el diablo (chico xavier)
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EL DIABLO (CHICO XAVIER)TRANSCRIPT
EL DIABLO Francisco Cándido Xavier
— Imaginad — nos decía un amigo, en agradable tertulia en el Plano Espiritual
— si algunos desencarnados en desesperación, apareciesen de improviso entre
las criaturas humanas, reclamando supuestos derechos dejados en la Tierra.
Gritando los tormentos que dilaceran su alma, vomitando improperios y
blasfemias, ¿no serían considerados un bando de demonios? Irreconocibles,
aullando de dolor salvaje, humillados y vencidos, intentando en balde recobrar
las expresiones físicas que quedaron en sus cadáveres, serían tomados por
monstruos infernales, repentinamente sueltos en la vía pública.
— ¡Es verdad! — Consideró un compañero, melancólicamente — nadie en el
mundo tendría dificultad en identificarlos como los viejos demonios de la
Antigüedad. Los infelices de ese jaez personifican perfectamente, ante la
observación popular, el Lucifer, el Belcebú, y el Astarot de remotos tiempos. Los
fantoches del dolor siempre surgen ante el entendimiento infantil como genios
del mal.
Tras una pequeña pausa, sonrió y acentuó:
— Bastaría, sin embargo, un ligero examen para que alcanzasen el
conocimiento real; los diablos serían, de hecho, seres horrendos pero no
repugnantes ni espantosos.
Escuchando sus referencias, recordaba el personaje satánico del libro de La
Saje, que perturbaba las casas madrileñas, levantándoles los tejados; y,
demostrando que percibía mis pensamientos más recónditos, otro amigo
añadió:
— Las leyendas de Asmodeo y Mefistófeles, en el fondo, no tendrán origen
diferente. Cierto, la visión mediúmnica ha favorecido entre los hombres la
noticia de los tipos deplorables que hoy conocemos y de los cuales Dante, en
otro tiempo, recibió breves informes que reunió en su poema célebre, según sus
tendencias, conceptos y predilecciones de hombre.
En ese instante, un compañero, anciano de muchas jornadas terrestres, fijó en
nosotros una mirada penetrante y tranquila y, valiéndose quizá de una pausa
más prolongada, observó sensatamente:
— Todos sabemos que la Creación entera es obra infinita de Dios y no podemos
ignorar que todos los seres del Universo, desde las notas más bajas a los
cánticos más altos de la Naturaleza, en el campo ilimitado de la vida, son
portadores de la Chispa Inmortal de la Divinidad. En todos los incontables
departamentos de los mundos innumerables palpita el amor, existe el orden,
permanece el signo de la prodigiosa herencia de la vida. Por eso mismo,
hermanos, toda expresión diabólica es perversión de la bendición divina. Donde
esté la perturbación de la armonía universal, ahí se encuentra el adversario del
Señor.
Vosotros aludís, muy oportunamente, a los muertos que se congregan en
desesperación, formando monstruosos paisajes, en que duendes sin rumbo
buscan en vano insinuarse en la existencia de los hombres de la Tierra. Si el ojo
humano pudiese identificarlos, posiblemente cesaría la continuación de la vida
en la carne. Colectividades enteras abandonarían el templo del cuerpo físico,
tomadas de infinito e incontrolable pavor.
Escuchábamos la palabra sabia en silencio. Y como el intervalo se hiciese más
largo, el bondadoso anciano, a la manera de los antiguos filósofos griegos
rodeados de oyentes atentos, continuó, con expresión significativa:
— Asistía personalmente a una clase de sabiduría, en una de las ciudades
espirituales de los círculos de Marte, cuando sorprendí una lección interesante.
Un viejo orientador de entidades inexpertas y juveniles comen-taba la
existencia de los enemigos de la Obra Divina y se explicaba:
— El diablo existe como personificación del desequilibrio.
— ¿Cómo podríamos caracterizarlo? — preguntó uno de los presentes.
— Es el prototipo de la ingratitud para con Dios — contestó el venerable
instructor. El diablo es, del Eterno, el hijo que menosprecia la celeste herencia.
Recibe los tesoros divinos y los convierte en miserias letales. De las bendiciones
que le dan felicidad en el camino, hace maldiciones que extiende a sus
semejantes. Ciego ante las bellezas universales que le rodean, vive afirmando
su permanencia en el infierno de su propia creación en su plano interior. Es
alma repleta de atributos sublimes que permanece, no obstante, en la Obra del
Padre como genio destructor. Es sabio de razonamiento, pero pérfido de
sentimiento. Su cerebro elabora rápidamente las más complicadas operaciones
para la ofensiva del mal, pero su corazón es paralítico para el bien. Su cabeza
es fuego para la mentira, pero su pecho es de hielo para la verdad. Escupe en
las manos que lo acarician, está siempre dispuesto a condenar, pervertir y
confundir a los demás hijos de Dios, lanzando la perturbación general, a fin de
que sus intereses aislados prevalezcan. Por la ciencia y la perversidad de que
ofrece testimonio, es un mixto de ángel y monstruo, en el cual se confunden la
santidad y la bestialidad, la luz y la tiniebla, el cielo y el abismo.
Criatura desventurada por el desvío a que se ha entregado voluntaria-mente,
es, de hecho, más infeliz que infame, y merece antes de cualquier consideración,
nuestra comprensión y piedad.
En ese instante, ante la pausa del orientador, exclamó una joven del círculo,
satisfecha por la posibilidad de cooperar en la aclaración de la tesis en estudio:
— ¡Lo conozco! ¡Yo conozco al diablo!
— ¿Tú? — pregunta el instructor, admirado. — ¿Será posible?
— Y ella, radiante, contestó:
— Sí, ya estuve en la Tierra: ¡Se llama Hombre!