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Gripe mo r tal

Pablo Caralps

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Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede

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o de fotocopia, sin permiso previo del editor. Todos los derechos reservados.

© 2009, Pablo Caralps

c/o Guillermo Schavelzon & Asoc., Agencia Literaria

[email protected]

© 2009, Ediciones Martínez Roca, S.A.

Paseo de Recoletos, 4. 28001 Madrid

www.mrediciones.com

Primera edición: junio de 2009

ISBN: 978-84-270-3571-3

Depósito legal: M. 20.977-2009

Preimpresión: J.A. Diseño Editorial, S.L.

Impresión: Artes Gráficas Huertas, S.A.

Impreso en España-Printed in Spain

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A Loles

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La sonrisa de la traición.

«Quienes ignoran la de la traiciónno saben nada de la voluptuosidad.»

JEAN GENET, Diario del ladrón

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Dicen que la realidad supera la ficción, y la reciente epidemia degripe, o la anterior de gripe aviar, o el mal de la vaca loca, nosrecuerdan que vivimos amenazados por cuestiones que ahora sonsiempre globales, como la crisis económica, el terrorismo, y otrasvarias desgracias de tal magnitud, que nos desconciertan y cuyacomprensión se nos escapa. No hay año en que alguna enormeamenaza no nos quite el sueño a unos, y la vida a otros.

Estamos ya tan habituados a sentirnos manipulados por lainformación, a sospechar de casi todo, que más de una vez, anteestos sucesos, nos preguntamos quién se estará beneficiando conalguna guerra, con la subida o caída brusca del precio del petró-leo, o con el salvataje internacional de los bancos con cargo a lacontribución de los ciudadanos.

Cuando escribí esta novela no había ninguna epidemia. Loque quise hacer fue contar una historia que reflejara algunas deesas preocupaciones que los ciudadanos de a pie tenemos tan amenudo, al leer los diarios y ver las noticias de la televisión.

Terminé el relato hace dos años, y su publicación estaba pro-gramada para más adelante, una fecha algo incierta en un año

nota del autor

la realidad ha invadido

la ficción

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de crisis. La virulencia de la epidemia de gripe que asola al mun-do mientras escribo esta nota, y la impactante similitud entre larealidad de los hechos y la fantasía de mi novela, hizo que mieditora y mi agente se confabularan para publicarla de inmedia-to. No diré que la publicación no me alegra, a los escritores —mása los que comenzamos— nos gusta publicar, pero no puedo de-jar de lamentar que una desgracia tan tremenda sea una de lasrazones de que mi novela llegue ahora a manos de los lectores.

En el fondo, confío en que en el tiempo que transcurra des-de que escribo esta nota hasta que se publique el libro, la epide-mia de gripe haya pasado al olvido. En todo caso, prefiero quemi novela tenga vigencia por su poco o mucho valor literario. Lahistoria que aquí cuento es sin duda una lectura de la realidad yde los valores que predominan en nuestro tiempo, que sólo me-recen muertos en la ficción.

PABLO CARALPS

Barcelona, abril de 2009

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Era casi mediodía cuando Lucas abrió los ojos. Hubiera seguidodurmiendo, pero el rayo de sol filtrado a través de la persiana lehabía dado de lleno en la cara, como una descarga. Reconocióde inmediato el mareo con que solía pagar sus noches de diver-sión, imprescindibles tras terminar uno de sus encargos y a la es-pera del próximo, y lo aceptó como algo soportable. Al fin y alcabo no le quedaba más remedio. Sabía que lo mejor era levan-tarse y activarse enseguida; sin embargo, no lo hizo.

Al intenso y continuo dolor de cabeza, se sumaron varias mo-lestias en la zona del estómago. La resaca continuaba su curso.Todo su cuerpo estaba dolorido, notó un fino ardor recorriéndo-le del hombro izquierdo al centro de la espalda. Se incorporó apo-yándose en ese codo y, de manera instintiva, deslizó los dedos desu mano derecha sobre la línea dolorida.

A pesar de que la sangre ya estaba seca, la marca era bastantemás honda que el típico rasguño que dejaba una noche habitual depasión. Procuró suavizar los dolores que sentía recordando lo que ha-bía ocurrido unas horas antes, el recuerdo era muy placentero. Habíadisfrutado mucho. Satisfecho, miró a la mujer que dormía a su lado.

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Admiró la línea perfecta que el perfil de su cuerpo trazaba,el pelo liso cubría su nuca dejando entrever parte de su hombroderecho, tapado parcialmente también por la almohada, se delei-tó en las perfectas curvas que su cadera dibujaba. La quietud desu cuerpo era relajante, sólo rota por el ligero movimiento que surespiración le provocaba. No podía verle la cara pero no era ne-cesario, la tenía grabada en su mente.

Había disfrutado de ella como pocas veces lo había hecho deuna mujer. Y ella parecía haber quedado exhausta al estar sumi-da en un profundo sueño. Por aquella cama tan ancha pasabanmuchas mujeres, pero ella parecía haberlas desplazado a todas.Era la primera vez que Lucas no deseaba quedarse solo al día si-guiente. Dejó que siguiera durmiendo.

Se levantó con más cuidado del habitual, controlando cadauno de sus movimientos a pesar del mareo, no quería despertar-la. Se acercó a la persiana y con sigilo profesional la cerró paraapagar el rayo de sol que poco a poco avanzaba hacia la cabezade su huésped. Luego salió de la habitación y se metió en la du-cha, preguntándose cómo sería ella por la mañana, si tendrían lamisma complicidad que habían mantenido durante la velada.

La habitación de Lucas era grande, proporcionada a la camasituada en el centro y en torno a la cual se mezclaban de mane-ra desordenada las ropas de ambos denotando la pasión vivida.Era una imagen repetida ya que habitualmente regresaba acom-pañado de sus noches de evasión, como él las llamaba. De todosmodos sus acompañantes no frecuentaban el resto de la casa, nor-malmente sólo conocían la habitación y el baño.

De hecho, aunque el piso era acogedor y agradable, no había elmenor toque femenino en él, ninguna señal que pudiera dejar lamás mínima duda. Un mobiliario clásicamente moderno, bien ar-

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monizado aunque poco personal, luces colocadas con más estra-tegia que gusto, previendo las distintas situaciones que puedendarse a lo largo del día o de la noche, y ante todo espacio, aire.Aunque Lucas vivía allí desde hacía años, su hogar, por llamarlode algún modo, no dejaba de tener el frío aspecto de una suite delujo de algún gran hotel, dando una sensación de vacío, como sisu propietario no acabara de ocuparlo del todo.

Tampoco mantenía relación con sus vecinos, a los que mur-muraba los buenos días y las buenas noches, evitando tener con-versaciones mayores. De todos modos a ellos les iba bien esta con-ducta: Lucas vivía en un ático de un atractivo edificio de la ave-nida Diagonal de Barcelona, habitado por gente tan pagada de símisma como obsesionada por su privacidad. Además era un tipomuy común en aquel barrio: un treintañero con altos ingresos alque le gustaba disfrutar de la vida, del sexo, de comer, de beber,así como de cualquier cosa que aportase algo a su satisfacción per-sonal. Llevaba el pelo bien cortado, vestía ropa de marca (RalphLauren, Armani, Abercrombie…), conducía un coche deportivo.Todo ello hacía que gustase mucho a las mujeres. El éxito forma-ba parte de su vida y se había acostumbrado a él.

Bajo la ducha, mientras el agua se deslizaba por su cuerpo,su mente recordaba la noche anterior. Tenía esa costumbre, legustaba hacerlo para ser más consciente de lo sucedido. Esta vezcada recuerdo era más placentero que el anterior. Desde la pri-mera impresión que en el lounge del Hotel Omm había desper-tado su instinto de cazador hasta la imagen aún reciente de la be-lleza dormida entre las sábanas de su cama.

No había dejado de mirarla desde que su aparición eclipsaraa todas las demás mujeres, en quienes luego se fijaba distraído,de vez en cuando, para disimular un poco. Finalmente entabla-ron conversación y enseguida advirtió que también ella se habíafijado en él, que estaban de acuerdo ya antes de haber cruzado

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siquiera una palabra. Sólo por puro juego respetaron las forma-lidades de la seducción, compartiendo unas cuantas copas antesde irse juntos un par de horas más tarde. Estaban excitados, tan-to por el alcohol como por las expectativas de compartir algomás que unas copas.

Pronto el coche de Lucas rugía por las calles de Barcelona.Su pie derecho oprimía cada vez con mayor insistencia el pedaldel acelerador. Pero ella nunca mostró ni fingió temor, ni le pidiótampoco que condujera más despacio, como era habitual que ocu-rriera. Ni siquiera le dirigió la palabra, clavando su mirada en eltráfico mientras dejaba que sólo la música del potente aparatoreproductor del vehículo rompiera el silencio creciente entre ellos.Fue un preludio de lo que iba a ocurrir.

Subieron callados al piso, serios, dejando atrás las risas y son-risas del Hotel Omm. Lucas, sin mediar palabra, sin ofrecerle unacopa ni poner música ni encender siquiera las luces, bastándosecon la que entraba de las farolas de la calle, le quitó el abrigo deencima de los hombros y prosiguió lentamente con el resto de suropa, fascinado por la docilidad que ella le mostraba mientras sedejaba llevar hasta la habitación. Allí terminó de desnudarla.

Mientras miraba al jabón escurriéndose entre sus pies recor-dó con gusto la armónica danza que sus cuerpos habían baila-do, recomenzada una y otra vez durante toda la noche hasta queexhaustos y saciados se quedaron dormidos. Uno al lado del otro.

Pero no recordaba su nombre, ni si ella se lo había mencio-nado. Le pareció una falta de delicadeza por su parte y se imagi-nó utilizando absurdos trucos para sonsacárselo sin que ella sediera cuenta. Se rio; ya era momento de salir de la ducha. Al ira ponerse el albornoz se detuvo frente al espejo: la ducha le ha-bía sentado de maravilla, y ahora se encontraba mucho mejor.

Como no se oía nada, ningún ruido en la habitación, decidióir a la cocina a preparar el desayuno. Pensó que debía estar a la

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altura de las circunstancias: café, zumo de naranjas, tostadas conmantequilla, todavía le quedaba un poco de aquella deliciosa mer-melada inglesa…

Pero no pudo resistir la tentación y antes de ponerse manosa la obra se dirigió a la habitación. Quería disfrutar de la vistaque le proporcionaba aquel cuerpo una vez más. Y sobre todo,ahora sí, volver a ver su cara, cómo era a solas, cuando ignora-ba que alguien la miraba.

Se deslizó en la casi total oscuridad hacia la pared opuesta,calculando cuánto podría abrir la persiana sin despertarla. Perouna vez que apareció el primer rayo de luz se dio cuenta de queya no estaba allí. Aprovechando el ruido del agua de la ducha ha-bía recogido sus cosas y se había marchado. Sólo quedaban en elaire unos restos de su perfume, que el mismo aire borraría encuanto él abriese del todo la persiana. Decepcionado, con un rá-pido movimiento de su brazo hizo que la luz inundara la habi-tación.

Era como si ella nunca hubiera estado allí.

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Un Porsche 911 turbo modelo 2000 negro por fuera y camel pordentro circulaba velozmente por la avenida Diagonal. El joven pro-pietario estaba encantado con su coche. Era su juguete y disfrutabaconduciéndolo, incluso si ese día estaba apurado y debía hacer unuso más práctico de tan magníficas prestaciones. Conducía hacia elaeropuerto con el tiempo justo para tomar un avión que lo llevaríaa Pamplona, donde tenía una cita. Habían quedado a las 14 horasen el bar del aeropuerto de aquella ciudad y su vuelo llegaba a las13.50. No quería perder tiempo ni con el viaje ni con la reunión.

Era viernes y la gente no viajaba tanto ese día, sobre todo loshombres de negocios, que en general preferían cerrar la semanaen sus oficinas. No tardó en aparcar ni tuvo que esperar mucho enla cola para sacar la tarjeta de embarque. El vuelo estaba gestio-nado por Air Nostrum, la compañía encargada por Iberia de losvuelos regionales con destino al norte de España, lo que garanti-zaba un viaje sin grandes aglomeraciones. Iba caminando haciael modulo 0 de la Terminal C del aeropuerto del Prat, echandode menos su coche y con ganas de regresar cuanto antes, cuandosonó su móvil. Era la persona que lo había citado.

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—Llamo para confirmar su asistencia a nuestra cita —es-cuchó.

—Estoy a punto de tomar el vuelo —contestó con sequedad.—Nos vemos en menos de dos horas.

—Lo espero —dijo su interlocutor, y cortó de inmediato.No lo conocía, se verían dentro de un rato por primera vez,

pero volvió a tener la impresión de tratar con un hombre ner-vioso y arrogante. Mientras se decía que lo mejor era mantenerdurante el encuentro la misma distancia que había mostradohasta ahora en sus conversaciones telefónicas se vio frente a lapuerta de embarque. No había nadie esperando, sólo dos coor-dinadores de vuelo en el mostrador. Acostumbrado a trabajaren solitario, se dijo que había allí demasiada gente para tan po-co trabajo.

En el avión se dio cuenta de que viajaría casi solo, por lo queaprovechó para sentarse donde quiso, suponiendo que el resto delos escasos pasajeros había hecho lo mismo. Aprovecharía paradormir y llegar a la cita fresco. Estaba cansado y con pocas ga-nas de trabajar, pero Sepúlveda, su intermediario habitual en es-te tipo de encargos, a quien debía tantos de los contratos con-seguidos y el hecho de tener una cuenta bancaria más que sa-neada, había insistido. Era una buena suma de dinero, le habíadicho, y viniendo de Sepúlveda aquél era un argumento decisivo.No le dio más vueltas; reclinó el asiento, apoyó la cabeza en elrespaldo y cerró los ojos. El traqueteo del avión lo indujo a unagrata somnolencia. Cuando despegaron, se dejó caer sin más enun profundo sueño.

Se despertó de muy buen humor contemplando a la más atrac-tiva de las azafatas, que ya preparaban el aterrizaje. Oyó por losaltavoces las normas de seguridad habituales haciendo hincapiéen que los pasajeros tuvieran especial cuidado en no olvidar suspertenencias y se sonrió. Poco podía olvidarse él, ya que no lle-

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vaba nada de equipaje. Iba a estar en el aeropuerto un máximode cuatro horas. Le gustaba viajar ligero y lo vinculaba a su pro-fesión. Aligerar la carga a los demás, ése era su oficio. Se desa-brochó el flojo cinturón de seguridad y bajó caminando con des-parpajo por la escalerilla del avión, tranquilo, como quien iniciaunas vacaciones. Entonces recordó a qué había venido y a quiéniba a ver, y se dijo que era mejor cambiar de actitud.

El vuelo había llegado unos minutos antes de la hora previs-ta, lo que le dio tiempo a concentrarse y asumir una actitud detrabajo. Procuró mantener el buen humor irresponsable de hacíaunos instantes; su cabeza funcionaba mejor cuando se tomaba lascosa como un juego. Había hecho bien en descansar. Podría ha-ber venido en su vehículo, en unas cuatro horas y media o in-cluso menos, pero aunque su coche se lo permitía, es más, le pe-día velocidad, había optado por el avión. No tenía intención dededicar más de dos horas a la reunión y además quería regresarpronto, tenía cosas que hacer.

Por otra parte, pensaba que era un error conceder más tiem-po en una primera cita. Incluso dos horas eran demasiadas. Peroprefería tener cierto margen de maniobra, por si no lograba lle-gar a un acuerdo en la breve hora que consideraba adecuada aaquellas primeras tomas de contacto, cuyo propósito era sólo versi ambas partes podían estar interesadas. Y lo más importante, sipodían llegar a un entendimiento. Un mes atrás, por ejemplo, ha-bía resultado imposible: el objetivo señalado era la FundaciónGala-Dalí. Era evidente que quien se lo propuso no tenía ni ideade lo que significaba Dalí para él.

Sólo tres contactos internacionales disponían del número demóvil al que podían llamarlo. Uno, Sepúlveda, estaba en Marbe-lla; otro, en algún lugar de Francia, y, el último, en algún rincónde Inglaterra. Bastaba una llamada perdida para que supiera concuál de ellos debía comunicarse. Nadie más utilizaba ese número

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y las escasas llamadas que efectuaba con ese móvil nunca dura-ban más de un minuto. No sabía si alguien lo había intentadopero tampoco quería que ninguna otra persona lo localizase allí.Sus contactos le daban un número de móvil al que debía llamar,desde otro teléfono.

Su nombre clave era Salvador y así se presentaba. Pero nun-ca nadie lo relacionaba de inmediato con Dalí, ni él les daba laoportunidad. El suyo era apenas un juego privado, una manerade hacerse compañía a sí mismo en aquel solitario oficio suyo, delque le gustaba pensar que era un artista al igual que su ídolo. Ha-bía visitado el Museo Dalí en Figueras en numerosas ocasiones,así como la casa que éste poseía en Port-Lligat y el castillo de Pú-bol. Había dormido muchas veces en la suite del entonces HotelRitz de Barcelona, donde el pintor se había alojado. Conocía to-da su biografía e incluso le gustaba repetirse algunas de sus fra-ses, que así llevaba siempre consigo, como un amuleto.

Sus contactos sabían el origen de su nombre clave, que atri-buían a su condición de catalán, pero ignoraban en cambio sudomicilio; sólo sabían que era barcelonés. Y Salvador, precavido,tenía un muy estricto protocolo de actuación que mantenía tan-to en las relaciones con contactos como con clientes. Para cadatrabajo usaba una tarjeta de prepago con un número de móvildiferente cada vez, de una compañía distinta en cada caso, com-prada en efectivo; nada más lo vinculaba con su cliente y el telé-fono desaparecía una vez concluido cada encargo, así como cual-quier otro rastro posible.

Dar la primera cita en un aeropuerto era otra costumbre quetenía. Le parecía el sitio más adecuado para establecer un lazo alque no se quiere ni se debe dar continuidad. Además, nunca efec-tuaba trayectos de ida y vuelta. Esta vez viajaba desde Barcelonapero luego iba a Madrid. Se lo había comunicado a su contactopara que se lo hiciera saber a los posibles clientes, pero a nadie

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había dicho que desde Madrid cogería un vuelo de vuelta a Bar-celona. Algunas de estas precauciones tal vez fueran inútiles, pe-ro lo ayudaban a sentirse más seguro. Como nunca había sidodescubierto, ni perseguido, a menudo sentía una especie de vérti-go, la sensación de moverse en un vacío.

Se le ocurrió que llegar unos minutos tarde sería una mane-ra tan simple como eficaz de mostrar a su potencial cliente queera él quien dominaba la situación. Ya al programar la cita ha-bía tenido que bajarle los humos. El hombre quería que lo espe-rase en la última mesa del bar, precisamente en la más lejana dela puerta de salida, y de espaldas al resto de las mesas, mirandoa la pared. Debió recordarle que era él quien ponía las normas yhacerle ver lo arriesgado que era para él lo que le estaba pidien-do o, por el tono, lo que pretendía ordenarle. No se conocían.¿Y si era una trampa? Invirtió los papeles. Era el otro quien de-bería esperarlo sentado en la mesa.

Miró la hora: si era puntual, acababa de llegar. Se tomaríaunos diez minutos, haría un reconocimiento del terreno, como legustaba, y se cercioraría de que nadie más estuviera esperándoloo siguiéndolo. Que el vacío en el que se movía permaneciera li-bre de presencias sospechosas.

Se demoró junto a las cintas transportadoras de maletas co-mo si tuviera alguna que recoger y se entretuvo leyendo en laspantallas qué vuelos las habían traído: IB 459 Barcelona —el su-yo—, IB 239 Madrid, IB 288 Bilbao y un low-cost provenientede Glasgow. «Qué se le habrá perdido a la gente de Glasgow enPamplona», pensó. San Fermín quedaba lejos. Cuando hubo lle-gado a la última cinta se dio la vuelta y volvió sobre sus pasos,haciendo ver que se fijaba en las formas y colores de las maletasmientras en realidad permanecía atento a todo lo que lo rodea-ba, cerca y lejos. Se dirigió hacia la salida junto a varias perso-nas que le parecieron venir en el vuelo desde Bilbao.

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El hall era amplio pero el aeropuerto pequeño. Una mismapuerta era la salida principal, la de los taxis, la del parking y de-más: por ella circulaban todos. Observó al pasar el bar a su dere-cha, pero ni siquiera volvió la vista hacia allí y siguió con el gru-po hacia el exterior. Una vez fuera echó un vistazo a toda la zonade aparcamiento. Recorrió unos metros hasta llegar con la miradaal final de la construcción y pudo observar que no había nada sos-pechoso. La zona exterior estaba limpia; regresó al interior.

Nada más entrar vio las taquillas de las distintas compañías.Aprovechó para retirar la tarjeta de embarque de su vuelo a Ma-drid mientras comprobaba que no había nada sospechoso ni na-da que temer. Cuando se hubo convencido de que el ambienteera tranquilo y de que no había por qué sospechar de la escasaactividad del aeropuerto miró otra vez el reloj que colgaba en elcentro del hall. Ya pasaban varios minutos de las 14, ahora sí,ya era hora de ir a su cita.

En la cafetería había unas quince mesas, de las que sólo untercio estaban ocupadas. Vio al desconocido de espaldas, comoesperaba, y advirtió que debía de ser un hombre de su mismaedad. Normalmente siempre trataba con gente mayor que él, locual aumentó su interés por la situación. Fue hacia él dando unavuelta, rodeando la cafetería, sin que ninguna de las personas sen-tadas a las otras mesas lo mirara. Una vez trazado el círculo pu-do observar la cara de su próximo interlocutor. En el instante deque disponía antes de que fatalmente éste alzara la vista hacia élalcanzó a esbozar su retrato: un hombre impaciente y de altasexigencias, ambicioso, pero quizás con un criterio no muy am-plio, como le indicó la fijeza de su mirada, abstraída en vaya us-ted a saber qué cálculos y desentendida del entorno. De hechotardó más de lo normal en reparar en él. Sólo cuando se acercóa su mesa y movió una silla para sentarse enfrente de él parecióadvertir su presencia.

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—Hola —le dijo con familiaridad mientras le tendía la mano,satisfecho de no haberle dado tiempo a levantarse para saludarloformalmente y así llamar la atención.

Pero el otro, antipático, lo recibió con un reproche. —Llega tarde —le dijo, apretando su mano más de lo nece-

sario tras haber vacilado en tomarla. Evidentemente no le gusta-ba verse sorprendido.

—Tenemos tiempo —respondió él, con profesional desenvol-tura. Y como el otro ni siquiera le sonrió ni al menos se relajóun poco, decidió ir bruscamente al grano—. ¿De qué se trata? —pre-guntó directamente.

El hombre ahora se tomó su tiempo. O no quería mostrar sujuego tan deprisa o sencillamente, autoritario como le había pa-recido, quería recuperar su dominio del terreno y demostrárselo.

—Verá —empezó su rodeo—, represento a una firma impor-tante para la cual es necesario que se lleve a cabo determinadaoperación de manera muy discreta. Nuestro asesor en estos te-mas, usted lo conoce —se refería a Sepúlveda y hacía bien en nonombrarlo—, nos ha dicho que usted lo es. Muy discreto y muyeficaz, según entiendo por nuestros informes.

Era raro este tipo de trato con alguien de su edad. Ningunollegaba a los cuarenta. Pero esta especie de ejecutivo insistía entratarlo como un profesor severo en un examen oral de final decarrera, lo que entre tipos de la misma edad resultaba más biengrotesco. Por lo menos podía disimular un poco, si tenía tantaansia de dominio. El autoritarismo no estaba de moda.

—También soy muy caro —dijo haciéndose valer, con or-gullo de solitario frente al poderoso. Y la reacción fue tópicatambién.

—Le dije que se trata de una firma importante —remachó elejecutivo—. Lo que nos interesa está en este país —continuó—,y más concretamente en su ciudad. Ni siquiera tendrá que tras-

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ladarse —y aquí esbozó su primera sonrisa, bastante más sufi-ciente que agradable.

—Me da igual ser local o visitante —respondió Salvador conseriedad—, entrar o salir de un sitio no es lo decisivo para mí.¿A qué se dedica su empresa?

Decididamente, ninguno estaba dispuesto a ceder. La rivali-dad se había instalado entre ellos con la mayor naturalidad, in-vitada desde el comienzo por su mutua antipatía, su diferenciade estilos y hasta su pertenencia a una misma generación. El eje-cutivo retomó la conversación.

—Usted debe recoger una muestra que se encuentra en un la-boratorio de máxima seguridad recién inaugurado. Nuestro pro-yecto es muy novedoso y el lanzamiento se vería beneficiado porel efecto sorpresa, de modo que el trabajo debe ser hecho con lamayor rapidez. Cuanto antes.

En ese momento se presentó el camarero. Se tomaban sutiempo en aquel sitio. Salvador pidió una Coca-Cola Zero y su interlocutor un segundo café. La interrupción contribuyó auna ligera distensión. Pero Salvador comprendió que aquélla se-ría la entrevista más rápida de su carrera. No comerían juntos nicambiarían de tema para dar algo más de humanidad al encuen-tro, como solía ocurrir en otros casos. Tampoco sabía aún si acep-taría, pero advirtió que el otro hablaba como si ya hubieran ce-rrado el acuerdo.

—Estoy habituado a enfrentarme con sistemas de máximaseguridad —dijo en cuanto el camarero se hubo alejado—, pe-ro siempre requieren un tiempo de estudio. ¿Lo han tenido encuenta?

—Hay un margen —dijo el ejecutivo, y pareció más humildeo sosegado, como si aquí tuviera que ganarse la buena voluntadde su interlocutor—. Lo que no hay es margen de error —agre-gó enseguida, manteniendo la tensión.

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—Razón de más para ajustar todas las fechas y detalles almáximo. Máxima seguridad, máxima precisión —remató Salva-dor casi alegre, feliz con su fórmula, y se sorprendió al com-prender que acababa de aceptar el encargo. Y es que había des-pertado en él el apetito de juego, el espíritu de desafío—. Ahoradebo elaborar un plan y un presupuesto —concluyó, más serio,recuperando la distancia con su nuevo cliente, aunque éste aúnno supiera que lo era.

Pero fue él quien se acercó a Salvador. —Tenga en cuenta al hacerlo —insistió con todo el tacto de

que era capaz— que para nuestra empresa en esta iniciativa resul-ta vital el factor tiempo. Una reducción que incrementara nuestrosbeneficios podría reflejarse sensiblemente también en los suyos.

El camarero regresó con las bebidas. Cuando se fue, Salva-dor decidió ser tajante.

—¿Señor…? —dijo, y se quedó en suspenso, haciendo ver asu cliente que no le había confiado su nombre, aunque en reali-dad dudaba si no era él quien no lo recordaba.

—Luis —completó, seco, el otro. Discreto y cortante. —Luis —asintió Salvador, y clavó la mirada en aquellos ojos

encendidos—. Luis, mire: el primer interesado en reducir al mí-nimo el tiempo de la operación soy yo. Todo plazo es directa-mente proporcional a la complejidad del proyecto que se consi-dere y los dos sabemos adónde conducen las precipitaciones. Elpresupuesto que yo le envíe de aquí a una semana a más tardarincluirá el precio correspondiente a un servicio óptimo, dentrode unas coordenadas de tiempo y espacio adecuadas al caso. Loque ahora necesito es una descripción suficiente del material aconseguir y su localización precisa para poder fijar una fecha yun precio definitivos. ¿Nos seguimos comunicando por el mis-mo móvil?

Luis deslizó un pequeño sobre hacia él por encima de la mesa.

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—Aquí tiene los datos pertinentes. Elabore su propuesta y co-muníquese conmigo en cuanto esté preparado. Espero su llamada.

Luego dejó un billete sobre la mesa para pagar las consumi-ciones. Antes de irse le pidió, con su estilo, que no se levantarahasta pasados unos minutos después de su partida. Darle el gus-to no era difícil. Minutos después la mesa estaba libre.

Salvador tenía dos horas antes de embarcar hacia Madrid.Decidió coger un taxi e irse al centro a picar algo. Tenía hambre,era la primera vez que estaba en Pamplona y le habían habladomuy bien de sus tapas. El viaje no duró más de quince minutos,durante los cuales se entretuvo comparando el paisaje con el desu Cataluña natal, tan distinto, y el taxista le recomendó un barde tapas que le gustó nada más acercarse a la puerta. Mientrasesperaba a que le trajeran su pedido, sacó del bolsillo el sobreque le había dado Luis. Blanco, estándar, sin ningún tipo de mar-ca o escritura ni mucho menos membrete o logotipos. Dentro ha-bía una hoja doblada en tres. La información era escueta pero,efectivamente, suficiente:

Cepa: GRESPParc de Recerca BiomédicaBarcelona

Lo habitual eran obras de arte o documentos. Aún no habíatrabajado ni para la industria química ni para la farmacéutica,mucho menos en el campo de la medicina o la biología. Los pró-ximos días debería dedicarlos a la investigación para poder co-nocer más sobre lo que le pedían.

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En el despacho más lujoso de un moderno polígono industrialcercano al aeropuerto de Pamplona, dos personas discutían em-pezando a acalorarse. La temperatura aquel día no era particu-larmente elevada, el aire acondicionado funcionaba bien y am-bos se mostraban respeto habitualmente, pero el tema que trata-ban ponía a prueba su estabilidad emocional.

—Por lo que me dices, la situación es complicada —dijo elmás joven de los dos, tratando de mostrarse objetivo ante la ad-versidad.

—Sí —contestó el mayor con la gravedad que merecía el ca-so—. Hasta ahora hemos podido ir maquillando los números,pero si esto sigue así en un par de años más podemos llegar atener problemas realmente serios. La tendencia en las ventas con-tinúa a la baja y nuestros productos estrella, desde que salió esavacuna hace tres años, cada vez se consumen menos. Los genéri-cos nos están machacando.

—Fue un error —juzgó el joven, expeditivo—. Debimos ha-ber apostado por esos medicamentos a tiempo. Hubiéramos co-gido una línea importante, de paracetamol o amoxicilina, y aho-

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ra esos mismos genéricos llevarían nuestra marca. Es lo que yohubiera hecho, al menos —concluyó, en una crítica implícita a lagestión anterior.

—Quizás todavía podamos comprar alguno y lanzarlo —su-girió el más viejo, comprometido con aquella gestión.

—No, es muy difícil —desestimó el nuevo responsable de lasdecisiones—. Las posiciones están ya muy afianzadas y de acuer-do con la legislación no podremos lanzar un nuevo producto almercado hasta dentro de por lo menos dos años. Además, las me-jores patentes son las que ya han caducado y están muy copa-das. ¿Usted qué me aconseja, Ventura?

Era un examen. Otro más. El hombre mayor se lo tomó conpaciencia, pasó por alto el tono insolente del joven para el quetrabajaba y lentamente, procurando ganar autoridad según ibaargumentando, elaboró una respuesta.

—Lo más sensato es proceder con orden. Aunque el tiemponos apremie, deberíamos empezar con un estudio. Todavía po-demos permitírnoslo y, es más, estamos obligados a hacerlo. En-carguemos al departamento de marketing que estudie las situa-ción de los genéricos y las nuevas patentes que vayan a cadu-car. Así tendremos una perspectiva fiable sobre los productoscon posibilidades de lanzamiento. Habrá que aguantar duranteun tiempo con lo que ya tenemos colocado en el mercado, qui-zás considerando cómo reducir costes, y eso desde ahora mis-mo. Pero tú sabes bien que en farmacia tanto por legislación co-mo por capacidad operativa y de reacción cinco años es prácti-camente lo mínimo que se puede tardar en sacar un medicamentonuevo. Nosotros acortaremos los plazos, pero teniendo en cuen-ta los tiempos de desarrollo más vale que empecemos el proce-so bien orientados.

El joven relajó sus facciones. Sopesó lo que acababa de escu-char, o aparentó hacerlo.

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—Muy bien, adelante. Hable con marketing, Ventura. Con-fío en usted.

Reanimado, Ventura se dejó llevar. —Vale la pena intentarlo. Hemos de luchar, no sólo por la

historia de la empresa sino por todas las familias que dependende ella. Recuerdo que en el vigésimo quinto aniversario de la com-pañía tu padre me dijo…

El hijo odiaba el paternalismo. Y en aquel tuteo equívoco lo ha-bía olido de inmediato.

—Mi padre ya no está —cortó—. Y la situación tampoco es-tá como para dejarnos llevar por sentimentalismos.

Por un momento Ventura se quedó mudo. El señor Marche-na había sido el mejor jefe que había tenido en su vida, si bienhay que considerar que casi toda ella había transcurrido a sus ór-denes.

Siempre le chocaba que hubiera tanta diferencia entre el pa-dre y el hijo. Sabía del empeño que su anterior jefe, al que con-sideraba también un amigo, había puesto en la educación desu futuro heredero. Pero aquel futuro se había adelantado y elseñor Marchena había muerto a los sesenta años, pasando suempresa a manos de un hijo que nunca había dejado de preo-cuparlo.

En lugar de asimilar los valores del trabajo constante y el res-peto entre los hombres que su padre intentaba transmitirle, el chi-co vivía para lanzarle a la cara una provocación tras otra con suactitud frívola y soberbia, su descuido en los estudios y las ma-las compañías que infaliblemente elegía. Poco antes de que el se-ñor Marchena hubiera logrado dejar la empresa organizada deacuerdo con su concepto, con la gerencia en manos de profesio-nales y unas pautas muy rígidas sobre la posible incorporación

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de su hijo, limitando la toma de decisiones por parte de éste y sucapacidad de actuación, la muerte lo había interrumpido. El plande sucesión y el protocolo que tenía estudiados, que según él mis-mo y la empresa de expertos que había contratado garantizabanla estabilidad de la compañía, no llegó a aplicarse jamás. El hijoera libre para hacer con su herencia lo que le viniera en gana.

La muerte del señor Marchena había supuesto un duro gol-pe tanto para Ventura como para Marchelab, la empresa a la quehabía consagrado su vida. Ahora él se encontraba frente a Eduar-do Marchena hijo y, aunque el nombre fuera idéntico, las cosaseran muy distintas.

Había aprendido rápidamente que nunca debía presentar unproblema de manera tal que pudiera intuirse que se debía a unadecisión errónea suya. La situación en que ahora se encontrabanse originaba, más que en un error, en una decisión no tomada atiempo. Demasiado habituado al liderazgo natural de su lloradojefe, en el momento de obrar con firmeza había vacilado. No erapues el momento de permitirse confianzas. Regresó a la conver-sación dejando de lado los recuerdos.

—Tienes razón, Eduardo —no lograba abandonar el tuteo,pero al menos le había dado la razón—. Me ha costado muchollegar a estas conclusiones —agregó humildemente, y luego jugósu carta siguiente—. Hay ciertas partidas del balance que no de-jan ver con claridad cuáles son nuestros resultados. Y no digo yade cara a Hacienda, sino a nivel interno.

Aquí Eduardo hijo se puso a la defensiva. Como si fuera res-ponsabilidad suya llevar la contabilidad de la empresa.

—¿A qué se refiere usted? ¿Hablamos de un fraude o de unanegligencia?

El trato de usted marcaba el corte generacional. Amigo de mipadre, no mío, parecía decir. El joven marcaba su independencia.Pero Ventura percibió que ahora era él quien se sentía examinado.

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—Ni lo uno ni lo otro —suavizó—. Simplemente creo quedeberíamos alertar al departamento financiero sobre esta… irre-gularidad —concluyó.

—Ventura —lo atajó Marchena hijo—. El cargo de adjuntono le da derecho a actuar independientemente. Si la empresa tie-ne problemas, lo último que yo quiero es multiplicar los focos deinquietud. Le agradezco su preocupación, pero no vaya revisan-do cuentas por detrás de los responsables. Limítese a marketing,que con finanzas hablaré yo. Si es necesario.

Ventura no insistió. Tampoco le gustaba la actitud de Eduar-do, pero pensó que mucho peor hubiera sido reunirse con él acom-pañado por Cáceres, su mano derecha.

Había hecho bien en aprovechar la ausencia, aquella ma-ñana, del amigo y colaborador más próximo a Eduardo, quiendespués de todo no ocupaba una posición demasiado distintaa la que había sido la suya junto al fundador de Marchelab.Cáceres era una persona de la misma generación que Eduar-do, con un carácter aún más altivo y sobre todo mucho másagresivo.

Se habían conocido en Estados Unidos, en una escuela de ne-gocios de la que ambos habían sido discípulos. Eduardo lo habíacontratado casi enseguida después de que su padre muriera. Lepagaba un sueldazo por reprimir y asustar a los trabajadores, oal menos así resumía Ventura las funciones de aquella mano de-recha, o brazo ejecutor, que para su jefe se había vuelto impres-cindible. Lo odiaba, pero debía convivir con él. Y al pensar en élse le ocurrió que era muy posible que en cualquier momento sedejara caer por allí, por lo que consideró que había llegado elmomento de la retirada.

—De acuerdo, me reuniré ahora mismo con marketing. Losdos tenemos cosas que hacer —y con su dignidad bastante mer-mada con este comentario, se levantó y salió del despacho, ce-

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rrando la puerta tras él. Sonrió a la secretaria de Eduardo, quele devolvió la sonrisa, lo que le hizo pensar que seguramente lahabían contratado para limar las asperezas de su jefe, y se diri-gió al ascensor.

Una vez solo, Eduardo Marchena hijo procuró relajarse re-clinando el alto respaldo de su sillón, al que enseguida imprimióun giro de 180 grados para quedar mirando hacia la terraza desu despacho. Una brisa movió las cortinas que le ocultaban el ex-terior. La cristalera estaba abierta.

—Lo has oído —dijo en voz alta a las cortinas. —Sí, perfectamente —respondió una voz fría.Cáceres pasó entre las cortinas y se quedó apoyado contra la

pared junto a la ventana, mirando a Eduardo. —¿Y qué piensas? —le preguntó éste. —Que estarías mucho mejor sin ese peso sobre tu es-

palda. —Era amigo de mi padre, ya sabes… —se excusó Eduardo. —Ya salió el sentimental. Como si no supieras bien lo peli-

grosos que son los sentimientos para los negocios. Ese tipo es unobstáculo, apártalo…

—Sí, a tu manera. —Tengo muchas maneras. —Ya las conozco. —Tampoco hace falta exagerar. Un pequeño susto que le mar-

que cuáles son sus límites, nada más. —Lo que pasa —dijo Eduardo tras reflexionar un momen-

to— es que siente a la empresa como propia. Cree que aquí estáen su casa y se mete en todo.

—Échalo.—Déjalo —cerró Eduardo el tema, impacientándose—. Tam-

poco nos faltan preocupaciones como para andar obsesionándo-nos con Ventura. Y, ahora, si no te importa…

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También para Eduardo a veces Cáceres era difícil de tolerar.Éste sabía, de todos modos, cuándo retroceder. Salió del despa-cho y, como Ventura, sonrió a la secretaria, pero su sonrisa nofue correspondida.

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