el nuevo prometeo

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Agosto del 2011 www.revistareplicante.com | © MANUEL GUILLÉN, 2011. 1 Shelley, Crichton, la tecnología moderna y el nuevo Prometeo Manuel Guillén [email protected] BLOG: www.guillenresearch.blogspot.com I Al consolidarse la ciencia y la tecnología de la alta Modernidad, se sentaron las bases de lo que en el siglo XX, tras un acelerado ciclo evolutivo en los siglos XVIII y XIX, será conocido como el “mundo tecnológico”, que a decir del profesor e investigador mexicano Jorge Linares, posee las siguientes características: “el entorno en el que vivimos ahora es, por primera vez, un mundo tecnológico; ya no vivimos en definitiva dentro de la naturaleza, sino en una tecnoesfera rodeada de la biosfera. Este factum histórico es el resultado de la expansión del poder tecnológico y de los alcances extraordinarios del ser humano de acción”. 1 Ese poder tecnológico que la Modernidad desencadenó ha sido motivo de diversos debates, horrores metafísicos, reflexiones intelectuales y preocupaciones filosóficas de la más variada especie; todas con el elemento común de ponernos en alerta sobre las insospechadas posibilidades que nuestras jóvenes habilidades científicas y tecnológicas pueden engendrar (jóvenes en el marco del tiempo de vida del hombre en la Tierra, se entiende). Dicha cualidad ha reavivado en la mente 1 Véase su obra, Ética y mundo tecnológico, México, UNAM-FCE, 2008, p. 366.

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Essay on some philosophical considerations about the new bioengineering powers of our times.

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Agosto del 2011

                                                                     

www.revistareplicante.com | © MANUEL GUILLÉN, 2011. 

 

Shelley, Crichton, la

tecnología moderna y el nuevo

Prometeo

Manuel Guillén

[email protected]

BLOG:

www.guillenresearch.blogspot.com

I

Al consolidarse la ciencia y la

tecnología de la alta Modernidad,

se sentaron las bases de lo que en

el siglo XX, tras un acelerado ciclo

evolutivo en los siglos XVIII y XIX,

será conocido como el “mundo

tecnológico”, que a decir del

profesor e investigador mexicano

Jorge Linares, posee las siguientes

características: “el entorno en el

que vivimos ahora es, por primera

vez, un mundo tecnológico; ya no

vivimos en definitiva dentro de la

naturaleza, sino en una

tecnoesfera rodeada de la

biosfera. Este factum histórico es

el resultado de la expansión del

poder tecnológico y de los

alcances extraordinarios del ser

humano de acción”.1

Ese poder tecnológico que la

Modernidad desencadenó ha sido

motivo de diversos debates,

horrores metafísicos, reflexiones

intelectuales y preocupaciones

filosóficas de la más variada

especie; todas con el elemento

común de ponernos en alerta sobre

las insospechadas posibilidades

que nuestras jóvenes habilidades

científicas y tecnológicas pueden

engendrar (jóvenes en el marco

del tiempo de vida del hombre en

la Tierra, se entiende). Dicha

cualidad ha reavivado en la mente

                                                            1 Véase su obra, Ética y mundo

tecnológico, México, UNAM-FCE, 2008,

p. 366.

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moderna y postmoderna las claves

centrales del Mito de Prometeo.

Platón, en su personalísima versión

del Mito lo narra así: En los

albores de los tiempos, los dioses

decidieron hacer la naturaleza y

todo lo que en ella se aloja. Zeus,

el dios mayor, encargó a Epimeteo,

dios menor, esta labor; y así se

puso Epimeteo a dotar a todo

cuanto existe en la naturaleza con

sus cualidades conocidas: “Ahora

bien, como Epimeteo no era del

todo sabio, se le escapó que había

acabado con todas las capacidades

en los seres carentes de razón;

pero le quedaba aún sin preparar

la especie humana, y estaba en un

apuro de qué hacer. Estando en

apuros llega a él Prometeo para

examinar el reparto, y ve a todos

los demás seres vivos

cuidadosamente provistos de todo,

pero al hombre desnudo, sin

zapatos, al descubierto y sin

armas… Así pues, sin saber qué

salvación podía encontrar para el

hombre, Prometeo roba a Hefesto

y a Atenea la sabiduría artesanal

junto con el fuego, pues era

imposible que sin el fuego esa

sabiduría pudiera adquirirse o ser

útil a alguien, y de tal suerte la

regala al hombre. De ese modo, el

hombre obtuvo la sabiduría para

sobrevivir… y obtiene el bienestar

de la vida, pero a Prometeo, lo

alcanzó más tarde el castigo por el

robo”2.

En la tradición occidental, que ha

interpretado el mito desde épocas

remotas, se ha establecido que el

fuego robado por Prometeo y

devuelto a los hombres significa la

sabiduría divina que llega a manos

de los mortales; una esencia de

vida y protección que estaba bajo

el resguardo del gran dios y que

                                                            2 Confróntese, Protágoras, México,

UNAM, 1994, 321c-d.

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es sustraída, en un acto de

rebeldía, para ser otorgada a las

más imperfecta de sus creaturas.

La Modernidad vio prontamente el

paralelismo entre el mito

prometeico y las posibilidades que

la ciencia y la tecnológica

postcartesianas y postgalileanas

traían consigo.

Así, en el cruce entre siglos de

finales del XVIII y principios del

XIX, las posibilidades de la ciencia

y la tecnología comenzaron a

resultar inquietantes. Había pasado

sólo un cuarto de siglo del inicio

de la Revolución Industrial en

Inglaterra y su rápida expansión

por el resto de Europa se había

comprendido ya como irreversible.

El sistema social experimentó

modificaciones en cascada,

muchas de las cuales no eran nada

halagüeñas, como en su momento

lo tematizó Karl Marx.

Al mismo tiempo, el entorno

científico vivía una creciente

fascinación por la vida; vida que,

por cierto, comenzó a ser pensada

más allá de un entramado

caracterológico visible y

taxonómico para dar paso a un

concepto de organización biológica

que enfatizaría no sólo las

características visibles de los

seres vivos, sino sus potencias

ocultas, invisibles en primera

instancia. El análisis de las

“invisibilidades” de la vida dio pie

a la imaginería que buscaba

penetrar en sus secretos hasta

llegar al acto de creación vital

misma, por medio de estas fuerzas

en principio ocultas al ojo no

científico. En consecuencia,

numerosos investigadores se

sumergieron en las variaciones

energéticas de la entonces recién

descubierta fuerza eléctrica y no

tardaron en descubrir que buena

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parte de la energía biológica era

energía eléctrica. Lo que a

nuestros ojos postmodernos puede

parecernos incomprensión de la

verdadera manera de actuar de la

realidad natural, en aquel tiempo

era considerada una posibilidad de

lo más real: generar vida orgánica

por medio de la electricidad. O,

por lo menos, reavivar lo orgánico

fenecido por medio de ondas

eléctricas. Parte del pensamiento

teórico-experimental de finales

del siglo XVIII y principios del

siglo XIX, se halló inmiscuido en

este oscuro, profundo y añejo

anhelo del hombre: ocupar el lugar

del meta-alfarero del Génesis

(Sloterdijk). Se pensó que los

elementos para lograrlo ya estaban

presentes y que sólo cabría

ponerlos en el orden correcto para

echar a andar el máximo

mecanismo que el ser humano

puede concebir: dar vida por

medios extra naturales, es decir,

tecnológicos.

II

Este entorno científico

especulativo y experimental

permeó con prontitud en la opinión

pública de la época que no tardó en

reinventar crítica y artísticamente

el Mito de Prometeo. Dado el

estado de la ciencia de entonces,

con sus supuestos ideológicos

sobre la capacidad obtenida para

producir prodigios, resultaba más

apremiante que nunca capturar

estéticamente el trance

tecnológico y científico por el que

transitaba la humanidad europea

de la alta Modernidad, ya que las

representaciones estéticas,

especialmente las de valía

artística, siempre han recogido

puntualmente el estado del

pensamiento de una civilización;

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sus inquietudes, anhelos y

temores.

En este ambiente cultural, surgió

el gran libro recreador del mito

prometeico; fábula gótica y

romántica de excelente factura,

que desafortunadamente desde su

primera publicación dio lugar, en la

recepción popular, a numerosos

malentendidos, tergiversaciones

diversas y francos sinsentidos que

sólo hasta hace poco tiempo se

han aclarado para destacar su

importancia estética como obra

representativa de toda una época

del pensamiento moderno:

Frankenstein, o el moderno

Prometeo de la escritora inglesa

Mary W. Shelley, publicado en

1818.3

                                                            3 En el prólogo, escrito por Pierce B.

Shelley, esposo de la escritora, éste

manifiesta desde la primera página las

inquietudes de un siglo que vio alcanzar

el espesor de una “nueva era” de la

humanidad: “El suceso en el cual se

La historia narra las inquietudes

del joven científico alemán Víctor

Frankenstein por generar vida; no

cualquier tipo de vida, sino aquella

que lo iguale con Iahvé: traer a la

vida a un ser humano por medios

tecnológicos. Con base en los

principios electromagnéticos de la

época y juntando —suturando y

embonando— piezas de cadáveres

humanos diversos, logra su

objetivo haciendo vivir a un

humanoide de gran tamaño y

grotesca apariencia cuya fealdad

será su condena: desde su

nacimiento será repudiado por su

hacedor quien prontamente lo

califica de monstruo. Impedido

para darle muerte, el doctor

Frankenstein simplemente lo

libera, esperando que su destino

                                                                                    fundamenta este relato imaginario ha sido

considerado por el doctor Darwin

[Erasmus, abuelo de Charles] y otros

fisiólogos alemanes como no del todo

imposible”; Madrid, Cátedra, 2007, p. 123.

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sea perecer a manos de los

ciudadanos que lo encuentren a su

paso. El monstruo vagará solo y

así iniciarán sus correrías y sus

penurias por el mundo, ya que,

pese a todo, posee inteligencia,

capacidad de habla y conciencia de

sí. El final y el grueso de la trama

serán fatídicos para la mayoría de

los involucrados (incluyendo al

doctor Frankenstein), pero no para

el monstruo, ya que al cierre de la

novela continuará con vida, si bien

exiliado en la helada tierra del

Polo Norte.

Diversos elementos de importancia

hay que destacar en esta obra que

con toda justeza los estudiosos

contemporáneos han catalogado

como el primer alegato cultural en

contra de las posibilidades

insensatas de la ciencia moderna.

El primero y más notable ha sido

que a pesar de que en la obra el

monstruo claramente no tiene

nombre y que el científico

ensoberbecido es el doctor Víctor

Frankenstein y, en consecuencia,

se llama a su creación “el

monstruo de Frankenstein”,

abreviación de la descripción “el

monstruo creado por el doctor

Víctor Frankenstein en su

laboratorio”, la popularización del

mito del moderno Prometeo, desde

los primeros meses de su

publicación, mimetizó

semánticamente uno y otro hasta

sedimentar el apellido del doctor

en el nombre propio del monstruo.

Más allá de las curiosidades que

sobre la recepción y la cultura

popular puedan sacarse a luz, esto

nos remite a algunas

consecuencias filosóficas de sumo

interés: “El verdadero alter-ego

del monstruo no es Víctor

Frankenstein: la identidad de

ambos se confunde de hecho a lo

largo de la novela, como,

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sabiamente quizás, ha recogido la

tradición popular que, desde el

principio, llamó al monstruo sin

nombre por el de su creador”.4

La indistinguibilidad entre Víctor

Frankenstein y el monstruo, vía

nominal, remite sin duda a las

etapas de la autoconciencia que

Hegel afirmó como características

de la culminación del pensamiento

racional de la Modernidad. El

primer movimiento de la

autoconciencia (el segundo será la

autoconciencia reconocida en otra

autoconciencia) requiere que lo

supuesto como ajeno, como

externo, como lo inmediatamente

empírico y natural, se asuma como

parte integrante de la conciencia

que lo percibe, lo analiza, y lo

manipula: los elementos del mundo

que el hombre científico y

tecnológico, desde el siglo XVII, ha

                                                            4 Historio introductorio de Isabel Burdiel

en ópera citada, p. 87.

comenzado a escudriñar,

comprender y utilizar con

creciente soltura y placer hasta

llegar a la desmesura de los último

sesenta años.

El mito de Frankenstein presenta

dos facetas críticas de

importancia: la condena moral de

las acciones del científico y la

crítica al pensamiento cientificista

de la Modernidad. En lo relativo a

la condena moral, encontramos

que “La novela de Mary Shelley

expone la desventura de un héroe

existencial megalómano y

problemático, adscrito al tema

fantástico del ‘aprendiz de brujo’,

alentado por un proyecto científico

‘progresista’, pero atrapado a la

postre entre su fe en la ciencia y

el fracaso de la razón

instrumental”5. Asimismo, “La

fuente del terror en Frankenstein

                                                            5 Véase, Gubern, Román, Máscaras de la

ficción, Barcelona, Anagrama, 2002, p. 36.

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surge, decididamente, de un mundo

racional y moderno en el que reina

el hombre con su conciencia y con

los sueños de su razón. En ese

mundo, los hombres y las mujeres

se enfrentan fundamentalmente a

sus propios abismo y encuentran

el horror en sí mismos”.6

Recordemos que el tránsito

histórico en el que la novela es

concebida marca la oposición

consciente entre los desarrollos

intelectuales de la Modernidad y

todo lo que la precede. Es la época

inmediatamente posterior a la

Ilustración que Kant exaltó como la

época de la “mayoría de edad” de

la humanidad, porque dio el gran

paso de atreverse a saber por sí

misma. Pero saber por los propios

medios de la racionalidad humana

implica también un ejercicio

extremo de la libertad y, como el

                                                            6 Burdiel, óp. cit., p. 60.

propio Kant asentara en sus

escritos sobre la esencia de la

libertad, ésta siempre deberá ser

comprendida dentro de ciertos

límites racionales. En efecto,

‘libertad’ no significa hacer todo lo

que se puede, sino hacer todo lo

que se debe.

La gran diferencia con los siglos

de pensamiento previos a la

Modernidad radica en que el

máximo tribunal que juzgará el

correcto o incorrecto ejercicio de

la libertad radica en el hombre

mismo y no en Dios como en

tiempos previos a la conquista de

la madurez de la razón. Es la razón

misma, vuelta sobre los actos que

posibilita, la que determinará si

ésta o aquella acción ha sido hecha

en orden al libre ejercicio de la

razón cuyo límite máximo es, de

acuerdo con Kant, el conjunto de

juicios morales que ella misma

elabora

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Así, la manera de obrar de Víctor

Frankenstein a todas luces se

aparta del imperativo de la razón,

al ejercer el científico su libertad

no de manera sabia y racional, sino

libertina e irracional. Las acciones

que llevarán a la catástrofe

personal, familiar y científica de

Víctor Frankenstein están signadas

por la irresponsabilidad

grandilocuente del individuo

moderno que se cree capaz de

transgredirlo todo, reinventarlo

todo y dominarlo todo; en este

sentido, la fórmula “Frankenstein

contra las leyes de Dios”, señalada

por Román Gubern, es adecuada

como una alegoría de la sustitución

caótica del orden natural, ejercida

y dirigida por el hombre

cientificista ensoberbecido, que la

humanidad intentó por primera vez,

para no detenerse nunca más,

justo en el cruce generacional del

surgimiento de la novela.

En este punto, la crítica a la moral

del científico auto exaltado y

megalómano se cruza con la crítica

a las posibilidades justamente

monstruosas de la gran ciencia y

su avatar tecnológico de la alta

Modernidad. El naciente siglo XIX

lo tuvo claro por primera vez. Las

posibilidades que el conocimiento

científico y sus aplicaciones

tecnológicas abrían eran

verdaderas y contundentes. Como

no había ocurrido nunca antes, la

fisonomía social, humana, natural y

política podía ser transformada de

manera radical y permanente; ya

no eran los alegatos filosóficos

radicales y rebeldes en contra del

modo escolástico de pensar

puestos en marcha por Descartes,

tampoco la confrontación con la

dogmática eclesiástica a través de

la práctica experimental de

Galileo, ni siquiera la celebración

de la adquisición de la libertad

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racional por parte de Kant. No, el

siglo XIX se halló mucho más

cercano a la mirada de Marx: lo

que comenzaba a cambiar ya no

era sólo el mundo de las ideas

filosóficas e intelectuales, sino el

mundo de la vida mismo. El

traslado veloz y dramático del

campo a la ciudad, la nueva

funcionalidad humana en medio de

la funcionalidad maquinista, la

domesticación de poderosas

fuerzas naturales como la

electricidad y el vapor para

hacerlas obedecer a pie juntillas

los designios humanos, etcétera.

La Modernidad liberaba por fin

fuerzas naturales por medios

científicos como nunca antes había

ocurrido en la historia de la

humanidad. Por primera vez en el

largo periplo que había llevado al

hombre de los refugios en las

cavernas y el descubrimiento del

fuego a los barcos de vapor y las

primeras bobinas eléctricas,

parecía que la humanidad iba

finalmente a estar un paso

adelante de la naturaleza; el

hombre moderno dejaba de ser su

esclavo para ser su amo.

Justo este sesgo es el que da una

caracterología ambivalente al

trabajo de Víctor Frankenstein, ya

que para el pensamiento de la

época, la ciencia en sí misma no

era mala o diabólica; por lo

contrario, era el máximo logro del

pensamiento humano y el vehículo

que llevaría a la raza humana hacia

un futuro de bienestar pleno y

prístino conocimiento. Por más que

se temieran las posibilidades que

la ciencia y la tecnología hubiera

en determinado momento de

engendrar, el siglo de Mary

Shelley sigue siendo la edad del

progreso.

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Más bien, a lo que se temía en

aquella Modernidad en

consolidación era a las

posibilidades negativas de la

ciencia en malas manos. La crítica

decimonónica al moderno

Prometeo salva a la ciencia y

transfiere sus posibles males a la

figura del científico desquiciado,

quien sólo puede adquirir

consciencia de sí a través de la

oposición que le plantea la

exterioridad de su monstruosa

creación; monstruo que nace de

sus propias debilidades,

ambiciones y carencias como

científico, que son las mismas que

hacen de él alguien que ha

traicionado al ideal científico de

progreso y bienestar.

Por ello, el doctor y el monstruo

comparten apellido en la tradición

crítica y popular que ha seguido a

la aparición de la novela: hay un

responsable perfectamente

identificable de las abominaciones

que ha producido al manipular el

método científico; para el lector de

ayer y de hoy, es claro que la

ciencia y sus engendros, tal y

como eran concebidos en el siglo

XIX, sigue siendo un asunto entre

un eficaz y benéfico sistema (el

sistema científico) y los individuos

que lo manipulan, los que, como

toda persona, son susceptibles de

ser héroes o mezquinos,

encomiables o miserables.

Frankenstein, o el moderno

Prometeo es, entonces, una crítica

cultural a los malos usos de la

ciencia en un mundo moderno que

ha abierto posibilidades

insospechadas para ese tipo de

pensamiento especulativo,

experimental e instrumental. En

esta medida, mantiene claramente

a salvo a la ciencia en cuanto tal y

condena con energía a uno de sus

espíritus traidores: el doctor

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Frankenstein que morirá al cabo a

manos de su aberrante creación.

III

Los desarrollos científicos y

tecnológicos durante el siglo

siguiente (es decir, el siglo XX)

terminarán por fusionarse hasta

configurar el sistema

tecnocientífico. En éste, la clara

diferenciación que aún podía hacer

Mary Shelley se ha disuelto. No es

que haya la ciencia, como esfera

del conocimiento pura,

desinteresada y encomiable (si

bien con sus riesgos inherentes),

por un lado; y, por el otro,

científicos que la manipulan los

cuales pueden subjetivamente

perseguir fines encomiables o

abominables. En el siglo XX,

comenzando con el Proyecto

Manhattan que dio luz a la primera

bomba atómica de la historia del

planeta, la tecnociencia opera en

bloque y no pueden separarse sus

fines de los intereses que los

sistemas con los que se relaciona

generan e inoculan en su razón de

ser.

Así, la imbricación con el sistema

financiero, el sistema político y el

sistema militar, en diversos

niveles, es indisociable y es parte

del modo de ser del quehacer

científico y tecnológico de la

postmodernidad. Igualmente, la

tecnociencia es un sistema

especializado que se divide en una

pluralidad de subsistemas

particulares que funcionan como

una totalidad interconectada y

funcional:

La sistematicidad del sistema

tecnológico refuerza tanto la

necesidad de expansión como el

autodesarrollo. Los sistemas

técnicos, por simples que sean

—en apariencia— están

conectados e intercomunicados

con una gran red global formada

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por todos los macrosistemas

tecnológicos alrededor del

mundo entero (principalmente de

energía, transporte, producción

manufacturera y comunicación).

Es en esta gran escala

tecnológica en donde podemos

observar los mayores y más

problemáticos efectos para la

naturaleza y la sociedad.7

De manera que si la alta

Modernidad tuvo por excelencia su

novela de denuncia de las malas

prácticas científicas individuales

en Frankenstein, la

postmodernidad ha reeditado el

Mito de Prometeo con una novela

de igual o más éxito comercial que

la de Mary Shelley y que plantea,

justamente, el aspecto crítico

desplazándolo de la subjetividad

científica a las corporaciones

científicas que funcionan, en

realidad, como corporaciones

tecnocientíficas, macro sujetos

inescrupulosos que son los que

                                                            7 Linares, ópera citada, p. 387.

ordenan y mandan hoy por hoy en

la mayor parte de los avances

tecnocientíficos del mundo entero.

Parque jurásico de Michael

Crichton es la novela de crítica

científica por excelencia de la

postmodernidad. Libro publicado

por primera vez en inglés en el año

de 1990 y en español al año

siguiente, 1991. Tomando como

punto de partida los efectos de una

de las ramas más progresivas,

escandalosas y diversificadas de la

tecnociencia contemporánea, la

ingeniería genética, quien fuera

oriundo de la ciudad de Chicago

establece el centro narrativo de la

trama: la posibilidad de generar

vida ahora sí en serio, por medio

de un complejo aparato científico y

tecnológico que funcionaría como

una virtual máquina del tiempo

trayendo al mundo actual formas

de vida extinguidas miles de

millones de años atrás.

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El sesgo crítico de la novela queda

planteado desde el inicio mismo,

en la Introducción a la obra, en la

que haciendo una mezcla de ficción

con realidad y bordando sobre los

rasgos de la novela-ensayo,

Crichton afirma que:

La revolución biotecnológica

difiere de las transformaciones

científicas anteriores en tres

aspectos importantes:

Primero, está muy difundida.

Norteamérica entró a la Era

Atómica a través del trabajo de

una sola institución

investigadora, en Los Álamos.

Entro en la Era de las

Computadoras a través de los

esfuerzos de alrededor de una

docena de compañías. Pero hoy

las investigaciones

biotecnológicas se llevan a cabo

en más de dos mil laboratorios

sólo en Norteamérica. Quinientas

compañías de gran importancia

gastan cinco mil millones de

dólares anuales en esta

tecnología.

Segundo, muchas de las

investigaciones son irreflexivas

o frívolas. Los esfuerzos por

producir truchas más pálidas

para que sean más visibles en el

río, árboles cuadrados para que

sea más fácil cortarlos en

tablones y células aromáticas

inyectables para que una

persona tenga siempre el olor de

su perfume favorito pueden

parecer una broma, pero no lo

son. En verdad, el hecho de que

se pueda aplicar la biotecnología

a las industrias tradicionalmente

sujetas a los vaivenes de la

moda, como las de los

cosméticos y el tiempo libre,

hace que crezca la preocupación

por el uso caprichoso de esta

tecnología nueva.

Tercero, no hay control sobre

las investigaciones. Nadie las

supervisa. No hay legislación

federal que las regule. No hay

una política estatal coherente ni

en Norteamérica ni en parte

alguna del mundo. Y, dado que

los productos de la biotecnología

van desde medicinas hasta nieve

artificial, pasando por cultivos

mejorados, resulta difícil

instrumentar una política

inteligente.

Pero más perturbador es el

hecho de que no se encuentren

voces de alerta entre los

científicos mismos. Resulta

notable que casi todos los que

se dedican a la investigación

genética también comercian con

la biotecnología. No hay

observadores imparciales.

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15 

Todos tienen intereses en

juego.8

Los tres puntos iniciales de Parque

jurásico fijan la postura y la clave

de lectura del texto para que no se

preste a equívocos: el autor ha

ficcionalizado un alegato ético en

contra del estado de cosas

contemporáneo en materia

tecnocientífica. El énfasis puesto

en la frivolidad, la dispersión y la

cooptación que dicho sistema hace

entre el mundo científico marca de

manera puntual los pilares sobre

los que descansa esta nueva

manera de investigar, descubrir e

intervenir en el mundo por medios

científicos y tecnológicos.9

                                                            8 Véase, Parque Jurásico, Barcelona,

Plaza y Janés, 1991, pp. 9-10. 9 El doctor Jorge Linares resume con

precisión este hecho “Las innovaciones

tecnocientíficas se difunden cada vez con

mayor rapidez y por todo el orbe: no

existen ya limitaciones culturales ni

geográficas para su expansión. Se han

El libro narra los esfuerzos de la

corporación InGen™ para realizar

una clonación exitosa con base en

la paleogenética. Tras numerosos

esfuerzos realizados en la década

de los ochenta y con una fuerte

inversión de compañías japonesas,

su vehemencia biotecnológica

rinde al cabo frutos al encontrar el

método, los medios, la materia

prima y la tecnología apropiada

para traer a la vida a una

multiplicidad de seres

prehistóricos, con base en

muestras genéticas fósiles

encontradas en la sangre que

chupaban los mosquitos a los

dinosaurios y que han quedado

                                                                                    creado los medios materiales para la

difusión del saber científico y el quehacer

tecnocientífico (Internet como entorno

virtual globalizado y el empleo de la

informática como lingua franca

tecnocientífica). El progreso tecnológico

es un rasgo distintivo de la tecnociencia

que parece ya no depender de la voluntad

social, sino de un impulso autónomo de

autocrecimiento…”, ópera citada, p. 386.

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selladas, por azares de la

naturaleza, en ámbar. El socio

mayoritario de la corporación, el

viejo John Hammond, decide

entonces erigir todo una zona

comercial con base en los

productos genéticos fabricados por

su empresa: emplaza entonces un

parque de diversiones

zootecnológico en una isla del

Océano Atlántico comprada a

Costa Rica: Isla Nublar. En cuanto

comienzan las labores para los

preparativos finales antes de la

gran inauguración, el infierno se

desata.

La decantación de información

científica —en particular sobre

ingeniería genética—, con el buen

manejo del atractivo plástico de

una de las ramas matemáticas más

inquietantes del último cuarto de

siglo, la Teoría del Caos, así como

las posibilidades hasta hace poco

inimaginables de las teorías

científicas fundidas con la

tecnología de vanguardia, da carne

y sangre al cuerpo del texto de

ficción. En cuanto al tejido de la

trama, lo más electrizante de

Parque jurásico está en su

capacidad para ordenar de manera

atractiva, crítica, misteriosa y

prolija los avatares de una

sociedad que el sociólogo

estadounidense Daniel Bell ha

llamado “postindustrial”, cuyas

características son: 1) El

capitalismo ha entrado en la era de

la primacía del conocimiento y los

servicios; 2) la tecnología se dirige

a un nivel máximo de

autorreferencialidad, al tiempo que

se fusiona con el sistema

científico, y 3) la inminente

urbanización total volverá

obsoletos a los sectores primario y

secundario en la productividad de

las naciones.

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En este entorno enrarecido, la

ciencia ha dejado de concebirse

como un medio para llegar a la

libertad a través de la verdad,

como ocurrió en la época de su

emancipación como arte del

pensamiento en los siglos XVII y

XVIII, sino como un instrumento

más de producción de capital; el

viejo dictum de Ignacio de Loyola,

“la verdad nos hará libres”, que

los científicos pioneros creyeron

aplicable a su arte, ha mutado con

la muerte del dios metafísico para

ceder sus plegarias al más terrenal

dios de nuestro tiempo: el dinero;

así, la confianza en la posibilidades

del conocimiento de la primera

Modernidad, recibe una

modificación sustancial en

nuestros tiempos, ya que ahora se

afirma sin escrúpulos: “la verdad

(científica) nos hará ricos”. No a

todos, por supuesto. Solamente a

aquellos que hacen ciencia de

verdad, o lo que la postmodernidad

entiende por ciencia de verdad:

ciencia corporativa, tecnologizada,

aplicable, transformadora,

reificadora; producción masiva de

los resultados de laboratorio,

índices de eficacia en libros

contables.10

Pero esta ciencia desbocada,

ciencia sin límites, al servicio de

las grandes corporaciones y del

gran capital, no inspira seguridad

sino temor; sus creaciones han

perdido para siempre ese aura de

progreso, bienestar prometido y

catapultación de la humanidad

                                                            10 “La eficacia tiende a manifestarse en lo

que se ha denominado ‘imperativo

tecnológico’: hágase todo lo que sea

tecnológicamente posible. Los agentes

tecnocientíficos confían en que lo que hoy

no es factible se realizará en el futuro

gracias al progreso tecnológico. Este

‘imperativo tecnológico’ implica que todo

lo que puede realizarse técnicamente está

justificado por los fines y beneficios

pragmáticos inmediatos,

independientemente de los riesgos

inherentes”, Linares, ópera citada, p. 382.

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hacia un futuro promisorio que

todavía gozaron hasta poco

después de la primera mitad del

siglo XX. Por lo contrario, los

productos tecnocientíficos

postmodernos pueden alcanzar

altos niveles de incoherencia,

espanto o frivolidad:

Hammond [el dueño de la

compañía de biotecnología

InGen™ y del Parque Jurásico™]

era aparatoso, un histrión nato y,

en 1983, tenía un elefante que

llevaba consigo en una jaulita. El

elefante tenía veintitrés

centímetros de alto y treinta de

largo y estaba perfectamente

formado, salvo por los colmillos

que estaban atrofiados […] A

los inversores potenciales… les

ocultaba el hecho de que la

conducta del elefante había

cambiado de modo esencial en el

proceso de reducción del tamaño

al de una miniatura: el pequeño

ser podía parecer un elefante,

pero se comportaba como si

fuera un roedor violento, de

rápidos movimientos y pésimo

carácter11.

                                                            11 Parque jurásico, pp. 79-80.

.

Las capacidades potenciadas de

transformación del entorno

medioambiental que la

tecnociencia ha insuflado en el

modo de ser de la humanidad

contemporánea son al mismo

tiempo una realidad y un

espejismo. Son una realidad

porque su facticidad es

abrumadora, avanza con celeridad

y sigue los mandatos de su propio

y auto generado “imperativo

científico”. Es un espejismo

porque desde su concepción, por

más que ideológicamente se afirme

lo contrario, el sistema

tecnocientífico sabe que no puede

controlar todas las variables que

entran en juego en su devenir, en

su creatividad y en su

productividad. Existe, entonces, un

punto crítico, un momento de no

retorno en el que inexorablemente

las invenciones generadas por el

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sistema tecnocientífico tenderán a

revertir contra el propio sistema y

contra el sistema social en

general, y entre más sofisticación

exista, mayor será el grado de

peligro posible. Éste es un

elemento cada vez más difundido

culturalmente, en especial por la

machacona intervención de

intelectuales críticos,

organizaciones no

gubernamentales y movimientos

izquierdistas del mundo entero:

entre más avances, desarrollos y

logros obtenga el genio científico,

mayor será el grado de riesgo

latente. Tanto en la realidad como

en la imaginería del siglo XX y

principios del XXI, esto es válido lo

mismo para la exploración espacial

que para la energía atómica; para

la manipulación genética que para

la generación de armas químicas.

En este sentido, la novela de

Crichton recoge el espíritu de una

época.

En Parque jurásico, la asombrosa

facticidad de lo improbable revela

la paradójica fragilidad de una

súper ciencia tecnologizada;

porque al tiempo que el

postmoderno Prometeo

corporativo ha cumplido a

cabalidad el sueño demiúrgico de

la humanidad, el logro largamente

anhelado de la metacerámica

primordial, pone al descubierto

que las fuerzas bióticas liberadas

rebasan de sobremanera las

capacidades de comprensión y

control que la tecnociencia posee.

El Parque Jurásico™, esa isla

high-tech en la que su dueño John

Hammond soñó que la filosa

tecnología de nuestra época podía

controlar a un conjunto de seres

de otro tiempo, un tiempo sin

humanos, se convierte en el

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amargo reflejo de una realidad

largamente ignorada. Ni las cercas

electrificadas, las escopetas con

balas expansivas o las zanjas de

cinco metros; ni el absoluto

control lógico de los sistemas

cibernéticos que automatizan por

completo al parque, puede detener

lo inevitable: el imperio del caos.

Porque los sistemas biológicos no

se someten a nuestras

necesidades racionales; se abren

paso siguiendo una lógica compleja

y paradójica en la que la

estabilidad está ligada a lo

aleatorio. Ciertamente puede

describirse en ella un orden, que

incluso es posible interpretar

matemáticamente. Pero esta

interpretación, como ocurriera a

los teólogos medievales cuando

descubrieron que a Dios apenas se

le podía nombrar para decir algo

significativo acerca de él, sólo

muestra que al pie de nuestro

pretendido poderío teórico y

pragmático se encuentra un infinito

abismo (biológico, cósmico y

temporal) al que sólo podemos

admirar y temer.

IV

Las dos grandes novelas epocales

que han reinventado el Mito de

Prometeo, respectivamente para la

Modernidad y para la

Postmodernidad, Frankenstein, o

el moderno Prometeo y Parque

jurásico, realizan, a través de sus

poderosos medios estéticos

críticos, el cuneo entre una época

y la siguiente, señalando

puntualmente las afinidades, pero

sobre todo las diferencias que

median entre una y otra; y,

asimismo, subrayan cómo una es

elemento indispensable para el

desarrollo de la otra: sin la

apertura científico-ideológica de la

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alta Modernidad, la tecnociencia

de nuestra era postmoderna, con

toda su desmesura, no habría sido

posible. El paso de la ciencia

modernista a la tecnociencia

postmodernista trajo consigo una

serie de modificaciones de gran

relevancia que afectan ciertamente

para bien, pero sobre todo para

mal, a la totalidad del sistema

social global: “El mundo

tecnológico del que depende ahora

la humanidad entera se ha

convertido en una mediación

universal y en el horizonte de las

relaciones cognoscitivas y

pragmáticas entre el ser humano y

la naturaleza; es pues, un sistema-

mundo que domina la vida social,

una matriz cognitiva y pragmática

a partir de la cual nos

relacionamos con todo”.12

                                                            12 Linares, óp. cit., p. 365.

Mientras sigamos en esa matriz, la

viviremos como el ambiente único

de seguridad y sentido del mundo

de la vida (lo que Peter Sloterdijk

llama “esfera de inmunidad”), por

más que tenga, metafóricamente

hablando, numerosas fugas de

líquido amniótico vital. El gran reto

de nuestra era será forjar la

siguiente esfera que sigue a la

inevitable ruptura de toda matriz;

una que tendrá que dotarnos de los

elementos psico-culturales

necesarios para desmantelar todo

aquello que ha puesto a nuestra

civilización al borde del colapso y

rescatar aquello que nos ha

iluminado para afirmarnos como

los paradójicos prodigios de la

naturaleza que sin duda somos.