el aleph - jorge luis borges -...
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JORGE LUIS BORGES
EL ALEPH Alianza Editorial
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Diseo de la coleccin: Nesl Soul
Mara Kodama, 1995 Alianza Editorial, S.A., Madrid, 1971, 1972, 1974, 1975, 1976, 1977, 1978, 1979, 1980, 1981, 1982, 1983, 1985, 1987, 1988, 1989, 1990, 1991, 1992, 1993, 1994, 1995, 1996, 1997 Calle Juan Ignacio Luca De Tena, 15; 28027 Madrid; telf. 393 88 88
El Aleph fue publicado originalmente en 1949. Esta edicin corresponde a la que, revisada por el propio autor, public Emec Editores en 1974.
Distribuye para Argentina: Vaccaro Snchez Moreno, 794 - CP 1091 Capital Federal - Buenos Aires Interior: Distribuidora Bertrn - Av. Vlez Sarsfield, 1950 CP 1285 Capital Federal - Buenos Aires
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ISBN: 84-487-0468-1 Depsito Legal: B. 7.886-98 Impreso en Espaa - Printed in Spain - Marzo de 1998 Impresin y encuadernacin: Cayfosa Ctra. Caldas, km 3 Santa Perptua de Mogoda (Barcelona)
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ndice
El inmortal El muerto Los telogos Historia del guerrero y de la cautiva Biografa de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874) Emma Zunz La casa de Asterin La otra muerte Deutsches Requiem La busca de Averroes El Zahir La escritura del dios Abenjacn el Bojar, muerto en su laberinto Los dos reyes y los dos laberintos La espera El hombre en el umbral El Aleph Eplogo
El inmortal
Solomon saith: There is no new thing upon the earth. So that as Plato had an imagination, that all knowledge was but remembrance; so Solomon given his sentence, that all novelty is but oblivion.
FRANCIS BACON, Essays, LVIII
En Londres, a principios del mes de junio de 1929, el anticuario Joseph Cartaphilus, de Esmirna, ofreci a la princesa de Lucinge los seis volmenes en cuarto menor (1715-1720) de la Ilada de Pope. La princesa los adquiri; al recibirlos, cambi unas palabras con l. Era, nos dice, un hombre consumido y terroso, de ojos grises y barba gris, de rasgos singularmente vagos. Se manejaba con fluidez e ignorancia en diversas lenguas; en muy pocos minutos pas del francs al ingls y del ingls a una conjuncin enigmtica de espaol de Salnica y de portugus de Macao. En octubre, la princesa oy por un pasajero del Zeus que Cartaphilus haba muerto en el mar, al regresar a Esmirna, y que lo haban enterrado en la isla de Ios. En el ltimo tomo de la Ilada hall este manuscrito.
El original est redactado en ingls y abunda en latinismos. La versin que ofrecemos es literal.
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I
Que yo recuerde, mis trabajos empezaron en un jardn de Tebas Hekatmpylos, cuando Diocleciano era emperador. Yo haba militado (sin gloria) en las recientes guerras egipcias, yo era tribuno de una legin que estuvo acuartelada en Berenice, frente al Mar Rojo: la fiebre y la magia consumieron a muchos hombres que codiciaban magnnimos el acero. Los mauritanos fueron vencidos; la tierra que antes ocuparon las ciudades rebeldes fue dedicada eternamente a los dioses plutnicos; Alejandra, debelada, implor en vano la misericordia del Csar; antes de un ao las legiones reportaron el triunfo, pero yo logr apenas divisar el rostro de Marte. Esa privacin me doli y fue tal vez la causa de que yo me arrojara a descubrir, por temerosos y difusos desiertos, la secreta Ciudad de los Inmortales.
Mis trabajos empezaron, he referido, en un jardn de Tebas. Toda esa noche no dorm, pues algo estaba combatiendo en mi corazn. Me levant poco antes del alba; mis esclavos dorman, la luna tena el mismo color de la infinita arena. Un jinete rendido y ensangrentado vena del oriente. A unos pasos de m, rod del caballo. Con una tenue voz insaciable me pregunt en latn el nombre del ro que baaba los muros de la ciudad. Le respond que era el Egipto, que alimentan las lluvias. Otro es el ro que persigo, replic tristemente, el ro secreto que purifica de la muerte a los hombres. Oscura sangre le manaba del pecho. Me dijo que su patria era una montaa que est al otro lado del Ganges y que en esa montaa era fama que si alguien caminara hasta el occidente, donde se acaba el mundo, llegara al ro cuyas aguas dan la inmortalidad. Agreg que en la margen ulterior se eleva la Ciudad de los Inmortales, rica en baluartes y anfiteatros y templos. Antes de la aurora muri, pero yo determin descubrir la ciudad y su ro. Interrogados por el verdugo, algunos prisioneros mauritanos confirmaron la relacin del viajero; alguien record la llanura elsea, en el trmino de la tierra, donde la vida de los hombres es perdurable; alguien, las cumbres donde nace el Pactolo, cuyos moradores viven un siglo. En Roma, convers con filsofos que sintieron que dilatar la vida de los hombres era dilatar su agona y multiplicar el nmero de sus muertes. Ignoro si cre alguna vez en la Ciudad de los Inmortales: pienso que entonces me bast la tarea de buscarla. Flavio, procnsul de Getulia, me entreg doscientos soldados para la empresa. Tambin reclut mercenarios, que se dijeron conocedores de los caminos y que fueron los primeros en desertar.
Los hechos ulteriores han deformado hasta lo inextricable el recuerdo de nuestras primeras jornadas. Partimos de Arsinoe y entramos en el abrasado desierto. Atravesamos el pas de los trogloditas, que devoran serpientes y carecen del comercio de la palabra; el de los garamantas, que tienen las mujeres en comn y se nutren de leones; el de los augilas, que slo veneran el Trtaro. Fatigamos otros desiertos, donde es negra la arena; donde el viajero debe usurpar las horas de la noche, pues el fervor del da es intolerable. De lejos divis la montaa que dio nombre al Ocano: en sus laderas crece el euforbio, que anula los venenos; en la cumbre habitan los stiros, nacin de hombres ferales y rsticos, inclinados a la lujuria. Que esas regiones brbaras, donde la tierra es madre de monstruos, pudieran albergar en su seno una ciudad famosa, a todos nos pareci inconcebible. Proseguimos la marcha, pues hubiera sido una afrenta retroceder. Algunos temerarios durmieron con la cara expuesta a la luna; la fiebre los ardi; en el agua depravada de las cisternas otros bebieron la locura y la muerte. Entonces comenzaron las deserciones; muy poco despus, los motines. Para reprimirlos, no vacil ante el ejercicio de la severidad. Proced rectamente, pero un centurin me
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advirti que los sediciosos (vidos de vengar la crucifixin de uno de ellos) maquinaban mi muerte. Hu del campamento, con los pocos soldados que me eran fieles. En el desierto los perd, entre los remolinos de arena y la vasta noche. Una flecha cretense me lacer. Varios das err sin encontrar agua, o un solo enorme da multiplicado por el sol, por la sed y por el temor de la sed. Dej el camino al arbitrio de mi caballo. En el alba, la lejana se eriz de pirmides y de torres. Insoportablemente so con un exiguo y ntido laberinto: en el centro haba un cntaro; mis manos casi lo tocaban, mis ojos lo vean, pero tan intrincadas y perplejas eran las curvas que yo saba que iba a morir antes de alcanzarlo.
II
Al desenredarme por fin de esa pesadilla, me vi tirado y maniatado en un oblongo nicho de piedra, no mayor que una sepultura comn, superficialmente excavado en el agrio declive de una montaa. Los lados eran hmedos, antes pulidos por el tiempo que por la industria. Sent en el pecho un doloroso latido, sent que me abrasaba la sed. Me asom y grit dbilmente. Al pie de la montaa se dilataba sin rumor un arroyo impuro, entorpecido por escombros y arena; en la opuesta margen resplandeca (bajo el ltimo sol o bajo el primero) la evidente Ciudad de los Inmortales. Vi muros, arcos, frontispicios y foros: el fundamento era una meseta de piedra. Un centenar de nichos irregulares, anlogos al mo, surcaban la montaa y el valle. En la arena haba pozos de poca hondura; de esos mezquinos agujeros (y de los nichos) emergan hombres de piel gris, de barba negligente, desnudos. Cre reconocerlos: pertenecan a la estirpe bestial de los trogloditas, que infestan las riberas del Golfo Arbigo y las grutas etipicas; no me maravill de que no hablaran y de que devoraran serpientes.
La urgencia de la sed me hizo temerario. Consider que estaba a unos treinta pies de la arena; me tir, cerrados los ojos, atadas a la espalda las manos, montaa abajo. Hund la cara ensangrentada en el agua oscura. Beb como se abrevan los animales. Antes de perderme otra vez en el sueo y en los delirios, inexplicablemente repet unas palabras griegas: los ricos teucros de Zelea que beben el agua negra del Esepo...
No s cuntos das y noches rodaron sobre m. Doloroso, incapaz de recuperar el abrigo de las cavernas, desnudo en la ignorada arena, dej que la luna y el sol jugaran con mi aciago destino. Los trogloditas, infantiles en la barbarie, no me ayudaron a sobrevivir o a morir. En vano les rogu que me dieran muerte. Un da, con el filo de un pedernal romp mis ligaduras. Otro, me levant y pude mendigar o robar yo, Marco Flaminio Rufo, tribuno militar de una de las legiones de Roma mi primera detestada racin de carne de serpiente.
La codicia de ver a los Inmortales, de tocar la sobrehumana Ciudad, casi me vedaba dormir. Como si penetraran mi propsito, no dorman tampoco los trogloditas: al principio infer que me vigilaban; luego, que se haban contagiado de mi inquietud, como podran contagiarse los perros. Para alejarme de la brbara aldea eleg la ms pblica de las horas, la declinacin de la tarde, cuando casi todos los hombres emergen de las grietas y de los pozos y miran el poniente, sin verlo. Or en voz alta, menos para suplicar el favor divino que para intimidar a la tribu con palabras articuladas. Atraves el arroyo que los mdanos entorpecen y me dirig a la Ciudad. Confusamente me
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siguieron dos o tres hombres. Eran (como los otros de ese linaje) de menguada estatura; no inspiraban temor, sino repulsin. Deb rodear algunas hondonadas irregulares que me parecieron canteras; ofuscado por la grandeza de la Ciudad, yo la haba credo cercana. Hacia la medianoche, pis, erizada de formas idoltricas en la arena amarilla, la negra sombra de sus muros. Me detuvo una especie de horror sagrado. Tan abominadas del hombre son la novedad y el desierto que me alegr de que uno de los trogloditas me hubiera acompaado hasta el fin. Cerr los ojos y aguard (sin dormir) que relumbrara el da.
He dicho que la Ciudad estaba fundada sobre una meseta de piedra. Esta meseta comparable a un acantilado no era menos ardua que los muros. En vano fatigu mis pasos: el negro basamento no descubra la menor irregularidad, los muros invariables no parecan consentir una sola puerta. La fuerza del da hizo que yo me refugiara en una caverna; en el fondo haba un pozo, en el pozo una escalera que se abismaba hacia la tiniebla inferior. Baj; por un caos de srdidas galeras llegu a una vasta cmara circular, apenas visible. Haba nueve puertas en aquel stano; ocho daban a un laberinto que falazmente desembocaba en la misma cmara; la novena (a travs de otro laberinto) daba a una segunda cmara circular, igual a la primera. Ignoro el nmero total de las cmaras; mi desventura y mi ansiedad las multiplicaron. El silencio era hostil y casi perfecto; otro rumor no haba en esas profundas redes de piedra que un viento subterrneo, cuya causa no descubr; sin ruido se perdan entre las grietas hilos de agua herrumbrada. Horriblemente me habitu a ese dudoso mundo; consider increble que pudiera existir otra cosa que stanos provistos de nueve puertas y que stanos largos que se bifurcan. Ignoro el tiempo que deb caminar bajo tierra; s que alguna vez confund, en la misma nostalgia, la atroz aldea de los brbaros y mi ciudad natal, entre los racimos.
En el fondo de un corredor, un no previsto muro me cerr el paso, una remota luz cay sobre m. Alc los ofuscados ojos: en lo vertiginoso, en lo altsimo, vi un crculo de cielo tan azul que pudo parecerme de prpura. Unos peldaos de metal escalaban el muro. La fatiga me relajaba, pero sub, slo detenindome a veces para torpemente sollozar de felicidad. Fui divisando capiteles y astrgalos, frontones triangulares y bvedas, confusas pompas del granito y del mrmol. As me fue deparado ascender de la ciega regin de negros laberintos entretejidos a la resplandeciente Ciudad.
Emerg a una suerte de plazoleta; mejor dicho, de patio. Lo rodeaba un solo edificio de forma irregular y altura variable; a ese edificio heterogneo pertenecan las diversas cpulas y columnas. Antes que ningn otro rasgo de ese monumento increble, me suspendi lo antiqusimo de su fbrica. Sent que era anterior a los hombres, anterior a la tierra. Esa notoria antigedad (aunque terrible de algn modo para los ojos) me pareci adecuada al trabajo de obreros inmortales. Cautelosamente al principio, con indiferencia despus, con desesperacin al fin, err por escaleras y pavimentos del inextricable palacio. (Despus averig que eran inconstantes la extensin y la altura de los peldaos, hecho que me hizo comprender la singular fatiga que me infundieron.) Este palacio es fbrica de los dioses, pens primeramente. Explor los inhabitados recintos y correg: Los dioses que lo edificaron han muerto. Not sus peculiaridades y dije: Los dioses que lo edificaron estaban locos. Lo dije, bien lo s, con una incomprensible reprobacin que era casi un remordimiento, con ms horror intelectual que miedo sensible. A la impresin de enorme antigedad se agregaron otras: la de lo interminable, la de lo atroz, la de lo complejamente insensato. Yo haba cruzado un
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laberinto, pero la ntida Ciudad de los Inmortales me atemoriz y repugn. Un laberinto es una casa labrada para confundir a los hombres; su arquitectura, prdiga en simetras, est subordinada a ese fin. En el palacio que imperfectamente explor, la arquitectura careca de fin. Abundaban el corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las increbles escaleras inversas, con los peldaos y la balaustrada hacia abajo. Otras, adheridas areamente al costado de un muro monumental, moran sin llegar a ninguna parte, al cabo de dos o tres giros, en la tiniebla superior de las cpulas. Ignoro si todos los ejemplos que he enumerado son literales; s que durante muchos aos infestaron mis pesadillas; no puedo ya saber si tal o cual rasgo es una transcripcin de la realidad o de las formas que desatinaron mis noches. Esta Ciudad (pens) es tan horrible que su mera existencia y perduracin, aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y de algn modo compromete a los astros. Mientras perdure, nadie en el mundo podr ser valeroso o feliz. No quiero describirla; un caos de palabras heterogneas, un cuerpo de tigre o de toro, en el que pulularan monstruosamente, conjugados y odindose, dientes, rganos y cabezas, pueden (tal vez) ser imgenes aproximativas.
No recuerdo las etapas de mi regreso, entre los polvorientos y hmedos hipogeos. nicamente s que no me abandonaba el temor de que, al salir del ltimo laberinto, me rodeara otra vez la nefanda Ciudad de los Inmortales. Nada ms puedo recordar. Ese olvido, ahora insuperable, fue quiz voluntario; quiz las circunstancias de mi evasin fueron tan ingratas que, en algn da no menos olvidado tambin, he jurado olvidarlas.
III
Quienes hayan ledo con atencin el relato de mis trabajos recordarn que un hombre de la tribu me sigui como un perro podra seguirme, hasta la sombra irregular de los muros. Cuando sal del ltimo stano, lo encontr en la boca de la caverna. Estaba tirado en la arena, donde trazaba torpemente y borraba una hilera de signos, que eran como las letras de los sueos, que uno est a punto de entender y luego se juntan. Al principio, cre que se trataba de una escritura brbara; despus vi que es absurdo imaginar que hombres que no llegaron a la palabra lleguen a la escritura. Adems, ninguna de las formas era igual a otra, lo cual exclua o alejaba la posibilidad de que fueran simblicas. El hombre las trazaba, las miraba y las correga. De golpe, como si le fastidiara ese juego, las borr con la palma y el antebrazo. Me mir, no pareci reconocerme. Sin embargo, tan grande era el alivio que me inundaba (o tan grande y medrosa mi soledad) que di en pensar que ese rudimental troglodita, que me miraba desde el suelo de la caverna, haba estado esperndome. El sol caldeaba la llanura; cuando emprendimos el regreso a la aldea, bajo las primeras estrellas, la arena era ardorosa bajo los pies. El troglodita me precedi; esa noche conceb el propsito de ensearle a reconocer, y acaso a repetir, algunas palabras. El perro y el caballo (reflexion) son capaces de lo primero; muchas aves, como el ruiseor de los Csares, de lo ltimo. Por muy basto que fuera el entendimiento de un hombre, siempre sera superior al de irracionales.
La humildad y miseria del troglodita me trajeron a la memoria la imagen de Argos, el viejo perro moribundo de la Odisea, y as le puse el nombre de Argos y trat de enserselo. Fracas y volv a fracasar. Los arbitrios, el rigor y la obstinacin fueron del
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todo vanos. Inmvil, con los ojos inertes, no pareca percibir los sonidos que yo procuraba inculcarle. A unos pasos de m, era como si estuviera muy lejos. Echado en la arena, como una pequea y ruinosa esfinge de lava, dejaba que sobre l giraran los cielos, desde el crepsculo del da hasta el de la noche. Juzgu imposible que no se percatara de mi propsito. Record que es fama entre los etopes que los monos deliberadamente no hablan para que no los obliguen a trabajar y atribu a suspicacia o a temor el silencio de Argos. De esa imaginacin pas a otras, an ms extravagantes. Pens que Argos y yo participbamos de universos distintos; pens que nuestras percepciones eran iguales, pero que Argos las combinaba de otra manera y construa con ellas otros objetos; pens que acaso no haba objetos para l, sino un vertiginoso y continuo juego de impresiones brevsimas. Pens en un mundo sin memoria, sin tiempo; consider la posibilidad de un lenguaje que ignorara los sustantivos, un lenguaje de verbos impersonales o de indeclinables eptetos. As fueron muriendo los das y con los das los aos, pero algo parecido a la felicidad ocurri una maana. Llovi, con lentitud poderosa.
Las noches del desierto pueden ser fras, pero aqulla haba sido un fuego. So que un ro de Tesalia (a cuyas aguas yo haba restituido un pez de oro) vena a rescatarme; sobre la roja arena y la negra piedra yo lo oa acercarse; la frescura del aire y el rumor atareado de la lluvia me despertaron. Corr desnudo a recibirla. Declinaba la noche; bajo las nubes amarillas la tribu, no menos dichosa que yo, se ofreca a los vvidos aguaceros en una especie de xtasis. Parecan coribantes a quienes posee la divinidad. Argos, puestos los ojos en la esfera, gema; raudales le rodaban por la cara; no slo de agua, sino (despus lo supe) de lgrimas. Argos, le grit, Argos.
Entonces, con mansa admiracin, como si descubriera una cosa perdida y olvidada hace mucho tiempo, Argos balbuce estas palabras: Argos, perro de Ulises. Y despus, tambin sin mirarme: Este perro tirado en el estircol.
Fcilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real. Le pregunt qu saba de la Odisea. La prctica del griego le era penosa; tuve que repetir la pregunta.
Muy poco, dijo. Menos que el rapsoda ms pobre. Ya habrn pasado mil cien aos desde que la invent.
IV
Todo me fue dilucidado, aquel da. Los trogloditas eran los Inmortales; el riacho de aguas arenosas, el Ro que buscaba el jinete. En cuanto a la ciudad cuyo nombre se haba dilatado hasta el Ganges, nueve siglos hara que los Inmortales la haban asolado. Con las reliquias de su ruina erigieron, en el mismo lugar, la desatinada ciudad que yo recorr: suerte de parodia o reverso y tambin templo de los dioses irracionales que manejan el mundo y de los que nada sabemos, salvo que no se parecen al hombre. Aquella fundacin fue el ltimo smbolo a que condescendieron los Inmortales; marca una etapa en que, juzgando que toda empresa es vana, determinaron vivir en el pensamiento, en la pura especulacin. Erigieron la fbrica, la olvidaron y fueron a morar en las cuevas. Absortos, casi no perciban el mundo fsico.
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Esas cosas Homero las refiri, como quien habla con un nio. Tambin me refiri su vejez y el postrer viaje que emprendi, movido, como Ulises, por el propsito de llegar a los hombres que no saben lo que es el mar ni comen carne sazonada con sal ni sospechan lo que es un remo. Habit un siglo en la Ciudad de los Inmortales. Cuando la derribaron, aconsej la fundacin de la otra. Ello no debe sorprendernos; es fama que despus de cantar la guerra de Ilin, cant la guerra de las ranas y los ratones. Fue como un dios que creara el cosmos y luego el caos.
Ser inmortal es balad; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal. He notado que, pese a las religiones, esa conviccin es rarsima. Israelitas, cristianos y musulmanes profesan la inmortalidad, pero la veneracin que tributan al primer siglo prueba que slo creen en l, ya que destinan todos los dems, en nmero infinito, a premiarlo o a castigarlo. Ms razonable me parece la rueda de ciertas religiones del Indostn; en esa rueda, que no tiene principio ni fin, cada vida es efecto de la anterior y engendra la siguiente, pero ninguna determina el conjunto... Adoctrinada por un ejercicio de siglos, la repblica de hombres inmortales haba logrado la perfeccin de la tolerancia y casi del desdn. Saba que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas. Por sus pasadas o futuras virtudes, todo hombre es acreedor a toda bondad, pero tambin a toda traicin, por sus infamias del pasado o del porvenir. As como en los juegos de azar las cifras pares y las cifras impares tienden al equilibrio, as tambin se anulan y se corrigen el ingenio y la estolidez, y acaso el rstico poema del Cid es el contrapeso exigido por un solo epteto de las glogas o por una sentencia de Herclito. El pensamiento ms fugaz obedece a un dibujo invisible y puede coronar, o inaugurar, una forma secreta. S de quienes obraban el mal para que en los siglos futuros resultara el bien, o hubiera resultado en los ya pretritos... Encarados as, todos nuestros actos son justos, pero tambin son indiferentes. No hay mritos morales o intelectuales. Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea. Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy hroe, soy filsofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy.
El concepto del mundo como sistema de precisas compensaciones influy vastamente en los Inmortales. En primer trmino, los hizo invulnerables a la piedad. He mencionado las antiguas canteras que rompan los campos de la otra margen; un hombre se despe en la ms honda, no poda lastimarse ni morir, pero lo abrasaba la sed; antes que le arrojaran una cuerda pasaron setenta aos. Tampoco interesaba el propio destino. El cuerpo era un sumiso animal domstico y le bastaba, cada mes, la limosna de unas horas de sueo, de un poco de agua y de una piltrafa de carne. Que nadie quiera rebajarnos a ascetas. No hay placer ms complejo que el pensamiento y a l nos entregbamos. A veces, un estmulo extraordinario nos restitua al mundo fsico. Por ejemplo, aquella maana, el viejo goce elemental de la lluvia. Esos lapsos eran rarsimos; todos los Inmortales eran capaces de perfecta quietud; recuerdo alguno a quien jams he visto de pie: un pjaro anidaba en su pecho.
Entre los corolarios de la doctrina de que no hay cosa que no est compensada por otra, hay uno de muy poca importancia terica, pero que nos indujo, a fines o a principios del siglo X, a dispersarnos por la faz de la tierra. Cabe en estas palabras: Existe un ro cuyas aguas dan la inmortalidad; en alguna regin habr otro ro cuyas aguas la borren. El
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nmero de ros no es infinito; un viajero inmortal que recorra el mundo acabar, algn da, por haber bebido de todos. Nos propusimos descubrir ese ro.
La muerte (o su alusin) hace preciosos y patticos a los hombres. stos conmueven por su condicin de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser ltimo; no hay rostro que no est por desdibujarse como el rostro de un sueo. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirn hasta el vrtigo. No hay cosa que no est como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario. Lo elegaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los Inmortales. Homero y yo nos separamos en las puertas de Tnger; creo que no nos dijimos adis.
V
Recorr nuevos reinos, nuevos imperios. En el otoo de 1066 milit en el puente de Stamford, ya no recuerdo si en las filas de Harold, que no tard en hallar su destino, o en las de aquel infausto Harald Hardrada que conquist seis pies de tierra inglesa, o un poco ms. En el sptimo siglo de la Hjira, en el arrabal de Bulaq, transcrib con pausada caligrafa, en un idioma que he olvidado, en un alfabeto que ignoro, los siete viajes de Simbad y la historia de la Ciudad de Bronce. En un patio de la crcel de Samarcanda he jugado muchsimo al ajedrez. En Bikanir he profesado la astrologa y tambin en Bohemia. En 1638 estuve en Kolozsvr y despus en Leipzig. En Aberdeen, en 1714, me suscrib a los seis volmenes de la Ilada de Pope; s que los frecuent con deleite. Hacia 1729 discut el origen de ese poema con un profesor de retrica, llamado, creo, Giambattista; sus razones me parecieron irrefutables. El cuatro de octubre de 1921, el Patna, que me conduca a Bombay, tuvo que fondear en un puerto de la costa eritrea (1). Baj; record otras maanas muy antiguas, tambin frente al Mar Rojo, cuando yo era tribuno de Roma y la fiebre y la magia y la inaccin consuman a los soldados. En las afueras vi un caudal de agua clara; la prob, movido por la costumbre. Al repechar la margen, un rbol espinoso me lacer el dorso de la mano. El inusitado dolor me pareci muy vivo. Incrdulo, silencioso y feliz, contempl la preciosa formacin de una lenta gota de sangre. De nuevo soy mortal, me repet, de nuevo me parezco a todos los hombres. Esa noche, dorm hasta el amanecer.
... He revisado, al cabo de un ao, estas pginas. Me consta que se ajustan a la verdad, pero en los primeros captulos, y aun en ciertos prrafos de los otros, creo percibir algo falso. Ello es obra, tal vez, del abuso de rasgos circunstanciales, procedimiento que aprend en los poetas y que todo lo contamina de falsedad, ya que esos rasgos pueden abundar en los hechos, pero no en su memoria... Creo, sin embargo, haber descubierto una razn ms ntima. La escribir; no importa que me juzguen fantstico.
La historia que he narrado parece irreal porque en ella se mezclan los sucesos de dos hombres distintos. En el primer captulo, el jinete quiere saber el nombre del ro que baa las murallas de Tebas; Flaminio Rufo, que antes ha dado a la ciudad el epteto de Hekatmpylos, dice que el ro es el Egipto; ninguna de esas locuciones es adecuada a l, sino a Homero, que hace mencin expresa, en la Ilada, de Tebas Hekatmpylos, y en la
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Odisea, por boca de Proteo y de Ulises, dice invariablemente Egipto por Nilo. En el captulo segundo, el romano, al beber el agua inmortal, pronuncia unas palabras en griego; esas palabras son homricas y pueden buscarse en el fin del famoso catlogo de las naves. Despus, en el vertiginoso palacio, habla de "una reprobacin que era casi un remordimiento"; esas palabras corresponden a Homero, que haba proyectado ese horror. Tales anomalas me inquietaron; otras, de orden esttico, me permitieron descubrir la verdad. El ltimo captulo las incluye; ah est escrito que milit en el puente de Stamford, que transcrib, en Bulaq, los viajes de Simbad el Marino y que me suscrib, en Aberdeen, a la Ilada inglesa de Pope. Se lee, inter alia: "En Bikanir he profesado la astrologa y tambin en Bohemia". Ninguno de esos testimonios es falso; lo significativo es el hecho de haberlos destacado. El primero de todos parece convenir a un hombre de guerra, pero luego se advierte que el narrador no repara en lo blico y s en la suerte de los hombres. Los que siguen son ms curiosos. Una oscura razn elemental me oblig a registrarlos; lo hice porque saba que eran patticos. No lo son, dichos por el romano Flaminio Rufo. Lo son, dichos por Homero; es raro que ste copie, en el siglo trece, las aventuras de Simbad, de otro Ulises, y descubra, a la vuelta de muchos siglos, en un reino boreal y un idioma brbaro, las formas de su Ilada. En cuanto a la oracin que recoge el nombre de Bikanir, se ve que la ha fabricado un hombre de letras, ganoso (como el autor del catlogo de las naves) de mostrar vocablos esplndidos (2).
Cuando se acerca el fin, ya no quedan imgenes del recuerdo; slo quedan palabras. No es extrao que el tiempo haya confundido las que alguna vez me representaron con las que fueron smbolos de la suerte de quien me acompa tantos siglos. Yo he sido Homero; en breve, ser Nadie, como Ulises; en breve, ser todos: estar muerto.
Posdata de 1950. Entre los comentarios que ha despertado la publicacin anterior, el ms curioso, ya que no el ms urbano, bblicamente se titula A coat of many colours (Manchester, 1948) y es obra de la tenacsima pluma del doctor Nahum Cordovero. Abarca unas cien pginas. Habla de los centones griegos, de los centones de la baja latinidad, de Ben Jonson, que defini a sus contemporneos con retazos de Sneca, del Virgilius evangelizans de Alexander Ross, de los artificios de George Moore y de Eliot y, finalmente, de "la narracin atribuida al anticuario Joseph Cartaphilus". Denuncia, en el primer captulo, breves interpolaciones de Plinio (Historia naturalis, V, 8); en el segundo, de Thomas de Quincey (Writings, III, 439); en el tercero, de una epstola de Descartes al embajador Pierre Chanut; en el cuarto, de Bernard Shaw (Back to Methuselah, V). Infiere de esas intrusiones, o hurtos, que todo el documento es apcrifo.
A mi entender, la conclusin es inadmisible. Cuando se acerca el fin, escribi Cartaphilus, ya no quedan imgenes del recuerdo; slo quedan palabras. Palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos.
A Cecilia Ingenieros
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(1) Hay una tachadura en el manuscrito: quiz el nombre del puerto ha sido borrado.
(2) Ernesto Sbato sugiere que el "Giambattista" que discuti la formacin de la Ilada con el anticuario Cartaphilus es Giambattista Vico; ese italiano defenda que Homero es un personaje simblico, a la manera de Plutn o de Aquiles.
El muerto
Que un hombre del suburbio de Buenos Aires, que un triste compadrito sin ms virtud que la infatuacin del coraje, se interne en los desiertos ecuestres de la frontera del Brasil y llegue a capitn de contrabandistas, parece de antemano imposible. A quienes lo entienden as, quiero contarles el destino de Benjamn Otlora, de quien acaso no perdura un recuerdo en el barrio de Balvanera y que muri en su ley, de un balazo, en los confines de Rio Grande do Sul. Ignoro los detalles de su aventura; cuando me sean revelados, he de rectificar y ampliar estas pginas. Por ahora, este resumen puede ser til.
Benjamn Otlora cuenta, hacia 1891, diecinueve aos. Es un mocetn de frente mezquina, de sinceros ojos claros, de reciedumbre vasca; una pualada feliz le ha revelado que es un hombre valiente; no lo inquieta la muerte de su contrario, tampoco la inmediata necesidad de huir de la Repblica. El caudillo de la parroquia le da una carta para un tal Azevedo Bandeira, del Uruguay. Otlora se embarca, la travesa es tormentosa y crujiente; al otro da, vaga por las calles de Montevideo, con inconfesada y tal vez ignorada tristeza. No da con Azevedo Bandeira; hacia la medianoche, en un almacn del Paso del Molino, asiste a un altercado entre unos troperos. Un cuchillo relumbra; Otlora no sabe de qu lado est la razn, pero lo atrae el puro sabor del peligro, como a otros la baraja o la msica. Para, en el entrevero, una pualada baja que un pen le tira a un hombre de galera oscura y de poncho. ste, despus, resulta ser Azevedo Bandeira. (Otlora, al saberlo, rompe la carta, porque prefiere debrselo todo a s mismo.) Azevedo Bandeira da, aunque fornido, la injustificable impresin de ser contrahecho; en su rostro, siempre demasiado cercano, estn el judo, el negro y el indio; en su empaque, el mono y el tigre; la cicatriz que le atraviesa la cara es un adorno ms, como el negro bigote cerdoso.
Proyeccin o error del alcohol, el altercado cesa con la misma rapidez con que se produjo. Otlora bebe con los troperos y luego los acompaa a una farra y luego a un casern en la Ciudad Vieja, ya con el sol bien alto. En el ltimo patio, que es de tierra, los hombres tienden su recado para dormir. Oscuramente, Otlora compara esa noche con la anterior; ahora ya pisa tierra firme, entre amigos. Lo inquieta algn remordimiento, eso s, de no extraar a Buenos Aires. Duerme hasta la oracin, cuando lo despierta el paisano que agredi, borracho, a Bandeira. (Otlora recuerda que ese hombre ha compartido con los otros la noche de tumulto y de jbilo y que Bandeira lo sent a su derecha y lo oblig a seguir bebiendo.) El hombre le dice que el patrn lo manda buscar. En una suerte de escritorio que da al zagun (Otlora nunca ha visto un zagun con puertas laterales) est esperndolo Azevedo Bandeira, con una clara y desdeosa mujer de pelo colorado. Bandeira lo pondera, le ofrece una copa de caa, le repite que le est pareciendo un hombre animoso, le propone ir al Norte con los dems a
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traer una tropa. Otlora acepta; hacia la madrugada estn en camino, rumbo a Tacuaremb.
Empieza entonces para Otlora una vida distinta, una vida de vastos amaneceres y de jornadas que tienen el olor del caballo. Esa vida es nueva para l, y a veces atroz, pero ya est en su sangre, porque lo mismo que los hombres de otras naciones veneran y presienten el mar, as nosotros (tambin el hombre que entreteje estos smbolos) ansiamos la llanura inagotable que resuena bajo los cascos. Otlora se ha criado en los barrios del carrero y del cuarteador; antes de un ao se hace gaucho. Aprende a jinetear, a entropillar la hacienda, a carnear, a manejar el lazo que sujeta y las boleadoras que tumban, a resistir el sueo, las tormentas, las heladas y el sol, a arrear con el silbido y el grito. Slo una vez, durante ese tiempo de aprendizaje, ve a Azevedo Bandeira, pero lo tiene muy presente, porque ser hombre de Bandeira es ser considerado y temido, y porque, ante cualquier hombrada, los gauchos dicen que Bandeira lo hace mejor. Alguien opina que Bandeira naci del otro lado del Cuareim, en Rio Grande do Sul; eso, que debera rebajarlo, oscuramente lo enriquece de selvas populosas, de cinagas, de inextricables y casi infinitas distancias. Gradualmente, Otlora entiende que los negocios de Bandeira son mltiples y que el principal es el contrabando. Ser tropero es ser un sirviente; Otlora se propone ascender a contrabandista. Dos de los compaeros, una noche, cruzarn la frontera para volver con unas partidas de caa; Otlora provoca a uno de ellos, lo hiere y toma su lugar. Lo mueve la ambicin y tambin una oscura fidelidad. Que el hombre (piensa) acabe por entender que yo valgo ms que todos sus orientales juntos.
Otro ao pasa antes que Otlora regrese a Montevideo. Recorren las orillas, la ciudad (que a Otlora le parece muy grande); llegan a casa del patrn; los hombres tienden los recados en el ltimo patio. Pasan los das y Otlora no ha visto a Bandeira. Dicen, con temor, que est enfermo; un moreno suele subir a su dormitorio con la caldera y con el mate. Una tarde, le encomiendan a Otlora esa tarea. ste se siente vagamente humillado pero satisfecho tambin.
El dormitorio es desmantelado y oscuro. Hay un balcn que mira al poniente, hay una larga mesa con un resplandeciente desorden de taleros, de arreadores, de cintos, de armas de fuego y de armas blancas, hay un remoto espejo que tiene la luna empaada. Bandeira yace boca arriba; suea y se queja; una vehemencia de sol ltimo lo define. El vasto lecho blanco parece disminuirlo y oscurecerlo; Otlora nota las canas, la fatiga, la flojedad, las grietas de los aos. Lo subleva que los est mandando ese viejo. Piensa que un golpe bastara para dar cuenta de l. En eso, ve en el espejo que alguien ha entrado. Es la mujer de pelo rojo; est a medio vestir y descalza y lo observa con fra curiosidad. Bandeira se incorpora; mientras habla de cosas de la campaa y despacha mate tras mate, sus dedos juegan con las trenzas de la mujer. Al fin, le da licencia a Otlora para irse.
Das despus, les llega la orden de ir al Norte. Arriban a una estancia perdida, que est como en cualquier lugar de la interminable llanura. Ni rboles ni un arroyo la alegran, el primer sol y el ltimo la golpean. Hay corrales de piedra para la hacienda, que es guampuda y menesterosa. El Suspiro se llama ese pobre establecimiento.
Otlora oye en rueda de peones que Bandeira no tardar en llegar de Montevideo. Pregunta por qu; alguien aclara que hay un forastero agauchado que est queriendo
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mandar demasiado. Otlora comprende que es una broma, pero le halaga que esa broma ya sea posible. Averigua, despus, que Bandeira se ha enemistado con uno de los jefes polticos y que ste le ha retirado su apoyo. Le gusta esa noticia.
Llegan cajones de armas largas; llegan una jarra y una palangana de plata para el aposento de la mujer; llegan cortinas de intrincado damasco; llega de las cuchillas, una maana, un jinete sombro, de barba cerrada y de poncho. Se llama Ulpiano Surez y es el capanga o guardaespaldas de Azevedo Bandeira. Habla muy poco y de una manera abrasilerada. Otlora no sabe si atribuir su reserva a hostilidad, a desdn o a mera barbarie. Sabe, eso s, que para el plan que est maquinando tiene que ganar su amistad.
Entra despus en el destino de Benjamn Otlora un colorado cabos negros que trae del sur Azevedo Bandeira y que luce apero chapeado y carona con bordes de piel de tigre. Ese caballo liberal es un smbolo de la autoridad del patrn y por eso lo codicia el muchacho, que llega tambin a desear, con deseo rencoroso, a la mujer de pelo resplandeciente. La mujer, el apero y el colorado son atributos o adjetivos de un hombre que l aspira a destruir.
Aqu la historia se complica y se ahonda. Azevedo Bandeira es diestro en el arte de la intimidacin progresiva, en la satnica maniobra de humillar al interlocutor gradualmente, combinando veras y burlas; Otlora resuelve aplicar ese mtodo ambiguo a la dura tarea que se propone. Resuelve suplantar, lentamente, a Azevedo Bandeira. Logra, en jornadas de peligro comn, la amistad de Surez. Le confa su plan; Surez le promete su ayuda. Muchas cosas van aconteciendo despus, de las que s unas pocas. Otlora no obedece a Bandeira; da en olvidar, en corregir, en invertir sus rdenes. El universo parece conspirar con l y apresura los hechos. Un medioda, ocurre en campos de Tacuaremb un tiroteo con gente riograndense; Otlora usurpa el lugar de Bandeira y manda a los orientales. Le atraviesa el hombro una bala, pero esa tarde Otlora regresa al Suspiro en el colorado del jefe y esa tarde unas gotas de su sangre manchan la piel de tigre y esa noche duerme con la mujer de pelo reluciente. Otras versiones cambian el orden de estos hechos y niegan que hayan ocurrido en un solo da.
Bandeira, sin embargo, siempre es nominalmente el jefe. Da rdenes que no se ejecutan; Benjamn Otlora no lo toca, por una mezcla de rutina y de lstima.
La ltima escena de la historia corresponde a la agitacin de la ltima noche de 1894. Esa noche, los hombres del Suspiro comen cordero recin carneado y beben un alcohol pendenciero; alguien infinitamente rasguea una trabajosa milonga. En la cabecera de la mesa, Otlora, borracho, erige exultacin sobre exultacin, jbilo sobre jbilo; esa torre de vrtigo es un smbolo de su irresistible destino. Bandeira, taciturno entre los que gritan, deja que fluya clamorosa la noche. Cuando las doce campanadas resuenan, se levanta como quien recuerda una obligacin. Se levanta y golpea con suavidad a la puerta de la mujer. sta le abre en seguida, como si esperara el llamado. Sale a medio vestir y descalza. Con una voz que se afemina y se arrastra, el jefe le ordena:
Ya que vos y el porteo se quieren tanto, ahora mismo le vas a dar un beso a vista de todos.
Agrega una circunstancia brutal. La mujer quiere resistir, pero dos hombres la han tomado del brazo y la echan sobre Otlora. Arrasada en lgrimas, le besa la cara y el
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pecho. Ulpiano Surez ha empuado el revlver. Otlora comprende, antes de morir, que desde el principio lo han traicionado, que ha sido condenado a muerte, que le han permitido el amor, el mando y el triunfo, porque ya lo daban por muerto, porque para Bandeira ya estaba muerto.
Surez, casi con desdn, hace fuego.
Los telogos
Arrasado el jardn, profanados los clices y las aras, entraron a caballo los hunos en la biblioteca monstica y rompieron los libros incomprensibles y los vituperaron y los quemaron, acaso temerosos de que las letras encubrieran blasfemias contra su dios, que era una cimitarra de hierro. Ardieron palimpsestos y cdices, pero en el corazn de la hoguera, entre la ceniza, perdur casi intacto el libro duodcimo de la Civitas Dei, que narra que Platn ense en Atenas que, al cabo de los siglos, todas las cosas recuperarn su estado anterior, y l, en Atenas, ante el mismo auditorio, de nuevo ensear esa doctrina. El texto que las llamas perdonaron goz de una veneracin especial y quienes lo leyeron y releyeron en esa remota provincia dieron en olvidar que el autor slo declar esa doctrina para poder mejor confutarla. Un siglo despus, Aureliano, coadjutor de Aquilea, supo que a orillas del Danubio la novsima secta de los montonos (llamados tambin anulares) profesaba que la historia es un crculo y que nada es que no haya sido y que no ser. En las montaas, la Rueda y la Serpiente haban desplazado a la Cruz. Todos teman, pero todos se confortaban con el rumor de que Juan de Panonia, que se haba distinguido por un tratado sobre el sptimo atributo de Dios, iba a impugnar tan abominable hereja.
Aureliano deplor esas nuevas, sobre todo la ltima. Saba que en materia teolgica no hay novedad sin riesgo; luego reflexion que la tesis de un tiempo circular era demasiado dismil, demasiado asombrosa, para que el riesgo fuera grave. (Las herejas que debemos temer son las que pueden confundirse con la ortodoxia.) Ms le doli la intervencin la intrusin de Juan de Panonia. Hace dos aos, ste haba usurpado con su verboso De septima affectione Dei sive de aeternitate un asunto de la especialidad de Aureliano; ahora, como si el problema del tiempo le perteneciera, iba a rectificar, tal vez con argumentos de Procusto, con triacas ms temibles que la Serpiente, a los anulares... Esa noche, Aureliano pas las hojas del antiguo dilogo de Plutarco sobre la cesacin de los orculos; en el prrafo veintinueve, ley una burla contra los estoicos que defienden un infinito ciclo de mundos, con infinitos soles, lunas, Apolos, Dianas y Poseidones. El hallazgo le pareci un pronstico favorable; resolvi adelantarse a Juan de Panonia y refutar a los herticos de la Rueda.
Hay quien busca el amor de una mujer para olvidarse de ella, para no pensar ms en ella; Aureliano, parejamente, quera superar a Juan de Panonia para curarse del rencor que ste le infunda, no para hacerle mal. Atemperado por el mero trabajo, por la fabricacin de silogismos y la invencin de injurias, por los nego y los autem y los nequaquam, pudo olvidar ese rencor. Erigi vastos y casi inextricables perodos, estorbados de incisos, donde la negligencia y el solecismo parecan formas del desdn. De la cacofona hizo un instrumento. Previ que Juan fulminara a los anulares con gravedad proftica; opt, para no coincidir con l, por el escarnio. Agustn haba escrito
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que Jess es la va recta que nos salva del laberinto circular en que andan los impos; Aureliano, laboriosamente trivial, los equipar con Ixin, con el hgado de Prometeo, con Ssifo, con aquel rey de Tebas que vio dos soles, con la tartamudez, con loros, con espejos, con ecos, con mulas de noria y con silogismos bicornutos. (Las fbulas gentlicas perduraban, rebajadas a adornos.) Como todo poseedor de una biblioteca, Aureliano se saba culpable de no conocerla hasta el fin; esa controversia le permiti cumplir con muchos libros que parecan reprocharle su incuria. As pudo engastar un pasaje de la obra De principiis de Orgenes, donde se niega que Judas Iscariote volver a vender al Seor, y Pablo a presenciar en Jerusaln el martirio de Esteban, y otro de los Academica priora de Cicern, en el que ste se burla de quienes suean que mientras l conversa con Lculo, otros Lculos y otros Cicerones, en nmero infinito, dicen puntualmente lo mismo, en infinitos mundos iguales. Adems, esgrimi contra los montonos el texto de Plutarco y denunci lo escandaloso de que a un idlatra le valiera ms el lumen naturae que a ellos la palabra de Dios. Nueve das le tom ese trabajo; el dcimo, le fue remitido un traslado de la refutacin de Juan de Panonia.
Era casi irrisoriamente breve; Aureliano la mir con desdn y luego con temor. La primera parte glosaba los versculos terminales del noveno captulo de la Epstola a los Hebreos, donde se dice que Jess no fue sacrificado muchas veces desde el principio del mundo, sino ahora una vez en la consumacin de los siglos. La segunda alegaba el precepto bblico sobre las vanas repeticiones de los gentiles (Mateo 6:7) y aquel pasaje del sptimo libro de Plinio, que pondera que en el dilatado universo no hay dos caras iguales. Juan de Panonia declaraba que tampoco hay dos almas y que el pecador ms vil es precioso como la sangre que por l verti Jesucristo. El acto de un solo hombre (afirm) pesa ms que los nueve cielos concntricos y trasoar que puede perderse y volver es una aparatosa frivolidad. El tiempo no rehace lo que perdemos; la eternidad lo guarda para la gloria y tambin para el fuego. El tratado era lmpido, universal; no pareca redactado por una persona concreta, sino por cualquier hombre o, quiz, por todos los hombres.
Aureliano sinti una humillacin casi fsica. Pens destruir o reformar su propio trabajo, luego, con rencorosa probidad, lo mand a Roma sin modificar una letra. Meses despus, cuando se junt el concilio de Prgamo, el telogo encargado de impugnar los errores de los montonos fue (previsiblemente) Juan de Panonia; su docta y mesurada refutacin bast para que Euforbo, heresiarca, fuera condenado a la hoguera. Esto ha ocurrido y volver a ocurrir, dijo Euforbo. No encendis una pira, encendis un laberinto de fuego. Si aqu se unieran todas las hogueras que he sido, no cabran en la tierra y quedaran ciegos los ngeles. Esto lo dije muchas veces. Despus grit, porque lo alcanzaron las llamas.
Cay la Rueda ante la Cruz (1), pero Aureliano y Juan prosiguieron su batalla secreta. Militaban los dos en el mismo ejrcito, anhelaban el mismo galardn, guerreaban contra el mismo Enemigo, pero Aureliano no escribi una palabra que inconfesablemente no propendiera a superar a Juan. Su duelo fue invisible; si los copiosos ndices no me engaan, no figura una sola vez el nombre del otro en los muchos volmenes de Aureliano que atesora la Patrologa de Migne. (De las obras de Juan, slo han perdurado veinte palabras.) Los dos desaprobaron los anatemas del segundo concilio de Constantinopla; los dos persiguieron a los arrianos, que negaban la generacin eterna del Hijo; los dos atestiguaron la ortodoxia de la Topographia christiana de Cosmas, que ensea que la tierra es cuadrangular, como el tabernculo hebreo. Desgraciadamente,
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por los cuatro ngulos de la tierra cundi otra tempestuosa hereja. Oriunda del Egipto o del Asia (porque los testimonios difieren y Bossuet no quiere admitir las razones de Harnack), infest las provincias orientales y erigi santuarios en Macedonia, en Cartago y en Trveris. Pareci estar en todas partes; se dijo que en la dicesis de Britania haban sido invertidos los crucifijos y que a la imagen del Seor, en Cesarea, la haba suplantado un espejo. El espejo y el bolo eran emblemas de los nuevos cismticos.
La historia los conoce por muchos nombres (especulares, abismales, cainitas), pero de todos el ms recibido es histriones, que Aureliano les dio y que ellos con atrevimiento adoptaron. En Frigia les dijeron simulacros, y tambin en Dardania. Juan Damasceno los llam formas; justo es advertir que el pasaje ha sido rechazado por Erfjord. No hay heresilogo que con estupor no refiera sus desaforadas costumbres. Muchos histriones profesaron el ascetismo; alguno se mutil, como Orgenes; otros moraron bajo tierra, en las cloacas; otros se arrancaron los ojos; otros (los nabucodonosores de Nitria) "pacan como los bueyes y su pelo creca como de guila". De la mortificacin y el rigor pasaban, muchas veces, al crimen; ciertas comunidades toleraban el robo; otras, el homicidio; otras, la sodoma, el incesto y la bestialidad. Todas eran blasfemas; no slo maldecan del Dios cristiano, sino de las arcanas divinidades de su propio panten. Maquinaron libros sagrados, cuya desaparicin deploran los doctos. Sir Thomas Browne, hacia 1658, escribi "El tiempo ha aniquilado los ambiciosos Evangelios Histrinicos, no las Injurias con que se fustig su Impiedad": Erfjord ha sugerido que esas "injurias" (que preserva un cdice griego) son los evangelios perdidos. Ello es incomprensible, si ignoramos la cosmologa de los histriones.
En los libros hermticos est escrito que lo que hay abajo es igual a lo que hay arriba, y lo que hay arriba, igual a lo que hay abajo; en el Zohar, que el mundo inferior es reflejo del superior. Los histriones fundaron su doctrina sobre una perversin de esa idea. Invocaron a Mateo 6:12 ("perdnanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores") y 11:12 ("el reino de los cielos padece fuerza") para demostrar que la tierra influye en el cielo, y a I Corintios 13:12 ("vemos ahora por espejo, en oscuridad") para demostrar que todo lo que vemos es falso. Quiz contaminados por los montonos, imaginaron que todo hombre es dos hombres y que el verdadero es el otro, el que est en el cielo. Tambin imaginaron que nuestros actos proyectan un reflejo invertido, de suerte que si velamos, el otro duerme, si fornicamos, el otro es casto, si robamos, el otro es generoso. Muertos, nos uniremos a l y seremos l. (Algn eco de esas doctrinas perdur en Bloy.) Otros histriones discurrieron que el mundo concluira cuando se agotara la cifra de sus posibilidades; ya que no puede haber repeticiones, el justo debe eliminar (cometer) los actos ms infames, para que stos no manchen el porvenir y para acelerar el advenimiento del reino de Jess. Ese artculo fue negado por otras sectas, que defendieron que la historia del mundo debe cumplirse en cada hombre. Los ms, como Pitgoras, debern transmigrar por muchos cuerpos antes de obtener su liberacin; algunos, los proteicos, "en el trmino de una sola vida son leones, son dragones, son jabales, son agua y son un rbol". Demstenes refiere la purificacin por el fango a que eran sometidos los iniciados en los misterios rficos; los proteicos, analgicamente, buscaron la purificacin por el mal. Entendieron, como Carpcrates, que nadie saldr de la crcel hasta pagar el ltimo bolo (Lucas 12:59), y solan embaucar a los penitentes con este otro versculo: "Yo he venido para que tengan vida los hombres y para que la tengan en abundancia" (Juan 10:10). Tambin decan que no ser un malvado es una soberbia satnica... Muchas y divergentes mitologas urdieron los histriones; unos predicaron el ascetismo, otros la licencia, todos la confusin.
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Teopompo, histrin de Berenice, neg todas las fbulas; dijo que cada hombre es un rgano que proyecta la divinidad para sentir el mundo.
Los herejes de la dicesis de Aureliano eran de los que afirmaban que el tiempo no tolera repeticiones, no de los que afirmaban que todo acto se refleja en el cielo. Esa circunstancia era rara; en un informe a las autoridades romanas, Aureliano la mencion. El prelado que recibira el informe era confesor de la emperatriz; nadie ignoraba que ese ministerio exigente le vedaba las ntimas delicias de la teologa especulativa. Su secretario antiguo colaborador de Juan de Panonia, ahora enemistado con l gozaba del renombre de puntualsimo inquisidor de heterodoxias; Aureliano agreg una exposicin de la hereja histrinica, tal como sta se daba en los conventculos de Genua y de Aquilea. Redact unos prrafos; cuando quiso escribir la tesis atroz de que no hay dos instantes iguales, su pluma se detuvo. No dio con la frmula necesaria; las admoniciones de la nueva doctrina ("Quieres ver lo que no vieron ojos humanos? Mira la luna. Quieres or lo que los odos no oyeron? Oye el grito del pjaro. Quieres tocar lo que no tocaron las manos? Toca la tierra. Verdaderamente digo que Dios est por crear el mundo") eran harto afectadas y metafricas para la transcripcin. De pronto, una oracin de veinte palabras se present a su espritu. La escribi, gozoso; inmediatamente despus, lo inquiet la sospecha de que era ajena. Al da siguiente, record que la haba ledo haca muchos aos en el Adversus annulares que compuso Juan de Panonia. Verific la cita; ah estaba. La incertidumbre lo atorment. Variar o suprimir esas palabras, era debilitar la expresin; dejarlas, era plagiar a un hombre que aborreca; indicar la fuente, era denunciarlo. Implor el socorro divino. Hacia el principio del segundo crepsculo, el ngel de su guarda le dict una solucin intermedia. Aureliano conserv las palabras, pero les antepuso este aviso: Lo que ladran ahora los heresiarcas para confusin de la fe, lo dijo en este siglo un varn doctsimo, con ms ligereza que culpa. Despus, ocurri lo temido, lo esperado, lo inevitable. Aureliano tuvo que declarar quin era ese varn; Juan de Panonia fue acusado de profesar opiniones herticas.
Cuatro meses despus, un herrero del Aventino, alucinado por los engaos de los histriones, carg sobre los hombros de su hijito una gran esfera de hierro, para que su doble volara. El nio muri; el horror engendrado por ese crimen impuso una intachable severidad a los jueces de Juan. ste no quiso retractarse; repiti que negar su proposicin era incurrir en la pestilencial hereja de los montonos. No entendi (no quiso entender) que hablar de los montonos era hablar de lo ya olvidado. Con insistencia algo senil, prodig los periodos ms brillantes de sus viejas polmicas; los jueces ni siquiera oan lo que los arrebat alguna vez. En lugar de tratar de purificarse de la ms leve mcula de histrionismo, se esforz en demostrar que la proposicin de que lo acusaban era rigurosamente ortodoxa. Discuti con los hombres de cuyo fallo dependa su suerte y cometi la mxima torpeza de hacerlo con ingenio y con irona. El veintisis de octubre, al cabo de una discusin que dur tres das y tres noches, lo sentenciaron a morir en la hoguera.
Aureliano presenci la ejecucin, porque no hacerlo era confesarse culpable. El lugar del suplicio era una colina, en cuya verde cumbre haba un palo, hincado profundamente en el suelo, y en torno muchos haces de lea. Un ministro ley la sentencia del tribunal. Bajo el sol de las doce, Juan de Panonia yaca con la cara en el polvo, lanzando bestiales aullidos. Araaba la tierra, pero los verdugos lo arrancaron, lo desnudaron y por fin lo amarraron a la picota. En la cabeza le pusieron una corona de paja untada de azufre; al
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lado, un ejemplar del pestilente Adversus annulares. Haba llovido la noche antes y la lea arda mal. Juan de Panonia rez en griego y luego en un idioma desconocido. La hoguera iba a llevrselo, cuando Aureliano se atrevi a alzar los ojos. Las rfagas ardientes se detuvieron; Aureliano vio por primera y ltima vez el rostro del odiado. Le record el de alguien, pero no pudo precisar el de quin. Despus, las llamas lo perdieron; despus grit y fue como si un incendio gritara.
Plutarco ha referido que Julio Csar llor la muerte de Pompeyo; Aureliano no llor la de Juan, pero sinti lo que sentira un hombre curado de una enfermedad incurable, que ya fuera una parte de su vida. En Aquilea, en feso, en Macedonia, dej que sobre l pasaran los aos. Busc los arduos lmites del Imperio, las torpes cinagas y los contemplativos desiertos, para que lo ayudara la soledad a entender su destino. En una celda mauritana, en la noche cargada de leones, repens la compleja acusacin contra Juan de Panonia y justific, por ensima vez, el dictamen. Ms le cost justificar su tortuosa denuncia. En Rusaddir predic el anacrnico sermn Luz de las luces encendida en la carne de un rprobo. En Hibernia, en una de las chozas de un monasterio cercado por la selva, lo sorprendi una noche, hacia el alba, el rumor de la lluvia. Record una noche romana en que lo haba sorprendido, tambin, ese minucioso rumor. Un rayo, al medioda, incendi los rboles y Aureliano pudo morir como haba muerto Juan.
El final de la historia slo es referible en metforas, ya que pasa en el reino de los cielos, donde no hay tiempo. Tal vez cabra decir que Aureliano convers con Dios y que ste se interesa tan poco en diferencias religiosas que lo tom por Juan de Panonia. Ello, sin embargo, insinuara una confusin de la mente divina. Ms correcto es decir que en el paraso, Aureliano supo que para la insondable divinidad, l y Juan de Panonia (el ortodoxo y el hereje, el aborrecedor y el aborrecido, el acusador y la vctima) formaban una sola persona.
(1) En las cruces rnicas los dos emblemas enemigos conviven, entrelazados.
Historia del guerrero y de la cautiva
En la pgina 278 del libro La poesia (Bari, 1942), Croce, abreviando un texto latino del historiador Pablo el Dicono, narra la suerte y cita el epitafio de Droctulft; stos me conmovieron singularmente, luego entend por qu. Fue Droctulft un guerrero lombardo que en el asedio de Ravena abandon a los suyos y muri defendiendo la ciudad que antes haba atacado. Los raveneses le dieron sepultura en un templo y compusieron un epitafio en el que manifestaron su gratitud ("contempsit caros, dum nos amat ille, parentes") y el peculiar contraste que se adverta entre la figura atroz de aquel brbaro y su simplicidad y bondad:
Terribilis visu facies mente benignus, Longaque robusto pectores barba fuit! (1).
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Tal es la historia del destino de Droctulft, brbaro que muri defendiendo a Roma, o tal es el fragmento de su historia que pudo rescatar Pablo el Dicono. Ni siquiera s en qu tiempo ocurri: si al promediar el siglo VI, cuando los longobardos desolaron las llanuras de Italia; si en el VIII, antes de la rendicin de Ravena. Imaginemos (ste no es un trabajo histrico) lo primero.
Imaginemos, sub specie aeternitatis, a Droctulft, no al individuo Droctulft, que sin duda fue nico e insondable (todos los individuos lo son), sino al tipo genrico que de l y de otros muchos como l ha hecho la tradicin, que es obra del olvido y de la memoria. A travs de una oscura geografa de selvas y de cinagas, las guerras lo trajeron a Italia, desde las mrgenes del Danubio y del Elba, y tal vez no saba que iba al Sur y tal vez no saba que guerreaba contra el nombre romano. Quiz profesaba el arrianismo, que mantiene que la gloria del Hijo es reflejo de la gloria del Padre, pero ms congruente es imaginarlo devoto de la Tierra, de Hertha, cuyo dolo tapado iba de cabaa en cabaa en un carro tirado por vacas, o de los dioses de la guerra y del trueno, que eran torpes figuras de madera, envueltas en ropa tejida y recargadas de monedas y ajorcas. Vena de las selvas inextricables del jabal y del uro; era blanco, animoso, inocente, cruel, leal a su capitn y a su tribu, no al universo. Las guerras lo traen a Ravena y ah ve algo que no ha visto jams, o que no ha visto con plenitud. Ve el da y los cipreses y el mrmol. Ve un conjunto que es mltiple sin desorden; ve una ciudad, un organismo hecho de estatuas, de templos, de jardines, de habitaciones, de gradas, de jarrones, de capiteles, de espacios regulares y abiertos. Ninguna de esas fbricas (lo s) lo impresiona por bella; lo tocan como ahora nos tocara una maquinaria compleja, cuyo fin ignorramos, pero en cuyo diseo se adivinara una inteligencia inmortal. Quiz le basta ver un solo arco, con una incomprensible inscripcin en eternas letras romanas. Bruscamente lo ciega y lo renueva esa revelacin, la Ciudad. Sabe que en ella ser un perro, o un nio, y que no empezar siquiera a entenderla, pero sabe tambin que ella vale ms que sus dioses y que la fe jurada y que todas las cinagas de Alemania. Droctulft abandona a los suyos y pelea por Ravena. Muere, y en la sepultura graban palabras que l no hubiera entendido:
Contempsit caros, dum nos amat ille, parentes, Hanc patriam reputans esse, Ravenna, suam.
No fue un traidor (los traidores no suelen inspirar epitafios piadosos); fue un iluminado, un converso. Al cabo de unas cuantas generaciones los longobardos que culparon al trnsfuga procedieron como l; se hicieron italianos, lombardos y acaso alguno de su sangre Aldger pudo engendrar a quienes engendraron al Alighieri... Muchas conjeturas cabe aplicar al acto de Droctulft; la ma es la ms econmica; si no es verdadera como hecho, lo ser como smbolo.
Cuando le en el libro de Croce la historia del guerrero, sta me conmovi de manera inslita y tuve la impresin de recuperar, bajo forma diversa, algo que haba sido mo. Fugazmente pens en los jinetes mogoles que queran hacer de la China un infinito campo de pastoreo y luego envejecieron en las ciudades que haban anhelado destruir; no era sa la memoria que yo buscaba. La encontr al fin; era un relato que le o alguna vez a mi abuela inglesa, que ha muerto.
En 1872 mi abuelo Borges era jefe de las fronteras Norte y Oeste de Buenos Aires y Sur de Santa Fe. La comandancia estaba en Junn; ms all, a cuatro o cinco leguas uno de otro, la cadena de los fortines; ms all, lo que se denominaba entonces la Pampa y
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tambin Tierra Adentro. Alguna vez, entre maravillada y burlona, mi abuela coment su destino de inglesa desterrada a ese fin del mundo; le dijeron que no era la nica y le sealaron, meses despus, una muchacha india que atravesaba lentamente la plaza. Vesta dos mantas coloradas e iba descalza; sus crenchas eran rubias. Un soldado le dijo que otra inglesa quera hablar con ella. La mujer asinti; entr en la comandancia sin temor, pero no sin recelo. En la cobriza cara, pintarrajeada de colores feroces, los ojos eran de ese azul desganado que los ingleses llaman gris. El cuerpo era ligero, como de cierva; las manos, fuertes y huesudas. Vena del desierto, de Tierra Adentro, y todo pareca quedarle chico: las puertas, las paredes, los muebles.
Quiz las dos mujeres por un instante se sintieron hermanas, estaban lejos de su isla querida y en un increble pas. Mi abuela enunci alguna pregunta; la otra le respondi con dificultad, buscando las palabras y repitindolas, como asombrada de un antiguo sabor. Hara quince aos que no hablaba el idioma natal y no le era fcil recuperarlo. Dijo que era de Yorkshire, que sus padres emigraron a Buenos Aires, que los haba perdido en un maln, que la haban llevado los indios y que ahora era mujer de un capitanejo, a quien ya haba dado dos hijos y que era muy valiente. Eso lo fue diciendo en un ingls rstico, entreverado de araucano o de pampa, y detrs del relato se vislumbraba una vida feral: los toldos de cuero de caballo, las hogueras de estircol, los festines de carne chamuscada o de vsceras crudas, las sigilosas marchas al alba; el asalto de los corrales, el alarido y el saqueo, la guerra, el caudaloso arreo de las haciendas por jinetes desnudos, la poligamia, la hediondez y la magia. A esa barbarie se haba rebajado una inglesa. Movida por la lstima y el escndalo, mi abuela la exhort a no volver. Jur ampararla, jur rescatar a sus hijos. La otra le contest que era feliz y volvi, esa noche, al desierto. Francisco Borges morira poco despus en la revolucin del 74; quiz mi abuela, entonces, pudo percibir en la otra mujer, tambin arrebatada y transformada por este continente implacable, un espejo monstruoso de su destino...
Todos los aos, la india rubia sola llegar a las pulperas de Junn, o del Fuerte Lavalle, en procura de baratijas y "vicios"; no apareci, desde la conversacin con mi abuela. Sin embargo, se vieron otra vez. Mi abuela haba salido a cazar; en un rancho, cerca de los baados, un hombre degollaba una oveja. Como en un sueo, pas la india a caballo. Se tir al suelo y bebi la sangre caliente. No s si lo hizo porque ya no poda obrar de otro modo, o como un desafo y un signo.
Mil trescientos aos y el mar median entre el destino de la cautiva y el destino de Droctulft. Los dos, ahora, son igualmente irrecuperables. La figura del brbaro que abraza la causa de Ravena, la figura de la mujer europea que opta por el desierto, pueden parecer antagnicos. Sin embargo, a los dos los arrebat un mpetu secreto, un mpetu ms hondo que la razn, y los dos acataron ese mpetu que no hubieran sabido justificar. Acaso las historias que he referido son una sola historia. El anverso y el reverso de esta moneda son, para Dios, iguales.
A Ulrike von Khlmann
(1) Tambin Gibbon (Decline and Fall, XLV) transcribe estos versos.
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Biografa de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)
I'm looking for the face I had Before the world was made.
YEATS, The Winding Stair
El seis de febrero de 1829, los montoneros que, hostigados ya por Lavalle, marchaban desde el Sur para incorporarse a las divisiones de Lpez, hicieron alto en una estancia cuyo nombre ignoraban, a tres o cuatro leguas del Pergamino; hacia el alba, uno de los hombres tuvo una pesadilla tenaz: en la penumbra del galpn, el confuso grito despert a la mujer que dorma con l. Nadie sabe lo que so, pues al otro da, a las cuatro, los montoneros fueron desbaratados por la caballera de Surez y la persecucin dur nueve leguas, hasta los pajonales ya lbregos, y el hombre pereci en una zanja, partido el crneo por un sable de las guerras del Per y del Brasil. La mujer se llamaba Isidora Cruz; el hijo que tuvo recibi el nombre de Tadeo Isidoro.
Mi propsito no es repetir su historia. De los das y noches que la componen, slo me interesa una noche; del resto no referir sino lo indispensable para que esa noche se entienda. La aventura consta en un libro insigne; es decir, en un libro cuya materia puede ser todo para todos (I Corintios 9:22), pues es capaz de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones. Quienes han comentado, y son muchos, la historia de Tadeo Isidoro, destacan el influjo de la llanura sobre su formacin, pero gauchos idnticos a l nacieron y murieron en las selvticas riberas del Paran y en las cuchillas orientales. Vivi, eso s, en un mundo de barbarie montona. Cuando, en 1874, muri de una viruela negra, no haba visto jams una montaa ni un pico de gas ni un molino. Tampoco una ciudad. En 1849, fue a Buenos Aires con una tropa del establecimiento de Francisco Xavier Acevedo; los troperos entraron en la ciudad para vaciar el cinto; Cruz, receloso, no sali de una fonda en el vecindario de los corrales. Pas ah muchos das, taciturno, durmiendo en la tierra, mateando, levantndose al alba y recogindose a la oracin. Comprendi (ms all de las palabras y aun del entendimiento) que nada tena que ver con l la ciudad. Uno de los peones, borracho, se burl de l. Cruz no le replic, pero en las noches del regreso, junto al fogn, el otro menudeaba las burlas, y entonces Cruz (que antes no haba demostrado rencor, ni siquiera disgusto) lo tendi de una pualada. Prfugo, hubo de guarecerse en un fachinal; noches despus, el grito de un chaj le advirti que lo haba cercado la polica. Prob el cuchillo en una mata; para que no le estorbaran en la de a pie, se quit las espuelas. Prefiri pelear a entregarse. Fue herido en el antebrazo, en el hombro, en la mano izquierda; malhiri a los ms bravos de la partida; cuando la sangre le corri entre los dedos, pele con ms coraje que nunca; hacia el alba, mareado por la prdida de sangre, lo desarmaron. El ejrcito, entonces, desempeaba una funcin penal; Cruz fue destinado a un fortn de la frontera Norte. Como soldado raso, particip en las guerras civiles; a veces combati por su provincia natal, a veces en contra. El veintitrs de enero de 1856, en las Lagunas de Cardoso, fue uno de los treinta cristianos que, al mando del sargento mayor Eusebio Laprida, pelearon contra doscientos indios. En esa accin recibi una herida de lanza.
En su oscura y valerosa historia abundan los hiatos. Hacia 1868 lo sabemos de nuevo en el Pergamino: casado o amancebado, padre de un hijo, dueo de una fraccin de campo. En 1869 fue nombrado sargento de la polica rural. Haba corregido el pasado; en aquel
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tiempo debi de considerarse feliz, aunque profundamente no lo era. (Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lcida noche fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche en que por fin escuch su nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho, un instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos son nuestro smbolo.) Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quin es. Cuntase que Alejandro de Macedonia vio reflejado su futuro de hierro en la fabulosa historia de Aquiles; Carlos XII de Suecia, en la de Alejandro. A Tadeo Isidoro Cruz, que no saba leer, ese conocimiento no le fue revelado en un libro; se vio a s mismo en un entrevero y un hombre. Los hechos ocurrieron as:
En los ltimos das del mes de junio de 1870 recibi la orden de apresar a un malevo, que deba dos muertes a la justicia. Era ste un desertor de las fuerzas que en la frontera Sur mandaba el coronel Benito Machado; en una borrachera, haba asesinado a un moreno en un lupanar; en otra, a un vecino del partido de Rojas; el informe agregaba que proceda de la Laguna Colorada. En este lugar, haca cuarenta aos, habanse congregado los montoneros para la desventura que dio sus carnes a los pjaros y a los perros; de ah sali Manuel Mesa, que fue ejecutado en la plaza de la Victoria, mientras los tambores sonaban para que no se oyera su ira; de ah, el desconocido que engendr a Cruz y que pereci en una zanja, partido el crneo por un sable de las batallas del Per y del Brasil. Cruz haba olvidado el nombre del lugar; con leve pero inexplicable inquietud lo reconoci... El criminal, acosado por los soldados, urdi a caballo un largo laberinto de idas y de venidas; stos, sin embargo, lo acorralaron la noche del doce de julio. Se haba guarecido en un pajonal. La tiniebla era casi indescifrable; Cruz y los suyos, cautelosos y a pie, avanzaron hacia las matas en cuya hondura trmula acechaba o dorma el hombre secreto. Grit un chaj; Tadeo Isidoro Cruz tuvo la impresin de haber vivido ya ese momento. El criminal sali de la guarida para pelearlos. Cruz lo entrevi, terrible; la crecida melena y la barba gris parecan comerle la cara. Un motivo notorio me veda referir la pelea. Bsteme recordar que el desertor malhiri o mat a varios de los hombres de Cruz. ste, mientras combata en la oscuridad (mientras su cuerpo combata en la oscuridad), empez a comprender. Comprendi que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro. Comprendi que las jinetas y el uniforme ya le estorbaban. Comprendi su ntimo destino de lobo, no de perro gregario; comprendi que el otro era l. Amaneca en la desaforada llanura; Cruz arroj por tierra el quepis, grit que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra los soldados, junto al desertor Martn Fierro.
Emma Zunz
El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fbrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, hall en el fondo del zagun una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre haba muerto. La engaaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquiet la letra desconocida. Nueve o diez lneas borroneadas queran colmar la hoja; Emma ley que el seor Maier haba ingerido por error una fuerte dosis de veronal y haba fallecido el tres del corriente en el hospital de Bag. Un compaero de pensin de su padre firmaba la noticia, un tal Fein o Fain, de Rio Grande, que no poda saber que se diriga a la hija del muerto.
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Emma dej caer el papel. Su primera impresin fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de fro, de temor; luego, quiso ya estar en el da siguiente. Acto continuo comprendi que esa voluntad era intil porque la muerte de su padre era lo nico que haba sucedido en el mundo, y seguira sucediendo sin fin. Recogi el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guard en un cajn, como si de algn modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya haba empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sera.
En la creciente oscuridad, Emma llor hasta el fin de aquel da el suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos das felices fue Emanuel Zunz. Record veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, record (trat de recordar) a su madre, record la casita de Lans que les remataron, record los amarillos losanges de una ventana, record el auto de prisin, el oprobio, record los annimos con el suelto sobre "el desfalco del cajero", record (pero eso jams lo olvidaba) que su padre, la ltima noche, le haba jurado que el ladrn era Loewenthal. Loewenthal, Aarn Loewenthal, antes gerente de la fbrica y ahora uno de los dueos. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo haba revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quiz rehua la profana incredulidad; quiz crea que el secreto era un vnculo entre ella y el ausente. Loewenthal no saba que ella saba; Emma Zunz derivaba de ese hecho nfimo un sentimiento de poder.
No durmi aquella noche, y cuando la primera luz defini el rectngulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procur que ese da, que le pareci interminable, fuera como los otros. Haba en la fbrica rumores de huelga; Emma se declar, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisacin. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discuti a qu cinematgrafo iran el domingo a la tarde. Luego, se habl de novios y nadie esper que Emma hablara. En abril cumplira diecinueve aos, pero los hombres le inspiraban, an, un temor casi patolgico... De vuelta, prepar una sopa de tapioca y unas legumbres, comi temprano, se acost y se oblig a dormir. As, laborioso y trivial, pas el viernes quince, la vspera.
El sbado, la impaciencia la despert. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel da, por fin. Ya no tena que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzara la simplicidad de los hechos. Ley en La Prensa que el Nordstjrnan, de Malm, zarpara esa noche del dique 3; llam por telfono a Loewenthal, insinu que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometi pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convena a una delatora. Ningn otro hecho memorable ocurri esa maana. Emma trabaj hasta las doce y fij con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acost despus de almorzar y recapitul, cerrados los ojos, el plan que haba tramado. Pens que la etapa final sera menos horrible que la primera y que le deparara, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levant y corri al cajn de la cmoda. Lo abri; debajo del retrato de Milton Sills, donde la haba dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie poda haberla visto; la empez a leer y la rompi.
Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sera difcil y quiz improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y
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que los agrava tal vez. Cmo hacer verosmil una accin en la que casi no crey quien la ejecutaba, cmo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma viva por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero ms razonable es conjeturar que al principio err, inadvertida, por la indiferente recova... Entr en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjrnan. De uno, muy joven, temi que le inspirara alguna ternura y opt por otro, quiz ms bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y despus a un turbio zagun y despus a una escalera tortuosa y despus a un vestbulo (en el que haba una vidriera con losanges idnticos a los de la casa en Lans) y despus a un pasillo y despus a una puerta que se cerr. Los hechos graves estn fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.
En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pens Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para m que pens una vez y que en ese momento peligr su desesperado propsito. Pens (no pudo no pensar) que su padre le haba hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacan. Lo pens con dbil asombro y se refugi, en seguida, en el vrtigo. El hombre, sueco o finlands, no hablaba espaol; fue una herramienta para Emma como sta lo fue para l, pero ella sirvi para el goce y l para la justicia.
Cuando se qued sola, Emma no abri en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que haba dejado el hombre: Emma se incorpor y lo rompi como antes haba roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepinti, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel da... El temor se perdi en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levant y procedi a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el ltimo crepsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que la advirtieran; en la esquina subi a un Lacroze, que iba al oeste. Eligi, conforme a su plan, el asiento ms delantero, para que no le vieran la cara. Quiz le confort verificar, en el inspido trajn de las calles, que lo acaecido no haba contaminado las cosas. Viaj por barrios decrecientes y opacos, vindolos y olvidndolos en el acto, y se ape en una de las bocacalles de Warnes. Paradjicamente su fatiga vena a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.
Aarn Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos ntimos, un avaro. Viva en los altos de la fbrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, tema a los ladrones; en el patio de la fbrica haba un gran perro y en el cajn de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revlver. Haba llorado con decoro, el ao anterior, la inesperada muerte de su mujer una Gauss, que le trajo una buena dote!, pero el dinero era su verdadera pasin. Con ntimo bochorno se saba menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; crea tener con el Seor un pacto secreto, que lo exima de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.
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La vio empujar la verja (que l haba entornado a propsito) y cruzar el patio sombro. La vio hacer un pequeo rodeo cuando el perro atado ladr. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetan la sentencia que el seor Loewenthal oira antes de morir.
Las cosas no ocurrieron como haba previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se haba soado muchas veces, dirigiendo el firme revlver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrpida estratagema que permitira a la justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la justicia, ella no quera ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricara la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron as.
Ante Aarn Loewenthal, ms que la urgencia de vengar a su padre, Emma sinti la de castigar el ultraje padecido por ello. No poda no matarlo, despus de esa minuciosa deshonra. Tampoco tena tiempo que perder en teatraleras. Sentada, tmida, pidi excusas a Loewenthal, invoc (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunci algunos nombres, dio a entender otros y se cort como si la venciera el temor. Logr que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando ste, incrdulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvi del comedor, Emma ya haba sacado del cajn el pesado revlver. Apret el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplom como si los estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompi, la cara la mir con asombro y clera, la boca de la cara la injuri en espaol y en disch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompi a ladrar, y una efusin de brusca sangre man de los labios obscenos y manch la barba y la ropa. Emma inici la acusacin que tena preparada ("He vengado a mi padre y no me podrn castigar..."), pero no la acab, porque el seor Loewenthal ya haba muerto. No supo nunca ni alcanz a comprender.
Los ladridos tirantes le recordaron que no poda, an, descansar. Desorden el divn, desabroch el saco del cadver, le quit los quevedos salpicados y los dej sobre el fichero. Luego tom el telfono y repiti lo que tantas veces repetira, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increble... El seor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga... Abus de m, lo mat...
La historia era increble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero tambin era el ultraje que haba padecido; slo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.
La casa de Asterin
Y la reina dio a luz un hijo que se llam Asterin.
APOLODORO, Biblioteca, III, 1
S que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropa, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigar a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo
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de mi casa, pero tambin es verdad que sus puertas (cuyo nmero es infinito) (1) estn abiertas da y noche a los hombres y tambin a los animales. Que entre el que quiera. No hallar pompas mujeriles aqu ni el bizarro aparato de los palacios pero s la quietud y la soledad. Asimismo hallar una casa como no hay otra en la faz de la tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridcula es que yo, Asterin, soy un prisionero. Repetir que no hay una puerta cerrada, aadir que no hay una cerradura? Por lo dems, algn atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volv, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se haba puesto el sol, pero el desvalido llanto de un nio y las toscas plegarias de la grey dijeron que me haban reconocido. La gente oraba, hua, se prosternaba; unos se encaramaban al estilbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocult bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.
El hecho es que soy nico. No me interesa lo que un hombre pueda transmitir a otros hombres; como el filsofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espritu, que est capacitado para lo grande; jams he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los das son largos.
Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galeras de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiracin poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del da cuando he abierto los ojos.) Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterin. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien deca yo que te gustara la canaleta o Ahora vers una cisterna que se llen de arena o Ya vers cmo el stano se bifurca. A veces me equivoco y nos remos buenamente los dos.
No slo he imaginado esos juegos; tambin he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa estn muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamao del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galeras de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entend hasta que una visin de la noche me revel que tambin son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo est muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterin. Quiz yo he creado las estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.
Cada nueve aos entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galeras de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadveres ayudan a distinguir una galera de las otras. Ignoro quines son, pero s que uno de ellos profetiz, en la
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hora de su muerte, que alguna vez llegara mi redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque s que vive mi redentor y al fin se levantar sobre el polvo. Si mi odo alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibira sus pasos. Ojal me lleve a un lugar con menos galeras y menos puertas. Cmo ser mi redentor?, me pregunto. Ser un toro o un hombre? Ser tal vez un toro con cara de hombre? O ser como yo?
El sol de la maana reverber en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.
Lo creers, Ariadna? dijo Teseo. El minotauro apenas se defendi.
A Marta Mosquera Eastman
(1) El original dice catorce, pero sobran motivos para inferir que, en boca de Asterin, ese adjetivo numeral vale por infinitos.
La otra muerte
Un par de aos har (he perdido la carta), Gannon me escribi de Gualeguaych, anunciando el envo de una versin, acaso la primera espaola, del poema The Past, de Ralph Waldo Emerson, y agregando en una posdata que don Pedro Damin, de quien yo guardara alguna memoria, haba muerto noches pasadas, de una congestin pulmonar. El hombre, arrasado por la fiebre, haba revivido en su delirio la sangrienta jornada de Masoller; la noticia me pareci previsible y hasta convencional, porque don Pedro, a los diecinueve o veinte aos, haba seguido las banderas de Aparicio Saravia. La revolucin de 1904 lo tom en una estancia de Ro Negro o de Paysand, donde trabajaba de pen; Pedro Damin era entrerriano, de Gualeguay, pero fue adonde fueron los amigos, tan animoso y tan ignorante como ellos. Combati en algn entrevero y en la batalla ltima; repatriado en 1905, retom con humilde tenacidad las tareas de campo. Que yo sepa, no volvi a dejar su provincia. Los ltimos treinta aos los pas en un puesto muy solo, a una o dos leguas del ancay; en aquel desamparo, yo convers con l una tarde (yo trat de conversar con l una tarde), hacia 1942. Era hombre taciturno, de pocas luces.