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EL HADA PERDIDA Javier Hernández-Pacheco Sevilla, noviembre 1989

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EL HADA PERDIDA

Javier Hernández-Pacheco Sevilla, noviembre 1989

EL HADA PERDIDA

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El cielo había estado precioso aquel día, de fiesta; y la Reina más bo-nita que nunca. Al menos así se lo parecía a Dorién, mientras con orgullo contemplaba en el espejo su flamante vestido azul ―celeste, por supues-to―, su tocado puntiagudo y el velo que desde la punta descendía airoso sobre sus hombros. La varita mágica se la había regalado su tía ―parentesco bastante etéreo en el cielo―, un hada importante, que ha-bía desempeñado funciones de relieve en tiempos de Carlomagno y que la había recomendado a la superiora de la Academia Celeste. Esto facilitó, qué duda cabe, el ingreso. Aunque ―pensaba Dorién con un punto de amor propio― nada más. La instrucción siguió su curso natural; hasta hoy, en que sus esfuerzos se vieron coronados al ser investida como hada en prácticas, en la impresionante ceremonia de la que tan encantada acaba-ba de regresar.

¡El discurso de la instructora superior había estado magnifico! Alesia, se llamaba, collar de la Orden Fantástica de primera clase. Y hablaba..., eso, como las hadas; pero con un cierto tono electrizante que había adqui-rido cuando fue madrina de un regimiento de coraceros y que daba a sus discursos ese sentido mágico, trascendente, de misión que se encomienda y esperanza puesta que no debe ser defraudada. «Seréis mediadoras en-tre el cielo y la tierra ―les había dicho―, la luz que llega al oscuro rincón en que llora una niña, o a la triste cabaña donde una madre, rota de traba-jar, ya no puede dar de comer a sus hijos. Los niños soñarán con vosotras, y los poetas cantarán vuestras hazañas de esperanza, guardando, para quien sea capaz de soñar verdades, el secreto de que aún existís. ¡Veréis ―continuaba― qué hermoso es ser heraldo de la última verdad que cierra el mundo y dice que al final... todo saldrá bien!»

Y bajo la impresión de estas ideas, con el corazón saltando, como esos que en las cosas de la tierra van alegres corriendo a todas partes, Do-rién pensaba en ponerse ya a actuar, a ser hada y a hacer de cuentos realidades; o mejor, de la realidad ensueño: ya, sin demora. Y en un caba-llo blanco ―no gustaba de carrozas―, acompañada a ratos por la aurora, comenzó a cabalgar cielos y a recorrer, con un cortejo de brisas, paisajes y ciudades, como reino del que hubiese tomado posesión y fuese suyo. Y la vieron, sin saber quién era, jugar con los ciervos en el bosque, bañarse en un río al mediodía y probar el vino preparado para la boda de un príncipe. «Quiero saber primero qué es lo que regalo» ―decía―.

CUENTOS

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En el cielo se reían. Era como una chiquilla que hacía cantar los cam-pos: una nueva Proserpina. Pero no, no salía liberada del Tártaro sedienta de luz y de aguas claras. No iba buscando nada que en su casa le faltase, ni era su cabalgar carrera, sino juego que se alegra de algo propio en aquello que descubre.

―Me gusta, me gusta ―decía Alesia a su tía―. A veces estas chicas no superan nunca una cierta reserva y seriedad, un resplandor de luz bo-real, que mueve el corazón a reverencia más que a gozo. Pero ésta no. Mí-rala ―y en el balcón del cielo, por un rato, miraban divertidos el espec-táculo―, está allí como en su sitio, le gusta todo, y salta entre las cosas haciéndolas brillar con luz de mediodía. Va a ser un hada muy original. Es un poco, no sé...

―Americana ―repuso su tía. Alesia no pudo refrenar la risa; pues esa observación, procediendo de

un hada gloriosa en tiempos de Carlomagno y ducha en ambientes impe-riales, no dejaba de expresar, aunque fuese de lejos, un cierto reparo.

―Bueno, Elthe, no debe ser eso una objeción en contra. Al fin y al cabo tú ya sabes nuestro secreto: somos del cielo, pero nos dan forma los poetas; y a mí, Walt Disney me gusta.

―No sé, no sé. A ti también, desde que estuviste con los coraceros, se te ocurren cosas muy originales. Ya veremos cómo acaba todo esto, cuando deje de jugar y comience a ejercer en serio sus funciones.

En esto llegó al balcón la Reina. Y su sonrisa divertida ―Dorién esta-ba justo patinando con los niños en el hielo― disipó en el Estado Mayor de la hadas las últimas dudas, confirmando, una vez más, con alivio para todas, lo que a todas les gustaba.

* * *

Dorién fijó por fin su nuevo dominio. Era uno más de los reinos del Viejo Mundo, más bien pequeño, con su corte en medio de un valle ro-deado de montañas; y un castillo que se levantaba orgulloso en un alto y coronaba la pequeña ciudad que caía por la falda hacia el río mientras las torres se estiraban al cielo. Allí solo faltaba ella para que fuese un reino de ensueño.

Y empezó a recorrer ese nuevo dominio: la ciudad primero, con sus casas altas, sus techos inclinados y sus vigas de madera cruzando caóticas las fachadas; el mercado, los jueves, con su algarabía: gallinas, verduras, telas baratas de campesino, aperos y cacharros variopintos. Después por el río la ciudad se perdía por una amplia vega, verde y frondosa, también

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como en los cuentos, con huertos y casas como de juguete, desde las que se oía correr alegre el agua, si no se remansaba, ancha y luminosa, do-blando bosque y cielo con su reflejo, en las represas de los molinos. Un encanto; al menos al principio, cuando Dorién se disfrazaba de lechera en el mercado; o llevaba, por curiosear, sin decir de dónde, una carga de trigo al molino. Un día hizo de ventera, justo cuando llegó una partida de caza a la venta. ¡Qué bonito! Eran el príncipe y sus amigos, con sus enormes ca-ballos, grises y alazanes; halcones y ballestas, y telas buenas de mil colo-res, sombreros con plumas largas; risas y después canciones, animadas por el vino y la gloria de caza triunfante. Pero después no le gustó cómo la miraban; y se fue, como había venido, sin que nadie supiese adónde.

―Juana, ¿dónde está esa chica morena, la que servía contigo ―preguntó el ventero a su hija.

―No sé, padre; debió venir con Isabel, o con María. ¡Como hemos pedido ayuda, hoy nadie sabe quién es quién en esta casa!

―Pues Su Alteza pregunta por ella. ―Querrá Usted decir Su Bajeza, padre; porque a esa mesa ya no hay

moza que se acerque sin que la molesten. ―¡Ay, Señor! ¡A ver cómo explico yo que no la encuentro y que no sé

quién es? Y es lo que digo yo: ¡los príncipes a sus palacios y las ventas para los villanos; que a esos sí sé cómo tratarlos cuando estorban! ¡Ya verás cómo encima no pagan!

Esto ya no lo oyó Dorién, ni vio cómo los señores, ya borrachos, por contar sólo el final del desenfreno, arrasaron con sus caballos el huerto, después de ballestear cinco gallinas. No todo es de ensueño en los paisa-jes de hadas.

Y Dorién fue descubriendo, poco a poco, cómo en las cabañas se llo-raba al caer la noche, y cómo a Lucía, la molinera, le pegaba su marido cuando llegaba bebido a casa. Y en el invierno había hogares en los que se acababa la leña; o se moría la vaca y los niños se quedaban sin leche. Des-pués, cuando los señores tenían problemas o ganas de ellos, requisaban todos los caballos del reino, y con los mozos que podían juntar se iban a robar ―de guerra, decían ellos― al reino vecino. Como consecuencia, lle-gaban a continuación señores y mozos de ese reino vecino a recuperar lo robado. Intento vano; y el botín, tras almenas y fosos a buen recaudo, te-nía que ser sustituido por lo que ellos a su vez robaban a los pobres cam-pesinos indefensos. Al final, si los nobles hubiesen saqueado cada uno su comarca, al menos se hubieran ahorrado sus súbditos los piensos de gue-rra de los caballos.

* * *

CUENTOS

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Dispuesta a poner fin a tanta desgracia, Dorién quiso empezar con un caso más bien típico. Isabel era la hija única de un padre muy anciano; uno de esos mercenarios que cuando ya no pueden más se asientan en el es-cenario de su última batalla. Su madre murió de parto. Y la chica creció, relativamente sana, pero agotando en ella las últimas fuerzas que su pa-dre fue aún capaz de dar de sí trabajando a jornal; y a veces casi mendi-gando, pues los buenos campesinos le daban trabajo que no necesitaban, para que su vergüenza quedase a salvo. Ahora era Isabel la que iba gas-tando agradecida su juventud en cuidar a su padre, fregando, segando en verano, haciendo de criada en las casas de los que reclamaban sus servi-cios.

Dorién la conoció el día que estuvo en la venta. Trabajaba como si en ella fuese naturaleza el esfuerzo: como trabaja un torrente en el molino, mientras canta moviendo ruedas y gasta su fuerza gozoso, casi sin queja, porque esa es su función en la universal disposición de las cosas. Y trabajo que se hace cantando, mueve el corazón de hombres y hadas; pues se qui-siera verlo coronado en gloria final sin esfuerzo, transformado en juego. Pero no es ése, al menos todavía, el sino de los hombres. Y Dorién veía cómo Isabel, aunque fuese sólo al final del día, miraba triste sus manos que se iban ajando y sus grandes ojos a los que, sobre un espejo en el que había que buscarlos entre trozos rotos, salía al caer la tarde un cansancio triste; porque es triste envejecer para un viejo, como hija, y no como ma-dre para la nueva vida que promete asilo. Por eso, al ponerse el sol, a Isa-bel le sabía el trabajo a soledad.

Era su primera aparición a los hombres como hada, y al irrumpir en la tarde, junto al río donde Isabel estaba lavando, Dorién estaba nerviosa.

―Soy Dorién ―dijo. ―¿Y qué hacéis aquí? ―repuso Isabel, mirándola casi sin sorpresa―.

No vais vestida para lavar. Y siguió frotando su ropa contra la plana piedra, mientras el agua ja-

bonosa se perdía en la corriente. ―Soy tu hada madrina ―dijo para intentarlo otra vez y esperando

mejor resultado. Isabel miró ahora con mayor interés, al menos por un momento. Se

incorporó un poco y se sentó sobre las piernas, mirándola, mientras se secaba las manos en el regazo.

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―Sí; tenéis ese aspecto. Pero ―y enseguida movió la cabeza escépti-ca― yo tengo ya veintitrés años, y a mi edad ya hay madres que cuentan a sus hijos esos cuentos, más que creer en ellos.

Y se puso otra vez de rodillas, dispuesta a seguir su tarea. A Dorién se le cambió en enojo el nerviosismo. No estaba dispuesta a

aguantar escepticismos, y menos de una lavandera, por simpática que le fuese. Y con un rápido gesto de su varita hizo salir un airoso rayo de dimi-nutas estrellas, que se volcó sobre el cesto de ropa, aún casi lleno. Jugan-do con las prendas, las estrellas comenzaron a lavar, a aclarar, a tenderlas por las adelfas que bordeaban la corriente. E Isabel miraba, por fin atóni-ta.

―¡Si va a ser verdad! ―decía. Dorién sonreía, con un punto de vanidad, satisfecha, ahora sí, del re-

sultado. ―¿Y vais a hacerme feliz? Isabel la miraba ahora con ojos muy grandes, y la pregunta quedó flo-

tando en su boca entreabierta. ―Bueno, puedo hacer un intento. Ponte de pie. Isabel se levantó, para recibir reverente la lluvia de estrellas que en

sucesivos golpes manaban de la vara de Dorién, hasta que toda ella fue como una resplandeciente nube, palpitante con el trabajo que en su seno realizaban fantásticas fuerzas. Por fin cayeron las estrellitas en cascada y dejaron al descubierto, en efecto, lo fantástico que había en Isabel.

Es cierto que las hadas pueden hacer cosas extrañas, como convertir en carroza una calabaza. Pero ya sabemos por otros cuentos cuán inesta-ble es esa magia; porque no les es dado transformar la naturaleza de las cosas, sino sólo su apariencia. Pero hay otra magia que no miente, más sencilla, que consiste en sacar a la luz eso fantástico que cada cosa de por sí lleva dentro. La magia es entonces una luz que limpia y renueva, y hace de las cosas lo que son. Isabel no era distinta, sólo estaba limpia: lustroso y ahuecado su pelo de campo en mayo; limpios sus ojos, con una alegría dentro que tersaba arrugas tempranas; limpias sus manos de fríos de tan-to invierno; alto el pecho, el talle ágil; y en el cuerpo una alegría que em-pezó a saltar, a correr, buscando un remanso en el río donde mirar lo que en ella había pasado.

―¡Fantástico!― decía, mientras corría a buscar otro espejo en el agua.

―Ven, chiquilla, no corras tanto y mírate aquí.

CUENTOS

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Dorién había hecho un espejo grande, de cuerpo entero. Y mientras la ansiosa vista de la muchacha se hundía en él, continuó, como hablando de otra cosa:

―El príncipe pasará probablemente por aquí al atardecer: tiene que volver a la ciudad, y éste es el camino de vuelta más favorable.

―¡El príncipe! Los ojos de Isabel se abrieron horrorizados, sin esperanza ni anhelo

alguno. ―¿Qué pasa, no te gustaría que te viese así? ¡Estás preciosa! ―No, señora, no me gustaría ―repuso muy segura―. Yo soy una chi-

ca honrada; y si como fregona ya tuve problemas el otro día en la venta, ¡si me ve así, con lo que habéis hecho conmigo y aquí sola...!

―¿Qué haría pues? ―Pues... ¿qué va a hacer?: ¡lo que hacen los príncipes con las guapas

aldeanas! ―¿Y qué hacen? ―¡Señora! ¿Qué queréis que hagan? Dorién se puso roja sin saber de qué y tuvo de pronto la sensación de

que algo no le habían enseñado en el cielo, algo que tenía que ver con las miradas del otro día en la venta.

―Dejadme que os diga, señora, que nuestro señor, el príncipe, no tiene nada de azul: es un golfo redomado, borracho y jugador, que no sa-be hacer algo más útil que cazar, ya sean ciervos o hijas de villanos, que casi le da igual.

―Pero..., quizás si te ve así... Te aseguro que tienes un aspecto puro y limpio, capaz de conquistar corazones. Y yo también lo vi, y en el fondo de aquellos ojos negros... ―se quedó Dorién un momento pensativa― había algo...

―¡Conque negros! ―repuso Isabel―. Dejad que os pregunte: ¿sois hada desde hace mucho?

Dorién no contestó. Solo volvió a enrojecer. Y no muy lejos se oyó el relincho de un caballo.

―De todos modos ―propuso―, déjame hacer la prueba. Yo me que-daré por aquí cerca, y te defenderé si gritas. Al menos le daremos un es-carmiento.

―¿Y si no grito...? ―dijo Isabel; y sonreía ahora insinuante, mientras con los brazos en jarras se miraba de nuevo satisfecha al espejo, de frente y, sobre todo, de perfil.

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Dorién tuvo de nuevo la sensación de no entender. Hasta que a Isabel ya le dio lástima su desconcierto.

―De acuerdo ―dijo―. Escondeos tras esas adelfas. Y estad atenta, porque es seguro que gritaré.

El relincho volvió a escucharse muy cercano y Dorién se apresuró a esconderse. En su pecho se agitaban muy extrañas sensaciones, que iban desde ese casi vergonzoso desconcierto a la excitación juvenil de la aven-tura, pasando por algo extraño, muy extraño, para lo que no tenía nom-bre.

Los acontecimientos se desarrollaron raudos, sin poner a prueba la paciencia de un acecho. Primero fueron pasos de caballo, que luego se detuvieron. Siguió una conversación difícil de escuchar: algún «alteza» de Isabel, una risa franca de varón de cuando en cuando, y de pronto... una rotunda bofetada, seguida de una principesca carcajada, revuelo de faldas y el esperado grito.

Dorién salió furiosa. El príncipe aún levantó la cabeza del forzado abrazo en que se revolvía la chica, para mirar por un instante con ojos de no entender la fuerza iracunda de lo fantástico antes de que lo convirtiese allí mismo en batracio, en una graciosa rana, que tras un momento de in-decisión, con dos airosos saltos se perdió en el río.

Isabel azarada, recuperaba el aliento y se arreglaba el pelo primero y después el gracioso vestido, con cuidado, como quien vela por cosa impor-tante que se hubiera podido romper. Luego miró de nuevo al río.

―¿No ha sido un poco fuerte? Al fin y al cabo nosotras lo provoca-mos ―dijo comprensiva y con un punto de orgullo en la voz.

―No es nada. El encanto dura sólo un rato ―repuso Dorién―, espe-ro.

―Lo ve, señora hada: ¡yo sé lo que me digo! Dorién tenía cara de desencanto; e Isabel se acercó a ella con ganas

de animarla. ―Pero no os preocupéis, ¿qué iba yo a hacer con un príncipe? Soy

una fregona. Además ―añadió bajando la vista y acalorándose un poco―, a mí quien me gusta es Juan, el chico del molino.

Y de nuevo se le alegró la cara. ―Me gustaría que me viese así, antes de que se pase el encanto. Me

voy corriendo al molino. La ropa la dejo aquí, que si no se me arruga el vestido.

―Ve, pues, Isabel; ve corriendo.

CUENTOS

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Y así lo hizo. Se volvió sólo un momento para dar las gracias con una reverencia y luego un par de veces, casi sin parar de correr, para agitar alegre el brazo y decir adiós.

* * *

Dorién iba ya a montar a caballo y volar con el viento de la tarde, cuando oyó un chapoteo en el río y vio, al volverse, al príncipe, que salía del agua.

―¿Sois vos ―dijo con franca sonrisa y mirando hacia abajo su gro-tesca figura― quien ha osado convertir en rana al príncipe heredero de este reino?

Dorién hizo, despectiva, ademán de irse. ―Por favor, no os vayáis. Y no se fue. No sabía por qué, pero no lo hizo. ―Pues no parecéis una bruja. Quizás sois entonces un hada. Pero no,

las hadas no existen. A ver, dejadme que os mire. Y chorreando agua, el príncipe se acercó y se quedó contemplando su

figura azul celeste. ―Os contaré lo que veo ―siguió―: un hada muy extraña, de pelo

negro y grandes ojos claros, misteriosos, al fondo de los cuales se ve un cielo, turbio si miran tan ceñudos, pero en el que siempre quiere salir el sol; de airoso cuello, que sería más bonito si dejase a esos ojos mirarme; de talle esbelto, que invita al baile. Solo un defecto: vuestra boca se hace demasiado pequeña si está furiosa, ¿por qué no la dejáis sonreír? Mirad el aspecto que tengo, de príncipe humillado, chorreando y contento de no ser sapo. Lo veis: así está mejor. ¡Dios, que boca tan preciosa! ¿Se puede besar la boca de las hadas? No, no, ya no diré más esas cosas. Por favor, sonreíd otra vez, como antes. Si queréis puedo dar saltos de rana y ha-cerme príncipe del río. Así, un poco más. Eso. ¡Muchas gracias!

El príncipe, con un aspecto verdaderamente ridículo, daba vueltas en torno a Dorién, haciendo aspavientos divertidos hasta que logró romper su desdeñosa rigidez, primero en sonrisa y luego en contenida carcajada.

―Sí; tan mojado tenéis como rana mejor aspecto. Así aprenderéis a respetar a las muchachas.

―Prometido: en adelante sólo me interesan las hadas. Dorién levantó la varita, y la estrella en su punta brilló de nuevo con

el enojo de sus ojos. El príncipe alzó el brazo a la altura de la cabeza y se agachó un poco, como si fuese a pegarle con ella en castigo por su nueva

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impertinencia. Entonces ella volvió a reír divertida; y la lluvia de estrellas le alcanzó sólo para dejarlo de nuevo seco.

―Ah, eso está mejor ―dijo el príncipe―. Por favor, ¿podéis peinar-me un poco? Os advierto que soy muy vanidoso.

Dorién lo hizo con otro golpe de estrellas. ―Oh, debo estar con vuestra magia para ir al baile. A lo mejor, así

tan azul, le gusto a la princesa. E hizo primero una reverencia a Dorién, y luego, de lejos, le ofreció

gracioso la mano para bailar. ―Ya está bien. No quiero humillar a un príncipe. Pero sí advertiros

que voy a detenerme en este reino, y no estoy dispuesta a que sigan ocu-rriendo ciertas cosas.

―Estupendo ―repuso él―. Os ofrezco mi palacio: desde el balcón de mis habitaciones se divisa todo.

Dorién se entristeció esta vez. ―Perdón ―dijo de nuevo el príncipe; y lo dijo de verdad, poniéndose

serio. ―Señora ―continuó― dejadme veros de nuevo, quizás aprendiera

mirando esos ojos a ser un buen príncipe, si se hacen espejo de mis reinos. ―Basta, príncipe. Sabed que soy un hada, lo creáis o no; y no convie-

ne a mi dignidad dejarme decir galanterías por un mortal. Me estáis ofen-diendo.

―¿Y cómo puedo yo hacerme digno de decíroslas? ―Olvidándoos de ellas. ―Tendríais que tener otros ojos, otro talle; tendríais que ser menos

hermosa. ―Adiós, príncipe. Pero fue él quien ahora se puso serio, y habló con todo el orgullo de

castas milenarias, hijas de los dioses del norte. ―Mañana, señora, cuando el sol se canse y quiera irse, en este mis-

mo lugar, yo os conjuro a que os presentéis. Yo también tengo mi magia y pienso ejercerla en vuestro reino, igual que vos lo habéis hecho en el mío. Y ahora, señora, Dorién de nombre, marchad con el sol, que se entristece vuestra belleza sin la luz.

Los ojos del príncipe con esa poca luz echaban chispas; chispas que a Dorién ―¿cómo sabía él su nombre?― dieron miedo, pues brillaba en ellas mucho más que la fuerza de un principesco varón y llegaban, desde el fondo de esos ojos, del rescoldo de un lejano misterio, que Dorién supo de pronto que era el suyo. Ella podía hacer de él una rana, pero aquel hombre era su dueño.

CUENTOS

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―Adiós, señor ―dijo con una reverencia, de la que se había ido todo desdén.

Y se fue. El vio que desaparecía. Montó a caballo y se perdió en lo que ya era

noche haciendo tronar las maderas del puente con su galope.

* * *

Compañera de la aurora, Dorién se fue a recorrer el mundo por la mañana: quería sentir como suya la fuerza del sol, para ver confirmada junto a él su propia vida. Cruzó mares; se entretuvo, aún temprano, va-gando por los desiertos; de lejos escuchó los cantos de labradores; y a la hora de la siesta, en el fondo del bosque, le preguntó a los pájaros lo que a ella le estaba ahogando el alma.

―Y vosotros, ¿quiénes sois? El cuco contestó indolente; no tenía mucho que decir, en todo caso

siempre lo mismo. Y un par de palomas ronronearon algo más, tampoco muy interesante: que se querían. Arriba en un nido unos polluelos dijeron que tenían hambre. Y de lejos contestó su madre: que llegaba y que había encontrado algo. Así todo de sencillo; tan poco excitante que daba sueño.

Pero Dorién no quería dormir. Volvió a montar a caballo, y corrió ve-loz, más que el viento, rasgando al pasar nubes que quedaban atrás y aba-jo. La loca carrera terminó, bien entrada la tarde, más bien en ningún sitio, solo arriba, en un alto desde el que se veía la tierra correr cansina su curso de cada día. Dorién desmontó y acarició el caballo. ¿Por qué no sudaba, como todos, tras esa carrera? Se abrazó a su cuello, y el animal cabeceó cuidadoso, para hacerle sentir que estaba allí. Y Dorién sentía una cosa muy extraña: una opresión en el pecho, que le obligaba a respirar hondo; y algo que subía por la garganta, un temblor en la barbilla y al final las me-jillas húmedas de un agua como salada.

―¿Y tú quién eres, caballito? El relincho de respuesta se le antojó a Dorién quejido. ―Tampoco lo sabes, ¿verdad? Eres sólo mi caballo, montura de un

hada caprichosa que no quiere ir en carroza tirada por cisnes; que corres por las nubes; que nunca sudas... ¡Ay, caballito, ¿quiénes somos?!

El sol empezó a bajar. ―En el cielo está Dios, y los ángeles que le cantan. Y está la Reina. Y

ahí abajo están los demás: si les preguntamos quiénes son, contestan casi aburridos; si es que tienen tiempo para entretenerse, porque lo normal es que estén segando, o haciendo la guerra, y en general con prisa y llegando

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tarde a todos sitios, porque el tiempo siempre les va corto. Pero, ¿qué somos nosotros?

Primero fue un silencio la respuesta. Pero de pronto, como si fuese lo que estaba esperando, el mundo se llenó de música, de una canción, muy triste y dulce a la vez, cuyo texto vestía de palabras lo que le estaba pa-sando. Y decía esa canción que había llorado (¡ah, eso era llorar!); y que tristeza era lo que su corazón sentía, porque se llama corazón lo que le estaba ahogando el alma. Decía también que se había enamorado de un príncipe; y que por eso ya no sabía quién era, pues las hadas no se enamo-ran de príncipes azules; que vagaba triste por las montañas, con un caballo blanco; que vivía de la luz del sol y de noche era fría como la luna. Y en-tonces entendió Dorién lo que había visto en los ojos de su señor y supo que esa canción era ella misma y que su sitio estaba para siempre con quien la estaba cantando, recostado ahora contra un árbol a la vera del río.

Y allí se fue. Él al verla se puso en pie. También la estaba esperando. ―Dorién ―dijo, mientras ella frente a él lo miraba también, entre se-

ria y triste todavía―, tienes nombre de canción. ―Es que soy una canción. ¡Qué raro, no! Yo no lo sabía. ―¿Y es bonito ser canción? ―Yo creía que sí: he jugado con el mundo, reído con los niños, baila-

do en las bodas; hasta bebí con vosotros cuando volvisteis de caza. ―¿Y por qué te fuiste? Te busqué luego. ―Estabais muy borrachos al final, y me hacíais daño; ya no sonaba

bien ―repuso sonriendo. ―Y hoy, ¿por qué has llorado? Tienes los ojos rojos. ―Tú me has hecho llorar. ―Entonces siempre suenas como mi corazón: es que estabas lejos. ―Ahora estoy aquí. ―¿Y dónde has estado todo el día? ―No sé. Si no estoy contigo voy perdida, por ahí, vagando. Dorién vaciló un momento, pero enseguida abrió los ojos grandes,

radiantes de una alegre decisión. ―Te voy a enseñar. Si tú me acompañas, ¡verás que bonito el mundo

al atardecer! Monta a caballo ―le gritó. Ella saltó al suyo y arrancó al galope, seguida detrás por quien ya sa-

bía que era su amante. Y daban los dos gritos de alegría, haciendo cantar con ellos los cascos de sus monturas. El príncipe quería alcanzarla; pero cuando casi llegaba a su altura, el caballo de Dorién, más ágil de pisar cie-

CUENTOS

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los, daba un quiebro, o sacaba aún otra punta de galope y dejaba atrás al mejor potro negro de las cuadras del rey; mientras se oían las risas de Do-rién y el príncipe mascullaba sonoras y divertidas maldiciones. De pronto, al final de una pequeña cuesta que había subido de un salto, el caballo blanco siguió hacia arriba; el otro, que quería ir detrás, sólo pudo encabri-tarse rabioso en lo alto del repecho. Pero Dorién volvió grupas y lo tomó de la brida, junto al bocado.

―¡Vamos, caballito, al cielo! ―dijo. Y se fueron los cuatro surcando atardeceres.

* * *

Al día siguiente ocurrió lo mismo. Pero cuando Dorién llegó quiso sentarse y conversar tranquila, escuchando también el murmullo del agua.

―¿Quién soy yo, príncipe? ―Una canción. ―Sí, pero, ¿qué dice esa canción? Tú eres quien la canta. ―No sé, no es tan fácil: te invento cada tarde después de descubrir-

te, y nunca sé cómo sigue. Tú vas siempre por delante. Estaban los dos sentados en el suelo, cerca uno del otro. ―Y ahora se oye triste, ¿verdad? Hoy soy más etérea, casi sueno de

lejos, aunque estoy aquí a tu lado. El príncipe la miraba embelesado, y en los ojos claros de Dorién, bri-

llantes, se perdía como el sol poniente toda la aurora del mundo. ―¿Tú crees que soy verdad? ―preguntó ella otra vez; y sintió frio. ―Sólo sé que estás ahí. Y quisiera que se hundiera el mundo con el

sol si al ponerse ya no puedo verte. Si tú no eres verdad todo lo demás es más mentira.

―Sí; de noche no se ve, hay que tocar. Las cosas se nos escapan si no las abrazamos ¿Se puede abrazar una canción?

―Tampoco se la puede ver, y yo te estoy viendo. ―Tengo miedo. No me has tocado nunca. ¿Qué dice tu canción que

ocurre si lo haces? ―Nada todavía; no lo sé. ―Hazlo. Dorién se le acercó un poco más. Había ya muy poca luz, y el príncipe

veía en ella sólo su figura, ya sólo gris, no azul, y unos ojos muy grandes y brillantes, y miedo en ellos. Levantó su mano muy despacio. Le pesaba, como si fuese de hierro e incapaz de transmitir la ternura que sentía den-tro. Y por un instante sus dedos se posaron en la mejilla de Dorién. Ella

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inclinó sobre ellos la cabeza, acogiendo agradecida una caricia tan ligera casi como la última brisa de la tarde. En ese instante sus ojos cantaron só-lo agradecimiento. ¡Dios, aquello era verdad, al menos en aquel momento en que el mundo se había parado! Pero sólo un instante. Al siguiente Do-rién ya no estaba allí. El príncipe cayó al suelo mordiéndose la mano.

«¿Adónde van las hadas perdidas?, ¿dónde buscarlas?», sollozó. Y el mundo entero sonó a sollozo, sordo, no triste sino amargo, muy amargo.

* * *

El príncipe se puso muy enfermo. El rey, ya mayor, temía por su he-redero, que deliraba febril cosas incoherentes sobre canciones y hadas que se pierden. Hizo venir a su corte a los mejores médicos del reino y los que sus embajadores le recomendaban del extranjero. Todo inútil. Mejoró un poco, pero siempre estaba triste; ya no salía de caza y le sonaban a hueco los chistes de sus amigos.

―Por qué no cantas ―le decían―, siempre lo hiciste tan bien. ―Ya no sé cantar, no puedo: es todo mentira. Era su respuesta para todo. Así pasaron meses, todo un invierno. Un día llegó a la corte una gita-

na, muy vieja. Y a las puertas de palacio pidió audiencia ante el príncipe. «Decidle ―dijo― que sé lo que le pasa».

―Vaya un misterio: yo también ―contesto el príncipe, escéptico, al saberlo―. Y no necesito que nadie me cuente más mentiras; decidle que se vaya.

La guardia le dijo que se marchase. ―Es igual, es sólo un recado, decidle que lo dice Alesia: más allá del

esfuerzo y los trabajos se cosechan las canciones, de amor y de fiesta; cuando florezca su reino y todos canten volverá su amor.

Cuando el príncipe escuchó el mensaje, saltó por primera vez en me-ses y corrió a buscar la mensajera. Inútil. Luego montó en su caballo, aris-co de tanta cuadra, y corrió por las calles, por los caminos, como un loco, preguntando por una vieja gitana que nadie había visto. Las gentes movían pesarosas la cabeza: ¡qué mal estaba su señor!

Pero a la mañana siguiente fue peor: comenzó a recorrer con la sola compañía de un secretario caminos y molinos, mirando puentes y repre-sas, preguntando en las ventas y hablando con campesinos.

―Pregunta ―se contaban unos a otros― que qué problemas tene-mos, que si podemos moler más grano, que por qué no tenemos los ape-ros nuevos que a él le han dicho que son mejores.

CUENTOS

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El jueves en el mercado se volvió a repetir la escena: que cuánto cos-taba el pan, que cuántas libras de aceite se podían comprar con un jornal.

―Bendita locura ―empezaron a decir. Sus amigos no daban crédito a sus ojos. Un día salieron de caza, pero

casi estuvo más tiempo hablando con guardabosques que a caballo. En la venta, por la tarde, les hizo pagar. Se bebió y se cantó, y aunque él no qui-so cantar cuando se lo pidieron fue una tarde de las de antes. Al menos hasta que ordenó echar al primer borracho y el segundo comenzó el acoso de la hija del ventero: se levantó y se fue, furioso, y la sociedad se disolvió antes y mejor de lo que solía.

Algunos del viejo grupo, hijos de nobles, se adaptaron a los nuevos aires.

―Eugenio, ¿por qué no coges a tu gente y batís el bosque de Arhus? Me dicen que hay bandoleros.

―Partimos ahora mismo, señor. Y en el reino siguieron los himnos de guerra, pero mezclados ahora

con cantos de segadores, mientras las mozas echaban flores a las mesna-das que volvían.

El rey, que era bueno y viejo, no cabía en sí de gozo. ―Ya decía yo que no era malo ―decía a todo el mundo. Y seguían los proyectos ―Señor canciller, si bajamos esos impuestos, la gente tendrá más,

trabajará más a gusto para sí, sobre todo lo hará cantando ―decía sin ve-nir a cuento―, y al final tendrán también más para tributar. Todos sal-dremos ganando.

―No sé, no sé. ―Vamos, conde ―insistía el príncipe―, me habéis visto crecer, ¿no

me vais a negar ahora eso? Ah, y quiero un edicto que prohíba en nues-tros reinos todos los peajes. Quiero libre comercio: ¡hombres libres en caminos abiertos!

―Pero eso es la guerra con el señor de Arulandia. ―No tiene por qué ―decía decidido―, pero es una indecencia los

gravámenes que pone al comercio justo en nuestro acceso al mar y a los puertos. Así que si quiere guerra la va a tener. No nos vendría mal desmo-charle los tres castillos que tiene junto al río, y sobre todo el del puente. Eugenio ―cambiaba así alegre de interlocutor―, tú llevarás el decreto con una carta mía; al fin y al cabo es mi tío. Que se entere bien, y para eso llé-vate a las gentes del conde Fenor.

EL HADA PERDIDA

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―No sé si son de fiar. ―Entonces hay que confiar en ellos, con más razón. ¡Ah, Eugenio, y

que canten los soldados al llegar! Impresiona mucho ver soldados cantan-do.

La corte era un bullir de gente que entraba y salía: alcaldes, comisa-rios de feria, arquitectos; y músicos. Al príncipe le gustaban los músicos.

―Señor, por qué no cantáis vos; nos han dicho que erais el mejor ju-glar del reino.

―Todavía no, tengo que cantar el último ―decía. Y se reía.

* * *

Pasaron dos años y llegó la primavera, luego un verano de campos cuajados, fruto de esfuerzos florecidos por doquier, y la cosecha. La mejor del siglo, según contaban los ancianos. Y por villas y aldeas las fiestas pro-clamaron en canciones la prosperidad de un reino feliz.

El príncipe decidió que había llegado el momento. ―Que se prepare en palacio la mejor fiesta que hayan visto sus al-

menas. Y a su amigo Eugenio le dijo misterioso ―Sólo quiero el marco digno para un beso. Y se preparó la fiesta, con los mejores tapices, las mejores lámparas.

El príncipe quería mucha luz; y en cada sala música, mucha música. Y llegó el día, y los invitados: embajadores, nobles, representantes de

las villas y de los gremios, y muchos juglares. Y empezó la fiesta. Llegó el rey. Todo el mundo ya bebió lo suficiente

para estar alegre. Pero no aparecía el príncipe. Se cenó con su asiento va-cío. Y por un rato hubo un cierto nerviosismo: había que abrir el baile. De pronto, entre el murmullo del gran salón, desde el jardín, más claramente conforme los invitados, movidos por el embrujo, se fueron callando, se oyó una canción con nombre de misterio que nadie entendía. Por un rato, mientras duró, nadie se movió, nadie miraba a nadie, sólo escuchaban, perdidos, como si todo fuese irreal. Calló la canción y siguió el silencio. Hasta que en la entrada del jardín, un lacayo cogido por sorpresa se atre-vió a gritar.

―Su alteza real, príncipe de Norlandia. ―La marcha real ―dijo el rey ―Señor, es sólo para el rey ―intentó decir el chambelán. ―He dicho: la marcha real. E instantes después, al compás de la marcha, por medio del pasillo

que habían abierto los invitados, entró el príncipe en la sala, y a su dere-

CUENTOS

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cha, con su mano sin guante apoyada en la de él... la más hermosa mujer que el reino jamás había visto, vestida de azul celeste, con una diadema ―¿era de estrellas?― ciñendo su pelo negro.

―Pellízcame ―dijo un embajador a su esposa. No sé si estoy soñan-do.

En el medio de la sala, el príncipe, casi sin dejar de andar, tomó del talle a su compañera; y el director de la orquesta ―de música se entendía en palacio― inició, también sin interrupción, los compases que abrían el baile.

Por un rato largo, nadie se atrevió a seguirlos, y solos en medio de la sala, cuatro pies hicieron el dibujo de un milagro, que sólo sale cuando el amor los mueve.

Poco a poco comenzaron a bailar otras parejas y los dos se quedaron por fin solos en medio del caos ondulante que la música mantenía en mo-vimiento.

―Y esto, ¿no es real? Hay testigos que nunca olvidarán ―dijo el prín-cipe.

Eran sus primeras palabras después de recibirla. ―Aprieta fuerte mi talle, amor, que voy a salir volando ―contestó

Dorién. Su mano asía firme la de él, cruzando un dedo de una forma extraña

con los suyos. ―Así te siento mejor ―le dijo con una sonrisa. Dos bailes con él, otro de descanso, para conocer a las damas, y el

cuarto con alguien, primero Eugenio, luego el canciller, el alcalde de una villa. Así se fue sucediendo la noche.

―Sabía que había algo de esto ―le dijo Eugenio. ―Perdonad, seño-ra, si hablo poco: me mareo si os miro a los ojos y no puedo no mirarlos.

Ella se reía. ―¡Que hermoso es estar aquí, con vosotros! ―decía―. ¡Y qué bien

suena todo! ―añadía, y sonreía misteriosa. No se hablaba de otra cosa: que quién era, que de dónde venía. Y el

príncipe, desde un rincón, cuando no bailaba con ella la miraba orgulloso, mientras veía cómo todos eran felices.

―Más allá de trabajos y fatigas, como gloria de esfuerzos logrados, cuando todos canten: éste es tu sitio, Dorién ―le dijo el príncipe al bailar de nuevo―. Ahora se parece el reino a ti, y suenas mejor con el coro.

―Sí, soy de verdad: se me puede tocar; un poco al menos.

EL HADA PERDIDA

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Estaba radiante. ―Soy feliz, príncipe ―continuó―. Ahora sé que soy verdad, y que yo

misma puedo hacer feliz, a un hombre y a un pueblo. Al menos por un ra-to. Pero no es poco un rato si es verdad lo que en él ocurre y se llama go-zo; quizás es como yo, eterno, y existe para siempre si estoy en él contigo.

―¿Y qué va a ser de mí cuando te vayas? ―repuso el príncipe. La música sonaba ahora desde la sala, más de lejos, porque habían

salido solos al jardín. Y en la penumbra de la balaustrada a Dorién le volvió a los ojos esa vieja tristeza, muy antigua, con que los teñía la media luz.

―Ya no es tan grave ―contestó―: podrás recordar, mientras yo aguardo, lo que antes era sólo un sueño y ahora es esperanza. Y eso ya no es amargo, porque puedo yo más en el recuerdo que la tristeza de mi au-sencia. En él soy lo porvenir; y un día volveré, y será verdad mi verdad: que estoy contigo para siempre.

El la sostenía por la cintura y ella a su lado, recogida en su medio abrazo, apoyaba la cabeza en su hombro. Los dos hablaban bajo, de cosas que sólo ellos entendían.

―Pero mientras tanto, de lejos, vas a sonar triste. ―No; eso se llama melancolía, y es nostalgia de lo que viene, alegría

que sólo va llegando. No es tristeza. Los dos se apretaron más fuerte. La luna los bañaba y ya iba haciendo

frio. ―Y ahora me vas a besar, príncipe; así termino yo y para eso he ve-

nido. ―Para volverte a ir cuando te bese. ―Quizás hay besos que son eternos. ―Debe ser, Dorién, tiene que ser así, si es que las hadas existen y yo

puedo abrazar canciones. ―¡Qué tonterías decimos, verdad! ―Sí; y sólo nosotros sabemos que son la verdad de las cosas. ―El poeta y su canción. Bésame ―dijo otra vez el hada. ―No; espera un poco. ¿Sabes que ya sé adónde te vas? Verás, dijo la

gitana que volverías para cantar con todos. Y hoy se cumple su profecía. Pero después yo supe que no te quedarías conmigo.

―Quien te lo dijo. ―Un sabio que vive en las montañas, un filósofo de barba blanca que

siempre gustó de mis romances y me los explica cuando no comprendo. Voy y se los canto, y él es feliz, y dice luego lo que le he cantado, con una voz de siglos, y yo entiendo. Nos llevamos muy bien, sabes. Y un día le canté tu canción, hasta donde había llegado. Se puso muy serio y me dijo

CUENTOS

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que él pensaba que estabas más allá de las cosas que se van, y del tiempo, y que sólo te escapas y vienes alguna vez para que podamos después re-cordarte. Pero que siempre te vuelves a ir y esperas allí a que lleguemos. Al principio me puse muy triste. Pero luego me dijo eso, que todos los be-sos saben a muerte, pero sólo porque son eternos; y que más allá de la muerte...

―Vivimos las canciones. ―Sí; nosotros sólo las cantamos. Estaban ya demasiado cerca, cara a cara, en el abrazo. Y el príncipe

tuvo que besarla. Pero ella no se fue; seguía allí, mirándole. ―Prométeme que seguirás cantando. ―Lo haré, Dorién, no podría otra cosa; ya sé por qué me gusta tanto

cantar. Y ahora fue ella la que lo besó de vuelta. La música se acabó. El príncipe no sintió nada. Sólo eso: nada. Y de la sala llegaba un rumor insistente y temeroso. Eugenio salió al jardín. Lo buscaba acalorado. ―Señor, las huestes del conde de Arulandia han cruzado el rio y se

dirigen hacia el norte. Acaba de llegar la noticia. El príncipe le miró como si hablase de algo intrascendente. Eugenio

buscó un instante con la vista. ―Se ha ido, ¿verdad? ―Sí, Eugenio, se ha ido. ―Tenía que ser así ―repuso lacónico el soldado. ―Pero tú la viste. ―Señor, bailé con ella y ni en mi más gloriosa victoria sentí cosa

igual. Gracias por traerla. Pero tenía que ser así: la gloria siempre va de paso.

―Vamos, Eugenio, a buscarla. Y se fueron a la guerra, un soldado y un príncipe poeta.

* * *

Fue una guerra larga, con derrotas y traiciones. Hubo un momento, tras muchas batallas perdidas, que sólo un puñado de valientes seguían al príncipe. Pero cuenta la leyenda que nunca dejaron de cantar. Canciones tristes que desde el fondo de bosques, ocultas, sonaban a patria oprimida y a esposa lejana, a pan escaso y a muerte de amigos; pero también a sueño al que no se renuncia y a libertad.

Dorién desde el cielo miraba... y lloraba con ellos de lejos.

EL HADA PERDIDA

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Un día la Reina preguntó por ella. ―Siempre está fuera ―le dijo Alesia―. Se va con la aurora en su ca-

ballo blanco y vuelve con el sol poniente escondiendo en la penumbra sus ojos tristes.

Y la Reina se fue a buscarla. Estaba en una nube y ya era casi de noche. Y cuando la Reina llegó,

Dorién se echó sobre su regazo sin más ceremonia y empezó a llorar con ese desconsuelo que sólo se expresa sin trabas cuando encuentra unos brazos que acogen el llanto y saben consolar acariciando. Nunca el cielo vio llorar así a uno de los suyos.

―¡Ea, ea, mi niña!, ¿qué es lo que ocurre?; ¿no soy yo la madre de todas las hadas?

―Señora, él me canta, y no puedo ir. Y le han dicho que estoy más allá de la muerte. Y sólo quiere venir a verme. Lo van a matar.

Dorién lloraba desesperada. ―Y tú no quieres que muera. La Reina siempre entendía. Dorién la miró, como si en sus ojos rojos e hinchados se encendiese

la luz de una idea extraña y nueva para ella. ―No, Señora, no quiero ―contestó decidida―. Yo quiero que viva y

yo con él. Se asustó de lo que había dicho, al menos por un momento, hasta

que los sonrientes ojos de la Reina la invitaron a seguir: ―Si, Señora, vivir: me encantan los ciervos en el bosque y el ruido

que hace contra el trigo la rueda de un molino; fui feliz haciendo guapa a Isabel; y me suena como mío, a cielo, el rumor de sedas entre música de baile. Sobre todo, me gusta mirarme en los ojos de mi príncipe y bañarme en la luz que despiden cuando me dice lo hermosa que soy. Y ahora... qui-siera acompañarle victoriosa y proclamar al pueblo esa libertad que sólo sueñan.

La Señora casi empezaba a reír. Sólo ella era más bella que Dorién. ―¿Y por qué te asusta eso que piensas? ―dijo. ―Porque... no puede ser: él está allí, y yo aquí. ―¿Quién te ha dicho eso? ―Un filósofo se lo dijo a él, un sabio. ―Todavía no son sabios los filósofos ―repuso la Reina enigmática. ―Pero, Señora, sólo en el cielo vivimos las canciones. ―Entonces, ese bosque al que tan triste miras, donde esos pobres

soldados cantan, aún puede ser un cielo.

CUENTOS

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―Señora, bastante que me hizo visible, que me mostró en un baile y... me besó un instante. Los juglares son poderosos, pero no más que la muerte, y ella tiene que vencerlos antes de llegar a lo que sueñan. Yo soy del cielo y aquí nos hemos de encontrar. Entretanto mi vida es sólo su es-peranza, y mi hogar esta nube, a medio camino, lejos de él y de vos; por eso es mi sino llorar también con él. Gracias por salir a consolarme.

―Eres un hada sabia, Dorién, canción de un poeta que dice lo que a mí me gusta. Pero ahora escucha: yo te digo que más allá de la noche está el amanecer; y ésa es la vida que tú has descubierto y amas: la que cantan los juglares como si fuese un tesoro que se les escapa, cuando el hombre sencillo la tiene cada día entre sus manos. Por eso no te envié a vagar en-tre mundos y cielos, perdida lastimera sin hogar, cabalgando por nubes sin nombre, sino a enseñar a un poeta que son verdad sus canciones. Dile que no se fíe de los filósofos, porque es cierto el poder que le di de dar vida a los sueños, de hacer feliz a un hada y de dar nombre a lo mágico que nació con el alba del mundo.

Dorién miraba a la Reina, y en su cara, como en un espejo, se iban re-flejando los rasgos soberanos de la alegría.

―Pero, ¿y la muerte? ―se atrevió a objetar. ―Siempre amanece, Dorién, por eso se canta. Como la aurora es vic-

toria sobre las tinieblas, así renacen todas las flores. El amor no es novio de lo que se marchita, sino lo que rescata del tiempo a lo que crece y pide plenitud; por eso descubre siempre la verdad: que todas las cosas son eternas, que todo lo bello revive. Ya sabes mi secreto. Y ahora ve con tu amante y dile de mi parte que pierda el miedo a abrazar canciones; que yo te he entregado como esposa a aquel que ha sabido quererte y descubrir quién eres. El que a ti te ama ya está aquí, ha vuelto del abismo que todo quiere devorar. Y sólo los que vuelven son capaces de salvar las demás cosas.

La Reina se levantó y volvió a abrazar a Dorién. Aún la miró de nuevo. ―Pero no estás para aparecer así en un campamento de soldados. A

ver qué podemos hacer contigo. Ella no necesitaba varita: sus ojos dan órdenes a las cosas para ser

como le placen. ―Vamos a ver: ese pelo más suelto; así, un poco revuelto. Y con ese

vestido no hacemos nada, es demasiado celeste y son cantineras lo que se espera encontrar en un campamento. ¿Te gusta así? Veras, vamos a ajus-tar un poco más el corpiño. Esto es. Y el escote merece ser más amplio.

EL HADA PERDIDA

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No, todavía un poco más. Ahora. Los ojos están bien, sólo un poco más de sombra. Y la boca... demasiado perfecta. ¿Qué te parece ese lunar? ¡Ah claro, si no te ves!

La Reina hizo un espejo. Y las dos jugaban divertidas frente a él. Do-rién se contemplaba de frente. Luego miró dudosa a la Reina, y al ver su cara sonriente ofreció al cristal su perfil, observándolo de reojo, con una luz en los ojos que aún no se había visto en el cielo.

―Perfecto ―dijo la Reina. Ya más segura, volvió Dorién a mirarse. En la mano tomó algo de su

pelo negro y con el dedo índice hizo un tirabuzón en la punta y lo pasó ba-jo la nariz por delante de la boca, como un velo. El ojo que quedaba libre chispeaba frente al cristal.

―Ah, Dorién, y no servirá de nada que grites ―dijo la Reina mientras la miraba―. En ningún caso voy a estar escondida detrás de unas adelfas para convertirlo en rana.

Y las dos rompieron a reír. También esa risa era nueva por esas altu-ras. El hada se echó al cuello de la Reina; y ya no sabía si reía o lloraba.

Por fin se separaron. Ya sin decir nada, sólo mirando agradecida, Do-rién montó en su caballo blanco, que levantó alegre las manos, sólo un poco, al sentirla encima.

―Y la victoria es mi regalo de bodas ―anunció la Reina de despedi-da―, la dote que te entrego, para que todos sepan que el cielo llega a ve-ces a la tierra y que allí tienes tu casa. Y esto para los soldados: completa tu atuendo de cantinera.

Y le tendió un barril de aguardiente. Dorién partió al galope. Pero aún frenó su montura y la volvió un par

de veces, haciéndola adornarse en una lanzada para la Reina, mientras saludaba con la mano. La Señora devolvió el saludo; y Dorién, palmeando el cuello del animal, vio cómo mordía alegre el bocado lleno de espuma y cómo... había empezado a sudar.

* * *

Esquivando centinelas llegó Dorién hasta el fuego donde antes viese a los soldados cantando.

―Soldado ―le dijo al que tocaba―, con esas canciones no se ganan guerras: suenan a ejército en retirada. Toma y bebe.

―Dios te lo pague, cantinera. Tiempo hacía que no probaba aguar-diente. Pero es que a nuestro señor, el príncipe, le gustan las canciones tristes, y queríamos consolarlo, porque está muy cansado.

―Yo sé de un mejor consuelo para él. Acompáñame.

CUENTOS

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Y Dorién entonó una canción con son de primavera, a cuyo estribillo se iban sumando los soldados conforme llegaba a ellos el aguardiente. Po-co a poco se fue incorporando a la hoguera todo el campamento. Hasta los heridos se arrimaban colgados de improvisadas muletas. Alguien repa-ró después en que el barril, que no era muy grande, nunca se acababa.

No se sabe quién fue el primero que lo dijo, pero se fue corriendo la voz:

―No es una cantinera, es la mujer misteriosa que vino al baile, cuan-do éramos felices. Ahora va a cambiar nuestra suerte.

El oficial de servicio anunció la llegada de Eugenio, mariscal de pala-cio, que se presentó astroso y raído, con barba descuidada de retiradas sin paz. Dorién le sostuvo su mirada estupefacta y le sonrió con picardía. Si-guieron, cada vez más alegres, las canciones que ella entonaba. Por fin se anunció al príncipe. Dorién miró a Eugenio aún más pícara, y desapareció aprovechando el revuelo de su llegada.

De nuevo sin que la viesen, se dirigió a la tienda del príncipe. Le costó que el centinela la dejase entrar; pero el muchacho no pudo resistir sus zalamerías. Y allí se instaló, esperando mientras ordenaba un poco sus co-sas. El príncipe la sorprendió atizando el fuego.

Entró casi sin aliento. Era difícil distinguir en su cara la sorpresa del desconcierto y éste de una alegría sin límites. Ella, sin ponerse de pie, lo miraba sonriendo, mientras jugaba con un mechón de su pelo negro ha-ciendo en él tirabuzones con su dedo índice.

―Ni siquiera me hubiese atrevido a llamarte. Confiaba sólo en llegar pronto al otro lado ―dijo casi tímido.

―Así no se ganan guerras, príncipe: la victoria quiere vivir. Y es que entretanto yo también he aprendido a cantar por mi cuenta. ¿No oyes fuera a los soldados? Ahora cantan mi canción; suena a una gloriosa le-yenda que comienza. ¿Te gusta?

―Sí. ―Pues tengo mucho más que enseñarte; ya te diré de quién lo

aprendí. Dorién se levantó, se acercó a él y le echó sin prisas los brazos al cue-

llo. Por un momento se miraron sin decir nada. Fuera, los soldados siguie-ron cantando un buen rato. Luego se oyeron sólo las voces de alerta de centinelas. Y al alba, la diana sonó ya a clarín victorioso.

Y por todo el reino se extendió presurosa una voz, que corría de ven-ta en venta, como un viento de esperanza:

EL HADA PERDIDA

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―Él no ha muerto, vuelve, desde el fondo del bosque y de la traición; y vuelve con aquella mujer misteriosa del baile, la del pelo negro y diade-ma de estrellas.

Dicen que el príncipe engendró hijos de ella, hijos hermosos, guerre-ros y sabios. Claro que esto lo cuenta la leyenda. Pero, ¿quién sabe? Los poetas siempre fueron poderosos, y quizás ellos pueden hacer fecundas las canciones.

Así acaba este cuento de amor y de música, de guerra y trabajo: bien, como terminan, al final, todas las cosas. Por eso se canta; aunque sea, aún con tristeza, victorias lejanas que están por venir.