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El Certamen Nacional de Relato Histórico, “La Olmeda”, promovido por el Servicio de Cultura de la Diputación de Palencia, fue convocado por primera vez en noviembre de 2015. Premia los mejores trabajos literarios que fomenten el conocimiento de la Villa Romana La Olmeda (Pedrosa de la Vega. Palencia), a través del relato histórico, con el objetivo de despertar el amor por la Antigüedad Clásica. Al mismo tiempo, se busca favorecer la educación de la cultura clásica en la sociedad actual y la creación artística de sus mensajes, para desarrollar capa- cidades de expresión y comunicación profundizando en la adquisición de len- guajes por medio de la escritura, que impulsen la valoración del patrimonio cultural de la Provincia de Palencia a través de la Villa Romana La Olmeda, y el respeto por el legado cultural grecolatino. En la Sala de reuniones del Centro Cultural Provincial, a las once horas del día veinte de abril de dos mil diecisiete, se reunió el Jurado II del Certamen Nacional de Relato Histórico “La Olmeda”, presidido por la Diputada D.ª M.ª José de la Fuente Fombellida, e integrado por D.ª Carmen Fernández Caballero, Diputada de Cultura y Deporte, D. Francisco Javier Villafruela, Di- putado de Villas Romanas, D. José Ángel Zapatero, de la Editorial Cálamo, D. Gonzalo Alcalde Crespo y D. José Antonio Abásolo Álvarez en represen- tación de la Institución Tello Téllez de Meneses, D. Marcelino García Velasco, y D. Rafael Martínez González, Jefe del Servicio de Cultura de la Diputación. Actúa de Secretaria, con voz y con voto, D.ª Elena Gutiérrez Ruiz, Técnico Superior del Servicio de Cultura de la Diputación. Premio a la Mejor Adaptación Histórica de No Ficción D. Francisco Javier Guzmán Armario [San Fernando, Cádiz], ”SILENCIO”. Premio al Mejor Relato Histórico de Ficción D.ª Araceli Buey López [Agüimes, Gran Canaria], “AULO RECUERDA”. Premio Especial al Mejor Relato Joven escrito por menores de 18 años D.ª Inmaculada Palos Hidalgo [Zaragoza], “CONFIANZA Y BELLEZA”. Accésit a la Idea Creativa más original D. Manuel Lozano Tébar [Mañagón, Ciudad Real] LA MEMORIA DE AFRODITA”. Accésit a la Mejor difusión de La Olmeda D.ª M.ª Teresa Lozano Cortés [Zamora], “SINE DIE”. Agosto 2017

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El Certamen Nacional de Relato Histórico, “La Olmeda”, promovido por el Servicio de Cultura de la Diputación de Palencia, fue convocado por primera vez en noviembre de 2015.Premia los mejores trabajos literarios que fomenten el conocimiento de la Villa Romana La Olmeda (Pedrosa de la Vega. Palencia), a través del relato histórico, con el objetivo de despertar el amor por la Antigüedad Clásica.Al mismo tiempo, se busca favorecer la educación de la cultura clásica en la sociedad actual y la creación artística de sus mensajes, para desarrollar capa-cidades de expresión y comunicación profundizando en la adquisición de len-guajes por medio de la escritura, que impulsen la valoración del patrimonio cultural de la Provincia de Palencia a través de la Villa Romana La Olmeda, y el respeto por el legado cultural grecolatino.En la Sala de reuniones del Centro Cultural Provincial, a las once horas del día veinte de abril de dos mil diecisiete, se reunió el Jurado II del Certamen Nacional de Relato Histórico “La Olmeda”, presidido por la Diputada D.ª M.ª José de la Fuente Fombellida, e integrado por D.ª Carmen Fernández Caballero, Diputada de Cultura y Deporte, D. Francisco Javier Villafruela, Di-putado de Villas Romanas, D. José Ángel Zapatero, de la Editorial Cálamo, D. Gonzalo Alcalde Crespo y D. José Antonio Abásolo Álvarez en represen-tación de la Institución Tello Téllez de Meneses, D. Marcelino García Velasco, y D. Rafael Martínez González, Jefe del Servicio de Cultura de la Diputación. Actúa de Secretaria, con voz y con voto, D.ª Elena Gutiérrez Ruiz, Técnico Superior del Servicio de Cultura de la Diputación.

Premio a la Mejor Adaptación Histórica de No FicciónD. Francisco Javier Guzmán Armario [San Fernando, Cádiz], ”SILENCIO”.

Premio al Mejor Relato Histórico de FicciónD.ª Araceli Buey López [Agüimes, Gran Canaria], “AULO RECUERDA”.

Premio Especial al Mejor Relato Joven escrito por menores de 18 añosD.ª Inmaculada Palos Hidalgo [Zaragoza], “CONFIANZA Y BELLEZA”.

Accésit a la Idea Creativa más original D. Manuel Lozano Tébar [Mañagón, Ciudad Real]“LA MEMORIA DE AFRODITA”.

Accésit a la Mejor difusión de La Olmeda D.ª M.ª Teresa Lozano Cortés [Zamora], “SINE DIE”.

Agosto 2017

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Edita: Diputación de Palencia© de los textos: Sus autores© de la presente edición: Diputación de PalenciaDiseño y maquetación: Grupo Antena ComunicaciónImprime: Truyol, S.A.Depósito Legal: P-272-2017

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ÍNDICE”SILENCIO” Premio a la Mejor Adaptación Histórica de No FicciónD. Francisco Javier Guzmán Armario [San Fernando, Cádiz].

“AULIO RECUERDA” Premio al Mejor Relato Histórico de FicciónD.ª Araceli Buey López [Agüimes, Gran Canaria].

“CONFIANZA Y BELLEZA” Premio Especial Mejor Relato Joven escrito menores de 18 añosD.ª Inmaculada Palos Hidalgo [Zaragoza].

“LA MEMORIA DE AFRODITA” Accésit a la Idea Creativa más original D. Manuel Lozano Tébar [Mañagón, Ciudad Real].

“SINE DIE” Accésit a la Mejor difusión de La Olmeda D.ª M.ª Teresa Lozano Cortés [Zamora].

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SILENCIO

Premio a la Mejor Adaptación Histórica de No FicciónD. Francisco Javier Guzmán Armario

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SILENCIO

¡Psche! ¡Despierta, Odiseo! Sí, tú, no te hagas el distraído. Sé que no duermes, de modo que no finjas porque te conozco muy bien. Tú, Odiseo, hijo de Laertes, rey de Cefalonia. Tú, el más astuto de los varones y desde luego el más ambicioso. Atiende a las palabras de tu antiguo compañero de armas, que tiene algo muy importante que decir. Y deja ya de señalar el camino que conduce a Ilión. Aquella guerra quebró las piernas de muchos bravos aqueos, incluidas las mías, y ya no tiene nada que enseñarnos salvo la medida de la desmesura de los hombres. Así que deposita en el suelo esa espada que agarras con la mano y escucha mi ruego.

¡Despierta, Odiseo! ¿O tal vez prefieres que te llame por el nombre que te impusieron los romanos? ¡Despierta entonces, Ulises! Soy yo, Aquiles, hijo de Peleo, integrante de la osada compañía de los Argonautas, el más valiente de los héroes y amigo del centauro Quirón, mi maestro. Aquiles, el de la cólera aciaga y los pies ligeros, el que estaba destinado a morir joven para propiciar la ruina de la estirpe de Príamo. Aquiles, tu amigo. ¿O acaso no llevamos juntos en este mosaico desde hace muchos, muchos años?

¡Despierta de una vez! Pídele a tus secuaces Agirtes y Diomedes, si quieres, que toquen las trompetas de guerra. Como aquella vez que viajaste a Scyros, donde mi madre, Tetis, me había escondido en el gineceo del rey Licomedes, para evitar que me mataran en Troya, como había dictado la profecía. Allí me encontraste, disfrazado de mujer, entre la reina Rea y sus seis prin-cesas, ataviado con telas de vivos colores y adornado con ruidosos pendientes. Llegaste como un taimado buhonero, mostraste las preciosidades de tu género y, mientras las muchachas se maravillaban ante la visión de los frascos de perfume y los abalorios, ordenaste que tronaran los sones llamando a batalla. Yo no pude contenerme y tomé la lanza y el escudo, delatando así mi naturaleza de ser para la muerte. Y de allí partimos a Troya, al encuentro de nuestros destinos: el mío, la gloria eterna a temprana edad; el tuyo, el vagar durante años, sin rumbo, por mor del capricho de los dioses…

Despierta, Ulises, te lo suplico. ¿Acaso no oyes el silencio que se ha instalado en esta villa? Re-sulta inquietante. ¿Dónde están el señor y la señora? ¿Dónde su nutrida prole? ¿Y los colonos, adónde han ido? ¿Dónde se hallan los criados y los esclavos? ¿Y los artesanos? ¿Ya no elaboran calderos y herramientas? ¿Ya no cuecen ladrillos y tejas en el horno? ¿Por qué no suenan las ruecas? Tampoco oigo los preparativos para la caza: el ladrido de la jauría canina, el afilado de cuchillos o la puesta a punto de las jabalinas y las flechas. Al señor le encanta ir a cazar ciervos. Las cornamentas de los venados, colgadas por doquier en las paredes, testimonian sus fruc-

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II Certamen Nacional de Relato Histórico “La Olmeda”

tíferas monterías. Bien es verdad que el dominus sueña con cazar animales de países lejanos, del territorio de los mauritanos y de Numidia, o incluso de las lejanas Etiopía e India: leones, tigres, leopardos, antílopes… No le asusta cabalgar entre fieras que le acometan con sus afi-lados colmillos y que muerdan la grupa de su montura. Hasta ahora solo se ha enfrentado a jabalíes y osos. Aún recuerdo la última cacería, en la que perdió a su mejor perro, destripado por los afilados colmillos del cerdo salvaje. Cómo lloraba aquel hombre, cuánto aprecio le tenía a ese lebrel.

¿Por qué nada de eso anima la mañana?

Venga, Ulises. Acompáñame a dar una vuelta, como hemos hecho durante tantas noches des-de que convivimos en la villa, mientras todos dormían. Recorreremos la casa para comprobar qué ocurre. Algo ha cambiado. No hace mucho oí una conversación entre dos clientes del señor que venían a presentarle sus respetos en esta misma sala en la que nos encontramos. El amo aún no había hecho acto de presencia y ellos cuchicheaban sobre alarmantes aconteci-mientos que estaban sucediendo en la provincia. Oí algo sobre un ejército de bárbaros que se acercaba, godos los llamaban, una horda destructora que anunciaba el fin del mundo. Al mando de su rey Teodorico, estaban devastando la región sin mostrar piedad siquiera por mujeres y niños. Oí que el Imperio no tiene fuerza para mantener su autoridad sobre estas tierras. Ni siquiera se envía ya, desde la capital, a los recaudadores de impuestos. Oí que cada vez son más frecuentes los levantamientos campesinos y las sediciones, el bandolerismo y las tropelías de los criminales. ¿Es por eso que tal vez los dueños han marchado a refugiarse en un lugar más seguro? ¿Que todos han huido y nos han dejado solos?

Si así fuera, me costaría creerlo. No puedo imaginar esta villa sin la actividad y el bullicio co-tidianos. Desde que estamos aquí, todo ha sido un ir y venir de los moradores, una polifonía de alientos engarzados en el pergamino pautado de la vida. ¡Cuántas veces el señor lo ha pro-clamado sin ambages! “Beber y estar alegre, jugar y reír, así hay que disfrutar la existencia”. Ya no hay partidas de dados, ni brindis con el dulce vino ceretano, ni agradables jornadas en los baños, ni interminables banquetes en los comedores, incluso en el crudo invierno, cuando la calefacción del triclinium encendía los paladares y los corazones. ¿Recuerdas aquellas bandejas de ostras con las que se agasajaba a los insignes huéspedes? Ya desaparecieron las charlas sobre los briosos caballos de las cuadras de la mansión, ni tampoco se pronuncia una sola palabra sobre las bondades de corceles más rápidos que el viento. No resuenan los arreos de bronce y de hierro, ni se oye el tintineo de las finas vasijas de vidrio, ni se ve a la señora engalanada con sus sortijas, pulseras y collares con cuentas de ámbar o azabache. Aún recreo aquella tarde en que su marido le regaló un pebetero de exquisito mármol, apoyado sobre garras de león, en forma de cáliz en flor. Qué contenta se puso…

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D. Francisco Javier Guzmán Armario

Vamos, Ulises. Ven conmigo, averiguaremos qué está sucediendo. Dejemos este oecus donde el señor recibía a sus deudos, como si de un rey se tratara, y recorramos las treinta y cinco habitaciones de la villa. Tal vez encontremos a alguien que nos pueda informar sobre lo que ha ocurrido. Quizás aún quede algún habitante que se esté solazando en la frescura del jardín del peristilo, bajo la sombra de la pérgola de arbustos, arrullado por el agua de la fuente. Alguien de la familia tiene que permanecer en la casa, por fuerza. Conocemos sus caras, las dieciocho, por los retratos de los medallones que cuelgan, junto a nosotros, de los ánades-delfín. Explo-raremos el pórtico sur, subiremos a sus torres octogonales si es preciso. Preguntaremos al sátiro del mosaico de una de ellas si sabe algo. Atravesaremos las puertas flanqueadas por columnas de blanco mármol para husmear por las termas. Quién sabe, puede que allí nos topemos con alguien que se esté remojando en las piscinas de agua fría, templada o caliente, o que se halle en los vestuarios o en la sala de masajes. Incluso registraremos las letrinas, si hace falta. No dejaremos de revisar los almacenes, ni de mirar dentro de las grandes tinajas de vino y aceite, ni de echar un vistazo en las cocinas y en los confortables dormitorios, o de otear desde la imponente altura de las torres cuadradas del pórtico norte. O puede que la respuesta a este misterio la encontremos en el piso de arriba. ¡Pero, por Zeus, pongámonos en movimiento! Todo sea por conocer la razón de este silencio que se clava en mi espíritu, como se clavó en mi talón aquella aguda saeta del cobarde Paris: triste príncipe, en nada parecido a su hermano Héctor, a quien tuve el honor de vencer en buena ley y cuyo cadáver arrastré atado a mi carro en derredor de las murallas de Troya.

Acompáñame, Ulises. Abandonemos este insulso gineceo y vivamos una aventura digna de nuestros heroicos linajes. Nos bastamos y nos sobramos para enfrentarnos con éxito a esos godos. Lo siento por ti, Rea, reina de Scyros, no es mi intención despreciar tu hospitalidad. Desde que te conozco has permanecido en tu pose de digna y elegante matriarca, y siempre he recibido amables gestos por tu parte. En cuanto a vosotras, princesas, no intentéis retenerme. Yo soy un guerrero, y me debo a los rápidos barcos y al combate singular. Especialmente tú, mi querida Deidamia, mi dulce amante, con quien tantas noches de pasión he compartido. Déjame ir sin lloros ni reproches, pues aún temo que aparezca el pérfido Agamenón para arrebatarte, como una vez ocurrió con mi adorada Briseida.

¡Ea, Ulises! Muévete de una vez. Si algo haces bien, eso es moverte de un lado para otro. No quedó un solo rincón del ponto que no explorases en tus años de vagabundo, antes de regre-sar a Ítaca para tomarte la justicia por tu mano. Aquellos pretendientes, que injuriaban a tu esposa y a tu hijo mientras devoraban tu patrimonio, lo pagaron caro. ¿Acaso te asusta un leve paseo que nos sacará de dudas? Si en la casa no hallamos respuesta, saldremos de ella. Atrave-saremos la arquería de ladrillo que separa el jardín del atrio de entrada y tomaremos el camino empedrado, hasta llegar a alguno de los tres cementerios cercanos. Preguntaremos a los muer-

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II Certamen Nacional de Relato Histórico “La Olmeda”

tos, como tú lo hiciste en su día cuando se te permitió descender al Hades. Es posible que ellos nos revelen algo sobre el paradero de los señores. Si esto no funcionara, disponemos de todo el tiempo del mundo para recorrer la vega del río y sus arboledas. Sentiremos en las nucas el viento fresco que desciende de las montañas y, por un momento, creeremos estar disfrutando de las hermosas vistas que se contemplan desde las cumbres de Tesalia, mi adorado hogar.

Te confieso algo, viejo amigo. No voy a ocultar que he sido feliz en esta villa. Aquí el paso del tiempo es suave, placentero. Decidlo vosotras, estaciones, que nos habéis acompañado durante todos estos años. Hable la primavera, con su caudal de flores. Manifiéstese el otoño con sus almibaradas uvas. Y que el invierno no se oculte tras su velo y corrobore lo que afirmo. Que el verano nos muestre el poder de ese sol al que se ha rendido culto en este lugar hasta que llegaron los cristianos. Hemos asistido más de una vez a la misma escena. El dominus los recibía amablemente en el oecus, hacía como que escuchaba su mensaje de un nuevo mundo, fingía aceptar el abandono de las ancestrales costumbres, el cambiar a muchos dioses por uno solo, impostaba el rechazo de las lecturas de Homero, Hesíodo, Virgilio y Horacio para sus-tituirlas por la del sagrado Libro, juraba abandonar los placeres del baño y el banquete para entregarse a la oración y el ayuno. Él no disponía de otra opción. Si el dueño del Imperio es cristiano, tú también has de serlo. Ahí estaban los obispos, los vigilantes, para asegurarse de que se cumpliera esta máxima. Sin embargo, cuando los monjes se marchaban, el señor volvía a ofrecer libaciones a Apolo-Helios, se recreaba con la Eneida, con los masajes y el buen vino. Y, sobre todo, dedicaba largas horas a examinar, con embeleso, cada detalle del instante en que todo se detuvo en el gineceo del rey Licomedes: la empuñadura de cabeza de águila de tu espada, mi cabello cobrizo incendiado por el ansia de lucha, el uso que el ama de las princesas muestra a la reina, el gesto desesperado de mi amante, aferrada a una de mis piernas para que no me vaya…

Ninguno de mis argumentos te convence, ¿eh, Ulises? Pues entonces deja que te cuente un sueño que tuve anoche. Todo esto desaparecía, como han desaparecido los grandes reinos de la Historia. Quedábamos sepultados bajo la tierra, cubiertos por un montículo de olvido. Hubieron de transcurrir siglos antes de que, durante un verano, la reja de un arado, de ma-nera casual, reabriera la puerta a nuestro mundo. Un nuevo señor de la villa, culto y sensible, comenzó a rescatarnos con sus propias manos, y otra vez volvieron a brillar nuestros colo-res. Todos querían contemplarnos, admirarnos, comprender cómo era nuestra vida, entender nuestro pensamiento, saber cómo sentíamos… ¿Eso no te conmueve, Ulises? ¿Acaso tanta aventura te ha saturado de emociones, hasta el punto de impedirte apreciar lo que es volver a ser la luz del género humano? Porque, dime una cosa… ¿Qué sería de los hombres sin lo que les hemos aportado los hijos del Egeo y del Lacio?

Yo mismo te daré la respuesta, viejo amigo: su vida… sería el silencio.

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AULIO RECUERDA

Premio al Mejor Relato Histórico de FicciónD.ª Araceli Buey López

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AULIO RECUERDA

(I.- AULIO)

Aulius suo Catino salutem

El tiempo ha pasado rápido y silencioso desde que nos abrazamos por última vez, sospechan-do ya que era la postrera, y durante todos estos años tus cartas me han procurado gran alegría y algunas tristezas.

Esta es mi última epístola. Le dicto a Manilio, mi liberto, a quien hace mucho llamé a mi mesa, pues estas manos inútiles ya no sostienen ni martillo ni pluma.

La nave del mauro Okran –a quien dicen “el Sanabu”, que en su propio dialecto significa mentiroso, aunque él mismo lo traduce por “el justo”– ha de zarpar mañana con la primera luz desde Tinguis y en pocas jornadas arribará a Gades con su carga de marfil y ébanos.

Eso si Neptuno no le engulle al fin en esa charca, por borracho y ladrón. ¡Cuánto deseo que lo haga! Pero en otra ocasión...

Desde allí algún mercader ha de portar mi misiva hasta Emerita Augusta, siguiendo luego camino a Pisoraca. A partir de ese momento será ya la diosa Fortuna la encargada de hacértela llegar, al no contar más con la ayuda segura del cercano vicus de Saldania.

Confío así en que finalmente leas estas palabras cuando el invierno llame a tu puerta.

Según mis cálculos para entonces ya no estaré en este mundo, pero que no se encoja tu pecho, amigo, con este pensamiento, pues como sabes hace tiempo que deseo reunirme con mis manes.

Ya conversamos sobre ello una vez. ¿Lo recuerdas?

Ningún hombre alcanza la felicidad hasta que conoce su destino y lo cumple. Pues bien, así debí de nacer yo para dos cosas: ser musivario y amar a Iulia. Y ambas las he cumplido con creces.

Hace algunas noches Iulia vino a mí mientras dormía y me habló sin palabras.

Decía que pronto estaríamos juntos de nuevo y que no temiera mirar de frente a Caronte, pues ella estaba al otro lado, en el Hades, esperándome junto a mi madre. Fue un sueño dulce y extraño, pero por más que lo he deseado no se ha repetido.

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II Certamen Nacional de Relato Histórico “La Olmeda”

Desde entonces me vienen pensamientos que he de contarte. Algunos de ellos, porque pesan en mi alma.

Otros –y esos son los más dolorosos– por que son recuerdos que no llegan a ser, enturbiados como el fango ensucia el agua cuando en un arroyo el caminante se acerca con desesperación a calmar la sed.

Primero olvidé el rostro de mi madre, y luego el tono de voz y el olor de Iulia.

A veces me despierto y no reconozco mi casa ni a los siervos que me cuidan hace años. La oscuridad y el caos se adueñan entonces de mi mente.

Así que, déjame contártelo todo, antes de que me olvide de mí mismo.

¡Y tenme tú en tu memoria, pues has sido siempre como el hermano o el hijo que no tuve!

II.- SELEUKOEl maestro Seleuko, mi amo, aunque de padre sirio, era nacido en Tesalónica, como yo.

Quizás esto le llevó a pujar por mí cuando fui subastado en la catasta de Pella, en Macedonia, decidiendo de ese modo mi futuro y librándome probablemente de la mina.

Era yo sólo un púber, recién separado con violencia de los míos a causa de una deuda, y tem-blaba de pies a cabeza.

El craso Seleuko se acercó y tras examinar todo mi cuerpo, desnudo como estaba, y en especial mis manos, se dirigió a mí en griego.

–Dime, muchacho: ¿conoces algún verso del divino rapsoda ciego?

Aquella pregunta inesperada me paró los temblores de súbito. Por supuesto que sabía a quién se refería. Desde muy pequeño había aprendido, con cierto hastío, a declamar al aedo Home-ro, junto a Virgilio y Hesiodo.

De algún modo intuí que de la respuesta dependía mi porvenir.

Pasaron entonces por mi cabeza las últimas palabras que escuché de mi padre, mientras me abrazaba llorando:

–“Nunca nos olvides, hijo mío; ni olvides que naciste libre. Vive, pese a todo, hasta que puedas volver a ser libre de nuevo. Entonces nos honrarás.”

Si se trataba de vivir, como fuera viviría. Comencé a cantar, como en la escuela:

“Canta, oh, musa, la cólera del pélida Aquileo, cólera funesta por cuya causa sufrieron los aqueos infinitos males y se precipitaron en el Hades las almas de tantos y tan valerosos gue-rreros, que fueron pasto de las aves y presa de los perros. Cumplíase la voluntad de Zéus...”

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D.ª Araceli Buey López

Realmente apenas sabía de memoria seis de los veinticuatro cantos de La Ilíada, y otros tantos de La Odisea pero estos conocimientos bastaron, a juzgar por la sonrisa de satisfacción de Seleuko.

–¡Bravo, muchacho! Ahora, si quieres comer y dormir bien esta noche y los siguientes días hasta el final de tu vida, me harás caso: en lugar de fingir que sabes mucho, finge no saber nada.

De hecho, fingirás no hablar siquiera la lengua de tus padres, como si un malvado espíritu larvario te hubiera robado la memoria. Intenta también cojear un poco de este lado. Así. Si haces esto, te prometo que cuidaré bien de ti.

Cuando en la tarima comenzó la puja, el gordo ofreció por mí cien denarios. ¡Mísero precio, teniendo en cuenta que un esclavo trabajador podía llegar a costar cien mil! Otros compra-dores fueron subiendo mi valor poco a poco, pero tras un rato de frías ofertas y contraofertas, Seleuko gritó:

–¡Te doy doscientos denarios por este muchacho tonto, cojo y enclenque! ¡Y tres sestercios más que entregaré como dádiva en el templo en nombre tuyo!

Mi vendedor, harto de perder el tiempo, le contestó con sorna:

–Tuyo es el tonto, Seleuko. Pero dame a mí esos sestercios, que yo me encargaré de donarlos al templo personalmente, y en tu nombre.

Y así, me llevó con él, cojeando aún por un rato, por doscientos puercos denarios y tres sester-cios, apenas el valor de cuatro cabras secas, mientras la multitud reía. Era desde luego el sagaz Seleuko un digno hijo de sirio, pero aún más un gran hijo de fenicia.

III.- LOS MOSAICOS Y EL IMPERIOEn su oficinnus tuve desde aquel día mi hogar. Con él tuve un padre y con los otros, hermanos.

Nuestra vida fue viajar por todos los rincones del Imperio, decorando las domus y villae de los señores, quienes enfebrecían por los coloridos opus tessellatum desde que en Roma –en palabras de Juvenal– murió la pobreza.

Tras años partiendo las piedras, cargando tenazas y martillos, allanando el suelo, puliendo el mármol, preparando el mortero e instalándolo a paletadas, pasé al fin a teñir el difícil vidrio y a colocar pacientemente las hileras de teselas siguiendo fiel los paradigmas que adquiría mi amo, modelos que reproducían episodios sobre dioses y héroes, escenas de caza, marinas o palaciegas, retratos y bodegones, calendarios y zodiacos, complicadas geometrías, et caetera...

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II Certamen Nacional de Relato Histórico “La Olmeda”

Fue una buena vida, después de todo, pues aprendí mucho y estuve a menudo en la áurea Roma, en Alejandría y en Constantinopolis, Nicomedia, Milán, Tesalónica y Tréveris, donde vi incontables maravillas.

Las incomodidades poco importaron cuando no faltaban para compartir ni la risa, ni la comi-da, ni el vino aguado, ni las mujeres.

A menudo coincidíamos con otros talleres –especialmente en las grandes tareas– y de ellos aprendíamos nuevas ideas. Recuerdo que los del África tingitana siempre eran magníficos musivarios, aunque también muy celosos de sus técnicas y pendencieros.

Más de una vez tuve que apartar de la pelea a alguno de mis compañeros: Antíloco el mudo, nuestro cocinero, sastre y curandero; los hirsutos hermanos griegos Querofonte y Hermeas, encargados del trabajo duro de cantería, herraje y carpintería; Canopius el egipcio; maestro de la cal y del mortero; los teselarios y albañiles Davus, Paulus y Eudamus, quienes eran dacio, libio y tracio respectivamente; el joven Marcus, que se ocupaba de nuestro carro y mulas; y por último Aminias, con su inconfundible pelo rojo, quien era conmigo aprendiz de pictori junto al amo.

Pero sólo yo ayudaba a Seleuko con los inventarios, contratos, pagos, cartas y salvoconductos.

Creo ahora que era nuestro modo de vida -similar al de comediantes o gladiadores, siempre rodando de aquí para allá y maldurmiendo al raso o en posadas- el que nos empujaba a aho-gar en vino la añoranza de una familia y de un hogar propio.

Aunque algunos eran libertos y tenían esposa e hijos, pasaban años antes del reencuentro, pues un encargo nos llevaba a otro.

Yo en vano intenté conocer la suerte de mis padres. Jamás volví a verlos.

Por supuesto, no todo eran trabajos gloriosos; también aceptábamos contratos menores, des-de arreglar un viejo impluvium a instalar un escueto mensaje para pregonar las soleae de una tienda del foro.

A mi mente viene ahora el recuerdo de un encargo en la Campania, en la domus de un rico prestamista de Puteolli. ¿O fue quizás en Palidoro, allá en el Lacio?

Pretendía llenarla de inmensos mosaicos figurativos y polícromos, en poco tiempo y a buen precio. Tanto regateó, que finalmente el trabajo quedó reducido a la sola escena principal del triclinium.

Confieso que desde el primer instante sentí repulsa por aquel hombrecillo deshonesto, pues fue un fenator usurero como él quien había llevado a la ruina el comercio de mi padre.

Lo curioso es que a aquel cliente le era indiferente el tema a representar, mientras el trabajo estuviese terminado para las fiestas Lupercales.

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D.ª Araceli Buey López

A su joven esposa, sin embargo, le placía algun motivo báquico o de triunfo dionisíaco.

Seleuko leyó en sus ojos la codicia y el afán de propaganda, así que les ofreció una escena central digna de un magistrado, que representase a la propia pareja como Marte y Venus, mientras al fondo las ménades y sátiros celebrarían el amor con vino.

Alrededor se dispondrían diversos medallones de antepasados familiares, a modo de stemmata, cuyo linaje debía ser convenientemente maquillado, pues el cliente era un homine novi y se le sospechaba nieto de un esclavo.

Mi jefe pensaba asegurarse la ganancia reduciendo la paleta de colores y agrandando el tama-ño de las teselas. Nada de vermiculatum. Y nada de piedras especiales.

Tras acomodar el material junto a las herramientas, comenzamos con el solado y la traza y proseguimos con la medición e instalación de los cordeles y sinopias de madera que nos ser-vían de guía.

Yo acababa de ser ascendido por Seleuko a musivario supervisor, por lo que trabajaba aparte –con el pelirrojo Aminias como aprendiz– en las figuras principales, en especial los rostros de los emblemata. Para ello iba montando mi trozo en una caja encerada, y después lo trasladaba para incorporarlo a su puesto junto al resto.

Hacía esto no tanto para ganar en comodidad como en tiempo, mientras que mis compañeros se dedicaban al trabajo más rápido y de menor detalle..

En apenas un par de días de trabajo sin descanso teníamos la obra casi terminada.

Desde que iniciamos la labor, la domina –que era tres veces más joven que su esposo y tam-bién tres veces más ambiciosa– venía insistiendo en mostrarme un mosaico de su dormitorio. Repitió la invitación día tras día, sin el menor decoro.

Como quiera que la juventud trae como dones la fuerza y el valor, pero la templanza y la sabiduría son el regalo de la senectud, finalmente la acompañé hasta el gineceo, dejando atrás por varias horas tanto a la prudencia como a mis compañeros.

Ya había oscurecido cuando escuché los gritos de mi amo, llamándome y la voz chillona del possessor exclamando palabrotas del tipo que sólo se oiría en las peores tabernas del macellum o en la Suburra de Roma.

Cuando acudí –deprisa y discretamente, aprovechando la poca luz de las lucernas– supe que la causa del alboroto no era mi ausencia, sino más bien la consecuencia de ella: mis colegas habían cometido un grave error al instalar los títuli –con los nombres identificativos bajo cada uno de los retratos de los antepasados del cliente– mezclándolos todos, de modo que el señor figuraba como abuelo de su propia esposa.

Más de una risa acallada se escuchó aquella noche en medio de la discusión.

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Mi amo prometió subsanar el error, para lo que trabajaríamos hasta el amanecer sobre el he-lado suelo, descontándosenos el coste del aceite de las lámparas. Pero esto no calmó al cliente.

Seleuko pasó a contraatacar ofreciendo además una mejora gratuita: al arreglar los nombres identificaríamos al genearca con algún personaje de renombre y calidad.

Como quiera que al dominus no se le ocurría ningún nombre en concreto, uno de nosotros –probablemente fuese el imberbe Marcus– lanzó al aire:

–¡Agamenón sería perfecto!

Hubo risas y codazos por doquier. Pero el idiota nos sorprendió a todos con una gran sonrisa de beneplácito. Le gustaba la idea.

Semejante atropello a la historia no pareció preocupar a Seleuko, quien, de paso, tuvo que aclarar al comitente la identidad “del tal Agamenón”, su ilustre bisabuelo aqueo desde ese día.

Cuando ya nos íbamos, a toda prisa y sin mirar atrás, el jefe exclamó con enfado:

–Poned más cuidado la próxima vez, muchachos, pues hoy salimos victoriosos tan sólo por que la diosa Fortuna es mujer, y como tal, caprichosa.

Después añadió, mirando hacia mí:

–Por cierto, la domina me dijo que había quedado muy satisfecha con nuestro trabajo y me dio tres ases, que voy a compartir generosamente con todos vosotros.

Así, yo aprendí una lección.

Esa tarde bebimos vino puro al modo griego, con un brindis por cabeza, y cantamos para celebrar el cobro de nuestros salarii.

Seleuko brindó –según era su costumbre– con una cita de Homero:

–Bebamos por la juventud, que “tiene el genio vivo y el juicio débil ”–. A lo que añadió –abra-zando a una bailarina– ¡Divina juventud!

Muchas aventuras te podría contar de aquellos años, pero callo mucho más que cuento.

Lo hago por prudencia y por no escuchar más suspiros reprobatorios de Manilio, quien –como tú, Catino– es buen cristiano y seguidor de los valores que predicó el mártir Cyprianus de Carthago Nova.

IV.- EL DÓMINUS Y LA VILLACreo que fue poco después de aquello cuando llegamos a Hispania, donde trabajamos en Tarraco y en Cesaraugusta, en la provincia imperial de la Tarraconensis Citerior. Allí compro-bamos que nada tenía de fundada la fama de “vida barata” que Hispania tenía en Roma, pues ambas eran comparables para bien y para mal, en precios, vilezas y riquezas.

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Tras acabar unos “esponsales de Cadmo y Harmonía”, nos reclamó un nuevo cliente. Mar-chamos así a tu tierra, cerca del Durius flumen, y finalmente Mercurio encaminó nuestros pasos a la villa plena de dones, en el Valle del río Nubis, donde os conocí a ti y a Iulia.

Era aquel un encargo principal: decenas de mosaicos de todo tipo y de gran calidad debían culminar la renovación que un poderoso dux llevaba a cabo desde hacía cinco años en su espléndido fundus.

Nuestro comitente resultaba ser uno de los más poderosos señores de toda la Tarraconensis, un romano de destacado linaje, cercano al emperador, rico en tierras, casas, bestias y hombres. Y heredero de la espléndida villa, que pretendía engrandecer.

Culto e influyente, había diseñado a su antojo el complejo proyecto. Así mi magister, tras unas misivas aclaratorias que incluían bocetos, había captado rápidamente lo que quería, pues no se trataba de ideas imprecisas ni inconexas.

Solventadas con su villicus, (que precisamente era entonces tu padre, Catino), algunas dudas en cuanto a la instalación, los plazos de acabado del encargo, el coste y nuestro alojamiento, la asignación de cuatro esclavos como ayudantes, el aprovisionamiento de los materiales -in-cluida la madera de encina para la cal y la autorización para reutilizar mármoles, ladrillos y cerámicas de una cercana villa arruinada- todo estuvo decidido y allí nos presentamos.

Era ambicioso: quería el salón de un dignatario, con Aquiles siendo arrastrado por Ulises a la guerra de Troya desde su plácido escondite en el gineceo de Likomedes.

La grandeza de un héroe fundador de la patria, ya cantada desde los antiguos tiempos por Homero.

Un tema habitual.

Pero de una calidad no habitual, con diminutas teselas de hasta cuarenta colores.

A esta escena rodearían en cenefa dieciocho camafeos con imagines maiorum, sostenidos entre místicas ánforas vinarias por una hierogamia heráldica de ánade y delfín –de acento helénico– simbolizando fecundidad y eternidad, y con ello, la perpetuidad del itálico linaje familiar a través de las generaciones.

Recalcando el paso del tiempo y el orden de la creación, en cada esquina una de las cuatro estaciones miraría hacia un punto cardinal.

Para realizar estos retratos debíamos basarnos en los ya desgastados medallones clipeos de los antepasados de la familia, que antes habían estado colgados con cordones en las columnas del peristilo, hasta ser éste transformado en atrium.

Pero al ingresar en la sala la atención del visitante se centraría, sin duda, en la escena de caza, similar a una que ya habíamos trabajado en Sicilia, y que hacía referencia a los servicios de la

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familia al Imperio en la Mauritania.

En ella el dux (el fallecido padre del dominus) montaría a lomos de su caballo favorito, ram-pante y con broncíneo atalaje, mostrando un gesto de triunfal autoridad en su diestra, mien-tras a su alrededor varios venatores cazarían bestias africanas, siendo entre estos el único tam-bién a caballo su hijo (el nuevo dóminus), quien alancearía una báquica tigresa, exorcizando a la muerte.

No en vano los oficiales de las campañas africanas y sus descendientes eran algunos de nues-tros mejores clientes y gustaban mucho de estas escenas venatorias con animales exóticos que, simbolizaban el triunfo del valor sobre la fuerza y de la civilización frente la barbarie, además de ser una ofrenda a Diana.

Desde lo alto de las dos nuevas torres octogonales –que tan parecidas se me antojaban a otras que había visto en la Dalmatia, quizás en el magnífico palacio diocleciano–, Baco vigilaría las cosechas, completando su corte dionisíaca Ariadna, Pan y las Ménades.

Además, en el gran triclinium con hipocausto se había ampliado la sala para dar cabida a más comensales, y con ella debía crecer también el mosaico.

Por último debíamos reparar mosaicos antiguos estropeados en los baños y tapar directamen-te otros sin valor o simplemente bícromos; y más opus tesselatum geométricos adornarían la planta alta, atrio y corredores.

Todo el equipo debería trabajar intensamente; esta vez, sin errores.

Y así fue, al menos al principio.

V.- IULIAIulia... Bendito mil veces sea aquel día en que la contemplé y escuché por vez primera.

Fue en el oecus del palacio, donde me afanaba en darle un aire marcial al pélida Aquileo, pese a sus femeninos ropajes. Ingresó ella de pronto en la sala, seguida de cerca por su hermanilla y el ama, y la enorme estancia se llenó de luz y de perfume de jazmín.

Tan bella me pareció que recuerdo haber divagado acerca de qué selectos materiales utilizaría para plasmar su rostro: para la nívea piel, las más suaves teselas de marfil; sin duda escamas de oro para captar el reflejo de los rizos de su cabello; diminutas piezas de ónice para construir el delicado arco de sus cejas y ser fiel a la profundidad de su mirada.

Hubiera resultado un mosaico bizantino muy caro.

Las damas se acercaron, atrevidas y risueñas, buscando entretenerse con los burdos operarios que creían que éramos. Cuando detuvo su breve paso a mi lado todo se desvaneció alrededor

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y confieso que aquella fue la segunda vez en mi vida que temblé de miedo.

Ella lo sabía, segura como estaba -pese a su juventud- de su belleza devastadora.

Iulia dijó:

–Mi padre encontró este tema muy adecuado para su gloria. Pero yo sé que en el fondo lo eli-gió sólo porque le divierte–. Y seguidamente mantuvo en mí su implacable mirada, esperando algo que yo no debía darle: una conversación culta.

¿Qué podía decirle yo, siendo sólo un esclavo?

Del padre sabía, por mi amo, que era amante celoso de sus caballos y venados, de los juegos de dados, y del vino especiado que traía de Cartago y Gaza.

Por el encargo –que realizábamos desde hacía ya tres meses– sabía que el dominus tenía muy claro lo que quería y estaba acostumbrado a tenerlo.

Militar, cazador y cortesano. Hombre de toga y coraza, amante del lujo y de las comodidades de la vida doméstica en el campo, pater familias y comerciante próspero.

Había sabido acrecentar su herencia con la cría de caballos, que enviaba al imperio por la Via ad Portum Blendium y de allí al puerto de Ostia.

Otium y negotium... alguien de quien cuidarse si no se le tenía por amigo.

Un hombre así sólo podía proceder de las guerras victoriosas o de los complejos laberintos de poder en Roma. O más aún, de ambos.

Los mosaicos hablaban: la villa entera era Roma. Virtus y prestigio.

¿Acaso no era él digno de tanto? ¿Y su propia hija insinuaba falsedad y soberbia?

“Odioso es para mí, como las puertas del Hades, el hombre que oculta una cosa en su seno mientras dice otra”, recordé de Homero.

Analizaba yo todo esto con rapidez, conteniendo la respiración, sopesando qué contestarle a Iulia para impresionarla. Debí tardar demasiado a su criterio, pues con un mohín que nunca supe si era de decepción o de desdén, abandonó con sus acompañantes el salón.

¡De nuevo pasaba por ser un tonto al que un mal genio había robado el espíritu! ¡Necio!

Pasaron dos días antes de volver a verla.

Era la hora séptima cuando la vi avanzar hacia la fuente marmórea del atrium, que presidía Príapo.

Esta vez iba sola y con semblante muy serio. Aprovechando la intimidad del acanto me acer-qué a ella y le espeté:

–Aquiles marcha hacia su muerte y lo sabe. ¿Qué hay de divertido en eso?– El corazón me

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palpitaba deprisa por la osadía. Las palabras habían salido solas de mi boca, sin pensarlas. Por ello no había reparado en que algo terrible le sucedía.

Y entonces la bella Iulia rompió a llorar.

–¡Nada! ¡No suele haber nada lúdico en el deber!– Y desapareció corriendo entre las blancas columnas que daban acceso al peristilo, ocultando el rostro para ahogar sus gemidos.

En ese instante cantó el vigilante pavo real, agitando sus cien ojos, y sentí como si una lanza traspasara mi corazón.

Aún la siento, ahí alojada.

VI.- CATINO

“Si mis caballos son dignos de Roma, también lo es mi hija”.

Aponia nos contó entusiasmada en la cocina, donde comíamos caulis con garum, que había escuchado estas palabras del amo mientras le servía unas ostras de Flaviobriga.

Se preparaba una boda en la villa.

No había habido tanta expectación entre los servii desde aquella renombrada visita del estric-to Quintus Aurelius Symmachus.

Tal personaje había llegado a la hacienda siendo aún proconsul de África, pero ya líder de la aristocracia pagana de Roma, dignísimo hijo del princeps senatus y favorito cortesano y pane-girista de Valentiniano el viejo.

A Símaco le precedía una temible fama, pues fue de sobra comentada en Roma su ira des-comunal cuando se le suicidaron en masa –degollándose unos a otros– los veintinueve pri-sioneros sajones que pretendía entregar ad bestias en el anfiteatro Flavio, durante la costosa celebración por la entrada en política de su joven hijo Memio.

De él me contaron que había permanecido semanas en la villa cazando con el amo, criticando la moral y el acento de los sirvientes y eligiendo purasangres como presente para su íntimo amigo Ausonio (el tutor de Graciano) y aún para el propio general Flavio Teodosio, a quien ambos visitaron largamente en su villa de Cauca, donde se recuperaba de la oscura muerte de su padre.

Siempre he pensado que fue precisamente a raíz de esta decisiva visita que el dominus decidió renovar los mosaicos.

Probablemente pensaba en los futuros poderosos huéspedes, y en el inicio del nouum saeculum –pues si la memoria no me falla como habitualmente hace– no llegó a pasar un lustro cuan-

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D.ª Araceli Buey López

do el recién purpurado Graciano reclamó a Teodosio para ser augusto en Oriente y nombró cónsul a Ausonio.

Símaco, por su parte, fue rápidamente elegido prefecto de Roma por el general hispano Mag-nus Maximus –pariente muy casualmente de Teodosio– erigido en dictador tras eliminar a Graciano.

“Do ut des”. Tal era el valor de la amicitia en el orden senatorial.

Desde ese momento Hispania, junto con la Gallia y Britannia, respondían a este tirano trai-dor en Tréveris, mientras Teodosio, consentidor, se ocupaba de la pars orientalis desde Cons-tantinopla.

El resto -Italia, África y la Illiria balcánica- quedaban en manos de la emperatriz meretriz, que manipulaba en Milán a su hijo Valentiniano, como manipulaba al Senado y al propio Teodo-sio. Y como le manipulaban los arrianos a ella.

Pero al final de tantas intrigas y corrupción los que salieron ganando fueron los últimos en llegar al juego: los padres de la Eclessia, liderados por Ambrosio... ¡Un buen botín: un imperio!

Manilio ha tenido que levantarse con un súbito ataque de tos, y su saliva ha emborronado esta parte de la carta, pero ya proseguimos...

Mientras que para tí y Aponia, igual que para el resto de los siervii, una boda significaba invi-tados, provisiones y trabajo duplicado, para mí significaba que se acercaba el fin.

Así supe que, con el solsticio de verano, en la más propicia semana de Iunonius, Iulia se uniría en matrimonio con el mejor de los patricios de Roma, en ese mismo salón en el que nosotros pulíamos ya con arena las teselas, arrodillados y con el polvo pegándosenos al sudor.

Para entonces haría un año de nuestra llegada y el encargo debía estar ultimado.

Aplicada ya la última capa de cera púnica sobre todos los pavimentos, sería otra cuadrilla la encargada de los muros y techos, que se completarían rápidamente con molduras, enlucidos y pinturas.

Pero nosotros ya no veríamos nada de eso: recogeríamos los bártulos y nos marcharíamos con nuestras cargadas mulas en pos de un nuevo trabajo en la Betica.

Se acababa nuestro tiempo juntos. Cada noche, en mi jergón, apenas podía dormir ante el vacío devastador que presagiaba.

Ella y yo nos veíamos en secreto bajo los olmos, tras los campos de amapolas en los que co-rrían libres los caballos.

En aquel bosque sagrado creamos nuestro propio ritual y en él ella era mi diosa.

Hablábamos de amor y de otra vida, mientras nos arrullaban el agua, las mieses y las aves,

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conscientes de que eran momentos que robábamos a la eternidad.

Rememoro con sabor agridulce la tarde aquella en que yacíamos a la sombra de una morera, cerca de la vieja villa arruinada, tras de la casa. Antiguas creencias mantenían a los villicus alejados de allí, pues les eran desconocidos los muertos bajo aquella tierra.

Las monótonas chicharras y el calor nos aletargaban.

–¿Sabes, Aulio?– me dijo ella mientras jugaba a ensortijar en su dedo mis cabellos- Mi padre mandó plantar aquellos olmos que ves deshojados allá para que las vides treparan en ellos-. Señaló hacia su casa y, al hacerlo, en su muñeca se agitaron juntos un grueso brazalete de oro y la humilde pulsera de cuentas de vidrio verde que yo le había regalado para protegerla del aojamiento.

–Los trajo del Lacio. Fue cuando yo nací, en las idus de Aprilis, así que tienen ya diecisiete años. Y ahora compáralos con éstos de aquí, de grueso tronco. Quizás éstos sean aquellos que brotaron cuando Orfeo lloraba por la muerte de su Eurídice.

En efecto, a nuestra espalda destacaba un grupo de olmos vetustos. Pero yo no pude contes-tarle. Mi mente digería sus palabras. Diecisiete años... idus de abril...

Entonces caí en la cuenta: ella había nacido justo cuando a mí me arrebataron a mi familia..

Durante todos aquellos años en los que yo rodaba por las provincias, Iulia había crecido pro-tegida en la casa, como una cara yegua purasangre.

Me estremecí y la abracé. Nuestra esclavitud había comenzado al mismo tiempo.

La amaba de veras. De un modo que dolía...

Cada día que pasaba, acercándose el final, crecían las cosas que nos separaban pero también las que me unían definitivamente y sin remedio a ella.

Nos interrumpió el ladrido de Hécuba, tu fiel perra, que te precedía por la vereda del pozo.

Gritaste mi nombre. Me buscabas, Catino, y yo acudí, triste.

Esa noche dijo Urbana, la cocinera:

–La señora Iulia ha traído moras. Tenía toda la ropa manchada. Aponia, deja de tontear y lleva este jarrón con amapolas al cubiculum del ama. ¡Poco han de durar! Y tú, Catino, ve por hielo, que las niñas quieren sorbete.

Al salir de la cocina me miraste fijamente y dijiste:

–Aulio, veo que tú también has estado comiendo moras. Tienes manchas aquí, y aquí, y aquí, y por aquí– ... Y señalabas mi cara, mi boca, detrás de las orejas, y cuello abajo...

Bajo las manchas moradas debí ponerme muy rojo, a juzgar por el esfuerzo que hiciste por aguantarte la risa.

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D.ª Araceli Buey López

–Es muy guapa. A mí también se me van los ojos, tras de Aponia, pero no las manos. Así que, anda con cuidado, que, incluso ausente, el amo vigila lo suyo.

“¡Y ha matado leones!”, pensé para mí, mirando el rastro sanguinoliento que las efímeras amapolas iban dejando. “Pero he de verla”.

Nunca te he dado las gracias por tu silencio ni por tu amistad. Lo hago ahora.

Por tí supe, fiel Catino, que ella cumplió su destino, aunque no le llegara así la felicidad, pues lloraba constantemente y –apenas recién vestida la stola de matrona– murió en Massilia durante su primer parto. ¡Que la tierra le sea leve, hasta que nos reunamos! Por ello imploro a Minerva.

Noticias igual de funestas me llegaron sobre la hacienda, la casa, y los tuyos.

Muerto lejos también el señor y con el propio Imperio y las limes revueltos, todo lo que cono-cíamos en orden y prosperidad se ha ido desmoronando poco a poco.

También avanza la incertidumbre aquí, en la cálida Volubilis –la otrora rica urbe de donde procedían las fieras de Roma– y donde hace largo tiempo dispuse mi hogar y taller cuando me manumitió mi amo.

La tristeza se apodera de mi al pensar en la hermosa villa de los olmos, vacía y arruinada, saqueada por los viles, mancillada la serenidad de sus salas, abandonados los campos y los numerosos graneros.

Cenizas y excrementos cubren el retrato de Iulia y de los suyos.

¿Qué ha sido de los bellos caballos que el dominus mimaba con orgullo?

Esta está resultando una carta demasiado larga, pues cada frase se resiste a ser la última.

Deseo que tú y Aponia, junto con vuestros abundantes hijos -cuyos nombres me es imposible recordar- y vuestros innumerables nietos, podáis vivir en paz en la tierra de vuestros ancestros, sin que importe el dios o la lengua de sus oraciones.

Quizás algún día ellos sean testigos de nuevos tiempos de gloria.

Salutationes mitte ad familiam tuam.

Vale

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CONFIANZA Y BELLEZA

Premio Especial Mejor Relato Joven, menores de 18 añosD.ª Inmaculada Palos Hidalgo

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CONFIANZA Y BELLEZA

El sol brillaba con intensidad. Un suave viento acariciaba las verdosas hojas de los árboles. La corriente del río chocaba contra las rocas. Los pájaros revoloteaban por el cielo como si estu-viesen persiguiéndose. Adoraba contemplar esa escena. Se tumbó bajo la sombra de un ciprés y escuchó la música de la madre naturaleza. Pocos podían apreciar la belleza de ese paisaje. De pronto, algo cambió. Agudizó el oído. Pisadas. Alguien se acercaba. Miró hacia ambos lados y entonces la vio. Había una chica al otro lado del río. Sus cabellos morenos estaban recogidos en dos trenzas que hacían de diadema. Tenía un vestido blanco que le llegaba por encima de las rodillas y unas caligae. Se agachó y arrancó unos juncos. Se sentó y empezó a mover dócil-mente sus delicadas manos.

¿Quién era aquella muchacha? Nunca la había visto en la villa. De repente se levantó, cogió aire y dirigió su mano derecha a su boca. Una dulce y triste melodía comenzó a sonar. El viento había cesado, la corriente del río había amainado y los pájaros se habían posado en las ramas de los árboles. Daba la sensación de que la naturaleza se había puesto de acuerdo para escuchar a la joven. Era como si el mismísimo Apolo y las nueve musas estuviesen tocando juntos. Poco a poco, el sonido fue disminuyendo y la melodía se fue ralentizando hasta que finalmente terminó. Entonces abrió los ojos y vio el rostro de un chico reflejado en el agua. La expresión de su cara cambió en una milésima de segundo y pasó de la más absoluta tranquili-dad al miedo. Soltó el instrumento y se fue corriendo.

A Cato no le dio tiempo a reaccionar. La muchacha se había ido y él no había podido evitarlo. Se levantó y se dirigió al lugar en el que había tocado. Cruzó el río y se agachó. Allí estaba el instrumento. Era una flauta de pan hecha con… con… ¡juncos! Increíble. La recogió y se dirigió a su casa.

Al día siguiente Cato fue al templo. Nunca había nadie a la hora a la que él iba, posiblemente por lo temprano que era. Sin embargo, ese día estuvo acompañado. La joven del día anterior ya estaba allí cuando él llegó. No podía dar crédito a sus ojos. Era ella. Cato honró a los dioses como hacía todos los días. Había estado tan concentrado que no se había percatado de que la chica se había marchado. No podía haberse ido hace mucho. Aún podía encontrarla. Salió corriendo y la alcanzó.

-Ave.

-Ave –le respondió la muchacha.–

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II Certamen Nacional de Relato Histórico “La Olmeda”

Cato la observó detenidamente. Efectivamente era ella, su aspecto era el mismo que el del día anterior. Tal vez ella no le había reconocido.

-Soy Cato. Nos vimos ayer en el bosque.

Ante este comentario la chica reaccionó y se echó un poco hacia atrás. El miedo volvió a inun-darle. Cato sabía que si no se apresuraba, volvería a escaparse como el día anterior.

-No te había visto antes en la villa. ¿Quién eres?

-Soy Atella.

-Lo que hiciste ayer fue impresionante.

Atella parecía asustada. ¿Qué le ocurría? ¿Había hecho algo inadecuado? Esta chica era un tanto extraña.

-Me tengo que ir. Vale.

Y corriendo, le dejó solo, tal y como había hecho en el bosque.

Cato volvió a ver a Atella los días siguientes, pero temía asustarla y que se marchase. Siempre estaba sola. ¿Quién era aquella chica?

Un día, mientras pasaba por detrás de la casa de los Laelius, algo hizo que detuviese su cami-nar. Esa melodía, otra vez. Alguien tañía la lira con esa dulzura y esa tristeza que él oyó el día en el que la conoció. La música paró violentamente. Hubo unos segundos de silencio hasta que alguien preguntó:

-¿Quién te ha enseñado a tocar, Atella?

-Nadie, he aprendido yo sola.

-¿Cuántas veces tengo que decírtelo? No puedes hacer estas cosas, ¿qué crees que dirá la gente si se entera? Dirán que mi prima es una bruja y que tu maestra es Circe.

Atella depositó la lira cuidadosamente y salió de la casa con tranquilidad. Empezó a andar y cuando su primo no la veía, aceleró el paso y corrió como si un minotauro la persiguiese. Cato no lo dudó y la siguió. ¿Qué acababa de pasar?

Llegó prácticamente sin aliento al bosque. Atella estaba sentada en una de las orillas del río. Cogió aire y gritó. Nadie podía oírla así que no pasaba nada. Gritó hasta que no pudo más y entonces se dio cuenta de que las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Cato se acercó sigilo-samente y se sentó junto a ella.

-¿De verdad has aprendido tú sola a tocar la lira?

Atella dio un respingo. Se apartó un poco y lo miró. Otra vez ese chico. ¿Qué es lo quería? ¿Por qué no la dejaba en paz? Inconscientemente asintió con la cabeza.

-Eso es impresionante. Dime, Atella, ¿cómo es que estás siempre sola?

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D.ª Inmaculada Palos Hidalgo

Atella dejó de mirar el río y fijó su vista en los ojos de Cato. ¿Qué clase de pregunta era esa? ¿Qué es lo que pretendía ese chico? ¿Por qué la había seguido hasta allí?

-Porque me gusta pensar, y para eso prefiero el silencio. No sería de buena educación estar con alguien e ignorarle solo porque quieres reflexionar sobre algo, ¿no?

¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué le había contestado? No sabía nada de ese chico y aun así le respondía, le contaba ese secreto que solo ella conocía.

-¿Y sobre qué piensas?

-Sobre muchas cosas.

-Por ejemplo…

Cato trataba de conocer a Atella, pero esta no ponía mucho de su parte. Iba a ser un proceso largo. Por lo menos, no se había ido todavía.

-Por ejemplo, pienso en historias, en peinados, en música, en el arte en general.

A partir de ese día, Atella y Cato se veían todos los días en el bosque. Quedaban para hablar, aunque Cato aún tenía que hacer muchos esfuerzos para que Atella se abriese y confiara en él.

-¿Vienes todos los años por las Kalendas Septembres?

-Sí, mis padres tienen que irse a Roma por unos asuntos y me mandan con mis tíos durante una temporada.

-Dime, Atella, ¿por qué dejaste que tu primo Brutus te dijera esas cosas ese día?

Atella no contestó. Cogió un junco y empezó a enredar con él. Parecía que estuviese teniendo una batalla interna entre si debía confiarle la razón o no. ¿Quién era ese chico? ¿Por qué sentía que podía confiar en él? No lo comprendía, había algo en él que le transmitía tranquilidad y seguridad. ¿Quién era ese chico que le estaba pidiendo que abriese su corazón como si fuese algo sencillo?

-¿Por qué te interesas por mí, Cato?

Era la primera vez que Atella le preguntaba algo personal a Cato. El chico se quedó un poco desconcertado. Era lógico, si ella le respondía, por qué él no iba a hacer lo mismo. Además, eso era una manera de mostrarle su confianza.

-Porque me llamaste la atención. Eres capaz de tocar unas melodías muy hermosas y tocas instrumentos que creas de la naturaleza y nadie te ha enseñado a ello. Es como si Minerva te hubiese transferido parte de su sabiduría y Apolo, su maestría con los instrumentos.

Atella se había soltado el cabello y estaba recogiéndolo en una gran trenza. Arrancó varias flores y las distribuyó por su pelo. Tenía una habilidad increíble con las manos.

-Desde que soy pequeña, Brutus se ha portado mal conmigo. No siempre fue así, todo co-

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II Certamen Nacional de Relato Histórico “La Olmeda”

menzó cuando vio que había aprendido a leer antes que él. Luego comencé a escribir y su rabia aumentó. Me decía que estaba mintiendo, que era imposible que hubiese aprendido sola. Me empezó a decir que era una bruja y que cuando alguien se enterase, me matarían porque a nadie le gustan las brujas. Tenía tanto miedo de que me acusasen de ser bruja que dejé de hablar con la gente.

-¿Y de qué tienes miedo ahora?

Atella lo miró como si no comprendiese lo que decía. ¿Acaso no lo había oído? Quizás no se había expresado bien.

-De que digan que soy bruja. Brutus tiene razón, no es posible que aprenda las cosas sin que me las enseñen. Además soy una chica.

-¿Pero qué tonterías estás diciendo?

Cato no podía creer lo que oía. ¿Cómo alguien tan inteligente como Atella se dejaba engañar por un estúpido como Brutus? Al menos, Cato había descubierto qué era lo que frenaba a Atella de relacionarse con los demás.

-¿Acaso no lo entiendes? Brutus es así contigo porque eres más lista que él. Te tiene miedo porque sabes hacer más cosas de las que él será capaz de hacer jamás y no lo soporta. ¿Y qué es eso de que «además soy una chica»? No deberías de poner eso como excusa, ¿quién te ha dicho a ti que las chicas no son igual de capaces que los chicos? ¿Te suena Sulpicia? Es una gran poetisa, mejor que muchos hombres. Si ella fue capaz de explotar su don, ¿por qué tú vas a ser diferente?

Atella se había puesto de pie y se había alejado un poco de Cato, solo por si acaso. Este se había levantado repentinamente y había comenzado a mover los brazos de un lado para otro cuando hablaba. Atella había temido que sin pretenderlo le hubiese dado algún manotazo o algo por el estilo.

Cato se había vuelto a sentar y estaba tratando de serenarse. No podía perder el control así. Tenía que hacer algo para ayudar a Atella. Eso que le había dicho le haría reflexionar, pero de nada serviría si no actuaba. Debía hacer algo para que confiase en ella de nuevo, para que dejase de infravalorarse.

-Atella, tengo una idea –Atella seguía de pie, le había asustado mucho la reacción de Cato y aún no se había atrevido a sentarse–. He oído que va a haber un concurso. Los jefes de la villa quieren decorar su casa. Preséntate.

-¿Qué? ¿Dónde has oído tú eso?

-Hazlo. Aunque solo sea por mí, por favor –le rogó Cato.

A los pocos días la noticia se había extendido por toda la villa: se había convocado un concur-

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D.ª Inmaculada Palos Hidalgo

so. Todos estaban entusiasmados. Atella le había prometido a Cato que participaría. Estaba muy nerviosa, no sabía qué hacer. Además había una condición del concurso que la inquieta-ba. Se había impuesto como requisito realizar aquello que se fuera a presentar en un determi-nado tiempo. Por mucho que pensara, ninguna idea le venía a la mente.

Ya había llegado el día acordado en el concurso. Eran las Idus Septembres. Aquel que fuera a participar tenía que presentarse en el ágora. No faltaba nadie de la villa, todo el mundo estaba allí. Al cabo de un rato llegaron los jefes. Tras encomendar esa tarea a los dioses dieron comienzo al concurso.

-Tienen hasta el mediodía, vayan a buscar aquellos materiales que necesiten.

La gente comenzó a correr de un lado a otro. Pedían a los niños que les trajesen esta cosa o aquella de diversos lugares. Atella fue corriendo a casa de sus tíos para ver qué podía utilizar. Todavía no tenía idea, pero algo se le ocurriría.

No había nadie. Debían de estar en el ágora y no podía abrir la puerta. ¿Qué iba a hacer? ¿Dónde iba a conseguir material?

-¿Ya sabes qué vas a hacer, bruja?

Brutus estaba allí en frente. ¿Qué pretendía? ¿Asustarla? Sus tonterías no podían surtirle efec-to, porque aunque eso pasara, tenía que participar, lo había prometido por el río Estigio. Tenía que irse de allí o Brutus le haría romper su juramento. Lo miró fijamente, cogió aire y profirió un grito que ni el mismo Hércules hubiera podido igualar. Después apretó sus puños y salió corriendo hacia el bosque.

-¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer? ¡Aún no tengo idea!

El viento agitaba las hojas de los árboles, la corriente del río chocaba contra las rocas y los pája-ros agitaban sus alas de un lado a otro. De pronto, una melodía inundó el lugar. Una melodía que ella conocía. La había creado de sus sentimientos y la había interpretado con esa flauta de pan hecha de juncos y con la lira de Brutus. ¿Acaso el dios Fauno estaba allí? Se puso en pie, decidida a mostrar su talento y comenzó a pensar.

-Piensa, piensa, piensa. Es lo que más te gusta, ¿no? Pues haz que valga por una vez.

Comenzó a mirar por todas partes. ¿Qué podía hacer? Lo tenía. Un jarrón. No, no podía hacer un jarrón, eso no tenía nada de original, así no podía ganar. Un tapiz. ¿Pero cómo iba a hacer un tapiz si no tenía tanto tiempo? ¿Qué podía hacer? ¿Por qué no se le ocurría nada? Eso era muy frustrante.

Se puso de cuclillas y observó su reflejo en el agua. ¿Qué era lo que vio Narciso en el estanque? ¿Qué es lo que reveló su rostro? Belleza. Eso era. Ella también veía belleza. La había visto des-de el día en que lo conoció. Él le había enseñado el significado de esa palabra. Y allí, justo en

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II Certamen Nacional de Relato Histórico “La Olmeda”

ese lugar, era donde lo había visto por primera vez. Allí había empezado la belleza en su vida.

Alargó la mano y comenzó a coger piedras de diversos colores y tamaños. ¿Cómo iba a trans-portar todas esas piedras al ágora? ¡Juncos! Con una rapidez increíble hizo un saco y metió en él todas las piedras. Ella podía. Sabía que podía.

De vuelta en el ágora extendió las piedras. Las amontonó por colores y trató de escoger las que fueran del mismo tamaño. Brutus apareció por allí para molestarla, pero un corrillo de chiquillos estaba intrigado y no dejaban que se acercase. Casi no había tiempo y aún no tenía nada. Dibujó con el dedo una flor en el suelo y colocó sobre esta las piedras azules, el resto lo rodeó de piedras blancas. Lo repitió tres veces más con piedras verdosas, rosas y amarillas.

-¡Es impresionante! –dijo uno de los niños.

Sin embargo, aún no estaba acabado. Necesitaba algo que pegase las piedras entre sí para que no se moviesen. Sobre todo para evitar que por un accidente de Brutus se estropease lo que había inventado y por su culpa no fuera la ganadora.

-¿No sería mejor que pusieras algo que juntase las piedras? –preguntó una niña.

-No digas tonterías, Cana, y no la distraigas –dijo otro niño.

-Esa es muy buena idea, gracias, Cana –dijo Atella–. Dime, ¿se te ocurre algo que pueda servir?

Cana se tocó la cabeza con un dedo repetidamente y abrió mucho los ojos. Había tenido una idea. Se marchó y en un abrir y cerrar de ojos había vuelto con una sustancia extraña.

-Es resina. El otro día estaba jugando con Lucio y al tocar un árbol noté algo pegajoso. Estos días he estado cogiendo un poco y dejándolo en este jarrón de mamá. Yo creo que puede ayudar.

Atella se sorprendió de la inteligencia de la niña y de la rapidez que había tenido al buscar una solución. Le sonrió y comenzó a poner la resina. Funcionaba. Lo había conseguido.

-Por favor, paren de hacer lo que estén haciendo. Los jefes de la villa van a evaluar los trabajos y elegirán los ganadores.

El silencio dominó la sala. Pero conforme pasaba el tiempo el bullicio volvió a ser sobresa-liente.

-Venga, Cana, vámonos a casa, ya volveremos más tarde –insistió Lucio.

-Pero, quiero ver qué dicen de este trabajo –replicó Cana.

Lucio bufó pero consintió quedarse. Los jefes se acercaron a ver lo que había hecho Atella. Se quedaron impresionados y miraron a la muchacha. Entonces ella dijo:

-Esto es un mosaico. Sin la ayuda de Cana no lo habría terminado a tiempo.

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D.ª Inmaculada Palos Hidalgo

Cana se quedó asombrada. Era la primera vez que alguien tenía en cuenta sus actos. Los jefes se fueron murmurando cosas entre sí y Atella lo vio. Entre ellos estaba Cato. ¿Qué hacía allí?

-Ave, Cato.

Cato se volvió y la saludó. Cuando terminaron de ver todos los trabajos se fueron a acordar cuáles eran los merecedores del premio.

-Las dos sois unas brujas –dijo Brutus.

-¿A quién llamas, tú, bruja? –dijo Lucio.

Brutus se fijó en el niño que acababa de hablarle. Señaló a Atella y a Cana y sonrió malicio-samente.

-Tienes razón. Mi hermana y esta chica son tan brujas como Minerva que hechizó a Aracne, tan brujas como Diana que transformó a Calisto. Estoy seguro de que los dioses se sienten honrados de lo que han creado. Seguramente Vulcano ya esté pensando en cómo mejorar su técnica y Juno en dónde colocar mosaicos en el Olimpo, incluso Proserpina puede estar diciéndole a Plutón que quiere que haya algunos en el inframundo.

Brutus se fue asqueado con esa respuesta. No se la esperaba. Cana abrazó a su hermano y le dio las gracias. Brutus ya no volvería a meterse con ellas.

Los jefes salieron de deliberar y expusieron los ganadores: una mujer que había hecho vasijas, un hombre que había hecho adornos con piedras preciosas y Atella y Cana.

-Oye, Cato, ¿qué hacías con los jefes?

-¿No te lo había dicho? –rio Cato–. Los jefes son mis padres.

-Así que cuando dijiste que habías oído que iba a haber un concurso, te referías a que ibas a convocar un concurso, ¿no?

Cato sonrió y asintió.

Atella y Cana fueron durante el resto del mes y el siguiente a hacer mosaicos a la casa de los jefes. La mayoría que hicieron eran de motivos geométricos y flores, pero el que más les gustaba era el que representaba la escena de Aquiles vestido de mujer y Ulises descubriendo su engaño.

Los días pasaron y llegó el momento de que Atella se marchase. Ya eran las Nonas Novem-bres y sus padres habían regresado.

-¿Hasta el año que viene? –preguntó Cato.

-Hasta el año que viene. Gracias por todo.

Cato sonrió y movió la cabeza de izquierda a derecha repetidas veces.

-No dejes que nadie te hunda. Todos valemos mucho. No lo olvides.

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Atella no pudo evitar que se le escapara una sonrisa. Lo miró y le dio un abrazo. Ahora todas las cosas eran bellas. Belleza. Eso era lo que había visto en él.

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LA MEMORIA DE AFRODITA

Accésit a la Idea Creativa más original D. Manuel Lozano Tébar

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LA MEMORIA DE AFRODITALa tragedia que supuso la ruina de mi estirpe –bien que recuerdo todavía hoy lo sucedido durante aquella fecha terrible– ocurrió en los días ya lejanos del emperador Honorio. Cuando la estatua llevaba algún tiempo presidiendo el estanque de nuestra casa y todos nos empezá-bamos a acostumbrar por aquellas alturas a la serena presencia de su belleza en el peristilo ajardinado de la villa.

Una y mil veces me he repetido lo curiosa que es la forma en la que nuestra memoria filtra los recuerdos. El modo en el que los va administrando poco a poco y con sabiduría para evitarnos dosis demasiado elevadas de dolor. Haciendo que permanezca finalmente en el alma lo bueno vivido muy por encima de todo lo malo que sufrimos. En más de una ocasión, ahora que el transcurrir del tiempo ha sosegado mi espíritu y me permite mirar atrás con otros ojos, he llegado a pensar que quizá sea por esa función protectora y muchas veces incomprensible de la memoria por lo que la estatua de Afrodita perdura con fuerza en mi cabeza como principal re-cuerdo de aquella época. Incluso a pesar de estar marcados a fuego en mí esos otros luctuosos sucesos del momento que con tanta frecuencia siguen acudiendo a mis pesadillas y por intensa que sea la impresión que resta en mi ánimo acerca del modo abrupto en el que también por entonces terminó el que posiblemente fuese el mejor periodo de mi vida.

La imagen –esculpida en aquel mármol blanco deslumbrante que tan complicado de hallar resulta– había llegado a la villa en tiempos de mi padre, durante los breves años en los que gobernó el Imperio Flavio Eugenio. Una buena época para nosotros sin duda alguna. Cuan-do la familia no solamente se podía permitir traer un bloque así desde la lejana Grecia sino que era capaz de costear también el más que elevado monto que suponía convocar hasta la Tarraconense a un escultor hábil y de renombre que lo trabajase como era debido. Porque la cuestión, y de esto también me acuerdo perfectamente –imposible para mí no hacerlo–, era que la piedra debía ser tallada en nuestra mismísima casa. Sin que en modo alguno tuvieran cabida otras opciones ni distinto lugar para realizar el encargo. Se trataba al fin y al cabo de que el artista captase con el máximo detalle los hermosos rasgos de la mujer concreta que daría finalmente rostro a Afrodita y aquella labor no podía ser realizada sino en la villa cercana a Lacóbriga en la que habíamos establecido desde un tiempo atrás el domicilio familiar.

Livia. La evocación acude tan presta como perfectamente nítida hasta mi mente. La bella Livia de gentil faz y cabellos rizados que regaló sus rasgos a la estatua de la diosa colocada en el estanque del jardín. Mucho es lo que se remueve en mi interior todavía hoy, cuando han transcurrido décadas y la vejez ya usurpa mis días, al recordar a la que más allá de modelo para

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el artista fue sobre todo mi esposa. Sí, ciertamente es más que mucho lo que sacude mi cabeza y la desborda por entero al pensar en ella. Supongo que hay ciertos temas que los dioses no permiten que caigan nunca en el olvido y Livia, no tengo demasiado claro si a mi pesar o para mi agradecimiento, es una de esas cuestiones que siempre perduran por más que transcurra el tiempo.

Lo cierto, fuera como fuese, es que por aquel entonces a mi padre le había parecido buena idea tallar en una estatua el rostro de la mujer con la que yo acababa de casarme y aquella imagen, similar a otras que se podían ver en la mismísima Roma, terminó siendo durante muchos años el orgullo de nuestra casa. Al igual que fue también motivo para mi propia satisfacción, que eso tampoco nunca lo oculté. Una obra de magnífica factura, plena de realismo en sus deta-lles, en la que había conseguido el artista plasmar una fabulosa coincidencia con la modelo que le sirvió de inspiración. Hasta el punto de poder utilizarse el parecido para impresionar a los muchos clientes o amigos que nos visitaban y a los que durante aquellos días gustaba de sorprender el pater con la visión simultánea de ambas, figura y modelo. Hecho notable que no tardó en cobrar fama en los alrededores, acabó por extenderse más allá del convento cluniense y constituyó a la postre, para desgracia eterna de la familia, causa del completo derrumbe de nuestro linaje.

Quiero creer que fueron aquellos unos tiempos complicados para todos. Sin excepción alguna en medio de la multitud de cambios que sacudía el Imperio de oriente a occidente. Como si estuviera escrito en algún lugar desconocido el final del mundo que habíamos conocido hasta entonces y fuese a mutar con ello cuanto había constituido antes nuestra forma de vida. En una transformación tan profunda e inevitable como ajena por completo a lo que pudiéramos nadie hacer. O tal vez sea que en el fondo necesite yo tener esa idea en mi mente y me agarre a ella para minimizar los ramalazos de culpa que me invaden al pensar en lo ocurrido durante la terrible fecha de mis pesadillas. Intentando convencerme de que poco resta por achacar a la responsabilidad de uno mismo si es el destino y nada más quien rige lo que traerá finalmente el porvenir.

El caso, al menos así lo experimentaba yo por aquellos años, es que casi nada de lo que había sido nuestra vieja Roma perduraba ya durante el tiempo que a mí me había correspondido vivir. Incluyendo el culto a los dioses en ese despojarnos de cuanto durante siglos nos había sido propio. Una cuestión esta última, y todo sea dicho, a la que no éramos pocos quienes nos oponíamos con más o menos energía, aferrándonos a las prácticas antiguas de la mejor manera que cada uno podía encontrar. No tengo muchas dudas de que fue así el modo en el que determinó al pater esculpir precisamente una imagen de Afrodita para el peristilo: en un mundo en el que la religión de los cristianos había reemplazado en buena medida al panteón

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de nuestros padres y cuando cada vez más gente –hasta el mismo emperador incluso– abraza-ba sin disimulo aquellas nuevas creencias, mandar esculpir la imagen era su particular manera de reivindicar lo que fue siempre nuestro.

Fuera como fuese, allí quedó finalmente instalada la estatua. Presidiendo aquel espacio central de la vivienda en torno al cual giraba la mayor parte de nuestra vida cotidiana y ofreciéndose por tanto a nuestra vista en cada desplazamiento entre una y otra estancia de la casa. Como manera de recordar a cuantos allí morábamos o a quienes pudieran visitar la villa que al menos en aquel perdido rincón de la Hispania cercano al río Carrión, en nuestro hogar, quedaban todavía romanos que rendían culto como era debido a los dioses de nuestros ancestros. Los mismos dioses que desde tiempos de Eneas habían sonreído siempre con generosidad a la gran Roma.

Para mí, claro está, la imagen tenía otro significado más. Un sentido tan profundo o incluso mayor si cabe que la adoración a los viejos dioses y la reivindicación de las antiguas tradiciones romanas. La estatua de Afrodita, dotada de aquel tremendo parecido con Livia que tan bien había sabido imprimirle el artista, tenía la virtualidad de recordarme a cada momento a mi esposa y hacer patentes los hondísimos sentimientos que hacia ella yo albergaba. Y es que si bien no eran infrecuentes en nuestro círculo los matrimonios regidos por motivos distintos al amor, uniones encaminadas a reforzar alianzas comerciales entre familias o estrategias de cualquier otra índole, no era ese mi caso en absoluto. Puedo decir sin la menor sombra de duda que siempre amé a Livia –todavía hoy sigo haciéndolo a pesar de los años pasados y de que su ausencia sea fuente de un enorme dolor en mi ancianidad– y no puedo dar sino gracias incesantes a los dioses por el hecho de que ella compartiera también los mismos sentimientos hacia mí.

Durante unos cuantos años más, tras fallecer mi padre y habiendo asumido yo la función de cabeza de familia, la villa mantuvo un nivel de prosperidad más que aceptable. A pesar de las duras condiciones a las que se enfrentaba por entonces no solamente la provincia tarraco-nense sino también una buena parte del imperio. Fuera tal vez por nuestra situación aislada, alejada de las grandes ciudades y de los centros decisivos de la vida pública, fuese por nuestra capacidad de producir en la finca cuanto necesitábamos sin depender de nadie o resultara ser todo un mero designio del azar que hubiera decidido favorecer nuestro hogar, el caso es que pudimos capear de forma suficiente y durante un tiempo las inclemencias que se abatían so-bre el resto de la Hispania. Sin que tuvieran finalmente gran repercusión en nuestra hacienda el pillaje de los bagaudas, la revuelta de aquel usurpador llamado Máximo que se proclamó emperador en Tarraco o la entrada en la provincia, una tras otra, de hordas cada vez más nu-merosas de bárbaros sedientos de botín. Calamidades todas ellas de las que únicamente nos

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llegaron lejanas noticias y sin que alcanzásemos a tener jamás constancia directa en nuestro hogar de todos aquellos males. Al menos durante un tiempo.

En medio de esa situación ciertamente compleja que vivíamos por entonces, tal y como había sido costumbre en tiempos de mi progenitor, la semejanza entre Livia y la estatua de Afrodita seguía siendo ocasión perfecta para sorprender a cuantos visitaban la villa. Nuestro pequeño y particular rito de bienvenida, realizado con no escasa frecuencia y al que yo me entregaba con nada disimulada fruición a cada oportunidad que se presentase. Pleno de orgullo por la imagen en el estanque y por la mujer con quien tenía la fortuna de compartir mi existencia.

Supongo que algo de capricho hay siempre en la naturaleza humana. Y que no estando nadie exento de ello no iba a ser la excepción un espíritu atormentado y ambicioso hasta el extremo como el de aquel bárbaro llamado Gunderico. El mismo que venía asolando Hispania desde un tiempo atrás, cuando entró en nuestras tierras desde la Galia dejando un rastro sangriento de pillaje y violencia a su paso. Quiso pues el sino que le llegaran noticias sobre nuestra mora-da al rey de los asdingos, se fijase en los rumores sobre el increíble parecido entre la mujer y la estatua –tal vez no fuera ajena al asunto la proverbial belleza de Livia– y ordenase finalmente conducir a ambas hasta su presencia.

Fue de esta manera como aquella nefanda jornada de primavera se presentaron en la puerta de nuestra casa los enviados por el caudillo bárbaro para reclamar lo que Gunderico había decidido hacer propio. El día que ha ocupado durante décadas mis peores pesadillas y recuer-dos. De ese momento, más allá de la impresión de inquietud cuando no terror que producía el contingente armado que llegaba a nuestra propiedad hablando en aquella lengua extraña y áspera suya, queda bien grabada en mi memoria la imagen de los guerreros vándalos hollando con sus botas de piel los cuidados mosaicos del oecus en el que fueron recibidos. Incapaces ellos de apreciar toda la belleza encerrada en las hermosas teselas con las que se representó en su momento a Ulises y Aquiles e imbuidos por completo de la suficiencia que siempre acompaña a quienes se saben en posesión de fuerza bastante como para imponer su voluntad.

Aunque por encima de cualquier otra cosa, inolvidable a pesar de los muchos años transcu-rridos, resuena todavía hoy bien fuerte en mi alma la reacción de Livia. Su respuesta a las pre-tensiones de los vándalos tras negarme yo de forma ciertamente airada a la petición de Gun-derico. Y es difícil describir en toda su magnitud la sorpresa que pudo embargar mi espíritu al escucharla entonces consentir a la voluntad del bárbaro. Al oír de sus labios la determinación clara y firme de plegarse a la solicitud y marchar con los guerreros, incluso contra lo que hu-biera manifestado yo hacía apenas un instante. Pronunciamiento que una vez expresado bien sabía yo que era definitivo –así era Livia al fin y al cabo–, sin que hubiera en el mundo entero fuerza capaz de revertirlo.

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Tal vez con el tiempo, así al menos quiero creerlo, he llegado a comprender los motivos que la llevaron a tomar aquella decisión. Aunque ciertamente no fue eso de inmediato y pasaron muchos años hasta adquirir verdadera consciencia de la tremenda generosidad presente en el gesto de Livia y del modo en el que intentó poner el bien de la familia por encima de sí misma. Algunas cosas, en muchas ocasiones las más evidentes, llevan toda una vida para ser reconocidas y en aquel momento nada parecido a tal idea ocupaba el menor espacio en mis pensamientos, obnubilados enteramente por la ira.

Recuerdo que una vez manifestada mi esposa, plenamente sabedor de lo que aquello en el fondo significaba, corrí hacia el estanque sin mediar otra palabra. Enloquecido de furia y exi-giendo que alguien pusiera una maza en mis manos. Decidido por completo a que no se cum-pliera, por lo menos íntegra, la voluntad de Gunderico. De aquel instante de rabia guardo en mi memoria cada uno de los golpes propinados a la imagen y la forma en la que iban cayendo al suelo uno tras otro, en medio del estrépito mezclado con gritos, los fragmentos de mármol destrozado por mis embates. Mientras pensaba únicamente en que si bien había conseguido robar el bárbaro a mi esposa jamás la tendría junto con la estatua como era su deseo.

Aferrado todavía al mazo, temblando por el esfuerzo y la ira, contemplé a Livia alejarse con la comitiva de los vándalos. Silenciosa y dócil mientras abandonaba el que había sido su hogar, dejando mi corazón tan destrozado como los restos de Afrodita que se habían esparcido por el jardín y el estanque.

Fue aquella la última vez que pude ver a mi esposa y desconozco por completo lo que fuera de ella a partir de entonces. El destino es tremendamente cruel a veces; casi tanto como lo son los hombres. No tardó en caer sobre el resto de nosotros la represalia del caudillo asdingo, dolido con toda seguridad por no haber logrado cuanto quería, y si alguna esperanza puse yo en que Roma defendiera nuestra causa frente a los vándalos, escaso tiempo duró mi confianza. No corrían precisamente horas en las que la Urbe pudiera imponer nada a los germanos.

Antes de que pudiéramos organizar la menor resistencia, tras una incursión de los vándalos contra la que resultó absolutamente inútil todo intento de defensa y después de que algunos cadáveres quedasen tendidos en la casa o en las dependencias cercanas, cuantos morábamos en la villa nos encontramos marchando hacia un cautiverio que se presumía desde luego pro-longado en el tiempo. Apreciación esta última que se vio confirmada, tristemente, conforme pasaban los años y nos alejábamos a cada momento un poco más de la que fue nuestra mora-da. Siguiendo a los bárbaros en un incesante peregrinar que nos llevó en un primer momento hasta la Bética y más tarde a cruzar las columnas de Hércules en dirección a África.

Durante algún tiempo todavía llegaron a mis oídos noticias de nuestra antigua villa y sobre los nuevos ocupantes de la propiedad. Romanos, para mi mayor dolor. Luego, poco a poco

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como suele ocurrir con estas cosas, las informaciones sobre nuestra vieja propiedad se fueron espaciando cada vez más hasta terminar por desaparecer completamente. Cayendo en el olvi-do al final conforme el norte de Hispania iba quedando demasiado lejos ya de nosotros. De Livia, de la gentil Livia de hermoso rostro y cabellos rizados que fue mi esposa, nada más supe sin embargo.

Hoy, cuando la vejez mina ya los escasos años que restan de mi vida y el viento áspero del desierto araña mi piel, pocos somos ya los que todavía quedamos para contar la vieja histo-ria –convertida en leyenda doméstica para nosotros– de la mujer y la estatua. Una historia que permanece con todo bien anclada en el fondo de mi ser, recordándome plena de fuerza aquellos tiempos en los cuales todavía podía sentir el orgullo de ser romano. Los días en los que por encima de cualquier otra cosa, todavía estaba Livia.

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SINE DIE

Accésit a la Mejor difusión de La Olmeda D.ª M.ª Teresa Lozano Cortés

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SINE DIE“Tú, que ignoras el plan divino y la verdad, debes saber, en primer lugar, que el mundo ha entrado ya en su senectud…, pues la decadencia de las cosas prueba que se aproxima su ocaso”.

San Cipriano de Cartago. “Ad Demetrianum”

I

Mi nombre es Marcelo. Hace ya más de una década que viajé desde Roma a este maravilloso enclave del norte de Hispania. Era la primera vez que salía del campamento. A mi señor le habían propuesto ser el jefe de un pequeño grupo de soldados particulares que debían prote-ger, a espada si fuera necesario, una preciosa villa, y a todos sus ocupantes, de los asaltos que comenzaban a proliferar en la región. En mi condición de criado, me sentía honrado y feliz de poder aprender, durante el viaje, las técnicas de lucha o de defensa en la batalla.

Viajábamos a caballo. Yo era casi era un niño, pero montaba mejor que muchos de los solda-dos entre los que había crecido. Siempre me ocupé de los caballos en el campamento y, como nadie me vigilaba, casi todos los días cabalgaba horas, simplemente por placer. Nací un triste día de otoño, al atardecer, dentro del mismo campamento donde mi señor comandaba sus tropas, precisamente frente a las caballerías, en el muro sur del cuartel general. Mi señor se en-contraba jugando a los dados con tres de sus oficiales. Era un gran aficionado. Tenía su propio cubilete, bellamente decorado, y unos preciosos dados de marfil, comprados a un mercader veneciano. Para tener suerte en la jugada nunca invocaba a una divinidad, como la mayoría de los soldados, mi amo imploraba fortuna cerrando los ojos y pronunciando en un susurro el nombre de su madre, Marcela. Sin embargo, la suerte que le acompañaba en la batalla apenas estaba junto a él en el juego. Perdía casi siempre, pero se escuchaban sus carcajadas por todo el campamento cuando el oficial ganador inclinaba su cabeza y le pedía disculpas por haberle derrotado, nuevamente.

El día que yo nací, los oficiales pasaban un día tranquilo, quizá demasiado, en el interior del campamento. Había llovido toda la mañana. Mi señor había estado paseando por el muro perimetral exterior, como hacía cada día después de comer, pero el barro era tan espeso que temió caer por el terraplén al pequeño foso que protegía el campamento. Decidió regresar a su tienda cuando pasó junto a él una mujer. No se fijó demasiado en ella. Parecía que se dirigía a intendencia. El pelo largo y negro de la mujer le recordaron a aquella otra, que quiso como a una hermana y casó con su mejor amigo. Sonrió al pensar en su compañero de batallas hispa-no y decidió jugar unas partidas de dados con sus oficiales en el cuartel general.

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Aquella tarde mi señor tenía suerte. Ganó por dos veces seguidas, pero en la tercera partida, un vocerío en el exterior de la tienda distrajo a los jugadores. Al escuchar gritos de mujer acudió al lugar. Nuestro campamento era permanente, sin embargo, no estaba permitido el alojamiento de mujeres, aunque sí su tránsito esporádico con un fin justificado. Mi madre debió acudir en busca de mi padre, quizá un militar profesional de alto rango, quizá un joven recluta sin mucho futuro y escasa posibilidad en la batalla. Nunca lo he sabido.

Mi señor me recogió de los brazos de mi madre, que gimiendo luchaba por sobrevivir. Nada pudieron hacer por ella, murió casi inmediatamente. Fui acogido en el cuartel general del campamento con los mimos y cuidados suficientes para mi supervivencia. Atendido por la guardia personal del prefecto durante mis primeros años, era como un juguete, un cachorro para entretenerse en los muchos momentos de reposo, ya que la actividad militar era casi inexistente. Cuando cumplí los seis años, mi señor se hizo cargo de mí. Era comandante del regimiento, tribuno. Su capacidad de liderazgo, entereza en la batalla y rectitud personal apli-cando la ley del campamento con justicia y equidad, le identificaban. Me enseñó a combatir con la espada corta, a pelear con las manos, a utilizar el escudo y, por supuesto, a aceptar la disciplina imperante en el ejército romano.

Pero no me estaba adiestrando para convertirme en soldado. Mi señor había combatido en muchas batallas, en campañas lejanas, en las provincias más apartadas del imperio, pero desde que fue destinado al campamento donde yo nací, no había vuelto a combatir. Su regimiento se limitaba a tareas de protección a la ciudad de Roma, y a sus altos cargos políticos. Su carrera profesional en el ejército estaba estancada, en el punto más alto sí, pero paralizada. Por ello, no tenía interés por fomentar una proyección de futuro en mí dentro del ejército, prefería inducir mi naturaleza hacia las posibles aventuras que podían estar esperándome fuera del muro protector del campamento.

II

La mañana de mi décimo cumpleaños mi amo me mostró una larga carta que marcaría nues-tro destino. Viajaríamos a una villa en Hispania, propiedad de su amigo y compañero. A partir de ese día tuve que aprender a dirigirme a todo un tribuno por su primer nombre, Constancio.

Aún tuvimos que demorar nuestra partida varias semanas, ya que Constancio debía solu-cionar los trámites burocráticos necesarios para emprender el largo viaje. Igualmente debía tramitar la obligada jubilación, pues ya excedía su servicio en el ejército de los años regla-mentarios. Consiguió el honorable título de veterano, así como la asignación dineraria es-

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tablecida, a pesar de que la situación política y social del imperio era muy compleja. Nos hallábamos en un intrincado proceso de transición hacia un definitivo declive, sospechado ya por algunos, entre ellos mi señor. Cuando Constancio y yo emprendimos nuestro viaje, hacía más de tres lustros que moría el gran Constantino y el imperio fuera dividido entre sus tres hijos. Ese año nos gobernaba el último de sus hijos vivos, curiosamente también llamado Constancio, inmerso, por un lado, en las guerras continuas con los persas, y por otro en el problema dinástico. La inseguridad comenzaba a aumentar a un ritmo alarmante con las cada vez más repetidas incursiones de pueblos del norte. Además, el paulatino empobrecimiento de las provincias repercutía en las arcas del estado. También la religión constituía otro punto de tirantez en el imperio. Tras la conversión de Constantino, Roma emergía como un centro influyente más de la nueva corriente religiosa, el cristianismo, si bien todavía quedaban años para su imposición total. En el campamento, mi educación se fundamentó en la adoración a nuestros dioses tradicionales, sin embargo, mi señor se inclinaba abiertamente hacia la nueva fe, al igual que nuestro emperador.

Por fin, una bonita mañana afrontamos nuestro desafío iniciando así una nueva vida. Reunía-mos los imprescindibles requisitos para ello y también para emprender el largo e ineludible viaje: valentía, suficiente dinero, capacidad para pelear y una adecuada provisión de armas. Había, eso sí, que cuidar algunos detalles como no viajar por la noche, unirnos cuando fuera posible a alguna gran caravana comercial o militar para evitar ser víctimas de salteadores y maleantes y, por supuesto, descansar en los albergues del camino. Con ello, los días pasaban y parecía que no adelantábamos camino.

Mi amo, además de soldado, era hombre culto que se nutría de lecturas para afrontar las dificultades del camino y también de la vida. Por ejemplo, recuerdo vivamente como, durante nuestro viaje, se servía de un larguísimo rollo de pergamino amarillento, con enrevesadas lí-neas y dibujos distorsionados, para orientarse en el camino. Me explicaba, con paciencia divi-na, como debíamos desviar nuestro camino para enlazar con las vías más rectas o más seguras, según el caso. Nunca quiso decirme el origen de semejante útil de orientación. Aún recuerdo el primer segmento del pergamino, en él figuraba un esquema de los caminos y calzadas de la Provincia de Hispania, imposible de descifrar para mi conocimiento.

Gracias a los caballos, y al pergamino con la ruta, íbamos avanzando. Fue un viaje riguroso e intenso. Aprendí tantas cosas en aquellas largas jornadas. Tardamos cerca de tres meses en llegar a nuestro destino. Nunca entrábamos en las ciudades. Constancio prefería evitarlas. Decía que en las ciudades el riesgo de dispersión, física y moral, era infinito. Entendí esa frase meses más tarde pero no durante el viaje. Suplicaba, con insistencia infantil, descansar en al-gún emplazamiento urbano, visitar algún centro de población. Los oficiales del campamento

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contaban historias muy divertidas de sus experiencias en la ciudad. Fue inflexible.

Durante el viaje, Constancio hablaba de sus campañas militares, de sus conquistas amorosas, de su amigo al que pronto yo conocería y de su madre Marcela.

Mi relato sería demasiado fatigoso si me entretuviera en los detalles de nuestra apasionante travesía por las calzadas del imperio. Además, el fin de mi humilde crónica no es pormenorizar una aventura viajera personal sino describir unos hechos transcendentales, fundamentales a mi entender, que precipitaron el fin definitivo de un sistema de vida, eficiente hasta ese mo-mento, pero abocado al fracaso por los acontecimientos sociales de la época.

III

Hemos llegado a nuestro destino. Ahora imaginen, por favor, mi desconcierto. A mis diez años, sólo conocía el campamento y los albergues en los que habíamos descansado durante la marcha. Nos hallábamos a primera hora de la mañana, descansados y con los ojos muy abiertos, ante el pórtico de entrada a una lujosa, grandiosa, villa urbana. Constancio me había comentado la situación social en esta parte del imperio y las razones probables para que este tipo de villa, vivienda y negocio juntos, hubiera prosperado tanto. En Hispania, seguramente como consecuencia directa de la decadencia de la vida en las ciudades, los robos continuos, barrios enteros en ruinas, sin los cuidados necesarios de conservación, y una cre-ciente, desmedida, presión fiscal, las clases pudientes abandonaban las ciudades y se dirigían a sus residencias en el campo. Organizaban un auténtico complejo residencial autosuficiente, con explotación agraria y ganadera y, además, con todos los refinamientos que la ciudad po-día ofrecerles, baños, gimnasio, grandes salones bellamente decorados, etc. Así era la villa del amigo y compañero de armas de Constancio.

Su nombre Marco Valerio Marcial. Acaudalado aristócrata nacido en la cercana población de Clunia.

Marcial se había trasladado con toda su familia hacía relativamente poco tiempo. Antes vivían en la ciudad, en Clunia, pero la creciente oleada de asaltos a viviendas de personas respetadas, de prestigio, terminó de influir en el ánimo del padre de familia y decidieron emigrar. Ya disponían de la finca en el campo, pero en estos pocos años, Marcial convirtió una vivienda de reposo campestre en toda una pequeña ciudad con abastecimiento propio de animales, viñedos, huertos, así como las viviendas necesarias para los trabajadores del complejo. El asentamiento de la villa había sido elegido cuidadosamente en un suelo fértil, con acceso a agua y bien comunicado para facilitar el tránsito de mercancías. En el centro, la casa señorial como residencia familiar, lujosa y cuidada, a la que no faltaba de nada para que, tanto sus moradores como sus invitados, no echasen de menos la ciudad. En el interior, mármoles,

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mosaicos, pinturas, esculturas y un rico mobiliario recreaban unos ambientes de lujo dignos de los mejores palacios romanos. Aunque la vida en una gran urbe significaba mercado, tran-sacciones, tribunales, espectáculos, bullicio, nada de esto se echaba de menos aquí. Además de gestionar la parte de negocio que suponía la villa, los señores propietarios enriquecían su día con la lectura, la caza, la pesca, ejercicio físico, masajes, baños… y todo lo relativo a una vida aristocrática rodeada del lujo exquisito característico de esta clase social. Sin embargo, había un punto negativo. Era la seguridad. La villa necesitaba ser reforzada en este sentido.

Constancio puso su pesado brazo sobre mi hombro y me condujo con firmeza hacia la entra-da. El camino sur, por el que accedimos, era de arena, flanqueado por altos olmos centenarios, y terminaba en un bonito pórtico cerrado en sus extremos con dos torres de planta octogonal. Una arquitectura notable y elegante.

Marcial estaba en el exterior. Fue una feliz coincidencia. Nos esperaba, pero no sabía el día de nuestra llegada. No es fácil describir la alegría que experimentaron los dos amigos al reencon-trarse. Todo eran abrazos, amagos de golpes en el pecho, carcajadas y más abrazos. Llamó a un criado y le ordenó que anulara inmediatamente las audiencias para aquella mañana. Descubrí más tarde lo excepcional de este acto, pues nunca evitaba sus responsabilidades. Aquel día deseaba estar con su amigo. Entonces, Constancio me atrajo con fuerza y me llamó hijo. A partir de ese momento mi vida se encauzó definitivamente.

Marcial nos enseñó su fantástica vivienda. Las habitaciones estaban dispuestas alrededor del gran patio central, ajardinado, precioso, con una bonita fuente de mármol en el centro. Casi todas las estancias de la casa estaban elegantemente decoradas con seductores mosaicos de vivos colores, algunos con motivos geométricos otros figurativos. Precisamente, el gran salón principal, donde el señor recibía las visitas de amigos y familiares, se encontraba en aquel momento en proceso de reforma de su monumental mosaico. Sin embargo, lo más impac-tante para un niño era la zona de baños, situada al oeste de la vivienda, en un edificio aparte pero comunicado con el principal. Disponía de múltiples estancias para baños, calientes, templados y fríos, zona de ejercicios, letrinas, vestuarios. Nunca había imaginado nada igual. Nuestras dependencias se hallaban en la planta superior, en el lado norte de la casa, algo más frías, pero también con exquisita decoración.

Una vez instalados, Marcial nos recibió en el bonito jardín central, ya que no podía hacerlo en el salón, como era preceptivo, por la obra de reforma. Celebraba excepcionalmente las au-diencias diarias aquí, en el jardín, hasta que el salón principal estuviese terminado. Su familia, tres hijos varones, sus esposas y varios nietos, se hallaban de visita en otra villa cercana y regre-sarían al anochecer. Constancio preguntó por su esposa. Yo recordé a mi madre en aquel mo-mento, pues conocía el episodio del día de mi nacimiento en el que Constancio asoció a mi

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madre con la esposa de Marcial. El dueño de la casa palideció. Su esposa estaba enterrada en el mausoleo de la villa, al norte. Fue un triste momento para los tres. Enseguida, Marcial sirvió más vino y nos habló de sus negocios. Disponía de un gran número de campesinos libres para realizar los trabajos más pesados, pero no les cedía la tierra como propietarios, prefería con-tratarlos. El dueño de la villa vecina, donde sus hijos estaban de visita, optó por esclavos. La villa era capaz de autoabastecerse, si bien también recibía los suministros exteriores que fueran indispensables, por ejemplo, el mármol o los muebles necesarios para la decoración de la casa. Cultivaban el campo, criaban ganado, gallinas, palomas, había colmenas, viñas y olivos. La villa disponía de almacenes, establos y graneros. Asimismo, disponía de un amplio número de siervos para el servicio de la casa. Marcial no echaba de menos el bullicio de las ciudades, ni el foro, ni los negocios que allí se hacían, pues tenía todo en su propia villa.

Cuando Marcial y Constancio recordaban tiempos pasados, sus vivencias militares, episodios de caza, a la que eran grandes aficionados los dos, incluso anécdotas con un humor burlón, sarcástico, que sólo ellos comprendían, llegaron los hijos con sus familias provocando un gran alboroto. Fuimos presentados y cenamos juntos. Jugosas y tiernas torrijas de postre. Aquella jornada fue larga y tan intensa que creí haber envejecido años cuando nos retiramos a nuestras habitaciones.

IV

Constancio, mi padre, debía reclutar a algunos hombres, proveerles de armas y defender la propiedad de los posibles asaltos. Mientras, en otras partes del Imperio, nuestro emperador se encontraba luchando por ratificar su hegemonía y continuidad dinástica e inmerso en batallas contra los pueblos rebeldes, aquí los mayores problemas se encontraban en la inseguridad ciudadana. En las grandes ciudades habían proliferado los robos a viviendas. En las haciendas, autosuficientes como la nuestra, los asaltos a los almacenes para conseguir comida eran cada vez más frecuentes. Demasiada miseria en las calles, grandes diferencias sociales, soldados desertores ociosos, formaban una combinación peligrosa.

Constancio aceptó este trabajo con la ilusión de un chiquillo. Suponía un gran cambio, pero, al mismo tiempo, implicaba un reto personal alentador. Además, implicaba volver a retomar su amistad con Marcial, su antiguo compañero de armas.

Fuimos a la ciudad de Clunia. Todavía quedaban huellas de un antiguo incendio provoca-do por pueblos del norte que arrasaron la ciudad hacía bastantes años, según me comentó Constancio. En sus calles, convivían personas de marcada relevancia política o social, ricos y poderosos, acompañados de mujeres adornadas con preciosas joyas, con pobres muchachas harapientas y sucias que nos miraban suplicantes y también con niños que extendían su mu-

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grienta mano a nuestro paso. Había casas enormes, similares a las de Marcial, normalmente de una única planta, donde se acomodaba una sola familia y, también, edificios altos, de varios pisos, donde debían instalarse, en pequeñas dependencias, varias familias distintas, normal-mente trabajadores de los almacenes o tiendas que había en la parte baja. Estaba impresiona-do. Recordé que Constancio evitaba visitar las ciudades en nuestro viaje.

Nos alojamos en la casa de un pariente de Marcial, en el centro de la ciudad, en la plaza, camino del foro. Yo todavía era un niño, pero intuía la dificultad de Constancio en concretar sus objetivos. No era fácil reclutar buenos soldados. Necesitaba hombres diestros en batallas, valientes, honestos y fiables. Tras largas jornadas de búsqueda, en las que yo me quedaba en la casa, una mañana Constancio anunció que su trabajo en Clunia había finalizado. Al día siguiente partiríamos hacia la villa con cuatro valientes que, aunque no tenían experiencia militar, demostraban ser jóvenes íntegros que se comportaban con rectitud y decencia. Uno panadero, dos hermanos carpinteros y, el cuarto, el más joven, no tenía oficio, se dedicaba a deambular por los mercados en busca de trabajo o alimento. Vaya grupo: un niño de diez años, un veterano cansado de la monotonía en busca de aventuras y cuatro jóvenes con ilusión por dar un giro a sus vidas poco sugestivas.

V

No recuerdo el día exacto, pero era Juliano quien dominaba el Imperio de Occidente, cuando Marcial dio una gran fiesta para inaugurar el fastuoso mosaico del salón principal de la villa. Constancio, sus soldados y yo, asistimos a ella. Había más de doscientos invitados. El mosaico era espectacular. El dueño de la casa lo mostraba entusiasmado. Explicaba, una y mil veces, como una de las escenas centrales, narraba el episodio en el cual Ulises encuentra a Aquiles en el gineceo, donde fue escondido por su madre para no ir a la Guerra de Troya. Retum-baban las carcajadas de Marcial siempre que mostraba al gran héroe Aquiles representado en el mosaico con pendientes de mujer, para indicar la necesidad de pasar desapercibido en un ambiente femenino. Toda la escena estaba perfectamente desarrollada en el mosaico. El astuto Ulises, el travestido Aquiles, delatándose al tomar la lanza y el escudo instintivamente, su amante Deidamia. Marcial recobraba la compostura al final de su relato para incidir en el objetivo del mosaico: recalcar a sus hijos y nietos que siempre deberían anteponer el honor y el deber en sus responsabilidades al placer. Su voz retumbaba al concluir que Aquiles partiría hacia la guerra para morir.

Marcial, al igual que nuestro emperador Juliano, se sentía atraído por los mitos y filósofos helenos. Admitía abiertamente su fe pagana, pero, al contrario que el benévolo emperador, no

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se mostraba tolerante con judíos o cristianos y, en su casa, no presumía de libertad religiosa, más bien al contrario. Sin embargo, Constancio y los hijos de Marcial se manifestaban discre-tamente, en la intimidad, como cristianos, al igual que la mayoría de los criados. Definitiva-mente los tiempos estaban cambiando.

VI

A los pocos días de la fiesta para celebrar el final del maravilloso mosaico, se produjo el primer asalto a la villa. No hubo mayores consecuencias. Constancio, sus cuatro soldados asalariados y yo mismo, aun siendo todavía muy joven, nos enfrentamos a seis ladrones, mal equipados y peor alimentados, en el jardín central de la casa. Eran muchachos de los alrededores, necesi-tados de lo más básico, también envidiosos del bien ajeno. Se hicieron presos si bien nuestro señor Marcial les otorgó la libertad al día siguiente, precisamente en la sala principal, sentado sobre la imponente figura de Ulises.

La vida volvió a la normalidad. Durante más de veinte años, la villa estuvo tranquila. En cambio, la situación social fuera de ella empeoraba. Los saqueos en villas vecinas, robos en las ciudades, violencia en las vías de comunicación utilizadas para el transporte de mercancías, el pillaje, era algo cotidiano a nuestro alrededor.

En estos años, Constancio me enseñó a luchar y me introdujo, furtivamente, en la fe cristia-na. Al mismo tiempo, Marcial me iluminaba con sus dioses y sus leyendas antiguas, mientras seguía administrando su propiedad. Las únicas disputas, tanto entre los dos amigos como entre padre e hijos, estaban vinculadas a la religión. Tras la muerte de Juliano, el cristianismo volvió afianzarse. Los paganos comenzaban a ser considerados ciudadanos de segunda clase. La vida intelectual fundamentada en los filósofos griegos también declinaba absorbida por el irresistible avance del cristianismo y la literatura latina cristiana. En este marco social, Marcial era inflexible, intolerante y dogmático. Asimismo, Constancio perseveraba en las creencias cristianas llegando a considerar inmorales muchos de los placeres habituales de la sociedad romana, y de nuestra casa, como los baños o los masajes tras el ejercicio físico. La discrepancia en este aspecto era total.

VII

Estamos llegando al final de nuestro relato. Teodosio dominaba todo el Imperio. Mi edad, más de medio siglo. Marcial y Constancio eran dos ancianos. Gobernaba la casa el hijo mayor de Marcial. El declive en nuestro entorno se hacía palpable. Los saqueos en las villas vecinas eran cada vez más frecuentes. Ahora yo estaba al mando de nuestro pequeño batallón de

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defensa. Un desventurado y gélido amanecer sucedió lo que todos presagiábamos en silencio. Eran, al menos, una docena de asaltantes. Agresivos, despiadados, irreverentes con la belleza de nuestra casa, implacables con sus habitantes. Asesinaron cruelmente, con saña de bárbaros, a Marcial y Constancio, aún en sus habitaciones, sin apenas opción ninguna para su defensa. La lucha fue larga, pero vencimos. Triste victoria, eso sí. Tuvimos que enterrar a mis dos respe-tados padres de adopción, siete siervos, uno de mis soldados y al pequeño Galo, nieto del hijo mayor de Marcial. Una tragedia. Los enterramientos se hicieron en silencio. Antes de aban-donar el mausoleo, el hijo mayor de Marcial se volvió hacia la tumba de su padre y, con gesto de ira, le recriminó su obstinación por mantener sus creencias paganas hasta el final mientras, en el suelo, depositaba una preciosa lucerna, que había pertenecido siempre a la familia, cuya figura representaba un antiguo gladiador. Por mi parte, apretaba con fuerza el cubilete de dados que Constancio me regaló cuando me nombró su sucesor. Jamás sentí tanto desamparo.

VIII

Todavía me encontraba sin consuelo, apenado y frustrado por lo sucedido cuando el hijo de Marcial me comunicó su decisión inapelable de aceptar el ofrecimiento que, días atrás y antes de los crueles acontecimientos, había recibido de Teodosio para incorporarse a su corte como senador. El proyecto, me explicó, era doblemente interesante, ahora que nuestro emperador había unificado nuevamente el Imperio. Me comentó sus planes con entusiasmo, casi alegría, obviando mi gesto de absoluta tristeza. Yo sentía en mi interior que la armonía de nuestro mundo, de nuestro entorno y de nuestra casa, llegaba a su fin.

He quedado al cuidado de la villa desde que mi último señor marchó. Al principio, inten-tamos, los sirvientes más cercanos a los señores, los responsables de las viñas y las tierras, los ganaderos, los tres soldados que aún quedaban en la casa conmigo y yo mismo, continuar como si nada hubiera pasado. Pero fue imposible. Sufrimos nuevos robos, asaltos de grupos violentos, dos terribles incendios. Los trabajadores se fueron marchando, la villa dejó de ser productiva y no llegaban órdenes de los propietarios al respecto.

He permanecido, abatido por tanta desidia, a la espera de noticias. Hoy he recibido, por fin, un mensaje con la disposición definitiva de mi señor acerca de la casa. El señor me ordena, ante el reciente fallecimiento del emperador Teodosio, el cierre inmediato de todo el complejo de nuestra villa, habiendo ya dispuesto, con villas vecinas, la entrega de los animales que aún tenemos, así como los utensilios de labranza que puedan ser transportados y todo el mobilia-rio de la vivienda principal, incluida la biblioteca. Me indica, con gélidas palabras, que debo facilitar este traspaso y, finalmente, cerrar la casa. Así lo he hecho, sin dilación.

Hoy debo irme. He dejado escondido, en un rincón del jardín, el cubilete y los dados que

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Constancio me regaló. Dejo también mi ánimo, mi voluntad para continuar, todo mi ser. También deposito este corto relato, dentro de una pequeña vasija de cerámica, en el salón principal donde Ulises, junto a mi señor Marcial, presidían las audiencias, solucionaban los conflictos y dictaban las leyes internas de la casa. Estoy seguro que, en tiempos futuros, “sine die”, el esplendor de nuestra villa resurgirá.