el último año de roberto arlt en córdoba - liliana marescalchi

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EL LTIMO AO DE ROBERTO ARLT EN CRDOBAPor Liliana Marescalchi

Las Perdices tiene las calles anchas, el cielo amplio y la magia de las poblaciones pequeas en que todos se hermanan con el saludo. Est en la pampa gringa y el norte de Italia se dibuja en los rostros de sus habitantes, en los salamines caseros y en la bagna cauda. Es una poblacin que se caracteriza por ser cerrada con los forasteros, quizs resabios de desconfianza por tanta soledad agazapada en sus campos. En enero de 1924, baj del tren un joven con la incertidumbre bailando en su pecho. Quienes lo vieron llegar, jams pudieron imaginar que se encontraban frente a un gran escritor en ciernes. El andn se despabilaba con el momentneo trajn de los pasajeros, los changarines y los carros que bullan con la cosecha de trigo que daban un inusitado movimiento a los caminos que tajeaban el paisaje, hondos, guadalosos. El horizonte apenas recortado por casas distantes, cada una con su molino y la infaltable huerta. Aires de compadrona prosperidad daba el cinematgrafo en el hotel del pueblo, la escuela fiscal, dos farmacias, tres restaurantes, negocios importantes de ramos generales, una cooperativa agrcola y la sociedad italiana. Pero pese a todos los pomposos informes, el pueblo se vea miserable, las casas sin revocar, pocos rboles, veredas casi inexistentes y lo peor, los vientos en invierno, que podan poner un da como de noche a consecuencia de la polvareda. Recin se estaba ordenando el primer municipio, creado solo dos aos antes. La prioridad haba sido arreglar y delinear las calles, plantar rboles en el predio desierto de la plaza, proveer de un carro para recoger la basura y un alucinante desborde de progreso: el alumbrado pblico, que en realidad se traduca como luz mortecina en las esquinas ms cntricas solo hasta las 24 horas. As vio ese ao al pueblo Roberto Arlt, que vena precedido con la aureola del apellido de su esposa Carmen: Antinucci y que le permiti ingresar al crculo celoso de la sociedad. Don Alfonso Antinucci haba llegado junto a los primeros colonos y su visin para el negocio pronto le haba dado riqueza. En los difciles inicios del pueblo, este italiano prest su caligrafa impecable para solicitar al gobierno provincial la solucin de urgentes necesidades: caminos, iglesia, terraplenes. Adems haba sido socio fundador de la Sociedad Italiana Roma Nostra. Cuando amaneci el siglo XX edific, frente de la Estacin, una casa de dos plantas que era el asombro de los recin llegados y un saln enorme que albergaba el negocio de Ramos Generales. Pero lo que ms le redituaba a don Alfonso, era el acopio de cereales y la renta de sus campos. Haba cumplido el anhelo de fare lAmerica Con su esposa Mara Palomba estaban preparndose para regresar a su patria, cuando una emboscada del destino lo encaden para siempre a Las Perdices. En la maana del 14 de mayo de 1909 falleci a consecuencia de un ataque del corazn. Su familia compuesta de once hijos se encontraba a doscientos kilmetros, en Crdoba, donde estudiaban los mayores. Dej una impronta vehemente y una fortuna que administrar. Al pueblo regres solo Vicente a continuar con los negocios de su padre. El resto coqueteaba con la aristocracia cordobesa. Recin once aos despus lleg Egidio con el flamante ttulo de farmacutico. Mientras en Crdoba, Carmen haba conocido a Roberto, que hizo el servicio militar en el 13 Regimiento de Infantera. La madre que ejerca un severo matriarcado puso el grito en el cielo. Pero la hermosa novia era tres aos mayor y adems, tuberculosa, lo que allan resistencias. La boda se celebr en 1922, y ella aport al matrimonio una dote de $25.000, una verdadera fortuna en aquellos tiempos. Pero el dinero se escurra y en desesperado intento por salvar algo, Roberto tal vez pens en Las Perdices, que tan prdiga haba sido con su finado suegro y donde an vivan dos de sus cuados. Se puede decir que la desesperanza trasplant a Roberto en este apartado paraje.

Fueron a vivir con su pequea hija Mirta a solo una cuadra de la casa natal de Carmen. l tena veinticuatro aos y un destino singular. De su presencia en esos das en Las Perdices qued flotando el aura mgica del recuerdo. Solo un testimonio escrito pone firma a la leyenda: el libro de Actas N 1 de la Honorable Cmara del Concejo de la Municipalidad de Las Perdices, con fecha del 10 de febrero de 1924, se lee : (...)en vista de la solicitud presentada por el seor Roberto Arlt para la instalacin de un surtidor en la va pblica. Se resuelva: Conceder al solicitante el permiso provisoriamente para el expendio de nafta sin cargo de impuesto, hasta tanto esta Municipalidad resuelva lo contrario. Apenas un puado de letras, pero con nombre y apellido. Un surtidor para el soador. Un pueblo pequeo para alas grandiosas. Estrecho crculo para un rebelde. Efmero fue su paso, ya que a fin de ao se haba ido con su familia a Buenos Aires, sin embargo dej su grandiosa sombra proyectada en este pedacito de suelo. Aqu vivi y aqu naci un cuento: El gato cocido. Bajo el ttulo de La ta Pepa en una versin ligeramente distinta fue publicado por primera vez en 1925, en la revista Los Pensadores. Luego ya como El gato cocido en Mundo Argentino en octubre del ao siguiente. En l retrat con singular visin a la familia de su esposa y no disimul su animadversin, solo en un gesto de inesperada mesura les cambi solo los apellidos: Pepa Mondelli, era en realidad Mara Josefa (Pepa) Antinucci, el terrible Alfonso Mondelli, era Antinucci, Mara Palombi, era Palomba y Egidio Palombi, era Antinucci, su cuado. Lo notable, es que hay quin recuerda claramente los hechos: la seora Antonia Lpez de Ferreyra, y aporta su versin real de los acontecimientos: A los ocho aos empec a trabajar con don Generoso y doa Pepa. Vivan an con ellos, Asensio y Vicente, los hijos, que estaban solteros. Yo estaba para los mandados, lavaba los platos. Tambin le bombaba el agua a don Generoso, que era albail, para que hiciera la mezcla. Toda esa esquina la hizo l. Estuve trabajando como tres aos. Ellos cuando coman lo hacan en el comedor, yo en la cocina. A las doce el gato comenzaba a aullar, y claro, les molestaba, porque siempre estaban discutiendo, coman y discutan. Un da me dijo doa Pepa: -Pon la pava grande con agua, hac fuego para que hierva-. Tenan un fogn en la cocina, donde colgaban la olla a una cadena del techo. Ese da ella agarr al gato, lo encerr en un tacho grande, le puso una madera arriba y la apret con algo para que no saliera. Bueno, para cuando terminaron de comer, la pava herva. Entonces me dijo: -Ven para ac, que me tens que ayudar a tener la tapa.Yo apretaba la tabla de un lado, don Generoso del otro y ella echaba el agua hirviendo. El pobre gato saltaba, ah dentro. Cuando se muri se le salan los pelos y pedazos de carne... se desarm. Despus le hicieron una crtica, los sobrinos, los Antinucci.

La encantadora seora Antonia, hoy con coquetos noventa y tres aos, y de memoria prodigiosa, jams escuch hablar de Arlt, ni mucho menos del cuento El gato cocido, simplemente record un pasaje de su niez, sin artificios ni disimulos. La misma historia que tan magistralmente esculpi en letras perennes Roberto Arlt, recordndonos que Las Perdices fue su ltima morada cordobesa antes de abrirse al mundo.Tomado de Un paraje llamado las Perdices Liliana Marescalchi

EL GATO COCIDO

de Roberto Arlt

Me acuerdo. La vieja Pepa Mondelli viva en el pueblo Las Perdices. Era ta de mis cuados, hijos de Alfonso Mondelli, el terrible don Alfonso, que azotaba a su mujer, Mara Palombi, en el saln de su negocio de Ramos Generales. Revent, no puede decirse otra cosa, cierta noche, en un altillo del casern atestado de mercaderas, mientras en Italia la Palombi gastaba entre los sacamuelas de Terra Bossa, el dinero que don Alfonso enviaba para costear los estudios de los hijos. Los siete Mondelli eran ahora oscuros, egostas y crueles, a semejanza del muerto. Se contaba de ste que una vez, frente a la estacin del ferrocarril, con el mango del ltigo le salt, a golpes, los ojos a un caballo que no poda arrancar de los baches el carro demasiado cargado. De Mara Palombi llevaban en la sangre su sensualidad precipitada, y en los nervios el repentino encogimiento, que hace ms calculadora a la ferocidad en el momento del peligro. Lo demostraron ms tarde. Ya la Mara Palombi haba hecho morir de miedo, y a la fuerza de penurias, a su padre en un granero. Y los hijos de la ta Pepa fueron una noche al cementerio, violaron el rstico panten y le robaron al muerto su chaleco. En el chaleco haba un reloj de oro. Yo viv un tiempo entre esa gente. Todos sus gestos transparentaban brutalidad, a pesar de ser suaves. Jams vi pupilas grises tan inmviles y muertas. Tenan el labio inferior ligeramente colgante, y cuando sonrean, sus rostros adquiran una expresin de sufrimiento que se dira exasperada por cierta convulsin interior, circulaban como fantasmas entre ellos. Me acuerdo. Entonces yo haba perdido mucho dinero. Merodeaba por las calles de tierra del pueblo rojo, sin saber qu destina darle a mi vida. Una lluvia de polvo amarillo me envolva en sus torbellinos, el sol centellaba terriblemente en lo alto y en la huella del camino torcido oa rechinar las enormes ruedas de un carro cargado de muchas grandes bolsas de maz. Me refugiaba en la farmacia de Egidio Palombi. En el laboratorio, encalado, Egidio trituraba sales en un mortero o con una esptula en un mrmol frotaba un compuesto. En tanto que yo me preparaba un refresco con cido ctrico y jaraba, Egidio deca, sonriendo tristemente: Esta receta me cuesta ocho centavos, y se la cobrar dos pesos y sesenta y cinco.

Y sonrea, tristemente. O, anocheciendo, abra la caja de hierro que en otros tiempos perteneci a don Alfonso, sacaba el dinero, producto de la venta del da, y lo alineaba encima del tapete verde del escritorio. Primero los amarillentos billetes de cien pesos, despus los de cincuenta, a continuacin los de diez, cinco y uno. Sumaba, y deca: Hoy gan ciento treinta y cuatro pesos. Ayer gan ciento ochenta y nueve pesos. Y sus grandes ojos grises se detenan en mi rostro con fijeza intolerable. Con un anonadamiento invencible me inmovilizaba su crueldad. Y l repeta, porque comprenda mi angustia, repeta, con una expresin de sufrimiento dibujado en el semblante por una sonrisa. Ciento treinta y cuatro pesos, ciento ochenta y nueve pesos. Y lo deca porque saba que ya haba perdido mi fortuna. Y ese conocimiento le haca ms enormes y dulce su dinero, y necesitaba verme plido de odio frente a su dinero para gozarse ms sabrosamente en l. Y yo me preguntaba: - De quin viene esta ferocidad? En un automvil de seis cilindros me llevaba a la casa de su ta Pepa. La hermana de su padre. All coma, para no gastar en el hotel, y la vieja, recordando el egosmo de su difunto hermano, se regocijaba en esta virtud del sobrino. Cuando yo llegaba, la ta Pepa me haca recorrer su casern, abra los armarios y me mostraba rollos de telas, bultos de frazadas y joyas que ella regalara a sus futuras nueras y conducame a la huerta, donde recoga ensalada para el almuerzo o me mostraba las habitaciones desocupadas y la slida reja de las ventanas. Si no, hablaba, interrumpindose, tomndome de un brazo y clavando en m sus implacables ojos grises, ms grises aun en el arco de los prpados. Y a espaldas del sobrino, me contaba de su hermano muerto, de su hermano que yo comprenda haba robado en todas las horas de su vida, para dejar un milln de pesos a los hijos de Mara Palombi. La vieja vociferaba: Y esa perra tir todo a la calle. Cuando nombraba a su cuada, la ta Pepa masticaba su odio como una carne pulposa, y exaltndose, contbame tantas cosas horribles, que yo terminaba por sentir cmo su odio entrbase a tonificar mi rencor, y ambos nos detenamos, estremecidos de un coraje que se haca insoportable en el latido de las venas. Y yo me preguntaba: De dnde les viene a sea gente un alma tan sucia? Y a veces crea en la herencia trasegada de la Mara Palombi y otras en la continuidad del terrible don Alfonso Mondelli. Despus comprend que ambos se complementaban. Esta historia explicar el alma de los Mondelli, el egosmo y la crueldad de los Mondelli, y su sonrisa, que les daba expresin de sufrimiento, y su belfo colgante como el de los idiotas. Y esta historia me la cont, rindose, el hijo de la ta Pepa, aquel que fue una noche al cementerio a robarle el chaleco al padre de Mara Palombi. La ta Pepa tena gallinas en el fondo de la casa, y junto al brasero, siempre acurrucado a su lado, un hermoso gato negro. Cuando una de las gallinas se enculec, la ta Pepa consiguise una docena de verdaderos huevos catalanes.

Mas tarde nacieron once pollitos, que iban de un lado a otro por el patio de tierra, bajo la implacable mirada de la vieja. Vigilndoles, el gato negro se regodeaba enarcando el lomo y convirtiendo sus pupilas redondas en oblicuas rayas de oro macizo. Una maana devor un pollo, y estrope a otro de un zarpazo. Cuando la ta Pepa recogi del suelo la gallinita muerta, el gato, solendose en la cresta del muro, malhumorado, la espiaba con el vrtice de sus ojos. Doa Pepa no grit. Sbitamente amonton en ella tanta ira, que, desesperada fue a sentarse junto al brasero. Al medioda el gato entr al comedor. Se desliz prudentemente, atisbando el ojo gris de la patrona, y detenindose a los pies de la mesa, maull dolorosamente. La ta Pepa le arroj un pedazo de carne asada. Despus que los muchachos salieron, la vieja tom la lata vaca, en cuya tapa circular hizo varios agujeros, y la llen hasta la vitad de agua. Prepar tambin cierto alambre, de sos que se utilizan para atar los fardos de pasto, y llam al gato con voz meliflua. Este se desliz como a medioda, prudente, desconfiado. La ta Pepa insista, llamndole despacio, golpendose un muslo con la palma de la mano. El gato maull, quejndose de un desvo, luego, acercse, y frot su pelaje en la saya de la vieja. Bruscamente, lo meti en el tacho, con los alambres at la tapa, ech ms carbn en el brasero, coloc la lata encima, y tomando la pantalla, suavemente, movi el aire para avivar el fuego. Y sentada all, la ta Pepa pas la tarde escuchando los gritos del gato que se coca vivo.