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Rafael Caparrós Valderrama(*)

ROBERT MICHELS Y LAS TEORÍAS ELITISTA-COMPETITIVAS DE LA DEMOCRACIA

(ROBERT MICHELS AND THE ELITIST-COMPETITIVE THEORIES OF DEMOCRACY)

Resumen

La obra principal de Robert Michels es Los partidos políticos. Un estudio sociológico de las tendencias oligárquicas de la democracia moderna, publicada en 1911, que es un análisis de la dinámica evolutiva de la organización interna del Partido Social-Demócrata alemán (SPD), al que el autor estuvo intensamente vinculado durante varios años. La obra tiene por objeto el estudio sociológico de la emergencia del lideraz-go, la psicología del poder y las tendencias oligárquicas de la organización. En ella se encuentra toda su ar-gumentación sobre la imposibilidad de un funcionamiento auténticamente demócratico de los partidos polí-ticos de masas en las sociedades contemporáneas, por la vigencia en ellos de lo que denomina la ley de hie-rro de la oligarquía.

Palabras clave: Robert Michels, democracia, ley de hierro de la oligarquía.

Abstract

Robert Michel's main work is Political parties. A Sociological Study on the Oligarchical Tendencies of Modern Democracy, issued in 1911, which is an analysis on the internal organization evolving dynamics of the German Social-Democrat Party (SDP), to which the author was intensely attached for several years. The aim of this essay is hte sociological study of the leadership emergence, power psicology and the organiza-tional oligarchical tendencies. In it all argumentation can be found on the impossibility of a very democratic operation in mass political parties, in contemporary societies, due to the validity, within them, of what he calls the Iron Law of Oligarchy.

Keywords: Robert Michels, Democracy, Iron Law of Oligarchy.

(*) Graduado Social y Licenciado en Derecho. Ha sido profesor de Derecho Político en la Universidad de Granada y en la actualidad es profesor de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad de Málaga. Coautor y editor de La Europa de Maastricht (Publicaciones de la Universidad de Málaga, 1994). Varias decenas de ar-tículos en libros colectivos y revistas especializadas. Consultor y Miembro-Tutor del Consejo Asesor de la Fundación Universitaria "Instituto de Desarrollo Regional" de la Universidad de Sevilla (Cfr. http://www.idr.es). Colaborador habitual de la prensa periódica Sol de España, SUR, Granada Semanal, Dia-rio 16, Málaga hoy y otros. Miembro de "Greenpeace", "Amnistía Internacional", "Asfema" y ATTAC. (Tlfno. 952200300).

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   “La revolución social, como la revolución polí-tica, es equivalente a una oposición mediante la

cual, como lo expresa el proverbio italiano, si cambia il maestro di cappella, ma la musica è

sempre quella”

Robert Michels (1910)

l importante sociólogo de la política ale-mán Robert Michels (1876-1936) nació en el seno de una familia de comercian-

tes católicos de Colonia. Estudió en diversas universidades europeas y pronto unió a su actividad política y sindical, como miembro del Partido Social-Demócrata alemán (SPD), una clara vocación por la docencia universi-taria, que se vería frustrada precisamente a causa de su afiliación política, a pesar de su amistad personal con académicos a la sazón tan destacados e influyentes como Max We-ber y Werner Sombart. De este modo, la ju-ventud de Michels, al igual que la de Pareto, se verá marcada por el rechazo del rígido sistema académico alemán. No obstante, ya en su madurez, tras haberse nacionalizado italiano, conseguirá dar cumplimiento a su frustrada vocación y llegará a ser profesor primero en la Universidad suiza de Basilea y, más tarde, en las italianas de Turín y Pe-rugia, de la que llegaría a ser Rector.

E

Por otro lado, su crítica exacerbada de la premoderna burguesía de la Alemania pru-siana, le empuja a buscar nuevas ideas polí-ticas y otros grupos sociales con los que identificarse. El proletariado, como clase so-cial que en sí misma encarna todas las con-tradicciones de la sociedad burguesa, como señalara Marx, será el sujeto socio-político con el que se identifique el joven Michels moralista, marxista y revolucionario de los primeros años del nuevo siglo. Sin embargo, y pese a su activa participación en los deba-tes y polémicas del SPD, con el paso del tiempo, la paulatina derechización de este partido –que, de ser originariamente marxis-ta y revolucionario, evolucionará hacia el re-visionismo socialdemócrata y, en definitiva, hacia un conservadurismo nacionalista que

le llevará a votar en el Bundestag a favor de los créditos de la primera guerra mundial1 y que ya en 1959, en el famoso Congreso de Bad Godesberg le hará renunciar explícita-mente al marxismo, como fuente de inspira-ción teórico-política–, acabará produciéndo-le un agudo sentimiento de frustración, de desilusión y desencanto, que le conducirán a centrarse en el estudio científico de los pro-blemas de la organización en el seno de los partidos políticos obreros, para pasar desde ahí a compartir las tesis del elitismo político clásico de Vilfredo Pareto y Gaetano Mosca respecto a la imposibilidad de la democra-cia, y a postular finalmente la existencia de una única ley de evolución de las sociedades contemporáneas, sustentada en una visión cíclica y pesimista del hombre y de la histo-ria.

Su aguda crítica al funcionamiento anti-democrático de los partidos políticos, en ge-neral, y la pérdida de fe en el proletariado como clase revolucionaria, en concreto, le llevarán en definitiva a identificarse con el

1 En la "Introducción" a la primera edición inglesa de Los partidos políticos de R. Michels, escribe S.M. Lipset lo siguiente: "El gran partido socialis-ta democrático alemán, orgullo del socialismo in-ternacional, defensor de la paz internacional, que se oponía a la política del gobierno del Káiser y prometía declarar una huelga general si sobreve-nía la guerra, apoyó la guerra tan pronto como fue declarada en 1914.... Para Michels, este repentino cambio de frente de los líderes marxistas del so-cialismo alemán era una consecuencia lógica de su posición social, pues, tal como lo señalara en la segunda edición del libro publicada en 1915, `la vida del partido... no debe ser puesta en peligro.... El partido cede, vende precipitadamente su alma internacionalista y, movido por el instinto de au-toconservación, se transforma en un partido pa-triota. La guerra mundial de 1914 ha brindado la confirmación más efectiva de lo que el autor es-cribiera en la primera edición de este libro, con relación al futuro de los partidos socialistas.' La reacción de casi todos los partidos socialistas a la primera guerra mundial demostró que los líderes partidarios socialistas daban prioridad a las nece-sidades de supervivencia de la organización, por encima de la adhesión a la doctrina." (LIPSET, S.M., "Introducción" en MICHELS, R., Op. cit., Pp. 18-19).

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nacionalismo italiano y, por ende, con el fas-cismo de Benito Mussolini. Una transición ideológica radical, mucho más frecuente en tan convulsa coyuntura histórico-política de lo que, en principio, pudiera pensarse. En la última etapa de su vida, en efecto, Michels identificará al socialismo con la más abyecta inmoralidad y pasará a defender el naciona-lismo italiano, proceso que él mismo deno-minará como la fusión de la búsqueda de la moralidad con la causa de la cultura latina. Se trata de una evolución intelectual cierta-mente pendular, que presenta ciertos parale-lismos no sólo con la de los elitistas clási-cos, como Pareto o Mosca, sino también con la de otros sociólogos alemanes de la época, como W. Sombart o F. Tönnies, a los que Mitzman denominara los sociólogos del ex-trañamiento.2

La obra principal de Robert Michels es "Los partidos políticos. Un estudio socioló-gico de las tendencias oligárquicas de la de-mocracia moderna", publicada en 1911, que es un análisis sociológico de la dinámica evolutiva de la organización interna del Par-tido Social-Demócrata alemán (SPD), al que, como acabamos de ver, el autor estuvo intensamente vinculado durante varios años. La obra tiene por objeto el estudio socioló-gico de la emergencia del liderazgo, la psi-cología del poder y las tendencias oligár-quicas de la organización, que es, precisa-mente, el subtítulo de la edición inglesa de esta obra. En ella se encuentra toda su argu-mentación sobre la imposibilidad de un fun-cionamiento auténticamente demócratico de los partidos políticos de masas en las socie-dades contemporáneas, por la vigencia en ellos de lo que denomina la ley de hierro de la oligarquía, que se concreta en la siguiente afirmación:

"La ley sociólogica fundamental... puede formularse más o menos así: la organización es lo que da origen a la dominación de los elegidos sobre los electores, de los mandata-

2 Cfr. MITZMAN, A., Sociology and Estrange-ment, Alfred A. Knoft, New York, 1973.

rios sobre los mandantes, de los delegados sobre los delegantes. Quien dice organiza-ción dice oligarquía."3

Por una parte, Michels mantiene que la organización es el único medio existente para poder llevar a cabo una voluntad colec-tiva en la sociedad de masas; sin ella no existe la posibilidad de que una acción co-mún llegue a alcanzar fines concretos, a no ser que se elijan los métodos adecuados para ello:

"La democracia no se concibe sin una orga-nización y toda organización requiere una especialización en las tareas, una distinción entre los dirigentes y los dirigidos..... El principio de la organización es condición absolutamente esencial para la lucha política de masas."4

Michels recoge de Weber la idea de que la sociedad contemporánea es la sociedad de las organizaciones, por lo que los grandes conglomerados humanos necesitan de una determinada estructura organizativa para po-der actuar en todas las esferas de la vida pú-blica, política o social. Por consiguiente, la organización se convierte en el objeto de es-tudio central para comprender la naturaleza de estas sociedades. Si en ellas se encuentra como elemento necesario el surgimiento del liderazgo, es decir, de la dominación de la minoría, piensa Michels, se podrá demostrar definitivamente la imposibilidad de una for-ma de gobierno democrática dentro de tales organizaciones y, por extensión, en toda la sociedad. La elección del partido socialde-mócrata alemán, que es el ejemplo que elige para probar su argumentación, obedece no sólo al profundo conocimiento que de él tie-ne el autor, sino también a su compleja evo-lución ideológica. Al mismo tiempo, Mi-chels pretende negar la viabilidad del socia-lismo, puesto que en su obra, como en la co-rriente principal de la socialdemocracia, de-mocracia y socialismo se encuentran indiso-

3 MICHELS, R., Los Partidos Políticos., Op. cit., Amorrortu, Buenos Aires, 1976. Vol. II. Pág. 273.

4 MICHELS, R., Ibídem, Vol. I, Pág. 68.

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lublemente unidos. El punto inicial de toda la argumentación se encuentra resumido en la siguiente afirmación:

"Toda representación partidaria representa un poder oligárquico fundado sobre una base democrática."5

Las formas oligárquicas son consustan-ciales a toda organización, incluso a aque-llas, como es el caso de los partidos socialis-tas democráticos, cuya sedicente razón de ser estriba precisamente en la superación de tales formas oligárquicas. Ello obedece, dice Michels, a dos tipos de causas: unas, psico-lógicas y otras, técnicas. Entre las causas psicológicas, apunta Michels que, en primer lugar, depende de la psicología de las masas, que son "constitucionalmente incapaces de gobernarse" y que adolecen de una inmadu-rez objetiva y de una incurable incompeten-cia. La masa necesita contar con líderes en los que apoyarse y anhela reconocer su su-perioridad. Por ello, la dominación de los lí-deres no es algo impuesto a las masas, sino que existe un alto grado de aceptación e in-cluso de necesidad por parte de éstas, lo que planteará considerables problemas para su recambio.

Como más adelante lo hará uno de los fundadores de la prestigiosa Escuela de Frankfurt, el importante sociólogo alemán T.W. Adorno, Michels parece compartir la contundente y pesimista tesis del fundador del psicoanálisis, Sigmung Freud, respecto al funcionamiento de la psicología grupal. Para Adorno:

“el grupo desea ser gobernado por una fuer-za ilimitada, siente una pasión extrema por la autoridad; en expresión de Le Bon, tiene sed de obediencia. El padre primordial es el ideal del grupo y éste gobierna el ego en sustitución del ideal del ego.”6

5 Ibídem, Vol. II, Pág. 189.6 ADORNO, T.W., The Culture Industry: Selected

Esssays on Mass Culture, Routledge, 1991, pág. 89.

La masa es, además, esencialmente con-servadora y por ello asegura más y más a la minoría dirigente en sus puestos directivos. De ahí que Mosca se plantee problemas si-milares a los de Pareto en relación con la circulación de las élites. En cuanto a la con-formación de la minoría dirigente, señala Michels que:

"Con la institución del liderazgo comienza, como consecuencia de lo prolongado de la función, la transformación de los líderes en una casta cerrada."7   

No existe, pues, un acceso consciente y deliberado al poder por parte de un grupo minoritario, oligárquico, dentro de la organi-zación. En el caso de los partidos políticos, los miembros de la minoría acceden a posi-ciones de preeminencia al ser elegidos de-mocráticamente por la mayoría. Es poste-riormente cuando sufren un proceso de transformación psicológica que da lugar a a que la representación se convierta en con-centración permanente del poder en manos de esa minoría:

"Cuando en cualquier organización la oli-garquía ha alcanzado un estado avanzado de desarrollo, los líderes comienzan a identifi-car consigo mismo, no sólo las instituciones partidarias, sino también la propiedad del partido. Este fenómeno es común tanto en el partido como en el Estado."8

Las características psicológicas de los in-dividuos que desempeñan puestos de lide-razgo hacen que éstos tiendan a afianzarse en sus puestos, al tiempo que se produce una creciente confusión entre los fines de la or-ganización y los de su propia supervivencia.

Como dice Michels:

"El burócrata se identifica completamente con la organización, y confunde sus propios intereses con los de ella. Toma toda crítica objetiva como una afrenta personal. Esta es la causa de la incapacidad evidente de todos

7 MICHELS, R., Op. cit., Vol. I, pág. 190.8 MICHELS, R., Ibídem, Vol. II, pág. 69.

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los líderes partidarios para prestar una aten-ción serena y justa a las críticas."9

La transformación psicológica del lide-razgo -un concepto que en Michels incluye no sólo a los líderes, sino también al aparato burocrático del partido- supone el fin evi-dente de toda posibilidad democrática dentro de la organización. Dicha transformación implica tanto el aumento de distancia que separa a los líderes de la masa, como tam-bién impone un sello conservador a las ac-tuaciones de los primeros, lo que supone un inevitable deslizamiento hacia el reformismo de los partidos socialistas. Se produce, pues, una moderación paulatina de los objetivos políticos del partido que supone el fin de la senda revolucionaria y, en consecuencia, el fin de toda posibilidad práctica de triunfo del socialismo.

Por otra parte, el hombre individual, se-gún Michels, "...está abocado por naturaleza a ser guiado y a serlo tanto más cuanto que las funciones de la vida social se subdividen más y más." Además, los gobernados ali-mentan constantemente las tendencias auto-cráticas de los líderes, mediante el "culto a la veneración de los líderes" que practican y la gratitud política que manifiestan ante ellos. Por lo demás, la oligarquía es asimis-mo el resultado del "ansia de poder" que tie-nen los líderes. Michels parte del supuesto de que toda minoría actúa conforme a la ló-gica del auto-interés. Así, el interés personal de los líderes en conservar una posición de poder y privilegio les lleva a identificar sus propios fines personales con los fines de la organización, lo que produce no sólo la cita-da tendencia al conservadurismo, sino tam-bién a la desmovilización social y a la ins-trumentalización de la ideología de la orga-nización en su propio beneficio. Para Mi-chels está claro que las masas no se rebelan sin líderes. Pero los líderes, una vez que han tomado el poder con el apoyo del pueblo y en nombre del pueblo, se separan de él, se convierten en una casta relativamente cerra-

9 MICHELS, M., Ibídem, Vol. II, pág. 27.

da y más preocupada por su propio ascenso social que por una verdadera transformación social. La lucha entre élites, por lo demás, nunca termina con la total derrota de una de ellas. Como el propio Michels señala: "el re-sultado del proceso no es tanto una circula-ción de las élites -como sostiene Pareto-, cuanto una reunión de las élites, una amal-gama de élites." Resulta, por tanto, inútil as-pirar, con Marx, a una eliminación de las de-sigualdades sociales, ya que en el mismo proceso revolucionario que supuestamente conduciría a su eliminación, se generan las causas de nuevas y trascendentes desigual-dades, que impedirán realizar en la práctica tales cambios. Puesto que el surgimiento de nuevos líderes hace degenerar al movimien-to socialista en un nuevo sistema de desi-gualdades, una vez que se ha accedido al po-der y se ha instaurado la nueva casta de bu-rócratas. Pocos años después de la publica-ción de esta obra, tenía lugar la Gran Revo-lución de Octubre de 1917. Su propia evolu-ción iba a ser la mejor prueba de la validez de las afirmaciones de Michels. Como ad-vierte el llamado "testamento político de Le-nin", hecho público por Kruschov en su In-forme al XX Congreso del PCUS en 1956, que es una extensa carta dictada por el máxi-mo líder soviético a sus secretarias poco an-tes de su muerte, en 1922, y que consiguió eludir la férrea censura estalinista de la épo-ca, el PCUS estaba ya completamente buro-cratizado en esa fecha y en vías de imponer-se férreamente a la sociedad con el estalinis-mo, en lugar de estar completamente a su servicio, como postulara Marx.10

10 Sobre la figura de Stalin y el estalinismo, además de la importante obra ya clásica del historiador in-glés Alan Bullock (BULLOCK, A., Hitler y Sta-lin, Plaza y Janés, 2 vols., Barcelona, 1999), es in-teresante la lectura de Koba, el temible, la recien-te novela-documento del excelente escritor inglés Martin Amis. (AMIS, M., Koba, el temible. La Risa y los Veinte Millones, Anagrama, Barcelona, 2004). Me he referido al tema con cierta amplitud en CAPARRÓS VALDERRAMA, R., “Algunas consideraciones sobre los errores epistemológicos de la teoría marxista de lo político”, Entelequia. Revista Interdisciplinar, nº 3, Primavera de 2007,

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Junto a las causas psicológicas, hay otras causas técnicas para el surgimiento del lide-razgo oligárquico. Toda organización re-quiere especialización de funciones y exper-tos. A los miembros de las bases de los par-tidos les resulta imposible supervisar o con-trolar las decisiones que incumben al partido y que son tomadas por los técnicos, por los expertos. Por otra parte, la propia dinámica de la vida intrapartidaria (elecciones a los cargos ejecutivos, enfrentamientos entre sec-tores internos, etc.), por una parte, y, por otra, de la vida extrapartidaria (necesidad de un líder conocido y estable para las confron-taciones electorales y los debates parlamen-tarios, así como para las elecciones genera-les, etc.), todo ello contribuye a reforzar el rol y el poder del liderazgo. Así, para Mi-chels, el resultado de este doble proceso es la creciente separación social entre los diri-gentes y las masas: “Mientras que su dedi-cación a las necesidades de la vida diaria hace imposible que las masas alcancen un conocimiento profundo del entramado so-cial, y, sobre todo, del funcionamiento de la máquina política, el dirigente de origen obrero puede, gracias a su nueva situación, familiarizarse inmediatamente con todos los detalles técnicos de la vida pública y au-mentar así su superioridad sobre la base.”

A partir, como hemos visto, de la consta-tación de la falta de democracia en el funcio-namiento interno de las organizaciones que dominan la vida política de las sociedades contemporáneas, postula Michels la inevita-bilidad de las minorías dirigentes. La organi-zación pasa de ser un instrumento de ade-cuación de medios a fines, a convertirse en la esencia vital del grupo en cuestión. Lo que era accesorio se convierte así en funda-mental y de este modo se trastocan las prio-ridades establecidas en el seno de la organi-zación. En consecuencia, la organización se convierte en el fin principal a mantener y a fomentar, al mismo tiempo que los fines que

Pp. 85-126. (Accesible en http://www.eumed.net/entelequia/pdf/e03a06.pdf )

habían dado origen a su surgimiento, pasan a un segundo plano. El relato pormenorizado de esta mutación inevitable es el hilo con-ductor del análisis del fenómeno de la oli-gárquización del partido que lleva a cabo Michels.

En el seno de toda organización11 surgen, según Michels, dos fenómenos íntimamente vinculados entre sí: la jerarquía y la burocra-cia, que son incompatibles, por naturaleza, con una toma de decisiones de carácter de-mocrático. Al igual que para Weber, para Michels la organización supone la división jerárquica del trabajo, lo que implica, ade-más, el advenimiento al primer plano de la escena política de un conjunto de individuos exclusivamente dedicados a resolver los pro-blemas que se plantean en la organización –los tradicionales apparatchiks del comunis-mo soviético–; es decir, un aparato burocrá-tico caracterizado por el relativamente eleva-do nivel de sus conocimientos técnicos. El liderazgo, término y/o concepto que en Mi-chels engloba al de aparato burocrático, se define esencialmente por el hecho de mono-polizar la circulación interna de la informa-ción y los conocimientos necesarios para el mantenimiento de la organización. Y al mis-mo tiempo que monopoliza la información y los conocimientos, este grupo se hace per-manente, sin que parezca posible una reno-vación frecuente de sus miembros, lo que significa la profesionalización del liderazgo. Se va formando así un grupo cada vez más cerrado sobre sí mismo, que va generando sus propios intereses y que, al mismo tiem-

11 Nótese que, aunque la investigación de Michels se realiza sobre un partido político, sus conclusiones sociológicas son válidas con relación a todo tipo de organizaciones de masas. La ley de hierro de la oligarquía puede predicarse, pues, tanto de una or-ganización patronal de empresarios, como de un partido o un sindicato obrero; tanto de una organi-zación religiosa, como de una deportiva; tanto de las asociaciones de vecinos, como de las ONGs. En este sentido, se ha dicho que tal ley es la única que, en el ámbito de las ciencias sociales, se cum-ple con la misma fatalidad con que se cumplen las leyes propias de las ciencias naturales.

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po, tiene los medios para llevarlos a cabo. En Michels, no se trata tanto de que los líde-res utilicen a la organización para realizar sus propios intereses, sino más bien de que por el mero hecho de ser minoría, ésta transforma sus puntos de vista acerca de los fines de la organización y el modo de alcan-zarlos, desviando a esta última de la senda que, en principio, justificaba su existencia:

"La causa principal de la oligarquía en los partidos democráticos habrá de encontrarse en la responsabilidad técnica del liderazgo."12

Y, sin embargo, el liderazgo es impres-cindible para un eficiente funcionamiento en las sociedades de masas:

“El liderazgo es un fenómemo necesario en toda forma de vida social. […] Pero tiene gran valor científico demostrar que todo sis-tema de liderazgo es incompatible con los postulados más esenciales de la democra-cia.”

Dentro de la organización, la democracia se puede definir meramente como un méto-do instrumental de elección del liderazgo, completamente ajeno a las connotaciones ideológicas o normativas de la concepción rousseauniana de la democracia:

"Cuando los obreros eligen a sus propios lí-deres, están forjando con sus propias manos nuevos amos, cuyos medios principales de dominio están en las mentes mejor construi-das."

Uno de los principales especialistas en el pensamiento político de Michels, el politólo-go norteamericano de origen español Juan José Linz, propone el siguiente esquema de las características de la oligarquía y del pro-ceso de transformación oligárquica de las or-ganizaciones:

1. Aparición del liderazgo.2. Aparición del liderazgo profesional esta-

bilizado.

12 Op. Cit. Vol. II, p. 181.

3. Formación de la burocracia.4. Centralización de la autoridad.5. Desplazamiento de objetivos, en particu-

lar desviación de fines últimos hacia ob-jetivos instrumentales.

6. Creciente rigidez ideológica.7. Incremento de la diferencia de puntos de

vista entre los líderes y los miembros de la organización.

8. Disminución de las posibilidades de par-ticipación de los miembros de la organi-zación.

9. Cooptación de los líderes de la oposición naciente por los conformados.

10. Viraje del llamamiento a los miembros hacia el llamamiento al electorado, pri-mero de clase y después más amplio."13

Así, la aporía de que adolecen los parti-dos socialistas democráticos consiste, para Michels, en que para alcanzar sus objetivos ideológicos precisan de una organización, pero es precisamente la organización la que conduce de manera inevitable a la aparición de una oligarquía y de nuevas desigualda-des, para cuya superación habían surgido precisamente estos partidos:

"La organización política conduce al poder. Pero el poder es siempre conservador."14

Michels acabará por negar la esperanza compartida por buena parte de los políticos del siglo XX: la fe en que la democracia po-dría ser finalmente alcanzada en una socie-dad que veía llegar, por primera vez, a las masas a la esfera pública. Pero el discurso de Michels adolece, a su vez, de una ambi-güedad fundamental. Por un lado, define a la sociedad moderna como una sociedad de masas e insiste en la imposibilidad de retor-no al pasado, hacia formas políticas aristo-cráticas. La tendencia natural de la evolu-ción social parece apuntar, pues, hacia siste-mas democráticos –de hecho, Michels reco-

13 LINZ, J.J., "Michels" en Enciclopedia Internacio-nal de las Ciencias Sociales, Madrid, 1974.

14 MICHELS, R., Ibídem. Vol. II, pág. 153.

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noce que la concepción democrática está en la base de todas las ideologías progresistas y revolucionarias del mundo contemporáneo-. No obstante, por otra parte, niega radical-mente la posibilidad de llevar a la práctica verdaderos sistemas políticos democráticos dentro de las sociedades de masas. La fór-mula de la democracia representativa, ade-más, no soluciona el problema, puesto que únicamente da lugar a que se afiance el do-minio de los representantes sobre los repre-sentados, inaugurando el camino hacia regí-menes políticos de tipo bonapartistas. Pero Michels en lugar de presentarse como conti-nuador del optimismo ilustrado, que se tra-duce en la idea del progreso y en la visión de la historia como un proceso reformista, opta-rá por afirmar, en la línea más pesimista del elitismo político clásico, que la oligarquía hunde sus raíces en lo más profundo de la sociedad, por responder a la propia naturale-za de la sociedad de masas.

No obstante, cuando Michels escribió Los partidos políticos todavía apoyaba, en 1910, la lucha en pro de más democracia, como medio de reducir las tendencias oligár-quicas. Su mencionada obra acaba con estas palabras:

"Cuanto más comprende la humanidad las ventajas que tiene la democracia, aunque imperfecta, sobre la mejor de las aristocra-cias, tanto menos probable es que el recono-cimiento de los defectos de aquella provo-que un retorno a la aristocracia.... La demo-cracia es un tesoro que nadie descubrirá ja-más por la búsqueda deliberada, pero si con-tinuamos nuestra búsqueda, al trabajar infa-tigablemente para descubrir lo indescubri-ble, realizaremos una obra que tendrá férti-les resultados en el sentido democrático."15

Años más tarde, sin embargo, encontrará “la salida” a esta ambivalencia en su fer-viente adhesión al irracional y antidemocrá-tico liderazgo político de Benito Mussolini. Para Michels, Il Duce traducía "en forma desnuda y brillante los deseos de la multi-

15 MICHELS, R., Ibidem, Vol. II, Pp. 193-195.

tud". Los compromisos vulgares y el conser-vadurismo dictado por las limitaciones de la democracia burocrática y oligárquica, no eran para el carismático Duce del fascismo italiano:

"En cambio, su perfecta fe en sí mismo, base esencial para esta forma de gobierno carismático, proporciona la tendencia diná-mica característica. Y ésto por dos razones: un pasado de luchas, de luchas victoriosas, hay en el líder carismático; por esto tiene conciencia de sus aptitudes, que se han de-mostrado capaces de una aplicación valiosa.... Por otra parte, su futuro depende de las pruebas que pueda darnos de su buena estrella."16

Y así, ese Robert Michels, que durante años había sido excluido en Alemania de la ocupación de cargo académico alguno por su militancia socialista, acabará abominando del socialismo, y abrazando fervorosamente la irracionalista causa del fascismo italiano. Y finalmente abandonará su puesto de profe-sor en la Universidad suiza de Basilea, al-canzado ya en su madurez, para aceptar el cargo de Rector de la Universidad de Peru-gia, que el propio Mussolini habría de ofre-cerle personalmente en 1928.

16 MICHELS, R., First Lectures in Political Socio-logy, The University of Minnesota Press, Minnea-polis, 1949, Pp. 122-23, 131. (Cit. por LIPSET, S.M., "Introducción", Loc. cit., Pp. 35-36). Nóten-se las connotaciones claramente irracionalistas, como es típico en el pensamiento fascista, de la alusión de Michels a “la buena estrella” de Mus-solini. Cuyo final, por cierto, la muerte por fusila-miento y el sometimiento de su cadaver al despe-dazamiento en público linchamiento, indica más bien todo lo contrario.

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Problemas actuales de la partitocracia como fórmula representativa privile-giada de la democracia liberal de masas.

Como se ha venido poniendo de manifies-to en los últimos treinta años, cuanto mayor sea la presencia de los partidos de masas en un sistema político, mayor será la influencia del sistema de partidos, como vehículo del proceso representativo, sobre la representa-ción y la participación políticas. En las demo-cracias modernas, en efecto, los ciudadanos están representados a través de y por los par-tidos políticos. El problema reside en que, como ha señalado Beer,

"la función de representar al interés nacional, atribuida en otro tiempo al Soberano, y más tarde al Parlamento, es realizada actualmente por el partido. El partido (parafraseando a Fi-ner) es actualmente ‘el rey’".

Ahora bien los problemas teórico-políticos y constitucionales derivados del hecho de que el partido político sea el rey son delicados; ésta es una de las razones por las que, incluso las constituciones más recientes, procuran evitar el reconocimiento formal de la repre-sentación partidista. Hay, no obstante cuatro excepciones: la Constitución de Brasil, la Ley federal de Bonn, la Constitución Francesa de 1958 y la española actual de 1978, cuyo art. 6 dice que

"los partidos políticos expresan el pluralis-mo político, concurren a la formación y ma-nifestación de la voluntad popular y son ins-trumento fundamental para la participación política.”

Uno de los problemas que esto plantea es que los nombramientos de representantes los hace el partido, y no el ciudadano representa-do, ya que el proceso interno de cooptación a la lista de candidatos electorales equivale en la práctica a la elección real del representante político. Y, como consecuencia de ello, es probable que el representante sea más un por-

tavoz de su propio partido que de los ciudada-nos, y que las vinculaciones partidistas resul-ten a la postre más poderosas que cualesquie-ra otras, incluyendo a las de la clase social del propio representante. Para limitar, al menos en parte ese efecto, el propio art. 6 de la CE establece en su párrafo 2º que “Los partidos políticos en su funcionamiento interno debe-rán ser democráticos.”

Ahora bien, comoquiera que ese precepto constitucional no ha sido objeto de posterior desarrollo legal ni reglamentario alguno,17 de una parte, y, de otra, que los propios partidos afectados no han compensado de ninguna otra forma a nivel interno los inevitables procesos de oligarquización a que se refería Michels, ni se ha establecido fórmula jurídica alguna de responsabilidad política, como dimensión fundamental de la representación, lo cierto es que en la actualidad no sólo cabe hablar de una cierta quiebra de la representación políti-ca en España, sino que, además, los represen-tados carecen de instrumentos jurídicos para resarcirse de los eventuales daños y perjuicios producidos por esa quiebra. Así lo reconoce paladinamente la sentencia de nuestro Tribu-nal Constitucional por la que se resuelve el re-curso de amparo subsiguiente a la resolución de la demanda civil por "incumplimiento de contrato", interpuesta por el cantante catalán Lluis Llach, quién reclamaba contra Felipe González y el PSOE por lo que calificaba de "estafa política" (el programa electoral del 82 prometía el "No" a la OTAN y, una vez en el gobierno, el PSOE convocó un referendum para permanecer en ella), al atenerse a la falta de base jurídico-constitucional para atender tal reclamación.

En la práctica, pues, como ha afirmado Duverger, el representante político moderno recibe un "doble mandato": el de los electo-res y el del partido, y, en la práctica, el se-

17 La propuesta de llevar a cabo el desarrollo legal y reglamentario del párrafo 2º del art. 6 CE, formu-lada en 1990 por el diputado del PSOE Joaquín Leguina, fue mayoritariamente rechazada por el Pleno del Congreso de los Diputados, por el voto en contra de su propio partido.

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gundo mandato prevalece sobre el primero. De ahí que la representación haya perdido toda inmediatez y ya no pueda ser conside-rada como una relación directa entre los electores y el elegido. En efecto, el proceso gira en torno a tres elementos: los represen-tados, el partido y los representantes. Y la instancia intermedia -los partidos- parece ser tan decisiva que podría llegarse a un punto en el que la representación parlamentaria se pareciera al personal de los partidos -en el sentido estricto de hombres que hacen su ca-rrera profesional dentro de los mismos-, mu-cho más que a la sociedad a la se les exigía que se asemejasen, en tanto que sus "repre-sentantes".18 Si esto fuera así, el partido aca-baría convirtiéndose verdaderamente en rey, y podría concluirse que el quién de la repre-sentación política es realmente el partido. Pues bien, esa es precisamente la tesis de-fendida por un politólogo tan ilustre como García Pelayo, quien llega a definir a la de-mocracia contemporánea como una “demo-cracia de partidos”, en cuanto que se trata del inevitable resultado de la “adaptación” del principio democrático a las circunstan-cias de la contemporaneidad. Ya que, según García Pelayo, el espectacular aumento del demos, derivado de la alta inclusividad de las democracias contemporáneas, que han extendido el sufragio a la inmensa mayoría de la población, configurándolas como de-mocracias de masas, de una parte, y, de otra, el hecho de que las sociedades contemporá-neas sean, cada vez en mayor medida, “so-ciedades organizacionales” –afirmará reto-mando la famosa tesis de Weber, sostenida asimismo por Michels–, en las sólo puede incidirse colectivamente desde las organiza-ciones, hacen inevitable ese protagonismo de los partidos como los vehículos más ade-cuados para la representación política.19

Un planteamiento bastante discutible –y, ciertamente, discutido desde la propia teoría

18 DUVERGER, M., Loa partidos políticos, FCE, México, 1957, pássim.

19 Cfr. GARCÍA PELAYO, M., El Estado de parti-dos, Alianza, Madrid, 1986.

actual de la democracia–,20 en el que se enfa-tiza y legitima como indudablemente demo-crático el monopolio de facto, y, en algunos países, también de iure, que implica un tal protagonismo de los partidos, en los ámbitos de la representación y la participación políti-cas. Pues en la democracia de partidos, el partido no sólo media entre los representan-tes y los representados, sino que mediatiza a estos últimos, a través de la disciplina de partido, –recuperando así de hecho la figura del mandato imperativo, expresamente prohibida por las constituciones democráti-cas de los Estados liberales contemporáneas–, y mediatiza, por tanto, al propio electorado. En este contexto, pues, las elecciones no son la expresión de las pre-ferencias políticas de la ciudadanía, ni el Parlamento un espejo de sus preferencias, sino más bien una competición plebiscitaria en la que los partidos se enfrentan para lo-grar la confianza política indiscriminada de los electores. Ello es así hasta tal punto, que un determinado enfoque crítico de esta for-ma de representación política, el encarnado por los muy diversos teóricos críticos de la partitocracia, niega que exista otro sujeto de la representación que no sean los partidos, los cuales están dominados a su vez por unos pocos líderes que controlan a los apara-tos o maquinarias internas de los partidos.

Uno de estos autores críticos, el ilustre politólogo italiano Giovanni Sartori ha defi-nido tres dimensiones decisivas de la parti-tocracia en relación con los representantes políticos en todos los cargos públicos: a) la partitocracia electoral, entendida como el poder del partido para imponer al electorado a quien ha de votar, esto es, a los candidatos predesignados por el propio partido; b) la partitocracia disciplinaria, entendida como la capacidad del partido para imponer al gru-po parlamentario una disciplina del partido,

20 Cfr., por ejemplo, BARBER, B., Strong Demo-cracy. Participatory Politics for a New Age, The University of California Press, Berkeley, 1984; HELD, D., Modelos de democracia, Alianza, Ma-drid, 1996.

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o mejor dicho, de la dirección del partido; y c) la partitocracia integral, es decir, la susti-tución de la representación formal de los electores por la representación real de los partidos.21 Recientes manifestaciones de des-tacados políticos europeos contemporáneos, como el ex-Presidente de la antigua RFA, Gustav von Weizsächer, o el ex-Presidente de la República Italiana, Armando Cossiga, ratifican esta perspectiva pesimista acerca del funcionamiento de la partitocracia, por cuanto de hecho implica no sólo la pérdida del contenido democrático de la representa-ción política, sino también una preocupante falta de control público estatal respecto de las capacidades de monopolio y/o bloqueo institucional de que los partidos político han venido haciendo gala en estas últimas déca-das. Baste recordar lo sucedido en Italia, donde se produjo en los primeros años 90 una auténtica implosión de la totalidad del corrupto sistema político –la tristemente cé-lebre Tangentópolis– y fueron procesados y encarcelados (o se vieron obligados a cam-biar la cárcel por el exilio, como el socialista Bettino Craxi), los líderes y dirigentes de to-dos los partidos parlamentarios hegemónicos hasta ese mismo momento.

Hay que señalar, además, que el de la partitocracia es un fenómeno político fun-damentalmente europeo. Algunos politólo-gos norteamericanos reconocen en privado que, mientras que el excesivo peso político de los grupos de presión en EEUU resulta un serio handicap para la democracia nortea-mericana, lo mismo puede decirse del exce-sivo protagonismo político de los partidos en las democracias europeas.22

21 Cfr. SARTORI, G., Elementos de teoría política, Alianza, Madrid, 1992.

22 Los vínculos más o menos institucionalizados en-tre partitocracia y corrupción política, especial-mente en materia de financiación de los partidos políticos son inveterados y, al parecer, insupera-bles. Sobre los sorprendentes niveles de corrup-ción política y moral de la práctica totalidad de la clase política italiana contemporánea, forjados al hilo de las prácticas oligárquicas y corruptas de la partitocracia integrante de los sempiternos gobier-

El origen histórico de los partidos políti-cos, además, aparece lógica y cronológica-mente vinculado a los diversos lugares de concentración de la población. Y no sólo porque los criterios político-representativos fueran a la sazón fundamentalmente territo-riales, sino además porque el tránsito históri-

nos pentapartitos desde la postguerra en Italia, vid. ROCHINNI, P., La neurosis del poder, Alian-za, Madrid, 1997. Sobre los antecedentes y las consecuencias de la “implosión” en 1992-94 del corrupto sistema partitocrático italiano, vid. GU-TIÉRREZ CHÁVEZ, J., Corrupción en Italia. La muerte de un régimen, Nov., 2006 Accesible en http://www.eumed.net/entelequia/es.lib.php?a=b003

Para España, es fundamental, RAMIREZ JI-MÉNEZ, M., España de cerca. Reflexiones sobre veinticinco años de democracia, Trotta, Madrid, 2003. Está por hacer, no obstante, el estudio de ese peculiar fenómeno de corrupción política sis-temática que fue el “gilismo político”, como acti-vidad “mafiosa” políticamente semitolerada por la Junta de Andalucía y los gobiernos centrales del Reino de España, que durante casi dos décadas es-quilmó el patrimonio urbanístico de varios muni-cipios importantes de la Costa del Sol occidental (Marbella, Estepona, Manilva, etc.), posibilitando al mismo tiempo la formación de espúreas fortu-nas personales multimillonarias y la consolidación de una trama delictiva, que pudo seguir actuando incluso después de la muerte del capo di tutti capi. Y está aún por determinar el grado de responsabi-lidad de los partidos e instituciones afectadas al respecto. Me he referido al tema en CAPARRÓS, R., “El auto del juez Torres”, Málaga hoy, 22-Marzo-2007, pág. 5. Ese artículo mereció una tor-ticera y mendaz réplica del portavoz de la Junta de Andalucía (Cfr. CERVERA GRAJERA, E., “Marbella y el sitio de la Junta”, Málaga hoy, 28-Marzo-2007, pág. 5). A la que contesté en “La Junta, sitiada” (CAPARRÓS, R., “Cartas al Di-rector”, Málaga hoy, 12-Abril-2007, p. 4).

En cualquier caso, conviene aclarar que de los planteamientos críticos generales del enfoque par-titocrático no sólo participan autores señalada-mente antidemócratas y/o antiliberales, como nuestro ilustre politólogo y ex-ministro franquista, Gonzalo Fernández de la Mora, sino también otros muchos de diversas ideologías, como el “frankfurtiano” Claus Offe, la “radical” Carole Pateman, neomarxistas como Habermas o Cape-lla, conservadores como Lipset o Bell, y/o libera-les como Strong, Barber, Beer, Duverger, Held, Ramírez Jiménez, Ramón Máiz o Jiménez de Par-ga.

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co del primigenio modelo de partidos de no-tables al de los partidos de masas hizo im-prescindible su constante presencia, espe-cialmente en el caso de los partidos de ma-sas de izquierdas, en los centros de produc-ción. Así ocurre en las primeras fases del ca-pitalismo bajo el taylorismo fordista como modo de producción, que requerían grandes concentraciones de masas trabajadoras en las fábricas y su entorno, donde tanto el par-tido político como el sindicato estaban lla-mados a desempeñar tanto tareas defensivas de los intereses de clase, como revoluciona-rias de concienciación y encuadramiento po-lítico de la clase obrera, como fase previa a la de la hegemonía político-social de sus va-lores.23 Así, los partidos políticos europeos construyen su estructura organizativa y sus instituciones de representación sobre la base de estos modelos productivos. Si la fábrica era el centro de la vida social, era lógico que fuera también el centro de la vida política. De hecho, la fábrica se convirtió en el lugar de origen de buena parte de los núcleos diri-gentes y cuadros medios de los partidos po-líticos y sindicatos de la clase obrera. Y de ahí que los sindicatos acabaran por configu-rarse como auténticas “correas de transmi-sión” –en expresión de Lenin– de demandas hacia los partidos.

Pero todos esos factores socioeconómicos habrían de sufrir cambios dramáticos en el período 1973-2007. En efecto, el tipo de “salida” impuesta a la crisis de acumulación del sistema capitalista mundial,24 que se ini-cia con la súbita e intensa subida de los pre-cios del petróleo de 1975, tras la guerra del Yom Kippur, supone el final del fordismo. Gran parte de la producción industrial alta-mente contaminante de los países desarrolla-dos se desplaza al periférico “Tercer Mun-

23 GRAMSCI, A., Antología, Selección, traducción y notas de M. Sacristán, Siglo XXI, Buenos Aires, 2004, Pp. 58-62, 77-82, 105-115.

24 O'CONNOR, J., The Fiscal Crisis of the State, St. Martin's Press, New York, 1971. (Trad. cast. en O'CONNOR, J., La crisis fiscal del Estado, Penín-sula, Barcelona, 1974).

do”, ahondándose cada vez más la “terciari-zación” de las economías desarrolladas. En consecuencia, desaparece la fábrica como lugar de la producción en cadena y se seg-mentan, descentralizan y deslocalizan los propios procesos productivos, que se sub-contratan a unidades geográficamente sepa-radas que, no obstante, confluyen just in time para servir sus respectivos productos a la hora del acceso al mercado. De este modo, la separación/distanciación de los tra-bajadores entre sí vendrá a ser una importan-te consecuencia de las diversas fórmulas de subcontratación en que se subdividen los procesos productivos en el “toyotismo”, como paradigma productivo post-fordista.

Cabe afirmar que la cumbre del G-5 de Tokyo de 1979 marca el punto de no retorno del paradigma productivo fordista hasta en-tonces vigente y el comienzo de la nueva era: la del “toyotismo”.25 Que, a su vez, está siendo progresivamente desplazada en la ac-tualidad por el “zaraísmo”, como fórmula productivo-organizativa digitalizada avanza-da de la economía informacional, o, por de-cirlo en los términos de su propio acuñador, como nuevo modo de producción asociado a la producción informatizada.26 Cuya pauta de conducta ideal-típica, en el sentido webe-riano, consiste precisamente en la intensifi-cación de todo tipo de flujos informaciona-les, mediante el uso contínuo y sistemático tanto de Internet como de las intra-nets, y tanto ad intra como ad extra de las propias unidades productivas. Así como su perma-nente extensión en redes de geometría flexi-ble, que abarcan a todos los colectivos afec-

25 Me he referido al tema con cierta amplitud en CAPARRÓS VALDERRAMA, R., “La crisis del modelo de crecimiento de la postguerra y su re-percusión en la viabilidad del modelo social euro-peo”, Revista de Estudios Políticos, nº 105, Ma-drid, Julio-Septiembre, 1999: 97-146. Vid., asi-mismo al respecto, ROMÁN DEL RÍO, C., “Glo-balización y nueva economía: del fordismo al za-raísmo” en OLIET, A. (ed.), Globalización, Esta-do y Democracia, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Málaga, Málaga, 2003, Pp. 25-40.

26 Cfr. ROMÁN DEL RÍO, C., Loc. cit., Pág. 32.

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tados por los procesos de producción, confi-gurando así las principales características funcionales del zaraísmo. Como ha señalado al respecto Carlos Román,

“De forma semejante a como el toyotismo combinó aspectos de la producción manu-facturera originaria con otros propios de la producción en masa organizada al modo for-dista, el zaraísmo amplía y extiende algunas de las fórmulas iniciales del toyotismo… y, sobre todo, muy especialmente, el uso gene-ralizado de Internet, para vender y comprar productos y factores de producción, para or-ganizar los procesos de producción y distri-bución, para contratar y subcontratar, para negociar con otras empresas, etc. hasta el punto de que, por reducción al absurdo, po-dríamos imaginar a la empresa cuasi-vir-tual.”27

Apuntemos, aunque sea de pasada, que el zaraísmo se extiende ya también, según dos interesantes artículos recientemente publica-dos en The Economist y en Business Week,28

27 ROMÁN DEL RÍO, C., Loc. cit., Pp. 32-33. (Ën-fasis mío, R.C.). Vid., asimismo al respecto, RO-MÁN DEL RÍO, C. (Ed.), Aprendiendo a innovar: Regiones del conocimiento, OCDE e IDR, Sevi-lla, 2001.

28 Como ha señalado Juan Freire, “En The Econo-mist anuncian la muerte del I+D corporativo en The rise and fall of corporate R&D. Out of the dusty labs, mientras que en Business Week Don Tapscott y Anthony D. Williams (los autores de Wikinomics) definen un nuevo paradigma cientí-fico basado en la colaboración y las redes, The new science of sharing. Las grandes empresas abandonan su énfasis en la investigación para cen-trarse en el desarrollo, de modo que desmantelan sus laboratorios científicos y, como alternativa, construyen redes de colaboración con centros de investigación y otras empresas especializadas. Es-tas redes no se basan ya en los acuerdos tradicio-nales basados en la protección estricta de la pro-piedad intelectual y se centran en acelerar los pro-cesos de descubrimiento científico y transforma-ción en nuevos productos y servicios mediante la colaboración de agentes independientes. Por su-puesto, la principal ventaja de este nuevo modelo (su apertura) se convierte también en la mayor amenaza (el nuevo conocimiento está accesible a competidores). Esta nueva amenaza fuerza a las empresas a agilizar la explotación del nuevo co-nocimiento. Pasamos de una estrategia defensiva

al ámbito de la propia organización produc-tiva de I+D+i en EEUU, donde la llamada “ciencia abierta” empieza a funcionar ya como un ámbito de la máxima descentraliza-ción productiva –separación de la investiga-ción (I), por un lado, y el desarrollo y la in-novación (D+i), por otro, uso intensivo de las TICs (especialmente en redes donde el conocimiento es transparente, se distribuye y se comparte, aún a riesgo de que sea conoci-do por la competencia)–, porque ahora de lo que se trata es de acelerar al máximo posible el desarrollo de la ciencia just in time y la rá-pida llegada de los productos y/o servicios al mercado. De este modo, en el modelo de la llamada “ciencia abierta”,29 la separación or-ganizativo-institucional entre Investigación y Desarrollo tiende a desaparecer. Los gru-pos de investigación se organizan alrededor de proyectos que discurren desde las fases iniciales (la antigua “ciencia básica”) hasta la creación de los nuevos productos y servi-cios y su comercialización (el “desarrollo” y la “innovación”). Se buscan de este modo la flexibilidad extrema y la rapidez de respues-ta. Y, por supuesto, la máxima rentabilidad inmediata. Se trata de una pauta funcional del I+D+i, que previsiblemente se extenderá pronto al resto del mundo.

Pues bien, todos estos hechos parecen in-dicar que, además de su cada vez más cho-cante “inadecuación” estructural y funcional al vigente modelo mixto de producción –que, como he mostrado en otro lugar, está siendo sometido a una difícil transición del actual “toyotismo” al incipiente “zaraísmo”, como modo de producción asociado a la di-

basada en departamentos legales que se encargan de la protección del conocimiento a otra ofensiva basada en redes científicas y de innovación flexi-bles y dinámicas que desarrollen ciencia “just in time” y lleguen al mercado de modo rápido. (Cfr. http://nomada.blogs.com/jfreire/2007/03/la_muer-te_del_i.html ).

29 Como la denomina Emilio Muñoz. Cfr. MUÑOZ, E., “El círculo europeo de las perplejidades obser-vado desde España”, en GUERRA, A y TEZA-NOS, J. F., El rumbo de Europa, Sistema, Madrid, 2007, Pág. 278.

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gitalización de todo tipo de procesos produc-tivos, característico de la nueva sociedad de la información y el conocimiento–30, lo que realmente está en tela de juicio en relación con la partitocracia es, de una parte, la con-tradicción que supone el predominio de flu-jos funcionales verticales característico de las partitocracias, frente al de los flujos in-formacionales/funcionales horizontales, pro-pios del “zaraísmo”, como modo de produc-ción asociado a la nueva sociedad de la in-formación, y, de otra parte, la carencia parti-tocrática de esa importante dimensión de "responsabilidad", que se deriva de la repre-sentación política, y que, por tanto, el verda-dero problema es el de cómo mejorar la efi-cacia de las instituciones públicas (incluyen-do, desde luego, a los partidos políticos), en términos de responsabilidad independiente, sin que se produzca esa casi total pérdida de su responsabilidad ante los representados, e incluso ante el propio Estado, que última-mente se ha venido acentuando.31

30 Cfr. CAPARRÓS VALDERRAMA, R., “La glo-balización y el difícil acceso a la sociedad de la información en Europa”, (Ponencia presentada al XI Congreso Nacional de Internet, Telecomunica-ciones y Sociedad de la Información, Mundo In-ternet 2007, celebrado en Málaga [España] los días 14, 15 y 16 de Mayo de 2007). De inminente publicación en la Revista de Ciencias Sociales SISTEMA. Accesible asimismo en mi página web: http://www.derecho.cv.uma.es

31 Como lo demuestra la penosa experiencia italiana. Nadie es ahora responsable de los desastres eco-nómicos provocados por la partitocracia de la Pri-mera República italiana. Vid., al respecto, GU-TIÉRREZ CHÁVEZ, J., Corrupción en Italia. La muerte de un régimen, Nov., 2006 Accesible en http://www.eumed.net/entelequia/es.lib.php?a=b003 Y otro tanto cabe decir de España, donde las cúpulas de los partidos políticos mayoritarios acuerdan en su momento copiar el nefasto modelo italiano de la lottizacione, como fórmula de co-bertura de las vacantes de las principales institu-ciones del Estado (Consejo General del Poder Ju-dicial, Consejo de Estado, Consejo de Adminis-tración de RTVE, Tribunal Constitucional, etc.), en función del porcentaje de escaños con que cada partido cuenta en el Parlamento. Lo que se tradu-ce es una peligrosa capacidad de bloqueo de im-portantes instituciones del Estado por parte de los partidos políticos, que tiene consecuencias socia-

No es de extrañar, pues, que el profesor Ji-menez de Parga32, hiciera ya en 1993 un ba-lance muy crítico de la labor que en materia de representación política de los ciudadanos han realizado hasta ahora los partidos políti-cos en España.

"Nuestra Constitución de 1978 asigna una triple misión a los partidos: A) expresar el pluralismo político; B) concurrir a la forma-ción y manifestación de la voluntad popular; C) ser instrumento fundamental para la par-ticipación política.... Ninguna de las tres se ha venido cumpliendo.... Amplios sectores de la opinión pública europea empiezan a plantear la conveniencia de cuestionar o de superar el sistema establecido de partidos con el fin de articular la representación polí-tica de una forma que sea adecuada a la so-ciedad en que ahora vivimos. `Romper para renacer' es la consigna democrática.... De momento lo que se nota ya, en las naciones más evolucionadas, es una insatisfacción del hombre común por lo que hacen y dejar de hacer los partidos políticos. Un capítulo obligado en cualquier libro que pretenda describir lo que nos pasa es el dedicado a la crisis de la representación.... Lo que se está poniendo de manifiesto ahora es la deficien-cia de un sistema representativo, por culpa de causas varias, entre las que se encuentran la inadecuación de las normas electorales, con la desfiguración de los resultados que suponen una prima excesiva a las mayorías, con las listas cerradas y bloqueadas que des-personalizan la representación y con las otras reglas que contradicen el postulado tra-

les y políticas claramente indeseables, como se ha podido comprobar en los meses de Noviembre y Diciembre de 2007 con el bloqueo del Tribunal Constitucional y del Consejo General del Poder Judicial. Vid., al respecto, el excelente artículo de Javier Moreno, “Lerroux, Rajoy y el Constitucio-nal”, EL PAÍS, 20-12-2007, P. 33.

Sobre las sinuosas relaciones entre representación y responsabilidad, vid, GARCIA MORILLO, J., "La responsabilidad política" en CLAVES DE RAZON PRACTICA, Nº 45, Septiembre, 1994, Pp. 32-44.

32 JIMENEZ DE PARGA, M., La ilusión política. ¿Hay que reinventar la democracia en España? Alianza. Madrid, 1993. Pp. 92-101.

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dicional del voto igual de todos los españo-les. Sin embargo, no parece probable que la ley electoral se modifique. Continuaremos padeciendo los malos efectos de unas nor-mas que aspiran a canonizar el bipartidismo en una sociedad que lo rechaza. Una socie-dad, la española, que ahora se siente sólo parcialmente representada en las Cortes Ge-nerales; una sociedad que se manifiesta en las calles y se organiza en iniciativas popu-lares. Sólo el observador miope no se da cuenta de estos avisos."

Ante ese cúmulo de insatisfacciones pro-vocadas por la actuación representativa de los partidos políticos, son muchos los sociológos y politólogos que pronostican su inevitable declive histórico y el ascenso de nuevas fór-mulas de representación política, como la en-carnada, por ejemplo, por los llamados nue-vos movimientos sociales.33 De hecho, hay ya suficientes indicadores que apuntan claramen-te a esa tendencia generalizada al declive de los partidos políticos, aunque ciertamente de-ban inscribirse en ese otro ámbito sociológi-co-político que es el de la cultura cívica de las llamadas “democracias defectivas”. Peter Mair ha observado al respecto :

“No sólo han seguido descendiendo los nive-les de afiliación a partidos en proporción al electorado, tendencia ya perceptible a finales de la década de 1980, sino que ahora dispone-mos además de pruebas convincentes de un declive importante en números absolutos de miembros de partidos en todas las democra-cias europeas asentadas desde hace tiempo... En la totalidad de democracias establecidas esos partidos están sufriendo, sencillamente, una hemorragia de afiliación.”34

33 Que incluye a las diversas ONGs (movimientos pacifistas, ecologistas, feministas, humanitarios, etc.). Cfr. OFFE, C., Partidos políticos y nuevos movimientos sociales, Sistema, Madrid, 1988; ESCUDERO ALDAY, R., “Activismo y sociedad civil: los nuevos sujetos políticos”, en SAUCA, J. M. y WENCES, M. I. (Eds.), Lecturas de la socie-dad civil. Un mapa contemporáneo de sus teorías. Trotta, Madrid, 2007, Pp. 255-284.

34 MAIR, P. y VAN BIEZEN, I., “Party Mem-bership in Twenty European Democracies, 1980-2000”, Politics, 7, 2001. (Cit. por PUT-

Las publicaciones críticas en España con la partitocracia como fórmula degenerada (y de-generativa) de la democracia son legión.35 Y, ultimamente, ese aliento crítico antipartidos ha invadido también las web pages y los blogs de Internet.36

Sin embargo, no se ha destacado suficien-temente, a mi modo de ver, el profundamente negativo impacto de la partitocracia en la cul-tura política democrática de los países por ella afectados. Y no sólo porque inevitablemente acabe fomentando el abstencionismo político, lo que resulta claramente perjudicial para la izquierda política, sino sobre todo porque tie-ne efectos demoledores sobre el espíritu críti-co que debe presidir todo debate democrático, tanto en el interior de los propios partidos po-líticos como en la propia esfera pública de las sociedades democráticas, en la que tiene ne-fastos efectos invasivos, al imponer erga om-nes una lógica política sectaria que simplifica y empobrece extraordinariamente todos los temas que se someten a debate público. Desde esta perspectiva, lo que resulta crucial para la

NAM, R. D., “Conclusión”, en PUTNAM, R.D. (ed.), El declive del capital humano. Un estudio internacional sobre las sociedades y el sentido co-munitario, Círculo de Lectores, Barcelona, 2003, P. 640). Recientemente, se hacía eco EL PAÍS de una manifestación más de esa crisis de los parti-dos, referida en esta ocasión al SPD alemán. “El SPD y los sindicatos pierden a 340.000 afiliados ante la reforma social en Alemania” (EL PAÍS, 13-01-04, P. 7).

35 Aparte de las conocidas e importantes aportacio-nes al respecto de PÉREZ DÍAZ, V. o VIDAL-BENEYTO, J., y de las ya mencionadas obras de RAMÍREZ JIMÉNEZ, M., cabe destacar, entre otros muchos autores, a RUBIO CARRACEDO, J., “Democracia personalizada versus partidocra-cia: los problemas actuales de la democracia a la luz del pensamiento de María Zambrano”, II Con-greso Internacional sobre la vida y la obra de Ma-ría Zambrano, Vélez-Málaga, 1998, Pp. 677-698; y RUBIO CARRACEDO, J., “¿Cansancio de la democracia o acomodo de los políticos?, Claves de razón práctica, Nº 105, Madrid, 2000, Pp. 76-82.

36 Destaquemos, por citar sólo a una página web de las más recientes, www.nuevademocraciaesposi-ble.piczo.com

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democracia es que existan unos umbrales mí-nimos de tolerancia entre quienes intervienen en ella como partes enfrentadas que les impi-dan incurrir en la contraposición amigo-ene-migo, típica de la concepción fascista de la política. Pues bien, lo cierto es que la mayoría de los dirigentes de los partidos políticos han hecho suya el lema “quien no está conmigo, está contra mí”, lo que resulta claramente contrario al espíritu de la tolerancia democrá-tica.

No obstante, es previsible que en la dialéc-tica partidos políticos-nuevos movimientos sociales ocurra en el futuro inmediato algo si-milar a lo que desafortunadamente ha venido ocurriendo con el protagonismo político de los Estados nacionales respecto a Bruselas, como símbolo del proceso de integración eu-ropea, en tanto que sede del poder comunita-rio, desde el comienzo mismo de dicho proce-so, como he sostenido en otro lugar.37 A sa-ber, que mientras que los partidos políticos si-gan ostentando legalmente el monopolio en la formación de las mayorías parlamentarias, que otorgan la facultad constitucional de for-mar gobiernos en los regímenes políticos de gobierno parlamentario, –al igual que aque-llos Estados miembros de la UE, que carecen de voluntad política de seguir profundizando en el proceso de integración, se siguen reser-vando el locus decisivo en el proceso comuni-tario de toma de decisiones, en tanto que pue-den ejercer el derecho de veto, vía Consejo de Ministros–, la insatisfacción subjetiva de los electorados o la insuficiencia objetiva de los niveles de integración europea realmente lo-grados, seguirán resultando tan políticamente nefastos como electoralmente irrelevantes.

37 Cfr. CAPARRÓS VALDERRAMA, R., “Globali-zación e integración europea” en OLIET PALA, A. (ed.). Globalización, Estado, Democracia, Ser-vicio de Publicaciones de la Universidad de Mála-ga, Málaga, 2003, Pp. 69-128. Vid., asimismo, mi participación en el debate ¿Qué España en qué Europa?, realizado en la Fundación Encuentro de Madrid en Junio de 2002, con la asistencia de S.A.R. el Príncipe de España. Accesible en http://www.fund-encuentro.org/Debates/pdf/Espa-Euro-pa.PDF . Pp. 23-25.

Esa “inevitabilidad” de los partidos políti-cos –naturalmente, en el supuesto conformis-ta-conservador de rebus sic stantibus en la funcionalidad política del stablishment– po-dría ser, por lo demás, una factor explicativo de la relativamente estabilizada dinámica que vienen siguiendo en la propia opinión pública europea los llamados sentimientos antiparti-distas. 38

Los avatares teóricos e históricos de la concepción elitista-competitiva de la democracia y sus actuales limitacio-nes institucionales

W.G. Runciman ha calificado de "profe-tas menores" de la Ciencia Política a los lla-mados “neo-maquiavelistas" (Gaetano Mos-ca, Vilfredo Pareto y Robert Michels), reser-vando el título de "profetas mayores" para Karl Marx y Max Weber. Y advierte, de acuerdo con otros autores, que el pensa-miento elitista clásico sería inconcebible sin el precedente marxista. Mosca, Pareto y Mi-chels sustituyeron el concepto marxista de "clase social" por los de "clase política", "oligarquía" o "élite", y desplazaron la aten-ción del plano económico al plano político. Sin duda, estos cambios les permitieron des-cubrir cosas interesantes, que Marx induda-blemente había descuidado.39 En contraparti-

38 Cfr. TORCAL, M., MONTERO, J.R. y GUNTHER, R., “Ciudadanos y partidos en el sur de Europa: los sentimientos antipartidos”, Revista Epañola de Investigaciones Sociológicas (REIS), nº 101-103, Madrid, 2003, Pp. 9-48; Vid., asimis-mo, MONTERO, J R., FONT, J. y TORCAL M. (eds.), Ciudadanos, asociaciones y participación en España, Centro de Investigaciones Sociológi-cas, Madrid, 2007.

39 Como es sabido, Marx, que consideraba metodo-lógicamente prioritario el estudio del modo de producción capitalista, pensaba dedicar la última parte de El Capital al análisis de las clases socia-les, la lucha de clases y el Estado. Pero precisa-mente cuando había iniciado el capítulo 53 del Vol. III de El Capital, su fallecimiento en 1883 se lo impidió. (Sobre el espinoso tema de las relacio-nes entre economía y política en el pensamiento

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da, carecieron casi por completo de nociones adecuadas para explicar los procesos históri-cos evolutivos. En el peor de los casos, lo único que no puede negarse a los neo-ma-quiavelistas es que lograron hacer interesan-tes y prestigiar determinados temas políti-cos. Y eso es sin duda suficiente para consi-derarlos como "clásicos" de la Ciencia Polí-tica contemporánea.40

La teoría de las élites tuvo, además, la suerte de nacer con una fuerte carga polémi-ca anti-democrática y anti-socialista en el momento del acceso a la esfera pública de los grandes partidos políticos obreros y de gran temor histórico de las "clases dirigen-tes" a los conflictos sociales que inevitable-mente habrían de producirse pocos años más tarde, especialmente en aquellos países don-de el movimiento obrero llegaría a ser más fuerte. Como ya hemos indicado, esta teoría fue, desde el punto de vista ideológico-polí-tico, una de las expresiones a través de las cuales se manifestó a finales de siglo la cri-sis de la idea del progreso indefinido,41 que había marcado el período histórico de la bur-guesía ascendente; y el ideal del igualitaris-mo democrático tuvo que hacer frente al choque con la realidad del darwinismo so-cial, que establecía como objetivo la selec-ción meritocrática a través de la más despia-dada lucha competitiva entre los individuos para la adecuada evolución de la especie. De hecho, estas teorías podían aportar buenos argumentos a aquellos que tenían interés en demostrar que la historia es una monótona repetición de conflictos, donde no cuentan los ideales, sino sólo la fuerza y la astucia de sus protagonistas; que los dirigentes revolu-

de Marx, vid., CAPARRÓS VALDERRAMA, R., “Algunas consideraciones sobre los errores episte-mológicos de la teoría marxista de lo político”, Entelequia. Revista Interdisciplinar, nº 3, Prima-vera de 2007, Pp. 85-126. (Accesible en http://www.eumed.net/entelequia/en.art.php?a=03a06).

40 RUNCIMAN, W. G., Social Science and Political Theory, Cambridge University Press, 1963.

41 Cfr., al respecto, BURY, J.D., La idea de progre-so, Alianza, Madrid, 1971.

cionarios no suponen más que la sustitución de una clase dirigente por otra y que las ma-sas, cuya llegada al poder es considerada in-minente por los reformadores sociales, no son sino el ejército de maniobra de la nueva clase política en ascenso. No tanto en Mi-chels, como en Mosca y Pareto, las teorías de la minoría gobernante se insertan en una concepción esencialmente desigualitaria de la sociedad, con una visión estática, o todo lo más cíclica, de la historia; con una visión bastante pesimista acerca de la naturaleza humana; con una crítica radical del socialis-mo como creador de una nueva civilización y con una desconfianza hacia las masas, como portadoras de nuevos valores, rayana en el desprecio.

C.J. Friedrich, en su interesante obra The New Image of the Common Man, ha destaca-do el hecho de que las doctrinas europeas del siglo XIX relativas al gobierno de una minoría formada por individuos superiores -doctrinas que abarcan desde la filosofía del héroe de Carlyle a la visión del superhombre de Nietzsche, así como los estudios de Mos-ca, Pareto y Buckhardt- eran todas ellas "vástagos de una sociedad que contenía to-davía muchos vestigios feudales" y que esas doctrinas representaban otros tantos intentos de revivir viejas ideas de jerarquía social y de interponer obstáculos a la difusión de las ideas democráticas. Tales planteamientos vendrían a ser como residuos ideológicos de un orden adscriptivo, el del Antiguo Régi-men, que se consideraba a sí mismo como la plasmación terrena de un orden sobrenatural. Pero el entorno social en el que surgen estas doctrinas aparece definido aún más estricta-mente por el destacado filósofo y sociólogo marxista G. Luckács, quien, en su obra El asalto a la razón (1959), sugiere que el pro-blema de la jefatura política fue planteado por los sociólogos precisamente en aquellos países que habían fracasado en su intento de establecer una auténtica democracia burgue-sa, es decir, en aquellos países en los que los elementos feudales precapitalistas eran espe-cialmente vigorosos, y señala los conceptos

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de "carisma" de Max Weber (Alemania) y de "minoría selecta" de Pareto (Italia), como manifestaciones típicas de esta dimensión. En definitiva, cabe afirmar que, en su prime-ra aparición, la teoría de las élites actuó como pararrayos receptor de todos los ata-ques contra la democracia y contra el socia-lismo, provocados por el nacimiento del mo-vimiento obrero, prestando el importante servicio al pensamiento conservador y/o re-accionario de formular de la manera más conveniente la tensión elites-masas, donde la valoración positiva se atribuye a las élites y la negativa a las masas, frente al protagonis-mo histórico atribuido a las masas por la fi-losofía socialista de la historia.42

Ya a partir de Michels y el último Mosca –cuya última obra, Elementos de Ciencia Política es de 1923- la teoría de las élites viene imponiéndose como una visión cientí-ficamente correcta, por una parte, y no nece-sariamente antidemocrática, por otra. En efecto, si se considera a la democracia como un sistema político-formal, nada se opone a que se pueda hablar de democracia, pese a la existencia de élites, siempre que 1) los pues-tos de poder políticos se encuentren, en prin-cipio, abiertos a todos los ciudadanos, 2) exista rivalidad para ocupar esos puestos de poder y 3) existan mecanismos instituciona-lizados de responsabilización y control polí-ticos de los elegidos ante los electores. Pues, como quiera que en la práctica es imposible el "gobierno por todo el pueblo", resulta in-dispensable que existan mecanismos de de-legación de poder, de mandato representati-vo para que en la práctica sea posible el go-bierno democrático de la sociedad. Ya Mos-ca había abierto el camino hacia una inter-pretación de la teoría de las élites no restric-tiva desde el punto de vista ideológico, al distinguir entre dos modos diferentes de for-mación de las clases gobernantes según que el poder se transmitiera por herencia, de donde surgirían los regímenes aristocráticos, o procurándose continuamente el apoyo de

42 Cfr. LUCKÁS, G., El asalto a la razón, Trad. cast. de W. Roces, Grijalbo, Barcelona, 1976.

las clases inferiores, de donde nacerían los regímenes democráticos; y dos modos diver-sos de organización de las clases políticas, según que el poder descienda de arriba aba-jo, lo que da lugar a los regímenes autocráti-cos, o bien, de abajo arriba, lo que alumbra a los regímenes democráticos. Y desde esta perspectiva, la diferencia entre regímenes aristocráticos o autocráticos, de un lado, y regímenes democráticos y liberales, de otro, no debe buscarse en la presencia o ausencia de una clase gobernante, sino en el hecho de que en los primeros las élites son cerradas y reducidas, mientras que en los segundos, son abiertas y amplias. Por tanto, el régimen par-lamentario, cuyos defectos fueron duramen-te criticados por Mosca, aunque en su última etapa defendió su validez histórica, es un ré-gimen que no desmiente de hecho la teoría de las élites: representa el régimen en que la clase política es más abierta y menos restrin-gida, además de ser controlada desde abajo. Pero será sin duda en USA donde, con pos-terioridad a la Segunda Guerra Mundial, más habría de desarrollarse la teoría de las élites, como consecuencia del desafío que supone para un sistema en el que la legitimi-dad política democrática se ve más cuestio-nada que en Europa por el abrumador peso de los grupos de presión, allí tan poderosos. La teoría de las élites no sólo debía entonces hacerse compatible con la democracia libe-ral, sino que debía jugar el papel de anular toda posible legitimidad del sistema socialis-ta. Pero, además, la resurrección de la teoría de las élites dentro de la sociología nortea-mericana se debe, en buena parte, a la diso-lución de la vieja teoría de las clases sociales dentro de una sistema académico como el norteamericano que consagra como ortodo-xia el principio del individualismo liberal:

"Como dijo en cierta ocasión el Presidente Bush, ‘las clases sociales son para las demo-cracias europeas o algo por el estilo... Noso-tros no vamos a estar divididos en clases’."43

43 DE MOTT, B., The Imperial Middle: Why Ame-ricans Can't Think Straigth About Class, Morrow, New York, 1990. Pág. 217.

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Incluso un sociólogo liberal tan ortodoxo como Ely Chinoy, lo reconoce explícitamen-te al referirse al concepto de clases sociales, cuando dice:

"En las primeras décadas del siglo XX, los investigadores norteamericanos... habían ig-norado estas ideas de los grandes fundadores de la sociología; el criterio prevaleciente sostenía que la sociedad norteamericana era una sociedad "sin clases" o una "sociedad de clase media". La sola mención de la clase, debido en parte a su vinculación con la teo-ría marxista, era identificada con lo que al-gunas personas llaman actualmente `subver-sivo' o `antiamericano'".44

La reducción del concepto de "estructura social" al de "orden institucional" como tota-lidad compuesta de "roles" y "status" indivi-duales, que lleva a cabo el estructural-fun-cionalismo de los Parsons, Merton, etc., como corriente principal de la sociología norteamericana desde los años 50 a los 70, es un enfoque que disuelve la verdadera di-námica agonística de las clases sociales y del poder político en una estática de la estra-tificación social.45 Es decir, que hace impo-sible una visión de conjunto realista del fun-cionamiento del poder en la sociedad de cla-ses, como la que suministran los enfoques dialécticos o el propio arte. Piénsese, por ejemplo, en las películas de la serie El Pa-drino de Francis Ford Coppola, donde se puede ver claramente cómo funciona de he-

44 CHINOY, E., La Sociedad. Introducción a la So-ciología, FCE, México, 1976: 37.

45 En efecto, la tradición empirista anglosajona ha hecho estragos en relación con la admisibilidad de conceptos, cuya función consiste precisamente en designar realidades tan abstractas como tradicio-nalmente indiscutidas. Un ejemplo, un tanto radi-cal, nos lo ofrece Margaret Thatcher en sus me-morias, al afirmar que "La gente cree que si tiene un problema se lo ha de resolver el Gobierno. Ha-cen responsables de sus problemas a la sociedad. Y, sabe usted, en realidad, eso que se llama la so-ciedad no existe. Sólo existen los individuos y sus familias.” (THATCHER, M., Los años de Dow-ning Street, EL PAIS-AGUILAR, Madrid, 1993).

cho el poder en relación con las distintas fuerzas políticas y económicas y con las di-versas clases sociales. Por éso, como ha se-ñalado Carlos Moya, toda la teoría contem-poránea de las élites exige su reformulación en el contexto de una teoría de las clases so-ciales, capaz de explicar al mismo tiempo el proceso de burocratización de todas las so-ciedades industriales contemporáneas.46 Por-que lo que está en peligro de muerte con esa ocultación es el principio jurídico-político esencial de la democracia –“Un hombre, un voto”–, que implica necesariamente la igual-dad electoral frente al dinero. La igualdad política de los ciudadanos es formal justa-mente porque debe ser abstraida de cada di-ferencia social. Como ha advertido al res-pecto Paolo Flores D’Arcais.

“El principio `un hombre, un voto´ implica también igualdad electoral frente al dinero. Se trata de un tema que se prefiere olvidar, aunque pese como una roca sobre la salud de la democracia procedimental mínima. (…) Las desigualdades de clase que se con-sideran legítimas en la esfera de la sociedad civil, deben ser neutralizadas (es decir, re-ducidas a la impotencia) en el campo de la política y de la administración de justicia. De lo contrario, estaría en juego justamente esa igualdad abstracta y formal que es el ele-mento irrenunciable de la esfera jurídico-po-lítica. Si la renta en cuanto renta ejerce cual-quier tipo de poder en el horizonte de la po-lítica, el principio “un hombre, un voto” ha-brá sido sustituido por su negación de clase: “un dólar, un voto”. (Análogo discurso se podría hacer con respecto a las salas de los tribunales: si el dinero –esto es, filas de ha-bilísimos letrados- aumenta las probabilida-des de absolución, la ley no es igual para to-dos. El formalismo de la igualdad jurídica es más exigente de lo que pueda sospechar el bienpensante).”47

46 MOYA, C., Sociólogos y sociología, Siglo XXI, Madrid, 1970, Pág. 131.

47 FLORES D’ARCAIS, P., El soberano y el disi-dente. La democracia tomada en serio, Montesi-nos, Barcelona, 2006. P.49. Se trata de un plantea-miento crítico, que tiene su origen teórico en la crítica de Marx al carácter meramente formal de la democracia burguesa. Me he referido a las rela-

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Pero volvamos a la recepción de la teoría de las élites por parte de la sociología norte-americana. Su introductor en el país fue Ha-rold D. Laswell, autor del influyente libro Who gets what, When and How (1936). En la misma época aparecía una buena traduc-ción inglesa del Trattato di Sociología Ge-nerale de Pareto (1935), en cuyo primer ca-pítulo titulado precisamente "Elite", señala-ba:

"El estudio de la política es el estudio de la influencia y de aquellos que la ejercen.... Aquellos que tienen influencia son los que toman la mayor parte de lo obtenible. Los valores disponibles pueden ser clasificados como valores de diferencia, de rédito, de se-guridad. Los que obtienen la mayor parte de ellos son la élite, el resto es la masa."

Posteriormente, en una obra escrita en co-laboración con A. Kaplan (Power and So-ciety, 1950), Laswell articula más detallada-mente el concepto y distingue entre una élite verdadera, constituida por aquellos que po-seen el mayor poder social, una élite media, con poder inferior, y la masa, prácticamente sin poder alguno, aunque sea el grupo más numeroso. En una obra posterior, The Com-parative Study of Elites, se referirá a la con-tradicción entre élites y democracia en los siguientes términos:

"El carácter democrático de una estructura social no depende del hecho de que haya o no una élite, sino de las relaciones que en-trelazan a la élite con la masa: de la forma en que la élite es reclutada y del modo en que ejerce el poder."

Otro momento importante en el desarro-llo de la teoría de las élites es la publicación de la obra de James Burnham The Machia-

ciones entre el marxismo y las diversas teorías de la democracia en CAPARRÓS VALDERRAMA, R., “Algunas consideraciones sobre los errores epistemológicos de la teoría marxista de lo políti-co” ”, Entelequia. Revista Interdisciplinar, loc cit. Accesible en http:// www.eumed.net/entelequia/pdf/e03a06.pdf

vellians (1947), en la que contrapone la teo-ría idealista de la política -encarnada por Dante Aligheri- a otra realista -encarnada por Maquiavelo-, y pasa a elogiar a los "neo-maquiavélicos", es decir a Sorel, Mosca, Pa-reto y Michels. James Burnham, antiguo trostkista, comparte con estos autores una interpretación general de la historia clara-mente elitista, como había puesto de mani-fiesto en su obra anterior The Managerial Revolution (1941), donde mantenía que toda sociedad se caracteriza por el hecho de que en ella domina algun grupo de poder (ruling class) con características propias. La revolu-ción social consiste en la sustitución de una clase dominante (la de los burgueses capita-listas) por otra (la de los managers, es decir, los directores o gerentes). Las ideas básicas de esta teoría procedían del sociólogo y eco-nomista noruego Thorstein Veblen, quien en su obra The Engineers and the Price System (1921), vislumbró la decadencia del papel del capital accionarial en la continuidad de las modernas sociedades industriales en fa-vor de los expertos en tecnología, de "los in-genieros" en su terminología, de quienes de-pende el mantenimiento del complejo siste-ma industrial. Lo que aporta Burnham es se-ñalar quiénes son esos "managers" e intentar demostrar que de hecho se estan convirtien-do en la nueva clase dirigente.

Sin embargo, la auténtica espoleta para la profundización del estudio sobre las élites en los EEUU la constituye la publicación en 1956 de la fundamental obra The Power Eli-te de Charles Wrigth Mills.48 Allí este soció-logo norteamericano radical rompe con la distinción de Burnham entre capitalistas y "managers":

"...los altos ejecutivos y los muy ricos ‘no’ son dos grupos distintos y claramente segre-gados. Ambos están muy mezclados en el mundo corporativo de la propiedad y el pri-vilegio...".

48 Cfr. WRIGHT MILLS, C., La élite del poder, FCE, México, 1957.

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Pero, además, rompe con la imagen este-reotipada de una América idílica, paraíso del hombre medio, contraponiendo al hombre común –"aquel cuyos poderes están limita-dos al mundo cotidiano en el que vive" y "que a menudo parece sometido a fuerzas que no puede comprender ni controlar"–, con la "élite del poder" –"compuesta por hombres que se encuentran en posiciones ta-les que pueden trascender el ambiente del hombre común y que ocupan aquellas posi-ciones estratégicas de la estructura social en las que realmente se acumulan los instru-mentos del poder, la riqueza y la celebridad"–. No obstante, y pese a su proxi-midad a los planteamientos marxistas, Wright Mills muestra ciertas reticencias res-pecto al concepto marxista de "clase dirigen-te":

“`Clase dirigente' es una expresión muy so-brecargada. `Clase' es un término económi-co; `dirigir' es un término político. La expre-sión `clase dirigente' encierra, pues, la teoría de una clase económica que dirige política-mente. Esta teoría simplificada puede ser o no verdadera a veces, pero no queremos transmitir esta teoría, bastante simple, en los términos que empleamos para definir nues-tros problemas; deseamos enunciar las teorí-as explícitamente, utilizando términos de significado más preciso y unilateral. Concre-tamente, la expresión "clase dirigente" en sus connotaciones políticas comunes, no concede autonomía bastante al orden políti-co ni a sus agentes, y no dice nada de los militares como tales... Sostenemos que este simple criterio de determinismo económico debe ser completado por el determinismo político y el determinismo militar; que es frecuente que los agentes más elevados de cada uno de estos tres sectores tengan en la actualidad un grado visible de autonomía; y que sólo por las vías, a menudo intrincadas de una coalición elaboran y aplican aquéllos las decisiones más importantes.”

Mills define la élite del poder en términos casi coincidentes con los que utiliza Pareto para definir su "minoría gobernante", pues afirma que

"podemos definir la minoría del poder en atención a los medios de poder, como la for-mada por los que ocupan los puestos de mando."

Pero el análisis que se deriva de esta defi-nición tiene algunos rasgos poco convincen-tes, según Bottomore. Porque, destaca el so-ciólogo marxista británico, Mills distingue tres minorías principales en los USA: los presidentes de las empresas, los dirigentes políticos y los jefes militares y, a partir de ahí se ve obligado a proseguir su estudio para investigar si el conjunto de estos tres grupos forma una única minoría del poder, y, en caso afirmativo, qué es lo que mantie-ne su cohesión. Una posible respuesta a es-tas interrogantes es la de que estos tres gru-pos forman, efectivamente, una sóla mino-ría, porque son los representantes de una cla-se alta que ha de considerarse, por tanto, como la clase dirigente. De hecho, afirma Bottomore, son un grupo coherente, y apoya su opinión en la semejanza de sus orígenes sociales, en las estrechas relaciones persona-les y familiares (endogámicas) que existen entre los happy few que forman parte de esas diferentes minorías, y en la frecuencia de los flujos de intercambios (funcionales, familia-res, profesionales, de ocio, etc.) de personas entre las tres esferas. Los temas que princi-palmente aborda Mills en su libro son dos: en primer lugar, la transformación de una sociedad en la que numerosos grupos peque-ños y autónomos carecen de voz efectiva en la adopción de medidas políticas en una so-ciedad de masas, en la que la minoría del po-der decide todos los aspectos importantes y mantiene a las masas sosegadas por medio del engaño, la adulación y el trabajo; y, en segundo lugar, la corrupción de esa misma minoría, que Mills atribuye fundamental-mente a la impunidad de sus actuaciones por la falta de controles y a su codicia, es decir, a un estado de cosas según el cual la élite del poder puede tomar cualquier tipo de deci-sión y actuar como quiera, sin tener que res-ponder ante ningún público organizado, así como al cada vez mayor valor socialmente

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conferido a la adquisición de la riqueza. La explicación de Mills es pesimista en el senti-do de que no sugiere ninguna vía para salir de la situación que describe y condena. En este último aspecto difiere del resto de los neomaquiavelistas, ya que Mills condena claramente un estado de cosas que aquéllos ensalzaron, o que, con ánimo desilusionado, terminaron por aceptar. A partir de aquí, sur-ge plenamente el debate en las ciencias so-ciales norteamericanas en torno al mismo concepto de élite como teoría científica y su contraposición al concepto de democracia. Un debate que se dividirá en dos grupos: uno, liberal, que rechaza la "unidad o cohe-sión" del poder en la sociedad norteamerica-na en torno a un grupo monolítico (“la élite del poder”), caracterizado por la llamada "tesis de las tres ces" (complicidad, cohe-sión, conspiración), al que oponen la la tesis "pluralista", "poliárquica" o "política" de la democracia, que seguidamente veremos, y el otro grupo al que cabe conceptualizar como marxista, que entiende que el poder de la éli-te sí es un poder cohesionado, pero que no se articularía en torno a esos tres sectores se-ñalados por Mills, sino que se centra en uno sólo: el poder económico. Esta posición po-dría estar representada por las tesis de Tom Bottomore al respecto, o por el trabajo de Paul M. Sweezy titulado "Power Elite or Ruling Class?" (1956). En su obra A Criti-que of the Ruling Class Model de 1958, el politólogo norteamericano Robert A. Dahl considera que la tesis de Mills sólo puede demostrase que es correcta si se dan las si-guientes circunstancias: 1) Que esa hipotéti-ca clase sea un grupo bien definido; 2) que haya un número suficiente de casos en los que las preferencias de esa hipotética élite del poder contrastan con las de otros grupos; y 3) que en todos esos casos prevalezcan las preferencias de esta hipotética élite. Consi-dera a continuación que los puntos 1) y 3) no han sido probados empíricamente, por lo que esa tesis no tendría un fundamento cien-tífico. Esta crítica, no obstante, no niega que exista el elitismo, sino más bien el monoli-

tismo de la élite. Considera Dalh que el eli-tismo sí es compatible con la democracia y lo justifica por la complejidad estructural de la sociedad norteamericana, que impediría una toma de decisiones completamente ajus-tada a las preferencias populares. Mucho an-tes que Dalh, Joseph Schumpeter -en su li-bro Capitalismo, socialismo y democracia, de 1950- había considerado ya perfectamen-te compatible el elitismo con la democracia. Lo característico del sistema democrático, según Schumpeter, es precisamente el méto­do; en concreto, aquel que permite a los in-dividuos o los grupos rivales luchar por la conquista del poder compitiendo entre sí. Como dice literalmente, la democracia es

"Aquel ordenamiento institucional para al-canzar decisiones políticas, en el cual los in-dividuos adquieren poder de decisión mer-ced a la lucha competitiva por el voto de la población."

Schumpeter establece lo que él denomina "condiciones para el éxito del método demo-crático", y las clasifica en cuatro epígrafes:

1) Que el material humano de la política (es decir, la clase política) sea de una calidad suficientemente elevada.

2) Que el ámbito eficaz de la decisión políti-ca no se extienda excesivamente.

3) Que el gobierno pueda contar con los ser-vicios de una burocracia bien capacitada, que goce de alto prestigio y de tradición.

4) Que haya un ambiente de serenidad de-mocrática, es decir, que las minorías se-lectas que compiten entre sí se toleren mutuamente y que el electorado, una vez hecha su elección, se abstenga de interfe-rir constantemente en las acciones políti-cas de sus representantes.

El mismo Karl Mannheim, en su obra Es-says in the Sociology of Culture (1956), que había llegado a relacionar las teorías elitistas con el fascismo y con las doctrinas anti-inte-lectualistas de la "acción directa", cambió,

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no obstante, con posterioridad, manteniendo lo siguiente:

"... la dirección real de la política está en manos de las minorías; pero esto no quiere decir que la sociedad no sea democrática, que los ciudadanos individuales, aunque se les impida participar directamente en el go-bierno de un modo permanente, tengan, al menos, la posibilidad de hacer sus aspiracio-nes a ciertos intervalos... Pareto tiene razón al subrayar que el poder político es siempre ejercido por minorías, y debemos aceptar también la ley de Robert Michels de la ten-dencia hacia la dirección oligárquica en las organizaciones de los partidos. Sin embargo, sería un error sobreestimar la estabilidad de tales minorías en las sociedades democráti-cas o su capacidad para utilizar el poder de forma arbitraria. En una democracia, el que es gobernado puede siempre actuar para de-poner a sus dirigentes o para forzarlos a to-mar decisiones en interés de la mayoría."

Mannheim destacó asimismo la importan-cia de la selección por el mérito y de la re-ducción de la distancia existente entre mino-rías y masas:

"Afirmamos que la democracia se caracteri-za no por la ausencia de cualquier capa so-cial minoritaria, sino más bien por una for-ma nueva de selección de minorías y una nueva autointerpretación de la minoría... Lo que más cambia de todo en el curso de la de-mocratización es la distancia social entre la minoría y el hombre de la calle. La minoría democrática tiene detrás de sí a la masa; por esto es por lo que puede significar algo para la masa."

Pero la reconciliación entre la idea de las élites y la del gobierno democrático se vió entonces definitivamente reforzada por va-rias circunstancias histórico-sociológicas. Una de ellas fue el aumento general de la importancia del caudillaje, como consecuen-cia de la guerra en gran escala, de la rivali-dad internacional en el desarrollo económico y del nacimiento y evolución de las nuevas naciones del Tercer Mundo, tras el proceso de descolonización; circunstancias todas

ellas que han desplazado un tanto la sensibi-lidad de la opinión pública desde los peli-gros del gobierno de la minoría a la necesi-dad de contar con minorías eficaces y em-pendedoras. Otra circunstancia que ha forta-lecido el modelo de rivalidad que ofrece la democracia liberal-democrática contemporá-nea es el contraste entre las consecuencias del gobierno de una minoría en los Estados de un sólo partido -sea cual fuere su ideolo-gía- y las experiencias de las sociedades de-mocráticas pluripartidistas, en las que hay competencia por el poder entre varios parti-dos políticos, ninguno de los cuales se pro-pone producir un cambio radical en la es-tructura social. Y es obvio que de la compa-ración entre los regímenes políticos mono-partidistas -y, por tanto, no democráticos- y los regímenes políticos pluripartidistas -que adolecen de un cierto "déficit democrático", derivado de la existencia de "élites", pero, que son al fin y al cabo democráticos-, salen estos últimos claramente favorecidos, lo que se traduce en una cierta legitimación política de las élites.

Este modelo elitista de democracia ofre-ce, además, un cierto atractivo científico de-rivado de la analogía que presenta con el modelo de la conducta económica en un sis-tema de libre empresa, y de la promesa que ofrece de un análisis de la conducta política tan preciso y riguroso, aunque también tan limitado, como el análisis económico. Esta analogía fue ya claramente expuesta por Schumpeter, quien afirmó, además, que en general la democracia moderna ha surgido del sistema económico capitalista y está co-nectada causalmente con él. Más reciente-mente, esta concepción de la democracia como competencia "económica" entre parti-dos políticos en pos de los votos del electo-rado, ha sido expuesta de modo más comple-jo por Anthony Downs, en su obra An Eco-nomic Theory of Democracy (1972), quien resume su teoría en los siguientes términos:

"Nuestra tesis principal es que, en la política democrática, los partidos son análogos a los

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empresarios en una economía lucrativa. Con tal de alcanzar sus objetivos formulan cua-lesquiera políticas que crean que han de pro-curarles el mayor número de votos, lo mis-mo que esos hombres de negocios fabrican cualesquiera productos que estimen que han de proporcionarles los mayores beneficios por las mismas razones."

Otro ejemplo del uso de este modelo se encuentra en los esfuerzos experimentales hechos para aplicar la teoría de los juegos o la teoría de la elección racional a la conducta política, es decir, de aplicar a las actividades y al comportamiento de los partidos políti-cos un plan estratégico de tipo matemático que se utiliza mucho en el análisis de los comportamientos de las empresas mercanti-les o industriales. Se trata en ambos casos de la aplicación al ámbito de lo político de es-quemas analíticos provenientes de la Ratio-nal Choice Theory, que parten de la equipa-ración del homo politicus al homo oecono-micus y, por ende, de una evidente sobreva-loración del componente racional del com-portamiento humano en sociedad. Se trata de un grave error teórico-metodológico de base, pues como ha observado Zygmunt Bauman,

“La guerra contra el capricho humano y la contingencia histórica no se puede ganar. La tendencia humana a resistirse la lógica y a la regla es permanente y la cruzada moderna contra la ambivalencia y el `desorden´ de lo humano sólo multiplica los objetivos que in-tenta destruir. “49

Mucho mejor encaminados en este senti-do parecen ir los programadores de Inteli-gencia Artificial en robótica, que trabajan en la línea de aplicar a las máquinas la llamada fuzzy logic (lógica borrosa) para emular el funcionamiento real de la mente humana en sociedad. Ese grave error de planteamiento de partida es seguramente lo que explica la sistemática infertilidad de los enfoques de la

49 BAUMAN, Z., “ZYGMUNT BAUMAN. Claros-curos de la modernidad. Diálogo con Helena Bé-jar”, Claves de Razón Práctica, nº 152, Marzo, 2005, P. 48.

Rational Choice en las ciencias sociales, en general, y especialmente en Ciencia Políti-ca.50

Pero, volviendo a la teoría elitista de la democracia, no es sólo la competencia entre partidos políticos lo que sirve para reconci-liar la existencia de minorías con la demo-cracia. La pluralidad de élites constituye, por sí misma, un sistema de frenos y equilibrios recíprocos que es acorde con su naturaleza política democrática y que, además, favore-ce la dinámica del sistema democrático. Raymond Aron ha destacado al respecto lo siguiente en su obra "La Guerre et la Paix" (1962):

"... aunque en todas partes hay directores de empresas, funcionarios oficiales, secretarios de sindicatos y ministros, éstos no son nom-brados en todos los sitios del mismo modo y pueden formar un conjunto coherente o bien permanecer relativamente independientes entre sí. La diferencia fundamental entre una sociedad del tipo soviético y una del tipo oc-cidental es que la primera tiene una minoría unificada y la segunda una minoría dividida. En la URSS, los secretarios de los sindica-tos, los directores de empresas mercantiles o industriales y los funcionarios de mayor ca-tegoría pertenecen, por lo general, al partido comunista... Por el contrario, las sociedades democráticas, que yo preferiría llamar socie-dades pluralistas, resuenan con el clamor de la disputa pública entre los propietarios de los medios de producción, los jefes de los sindicatos y los políticos. Como todo el mundo tiene derecho a formar asociaciones, abundan las organizaciones profesionales y políticas, defendiendo cada una el interés de sus miembros con ardor apasionado. El go-bierno se convierte en una labor de transac-ciones. Los que se hallan en el poder tienen plena conciencia de la precariedad de su po-sición, y son considerados como de la oposi-ción, porque han estado, y volverán a estar algún día, en ella."

50 Cfr. GREEN, D.P. y SHAPIRO, I., “¿Por qué han sido tan poco esclarecedoras las explicaciones de lo político en términos de elección racional?” en Revista Internacional de Filosofía Política, nº 5, Madrid, Junio, 1995: 89-124.

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Aron, establece tres condiciones para el éxito de las democracias pluralistas contem-poráneas: 1) el restablecimiento de la autori-dad gubernamental capaz de resolver las dis-putas de los grupos y de ejecutar las medidas que exige el interés general de la comuni-dad; 2) una administración económica eficaz que conserve la movilidad y reanime los in-centivos, y 3) la limitación de la influencia de los individuos y grupos que desean trans-formar la estructura total de la sociedad. Pero está claro que las actuales limitaciones del usual modelo de democracia representa-tiva resultan profundamente insatisfactorias para una ciudadanía que permanentemente cuestiona el monopolio de los políticos en la toma de decisiones que bien pudieran adop-tarse de forma más participada, y para una doctrina que muestra abierta y mayoritaria-mente sus múltiples reticencias frente al mo-delo puramente liberal de democracia repre-sentativa y su degeneración partitocrática.

Ciudadanía, capitalismo y democracia liberal: las exigencias cívico-cultu-rales de la democracia contemporá-nea

Por todo ello, habida cuenta de los eleva-dos niveles de insatisfacción ciudadana con el funcionamiento real de las democracias representativas contemporáneas, parece obli-gado preguntarse ¿es la democracia sólo un procedimiento formal para el reclutamiento de las minorías políticas dirigentes? ¿se trata entonces sólo de una método político total-mente desprovisto de propósito sustantivo o normativo alguno? ¿acaso no existen los “valores democráticos”? ¿qué ocurre con sus diversos principios operativos, tales como los de "igualdad política", libertad de pala-bra, responsabilidad ante el electorado, etc.? ¿debemos darnos por satisfechos con el ac-tual funcionamiento de nuestros sistemas

políticos democráticos, como si no fuera po-sible cambiarlos o mejorarlos? 51

Es cierto que históricamente la democra-cia liberal ha venido siendo históricamente asociada con el capitalismo, pero no es me-nos cierto que, como ha sostenido Chantal Mouffe, la defensa de la democracia liberal no tiene por qué confundirse necesariamente con la defensa del capitalismo:

"Una objeción a la estrategia de democrati-zación concebida como cumplimiento de los principios de la democracia liberal es que el

51 Cuando hablamos de nuestros sistemas políticos como sistemas políticos democráticos, no nos per-catamos suficientemente de que en realidad vivi-mos en sistemas políticos liberal-democráticos ca-pitalistas, como oportunamente matizaba al res-pecto Rafael del Aguila, “el demócrata sabe que la descripción de nuestras sociedades como socie-dades democráticas con controles liberales -des-cripción, por lo demás, muy usual en nuestra jer-ga politológica- es incorrecta. Más bien vivimos en sociedades profundamente liberales a las que se interponen controles democráticos,” (DEL AGUILA, R., “El centauro transmoderno: Libera-lismo y democracia en la democracia liberal” en VALLESPIN, F. [ed.], Historia de la Teoría Polí-tica, vol. 6, Alianza, Madrid, 1995, p. 634).

Refiriéndose al caso español, Manuel Ramirez ha trazado un cuadro nada complaciente respecto a la “salud” de nuestra joven democracia:

“Los partidos han impuesto su total hegemo-nía (¿cuántos de ellos practican la democracia in-terna que les requiere la misma Constitución?), las listas cerradas y bloqueadas eliminan la ilusión del votante, cuya voluntad se tuerce luego por pactos y tránsfugas, el sistema de cuotas para ele-gir cargos es puro mercadeo, la férrea disciplina de voto y el imperio del grupo parlamentario con-vierten al Parlamento en mero eco de lo previsto, los sindicatos están en todas partes mediante la fi-gura de sus "liberados", la imagen del país a lo que más se parece es a un gran juzgado plagado de querellas de unos contra otros, la mediocridad reina por doquier (desde la Universidad a los me-dios de comunicación) y un extensísimo etcétera más que está vivo en cuantos quieran verlo. Y, para borrar cualquier ápice de esperanza, nuestra juventud, en su mayoría, ha abrazado con sumo cariño la ideología de la globalización: compre, consuma, compre, consuma.” (Ramírez Jiménez, M., “Recuperar la ilusión”, EL PAÍS, 29-07-2003, P. 9).

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capitalismo constituye un obstáculo insupe-rable para la realización de la democracia. Y es cierto que el liberalismo se ha identifica-do generalmente con la defensa de la propie-dad privada y la economía capitalista. Sin embargo, esta identificación no es necesaria, como han alegado algunos liberales. Mas bien, es el resultado de una práctica articula-toria, y como tal puede por tanto romperse. El liberalismo político y el liberalismo eco-nómico necesitan ser distinguidos y luego separados el uno del otro. Defender y valo-rar la forma política de una específica socie-dad como democracia liberal no nos com-promete en absoluto con el sistema econó-mico capitalista. Este es un punto que ha sido cada vez más reconocido por liberales tales como John Rawls, cuya concepción de la justicia efectivamente no hace de la pro-piedad privada de los medios de producción un prerrequisito del liberalismo político.” 52

En efecto, hasta un politólogo liberal tan positivista como Robert A. Dahl lo admite sin ambages:

“La democracia y el capitalismo de mercado están encerrados en un conflicto permanente en el que se modifican y limitan mutuamen-te… Cómo hacer para que el matrimonio de la democracia poliárquica con el capitalismo de mercado sea más beneficioso para alcan-zar una mayor democratización de la po-liarquía es una cuestión verdaderamente di-fícil para la cual no hay respuestas fáciles, y sin duda ninguna breve. La relación entre el sistema político democrático de un país y su sistema económico no democrático ha su-puesto un formidable y persistente desafío para los fines y prácticas democráticos a lo largo del XX. Este desafío seguramente pro-seguirá en el siglo XXI.”53

Pero estas son cuestiones en las que los teóricos del elitismo político, en general, no suelen entrar. Como ha señalado Bachrach, a las teorías elitistas de la democracia les bas-

52 MOUFFE, C., “Democratic Politics Today” en MOUFFE, C. (ed.), Dimensions of Radical De-mocracy, Verso, London, 1992: 2-4.

53 DAHL, R.A., La democracia. Una guía para los ciudadanos, Taurus, 1999: 95-201.

ta con los siguientes requisitos para que po-damos hablar de una compatibilización legí-tima de élites y democracia: 1) que haya competencia entre élites políticas y 2) que estas élites políticas rindan cuenta periódica-mente de su actuación ante los electores y estén sometidas al control desde abajo. A es-tos habría que añadir otros dos prerrequisi-tos, uno, socioeconómico, la existencia de una efectiva igualdad de oportunidades que permita la circulación de las élites, y otro político, la presencia de una oposición insti-tucionalizada, que permita la sustitución efectiva de una élite por otra, esto es, la al-ternancia en el poder. Esta visión, sin em-bargo, se ha quedado anclada en elementos puramente formales o procedimentales, por-que ignora la presencia de elementos de cla-se social dentro de la abstracta contraposi-ción entre élites y masas y porque reduce los conflictos sociales a meros conflictos entre élites, y no entre clases antagónicas. Por todo ello, puede afirmarse, como lo hace el propio Bachrach, que estos planteamientos elitistas están de hecho legitimando a los ac-tuales sistemas políticos liberal-democráti-cos, frente a posibles reivindicaciones demo-crático-radicales o socialistas.54 Aparte del hecho sin duda más destacable: se olvida de-liberadamente de la participación política activa de la ciudadanía, como elemento in-dispensable de una auténtica democracia, en la medida en que otorga a ésta sólo el dere-cho al voto periódico cada pocos años.

No obstante, si queremos ahondar en esa perspectiva crítica, hemos de partir de un concepto de ciudadanía no estrictamente li-beral, en el sentido de que hay que ir más allá del individualismo liberal clásico. Por-que permanecer ideológico-políticamente dentro del paradigma individualista liberal en una economía de libre mercado, es decir, de lo que gráficamente calificara MacPher-son como el individualismo posesivo,55 aun si se reconocieran en ella los derechos socia-

54 Cfr. BACHRACH, P., Power and Empowerment: A Radical Theory of Participatory Democracy, Temple University Press, New York, 1992.

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les y económicos característicos de la ciuda-danía social (T. H. Marshall), no impide, como se ha comprobado en la práctica re-ciente, el mantenimiento de cotas segura-mente inaceptables de desigualdad social e incluso su eventual aumento…56 Pero sí que impide, como ha mostrado por ejemplo Chantal Mouffe, la existencia de una demo-cracia cívica participativa, es decir, basada en la ciudadanía y en la primacía del “bien común” o, como más modernamente se pre-fiere decir, del “interés general”. Un concep-to realmente peliagudo para el individualis-mo liberal.

“El verdadero problema sobre el que dispu-tan John Rawls y sus críticos comunitaristas es el de la ciudadanía. Se enfrentan aquí dos lenguajes diferentes para articular nuestra identidad como ciudadanos. Rawls propone representar a los ciudadanos de una demo-cracia constitucional en términos de igual-dad de derechos expresada en sus dos prin-cipios de justicia. Sostiene este autor que una vez que los ciudadanos se ven a sí mis-mos como personas libres e iguales, deberí-an reconocer que para perseguir sus respec-tivas concepciones del bien necesitan los mismos bienes primarios –esto es, los mis-mos derechos, libertades y oportunidades básicos-, así como los mismos medios aptos para todos los fines, como el ingreso y la ri-queza y las bases del autorrespeto. Por esta

55 “1. Lo que hace propiamente humano a un hom-bre es la libertad frente a la dependencia de la vo-luntad de los demás. 2. La libertad de la depen-dencia de otros significa libertad frente a cual-quier relación con los demás, excepto aquellas en las cuales el individuo entra voluntariamente, con-siderando sus propios intereses. 3. El individuo es esencialmente el propietario de su propia persona y capacidades, por lo que no debe nada a la socie-dad.” MACPHERSON, C.B., The Political theory of Possessive Individualism, Oxford University Press, Londres 1962, p. 263. (Hay trad.cast. en MACPHERSON, C.B., La teoría política del indi-vidualismo posesivo, Fontanella, Barcelona, 2ª ed., 1979).

56 Cfr. CAPARRÓS VALDERRAMA, R., “La crisis del contrato social europeo: la ciudadanía social europea en la era de la globalización”, Málaga, 2006. (Inédito). Accesible en mi página web: http://www.derecho.cv.uma.es

razón tienen que concordar en una concep-ción política de la justicia que establece que “todos los bienes primarios sociales –liber-tad y oportunidad, ingreso y riqueza y las bases del autorrespeto- deben distribuirse por igual, a menos que una distribución de-sigual de cualquiera de esos bienes redunde en provecho de los menos favorecidos”. De acuerdo con esta visión liberal, la ciudada-nía es la capacidad de cada persona para for-mar, revisar y perseguir racionalmente su definición del bien. Se considera que los ciudadanos emplean sus derechos para pro-mocionar su interés propio dentro de ciertos límites impuestos por la exigencia del respe-to a los derechos de los otros. Los comunita-rios objetan que se trata de una concepción empobrecida que hace imposible concebir al ciudadano como alguien para quien es natu-ral unirse a otros para perseguir una acción común con vistas a un bien común. Michael Sandel ha sostenido que la concepción que Rawls tiene del yo es una concepción “sin trabas”, que no deja espacio para una comu-nidad “constitutiva”, una comunidad que constituiría la verdadera identidad de los in-dividuos. Sólo permite una comunidad “ins-trumental”, una comunidad en la que los in-dividuos, con sus intereses y su identidad previamente definidos, entran con vistas a la persecución de esos intereses. Para los co-munitarios, la alternativa a ese defectuoso enfoque liberal es la resurrección de la vi-sión que el republicanismo cívico tiene de la política, que carga fuertemente el acento en la noción de un bien público, previo a los deseos y los intereses individuales e inde-pendiente de ellos. Hoy en día, esa tradición prácticamente ha desaparecido, pues ha sido suplantada por el liberalismo, pero tiene una larga historia. (…) el republicanismo cívico enfatiza el valor de la participación política y atribuye un papel central a nuestra inser-ción en una comunidad política. Pero el pro-blema surge con la exigencia de concebir a la comunidad política de una manera incom-patible con la democracia moderna y el plu-ralismo liberal. En otras palabras, topamos con el dilema de cómo conciliar las liberta-des de los antiguos con las libertades de los modernos. Los liberales sostienen que son incompatibles y que en la actualidad las ide-as acerca del `bien común´ sólo pueden te-

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ner implicaciones totalitarias. Según ellos, es imposible combinar las instituciones de-mocráticas con el sentido de fin común del que gozaba la sociedad premoderna, y los ideales de `virtud republicana´ son reliquias nostálgicas que deben descartarse. La parti-cipación política activa, dicen, es incompati-ble con la idea moderna de libertad. Unica-mente se puede entender la libertad indivi-dual de modo negativo como ausencia de coerción. Este argumento, que Isaiah Berlin reafirma con todo vigor en “Two Concepts of Liberty”, se usa en general para desacre-ditar cualquier intento de resucitar la con-cepción cívico-republicana de la política. No obstante, últimamente ha sido blanco del reto de Quentin Skinner, quien muestra que no hay incompatibilidad forzosa entre la concepción republicana clásica de ciudada-nía y la democracia moderna. En diversas formas de pensamiento republicano, sobre todo en Maquiavelo, encuentra una nueva manera de concebir la libertad que, aunque negativa –y, en consecuencia, moderna-, in-cluye la participación política y la virtud cí-vica. Es negativa porque concibe la libertad como ausencia de impedimentos para la rea-lización de nuestros fines elegidos. Pero también afirma que esa libertad individual únicamente se puede garantizar a los ciuda-danos de un “Estado libre”, de una comuni-dad cuyos miembros participan activamente en el gobierno. Para asegurar nuestra propia libertad y evitar la servidumbre que haría imposible su ejercicio, tenemos que cultivar las virtudes cívicas y dedicarnos al bien co-mún. La idea de un bien común por encima de nuestro interés privado es una condición necesaria para el goce de la libertad indivi-dual. El argumento de Skinner es importante porque refuta la afirmación liberal de que ja-más se podrá conciliar la libertad individual y la participación política. Es decisivo para un proyecto democrático.” (MOUFFE, C., El retorno de lo político. Comunidad, ciu-dadanía pluralismo, democracia radical, Paidós, Barcelona, 1999, Pp. 89-92).

Por su parte, Philip Pettit, en una línea si-milar de republicanismo cívico, alude a los movimientos ecologistas como indiscutible ejemplo de contenedores de reivindicaciones

susceptibles de encuadrarse bajo esa discuti-da rúbrica del “interés común”.57

Ahora bien, los problemas para la efecti-va vigencia de la democracia no se derivan sólo de la partitocracia o del carácter elitista de la mayoría de los regímenes democráticos contemporáneos, ni tampoco del fundamen-to conceptual individualista-liberal de la ciu-dadanía del que normalmente parten, aunque todo ello contribuya ciertamente a agravar el problema. Dependen asimismo, y de manera especialmente relevante, del tipo de cultura cívico-política previamente existente en cada país y de la eficacia de sus respectivos canales, instancias y procesos de socializa-ción en los valores cívicos correspondientes. Unos valores cívicos, que, en general, hoy por hoy, brillan por su ausencia en la mayo-ría de las partitocráticas democracias euro-peas realmente existentes.

Esta cuestión, no obstante, reviste espe-cial gravedad en España, como consecuencia de nuestro extraordinariamente tardío y lábil acceso a fórmulas democráticas de convi-vencia política. O, lo que es lo mismo, por el profundo arraigo histórico-cultural entre no-sotros de pautas de conducta y de valores ca-racterísticos de una cultura política autorita-ria.

Como es sabido, con la entrada en vigor de la Constitución, el 29 de Diciembre de 1978, culminó la transición jurídico-política del Régimen franquista a una democracia re-presentativa encabezada por una Monarquía parlamentaria. Pero otra cosa muy distinta es que podamos afirmar que haya culminado la transición cultural a la democracia en Espa-ña, es decir, que ya se haya instaurado entre nosotros una civic culture auténticamente democrática. Y ello tanto por lo que se refie-re al Estado como a la sociedad civil, es de-cir, que un amplio conjunto de pautas de conducta, valores, hábitos, ideas, creencias,

57 Cfr. PETIT, P., Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y el gobierno, Paidós, Barcelona, 1999, p. 322.

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prejuicios y otros elementos psico-sociológi-cos propios de una cultura autoritaria hayan quedado definitivamente atrás. Por el contra-rio, siguen estando plenamente vigentes y, lo que es peor, son en gran medida comparti-dos de manera más o menos consciente por quienes gobiernan y quienes pretenden lle-gar a gobernar, así como por una considera-ble parte de los gobernados.58 Fernando Va-llespín se ha referido recientemente al tema en los siguientes términos:

“En España hay el doble de desinterés por la política que en la media europea, o sea que las personas que expresan que la política les interesa poco o nada es el 70%, mientras que en Europa es exactamente la mitad. El problema es que tenemos una cultura políti-ca que viene de donde viene. Efectivamente, somos una democracia consolidada, pero que ha accedido a la política desde la cultura del franquismo y bajo condiciones muy mar-cadas por ese antecedente autoritario. Creo que a esto se añaden, además, dos fenóme-nos que habría que analizar empíricamente y que me limito a formular como hipótesis.

58 Vid., al respecto, por ejemplo, el excelente libro del catedrático de la Universidad de Zaragoza, RAMÍREZ JIMÉNEZ, M., España de cerca. Re-flexiones sobre veinticinco años de democracia, Trotta, Madrid, 2003. Tres son los aspectos prin-cipales de la realidad socio-política española que concitan las siempre bien fundadas críticas del profesor Ramírez. Primero, la opción constitucio-nal exclusiva por la democracia representativa, que muy pronto degenerará en funesta partitocra-cia, en detrimento de la posibilidad de simultane-arla con otras formas de democracia participativa directa o semidirecta, como la iniciativa legislati-va popular, el referéndum o el derecho de peti-ción. Segundo, los avatares y contradicciones que vienen afectando al Estado de las Autonomías, que atribuye a las ambigüedades de un texto cons-titucional como el del 78 elaborado por “consen-so”. Baste un botón de muestra: “¿Puede ser Ma-drid, capital del Estado, autónoma con respecto al mismo Estado, siendo a la vez también Estado? Algo así como el misterio de la santísima Trini-dad, pero más caro” (p. 134). Ese proceso autonó-mico, en su opinión, se salda con un auténtico “desguace del Estado”. Y, tercero, pero no menos importante, la actual pervivencia entre nosotros, pese a los años transcurridos desde la transición, de una “cultura cívica” no democrática.

Primero, y sobre todo en el campo de la iz-quierda, la percepción creciente de que la política ya no puede transformar el mundo, como antes sí se pensaba como posible; la política, por decirlo en un término pedante de la sociología, se ve como un subsistema más, no como un subsistema que desde un centro sea capaz de condicionar la vida de los demás subsistemas. La interferencia del mundo de la economía es un buen ejemplo. Todo el mundo percibe que esto va a más y que tiene su lógica propia y que por tanto ahí no hay mucho que podamos hacer. Esto es importante, porque conduce a que mu-chas personas empiecen a privatizar sus pro-pias demandas. Es decir, muchas cuestiones que antes se elevaban como demandas al sistema político tratan de resolverse por sí mismos. Es un fenómeno que tiene que ver con la individualización, privatización, etc. Tenemos mucho interés en que funcione el sistema sanitario, pero en última instancia sabemos que la salud u otros servicios pue-den ser suplidos por la iniciativa privada. No ocurre como antes, que o nos la proporcio-naba el Estado o no había protección sanita-ria. Esto es algo que está en el trasfondo de esta idea, aunque con excepciones que es importante ver. Y las excepciones son que a todos nos gusta tener al final la red del Esta-do para que nos salvaguarde respecto de los grandes temores. Nos acordamos del Estado cuando nos falta, no cuando lo tenemos (…) Lo que quiero decir, en suma, es que en nuestro país hay una cultura que no favorece precisamente la implicación política y hay una desconfianza generalizada hacia el polí-tico y lo político.”59

Y es que, al igual que el nazismo alemán o el fascismo italiano se esforzaron en cons-truir socialmente “personalidades autorita-rias” con fines políticos concretos y, en gran medida, lo consiguieron,60 el franquismo,

59 VALLESPÍN, F., “Mesa Redonda: Participación política y democracia”, Temas para el debate, Nº 152, Julio-2007, Pp. 24-26.

60 Como han demostrado los sociólogos y politólo-gos de la Escuela de Frankfurt, desde Herbert Marcuse o Wilhem Reich hasta los estudios socio-lógicos en USA de Adorno y Horkheimer. Sobre el caso alemán, vid, ADORNO, T.W., et al., The Authoritarian Personality, New York, 1950. Víd.,

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instalado en unos valores e ideales clara-mente dogmáticos, precapitalistas, premo-dernos y contrarreformistas –los del llamado “nacional-catolicismo”–, consiguió legarnos a la mayoría de los españoles una “mentali-dad autoritaria”, que ha tenido, tiene y, es de temer que seguirá teniendo múltiples mani-festaciones culturales y políticas todavía en la España actual, sin que hasta ahora los go-biernos democráticos hayan hecho mucho por erradicarla o superarla.

Así, por ejemplo, en no pocas esferas de la política y de la propia vida cotidiana de la sociedad española siguen imperando el “por-que sí”, o el “porque lo digo yo”, como úni-ca explicación y justificación de conductas o de planteamientos. Y no me estoy refiriendo ahora sólo al ámbito de lo político –donde es ya proverbial, por ejemplo, el antidemocráti-co funcionamiento interno de todos los parti-dos políticos–, sino al del trabajo, al de la fa-milia, etc. En las relaciones paterno-filiales, en las relaciones conyugales, en las relacio-nes laborales, incluso en las relaciones entre amigos o vecinos, los españoles somos, se-guimos siendo, demasiado proclives a la uti-lización de recursos dogmáticos y/o autorita-rios en nuestra vida cotidiana. Como lo de-muestran, por ejemplo, los exabruptos, los insultos y los comportamientos verbales emotivos, más o menos histéricos, –en lugar del recurso a la racionalidad, la paciencia y/o la tolerancia–, que con excesiva frecuencia presiden las discusiones y enfrentamientos entre conductores españoles con ocasión de los incidentes provocados por el tráfico ro-dado. O la proclividad de los españoles a apelar a la “Ley del Talión”, en los debates que se celebran en la esfera pública, cuando se discute sobre delitos relacionados con el terrorismo, como hemos tenido ocasión de comprobar recientemente con las reacciones suscitadas por la huelga de hambre del eta-rra De Juana Chaos…

sobre el proceso de elaboración de esa pionera in-vestigación sociológica, JAY, M., La imaginación dialéctica. Una historia de la Escuela de Frankfurt (1923-1950), Taurus, Madrid, 1974

Otro ejemplo, aunque éste ya específica-mente político, podría ser el de la agresivi-dad del lenguaje político, habitualmente tru-fado de descalificaciones morales, tan usual en estos últimos tiempos de “crispación” (e incluso, de “guerracivilismo”) entre gobier-no y oposición en España. Los ciudadanos españoles ya nos hemos acostumbrado a esas descalificaciones morales que ambos se prodigan con tanta frecuencia. Pero cierta-mente tiene razón Niklas Luhmann, como nos ha recordado Rafael del Aguila, al seña-lar el riesgo que comportan en un régimen político democrático.

“Si una alternativa política descalifica moral-mente a sus adversarios (les supone, por ejemplo, asesinos, esencialmente inmorales, incapaces de respeto a las normas del juego democrático, etc.), elimina al hacerlo una confianza mutua mínima (precisamente la confianza en no ser destruido si uno pierde). Y con ella, elimina las bases de cualquier diá-logo, negociación, o compromiso y conse-cuentemente las bases de la convivencia de-mocrática.”61

El código básico del funcionamiento de-mocrático de cualquier sistema político es el de la alternancia entre el gobierno y la opo-sición. Y con esas descalificaciones morales, casi siempre tan sectarias como gratuitas, se bloquea precisamente esa alternacia. Así, lo que resulta crucial para la democracia es que existan unos umbrales mínimos de toleran-cia entre quienes intervienen en ella como partes enfrentadas, tales que les impidan in-currir en la contraposición amigo-enemigo, típica, como es sabido, de la teoría política fascista. De hecho, para el fascismo, como teorizara uno de sus máximos ideólogos, el alemán Carl Schmitt,

“La distinción propiamente política es la distinción entre el amigo y el enemigo. Ella da a los actos y a los motivos humanos sen-tido político; a ella se refieren en último tér-

61 DEL AGUILA, R., “La democracia” en DEL AGUILA, R. (ed.), Manual de Ciencia Política, Trotta, Madrid, 1997, p. 155.

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mino todas las acciones y motivos políticos, y ella, en fin, hace posible una definición conceptual, una diferencia específica, un cri-terio.”62

Esa definición fascista de la política en-cierra la pretensión de que en política exis-ten “verdades absolutas”, y de ahí su negati-va a los matices y su intolerancia con los di-sidentes –porque el correlato estratégico de ese entendimiento de la política es: “quien no está conmigo, está contra mí”–, lo que re-sulta claramente contrario al relativismo on-tológico y ético que es, como sentenciara Kelsen,63 consustancial a la democracia. Pero veamos en qué sentido.

No sin cierto fundamento, el Papa actual, Benedicto XVI viene quejándose, ya desde que, como cardenal Ratzinguer, presidiera la Congregación para la Doctrina de la Fe, del “funesto relativismo moral” en que habrían “caído” las sociedades europeas contempo-ráneas.64 Y es que, en efecto, en las demo-

62 SCHMITT, C., El concepto de la política, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1975. So-bre este importante autor, vid. GÓMEZ ORFA-NEL, G., “Carl Schmitt y el decisionismo políti-co” en VALLESPÍN, F. (ed.), Historia de la Teo-ría Política, Vol. 5, Alianza, Madrid, 1993, Pp. 243-272.

63 “La concepción filosófica que presupone la demo-cracia es el relativismo”, afirmó Hans Kelsen en su obra Esencia y valor de la democracia (1930).

64 La penúltima hazaña intelectual de Ratzinguer ha sido nada menos que la resurrección del infiermo, en contra de lo afirmado expresamente por Juan Pablo II en 1999, quien había negado la existencia del infierno como locus, el Papa actual ha dicho que “el infierno, del que se habla poco en este tiempo, existe y es eterno”. (Cfr. “El Papa Bene-dicto XVI resucita el infierno”, EL PAÍS, 23-Abril-2007. p. 42). Siendo las últimas sus diver-sos “retornos al pasado”: el litúrgico, con la recu-peración de la misa en latín y oficiada de espaldas a los fieles asistentes; el dogmático, con la reac-tualización de la doctrina de que “fuera de la Igle-sia no hay salvación”; y el inquisitorial, con la condena de la labor teológica desarrollada por el prestigioso teólogo de la liberación jesuita Jon So-brino. Sobre la reacción crítica suscitada por esa condena entre los teólogos más progresistas de la Iglesia, vid. Varios autores, Comentario a la “No-tificación” sobre Jon Sobrino, Cuadernos Cristia-

cracias contemporáneas trátese del cultivo y la utilización de células-madre en la investi-gación biomédica, del matrimonio entre ho-mosexuales o de la enseñanza obligatoria de las religiones, una cosa es la posición ética o religiosa que cada uno puede adoptar en uso de su propia libertad de conciencia, y otra bien distinta, la fórmula política mediante la que es posible abordar el tratamiento legal de esos temas. Porque la decision política y la elaboración de leyes tienen que bregar ne-cesariamente con el hecho empírico ineludi-ble del pluralismo social. Es decir, con la tan inevitable como deseable diversidad de cre-encias religiosas, ideologías políticas, identi-dades sexuales, etc., que existe en todas las sociedades complejas contemporáneas. Por eso, el Estado liberal democrático como tal, carece de un proyecto ético-político propio y es la sociedad la que se encarga, mediante los proyectos alternativos de “vida buena”, que representan los diversos programas de los partidos políticos, de apoyar a unas op-ciones u otras para así poder definir el inte-rés general o el bien común. Y de ahí tam-bién que ambos niveles (el ético-religioso y el político) –a diferencia de lo que sucede en los regímenes totalitarios o en los países is-lámicos en los que impera la sharía–, deban permanezcer separados, situándose cada uno de ellos en su ámbito correspondiente: la conciencia individual (privado) y la legali-dad jurídico-constitucional (público). En consecuencia, la democracia liberal, a dife-rencia de las ideologías “totalizadoras”, como lo son típicamente los integrismos re-ligiosos o políticos, carece de fines políticos sustantivos propios –y, lo que es más, hace del “pluralismo político” uno de los valores fundamentales en que se asienta el Estado, como establece el art. 1º de nuestra vigente Constitución–, y acepta la prioridad del de-recho sobre el bien y el laicismo del Estado como la mejores garantías del respeto iguali-tario a todas la creencias éticas o religiosas que existen en una sociedad democrática. Y, en consecuencia, puede parecer que la “esfe-

nisme i Justicia, nº 148, Barcelona, 2007.

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ra pública” en las sociedades democráticas se encuentre “instalada” en un absoluto “re-lativismo moral”, del que están ausente todo tipo de valores. Más adelante veremos, no obstante, que no es así en absoluto, por cuanto se aspira a la difusión e incorpora-ción de importantes valores, como son los valores democráticos.

Pues bien, frente a esa moderada y auto-contenida fórmula del liberalismo democrá-tico, el excesivamente atronador ruido que emite constantemente la política española,65 tal vez sea el precio que haya que pagar por la actual pervivencia entre nosotros de una cultura cívica y política no democrática. Como he sostenido en otro lugar, una vez re-ducida la democracia a mero procedimiento electoral de reclutamiento de élites políticas dirigentes en un contexto político-institucio-nal eminentemente partitocrático, el resulta-do final no puede ser otro que la total ausen-cia en nuestra esfera pública de auténticos “valores democráticos”. Valores tales como la absoluta primacía del diálogo, la toleran-cia, el ethos democrático, la aceptación del carácter relativo de toda verdad política, la razonabilidad, el respeto a cualquier discre-pante –que no es nunca un enemigo, sino un eventual adversario y que debe disfrutar de sus derechos democráticos aun en posicio-nes minoritarias–, la sincera y profunda aceptación del distinto y de lo distinto, serí-an sólo algunos de esos valores democráti-cos que, en general, brillan por su ausencia en la práctica política real de nuestra defec-

65 Es paradigmático el ejemplo del comportamiento de los senadores del PP en la comparecencia del Presidente del Gobierno de Marzo de 2007, al que no dejaron hablar sobre la concesión judicial a De Juana Chaos de la “prisión atenuada”, pese a lo exquistamente moderado de su tono y a las cons-tantes llamadas al orden del Presidente del Senado a los díscolos y ruidosos senadores del PP, que in-terrumpieron al Presidente del gobierno en más de treinta ocasiones, con gritos y abucheos. El presi-dente del PP, Mariano Rajoy, no obstante, al día siguiente tachó de hooligan a Rodriguez Zapatero.

tuosa democracia actual. 66 Como ha escrito al respecto Pedro Cerezo,

“La penuria en España de lo que vengo lla-mando ethos democrático es hoy palmaria. Se trata de un hecho objetivo, tal como puede re-conocer la mirada de un espectador inteligen-te. `Al finalizar el siglo XX –ha escrito el his-toriador Juan Pablo Fusi- parecía que la de-mocracia no había podido elaborar la ética laica y liberal que sutituyese a la religión como fundamento del comportamiento social e individual de los españoles.´ La democracia está establecida como un régimen político a la altura de nuestro tiempo (…), pero hay escasa conciencia de que se trate de una forma moral de vida, que lleva aparejados, además de de-rechos, deberes y responsabilidades muy exi-gentes.”67

Ahora bien ¿cuáles serían concretamente esos “valores cívicos democráticos” y a qué tipo de ciudadanos democráticos podemos aspirar a ser los españoles, si realmente nos esforzamos por cultivar y aprender esas “asignaturas pendientes de la democracia”?

1) En primer lugar, hay que asimilar plena-mente, como advierte Ramírez,68 el ingre-diente de relatividad que toda política demo-crática conlleva. La consideración de que la verdad política absoluta no existe y que por ello en la democracia caben y son positivas las verdades políticas relativas. Si pudiéra-mos partir de un criterio del bien absoluta-mente cierto e indubitable, carecería de sen-

66 CAPARRÓS VALDERRAMA, R., “La transición política a la democracia en España. Hacia un ba-lance crítico”, Conferencia pronunciada en el Pa-raninfo de la Universidad de Málaga el 1 de Fe-brero de 2006. En VVAA., La Universidad y Nuestros Mayores. Aula de Mayores 2005-2006, Vicerrectorado de Servicios a la Comunidad Uni-versitaria. Universidad de Málaga, Málaga, 2006, Vol. 2, Pp. 365-377.

67 CEREZO GALÁN, P., Prólogo a CEREZO GA-LÁN, P. (ed.), Denocracia y virtudes cívicas, Bi-blioteca Nueva, Madrid, 2005, p. 12. Vid., asimis-mo, RUBIO CARRACEDO, J., “¿Democracia sin demócratas? Sin educación cívico-política, la de-mocracia es inviable” en Anales de la Cátedra Francisco Suárez, nº38, Granada, 2004, Pp. 71-94.

68 RAMÍREZ JIMÉMEZ, M., Op. cit., Pp. 105-107.

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tido someterlo a votación. Como de hecho nadie está en posesión de la verdad política absoluta, todos podemos y debemos entrar en el juego de intentar configurar una verdad relativa, legitimada por la suma mayoritaria de opiniones coincidentes. Pero sin olvidar el respeto a las eventuales minorías que, in-cluso en posiciones minoritarias, conserva ciertos derechos democráticos, entre los que figura el de la inocultable relevancia política de sus planteamientos, que mañana mismo pueden devenir mayoritarios. Como ha seña-lado Paolo Flores D’Arcais,

“El principio de la mayoría, seguido hasta el extremo de su hilo de Ariadna, nos informa en definitiva de que la democracia no es, en absoluto, el dominio de la voluntad de la mayoría, sino el reconocimiento del poder y de la libertad de todos, implicados indivi-dualmente. La democracia que descuida el primado del disidente es una democacia que reniega de sí misma, una democracia em-pantanada. La democracia tomada en serio es la forma de convivencia donde el poder pertenece a cada uno.”69

2) Hay que formar a ciudadanos libres, ca-paces de optar. Fomentando la capacidad crítica y de selección. Deben ser ciudadanos capaces de seguir formando y modificando su propia personalidad y su propio criterio a lo largo de toda su vida, en tanto que hom-bres libres y mínimamente cultos. Porque el individuo no pertenece a la sociedad, sino que la constituye (co-instituye) junto con los demás individuos libres. Porque el pueblo soberano no es más que la libertad/poder de esa pluralidad de existencias irrepetibles de sus miembros individuales autónomos. La educación en la libertad y la absoluta liber-tad cultural resultan por ello presupuestos básicos para la ulterior existencia de valores democráticos.

3) Valoración positiva del pluralismo. Toda sociedad moderna y/o contemporánea es ne-cesariamente una sociedad plural y ese plu-ralismo (étnico, lingüistico, cultural, religio-

69 FLORES D’ARCAIS, P., Op. cit., Pág. 21.

so, ideológico, político, moral o de identidad sexual) debe ser visto como enriquecedor y no como un “mal menor”, más o menos difí-cilmente asumible. Es precisamente la exis-tencia de esa diversidad que entraña el plu-ralismo, la que garantiza la posibilidad de elegir, e incluso de cambiar, a unos indivi-duos que libre y responsablemente van con-formando así su propia identidad.

4) Comprensión de la democracia como for-ma de vida, como filosofía de la vida, en el sentido de Aranguren70 o de Habermas71. En este sentido, es esencial la valoración del diálogo y de la comprensión. La confianza en la racionalidad como la mejor forma de argumentación y de debate, que debe preva-lecer e imponerse sobre las posibles mani-festaciones del emotivismo, el dogmatismo o el autoritarismo. En este sentido, la racio-nalidad y la razonabilidad, entendida como la asunción por parte de cada uno de la ra-cionalidad de los demás, son virtudes demo-cráticas imprescindibles.

5) No se nace demócrata, se hace uno demó-crata. Los valores democráticos no caen del cielo, sino que están vinculados a las agen-cias, instituciones y canales sociales en los que cada miembro de la sociedad va adqui-riendo conciencia cultural de cuáles son los comportamientos que requiere un talante mí-nimamente democrático.72 Y a ese respecto el sectarismo político, propio de la cultura política de los regímenes partitocráticos, es el enemigo principal de ese aprendizaje de los valores democráticos.

La personalidad democrática se caracteri-za por la condena de las segregaciones y las exclusiones, por el aprecio a la verdad y a la

70 ARANGUREN, J.L., La democracia establecida. Una crítica intelectual, Taurus, Madrid, 1979.

71 HABERMAS, J., El discurso filosófico de la mo-dernidad , Trotta, Madrid, 1984.

72 Y, en consecuencia, como destaca Carole Pate-man, es precisamente participando activamente en la vida política como aprendemos a participar de-mocráticamente. (PATEMAN, C., Participation and Democratic Theory, Cambridge University Press, Cambridge, 1970, p. 105).

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ciencia como fuentes del progreso, por la apertura mental hacia formas de pensar y de vivir nuevas y/o extrañas hasta ese momento al grupo propio, por el respeto a las opinio-nes ajenas, por la creencia en la solución pa-cífica de los problemas. Se trata de una per-sonalidad para la cual las cosas no son siem-pre ni claramente blancas, ni claramente ne-gras. Para la que el diálogo sustituye al mo-nólogo. Para la que los discrepantes no son enemigos –como inevitablemente ocurre en los fascismos y en los fundamentalismos po-líticos y/o religiosos–, sino ocasionales ad-versarios políticos o intelectuales. Y para la que el derecho a equivocarse asiste a todo el mundo, sin que nadie pueda pretender que no se equivoca nunca.

Por eso, resulta tan condenable como per-judicial para la cultura política democrática general del país ese fenómeno del “cainismo político”, tan usual en el antidemocrático funcionamiento interno de los partidos polí-ticos, por virtud del cual se condena al ostra-cismo político interno a determinados líde-res que, pese a su inveterada identificación con los objetivos políticos generales del par-tido, eventualmente se permiten disentir del parecer mayoritario del aparato partidario, lo que suele acabar convirtiéndolos en enemi-gos a batir dentro de las filas del propio par-tido. Con lo que éste acaba dilapidando su principal activo político, su propio “capital humano”, al sacrificar a sus mejores elemen-tos en pro de una pretendida disciplina de unanimidad, que siempre es artificiosa, cuando no claramente falaz, aunque sin duda pueda contribuir a facilitar la gobernabilidad estandarizada de la propia organización. Aunque se trata de un mal endémico que afecta a todos los partidos políticos sin ex-cepción, el caso del PSOE, por tratarse de un partido pretendidamente de izquierdas y por su destacado lugar en nuestro sistema de partidos, es paradigmático. Desde Rafael Es-curedo a Rosa Díez, pasando por Pablo Cas-tellanos, Luis Gómez Llorente, Alonso Puer-ta o José Asenjo, la lista de los “marginados”, de los damnificados por la vi-

gencia de la “ley de hiero de la oligarquía” en ese partido, que han sido literalmente condenados por sus partitocráticos dirigentes al ostracismo político, tras una prolongada etapa de servicios a la causa y/o al partido, sería interminable.

6) El fomento de las virtudes públicas, que en la esfera pública de las sociedades demo-cráticas han de prevalecer sobre las priva-das, como señalara Dahrendorf para el caso de Alemania.73 Así, como ha sostenido Vic-toria Camps,

“La faceta pública del individuo no puede ser obviada porque éste haya conquistado su faceta privada. Sin la dimensión pública, la de la ciudadanía, la democracia sólo es un fenómeno virtual o nominal.”74

7) Y, por tanto, la responsabilidad por y ante lo público, la conciencia del caminar juntos como colectividad; valores de una sociedad que tiende a evitar que la atribución de bie-nes socialmente deseados como el prestigio, la renta y/o el status se haga en función del peso del carácter particular y privado de los individuos (los famosos “favoritismos” de todo tipo, tan cercanos al “privilegio” de las sociedades estamentales) y busca un marco en el que dichas atribuciones sociales se so-metan de manera objetiva al imperio de la ley. Como valientemente ha dicho Fernando Vallespín,

“Me refiero a que tenemos una ciudadanía malcriada que no siente la necesidad de ir a votar a menos que estén muy implicados. Hay que saber decir: ‘No, mire, usted tiene que ir a votar porque eso que se llama ‘lo público’ forma parte de su propia dimensión de la ciudadanía; es tan ‘personal’ como sus intereses más íntimos.’”75

73 DAHRENDORF, R., Sociedad y libertad. Tecnos, Madrid, 1966, p. 249.

74 CAMPS, V., “El concepto de virtud pública” en CEREZO GALÁN, P. (ed.), Denocracia y virtu-des cívicas, cit., p. 33.

75 VALLESPÍN, F., “Mesa Redonda: Participación política y democracia”, cit, p. 35.

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8) Asimilación del carácter positivo del con-flicto. Que no sólo es inevitable, sino positi-vo. La sociedad democrática lleva consigo el conflicto, como la autoritaria, la represión y perdurará como sociedad democrática tanto más, cuanto mejor aprenda a convivir con él, asumiéndolo y regulándolo. El conflicto, como motor del cambio, cumple una función esencial en el desarrollo de la sociedad. Es-taríamos así ante la necesaria paradoja de una sociedad que se basa en el consensus y que, no obstante, sabe avanzar por y con el conflicto. Pero se trata de una paradoja más aparente que real, ya que a menudo el con-flicto social no es sino la expresión de deter-minados desajustes, cuya canalización y re-solución son imprescindibles para el propio crecimiento o progreso de la sociedad.

9) Estimulación de la participación en lo pú-blico, en lo colectivo, que ha de ser visto como lo propio. Porque es asunto de todos y que a todos nos afecta. Y porque es empresa que se hace con el parecer de todos y cada uno. Ser actor de la vida colectiva y no mero espectador. Participando a través de multitud de formas, incluida la del ejercicio crítico permanente, siendo centinela de gobernantes y acicate de gobernados.

10) Conciencia de la responsabilidad y ejercicio del control. Ambos conceptos van estrechamente unidos en el contexto de la democracia. Se responde ante quienes han delegado y sobre aquello en que consistía la delegación. Y quienes delegan, a su vez, de-ben asumir como un valor ineludible la vigi-lancia y el control de sus representantes. Se introduce así el sano temor a equivocarse y la igualmente sana posibilidad de obligar a la rectificación o de retirar el mandato. Tan lejos del dogmatimo, como de la arbitrarie-dad.

Porque ciertamente, desde un plantea-miento crítico-participativo, no meramente formalista y/o elitista, de la democracia, puede mantenerse, como lo han hecho, por ejemplo, Robert A. Dahl en su obra La de-

mocracia y sus críticos,76 desde una perspec-tiva positivista liberal crítica, o Jürgen Ha-bermas, desde planteamientos neomarxistas, en su obra El discurso filosófico de la mo-dernidad,77 o Chantal Mouffe, desde su pers-pectiva de la democracia radical,78 o Casto-riadis desde su enfoque de la democracia como autonomía,79 o Flores d’Arcais desde su óptica de la democracia ciudadana,80 o Philip Petit desde el punto de vista del repu-blicanismo político,81 que la democracia contiene, ya desde su formulación moderna por los filósofos de la Ilustración, una pro-mesa de emancipación, de liberación y reali-zación humanas, que no debe ignorarse, y que, en consecuencia, la tarea político-de-mocrática ineludible de nuestro tiempo es dar contenidos políticos y jurídicos específi-cos a lo que se ha denominado “la herencia ética de la Ilustración”.

Mal que le pese al actual Pontífice, Bene-dicto XVI, nada hay, pues, de cierto en el tan denostado “relativismo moral” de las demo-cracias europeas contemporáneas. Aunque se trate, eso sí, de valores cuya efectividad prác-tica ciertamente brilla por su ausencia en la mayoría de los casos, por las causas partito-cráticas antes apuntadas.

“Lo que quieras para la ciudad, ponlo en la escuela”, decía Platón. Habrán de producirse, pues, cambios importantes en los valores que informan nuestro todavía excesivamente pre-cario sistema educativo –y, en este sentido, hay que saludar positivamente, en principio, el acuerdo gubernamental de creación de una nueva asignatura en el curriculum de la ense-ñanza secundaria obligatoria, denominada

76 DAHL, R. A., La democracia y sus críticos, Pai-dós, Barcelona, 1992.

77 HABERMAS, J., El discurso filosófico de la mo-dernidad, Trotta, Madrid, 1984.

78 MOUFFE, C. (ed.), Dimensions of Radical De-mocracy. Pluralism, Citizenship, Community, Verso. London, 1992.

79 CASTORIADIS, C., Democracia y relativismo. Debate con el MAUSS, Trotta, Madrid, 2007.

80 FLORES D’ARCAIS, P., Op. cit.81 PETIT, P., Republicanismo. Una teoría sobre la

libertad y el gobierno, Op. cit.

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precisamente “Educación para la ciudada-nía” como una medida político-cultural muy esperanzadora–. Ahora bien, no es en absolu-to casual –estando en juego, como es el caso, nada menos que la hegemonía moral sobre la ciudadanía española–, que esa decisión políti-ca haya sido furibundamente denostada por nuestra aguerrida Conferencia Episcopal des-de el primer momento de su formulación gu-bernamental, y que le haya declarado la “gue-rra santa”, en connivencia con el PP y con la

anuencia del Vaticano, o que ya haya convo-cado públicamente a sus fieles para que prac-tiquen contra ella la desobediencia civil. En cualquier caso, parece evidente que habrán de pasar aún décadas de reconfiguración de nuestra esfera pública y de asimilación y con-solidación cultural de esos nuevos valores cí-vicos, antes de que los españoles podamos disfrutar de una cultura política verdadera-mente democrática.

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