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REVISTA DE ESPIRITUALIDAD (60) (2001), 49-73 El misterio trinitario como tema teológico-espiritual * SANTIAGO GUERRA (Salamanca) Las configuraciones de «lo divino» en la historia de las religiones pueden sintetizarse esencialmente en las siguientes: una configuración panteísta-monista, como en el hinduismo advaita, en la que «lo divi- no» es la única realidad y sólo es múltiple su manifestación por la que se constituye el universo visible; una configuración politeísta, como la griega y romana, en la que no hay una última realidad divina, sino sólo un supremo jerarca de muchas deidades concebidas como indivi- dualidades reales; una configuración rígidamente monoteísta, como la judía, la islámica e incluso la zoroástrica, en la que se afirma de forma tajante la unicidad de la divinidad y la concepción de ésta como liber- tad, voluntad y acción, es decir, como realidad personal, y al mismo tiempo la existencia de dos realidades distintas: increada y trascen- dente al mundo la divina, creada e inmanente la del Universo y el hombre; y finalmente una configuración monoteísta-trinitaria propia de la Revelación bíblica 1 * Estas páginas contienen un poco ampliada la Ponencia presentada en el Congreso de Teología Espiritual celebrado en la Facultad Teológica del Tere- sianum (Roma) los días 24-29 de abril del 2000. 1 Hay otras configuraciones intermedias, como la henoteísta, que hallamos en el culto védico, en la que la divinidad invocada en cada momento es la principal y por tanto se distingue del politeísmo griego-romano, y el teísmo de los últimos Upanishads, de Ramanuja y de las vías bhakti del hinduismo, que

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  • REVISTA DE ESPIRITUALIDAD (60) (2001), 49-73

    El misterio trinitario como tema teológico-espiritual* SANTIAGO GUERRA (Salamanca)

    Las configuraciones de «lo divino» en la historia de las religiones pueden sintetizarse esencialmente en las siguientes: una configuración panteísta-monista, como en el hinduismo advaita, en la que «lo divi-no» es la única realidad y sólo es múltiple su manifestación por la que se constituye el universo visible; una configuración politeísta, como la griega y romana, en la que no hay una última realidad divina, sino sólo un supremo jerarca de muchas deidades concebidas como indivi-dualidades reales; una configuración rígidamente monoteísta, como la judía, la islámica e incluso la zoroástrica, en la que se afirma de forma tajante la unicidad de la divinidad y la concepción de ésta como liber-tad, voluntad y acción, es decir, como realidad personal, y al mismo tiempo la existencia de dos realidades distintas: increada y trascen-dente al mundo la divina, creada e inmanente la del Universo y el hombre; y finalmente una configuración monoteísta-trinitaria propia de la Revelación bíblica1

    * Estas páginas contienen un poco ampliada la Ponencia presentada en el

    Congreso de Teología Espiritual celebrado en la Facultad Teológica del Tere-sianum (Roma) los días 24-29 de abril del 2000.

    1 Hay otras configuraciones intermedias, como la henoteísta, que hallamos en el culto védico, en la que la divinidad invocada en cada momento es la principal y por tanto se distingue del politeísmo griego-romano, y el teísmo de los últimos Upanishads, de Ramanuja y de las vías bhakti del hinduismo, que

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    I. TEOLOGíA TRINITARIA Y EXPERIENCIA: UNA RELACIÓN DISTORSIONADA

    Es bien conocido que la palabra «Trinidad» no pertenece al vo-cabulario bíblico, ni siquiera al neotestamentario, pero tampoco la hallamos en los dos primeros siglos de la Iglesia cristiana. Sólo a finales del siglo segundo se aplica por primera vez a Dios la palabra trías (tríada) que llega a adquirir carta de naturaleza con Orígenes y sobre todo con Clemente de Alejandría. A la trías/tríada griega cOlTesponde la trinitas latina, que ya usa libremente Tertuliano, con-temporáneo de Clemente.

    La historia de la teología trinitaria es la crónica de una secular y heroica epopeya, en la que las mentes de los teólogos agotaron sus más preciados recursos para precisar el contenido y sentido del dog-ma básico de la fe cristiana, librarle del Scilla et Caribdis del mo-dalismo y el triteísmo y articularle dentro de un sistema lógico-discursivo.

    Pero la dogmática trinitaria rompió deliberadamente su interna relación con la experiencia cristiana conforme al sagrado principio escolástico de que una cosa es la ciencia teológica y otra la expe-riencia o vida cristiana 2. Además de negarse desde ese principio la unidad y reciprocidad de experiencia y teología, como inevitable secuela ésta se lanza, eso sí, con admirable esfuerzo y genial capa-cidad de sistematización, a navegar more aristotelico por un mar de conceptos y silogismos que conforman un modelo de verdad reve-lada objetivista y una panoplia de tratados y tesis de la misma índo-le. Resulta también evidente que la reivindicación de la exclusividad del carácter científico para la teología intelectual no sólo alToja fuera de su seno a la experiencia, sino que ésta queda sometida al félTeo juicio de los teólogos de escuela que dictaminarán sobre su ortodo-xia o heterodoxia. La experiencia tendrá que ser experiencia de lo que dice esa teología. No se vio nunca que las experiencias de los santos y los místicos movieran a repensar el entramado intelectual o a reinterpretar las formulaciones teológico-dogmáticas en un nuevo

    se opone al panteísmo monista pero no se identifica con el teísmo bíblico por la ausencia de la idea de creación.

    2 Un buen resumen de la historia de esta separación puede verse en D. DE PABLO MAROTO, El camino cristiano, pp. 58-66.

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    lenguaje menos esclavo de la lógica binaria del sí o no aristotélico; sí se vio, en cambio, a santos y místicos humildes y humillados a los pies de los teólogos para recibir su veredicto de condenación o de sospecha.

    Personalmente me resultaría muy excitante saber en qué puede consistir la experiencia de la Trinidad de la teología escolástica, qué sensación puede causar el que a alguien se le abra en visión contem-plativa la verdad de que Dios es uno en esencia y trino en personas, que el Hijo es eternamente engendrado y que el Espíritu Santo «pro-cede». Yendo más allá preguntaría si eso puede considerarse expe-riencia del misterio trinitario y no más bien iluminación repentina de una complicada fórmula matemática; haciéndome pesado pregun-taría además si es posible hallar una relación interna entre tal «ex-periencia» y la vida cristiana personal, comunitaria o social como realización de la vida trinitaria. Y para matar a preguntas cuestiona-ría finalmente si es simplemente posible experimentar esa Trinidad intelectualista o, por el contrario, tienen razón los que dicen que la dogmática clásica, en nuestro caso la dogmática trinitaria, ha sellado con siete sellos el acceso a la experiencia del misterio.

    En una época como la nuestra, sedienta de experiencia, el des-prestigio de los dogmas y la indiferencia ante ellos (indiferencia que alcanza sobre todo al dogma compendio de todos los dogmas, el trinitario) por la impresión que producen de ser una superestructura gratuita y un caprichoso juego de espejos lógicos no sólo amenazan con convertir el depósito de los dogmas en depósito de cadáveres, sino que favorecen la oferta y la demanda de religiones de experien-cia y no de doctrinas, como el budismo.

    La teología espiritual debe, en cuanto teología, partir de la expe-riencia trinitaria y ofertársela a la dogmática como fuente de su propia reflexión y sistematización. Haciéndolo así se tornan los papeles y la experiencia de la teología trinitaria pasa a ser teología de la experiencia trinitaria. No por ello la dogmática queda automá-ticamente disuelta en la teología espüitual, si bien las fronteras se hacen corredizas y a veces parecen desvanecerse.

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    II. EL «MISTERIO» CONVERTIDO EN «FÓRMULA» EMBARAZOSA

    Es palpable la total inoperancia de la presentación teológica tra-dicional del misterio por excelencia que aparece como algo «que hay que creer» para salvarse (aunque produzca perplejidad y descon-cierto en la mente), pero que por lo demás no altera lo más mínimo, ni para bien ni para mal, las coordenadas de una vida cristiana in-cluso tomada en serio; no se ve ninguna relación con ella y se opta por dejarle solamente para el momento de la protocolaria confesión de fe pedida y exigida por la Iglesia, a veces como condición para determinadas concesiones, comenzando por la dispensación del bau-tismo.

    El «misterio» de Dios uno y a la vez trino, que en cuanto «mis-terio» significa siempre algo que afecta a la médula misma de la existencia humana, se confunde con un «enigma» intelectual o una indescifrable fórmula matemática que generalmente provoca más una intrascendente y perezosa curiosidad imposible de satisfacer que una religiosa inquietud, y que en el mejor de los casos se remite a la incomprensibilidad divina como una excusa, más que como una ra-zón, para quitársele de encima existencial e intelectualmente y para juzgar incluso un «pierde-tiempo» el acercamiento reflexivo a él.

    Extraña, por otra parte, que la reforma litúrgica postconciliar haya conservado esta fiesta como la fiesta de una «fórmula» dogmá-tica del más puro saber helenizante y que las oraciones y el prefacio estén compuestos a base de las más clásicas y estereotipadas expre-siones tradicionales en las que no aparece la más lejana relación con el lenguaje bíblico referido al Padre, al Hijo y al Espíritu. Los ce-lebrantes conocen bien la situación embarazosa en la que se hallan a la hora de la homilía. Saben que si exponen la fórmula tradicional dogmática la impresión de los oyentes será la de estar asistiendo -si no han desconectado su atención- a un extraño e ininteligible juego de artificio conceptual y verbal además de verse obligados a llevar al misterio, en vez de al terreno del mensaje existencial, al de una «explicación» que le haga menos oscuro y extravagante, consi-guiendo probablemente lo contrario. Se echará mano entonces de la consabida imagen del trébol y otras ocurrencias tan ingeniosas como ingenuas.

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    Una anécdota histórica revela hasta qué punto el misterio central de la fe cristiana aparece desligado de toda relación con la vida y queda simplemente guardado en el armario o depósito de las confe-siones teóricas de fe para cuando sea forzoso echar mano de él. Unos empleados laicos de una comunidad religiosa salen de la ce-lebración de la fiesta de la Santísima Trinidad y uno de ellos comen-ta que no ha entendido bien al sacerdote: no sabe si ha dicho que hay un Dios o tres o si hay uno que a la vez es tres. La respuesta del otro fue de antología: ¿A ti qué más te da? ¿Te van a dar de comer? ¡Que sean los que quieran!

    Quizá lo más desconsolador del balance de casi veinte siglos de teología trinitaria sea comprobar cómo los cristianos, clero incluido, cuando se refieren a «Dios» no tienen conciencia alguna de estar refiriéndose a un Dios trinitariamente conformado, sino al «Dios» (mono)-teísta del que hablaba el clásico tratado de «Dios uno» y que terminó muriendo como consecuencia de la propia marcha del pensa-miento filosófico-teológico que le dio a luz" 3. Si de la palabra «Dios» se pasa a la palabra «Trinidad», difícilmente se hallará alguien que no piense espontáneamente en tres realidades divinas, llamadas Pa-dre, Hijo y Espíritu Santo, y por tanto que no evite de verdad un criptotriteísmo no confesado ni confesable. Finalmente, para no alu-dir a más lamentables confusiones, ¿cómo se puede usar tan indistin-tamente la palabra «Dios» para referirse al Padre o a Jesús? 4.

    ¿Cómo es posible que el misterio que constituye el Todo de la vida cristiana, que provocó la celebración de los más fundamentales Concilios Ecuménicos para establecer con toda claridad su verdad dogmática, y que suscitó los más admirables análisis patrístico-teo-lógicos sobre los conceptos de sustancia, naturaleza y persona, no sólo no haya logrado dar un sentido trinitario a la existencia cristia-na, sino que ni siquiera haya conseguido que los cristianos dejen de moverse entre un monoteísmo poco más que filosófico y un peregri-

    3 Véanse las magníficas reflexiones sobre la muerte del Dios del teísmo tradicional en J. L. MARION, De la «mort de Dieu» aux noms divins: l'itinéraire théologique de la métaphisique, en Laval théologique et philosophique, 41, 1985, 25-41. Anteriormente había expuesto ya claramente su pensamiento en dos libros que tuvieron importante resonancia: L 'idole et la distance. Cinq études, París, 1977, y Théologiques. Dieu sans l'erre, París, 1982.

    4 Cuando la palabra «Dios» se usa sola nadie la asocia al Espíritu Santo.

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    no triteismo? Si la cuestión de «Dios» puede ser aún una «cuestión» a llevar a un foro en el que participen creyentes y no creyentes, no parece que eso sea posible con el tema de la «Trinidad» tal como éste se ha presentado en la tradición teológica occidental. Puede ser, en cambio, el asunto teológico más sugestivo y revolucionario cuan-do se le saca de su prisión metafísica esencialista y se le coloca en donde verdaderamente es, está y vive: la historia humana.

    Es verdad que la palabra «Trinidad» se convirtió en sacrosanta y en no intercambiable por ninguna otra una vez que fue adoptada ofi-cialmente por la Iglesia para expresar dogmáticamente la realidad del Dios revelado. Pero no es menos verdad que, como otras expresiones centrales del credo cristiano, se ha vuelto totalmente extraña al len-guaje de hoy esencialmente experimental: sólo es semánticamente significativo, y por tanto sólo es verdaderamente lenguaje el que sir-ve de vehículo a una experiencia, no a un concepto. La palabra «Tri-nidad» apareció en el vocabulario teológico cuando ya se dibujaba claramente la separación entre teología y experiencia histórico-salva-dora. No es, por lo mismo, tan extraño que se esté iniciando una tendencia que prefiere los términos neotestamentarios de Padre, Hijo y Espíritu Santo al de «Trinidad», reservando más bien para éste un puesto honorífico en la historia del dogma y de la teología 5.

    III. LA EXPERIENCIA BÍBLICA DE LA TRINIDAD

    «Esta es la cuestión: saber si la última realidad es el átomo o la Santísima Trinidad» 6. Hoy no diríamos ya el átomo, sino las par-tículas elementales, subatómicas; pero con ello no habríamos llegado aún a la última realidad de la que habla la ciencia en cuanto ciencia: la energía, que en un momento dado puede manifestarse formando partículas elementales y desde ahí el Universo entero visible.

    La Física cuántica, obligada por sus propios descubrimientos, se

    5 Así el «Nuovo dizionario di Spiritualita» de DE FlOREs-GOFFI (adaptación española de Augusto Guerra).

    6 Es una frase del Cardenal J. Danielou que se me quedó grabada cuando la leí hace ya bastantes años, pero no tomé su cita y por eso no puedo remitir al lugar en que la dice.

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    ha alejado cada vez más de un concepto atomista-materialista del mundo y se ha acercado a la convicción de que la última realidad del Universo es el Espíritu (traducido físicamente en términos de «ener-gía»), sólo desde el cual es cognoscible y pensable la materia. Pero además ha visto en las experiencias místicas la correspondencia exacta de lo que ella científicamente descubre. Muestra por lo demás su preferencia por las místicas monistas, apersonales o cósmicas, como las más conformes con la visión del mundo que dicha física descubre, mientras se le escapa o rechaza de forma bastante genera-lizada la mística personalista cuya base es la fe en un Dios personal, al que se susituye por una especie de demiurgo cósmico o cosmos concebido como dinamismo ilimitado que se manifiesta autoorgalli-zándose evolutivamente sin que, consiguientemente, se pueda hablar de diferencia entre espíritu y materia, Dios y cosmos, individualidad y totalidad, partes y todo, creador y creación: la realidad en su di-mensión más interior es un Todo-Nada de relaciones puramente dinámicas de las que desaparecen los conceptos de tiempo y espacio.

    Habría, pues, que modificar la proposición y decir: «esta es la cuestión: saber si la última realidad es el Espúitu como "lo divino" apersonal-cósmico, o el Espíritu del Padre y el Hijo, es decir, la Santísima Trinidad». Esta última no se diferencia en realidad del Dios eminentemente personal que la fe cristiana ve plenamente re-velado-realizado solamente en el Nuevo Testamento.

    Si la consideración teológico-dogmática de la Trinidad debe asentarse sobre la experiencia trinitaria y desde ahí iluminar a su vez esa experiencia en los distintos momentos de la historia, la experien-cia trinitaria de cualquier persona o de la vida eclesial, de la que la experiencia individual no puede estar desgajada, tiene que ser la siempre renovada continuación de la que se dio en la revelación bíblica. Es lícito preguntarse si la habitual consideración de la Tri-nidad en los compendios de Teología Espiritual contrasta suficien-temente la experiencia trinitaria de los santos y los místicos, y de los propios Teresa y Juan de la Cruz, con la experiencia bíblica. Es aquí donde una teología dogmática que parte de una revelación como experiencia tiene cartas credenciales para alumbrar la experiencia cristiana al tiempo que debe mantener el oído atento a las múltiples variedades de ésta.

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    IIl.l. La experiencia trinitaria veterotestamentaria

    Si se supera definitivamente la doctrina aún larvadamente exis-tente de la contraposición entre el Antiguo y el Nuevo Testamento (¡Marción dixit!) 7 y se admite de una vez que éste es la plenitud de aquél, habrá que decir que el monoteísmo judío de la Antigua Alian-za es también trinitario en su esencia, aunque no plenamente reali-zado como tal. Los clásicos tratados De Trinitate aducían textos veterotestamentarios con. los que se pretendía probar que ya en ellos se insinuaba de alguna forma la revelación de la doctrina que en el Nuevo Testamento se afirma con toda rotundidad y se convierte en piedra angular de toda la dogmática cristiana: que Dios es uno y trino 8.

    Aparte de la suma debilidad de los argumentos (que nada proba-ban), éstos se referían a un Dios trino que padecía el mismo mal de fondo de la teología escolástica entera: un Dios Trino considerado en sí mismo, del que se hablaba como una realidad eterna, estática, de tal forma pre-temporal e intemporal que ni la Creación, ni el hombre, ni la historia humana entraban o podían entrar como de alguna forma real elementos internos del propio misterio trinitario y de la reflexión teológica sobre el mismo. La creación y la historia eran simplemente realidades posteriores a la Trinidad, que sería exac-tamente la misma aunque ni la creación, ni el hombre, ni la historia existieran.

    En la actual concepción histórico-salvadora de la teología no tiene ya sentido buscar argumentos que sugieran la revelación de esa Trinidad en el Antiguo Testamento, ya que tanto esa Trinidad como ese concepto de revelación, definida como comunicación vertical, e coelo de lapsa, de una verdad divina intemporal (en este caso de la verdad divina por antonomasia), parecen haber definitivamente ca-ducado. Si la teología quiere partir de una base bíblica, no parece que pueda separar realidad divina y realización histórica de la mis-

    7 Se va imponiendo poco a poco la denominación de Primero y Segundo Testamento a la tradicional y antitética de Antiguo y Nuevo Testamento.

    8 Se daba especial importancia al número ternario aplicado más de una vez a las cosas divinas. Cfr. J. M. DALMAU, Sacrae Theologiae Summa, n, B.A.C., Madrid, 1964, pp. 252-253

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    ma, y consiguientemente sólo considerando la unidad de ambas podrá hablar de verdad dogmático-teológica.

    La pluridimensionalidad o conformación trinitaria de Dios apa-rece en la propia «presentación de Dios» que hace el primer capítulo del primer libro de la Biblia: el Génesis. Y no porque encontremos en él el mayestático «Hagamos al hombre a nuestra imagen y seme-janza» (1,26), uno de los argumentos antiguos en el que se creía ver un cierto barrunto del misterio (aunque no fuera el más valorado y central), sino porque los primeros versículos, mediante una sencilla forma narrativa y un popular lenguaje mitológico, expresan una muy elaborada teología postexílica en la que queda resumida la experien-cia israelítica de Dios y por lo mismo lo que se puede decir de él.

    Podríamos resumir en las siguientes proposiciones el núcleo de la teología vetero-testamentaria:

    1.0 En el Principio Dios es Palabra. El «y dijo Dios» (1,3) no es separable, porque no hay un «Dios» que no sea un «decir» o que sea Dios antes de su «decir». A Dios se le sitúa «en el principio» y no más allá de él, no aparece curiosidad o esfuerzo alguno de los teólogos israelitas por escudriñar la imaginariamente posible secreta morada eterna en la que Dios vivía y era lo que era; ellos sólo le conocen como el que en el principio (del mundo) «habla» y con tal le identifican, de forma que no sólo «dice», sino que es su mismo decir: es Palabra. Y Palabra es auto-comunicación. Por lo mismo Dios no es siquiera definible como una realidad (la realidad última) que primero es y luego se autocomunica, sino que auto-comunicarse es su entera realidad. Bien pudiera cambiarse la tantas veces con-fusa y desconcertante palabra «Dios» por la frase «Auto-comunica-ción Absoluta»; obligaría a una auténtica

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    auto-comunicación sin más. Y ese es el significado más profundo de Dios creador y de creación de la nada.

    2.° En el Principio Dios es Espíritu: Dios como «decir» o Pa-labra es Dios en acción, es poder, energía, fuerza que lleva a cabo algo en el mundo; es fuerza creadora y vivificante

    3.° Dios es Palabra/auto-comunicación y Espíritu-fuerza pri-mero a través de la historia de un pueblo que era su propia historia. Lo que Dios es no es en el movimiento de su ser y no al margen ni fuera de ese movimiento, y por lo mismo no es lo que es sino realizándose históricamente. Queda superado todo extrinsecismo, esencialismo metafísico e intemporalismo de Dios, puesto que no es Palabra y Espíritu dichos o enviados a una historia como desde arriba, sino autocomunicación y fuerza realizándose en y a través de la propia historia de la Humanidad.

    4.° De lo dicho se deduce que no hay ninguna experiencia in-mediata de Dios Palabra-Espíritu, sino sólo experiencia indirecta e interpretada desde y a través de un contexto histórico cambiante, de forma que experiencia de Dios e interpretación inevitablemente con-textualizada forman un todo indisoluble en el que la interpretación desde un contexto colorea la experiencia y la experiencia influye en la interpretación. La experiencia de Dios Palabra-Espíritu, y con ella la realidad misma divina, no puede divorciarse nunca de la experien-cia concreta y situacional de los hombres de las diversas épocas. De tal forma se da una circularidad interna entre la llamada «revela-ción» y el contexto en el que aquélla es leída y experimentada, que Dios no es Palabra ni Espíritu ni es nada sino en y desde ese con-texto histórico. Decir otra cosa sería aferrarse al «Dios en sí» atra-pado y visto con categorías del Ser griego: un ser subsistente en sí mismo en el que no cabe, y explícitamente se niega, la relación real al mundo y del que mucho menos se puede decir que su «ser» equivale a su «ser relación». Toda la Biblia, y no sólo el Nuevo Testamento, es la «Sitz im Leben» (= situación vital) de una comu-nidad creyente, pero también es la «Sitz im Leben» del Dios de Israel y del Jesús de Dios. Decir, como dijo hace unos años un cardenal de la Iglesia, que «La Santísima Trinidad es la misma en Roma y en África del Sur» es a la vez una perogrullada como afir-mación dogmática y un error como hermenéutica.

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    IlI.2. La culminación de la experiencia trinitaria en el Nuevo Testamento

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    Lo que va a distinguir esencialmente la fe cristiana de la fe judía, en cuyo seno aquélla nace y crece durante un considerable tiempo, va a ser exactamente un artículo de fe cristológica, no directamente una confesión monoteísta-trinitaria. El centralismo cristológico de la primitiva fe cristiana va perdiendo relieve precisamente en el curso de las controversias cristológicas que pasan a convertirse en una cuestión esencialmente trinitaria. Aunque ambos ámbitos -el cris-tológico y el trinitario- van íntimamente unidos, el corrimiento del centro de gravedad hacia este último va a suponer un giro de tras-cendentales consecuencias en la forma de entender la revelación, la teología y la espiritualidad cristiana.

    La experiencia cristiana neotestamentaria, a pesar de las diversas teologías o más bien cristologías que hallamos en el Nuevo Testa-mento, se va a traducir unánimemente en la siguiente confesión de fe: en el suceso entero de Jesús, leído desde su final como resuci-tado-crucificado, ha acontecido definitivamente Dios. Dios ha llega-do a ser o se ha auto-realizado históricamente de manera plena y definitiva como lo que en el principio es: auto-comunicación o do-nación total de sí mismo de manera que llega a identificarse con «el otro», que es concretamente la persona histórica de Jesús. Se ha adquirido la conciencia de que en la historia de la salvación no sólo el Dios de la ley ha terminado su papel propedéutico o de pedagogo para dar paso al Dios de Jesús que es el Dios de la gracia, sino que el propio teocentrismo del Jesús prepascual se ha convertido en el cristocentrismo de Dios para los llamados a la fe en el Jesús resu-citado-crucificado, de forma que sólo en el suceso de éste puede ser aquél conocido y vivido. Jesús, última y definitiva mediación histó-rica de la revelación-realización de Dios como esencialmente salva-ción, es confesado como la propia inmediatez de Dios.

    La experiencia de que el acontecimiento definitivo de Dios y el acontecimiento de Jesús son el mismo acontecimiento, o de que Dios ha sucedido salvadoramente a través del suceso de Jesús, ter-mina desdoblando la primera confesión de fe en dos artículos: este hombre es el Hijo de Dios y Dios es el Padre de Jesús. Doble

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    confesión que en la escalonada y progresiva profundización de la experiencia y reflexión neo testamentaria terminará condensándose y densificándose como fe salvadora en el Padre y el Hijo, sin genitivo alguno.

    Tras el privilegio y práctico monopolio de que gozó un tiempo el método crítico de la «Historia de las Formas» y su peculiar «Teo-logía de la Comunidad», considerada como la exclusiva fábrica de construcción de las perícopas evangélicas, la afanosa y no menos fatigosa nueva búsqueda del Jesús Histórico vuelve hoya tender el filamento continuo-discontinuo que une la aludida confesión post-pascual del Padre y el Hijo con la experiencia de paternidad-filia-ción en el Jesús prepascual. La teología y la espiritualidad no pue-den olvidar en ningún momento que esa experiencia, primera piedra de una doctrina de la Trinidad que no renuncie a su base neotesta-mentaria, se da y se vive en el marco del Reino de Dios y no en un contexto intimista o directamente personal como aquél en el que posteriormente se le incrustó (aunque éste no se excluya, ni estuvo ausente del propio Jesús, mientras no se elija como alternativa al otro o no se viva al margen del otro. Jesús nunca habla simplemente de Dios o del Padre, sino del Padre del Reino, y como tal es invo-cado en la propia oración del Padre Nuestro; el Hijo es el Hijo en el Reino del Padre y por lo mismo predica y vive al Padre del Reino como el corazón y la base de su proyecto utópico de fraternidad universal en el que, si la palabra «Dios» es sustituida por la de «Padre», la palabra «hombre» es canjeada por la denominación de «hermano».

    La experiencia del «Abba-Padre» no es sólo la superación de una relación con Dios a través de una ley auto-divinizada que escla-viza al hombre, sino el paso de la observancia y obediencia del propio mandamiento de amar a Dios con todo el corazón para ser así justificado a la experiencia de que Dios es amor o auto-comunica-ción absoluta que da vida y que tiene que ser vivido para tener vida. El centro de gravedad pasa del «yo» que cumple el mandamiento del amor a Dios a Dios mismo como el que hace de la existencia huma-na el recipiente y puesta en acto fuera de sí de su propia vida, es decir, de su ser como auto-comunicación. Para expresar ese paso, Jesús sustituye de hecho, como acabamos de recordar, la palabra

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    «Dios» por el símbolo del «Padre», que en su propia acepción na-tural se refiere al ser humano en cuanto engendrador y comunicador de vida en un acto de amorosa entrega. Jesús se siente Hijo en cuanto fruto de esa auto-comunicación de vida divina y en cuanto abierto desde su llÚsma raíz a ella, de forma que no hay otra realidad de su vida que pueda definirle ni catalogarle.

    Pero la experiencia del «Abba-Padre» es a la vez la de la abso-luta libertad divina que le hace, por lo mismo, absolutamente libre: la auto-comunicación absoluta de Dios se manifiesta y realiza en Jesús a través de una postura que se enfrenta con valentía y arrojo a todo aquello, siquiera sea la propia ley religiosa, que maniata y condiciona el libre actuar del incondicional amor divino.

    El convertido Pablo, desde su cotejo con la previa experiencia judía, identificará por una parte filiación y libertad y por otra parte libertad y espíritu. La experiencia que Jesús tiene del Espíritu de Dios o de Dios Espíritu, es decir, de la actuante fuerza amorosa de Dios en El, y que él traduce como Espíritu del Padre, se va a con-vertir tras la muerte-resurrección en el Espíritu del Padre y del Hijo 9. Con ello no se expresará otra cosa que la experiencia del amor divino actuante en Jesús y respondido por éste hasta el extremo, es

    9 Sólo en la experiencia pascual Jesús llega a ser para la comunidad cris-tiana «el Hijo» sin más, aunque será en S. Pablo donde tal título cristológico aparecerá por primera vez afirmado y acentuado con toda claridad. El evange-lio de Juan representa la última evolución y profundización teológica de tal denominación; «el Hijo» no sólo se convierte en el título central y principio aglutinador de todo ese evangelio, sino que es caracterizado como el Hijo Unigénito, calificativo con el que se pretende señalar la trascendencia ontoló-gica de Jesús en relación con los demás «hijos de Dios», mientras Pablo no pasa de presentarle como el Hijo Primogénito, principio e iniciador de una comunidad de hijos de Dios de los cuales, por lo mismo, es la Cabeza. Es muy dudoso que el Jesús prepascual tuviera conciencia de ser el Hijo Unigénito, y la exégesis actual se inclina por la respuesta negativa. Ello no impide que al mismo tiempo se considere históricamente fundado que Jesús fue consciente de haber sido el destinatario de un conocimiento y una experiencia de Dios nueva en Israel y de ser el enviado escatológico de Dios para hacer presente su salvación, la del Dios de la gracia que declaraba superado el Dios de la ley. Es necesario no olvidar que con el solo Jesús prepascual no es posible una fe y una reflexión cristológica: el «acontecimiento pascual», entiéndase como quiera, no representó una prueba de lo que «fue» el Jesús prepascual, sino que significó su verdadera constitución como Hijo; desde este final, y nunca sin él, comenzará la reflexión hacia atrás sobre Jesús.

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    decir: el amor dado y respondido que hace de los dos uno. El Espí-ritu del Padre y el Hijo aparece así en la primitiva Iglesia como la fuerza personal o más bien interpersonal que une a los dos y que no es otra que el amor mismo; por ello, al Espíritu le conviene más el calificativo de «nosotros» que el pronombre «yo».

    Por otra parte, la teología del Nuevo Testamento tiende progre-sivamente a concentrarse en el Espíritu del Padre y del Hijo más que en los propios Padre e Hijo. «Dios es Espiritu» y «Cristo resucitado es el Espíritu», son dos tajantes afirmaciones que hallamos en la teología de Pablo. Con ello no se está diciendo otra cosa que lo que dice Juan con su «Dios es amor», fórmula con la que el Apóstol expresa la experiencia trinitaria que se origina en la experiencia de Jesús y que debe ser la experiencia de todo cristiano.

    Pero si Dios como Espíritu es Dios mismo actuando en el mundo como fuerza creadora y vivificadora, y en Jesús prepascual esa fuerza se ha revelado-realizado de forma definitiva y culminante como el amor mismo divino que no admite barreras, condiciones o mediacio-nes que falsifican o delimitan su infinito dinamismo, en las comuni-dades primitivas del llamado «movimiento de Jesús» el Espíritu o amor del Padre y el Hijo, que en cuanto tal es «Señor y dador de vida», es proclamado entusiásticamente como la desbordante mani-festación escatológica de la salvación que por medio de Jesús se abre además a todas las gentes. Es el Espíritu que se derrama en la comu-nidad cristiana y en el corazón de cada creyente Y esa efusión del Espíritu la experimentan en su vida comunitaria e individual como fe, amor, perdón, redención, justificación, santificación, adopción por Dios como hijos, reconciliación, iluminación, liberación de la fuerza del pecado y dones carismáticos para el servicio de la Comunidad.

    IV. LA HELENIZACIÓN DE LA TEOLOGÍA TRINITARIA Y SUS CONSECUENCIAS PARA LA ESPIRITUALIDAD

    IV.l. La helenización de la Trinidad

    Desde el siglo II se asiste a un gradual alejamiento de la Trini-dad económica o histórico-salvadora con fundamentales repercusio-

    T"

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    nes en la espiritualidad cristiana. El paso del cristianismo judío al cristianismo helénico llevó consigo, quizá inevitablemente, el vacia-miento de las categorías bíblicas, para las que Dios es esencialmente «acontecimiento», en las categorías griegas para las que la realidad, y por supuesto la realidad divina, sólo es tal en una dimensión metafísico-intemporal; el «acontecimiento» o la historia tan sólo son un añadido esencialmente anulable sin que la realidad metafísica se vea en sí misma afectada.

    Así el Dios, que en la Biblia es esencialmente auto-comunica-ción y que se auto-realiza a través de una historia que culmina en la historia de Jesús, es pasado por el filtro del «Ser» griego inmóvil, intemporal y no relacional por su esencial auto···suficiencia de «actus purus». y si, dentro de la helenización de la fe, en la teología trini-taria oriental todavía se partirá de la divinidad del Hijo y del Espí-ritu en relación con la divinidad del Padre, en la occidental coman-dada por S. Agustín el «Dios uno» se convertirá en el centro de la mirada teológica, un Dios uno que, en cuanto tal, es sustancia y naturaleza, no propiamente persona.

    Hacia esa una y única sustancia divina ya sin unidad intrínseca con una historia de salvación y por lo mismo pensable al margen de ésta y como anterior a ésta, es arrastrado Jesús en un imparable movimiento de ascendente deshistorificación. La rotunda afirmación del tiempo apostólico: «en la historia de este hombre ha acontecido definitivamente Dios», o lo que es lo mismo: este hombre es el Hijo de Dios» (confesión en la que el hombre Jesús es el sujeto y el Hijo de Dios el predicado o título), va derivando hacia la confesión de un Hijo de Dios preexistente como persona a la generación humana de Jesús y que finalmente pierde su carácter directo de Hijo para ser ante todo el omoousios, el consustancial al Padre.

    Desde esta perspectiva niceana, centrada en la metafísica «sus-tancia» divina, se tratará ahora de desarrollar una teología trinitaria lógica e inevitablemente desligada de la economía salvadora: el Padre como la naturaleza divina en cuanto no principiada y princi-pio, el Hijo como la naturaleza divina en cuanto engendrada, el Espíritu Santo como la naturaleza divina en cuanto procediendo del Padre y del Hijo o del Padre por el Hijo. La realidad divina como relación o personas queda reducida a la Trinidad inmanente, pero en

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    cuanto Trinidad ad extra obra como Dios uno cuya relación al mundo no es real, sino de razón.

    Es admirable, como ya dijimos, el denodado y devoto esfuerzo de muchos siglos de teología trinitaria por evitar tanto el triteísmo como el modalismo y el monoteísmo judaico o islámico. Todas las construcciones teológicas estaban inspiradas y movidas por el afán de salvar estos escollos, pero hoy se reconoce la esterilidad de esa teología trinitaria construida a base de sutilezas racionales y que abstrae de la historia salvífica, fuera o más allá de la cual no hay ningún acceso al misterio inmanente de Dios. Aunque pueda ser objeto de matizaciones, el axioma rahneriano es universalmente admitido: «La Trinidad económica es la Trinidad inmanente» !o.

    IV. 2. Consecuencias teológico-espirituales

    El Padre pierde su connotación esencialmente histórico-salvado-ra o cristocéntrica, deja de ser directamente el Padre del Reino y el Padre de Jesús, uno con éste en el acontecimiento salvífico de su historia-crucifixión-resurrección, para pasar a ser el citado principio generador del Verbo en la Trinidad inmanente y, considerado ad extra, el Padre Todopoderoso inspirador de una concepción patriar-cal- autoritaria de la sociedad, de la Iglesia, de la teología y de la espiritualidad 11; un Padre Todopoderoso que se transforma final-

    10 Cfr. K. RAHNER, El Dios Trino como principio y fundamento trascenden-te de la historia de la salvación, en Mysterium Salutis, II/l, Madrid, 1969, 359-449

    11 «Así como hay que preguntarse cómo ha podido llegarse a que el instru-mental de la represión, la imposición de una disciplina severa y la sugestión del miedo penetrase en las formas del comportamiento eclesial, también hay que plantearse la pregunta complementaria acerca de la coincidencia de la concepción de Dios con la imagen del Padre trazada por Jesús». E. B¡sER, Pronóstico de la fe. Orientación para la época postsecularizada, Barcelona, 1994, p. 264. Para ciertos movimientos feministas radicales, no es posible relación alguna con el cristianismo, asociado por ellos esencialmente a un Dios Padre que ha anulado y aniquilado el papel, la misión y los valores femeninos. Otros feminismos que no quieren abandonar el cristianismo, sin dejar de ser sumamente críticos con la tradicional religión del «Padre», intentan presentar desde la propia Biblia, Antiguo Testamento inc1uído, una imagen maternal de Dios que lleva consigo un tipo nuevo de teología y espiritualidad auténtica-

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    mente en el común Dios todopoderoso, Ser Supremo y creador he-terónomo que oscurece la relevancia central para la fe de Jesús el Cristo y del Espíritu del Padre y el Hijo.

    El Verbo se concebirá ante todo como el Verbo ad intra, y su encarnación será un añadido posterior que por lo mismo no modifi-cará su ontológica realidad de Verbo aunque por dicha encarnación se dé para siempre una unión sustancial de la naturaleza humana con él; es ésta la modificada y transusbstanciada al ser asumida en el Verbo, y en él, sólo en él, no en sí misma, constituida en persona. Tanto en la teología del Verbo ad intra como en la del Verbo en-carnado se traduce una irresistible tendencia a anular o traspasar lo temporal para situar la realidad divina y humana en una eternidad sin tiempo como la verdadera esencia de ambos. Esto llevará inevi-tablemente a una espiritualidad trinitaria intimista, del nacimiento del Verbo en el fondo intemporal o supratemporal del alma y por tanto de una «encarnación» bastante más neoplatónica que bíblica.

    El «criptodocetismo» del clásico tratado «De Verbo incarnato» es hoy universalmente reconocido y también sus consecuencias para la espiritualidad: una espiritualidad incapaz de reconocer la autono-mía de las realidades terrestres y de la libertad e historia humanas en cuanto tales. Pero esa autonomía es una legítima exigencia del pensamiento y experiencia del hombre desde el comienzo de la modernidad y es la vez la traducción de la doctrina de la creación si es que ésta quiere distinguirse realmente de una pura manifesta-ción de la divinidad que equivale al panteismo monista del que se alimentan todas las espiritualidades y místicas gnósticas.

    La cristología del hipostasiado Verbo preexistente o Verbología terminó lógicamente erradicando de su construcción teológica todo

    mente revolucionario que abarca desde el papel de la mujer en todos los aspec-tos de la Iglesia hasta la defensa de un pluralismo religioso que lleva el ecu-menismo y el concepto de verdad religiosa hasta sus límites más extremos. Puede verse sobre esto MARY ANN SRENGER, Feminism and pluralism in con-temporary Theology, en Laval théologique et philosophique, 46, 1990,291-305 Una síntesis muy completa del tema puede verse en S. DEL CURA, Dios Padre-Madre. Significado e implicaciones de las imágenes masculinas y femeninas de Dios, en Estudios Trinitarios, 26, 1992, 117-154. Digno de leerse también el monográfico ¿ Un Dios Padre?, en Concilium, 163 (1981), 299-477.Trata di-rectamente nuestro tema en dicho número J. MOLTMANN, El Padre maternal. Patripasianismo trinitario y patriarcalismo teológico, 381-389.

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    apoyo o fundamento en la historia de Jesús, separó la teología de su muerte y resurrección de su unidad intrínseca con esa historia y le sacó así del marco de la historia de la salvación para convertirle dogmáticamente en el metafísico Hijo de Dios y reducirle existen-cialmente a ejemplo y estímulo moral y a materia de meditación en orden a la propia vida personal o, en la corriente mística, neoplató-nica sin excepción, a objeto de identificación con El en el «fondo» del alma 12. La «imitación de Ctisto» sustituye a la inserción en el escatológico misterio salvífico de Cristo y la adoración y culto a Jesús como Dios oscurece la primacía del seguimiento de Jesús como hombre de nuestra historia, consustancial a nosotros y centro del drama salvador divino.

    Dicha cristología se convertirá además en un cristomonismo del que resulta una concepción de la Iglesia como institución (

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    Con la conversión de la frase «creo en (fuerza del) Espíritu Santo» en el enunciado dogmático «creo en el Espíritu Santo» como tercera persona 13, Y con el encerramiento de ésta en el anillo de las procesiones intratrinitarias puesto que ad extra Dios actúa como uno a pesar de las «apropiaciones» 14, la espiritualidad pierde su directa referencia pneumático-trinitaria y eclesial para convertirse en una realidad borrosa y, como ya hemos dicho, de carácter más bien intimista y personal; separada, además, de la ciencia teológica en la escolástica, terminará a veces confundida con un devocionismo sen-timental y unas prácticas piadosas.

    El subjetivismo de la época moderna tenderá por su parte a hacer cada vez más de la espiritualidad y la mística un fenómeno de con-ciencia y una experiencia interior en la que la presencia trinitaria parece tener más relación con los laberintos de la psicología humana y de su misterioso fondo que con una dramática historia salvífica 15. Es justo el empeño de ilustres teólogos modernos por recuperar para el centro de la espiritualidad el misterio ontológico del Dios aconteci-do en Cristo y de considerar la experiencia cristiana en cuanto tal como experiencia objetiva del mismo mediante una vida teologal en la que la experiencia subjetiva y psicológica pierde el rango que había tenido como un grado más alto de vida cristiana 16.

    13 «La afirmación central de la tercera parte del símbolo reza así, según el texto griego original: «creo en espíritu santo». Falta, pues, el artículo al que nos ha acostumbrado la traducción. Esto es muy importante para conocer el sentido de lo que ahí se afirma. En efecto, de ahí se colige que este artículo en un principio no se concibió trinitaria, sino histórico-salvíficamente. En otros términos: la tercera parte del símbolo no alude al Espíritu Santo como a tercera persona de la divinidad, sino al Espíritu Santo como don de Dios a la historia de la Comunidad de los que creen en Cristo». J. RATZINGER, Introducción al cristianismo, Salamanca, 1996, 291.

    14 Ni siquiera el tema de las «apropiaciones» y «misiones» fue abordado teológicamente desde una base neo testamentaria, sino desde la concepción psicológica agustiniana de la Trinidad. Cfr. U. VON BALTHASAR, Spiritus crea-toro Saggi teologici, Brescia, 1972, 101.

    15 ESTO no obsta para que la experiencia trinitaria del «fondo» del alma (S. Juan de la Cruz,etc.) sea la expresión de la mayor «hondura» del amor teologal, aunque necesite ser completada con una visión histórico-salvadora o más bien integrada en esa persectiva que la libraría de todo vestigio neoplatónico.

    16 En la psicología analítica de C. G. Jung, la Trinidad terminará reducida al mundo psicológico de los arquetipos, y por lo misma a un dato de la psique inconsciente que se manifiesta y adquiere forma en ese símbolo entre otros,

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    V. ALGUNAS PRIORIDADES DE UNA TEOLOGÍA Y UNA ESPIRITUALIDAD TRINITARIA

    V.l. Partir de la Trinidad histórico-salvadora

    Es preciso retomar como base de la teología y la espiritualidad al Dios bíblico que es PalabraNerbo y Espíritu, es decir, auto-comu-nicación histórica y a la vez fuerza divina actuante «que penetra hasta la división del alma y del espíritu» (Hebreos, 4,12) y que llega a su plena historificación en la experiencia de Jesús y, sobre la base de ésta, en la experiencia de la Comunidad neo testamentaria, expe-riencia que a su vez se actualiza y adquiere constantemente nuevas connotaciones en los diversos contextos histórico-culturales median-te la guía del Espíritu paterno-filial encargado de llevar gradualmen-te a la plena verdad escatológica.

    V.2. Espiritualidad y cristología del Espíritu

    La «cristología del Espíritu» que hoy quiere abrirse paso 17 pre-tende tomar en serio al hombre Jesús como mediación histórica de-finitiva de la auto-comunicación de Dios y por lo mismo colocar en el centro de la cristología su persona humana 18 e histórica y relacio-nar su filiación divina con la presencia total, viva y actuante del Espíritu de Dios, es decir, de nada menos que Dios, en él. Con ello se cree estar más cerca del sentido bíblico de esa filiación, conservar

    con lo que el misterio trinitario pierde todo carácter ontológico u objetivo. En cuanto reducida en último término al mundo arquetípico, Jung llegará a hablar de cuaternidad más que de Trinidad integrando en ella bien el principio feme-nino (Maria) bien el principio malo (Satanás). Cfr. C. G. JUNG, Psicología y Religión, Barcelona, 1981, 99 sgs.

    17 Para conocer las líneas maestras de una cristología del Espíritu y su repercusión en la teología trinitaria y en la espiritualidad puede verse R. HAIG-HT, S.1., The case por Spirit Christology, en Theological Studies, 53, 1992, 257-287. En contra de una cristología del Espíritu se muestra, en cambio, H. HUNTER, Spirit Christology: Dilemma and Promise, en Heythrop Journal, 24, 1983, 127-140, 266-277.

    18 Se va utilizando ya sin ningún miedo esta terminología que en la doc-trina tradicional se consideraría herética.

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    intacta la intención subyacente a Nicea y Calcedonia y evitar la concepción cripto-doceta y criptomonoteleta de la persona y la liber-tad humana de Jesús propia de la cristología del Verbo preexistente hipostasiado. Jesús es el hombre que se realizó plenamente madu-rando su libertad perfectamente humana mediante la total y radical apertura al Espíritu del Padre que le hacía Hijo y, ya como Espíritu del Padre y el Hijo, nos hace también a nosotros hijos y no siervos sumisos de una ley.

    Desde una cristología del Espíritu, la espiritualidad no puede ser la divinización del hombre por un trascendimiento de su real condi-ción de ser histórico que se desarrolla como tal en un espacio propio de autónoma libertad, sino por una humanización e historificación de Dios que no sustituye al hombre y a la historia ni les realiza asumién-doles hacia una divinidad eterna arquetípica, sino plenificándoles en cuanto que auto-comunicándose se hace ellos y con ellos marcha hacia la plena realización escatológica de la historia rigurosamente tal y no reductible en último término a un arquetipo primordial. La espiritualidad de una cristología pneumatológica es sencillamente la experiencia humana e histórica llevada a su madurez y plenitud por la apertura del hombre al Espíritu del Padre y de Jesús.

    V.3. Espiritualidad y teología trinitaria desde la cruz

    La experiencia del sufrimiento humano, agudizada tras los ho-rrores de Ausschwitz como paradigma de la Soah, impulsó a la teología a la urgente recuperación del Dios específicamente cristiano arrancándole de la esfera del Ser griego inmutable e impasible en la que había sido enquistado. Ya otros autores habían hablado de un devenir en Dios 19, de su mutabilidad 20, incluso de la auto-anulación

    19 Partiendo de la hegeliana «muerte de Dios» y sobre todo de K. Barth, ha desarrollado esta idea E. JÜNGEL en su impresionante y profundísimo ensayo teológico Dios como misterio del mundo, Salamanca, 1984. Desde el campo católico, y sin sabor estrictamente hegeliano, hablan también de un devenir en Dios K. Rahner y W. Kasper, entre otros.

    20 Se ha significado en la defensa de la mutabilidad de Dios H. MÜHLEN, La mutabilitii di Dio como orizzonte di una cristología futura. Verso una teología delta croce in discussione con la cristología delta chiesa antica, Bres-

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    de su trascendencia en la historia humana 21, de una teología del dolor de Dios 22. Pero ha sido Jürgen Moltmann el que ha capitanea-do en la teología cristiana una «revolución en el concepto de Dios» con su libro El Dios Crucificado y otras publicaciones análogas 23, intentando volver a poner las bases de la teología trinitaria en el acontecimiento de la cruz (nunca separado de la resurrección). En esa teología, de corte netamente luterano, pero que sirve de punto de referencia a la gran mayoría de los teólogos de ambas confesiones, al interior del Dios trinitario pertenece el sufrimiento no por caren-cia o limitación de ser, sino por sobreabundancia de amor. El sufri-miento del mundo se convierte en la historia de la pasión de Dios que se identifica con él no para sacralizarlo y eternizarlo, sino para vencerlo desde el amor y la entrega hasta la muerte. Consecuencia inevitable del Dios trinitario conocido y realizado en la cruz es una espiritualidad de inserción en el Dios de la aflicción histórica.

    V.4. Trinidad y diálogo inter-religioso

    En el diálogo inter-religioso nos encontramos con dos tipos fun-damentales de espiritualidad: la espiritualidad y mística del Sí-Mis-mo que busca trascender el pequeño y objetivador «yo empírico» para descubrir e identificarse con el fondo divino del propio ser, y la espiritualidad y mística cósmica, no adecuadamente distinta de la anterior, que tras las formas y figuras del Universo anhela la fusión con su sustancia y núcleo mediante la «conciencia cósmica». Ambas son de por sí impersonales. Una espiritualidad trinitaria aporta al

    cia, 1974; también H. KÜNG, La encarnación de Dios. Introducción al pensa-miento de Hegel como prolegómeno para una cristología futura, Barcelona, 1974. En el fondo el devenir en Dios y la mutabilidad de Dios vienen a significar lo mismo.

    21 Tal es la postura de la «Teología de la muerte de Dios». efr. TH. ALT!-ZAR, El evangelio del ateismo cristiano, Barcelona, 1972; TH. ALTlzAR-W. HAMILTON, Teología radical y la muerte de Dios, Barcelona, 1967.

    22 K. KITAMORI, Teología del dolor de Dios, Salamanca, 1975 23 J. MOLTMANN, El Dios crucificado. La cruz de Cristo como base y crítica

    de toda la teología cristiana, Salamanca, 1975; ID., Trinidad y Reino de Dios. La doctrina sobre Dios, Salamanca, 1983

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    diálogo el personalismo, es decir, la experiencia de que la realidad última no es la de una apersonal, impersonal o transpersonal unidad, sino la de una comunión y unión con «el Otro» mediante el amor. «Dios es la soledad absoluta», dice el maestro espiritual hinduista Bhagwan Shree Rajneesh, subrayando con esa frase que la plena realización del hombre y su divinización consiste en la reintegración absoluta en su núcleo interior más allá de cualquier relación, juzgada inevitablemente exteriorizante y limitadora de la infinitud del espí-ritu. «Dios es la comunidad absoluta», hay que decir desde el central misterio trinitario, en el que las personas se constituyen por la rela-ción y no sólo son personas que adicionalmente se relacionan; una relación que constituye al» otro» en persona diferente y a la vez es el lazo que les hace unos.

    No es inocente o indiferente elegir entre una espiIitualidad aper-sonal y otra trinitaria en orden a la comunicación interpersonal hu-mana o a la concepción de la sociedad y de la historia. En una espiritualidad apersonal, el otro como «el otro» desaparece y queda el «uno» al que todo se reduce; en una espiritualidad trinitaria lo esencial es el «otro» en el cual y a través del cual soy incondicio-nalmente solicitado, de forma que no pueda ser yo mismo sino sien-do el otro. Esto es exactamente la kenosis o auto-vaciamiento de Dios que se hace «el otro»y así se realiza como Dios, es decir, como amor trinitario. y si del terreno interpersonal se pasa al campo so-cial, la espiritualidad trinitaria es una espiritualidad del valor irrem-plazable de cada persona y de la relación y comunicación que, ha-ciendo a las personas irremplazablemente diferentes, les hace a la vez unas y unidas. De ahí resulta la comunidad humana frente al apersonalismo social que lleva, o bien al liberalismo individualista en que la diferencia no es a la vez la comunión, o al colectivismo marxista (que políticamente sólo puede ser una dictadura) en el que lo común no es a la vez lo irreductiblemente diferente o personal.

    V.5. Misterio trinitario y espiritualidad del Silencio y la Palabra

    A pesar de que Dios se hace historia y se realiza a través de ella, la unidad de Dios e historia es dialéctica, de forma que no se pueda afirmar que la historia es Dios o que Dios se agota en ella o está

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    sujeto a ella. Dígase lo mismo del afán de identificar a Dios con la profundidad e incondicionalidad de las relaciones interhumanas. Su misterio sobrepasa ambas cosas al tiempo que es su latido interior y su impulso. Existe siempre el peligro de idolizar la realidad creada y de objetivar a Dios robándole su carácter de silencio, abismo in-sondable y fondo. «El que en Cristo escucha la Palabra de Dios, escucha también su silencio», dice Ignacio de Antioquía. Aquí la senda de purificación de místicos como Juan de la Cmz tiene su plena vigencia: el abandono o silenciamiento de las operaciones naturales de nuestro mundo racional-volitivo-afectivo para abrirse al centro del alma y con ello a la fe, esperanza y amor infusos, pasando del vivir y actuar al ser vividos y actuados por el misterio del Dios trinitario, es el camino necesario para ir quemando todos los ídolos y despejando la realidad del Dios de la fe. La propia teología de la liberación ha comprendido finalmente que las noches sanjuanistas son necesarias para liberarla de la idolización 24. La oración contem-plativa como noche purificadora y transformadora, como liberación en el hombre de la reprimida «Llama de amor viva», es la experien-cia de que si Dios, el hombre y la historia humana son unos, los papeles no pueden intercambiarse, de que el hombre y la historia viven envueltos en el gran misterio como el horizonte en el que están situados sin que jamás puedan confundirse con él. El silencio adorante es la única respuesta y la única forma de preservar lo «fas-cinante y tremendo» que caracteriza a toda experiencia del misterio divino 25. Dios Padre como abismo y silencio, el Hijo como Palabra o autocomunicación de Dios mismo al mundo para realizarse como

    24 Cfr. «Estamos convencidos, y Juan de la Cruz nos ayuda a entenderlo, que en el proceso de liberación podemos crearnos, fabricar nuestros propios ídolos. Por ejemplo, el ídolo de la justicia; parece extraño que lo diga, pero la justicia puede convertirse en ídolo, si ella no está colocada en el contexto de la gratuidad... La justicia social puede ser también un ídolo y tenemos que purificarnos de eso para afirmar con claridad que sólo Dios basta y darle a la justicia misma la plenitud de sentido» G. GUTIÉRREZ, Relectura de S. Juan de la Cruz desde América Latina, en Actas del Congreso Internacional Sanjuanis-ta, vol. I1I, Valladolid, 1993.

    2525 Sobre la diferencia entre el silencio budista y el silencio como dimen-sión del misterio trinitario cfr. J. GONZÁLEZ V ALLÉS, Lo divino como silencio en el budismo y lo divino como comunión en el cristianismo, en Estudios Trini-tarios, 14, 1980, 387-420.

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    salvación a través de él, y el Espíritu Santo como unión del abismo silencioso del Padre y de la Palabra hecha historia expresan un misterio trinitario que ni es el eterno silencio de los espacios infini-tos que estremecía a Pascal y a otros seduce ni tampoco se identifica con el vaivén de una historia en camino hacia su liberación final. Que Dios se revela en cuanto se oculta quiere decir dos cosas: que su revelación es su voluntaria y libre desaparición u ocultamiento en el otro y en el mundo, que «el totalmente otro» es «totalmente el otro» (yen este sentido podemos hablar de una ausencia específica-mente cristiana de Dios) y que «el otro» es, en cuanto presencia suya, su ocultamiento. En el amor a la vez contemplativo y luchador el hombre vive el misterio trinitario, le toca y es tocado por él, pero sin que en ningún caso se le descorra el velo del recóndito «sancta sanctorum».