el vuelo del ranoraky

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En estos días de contaminación incesante, un duende y una humana adolescentes luchan para detener la degradación del bosque que es hábitat de seres elementales.

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Sergio Cossa

El vuelo

del ranoraky

EL VUELO DEL RANORAKY © 2015, Sergio Cossa Depósito en Dirección Nacional del Derecho de Autor Exp. Nº 919319 ISBN: En trámite www.sergiocossa.blogspot.com Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor.

Agradecimientos

A Valentino y Stéfano, inagotables fuentes de energía y orgullo para mi corazón.

A Blanca, compañera incondicional y llama que encendió mi manuscrito abandonado por meses.

A Rubén Padula, maestro de escritores y excelso corrector de un borrador que tomó otro camino

luego de sus consideraciones.

A mis amig@s que desde los primeros capítulos me estimularon a continuar escribiendo.

Prólogo

Nunca existieron fronteras entre ciudades y bosques; de lo contrario se habrían fijado pautas

para la coexistencia de seres elementales y humanos. Aún así, esta obra seguiría siendo necesaria

como disparador para la conciencia colectiva. El vuelo del ranoraky es una fantasía urbana

contemporánea que nos introduce a un mundo real, lo maravilloso se desprende de una manera

testimonial en cada uno de sus personajes.

Dos jóvenes adolescentes de distintas especies deciden cruzar umbrales para asumir sus

respectivas esencias. La narración se desliza ágil hacia un mundo que conocemos pero no podemos

ver. Algunos de sus personajes se nutren del espíritu de personas que existieron y que nos dejaron

un testamento de su compromiso con la vida, esto nos presenta un pequeño desafío a la intuición o

la sensibilidad.

Es de ponderar las voluntades que se suman a lo largo de esta historia, las mentes que se

abren para poder vislumbrar lo que antes estaba vedado. La diversidad del lenguaje nos sitúa aún

más en la realidad contemporánea, identificando al lector en sus diferentes expresiones.

El vuelo del ranoraky se manifiesta en todos los bosques, en todas las selvas, en cada lugar

donde la naturaleza expresa su sabiduría; allí estuvo desde la creación, pero fue necesario que

desplegara sus alas y emprendiera un alto vuelo hacia la “civilización”; el motivo está plasmado en

la exquisita narración de esta obra.

Blanca Acosta

Capítulo I

Celina mira a través de la ventana. El sol de la tarde de otoño se desploma tras los cerros.

Siluetas de sombras compiten contra una explosión de naranjas, ocres, verdes y azules. Más allá de

la ciudad y trepando por las laderas, el bosque comienza su ilusión de nieblas y misterios. Una paz

melancólica se derrama y destella en el cristal de la ventana de la habitación.

El contraste a tanta armonía se encuentra adentro. El televisor batalla para vender cruceros

caribeños en el corte comercial de una serie para adolescentes. Sentada en la cama con la netbook

sobre sus piernas, Celina se desprende del ensueño del atardecer e intenta concentrarse en los

ejercicios de álgebra. Difícil tarea porque, además de aborrecerlos, las ventanas del chat no paran

de titilar y la música de rock de su equipo de audio estremece cada rincón. Para completar la

distracción, un mensaje de su inseparable amiga Yvonne llega a su celular.

–Q acs noche

El texto se ajusta al lenguaje criptográfico que los jóvenes crearon para interactuar con la

tecnología, sin preocuparse de gramáticas o errores ortográficos.

¿Qué contestar? ¿Que su único deseo es pasar la noche en la disco, abocada a una

persecución alucinada de Mauro? ¡No le interesa nada más! Correr en búsqueda de una ubicación,

una escalera, un sitio estratégico; un lugar que le permita encontrarse en el momento exacto, dentro

del radio de acción de esos ojos verdes de los que está enamorada hace tiempo. No es solo que

Mauro la vea; además, deberá mostrarse divertida y rodeada de amigas, a fin de manifestar

sociabilidad. Tendrá que vestirse con algo que disimule su cuerpo de «gordita». Todo por un

instante, un segundo eterno que se diluirá al pasar Mauro a su lado sin reparar en su presencia. Y

otra vez a perseguir; a reubicarse, a exponerse.

Escribe el mensaje de respuesta con una mezcla de enojo y tristeza:

–Ma no deja salir xq tengo estudiar.

Allí se quedará, un domingo a la noche previo a la prueba de álgebra.

A Celina no le va bien con las exactas. Matemáticas, Química, Física pertenecen a esa

variedad de materias en las que el profesor es el culpable de todo. Sin que importe el género,

siempre hay un ignorante, una bruja, un soberbio o una arpía en su dictado. La peor es la profe de

Física: no sabe explicar, no repasa ninguna unidad, y en los exámenes pregunta sobre temas que

nunca vieron. Esas horas resbalan demasiado lentas para Celina.

Ella ama Literatura. No como sus compañeras, que esperan ansiosas ese módulo para

recrear sus ojos con el carismático profesor Diego. Le apasiona analizar las obras propuestas a

estudio; las desmenuza; se inmiscuye en la vida de los personajes; llora y ríe con ellos; revive en su

piel los sentimientos de cada autor. Es el corolario de infinidad de novelas y cuentos leídos desde

su niñez. Un amor estimulado por sus padres cada noche, cuando aún no comprendía el significado

de los pequeños símbolos negros que discurrían entre dibujos de duendes, hadas y príncipes.

Cientos de libros colman los estantes de la biblioteca que abarca la pared a su derecha. Conserva

los primeros, los más apreciados. Los que llegaron a su conciencia en la panza de su madre,

dieciséis años atrás. Creció envuelta en letras, en páginas de amor, misterio y viajes; se nutrió de

mundos fantásticos. Los libros son su inviolable refugio cada vez que la vida la enfrenta a tristezas

y desencantos; a desgarradoras circunstancias, como el divorcio de sus padres. Omnipresentes,

generan una coraza detrás de la cual encuentra sosiego y equilibrio.

Sus pensamientos vuelan desde Mauro a Yvonne. Desde los Stones a las ventanas del chat.

Imposible que se detengan en los ejercicios matemáticos.

Escucha un par de golpes ahogados y ve a Patricia, su madre, que entra y le señala el equipo

para que baje el volumen. La habitación vibra con «Paint it, Black»; con un gesto de malhumor

toma el control remoto y lo apaga.

–¡Cómo podés concentrarte con tanto ruido y además el televisor encendido!

Su madre está de pie, con las manos en la cintura, imitando la pose de los profesores que

amenazan con amonestaciones.

«La idea es no concentrarme», piensa, mientras cierra el chat.

–El año pasado tomaste clases particulares para no llevarte Matemáticas. Este año

comenzaste con un cuatro en la primera prueba. No voy a permitir que se repita esa historia. El

colegio es la única obligación que tenés y no es posible que lo desatiendas. La vida no es solo

amigas, internet y salidas. Cuando los demás disfruten de las vacaciones, vos te la vas a pasar

resolviendo ejercicios y rind…

–¡Mamá! ¡Terminá con ese discurso que ya me sé de memoria! Estoy estudiando, el

televisor está sin volumen y la música no me distrae –si no finaliza la discusión pronto, se

transformará en una letanía de consejos y amenazas–. Si no querés que ponga música, no la pongo

y apago el televisor, pero dejame estudiar tranquila.

–Llamó tu padre y me dijo que le avisés si necesitás ayuda con álgebra.

Daniel es contador de una empresa importadora de productos químicos para el agro. Se

divorciaron con Patricia cuando Celina aún no cumplía siete años. Pasado un período de

confrontaciones, sostiene una relación afectuosa con ambas.

–No, mamá. Lo que necesito es que me dejés sola y no me distraigás más. Tengo hambre,

¿vas a preparar algo para cenar hoy, o será comida rápida como siempre?

Patricia se retira de la habitación, dejando la puerta entreabierta.

–¡Cuando sirva la cena te llamo para que bajés a comer! –vocifera escaleras abajo.

Celina no la escucha; comprende que Patricia cumplió con su representación de madre

responsable. Se calza los auriculares y los Stones vuelven a vibrar en sus oídos, invitándola a

marcar el compás con movimientos de cabeza. Retorna a su netbook, abre el chat y lee el nick que

lleva días escrito: «Tus ojos verdes son duendes que desaparecen cuando los miro». En un impulso

de desprecio, lo borra y escribe lastimando cada tecla: «ALGEBRA TE ODIO».

Un cóctel de sensaciones la colma. Enojo, fastidio, tristeza. Busca a través de la ventana el

ensueño del bosque cercano. Le fascina encontrar formas caprichosas en los jirones de niebla del

atardecer. Pero ya anocheció. El cristal solo refleja la luz interior, los muebles, sus peluches, los

afiches de bandas de rock adheridos a la pared. Apaga la lámpara y queda en penumbras para

apreciar cómo la noche juega entre cerros, árboles y casas. El cristal desiste de su labor de espejo y

su transparencia le concede una visión tenebrosa de la oscuridad profunda.

Sentado en una de las ramas altas de un pino añejo, Sibelis observa el bosque que se

precipita ondulante por los cerros. Más abajo, penetrando entre los últimos árboles como una garra,

la ciudad enciende sus luces tempranas. A mediados de otoño, el sol escapa tibio y los días se

acortan. La brisa del atardecer se siente más fresca, pero aún es agradable demorarse en el

mordisqueo de una manzana, mientras los pensamientos traen evocaciones y vuela la imaginación.

Sibelis no tiene recuerdos antiguos, porque si bien casi cumple cien años, es un duende

adolescente. Muy lejos de los cuatrocientos y tantos años de su padre, y más alejado aún de la

incontable edad de Saleno, el anciano consejero.

A pesar de su juventud, conoce la historia ancestral de su pueblo; se la narraron desde que

balbuceó sus primeras palabras. Leyendas, anécdotas, fábulas, sucesos tristes y alegres.

Legendarias batallas entre el bien y el mal. Absorbió cada gota de las memorias de su especie,

porque un príncipe heredero debe conocer su pasado, para decidir sus acciones con justicia,

honradez y en beneficio de todos.

La ciudad ya existía cuando él nació; más pequeña y alejada del bosque, temerosa de sus

misterios y peligros. Pero no siempre estuvo allí. Hubo épocas remotas en que solo la espesura y las

altas sierras dominaban el lugar. Arroyos transparentes hendían la región, con el acarreo de la savia

vital para los seres que habitaban entonces. Hadas, duendes, elfos y ninfas pululaban entre las

flores, el follaje y las fuentes de agua de los manantiales.

Los bosques lo proveían todo. Néctares libados con deleite; variados frutos dulces y

amargos, semillas, raíces, tallos tiernos. La naturaleza exhibía su riqueza, para sostener el equilibro

mágico de una comunidad que la protegía y la adoraba. Ella les ofrecía alimentos, abrigo, moradas.

Paisajes majestuosos en los que la vida brotaba sin cesar. Los almacenes de víveres permanecían

repletos, para desafiar la escasez del invierno. Magos y hechiceras hallaban sus ingredientes para

pócimas, conjuros y potajes en cualquier escondrijo donde supieran husmear.

Formaban pequeños reinos y se llamaban «seres elementales», dado que cada especie

prevalecía en un elemento de la naturaleza: elfos y duendes en la tierra, hadas en el aire y ninfas en

el agua. Extintos hacía milenios, los dragones habían dominado el fuego.

Sus territorios se superponían, pero no surgían conflictos. Disponían y consumían recursos

específicos y los que debían compartirse eran racionados y distribuidos por la Unión de Consejeros

de Reyes y Reinas.

Se regocijaron por una vida holgada, solo incomodada por incursiones aisladas de bandas de

orcos y goblins, otros «elementales» agresivos. Surgían de las entrañas de las sierras y eran

repelidos con magia y flechas.

Sibelis divaga con sus recuerdos, mientras dibuja en su mente la imagen de un bosque

varias veces más extenso que el actual, e inspira el aire contaminado que llega hasta allí. En sus

escasos años vividos, puede observar cómo la ciudad se agiganta y engulle árboles y arroyos.

Un zarandeo de hojas y ramas llega desde abajo y lo distrae de sus cavilaciones. Agitado y

con la boca abierta, el rey Tencos alcanza la rama en la que descansa su hijo.

–Hay veces que intento convencerme de que estos pinos crecen más y más, pero la realidad

es cruel y simple: los años comienzan a negarme las alturas.

–¡Hola, padre! ¿Qué hace el Rey de Duendes empeñado en escalar el más alto de nuestros

pinos? ¿Tendré que correr en búsqueda del mago Loreto, para que use su pócima de reanimación?

–No me ridiculice, hijo. Si me hubiera visto hace doscientos años saltando de árbol en árbol

estaría orgulloso de mí.

–¡Es una broma, querido padre! Pero reitero mi pregunta: ¿qué hace por estas alturas?

–Quiero hablar con usted. El consejero Sumón me ha consultado si el Príncipe Sibelis se

encuentra bien, ya que no asistió la última semana a las clases sobre Economía del Reino.

El Ministerio de Consejeros es el encargado de instruir al príncipe sobre las funciones que

le incumbirán como futuro rey. Saleno, el más longevo y sabio, dicta Historia, Mitos y Leyendas.

Sibelis adora las tardes que transitan entre narraciones y libros antiquísimos. Asimila cada palabra

que versa sobre los ancestros. Toma relatos y párrafos y los graba a fuego en su memoria.

Considera que el conocimiento del pasado es la llave universal que mantendrá abiertas las puertas

del reino a un porvenir de paz y esplendor. De igual forma, aprecia las horas en las que el mago

Loreto le explica las recetas de pócimas, encantamientos y hechizos. El príncipe no dominará los

poderes secretos de los duendes, pero cuando le ataña reinar, deberá estar al corriente de cuáles

serán los recursos a proteger, para mantener viva la magia de los seres elementales.

–Padre, sabe que no me causa placer asistir a las clases de economía. Sumón es el más

aburrido y estricto de los consejeros. ¡Números, números y más números!

–Los números harán de usted un rey íntegro, que sabrá distribuir las riquezas entre sus

súbditos. La economía tiene la misma importancia que la historia y la magia. Un rey virtuoso es un

rey mago con los números.

–¿Pero cuál es la función de los consejeros entonces? ¿El rey no tiene exigencias más

trascendentes que un mero recuento de haberes y recursos? ¿No debería el rey delegar esas

actividades mecánicas y aplicarse, por ejemplo, a recorrer los hogares de su reino, para conocer las

necesidades y los sentimientos del pueblo?

–La función de los consejeros es informar sobre sus ámbitos de conocimiento. Para tomar

las resoluciones convenientes está el rey, y para ello debe dominar y comprender todo lo relativo a

la historia, la magia, las relaciones con sus vecinos y los números. Prométame que mañana visitará

al consejero Sumón y le dedicará todas las horas perdidas.

Sin esperar respuesta, el rey Tencos inicia un descenso precavido.

Sibelis se sumerge en nuevos pensamientos. No son los recuerdos que lo embargaban antes

de la llegada de su padre; ahora reflexiona sobre algo que desde hace tiempo ronda en su mente: en

pocos días celebrará sus cien años de vida y la consejera Alonis juzgará si se encuentra apto para

iniciar los paseos por la ciudad de los humanos.

Capítulo II

Los festejos por el cumpleaños del príncipe duran varios días. Se repiten banquetes, juegos

y competencias de magia y baile que enfrentan a efebos desafiantes. Las familias del bosque

desfilan frente a la corte real donde manifiestan su beneplácito y prodigan regalos al heredero del

trono. No es un aniversario más.

Hace tiempo que Sibelis concurre a las clases de la consejera Alonis, la anciana que mora

en uno de los árboles próximos a los edificios de los humanos. Ella instruye a los jóvenes en el

arriesgado arte de conducirse y pasar desapercibidos por calles, casas o parques. Los adiestra con

métodos para filtrarse en las cocinas y recolectar galletas, sabrosos dulces y frutas, o los manjares

que representan el café y el chocolate.

Un duende puede, además, prestar ayuda a los humanos cuando estos se encuentran ante

situaciones desesperadas; de ese modo, suelen evitar un accidente o colaborar en alguna producción

atrasada. Aunque lo que más adoran es encender luces mágicas en los dormitorios oscuros de los

niños, hasta que al fin se duermen sin miedo.

Muchos años atrás, dos duendes artesanos recibieron una medalla de honor por parte del rey

Tencos. Ellos pasaron noches completas en la ciudad, fabricando zapatos para un matrimonio de

ancianos zapateros quienes no tenían para comer. Todos los días el zapatero llegaba a su taller y

encontraba regios calzados que luego vendía a muy buen precio. Una mañana los duendes se

quedaron dormidos y el anciano alcanzó a verlos antes de que desaparecieran. Ya no regresaron al

taller, pero se corrió la voz de su existencia, y la imaginación de los humanos alimentó fábulas y

cuentos sobre criaturas de fantasía.

–Usted ya conoce toda la teoría para desplazarse entre los humanos –dice Alonis–. ¿Abriga

realmente deseos de estar cerca de ellos, mi querido Príncipe?

–¡Es lo que más he deseado en estos años! Quiero permanecer entre las personas y

escucharlas. Necesito adquirir experiencia para entenderlos. Conocer lo que piensan y sienten para

comprender por qué destruyen y contaminan el bosque, el aire y el agua de los arroyos. Por qué

atacan tan salvajemente a nuestra naturaleza.

–¡Comprender a los humanos! Llevamos más de un milenio en ese intento, desde que

llegaron y alzaron las primeras casas. Me temo que sus deseos son por demás ilusorios… Pero con

la esperanza de que lo logre, le entrego mi autorización para que salga del Reino de los Duendes y

recorra la ciudad de los humanos cada vez que lo desee.

La anciana ata al cuello de Sibelis una cinta de la cual cuelga una pequeña piedra roja. Es el

salvoconducto para pasar a través de los guardianes del bosque.

–¡Comenzaré hoy al atardecer! Para mi primera visita quiero sentir la protección de la

oscuridad. Consejera Alonis, ¡acaba de darme el mejor regalo de cumpleaños!

Sibelis emprende una carrera veloz rumbo a su pino. Desea prepararse antes de la partida,

aunque solo llevará la extraña bolsa que le regaló el mago Loreto, quien afirma que en ese pequeño

trozo de piel podrá introducir cuanto quiera, porque jamás se llenará. No cargará nada más. En esta

incursión apenas si rondará cerca de alguna casa y evitará cualquier encuentro con las personas.

El sol, burlándose de su ansiedad, no termina de esconderse tras los cerros. Cuando al fin

sus rayos solo dejan un crepúsculo tenue, Sibelis desciende del árbol y se encamina hacia la ciudad.

Cerca de los límites del bosque, bajo la luz de la luna, se encuentra con los guardianes.

El rey Tencos no posee ejército. Si en alguna oportunidad los atacan, todos los súbditos se

preparan para la defensa. Con el correr del tiempo perfeccionaron su sistema defensivo, luego de

que hadas, ninfas y elfos se marcharon y quedaron solos en un bosque cada día más pequeño.

Consiste de una variedad de trampas distribuidas por todo el territorio. Además lanzan hechizos y

encantamientos, organizados por el Consejero de Defensa Marodon y el mago Loreto. De ese modo

rechazaron las últimas invasiones de goblins.

Lo que sí tiene el reino es una guardia permanente ubicada en cada acceso al bosque. En

esos puestos se instalan duendes voluntarios que controlan todo lo que entra y sale. Solo pueden

salir los que estén capacitados para interactuar con los humanos, puesto que es muy peligroso que

un duende distraído sea atrapado. Ocurrió una vez, siglos atrás, y el pobre se transformó en un

espectáculo de circo, hasta que pudieron rescatarlo.

–¿Quién es usted y qué desea? –pregunta el guardián.

–Soy el Príncipe Sibelis y voy camino a la ciudad.

–¿Tiene usted el salvoconducto?

El joven exhibe la piedra roja que cuelga en su pecho mientras piensa: «con o sin piedra,

hoy iré a la ciudad».

Al constatar la autenticidad del permiso, el guardián cede el paso.

–Disfrute usted de un buen paseo, Príncipe. Le aconsejo que preste atención a los

transportes humanos, son muy veloces y si se descuida los tiene encima.

Sibelis agradece la advertencia y marcha decidido al encuentro de los humanos.

García… Perinoli… Acosta… Mendoza…

Cuando escucha su apellido, Celina camina desde la última mesa, que comparte con

Yvonne, hasta el escritorio del profesor a retirar su evaluación de Matemáticas. Hubiera preferido

cavar un pozo profundo y lanzarse de cabeza; o reducirse mientras avanza, hasta desaparecer con el

siguiente paso. Pero allí está, acercándose, mientras observa la mirada sarcástica del «pelado

imbécil». Sabe que su nota es lamentable; que no acertó uno solo de esos jeroglíficos. Practicó y

estudió, dedicó horas robadas a sus salidas, pero no hubo modo; al sentarse frente a la hoja, su

mente se cerró en un blanco intenso y los ejercicios se le presentaron como escritos en chino.

–González fue castigado con un cero porque descubrí que copió. El uno que le puse a usted,

Mendoza, debe tomarlo como un estímulo. En realidad también debió recibir un cero, ya que no

resolvió ni uno de los puntos propuestos –dice el profesor y provoca un coro de risas–. Imagino que

de no mediar algún espíritu benigno que la asista, nos encontraremos repetidas veces en las mesas

de examen.

«Morite, idiota», piensa Celina, mientras toma el papel y regresa a su asiento. A través de

sus lágrimas ve cómo se regocijan algunas de las arpías del curso. No llora por la nota, sino por lo

que representa: gritos histéricos de su madre, recomendaciones de su padre, castigada sin salidas a

bailar, clases particulares que luego de nada servirán y muchas posibilidades de pasar el verano

estudiando.

Yvonne la espera con pañuelos de papel y con miradas de rencor hacia quienes ríen;

muchos de ellos tampoco aprobaron, pero explotan la docilidad de Celina para gastarle todo tipo de

bromas. Se deja caer en la silla y seca sus mejillas sin levantar la vista. ¿Qué obligación tiene el

profesor de ridiculizarla delante de sus compañeros? ¿Con ese comentario cínico logrará que ella

apruebe la materia?

Rodrigo, a su izquierda, sujeta su hombro.

–Tranqui, Celi, a la salida nos vamos a comer algo. Le avisás a tu mamá que no vas a

almorzar y así hasta la noche no tenés que sufrirla.

–Ese imbécil no tiene derecho a tratarla así –dice Yvonne–; tendríamos que unirnos todos y

quejarnos con el rector.

Rodrigo es el más sensato y lógico del curso; no habla demasiado, pero cuando lo hace es

invariable que se escuche un comentario compartido por la mayoría.

–Será perder el tiempo. Primero dicen que van todos y después arrugan, te dejan solo y te

comés las amonestaciones y el mal trato de los docentes. Lo mejor es dejarlos a estos tipos. Ya

tienen la vida jodida; hasta que se jubilen van a ver cómo nosotros pasamos y crecemos y nos

olvidamos de su existencia.

»Mirá, Celi, con Matemáticas yo no tengo problemas, me saqué un diez hoy; Yvonne

también. La semana que viene nos juntamos los tres a estudiar y te explicamos hasta que no te

quede duda.

Celina comprende el doble significado de la propuesta de Rodrigo: por un lado, la ayudarán

en Matemáticas, por otro, él compartirá junto a Yvonne más horas de lo habitual en el colegio. Sabe

que su amigo gusta de Yvonne desde hace tiempo.

Yvonne es una adolescente preciosa. Alta, con un cuerpo armónico y envidiable, su cabello

negro enmarca un rostro atractivo en el que chispean sus ojos azules. Es en todo diferente a su

amiga. La sonrisa de Celina, sus bucles pelirrojos y unos ojos adorables la rescatan a medias, a la

vista de los kilos de más que tiene para su baja estatura; aunque esto no la agobia. También se

diferencian en el carácter. Celina se muestra serena, juiciosa; ama la paz de su cuarto, la música y la

lectura; tiene pocos amigos, pero los cuida como un tesoro invaluable. Yvonne, toda pólvora y

efervescencia, irradia seducción sin proponérselo. Rodeada de aduladores, salió con muchos

pretendientes. Celina nunca probó un beso.

Cuando suena el timbre que anuncia el fin de las clases de la mañana, los tres se dirigen a

un restaurante cercano. El otoño acomete con una llovizna pegajosa; las nubes bajas oprimen el

corazón de Celina. Sus amigos la animan con propuestas de salidas a la disco, pero no logran

levantarle el ánimo. Al cruzar la calle observa hacia el bosque lejano; a esas horas suele

resplandecer de colores que llenan su espíritu, pero solo vislumbra una tristeza de grises y brumas.

El restaurante desborda de alumnos que almuerzan comida chatarra, mientras se gastan

bromas y cruzan infinidad de mensajes de texto. Compran hamburguesas y gaseosas y buscan una

de las escasas mesas libres.

–No tendría que haber pedido nada, no tengo hambre –dice Celina, obligándose a pasar un

bocado con un trago de gaseosa.

–Ya está, Celi –dice Yvonne–. Olvidate de esa nota. ¡Es viernes! Esta noche a bailar y a

divertirse. No le digas nada a tu vieja; le decís que las pruebas se entregan el lunes y así no te jode

el fin de semana.

–No es la mejor idea, porque si se entera va a ser peor; pero creo que podés arriesgarte. No

va a cambiar nada que lo sepa hoy o el lunes –dice Rodrigo.

–Está bien, pero vos Yvonne venís conmigo, porque si estoy sola no me va a salir la

mentira; se va a dar cuenta al toque y me quedo sin salir y sin internet todo el finde.

–Vos dejá que yo me encargo de Patricia. Le doy un beso, le digo: «mi mamá preferida» y

se olvida del tema. El lunes, cuando se lo cuentes, estaremos los tres estudiando en tu cuarto, en

especial «ese chico serio y responsable que es Rodrigo», como dice ella.

–Y yo le aseguro que te explicaré hasta que entiendas todo y que no va a necesitar pagar

profe particular y zafás –dice Rodrigo.

Celina se relaja y se atreve a pasear la mirada por el salón. Cuando llegaron, sintió que todo

el mundo la observaba. Ahora nota que la situación vuelve a la normalidad: nadie repara en ella.

Descubre a Mauro en otra mesa, rodeado de compañeros. El corazón le salta un par de latidos y

luego emprende una carrera. Experimenta como si estuviera dentro de la escena de una película con

efectos especiales, donde la imagen queda difusa excepto un punto en el centro; el centro es Mauro.

Proyecta su presencia sobre los demás; los eclipsa con su belleza y energía. Alto, atlético, es el

jugador base del equipo de básquet que ganó el campeonato intercolegial. No se distingue por sus

calificaciones, pero los directivos igual lo atesoran como modelo de alumno. Ya termina el

secundario y ella, que lo ama en silencio desde siempre, comprende que es el último año, la última

oportunidad de verlo a diario y soñar con que un día notará su existencia.

De pronto, los ojos verdes que ama miran hacia su mesa y se detienen. Celina siente el calor

subir a su rostro y se imagina roja y tonta. Absorta, con el vaso en la mano, no atina más que a

susurrarle a Yvonne:

–Me está mirando.

–¿Quién?

–Mauro. Está en aquella mesa y mira para acá –lo dice con la vista fija en el plato que tiene

delante.

–Celi, ya te lo dije mil veces: es un estúpido, un arrogante y tiene diez mujeres atrás. ¿Qué

podés esperar de alguien así? Sos demasiado sensible e inteligente para estar todo el tiempo

soñando con él. Además, te lleva como medio metro.

–Pero me gusta, lo amo y no puedo dejar de pensar que el año que viene no lo veré más.

–¡Y eso será lo mejor que te pueda pasar! Ni loca saldría con alguien que lo único que hace

es hablar de sus conquistas deportivas y femeninas.

–En cambio yo…

Celina enmudece, Mauro se levanta y camina hacia ella. Se siente transpirar, agitarse. ¿Qué

contesta si la saluda? ¿Cómo podrá siquiera articular una palabra? Mauro, sonriente y con paso

ágil, llega hasta la mesa. Pasa por detrás de Rodrigo, apoya las manos en los respaldos de las sillas

de las chicas, se inclina entre medio de ellas y con voz segura dice al oído de Yvonne:

–Quiero bailar con vos esta noche.

Lloviznó el día entero y si bien ahora está despejado, un manto húmedo cubre a la ciudad.

Sibelis deambula por los barrios de la periferia, saltando entre charcos de barro y veredas

chorreantes de basura nauseabunda. Las luces de las calles crean halos de claridad en la opacidad

de la noche. Casi no se observan humanos y el sector aparenta ser dominio de perros y gatos.

Algunos vehículos circulan rápido y por momentos salpican agua sucia y grasienta.

No necesita ocultarse: los seres elementales habitan en un plano dimensional distinto al de

los humanos. No son invisibles: los animales sí pueden distinguirlos, aunque los respetan como

seres superiores. Solo pueden ser observados por las personas si deciden pasar al plano humano, o

cuando toman alguna pertenencia humana para guardarla entre sus ropas; en ese momento,

transcurre una temeraria fracción de segundo en la cual se tornan visibles contra su voluntad.

Tampoco son inmateriales. No atraviesan paredes o puertas. En ocasiones, duendes imprudentes

quedaron encerrados por horas en armarios, baúles o heladeras.

Sibelis inicia su primer paseo con cautela y sin intención de ingresar a las viviendas, pero

puede más su curiosidad y decide conocer el interior de alguna. Unos pasos más adelante alguien

abre una puerta y corre a deslizarse dentro. No siente miedo, sino una emoción briosa y la certeza

de que su vida ya no será igual; de que el mundo de los humanos lo despojará de su adolescencia en

forma prematura.

La habitación se muestra abarrotada de muebles. Sillones, mesitas, lámparas, televisor,

computadora. Conoce los nombres de los objetos humanos. La consejera Alonis se tomó años

exhibiéndole miles de dibujos que los duendes diseñan en sus recorridas y luego incorporan a las

bibliotecas del reino.

Sigue al humano mientras este enciende las luces y camina hasta la cocina. Su refinado

olfato le acerca un fresco aroma. Observa sobre la mesa una fuente con manzanas y peras

apetecibles. El dueño de casa se dirige al baño y Sibelis ve la oportunidad de llevarse algunas

frutas. Trepa a una silla para alcanzarlas y escucha un bufido para nada amistoso: un perro enorme

que casi lo dobla en estatura, lo mira hosco desde la puerta. Sibelis supone que el animal seguirá los

códigos ancestrales de respetar a los seres elementales y continúa trepando. Esta vez oye un

gruñido más violento y el perro avanza unos pasos hacia él. Lamenta no haber traído nada para

defenderse. Posee un buen bagaje de polvos mágicos para repeler ataques, pero quedaron en su

árbol. Ya sobre la mesa, toma una manzana y la introduce en la bolsa. Se dispone a guardar una

pera en el momento en que el perro se yergue como una columna, apoya sus patas delanteras en el

borde de la mesa y lo sorprende con un ladrido atronador; gruñe, muestra sus colmillos y se alista

para el ataque. El príncipe comprende que aunque el animal no debe agredirlo, él invade sus

dominios y roba la comida del amo. Tiene que buscar una salida y rápido.

–¡¿Qué pasa, Froxo?!

El humano sale del baño, sorprendido al ver a su mascota ladrándole a la fuente con frutas.

Al sentir la estimulante presencia del amo, el perro salta sobre la mesa y su aliento caliente empaña

los ojos del duende, dilatados por el pánico.

–¡Qué hacés en la mesa! ¡A qué le ladrás, perro loco! –se dirige a la puerta del patio–

¡Afuera!

Froxo no lo escucha y abre sus fauces sobre la cara de Sibelis. Este, de improviso salta al

suelo, rueda y emprende una carrera frenética hacia la salida del patio. Mientras escapa, llegan los

ladridos y el retumbar de las patas del perro, lanzado detrás de él.

«¡Dónde hay un árbol!», piensa con vértigo, buscando en la oscuridad. Un gato negro,

quizás asumiendo que el enojo del perro es con él, pasa maullando veloz y trepa a un álamo alto.

Sibelis sube por detrás y al alcanzar las primeras ramas evita un formidable mordisco. Siente que le

explota la cabeza y tiembla de miedo. En otra rama, habituado a esas huidas, el gato lame su pelaje

desordenado y observa tranquilo al perro, que ladra desde abajo.

Después de unos minutos Froxo se aburre y regresa bufando a la casa. El príncipe concluye

que se disipó el peligro y desciende del árbol con precaución. Su corazón rebosa de latidos

exaltados y sus piernas tiritan cuando escala el muro del patio, gana la calle y se encamina de

regreso al bosque. Por ser su visita de iniciación, soportó demasiadas emociones.

A la mañana siguiente, mientras saborea la sufrida manzana que trajo de la ciudad, medita

sobre lo ocurrido. No tuvo casi oportunidad de emplear las enseñanzas que recibió sobre los

humanos. Sí, notó la suciedad y la contaminación en que viven, puesto que perdura en su nariz el

mal olor de los residuos. Además, la única persona a la que se acercó, no le pareció tan alta como

las percibe en los dibujos. Lo más revelador que rescata es el tremendo susto que le brindó el perro.

Ahora comprende por qué tanto recelo para permitir que los duendes vayan a la ciudad: es mucho

más peligrosa que el bosque. Pero él es un príncipe heredero y ningún escollo lo detendrá. Dispone

regresar ese mismo día.

Esta vez viajará prevenido. Junto a la bolsa mágica, anuda a su cinturón un morral de piel

cargado de pócimas y brebajes elaborados con las instrucciones del mago Loreto. Lleva consigo

polvillos que causan efectos variados. Algunos se utilizan para la defensa: provocan parálisis,

miedo, sueño, pequeñas explosiones. Otros generan audacia, velocidad, energía y hasta curan

heridas poco profundas. También incluye entre sus pertrechos una fina vara de madera, que puede

hacer centellar para iluminar una habitación.

El sol brilla a mitad del cielo cuando se presenta ante los guardianes del bosque y parte

ansioso hacia la ciudad. Marcha decidido a no interferir ni ocasionar conflictos; anhela prestar

atención y abrir sus oídos a los diálogos de los humanos.

A medida que recorre las primeras barriadas, advierte la actividad y la agitación del día.

Cientos de vehículos laceran sus oídos. Los hay de todo tipo y tamaño; algunos transportan una

sola persona y otros parecen a punto de estallar, con tantos pasajeros en su interior. Despiden un

pestilente humo que irrita los ojos y provoca accesos de tos. ¿Cómo pueden vivir así?

La noche anterior, los edificios asemejaban montañas grises salpicadas con unas pocas luces

de ventanas. Ahora comprueba la variedad de colores, matices y estructuras. Las fábricas

descomunales lo subyugan con sus chimeneas que exhalan humaredas pardas, similares al hocico

de los dragones que surcaron los cielos hace milenios. Las solía observar a lo lejos, desde lo alto de

los cerros. Al pasar cerca, esos gigantes de piedra y acero lo intimidan. Camina con sumo cuidado y

se recuerda que no es incorpóreo; aunque no lo vean, pueden propinarle un pisotón o acabar debajo

de las ruedas de un vehículo.

Llega a una esquina y se halla ante una ancha avenida. Los humanos esperan impacientes

para cruzarla, mientras los automóviles circulan a gran velocidad. Conoce acerca de esos aparatos

luminosos llamados semáforos, los vio en los libros de Alonis y entiende su funcionamiento. Por lo

tanto, permanece junto a las personas hasta que se encienda la señal para marchar.

Hay un cambio de luces, los vehículos se detienen y el príncipe camina junto a los que

atraviesan la avenida. Experimenta como si se desplazara por un desierto de piedra, tatuado con

líneas blancas manchadas de aceite. En el bosque no existen semejantes espacios abiertos y le

resulta fascinante. Distraído, no presta atención al nuevo cambio de luz del semáforo y a los

transeúntes que ya alcanzan la otra vereda. Los automóviles aceleran y Sibelis, que aún transita por

la mitad de la avenida, se precipita despavorido hacia adelante. Advierte que jamás llegará al otro

lado. Sin detener la carrera, abre el morral que cuelga de su cintura y extrae un puñado de polvo

azul. Faltan varios pasos para llegar, un automóvil amenaza con aplastarlo y en su mente surge la

imagen de los colmillos de Froxo a punto de morderlo. Lanza desesperado el polvo mágico hacia el

vehículo y este se detiene como si lo hubieran adherido al cemento. Al instante, un chirrido corto es

continuado por un estruendo de metales y vidrios destruidos.

En la seguridad de la vereda, blanco de pavor y rodeado de curiosos que observan el

accidente, puede ver a otro automóvil incrustado detrás del que paralizó. Ambos conductores

descienden con gritos e insultos. Sibelis se percata de que ninguno resultó herido y considera que

ya no es necesario permanecer en el lugar.

Una tarde de sábado distinta y triste. Lo usual sería que se conecte con sus amigas para

organizar la salida de la noche. En cambio, deambula sin destino por los linderos del bosque,

mientras escucha música con su celular. Celina adora las caminatas en soledad; se complace de la

frescura que emana de los árboles, y del sosiego contrastante con el alboroto de la urbe. No se

aventura sola dentro del bosque, lo bordea entre campos sembrados y pastizales. Así, deja volar sus

pensamientos. Esta tarde es diferente: no camina para su deleite, sino para escapar al encierro de su

habitación.

Perdura el sabor amargo del día anterior, cuando Mauro se acercó a su mesa. Nunca se

sintió tan ignorada. Percibió el apretón reconfortante en su mano, por parte de Rodrigo. También

agradeció escuchar cómo su amiga rechazó la invitación. Sin embargo, el brillo triunfal en los ojos

de Yvonne manifestó que siempre será la preferida de los chicos. Eso vulneró su autoestima aún

más. Después, permanecieron toda la tarde juntos, pasearon, recorrieron algunas plazas. A pesar del

desánimo que la llovizna le provocaba, sus amigos lograron que sonriera y dejara de lado el mal

momento. Pero comprendía que cuando quedara a solas no pararía de llorar; y así ocurrió. Luego de

la cena, su madre comentó que iría con amigas al cine y regresaría tarde; Celina dijo que no iba a

salir, que volviera cuando quisiera. En su cuarto, rechazó los llamados con súplicas de Yvonne y

Rodrigo para que fuera con ellos a la disco. Necesitaba estar alejada de todos. Lloró mucho durante

la noche. No solo a causa de Mauro, o del colegio; tenía lágrimas acumuladas desde hacía tiempo.

Dolor por un padre casi ausente y una madre que era genial, pero que no entendía sus limitaciones

de adolescente y no la sentía su amiga. Desconsuelo de saber que abrigaba en su corazón amor y

ternura para ofrecer, pero nadie acudía a la cita. Lloró porque sí, por la presión que sentía en sus

ojos, para desahogarse y en esencia, porque reconocía su principal aflicción: se sentía rodeada de

soledad.

Las sombras se vuelven largas y el bosque esgrime sus enigmas nocturnos, escoltado por la

neblina que germina entre los árboles. Celina exhala un suspiro hondo y decide que es hora de

retornar a su casa y procurar cobijo en la paz de los libros.

Luego del susto inicial en la avenida, la tarde luce mejor para Sibelis y no se repiten

episodios indeseados. Visita edificios en los que ve muchas personas, pero no se detiene a escuchar

las conversaciones. Ingresa a uno, embelesado por el exquisito aroma a café que despide. El local

rebosa de mujeres y hombres sentados en torno a mesas. Varios forman grupos; comen o beben,

entre discusiones animadas; otros, asilados, leen o miran distraídos a través de las ventanas. «Este

es un lugar que volveré a visitar. ¡Hay tanto para escuchar y aprender!», piensa, mientras agrega a

su bolsa unos cuantos granos de café y sobrecitos con azúcar.

Durante su regreso hacia el bosque se siente feliz. Toma conciencia de la empresa que se

propuso y recuerda la frase de Alonis: «¡Comprender a los humanos!». Emprende un gran desafío,

¡pero lo seducen la ciudad y sus habitantes!

De frente se aproxima una joven humana con pasos tranquilos y las manos hundidas en los

bolsillos del pantalón. Su rostro refleja paz y congoja. Contempla sus ojos enrojecidos y las líneas

de lágrimas en las mejillas.

El llanto no es posible en los seres elementales. Pueden sentirse melancólicos o apenados,

pero jamás aflora una lágrima a sus ojos. Saben que los humanos lloran tanto por tristeza como por

alegría. ¿Qué emociones los rigen para que ocurra ese fenómeno? ¿Será doloroso? ¡Es uno de los

misterios que está dispuesto a resolver!

Posterga su retorno y sigue a la joven. Ella continúa su marcha durante largo rato con paso

cansino, hasta que se detiene frente a una puerta e ingresa, con Sibelis enredado entre sus piernas.

–Mamá, ya estoy en casa –dice Celina en voz alta sin obtener respuesta, excepto las risas de

Patricia y amigas en la cocina. «Sonamos, cena con visitas hoy», imagina mientras sube a su cuarto.

Como de costumbre, enciende el equipo de música, rebusca entre sus discos compactos y se

decide por uno de AC/DC, lo introduce y lleva el volumen al máximo. Sibelis abre los ojos

desorbitados y cree que sus oídos finos estallarán; sus entrañas vibran descontroladas, cada vez que

suena el bajo de Cliff Williams y le sobreviene el impulso de escapar de esa locura. Pero solo son

los primeros momentos, porque ese descontrol termina por gustarle. Cada vez que él tiembla con el

«BUM BUM» del bajo, la joven dice sí, con la cabeza. Esa música suena muy diferente a la que

ellos componen en el bosque. La música de los seres elementales es para los oídos; lo que escucha

ahora llega desde el estómago.

Celina recorre con el dedo los libros de la biblioteca, hasta que se detiene en el tercero de

«El Señor de los Anillos».

–La batalla final –dice en voz alta, recordando que la batalla final entre el bien y el mal, es

el pasaje más emocionante de su libro preferido–. Ideal para un sábado a la noche.

Se recuesta en la cama a leer y olvidarse de todo y de todos.

Sibelis imita el gesto de Celina y pasa el dedo por los libros de los estantes. Algunos se ven

viejos, con rayas y trazos de colores; otros, parecen infantiles por sus dibujos. Los hay, también,

llenos de números y fórmulas. Finalmente, encuentra libros sobre duendes. Toma uno de esos y con

prisa lo lleva a su bolsa. Si Celina hubiera mirado en ese momento, habría vislumbrado, como en

un destello, la pequeña figura con un libro en la mano.

–Nos volveremos a encontrar, ojos llorosos –dice a la joven, sin importarle que ella no lo

escuche. Se encamina hacia la puerta y pone en práctica las enseñanzas de Alonis para manipular

picaportes.

«Entró un duende», se figura Celina, mientras evoca el popular dicho que se expresa cuando

las puertas o ventanas se abren solas.

Al salir, Sibelis toma nota de la dirección: «Albert Einstein 676». No duda de que regresará

a esa casa.

Mientras recorre los senderos nocturnos del bosque, Sibelis medita acerca de los libros

sobre duendes. «Si nosotros escribimos libros que tratan de la vida de los humanos… ¿por qué ellos

no escribirían los suyos, si imaginan nuestra existencia?»

Se siente agotado y hambriento cuando llega a su pino, pero satisfecho por el día que

disfrutó. A la mañana comenzará la lectura del libro, ahora lo único que desea es descansar. A

medida que el sueño lo acaricia, un pensamiento arriba a su mente y lo sienta en su lecho de hojas y

plumas; ¡su tarea será el doble de complicada! Si quiere evitar la agresión al bosque y asegurar el

futuro de su reino, no solo deberá conocer a los humanos. Además, los humanos tendrán que saber

de su existencia y aprender sobre cómo viven los duendes.

Capítulo III

«…se distinguen por su pequeño tamaño y sus orejas puntiagudas. Algunas especies son de

nariz grande y otras, reducida; su cabello es largo y a veces suelen ser peludos y llevan largas

garras. Generalmente tienen la estatura de un niño pequeño, aunque también son descritos subtipos

más diminutos…».

«…el color de su piel es variado: hay duendes verdes, azules, rojos… pero son más

frecuentes los que se asemejan al hombre…».

A la consejera Alonis se le dibuja una sonrisa molesta, mientras lee algunos pasajes del

libro que llevó Sibelis al bosque.

–La imaginación de los humanos no deja de sorprenderme; si alguna vez, por un descuido

fugaz, vieron a un duende y les llamó la atención su estatura y sus orejas, eso es aceptable… ¡pero

de allí a figurarnos como peludos y con largas garras!

–¿Y de colores? Solo puedo pensar en el mago Loreto, cuando fallan sus experimentos y

termina teñido con sus polvos mágicos –agrega risueño Sibelis.

–Cuidado, joven Príncipe, si esas palabras llegan a los oídos de mi viejo amigo, el que

quedará multicolor por un tiempo será usted.

Alonis continúa leyendo:

«…cada 100 años roban hermosas niñas humanas, para luego desfigurarlas hasta que se

parezcan a ellos, y así hacerlas sus esposas, porque entre los duendes no hay género femenino…».

–¿Supone usted que su madre o yo somos en realidad mujeres humanas? ¿Se figura al Rey

Tencos, mientras ingresa furtivamente a una casa en la ciudad y rapta a una pequeña humana, para

luego desfigurarla (vaya una a saber con qué métodos), y volverla Reina de Duendes?

–Será necesario conseguir más libros de otros autores para comparar sus ideas; tal vez no

todos piensen igual de nosotros.

–Los humanos, cuando se refieren a los seres elementales, se encuentran ante un

inconveniente sin resolución: solo pueden especular; debido a esto es que leemos semejantes

tonterías. Por el contrario, los libros que escribimos sobre ellos, se basan en información empírica

recopilada durante generaciones.

–Ellos ven al bosque como un lugar turístico o para obtener recursos. Si supieran de nuestra

existencia, entenderían que es nuestro hábitat y no lo destrozarían como lo hacen.

–¡Los humanos no tienen consideración con su propio hábitat! ¿Qué preocupación les

causaría destruir los árboles de unos pobres duendes? Viven rodeados de residuos; sus fábricas

despiden vapores que queman el aire; sus transportes hacen lo mismo, a lo que debemos sumar el

ruido con que destruyen sus torpes oídos. Y conoce usted la pésima calidad del agua que beben…

No respetan a la naturaleza y con la excusa de mejorar sus condiciones de vida, obtienen lo

opuesto. He visto dibujos en los que imaginan a sus ciudades del futuro aisladas bajo una cúpula de

cristal, y fuera de ellas solo desierto y aire contaminado.

–Señora Consejera, usted supone que los humanos no modificarán su conducta. Yo

presiento la amenaza que se cierne sobre el reino si esa conducta no se corrige. En estos mil años se

exiliaron elfos, hadas y ninfas. Los duendes supimos adaptarnos. ¿Pero cuánto tiempo más

resistiremos?

–¿Al ritmo de destrucción humana? No más de cien años… Observe mi casa, que siempre

construyo en los linderos del reino; este último siglo tuve que mudarla tres veces. La primera vez,

una fábrica humana derramó desechos inmundos al arroyuelo que bañaba mi puerta. En otra,

mataron a los árboles y los reemplazaron por campos de cereal; en la tercera volvieron a destruir

árboles para abrir la carretera que partió por el medio a nuestro bosque…

Conversa sin apartar los ojos del libro; pasa las hojas con apatía, deteniéndose en las

ilustraciones absurdas que imaginan los humanos. Sibelis se siente exaltado. Advierte la

resignación en la consejera y su vitalidad adolescente se rebela.

–¿Acaso llegará el día en que debamos desterrarnos también nosotros? ¡Voy a luchar para

que eso no ocurra! Este es nuestro reino; aquí están nuestros antepasados; nuestra historia y razón

de vida; aquí está mi futuro y el de los demás duendes; y por sobre todo, aquí está Uriama. Pediré a

mi padre que reúna al Ministerio de Consejeros. Tengo un proyecto para presentar a consideración.

Alonis cierra el libro, sobresaltada. Transcurrieron más de setenta años desde la última vez

que se reunió el Ministerio de Consejeros; para que eso ocurra, debe existir algún hecho

trascendente. Los consejeros son ancianos y no les agrada trasladarse desde sus moradas hasta el

Árbol del Consejo, situado en el centro del bosque. En aquella oportunidad lo hicieron alarmados

por el avistamiento de bandas de orcos y la sospecha de una invasión que no se produjo.

–Querido Príncipe, no conozco su proyecto, pero le adelanto que necesitará batallar por

meses para conseguir esa reunión, si es que lo logra. Recién entonces se iniciarán las sesiones y

asambleas. Discutir, votar, volver a discutir… Mi consejo es que saboree su juventud, aproveche su

energía, aprenda a ser un gran rey y delegue los cuestionamientos que se le presentan a nosotros,

los ancianos.

Sibelis especuló con reservar el contenido de su proyecto hasta dicha reunión, pero cree

necesaria la aceleración de los acontecimientos.

–Consejera, en dos días pienso presentarme ante los humanos y proclamar la existencia de

los seres elementales.

Al día siguiente a su conversación con Alonis, el príncipe heredero acude a exponer su

proyecto al Ministerio de Consejeros, congregado en pleno y de urgencia en el Árbol del Consejo.

Este es un pino inmenso y añejo del cual, como se contempla la muy avanzada edad de los

usuarios, apenas si se utilizan las ramas bajas, más robustas y seguras.

Allí se encuentran los ocho: el longevo Saleno, como presidente; el mago Loreto; Sumón, el

consejero de economía; Alonis; Marodon, encargado de la defensa; Surino, quien se responsabiliza

de las comunicaciones en el reino; la consejera de educación, Danalisa y Alephis, estudioso del

clima y la naturaleza, el más joven, con sus cuatrocientos ochenta años.

Se percibe un clima de contrariedad y descontento. Tuvieron que delegar cuestiones

perentorias a sus ayudantes y algunos, como Sumón, viajaron durante la noche para arribar a

tiempo. El rey Tencos se muestra perturbado. No integra el Ministerio de Consejeros ni participa en

los debates, pero ante una eventual igualdad en los votos, se encarga de inclinar la balanza para uno

u otro sector.

–Honorables Consejeros, una sesión extraordinaria fue requerida y es mi deseo expresarles

mis disculpas por distraerlos de sus actividades. Mi hijo pretende ampliar la información sobre su

proyecto, del cual ustedes dispusieron de un adelanto.

Los ancianos se sientan en dos ramas que se extienden a una misma altura; la que ocupa el

rey se localiza algo más elevada y la empleada por los invitados y oradores, debajo de todas. Allí se

descubre Sibelis, bajo la mirada impaciente de los personajes fundamentales del reino. Cuando

inicia su discurso sus palabras fluyen seguras.

–Honorables Consejeros, extiendo mis disculpas a las de mi padre. Comprendo los

inconvenientes que causo, pero les garantizo que mi propuesta los justificará. Somos conscientes de

cómo la ciudad absorbe nuestro bosque cada día; en mis escasos años pude ver esfumarse árboles,

arroyos y fuentes a una velocidad vertiginosa. El bosque actual es la mitad de lo que era entonces.

Los humanos no poseen límites y perfeccionan sus medios de agresión.

El príncipe circula por su rama y salta su mirada por los presentes, incluyendo a su padre.

Nota cómo las caras de fastidio de algunos se transforman en semblantes apremiados por la

preocupación. Prosigue:

–Mil años llevamos estudiándolos y aún no logramos comprender por qué obran de ese

modo; por qué se agreden a ellos mismos y a su entorno. El problema es que ya no disponemos de

tiempo; o detenemos su avance o en menos de un siglo estaremos exiliados.

Sumón, el economista, interrumpe a Sibelis con su voz áspera:

–Somos completamente conscientes de este problema; no es necesario que nos lo recuerde.

Vaya directo a su propuesta, que según entiendo tiene un alto porcentaje de rechazo.

Sibelis continúa:

–Lo que está demostrado es que no es suficiente con aprender de ellos. ¡Nos arrollan y nada

podemos hacer! Mi propuesta es invertir los roles. Que los humanos se percaten de la existencia de

los seres elementales y que así aprendan de nosotros; que comprendan cómo nos podemos

beneficiar mutuamente y de ese modo respeten nuestro hábitat.

Se suceden murmullos y comentarios entre los consejeros. Unos, como Sumón y Marodon,

manifiestan un desacuerdo explícito; otros, entre los que se cuentan Loreto y Alephis, convienen

que el proyecto no suena descabellado y debe analizarse.

Saleno alza la voz y el silencio invade el Árbol del Consejo:

–Crecí, como todos en el reino, a la expectativa de los avatares de los humanos. Mi padre y

mi abuelo narraron historias de visitas de humanos al bosque, muchos años antes del asentamiento

de las primeras viviendas. Describieron cómo los seres elementales intentaron mostrarse y entablar

contacto, pero siempre los vieron como fenómenos extraños. Las personas procuraron atraparlos y

llevarlos como curiosidades de circo –el consejero ahora dirige su discurso a Sibelis–. A partir de

esas épocas, se concluyó que lo preferible para nuestras especies era permanecer en el plano

elemental. Cientos de años después, con el sostenimiento de esa conducta de exclusión, apenas

subsistimos y desaparecemos poco a poco. Voy a expresar mi opinión: soy partidario de examinar

la propuesta del Príncipe, a fin de procurar una solución para revertir nuestra decadencia.

De nuevo los murmullos saltan de rama en rama, mientras Sibelis no aparta sus ojos

expectantes del anciano. El Consejero de Defensa habla en el inicio del debate, pronunciándose en

contra de la propuesta. Afirma que conoce los sistemas de armas de la especie humana. No abriga

ninguna duda de que, si deciden atacar al bosque, en pocos días los seres elementales serán

extinguidos. Nada podrán hacer algunas trampas y encantamientos frente a semejante poder

destructivo.

El mago Loreto reconoce que jamás derrotaría a los humanos con su magia. Al mismo

tiempo, plantea por qué estos deberían reaccionar de modo tan agresivo. La experiencia histórica es

negativa en los encuentros que existieron, pero sería necesario poner a prueba la evolución de la

mente humana. Tal vez lograron suficiente grado de madurez y de criterio reflexivo y se hallan en

condiciones de acceder a una convivencia pacífica.

La consejera Alonis lee en voz alta un pasaje del libro de Sibelis:

–«La especie humana, con su tecnología y supuestos adelantos, solo logra destruirse.

Contamina, desforesta, extingue. Los duendes, por el contrario, son los protectores y guardianes de

la naturaleza. Por ello es que decidieron alejarse de los humanos».

Luego prosigue:

–Hay personas que escriben esto, aunque son ignorantes sobre nuestra forma de vida. Hay

otras que lo leen. Pienso igual que Loreto: tal vez la mente humana evolucionó en estos siglos.

Saleno levanta un brazo para solicitar silencio y se dirige al príncipe:

–Lo invito, joven, a que se retire del Árbol del Consejo. Iniciaremos nuestras deliberaciones

y cuando tomemos una decisión, solicitaremos su presencia.

Sibelis efectúa una reverencia leve y antes de descender mira a su padre. En sus ojos percibe

esperanza y orgullo y comprende que ambos sentimientos brillan gracias a él. El orgullo de un rey

que observa a su hijo comportarse como un duende adulto, y la esperanza de que ese proyecto tan

fuera de lo común logre salvar el futuro del reino.

Las horas pasan y Sibelis no halla ubicación en su pino. Trepa hasta la rama más alta y

pierde la vista hacia la ciudad; al rato desciende, camina por los alrededores y vuelve a trepar. Si el

Ministerio de Consejeros rechaza su proyecto, nada cambiará en su vida; continuará los caminos

recorridos desde siempre por los duendes del reino. La diferencia es que esos caminos, a medida

que transcurran los años, los acercarán cada día más al exilio o a la extinción.

¿Y si lo aceptan? Pasa del abatimiento a la euforia en instantes. ¿Cómo lo resolverá? ¿Se

presentará ante las autoridades humanas como algo natural y cotidiano? ¿Asistirá en solitario o lo

acompañarán otros duendes? ¿Conducirá su proyecto al ocaso acelerado del mundo elemental?

Estos pensamientos le surcan la mente cuando se aproxima un ayudante del rey: los consejeros

solicitan su presencia.

La noche opaca los reflejos vespertinos del bosque y Loreto esparce polvillos fosforescentes

que otorgan un aura de luminosidad al Árbol del Consejo. Sibelis ocupa su rama con el corazón que

retumba de ansiedad y vuelve a mirar a su padre. Cualquiera haya sido la decisión del Ministerio,

no modificó el semblante del rey.

–A lo largo del día deliberamos para arribar a una resolución que beneficie a los habitantes

del reino –Saleno habla en representación de los demás consejeros–. Tuvimos posiciones

coincidentes y antagónicas; cada uno expuso sus argumentos válidos para apoyar o rechazar la

propuesta. En definitiva, como ancianos y sabios que somos, arribamos a una determinación sin la

necesidad de que el Rey Tencos use su voto mediador. Su propuesta, joven Príncipe, fue aceptada

bajo una serie de condiciones que el consejero Sumón detallará.

Un cúmulo de sensaciones recorre el cuerpo del príncipe hasta hacerlo temblar de ansiedad

y alegría.

–«Solo el Príncipe podrá exponerse a los humanos. Nadie lo acompañará, hasta que

evaluemos sus reacciones.

»En caso de ser apresado, el Príncipe no revelará información acerca del reino.

»Asimismo, ningún duende correrá el riesgo de rescatarlo, a fin de evitar caer en una

trampa.

»El Ministerio de Consejeros estará facultado para suspender su proyecto en cualquier

momento, si la situación acarrea peligro para el reino».

Sumón finaliza la lectura y Saleno prosigue:

–Príncipe Sibelis, reconocemos la importancia de su proyecto, pero debemos velar por la

seguridad del reino. Los seres elementales valoramos la vida por sobre todas las cosas. Si usted es

capturado o empleado como diversión humana, la pena y el desarraigo lo llevarán a la muerte.

Comprenderá que un fracaso puede significar la pérdida de su vida y aún peor, la ruina de nuestra

especie. Le pregunto delante del Rey Tencos y del Ministerio de Consejeros: ¿Desea afrontar el

peligro de mostrarse a voluntad ante los humanos?

–Con toda la fuerza y esperanza de mi corazón.

A mediados de semana, la vida de Celina discurre normal y recupera su ánimo. Además,

ahora tiene a quién consolar. En el parque cercano al colegio escucha el relato de Rodrigo, sentados

en un banco de madera tallado con nombres y corazones:

–El domingo nos fuimos a la disco con Yvonne. Charlamos y bailamos toda la noche; al

final le confesé que estaba enamorado de ella. Me miró como despectiva y me dijo: «Te quiero

mucho como amigo, pero jamás podría enamorarme de vos». Ese «jamás» me destruyó; así que le

pedí disculpas y me fui.

Celina conoce del desencuentro porque Yvonne se lo contó. Su amiga opina que Rodrigo es

un desubicado, ya que ella en absoluto le dio motivos para suponerse algo más que un amigo.

Rodrigo se ve abatido, desilusionado y con el corazón en la mano; sus ojos claros son de vidrio y su

voz se quiebra. Lo más triste es que sus amigos ahora se muestran distanciados.

La brisa otoñal dispersa las hojas por los senderos, mientras unas nubes escasas se empeñan

en ocultar los rayos de sol. El paisaje invita a románticos y soñadores a recrearse entre aromas y

colores placenteros. Para los melancólicos, es un atardecer taciturno. Celina ve reflejado su propio

dolor en el rostro de su amigo. Unidos en la angustia, se siente menos sola y hasta es capaz de dar

un consejo:

–Olvidate de Yvonne, no es para vos. Y no porque no la merezcas, sino al revés. Es mi

mejor amiga, pero no es un modelo a seguir. Su valor más importante es la apariencia. Y tiene

razón: «jamás» se podría enamorar de vos, porque sos demasiado adulto para ella.

–¡Ya sé que es así! Vive para exponerse y para que la admiren. Lo comprendo. Pero mis

sentimientos no le dan bola al cerebro y pasan derecho a mi corazón. Yvonne está en mi corazón

como Mauro está en el tuyo. Los dos sabemos que no tenemos oportunidad, pero igual estamos

colgando de un hilo, con el miedo de que si se corta nos vamos hasta el fondo.

Cuando Sibelis le dijo a Alonis que en dos días se mostraría ante los humanos, lo hizo como

excusa para acelerar los tiempos de los consejeros. La realidad es que decidió buscar a una persona

especial para presentarse; alguien que no reaccione con gritos desaforados y que no se precipite a

buscar una cámara para filmarlo. Concibió que si un humano lee cuentos sobre duendes, con

seguridad estará lleno de sueños y preparado para enfrentarse a uno real. Se equipa con su habitual

bagaje, introduce el libro en la bolsa mágica y parte hacia donde vive la joven de ojos llorosos. La

observará durante un tiempo y cuando se presente la ocasión propicia, hablará con ella.

Llega a media mañana y no halla cómo ingresar a la casa, así que merodea a la espera de

que entre o salga alguien. Pasado el mediodía observa que una mujer abre la puerta y se apresura a

entrar junto con ella. Sube hasta el cuarto de la joven y lo encuentra vacío. Deja el libro en la

biblioteca y comienza a explorar el lugar. La habitación muestra las paredes atestadas de fotos y

posters. El más llamativo cubre la cabecera de la cama; es el de un humano de ojos celestes, largo

cabello castaño y barba; sostiene una espada en actitud desafiante; se lee en grandes letras doradas

«THE LORD OF THE RINGS».

Sobre la cama y también en un rincón hay muñecos de peluche: osos, elefantes, perros,

niñas humanas. Dos de ellos le interesan, porque según las imágenes y descripciones del libro que

llevó al bosque, son un duende y un hada. «El hada está aceptable excepto por esas absurdas alas,

¿pero por qué nos imaginarán tan feos y viejos a los duendes?», piensa.

Se acerca a la ventana y observa cómo se extiende el bosque a lo lejos. El sol entibia el día,

el verde y el ocre otoñal resplandecen contra los tejados y paredes grises. Intenta descubrir su pino

o algún árbol conocido, más desde esa distancia no logra distinguirlos. Prosigue su excursión y se

enfrenta a dos puertas con rejillas de madera. Salta y tira del picaporte; se abren de súbito y dejan

caer zapatos, ropa arrugada y algunas revistas sobre su cabeza. Retrocede espantado y con la mano

dentro del morral con polvos mágicos, intuyendo que es una trampa humana, similar a las que ellos

colocan en el bosque. Al fin comprende que se trata del guardarropa de la dueña del cuarto. En

completo desorden, eso es evidente. Introduce los objetos como puede, pero siempre alguno resbala

y cae. Cuando logra que queden adentro ya no puede cerrar las puertas. Agitado por la batalla

contra el placard, se dice:

–Que se lo atribuya a los duendes. Voy a leer un libro mientras la espero.

Pasa horas en la lectura de pasajes de libros de distintos géneros y termina interesándose por

uno de historia humana. Desde cinco mil años atrás, el texto solo informa de guerras. Guerras por

conquista; guerras por independencia; guerras por religión; guerras por dinero o por mayor poder.

Solo guerras. Cientos de ilustraciones y fotografías acompañan los datos, fechas y nombres.

Observa líderes montados a caballo, mientras esgrimen espadas e incitan a miles de soldados a

avanzar; otros, más modernos, posan al pie de sus relucientes aviones.

Sibelis medita sobre el contraste entre los seres elementales y los humanos. Piensa que los

separa no solo el plano dimensional en el que existen; la diferencia sustancial es la violencia propia

de la especie humana; una violencia que parece ser parte de su naturaleza. Ni siquiera los orcos o

los goblins la ejercen de ese modo. Ellos, las veces que emergen de sus cavernas para atacar, lo

hacen para sortear períodos de hambre o de escasez de recursos. Los humanos, conjetura, atacan

por placer.

Siente hambre y baja para procurarse algo más apetitoso que las frutas que trae. La mujer,

que él supone es la madre de la joven, toma té en el comedor mientras ve televisión. Sibelis rebusca

por el lugar y lo único comestible que divisa son dos galletitas en una bandeja sobre la mesa.

Imposible tomarlas sin ser visto, por presuroso que sea. Trepa a una silla y busca un medio de

distracción; roza con su mano el control remoto del televisor y este cae al suelo.

–¡Ay! ¡En qué momento lo tiré!– exclama la mujer y se inclina a recogerlo.

De inmediato prueba si el control funciona, pero algo se ha roto. Fastidiada, lo deja a un

costado y cuando quiere tomar otra galleta, no queda ninguna en la bandeja.

Sibelis retorna a los libros y extrae las galletas de su bolsa para degustar el manjar. Sin

embargo, solo le dejan un sabor áspero a cereal seco, así que también come unas frutas. Continúa

leyendo y como el sol se esconde tras los cerros, extrae su vara de madera y la frota para que

ilumine apenas el espacio donde se encuentra.

Celina repasa las palabras de Rodrigo mientras regresa a su casa en la despedida del

atardecer. Él dice ser racional y ella una soñadora; pero ambos experimentan un mismo dolor: el

del amor en un solo sentido. Al llegar, la cruza a Patricia, quien parte rumbo a su clase de gym.

Parece su hermana mayor. Aún no cumple cuarenta años y conserva una figura esbelta, producto de

sesiones diarias de aerobic y de rigurosa dieta. Su indumentaria joven e insinuante completa el

cuadro de mujer atractiva. Luego de diez años de divorciada, su vida gira en torno de amigas en

situaciones similares: divorciadas, separadas, solteras; comparten reuniones, cenas y salidas a

bailar. Gracias a los ingresos de una boutique que posee y la mensualidad que aporta el padre de

Celina, gozan de una vida sin sobresaltos económicos.

–¡Hija! ¡Hace dos días que casi no te veo!

–Si te quedaras una noche en casa con seguridad me verías. Podríamos hablar y contarnos

cosas de nuestras vidas y no solo explicarte cómo voy en el colegio.

–Esta noche voy al cine con unos amigos… Te prometo que mañana cenamos juntas y nos

ponemos al día. ¿Tal vez hay algún noviecito dando vueltas? ¡Llego tarde! Te dejé ensaladas en la

heladera o si querés llamá y pedite algo. Ah, el control remoto del televisor de abajo no funciona.

Las últimas palabras se pierden cuando Patricia cierra la puerta del auto.

«Mañana… el fin de semana… la semana que viene... pero nunca estás», piensa, mientras

toma un yogur con cereales y se dirige a su cuarto.

Un problema que le acarrea el alejamiento de Yvonne y Rodrigo es que no se concretarán

las reuniones para repasar matemáticas. No quiso recordárselo a su amigo; por ahora intentará

resolver sola los odiosos ejercicios.

El estómago lleno de Sibelis y muchas horas de lectura le provocaron una somnolencia que

lo obligó a cerrar los ojos. Adormilado, se sobresalta cuando la joven entra al cuarto y con premura

guarda la vara en el morral, para que deje de alumbrar.

Antes de encender la lámpara, Celina percibe una luminiscencia que se esfuma en un

segundo. Es como una campana de luz difusa color ámbar, que atribuye a un reflejo del exterior.

También ve algunos libros dispersos por el piso.

«Siempre igual, voy a empezar a cerrar la puerta con llave», piensa. Algunas amigas de su

madre tienen hijos pequeños y Patricia les presta libros que luego quedan en cualquier lugar de la

casa.

Deja sus carpetas en el escritorio de estudio y enciende la netbook. Revisa sus correos y

pasea por las fotos y videos que sus amigos suben a internet; escribe comentarios en algunos blogs

y finalmente ingresa al foro donde se opina sobre libros, su lugar favorito para enterarse de las

novedades de las editoriales. Los usuarios del foro son como ella: lectores incansables que llenan

sus intervalos de soledad con las letras de escritores y poetas.

El príncipe, sentado en el escritorio al lado de la netbook, observa las manos de Celina que

vuelan entre el teclado y el ratón. En el reino existe escasa información sobre las computadoras y le

fascina ver cómo la máquina responde veloz ante cada click o presión de tecla.

La joven se levanta de la silla, enciende el televisor sin volumen y el equipo de música;

Sibelis espera el rock pesado y vibrante que gana sus oídos. Lo embriagan esos sonidos que invitan

a marcar el ritmo con los pies de forma involuntaria. Poco sabe de ejecutar instrumentos musicales.

Apenas si obtiene melodías simples al soplar una caña ahuecada. Estudiará la forma de explicarles

a los músicos duendes cómo lograr esas notas tan excitantes y conmovedoras que escucha.

Celina no regresa a su escritorio, sino que se dirige a la puerta que conduce al baño.

Curioso, el duende la sigue y encuentra un ambiente de tonalidad rosada y cortinas con dibujos de

flores también color rosado. Es la primera vez que entra a un baño humano y llama su atención el

bidet; lo observó en ilustraciones de los libros de Alonis, pero no recuerda para qué se utiliza.

También hay una bañera con ducha. La joven hace correr el agua caliente y comienza a desvestirse.

Sibelis escapa hacia el dormitorio con el rostro encendido por la vergüenza.

Relajada por la ducha caliente y vestida con una salida de baño, Celina regresa a su

escritorio, dispuesta a resolver los ejercicios de matemáticas financieras que debe presentar al día

siguiente. Toma la carpeta y sin entusiasmo lee las consignas y examina los problemas. Se le

presenta la resolución de diversos casos de interés simple y compuesto y no sabe ni por dónde

comenzar. Repasa lo visto en clases, busca información en internet, pero los números y las

fórmulas son un galimatías imposible de comprender. Escribe, tacha, agrega un paréntesis aquí, una

raíz cuadrada allá… mas nada tiene sentido. Le pedirá a Rodrigo que le copie los ejercicios antes de

clase. Pero si el profesor la obliga a resolverlos, se dará cuenta de que la ayudaron y en realidad no

sabe del tema.

–Celina, preparate para otro uno mañana, porque no lo vas a entender nunca –se dice

mientras baja a la cocina en busca de las ensaladas.

Sibelis escucha por primera vez el nombre de la joven y le suena a canto de ninfas. Las

últimas que habitaron el bosque se fueron durante su infancia y aún tintinean en sus oídos esas

voces que se mezclaban con el agua de las fuentes donde vivían. Observa cómo ella padece con sus

tareas y reflexiona: «Yo también aborrezco los números y a estos ni siquiera puedo descifrarlos.

Pero sé de alguien que va a alegrarse ante un pedido de cooperación».

Celina regresa al cuarto con una bandeja con la cena. Apaga el equipo de música y se sienta

en la cama a comer y ver televisión. Escucha que se abre y cierra la puerta de calle.

–¿Mamá, sos vos? –pregunta en voz alta.

Regresa a su cena y observa que los libros desordenados en el suelo, ahora ocupan sus

lugares en la biblioteca. Está convencida de no haberlos levantado. ¿Habrá alguien en la casa? Baja

las escaleras y recorre las habitaciones mientras controla puertas y ventanas; se cerciora de que todo

esté en orden y vuelve a su cuarto. Come intranquila y llama a su madre para saber si regresará

pronto. Tal vez su inquietud sería mayor si advertiera que faltan las dos hojas de ejercicios de

matemáticas.

Cuando siente que sus pulmones estallan, Sibelis deja de correr y sostiene un paso ligero.

Llegará tarde, porque el pino de Sumón se yergue al otro lado del bosque y aún le resta un buen

trecho. El consejero dormirá y al despertarlo justificará su mal humor habitual. Sin embargo, confía

en que la pasión que abriga por los números lo incitará a perder unas horas de sueño y aceptará el

desafío de los ejercicios de Celina.

Solo oye algunos búhos noctámbulos cuando arriba al hogar de Sumón. Inspira profundo

para recuperar oxígeno y darse valor y llama a la puerta.

–¡Consejero Sumón, soy Sibelis, el Príncipe!

Pasados unos momentos, el anciano abre la puerta, alumbrándose con una vara de madera.

–¡¿Quién otro podría ser?! ¡Hace semanas que no asiste a mis clases de economía y viene a

despertarme a estas horas! ¿Qué desea? Espero que sea algo trascendente, para que no eleve una

protesta a su padre.

Sibelis se esfuerza por contener la risa: vestido con ropa de dormir, el honorable consejero

Sumón no brinda una imagen muy respetable.

–Necesito su colaboración para mi proyecto y es urgente.

–No soy el duende más indicado para buscar ayuda. ¡Fui de los que más se opusieron a su

propuesta!

Sibelis extiende las hojas.

–Estimado Consejero, disculpe la circunstancia. El humano con quien estoy por establecer

contacto debe resolver estos ejercicios con celeridad. ¡Quizá el futuro del reino dependa de ellos!

–¡¿El futuro del reino amparado en unos ejercicios de matemáticas?! Siempre sostengo que

los números son la base de todo, pero ¿unos ejercicios de… a ver… interés simple y compuesto son

tan importantes?

–Los ejercicios son la llave que permitirá mostrarme ante la humana, Consejero. ¡Ahora

comprendo la conveniencia de acudir a sus clases excelentes e instructivas! ¡No volveré a perderme

ni una!

–Si desea que lo ayude, le insto a que cese con las lisonjas. Pase y tome asiento; advierto

que deambuló bastante esta noche.

El príncipe se deja caer en un esponjoso sillón de tallos y plumas y Sumón examina las

hojas. Su voz pierde la aspereza usual.

–Los humanos utilizan lo que llaman interés para calcular los préstamos o créditos. Sus

matemáticas no difieren demasiado de las nuestras. Incluso la historia elemental narra cómo, hace

miles de años, duendes matemáticos que recorrían el mundo decidieron iluminar a algunos

humanos para que incorporaran el uso del cero. Y de ese modo desarrollaron…

El consejero sigue con sus reseñas mientras resuelve los ejercicios, pero las palabras no

llegan a Sibelis, porque se ha dormido. Sueña que está junto a Celina en la cumbre de un filoso

cerro, con sus miradas vueltas hacia la ciudad. El paisaje no es el acostumbrado; el bosque avanza

sobre las avenidas como un tejido de verde y madera; las chimeneas negras de las fábricas dejan su

lugar a pinos colosales. No solo abundan humanos y duendes; además, regresaron hadas, ninfas y

elfos. La naturaleza recupera su magnitud, integrándose a la ciudad; humanos y seres elementales

comparten el mismo plano en una convivencia de paz y armonía.

–¡Sibelis, despierte! –el joven duende abre los ojos sobresaltado, ante el zarandeo que le

propina Sumón– ¡Me tuvo monologando! Aquí están resueltos sus tan vitales ejercicios. Espero que

las probabilidades de salvar al reino se incrementen gracias a mi acción –dice con ironía–. Ahora

prosiga con su valioso proyecto y permita que regrese a descansar.

El chispeo de los ojos de Sumón contradice a su tono sarcástico y a su semblante hosco. El

príncipe está convencido de que los momentos pasados en la resolución de los ejercicios fueron los

más intensos vividos en mucho tiempo por el economista.

–Consejero Sumón, jamás mi agradecimiento será suficiente.

Efectúa una leve reverencia y parte a la carrera hacia la ciudad.

La alarma del celular repica por segunda vez a las siete de la mañana. Celina se dirige al

baño con movimientos mecánicos y con los ojos casi cerrados. Luego, termina de vestirse para el

colegio y prepara los libros y carpetas que llevará. La de matemáticas quedó abierta desde la noche

y al cerrarla descubre una flor silvestre sobre sus hojas. La lleva a su nariz para oler su fragancia y

los ojos le ofrecen algo que le eriza la piel: las dos hojas de ejercicios se ven escritas con una tinta

roja brillante que despide perfume a cerezas. Las soluciones se completan con letras, símbolos y

números que forman garabatos soberbios y se asemejan a un libro para niños.

Retrocede con la carpeta en las manos hasta sentarse en la cama. Los libros acomodados por

sí solos en la biblioteca la noche anterior; la flor y las hojas escritas con cerezas. ¿Quién puede

haberlo hecho? ¿Quién se mueve por la casa sin ser visto?

La voz de Patricia la saca de su abstracción:

–¡Celina bajá a desayunar que estamos atrasadas!

Cierra la carpeta para guardarla y adherido a la cubierta halla un papel blanco, también

escrito con letras de fantasía y que despide el mismo aroma a cerezas. Se lee una sola frase que trae

a su mente imágenes de libros, bosques y magia.

Es una pregunta sencilla:

«¿Cree usted en los duendes?»