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EL CIELO SOBRE NOSOTROS

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EL CIELO SOBRE NOSOTROS

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En la narrativa peruana, la selva ha tenido poca presencia, aunque existen algunas novelas notables ambientadas en ese territorio. Las más reconocidas son, sin duda, La serpiente de oro, de Ciro Alegría, y La casa verde, de Mario Vargas Llosa.

El pasaje que a continuación presentamos nos ubica en un ficticio pueblo del Oriente peruano, a mediados del Siglo XX. Ahí, en un hospital, se desarrolla una peculiar historia de amor entre una enfermera (la señorita Soria) y un enfermo de tuberculosis, el polaco Juan Siélac.

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Es un amor triste y sin futuro que los protagonistas viven con la mayor dignidad posible, solos y encerrados en “la Siberia” (la zona de aislamiento del hospital), pero generando todo tipo de rumores y comentarios.

Finalmente, el polaco mueres y se sospechaba que la enfermera lo había asesinado y que planeaba también suicidarse ante la imposibilidad de continuar su amor en esta vida.

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En este pasaje, el policía observa atentamente las nubes y el siempre cambiante cielo de la selva, mientras esperaba la llegada de la enfermera, a quien interrogará sobre la muerte del polaco.

Más que el calor opresivo o los mosquitos o la vegetación, era la lluvia lo que, después de casi dos años en el pueblo, lo seguía fastidiando. Más incluso que el cielo nocturno, negrísimo y casi al alcance de la mano, inundado de estrellas, que lo había deslumbrado la noche de su llegada.

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Quizás fuese que el calor no dejaba nunca de acosarlo, que lo perseguía dondequiera que se refugiase, que se le metía debajo de las ropas, adhiriéndose al cuerpo como una miel espesa que lo fermentaba todo: alimentos, sudor, agua, aire, incluso; y que los insectos, también omnipresentes e indeseables, no solo lo agredían con sus picaduras, sino con su mismo aspecto de pequeños monstruos, criaturas que hacían su minúscula labor de zapa a la vista o secretamente, en la oscuridad, apenas dejándose oír, incansable y ciertamente malignos.

Y que en cambio, la lluvia era siempre deseada y llegaba anunciándose largamente, estableciendo sus ritos y ritmos y propiciando que él desplegara los suyos, proponiendo casi y un encuentro amoroso, y que fuese a la vez atmósfera y materia, prisión y libertad, pues uno podía guarecerse de ella o sumergirse en su regazo; o quizás porque la lluvia simbolizaba para él algo más que eso y desde el comienzo lo sintió como una llamada que venía de lo profundo, oscura pero con la que le resultaba posible sintonizar algo que lavaba y nutría al mundo y dejaba el aire limpio y a él también lo lavaba (…)

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Así que hubiese podido llevar un registro de todas las lluvias que había gozado. Desde el principio había aprendido a distinguirlas y ahora sabía con certeza cuándo iba a llover y qué tipo de lluvia se venía: las nubes negras, apelotonadas como fardos hasta lo más alto del cielo, prometían tormentas con relámpagos y truenos; las grises y de perfiles poco claros, semejantes a sábanas sucias, traían lluvias largas y monótonas.

A veces una nube solitaria, baja y errante descargaba de improviso un brevísimo chaparrón a pleno sol y seguía rauda a cometer más allá una nueva travesura, pero las nubes solían ser, más bien, pájaros de vuelo lento, que llegaban en grandes bandadas seguidas de un cortejo de vientos y anunciaban su presencia con anticipación.

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El alférez, los días que se hallaba pendiente de su arribo, abría completamente la ventana del despacho, como cuando hacia demasiado calor, y con los codos se apoyaba, un poco recostado, en el amplio antepecho. En ocasiones venía a hacerle conversación Breña, pero si eran Vilca o Cascales los que se le acercaban, el alférez los despachaba con cualquier pretexto y se ponía a disfrutar a

sus anch as de la soledad.

Empezaba a prepararse no bien divisaba a lo lejos el bloque de nubes o cuando el descenso de la temperatura o una repentina oscuridad le avisaba que la lluvia era inminente, y la esperaba marcando, igual que si siguiera los pasos de un programa, cada uno de los momentos se su llegada: los truenos que se adelantaban rodando como piedras gigantes.

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El paso apurado por la plaza de alguien que no quería ser cogido al descubierto; los relámpagos cada vez más cercanos; el golpeteo, primero prudente, casi tímido, de unos dedos sobre el techo de calamina que de improviso se aceleraba para convertirse en un estruendo de tambores o caballos desbocados.

Si, hubiese podido llevar un registro de todas las lluvias que había conocido. Las conocía por su ritmo, su volumen, su duración, por su forma de llegar y despedirse. Antes de que cayesen, sabía si serían aplicadas o displicentes, breves como un duchazo o larguísimas, que eran las que caían desde la pesadumbre de un cielo uniformemente encapotado.

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Otras se volvían caprichosas, cambiaban de humor y por momentos se embravecían y golpeaban con furia los techos, lanzaban rápidos latigazos y luego, también bruscamente, se calmaban. Algunas se presentaban con truenos y relámpagos y eran más viento y sonido que agua, y otras eran únicamente estruendo y, a pesar de su aspecto fiero, no llegaban a descargar sino chispazos.

Al alférez le gustaban todas, pero prefería aquellas violentas, las que convocaban la multitud de ruidos del cielo, quizás porque, en el fondo, tenía el descontrol de los truenos y quería superar ese miedo, aunque solo una vez, cuando vio el verdadero color del rayo, había entrado en pánico.

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Pero la mayoría de las lluvias eran pacíficas y armaban poco alboroto. El alférez, apoyado en el antepecho, las contemplaba contra el fondo de la plaza desierta: las gotas formaban una cortina que ondulaba caprichosamente con el viento; las pomarrosas lavaban tristemente sus hojas, como avergonzadas; por la calle corrían hilillos de agua y en los baches se iban formando los charcos que después brillarían con el sol.

Le gustaba imaginarse caminando bajo la tormenta. Recién llegado, el entusiasmo que le provocó su primera gran lluvia lo llevó a bañarse en calzoncillo en la huerta, pero ahora se limitaba a ser un espectador. Los chicotazos barrían la vereda y el viento dispersaba minúsculas chispas que le picaban la cara.

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El pueblo se quedaba inmóvil, como una inmensa y plácida tortuga; la gente, refugiada en sus casas, se reencontraba consigo misma; él se fundía con el sonido del agua; con la oscuridad o con los relámpagos que en las tormentas nocturnas dibujaban raíces de luz en su lejana pizarra.

Aun si no se la veía, la lluvia reconfortaba; era agradable irse a dormir con la sensación de que ella lo protegía a uno, acurrucarse en su frescura y su sonido monótono, y todavía mejor, despertar a medianoche, sentir que el agua seguía purificando el mundo y volverse a dormir confiadamente envuelto en ella.

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El alférez se dirigió a su despacho, pero antes de que pudiera instalarse en la ventana, la tormenta se desencadenó con ferocidad. Solo por momentos se adivinaban la esquina de Chuy, la fachada de la iglesia, la calle lateral de ésta, por donde energía un bulto que el alférez al principio tomó por una ilusión óptica, por otra pomarrosa cuya imagen distorsionaba los zarpazos furiosos del agua.

Hasta que confirmó que ese bulto avanzaba encorvado, que era alguien como un paraguas que a duras penas podía defender del viento y ya más cerca por sus pantorrillas desnudas y por un resto de la falda que no se le había pegado al cuerpo, una mujer que se apuraba por el borde de la plaza, que veía hacia el puesto, directo hacia la ventana.

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Sí, la mujer cruzaba la pista sin fijarse en los charcos, plegaba el paraguas con dificultad, todavía bajo la lluvia, pro la reconoció únicamente cuando la tuvo al frente y ella se apartó los cabellos mojados de la cara, a menos de un metro e él, en el borde de la vereda, aunque en ese preciso momento no pudo recordar su nombre (…)