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En Egipto se llamaban las bibliotecas el tesoro de los remedios del alma. En efecto, curábase en ellas de la ignorancia, la más peligrosa de las enfermedades y el origen de todas las demás”. Jackes Benigne Bossuet

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En Egipto se llamaban las bibliotecas el tesoro de los remedios del

alma. En efecto, curábase en ellas de la ignorancia, la más peligrosa

de las enfermedades y el origen de todas las demás”.

Jackes Benigne Bossuet

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II CERTAMEN DE ESCRITURA CREATIVA PRIMARIA

¿POR QUÉ LAS BRUJAS LLEVAN ESCOBA?

H abía una vez una niña llamada Ane. Cuando Ane nació, su madre pensó que la niña tenía

un poder especial a pesar de no ser muy guapa. Por eso su madre deci-dió llevarla a un colegio para apren-der a ser hada.

El primer día de clase Ane vio que sus compañeras eran muy pijas. Va-mos, lo típico para ser hadas: rubias, con pelo largo, con unos vestidos chulísimos y con la típica varita. Su forma de hablar también era de pi-jas: les gustaba mucho decir “o sea, chica”, “estás divina de la muerte” y muchas otras expresiones propias de pijas.

Ane, sin embargo, no era como ellas. No era lo que se dice guapa: era morena, de melena corta, el tra-je era viejo y hablaba como una per-sona normal.

Pronto se dio cuenta de que con ellas no encajaba. Las demás compa-ñeras la trataban de forma diferente. Le decían: “o sea, chica, ¿tú no te habrás equivocado de escuela? Lo tuyo es la escuela de brujas, bonita”. Después de esto se partían de la risa y decidieron llamarla “Ane, la bruja”.

A todo esto se sumaba que Ane no era muy hábil con la varita mágica y a menudo se le caía. Su señorita se llamaba Alys y era el colmo de las pijas (normal, era la profesora de las hadas). Alys tenía un perro caniche que se llamaba Tinny al que quería como si fuera su hijo porque era muy mono y siempre le llevaba a

clase.

Un día la seño-rita Alys estaba enseñando hechizos. Enton-ces a Ane se le cayó la varita cuando estaban diciendo las palabras mági-cas y Ane ex-clamó:

-¡Mierda! Y como su varita estaba apuntando al caniche, éste se convirtió en…justo en lo que estáis pensando: en una mier-da. La señorita Alys se puso furiosa al ver a Tinny convertido en eso y decidió que Ane en vez de tener una varita mágica tendría una escoba para barrer la clase todos los días. Pero como Ane era una niña muy lista, aprendía todos los hechizos mientras barría la clase.

Una tarde estaba barriendo como de costumbre y se le ocurrió decir las palabras de un conjuro que había oído en clase. Se dio cuenta de que con la escoba entre las manos funcionaba el hechizo. Siguió repitiendo esto varios días.

Para el final de curso todas las apren-dizas de hada preparaban una actua-ción para enseñar a sus padres lo que habían aprendido. Todas participarían excepto Ane.

Cuando llegó el día señalado el salón de actos estaba repleto de padres y madres ansiosos por ver el espectácu-lo. Todas las niñas hicieron algún tru-co: una convirtió una manzana podrida en una de oro, otra convirtió unos zapatos viejos en unos de cristal… Va-mos, lo típico que hacen las hadas.

Justo al final de la actuación, cuando ya nadie se lo esperaba, Ane salió vo-lando sobre su escoba. Todos los pa-dres y madres se quedaron alucinados con aquel número, incluida Alys y las demás compañeras de clase.

A partir de entonces las brujas llevan escoba para hacer magia. Porque la escoba es para las brujas lo mismo que la varita para las hadas.

JAVIER ORIVE 6º C

PABLO VILLACORTA 6º D

L a historia que voy a contaros es verdad, y en ella podréis apren-der de una vez por todas por qué las brujas llevan siempre una es-coba que les ayuda a volar.

Todo empezó un tranquilo día de pri-mavera, en un pequeño pueblo de Esco-cia, llamado Kirki. Allí, vivía la familia Pri-neas, con su criada Anabel. Era una humilde mujer que trabajaba muchas horas diarias para ganarse la vida. Pero lo que nadie sabía era que aquella persona tenía una segunda identidad secreta. Ella, aparte de la criada de una pequeña fami-lia era también una muy temida bruja.

En esa época las brujas no tenían me-dios de transporte propio y a causa de ello, siempre tenían que ir andando a todos los sitios. Daba igual que fuese a la más alta de las montañas o a cualquier otro lugar. Todos los viajes se tenían que realizar a pie.

Eran las cuatro y media de la tarde, y Anabel ya estaba de camino a casa cuan-do se dio cuenta de que se había olvida-do algo en el hogar de los Prineas, pero no sabía el qué. Volvió corriendo y se plantó justo delante de la puerta. Había un gran silencio en el interior de la casa. Cogió la llave y entró intentando recordar qué se le había olvidado. Primero, subió las escaleras que llevaban a los dormito-rios. Los niños estaban echándose la sies-ta, mientras que los padres tomaban el té. Le costó caer en la cuenta, pero por fin se acordó de lo que había ido a hacer. Buscó y buscó, pero no lo encontró. Ana-bel había perdido su amuleto, la piedra preciosa que le daba gran parte de su poder. Cogió su bolso y se marchó refun-fuñando de vuelta a casa. De camino, se le vino una idea a la cabeza. Cambió su ruta hasta llegar a la calle que le condu-ciría al bosque. Cuando llegó, empezó a contar todos los árboles, y en el número veintisiete se paró. Levantó una piedra que cubría un inmenso y oscuro agujero. Se adentró en él y se deslizó hasta llegar a una lúgubre cueva subterránea. Tenía muchas estanterías, todas ellas llenas de libros polvorientos. También había una mesa con unos papiros escritos en un extraño idioma y varias botellas rellenas con mejunjes burbujeantes.

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II CONCURSO DE ESCRITURA CREATIVA PRIMARIA

La bruja cogió algu-nos líquidos y los mezcló. A continua-ción, echó la mezcla en una vieja silla. Esperó un rato y se sentó en ella. Quería conseguir algún objeto que pu-diese encajar con la pócima, para que así pudiese volar. Pero no ocurrió nada. No todos los objetos eran admi-tidos por el hechizo, y por eso la bruja estaba buscando algo deses-peradamente. Lo que quedaba del mejunje lo tiró a un oscuro rincón.

Mientras tanto, en ese mismo bosque, unos cazadores estaban discutiendo cuando, de repente, uno de ellos pegó un grito. Se agachó y cogió una cosa brillante del suelo. Era una piedra precio-sa, como la de la bruja. A decir verdad, era exactamente igual que la suya. Tenía un extraño símbolo y pensaron que pro-bablemente pertenecía al mundo de la brujería.

Anabel abrió un armario y recogió algu-nos objetos. Luego, se puso a escribir en un papel una especie de lista. La cogió y la metió en un sobre. Más tarde lo tiró al fuego. Subió por las escaleras y rápida-mente llegó al exterior del árbol. Los cazadores, nada más verla, supieron que

era la bruja de la pie-dra y empezaron a dispararle con sus escopetas. La única escapatoria que le quedaba a Ana-bel era volver al inter-ior del árbol, y eso fue lo que hizo. Empezó a buscar algún hechizo para defenderse antes de que la atraparan, pero era inútil. Ningu-na fórmula podía ayu-darle. Decidió abrir el cajón de los hechizos extre-madamente peligro-sos. Cogió el primero que vio, dijo las pala-

bras mágicas y de repente una enorme llamarada atacó a los cazadores, cosa que hizo que se marcharan rápidamente hacia el pueblo. Pensó que seguramente los cazadores contarían a los de la aldea que había una bruja suelta por el bos-que. Miró el reloj que tenía colgado en la pared de la cueva. Eran las ocho y media. Decidió volver a casa. “Mañana será otro día” pensó mientras cogía la ruta para ir a su hogar. Al salir vio que su amuleto estaba en el suelo, y lo cogió. Se alegro mucho de haberlo encontrado, y lo probó. Funcionaba perfectamente. Al día siguiente, se puso un disfraz de cazador y salió a la calle, ya que si la gen-te le viese vestida de bruja, la atacarían.

Una vez en el exterior, fue hacia su cueva para recoger todo el desorden. Eran las doce y media de la mañana y el sol estaba en lo más alto del cielo. Llegó al árbol número veintisiete y bajó por el agujero. Su interior estaba quemado, seguramente por la llamara-da que lanzó la noche anterior.

Cogió un viejo y sucio trapo y em-pezó a limpiar las estanterías y la me-sa. Estaba decepcionada. No era capaz de encontrar un objeto válido para el hechizo. Cogió la escoba y empezó a barrer. Barrió toda la cueva, hasta el más recóndito de los rincones donde el día anterior había arrojado la pócima inútil. De repente, la escoba empezó a temblar y a los pocos segundos estaba flotando en el aire. Anabel no se lo podía creer. Había conseguido encon-trar el objeto correcto. Y encima podía volar sobre él.

Llegó la hora de la verdad. Se sentó en la escoba, pensó en la dirección en la que quería ir y fue exactamente a allí: hacia el cielo. Ahora Anabel era feliz, sobre todo porque tenía trans-porte propio.

Primero, fue a las montañas del nor-te, luego a la costa y, finalmente, llegó al pueblo. Había sido un día agotador, y por eso, la bruja se acostó nada más llegar.

Espero que ahora hayáis aprendido por qué todas las brujas tienen una escoba.

PABLO VILLACORTA 6º D

¿Por qué las brujas llevan escoba? GONZALO ACEBES 5º D

Nevaba en la calle. Hacía mucho frío y los padres de Pablo habían quedado a cenar con unos amigos. Siempre que pasaba esto, sus abuelos venían a casa para cuidarle a él y a su hermano. A ellos les encantaba porque su abuelo era muy divertido y sabía historias alucinantes. Algunas historias daban un poco de mie-do, pero la mayoría eran divertidas.

Mientras el abuelo recogía la cena, Pablo leía un libro y su hermano pre-guntó: ¿qué es eso que hay dibujado en el cielo? ¡Una bruja!, le contestó Pablo. ¿Tú no sabes que las brujas siempre vue-lan por el cielo en su escoba? En efecto,

era una bruja. Los niños se miraron y le preguntaron a su abuelo que lo sabe todo. Abuelo, ¿por qué las brujas llevan escoba? el abuelo se sentó y comenzó a contarles una historia.

Había un joven aventurero que se dedi-caba a viajar de un lado a otro del mun-do. Recogía historias que luego daba a los abuelos para que las contaran. En uno de estos viajes tenía que ir al monte Pico Helado, pues tenía que resolver una duda que le traía de cabeza a mucha gente: ¿Por qué las brujas llevan escoba? Pero el monte Pico Helado podía ser pe-

ligroso. Había muchas brujas y no les gustaría que las molestaran. Se fue a dormir nervioso y pensó: “si la bruja era malvada podía ser peligroso pero no todas las brujas son malas, igual doy con una bondadosa y me quiere contestar”.

Estuvo toda la noche dando vueltas y vueltas, pensando si era mala o bue-na. Al día siguiente, en cuanto el sol salió entre las montañas, se levantó de la cama y se fue a desayunar para coger fuerza. Iba a ser un día duro y

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II CONCURSO DE ESCRITURA CREATIVA PRIMARIA / SECUNDARIA

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había que resistir. Empezó a escalar, hacía mucho frío. De repente, vio una sombra pasar rápido y lo siguió; se metió en una cueva. Espió un rato. Entonces, como no veía bien al estar tan oscuro, se puso a la luz y vio que era una bruja. Estaba ba-rriendo y refunfuñaba algo “siempre igual, siempre igual, todo el pelo por el suelo”.

El pelo se le caía porque ¡era tan mayor! El aventurero volvió a mirar y no estaba, se dio cuenta de… ¡estaba a su lado! Muy asustado echó a correr. Como pudo siguió corriendo como loco bajando la montaña. Según iba corriendo se encontró conmigo y me contó todo lo que había visto en la cueva”.

Pablo, que estaba muy atento a lo que contaba el abuelo, dijo: ¡ahora lo entiendo! Las brujas buenas son jóvenes y bellas y no llevan escoba, pero las malas siempre son viejas y feas. Son tan viejas que se les cae el pelo y como les da vergüenza que la gente lo vea, lo barren continua-mente. ¡Y yo que pensaba que la usaban para vo-lar! Ahora lo en-tiendo todo. To-do tiene una ex-plicación. Está claro que lo de volar era una disculpa para esconder sus verdades. En el fondo me dan pena pensar que se avergüencen de sus mayores. Todas las edades tienen algo boni-to.

Abuelo, gracias por la historia; ahora me ha quedado claro por qué las brujas llevan escoba. Espero que mis padres vuelvan a salir pronto y vuelvas a casa. Tus historias son alucinantes; mañana en el cole se la contaré a mis amigos en el recreo. Alucinarán.

GONZALO ACEBES 5º D

¿POR QUÉ LAS JIRAFAS TIENEN EL CUELLO TAN LARGO?

E ran pasadas las nueve cuando Pablito, como cada noche, se acurrucó en la cama al lado de su madre a la espera del cuento. Era el momento del día que más le gustaba, en el que podía soñar sin límites. La miró de reojo y dijo:

-Mamá, ¿por qué tienen las jirafas el cuello tan largo?

-Verás Pablito… todo el mundo dice que lo tienen para poder coger hojas de los árbo-les más altos o para los combates por la hembra, pero eso no es verdad. La verdadera historia del cuello de las jirafas es esta.

Antes las jirafas no tenían un cuello tan largo. Lo tenían corto como el que posee cualquier animal. Eran unos animales cualquiera, no destacaban. Pero una noche, es-taban en la selva como de costumbre al lado del río, y de repente a una se le ocurrió mirar al cielo. Pensó que aquel cielo estrellado, era la cosa más bonita que había visto nunca, y se quedó contemplándolo un buen rato.

-Lo que daría yo por poder acercarme a él y poder tocarlo -exclamó.

A la noche siguiente volvió a mirar al cielo para poder contemplar las estrellas, pero no las vio. No estaban, habían desaparecido. Y esto se fue repitiendo noche tras no-che, todos los días, todos los meses, todos los años. Hasta que un día, cuando ya había perdido la esperanza, las volvió a ver. Ahí estaban, en el cielo, deslumbrando, tal y como las recordaba.

Al día siguiente, la jirafa fue a dar un paseo por la orilla del río, para meditar cómo habían aparecido las estrellas, y se encontró con una vieja tortuga. Esta le dijo:

. -¿Puedo ir contigo a dar un paseo?

Y la jirafa asintió encantada. La jirafa, le contó todo lo que le había pasado con las estrellas, y que quería llegar a tocarlas, y la tortuga le dijo:

-Hija mía, si de verdad quieres conseguir tocar y acercarte a las estrellas, te tendrás que estirar con todas tus fuerzas.

Y así lo hizo, esa misma noche se tumbó como de costumbre, y se puso a esperar a que salieran las estrellas. Al rato, vio cómo se iba encendiendo una a una, tal y como la tortuga le había dicho. Entonces, se estiró cuanto más pudo, pero no consiguió llegar a las estrellas.

El próximo día, volvió a ir de paseo por la orilla del río, y se volvió a encontrar a la sabia tortuga. La jira-fa le contó cómo no había funcionado, y la tortuga le dijo:

-No solo hay que estirarse para conseguir algo, también tienes que creer con todas tus fuerzas que lo vas a conseguir, creértelo por encima de todo, como si fuese lo que más deseas en este mundo.

Y eso hizo, esa misma noche, la jirafa se tumbó boca arriba mirando al cielo. Miró las estrellas, tan perfectas y tan bien colocadas, cada una en su lugar, y puso en práctica lo que le había dicho la tortuga. Miró al cielo, pensó todo lo que deseaba tocar las estrellas, y se estiró. De repente, su cuello empezó a

crecer sin medida, y acabó alcanzando un tamaño descomunal. Y así fue cómo la jirafa al fin consiguió su mayor sueño, llegar a las estrellas.

-¿Y así fue cómo las jirafas consiguieron ese cuello tan largo? -preguntó Pablito muy interesado y con los ojos abiertos como platos.

-Sí, hijo. Ahora duerme, admira las estrellas que hay en el cielo -le dijo su madre dándole un besito travieso en la frente, mientras él cerraba los ojos lentamente.

Esa noche, Pablito soñó con lo que más deseaba en el mundo.

JONE LEÓN 1º ESO B

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II CONCURSO DE ESCRITURA CREATIVA SECUNDARIA Página 5 abril 2011

¿Por qué las jirafas tienen el cuello tan largo?

D e repente, vinieron esos animales de dos patas. In-vadieron nuestro hogar y atraparon a algunos de los nuestros. Nosotros, los leones, no sabíamos qué hacer, y lo primero que se nos ocurrió fue escapar.

Yo tenía miedo porque aquellos animales iban armados hasta los dientes. Intenté avisar a los demás, pero llegué demasiado tarde. Atraparon sobre todo a los más débiles e inofensivos, solo los más astutos y rápidos consiguieron huir. Más tarde, cuando aquellos seres de dos patas se retiraron, todos los ani-males que quedábamos nos reunimos en el corazón de la selva, en el viejo árbol de mi clan, el árbol de los leones.

Allí, muchos animales hablaron y dieron su opinión. Algunos dijeron que lo mejor sería la venganza, ir al hogar de aquellos extraños animales y destruir sus casas. A la mayoría no nos pareció lo más adecuado porque nosotros disponíamos de grandes habilidades: la astucia del zorro, la velocidad del gue-pardo, la fuerza del elefante, la sabiduría del gorila,… pero ellos tenían unos palos por los que salía un fuego y un ensordecedor sonido que quitaba la vida a los nuestros, incluso a gran distan-cia, sin acercarse a pelear como los valientes, cuerpo a cuerpo.

No se oía nada más que el silencio, hasta que un joven mono intervino. Pidió permiso para hablar, y nadie lo negó. El mucha-cho empezó a hablar. Nos contó que mientras buscaba a su madre se perdió y se encontró con esos animales de dos patas. Ellos no lo vieron pues se escondió entre los arbustos. Los ani-males de dos patas hablaban en su extraña lengua, y aunque él no entendió sus sonidos, comprendió su intención que no era otra sino próximamente adentrarse en la selva, la casa de to-dos los animales. Todos nos quedamos preocupados, pues la situación escapaba a nuestras manos. Además estábamos tris-tes pues algunos habían perdido a padres, cachorros y compa-ñeros.

Yo, de los nervios, no podía dormir, y me fui a dar un paseo por la selva. Oí unos ruidos y me acerqué con mucho miedo, pensando que aquellos animales de dos patas habían vuelto antes de lo previsto.

No vi nada, porque todavía era de noche. De re-pente se alumbró una luz muy intensa. Se acerco hacia mí. Yo, de tanto miedo, me arrojé a aquella luz. Me di cuenta de que aquella luz no era uno de los animales extraños, sino un león valiente junto a sus compañeros construyendo trampas para enfren-tarse a los enemigos cuando intentaran volver otra vez.

A mí me pareció una buena idea y fui a llamar a los demás. Todos estaban dispuestos a ayudar y les pareció muy bien. Una sabia y anciana cebra pre-guntó qué iban a hacer si aquellos violentos anima-les venían a escondidas para pillarles por sorpresa. Nadie supo contestar a aquella pregunta. Uno de los monos dijo que algunos guardias podrían colgar de

los árboles. No nos pareció muy buena idea y dejamos que la cebra respondiese. La cebra dijo que se le había ocurrido un experimento, quizá un tanto peligroso, sin embargo me-recía la pena arriesgar la vida por una buena causa, como era aquella. Propuso que a una joven cebra, la ataran a un árbol del cuerpo y el gran elefante, con su poderosa trompa, estirara de unas lianas para agrandarle el cuello. Así, aquella transformada cebra podría contemplar todo lo que sucedía a las afueras de la selva.

A todos nos pareció muy bien y la cebra se sintió muy or-gullosa. Todavía no probamos el experimento porque aún el sol no había aparecido. Todos nos fuimos hacia nuestros hogares.

A la mañana siguiente, cuando ahora sí, el sol estaba ya encima de nuestras cabezas, nos reunimos todos los anima-les para probar el experimento. Atamos a una valiente cebra que se propuso como voluntaria a unos árboles y un fuerte elefante tiró y tiró de unas lianas hasta que el cuello de la cebra se alargó de tal modo que cuando se puso de pie, su cabeza sobresalía por encima de los árboles de la selva.

La cebra de cuello largo estuvo durante toda la noche vigi-lando. Al amanecer observó que los árboles se movían a cierta distancia. No había duda, eran los extraños animales en sus vehículos que atacaban de nuevo. La vigía dio la aler-ta y todos se colocaron en sus posiciones.

Así ganamos la dura batalla, gracias a la cebra de cuello largo y a la cebra anciana. Como era un día de ambiente soleado y la cebra de cuello largo seguía vigilando, se puso más morena y su piel blanca con rayas negras se volvió marrón con manchas blancas.

Un día alguien la llamó y esta se “giró”. Al responder, de su garganta salió la sílaba “fa”. El mono astuto que habló inteli-gentemente dijo que encontró un nombre para ella: “girofa”

Pero un león intervino y gritó sabiamente: “Mejor ¡jirafa!”

Por eso las jirafas se llaman jirafas y tienen el cuello tan largo.

OIER BERRUETE 1º ESO C

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II CONCURSO DE ESCRITURA CREATIVA BACHILLER

¿Por qué los árboles tienen hojas?

E n los orígenes del mundo, cuando no existían ni

espacio ni tiempo y la nada era la reina del todo,

el Maestro decidió dar un giro inesperado. ¿Por

qué no engendrar algo

dentro de esta infinitud? ¿Por qué

no ver cómo intenta ese algo hacer

suyo un espacio y un tiempo que

nunca te pertenecerá?

Como la duda no es característica

de la perfección más divina, el Ma-

estro se puso a ello y engendró

diferentes elementos. Piedras, tie-

rra, aire, mares. Ya tenía todo un

mundo creado bajo sus pies, me-

nos habitantes. ¿Quiénes merecer-

ían desenvolverse en algo tan ma-

ravilloso y perfecto como lo que el

Maestro había creado?

Más tarde supo moldear la nada

concibiendo figuras con alas, pier-

nas, raíces, pelo. Pero ¿cómo fun-

cionarían? El Maestro decidió que

dotaría de conciencia durante un

segundo, dentro de lo atemporal, a

sus nuevas creaciones, y así estas

decidirían qué características tendrían.

Ni todas las guerras que se sucedieron posteriormente

fueron tan confusas y caóticas como aquel segundo. Aque-

llas figuras con piernas, brazos, pelo, que estaban erguidas,

decidieron adjudicarse la razón. Surgió el ser humano. Esas

otras figuras con alas, plumas, picos, hicieron suya la capaci-

dad de volar. Surgieron las aves. En el otro extremo, esos

seres pequeños, delicados, se apropiaron de la belleza. Sur-

gieron las flores.

Y así hasta que solo quedaron unas criaturas ásperas, du-

ras; los árboles. Se les concedió la capacidad de estar. No

podían correr, no podían hablar, no podían nadar ni volar,

simplemente estar.

El Maestro no perdió más el tiempo y colocó sus creacio-

nes en ese mundo que había

moldeado. En él todos los

seres estaban contentos con

sus cualidades. Los guepardos

corrían tras sus presas, los

tulipanes regalaban sus péta-

los al sol, los humanos debat-

ían acerca del origen de todo

aquello; sin embargo, los

árboles tenían que ver cómo

disfrutaba el resto, y eso les

hacía sufrir.

Intentaron hacer ver el Ma-

estro que no estaban satisfe-

chos con su don, pero este se

negaba a hacer nada ya que

había creado unos seres que

tenían que desenvolverse de-

ntro de un mundo creado

también por él.

Pero cuál fue su cara de sor-

presa cuando, de repente, vio

algo entre las ramas de todos los árboles. Manzanos, pinos,

nogales, sauces. Árboles de Japón, Uganda, Francia, Méxi-

co. Unas pequeñas lágrimas verdes brotaban de los mis-

mos. Hojas. El Maestro no entendía el porqué de aquello.

Los árboles ya no solo estaban, sino que servían de refugio

a distintos pájaros , proporcionaban sombra a los humanos

y servían de alimento para muchos otros animales.

En definitiva, un poco de tristeza contribuyó a hacer del

mundo un lugar más hermoso y feliz.

SOFÍA BARRENA 2 º BACH C

ANDRÉS DELEYTO 2º BACH A

E n un espacio y un tiempo indeterminados, cuenta la leyenda, vivía un joven de facciones marcadas, ojos castaños y cabello rubio. Un muchacho sen-sato e inteligente pero quizá demasiado tímido e

introvertido. Era bastante popular entre las mujeres pero eso a él no le despertaba interés alguno. Estaba enamora-do. La joven que no podía quitarse de la cabeza había des-pertado en él una sensación indescriptible y nueva hacien-do que todas las demás chicas fueran completamente invi-

sibles a sus ojos. Aun así, él no era capaz de expresar sus sen-timientos. Intentaba siempre ser amable y simpático con ella pero no podía ir más allá. Y no solo no podía abrirse con la chica que amaba, ninguno de sus amigos estaba tampoco al tanto de ello. Cada vez que se cruzaba con ella en su rostro se dibujaba inevitablemente una sonrisa y aunque era bastante observador no podía adivinar si era o no correspondido. A veces llegaba a casa entusiasmado y optimista y otras, sin embargo, desolado y completamente convencido de que ella no sentía lo mismo por él.

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II CONCURSO DE ESCRITURA CREATIVA BACHILLER

ANDRÉS DELEYTO 2º BACH A

Podría decirse que el muchacho era un artista ya que tenía unas dotes indis-cutibles para la escultura. Tanto era así que, en su afán por reflejar sus senti-mientos, talló una impecable escultura en mármol de su joven amada. La figu-ra era estilizada, esbelta, con unos ges-tos tiernos y dulces. Sus ropajes, talla-dos de una forma tremendamente na-turalista, dejaban entrever la silueta de la muchacha en una postura sensual. El rostro, muy expresivo, estaba marcado por una agradable sonrisa y una mirada cristalina y profunda que reflejaba su sensibilidad. Para terminar esculpió a la izquierda de la joven el tronco rígido y robusto de un árbol al que iría añadien-do una rama por cada día que pasara sin estar junto a ella.

Tenía la intención de enseñarle la magnífica obra algún día y que la propia estatua expresara lo que sentía por la muchacha. Pero no podía. Los días se sucedían y, como se había prometido a sí mismo, el árbol tenía cada vez más y más ramas pero, al igual que él, estaba vacío, le faltaba algo.

El tiempo pasaba y se acercaba el cumpleaños de la chica. Nuestro joven vio una oportunidad que no podía dejar escapar para, evidentemente, declarar-se y enseñarle su regalo. Aún quedaban unos días para la fecha y durante ese tiempo intentó acercarse más a la chica para que no fuera demasiado incómoda o extraña la situación cuando quisiera que le acompañara a su casa. La copa del árbol, durante ese tiempo, fue cre-ciendo y podía decirse que era ya de un tamaño considerable.

Por fin llegó el día esperado y en cuan-to tuvo oportunidad, se acercó a ella y la felicitó mientras le daba dos besos en las mejillas. Ese día, el joven estaba especialmente contento y se pasó gran parte del día hablando y riendo con ella. Había llegado el momento espera-do para decirle a la chica que tenía una sorpresa para ella pero, como era de esperar, las cosas no salieron como él las había imaginado. Cuando por fin la vio, el pulso se le disparó y decidió a acercarse a ella, pero en ese momento se dio cuenta de que no iba sola, de que la acompañaba otro chico. Aun así

siguió andando. Entonces, aunque en el momento no quiso creerlo, la vio besán-dose con aquel indeseable y se quedó paralizado, seco e incapaz de moverse siquiera.

Repasó mentalmente la escena innume-rables veces y cada vez la veía más nubla-da y borrosa, pero seguía sin ser capaz de quitarse la imagen de su cabeza. Cuando llegó a casa explotó y empezó a gritar para sí mismo y a tirar todo aquello que se encontraba. En un momento dado cogió una silla y se dirigió hacia la estatua de la joven, pero fue incapaz de romper-la. Se quedó paralizado y se dio cuenta de que realmente la chica no tenía la culpa de lo sucedido y no podía reprocharle nada, ya que ella no conocía sus senti-mientos.

Los días siguientes los pasó con una completa indiferencia hacia todo lo que le rodeaba, estaba serio, con un rostro severo, sobrio, sin expresar emoción al-guna. Evidentemente, se distanció de la joven y aunque ella intentaba acercarse y hablar con él, éste era incapaz de mirarla a los ojos, respondía con monosílabos y frases cortas a todo lo que ella pudiera decirle, y en cuanto tenía oportunidad se iba y trataba de evitarla. Estos primeros días fueron muy duros para él; de hecho, tapó la escultura con una manta para no ver su rostro y recordar lo pasado.

Al cabo de un tiempo fue recuperán-dose y la relación con la chica fue nor-malizándose de nuevo. Volvían a hablar con frecuencia y, aunque él seguía mirándola con los mismos ojos, trataba de evitar pensar en ella como algo más que una amiga, por mucho que eso le costara.

Los meses pasaban y junto con ellos, lo ocurrido iba cayendo poco a poco en el olvido. Un buen día, quedó con ella en casa para estudiar, sin advertir que aquella escultura que había tallado para ella seguía allí, inmóvil, bajo la manta. Cuando la chica llegó por fin a casa se dirigieron al salón y pasaron por delante de la estatua. Ella se paró un momento preguntándose qué sería aquello, pero pasó de largo sin prestar-le demasiada atención. Cuando termi-naron de estudiar ella fue hacia la sali-da de la casa y volvió a pasar por delan-te de la estatua. Esta vez, por curiosi-dad, le preguntó qué escondía esa manta y, aunque él se pasó gran rato respondiendo con evasivas e intentan-do que ella no mostrara interés alguno, insistió tanto que al final cedió.

Sin demasiado ímpetu tiró de la man-ta y descubrió la maravillosa escultura de la muchacha que tenía delante. Ella se quedó con la boca abierta, asombra-da, no sabía que decir, estaba en blan-co. Él se explicó diciendo que era un regalo que quería haberle hecho pero que abandonó la idea de dárselo cuan-do la vio con el otro chico. Y de forma breve aunque muy clara expresó, por fin, sus sentimientos hacia la chica. Ella seguía sin palabras y lo único que consi-guió decirle es que no había vuelto a ver a ese chico nunca porque era otro del que realmente estaba enamorada. De pronto, se fundió con ella en un apasionante y eterno beso. En aquel momento, empezaron a brotar de las ramas marmóreas del árbol de la escul-tura unas verdes y brillantes hojas, de tal forma que quedaron impregnadas del amor y la vida que desprendían los dos jóvenes.

Así, cada vez que dos personas se funden en un beso lleno de sentimien-to, de cariño, de amor, una pequeña e insignificante hoja verde nacerá en algún árbol, en algún lugar.

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había causado tanta incomodidad. Su abuela le solía hablar de las estrellas, los árboles,…y de aquel momento que Kula con tanta intriga esperaba. Algo que la abuela llamaba la venida del nuevo otoño.

Un día Kula despertó y como de cos-tumbre se dirigió al árbol en el que la abuela descansaba durante la noche diariamente. Esperó. Y cuando la abuela despertó le dio las buenas ma-ñanas y a continuación sin darle tiem-po a acabar la frase la abuela respon-dió: “¿pero es que no te acuerdas? Hoy es la noche de venida del otoño”. La abuela llevaba largo tiempo hablando de ello, pero Kula no se imaginaba qué podía ser. Una fiesta, se preguntaba; o tal vez un largo pa-seo alrededor del lago de Guayini. Nuestra amiga no tenía ni idea.

Durante todo el día estuvo haciéndole preguntas a la abuela pero ella, como si no pasara nada, se limitaba a contestarlas con evasivas. Al final, Kula se rindió y pasó el resto del día sin que se le escapara ni una palabra. Siguió su rutina normal; comió de los árboles, durmió la siesta bajo el viejo baobab que la abuela decía ser unos de los más antiguos de la zona y finalmente se bañó en la charca.

Todo parecía muy normal hasta que al atardecer un reduci-do grupo de jirafas mayores empezó a gritar. Yo, como todo el mundo, me acerqué y comprobé que se trataba de la llamada. La esperada llamada a la venida del nuevo otoño. Ellas lo hicieron primero y detrás nosotras, nos sentamos y bajo la luz de la luna, contemplamos las estrellas. Poco más tarde la abuela se acercó y dio respuesta a todas mis preguntas; pero sobre todo a la que yo tantas vueltas le daba, “por qué era tan importante”. Resultaba ser que con la venida del otoño se elegía al nuevo cuidador de las estrellas.

Yo, como era natural, muy intrigada, le pregunté a la abuela y jirafa mayor, quien dijo con gran orgullo: “quién, pues, si no eres tú”.

Esas fueron las palabras de la abuela. Y justo cuando pensa-ba que todo se acababa me acordé de que no sabía cuál era mi deber pero como si me hubiese leído la mente, la abuela no tardó en explicarme que era yo la que este año, hasta la siguiente venida del otoño, debía pensar un deseo que se cumpliría en todas las jirafas de Guayini. Yo me retiré. Lo pensé. Y tras descubrir que no tenía nada importante que pedir, cumplí mi deseo.

Y aun por raro que parezca, no pedí curarme. No. Pedí un cuello más largo para mí y para todas las demás jirafas. Quer-ía comer las hojas más verdes y frescas de las copas de los árboles, quería tocar el cielo y que ningún otro animal pudie-ra, quería llevar miles, millones de collares, quería, quería……., quería ser diferente como hasta entonces había sido de las demás jirafas.

AIALA RUIZ DE EGUINO 1º ESO B

abril 2011 Página 8

II CONCURSO DE ESCRITURA CREATIVA SECUNDARIA

¿Por qué las jirafas tienen el cuello tan largo?

C omo todos sabemos, las jirafas son animales de largo cuello y con una piel a motas marrones y ama-rillas. Viven en la selva y son herbívoras. Pero, y es que vosotros nunca habéis soñado con ser una de

ellas o no os habéis preguntado, ¿por qué las jirafas tienen el cuello tan largo? Bueno, pues tras mucho investigar, leer y deducir, y no encontrar respuesta, os voy a relatar, lo que una sabia anciana me contó.

“Allá por los años en que todavía las personas no habían aprendido a escribir y en los que todavía los humanos se vestían con pieles y hojas; vivía una pequeña jirafa en la selva de Guayini, al sur de África, un hermoso continente en el que la flora y la fauna crecían a velocidades inimaginables.

Se llamaba Kula; todavía era una cría y es por ello por lo que era tan pequeña. Su abuela era la jirafa mayor de la ma-nada y es por ello por lo que su nacimiento fue el más comen-tado entre la manada. Pero con diferencia, lo que mas se oyó fue lo de su enfermedad. Ella no le daba mucha importancia, pero sus padres y familiares estaban todo el día encima de ella; ella ya sabía que era pequeña, tan solo habían pasado dos estaciones, primavera y verano, pero se sentía mayor.

La única que no le decía nada era su abuela.

Parte del tiempo lo pasaba con ella, tenía que aprender de los mayores y a la abuela no le venía nada mal que alguien le ayudara, puesto que los años le iban pesando. Juntas comían de las hojas a la mañana temprano, dormían la plácida siesta que tan bien entraba después de un pequeño aperitivo allí por las horas del mediodía y se refrescaban en la charca que compartían con los hipopótamos por la tarde. Kula se sentía muy a gusto, porque en ningún momento se acordaba de aquella fractura en la pata izquierda que desde pequeña le

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abril 2011 II CONCURSO DE ESCRITURA CREATIVA MADRE / BACH

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E n siete días tenía que crear el

mundo, seguro que le asustaba

tanto trabajo. ¡Había que hacer-

lo todo en tan poco tiempo y

además él solo!. Pero pensó: ¡bueno, por

algo soy Dios y omnipotente, así que ma-

nos a la obra!

Poco a poco iba creando el mar, la tierra,

los animales, el hombre, la hierba, el sol.

El día sexto, ya a última hora y cansado,

creó el primer árbol. Comenzó por la raíz y

después el tronco; en ese momento le

entró un hambre tremenda y decidió ce-

nar y continuar al día siguiente.

El séptimo día, cuando comenzó de nue-

vo a trabajar, se centró en el hombre. Él

quería que fuese su mejor obra y se olvidó

del árbol que había dejado a medias. ¡Oh,

el hombre, el orgullo de su creación! ¡Tan

perfecto! Se paseaba por el jardín creado

para su disfrute y los animales y las plan-

tas le admiraban.

Los animales al mirarlo pensaban: qué

piel tan fina, qué pelo tan brillante… pero

yo corro más rápido; yo puedo volar; yo

puedo nadar… Las flores le miraban y pen-

saban: qué manos tan ágiles, qué piernas

tan largas, pero nosotras tenemos unos

colores más alegres y un olor mejor.

Y allí estaba el árbol con su raíz y su tron-

co, solo en medio del jardín, triste con su

color marrón que no resultaba nada atrac-

tivo, áspero con su corteza para que le

acariciaran. Y pensaba: ¡no entiendo

cómo puedo estar rodeado de casas tan

¿Por qué los árboles

tienen hojas?

ANA ISABEL PEÑACOBA

bellas y yo ser tan diferente! Pero nunca se

quejó y vivía feliz. Pasaba el tiempo y en el

Edén todos disfrutaban. Pero a medida que

iban pasando los días los pájaros comenzaron a

cansarse de tener que descansar de su vuelo en

el suelo, el sol apretaba y no había sombras

donde cobijarse, el hombre buscaba algo sano

con lo que alimentarse. Y allí seguía el árbol

marrón quieto y sin quejarse.

Después del descanso Dios despertó y fue a

observar su obra. La verdad es que me ha salido

bien, pensó. Creo que no se me ha olvidado na-

da. Y vio que los pájaros no podían descan-

sar de su vuelo, que el hombre se achicha-

rraba bajo el sol, y no había fruta en el

jardín.

Y vio el tronco apartado sin que nada ni

nadie se acercara a él y tras darse un golpe

en la frente exclamó: “¡me fui a cenar y se

me olvidó!

Se dirigió al árbol y le dijo: estás solo y

eres diferente y no te has quejado por ello,

mereces ser hermoso y necesario para los

demás. Necesitamos sombra para aliviarnos

del calor, necesitamos un hogar para los

pájaros, necesitamos fruta fresca para el

hombre. Serás grande, te admirarán y

tendrás una vida muy, muy larga. Dime

cómo quieres ser.

El árbol pensó y miró a su alrededor y

susurró: quiero ser verde como la hierba

bajo mis pies, quiero sentir el movimiento

aunque esté quieto y quiero sentir las esta-

ciones en mi piel. Entonces Dios dijo: te

daré color en tus ramas, sentirás que el aire

te mueve y las estaciones te darán frondo-

sidad o te recordarán como fuiste al princi-

pio. Te daré HOJAS, hojas verdes en prima-

vera, hojas marrones en otoño. El viento

hará bailar tus hojas y hará música con ellas.

¡Serás hermoso y te admirarán porque su-

piste no serlo y aún así fuiste feliz!

Y desde ese momento todos los árboles

del campo, de los jardines, de la selva, dis-

frutan de su tronco marrón y sus hojas ver-

des y suben y suben hacia el cielo agrade-

ciendo su transformación.

N o recordaba cómo había lle-gado hasta allí. Cuando su mirada se acostumbró a la penumbra, pudo distinguir la

silueta de un camastro destartalado y un tocador sin espejo. Lo único que tenía en mente era el resplandor de una mirada a la que no conseguía adjudicarle un due-ño. Quiso levantarse, pero sus músculos entumecidos no respondían a su cere-bro. Se revolvió en el suelo, angustiado, y consiguió arrastrarse hasta el camas-tro. Reparó en que no había una sola ventana o puerta que facilitaran la tarea de salir de aquella celda. Se preguntó cómo había acabado allí, qué estaba ocu-

rriendo y por qué no recordaba nada de lo sucedido. Gritó, pero nadie res-pondió. Una especie de claustrofobia invadía su cuerpo lentamente. Solo quería salir de allí y poder contemplar la caída de las hojas de los árboles, ya que, si mal no recordaba, era otoño.

Se sobresaltó al advertir que no esta-ba solo. Una silueta se movía lenta-mente en dirección al tocador. Una niña de no más de diez años abría el cajón y comenzaba a peinar su larga cabellera negra, obviando que el toca-dor no tuviera espejo.

-¿Cómo es posible que consigas re-flejarte en un tocador sin espejo? –pensó en voz alta.

¿Por qué los árboles tienen hojas? MARÍA HERNÁNDEZ 2º BACH D

Salió a un pasillo deso-lado y reluciente, pare-cido al de un hospital. Decidió seguirla, nece-sitaba esa respuesta, saber por qué los árbo-les tienen hojas.

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II CONCURSO DE ESCRITURA CREATIVA BACHILLER abril 2011

La niña, sin inmutarse lo más míni-mo, giró la cabeza, mostrando su páli-da tez. Ni rastro de miedo, ni de so-bresalto. Era como una muñeca de porcelana.

-¿Por qué los árboles tienen hojas?

Aquella respuesta le congeló el al-ma. Él era amante ferviente de los árboles. Había estudiado sobre ellos todo lo que había estado a su alcance. Era capaz de responder a cualquier pregunta al respecto que sus vecinos o la gente del pueblo le planteara. Pero esta vez no sabía qué responder. Podría alegar que las hojas constituían un mecanismo de defensa de los árboles. O que servían para realizar la fotosíntesis, pero eran teorías que no terminaban de convencerle, en reali-dad no sabía por qué tenían hojas. La niña lo miraba fijamente, sin rastro de curiosidad en su cara, como si ya lo conociera. Aquella mirada lo incomo-

daba, tenía un aire familiar, pero no era exactamente como la que recor-daba.

-¿Por qué los árboles tienen hojas? –repitió, esta vez con un tono de voz más elevado, molesto, angustiado.

-No lo sé –respondió agobiado, ya que una pequeña niña había sido ca-paz de dejarle en jaque con una pre-gunta tan simple como esa.

-Yo creo que es el viento.

La niña se levantó y sin decir nada más se acercó a uno de los rincones de la estancia y se sentó allí. Él, que ya

empezaba a recuperar la movilidad ensus extremidades, consiguió ponerse en pie y avanzó hacia la niña, extrañado por la res-puesta que le había dado. Acurrucada en el rincón, parecía estar dormida, pero advir-tió pasos y levantó la cabeza.

-No te acerques –dijo, arisca.

-Solo quería saber dónde estamos y, so-bre todo, por qué crees que la causa de que los árboles tengan hojas sea el viento.

La niña se levantó y abrió una puerta que él juraría que antes no estaba allí. Salió a un pasillo desolado y reluciente, parecido al de un hospital. Decidió seguirla, necesi-taba esa respuesta, saber por qué los árbo-les tienen hojas. La luz de los fluorescentes le abofeteó la vista, pero continuó en bus-ca de la misteriosa niña. La debilidad de sus piernas hacía que se tambaleara de lado a lado, pero hubo algo que hizo que parara en seco. Frente a él, una mujer en-fundada en un vestido de seda blanco, como si de una nube se tratara. Se quedó

paralizado, la mirada de la mujer era exactamente igual que la que recordaba, y muy parecida a la de la niña. Ojos grandes, verdes, con un triángulo color miel en torno a las pupilas. Pestañas gran-des y curvadas, párpados lige-ramente som-breados de negro. Su ves-tido se movía y

ondeaba como si una leve corriente de aire lo azotara, pero no había rastro de viento alguno en el pasillo. En ese instante, am-bos se miraron fijamente a los ojos, los fluorescentes temblaron y terminaron por apagarse. Sintió un aliento gélido en la nuca y por un instante creyó que estaba muerto.

El roce de la lluvia en la cara y las cuchi-lladas que el viento le propinaba hicieron que despertara. Se encontraba solo, en un campo desierto. Ni rocas, ni árboles, lo único que veía era un prado enorme de hierba perfectamente cuidada. No había

nada bajo lo que guarecerse, ni nadie a quien pedir ayuda. Estaba completa-mente solo en medio de la nada. No sabía qué hacer, ni adónde ir, lo único que veía en el horizonte era el enorme prado en el que se encontraba. Súbita-mente, miró al cielo y vio cómo la mu-jer que había visto en aquel extraño lugar descendía levitando lentamente. Dos grandes alas blancas adornaban su espalda y, a pesar de l lluvia, la mujer parecía tener una especie de halo a su alrededor que la protegía de la tem-pestad.

-Es el viento –dijo cuando por fin se posó en el suelo.

-¿El viento? ¿Por qué? –gritó dolido, inquieto y angustiado.

-Porque el viento mueve, esparce y desordena.

Silencio. Incluso el ruido de la lluvia al chocar contra el suelo amainó, a diferencia de la tempestad. El ángel se inclinó hacia él y le miró a los ojos. Le costaba aguantarle la mirada, dolía contemplar sus ojos, emanaban un destello de luz inhumano, propio de los ángeles. De pronto, el ángel se in-corporó y, mirando al horizonte, tomó aire y sopló fuerte. Súbitamente, millo-nes de hojas aparecieron revoloteando en la tempestad, como ocurría a me-nudo con las ventoleras de otoño. Él sonrió aliviado, tenía claro que si con-taba la historia nadie le creería, pero de alguna manera él sabía que era re-al. Sintió cómo el ángel se sentaba a su lado y el halo que lo rodeaba iba des-apareciendo, permitiendo a la lluvia deslizarse por su larga cabellera.

-¿Lo ves? Es el viento.

MARÍA HERNÁNDEZ 2º BACH D

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II CERTAMEN DE ESCRITURA CREATIVA PROFESORES

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JOSÉ A. SANTIAGO

P ara el frío.

De no haber sido por aquel poema nunca habría llegado a entenderlo. Tal vez habían pasado más años de los que podía recordar. Tal vez el ponien-

te lo ocultó para darme tiempo. Tal vez hui del frío en bus-ca del olvido.

Pero los miedos, astutos, nos persiguen, camuflados de ruido, sigilosos, serenos, plácidos… esperando el momento preciso en que agredirnos con su espada gélida.

Aquella carta, aquella tarde de poniente.

Una Pandora escondida bajo un remite anónimo.

Supe que abría el callejón de los miedos cuando reconocí, en el temblor de la letra un hasta luego convertido en adiós. Cada palabra un brote de hoja verde, un recuerdo de una sonrisa, una vida compartida.

-Si lees la carta –decía –sabrás de un invierno que nunca terminará. Si lees el poema sabrás que pude perdonar.

Cada vez. Cada vez duele.

Es doloroso cada vez.

Cada vez que se desprende un trocito de invierno me alcan-za. Un viento frío que estremece. Una duda que invade.

Una herida que se abre, una vela que se apaga.

El mismo frío, el mismo viento que cicatrizan la herida.

Cicatrizan las heridas pero el dolor permanece.

Dentro, para que no olvidemos.

Para que nadie pueda ocupar su espacio.

Para que nadie la sustituya.

Para que al final, de todos acune un pensamiento, le brote un recuerdo, asome una caricia.

Para nunca estar sola; hasta el final de la vela.

Todo transcurre con rápida lentitud.

Tan despacio que no pueden percibirse los pequeños cam-bios; tan leves que lo nuevo pareciera añejo, conocido, fa-miliar, propio.

Tan ágil que las nuevas se acomodan al instante. Avasallan con su fuerza el espacio; transforman su entorno; avivan la llama; encienden la vida. Como si el viento las trajera de vuelta de un viaje sin rumbo.

Parásitos de la vida desde el túnel del frío.

Todas necesarias; todas al abrigo de un muerto que resuci-ta.

Todas hasta el final de los sueños.

Juntas hasta el principio de la nada.

Comprendí que las hojas vuelven; vuelven para abrigarnos del frío; para humillar la soberbia y restañar las heridas; para agitar los miedos y templarlos al cielo del perdón.

El poniente se ha llevado los miedos.

Para el frío, las hojas.

¿Por qué los árboles tienen hojas? IÑAKI BARRIO

C uentan los viejos del lugar que…

- ¿De qué lugar?

- De qué lugar ¿qué?

- Que, ¿de qué lugar cuentan los viejos?

- Pues… los viejos… de cualquier lugar.

- ¿De cualquier lugar? ¡Pero qué forma de contestar es esa?

- ¡Y yo qué sé! Es una forma de empezar a contar algo. ¿No es así como empiezan muchas historias? Anda, déja-me seguir.

Cuentan los viejos del lugar que hace mucho tiempo…

- ¿Cuánto tiempo?

- ¡Que me dejes tranquilo ya! Calla y lee sin interrumpir-me.

Cuentan los viejos del lugar que… hace mucho tiempo… los árboles no tenían hojas. Bueno, en realidad no tenían hojas, ni ramas, ni tronco, ni raíces. Eran árboles sin nada, que por no tener, no tenían ni el nombre de árbol. Se lla-maban cualquier cosa menos árbol.

Los que son un poco menos viejos del lugar cuentan que pasado un tiempo los árboles comenzaron a tener nom-bre, raíces, tronco y ramas. Pero la historia de por qué comenzaron a tener todas estas cosas no corresponde a este cuento, sino a otro que no tenga título “¿Por qué los árboles tienen hojas?”

- Me estoy aburriendo.

- ¡Pues te aguantas! Calla y sigue leyendo.

Los viejos del lugar que no son tan viejos como los ante-riormente nombrados son los que cuentan el porqué de las hojas en los árboles. Al principio no querían contarlo, pero después de mucho insistirles, confesaron. Dicen que poco a poco los árboles se fueron convirtiendo en unos seres un poco raros. Majos sí, pero raros. Daos cuenta de

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II CERTAMEN DE ESCRITURA CREATIVA PROFESORES Página 12

envidiable…, sabe perfectamente que va a saber y conocer muchas cosas.

Pero recordar todas esas cosas ya es otra historia. La memoria, con el paso del tiempo, empieza a tener lagunas y olvidamos más de lo que recordamos. Por no decir que cuan-do recordamos, después de pasar el tiempo, más que recordar, real-mente lo que hacemos es inventar lo que nos da la gana. ¿A que sí?

- ¿Y por qué con el paso del tiempo creemos que recordamos pero lo que hacemos es inventar los re-cuerdos?

- ¡Ese no es el título del cuento! Calla y sigue leyendo. Ya te lo he advertido antes.

Para recordar bien hay que apuntar lo que has visto sin dejar que pase mucho tiempo. Y para apuntar algo hay que tener un sitio donde escri-bir. Y ahí está el quid de la cuestión. Si uno se niega sistemáticamente a moverse de su sitio, ¿me queréis decir cómo es posible que vaya a una tienda a comprar algo para po-der apuntar lo que ve?

O se las ingenia con los recursos que tiene a su alcance o está con-denado a no poder recordar mu-chas cosas interesantes que le pa-sen en la vida. ¡Y pensad todas las

cosas interesantes que pueden pasar en una vida tan larga como la de los árboles! Y además desde una altura que… ¡quién la pillara!

Todo esto es por lo que los árboles decidieron ser autosuficientes y, ya que no les daba la gana de ir a comprar a un atienda las hojas para escribir sus recuerdos, como haría cualquier hijo de vecino, pues ellos mismos se pusieron a fabricarlas. Mira que son raros los árboles. Raros, y majos también, porque gracias a ellos y a que aho-ra tienen hojas, nosotros podemos

conocer muchas cosas que no podríamos saber por no ser tan altos.

Otro día, si queréis, ya os contaré lo que dicen los que son un poco menos viejos del lugar que los vie-jos que sabían esta historia. Esos otros, después de pincharles para que lo cuenten, yo creo que nos explicarán por qué algunos árbo-les son tan descuidados. ¿O no os habéis dado cuenta de que todos los años, cuando llega el frío, les entra la apatía invernal y se deja caer todos sus recuerdos acumula-dos durante ese año?

Pero ahora no, porque ese es el título de otro cuento.

- ¡Y tú, ya he acabado! Ahora, si quieres, ya puedes preguntar.

VIENE DE LA PÁGINA ANTERIOR

que alguien que cuando nace ya decide para siempre no moverse del sitio donde ha aparecido tie-ne que ser, como mínimo, un tipo peculiar. Y cuando decimos el mismo sitio, es el mismo sitio. No es que solo se mueva en un radio de 20 metros a la redonda, que algo es algo. No, no, es que las coordenadas GPS de ese lu-gar ya son exclusivamente para ese árbol durante cientos y cien-tos de años. Que encima los árboles no paran de vivir. Casi, casi son inmortales.

Y ellos lo saben. Un día se dieron cuenta de que tienen mucho aguante y que cualquiera no les pisa. Son majos los árboles.

El día que se dieron cuenta de que eran casi, casi inmortales, según los viejos de tercera gene-ración de viejos del lugar, ese día fue el comienzo de las hojas de los árboles. Y es lógico, por-que si no hubiera sido así, yo creo que no podría haber sido de otra manera.

A ver, uno de repente tome con-ciencia de que es casi, casi in-mortal, y de que encima no piensa moverse de su sitio nun-ca. Sin embargo, todo hay que decirlo, es alguien relativamente alto, o muy alto en muchos ca-sos, por lo que mira y ve muchas cosas desde una posición muy ventajosa. Y si no, ¿por qué los que vigilan siempre se suben al sitio más alto? Una torre, una montaña,… ¡o un árbol! Ah, esta cuestión, el porqué de los que vigilan se suben al lugar más alto, es otra historia que no se corresponde con el título de es-te cuento. Perdón.

Como decía, alguien con estas tres características…, casi, casi inmortal, negativa de por vida a moverse ni un centímetro y ver muchas cosas desde una altura

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¿POR QUE LOS ÁRBOLES TIENEN HOJAS?

Esta historia ocurrió, como no podía ser de otro modo, en un país muy lejano hace mucho, mucho tiempo. Un pintor vivía secretamente enamorado de la hija del conde, que era el propietario de todas las tierras y bosques de la región. El pintor acudía todas las mañanas hasta la verja de la mansión para ver aparecer a su amada cuando salía de paseo con sus criadas. Permanecía agazapado en unos arbustos hasta que el carruaje desaparecía de su vista. Después se dirigía al bosque para plantar su caballete y allí, en el silencio de la mañana, pintaba una y otra vez el rostro de su niña que tan bien se conocía de memoria. A la hora de comer se apoyaba en el tronco de un viejo árbol y le contaba a este sus planes de futuro. Protegido por sus ramas, todos los días acababa dormido soñando con un mundo distinto en el que amos y señores paseaban bajo el árbol sin orgullo ni vergüenza.

Cierto día, al acudir a la verja, observó que la puerta permanecía cerrada y el carruaje se quedaba en el almacén. Pasó así una semana sin rastro de la muchacha y por una de las criadas se enteró de que su padre la había mandado a estudiar al extranjero. Aquel día acudió a su cita con el árbol triste y abatido. No pudiendo aguantar más se apoyó en el tronco y empezó a llorar. El árbol, conmovido, lloró también lágrimas de ámbar que se quedaron prendidas en sus ramas desnudas. Al verlo, el pintor quiso conservar el recuerdo de su amada y pintó las lágrimas con el único color que le quedaba en la paleta. Pronto todo el árbol quedó encendido con miles de motas verdes que le recordaron al pintor todas las lágrimas que había derramado por su amor perdido.

No tardó en extenderse el rumor de que un prodigio se había producido en el bosque y de todos los lugares empezaron a llegar personas maravilladas ante el espectáculo que se abría ante ellos.

Cuando llegaron a oídos del conde las maravillas que contaban del árbol encantado quiso verlo con sus propios ojos. Organizó a sus criados y en poco tiempo se encontró de pie debajo del árbol. Miró hacia arriba y vio una bóveda verde que apenas dejaba pasar los rayos de sol. Hizo llamar al pintor y le encargó que pintara todos los árboles de su bosque. En vano trató de decirle el buen hombre que él no podía hacer más que pintar las lágrimas pero que no sabía cómo habían brotado estas.

Acostumbrado a mandar y a que le obedeciesen, el conde ordenó que se dispusiese lo necesario para que todos los árboles de su bosque pudiesen llorar. Todo lo intentaron: contaron historias tristes, suplicaron, rogaron, amenazaron, pero ni una sola lágrima brotó de los árboles. Por fin, cansado de esperar, el conde mandó cortar una rama a cada uno de aquellos árboles con la esperanza de provocar así su llanto. Ciertamente lo consiguió; sólo una lágrima salió de cada árbol. Una lágrima de dolor y rabia. Rápidamente ordenó al pintor que hiciese su trabajo apresurándose este a hacerlo so pena de sufrir la ira del noble.

Pero aquel color, fruto de la pena, no duró mucho. Las lágrimas se secaron, el verde dio paso al castaño y pronto cayeron al suelo. Por muchas ramas que cortasen siempre ocurría lo mismo y no tardó en quedar todo el suelo del bosque tapizado de una alfombra oscura.

Viendo que aquello no daba resultado, el conde se dio por vencido y se olvidó del pintor. Pasaron los años hasta que un día de primavera, cuando paseaba su tristeza por los alrededores de la casa acertó a ver un carruaje que se aproximaba por el camino. Cuando se abrió la puerta su corazón dio un brinco al reconocer a su querida niña convertida ya en una bella mujer. Corrió hasta el bosque y allí pudo comprobar cómo todos los árboles lloraban de alegría cubriendo con sus lágrimas las ramas mutiladas. Ahora sí pudo por fin pintar de verde todas y cada una de aquellas muestras de cariño con que le recibían. El bosque quedó así convertido en un mar verde cuyas olas se mecían cantando en silencio.

No sabemos si el pintor pudo conseguir el amor de su vida. Lo que sí nos cuenta la leyenda es que todas las primaveras el bosque vestía sus mejores galas para recordar al pintor su sueño y para que no olvidase que tenía un motivo para ser feliz.

El ejemplo cundió en todo el mundo y así, con la llegada del sol, todos aquellos que luchan por sus sueños, todos los que no se rinden, todos los que esperan un mañana mejor, pintan de color las lágrimas de los árboles. De verde. Del color de la esperanza.

PEDRO PALACIOS