintiendo con aire angelical.Era un poco dura de oído—. Ahora lollamamos Satán, pero en el pasadoactuó bajo muchos nombresdistintos: Mefistófeles, Belial eincluso, para algunos, Lucifer.

Molly, que había estado sentadadelante de Luce meciéndose con lasilla y dando golpecitos al pupitre deLuce durante la última hora con laúnica intención de volverla loca, alinstante le pasó un papelito a Luce.

Luce... Lucifer... ¿No tienen algo que

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ver?

Su caligrafía era siniestra, impulsivay frenética. Luce vio cómo suspómulos se levantaban paracomponer una sonrisa sarcástica. Enun momento de debilidad agudizadapor el hambre, Luce, furiosa, empezóa garabatearle una respuesta: que lahabían llamado así por LucindaWilliams, la mejor cantautora viva,en cuyo concierto (que casi cancelanpor la lluvia) se conocieron suspadres. Y que después de resbalarcon un vaso de plástico ydesplomarse en los brazos de supadre, su madre ya no se había

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separado de ellos en los siguientesveinte años; su nombre tenía unsignificado y era romántico, ¿quétenía que decir al respecto la bocazasde Molly? Y además, en todo caso, sien el colegio había alguien que separecía a Satán, ese alguien no eraquien había recibido la nota, sinoquien la había escrito.

Los ojos de Luce perforaron laparte trasera del nuevo peinadopelirrojo de duendecillo de Molly.Luce estaba a punto de arrojarle elpapel doblado para vérselas con ellasi era necesario cuando la señoritaSophia le llamó la atención con

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nuevas figuras de sombras.Alzó las manos sobre la cabeza,

ahuecándolas, con las palmas haciaarriba. Al bajarlas, como por arte demagia, las sombras de sus dedos en lapared parecían piernas y brazossacudiéndose, como los de alguienque hubiera saltado de un puente ode un edificio. La visión era tanimpactante, tan oscura y a la vez tanbien conseguida que desconcertó aLuce. No podía dejar de mirarla.—Durante nueve días y nueve noches—dijo la señorita Sophia—, Satán ysus ángeles cayeron sin parar delcielo. Aquellas palabras le

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recordaron algo a Luce. Miró dosfilas más allá, donde estaba Daniel,que le sostuvo la mirada mediosegundo antes de hundir la cabeza ensu cuaderno. Pero aquella miradaefímera había sido suficiente y, degolpe, le vino todo a la cabeza: elsueño que había tenido la nocheanterior.

Había sido una recreación de loque ocurrió entre Daniel y ella en ellago. Pero en el sueño, cuandoDaniel decía adiós y se zambullía enel agua, Luce tenía el valor de ir trasél. El agua estaba caliente, tanagradable que ni siquiera se sentía

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mojada, y había bancos de pecesvioletas pululando a su alrededor.Nadaba todo lo rápido que podía, yal principio pensaba que los peces laempujaban hacia Daniel, a la orilla,pero pronto la masa de peces seoscurecía y le tapaba la vista, ydejaba de ver a Daniel. Los peces sevolvían sombríos y adquirían unaspecto malvado, y se acercaban cadavez más hasta que ella no podía vernada, y sentía que se hundía, que lasprofundidades arenosas del lago se latragaban. Lo que la aterraba no erano poder respirar, sino no poder salirnunca más a la superficie. Perder a

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Daniel para siempre.Luego, aparecía Daniel desde

abajo, con los brazos extendidoscomo si fueran velas queahuyentaban a los peces sombríos yenvolvían a Luce, y entonces ambosregresaban a la superficie. Salíandisparados del agua, y subían ysubían por encima de la roca y delmagnolio donde habían dejado loszapatos. Un instante después habíanalcanzado tal altura que Luce nopodía ver el suelo.

—Y al final aterrizaron —dijo laseñorita Sophia apoyando las manosen la cátedra—en las fosas ardientes

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del Infierno.Luce cerró los ojos y suspiró.

Solo había sido un sueño. Pordesgracia, la realidad era aquella.Volvió a suspirar y apoyó la barbillaen las manos, mientras recordaba larespuesta a la nota de Molly, queaún tenía doblada en la mano y queahora le parecía estúpida yprecipitada. Mejor no contestarle,para que Molly no supiera que lehabía molestado. Un avión de papelaterrizó sobre su antebrazo. Miró alotro lado de la clase, desde dondeArriane le guiñaba un ojo de formaexagerada.

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Doy por sentado que no estásfantaseando con Satán. ¿Por dóndeanduvisteis tú con DG el Sábado porla tarde?

Luce no había podido hablar conArriane a solas en todo el día.Entonces, ¿cómo podía saber Arrianeque Luce había estado con Daniel?Mientras la señorita Sophia estabaocupada representando los nuevecírculos del Infierno con sombraschinescas, Luce vio cómo Arrianelanzaba otro avión certeramentedirigido a su pupitre. Pero Mollytambién lo vio. Alzó los brazos justoa tiempo para atraparlo con sus uñas

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negras, pero Luceno estaba dispuestaa pasarle esa. A su vez, rescató elavión de entre las manos de Molly,rasgando sonoramente el ala por lamitad. Logró meterse la nota rasgadasen el bolsillo antes de que la señoritaSophia se volviera.

—Lucinda y Molly —dijofrunciendo los labios y posando lasmanos en la cátedra—. Espero quepodáis compartir con el resto de laclase lo que sea que necesitéisdiscutir mediante ese irrespetuosointercambio de notas.

Luce se puso a pensar a velocidadde vértigo, porque si no decía algo de

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inmediato lo haría Molly, y eraimposible saber lo humillante quepodría llegar a ser

—M-Molly me estabacomentando —balbuceó— que noestá de acuerdo con usted respecto ala visión del Infierno. Tiene unaopinión personal sobre este tema.

—Bueno, pues, Molly, si tienesuna visión alternativa del Submundo,sin duda me gustaría escucharla.

—Pero qué diablos ... —murmuróMolly. Se aclaró la garganta y selevantó—. Usted ha descrito la bocade Lucifer como el lugar másinmundo del Averno, y por eso todos

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los traidores acaban allí. Pero yopienso —prosiguió, como si lotuviera ensayado—que el lugar másterrible del Infierno —y se volviópara mirar a Luce —no debería estarreservado a los traidores, sino a loscobardes, y a los débiles y endeblesfracasados, pues opino que lostraidores, cuando menos, tomaronuna decisión. Pero ¿los cobardes?Solo vagan y se comen las uñas,demasiado aterrorizados para hacernada. Lo cual, sin duda, es muchopeor. —Entonces tosió, y acontinuación añadió—: ¡Lucinda! —Se aclaró la garganta—. Pero esa solo

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es mi opinión personal. —y se sentó.—Gracias, Molly —dijo la

señorita Sophia con delicadeza—.Estoy segura de que todos teagradecen que lo hayas compartidocon nosotros.

Luce no lo agradecía. Habíadejado de escuchar en medio de laperorata, pues había notado unasensación espeluznante que leatenazaba la boca del estómago.

Las sombras. Podía sentirlas antesde verlas, brotando a borbotones delsuelo como si fuera alquitrán. Untentáculo de oscuridad se enroscó ensu muñeca, y Luce vio aterrorizada

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cómo intentaba abrirse paso hasta elbolsillo. Iba a por el avión de papelde Arriane. ¡Y Luce aún no lo habíaleído! Con la mano bien metida en elbolsillo y haciendo acopio de toda sufuerza de voluntad, la pellizcó condos dedos. Y ocurrió algo increíble:la sombra retrocedió y huyó como unanimal herido. Era la primera vez queLuce era capaz de hacer algosemejante.

Al otro lado del aula, cruzó sumirada con la de Arriane, que teníala cabeza ladeada y la boca abierta.

La nota ... todavía debía de estaresperando a que la leyera.

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La señorita Sophia apagó la luz.—Creo que mi artritis ha tenido

suficiente Infierno por esta noche. —Se rió entre dientes, lo cual movió alos alumnos adormilados a imitarla—.Si releéis los siete ensayos que os headjuntado sobre El paraíso perdido,creo que no tendréis ningúnproblema para el examen de mañana.

Mientras el resto de los alumnosrecogían sus cosas con rapidez ysalían disparados de la clase, Lucedesplegó la nota de Arriane:

Dime que no te vino con esa excusapatética de «La última vez salíescaldado. »

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Vaya. Sin duda tenía que hablar conArriane y averiguar qué sabía ella deDaniel. Pero antes... Estaba de piefrente a ella. La hebilla plateada desu cinturón se reflejó en los ojos deLuce. Respiró profundamente y lomiró. Los ojos de Daniel, grises conmotas violetas, parecían tranquilos.No había hablado con él desde hacíados días, desde que se habíadespedido de ella en el lago. Eracomo si el tiempo que habían estadoseparados lo hubiera rejuvenecido.Luce se dio cuenta de que habíadejado la nota de Arriane abiertasobre el pupitre. Tragó saliva y se la

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metió en el bolsillo con disimulo.—Quería disculparme por

haberme ido de una manera tanrepentina el otro día —dijo Daniel, ysonaba extrañamente formal. Luceno sabía si se suponía que debíaaceptar sus disculpas, pero él no ledio tiempo de responder—. Meimagino que llegaste bien a tierrafirme. Ella intentó sonreír. Se le pasópor la cabeza contarle a Daniel elsueño que había tenido, pero porsuerte concluyó que hacerlo habríaestado fuera de lugar. —¿Qué te haparecido la clase de repaso? —Danielparecía retraído, rígido, como si no

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hubieran hablado nunca. Quizáestaba bromeando.

—Ha sido una tortura —respondió Luce. A Luce siempre lehabía molestado que las chicasinteligentes fingiesen haberseaburrido como una ostra en clase,solo porque daban por sentado queeso era lo que un chico querría oír.Pero Luce no estaba fingiendo: habíasido una auténtica tortura.

—Bueno —dijo Daniel,aparentemente complacido.

—¿También ha sido una lata parati ?

—No —respondió misterioso, y

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en ese momento Luce habría deseadohaber mentido para parecer másinteresada de lo que en verdad estaba.

—Entonces ... te ha gustado —dijo ella; quería añadir algo, algopara que él no se fuera y siguiera allíhablando con ella—. ¿Y qué es loque te ha gustado?

—«Gustar» quizá no sea lapalabra adecuada. —Tras una largapausa, añadió—: Estudiar estascosas... me viene de familia. Supongoque no puedo evitar sentir unaconexión. Luce tardó un poco enasimilar aquellas palabras. Su menteestaba viajando al sótano maloliente

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donde había visto la ficha de Daniel.La ficha que afirmaba que DanielGrigori había pasado la mayor partede su vida en el Orfanato delCondado de Los Ángeles.

—No sabía que tenías familia —dijo ella.

—¿Cómo ibas a saberlo ?—No sé ... es decir, ¿tienes?—La cuestión es por qué crees

saber algo de mi familia o de mí.Luce sintió que el estómago le dabaun vuelco. Vio en los ojos alarmadosde Daniel el cartel de «Peligro:Alerta por acoso», y supo que habíavuelto a fastidiarla.

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—D —dijo Roland, que habíaaparecido detrás de Daniel y le habíapuesto la mano en el hombro—,¿quieres quedarte por si dan la claseeterna, o nos movemos ?

—Es verdad —respondió Danielcon voz tranquila, mientras miraba aLuce de reojo por última vez—,larguémonos de aquí.

Por supuesto —era obvio—, Lucetenía que haber desaparecido hacíavarios minutos, al sentir el primerimpulso de divulgar los de talles de laficha de Daniel. Una persona normale inteligente habría eludido el tema,o lo habría cambiado para hablar de

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algo más convencional o, comomínimo, habría cerrado su granbocaza.

Pero... Luce estaba comprobandodía tras día —sobre todo cuandoestaba con Daniel—que era incapazde hacer nada que entrara en lacategoría de lo «normal» o de lo«inteligente». Observó a Danielmientras se alejaba con Roland. Nomiró atrás, y cada paso que daba lehacía sentir más y más sola.

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1010

Señales de humoSeñales de humo

—¿A qué estás esperando? —le

espetó Penn un segundo después deque Daniel se fuera con Roland—.Vámonos. —Y tiró a Luce de lamano.

—¿Adónde? —preguntó Luce.Todavía le palpitaba el corazón porla conversación con Daniel, y porverlo marcharse. La sombra queproyectaban los esculturales

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hombros de Daniel en el vestíbuloparecía más grande que él mismo.

Penn le dio un golpecito en lacabeza.

—¿Hay alguien ahí? A labiblioteca, como te he dicho en lanota. —Entonces se percató de lacara inexpresiva de Luce—. ¿No hasrecibido ninguna de mis notas? —Sedio una palmada en la pierna—. Perosi se las di a Todd para que se lasdiera a Cam para que te las diera ati...

—Pony Express. —Cam se pusodelante de Penn y le mostró a Lucedos trozos de papel doblados que

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sostenía entre el índice y el dedocorazón.

—A ver si me lo aclaras. ¿Acasotu caballo se ha muerto de cansanciopor el camino? —le dijo Penn entono desabrido, y cogió las notas—.Te las he dado hace como una hora.¿Por qué has tardado tanto? ¿No lashabrás leído...?

—Claro que no. —Cam se llevóuna mano al pecho, ofendido.Llevaba un anillo grueso de colornegro en el dedo corazón—. Por si note acuerdas, han reñido a Luce porpasarse notas con Molly...

—Yo no me estaba pasando notas

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con Molly...—Lo que sea —replicó Cam; le

quitó las notas a Penn y se las dio,finalmente, a Luce—. Solo heintentado hacer lo mejor paravosotras, a la espera de que surgierala oportunidad idónea.

—Bueno, pues gracias.Luce se guardó las notas en el

bolsillo y se encogió de hombros,como diciendo «qué-se-le-va-a-hacer».

—Hablando de esperar elmomento adecuado —dijo Cam—, elotro día estaba dando una vuelta yme encontré esto.

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Les mostró un caja roja deterciopelo y la abrió para que Lucepudiera verla.

Penn se asomó por encima delhombro de Luce a fin de poderecharle un vistazo.

Dentro había una fina cadena deoro con un colgante circular quetenía grabada una línea en el centroy una cabeza de serpiente en lapunta.

Luce lo miró. ¿Se estababurlando de ella?

Él tocó el colgante.—Pensé que después de lo del

otro día... Quería ayudarte a que te

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enfrentaras a tu miedo —dijo, en untono que denotaba ciertonerviosismo, pues temía que ella nolo aceptara. ¿Iba a aceptarlo?—. No,es broma. Simplemente me gustó. Esespecial y me recordó a ti.

Era especial. Y muy bonito, y aLuce le pareció que no se lo merecía.

—¿Lo has comprado? —preguntó,pues prefería hablar de cómo habíalogrado salir del campus apreguntarle «¿Por qué a mí?»—.Pensaba que el quid de losreformatorios era que nadie podíasalir de ellos.

Cam levantó ligeramente la

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barbilla y sonrió con los ojos. —Hayformas de salir —contestó contranquilidad—. Algún día te lasenseñaré, o mejor, podríaenseñártelas... ¿esta noche?

—Cam, cariño —dijo una voz asus espaldas. Era Gabbe, que le habíadado un golpecito en el hombro;llevaba una trenza francesa sujetadetrás de la oreja, como si fuera unaimpecable cinta para el pelo. Luce lamiró, celosa—. Necesito que meayudes a montarlo todo —ronroneó.

Luce miró a su alrededor y se diocuenta de que eran los únicos cuatroalumnos que quedaban en el aula.

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—Más tarde daré una fiestecitaen mi habitación —dijo Gabbe,apoyando la barbilla en el hombro deCam para dirigirse a Luce y a Penn—. Vais a venir, ¿no?

Gabbe, cuyos labios siempretenían aspecto pegajoso debido a lagran cantidad de brillo que se ponía,y cuyo cabello rubio siempreaparecía en el preciso instante en queun chico empezaba a hablar conLuce. Incluso aunque Daniel lehubiera dicho que no había nadaentre ellos, Luce sabía que nuncaserían amigas.

En cualquier caso, no tienes por

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qué llevarte bien con alguien para ira su fiesta, sobre todo cuando ciertaspersonas que sí te gustanseguramente estarán allí...

¿O debía aceptar la oferta deCam? ¿Realmente sugería salir delinternado? El día anterior, corrió unrumor por la clase cuando Jules yPhillip, la pareja del piercing en lalengua, no asistieron a la clase de laseñorita Sophia. Al parecer, habíanintentado salir del campus en mediode la noche, una cita secreta que sefue al garete, y los habían confinadopor separado en algún lugar del queni siquiera Penn sabía nada.

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Lo más raro era que la señoritaSophia —que no solía tolerar loscuchicheos— durante la clase noacalló los rumores descabellados quese extendían entre los estudiantes.Era casi como si el profesoradoquisiera que los estudiantes seimaginaran los peores castigos paraquienes osaran infringir aquellasnormas dictatoriales.

Luce tragó saliva y miró a Cam.Él le ofreció el brazo, ignorando porcompleto a Gabbe y a Penn.

—¿Qué te parece, pequeña? —lepreguntó, y sonó tan encantadorcomo los clásicos de Hollywood, lo

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cual hizo que Luce se olvidara de loque les había pasado a Jules y aPhillip.

—Lo siento —interrumpió Penndirigiéndose a ambos mientrasapartaba a Luce cogiéndola del codo—, pero tenemos otros planes.

Cam miró a Penn como si nosupiera de dónde había salido. Aquelchico sabía hacer que Luce sesintiera una versión mejorada y másenrollada de sí misma, y tenía lavirtud de cruzarse en su camino justocuando Daniel le había hecho sentirexactamente lo contrario. PeroGabbe seguía junto a él, y Penn tiró

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de Luce con más insistencia, así queles dijo adiós con la mano, que aúnsostenía el regalo de Cam.

—Eh... ¡quizá la próxima vez!¡Gracias por el collar!

Tras dejar atrás a Cam y a Gabbedesconcertados en el aula vacía, Penny Luce salieron del Augustine. Dabaun poco de miedo quedarse a solas enel edificio oscuro a aquella hora tanavanzada, y a juzgar por el pasoapresurado de Penn al bajar lasescaleras supo que ella también sesentía igual.

Fuera hacía viento. Un búhoululaba en una palmera. Cuando

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pasaron bajo los robles que habíajunto al edifico, unos desordenadoszarcillos de musgo españolacariciaron sus pies como si fueranmechones de cabello enredados.

—«¿Quizá la próxima vez?» —dijo Penn imitando la voz de Luce—.¿De qué iba eso?

—De nada... no sé. —Luce queríacambiar de tema—. Y no lo he dichocon ese tono de pija —se quejósonriente mientras caminaban—.Otros planes... pensaba que te lohabías pasado bien en la fiesta lasemana pasada.

—Si por casualidad leyeras la

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correspondencia reciente, verías quenos esperan cosas más importantes.

Luce se vació los bolsillos,descubrió que aún tenía los M&M'sy los compartió con su amiga, quepuso una pega muy propia de ella —esperaba que provinieran de un lugarque cumpliese las medidas de higienebásicas—, aunque se los comió sinrechistar.

Luce desplegó la primera de lasnotas de Penn, que parecía unapágina fotocopiada de alguna de lasfichas del archivo subterráneo.

Gabrielle Givens

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Cameron BrielLucinda PriceTodd HammondEMPLAZAMIENTOS

ANTERIORES: Todos en elnoreste, excepto T.Hammond (Orlando, Florida)

Arriane AlterDaniel GrigoriMary Margaret ZaneEMPLAZAMIENTOS

ANTERIORES:Los Ángeles, California

La llegada a Espada & Cruz delgrupo de Lucinda estaba registrada el

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15 de septiembre de ese año. La delsegundo grupo el 15 de marzo de tresaños antes.

—¿Quién es Mary MargaretZane? —preguntó Luce.

—La mismísima virtuosa Molly—respondió Penn.

¿El nombre de Molly era MaryMargaret?

—No me extraña que la tengatomada con el mundo —dijo Luce—.¿De dónde has sacado todo esto?

—Lo encontré en una de las cajasque la señorita Sophia bajó el otrodía —explicó Penn—. Esa es la letrade la señorita Sophia.

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Luce miró a Penn.—¿Qué quiere decir? ¿Por qué

tendría que registrar todo esto?Pensaba que tenían nuestras fechasde llegada por separado en cadaficha.

—Así es. Yo tampoco me loexplico —añadió Penn—. Y, además,aunque ingresaras en el mismomomento que los demás, no pareceque tengas nada en común con ellos.

—No podría tener menos encomún con ellos —dijo Luce,recordando las miradas evasivas quesiempre le dedicaba Gabbe.

Penn se rascó la barbilla.

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—Pero cuando Arriane, Molly yDaniel llegaron, ya se conocían deantes. Supongo que venían delmismo centro de Los Ángeles.

Allí, en alguna parte, estaba laclave del secreto de Daniel. Teníaque haber algo más que un centropara menores en California. Pero alpensar de nuevo en la reacción deDaniel —aquel terror que le hizopalidecer cuando Luce se mostróinteresada en saber algo de él—, enfin, tuvo la sensación de que todocuanto Penn y ella estaban haciendoresultaba fútil e inmaduro.

—¿Qué quiere decir todo esto? —

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preguntó Luce, repentinamentemalhumorada.

—No sé por qué la señoritaSophia recopilaría toda estainformación. Aunque, ahora que lorecuerdo, llegó a Espada & Cruz elmismo día que Arriane, Daniel yMolly... ¿Quién sabe? Quizá nosignifique nada. Hay tan poca cosade Daniel en los archivos, que penséque lo mejor era enseñarte todo loque he encontrado. De ahí e1 anexoB.

Señaló la segunda nota que Lucetenía en la mano.

Luce suspiró. Parte de ella quería

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parar aquella investigación y dejar desentirse avergonzada con respecto aDaniel. Pero su parte más lanzadatodavía ansiaba saber más cosas deél... lo cual, paradójicamente,resultaba mucho más fácil deconseguir cuando él no estabapresente con aquellos argumentosque hacían que se sintieraavergonzada.

Bajó la vista a la nota, lafotocopia de una ficha antigua delcatálogo de una biblioteca.

Grigori, D., Los vigilantes: El mitoen la Europa medieval, Seraphim Press,Roma, 1755.

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Registro n.°: R999.3 18 GRI.

—Parece que uno de losascendientes de Daniel era unerudito —dijo Penn, leyendo porencima del hombro de Luce.

—A eso era a lo que debía dereferirse —le susurró Luce. Miró aPenn—. Me dijo que el estudio de lareligión le venía de familia. Debía dereferirse a esto.

—Pensaba que era huérfano...—No preguntes —dijo Luce

haciendo un gesto con la mano—. Esun tema delicado. —Señaló el títulodel libro con el dedo—. ¿Qué es unvigilante?

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—Solo hay una forma de saberlo—dijo Penn—. Aunque puede quenos arrepintamos, porque tiene pintade ser el libro más aburrido de lahistoria. Aun así —añadió frotándoselos nudillos en la camiseta—, metomé la libertad de comprobar elcatálogo y debería de estar en labiblioteca. Ya me darás las gracias.

—Eres buena. —Luce sonrió deoreja a oreja. Estaba impaciente porir a la biblioteca. Si algún familiar deDaniel había escrito un libro eraimposible que fuera aburrido. O,cuando menos para Luce, no podíaserlo. Entonces miró aquel otro

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objeto que todavía tenía en la mano:la caja de terciopelo de Cam.

»¿Qué crees que significa esto?—le preguntó a Penn mientrassubían las escaleras de mosaico haciala biblioteca.

Penn se encogió de hombros.—Las serpientes te provocan...—Odio, angustia, paranoia

extrema y repugnancia —enumeróLuce.

—Quizá es como... bueno, a míme solían dar terror los cactus. Nopodía ni verlos... no, no te rías.¿Alguna vez te has pinchado conuno? Las espinas se te quedan en la

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piel durante días. Bueno, da igual, lacuestión es que un año, por micumpleaños, mi padre me regalócomo once cactus. Al principioquería tirárselos a la cabeza, peroluego, mira por dónde, meacostumbré y dejé de ponerme de losnervios cuando tenía uno cerca. A míme funcionó de maravilla.

—Así que, según tú, el regalo deCam —dijo Luce— es en verdad muytierno.

—Supongo—respondió Penn—.Aunque, si hubiera sabido que estabapor ti, no le habría confiado nuestracorrespondencia privada. Lo siento.

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—No está por mí —empezó adecir Luce, toqueteando la cadena deoro que había en la cajita eimaginándose cómo le quedaría. APenn no le había contado nada delpicnic con Cam porque... bueno, enrealidad no sabía muy bien por qué.Tenía que ver con Daniel y con elhecho de que Luce aún no sabía muybien en qué posición estaba, o másbien quería estar, con respecto a losdos chicos.

—Ja. —Penn se riósocarronamente—. Eso significa quete gusta un poco y, por lo tanto, estásengañando a Daniel. No puedo

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seguir tu ritmo con los hombres.—Como si tuviera algo con

alguno de ellos —objetó Luce sindemasiada convicción—. ¿Crees queCam ha leído las notas?

—Si lo ha hecho, y aun así te hadado el collar —respondió Penn—,entonces es que de verdad le gustas,chica.

Entraron en la biblioteca, y lasgruesas puertas dobles se cerrarontras ellas con un ruido sordo que eleco propagó por la sala. La señoritaSophia alzó la vista por encima de losmontones de papeles que cubrían suescritorio, alumbrado por una

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lámpara.—Ah, hola, chicas. —Las saludó

con una sonrisa tan grande que Lucevolvió a sentirse culpable por haberestado en las nubes durante su clase—. ¡Espero que disfrutarais de labreve sesión de repaso! —exclamócon voz cantarina.

—Muchísimo —asintió Luce,aunque de breve no hubiera tenidonada—. Hemos venido a repasaralgunos detalles más antes delexamen.

—Exacto —intervino Penn—.Nos ha inspirado usted.

—¡Eso es maravilloso! —la

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señorita Sophia rebuscó entre lospapeles—. Tengo una lista delecturas complementarias por algunaparte, y estaré encantada de hacerosuna copia.

—Genial —mintió Penn,mientras empujaba a Luce hacia lospasillos—. La avisaremos si lanecesitamos.

Más allá del escritorio de laseñorita Sophia, la biblioteca estabaen completo silencio. Luce y Penn sefijaron en los números de referenciade los libros que había en lasestanterías de camino a la sección dereligión. Las luces de bajo consumo

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tenían detectores de movimiento y,en principio, debían encendersecuando ellas pasaban por cadapasillo, pero solo funcionaban lamitad. Luce reparó en que Pennseguía cogiéndola del brazo, yentonces fue consciente de que noquería que la soltara. Las chicasllegaron a la sala de estudio, que solíaestar llena, bien en ese momento solohabía una lámpara encendida. Todosdebían de estar en la fiesta de Gabbe.Todos excepto Todd. Tenía los piesapoyados en la silla de enfrente yparecía estar leyendo un atlasmundial del tamaño de una mesa de

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café. Cuando las chicas se acercaron,alzó la vista con una expresiónlánguida que podía ser de extremasoledad o bien de leve disgusto por lainterrupción. —¿No es un poco tardepara que estéis por aquí? —preguntó.

—¿Y tú? —le replicó Penn,sacándole la lengua de formaexagerada.

Cuando les separaron algunasestanterías de él, Luce enarcó unaceja y miró a Penn.

—¿Qué ha sido eso?—¿El qué? —refunfuñó Penn—.

Coquetea conmigo. —Se cruzó debrazos y resopló para apartarse un

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mechón que le caía sobre los ojos—.O algo parecido.

—¿Qué te pasa? ¿Estás enprimaria? —se burló Luce. Pennlevantó el dedo índice ante Luce contal intensidad que Luce se habríaasustado si no hubiera sido porque noparaba de reírse.

—¿Conoces a alguien que quierahurgar en la historia familiar deDaniel Grigori contigo? No creo, asíque déjame en paz.

Ya habían llegado al extremomás alejado de la biblioteca, dondelos 999 libros estaban alineados enuna sola estantería de color peltre.

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Penn se agachó y resiguió los lomosde los volúmenes con el dedo, y Lucesintió un temblor, como si alguien lepasara un dedo por el cuello. Miró asu alrededor y vio una voluta gris; noera negra, como solían ser lassombras, sino más difuminada, másligera. Pero igual de inoportuna.

La observó, con los ojos comoplatos, mientras la sombra sealargaba en una línea larga yondulada sobre la cabeza de Penn.Descendía lentamente, como unaaguja de coser, y Luce no queríapensar qué podía ocurrir si tocaba asu amiga. El otro día, en el gimnasio,

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fue la primera vez que las sombras latocaron a ella, y aún se sentía comosi la hubieran violado, casi sucia. Nosabía qué más podían hacer.

Nerviosa, y sin saber muy bien loque estaba haciendo, Luce estiró elbrazo como si fuera un bate debéisbol, respiró hondo y bateó. Se leerizó la piel al golpear la sombrahelada y la apartó de golpe. Tambiéngolpeó a Penn en la cabeza.

Esta se llevó las manos a la cabezay miró a Luce con los ojosdesorbitados.

—Pero ¿qué pasa contigo?Luce se agachó de inmediato

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junto a Penn y le acarició la cabeza.—Lo siento, había una... me ha

parecido ver una avispa en tu pelo.Me ha entrado miedo, no quería quete picara.

Era consciente de que aquellaexcusa había sido muy mala, y esperaque su amiga le dijera que estabaloca... ¿qué iba a hacer una avispa enla biblioteca? Sabía que Penn ladejaría allí tirada.

Pero la cara redonda de Penn serelajó, tomó la mano de Luce entrelas suyas y le dio un apretón.

—A mí también me dan pánicolas avispas —dijo—. Soy alérgica y

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podría morir si me picaran, así quebásicamente me has salvado la vida.

Era como si estuvieran viviendouno de esos momentos que estrechanlos vínculos... o no, porque a Luce leestaban consumiendo las sombras. Sihubiera alguna forma de apartarlasde su mente, sin tener que apartartambién a Penn... Aquella últimasombra de color gris claro le habíadejado una sensación incómoda. Launiformidad de las sombras nuncahabía sido un tema que lareconfortara especialmente, pero esasúltimas variaciones ladesconcertaban. ¿Aquello significaba

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que había más sombras distintasabriéndose camino para llegar hastaella? ¿O quizá tenía cada vez máscapacidad para distinguirlas? ¿Ycómo explicar aquel extraño sucesodurante la clase de la señoritaSophia, cuando pellizcó a unasombra antes de que pudiera meterseen su bolsillo? Lo había hecho sinpensarlo, y no tenía ninguna razónpara pensar que con dos dedos podíaahuyentar a las sombras, pero lohabía logrado —miró las estanteríasque la rodeaban— al menos duranteun rato.

Se preguntaba si había sentado

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algún tipo de precedente parafuturos contactos con las sombras.Sin embargo, llamar «contacto» a loque le había hecho a la sombra queflotaba sobre la cabeza de Penn...incluso Luce sabía que se trataba deun eufemismo. Tuvo un desagradablepresentimiento al comprender que loque había empezado a hacer con lassombras era algo así como... luchar.

—Qué raro —dijo Penn desde elsuelo—. Tendría que estar justo aquí,entre El diccionario de los ángeles y esteterrible libro del fuego y el azufre deBilly Graham. —Alzó la vista haciaLuce—. Pero no está.

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—Pensaba que habías dichoque...

—Lo sé. El ordenador lo halistado como disponible cuando lo hemirado esta tarde, pero ahora esdemasiado tarde para consultarlo denuevo.

—Pregúntale a Todd —sugirióLuce—. Quizá lo está usando paracamuflar sus Playboys.

—Qué asco. —Penn le golpeó lapierna.

Luce sabía que solo habíabromeado para intentar apaciguar sudecepción. Resultaba de lo másfrustrante. No podía averiguar nada

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de Daniel sin toparse con un muro.No sabía qué podría hallar en laspáginas de aquel libro «super-lo-que-fuera», pero cuando menos lediría algo acerca de Daniel. Lo cualera mejor que nada.

—Espera un momento —le dijoPenn incorporándose—. Voypreguntarle a la señorita Sophia sialguien lo ha consultado hoy.

Luce observó a Penn retrocederpor el largo pasillo hasta el mostradorprincipal, y sonrió al ver queaceleraba la marcha al pasar pordonde Todd estaba sentado.

En cuanto estuvo sola, Luce

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toqueteó algunos libros de lasestanterías. Hizo un rápido repasomental de los alumnos de Espada &Cruz, pero no se le ocurrió ningunoque pudiera consultar un viejo libroreligioso. Quizá lo había usado laseñorita Sophia como material dereferencia en la sesión de repaso deantes. Luce se preguntó qué habríasentido Daniel estando allí sentadomientras escuchaba a la bibliotecariahablar sobre asuntos queprobablemente habían sido temas desobremesa durante su infancia.Quería saber cómo había sido laniñez de Daniel. ¿Qué le había

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ocurrido a su familia? ¿Había tenidouna educación religiosa en elorfanato? ¿O su infancia se parecíaen algo a la suya, en la cual solo seperseguían religiosamente las buenasnotas y la excelencia académica?Quería saber si Daniel había leídoese libro de su antepasado y quépensaba de él, y si a él mismo legustaba escribir. Quería saber quéestaba haciendo en ese precisomomento en 1a fiesta de Gabbe,cuándo era su cumpleaños, qué piecalzaba y si alguna vez dedicaba unsolo segundo de su tiempo a pensaren ella.

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Luce sacudió la cabeza. Aquellacadena de pensamientos la conducíadirectamente a la Ciudad de la Pena,y no quería seguir ese camino. Cogióel primer libro que vio en laestantería —el aburridísimoDiccionario de los ángeles con cubiertade tela— y decidió distraerse un pocohasta que volviera Penn.

Estaba leyendo la historia delángel caído Abbadon, que searrepentía de haber apoyado a Satány se lamentaba todo el tiempo de sudecisión —bostezo—, cuando oyó unsonido estridente sobre su cabeza.Luce vio el parpadeo rojo de la

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alarma de incendios.—Alerta. Alerta —anunciaba una

voz monótona por el altavoz—. Se haactivado la alarma de incendios.Evacuen el edificio.

Luce dejó el libro en la estanteríay se puso de pie. En Dover tambiénhacían cosas así cada dos por tres.Cuando ya lo habían repetido unmontón de veces, se llegó al extremode que ni siquiera los profesoresprestaban atención a las simulacionesde incendio mensuales, de modo queel departamento de bomberosempezó a activar alarmas reales paraque la gente reaccionara. Luce

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comprendió que los administradoresde Espada & Cruz utilizaban elmismo truco. Pero cuando empezó acaminar hacia la salida, para susorpresa comenzó a toser. En estaocasión había humo de verdad en labiblioteca.

—¿Penn? —gritó; su propia voz leretumbaba en los oídos, eraconsciente de que el sonido punzantede la alarma no iba a permitir que laoyera.

El olor acre del humo le recordóde inmediato la noche del incendiocon Trevor. Empezaron a inundarlela mente imágenes y sonidos, detalles

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que había sepultado tanprofundamente en su memoria quecasi se habían borrado. Hasta eseinstante.

Trevor, con los ojos en blanco, enmedio del resplandor naranja. Laslenguas de fuego que se propagabanpor cada uno de sus dedos. El gritoensordecedor e interminable queresonó en su cabeza como una sirenadespués de que Trevor cayeraabatido. Y durante todo el tiempo,ella había permanecido de pie,mirando, no podía dejar de mirar,helada en medio de aquel calor. Nopudo moverse, no había podido hacer

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nada para ayudarlo; y él murió.Notó que una mano la sujetaba

por la muñeca y se volvió pensandoque era Penn. Pero era Todd. Teníalos ojos como platos y tambiénestaba tosiendo.

—Tenemos que salir de aquí —ledijo jadeando—. Creo que hay unasalida en la parte de atrás.

—¿Y qué hay de Penn, y de laseñorita Sophia? —preguntó Luce.Se sentía débil y mareada. Se frotólos ojos—. Estaban por allí.

Al señalar el pasillo que daba a laentrada, Luce descubrió que el humoen esa dirección era mucho más

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denso.Todd pareció dudar por un

instante, pero al final asintió con 1acabeza.

—Vale —concluyó, sujetándolade la muñeca al tiempo que seagachaban y corrían hacia las puertasprincipales de la biblioteca.

Doblaron a la derecha al ver queuno de los pasillos estabaespecialmente lleno de humo, yentonces se encontraron ante unmuro lleno de libros y no supieranhacia dónde ir. Se detuvieron pararecuperar el aliento. El humo quesolo un momento antes flotaba sobre

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sus cabezas se acercaba ya a la alturade sus hombros.

Incluso agachados, estabanempezando a asfixiarse. No podíanver más allá de unos pocos metros.Luce se aferró a Todd y giró sobre símisma, de repente no distinguió pordónde habían venido. Estiró losbrazos y sintió el metal caliente deuna de las estanterías. Ni siquierapodía ver las letras de los lomos.¿Estaban en la sección D o en la O?

No había forma de saber dónde sehallaba Penn o la señorita Sophia, nidónde se hallaba la salida. Lucesintió que una oleada de pánico

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recorría todo su cuerpodificultándole aún más larespiración.

—¡Ya deben de haber salido porlas puertas principales! —gritó Toddsin mucho convencimiento—.¡Tenemos que volver!

Luce se mordió el labio. Si leocurría algo a Penn...

Apenas podía ver a Todd, queestaba justo delante de ella. Deacuerdo, tenía razón, pero... ¿cómoiban a volver? Luce asintió sin deciruna palabra, y notó que Todd letiraba de la mano.

Estuvieron un largo rato

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caminando deprisa, sin saber haciadónde, y entonces el humo empezó adispersarse poco a poco, hasta que alfinal apareció el resplandor rojo deuna señal de salida de emergencia.Luce respiró aliviada cuando Toddtanteó la puerta en busca de la barray la abrió de un empujón.

Daba a un pasillo que Luce nohabía visto nunca. Todd cerró de unportazo en cuanto hubieron salido ypor fin se llenaron los pulmones deaire limpio. Era tan bueno que Lucequería hincarle el diente, tragárselotodo, beber litros y litros, bañarse enél. Ambos tosieron para expulsar el

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humo de los pulmones y se echaron areír, pero era una risa incómoda queno acababa de aliviarlos. Rieron hastaque Luce se echó a llorar, e inclusocuando ya había acabado de llorar yde toser, aún seguían cayendolágrimas de sus ojos.

¿Cómo podía estar respirandoaquel aire tan limpio cuando aún nosabía si Penn estaba a salvo? Si nohabía logrado salir —si se habíadesmayado en algún lugar allí dentro— entonces Luce le habría falladootra vez a alguien que le importaba.Solo que esta vez iba a ser muchopeor. Se secó los ojos y observó una

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nube de humo ascendiendo enremolinos desde el resquicio quehabía en la parte baja de la puerta.Todavía no se encontraban a salvo.Al final del pasillo había otra puerta,a través de cuyo cristal podía verseuna rama agitándose en la noche.Luce exhaló. Estarían fueraenseguida, lejos de aquel humoasfixiante.

Si iban lo bastante rápidopodrían llegar a la entrada principalpara asegurarse de que Penn y laseñorita Sophia habían salido sinproblemas.

—Vamos. —Luce animó a Todd,

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que estaba doblado y jadeando—.Tenemos que seguir.

Todo se irguió, pero Luce vio queestaba desbordado: tenía la cara roja,y los ojos llorosos y desorbitados.Prácticamente tuvo que arrastrarlohacia la puerta. Estaba tanconcentrada en salir que tardódemasiado tiempo en procesar aquelotro sonido grave y susurrante que sehabía cernido sobre ellos y que enesos momentos estaba ahogando elruido de las alarmas.

Alzó la vista y descubrió unavorágine de sombras. Abarcabantodas las tonalidades, desde el gris al

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negro más profundo. En principio,Luce solo debería haber podido verhasta el techo, pero de algunamanera las sombras parecíanextenderse más allá, hacia un cieloextraño y oculto. Formaban unamasijo y, sin embargo, sedistinguían unas de las otras.

Entre ellas se encontraba lasombra grisácea y más ligera quehabía visto antes. Su forma ya norecordaba una aguja, ahora parecía lallama de una cerilla. Se balanceabapor encima de ellos. ¿Cómo habíapodido esquivarla cuando amenazócon tocar la cabeza de Penn? Solo

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con recordarlo sentía una comezónen las manos y se le agarrotaban losdedos de los pies.

Todd empezó a golpearfuriosamente las paredes, como si elpasillo se estuviera estrechando. Lucesupo que estaban muy alejados de lapuerta. Cogió a Todd de la mano,pero sus palmas sudorosas resbalaron,así que le sujetó con fuerza por lamuñeca. Todd estaba lívido, hechoun ovillo en el suelo. De pronto dejóescapar un grito aterrador.

¿Porque el humo estaba llenandoel pasillo?

¿O porque él también percibía

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las sombras?Imposible.Pero había una mueca de horror

en su cara, que se había crispado aúnmás ahora que las sombras flotabanpor encima de sus cabezas.

—¿Luce? —Le temblaba la voz.Otra horda de sombras apareció

justo enfrente de ellos. Un manto decompleta oscuridad se esparció porlas paredes, impidiendo que Luceviera la puerta. Miró a Todd... ¿podíaverlo?

—¡Corre! —le gritó.¿Podría correr siquiera? Tenía la

cara tiznada y los ojos cerrados.

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Estaba a punto de desmayarse. Pero,de repente, Luce tuvo la sensación deque era él quien la estaba llevando.

O de que algo los estaba llevandoa los dos...

—Pero ¿qué diablos...? —gritóTodd.

Sus pies rozaron el suelo por unminuto, como si estuvieran surfeandosobre una ola, era como si deslizaransobre su suave cresta, que a su vez loselevaba progresivamente y llenabasus cuerpos de aire.

Luce no sabía adónde se dirigía,ni siquiera podía ver la puerta, solopodía distinguir una maraña de

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sombras negras que flotaban a sualrededor sin tocarla. Deberíahaberse sentido aterrorizada, pero dealgún modo se sentía protegida de lassombras,

como si algo la estuvieraescudando... una textura fluida peroimpenetrable, algo extrañamentefamiliar, algo fuerte pero delicado,algo... Casi sin darse cuenta, Todd yella se encontraron en la puerta. Suspies tocaron de nuevo el suelo y Luceconsiguió abrir la puerta deemergencia de un empujón.

Y entonces respiró. Y tosió. Yjadeó. Y le dieron arcadas.

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Se oía otra alarma, pero a lo lejos.El viento le azotó el cuello.

¡Estaban fuera! Solo tenían que bajarlas escaleras que llevaban al patio, yaunque en su cabeza todo seguíaestando nublado y lleno de humo, aLuce le pareció oír voces en algúnlugar cercano.

Se dio la vuelta para intentarcomprender lo que acababa deocurrir. ¿Cómo habían conseguidoatravesar aquella sombra, negra,densa e impenetrable? ¿Y qué era loque les había salvado? Luce podíasentir su ausencia.

Casi deseó volver a buscarla.

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Pero el pasillo estaba oscuro,todavía le lloraban los ojos, y ya noquedaba rastro de aquellas formasoscuras. Quizá se habían ido.

Entonces surgió una columna deluz irregular, algo parecido al troncode un árbol, con ramas... no, másbien se asemejaba a un torso con lasextremidades largas y anchas. Unacolumna de luz casi violeta sesostenía en el aire sobre ellos. Notenía sentido, pero a Luce le hizopensar en Daniel. Estaba viendocosas. Respiró profundamente eintentó parpadear para librarse de laslágrimas que aún enturbiaban sus

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ojos, pero la luz seguía allí. Más queoírla, sintió su llamada,tranquilizadora, una canción de cunaen medio del campo de batalla.

No vio venir la sombra.Los embistió a ambos con tanta

fuerza que sus manos se separaron yLuce salió disparada por los aires.

Cayó desplomada al pie de laescalera. Un quejido desesperadoescapó de sus labios. Durante unlarguísimo instante pareció que lacabeza iba a estallarle. Nunca habíaexperimentado un dolor tan intensoy abrasador. Profirió un gritodesgarrador en medio de la noche,

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gritó a la luz y a las sombras en loalto.

Aquello fue demasiado para ella:cerró los ojos y se dejó vencer.

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1111

Brusco despertarBrusco despertar

—¿Tienes miedo? —le preguntó

Daniel. Tenía la cabeza ladeada y lasuave brisa le había alborotado elcabello. La tenía cogida de la cintura,sosteniéndola con firmeza pero, almismo tiempo, con el tacto de laseda. Luce tenía las manosentrelazadas alrededor de su cuello.

¿Tenía miedo? Por supuesto queno. Estaba con Daniel. Al fin. En sus

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brazos. Pero la verdadera preguntaque resonaba en su cabeza era:¿debería tener miedo? No podía estarsegura. Ni siquiera sabía dóndeestaba.

Podía oler a lluvia en el aire, nomuy lejos, pero tanto Daniel comoella, que llevaba un largo vestidoblanco hasta los tobillos, estabansecos. Las últimas luces del día seextinguían, y sintió una punzada deremordimiento por el derroche de lapuesta del sol, como si estuviera ensus manos detenerla. De algún modosabía que aquellos postreros rayos deluz eran tan preciosos como las

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últimas gotas de un tarro de miel.—¿Te quedarás conmigo? —le

preguntó a Daniel.Su voz fue apenas un susurro casi

ahogado por el estruendo de untrueno. Una ráfaga de viento sopló asu alrededor y el pelo se le metió enlos ojos. Daniel la estrechó aún másentre sus brazos, hasta que ella pudoacompasar su respiración a la de él yoler su piel en la suya.

—Siempre —le susurró a modo derespuesta. El suave sonido de su vozla colmó de felicidad.

Tenía un pequeño rasguño en laparte izquierda de la frente, pero lo

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olvidó cuando Daniel le cogió elmentón y lo acercó a su rostro. Ellainclinó la cabeza hacia atrás y sintiócómo todo su cuerpo se destensabaexpectante.

Al final, por fin, la besó con talímpetu que la dejó sin aliento. Labesó como si ella le perteneciese, deforma completamente natural, comosi ella fuera una parte que él hubieraperdido y que por fin pudierarecuperar.

Entonces empezó a llover. Elagua les empapó el cabello y sedeslizó por sus rostros hasta su boca.La lluvia era cálida y embriagadora,

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como sus besos.Luce le pasó los brazos por la

espalda para atraerlo hacia sí y susmanos se deslizaron por algoaterciopelado. Lo palpó con unamano, luego con la otra, para verdónde acababa, y entonces miró másallá del rostro resplandeciente deDaniel.

Algo se estaba desplegando a suespalda.

Unas alas. Lustrosas eiridiscentes, batiendo con lentitud,sin esfuerzo, relucientes bajo lalluvia. Quizá ya las había visto antes,o algo parecido en alguna parte.

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—Daniel —dijo con vozentrecortada. Las alas acaparabantoda su visión y su mente. Parecíanirradiar miles de colores, Luce nopodía asimilarlos. Intentó mirarhacia otro lado, a cualquier parte,pero mirase donde mirase lo únicoque podía ver, además de a Daniel,eran los azules y rosas interminablesdel cielo del atardecer. Y entoncesmiró hacia abajo y reparó en unúltimo detalle.

El suelo.Se encontraba miles de metros

por debajo.

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Cuando abrió los ojos habíademasiada luz, tenía la pieldemasiado seca y un dolor terrible enla parte de atrás de la cabeza. El cielohabía desaparecido, igual queDaniel.

Otro sueño.Solo que este le había dejado una

sensación casi irreprimible de deseo.Estaba en una habitación de

paredes blancas, tendida en una camade hospital. A su izquierda, unacortina finísima la separaba del otrolado de la habitación, donde parecíaque alguien andaba de aquí para allá.

Luce se llevó la mano con

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cuidado al cuello y gimoteó.Trató de orientarse. No sabía

dónde estaba, pero tenía la clarasensación de que ya no se encontrabaen Espada & Cruz. Su ondeantevestido blanco se había convertido —se palpó los costados— en uncamisón holgado de hospital. Podíasentir cómo se iba desvaneciendocada fragmento de aquel sueño...todo excepto las alas. Habían sidotan reales, tenían un tacto tanaterciopelado y suave. Se le hizo unnudo en el estómago. Abrió y cerrólos puños, demasiado consciente deque no había nada a lo que asirse.

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Alguien le cogió la mano derechay le dio un apretón. Luce volvió lacabeza con rapidez e hizo una muecade dolor. Pensaba que estaba sola.Gabbe se hallaba sentada al borde deuna silla giratoria de color azul ajadoque parecía realzar de un modoirritante el color de sus ojos.

Luce quería apartar la mano —o,cuando menos, esperaba quererapartarla— pero en ese momentoGabbe le sonrió, fue una sonrisa muycálida, que de algún modo hizo queLuce se sintiera a salvo, se dio cuentade que se alegraba de no estar sola.

—¿Hasta qué punto ha sido un

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sueño? —murmuró. Gabbe se rió.Tenía un bote de crema para lascutículas en la mesilla de al lado, yempezó a untar las uñas de Luce conla crema blanca con olor a limón.

—Eso depende —dijo Gabbemientras le masajeaba los dedos—.Pero no hagas caso de los sueños. Amí, cuando el mundo parece patasarriba, nada me tranquilice más queuna buena manicura.

Luce miró hacia abajo. Nunca lehabían gustado demasiado las uñaspintadas, pero las palabras de Gabbele recordaron a su madre, quesiempre le proponía que fueran a

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hacerse la manicura cuando Lucetenía un mal día. Mientras Gabbe lefrotaba los dedos lentamente Luce sedio cuenta de lo que se había perdidoesos últimos años.

—¿Dónde estamos? —preguntó.—En el hospital Lullwater.La primera vez que salía del

reformatorio y había acabado en unhospital a cinco minutos de la casa desus padres. La última vez que estuvoallí fue para que le pusieran trespuntos en el codo porque se habíacaído de la bici. Su padre no se habíamovido de su lado. En ese momentono lo veía por ninguna parte.

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—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —inquirió.

Gabbe miró un reloj blanco quehabía en la puerta y dijo:

—Anoche, hacia las once, teencontraron inconsciente porinhalación de humo. Elprocedimiento habitual en caso dehallar a un alumno en ese estadosiempre consiste en avisar a losservicios de urgencias, pero no tepreocupes, Randy ha dicho quesaldrás de aquí pronto. Tan prontocomo tus padres den elconsentimiento...

—¿Mis padres están aquí?

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—Preocupadísimos por su hija,hasta las mismísimas puntas abiertasdel pelo de tu madre. Están en elpasillo, ahogándose en un mar depapeleo. Les he dicho que yo meocuparía de ti.

Luce gimió y hundió la cabeza enla almohada, con lo que despertóaquel dolor de cabeza otra vez.

—Si no quieres verlos...Pero Luce no gemía por sus

padres. Se moría por verlos. Seacordaba de la biblioteca, del fuego yde la nueva horda de sombras, queeran cada vez más terroríficas.Siempre habían sido oscuras y feas,

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siempre la habían puesto nerviosa,pero la noche anterior fue como siquisieran algo de ella. Y ademásestaba aquel otro misterio, la fuerzaque los había hecho levitar y loshabía liberado.

—¿Por qué tienes esa mirada? —preguntó Gabbe ladeando la cabezay pasando una mano por delante dela cara de Luce—. ¿En qué estáspensando? Luce no sabía cómoreaccionar ante la repentinaamabilidad de Gabbe. Gabbe noparecía de las que se ofrecenvoluntarias como enfermeras, ytampoco había ningún chico

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alrededor cuya atención pudieramonopolizar. Ni siquiera tenía laimpresión de caerle bien a Gabbe.No se había presentado allí porpropia voluntad y ya está, ¿no?

No podía explicarse ni lo atentaque se estaba mostrando Gabbe, ni loocurrido la noche anterior: elespeluznante y atroz encuentro quehabían tenido en el pasillo, lasensación irreal de verse propulsada através del vacío, el extraño eirresistible cuerpo de luz.

—¿Dónde está Todd? —preguntóLuce al acordarse de los ojosaterrorizados del chico. Se habían

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soltado, empezaron a volar yentonces...

Alguien descorrió la cortina depronto, y allí estaba Arriane, conunos patines en línea y un uniformede rayas rojas y blancas, como sifuera un caramelo. Llevaba el pelocorto y negro recogido en unaespecie de nudos. Se acercópatinando, con una bandeja sobre lacual había tres cáscaras de coco conunas pajitas con sombrillas de coloresfluorescentes.

—A ver, os voy a dejar esto claro—dijo con una voz ronca y nasal—.Hay que poner la lima en el coco y

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beber... buaaa, caras largas.¿Interrumpo algo?

Arriane paró de rodar a los piesde la cama de Luce y le ofreció uncoco con una sombrilla rosa que sebalanceaba.

Gabbe se levantó de un salto,cogió el coco y olisqueó elcontenido.

—Arriane, acaba de pasar untrauma —la reprendió—. Y, para tuinformación, nos has interrumpidocuando empezábamos a hablar deTodd.

Arriane echó los hombros haciaatrás.

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—Precisamente por eso necesitaalgo que la anime —arguyó, mientrassostenía la bandeja condeterminación sin dejar de sostenerlela mirada a Gabbe—. De acuerdo —dijo al final, apartando los ojos—. Ledaré a ella tu aburrida bebida. —Y ledio a Luce el coco con la sombrillaazul.

Luce debía de estar sufriendoalguna especie de deliriopostraumático. ¿De dónde habíansacado todo aquello? ¿Cáscaras decoco? ¿Pajitas con forma desombrilla? Era como si se hubieraquedado dormida en el reformatorio

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y se hubiese despertado en el ClubMed.

—¿De dónde habéis sacado todoesto? —preguntó—. Quiero decir,gracias, pero...

—Tenemos nuestros recursoscuando los necesitamos —respondióArriane—. Roland nos ha ayudado.

Las tres permanecieron sentadassorbiendo la bebida dulce y heladadurante un momento, hasta que Luceya no pudo aguantarse.

—Bueno, ¿y volviendo a Todd...?—Todd —dijo Gabbe, y se aclaró

la garganta—, el tema es que... inhalómucho más humo que tú, cielo...

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—No, no fue eso —espetóArriane—. Se rompió el cuello.

Luce dio un grito ahogado, yGabbe le tiró la sombrilla de subebida a Arriane.

—¿Qué? —dijo Arriane—. Lucepuede soportarlo, si va a averiguarlode todas formas, ¿por qué endulzarlo?

—Las pruebas aún no sonconcluyentes —respondió Gabbe,remarcando las palabras.

Arriane se encogió de hombros.—Luce estaba allí, debió de ver...—No vi qué le ocurrió —la

interrumpió Luce—. Estábamosjuntos y luego, de golpe, nos

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separamos. Tenía un malpresentimiento, pero no estabasegura —susurró—. Entonces él...

—Se ha ido de este mundo —acabó Gabbe con suavidad.

Luce cerró los ojos. Un escalofríole recorrió el cuerpo, y no tenía nadaque ver con la bebida. Recordó losgolpes frenéticos de Todd contra lasparedes, su mano sudorosa apretandola de ella cuando las sombras rugíansobre sus cabezas, el terriblemomento en que se separaron y ellase sintió demasiado abrumada para irhacia él.

Todd había visto las sombras,

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ahora estaba segura. Y había muerto.Desde la muerte de Trevor, no

había pasado una semana sin querecibiera una carta llena de odio. Suspadres habían empezado a velar elcorreo antes de que ella pudiera leeraquellos mensajes ponzoñosos, peroaun así seguían llegando un montón.Algunas cartas estaban escritas amano, otras a máquina, una inclusola habían escrito con las letrasrecortadas de una revista, tipo notade rescate. «Asesina». «Bruja». Lahabían llamado de tantas formascrueles que podría llenar un álbumde recortes, un verdadero suplicio

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que la obligó a encerrarse en casadurante todo el verano. Pensó quehabía hecho todo lo posible paradejar atrás aquella pesadilla: intentarsuperar su pasado ingresando enEspada & Cruz, concentrándose enlas clases, haciendo amigos... Oh,Dios. Contuvo la respiración.

—¿Y Penn? —preguntómordiéndose el labio.

—Penn está bien —dijo Arriane—. No para de explicar la historia,como testigo ocular del incendio.Tanto ella como la señorita Sophiasalieron de allí oliendo como unabarbacoa del este de Georgia, pero,

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aparte de la ropa, nada grave.Luce suspiró. Al menos había una

buena noticia. Pero bajo las sábanasfinísimas de la enfermería estabatemblando. Sin duda, prontoaparecería el mismo tipo de genteque la había acosado tras la muertede Trevor. Y no solo los que leescribían las cartas. El doctorSanford, el supervisor de la libertadcondicional, la policía...

Y, al igual que la vez anterior,esperarían que les explicara todo deforma coherente, que recordara hastael más mínimo detalle. Pero claro, talcomo sucedió la vez anterior, ella no

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sería capaz de hacerlo. Un momentoantes él estaba a su lado, los dossolos. Y luego...

—¡Luce! —Penn entró de sopetónen la habitación, con un gran globode helio de color marrón. Tenía laforma de una tirita y llevaba escrito«Ánimo» con letras azules en cursiva—. ¿Qué es esto? —preguntó a lasotras chicas lanzándoles una miradade desaprobación—. ¿Una fiesta depijamas?

Arriane se había desatado lospatines y se subió a la diminutacama, al lado de Luce. Tenía un cocoen cada mano y apoyaba la cabeza en

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el hombro de Luce, a quien Gabbe leestaba poniendo esmalte de uñas enla mano que tenía libre.

—Sí—Arriane riósocarronamente—. Únete a nosotras,Penn perezosa, estamos jugando aVerdad o Atrevimiento. Tedejaremos preguntar a ti primero.

Gabbe intentó disimular su risacon un débil estornudo falso.

Penn puso los brazos en jarras.Luce lo sentía por Penn, y ademástenía un poco de miedo, pues ahoraPenn parecía furibunda.

—Uno de nuestros compañerosmurió anoche —dijo Penn

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pronunciando cuidadosamente laspalabras—. Y Luce pudo habersehecho mucho daño. —Negó con lacabeza—. ¿Cómo podéis poneros ajugar en un momento así? —Olisqueó el aire—. ¿Eso es alcohol?

—Ohhh —dijo Arriane mirando aPenn con expresión grave—. Tegustaba Todd, ¿eh?

Penn cogió una almohada de lasilla que tenía detrás y se la tiró aArriane. Y la verdad era que Penntenía razón. Resultaba extraño queArriane y Gabbe se tomaran lamuerte de Todd... casi a la ligera.Como si aquello ocurriera todos los

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días, como si no les afectara de lamisma forma que a Luce. Pero ellastampoco podían saber lo que Lucesabía sobre los últimos momentos deTodd, no podían saber por qué ella sesentía tan mal en ese momento. Diouna palmadita a la cama para quePenn se acercara y le tendió lo queguardaba de su coco helado.

—Nos dirigimos a la salida deatrás y luego... —Luce ni siquierapodía articular las palabras—. ¿Quéhicisteis tú y la señorita Sophia?

Penn miró dubitativa a Arriane yGabbe pero no pareció ninguna deellas fuera a ponerse odiosa. Penn

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cedió y se sentó al borde de la cama.—Fui a preguntarle... —miró de

nuevo a las otras e intercambió unamirada de complicidad con Luce—...aquello. No supo qué decirme, peroquería enseñarme otro libro.

Luce se había olvidado de labúsqueda en que andabanenfrascadas la noche anterior. Parecíatan lejana, casi insignificantedespués de lo que había pasado.

—Cuando nos habíamos alejadoun par de pasos del mostrador —prosiguió— hubo un tremendoestallido de luz, que yo solo pude verde reojo. Vaya, había oído hablar de

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la combustión espontánea, peroaquello fue...

Al llegar a ese punto del relato,las tres chicas ya se habían inclinadohacia delante. La historia de Penn eradigna de una primera plana.

—Algo tuvo que haberloprovocado —dijo Luce, intentandovisualizar el mostrador de la señoritaSophia—. Pero no pensé que hubieranadie más en la biblioteca.

Penn negó con la cabeza.—No, no había nadie. La señorita

Sophia dijo que el cable de lalámpara debió de sufrir uncortocircuito. Fuera lo que fuera, el

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fuego se propagó enseguida. Todossus documentos se desvanecieron—.Chasqueó los dedos.

—Pero ¿ella está bien? —preguntó Luce toqueteándose eldobladillo del camisón de hospital.

—Angustiada, pero bien —respondió Penn—. Al final se activóel sistema contra incendios, perosupongo que perdió un montón decosas. Cuando le dijeron lo que lehabía pasado a Todd, parecíademasiado aturdida paracomprenderlo siquiera.

—Quizá todos estamos demasiadoaturdidos para comprenderlo —dijo

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Luce. Esta vez Arriane y Gabbeasintieron desde ambos lados de lacama—. ¿Lo... lo saben los padres deTodd? —inquirió, preguntándosecómo diablos iba a explicar lo quehabía pasado a sus propios padres.

Se los imaginó rellenando elpapeleo en el vestíbulo. ¿Tendríanganas de verla? ¿Conectarían lamuerte de Todd con la de Trevor... yllegarían hasta ella?

—He oído a Randy hablando porteléfono con los padres de Todd —dijo Penn—. Me parece que van aponer una demanda. Enviarán elcuerpo de vuelta a Florida más tarde.

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¿Eso era todo? Luce tragó saliva.—El jueves Espada & Cruz

celebrará unas honras fúnebres —dijoGabbe en voz baja—. Daniel y yovamos a ayudar a organizarlo.

—¿Daniel? —repitió Luce antesde poder controlarse. Miró a Gabbe.Incluso en aquel estado, no pudoevitar pensar en su primeraimpresión de ella: la de una seductorarubia con los labios pintados de colorrosa.

—Fue él quien os encontró a losdos anoche —dijo Gabbe—. Te llevódesde la biblioteca hasta el despachode Randy.

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¿Daniel la había llevado? Comoen el... ¿Rodeándola con sus brazos?El recuerdo del sueño la invadió denuevo y la sensación de volar —no,de flotar— la abrumó. Se sintió atadaa la cama. Se moría por volver a estaren aquel cielo, con la lluvia, con laboca de Daniel y sus labios y sulengua fundiéndose con la suya otravez. Notó cómo se sonrojaba por eldeseo, pero también por la atrozimposibilidad de que todo esosucediera mientras estaba despierta.Aquellas alas gloriosas y cegadorasno eran la única nota de fantasía delsueño. El Daniel de la vida real solo

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la llevaría a la enfermería; nunca laquerría, ni la tomaría en brazos, noasí.

—Eh, Luce, ¿estás bien? —lepreguntó Penn. Estaba abanicandolas ruborizadas mejillas de Luce conla sombrillita.

—Sí —respondió Luce. Leresultaba imposible quitarse aquellasalas de la cabeza, olvidarse de lasensación de la cara de Daniel con lasuya—. Supongo que todavía estoyrecuperándome.

Gabbe le dio una palmadita en lamano.

—Cuando nos dijeron lo que

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había pasado, engatusamos a Randypara que nos dejara visitarte —dijoponiendo los ojos en blanco—. Noqueríamos que te despertaras sola.

Alguien llamó a la puerta. Luceesperaba ver las caras nerviosas de suspadres, pero no entró nadie. Gabbe sepuso de pie y miró a Arriane, que nohizo ademán de levantarse.

—No os preocupéis. Yo meencargo de esto.

Luce todavía estaba trastocadapor lo que le habían dicho de Daniel.Aunque sabía que no tenía ningúnsentido, deseó que fuera él quienestuviera detrás de la puerta.

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—¿Cómo está? —susurró una voz.Pero Luce lo oyó: era él. Gabbemurmuró unas palabras a modo derespuesta.

—¿Qué hace aquí tanta gente? —gruñó Randy desde fuera. A Luce ledio un vuelco el corazón, aquellosignificaba el final de las horas devisita—. Voy a castigar al que mehaya convencido de dejaros entrar,panda de gamberros. Y no, Grigori,no aceptaré flores como soborno.Todos vosotros, a la furgoneta.

Al oír la voz de la guarda, Arrianey Penn se encogieron y seapresuraron a esconder los cocos

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debajo de la cama. Penn metió lassombrillitas en su estuche y Arrianeroció un poco de perfume de vainillay le pasó a Luce un trozo de chicle dementa.

La nube de perfume hizo que aPenn le entraran arcadas, luego seinclinó sobre Luce y le susurró:

—Cuando te pongas bien,encontraremos el libro. Será buenoque tengamos algo en qué ocuparnos,algo que nos distraiga.

Luce apretó la mano en señal deagradecimiento y sonrió a Arriane,que parecía demasiado ocupadaatándose los cordones de los patines

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para haber escuchado algo.Entonces Randy entró de golpe

por la puerta.—¡Todavía seguís aquí! —gritó—.

Increíble.—Solo estábamos... —empezó a

decir Penn.—Saliendo—acabó Randy por

ella. Llevaba un ramo de peoniassalvajes en la mano. Eso era raro.Eran las flores preferidas de Luce ymuy difíciles de encontrar por losalrededores.

Randy abrió un armario quehabía bajo el lavamanos, rebuscó unmomento en su interior y sacó un

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jarrón pequeño y polvoriento. Lollenó con agua turbia del grifo, metiólas peonias dentro toscamente y lopuso sobre la mesa, al lado de Luce.

—Son de parte de tus amigos —dijo—, que ahora mismo tendrán queirse.

La puerta estaba abierta de par enpar, y Luce vio a Daniel apoyado enel marco. Tenía la barbilla levantaday sus ojos grises parecíanensombrecidos por la preocupación.Sus miradas se encontraron y él ledirigió una leve sonrisa. Cuando seapartó el pelo de los ojos, Luce vioque tenía un corte, pequeño pero

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profundo, en la frente.Randy se llevó a Penn, a Arriane

y a Gabbe afuera, pero Luce nopodía apartar los ojos de Daniel. Éllevantó una mano y movió los labiosen lo que a ella le pareció un «Losiento», justo antes de que Randy losechara a todos.

—Espero que no te hayanagotado —dijo Randy, que se habíaquedado en la puerta con el ceñofruncido.

—¡Ah, no! —Luce negó con lacabeza, consciente de lo mucho quela aliviaban la lealtad de Penn y laestrafalaria forma en que Arriane

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podía alegrar el momento más serio.Gabbe también había sido realmenteamable con ella. Y Daniel, aunquecasi no lo había visto, había hechomucho más de lo que él podríaimaginarse para devolverle latranquilidad mental a Luce. Habíaido para asegurarse de que seencontraba bien. Había estadopensando en ella.

—Bien —dijo Randy—, porqueaún no se han acabado las horas devisita.

De nuevo, a Luce se le aceleró elcorazón ante la expectativa de ver asus padres. Pero entonces oyó unos

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pasos rápidos en el suelo y almomento apareció la figura menudade la señorita Sophia. Llevaba unacolorida pashmina otoñal sobre loshombros, y los labios pintados de unrojo intenso a juego. Detrás de ellacaminaban un hombrecito calvo contraje y dos agentes de policía, unoregordete y el otro delgado, amboscon una calvicie incipiente y con losbrazos cruzados.

El agente regordete era el másjoven. Se sentó en la silla al lado deLuce y al momento —consciente deque nadie más hacía ademán desentarse— se levantó de nuevo y

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volvió a cruzarse de brazos.El hombre calvo dio un paso al

frente y le tendió la mano a Luce.—Soy el señor Schultz, el

abogado de Espada & Cruz. —Lucele estrechó la mano con rigidez—.Estos agentes sólo van a hacerte unpar de preguntas. No es nada quevaya a ser utilizado en un juicio, solointentan corroborar los detalles delaccidente...

—Y yo he insistido en estarpresente durante el interrogatorio,Lucinda—añadió la señorita Sophia,al tiempo que se acercaba a ella y lepasaba la mano por el pelo—. ¿Cómo

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estás, cariño? —susurró— ¿En unestado de shock amnésico?

—Estoy bien...Luce se interrumpió al ver dos

figuras más en la puerta. Casi rompióa llorar cuando reconoció el cabellorizado y oscuro de su madre y lasenormes gafas de carey de su padre.

—Mamá —musitó, tan bajo quenadie pudo oírlo—. Papá.

Fueron corriendo hasta la cama,la abrazaron y le cogieron las manos.Tenía unas ganas locas de abrazarlospero se sentía demasiado débil, asíque se quedó quieta y se conformócon su tacto familiar y reconfortante.

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La miraban asustados, tan asustadoscomo ella misma.

—Mi amor, ¿qué ha pasado? —lepreguntó su madre.

Ella no podía articular ningunapalabra.

—Les he dicho que eras inocente—interrumpió la señorita Sophia,devolviendo la atención a los policías—. Al carajo con las extrañascoincidencias.

Por descontado, tenían el informedel accidente de Trevor, y pordescontado los policías loencontrarían... extraordinario, a laluz de la muerte de Todd. Luce ya

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tenía suficiente experiencia con lapolicía para saber que saldrían de allífrustrados y enfadados.

El agente más delgado tenía unaspatillas largas en las que empezabana asomar canas. El informe abiertoque sostenía entre las manos parecíaabsorber toda su atención, puestoque no alzó la vista ni una sola vezpara mirarla.

—Señorita Price —le dijo conacento sureño—. ¿Por qué estabanusted y el señor Hammond solos enla biblioteca tan tarde cuando todoslos demás estudiantes se encontrabanen una fiesta?

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Luce miró a sus padres. Su madrese mordía tanto el labio que estabahaciendo desaparecer el pintalabios,y su padre estaba lívido.

—No estaba con Todd —dijo, sinentender qué pretendían con aquellapregunta—, sino con Penn, miamiga; y la señorita Sophia tambiénestaba allí. Todd leía por su cuenta ycuando empezó el incendio, perdí devista a Penn, y Todd fue la únicapersona que encontré.

—La única persona queencontraste... ¿para hacer qué?

—Espere un momento. —El señorSchultz dio un paso adelante para

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interrumpir al policía—. Lo ocurridofue un accidente, ¿me permite que selo recuerde? Usted no estáinterrogando a una sospechosa.

—No, no, quiero responder—interrumpió Luce. Había tanta genteen aquella habitación tan pequeñaque no sabía adónde mirar. Mirófijamente al policía—. ¿Qué quieredecir?

—¿Es usted una persona agresiva?—Cogió el archivo—. ¿Se describiríaa sí misma como una personasolitaria?

—Ya es suficiente —cortó supadre.

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—Sí, Lucinda es una estudianteejemplar —añadió la señorita Sophia—. No tenía ninguna mala intenciónrespecto a Todd Hammond. Lo queocurrió fue sencillamente naccidente.

El agente miró hacia la puertaabierta, como si deseara que laseñorita Sophia pudiera volver fuera.

—Claro, señora, pero en los casosde reformatorio, otorgar el beneficiode la duda no siempre es lo másresponsable...

—Les voy a contar todo lo que sé—dijo Luce sujetándose a sábana—.No tengo nada que ocultar.

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Les explicó lo mejor que pudotodo lo que había pasado, hablandopoco a poco y con claridad, de formaque a sus padres no les asaltarannuevas dudas y los policías pudierantomar todas las notas que quisieran.No se dejó llevar por la emoción, queera lo que al parecer todos estabanesperando. Por lo demás —dejando aun lado la aparición de las sombras—la historia que expuso tenía bastantesentido.

Corrieron hacia la puerta deatrás. Encontraron la salida al finaldel largo pasillo. La escalera era muyempinada y de difícil acceso, y

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ambos habían corrido con tantoímpetu que no pudieron evitarabalanzarse y caerse por ella. Luegono supo nada más de él, se había dadoun golpe en la cabeza lo bastantefuerte para despertarse doce horasdespués en el hospital. Eso era todolo que ella recordaba.

Les dejó pocas cosas quecuestionar. Solo ella podía lidiar conlo que recordaba realmente.

Cuando acabaron, el señorSchultz hizo un gesto con la cabeza alos agentes, como diciéndoles «¿yaestáis satisfechos?», y la señoritaSophia sonrió a Luce con

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complicidad, como si juntas hubieransuperado una prueba muy difícil. Sumadre dejó escapar un largo inspiro.

—Reflexionaremos sobre todoesto en la comisaría —dijo el policíadelgado mientras cerraba el informede Luce con tal resignación queparecía querer que le agradecieransus servicios.

Luego los cuatro se fueron de lahabitación, y Luce se quedó a solascon sus padres.

Les imploró con la mirada que lallevaran a casa. Los labios de sumadre temblaban, su padre tragósaliva.

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—Randy te llevará de vuelta aEspada & Cruz esta tarde —dijo—.No pongas esa cara, cariño, el doctorha dicho que estás bien.

—Más que bien —añadió sumadre, pero sonaba insegura.

Su padre le palmeó el brazo.—Nos veremos el sábado, dentro

de muy pocos días.Sábado. Cerró los ojos. El Día de

los Padres. Lo había estado esperandodesde que llegó a Espada & Cruz,pero ahora, con la muerte de Todd,todo había cambiado. Sus padresparecían tener prisa por irse, como sino quisieran enfrentarse a la realidad

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de tener a una hija que estaba en unreformatorio. Eran tanconvencionales. No podíareprochárselo.

—Ahora descansa, Luce —le dijosu padre, inclinándose para besarle lafrente—. Has tenido una noche largay complicada.

—Pero...Estaba exhausta. Cerró los ojos

un instante y cuando los abrió suspadres ya se estaban despidiendodesde la puerta.

Cogió una flor blanca del jarróny se la acercó lentamente a la cara,admiró las hojas lobuladas, los

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frágiles pétalos y las gotas de néctaraún húmedo que conservaban en suinterior. Inhaló el perfume suave yun poco picante de la flor.

Intentó imaginarse qué aspectohabría tenido en las manos deDaniel, dónde las habría conseguidoy por qué lo había hecho.

Era una elección muy inusual.Las peonias salvajes no crecían en lospantanos de Georgia. Ni siquierapodrían llegar a plantarse en el jardínde su padre en Thunderbolt. Lo mássorprendente era que aquellaspeonias no se parecían a ninguna delas que Luce había visto antes: los

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capullos eran tan grandes que nopodía abarcarlos con las dos manos, yel olor le recordaba algo que eraincapaz de determinar.

«Lo siento», había dicho Daniel.Solo que Luce no podía imaginarse aqué se refería.

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Y en polvo teY en polvo teconvertirásconvertirás

Al anochecer, un buitre

sobrevolaba en círculos el cementerioneblinoso. Ya habían pasado dos díasdesde la muerte de Todd, y Luce nohabía sido capaz de comer o dormir.Estaba de pie con un vestido negrosin mangas en el cementerio, dondetodo Espada & Cruz se había reunido

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para presentar sus respetos a Todd.Como si una apática ceremonia deuna hora fuera suficiente, sobre todoteniendo en cuenta que la únicacapilla del reformatorio se habíaconvertido en una piscina cubierta, yla ceremonia debía llevarse a cabo enla lúgubre ciénaga del cementerio.

Desde el accidente, elreformatorio había cerrado laspuertas y ningún profesor habíaabierto la boca. Luce había pasadolos últimos dos días esquivando lasmiradas de los demás estudiantes, quese fijaban en ella y sospechaban enmayor o menor medida. Aquellos a

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los que no conocía muy bienparecían mirarla con un leve matizde miedo. Otros, como Roland yMolly, se la comían con los ojos sinreparos, como si hubiera algofascinante y oscuro en el hecho deque hubiera sobrevivido. Durante lasclases, sobrellevaba todas aquellasmiradas reprobadoras como podía ypor la noche se alegraba cuandoPenn se pasaba por su habitaciónpara llevarle una taza humeante de téde jengibre, o cuando Arrianedeslizaba bajo la puerta algún chistepicante.

Buscaba con desesperación

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cualquier cosa que le sacara de lacabeza aquella sensación deincomodidad, de expectación ante lasiguiente tormenta. Porque sabía queestaba por llegar, ya fuera bajo laforma de una segunda visita de lapolicía, o de las sombras... o deambas.

Aquella mañana les informaronde que el evento social de la tarde sehabía cancelado por respeto a ladefunción de Todd, y que las clasesacabarían una hora antes para que losalumnos tuvieran tiempo decambiarse y llegar al cementerio a lastres en punto. Como si toda la

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escuela no fuera ya vestida para unfuneral.

Luce nunca había visto a tantagente congregada en un lugar delreformatorio. Randy estaba en elcentro del grupo y llevaba una faldagris plisada que le llegaba por debajode la rodilla y unos zapatos negroscon la suela de goma. La señoritaSophia, con los ojos llorosos, y elseñor Cole con un pañuelo en lamano, se encontraban detrás de ella,vestidos de luto. La señorita Toss y laentrenadora Diante, tambiéndenegro, estaban junto con otrosprofesores y empleados a los que

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Luce no había visto nunca.Los alumnos estaban sentados en

filas por orden alfabético. Delante,Luce vio a Joel Bland, el chico quehabía ganado la carrera de nataciónla semana anterior, sonándose lanariz con un pañuelo sucio. Luceestaba en la tierra de nadie de las pes,pero podía ver a Daniel, que pordesgracia se encontraba dos filas pordelante, en la zona de las ges, justo allado de Gabbe. Vestíaimpecablemente, llevaba un blazernegro de raya diplomática, pero sucabeza parecía más baja que todas lasque había a su alrededor. Incluso

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desde atrás, Daniel se las arreglabapara parecer abrumadoramentesombrío.

Luce pensó en las peonias blancasque le había regalado. Randy no lehabía dejado coger el jarrón cuandose fue del hospital, pero Luce sí sehabía llevado las flores a suhabitación y, con bastanteimaginación, había cortado la partesuperior de una botella de plásticocon unas tijeras de manicura.

Las flores eran aromáticas yrelajantes, pero no estaba muy claroqué significaban. Por regla general,cuando un chico te regalaba flores no

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te costaba saber lo que sentía.Pero, con Daniel, tales

suposiciones nunca eran buena idea.Resultaba mucho más seguro pensarque se las había llevado porque esoera lo que se hacía cuando alguienhabía sufrido un trauma.

Pero, aun así: ¡le había llevadoflores! Si se inclinaba un poco haciadelante en la silla plegable y alzabala vista hacia la residencia, a través delas barras metálicas de la terceraventana a la izquierda, casi podíaverlas.

—Te ganarás el pan con el sudorde tu frente —decía un párroco que

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cobraba por horas frente a lacongregación—, hasta que vuelvas ala misma tierra de la que fuistesacado. Pues polvo eres y en polvo teconvertirás.

Era un hombre delgado de unossetenta años, perdido en una enormechaqueta negra. Llevaba unaszapatillas viejas con los cordonesdeshilachados. Tenía el rostroirregular y quemado por el sol.Hablaba por un micrófonoenchufado a un altavoz que parecíade los años ochenta. El sonidollegaba distorsionado y se acoplaba,de forma que los oyentes apenas le

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oían.Aquel servicio era totalmente

inapropiado y deficiente.Nadie presentaba ningún respeto

a Todd por estar allí. Todo el funeralparecía más bien un intento deenseñar a los estudiantes cuán injustapodía ser la vida. Que el cuerpo deTodd ni siquiera estuviera presentedecía mucho de la relación de laescuela —o, justamente, de su faltade relación— con el chico fallecido.Ninguno de ellos lo había conocido,y ninguno iba a hacerlo ya. Habíaalgo falso en el hecho de estar allí,una sensación acrecentada por los

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pocos que lloraban. A Luce le hizosentir que Todd era aún másdesconocido de lo que lo fue enrealidad.

Que Todd descanse en paz. Queel resto prosiga su camino.

Una lechuza con unas plumasblancas que parecían cuernos ululabaen la rama más alta de un roble quehabía sobre sus cabezas. Luce sabíaque había un nido por allí cerca conuna familia de crías de lechuza.Durante la semana había estadooyendo el canto temeroso de lamadre noche tras noche, seguido delbatir frenético de las alas del padre al

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volver al nido después de una nochede caza.

Y al fin terminó. Luce se levantóde la silla; se sentía débil por lainjusticia de todo aquello. Toddhabía sido tan inocente como ellaculpable, aunque no supiera de qué.

Mientras seguía a los demásestudiantes en fila india hacia lasupuesta recepción, alguien le rodeóla cintura con el brazo y la atrajohacia sí.

¿Daniel?No, era Cam.Sus ojos verdes buscaron los

suyos y pareció vislumbrar su

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decepción, lo cual hizo que Luce sesintiera aún peor. Se mordió el labiopara evitar romper a llorar. Ver aCam no tendría que hacerle llorar...pero estaba emocionalmente agotada,haciendo equilibrios al borde delabismo. Se mordió con tanta fuerzaque se hizo sangre, y tuvo quesecarse la boca con la mano.

Eh. —Cam le acarició la cabeza.Y ella compuso una mueca de dolor.Todavía tenía un chichón, justodonde se había golpeado contra lasescaleras—. ¿Quieres que vayamos aalgún sitio para hablar?

Caminaban con los demás por el

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césped hacia la recepción, bajo lasombra de uno de los robles. Habíancolocado un montón de sillas, casiuna encima de otra, y al lado habíauna mesa plegable llena de galletasde aspecto rancio, las habían sacadode las cajas pero todavía estabandentro de sus envases de plástico.Habían llenado una ponchera deplástico barato con un líquido rojo yviscoso que atrajo varias moscas,como lo haría un cadáver. Aquellarecepción era tan patética que muypocos estudiantes le prestabanatención. Luce observó a Pennvestida con un traje de falda negra

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mientras le estrechaba la mano alpárroco. Daniel miraba a lo lejos y lesusurraba algo a Gabbe.

Cuando Luce se volvió haciaCam, este le acarició levemente laclavícula con el dedo, dejándolodescansar en el hueco de su cuello.Ella tomó aire; y se le puso la carnede gallina.

—Si no te gusta el collar —le dijoinclinándose hacia ella—, puedobuscarte otra cosa.

Cam se acercó tanto que suslabios estuvieron a punto de rozarleel cuello, así que Luce le puso lamano en el hombro y retrocedió un

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paso.—Sí me gusta —dijo pensando en

la cajita que estaba sobre suescritorio. Había acabado justo allado de las flores de Daniel, y Luce sehabía pasado la mitad de la nocheanterior mirando aquellos regalos,calibrando su valor en las intencionesque escondían. Cam era mucho másclaro, era fácil saber qué se proponía.Como si él fuera el álgebra y Danielel cálculo. Y a Luce siempre le habíaencantado el cálculo, que a vecesexigía una hora entera para resolverun solo problema.

—El collar me parece precioso —

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le dijo a Cam—, pero todavía no heencontrado el momento deponérmelo.

—Lo siento —contestó él, yapretó los labios—. No queríaagobiarte.

Llevaba el pelo peinado haciaatrás, por lo que la cara se le veía másque de costumbre. Parecía mayor,más maduro. Y la forma en que lamiraba era tan intensa, con aquellosgrandes ojos penetrando en ella,como si todo lo que había en suinterior fuera de su agrado.

—La señorita Sophia insistió enque te dejáramos espacio un par de

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días. Sé que tiene razón, has pasadopor un montón de cosas, pero quieroque sepas lo mucho que he pensadoen ti. Todo el tiempo. Quería verte.

Le acarició la mejilla con el dorsode la mano, y Luce sintió queempezaban a brotarle las lágrimas.Había pasado por tantas cosas. Y sesentía fatal por el hecho de estar allía punto de llorar, y de que no fuerapor Todd —cuya muerte síimportaba, y debería haberimportado más—, sino por razonesegoístas. Porque los últimos dos díasla habían devuelto al sufrimiento delpasado por Trevor y por su vida

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anterior a Espada & Cruz, cosas queya creía superadas, cosas que nuncapodría explicarle a nadie. Mássombras de las que esconderse.

Fue como si Cam sintiera todoeso, o cuando menos una parte,porque la abrazó, estrechó la cabezade Luce contra su pecho ancho yfuerte, y la meció delicadamente.

—No pasa nada —dijo—. Todo searreglará.

Y quizá no era necesarioexplicarle nada. Era como si cuantomás trastornada se sentía, másdisponible estaba Cam. ¿Por qué nose limitaba a quedarse allí, entre los

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brazos de alguien que se preocupabapor ella, y dejaba que las sencillasatenciones de Cam la tranquilizasenun momento? Se sentía tan bienentre sus brazos.

Luce no sabía cómo apartarse deCam. Siempre había sido muyamable, y a ella le gustaba pero, aunasí, aunque ello la hiciera sentirseculpable, estaba empezando acansarse de él. Era tan perfecto, tanatento, justo lo que ella habríanecesitado en ese preciso instante.Solo que... no era Daniel.

Un pastelito apareció de prontosobre su hombro. Luce reconoció la

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manicura de los dedos que losostenían.

—Allí hay ponche, y alguientiene que bebérselo —dijo Gabbemientras le ofrecía otro pastelito aCam, que se quedó mirando lasuperficie glaseada—. ¿Estás bien? —le preguntó a Luce.

Luce asintió. Por primera vez,Gabbe se había entrometido justocuando Luce necesitaba que lasalvaran. Intercambiaron una sonrisay Luce alzó el pastelito en señal deagradecimiento. Le dio un mordiscopequeño y delicado.

—Lo del ponche suena genial —

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dijo Cam apretando los dientes—.¿Por qué no vas a buscarnos un parde vasos, Gabbe?

Gabbe puso los ojos en blancohacia Luce.

—Hazle un favor a un hombre yte tratará como una esclava.

Luce sonrió. Cam se había pasadoun poco de la raya, pero Luce teníamuy claras sus intenciones.

—Iré yo a buscar las bebidas —dijo Luce, dispuesta a tomarse unrespiro. Se dirigió hacia la mesaplegable donde estaba la ponchera.

Cuando espantaba una mosca quehabía sobre el ponche, alguien le

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susurró al oído:—¿Quieres salir de aquí?Luce se volvió preparando una

excusa para decirle a Cam que no,que no podía largarse de allí, no enese momento y tampoco con él. Perono había sido Cam quien le habíatocado el interior de la muñeca conel pulgar.

Era Daniel.Se derritió ligeramente. Su turno

de teléfono de los miércoles eradentro de diez minutos y tenía unasganas locas de oír la voz de Callie, ola voz de sus padres, y hablar de loque ocurría fuera de aquellas

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cancelas de hierro forjado, de otracosa que no fuera lo sombrío de losúltimos dos días. Pero ¿salir de allí?¿Con Daniel? Se vio asintiendo conla cabeza.

Cam iba a odiarla si veía cómo seiba, y sin duda la vería. Ya debía deestar mirándola, podía sentir cómosus ojos verdes se le clavaban en lanuca. Pero tenía que ir con él.Deslizó su mano en la de Daniel.

—Por favor.Las otras veces que se habían

tocado, o bien había sido poraccidente o bien uno de los dos sehabía apartado con un movimiento

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brusco —por lo general, Daniel—antes de que aquella chispa decalidez que Luce siempre sentía dierapaso a un crescendo imparable decalor. Pero en esa ocasión fuediferente. Luce bajó la vista hacia lamano de Daniel, que sujetaba la suyacon fuerza, y todo su cuerpo pidiómás. Más calor, más hormigueo, másDaniel. Era —no del todo— como sehabía sentido en el sueño. Apenasnotaba cómo se movían sus pies, solola energía del tacto de Danielapoderándose de ella.

En lo que a Luce le pareció unparpadeo, llegaron a las puertas del

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cementerio. Abajo, el funeral sedifuminaba a medida que se ibanalejando.

Daniel se detuvo de golpe y, sinprevio aviso, le soltó la mano. Ellatembló, volvía a sentir frío.

—Cam y tú —dijo, dejando laspalabras suspendidas en el aire, comosi fueran una pregunta—. ¿Pasáismucho tiempo juntos?

—Parece como si no te gustaramucho esa idea —le replicó, pero alinstante se sintió estúpida por hacerel papel de coquetona. Solo queríaburlarse de él porque la preguntahabía sonado un poco a celos, pero su

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cara y el tono de su voz eran muyserios.

—Él no es... —empezó a decir. Sequedó mirando un halcón de colaroja que acababa de posarse sobre larama de un roble cercano—. No es lobastante bueno para ti.

Luce había oído esa misma frasecientos de veces. Era lo que todo elmundo decía. «No es lo bastantebueno». Pero cuando esas palabrassalieron de los labios de Daniel,parecieron importantes, inclusoverdaderas y pertinentes, no vagas ydesdeñosas como siempre le habíanparecido.

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—Bueno, entonces —respondióella tranquila—, ¿quién lo es? Danielpuso los brazos en jarras, y sonriópara sus adentros.

—No lo sé —dijo al final—. Esuna pregunta buenísima.

No fue precisamente la respuestaque esperaba Luce.

—A ver, no es que sea tan difícil—empezó ella mientras se metía lasmanos en los bolsillos para reprimirlas ganas que sentía de abrazarle—ser lo bastante bueno para mí.

Daniel la miró como si estuvieracayéndose por un abismo, y todo elcolor violeta que coloreaba sus ojos

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un momento antes se convirtió engris muy oscuro.

—Sí —respondió—, sí lo es.Se frotó la frente, y al hacerlo

apartó un poco el pelo, solo unsegundo. Pero fue suficiente. Lucevio la herida. Ya estaba cicatrizando,pero Luce comprobó que erareciente.

—¿Qué te ha pasado en la frente?—le preguntó extendiendo la manohacia él.

—No lo sé —dijo bruscamente, altiempo que le apartaba la mano contanta fuerza que la hizo tambalearse—. No sé cómo me lo he hecho.

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Pareció más nervioso que lapropia Luce, y eso la sorprendió. Eraun simple rasguño.

A sus espaldas oyeron pasosavanzando por la grava. Ambos sevolvieron de golpe.

—Ya te he dicho que no la hevisto —decía Molly al tiempo queapartaba la mano de Cam de suhombro mientras subían por la colinadel cementerio.

—Vámonos —dijo Daniel,adivinándole el pensamiento (Luceestaba casi segura de que podía),incluso antes de que ella le lanzarauna mirada de inquietud.

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Luce supo adónde se dirigían tanpronto como empezó a seguirlo, pordetrás de la iglesia-gimnasio y haciael bosque; de la misma forma quesabía la postura que adoptaría alsaltar la comba aunque no le hubiesevisto nunca hacerlos, igual queconocía la existencia de aquel corteen la frente antes de verlo.

Caminaban al mismo ritmo,dando largas zancadas. Pisaban lahierba a la vez, paso a paso, hasta quellegaron al bosque.

—Si vienes con alguien al mismolugar más de una vez —dijo Daniel,como si hablara consigo mismo—,

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supongo que ya no es solo tuyo.Luce sonrió, halagada al darse

cuenta de lo que Daniel quería decir:que no había estado nunca en el lagocon otra persona. Solo con ella.

Mientras caminaban entre losárboles, Luce sintió algo de frío porla sombra de los árboles en sushombros desnudos. Olía comosiempre, como la mayoría de losbosques costeros de Georgia: unaroma a mantillo de roble que Lucesolía asociar a las sombras, pero queahora cada vez asociaba más aDaniel. No debería sentirse seguraen ningún lugar después de lo que le

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había ocurrido a Todd, pero junto aDaniel, Luce tuvo la sensación deque empezaba a respirar tranquilapor primera vez en varios días.Quería creer que la estaba llevandode vuelta a aquel lugar paraenmendar la forma brusca en que sehabía ido la última vez, como sinecesitaran una segunda oportunidadpara hacerlo bien. Lo que habíaempezado como su primera casi-citahabía acabado con Luce allí de pie,penosamente plantada. Daniel teníaque saberlo y debía de sentirse malpor haberse largado de aquel modotan intempestivo.

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Alcanzaron el magnolio desde elque se contemplaba todo el lago. Elsol dejaba una estela dorada en elagua mientras se ponía detrás delbosque del oeste. Todo tenía unaspecto muy distinto por la tarde. Elmundo entero parecía resplandecer.

Daniel se apoyó en el árbol y laobservó mientras Luce contemplabael agua. Ella se acercó para ponerse asu lado, bajo las hojas y las flores,que en esa época del año deberían deestar muertas en el suelo, pero quetenían un aspecto tan puro y frescocomo las flores de primavera. Luceinhaló el aroma a almizcle, y se

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sintió más cerca de Daniel sinninguna razón aparente... y leencantaba que aquella sensaciónpareciera provenir de ninguna parte.

—Esta vez no vamos vestidos parabañarnos, precisamente —dijoDaniel, señalando el vestido negro deLuce.

Ella toqueteó el bordado quetenía a la altura de las rodillas, ypensó en el horror de su madre siechaba a perder un buen vestido porquerer bañarse en el lago con unchico.

—¿Quizá podamos meter lospies?

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Daniel se dirigió hacia el caminoempinado de piedra rojizas quedescendía hasta el agua. Bajaron através de los juncos pardos y de lahierba del lago, agarrándose a lasramas de los robles para mantener elequilibrio. Después, la orilla del lagoera toda de guijarros. El agua estabatan calmada que Luce pensó que casipodría caminar sobre ella. Se quitólas manoletinas negras y con losdedos de los pies rozó la superficiedel agua repleta de lirios. El aguaestaba más fría que el otro día.Daniel cogió unas briznas de lahierba que crecía en el lago y

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empezó a trenzarlas. Miró a Luce.—¿Alguna vez has pensado en

salir de aquí...?—A todas horas —dijo con un

gruñido, dando por descontado que élpensaba lo mismo. Por supuesto,quería largarse de Espada & Cruzcuanto antes, cualquiera querría lomismo, pero intentaba que su cabezano se fuera por las nubes fantaseandocon una posible escapada junto aDaniel.

—No —repuso Daniel—. Merefiero a si has pensado de verdad enir a otro lugar. ¿Les has pedido a tuspadres que te trasladen? Porque...

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Espada & Cruz no parece una lugarmuy apropiado para ti.

Luce se sentó en una roca, frentea Daniel, y se abrazó las rodillas. Silo que estaba sugiriendo era que ellaera una marginada en medio de unalumnado repleto de marginados, nopodía evitar sentirse un pocoinsultada. Se aclaró la garganta.

—No puedo permitirme el lujode pensar seriamente en otro lugar.Espada & Cruz es —hizo una pausa—prácticamente mi último intentodesesperado.

—Vamos —dijo Daniel.—No tienes ni idea...

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—La tengo. —Suspiró—. Siemprehay otra parada, Luce.

—Muy profético, Daniel —leespetó. Notaba que cada vez lehallaba más alto—. Pero si tantasganas tienes de librarte de mí, ¿quéestamos haciendo? Nadie te hapedido que me arrastres hasta aquí.

—No —dijo—. Es cierto. Merefiero a que tú no eres como losdemás que estamos aquí. Tiene quehaber un lugar mejor para ti.

El corazón de Luce latía muydeprisa, lo cual solía ocurrir cuandoDaniel estaba cerca. Pero en esemomento era distinto. Aquella

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situación la estaba haciendo sudar.—Cuando vine aquí —le explicó

Luce—, me prometí a mí misma queno hablaría con nadie de mi pasado, ode lo que había hecho para acabar eneste lugar.

Daniel apoyó la cabeza entre lasmanos.

—Lo que estoy diciendo no tienenada que ver con lo que le pasó a esetipo...

—¿Qué sabes de él? —Luce hizouna mueca. No. ¿Cómo podía saberloDaniel?—. Sea lo que sea lo que tehaya dicho Molly...

Pero Luce sabía que ya era

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demasiado tarde. Era Daniel quien lahabía encontrado con Todd. SiMolly le había contado que Lucetambién se había visto involucradaen otra muerte misteriosa a causa delfuego, no sabría ni cómo empezar aexplicárselo.

—Escucha —le dijo cogiéndolelas manos—, lo que te estoy diciendono tiene nada que ver con esa partede tu pasado.

A ella le costaba creérselo.—Entonces, ¿tiene que ver con

Todd?Él negó con la cabeza.—Tiene que ver con este lugar, y

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con otras cosas...Cuando Daniel la tocó, despertó

algo en su mente. Empezó a pensaren las sombras furiosas que habíavisto aquella noche, en lo mucho quehabían cambiado desde que habíallegado al reformatorio: habíanpasado de ser una amenazadesconcertante y furtiva a convertirseen unas figuras terroríficas y reales,casi omnipresentes.

Estaba loca... Sin duda, eso era loque Daniel debía de pensar de ella.Quizá también pensara que eraguapa, pero en el fondo sabía queestaba seriamente perturbada.

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Seguramente, esa era la razón por laque quería que se fuera, para que notuviera la tentación de mezclarse conalguien como ella. Si eso era lo queDaniel pensaba, no sabía ni la mitad.

—¿Tal vez tiene que ver con lassombras negras y extrañas que vi lanoche en que Todd murió? —lepreguntó con la intención deasustarlo. Pero en cuanto pronuncióaquellas palabras supo que no estabatratando de asustar aún más aDaniel... estaba intentando decírselopor fin a alguien.

Tampoco tenía mucho queperder.

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—¿Qué has dicho? —le preguntólentamente.

—Bueno, ya sabes —dijoencogiéndose de hombros eintentando restarle importancia a loque acababa de decir—. Una vez aldía o así, me visitan unos invitadososcuros a los que llamo «sombras».

—No me vaciles —le espetóDaniel. Y aunque el tono de su vozsonara punzante, Luce sabía quetenía razón.

Odiaba oírse hablar a sí mismacon aquella falsa de indiferencia,cuando en realidad estaba muynerviosa. Pero ¿debía decírselo?

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¿Podría? Daniel asentía, animándolaa que siguiera hablando, y parecíaque sus ojos penetrantes le extrajesenlas palabras de su interior.

—Me pasa desde hace unos doceaños —acabó confesando con unestremecimiento—. Solía ser por lasnoches, cuando me acercaba al aguao a los árboles, pero ahora... —Letemblaban las manos—. Es algoconstante.

—¿Qué hacen?Habría pensado que quería

burlarse de ella, o que la iba a dejarseguir para luego gastarle una bromay reírse a su costa, pero su voz se

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había vuelta ronca, y estaba lívido.—En general empiezan a flotar

justo por aquí. —Y le hizo cosquillasen la nuca para enseñárselo.

Por una vez, no estaba intentandoacercarse físicamente a él, sino queaquella era la única forma que se leocurría de explicarlo, sobre tododesde que las sombras habíanempezado a agredirla de un modopalpable, físico. Daniel no dijo nada,así que continuó hablando. —Además, en ocasiones son muyatrevidas —prosiguió, poniéndose derodillas y llevándose las manos alpecho—. Y se abalanzan sobre mí. —

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Ahora estaban frente a frente. Ellabio de Daniel tembló un poco; enrealidad, ella no acababa de creerseque pudiera estar explicándole aalguien (y mucho menos a Daniel)las cosas horribles que veía. Bajó eltono de voz hasta convertirlo en unsusurro—: Últimamente, no parecensatisfechas hasta que —tragó saliva—se llevan la vida de alguien y medejan en el suelo inconsciente.

Le propinó un levísimo empujónen los hombros, sin ningunaintención de desestabilizarlo, pero elcontacto mínimo de las puntas de susdedos bastó para tumbar a Daniel.

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Al verlo en el suelo, Luce sequedó tan sorprendida que tambiénperdió accidentalmente el equilibrioy cayó sobre él. Daniel estaba deespaldas al suelo y la miraba con losojos muy abiertos.

No debería habérselo contado.Allí estaba ella, encima de él, yacababa de confesarle su secreto másíntimo, aquello que en verdad laconvertía en una lunática.

¿Cómo era posible que, a pesar detodo, siguiera teniendo tantas ganasde besarlo?

El corazón le latía a unavelocidad imposible. Más tarde lo

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comprendió: estaba sintiendo supropio corazón y el de Daniel, queparecían competir en una carrera.Una especie de conversacióndesesperada que no era capaz demantener con palabras.

—¿De verdad las ves? —le susurróDaniel.

—Sí —respondió, aunque enrealidad quería levantarse y negarlotodo, pero era totalmente incapaz dedespegarse del pecho de Daniel.Intentó leerle el pensamiento: ¿quépensaría cualquier persona normal deuna confesión como aquella?—.Déjame adivinar —dijo abatida—:

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ahora estás seguro de que necesito untraslado, pero a un psiquiátrico.

Él se zafó de ella, dejándolaprácticamente boca abajo. Ella miróprimero sus pies, a continuación suspiernas, su torso y por último alzó lavista hasta la cara de Daniel, queestaba de pie mirando fijamente elbosque.

—Eso no había ocurrido nuncaantes —dijo.

Luce se puso de pie, puesresultaba humillante quedarsetendida allí sola. Además, era como siél ni siquiera hubiera escuchado loque le había dicho.

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—¿Qué es lo que nunca haocurrido? ¿Antes de qué?

Daniel se volvió hacia ella y lepuso una mano en cada mejilla. Lucecontuvo la respiración. Estaba tancerca, tenía sus labios tan cerca. Lucese pellizcó el muslo para asegurarsede que esta vez no estaba soñando, deque estaba completamente despierta.

Después, casi por la fuerza,Daniel se apartó de ella. Se quedó depie, enfrente, respirando con rapidezy con los brazos rígidos a loscostados.

—Dime otra vez lo que viste.Luce se volvió para mirar el lago.

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El agua cristalina y azul llegaba ensuaves olas a la orilla, y consideróbañarse. Eso fue lo que Daniel habíahecho cuando la situación se volviódemasiado comprometida para él.¿Por qué no podía hacer ella lomismo?

—Puede que esto te sorprenda —dijo Luce—, pero no me hace muchailusión sentarme aquí y explicar loloca que llego a estar.

«Sobre todo a ti.»Daniel no respondió, pero Luce

podía sentir su intensa mirada sobreella. Cuando por fin se atrevió amirarlo, él la estaba contemplando de

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una manera extraña, inquietante, deprofunda tristeza... el griscaracterístico de sus ojos era lo mástriste que Luce había visto en suvida. Tenía la impresión de haberlodefraudado de alguna forma, pero eraLuce quien había hecho su terribleconfesión.

¿Por qué era Daniel el queparecía destrozado?

Él se acercó un paso y se inclinóhasta que sus ojos estuvieron a lamisma altura. Luce apenas podíasostenerle la mirada, pero tampocofue capaz de hacer un solomovimiento. Fuera lo que fuera lo

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que rompiera aquel trance, sería cosade Daniel que se estaba acercandocada vez más, inclinando la cabeza ycerrando los ojos, separando loslabios... Luce se quedó sinrespiración.

Ella también cerró los ojos,inclinó la cabeza hacia Daniel yseparó los labios.

Y esperó.Pero el beso por el que se moría

no llegó. Abrió los ojos al comprobarque no había pasado nada, excepto elsonido susurrante de una rama.Daniel había desaparecido. Lucesuspiró, descorazonada, pero no

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sorprendida.Lo más extraño era que casi podía

ver el camino que había tomado paravolver por el bosque, como si ellafuera algún tipo de cazadora capaz depercibir la rotación de una hoja ysaber por dónde había pasado Daniel.Pero Luce no tenía nada de cazadora,de alguna forma el tipo de huella queDaniel había dejado tras de sí era másperceptible, más clara y, al mismotiempo, más difícil de concretar. Eracomo si un resplandor violetailuminara el camino que habíaemprendido a través del bosque.

Como el resplandor violeta que

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había visto durante el incendio de labiblioteca. Estaba viendo cosas. Seapoyó en la roca para recomponersey miró a su alrededor un momento,frotándose los ojos. Pero cuandovolvió a mirar, seguía viendo lomismo: en un plano de su visión —como si estuviera mirando a través deunas gafas con una graduacióndescabellada—, los robles y elmantillo que había debajo, e inclusolas canciones de los pájaros en lasramas, todo parecía temblardesenfocado. Y no solo temblaba,bañado en aquella suave luz violeta,sino que además parecía emitir un

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zumbido grave apenas perceptible.Se dio la vuelta completamente,

enfrentarse a ello la aterrorizaba, loque significaba la aterrorizaba. Leestaba ocurriendo algo, y no podíadecírselo a nadie. Intentóconcentrarse en el lago, pero inclusoeste se estaba volviendo cada vez másoscuro y difícil de ver.

Estaba sola. Daniel la habíadejado, y en su lugar había quedadoaquel sendero por el que ella nopodía —o no quería— adentrarse.Cuando el sol se puso detrás de lasmontañas y el lago se volvió de colorgris marengo, Luce se atrevió a mirar

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otra vez hacia el bosque. Respiróhondo sin saber si se sentíadecepcionada o aliviada. Era unbosque como cualquier otro, sinluces parpadeantes ni zumbidosvioleta. Ninguna señal de que Danielhubiera estado allí jamás.

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Tocado de raízTocado de raíz

Luce podía oír las fuertes pisadas de

sus Converse contra el suelo, podíasentir el viento fresco y húmedotirando de su camiseta negra, casipodía saborear el alquitrán calientede una plaza de aparcamiento queacababan de pavimentar. Perocuando abrazó a aquellas dos figurasque aguardaban junto a la entrada deEspada & Cruz el sábado por la

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mañana, ya se había olvidado de todoaquello.

Jamás se había alegrado tanto deabrazar a sus padres.

Hacía días que se arrepentía de lofrío y distante que había sido suencuentro en el hospital, y hoy nopensaba cometer el mismo error denuevo.

Ambos se tambalearon cuando seabalanzó sobre ellos. Su madre seechó a reír y su padre le dio unapalmada en la espalda como hacenlos tipos duros. Llevaba su enormecámara colgada con una correaalrededor del cuello. Ambos

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recuperaron la compostura y lasoltaron para mirarla bien a la cara.En cuanto lo hicieron, sus rostros sedesencajaron. Luce estaba llorando.

—Cariño, ¿qué te pasa? —lepreguntó su padre al tiempo que leacariciaba la cabeza.

Su madre empezó a revolver elbolso en busca de un paquete depañuelos. Con los ojos muy abiertosle puso uno a Luce delante de lanariz y le preguntó:

—Ahora ya estamos aquí. Vatodo bien, ¿no?

No, no iba todo bien.—¿Por qué no me llevasteis a casa

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el otro día? —preguntó Luce, quevolvía a sentirse enfadada y herida—.¿Por qué dejasteis que me trajeran denuevo aquí?

Su padre palideció.—Cada vez que hablábamos con

el director nos decía que te iba defábula desde que habías vuelto a lasclases, que eras la optimistaredomada que nosotros siemprehabíamos conocido. Solo que con elcuello reseco por el humo y unpequeño chichón en la cabeza;pensamos que eso era todo—. Serelamió los labios.

—¿Había algo más? —le

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preguntó su madre.La mirada que intercambiaron

sus padres dejaba entrever que yahabían discutido sobre el tema. Sumadre debía de haberle rogado que lavisitaran antes, pero su padre, máscerebral, se habría negado. Eraimposible explicarles lo que le habíapasado aquella noche, o todo aquellopor lo que había pasado desdeentonces. Había vuelto directamentea las clases, pero no porque ella loquisiera. Y físicamente estaba bien.Pero en todos los demás aspectos —emocional, psicológica ysentimentalmente— no podía

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sentirse más desorientada.—Intentamos respetar las reglas

—le explicó el padre de Luce,extendiendo su gran mano para darleun cariñoso apretón en el cuello. Elpeso de la mano la desestabilizó unpoco y la puso en una posturaincómoda, pero hacía tanto que noestaba así de cerca de la gente a laque quería que no se atrevió amoverse—. Porque solo queremos lomejor para ti —añadió—. Tenemosque confiar en que estas personas —ehizo un gesto señalando losimponentes edificios delreformatorio, como si representaran a

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Randy y al director Udell y a todoslos demás— saben de lo que estánhablando.

—Pues no tienen ni idea —dijoLuce mientras observaba los edificiosdestartalados y el patio desierto.Hasta el momento, aquelreformatorio había sido un auténticorompecabezas.

Un buen ejemplo de ello era loque llamaban el Día de los Padres.Remarcaban tanto la suerte quetenían los estudiantes por tener elprivilegio de ver a los de su propiasangre... Y, aun así, faltaban diezminutos para la hora del almuerzo y

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el coche de los padres de Luce era elúnico que había en el aparcamiento.

—Este lugar es un fraude total —sentenció, imprimiendo tal cinismo asus palabras que sus padres semiraron preocupados.

—Luce, cielo —dijo su madre,acariciándole el cabello. Luceadvirtió que no estaba acostumbradaa verlo tan corto. El instintomaternal de sus dedos seguía elfantasma de su anterior melena, quele caía por la espalda—. Soloqueremos pasar un día agradablecontigo. Papá te ha traído tu comidapreferida.

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Con cuidado, su padre sacó unamanta colorida de punto y unaespecie de cesta de mimbre que Luceno había visto nunca. Cuando solíanir de picnic, todo era más informal,llevaban la comida en bolsas de papely extendían una vieja tela ajadasobre la hierba del camino de canoasque había frente a su casa.

—¿Ocra en vinagre? —preguntóLuce con un tono que se parecíamucho al que empleaba cuando erauna niña. No se podía decir que suspadres no se estuvieran esforzando.

Su padre asintió.—Y té dulce, y panecillos con

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salsa, y gachas con cheddar yjalapeños extra, como a ti te gustan.Ah —se interrumpió—, y una cosamás.

La madre de Luce sacó del bolsoun sobre cerrado rojo y grueso, y selo entregó a Luce. Por un instante,Luce sintió una punzada de dolor enel estómago al recordar las cartas quesolía recibir. «Psicópata. Asesina.»

Pero cuando vio la letra en elsobre, su cara se transformó en unaenorme sonrisa.

Callie.Rompió el sobre y sacó una

postal con una foto en blanco y

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negro de dos señoras mayores en lapeluquería; en el dorso, no había niun solo centímetro que Callie nohubiera garabateado con su letragrande y redonda. Además, habíavarias hojas sueltas en las que Calliehabía continuado escribiendo porquese había quedado sin espacio en lapostal.

Querida Luce,Ya que el tiempo que nos dejan

para hablar por teléfono esridículamente insuficiente (¿Es queno puedes pedir, por favor, un pocomás? Es una injusticia absoluta), hedecidido comunicarme contigo a laantigua y escribirte una de esas cartas

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épicas, en la que vas a encontrar hastael más mínimo detalle de lo que meha pasado en las últimas dossemanas. Te guste o no...

Luce apretó el sobre contra su pecho,aún sonriente y con unas ganas locasde devorar la carta en cuanto suspadres se fueran a casa.

Su amiga Callie no la habíaabandonado, y tenía a sus padressentados justo al lado. Había pasadomucho tiempo desde que Luce sehabía sentido querida. Extendió elbrazo y le apretó la mano a su padre.

Un pitido estridente hizo que suspadres dieran un respingo.

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—Solo es la sirena de la comida—explicó Luce lo cual pareciótranquilizarlos—. Venga, venid, hayalguien a quien quiero queconozcáis.

Mientras caminaban por elcaluroso aparcamiento hacia el patiodonde iban a desarrollarse todas lasactividades del Día de los Padres,Luce empezó a ver el reformatorio através de los ojos de sus padres.Advirtió el techo combado de laoficina principal, y el olor putrefactoy repugnante de los melocotonespodridos al pie de los árboles quehabía junto al gimnasio; también el

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óxido naranja que cubría las puertasde hierro forjado del cementerio. Sedio cuenta de que solo en dossemanas se había acostumbrado porcompleto a los numerosos horrores deEspada & Cruz.

Sus padres, por el contrario,parecían horrorizados. Su padreseñaló una vid agonizante que seenredaba en la cerca del patio.

—Esas cepas son de chardonnay—dijo con un gesto de dolor, porquecuando una planta sufría tambiénsufría él.

Su madre sostenía el bolso contrael pecho con las dos manos, con los

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dos codos hacia fuera, en la posturaque solía adoptar cuando seencontraba en un barrio peligroso. Ytodavía no había visto las rojas. Suspadres, que estaban en contra de queLuce tuviera una webcam, sehorrorizarían ante la vigilanciacontinua del reformatorio.

Luce quería evitar que vierantodas aquellas atrocidades, pues aúnestaba buscando el modo dedesenvolverse en aquel sistema... y aveces incluso de derrotarlo.Precisamente el otro día, Arriane lahabía guiado a través de lo queparecía una carrera de obstáculos por

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el reformatorio para mostrarle todaslas «rojas muertas» cuyas baterías sehabían gastado o habían sido«reemplazadas» furtivamente paracrear los puntos ciegos de Espada &Cruz. No era necesario que suspadres supieran nada de todo eso. Loque tenían que hacer era pasar unbuen día con ella. Penn estaba en lasgradas con las piernas colgando,habían acordado encontrarse allí porla tarde.

Sostenía una maceta con flores.—Penn, mira, te presento a mis

padres, Harry y Doreen Price —anunció Luce con un gesto—. Mamá,

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Papá, esta es...—Pennyweather van Syckle-

Lockwood —interrumpió Penn congesto grave, al tiempo que les ofrecíala maceta—. Gracias por permitirmealmorzar con ustedes.

Siempre educados, los padres deLuce sonrieron y no preguntaronnada sobre dónde estaba la familia dePenn, lo cual Luce aún no habíatenido tiempo de explicarles.

Era otro de esos días cálidos ydespejados. Los sauces verdes quehabía frente a la biblioteca se mecíansuavemente con la brisa, y Luce llevóa sus padres hacia un lugar desde el

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que los sauces ocultaban las marcasde hollín y la ventana rota por elincendio. Mientras ellos extendía elmantel sobre una zona de hierbaseca, Luce se llevó a Penn aparte.

—¿Cómo estás, Penn? —lepreguntó, pues era consciente de quesi ella tuviera que pasarse un díaentero recibiendo y saludando a lospadres de todo el mundo menos a lossuyos, sin duda acabaría necesitandoayuda.

Pero, por el contrario, Pennbalanceó la cabeza alegremente.

—¡Esto ya es mucho mejor que elaño pasado! —dijo—. Y todo gracias

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a ti, hoy estaría sola si no hubiesesaparecido tú.

El cumplido cogió a Luce porsorpresa, y la impulsó a mirar a sualrededor para ver cómo estabanpasando aquel día el resto de losalumnos. Aunque el aparcamientoaún estaba medio vacío, el Día de losPadres parecía estar animándose pocoa poco.

Molly, sentada cerca de ellos,sobre una manta, entre un hombre yuna mujer con cara 263 de dogo, roíacon avidez un muslo de pavo.Arriane, en cuclillas, en una grada, lesusurraba algo a un chica punki con

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el pelo teñido de un hipnótico tonofucsia. Tenía toda la pinta de ser suhermana mayor. Ambas cruzaronuna mirada con Luce, Arriane lesonrió y la saludó, y luego se volvióhacia la otra chica y le dijo algo.

Roland estaba rodeado por unmontón de gente que celebraba unpicnic sobre una colcha enorme.Estaban riendo y bromeando, yalgunos chicos más jóvenes se tirabancomida entre ellos. Parecían estarpasándoselo en grande hasta que unamazorca volante casi le acierta aGabbe, que pasaba por allí. Miró concara de pocos amigos a Roland

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mientras guiaba a un hombre lobastante mayor para ser su abuelo através de una hilera de sillas de jardíndispuestas en la hierba.

A los que no veía era a Daniel y aCam, y Luce no podía imaginarcómo serían sus familias.

Aunque estaba enfadada yavergonzada porque Daniel la habíadejado plantada por segunda vez enel lago, se moría por ver, aunquefuera de refilón, a cualquier miembrode su familia. Y entonces, al recordarla escueta ficha de Daniel que vio enel sótano, Luce se preguntó si aúnmantendría contacto con algún

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familiar.La madre de Luce sirvió gachas

con cheddar en cuatro platos, y supadre pinchó los jalapeños cortadosen pedacitos con unos palillos. Unmordisco y la boca de Luce fue purofuego, lo cual le encantaba. Daba laimpresión de que Penn nodesconocía por completo la comidatípica de Georgia con la que Lucehabía crecido, y parecía tenermuchos reparos respecto a la ocra envinagre, pero tras darle un bocado ledirigió a Luce una sonrisa que eramedio de sorpresa y aprobación.

Los padres de Luce habían

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llevado todos sus platos preferidos,incluso las nueces con praliné delcolmado que había debajo de su casa.Cada uno a un lado de la chica, suspadres masticaban con satisfacción,aparentemente felices de poderllenarse la boca con algo que nofuese una conversación sobre lamuerte.

Luce tendría que haberdisfrutado del tiempo que estabapasando con ellos, regado con eladorado té dulce de Georgia, pero sesentía como una hija impostora alfingir que aquel idílico almuerzoformaba parte de la normalidad de

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Espada & Cruz. El día entero fue unafarsa.

Al oír un breve y tímido aplauso,Luce miró hacia las gradas, dondeRandy estaba de pie junto al directorUdell, a quien Luce todavía no habíavisto en carne y hueso. Lo reconociópor un retrato muy oscuro quecolgaba en la pared del vestíbuloprincipal, y ahora se daba cuenta deque el artista había sido benévolo.Penn ya le había contado que eldirector solo se dejaba ver un día alaño —el Día de los Padres—, sinexcepciones. Era un recluso quenunca salía de su mansión en Tybee

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Island, ni siquiera cuando fallecía unestudiante. La papada de aquelhombre parecía tragarse su barbilla,y sus ojos bovinos miraban a la gentesin detenerse en nada en concreto.

A su lado estaba Randy, con laspiernas separadas y enfundadas enunas medias blancas. Forzaba unaenorme sonrisa, mientras el directorse secaba el sudor de la frente conuna servilleta. Ambos mostraban sucara más alegre, pero aquello parecíasuponerles un gran esfuerzo.

—Bienvenidos a la edición anualn.° 159 del Día de los Padres deEspada & Cruz —dijo el director

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Udell por el micrófono.—¿Está de broma? —le susurró

Luce a Penn. Resultaba difícilimaginar un Día de los Padres en laépoca de antes de la guerra.

Penn puso los ojos en blanco.—Seguro que se ha equivocado.

Ya les he dicho que necesita unasgafas nuevas.

—Hemos organizado paravosotros un día repleto de actividadesfamiliares, empezando por estepicnic relajado...

—Normalmente, solo nos dandiecinueve minutos —les comentóPenn a los padres de Luce, que se

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pusieron tensos de golpe.Luce sonrió por encima de la

cabeza de Penn y articuló unsilencioso «Es broma».

—A continuación, les ofrecemosuna selección de actividades. Nuestraquerida bióloga, la señorita YolandaTross, dará una charla fascinante enla biblioteca sobre la flora local deSavannah que se puede encontrar ennuestros jardines. Por su parte, laentrenadora Diante supervisará unaserie de carreras familiares en elcésped. Y el señor Stanley Cole lesofrecerá un recorrido histórico por elcementerio, donde están enterrados

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los héroes de guerra. Vamos a estarmuy ocupados. Y, sí —añadió eldirector Udell con una sonrisa deoreja a oreja—, luego os haremos uncontrol sobre todo esto.

Era la típica broma insulsa ymanida para ganarse algunas risasenlatadas de los familiares quevisitaban el reformatorio. Luce miróa Penn y puso los ojos en blanco.Aquel deprimente intento de reírsecon naturalidad mostraba a las clarasque todo el mundo estaba allí parasentirse mejor por haber dejado a sushijos en manos del profesorado deEspada & Cruz. Los Price también

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rieron, pero miraban a Luce paraaveriguar cómo debían comportarse.

Después del almuerzo, lasfamilias que estaban en el patiorecogieron sus cosas y se dispersaron.Luce tuvo la sensación de que enverdad muy poca gente iba aparticipar en las actividades quehabían organizado. Nadie subió conla señorita Tross a la biblioteca y,por el momento, solo Gabbe y suabuelo se habían metido en un sacode patatas al otro lado del campo.

Luce no sabía adónde se habíanescaqueado Molly, Arriane y Rolandcon sus familias, y aún no había visto

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a Daniel. Pero sabía que sus padres sedecepcionarían si no les enseñaba lasinstalaciones y si no participaban enalguna actividad. Y, puesto que lavisita guiada del señor Cole parecíael menor de los males, Luce sugirióque guardaran los restos de la comiday se reunieran con él en las puertasdel cementerio.

De camino hacia allí, Arriane,que estaba balanceándose en una delas gradas más altas, cayó frente a lospadres de Luce como si fuera unagimnasta saltando de las paralelas.

—Holaaa —canturreó, ofreciendosu mejor imagen de desquiciada. —

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Mamá y Papá —dijo Luce al tiempoque les daba un apretón en loshombros—, esta es mi buena amigaArriane.

—Y esta —contestó Arrianeseñalando a la chica alta con el pelocolor fucsia que bajaba poco a pocode las gradas— es mi hermanaAnnabelle.

Annabelle ignoró por completola mano que le extendía Luce y ledio un abrazo largo e íntimo. Lucesintió cómo los huesos de ambascrujían. El intenso abrazo duró losuficiente para que Luce sepreguntara a qué se debía, pero justo

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cuando empezaba a sentirseincómoda, Annabelle la soltó.

—Me alegro tanto de conocerte—le dijo cogiéndole la mano.

—Igualmente —respondió Luce,mirando a Arriane de reojo—. ¿Vais ahacer la ruta con el señor Cole? —lepreguntó a Arriane, que tambiénestaba mirando a Annabelle como siestuviera loca.

Annabelle abrió la boca peroArriane la cortó enseguida.

—Por Dios, no —repuso—. Estasactividades son para completostarados. —Miró a los padres de Luce—. Sin ánimo de ofender.

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Annabelle se encogió dehombros.

—¡Quizá tengamos oportunidadde vernos después! —le gritó a Luceantes de que Arriane se la llevara arastras.

—Parecían simpáticas —dijo lamadre de Luce con el tono intrigadoque usaba cuando quería que Luce leexplicara algo.

—Hummm, y esa chica, ¿por quése ha puesto así contigo? —inquirióPenn.

Luce la miró, y luego miró a suspadres. ¿De verdad tenía queargumentar el hecho de que pudiera

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gustarle a alguien?—¡Lucinda! —gritó el señor Cole,

saludándoles desde el punto deencuentro (en el que por otra parteno había nadie más) a las puertas delcementerio—. ¡Por aquí!

El señor Cole les dio un cálidoapretón de manos a los padres deLuce e incluso cogió a Penn delhombro un momento. Luceintentaba decidir si estaba molestapor que el señor Cole participara enel Día de los Padres o, más bienimpresionada por aquella muestraexagerada de entusiasmo. Peroentonces el profesor empezó a hablar

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y Luce se sorprendió aún más.—Me preparo para este día

durante todo el año —susurró—. Esuna oportunidad de llevar a losestudiantes al aire libre y explicarleslas maravillas que esconde estelugar... oh, de verdad que meencanta. Es lo más cercano a unaexcursión en el campo que se puedeconseguir siendo profesor de unreformatorio. Por supuesto, hastahoy nadie ha participado en misvisitas guiadas, de modo que conustedes haremos la visita inaugural...

—Vaya, es todo un honor —lerespondió el padre de Luce

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dirigiéndole una gran sonrisa. Alinstante, Luce se dio cuenta de queno se trataba solo de la afición de supadre por los cañones de la GuerraCivil, sino que de verdad sentía queel señor Cole era legal. Y para Luce,su padre era quien mejor juzgaba alas personas.

Los dos hombres empezaron abajar por la pendiente empinada queconducía al cementerio. La madre deLuce dejó la cesta del picnic al ladode las cancelas y les dirigió una desus manidas sonrisas a Luce y a Penn.

El señor Cole agitó la mano parareclamar su atención.

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—En primer lugar, algunastrivialidades. ¿Cuál —enarcó las cejas— creéis que es el elemento másantiguo de este cementerio?

Mientras Luce y Penn semiraban los pies —evitando sumirada, tal como hacían en clase—,el padre de Luce se puso de puntillaspara ver mejor algunas de las estatuasmás grandes.

—¡Es una pregunta complicada!—exclamó el señor Cole, al tiempoque daba unos golpecitos a la cancelade hierro forjado—. Esta parte frontalde las puertas fue construida por elpropietario original en 1831. Dicen

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que su mujer, Ellamena, tenía unjardín encantador y quería mantenera las gallinas alejadas de sustomateras. —Se rió por lo bajo—. Esofue antes de la guerra, y antes de queel terreno se hundiera. ¡Sigamos!

El señor Cole relató paso a pasola construcción del cementerioañadió datos sobre el contextohistórico y sobre el «artista» —aunque utilizaba la palabra con pocorigor— que había esculpido laestatua de la bestia alada que habíasobre el monolito, en el centro delcementerio. El padre de Luce le ibahaciendo preguntas aquí y allá

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mientras la madre pasaba la manopor algunas de las lápidas más bellas,dejando escapar un «Dios bendito»entre susurros cada vez que sedetenía a leer las inscripciones. Pennarrastraba los pies tras la madre deLuce, probablemente arrepentida deno haber escogido otra familia con laque pasar el día. Luce iba la última ypensaba qué pasaría si ella lesofreciera a sus padres su visitapersonal del cementerio.

Aquí es donde cumplí mi primercastigo...

Y aquí es donde una estatua demármol casi me decapita...

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Y aquí es donde compartí el picnicmás raro de mi vida con un chico delreformatorio que no os gustaríanada.

—Cam —llamó el señor Colecuando el grupo llegó al monolito.

Cam se encontraba junto a unhombre alto, de cabello oscuro,vestido con un traje negro a medida.Ninguno de los dos había visto alseñor Cole o al grupo que le seguía.Estaban hablando tranquilamente yhacían unos gestos enrevesados frenteal roble, como los que Luce le habíavisto hacer a su profesora de teatrocuando los estudiantes no dejaban

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ver la escena de una obra.—¿Acaso tú y tu padre os habéis

apuntado a última hora a la visitaguiada? —preguntó el señor Cole,subiendo esta vez un poco más la voz—. Os habéis perdido la mayor parte,pero todavía hay una o doscuestiones que seguro que osinteresan.

Cam giró la cabeza con lentitud,y luego volvió a mirar a suacompañante, que parecía divertirse.Luce pensó que aquel hombre alto,moreno, apuesto y con un enormereloj de oro no parecía lo bastantemayor para ser el padre de Cam. Pero

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quizá el tiempo lo había tratadobien. Cam entrecerró los ojos al verel cuello desnudo de Luce, y parecióun poco decepcionado. Luce seruborizó, pues podía sentir que sumadre se había dado cuenta de todo yse estaba preguntando qué pasaba.

Cam ignoró al señor Cole, seacercó a la madre de Luce y, antes deque nadie los presentara, ya se habíallevado su mano a los labios.

—Tú debes de ser la hermanamayor de Luce —dijo con desenfado.

A la izquierda, Penn simuló quele entraba una arcada y le susurró aLuce, de modo que solo ella pudiese

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oírla:—Por favor, dime que no soy la

única que quiere vomitar.Pero la madre de Luce parecía

más bien encandilada, lo cual hizoque tanto Luce como, sin duda, supadre, se sintieran incómodos.

—No, no nos podemos quedarpara la visita guiada —anunció Cam,guiñándole un ojo a Luce yretirándose justo cuando se acercabasu padre—. Pero ha sido fantástico —y los miró a los tres, ignorando aPenn— encontraros aquí. Vamos,papá.

—¿Quién era? —suspiró la madre

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de Luce cuando Cam y su padre, oquienquiera que fuese,desaparecieron hacia el otro lado delcementerio.

—Ah, uno de los admiradores deLuce —dijo Penn, que en su intentopor quitarle hierro al asunto obtuvojusto el efecto contrario.

—¿Uno... ? —inquirió el padre deLuce bajando la vista para mirarla.

A la luz de la última hora de latarde, Luce vio por primera vezalgunas canas en la barba de supadre. No quería pasar los últimosmomentos del día convenciendo a supadre de que no había por qué

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preocuparse de los chicos delreformatorio.

—No es nada, papá. Penn soloestá bromeando.

—Queremos que tengas cuidado,Lucinda —dijo.

Luce pensó en lo que Danielhabía sugerido —con ciertainsistencia— El otro día, aquello deque quizá ella no debía estar enEspada & Cruz. Y, de repente, tuvounas ganas terribles de contárselo asus padres, de rogarles y suplicarlesque se la llevaran lejos de allí.

Pero fue ese mismo recuerdo deDaniel lo que le impidió abrir la

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boca: el roce chispeante de su pielcuando le empujó en el lago, laforma en que a veces sus ojos eran lomás triste que había visto nunca. Elhecho de que valiera la penaquedarse en aquel infierno de Espada& Cruz solo por estar un poco máscon Daniel, a Luce le parecía algototalmente cierto y totalmente loco ala vez. Aunque solo fuera para vercómo acababa todo.

—Odio las despedidas —suspiróla madre de Luce, interrumpiendosus pensamientos para darle unabrazo rápido.

Luce miró la hora y se le

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desencajó la cara. No se había dadocuenta de cuánto tiempo habíapasado ya, de cómo podía haberllegado la hora de que se marcharan.

—¿Nos llamarás el miércoles? —le preguntó su padre mientras le dabaun beso en cada mejilla, tal y comohacían todos en la parte francesa desu familia.

Mientras caminaban de vueltahacia el aparcamiento, los padres deLuce le cogieron las manos, y cadauno le dio otra serie de besos y unfuerte abrazo. Cuando le dieron lamano a Penn y le desearon lo mejor,Luce vio una cámara colgada del

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poste de cemento que tenía unacabina rota.

Debía de tener un detector demovimientos incorporado en lasrojas, porque la cámara se movíasiguiendo sus pasos. Esa no se lahabía enseñado Arriane en la visita, ysin duda no era una roja muerta. Lospadres de Luce no se dieron cuentade nada, y quizá fuera mejor así.

Mientras se alejaban, se volvierondos veces para despedirse de laschicas, que estaban en la entrada delvestíbulo principal. El padre de Lucearrancó su viejo Chrysler NewYorker negro y bajó la ventanilla.

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—¡Te queremos! —gritó tanfuerte que si no hubiera sido tantriste verlos partir, Luce se habríasentido un poco avergonzada.

Luce le devolvió el saludo con lamano.

—Gracias —susurró.

Por los pralinés y la ocra. Porpasar todo el día aquí. Por aceptar aPenn sin preguntar nada. Por seguirqueriéndome a pesar de que os doymiedo.

Cuando tomaron la curva y las lucestraseras desaparecieron, Penn palmeóla espalda de Luce.

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—Estaba pensando que podría ira ver a mi padre. —Dio un golpe enel suelo con la punta del pie y mirótímidamente a Luce—. ¿Teapetecería venir? Si no quieres, loentenderé, puesto que hay que volverde nuevo al... —Y con el pulgar haciaatrás señaló hacia el fondo delcementerio.

—Claro que te acompaño —respondió Luce.

Caminaron por el perímetro delcementerio, bordeándolo por la partealta hasta que llegaron a la zona queestaba más al este, donde Penn sedetuvo frente a una tumba.

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Era modesta, blanca, y se hallabacubierta de una capa parda de agujasde pino. Penn se puso de rodillas yempezó a limpiarla.

«STANFORD LOCKWOOD —decía la humilde lápida—, ELMEJOR PADRE DEL MUNDO.»

Luce pudo oír el texto de lainscripción con la voz conmovedorade Penn, y notó que los ojos se lellenaban de lágrimas. No quería quePenn la viera; después de todo, Lucetodavía tenía a sus padres.

Si alguien tenía que llorar en esemomento, debía ser... Penn estaballorando. Intentaba ocultarlo

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sorbiéndose la nariz con disimulo ysecándose las lágrimas con eldobladillo deshilachado del jersey.Luce también se puso de rodillas, y laayudó a retirar las agujas de pino. Larodeó con los brazos y la abrazó contanta fuerza como pudo.

Cuando Penn se apartó y le diolas gracias a Luce, sacó de su bolsillouna carta.

—Normalmente le escribo algo—le explicó.

Luce pensó que lo mejor era dejara Penn a solas, así que se levantó,retrocedió unos pasos y empezó abajar la pendiente hacia el centro del

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cementerio. Aún tenía los ojos unpoco vidriosos, pero le pareció ver aalguien sentado encima del monolito.Sí. Un chico que se abrazaba lasrodillas. No lograba imaginarse cómohabía podido subir hasta allí, pero lacuestión es que estaba en lo alto.Parecía taciturno y solitario, como sihubiera pasado allí todo el día. Nohabía visto ni a Luce ni a Penn; dehecho, no parecía ver nada, y Luceno necesitaba estar muy cerca parasaber de quién eral aquellos ojosvioleta grisáceos.

Todo ese tiempo Luce se habíaestado preguntando por qué la ficha

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de Daniel era tan escueta, quésecretos guardaba el libro perdido dela biblioteca de uno de susantepasados y adónde había viajadosu mente cuando le preguntó por sufamilia aquella vez. Por qué con ellase había comportado de forma tanimprevisible, dándole una de cal yotra de arena... siempre.

Después de un día tan emotivocon sus padres, aquellospensamientos hicieron que Luce casise cayera de bruces al suelo. Danielestaba solo en el mundo.

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1414

Manos ociosasManos ociosas

El martes llovió durante todo el día.

Unos nubarrones negros llegaron deloeste y tronaron sobre elreformatorio, lo que no ayudó lo másmínimo a que Luce aclarara sumente. El chaparrón descargó deforma irregular —lloviznó, luegollovió a cántaros y al final granizó—,antes de que amainara para empezartodo de nuevo. A los alumnos no se

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les había permitido salir fueradurante los descansos, y hacia el finalde la clase de Cálculo, Luce ya seestaba subiendo por las paredes.

Fue consciente de ello cuando susanotaciones empezaron a apartarsedel teorema del valor medio yadoptaron la siguiente apariencia:

15 de septiembre: D me hace un gestoobsceno con el dedo a modo deintroducción.16 de septiembre: Caída de la estatua,su mano en mi cabeza paraprotegerme (otra posibilidad: quesolo intentase agarrarse a algo parasalvarse); luego D se esfuma.17 de septiembre: Posible

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malinterpretación de un movimientode cabeza de D como sugerencia paraque fuera a la fiesta de Cam.Descubrimiento perturbador de larelación entre D y G (¿error?).

Redactado en aquellos términos,parecía el principio de un buencatálogo de situaciones embarazosas.Daniel era tan imprevisible. Eraposible que él pensara lo mismo deella, aunque, en su defensa, Luceinsistiría en que cualquier rareza porsu parte era solo una respuesta a unarareza mayor por parte de Daniel.

No. Ese era el tipo de círculovicioso en el que no quería entrar.

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Luce no quería jugar; solo queríaestar con él, pero no sabía por qué, ocómo conseguirlo, o qué significabarealmente estar con él. Todo cuantosabía era que, a pesar de todo, era enél en quien pensaba, era de él dequien se preocupaba.

Había pensado que, si analizabacada vez que habían conectado ycada vez que él la había rechazado,podría encontrar alguna razón queexplicase la conducta errática deDaniel. Pero la lista que habíaelaborado hasta el momento sololograba deprimirla, así que hizo unabola con la hoja.

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Cuando sonó el timbre que dabael día por acabado, Luce se apresuróa salir de clase. Normalmente, seesperaba para salir con Arriane o conPenn, y temía el momento en que sesepararían, porque entonces Luce sequedaba sola con sus pensamientos.Pero aquel día, para variar, no teníaganas de ver a nadie, necesitaba unpoco de tiempo para sí misma. Solose le ocurría una idea para sacarse aDaniel de la cabeza: un largo yextenuante baño solitario.

Mientras los demás estudiantes sedirigían hacia sus habitaciones, Lucese puso la capucha de su jersey y

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caminó a toda prisa bajo la lluvia,impaciente por llegar a la piscina.Cuando bajaba a saltos las escalerasdel Agustine, se estrelló de llenocontra una figura alta y oscura: Cam.El choque hizo que la torre de librosque llevaba se tambaleara y cayera alsuelo con una sucesión de ruidossecos. Cam también llevaba puesta lacapucha negra y unos auriculares enlos que retumbaba la música.Probablemente, él tampoco la habríavisto. Ambos estaban en su mundo.

—¿Estás bien? —le preguntó Camapoyando la mano en su espalda.

—Sí, no te preocupes —contestó

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Luce. Ella apenas se habíatambaleado, y eran los libros de Camlos que se habían llevado la peorparte.

—Bueno, ahora que hemoschocado con los libros, ¿el próximopaso no sería tocarnos las manos poraccidente mientras los recogemos?

Luce sonrió. Cuando ella le pasóuno de los libros, él le cogió la manoy se la apretó. La lluvia habíaempapado el cabello negro de Cam, yse le habían quedado prendidasalgunas gotas en las largas pestañas.Estaba muy guapo.

—¿Cómo se dice «avergonzado»

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en francés? —preguntó.—Eeeh... gêné —empezó a decir

Luce, sintiéndose ella misma un pocogênée. Cam todavía le sostenía lamano—. Pero, espera... ¿no fuiste túel que ayer sacó un excelente en elcontrol de francés?

—¿Te diste cuenta? —preguntó.Tenía una voz extraña.

—Cam —dijo Luce—, ¿va todobien?

Se acercó a ella y le secó una gotade agua que empezaba a descenderpor su nariz. El mero contacto deldedo de Cam hizo que Luce seestremeciera, y de repente no pudo

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evitar pensar lo bien que se sentiría sila abrazaba tal como había hecho enel funeral de Todd.

—He estado pensando en ti —afirmó—. Quería verte. Te esperédespués del funeral, pero me dijeronque te habías ido.

Luce presentía que Cam sabíacon quién se había ido. Y quería queella lo supiera.

—Lo siento —dijo levantando lavoz, porque en ese instante sonó untrueno. Para entonces los dos yaestaban totalmente empapados acausa de la tromba de agua.

—Vamos, resguardémonos de la

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lluvia. —Cam la cogió de la mano yla condujo bajo la cornisa de laentrada del Agustine.

Luce miró por encima delhombro, hacia el gimnasio, habríapreferido estar allí, y no donde seencontraba, o en cualquier otro lugarcon Cam. Al menos, no en esepreciso momento. En su cabezabullían un montón de impulsosconfusos, y necesitaba tiempo yespacio —lejos de todos— paraaclararse.

—No puedo —dijo Luce.—¿Y qué tal más tarde? ¿O esta

noche?

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—Claro, después nos vemos.Él sonrió—Me pasaré por tu habitación.Luce se quedó sorprendida

cuando la atrajo hacia sí un instantey le plantó un tierno beso en lafrente. Al momento Luce se sintiómás tranquila, como si le hubieranpuesto una inyección calmante. Yantes de que tuviera tiempo de sentirnada más, él ya se había separado deella y caminaba con rapidez hacia laresidencia.

Luce sacudió la cabeza y caminóchapoteando en dirección algimnasio. Sin lugar a dudas, tenía

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más temas que aclarar aparte del deDaniel.

Cabía la posibilidad de queresultara agradable, e inclusodivertido, pasar un rato con Cam esanoche. Si dejaba de llover, quizá lallevara a algún lugar secreto, yestaría carismático y guapísimo, deese modo desconcertante y sosegadotan característico de él. La hacíasentir especial. Luce sonrió.

Desde la última vez que habíapuesto los pies en Nuestra Señoradel Fitness (como Arriane habíabautizado el gimnasio), el personalde mantenimiento del reformatorio

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había empezado a combatir el kudzu.Ya habían quitado gran parte delmanto verde que cubría la fachada,pero se habían quedado a medias, yalgunas cepas colgaban comotentáculos alrededor de las puertas.Luce tuvo que atravesar algunoszarcillos para poder entrar.

El gimnasio estaba vacío:comparado con la tormenta de fuera,allí dentro se podía oír el vuelo deuna mosca. La mayoría de las lucesestaban apagadas. No habíapreguntado si se podía usar elgimnasio durante las horas en que nohabía clase, pero la puerta estaba

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abierta y, bueno, allí no había nadiepara impedírselo.

Al atravesar el pasillo enpenumbra, pasó frente a los antiguospergaminos latinos que había en lasvitrinas, y por delante de lareproducción de mármol enminiatura de la Pietà. Se detuvo antela puerta de la sala de pesas, dondehabía visto a Daniel saltar a lacomba. Suspiró. Aquella sería otraentrada magnífica para su catálogo.

18 de septiembre: D me acusa deacosarlo.Dos días después:20 de septiembre: Penn me convence

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de empezar a acosarlo de verdad.Acepto.

Arrrggg. Se encontraba sumida en unagujero negro de autodesprecio, yaun así no podía evitarlo. De repente,en medio del pasillo, se quedóhelada... había comprendido por quédurante todo el día se había sentidoaún más obsesionada con Daniel delo que solía estarlo, y por qué sesentía incluso más confundida conrespecto a lo que sentía por Cam: lanoche anterior había soñado conambos.

Estaba caminando por una nieblaespesa, cogida de la mano de alguien.

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Se volvió hacia esa persona,pensando que se trataba de Daniel.Pero, a pesar de que los labios queacababa de besar eran suaves ydelicados, no eran los suyos. Eran losde Cam. Este le dio a Luce unmontón de delicados besos, y cadavez que Luce miraba sus ojos verdes,él los tenía abiertos, unos ojos que seintroducían en su ser y lepreguntaban algo para lo que ella notenía respuesta.

Entonces Cam desaparecía, ytambién la niebla, y Luce estabaentre los brazos de Daniel, justodonde quería estar. Él se inclinaba la

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besaba con ferocidad, como siestuviera enfadado, y cada vez queseparaba sus labios de los de ella,aunque solo fuera durante mediosegundo, la sed más virulenta seapoderaba de ella y la hacía gritar.Esta vez sabía que se trataba de alas,y dejó que la envolvieran como sifueran una manta. Quería tocarlas,que la abrieran y les rodearan a ella ya Daniel por completo, pero almomento el roce del terciopelo ibaretrayéndose y las alas se replegaban.Él dejó de besarla, la miró a la cara yesperó una reacción. Ella no entendíaaquel miedo extraño y candente que

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crecía en la boca de su estómago;pero allí estaba, transmitiéndoleprimero un calor incómodo que acontinuación pasaba a serabrasador... hasta que ya no pudoaguantarlo. Entonces se despertó deun salto: en el último momento delsueño, Luce había sentido lasquemaduras y ampollas, y luegohabía quedado reducida a merascenizas.

Se había levantado empapada ensudor: el cabello, la almohada, elpijama... todo estaba mojado y derepente sintió mucho, mucho frío. Sequedó allí acostada, temblando, hasta

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que apareció la primera luz del día.Se frotó las mangas mojadas para

calentarse un poco. El sueño la habíadejado fuego en el corazón y helor enlos huesos, que no había sido capazde conciliar en todo el día, por esohabía ido a nadar, para intentarlibrarse de aquella sensación.

Esta vez, el Speedo negro le iba ala perfección y se había acordado decoger unas gafas. Abrió la puerta quedaba a la piscina y se quedó de piebajo el gran trampolín respirando elaire húmedo con su penetrante olor acloro. Sin la distracción de los demásestudiantes, ni el pitido del silbato de

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la entrenadora Diante, Luce pudosentir otra presencia en la iglesia.Algo casi sagrado. Quizá solo sedebía a que la piscina se encontrabaen un lugar tan impresionante,aunque la lluvia golpeara los vitralesagrietados, aunque todas las velasestuvieran apagadas en los altares.Luce intentó imaginarse cómo debíade ser el lugar antes de que la piscinareemplazara los bancos para losfeligreses, y sonrió. Le gustó la ideade nadar debajo de todas aquellascabezas que rezaban.

Se puso las gafas y se zambullóde un salto. El agua estaba caliente,

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mucho más caliente que la lluvia defuera, y el estruendo de los truenossonaba inofensivo y lejano cuandosumergió la cabeza en el agua.

Salió a la superficie y empezó acalentar al estilo crol.

Enseguida se le relajó el cuerpo, yunas vueltas después, Luce aceleró lamarcha y empezó con el estilomariposa. Podía sentir cómo lequemaban los brazos y las piernas,como si estuviera atravesando lasllamas. Esa era exactamente lasensación que buscaba, la máximaconcentración.

Si pudiera hablar con Daniel,

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hablar de verdad, sin que lainterrumpiera o le dijera quecambiara de colegio, sin que seesfumara antes de que ella le dijera loque le tenía que decir... Eso tal vez laayudaría. Quizá sería necesariomaniatarlo y amordazarlo para que laescuchara.

Pero ¿qué iba a decirle? En loúnico en lo que podía basarse era enesa sensación que él le producía, yque, si lo pensaba bien, no proveníade nada que hubieran vivido juntos.

¿Y si pudiera llevarlo de nuevo allago? Fue él quien dejó entrever quese había convertido en su lugar. Esta

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vez podría llevarlo ella, y tendríamuchísimo cuidado de no decir nadaque pudiera espantarlo...

No estaba funcionando.Mierda, lo estaba haciendo otra

vez. Se suponía que estaba nadando.Solo nadando. Iba a nadar hasta queestuviese lo bastante cansada para nopoder pensar en nada más, sobre todopara no pensar en Daniel. Iba a nadarhasta que...

—¡Luce!Hasta que la interrumpieron. Era

Penn, que estaba de pie al borde dela piscina.

—¿Qué haces aquí? —preguntó

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Luce escupiendo agua.—¿Qué haces tú aquí? —le

replicó Penn—. ¿Desde cuándo hacesejercicio por voluntad propia? Nome gusta esta nueva faceta tuya.

—¿Cómo me has encontrado? —Luce no se dio cuenta de que suspalabras podían haber sonado unpoco groseras hasta que las hubopronunciado, como si estuvieraintentando evitar a Penn.

—Me lo ha dicho Cam —contestó—. Hemos tenido toda unaconversación. Ha sido un poco raro.Quería saber si estabas bien.

—Eso es raro —asintió Luce.

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—No —repuso Penn—, lo que hasido raro es que se haya acercado amí y hayamos mantenido unaconversación normal. El señorPopularidad... y yo. ¿Tengo quehacerte un mapa de por qué estoysorprendida? La cuestión es querealmente ha estado muy agradable.

—Bueno, es simpático —Luce sesacó la gafas.

—Contigo —siguió diciendoPenn—. Es tan simpático contigoque salió del reformatorio paracomprarte aquel collar... que, porcierto, no te pones nunca.

—Me lo puse una vez —dijo

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Luce, lo cual era verdad. Cinconoches antes, después de que Daniella abandonara en el lago por segundavez y se fuera dejando una estelaluminosa en el bosque. No habíapodido sacarse aquella imagen de lamente, y se quedó insomne. Así quese probó el collar. Se quedó dormidasujetándolo con fuerza junto a suclavícula y cuando se despertó estabacaliente en su mano.

Penn estaba agitando tres dedosdelante de Luce, como diciendo:«¿Hola? ¿Y a qué viene todo esto...?»

—Lo que quiero decir —dijoLuce al final— es que no soy tan

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superficial como para querer a un tíosolo para que me compre cosas.

—No eres tan superficial,¿verdad? —le replicó Penn—.Entonces te reto a que hagas unalista no superficial de por qué tegusta tanto Daniel, y no valeresponder: «Tiene los ojitos grisesmás encantadores del mundo»,«Oooh, cómo se le marcan losmúsculos a la luz del sol».

Luce no tuvo más remedio quepartirse de risa ante la voz de falsetede Penn y la forma en que se llevabalas manos al corazón.

—Es inevitable, me chifla —dijo

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Luce, evitando la mirada de Penn—,y no puedo explicarlo.

—¿Y estás tan chiflada quemereces que te ignore? —Penn negócon la cabeza.

Luce nunca le había hablado aPenn de las veces que había estado asolas con Daniel, de las veces quehabía vislumbrado que sepreocupaba por ella. De modo quePenn no podía entender sussentimientos. Y eran demasiadoíntimos y complicados paraexplicarlos.

Penn se agachó frente a Luce.—Mira, la razón por la que te

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buscaba, en primer lugar, era paraarrastrarte a la biblioteca en unamisión relacionada con Daniel.

—¿Has encontrado el libro?—No exactamente —contestó

Penn, alargándole una mano paraayudarla a salir de la piscina—. Laobra maestra del señor Grigoritodavía se encuentra en paraderodesconocido, pero quizá—tal—vez—es—posible que haya crackeado elbuscador literario solo apto parasubscriptores de la señorita Sophia, yhan salido un par de cosas a la luz.Pensé que quizá te podría interesar.

—Gracias —dijo Luce saliendo de

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la piscina con la ayuda de Penn—.Intentaré no ponerme pesada con lode Daniel.

—Lo que tú digas —dijo Penn—,pero date prisa y sécate. Ha dejadode llover un momento y no llevoparaguas.

Prácticamente seca y de nuevo consu uniforme, Luce siguió a Penn a labiblioteca. Parte de la entradaprincipal estaba bloqueada con lacinta amarilla de la policía, de modoque tuvieron que deslizarse por elestrecho paso existente entre losficheros y la sección de referencia.

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Aún olía a hoguera, y ahora, además,gracias al sistema contra incendios ya la lluvia, cabía añadir un olor arocío.

Luce miró el lugar donde estabael mostrador de la señorita Sophia,que había dejado en el viejo suelo debaldosas del centro de la bibliotecaun círculo carbonizado y casiperfecto. En un radio de cuatrometros y medio todo habíadesaparecido, pero el restopermanecía asombrosamente intacto.

La bibliotecaria no estaba, perole habían colocado una mesaplegable justo al lado del lugar

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quemado. Sobre la mesa solo habíauna lámpara nueva, un bote para loslápices y un bloc con hojas de papelautoadhesivo, todo un pocodeprimente.

Luce y Penn intercambiaron unamueca de aversión antes de continuarhacia la sección informática, queestaba en la parte trasera. Cuandopasaron por la sección de estudio,donde habían visto a Todd porúltima vez, Luce miró a su amiga.Penn mantuvo la mirada al frente,pero cuando Luce le cogió la mano yla apretó, Penn le devolvió el apretóncon fuerza.

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Pusieron dos sillas frente a unordenador y Penn tecleó su nombrede usuario. Luce dio un vistazoalrededor para asegurarse de que nohabía nadie cerca.

En la pantalla apareció unaadvertencia de error en rojo.

Penn gruñó.—¿Qué? —preguntó Luce.—Después de las cuatro necesitas

un permiso especial para entrar en laweb.

—Por eso esto está tan vacío porlas noches.

Penn hurgaba en su mochila.—¿Dónde puse esa contraseña

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codificada? —murmuraba.—Ahí viene la señorita Sophia —

dijo Luce mientras le hacía señas a labibliotecaria para que se acercara.Estaba cruzando el pasillo y vestíauna blusa negra ajustada y unospantalones cortos de un verdellamativo. Unos pendientesrelucientes le rozaban los hombros, yllevaba un lápiz anudado a un ladodel cabello— ¡Aquí! —susurró Luceen voz alta.

La señorita Sophia entornó losojos para enfocar hacia donde ellas seencontraban, pues se le habíanescurrido las gafas y, como llevaba

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una pila de libros debajo de ambosbrazos, no podía liberar una manopara subírselas.

—¿Quién es? —gritó mientras seacercaba—. Oh, Lucinda,Pennyweather —dijo con vozcansada—. Hola.

—Nos preguntábamos si nospodría dar la contraseña para usar losordenadores —le explicó Lucemientras señalaba el mensaje de erroren la pantalla.

—No estaréis metidas en una deesas redes sociales, ¿verdad? Son cosadel demonio.

—No, no; se trata de algo serio —

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dijo Penn—, a usted le pareceríabien.

La señorita Sophia se inclinó porencima de las chicas paradesbloquear el ordenador. Tecleó lacontraseña más larga que Luce habíavisto nunca a toda velocidad.

—Tenéis veinte minutos —dijotajante, y se fue.

—Eso nos debería bastar —musitóPenn—. Encontré un ensayo sobrelos Vigilantes, así que hasta que loconsigamos, al menos podemos leerde qué trata.

Luce sintió que había alguien asus espaldas y al volverse descubrió

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que la señorita Sophia había vuelto.Luce dio un respingo.

—Lo siento —dijo—. No sé porqué me he asustado.

—No, soy yo la que lo siente —repuso la señorita Sophia. Tenía unasonrisa que casi hacía desaparecer susojos—. Ha sido tan duroúltimamente, desde el incendio. Perono hay ninguna razón para quedesahogue mi tristeza con dos de misalumnas más prometedoras.

Ni Penn ni Luce sabían quédecir. Una cosa era consolarse la unaa la otra después del incendio; otramuy distinta, y fuera de su alcance,

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era confortar a la bibliotecaria delcolegio.

—He intentado mantenermeocupada, pero... —dijo la señoritaSophia dejando la frase en el aire.

Penn le dirigió una miradainquieta a Luce.

—Bueno, quizá necesitemos unpoco de ayuda con nuestra búsqueda,es decir, si usted...

—¡Yo os ayudo! —La señoritaSophia cogió de inmediato unatercera silla—. Veo que buscáis algosobre los Vigilantes —dijo mientrasleía por encima de sus hombros—.Los Grigori eran un clan muy

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influyente. Y justo ahora acabo deenterarme de que existe una nuevabase de datos papal. A ver quépodemos sacar de todo ello.

Luce casi se atraganta con ellápiz que estaba mordiendo.

—Perdone, ¿ha dicho los Grigori?—Ah, sí, los historiadores, su

existencia se remonta a la EdadMedia. Eran... —Se interrumpió,buscando las palabras—. Una especiede grupo de investigación, pordecirlo con palabras de ahora.Estaban especializados en un tipo defolclore relacionado con los ángelescaídos.

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Tecleó entre las dos chicas, yLuce se maravilló ante la rapidez conla que movía los dedos. El buscadorse afanaba en seguir su ritmo,haciendo aparecer artículo trasartículo, documento original trasdocumento original sobre los Grigori.El apellido de Daniel estaba portodas partes y llenaba la pantalla.Luce se sintió un poco mareada.

Volvió a recordar la imagen de susueño: las alas desplegándose y supropio cuerpo ardiendo hastaconvertirse en cenizas.

—¿Es que hay diferentes tipos deángel en los que especializarse? —

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preguntó Penn.—Oh, por supuesto... es un

campo de investigación muy amplio—contestó la señorita Sophiamientras tecleaba—. Están los que sevolvieron demonios, y aquellos quese quedaron con Dios. Y también loshay que llegaron a tener relacionescon mujeres mortales. —Por fin susdedos se detuvieron—. Unacostumbre muy peligrosa.

—¿Y esos tipos, los Vigilantes,tienen alguna relación con nuestroDaniel Grigori? —preguntó Penn.

La señorita Sophia juntó suslabios pintados de malva.

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—Es posible. Yo también me lohe preguntado, pero creo que estáfuera de lugar investigar sobre lascosas de otros estudiantes, ¿no? —Miró el reloj y frunció su pálidorostro—. Bueno, espero haberosayudado un poco para empezar elproyecto, y no quiero robaros mástiempo. —Señaló el reloj de lapantalla—. Solo os quedan nueveminutos.

Mientras caminaba hacia la partedelantera de la biblioteca, Luceobservó la postura perfecta de laseñorita Sophia. Podría habersostenido un libro sobre la cabeza.

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Parecía como si la hubiera animadorealmente ayudar a las chicas en suinvestigación, pero también eracierto que Luce no tenía ni idea dequé hacer con la información que lesacababa de dar sobre Daniel.

Pero Penn sí. Ya había empezadoa tomar notas con frenesí.

—Ocho minutos y medio —informó a Luce, y le dio un bolígrafoy un trozo de papel—. Haydemasiada información para verlatoda en ocho minutos y medio.Empieza a escribir.

Luce suspiró e hizo lo que ledecía. Era una página académica

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aburridísima con un marco azulsobre un fondo beige. Arriba deltodo, un titular con letras gruesasdecía: EL CLAN GRIGORI.

Solo con leer el nombre a Luce sele encendía la piel.

Penn dio un golpecito al monitorcon el bolígrafo para llamar laatención de Luce.

«Los Grigori no duermen.» Esoparecía posible; Daniel siempreparecía cansado. «En general, sondiscretos.» Confirmado. A veceshablar con él era como someterlo aun interrogatorio. «En un decreto delsiglo XVIII...»

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La pantalla se volvió negra; se leshabía acabado el tiempo.

—¿Cuánto has podido anotar? —preguntó Penn.

Luce le mostró su hoja de papel.Patético. Había algo que ni siquierarecordaba haber garabateado: losbordes de las plumas de unas alas.

Penn la miró de soslayo.—Sí, por lo que veo vas a ser una

ayudante de investigación excelente—dijo riendo—. Quizá puedas leermelas cartas. —Ella le enseñó su hojallena de notas—. No te preocupes,tenemos suficiente para seguirinvestigando un poco.

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Luce se metió el papel en elbolsillo, justo al lado de la listaarrugada con sus interacciones conDaniel. Empezaba a volverse como supadre, que no podía separarse de sutrituradora de papel. Se agachó paraver si había una papelera de reciclajey vio un par de piernas caminandohacia ellas por el pasillo.

Aquel modo de andar le resultabamuy familiar. Se reincorporó en lasilla —o cuando menos lo intentó— yse golpeó la cabeza con la parteinferior de la mesa.

—Au —se quejó, frotándose ellugar donde se había golpeado

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durante el incendio.Daniel se quedó quieto unos

pasos más allá. Su expresión daba aentender claramente que la últimacosa que en ese momento quería eraencontrarse con ella. Al menos, habíaaparecido cuando el ordenador lashabía dejado colgadas. No habíarazón para que pensara que Luce loestaba acosando más de lo que yacreía.

Pero Daniel parecía atravesarlacon la mirada; sus ojos violetagrisáceos estaban fijos en algo o enalguien situado por encima delhombro de Luce.

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Penn le dio un golpecito a Luce,y luego señaló con el pulgar a lapersona que estaba detrás de ella.Cam estaba inclinando sobre la sillade Luce y le sonreía. Un trueno en elexterior hizo que Luce casi saltara enlos brazos de Penn.

—Solo es una tormenta —dijoCam ladeando la cabeza—. Nodurará mucho, lo cual es una pena,porque estás monísima cuando teasustas.

Cam extendió la mano y resiguiócon los dedos el borde de su brazo,empezando por el hombro, hastallegar a la mano. Luce entornó los

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ojos —era una sensación tanagradable— y cuando volvió aabrirlos, tenía una cajita deterciopelo rojo rubí en la mano. Camla abrió, solo un segundo, y Luce vioun destello dorado.

—Ábrelo luego —dijo—, cuandoestés sola.

—Cam…—He pasado por tu habitación.—¿Podemos...? —Luce miró a

Penn, que observaba la escena condescaro, absorta como un cinéfilo enprimera fila.

Cuando al fin salió del trance,agitó las manos.

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—Lo pillo, lo pillo, queréis queme vaya.

—No, quédate —dijo Cam, conun tono más dulce de lo que esperabaLuce. Se volvió hacia Luce—. Mevoy, pero luego... ¿me lo prometes?

—Claro —y sintió cómo seruborizaba.

Cam le cogió la mano quesujetaba la cajita y la metió en elbolsillo izquierdo de los pantalonesde Luce. Eran unos pantalonesajustados, y le entraron escalofríoscuando sintió el contacto de losdedos de Cam en su muslo. Él leguiñó un ojo y dio media vuelta.

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Antes de que Luce pudierarespirar de nuevo, se volvió otra vez.

—Una cosa más —dijo, y ledeslizó el brazo por detrás de lacabeza para atraerla hacia sí.

Luce echó la cabeza para atrás yCam se acercó aún más, sus bocasentraron en contacto. Los labios deCam eran tan turgentes como Lucehabía imaginado todas las veces quese había fijado en ellos.

No fue un beso apasionado, sinomás bien un pico, pero a Luce lepareció mucho más. Sorprendida, sequedó sin aliento, en parte por laemoción y en parte por el público

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potencial que estaría contemplandoaquel largo e inesperado...

—Pero ¿qué...?Cam había apartado la cabeza de

golpe, y Luce vio cómo se doblaba yapretaba los dientes.

Daniel estaba detrás de él,retorciéndole la muñeca.

—No le pongas las manosencima.

—No te he oído bien —respondióCam incorporándose poco a poco.

¡Oh, Dios Mío! Se estabanpeleando. En la biblioteca. Por ella.

Entonces, con un rápidomovimiento, Cam se abalanzó sobre

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Luce, y ella gritó cuando empezó arodearla con los brazos.

Pero las manos de Daniel eranmás rápidas. Lo apartó propinándoleun golpe y Cam cayó sobre la mesadel ordenador. Cam gruñó cuandoDaniel lo agarró del pelo y leinmovilizó la cabeza contra lasuperficie de la mesa.

—He dicho que no le pongas tusasquerosas manos encima, malditosaco de mierda.

Penn chilló, cogió su estucheamarillo y se alejó de puntillas endirección a la pared. Luce vio comoPenn lanzaba su sucio estuche contra

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el techo, una, dos, tres veces. A lacuarta, alcanzó la cámara negra quehabía allí colgada y logró que estaenfocara hacia la izquierda, haciauna tranquila estantería de libros deno ficción.

Por entonces Cam ya se habíazafado de Daniel y ambos estabanenzarzados dando círculos, haciendochirriar sus zapatillas contra el suelopulido.

Daniel empezó a esquivar losgolpes antes de que Luce se dieracuenta de que Cam se había puestohecho una furia. Pero Daniel nolograba esquivarlos con la suficiente

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rapidez. Cam acertó con lo que bienpodría haber sido un golpe de KOjusto debajo del ojo de Daniel, locual le hizo retroceder y empujarinvoluntariamente a Luce y a Penncontra la mesa del ordenador. Sevolvió y murmuró una excusaininteligible antes de darse la vueltanuevamente.

—¡Por Dios, parad! —gritó Luce,justo antes de que Daniel seabalanzara sobre la cabeza de Cam.

Daniel le hizo un placaje a Camy descargó una ráfaga de puñetazosen sus hombros y a ambos lados de sucara.

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—Así, así me gusta —gruñíaCam, moviendo la cabeza de un ladoa otro como un boxeador.

Sin soltar la presa, Daniel le pusolas manos alrededor del cuello yempezó a apretar.

Cam reaccionó empujándolocontra una estantería de libros. Elimpacto resonó en la biblioteca conmás fuerza que el trueno que habíanoído antes.

Daniel gruñó y cayó al suelo conun golpe seco.

—¿Qué más me ofreces, Grigori?Luce se tambaleó, pensaba que

quizá no podría levantarse, pero

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Daniel se incorporó enseguida.—Te lo voy a enseñar —dijo

entre dientes—, fuera. —Primerocaminó hacia Luce, pero al momentose dirigió hacia la salida—. Túquédate aquí.

Ambos salieron de la bibliotecadando fuertes zancadas; tomaron lasalida trasera, la misma que Lucehabía usado la noche del incendio.Tanto ella como Penn estabanheladas, y se miraron la una a la otraboquiabiertas.

—Vamos —le dijo Penn,arrastrando a Luce hacia una ventanaque daba al patio. Pegaron las caras

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al cristal y limpiaron el vaho quedejaba su respiración.

Fuera llovía a cántaros y reinabala oscuridad, solo interrumpida por laluz procedente de las ventanas de labiblioteca. El suelo era resbaladizo,estaba tapizado con una capa debarro, no se podía ver mucho.

Los dos chicos llegaron corriendoal centro del patio, empapados porcompleto.

Discutieron un momento, luegoempezaron a moverse en círculos yvolvieron a alzar los puños.

Luce se sujetó a la repisa de laventana y vio cómo Cam tomaba la

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iniciativa corriendo hacia Daniel ygolpeándolo en el hombro; luego ledio una patada rápida en las costillas.

Daniel se desplomó, agarrándoseel costado. «Levántate.» Lucedeseaba que se moviera, sentía comosi la hubieran golpeado a ella misma,y cada vez que Cam iba a por Daniel,ella lo sentía en su propia carne.

No podía soportar mirar.—Daniel se tambalea un instante

—anunció Penn después de que Lucehubiera apartado la mirada—. Pero leha colocado un gancho a Cam enplena cara, le ha dado de lleno.¡Buena!

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—¿Disfrutas con esto? —lepreguntó Luce, horrorizada.

—Mi padre y yo solíamos mirarcombates de lucha libre —dijo Penn—. Parece que estos dos tienenalgunas nociones de artes marciales.¡Un golpe cruzado perfecto, Daniel!—Penn dio un gritito—. Jo, tío.

—¿Qué? —Luce volvió a mirar—.¿Se ha hecho daño?

—Tranquilízate —respondióPenn—. Alguien ha acudido a pararla pelea, justo cuando Daniel estabarepartiendo bien.

Penn tenía razón. Parecía quedesde el otro lado del patio corría el

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señor Cole. Cuando llegó a dondeestaban los chicos se detuvo unmomento y los observó; parecía comohipnotizado contemplando concuánta ferocidad peleaban.

—Haz algo —musitó unaangustiada Luce. Al final, el señorCole agarró a cada uno de los chicospor el pescuezo. Los tres siguieronenzarzados por un momento, hastaque Daniel soltó a Cam. Sacudió subrazo derecho, empezó a caminar encírculos y escupió un par de veces albarro.

—Qué atractivo, Daniel —dijoLuce con sarcasmo. Aunque era lo

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que pensaba en realidad.Ahora el señor Cole les leería la

cartilla. Agitó las manos como unloco mientras los dos permanecíancabizbajos. Cam fue el primero alque ordenó marcharse; salió del patioa paso ligero y desapareció en lapenumbra de la residencia.

Entonces el señor Cole apoyó sumano en el hombro de Daniel, Lucese moría por saber de qué estabanhablando, y si iban a castigar aDaniel. Quería acudir junto a él,pero Penn se lo impidió.

—Y todo por una baratija debisutería. En cualquier caso, ¿qué te

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ha regalado Cam?El señor Cole se fue y Daniel se

quedó solo, contemplando la lluviabajo la luz de una farola.

—No lo sé —le respondió Luceapartándose de la ventana—. Sea loque sea, no lo quiero. Sobre tododespués de lo que ha pasado.

Regresó a la mesa del ordenador yse sacó la cajita del bolsillo.

—Si tú no lo quieres, dámelo —dijo Penn. Abrió la cajita y luegomiró a Luce, confundida.

El resplandor dorado que habíanvisto no provenía de una joya. Solohabía dos cosas en la cajita: otra de

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las púas de Cam y un papelitodorado.

Nos vemos mañana después declase. Te esperaré en la verja.

C.

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La guarida del leónLa guarida del león

Había pasado mucho tiempo desde

que Luce se había mirado por últimavez en el espejo. No solía darlemucha importancia a su reflejo... susojos claros y avellanados, los dientespequeños y bien formados, unaspestañas tupidas y una melenamorena y densa. Eso era todo. Antesdel verano anterior.

Desde que su madre le había

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cortado el pelo, Luce habíaempezado a evitar los espejos. No erasolo por el pelo corto; Luce pensabaque ya no se gustaba a sí misma, ydecidió que ya no quería tener máspruebas. Empezó por mirarsefijamente las manos cuando se laslavaba y por mantener la vista alfrente cuando caminaba delante dealgún cristal ahumado, y evitaba laspequeñas polveras con espejo.

Pero veinte minutos antes deencontrarse con Cam, Luce se miró alespejo en el solitario baño de chicasdel Augustine. No tenía muy malaspecto. Por fin el cabello le estaba

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creciendo, y el peso empezaba asuavizar algunos de sus rizos. Seconcentró en sus dientes, luego seirguió y se observó en el espejo comosi estuviera mirando fijamente aCam. Tenía que decirle algo, algoimportante, y quería asegurarse deque podría lucir esa mirada que leobligaría a tomarla en serio.

Aquel día, Cam no había asistidoa las clases. Tampoco lo había hechoDaniel, así que Luce supuso que elseñor Cale los había castigado aambos. O eso, o se estaban curandolas heridas. Pero Luce estaba segurade que Cam la estaría esperando.

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No quería verlo, no le apetecíaen absoluto. Pensar que sus puñoshabían golpeado a

Daniel hacía que se le revolvierael estómago. Pero, en primer lugar, sehabía peleado por su culpa. Ellahabía dejado que Cam la besara... yel hecho de que hubiera sucedidoporque estaba confundida, ohalagada, o porque Cam le gustabaun poquito, carecía de todaimportancia. Lo más importante eraque tenía que ser directa con él: nohabía nada entre ellos.

Respiró hondo, se bajó la camisahasta los muslos y salió del baño.

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Cuando se acercó a la verja, no lovio. Pero, en cualquier caso, eradifícil ver cualquier cosa más allá dela zona del aparcamiento en obras.Luce no había vuelto a la entrada deEspada & Cruz desde que habíanempezado las reformas, y lesorprendió lo complicado queresultaba abrirse paso a través delaparcamiento destripado. Tuvo quesortear los baches e intentar nollamar la atención de los operarios, ala vez que agitaba las manos paraintentar disipar los gases queemanaban del asfalto.

No había señal de Cam por

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ninguna parte. En un primermomento se sintió como una idiota,casi como si le hubieran gastado unabroma pesada. La altas cancelasmetálicas estaban muy oxidadas, yatravés de sus rejas Luce contempló elbosquecillo de olmos centenarios quehabía al otro lado de la carretera. Sehizo crujir los dedos, y recordó el díaque Daniel le dijo que odiaba que lohiciera. Pero él no estaba allí paraverlo; allí no había nadie. Entoncesse dio cuenta de que había un papeldoblado que llevaba su nombreescrito. Estaba clavado en el gruesomagnolia de tronco grisáceo que

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había junto a la cabina rota.

Esta noche te libras del evento social.Mientras los demás ponen en escenauna reconstrucción de la Guerra Civil—triste pero cierto—, nosotros nosiremos de juerga por la ciudad. Unsedán negro con una matrículadorada te conducirá hasta mí. Penséque no estaría mal que tomáramosun poco de aire fresco.

El alquitrán la hizo toser. El airefresco era una cosa, pero ¿un sedánnegro pasándola a recoger por elreformatorio? ¿Que la conduciríahasta él como si Cam fuera unaespecie de monarca que podía

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disponer de mujeres a su antojo? Y,en cualquier caso, ¿dónde estaba él?

Nada de lo que allí ponía entrabaen los planes de Luce. Habíaconsentido presentarse a la cita conCam solo para decirle que él queríaalgo que ella no podía darle, porque—aunque no pensaba decírselo—,cada vez que había golpeado aDaniel la noche anterior, algo sehabía estremecido en su interior,como si la quemaran. Era evidenteque tenía que cortar de raíz aquellahistoria con Cam. Por eso llevaba elcollar dorado en el bolsillo; habíallegado el momento de devolvérselo.

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Solo que ahora se sentía estúpidapor haber imaginado que lo únicoque quería Cam era hablar con ella.Por supuesto que guardaba otro as enla manga, era de esa clase de chicos.

Luce se volvió al oír las ruedas deun coche que aminoraba la marcha.Un sedán negro se detuvo frente a lascancelas. La ventana tintada delconductor descendió y una manovelluda descolgó el auricular de lacabina que había al lado de laspuertas. Un momento después, colgóel auricular y empezó a hacer sonarla bocina con insistencia.

Al final, las grandes cancelas

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metálicas se abrieron, el cocheavanzó y se detuvo frente a ella. Laspuertas del coche se abrieronsuavemente. ¿Sería capaz de entraren aquel coche y dejarse conducir aquién—sabía—dónde paraencontrarse con Cam?

La última vez que había estado depie allí fue para decir adiós a suspadres. Ya los echaba de menos antesde que se fueran, y se despidió desdeaquel mismo lugar, junto a la cabinarota que había dentro del patio... y,lo recordaba, allí había visto una delas cámaras más sofisticadas, una quetenía detector de movimientos y

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podía hacer zoom para ver todos losdetalles. Cam no podía haberescogido un lugar peor para que elcoche la recogiera

De repente, tuvo la visión de unacelda subterránea e incomunicada,con húmedas paredes de cemento ycucarachas subiéndole por laspiernas. Sin luz natural. Por todo elreformatorio seguían propagándoselos rumores sobre aquella pareja,Jules y Phillip, a los que nadie habíavuelto a ver después de que lospillaran escapándose de Espada &Cruz. ¿Acaso Cam se había creídoque a Luce le apetecía tanto verle:

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que se arriesgaría a salirtranquilamente del reformatoriodelante mismo de las rojas?

El coche todavía ronroneabafrente a ella. Al cabo de unmomento, el conductor —un hombreatlético con gafas de sol, cuelloancho y cabello ralo—extendió unamano que sostenía un pequeño sobreblanco. Luce vaciló un segundo antesde acercarse y cogerlo de entre susdedos.

Artículos de papelería de lafactoría Cam. Una tarjeta gruesa decolor marfil oscuro con el nombre deél impreso con letras doradas y

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decadentes en la esquina inferiorizquierda.

Tenía que habértelo dicho antes, lacámara está precintada; puedescomprobarlo tú misma. Me hepreocupado de ese detalle, igual queme preocupo por ti. Nos vemospronto, espero.

¿Precintada? ¿Se refería a que...? Seatrevió a mirar a la roja. Sí, lo habíahecho, había puesto un círculo negrode cinta adhesiva sobre la lente de lacámara. Luce no sabía cómofuncionaban aquellas cosas o cuántotiempo les llevaría a los profesoresdarse cuenta, pero sin saber muy

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bien por qué, le aliviaba que Camhubiera pensado en ello. No podíaimaginarse a Daniel siendo tanprevisor.

Tanto Callie como sus padresestaban esperando su llamada esatarde. Luce había leído la carta dediez páginas de Callie tres veces, yhabía memorizado todas lasanécdotas divertidas de su viaje deaquel fin de semana con sus amigos aNantucket, pero seguía sin saber quéresponder a ninguna de las preguntasque Callie le hacía sobre la vida quellevaba en Espada & Cruz. Si se dabala vuelta, entraba en el edificio y los

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llamaba, no tenía ni idea de cómo ibaa poner al corriente a Callie o a suspadres sobre el oscuro y siniestro giroque habían tomado losacontecimientos durante los últimosdías. Lo más fácil era no decirlesnada, al menos hasta que se hubieraaclarado las ideas.

Se acomodó en el asientoacolchado de piel beige y se abrochóel cinturón.

—¿Adónde vamos? —le preguntó.—A un pequeño sitio que hay río

abajo. Al señor Briel le gusta el colorlocal. Ponte cómoda y relájate, cielo.Ya lo verás.

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¿El señor Briel? ¿Quién era ese?A Luce nunca le había gustado quele dijeran que se relajase, sobre todocuando parecía una advertenciavelada para que no hiciera máspreguntas. No obstante, se cruzó debrazos, miró por la ventana e intentóolvidar el tono del conductor cuandola llamó «cielo».

A través de las ventanas tintadas,los árboles y el asfalto gris de lacalzada se veían marrones. En elcruce cuya desviación hacia el oesteconducía a Thunderbolt, el sedánnegro giró hacia el este, siguiendo elrío hacia el mar. De vez en cuando,

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en los momentos en que el curso dela carretera y el río coincidían, Luceveía el agua marrón y salobreserpenteando allí abajo. Veinteminutos después de haber iniciado lamarcha, el coche aminoró hastadetenerse frente a un bar destartaladoen la orilla del río.

Era de madera gris y podrida, yen la puerta había un rótulodesconchado por la humedad en elque podía leerse STYX en letrasrojas e irregulares, pintadas a mano.Habían grapado una franja debanderines que anunciaban cervezaen la viga de madera que sostenía el

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techo de cinc, un mediocre intentode convertir aquel antro en algofestivo. Luce observó las imágenesserigrafiadas de los triángulos deplástico —palmeras y chicas morenasen bikini con botellas de cerveza ensus labios sonrientes—, y se preguntócuándo fue la última vez que unachica de verdad había pisado aquellugar.

Dos punkis ya entrados en añosestaban sentados en un banco,fumando de cara al agua. La crestales caía sobre la frente arrugada, y laschaquetas de piel tenían el aspectofeo y sucio de algo que llevaban

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desde que nació el punk. La falta deexpresión de sus caras curtidas yflácidas hacía que toda la escenaresultase aún más desoladora.

La cercanía con el pantano habíaprovocado que el asfalto de lacarretera cediera a la acción de lasmalas hierbas y el fango. Luce nuncase había adentrado tanto en lasmarismas del río.

Allí sentada, sin saber qué iba ahacer cuando bajara del coche —si esque bajar del coche era una buenaidea—, la puerta del Styx se abrió degolpe y Cam salió con airedespreocupado. Se apoyó con calma

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en la puerta mosquitera y cruzó laspiernas. Luce sabía que no podíaverla a través de los cristales tintados,pero levantó la mano como si la vierade verdad y le hizo un gesto para quesaliera.

—Allá vamos —murmuró Luceantes de darle las gracias alconductor. Abrió la puerta y, cuandosubía los tres escalones del porche demadera del bar, una ráfaga de airesalado le dio la bienvenida.

El pelo enmarañado de Cam lecubría parcialmente la cara, y susojos verdes transmitían sosiego.Tenía una manga de la camiseta

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recogida hasta el hombro, y Lucepudo observar su bíceps bienperfilado. Toqueteó la cadena de oroque tenía en el bolsillo. «Recuerdapor qué estás aquí.»

En la cara de Cam no habíaninguna marca de la pelea de lanoche anterior, lo cual hizo que Lucese preguntase de inmediato si en lacara de Daniel habría quedadoalguna señal.

Cam le dirigió una miradainquisitiva, y se pasó la lengua por ellabio inferior.

—Estaba calculando cuántascopas iba a necesitar para consolarme

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si me dejabas plantado —dijomientras abría los brazos paraabrazarla.

Luce se dejó envolver. Resultabamuy difícil decirle que no a alguiencomo Cam, incluso sin estar muysegura de lo que le estaba pidiendoexactamente.

—No te dejaría plantado —dijo,y al momento se sintió culpable,porque se dio cuenta de que esarespuesta se debía a su sentido deldeber, no a un impulso romántico,como hubiera preferido Cam, porquehabía ido allí solo para decirle que noquería nada con él—. Bueno, ¿qué es

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este lugar? ¿Y desde cuándo tieneschófer?

—Quédate conmigo, nena —respondió, como si se tomara esaspreguntas como cumplidos y pensaraque a ella le gustaba que la llevaran abares que olían como el interior deuna tubería.

Se le daban tan mal esas cosas.Callie siempre decía que Luce no eracapaz de expresarse con honestidadbrutal, y que por esa razón sequedaba estancada en situacionespatéticas con chicos a los que teníaque haber rechazado claramente.Luce estaba temblando. Tenía que

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deshacerse de aquel peso. Hurgó ensu bolsillo y sacó el colgante.

—Cam.—Mira qué bien, lo has traído. —

Cogió el collar y le dio a Luce lavuelta—. Déjame que te ayude aponértelo.

—No, espera...—Así —susurró—. Te queda

perfecto. Mírate. —La condujo porun suelo de tablas de madera quecrujían hasta la ventana del bar;varias bandas habían colgado cartelesde sus actuaciones. LOS BEBÉSVIEJOS. CHORREANDO ODIO.LOS REVIENTACASAS. Luce

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habría preferido fijarse en los cartelesa mirar su propio reflejo—. ¿Lo ves?

No podía distinguir muy bien susrasgos en el ventanal salpicado debarro, pero el colgante de oro relucíasobre su piel. Lo cogió con la mano:era precioso. Y tan original, con lapequeña serpiente labrada a mano enmedio. No era algo que pudierasencontrar en los mercadillos delpaseo marítimo, donde vendíanartesanías con el precio inflado paralos turistas, recuerdos de Georgiahechos en Filipinas. Detrás de sureflejo en la ventana, el cielomostraba una rica variación de

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naranjas, interrumpida solo por unasfinas líneas de nubes rosadas.

—Respecto a lo que ocurrióanoche... —empezó a decirle Cam.Luce veía vagamente cómo los labiosencarnados de Cam se movían sobresu hombro.

—Yo también quería hablar de lode anoche —dijo Luce volviéndosehacia él. Podía ver las puntas deltatuaje solar que llevaba en el cuello.

—Vamos adentro —propuso él,llevándola a la puerta de mallametálica entreabierta—. Allípodremos hablar.

El interior del bar estaba

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recubierto de paneles de madera, y laúnica luz que había provenía de unaspocas lámparas color naranja. Habíatodo tipo de cornamentas colgadas enlas paredes, y un guepardo disecadosobre la barra que parecía dispuesto aatacarte en cualquier momento. Unafoto desgastada con las palabrasCLUB DEL ALCE DELCONDADO DE PULASKI 1964-65,que mostraba un centenar de carasovaladas sonriendo sobre sus pajaritasde color pastel, completaba ladecoración del local. En la máquinade discos sonaba Ziggy Stardust, yun tipo mayor con la cabeza rapada y

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pantalones de piel tarareaba,bailando solo en medio de unapequeña tarima. Era la únicacompañía que tenían en el bar.

Cam señaló dos taburetes. La pielverde que recubría el asiento estabarasgada en el centro, y desde suinterior salía una espuma beige enforma de enormes palomitas. Frente auno de los taburetes ya había unacopa medio llena con un líquidomarrón aguado por el hielo.

—¿Qué tomas? —preguntó Luce.—Un Georgia Moonshine —

respondió, y le dio un sorbo—. No telo recomiendo para empezar. —Ella

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lo miró entrecerrando un poco losojos—. Es que llevo aquí todo el día.

—Me parece magnífico —afirmóLuce toqueteando el collar—.¿Cuántos años tienes? ¿Setenta?¿Sentado solo en un bar durante todoel día?

No parecía que estuvieraborracho, pero no le gustaba la ideade haber ido hasta allí para dejarle lascosas claras y que él estuvierademasiado bebido para entenderlo.También empezó a preguntarsecómo se las iba a apañar para volveral reformatorio; en primer lugar, nisiquiera sabía dónde estaba.

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—Au. —Cam se llevó la mano alcorazón—. Lo bueno de que tecastiguen sin clase, Luce, es quenadie te echa de menos en clase.Pensé que me merecía un descanso.—Ladeó la cabeza—. Pero ¿qué tepreocupa? ¿Es este sitio? ¿O la peleade ayer? ¿O el hecho de que no nosestén atendiendo?

Al decir esas últimas palabrasalzó la voz, lo bastante para que uncamarero fornido se asomara a labarra desde la puerta de la cocina.Llevaba el pelo largo, cortado encapas, y tatuajes que parecíancabello trenzado a lo largo de los

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brazos. Era todo músculos y debía depesar como ciento cincuenta kilos.

Cam se volvió hacia ella y sonrió.—¿Qué mejunje te apetece?—Lo que sea —repuso Luce—.

No tengo un mejunje favorito.—En mi fiesta bebiste champán

—dijo—. ¿Ves quién presta atención?—Le dio un empujón con el hombro—. Tráiganos el mejor champán quetenga —le pidió al camarero, queechó la cabeza hacia atrás y soltó unacarcajada sarcástica.

Sin pedirle el carnet, sin mirarlasiquiera por encima para ver si teníala edad suficiente para beber, se

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agachó y abrió la puerta corredera deuna nevera pequeña. Las botellastintinearon mientras buscaba entreellas. Después de un buen rato, selevantó con una botella diminuta deFreixenet, en cuya base estabacreciendo algo naranja.

—No me hago responsable deesto —dijo dejándoles la botella en labarra.

Cam descorchó la botella yenarcó las cejas; con solemnidad,sirvió un poco de Freixenet en unacopa de vino.

—Quería disculparme —empezó—. Sé que quizá he ido demasiado

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rápido contigo, y lo que pasó anochecon Daniel es algo de lo que no estoyorgulloso. —Esperó a que Luceasintiera para seguir—. En vez devolverme loco, debí haberteescuchado. Eres tú la que meinteresa, no él.

Luce observó cómo subían lasburbujas en su copa, pensando que sitenía que ser honesta debería decirque a ella era Daniel quien leinteresaba, no Cam. Si de verdad searrepentía por no haberla escuchadola noche anterior, quizá ahoraempezaría a hacerlo. Se acercó lacopa a los labios para darle un sorbo

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antes de empezar a hablar.—Ah, espera. —Cam le puso la

mano sobre el brazo—. No puedesbeber hasta que brindemos por algo.—Levantó su copa y la miró a losojos—. ¿Por qué brindamos?Decídelo tú.

La puerta metálica se abrió degolpe y los tipos que habían estadoen el porche entraron. El más alto, decabello negro y aceitoso, narizrespingona y uñas muy sucias, dio unrepaso a Luce y se dirigió hacia ellos.

—¿Qué estamos celebrando? —Lamiró con lascivia, y chocó su vasocon la copa alzada de Luce. Se acercó

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a ella, y a través de la camisa defranela Luce pudo sentir la carne desus caderas—. ¿La primera noche dejuerga de esta monada? ¿Cuándo es eltoque de queda?

—Estamos celebrando que vas asacar fuera tu apestoso culo ahoramismo —respondió Cam en tonocortés, como si acabara de decirle queera el cumpleaños de Luce. Clavó susojos verdes en aquel hombre, que asu vez le mostró unos dientespequeños y afilados, y unas encíasinflamadas.

—Fuera, ¿no? Solo si me la llevoconmigo.

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Fue a cogerle la mano a Luce. Ajuzgar por cómo había empezado lapelea ayer con Daniel, Luce supusoque Cam no necesitaría muchasexcusas para perder los estribos denuevo. Sobre todo si había estadobebiendo allí todo el día. Sinembargo, Cam permaneció muytranquilo.

Se limitó a apartar la mano deltipo de un golpe, con la rapidez, lagracia y la fuerza brutal de un leónaplastando un ratoncillo.

Cam observó cómo el hombreretrocedía varios pasos,tambaleándose, y se sacudía la mano

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con una expresión de hastío en elrostro. Acarició la muñeca que aqueltipo había intentado sujetar.

—Disculpa. ¿Qué estabasdiciendo de anoche?

—Te decía que...Entonces Luce palideció. Justo

sobre la cabeza de Cam se habíaabierto un enorme fragmento deoscuridad, se extendía y sedesplegaba hasta convertirse en lasombra más grande y más negra queLuce había visto nunca. De su centrosurgió un chorro de aire ártico, yLuce también sintió la escarcha de lasombra en los dedos de Cam, que

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estaban resiguiendo su piel.—Oh Dios Mío —susurró Luce.Se oyó un estrépito de cristales

cuando el tipo reventó el vaso en lacabeza de Cam.

Lentamente, Cam se levantó deltaburete y se sacudió algunosfragmentos de cristal del pelo. Sevolvió para encararse a aquelhombre, que le doblaba la edad y eramucho más alto.

Luce se encogió de miedo en eltaburete, e intentó mantenerse adistancia de lo que presentía que ibaa ocurrir entre Cam y ese otro tipo, yde lo que temía que pudiera pasar

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con aquella sombra negra como lanoche que se extendía sobre suscabezas.

—Dejad eso —dijo taxativo elenorme camarero, pero sin molestarsesiquiera en levantar los ojos delejemplar de Fight que estabaleyendo.

Al instante el tipo empezó agolpear a Cam sin ton ni son, peroeste encajó los puñetazos conindiferencia, como si fueran losmanotazos de un niño.

Luce no era la única atónita antela serenidad de Cam: el bailarín delos pantalones de piel se había

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escondido detrás de la máquina dediscos. Y después de haberdescargado algunos golpes inútilessobre Cam, incluso el tipo delcabello grasiento retrocedió unospasos, confundido.

Mientras tanto, la sombra seestaba arremolinando en el techo,formando lenguas oscuras quecrecían como malas hierbas y que seaproximaban cada vez más a suscabezas. Luce hizo una mueca y seagachó justo cuando Cam esquivabaun último golpe de aquel indeseable.

Y entonces decidió devolvérselo.Fue apenas un chasquido, como si

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estuviera apartando una hoja muerta:el hombre estaba frente a Cam, perocuando el dedo de Cam le tocó elpecho, salió volando completamentenoqueado, destrozando a su pasovarias botellas de cerveza vacías,hasta que golpeó con la espalda lapared del fondo, junto a la máquinade discos.

Se frotó la cabeza, gimiendo, y sepuso en cuclillas.

—¿Cómo has hecho eso? —Lucetenía los ojos como platos.

Cam la ignoró, se volvió hacia elamigo más bajo y gordo del tipo, y lepreguntó:

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—¿Eres tú el siguiente?—Yo en esto no me meto, tío —

respondió retrocediendo.Cam se encogió de hombros,

caminó hacia el primer hombre y lolevantó del suelo sujetándolo por laparte de atrás de la camiseta. Susextremidades quedaron colgandoinertes como las de una marioneta.Entonces con un simple movimientode muñeca lo arrojó contra la pared.Permaneció como si estuviera pegadoallí mientras Cam se ensañaba con élgolpeándolo mientras le decía una yotra vez:

—¡Te he dicho que te largaras!

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—¡Ya basta! —gritó Luce, peroninguno de ellos la oía ni le prestabaatención. Luce empezó a marearse.Quería apartar los ojos de la nariz yla boca ensangrentadas de aquel tipoque permanecía inmóvil en la pared,impotente ante la fuerza casisobrehumana que exhibía Cam.Quería decirle que lo olvidara, queya encontraría la forma de volver alreformatorio. Sobre todo, queríaalejarse de la sombra horripilanteque ya cubría todo el techo yempezaba a descender por lasparedes. Cogió su bolso y echó acorrer hacia la noche...

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Y hacia los brazos de alguien.—¿Estás bien?Era Daniel.—¿Cómo me has encontrado? —

le preguntó hundiendo sin disimulola cabeza en su hombro. Las lágrimaspugnaban por salir.

—Vamos —dijo—. Salgamos deaquí.

Sin mirar atrás, lo cogió de lamano y sintió que el calor seextendía por su brazo y todo sucuerpo. Y entonces rompió a llorar.No parecía razonable sentirse a salvocuando las sombras seguían estandotan cerca.

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Incluso Daniel parecía tener losnervios de punta, pues la arrastrabacon tanta rapidez que Luce casi tuvoque correr para poder seguir suritmo.

No quiso mirar atrás cuandosintió que las sombras desbordaban lapuerta del bar y empezaban acontaminar el aire; pero no fuenecesario. Pero entonces, no tuvoque hacerlo: una espesa corriente desombras se alzó sobre sus cabezas yoscureció todo a su alrededor, comosi el mundo entero se estuvieradesmoronado frente a sus ojos. Sintióun intenso hedor a azufre, el peor

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olor que había percibido en su vida.Daniel también alzó la vista y

frunció el ceño, aunque parecía quelo único que le preocupara fuerarecordar dónde había aparcado. Yentonces ocurrió algo muy curioso:las sombras se retiraron, se esfumaronen forma de manchas negras que seunían y se disolvían.

Luce entrecerró los ojos conincredulidad. ¿Cómo lo había logradoDaniel? No lo había hecho él,¿verdad?

—¿Qué? —preguntó Danieldistraído. Abrió la puerta delcopiloto de una ranchera Taurus

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blanca—. ¿Ocurre algo?—No hay tiempo para hacer una

lista de las muchas, muchas cosas quehan ocurrido —le dijo Luce mientrasse acomodaba en el asiento—. Mira.—Señaló la entrada del bar; Camestaba saliendo por la puertamosquitera. Debía de habernoqueado al otro tipo, pero noparecía haber tenido suficiente puesaún tenía los puños cerrados.

Daniel sonrió con satisfacción ysacudió la cabeza. Luce intentóabrocharse el cinturón una y otra vezsin conseguirlo, hasta que él leapartó la mano. Luce contuvo la

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respiración mientras sus dedos lerozaban el estómago.

—Tiene truco —susurró,ajustando la hebilla a la base.

Arrancó el coche, luego diomarcha atrás con lentitud, tomándosesu tiempo mientras pasaban frente ala puerta del bar. A Luce no se leocurrió ni una sola palabra quededicarle a Cam, pero le parecióperfecto que Daniel bajara laventanilla y le dijera simplemente:

—Buenas noches, Cam.—Luce —dijo Cam acercándose

al coche—, no hagas esto, no te vayascon él. Si no, todo acabará mal—.

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Ella no podía mirarlo a los ojos, sabíaque le estaban suplicando quevolviera—. Lo siento.

Daniel ignoró a Cam porcompleto y se limitó a conducir. Elpantano adquiría un color turbio conel crepúsculo, y los bosques quetenían enfrente parecían incluso másturbios.

—Todavía no me has dicho cómome has encontrado —dijo Luce—. Ocómo sabías que estaba con Cam. Ode dónde has sacado esta ranchera.

—Es de la señorita Sophia —leexplicó Daniel, al tiempo que poníalas luces largas porque los árboles a

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ambos lados de la carreteraoscurecían el camino.

—¿La señorita Sophia te haprestado el coche?

—Después de vivir durante añosen las calles de Los Ángeles —dijocon indiferencia— se podría decirque tengo un toque mágico en lo quese refiere a «tomar cochesprestados».

—¿Le has robado el coche a laseñora Sophia? —se burló Luce,mientras se preguntaba cómoexplicaría ese incidente labibliotecaria en sus fichas.

—Se lo devolveremos —dijo

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Daniel—. Además, estaba bastanteocupada con la reconstrucción de laGuerra Civil de esta noche. Algo medice que ni siquiera se dará cuenta deque ha desaparecido.

Fue entonces cuando Luce se diocuenta de cómo iba vestido Daniel.Llevaba el uniforme azul de lossoldados de la Unión con la ridículabanda de piel marrón en diagonalsobre el pecho. La habíanaterrorizado tanto las sombras, Camy toda la espeluznante experiencia,que ni siquiera se había detenido amirar bien a Daniel.

—No te rías —le replicó Daniel,

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aguantándose la risa—. Esta noche tehas librado del que seguramente seráel peor evento social del año.

Luce no pudo evitarlo, se acercó aDaniel y tocó uno de sus botones.

—Es una lástima —susurró conacento sureño—. Había mandado queme plancharan el vestido de reina dela fiesta.

Los labios de Daniel esbozaronuna sonrisa, pero inmediatamentedejó escapar un suspiro.

—Luce, lo que has hecho estanoche... las cosas podían habersepuesto muy feas, ¿lo sabes?

Luce miró a la carretera, molesta

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porque el ambiente se hubiera vueltosombrío de repente. Una lechuza ledevolvió la mirada desde un árbol.

—No tenía intención de veniraquí —dijo, lo cual era verdad. Eracomo si Cam le hubiera hecho unajugada—. Ojalá no hubiera venido —añadió con tranquilidad,preguntándose dónde estaría lasombra en ese momento.

Daniel dio de pronto unpuñetazo al volante, lo cualsobresaltó a Luce. Estaba apretandolos dientes, y Luce detestaba ser elmotivo de su enfado.

—Es que no me puedo creer que

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tengas algo con él —espetó al final.—No hay nada entre nosotros —

insistió ella—. La única razón por laque he venido ha sido para decirleque...

No tenía sentido. ¡Que tenía algocon Cam! Si Daniel supiera quePenn y ella se pasaban la mayorparte de su tiempo libre investigandosu pasado familiar... Bueno, esposible que estuviera igual demolesto.

—No tienes por qué darmeexplicaciones —la interrumpióDaniel haciendo un gesto con lamano—. En cualquier caso es culpa

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mía.—¿Culpa tuya?Para entonces, Daniel había

salido de la carretera y había llevadoel coche hasta el final de un caminode arena. Apagó las luces y sequedaron observando el océano. Elcielo había adquirido un colorvioláceo oscuro, y las crestas de lasolas parecían casi plateadas,centelleantes. El viento azotaba lahierba de la playa produciendo unsonido sibilante, agudo y desolador.Una bandada de gaviotas reposaba enla barandilla del paseo, picoteándoselas plumas.

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—¿Estamos perdidos? —preguntóella.

Daniel la ignoró. Salió del coche,cerró la puerta y echó a andar haciala orilla. Luce esperó diezangustiosos segundos viendo cómo lasilueta de Daniel se empequeñecíaen el crepúsculo púrpura, antes desalir del coche para seguirlo.

El viento azotaba el cabello deLuce contra su cara. Las olasgolpeaban la orilla llevándoseconchas y algas con la resaca. Cercadel agua el aire era más frío. Todotenía un aroma salado muypenetrante.

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—¿Qué ocurre, Daniel? —preguntó mientras corría por la duna.Le costaba moverse por la arena—.¿Dónde estamos? ¿Qué quieres decircon que es culpa tuya?

Daniel se volvió hacia ella.Parecía derrotado, con el uniformearremangado y aquellos ojos grisescansados. El rugido de las olas casi seimponía sobre su voz.

—Solo necesito algo de tiempopara pensar.

Luce sintió de nuevo un nudo enel estómago. Al fin había dejado dellorar, pero Daniel le estabaponiendo las cosas muy difíciles.

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—¿Por qué has venido arescatarme, entonces? ¿Por qué hashecho todo este camino para venir abuscarme, si acabas gritándome,ignorándome? —Se secó los ojos conla manga de la camiseta negra, y lasal marina que se había impregnadoen la camiseta hizo que le escocieran—. Claro que, tampoco es que mehayas tratado de un modo distinto alhabitual, pero...

Daniel se giró y se llevó lasmanos a la frente.

—No lo entiendes, Luce. —Negócon la cabeza—. Esa es la cuestión…que nunca lo entiendes.

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No había nada malicioso en suvoz. De hecho, era casi demasiadodulce. Como si ella fuera demasiadotonta para entender algo que para élresultaba tan obvio, lo cual hizo queella se enfureciera.

—¿Que no lo entiendo? —preguntó— ¿Que no lo entiendo?Déjame que te diga algo sobre lo queentiendo. ¿Te piensas que eres muylisto? Me pasé tres años becada en elmejor instituto del país. Y cuandome echaron, tuve que presentar unademanda —¡una demanda!— paraque no tiraran a la basura miexpediente con una media de

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excelente.Daniel se apartó pero Luce lo

siguió, dando un paso al frente porcada paso atrás que daba él. Con todaprobabilidad lo estaba asustando,pero ¿y qué? Parecía pedírselo cadavez que le hablaba concondescendencia.

—Sé latín y francés, y ensecundaria gané el concurso deciencias tres años seguidos.

Le había acorralado contra labarandilla del paseo, y trató decontener las ganas de golpearle conel dedo en el pecho. No habíaacabado.

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—También hago el crucigrama delos domingos, a veces en menos deuna hora. Tengo un sentido de laorientación infalible... aunque nosiempre en lo que se refiere a los tíos.

Tragó saliva e hizo una pausapara respirar.

—Y algún día seré psiquiatra,una que escuche de verdad a suspacientes y les ayude. ¿Vale? Así quedeja de hablarme como si fueraestúpida y deja de decirme que noentiendo nada solo porque yo nopuedo descifrar tu imprevisible,excéntrica y terriblemente –lo miróy liberó el aire— dolorosa actitud de

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ahora-quiero-esto-y-ahora-quiero-lo-otro.

Se secó una lágrima solitaria,enfadada consigo misma por haberseacelerado tanto.

—Calla —dijo Daniel, pero lodijo de un modo tan suave y tantierno que Luce se sorprendió a símisma y a Daniel cuando obedeció—. No creo que seas estúpida. —Cerró los ojos—. Creo que eres lapersona más inteligente que conozco,y la más amable. Y –tragó saliva yabrió los ojos para mirarladirectamente a los de Luce— la máshermosa.

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—¿Perdona?Él miró hacia el océano.—Es solo que... estoy tan cansado

de esto —dijo. Parecía exhausto.—¿De qué?Volvió la vista hacia ella, con una

expresión tristísima en la cara, comosi hubiera perdido algo precioso. Eseera el Daniel que conocía, aunque nopodía explicarse cómo lo habíaconocido o de dónde lo conocía. Eseera el Daniel al que... ella amaba.

—Puedes enseñármelo —susurróLuce.

Él negó con la cabeza. Pero suslabios estaban todavía muy cerca de

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los de ella... y la mirada en sus ojosera muy atrayente. Era casi como siél quisiera que ella le enseñaraprimero.

Luce estaba tan nerviosa que letemblaba todo el cuerpo, y allí depuntillas se inclinó hacia él. Le pusola mano en la mejilla y él parpadeó,pero no se movió. Ella, en cambio, semovió muy poco a poco, como situviera miedo de sorprenderlo, y acada segundo que pasaba ella mismase sentía petrificada. Y entonces,cuando sus ojos estaban tan cercaque casi bizqueaban, ella los cerró yunió sus labios a los de él.

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Aquel suave contacto de suslabios, como de plumas, era lo únicoque los conectaba, pero Luce sintióque un fuego desconocido seapoderaba de su cuerpo, y supo quenecesitaba más de todo cuantopudiera darle Daniel. Sin duda erapedir demasiado que él la necesitarade la misma forma, que pudieranabrazarse como ella tantas veceshabía soñado y que le devolvieraaquel beso anhelante con la mismaintensidad.

Pero lo hizo.Sus brazos musculados le

rodearon la cintura. La atrajo hacia

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sí, y ella pudo sentir el nítido límitede sus cuerpos entrando en contacto:las piernas entrelazándose, lascaderas apretadas contra las caderas,los pechos palpitando al mismotiempo. Daniel la apoyó de espaldasa la barandilla del paseo, y la ciñócontra su cuerpo hasta que ella nopudo moverse, hasta que la tuvoexactamente donde quería. Lo hizotodo sin separar ni un instante suslabios imantados.

Luego empezó a besarla deverdad, muy suave al principio, conbesos muy delicados en la oreja, ydespués siguió por la mandíbula, con

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besos largos, dulces y tiernos hastallegar al cuello, haciendo que Lucegimiera y echara la cabeza haciaatrás. Le estiró un poco el pelo, y ellaabrió los ojos y, durante un instante,vio las primeras estrellas queaparecían en la noche. Se sintió máscercana al cielo que nunca.

Al final, Daniel volvió a suslabios, y la besó con tantaintensidad... le mordió el labioinferior y a continuación le pasó lalengua por los dientes. Ella abrió másla boca, desesperada por aceptar aDaniel, ya sin temor a mostrar a lasclaras lo mucho que lo deseaba y

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equilibrar con su propia fuerza lafuerza de los besos de él.

Tenía arena en la boca y entre losdedos de los pies, el viento salobre lehabía puesto la piel de gallina y sucorazón emanaba un sentimientodulce y maravilloso.

En aquel momento, habríamuerto por él.

Él la apartó y la miró, como siquisiera que ella dijera algo. Ella lesonrió y le dio un beso breve en loslabios, disfrutando del contacto. Noconocía otras palabras, ningunaforma mejor de comunicar lo quesentía, lo que quería.

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—Todavía estás aquí —musitó él.—No podrían apartarme de ti —

contestó riéndose.Daniel dio un paso atrás, la

mirada se le tornó sombría y dejó desonreír. Empezó a caminar frente aella, frotándose la frente con lamano.

—¿Qué pasa? —preguntó Lucecon timidez, al tiempo que le tirabade la manga para que volviera abesarla. Él le pasó los dedos por lacara, luego por el pelo y al final porel cuello. Como si estuvieraasegurándose de que no era un sueño.

¿Aquel era el primer beso de

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verdad de Luce? Ella pensaba que nodebía contar a Trevor, así quetécnicamente sí lo era. Y todoparecía tan perfecto, como si Daniely ella estuvieran predestinados. Suolor era... maravilloso. Su boca teníaun sabor dulce y cálido. Era alto yfuerte y...

Se estaba separando de ella.—¿Adónde vas? —preguntó,A Daniel se le doblaron las

rodillas y se agachó unoscentímetros; se apoyó en labarandilla de madera y miró el cielo.Parecía como si le doliera algo.

—Has dicho que nada te

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apartaría de mí —dijo en voz baja—.Pero ellos lo harán; quizá solo sehayan retrasado.

—Pero ¿quién? —dijo Luce,mirando a su alrededor en la playadesierta—. ¿Cam? Creo que lo hemosdespistado.

—No. —Daniel empezó acaminar por el paseo. Estabatemblando—. Es imposible.

—Daniel.—Vendrá —susurró.—Me estás asustando.Luce lo siguió, intentando

mantener el ritmo; de repente, aunsin quererlo, tuvo el presentimiento

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de que sabía a qué se refería: no era aCam, sino a otra cosa, otra amenaza.

Luce se sintió confusa. Laspalabras de Daniel repiqueteaban ensu cabeza, y sonabaninquietantemente ciertas, pero se leescapaba el razonamiento quepudiera haber detrás de todo aquello.Como el destello de un sueño del queno podía acordarse.

—Háblame —dijo—. Dime quéestá ocurriendo.

Él se volvió, con la cara pálidacomo una peonia y las manosextendidas en señal de rendición.

—No sé cómo pararlo —susurró

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—. No sé qué hacer.

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En la cuerda flojaEn la cuerda floja

Luce estaba de pie en el cruce de

caminos entre el cementerio, en lazona norte del reformatorio, y elsendero que llevaba al lago, al sur.Estaba atardeciendo, y los operariosya se habían ido a casa. La luz sefiltraba por las ramas de los roblesque había detrás del gimnasio, yproyectaba sombras en el camino allago. Luce se sentía tentada de ir

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hacia allí. No sabía qué direccióntomar. Tenía dos cartas en las manos.

En la primera, Cam se disculpabapor lo que había ocurrido —algo queLuce ya se esperaba— y le rogabaque se encontraran después de clasepara hablar de ello. En la segunda,Daniel se limitaba a decir«Quedamos en el lago». Y ellaestaba impaciente por ir. Todavíasentía un cosquilleo en los labios porlos besos de la noche anterior. Nopodía dejar de pensar en sus dedosacariciándole el pelo, o en sus labiosbesándole el cuello.

Otros fragmentos de la noche

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eran más confusos, como lo quehabía ocurrido después de que sesentaran en la playa. Comparado conla forma en que las manos de Danielhabían recorrido su cuerpo diezminutos antes, parecía tener miedode tocarla.

Nada pudo hacerle volver en sí.No dejó de murmurar las mismaspalabras una y otra vez: «Tiene quehaber pasado algo. Algo hacambiado». Sus ojos reflejaban dolor,como si ella tuviera la respuesta,como si ella tuviera alguna idea de loque significaban aquellas palabras.Al final se quedó dormida en su

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hombro mientras contemplaba eletéreo mar.

Cuando se despertó unas horasdespués, la estaba llevando escalerasarriba, hacia su habitación. Sesorprendió al darse cuenta de quehabía dormido durante todo elcamino de vuelta... y todavía sesorprendió más al ver aquel extrañoresplandor en el pasillo. Otra vez, laluz de Daniel, y ni siquiera sabía si élpodía verla.

Todo a su alrededor estababañado en aquella tenue luz violeta.Las puertas blancas y llenas depegatinas de los demás estudiantes

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adquirieron un tono neón. Lasbaldosas mate parecían resplandecer.El ventanal que daba al cementerioproyectaba un brillo violeta sobre losprimeros rayos de luz amarilla delexterior. Y todo ello bajo la atentamirada de las rojas.

—Nos van a pillar—susurró ella,nerviosa y aún medio dormida.

—No me preocupan las rojas —dijo Daniel sin perderla serenidadsiguiendo la mirada de Luce hacia lascámaras. Al principio, sus palabras latranquilizaron, pero luego empezó apreguntarse por qué había algoincómodo en el tono de su voz: si

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Daniel no estaba preocupado por lasrojas, entonces es que estabapreocupado por otra cosa.

Cuando la dejó en la cama, labesó con suavidad en la frente yluego respiró hondo.

—No desaparezcas —dijo él.—No hay ninguna posibilidad.—Lo digo en serio. —Cerró los

ojos un momento largo—. Ahoradescansa un poco... pero mañanabúscame antes de clase. Quierohablar contigo. ¿Me lo prometes?

Ella le apretó la mano y lo atrajohacia sí para darle un último beso. Lesostuvo la cara entre las manos y se

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fundió con él. Cada vez que abría losojos, él la estaba mirando. Y a Lucele encantaba. Al final Daniel seretiró y la contempló desde el quiciode la puerta, y solo su mirada hizoque a Luce se le acelerara el corazóncomo antes lo habían hecho susbesos. Cuando salió al pasillosigilosamente y cerró la puerta, Lucecayó de inmediato en un sueñoprofundo.

Durmió durante todas las clasesde la mañana y se despertó a primerahora de la tarde, llena de vida, comosi acabara de nacer. No le importabaque no tuviera excusa por haberse

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saltado las clases, solo le preocupabano haber acudido a la cita conDaniel. Iba a encontrarlo tan prontocomo pudiera, y él lo entendería.

Hacia las dos, cuando pensó enque debería comer algo, o quizáaparecer por la clase de Religión dela señorita Sophia, salió aregañadientes de la cama. Fueentonces cuando vio los dos sobresque habían deslizado por debajo de lapuerta, lo cual la decidió por fin asalir de la habitación.

Antes que nada tenía que dejarlelas cosas claras a Cam, porque si ibaprimero al lago sabía que luego sería

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incapaz de separarse de Daniel. Siiba primero al cementerio, el deseode ver a Daniel le infundiría lasfuerzas suficientes para decirle aCam lo que el día anterior, con losnervios, no le pudo decir, pues tododegeneró espantosamente y sedescontroló.

Superando sus miedos, Luceempezó a caminar hacia elcementerio. La tarde era cálida, y elaire, pegajoso a causa de la humedad.Iba a ser una de esas nochessofocantes en las que la brisa del marlejano no era lo bastante intensa paraenfriar el ambiente. No había nadie

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en el patio, y las hojas de los árbolesestaban quietas. De hecho, Lucepodía ser lo único en movimiento entodo Espada & Cruz. Todos losdemás habrían acabado las clases yestarían apelotonados en el comedor;y Penn —y probablemente másgente— se estaría preguntando porLuce.

Cuando llegó al cementerio, Camestaba reclinado en las cancelasmoteadas de liquen. Tenía los codosapoyados en los postes de hierrolabrado y los hombros encorvados.Estaba jugando con un diente de leóncon la punta de acero de su bota

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negra. Luce no recordaba haberlovisto tan ensimismado: la mayorparte del tiempo Cam parecía sentirun enorme interés por el mundo quele rodeaba. Pero ahora ni siquierallegó a mirarla hasta que estuvodelante de él, y cuando lo hizo Lucevio que tenía la cara pálida. Tenía elpelo aplastado contra la cabeza yLuce se sorprendió al pensar que talvez se la había afeitado. La miró conexpresión cansada, como siconcentrarse en sus rasgos requirieraun gran esfuerzo. Parecía hechopolvo, no por la pelea de la nocheanterior: tenía aspecto de no haber

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dormido en días.—Has venido.Tenía la voz ronca, pero acabó la

frase con una leve sonrisa. Luce sehizo crujir los dedos, y pensó que nosonreiría por mucho tiempo. Ellaasintió y le mostró la nota.

Él intentó cogerle la mano, peroella apartó el brazo simulando quenecesitaba apartarse el pelo de losojos.

—Supuse que estarías muyenfadada por lo de anoche —dijoapartándose de la cancela.

Dio algunos pasos adentrándoseen el cementerio, y luego se sentó

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con las piernas cruzadas en un bancopequeño de mármol gris que sehallaba entre la primera fila detumbas. Lo limpió, apartó algunashojas secas y dio una palmadita a sulado.

—¿Enfadada? —preguntó ella.—Normalmente es por lo que

alguien sale disparado de los bares.Ella se sentó de cara a él, también

con las piernas cruzadas. Desde allíarriba podía ver las ramas superioresdel enorme y viejo roble que habíaen el centro del cementerio, dondeCam y ella celebraron aquel picnicque ahora parecía tan lejano en el

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tiempo.—No sé —dijo Luce—. Estoy más

bien perpleja, puede que confundida.Decepcionada. —Se estremeció al

recordar los ojos de aquel tipocuando la agarró, el aluvióndesquiciado de golpes de Cam, eltecho oscuro y lleno de sombras...—.¿Por qué me llevaste allí? Ya sabes loque les pasó a Jules y a Phillipcuando se escaparon.

—Jules y Phillips fueron unosidiotas. Sus movimientos estabancontrolados por pulseras delocalización. Estaba claro que iban apillarles. —Cam sonrió

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sombríamente, pero su sonrisa no ibadirigida a Luce—. Nosotros no somoscomo ellos, Luce. Créeme. Y,además, yo no pretendía meterme enotra pelea. —Se frotó las sienes, y lapiel de alrededor formó un pliegueque le confirió una aparienciacorreosa y demasiado fina—. Pero nopude soportar la forma en que aqueltipo te habló, te tocó. Mereces quete traten con el máximo cuidado. —Sus ojos verdes se abrieron mucho—.Y yo quiero ser quien lo haga. Elúnico.

Ella se apartó el cabello detrás dela oreja y respiró hondo.

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—Cam, pareces un chicofantástico...

—Oh, no. —Se cubrió la cara conla mano—. No me vengas con latípica charla de ruptura fácil. Esperoque no vayas a decir que deberíamosser amigos.

—¿No quieres ser mi amigo?—Sabes que quiero ser mucho

más que tu amigo —dijo, y al decir«amigo» lo hizo escupiendo, como sifuera una palabra sucia—. Es porGrigori, ¿no?

Luce sintió que se le encogía elestómago. Supuso que no era tandifícil imaginárselo, pero había

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estado tan concentrada en suspropios sentimientos que apenashabía tenido tiempo de considerarqué pensaría Cam de Daniel y ella.

—En realidad, no nos conoces aninguno de los dos —dijo Camlevantándose y alejándose unos pasos—, pero crees que estás preparadapara escoger a uno de nosotros ahoramismo, ¿no?

Era un poco presuntuoso por suparte pensar que todavía tenía algunaposibilidad —sobre todo después delo que había ocurrido la nocheanterior—, o que creyera que habíaalgún tipo de competición entre

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Daniel y él.Cam se agachó ante ella. Tenía

una expresión diferente —suplicante,seria— cuando la cogió de las manos.

A Luce le sorprendió verlo tandemacrado.

—Lo siento —dijo ella apartandolas manos—. Sencillamente hapasado.

—¡Tú lo has dicho.Sencillamente ha pasado. ¿Qué fue?,déjame adivinar... anoche te miró deun modo romántico, desconocidopara ti. Luce, te estás precipitando altomar una decisión sin ni siquierasaber lo que está en juego. Podría

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haber muchas cosas en juego. —Lamirada confundida de Luce learrancó un suspiro—. Yo podríahacerte feliz.

—Daniel me hace feliz.—¿Cómo puedes decir eso? Ni

siquiera se atreve a tocarte.Luce cerró los ojos y recordó

cómo la noche anterior sus labios sehabían unido en la playa, los brazosde Daniel envolviéndola. El mundoentero parecía tan en orden, tanarmónico y seguro.

Pero ahora, cuando abría los ojosDaniel no estaba por ninguna parte.

Solo estaba Cam.

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Luce se aclaró la garganta.—Sí, sí que se atreve. Lo hace.Sintió que se le sonrojaban las

mejillas. Luce las presionó con sumano fría, pero Cam no se diocuenta. Cerró los puños.

—Explícate.—La forma en que Daniel me

besa no es asunto tuyo.Luce se mordió el labio, furiosa

porque Cam se burlaba de ella.Cam se rió entre dientes.—Ah, ¿sí? Yo puedo hacerlo tan

bien como Grigori —dijo,sujetándole la mano y besándole eldorso antes de dejarla caer

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bruscamente.—No fue nada parecido —dijo

Luce al tiempo que se volvía.—¿Y qué tal así?Los labios de Cam rozaron la

mejilla de Luce antes de que ellapudiera evitarlo.

—Nada que ver.Cam se lamió los labios.—¿Me estás diciendo que Daniel

Grigori te besó de la forma quemereces que te besen?

La expresión de sus ojosempezaba a adquirir un aire torvo.

—Sí —contestó—. El mejor besoque me han dado nunca.

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Y aunque había sido su únicobeso real, Luce sabía que si le volvíana preguntar en sesenta años, en cienaños, respondería lo mismo.

—Y, a pesar de todo, sigues aquí—dijo Cam, sacudiendo la cabezacon incredulidad.

A Luce no le gustaba lo queestaba insinuando.

—Estoy aquí solo para decirte laverdad sobre Daniel y yo. Parahacerte saber que tú y yo...

Cam estalló en carcajadas, unarisa sonora y vacía que expandió sueco por todo el cementerio. Se riótan fuerte y durante tanto tiempo

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que tuvo que sujetarse la barriga ysecarse una lágrima.

—¿Qué te hace tanta gracia? —lepreguntó Luce.

—Ni te lo imaginas —contestósin dejar de reír.

Aquel tono en plan no-lo-entenderías que había empleado Camno era muy distinto del que usóDaniel la noche anterior cuando,inconsolable, le repetía aquellas dospalabras: «Es imposible». Pero conCam, Luce reaccionó de un modocompletamente distinto. CuandoDaniel no le explicó nada, ella sesintió incluso más atraída hacia él.

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Hasta cuando discutían, ella deseabaestar con Daniel más de lo que nuncahabía querido estar con Cam. Perocuando Cam la trató como unaignorante, en realidad se sintióaliviada. No quería sentirse cerca deél.

De hecho, en ese preciso instante,se sentía demasiado cerca de él.

Y ya tenía suficiente. Apretó losdientes, se levantó y se marchóofendida en dirección a las cancelas,enfadada consigo misma por haberperdido tanto tiempo con aquellahistoria.

Pero Cam la alcanzó, se puso

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delante de ella y le cerró el paso.Todavía se estaba riendo de ella,aunque intentaba reprimirsemordiéndose los labios.

—No te vayas —musitó, riéndoseentre dientes.

—Déjame en paz.—Aún no.Antes de que pudiera zafarse,

Cam la estrechó entre sus brazos, lalevantó y la inclinó hacia atrás, deforma que los pies de Luce dejaronde tocar el suelo. Luce gritó y opusoresistencia, pero él sonrió.

—¡Suéltame!—Hasta el momento la lucha

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entre Grigori y yo ha sido bastanteequitativa, ¿no te parece?

Ella lo fulminó con la miradamientras intentaba zafarseempujándolo con las manos.

—Vete al infierno.—Te estás confundiendo —dijo al

tiempo que le acercaba la cara. Susojos verdes la tenían dominada, yodió que una parte de ella todavía sesintiera atraída por su mirada.

»Escucha, sé que las cosas se handescontrolado un poco durante estosúltimos días —dijo en un susurro—,pero tú me gustas, Luce, me gustasmucho. No te vayas con él sin antes

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dejarme que te dé un beso.Ella sintió que sus brazos habían

aumentado la presión y, de repente,tuvo miedo. Se hallaban en un lugarapartado y nadie sabía dónde estabaella.

—No cambiaría nada —le dijo,intentando mantener la calma.

—Sígueme el juego: finjamos quesoy un soldado y que tú cumples miúltimo deseo.

Lo prometo, solo un beso.Luce pensó en Daniel: se lo

imaginó esperándola en el lago,manteniéndose ocupado haciendosaltar piedras sobre el agua cuando

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debería tenerla entre sus brazos. Noquería darle un beso a Cam, pero ¿ysi él no la soltaba? El beso podría serla cosa más nimia e insignificante, elcamino más fácil para que la dejaratranquila, y entonces estaría librepara volver con Daniel. Cam se lohabía prometido.

—Solo un beso... —empezó adecir, y un instante después suslabios ya se habían unido.

Su segundo beso en dos días.Mientras que el beso de Danielhabía sido hambriento, casidesesperado, el de Cam fue suave,rozando en exceso la perfección,

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como si hubiera practicado con uncentenal de chicas antes de ella.

Pero, aun así, notó que algodentro de ella se despertaba, que algodentro de ella quería quereaccionara, y se apoderaba delenfado que había sentido solo unossegundos antes, haciéndolodesaparecer. Cam todavía la sosteníahacia atrás y Luce se sintió seguraentre sus brazos fuertes y diestros. Ynecesitaba sentirse segura. Aquellosuponía un cambio tremendo conrespecto a, bueno, a todo lo quehabía vivido con Cam antes debesarlo. Sabía que se estaba

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olvidando de algo, de alguien... ¿dequién? No podía recordarlo. Soloestaban el beso, los labios de Cam y...

De repente, sintió que se caía. Segolpeó contra el suelo con tantafuerza que se quedó sin respiración.Al levantarse, apoyándose en losbrazos, observó que, unoscentímetros más allá, la cara de Camestaba tocando el suelo. Luce hizouna mueca involuntaria.

El sol de la primera hora de latarde proyectaba una luz turbiasobre las dos figuras que acababan dellegar al cementerio.

—¿Cuántas veces te has

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propuesto echar a perder a estachica? —Luce oyó que alguien conacento sureño pronunciaba aquellafrase.

«¿Gabbe?» Alzó la vista,parpadeando por la luz del sol.

Eran Gabbe y Daniel.Gabbe se apresuró a ayudarla a

levantarse, pero Daniel ni siquiera sedignó a mirarla.

Luce se maldijo en voz baja. Nosabía qué era peor: que Daniel lahubiera visto besando a Cam o queDaniel —estaba segura de ello—fuera a pelearse de nuevo con Cam.

Cam se levantó y se encaró a

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ellos, ignorando por completo aLuce.

—De acuerdo, ¿a quién devosotros dos le toca esta vez? —gruñó.

¿Esta vez?—A mí —dijo Gabbe dando un

paso al frente con los brazos en jarras—. Ese primer azote cariñoso te lo hedado yo, cariño. ¿Qué vas a hacer alrespecto?

Luce negó con la cabeza; Gabbetenía que estar de broma. Sin duda,aquello debía de ser algún tipo dejuego, pero no parecía que Cam seestuviera divirtiendo. Enseñó los

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dientes y se arremangó la camisa, altiempo que levantaba los puños y seacercaba a Gabbe.

—¿Otra vez, Cam? —le regañóLuce—. ¿Es que no has tenido yasuficientes peleas esta semana?

Y por si fuera poco, esta vez iba apegar a una chica. Él le dirigió unasonrisa sesgada.

—A la tercera va la vencida —contestó en un tono más bienmalicioso. Se volvió justo cuandoGabbe le encajó una patada en lamandíbula.

Luce se echó hacia atrás cuandoCam cayó al suelo. Tenía los ojos

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cerrados por el dolor y las manos enla cara. De pie a su lado, Gabbeparecía impasible, como si acabara desacar una tarta de melocotón delhorno. Se miró las uñas y suspiró.

—Es una pena tener que pegarteuna paliza cuando acabo de hacermela manicura. Pero qué se le va ahacer... —dijo, y se puso a patear aCam en el estómago, deleitándosecon cada patada igual que un niñoque va ganando partidas en laconsola.

Tambaleándose, Cam logróponerse en cuclillas. Luce no podíaver su cara —la tenía oculta entre las

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rodillas—, pero estaba gimiendo dedolor y respiraba con dificultad.

Luce se quedó quieta y miróprimero a Gabbe y después a Cam, yviceversa, incapaz de entender lo queestaba viendo. Cam era dos veces másgrande que ella, pero era Gabbe laque parecía tener la sartén por elmango. El día anterior Luce habíavisto cómo Cam le daba una paliza aun tipo enorme en el bar. Y la otranoche, fuera de la biblioteca, Daniely Cam parecían luchar en igualdadde condiciones. Por eso Luce estabaalucinando con Gabbe, con su pelorecogido en una coleta sujeta con

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una cinta multicolor, que ahora teníaa Cam inmovilizado en el suelomientras le retorcía el brazo por laespalda.

—¿Te rindes? —le preguntó entono burlón—. Di la palabra mágica,cielo, y te dejaré ir.

—Nunca —Cam escupió en elsuelo.

—Estaba deseando que dijeras eso—dijo, empujándole la cabeza confuerza contra la tierra.

Daniel puso la mano en el cuellode Luce, y ella se relajó y lo miró,pero tenía miedo de ver su expresión.Debía de odiarla.

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—Lo siento tanto —musitó—.Cam...

—¿Por qué has venido aquí aencontrarte con él?

En su voz había dolor eindignación al mismo tiempo. Lesujetó la barbilla para que lo mirara,y Luce notó que tenía los dedoshelados. Los ojos de Daniel ya noeran grises, sino completamentevioletas.

A Luce le tembló el labio.—Pensaba que podía controlar la

situación; ser honesta con Cam deforma que tú y yo pudiéramos estarjuntos sin problemas, sin tener que

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preocuparnos por nada.Daniel resopló, y Luce se dio

cuenta de lo estúpido que sonaba loque había dicho.

—Ese beso... —prosiguió Luceretorciéndose las manos. Le habríagustado poder escupirlo sin más— hasido un enorme error.

Daniel cerró los ojos y se volvió.Abrió la boca dos veces para deciralgo, pero se lo pensó mejor.

Se pasó las manos por el pelo y sebalanceó. Por su actitud, Luce pensóque iba a echarse a llorar pero, alfinal, la rodeó entre sus brazos.

—¿Estás enfadado conmigo? —

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Hundió la cabeza en su pecho yrespiró el dulce olor de su piel.

—Solo me alegro de haberllegado a tiempo.

Los quejidos de Cam reclamaronla atención de ambos, y cuando lomiraron, hicieron una mueca.

Daniel la tomó de la mano eintentó llevársela de allí, pero Luceno podía dejar de mirar a Gabbe, queacababa de hacerle una llave a Camsin inmutarse. Cam estaba magulladoy tenía un aspecto patético. Luce noentendía nada.

—¿Qué está pasando, Daniel? —musitó Luce—. ¿Cómo le puede estar

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dando esa paliza a Cam? ¿Y por quése deja él?

Daniel suspiró a medias y esbozóuna media sonrisa.

—No se está dejando. Lo que veses solo un ejemplo de lo que puedehacer una chica.

Ella negó con la cabeza.—No lo entiendo. ¿Cómo...?Daniel le acarició la mejilla.—¿Vamos a dar un paseo? —le

preguntó—. Intentaré explicartealgunas cosas, pero creo que deberíasestar sentada.

Luce también tenía algunas cosasque aclarar con Daniel. Bien, si no

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aclararlas exactamente, al menos síconversar sobre ellas, para ver si él laconsideraba completa y oficialmenteloca. Aquello de la luz violeta, porejemplo. Y los sueños que no podía(que no quería) dejar de tener.

Daniel la condujo hacia una zonadel cementerio que Luce no habíavisto nunca, un lugar llano ydespejado donde dos melocotoneroscrecían juntos. Los troncos seinclinaban el uno sobre el otro, deforma que ambos dibujaban la formade un corazón.

La llevó justo debajo de donde seentrelazaban las ramas y le cogió las

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manos para entrelazar sus dedos.El silencio de la tarde solo se veía

interrumpido por el canto de losgrillos, y Luce se imaginó a los demásestudiantes en el comedor. Comiendopuré de patatas de las bandejas osorbiendo leche a temperaturaambiente a través de unas pajitas. Eracomo si, de repente, Daniel y ellaestuvieran en otro plano de larealidad, ajenos al resto de la escuela.Todo lo demás —excepto sus manosenlazadas, el cabello de Danielbrillando a la luz del sol de la tarde,sus ojos grises y cálidos—, todo lodemás parecía muy, muy lejano.

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—No sé por dónde empezar —dijo, ejerciendo más presión en susdedos mientras se los masajeaba,como si pudiera obtener la respuestaal hacerlo—. Tengo tanto quedecirte, y no debo equivocarme.

Por mucho que Luce deseara quelo que Daniel tenía que decirle fuerauna simple declaración de amor,sabía que se trataba de otra cosa. Eraalgo difícil de decir, algo que iba aexplicar muchas cosas de él, pero quequizá también resultaría complicadode asimilar para Luce.

—¿Y si empiezas por eso de«tengo una buena noticia y otra

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mala»?—Buena idea. ¿Cuál quieres

primero?—La mayoría de la gente quiere

la buena primero.—Quizá sí —dijo—. Pero tú no

tienes nada que ver con la mayoría dela gente.

—Vale, dime la mala primero.Daniel se mordió el labio.—Entonces prométeme que no te

irás sin haber oído antes la buenanoticia.

No tenía ninguna intención deirse; no justo ahora, que él nointentaba evitarla y que parecía estar

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dispuesto a responder algunas de lasmuchas preguntas que habíanobsesionado a Luce durante lasúltimas semanas.

Daniel se llevó las manos de Luceal pecho y las apretó contra sucorazón.

—Voy a decirte la verdad —dijo—. No me vas a creer, pero merecessaberla. Aunque pueda matarte.

—De acuerdo.A Luce se le hizo un nudo en el

estómago, y sintió que le empezabana temblar las rodillas. Se alegró deque la hubiera hecho sentarse.

Daniel caminaba de un lado para

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otro, y finalmente respiró hondo.—En la Biblia... Luce refunfuñó,

no pudo evitarlo, fue una especie deacto reflejo como reacción a lascharlas de catequesis. Además, queríaque hablaran de ellos, no que lecontara una parábola moralista. En laBiblia no iba a encontrar respuesta aninguna de las preguntas que teníasobre Daniel.

—Escucha —le dijo, mirándolafijamente—. ¿Sabes que en la BibliaDios da mucha importancia a la ideade que todo el mundo debe amarlocon toda su alma? ¿Y a que tiene queser un amor incondicional,

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incomparable?Luce se encogió de hombros.—Supongo.—Vale... —Daniel parecía estar

buscando las palabras adecuadas—.Esa obligación no atañe solo a laspersonas.

—¿Qué quieres decir? ¿A quiénmás? ¿A los animales?

—Sí, sin duda a veces también —dijo Daniel—. Como con laserpiente, que fue condenada a reptarpara siempre después de habertentado a Eva.

Luce tembló al pensar de nuevoen Cam. La serpiente. El picnic. El

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collar. Se pasó la mano por el cuellodesnudo, contenta de no llevarlo.

Él le pasó los dedos por el pelo,recorrió su mandíbula y los dejódescansar en el hueco de su cuello.

Ella suspiró, en la gloria.—Lo que intento decirte es...

supongo que yo también podría decirque estoy condenado, Luce. Heestado condenado durante mucho,mucho tiempo. —Hablaba como silas palabras tuvieran un saboramargo—. Una vez tomé unadecisión, una decisión en la quecreía... en la que todavía creo,aunque...

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—No entiendo nada —Luce lointerrumpió sacudiendo la cabeza.

—Claro que no lo entiendes —dijo agachándose a su lado—. Y yonunca he tenido demasiado éxitoexplicándotelo. —Se rascó la cabezay bajó la voz, como si estuvierahablando consigo mismo—. Pero hede intentarlo. Así que ahí va.

—De acuerdo —contestó Luce.La estaba confundiendo, y apenashabía dicho nada todavía, perointentó fingir que estaba menosperdida de lo que en realidad estaba.

—Me enamoro —explicócogiéndole las manos con fuerza—.

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Una y otra vez. Y siempre acaba demanera catastrófica.

«Una y otra vez.»Esas palabras la pusieron

enferma. Luce cerró los ojos y apartólas manos. Eso ya se lo había dicho,aquel día que estuvieron en el lago.Había vivido rupturas, había salidoescaldado. ¿Qué razón había paraque le viniera ahora con lo de esaschicas? Le había dolido entonces, eincluso le dolía más ahora, como unpunzón agudo en las costillas. Él leestrechó los dedos.

—Mírame —le suplicó—. Aquí escuando las cosas se ponen difíciles.

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Ella abrió los ojos.—La chica de la que me enamoro

cada vez eres tú.Luce había estado conteniendo la

respiración, y quiso liberar el aire,pero lo que salió de su boca fue unarisa aguda y cortante.

—Claro, Daniel —dijo, haciendoademán de levantarse—. Guau, deverdad estás condenado, eso que dicessuena terrible.

—Escucha. —La sentó de golpecon tal fuerza que le dolió elhombro. Sus ojos desprendieron undestello violeta, por lo que Lucededujo que estaba enfadado. Pues

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bien, ella también lo estaba.Daniel miró hacia arriba, hacia el

dosel que formaban losmelocotoneros, como si pidieraayuda.

—Te lo ruego, déjameexplicarme. —Le tembló la voz—. Elproblema no es que te quiera.

Ella respiró profundamente.—Entonces, ¿cuál es?Intentó escuchar, intentó ser

fuerte y no sentirse herida. Daniel yaparecía suficientemente destrozadopor los dos.

—Yo vivo eternamente —dijo.Los árboles susurraron a su

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alrededor, y Luce vio un atisbo desombra por el rabillo del ojo. Noaquel remolino de oscuridadenfermizo y omnipresente de lanoche anterior, sino un aviso. Lasombra mantenía las distancias ybullía impasible en la esquina, peroestaba esperando.

Esperándola a ella. Luce sintió unprofundo escalofrío que le heló loshuesos. No pudo sustraerse a lasensación de que algo ominoso, negrocomo la noche, algo definitivo estabapreparándose.

—Lo siento —dijo mirando denuevo a Daniel—. ¿Podrías...

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hummm, repetirlo?—Tengo que vivir eternamente

—repitió. Luce todavía estabaperdida, pero él siguió hablando, desus labios brotaba un torrente depalabras—. Tengo que vivir, y ver alos niños nacer, crecer y enamorarse.Veo cómo ellos mismos tienen hijosy envejecen. Veo cómo mueren.Luce, estoy condenado a verlos una yotra vez. A todos, menos a ti.

—Tenía los ojos vidriosos, y suvoz se convirtió en un susurro—. Túno puedes enamorarte...

—Pero... —lo interrumpiósusurrando a su vez—. Yo... me he

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enamorado.—No puedes tener hijos y

envejecer, Luce.—¿Por qué no?—Apareces de nuevo cada

diecisiete años.—Por favor...—Y nos encontramos. Siempre

nos encontramos, de alguna formasiempre acabamos juntos, no importaadónde vaya, no importa cuántointente alejarme de ti. No importa.Tú siempre me encuentras.

Había bajado la vista hasta suspuños cerrados, como si quisieragolpear algo, incapaz de levantar los

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ojos.—Y cada vez que nos

encontramos, te enamoras de mí...—Daniel...—Puedo intentar resistirme, o

alejarme, o tratar con todas misfuerzas de no responderte, pero esono cambia nada. Tú te enamoras demí y yo me enamoro de ti.

—¿Y es que eso es tan terrible?—Te mata.—¡Basta! —gritó—. ¿Qué te

propones? ¿Asustarme para que mevaya?

—No —resopló—. De todasformas, no funcionaría.

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—Si no quieres estar conmigo...—dijo ella deseando que todo fuerauna broma pesada, un discurso deruptura para acabar ton todos losdiscursos de ruptura, pero no laverdad. Aquello no podía ser laverdad—... seguramente habrá algunahistoria más verosímil.

—Sé que no puedes creerme. Yesa es la razón por la que no te lopodía decir hasta ahora, cuando debodecírtelo. Porque pensaba queentendía las reglas y... nos besamos, yahora no entiendo nada.

Las palabras que pronunció lanoche anterior le vinieron de golpe a

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la cabeza: «No sé cómo pararlo. Nosé qué hacer».

—Porque me besaste.Él asintió.—Me besaste y, después de

hacerlo, estabas sorprendido.Daniel asintió de nuevo, un poco

avergonzado.—Me besaste —prosiguió Luce,

buscando la forma de atar todos loscabos—, ¿y pensaste que no iba asobrevivir?

—Sí, basándome en experienciasprevias —dijo con voz ronca.

—Eso es una locura.—Pero no tiene que ver con el

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beso de esta vez, sino con lo quesignifica. En algunas vidas podemosbesarnos, pero en la mayoría no, —Leacarició la mejilla, y Luce no pudoevitar que le gustara—. He de decirque prefiero las vidas en las quepodemos besarnos. —Miró al suelo—. Aunque luego, el hecho deperderte sea mucho más duro.

Luce quería enfadarse con él, porinventarse aquella historia tanrocambolesca cuando deberían estarabrazados como lapas. Pero habíaalgo, una especie de comezón, que ledecía que no se apartara de Danielahora, que se quedara allí e intentara

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escuchar todo cuanto pudiera.—Cuando me «¿pierdes» —dijo

ella, notando el peso de aquellapalabra cuando salió de sus labios—,¿de qué forma sucede? ¿Y por qué?

—Depende de ti, de cuántopuedes ver de nuestro pasado, de lobien que me hayas llegado a conocer.—Movió las manos con las palmashacia arriba—. Sé que esto suenamuy...

—¿Increíble?Él sonrió.—Iba a decir vago. Pero intento

no esconderte nada. Es un tema muy,muy delicado. A veces, en el pasado,

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el mero hecho de contarte esto...Luce esperó con atención a que

Daniel dijera algo, pero no lo hizo.—¿Me ha matado?—Iba a decir «me ha roto el

corazón».Era evidente que todo aquello le

causaba dolor, y Luce queríaconsolarlo. Se sintió atraída hacia él,había algo en su interior que laempujaba hacia delante, pero nopudo. Fue entonces cuando tuvo lacerteza de que Daniel sabía lo delresplandor violeta, y que no era ajenoal fenómeno.

—¿Qué eres? —preguntó—.

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Algún tipo de...—Vago por la tierra, y en el

fondo siempre sé que voy aencontrarte. Solía buscarte, peroluego, cuando empecé a escondermede ti, del desengaño que erainevitable, fuiste tú la que comenzóa buscarme. No tardé en darmecuenta de que siempre volvías cadadiecisiete años.

Luce había cumplido losdiecisiete a finales de agosto, dossemanas antes de ingresar en Espada& Cruz. Había sido una celebracióntriste, solo Luce, sus padres y unpastel precocinado. No hubo velas,

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por si acaso. ¿Y qué ocurría con sufamilia? ¿También aparecían cadadiecisiete años?

—No es tiempo suficiente paraque superara la última vez —dijo—.Pero sí que basta para que baje laguardia de nuevo.

—¿Así que sabías que yo iba allegar? —inquirió dubitativa.

Él estaba muy serio, pero Luceaún no podía creerlo. No queríacreerlo.

Daniel negó con la cabeza.—No sé qué día apareces, no

funciona así. ¿No te acuerdas decómo reaccioné el día en que nos

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vimos? —Él miró hacia arriba, comosi él mismo estuviera recordando—.Cada vez, durante los primerossegundos, me siento eufórico y meolvido de todo. Luego lo recuerdo.

—Sí —dijo ella lentamente—.Me sonreíste y luego... ¿es por esopor lo que me hiciste aquel gesto conel dedo?

Él frunció el ceño.—Pero si eso ocurre cada

diecisiete años, como dices, tú sabíasque yo iba a venir. De alguna forma,lo sabías.

—No es fácil, Luce.—Te vi ese día antes de que tú

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me vieras. Estabas fuera delAgustine, riéndote con Roland, y osestabais riendo tanto que a mí meentraron celos. Si tú sabes todo eso,Daniel, si eres tan listo que puedespredecir cuándo voy a venir y cuándovoy a morir, y lo difícil que esa va aser para ti, ¿cómo podías reírte así?No te creo —dijo con un temblor enla voz—. No me creo nada de todoesto.

Daniel le secó con suavidad unalágrima con el pulgar.

—Es una pregunta estupenda,Luce. Me encanta que me la hagas, yojalá pudiera responderla. Solo

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puedo decirte esto: la única forma desobrevivir a la eternidad es siendocapaz de valorar cada momento. Esoera lo único que estaba haciendo.

—Eternidad —repitió Luce—.Otra cosa que no puedo entender.

—No importa. Ya no podría reírmás de esa forma. Tan pronto comoapareces, me siento abrumado.

—Lo que dices no tiene ningúnsentido —repuso.

Sentía la necesidad de irse antesde que oscureciera demasiado. Perola historia de Daniel era tan absurda.Durante todo el tiempo que habíapasada en Espada & Cruz, Luce casi

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llegó a creer que estaba loca, pero sudemencia no era nada comparada conla de Daniel.

—No hay un manual paraexplicarle todo este... asunto a lachica a la que amas —se quejópasándose la mano por el pelo—. Lohago lo mejor que puedo. Quiero queme creas, Luce. ¿Qué más puedohacer?

—Explícame otra cosa —repusocon amargura—. Invéntate unaexcusa más creíble.

—Tú misma dijiste que sentíascomo si ya me conocieras. Intenténegarlo mientras pude porque sabía

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que iba a pasar esto.—Sí, sentía que te conocía de

alguna parte, claro —dijo, y su vozexpresaba un atisbo de miedo—. Delcentro comercial, o del campamentode verano o algo así. No de una vidaanterior —Negó con la cabeza—.No, no puedo creerlo.

Se tapó los oídos.Daniel le retiró las manos.—Y, aun así, en el fondo sabes

que es verdad. —Le estrechó lasrodillas y la miró fijamente a los ojos—. Lo sabías cuando subí contigohasta la cima del Corcovado en Rioporque querías ver de cerca la

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estatua. Lo sabías cuando te llevédurante tres calurosos kilómetroshasta el río Jordán, después de queenfermaras a las afueras de Jerusalén.Te advertí de que no comieras todosaquellos dátiles. Lo sabías cuandofuiste mi enfermera en aquel hospitalitaliano durante la Primera GuerraMundial y, antes de eso, cuando meescondí en tu sótano durante la purgaque el Zar llevó a cabo en SanPetersburgo. Cuando escalé la torretade tu castillo en Escocia durante laReforma, y cuando te hice bailar sinparar durante la celebración de lacoronación del rey en Versalles. Eras

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la única mujer vestida de negro.También hubo lo de aquella coloniade artistas en Quintana Roo, yaquella marcha de protesta enCiudad del Cabo, en la que pasamosla noche en comisaría. La aperturadel Globe Theatre en Londres, dondetuvimos las mejores butacas. Ycuando mi barco se fue a pique enTahití, tú estabas allí, igual quecuando estuve preso en Melbourne,cuando fui carterista en el Nîmes delsiglo XVIII, y monje en el Tíbet.Aparecías en cualquier lugar,siempre, y tarde o temprano sentíaslas cosas que acabo de explicarte.

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Pero no vas a aceptar que lo quesientes pueda ser verdad.

Daniel se detuvo para tomar airey miró más allá de ella, sin ver.Entonces extendió la mano, le apretóla rodilla y ella volvió a sentir denuevo que le transmitía aquel fuego.

Luce cerró los ojos, y cuandovolvió a abrirlos Daniel le tendía unapeonia blanca perfecta. Casiresplandecía. Se volvió para ver dedónde la había cogido, cómo podíano haberse dado cuenta antes, puespor allí solo había malas hierbas yfrutos podridos. Sostuvieron juntos laflor.

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—Lo sabías cuando cogistepeonias blancas todos los díasdurante un mes aquel verano enHelston. ¿Te acuerdas de eso? —Lamiró, como si intentara ver en suinterior—. No. —Suspiró—. Claroque no. Te envidio por eso.

Pero a medida que hablaba, Luceempezó a sentir calor por toda supiel, como si respondiera a unaspalabras que su cerebro no podíareconocer. Había una parte en ellaque ya no estaba segura de nada.

—Hago todas estas cosas —dijoDaniel acercándose a ella hasta quesus frentes se tocaron— porque tú

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eres mi amor, Lucinda. Para mí ereslo único que existe.

A Luce le temblaba el labioinferior y sus manos se quedaronflácidas entre las de Daniel. Lospétalos de la flor se deslizaron entrasus dedos y cayeron al suelo.

—Entonces, ¿por qué estás tantriste?

Todo aquello era demasiado, nisiquiera podía empezar a pensar enello. Se apartó de Daniel, se levantóy se sacudió las hojas y la hierba delos tejanos. La cabeza le daba vueltas.¿Había vivido... antes?

—Luce.

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Ella se despidió con la mano.—Creo que necesito ir a alguna

parte sola y descansar.Se apoyó en el melocotonero; se

sentía débil.—¿No te encuentras bien? —le

preguntó Daniel, levantándose ycogiéndole la mano.

—No.—Lo siento —Daniel suspiró—.

No sé qué esperaba que pudierasuceder cuando te lo dijera. Nodebería...

Nunca habría dicho que algunavez iba a necesitar un respiro deDaniel, pero en ese momento sentía

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que tenía que irse. La forma en quela estaba mirando, sabía que élesperaba que le dijera que seencontrarían más tarde, quehablarían largo y tendido, pero ya noestaba muy segura de que fuera unabuena idea. Cuantas más cosas decía,más sentía que algo se despertaba ensu interior... algo para lo que nosabía si estaba preparada. Ya nopensaba que estaba loca... y tampocoestaba segura de que Daniel loestuviese. Para cualquier otrapersona, su historia habría resultadocada vez más increíble a medida queavanzaba. Pero para Luce... no estaba

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segura, pero ¿y si las palabras deDaniel fueran respuestas quepudieran dar sentido a toda su vida?No podía saberlo, y sintió más miedodel que había sentido nunca.

Apartó la mano de Daniel ycaminó hacia la residencia. Unospocos pasos después, se detuvo y sevolvió lentamente.

Daniel no se había movido.—¿Qué pasa? —le preguntó

alzando la barbilla.Ella se quedó allí, a cierta

distancia.—Te prometí quedarme hasta

escuchar la buena noticia.

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Daniel relajó la cara y esbozó unaleve sonrisa, aunque en su expresiónhabía una nota de desconcierto.

—La buena noticia —hizo unapausa para escoger bien sus palabras— es que te besé y sigues aquí.

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1717

Un libro abiertoUn libro abierto

Luce se desplomó sobre la cama y

los muelles rechinaron. Después deirse del cementerio —y de separarsede Daniel— prácticamente habíacorrido hasta su habitación. Nisiquiera se había molestado enencender la luz, y por consiguientetropezó con la silla y se dio un buengolpe en el dedo gordo de pie. Sehizo un ovillo mientras se sujetaba el

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pie dolorido. Al menos aquel dolorera algo real que podía comprender,algo inteligible y de este mundo. Sealegraba de estar sola al fin.

Alguien llamó a la puerta.No le daban un respiro.Luce lo ignoró. No quería ver a

nadie, y quienquiera que fuesepillaría la indirecta. Otro golpe. Oyóuna respiración pesada y alguienaclarándose la garganta.

Penn.No podría ver a Penn en ese

momento. O bien parecía una loca siintentaba explicar todo lo que lehabía ocurrido en las últimas

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veinticuatro horas, o bien se volveríaloca intentando disimular sin decirpalabra.

Al fin, Luce oyó los pasos dePenn alejándose por el pasillo. Dejóescapar un suspiro de alivio, que seconvirtió en un largo y desamparadogemido.

Quería culpar a Daniel pordespertar aquel sentimientoincontrolado en su pecho y, por unsegundo, intentó imaginarse la vidasin él. Pero resultaba imposible, eracomo intentar recordar la primeraimpresión que se ha tenido de unacasa después de haber vivido allí

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durante años. Así de hondo habíacalado en ella. Y ahora tenía queencontrar una forma de asimilartodas las cosas raras que le habíacontado.

Pero en una parte recóndita de sumente no podía dejar de dar vueltas alo que Daniel había dicho sobre lasveces que habían coincidido en elpasado. Quizá Luce no podíarecordar los momentos que él lehabía descrito o los lugares que habíamencionado, pero de una formaextraña, sus palabras no lasorprendieron en absoluto.

Todo le resultaba de algún modo

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familiar.Por ejemplo, inexplicablemente

siempre había odiado los dátiles. Solocon verlos le entraban náuseas.Empezó a decir que era alérgica paraque su madre dejara de incluirlos enlas comidas. Y prácticamente llevabatoda su vida suplicándoles a suspadres que la llevaran a Brasil,aunque no sabía exactamente porqué. Las peonias blancas. Daniel lehabía dado un ramo después delincendio en la biblioteca. En ciertomodo siempre habían tenido algo deinusuales pero, a la vez, le resultabanmuy familiares.

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En el exterior, el cielo era delcolor del carbón, levementemanchado de nubes blancas. Lahabitación estaba a oscuras, pero lasflores pálidas que tenía en el alféizarresaltaban en la penumbra. Yallevaban en el jarrón una semana, yni un solo pétalo se habíamarchitado.

Luce se levantó y olió su dulceperfume.

No podía culparlo. Sí, parecíauna locura, pero en algunas cosastambién tenía razón… fue ella quiénlo persiguió una y otra vezinsinuando que tenían algún tipo de

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conexión. Y no era solo eso. Era ellala que veía las sombras, la queacababa involucrada en las muertesde gente inocente. Había estadointentando no pensar en Trevor y enTodd cuando Daniel empezó ahablarle de su propia muerte, y decómo él la había visto morir tantasveces. Si hubiera intentadoentenderlo, a Luce le habría gustadopreguntarle a Daniel si alguna vez sesentía responsable. Si su realidad separecía en algo a ese inconfesable,desagradable e imponentesentimiento de culpa con el que ellatenía que vivir cada día.

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Se desplomó en la silla delescritorio, que de algún modo sehabía desplazado hasta el centro de lahabitación. Ay. Cuando tanteó conlos dedos para averiguar sobre qué sehabía sentado, dio con un librogrueso.

Se fue hasta la pared y encendióla lámpara, y tuvo que entornar losojos a causa de la molesta luz delfluorescente. No había visto nunca ellibro que tenía entre las manos.Estaba forrado con una tela gris muyclara y deshilachada en las esquinas,y había un exceso de color marrón enla parte inferior del lomo.

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Los vigilantes: el mito en la EuropaMedieval.

El libro de los antepasados deDaniel.

Era pesado y olía ligeramente ahumo. Cogió la nota que alguienhabía introducido en la primerapágina.

Sí, he encontrado una llave derepuesto y he entrado en tuhabitación ilegalmente. Lo siento,¡pero esto es URGENTE! Y no podíaencontrarte por ningún lado. ¿Dóndeestás? Tienes que echarle un vistazoa esto, y después tenemos quevernos. Volveré a pasar dentro de unahora. Sé prudente.

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Besos,Penn.

Luce dejó la nota junto a las flores yvolvió a la cama con el libro. Sesentó con las piernas colgando. Elmero hecho de sostener aquel libro leprodujo un hormigueo extraño ycálido bajo la piel. El libro parecíatener vida propia entre sus manos.

Lo abrió con un crujido y esperótener que descifrar un denso índiceacadémico o sumergirse en elsumario al final del libro, antes depoder encontrar algo remotamenterelacionado con Daniel.

Pero pasó de la primera página.

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Pegada en la parte interior de lacubierta había una fotografía entonos sepia. Era una foto estilo cartede visite muy vieja, impresa en papelamarillento. En la parte inferioralguien había escrito: «Helston,1854».

Una ola de calor recorrió todo sucuerpo. Se quitó el jersey negro, peroincluso en camiseta tenía calor.

Oía la voz apagada de Daniel ensu cabeza. «Tengo que vivireternamente», había dicho «Túvienes cada diecisiete años. Teenamoras de mí, y yo de ti. Y eso temata».

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Le palpitaba el corazón.«Tú eres mi amor, Lucinda. Para

mí eres lo único que existe».Resiguió con los dedos el

contorno de la foto pegada en ellibro. El padre de Luce, que aspirabaa ser un gurú de la fotografía, sehabía maravillado de lo bienconservada que estaba la imagen, yde lo valioso que debía de ser.

Luce, por otro lado, solo prestabaatención a las personas que aparecíanen la fotografía. Porque, a menos quetodo cuanto había dicho Daniel fueracierto, aquello no tenía ningúnsentido.

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Un hombre joven, con el cabellocorto y claro y ojos aún más clarosposaba con elegancia con un abrigonegro. La barbilla levantada y lasmejillas bien formadas hacían que suvestimenta pareciera aún másdistinguida, pero fueron sus labioslos que sorprendieron de verdad aLuce. La forma exacta de sonrisa,combinada con la mirada de aquellosojos… conformaba una expresión queLuce había visto en todos sus sueñosde las últimas semanas. Y, durantelos dos últimos días, en persona.

Aquel joven era la viva imagen deDaniel. El Daniel que le acababa de

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decir que la amaba, y que ella sehabía reencarnado decena de veces.El Daniel que le había dicho tantascosas que Luce había tenido queescapar para no oírlas. El Daniel alque había abandonado bajo losmelocotoneros en el cementerio.

Podía haberse tratado solo de unparecido sorprendente. Algúnpariente lejano, quizá el autor dellibro, que había transmitido cadauno de sus genes directamente hastaDaniel.

Pero en la foto el hombre parecíaposado junto a una mujer joven quetambién le resultaba alarmantemente

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familiar.Luce se acercó al libro a apenas

unos centímetros de la cara y estudiócon detenimiento la imagen de lamujer. Llevaba un vestido de sedanegro ceñido hasta la cintura desdedonde descendía amplias capassuperpuestas. Unos brazaletes negrosle cubrían las manos, dejando aldescubierto sus blancos dedos. Loslabios entreabiertos componían unasonrisa que dejaba entrever unosdientes pequeños. Tenía la piel clara,más clara que la del hombre, los ojoshundidos, perfilados por unas espesaspestañas, y una larga melena

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ondulada que le llegaba hasta lacintura.

Por un momento, Luce se olvidóde respirar y, aun después, no podíaapartar sus cansados ojos del libro.¿La mujer de la fotografía? Ella era.

O bien Luce tenía razón, yDaniel le sonaba de un viaje quehabía olvidado al centro comercial deSavannah, donde habían pasado parahacerse unas fotos vestidos de épocaque tampoco podría recordar… oDaniel le había dicho la verdad.

Luce y Daniel se conocían.De un tiempo totalmente

diferente.

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Siguió respirando de formaentrecortada. Su vida entera se vioarrojada al tempestuoso mar de sumente, todo quedaba en tela dejuicio… las molestas sombras negras,la truculenta muerte de Trevor, lossueños…

Tenía que ver a Penn. Si alguienpodía llegar a explicar algo taninverosímil, esa era Penn. Con ellibro viejo e inescrutable bajo elbrazo, Luce salió de la habitación yse apresuró hacia la biblioteca.

En la biblioteca hacía calor y nohabía nadie, pero algo en los techosaltos y en las interminables hileras de

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libros tensó los nervios de Luce. Pasóa toda prisa frente al nuevomostrador, que tenía un aspectovació y estéril. También pasó frenteal enorme fichero de la biblioteca ypor la interminable sección de obrasde referencia, hasta que llegó a lasmesas largas de la sección de estudio.

En vez de a Penn, Luce seencontró con Arriane que jugaba alajedrez con Roland. Ella tenía lospies sobre la mesa y llevaba unagorra de revisor listada. Llevaba elcabello recogido en ella, y Lucevolvió a reparar, por primera vezdesde que se cortó el pelo, en la

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cicatriz brillante y desigual que teníaa lo largo del cuello.

Arriane estaba concentrada en eljuego. Entre sus labios balanceaba uncigarro de chocolate y reflexionabasobre su próximo movimiento.Roland se había recogido las rastas enla coronilla con dos gruesos nudos.Observaba atentamente a Arrianemientras golpeaba uno de sus peonescon el meñique.

—Jaque mate, tío –espetóArriane con aire triunfal, al tiempoque tiraba el rey de Roland. En esepreciso momento Luce se detuvo degolpe frente a su mesa—.

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Lululucinda —dijo con voz cantarinacuando alzó la vista—. Parece que teestás escondiendo de mí.

—No.—He oído cosas sobre ti —dijo

Arriane, a lo que Roland respondióinclinando la cabeza con atención—.Ring, ring. Eso significa siéntate ydesembucha, ahora mismo.

Luce abrazó el libro sobre supecho. No quería sentarse. Teníaque encontrar a Penn. No podíadecirle cuatro tonterías a Arriane…sobre todo con Roland delante, queya estaba apartando sus cosas parahacerle un sitio.

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—Siéntate con nosotros —propuso Roland.

Luce se sentó a regañadientes enel borde de la silla. Se quedaría sólounos minutos. Era verdad que nohabía visto a Arriane desde hacía díasy, en circunstancias normales, sinduda habría echado de menos laestrambótica conducta de su amiga.

Pero aquellas no eran ni de lejosunas circunstancias normales, y Lucesolo podía pensar en la fotografía.

—Puesto que ya he limpiado eltablero de ajedrez con el trasero deRoland, juguemos a otra cosa. ¿Quétal a «Quién vio una foto

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comprometedora de Luce el otro día?—preguntó Arriane cruzando losbrazos sobre la mesa.

—¿Qué? –exclamó Luce dandoun respigo. Apretó con fuerza lacubierta del libro, segura de que suexpresión tensa la estaba delatando.No debía haber llevado el libro allí.

—Te daré tres pistas –dijoArriane con los ojos en blanco—.Molly te sacó una foto ayermetiéndote en un cochazo negrodespués de clase.

—Ah —suspiró Luce.—Iba a entregárselas a Randy —

prosiguió Arriane—. Hasta que le di

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lo suyo.—Chasqueó los dedos—Ahora

para mostrarme tu gratitud, dime…¿te están sacando de aquí para ver aun psiquiatra de fuera? –Bajó la vozpara convertirla en un susurro ygolpeó la mesa con las uñas—. ¿Otienes un amante?

Luce observó a Roland, que laestaba mirando fijamente.

—Ninguna de las dos cosas –contestó—Me fui un momento paracharlar un poco con Cam. No fui…

—¡Bingo! Apoquina, Arri —dijoRoland riéndose—. Me debes diezdólares.

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Luce se quedó boquiabierta.Arriane le dio una palmadita en

la mano.—No te lo tomes así, apostamos

un poco para que no decayera elinterés. Yo supuse que te habías idocon Daniel, y Roland se decidió porCam. Me estás arruinando, Luce, yeso no me gusta.

—Estuve con Daniel –prosiguióLuce, sin saber muy bien por quésentía la necesidad de corregirlos. ¿Esque no tenían nada mejor que hacercon sus vidas que sentarse y divagarsobre qué hacía ella en su tiempolibre?

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—Ah —dijo Roland un pocodecepcionado—. La cosa se complica.

—Roland –dijo Luce volviéndosehacia el chico—, he de pedirte unacosa.

—Dime. –Sacó un boli y unalibreta de su blazer de rayas negras yblancas. Sostuvo el boli sobre elpapel, como un camarero preparadopara tomar nota—. ¿Qué quieres?¿Café? ¿Alcohol? Lo bueno-buenome llega los viernes. ¿Revistasguarras?

—¿Sigarrillos? –añadió Arriane,que seseaba por el cigarrillo dechocolate.

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—No. –Luce negó con la cabeza—. Nada de eso.

—De acuerdo, pedido especial.Pero he dejado el catálogo arriba –dijo Roland con indiferencia—.Pásate luego por mi habitación…

—No necesito que me consigasnada, solo quiero saber... —Lucetragó saliva—. Tú eres amigo deDaniel ¿no?

Roland se encogió de hombros.—No es alguien a quien deteste.—Pero ¿confías en él? —inquirió

—. Quiero decir que si él te contaraalgo que pareciera una locura, ¿Te locreerías?

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Roland la miró entrecerrando losojos, un poco perplejo, y Arrianebajó los pies al lado de Luce.

—¿De qué estamos hablandoexactamente? —preguntó.

Luce se puso de pie.—Olvídalo. —No tenía que haber

sacado el tema. Todos los detallesdesordenados se agolparon de nuevoen su mente. Cogió el libro de lamesa—. Tengo que irme —dijo—.Disculpadme.

Apartó la silla y se fue. Sintió lassillas pesadas y torpes, y la cabezaespesa. Una ráfaga de viento lelevantó el cabello de la nuca y movió

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la cabeza en busca de las sombras.Nada. Solo una ventana abierta cercade las vigas de la biblioteca. Solo unpequeño nido de pájaros en laesquina de la ventana. Luce escrutóla biblioteca de nuevo y le costócreer lo que veía. No había ni unaseñal de ellas, no había lenguascolgantes negras como la tinta, ninubes escalofriantes y grisesmoviéndose por el techo… pero Lucepodía sentir su cercanía con claridad,casi podía percibir aquel olor saladoy sulfúrico en el aire. ¿Dónde semetían cuando no la acechaban?Siempre había pensado que solo se

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ocupan de ella. Nunca habíaimaginado que podían ir a otroslugares, hacer otras cosas…atormentar a otras personas.¿También Daniel las veía?

Al rebasar la esquina de camino alos ordenadores, en la puerta traserade la biblioteca, donde pensó quepodría estar Penn, Luce se topó conla señorita Sophia. Ambas setambalearon tras el choque, y labibliotecaria Sophia se agarró a Lucepara mantener el equilibrio. Llevabaunos vaqueros a la moda y una blusalarga blanca, con una rebeca rojabordada sobre los hombros. Las gafas

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metálicas verdes colgaban sobre supecho sujetas por una cadenamulticolor. A Luce le sorprendió lafirmeza con que la había sujetado.

—Lo siento —balbució Luce.—Pero ¿por qué, Lucinda? ¿Qué

pasa? —La señorita Sophia posó sumano sobre la frente de Luce. Susmanos olían a talco para bebé—. Notienes buen aspecto.

Luce tragó saliva, intentando noecharse a llorar solo porque labibliotecaria sintiera lástima por ella.

—No estoy bien.—Lo sabía –dijo la señorita

Sophia—. Hoy no has venido a clase

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y anoche tampoco asististe al eventosocial. ¿Quieres ver a un médico? Sino se hubiera quemado el botiquínen el incendio, te tomaría latemperatura ahora mismo.

—No, bueno, no sé. —Luce teníael libro en las manos y sopesó laposibilidad de contárselo todo a laseñorita Sophia, empezando desde elprincipio… que fue… ¿cuándo?

Pero no hubo necesidad. Laseñorita Sophia le echó un vistazo allibro, suspiró e intercambió unamirada cómplice con Luce.

—Al final lo has encontrado, ¿eh?Venga vamos a charlar un poco.

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Incluso la bibliotecaria sabía máscosas que Luce de su propia vida. ¿Ovidas? No podría imaginarse quesignificaba nada de todo aquello, ocómo era posible siquiera.

Siguió a la señorita Sophia hastala mesa apartada de la sección deestudio. Todavía podía ver a Arrianey a Roland de soslayo, pero cuandomenos parecían demasiado lejos paraoír nada.

—¿Cómo has llegado hasta estelibro? —La señorita Sophia lepalmeó la mano y se subió las gafas.Sus ojos pequeños como perlasnegras parpadearon detrás de la

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montura con bifocales—. No tepreocupes, no te has metido enningún problema, cariño.

—No lo sé. Penn y yo habíamosestado buscándolo, fue algo estúpido.Pensamos que quizá el autor estabarelacionado con Daniel, pero no losabíamos con seguridad. Siempre queveníamos a buscarlo, parecía quealguien ya lo había cogido. Yentonces ayer, cuando volví a mihabitación, Penn me lo había dejadoallí…

—¿Así que Pennyweathertambién sabe lo que hay en estelibro?

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—No lo sé –dijo Luce sacudiendola cabeza. Sabía que se estaba yendode las ramas, pero no conseguíamantener la boca cerrada. La señoritaSophia era como la abuela simpáticay chiflada que nunca había tenido.Su verdadera abuela pensaba que ungran viaje para ir de compras erabajar al colmado. Además, sentabatan bien el mero hecho de poderhablar con alguien—. Todavía no hepodido hablar con ella, porque heestado con Daniel, y normalmentesiempre está muy raro conmigo, peroanoche me besó y estuvimos fuerahasta…

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—Perdona, cielo —la interrumpióla señorita Sophia, de forma algobrusca—, pero ¿acabas de decir queDaniel Grigori te besó?

Luce se tapó la boca con las dosmanos, no podía creer que se lehubiera escapado aquello delante dela señorita Sophia. Estaba perdiendoel control.

—Lo siento, es completamenteirrelevante, y embarazoso. No sé porqué se lo he contado.

Se abanicó las mejillas, queestaban ardiendo, pero ya erademasiado tarde. Al otro lado de lasección de estudio, Arriane le gritó a

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Luce:—¡Gracias por contármelo a mí! –

Su rostro reflejaba perplejidad.Pero la señorita Sophia recuperó

la atención de Luce cuando leescamoteó el libro de entre lasmanos.

—Un beso entre Daniel y tú noes irrelevante, cielo, por regla generales imposible. –Acarició su mejilla ymiró al techo—. Lo cual significaba…mejor dicho, no podría significar…

Los dedos de la señorita Sophiaempezaron a pasar las páginas dellibro con rapidez, resiguiendo dearriba abajo cada una de ellas.

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—¿Qué quiere decir con eso de«por regla general»? –Luce nunca sehabía sentido tan descolocada en suvida.

—Olvida el beso. –La señoritaSophia agitó la mano, con lo queLuce se echó hacia atrás—. Eso no eslo importante. El beso no significanada a menos que... —Murmuró algoentre dientes y hojeó de nuevoalgunas páginas atrás.

¿Qué sabía la señorita Sophia? Elbeso de Daniel lo significaba todo.Luce observó los dedos voladores dela señorita Sophia hasta que sedetuvieron en una de las páginas que

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le llamó la atención.—Un momento, vuelva atrás —le

dijo Luce, cogiéndole la mano parafrenarla.

La señorita Sophia se echólentamente hacia atrás mientras Lucepasaba las páginas finas ytranslúcidas. Allí. Se llevó una manoal pecho. En el margen había unaserie de esbozos en tinta negra.Hecho de forma apresurada pero conuna técnica elegante y precisa poralguien con algo de talento. Lucepasó los dedos por encima de losdibujos, para asimilarlos. El contornodel hombro de la mujer, visto desde

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atrás, el cabello recogido en un moñobajo. Las rodillas suaves y desnudascruzadas la una sobre lo otraconducían a una cintura difuminada.Una muñeca larga y finadesembocaba en una palma abiertasobre la que reposaba una granpeonia.

Los dedos de Luce empezaron atemblar. Se le hizo un nudo en lagarganta. No sabía por quéprecisamente aquello, después detodo lo que había visto y oído aqueldía, era lo bastante hermoso —lobastante trágico— para que al finalle hiciera saltar las lágrimas. El

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hombro, las rodillas, la muñeca…todo era suyo. Y lo sabía: era Danielquien los había dibujado.

—Lucinda —la señorita Sophiaparecía nerviosa, se paró poco a pocosu silla de la mesa—, ¿te encuentrasbien?

—Oh, Daniel —musitó, deseandodesesperada estar de nuevo a su lado.Se secó una lágrima.

—Está condenado, Lucida —dijola señorita Sophia con una voz cuyafrialdad sorprendió a la muchacha—.Ambos lo estáis.

«Condenado». Daniel habíadicho que estaba condenado. Esa era

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la palabra que había usado paradescribir lo que estaba ocurriendo.Pero se había referido a él, no a ella.

—¿Condenados? –repitió Luce.Pero no quería oír nada más; lo únicoque necesitaba era encontrarlo.

La señorita Sophia chasqueó losdedos ante la cara de Luce. Luce lamiró, con lentitud, ausente,sonriendo como una boba.

—Todavía no estás despierta —murmuró la señorita Sophia. Cerró ellibro de golpe, volviendo a captar laatención de Luce, y puso las manossobre la mesa—. ¿Te ha explicadoalgo? ¿Después del beso, tal vez?

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—Me ha dicho que... —empezó adecir Luce—. Parece una locura.

—Estas cosas a menudo loparecen.

—Dijo que éramos… qué éramosuna especie de amantes malditos. —Luce cerró los ojos al recordar ellargo catálogo de vidas pasadas. Alprincipio la idea le había parecidocompletamente extraña, pero ahoraque se estaba acostumbrando,pensaba que era la cosa másromántica que había pasado en lahistoria de la humanidad—. Mehabló de todas las veces que noshabíamos enamorado, en Río, en

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Jerusalén, en Tahití…—Sí, eso parece una locura –dijo

la señorita Sophia—. Así qué,¿supongo que no lo creíste?

—Bueno, al principio no –respondió Luce, y recordó laacalorada discusión bajo losmelocotoneros—. Empezó a sacar eltema de la Biblia, que por instinto nome interesaba nada... —Se mordió lalengua—. Sin ofender, quiero decirque su clase es muy interesante.

—No te preocupes. Las personasa menudo rehúyen de su educaciónreligiosa a tu edad, no es nada nuevo.

—Ah. —Luce hizo crujir sus

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dedos—. Pero es que yo no recibí unaeducación religiosa. Mis padres noeran creyentes, así qué…

—Todo el mundo cree en algo.¿Supongo que te bautizaron?

—No, a no ser que cuente lapiscina que hay en la iglesia –dijoLuce con timidez, señalando elgimnasio de Espada & Cruz con elpulgar.

Sí, celebrada la Navidad, y habíaestado en la iglesia algunas veces, eincluso cuando sentía que su vida ylo que le rodeaban eran deprimentes,se renovaba su fe en que había algo oalguien allá arriba en quién valía la

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pena creer. Eso le había bastadohasta el momento.

Al otro lado de la sala se oyó unestrépito. Luce alzó la vista y vio queRoland se había caído de la silla. Laúltima vez que lo había mirado seestaba balanceando sobre las dospatas de atrás, parecía que lagravedad le había ganado la partida.

Mientras se levantaba contorpeza, Arriane fue a ayudarlo.Miró hacia donde estaban ellas y leshizo un gesto para tranquilizarlas.

—¡Está bien! —gritó alegre—.¡Arriba! —le susurró a Roland.

La señorita Sophia estaba sentada

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muy quieta, con las manos sobre elregazo, bajo la mesa. Se aclaró lagarganta varias veces, volteó lacubierta del libro y pasó los dedospor encima de la fotografía. Luegodijo:

—¿Te reveló algo más? ¿Sabesquién es Daniel? Luce se incorporócon lentitud en la silla y preguntó:

—¿Lo sabe usted?La bibliotecaria se tensó.—Yo estudio esos temas. Soy una

investigadora. No me interesan losasuntos triviales del corazón.

Estas fueron las palabras queutilizó… pero todo su cuerpo, desde la

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palpitante vena que recorría sucuello hasta la casi imperceptiblepátina de sudor que brillaba en sufrente le indicó a Luce que larespuesta a su pregunta era sí.

Sobre sus cabezas, el antiguoenorme reloj negro dio las once. Elminutero aún temblaba después dehaber dado la hora, y todo elartilugio sonó durante tanto tiempoque interrumpió la conversación.Cada campanada le provocaba unapunzada de dolor: llevaba demasiadotiempo separada de Daniel.

—Daniel pensaba… —empezó adecir Luce—. Anoche, cuando nos

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besamos por primera vez, pensabaque yo iba a morir. —La señoritaSophia no pareció tan sorprendidacomo Luce esperaba. Luce volvióhacer crujir sus dedos— Pero, eso notiene sentido, ¿verdad? Yo no me voya ninguna parte.

La señorita Sophia se quitó lasgafas y se frotó los diminutos ojos.

—Por ahora.—Oh, Dios —musitó Luce, y

sintió la misma oleada de calor que lahabía impulsado a marcharse delcementerio. Pero ¿por qué? Habíaalgo que él no le había dicho… algoque ella sabía que tenía el poder de

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aterrorizarla o, por el contrario, desosegarla. Algo que ella ya sabía,pero que todavía no podía creerse.No hasta que viera su cara otra vez.

El libro seguía abierto en lapágina de la fotografía. Del revés, lasonrisa de Daniel parecíapreocupada, como si supiera —comodecía que siempre sabía —lo queestaba a punto de ocurrir. No podíaimaginarse por lo que debía estarpasando en ese preciso instante.Haberle explicado la estrafalariahistoria que los unía… para que ellalo despreciara sin miramientos. Teníaque encontrarlo.

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Cerró el libro y se lo puso bajo elbrazo. Se levantó y colocó bien lasilla.

—¿A dónde vas? –le preguntónerviosa la señorita Sophia.

—A buscar a Daniel.—Te acompaño.—No. —Luce negó con la cabeza,

pues se imaginó a sí mismaechándose en los brazos de Danielcon la bibliotecaria de remolque—.No tiene por qué, de verdad.

La señorita Sophia parecíacompletamente decidida cuando seagachó para hacer un nudo doble ensus cómodos zapatos. Se levantó y

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posó una mano en el hombro deLuce.

—Confía en mí —dijo—. Esmejor que vaya. Espada & Cruz tieneuna reputación que mantener. Nocreerás que dejamos que los alumnoscorreteen de cualquier manera por lanoche, ¿verdad?

Luce evitó poner a la señoritaSophia al corriente de su recientefuga del colegio. Refunfuñó para susadentros. ¿Por qué no llevar a todo elalumnado para que pudierandisfrutar del drama? Molly podríasacar unas fotos, Cam podría pelearsede nuevo. ¿Por qué no empezar desde

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allí mismo, con Arriane y Roland…?Los cuales, por cierto, ya habíandesaparecido.

La señorita Sophia, con el libroen la mano, ya caminaba hacia lasalida. Luce tuvo que correr un pocola alcanzarla, y posó frente a losficheros, la alfombra persa que habíadelante del mostrador y las urnas decristal llenas de reliquias de laGuerra Civil que había en lascolecciones especiales del ala este,donde vio a Daniel dibujar elcementerio el primer día que estuvoallí.

Salieron a la noche húmeda. Una

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nube pasó por delante de la luna ytodo el reformatorio quedó sumidoen una oscuridad negra como la tinta.Entonces, como si hubiera puestouna brújula en la mano de Luce, lachica se sintió guiada hacia lassombras. Sabía exactamente dóndeestaban: no en la biblioteca, perotampoco muy lejos de allí.

Aún no podía verlas, pero podíasentirlas, lo cual era mucho peor.Sintió un picor terrible y devoradorpor toda la piel, que se filtraba en susangre y en sus huesos como si fueraácido. Las sombras se reunían, seespesaban, y hacían que el

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cementerio —y más allá— apestara aazufre. En ese momento eran muchomás grandes. Parecía que todo elpatio estuviera impregnado de unaire que hedía a descomposición.

—¿Dónde está Daniel? —preguntó la señorita Sophia.

Luce comprendió que, aunque labibliotecaria debía de saber bastantescosas del pasado, no percibía lassombras. Aquella evidenciaaterrorizó a Luce y la hizo sentirsesola, responsable de cualquier cosaque pudiera ocurrir a partir de esemomento.

—No lo sé —dijo, sintiendo que

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no podía absorber suficiente oxígenoen aquella atmósfera nocturna,pesada y húmeda. No queríapronunciar las palabras que laacercarían, que la acercaríandemasiado, a todo aquello que tantopavor le inspiraba. Pero tenía queencontrar a Daniel.

«Lo dejé en el cementerio».Se apresuraron a cruzar el patio,

esquivando los charcos de barro quehabía dejado el chaparrón del díaanterior. A su derecha solo habíaalgunas luces encendidas en laresidencia. A través de una de lasventanas con barrotes, Luce vio a una

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chica que apenas conocía leyendo unlibro. Iban juntas a la clase de lamañana. Era una chica de aspectoduro, con un piercing en la nariz yuna forma de estornudar muydiscreta… pero Luce nunca habíaintercambiado una sola palabra conella. No sabía si era infeliz, o siestaba contenta con su vida, pero enaquel momento Luce se preguntóque si pudiera cambiarse de lugarcon ella, con una chica que no teníaque preocuparse de vidas pasadas, ode sombras apocalípticas, o de lamuerte de dos chicos inocentes… ¿loharía?

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El rostro de Daniel —bañado enluz violeta como por la mañana, decamino a su habitación— se aparecióante sus ojos: su cabello dorado ybrillante, sus ojos inteligentes ytiernos, la forma en que el contactode sus labios la alejaba de cualquieroscuridad. Por él, Luce sufriría todoeso y más.

Si al menos supiera cuánto máshabía…

La señorita Sophia y Luceavanzaron a paso ligero, más allá delas gradas que chirriaban, y más alládel campo de fútbol. La señoritaSophia estaba realmente en forma. A

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Luce le habría preocupado aquelritmo tan rápido de no ser porque lamujer le llevaba varios pasos deventaja.

Luce se dejaba llevar a rastras. Eltemor a tener que enfrentarse a lassombras ralentizaba su paso, como situviera que vencer la fuerza de unhuracán. Y, aun así, siguió adelante.Unas náuseas abrumadoras lehicieron comprender que apenastenía idea de lo que aquellos entesoscuros eran capaces de hacer.

Se detuvieron ante las puertas delcementerio. Luce estaba temblando,y se abrazaba a sí misma en un

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desesperado intento por ocultarlo.Había una chica de espaldas a ella,mirando hacia el cementerio, másabajo.

—¡Penn! —gritó Luce, contentade ver a su amiga.

Cuando Penn se volvió tenía elrostro pálido. Llevaba una cazadoranegra, a pesar del calor que hacía, ysus gafas estaban empañadas por lahumedad. Temblaba tanto comoLuce.

Luce soltó un gritito.—¿Qué ha pasado?—He venido a buscarte —

contestó Penn—, y luego un grupo

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de chavales ha pasado por aquí y seha bajado corriendo en esa dirección.—Señalo las puertas—. Pero yo no p-p-podía.

—¿Y qué hay allí? —inquirióLuce—. ¿Qué hay allí abajo?

Pero cuando lo preguntaba, Lucesupo qué era lo que había allí abajo,algo que Penn nunca sería capaz dever. Una sombra negra y fría atraíade forma irremediable a Luce, solo aLuce.

Penn pestañó sin parar. Parecíaaterrada.

—No sé —respondió al fin—. Alprincipio, pensé que eran fuegos

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artificiales, pero no ha salidodisparado nada hacia el cielo. —Leentró un escalofrío—. Algo malo estáa punto de suceder, y no sé qué es.

Luce inhaló, y el olor a azufre lahizo toser.

—¿De qué se trata, Penn? ¿Cómolo sabes?

Penn señaló con un brazotembloroso el profundo desnivel quehabía en el centro del cementerio.

—¿Ves aquella zona allí? —dijo—. Hay algo que parpadea.

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1818

La guerra enterradaLa guerra enterrada

Luce se concentró en la luz que

parpadeaba en medio del cementerioy echó a correr en aquella dirección.Pasó a toda velocidad por las lápidasrotas, y dejó a Penn y a la señoritaSophia atrás. No le importó que lasramas retorcidas y afiladas de losrobles le arañaran los brazos y la caramientras corría, o que las matas demalas hierbas se le enredaran en los

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pies.Tenía que llegar allá abajo.La luna menguante no daba

mucha luz, pero había otra fuente deluz en la parte baja del cementerio,adonde se dirigía. Parecía unamonstruosa tormenta eléctrica, soloque se estaba produciendo a ras desuelo.

Las sombras la habían estadoavisando, ahora se daba cuenta, desdehacía días. Había llegado elmomento de convertir su espectáculooscuro en algo que incluso Pennpudiese ver, al igual que todos losdemás alumnos que habían ido

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corriendo hacia allí. Luce no tenía niidea de qué podría tratarse, perosabía que si Daniel estaba allí abajoen medio de aquel relampagueosiniestro… la culpa solo era de ella.

Los pulmones le ardían, pero laimagen de Daniel, de pie de bajo delos melocotoneros, la impulsó aseguir. No iba a parar hastaencontrarlo para encontrar aquellahistoria incomprensible. Le diría queno iba a permitir que el miedo laintimidara, ni esta vez ni nunca más,porque ahora sabía algo, habíacomprendido algo que le habíallevado demasiado tiempo resolver.

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Algo salvaje y extraño que hacía quetodo lo que había pasado se volvieramás y menos creíble a la vez.

Sabía quién, pero no «que» eraDaniel. Una parte de ella se habíadado cuenta por sí sola de que podíahaber vivido antes y haberlo amadoantes. Pero Luce no habíacomprendido qué significaba, a quéconducía todo aquello —la atracciónque sentía hacia él, los sueños—hasta ahora.

Pero nada de todo aquello teníaimportancia si no podía llegar atiempo y enfrentarse a las sombras.Nada de aquello importaba si las

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sombras llegaban a Daniel antes queLuce. Atajó por la pendiente dondeestaban las tumbas, pero el centro delcementerio todavía quedaba muylejos.

Detrás de ella, oyó ruido depasos. Y a continuación una vozaguda:

—¡Pennyweather! —Era laseñorita Sophia. Estaba alcanzando aLuce y gritaba hacia atrás, porencima del hombro. Luce pudo ver aPenn intentando superar una lápidacaída—. ¡Eres más lenta que unatortuga!

—¡No! –gritó Luce—. ¡Penn,

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señorita Sophia, no vengáis aquí!No quería que nadie más se

expusiera a las sombras por su culpa.La señorita Sophia se quedó

inmóvil sobre una lápida caída ymiró en dirección al cielo como si nohubiera oído a Luce. Alzó susdelgados brazos al aire, como si seprotegiese. Luce miró en esadirección con los ojos entornados y sequedó sin aliento. Algo se desplazabahacia ellas, con la fuerza del vientohelado.

Al principio pensó que se tratabade las sombras, pero aquello era otracosa, distinta y más aterradora, una

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especie de velo dentado e irregularlleno de agujeros negros que dejabanentrever el cielo.

Aquella sombra estaba hecha deun millón de pequeños fragmentosnegros. Una tormenta indómita ypalpitante de oscuridad que seextendía por todas partes.

—¿Langostas? –gritó Penn.Luce se estremeció. El denso

enjambre aún estaba lejos, pero elestruendo era más insoportable cadasegundo que pasaba, como si oyesenel batir de alas de mil pájaros, comosi una oscuridad inconmensurable yhostil estuviera sobrevolando la

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tierra. Se estaba acercando. Ibaarremeter contra ellas, quizá contratodos ellos, esa misma noche.

—¡Eso no está bien! —bramó laseñorita Sophia hacia el cielo—. ¡Sesupone que hay un orden en lascosas!

Penn llegó jadeando junto a Lucey ambas intercambiaron una miraperpleja. El sudor brillaba en el labiosuperior de Penn, y las gafas leresbalaban continuamente a causadel calor húmedo que lo impregnabatodo.

—Se le está yendo la olla —susurró Penn al tiempo que señalaba

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a la señorita Sophia con el pulgar.—No. —Luce negó con la cabeza

—. Sabe cosas; y si la señorita Sophiatiene miedo, no deberías estar aquí,Penn.

—¿Yo? –preguntó Penn,desconcertada, seguramente porquedesde el primer día había sido ellaquien había guiado a Luce—. Nocreo que ninguna de nosotras debaestar aquí.

Luce sintió una punzada en elpecho, como la que notó cuando tuvoque despedirse de Callie. Apartó lamirada de Penn. Ahora existía unaseparación entre ellas, una escisión

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profunda que las distanciaba, debidoal pasado de Luce. Odiaba recordarlo,y odiaba que tener que decírselo aPenn, pero sabía que lo mejor, lo másseguro, era que a partir de esemomento se separaban.

—Yo tengo que quedarme —dijorespirando profundamente—. Tengoque encontrar a Daniel. Y túdeberías regresar a la residencia,Penn. Por favor.

—Pero tú y yo —replicó Penncon la voz ronca—, nosotras éramoslas únicas…

Antes de que Penn acabara dedecir la frase, Luce salió corriendo

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hacia el centro del cementerio, endirección al mausoleo donde habíavisto a Daniel meditando el Día delos Padres. Se dirigió a las últimaslápidas, y luego bajo resbalando unapendiente recubierta de mantillopodrido y frío hasta llegar a unterreno llano. Se detuvo frente alroble gigante que había en el centrodel cementerio.

Acalorada, frustrada y aterrada ala vez, se apoyó en el tronco.

Entonces, a través de las ramas, lovio.

Daniel.Dejó salir el aire de sus pulmones

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y sintió que sus rodillas se leaflojaban. Con una sola mirada a sufigura oscura y distante, bella ymajestuosa, Luce supo que todo loque Daniel había dado a entender —incluso aquel gran secreto que ellahabía averiguado por su cuenta—,todo, era verdad.

Daniel se hallaba encima delmausoleo, con los brazos cruzados,mirando hacia arriba, al lugar pordonde acababa de pasar la turbulentanube de langosta. La leve luz de laluna proyectaba la sombra de Daniel,que iba creciendo hasta ocultarse enel techo plano y ancho de la cripta.

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Corrió hacia él, serpenteando entre elmusgo y las viejas estatuasinclinadas.

—¡Luce! –La vio cuando se estabaacercando a la base del mausoleo—.¿Qué estás haciendo aquí? —Su vozno detonaba felicidad por verla… sinomás bien sorpresa y horror.

«Es culpa mía», quería gritarcuando se acercaba a la base delmausoleo. «Creo, creo nuestrahistoria. Perdóname por habertedejado antes, no volveré a hacerlo».Había algo más que quería decirle,pero aún les separaba muchadistancia, y el ruido de las sombras

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era terrible, y el aire demasiadodenso para intentar hacerse oír desdedonde se encontraba.

La tumba era de mármol macizo.Pero había un hueco en una de lasesculturas en bajo relieve de un pavoreal, y Luce lo usó para meter el pie.La piedra, que normalmente era fría,estaba caliente. Sus manos sudosasresbalaron varias veces antes de quelograra sujetarse para intentar llegararriba. Para intentar llegar a Daniel,que tenía que perdonarla.

Apenas había escalado mediometro cuando alguien le dio ungolpecito en el hombro.

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Se dio la vuelta, y al ver que eraDaniel se quedó sin aliento y sesoltó. Él la cogió en el aire,rodeándole la cintura con los brazosantes de que cayera al suelo. Y hacíaapenas un segundo aún se encontrabaallá arriba.

Ella hundió la cara en su pecho.Y aunque la verdad seguíaatemorizándola, hallarse entre susbrazos la hacía sentir como el mar alencuentro de la orilla, como unviajero que vuelve por fin a casadespués de un largo, duro y lejanoviaje.

—Has escogido un buen

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momento para volver —dijo. Sonrió,pero su sonrisa estaba teñida depreocupación. Sus ojos siguieronmirando más allá de ella, hacia elcielo.

—¿Tú también lo ves? —lepreguntó Luce.

Daniel se limitó a mirarla,incapaz de responder. Le temblaba ellabio.

—Claro que lo ves —susurró,porque todo empezaba a encajar. Lasombras, su historia, su pasado. Dioun grito ahogado—. ¿Cómo puedesamarme? —sollozó—. ¿Cómo puedessoportarme siquiera?

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Él le tomó el rostro entre susmanos.

—¿De qué estás hablando?¿Cómo puedes decir eso?

A Luce se le había aceleradotanto el corazón que casi lequemaba.

—Porque… —tragó saliva—porque eres un ángel.

Dejó de estrecharla entre susbrazos.

—¿Qué has dicho?—Eres un ángel, Daniel, lo sé –

dijo, y notó que en su interior seabrían unas compuertas que lodejaron salir todo a borbotones—.

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No me digas que estoy loca. Sueñocontigo, y son sueños demasiadoreales para olvidarlos, sueños quehicieron que te amara antes de queme dijeras una sola palabra. —Danielmantuvo la mirada impasible—.Sueños en los que tú tienes alas y mellevas volando por cielos que yo noreconozco, pero aun así sé que ya heestado allí antes, exactamente igual,entre tus brazos. —Apoyó se frenteen la de él—. Eso explica tantascosas: tu elegancia al moverte, y ellibro que escribió tu antepasado, porqué nadie vino a visitarte el Día delos Padres, la forma en que tu cuerpo

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parece flotar cuando nadas y por qué,cuando me besas, me siento como siestuviera en el cielo. —Seinterrumpió para coger aliento—. Ypor qué puedes vivir para siempre. Loúnico que no queda claro es quéhaces conmigo. Porque yo solo soy…yo. —Alzó la vista al cielo otra vez, ypercibió el negro hechizo negro delas sombras—. Y soy culpable demuchas cosas.

Daniel se había quedado lívido.Y Luce pudo sacar una conclusión.

—Tú tampoco lo entiendes.—Lo que no entiendo es qué

haces todavía aquí.

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Ella parpadeó, negó con tristeza yempezó a marcharse.

—¡No! —Él la detuvo—. No tevayas. Lo que sucede es que túnunca… nosotros nunca… hemosllegado tan lejos. —Cerró los ojos—.¿Puedes decirlo otra vez? —preguntó,casi con timidez—. ¿Puedes decirme…qué soy?

—Eres un ángel —repitió ellalentamente, sorprendida de ver aDaniel cerrar los ojos y dejar escaparun gemido de placer, casi como seestuvieran besando—. Estoyenamorada de un ángel.—–Yentonces era ella la que quería cerrar

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los ojos y gemir. Echó la cabezahacia atrás—. Pero en mis sueños, tusalas…

Una ráfaga de viento cálido ysilbante les alcanzó, y casi apartó aLuce de los brazos de Daniel. Él laescudó con su cuerpo. La nube delangostas-sombras se había detenidosobre un árbol más allá delcementerio y había estado emitiendosonidos chisporroteantes en lasramas. Justo en ese momento se alzócomo una masa ingente y compacta.

—Oh, Dios —musitó Luce—.Tengo que hacer algo, tengo quepararlo…

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—Luce. —Daniel le acarició lamejilla—. Mírame: tú no has hechonada malo. Y no hay nada quepuedas hacer contra eso —Señalóhacia la plaga y negó con la cabeza—. ¿Cómo se te ha ocurrido pensarque eres culpable?

—Porque —contestó— durantetoda mi vida he estado viendo estassombras…

—Tenía que hacer algo alrespecto cuando me di cuenta de loque sucedía, la semana pasada en ellago. Es la primera de tus vidas enque ves las sombras… y eso me asustó.

—¿Cómo puedes saber que no es

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culpa mía? —preguntó, pensando enTodd y en Trevor. Las sombrassiempre aparecían antes de queocurriera algo espantoso.

Él le besó el pelo.—Las sombras que ves se llaman

Anunciadoras. Tienen mala pinta,pero no pueden hacerte daño, todo loque hacen es registrar situaciones ytransmitirlas a otros seres. Rumores.La versión demoníaca de unapandilla de chicas de instituto.

—Pero ¿y esas de allí?Señaló los árboles que cercaban

el perímetro del cementerio. Lasramas oscilaban saturadas por aquella

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espesa negritud.Daniel miró hacia allí sin

alterarse.—Esas son las sombras a las que

han llamado las Anunciadoras. Paraluchar.

Los brazos y las piernas de Lucese helaron de terror.

—¿Qué… hummm… qué tipo debatalla es esa?

—La gran batalla —respondióDaniel sin más, alzando la barbilla—.Pero por el momento solo estánalardeando. Todavía tenemos tiempo.

Detrás de ellos, una tos discretasobresaltó a Luce. Daniel se inclinó

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para saludar a la señorita Sophia, queestaba de pie en la sombra queproyectaba el mausoleo. Llevaba elcabello suelto, rebelde ydesordenado, como sus ojos.Entonces, alguien más dio un pasodetrás de la señorita Sophia. Penn.Llevaba las manos metidas en losbolsillos de su chaqueta, aún tenía lacara roja y su pelo estaba húmedopor el sudor.

Miró a Luce como diciendo «Nosé qué diablos está pasando, pero nopodía abandonarte así como así».Luce no pudo evitar sonreírle.

La señorita Sophia se acercó y

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alzó el libro.—Nuestra Lucinda ha estado

investigando.Daniel se frotó la mandíbula.—¿Has estado leyendo ese libro

viejo? No tenía que haberlo escritonunca—. Lo dijo casi con timidez…pero Luce pudo añadir una pieza mása su rompecabezas.

—Tú lo escribiste —recapituló—.Y dibujaste en el margen. Y pegastela fotografía.

—Has encontrado la fotografía —dijo Daniel sonriendo, y se acercóaún más, como si el hecho demencionar la foto le trajera un

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torrente de recuerdos—. Claro.—Me ha llevado un rato

entenderlo, pero cuando he visto lofelices que éramos, algo se hailuminado dentro de mí. Y entonceslo he sabido.

Luce le pasó la mano por elcuello y atrajo su cara hacia sí sinimportarle que la señorita Sophia yPenn siguieran allí. Cuando loslabios de Daniel entraron encontacto con los suyos, todo aquelcementerio pavoroso y oscurodesapareció: las tumbas deterioradas,los grupos de sombras que pululabanentre los árboles, e incluso la luna y

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las estrellas.La primera vez que había visto la

foto de Helston, se asustó. La idea deque existieran todas aquellasversiones de Luce en el pasado… eradifícil de asimilar. Pero ahora, en losbrazos de Daniel, de alguna manerapodía sentirlas a todas ellas viendo ala vez, un vasto consorcio de Lucesque amaban al mismo Daniel una yotra vez. Había tanto amor que estedesbordó su corazón y su alma,rebasó su cuerpo y llenó todo elespacio que había entre ellos.

Y al fin había escuchado lo quele había dicho cuando estaban

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mirando las sombras: que ella nohabía hecho nada malo, que no habíarazón para que se sintiera culpable.¿Era verdad? ¿Era inocente de lamuerte de Trevor, de la muerte deTodd, como siempre había creído?En el momento en que se lopreguntó, supo que Daniel le habíadicho la verdad, y sintió como si sedespertara de un largo sueño. Ya nose sintió como la chica del pelorapado y la ropa ancha y negra, ya noera la eterna fracasada, temerosa deaquel cementerio pútrido, yencerrada en un reformatorio conrazón.

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—Daniel —dijo, empujándolelevemente los hombros hacia atráspara poder verlo mejor—, ¿por quéno me has dicho antes que eras unángel? ¿A qué venía toda esa historiade que estabas condenado?

Daniel la miró nervioso.—No estoy enfadada —le aseguró

ella—. Solo siento curiosidad.—No podía —respondió—. Todo

está interrelacionado. Hasta ahora, nisiquiera sabía que pudierasdescubrirlo por ti misma. Si te lodecía demasiado pronto o en elmomento equivocado, y ya heesperado mucho tiempo.

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—¿Cuánto?—No lo suficiente para olvidar

que merece la pena hacerlo por ti,todos los sacrificios, todo elsufrimiento.

Daniel cerró los ojos unmomento; después miró a Penn y a laseñorita Sophia.

Penn estaba sentada con laespalda apoyada en una lápida negracubierta de musgo. Tenía las rodillasdobladas hasta la barbilla y se mordíalas uñas, presa del nerviosismo. Laseñorita Sophia tenía los brazos enjarras, y parecía tener algo que decir.

Daniel retrocedió un paso y Luce

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sintió una bocanada de aire frió entreambos.

—Todavía tengo miedo de que encualquier minuto puedas…

—Daniel… —lo interrumpió laseñorita Sophia con voz reprobadora.

Pero él le hizo un gesto con lamano para que se callara.

—Estar juntos no va a ser tanfácil como te gustaría que fuera.

—Claro que no —repuso Luce—,quiero decir, tú eres un ángel, peroahora que lo sé…

—Lucinda Price. –Esta vez era aLuce a quien se dirigía la voz airadade la señorita Sophia—. Lo que él

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tiene que decirte no quieres saberlo—le advirtió—. Y Daniel, no tienesningún derecho a hacerlo. Eso lamataría…

Luce sacudió la cabeza,confundida por lo que decía laseñorita Sophia.

—Creo que podría sobrevivir a unpoco de verdad.

—No es un poco de verdad —dijola señorita Sophia, dando un pasopara interponerse entre ellos—. Y nola sobrevivirías, igual que no las hassobrevivido en los miles de años quehan transcurrido desde la Caída.

—Daniel, ¿de qué está hablando?

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—Luce intentó esquivarla paracogerle la mano a Daniel, pero labibliotecaria se lo impidió—. Puedosoportarlo –insistió Luce, que notabacómo los nervios le retorcían elestómago—. No quiero más secretos.Lo amo.

Era la primera vez que le decía aalguien esas palabras en voz alta. Delo único que se arrepentía era dehaber dirigido las dos palabras másimportantes que conocía a la señoritaSophia en lugar de a Daniel. Sevolvió hacia él. Los ojos de Danielbrillaban.

—Es verdad —le dijo—. Te amo.

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Plas.Plas. Plas.Plas. Plas. Plas. Plas.Oyeron a alguien aplaudir

lentamente detrás de los árboles.Daniel se apartó y miró hacia elbosquecillo; todo su cuerpo se pusoen tensión. En ese instante, Lucesintió que la embargaba un viejotemor, y se quedó paralizada alimaginar lo que iba a ver en lassombras, aterrorizada por lo que iba aver, antes de que pasara.

—¡Oh, bravo, bravo! De verdad,estoy emocionado, me habéis llegadoal alma… y no hay muchas cosas que

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me lleguen tan hondo últimamente,me entristece decirlo.

Cam salió de entre los árboles. Sehabía pintado los ojos con unareluciente sombra de color doradoque la luz de la luna habíaresplandecer en su cara,confiriéndole el aspecto salvaje de ungato montés.

—Es increíblemente tierno —dijo—. Y él también te quiere, ¿verdad,lover boy? ¿Verdad, Daniel?

—Cam —le advirtió—, no lohagas.

—¿Hacer qué? —preguntó Cam,levantando el brazo izquierdo.

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Chasqueó los dedos una vez y unapequeña llama, como la de unacerilla, apareció sobre su mano—.¿Te refieres a esto?

El eco del chasquido de sus dedospareció retumbar por encima de laslápidas del cementerio, crecer ymultiplicarse, rebotando de un lado aotro. Al principio, Luce pensó queaquel sonido era más aplausos, comosi un auditorio demoníaco lleno deoscuridad aplaudiera con sorna elamor de Luce y Daniel, igual quehabía hecho Cam. Y entonces seacordó de aquel batir atronador quehabía oído antes. Contuvo la

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respiración y el sonido adquirió laapariencia de miles de fragmentos deoscuridad revoloteando: era elenjambre de sombras con forma delangostas que se había desvanecidoen el bosque y ahora reaparecía denuevo.

El redoble era tan estridente queLuce tuvo que taparse los oídos.Penn estaba en el suelo, con lacabeza oculta entre las piernas. PeroDaniel y la señorita Sophiaobservaban el cielo estoicamentemientras la cacofonía aumentaba y semetamorfoseaba. Empezó a sonarcomo si se tratase de enormes

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aspersores apagándose… o como siseode miles de serpientes.

—¿O a esto? —volvió a preguntarCam y se encogió de hombrosmientras aquella oscuridad espantosay deforme se asentaba a su alrededor.

Los insectos empezaron a crecer ya desplegarse, convirtiéndose enejemplares enormes de cuerposnegros y segmentados recubiertoscon una especie de sustanciapegajosa. Entonces, como siestuvieran aprendiendo a usar susextremidades de sombra al tiempoque se iban desarrollando, seapoyaron sobre sus numerosas patas

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y avanzaron, como si fuesen mantisde tamaño humano.

Cam les dio la bienvenida cuandose reunieron a su alrededor. En pocotiempo, detrás de Cam se habíaformado un enorme ejército queencarnaba el poder de la noche.

—Lo siento —dijo dándose unapalmada en la frente—. ¿Te referías aque no hiciera esto?

—Daniel —susurró Luce—, ¿quépasa?

—¿Por qué has puesto fin a latregua? –le gritó Daniel a Cam.

—Ah, bueno, ya sabes lo quedicen sobre los momentos de

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desesperación —Hizo una mueca dedesprecio—, Y verte cubriendo sucuerpo de esos besos angelicales yperfectos tuyos… me hizo sentir tandesesperado.

—¡Cállate, Cam! —gritó Luce,odiándose por haber dejado que latocara alguna vez.

—Todo a su debido tiempo. —Losojos de Cam se dirigieron a ella—. Sí,cariño, nos vamos a pelear por ti, otravez. —Se acarició la barbilla yentrecerró los ojos verdes—. Esta vezcreo que va a ser más espectacular,con algunas bajas más, pero qué levamos a hacer.

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Daniel estrechó a Luce entre susbrazos.

—Al menos dime por qué, Cam,eso me lo debes.

—Ya sabes por qué –le espetóCam, señalando a Luce—. Ellatodavía está aquí. Pero no por muchotiempo.

Puso los brazos en jarras, y variassombras negras, ahora con forma degruesas serpientes de increíblelongitud, reptaron por su cuerpohasta llegar a sus brazos y se leenroscaron como si fueran brazaletes.Acarició la cabeza de la más grandecon aire maternal.

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—Y esta vez, cuando tu amor seconvierta en ese trágico puñado deceniza, será para siempre. ¿Ves?Todo es diferente esta vez.

Cam sonrió, y por un momento aLuce le pareció que Danieltemblaba.

—Ah, todo salvo una cosa… y esalgo que puedo percibir fácilmente,Grigori. —Cam avanzó un paso, y sulegión de sobras le siguió, obligandoa Luce, Daniel, Penn y la señoritaSophia a retroceder—. Tú tienesmiedo —dijo señalando de manerateatral a Daniel—, y yo no.

—Eso es porque tú no tienes nada

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que perder —le espetó Daniel—.Jamás me cambiaría por ti.

—Hummm —dijo Cam, dándosegolpecitos en la barbilla—. Eso ya loveremos. —Miró a su alrededorsonriendo—. ¿Tengo que decírtelomás claro? Sí. He oído que tal vez tútengas algo más importante queperder esta vez, algo que hará que elhecho de aniquilarla resulte bastantemás placentero.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Daniel.

A la izquierda de Luce, laseñorita Sophia abrió la boca yempezó a proferir una serie de

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alaridos y sonidos salvajes. Agitó lasmanos sobre su cabezadesenfrenadamente y empezó amoverse como si bailara, con los ojoscasi translúcidos, como si estuvieraposeída. Movió los labiosespasmódicamente, y Luce sesorprendió al darse cuenta de queestaba en trance y hablaba lenguasdesconocidas.

Daniel tiró del brazo de laseñorita Sophia.

—No, usted tiene toda la razón:no tiene ningún sentido —le susurró,y entonces Luce supo que entendíael extraño lenguaje de la señorita

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Sophia.—¿Comprendes lo que está

diciendo? —le preguntó Luce.—Permítenos traducir —gritó

una voz familiar desde el techo delmausoleo. Era Arriane, y a su ladoestaba Gabbe. Parecía como si lasiluminaran a contraluz, y estabanenvueltas en una extraña auraplateada. Bajaron de un salto sinhacer ruido y se unieron a Luce.

—Cam tiene razón —dijo Gabbecon rapidez—. Esta vez hay algodiferente… algo que tiene que ver conLuce. El ciclo podría haberse roto, yno de la forma que nos hubiera

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gustado. Quiero decir que… podríaacabarse.

—Que alguien me diga de quéestáis hablando —interrumpió Luce—. ¿Qué es diferente? ¿Qué se haroto? Y, además, ¿qué hay en juegoen toda esta guerra?

Daniel, Arriane y Gabbe lamiraron un momento, como siintentara recordarla, como si laconocieran de algún otro lugar perohubiera cambiado tanto en uninstante que ya no pudiera reconocersu cara.

Al final Arriane habló.—¿En juego? —Se frotó la

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cicatriz del cuello—. Si ellos ganan…es el infierno en la tierra. El fin delmundo tal y como todos loconocemos.

Las figuras negras chillabanalrededor de Cam, luchando ydevorándose entre sí, en una especiede precalentamiento enfermizo ydiabólico.

—¿Y si ganamos nosotros? —dijoLuce sin apenas poder articular laspalabras.

Gabbe tragó saliva, y respondiócon el semblante grave:

—Aún no lo sabemos.De repente, Daniel se tambaleó

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hacia atrás y se apartó de Luce,señalándola.

—A-a… ella no la han… —balbució cubriéndose la boca—. Elbeso –dijo al fin, acercándose a Lucey cogiéndola del brazo—. El libro.Por eso puedes…

—Daniel, ve al grano —apuntóArriane—. Piensa rápido. Lapaciencia es una virtud, y ya sabes loque piensa Cam de las virtudes.

Daniel estrechó la mano de Luce.—Tienes que irte. Tienes que

salir de aquí. —¿Qué? ¿Por qué?Miró a Arriane y a Gabbe en buscade ayuda, y al momento retrocedió,

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pues del techo del mausoleo empezóa surgir una multitud de destellosplateados. Como un torrente infinitode luciérnagas saliendo disparado deun tarro enorme. Cayeron como unalluvia sobre Arriane y Gabbe, ehicieron que les brillaran los ojos. ALuce le recordó los fuegos artificialesy un 4 de Julio en que la luz eraperfecta y pudo contemplar losfuegos reflejados en el iris de sumadre, un deslumbrante fogonazo deluz plateada, como si los ojos de sumadre fueran un espejo. Peroaquellos destellos no se esfumabancomo los fuegos artificiales. Cuando

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caían en el césped del cementerio, setransformaban en unos sereshermosos e iridiscentes. No eranexactamente figuras humanas, perotenían un aire similar. Rayos de luzespléndidos y resplandecientes,criaturas tan deslumbrantes que Lucesupo de inmediato que era unejército de fuerzas angelicales, igualen tamaño y número que els seresoscuros que se replegaban detrás deCam. Aquella era la verdaderaapariencia de la belleza y la bondad:un conjunto de seres espectrales yluminiscentes tan puros que heríanla vista, como el eclipse más

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espectacular, o quizá como el cielomismo. Luce debería haberse sentidoaliviada por estar en el lado que teníaque imponerse en aquella batalla.Pero empezaba a sentirse mareada.

Daniel le puso el dorso de lamano en la mejilla.

—Tiene fiebre.Gabbe le dio unas palmaditas en

el brazo a Luce y sonrió.—No te preocupes, cielo —dijo

apartando la mano de Daniel. El tonode su voz resultaba tranquilizador—.A partir de ahora nos ocupamosnosotros; tú debes irte. —Miró porencima de su hombro a toda aquella

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horda de negritud concentrada detrásde Cam—. Ahora.

Daniel tomó a Luce paraabrazarla por última vez.

—Yo me ocuparé de ella —dijo laseñorita Sophia. Todavía llevaba ellibro bajo el brazo—. Conozco unlugar seguro.

—Vete —le dijo Daniel—. Iré abuscarte tan pronto como seaposible; quiero que me prometas quete irás de aquí y que no mirarás enningún momento atrás.

Luce todavía tenía un montón depreguntas.

—No quiero separarme de ti.

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Arriane se interpuso entre ellos yle propinó un empujón brusco ydefinitivo que la encaminó hacia laspuertas del cementerio.

—Lo siento, Luce —dijo—. Ya eshora de que nosotros nosencarguemos de esta guerra. Somosbastante profesionales.

Luce sintió que Penn le cogía lamano, y un instante después yaestaban corriendo hacia las cancelastan rápido como había descendido enbusca de Daniel. De vuelta por laresbaladiza pendiente de mantillo, através de las ramas puntiagudas delroble, por entre las destartaladas pilas

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de lapidas rotas. Sortearon las piedrasy corrieron cuesta arriba en direcciónal lejano arco de hierro forjado de laentrada. El viento caliente le hacíaondear el cabello, y el aire pegajosose le seguía agarrando en el fondo delos pulmones. No podían guiarse porla luna porque no la encontraban, yla luz que emanaba del centro delcementerio se había extinguido. Nocomprendía qué estaba pasando. Enabsoluto. Y no le gustaba nada quetodos los demás sí lo comprendieran.

Un clavo de oscuridad cayó en elsuelo frente a ellas, adentrándose enla tierra y abriendo una zanja

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irregular. Por suerte, Luce y Penn sedetuvieron a tiempo. La grieta eratan ancha como la altura de Luce, ytan profunda como… bueno, no seveía el fondo. Los bordeschisporroteaban y rezumbabanespuma.

Penn dio un grito ahogado.—Luce, tengo miedo.—¡Seguidme, chicas! —gritó la

señorita Sophia. Las guió hacia laderecha, y serpentearon entre lastumbas negras mientras a susespaldas se sucedían las explosiones—. No es más que el fragor de labatalla —dijo entre jadeos, como si

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fuera una especia de guía turística—.Me temo que seguirá así durante unrato.

Luce hacía una mueca con cadaestruendo, pero siguió avanzandohasta que le ardieron las pantorrillas,hasta que, detrás de ella, Pennprofirió un gemido. Luce se volvió yvio a su amiga tambaleándose, conlos ojos en blanco.

—¡Penn! —gritó Luce mientrasextendía los brazos para cogerlaantes de que se cayera. Con cuidado,Luce la ayudó a tenderse en el sueloy le dio la vuelta. Casi deseó nohaberlo hecho. Algo negro y dentado

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había hecho un tajo a Penn en elhombro. Le había hendido la piel yhabía dejado una línea de carne vivacarbonizada que olía a carnequemada.

—¿Es grave? —susurró Penn conla voz ronca. Parpadeó con rapidez,frustrada por ser incapaz de levantarla cabeza y verlo por sí misma.

—No —le mintió Luce negandocon la cabeza—. Es solo un corte—.Tragó saliva, y al hacerlo tambiénprocuró tragarse la náusea que leascendía hasta la garganta mientrastiraba de la manga negra ydeshilachada de Penn—. ¿Te hago

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daño?—No lo sé —respirando con

dificultad—. No siento nada.—Chicas, ¿por qué os retrasáis?La señorita Sophia había vuelto

sobre sus talones.Luce miró a la señorita Sophia

deseando que no dijera nada sobre elmal aspecto de la herida.

No lo hizo. Asintió con rapidez,cogió a Penn y la cargó en sus brazos,como una madre que lleva a su hija ala cama.

—Te tengo —dijo—. No tepreocupes, no tardaremos mucho.

—Eh. —Luce siguió a la señorita

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Sophia, que acarreaba a Penn comoso se tratara de un saco de plumas—.¿Cómo ha…?

—Nada de preguntas hasta queestemos muy lejos de aquí —contestóla señorita Sophia.

Muy lejos. Lo último que queríaLuce era estar lejos de Daniel. Y algomás tarde, cuando ya había cruzadoel umbral del cementerio y estaba depie en el patio del reformatorio, nopudo controlarse y miró hacia atrás.Y entendió de inmediato por quéDaniel le había dicho que no lohiciera.

Una columna de fuego como un

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tornado plateado y dorado se alzabadesde el oscuro centro delcementerio. Era tan ancho, como elcementerio mismo, una trenza de luzque se elevaba cientos de metros y seabría paso entre las nubes. Lassombras negras picoteaban la luz, y aveces arrancaban fragmentos y se losllevaban, entre alaridos, hacia lanoche. Mientras las hebras en espiralcambiaban de color, unas veces másplateadas, otras, más doradas, el aireempezó a llenarse con un únicoacorde, omnipresente e interminable,y atronador como una descomunalcascada. Se oían notas graves

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retumbando en la noche, y notasagudas repicando aquí y allá. Era laarmonía celestial más perfecta,equilibrada y magnífica que jamás sehabía oído en la tierra. Resultabahermoso y aterrador a un tiempo, ytodo apestaba a azufre.

Cualquiera en varios kilómetros ala redonda, sin duda pensaría que setrataba del fin del mundo. Luce nosabía qué pensar, estaba paralizada.

Daniel le había dicho que nomirara atrás porque sabía que lavisión de todo aquello la incitaría a iren su busca.

—Oh, no de ninguna manera —

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dijo la señorita Sophia cogiéndolapor el pescuezo y arrastrándola através del patio. Cuando llegaron algimnasio, Luce se dio cuenta de quela señorita Sophia había cargado conPenn todo el rato con un solo brazo.

—¿Qué es usted? –le preguntóLuce mientras la bibliotecaria abríalas puertas dobles.

La señorita Sophia sacó una llavelarga del bolsillo de su rebeca roja yla introdujo en un lugar de la paredde ladrillos frente al vestíbulo que nisiquiera parecía una puerta. Era laentrada a una larga escalera, y laseñorita Sophia le hizo un gesto a

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Luce para que la precediera escalerasarriba.

Penn tenía los ojos cerrados. Obien estaba inconsciente, o sentíademasiado dolor para abrirlos. Fueracomo fuese, estabasorprendentemente quieta.

—¿A dónde vamos? —preguntóLuce—. Tenemos que salir de aquí.¿Dónde está su coche?

No quería asustar a Penn, peronecesitaban un médico. Deprisa.

—Tranquilízate, será lo mejor. —La señorita Sophia miró la herida dePenn y suspiró—. Vamos a la únicahabitación de este lugar que no ha

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sido profanada con materialdeportivo; allí estaremos a solas.

En ese momento, Penn empezó agemir entre los brazos de la señoritaSophia. La sangre negra y espesa dela herida caía sobre el suelo demármol.

Luce observó la empinadaescalera: ni siquiera podía ver elfinal.

—Creo que por el bien de Pennlo mejor sería que nos quedásemosaquí abajo. Vamos a necesitar ayudamuy pronto.

La señorita Sophia suspiró, dejó aPenn en el suelo y se volvió para

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cerrar con llave la puerta queacababan de cruzar. Luce se puso derodillas delante de su amiga, queparecía muy pequeña y frágil. Ladébil luz que despedía un candelabrode hierro forjado le permitió a Lucever hasta qué punto era grave laherida.

Penn era la única amiga con laque Luce podía identificarse enEspada & Cruz, la única con quienno se sentía intimidada. Después dever lo que Arriane, Gabbe y Campodían hacer, había muchas cosasque Luce no entendía, pero lo que sísabía era que Penn era la única chica

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como ella en Espada & Cruz.Aunque Penn era más fuerte que

Luce, más lista, más feliz y de tratomucho más fácil. Gracias a ella Lucehabía superado aquellas primerassemanas en Espada & Cruz. SinPenn, ¿dónde estaría ahora?

—Oh, Penn —suspiró—. Tepondrás bien. Vamos a curarte.

Penn balbuceó algoincomprensible, que puso aún másnerviosa a Luce. Luce se volvió haciala señorita Sophia, que estabacerrando una por una todas lasventanas del vestíbulo.

—Se desvanece —dijo Luce—.

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Llamemos a un médico.—Sí, sí —contesto la señorita

Sophia, pero había un matiz depreocupación en su voz. A lo únicoque prestaba atención era a cerrarbien todas las ventanas, como si lassombras del cementerio estuvieran decamino hacia ellas en el mismomomento.

—¿Luce? —susurró Penn—.Tengo miedo.

—No tienes por qué. —Luce leapretó la mano—. Eres muy valiente.Durante todos estos días has sido unpilar de fortaleza.

—Por favor… —les espetó la

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señorita Sophia desde detrás, con untono de voz implacable que Lucenunca le había oído—. Es un pilar desal.

—¿Qué? —preguntó Luce,confundida—. ¿Qué quiere decir?

Los ojitos redondos y brillantesde la señorita Sophia se estrecharonhasta convertirse en pequeñasranuras negras. Arrugó la cara porcompleto y sacudió la cabeza conamargura. Y entonces, lentamente,sacó de la manga de su rebeca unpuñal largo y plateado.

—Esta chica solo nos hace perdertiempo.

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Luce abrió los ojos de par en parcuando vio a la señorita Sophialevantar el puñal sobre la cabeza dePenn, que estaba tan aturdida que nocomprendía lo que estabaocurriendo.

—¡No! —gritó, al tiempo que seabalanzaba sobre la señorita Sophiapara desviar el puñal.

Pero la señorita Sophia sabíamuy bien qué estaba haciendo: condestreza, bloqueó los brazos de Lucecon la mano que tenía libre mientrashundía el puñal en el cuello de Penn.

Penn gruño y tosió, y surespiración se volvió entrecortada,

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puso los ojos en blanco, igual quecuando pensaba; pero esta vez noestaba pensando, sino que se estabamuriendo. Al final miró a Luce; susojos se apagaron lentamente y dejóde respirar.

—Desagradable pero necesario —dijo la señorita Sophia, mientraslimpiaba el puñal en el suéter negrode Penn.

Luce retrocedió tambaleándose,con la mano en la boca, incapaz degritar e incapaz de apartar la miradade su amiga muerta, incapaz de mirara la mujer a quien consideraba de subando. De repente, comprendió por

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qué la señorita Sophia había cerradoa cal y canto todas las puertas yventanas del vestíbulo. No era paraevitar que alguien entrara, era paraevitar que ella escapara.

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1919

Fuera de la vistaFuera de la vista

Al final de la escalera había un

muro de ladrillo. A Luce siempre lehabía provocado claustrofobiacualquier tipo de callejón sin salida,y esto era incluso peor, pues tenía unpuñal apuntándole al cuello. Seatrevió a mirar atrás, a la inclinadapendiente de escaleras por la quehabían subido, y desde allí la caídaparecía muy larga y dolorosa.

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La señorita Sophia volvía ahablar en lenguas desconocidas,murmurando algo en voz bajamientras con destreza abría otrapuerta secreta. Empujó a Luce haciauna capilla diminuta y cerró lapuerta tras de sí. Dentro hacía unfrío de muerte y apestaba a tiza.Luce respiraba con dificultad,intentando tragar la saliva biliosaque se le acumulaba en la boca.

Penn no podía estar muerta.Todo aquello no podía ser cierto. Laseñorita Sophia no podía ser tanmalvada.

Daniel le había dicho que

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confiara en la señorita Sophia, lehabía dicho que se quedara con ellahasta que él pudiera ir a buscarla...

La señorita Sophia no prestaba lamenor atención a Luce, solo se movíapor la sala encendiendo todas lasvelas, haciendo una genuflexión antecada una de las que prendía ycantando en aquella lenguadesconocida para Luce. Las velascentelleantes revelaron una capilla,limpia y bien conservada, lo cualquería decir que no hacía muchoalguien debía de haber estado allí.Pero seguramente la señorita Sophiaera la única que tenía una llave para

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la puerta secreta. ¿Quién más podríasaber que ese lugar existía siquiera?

El suelo de baldosas rojas teníatramos inclinados e irregulares.Tapices gruesos y gastados cubríanlas paredes con imágenesespeluznantes de criaturas mitad pez,mitad hombre, luchando en un marembravecido. Había un pequeñoaltar blanco y elevado al fondo, yalgunas hileras de banquetas demadera sobre el suelo de piedra gris.Luce, nerviosa, recorrió la sala con lavista en busca de una salida, pero nohabía ninguna otra puerta niventana.

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Le temblaban las piernas de ira ymiedo. Se sentía atormentada porPenn, que yacía traicionada yabandonada al pie de las escaleras.

—¿Por qué está haciendo esto? —le preguntó a la señorita Sophiamientras caminaba de espaldas hacialas puertas de la capilla—. Yoconfiaba en usted.

—Ese es tu problema, cielo —contestó la señorita Sophiaretorciéndole con fuerza el brazo.Volvió a ponerle el cuchillo en elcuello y la arrastró hasta la navelateral de la capilla—. En el mejor delos casos, confiar en las personas es

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una actividad inútil; en el peor, esuna buena forma de que te maten.

La señorita Sophia siguióconduciéndola hacia el altar.

—Ahora, sé buena y tiéndeteaquí, ¿quieres?

Puesto que el puñal todavíaestaba muy cerca de su cuello, Lucehizo lo que le ordenaba. Sintió unapunzada fría en el cuello y se palpócon la mano. Sus dedos se mancharonde gotitas de sangre y la señoritaSophia le apartó la mano de ungolpe.

—Si crees que eso es malo,entonces deberías ver lo que te estás

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perdiendo ahí fuera —le dijo, y Lucetembló: Daniel estaba ahí fuera.

El altar era una plataformacuadrada y blanca, una losa de piedrano más grande que Luce. Hacía frío,y se sintió desesperadamenteexpuesta allí arriba, imaginando lasbanquetas llenas de adeptos oscuros ala espera de que se consumase elsacrificio.

Al mirar hacia arriba, Lucedescubrió que la capilla tenebrosatenía una ventana en la partesuperior, un rosetón enorme convidrios ahumados, como si fuera untragaluz. Tenía un estampado de

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flores geométricas, muy elaborado,con rosas rojas y púrpura sobre unfondo azul marino, pero a Luce lehubiera gustado mucho más haberpodido ver a través de ella lo queocurría fuera.

—A ver, ¿dónde...? ¡Ah, sí! —Laseñorita Sophia se agachó y cogióuna cuerda gruesa debajo del altar—.No te muevas —le dijo,amenazándola con el cuchillo. Acontinuación se dispuso ainmovilizar a Luce en el altarpasando la cuerda por cuatroagujeros que había en la superficie,primero los tobillos y luego las

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muñecas. Luce intentó no retorcersemientras era atada como una especiede ofrenda de sacrifico—. Perfecto —concluyó la señorita Sophia tras darun fuerte tirón a los nudos.

—Usted planeó todo esto —afirmó Luce, aterrada.

La señorita Sophia sonrió contanta delicadeza como la primera vezque Luce entró en la biblioteca.

—Podría decirte que no es nadapersonal, Lucinda, pero de hecho loes —dijo riendo—. He esperadomucho tiempo a que llegara elmomento en que pudiéramos estar asolas.

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—¿Por qué? —preguntó Luce—.¿Qué quiere de mí?

—De ti, solo quiero quedesaparezcas —contestó—. Es aDaniel a quien quiero liberar.

Dejó a Luce en el altar y se fuehasta un atril que había a los pies deLuce. Dejó el libro de Grigori sobreel atril y empezó a pasar las páginascon rapidez. Luce recordó elmomento en que lo abrió y vio surostro al lado del de Daniel porprimera vez. Cómo al fin se diocuenta de que Daniel era un ángel.En aquel momento no sabía casinada, pero estaba segura de que la

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fotografía significaba que ella yDaniel podían estar juntos.

Ahora aquello le parecióimposible.

—Estás ahí tendida derritiéndotepor él, ¿no? —inquirió la señoritaSophia. Cerró el libro de golpe ygolpeó la tapa con el puño—. Ese esjustamente el problema.

—Pero ¿qué le pasa? —Luceforcejeó con las cuerdas que laataban al altar—. ¿Qué le importa austed lo que Daniel y yo sintamos eluno por el otro, o con quiénsalgamos? —Aquella psicópata notenía nada que ver con ellos.

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—Debería tener una charla con elque pensó que poner el destino detodas nuestras almas eternas enmanos de un par de mocososenamorados era una buena idea. —Levantó el puño y lo agitó en el aire—. ¿Quieren que se incline labalanza? Yo les enseñaré cómo seinclina.

La punta del puñal resplandeció ala luz de las velas.

Luce apartó los ojos del filo.—Está usted loca.—Si querer que se acabe la

batalla más larga y grandiosa quenunca se ha librado es estar loca —el

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tono de la señorita Sophia daba porsentado que Luce era tonta por nosaber todo eso—, entonces lo estoy.

Luce pensaba que no teníasentido que la señorita Sophiapudiera hacer algo para deteneraquella guerra. Daniel estaba fueraluchando. Lo que ocurría allí dentrono se podía comparar con lo queestaba sucediendo en el exterior, ytampoco tenía importancia que laseñorita Sophia se hubiese pasado alotro bando.

—Dicen que será el infierno en latierra —susurró Luce—. El fin delmundo.

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La señorita Sophia se echó a reír.—Eso es lo que te parece ahora.

¿Te sorprende mucho que yo sea unode los buenos, Lucinda?

—Si tú eres de los buenos —leescupió Luce—, no merece la penaluchar en esta guerra.

La señorita Sophia sonrió, comosi hubiera esperado que Lucepronunciara esas mismas palabras.

—Tu muerte puede que sea elempujoncito que Daniel necesita, unempujoncito en la direcciónadecuada.

Luce se retorció en el altar.—Us-usted no se atrevería a

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hacerme daño.La señorita Sophia regresó a su

lado y se acercó a su cara. El perfumeartificial de polvos para bebé queemanaba aquella mujer le provocónáuseas.

—Por supuesto que lo haría —dijo la señorita Sophia, atusándose elalborotado cabello plateado—. Eresel equivalente humano de unamigraña.

—Pero volveré. Me lo dijoDaniel. —Tragó saliva. «Cadadiecisiete años.»

—Oh, no, no lo harás. Esta vez no—repuso la señorita Sophia—. El

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primer día que entraste en labiblioteca, vi algo distinto en tusojos, pero no podía poner la mano enel fuego —le explicó sonriente—. Tehe conocido muchas veces antes,Lucinda, y casi siempre erasaburridísima.

Luce se puso tensa, se sentíaexpuesta, como si se hallara desnudasobre aquel altar. Una cosa era queDaniel hubiera compartido vidaspasadas con ella... pero ¿acaso habíamás gente que la había conocido?

—Esta vez, sin embargo —prosiguió la bibliotecaria—, teníasalgo especial, una auténtica chispa.

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Pero hasta esta noche, cuando hascometido ese hermoso deslizconfesándome que tus padres sonagnósticos, no he estado segura.

—¿Qué pasa con mis padres? —Luce preguntó entre dientes.

-Bueno, cariño, la razón por laque volvías una y otra vez era porquetodas las otras veces te habíaneducado religiosamente. Esta vez,cuando tus padres decidieron nobautizarte, dejaron tu pequeña almaindefensa. —Se encogióexageradamente de hombros—. Sinritual de bienvenida a la religión, nohay reencarnación para Luce. Una

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laguna pequeña pero esencial en tuciclo.

¿Era eso lo que Arriane y Gabbehabían estado sugiriendo en elcementerio? La cabeza le empezó apalpitar, un velo de puntitos rojos lenubló la vista y un pitido le llenó losoídos. Parpadeó con lentitud, y cadavez que sus pestañas se cerrabansentía como si una explosión lerecorriera toda la cabeza. En el fondoera una suerte que ya estuvieratendida. Si no, quizá se habríadesmayado.

Si de verdad aquello era el final...no, no podía serlo.

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La señorita Sophia se inclinósobre la cara de Luce, y le escupióligeramente al hablar.

—Cuando mueras esta noche,morirás de verdad. Se acabó. Kaput.En esta vida no eres más que lo queaparentas: un niñita estúpida,egoísta, ignorante y malcriada quepiensa que el mundo sigue o se acabaen función de si ella liga con algúnchico guapo en el colegio. Incluso situ muerte no constituye laculminación de algo grandioso,glorioso y largo tiempo esperado,disfrutaré de este momento, el dematarte.

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Observó que la señorita Sophialevantaba el puñal y pasaba el dedopor el filo.

A Luce le daba vueltas la cabeza.Durante todo el día había tenido queasimilar muchísimas cosas, con unmontón de gente diciéndole tantascosas distintas. Ahora el puñal sehallaba suspendido sobre su corazóny de nuevo no veía con claridad.Sintió la presión de la punta delpuñal en su pecho. Sintió a laseñorita Sophia sondeando suesternón en busca del espacio entrelas costillas, y pensó que había algode verdad en el discurso desquiciado

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de la señorita Sophia. ¿Depositartantas esperanzas en el poder delverdadero amor —que ella apenasempezaba a conocer— era unaingenuidad? Después de todo, elverdadero amor no podía ganar laguerra que se estaba librando fuera, ypuede que ni siquiera lograse evitarque ella muriera en ese altar.

Pero tenía que ser capaz. Sucorazón todavía latía por Daniel, yhasta que eso no cambiara, algo en lomás profundo de Luce creía en aquelamor, en su poder para hacerla mejor,para lograr que Daniel y ella seconvirtieran en algo bueno y

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maravilloso...Luce gritó cuando el cuchillo

empezó a penetrar en su piel, pero almomento se quedó petrificada: elrosetón del techo se hizo añicos congran estrépito y el aire que larodeaba se llenó de luz y de ruido.

Un zumbido vacío y maravilloso.Un resplandor cegador.

Así pues, había muerto.El puñal se había hundido más de

lo que ella pensaba. Luce se estabamoviendo hacia el lugar siguiente.¿Cómo si no podría explicar laaparición de aquellas figurasresplandecientes y translúcidas que

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flotaban sobre su cabeza ydescendían desde el cielo, aquellacascada de destellos, de resplandorcelestial? Resultaba difícil distinguiralgo con claridad en medio deaquella luz cálida y plateada. Sedeslizaba sobre su piel, y tenía eltacto del terciopelo más suave, comola capa de merengue sobre un pastel.Las cuerdas que le sujetaban pies ymanos se estaban aflojando, y por finse soltaron del todo, y su cuerpo —oquizá se trataba del alma— se liberópara poder flotar hacia el cielo.

Y entonces oyó a la señoritaSophia, que gimoteaba:

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—¡No! ¡Todavía no! ¡Esdemasiado pronto!

La mujer apartó el puñal delpecho de Luce.

Esta parpadeó con rapidez. Susmuñecas: desatadas. Sus tobillosliberados. Había pequeñosfragmentos de cristal rojo, verde, azuly dorado sobre su piel, sobre el altary en el suelo. Le produjeron algunoscortes superficiales cuando losapartó, y le quedaron algunas marcasde sangre en los brazos. Entornó losojos para mirar hacia el agujero quehabía en el techo.

De modo que no estaba muerta,

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la habían salvado. Los ángeles.Daniel había ido a buscarla.¿Dónde estaba? Apenas podía ver

nada. Quería caminar por la luz hastaque sus dedos lo encontraran y seentrelazaran alrededor de su cuellopara nunca, nunca, nunca mássoltarlo.

Pero solo estaban aquellas figurastranslúcidas que flotaban alrededorde Luce, como en una habitaciónllena de plumas brillantes. Cayeroncomo copos de nieve sobre su cuerpo,restañando las heridas que le habíanproducido los cristales. Franjas de luzque de alguna extraña manera

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parecían limpiar la sangre de susbrazos y del corte que tenía en elpecho, hasta que estuvocompletamente curada.

La señorita Sophia había corridohasta el otro extremo de la capilla yestaba manoseando la paredfrenéticamente en busca de la puertasecreta. Luce quería detenerla —paraque respondiera por lo que habíahecho y por lo que había estado apunto de hacer—, pero, entoncesparte de la luz plateada adquirió unleve tono violeta y empezó a formarla silueta de una figura.

Una fuerte vibración sacudió la

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sala y una luz tan espléndida como laque desprendía el sol hizo que lasparedes retumbaran y que las velastemblaran y parpadearan en loscandelabros de bronce. Losescalofriantes tapices ondearon sobrelas paredes de piedra. La señoritaSophia se encogió de miedo, peroaquel resplandor titileante era comoun masaje que en Luce penetrabahasta los mismos huesos. Y cuando laluz se condensó, dotando la sala decalidez, adoptó una forma que Lucereconocía y adoraba.

Daniel estaba frente a ella,delante del altar. Iba descalzo y sin

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camiseta, solo llevaba unospantalones de lino blanco. Le sonrió,cerró los ojos y abrió los brazos.Entonces, con cautela, muylentamente, para que Luce no seasustara, exhaló profundamente, ysus alas empezaron a desplegarse.

Se abrieron gradualmente,primero desde la base de sushombros, dos brotes blancos quenacían de su espalda y se hacían másanchos, gruesos y largos a medidaque se extendían hacia atrás, haciaarriba y hacia fuera. Luce observó lascurvaturas de los bordes, deseabaacariciarlas con sus manos, con sus

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mejillas, con sus labios. La parteinterna de sus alas empezó aresplandecer con una iridiscenciaaterciopelada. Exactamente como ensu sueño. Solo que ahora, cuando alfinal se hacía realidad, pudocontemplar sus alas por primera vezsin marearse y sin tener que forzar lavista. Pudo admirar toda la gloria deDaniel.

Él seguía brillando, como siposeyera una luz en su interior. Lucepodía ver con claridad sus ojosvioletas y grisáceos, y todos losdetalles de su boca, sus manosfuertes, sus anchas espaldas. Podía

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alargar la mano y dejarse envolverpor la luz de su mado.

Él alargó los brazos paraabrazarla. Luce cerró los ojos alsentir el contacto, esperaba uncontacto demasiado sobrehumanopara que su cuerpo pudierasoportarlo. Pero no; solo era eltranquilizador contacto de Daniel.

Ella le pasó las manos por laespalda para tocarle las alas; lo hizocon nerviosismo, como si pudieranquemar, pero se deslizaron por susdedos más suaves que el terciopelomás fino. La sensación que ella seimaginaba que proporcionaría una

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nube suave, esponjosa y cálida por elsol si la pudiera coger entre susmanos.

—Eres tan... hermoso —susurróen su pecho—. Quiero decir, siemprelo has sido, pero esto es...

—¿No te da miedo? —musitó—.¿No te duele mirar?

Ella negó con la cabeza.—Pensé que podría suceder —

dijo, recordando sus sueños—. Perono me duele.

Él suspiró, aliviado.—Quiero que te sientas segura

conmigo. —La luz centelleante caíacomo confeti a su alrededor, y Daniel

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atrajo a Luce hacia sí—. Es mucho loque tienes que asimilar.

Ella echó la cabeza hacia atrás yseparó los labios, anhelante.

Los interrumpió un portazo. Laseñorita Sophia había dado con lasescaleras. Daniel hizo un leve gestode cabeza y una figuraresplandeciente se lanzó hacia lapuerta secreta para seguir a la mujer.

—¿Qué era eso? —preguntó Lucemirando la estela de luz quedesaparecía por la puerta abierta.

—Un ayudante.—-Daniel laatrajo de nuevo hacia sí,sosteniéndole la barbilla.

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Y entonces, a pesar de queDaniel estaba con ella y Luce sesentía amada, protegida y salvada,también sintió una punzada deincertidumbre al recordar a todosaquellos seres oscuros que había vistoen el cementerio, y a Cam y a susnegros subordinados. Todavía teníamuchas preguntas sin respuesta en lacabeza, muchos acontecimientosterribles que pensaba que nuncaentendería. Como la muerte de Penn,la pobre e inocente Penn, su finalviolento y absurdo. Aquel recuerdola abrumaba, le temblaba el labioinferior.

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—Penn se ha ido, Daniel —le dijo—. La señorita Sophia la ha matadoy, por un momento pensé quetambién iba a matarme a mí.

—Nunca dejaría que esoocurriera.

—¿Cómo sabías que estaba aquí?¿Cómo logras salvarme siempre? —Negó con la cabeza—. Oh, Dios mío—le susurró consciente de que porfin la verdad se revelaba—. Daniel,eres mi ángel de la guarda.

—No exactamente. —Daniel rióentre dientes—. Aunque me lotomaré como un cumplido.

Luce se sonrojó.

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—Entonces, ¿qué tipo de ángeleres?

—Ahora mismo estoy viviendouna especie de transición —dijoDaniel.

Detrás de él, lo que quedaba de laluz plateada en la sala se unió yluego se dividió en dos. Luce sevolvió para observarla, y sintiópalpitar su corazón cuando elresplandor se arremolinó, igual quehabía sucedido con Daniel, alrededorde dos figuras.

Arriane y Gabbe.Las alas de Gabbe ya estaban

desplegadas, eran anchas, afelpadas y

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de un tamaño tres veces superior alde su cuerpo. Plumosas, con bordessuaves y curvados, como las alas deángel que pueden verse en laspelículas y en las tarjetas defelicitación, y con un matiz rosapálido en las puntas. Luce se diocuenta de que estaban batiendoligeramente... y de que los pies deGabbe se hallaban unos centímetrospor encima del suelo.

Las alas de Arriane eran mástersas, más brillantes y con unosbordes más marcados, como las deuna mariposa gigante. Translúcidasen parte, resplandecían y

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proyectaban prismas de luz opalinasobre el suelo de piedra. ComoArriane misma, eran extrañas,atrayentes y rebeldes.

—Tenía que habérmeloimaginado —dijo Luce, y en su rostrose esbozó una sonrisa. Gabbe sonrió asu vez y Arriane hizo una pequeñareverencia.

—¿Qué ocurre allí fuera? —preguntó Daniel al percibir laexpresión preocupada de Gabbe.

—Tenemos que sacar a Luce deaquí.

La batalla. ¿Aún no se habíaacabado? Si Daniel, Gabbe y Arriane

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estaban allí, entonces es que habíanganado... ¿no? Luce miróinmediatamente a Daniel, pero suexpresión no delataba nada.

—Y alguien tiene que ir trasSophia —dijo Arriane—. No podríahaber estado trabajando sola.

Luce tragó saliva.—¿Está del lado de Cam? ¿Es

alguna especie de... demonio? ¿Unángel caído? —Era uno de los pocostérminos que recordaba de la clase dela señorita Sophia.

Daniel apretaba los dientes.Incluso sus alas parecían tensas deira.

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—No es un demonio —musitó—,pero a duras penas puede ser unángel. Pensábamos que estaba connosotros. Nunca debimos permitirque se nos acercara tanto.

—Era uno de los veinticuatromiembros del consejo —añadióGabbe. Dejó de levitar y replegó susalas color rosa pálido en la espaldapara poder sentarse en el altar—.Una posición muy respetable. Teníamuy bien escondido su lado oscuro.

—Tan pronto como subimos, fuecomo si se hubiera vuelto loca —dijoLuce. Se pasó la mano por el cuello,donde le había cortado con el puñal.

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—Es que están locos —dijoGabbe—. Pero son muy ambiciosos.Ella forma parte de una secta secreta.Debí darme cuenta antes, pero lossignos ahora resultan mucho másclaros. Se autodenominan losZhsmaelim. Todos visten igual yposeen cierta... elegancia. Siemprepensé que hacían más ruido que otracosa. Nadie se los tomaba muy enserio en el Cielo —le explicó a Luce—, pero ahora lo harán. Su acción deesta noche le valdrá el exilio, y puedeque vaya a ver a Cam y a Molly másde lo que tenía previsto.

—Así que Molly también es un

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ángel caído —dijo Luce con lentitud.De todo lo que le habían dicho esedía, aquello era lo que más sentidotenía.

—Luce, todos somos ángelescaídos —explicó Daniel-. Lo quesucede es que unos estamos en unbando... y otros en otro.

—¿Hay alguien más —tragósaliva— en el otro bando?

—Roland —respondió Gabbe.—¿Roland? —Luce estaba

asombradas—. Pero si erais amigos, yél era tan carismático, tan genial.

Daniel se limitó a encogerse dehombros, pero era Arriane quien

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parecía más preocupada. Batió lasalas con tristeza,desacompasadamente, y levantó unanube de polvo.

—Algún día lo recuperaremos —dijo en voz baja.

—¿Y qué hay de Penn? —preguntó Luce sin poder evitar quelas lágrimas se le agolparan en lagarganta.

Pero Daniel negó con la cabeza,al tiempo que le apretaba la mano.

—Penn era mortal. Una víctimainocente en una guerra larga y sinsentido. Lo siento, Luce.

—¿De modo que la lucha de ahí

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fuera...? —preguntó Luce. Su vozsonaba ahogada. Aún no estabapreparada para hablar sobre Penn.

—Una de las muchas batallas quelibramos contra los demonios —repuso Gabbe.

—¿Y quién ganó?—Nadie —contestó Daniel con

amargura. Cogió uno de los grandestrozos de cristal que había caído deltecho y lo arrojó al otro lado de lacapilla. Se fragmentó en cientos depedacitos, pero no parecía queaquello le hubiera desahogado lo másmínimo—. Nunca gana nadie. Es casiimposible que un ángel aniquile a

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otro. Todo consiste en darnos unmontón de mamporrazos hasta quenos cansamos, y lo damos porterminado.

Luce se asustó cuando unaimagen cruzó su mente: era Danielalcanzado en el hombro por uno deaquellos largos rayos oscuros quehabían alcanzado a Penn. Abrió losojos y examinó su hombro derecho.Tenía sangre en el pecho.

—Estás herido —le susurró.—No —respondió él.—No le pueden herir, él es...—¿Qué es eso que tienes en el

brazo, Daniel? —preguntó Arriane

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señalando su pecho—. ¿Es sangre?—Es de Penn —dijo Daniel con

brusquedad—. La he encontrado alpie de las escaleras.

A Luce se le encogió el corazón.—Tenemos que enterrar a Penn

—dijo—. Al lado de su padre.—Luce, cariño —dijo Gabbe al

tiempo que se incorporaba—. Ojalátuviéramos tiempo para hacerlo, peroahora mismo tenemos que irnos.

—No voy a abandonarla. Notiene a nadie más.

—Luce —dijo Daniel frotándosela frente.

—Ha muerto en mis brazos,

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Daniel, porque no he sabido hacernada mejor que seguir a la señoritaSophia hasta esta sala de tortura. —Luce los miró a los tres—. Porqueninguno de vosotros me advirtió denada.

—Vale —concluyó Daniel—.Haremos las cosas como es debidocon Penn. Pero luego tenemos quesacarte de aquí.

Una ráfaga de viento que se colópor el agujero del techo hizo que lasvelas parpadearan y que algunoscristales que aún colgaban de laventana rota se balancearan. Unsegundo después, cayeron en una

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lluvia de esquirlas cortantes.Pero Gabbe se deslizó a tiempo

desde el altar y se situó junto a Lucepara protegerla. No parecióinmutarse.

—Daniel tiene razón —afirmó—.La tregua solo se aplica a los ángeles,y ahora que hay muchos más quesaben lo del —se aclaró la garganta—, hummm, cambio en tu estatus demortalidad, seguro que muchosindeseables de ahí fuera se van ainteresar por ti.

—Y muchos otros —añadióArriane mientras las alas la elevabandel suelo— aparecerán para evitarlo

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—dicho lo cual, se posó al otro ladode Luce.

—Sigo sin entenderlo -dijo Luce—. ¿Por qué eso importa tanto? ¿Porqué importo yo tanto? ¿Solo porqueDaniel me ama?

Daniel suspiró.—En parte sí, por muy inocente

que suene.—Ya sabes que a todo el mundo

le encanta odiar a un par de tortolitosfelices —dijo Arriane.

—Cariño, es una historia muylarga —añadió Gabbe, la voz de larazón.

—Solo te podemos contar un

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capítulo cada vez.—Y como con mis alas —remató

Daniel—, en gran medida lo tendrásque averiguar por ti misma.

—Pero ¿por qué? —preguntóLuce. Aquella conversación resultabatan frustrante: se sentía como unaniña a la que decían que ya loentendería cuando fuera mayor—.¿Por qué no podéis simplementeayudarme a comprenderlo?

—Podemos ayudarte —lerespondió Arriane—, pero nopodemos soltártelo todo de golpe,igual que no se puede despertar a unsonámbulo de golpe. Es demasiado

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peligroso.Luce se abrazó a sí misma.—Me mataría —dijo Luce al

final, unas palabras que los demástrataban de evitar.

Daniel le pasó el brazo por lacintura.

—En el pasado lo hizo. Y por estanoche ya has tenido suficientesencuentros con la muerte.

—Entonces, ¿qué? ¿Ahora solotengo que dejar el colegio? —Sevolvió hacia Daniel—. ¿Adónde mevas a llevar?

Frunció el ceño y apartó lamirada.

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—Yo no puedo llevarte a ningunaparte; llamaría demasiado laatención. Tendremos que confiar enotra persona. Hay un mortal conquien podemos contar.

Miró a Arriane.—Iré a por él —dijo Arriane

elevándose.—No me separaré de ti —le dijo

Luce a Daniel. Le temblaba el labio—. Justo acabo de recuperarte.Daniel le besó la frente, con lo queencendió una sensación de calor enLuce que se extendió por todo sucuerpo.

—Por suerte, aún nos queda un

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poco de tiempo.

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2020

AmanecerAmanecer

Alba. Empezaba el último día que

Luce vería Espada & Cruz hasta...bueno, no sabía hasta cuándo. Elarrullo de una paloma salvaje sonó enel cielo de color azafrán cuando Lucesalió por las puertas cubiertas dekudzu del gimnasio. Se dirigiólentamente hacia el cementerio,cogida de la mano de Daniel.Permanecieron en silencio mientras

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cruzaban el césped del patio.Justo antes de que dejaran la

capilla, de uno en uno, los demáshabían replegado las alas. Era unproceso laborioso y solemne que lossumió en una especie de somnolenciacuando volvieron a adoptar formahumana. Al observar latransformación, Luce no podíacreerse que aquellas alas brillantes yenormes pudieran volverse tanpequeñas y frágiles, hastadesaparecer en la piel de los ángeles.

Cuando acabaron, pasó la manopor la espalda de Daniel. Por primeravez, se mostró pudoroso y sensible al

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tacto de Luce. Pero su piel era tansuave e impecable como la de unbebé. En su cara, y en la de todos losdemás, Luce aún podía ver losdestello de esa luz plateada queresplandecía en todas direcciones.

Después trasladaron el cuerpo dePenn escaleras arriba, hasta lacapilla, limpiaron los cristales quequedaban en el altar y colocaron allísu cuerpo. Era imposible enterrarlaesa mañana, no con el cementerioatestado de mortales, como Danielaseguró que estaría.

A Luce le resultó terrible aceptarque tendría que conformarse con

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susurrarle unas palabras de despedidaa su amiga dentro de la capilla. Todocuanto se le ocurría decir era: «Ahoraestás con tu padre. Sé que él estáfeliz por tenerte a su lado de nuevo».

Daniel enterraría a Penn comoera debido tan pronto como las cosasse calmaran en la escuela, y Luce leenseñaría dónde estaba la tumba delpadre de Penn para que pudieraponerla a su lado. Era lo mínimo quepodía hacer.

Se sentía apesadumbradamientras cruzaban el patio. Llevabalos vaqueros y la camiseta sucios yarrugados. Necesitaba limpiarse las

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uñas y se alegraba de que no hubieraespejos cerca para no ver cómollevaba el pelo. Deseaba poderrebobinar la parte oscura de la noche—sobre todo, haber podido salvar aPenn— y quedarse con las partesbuenas. La emoción de descubrir laverdadera identidad de Daniel, elmomento en que apareció frente aella en toda su gloria, ver cómo lescrecían las alas a Gabbe y a Arriane.Había tantas cosas que habían sidomaravillosas.

Y otras muchas habían acabadoen una destrucción terrible.

Podía sentirlo en el ambiente,

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como una epidemia. Podía leerlo enlas caras de los numerosos alumnosque vagaban por el patio. Erademasiado pronto para que ningunode ellos estuviera despierto porvoluntad propia, lo cual significabaque debían de haber visto u oído algode la batalla que se había librado lanoche anterior. ¿Qué podían saber?¿Ya habría alguien buscando a Penn?¿A la señorita Sophia? ¿Quépensarían que había ocurrido? Todosse habían reunido en pequeñosgrupos y hablaban en voz baja. Lucehabría querido quedarse por allí yescuchar a hurtadillas.

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—No te preocupes. —Daniel leapretó la mano—. Imita una de esasmiradas perplejas que ponen y nadiese dará cuenta de nada.

Aunque Luce tenía la sensaciónde que todos la miraban, Danieltenía razón.

Ninguno de los demásestudiantes se fijó especialmente enellos.

En las puertas del cementerioparpadeaban las luces azules yblancas de la policía, reflejándose enlas hojas de los robles. La entradaestaba bloqueada por una cintaamarilla.

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Luce vio la silueta de Randy acontraluz. Caminaba de un lado paraotro frente a la entrada delcementerio y gritaba por unBluetooth que llevaba enganchadoen el cuello de su polo sin forma.

—¡Creo que deberías despertarlo!—bramaba a través del dispositivo—.Ha ocurrido algo en la escuela. Te lorepito... No lo sé.

—Tengo que advertírtelo —ledijo Daniel mientras la alejaba deRandy y de las luces parpadeantes delos coches de policía tomando elrobledal que bordeaba el cementerio—. Puede que lo de allí abajo te

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parezca extraño. El estilo de guerrade Cam es más sucio que el nuestro.No es sangriento, es... es diferente.

Luce pensaba que a esas alturasya no había demasiadas cosas quepudieran escandalizarla. Algunasestatuas por el suelo sin duda no ibana escandalizada. Anduvieron por elbosque haciendo crujir las hojas secasbajo sus pies. Luce pensó en que lanoche anterior aquellos árboles sehabían visto ocupados por laatronadora nube de sombras conapariencia de langostas. Sinembargo, no quedaba ni una solaseñal.

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Poco después, Daniel señaló unsegmento de la valla de hierro delcementerio que estaba retorcido.

—Podemos entrar por aquí sinque nos vean, pero tenemos quehacerlo rápido.

Al abandonar la protección quebrindaban los árboles, Luce fuecomprendiendo lentamente a qué serefería Daniel con lo de que elcementerio había cambiado. Seencontraban de pie en el límite, nomuy lejos de la tumba del padre dePenn, pero era imposible ver unosmetros más allá. El aire era tan turbioque quizá no debía calificarse como

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aire. Era denso, gris y arenoso, yLuce tuvo que abanicarlo con susmanos para poder ver lo que teníaenfrente.

Se frotó los dedos.—Esto es...—Polvo —dijo Daniel cogiéndole

la mano para guiarla. Él podía ver através del polvo, y no se asfixiaba nitosía como Luce—. En la guerra, losángeles no mueren, pero sus batallasdejan esta alfombra de polvo a supaso.

—¿Y qué efectos tiene?—No demasiados, aparte de dejar

perplejos a los mortales. Más tarde se

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disipará y vendrá un montón degente a estudiar lo que ha pasado.Hay un científico loco en Pasadenaque piensa que es a causa de losovnis.

A Luce le entró un escalofrío alrecordar aquella nube negra voladorano identificada. Aquel científico noandaba muy desencaminado.

—El padre de Penn estabaenterrado por aquí —dijo señalandola esquina del cementerio.

Aunque el polvo resultabaespeluznante, le alivió que laslápidas, las estatuas y los árboles delcementerio siguieran en pie. Se puso

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de rodillas y limpió la capa de polvoque cubría la tumba que habíasupuesto que era la del padre dePenn. Sus dedos temblorososfrotaron aquella inscripción que casile hizo llorar.

STANFORD LOCKWOODEL MEJOR PADRE DEL MUNDO

El espacio que había al lado de latumba del señor Lockwood estabavacío. Luce se puso en pie y pisó elsuelo con tristeza, detestaba la ideade que su amiga tuviera queacompañarlo en aquel lugar.Detestaba no poder estar presente

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siquiera para ofrecerle a Penn unfuneral decente.

La gente siempre hablaba delCielo cuando alguien moría, de loseguros que estaba de que losmuertos irían allí. Luce nunca habíaacabado de comprender todo eso, yahora se sentía menos todavía menoscualificada para hablar de lo quepodía ocurrir después de la muerte.

Se volvió hacia Daniel conlágrimas en los ojos. A él se ledesencajó la cara al verla tan triste.

—Me ocuparé de ella, Luce —dijo—. Sé que no será como querías,pero haremos todo lo que podamos.

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Rompió a llorar desconsolada. Sesorbió la nariz, sollozaba y deseabaque Penn volviera con tanta fuerzaque pensaba que iba a desmayarse.

—No puedo dejarla, Daniel.¿Cómo podría hacerlo?

Daniel le secó las lágrimas condelicadeza con el dorso de la mano.

—Lo que le ha ocurrido a Penn esterrible, un grandísimo error. Perocuando hoy te vayas no la habrásabandonado. —Le puso una mano enel corazón—. Ella está contigo.

—Aun así no puedo...—Sí que puedes, Luce. —Su voz

era firme— Créeme. No tienes ni

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idea de cuántas cosas valientes eincreíbles puedes hacer. —Apartó lamirada y la dirigió a los árboles—. Siqueda algo bueno en este mundo, losabrás muy pronto.

Les sobresaltó un único pitido dela sirena de un coche de policía. Unapuerta del coche se cerró de unportazo, y no muy lejos de dondeestaban oyeron el crujir de unasbotas sobre la grava.

—Pero ¿qué diablos...? Ronnie,llama a comisaría y dile al sheriff quevenga aquí.

—Vámonos —murmuró Danielcogiéndole la mano.

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Luce pasó la mano con tristezapor la lápida del señor Lockwood, yluego regresó con Daniel por la zonade tumbas que había en la parte estedel cementerio. Llegaron a la zonamaltrecha de la valla de hierro yregresaron rápidamente al robledal.

A Luce la alcanzó una ráfaga deviento frío. En las ramas que habíasobre sus cabezas distinguió tressombras pequeñas pero furiosascolgando boca bajo comomurciélagos.

—Date prisa —le ordenó Daniel.Al pasar, las sombras se retrajeron

y silbaron, como si supieran que no

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debían meterse con Luce cuandoDaniel estaba a su lado.

—Y, ahora, ¿hacia dónde? —lepreguntó Luce cuando estuvieron enel límite del robledal.

—Cierra los ojos.Lo hizo. Los brazos de Daniel le

rodearon la cintura desde atrás ysintió cómo le apretaba su pechorobusto contra la espalda. La estabaelevando del suelo. Quizá un palmo,después algo más alto, hasta que lashojas suaves de las copas de losárboles le rozaron los hombros y lehicieron cosquillas en el cuellomientras Daniel la transportaba. Y

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luego más alto aún, hasta que pudosentir que ambos habían dejado atrásel bosque y les iluminaba la luz delsol matinal.

Tuvo la tentación de abrir los ojos,pero intuyó que sería demasiado. Noestaba segura de estar preparada. Y,además, la sensación del aire frescoen la cara y el viento haciendoondear su cabello era suficiente. Másque suficiente, era divino. Como lasensación que experimentó cuando larescataron de la biblioteca, comosurfear sobre una ola en el océano.Ahora sabía con seguridad que

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Daniel también había estado detrásde eso.

—Ya puedes abrir los ojos —ledijo en voz baja.

Luce sintió el suelo bajo sus piesy vio que estaban en el único lugaren que quería estar: bajo elmagnolio, en la orilla del lago.Daniel la atrajo hacia sí.

—Te quería traer aquí porqueeste es uno de los lugares, uno de losmuchos lugares, donde de verdad hequerido besarte estas últimassemanas. El otro día, cuando tezambulliste en el agua, me costócontenerme.

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Luce se puso de puntillas einclinó la cabeza hacia atrás parabesar a Daniel. Aquel día tambiénella había deseado besarle, y ahoranecesitaba hacerlo. Era el momentoperfecto para el beso, y era lo únicoque podía aliviar a Luce, recordarleque había una buena razón paraseguir adelante, aunque Penn ya noestuviera. La suave presión de loslabios de Daniel la apaciguó, comouna bebida caliente en plenoinvierno, cuando todas las partes desu cuerpo se sentían tan frías. Él laapartó demasiado pronto, y la mirócon unos ojos que reflejaban mucha

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tristeza.—Hay otra razón por la que te he

traído aquí. Esta roca conduce alcamino que debemos tomar parallevarte a un lugar seguro.

Luce bajó la vista.—Oh.—No es un adiós para siempre,

Luce. Espero que ni siquiera sea pormucho tiempo. Tendremos que vercómo evolucionan... las cosas —Leacarició el cabello—. Por favor, no tepreocupes, siempre iré a buscarte.No voy a dejar que te vayas hastaque esté seguro de que lo entiendas.

—Entonces me niego a

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entenderlo —repuso.Daniel se rió en voz baja.—¿Ves aquel claro de allí? —

Señaló más allá del lago, a una mediamilla: había un montículo con hierbaque sobresalía del bosque. Luce no sehabía fijado en él antes, pero en esemomento vio un avioncito blancocon luces rojas que parpadeaban enlas alas.

—¿Es para mí? —preguntó.Después de todo lo que había pasado,la visión de un avión apenas lasorprendió—. ¿Adónde voy?

No podía creer que iba a dejaraquel lugar que odiaba pero en el

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que había vivido tantas experienciasintensas en tan solo unas semanas.¿En qué se iba a convertir Espada &Cruz?

—¿Qué va a pasar con este lugar?¿Y qué les voy a contar a mis padres?

—Por el momento, intenta nopreocuparte. Tan pronto como estésa salvo, nos ocuparemos de todo loque sea necesario. El señor Colepuede llamar a tus padres.

—¿El señor Cale?—Está de nuestro lado, Luce,

puedes confiar en él. Pero ya habíaconfiado en la señorita Sophia; yapenas conocía al señor Cole. Era

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tan... profesor, y con aquel bigote...¿Se suponía que tenía que separarsede Daniel y subirse al avión con suprofe de historia? La cabeza leempezó a palpitar.

—Hay un sendero que bordea elagua —continuó diciéndole Daniel—. Podemos tomarlo por allí. —Lerodeó la cintura con su brazo—. Obien —propuso— podemos nadar.

Cogidos de la mano fueron hastael filo de la roca. Dejaron los zapatosbajo el magnolio... aunque esa vez nofueran a volver. Luce no pensaba quezambullirse en el agua fría del lagocon la camiseta y los vaqueros fuera

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una idea tan buena, pero con Danielsonriendo a su lado, todo lo que hacíaparecía lo único que se podía hacer.

Levantaron los brazos por encimade sus cabezas y Daniel contó hastatres. Sus pies despegaron del suelo enel mismo momento, sus cuerpos searquearon en el aire de la mismaforma, pero en lugar de descender,como Luce esperaba que sucedierainstintivamente, Daniel la elevóusando solo la punta de sus dedos.

Estaban volando. Luce iba de lamano de un ángel y estaba volando.Las copas de los árboles parecíaninclinarse ante ellos, y su cuerpo

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parecía más ligero que el aire. Porencima del horizonte de árbolespodía verse la luna, que se sumergíacada vez más cerca, como si Daniel yLuce fueran la marea. El agua semovía bajo ellos, plateada ytentadora.

—¿Estás preparada? —lepreguntó Daniel.

—Sí.Luce y Daniel empezaron a

descender hacia el lago fresco yprofundo. Se sumergieron en el aguacon las puntas de los dedos,completando el salto del ángel máslargo que jamás hubiera realizado

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nadie. Luce dio un grito ahogado alsalir a la superficie, el agua estabafría, pero al momento se echó a reír.

Daniel volvió a cogerle las manosy le hizo un gesto para que se unieracon él en la roca. Primero subió él, yluego la ayudó. El musgo formabauna alfombra fina y suave sobre lacual se tendieron. La camiseta negrade Daniel se le pegaba al pecho.Ambos se colocaron de lado,mirándose, apoyados en los codos.

Daniel posó la mano en la curvade su cintura.

—El señor Cole estará esperandocuando lleguemos al avión —dijo—.

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Esta es nuestra última oportunidadpara estar solos. Creo que podríamosdespedirnos de verdad aquí. Además—añadió—, quiero darte algo. —Sesacó un medallón de plata que Lucele había visto llevar en elreformatorio. Lo puso en la palma yLuce descubrió que se trataba de unguardapelos, una rosa gravada en unade las caras.

—Te pertenecía —le dijo—. Hacemucho tiempo. Luce lo abrió, y en suinterior halló una foto diminuta,protegida por un pequeño cristal. Erauna foto de ellos dos; no miraban acámara: se miraban a los ojos y reían.

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Luce tenía el pelo corto, como ahora,y Daniel llevaba pajarita.

—¿De cuándo es? —preguntólevantando el medallón—. ¿Dóndeestamos?

—Te lo diré la próxima vez quenos veamos —respondió.

Alzó la cadena por encima de lacabeza de Luce y se la puso alrededordel cuello. Cuando el medallón rozósu clavícula, sintió que desprendía uncalor intenso que le calentó la pielfría y mojada.

—Me encanta —susurró tocandola cadena.

—Sé que Cam también te dio

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aquel collar de oro —dijo Daniel.Luce no había pensado en ello

desde que Cam le había obligado aponérselo en el bar. No se podíacreer que aquello hubiera ocurrido eldía anterior. Solo de pensar que lohabía llevado le entraban ganas devomitar. Ni siquiera sabía dóndeestaba el collar, y tampoco queríasaberlo.

—Me lo puso —dijo, se sentíaculpable— Yo no...

—Lo sé —le interrumpió Daniel—. Pasara lo que pasara entre Cam ytú, no fue culpa tuya. De algunamanera conservó gran parte de su

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encanto angelical cuando cayó. Esmuy engañoso.

—Espero no volver a verlo nunca.—Se estremeció.

—Me temo que quizá no sea así.Y hay muchos más como Cam ahífuera. Tendrás que confiar en tuinstinto. No sé cuánto tiempo tellevará ponerte al día de todo lo quenos ha ocurrido en el pasado. Pero,mientras tanto, si tienes unpresentimiento, incluso sobre algoque piensas que no conoces, deberíasconfiar en él. Seguramente estarás enlo cierto.

—¿Así que debo confiar en mí

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misma incluso cuando no puedoconfiar en los que tengo alrededor?—preguntó, intuyendo que aquelloera parte de lo que Daniel queríadecir.

—Intentaré estar ahí paraayudarte, y cuando estemosseparados siempre que pueda te darénoticias mías —dijo Daniel—. Luce,la memoria de todo lo que has vividosigue en ti, aunque no puedasrecordarlo todavía. Si algo te da malaespina, aléjate.

—¿Adónde vas?Daniel miró el cielo.—A buscar a Cam —respondió—.

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Tenemos que ocuparnos de algunascosas. El tono taciturno de suspalabras inquietó a Luce. Se acordóde la gruesa capa de polvo que Camhabía dejado en el cementerio.

—Pero luego volverás conmigo —dijo—, cuando lo hayas solucionado.¿Lo prometes?

—No... no puedo vivir sin ti,Luce. Te amo. No depende solo demí, pero... —Vaciló, y finalmentenegó con la cabeza—. No tepreocupes de todo eso ahora. Solotienes que saber que volveré a por ti.

Poco a poco, contra su voluntad,ambos se levantaron. El sol empezaba

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a asomar por encima de los árboles, yemitía destellos parecidos a estrellasen la superficie del agua. No habíaque nadar mucha distancia parallegar a la orilla embarrada queconducía al avión.

Luce deseó que estuviera a millasde distancia. Habría nadado conDaniel hasta el anochecer, y durantetodos los amaneceres y atardeceresque habrían de venir.

Volvieron a zambullirse en elagua y empezaron a nadar. Luce seaseguró de que el medallón quedabapor dentro de su camiseta. Si eraimportante que confiara en sus

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instintos, estos le decían que nuncase separara de su collar.

Observó a Daniel cuandoempezaba a nadar lenta y elegantemente, y aquella imagen volvió aimpresionarla. Esta vez, a plena luzdel sol, sabía que las alas iridiscentesque había visto delineadas por lasgotas de agua no eran producto de suimaginación: eran reales.

Ella iba detrás, cortando el aguabrazada tras brazada. Demasiadopronto, tocó la orilla con los dedos.Odió poder oír el zumbido del motordel avión allá arriba, en el claro. Ibana llegar al lugar donde debían

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separarse, y Daniel casi tuvo quearrastrarla fuera del agua.

Había pasado de sentirse fresca yfeliz a estar empapada y muerta defrío. Caminaron hacia el avión,Daniel apoyaba su mano sobre suespalda.

Luce se sorprendió al ver que elseñor Cole bajaba de un salto de lacabina con una gran toalla blanca.

—Un pajarito me ha dicho quequizá necesitase esto —dijoextendiéndola ante Luce, que seenvolvió en ella, agradecida.

—¿A qué llamas pajarito? —Arriane surgió de detrás de un árbol,

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seguida de Gabbe, que traía consigoel libro de los Vigilante.

—Venimos a decir bon voyage —anunció Gabbe, y le entregó el libro—. Toma —se limitó a decirle, perola sonrisa que le brindó parecía másbien una mueca.

—Dale lo bueno —dijo Arrianedándole un codazo a Gabbe.

Gabbe sacó un termo de sumochila y se lo entregó a Luce. Aldesenroscar la tapa pudo comprobarque era chocolate caliente, y olía demaravilla. Luce sostuvo el libro y eltermo con los brazos envueltos en latoalla y de pronto se sintió rica con

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tantos regalos. Pero sabía que encuanto se subiera a ese avión sesentiría vacía y sola. Se apoyó en elhombro de Daniel, quería disfrutarde su cercanía mientras pudiera.

La mirada de Gabbe era clara yfirme.

—Bueno, nos vemos pronto,¿vale?

Pero Arriane desvió los ojos,como si no quisiera mirar a Luce.

—No cometas ninguna estupidez,como por ejemplo convertirte en unmontoncito de ceniza. —Arrastró lospies—. Te necesitamos.

—¿Vosotros me necesitáis a mí?

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—preguntó Luce. Necesitó a Arrianepara que la introdujera en Espada &Cruz. Necesitó a Gabbe aquel día enla enfermería. Pero ¿por qué iban anecesitarla a ella?

Las dos chicas solo sonrieron másbien con tristeza antes de regresar albosque. Luce se volvió hacia Daniel,intentando olvidar que el señor Colese encontraba a solo unos pasos.

—Os dejaré un momento a solas—dijo el señor Cole captando laindirecta—. Luce, cuando enciendael motor, quedarán tres minutos paradespegar. Nos vemos en la cabina.

Daniel la levantó del suelo y

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apoyó su frente en la de Luce.Cuando sus labios se tocaron, ellaintentó aprovechar cada instante deaquel momento. Iba a necesitar eserecuerdo como necesitaba el aire.

Porque ¿y si cuando Daniel sefuera, todo volvía a parecer unsueño? Un sueño en parte terrible,pero un sueño a pesar de todo.¿Cómo podía sentir lo que creía quesentía por alguien que ni si quieraera humano?

—Bueno —dijo Daniel—. Tencuidado. Déjate guiar por el señorCole hasta que yo vuelva.

El avión emitió un silbido: el

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señor Cole les indicaba que habíallegado el momento de despegar.

—Intenta recordar lo que te hedicho —le susurró Daniel.

—¿Qué parte? —preguntó Luce,un poco asustada.

—Todo lo que puedas pero, sobretodo, que te quiero.

Luce empezó a sollozar. Su voz sequebraría si intentaba decircualquier cosa. Era hora de irse.

Corrió hasta la puerta abierta dela cabina, y las ráfagas de airecaliente de las hélices, casi la tiran alsuelo. Había una escalerilla de trespeldaños y el señor Cole le tendió la

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mano para ayudarla a subir. Pulsó unbotón y la escalera se introdujo en elavión. La puerta se cerró.

Miró el abigarrado tablero demandos. Nunca había estado unavión tan pequeño, ni en una cabina.Había luces parpadeantes y botonespor todas partes. Observó al señorCale.

—¿Sabe cómo pilotar esto? —lepreguntó al tiempo que se secaba losojos con la toalla.

—Ejército del Aire de EstadosUnidos, División Cincuenta y nueve,a su servicio —le respondiósaludándola marcialmente.

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Luce le devolvió el saludo contorpeza.

—Mi mujer siempre le dice a lagente que no me saque el tema demis días como aviador en Nam —dijomientras empujaba hacia atrás unapalanca de cambios ancha y plateada.El avión empezó a temblar y amoverse—. Pero tenemos un largoviaje por delante y cuento con unpúblico entregado.

—Un público al que hanentregado, querrá decir —dejóescapar Luce.

—Muy buena. —El señor Cole ledio un codazo—. Estaba bromeando

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—añadió riendo con ganas—. No tetorturaría con eso.

A Luce, la forma en que se volvióhacia ella mientras reía le recordó asu padre, que hacía lo mismo cuandoveían una comedia, y le hizo sentirun poco mejor. Las ruedas iban atoda velocidad y ahora la «pista» quetenían ante ellos parecía corta.Debían emprender el vuelo pronto oacabarían en el lago.

—¡Sé lo que estás pensando! —gritó el profesor por encima del ruidodel motor—. ¡No te preocupes, hagoesto todo el tiempo!

Y justo antes de que se acabara la

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orilla, tiró con fuerza de una barrasituada entre ambos, y el morro delavión se alzó hacia el cielo. Perdieronde vista el horizonte por unmomento, y a Luce se le revolvió elestómago. Pero un segundo después,el avión se estabilizó y la vista quetenían enfrente se redujo a losárboles y el cielo lleno de estrellas.Debajo quedaba el lago centelleante,que se alejaba más a cada segundo.Habían despegado hacia el oeste,pero el avión estaba virando ypronto, en la ventana de Luce,apareció el bosque que Daniel y ellaacababan de sobrevolar. Lo

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contempló pegando la cabeza alcristal y, antes de que el aviónvolviera a tomar un rumbo estable, lepareció ver un leve reflejo violeta.Cogió el medallón y se lo llevó a loslabios.

A continuación vieron elreformatorio, y al lado el brumosocementerio. El lugar donde prontoiban a enterrar a Penn. Cuanto másalto volaban, mejor podía ver Luce laescuela en la que se había revelado sumayor secreto, aunque nunca habríaimaginado que lo haría de ese modo.

—Han montado un buenespectáculo ahí abajo —dijo el señor

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Cole negando con la cabeza.Luce no tenía ni idea de hasta

qué punto él sabía lo que habíaocurrido la noche anterior. Parecíaun tipo tan normal, y aun así setomaba todo aquello como si nada.

—¿Adónde vamos?—A una pequeña isla apartada de

la costa —dijo señalando hacia elmar, donde el horizonte se oscurecía—. No está muy lejos.

—Señor Cole —le dijo Luce—,conoce a mis padres.

—Buena gente.—¿Cree que sería posible...? Me

gustaría hablar con ellos.

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—Claro, ya pensaremos en algo.—Jamás podrán creerse nada de

esto.—¿Puedes tú? —le preguntó

dirigiéndole una sonrisa irónicamientras el avión tomaba altura y seestabilizaba en el aire.

Esa era la cuestión. Ella tenía quecreerlo, todo... desde el primerparpadeo de las sombras, pasando porel momento en que los labios deDaniel rozaron los suyos, hasta laimagen de Penn muerta en el altar dela capilla. Todo aquello tenía que serreal.

¿Cómo, si no, podría soportarlo

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hasta que viera de nuevo a Daniel?Sujetó el guardapelo que llevabaalrededor del cuello, ya queatesoraba en su interior toda una vidade recuerdos. Sus recuerdos, le habíadicho Daniel, que ella misma teníaque redescubrir.

El contenido de aquellosrecuerdos era algo que Luce no sabía,como tampoco sabía adónde lallevaba el señor Cole. Pero aquellamañana se había sentido parte dealgo en la capilla, de pie al lado deArriane, Gabbe y Daniel. Niperdida, ni atemorizada, nidisplicente... se había sentido

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importante, y no solo para Daniel,sino también para todos ellos.

Miró por el parabrisas. Porentonces ya debían de haber dejadoatrás las marismas, y la carretera porla que la habían llevado hasta aquelterrible bar donde se encontró conCam, y la larga franja de playa dondebesó a Daniel por primera vez. Yaestaban sobre mar abierto; allí, enalgún lugar, se hallaba su próximodestino.

Nadie le había dicho que iba ahaber más batallas que librar, peroLuce sintió en su interior queaquello era el principio de algo largo,

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importante y duro.Juntos.Y, tanto si se trataba de batallas

truculentas como de contiendasredentoras, Luce no quería seguirsiendo un peón. Un sentimientoextraño se iba abriendo paso a travésde su cuerpo, algo que se había idoacumulando durante todas sus vidasanteriores, que se había alimentadode todo el amor que había sentidopor Daniel y que en el pasado sehabía visto malogrado demasiadasveces.

Aquel sentimiento impulsaba aLuce a desear resistir junto a él, y a

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luchar, luchar por mantenerse viva ytener suficiente tiempo para vivircon Daniel. Luchar por lo único quesabía qué era lo bastante bueno, lobastante noble y poderoso paraarriesgarlo todo.

Luchar por amor.

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EpílogoEpílogo

Dos grandes lucesDos grandes luces

La observó durante toda la noche

mientras dormía con un sueñoagitado en el estrecho camastro. Unasolitaria linterna del ejército quecolgaba de una de las vigas bajas demadera de la cabaña iluminaba sufigura. El tenue resplandor realzabael cabello negro y brillante sobre laalmohada, sus mejillas suaves yrosadas después del baño.

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Cada vez que el mar rugía fuera,en la playa desolada, ella se revolvíaen la cama. La camiseta sin mangasse le pegaba al cuerpo, de forma que,cuando la fina manta se le enrollabaalrededor, él podía ver aquel pequeñohoyuelo que se le marcaba en elhombro izquierdo. Lo había besadotantas veces antes...

A veces suspiraba en sueños,luego respiraba con normalidad, mástarde gemía desde algún lugar de sussueños. Pero si era de placer o dedolor, eso no podía saberlo. Por dosveces, ella había pronunciado sunombre.

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Daniel quería descender flotandohacia ella, abandonar su posiciónjunto a las cajas de munición viejas yarenosas que había en el desván. Peroella no podía saber que él estaba allí;no podía saber que estaba cerca. Nilo que le iban a deparar los díassiguientes.

Detrás de él, por la contraventanamanchada de sal, vio una sombra derefilón.

Entonces se oyó un ligerogolpeteo en el cristal. Se obligó adejar de contemplar el cuerpo deLuce, fue hasta la ventana ydescorrió el pestillo. Fuera llovía a

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cántaros. La luna se ocultó tras unanube negra, y no había ninguna luzque iluminara el rostro del visitante.

—¿Puedo entrar?Cam llegaba tarde.Aunque Cam tenía el poder para

materializarse de la nada anteDaniel, éste le abrió la ventana paraque saltara dentro. Había una granpompa y solemnidad aquellos días.Tenía que quedar claro para los dosque Daniel le daba la bienvenida aCam.

La cara de Cam todavíapermanecía en la sombra, pero nadaindicaba que hubiera viajado miles

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de kilómetros bajo la lluvia. Sucabello oscuro y su piel estabansecos. Las alas áureas, compactas ysólidas, eran la única parte de sucuerpo que brillaba, como siestuvieran hechas de oro deveinticuatro quilates. Aunque lasreplegó a su espalda, cuando se sentóal lado de Daniel en una caja demadera astillada, las alas de Camgravitaron hacia las de Daniel. Era elestado natural de las cosas, unadependencia inexplicable. Daniel nopodía moverse un ápice sin dejar dever con claridad a Luce.

—Está preciosa cuando duerme —

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dijo Cam con suavidad.—¿Por eso deseabas que durmiera

eternamente?—¿Yo? Nunca. Yo habría

matado a Sophia por lo que trató dehacer, en lugar de dejar que seescapara, como hiciste tú. —Cam seinclinó hacia delante y apoyó loscodos en la barandilla del desván.Abajo, Luce se arropaba bajo lasmantas—. Solo la quiero a ella. Yasabes por qué.

—Entonces, me das lástima.Acabarás decepcionado.

Cam le sostuvo la mirada aDaniel y se frotó la mandíbula

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mientras reía entre dientes, concrueldad.

—Oh, Daniel, me sorprende queno puedas ver más allá. Todavía no estuya. Volvió a recrearse en lacontemplación de Luce—. Puede queella lo piense; pero los dos sabemos lopoco que comprende.

Las alas de Daniel se tensaron ylas puntas empezaron a abrirse, hastaquedar muy cerca de las de Cam. Nopodía evitarlo.

—La tregua dura dieciocho días—dijo Cam—. Aunque tengo lasensación de que nos necesitaremosel uno al otro antes de que acabe.

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Se levantó y empujó la caja conlos pies. El ruido en el techo hizo quelos ojos de Luce parpadearanligeramente, pero los dos ángeles seocultaron entre las sombras antes depudiera fijar la mirada en ningúnpunto.

Se pusieron el uno frente al otro,ambos seguían estando cansados acausa de la batalla, y ambos sabíanque aquello solo había sido unavance de lo que estaba por venir.

Poco a poco, Cam extendió supálida mano derecha.

Daniel extendió la suya.Y mientras Luce soñaba con las

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alas más gloriosas desplegándose —jamás había visto nada parecido—,dos ángeles se estrechaban la manojunto a las vigas del techo.

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AgradecimientosAgradecimientos

Muchísimas gracias a toda lagente de Random House y DelacortePress por hacer tanto tan rápido ybien. A Wendy Loggia, cuyagenerosidad y entusiasmo me hananimado desde el principio. A KristaVitola, por su ayuda imprescindibleentre bastidores. A Brenda Schildgende UC Davis, por la experiencia y lainspiración. A Nadia Cornier, porayudarme a llevar todo esto haciaadelante. A Ted Malawer, por suorientación editorial aguda, elegantey divertida. A Michael Stearns,

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antiguo jefe, y ahora colega y amigo:sencillamente, eres un genio.

A mis padres y mis abuelos; aRobby, Kim y Jordan; y a mi nuevafamilia de Arkansas. No tengopalabras para describir vuestro apoyoinquebrantable. Os quiero a todos.

Y a Jason, que me habla de lospersonajes como si fueran personasde carne y hueso, hasta que puedoimaginármelos por mí misma. Meinspiras, me das fuerzas y me hacesreír todos los días, por eso tienes micorazón.