el señor incógnito, cuento de emilio de villasol

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8/20/2019 El Señor Incógnito, cuento de Emilio de Villasol http://slidepdf.com/reader/full/el-senor-incognito-cuento-de-emilio-de-villasol 1/5  1 EL SEÑOR INCÓGNITO (Cuento) Emilio de Villasol Cuando descendió del tren en la gran estación llena de gente, todos como si estuviesen prevenidos hicieron calle de honor al señor Fernández. Un equipajero le tomó la única maleta con mucha circunspección y en lenguaje muy comedido y discreto preguntó el número del carro que debería estar esperando al señor Fernández. Porque el señor Fernández, no lo dudaba el mozo ni una sola de las  personas que se apretujaban en la estación, tendría sin duda un hermoso carro esperándolo. Y cuando éste, todo confuso, dijo al equipajero que cualquier carro le era indiferente, todos se miraron, sonrieron respetuosamente, y algunos se dijeron en voz baja: “ Qué original! Debe ser un grande hombre!”; y lo siguieron con la vista, levantándose algunos sobre la punta de los pies para no perder al señor Fernández que sudoroso, colorado, con su sombrero pequeño de Panamá, su americana a cuadros mal cortada y su pantalón de kaki, dirigía su voluminosa humanidad hacia la puerta por donde él veía salir a los viajeros. Una señora apartó bruscamente a un chiquillo que inocentemente se interpuso ante el señor Fernández, y dándole un tirón de orejas lo amonestó: -“¡Quítate de ahí! ¿Cómo te atreves a pasar delante del personaje?”. El señor Fernández se puso rojo como una doncella requebrada, señal que todos tomaron como un gesto de grave disgusto, y se apartaron aún más. El señor Fernández, perplejo, solo esbozó una sonrisa idiota, que fue observada como señal de distinción, y el público lo miró respetuoso y en silencio. -“¡Qué hombre más original!”, se decían unas muchachas en el andén. -“Debe ser un explorador”. -“No hay duda”, comentaban unos estudiantes. -“Tendremos pronto conferencia de este nuevo  profesor”. Un militar que se empinaba para ver mejor, observó a su acompañante: - “El traje es exótico. Bien puede ser un sabio… o un espía”. Un repórter gráfico tomó una instantánea en el momento en que el señor Fernández subía al automóvil de alquiler y solo enseñaba su parte trasera: dos grandes globos de carne forrados en kaki y una espalda enorme cubierta con una tela a cuadros, mientras con una mano sostenía el ridículo sombrerito Panamá que trataba de caer golpeado con la portezuela.  –“Lo mismo da”, decía el repórter. –“Estos genios o sabios son lo mismo mirados por delante que por detrás”. El señor Fernández respiró al fin dentro del carro. –“Qué gentes estas”, se decía. –“O están todos locos o yo me parezco a alguna persona muy importante. Qué conveniente es viajar. ¿Por qué no lo habría hecho antes en estos cuarenta y cinco años que llevo en el puebluco, detrás del mostrador del estanquillo, sirviendo tragos a los campesinos y hablando de política y de lluvias?”

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EL SEÑOR INCÓGNITO(Cuento)

Emilio de Villasol

Cuando descendió del tren en la gran estación llena de gente, todos como si estuviesen prevenidoshicieron calle de honor al señor Fernández. Un equipajero le tomó la única maleta con muchacircunspección y en lenguaje muy comedido y discreto preguntó el número del carro que debería estaresperando al señor Fernández. Porque el señor Fernández, no lo dudaba el mozo ni una sola de las personas que se apretujaban en la estación, tendría sin duda un hermoso carro esperándolo. Y cuandoéste, todo confuso, dijo al equipajero que cualquier carro le era indiferente, todos se miraron, sonrieronrespetuosamente, y algunos se dijeron en voz baja: “ Qué original! Debe ser un grande hombre!”; y losiguieron con la vista, levantándose algunos sobre la punta de los pies para no perder al señorFernández que sudoroso, colorado, con su sombrero pequeño de Panamá, su americana a cuadros malcortada y su pantalón de kaki, dirigía su voluminosa humanidad hacia la puerta por donde él veía salir alos viajeros.

Una señora apartó bruscamente a un chiquillo que inocentemente se interpuso ante el señor Fernández,y dándole un tirón de orejas lo amonestó:

-“¡Quítate de ahí! ¿Cómo te atreves a pasar delante del personaje?”.

El señor Fernández se puso rojo como una doncella requebrada, señal que todos tomaron como ungesto de grave disgusto, y se apartaron aún más. El señor Fernández, perplejo, solo esbozó una sonrisaidiota, que fue observada como señal de distinción, y el público lo miró respetuoso y en silencio.

-“¡Qué hombre más original!”, se decían unas muchachas en el andén. -“Debe ser un explorador”.

-“No hay duda”, comentaban unos estudiantes. -“Tendremos pronto conferencia de este nuevo profesor”.

Un militar que se empinaba para ver mejor, observó a su acompañante:

- “El traje es exótico. Bien puede ser un sabio… o un espía”.

Un repórter gráfico tomó una instantánea en el momento en que el señor Fernández subía al automóvilde alquiler y solo enseñaba su parte trasera: dos grandes globos de carne forrados en kaki y una espaldaenorme cubierta con una tela a cuadros, mientras con una mano sostenía el ridículo sombrerito Panamáque trataba de caer golpeado con la portezuela.

 –“Lo mismo da”, decía el repórter. –“Estos genios o sabios son lo mismo mirados por delante que pordetrás”.

El señor Fernández respiró al fin dentro del carro. –“Qué gentes estas”, se decía. –“O están todos locoso yo me parezco a alguna persona muy importante. Qué conveniente es viajar. ¿Por qué no lo habríahecho antes en estos cuarenta y cinco años que llevo en el puebluco, detrás del mostrador delestanquillo, sirviendo tragos a los campesinos y hablando de política y de lluvias?”

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El señor Fernández se quitó los gruesos anteojos, los limpió con su pañuelo y sopló recio como paradescargar un gran fardo. El chofer lo miró de lado, sonrió con él y un leve temblor de sus manos le hizoagarrar más fuertemente el timón. Indudablemente llevaba en el auto a un grande hombre. Después demucho vacilar sobre las palabras que habría de dirigirle, el chofer, que jamás había sentido respeto antenadie, tímidamente preguntó:

-“¿A qué lugar vamos, señor?”

El señor Fernández, cogido de improviso, no pudo menos de responder: -“A casa”. Peroinmediatamente rectificó su orden, mientas mentalmente se reprochaba su estupidez. –“No, a casa no.A cualquier parte… A un hotel…”.

Pero un personaje tan importante no podía llegar a cualquier parte aun cuando así lo quisiera, pensó elchofer; y se detuvo ante el pórtico elegante del Hotel Imperial, bajó del timón, abrió la portezuela einclinándose respetuoso dio la mano al señor Fernández como si fuese a una dama, y se alabó a símismo el saber mostrarse como un conductor distinguido, tal como lo había visto en las películas.Tomó la maleta del señor Fernández y se dirigió con éste a la portería. Varios caballeros y damas queallí estaban cesaron en sus conversaciones cuando vieron la gruesa figura del viajero avanzar tras elchofer. El portero suspendió una discusión que llevaba con un criado y siguió tras ellos.

En la oficina, a la señorita encargada del registro se le iluminó el rostro con la más amable de lassonrisas. Era esta una muchacha esbelta, rubia, de facciones delicadas y unos ojos azulencos que eranla desazón de los huéspedes y capaces de encandecer un granizo. Su pecho mórbido se levantórápidamente varias veces y un leve rubor cubrió sus mejillas mientras se inclinaba sobre el libro paraescribir los datos del nuevo huésped: “Señor Miguel Fernández y Fernández. Soltero (más a prisa batióel pecho de la jóven empleada). Procedencia: Aguasmalas. ¿Profesión?”. El señor Fernández inclinó untanto la cabeza, se miró las uñas de las manos, volteó a mirar al cielo que entreveía allá adentro, através de los vidriales de un patio umbrío. Parecía un reo ante su juez. Y titubeando respondió: -“Laque usted crea, mi señorita”.

-¿“Turista? ¿Profesor? ¿Explorador? O ¿viaja de incógnito?”

El señor Fernández quedó perplejo; con el rostro cárdeno y un rápido y persistente temblorcillo quedominaba sus manos y sus piernas, parecía de tenerse un síncope. Pero pensó en la envidia que habríade despertar en sus amigos tramontanos, allá en el estanquillo de Aguasmalas, Miguel Fernández yFernández de turista incógnito en el Hotel Imperial. Y se atrevió, por vez primera, a lanzar una sonorarisotada, que resonó por los pasillos, rodó por las escaleras, y se estrelló contra puertas y ventanales para morir en un eco como de trueno lejano.

-“Turista incógnito”, aceptó encantado, mientras hacía rodar sobre los dedos de sus manazas su ridículosombrerito Panamá.

El criado y el portero cambiaron discretas sonrisas y miradas, y se alejaron cavilosos sobre generosas propinas que sin duda fluirían de las manazas de aquel personaje. El chofer pensó:

-“No quiso ir a su casa… Prefirió cualquier otra parte… Oculta su profesión… Es un personaje, no hayduda. Quizá un ministro…”

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Y desconfiando de no despertar la cólera del señor Fernández, cuyo nombre ya comenzaba a hacérselefamiliar, solicitó humilde el pago de la carrera; éste agradecióle muy tierno el servicio, le tendió lamano con ademán lugareño mientras sacaba del bolsillo pechero de su americana una gruesa carteralustrosa que un fajo de billetes pretendía hacer estallar.

La timidez aldeana de Fernández lo mantenía encogido y sus pensamientos no salían de aquel círculode asombro y de imprecisión que lo obligaba a estar largo ratos en silenciosa expectativa. Sus gruesosanteojos de miope, su cara redonda y colorada, su voluminoso vientre y aquel traje que emplearasiempre en Aguasmalas para sus paseos camestres, daban a su personalidad un aire de misterio quetodos tomaban tras el que se ocultaba que deseaba conservar el anónimo. No pasó a los comedores porque su malicia siempre lo llevó a pensar que aquel traje no le permitiría esa libertad, y en el cuartodel hotel espléndido se sintió más recluido que en cuartucho de muros zumantes, oscuro y malolientede la cárcel de su pueblo, en donde se encerraba a los reos y a los enemigos de la política imperante.Prefirió comer en su aposento, y las mozas riñeron por pretender cada cual ser la preferida.

Llegó la noche y el señor Fernández, encerrado en su prisión, no sabía que afuera era el objeto de lamás picante curiosidad, mientras se paseaba a largos pasos por su habitación, cargando sobre sí la ponderosa responsabilidad de ser turista, pensando en volverse a Aguasmalas tan pronto amaneciese.Todo el hotel supo al día siguiente que en la habitación del personaje hubo luz durante toda la noche, yque este a ratos parecía descansar de una fatigosa tarea intelectual, dando pasos por su cuarto yhablando en un murmullo ininteligible. En la tertulia del casino se murmuró que el señor Fernández yFernández sería recibido en el Ateneo, y que suntuosamente se bailaría en su honor, por lo que lasdamas linajudas y presumidas de la capital encargaron trajes flamantes para aquel acontecimiento quefatigaría la crónica social durante algunos días.

Un detective que tomó informes en el hotel, exponía así el resultado de sus fatigas:

-“He llegado a comprobar que el señor Fernández y Fernández no durmió en toda la noche. Comió ensu cuarto. Rehúye los compromisos sociales y habla muy poco. Se dice vecino de Aguasmalas; pero esfísicamente imposible que Aguasmalas produzca una persona importante. Es, en fin, un gran señordesconocido que viaja de incógnito, según todos los pareceres”.

Y el majestuoso jefe de los detectives quedó encantado y satisfecho con las pesquisas de sus hombres.

-“Con un cuerpo de muchachos así –afirmaba orondo en la tertulia- la sociedad está a salvo”.

Una matrona beata contemplaba enternecida su retrato en un periódico, y pensaba:

-“Qué bonita cara para que fuera un señor obispo. Y si lo fuera…”

Y su cuerpo blando y grasoso se estremecía como sus manos tostadas y pecosas en un pasmo de posibles y castas caricias episcopales.

La Jimena, la muchacha alegre de la Calle del Carnero que enloquecía a los estudiantes con lascandelas de sus ojos y “con unas pantorrillas que parece que se fueran a abrir”, tocada con uno deaquellos sombreritos de última moda que son todo un panorama de valles y collados, berruecos ycañadas, con su marco de nubes vaporosas de encajes y algunas florecicas en la falda de los montes, se

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envolvió en su abrigo americano y se pasó varias horas en el vestíbulo del hotel, confiada en obtener la preferencia del misterioso señor Fernández y Fernández.

………..

Por aquellos días llegó al Hotel Imperial un automóvil reluciente, de mucho valor, y de este descendióel señor Gobernador del Departamento al que pertenecía Aguasmalas. Huía el mandatariuelo sandio dela oposición que la gente honrada hacía a su política equivocada y familiar, “para tratar con el altogobierno graves problemas cuya solución traería para hacer felices a sus conciudadanos”, segúnrezaban sus informes a los reporteros. Cuando a sus oídos llegó el rumor de las excentricidades del personaje incognito, y se fijó en la roja flor que en el ojal de la solapa de Fernández había puesto conmohines implorantes Camila, la criadita más flexible y endemoniada del hotel, el señor gobernador donPerico Cifuentes ordenó a su secretario conseguirle una americana como la del señor Fernández, uncursi sombrerito Panamá y un pantalón kaki, prendas que luciría allá en su capital provinciana comoúltimo grito de la moda.

Ocho días, ocho luengos días pasó el señor Fernández y Fernández en la capital, siendo objeto de lascrónicas más inverosímiles y de los comentarios más variados. Sus tímidas salidas a la calle parecíanmisteriosas: no visitaba sino grandes edificios, y mirábalos muy detalladamente cual si quisiesellevárselos prendidos en las retina por toda la eternidad. Entró a todas las iglesias y se extasió ante losaltares callados y rutilantes de ricas doraduras, y pensó qué bellos rayos de colores no haría en laoscura iglesia de Aguasmalas la solana, si hubiese allí unos azulejos como aquellos que cubrían lasluceras. Muchas veces hincó sus rodillas ante el sagrario áureo en donde creía ver adormilarse, entreraros perfumes y músicas inefables, un dios más severo y lejano que el que confianzudamente parecíamirar por el agujero de la cerradura del modesto sagrario de Aguasmalas.

Así pasaron los días, hasta que en uno de ellos el señor Fernández, siempre tímido y silencioso, llenó sumaleta con prendas de vestir y muchas baratijas adquiridas en los bazares, y luego de pagar su cuentaen el hotel se despidió de abrazo de los criados y tomó el tren que había de conducirlo a media jornadade su puebluco. Y al divisar el casal desde la loma, creyó ser ya un muerto sobre el que caía una y otra paletada de tierra que lo iba hundiendo entre el silencio y la negrura.

Entre tanto Perico Cifuentes debía regresar a su gobierno. Pero antes era bueno disfrutar unos días másde la libertad que le daban sus “gestiones administrativas” y resolvió darse un baño de sol y de puebloenfilando su comitiva hacia Aguasmalas. Allí legó con su sombrerito Panamá, su americana a cuadrosy una hermosa flor de amaranto en el ojal.

Muchas atenciones sufrió Perico Cifuentes en Aguasmalas, y complaciente escuchó las mentirillas yembustes con que sus protegidos llenaron sus orejas grandes, ceruminosas y caídas. En un arranque decomplacencia, aceptó las intrigas que algún bilioso gamonal urdiera contra el ausente empleado delestanquillo, que sin vacilaciones fue arrojado de la humilde nómina municipal, donde percibía unmodesto emolumento con el que satisfacía sus leves urgencias de solterón. Y Perico Cifuentes quedóasombrado cuando vio calle arriba con su maletín en la mano, su sombrero Panamá, su americana acuadros y su pantalón amarillento, al señor Miguel Fernández y Fernández, el ilustre personaje delHotel Imperial que secaba su frente y su pescuezo con un pañuelo y avanzaba gigantesco y resoplón,.mientras un muchachito sucio y haraposo íbale zaguero con un saco de viaje sobre los hombros.

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-“El personaje de Aguasmalas”, pensó Cifuentes. –“Sin duda es un turista verdadero, original,excéntrico”. Pero su entusiasmo fue una fugaz lumbrarada que pasó por su espíritu y le dejó un hielo enel corazón, cuando comprobó que el señor Fernández era el mismo empleadillo ya destituido delestanco.

 –“Llamado para asuntos importantes”, como lo dijera a sus amigos, huyó Cifuentes de aquel pueblucoal amanecer del día siguiente. Y pasó Perico Cifuentes. Y pasaron por el gobierno muchos otros PericosCifuentes, arribistas, de orejas grandes, huecas y caídas, sin que nadie recordara después susconcusiones ni sus porquerías.

También Miguel Fernández y Fernández se asomó nuevamente al silencio de su vida aldeana, y se fuehundiendo lentamente en él con el correr monótono e incoloro de los días tras los días y los meses traslos años, como se hunde lentamente el tronco añoso en el légamo de pantano.

Pero en el Hotel Imperial, años aún más tarde, cuando por allí asomaban sus narices coloradotas y susrecias botas claveteadas los turistas americanos o americanoides, se rumoraba en la penumbra de los pasillos, en la tertulia de las cocinas, en la fragancia de los aposentos, en la agresividad de lassobremesas:

-“Estos turistas sin gracia y todos tan iguales… Buen turista de verdad aquel gran señor Fernández yFernández…”

Zapatoca, septiembre de 1941