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Litoral e 77 El poeta y el mundo S uele decirse que la primera oración de cualquier discurso es siempre la más difícil; bueno, ésa ya quedó atrás. Pero aún tengo la sensación de que las oraciones por venir –la tercera, la sexta, la décima y las que llevarán hasta la última– serán igual de complicadas, pues se supone que yo hable de poesía. En realidad he dicho muy poco sobre este tema, casi nada. Y cuando sí he opinado alguna cosa, siempre he tenido la furtiva sospecha de que no soy muy buena para eso. Por tanto, mi discurso será más bien corto: cualquier imperfección se tolera más fácilmente si es servida en dosis pequeñas. Los poetas contemporáneos son escépticos y desconfiados aun consigo mismos, o especialmen- te consigo mismos. Sólo a regañadientes confiesan en público ser poetas, como si sintieran un poco de vergüenza por ello. Pero en estos tiempos clamoro- sos es mucho más sencillo reconocer nuestros erro- res, si al menos se pueden presentar en una forma atractiva, que los méritos propios, ya que éstos se encuentran escondidos en un nivel más profundo y uno nunca cree demasiado en sí mismo… Si se trata de llenar un formulario o de conversar con algún desconocido, es decir, en situaciones en las que no se puede evitar decir la profesión, los poetas prefie- ren usar el término genérico “escritor”, o sustituir “poeta” por cualesquier trabajos que realicen ade- más de escribir. Los burócratas y la gente que viaja en el transporte colectivo responden con un toque de alarma e incredulidad cuando descubren que es- tán lidiando con un poeta. Me imagino que los filó- sofos acaso se toparán con una reacción parecida; sin embargo, ellos tienen cierta ventaja, pues no es infrecuente que puedan pulir el nombre de su tra- bajo con alguna especie de título académico. Profe- sor de filosofía: eso sí suena mucho más respetable. Pero no hay profesores de poesía, porque esto im- plicaría, después de todo, que la poesía es una tarea que requiere de un estudio especializado, exámenes cada cierto tiempo, artículos teóricos con bibliografía y profusión de notas a pie y, finalmente, un diploma ceremoniosamente concedido. Esto significaría, en contraparte, que para llegar a ser un poeta no basta el llenar páginas con los más exquisitos poemas. El elemento crucial sería una hojita de papel ornada con un sello oficial. No olvidemos que el orgullo de la poe- sía rusa, el ganador del Premio Nobel Joseph Brods- ky, alguna vez fue condenado al exilio y a los trabajos Wisława Szymborska* * Discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura, pronunciado el 7 de diciembre de 1996 por Wisława Szymborska. El presente texto fue traducido para esta edición a parr de la versión inglesa que se encuentra en el sio hp://www.nobelprize.org, a manera de in memoriam por la autora polaca recién fallecida, considerada frecuen- temente una de las más grandes poetas del siglo XX.

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El poeta y el mundo

Suele decirse que la primera oración de cualquier discurso es siempre la más difícil; bueno, ésa ya

quedó atrás. Pero aún tengo la sensación de que las oraciones por venir –la tercera, la sexta, la décima y las que llevarán hasta la última– serán igual de complicadas, pues se supone que yo hable de poesía. En realidad he dicho muy poco sobre este tema, casi nada. Y cuando sí he opinado alguna cosa, siempre he tenido la furtiva sospecha de que no soy muy buena para eso. Por tanto, mi discurso será más bien corto: cualquier imperfección se tolera más fácilmente si es servida en dosis pequeñas.

Los poetas contemporáneos son escépticos y desconfiados aun consigo mismos, o especialmen-te consigo mismos. Sólo a regañadientes confiesan en público ser poetas, como si sintieran un poco de vergüenza por ello. Pero en estos tiempos clamoro-sos es mucho más sencillo reconocer nuestros erro-res, si al menos se pueden presentar en una forma atractiva, que los méritos propios, ya que éstos se encuentran escondidos en un nivel más profundo y

uno nunca cree demasiado en sí mismo… Si se trata de llenar un formulario o de conversar con algún desconocido, es decir, en situaciones en las que no se puede evitar decir la profesión, los poetas prefie-ren usar el término genérico “escritor”, o sustituir “poeta” por cualesquier trabajos que realicen ade-más de escribir. Los burócratas y la gente que viaja en el transporte colectivo responden con un toque de alarma e incredulidad cuando descubren que es-tán lidiando con un poeta. Me imagino que los filó-sofos acaso se toparán con una reacción parecida; sin embargo, ellos tienen cierta ventaja, pues no es infrecuente que puedan pulir el nombre de su tra-bajo con alguna especie de título académico. Profe-sor de filosofía: eso sí suena mucho más respetable.

Pero no hay profesores de poesía, porque esto im-plicaría, después de todo, que la poesía es una tarea que requiere de un estudio especializado, exámenes cada cierto tiempo, artículos teóricos con bibliografía y profusión de notas a pie y, finalmente, un diploma ceremoniosamente concedido. Esto significaría, en contraparte, que para llegar a ser un poeta no basta el llenar páginas con los más exquisitos poemas. El elemento crucial sería una hojita de papel ornada con un sello oficial. No olvidemos que el orgullo de la poe-sía rusa, el ganador del Premio Nobel Joseph Brods-ky, alguna vez fue condenado al exilio y a los trabajos

Wisława Szymborska*

* Discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura, pronunciado el 7 de diciembre de 1996 por Wisława Szymborska.

El presente texto fue traducido para esta edición a partir de la versión inglesa que se encuentra en el sitio http://www.nobelprize.org, a manera de in memoriam por la autora polaca recién fallecida, considerada frecuen-temente una de las más grandes poetas del siglo XX.

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forzados precisamente con ese argu-mento: lo llamaron un “parásito” por-que no tenía ninguna certificación oficial que lo autorizara a ser poeta…

Hace muchos años tuve el honor y el placer de conocer a Brodsky en persona. Y noté que de todos los poe-tas con quienes me he encontrado, él ha sido el único que se complacía en llamarse poeta; pronunciaba esa pa-labra sin inhibiciones, con una liber-tad desafiante. Pienso que así lo hacía porque recordaba las humillaciones brutales sufridas en su juventud.

En los países más afortunados, donde la dignidad humana no se ultraja con tanta facilidad, los poetas desde luego anhelan que los publiquen, lean y entiendan, pero no hacen el me-nor esfuerzo por diferenciarse del resto de la gente y de la rutina diaria. Y, sin embargo, hace no mucho tiempo, en las primeras décadas de este siglo, los poetas se esforzaban tratando de escandalizarnos con ropas extravagantes y conductas excéntricas. Salvo que esto lo hacían sólo buscando reconoci-miento público. Siempre llega el momento en que los poetas han de cerrar las puertas tras de sí, qui-tarse sus túnicas, sus baratijas, sus demás parafer-nalias poéticas, y confrontar la blanca pausa de una hoja de papel –silenciosa y pacientemente, aguar-dándose a sí mismos–. Ya que al final de cuentas esto es lo que de verdad importa.

No es casual que los filmes biográficos sobre científicos y artistas se produzcan a manos llenas. Los cineastas más ambiciosos buscan reproducir de manera convincente el proceso creativo que des-embocó en importantes hallazgos para la ciencia o en la concepción de una obra maestra. Y hay cierto tipo de trabajos científicos que se puede plasmar

La inspiración no es un privilegio exclusivo de los poetas o de los

artistas en general. Existe, ha exis-tido y siempre existirá un cierto grupo de personas a quienes la

inspiración visita. Está integrado por todos aquellos que conscien-temente han seguido su vocación

y hacen su trabajo con amor e imaginación; incluye a doctores,

profesores, jardineros y un cente-nar más de profesiones.

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así con relativo éxito. Laboratorios, instrumentos diversos, una compleja maquinaria que cobra vida: este tipo de escenas retiene el interés de la audien-cia durante un tiempo. Y también los momentos de incertidumbre –¿el experimento que se realiza por milésima vez, ahora con una pequeñísima mo-dificación, tendrá finalmente los resultados pre-vistos?– pueden ser harto dramáticos. Los filmes sobre pintores llegan a ser espectaculares cuando se centran en recrear cada etapa de la evolución de una famosa pintura, desde la primera línea a lápiz hasta la última pincelada. La música inunda las pe-lículas acerca de compositores: desde los primeros acordes de una melodía que suena en los oídos del artista hasta la obra madura que emerge como una sinfonía donde cada instrumento tiene su parte. Desde luego, todo esto es por demás ingenuo y no explica nada sobre ese extraño estado mental que comúnmente se llama inspiración –aunque por lo menos es algo que se puede ver y oír.

Pero los poetas son lo peor. Su trabajo no tiene la menor esperanza de ser fotogénico. Alguien se sien-ta frente a una mesa o yace inmóvil en un sofá miran-do fijamente la pared o el techo. De vez en cuando escribe siete renglones, quince minutos después ta-cha uno; luego hay otra hora durante la cual no ocu-rre nada… ¿Quién podría aguantar una película así?

He mencionado a la inspiración. Los poetas contemporáneos responden evasivamente cuando les preguntan qué es eso y si en realidad existe. No es porque nunca hayan conocido la bendición de ese impulso interior. Es simplemente que no resul-ta fácil explicarle a otra persona algo que uno mis-mo no entiende.

En las ocasiones en que a mí me lo preguntan, también contesto con evasivas. Pero mi respuesta es ésta: la inspiración no es un privilegio exclusivo de los poetas o de los artistas en general. Existe, ha

existido y siempre existirá un cierto grupo de per-sonas a quienes la inspiración visita. Está integrado por todos aquellos que conscientemente han segui-do su vocación y hacen su trabajo con amor e imagi-nación; incluye a doctores, profesores, jardineros y un centenar más de profesiones. Su labor se convier-te en una aventura continua siempre que sean capa-ces de seguir descubriendo retos. Las dificultades y las adversidades nunca reprimen su curiosidad. Un enjambre de nuevas preguntas emerge de cada pro-blema que resuelven. Lo que la inspiración sea, es algo que nace de un continuo decir “no sé”.

No hay muchas de estas personas. La mayoría de los habitantes del planeta trabaja para sobrevi-vir; porque están obligados. No eligen éste o aquel trabajo siguiendo una pasión; las circunstancias de sus vidas eligen por ellos. Un trabajo hecho sin amor, aburrido, valorado tan sólo porque hay otros que ni siquiera eso tienen, sin importar qué tan despreciado o monótono sea: ésta es una de las más crueles miserias del hombre y no hay señal visi-ble de que los siglos venideros vayan a produ-cir alguna mejora en este campo.

Así, aunque les niego a los poetas el monopolio de la inspiración, igual los ubico en ese selecto grupo de los favorecidos por el destino.

En este punto, no obstante, al-gunas dudas han de surgir entre la audiencia, pues todo tipo de tortu-radores, dictadores, fanáticos y de-magogos que luchan por el poder me-diante unos cuantos eslóganes grita-dos con estrépito también disfrutan sus trabajos y ejecutan sus deberes con una es-pecie de fervor inventivo. De acuer-do, es cierto, pero ellos “saben lo que hacen”. Ellos saben y lo que

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sea que sepan les parece suficien-te de una vez y para siempre. No quieren averiguar nada más sobre ningún tema, porque el nuevo sa-ber podría disminuir la fuerza de sus argumentos. Y cualquier co-nocimiento que no desemboque en nuevas incertidumbres ha de morir rápidamente: porque es incapaz de mantener la tempera-tura requerida para sustentar la vida. En los casos más extremos (casos bien documentados, en la antigüedad y la edad moderna) incluso implica una amenaza letal contra la sociedad.

Es por eso que pondero tanto la frasecita “no sé”. Es pequeña pero tiene alas poderosas. Expan-de nuestras vidas para incluir los territorios de nuestro interior y las extensiones del espacio donde cuelga suspendida nuestra peque-ña Tierra. Si Isaac Newton nunca se hubiera dicho “no sé”, las man-zanas en su pequeño huerto acaso hubieran caído al suelo como gra-nizo y en el mejor de los casos él tan sólo se hubiera agachado para recogerlas y devorarlas con entu-siasmo. Si mi compatriota Marie Sklodowska-Curie nunca se hu-biera dicho “no sé”, probablemen-te habría terminado enseñando química en alguna escuela priva-da para jovencitas de familias pu-dientes y habría llegado al fin de

sus días desempeñando ese traba-jo, que por otra parte es perfecta-mente respetable. Pero ella nun-ca dejó de decirse “no sé” y esas palabras la trajeron, no una sino dos veces, a Estocolmo, donde los espíritus inquietos y aventureros ocasionalmente son galardonados con el Premio Nobel.

Los poetas, si son genuinos, tampoco deben dejar de repetirse “no sé”. Cada poema marca un es-fuerzo para responder a esta ne-gación, pero tan pronto como el punto final aparece en la página, el poeta empieza a dudar, poco a poco se da cuenta de que su respuesta particular fue pura im-provisación y, además, del todo inadecuada. Entonces, sigue con sus intentos y tarde o temprano los resultados consecutivos de su insatisfacción se adhieren en-tre sí con un gigantesco clip que los historiadores de la literatura llamarán su “obra”.

De vez en cuando sueño con si-tuaciones que jamás podrán ocu-rrir. Audazmente imagino, por ejemplo, que tengo la oportuni-dad de conversar con el Eclesias-tés, el autor de ese conmovedor lamento sobre la insignifican-cia de todo esfuerzo humano.

En la hoja blanca de papel acechanletras que pueden componerse mal,

frases que pueden ser un cercoy no habrá salvación.

En la gota de tinta un regimientode cazadores enfocan la mira

listos para correr pluma[empinada abajo,

cercar la corza y preparar el tiro.Olvidan que esto no existe

Otras leyes gobiernan el blanco[sobre negro

parpadeará el ojo el tiempo[que yo quiera

y podré dividirlo en pequeñas[eternidades

llenas de balas quietas en el aire. ***

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Me pararía frente a él y le haría una gran reverencia, porque él es, después de todo, uno de los más grandes poetas, para mí por lo menos. Una vez hecho esto, lo tomaría de la mano. “‘No hay nada nuevo bajo el sol’: eso fue lo que escribiste, Eclesiastés. Pero tú mismo naciste nuevo bajo el sol. Y el poema que creaste es también nuevo bajo el sol, por-que nadie lo escribió antes de ti. Y todos tus lectores son igual-mente nuevos bajo el sol, porque quienes vivieron antes de ti no pudieron leer tu poema. Y ese ciprés bajo el que estás sentado no ha estado creciendo desde el principio de los tiempos; llegó a ser lo que es mediante otro ci-prés parecido al tuyo, pero que no es exactamente el mismo. Y Eclesiastés, también me gustaría preguntarte ¿sobre qué otra cosa nueva bajo el sol planeas escribir ahora? ¿Un suplemento adicio-nal a las ideas que ya expresaste? ¿O sentirás ahora la tentación de contradecir algunas de ellas? En tu obra temprana mencionabas a la dicha –y qué importa que sea pasajera–, ¿será quizá tu poema nuevo-bajo-el-sol acerca de la dicha? ¿Ya has tomado notas, tie-nes una primera versión? Dudo que me respondas ‘Ya escribí todo. No tengo más que añadir’.

No hay poeta en el mundo que pueda decir eso, mu-cho menos un gran poeta como tú”.

El mundo, lo que sea que pensemos cuando nos aterroriza su vastedad y nuestra propia impotencia, o cuando nos resulta más amarga su indiferencia ha-cia el sufrimiento individual de las personas, anima-les y aun de las plantas, pues ¿cómo estar seguros de que las plantas no sienten dolor?; sin importar qué pensemos de sus extensiones perforadas por los ra-yos de las estrellas rodeadas por planetas cuyo des-cubrimiento apenas hemos iniciado, ¿planetas que ya murieron?, ¿planetas que siguen muertos?, sim-plemente no sabemos; más allá de qué opinión ten-gamos de ese inconmensurable teatro para el cual tenemos boletos reservados, pero cuya duración es risiblemente corta y está marcada por dos fechas ar-bitrarias; o sin importar cualquier otra cosa que po-damos pensar de este mundo, es asombroso.

Pero decir “asombroso” ya implica una trampa ló-gica. Nos asombran, después de todo, las cosas que se separan de alguna norma consabida y universalmente admitida, de algo irrefutable a lo que nos hemos acos-tumbrado. El punto aquí es que ese mundo irrefutable no existe de ninguna manera. Nuestro asombro existe per se y no se basa en la comparación con algo más.

Es cierto, en nuestro discurso cotidiano, cuando no nos detenemos a reflexionar sobre cada palabra, todos usamos frases como “el mundo ordinario”, “la vida ordinaria”, “los acontecimientos ordinarios”… Pero en el lenguaje de la poesía, en el que cada pa-labra tiene su propio peso, nada es usual ni normal. Ni una sola piedra ni una sola nube por encima de la piedra. Ni un solo día ni una sola noche tras el día. Y por encima de todo, ni una sola existencia individual, ninguna vida de alguien en este mundo.

Así, tal parece que los poetas tendrán siempre todo el trabajo que cualquier poeta pueda realizar.

Szymborska