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simbólicos son don Quijo-te y Sancho y los molinos de viento; universal no ya como personaje literario sino como tipo humano es Lolita, hasta el punto de haberse convertido en un nombre común, lolita, del que Juan Carlos Onetti deri-vó un delicioso adjetivo, lolitero. Ahab y Moby Dick son personajes que viven en la conciencia común igual que Lolita o don Quijote o don Juan o Hamlet o Robinson Crusoe, pero van más allá en su poder sobre la imagina-ción porque tienen además la fuerza añadida y única de constituir los elementos de un relato que es mitológico por su capacidad de resumir una categoría profunda de la experiencia humana en el esquema de su peripecia. Los mitos son primitivos y anónimos: que yo sepa, el único mito creado por un escritor individual, al menos en los últimos siglos, es el de Moby Dick.

B orges decía aspirar a que al menos un verso suyo pasara al habla común y fuese

repetido por todo el mundo sin que a nadie se le ocu-rriera reparar en su origen. Esa inmortalidad hecha de malentendidos y de anonimato le cupo en suerte —o en desgracia— a Herman Melville. El mito que él inventó nos es tan familiar que raramente sentimos la necesidad de acercarnos al libro en el que tuvo su origen. Moby Dick es una obra maestra tan evidente que a todos nos parece que la hemos leído, incluso que la conocemos bastante bien, y que podríamos disertar sin esfuerzo sobre ella, más aún porque nos sabemos su primera frase, lo cual nos autoriza a no seguir aven-turándonos en los cientos de páginas tupidas que vie-nen después del primer punto. En eso se parece Moby Dick a The Waste Land. Uno dice “Call me Ishmael” o “April is the cruellest month” y ya tiene la satisfacción de corroborar una cita prestigiosa, otorgándose a sí

mismo una vitola intelec-tual con el mismo esfuerzo que le costaría recitar “Ser o no ser, ésa es la cuestión” o “Elemental, querido Watson”. Hemos visto además la pelí-cula, o tenemos el recuerdo

de haberla visto hace tiempo, aunque si nos paramos a pensarlo no estamos seguros de quién hacía de capi-tán Ahab, Orson Welles o Gregory Peck. ¿O era Orson Welles quien la dirigía, y no John Huston? Algunos de nosotros, los que tenemos cierta edad, leímos de niños las adaptaciones que solían publicar las colecciones juveniles: incluso puede que leyéramos un cómic de Moby Dick. El mar agitado por la cola de la ballena, los botes volcando sobre la espuma embravecida, el velero naufragando. ¿Quién necesita leer esa novela cuando la historia que cuenta la sabe todo el mundo?

La respuesta es muy simple: cualquiera que ame la literatura, y urgentemente. Hay que leer Moby Dick, Bartleby, Benito Cereno, Billy Budd para descubrir que detrás de la popularidad atolondrada, de la mone-da falsa de las vaguedades que circula tanto entre la gente más o menos leída, hay un escritor de una gran-deza abrumadora, de una desconcertante novedad, de una rareza que lo turba y lo desasosiega a uno casi en cada línea. Libros de los que creíamos desganada-mente saberlo todo resultan tan sorprendentes que regresamos a ellos después de terminar la lectura en un estado de fascinación que no termina con la últi-ma página. Están llenos de sombras, de sobresaltos, de quiebros extraños que pueden desalentar y que de vez en cuando irritan nuestra pereza, porque nunca nos dejan seguir por el camino conocido. Porque es la historia de un delirio, Moby Dick se va convirtien-do en un delirio, se contagia de su materia y encarna su desmesura volviéndose desmesurada ella misma. Melville no es un Verne mucho más severo o prolijo, un Conrad un poco más desigual o bárbaro: las histo-

MoBy Dick es una obra maestra tan evidente que a todos nos parece que la hemos leído, incluso que la conocemos

bastante bien, y que podríamos disertar sin esfuerzo sobre ella, más aún porque nos sabemos su primera frase...

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