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ALEXANDER PUSHKIN Otros relatos de Belkin Fue, Alejandro Serguievich Pushkin, uno de los literatos más ilustres que ha producido Rusia. Su mérito consiste, no solamente en el ingenio, en la amenidad, en el arte con que combina las escenas y despierta el interés de los lectores, sino muy principalmente en la belleza del lenguaje, en la pureza del léxico y en la riqueza y variedad de las formas gramaticales. Pushkin fue quien dio al idioma ruso aquel pulimento que hizo de él una de las lenguas literarias más bellas de Europa. Alejandro Serguievich Pushkin nació en Moscú el 26 de mayo de 1799. Su familia era antigua, distinguida y bien acomodada. Descendía su padre de un embajador del zar Alejo Mijailovich y su madre era nieta del famoso negro de

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ALEXANDER PUSHKIN

Otros relatos de Belkin

Fue, Alejandro Serguievich Pushkin, uno de los literatos más ilustres que ha producido Rusia. Su mérito consiste, no solamente en el ingenio, en la amenidad, en el arte con que combina las escenas y despierta el interés de los lectores, sino muy principalmente en la belleza del lenguaje, en la pureza del léxico y en la riqueza y variedad de las formas gramaticales. Pushkin fue quien dio al idioma ruso aquel pulimento que hizo de él una de las lenguas literarias más bellas de Europa. Alejandro Serguievich Pushkin nació en Moscú el 26 de mayo de 1799. Su familia era antigua, distinguida y bien acomodada. Descendía su padre de un embajador del zar Alejo Mijailovich y su madre era nieta del famoso negro de Pedro el Grande, que tan importante papel desempeño en la corte de este Monarca. Se educó primero en casa de sus padres, bajo la férula de ayas y preceptores extranjeros, que le enseñaron el francés y el alemán antes que el idioma ruso. Su padre, que como todos los aristócratas moscovitas de su tiempo sentía gran admiración por los autores franceses, le franqueó su biblioteca y el joven Pushkin representó

comedias de Molière y compuso versos en francés antes de saber correctamente la lengua de su patria. Estudió más tarde en el Liceo de Zarskoe Seló y escribió allí su primer poema, que mereció elogios del escritor Derschavin. En 1817 ingresó en el Ministerio de Negocios Extranjeros, sin abandonar por eso el culto de las musas, como lo prueba el poema Ruslan y Liudmila, publicado hacia 1820, que le dio fama entre los literatos, pero que no evitó que le enviasen al mediodía de Rusia, a la Oficina de colonización, en castigo de unos epigramas demasiado ingeniosos. Largo tiempo vivió en las provincias meridionales del imperio y también en el Cáucaso, siendo sus obras de entonces reflejo de la impresión que le causaron las bellezas naturales de aquellas comarcas. Entre estas obras figuran El prisionero en el Cáucaso (1822); Los hermanos bandoleros (1827); Los gitanos (1826), y el comienzo de su célebre poema Eugenio Oniéguin. Algunos disgustos que tuvo con su jefes motivaron su regreso al centro de Rusia, pasando largo tiempo en un pueblo que pertenecía a su padre, donde escribió Boris Godunof. Perdonado desplegó pasmosa actividad literaria. De esta época son sus obras tituladas Poltava, Rusalka, El convidado de piedra, La hija del capitán, etc., y no pocos trabajos históricos. En 1831 contrajo matrimonio con Natalia Nicolaievna Gonchárova, bella y elegante dama, honra y prez de los salones de San Petersburgo y causa indirecta de su muerte, pues las relaciones de esta dama con el barón Dantés, emigrado francés, dieron lugar al desafío de éste con Pushkin, de resultas del cual falleció el ilustre escritor el 29 de enero de 1837. Entre sus obras históricas descuella la Historia de la rebelión de Pugachef, uno de los episodios más curiosos de los anales del Imperio moscovita, y entre sus obras poéticas, Eugenio Oniéguin y Boris Godunof

AZAR EN EL JUEGO

I En casa del oficial de guardias a caballo Narumof jugaban a las cartas. La larga noche invernal pasó rápidamente. A las cinco de la mañana se sentaron a cenar. Los que habían ganado comieron con gran apetito; los demás contemplaron con distracción sus platos vacíos. Pero se sirvió el champagne, se animó la conversación y todos tomaron parte en ella. —¿Qué tal te ha ido, Surín? —preguntó el dueño de la casa. —He perdido, como de costumbre. Hay que reconocer que soy un desgraciado; juego con calma, nunca me enfado; nada me hace hablar, y, sin embargo, ¡pierdo! —Y tú, ¿no jugaste ni una vez siquiera? ¿No te dejaste seducir? Tu firmeza me asombra —exclamó el anfitrión, dirigiéndose a otro huésped. —¡Es pasmoso! —dijo uno de los presentes, señalando a un joven ingeniero—. Jamás ha cogido una carta, jamás dice una palabra malsonante, y ha estado con nosotros hasta las cinco de la mañana viendo cómo jugábamos. —El juego me entretiene mucho —dijo Hermann—; pero no estoy en situación de sacrificar lo indispensable por tener más de lo que necesito. —Hermann es alemán, es calculador, eso es todo —observó Tomski—. Si para mí hay alguien incomprensible es mi abuela, la condesa Ana Fedórovna. —¿Qué? ¿Qué dices? —exclamaron los convidados. —Sí; no puedo comprender —prosiguió Tomski— por qué no juega mi abuela. —¿Y qué tiene de extraño —dijo Narumof— que una anciana de ochenta años no juegue? —Eso lo dices porque no sabes lo que le sucedió. —No, no lo sé. —Entonces, escucha. Es preciso que sepáis que mi abuela, hará sesenta años de esto, marchó a París y estuvo muy a la moda. La

gente corría tras ella para ver a la Venus moscovita. Richelieu hizo locuras por ella, y mi abuela asegura que su crueldad estuvo a punto de ocasionar el suicidio del Duque. En aquel tiempo las señoras jugaban al faraón. Una vez, estando en Palacio, perdió, bajo palabra, una cantidad considerable que le ganó la Duquesa de Orleáns. Cuando llegó a su casa, y a tiempo de quitarse las mouches y de desnudarse, confesó a mi abuelo la pérdida y le ordenó que pagase. Mi difunto abuelo, si no recuerdo mal, era de condición débil. Le temía a su mujer como al fuego; pero al enterarse de tan enorme pérdida, se enfureció, echó sus cuentas y demostró a mi abuela que en seis meses habían derrochado medio millón y que cerca de París no tenían fincas que vender como les sucedía en Moscú; en una palabra: se negó a pagar la deuda. Mi abuela le dio un cachete y se acostó sola para demostrarle su enfado. Al día siguiente mandó llamar a su marido, con la esperanza de que hubiese surtido efecto el castigo de la víspera; pero le halló inconmovible. Por primera vez en la vida llegó a tener con él una explicación acalorada; creyó que iba a convencerle, llegando en su condescendencia hasta demostrarle que hay deudas y deudas, y que no puede portarse lo mismo un príncipe que un lacayo. ¡A buena parte fue! El abuelo siguió en sus trece. La abuela no sabía qué hacer. Conocía, aunque muy superficialmente, al Conde de Saint Germain, de quien tantas cosas extraordinarias se contaban. Ya sabéis que decía ser el judío errante, y haber descubierto el elixir de la vida, la piedra filosofal, etc. Reíanse de él como de un charlatán, y Casanova en sus Memorias dice que era un espía. Por lo demás, Saint Germain, aparte de su misterio, tenía aspecto respetable y era un hombre muy amable en sociedad. Mi abuela lo ama desde entonces y se enfada cuando hablan mal de él. Mi abuela sabía que el Conde de Saint Germain disponía de grandes recursos. Decidió, pues, acudir a él, y le escribió una carta rogándole que viniese a verla. El misterioso personaje acudió inmediatamente, y la halló sumida en la desesperación. Mi abuela le pintó con sombríos colores la barbarie de su esposo, y dijo, por último, que ponía toda su esperanza en su amistad. Saint Germain reflexionó.

—Puedo servirla a usted dándole la cantidad que necesita —dijo; pero sé que no estará usted tranquila mientras no me la devuelva, y no quisiera yo ser causa de nuevos disgustos. Hay otro medio: puede usted recuperar lo perdido jugando otra vez. —Pero, amable Conde —le contestó mi abuela—, ¿no le digo que estamos sin un céntimo? —Para lo que propongo no hace falta dinero. Tenga usted la bondad de escucharme —replicó Saint Germain. Y al punto le reveló un secreto por el cual daríamos lo indecible todos nosotros... Los jugadores redoblaron la atención. Tomski encendió su pipa, se estiró y prosiguió: —Aquella misma noche se presentó mi abuela en Versalles en el jeu de la Reine. El Duque de Orleáns torció el gesto al verla. Mi abuela se excusó de no haber pagado su deuda, contó una historia cualquiera para justificar su olvido y se puso a jugar a las cartas con el Duque. Escogió tres cartas: las puso una sobre otra; con las tres ganó; el desquite fue completo. —¡La casualidad! —exclamó uno de los presentes. —¡Eso es un cuento! —observó Hermann. —¡Quizá hiciera trampas! —dijo un tercero. —No lo creo —repuso Tomski con gravedad. —¡Cómo! —exclamó Narumof—, ¿Tienes una abuela que adivina tres cartas seguidas y hasta ahora no le has arrancado su secreto? —¡Así es! —exclamó Tomski—. Mi abuela tuvo cuatro hijos, uno de los cuales fue mi padre. Los cuatro eran jugadores y a ninguno le descubrió su secreto, lo cual no hubiera sido malo para ellos, ni para mí tampoco. Pero, oigan ustedes lo que me contaba mi abuela del conde Ivan Ilitch, dándome palabra de honor de que era cierto. El difunto Chaplitzki, que murió en la miseria después de derrochar millones, allá en su juventud perdió, jugando con Zorich, unos 300.000 rublos. Estaba desesperado. Mi abuela, que siempre fue compasiva con los muchachos, sintió lástima de Chaplitzki. Le dio tres cartas para que las pusiera una sobre otra y le exigió palabra de no volver a jugar. Chaplitzki fue a buscar a su vencedor y ambos se pusieron a jugar. Chaplitzki puso 50.000 rublos a la primera carta y ganó; a la tercera carta se había desquitado por completo.

—A todo esto —dijo uno de los presentes—, ha llegado la hora de irse a la cama; son las seis menos cuarto. En efecto, empezaba a amanecer. Los muchachos apuraron sus copas de ron y se separaron.

II La anciana Condesa de * estaba sentada en su gabinete delante del espejo. La rodeaban tres doncellas, una de las cuales tenía el frasco de colorete, otra una cajita con horquillas y la tercera una a cofia adornada con cintas encarnadas. La Condesa no pretendía una belleza desaparecida hacía mucho tiempo, pero conservaba todas las costumbres de su juventud, seguía cuidadosamente las modas del año 1770 y se vestía con la misma lentitud y el mismo esmero que sesenta años antes. Junto a la ventana, sentada al bastidor, se hallaba una señorita, de cuya educación se había encargado la Condesa. —Buenos días, grand'maman —dijo al entrar un oficial joven—. Bonjour, Mademoiselle Luise. Grand'maman, vengo a pedirle a usted un favor. —¿Qué quieres, Paul? —Permítame usted que le presente a uno de mis amigos y que le traiga al baile que da usted el miércoles. —Lo traes al baile y allí me lo presentas. ¿Estuviste anoche en casa de *? —¿Cómo no? Estuvo aquello muy bien. Bailamos hasta las cinco de la mañana. Etezkaía estaba guapísima... —¡Pero, querido!... ¿Qué le encuentras? ¿Se parece a su abuela la princesa Daría Petrowna? A propósito: ¿ha envejecido mucho la princesa Daría Petrowna? —¿Cómo si ha envejecido? —replicó distraídamente Tomski—. Si hace lo menos siete años que murió... La joven levantó la cabeza e hizo una seña al oficial. Este recordó que a la Condesa le ocultaban la muerte de sus contemporáneas y se mordió los labios. La Condesa escuchó, no obstante, aquella noticia, nueva para ella, con la mayor indiferencia. —¡Se ha muerto y yo no sabía nada! A las dos nos nombraron damas de honor al mismo tiempo, y cuando nos presentamos, la soberana...

Y la Condesa por centésima vez contó a su sobrino aquella anécdota. —Bueno, Paul —dijo después—. Ahora ayúdame a levantarme. Lisa, ¿dónde está mi caja de rapé? La Condesa, con sus doncellas, pasó detrás de un biombo para continuar su tocado. Tomski se quedó solo con la joven. —¿A quién quiere usted presentar? —preguntó en voz baja Isabel Ivanowna. —A Narumof. Ya usted le conoce. —¡No! ¿Es militar o paisano? —Militar. —¿Ingeniero? —No, sirve en caballería. ¿Por qué pregunta usted si es ingeniero? La joven se sonrió y no contestó. —Paul —gritó la condesa desde detrás del biombo—, tráeme alguna novela nueva, pero no de las últimas. —¿Por qué, grand'maman? —Quiero decir, una novela en la que el protagonista no estrangule a su padre, ni a su madre, y en la que no hay ahogados. Le tengo un miedo horrible a los ahogados. —Hoy día no se estilan esas novelas. ¿La querría usted rusa? —Pero, ¿hay novelas rusas? En ese caso, tráemelas. —Dispénseme usted, grand'maman, tengo mucha prisa. Dispénseme usted, Isabel Ivanowna... ¿Por qué creyó usted que Narumof era ingeniero? Y Tomski salió del gabinete. Isabel Ivanowna se quedó sola; dejó la labor y miró por la ventana. Pronto apareció en la calle un oficial. La joven se puso colorada, e inclinó la cabeza sobre el bastidor. En aquel momento entró la Condesa ya vestida. —Di que enganchen el coche, Lisa, y vamos de paseo. Lisa se puso a recoger su labor. —Pero, hija, ¿estás tonta? —exclamó la condesa—. Di que enganchen inmediatamente. —En seguida —respondió en voz baja la joven. Y echó a correr hacia la antesala. Entró un criado y puso en manos de la condesa los libros que enviaba el príncipe Pablo Alejandrovich.

—Está bien —dijo la Condesa—; dale las gracias. Lisa, Lisa, ¿adonde vas tan de prisa? —Voy a vestirme. —Tienes tiempo, hija. Siéntate aquí. Abre uno de esos libros, léeme en voz alta. La joven abrió el libro y leyó unas cuantas líneas. —Más alto —dijo la condesa—. ¿Qué te pasa? ¿No tienes voz? Mira, antes, dame el taburete... Así. Lisa leyó un par de hojas. La Condesa bostezó. —Tira ese libro —dijo—. ¡Qué simpleza! Devuélveselo al príncipe Pablo y di que le den las gracias. Pero... ¿y ese coche? —El coche está enganchado —dijo Isabel Ivanowna mirando por la ventana. —¿Y por qué no estás vestida ya? —preguntó la Condesa—. Siempre te haces esperar, lo cual es insoportable. Lisa voló a su cuarto. Apenas habían transcurrido dos minutos cuando la Condesa empezó a llamar con toda su fuerza. Tres criadas acudieron por una puerta y un lacayo por otra. —¿Qué pasa que no venís cuando se os llama? —exclamó la Condesa—. Id y decidle a Isabel Ivanowna que la estoy esperando. Isabel Ivanowna entró en aquel instante en traje de calle. —¿Ya has venido, hija mía? ¡Gracias a Dios! Pero ¿que te has puesto? ¿A que viene todo eso? ¿Piensas enamorar a alguien? ¿Qué tal día hace? Parece que hace viento... —No, señora, no hace viento ninguno —contestó el lacayo. —Siempre hablas a tontas y a locas. Abre la ventana. ¿Lo ves? Hace viento y viento frío. Que desenganchen el coche. Lisa, no salimos ya; no tenías para qué componerte tanto... —¡Y decir que mi vida se reduce a esto! —pensó Lisa. En efecto, Isabel Ivanowna era una criatura desgraciada. Amargo es el pan ajeno —dijo Dante— y duro es bajar por la escalera de otro. ¿Qué amargura, de las que proceden de la dependencia de otro, ignoraría una pobre joven protegida por una anciana rica e ilustre? La Condesa no era mala, pero sí caprichosa como mujer, amiga de la sociedad, avara y sumida en el mayor egoísmo, como suele ocurrir con los viejos enamorados de su tiempo y extraños al presente. La Condesa tomaba parte en todas las frivolidades

del gran mundo, acudía a los bailes permaneciendo en un rincón con el rostro pintado y vestida a la antigua, como si fuera un adorno natural e indispensable del salón; a ella se acercaban con profundos saludos los huéspedes cual si cumpliesen con un rito establecido, y después nadie se acordaba de ella. A su casa acudía toda la ciudad, observando severa etiqueta, sin conocer a nadie personalmente. Sus numerosos criados engordaban y envejecían en sus antesalas, haciendo lo que querían y robando constantemente a la anciana. Isabel Ivanowna era un mártir doméstico. Ella servía el té y escuchaba reprimendas por el consumo exagerado de azúcar; ella leía novelas en voz alta y tenía la culpa de cuantos errores había cometido el autor; ella acompañaba a la princesa cuando salía de paseo y era responsable del tiempo y del estado de las calles. Tenía señalada una retribución pecuniaria, pero nunca se la pagaban, sin embargo le exigían que se vistiera como todas, es decir, como pocas. En sociedad desempeñaba el mismo papel. Todos la conocían y ninguno le hacía caso; en los bailes no la sacaban a bailar sino cuando faltaba un vis a vis, y las señoras se cogían de su brazo cuantas veces necesitaban ir al tocador para arreglar algún detalle del vestido. Como tenía amor propio, sentía lo triste de su situación y miraba alrededor suyo esperando con impaciencia que se presentase un libertador; pero los jóvenes, calculadores a pesar de su vanidad juvenil, no le hacían ningún caso, por más que fuera Isabel Ivanowna cien veces más bonita y más agradable que las impertinentes y desagradables jóvenes en torno de las cuales se movían. ¡Cuántas veces, abandonando la sala aburrida y pomposa, habíase retirado a su pobre alcoba, donde lloraba silenciosamente al lado de viejos biombos y de antiguas tapicerías, mirando con tristeza la cómoda, el espejo y la cama que constituían el mobiliario, a la luz escasa que proyectaba una vela de sebo puesta en un candelero de metal! Una vez —esto sucedió dos días después de la cena descrita al principio de este relato y una semana antes de la escena en que nos detuvimos—, una vez, Isabel Ivanowna, sentada junto a la ventana trabajando en su bastidor, miró distraídamente a la calle y vio a un joven ingeniero inmóvil y con la vista fija en la ventana. Isabel bajó la cabeza y tornó a su labor; cinco minutos después

miró de nuevo; el joven oficial seguía en el mismo sitio. No teniendo por costumbre coquetear con los oficiales que pasaban por la calle, dejó de mirar y bordó por espacio de dos horas sin levantar cabeza. Sirvieron la comida. Isabel recogió su labor y, mirando involuntariamente hacia la calle, volvió a ver al oficial. Esto le pareció bastante raro. Después de comer se aproximó a la ventana con cierta intranquilidad, pero el oficial había desaparecido y ella no volvió a acordarse más de él. Dos días después, cuando iba a subir al coche con la Condesa volvió a verle. Estaba junto a la escalinata y ocultaba el rostro en el cuello de castor, sus negros ojos brillaban bajo la visera de la gorra. Isabel Ivanowna se asustó sin saber de qué y tomó asiento en el coche con inexplicable sobresalto. Al regresar a casa corrió a la ventana: el oficial se hallaba en el mismo sitio que el otro día y no apartaba la vista de ella: la joven se retiró, mortificada por la curiosidad y agitada por un sentimiento completamente nuevo para ella. Desde entonces no pasó día sin que el joven oficial dejase de presentarse a la misma hora bajo la ventana de la casa. Entre él y la joven se establecieron mudas relaciones. Sentada en su sitio, ocupada en su trabajo, sentía su proximidad, levantaba la cabeza y le miraba cada día más. El joven, al parecer, le estaba muy agradecido; la joven reparaba, con la penetración propia de la juventud, cómo se cubrían de carmín sus pálidas mejillas cuando su mirada se encontraba con la de él. Al cabo de una semana, la joven le sonreía... Cuando Tomski pidió permiso a la Condesa para presentar a su amigo, el corazón de la pobre muchacha palpitó con más fuerza; pero cuando supo que Narumof no era ingeniero, sino caballero-guardia, deploró haber revelado su secreto por medio de una pregunta indiscreta al impetuoso Tomski. Hermann era hijo de un alemán que se naturalizó ruso y le dejó un pequeño capital. Persuadido de la necesidad de robustecer su independencia, Hermann no tocaba la renta, vivía con su sueldo únicamente y no se permitía el menor capricho. Por lo demás, era reservado y orgulloso y sus compañeros raras veces tenían ocasión de burlarse de su extraordinaria parsimonia. Tenía

pasiones fuertes y una fantasía ígnea; pero su firmeza le salvaba de los errores propios de la juventud. Así, por ejemplo, siendo en el fondo amigo del juego, no tocaba jamás una carta, porque calculaba que su fortuna no le permitía (según decía él) sacrificar lo indispensable a la esperanza de conseguir lo superfluo, y sin embargo, se pasaba noches enteras al lado de las mesas de juego observando con temblor febril las diferentes alternativas de aquél. La anécdota de las tres cartas había producido gran efecto en su fantasía y durante toda al noche no pudo desecharla de su mente. —Si la condesa me revelase su secreto —decíase al siguiente día paseándose por San Petersburgo—, o me indicase qué cartas son ésas... ¿Por qué no probar la suerte? Me presentaré a ella, conquistaré su benevolencia, me haré su favorito, diré que estoy enamorado de ella; pero todo esto requiere tiempo y ella tiene ochenta y siete años; puede morirse en una semana, en dos días... Y hasta la misma anécdota... ¿Es creíble? No; cálculo, moderación y laboriosidad, estas son mis tres cartas; ellas triplicarán, multiplicarán mi capital y me darán la tranquilidad y la independencia. Razonando de este modo llegó a una de las principales calles de San Petersburgo y reparó en una casa de antigua apariencia. La calle estaba llena de coches, que iban acercándose uno tras otro a la puerta, cuyo zaguán estaba profusamente iluminado. De los coches asomaba unas veces el diminuto pie de una belleza juvenil, otras la crujiente bota de uniforme, otras en fin, la media de seda y el zapato de baile de un diplomático. Las pellizas y los abrigos pasaban en grupo por delante del majestuoso suizo. Hermann se detuvo. —¿De quién es esta casa? —preguntó al policía que estaba en la esquina. —De la Condesa * —contestó éste. Hermann se estremeció. La maravillosa anécdota acudió de nuevo a su mente. Púsose a pasear por los alrededores de la casa pensando en la dueña y en su maravilloso poder. Volvió ya tarde a su pacífico rincón; tardó largo rato en conciliar el sueño, y cuando éste le embargó, soñó con barajas, mesas verdes, fajos de billetes y montones de monedas de oro. Puso las cartas una encima de otra, dobló las puestas con energía, ganó

sin interrupción, se guardó el oro en los bolsillos y los billetes en la cartera. Al despertarse ya muy tarde, suspiró ante la pérdida de sus fantásticas riquezas, salió a pasear por la ciudad y volvió otra vez a casa de la Condesa. Una fuerza desconocida le impulsaba hacia ella. Se paseó y miró a las ventanas. En una de ellas vio una cabecita de negros cabellos, inclinada sin duda sobre un libro o una labor. La cabecita se levantó. Hermann vio un rostro juvenil y unos ojos negros. Aquel instante decidió su porvenir.

III Apenas se despojó Isabel Ivanowna de su sombrero y de su abrigo, le mandó un recado la Condesa y dispuso que volviesen a enganchar el coche. Ambas tomaron asiento en él. En el preciso instante en que dos lacayos levantaban a la Condesa y la introducían por la portezuela, Isabel Ivanowna vio a su ingeniero junto a las mismas ruedas; el joven le cogió una mano, su susto fue tan grande que no logró dominarse. El joven desapareció y la carta quedó en manos de ella. La ocultó en un guante, y durante todo el camino ni vio nada ni oyó nada. La Condesa tenía la costumbre de ir haciendo preguntas a cada paso: ¿A quién nos encontramos? ¿Cómo se llama ese puente? ¿Qué dice ese rótulo? Esta vez, Isabel Ivanowna le contestó sin saber lo que decía, y la Condesa se enfadó: —¿Qué te ocurre, hija? ¿Estás dormida? No me oyes o no me entiendes... A Dios gracias, no soy tartamuda ni me he vuelto loca... Isabel Ivanowna no la escuchaba. Al llegar a casa corrió a su cuarto, sacó la carta del guante; no estaba lacrada. Isabel Ivanowna la leyó. La carta contenía una declaración amorosa; era tierna, respetuosa y parecía estar copiada literalmente de una novela alemana, pero Isabel Ivanowna no sabía alemán y quedó muy satisfecha. Esto no obstante, la carta que había aceptado la intranquilizó no poco. En primer lugar establecía relaciones secretas e íntimas con un joven cuya osadía le infundía pavor. Reprochábase su

impremeditada conducta y no sabía qué hacer, si dejar de sentarse a la ventana y a fuerza de indiferencia quitarle todo deseo de ulteriores relaciones, devolverle la carta, o contestar a esta última con frialdad y energía. No tenía con quien consultar, carecía de amigas y de consejeras. Isabel Ivanowna resolvió contestar. Sentóse a la mesita de escribir, cogió pluma y papel y se puso a reflexionar. Empezó varias veces la carta y otras tantas la rompió: unas veces las frases le parecían demasiado indulgentes, otras demasiado duras. Por último, logró escribir unas pocas líneas que la dejaron satisfecha. «Tengo la evidencia —escribió— de que sus intenciones son honradas y de que no ha querido usted ofenderme dando un paso irreflexivo; pero nuestras relaciones no pueden empezar de este modo. Le devuelvo su carta y espero que no tendré de antemano razones para deplorar un inmerecido desprecio.» Al siguiente día, cuando vio pasar a Hermann, Isabel Ivanowna dejó su bastidor, pasó a la sala, abrió la ventana y lanzó su carta a la calle, confiando en la habilidad del joven oficial. Hermann corrió, cogió la carta y entró en una confitería próxima. Rompió el sello y halló su carta y la respuesta de Isabel Ivanowna. La esperaba y volvió a su casa pensando en su intriga. Tres días después, una muchacha elegante entregó a Isabel Ivanowna una carta del almacén de modas. Ésta la abrió con sobresalto, temiendo que fuera una cuenta, cuando conoció la letra de Hermann. —Te has equivocado, hija mía —dijo—; esta carta no es para mí. —Sí, es para usted —contestó la muchacha sin bajar los ojos, al propio tiempo que se dibujaba en sus labios una sonrisa maliciosa—; tenga usted la bondad de leer lo que dice. Isabel Ivanowna leyó rápidamente la carta; Hermann solicitaba una entrevista. —No puede ser —murmuró Isabel Ivanowna asustada de la imprevista petición y del medio que para conseguirla se empleaba—. Esta carta no se ha escrito para mí. Y la rompió en menudos trozos. —Si la carta no es para usted, ¿por qué la ha roto? —preguntó la muchacha—. Yo la hubiese devuelto a quien la envió.

—Haz el favor de no volver a traerme cartas —replicó Isabel Ivanowna, ruborizándose al oír esta observación— y de decir a quien te mandó aquí, que debiera darle vergüenza... Pero Hermann no se dio por vencido. Isabel Ivanowna recibió todos los días cartas de él, ya fuera de un modo, ya de otro. No estaban traducidas del alemán, porque las escribía Hermann, impulsado por la pasión y hablando el lenguaje propio de ella; en ella se expresaban la inflexibilidad de sus deseos y el desorden de una imaginación desenfrenada. Isabel Ivanowna no pensaba ya en devolverlas; se embriagaba con ellas; empezó a contestarlas, y sus cartas cada vez eran más largas y más tiernas. Por último, le echó por la ventana la siguiente misiva: «Hoy es el baile en casa del Embajador de *. La Condesa irá. Nos quedaremos solas dos horas. Tendremos ocasión de vernos. Cuando se marche la Condesa, sus criados se irán probablemente también; el suizo se queda en el zaguán; pero es verosímil que también se retire a su cuarto. Venga usted a las once y media. Diríjase a la escalera; si encuentra usted a alguien pregunte si está en casa la Condesa. Le dirán que no, y entonces será preciso que se retire usted. Pero lo más probable es que no encuentre usted a nadie, porque las criadas estarán en su habitación. Una vez en la antesala diríjase a la izquierda y vaya a la alcoba de la Condesa. En la alcoba, detrás del biombo verá usted dos puertas pequeñas: la de la derecha da a un gabinete, donde nunca entra la Condesa; la de la izquierda, a un pasillo donde hay una escalera estrecha, que conduce a mi habitación.» Hermann temblaba como un tigre, esperando la hora de la cita. A las diez de la noche ya estaba frente a la casa de la Condesa. Hacía un tiempo infernal; el viento rugía, la nieve caía en copos enormes; los faroles apenas alumbraban; en las calles no había un alma. De rato en rato un cochero de punto, envuelto en su capote, arreaba su penco, buscando con la mirada algún retrasado viajero. Hermann iba a cuerpo, mas no sentía ni el viento, ni la nieve. Al fin y a la postre llegó el coche de la Condesa. Hermann vio cómo llevaban los criados a la anciana, la cual iba arropada en amplia piel de marta cibelina, y cómo detrás de ella aparecía su protegida con un ligero abrigo.

La portezuela se cerró con ruido y el coche echó a andar pesadamente sobre la crujiente nieve. El suizo cerró la puerta; apagáronse las luces que iluminaban las ventanas. Hermann comenzó a pasear en torno de la casa vacía; se acercó a un farol, miró la hora: eran las once y veinte minutos. Se quedó al pie del farol, siguiendo la marcha de las agujas y esperando que marcasen la hora fijada. A las once y media en punto, Hermann se dirigió a la escalinata de la casa, y penetró en el iluminado zaguán. No estaba el suizo. Hermann subió rápidamente la escalera, abrió la puerta de la antesala y vio a un sirviente dormido en un diván viejo y sucio. Con paso ligero y firme pasó al lado suyo Hermann. La sala y el gabinete estaban a oscuras. La lámpara de la antesala apenas disipaba las sombras. Hermann entró en la alcoba. Delante de las imágenes sagradas oscilaba la llama de una lámpara de oro. Butacas y divanes, forrados de antiguas telas descoloridas, con cojines de pluma, bordados de oro, en mal estado, se hallaban simétricamente colocados junto a las paredes cubiertas de tapicerías chinas. En uno de los muros colgaban dos retratos, pintados en París por madame Lebrun, uno de los cuales representaba a un hombre de unos cuarenta años, sonrosado y grueso, con uniforme verde y cruces, y el otro a una joven hermosa, de nariz aguileña, y en cuyo cabello empolvado se veía una rosa. En todos los rincones había pastorcitos de porcelana, relojes de mesa, obra del célebre Leroy; cajitas, abanicos y otros objetos femeninos inventados a fines del pasado siglo al mismo tiempo que el globo de Montgolfier y que el magnetismo de Mesmer. Hermann pasó por detrás del biombo. Allí había una pequeña cama de hierro; a la derecha, una puerta que conducía al gabinete; a la izquierda, otra que conducía a un corredor. Hermann vio una escalera estrecha que subía al cuarto de la pobre protegida; pero se volvió y entró en el gabinete. El tiempo transcurrió con lentitud; en todas las habitaciones los relojes dieron uno tras otro las doce, y el silencio reinó de nuevo. Hermann, de pie, se apoyó en la chimenea. Estaba sereno; su corazón latía con toda regularidad, como el de un hombre resuelto a hacer algo peligroso, pero necesario. Los relojes dieron

la una y luego las dos; se oyó a distancia el rodar de un carruaje. Una emoción involuntaria se apoderó de él. El carruaje fue acercándose, y por fin se detuvo. Oyó que bajaban el estribo. La casa se animó. Corrieron los criados, se oyeron voces y se iluminaron las habitaciones. En la alcoba entraron tres criadas viejas y la Condesa, apenas viva, entró a su vez y se dejó caer sobre un sillón Voltaire. Hermann miró por un agujero. Isabel Ivanowna pasó por delante de él. Hermann oyó sus apresurados pasos por la escalera, y sintió en el corazón algo así como un remordimiento que se desvaneció al punto. Se hizo de piedra. La Condesa empezó a desnudarse delante del espejo. Le quitaron la capota adornada de rosas; desprendieron de su pelado cráneo la empolvada peluca; los alfileres cayeron en forma de lluvia alrededor de ella. Su vestido amarillo bordado en plata, cayó a sus hinchados pies. Hermann fue testigo de los repugnantes secretos de su tocado; por último, la Condesa quedó en chambra y con gorro de dormir, y en este traje, más apropiado a su edad, resultaba menos terrible y más natural. Como todos los viejos, la Condesa padecía de insomnio. Después de desnudarse tomó asiento junto a la ventana en el sillón Voltaire y despidió a sus doncellas. Lleváronse las luces y la habitación quedó alumbrada por la lámpara únicamente. Amarillenta, agitando los caídos labios y moviendo la cabeza de derecha a izquierda, yacía la Condesa en su sillón. En sus turbios ojos se reflejó la completa ausencia de pensamientos; mirándola, podía creerse que los movimientos de la anciana procedían, no de su voluntad, sino de la acción de misterioso galvanismo. De repente, este rostro moribundo se descompuso horriblemente. Los labios quedaron inmóviles; se animaron los ojos; delante de la Condesa estaba un desconocido. —No se asuste usted, por el amor de Dios, no se asuste —dijo éste en voz baja y clara—. No voy a hacerle ningún daño; he venido a hacerle una súplica. La anciana le miró en silencio, como si no le oyera. Hermann creyó que era sorda, e inclinándose hacia ella le repitió sus palabras al oído. La anciana tampoco le contestó.

—Puede usted —prosiguió Hermann— darme la felicidad sin que nada le cueste; sé que le es dado a usted adivinar tres cartas seguidas. Hermann se detuvo. Al parecer, la Condesa había comprendido lo que le pedían; parecía como si quisiera buscar palabras para contestar. —Eso es una broma —dijo por último—; le juro a usted que es una broma... —No hay tal —le interrumpió Hermann, encolerizado—. Recuerde a Chaplitzki, a quien ayudó usted a desquitarse. La Condesa se turbó visiblemente. Su rostro reflejó una gran agitación moral; pero al cabo de un instante tornó a la anterior inconsciencia. —¿Puede usted decirme qué tres cartas son ésas? —preguntó Hermann. La Condesa no contestó. Hermann prosiguió. —¿A qué conduce tanto misterio? ¿Lo guarda usted para sus nietos? Son ya bastantes ricos sin eso y ni siquiera conocen el valor del dinero. A un dilapidador, de nada le sirven esas cartas. El que no sabe conservar la herencia paterna, muere en la miseria, a pesar de todos los esfuerzos del demonio. Yo no soy un dilapidador; yo sé lo que vale el dinero, sus tres cartas no me perderán... Bueno, ¿qué...? Se detuvo, tembloroso, esperando la respuesta. Hermann se arrodilló: —Si su corazón sintió alguna vez amor hacia alguien; si recuerda sus delicias; si alguna vez sonrió feliz junto a la cuna de un hijo; si en su pecho latió alguna vez un sentimiento humano, yo invoco esos sentimientos de esposa, de amante, de madre; yo invoco todo lo que es santo en la vida y le suplico que no me niegue lo que deseo, y me descubra su secreto... ¿Qué interés tiene en no hacerlo? Quizá vaya unido a un pecado horrible, a la pérdida de la eterna bienaventuranza, a un pacto diabólico... Piénselo bien; usted es vieja, poco le queda ya de vida...; yo tomo sobre mí todos sus pecados. Descúbrame el misterio. Piense que la felicidad de un hombre se halla en sus manos; que no sólo yo, sino mis hijos y mis nietos bendecirán su memoria y la adorarán como a una santa. La anciana no contestó.

Hermann se levantó. —¡Bruja del demonio! —exclamó, rechinando los dientes—. Yo te obligaré a contestar. Así diciendo, sacó una pistola. La Condesa, al ver el arma, debió experimentar una profunda impresión. Movió la cabeza y levantó el brazo como si quisiera evitar el disparo; después se dejó caer y quedó inmóvil. —Déjese de niñerías —prosiguió Hermann, cogiéndole la mano—. Por última vez le pregunto si quiere o no indicarme las tres cartas... La Condesa no contestó. Hermann vio entonces que estaba muerta.

IV Isabel Ivanowna estaba en su cuarto, en traje de baile todavía, sumida en profundas reflexiones. Al llegar a casa se apresuró a despedir a la adormilada doncella, que de mala gana le ofrecía sus servicios, diciéndole que se desnudaría sola, y temblando entró en su cuarto, esperando encontrar allí a Hermann y deseando al mismo tiempo no verle. La primera mirada que lanzó pudo convencerla de que allí no estaba y dio gracias al destino por el obstáculo que había opuesto a la entrevista. Se sentó, sin desnudarse, y púsose a recordar todas las circunstancias que en tan corto tiempo la habían llevado tan lejos. No habían pasado aún tres semanas desde el día en que por vez primera vio desde la ventana al joven, y ya estaba en correspondencia con él y había logrado éste obtener de ella una entrevista nocturna. Ella sabía el nombre de él sólo porque algunas de sus cartas estaban firmadas; no había hablado con él jamás, no conocía el metal de su voz; no había oído hablar de él jamás... hasta aquella misma noche. ¡Extraña cosa! Aquella misma noche del baile Tomski, molesto con la princesita Paulina * que contra su costumbre no coqueteaba con él, deseó vengarse, demostrándole indiferencia, e invitó a Isabel Ivanowna a bailar una mazurca. Todo el tiempo que duró ésta se burló de su inclinación hacia los ingenieros, aseguró que estaba enterado de muchas cosas que ella no podía ni siquiera figurarse, y algunas de sus burlas iban

tan bien dirigidas que Isabel Ivanowna pensó más de una vez que se había descubierto su secreto. —¿Quién le ha dicho a usted todo eso? —preguntó sonriéndose. —El amigo de una persona a quien usted conoce —le contestó Tomski—; un hombre muy notable. —¿Y quién es este nombre tan notable? —Le llaman Hermann. Isabel Ivanowna no contestó; pero se quedó helada. —Este Hermann —prosiguió Tomski— es una persona verdaderamente romántica. Tiene perfil napoleónico y alma de Mefistófeles. Yo creo que sobre su conciencia pesan lo menos tres crímenes. ¡Qué pálida se pone usted!... —Me duele la cabeza... ¿Qué le dijo a usted Hermann... o como se llame? —Hermann está muy descontento con su amigo; dice que en su lugar él hubiera procedido de distinto modo. Yo llego hasta suponer que Hermann tiene algún propósito con respecto a usted. A lo menos escucha con bastante disgusto las enamoradas razones de su amigo. —Pero ¿dónde me ha visto? —En la iglesia, tal vez; en el paseo... Dios sabe dónde... Quizá la haya visto a usted en su alcoba mientras usted dormía... Tres señoras que se acercaron preguntando oubli ou regret interrumpieron una conversación que iba siendo cada vez más interesante y más dolorosa para Isabel Ivanowna. La dama elegida por Tomski fue la misma princesa *, que después de muchos rodeos y de muchos circunloquios logró ponerse al habla con él. Al volver a su sitio, Tomski no pensó en Hermann ni en Isabel Ivanowna, la cual quiso reanudar el interrumpido diálogo, pero concluyó la mazurca y poco después se retiró la Condesa. Las palabras de Tomski eran mera charla, pero quedaron grabadas en el alma de la joven. El retrato bosquejado por Tomski coincidía con la imagen que ella misma había concebido, y gracias a las novelas más recientes, tan ruin figura asustaba y esclavizaba su fantasía. Sentada estaba, con las manos cruzadas, reclinada la cabeza, adornada todavía con flores, cuando de pronto se abrió la puerta y entró Hermann. Isabel Ivanowna se estremeció.

—¿Dónde estaba usted? —preguntó con voz apagaba por el miedo. —En la alcoba de la Condesa —contestó Hermann—. Acabo de dejarla. La Condesa ha muerto. —¡Dios mío! ¿Qué está usted diciendo? —Y, según parece —prosiguió Hermann—, soy yo la causa de su muerte. Isabel Ivanowna le miró y las palabras de Tomski resonaron en su alma: «Ese hombre tiene lo menos tres crímenes sobre su conciencia.» Hermann se sentó al lado de su interlocutora. Isabel Ivanowna le escuchó horrorizada. De modo que aquellas cartas llenas de pasión, aquellas amorosas exigencias, aquella persecución tan insistente... no eran manifestaciones del amor... ¡Dinero y no otra cosa era lo que ansiaba su alma! ¡No era ella la que podía satisfacer sus deseos y hacerle feliz! La pobre muchacha no era otra cosa que el ciego cómplice de un ladrón, la asesina de su anciana protectora. En su terrible desesperación derramó amargas lágrimas. Hermann la contempló en silencio; su corazón se destrozaba también; pero ni las lágrimas de la joven, ni el maravilloso encanto de su dolor, dieron al traste con la dureza de su alma. No sintió remordimiento alguno por la muerte de la anciana. Sólo una cosa le asustaba: la irreparable pérdida del secreto en que fundaba sus esperanzas de riqueza. —¡Es usted un monstruo! —exclamó, por fin, Isabel Ivanowna. —Yo no he querido matarla —contestó Hermann—; la pistola no estaba cargada. Ambos callaron. Amaneció. Isabel Ivanowna apagó la vela. La pálida claridad del alba se difundió por la estancia. Enjugó sus lágrimas y miró a Hermann. Estaba sentado éste al pie de la ventana con los brazos cruzados y la mirada torva. En esta postura recordaba asombrosamente el retrato de Napoleón. Este parecido sorprendió a Isabel Ivanowna, —Y ahora, ¿cómo va usted a salir de la casa? —preguntó al fin la joven—. Pensaba yo conducirle por la escalera secreta, pero hay que pasar por la alcoba y tengo miedo. —Dígame usted por dónde se va a esa escalera y me iré.

Isabel Ivanowna se levantó, sacó una llave de la cómoda, la entregó a Hermann y le explicó lo que tenía que hacer. Hermann estrechó su helada mano, la besó en la frente y salió. Bajó la escalera de caracol y entró en la alcoba de la Condesa. La muerta, sentada, parecía de mármol; su rostro revelaba una serenidad profunda. Hermann se detuvo ante ella, la contempló largo tiempo, cual si quisiera convencerse de la terrible verdad; por último, entró en el gabinete, buscó a tientas la puerta y empezó a bajar por la escalera secreta, poseído de extraños sentimientos. «Por esta misma escalera, pensaba, bajó tal vez hace sesenta años algún feliz amante, de bordada casaca y sombrero de tres picos, el cual yace desde hace muchos años en el sepulcro, y hoy ha dejado de latir el corazón de la mujer que amó.» Al pie de la escalera encontró Hermann una puerta que abrió con la llave que le diera Isabel y por un oscuro corredor, salió a la calle.

V Tres días después de la noche fatal, a eso de las nueve de la mañana, se encaminó Hermann al monasterio de *, donde iba a verificarse el sepelio de la difunta Condesa. Aun no teniendo remordimientos, no lograba, sin embargo, acallar la voz de su conciencia que repetía: «El asesino de la Condesa eres tú.» Hermann no tenía mucha fe, pero tenía muchos prejuicios. Creía que la Condesa podía ejercer sobre su vida una influencia funesta y resolvió asistir a su entierro para solicitar su perdón. La iglesia estaba llena. A duras penas consiguió Hermann abrirse paso a través de la multitud. Descansaba el féretro sobre lujoso catafalco, bajo un dosel de terciopelo. La muerta yacía en él con las manos cruzadas sobre el pecho, envuelta la cabeza en una gorra de encajes y vestida con un rico traje de seda. Alrededor de ella estaban sus criados con libreas negras y hachones encendidos y sus hijos, nietos y bisnietos de riguroso luto. Ninguno lloraba, las lágrimas hubieran sido de mal gusto. La Condesa era tan vieja que su muerte a nadie podía causar dolor y

sus parientes la consideraban hacía tiempo como una persona que había perdido todo derecho a permanecer en este mundo. El párroco pronunció la oración fúnebre. Con sentidas frases pintó la serena muerte de los justos, para los cuales los largos años de tranquila existencia constituyen una preparación para el eterno viaje. «El ángel de la muerte —exclamó el orador— la halló entregada a meditaciones celestiales esperando a su divino amante.» La triste ceremonia se efectuó con solemnidad. Los parientes se despidieron del cadáver los primeros, después se inclinaron ante él los innumerables amigos que habían venido a despedirse de la que tantas veces les obsequió con mundanas distracciones. Los últimos fueron los sirvientes. Entre ellos, se acercó una vieja doncella de la Condesa, sostenida por dos criadas jóvenes. No tenía fuerzas ya para inclinarse hasta el suelo, y al besar la helada mano de su señora, derramó algunas lágrimas. Después de ella se atrevió Hermann a acercarse al féretro. Inclinóse ante él profundamente y permaneció así unos instantes; se incorporó al cabo de ellos, tan pálido como la misma muerta, subió los escalones del catafalco y se inclinó de nuevo... En aquel instante le pareció que la difunta le miraba con desprecio... Hermann se echó rápidamente hacia atrás, tropezó y cayó al suelo. Le ayudaron a levantarse. Al mismo tiempo, Isabel Ivanowna caía desmayada. Este incidente perturbó durante un breve espacio de tiempo la solemnidad del acto. Hubo murmullos, y un caballero, próximo pariente de la difunta, dijo al oído de un inglés que estaba a su lado, que aquel oficial era hijo natural de la Condesa, a lo que el inglés se limitó a contestar: —¡Oh! Durante todo aquel día fue presa Hermann de extraordinaria inquietud. Después de cenar en un restaurante solitario y de haber bebido bastante, contra su costumbre, no más que para dominar su agitación, aunque sin lograrlo, volvió a su casa y, sin desnudarse, se acostó. Cuando se despertó era todavía de noche. La luz de la luna iluminaba la habitación. Miró el reloj; eran las tres menos cuarto.

Se sentó en la cama, desvelado, y se puso a pensar en el entierro de la Condesa. En aquel momento alguien miró por la ventana. Hermann no prestó atención. Al cabo de un minuto sintió que abrían la puerta del recibimiento. Hermann pensó que sería su asistente, que volvía ebrio de alguna excursión nocturna. Oyó, empero, unos pasos desconocidos: alguien andaba, arrastrando suavemente los pies. Se abrió la puerta y entró una mujer vestida de blanco. Hermann creyó que sería su anciana sirvienta e iba a preguntarle qué se le ofrecía a horas tan intempestivas, cuando la mujer se puso frente a él: era la Condesa. —He venido a verte contra mi voluntad —dijo con voz entera—; pero me mandan que acceda a lo que solicitas. El tres, el siete y el as son las cartas que te harán ganar; pero con la condición de que no juegues más que a una sola carta cada día y de que después no vuelvas a jugar más en toda tu vida. Te perdono mi muerte con tal de que te cases con Isabel Ivanowna. Diciendo estas palabras volvióse, echó a andar hacia la puerta y desapareció, arrastrando lentamente los pies. Hermann oyó que se cerraba la puerta de la calle y vio que una sombra cruzaba su ventana. Permaneció mudo de asombro durante algunas horas. Después se levantó y entró en la habitación inmediata. Su asistente estaba durmiendo en el suelo; le despertó a la fuerza. El asistente, como de costumbre, estaba borracho; no fue posible averiguar nada. La puerta de la calle estaba cerrada. Hermann volvió a su cuarto, encendió una luz y escribió las palabras que le había dicho la Condesa.

VI Así como en la naturaleza física no pueden dos cuerpos ocupar el mismo lugar al mismo tiempo, en la naturaleza moral tampoco puede haber dos ideas fijas. El tres, el siete y el as desterraron muy pronto de la imaginación de Hermann la tétrica figura de la Condesa. Todos sus pensamientos se concentraban alrededor de las tres cartas misteriosas.

El tres, el siete y el as le perseguían en sueños bajo las formas más diversas y más raras. Todos sus pensamientos se fundían en uno solo: aprovecharse del secreto que le había revelado la anciana. Pensó en dejar el servicio y en hacer un viaje. Quería labrar una fortuna en las casas de juego de París. La casualidad le evitó estas molestias. Había en Moscú una sociedad de acaudalados jugadores presidida por el famoso Chekalinsky que se había pasado la vida con las cartas en la mano, derrochando millones. Su larga experiencia había conquistado la confianza de los amigos y su hospitalidad; su excelente cocinero, su carácter amable y su alegría hacían que le respetase la gente. Marchó a San Petersburgo; los jóvenes acudieron en tropel a su casa, olvidando los bailes por jugar a las cartas y prefiriendo las emociones del faraón a los encantos del galanteo. Narumof llevó allí a Hermann. Cruzaron ambos los espléndidos salones llenos de visitantes. Los generales y los consejeros jugaban al whist; los muchachos, tendidos en divanes, sorbían helados y fumaban pipas. En una sala, junto a una larga mesa, alrededor de la cual se apiñaba la gente, estaba sentado el huésped, haciendo de banquero. Era un hombre de sesenta años, de apariencia respetable, con el pelo blanco, agradable fisonomía y ojos centelleantes, animados siempre por grata sonrisa. Narumof presentó a Hermann. Chekalinsky le estrechó afectuosamente la mano, le rogó que considerase aquella casa como suya y siguió barajando las cartas. El juego duró mucho tiempo. Había sobre la mesa más de treinta cartas. A cada jugada Chekalinsky se separaba un momento para dar lugar a que sus contrincantes hicieran juego; apuntaba las ganancias, atendía cortésmente a los requerimientos y con mayor gusto aún recogía distraídamente su dinero. Por último terminó la partida. Chekalinsky reunió las cartas y se dispuso a empezar otra. —¿Me permite usted que apunte a una carta? —dijo Hermann, extendiendo él brazo por detrás de uno de los jugadores.

Chekalinsky se sonrió e hizo una señal de asentimiento. Narumof, sonriéndose también, felicitó a Hermann por aquella resolución y le deseó buena suerte. —¡Va! —exclamó Hermann, apuntando con tiza una cifra al lado de su carta. —¿Cuánto? —preguntó el banquero frunciendo las cejas. —¡Cuarenta y siete mil rublos! —respondió Hermann. Al oír estas palabras, levantáronse instantáneamente todas las cabezas, y todas las miradas se posaron en Hermann. —Se ha vuelto loco —pensó Narumof. —Permítame usted que haga observar —dijo Chekalinsky con su eterna sonrisa— que juega usted muy fuerte; hasta ahora nadie ha jugado más de doscientos setenta rublos de una vez. —¿Y qué? ¿Acepta usted o no acepta? Chekalinsky se inclinó en señal de asentimiento. —Sólo he querido decirle —añadió— que para no perder la confianza de los compañeros no puedo jugar más que teniendo a la vista dinero efectivo. Por mi parte, ni que decir tiene que su palabra de usted me basta; pero como se trata de que el juego resulte ordenado y de que las cuentas se lleven como es debido, le ruego que ponga el dinero sobre su carta. Hermann sacó del bolsillo una letra y la entregó a Chekalinsky, el cual pasó la vista por ella y la colocó sobre la carta de Hermann. Comenzó a tallar. A la derecha había un nueve; a la izquierda un tres. —¡Ganó! — dijo Hermann, mostrando su carta. Hubo un murmullo entre los jugadores. Chekalinsky frunció el entrecejo; pero al momento tornó la sonrisa a su rostro... —¿Quiere usted cobrar? —preguntó a Hermann. —Si no le es molesto. Chekalinsky sacó de la cartera la cantidad en billetes y pagó. Hermann cogió el dinero e inmediatamente se apartó de la mesa. Narumof no salía de su asombro. Hermann bebió un vaso de limonada y marchó a su casa. Al día siguiente, por la noche, se presentó de nuevo en casa de Chekalinsky. El huésped tallaba. Hermann se acercó a la mesa; los jugadores al punto le hicieron sitio. Chekalinsky le saludó amablemente.

Hermann aguardó a que terminase la partida; escogió una carta; puso sobre ella sus 47.000 rublos, más la ganancia de la víspera. Chekalinsky empezó a tallar. A la derecha salió la sota; a la izquierda el siete. Hermann descubrió su carta; era el siete. La admiración fue extraordinaria. Chekalinsky se turbó evidentemente. Contó 94.000 rublos y los entregó a Hermann. Este los tomó fríamente y se retiró al momento. A la noche siguiente se acercó otra vez a la mesa. Todos le aguardaban; los generales y los consejeros abandonaron su whist para presenciar la nueva jugada. Los oficiales jóvenes saltaron de sus divanes; los criados se apiñaron en la puerta. Todos dejaron paso a Hermann. Los jugadores suspendieron sus apuestas, esperando con impaciencia el término de aquella partida. Hermann, de pie junto a la mesa, se aprestó a jugar solo contra el pobre Chekalinsky, el cual seguía sonriéndose automáticamente. Chekalinsky batió las cartas; Hermann cogió la suya y puso sobre ella un montón de billetes de Banco. Aquello era un desafío. Un profundo silencio reinó en la habitación. Chekalinsky batió las cartas; sus manos temblaban. A la derecha había una dama; a la izquierda un as. —¡Ganó el as! – dijo Hermann—. Y mostró su carta. —Su dama de usted ha perdido —dijo afectuosamente Chekalinsky. Hermann se estremeció; en efecto, en vez de un as tenía una dama de picas. No daba crédito a sus ojos, ni comprendía cómo había podido equivocarse. En aquel instante le pareció que la dama de picas se sonreía. El parecido extraordinario de aquella figura le asombró... —¡La vieja!... —exclamó horrorizado. Chekalinsky se apoderó de los billetes de Hermann. Este permanecía inmóvil. Cuando se apartó de la mesa hubo un murmullo. —¡Qué bien juega! —exclamaban. Chekalinsky barajó de nuevo las cartas y el juego siguió su curso normal .

CONCLUSIÓN Hermann se volvió loco. Está en el manicomio de Obujowsky, en la celda 17; no contesta a las preguntas que le dirigen y murmura con extraordinaria rapidez: tres, siete, as; tres, siete, as. Isabel Ivanowna se ha casado con un muchacho muy simpático que ha servido en la administración y tiene algún capital; es hijo del administrador de la Condesa. Isabel Ivanowna tiene en su casa a un pariente pobre. Tomsky ha ascendido a comandante y se ha casado con la princesa Paulina.

EL DESAFÍO1

I

Estábamos en la aldehuela de ***. Todos conocen la vida que suele hacer un oficial del ejército cuando está de guarnición. Por la mañana, ejercicio y picadero; después, almuerzo con el comandante o en una posada judía; por las tardes, ponche y baraja. En *** no había casas hospitalarias, ni siquiera novias; nos reuníamos los unos en casa de los otros y, a excepción hecha de nuestros uniformes, a nadie veíamos. Tan sólo un paisano formaba parte de nuestra reunión militar. Tenía unos treinta y cinco años, razón por la cual le creíamos viejo. La experiencia le daba una notable superioridad sobre nosotros; además, su acostumbrada melancolía, sus pésimas costumbres y su lengua viperina ejercían sobre nuestra fantasía juvenil poderoso influjo. Rodeábale un cierto misterio; parecía ruso y llevaba un apellido extranjero. Había servido algún tiempo en los húsares y hasta con suerte; nadie sabía qué razones le habían impulsado a pedir el retiro y a irse a una mísera aldea, donde vivía pobre y espléndidamente a la vez. Iba siempre a pie, vestido con un gabán usado, de color oscuro, y, sin embargo, convidaba a comer constantemente a todos los oficiales de nuestro regimiento. Cierto es que sus cenas constaban de dos o tres platos, aderezados por un soldado retirado; pero, en cambio, corría el champagne que era un placer. Nadie sabía qué bienes tenía, ni a cuánto ascendían sus rentas, ni nadie se atrevió a preguntárselo. En su casa abundaban los libros, especialmente los relativos a la milicia y las novelas. Con gusto los prestaba, sin exigir luego su devolución. En cambio, jamás devolvió libro alguno que le prestasen. Su principal habilidad consistía en el tiro a pistola. Las paredes de su habitación estaban llenas de agujeros, que formaban filas como soldados en revista. Una valiosa colección de pistolas era la única magnificencia de la humilde mansión en que vivía. La destreza que había logrado 1 Otra versión de “Un disparo”, de Los relatos de Belkin.

adquirir era sorprendente, y si se le hubiera ocurrido apostar a que quitaba de un balazo la insignia que llevábamos en la gorra, no creo que ninguno de nosotros se hubiera atrevido a ofrecerle su cabeza. Nuestras conversaciones se referían con frecuencia a los desafíos. Silvio, que así se llamaba, jamás se mezclaba en ellas. A la pregunta de si se había batido alguna vez contestaba secamente que sí, pero sin entrar en detalles, y era evidente que le desagradaban las preguntas de este género. Supusimos que algún desgraciado accidente, producto de su extraordinaria habilidad, le remordía la conciencia. Por lo demás, no nos pasó por la imaginación sospechar que fuese culpable de ninguna vileza. Hay gentes cuya sola apariencia aleja toda sospecha. El terrible suceso nos dejó a todos asombrados. Una vez fuimos a comer a casa de Silvio diez oficiales. Bebimos como de costumbre, es decir, mucho; después de comer le rogamos al anfitrión que tallase una banca. Se resistió a ello mucho tiempo, porque casi nunca jugaba; por último, mandó traer cartas, puso sobre la mesa unos cincuenta rublos y se puso a tallar. Le rodeamos y empezó la partida. Silvio tenía la costumbre de guardar silencio mientras jugaba; no discutía, ni daba explicaciones. Si perdía, pagaba; si ganaba, cogía su dinero. Ya lo sabíamos y, por tanto, le dejamos que procediera a su modo; pero entre nosotros había un oficial que residía en *** desde hacía poco tiempo. Al jugar, cometió un error, que Silvio rectificó en silencio, según su costumbre. Creyó el oficial que se había equivocado el banquero y le pidió explicaciones. Silvio siguió tallando sin contestarle. Perdió la paciencia el oficial y reclamó lo que creía suyo. Silvio, sin decir palabra, tornó a rectificar la jugada. El oficial, sobreexcitado por el vino, el juego y las risas de los compañeros, se creyó ofendido, y cogiendo, furioso, un candelabro de bronce que había sobre la mesa, lo asestó sobre Silvio, que apenas tuvo tiempo de esquivar el golpe. Hubo un momento de confusión. Silvio se levantó y pálido de ira, chispeantes los ojos, exclamó: —Señor mío: tenga la bondad de retirarse y dé gracias a Dios de que esto haya ocurrido en mi casa. Ni por un momento dudamos de las consecuencias que iba a tener aquel suceso y dimos por muerto a nuestro colega. El oficial salió inmediatamente diciendo que estaba dispuesto a responder

de su conducta en la forma que el banquero creyese conveniente. Seguimos jugando breve rato, pero comprendiendo que nuestro huésped no estaba para ello, fuimos saliendo de su casa uno tras otro y nos retiramos a nuestros albergues hablando de la próxima vacante. Al día siguiente, en el picadero, nos preguntábamos unos a otros si estaba aún en vida el pobre Teniente cuando se presentó éste. A nuestras preguntas contestó que no tenía la menor noticia de Silvio. Esto nos sorprendió. Fuimos a su casa y le hallamos en el patio metiendo bala tras bala en una carta de la baraja clavada en la pared. Nos recibió como solía, sin aludir lo más mínimo al suceso de la víspera. Pasaron tres días y el Teniente no había muerto. Con sorpresa nos decíamos: «¿Será posible que no se bata Silvio?» Y Silvio no se batió, contentándose con breves explicaciones, después de lo cual hizo las paces. Esto le perjudicó extraordinariamente entre nosotros. La falta de valor no tiene excusa posible entre muchachos convencidos de que éste es la cualidad por excelencia de los hombres y la que hace perdonar toda clase de defectos. Sin embargo, poco a poco se fue olvidando el incidente y Silvio recobró su primitivo influjo. Yo fui quien no pudo reanudar las relaciones que con él mantuve. Dotado de una imaginación romántica, había sentido mayor simpatía que mis compañeros hacia aquel hombre, cuya vida era un enigma y que me parecía haber sido protagonista de alguna dramática misteriosa historia. Me quería; a lo menos, conmigo deponía su punzante escepticismo y hablaba de múltiples temas con naturalidad y agrado extraordinarios. A partir, sin embargo, de aquella infausta noche, la idea de que su honor estaba empañado por efecto de su propia voluntad, me perseguía, impidiéndome tratarle como antes; al verle, me remordía la conciencia. Era Silvio demasiado inteligente y tenía demasiada experiencia para no apreciar aquel cambio y no comprender su motivo. Al parecer, aquello le entristeció, y pude notar que una o dos veces mostraba deseos de hablarme; eludí, sin embargo, toda explicación y Silvio se alejó de mí. Desde entonces nos veíamos tan sólo en presencia de los compañeros, y nuestras antiguas largas pláticas cesaron. Los divertidos habitantes de una capital no tienen idea de muchas impresiones que sobradamente conocen los que viven en

aldeas o en ciudades pequeñas, entre ellas, por ejemplo, la espera del día en que llega el correo. Los martes y los viernes la oficina de nuestro regimiento se llenaba de oficiales; quién aguardaba una carta; quién, dinero; quién, periódicos. Generalmente rasgábanse allí mismo los sobres, comunicábanse las noticias, y la oficina ofrecía animadísimo aspecto. Silvio recibía sus cartas con las señas de nuestro regimiento, y solía acudir a aquellas reuniones. Una vez diéronle un sobre, cuyo sello rompió con muestras de viva impaciencia. Al leer el contenido de la carta relampaguearon sus ojos. Los oficiales, ocupados con la lectura de sus propias cartas, nada notaron. —Señores —les dijo Silvio—, las circunstancias exigen que me ausente sin pérdida de tiempo. Me marcharé esta misma noche; espero que no os negaréis a cenar conmigo por última vez. Os espero —añadió, volviéndose hacia mí—, os espero sin falta. Dichas estas palabras salió precipitadamente, y nosotros nos fuimos, cada cual por su lado, después de darnos cita en casa de Silvio. Llegué a ella a la hora fijada, y me encontré con casi todos los oficiales del regimiento. La mayor parte de los muebles había desaparecido, y en las desnudas paredes se veían los agujeros de las balas. Nos sentamos a la mesa. Nuestro huésped estaba de excelente humor, y pronto su alegría se comunicó a todos nosotros; saltaban los tapones, llenábanse los vasos de espumoso champagne y deseábamos a cada instante, con sinceridad no fingida, feliz viaje y prosperidades sin cuento a nuestro amigo. Nos levantamos de la mesa muy entrada la noche. Al despedirse los comensales de Silvio, cogióme éste de la mano y me detuvo en el instante mismo en que iba a salir. —Necesito hablar con usted —me dijo en voz baja. Y me quedé. Salieron los invitados; quedámonos solos; nos sentamos frente a frente, y fumamos en silencio. Silvio parecía estar preocupado; en su rostro no quedaban ni huellas de su febril alegría. Su palidez espectral, el relampaguear de su mirada y el humo que echaba por la boca, le daban el aspecto de un demonio. Al cabo de unos minutos, Silvio rompió el silencio.

—Es posible que no volvamos a vernos —me dijo—, y antes de separarnos he querido tener una explicación con usted. Ha podido usted observar lo poco que me importa la opinión ajena; pero le quiero a usted, y me hubiera sido doloroso dejar en su memoria una impresión desagradable. Calló y púsose a llenar de nuevo su pipa. Yo guardé silencio y bajé los ojos. —Le extrañaría a usted —prosiguió— que no exigiese una reparación por las armas al imbécil de P***. Convendrá usted conmigo en que, teniendo yo la elección de armasr su vida estaba en mis manos y la mía exenta de todo peligro. Puede, pues, atribuir mi cordura a grandeza de alma; pero no quiero mentir. Si hubiera podido castigar a P*** sin exponer mi existencia lo más mínimo, no le hubiera perdonado. Miré a Silvio con verdadero asombro. Esta confesión me dejó pasmado. Silvio prosiguió: —Pues sí. No tengo derecho a exponerme a la muerte. Hace seis años recibí una bofetada, y mi enemigo está con vida. Mi curiosidad se despertó. —¿No se batió usted con él? —le pregunté—. Sin duda alguna las circunstancias los separaron. —Me batí con él —contestó Silvio—, y he aquí el recuerdo que me queda de este desafío. Silvio se levantó, sacó de una caja una gorra colorada con galones, una gorra de cuartel, y poniéndosela observé que tenía un agujero en el borde, encima precisamente de la frente. —Como usted sabe —prosiguió Silvio—, he servido en el regimiento de húsares de ***. Ya conoce usted mi genio. Me gusta ser el primero en todo, y este deseo era una pasión en mi juventud. En nuestro tiempo estaba a la moda el ser crapuloso; el más crapuloso de mi regimiento era yo. Nos enorgullecíamos de nuestras borracheras, y yo les gané en esto al célebre Burzof y al ilustre Dionisio Davidof. Los desafíos estaban a la orden del día, y en todos ellos actuaba yo como testigo o como actor. Mis compañeros me adoraban, y los coroneles, que cambiaban a cada momento, me consideraban como un mal inevitable. Yo, tranquilo (o intranquilo), gozaba de mi gloria cuando destinaron a nuestro regimiento un joven, rico, de gran familia. ¡Jamás había visto hombre más favorecido de la fortuna! Figúrese usted a juventud,

talento, belleza, alegría de vivir, valor sin límites, apellido ilustre, dinero sin tasa, y tendrá idea de lo que era aquel hombre y de la influencia que ejerció sobre nosotros desde el primer momento. Mi superioridad vacilaba. Atraído por la fama que yo tenía, buscó mi amistad; pero yo le acogí fríamente y él se apartó de mí sin sentimiento alguno. Empecé a odiarle. Sus éxitos en el regimiento y sus triunfos con las mujeres me sumieron en la desesperación. Traté de reñir con él; pero a mis epigramas contestaba con epigramas, que siempre me parecían mejores y más agudos que los míos, y que, a decir verdad, eran más alegres, puesto que él bromeaba y yo odiaba. Por último, una vez, hallándonos en un baile que daba un propietario polaco, viéndole objeto de las atenciones de las damas y especialmente de la dueña de la casa, que había estado en relaciones conmigo, perdí el seso y le dije al oído no sé qué grosería. Dio un salto y me pegó una bofetada. Echamos mano a los sables; desmayáronse las señoras; nos separaron, y aquella misma noche marchamos al lugar designado para el duelo. Fue éste al amanecer. Yo le esperaba con mis padrinos. Mi impaciencia no tenía límites. Salió el sol, y el calor empezó a molestarnos. Le vi venir desde lejos, a pie, acompañado de un padrino. Se acercó, llevando en la mano la gorra, que estaba llena de cerezas. Nuestros padrinos midieron la distancia. A mí me cupo en suerte disparar primero; mas temiendo que la agitación que me causaba la próxima venganza hiciese temblar mi mano, y queriendo tener tiempo de calmarme, le cedí la vez. No quiso aceptarla. Resolvimos entonces echar suertes y ésta le fue favorable. Apuntó, y la bala atravesó mi gorra. Me tocó disparar. Su vida estaba, por fin, en mis manos, y le miré con ansia, tratando de descubrir en su rostro la huella del temor. Vi, empero, que permanecía impasible bajo el cañón de mi pistola, comiéndose las cerezas que llevaba en la gorra y echando los huesos, que casi me alcanzaban. Su indiferencia me enloqueció. «¿Qué consigo —me dije— con privarle de la vida cuando la aprecia tan poco?» Un mal pensamiento cruzó por mi mente. Bajé la pistola. —No está usted —le dije— en un momento adecuado para morir, puesto que come y yo no quiero molestarle.

—No me molesta usted en lo más mínimo —replicó—. Tenga la bondad de disparar o haga lo que quiera, pues siempre quedará ese tiro a su disposición y yo a sus órdenes. Volvíme hacia los padrinos y les manifesté que renunciaba a tirar y con esto acabó el desafío. Pedí mi retiro y me refugié en esta aldea. Desde entonces no ha pasado día en que yo no piense en la venganza. Por fin llegó mi hora. Silvio sacó del bolsillo la carta que había recibido aquella mañana y me la dio para que la leyese. Una persona, algo así como un apoderado, le escribía desde Moscú que el individuo consabido estaba a punto de casarse con una joven y bellísima dama. —Habrá usted adivinado —dijo Silvio— de qué individuo se trata. Me voy a Moscú. Deseo ver si recibe la muerte en vísperas de su boda con la misma indiferencia que hace seis años, cuando comía cerezas. Diciendo estas palabras levantóse Silvio y se puso a pasear con agitación como un tigre en su jaula. Yo le escuchaba en silencio, agitado por los sentimientos más contradictorios. Entró el criado a anunciarle que los caballos estaban listos. Silvio me estrechó con fuerza la mano; nos abrazamos y subió al coche, donde entre las maletas se veía la caja de pistolas. Nos despedimos y arrancaron los caballos.

II Pocos años después, las circunstancias me obligaron a establecerme en una pobre aldea del distrito de N. Ocupado en la agricultura, no dejaba de suspirar pensando en la grata bulliciosa existencia que había llevado hasta entonces. Lo que más trabajo me costaba, dadas mis costumbres anteriores, era pasar en triste soledad las largas noches invernales. Hasta la hora de la cena lograba distraerme charlando con el starosta, recorriendo los campos o disponiendo nuevos trabajos; pero cuando empezaba a oscurecer, no sabía qué hacer con mi persona. Los pocos libros que hallé en un armario me los sabía ya de memoria, lo mismo que los cuentos del ama de llaves, y las canciones de los aldeanos me aburrían. A punto estuve de entregarme a la bebida, pero me dolía la cabeza y temía, además, convertirme en

borracho de la peor especie, en borracho por tristeza, de los que abundaban en el distrito. No tenía yo vecinos próximos, como no fueran dos o tres, tan poseídos por el aburrimiento que más veces suspiraban que hablaban. La soledad era preferible. A la postre, resolví cenar lo más tarde posible y acostarme lo antes que pudiera, de modo que la noche se hiciera corta y largo el día. A cuatro leguas de mi aldea estaba la hermosa finca del conde B***, pero en ella sólo vivía por entonces el administrador, pues la Condesa sólo una vez la había visitado y para eso no pasó en ella más que un mes, en los primeros tiempos de casada. Esto no obstante, en el segundo otoño que pasé en mi aldea llegó hasta mí el rumor de que la Condesa, acompañada de su esposo, iba a pasar el verano en la finca. En efecto, llegaron a principios de julio. La llegada de un vecino rico forma época para los que viven en el campo. Los propietarios próximos y sus criados hablan de ella un mes antes y tres años después. Por lo que a mí hace, debo confesar que la llegada de una vecina hermosa y joven me emocionó profundamente y que ardí en deseos de verla, por lo cual el domingo siguiente al en que llegaron me dirigí después del almuerzo a casa de los Condes para presentarles mis respetos en calidad de vecino más cercano. Un lacayo me introdujo en el despacho del Conde y se retiró para anunciarme. El amplio despacho estaba amueblado con gran lujo; cubrían las paredes grandes estanterías llenas de libros y coronadas por bustos; sobre la chimenea de mármol había un enorme espejo; cubría el suelo mullida alfombra verde, así como soberbios tapices. Desacostumbrado a aquellos esplendores en mi humilde vivienda, me admiré de ellos y aguardé al Conde con cierta timidez, semejante a la del pretendiente de provincias que visita a un ministro. Abrióse la puerta y entró un hombre como de treinta años, de bella presencia. Acercóse a mí el Conde, sonriente y amable, y me interrumpió apenas comencé a presentarle mis respetos. Nos sentamos. Su conversación, grata y amistosa, disipó mi timidez, y ya empezaba yo a recobrar mi sangre fría, cuando se abrió la puerta, y presentándose la Condesa, perdí nuevamente los estribos. Era, en verdad, una belleza. El Conde me presentó a ella; quise yo hacer del

displicente; pero, lejos de conseguirlo, cuanto más alarde hacía de indiferencia, más torpe me resultaba a mí mismo. Ellos, para tranquilizarme, pusiéronse a hablar entre sí, tratándome como a un antiguo conocido, sin ceremonia alguna. Mientras hablaban, me paseé de un lado a otro, mirando, los cuadros y los libros. No soy entendido en pinturas, mas una de ellas me llamó la atención. Representaba un paisaje de Suiza, y me sorprendió, no por la belleza, sino por estar el lienzo perforado por dos balas. —¡Buen disparo! —exclamé, dirigiéndome al Conde. —Sí —me contestó—, fue un disparo muy notable. Y usted, ¿tira bien a pistola? —Lo bastante —repliqué, celebrando que la conversación recayera sobre un tema en el cual era entendido—. A treinta pasos atravieso una carta, claro es que con un arma conocida. —¿De veras? —preguntó la Condesa, dando muestras de interés—. ¿Y tú eres capaz de eso también? —le preguntó a su esposo. —Alguna vez que otra —contestó éste—. Ya probaremos. Hubo un tiempo en que tiraba yo bastante bien; pero de cuatro años a esta parte no he cogido una pistola. —Entonces —dije yo— me temo que no le dé usted a una carta ni siquiera a veinte pasos, porque la pistola exige una práctica constante. Lo sé por experiencia. En nuestro regimiento pasaba yo por uno de los mejores tiradores. Una vez estuve un mes entero sin tirar, porque había mandado mis pistolas al armero. Y ¿sabe usted lo que me pasó? La primera vez que volví a tirar marré una botella a veinte pasos de distancia. Si quiere usted seguir tirando bien no debe hacer eso. El mejor tirador que he conocido se ejercitaba todos los días, tres veces por lo menos, antes de la comida. Era un aperitivo para él. El Conde y la Condesa se alegraban de mi verbosidad. —¿Qué tal tiraba? —preguntó el Conde. —Pues verá usted. Veía una mosca en la pared... —¿Se ríe usted; Condesa? Pues nada más cierto—. Veía una mosca en la pared y llamaba a su criado. Éste le traía una pistola cargada, y él le disparaba y aplastaba la mosca. —¡Maravilloso! —exclamó el Conde. —¿Cómo se llamaba? —Silvio.

—¿Silvio? —dijo el Conde dando un salto—. ¿Usted ha conocido a Silvio? —¿Cómo no? Fui amigo suyo. En nuestro regimiento le recibían como a un amigo, pero hace cinco años que nada sé de él. ¿Le conocía usted también? —Le conocía muy bien. ¿Acaso no le contó a usted un suceso muy extraño? —¿Lo del bofetón que le dio en un baile un rival suyo? —¿Le dijo a usted el nombre del rival? —No, no me lo dijo. Pero, perdone usted, Conde —añadí—, tal vez fue usted y en ese caso... —Sí, yo fui, y ese cuadro agujereado por las balas es un recuerdo de nuestra última entrevista. —¡No hables de eso, por Dios! —exclamó la Condesa—. No tengo valor para escucharlo. —Perdona, pero lo contaré todo. Este señor sabe cómo ofendí a su amigo; bueno es que sepa cómo se vengó Silvio. El Conde me rogó que me sentase, y yo, con gran curiosidad, oí el siguiente relato: —Hace cinco años me casé, y el primer mes de matrimonio, la luna de miel, la pasamos en este pueblo. A esta casa le debo los mejores instantes de mi vida a la par que los recuerdos más penosos de ella. Una tarde salimos juntos a caballo; el caballo de mi mujer se asustó y ella me entregó las riendas, dejó la silla y volvió a pie. Yo iba delante a caballo. En el patio vi un coche de camino y los criados me dijeron que en el despacho me esperaba un caballero que no había querido decir su nombre, pero sí que tenía que hablarme con urgencia. Entré en mi cuarto y vi en la oscuridad a un hombre cubierto de polvo. Me acerqué a él y traté de recordar sus facciones. —¿No me conoces, Conde? —dijo con voz temblorosa. —¡Silvio! —exclamé yo. Y confieso que se me erizaron los cabellos. —El mismo —replicó—. Tengo un disparo a mi favor y he venido a descargar mi pistola. ¿Estás pronto? Por el bolsillo de su gabán asomaba una pistola. Yo medí doce pasos y quedé en pie, allí, en el rincón, rogándole que disparase pronto, antes de que volviera mi mujer. Vaciló entonces y pidió lumbre. Le di una vela. Cerré la puerta, ordenando que no entrase

nadie y de nuevo le supliqué que disparase. Sacó la pistola y apuntó... Conté los segundos, pensé en ella... Fue un minuto horrible. Silvio bajó el brazo. —Siento que la pistola no esté cargada con huesos de cereza —dijo—; las balas pesan. Además, paréceme que esto no es un duelo, sino un asesinato, y yo no tengo costumbre de matar a los indefensos. Echemos suertes otra vez, y veamos a quien le toca disparar primero. Me negué a ello. Por último, cargamos otra pistola; echamos dos papeles numerados en la gorra que en otro tiempo atravesara yo de un balazo, y saqué de nuevo el número uno. —Eres, por vida mía, afortunado, Conde —exclamó con una sonrisa que nunca olvidaré. No sé lo que pasó por mí, ni qué impulso me movió a ello, pero sí que disparé y que la bala dio en ese cuadro. El Conde señaló con el dedo el paisaje suizo; su rostro estaba encendido; el de la Condesa, muy pálido. Yo escuchaba con viva curiosidad. —Disparé —prosiguió el Conde— y, a Dios gracias, erré el tiro. Silvio entonces, con semblante fiero, apuntó lentamente hacia mí. De pronto, se abrió la puerta; María entró corriendo, y dando un grito se abrazó a mí. Su presencia me devolvió la sangre fría. —Querida mía —le dije—, ¿no ves que estamos de broma? ¿Por qué te asustas? Ven, bebe un sorbo de agua y te presentaré a un antiguo compañero y amigo mío. María no me dio crédito. —¿Es verdad lo que dice mi marido? —preguntó, volviéndose hacia Silvio—. ¿Es cierto que están ustedes de broma? —Su marido de usted está siempre de broma, Condesa —dijo Silvio—. Una vez me dio, bromeando, un bofetón; luego me agujereó esta gorra de un balazo, siempre de broma, y hace un momento, si no yerra el tiro, hubiera puesto fin a mis días, también de broma. Ahora, el que tiene ganas de bromear, soy yo. Y diciendo estas palabras, volvió a apuntarme, en presencia de mi mujer. María se arrojó a sus pies. —¡Levántate, marcha, eso es una vergüenza! —le grité, loco de furor—. Y usted, caballero, tenga la bondad de no burlarse de una mujer. ¿Dispara usted o no?

—No, no disparo —replicó Silvio—; estoy satisfecho; he visto tu confusión, tu dolor y tus celos; te he obligado a disparar contra mí. Con eso me basta. Te acordarás de mí. Te entrego a tu conciencia. Al pronunciar estas palabras fue a salir; pero de pronto se paró en el dintel, vio el cuadro agujereado por mí, disparó sobre él su pistola, casi sin apuntar, y desapareció. Mi mujer se había desmayado; mis criados no se atrevieron a detenerle, por el miedo que su actitud les infundiera, y pudo salir al patio, llamar al cochero y marchar tranquilamente en el coche que lo trajo antes de que yo recobrase la calma. Calló el Conde. De este modo supe el final del cuento, cuyo principio tanto me sorprendió. No volví a ver al protagonista de él. Me dijeron que Silvio, en tiempo de la rebelión de Alejandro Ipsilanti, mandaba una compañía griega y murió en un combate.

UN DISPARO MEMORABLE2

Tuvimos un duelo. Baratynski Yo había jurado atravesarle de un balazo, según el derecho del duelo— mi disparo no le alcanzó. Una velada en el Vivac. Estábamos acantonados en el pequeño pueblo de X. Todo el mundo sabe cómo es la vida de un oficial de tropa de guarnición. A la mañana, estudio y picadero; la comida en casa del comandante del regimiento o en una fonda judía; a la noche, ponche y naipes. En X no había ningún lugar donde reunirse, ni una muchacha; íbamos unos a casa de otros, donde, aparte nuestros uniformes, no veíamos nada más. Un solo civil formaba parte de nuestro grupo. Tenía unos 35 años, lo que nos hacía considerarle viejo. Su experiencia le daba superioridad sobre nosotros en varios puntos, y, además, su aspecto sombrío que mostraba habitualmente, sus rudas costumbres y su lengua mordaz ejercían una clara influencia en nuestras mentes juveniles. Un cierto misterio parecía envolver su destino: se le hubiera tomado por ruso aunque llevaba apellido extranjero. En otros tiempos había servido en los húsares, y hasta con suerte; sin embargo, nadie sabía qué motivos le habían hecho retirarse del servicio para ir a radicarse en un mísero pueblucho, donde vivía en la estrechez, unida, no obstante, a cierto despilfarro. Iba siempre a pie, vestía una chaqueta negra, raída por el uso, y su mesa estaba siempre a disposición de todos los oficiales de nuestro regimiento. Sus cenas, estaban compuestas por no más de dos o tres platos, preparados por un militar retirado, pero el champagne solía correr a torrentes durante las comidas.

2 Se trata de otra versión del cuento anterior, que también aparece como el primero de Los relatos de Belkin, con el título “Un disparo”.

Nadie sabía si poseía o no fortuna ni cuales eran sus rentas, ni nadie se atrevía a preguntárselo. Tenía muchos libros, la mayoría obras de milicia y novelas. Los prestaba de buen grado, sin exigir nunca su devolución, como tampoco, por su parte, devolvía nunca los que a él le prestaban. Su ocupación predilecta era ejercitarse en el tiro a pistola. Las paredes de su cuarto estaban tan acribilladas de balazos, que parecían paneles de una colmena. Una rica colección de pistolas constituía el único lujo de la miserable casucha que habitaba.

La destreza que había adquirido simplemente en el tiro, era increíble, tanto como para que, de haberse propuesto acertar de un balazo un objeto puesto sobre la gorra, ninguno de los de nuestro regimiento hubiera vacilado en ofrecerle su cabeza como blanco. El tema de nuestras conversaciones era con frecuencia los duelos. Silvio (así le llamaremos) nunca participaba de ellas. Cuando se le preguntaba si alguna vez le había tocado batirse, solía responder secamente que sí, pero nunca daba detalles, y saltaba a la vista que tales preguntas le contrariaban. Acabamos por suponer que pesaba en su conciencia alguna desgraciada víctima de su siniestra habilidad. Por lo demás, nunca se nos cruzó por la mente imputarle de algo parecido al temor. Hay personas cuya sola apariencia disipa tales suposiciones. Un inesperado acontecimiento nos dejó a todos consternados. Un día comíamos en casa de Silvio unos diez oficiales del regimiento. Bebimos como de costumbre, es decir, muchísimo. Al terminar la comida pedimos a nuestro anfitrión que jugara una partida con nosotros. Durante largo rato se negó, porque no acostumbraba jugar, pero por fin mandó traer las cartas, echó sobre la mesa medio centenar de ducados y tomó la banca. Todos le rodeamos y la partida comenzó. Silvio solía guardar absoluto silencio mientras jugaba, y jamás había discutido ni hecho observaciones. Si el que apuntaba se descontaba por azar, Silvio pagaba inmediatamente la diferencia o apuntaba el resto. Todos lo sabíamos y en nada nos oponíamos a su libre arbitrio; pero sucedió que entre nosotros hallábase un oficial recientemente llegado a nuestro regimiento. Participaba del juego y cometió una equivocación de un punto.

Silvio tomó la tiza y rectificó la anotación. El oficial, exaltado por los efluvios del vino, por el juego y las burlas de sus camaradas, lo tomó como una grave ofensa y enardecido tomó de la mesa un candelabro de bronce y se lo arrojó a Silvio, quien apenas logró eludir el golpe. Todos quedamos confusos. Silvio se incorporó, pálido de ira, y con mirada centellante exclamó: —Caballero, hágame el favor de retirarse inmediatamente y dé gracias a Dios que esto haya sucedido en mi casa. No dudamos en lo más mínimo de cuales serían las consecuencias de esa escena, y ya dábamos por muerto a nuestro compañero. El oficial se fue no sin decir que estaba dispuesto a dar satisfacción de su ofensa de la manera que dispusiera el banquero. La partida duró unos pocos minutos más; conscientes, no obstante, de que nuestro anfitrión no estaba para juegos, nos retiramos uno tras otro, hablando de la inminente vacante. Al otro día, en el picadero, nos preguntábamos entre nosotros si el pobre teniente respiraría aún cuando se presentó éste mismo en persona. Lo interrogamos y nos respondió que hasta la fecha no tenía noticias de Silvio. Asombrados, fuimos a casa de nuestro amigo, a quien hallamos en el patio, metiendo bala tras bala en un as de baraja, clavado en una hoja del portal. Nos recibió como siempre, sin mencionar una sola palabra con relación al suceso de la víspera. Pasaron tres días, y el teniente seguía aún con vida. Preguntábamos extrañados: —¿No se batirá? Y así fue, Silvio no se batió. Se dio por satisfecho con una explicación muy superficial y se reconcilió con el adversario. Esta circunstancia perjudicó mucho su reputación entre los jóvenes, los que suelen tener a la valentía por la calidad más sublime de un hombre, excusándole toda clase de defectos. Con el tiempo, no obstante, se olvidó lo ocurrido, y Silvio recuperó su prestigio de siempre. Yo fui el único que no pudo tratarlo con la misma confianza. Teniendo, como tenía, una imaginación romántica, me sentía atraído, más que mis compañeros, por un hombre cuya vida era un enigma, y que me parecía el personaje de alguna historia

misteriosa. Él me quería, y conmigo dejaba de lado sus palabras punzantes, y hablaba de toda clase de asuntos con gran sinceridad y agrado. Sin embargo, después de aquella velada, la idea de que su honor había sido mancillado, y no rehabilitado por propia voluntad, me inquietaba y me impedía tratarle como antes. Silvio era demasiado inteligente y perspicaz como para no notar el vuelco de mi conducta, pero no descubría el motivo. Parecía estar amargadamente impresionado. Por lo menos en dos ocasiones pude notar en él el deseo de darme una explicación; yo, sin embargo, eludí sus tentativas, y él acabó por evitar mi trato. Desde entonces solía verle sólo en presencia de mis compañeros, y nuestras sinceras relaciones de otros tiempos se cortaron. Los displicentes habitantes de una capital no pueden imaginar siquiera muchas impresiones que les son familiares a quienes viven en aldeas o pueblecitos, como por ejemplo la espera de la llegada del correo... Los martes y los viernes el despacho del regimiento estaba colmado de oficiales. Unos esperaban dinero, otros cartas, otros periódicos, etc. Los paquetes solían abrirse allí mismo, y unos a otros se daban las noticias, de modo que la oficina deparaba un espectáculo de extrema animación. Silvio se hacía enviar sus cartas a nuestro regimiento, y solía acudir a la oficina. Un día le entregaron un sobre que abrió dando muestras de gran impaciencia. Al leer la carta sus ojos centelleaban. Los oficiales, ocupados en la lectura de sus cartas, no advirtieron nada. —Señores-les dijo Silvio—, las circunstancias requieren que me ausente inmediatamente... Me voy esta misma noche, y espero que no se negarán a cenar conmigo esta última vez. También a usted le espero— continuó, dirigiéndose a mí—. Le espero sin falta. Y dicho esto salió precipitadamente. Nosotros decididos a reunirnos en casa de Silvio, nos fuimos cada cual por un lado. Fui a casa de Silvio a la hora indicada, y allí encontré a casi todo nuestro regimiento. Los muebles estaban ya embalados, y no había más que las paredes, acribilladas a balazos. Nos sentamos a la mesa. Nuestro huésped estaba del mejor humor, y no pasó mucho tiempo sin que comunicara su alegría a todos los demás... A cada momento saltaban los tapones de las botellas de

champagne. Los vasos relucían y espumaban sin pausa, y todos nosotros, con profunda franqueza, deseábamos al amigo que se ausentaba, buen viaje y toda suerte de felicidades. Nos levantamos de la mesa ya muy avanzada la noche. Cuando fuimos a recoger la gorra, Silvio se despidió de todos, me tomó del brazo y me retuvo. —Quiero hablar con usted— me dijo, bajando la voz. Ya todos los demás se habían ido... Quedamos solos, nos sentamos uno frente a otro, fumando despaciosamente nuestras pipas. Silvio estaba visiblemente preocupado; en su rostro no quedaban huellas de su febril alegría de poco antes. Su palidez sombría, el destello de sus ojos, y el espeso humo que despedía su boca, le daban el aspecto de un verdadero demonio. Pasaron algunos minutos antes que Silvio rompiera el silencio. —Es probable que no nos veamos más— me dijo—, y antes de despedirnos, he querido darle una explicación... Tiene que haber notado usted lo poco que me importa la opinión de los demás; pero me sería penoso dejar en su mente una impresión contraria a la verdad. Dijo esto y calló. Volvió a llenar su pipa apagada... Yo me quedé silencioso, bajando los ojos. —Usted le habrá extrañado— prosiguió-que yo no exigiese satisfacción a aquel insensato borracho de R... Creo que convendrá usted conmigo en que, teniendo yo libre elección de armas, su vida estaba en mis manos, en tanto que la mía casi no peligraba... Podría atribuir mi prudencia a la magnanimidad... Sin embargo, no quiero mentir. Si hubiese podido castigar a R... sin arriesgar mi vida, no le hubiera perdonado... Miré a Silvio con aire de asombro. Esta contestación acabó por consternarme. Silvio continuó: —Es cierto. No tengo derecho a exponerme al peligro de la muerte. Hace seis años recibí una bofetada, y mi adversario vive todavía. Mi curiosidad estaba vivamente excitada. —¿Fue porque usted no quiso batirse con él?— le pregunté—. Sin duda, se lo impidieron las circunstancias. —Me batí con él y éste es el recuerdo de aquel duelo. Silvio se levantó, sacó de una caja de cartón una gorra encarnada con borla de oro y galoneada, lo que los franceses

llaman "bonnet de police". Se la encasquetó: la gorra estaba agujereada a la altura de la frente. —Usted sabe— prosiguió Silvio— que yo he servido en el regimiento de húsares de X... Sabe también cual es mi carácter; suelo hacer notar mi personalidad en todo, y esta cualidad era una verdadera manía en mi juventud. En nuestros tiempos solían usarse modales violentos y entre mis compañeros no había quien me aventajara. Alardeábamos de nuestras orgías, y dejé atrás al famoso Burtsov encomiado por Dionisio Davidov. Los duelos, en nuestro regimiento entablábanse a cada momento, y de todos participaba yo como testigo o interesado. Mis compañeros me adoraban y los comandantes del regimiento, que cambiaban con frecuencia, me consideraban un mal inevitable. Tranquilo (o intranquilo), disfrutaba mi gloria, hasta que llegó a nuestro regimiento un joven rico de muy buena familia (su nombre no importa). ¡En mi vida había tropezado con un hombre tan espléndidamente halagado por la suerte! Figúrese que además de la juventud, tenía ingenio, apostura, un espíritu alegre, la más desenfadada valentía, un prestigio social envidiable y una fortuna cuantiosa, inagotable, y podrá imaginar el efecto que había de causar inevitablemente entre nosotros. El predominio de mi personalidad estaba en peligro. Atraído por la fama que gozaba, trató de granjearse mi amistad; pero yo me mostré frío y él se apartó de mí con total indiferencia; le tomé, odio. Sus éxitos en el regimiento y en el ambiente femenino me sumieron en completa desesperación. Comencé a buscar motivos para provocarle... Pero mis frases hirientes contestaba él con otras que siempre me parecían más punzantes y más agudas que las mías, y que a decir verdad eran muchísimo más alegres: él bromeaba y yo expresaba mi odio. Por fin, una vez, en un baile que daba un hacendado polaco, al ver concentrada en él la atención de todas las damas, y sobre todo de la misma ama de casa, que había estado antes en relaciones conmigo, le dije al oído cierta banal grosería. Presa de repentina ira me pegó una bofetada. En seguida buscamos los sables... Las señoras se desvanecían... Nos apartaron no sin esfuerzo y aquella misma noche nos batimos en duelo. Amanecía... Yo estaba en el lugar acordado, acompañado por mis tres padrinos... Con una impaciencia inexplicable aguardaba a mi

adversario. Despuntó el sol primaveral, y el calor empezó a hacerse sentir... Lo vi cuando aún estaba lejos... a pie, llevando el uniforme sostenido con el sable, y acompañado por un padrino. Se acercó. En la mano llevaba su gorra llena de cerezas. Los padrinos midieron los doce pasos. A mí me tocó disparar primero. Sin embargo, la agitación que me causaba la ira me hizo desconfiar de la firmeza de mi pulso, y le cedí el derecho del primer disparo, ansioso por ganar tiempo para serenarme. Mi contrincante rehusó el ofrecimiento. Se propuso echar suertes, y ganó él, eterno favorito de la Fortuna. Apuntó y con su bala atravesó mi gorra. Era mi turno... Su vida, por fin, estaba en mis manos. Le miré con ansia devoradora, tratando de discernir en su rostro una señal de inquietud. Él permanecía inmóvil frente al cañón de mi pistola, tomando de la gorra las cerezas maduras, que comía escupiendo los carozos que casi me alcanzaban. Su indiferencia me enardeció. —¿Qué voy a lograr— pensé-quitándole la vida, si no siente el más leve temor por ella? Fue entonces cuando una idea diabólica cruzó por mi mente. Bajé la pistola. —Según parece— le dije-usted no está ahora para pensar en la muerte. Como se propone almorzar, no quiero molestarlo. —No me molesta usted en lo más mínimo— replicó—. Hágame el favor de disparar, o haga lo que le parezca. Le queda reservado el derecho a este disparo, y en cuanto a mí, estaré siempre a su disposición. Me volví hacia mis padrinos, les manifesté que por el momento no estaba dispuesto a tirar, y así acabó el duelo... Pedí mi retiro y me radiqué en esta aldea. Desde entonces no hubo un solo día en que yo no pensara en la venganza. Ahora, por fin, llegó el momento... Silvio sacó del bolsillo la carta que había recibido por la mañana y me la dio para que la leyera. Una persona, probablemente administrador de sus asuntos, le escribía desde Moscú, que el consabido individuo pronto contraería matrimonio con una joven muy bella. —Ya habrá adivinado— dijo Silvio-quien es ese consabido individuo. Salgo para Moscú... Me gustaría ver si en vísperas de su

casamiento, se enfrentará a la muerte con la misma indiferencia que en otro tiempo, saboreando cerezas. Y con estas palabras, se levantó, arrojó la gorra al suelo y echó a andar agitado por la habitación como un tigre por su jaula. Yo le había escuchado absorto: sentimientos terribles y opuestos me agitaban. El criado entró para anunciar que los caballos estaban listos para el viaje. Silvio me dio un fuerte apretón de manos... Nos abrazamos... Subió a un coche, en el que estaban acomodadas dos maletas, una con su equipaje, otra con pistolas. Nos saludamos por última vez y los caballos arrancaron... Algunos años más tarde, circunstancias de familia me llevaron a establecerme en una pequeña aldehuela del distrito de N. Me había consagrado a la agricultura y no dejaba de suspirar secretamente, cuando recordaba mi vida pasada, bulliciosa y despreocupada. Lo que se me hacía más difícil, era pasar las noches, tanto en primavera, invierno, como verano, en completa soledad. Hasta la hora de la comida encontraba la manera de matar el tiempo, unas veces charlando con el alcalde, otras inspeccionando las tareas de labranza y echando un vistazo a los nuevos establecimientos; pero tan pronto como caía la noche no se me ocurría adonde meterme. Unos cuantos libros que encontré bajo los armarios y en el depósito de trastos, me los sabía ya de memoria, a fuerza de reiteradas lecturas. Todos los cuentos que atesoraba en su memoria el ama de llaves Kirilovna, ya los conocía, y las canciones de las campesinas me sumían en lánguida tristeza. Por fin me di a la bebida de un fuerte licor vegetal, pero me causaba dolor de cabeza y, además, confieso que temí convertirme en un "borracho melancólico", como tantos que había visto en nuestro distrito. A mi alrededor no había vecinos cercanos, salvo dos o tres "melancólicos", cuya conversación consistía las más de las veces en hipos y suspiros. La soledad era preferible. Por fin resolví acostarme cuanto antes, y comer lo más tarde posible; de esta manera logré acortar la velada, y alargar al mismo tiempo los días... Y "vi todo lo que había hecho y he aquí que era bueno..." A cuatro verstas de mi finca estaba la rica propiedad de la condesa de B.; pero allí vivía sólo el administrador. La propietaria había visitado su finca una vez, hacía ya mucho tiempo, el primer

año de su matrimonio, y no había pasado en ello más de un mes. Pero cuando transcurría la segunda primavera de mi vida de ermitaño, corrió el rumor de que la condesa llegaría a la aldea acompañada por su marido, para pasar el verano. Y así fue; llegaron a principios de junio. La llegada de un vecino acaudalado es un acontecimiento memorable para los moradores de una aldehuela. Los propietarios y los miembros de su servidumbre suelen hablar de ello desde dos meses antes y hasta tres años después. En cuanto a mí, confieso con franqueza que la noticia del arribo de una vecina joven y hermosa, me emocionó fuertemente. Me abrasaba un ferviente deseo de verla, y, por lo tanto, el primer domingo siguiente a su llegada, fui, después de comer, a la aldea X para presentar mi respeto a sus Altezas, como correspondía al vecino más cercano que les ofrecía sus humildes servicios. Un lacayo me llevó hasta el gabinete del conde, y se adelantó para anunciarme. El amplio despacho estaba puesto con fastuoso lujo; a lo largo de las paredes había algunas bibliotecas, sobre las cuales se veían bustos de bronce. Arriba de la chimenea había un espejo muy ancho; el piso estaba cubierto de paño verde, y tapizado de alfombras. Mi vida en mi humilde rincón me había hecho perder la costumbre del lujo, y hacía tiempo que no admiraba la esplendidez ajena. En aquel momento me sentí cohibido. Esperé al conde embargado por una inquietud parecida a la del candidato provinciano que espera la salida de un ministro. Cuando se abrió la puerta entró un hombre de unos treinta años, de hermosa presencia. El conde se acercó con aire de absoluta sinceridad amistosa, mientras que yo me esforzaba por recuperar mi aplomo. Empecé por presentarle mis respetos y, sin darme tiempo para hablar, sugirió que nos sentáramos. Su conversación, espontánea y amable, pronto logró disipar mi timidez de solitario. Empezaba ya a recobrar mi estado normal, cuando de pronto se presentó la condesa, causándome una nueva confusión, mayor que la anterior. En realidad, era de una acabada belleza. El conde me presentó. Yo, por mi parte cuanto más me esforzaba por parecer locuaz, cuanto más trataba de asumir un aire de serenidad, más turbado me sentía. Para darme tiempo a que me repusiera y acostumbrase a ellos, mis nuevos amigos comenzaron a discurrir entre sí, dándome el trato que se le da a

un antiguo vecino, sin ninguna clase de ceremonias. Yo, entretanto, eché a andar de un lado a otro, examinando los libros y las pinturas. Aun cuando no soy ducho en artes plásticas, hubo un cuadro que llamó mi atención. Representaba cierto paisaje de Suiza, y lo que me sorprendió no fue la parte artística, sino el hecho de que estuviese atravesado por dos balazos que casi se juntaban. —¡Notable disparo!— exclame a la vez que miraba, al conde. —Sí— me respondió-: fue un disparo muy memorable. Pero, dígame. ¿Es usted buen tirador? —Excelente-contesté satisfecho al notar que la conversación recaía por fin en un tema que me era tan familiar-; a treinta pasos no yerro jamás, teniendo por blanco une carta, si tiro con una pistola a la cual esté acostumbrado. —¿Es cierto?— dijo la condesa con tono de gran interés—. Y tú, amigo mío, ¿serías capaz de atravesar una carta a treinta pasos? Probaremos— contestó el conde—. He sido un tirador regular; pero hace cuatro años que no tomo una pistola. —¡Oh!— comenté—. En ese caso apuesto cualquier cosa a que vuestra Alteza no le da a una carta ni siquiera a veinte pasos; la pistola requiere un ejercicio diario. Lo sé por experiencia. En nuestro regimiento se me tenía por uno de los mejores tiradores. En una ocasión dejé de manejar la pistola por un mes entero, porque mis armas estaban en reparación. ¿Y qué diría que sucedió, Alteza? La primera vez que volví a tirar, erré cuatro veces seguidas a una botella a veinte pasos. En nuestro regimiento había un sargento, hombre ingenioso y muy dado a las bromas, que estando presente por casualidad dijo: "Está visto, amiguito, que has perdido la costumbre de habértelas con una botella". Créame, vuestra Alteza. Hay que cultivar esta habilidad, porque el día menos pensado se olvida lo que se ha aprendido. El tirador más diestro que encontré en mi vida practicaba todos los días, tres veces por lo menos, antes de la comida. Esto estaba en él tan arraigado, como la copita de vodka que tomaba como aperitivo. A los condes les satisfizo mi locuacidad. —¿Y cómo tiraba?— preguntóme el conde. —A veces veía una mosca que acababa de posarse en la pared... ¿Lo toma usted a risa, condesa? Pues es cierto... Veía una mosca

y gritaba: "¡Kuzka, mi pistola!". El criado le llevaba con celeridad una pistola cargada. Él disparaba entonces y enterraba la mosca en la pared... —¡Asombroso!— dijo el conde—. ¿Y cuál era su nombre? —Silvio, Alteza. —¡Silvio!— exclamó el conde, incorporándose de un salto—. ¿Usted conoció a Silvio? —¿Que si lo conocí, Alteza? Eramos amigos. En nuestro regimiento fue recibido como un verdadero compañero... pero desde hace cinco años, no sé nada de él. Así que también vuestra Alteza lo conoció, ¿no es verdad? —Lo conocí muy bien. ¿No le contó acaso un suceso muy extraño? —¿El de una bofetada, Alteza, que recibió en un baile? —¿Y no le dijo a usted el nombre...? —No, Alteza, no me lo dijo. ¡Ah! —proseguí, al intuir la verdad— ¿Fue quizás vuestra Alteza? —Yo fui-respondió el conde, con aire extremadamente distraído-; esa pintura agujereada a balazos es un recuerdo de nuestro último encuentro. —¡Ay!— dijo la condesa—. ¡No lo cuentes, por Dios!... Me horroriza escucharlo. —No puedo complacerte— replicó el conde—. Lo contaré todo. El señor sabe cómo ofendí a su amigo y conviene que sepa también cómo Silvio se vengó de mí. Me ofreció el sillón y yo, con viva curiosidad, escuché el siguiente relato: —Hace cinco años me case. El primer mes, "the honey moon", lo pasé aquí, en esta aldea. En esta casa viví los instantes más hermosos de mi vida, pero a ella le debo también uno de mis recuerdos más dolorosos. Un día, al atardecer, salimos a cabalgar. El caballo que montaba mi mujer comenzó a desmandarse y ella, asustada, me pasó las riendas y volvió a casa a pie. Yo cabalgué delante. En el patio vi un coche, y me dijeron que en mi despacho me esperaba un caballero que había rehusado dar su nombre. Sólo había dicho que tenía que hablar conmigo de cierto asunto. Entré en la habitación y vi en la penumbra a un hombre con barba cubierto

de polvo. Estaba al lado de la chimenea... Me acerqué a él, tratando de reconocer sus facciones... —¿No me recuerdas, conde?— preguntó con voz trémula. —¡Silvio!— exclamé, y confieso que en aquel momento sentí que mis cabellos se erizaban. —Exactamente— continuó él—. Conservo el derecho a un disparo y he venido a disparar. ¿Estás preparado'? Una pistola asomaba del bolsillo lateral de su chaqueta. Yo di doce pasos y me paré allí, en el rincón, suplicándole que acabara lo más pronto posible, antes que llegara mi mujer. Vaciló por un momento... Me pidió lumbre... Hice que trajeran una vela. Cerré la puerta, ordené que no entrara nadie, y volví a suplicarle que disparase. Sacó la pistola y apuntó... Yo conté los segundos.. Pensé en ella... ¡Fue un minuto terrible! Silvio bajó el brazo. —Lamento de veras que la pistola no esté cargada con carozos de cereza. Una bala pesa demasiado... y después de todo, creo que esto no es un duelo, sino un homicidio. Yo no acostumbro disparar a un indefenso... Empecemos de nuevo. Volvamos tirar a suertes para ver quien tiene que disparar primero. La cabeza me daba vueltas... Creo recordar que me negué... Por fin cargamos una pistola, arrollamos dos papelitos... Él los puso en la gorra, que atravesó un día mi balazo... Yo saqué de nuevo el primer número. —Tienes mala suerte, conde— dijo él, con una sonrisa que nunca olvidaré. No recuerdo lo que sucedió entonces, ni cómo pudo él impulsarme a ello... Pero cierto es que disparé, dando con la bala en ese cuadro... Y el conde dirigió su dedo hacia la tela agujereada. Su rostro parecía arder. La condesa estaba tan blanca como el pañuelo que llevaba. Yo no pude contener un grito de espanto. —Disparé-continuó el conde— y, gracias a Dios, no acerté. Entonces Silvio— en ese momento tenía verdaderamente un aspecto siniestro— apuntó hacia mí... De pronto la puerta se abrió... Masha entró precipitadamente y, profiriendo un grito desgarrador se echó en mis brazos. Su presencia me devolvió por completo la sangre fría.

—Querida mía— le dije—, ¿no ves acaso que estamos bromeando? ¿Te asustaste? Ven, bebe un poco de agua y acércate... Voy a presentarte a uno de mis amigos y compañeros. Masha dudaba aún de la veracidad de mis palabras. —Dígame usted, ¿es cierto lo que dice mi marido?-preguntó, volviéndose hacia aquel hombre terrible—. ¿Es verdad que bromean ustedes? —Suele bromear, condesa— le respondió Silvio—. Una vez me dio, bromeando, una bofetada... Bromeando también, me perforó esta gorra, y, bromeando, acaba de errar el tiro. Ahora soy yo quien quiere bromear. Y al decir esto me apuntó ¡delante de ella! Masha se echó a sus pies. —¡Levántate, Masha, es humillante!— grité furioso—. Y usted, caballero, ¿cuándo dejará de burlarse de una pobre mujer? ¿Va a disparar o no? —No dispararé— respondió Silvio-; me doy por satisfecho. He visto tu confusión, tu desasosiego. Te he obligado a dispararme. No pido más. Te acordarás de mí. Te dejo a solas con tu conciencia. Entonces se encaminó a la puerta. Allí se detuvo y, volviéndose hacia el cuadro agujereado por mí, disparó casi sin haber tomado puntería, y desapareció. Mi mujer estaba desmayada. Mi gente no se atrevió detenerle y lo contempló horrorizada. Él salió por el portal, llamó al cochero y se alejó antes de que yo lograra reponerme. El conde calló. Fue así como me enteré del final de la historia, cuyo principio tanto me había asombrado No volví a encontrar jamás a su protagonista. Se dijo alguna vez que Silvio, en tiempos de la rebelión de Alejandro Ipsilanti, capitaneó una compañía de "heteristas" griegos y murió en un combate cerca de Skulani.

La tempestad de nieve3

Por colinas, caballos veloces aplastaban la nieve profunda... A un lado un templo sagrado solitario asomaba al camino. ..................... Mas de pronto estalló la nevasca, y la nieve cayó a grandes copos. En el ala azabache un silbido, sobrevuela un cuervo el trineo. ¡El gemido auguraba desdichas! Los caballos de andar presuroso oteaban las sombras lejanas, y alzando sus crines... ZHUKOVSKI

A finales de 1811, en tiempos de grata memoria, vivía en su propiedad de Nenarádovo el bueno de Gavrila Gavrílovich R**. Era famoso en toda la región por su hospitalidad y carácter afable; los vecinos visitaban constantemente su casa, unos para comer, beber, o jugar al boston a cinco kopeks con su esposa, y otros para ver a su hija, María Gavrílovna, una muchacha esbelta, pálida y de diecisiete años. Se la consideraba una novia rica y muchos la deseaban para sí o para sus hijos. María Gavrílovna se había educado en las novelas francesas y, por consiguiente, estaba enamorada. El elegido de su amor era un pobre alférez del ejército que se encontraba de permiso en su aldea. Sobra decir que el joven ardía en igual pasión y que los padres de su amada, al descubrir la mutua inclinación, prohibieron a la hija pensar siquiera en él, y en cuanto al propio joven, lo recibían peor que a un asesor retirado. Nuestros enamorados se carteaban y todos los días se veían a solas en un pinar o junto a una vieja capilla. Allí se juraban amor eterno, se lamentaban de su suerte y hacían todo género de proyectos. En sus cartas y conversaciones llegaron a la siguiente (y muy natural) conclusión: si no podemos ni respirar el uno sin el 3 Es el mismo “La nevasca” de Los relatos de Belkin, en otra traducción.

otro y si la voluntad de los crueles padres entorpece nuestra dicha, ¿no podríamos prescindir de este obstáculo? Por supuesto que la feliz idea se le ocurrió primero al joven y agradó muchísimo a la imaginación romántica de María Gavrílovna. Llegó el invierno y puso término a sus citas, pero la correspondencia se hizo más viva. En cada carta Vladímir Nikoláyevich suplicaba a su amada que confiara en él, que se casaran en secreto, se escondieran durante un tiempo y luego se postraran a los pies de sus padres, quienes, claro está, al fin se sentirían conmovidos ante la heroica constancia y la desdicha de los enamorados y les dirían sin falta: —¡Hijos, venid a nuestros brazos! María Gavrílovna dudó largo tiempo; se rechazaron muchos planes de fuga. Pero al final aceptó: el día señalado debía no cenar y retirarse a sus habitaciones bajo la excusa de una jaqueca. Su doncella estaba en la conspiración; las dos tenían que salir al jardín por la puerta trasera, tras el jardín llegar hasta un trineo listo para partir y dirigirse a cinco verstas de Nenarádovo, a la aldea de Zhádrino, directamente a la iglesia, donde Vladímir las estaría esperando. En vísperas del día decisivo María Gavrílovna no durmió en toda la noche; arregló sus cosas, recogió su ropa interior y los vestidos, escribió una larga carta a una señorita muy sentimental, amiga suya, y otra a sus padres. Se despedía de ellos en los términos más conmovedores, justificaba su acto por la invencible fuerza de la pasión, y acababa diciendo que el día en que se le permitiera arrojarse a los pies de sus amadísimos padres lo consideraría el momento más sublime de su vida. Tras sellar ambas cartas con una estampilla de Tula, en la que aparecían dos corazones llameantes con una inscripción al uso, justo antes del amanecer, se dejó caer sobre la cama y se quedó adormecida. Pero también entonces a cada instante la desvelaban imágenes pavorosas. Ora le parecía que en el momento en que se sentaba en el trineo para ir a casarse, su padre la detenía, la arrastraba por la nieve con torturante rapidez y la lanzaba a un oscuro subterráneo sin fondo... y ella se precipitaba al vacío con un inenarrable pánico en el corazón. Ora veía a Vladímir caído sobre la hierba, pálido y ensangrentado. Y éste, moribundo, le imploraba con gritos estridentes que se

apresurara a casarse con él... Otras visiones horrendas e insensatas corrían una tras otra por su mente. Por fin se levantó, más pálida que de costumbre y con un ya no fingido dolor de cabeza. Sus padres se apercibieron de su desasosiego; la delicada inquietud e incesantes preguntas de éstos—«¿Qué te pasa, Masha? Masha, ¿no estarás enferma?»— le desgarraban el corazón. Ella se esforzaba por tranquilizarlos, por parecer alegre, pero no podía. Llegó la tarde. La idea de que era la última vez que pasaba el día entre su familia le oprimía el corazón. Estaba medio viva: se despedía en secreto de todas las personas, de todos los objetos que la rodeaban. Sirvieron la cena. Su corazón se puso a latir con fuerza. Con voz temblorosa anunció que no le apetecía cenar y se despidió de sus padres. Éstos la besaron y la bendijeron, como era su costumbre: ella casi se echa a llorar. Al llegar a su cuarto se arrojó sobre el sillón y rompió en llanto. La doncella la convencía de que se calmara y recobrara el ánimo. Todo estaba listo. Dentro de media hora Masha debía dejar para siempre la casa paterna, su habitación, su callada vida de soltera... Afuera había nevasca. El viento ululaba, los postigos temblaban y daban golpes; todo se le antojaba una amenaza y un mal presagio. Al poco en la casa todo calló y se durmió. Masha se envolvió en un chal, se puso una capa abrigada, tomó su arqueta y salió al porche trasero. La sirvienta tras ella llevaba dos hatos. Salieron al jardín. La ventisca no amainaba; el viento soplaba de cara, como si se esforzara por detener a la joven fugitiva. A duras penas llegaron hasta el final del jardín. En el camino las esperaba el trineo. Los caballos, ateridos de frío, no paraban quietos; el cochero de Vladímir se movía ante las varas, reteniendo a los briosos animales. Ayudó a la señorita y a su doncella a acomodarse y a colocar los bultos y la arqueta, tomó las riendas, y los caballos echaron a volar. Tras encomendar a la señorita al cuidado del destino y al arte del cochero Terioshka, prestemos atención ahora a nuestro joven enamorado. Vladímir estuvo todo el día yendo de un lado a otro. Por la mañana fue a ver al sacerdote de Zhádrino, consiguió persuadirlo, luego se fue a buscar padrinos entre los terratenientes del lugar. El primero a quien visitó, el corneta retirado Dravin, un hombre

de cuarenta años, aceptó de buen grado. La aventura decía que le recordaba los viejos tiempos y las calaveradas de los húsares. Convenció a Vladímir de que se quedara a comer con él y le aseguró que con los otros dos testigos no habría problema. Y, en efecto, justo después de comer se presentaron el agrimensor Schmidt, con sus bigotes y sus espuelas, y un muchacho de unos dieciséis años, hijo del capitán jefe de la policía local, que hacía poco había ingresado en los ulanos. Ambos no sólo aceptaron la propuesta de Vladímir sino incluso le juraron estar dispuestos a dar la vida por él. Vladímir los abrazó lleno de entusiasmo y se marchó a casa para hacer los preparativos. Hacía tiempo que ya era de noche. Vladímir envió a su fiel Terioshka con la troika a Nenarádovo con instrucciones detalladas y precisas, y para sí mismo mandó preparar un pequeño trineo de un caballo, y solo, sin cochero, se dirigió a Zhádrino, donde al cabo de unas dos horas debía llegar también María Gavrílovna. Conocía el camino y sólo tendría unos veinte minutos de viaje. Pero, en cuanto Vladímir dejó atrás las casas para internarse en el campo, se levantó viento y se desató una nevasca tal que no pudo ver nada. En un minuto el camino quedó cubierto de nieve, el paisaje desapareció en una oscuridad turbia y amarillenta a través de la que volaban los blancos copos de nieve; el cielo se fundió con la tierra. Vladímir se encontró en medio del campo y quiso inútilmente retornar de nuevo al camino; el caballo marchaba a tientas y a cada instante daba con un montón de nieve o se hundía en un hoyo; el trineo volcaba a cada momento. Vladímir no hacía otra cosa que esforzarse por no perder la dirección que llevaba. Pero le parecía que ya había pasado media hora y aún no había alcanzado el bosque de Zhádrino. Pasaron otros diez minutos y el bosque seguía sin aparecer. Vladímir marchaba por un llano surcado de profundos barrancos. La ventisca no amainaba, el cielo seguía cubierto. El caballo empezaba a agotarse, y el joven, a pesar de que a cada momento se hundía en la nieve hasta la cintura, estaba bañado en sudor. Al fin Vladímir se convenció de que no iba en la buena dirección. Se detuvo, se puso a pensar, intentando recordar, hacer conjeturas, y llegó a la conclusión de que debía doblar hacia la derecha. Torció a la derecha. Su caballo apenas avanzaba. Ya llevaba más de una hora de camino. Zhádrino no debía estar

lejos. Marchaba y marchaba, y el campo no tenía fin. Todo eran montones de nieve y barrancos: el trineo volcaba sin parar y él lo enderezaba una y otra vez. El tiempo pasaba; Vladímir comenzó a preocuparse de veras. Por fin algo oscuro asomó a un lado. Vladímir dio la vuelta hacia allá. Al acercarse vio un bosque. Gracias a Dios, pensó, ya estamos cerca. Siguió a lo largo del bosque con la esperanza de llegar en seguida a la senda conocida o de rodearlo; Zhádrino se encontraba justo detrás. Encontró pronto la pista y se internó en la oscuridad de los árboles que el invierno había desnudado. Allí el viento no podía campar por sus fueros, el camino estaba liso, el caballo se animó y Vladímir se sintió más tranquilo. Y sin embargo, seguía y seguía, y Zhádrino no aparecía por ninguna parte: el bosque no tenía fin. Vladímir comprobó con horror que se había internado en un bosque desconocido. La desesperación se apoderó de él. Fustigó el caballo, el pobre animal primero se lanzó al trote, pero pronto comenzó a aminorar la marcha y al cuarto de hora, a pesar de todos los esfuerzos del desdichado Vladímir, avanzó al paso. Poco a poco los árboles comenzaron a clarear y Vladímir salió del bosque: Zhádrino no se veía. Debía de ser cerca de la medianoche. Las lágrimas saltaron de sus ojos, y marchó a la buena de Dios. El temporal se calmó, las nubes se alejaron, ante él se extendía una llanura cubierta de una alfombra blanca y ondulada. La noche era bastante clara. Vladímir vio no lejos una aldehuela de cuatro o cinco casas y se dirigió hacia ella. Junto a la primera isba saltó del trineo, se acercó corriendo a la ventana y llamó. Al cabo de varios minutos se levantó el postigo de madera y un viejo asomó su blanca barba. —¿Qué quieres? —¿Está lejos Zhádrino? —¿Si está lejos Zhádrino? —¡Sí, sí! ¿Está lejos? —No mucho. Habrá unas diez verstas. Al oír la respuesta Vladímir se agarró de los pelos y se quedó inmóvil, como un hombre al que hubieran condenado a muerte. —¿Y tú, de dónde eres?—prosiguió el viejo. Vladímir no estaba para preguntas.

—Oye, abuelo —le dijo al viejo—. ¿No podrías conseguirme unos caballos hasta Zhádrino? —¿Nosotros, caballos?—dijo el viejo. —¿Podrías al menos conseguirme un guía? Le pagaré lo que pida. —Espera—dijo el viejo soltando el postigo—. Te mandaré a mi hijo; él te acompañará. Vladímir se quedó esperando. No pasó un minuto que llamó de nuevo a la ventana. El postigo se levantó y apareció la barba. —¿Qué quieres? —¿Qué hay de tu hijo? —Ahora sale. ¿No te habrás helado? Entra a calentarte. —Te lo agradezco. Manda cuanto antes a tu hijo. Las puertas chirriaron: salió un muchacho con un perro que echó a andar por delante, unas veces indicando el camino, otras buscándolo entre los montones de nieve que lo habían cubierto. —¿Qué hora es? —le preguntó Vladímir. —Pronto ha de amanecer —respondió el joven mujik, y Vladímir ya no dijo ni una sola palabra más. Cantaban los gallos y había amanecido cuando lograron llegar a Zhádrino. La iglesia estaba cerrada. Vladímir pagó al guía y se dirigió a casa del sacerdote. Ante la casa no estaba su troika. ¡Qué noticia le aguardaba! Pero volvamos a los buenos señores de Nenarádovo y veamos que ocurría allí. Pues nada. Los viejos se levantaron y fueron al salón. Gavrila Gavrílovich, con su gorro de dormir y chaquetón de paño, y Praskovia Petrovna, con su bata guateada. Sirvieron el samovar, y Gavrila Gavrílovich mandó a la muchacha que se fuera a enterar de cómo se encontraba de salud María Gavrílovna y si había descansado bien. La muchacha regresó e informó a los señores que la señorita había dormido mal, pero que ahora decía que se encontraba mejor y que al rato vendría al salón. Y, en efecto, la puerta se abrió y María Gavrílovna se acercó a saludar a su padre y a su madre. —¿Qué tal tu cabeza, Masha?—preguntó Gavrila Gavrílovich. —Mejor, papá—respondió Masha. —Seguro que ayer te atufaste —dijo Praskovia Petrovna. —Puede ser, mamá—contestó Masha.

El día pasó felizmente, pero por la noche Masha se encontró muy mal. Mandaron a por el médico a la ciudad. Éste llegó al anochecer y encontró a la enferma delirando. Se le declararon unas fuertes calenturas, y la pobre enferma estuvo durante dos semanas al borde de la muerte. Nadie en la casa sabía del intento de fuga. Las cartas que escribió la víspera fueron quemadas: su doncella, temiendo la ira de los señores, no dijo nada a nadie. El sacerdote, el corneta retirado, el agrimensor de bigotes y el pequeño ulano fueron discretos, y no en vano. Terioshka el cochero nunca decía nada de más, ni siquiera cuando estaba bebido. De modo que la media docena larga de conjurados guardaron bien el secreto. Pero la propia María Gavrílovna, que deliraba sin parar, lo ponía al descubierto. Sin embargo, sus palabras eran tan confusas que la madre, que no se apartaba de su lado, sólo pudo deducir de ellas que su hija estaba locamente enamorada de Vladímir Nikoláyevich y que, probablemente, el amor era la causa de su dolencia. La mujer consultó con su marido, con algunos vecinos, y, finalmente, todos llegaron a la unánime conclusión de que, al parecer, aquel era el sino de María Gavrílovna, que contra el destino todo es inútil, que la pobreza no es pecado, que no se vive con el dinero sino con el compañero, y así sucesivamente. Los proverbios morales son asombrosamente útiles en los casos en que, por mucho que lo intentemos, no se nos ocurre nada para justificarnos. Entretanto, la señorita empezó a reponerse. A Vladímir hacía mucho tiempo que no se le veía en casa de Gavrila Gavrílovich. El joven estaba escarmentado por los recibimientos de rigor. Decidieron mandar a buscarlo y anunciarle la inesperada y feliz decisión: el consentimiento para la boda. ¡Pero cuál no sería el asombro de los señores de Nenarádovo cuando, en respuesta a la invitación, recibieron de él una carta más propia de un loco! En ella les informaba que jamás volvería a poner los pies en aquella casa, y les rogaba que se olvidaran de él, pues para un hombre tan desdichado como él no quedaba más esperanza que la muerte. Al cabo de unos días se enteraron que Vladímir se había incorporado al ejército. Esto sucedía en 1812.

Durante largo tiempo nadie se atrevió a informar del hecho a la convaleciente Masha. Ésta nunca mencionaba a Vladímir. Al cabo ya de varios meses, al descubrir su nombre entre los oficiales distinguidos y gravemente heridos en la batalla de Borodinó, (2) Masha se desmayó, y se temió que le retornaran las calenturas. Pero, gracias a Dios, el desmayo no tuvo consecuencias. Otra desgracia cayó sobre ella: falleció Gavrila Gavrílovich, dejándola heredera de toda la propiedad. Pero la herencia no la consoló; compartió sinceramente el dolor de la pobre Praskovia Petrovna y juró no separarse nunca de ella. Ambas dejaron Nenarádovo, lugar de tristes recuerdos, y se marcharon a vivir a sus tierras de *. También aquí los pretendientes revoloteaban en torno a la hermosa y rica joven: pero ella no daba la más pequeña esperanza a nadie. A veces su madre insistía en que debía elegir al compañero de su vida, pero María Gavrílovna negaba con la cabeza y se quedaba pensativa. Vladímir ya no existía: había muerto en Moscú, en vísperas de la entrada de los franceses. Su recuerdo era sagrado para Masha; al menos la joven guardaba todo lo que pudiera recordarle: los libros que un día él había leído, sus dibujos, las partituras y los versos que él había copiado para ella. Los vecinos, enterados de todo, se asombraban de su constancia y esperaban con curiosidad al héroe que debería, al fin, acabar venciendo la desdichada fidelidad de la virginal Artemisa. Entretanto la guerra había acabado gloriosamente. Nuestros regimientos retornaban de allende las fronteras. El pueblo salía corriendo a su encuentro. Se entonaban las canciones conquistadas: Vive Henri-Quatre, valses tiroleses y arias de la Joconde. (3) Los oficiales, que habían partido a la guerra siendo casi unos muchachos, regresaban, templados en el aire del combate, hechos unos hombres y cubiertos de cruces. Los soldados, en sus alegres charlas, entremezclaban a cada momento palabras alemanas y francesas. ¡Qué tiempo inolvidable! ¡Días de gloria y de entusiasmo! ¡Con qué fuerza latía el corazón ruso ante la palabra patria! ¡Qué dulces las lágrimas en los encuentros! ¡Con qué unanimidad se fundía en nosotros el sentimiento del orgullo nacional con el amor al soberano! ¡Y para él, qué momento sublime!

Las mujeres, las mujeres rusas no tuvieron rival en aquel tiempo. Su habitual frialdad desapareció. Su entusiasmo era auténticamente embriagador cuando al recibir a los vencedores gritaban: «¡Hurra! Y al aire sus cofias lanzaban (4) ¿Qué oficial de aquel entonces no reconoce que debe a la mujer rusa la condecoración más noble y preciosa?... En aquel tiempo esplendoroso María Gavrílovna vivía con su madre en la provincia de * y no podía ver cómo las dos capitales celebraban el regreso de las tropas. Pero en los distritos y en los pueblos el entusiasmo general era tal vez aún mayor. La aparición de un oficial por aquellos lugares era para éste un auténtico paseo triunfal, y el enamorado vestido de frac lo pasaba mal a su lado. Ya hemos dicho que, a pesar de su frialdad, María Gavrílovna seguía como antes rodeada de pretendientes. Pero todos debieron ceder su lugar cuando en el castillo de la doncella apareció el coronel de húsares Burmín, herido, con una cruz de San Jorge en el ojal y de una interesante palidez, como decían las damiselas del lugar. Tenía alrededor de veintiséis años. Había venido de permiso a su propiedad, vecina a la aldea de María Gavrílovna. María Gavrílovna le prestaba un interés particular. Ante él su acostumbrado semblante pensativo se animaba. No se podría decir que coqueteara con él, pero el poeta, ante el modo de comportarse de la joven, hubiera dicho: Se amor non è, che dunque? (5) Burmín era realmente un joven muy agradable. Poseía justamente esa inteligencia que gusta a las mujeres: el saber del decoro y de la observación, carente de toda pretensión y dotado de una despreocupada ironía. Su actitud hacia María Gavrílovna era sencilla y libre; pero, cualquier cosa que dijera o hiciera ella, el alma y la mirada del joven no dejaban de seguirla. Parecía de un carácter callado y discreto, y si bien los rumores aseguraban que en su tiempo fue un terrible calavera, ello no empañaba su imagen ante María Gavrílovna, que (como todas las jóvenes en general) perdonaba de buen grado las travesuras que evidenciaban valentía y carácter encendido. Pero sobre todo... (más que su delicadeza y agradable conversación, más que la interesante palidez, más que el brazo

vendado), lo que alimentaba sobremanera su curiosidad e imaginación era el silencio del joven húsar. María Gavrílovna no podía ignorar que ella le gustaba mucho: probablemente, también él, con su inteligencia y saber, ya podía haber notado que ella le distinguía. ¿A qué se debía entonces que ella no lo hubiera visto postrado a sus pies ni oído su declaración de amor? ¿Qué lo retenía? ¿La timidez, inseparable de todo verdadero amor, el orgullo, o la coquetería de un astuto conquistador? Era para ella un enigma. Tras meditarlo bien, llegó a la conclusión de que la única razón para tal comportamiento era la timidez; se propuso animarlo mostrando hacia él mayor interés y, según las circunstancias, ternura incluso. Se preparaba para el desenlace más inesperado y aguardaba con impaciencia el momento de la romántica declaración de amor, pues el secreto, sea éste el que fuere, es siempre un peso difícil de llevar para el corazón de una mujer. Sus movimientos estratégicos lograron el éxito deseado: al menos Burmín se sumió en un estado de ensimismamiento tal y sus ojos negros se detenían en María Gavrílovna con tanto fuego, que el momento decisivo parecía próximo. Los vecinos ya hablaban de la boda como de una cosa hecha, y la buena Praskovia Petrovna se mostraba contenta de que, por fin, su hija hubiera encontrado un novio digno de ella. Una día la anciana se hallaba sola en el salón haciendo un solitario, cuando Burmín entró en la habitación y al punto preguntó por María Gavrílovna. —Está en el jardín —dijo la anciana—. Vaya a verla, que yo lo esperaré aquí. Burmín salió, y la anciana se santiguó y se dijo: «¡Ojalá hoy se decida todo!» Burmín encontró a María Gavrílovna junto al estanque, bajo un sauce, con un libro en las manos y vestida de blanco, como una verdadera heroína de novela. Tras las primeras preguntas María Gavrílovna dejó adrede de sostener la conversación, ahondando de este modo el embarazo mutuo y del cual tal vez sólo se podría salir con una repentina y decisiva declaración de amor. Y así sucedió: Burmín, sintiendo lo difícil de su situación, le dijo que hacía tiempo que buscaba el momento para abrirle su corazón y le rogó un minuto de su atención. María Gavrílovna cerró el libro y bajó la mirada en señal de asentimiento.

—La amo—dijo Burmín—, la quiero con pasión... —María Gavrílovna enrojeció y dejó caer aún más la cabeza—. He sido un imprudente al entregarme a una dulce costumbre, al hábito de verla y escucharla cada día... —María Gavrílovna recordó la primera carta de St.-Preux—. (6) Ahora ya es tarde para luchar contra mi destino; el recuerdo de usted, su imagen querida e incomparable será a partir de ahora un tormento y una dicha para mi existencia; pero aún me queda un duro deber, descubrirle un horrible secreto y levantar así entre nosotros un insalvable abismo... —Éste siempre ha existido —lo interrumpió vivamente María Gavrílovna—. Nunca hubiera podido ser su esposa... —Lo sé—le dijo él en voz baja—. Sé que en un tiempo usted amó, pero la muerte y tres años de dolor... ¡Mi buena, mi querida María Gavrílovna! No intente privarme de mi único consuelo, de la idea de que usted hubiera aceptado hacer mi felicidad si... Calle, por Dios se lo ruego, calle. Me está usted torturando. Sí, lo sé, siento que usted hubiera sido mía, pero... soy la criatura más desgraciada del mundo... ¡estoy casado! María Gavrílovna lo miró con asombro. —¡Estoy casado—prosiguió Burmín—; hace más de tres años que lo estoy y no sé quién es mi mujer, ni dónde está, ni si la volveré a ver algún día! —Pero ¿qué dice?—exclamó María Gavrílovna—. ¡Qué extraño! Siga, luego le contaré... pero siga, hágame el favor. —A principios de 1812—contó Burmín—, me dirigía a toda prisa a Vilna, donde se encontraba nuestro regimiento. Al llegar ya entrada la noche a una estación de postas, mandé enganchar cuanto antes los caballos, cuando de pronto se levantó una terrible ventisca, y el jefe de postas y los cocheros me aconsejaron esperar. Les hice caso, pero un inexplicable desasosiego se apoderó de mí; parecía como si alguien no parara de empujarme. Mientras tanto la tempestad no amainaba, no pude aguantar más y mandé enganchar de nuevo y me puse en camino en medio de la tormenta. Al cochero se le ocurrió seguir el río, lo que debía acortarnos el viaje en tres verstas. Las orillas estaban cubiertas de nieve: el cochero pasó de largo el lugar donde debíamos retomar el camino, y de este modo nos encontramos en un paraje desconocido. La tormenta no

amainaba; vi una lucecita y mandé que nos dirigiéramos hacia ella. Llegamos a una aldea: en la iglesia de madera había luz. La iglesia estaba abierta, tras la valla se veían varios trineos: por el atrio iba y venía gente. «¡Aquí! ¡Aquí!», gritaron varias voces. «Pero, por Dios, ¿dónde te habías metido?—me dijo alguien—. La novia está desmayada, el pope no sabe qué hacer; ya nos disponíamos a irnos. Entra rápido.» Salté en silencio del trineo y entré en la iglesia débilmente iluminada con dos o tres velas. La joven se sentaba en un banco, en un rincón oscuro de la iglesia; otra muchacha le fregaba las sienes. «Gracias a Dios —dijo ésta—, al fin ha llegado usted. Casi nos consume usted a la señorita.» Un viejo sacerdote se me acercó para preguntarme: «¿Podemos comenzar?» «Empiece, empiece, padre», le dije distraído. Pusieron en pie a la señorita. No me pareció fea... Una ligereza incomprensible, imperdonable, sí... Me coloqué a su lado ante el altar: el sacerdote tenía prisa: los tres hombres y la doncella sostenían a la novia y no se ocupaban más que de ella. Nos desposaron. «Bésense», nos dijeron. Mi esposa dirigió hacia mí su pálido rostro. Yo quise darle un beso... Ella gritó: «¡Ah, no es él! ¡no es él!», y cayó sin sentido. Los padrinos me dirigieron sus espantadas miradas. Yo me di la vuelta, salí de la iglesia sin encontrar obstáculo alguno, me lancé hacia la kibitka y grité: «¡En marcha!» —¡Dios mío! —exclamó María Gavrílovna—. ¿Y no sabe usted qué pasó con su pobre esposa? —No lo sé—dijo Burmín—, no sé cómo se llama la aldea en que me casé, no recuerdo de qué estación de postas había salido. Por entonces le di tan poca importancia a mi criminal travesura, que, al dejar atrás la iglesia, me dormí y desperté al día siguiente por la mañana, ya en la tercera estación de postas. Mi sirviente, que entonces viajaba conmigo, murió durante la campaña, de manera que ahora no tengo ni la esperanza siquiera de encontrar a la mujer a la que gasté una broma tan cruel y que ahora tan cruelmente se ha vengado de mí. —¡Dios mío, Dios mío! —dijo María Gavrílovna agarrándole la mano—. ¡De modo que era usted! ¿Y no me reconoce? Burmín palideció... y se arrojó a sus pies... Traducción de Ricardo San Vicente

© 1993 Editorial Planeta S.A. F I N

Dunia4

¿Quién de nosotros no ha maldecido a los jefes de posta, quién no los ha cubierto de insultos? ¿Quién puede decir que, en un arranque de cólera, no les ha pedido nunca el libro fatal para inscribir en él su queja contra las vejaciones, la zafiedad y el desorden, queja que nunca se atenderá? ¿Quién no les considera engendros humanos, mezcla de verdugos y salteadores de camino? Seamos, no obstante, ecuánimes, procuremos colocarnos en su lugar y quizá entonces opinemos de modo más indulgente. ¿Qué es un jefe de posta? Un verdadero mártir de la clase decimocuarta y última de la administración pública, a quien su título no le sirve más que para ponerle a salvo de los golpes, aunque no en todas las ocasiones (apelo a la conciencia de los que me están leyendo). ¿Cuál es el cargo de ese dictador, como le llamaba burlonamente el príncipe Viázenski? ¿No es una auténtica galera? Para el jefe de posta no existe el descanso, ni de noche ni de día. De todo el mal humor acumulado durante el insoportable viaje, el viajero se desahoga con el jefe de posta. El tiempo es malo, el camino infernal, el cochero tozudo, los caballos apenas si se arrastran: el único responsable es el jefe de posta. En cuanto pisa su pobre morada, el viajero le mira como a un enemigo; menos mal si puede librarse en seguida del molesto huésped; pero ¿y si no dispone de caballos?... ¡Dios mío, cuántas injurias, cuántas amenazas caen sobre su cabeza! Con lluvia y entre barro, se ve obligado a correr por las cuadras; durante las tempestades de nieve, en plenas nevadas de Reyes, se retira al zaguán para librarse por unos instantes de los gritos y empujones del furioso viajero. Aparece un general; el jefe de posta le entrega temblando los dos últimos tiros de caballos, uno de ellos el del correo. El general marcha sin siquiera darle las gracias. Cinco minutos después... ¡La campanilla!... y un correo con despachos oficiales le presenta con apremio su hoja de ruta... Pongámonos en su lugar y un sentimiento de sincera simpatía sustituirá a la cólera en nuestro corazón.4 Otra versión se encuentra en Los relatos de Belkin con el nombre “El jefe de posta”

Unas palabras más: a lo largo de veinte años he recorrido Rusia de punta a punta; me sé de memoria casi todos los caminos reales; me han servido varias generaciones de cocheros, pocos son los jefes de posta que no conozca de vista, raro aquel con quien no he tenido tratos; confío en publicar en un futuro próximo el interesante resumen de mis notas de viajes; pero, de momento, me limitaré a decir que, por lo general, se sustentan ideas muy falsas acerca del gremio de los jefes de posta. Estos hombres tan calumniados son gente pacífica, de instinto servicial, sociable, modesta en sus aspiraciones y no demasiado codiciosa. Su conversación, que en vano desdeñan los viajeros, encierra mucho de ameno e instructivo. Por mi parte reconozco que prefieren charla sencilla a la engolada de cualquier funcionario de sexta clase en comisión de servicio. No será difícil adivinar que tengo buenos amigos en el honorable gremio de los jefes de posta. Hay uno en especial cuyo recuerdo estimo en mucho. Las circunstancias, en otro tiempo, nos llevaron a intimar y es de él de quien ahora tengo el propósito de hablarles a mis amables lectores. En mayo de 1816 recorrí un camino real que ya ha desaparecido, de la provincia de X. No era entonces más que un funcionario de poca categoría, viajaba en caballos de posta y sólo llevaba un tronco. De ahí que los jefes de posta me tratasen con poco respeto y con frecuencia tenía que lograr en combate lo que, a mi juicio, me correspondía por derecho. Yo era joven e irascible y me indignaba la bajeza y la debilidad de los jefes de posta, que a veces cedían para el coche de algún alto dignatario los últimos caballos que me habían reservado. Asimismo tardé mucho en acostumbrarme a que los siervos, prácticos en cuestiones de jerarquía, dejaran de servirme algún plato en los banquetes del gobernador. Actualmente, una y otra cosa me parecen normales. En efecto, ¿qué iba a ser de nosotros si en vez de la norma, cómoda por su rutina, de respetar las jerarquías, se implantara otra, por ejemplo, la de respetar la inteligencia? ¡Qué disputas estallarían en tal caso! Y los criados, ¿a quién iban a servir primero? Pero volvamos a nuestro relato. Hacía mucho calor. A unas tres verstas de la posta de X comenzó a llover y, un minuto más tarde, un diluvio me había calado hasta

los huesos. Al llegar a la posta, lo primero que hice fue cambiarme de ropa; lo segundo, pedir té. —¡Eh, Dunia! —gritó el jefe de la posta—. Pon a calentar el samovar y ve a buscar leche. A estas palabras, salió de la pieza contigua una muchacha de unos catorce años, y se fue al zaguán. Su belleza me dejó atónito. —¿Es tu hija? —pregunté interesado al jefe de posta. —Sí —me respondió satisfecho—. ¡Y tan juiciosa y tan lista! Es el vivo retrato de su madre que en gloria esté. Mientras registraba mi hoja de ruta, me entretuve contemplando los cuadros que adornaban su casa humilde, pero limpia. Representaban la historia del hijo pródigo: en el primero de ellos, un anciano de aire respetable, ataviado con gorro y bata, despedía a un inquieto joven, que recogía su bendición y una bolsa de dinero. En otro, con vivos colores, se nos mostraba la depravada conducta del joven: le veíamos sentado ante una mesa en compañía de falsos amigos y de impúdicas mujeres. Luego, el joven, ya arruinado, cubierto de harapos y con un sombrero de tres picos, apacentaba cerdos, cuya comida compartía; su rostro expresaba arrepentimiento y dolor. El último cuadro era la vuelta al hogar paterno; el buen viejo, con el mismo gorro y la misma bata, salía a su encuentro; el hijo pródigo caía de rodillas; en segundo plano veíamos al cocinero sacrificando un cebado ternerillo, mientras el primogénito indagaba la causa de tanto júbilo. Al pie de cada cuadro figuraban unos versos alemanes correspondientes al tema. Todo esto me ha quedado grabado en la memoria, lo mismo que las macetas de balsamina y la cama, de cortinas chillonas, y todo cuanto en aquel momento me rodeaba. Veo, como si lo tuviera ante mí, al propio dueño de la casa, cincuentón y animoso, con su levita verde, adornada por tres medallas pendientes de unas descoloridas cintas. No había acabado yo de pagar a mi viejo cochero, cuando regresaba ya Dunia con el samovar. La pequeña coqueta se dio cuenta en seguida de la impresión que me había causado y clavó en el suelo sus grandes ojos azules. Empezamos a hablar. Dunia respondía a mis preguntas con desenvoltura propia de una muchacha experimentada. Invité al jefe de posta a un vaso de ponche, invité a Dunia a una taza de té y los tres seguimos

charlando con tanta cordialidad como si tuviéramos una amistad antigua. Los caballos estaban enganchados desde hacía un buen rato, pero yo no tenía el menor deseo de separarme del jefe de posta ni de Dunia. Al fin me despedí; el padre me deseó un buen viaje y la muchacha me acompañó hasta el vehículo. En el zaguán me detuve y pedí permiso para besarla. Ella accedió... Muchos besos puedo contar desde entonces, pero ninguno dejó en mi corazón una impresión tan duradera y agradable. Transcurrieron unos pocos años y tuve que recorrer aquel mismo camino real y pasar por los mismos lugares. Me acordé de la hija del jefe de posta y me alegró pensar que la vería de nuevo. Pero me dije que probablemente habrían reemplazado al viejo y que Dunia, sin duda, estaría casada. También se me ocurrió la posibilidad de que el padre o la hija podían haber muerto, por lo que no llegué a la posta de X con muy buenos ánimos. Los caballos se detuvieron frente al edificio. Entré en la casa y reconocí en seguida los cuadros que representaban la parábola del hijo pródigo; la mesa y la cama seguían en el mismo sitio, pero en las ventanas ya no había flores y todo ofrecía un aire de suciedad y de abandono. El jefe de la posta dormitaba embutido en su pelliza; despertado por mi llegada, se puso en pie... Era el mismo Sansón Virin, pero ¡cómo había cambiado! Mientras se disponía a inscribir en el registro mi hoja de ruta, examiné su cabeza blanqueada por las canas, las hondas arrugas de su rostro sin afeitar desde hacía días y su encorvada espalda, sin dar crédito a lo que veía: ¿cómo en tres o cuatro años un hombre podía convertirse en un vejestorio? —¿No te acuerdas de mí? —le pregunté—. Somos viejos conocidos. —Es posible —me respondió con aire torvo—. El camino es largo y son muchos los pasajeros que se han detenido en mi casa. —Y tu hija, ¿cómo se encuentra? El viejo frunció las cejas. —Sólo Dios lo sabe —contestó secamente. —Debe haberse casado, ¿no? El viejo simuló no haberme oído y siguió leyendo, a media voz, mi hoja de ruta. Yo decidí no hacer más preguntas y pedí que me

calentara un poco de té. La curiosidad, sin embargo, me hacía confiar en que el ponche desatara la lengua de mi viejo conocido. No me equivocaba: el jefe de la posta aceptó gustoso el vaso que tuve a bien ofrecerle. Me di cuenta de que el ron disipaba en parte su pesar. Al segundo vaso se volvió más locuaz; me recordó o aparentó reconocerme y, poco después, él mismo me refirió una emocionante historia que durante mucho tiempo llegó a obsesionarme. —Así pues, conocía a mi hija —comenzó a decir—. ¿Quién no la conocía? ¡Ay, Dunia, Dunia! ¡Qué muchacha era! Nadie se iba de aquí sin dedicarle algún cumplido; a todos les agradaba. Las señoras la colmaban de regalos, ésta le daba un pañuelo, aquélla unos pendientes. Los caballeros paraban en mi casa con la excusa de comer o de cenar, nada más para mirarla a su gusto. Y hasta a los más furiosos se les pasaba el enfado cuando la miraban y me trataban a mí con toda amabilidad. Créame, señor, los correos se entretenían siempre un buen rato para poder charlar con Dunia. Ella sola sostenía la casa; para hacer la limpieza, para cocinar, para todo tenía tiempo. Y yo, viejo estúpido, no me cansaba de contemplarla más que satisfecho. ¿Es que acaso no la quería, es que no llenaba de mimos a mi hijita? ¿Acaso la maltrataba? Pero lo que ha de ocurrir, ocurre siempre; no hay modo de evitar la desgracia. Y, a continuación, el anciano me fue contando la historia con todo detalle. Tres años atrás, en una tarde invernal, cuando el jefe de posta preparaba un nuevo libro de registro y la muchacha cosía en su dormitorio, se detuvo una troika. El viajero, que lucía gorro circasiano, capote militar y una bufanda al cuello, entró en la estancia exigiendo caballos. No quedaba uno solo; todos estaban de viaje. Al saberlo, el militar levantó la voz y la fusta, pero Dunia, acostumbrada a escenas parecidas, salió presurosa para preguntarle afablemente si quería comer algo. La aparición de Dunia tuvo el efecto de costumbre. La cólera del viajero desapareció por ensalmo, se avino a esperar caballos y pidió que le sirvieran la cena. Al despojarse del húmedo gorro, del capote y de la bufanda, Dunia y su padre pudieron ver que se trataba de un joven húsar muy apuesto, de negro bigote. Se acomodó en la sala y estuvo hablando amigablemente con el padre y la hija. Al

fin, le sirvieron la cena. Mientras, habían llegado los caballos y el jefe de la posta decidió que al instante, sin darles siquiera un pienso, los engancharan al trineo del oficial; pero, al irle a avisar, encontró al joven tendido en un banco, casi desvanecido: se había sentido mal súbitamente y le dolía la cabeza. Imposible viajar en esas condiciones. El jefe de la posta le cedió su cama y decidió que, si al día siguiente no se aliviaba, enviaría a S, a buscar al médico. Al otro día, el húsar parecía haberse agravado. Su sirviente fue a caballo a la ciudad en busca del médico. Dunia aplicó a la cabeza del enfermo una compresa de vinagre y se sentó, con su labor, junto a la cama. Cuando el jefe de posta entraba a verle, el enfermo no cesaba de lamentarse y casi no tenía fuerzas para hablar: sin embargo, bebió dos tazas de té y entre débiles suspiros encargó el almuerzo. Dunia no se apartaba de su lado. A cada momento el oficial pedía de beber, y la muchacha le ofrecía una jarra de limonada que había preparado ella misma. El enfermo se limitaba a humedecerse los labios y, cada vez, al devolver la jarra, apretaba con su débil mano, en señal de gratitud, la de la muchacha. A la hora de comer, apareció el médico. Tomó el pulso al enfermo, habló con él en alemán y declaró en ruso que lo único que necesitaba era descanso y que al cabo de un par de días se encontraría nuevamente en condiciones de seguir el viaje. El oficial le pagó veinticinco rublos por la visita y le invitó a compartir el almuerzo. El médico accedió; los dos comieron con buen apetito, se bebieron una botella de vino y se despidieron como excelentes amigos. Pasó otro día y el húsar se recuperó por completo. Se mostraba muy contento, bromeaba sin cesar, tanto con Dunia como con su padre, silbaba, saludaba a los viajeros, inscribía sus hojas de ruta en el libro de registro y se le hizo tan simpático al ingenuo de Sansón Virin que a éste le dolió cuando, a la mañana del tercer día, debió despedirse del amable oficial. Era domingo y Dunia se disponía a ir a misa. El trineo esperaba ya al húsar. Este se despidió del jefe de la posta, recompensándole generosamente por sus cuidados, y también de Dunia, brindándose a llevarla hasta la iglesia, situada en las afueras de la aldea. La muchacha estaba indecisa. ..

—¿Qué temes? —le dijo su padre—. Su Señoría no es un lobo y no te va a comer; da un paseo hasta la iglesia. Dunia se sentó en el trineo, junto al húsar; el criado se acomodó en el pescante, el cochero lanzó un silbido y los caballos partieron al galope. El pobre jefe de posta no podía comprender por qué había permitido a su hija irse con el oficial, cómo había sido tan ciego, ni el motivo de que se le nublara la razón. Al cabo de media hora, le dominó tal angustia y desazón, que, incapaz de aguardar en casa, se encaminó a la iglesia. Al aproximarse vio que la gente se marchaba ya, pero no encontró a Dunia ni en el atrio ni en la puerta. Entró en la iglesia; el sacerdote se retiraba ya, el sacristán apagaba las velas y dos viejas rezaban en un rincón, pero no vio a Dunia por ninguna parte. El infortunado padre casi no se atrevía a preguntarle al sacristán si su hija había asistido a misa. Cuando lo hizo, éste le respondió negativamente. El anciano volvió a la posta más muerto que vivo. Se aferraba aún a una esperanza: quizá Dunia, con la despreocupación propia de sus pocos años, hubiese decido seguir hasta la posta siguiente, donde vivía su madrina. Cada vez más alterado, el buen hombre estuvo esperando el regreso del trineo en que había dejado marchar a su hija. El cochero tardaba en regresar; cuando al fin se presentó, ya anochecido, venía solo y borracho con una noticia terrible: —Dunia ha continuado viaje desde la otra posta, con el húsar. El viejo fue incapaz de resistir la desgracia y cayó desvanecido sobre el mismo lecho que un día antes ocupara el joven seductor. Ahora, al repasar mentalmente las circunstancias del suceso, comprendía que la enfermedad del oficial había sido fingida. De súbito le acometió una violenta fiebre y no hubo más remedio que trasladarle, mientras otro ocupaba interinamente su puesto. Le asistió el mismo médico que visitara al húsar, quien le confirmó que el joven estaba completamente sano y que ya entonces había sospechado cuáles eran sus propósitos, aunque calló por miedo a represalias. No sabemos si el alemán decía la verdad o si pretendía hacer gala de suspicacia, pero lo cierto es que no dio el menor consuelo al pobre enfermo. Apenas se hubo repuesto de la enfermedad, el jefe de la posta solicitó dos meses de permiso a sus superiores y, sin comunicarle a nadie sus intenciones, se fue a pie en busca de su hija. Por el registro de viajeros, sabía que el

capitán Minski se dirigía a Petersburgo desde Smolensko. El cochero que le llevara decía que Dunia estuvo llorando todo el viaje, aunque parecía ir de buen grado. «Quizá pueda traerme a casa la oveja descarriada», pensaba el jefe de la posta. Con esta esperanza llegó a Petersburgo, se instaló en los cuarteles del regimiento Ismailov con un suboficial retirado, viejo compañero de servicio, y comenzó sus pesquisas. Pronto se enteró de que el capitán Minski se encontraba también allí y de que se alojaba en la hostería Demutov. El jefe de la posta decidió ir a verle. Una mañana temprano se presentó en la hostería y rogó que anunciaran a Su Señoría que un viejo soldado deseaba hablarle. Un asistente, que limpiaba unas botas con las hormas puestas, le explicó que el señor dormía y que antes de las once no tenía costumbre de ver a nadie. El jefe de la posta se fue y se presentó de nuevo a la hora indicada. El propio Minski salió a recibirle, con batín y bonete rojo. —¿Qué deseas, buen hombre? —indagó. El dolor atenazaba el corazón del viejo, las lágrimas le nublaban los ojos y apenas pudo balbucir con voz temblorosa: —¡Señoría!... sírvase usted hacerme la merced... Minski le dirigió una breve mirada y enrojeció. Luego le tomó del brazo para arrastrarle a su despacho y cerró la puerta. —Señoría —continuó el viejo—, lo pasado, pasado está. Devuélvame por lo menos a mi pobre hija. Usted habrá satisfecho ya su capricho, no deje que vaya por peor camino. —Lo hecho no puede volverse atrás —respondió el oficial, sumamente turbado—. Confieso mi culpa y te ruego que me perdones. Pero no pienses que puedo separarme de Dunia: será feliz, te lo prometo. ¿Para qué quieres llevártela? Me ama y no se acomodaría a la vida de antes. Ni tú ni ella ibais a olvidar lo ocurrido. Después, mientras le metía algo en el bolsillo, abrió la puerta y el jefe de la posta, casi sin darse cuenta, se encontró en la calle. Quedó inmóvil durante un buen rato, hasta que, al fin, se dio cuenta de que llevaba un rollo de papeles en el bolsillo, lo sacó y comprobó que se trataba de varios billetes de cinco y diez rublos. Las lágrimas, esta vez de coraje, le nublaron nuevamente la vista.

Estrujó los billetes, los arrojó al suelo, pisoteándolos después, y se fue... Al poco rato se detuvo pensativo y volvió sobre sus pasos. Pero los billetes ya no estaban. Un joven, elegantemente vestido, al verle, echó a correr hacia un coche de punto, saltó al interior y gritó: —¡Vámonos! El anciano no le siguió. Estaba decidido a volver a su hogar, a su posta, pero antes quería ver, aunque fuera una sola vez, a su pobre Dunia. Para conseguirlo, volvió a la hostería del húsar un par de días después. Sin embargo, el asistente le dijo de malos modos que Su Señoría no recibía a nadie y, a empujones, le sacó a la escalera, cerrándole luego la puerta en las mismas narices. El viejo permaneció indeciso cierto tiempo y acabó por marcharse. Algo más tarde, cuando el jefe de la posta se dirigía a su alojamiento por la avenida Litéinaia, tras haber rezado en la iglesia de Todos los Afligidos, vio pasar un elegante coche en el que reconoció a Minski. El coche se detuvo ante un edificio de tres plantas y el húsar subió a toda prisa los peldaños del portal. Una idea feliz cruzó por la mente del jefe de la posta. Volvió atrás y, al llegar junto al cochero, le preguntó: —Dime, compañero, ¿de quién es este caballo? ¿No es del capitán Minski? —Efectivamente —respondió—. ¿Por qué lo preguntas? —Verás, tu dueño me encargó que le llevara una carta a su Dunia, pero se me ha olvidado la dirección. —Vive aquí, en el segundo piso. Has llegado tarde con tu carta, compadre. Minski ya está con su Dunia. —Es igual —respondió el jefe de postas, cuyo corazón estaba dominado por una emoción indescriptible—. Gracias por la advertencia, pero, como sea, quiero cumplir con el encargo. Y tras estas palabras, se encaminó a la escalera. La puerta estaba cerrada; llamó y esperó unos segundos con verdadera angustia. Una llave rechinó en la cerradura y le abrieron. —¿Está Avdotia Sansónovna? —indagó. —Sí —respondió la sirvienta—. ¿Qué desea? Él entró en el recibimiento sin más preámbulos. —¿Qué se propone? —le gritó la sirvienta—. Avdotia Sansónovna tiene invitados.

Pero el jefe de la posta continuó sin hacerle caso. Las dos primeras habitaciones estaban oscuras. Sólo en la tercera había luz. El viejo se acercó a la puerta y se detuvo, para mirar. En la pieza, bellamente amueblada, vio a Minski en un sillón, en actitud reflexiva. Dunia, ataviada a la última moda, estaba sentada en uno de los brazos del mueble, como una amazona en su silla inglesa, y contemplaba tiernamente al oficial, cuyos negros rizos iba enrollando en sus enjoyados dedos. ¡Pobre jefe de posta! ¡Jamás le había parecido tan hermosa su hija! Quedó como embobado mirándola. —¿Quién anda ahí? —preguntó Dunia, sin moverse. Como el viejo callaba, Dunia alzó la vista y con un grito se desmayó en la alfombra. Minski, asustado, acudió a levantarla, pero al ver en la puerta al viejo jefe de posta, dejó a la muchacha y fue a su encuentro temblando de cólera. —¿Para qué has venido? —exclamó con los dientes apretados—. ¿Por qué me sigues a todas partes, igual que un bandido? ¿Es que vas a degollarme? ¡Fuera de aquí! —Y, agarrando al viejo por el cuello, le sacó a empellones a la escalera. El viejo regresó a su alojamiento. Su amigo le aconsejó que denunciara al oficial a sus superiores, pero él, después de reflexionarlo, decidió confiar en la suerte. Dos días después volvía de Petersburgo a su posta, donde continuó sus funciones. —Y ya va para tres años —concluyó— que estoy sin Dunia y sin noticias suyas. ¿Vive? ¿Ha muerto? Sólo Dios lo sabe. Todo es posible. No será la primera ni tampoco la última que se deja seducir por un galán de paso, que hoy la hace su amante para abandonarla luego. En Petersburgo hay infinidad de esas jovencitas casquivanas que hoy se visten de raso y de terciopelo, y mañana, cuando ya no haya remedio, irán del brazo de un descamisado de taberna. Cada vez que pienso en que mi Dunia puede acabar igual, involuntariamente deseo verla muerta... Tal fue el relato de mi viejo amigo, el jefe de posta, relato que debió interrumpir más de una vez a causa de las lágrimas, que se secaba pintorescamente con el faldón del capote, igual que el solícito Teréntich en la balada de Dmitriev. Estas lágrimas se debían en parte al ponche, del que se bebió lo menos cinco vasos a lo largo de la narración. Sin embargo, me conmovieron profundamente. Después de esta conversación,

estuve mucho tiempo sin poder olvidar al viejo jefe de posta ni a la pobre Dunia... Hace poco, al pasar por la aldea de X, me acordé de mi amigo; me enteré de que habían suprimido la posta que él dirigía. A mi pregunta de si vivía aún el viejo nadie supo darme respuesta concreta. Decidí, pues, visitar aquellos parajes, alquilé unos caballos y me dirigí al villorrio de N. Era otoño. Unas nubes grisáceas cubrían el cielo; el viento frío soplaba con fuerza, arrancando hojas amarillentas y encarnadas de los árboles que bordeaban el camino. Llegué a la aldea cuando el sol se ponía y me detuve frente a la antigua posta. En el zaguán, donde un día me besara la pobre Dunia, me salió al encuentra una mujer metida en carnes, que me explicó que mi viejo amigo había muerto un año antes; la casa la ocupaba entonces un fabricante de cerveza, con el que estaba casada. Lamenté mi inútil viaje y los siete rublos que había gastado en vano. —¿Y de qué murió el viejo? —indagué de la mujer del cervecero. —De tanto beber, padrecito —explicó ella. —¿Dónde le han enterrado? —En las afueras del pueblo, junto a su mujer. —¿No podría alguien acompañarme a ver su tumba? —Naturalmente. ¡En, Vanka! Deja en paz al gato y acompaña al señor al cementerio. —¿Tú le conocías? —pregunté por el camino. —¿Cómo no iba a conocerle? Él me enseñó a hacer flautas de caña. Muchas veces, Dios le tenga en su gloria, le seguíamos al salir de la taberna, gritándole: «¡Abuelo, abuelo, danos nueces!». Y siempre nos las daba. Se pasaba el día con nosotros. —¿Le recuerdan los viajeros? —Ahora hay pocos viajeros; a veces suele pasar algún juez, pero éstos se preocupan poco de los muertos. Este verano vino una señora que preguntó por el viejo jefe de la posta y visitó su tumba. —¿Qué señora? —indagué curioso. —Una señora muy guapa —me explicó el mozuelo—. Vino en un coche de seis caballos, con tres niños, una ama de cría y un perro negro. Cuando le dijeron que el viejo jefe de posta había muerto, rompió a llorar y les advirtió a los niños: «Estaos quietecitos

mientras yo voy al cementerio». Yo me ofrecí a acompañarla, pero ella me contestó: «Ya sé el camino». Y me dio cinco kopeks de plata. ¡Era muy bondadosa! Llegamos al cementerio, un páramo, sin tapia alguna, sembrado de cruces de madera, en el que no había ni un solo árbol. En mi vida había visto un lugar más triste. —Aquí está enterrado el viejo jefe de la posta —me dijo el muchacho, saltando por encima de un montón de tierra adornado tan sólo por una cruz negra con un Cristo de cobre. —¿Y la señora vino aquí? —indagué. —Sí —me contestó Vanka—. Yo la miraba desde lejos. Se echó al suelo y estuvo tendida mucho rato. Luego volvió a la aldea, llamó al pope, le dio dinero y se marchó, y a mí me dio cinco kopeks de plata. ¡Una señora muy simpática! También yo le di al muchacho cinco kopeks de plata y ya no lamenté el viaje ni los siete rublos que me había costado.

LA HIDALGA CAMPESINA5

I

La finca de Iván Petrovitch Berestow estaba situada en una de las provincias más recónditas de Rusia. Berestow, que había servido durante su juventud en la Guardia Imperial, pidió el retiro a principios del año 1797, marchó al pueblo de su propiedad y no volvió a salir de él. Su mujer, que pertenecía a una familia pobre, murió de resultas de un parto hallándose él ausente, pero los cuidados de que había menester su hacienda le consolaron pronto de tan dolorosa pérdida, y después de haber construido una casa conforme a un plan ideado por él, puso en sus tierras una fábrica de paños; acrecentó sus ingresos y dio en creerse el hombre de más capacidad de la comarca, en lo que no le llevaban la contraria sus vecinos, puesto que venían a menudo a pasar temporadas en su finca, con sus familias y sus perros. Usaba los días de trabajo un chaquetón de pana, y los de fiesta, una levita de paño, del que se hacía en su fábrica; él mismo llevaba las cuentas, y su única lectura era la Gaceta del Senado. En general, le querían, aun teniéndole por orgulloso, y sólo un vecino, Gregorio Ivanovitch Muronsky, estaba en pugna con él. Este individuo era el prototipo del señor ruso. Después de dilapidar en Moscú la mayor parte de su fortuna, y de enviudar casi al mismo tiempo, se recluyó al último pueblo que le quedaba, y siguió malgastando el dinero, aunque de distinta manera. El que tenía lo empleó en hacer un jardín a la inglesa; en vestir a sus lacayos con trajes de jokeys, en dar a sus hijas una institutriz británica y en labrar sus tierras según el método inglés; pero ha dicho muy bien un poeta que el trigo ruso no crece a la extranjera, y esto lo demostró el hecho de que, aun disminuyendo los gastos considerablemente, los ingresos de Gregorio Ivanovitch no aumentaron y hasta se vio en la necesidad de contraer deudas. A pesar de todo, se creía listo, por haber sido el primer propietario de la provincia que colocó su finca en consejo de tutela, 5 Otra versión de “La señorita campesina” de Los relatos de Belkin

operación que en aquel tiempo se estimaba hábil y atrevida. De cuantos lo censuraban, el que lo hacía con más severidad era Berestow. El odio a las innovaciones era el rasgo principal del carácter de este último, y así, no podía hablar con calma de la anglofilia de su vecino, hallando a cada paso ocasión de criticarle. Cuando enseñaba su finca a los visitantes decía siempre con astuta sonrisa, contestando a los elogios que trituraban a su buena administración: —Sí, señor, en mi casa no sucede lo que en la de mi vecino Gregorio Ivanovitch. ¿A qué viene eso de arruinarse a la inglesa? ¿No vale, acaso, mucho más tener el estómago lleno a la rusa? Estas bromas y otras parecidas llegaban a oídos de Gregorio Ivanovitch aumentadas y corregidas, gracias a la diligencia de los vecinos, y daban lugar a que el anglófilo se desatase en críticas tan atrevidas como las de un periodista y a que se enfureciese y calificase de oso y de paleto a su rival. Tales eran las relaciones existentes entre ambos propietarios cuando llegó el hijo de Berestow, que había terminado sus estudios en la Universidad y hubiera ingresado en el Ejército, a no ser por la oposición de su padre. El joven no gustaba en modo alguno de las carreras civiles, y como ni el hijo cedió ni se ablandó el padre, se quedó el primero en el pueblo, viviendo a lo señor y no desperdiciando ocasión alguna de divertirse. Alejo, que así se llamaba el hijo de Berestow, era lo que se llama un buen mozo. ¡Lástima que el uniforme militar no ciñese su robusto cuerpo, y que su padre quisiera destinarlo a pasar su juventud encorvado sobre los papeles de una Cancillería! Al verlo galopar delante de todos, sin reparar en los baches del camino, los vecinos que iban de caza con él aseguraban que jamás llegaría a ser jefe de Negociado. Las muchachas lo miraban, a veces más de lo conveniente; pero, como Alejo no les hacía caso, suponían todas, a juzgar por su indiferencia, que era víctima de alguna pasión misteriosa y contrariada. Una carta cuyo sobre estaba escrito por él confirmó esta suposición. El sobre decía: «A Aculina Petrowna Kurotchkinaya, en Moscú, frente al Monasterio de San Alejo, en casa del calderero Sawelief.» Aquellos de mis lectores que no hayan vivido nunca en un pueblo no tienen idea de lo encantadoras que son las señoritas que en

ellos viven. Educadas al aire libre, a la sombra de los manzanos de sus jardines, no tienen más concepto del mundo y de la vida que el adquirido en los libros. La soledad, la ausencia de cumplidos y la lectura, desarrollan en ellas, en edad temprana, sentimientos y pasiones desconocidos de las hastiadas hermosuras de la ciudad. Para las señoritas campesinas el tañido de las campanas es casi una aventura: una excursión a la ciudad más próxima forma época en su vida y la llegada de un huésped da lugar a recuerdos inolvidables y a veces eternos. Ríase el que guste de sus rarezas, que también las tienen; pero las bromas de un observador superficial no serán nunca eficaces para destruir lo que constituye lo esencial en las personas, y muy especialmente lo que constituye la individualidad, sin la cual, como dice Jean Paul no puede haber grandeza en el hombre. En las grandes poblaciones, las jóvenes quizás reciben mejor educación; pero los hábitos de sociedad igualan los caracteres de tal suerte, que las almas resultan idénticas, y tan uniformes como los tocados. Y esto lo decimos sin ánimo de ofender a nadie. Por esta razón, fácil es comprender el efecto que produciría el hijo de Berestow en las señoritas de la localidad. Era el primero que se ofrecía a sus ojos haciendo alarde de melancolías y de desilusiones; era el primero que les hablaba de felicidades perdidas para siempre y de una juventud agostada en su flor... Es más, llevaba un anillo negro con una calavera. Todo esto era tan nuevo en aquella provincia que las señoritas se volvieron locas por él. La que más pensaba en Alejo era la hija del anglófilo, Lisa o Betsi, como solía llamarla Gregorio Ivanovitch. Los padres no se visitaban; ella no había visto aún el objeto de sus cavilaciones; pero las amigas no hacían más que hablar de él. Lisa tenía diecisiete años, era morena, de ojos negros y extremadamente simpática. Como hija única estaba muy mimada; de suerte que su descaro y sus diabluras encantaban a su padre y desesperaban a su institutriz, miss Jackson, solterona de cuarenta abriles, muy pedante, que se pintaba el rostro, se teñía las cejas, leía dos veces al año la historia de Pamela y se moría de aburrimiento en aquel país de bárbaros, como ella decía. La doncella de Lisa se llamaba Nastia, y aunque tenía más años que su señorita era tan loca como ella. Lisa la quería mucho, le

contaba todos sus secretos y le comunicaba sus diabluras: hasta el punto de que Nastia era en la aldea de Prilutschin un personaje mucho más importante que la actriz favorita del público en la Comedia Francesa. Cierto día le dijo Nastia a su señorita, a tiempo que la ayudaba a vestirse: —Permítame usted que vaya hoy a hacer una visita. —Permitido. ¿Adonde vas? —A Tugiloff, a casa de Berestow; la mujer del cocinero está de días y ayer nos convidó a comer. —¡Muy bien! —exclamó Lisa—. Los señores están peleados y los criados se convidan. —Y nosotros ¿qué tenemos que ver con los señores? —replicó Nastia—. Además, yo le pertenezco a usted y no a su papá. Me parece que todavía no se ha peleado usted con el hijo de Berestow. Si a los viejos les agrada estar de malas, por mí que lo estén. —Haz todo lo posible por ver a Alejo Berestow, Nastia —dijo Lisa—. Así podrás decirme luego que tal es y si es cierto lo que cuentan. Nastia prometió hacerlo, y su señorita esperó su regreso con extremada impaciencia. Nastia volvió cuando ya era de noche. —Sabrá usted, Lisabert Gregoriewna —dijo al entrar en el cuarto—, que he visto al joven Berestow; y que le he mirado muy despacio, porque todo el día hemos estado juntos. —¿Cómo? A ver, cuéntame; pero cuéntame las cosas por su orden. —Pues verá usted: fuimos allá Anisia Yegorowna, Nenila, Dunka... —¡Lo sé, lo sé! y después ¿qué?... —Permítame usted que cuente las cosas como fueron. Pues bien, llegamos a la hora del almuerzo. La habitación rebosaba gente. Estaban allí los hortelanos, los jardineros, la mandadera con sus hijas, el... —Bueno, ¿y Berestow? —A eso voy. Nos sentamos a la mesa: la mandadera en el sitio de preferencia, después yo...; las hijas de la mandadera se pusieron furiosas, pero yo me río de ellas y de otras.... —¡Ay, Nastia, qué pesada te pones con tus eternas simplezas! —¡Y usted qué impaciente es!

—Pues bien, estuvimos en la mesa así como tres horas. ¡Y qué comida! Empanadas de todas clases... Después nos levantamos y fuimos al jardín a jugar a la gallina ciega. Allí fue también el señorito... —Bueno, ¿y qué?... ¿Es tan guapo como dicen? —¡Guapísimo! Un real mozo. Robusto, alto, coloradote... —¿De veras? ¡Y yo que creía que era pálido! ¿Y qué te pareció? ¿Estaba triste, pensativo...? —¡Jesús! ¡Qué idea! En mi vida he visto muchacho más chistoso. Estuvo jugando con nosotras a la gallinita ciega... —¿Con vosotras? ¡No es posible! —Y tan posible. Y no fue eso lo único que sucedió, sino que a la que cogía le daba un beso. —¡Mientes, Nastia! —No miento, señorita; si hubiese usted visto lo que tuve que forcejear para que me soltase... Todo el día lo pasó con nosotras. —No es posible... Si dicen que está enamorado y que no mira a nadie. —Lo que es a mí, bien me miró, y a Tania, la hija del mandadero, y a Pascha, la hija del hortelano. La verdad es que no molestó a nadie. —¡Parece mentira! ¿Y qué dicen de él en la casa? —Dicen que es muy bueno y muy alegre. Lo malo es que le gusta demasiado correr detrás de las muchachas; pero a mi modo de ver esto no es ningún defecto y se le pasará con el tiempo... —¡De qué buena gana le vería! —exclamó Lisa suspirando. —Pues de usted depende. Tugiloff no está lejos; total, son tres verstas, sale usted a pie o a caballo, como si fuese de paseo, y de seguro se lo encontrará usted en el camino. Todas las mañanas temprano se va de caza con la escopeta al hombro. —No, eso no está bien. Puede figurarse que voy a buscarle. Lo malo es que como nuestros padres están enfadados, me quedaré sin conocerle. Nastia, ¿sabes una cosa? ¡Me disfrazaré de campesina! —¡Magnífica idea! Se pone usted una blusa de tela burda, una falda colorada y se va usted a Tugiloff. Le aseguro que no por eso dejará Berestow de mirarla. —Además, sé imitar muy bien el habla de los campesinos. ¡Ay! Nastia! ¡Qué idea más soberbia!

II

Lisa se acostó aquella noche con el firme propósito de llevar a cabo su plan, costase lo que costase. Al día siguiente, comenzó a prepararlo todo. Mandó que le comprasen una falda de paño burdo, un pañuelo de seda y con auxilio de Nastia se hizo un traje de campesina, obligando a todas las criadas a que trabajasen sin levantar cabeza. Al anochecer estaba todo listo. Lisa se probó el traje delante del espejo, se persuadió de que nunca había estado más guapa y ensayó el papel que teñía que representar, haciendo reverencias al estilo paleto, moviendo la cabeza como ciertas figuras de porcelana, hablando a lo patán, ocultando el rostro con la manga al reírse y mereciendo, en una palabra, la plena y entera aprobación de Nastia. Sólo una cosa la preocupó; ensayó ir descalza por el patio, pero la hierba enrojeció sus delicados pies y no pudo soportar los pinchazos de los guijarros. Nastia la sacó nuevamente de aquel atolladero. Le tomó medida del pie y se fue a escape al campo encargando a un pastor que le hiciese un par de zuecos. Al otro día, cuando los rayos del sol no habían disipado aún las tinieblas de la noche ya estaba despierta Lisa. Todos dormían en la casa. Nastia esperó en la puerta a que pasase el pastor. Sonó el cuerno y, los aldeanos comenzaron a desfilar ante la casa señorial. El pastor entregó a Nastia un par de diminutos zuecos, y recibió en recompensa medio rublo. Lisa se vistió sin hacer ruido, dio a Nastia instrucciones referentes a miss Jackson, salió por la puerta falsa y después de cruzar el huerto, se halló en pleno campo. Los primeros arreboles del amanecer iluminaban el Oriente y un grupo de doradas nubes parecía esperar la llegada del sol como los cortesanos la del monarca; la claridad y la pureza del cielo, la frescura del ambiente, el perfume de las flores, la suave caricia del viento y el gorjeo de los pájaros, hicieron que el corazón de Lisa rebosase juvenil alborozo. Temiendo encontrarse con algún conocido, no andaba sino que volaba y sólo al acercarse al bosquecillo que servía de límite a la finca paterna, acortó el paso, porque allí era donde debía esperar a Alejo. Su corazón latía con violencia sin saber por qué. El riesgo que siempre acompaña a las empresas juveniles constituye su mayor encanto. Lisa penetró

bajo los árboles y el murmullo de éstos pareció darle la bienvenida. La alegría de la joven se calmó y se convirtió en cavilación. Pensó... pero ¿acaso es posible decir con certeza en qué podía pensar una muchacha de diecisiete años sola en un bosquecillo, a las seis de la mañana de un día de primavera? Caminó buen trecho, sumida en reflexiones, cuando de pronto un hermoso perro corrió ladrando hacia ella al propio tiempo que una voz masculina decía: Tout beau, Shogar, ici, y que un cazador joven surgía de entre las matas. —No tengas miedo, hermosa —exclamó dirigiéndose a Lisa—. Mi perro no muerde. La joven se había repuesto del susto y supo aprovechar las circunstancias. —Señorito —respondió entre recelosa y tímida—, me da miedo; ¿no ves qué malo es? Ya vuelve a ladrar otra vez. Alejo (el lector le habrá conocido ya) no apartaba los ojos de la campesina. —Te acompañaré si tienes miedo —le dijo—; ¿me permites que vaya a tu lado? —Y ¿quién va a impedirlo? —replicó Lisa—. La voluntad es libre y el camino es de todos. —¿De dónde eres? —De Prilutchin; soy hija del tío Basilio y voy a coger setas. (Lisa llevaba una cestita en la mano). ¿Y tú de dónde? De Tugiloff, ¿no es verdad? —Así es, soy el ayuda de cámara del señorito —respondió Alejo—, queriendo igualar su condición a la de la joven. Esta se echó a reír. —¡Mentira! —dijo—. ¿Te crees que soy tonta? El señorito eres tú. —¿Por qué crees eso? —Por todo. —Sin embargo... —¿Cómo se ha de confundir al señorito con el criado? El traje no es el mismo y el modo de hablar es distinto, y al perro lo llamas en una lengua que no es la nuestra. Lisa le iba gustando cada vez más a Alejo, y como estaba acostumbrado a no gastar cumplidos con las campesinas que le

agradaban, quiso darle un abrazo; pero la joven dio un salto atrás y se puso tan seria que su acompañante no se atrevió a insistir. —Si quiere usted que seamos amigos —exclamó Lisa—, tenga la bondad de comportarse. —¿Quién te ha enseñado a decir eso? —preguntó Alejo echándose a reír—. ¿Será acaso mi amiga Nastia, la doncella de la señorita de tu pueblo? ¡Luego dirán que nuestras labriegas no saben expresarse! Lisa comprendió al punto que había abandonado el papel que le correspondía y trató de corregir la falta cometida. —¿Qué te crees —repuso—, que no voy nunca a casa de los señores? No tengas cuidado, que lo veo todo y todo lo observo y cuanto oigo se me queda impreso. Pero hablando contigo no cojo setas. Vete por un lado que yo me iré por otro. Hasta la vista. Diciendo estas palabras quiso alejarse; pero Alejo la cogió por un brazo. —¿Cómo te llamas, alma mía? —Aculina —respondió Lisa—, tratando de recobrar su libertad—. Déjame, que ya es hora de volver a casa. —Pues, amiga Aculina, le haré, sin falta, una visita a tu padre, el señor Basilio. —¿Qué estás diciendo? —contestó Lisa—. No vengas, por Dios. Si averiguan en mi casa que he estado charlando en medio del campo a solas con el señorito, mi padre me mata a palos. —Pues yo quiero volver a verte. —Ya vendré aquí alguna que otra vez en busca de setas. —Pero ¿cuándo? —Quizás mañana. —Eres un encanto, Aculina. De buena gana te daría un beso, pero no me atrevo. De modo que mañana a esta hora, ¿no es verdad? —Sí, sí. —¿No me engañarás? —No. —Júramelo. —Por esta cruz... Los jóvenes se separaron. Lisa salió del bosque, atravesó el campo, penetró en el jardín y se fue a escape al sitio donde la estaba esperando Nastia. Se cambió allí de vestido y, después de responder distraídamente a las preguntas de la impaciente y

curiosa doncella, pasó al salón. La mesa estaba puesta, la comida esperaba a los señores y miss Jackson, vestida y compuesta, se entretenía en pintar. El padre celebró el paseo matinal de su hija. —No hay nada más saludable —dijo— que respirar el ambiente de la mañana. Y añadió a esta sentencia unos cuantos ejemplos de longevidad leídos en periódicos ingleses, haciendo observar que todos lo que han pasado de los cien años nunca bebieron aguardiente y se levantaron al amanecer, lo mismo en verano que en invierno. Lisa no prestaba atención a sus palabras. Allá, en su fuero interno, recordaba todos y cada uno de los incidentes de su entrevista con Alejo, su conversación con él, y la conciencia empezaba a remorderla. En vano se dijo que el diálogo entre ambos no había traspuesto los límites de la más exagerada inocencia y que aquella broma no podía tener consecuencias de ningún género; su conciencia clamaba más alto que su razón. La cita que le había dado para el día siguiente fue lo que más la atormentó y a punto estuvo de decidirse a no acudir a ella, pero pensó que Alejo, después de esperarla en vano, podía muy bien llegarse al pueblo y buscar a la hija del tío Basilio, a la verdadera Aculina, y al ver que era una moza de buenas carnes y más basta que la jerga, caer en la cuenta de su diablura. De tal modo la asustó este pensamiento, que acto seguido resolvió presentarse en el bosquecillo apenas rayase el alba. Alejo, por su parte, estaba encantado y pasó el resto del día pensando en su nueva y encantadora amiga, cuya imagen le persiguió en sueños. Apenas apuntó el alba se vistió y sin detenerse a cargar la escopeta se echó al campo seguido de su perro y pronto llegó al lugar de la cita. Cosa de media hora pasó en angustiosa espera; por fin columbró a través de los arbustos un corpiño azul y se lanzó a su encuentro. La joven se sonrió al observar su apasionado agradecimiento, pero en su rostro había muestras inequívocas de inquietud y de tristeza que no pasaron inadvertidas para el joven, que se apresuró a averiguar el porqué. Lisa le manifestó que consideraba una ligereza el paso que había dado acudiendo a la cita, que estaba arrepentida de él, que por aquella vez no había querido faltar a su palabra, pero que aquella sería la última que se verían a solas y que le rogaba no pretendiese llevar adelante una amistad que a nada bueno podía

conducirles. Todo esto lo dijo, como es natural, en dialecto del campo, pero Alejo no pudo menos que sorprenderse ante aquellas ideas y aquellos sentimientos, tan raros en una moza ordinaria e ignorante, y echando mano de su elocuencia se propuso hacer que la muchacha renunciase a su designio, persuadiéndola de cuan inocentes eran sus aspiraciones, prometiéndole no dar lugar jamás a quejas ni a arrepentimientos y atemperarse en un todo a lo que ella quisiera y rogándole por último que no le privase de su único consuelo, que no era otro que el verla a solas, aunque no fuese más que un día sí y otro no, o por lo menos, dos veces a la semana. En una palabra, se expresó en el lenguaje que la pasión suele emplear, pudiendo asegurarse que en aquel instante estaba real y verdaderamente enamorado. Lisa escuchó sin interrumpirle. —Dame palabra —exclamó— de que no me buscarás nunca en el pueblo, de que no preguntarás jamás por mí y de que no querrás que acuda a más citas que las que yo misma te dé. Alejo iba a jurárselo por lo más sagrado pero ella le detuvo diciendo: —No necesito juramentos. Me basta tu palabra. Después, pusiéronse a charlar amistosamente, paseándose por el bosque hasta que Lisa dijo que era ya hora de separarse. Así lo hicieron, y al quedarse solo, Alejo no logró explicarse por qué arte de encantamiento una moza ignorante y rústica había logrado, con sólo dos entrevistas, ejercer sobre él tan decisivo influjo. Sus relaciones con Aculina tenían un encanto especial: el de la novedad; y por más que las condiciones impuestas por la caprichosa aldeana se le antojasen un tanto fuera de razón, ni siquiera le pasó por la mente la idea de faltar a lo prometido, porque era un buen chico, limpio de corazón y capaz de apreciar los placeres más inocentes, a pesar de su lúgubre sortija, de sus misteriosas cartas y de sus alardes de desesperación.

III Si me dejase llevar de una de mis inclinaciones favoritas aprovecharía la ocasión presente para describir con minuciosos detalles las entrevistas de nuestros jóvenes, la recíproca simpatía que se demostraban, la confianza con que acudían a las citas, sus

ocupaciones y diálogos; pero sé que la mayor parte de mis lectores no participan de mis gustos y que todos esos detalles les parecían ociosos, y así hago caso omiso de ellos y digo en breves palabras que no pasaron dos meses sin que Alejo estuviese perdidamente enamorado de Lisa, y sin que Lisa le correspondiese con cierta frialdad, que procedía de su carácter y no de su corazón. Ambos eran felices y no pensaban ni poco ni mucho en lo por venir. La idea de unirse en indisolubles lazos les pasó más de una vez por la imaginación; pero jamás hablaron de semejante cosa, por razones tan claras como evidentes. Alejo, por muy enamorado que estuviese de la encantadora Aculina, no dejaba de comprender la distancia que le separaba de una pobre labriega; y Lisa, que sabía la enemistad existente entre sus padres respectivos, no se atrevía a esperar una reconciliación entre ambos. Además de esto, la romántica esperanza de ver al propietario de Tugiloff a los pies de la hija de un labriego de Prilutchin, halagaba secretamente el amor propio de Lisa. De la noche a la mañana un suceso de la mayor importancia estuvo a punto de perturbar las relaciones de nuestros enamorados. En una de esas mañanas claras, pero frías, que tan frecuentes son en el otoño ruso, Iván Petrovitch Berestow salió a pasearse a caballo, llevando consigo, por lo que pudiera suceder, tres pares de lebreles, un palafrenero y unos cuantos chiquillos con carracas. A la misma hora, Gregorio Ivanovitch Muronsky, seducido por la hermosura del día, mandó que le ensillasen la yegua y, caballero en ella, púsose a recorrer sus britanizadas posesiones. Llegado que hubo al bosque que les servía de límite divisó a su vecino, el cual, montado majestuosamente en su potro, con un abrigo de piel de zorro, apuntaba a un conejo que salía presuroso de entre las matas, asustado por los gritos de los chiquillos y el son de las carracas. Si Gregorio Ivanovitch hubiera podido prever este encuentro, seguro es que jamás hubiera dirigido hacia aquel lado su cabalgadura; pero advirtió demasiado tarde la presencia de su rival y se encontraba a corta distancia de él. ¿Qué iba a hacer? Muronsky, como hombre civilizado que era, se aproximó a Berestow y le saludó con extremada cortesía, a la que

aquél respondió con entusiasmo parecido al de un oso que saluda al respetable público por mandato de su amo. En este momento salió un conejo del bosque y echó a correr a campo traviesa. Berestow y su palafrenero gritaron, soltaron los perros y lanzaron sus caballos al galope. El de Muronsky, que jamás había estado en cacerías, se asustó, y la emprendió al galope. Su jinete, que se preciaba de montar a la perfección, le dio riendas, felicitándose de un incidente que lo desembarazaba de una compañía desagradable; pero su yegua llegó a todo correr al borde de un barranco, y reparando en el peligro, se echó repentinamente atrás, despidiéndole de la silla. Cayó Muronsky sobre la tierra endurecida por el frío, echando dos mil maldiciones a la yegua que en tal trance lo había puesto, y que comprendiendo su locura, se había parado al sentirse sin jinete. Iván Petrovitch acudió presuroso en auxilio de su rival y le preguntó si se había lastimado, en tanto que el palafrenero cogía la yegua de la rienda y ayudaba al caído a ponerse en la silla. Berestow invitó a su vecino a que descansase un instante en su casa, y como éste no pudo excusarse, comprendiendo que debía demostrarle algún agradecimiento, Berestow se hizo con la gloria de haber muerto a un conejo y de traerse a su contrario herido y casi prisionero. Ambos vecinos almorzaron, charlando amistosamente. Muronsky rogó a Berestow que le prestase un coche, pues no se hallaba en condiciones de volver a su casa a caballo, y su huésped le acompañó hasta la puerta de su finca, no sin haberle prometido ir a comer un día a Prilutchin en compañía de su hijo. De esta suerte, la antigua enemistad que entre ambos existía estuvo a punto de acabar, gracias al susto de la yegua. Lisa corrió al encuentro de su padre. —¿Qué le pasa? —exclamó poseída de asombro—. ¿Por qué cojea usted? ¿Dónde está su caballo? ¿De quién es este coche? —De seguro que no lo adivinas, my dear —le respondió Gregorio Ivanovitch—. Y al punto le contó lo sucedido. Lisa no daba crédito a sus oídos, y su padre, sin darle tiempo a reponerse de su asombro, le participó que al día siguiente vendrían a comer los dos Berestow.

—¿Qué dice usted? —exclamó Lisa, palideciendo—. ¿Los Berestow, padre e hijo? ¿Vendrán a comer con nosotros? No, papá; haga usted lo que quiera, pero eso no lo consiento. —¿Te has vuelto loca o qué? —le replicó el padre—. ¿Será cosa que de la noche a la mañana te hayas vuelto tímida? ¿O es que, siguiendo el ejemplo de las heroínas de novela, sientes por el joven Berestow un odio heredado de tu padre? Basta de sandeces... —¡Pues yo, por nada de este mundo me presento ante ellos! Gregorio Ivanovitch se encogió de hombros y no quiso discutir más, sabiendo que con ello no lograría absolutamente nada y se retiró a descansar de su memorable paseo. Lisa Gregoriewna se encerró en su cuarto después de haber llamado a Nastia, y ambas discutieron durante largo rato las consecuencias de la proyectada visita. —¿Qué pensará Alejo —se decía Lisa—, si ve que su Aculina y la señorita de la casa son una misma persona? ¿Qué concepto formará de mi conducta, de mi educación y de mi juicio? Por otra parte, no le desagradaba ver el efecto que tan inesperada entrevista produciría en el joven. De pronto se le ocurrió una idea, la consultó con Nastia y ambas se rieron muchísimo y decidieron ponerla en práctica.

IV Al día siguiente, durante el almuerzo, Gregorio Ivanovitch preguntó a su hija si estaba resuelta a encerrarse en su habitación cuando llegaran los Berestow. —Papá —contestó Lisa—, los recibiré si usted quiere, pero con un condición: la de que no se enfadará usted conmigo, ni demostrará asombro por la manera como yo tenga a bien presentarme ante sus huéspedes. —¿Tienes ya pensada alguna diablura? —dijo sonriéndose el padre—.Bueno, sea como quieras; estoy conforme; haz lo que te parezca, tunantilla de ojos negros. Al decir esto le dio un beso en la frente y Lisa fue a vestirse para la recepción. A las dos en punto de la tarde, una calesa, de construcción doméstica, tirada por seis caballos, penetró en el patio y rodó por

el paseo, en torno del macizo de espeso césped que lo adornaba. El viejo Berestow subió la escalinata con auxilio de dos lacayos que llevaban la librea de Muronsky y habiendo llegado su hijo detrás de él a caballo, penetraron juntos en el comedor, donde ya estaba puesta la mesa. Muronsky recibió a sus vecinos con extremada amabilidad, les invitó a que viesen su jardín antes de la comida y les condujo por senderos cuidadosamente trazados y cubiertos de arena. El viejo Berestow se dolía interiormente de todo aquel trabajo que de nada servía y de todo aquel tiempo perdido lastimosa e inútilmente en tamañas pequeñeces; pero se calló por cortesía. Su hijo no participaba ni del disgusto de su padre ni de la satisfacción del anglófilo, sino que esperaba con impaciencia la aparición de la señorita de la casa, acerca de la cual le habían contado muchas cosas, pues por más que su corazón, como ya sabemos, pertenecía a otra, las mujeres hermosas tenían derecho siempre a ocupar su imaginación. Llegados a la sala, sentáronse los tres, y mientras los viejos recordaban los pasados tiempos y contaban anécdotas de la época en que ambos servían en el Ejército, Alejo reflexionaba acerca del papel que tenía que representar delante de Lisa. Determinó que lo mejor era adoptar primero una actitud fría y después la que las circunstancias impusieran. La puerta se abrió; volvió la cabeza con tal indiferencia, con tan orgullosa frialdad, que el corazón de la más coqueta hubiera debido estremecerse. Desgraciadamente, en vez de Lisa entró la anticuada miss Jackson, y el hábil movimiento estratégico de Alejo se perdió sin provecho. Aún no había tenido tiempo de rehacerse cuando la puerta se abrió nuevamente y aquella vez la que entró fue Lisa. Todos se pusieron en pie y el padre iba a empezar las presentaciones cuando de pronto se detuvo y se mordió apresuradamente los labios... Lisa, que era morena, se había pintado de blanco hasta las orejas y teñídose las cejas aún más exageradamente que miss Jackson. No era esto sólo, sino que se había puesto un añadido de rizos más claros que sus propios cabellos, de suerte que llevaba una especie de peluca; las mangas de su traje eran à l’imbécile y más parecían faldas que mangas y estaba vestida de tal suerte que su

cintura parecía la de una avispa y su cuerpo recordaba la letra equis. Todos los brillantes de su madre, que no se habían empeñado, resplandecían en sus orejas, cuello y dedos. ¿Cómo iba Alejo a creer que aquella pretenciosa y cursi señorita y su Aculina eran una misma persona? El anciano Berestow se acercó a ella y le besó la mano, y su hijo, aunque de mal grado, tuvo forzosamente que imitarle. Al aproximar sus labios a los diminutos dedos dé la joven, le pareció que éstos temblaban ligeramente. El pie de Lisa, calzado de propósito con suma coquetería, fue lo único que lo reconcilió un tanto con el resto de la indumentaria. Por lo que hace al blanquete y al tinte de las cejas, hay que confesar que Alejo, que al fin y al cabo era sencillo de corazón, ni los notó al principio ni lo sospechó después. Gregorio Ivanovitch recordó su promesa y se esforzó en no demostrar asombro; pero la diablura de su hija le pareció tan ingeniosa, que apenas si podía contener la risa. La que no estaba muy propicia a ella era la pretenciosa miss Jackson, que al punto adivinó la procedencia de los colores empleados por Lisa y se encolerizó hasta el punto de que el carmín de sus mejillas se hizo visible a través de la artificial palidez de su rostro. De cuando en cuando lanzaba a su discípula miradas furibundas; pero Lisa, dejando las explicaciones para cuando hubiese lugar a ellas, aparentó no darse cuenta de nada. Sentáronse a la mesa, y Alejo continuó haciendo el papel de un hombre desengañado de la vida, indiferente y amigo de sumirse en meditaciones. Lisa hacía muchos gestos, hablaba con los dientes cerrados y no empleaba más idioma que el francés. La inglesa estaba furiosa y callaba. El único que estaba a sus anchas era Iván Petrovitch, pues comió a lo heliogábalo, bebió lo que tenía por costumbre, se rió con naturalidad, y a medida que transcurrían las horas, hacíase más locuaz y más alegre. Por último, se levantaron de la mesa; marcháronse los huéspedes y Gregorio Ivanovitch dio rienda suelta a la risa y a las preguntas. —¿Por qué has querido divertirte a costa de ellos? —preguntó a Lisa—. ¿Sabes una cosa? El blanquete te sienta muy bien, y por más que no quiera yo penetrar en los misterios del tocador

femenino, si estuviese en tu lugar me pintaría de blanco; claro es que no mucho, pero sí un poco. Lisa, encantada de su plan, le prometió no echar en saco roto su consejo y corrió a hacer las paces con la encolerizada miss Jackson, que a duras penas consintió en abrirle la puerta de su cuarto y escuchar sus razones. Lisa le manifestó que habiendo tenido precisión de parecer afectada a los ojos de aquellos señores y no atreviéndose a pedirle lo que necesitaba, habíalo tomado ella misma, confiando en que miss Jackson, como era tan buena, la perdonaría... La inglesa se convenció de que su discípula no había querido burlarse de ella; se tranquilizó, abrazó a la joven y en prenda de perdón le regaló un tarrito de blanquete inglés, que Lisa aceptó con muestras de profundo agradecimiento. Sin que yo lo diga, adivinará el lector que Lisa no faltó al día siguiente a la cita en el bosquecillo. —¿Ayer estuviste en casa de mis señores, no es verdad? —le preguntó a Alejo apenas se saludaron—. ¿Qué tal te ha parecido la señorita? Alejo respondió que ni siquiera la había mirado. —Es lástima —replicó Lisa. —¿Por qué? —Porque quería preguntarte si es verdad lo que dicen... —¿Qué es lo que dicen? —Que yo me parezco a ella. —¡No faltaba más! ¡A tu lado la señorita de tu pueblo parece un monstruo! —¡Válgame Dios! ¿No te da vergüenza hablar así? ¡Mi señorita es tan elegante, tiene el cutis tan blanco!... ¿Cómo voy yo a compararme con ella? Alejo le juró por todos los santos del cielo que valía más que todas las señoritas de la comarca juntas y separadas, y a fin de tranquilizarla por completo comenzó a describir a su señorita con tales exageraciones, que Lisa se reía a carcajadas. —Sin embargo —dijo suspirando—, la señorita será todo lo ridícula que tu quieras; pero así y todo, a su lado yo no soy más que una pobre ignorante. —¡Vaya una cosa! —exclamó Alejo—. ¿Y te preocupas por eso? Si quieres yo te enseñaré a leer y a escribir. —No estaría mal —repuso Lisa—; sería cosa de ensayarlo.

—Cuando quieras, hermosa mía; ahora mismo podemos empezar. Sentáronse ambos; Alejo sacó del bolsillo un lápiz y un libro de memorias y Aculina aprendió el alfabeto con pasmosa rapidez. Alejo no pudo menos de asombrarse de su inteligencia. Al siguiente día quiso ella que Alejo le enseñase a escribir, y aunque al principio no le obedeció el lápiz, apenas transcurrieron unos minutos dibujaba las letras con bastante limpieza. —¡Parece mentira! —exclamó Alejo—. Nuestros estudios van más de prisa que si empleásemos el sistema de Lancáster. Así era, en efecto, porque a la tercera lección Aculina deletreaba ya perfectamente el cuento titulado Natalia, la hija del Boyardo, e interrumpía la lectura con observaciones que asombraban a Alejo, llenando una plana entera con frases entresacadas de este cuento. Al cabo de una semana se estableció una correspondencia entre nuestros jóvenes. La oficina postal fue el hueco de una encina. Nastia hacia secretamente de cartero. Allí llevaba Alejo sus epístolas escritas en gruesos caracteres, y allí encontraba las de su amada, escritas en tosco papel azulado, con letra irregular. Aculina se iba acostumbrando, por lo visto, a escribir correctamente y se notaba que su inteligencia poco a poco se desarrollaba y se hacía más culta. Entre tanto la reciente amistad de Iván Petrovitch y de Gregorio Ivanovitch se había fortalecido, y de allí a poco se convirtió en intimidad. Muronsky pensaba a veces que a la muerte de Iván Petrovitch toda su fortuna pasaría a manos de Alejo Ivanovitch y que entonces este último sería uno de los propietarios más ricos de la comarca, a quien no habría que poner ningún reparo si quisiera casarse con Lisa. El viejo Berestow, por su parte, aunque seguía creyendo que su amigo tenía algo de loco, mejor dicho, que estaba poseído de lo que él llamaba tontería inglesa, no podía menos de confesar que no le faltaban cualidades excelentes, entre ellas la de tener agudeza de ingenio. Gregorio Ivanovitch era próximo pariente del conde Pronsky, persona conocida y de gran influencia, que podía ser de gran utilidad a Alejo, y Muronsky se figuraba que Iván Petrovitch se alegraría en extremo de poder casar a su hija tan ventajosamente.

Así pensaban los padres sin decir nada, hasta que, por último, hablaron del asunto, se abrazaron y se dieron palabra de trabajar para que el plan tuviese éxito, prometiéndose que cada cual emplearía los medios que más adecuados estimase. Un dificultad se ofrecía a Muronsky, y era la de convencer a su hija y obligarla a que trabase amistad más íntima con Alejo, a quien no había vuelto a ver desde el día del famoso convite. Al parecer, los jóvenes no habían simpatizado, puesto que Alejo no había vuelto a aparecer por Prilutchin y Lisa se encerraba en su cuarto cada vez que Iván Petrovitch los honraba con su visita. Gregorio Ivanovitch pensó que viniendo Alejo diariamente a su casa Lisa acabaría por enamorarse de él. Esto era lo lógico, ya que con el tiempo se arreglan los asuntos más difíciles. Por su parte, Iván Petrovitch no dudó del éxito de su plan, y el día mismo en que supo que las intenciones de su amigo coincidían con las suyas, llamó a Alejo y le dijo después de un instante de silencio: —¿Cómo es que hace ya tiempo que no hablas de ingresar en el Ejército? ¿Será cosa que no te seduzca ya el uniforme de húsar? —Nada de eso, padre —respondió Alejo—. Lo que pasa es que he comprendido que no le gustaba a usted que yo fuese húsar; y debiendo someterme a sus mandatos, no le he vuelto a hablar del asunto. —Muy bien —repuso Iván Petrovitch—; veo que eres obediente, lo cual no es chico consuelo, y en justa recompensa no quiero obligarte a que ingreses en seguida en la Administración. A lo que sí me inclino es a que te cases. —¿Con quién voy a casarme? —preguntó Alejo con profunda sorpresa. —Con Lisa Gregoriewna Muronskaya —le replicó Iván Petrovitch—. Me parece que no es mala la novia. —A decir verdad, todavía no he pensado en casarme. —Si no has pensado todavía en eso, aquí estoy yo que lo he pensado y repensado por ti. —Permítame usted que le diga que Lisa Muronskaya no me gusta. —Ya te gustará. Ten paciencia y te enamorarás de ella. —No creo que sea yo capaz de hacerla feliz.

—¿Acaso tienes tú que preocuparte de su felicidad? ¡Qué! ¿Es así como me obedeces? ¡Me parece muy bien! —Será lo que usted guste, pero no quiero casarme, y no me casaré. —Te casarás o te maldeciré, y las tierras, como hay Dios, que las vendo y me gasto lo que me den por ellas, y a ti te dejo sin un cuarto. Tres días te doy para que lo pienses, y entre tanto, haz que no te vea yo. Sabía Alejo que si a su padre se le metía en la cabeza una idea, ni a fuerza de martillazos se la sacaban de los cascos; pero tenía carácter parecido y no era tan fácil convencerle. Encerróse, pues, en su cuarto y púsose a reflexionar acerca del límite que era preciso poner a la autoridad paterna, acerca también de Lisa Gregoriewna, sin echar en olvido la promesa de su padre de convertirle en pobre, y por último en Aculina. Por primera vez se dio cuenta perfecta de que estaba profundamente enamorado de ella; cruzóle por el pensamiento la romántica idea de casarse con la campesina y vivir de su trabajo, y a medida que reflexionaba le parecía más sensato este propósito. Como hacía días que no cesaba de llover y se habían suspendido las entrevistas en el bosquecillo, le escribió a Aculina con letra clara y apasionado estilo, una carta manifestándole la desgracia que sobre ambos se cernía y ofreciéndole su mano. Al punto llevó la epístola al hueco del árbol que servía de buzón y se acostó, satisfecho de sí mismo. Al día siguiente, firme en su propósito, se levantó temprano y marchó a casa de Muronsky, con objeto de hablarle clara y terminantemente y ver de despertar su generosidad. —¿Está en casa Gregorio Ivanovitch? —preguntó, deteniendo su caballo ante la escalinata de la casa señorial de Prilutchin. —No, señor —respondió el criado—; Gregorio Ivanovitch ha tenido a bien salir a caballo desde muy temprano. —¡Qué fastidio! —pensó Alejo—. ¿Está, al menos, en casa Lisa Gregoriewna? —Sí, señor. Alejo saltó del caballo, entregó las riendas al criado y penetró en la casa sin hacerse anunciar. —Así quedará todo terminado —pensó entrando en la sala—. La explicación se la daré a la misma interesada.

Entrar... y quedarse mudo de sorpresa fue una misma cosa. Lisa... no, Aculina, la encantadora, la morena Aculina, vestida, no de labriega, sino con elegante traje blanco de mañana, estaba sentada junto a una ventana, tan absorta en la lectura de su carta que no le sintió entrar. Alejo no pudo reprimir una exclamación de alegría. Lisa levantó la vista, se estremeció, lanzó un grito y quiso echar a correr; pero Alejo se precipitó hacia ella y la detuvo. Lisa forcejeó para soltarse... —Mais laissez moi donc, monsieur, mais vous étes fou —repetía tratando de ocultar su rostro. —¡Aculina, Aculina! —repetía, a su vez, Alejo, besándole la mano. Miss Jackson, testigo de aquella escena, no sabía qué pensar. En aquel mismo instante se abrió la puerta y entró Gregorio Ivanovitch. —¡Ajajá! —exclamó—; me parece que su asunto de ustedes ya está resuelto... Los lectores me dispensarán del deber de relatarles el desenlace de la historia.