el arte de la simulación - chéjov

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EL ARTE DE LA SIMULACIÓN Por Antón Chéjov La general María Petrovna PEchonkina (o Pechonchija, según los campesinos), que actúa hace ya diez años, en el campo de la homeopatía, recibe un martes de mayo a los enfermos en su despacho. Ante ella, sobre la mesa, se encuentran un botiquín homeopático, un libro de apuntes sobre enfermedades y las cuentas de la farmacopea homeopática. De la pared, y encuadradas en marcos dorados y bajo cristal, penden las cartas de cierto homeópata de Petersburgo, muy grande y célebre, según María Petrovna. También se halla allí colgado el retrato del padre Aristarj, a quien la general debe su salvación, es decir, la renunciación a la maligna alopatía y el conocimiento de la verdad. En el recibimiento esperan sentados los pacientes. La mayoría de ellos son campesinos. Todos, con excepción de dos o tres, están descalzos, porque la generala ordena dejen las botas malolientes en el patio. María Petrovna lleva recibidas ya a diez personas y se dispone a llamar a la undécima. — ¡Gravila Gruzd! La puerta se abre, pero en lugar de Gravila Gruzd entra en el despacho Zamujrischkin, el vecino de la generala, un terrateniente empobrecido, viejecillos, de mirada agria y gorra de noble bajo el brazo. Al entrar, deposita el bastón en una esquina, se acerca a la generala, hinca sin pronunciar palabra una rodilla en el suelo e inclina la cabeza ante ella. — Pero ¿qué hace usted?... ¿Qué hace usted..., Kuzma Kuzmich?... se espanta la generala, enrojeciendo de turbación. ¡Por el amor de Dios! — ¡No me levantaré de aquí mientras me dure la vida!— dice Zamujrischkin, besándole la mano—. ¡Que todo el mundo me vea de rodillas! ¡Ángel protector nuestro! ¡Bienhechora del género humano!... ¡Que lo vean todos! ¡Hada benéfica que me devolvió la vida..., me señaló el verdadero camino y arrojó luz sobre mi escéptica sabiduría!... ¡Estoy dispuesto a permanecer ante ti no sólo de rodillas, sino de rodillas sobre el fuego! ¡Oh, tú..., curadora nuestra maravillosa! ¡Madre de los huérfanos y de los viudos!... ¡Me he curado! ¡He resucitado..., hechicera!

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Cuento del escritor ruso Antón Chéjov, incluido en el libro "La dama del perrito y otros cuentos".

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EL ARTE DE LA SIMULACIÓNPor Antón Chéjov

La general María Petrovna PEchonkina (o Pechonchija, según los campesinos), que actúa hace ya diez años, en el campo de la homeopatía, recibe un martes de mayo a los enfermos en su despacho. Ante ella, sobre la mesa, se encuentran un botiquín homeopático, un libro de apuntes sobre enfermedades y las cuentas de la farmacopea homeopática. De la pared, y encuadradas en marcos dorados y bajo cristal, penden las cartas de cierto homeópata de Petersburgo, muy grande y célebre, según María Petrovna. También se halla allí colgado el retrato del padre Aristarj, a quien la general debe su salvación, es decir, la renunciación a la maligna alopatía y el conocimiento de la verdad. En el recibimiento esperan sentados los pacientes. La mayoría de ellos son campesinos. Todos, con excepción de dos o tres, están descalzos, porque la generala ordena dejen las botas malolientes en el patio.

María Petrovna lleva recibidas ya a diez personas y se dispone a llamar a la undécima.

— ¡Gravila Gruzd!

La puerta se abre, pero en lugar de Gravila Gruzd entra en el despacho Zamujrischkin, el vecino de la generala, un terrateniente empobrecido, viejecillos, de mirada agria y gorra de noble bajo el brazo. Al entrar, deposita el bastón en una esquina, se acerca a la generala, hinca sin pronunciar palabra una rodilla en el suelo e inclina la cabeza ante ella.

— Pero ¿qué hace usted?... ¿Qué hace usted..., Kuzma Kuzmich?... ­se espanta la generala, enrojeciendo de turbación­. ¡Por el amor de Dios!

— ¡No me levantaré de aquí mientras me dure la vida!— dice Zamujrischkin, besándole la mano—. ¡Que todo el mundo me vea de rodillas! ¡Ángel protector nuestro! ¡Bienhechora del género humano!... ¡Que lo vean todos! ¡Hada benéfica que me devolvió la vida..., me señaló el verdadero camino y arrojó luz sobre mi escéptica sabiduría!... ¡Estoy dispuesto a permanecer ante ti no sólo de rodillas, sino de rodillas sobre el fuego! ¡Oh, tú..., curadora nuestra maravillosa! ¡Madre de los huérfanos y de los viudos!... ¡Me he curado! ¡He resucitado..., hechicera!

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­ Yo... estoy muy contenta —balbuce la generala, enrojeciendo de placer—. ¡Son cosas tan agradables de oír!... ¡Siéntese, por favor!... ¡Y pensar que todavía el martes pasado se encontraba usted tan enfermo...!

— En efecto... ¡Y cómo de enfermo! ¡Me da miedo recordarlo! —dice Zamujrischkin, sentándose—. Por todas partes, por todos mis órganos, tenía reumatismo. Pasé ocho años sufriendo, sin encontrar alivio. ¡Ni de día ni de noche, bienhechora mía!... Fui a consultar a médicos y profesores, hice un viaje a Kazán, probé a curarme con baños de barro, bebí aguas minerales... ¡En fin, qué no habré intentado!... ¡Me gasté todo mi dinero, hermosa madrecita mía, y los médicos no me hicieron más que daño! Lo único que hicieron fue conseguir que la enfermedad penetrara más y más en mí. ¡Hacerla entrar..., sí supieron, pero hacerla salir..., eso era algo superior a su ciencia!... ¡Lo único que les satisface es sacar los cuartos a la gente!... ¡Bandidos!... Porque ¡cuanto se refiere al provecho de la Humanidad les tiene sin cuidado! Todo lo arreglan con recetarle alguna quiromancia, ¡y te la tienes que tomar! En una palabra: son unos criminales. Por eso, si no hubiera sido por usted, ángel protector nuestro, ya estaría en la tumba. El martes pasado, volviendo de su casa, miraba yo las pildoritas que me había dado usted, y pensaba: «Pero ?y qué eficacia puede tener esto?... ¿Será posible que estar arenitas que apenas se ven sean capaces de curar mi larga y vieja dolencia?...» Así pensaba yo, un poco incrédulo, sonriéndome. Pero tomé una pildorita..., y fue momentáneo. Me sentí enteramente como si no hubiera estado nunca enfermo. A mi mujer se le salían los ojos mirándome, y no lo podía creer. «¿Es posible —decía— que seas el mismo Kolia de antes?...» «El mismo», contestaba yo. Y los dos nos pusimos de rodillas ante la imagen y rogamos por nuestro ángel tutelar. ¡Que Dios te conceda todo lo bueno que deseamos para ti!

Zamujrischkin se enjuga los ojos con la manga, se levanta del asiento y expresa la intención de hincar otra vez la rodilla; pero la generala le detiene y le invita a sentarse.

— No es a mí a quien tienen que dar las gracias —dice, enrojeciendo de emoción y contemplando admirada el retrato del padre Aristarj—. No es a mí... Yo soy aquí solamente un dócil instrumento ¡Ha sido, en efecto, un milagro! ¡Que un reuma viejo de ocho años..., sólo por una pildorita antiescrofulosa...!

— Fue usted tan amable que me dio tres pildoritas... Una la tomé con la comida, y el remedio fue instantáneo; otra, por la noche, y la tercera, al día siguiente. Desde entonces no he vuelto a padecer de nada. ¡No he sentido ni siquiera una punzada! ¡Y

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decir que me creía próximo a morir!... Ya había escrito a Moscú mandando venir a mi hijo... Pero Dios la iluminó, ¡curadora nuestra! Ahora ando y me parece encontrarme en el paraíso. Aquel martes que vine a su casa, cojeaba, mientras que hoy sería capaz de correr tras de una liebre... Tengo la impresión de ir a vivir cien años más, sólo que... para esto ocurre una desdicha: ¡nuestra miseria! Me encuentro sano, pero ¿para qué me sirve la salud si me faltan los medios para vivir? La escasez es aún peor para mí que la enfermedad... Si hablamos, por ejemplo, de... Ahora, precisamente, es el tiempo de sembrar la avena. ¿Pero cómo sembrarla, si no se tienen semillas? ¡Hay que comprarlas! ¿No es eso?... ¿Pero dónde está el dinero para ello?... ¡Todo el mundo sabe qué dinero es el nuestro...!

— Yo le daré avena, Kuzma Kuzmich. ¡Siga!... ¡Siga sentado! ¡Me ha proporcionado usted una alegría tan grande..., una satisfacción..., que soy yo la que tiene que darle las gracias!

— ¡Oh, bendición nuestra!... ¡Cuánta bondad ha infundado en usted el Señor! ¡Regocíjese, madrecita, contemplando sus buenas acciones! ¡Nosotros, en cambio, pecadores, no tenemos motivo para regocijarnos!... ¡Somos pequeños..., inútiles!..., ¡sin ningún valor espiritual!... ¡Somos todo mezquindad!... ¡Nuestra nobleza está sólo en el nombre, pues en un sentido material somos semejantes a los campesinos, si no más ínfimos!... El que vivamos en casas de piedra es sólo un espejimos..., ya que el tejado gotea y uno no tiene medios para arreglarlo.

— Yo le ayudaré a arreglarlo, Kuzma Kuzmich.

Siguiendo el mismo procedimiento, Zamujrischkin consigue igualmente una vaca y una carta de recomendación para su hija, a la que quiere llevar al colegio. Luego, emocionado por tanta generosidad y por los sentimientos que afluyen a su pecho, deja escapar un sollozo, tuerce la boca y mete la mano en el bolsillo en busca de un pañuelo. La general ve entonces cómo con el pañuelo sale del bolsillo un papelito de color rojo, que cae al suelo sin ruido.

— ¡No la olvidaré en toda una eternidad!... ¡Diré a mis hijos que no la olviden..., y a mis nietos..., y así de generación en generación!... Les diré: «¡He aquí, hijos míos, a la que me salvó de la tumba! ¡La que...!»

Cuando vuelve de acompañar a su paciente, la generala contempla durante un minuto

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con ojos llenos de lágrimas el retrato del padre Aristarj. Su mirada, impregnada de ternura y de veneración, recorre la pequeña farmacopea, el libro de enfermedades, las cuentas, la butaca en que acaba de sentarse el hombre salvado por ella de la muerte..., y, de pronto, se detiene sobre el papel que dejó caer el paciente. La generala recoge el papel, lo desdobla y ve en él tres pildoritas..., aquellas pildoritas que el martes pasado diera a Zamujrischkin.

— ¡Son las mismas! —se asombra—. ¡Si hasta el papel es el mismo! ¿De modo que ni siquiera las ha desenvuelto? En ese caso, ¿qué es lo que ha tomado?.. ¡Extraño!... ¿No estará engañándome...?

Y por primera vez en diez años de práctica la duda penetra en el alma de la generala. Hace entrar a otros enfermos, y mientras trata con ellos de sus padecimientos se fija en lo que antes, resbalando por sus oídos, no advertía claramente. Todos los enfermos, desde el primero hasta el último, como puestos de acuerdo, comienzan por glorificarla por su milagrosa curación y por entusiasmarse con su ciencia médica. Luego censuran a los médicos alópatas; y, más tarde, cuando enrojece de emoción, empiezan a exponerle sus necesidades. El uno le pide una tierrecita para sembrar; el otro, un poco de leña...; un tercero, permiso para cazar en sus bosques..., etc..., etc..

Ella alza los ojos hacia la bondadosa cara del padre Aristarj, que le abrió las puertas de la verdad, y una nueva verdad empieza a roer en su corazón. Una mala verdad.

¡La de la hipocresía humana!

­­­­­ Tomado de “La dama del perrito y otros cuentos”, de Antón Chéjov. Edición de Editorial La Oveja Negra Ltda. y R.B.A., Proyectos Editoriales, S.A., 1982Traducción cedida por Aguilar, S.A., de ediciones. ­­­­­