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1 El derecho humano a la educación en derechos humanos Ana Juanche * 1- Introducción América Latina ha sido pionera en la educación en derechos humanos. Las primeras reflexiones y prácticas en este sentido se remontan a la década del ’80, en el marco de un contexto socio-histórico y político de gobiernos autoritarios, resistencias y luchas populares por el retorno democrático. El Cono Sur -y nuestro país en particular- fue durante esta época un crisol que aglutinó pensamiento popular y académico, pero cabe destacar que desde diversos espacios buscó sistematizar principalmente la praxis educativa en torno a procesos de empoderamiento. Si hay un rasgo distintivo en el campo de la educación en derechos humanos es que la práctica antecede al pensamiento, quizás justamente porque el contexto cotidiano para su surgimiento estuvo compelido por la necesidad de dar respuesta a una diversidad de situaciones de vulneración. No obstante, con el advenimiento de las reaperturas democráticas estas necesidades fueron cambiando y complejizándose. Se abría un nuevo escenario en el que la centralidad estaba en el fortalecimiento de los procesos democráticos y en el restablecimiento de la ciudadanía. Esto implicaba por un lado la consolidación de procesos reflexivos sobre las violaciones a los derechos humanos ocurridas en el pasado reciente en tanto estrategia hacia el nunca más, y por otro, el análisis sobre las implicancias de un modelo político vulnerador de derechos: pobreza, violencia institucionalizada, impunidad, desigualdad, entre otras. Para comprender la estructuración de la doctrina 1 de la educación en derechos humanos es necesario ahondar en sus orígenes, en los elementos que componen el barro que da forma a la praxis educativa. En primer lugar debe situarse el contexto histórico mundial de profundos cambios en las realidades ideológico-culturales luego de la revolución de 1968, en tanto uno de los grandes sucesos constitutivos de nuestro moderno sistema-mundo (WALLERSTEIN, I., 1988). Esta gran protesta antisistémica tuvo como resultado el surgimiento de nuevos movimientos populares que enjuiciaron a los viejos y tradicionales derivados de la Primera y la Segunda Internacional, que ya habían alcanzado su meta de “la toma del poder” cuyas prácticas eran consideradas deficientes. Esta deficiencia se traducía en la incapacidad de combatir el sistema- mundo capitalista -encarnado en la institucionalidad de la hegemonía estadounidense- al tiempo que creaba una “calidad de vida burguesa” para sus estructuras estatales intermedias. En los nuevos movimientos los sectores “minoritarios” ya no necesitan –y no lo hacen más- tomar un lugar en los movimientos supuestamente “mayoritarios”. Después de 1968, ni las “minorías” raciales, ni las mujeres, ni las “minorías” sexuales, * Maestra, Lic. en Lingüística y Mag. en Derechos Humanos. 1 No como un cuerpo único pero sí articulado, constituido por “una variedad de fuentes de orden normativo, epistemológico, ideológico y pedagógico” (MAGENDZO, A.: 2009; 4).

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El derecho humano a la educación en derechos humanos

Ana Juanche*

1- Introducción

América Latina ha sido pionera en la educación en derechos humanos. Las primeras reflexiones y prácticas en este sentido se remontan a la década del ’80, en el marco de un contexto socio-histórico y político de gobiernos autoritarios, resistencias y luchas populares por el retorno democrático. El Cono Sur -y nuestro país en particular- fue durante esta época un crisol que aglutinó pensamiento popular y académico, pero cabe destacar que desde diversos espacios buscó sistematizar principalmente la praxis educativa en torno a procesos de empoderamiento. Si hay un rasgo distintivo en el campo de la educación en derechos humanos es que la práctica antecede al pensamiento, quizás justamente porque el contexto cotidiano para su surgimiento estuvo compelido por la necesidad de dar respuesta a una diversidad de situaciones de vulneración.

No obstante, con el advenimiento de las reaperturas democráticas estas necesidades fueron cambiando y complejizándose. Se abría un nuevo escenario en el que la centralidad estaba en el fortalecimiento de los procesos democráticos y en el restablecimiento de la ciudadanía. Esto implicaba por un lado la consolidación de procesos reflexivos sobre las violaciones a los derechos humanos ocurridas en el pasado reciente en tanto estrategia hacia el nunca más, y por otro, el análisis sobre las implicancias de un modelo político vulnerador de derechos: pobreza, violencia institucionalizada, impunidad, desigualdad, entre otras.

Para comprender la estructuración de la doctrina1 de la educación en derechos humanos es necesario ahondar en sus orígenes, en los elementos que componen el barro que da forma a la praxis educativa.

En primer lugar debe situarse el contexto histórico mundial de profundos cambios en las realidades ideológico-culturales luego de la revolución de 1968, en tanto uno de los grandes sucesos constitutivos de nuestro moderno sistema-mundo (WALLERSTEIN, I., 1988). Esta gran protesta antisistémica tuvo como resultado el surgimiento de nuevos movimientos populares que enjuiciaron a los viejos y tradicionales derivados de la Primera y la Segunda Internacional, que ya habían alcanzado su meta de “la toma del poder” cuyas prácticas eran consideradas deficientes. Esta deficiencia se traducía en la incapacidad de combatir el sistema-mundo capitalista -encarnado en la institucionalidad de la hegemonía estadounidense- al tiempo que creaba una “calidad de vida burguesa” para sus estructuras estatales intermedias. En los nuevos movimientos los sectores “minoritarios” ya no necesitan –y no lo hacen más- tomar un lugar en los movimientos supuestamente “mayoritarios”. Después de 1968, ni las “minorías” raciales, ni las mujeres, ni las “minorías” sexuales,

* Maestra, Lic. en Lingüística y Mag. en Derechos Humanos.

1 No como un cuerpo único pero sí articulado, constituido por “una variedad de fuentes de orden

normativo, epistemológico, ideológico y pedagógico” (MAGENDZO, A.: 2009; 4).

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ni los discapacitados, esperarían por “una nueva revolución”. Como consecuencia del cambio en las mentalidades, cambiarían también las situaciones legales y las políticas estatales. Se trata pues de un triunfo frente al racismo y al sexismo.

En América puede rastrearse claramente la influencia de las luchas de nuevos sectores sociales que expresan activamente sus demandas. Comienza con los afrodescendientes en EEUU y se multiplica en otras luchas -obreras, estudiantiles, campesinas e indígenas- en el contexto latinoamericano (ZIBECHI, R., 2007). Estas revueltas populares contra el orden hegemónico bipolar, rompen los consensos sobre los cuales se ordenaba el mundo. Es en este escenario de luchas, organización y resistencia que emergen nuevos actores antes invisibilizados: los de abajo, los no-persona, los sin rostro, los sin voz (PÉREZ AGUIRRE, L., 1992).

Los y las obedientes dejaron de serlo: en sus espacios próximos y en los espacios públicos. Quizás es éste el más sustantivo impacto, ya que se produce a nivel de las cotidianeidades. Mujeres, niños y niñas, jóvenes, afrodescendientes, comunidades LGTB, campesinos/as e indígenas emergen como sujetos de derecho y esto se expresa en la escuela, en la fábrica, en la oficina pública, en el cuartel, y también en el seno de los ámbitos familiares. Como consecuencia, las relaciones hombre-mujer, patrón-trabajador, maestro-alumno, padre-hijo, médico-paciente, campesino-caudillo, ya no fueron las mismas: se debilitó el orden vertical y autoritario que desconoce al otro/a en su plena dignidad. Lo anterior, no como hecho consolidado sino en tanto proceso que produjo en un período muy breve, algunos cambios muy profundos, ya irreversibles. Sin lugar a dudas, los invisibilizados, oprimidos, violentados y excluidos, actores de las grandes luchas populares contemporáneas, son los sujetos protagonistas de las 4 grandes corrientes que nutrirán la praxis y la reflexión de la educación en derechos humanos: el pensamiento latinoamericano y la teología de liberación, la pedagogía crítica y la educación popular, todas ellas profundamente interrelacionadas.

El pensamiento latinoamericano y la teología de la liberación

Hacia el último tercio del siglo XX predominaba la idea de que América Latina no había generado un pensamiento con características propias. El análisis académico sobre la existencia de un pensamiento aplicado, foráneo, de modelos importados sin propuesta a las realidades locales, impulsa los debates filosóficos sobre la necesidad de la reflexión crítica que reniega de pensarse con las ideas de otros (colonialismo), nacidas en otras partes del mundo y que explican por tanto esas realidades particulares ajenas. Esta tendencia tiene lugar en el marco de los procesos político-sociales de crisis del proyecto modernizador de las oligarquías, el surgimiento de nuevos actores sociales y el expansionismo imperialista estadounidense.

Las polémicas atravesaron aspectos tales como si los modelos propuestos constituían las respuestas más adecuadas a la solución de los problemas relativos a la pobreza y el “subdesarrollo” (SALAZAR BONDY, A., 1968 y ZEA, L., 1982) y también la visión sobre unas ciertas características propias, surgidas de su idiosincrasia y de la relación que establecen con la realidad en la aplicación de los modelos económicos y políticos foráneos.

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Dentro del pensamiento latinoamericano, el elemento religioso cobra especial importancia. El hecho que junto con “la espada de los conquistadores” haya llegado el Evangelio, viene a constituir al cristianismo como factor de dominación. Un importante sector de la demografía latinoamericana tiene una fuerte incidencia indígena. Sin duda, la fe que se impone en el proceso evangelizador dominante, es el modelo cristiano occidental y en él espiritualidad indígena se expresará con algunos matices autóctonos.

Es en el contexto de rupturas, de cambios y permanencias, de continente colonizado y supervivencia autóctona que emerge la teología de la liberación cual “semilla de mostaza” (aludiendo a la parábola del Evangelio) y configurándose como corriente de pensamiento y acción, discurso y praxis liberadora, post Concilio Vaticano II. La matriz de esta expresión está en los procesos populares de América Latina a partir de la década de los ’60, cuando un importante grupo de cristianos que participan en las luchas populares, toma del Antiguo Testamento las enseñanzas de los padres de los profetas, portavoces de los sectores dominados en contra de la opresión. Esta corriente de “opción preferencial por los pobres” y ligada a comunidades eclesiales de base busca una reconstrucción utópica del pueblo oprimido a través de la estructuración de una nueva y crítica conciencia sobre las instituciones dominantes. La hermenéutica de esta corriente, que nace también como reflexión sobre la praxis eclesial autoritaria, opta por el análisis del Nuevo Testamento en círculos de reflexión que traspolan sus lecturas al contexto cotidiano de actualidad, invirtiendo el modelo pedagógico clásico teoría-praxis por una epistemología praxis-teoría (RICHARD, P., 2003). Las comunidades eclesiales de base organizaron a millones de personas y fueron semilla para la organización de movimientos, centrales y partidos políticos. La teología de la liberación aportó una mirada crítica hacia la sociedad junto al compromiso para resolver colectivamente los problemas y la esperanza de hacerlo a través de la organización popular.

La pedagogía crítica y la educación popular

La pedagogía crítica en tanto “teoría que propone a través de la práctica, que los

estudiantes alcancen una conciencia crítica dentro de su sociedad” (GIROUX, H., 1989: 129) tiene su sustento en la teoría crítica. Esta teoría busca una nueva forma de leer la realidad, respondiendo así a las problemáticas sociales del mundo moderno; por ello la pedagogía crítica es una “pedagogía de la respuesta”, toda vez que propone una reacción generada a partir de una reflexión consciente y responsable. Esta corriente pedagógica entiende que para lograr un proceso de construcción de significados2 a partir de las experiencias personales, se necesita la formación de autoconciencia.

A partir de la autoconciencia crítica sobre la realidad, en particular sobre las desigualdades sociales del mundo globalizado, es necesario encaminar el cambio

2 Entendidos por Giroux como espacios culturales que incluyen elementos históricos, religiosos,

psicológicos, ideológicos, etc. que reconocen y aceptan los sujetos que comparten un mismo espacio físico.

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social en pro de los más desfavorecidos. Ello exige un compromiso con la justicia social.

La pedagogía crítica, alternativa a la tradicional3 aparece como una propuesta que pretende lograr transformaciones en el sistema educativo. Mientras que la concepción tradicional de la educación involucra un concepto de aprendizaje neutral, la pedagogía crítica la concibe como un proceso vinculado estrechamente a los conceptos de poder y política. De ahí la promoción del compromiso con formas de aprendizaje y acción solidarias con los vulnerados y excluidos, con centro en la transformación social.

La educación en derechos humanos toma de la educación popular y problematizadora de Paulo Freire su propuesta liberadora. Contemporáneo de los procesos socio-políticos antes descriptos, el pedagogo brasileño se ocupa “…de aquellos llamados «los desarrapados del mundo», de aquellos que no podían construirse un mundo de signos escritos y abrirse otros mundos, entre ellos, el mundo del conocimiento (sistematizado) y el mundo de la conciencia (crítica). Porque para Freire el conocimiento no se transmite, se «está construyendo»: el acto educativo no consiste en una transmisión de conocimientos, es el goce de la construcción de un mundo común” (FERNÁNDEZ MORENO, J.M.: 1999).

La pedagogía del oprimido, de carácter liberadora y humanista propone dos estadios interrelacionados; en un primer momento se trata de develar el mundo opresivo, implicando y comprometiendo a la persona a través de una praxis transformadora; en un segundo momento la pedagogía se transforma en un proceso de liberación permanente. Basada en una praxis dialógica, plantea la problematización de la realidad alejándose de la educación unidireccional del modelo bancario, otorgando a la díada educador-educando un status horizontal y bidireccional en el cual se produce el proceso educativo. En la educación liberadora “… el educador ya no es sólo el que educa sino aquel que, en tanto educa, es educado a través del diálogo con el educando, quien, al ser educado, también educa. Así, ambos se transforman en sujetos del proceso en que crecen juntos y en el cual «los argumentos de la autoridad» ya no rigen. Proceso en el que ser funcionalmente autoridad, requiere el estar siendo con las libertades y no contra ellas. Ahora, ya nadie educa a nadie, así como tampoco nadie se educa a sí mismo, los hombres se educan en comunión, y el mundo es el mediador. Mediadores son los objetos cognoscibles que, en la práctica "bancaria", pertenecen al

3 La pedagogía tradicional, positivista, predominantemente racional – instrumental, es funcional a un

sistema educativo que requiere que los docentes actúen como ejecutores de las políticas y programas diseñados centralizadamente. En la pedagogía crítica los docentes pueden adquirir la categoría de intelectuales transformadores para lograr que “lo pedagógico sea más político y lo político más pedagógico” (GIROUX, H.: 1990). Esto implica insertar a la educación directamente en la esfera de la política, en tanto representa una lucha por la determinación de significado en un contexto de relaciones de poder.

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educador, quien los describe o los deposita en los pasivos educandos.” (FREIRE, P., 2002: 74).

La propuesta freiriana apunta a la concienciación y politización popular a partir

de la práctica y la posterior reflexión, que a su vez motiva la transformación de la práctica. El proceso educativo es un acto dinámico, a la vez político y de conocimiento.

La educación en derechos humanos toma de estas 4 corrientes los elementos

nodales para la articulación de una propuesta hacia una nueva cultura política. Esta propuesta, fundada en un pensamiento crítico y una praxis comprometida, un compromiso ético y militante con los de abajo, los sin voz, los no-persona, tiene como centro un cambio conceptual sobre el poder, es decir la modificación de la relación de fuerzas a favor de esos sectores. Su objeto será la formación del ser integral, superando así la tradición de la racionalidad instrumental y fragmentadora. Esta propuesta educativa contemplará las múltiples dimensiones de la persona a través del desarrollo de procesos recursivos, abarcativos, dialécticos, intersubjetivos y permanentes: “…La educación implica devolver al hombre la conciencia de su propia dignidad (…) es abrir su espíritu a todos los valores de la vida y la trascendencia de ella, desarrollando plenamente su cuerpo, su psiquis y su espíritu, su capacidad de relación.” (PÉREZ AGUIRRE, L., 1985).

2- Hacia una conceptualización de los derechos humanos

En la historia de la teoría general del Derecho y de la Filosofia jurídica existen

diversos marcos a partir de los cuales se estructura el concepto de derechos humanos. Las definiciones más difundidas se mueven en tres grandes líneas: la que los ve en su dimensión ética, la que los consideran específicamente normas jurídicas, y la postura ecléctica que combina la juridicidad con la ética. (Juanche, A. y González, Mª L., 2007: 16).

Las concepciones jusnaturalistas entienden que los derechos humanos se

desprenden de un Derecho Natural al que los seres humanos acceden bien por la razón, bien por la revelación. Esta fuente otorga a los derechos naturales su carácter connatural, innato, inalienable, irreversible e imprescriptible: “Una de las características resaltantes del mundo contemporáneo es el reconocimiento de que todo ser humano, por el hecho de serlo, es titular de derechos fundamentales que la sociedad no puede arrebatarle lícitamente. Estos derechos no dependen de su reconocimiento por el Estado ni son concesiones suyas; tampoco dependen de la nacionalidad de la persona ni de la cultura a la cual pertenezca. Son derechos universales que corresponden a todo habitante de la tierra. La expresión más notoria de esta gran conquista es el artículo 1 de la Declaración Universal de Derechos Humanos: todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros” (NIKKEN, P., 1994: 1).

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El planteo sobre la naturaleza humana de los derechos aporta un fundamento que

es garantía de universalidad: todos los seres humanos tienen derechos por el solo hecho de su condición humana. Es de esta forma que los derechos humanos ingresan al Derecho constitucional; a esta postura adhiere explícitamente nuestro ordenamiento jurídico, a través del artículo 72 de la Constitución vigente4.

Este reconocimiento implica limitaciones al poder del Estado, impidiéndole afectar el

pleno goce de los derechos de la persona humana, ya que se reconoce y garantiza que éstos son anteriores y superiores. Esta sujeción y subordinación del poder estatal a los derechos y atributos inherentes a la dignidad humana está dada por el conjunto de reglas y mecanismos de protección y garantía que configuran el Estado de Derecho.“Hay ciertos principios morales y de justicia universalmente válidos, los cuales pueden ser conocidos a través de la razón humana y, en caso de que algún sistema o norma no se adecuen a tales principios universales, los mismos no podrán ser considerados como jurídicos” (HART, H.L.A, 1968: 230).

Para el jusnaturalismo, por encima del derecho positivo, imperfecto y transformable,

existe un derecho natural, de carácter universal, que constituye el verdadero derecho. Por tanto, el derecho positivo solo podrá considerarse válido si se adecua al derecho natural. En esta doctrina los derechos humanos son homologados a los derechos naturales, por tanto su validez es totalmente independiente de las normas consagradas en el derecho positivo. Los derechos humanos son poderes y facultades de la persona por el solo hecho de serlo y aún existirían si las diferentes formas de regulación de la conducta humana no estuvieran en funcionamiento.

Las diversas posturas dentro del jusnaturalismo sostienen que los principios

naturales derivan del cosmos, de Dios, de la sociedad o de la historia, así como también de los seres humanos en tanto seres racionales. De aquí deviene la distinción entre los diferentes derechos naturales: teológico, sociológico, historicista o racionalista. El denominador común de todos ellos es la definición valórica del derecho, considerándolo en tanto valor y no como un hecho (BOBBIO, N., 1991).

Las críticas centrales al jusnaturalismo plantean que esta doctrina no distingue entre

la existencia del ser y del deber ser. Esto, en el campo del derecho se traduce en la no diferenciación de dos tipos de leyes sustancialmente diferentes: aquellas que regulan el mundo físico, de carácter descriptivo y pasibles de ser consideradas verdaderas o falsas y aquellas que regulan las conductas humanas, de carácter prescriptivo y destinadas a guiar el comportamiento determinando, esto es, qué cosas pueden y qué cosas no pueden hacerse; sobre estas últimas no puede determinarse verdad o falsedad sino que solo pueden dictaminarse juicios de valor.

4 “CAPÍTULO III. Artículo 72. La enumeración de derechos, deberes y garantías hecha por la

Constitución, no excluye los otros que son inherentes a la personalidad humana o se derivan de la forma republicana de gobierno.”

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Como el valor no es una propiedad del mundo natural, el fundamento de esta crítica se base en que el jusnaturalismo además de no diferenciar las leyes naturales de las de conducta, pretende sustentar la existencia de las segundas en las primeras. (KELSEN, H., 1979).

Otra crítica se desprende del papel que el jusnaturalismo otorga al derecho positivo

en la explicación de la naturaleza del derecho. Si es cierto que el contenido del derecho natural solo puede ser conocido a través de la razón, y que solo debe considerarse derecho aquello que deriva de los principios naturales, podría concluirse que el derecho positivo es innecesario para el funcionamiento social, toda vez que los conflictos de intereses podrían resolverse apelando al derecho natural. La naturalización de los derechos humanos plantea que éstos son anteriores al contrato social, preexistiendo por ende a la sociedad; no sería necesaria entonces la organización ni la participación para su conquista porque ya están dados. Asimismo, la dimensión del poder queda invisibilizada habilitando por ejemplo a que grupos o sectores particulares reivindiquen la positivización de una determinada demanda, con sustento en su carácter natural. La consecuencia podría ser que aquellos grupos con fuerte incidencia pública (corporativismos) cooptaran el aparato del Estado en función de sus intereses; este acto sería legítimo en virtud de la fuente natural de su derecho.

Los diferentes autores que adhieren a esta doctrina del derecho natural habrían

estado impulsados por buscar un fundamento a una necesidad profundamente humana como lo es la de justificar sus juicios de valor. Los juicios de valor, con origen en la conciencia, en las emociones, son subjetivos y relativos. Para poder justificarlos se les debe dar carácter objetivo y universal, y para ello se presentan como derivados de ciertos principios de moralidad objetivos y verdaderos. (KELSEN, H., 1979).

Según el jusnaturalismo los derechos fundamentales son los civiles y políticos;

prioriza las libertades individuales en relación directa al presupuesto de la igualdad de todos los seres humanos. Sin embargo, el supuesto de la igualdad no se asienta en realidades sociales sino que es un principio abstracto que trajo aparejado el aumento de las desigualdades reales. Ello generó la necesidad de crear, por ejemplo el derecho laboral; a través de él se propone crear una situación de equilibrio entre dos sujetos (obrero-patrón) que en la práctica ocupan lugares de poder diferentes. Esta concepción, afín al liberalismo político y económico, propone la no intervención del Estado en el mercado, lo que deja a los derechos económicos, sociales y culturales y a los derechos de los pueblos sin una garantía efectiva por parte del Estado.

La concepción natural diluye la dimensión política, central en la institucionalización

de los derechos. La consagración de los derechos humanos a través de su positivización responde a las diferentes luchas de poder desarrolladas a lo largo de la historia. La construcción de los derechos humanos es por ende dialéctica; la historia de la humanidad da muestras elocuentes de que el camino hacia la progresividad no es irreversible. Un ejemplo concreto son las distintas medidas regresivas que recortan o

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directamente anulan estándares de garantía consagrados en los instrumentos internacionales y en la normativa doméstica. El jusnaturalismo no avala tales retrocesos puesto que se violan derechos naturales; sin embargo, lo central es la regresividad de la pérdida de aquellas normas que establecen la garantía del derecho. La conquista de los derechos humanos es muy valiosa por cuanto su desarrollo requiere un ejercicio permanente de conocimiento, valoración, defensa y profundización de su institucionalidad.

Por su parte, las concepciones juspositivistas plantean la separación entre moral

y derecho; no hay entre estas categorías una necesaria conexión. Las normas jurídicas son un hecho social condicionado por la experiencia, esto es que el derecho debe estar condicionado por propiedades fácticas y no por criterios de valor. El derecho existe con independencia de su correspondencia o no con una u otra concepción moral: una norma jurídica no tiene condicionada su existencia a su moralidad; en todo caso la moralidad puede afectar su eficacia o legitimidad.

La separación conceptual entre el derecho y la moral plantea que el derecho se

ocupa fundamentalmente de las conductas externas de los individuos, en tanto que la moral se ocupa también de las intenciones. Así, el Estado no puede obligar a cumplir con la moral pero sí a hacer cumplir el derecho. La moral entonces se refiere a la conducta autónoma y regula todo el comportamiento de los sujetos, mientras que el derecho se impone a ellos regulando sus conductas externas.

Esta postura plantea asimismo que la moral es subjetiva, por cuanto regula la

conducta de las personas con arreglo a su propio interés, al tiempo que no sitúa a ninguna otra persona, aún estando legitimada por la misma norma moral, para exigirle el cumplimiento del deber autoimpuesto. En cambio, el Derecho es objetivo ya que regula la conducta relativa a los sujetos o derivada de las relaciones entre sujetos, valorando esa conducta en referencia a la vida social y no de acuerdo al interés del sujeto obligado. El derecho impone límites precisos y externos que pueden ser medidos en la posibilidad jurídica que otro sujeto tiene para que el deber del sujeto obligado sea cumplido.

Sin embargo, es obvio que los hechos jurídicos y morales se encuentran relacionados de diversas formas. Los valores son un componente del contenido de la norma jurídica así como las normas influyen en las ideas y actitudes morales predominantes. De ahí que el positivismo metodológico5 considere que los derechos humanos tienen un carácter primordialmente moral, no obstante puede haber derechos jurídicos correlativos en los sistemas positivos internacional o nacional. Lo que rechaza el juspositivismo –a diferencia del jusnaturalismo- es el posicionamiento acerca de derechos subjetivos jurídicos no contrastables sobre la base de normas jurídicas 5 En referencia al planteo de Hart (1963, Capítulo IX) sobre la vinculación entre el derecho y la moral; el

derecho que es y el derecho que debe ser No puede inferirse que una norma jurídica sea contraria a ciertas pautas morales no puede inferirse que dicha norma no posea carácter jurídico, así como tampoco puede inferirse que una norma moralmente deseable sea una norma jurídica. Solo se puede considerar a un sistema jurídico como justo o injusto si se reconoce previamente la existencia independiente del sistema jurídico, distinguiendo el derecho que es del derecho que debe ser.

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positivas. Un derecho que brinda la posibilidad de distinguir entre la invalidez de las normas jurídicas y su inmoralidad permite ver la complejidad de la trama de aspectos morales y políticos que entran en juego para resolver sobre la obediencia o no (HART, H.L.A., 1963). Siguiendo este razonamiento, solo podrá hablarse de derechos humanos cuando éstos hayan sido establecidos por normas jurídicas de carácter nacional o internacional.

La función del derecho positivo ha sido históricamente la de garantizar

jurídicamente determinados valores de la convivencia humana. Así por ejemplo, de acuerdo a los postulados políticos de la democracia las constituciones establecen y protegen determinados derechos y determinadas libertades, caracterizados como “derechos humanos” o “derechos fundamentales”. Este conjunto es el resultado de un consenso político que atribuye a determinado grupo de derechos subjetivos un carácter relevante por sobre otro/s conjunto/s de derechos subjetivos. La inclusión de un derecho en el orden positivo es en toda instancia una decisión política. En consecuencia de anterior, un derecho hoy incluido, mañana puede ser excluido, así como otro hoy no incluido, mañana puede serlo.

El objetivo de los derechos humanos positivizados en las constituciones es impedir

que el Estado intervenga en determinadas esferas de los individuos y/o grupos que integran la comunidad. Cuando más amplias sean estas esferas y más intensa sea su protección, más limitada estará la posibilidad de concentración del poder. El reconocimiento y el respeto de los derechos humanos, orientan a la democracia constitucional hacia la distribución del poder en tanto forma de prevenir su perversión. Los derechos y libertades constitucionales son los determinantes que limitan las competencias del estado y fijan el contenido de las normas jurídicas de mayor jerarquía.

Ahora bien, el solo reconcimiento de los derechos en la norma constitucional no

provee a las personas de una protección adecuada; es necesario que el Estado dote a su ciudadanía de aquellos instrumentos que le permitan anular aquellas acciones en las que se entromete en su esfera de autonomía. Una de las críticas más de fondo al juspositivismo es la tendencia rígida del derecho. La aprobación jurídica del derecho los deja fijos, dificultando su dinamismo, su adecuación a los cambios sociales. Las modificaciones del ordenamiento jurídico tienden a ser más lentas y tardías que las que vive la sociedad misma, generándose un atraso entre la evolución de la conciencia ética de la población y la puesta al día por parte de las autoridades nacionales en su accionar legislativo. Los procesos de modificación de lo consagrado, aún cuando sea injusto, suelen ser largos y complejos, justamente porque en ellos se desarrolla un juego de poder, donde tradicionalmente el derecho ha jugado como instancia legitimadora y reproductora del satus quo. En un escenario de contraposición de éticas, aquella hegemónica, condensada en el derecho, anula a la alternativa. Una vez que el derecho está, es “sagrado”, aunque sea injusto. Lo único que debe ser considerado como criterio de justicia es lo consagrado en las normas. El problema es que el derecho invade el terreno de la ética, anulándolo. Y sin embargo los derechos tienen una dimensión ética prejurídica que debe aspirar a convertirse también en jurídica, pero

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que lo que instala es un programa político. Este programa político buscará institucionalizarse dentro de los mecanismos previstos legalmente para la creación de normas, o por fuera de ellos. El juego del poder no siempre se encauza en el orden jurídico; en ocasiones en que la institucionalidad se convierte en un obstáculo para la realización de la dignidad humana, o en un medio de opresión, hay una legitimidad ética del enfrentamiento con el orden institucional que impulsa un proceso revolucionario. Normalmente entendemos y explicamos los cambios revolucionarios, la lucha contra los paradigmas dominantes, como un movimiento social en el que prima la lucha, la sangre, el dolor y la muerte. Mohandas Karamanchad Gandhi, de quien el movimiento de los derechos humanos toma sus ideas sobre la noviolencia expresó, con clara influencia de Henry Thoreau a través de su obra “La Desobediencia Civil” que “en cuanto alguien comprende que obedecer leyes injustas es contrario a su dignidad de hombre, ninguna tiranía puede dominarle”6. Una característica de la norma jurídica es su generalidad. La aprobación jurídica de los derechos se realiza con ese carácter, por tanto, toda la población es considerada sujeto titular de derechos humanos. Al igual que en el jusnaturalismo, al generalizar se desconocen las realidades particulares de género, de edad, de etnia, de situación socio-económica, etc. La Desobediencia Civil ha marcado un antes y un después en las manifestaciones y movilizaciones sociales reivindicativas, desde las protestas obreras del siglo XIX a las feministas y de los colectivos afro o LGTB, por nombrar algunas. Estos sectores, claramente no autoidentificados con la norma hegemónica, han hecho de la práctica noviolenta una herramienta poderosa en pro de la modificación de un derecho tradicionalmente androcéntrico, autoritario, discriminador y exclusor.

El paradigma histórico-crítico deriva de la corriente dialéctica que desarrolla una mirada crítica a las posturas anteriores. Para este enfoque los derechos humanos son un todo complejo de normas jurídicas y de valores éticos que en una relación de interdependencia conflictiva, se influyen mutuamente en un proceso de cambio. Según esta concepción los derechos humanos son históricos y sociales; producto de las luchas, la movilización, el reclamo y la organización de las personas, grupos o comunidades a lo largo de la historia de la humanidad. Asimismo, entiende que todas las sociedades, de todos los tiempos, han contribuido a la creación de éticas universales, por tanto los derechos humanos son una construcción cultural. La mirada dialéctica concibe a la realidad como un todo complejo y conflictivo; entiende a los derechos humanos en tanto constructo que se estructura en el interjuego de poder entre todos los derechos y todos los actores sociales. Dicho constructo es de carácter integral, indivisible e interdependiente.

6 También puede verse la imponta noviolenta de la desobediencia civil en el movimiento de reivindicación

de derechos civiles y políticas de los colectivos afroamericanos. “[…] Llegué a comprender que lo que realmente estábamos haciendo era retirar nuestra cooperación de un sistema injusto […] Entonces pensé en la obra de Thorau Essay on Civil Disobedience. […] Me convencí de que lo que estábamos preparando para hacer en Montgomery se relacionaba en gran manera con lo que él había expresado. […] Quien acepta el mal pasivamente está tan mezclado con él como el que ayuda a perpetrarlo. Quien acepta el mal sin protestar, realmente está cooperando con él. […] Un hombre recto no tenía más alternativa que negarse a la cooperación en un sistema injusto” LUTHER KING, M.; Un sueño de igualdad; Ed. Los libros de la Catarata, Madrid, 2001; p. 19.

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Los derechos humanos como construcción multidimensional

La dialéctica a través del enfoque de la teoría de la complejidad7 propone un abordaje conceptual que asuma la totalidad, distinguiendo la multiplicidad de nexos y relaciones entre las partes que componen ese todo (MORIN, E., 1994).

Así, en la comprensión del todo integral de los derechos humanos es posible distinguir al menos tres dimensiones yuxtapuestas: la ética, la política y la jurídica.

Sostener que “los derechos humanos se afirman frente al poder público” (Nikken, P., 1994: 19) implica la existencia de una idea de relación entre dos sujetos, uno activo y otro pasivo, uno que tiene una facultad y otro que debe respetarla. El

sujeto activo, titular de la facultad, es la persona humana y el sujeto pasivo, obligado –frente a quien se hace valer el derecho- es el Estado o el poder público. La persona se ubica frente al Estado, y es allí donde surge la dimensión política de los derechos humanos, que entiende a los derechos humanos en tanto recursos para combatir la opresión política. La historia da cuenta de múltiples luchas sociales frente al poder estatal para desterrar prácticas vulneradoras de la dignidad humana y por la búsqueda del reconocimiento, el respeto y la garantía de los derechos humanos.

Estos hechos que vulneraron los atributos inmanentes a la persona fueron la causa de conflictos entre los particulares y la autoridad, siempre en la búsqueda por obtener el reconocimiento, respeto y garantía de los derechos del individuo y de limitar o restringir las conductas o actuaciones de la autoridad contrarias a los mismos. Por ello el número de derechos humanos ha ido en aumento a través del tiempo, al punto en el cual llegamos a un estadio en su evolución en el que se hace mención de generaciones de derechos humanos –que desde la perspectiva de derechos solo es aceptable a los efectos instrumentales de explicar los procesos históricos en el reconocimiento, y se señala el carácter progresivo de tales derechos.

Hay quienes sostienen que el poder público no es el único obligado frente a las personas; también los sujetos particulares –individuales o colectivos- pueden ser sujetos pasivos, obligados a respetar y por ende a no violentar los derechos de otros y otras: ”A medida que el entorno social, las valoraciones colectivas y la experiencia fueron mostrando el riesgo de otras violaciones posibles emergentes de hombres y grupos situados fuera del perímetro del poder estatal, vino a resultar exigua la afirmación de los derechos exclusivamente frente al Estado, y se hizo menester imaginar su proyección frente –además– a otro sujeto pasivo que, latamente, podemos abarcar globalmente en el vocablo los Particulares, o los demás hombres. Y allí aparece, entonces, la concepción que se denomina ambivalencia de los derechos: los derechos personales son ambivalentes porque valen (o son oponibles) frente a un

doble sujeto pasivo: 1) el Estado, y 2) los particulares (o los otros hombres)” (BIDART

7 La teoría de la complejidad busca abordar al universo como un todo, más allá de la suma de sus partes,

a la vez que dar razón de cómo sus componentes se entrelazan produciendo nuevas formas en clara contraposición a la perspectiva tradicional positivista que fragmenta las partes del todo complejo con la consecuente incapacidad de ver sus conexiones.

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CAMPOS, G., 1991: 13). Sin embargo, si bien tanto el Estado como los particulares deben respetar y reconocer los derechos humanos, es el poder público quien está obligado a garantizarlos, por lo cual debe crear mecanismos apropiados para prevenir situaciones de violación y de ocurrir tales hechos, debe velar porque existan y sean eficaces los mecanismos y procedimientos que permitan la reparación ante el daño causado. “La nota característica de las violaciones a los derechos humanos es que ellas se cometen desde el poder público o gracias a los medios que este pone a disposición de quienes lo ejercen. No todo abuso contra una persona ni toda forma de violencia social son técnicamente atentados contra los derechos humanos. Pueden ser crímenes, incluso gravísimos, pero si es la mera obra de particulares no será una violación de los derechos humanos” (NIKKEN, P., 1994: 9). Este postura enfatiza el especial rol de garante que caracteriza al Estado, lo cual tiene sentido para que no se desdibuje su rol y para no tribializar el discurso de derechos humanos alejándolo de las posibilidades efectivas de acceso a la justicia. A modo de ejemplo, en el caso de la violencia doméstica, si bien son particulares quienes cometen el delito, en virtud del incumplimiento de sus obligaciones derivadas del reconocimiento del derecho de las personas a su integridad física y emocional, se puede atribuir al Estado una violación de derechos cuando ante estos casos no adopta medidas para hacer efectiva la protección de las víctimas (o posibles víctimas) frente a este fenómeno.

Al respecto del debate sobre las obligaciones del Estado y los particulares en materia de derechos humanos, cabe puntualizar que mientras una postura conservadora antepone las obligaciones del Estado como derivadas de un orden natural o religioso, donde los ciudadanos están sometidos a una autoridad incuestionable que defiende ese orden, en la perspectiva de derechos humanos el orden, que es de carácter racional y se estructura por el reconocimiento de derechos, es co-construido por la asociación política que se articula a partir de la consagración de los mismos; de este orden derivan en consecuencia las obligaciones.

Siguiendo la propuesta de análisis complejo, el todo de los derechos humanos contiene también un nexo estrecho entre las dimensiones ética y jurídica. En el fundamento éstas se entrelazan de modo tal que permiten conceptualizar que los derechos humanos son normas, instrumentos jurídicos con una base ética: “…lo jurídico tiene una ascendencia moral, una filiación ética, de la cual se contagia o, en otros términos, que el fundamento ético penetra en la esencia de lo jurídico. En suma, los derechos humanos tienen un fundamento jurídico que el derecho toma de la ética…” (BIDART CAMPOS, G., 1991: 68).

Así, “los Derechos Humanos constituyen un «ideal común» para todos los pueblos y para todas las naciones por lo cual se presentan como un sistema de valores (…) En esta condición axiológica de los Derechos Humanos, cabe distinguir al menos tres efectos de indudable importancia: que los Derechos Humanos orientan al orden jurídico; que ejercen una función crítica sobre el orden existente; que implican la existencia de condiciones socio-históricas distintas a las que ofrece el orden existente para que su cumplimiento se haga efectivo. En otras palabras, que proponen una utopía” (SORONDO, F., 1988: 7).

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Estos valores que expresan el núcleo de la dignidad humana son los que guían

el orden jurídico que la protege; sin embargo su plena realización requiere simultáneamente que la norma reconozca los derechos y que ante el eventual incumplimiento el/los titulares puedan recurrir a través de ella frente al Estado.

La evolución del orden jurídico ha implicado la progresividad en la incorporación de los derechos humanos al Derecho positivo en múltiples categorías normativas que van desde las constituciones estatales (constitucionalización de los derechos humanos), las leyes que desarrollan los principios constitucionales (legalización de los derechos humanos), a los convenios internacionales suscritos por los Estados y los tratados o acuerdos internacionales de protección, garantía y defensa de los derechos humanos (internacionalización de los derechos humanos). Sin embargo como fuera dicho, el orden jurídico es insuficiente para la realización efectiva de la dignidad humana. El orden político institucional de los derechos humanos que es una poderosa herramienta para disuadir o frenar pretensiones de particulares de establecer su dominio de acuerdo a sus propios intereses (imaginemos el típico caso de una empresa transnacional que quiere instalar su emprendimiento en territorio ocupado por una comunidad rural) en realidad es inocuo si no está constituido como subjetividad de los sujetos de derecho (por ejemplo la comunidad afectada, a través del reconocimiento y la internalización del derecho a conservar el patrimonio del territorio donde producen la vida, y por ende con un fuerte sentido de identidad). El ejercicio de los derechos se vive en las interacciones cotidianas entre las personas, y solo la conversión ética a partir del compromiso con la dignidad de todos los otros y las otras, puede hacer efectiva la realización de los derechos.

3- La perspectiva de derechos humanos: legitimidad del discurso y de la institucionalidad

La dimensión del poder es central en el análisis de los derechos humanos en tanto atraviesa, de una u otra forma, todo relacionamiento humano. Mediante un acto de poder un actor individual o colectivo logra imponer a otro/s una construcción de sentido que no le/s es propia. Esta imposición implica la “objetivación” de la/s persona/s en función del interés de quien ejerce el acto de poder y también el empleo de la coerción,

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sea esta física o simbólica, pudiendo afectar incluso la propia capacidad de construir sentidos propios (WILLAT, F., 2003).

Es este acto no recíproco, unidireccional, el que estructura todas las relaciones de

dominación, aún cuando éstas estén normalizadas a través de un discurso que las legitima y reproduce. La historia de la humanidad da cuenta de cómo esta concepción autoritaria sobre el poder ha estructurado un orden social polarizado entre quienes dominan y quienes son dominados. Así, en pares dicotómicos, unos sujetos individuales y/o colectivos se colocan asimétricamente por sobre otro/s, creando además los mecanismos de legitimación a través de los cuales se consolida, profundiza y reproduce el orden injusto establecido. Las luchas sociales y populares en torno a los derechos humanos han visto cómo progresivamente los colectivos dominados y oprimidos reivindican sus propias construcciones de sentido en clave de dignidad. No es casual que el ámbito internacional de los derechos humanos haya incorporado en forma progresiva aquellos instrumentos que protegen los derechos específicos de colectivos vulnerables o en posición de “minoría” aunque éste sea, como en el caso de las mujeres, un colectivo mayoritario. “La perspectiva de los derechos humanos es la expresión de la resistencia a ese orden, es la expresión de las luchas por recuperar la dignidad humana de los sometidos, es la expresión de la lucha por la desconcentración del poder, de la lucha por su redistribución para que cada quien pueda desarrollar su proyecto autónomo de vida, su propia construcción de sentido. Los Derechos Humanos expresan el conjunto de condiciones que hacen posible ese desarrollo pleno de la autonomía y además extienden la condición humana explícitamente a todos a quienes les ha sido negada desde los discursos de dominación” (WILLAT, F., 2003: 2). La perspectiva de derechos humanos se entiende en tanto proyecto político de transformación de las instituciones y las acciones del Estado en aras de su plena realización, dotándolo de racionalidad de la defensa como forma de prevenir e impedir la racionalidad de la dominación. Así es que busca dotar a la ciudanía –con especial énfasis en aquellos colectivos vulnerables- de aquellas herramientas de exigibilidad para que el Estado cumpla sus obligaciones en materia de derechos humanos. Estas obligaciones son: a) respetar, lo cual implica que el Estado no puede interferir en el disfrute de los derechos humanos ni fomentar que otros interfieran; asimismo debe buscar la satisfacción de los derechos humanos de las personas individuales o colectivas tomando en cuenta su identidad (cultural, social, sexual, de género, etc.), así como sus necesidades y deseos; b) proteger, lo cual implica que el Estado debe prevenir que los derechos de la población sean violados o restringidos por la acción de terceros; c) asegurar un mínimo esencial para el disfrute de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales; asimismo, el Estado debe asegurar la satisfacción de los niveles esenciales de cada uno de los derechos, aún en períodos de limitaciones graves de recursos; d) promover, lo cual implica que el Estado debe elaborar y desarrollar políticas públicas de corto, mediano y largo plazo encaminadas a garantizar el respeto, la protección y la garantía del goce de los derechos humanos; e) establecer y cumplir con los objetivos de progresividad, esto es, que el Estado debe demostrar que no sólo está garantizando un mínimo, sino que está caminando hacia el cumplimiento de metas más ambiciosas en cuanto los derechos humanos; f)

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adoptar medidas inmediatas, lo cual implica que en un plazo razonablemente breve, a partir del momento mismo de ratificación de los pactos, el Estado deben adoptar medidas consistentes, en actos concretos y deliberados, orientadas lo más claramente posible hacia la satisfacción de la totalidad de los derechos humanos; g) satisfacer de manera plena el disfrute de los derechos humanos y debe adoptar todas las medidas necesarias para garantizar, a todas las personas y colectivos que se encuentren bajo su jurisdicción, la oportunidad de satisfacer adecuadamente las necesidades reconocidas en los instrumentos de derechos humanos, que no puedan alcanzarse mediante el esfuerzo personal; h) sancionar los delitos cometidos por servidores públicos o personas; i) no discriminación, lo cual implica que el Estado debe adoptar medidas especiales -incluyendo medidas legislativas y políticas diferenciales- en resguardo de grupos en situación de vulnerabilidad, así como de sectores históricamente desprotegidos; así el Estad debe evitar la creación e implementación de políticas, leyes, programas o acciones que discriminen a cualquier grupo o colectivo. 4- Antecedentes: normativa nacional e internacional y sus relaciones

Un amplio consenso internacional otorga a la educación un carácter privilegiado

para la promoción de otros derechos, dado su fin de contribuir a la formación de la ciudadanía y al relacionamiento respetuoso, inclusivo y democrático entre las personas. La educación es entendida como un derecho en sí misma a la vez que como herramienta crítica que permite analizar la realidad en su complejidad y diversidad, formando capacidades y brindando oportunidades para transformarla.

El marco jurídico para el goce y el ejercicio del derecho a la educación está

consagrado en diversos instrumentos internacionales así como en la normativa nacional.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos establece que “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos…” y que “Toda persona tiene todos los derechos y libertades (…) sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición.” Asimismo estipula que “Toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades proclamados (…) se hagan plenamente efectivos.” 8

También reconoce el derecho a la educación para toda persona sin distinción alguna, estableciendo que su objeto será “el pleno desarrollo de la personalidad humana y el fortalecimiento del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales”.9

Uruguay ratificó en 1995 el Protocolo Adicional a la Convención Americana sobre Derechos Humanos en Materia de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (Protocolo de San Salvador). El Protocolo establece la obligación de los Estados de

8 Declaración Universal de los Derechos Humanos, Artículos 1, 2 y 28.

9 Ibídem; Artículo 26.

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proporcionar una educación: orientada hacia el pleno desarrollo de la personalidad humana y del sentido de su dignidad; dirigida a fortalecer el respeto por los derechos humanos, el pluralismo ideológico, las libertades fundamentales, la justicia y la paz; que ofrezca capacitación a todas las personas para que participen efectivamente en una sociedad democrática y pluralista; favorecedora de la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones y todos los grupos raciales, étnicos o religiosos y, promotora de actividades a favor del mantenimiento de la paz10.

Otros instrumentos internacionales también definen obligaciones para los Estados en materia de educación en derechos humanos: la Convención Relativa a la Lucha contra las Discriminaciones en la Esfera de la Enseñanza (París, 1960); la Convención Internacional sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Racial(1965); el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (1966); la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer, “CEDAW” –por sus siglas en inglés- (1979); la Convención Interamericana para Prevenir y Sancionar la Tortura (1985); el Convenio 169 de la OIT sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes (1989); la Convención de los Derechos del Niño (1989); la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar, la Violencia contra la Mujer, “Convención de Belem do Pará”, (1994) y la Convención Interamericana para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra las Personas con Discapacidad (1999) 11.

La Ley General de Educación declara a la educación como derecho humano fundamental garantizado por el Estado a todos sus habitantes. El goce y el ejercicio del derecho a la educación de calidad son entendidos como bien público y social cuyo fin es el desarrollo integral de las personas, sin discriminación alguna. La educación está orientada a la vida armónica e integrada en todas sus dimensiones; su referencia fundamental son los derechos humanos consagrados en la Declaración Universal, los instrumentos internacionales y la Constitución de la República, y sus titulares de derecho son los educandos12.

Asimismo, en sus líneas transversales contempla a la educación en derechos humanos, cuyo propósito es “…que los educandos, sirviéndose de conocimientos básicos de los cuerpos normativos, desarrollen las actitudes e incorporen los principios referidos a los derechos humanos fundamentales. Se considerará la educación en derechos humanos como un derecho en sí misma, un componente inseparable del derecho a la educación y una condición necesaria para el ejercicio de todos los derechos humanos”13.

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Protocolo Adicional a la Convención Americana sobre Derechos Humanos en Materia de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (Protocolo de San Salvador), Artículo 13, inciso 2. 11

Ver documento anexo elaborado: Texto ordenado de la normativa nacional e internacional de protección al derecho a la educación en derechos humanos. 12

Ley General de Educación Nº 18.437 de 12 de diciembre de 2008, Título I, Capítulo I, Artículos 1° a 5°. 13

Ibídem; Capítulo VII, Artículo 40.

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El IIDH ha definido a la educación en derecho humanos “… como un proceso de adquisición de determinados conocimientos, habilidades y valores necesarios para conocer, comprender, afirmar y reivindicar los propios derechos sobre la base de las normas dispuestas en los distintos instrumentos internacionales en conexión con la normativa interna. Significa que todas las personas –independientemente de su sexo, origen nacional o étnico y sus condiciones económicas, sociales o culturales– tienen la posibilidad real de recibir educación sistemática, amplia y de buena calidad que les permita: comprender sus derechos humanos y sus respectivas responsabilidades; respetar y proteger los derechos humanos de otras personas; entender la interrelación entre derechos humanos, estado de derecho y gobierno democrático; y ejercitar en su interacción diaria valores, actitudes y conductas consecuentes con los derechos humanos y los principios democráticos. Entendemos este derecho a la educación en derechos humanos como parte del derecho a la educación y como condición necesaria para el ejercicio efectivo de todos los derechos humanos” (IIDH, 2002:5). La educación en derechos humanos es considerada asimismo como un eje transversal del derecho a la educación, que debería incluirse en los aspectos conceptuales, metodológicos y evaluativos tanto en la esfera de la educación formal como de la no formal.

En tanto derecho humano, el Estado tiene la obligación de materializar su goce

en al ámbito de su jurisdicción. Dicha garantía debe desarrollarse a través de la planificación y ejecución de políticas públicas: “…la introducción de esta calidad en la educación, de una manera eficaz y duradera, es una condición para dar un salto cualitativo desde la visión tradicional de los derechos humanos como un conocimiento de especialistas, hacia otra que los comprenda como un conocimiento y una práctica de vida generalizada y cotidiana de toda la población; porque en la formación de la infancia y la adolescencia como sujetos de derecho reside el futuro de la democracia y de los derechos humanos, en un escenario marcado por nuevos dramas –como la inseguridad, la profundización de las brechas sociales y la exclusión, y la difícil gobernabilidad” (IIDH, 2005: 6).

Las decisiones que compongan la política de Estado habrán de tomarse por parte del gobierno así como de las diferentes contrapartes de la sociedad civil y deberán expresarse en un plan nacional. La preparación de dicho plan implica a su vez, un conjunto de acciones y procedimientos para el establecimiento de acuerdos y la toma de decisiones sobre aspectos nodales como los objetivos, metas, contenidos, medios y recursos para su materialización. Cuanto más plural sea el proceso de planificación y más amplios sean los niveles de participación mejor será el escenario para la sostenibilidad de dicha política pública.

El compromiso de los Estados de “elaborar un plan de acción nacional para la educación en la esfera de los derechos humanos” puede rastrearse en la Resolución sobre el Decenio de las Naciones Unidas para la educación en la esfera de los derechos humanos14. Se entiende que la decisión de preparar un plan nacional de educación en derechos humanos es también un indicador del grado de comprensión

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Ver Resolución A/RES/49/184 del 6 de marzo de 1995 que acogió el Plan de Acción del Decenio: 1995-2005.

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que un Estado ha interiorizado acerca de la importancia de educar en derechos humanos, tarea que debe desarrollarse progresiva y constantemente. Un plan es además un recurso valiosísimo para organizar, coordinar, articular, complementar, desarrollar y profundizar las acciones educativas que bajo la iniciativa local, regional y/o nacional pudieran estarse llevando a cabo de forma dispersa y/o fragmentada. Esta organización permite además la distribución de responsabilidades –cualquiera sea su índole- entre los diversos actores nacionales. Asimismo es una línea de base a partir de la cual dar seguimiento al grado de progresividad en la materialización del derecho, permitiendo la retroalimentación evaluativa.

Según las Directrices del Alto Comisionado para la elaboración de planes

nacionales de acción, “Los planes nacionales contribuyen a: a) Establecer o fortalecer instituciones y organizaciones nacionales y locales en pro de los derechos humanos; b) Adoptar medidas para establecer programas nacionales de promoción y protección de los derechos humanos, en atención a las recomendaciones formuladas por la Conferencia Mundial de Derechos Humanos; c) Evitar las violaciones de los derechos humanos, que tienen consecuencias ruinosas desde los puntos de vista humano, social, cultural, ambiental y económico; d) Identificar a los miembros de la sociedad que actualmente se ven privados del goce pleno de sus derechos humanos y velar por que se adopten medidas eficaces para remediar su situación; e) Crear un entorno que propicie una respuesta amplia a los rápidos cambios sociales y económicos que, de otra manera, podrían provocar caos y desajustes; f) Promover la diversidad de las fuentes, los enfoques, las metodologías y las instituciones respecto de la educación en la esfera de los derechos humanos; g) Ampliar las oportunidades de cooperación en las actividades de educación en la esfera de los derechos humanos entre los organismos gubernamentales, las organizaciones no gubernamentales, los grupos de profesionales y otras instituciones de la sociedad civil; h) Subrayar la importancia de los derechos humanos en el proceso de desarrollo nacional; i) Prestar asistencia a los gobiernos para que cumplan los compromisos que han contraído anteriormente respecto de la educación en la esfera de los derechos humanos con arreglo a instrumentos y programas internacionales, como la Declaración y Programa de Acción de Viena (1993) y el Decenio de las Naciones Unidas para la educación en la esfera de los derechos humanos (1995-2004)” (IIDH, 2005: 12).

5- Producción de subjetividad y política educativa: el sujeto de derechos en la educación

La educación en derechos humanos tiene como finalidad fundamental la formación del ser integral, concebido como sujeto de derechos y respetuoso de los ajenos. Las implicancias de esta intencionalidad atraviesan a todo el sistema educativo en aspectos tan diversos como la currícula, las instituciones y sus prácticas –incluyendo la

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evaluación y la disciplina-, las relaciones entre los múltiples actores de la comunidad educativa y las de ésta con otros exteriores a ella.

El ser humano es un ser complejo y en permanente transformación y construcción; un ser integral, multifacético, condicionado y, al mismo tiempo, con capacidad de transformar; “disciplinado” y simultáneamente poseedor del libre albedrío.

Tradicionalmente las sociedades occidentales al momento de conceptualizar al ser

humano, lo hacen desde una perspectiva básicamente racional y, por lo tanto, el énfasis al actuar se concreta en este plano. Esta es una visión fragmentadora de la persona. Lo racional, lo intelectual es sólo una dimensión de la vida humana y social. Existen otros aspectos que inciden en nuestras actitudes, en nuestra toma de decisiones. La dimensión subjetiva es determinante en la interacción humana y es imprescindible tomarla en cuenta cuando pensamos en educación y en derechos humanos. Estos dos conceptos están estrechamente relacionados entre sí y se implican mutuamente. No cualquier forma de educación contribuye a la formación de un ser integral, es decir, una persona capaz de disfrutar de sus derechos. Tomar en cuenta la subjetividad implica partir de la relación dialéctica entre dos planos, el de la estructura social y el psiquismo individual, pero sin priorizar alguno de ellos.

La condición de sujeto de derecho se asocia tradicionalmente a la necesidad de una norma que lo reconozca, que otorgue titularidad de derechos y deberes en el contexto de las relaciones jurídicas. La positivización del sujeto de derecho suele complementarse con el ejercicio activo del desarrollo de la conciencia, en tanto elemento indispensable para conocer el marco de Derecho que rige el orden jurídico de su país, así como también sus derechos personales. De igual modo lo es para ejercerlos y defenderlos. Sin embargo, pareciera que estas dimensiones que son sin lugar a dudas muy importantes, no son suficientes.

Resulta evidente que más allá de la intención con la que se produzca el análisis crítico de la realidad, si la perspectiva de abordaje anida en la exclusiva racionalización y objetivación, descartando la dimensión de la subjetividad, no devolverá sino un resultado fragmentado y fragmentador del mundo y del ser humano. Se trata del indispensable impulso hacia una ruptura ética y epistemológica que promueva tanto la incorporación de aquellas dimensiones controladas e ignoradas desde una ética dominante, autoritaria y excluyente, así como los modos inclusivos e integradores para el conocimiento de la realidad. Todo ello tomando en cuenta que esas miradas fragmentadoras y exclusoras permean las estructuras sociales y nuestras subjetividades como una suerte de “colonización” de nuestras mentes, nuestras instituciones y nuestra sociedad, pero en igual modo los seres humanos estamos atravesados de un multiplicidad de miradas y sensibilidades alternativas.

La subjetividad se entiende “en términos de relación dialéctica con los otros, constituida por componentes racionales y no racionales, producto y productora de una estructura social en un momento histórico dado” (GONZÁLEZ, Mª L., s/f: 1).

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La educación, como fenómeno social, forma subjetividades, configura una forma de ser del sujeto de derecho. De ahí la necesidad de profundizar la ruptura. “Educar es modificar las actitudes y las conductas. Es afectar los corazones, los estilos de vida, las convicciones. (…) No podemos concebir el proceso educativo más que como una especie de empatía, de mímesis de actitudes entre ambos sujetos del proceso educativo. Y esto me lleva a sospechar que la educación siempre será una tarea de carácter ético o no será. Y no me estoy refiriendo ahora a una ética de la educación, que habla sólo de la cuestión de no simular lo que se educa, ni siquiera de la autenticidad de las actitudes que se pretende trasmitir; sino que estoy pensando en que no puede haber otra educación más que la educación ética. Por la sencilla razón de que lo que se pretende es insuflar en el corazón de los otros las actitudes que refleja mi estructuración personal sobre la columna vertebral de los derechos humanos. Se darán cuenta de que esto no es racional. Entender la educación-ética de esta manera es absolutamente arracional. La prueba de esto es que la transgresión ética nunca podrá considerarse como un fallo de la razón, o como de un error (si fuera así sería casi un consuelo para el educador), sino que nos suscita culpabilidad porque aparece como un alejarnos del valor defendido; aparece como una verdadera traición a sí mismo y a los demás. Educar para los derechos humanos nunca podrá quedar encerrado en el chaleco de fuerza del orden intelectual. Pertenece eminentemente al reino de la pasión” (PÉREZ AGUIRRE, L., 1991:1).

Ser sujeto de derecho entonces, trasciende lo meramente jurídico, por cuanto la formación de uno/a mismo/a y del otro/a como sujeto de derecho requiere ingresar en lo intersubjetivo. Por tal razón es válido plantearse no solo cómo ser sujeto de derecho sino también cómo sentirse y sentir al otro sujeto de derecho. Siguiendo a Pérez Aguirre, cómo vivenciarlos “desde las tripas”, cómo hacerlos propios dejando de lado los discursos estereotipados que todos y todas tenemos internalizados para pasar a actuar sentidamente nuestras teorías.

Una educación que involucre la subjetividad y no solamente la racionalidad, necesita mirar críticamente el vínculo que se genera entre las personas involucradas en el acto educativo ya que la subjetividad se construye en relación con otros/as dentro del marco de una estructura social. En el ejercicio de reflexionar sobre el vínculo, es central tener en cuenta el elemento del poder en sus facetas institucional y personal.

Sin ignorar el poder instituido, es fundamental observar cómo cada quien de

nosotros/as ejerce ese poder en relación a nosotros mismos y en relación a los otros/as. El poder no es un elemento meramente racional sino que, más o menos conscientemente, está atravesado por la subjetividad. Nuestros sentimientos inciden directamente en el ejercicio que hagamos del poder. Ya sea, en búsquedas democratizadoras, en ejercicios autoritarios, en indiferencia o en sumisión. El quid es entonces la concepción que tengo sobre el otro/a, desde qué lugar lo construyo. “Educar en los derechos humanos será entonces un proceso de adquisición de una nueva identidad a través de una figura humana que los encarna de alguna manera, de un ejemplo, de alguien que se planta ante el otro y su mera presencia es un desafío permanente a ser más. Y no a ser más sabio, más artista, más ilustrado, sino más humano (…) insuflar una actitud en el otro es algo más que añadirle al sujeto nuestra

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propia opinión valorativa acerca de algo o de alguien. Hacer asumir a otro una actitud es conmoverlo amplia y profundamente mediante la asunción en simpatía de todos los presupuestos y las implicancias de ellos que pertenecen al todo. Pretender que se asuma una nueva actitud en el educando (o en el interlocutor) supone implicarse de tal manera y tiene el montón de consecuencias para ambos que de alguna manera supone hacer una seria y profunda mutación en nuestra y en su concepción de la realidad. Es como un proceso de conversión porque conlleva la encarnación en el otro de mi supone desalojar la axiología preexistente que generalmente está profundamente enraizada en el corazón del otro. Por eso sólo se logra desde un fenomenal acto de amor (…) Educar es eso, hacernos y convertir a los demás en vulnerables al amor” (PÉREZ AGUIRRE, L., 1991: 2). 6- La pedagogía de los derechos humanos

En la introducción de este trabajo se hizo un breve racconto de los orígenes de la educación en derechos humanos. Cuando las prácticas pioneras de los años 80 timoratamente ensayaban propuestas, lo hacían bajo el convencimiento de que para la defensa y la materialización de los derechos humanos no era suficiente la labor denodada de los abogados. Las acciones legales no eran suficientes para dar respuesta a un cúmulo de vulneraciones. Por eso resultaba tan necesario transformar a la educación, tanto formal como no formal, en una herramienta privilegiada para promover la integralidad de los derechos.

El hecho de que los derechos humanos estén reconocidos en un cúmulo de instrumentos nacionales e internacionales no es óbice para que aun en la actualidad, más de 30 años después, los sectores más vulnerados y empobrecidos los desconozcan. ¿Esto quiere decir que la educación en derechos humanos no es la herramienta adecuada? Absolutamente no. Lo que sí debemos tener en claro es que la educación por sí sola no puede solucionar problemas estructurales y de gran complejidad como la pobreza, la exclusión o la violencia. No obstante, no se debe minimizar o descartar el papel significativo de la educación hacia la democratización de las sociedades ya que en verdad, en educación los resultados solo son constatables en términos de proceso.

Educar para la dignidad y la libertad

Los avances durante las tres últimas décadas han sido considerables: desde la

incorporación de los contenidos de derechos humanos a la currícula oficial, a los procesos para dotar al Estado de una institucionalidad atravesada por la perspectiva de derechos humanos. El desafío se complejiza pues una vez incorporada la formalidad, debe evitarse que el potencial transformador de los derechos humanos no quede atrapado en la cultura institucional de fuerte tendencia racional, retórica, abstracta, ostensiva y declarativa, que inhibe -cuando no bloquea- el cariz emancipador de la propuesta.

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La educación en derechos humanos tiene como intención central el cambio personal y social. Por tal razón está centrada en la persona que aprende, en tanto ser activo, cooperativo, solidario y social. El propósito de esta pedagogía es el empoderamiento15, entendido también como expresión de la soberanía popular16 hacia la producción de la vida en clave de dignidad.

La pedagogía de los derechos humanos incentiva procesos de concienciación a

través de la educación para el ser integral – sujeto de derechos, y por tal razón promueve rupturas con los modelos tradicionales de abordaje del conocimiento y transformación de la realidad. Se trata del desarrollo de procesos de autorreflexión sobre el propio espacio y las propias circunstancias, a partir de los cuales las personas se asumen y son asumidas por los otros y las otras en tanto actores y autores promotores del cambio individual y social. En palabras de Paulo Freire “la educación verdadera es praxis, reflexión y acción del hombre sobre el mundo para transformarlo” (2000: 23).

La construcción de la dignidad está directamente relacionada con la capacidad de

desarrollar y producir la vida integralmente. Esto es bien distinto a lo postulado por el pensamiento único que asocia desarrollo con abundancia y libertad con riqueza. Se trata de un desarrollo entendido como proceso de expansión de libertades reales a partir de la lucha por la transformación de todas aquellas fuentes que privan o cercenan las libertades de las personas. De ahí lo fundamental de

, los stransparencia y de seguridad protectora, puesto que son componentes constitutivos del desarrollo, a la vez que un indicador fundamental para dar cuenta de cuán desarrollada es una determinada sociedad. El desarrollo entonces, no está vinculado a los indicadores económicos, a la posesión de riqueza o de una economía estable. Más bien tiene que ver con aquellos aspectos que mejoran la vida y las oportunidades para vivirla en dignidad (SEN, A.; 2000).

Por eso la libertad es un fin primordial a la vez que el medio principal para el

desarrollo. De ahí su doble rol: constitutivo e instrumental. fundamentales tienen

para la dignificación de la vida humana con la forma en que los derechos y las oportunidades influyen para expandir la libertad de las personas y por tanto promover el desarrollo. El papel instrumental de la libertad se refiere a la forma en que contribuyen los diferentes tipos de derechos y oportunidades a expandir la libertad de las personas en general y por lo tanto, a fomentar el desarrollo. El quid de la libertad

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Concepto que alude al proceso de fortalecimiento de las capacidades de una persona o un grupo para impulsar cambios positivos de índole personal o social. Tiene su origen en la pedagogía de Paulo Freire. Rowlands (1997) señala tres dimensiones del empoderamiento: a) la personal, como desarrollo del sentido del yo, de la confianza y la capacidad individual; b) la de las relaciones próximas, como capacidad de negociar e influir en la naturaleza de las relaciones y las decisiones, y c) la colectiva, como participación en las estructuras políticas y acción colectiva basada en la cooperación. 16

En el sentido procedimental propuesto por Habermas (1994) , esto es como el conjunto de procedimientos que garantizan una formación deliberativa y racional de la opinión y la decisiones públicas

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como instrumento está en el hecho que los diferentes tipos de libertainterrelacionados y un tipo de libertad puede contribuir a aumentar otros.

La opresión, la pobreza y la exclusión son consecuencia de la carencia de

libertades y de todas ellas la más deficitaria es la política, que no es otra cosa que la capacidad de decidir sobre el propio proyecto de vida. Si una política pública se desarrolla sin garantizar las oportunidades para que sus destinatarios amplíen sus libertades, generando y garantizando los espacios, los formatos y los mecanismos para “canalizar las demandas” y/o “amplificar las voces”, la participación no será otra cosa que un pseudo ejercicio y el resultado, una forma más de disciplinamiento y control social.

La educación en derechos humanos es un proyecto político y como tal se propone

brindar capacidades y oportunidades para intentar transformar el orden injusto. Educar para la participación

La participación es un derecho humano fundamental y una poderosa herramienta política de la democracia. Tradicionalmente los derechos políticos suelen limitarse a “la política” entendida ésta como la lucha por el poder. Esta concepción simplificadora reduce la participación al campo de los asuntos electorales. Sin embargo una aproximación integral al concepto implica entender que los derechos políticos abarcan las distintas formas de distribución del poder que permiten incidir en la esfera de lo público. Esto exige entonces una actitud y un rol proactivos, un compromiso con las ideas, las iniciativas a través de la asunción de responsabilidades hacia la toma de decisiones.

La necesidad de fortalecer la organización y la participación social atraviesa todos

los discursos políticos y sociales, en los ámbitos nacional e internacional. Sin embargo este consenso pertenece más al plano de la retórica que al de la realidad, quizás justamente debido al apego a una concepción instrumental de dichos conceptos.

Educar para la participación exige comprender la amplitud y complejidad del proceso educativo. La educación es mucho más que la educación formal e institucionalizada ya que los aprendizajes para la construcción del ser integral no pueden limitarse a un ámbito, a un formato o a un período de tiempo específicos y limitados. La educación es un proceso social permanente. Abarca una diversidad de instituciones, modalidades, interrelaciones y prácticas, desarrollándose a lo largo de toda la vida.

Para que la participación se convierta en un instrumento político debe ser significativa y auténtica. Esto significa que debe involucrar a todos los actores, diferenciando y coordinando sus roles. Al igual que la educación, no puede quedar circunscripta a espacios, tiempos y formatos limitados. Debe promoverse e instrumentarse desde el aula hasta la política educativa, dentro y fuera de las instituciones educativas, en los aspectos administrativos, políticos, relacionales y también en aquellos vinculados con

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el quehacer educativo cotidiano: el aprendizaje, la disciplina, y la evaluación. “La participación ciudadana en las decisiones y acciones de la educación no es un lujo o una opción: es condición indispensable para sostener, desarrollar y transformar la educación en las direcciones deseadas. Es un imperativo no sólo político-democrático (derecho ciudadano a la información, a la consulta y a la iniciativa, a la transparencia en la gestión de lo público) sino de relevancia, eficacia y sustentabilidad de las acciones emprendidas. Porque la educación y el cambio educativo involucran a personas y pasan, por ende, por los saberes, el razonamiento, la subjetividad, las pautas culturales, las expectativas, la voluntad de cambio y el propio cambio de personas concretas. Lo que se ahorra en tiempo, en recursos y en complicaciones al obviar a las personas y sus organizaciones, se paga en inadecuación de las ideas propuestas a las realidades y posibilidades concretas, en incomprensión, resistencia o, peor aún, apatía, de quienes están llamados a apropiarse y a hacer” (TORRES, R.; 2007: 12). Educar en y para el conflicto

Los seres humanos somos diversos y vivimos en un mundo también diverso. Convivir en la diversidad es convivir con el conflicto. La asociación del conflicto como algo negativo a lo que por ende debemos eludir, lejos de permitirnos interpretar la realidad desde una perspectiva problematizadora y compleja, polariza aquello que intentamos conocer en “lo bueno” y “lo malo”.

El conflicto es inherente al ser humano pues las personas somos seres sociales

que interactuamos permanentemente con otros y otras y la diferencia de intereses, opiniones, necesidades, es consustancial a nuestra esencia. La diversidad y la diferencia son un valor; la convivencia en un mundo plural, desde la cooperación y la solidaridad es sin lugar a dudas una fuente fundamental en el proceso de construcción del ser integral-sujeto de derechos.

Sólo a través del conflicto con aquellas estructuras injustas y aquellas personas o

grupos que las promueven y sostienen podremos avanzar hacia modelos mejores y más justos. El conflicto es en esencia el motor del cambio social. La educación en derechos humanos propone aprender a enfrentar y resolver constructivamente los conflictos, esto es, desde la noviolencia17.

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“Escribo la palabra noviolencia sin separarla (no violencia) y sin guión (no-violencia). La razón principal, que no es un mero capricho semántico, es la de explicitar con total claridad que la opción noviolenta no supone una mera negación de la violencia directa, sino un proyecto positivo de transformación radical de la sociedad y de nosotros y nosotras mismas. También quiero aclarar que no es lo mismo no ser violento que ser noviolento, que es una actitud de vida y una forma de actuar, con coherencia entre el fin y los medios. La noviolencia es estilo de vida, es forma de resolver conflictos y estrategia política. Busca promover una sociedad cuyos pilares son la justicia y la libertad. No se limita a las relaciones interpersonales, sino que toma en cuenta las relaciones sociales y políticas. Noviolencia no es sinónimo de pasividad, todo lo contrario. Una de las numerosas ventajas que tiene la noviolencia activa es que tiende a cambiar las reglas del juego y hacer que el adversario se descoloque con una respuesta que no espere. Esto requiere por supuesto ejercer mucho la imaginación, la creatividad. La lucha noviolenta permite asimismo la participación de todas y todos, y no solo de una minoría, generalmente masculina y joven, como suele ser en las luchas violentas. Respeta la persona del

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adversario: es la búsqueda de métodos y técnicas de lucha compatibles con el amor, con el respeto a la ética y a la verdad” (DE WANDELAER, J.: 2005)..

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