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Mempo Giardinelli

¿Por qué prohibieron el circo?

Edhasa

Primera edición en Argentina: diciembre de 2013

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Buenos Aires – Argentina

ISBN: 978—987—628—282—6

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Índice

Prólogo a esta edición

Texto de la contratapa de la edición mexicana de 1983

Advertencia al lector (Texto tomado de las primeras

ediciones de 1976 y 1983)

Primera parte

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Segunda parte

Uno

Dos

Tres

Cuatro

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Cinco

Seis

Siete

Ocho

Tercera parte

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Brevísimo vocabulario

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Prólogo a esta edición

Escribí mi primera novela cuando tenía menos de veinte años pero también

la decisión blindada de que la literatura sería mi vida. El título era "La tierra de uno",

y rápidamente descubrí que como novela no valía nada y por eso duerme hoy un

justo sueño.

Pero aquel aprendizaje juvenil me sirvió para escribir una segunda novela,

que empecé a los veintiún años, durante el servicio militar. Es ésta que usted lee y

su primer título fue Toño, y más tarde Toño tuerto rey de ciegos.

En 1973 la presenté al Concurso Latinoamericano de Novela del diario La

Opinión, cuyo jurado era intimidatorio: Juan Carlos Onetti, Augusto Roa Bastos,

Julio Cortázar y Rodolfo Walsh.

No lo gané, pero mis expectativas se cumplieron con holgura: Roa Bastos y

Walsh destacaron explícitamente mi novela en el largo artículo que el diario dedicó

al veredicto, el domingo 13 de mayo de ese año.

Fue un estímulo inmejorable, pero como siempre ha sido difícil encontrar

editor para un primer original, mi caso fue uno más. Recién en 1974 Jorge Lafforgue

decidió incluir Toño en la colección Narradores de Nuestra Época, de la editorial

Losada. Lo celebré, obviamente, aunque todavía no sabía que ésta era una novela

maldita. Primero porque por naturales demoras editoriales se fue postergando la

publicación, que finalmente se produjo después del golpe de Estado del 24 de

Marzo de 1976.Y luego porque la edición completa de tres mil ejemplares fue

retenida en las bodegas de Losada hasta que una noche del invierno de ese

espantoso año argentino fue incinerada junto a miles de otros libros de Losada que

los dictadores ordenaron quemar. Ésa fue la causa principal de mi exilio en México,

hacia donde partí en cuanto pude.

En el oscuro trayecto perdí el único ejemplar que tenía, realzado por una

bellísima tapa de Silvio Baldessari, el extraordinario ilustrador de aquella colección

de Losada. En cambio, y por fortuna, conservé unas viejas galeradas de linotipo,

sucias y entintadas, que me habían enviado de la editorial un par de años antes para

corregir. Y que en México me sirvieron para tipear nuevamente esta novela, que sin

embargo ya no me convenció y decidí abandonar, pensando que había envejecido.

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O acaso era que mis ideas literarias iban ya por otros carriles: en 1980 se publicó en

España La revolución en bicicleta, que fue, de hecho, mi primera novela publicada. En

1981 y 1982 se editaron en los Estados Unidos El cielo con las manos y los cuentos de

Vidas ejemplares. Y en 1983 recibí en México el Premio Nacional de Novela por Luna

caliente.

En esos días me llamó el poeta Sandro Cohen, amigo y colega del diario

Excelsior, y me propuso una cita con Luis Mario Schneider, un editor bastante

prestigioso que para mi sorpresa resultó ser correntino de nacimiento y estaba lleno

de nostalgias del mismo río Paraná y de las mismas siestas que yo añoraba, aunque

él llevaba cuarenta años viviendo en México y no tenía nada que ver con el exilio

político. Había fundado y dirigía la editorial Oasis, una empresa pequeña pero muy

activa, y quería leer el original premiado.

De ese encuentro resultó la primera edición de Luna caliente, que se vendió en

un par de meses e hizo que Schneider me pidiera otra novela. No tenía ninguna,

pero le conté la historia de Toño tuerto rey de ciegos, abortada entre miles de otros

libros quemados por los militares. Schneider se entusiasmó y me ofreció publicarla

también.

No fue para mí una decisión fácil, porque ese texto requería una ardua

reescritura. Habían pasado nueve años desde que Lafforgue aprobara el primer

original, y en ese lapso yo había crecido y me reconocía mucho más exigente. De

manera que me apliqué a un riguroso trabajo de reescritura durante varias semanas.

Le quité malezas y vicios adolescentes, y también le cambié el título.

¿Por qué prohibieron el circo? se publicó, igual que Luna caliente, en la colección

El Nido del Ave Roe, de Oasis. Y así como a la primera la presentaba en contratapa

un texto de Juan Rulfo, a ésta la presentó uno de José Agustín, que los lectores

encontrarán a continuación de este prólogo.

La novela se vendió más rápido que lo esperado, e igual velocidad tuvo mi

arrepentimiento: decidí que era un texto menor, que ya no me representaba, y me

prometí nunca más reeditarla y hasta la excluí de mi bibliografía.

Acierto o error, pasaron tres décadas hasta que en 2012 la encontré en la

Biblioteca Alderman, de la Universidad de Virginia, Estados Unidos, donde hay un

único ejemplar encuadernado que me llenó de nostalgia. Pedí una copia escaneada,

pensando en alguna futura labor de arqueología literaria.

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Apenas dos meses después, desayunando con mi editor y amigo Fernando

Fagnani, le conté esta historia y él se entusiasmó exactamente como Schneider

treinta años antes. Me propuso rescatar esta novela y contratarla a ciegas, sin

haberla leído, con lo que me metió en un compromiso porque yo ya no recordaba

cabalmente el argumento.

Desde esa mañana, me apliqué a una lectura crítica de esta novela, pero con

la decisión de no modificarla argumental ni estructuralmente. Sólo hice pequeños

arreglos necesarios, cambié el nombre de un par de personajes, eliminé alguna

alusión que ya no me interesa, y morigeré y perfeccioné la oralidad local de la

historia, que originalmente reproducía vocablos en lenguas guaraní y qom (que

entonces llamábamos "toba"). Hace cuarenta años era una valorable labor reflejar

los sonidos de la oralidad. Hoy pareciera que ya no, pero quise mantenerlo

igualmente porque creo que le da un justo sabor de época al texto.

Releer esta novela, avanzar en ella sin saber lo que seguía e incluso

ignorando el final —puesto que no conseguía recordarlo— fue nomás un trabajo

arqueológico personal. No me sobraba el tiempo ni andaba yo sin otros proyectos,

pero comprendí que en esa tarea estaba reconociendo mi irrenunciable pasado

literario. Y eso es, finalmente, casi todo lo que un escritor posee.

MG.

Resistencia, Chaco, Febrero de 2013.

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Texto de la contratapa

de la edición mexicana de 1983

Por José Agustín

En esta, la primera novela del argentino Mempo Giardinelli, nos

encontramos con un escritor extraordinariamente dotado, que posee la seguridad

instintiva de los grandes artistas; que maneja diversos e intrincados estratos del

lenguaje, con una capacidad poco común; y que se muestra atento a las necesidades

más profundas y dramáticas de los pueblos latinoamericanos que sufren

explotaciones y miserias.

Esta novela, sin perder su condición primeriza, es muy rica: se lee con gusto,

primero, y con apasionamiento después. Los personajes, vistos en su

contradictoriedad, están vivos; y la recreación del pequeño pueblo fronterizo es

magnífica. Hay un doble compromiso aquí: con la suerte de los oprimidos (lo cual

motivó que la edición argentina de esta novela se cancelara en 1976), y con la

literatura misma, pues el autor nos da lo mejor de sí sin auto complacencias ni

fuegos de artificio.

Fascinante, rica en líneas argumentales, en planos literarios, esta novela

también refleja la búsqueda de un estilo propio, ya entonces en proceso de

consolidación, y los vastos recursos artísticos del autor, una de las cartas más

fuertes de la reciente narrativa latinoamericana.

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Advertencia al lector

(Texto tomado de las primeras ediciones

de 1976 y 1983)

Casi todo lo que aquí se relata ocurrió realmente. Sin embargo, como no

quise hacer historia, los hechos aparecen mezclados, exagerados o minimizados.

Fundamentalmente, lo que hay es una absoluta incoherencia temporal. Lo único

cierto es que estos sucesos acaecieron en la provincia del Chaco, años atrás.

Por otra parte, puede que algunas personas se sientan identificadas. Aunque

la mayoría de los personajes de esta obra son imaginarios, es verdad que algunos de

ellos existen o existieron en la vida real. Por eso, hago mía la advertencia con que

Crisanto Domínguez, un plurifacético individuo que protagonizó el Chaco, mi

provincia, en el Norte de Argentina, durante más de treinta años, comenzaba su

libro Tanino. Memorias de un hachero: "Los personajes de este libro podrían ser

ficticios, pero no, son auténticos. Por eso, si alguien se siente zamarreado por estas

páginas y cree que es él; que no lo dude, es él nomás".

La presente versión es prácticamente la misma, con algunas correcciones.

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La edición mexicana de 1983 tenía esta dedicatoria:

Para Mónica, a pesar de todo.

Y para María y Guillermina.

Treinta años después la mantengo y no sólo por elegancia, sino porque es lo

justo.

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PRIMERA PARTE

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Uno

Llegó una mañana temprano, cuando el sol se adivinaba por la claridad que

subía desde el horizonte. Con la mochila al hombro y una valija en la mano,

caminaba lentamente. Tenía el pelo revuelto, una mueca de disgusto en la boca y

una barba nueva y morena que le ensombrecía el rostro. Los ojos, vidriosos,

miraban como mira un muerto.

El pueblo apareció detrás de unos eucaliptos, como si la espesura se hubiera

convertido, repentinamente, en una larga calle. Un par de casas, a cada lado,

parecían formar una puerta de entrada al vecindario. A unos trescientos metros vio

un mástil sin bandera. Más allá, un árbol, otro mástil y un rancho: el final del

caserío, cuyos habitantes, a esa hora, dormían o se desperezaban frente a galletas

mojadas en mate cocido.

Unos pasos más adelante, a su derecha, le llamó la atención un viejo edificio

descolorido, que parecía una mezcla de supermercado ciudadano con tienda de

turco contrabandista. La puerta de madera nunca había sido pintada. Sobre la

vidriera, se destacaba una inscripción: Farmacia Lema. Se acercó.

Adentro, un hombre tomaba mates. A pesar del calor, vestía calzoncillos

largos y camiseta de frisa. Era canoso y no se le distinguían las facciones, pero

miraba hacia la ventana. Tenía la costumbre de contar los mates: decía que si se

tomaban números impares era mala suerte y podía quedar tuerto. Por supuesto,

jamás había tomado uno solo: seguramente hubiera terminado rengo. Lo cierto es

que se asustó y no supo si vio al hombre junto a su ventana en el octavo o en el

noveno. Era uno de los más antiguos pobladores de Colonia Perdida y conocía a

todos sus habitantes, uno por uno.

—No es de acá —murmuró.

Dejó la pava y el porongo sobre el piso de ladrillos. Se pasó una mano por la

frente y achicó los ojos para ver mejor. La figura se hizo más nítida: hasta le vio una

pequeña cicatriz en la mejilla derecha. Se puso de pie y dio un salto hacia atrás. Se

escudó tras el mostrador y tomó la escopeta que guardaba entre los papeles de

envolver.

—Dieciséis de mierda —dijo—. Ojalá que me andés ahora.

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Afirmó los pies en el piso y apuntó con la culata pegada al costado de su

cintura. Pensó: "Si entra lo mato".

Afuera, el recién llegado lo miraba sin verlo. Durante casi un minuto, los dos

hombres parecieron esperar, ventana de por medio. Después, el forastero giró y se

alejó hacia el centro de la calle, hacia el oeste.

El canoso se desconcertó. Arma en mano, corrió hasta la ventana y vio que el

sol despuntaba a lo lejos y comenzaba a castigar las espaldas del desconocido. Lo

miró: era alto, fornido, moreno y una larga melena le cubría el cuello.

Se preguntó cómo había llegado. A Colonia Perdida no conducían caminos

ni vías de ferrocarril. Los aviones pasaban demasiado alto y seguían de largo. Una

vieja picada desandaba larguísimas leguas de monte cerrado, cruzando esteros y

riachos, hasta la ruta más próxima; de ahí a la capital había como cinco horas de

viaje. Pero andar la picada podía requerir varios días de marcha.

Se preguntó, también, por qué había llegado. Y para qué. Colonia Perdida,

en medio de las selvas más vírgenes del Chaco —ni tan al Norte ni tan al Sur pero

más bien hacia el Norte—, era menos que un centenar de habitantes, una larga calle

de tierra y casas dispersas a su vera.

—Malo —aseguró—, esto es malo.

Abrió la puerta y se asomó. El forastero caminaba por el medio de la calle;

estaba a casi doscientos metros de distancia. Al mirarlo nuevamente, sacudió la

cabeza. Era el primer extranjero en veintisiete años.

Dos

Atravesó la tranquera de molinete y se detuvo frente al árbol, un enorme y

solitario quebracho. Más allá, tras los descuidados yuyos del patio, se levantaba una

construcción rectangular, con techo de cinc a dos aguas y una galería en la que se

destacaban las cuatro columnas de grueso urunday. Haciendo ángulo con el árbol y

el viejo edificio, un mástil de tacuara tenía los hilos colgando. En la galería dormía

un hombre, flanqueado por dos perros: uno blanco, lanudo y de cola corta, y otro

marrón, gordo y de cola larga. La botella de vino parecía haberlos emborrachado a

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los tres.

Al fondo había un rancho cuadrado y pequeño que alguna vez había

recibido una mano de pintura blanca. Sobre el techo de adobe crecían dos paraísos.

Fue hasta allí y se detuvo frente a la puerta. Aplaudió tres veces.

—Quién es —preguntó una voz ronca, del otro lado.

—Antonio Oroño, el nuevo maestro.

Pudo escuchar el ruido que hacía el hombre al levantarse de la cama, ponerse

un pantalón y calzarse unas chancletas. Cuando abrió la puerta, apareció un rostro

ajado como una flor guardada entre las páginas de un libro. La cabeza era enorme y

los cabellos reblancos. La nariz puntiaguda caía como un pico de carancho.

—Pase —dijo—, pase.

Adentro había un desagradable olor a encierro, a falta de sol, como si la

transpiración de ese individuo estuviera suspendida en el aire.

—Puede llamarme Toña.

—Y yo soy Juan Palacio. Tome asiento. Ya me visto y preparo el café.

Toña se sentó en una silla de mimbre. El anciano se abotonó una camisa

blanca y almidonada, encendió el calentador y puso la cafetera sobre la hornalla. Se

ajustó el pantalón y se calzó unos viejos botines que le cubrían los tobillos. Cuando

el café estuvo listo, llenó dos tazones, espantó las hormigas de la azucarera y se

acercó.

—Sírvase, ché, está en su casa.

Toña revolvió el azúcar.

—No me esperaba, ¿no?

—Acá nunca se espera nada.

Bebieron en silencio. Después, el viejo preguntó cómo está Resistencia, hace

mil años que no vaya la capital. Toña se lo dijo.

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Se miraron durante unos minutos sin saber de qué hablar, hasta que Juan

Palacio se dirigió a la puerta, la abrió, miró hacia el otro edificio y volvió a cerrarla.

Se sentó en la cama.

—No piense que este pueblo es una porquería —afirmó—. Sólo un poco

aburrido. Hay que conocer la idiosincrasia de la gente, entenderla, hacerse querer

un poco y enseguida se los pone a todos en el bolsillo. Y si no es de mucho pensar y

se hace menos mala sangre, lo va a pasar bien. No digo que yo no haya sentido el

paso de los años, pero le aseguro que no es tan malo como estará pensando.

—Yo no pienso que sea malo. Pedí para venir.

—¡Pidió para venir! ¡Voluntariamente con su voluntá!

—Sí.

—¿Y por qué, si se puede preguntar?

—Me cansé de la ciudad. No me gustaba.

—Yo, en cambio, vine por error. Me anoté mal en el registro, y cuando me

dijeron que mi destino era Colonia Perdida resultó que andaba sin plata. Como me

ofrecían un trabajo, una casa y un sueldito...

Se pasó la mano por la barba. Estaba larga, como de tres días. Se arrellanó en

la cama, recostándose contra la pared, y suspiró profundamente.

—Acá no hay Este ni Oeste —continuó—, ni Sur ni Norte. No hay diferencia

entre que el sol salga o se ponga. No hay sobresaltos. No hay diarios. ¿Sabe la de

cosas que no hay aquí? Eso sí: el que tiene radio se salva un poco.

Los tiempos cambian, se dijo Toña.

—Al principio me gustaba —siguió el viejo—, porque yo era un ante de la

naturaleza, y acá hay mucha. Me sentaba todas las noches bajo el algarrobo y

disfrutaba de esta paz, tomaba mates y hacía planes para cuando volviera. Hasta

que un día vi que todo era igual, que estaba harto de la tranquilidad y que me

olvidaba de los planes con la misma facilidad con que los hacía. Entonces empecé a

ir al boliche y a sentirme cada vez más solo. Pedí la jubilación y rogué que no me la

dieran. Pero ahora vino usted, Oroño, y yo me voy esta misma tarde.

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Se levantó y abrió la ventana. Suspiró. Después se peinó frente a un espejo

que había sobre una palangana.

—¿Y qué le parece el pueblo?

—Todavía no me parece nada.

El viejo levantó dos camisas del suelo y escondió las alpargatas debajo de la

cama.

—Ser maestro es creer en Dios —dijo—. Lo que se dice un verdadero

sacerdocio, ¿no?

—No.

—¿No? —lo miró, sorprendido—. ¿Cómo que no?

—No me parece que sea un sacerdocio. Ni me parece que uno deba creer en

Dios por el hecho de ser maestro. Yo no creo en Dios.

—Uy, uy, uy, eso es malo, amigo, muy malo. En un pueblo como éste ser

ateo no es aconsejable. Le sugiero que no lo diga. Acá la gente trata de creer más y

más, como si fuera una obligación, como si así cada uno se mirara menos para

adentro. La fe es una buena medicina, y Dios no es malo, Oroño, sólo un poquito

olvidadizo. Al fin y al cabo todo el mundo le pide cosas y él no puede estar en todas

partes. Alguien tiene que sufrir y pasada mal, ¿no?

—Discúlpeme, pero no estoy de acuerdo.

—Ya lo sé. Pero quiero verlo de acá a un tiempo, cuando se sienta solo como

un terrón en medio del campo. Ya va a cambiar.

—Hábleme de la escuela, ¿quiere?

—Hay poco que decir. Son cuarenta y dos chicos en el único turno, de

mañana. Y cuatro o cinco que vienen de tarde, pero porque si no yo me aburro.

Están todos juntos para los siete grados. En general Son buenos, pobres, flacos,

brutos, pero... No es importante que aprendan gran cosa. Ninguno va a estudiar a

Resistencia.

—¿Por qué?

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—Porque nadie sale de Colonia Perdida. No hace falta: los chicos hacen lo

mismo que sus padres. El hijo de hachero será hachero. El de padre cosechero será

cosechero. Y heredan también la miseria. El pueblo está ordenado así.

—¿Y el resto de la gente?

—Hay de todo. Ya los va a conocer.

—¿Pero qué hacen, de qué viven?

—Acá se trabaja cuatro meses en las cosechas y todo el año en el obraje. Y

están el cura, el bolichero, el tendero, el farmacéutico, el almacenero, el intendente y

los administradores. Nada más. La gente no hace nada y ésa es su virtud. O hacen

que hacen cosas, pero como cada uno conoce más las limitaciones ajenas que las

propias, todos se resignan y se aceptan así: tratan de vivir lo mejor posible y morirse

lo más tarde que se pueda. No me dirá que no es una buena filosofía, ¿no? Acá no

hay gente mala. Los malos están muertos o aquietados.

Se escuchó una campana. El viejo se puso de pie.

—Venga que lo voy a presentar. La campana la toca Nicasio todos los días

cuando calcula que son las siete y cuarto. Lo habrá visto durmiendo en la galería

con sus perros. Es un borrachín que un día se quedó aquí y desde entonces toca la

campana, corta el pasto y trata de aguantar cada día ese día. Hay que tratarlo como

a un portero y se siente feliz... Y a usté, ¿qué le dio por venir a Colonia Perdida?

—Vine nomás.

—Claro —dijo el viejo—. Yo también vine nomás. Hace cuarenta y cuatro

años.

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Tres

Ahora ambos caminan mientras un grupo numeroso de niños los observa en

silencio. Miran el monte que está ahí nomás. Toño hace un comentario sobre el

paisaje, que es muy gris, y el viejo está de acuerdo en que es una lástima que el

polvo lo cubra todo, pero acá el clima es así y el verano es eterno y uno se

acostumbra, ya lo va a ver, y eso es lo malo: acostumbrarse.

Juan Palacio dice estar convencido de que por más que uno se resista, a la

larga termina adaptándose y se resigna. Los hombres resignados son como las

líneas rectas, no tienen perspectiva. Entonces uno se achata, se recuesta en su propia

soledad y acaba despreciando a la gente, al pueblo, a uno mismo. Es que uno se

contradice y se traiciona permanentemente: justo cuando va a decir se acabó, planto

y me voy, decide esperar hasta mañana. Y mañana se convence de que no está tan

mal como está. Y lo peor es que, siempre, cuando uno se da cuenta ya es tarde.

Toña no lo mira. Siguen caminando.

—Qué quiere que le diga. Me cuesta entender que haya venido por su

voluntá. Parece tan joven. ¿Cuántos años tiene? ¿Treinta?

—Treinta y uno —sonríe, mira al viejo a los ojos—. Pero qué ganas tiene de

quedarse, ¿eh?

—¿Qué? ¿Que yo? ...

—Sí, claro, usted. Tiene unas ganas locas de quedarse.

Juan Palacio frunce el ceño, patea un terrón y suelta una risita forzada.

—Puede ser —dice—. Pero usted ya vino y los dos no cabemos.

Cuando llegan a la galería, Toña mira hacia el pueblo: hay un sulky detenido

a cien metros, una mujer con un bolso en la mano, varios perros, dos chicas que

barren la calle, un paisano a caballo. Después observa a los niños. Casi todos son

muy pobres y bajo sus guardapolvos blanquisucios asoman ropas harapientas. Son

caras angulosas, demacradas, casi adultas.

—Buenos días, alumnos —dice Juan Palacio.

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—BUENOSDÍAS—MAESTRO —grita el coro de niños.

—A la enseña con unción.

Toño lo mira. Está seguro de que ninguno conoce el significado de esa

fórmula. Pero los chicos giran las cabezas cuando empieza a escucharse "Aurora" en

un viejo fonógrafo. Al pie del mástil de tacuara hay un gordito peinado a la gomina

y un peticito con los zapatos lustrados. Izan una bandera desteñida y algo

deshilachada, en un ambiente sin emoción, mientras la mañana se entibia

lentamente.

Después, los niños entran al aula. Juan Palacio se dirige al hombre a quien

Toño viera durmiendo en la galería.

—¿Están todos, Nicasio?

—Faltan dó. El de Luján y un Galínde.

Es un individuo sin edad, pequeño, enjuto y encorvado como el dedo

meñique de una mano caída. Tiene la cara agrietada y cobriza, unos ojos que

parecen dos agujeros de bala y una nariz enorme y roja.

—Nicasio —dice el viejo—. Este's el nuevo maestro.

—Qué tal —dice Toño.

Se miran pero no se dan la mano.

—¿Y usté? —pregunta Nicasio.

—Me voy esta tarde —responde el viejo.

—No va'volver.

—No, nunca más.

Entran al aula. Hay un cuadro de San Martín al frente, y otros dos, de

Rivadavia y de Sarmiento, al fondo. En las paredes hay láminas con vacas, pampas,

insectos y máximas. Debajo de San Martín está el pizarrón. Una ventana da a la

galería. Otras dos, en la pared opuesta, dejan ver el monte. Juan Palacio mira a sus

alumnos, uno por uno, detenidamente.

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—Bueno muchachos —dice—.Yo me voy a la ciudad y se queda con ustedes

el Señor Antonio Oroño, que acaba de llegar de Resistencia. y entonces tenemos que

despedirnos.

Toño juzga que es mejor no estar presente. El discurso promete ser sensiblero,

y la sensiblería lo agobia.

Nicasio ceba mates en la galería. Los perros lo observan.

Toño se detiene junto al mástil y enciende un cigarrillo. Al rato, Juan Palacio

sale del aula, con los ojos brillosos.

—Qué lástima, carajo, qué triste. Nunca pensé que sería tan difícil.

Y camina presuroso hacia la casa, mientras una bandada de cotorras se

anticipa a las nubes que avanzan trotando.

Toño lo mira indiferente.

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Cuatro

El Bar El Jardín era un antiguo caserón de ladrillos con dos grandes vidrieras

que daban a la calle. De jardín sólo tenía algunas flores pintadas sobre el viejo

empapelado hecho jirones. En el salón, de unos diez metros por lado, había varias

mesas cuadrangulares rodeadas de sillas con sentaderas de mimbre tejido.

Mosquitos y vinchucas giraban en torno de los faroles de querosén. Tras el

mostrador, una puerta de la que colgaba una cortina roja daba a las habitaciones

interiores.

Ignoró la insistencia de las miradas y se sentó junto a una de las ventanas.

Había caminado lentamente, observando el paisaje de viejos ranchos de barro y

paja y las pocas casas de material. La gente lo había mirado con asombro desde las

veredas falsas. Era la hora en que se encendían los candiles; algunos sacaban sus

catres de tijera para dormir a la intemperie y otros, simplemente, tomaban mate o

guaripola en las puertas de sus casas. Era la hora en que la noche trataba en vano de

mitigar el sofocón de los cuarenta grados de abril.

Se le acercó un hombre gordo, de mediana estatura, casi calvo y con una cara

pálida como la de un payaso recién maquillado. Sonrió mostrando dos premolares

de platino.

—Usté's el nuevo maestro —dijo—. ¿El Señor Oroño?

Toño asintió.

—Tóo el pueulo habla de usté. Acá no llegan gente, ¿sabe?

El gordo hablaba con tonada paraguaya: las palabras salían como mecidas en

una hamaca.

Detrás, la concurrencia —numerosa— no respiraba. Algunos se habían

inclinado descaradamente para oír mejor.

—¿Qué toma, mestrro?

—Una ginebra, por favor.

—Enseída. Pero va'dispensar que no tenemo hielo.

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Corrió hacia el mostrador. Jamás en su vida había sido tan diligente. Lo

recibió un murmullo perceptible. El gordo chistó como ahuyentando a un perro y

volvió a la carrera. Depositó el pedido sobre la mesa, esperó un instante y luego se

retiró.

Toño lo miró hacer, pensando que los primeros días lo colmarían de

atenciones porque era nuevo en el pueblo. Pero no se detenía a analizar lo que

estaba viviendo. Nada tenía edad. Todo era de hace un rato, ayer, anteayer a lo

sumo. Las cosas pasaban porque tenían que pasar, así había sido todo el día, todo el

viaje desde Resistencia, todo el tiempo anterior, toda su vida, todo lo que vendría.

Se preguntó si de veras vendría algo. En realidad, no esperaba nada. Esperaba nada.

Era su única certeza.

—Disculpe, caraí mestrro —le dijo una voz ronca—. ¿Me deja sentar?

Era un moreno enorme, de casi dos metros, espaldas anchísimas y manos

callosas que sostenían nerviosamente un sombrero aludo.

—Métale.

—Me llamo Gerunflo Romero —dijo el hombrón. Tenía ojos achinados, cejas

quemadas y pómulos redondos y gordos que le ensanchaban la cara. Barbilampiño,

su boca estaba coronada por un bigote ralo. El sombrero descansó en su falda.

—Uno'e misijo é alumno suyo.

—Ahá.

—Sí, hoy vino contento. Al viejo Palacio no le quería por el Nicasio. Ya le

conocerá, supongo...

Toño asintió y pensó que la amabilidad era mentira. Los chicos de la

escuelita lo odiaban, estaba seguro. Los había atiborrado de deberes: un par de

problemas, tres trabajos de geometría, una composición y una lección de

Naturaleza. La mentira era una excusa para acercarse; estaría harto de cacarear

alrededor del paraguayo gordo.

—M'hijo es güeno, mestrro —dijo el hombrón—. Si se hace'l loco déle nomá

por cabezudo. Pero cuídemelo del Nicasio; se la tengo jurada.

—¿Por?

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—Yo le digo nomá.

—Está bien.

El hombre bajó los ojos y se miró las manos. Habló con rabia:

—Pasa que's un generáo... Vez pasada me lo arrinconó al Artemio y se abusó.

Toño achicó los ojos y preguntó:

—¿Cómo dice?

—Eso. Nicasio se lo mandó y yo se la juré.

Se miraron sostenidamente. Y justo en ese momento entró al bar un

hombrecito flaco, que vestía pantalones claros y rotosos y una camisa que habría

sido blanca si la lavaban. Tenía cara de retardado, la boca muy abierta y unos ojos

de mirar vidrioso, achinados, que parecían encerrar entre paréntesis una nariz

anchísima y carnosa. Jadeaba nerviosamente.

Se dirigió al paraguayo, gritando:

—¡Rojo... El intendente... me mandó'ver... al nuevo mestrro...!

—¡Despacio, Marcial! ¡Ya te dije que no entrés así, que me asustás la

clientela!

—Tá'bien, pero el intendente me...

—Ahi'stá —señaló Rojo—. Es el Señor Oroño.

Marcial caminó hacia Toño, con su paso desparejo y rápido. Su mirada

parecía incapaz de fijarse en un solo punto.

—Güenas hiñor —dijo—. Dice'l intendente que l'invita almorzar mañana.

Que por qué no le vio primero a él. Que l'estuvo esperando too el día dihoy. Que

vaye mañana a las docenpunto.

Toño agradeció con un movimiento de cabeza. La concurrencia elevó el

murmullo y algunos cruzaron miradas de entendimiento. Rojo masculló unas

palabrotas.

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Él siguió bebiendo su ginebra.

Page 26: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

Cinco

El mate cocido con leche y sin azúcar le dejó un gusto amargo en la boca,

como si hubiese pegado estampillas toda su vida. Después se recostó en la cama y

fumó un par de cigarrillos.

Cuando escuchó que llegaban los primeros niños a la escuela, se puso de pie

y salió. El sol comenzaba a picar. Caminó hasta el edificio.

—¿Quién es Artemio Romero? —preguntó.

—Aquél —respondió un flaquito picado de viruelas. Señaló a un chico de

unos diez años, relleno y aindiado, de mirada triste, que comía una galleta sentado

en un tronquito—. ¿Quiere que le llame?

—No —dijo Toño. El flaquito lo miraba. Tenía una panza pequeña, como una

pelota escondida bajo el delantal. Las piernas parecían un piolín con nudos.

—Y vos quién sos.

—Miguel.

—Miguel cuánto.

—Miguel Perón.

Tenía los pelos parados como las cerdas del lomo de los pecaríes, los ojos

mínimos, rasgos inconfundibles: era un toba legítimo.

—No te hagás el vivo, pendejo. Tu apellido, de veras.

—Perón —repitió el niño—. Mi papá se llama Juan Perón.

Nicasio asistía a la escena con la pava en la mano. Se acercó a Toño y le

entregó un mate.

—Miguel es hijo 'e un indio que nació n'el obraje hace muchosaño. No tenía

Page 27: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

padre conocido y tonce le bautizaron Juan Perón. Hay mucho jhindio que tienen

nombre de prócere: hay Domingo Sarnmiento, San Martín, Belgrano... Hipólito

Yrigoyen tamién; hasta Julio Arroca, hay de too...

Toña asintió y entró al aula. Explicó la regla de tres compuesta para los

mayores y las tres clases de triángulos para los menores. En la hora de lenguaje

enseñó la conjugación de un par de verbos y luego hizo preguntas a los niños acerca

de gustos, costumbres y detalles de la vida en el monte, las plantaciones y el pueblo.

La mañana pasó rápidamente.

Cuando la escuela quedó desierta, se cambió la camisa, se mojó el pelo y

salió rumbo a la intendencia. Nicasio le indicó el camino. El calor era intenso y

pesado; el mediodía tenía el olor de los aromas del monte mezclado con el de los

guisos que cocían las mujeres del pueblo. Las puertas estaban cerradas y la gente

comía con urgencia para dormir la siesta a la sombra.

La intendencia era la misma casa del intendente, una construcción amplia y

antigua, frente a la iglesia, plaza de por medio, pintada de azul claro y con varias

ventanas —cuyas persianas estaban cerradas— que daban a la galería delantera. Un

seto cubierto de ligustrinas separaba al edificio de la calle. Toña llamó y unos

segundos después se abrió la puerta principal. Apareció una mujer de unos

cuarenta años, pelo castaño oscuro, pechos como ubres y ojos color miel. La sonrisa

dejaba ver sus dientes parejos y sanos.

—Adelante, adelante —lo invitó, casi cantando—. Lo estábamos esperando,

Señor Oroño, creíamos que ya no venía...

Toño se dejó llevar y de paso vio al retardado regando unos naranjos a un

costado de la casa.

Entraron a una sala blanca en cuyas paredes se destacaban tres retratos de

hombres bigotudos y solemnes: un militar y dos civiles. La mujer le rogó que

esperara un minutito. Un quinqué de plata le llamó la atención. Leyó la inscripción

en la base: "A nuestro querido intendente Marcelino Grande, por ser grande entre

los grandes. Su pueblo, Colonia Perdida".

A la izquierda había una puerta. Se abrió y Marcelino Grande apareció

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dando unos pasos enormes. Un bigotazo magnífico, rubio como todo él, parecía

caminar adelante. Toña tuvo la certeza de que había visto alguna vez a ese hombre.

Enseguida se dio cuenta: era uno de los tres individuos cuyos retratos estaban en

esa misma sala.

—¡Salud, amigo, salud! —dijo Grande con voz estrepitosa—.Vaya que es

usté poco formal. Llega al pueblo y no me viene a ver. Tengo que enterarme por los

demás de que se encuentra entre nosotros un eximio maestro ciudadano a quien me

complazco en darle oficialmente la bienvenida.

—Gracias —dijo Toño—. No es para tanto.

—No señor. Soy intendente desde hace diecisiete años, cuando se nos murió

el benemérito y eficiente Jacinto Portal, que en paz descanse, y ésta es la primera

vez que recibo a un visitante. Compréndame...

—Claro, claro...

—Y como le decía, amigo mío —Grande gesticulaba, mostrando sus muchos

anillos. Parecía un molino de viento cuando se zafan los frenos de las aspas—, usté

es un hombre poco formal pero no se preocupe que yo lo entiendo. Estuvo ocupado,

seguro. Y está bien: sólo los ocupados construimos. ¡Qué sería de este bendito país

sin gente que tenga que hacer!

La panza parecía contenida por varias fajas. La culata de un revólver de

considerable tamaño aparecía sobre el ancho cinturón, a un costado de la hebilla de

plata en la que relucían sus iniciales. Sus ojos eran muy claros y sus cejas tupidas.

Mediría un metro noventa y seguramente sobrepasaba los cien kilos.

Se dirigieron a otro salón, en el que había una mesa preparada para tres

comensales. Un florero en el medio, repleto de jazmines, despedía un agradable

perfume.

—Por aquí, Oroño —dijo el intendente—. Le repito que es un honor tenerlo

con nosotros.

—Siéntese ahí —invitó la mujer—. La casa es chica pero el corazón es grande,

usted sabe.

—Grande —dijo el intendente—. Como que me llamo Marcelino Grande.

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Toño sonrió, creyendo que se trataba de una broma. El intendente dispuso

que se sirviera la comida.

Tomaron tres botellas de vino y Grande comió como si lo hubieran tenido a

dieta una semana. En ningún momento dejó de hablar: de Resistencia ciudad a la

que hace mil años que no voy usté sabe las obligaciones al frente de la comuna

porque acá el intendente es además comisario juez de paz y jefe del registro civil

vea es para volverse loco yo no sé uno se sacrifica por el progreso del pueblo pero

hay gente mala son dos o tres a los que tengo bajo control usté comprende los

rebeldes nunca faltan además tengo a mis hijas estudiando en la capital y viera qué

maravilla de hijas contale Mary pero cuídese Oroño porque enseguida se va a hacer

de enemigos lo van a envolver en barullos y mire por más bueno que uno sea la

gente confunde y cree que uno es boludo con perdón de la palabra y si se deja pasar

al cuarto está listo yo sé lo que le digo mire vea siga mis consejos que nadie conoce

Colonia Perdida como yo.

Después del postre se levantó y hurgueteó en un aparador de madera oscura.

Sacó una botella envuelta en una redecilla de hilo y un par de copitas.

—Esto es extraordinario —afirmó—. A este coñac lo tengo desde hace

diecisiete años y ésta es la oportunidad de saborearlo. Me lo regaló Jacinto Portal

antes de morir. Me dijo: "Te lo dejo para las grandes ocasiones, Marcelinito".

Después dio vuelta los ojos y se murió. Fue como la entrega del bastón de mando.

Gran intendente Portal. Una vida al frente de la comuna.

Sirvió las dos copas, se puso de pie y exclamó:

—Solemnemente lo recibo como maestro de Colonia Perdida. Que su gestión

sea positiva en pro de la educación de nuestros hijos y... en fin, disculpe pero no

sirvo para pronunciar discursos. Además, acá no hacen falta. Así que bienvenido.

Mientras tomaban el café, el intendente habló de las mejoras de la calle, de la

poda de las árboles y de las fórmulas con que redactaba los certificados de

nacimientos, matrimonios y defunciones. Hizo hincapié en la necesidad de

mantener la cordialidad entre la gente. Toño se sintió repentinamente cansado, pero

Grande estaba en su apogeo.

—Si el pueblo se aburre, estoy sonado —dijo, agitando el índice derecho de

arriba hacia abajo—. Siempre hay que darles en qué pensar, algo a qué combatir. En

cuantito se sienten bien y livianos me hacen planteos estúpidos. Ya los va a conocer

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—miró el reloj de la pared: eran las tres y cuarto—. Dentro de un rato saldremos

pa'hacer una recorrida. Le voy a presentar a la gente... que vale la pena.

Page 31: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

Seis

—¿Usted pertenece a algún partido, intendente?

—No, acá no hay.

—¿Y eso?

—El Coronel MacGuire, primer intendente del pueblo, determinó que fuera

un cargo hereditario o algo así: cuando un intendente se está por morir nombra al

sucesor. A Portal un día se le dio por morirse y me llamó. "Marcelinito (era muy

cariñoso conmigo), vos vas a ser el intendente —me dijo—. Dale duro a los que se te

rebeléen. Abajo los sagua—á." Entonces llamé a Lema, al tendero Maderal, al cura,

al almacenero Gold y a los administradores del obraje y del algodonal. Fueron los

testigos de la decisión de Portal.

—¿Y el pueblo? ¿No se opusieron, no dijeron nada?

—¡Qué iban a decir! En el entierro de Portal anuncié que me hacía cargo de la

intendencia y que esperaba la colaboración de todos.

—Sí, pero ... ¿y los partidos?

—Nunca hubo, ya le dije. Acá miramos los acontecimientos nacionales como

desde un balcón, ¿vio? Además, sólo unos cuantos estamos enterados de lo que

pasa. Los que tenemos radio. ¿Para qué informar a todos? Si somos pocos. Entonces

nos dividimos entre los que están con los intendentes, en este caso conmigo, y los

que no. Es muy sencillo y se vive bien.

—¿Y los que están en contra?

—A esos los tengo a raya. El día que deje de tenerlos estoy frito.

Cruzaron la plaza. Grande explicó que en el mástil no flameaba la bandera

porque la única que poseían la usaban para las fiestas patrias.

La iglesia era de ladrillos sin revocar. En el frente —de unos ocho metros—

Page 32: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

había una cruz de madera a la izquierda y una enorme puerta a la derecha.

Entraron. La única nave estaba ebria de luz. Tres altos ventanales a cada lado

iluminaban los bancos vacíos. Al fondo, se divisaba el altar: un Cristo chiquito

extendía sus brazos hacia un par de santos ubicados a los costados y, más abajo, se

observaba a la Virgen de la Soledad, vestida de celeste y orlada de estrellitas de lata.

—¡Padre! —gritó el intendente— ¡Padre Gabriel!

De atrás del altar salió una cabeza calva y brillosa.

—¡Chist, carajo! ¡No porque sea intendente va a entrar a las gritos en la casa

de Dios, ché!

A la cabeza calva sucedió un cuerpo menudo, enfundado en una sotana gris.

El Padre Gabriel era un hombre de entre sesenta y setenta años. Tenía los ojitos

perdidos tras las gafas de miope, calzadas sobre una nariz aguileña y tan fina como

toda su cara, y se notaba que era un hombre pulcro y de modales estudiados.

—Está bien, pero no se enoje. Vengo a presentarle al Señor Antonio Oroño,

ilustre visitante de Colonia Perdida y desde hoy nuevo maestro del pueblo.

—Desde ayer —corrigió el cura. Su boca, de labios muy finos, apenas se

movía—. Llegó ayer de madrugada y dio su primera clase acompañado por Juan

Palacio.

—Mucho gusto —dijo Toño.

El cura refregó su diestra en la sotana antes de extenderla.

—Padre Gabriel Maldonado a sus órdenes. y créame que es un placer. Hace

años que no veo una cara nueva.

—Bueno, padre —dijo Grande—. Usté comprenderá que andamos de pasada.

Tengo que presentarle al resto de la gente. Así que lo dejamos.

—Confieso de tardecita —dijo el cura, dirigiéndose a Toño—, y se comulga

en cualquier momento. Pero venga cuando quiera; será un gustazo que me cuente

cosas de la ciudá.

—A charlar voy a venir.

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—Lo espero —dijo el cura, entendiendo.

—Chau padre —dijo el intendente.

Cuando cruzaban el umbral de la iglesia, el sacerdote corrió hacia ellos y le

preguntó a Toño si sabía jugar al truco. "Y claro", fue la respuesta.

En la primera cuadra a la derecha de la iglesia estaba el Bar El Jardín.

Pasaron frente a la puerta, en silencio. Algunos metros más adelante, Grande dijo:

—A Enrique Rojo ya lo conoció anoche. Es mala persona; se hace el

simpático pero es un renegado hijo de perra y un pésimo patriota: como paraguayo

es malo y como argentino peor. Los patriotas no son privilegio del pasado, Oroño. Y

los antipatria tampoco. Este es comunista y anarquista.

Toño no hizo comentarios y así llegaron, en silencio, a la tercera cuadra a la

derecha de la iglesia, donde se ubicaba la Farmacia Lema. Entraron. El intendente

pateó una silla y adentro, tras una puerta, se oyó un murmullo.

—Ricardo —dijo el intendente—. Soy Grande.

Apareció un hombre macizo y retacón. Toño lo reconoció: era el mismo al

que había visto tomando mate y que lo había apuntado con una escopeta. De cabeza

llamativamente redonda y poblada de canas, tenía muchas arrugas en la cara, los

ojos saltones y la boca como un esfínter fruncido. Su mirada era inteligente.

—Ricardo —dijo Grande—. Te presento al nuevo maestro: el Señor Antonio

Oroño.

—Mucho gusto —dijo el farmacéutico—. Creo que ya nos conocemos.

—Sí, claro —sonrió Toño, dándole la mano.

—¿Cómo? —se asustó el intendente.

—De vista —explicó Toño—. Nos vimos cuando llegué.

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—Ahá. Bueno, el Señor Ricardo Lema es el boticario, y eventualmente

médico, del pueblo. Uno de nuestros más eficaces colaboradores. Es importante,

Oroño, que frecuente su amistad. Lema es un hombre culto, sabio, prudente y bien

intencionado.

Toño adivinó un brillo jocoso en los ojos de Lema.

—No es para tanto, Marcelino, no es para tanto...

En la segunda cuadra a la derecha de la iglesia, y sobre la vereda de enfrente,

se destacaba la casa de Ramiro Luján, administrador del Obraje El Quebrachal. Era

una mansión de campo: un edificio cuadrado, de una sola planta y techo a cuatro

aguas, con numerosas ventanas protegidas por gruesas rejas de hierro forjado.

Emplazada en mitad de la cuadra, la rodeaba un parque en el que abundaban

rosales y malvones. Al fondo, había dos limoneros de los que colgaban orquídeas

silvestres.

Una mujer de rasgos indígenas, gorda y morena, les salió al encuentro. Tenía

los pómulos elevados, la nariz chata y la boca carnosa.

—Güena, caraí intendente —dijo la mujer—. Pase usté.

—Cómo le va, Ña Clara. ¿Está Luján?

—Y sí. Pase usté qu'el hiñor Ramiro le va'tendé.

Ramiro Luján era un hombre de estatura mediana, más bien delgado y con

una cara rubicunda y casi inexpresiva que delataba alguna ascendencia sajona. De

unos cuarenta años, su mirada era firme, clara y fría. Tenía unas extrañas manos de

cardíaco: nudosas y con las uñas gordas y anchas. Estaba recién afeitado y

jugueteaba con un rebenque. En la cartuchera, sobre la pierna derecha, cargaba un

Colt calibre 38.

—Hola, intendente.

—Vengo a verlo, Luján, para presentarle al nuevo maestro de Colonia

Perdida, el señor Oroño.

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—Ahá —dijo Luján—. Mucho gusto.

Sin darles la mano, se dirigió al intendente.

—Estaba por ir a verlo. Tengo un problemita que me interesa consultarle.

—Cómo no —se alegró Grande—. Cómo no, Luján, cuando quiera. Usté sabe

que estoy a sus órdenes.

—Lo veré esta tardecita o mañana temprano.

Una cuadra a la izquierda de la iglesia estaba la Tienda El Amanecer. y justo

enfrente, el Almacén Casa Gold. Primero fueron a la tienda.

Los recibió un hombre alto y de pelo escaso.

—Don Grande —dijo con una sonrisa que mostró dos hileras de dientes

equinos: amarillos y enormes—. Qué gusto verlo.

—Floro —dijo el intendente—, te presento al nuevo maestro. y dirigiéndose

a Toño, agregó:

—Floro Maderal, el mejor tendero del mundo, el de los precios... ¿Cómo es

eso, Floro?

—Maderal Floro el de los precios de oro, o Floro Maderal el del precio

especial —sonrió. Los dientes eran impresionantes. Se dieron la mano. El tendero

siguió:

—Me dijeron los chicos que usté's un gran maestro, Señor Oroño.

—Gracias —dijo Toño—. Sus chicos son encantadores.

—Claro, claro —dijo el intendente—. De tal palo tal astilla —y acarició una

tela—. ¿Y, Floro? ¿Cómo andan las cosas?

—Mal, intendente. No nos llega la mercadería. El Gerunflo Romero se retrasa

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con sus mulas y ya no tengo qué vender.

—Algo de eso supe. A Gold le pasa lo mismo.

—No hablemos de esos... ¿Toman algo?

Marcelino Grande explicó que estaban de paso. Maderal insistió sin suerte

un mate un tecito intendente no me desprecie mire qu'es ingrato siempre anda a las apuradas

y usté Señor Oroño venga cuando quiera ya sabe qu'ésta es su casa. Y los dientes equinos

salían a relucir a cada palabra porque su dueño recogía los labios como se

arremanga una camisa.

Mientras cruzaban la calle, Toño se preguntaba quienes serían los hijos de

Floro Maderal.

El almacén era el amplio jól de una casa grande en el cual se habían apilado

estantes, cajones y un mostrador de madera despintada. Había una balanza con dos

platos de aluminio y varias pesas de bronce. Entre latas y paquetes, aceites y yerbas,

moscas y salames, Nicomedes Gold hacía sus cuentas en una libreta y con un lápiz

cortito que cada tanto montaba sobre su oreja derecha. Era bajo y delgado, de nariz

recta y ojos pardos, abundante cabellera y manos firmes.

—Intendente —sonrió, sin mucha convicción—. Buenas, Señor.

—Cómo está, Nicomedes. Vengo a presentarle al nuevo maestro.

—El Señor Antonio Oroño —dijo Gold—. Que vino ayer de madrugada y se

hizo cargo del vacío que nos deja Juan Palacio.

—Exacto —dijo Grande—. Usted sí que es un hombre informado. Mire,

Oroño, acá el amigo es un magnífico exponente de Colonia Perdida: nació y

progresó en el pueblo.

—Y son cuarenta y siete años —apuntó Gold.

—Qué bien —dijo Toño.

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—Y cómo andan las cosas, Nico —preguntó el intendente.

—Andan nomás... Usté sabe que acá no se puede enriquecer nadie.

Solamente se gana pa'vivir modestamente.

Grande miró a Toño, orgulloso.

—Mire qué ejemplo de humildad.

Gold estaba preocupado.

—Intendente... ¿El señor Maderalle dijo algo de mí?

—No.

—Porque usté sabe que tenemos alguna diferencia. Cada vez que hay viento

Norte él aprovecha y limpia, y la mugre viene a mi negocio... ¿No podría hacerse

una ordenanza que prohíba limpiar y sacar basura los días de viento Norte?

—Los días de cualquier viento, Gold —dijo Grande, dirigiéndose a la puerta.

Toño lo siguió presuroso, harto.

Una cuadra más allá, vivía Jesús María Pérez, comisionado de los

Establecimientos Algodoneros Sociedad Anónima. Era una vieja casa pintada de

blanco, con margaritas y malvones en el jardín anterior. Una mujer joven regaba las

plantas.

—Rosario... ¿Está su esposo?

La mujer se dio vuelta y asintió en silencio. Tenía un rostro interesante:

ovalado, de nariz fina con pequeños orificios hacia adelante, boca amplia y sensual

y grandes ojos marrones. Menuda pero esbelta y de pechos firmes, sus piernas se

escondían bajo una larga falda de colores suaves. Miró a ambos fugazmente y

después bajó la vista.

—Pasen —dijo—. Jesús está vistiéndose para ir a la plantación.

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Pérez se peinaba frente a un espejo, en el comedor. Mayor que su mujer,

debía rozar los cincuenta años. Sus ojos eran claros, de mirada fría, y aunque en la

boca se le notaba una mueca de desagrado, o de desconfianza, impresionaba como

un hombre inteligente, calculador y astuto.

—Salú, Jesús —dijo el intendente.

—Buenas —respondió Pérez, quien no pareció alegrarse por la visita.

Grande hizo las presentaciones una vez más.

—Oroño —dijo—, Pérez aún no tiene hijos, pero en cuanto se largue le llena

la escuela.

—¿Usté viene a radicarse? —preguntó Pérez, desviando la conversación.

Toño le descubrió un ligero acento español.

—Sí, claro.

—Bueno, vamos —dijo Grande—. Que si nos quedamos nos invitan a tomar

unos mates y no andamos con tiempo. Chau, Pérez.

Salieron los tres en silencio. En el jardín, la mujer seguía regando las plantas.

Pérez dijo:

—Rosario, adentro que te necesito.

—Pero las plantas, Jesús.

—Un cuerno. Adentro que te necesito.

Caminaban por el medio de la calle. Toño sabía que eran observados, que en

las ventanas manos anónimas descorrían las cortinas para verlos pasar. Solo quería

irse a dormir el resto de esa maldita siesta. Ni siquiera, pensó, voy a sacar la mugre

que me dejó el viejo Palacio.

—Bueno, amigo, ya sabe que estoy a sus órdenes. La semana que viene lo

volveré a invitar a comer. Me gusta agasajar a los que llegan al pueblo.

—¿Pero no era que yo soy el primero?

—No tiene nada que ver. Me gusta igual.

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Se dieron la mano en el centro de la plaza, bajo el mástil sin bandera.

En la escuela, Nicasio tomaba mates en la galería, mientras sus perros

masticaban el aire cazando moscas; el silencio sólo era quebrado por el chocar de las

mandíbulas. Toño lo saludó con un movimiento de cabeza y siguió de largo, hacia

el rancho. Al abrir la puerta, lo sorprendió la limpieza. Miró la cama recién tendida,

las sábanas cambiadas, la alfombrita sacudida, el calentador y los utensilios limpios

y en orden. La ventana estaba abierta y entraba un grueso rayo de sol. Sobre la mesa

había una botella de litro con tres rosas color té. El olor era agradable. Se dio vuelta.

—¡Nicasio, quién me limpió el rancho!

—¡No sé! —gritó Nicasio desde la escuela.

—¡Pero quién vino!

—¡Nadie!

Siete

Esa noche volvió al Bar El Jardín. Se sentó a la misma mesa, junto a la

ventana, y tuvo la sensación de que todo se repetía: el murmullo, la curiosidad

general, el paraguayo gordo que se disculpaba por no tener hielo.

Bebió su ginebra en silencio, mientras repasaba las sorpresas de esa tarde.

Había salido a caminar por los alrededores de la escuela, intrigado por esas flores y

la limpieza del rancho. Cómodamente recostado bajo la sombra de los eucaliptos

que preceden al monte y masticando unas hierbas, había escuchado atentamente los

sonidos de la selva: los gritos de los monos, el canto de los pitohué y el estruendo de

las chicharras, y ese particular zumbido de mosquitos, jejenes y tábanos hasta que,

después de un largo rato, oyó aquellos chasquidos frente a la escuela, seguidos de

un grito agudo y una andanada de insultos. Se acercó a la tranquera, sin entender, y

observó a las cuatro figuras que se dirigían a la plaza: tres hombres vestidos con

camisas celestes, armados con rifles y con cananas cruzadas en pecho y espalda

—uno de los cuales esgrimía un amenazante teyú—ruguay— llevaban prisionero a

Page 40: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

un cuarto individuo.

Llamó a Nicasio, quien armaba un cigarrillo junto al fuego que había

encendido.

—Quiénes son.

—Lo brigáa ... y el otro é jhindio. Habrá robao o eso. Vaye sabé.

Él repitió brigadas y puso cara de no entender.

—Sí, lo brigáa de control de traájo. Hay dó: una n'el obraje y otra n'el

algodonal. Son como policía, ¿vio? La policía d'ellos.

Enrique Rojo se paró a su lado y tosió discretamente. Toño bebió un sorbo y

lo miró a los ojos. El paraguayo esbozó una sonrisa.

—¿Y; qué tal?

—Está buena, sírvame otro vaso.

—No, decía si está contento n'el pueblo.

—¿Por?

—Digo nomá, si le gusta.

—Usted... ¿qué opina de las brigadas de control de trabajo?

—¿Por qué me lo pregunta?

—Porque esta tarde vi que llevaban a un indio.

Rojo movió la cabeza juntando saliva y escupió un gargajo pesado y oscuro.

—Son unos asesino —dijo, mordiendo las palabras—. No me hable d'ellos.

Una hora después, recorrió la calle con la actitud de un centinela alertado. Ya

no había luces y la quietud delataba el sueño en que se sumía Colonia Perdida.

En la galería de la escuela, Nicasio dormía junto a uno de sus perros. El otro

salió a reconocerlo, pero sin ladrar. A la luz de la luna, los brotes de paraísos del

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techo de su rancho parecían dibujar mapas de ríos que desembocan en el mar.

Cuando abrió la puerta, sintió el aroma de las rosas. Le sonrió a la oscuridad

y, sin encender la vela, se acostó vestido, sobre las sábanas, para pensar.

Desde entonces su vida fue tan rutinaria y monocorde como sus clases en la

escuela. Los cuarenta y dos niños llegaban todas las mañanas, atraídos por la

campana que tocaba Nicasio; se izaba la bandera y él pronunciaba algunas palabras

de aliento, en una terca arremetida contra la desilusión que se dibujaba en la

mayoría de las caras. Eran discursos breves, de palabras fáciles y frases cortas. A

veces les hacía preguntas acerca de sus padres, o de las enfermedades que azotaban

a todos, y siempre terminaba exigiéndoles que dijeran sus opiniones, si las tenían, y

los incitaba a discutir con él.

Después de las clases, se preparaba alguna comida, secundado a veces por

Nicasio. Los niños le llevaban, casi diariamente, pollos, gallinas, patos, huevos,

leche, verduras y chorizos caseros.

Por más que quiso convencerlos de que no debían hacerle obsequios —y

aunque más de una vez los rechazó— terminó por aceptarlos, para no herir

susceptibilidades. Después de comer, dormía una breve siesta y por las tardes se

quedaba encerrado en su rancho, fumando un cigarrillo tras otro, con la vista fija en

el techo. Algunas veces escribía cartas que después rompía, o salía a caminar por las

inmediaciones de la escuela y se internaba en el monte.

Todas las noches iba al Bar El Jardín. Casi siempre alguien le pedía permiso

para sentarse con él. Cambiaban impresiones sobre el tiempo, las cosechas, el vinal

que ya era plaga, el régimen de trabajo en los obrajes y sobre la vida y costumbres

de los habitantes de la colonia.

Supo que su llegada fue tema de conversación durante semanas, y que hasta

se produjo una polémica acerca de su viaje por la picada.

Muchos dijeron que había llegado a lomo de mula y no caminando.

Algunos porfiaron haber visto una mula flaca y patizamba en el patio de la

escuela aquella mañana de abril. Ricardo Lema, entonces, decía: "No, vino

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caminando".

Supo también que su llegada despertó desconfianza porque, como todo

pueblo chico, Colonia Perdida sospechaba de los forasteros. Se dio cuenta de que

engendró odios, porque había necesidad de conservar el orden presente, y un

nuevo habitante siempre ocupa lugar e implica cambios. Y generó envidia, porque

los pueblos que durante veintisiete años no recibieron visitas, envidian a los que

llegan y tienen, al menos, misterio. Muchas veces se preguntó el por qué de su

arribo; si había sido para tanto; si soportaría la inmensa soledad de la selva.

Alguna vez intuyó que todo ocurriría lenta, perezosamente, porque el

tiempo carecía de prisa y para la tienda, el almacén, la iglesia, el bar, la farmacia, la

plaza, la gente, todos los días eran iguales. En más de una ocasión se preguntó por

qué. Y se respondió que su única expectativa era la nada; lo más que podía hacer

era dejarse llevar.

Y también lloró, aunque no demasiado. Y poco a poco se dio cuenta de que

ése era un pueblo vacío, resignado y sin esperanzas, un pueblo donde

verdaderamente se podía morir olvidado del mundo.

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Segunda Parte

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Uno

—Y así nomá he de terminar.

—Pero es triste.

—Y qué... Al hambre le v'ia ganar de alguna forma.

—Sí, pero yo digo que es triste haber trabajado toda la vida para terminar así.

—Usté no entiende, mestrro. La ciudá ha de ser distinto.

—No es cuestión de ciudad, Don Sanda.

—Si usté dice...

El viejo Sandalio Quiroga se quedó pensativo. Había sido cachapecero,

hachero, carpidor, peón de playa y ya no recordaba cuántos oficios más. Tampoco

sabía su edad ni la cantidad de hijos que había engendrado; pero no era menor de

setenta años y una colonia de jóvenes Quiroga atestiguaba su virilidad. De ojos

penetrantes, bajo la nariz usaba un bigote llamativamente gris. No era un hombre

corpulento, pero a su lado se tenía una inequívoca sensación de seguridad. Su

cabeza pequeña, poblada de cabellos blancos, le daba el aspecto del abuelo que

cualquiera desearía tener.

Toño, quien poco después de arribar a Colonia Perdida conoció el obraje

guiado por Enrique Rojo, se había hecho amigo del viejo Sandalio desde sus

primeras visitas a las playas de El Quebrachal Sociedad Anónima. Lo había visto ir

y venir, con ese aspecto mezcla de resignación y dignidad que el viejo resumía en su

andar, y una tarde lo siguió hasta su rancho, una tapera de barro y paja custodiada

por una larga familia de perros. Construida en un abra entre tupidos algarrobos e

itines, los arbustos que crecían en el techo delataban su antigüedad. Se acercó en

medio del escándalo provocado por los perros que lo rodearon y ladraron. El viejo

le dijo "güenas" y le ofreció unos mates.

Fue e! comienzo de una útil amistad. En frecuentes, interminables mateadas,

Toño aprendió a conocer e! monte y a distinguir sus ruidos. Aprendió a orientarse

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en la espesura y a diferenciar olores, colores y propiedades. Aprendió que e!

hachero habla mucho con su conciencia, como hombre solitario que es, y que e!

sapukay es un grito de triunfo pero también de impotencia, de rabia contenida, la

única gran prueba que tienen esos seres para demostrarse su dominio sobre la

naturaleza. Porque su labor es compleja y extenuante: cortar el quebracho,

desramado, pelar el rollizo, montado al alzaprima. A veces, todo en un solo día, por

un jornal que apenas alcanza para yerba, vino y pan, y con la atemorizante certeza

de que los hachazos pueden atraer a los yaguaretés. Pero su necesidad de tumbar al

árbol es más fuerte que el temor a enfrentarse con un tigre. Quizás por eso, los

últimos golpes de! hachero son desesperados, cargados de odio, como si esa

arremetida estuviera destinada a matar a su peor enemigo: el que le da de comer.

El viejo sólo hablaba en respuesta a preguntas concretas, y sabía ser explícito

economizando palabras. El resto del tiempo se encerraba en un silencio amplio

como el de las tardes tristes. Se había quedado solo por esas cosas que pasan: un

poco por su mal genio y su egoísmo con las mujeres; otro poco por temperamento;

fundamentalmente porque la vida era así y a él no le importaba mayormente lo que

no entendía con claridad. Para él lo único cierto era que e! monte imponía sus reglas

y era inútil oponerse. La opción era tomar la vida que ese mundo ofrecía, o dejarse

morir. Y como ningún hombre se deja morir, decía, entonces y aunque no

comprenda, vive como puede.

Toño lo escuchaba con atención. A veces se asombraba o pretendía discutir.

El anciano, entonces, se encerraba en un oscuro y pegajoso silencio, como dejándolo

solo, como para que comprendiera lentamente. Y luego decía:

—El destino n'el monte no se cambia, chamigo mestrro; se aguanta nomá.

Yo estaba más loco que una cabra. Me había convencido de que no existía.

Me ponía a prueba constantemente, siempre en busca de lo indemostrable. ¿Quién

me dijo que estoy vivo? ¿Cuál es la prueba, e! certificado, la garantía que indica

categóricamente que uno existe? ¿Y si uno sólo se ha autoconvencido de existir?

¿Acaso ver, sentir, escuchar, transpirar, hacer el amor, hablar con la gente, ocupar,

presuntamente, un lugar en el espacio, es estar vivo? ¿Y quién dijo que en la no

existencia no se ve, no se siente, no se escucha y todo eso? Mil interrogantes por el

estilo me inquietaron durante toda mi adolescencia. Yo estaba más loco que una

Page 46: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

cabra.

Una noche Malena dormía, y yo, desvelado y fumando en la oscuridad, me

preguntaba por qué razón, si ella dormía, su sueño significaba que estaba viva.

¿Acaso el haberle pegado unos chirlos a Carlitos esta mañana —me pregunté—

demuestra que está viva? ¿El hecho de que hoy hayamos cogido después de un mes

(qué le voy a hacer, no tengo ganas) quiere decir que estamos vivos? ¿Sentir algo de

vez en cuando, o ver pájaros o carros que van al mercado al amanecer, implican

aceptar que uno existe? ¿Y si uno no está vivo, qué? Ninguna respuesta, de las que

intenté, me satisfizo. Entonces me dije que seguía tan loco, etcétera, y me fui a la

cocina, me hice un sángüiche y seguí pensando. A ver, me dije mientras comía, yo

creo ser yo con mi cuerpo desde que nací, y soy un tipo físicamente completo,

supongamos, admitamos. ¿Entonces estoy vivo? ¿Soy, existo por eso?

Me niego a aceptarlo, como niego montones de cosas y allí está el problema:

sé lo que niego pero no lo que afirmo.

Terminé el sángüiche y volví a la cama, preocupadísimo.

Pero al día siguiente todo fue distinto. Miré a Malena con otros ojos, no sé si

más críticos o con una desconocida dosis de estupor. Evité hablarle, la eludí

—también a Carlitos— y no hice más que recordar el día en que nos conocimos, a la

orilla del río Negro, y me encantaron sus rizos, su pequeñez, su sonrisa que parecía

empeñada en reflejarse en mis ojos, sus quince años y esa mirada

sorprendentemente verde. Reviví su llegada, en bicicleta, y más de una vez la vi

arrojando esa piedra al agua, iplack!, ¡glug! y hasta volví a observar los circulitos

que arrugaron la superficie, olitas redondas y nerviosas que corrieron como

monjitas huyendo de un convento incendiado, hasta que se disiparon un par de

metros más allá en virtud de no sé qué ley física. Y vi nuevamente a Malena

mirándome (yo diría mirándome verdemente desde el verdor de sus ojos verdes) y

—¿Cómo te llamás?

—Toño —le digo y me dice:

—Pero no. Te pregunto tu nombre, no tu sobrenombre.

Malena y su lógica elemental, que amé y odié sucesivamente.

—Ah. Antonio.

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La miro. Me mira. Siempre verde. Insisto:

—Pero me dicen Toño.

Me mira. La miro. Dice:

—Ya me lo dijiste, tonto.

Y otra piedra ¡glug! Esta más grande, más pesada, el doble, el triple, la tiré yo.

Uno siempre hace cosas así cuando lo sacan de su desgano, cuando no quiere no

sabe qué pero no quiere algo.

Y después recordé a Malena enamorada y enseñándome a querer si quererla

fue enturbiarme, salir de mi rutina, crecer y al mismo tiempo aprender a mentir, a

especular, a luchar para que no me dominara, para no entregarme. Y si es cierto que

los recuerdos se encadenan, desde ese día me volví más nostálgico, creo, porque

empecé a recapitular mi vida, a tientas, inseguro. Por eso mentiría si afirmo que

encontré las respuestas; más bien descubrí nuevos, inmensurables interrogantes. Y

empecé a saber que las posibilidades de la mente son infinitas.

A veces solía matear con ellos el indio Josecito, un mataco joven, ojeroso y

desnutrido que tenía una extraña fortaleza para enfrentar al quebracho.

Era uno de los pocos nativos que trabajaban en el obraje como hacheros,

pues los aborígenes eran tomados, generalmente, como peones de patio, cebadores

o niñeros; las tareas mayores estaban reservadas para los hijos de santiagueños,

correntinos o paraguayos que con el tiempo se habían radicado en la colonia. Los

indígenas se limitaban a tareas insignificantes que los obligaban a vivir en un

estado de miseria permanente, mendicantes y hambrientos. En su mayoría eran

tobas o matacos de aspecto enfermizo. La tuberculosis, las fiebres palúdicas y el

alcohol los devastaban. Tenían los ojos sanguinolentos, las manos siempre

lastimadas y en sus cuerpos se veían heridas que la maleza y su propia ignorancia

reabrían. Muchos de ellos alojaban familias de piojos en sus cabezas, de pelos lacios

pero tan grasientos como sus mismos cuerpos. Eran subseres que no vivían más de

cuarenta años y desde los treinta eran viejos. No tenían amparo sanitario ni legal

alguno y ni siquiera se los inscribía en el registro civil, pues desde los tiempos del

Coronel MacGuire se los había segregado. Sólo unos pocos, los que trabajaban

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como sirvientes domésticos, niñeros o jardineros, entraban al pueblo. Casi todos se

habían convertido al catolicismo, la mayoría más por miedo o ignorancia que por

convicción. La iglesia de Colonia Perdida daba misas exclusivamente para ellos los

domingos al caer la tarde, pero nunca a la mañana por el olor intenso que dejaban.

Eran razas amansadas a fuerza de castigos y acostumbradas al trato con los

blancos. Pero conservaban sus tradiciones, entre ellas la de vivir de la caza y de la

pesca en los numerosos esteros de la zona. Minoritarios en el poblado y sus

alrededores, vivían desperdigados en el monte, o en pequeñas comunidades

formadas por unas cuantas taperas. Desde siempre, sabían bastarse con lo que la

naturaleza les daba. Y quizás esa costumbre, esa autosuficiencia hizo que fueran

casi exterminados. Josecito siempre lo decía en su castellano duro: "Blanco le mata'l

monte; y si monte tene indio, jodió indio".

Todas las noches Toño comentaba con Enrique Rojo sus impresiones, y el

obeso paraguayo lo escuchaba sin sorprenderse porque la vida en el obraje no era

extraña para él. Una vida dura, que comienza antes del alba, con la mateada que

arranca a las dos o a las tres de la mañana. Se trabaja a partir de las primeras luces

del día, hachazo tras hachazo, y se interrumpe cuando el calor es más intenso. Se

come algún pedazo de charque con galleta dura, se bebe agua de botellones y

algunos simplemente mascan tabaco. Luego se continúa la faena hasta que oscurece,

y después se duerme. Los hombres matizan las noches con abundante ginebra o

caña.

Los Establecimientos Algodoneros Sociedad Anónima abarcaban diversas

parcelas de tierra que se habían ganado al monte a lo largo de los años, y algo más

de tres mil hectáreas que conformaban un enorme rectángulo a una legua de

Colonia Perdida.

También se trabajaba el algodón en pequeñas chacritas que explotaban

aparceros y arrendatarios. El acopio era monopolizado por la empresa que dirigía

Jesús María Pérez, y que se encargaba de llevar el producto a los centros poblados

en largas filas de carretones tirados por bueyes o caballos, a través de la única

picada que comunicaba al pueblo con la ruta que iba a la capital.

La jornada también comenzaba muy temprano, y continuaba hasta que la

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tierra se recalentaba y endurecía por la acción del sol. Bajo el rigor del verano casi

eterno, trabajaban ininterrumpidamente hombres, mujeres, niños y ancianos, y se

los reconocía también por sus manos, plagadas de sangrantes callos de tanto

meterlas en los capullos para arrancarlos. Los cosecheros transpiraban

profusamente, lo que los obligaba a beber caña o agua calientes. La protección que

les brindaban los sombreros de paja, o los pañuelos empapados que se anudaban

alrededor del cuello, eran pobres recursos para evitar deshidrataciones o insolación.

De todos modos, la recolección del algodón era la época más próspera de esa

gente, si prosperidad era un concepto aplicable a esas vidas miserables.

Nadie escribe su historia si no es uno mismo, empezó a repetir un día. Hacía

ya bastante tiempo que lo notaba cambiado, extraño. No me sorprendió; lo conozco

mucho más de lo que él cree y siempre sé si viene con alguna locura nueva. Todas

las madres del mundo nos damos cuenta de lo que les pasa a nuestros hijos. Y yo

enseguida supe de esas ideas raras que tenía, porque a la hora de almorzar se ponía

a hablar de las injusticias del mundo, como si una no las conociese. Comíamos y

hablaba del hambre. Yo le decía Toño, comé querido, no te preocupés por eso, que

hambre siempre hubo, no hay nada que hacerle.

Primero era yo sola, pero cuando la conoció a Malena ella también se dio

cuenta y por suerte lo cambió un poco. Pero yo sufrí mucho; qué no hace una madre

por su hijo adorado. Cuando era chico le daba todos los gustos, lo mimaba, le

compraba lo que quería. Y después que murió Antonio padre más todavía, cómo no,

si Toñito era mi alegría, mi vida entera, mi desvelo constante, y yo sólo quería que

fuese feliz y supiera el sacrificio de esta madre que dejaba todo de lado por él. Pero

los hijos son todos iguales. Como pajaritos: aprenden a volar y se olvidan de la que

los trajo al mundo. Sólo Dios sabe cuánto hace una madre por su hijo. Es la ley de la

vida, sí Señor, en algún lado debe estar escrito que una sufra tanto.

Claro que por suerte, después que nació Carlitos se puso mejor, dejó de

pensar en esas ideas y anduvo amoroso otra vez, democrático como Dios manda.

TOÑO (en el porsche que da al jardín de la casa frente al río).

—Dejate de decir tonterías, mamá. Cuando nació el chico, ustedes no

hicieron otra cosa que joderme.

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MAMÁ (tejiendo en la mecedora de mimbre que juera de Antonio Padre).

—No me desmientas,Toñito. Nunca dudes de la palabra de tu madre que te

quiere tanto y sólo vive para vos. Si hasta habías dejado de ir a la iglesia, acordate...

Y mirá que yo te lo decía, ¿eh?

TOÑO (en Colonia Perdida, en el rancho detrás de la escuela).

—¡Dejame de hinchar las bolas, querés!

MALENA (en la cocina, donde prepara un pastel).

—¡Toño! ¡No trates así a tu madre, le debés respeto!

MAMÁ (un domingo, mientras amasa y corta ravioies).

—Dejalo, queridita, es un ingrato como son todos los hijos. Ya te va a tocar a

vos también. A los hijos hay que comprenderlos; no tratar de reformarlos. Cada uno

es como es y nosotros los viejos tenemos que adaptarnos. Los tiempos nos superan.

Una tarde, mientras caminaba por la picada que conducía a lo de Quiroga,

Toño escuchó el ruido de alguien que corría.

—¡Hijo 'e puta! —gritó una voz, en el monte—. ¡Brigáa hijoputa!

Se dirigió hacia el lugar de donde provenían los gritos, pero se enganchó en

unas lianas y se distrajo para zafarse. Cuando levantó la vista, un hombre bajo,

chueco y musculoso, lo miraba desde unos cinco metros de distancia. Tenía un

hacha en una mano y temblaba de indignación. Parecía más joven que lo que

seguramente era. En sus profundos ojos negros se reflejaba e! instinto animal de!

montaraz que vale por y para sí mismo. En el monte un hombre vale su voluntad,

su destreza, su coraje; no hay vida más librada al azar que la suya. Y en ese

individuo se notaba que todo estaba en contra de él y que él estaba en contra de

todo.

—Qué le hicieron, amigo...

Page 51: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

—Lo brigáa ... ¡Me robaron n'el pesaje, añá membí! Rollizo poguasú nicó era

el mío. Pero siempre nos joden, nomá, siempre igual.

Toño extrajo un cigarrillo recién armado y se lo ofreció.

—Lo persiguen —preguntó.

—No ha de... Hace rato que meandanjodiendo nomá.

Fumaron en silencio, sentados en el suelo. Se dijeron sus nombres y Toño

formuló algunas preguntas para las que no obtuvo respuesta. Quirurgo Gauna era

un hombre cauteloso.

Sandalio Quiroga estaba sentado con las piernas abiertas y el sexo le

abultaba exageradamente bajo la bragueta de la bombacha. Los tobillos al aire

dejaban ver su carne ajada y sucia, y las alpargatas parecían parte de sus pies.

Las verdes llamas de un palo santo encendido los iluminaban más. Toño

tenía el ceño fruncido y escuchaba atentamente.

—Maguire era retobáo como él solo... Nunca se sacaba el sombrero 'e corcho,

ni pa' dormir. Y andaba siempre con el latiguito en la mano, que si le agarraba a uno

capá que le partía la jeta en dó. Jue medio mujerengo, eso sí. Machazo, viera mestrro,

que no quedaba ninguna pa'mujer de los otro gente. Paece que él nomá se las

culiaba toa. Y siúro que de alguna le habrá nacido el rubito ése, el Richar. Pero nicó

habrá sido por vergüenza, porque el Coronel Maguire era maridao, que le negó al

mitaí y tonce le hizo aparecer como hijo de un capanga que tamién era bringo, y

soltero. Un tal Jái, que despué se murió en una fiebre... El coronel nicó le obligó a

toito que le llamáramo Ño Richar Jái al chico. Y güeno..., aunque too sabíamo qu'era

su hijo de él, igual nomá le empezamo a llamar asi, como había ordenao el patrón.

"Pero despué pasó lo año y cuando Portal jué intendente una vé le llamó al

Ño Richar y le dijo que mejor no se llamara má así, porque había qué ser too

argentino. Le ordenó que se pusiera un nombre que no juera bringo... Y paece que al

Ño Richar no le pareció mal porque al otro día, nomá, va y dice que nadie má le

diga Richar Jái y que dende ahora se iba a llamar Ramiro Luján, en honor de una

virgen que no era de por acá".

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El viejo cebó otro mate y lo sorbió lentamente.

—Igualmente el don Ramiro sigue siendo medio bringo por lo refinao.

Se rascó una pierna y miró alternativamente a Josecito y a Quirurgo Gauna.

—Éste jué de los primero que sufrió e! efeto. ¿Te recordá, cheraí? Se hizo un

largo silencio. Todos parecían concentrados en los mismos recuerdos.

—Le mataron al padre. Lo brigáa. N'de balde que se resistió el taitá de José,

que era juerte demá. Lo brigáa le cepearon tres día y ni siquiera le dieron ahua pa'

tomá. Y cuando le dejaron ir, por atrá le siguieron dó hasta la tapera y áhi le

carnearon alante la pendejáa.

—Por qué hicieron eso.

—Porque se le había retobao a un capatá que le tenía ojeriza. Un día le hizo

provocar por un brigáa brasilero, un negro grandote, malo. Le acusó de robarle la

ginebra de su caramañola. Tonce el taitá de José le dijo que no había sido, y se dio

güelta y se jué pa'las casa mientra el negro le insultaba fiero.Y güeno..., esa noche le

buscaron y le llevaron al monte pa' guasquearle. Le llenaron la boca 'e ortiga pa' que

confesara, y despué vino el Ño Richar Jái, que acababa de cambiarse'l nombre, y le

hizo estaquiar. Sufrió demá el pobre, viera, que s'escuchaba de lejo su grito...

Mientras el viejo Sandalio chasqueaba la lengua, entre sorbo y sorbo, Toño

observó a Josecito: la frente lisa, las cejas casi lampiñas, como sus mejillas, y toda la

cara del color de un ladrillo nuevo. Sus ojos estaban secos y opacos. Parecía ausente.

—De ahí en má —siguió el viejo Sandalio—, lo brigáa se hicieron má bravo.

Que lo jusile, que la metralleta, que lo guascazo, la verdá es que nunca má hubo pá.

Al que se quejaba, cepo. Al que no, no. Tonce too elegimo... Porque al que se

retobaba le dentraban en los rancherío y meta bala y lonjazo nomá. Por un retobao

ligábamo too... Y usté sáe: la gente, con tal de vivir tranquila, aguanta cualquier

cosa.

La noche era fresca y un ruido de sapos lejanos parecía flotar en la brisa que

venía de los esteros que habían alimentado las últimas lluvias. Toño hizo una seña

al anciano, indicándole que no quería más mates. Prendió otro cigarrillo.

—Mese despué hub'una bailanta n'el obraje, como siempre los día de pago, y

se armó un tiroteo flor. Un correntino que jué mi amigo, Paricio Ayala, se mamó

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fiero y empezó a insultarle a Pére, qu'era capatá del algodonal, por no sé qué asunto.

Peló su machete y le quiso peliar, tonce Pére sacó su réminton coli, ése que siempre

usa a la cintura, y le baleó en medio 'e la fiesta. ¡Pa' qué! Ahí nomá se armó el

desparramo y volaron la silla y los musiquero se escuendieron con el mujerío y too

sacamo lo machete... Yo me alcé con un finao y a otro le corté un'oreja. Pero de atrá

m'encajaron un planazo n'ia espalda y áhi nomá quedé tendío... Por suerte, porque

al ratito nomá cayeron lo brigáa del algodonal qu'estaban toito trancao tamién y

meta tiro se bajaron como dié gente. Jue brava la cosa: como dos noche siguieron

apretando al rancherío y a unos cuanto le estaquiaron. Too jhindio, porque a Pére se

le había metido en la cabeza que jué indio el iniciador del baleo. Mire si habrá estao

en pedo que ni en cuenta se dio de que'l Paricio jué el primer finao. Y todo porque el

don Pére siempre le tuvo ojeriza a l'indiada, porque cuando le trajeron de la Uropa

un malón le atacó en las casa y le mataron toíto a su familia. Jesú nicó jué el único

que se salvó...

El viejo se mordió los labios mientras miraba en derredor, como vigilando la

discreción del monte.

—Eso gente siempre le persiguieron demá a lo jhindio. Jodido estuvimo too,

como ahorita nomá, porque pa' eso semo pobre, pero a éstos, mestrro, ni que jueran

chancho cómo le mataron siempre... Que Pére, que Luján, que'l mismo Grande,

pero al que no le finaban l'estaquiaban, o meta lonjazo nomá... Y despué el

intendente dice que en este paí no hay má esclavitú... ¡Pa'ello no hay má!

Toño suspiró ruidosamente; le interesaba el relato, pero estaba cansado y se

sentía inquieto.

—¿Tá cansao, charnigo? Si se aburre no se haga el educáo, ¿eh? Se va cuando

quiere nomá.

—No, no, Don Sandalio, no es cansancio. Lo que pasa es que no entiendo

cómo aguantan —se preguntó si era eso, realmente, si acaso no volvía a hartarse,

otra especie de hartazgo. Pensó en Malena, en por qué él estaba ahí, en cuál sería su

lugar en el mundo. ¿Había un lugar? Espantó un mosquito del brazo—. Pareciera

que todo está escrito, que no puede ser de otra manera...

El viejo carraspeó y soltó un suspiro largo.

—Yo no sé si esté escrito en algún láo. Y ademá yo no sé lér. Acá ninguno

saémo —hizo un gesto con la mano, abarcándolos a todos—. Pero lo que sí saémo es

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que los brigáa son dañino demá. Como yarará, son. Les buscan en la ciudá, en

Resistencia, Corriente, Formosa, entre la gente más pior, y les dicen que son

fugitivo de la justicia, que má vale se vengan a escuender aquí n' el monte. Les dan

rancho y comida, su arma, su platita y órdene pa' joder a los pobre.Y ello obedecen.

Así nomá é.

Josecito se movió para avivar el fuego con unos palos.

—Nojotro aprendimo rápido, mestrro. Hace muchos año, ya. Un brigáa se

muere y ya preparate porque traen otro, má malo toavía. Y le irrespetan a las

mujere, se abusan cuando tienen gana... Y lo pior es que nojotro semo zonzo, ésa's la

verdá, porque ahí las compañía organizan una bailanta, reparten el chupi y ahí

vamo nojotro, nos mezclamo toíto el paisanaje, nos ponemo en pedo y nos

olvidamo... No nos damo en cuenta: juntamo rabía al cuete nomá. Como la vez

pasáa, que con un Lucho Sánchez, que es hachero, le jugamo un truco a uno brigáa

y le ganamo, pero ello son malo perdedore y se enojaron y no quisieron pagar...

Siempre igual: se reviran y pelan los machete, los cuarentaycuatro, y empieza el

escarmiento. Así le dicen: escarmiento... y pior toavía los días de pago, porque

nojotro saémo que nos roban con las liquidacione. Los patrón y los brigáa te

patrulla el monte, te contabiliza el rollizo, te calcula l'algodón, te engaña n'el pesaje

y tamién te roba en los vale que te da la compañía. Siempre están paráos detrás del

contador, como buitres, esperando a ver si vó te quejá de las cuenta d'ello, o de los

vale que te dan. Porque aquí plata, lo que é plata, pocas vece vemo nojotro.Y eso

que trraajamo duro, juerte, todo los día, vece lo sábado, vece lo domingo tamién, y

sin saber de las leye ésa que dicen que hay en la ciudá, que dio el general Perón, y

que les dio tamién jubilacione, güeno, aquí nada d'eso aplican las compañía. Ni

nunca supimo de jubilacione. ¿Vó supiste alguna vé, cheraí?

Josecito negó con la cabeza.

—Por eso, chamigo, aquí cada uno hace lo que puede. Y si ya no servís

pa'trraajar, mejor te vas muriendo. El destino acá no se cambia, ya te dije.

Alpedamente que uno procure.

—Tá bien, Don Sanda —intervino Gauna, tosiendo para aclarar la garganta y

bajando la cabeza, respetuoso—, pero yo siempre le 'igo a usté que no nos podemo

dejar así nomá. No vaye creer el mestrro que nosotro nos dejamo...

—Sí, vó siempre decí nomá...

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—Áhi anda Rojo diciendo que tenemo que hacerle una güelga al Don Ramiro

y al Don Pére. Qu'eso les va'joder.

—Sí, capá que les duele. Cuando estaba el general dicen que seguro les

hubiera dolido. Pero aura nos puede doler máh a nojotro.

—No, Sanda, no crea; ya semo vario los que'stamo pensando.

El anciano se tomó un tiempo antes de responder. Miró a Toño, a Josecito, a

Gauna. Dijo:

—No sé, Quirurgo. Yo hace pilas de año que vengo pensando.

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Dos

—Que venga —dijo el intendente.

Marcial Calloso lo miró sin entender. Abrió la boca como para un bostezo y

preguntó:

—Quién.

—Rojo. Que venga.

Junto a la verja que daba a la calle, unas charatas se alborotaron alrededor de

Marcial y el tero domesticado se puso a saltar como si hubiera pisado un cigarrillo

encendido. Doña Mary regaba el patio que separaba la casa del despacho.

—A dónde vas —preguntó.

Marcial se detuvo y la miró lánguidamente.

—A buscarle a Rojo.

Se quedó con los ojos fijos en ella. Parecía bobo y lo era. Tenía treinta años

pero aparentaba cincuenta. Desde chico había oficiado de secretario de la

intendencia, a cambio de comida y algunos pesos que recibía los sábados.

—Bueno —dijo la mujer—. Andá, no te quedés ahí parado.

Lo vio alejarse levantando nubecitas de polvo con las alpargatas bigotudas.

"Era hora que Marcelino le apretara las clavijas —pensó—. Comunista asqueroso."

Enrique Rojo lustraba la bandeja de plata, recuerdo de la Guerra del Chaco.

Se la había regalado un soldado que fue asistente del general Gutiérrez en la

Brigada 22, en la que también él prestó servicios. Sargento a los catorce años, ya no

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le gustaba acordarse de aquellos meses en el frente de Fortín Boquerón. En las

misérrimas trincheras había conocido el dolor, la cercanía de la muerte, el hambre y

todo tipo de sensaciones que lo hicieron dudar acerca del valor de la vida.

El Bar El Jardín estaba casi vacío: el Tarta Riquelme mascullaba borracho,

junto a una botella de vino, y cada tanto se dormía para despertar sobresaltado por

sus propios eructos. Toño, frente a un vaso de ginebra, pensaba en lo que minutos

antes había dicho Rojo respecto de esa guerra: que nunca entendió por qué y para

qué se peleó con tanta vehemencia y a costa de tanta sangre. "En realidad —había

concluido— nunca entendí ninguna guerra. Los hombres no se dan cuenta 'e qu'en

las guerra no gana nadie; pierden todos."

Marcial Calloso lo sacó de esas cavilaciones:

—Rojo: el intendente 'ice que vaye —anunció desde la puerta.

Enrique Rojo hizo una mueca de disgusto.

—Y qué quiere.

—No sé, así nomá me 'ijo.

Rojo recordó sus discusiones con Marcelino Grande cada vez que éste lo

intimaba para que se nacionalizara. Había tenido similares problemas con Jacinto

Portal. El chauvinismo de los intendentes lo fastidiaba. Pero él había escapado del

Paraguay por motivos políticos y no tenía intenciones de nacionalizarse, lo que

además en esos parajes era absurdo e imposible.

—Que se deje de joder.

Marcial lo miró. Tenía las facciones de goma y los huesos parecían saltarle

adentro.

—¿Le 'igo así?

Rojo asintió con la cabeza y Marcial giró para salir, pero Toña lo detuvo y le

dijo que esperara.

—No sea pavo, Rojo. Vaya a verlo o tendrá problemas.

Rojo dejó la bandeja en el mostrador y se acercó.

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—¿Le parece?

—Estoy seguro, hombre. Después de todo es el intendente. Aunque no le

guste.

—Pero me argela demás. Lo que pasa es que no tiene náa que hacer.

—Y que usted es el único extranjero del pueblo.

—Lev'ia hacer morder el culo con mi perro pa' que se deje de joder.

Marcial soltó una risita y con una mano se rascó las nalgas, debajo del

pantalón. Rojo se dio vuelta.

—Andá y decile qu'estoy ocupado. Que v'ia d'ir más tarde. Marcial salió y

Rojo desapareció tras la cortina que separaba el salón de la casa.

Toño se quedó pensando en esa tarde de julio; en el invierno breve del Chaco;

en esos tres meses de vivir en Colonia Perdida durante los cuales lo había tapado

todo. Su vida, hasta su arribo al pueblo, era la síntesis de algo distante, una luz que

se ve a lo lejos, de noche, un resplandor que se le aparecía en algunas pesadillas,

cuando Malena, Carlitos, su pasado, adquirían características de monstruos alados

y malignos, de palomas malamente presagiosas que cuestionaban su presencia en

Colonia Perdida. Le decían que ése no era su lugar, que su sitio tampoco estaba en

Resistencia, que su existencia misma era un equívoco y que, por eso, su única

posibilidad era la muerte.

Consideró cuánto se había consolidado su amistad con Rojo. Devenidos

mutuamente en confidentes, se consultaban casi todo y mantenían una relación que

era mal vista por Marcelino Grande, pero a la que ellos fomentaban quizás por esa

misma razón. Esa complicidad los hacía sentirse menos solos.

Después de un segundo y último almuerzo en la intendencia —en un clima

más bien frío, casi hostil—, había optado por recluirse en la escuelita y, por las

noches, en el Bar El Jardín. Con Floro Maderal había conversado en tres

oportunidades, en la puerta de su tienda, sobre nimiedades; otras veces había

fingido no verlo. Con Nicomedes Gold, en cambio, había hablado algo más, hasta

que se hartó de escuchar su pequeña disputa con Maderal. Con Pérez se ignoraban

mutuamente; y desde un comienzo había sentido el desprecio de Ramiro Luján.

También recordó la tarde reciente en que, luego de que fustigara

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públicamente la existencia de las Brigadas de Control de Trabajo, Grande lo mandó

llamar. Con toda calma le explicó que cumplían una función social importantísima,

de resguardo de intereses que eran beneficiosos para el pueblo; de contralor para el

mejor rendimiento del desmonte y la posterior carpida que daría excelentes tierras

para la explotación del algodón; de vigilancia contra eventuales contrabandistas

que vinieran desde el Paraguay, vía Formosa, y de freno a los desmanes de esos

indios matreros, carajo, que son todos una manga de vagos y ladrones.

Él habló, en cambio, de la miseria en que vivían los trabajadores y del mal

trato a que eran sometidos, y le recordó que algunos podían ser taimados en

defensa propia pero todos eran humanos.

—Acá hay demasiadas injusticias, intendente.

—Se hace lo que se puede, Oroño. Pero usté mejor no se meta. Acá vino de

maestro, no de político.

—Lo siento, pero si puedo ayudar a esta gente lo vay a hacer.

—Entonces, seguro que usté tiene que ver con el petitorio ése que nos han

entregado.

—¿Qué petitorio? —mintió. Sabía bien de que se trataba. Rojo y Quiroga lo

habían redactado una semana atrás, con copias para Luján y Pérez. Pedían un

aumento de la remuneración por rollizo lampiñado, del doscientos por ciento y con

pago en efectivo; la eliminación del sistema de vales; la jornada laboral de ocho

horas y un doble franco semanal; una comida gratuita por día; la disolución de las

brigadas; la efectivización de aportes jubilatorios por parte de las empresas; un plan

de sindicalización de obrajeros y cosecheros y otro de asistencia en caso de muerte o

enfermedad.

—Usté sabe a lo que me refiero.

—Claro, porque yo leo en su mente.

—No se haga el vivo.

Marcelino Grande se recompuso y su despedida fue política: "Le recomiendo

que se limite a sus funciones escolares. Acá hay un orden que debe cumplirse: unos

mandamos; los demás obedecen. El timón del pueblo está en mis manos, y los años

y la felicidad de Colonia Perdida atestiguan que son buenas manos. Así que

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dedíquese a lo suyo".

Marcial Calloso volvió al ratito de la intendencia. Preguntó nuevamente por

Rojo, que se asomó corriendo la cortina.

—El intendente quiere que vaye'nseída. Y con tu perro.

—¿Con mi qué?

—Tu perro. Que le lleve.

—Pero áique joder.

Volvió a entrar a la casa mientras Marcial se secaba unas babas con el

antebrazo. Luego de unos minutos reapareció con el perro. Le había atado un

cinturón viejo alrededor del cogote. Era un animal de cualquier raza, grande, negro

y peludo. Tenía una bocaza inmensa y la lengua le caía por un costado. Marcial lo

miró con respeto.

—¿Me acompaña, mestrro?

Sin hablar, Toño terminó la ginebra y se puso de pie.

El despacho del intendente era un salón espacioso que alguna vez había sido

pintado de amarillo y en cuyo techo abundaban las telarañas. Sobre el escritorio

había un tintero, dos lapiceras, un lápiz, una pila de expedientes de pocas páginas y

algunos papeles sueltos. Del otro lado, echado hacia atrás, Marcelino Grande

miraba por la ventana. Sus espaldas abarcaban todo el respaldo del sillón. El frío

comenzaba a hacerse sentir y por la ventana entraba una brisa olorosa a monte, a

verde virgen.

—Salí, Marcial —dijo el intendente.

Marcial Calloso salió. Rojo preguntó qué quería. Grande lo ignoró:

—Viene bien que haya venido, Oroño —dijo fríamente—. Será testigo.

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—De qué —preguntó Rojo.

—Vea, yo a usté lo tengo calado —Grande señaló despectivamente al

animal—. El perro...

—Y qué pasa con el perro.

—El nombre.

—Se llama Stalin.

—¿Y qué le parece?

—Pero dígame, Grande, ¿que tiene que se llame así?

—Tiene que ver con sus ideas políticas, ¿no es cierto?

—El perro se llama Stalin porque es mío y a mí me gusta que se llame Stalin.

Le pongo el nombre que quiero. Su tero se llama Jacinto y yo no le'igo nada.

—Es distinto: un tero es un tero y un perro es un perro... —titubeó el

intendente—. Y después de todo, Jacinto no es un nombre político.

—¡Pero los asunto 'e perros no es su índole!

—¡No discuta a la autoridá! ¡Dije que no y no se me insolente!

—No qué.

—No se puede llamar así.

—Y por qué.

—Porque no se puede. Cámbiele'l nombre. Es todo.

Toño lo tomó del brazo.

—Ya oyó. No enquilombice que será peor. Vamos.

Salieron sin despedirse. Al llegar a la vereda, Rojo dijo:

—¿Y ahora qué hago?

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—Cámbiele el nombre. Póngale Perón.

—¿Perón?

—Y sí. Es más nacional. Y tambiénjoderá a Grande.

—Pero yo soy paraguayo.

—Y qué. Stalin es ruso.

Rojo se rascó la cabeza, considerando la idea. Se rió.

—Perón—Perón. Eso lo va'joder más todavía. Dende ahora Stalin se llama

Perón—Perón.

Regresó al rancho, le pidió a Nicasio que nadie lo molestara y se tendió boca

arriba a fumar. Pensó en el Padre Gabriel y en que esa noche volverían a enfrentarse

en una partida de truco. Se preguntó si el viejo cura hablaría, como decía, con Dios.

Él, Toño, sí lo había hecho.

Suspiró, apagó el cigarrillo contra el piso y se dispuso a dormir. Estaba

inquieto. Se dio vuelta y vio, sobre la mesa y como cada semana, dos rosas nuevas

en la botella, dos pimpollos que apenas se abrían. Sonrió y cerró los ojos.

Todo sucedió después de que me separé de mis amigos, luego de aquella

manteada en el bulín de la calle Brown. Era un terreno baldío con una piecita en el

fondo y algunos árboles bajo los cuales solían hacerse asados. A veces los más

grandes organizaban fiestas con prostitutas de los barrios marginales de Resistencia,

que arrimaba cualquiera de ellos aunque en particular el Bestia Dioménica, un tipo

que ya tenía veinte años y la inocencia del destripador de Londres. Yo le temía y

siempre pensé que la manteada fue idea suya.

Habíamos jugado al truco hasta bien entrada la noche, y él llegó y dijo que

Page 63: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

estaba con una mina que no nos imaginábamos.

—Y vos, pendejo —me señaló—, vas a ver qué debut tenés.

Todos nos escondimos y yo, la verdad, estaba aterrado. El Pardo fue el

primero en entrar a la piecita. Yo temblaba de miedo y Hugo se dio cuenta y

empezó a alentarme. Me dijo que estuviera tranquilo, que alguna vez debía ser la

primera y que la mina valía la pena. Todos me miraban como hermanos mayores.

Yo era el más chico de la barra.

Después de un rato, salió el Pardo y Hugo me llamó.

—Andá —me dijo—, pero no prendas la luz para que no vea que tenés once

años. No hay cama; el colchón está en el suelo.

Entré a la piecita, aterrado. En la oscuridad no se veía nada, pero escuché

una respiración. Me desvestí rápidamente, mientras me excitaba de solo

imaginarme una mujer desnuda toda para mí. Cuando me agaché para tender me

en el colchón, toqué un pecho peludo. La carcajada del Sapo fue la señal para que

todos se me echaran encima. Me cubrieron con una frazada maloliente y me dieron

una paliza afectuosa, eso que llamábamos manteada.

Yo me fui, ofendido, y no volví nunca más.

Y entonces empecé a ir a la catedral. Pero no necesariamente para rezar, que

yo no sabía hacerlo, sino porque era un lugar tranquilo en el que supongo que mi

vergüenza sentía cobijo. y además aprovechaba para comer un sángüiche o pensar

en cualquier cosa cuando faltaba al colegio, y hasta para hacer alguna siestita.

Quizás fue el comienzo de una leve etapa mística, no sé, pero allí me sentía bien.

Estaba solo y podía conversar cómodamente con Jesucristo, a quien poco a poco fui

considerando mi mejor amigo. Me pasaba horas enteras charlando con él, lo tuteaba

y le contaba mis secretos. Y Jesús me entendía. A veces se bajaba de la cruz, tomaba

un mantelito bordado en ftltiré o una carpetita de hilo de Francia para secarse la

sangre, y se sentaba conmigo en un rinconcito, entre los mármoles acres de las

columnas. Nos mirábamos confianzudamente, como buenos y viejos amigos,

cruzábamos las piernas y yo le hablaba de mi drama de entonces —me masturbaba

varias veces por día— y de mi relación con mamá, cuya menopausia me tenía

podrido.

Jesús era sensacional: discreto, comprensivo, siempre con la palabra justa y

la sonrisa en el momento apropiado. Alguna vez, inclusive, me confió sus

Page 64: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

problemas, su soledad, lo harto que estaba de vivir clavado y escuchar tantas

tonterías de cierta gente. Yo lo consolé: "Bueno, pero para algo sos el hijo de Dios. Si

Dios tuviera que atender a todos los que le piden cosas se volvería loco; entonces

vos tenés que escucharlos y después le transmitís a él para que intervenga, ¿no?".

Un día le hice el planteo: "Decime, Jesús: ¿existo yo?" Estábamos fumando a

escondidas, en nuestro rincón de la nave izquierda. Escuchábamos cómo afuera el

Padre Mauro cortaba rosas para la virgen o se inventaba tareas de bricolaje. "¿Y

eso?", me dijo. "Mirá, te lo pregunto porque yo a veces me desprendo de mí mismo

y entonces me parece que a lo mejor uno no existe y sólo tiene un cuerpo para

engañar a la gente y cumplir con ustedes." "¿Quién, ustedes?" "Y..., digamos vos, tu

viejo y el Espíritu Santo." Jesús se quedó un rato pensativo. Al final sonrió: "Sí,

existís". La respuesta no me convenció: "Por qué, pregunté, explicámelo". "Son

cuestiones de Filosofía y Teología, me dijo, preguntalo cuando tengas muchos años

y sientas que se te acaba la vida. Preguntate a vos mismo si viviste como Dios

manda y te vas a saber contestar. Esas son cosas que pertenecen a los misterios

divinos." "Jesús: no me vengás con misterios. Yo quiero saberlo ahora. Me lo

pregunto ahora. Ya te dije que a veces me desprendo de mí mismo." "No puede ser."

"Te lo juro. Por ejemplo cuando me hago la paja yo pienso en vos para que me

salvés. Entonces me salgo de mí y vengo a verte, como a morir a tu lado. Muero

aquí cada vez que me masturbo en mi casa." "Esa es la lucha de la fe contra la

tentación." "Ma qué fe, Jesús. Si yo me independizo de mi cuerpo no hay fe que

valga. Eso es dejar de existir. Es dejar que mi cuerpo respire y palpite y nada más."

"No puede ser que te salgas de tu cuerpo. El alma es inseparable del cuerpo. Sólo se

independiza con la muerte, cuando llega el momento de salvarla." "Pero yo me

salgo." "Te digo que no puede ser." "Ah, ¿no?, mirá..."

Me desprendí la bragueta y empecé a masturbarme.

—Fijate bien —le dije—. Mi cuerpo está ahí, sentado, dándole a la mano.

¿Pero y yo, Jesús, dónde estoy? Me salí, ¿ves? Ese pibe que está ahí es el que todos

conocen como Toño, pero no soy yo, ¿ves? Entonces, ¿quién soy yo?

Claro que no hubo forma de explicarle esta conversación al Padre Mauro. Me

dijo que era un pendejo asqueroso, que masturbarse era pecado mortal,

mortalísimo, y yo merecía la excomunión, a quién se le ocurre venir a hacerse la

paja a la casa del Señor, pendejo de mierda. Me dio uno par de sopapos, me llevó a

la sacristía y llamó a reunión del consejo parroquial mientras tomaba unas pastillas

para los nervios. Llamó a mi vieja y la amenazó con comunicar el asunto al obispo si

no pagaba una misa por los jóvenes descarriados. Fue imposible explicarle que no

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era yo el que se masturbaba; que Jesús estaba conmigo y los dos mirábamos mi

cuerpo.

Desde entonces, abandoné la iglesia porque la siguiente vez que fui el Padre

Mauro no dejó de vigilarme. Y así lo inhibió a Jesús, que nunca más bajó de la cruz.

Y yo me convencí de que no existía. Que era sólo una ilusión óptica de los

demás y hasta de mí mismo. Comencé a masturbarme frente a un espejo.

"Tengo un tres, un cuatro y una sota, pensó el Padre Gabriel, veintisiete de

mano."

"Una sota y dos dos, calculó Gerunflo Romero, y al cura ya le vi un tres, que

no vamo a ganar."

"Dos caballos y un cinco, carajo", se dijo Enrique Rojo.

"El macho de bastos y un seis y un rey, especuló Toño, si Rojo me ayuda les

ganamos."

Se reunían los domingos por la noche en el Bar El Jardín, casi siempre

rodeados de algunos parroquianos que respetaban la seriedad del juego con un

profundo silencio. El Padre Gabriel llevaba la cuenta de los partidos ganados por

cada pareja. Se jugaba por dinero.

—Ya son nuestro —fanfarroneó Rojo.

—Pobrecito —dijo Gerunflo, mirándolo con desprecio—. Venga, Padre.

—Quién es mano —preguntó Toño.

—Yo —dijo el Padre Gabriel—. Y voy con un cuatro a ver qué pasa.

—Métale un arrancayuyos, Oroño —pidió Rojo, esbozando una sonrisa

enigmática y optimista. Sus ojos iban del sacerdote a Romero y de éste a aquél

incesantemente, pero su palidez lo delataba. Toño se dio cuenta de que el as de

bastos estaba indefenso. Ganaban catorce a doce y estaban en buenas. Iban a quince.

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—No tengo —confesó—. Aguántese con lo que pueda.

Jugó el rey de copas.

Romero estaba nervioso y seguía con el vaso en la mano. Miró fijamente a su

compañero, rogándole que dijera la verdad.

—¿Tiene tantos?

—Cante —autorizó serenamente el Padre Gabriel, acomodándose las gafas.

—Envido —dijo Romero, y miró a sus contrincantes. Cada uno estaba

enfrascado en la contemplación de sus naipes. No se les notaba la desolación. Rojo

dijo:

—¡Falta envido!

—Quiero —se apresuró el Padre Gabriel—, veintisiete y de mano.

Enseguida supo que ganaba. Ensanchó la sonrisa.

Toño no se inmutó. Ni siquiera intentó sorber la ginebra para disimular.

Tenía veintisiete, también, pero perdedores.

—Son güenas —admitió Rojo.

Romero soltó una risita y dijo alegremente:

—Catorce a trece —le pasó un poroto al sacerdote—. ¡Al truco jugamo!

—No sea pavo, Gerunflo. ¿No ve que así los corremo?

Toño y Rojo se miraron.

—Guarda la cama, Rojo. Si no tiene un dos, agarre; si no, rajemos.

—Me gusta, mestrro. Soy capá 'e darle un quiero santo.

Romero se removió en la silla. Jugó el dos de espadas. Rojo, nervioso, bajó el

cinco de copas. Romero jugó otro dos, el de oro, y miró al cura.

Toño estaba serio; Rojo arrepentido. Depositó un caballo sobre el cinco y el

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cura puso la sota de oro sobre el cuatro de bastos. Toño jugó su as y lo miró burlón,

pero no lo impresionó. Estaban perdidos.

—Y bien —dijo el cura—. Juegue.

Toño sorbió ginebra. Miró a su compañero.

—¿Qué le queda? —preguntó—. La verdad.

Rojo se avergonzó: "Otro caballo".

—Paso —dijo Toño.

El Padre Gabriel y Gerunflo Romero se miraron eufóricos, enarbolando un

tres y una sota. Romero miró a Toño con rencor, como si en ese partido se hubiera

jugado la vida.

Los vencedores se retiraron guardando sus dineros y haciendo sonoros

comentarios.

Rojo se refugió tras el mostrador y Toño permaneció sentado, mirando el

vaso de ginebra.

—En qué piensa, mestrro.

—Pensaba en Romero. Qué tipo resentido.

—¿Vio la cara que puso cuando le cobró?

—Sigue cabrero por lo del hijo, pero no veo por qué conmigo.

—La otra noche, empedo, dijo que usté era igual que Palacio. Que no hacía

náa con el Nicasio.

—¿Y qué quiere que haga? ¿Que lo mate?

Rojo movió la cabeza como si recién entendiera algo. Levantó el índice

derecho y señaló al aire:

—Fíjese: el Gerunflo nunca jué amigo del intendente, pero ahora, medio por

el lao del cura, me parece que se anda amigando.

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—Estos van a empezar a cazar brujas.

—No sé si brujas, pero hombres, seguro... Ademá el Gerunflo por plata hace

cualquier cosa, y Luján y Pére tienen demá.

—¿Y, cómo le fue?

—Perdimos.

—Seguro que por culpa de Rojo.

Toño lo miró entre despectivo y sonriente. Durante la semana casi no se

veían, pero los domingos, luego de su visita al Bar El Jardín, Toño hacía una breve

escala en la farmacia.

—Usted no entiende, viejo.

—Déjeme de joder con Rojo.

La disputa entre el bolichero y el boticario databa de unos veinte años:

Marciana de Rojo había perdido un hijo porque su marido se había empecinado en

asistirla personalmente el día del parto. De nada valió que Lema lo acusara de

ignorante y materialista; discutieron, se insultaron y Lema jamás le perdonó el no

haberlo llamado, ya que los partos eran su especialidad y su orgullo.

Paradójicamente, la amistad que Toño mantenía con Rojo no impidió una

estrecha relación con Lema. Esto produjo un curioso efecto: el intendente celaba a

Lema de la misma forma en que Rojo celaba al maestro.

Se sentaron en la botica, a la luz de un velón, y Lema sirvió ginebra. Se lo

veía concentrado. "¿En qué piensa? ", preguntó Toño. Lema lo miró. "¿La verdad?"

"La verdad." "En sus complejos. Quizá los asume para hacerse el intelectual, o el

misterioso. Pero a mí no me engaña." "No me joda usted, no me hable en difícil."

"Usted entiende todo, dijo Lema, es un tipo culto.""Culto las pelotas, eso no sirve

para nada."

Era una noche apacible y el viento jugaba entre el follaje de los paraísos.

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Toño sorbió un trago y dijo: "¿y usted, Lema?" "Yo qué." "Usted es inteligente. Pero

es tan conservador que no se anima a cambiar nada. Quiere que todo siga igual,

total usted no se perjudica. Es muy egoísta. Le calienta dos carajos que las brigadas

azoten y maten a la gente; o que en este pueblo haya tres o cuatro que explotan a los

demás". "¿Y con eso?" "Que es un reaccionario de mierda."

"Así que yo soy reaccionario", dijo Lema, molesto. " ¿Y Rojo, qué me dice que

es izquierdista, por no decir comunista, y es bruto como un zapato?" "Error, dijo

Toño, Rojo es muy inteligente a su manera. Usted tiene con él un asunto personal."

"Rojo es bruto, no lo niegue." "Pero es intuitivo." "Y necio." "Ya le dije, Lema, usted

tiene con él un asunto personal." "Sí, pero igual es bruto, y es comunista, y todos lo

sabemos. Lo supimos desde que volvió." "¿Y qué hay de las brigadas, Lema, y de

Luján, Grande y todos esos?"

Ricardo Lema tenía la cabeza gacha. Se frotó las manos, buscó algo en un

bolsillo, volvió a llenar los vasos.

Siempre ocurría lo mismo: llegaban a un punto en el que ya no podían seguir

hablando, señal de que ambos estaban borrachos. Lema se acordaba entonces de la

mañana en que lo vio llegar y dijo "malo; esto es malo". Entonces decía arrepentirse

de no haberlo reventado de un escopetazo, y de paso le echaba en cara su crueldad

al irse de Resistencia y abandonar a su familia.

"Usted no entiende nada porque además es un viejo resentido, replicaba

Toño, la familia es un invento de mierda pero ni eso fue capaz de tener usted." Y

entonces le echaba en cara ser cobarde, acomodaticio con el poder y cagón en todos

los sentidos.

—Váyase a la mierda —terminaba Lema, furioso, y se ponía de pie.

—Es lo que debería hacer y no venir nunca más —retrucaba Toño, que

también se ponía de pie diciendo: Usted sí que no entiende nada, viejo del carajo,

porque tiene miedo, usted es de los que siempre están en la vereda de enfrente.

Y después de los insultos se quedaban en silencio, los dos, y lentamente

volvían a sentarse para seguir bebiendo, fastidiados y en silencio. Hasta que Toño,

cuando calculaba que eran las dos de la mañana, decía borrosamente:

—Bueno, me voy.

—Haga lo que quiera. Otra vez vino a confundirme con su mierda.

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—Los hombres siempre estamos confundidos, Lema. Ta mañana.

—Váyase a la puta y no vuelva más.

Y así cada domingo, como novios que se esperan.

Pero eso no tiene nada que ver con lo que yo estaba pensando de modo que

tengo que admitir que no hay dos patos de un mismo vuelo o sea que cuando Toño

dijo que su madre no era buena no se refería a la bondad misma sino a las

habladurías y a ciertas intimidades entre ellos pero no por eso era mala porque

mala lo que se dice mala de mala leche mala sangre y malos sentimientos no era

pero a eso Rojo no lo entendió jamás como hay muchas cosas que no entiende y por

eso cuando dijo: "La madre de Toño era una mala mujer", se equivocó de puro

rencoroso porque saber sabía la verdadera historia de la madre de Toño lo que pasa

es que es un resentido porque también sabe la historia de su propia madre que Dios

me libre y guarde yo mismo se lo recordé la noche que volvimos a pelearnos

Asunción Celeste era una prostituta paraguaya que llegó a Colonia Perdida con el

Circo Haggemberg y sus 20 rutilantes estrellas del juego y el buen humor 20 y se

pasó de gran farra una semana entera con Jacinto Portal y se fue borracha, muy

borracha, tan borracha que se olvidó un hijo de tres años que dormía en un cesto de

mimbre bajo un lapacho la noche que se fue el circo y al otro día alguien lo encontró

creo que fue Riquelme y dijo ah y le avisó a Jacinto Portal quien sintió mucha

vergüenza pobre Portal en que lío se metió él apenas recordaba que ella le había

dicho que el chico se llamaba Enrique pero como eso había ocurrido en un

momento de jolgorio no se acordó del apellido o capaz que nunca lo supo y por eso

durante muchos años fue conocido como Enrique Portal para desgracia de Jacinto

aunque así nomás lo llamaron mal que le pesara y Enrique se hizo muchacho y se

fue al Paraguay y estuvo muchos años e hizo la guerra y volvió un día deportado

trayendo tres caballos cargados con latas de grasa y otras chucherías aunque de la

grasa nunca más se supo, cuestión que ya en esa época dijo llamarse Enrique Rojo y

no porque ése fuera el apellido de su padre pues padre conocido no tenía sino

porque era comunista y además trajo un retrato de su madre que en ese entonces

era madrina de otro circo paraguayo que estaba dando la vuelta al mundo y que se

llamaba Circo Variedades y dijo Rojo que ya no ejercía el oficio y es claro pobre con

los años que tendría pero todos sabíamos que había sido una mala mujer aunque

buena hembra y a pesar de los años transcurridos yo la recordaba bruta pero

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hermosa con fogatas negras en los ojos y un rosario de piedras de cálculos renales

liado al cuello así que para que no hablara macanas le recordé todo esto y encima le

dije:

—La madre de Toño no era mala, Rojo. Mala era la tuya.

Rojo me miró y me dijo maldito seas Lema mil veces maldito, y desde

entonces no hemos vuelto a hablarnos ni siquiera a saludarnos cosa que para este

pueblo es bastante difícil porque nos vemos todos los días.

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Tres

"Tenés cara de puta", le ha dicho. Como con cariño, tiernamente, sin

sensualidad.

—Y me gusta tu olor —le dijo después—. Tenés olor a rancho, a humo de

espiral, a indio cansado.

—Qué más.

—No preguntés. Los piropos me salen solos.

Ahora ella da un pequeño giro sobre sí misma, desnuda, con los pechos

insinuándose bajo las sábanas. La cama ha crujido como siempre, encaprichada en

apoyarse sobre tres de sus patas mientras la cuarta se eleva un centímetro y con los

movimientos hace tac—tac—tac.

Es la tarde más fría de este invierno, el primero que pasa Toño en el pueblo.

El viejo despertador está por dar las cuatro y media. Hace tres horas que están

juntos, han hecho el amor y mientras él prepara café ella mira el techo y piensa en

esa especie de rito de casi todas las tardes: despedir al marido, ordenar la casa, salir

por la puerta de la cocina, ir hacia el monte, alejarse del pueblo dando el rodeo de

siempre, por el senderito que conoce de memoria desde hace meses, y llegar al

rancho de Toño sin pasar por la galería donde Nicasio duerme custodiado por sus

perros. Ahí mirar bien a todos lados y entrar sin golpear la puerta, y adentro

abrazarlo desesperada y sintiendo cómo él juega con sus nalgas y la arrastra hacia la

cama, la desviste, la posee.

—Toño.

—Qué.

—Le voy a contar al Padre Gabriel.

—¿Qué? ¡Vos estás loca!

—A alguien tengo que contarle todo esto. Nadie puede guardar un secreto

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como éste tanto tiempo. A alguien tengo que confiarle el miedo de hacer lo que más

me gusta.

—Pero decime: ¿qué te picó a vos?

—Lo mismo que a vos, Toño. Se lo contaste al paraguayo Rojo.

—Pero es distinto: Rojo es mi amigo... Sé que puedo confiar.

—El Padre Gabriel es viejo y es cura. Tendrá qu'entender y callarse la boca.

—Pero es amigo de tu marido, del intendente, de todo el mundo.

—No sé... Acá nadie es amigo de nadie, me parece.

Toño se acerca con el café humeante.

—Hablando de Roma: ¿Y tu marido?

—Es un pobre tipo que empezó a odiar a la vida antes de nacer. Vive como

esperando que le den una puñalada en la espalda. A veces me da lástima.

Hace una pausa, bebe un trago de café y continúa:

—El otro día se indignó con vos por el asunto del perro de Rojo.

—Qué dijo.

—Que seguro qu'el nuevo nombre era cosa tuya. Que Grande no debería

permitirlo. Que iba a hablar con Luján...

Beben en silencio. Hay un elogio, un par de besos, se cae una taza.

Toño se extiende a su lado y la cama comienza a crujir. La cuarta pata hace

tac—tac—tac.

Al terminar, ella dice:

—Me tengo que ir. Andá a charlar con Nicasio que yo te limpio el rancho y

me voy.

Toño se viste presuroso. La mira una vez más, mientras ella se calza el

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vestido.

—Chau, Rosario.

—Chau, Toño... Te dejo las rosas sobre la mesa.

Cuando Rosario hubo partido, Toño se sintió liviano, nada de boa—nube, se

dijo, y recordó a Benicio, su amigo que tanto le había cuestionado el viaje el día que

compró la mula. "Estás loco, Toño, hermano —le había dicho—, en lugar de ir a ese

pueblo de mierda tendrías que ir a un analista."

Una tarde, cuando Benicio tenía catorce años y yo doce, me dijo:

"Anoche fui a coger. Debuté", y se quedó mirándome de reojo. Con un palito

yo apartaba la tierra que dificultaba el paso de una caravana de hormigas que

venían de un caramelo escupido.

—¿Y vos? ¿Todavía nunca?

Negué con la cabeza. A él no podía mentirle.

—¿Querés ir? A mí me encantó y voy a volver. Si querés te llevo.

Me miraba con unos ojos tan negros como mis pensamientos, grandes como

mi confusión y mi miedo. Empecé a dibujar circulitos. También mi nombre. Borraba,

alisaba, volvía a escribir, volvía a borrar, a alisar, a escribir. Qué ganas de tener

catorce años.

—¿Ya te sale?

—Claro.

—¿Y te la hacés mucho?

—Un momón, todo el día me la hago. Y eso me da miedo.

—Dicen que uno se acostumbra y cuando sos grande podés volverte loco.

—¿De veras?

—Y tenés la cara llena de granos.

Page 75: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

—Eso no sabía.

—¿Querés ir o no?

—Y bueno.

—¿Tenés veinticinco mangos? Si no, yo te presto.

—Voy a ver si consigo.

—Esta noche, entonces.

Íbamos a Barranqueras en un viejo ómnibus Ford destartalado que rompía la

calma del verano. Yo transpiraba. Buscaba pretextos la luz prendida Benicio me olvidé

qué macana y al ratito me siento mal cité debo tener fiebre mejor bajemos a tomar una Bidú

no sé qué me pasa.

—Ya llegamos —dijo y me codeó en el costado. Lo tomé del brazo y sentí que

agarraba una barra de hielo, un pedazo de piel mojada y fría. O mi mano estaba

afiebrada de veras.

Bajamos del ómnibus sin miramos. Reconocí la curva de Villa Rossi. La

arboleda ocultaba un camino de tierra que se hundía en el rancherío, de donde

venía un impreciso olor a frituras, humedad, sudor.

Flaco tengo miedo le dije y él me dijo ya sé pero quedate tranquilo que no es para

tanto.

La luna parecía acompañarmos, redonda y plateada como un medallón

sobre un pecho de árboles. Caminamos una, dos, no sé cuántas cuadras.

Aquí es dijo él y yo dije sí claro.

Era una casa muy vieja, de ladrillos soldados con barro, cuadrada y sombría.

Estaba detrás de un alambrado cubierto de campanillas silvestres. En la pared del

frente había una puerta de colores chillones y arriba un farolito rojo. Entramos.

Benicio me dijo va a salir la tía Matilde decile tía Matilde y hacete el simpático que

después si sos habitué algunas veces no te cobra. Una vieja nos salió al encuentro, lo besó y

abrazó y qué contás pichoncito me encanta que vengás seguido y qué bien que trajiste un

amigo justo tengo dos chicas libres.

Page 76: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

Benicio sonreía y decía a todo que sí. La vieja hablaba y parecía que sin

respirar. Tenía ojos grandes y saltones como los de una vaca aburrida, y el pelo

teñido de un color raro como si en vez de tintura hubiese usado una mezcla de agua,

orín y tabaco. Me preguntó cómo te llamás. Se lo dije y ella ordenó una limonada que

trajo una pibita y nos sentamos en el patio de tierra, bajo una morera, como viejos

amigos.

Una mujer descorrió una cortina y nos miró. Era joven y delgada y a mí me

pareció muy linda.

—Betty, llamala a Mary que acá están dos chicos.

—Que pasen —dijo Betty, y después dijo algo hacia adentro.

Yo pensé Benicio me quiero ir pero él ya estaba de pie y decía dale que ésta te

va a gustar. La tía Matilde se reía como si un fantasma le hiciera cosquillas con un

cepillo de acero. Después siguió hablando, pero yo no la escuchaba.

Betty se asomó tras apartar la lona y me dijo: bueno vení, apurate que me quiero

dar un baño. Por la tonada supe que era paraguaya. Enseguida la otra chica llamó a

Benicio. Yo corrí la lona y entré.

Estaba echada.

Tendida.

Displicente.

Puta, ramera, golfa, carne aglomerada.

Mis ojos hinchados, cinchados, trinchados, pinchados, henchidos. La nube

siempre venía, siempre vino y viene. Es una cosa oscura.

No parece de vapor ni es nube de cielo de mayo, ni nube con pájaros, ni

avión que la cruza, ni es húmeda ni flota ota ota ota ota. Produce un eco eco eco eco

eco que me nubla la vista y a veces alcanzo a pensar que parece mentira porque no

puedo pensar sar sar sar. Eso es la nube y viene solita y me sube lenta,

tranquilamente y sigue subiendo sin parar, sube y sube y llega a la cintura y yo me

quiero ir Benicio de mierda para qué me trajo acá y la nube se convierte en boa y es

la etapa más crítica porque ahora quiere comerme, se enrosca a mi alrededor, me

contornea pero no me aprieta, eso viene después porque ella es sutil, me envuelve

Page 77: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

lenta y suavemente, es como caer en una ciénaga y es inútil resistirse, tampoco

puedo gritar, no sé por qué no puedo gritar, mejor estarse quieto tieso no intentar

resistencia lo que es superior no se resiste se soporta orta orta orta...

Betty dijo bueno dale vení.

Yo no dije nada.

La boa—nube no me había cubierto la cara así que alcancé a ver el deshabillé

transparente, gastado y como de segunda mano, y debajo el corpiño negro y la

mancha oscura del pubis. Betty tenía una dentadura linda y parejita, el pelo negro

azabache y la piel lechosamente blanca.

La boa—nube hizo un movimiento y yo me desvestí pudorosamente,

mientras Betty se limaba las uñas y tarareaba no me acuerdo qué. Pensé qué suerte

que no me mira y me saqué todo. Hasta las medias.

Cuando Betty levantó las rodillas y acercó los pies a sus nalgas, ya la

boa—nube me cubría la boca. Después me tapó totalmente.

—¿Y qué le parece'l mestrro, chamigo? —preguntó Quirurgo Gauna,

mientras jugaba con una ramita en la boca.

Sandalio Quiroga, atusándose el bigote, lo miró sin hablar. Gauna lo animó

con un movimiento de cabeza.

—Tiene istrución —dijo Quiroga—. Quién sáe qué quiera.

Hacía frío. La humedad se elevaba desde el piso mojado por las lluvias

invernales, como si fuese verano. Estaban en cuclillas, descansando, con las hachas

apoyadas contra un árbol. Gauna, con un cuchillo, tallaba un palito de yuchán.

—Oiga, viejo, nojotro ganamo poco.

—Uhjú ...

—Trrabajámo demá, cobramo en papele y encima no alcanza...

Page 78: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

—Así nomá é. Siempre jué.

—Rojo y el mestrro dicen qu'el hambre é más juerte que lo brigáa.

—Si ellos 'icen ...

—Yo ando pensando en la güelga que'ice Rojo. Qué le parece.

—Hummm... Rojo es muy...

—Pero no digo Rojo, digo la güelga qué le parece.

—Hummm... Quién sabe...

Estuvieron así un largo rato. El canto de millones de cotorras llenaba la tarde,

y las charatas del monte aparecían a curioseados cada tanto. Un sol medio flaco se

colaba a través de la fronda y el cielo, vacío de nubes, resplandecía en un azul

intacto.

De pronto escucharon un ruido. "Chanchos", pensó primero Quiroga, pero

inmediatamente se puso de pie:

—¡La brigáa, Quirurgo! ¡Son brigáa!

Gauna se paró de un salto y así los encontró el grupo que surgió de la

espesura.

—¿Qué hacen? —preguntó uno de los hombres. Eran tres. Tenían cananas

cruzadas en el pecho, pistolas a la cintura, del otro lado un machete y fusil al

hombro. Vestían camisas celestes y los escuditos los identificaban

redundantemente.

—Descansamo —dijo Quiroga.

—A trabajar —repuso el hombre—. Hay que entregar los rollizo ante 'e las

cuatro.

—Y sí —dijo Gauna, y tomó el hacha. Quiroga hizo lo propio. En silencio, y

sin saludarse, se separaron. Los tres hombres se perdieron en el monte.

Page 79: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

Esa tarde, Quirurgo Gauna fue al Almacén Casa Gold para abastecerse de

provisiones. Ató el caballo al horcón de la galería y entró con cuidado, como quien

va de visita. Vestía ropas domingueras: bombachón rosado y camisa blanca, saco

negro, un pañuelo también negro anudado al cuello y el chambergo ladeado.

"Don Nico", llamó. "Hola, Quirurgo", saludó Nicomedes Gold atravesando la

cortina. Gauna hizo el pedido: yerba, galleta, azúcar, caña, tabaco y papas. Mientras

Gold lo atendía, pensaba en el petitorio que habían presentado, en que habría que

hacer una huelga porque la respuesta había sido una sonora carcajada de Ramiro

Luján, y en los cambios del mundo "aunque, se dijo, acá ninguno saemo qu'es el

mundo".

Gold guardó los vales. El almacén estaba inundado de un olor a cebollas y

alpargatas nuevas que apestaba. Gauna miró los ojos fríos del almacenero y recordó

que quince días antes le había encargado unas hojitas de ñangapirí, buenas para

hacer té contra la presión alta. Las tenía en el bolsillo derecho de la bombacha.

Creyó escuchar que Gold se las pedía.

—No le traje —mintió—, me olvidé, don...

Y después salió con su tranco lento, de rodillas separadas. Pensaba: "Hijos 'e

puta. Lindo tu almacén, linda la casa 'el intendente, y la 'e Luján y la 'e Pére. Pero lo

jodido semo nojotro con esto 'e los vale de mierda y nunca tener plata. Hoy la Rosa

se va'nojar: no le cambié'l ñangapirí por los vestidos viejos 'e la Gold".

Esa misma tarde, Anselmo Riquelme estaba sentado a la mesa de siempre.

Era el único parroquiano del Bar El Jardín. Rojo leía un diario viejo, apoyado sobre

el mostrador.

—Che, Ro—Rojo ...

—Qué pasa, Tarta.

—Algún día t—t—te voy a p—p—pagar.

Page 80: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

Rojo sonrió.

—Chupá nomá —dijo—. Vo tenés crédito.

—Por l—l—lástima, ¿no? Y sí, a—así nomá ha de ser...

Rojo hizo como que no lo oyó. Carraspeó con fuerza y recordó al Riquelme

de hacía años, cuando era un joven capataz de los Establecimientos Algodoneros

Sociedad Anónima y uno de los mozos más codiciados por las niñas de la zona.

Cliente del Bar El Jardín, todas las mañanas a las seis y media entraba al salón

luciendo su andar seguro, sus bombachas de gabardina, el impecable sombrero

negro y los bigotes siempre recortados. Rubio y alto, parecía hijo de gringos.

Siempre pedía lo mismo: café con leche tibio, dos galletas, manteca, dulce de moras

y medio mamón maduro. Después decía "te pago, Rojo" y se iba lentamente, a

caballo, hacia el algodonal. Entonces, Anselmo Riquelme, de sólo veintitrés años, ya

era Don Anselmo. Tenía fama de hombre justo: desdeñaba los vales y sabía hacerse

respetar sin apelar a la crueldad. Se había opuesto a la formación de las Brigadas de

Control de Trabajo que implantó Jacinto Portal y que luego desarrollaron Luján y

Pérez en sus establecimientos. "E—era ot—t—tra epoca", solía decir, Cuando sus

borracheras eran nostálgicas.

Un buen día se casó con una de las hijas de Portal. Fue favorito, entonces, del

intendente, y vivió feliz algo más de cuatro años. Incluso llegó a rumorearse que

sería el sucesor de Portal en la intendencia, Pero no tuvo hijos. Nunca se supo si era

estéril o lo era su mujer, Catalina, la más linda de las tres niñas del intendente. Lo

cierto es que Portal se sintió muy preocupado a partir del segundo año desde la

boda y hubo quienes insinuaron que lo había autorizado a mantener relaciones con

sus otras hijas. Mentira o verdad, pasaron más años y Portal no pudo tener nietos.

Las solteras —Rosaura y Margarita—, envejecieron de golpe. Catalina se marchitó

tejiendo mañanitas y bordando pañuelos. Y Anselmo Riquelme, el favorito, cayó en

desgracia.

Una noche Jacinto Portal se llevó a sus hijas a Resistencia y volvió dos

semanas después, solo y optimista. Anselmo lo encaró duramente porque también

se había llevado a su mujer. De esa discusión, se dijo que fue muy violenta y que

Portal llegó a pegarle. El caso es que Anselmo desapareció por tres días y Rojo lo

supo porque no fue a desayunar. Al cuarto día lo vio entrar un poco inseguro, con

el bigote viejo y una barba despareja que le ensombrecía la piel. Eran las nueve de la

mañana y se sentó a su mesa de siempre. Rojo lo saludó y le sirvió el desayuno.

Page 81: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

—Llevátelo —dijo Riquelme—, y traéme una botella 'e caña.

Desde entonces siempre desayunó así. Con el andar del tiempo se fue

endeudando y matizaba sus alimentos con vino tinto, todo lo cual Rojo le fiaba sin

saber bien por qué. De noche, terminaba dormido sobre la mesa junto a una botella

vacía. Entonces Rojo lo llevaba al patio y lo echaba en un catre viejo. Después,

cuando Portal murió y empezó a tartamudear, un día Marcelino Grande lo definió

como "el pobre Tarta Riquelme". Como ya no tenía domicilio, Rojo se habituó a

tenderlo en un catre en la cocina. No le cobraba ni jamás iba a cobrar, pero Riquelme

siempre decía: "Te pago, Rojo", y Rojo le contestaba: "Bueno, Tarta".

—¿V—vo s—se—seguí p—pe—pensando en eso de la hue—ue—uelga?

Rojo se inquietó. Puso el diario a un costado.

—¿Por?

El Tarta se acomodó el pantalón.

—Mm—ma—mala cosa. Port—t—tal me dijo que las co—cosas son como

son. Que sss—si sss—seguí una huella ll—lle—llegás al animal. Qu—que pa'que

cambiar, ¿e—hé?

—Pa'que no haiga injusticias.

El Tarta sorbió un trago de caña. Eructó suavemente y comentó:

—De balde. T—to—todo va' ser al p—pe—pedamente. Ac—c—cordate.

El Colegio Nacional José María Paz, de Resistencia, funcionaba en el viejo

edificio de una antigua pensión de fin de siglo, con un patio con aljibe y paredes

descaradas, baños al fondo y a la derecha, y un cuerpo de profesores que se

indignaba cada vez que en el mástil aparecían flameando banderas con estrellas de

cinco puntas, o cuando amanecían los "Perón vuelve" o "Viva Perón, carajo"

pintados en las paredes.

Uno de ellos era el profesor Storvo, un sujeto menudo, amanerado e

Page 82: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

ignorante que enseñaba música, adoraba su piano y con el tiempo se había

convertido en blanco de las bromas pesadas de todas las generaciones que desde

hacía veinte años pasaban por las aulas. Tenía la frente despejada, un hoyuelo en la

pera, una expresión como de sueño permanente y era un individuo más bien frío y

manso, cuyo prestigio empezó a arruinarse el día que el Caballo Esllóquez lo

amenazó de muerte si no aprobaba música.

Storvo primero no creyó en la amenaza y lo denunció ante el rector. Pero al

día siguiente y al empezar la clase el Caballo desenfundó un revólver enorme, que

lo hizo palidecer y a todos nos dejó helados. "Quieto", le dijo y Storvo quedó como

clavado al piso. "Póngame el diez que necesito y después chitón". Storvo sacó la

libretita y cambió las notas en medio del silencio general, silencio que significaba

que nadie había visto ni oído nada. Esllóquez aprobó la materia.

Dos años después, la imagen de Storvo se deterioró aún más por culpa de

otro caballo: el de Troya. Irineo Gambetta era tan desafinado como un violín

humedecido y yo también, lo que nos granjeó la antipatía de Storvo, quien pidió a

las autoridades que se nos eximiera de asistir a las clases de canto porque

distraíamos al resto de los alumnos. Cuando el rector nos comunicó la novedad yo

sentí alivio y alegría, pero Irineo se indignó: "Che Toño esto es agraviante", dijo, y

explicó que se sentía como los aqueos que para tomar Troya debieron recurrir al

famoso caballo de madera. "También nosotros vamos a entrar", aseguró cuando

Storvo nos cerró en la cara la puerta de la sala de música. Irineo señaló un enorme y

pesado tablón que se usaba como andamio para unas refacciones que se efectuaban

en esos días en el colegio, y dijo: "Como los aqueos, Toño". Tomó el andamio por un

extremo y yo por el otro, apuntamos hacia la puerta, hicimos dos ensayos y al grito

de "a la conquista de Troya" nos abalanzamos. El estallido fue tremendo, los vidrios

saltaron justo en Cabralsoldadoheroico / cubriéndosedegloria y Storvo casi muere

del susto.

Por supuesto, pidió expulsiones para los dos, pero esa noche Irineo fue a

verlo y, según dijo después, lo corrió por toda la casa con un cuchillo de carnicero.

No supe si fue verdad o mentira, pero Storvo retiró el pedido de expulsión. Y poco

después renunció, cuando una extraña huelga arrasó con el poco prestigio que le

quedaba.

Fue un episodio absurdo y en él intervino personalmente el rector. Lo

recuerdo de pie ante nosotros y con una sonrisa malévola. El ventilador sonaba

como si lo hubieran aceitado por última vez a principios de siglo y el hombre

caminaba ante nosotros arremangándose la camisa y secándose la frente con un

Page 83: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

pañuelo. Era un tipo bajo y macizo, de facciones duras y voz de falsete. De pronto

se detuvo y nos miró con dureza.

A que fue usted Gambetta.

No Señor rector dijo Gambetta.

Entonces usted Greco.

Tampoco Señor estuve engripado.

¿Mansilla?

No señor yo tengo estreñimiento crónico.

Greco y Burgos se rieron Viviana Viglietti se puso colorada y bajó la vista.

Irineo y Mansilla eran dos estatuas. Yo sabía que el rector tenía la paciencia de un

buey, y eso me daba miedo porque la expulsión era segura en este caso.

Burgos dígame quién fue ¿eh?

No lo sé señor si lo supiera se lo digo.

Miren que van a pagar justos por pecadores, muchachos, si no aparece el responsable

se van todos a la calle en este asunto no hay tu tía piénsenlo.

Tomó una carpeta de su despacho y salió a la galería. Estaba demasiado

ofendido para perdonamos, pero quería dejamos deliberar.

Gambetta dijo muchachos estamos fritos. Burgos se enojó mirá Irineo si fuiste vos

más vale que lo digas. Yo no fui. Tengo mis dudas insistió Burgos. Y qué le vas a hacer dijo

Gambetta, desdeñoso. Pero mi viejo me degüella reclamó Burgos, transpirando. Greco

intervino ché confiesen carajo. La puta que lo parió al que fue dijo Viviana. En mi casa me

capan, comentó Mansilla. Solo a este enano y al imbécil de Storvo se les puede ocurrir que

haya sido yo pensó Viviana en voz alta. Pudiste ser así que no te hagás la santita le replic6

Gambetta.

Me dí cuenta de que el culpable no iba a confesar. Entonces pensé que si

alguno se declaraba culpable y se disculpaba, lo podrían perdonar.

El rector volvió a entrar. Traía seis legajos bajo el brazo.

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Bueno señores acá tengo vuestras carpetas los escucho.

Entonces dije fui yo.

¿Usted Oroño?

Sí señor.

¿Y por qué hizo semejante barbaridad Oroño?

Porque tuve ganas y me pareció divertido. Pensé en la cara que pondría el profesor

Storvo y me tenté já já lo volvería a hacer já já já, le juro.

Todos empezaron a reírse. Hasta el rector perdió su compostura y soltó una

carcajada. Viviana, roja y encendida, se ahogaba con su risa fuerte y sonora. Irineo

escupía por entre el hueco del colmillo que le faltaba.

Entonces le cagué el piano, conté muy divertido, cagué todo a lo largo del teclado

pensando en Storvo.

Já já já se reía el rector la cara de Storvo já já claro si lo hubiesen visto decía mi piano

mi pianito querido me lo cagaron todo mi piano querido já já já usted es una bestia Oroño

considérese expulsado já já se va del colegio.

No Señor rector afirmó Gambetta no fue Oroño fui yo.

Já já dijo el rector y súbitamente se puso serio: cómo dice Gambetta

Que fui yo Señor.

No Señor Burgos dio un paso al frente fui yo.

Mentira dijo Greco la verdad es que fui yo no estuve engripado.

Aunque parezca increíble en una dama dijo Viviana sin dejar de reírse fui yo se lo juro

por mi madre.

Todos mienten Señor aseguró Mansilla fui yo no tengo estreñimiento crónico.

Esa noche Irineo propuso conseguir la solidaridad de todo el colegio para

hacer una huelga, porque nos habían expulsado a los seis. Muchos compañeros

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eran incondicionales y los más chicos no podrían negar su apoyo a los cuartos y

quintos años unidos. Dos días después, fuimos al colegio una hora antes de que se

abrieran las puertas y nos instalamos en las esquinas. Colocamos carteles que

decían: "Fue todo el colegio", "Unidos contra las expulsiones", "Reincorporación

para los compañeros". Costó poco convencer a los dudosos, ya los remisos los

dejamos entrar señalándolos como carneros. La inasistencia fue casi total y hasta

hubo profesores que nos apoyaron. Además logramos que una comisión de padres

y profesores poco solemnes, que habían tomado el asunto en broma, entrevistaran

al rector. Y cuando se retiraron, Olazábal, que era el profe de Psicología, nos dijo

que no habría expulsiones si limpiábamos de inmediato y entre los seis el piano, le

pedíamos perdón a Storvo y le jurábamos al rector que nunca más ocurriría algo

semejante. Por supuesto aceptamos, y a las diez de la mañana todo el mundo estuvo

en clase mientras nosotros íbamos a la sala de música. Allí nos miramos sin saber

qué hacer, hasta que Irmeo dijo esto es un asco pero yo estoy dispuesto a limpiarlo todo;

les cuesta cien mangos a cada uno. El asco se trasladó a Irineo, pero todos estuvimos de

acuerdo en que era un precio razonable. Nos fió hasta el día siguiente y puso manos

a la obra.

Dos días después le pregunté, en el baño, si había sido él.

Y claro, respondió, sólo uno puede limpiar tranquilamente su propia mierda.

—Decididamente hay que hacerla. Carajo, mire como viven esos indio.

Mírelo a Gauna, a Quiroga...

—También miro a Gerunflo, a Lema y a otros que no quieren saber nada.

Enrique Rojo hizo una mueca de resignación. Terminó de prepararse un

inmenso sángüiche de jamón y queso y se sentó a comerlo junto a Toño. Hacía más

de una hora que discutían, ante la muda presencia del Tarta Riquelme, que

dormitaba sobre sus propios brazos, en otra mesa. Toño lo miró y sonrió:

—Como diría el viejo Quiroga: en este pueblo es tan posible hacer una

huelga como cazar un tigre a hondazos.

—Se'stá achicando.

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—Vamos, Enrique, usted conoce Colonia Perdida mejor que a la cachuncha

de su mujer.

—Tiene miedo. Tóos tienen miedo. Prefieren seguir así.

—Me extraña que subestime a la gente. ¿Usted qué opina, Doña?

Acababa de aparecer Marciana en la puerta de la cocina, como convocada

por el comentario del maestro, y al ser interpelada se detuvo y lo miró, inexpresiva.

Era una mujer alta y gruesa, de enormes pechos y voz de pito. Tenía una verruga

muy grande en el lado izquierdo de la nariz y unas manazas que hubiera envidiado

un carpintero.

—No sé. Grande, Luján y estos mierda no se van a quedar cruzaos de brazo.

Un reclamo se aguantan y no dan bola, pero una güelga... De puro machos

van'arriar a todos pa'l conchabo.

Rojo se removió en la silla. Armó rápidamente un cigarrillo, lo encendió y

tiró el fósforo con rabia.

—¡Pero hay que hacerla! Ademáh ahora lo tenemo a usté.

—Yo no significo nada, no se engañe.

—Pero si siempre'stá criticando y coincidiendo con nojotro...

—Y con eso qué. Lo único que yo sé hacer es criticar.

Toño tomó unas miguitas de pan de sobre la mesa, y pensó que no se

entendía a sí mismo. ¿Por qué se oponía a la huelga? ¿Se oponía o era que tenía

miedo, un miedo diferente del que enojaba a Rojo? ¿Era que volvía su vieja pavura

a paralizarlo, la puta boa—nube, o eran sus viejos cuestionamientos existenciales?

¿Y qué le importaba a él que hicieran o no esa huelga? Rojo lo contaba de su lado,

pero, ¿estaba seguro de que se ubicaría en su vereda? Una miguita le pareció que

tenía la forma de la cara de Ricardo Lema.

Rojo terminó de comer. Bebió un trago de vino.

Marciana llevó al salón los faroles que acababa de encender. Los distribuyó

entre las mesas, mientras los hombres hablaban, y llenó de agua la palangana

donde Perón—Perón bebía. Después se acercó a ellos y puso una mano sobre el

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hombro de su marido. Miró a Toño con aire solemne.

—Le digo algo: una güelga es una güelga y náa má.

—Eso —dijo Rojo, sintiéndose triunfante.

Todos los días, a la una y cinco de la tarde, caminaba hasta la plaza. A esa

hora pasaba el ómnibus que iba a Puerto Barranqueras. Llegaba justo para la

partida del vaporcito de las dos menos cuarto.

El "Nicolás Ambrosoni" era una embarcación panzona y blanca, con un bar

en la proa donde se bebía una cosa negra que todos llamábamos café, y se jugaba al

truco durante los setenta minutos que duraba el cruce del río Paraná. Ese horario

era casi exclusivamente para los estudiantes que iban a Corrientes y el "Nicolás

Ambrosoni" se convertía en una especie de mensajero cultural interprovincial: traía

a los alumnos de Arquitectura, Ingeniería, Humanidades y Ciencias Económicas y

llevaba a los de Derecho, Medicina, Exactas, Agronomía y Veterinaria.

Todos los años, en el mes de Julio, había elecciones en los Centros de

Estudiantes y el activismo aumentaba, proliferaba la propaganda política y todo el

mundo tomaba partido. Los activistas repartían panfletos, había asambleas a diario

y se escuchaban discursos encendidos. En época de elecciones toda arma era válida,

por lo que se organizaban fiestas, guitarreadas, reuniones doctrinarias y hasta se

presentaban amigas o amigos a los más indecisos con el criterio de que el sexo era

otro medio de penetración ideológica. En el bar del "Nicolás Ambrosoni" se

suspendían los partidos de truco y proliferaban volantes y documentos.

Yo no fui ajeno a ese clima y una tarde, mientras el vaporcito atracaba, acepté

incorporarme a una agrupación que dirigía un tal Victor Ciervaloni, un tipo alto, de

espaldas anchas, moreno y de mirada fría y penetrante a quien apodaban "El

Buitre". Ex afiliado al Partido Comunista, se había retirado, según sus palabras,

"bien marxistizado pero harto del blabla y el antiperonismo de las menches". En las

elecciones recibimos pocos votos pero mateamos toda la noche, hubo guitarreada

hasta el amanecer y yo me ligué una morocha fenomenal de nombre Itatí.

Al amanecer fui al puerto para tomar el primer vaporcito a Resistencia.

Corrientes, a esa hora, parecía un bellísimo desierto cósmico. El río recibía al sol

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desde la ciudad y las aguas se teñían de marrón oscuro. En el ambiente había un

subyugante olor a jazmines. Yo me sentía como un arquero después de atajar un

penal sobre la hora.

Toño lo convenció de que debía hablar con Capinté. No lo conocía, pero lo

había oído nombrar por algunos aborígenes del obraje, y el mismo Rojo solía

mencionado aunque no parecía respetado demasiado. Consideraba que si un

cacique permitía que a su raza la exterminaran sin oponer resistencia, era inútil

intentar comprometerlo para nada y menos para una huelga.

Sin embargo, Toño argumentó que, como fuera, sin la aprobación del cacique

los indígenas jamás apoyarían acción alguna. Dijo que eran razas sometidas pero en

esencia indómitas y Rojo debía recordar los malones contra los blancos.

—No, mestrro. Usté no conoce a lo jhindio.

—Está bien, pero usted no sea sectario. Vaya a verlo.

—Bueno, pero acompáñeme —Rojo lo apuntó con un dedo—. Capinté es un

hombre dificil, amargáo.

Toño aceptó.

—Y ademáh, hable —siguió Rojo—. Muéstrese juerte y Capinté le va'respetar.

En una d'esa le hace caso.

—A mí no tiene que hacerme caso. Yo simplemente lo acompaño.

—Sí, pero yo no tengo el palabrerío como el que usté usa.

—Usté ocúpese de no equivocar el discurso, nada más.

—Qué me quiere decir.

—Capinté, los indios... ¿son peronistas?

—¿Y qué sé yo? Han de ser...

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—Bueno, por las dudas hable de Perón; dígale que va a volver.

—¿Y usté cómo lo sabe?

—Todo el país lo sabe. Va a volver.

—Usté está mal de la cabeza. No conoce a lo jhindio.

—Puede ser, pero escuche esto: en este país todos los pobres son peronistas.

Y los indios también, por algo tengo alumnos de apellido Perón. Así que haga lo

que le aconsejo. No joda con el comunismo, hágame caso.

—Yo no soy comunista.

—Ya sé, pero aquí nadie se lo cree. Y además, lo fue.

—Quién no.

—Yo, por citar un caso.

Dos días después, fueron al obraje a buscar a Quirurgo Gauna. Él podía

llevarlos a la tapera de Capinté. Eran compañeros de tareas y según Rojo se

respetaban mutuamente.

Gauna acababa de entregar un rollizo al pesaje. Estaba con unos paisanos

que descansaban al costado de unos carretones a medio cargar. Esa noche saldría

una partida de postes y varillas rumbo a la capital. Aunque la travesía sólo llegaba

hasta la ruta —donde esperaban camiones que llevarían el cargamento a las playas

del ferrocarril y al puerto— el paisanaje vivía con entusiasmo el acontecimiento.

Los hombres se acercaban a despedir a los viajeros, cambiar impresiones y hacer

encargos.

Gauna accedió a acompañarlos.

Era un rancherío gris y polvoriento. Las taperas estaban desperdigadas entre

abras y monte, en un radio de cien metros. Eran todas parecidas: cuatro estacas y

techo de barro y paja. Algunas paredes se cubrían con adobe, chapas, tablas o

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cartones. Las puertas eran de lona o de arpillera y dentro de ellas reinaba la

oscuridad. El caserío estaba habitado por más chivos que seres humanos, y a la

sombra y junto a las mujeres había perros flacos y de miradas tristes o cansino

andar. También se veían algunos chanchos flacos, conviviendo mansamente con

pecaríes domesticados. Las gallinas picoteaban quien sabe qué en el piso de tierra y

era como que se olía la presencia de vinchucas chagásicas. En un rancho y junto a

una pequeña cruz sin Cristo, había dos calaveras en la entrada, una de carayá

adulto y la otra de humano, y en el piso varias estatuillas de barro o madera que

representaban a Caá—vi—yara, N'ohuet y otros dioses indígenas.

Era un puñado de familias que vivía en la mayor promiscuidad. El olor que

despedía el conjunto era fuerte como un lago de amoníaco junto a una montaña de

azufre. Los más pequeños —piojosos y desnudos, o apenas cubiertos con viejos

culeros de sus padres— jugaban en el suelo con bolitas de barro, maderitas y

caparazones de tatú. Las mujeres —algunas de las cuales no sobrepasaban los

quince años pero ya lucían avanzados embarazos—, permanecían en las chozas

cocinando guisos flacos, chipá o torta parrilla mientras sus maridos hacían nada en

las puertas o alrededor de algún fuego agonizante. A un costado una picada se

perdía en el monte. Había un cierto silencio en el ambiente, quebrado solo por los

gritos esporádicos de un indio borracho que parecía pelear con alguien. Hablaba un

qom duro, ininteligible acaso para muchos de sus congéneres. Una mujer de voz

chillona lo reprendió severamente. Después se escuchó un ruido como de latas que

caían y, por fin, el murmullo de algunas voces.

Se dirigieron a la vivienda de Capinté, en medio del cuchicheo de los niños

que corrían a esconderse en las faldas maternas. Se les notaba el miedo. Hacía

demasiados años que las visitas de los blancos significaban pesares. El vivir en

comunidad implicaba ese riesgo, pero era su única manera de subsistir. Los

indígenas que se separaban y permanecían desperdigados en el monte eran

exterminados por las alimañas o por los brigadas. Además, necesitaban asociarse

para las tareas de caza y pesca. En los alrededores de Colonia Perdida coexistía una

decena de pequeños núcleos de aborígenes, en su mayoría de la etnia qom, que los

blancos llamaban tobas.

Al final de la calle, y enfrentándose a ésta, se levantaba la tapera de Capinté.

Era un hombre joven, alto, delgado y de un carácter extremadamente silencioso.

Trabajaba como hachero y eso, sumado a su condición de cacique, le permitía cierta

riqueza: poseía un par de caballos y un buen número de gallinas. Su destreza en el

monte y su formidable puntería —con arco y flecha no había animal que se le

escapara— lo habían hecho legendario para el indiaje. Sabía oler una manada de

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chanchos a un kilómetro de distancia, armar trampas para mborevíes o pumas y sus

perros podían alcanzar y rodear rápidamente a un pecarí tambor. Reacio al trato

con los blancos, el sistemático exterminio de los suyos, desde la colonización a fines

del siglo diecinueve, le daba razones para ello. Mantenía un orgullo siempre

encendido y se decía que sabía la historia completa de su raza, aunque sólo hablaba

de ello con sus hermanos, y en su idioma.

Quirurgo Gauna entró primero. Toño escuchó que hablaban qom. Al rato

apareció una india anciana, apenas cubierta con un batón descolorido y sin botones

que dejaba ver sus pechos fláccidos y manchados, y les indicó que pasaran.

Traspuso la puerta detrás de Rojo. Un paco de bosta encendida en un rincón

espantaba a los mosquitos pero despedía un olor muy intenso. Toño no pudo

reprimir una sensación de repugnancia ante lo que le pareció un golpe de calor y de

olor.

El ambiente era todo lo deprimente que puede ser la visión de la miseria más

absoluta. Un camastro con una frazada raída y un montón de trapos sucios, una olla

con restos de comida adheridos a los costados, una silla de mimbre a la que le

faltaba una pata, una vieja valija llena de cosas y pieles por doquier, no todas bien

curadas, constituían el mobiliario. Capinté estaba sentado en el suelo y en la

semioscuridad, con las piernas cruzadas bajo sus nalgas, y Toño pudo ver los callos

de la planta de uno de sus pies. Eran como una tabla de una pulgada de espesor.

Ese indio podía andar sobre la tierra calcinada a cuarenta y cinco grados, o sobre un

sendero de ortigas y cardos, y sentir menos molestias que cualquier blanco al pisar

un grano de arroz.

—Buenas —dijo Toño, extendiéndole la mano.

Capinté no se movió. Por toda respuesta, señaló la silla de mimbre.

Tenía una cara de huesos grandes, sobre los cuales la piel se estiraba Como

un cuero mojado expuesto al sol. Sus ojos eran pequeños y hundidos y de mirada

seca y roja. Le faltaban varios dientes y dos de ellos, amarillos, apuntaban hacia

afuera levantándole los labios carnosos y heridos por llagas viejas. Gauna estaba

junto a él.

Rojo se sentó en el suelo. Toña eludió la silla y se agachó y se mantuvo en

cuclillas.

—Capinté, aquí andan queriendo conocerte —dijo Gauna.

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El cacique asintió. Toña se dio cuenta de que le tocaba hablar a Rojo. Deseó

que lo hiciera rápido y sin vueltas. Se sentía incómodo y quería irse cuanto antes de

ese lugar.

El paraguayo habló con precisión y frases cortas. Dijo que muchos ya no

podían soportar la situación, y que él y otros estaban pensando en hacer una huelga

y creían muy importante la participación de los aborígenes. Aseguró, también,

mirando a Toña con cierto embarazo, que Perón volvería pronto y que, de paso, la

huelga sería una contribución para esa causa. Tosió y concluyó afirmando que la

huelga era necesaria.

Los ojos de Capinté eran tan expresivos como dos bolitas de barro. El silencio

se hizo pesado. Para Toña fue insoportable.

—Cacique —dijo—. Ustedes tienen derecho a una vida mejor, a una

verdadera justicia y a que se respete su cultura. ¿Se da cuenta?: los que no son las

dueños viven como dueños, y ustedes viven como la mierda.

Quirurgo Gauna se removió en su sitio.

—Puede tutearlo —comentó—. A lo jhindio se le tutea. Por confianza nomá.

—Está bien —dijo Toña, y siguió—: ¿Pero qué pasaría si ustedes dejaran de

obedecer a las capangas? ¿Qué pasaría si de pronto ustedes abandonan sus

conchados, si todos, blancos y aborígenes, dejan de trabajar? ¿Usted sabe lo que es

una huelga?

Capinté asintió con un gruñido. Buscó algo detrás suyo y extrajo una hoja de

tabaco liado. Lo mascó lentamente.

—Indio pohre, nomá —dijo.

—Por eso mismo. ¿Por qué se dejan castigar, entonces? Porque tienen los

brazos caídos. Pero tienen que levantarlos, cacique. Tienen que luchar. Ustedes

también son el país, también son el mundo, son seres humanos, no animales.

—Indio no tene paí. Indio bruto no sáe mundo.

—Pero a este paso dentro de treinta años se acabó su raza, Capinté. ¿O no se

da cuenta?

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—Blanco cagüén é ma juerte. Quitó toa a indio. Ansí nomá e.

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Cuatro

Cada vez que Jaime Cabello, que era calvo como un vidrio, iba al Bar El

Jardín, a su alrededor se reunían todos los parroquianos para pedirle que contara

sus historias de cacerías. Paisano retacón y redondo, de carnes blandas, patizambo,

tenía el ojo derecho más cerrado que el izquierdo y una enorme cicatriz en el cuello,

productos de un arañazo de yaguareté. De pómulos altos, cejijunto y medio bizco,

era un buen prototipo de hombre feo. Usaba el chambergo echado sobre la espalda

y sostenido al cuello por una cintita negra con un bordado ilegible, que se decía era

regalo de una muchacha que había sido su único amor de juventud.

Famoso baqueano de la zona, el concurso de Jaime Cabello resultaba

imprescindible para quien quisiera internarse en el monte a cazar. Era, además, el

guía obligado de Luján, Pérez y Grande, quienes una o dos veces al mes pasaban un

fin de semana mariscando en la selva. También como patero era muy reconocido.

Siempre estaba al tanto de la llegada de picazos, crestones y sirirís a los comederos.

Sabía qué laguna frecuentaban y a qué horas se acercaban a comer. Jaime Cabello se

jactaba de que jamás se le había escapado presa alguna que hubiera perseguido.

Con su largo puñal en la espalda, bajo la faja, y su Colt adelante, pegado al

abdomen, era un tipo con carisma y orgulloso de ser libre como los pájaros libres y

nadie recordaba haberlo visto de mal humor. Las brigadas de control de trabajo no

se metían en sus cosas, y él se llevaba tan bien con los patrones como con hacheros e

indios. Nacido y criado en el monte, había quedado huérfano de muchacho y desde

entonces vivía solo. Amaba a los animales aunque ayudaba a cazados, porque decía

que era más fácil entenderse con ellos que con los hombres. Gran bebedor, jamás se

lo había visto borracho y se comentaba que era capaz de tomarse un esqueleto de

vino o un barril de guaripola y luego salir lo más campante tras una manada de

gargantillos.

Su oficio de baqueano del intendente y de los administradores le permitía un

buen pasar. Su rancho estaba bastante alejado de Colonia Perdida, en uno de los

últimos puestos de los campos propiedad de los Establecimientos Algodoneros

Sociedad Anónima. Vivía con dos perros y su caballo, el Azulino, con el que se

decía que hablaba largas horas. Algunos incrédulos se le acercaban, cuando llegaba

al pueblo, y le preguntaban si era cierto que el caballo hablaba.

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—Naturalmente —sonreía Cabello.

—A ver, hacélo hablar, chamigo —lo desafiaban.

Él meneaba la cabeza, bondadosamente.

—No va' querer —decía—. El Azulino habla cuando'stá solo conmigo,

nomás.

Los días de Jaime Cabello transcurrían en la mayor soledad, como es la vida

en el monte, cazando y criando animalitos, autoabastecido y sin amigos. Según él,

había que verlos muy de vez en cuando porque, aseguraba, un amigo es como una

víbora: si uno la ve todos los días deja de tenerle miedo, se confía y acaba

envenenado.

De cada cacería obtenía anécdotas, abundante ginebra de regalo y unos

pesos que siempre le dejaba el intendente. Era un hombre sin problemas, orgulloso

de sí, que vivía de espaldas a lo ajeno y jamás se inmutaba, salvo en el momento de

encontrar y matar a una presa. Su misma fama lo henchía de satisfacción y lo hacía

sentirse marginado —aunque en un plano superior— del resto de sus paisanos.

El advenimiento de Toño a Colonia Perdida no significó nada para él. Era

cierto que hacía muchos años que nadie llegaba al pueblo para quedarse, pero no

quebró su rutina y sólo se interesó por el nuevo maestro la noche que fue al Bar El

Jardín y lo vio sentado junto a la ventana frente a su vaso de ginebra.

Enseguida lo enteraron y después de observado durante un rato se le acercó

y se sentó a su mesa. Toño lo invitó a compartir ginebra. Estaba de excelente humor

y le gustó ese hombre simple, despierto, alegre, que había provocado aplausos y

vivas en la concurrencia y que era un personaje querido por todos. Lo trató como tal,

se interesó por el oficio de baqueano y le contó de la escuela, y cuando Cabello le

preguntó sus impresiones sobre el pueblo, contestó:

—Más o menos. Hay demasiada injusticia —y sonrió.

Contra lo que se podía esperar de un hombre que contaba con los favores del

intendente y sus amigos, Cabello simplemente dijo:

—Así es.

Y siguió bebiendo y cambió de tema, y pidió que llamaran a Carvajal, el

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violinista, y a Cardozo, el que tocaba el bandoneón. Él sabía pulsar la guitarra y

estaba probado, anunció, que formaban el mejor trío chamamecero. La idea fue

acogida con entusiasmo.

Jaime Cabello se convirtió en el alma de la fiesta. Tocó, cantó y bailó hasta la

madrugada, bebiendo incansablemente caña tibia natural.

Toño le propuso seguir conversando. Cabello se excusó y prefirió dejarlo

para otra vez pues a las cinco de la mañana debía ir al almacén a buscar provisiones.

Inmediatamente partiría hacia su puesto.

Otra vez la boa—nube carajo justo esta noche que van a estar las pibas de Alvarlenga

y seguro que tambien Milagros que es tan linda aunque medio boluda y encima con novio

aunque para lo que a mí me interesa...

Me detuve en la vereda de enfrente, arreglé el nudo de la corbata mientras

trataba de dominar un tic que me tensaba la yugular y me acordé de mamá. Tóñito

qué buen mozo estás si te viera tu padre que era tan elegante qué lastima que se murió.

Se celebraba el Día de la Independencia y en el Club Social y Deportivo se

realizaba el tradicional baile anual. Se presentaban en sociedad las niñas

quinceañeras que, vestidas de largo, a las doce de la noche invadían la pista para

danzar el vals con sus padres. Estos, hombres soberbios y solemnes como próceres,

representaban cabalmente a esa sociedad sin tradiciones ni abolengo pero

fenomenalmente pretenciosa. Eran empresarios, industriales, comerciantes,

médicos, abogados y funcionarios públicos que hablaban de negocios y de política

mientras sus mujeres se enjoyaban y analizaban a los pretendientes de sus hijas.

En ese palacete viejo y lujoso, con amplios salones alfombrados en rojo y

grandes arañas sobradas de caireles, rodeados de jardines de cuidados rosales y

santarritas en pleno centro de la ciudad, había que pagar mucho dinero y tener

excelentes presentantes para ser admitido. Allí se reunían los miembros de las más

diversas asociaciones para servir a la comunidad con pantagruélicas cenas, y se

instalaban de noche los venerables de la ciudad con sus mujeres a beber café y soda

y discurrir sobre la nada y el vacío. En los salones de la parte posterior se jugaba al

póker o a la loba por sumas fuertísimas, y en la planta alta se reunían las señoras

para organizar desfiles de modas a beneficio del Asilo de Ancianos Desvalidos, la

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Asociación de Ayuda a los Huerfanitos Pobres y otras instituciones, y todos los

fines de semana se celebraban bodas, cumpleaños y aniversarios. En cada una de las

grandes fiestas —el 25 de Mayo, el 9 de Julio y el 31 de Diciembre— se cenaba con

platos franceses y vinos italianos, se cantaba el himno nacional a las doce de la

noche, ejecutado en estilo de banda militar por la Bristol Jazz, y se bailaba hasta el

amanecer con predominio de música norteamericana y brasileña.

En la historia de la institución se contabilizaban, además, tres o cuatro

muertes notables, duras venganzas financieras y hasta retos a duelo que nunca se

llevaron a cabo. Desde la década del cuarenta se contaban también nueve infartos

en la sala de juegos e infinidad de grescas, muchas de ellas protagonizadas por

militares destinados en el regimiento local.

El asunto va a ser aguantarla a Malena cuando tire la bronca pero ya me las voy a

arreglar después de todo tengo ganas de conocer alguna minita nueva me siento mal no sé ni

por qué vengo.

En la puerta estaba Corvalán, el portero, vestido de mayordomo de gala. Era

un veterano guardaespaldas de un caudillo conservador que había sido presidente

del club y allí lo conchabó para siempre. Antiguo matón, se le conocían por lo

menos dos muertes limpiamente ejecutadas años atrás, lo que le permitía gozar del

respeto de muchos. Corvalán era inteligente como una mona rabiosa, pero conocía

de memoria a cada socio y sobre todo sus puntos vulnerables, y había forjado la

discreción suficiente como para no exigir tarjetas de invitación. Lo saludé

tuteándolo e ingresé con paso seguro.

En la escalinata que llevaba al gran salón gris, el anterior, estaban las

debutantes quinceañeras, lejos del control paterno. Los varones, un poco más allá,

fumaban como degenerados para demostrar su hombría. Los solteros más

veteranos deambulaban a la pesca, whisky en mano. Los subtenientes del

regimiento se nucleaban alrededor de las hijas de los tenientes coroneles; los

capitanes se aburrían con sus esposas y espiaban a las acompañantes de los

tenientes. Las mujeres de los capitanes hablaban de sirvientas e hijos y miraban con

discreta codicia a los solteros más veteranos. Una orquesta típica amenizaba la cena

con tangos instrumental es, y todo debía terminar indefectiblemente a las doce,

hora en que se cantaba el himno y empezaba el baile.

Yo iba a esas fiestas todos los años. Papá había sido vocal de la Comisión

Directiva y mamá integrado la Comisión de Damas. Ya no concurría a las fiestas

para no ponerse triste y porque ahora éramos pobres y su dignidad le impedía

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sentarse a la larga mesa de las viudas notables. Pero aquella vez entré al salón gris y

en el acto me sentí nervioso. Como siempre, debía saludar a derecha e izquierda,

besar a viejas señoras apergaminadas y aceitosas que comentaban cuánto había

crecido, el parecido con mi padre y, claro, se interesaban por la presión de tu mamita.

Pero lo más fastidioso era atender los halagos a la memoria de papá, un hombre que

jamás hubiera imaginado el aprecio de toda esa gente porque la verdad era que se

había muerto disgustado con muchos de ellos y convencido de que la vida era una

mierda.

La boa—nube me perseguía desde hacía media hora. Había comenzado

como de costumbre: subiendo desde las pies, inmovilizándome, haciéndome

suspirar y fumar nerviosamente, obligándome a soportar un creciente dolor de

cabeza. Fui al bar, pedí una aspirina y un whisky con hielo, y me dispuse a esperar

aburridamente que algo sucediera. Pero no pasó nada.

A las dos de la mañana el baile estaba en su apogeo. Yo me sentía harto. La

batería de la orquesta parecía tocar sólo en mi cabeza y mi estómago era un campo

donde alguien encendía fuegos artificiales. En algún momento salí al jardín.

Algunas parejas pasaron bailando Sweet Georgia Brown y en un giro más violento

que lo aconsejable un bailarín me pateó un tobillo. Era un subteniente, rígido y

engominado, que llevaba en sus brazos nada menos que a Milagros, evidentemente

fascinada por el uniforme del tipo, que además era alto, flaco y fibroso y tenía un

bigotito a lo Clark Gable típicamente militar. Yo sentí que la boa—nube me había

atrapado. Me aflojé la corbata y noté que con el tobillazo me había manchado la

camisa con whisky. Pensé que mi aspecto debía ser lamentable y me dije siempre lo

mismo esto es lo que me jode venir por calentón a ver si engancho algo y después termino en

pedo y haciendo papelones. Y pensando esto me acerqué a la pista y cuando después de

Sweet Georgia Brown tocaron Saint Louis Blues, girando, girando, vi venir al miliquito

y le grité:

—Ché, sorete mequetrefe, me llegás a pisar de nuevo y te rompo la jeta.

El tipo se detuvo e hizo una firme indicación a Milagros para que volviera a

la mesa, aunque ella lo tomaba del brazo como Ingrid Bergman conteniendo la

violencia de Bogart.

—La jeta de tu hermana —me dijo.

—Milico de mierda —le grité—. Convoquen a elecciones.

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—Elecciones tu hermana —el tipo no tenía un lenguaje variado.

—Vení si sos macho —desafié.

Y el tipo vino, y no sé cómo, en ese momento la boa—nube me tapó por

completo.

En cuanto abrí los ojos, reconocí el prostíbulo de la Tía Zita, en Villa San

Martín. Calculé que habría dormido un montón de horas.

Intenté ponerme de pie y fue como si un grandote de ciento veinte kilos se

hubiera sentado sobre mi cabeza. Me quedé un rato acostado, escuchando el canto

de los canarios y el hermoso sonido del barrio, hasta que me sentí un poco mejor.

La tía Zita, Benicio y dos de las chicas charlaban alegremente en la vereda.

Salí con el saco y la corbata en la mano y vi que el sol declinaba del otro lado de la

ciudad.

—Salú pueblo —dije desde la puerta.

Zita y las chicas me besaron, de lo más cariñosas. Acepté una taza de té y lo

miré a Benicio.

—Hablé con tu vieja —me explicó—. Le dije que dormiste en mi casa y que

esta mañana te fuiste a pescar. No me creyó, pero se quedó tranquila.

Estuvimos un rato en la vereda. Pasó el camión regador, dejando un

exquisito olor a tierra mojada en el ambiente. En todos los jardines se alargaban las

sombras del día. Después nos fuimos y en el ómnibus Benicio me preguntó si me

acordaba de lo que había pasado. Le contesté que no.

—Vos estás loco, chamigo. Lo dejaste al miliquito a la miseria y gritabas que

las elecciones, que la revolución y hasta vivas a Perón y Evita. Si no te paramos,

todavía sigue el despelote. Y después, dormido, decías que los pobres y las putas

eran lo mejor del mundo. La tía estaba chocha.

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Al mes siguiente, en pleno invierno, Jaime Cabello volvió a Colonia Perdida.

Cuando entró al pueblo, vio gente reunida en la puerta del Bar El Jardín. Eran las

cinco de la tarde, una hora desusada para que el salón estuviera tan concurrido.

Apuró el paso del Azulino y desmontó a pocos metros.

El viejo Sandalia, con una enorme cinta negra sobre el bolsillo del saco,

estaba junto a Rojo. En ese momento, el grupo se movilizaba hacia la calle y se

dirigía a la intendencia.

Rojo se le acercó y lo enteró de lo ocurrido: la tarde anterior un brigada ebrio

había estrangulado a la hija de DeJesús Quiroga, nieta del viejo Sandalia. La niña,

de sólo once años, además había sido violada. Jesuso —como le decían a DeJesús—

no hizo esperar su venganza: esa misma noche buscó al asesino y estuvo a punto de

matarlo en la puerta de la casa de Ramiro Luján, adonde el brigada fue a esconderse.

A fustazos y ayudado por algunos sirvientes, Luján logró contener a Quiroga y lo

hizo arrestar por "alterar el orden".

A la mañana siguiente —y ante la indignación general—, Marcelino Grande

ordenó a Marcial Calloso que distribuyera la noticia de que el preso sería puesto en

libertad sólo si juraba que no intentaría vengarse por su cuenta. En cuanto al

brigada, sería sancionado y transferido a los Establecimientos Algodoneros

Sociedad Anónima.

Todos sabían que Jesuso jamás dejaría de pensar en vengarse y que el

brigada no sufriría castigo, sino que se lo escondería en algún lugar hasta que todo

pasara. Después, seguramente, se organizaría una fiesta con cualquier pretexto, se

emborracharía a todo el mundo y el asunto quedaría definitivamente olvidado. Ya

había ocurrido otras veces.

Jaime Cabello ató el Azulino a un palenque y también integró la

manifestación.

—¡Intendente! —gritó Rojo desde la calle. Detrás de él se apiñaban todos, en

silencio—. ¡Salga, carajo, que el pueblo lo reclama!

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Esa mañana, al enterarse, Toña había suspendido las clases. De inmediato,

ordenó a Nicasio poner la bandera a media asta y salió en busca de Rojo. Juntos

partieron hacia el rancho del viejo Sandalia. Entre los tres consiguieron reunir a ese

puñado de hombres que exigía a Grande la libertad de Jesuso Quiroga.

El intendente apareció en la puerta, con su Colt 44 bien visible, apenas

metido el caño bajo su cinturón. Se paró con las piernas abiertas y las manos

colgándole a los costados como dos preservativos usados. Miró al conjunto con una

mirada feroz.

—¿Qué pasa?

—Usté sabe lo que pasa —dijo Rojo, con el mismo tono firme y decidido—.

Queremo que deje libre a De Jesús Quiroga. No hizo nada.

—Lo voy a dejar en libertá cuando me jure que se va' dejar de joder. Ya está

todo arreglado y es mejor que se vayan y no me desorganicen el pueblo.

—Estoy seguro de que ese arreglo que usted dice no satisface a la familia

Quiroga —terció Toño.

—La intendencia va' enterrar a la chica en el cementerio atrás de la iglesia. Ya

hablé con el cura y tendrá cristiana sepultura. En cuanto al detenido, lo voy a dejar

salir cuando yo lo considere. Y usté no se meta en lo que no le importa, maestro... ¡Y

ahora, váyanse!

Se dio vuelta y se dirigió a su casa. Toño gritó:

—¡Sí que me importa, Grande!

El intendente se detuvo, giró despacio y lo miró severamente.

—Entonces jódase.

Sacó el Colt y lo gatilló. Se escuchó un murmullo.

—Se van o no.

Algunos hombres comenzaron a retroceder. "Quietos", musitó Rojo, pero

muchos no le hicieron caso. Sólo quedaron junto a él Toño, el viejo Sandalio, Jaime

Cabello y media docena de paisanos e indios. Grande los miró uno por uno.

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—Tire —dijo Cabello—. Vamo, métale si usté sabe...

Marcelino Grande titubeó por un instante. Hizo una mueca con la boca,

entrecerró los ojos y por fin forzó una sonrisa.

—No —dijo en voz baja—.Todavía no hay maestro suplente. Pero les juro

que se van' arrepentir.

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Cinco

Gilberto Ramúa entró corriendo, jadeante. Era un muchacho de quien se

decía que de tanto masturbarse tenía los nervios destrozados. Parecía un

muestrario de tics ambulante, con el cutis perforado por infinitos forúnculos

abiertos, como un marlo desgranado.

—¡La mujer de Pére! —chilló con voz infantil—. Él le pilló con el mestrro...

¡Culeándo!

En el salón se hizo un silencio ominoso. La tensión de los últimos días se

reflejó en todas las caras.

Para esa gente, acostumbrada a los días parejos, la sobriedad de las tardes y

el silencioso e imperceptible paso de los días, era como si la vida diese un giro de

imprevisibles consecuencias. Todo parecía tomar color, como cuando se guisa la

carne con mucho picante. Pero a la vez se daban cuenta de que los cambios los

obligarían a tomar partido.

Enrique Rojo, que atendía una de las pocas mesas ocupadas, se sobresaltó

como quien encuentra una yarará en su cama.

—Y qué pasó —preguntó alguien.

—No sé —dijo Gilberto—. Primero jué un griterío y agora el intendiente'stá

encerrao con Pére y su mujer. Paece que'l mestrro se juén la'scuela y Pére le castigó

a la Rosario.

Marciana de Rojo atravesó la cortina.

—Vó andá verle al mestrro —le ordenó a su marido—. Yo me'ncargo 'e la

puta ésa.

Dejó el cuchillo sobre el mostrador, se calzó debidamente los zapatos y

partió, decidida, hacia la casa de los Pérez.

Los pocos parroquianos se retiraron en tropel, haciendo comentarios. Rojo,

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presuroso, cerró el bar y salió detrás de todos.

Empujó la puerta suavemente. Adentro no había luz. Apenas se divisaba la

cama, en la penumbra, sobre la que Toño fumaba tranquilamente. La ventana

estaba cerrada y el olor a cigarrillos y a encierro era fuerte pero soportable. Se sentó

en una silla.

—Qué pa lo que pasó.

—Qué le importa.

—Me importa. Lo van a joder.

—Ya se jodió todo.

—Con más razón, cuente...

—Fue una boludez. Rosario siempre me pedía que fuera a su casa porque

decía que iba a ser... excitante, y usted sabe cómo son a veces las mujeres... Yo me

negaba, pero jodió tanto que hoy le di el gusto.

—¿Y qué dijo Pérez cuando apareció?

—Que me fuera... Y yo me fui... Me vestí despacito mientras él me miraba.

Nunca vi tanto odio concentrado y no sé cómo no nos baleó... Rosario se largó a

llorar y me pidió que me quedara. Pero qué iba a hacer yo ahí... Pensé que el tipo

nos iba a matar a los dos. Y no sé si lo hice por ella o por los dos, pero me fui como

un cobarde... Renuncié.

Una madre conoce perfectamente a su hijo. Bien dicen que el diablo sabe por

diablo, etcétera. Siempre le decía: Toño, cuando vos vas yo estoy de vuelta. Pero él

se reía y se encerraba en ese silencio tan profundo, tan suyo. Podía estar días

enteros sin hablar, aferrado a esa manía de no contestar o contestar mal. Era

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agresivo, para qué negarlo, aunque a veces tan tierno. En todo contradictorio, mi

Toño querido, en todo. Hasta para meterse en eso de la política y dejar su trabajo en

Tribunales y un camino de bien... Pero una madre no abandona al hijo caído en el

error, trata de encaminado a toda costa.

Malenita también jugó un papel importante. La primera vez que la trajo a

casa, me dijo, antes de que ella llegara, que no pensaba casarse porque no creía en el

matrimonio, que se acostaba con ella y que no lo jodiera haciéndome ilusiones de

tener una nuera... Ay, mi hijo, si me hubiera escuchado. Pero los hijos no hacen caso

de las madres y menos si la madre es una tonta como fui yo, que vivía para él y le

combatía todas esas ideas raras que tenía.

Un día vino y me dijo rettuncié.

Yo temblé y le pregunté qué decís Toñito. Que renuncié mamá y no digás ni mú.

Yo mú no iba a decir, qué esperanza. No Señor. Pero le dije todo lo que

pensaba: que estaba loco, que era un insensato y hasta le dije que me arrepentía de

haberlo tenido. Sé que estuve dura con eso pero me pareció que no le afectaba

demasiado, así que me ofendí aún más. Y él no quiso explicarme nada, esa noche no

vino a comer y yo me quedé sola, llorando y decidida a hablar al otro día con el

doctor Carranza para decirle que Toño no sabía lo que hacía.

Yo amé la Facultad de Derecho, y mi trabajo en la Corte y la plena certeza de

que muy pronto iba a ser abogado. Y lo amé tanto como de pronto un día me di

cuenta de que ya no quería serlo.

Hoy me pregunto por qué empecé esa carrera, por qué me dejó de gustar y

por qué la odio tanto ahora, cómo se me acabó la pasión... y respondo que no sé...

Yo fui un perfecto tragalibros. Meta y meta con entusiasmo y devoción. Que las

discusiones de Kelsen y Cossio. Que los iusnaturalistas y los iuspositivistas (las dos

escuelas estaban superadas, pero la controversia es siempre interesantísima). Que la

admiración a Ihering por su defensa del Derecho. Que el odio a Von Kirchman

porque dijo que el Derecho no es más que un montón de bibliotecas inútiles o algo

parecido. Y no obvié, claro, un profundo amor a los romanos. Al punto que en

algún momento me juré que mi primer hijo se llamaría Justiniano, aunque es un

nombre francamente espantoso. Por supuesto, también soñé con ser delegado ante

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las Naciones Unidas, seducido por la idea de defender las doctrinas nacionales y

nuestra tradición—jurídica—internacional. Oh, sí, y eso no es todo, hasta llegué a

convencerme de que el Civil es un codigazo. "Persona es todo ente capaz de

adquirir derechos y contraer obligaciones" me parecía una definición la mar de

inteligente, pobrecito de mí, no me daba cuenta de que el sistema jurídico fue

armado por tipos que creían en la propiedad privada más que en la virginidad de

su propia hermana.

Lo que quiero decir es que estaba harto. Una vez en Economía Política asistí

a una clase sobre Marx y empecé a leer El Capital, claro, y no lo terminé, como

corresponde, pero aprendí algunas cosas. Y como era un adolescente inflexible y

dogmático me autodeclaré marxista, aunque en realidad me sentía anarquista, con

lo que se me hizo un despelote en el balero. Por suerte todo eso me duró apenas un

poco más que lo que dura un pedo en un salón, pero me sirvió para desdeñar, con

asco, los Derechos Reales que me enseñaban que la propiedad es un derecho

inalienable que se ejerce erga omnes, que quiere decir contra todos, el viejo Dalmacio

Vélez Sársfield, ni lerdo ni perezoso, dejó bien sentado que nadie puede atentar

contra la propiedad de una persona, ¿okéy? Por eso en este país la propiedad

privada es parte inseparable de nuestra forma de vida republicana y chúpese ésa, o,

dicho de otro modo, la clase trabajadora que no tiene donde caerse muerta, y

además es peronista, justamente se puede morir, pero en silencio, calladitos, no sea

que si gritan se los califique como extremistas subversivos, portadores de

ideologías foráneas, flagelos apátridas al servicio de potencias extranjeras, la

sinarquía, el comunismo internacional y la mar en coche.

En la facultad sólo enseñan abstracciones. Nada es absoluto en Derecho,

nada definitivo, nada concluyente. El Derecho es la escuela de la transacción,

porque transar es la gran solución de los abogados: un poco para cada parte,

bastante para los apoderados de las partes y a otra cosa, que pase el que sigue.

La vida tiene cánones preestablecidos. La sociedad es tan rígida como sólo

pueden serlo los necios, los hipócritas y los obsecuentes. En ella sólo triunfan los

necios, los hipócritas y los obsecuentes.

Y como a mí todo eso me daba por las pelotas, agarré y me fui. Pero antes le

dije todo esto mismo al doctor Carranza, presidente de la suprema corte, cuando

renuncié a tribunales.

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A la puerta de la casa de los Pérez parecía haberse reunido todo el pueblo.

Marciana de Rojo se abrió paso entre la multitud e ingresó resuelta a la casa.

—No sea testarudo, hombre —decía el intendente. Estaba sentado frente a

Jesús María Pérez, quien parecía llorar con la cabeza entre las manos.

—¿Y Rosario? —preguntó Marciana.

Marcelino Grande la miró de arribabajo, con resentimiento. Sabía que era

una mujer temperamental y decidida, como su marido.

—En la pieza. Pero mejor no entre.

—¿Por qué no?

—Este animal la destrozó. Mejor que duerma un poco.

—¡Cómo dormir! Hay que verla'nseída.

Entró a la habitación, cuyas ventanas estaban cerradas. Sobre la cama,

Rosario tenía los ojos abiertos pero la mirada perdida. Todavía semidesnuda y

apenas cubierta con las sábanas, tenía un moretón en un ojo y huellas de golpes en

la cara. En distintas partes de su cuerpo se advertían huellas de los cinturonazos

que le había aplicado su marido. A los numerosos moretones se sumaban dos

heridas, una en una pierna y otra en uno de sus pechos, cuyo pezón parecía una

orquídea abierta. Los cabellos le caían sobre la cara pero no ocultaban su palidez ni

los golpes recibidos.

—M'ijita —dijo Marciana—, losombre'engañao no son hombre. Son animale

que creen que toa'las hembra son puta y tonce golpean.

Como no obtuvo respuesta, la zamarreó.

—¡Ché, contestame si estás viva!

Rosario apenas hizo, débilmente, una mueca de dolor.

Marciana salió, presurosa, a buscar ayuda. En la antesala, el intendente

seguía discutiendo con Pérez; lo amenazaba con que se pudriría en la cárcel si

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mataba a su mujer. Marciana le ordenó:

—Mande llamar a Lema y que traiga gasa, alcohol y vendas. En la farmacia

tiene de tóo. Y a ver si a Pére lo encierra sei mese pa'que aprienda a no ser tan pavo.

Volvió a entrar en la habitación, mientras el intendente la seguía con la

mirada, sorprendido. No podía tolerar que una mujer, y menos Marciana de Rojo, le

diera órdenes y en su propia casa. Se puso de pie para decirle lo que pensaba, pero

ella cerró la puerta violentamente.

—¡Y usté no moleste! —gritó desde adentro.

Marcelino Grande ordenó que buscasen a Lema y enseguida se sintió un

tanto desgraciado, pero reconoció que ella tenía razón. Se convenció rápidamente

de que la decisión de encerrar a Pérez era una buena idea y era suya. "Si hace una

macana, se dijo, me va'alterar la paz del pueblo".

Entonces salió a la calle y, a los gritos, ordenó que todos se metieran en sus

casas y en sus cosas. Después tomó a Pérez de un brazo y lo llevó a la intendencia.

Cuando una hora más tarde Marciana regresó al bar —cerrado en señal de

curioso duelo—, su marido la esperaba echado sobre la hamaca, con las piernas

cruzadas. Su panza se inflaba y se desinflaba rítmicamente mientras espantaba

mosquitos con una palmeta. Un espiral se consumía en el pico de una botella vacía.

—No me digás náa —dijo Marciana—. Sé más que vó.

—Qué cosa —preguntó Rojo.

—Rosario ta bresa. Y no sabe de quién é.

Yo sé que se va a sentir como la mona, pobre mi Toñito. Lo conozco tanto

que sé que no podrá perdonármelo. Andará silencioso y arisco y hasta se va a pelear

con Malenita y todo eso, pero hay cosas que él ahora no comprende pero algún día

me va a agradecer... Cómo no iba a pedirle disculpas al doctor Carranza, tan buena

persona. Por suerte, me entendió y me prometió olvidar el incidente, así son los

muchachos de ahora, me dijo, son idealistas, eso es lo que pasa. Y tiene razón. Pero

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lo importante es que acá no ha pasado nada, le van a dar un mes de licencia especial

y Carranza me dijo que todo sea en honor de Antonio padre, que en paz descanse, a

quien él conoció y estimó mucho. Yo a eso no lo sabía, pero está bien, lo que

importa es que Toño será reincorporado y sanseacabó.

Se quedó acostado, y fumando, hasta muy tarde, hasta que sólo quedaron

encendidas las luces del Bar El Jardín y de la intendencia. No tenía fuerzas ni para

levantarse y preparar café. Lo abrumaba una forma de vergüenza, un pudor

imprecisable y absurdo que no sabía explicarse. El pudor y el odio desandaban un

mismo camino en sus sensaciones. No era la primera vez. Y lo sabía: degeneraría en

una parálisis más, en una soledad infinita. Soledad igual a hastío, se dijo, hastío

igual a muerte; la humillación del hombre. Siempre hacer lo que no se quiere hacer.

Estar donde no se sabe si se quiere estar. Buscar un lugar, desconocer si existe.

En esos pensamientos, se acordó del Gordo Conde, el soldado más pícaro y

audaz que había conocido. Todo un año juntos en el Servicio Militar, nunca más lo

había visto pero lo recordaba porque jamás estaba triste y se reía de todo; pertenecía

a esa clase de individuos con los que uno quisiera pasar los últimos minutos de su

vida.

Pero también, y paradójicamente, era un ser absolutamente desprovisto de

pudor y capaz de traicionar hasta a su hermanita menor. A nadie más que a él se le

pudo ocurrir meterse con la mujer del sargento Cabrera, que era jefe de guardia dos

veces por semana. Su esposa lo visitaba por la noche en el Casino de Suboficiales, y

le hacía comidas especiales. Era una tipa de huesos grandes, abundantes carnes y

un aspecto de acorazado en medio del océano que hacía fácil imaginar que Cabrera,

bajo y de aspecto debilucho, no le era suficiente. Todo el mundo sabía que le metía

los cuernos, y además se decía que le pegaba cada vez que él juntaba coraje para

una escena de celos. Cabrera se desquitaba con nosotros: era capaz de sacarnos a

correr desnudos por el patio en las noches de invierno, o a la una de la tarde en

pleno febrero, después de comer y bajo un sol calcinante.

En la segunda guardia que nos tocó hacer juntos, Cabrera encontró a Conde

masturbándose en el baño y alguien le dijo que estaba loco por su mujer. Por eso lo

vigiló especialmente y la primera noche que ella volvió a cocinar en el Casino, se

dio cuenta cuando el Gordo se ató al borseguí un espejito que apuntaba su cara

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reflectora hacia arriba, de manera que con sólo acercarse y ubicar bien el pie podía

observar las intimidades de la mujer. Se ofreció de asistente y anduvo una hora de

acá para allá, siempre cerca de ella y estirando la pierna para mirarle los muslos y el

calzón. Cabrera lo castigó con diez días de calabozo, y como creyó que estábamos

todos confabulados ordenó también un arresto colectivo.

Se preguntó por qué se acordaba de Conde, Cabrera y ese tiempo

desagradable que consideraba un año perdido. Quizás porque la soledad es la

mejor compañera y la peor enemiga del recluta. Se busca el baño donde

masturbarse, se escriben cartas que conectan con el exterior y se espía la foto secreta

o la estampita que cada soldado lleva siempre en sus bolsillos, del lado del corazón.

Mienten los que dicen que en el servicio militar no hay tiempo para aburrirse. Sobra,

y tanto, que uno se hace amigo de las cucarachas de la colchoneta, de las hormigas

que construyen y van y vienen y van y vuelven a venir, de los pájaros que hacen

nidos en los techos de las galerías. Y se sueña con salir pronto porque la soledad es

abrumadora.

Como ésta que ahora sentía, y además con vergüenza. Debió quedarse con

Rosario. Debería estar allí ahora. ¿Sí? No, ni se le ocurría. Como tampoco pensaba

en volver a Resistencia.

Basta de siempre hacer lo que no se quiere, se dijo, basta de estar mal parado

en el mundo.

El problema era que no sabía qué hacer ni dónde estar.

El Padre Gabriel elevó las manos, con las palmas extendidas hacia el cielo.

"¿Te das cuenta?", le preguntó a Jesucristo, bajando los párpados y alzando las cejas.

Después suspiró profundo, meneó la cabeza y musitó:

—¡Qué vergüenza, Dios mío!

Marcial Calloso lo miraba como un borracho a un vaso de leche.

—Padrecito. Qué le 'igo a don Grande.

El cura lo observó severamente.

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—¿Y qué le vas a decir? Que vaya ir, m'ijo, que voy a ir... Un buen sacerdote

no abandona a sus fieles descarriados.

Marcial asintió, sin entenderlo, y se retiró en silencio. La palabra del

sacerdote era sagrada para él. Tenía una idea muy vaga de dios: se lo imaginaba

como a un Cristo crucificado, con la cara y la voz del Padre Gabriel.

Cada vez que Micapitán me llamaba para jugar al ajedrez, me sentía liberado

del asedio de los suboficiales. Jugar con él era terrible, pero en alguna medida era

estar hombre a hombre y además me convidaba café y me permitía fumar. La

frustración se hacía soportable y de pronto yo era una especie de esclavo feliz con

su amo.

Micapitán era un sujeto alto y rubio. Tenía la cara alargada como la de un

caballo, y en su piel se notaban las huellas de alguna vieja viruela. Siempre olía a

loción Old Spice, y de él se podía decir que era un racista consecuente. Quizás por

eso me estimaba: yo pertenecía a la clase media local, y aunque venidos a menos él

me consideraba su par. Además, conmigo podía conversar de cine, de política, de

cualquier cosa. Claro que conversar era su fantasía, porque el que hablaba era él y

yo sólo podía asentir. Sus muletillas eran Kennedy, Enrique Carreras y el

Comunismo, y pronto supe cuáles eran los argumentos convenientes de esgrimir:

me mostraba como el calco de su mente, sonreía ante todas sus estupideces y

hablaba en forma clara y precisa. Eso lo encandilaba. Los dos constituíamos un

baluarte occidental y cristiano.

Según me conviniera, yo ganaba o perdía. A lo sumo, le hacía tablas, pero

siempre dependía de sus estados de ánimo porque era un sujeto peligroso: si yo

perdía dos partidas, creía que me dejaba ganar; si le ganaba dos, se enojaba porque

lo consideraba insubordinación; lo mejor era hacer tablas. Pero entonces corría el

riesgo de que se deprimiera porque resultábamos iguales y eso tampoco podía ser.

Había que estar muy atento.

Yo llevaba a sus hijos a la escuela todos los días. Eran dos cretinitos a quienes

debía tratar con dulzura y soportarles sus caprichos. Para ellos un soldado era como

un pañuelo de papel, que se usa y se tira. También hacía de mandadero de su mujer,

una porteña cajetilla cuyas frases más originales eran "los negros no trabajan

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porque no quieren" y "los peronistas me producen alergia, yo no sé cómo pueden

querer a ese hombre". Además, una o dos veces por semana la emprendía a

arañazos contra su marido. Entonces yo tenía que comentar —durante las

partidas— que los gatos son animales traicioneros, e inmediatamente relatarle

alguno de mis dramas. Por ejemplo, que mi novia me pegaba e insultaba y que yo,

por amor, la comprendía y perdonaba. Terminábamos hablando de mujeres, lo que

le permitía contarme sus aventuras extraconyugales.

Micapitán me quería, ciertamente, y me defendía de los suboficiales. Pero

todos detestábamos su sonrisa estúpida, su olor a Old Spice y sus ojos claros como

escupida de mate de leche.

Un soldado es un creador de pampas donde crecen el odio y el hastío. La

humillación cotidiana puede llegar a resultarte normal y por eso en la milicia uno se

abandona sobre un mullido colchón de recuerdos y deja resbalar las horas por su

piel, mientras el hartazgo crece como la espuma de una cerveza recién tirada.

En la intendencia, Ramiro Luján, furioso y desencajado, había quebrado el

mango de su teyú—ruguay de tanto azotar el despacho de Grande. Era de la idea de

expulsar inmediatamente a Toña de Colonia Perdida.

Ricardo Lema lo llamó a la reflexión:

—Eso va'hacer que todo el mundo tenga a Pérez en su boca por el resto de

sus días, y va a ser un guampudo público... Lo que hay que hacer es buscar la forma

de que Pérez se tranquilice y la gente se olvide del asunto. Cosas así ocurren y

ocurrieron siempre.

—Pero acá nunca pasó algo semejante.

—Quién sabe...

—Lo que pasa es que usté es amigo de ese tipo.

Ricardo Lema hizo como que no lo escuchó. Se dirigió a Grande:

—¿Usted qué piensa, Marcelino?

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—Que el problema de expulsarlo es que además nos deja sin maestro.

—¡Igual hay que echarlo! —bramó Luján—. ¡A este paso nos va'poner a

todos esos negros de mierda en contra!

—Cuando llegue ese día, lo echo en menos que canta un gallo —amenazó

Grande.

—Y a quién pone de maestro —preguntó Lema.

—Seré yo, si es necesario.

En ese momento el cura entró resueltamente diciendo "hay que perdonar,

hay que perdonar, es un mandamiento de Jesucristo: errar es humano, perdonar es

divino".

—Bueno, cura, silencio —ordenó Grande.

El Padre Gabriel se sentó junto a la ventana mirando hacia el naranjo, y

preguntó:

—Y ahora qué vamo'hacer.

—Eso estamos pensando —dijo Lema.

—¡Insisto que con tres brigadas lo hago desaparecer esta misma noche!

—dijo Luján, tocándose la cartuchera.

El intendente frunció el ceño y estuvo un rato pensativo, con un gesto de

preocupación, hasta que lentamente se le empezó a dibujar una sonrisa.

—Ustede son una manga de inútiles —dijo poniéndose de pie y apoyando

los puños sobre el escritorio—. Que no se hable más.

Los tres hombres lo miraron, extrañados.

—Cómo dice —preguntó Lema.

—Que no se hable más del asunto —explicó Grande—. Ésa es la solución.

Acá no pasó nada, no hay por qué preocuparse. Nadie tiene por qué pensar nada,

puesto que no ocurrió nada.

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Su sonrisa era triunfal.

—De Pérez m' encargo yo. Esta misma noche lo emborracho y lo mando

tranquilito a su casa, y a Rosario la dejo una semana al cuidado de Mary, hasta que

se recupere. Usté la va' controlar, Lema... Y mañana el pueblo sigue igual que

siempre y le meto veinte días de cepo al que hable de esto. ¡Acá no pasó nada!

—Pero... —insinuó el cura.

—Nada, nada —lo interrumpió el intendente, y sacó un block de papel y su

lapicera del cajón—.Ya mismo preparo el comunicado.

Se sentó, contento como un general condecorado, y empezó a escribir. Los

demás lo miraban, sorprendidos. El intendente leía en voz alta, mientras redactaba:

—... Y ante versiones infundadas...

Seis

Después de escribir Abajo Grande miró la "b" y pensó que le había salido

desprolija pero no le importó. Alzó el balde y caminó un par de metros. Imaginó la

cara de Floro Maderal cuando al día siguiente descubriera la inscripción. Abriría la

boca como un caballo que bosteza y, espantado, correría hasta la intendencia para

jurar que él no tenía nada que ver y que repudiaba el hecho.

Se detuvo frente al muro de la esquina del Almacén Casa Gold.

Era una pared de unos cuarenta metros. "Ideal", murmuró. Entonces escribió

con enormes letras:

BASTA DE EXPLOTACIÓN Y DE INJUSTICIAS EN EL OBRAJE

La idea había sido de Marciana. "Yo no sé lér, pero ser letráo no ha de ser

pura felicidá. Ansí que ustede vayen y escríbanle lo que no les gusta".

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A Rojo le encantó la idea, y a Toño le produjo un cierto escozor porque sólo

ellos dos podían hacerlo. Pero aceptó. Y ahora, viendo las primeras leyendas en las

paredes, tuvo la sensación de que algo se repetía, como si de alguna manera las

paredes fueran espejos en los que él se reconocía. Deseó que el final de esa película

que volvía a ver, el fondo de los espejos, fuera diferente. Sintió un escalofrío.

La pintura la habían preparado con cal, arcilla y un colorante que consiguió

Rojo. Las letras se chorreaban, pero eso no les importaba. Al otro día todo el pueblo

comentaría las inscripciones.

En la ventana del dormitorio de Nicomedes Gold escribió:

VIVA LA HUELGA

Y de ahí hasta la casa de Roque Moreno:

ACABAR CON LAS BRIGADAS DE LUJÁN Y DE PÉREZ

Después caminó rápidamente hasta la plaza. La noche era clara y las estrellas

alumbraban su itinerario. Colonia Perdida parecía un cementerio a la hora del

crepúsculo. En la base del mástil escribió una misma frase en los cuatro costados:

OBRAJEROS: A LA HUELGA

Después retornó a la calle y frente a la iglesia y la casa cural se detuvo a

pensar. Cuando se decidió, escribió lo mismo en ambos edificios:

EL PADRE GABRIEL ESTÁ CORROMPIDO

Volvió a cruzar la plaza, rumbo a la intendencia. Junto al alambrado, escuchó

el silencio durante unos segundos. Después se acercó a la casa y creyó oír los

ronquidos de Marcelino Grande. Con una mueca de satisfacción, volvió a empapar

la brocha en el balde y escribió:

EN ESTE PUEBLO 10 VIVEN COMO REYES

Y EL RESTO COMO ESCLAVOS

Se retiró unos metros y leyó con una sonrisa. No se apuró. A esa hora, las dos

de la madrugada, Colonia Perdida era un caserío fantasmal. Depositó la brocha en

el balde y caminó bajo la arboleda, que brindaba una complicidad acogedora.

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Enrique Rojo lo esperaba en el banco convenido. A su lado Perón—Perón, con la

lengua afuera, parecía sonreír.

—Listo —dijo Rojo—. Ya pinté la otra parte de la calle. Ni el bar se salvó.

—Está bien. Pero ojo que mañana hay que sorprenderse como cualquiera.

—Sí, pero angaú nomá —se rió Rojo dirigiéndose a su casa.

Ya en su rancho, Toño pensó que era una lástima que en ese pueblo eran

muy pocos los que sabían leer.

Envuelto en papel cartón, parecía palpitar sobre la cama. Lo levanté, me lo

puse bajo la axila y salí a la calle. Acomodé el paquete en el portaequipajes de la

bicicleta, monté y empecé a andar. Eran las ocho de la noche.

No sentía miedo ni emoción. Simplemente, pedaleé hasta que llegué a la

avenida. Los árboles impedían el paso de la luz de los faroles y la ciudad parecía

habitada por gnomos ocultos en las copas. Me detuve en la esquina, frente a la vieja

y blanca casona. Una enamorada del muro se abrazaba al enrejado semi colonial y a

las paredes, tapando casi totalmente las ventanas de vidrios de colores. Entonces

repasé mi plan: tendría que dejar la bicicleta junto al muro, saltado, cruzar el

pequeño jardín y depositar el paquete en la puerta. Inmediatamente, iría a

ocultarme en lo de Eduardo hasta muy entrada la noche. Después reaparecería con

toda naturalidad.

Di una vuelta a la plazoleta del boulevard y comprobé que no había nadie a

la vista. La oscuridad me favorecía. Ágilmente salté las rejas, deposité el paquete y

volví a la vereda. Empecé a contar: uno, dos, tres ... —monté a la bicicleta y

emprendi la fuga—... nueve, diez, once... —tenía que apurarme, alejarme lo más

que pudiera—... dieciséis, diecisiete, dieciocho... —apareció un automóvil, juré que

me habían visto, dije "carajo" y seguí pedaleando—... veintisiete, veintiocho...

—bueno, ya explota—... treinta.

Escuché el estruendo y casi me caí de la bicicleta. El automóvil frenó

violentamente y por un instante los faros me alumbraron. La onda expansiva

rompió algunos vidrios del vecindario. Dos cuadras más allá, Eduardo no abrió la

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puerta del garage; sólo se asomó a su ventana y me dijo: "Boludo, te vieron. Ahora

andá a esconderte a otro lado".

Mañana —dijo el indio Josecito, con los ojos brillantes como carbones

mojados. El pelo negro, largo y seco, estaba sostenido por una vincha de trapo viejo.

Descalzo, sus pies parecían empanadas de barro. Las ropas harapientas —un raído

culero sobre una bombacha bataraza, una camisa rotosa y un saco que le quedaba

grande— despedían un olor intenso.

—¿Noay que í? —preguntó Belgrano, sin mirado. Molía maíz con destreza

en un mortero de lapacho. Estaban en la puerta de su tapera, junto al catre de

guayaibí con trenzado de tientos que el indio usaba para dormir a la intemperie

pues adentro ya no cabían. Su mujer acababa de tener al noveno hijo y apenas

habían hecho lugar para el cajoncito de madera que le servía de cuna.

—Y no —explicó Josecito— El Quirurgo dijo que si va te jode'l brigáa. Brigáa

malo: pega y no paga. No é justicia, dijo él.

Alrededor y en distintas sombras dormitaban varios perros.

—¿Y vó cré que güelga va sacá brigáa? —preguntó Belgrano.

—No ha de... Peo le va'jodé.

—¿Y quién no van?

—Too.Vó frená'l que pase. Que naide vaye.

A las tres de la mañana Malena trajo una bandeja con dos milanesas mas, un

frasco de mayonesa, pan cortado en rodajas y un vaso de naranjada. Yo estaba

escondido en el sótano de su casa, detrás de unos cajones de vino y un par de baúles

repletos de cosas viejas.

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Prendió la lamparita del techo, dejó la bandeja sobre una gran alfombra

plegada y se acercó al colchón extendido en el suelo. Me dio un beso y me dijo

cariño despertate. Yo estaba despierto, pero con los ojos cerrados. Los abrí, la miré y

le dije que estaba hermosa y que la quería. Y le conté que había soñado que

allanaban mi casa me detenían y me daban una paliza bárbara para que dijera quién me dio la

bomba. A ese primer interrogatorio lo aguantaba, pero sabía que cuando vinieran a buscarme

para el segundo yo iba a cantar hasta La Cumparsita con variaciones porque había un

sargento de bigotitos que quería amputarme el pito con una yílét el hijo de puta y me la tmía

jurada.

Ay mi amor no pensés esas cosas. ¿No querés otra mílanesa?

Malena puso la bandeja sobre el colchón y se sentó a mi lado. Le guiñé un ojo

y ella me pasó una mano por el pelo. Mañana te lavo la camisa / Qué dicen tus viejos /

Creen que estás en Corrimtes / Bueno contame las novedades / Según los diarios sigue la

guerra en Asia otra vez hay rumores de golpe en Buenos Aires y continúa la tensión

en Berlín. / Siempre lo mismo. / Y El Rotativo no deja de alabar al gobernador vos

sabés cómo son. / Cabrones hijos de puta, eso son. / En la facultad se comentó

mucho la movilización del viernes vino el Buitre de Corrientes y anduvo

repartiendo panfletos yo no me explico cómo anda suelto. / Porque tiene huevos y

suerte pero decime cuándo me van a sacar de aquí. / El Buitre me dijo que piensan

esconder te en la catedral y si dentro de una semana todo sigue igual te llevan a

Córdoba. / Está bien. / ¿Y si te agarran Toño? / Ni pienso en eso.

Cuando terminé de comer, le dije te cojo y me largué a reír. Puerco no hablés así

respondió Malena mientras yo me acercaba a ella en cuatro patas. Dijo no acá no,

pero la alcancé y comencé a besarla y nos fundimos en un largo abrazo.

Después se fue. Debe haber apagado la luz cuando yo ya estaba dormido.

Pasó por la administración a las tres de la mañana. Se acercó a una de las

ventanas del edificio y espió. Un brigada hacía guardia, dormido junto a un

Soldenoche y con el máuser entre las piernas.

Aunque recién era la primavera, esa noche hacía mucho calor y resultaba

peligroso quedarse quieto en la oscuridad: las vinchucas salían de sus escondites a

buscar sangre caliente. En esos montes impenetrables y esos ranchos y casas nunca

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fumigados eran chagásicas y sus picaduras, aunque indoloras, a la larga eran letales.

La inmensa mayoría de los habitantes de la región estaban infectados.

Se alejó de la ventana y caminó hacia el monte. La cita era en la picada por

donde los cachapés pasaban diariamente. Las profundas huellas conservaban aún

el agua de la última lluvia; allí, generaciones de mosquitos nacían, ovulaban y

morían, con un zumbido que se mezclaba con los ruidos de la selva. Mientras

caminaba, recapituló el proceso previo a esa huelga. Habían considerado aguardar

hasta el verano —entre diciembre y abril el algodonal funcionaba a pleno— porque

eso hubiera permitido más huelguistas; y en pocos meses más se habría logrado la

adhesión de los aborígenes que obedecían a Capinté, quien todavía desconfiaba y,

acaso, también tenía miedo.

Sin embargo, tras muchas discusiones se había impuesto el criterio de no

esperar más, posición apoyada por el viejo Sandalio Quiroga, quien desde la muerte

de su nieta sectía urgentes deseos de justicia, o quizás de venganza. El plan que

elaboraron fue sencillo: nadie trabajaría hasta que los patrones aceptaran —y se

comprometieran a cumplir— el pliego de condiciones presentado.

Para garantizar el paro, habían hablado con todos los trabajadores

individualmente y en pequeños grupos. Las arengas corrieron por cuenta de

Josecito y de Quirurgo Gauna. Quiroga, por su parte, apalabró a unos cuantos

boyeros y cachapeceros, entre los que gozaba de respeto. El anuncio oficial de la

huelga quedó a cargo de Enrique Rojo, quien colocó un cartel en el Bar El Jardín.

En minutos la noticia llegó a oídos del intendente, que hizo llamar a Rojo

para pedirle explicaciones. El diálogo fue áspero y no lograron —ni quisieron—

ponerse de acuerdo. Rojo dijo: "La güelga se hará anque no les guste porque con

ustede no es posible entenderse; son la autoridá y no conozco autoridá que esté

dispuesta a ceder nada por las güenas". Marcelino Grande fue más explícito: "Si me

joden la tranquilidá del pueblo y alteran el progreso dentro del orden y la paz, no

v'iá dejar cabeza en pie". Ramiro Luján, presente en la entrevista, anunció

escuetamente que se tomarían represalias contra los huelguistas.

Toño caminó, en la total oscuridad, hasta que calculó que había llegado al

Campo de Diosecito, un abra de un largo centenar de metros de ancho, especie de

cañadón seco y con pastos naturales cuyos humedales permanentes servían de

aguadas para los animales del monte. A esa hora empezaban a llegar manadas de

todas las especies y los sonidos eran impresionantes. Se mantuvo sereno, sabedor

de que era un extraño allí, pero no necesariamente sería atacado si se quedaba

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quieto. El Campo de Diosecito era la sección más ancha de ese antiguo cañadón,

posible viejo cauce de un río, y en él había un estero que los aborígenes veneraban

porque, según la leyenda, era el último vestigio de un gran lago en el cual, en

tiempos inmemoriales, el dios maligno de los tobas —Nohuet— saciaba su sed.

—Mestrro —dijo una voz.

Era Josecito.Veía en las sombras.

—Dónde —preguntó Toño.

—Aquí... Caminá hacia mi vó.

Toño pudo orientarse.

—¿Estás solo?

—Total.

Se sentó a su lado, sobre un viejo rollizo olvidado por algún cachapé.

—Una vé —dijo josecito, como para sí mismo—, vino Yporá a tomá el

ahua.Tonce Nohué le comió... Nohué májuerte qu'Yporá. Nunca má vino.

—No vino nadie —dijo Toño. Ya se había acostumbrado a la oscuridad.

Josecito estaba sentado sobre sus piernas. Su mutismo era total; no se escuchaba ni

su respiración.

Así estuvieron un largo rato, hasta que oyeron pasos.

—E jhindio —alertó josecito—.Vien'en pata.

—Parálo —dijo Toño.

Josecito se hundió en la oscuridad con el sigilo de una víbora en un yuyal.

Enseguida volvió acompañado por un mataco que trabajaba como peón de patio en

la administración.

—Mestrro: Manuel quere í.

Toño lo miró. Era menos moreno que Josecito, pero más joven y fuerte.

Page 121: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

Como todo mataco, era bajo y desaliñado.

—¿Por qué vas, Manuel? Si la brigada te castiga, te...

—Lenda palagra, peo vó no podé cumplí. El brigáa má macho. Si Manuel no

va tonce'l brigá me castiga.

—¿Quién te dijo eso?

—El Don Ramiro. Ayé tarde avisó q'al que no viene el brigáa le buca'n las

casa.

Toño no dudó que fuera cierto. Luján era capaz de estrangular a su madre y

después llorarlda. Si los indios iban a trabajar, nada se podría esperar de los

paisanos y la huelga fracasaría. Se dio cuenta del peligro que corrían las familias de

los que cumplieran el paro. De Josecito y de Quiroga, por ejemplo. De Gauna y

algún otro. Deseó consultar a Rojo. Se sintió muy solo. Perdido.

Josecito lo miraba. El aborigen es desconfiado y ladino, pero cuando entrega

su amistad, cuando cree en un hombre, es ciego. Entonces no admite flaquezas.

Toño lo sabía. Y lo lamentó.

—Me voy —dijo Manuel.

Josecito intentó detenerlo. Toño intervino:

—Dejalo... —y al otro—: Manuel... ¿Qué van a hacer los demás?

—Güelga no alimenta. Nojotrro traajámo pa'comé. El brigáa'stá porqu'stá.

Qué le va'hacé.

—¿Eso quiere decir que todos van a trabajar?

—Y sí. Elambre a májuerte que'l brigáa.

Manuel siguió su camino. El sol se asomaba entre las copas mientras el vapor

subía y los mosquitos se escondían en las sombras. Toño sintió frío. "El hambre es

más fuerte que la brigada, se repitió, qué ironía, carajo, nos dieron vuelta el slogan".

Page 122: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

Era absurdo que estuviera escondido en la casa de mi novia. La noche

siguiente salí, sin avisar, y con todas las precauciones caminé hasta la catedral. Pero

allí el cura Osvaldo me confirmó que la policía me andaba buscando, me habían

identificado desde el coche que apareció cuando huía en la bici y ahora tenía que

esconderme en otro lado porque, según el sacerdote, en cualquier momento pueden

allanar la catedral éstos no respetan nada.

Eran las once de la noche, ya no quedaban compañeros en el patio y la

ciudad sufría el toque de queda. Decidí salir por una puerta lateral, pensando

refugiarme con la tía Zita. Después, no sería dificil ubicar compañeros que me

sacaran de Resistencia escondido en el baúl de un coche.

Me había acostumbrado a desconfiar hasta de mis calzoncillos, de modo que

no avisé a nadie, ni siquiera al cura Osvaldo. Fue un error y de eso me di cuenta

cuando escuché el ruido de un motor y vi la sombra del Ford que doblaba en la

esquina, con los faros apagados, y viniendo directo hacia mí.

—¡Alto! —me gritaron y un par de tipos bajó corriendo mientras el Ford

retrocedía. Vestían inconfundiblemente de negro. Empecé a correr y en la esquina

vi, como en un sueño, que se encendía una luz en una ventana de la media cuadra.

A los gritos de mis perseguidores se agregó un silbato. Doblé, esquivé una raíz y caí

en brazos de un agente de uniforme que parecía haber estado esperándome. Traté

de zafarme a manotazos, pero otro uniformado, que apareció de no sé dónde, me

aplicó una trompada en el hígado que me paralizó.

Me llevaron hasta el coche, sosteniéndome porque yo estaba tan firme como

una toalla mojada, me arrojaron al interior y los dos tipos de civil se sentaron a mis

costados.

—Dormílo —ordenó una voz.

Me durmieron de un culatazo.

En la celda el olor a orín era tan fuerte como para reanimar a un infartado.

Cuando me arrojaron y cerraron la puerta de rejas hubo algunos chistidos. Ahí

Page 123: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

había más de sesenta hombres que dormían amontonados, abrazados como víboras

en sus nidos, para combatir el frío.

Me quedé cerca de la puerta y busqué un hueco donde sentarme.

—Oiga compañero —me dijo una voz ronca, aguardentosa—. ¿Trae cigarro?

Busqué en el bolsillo del pantalón, saqué el paquete y se lo alcancé.

—¿Por qué lo trajeron?

—Soy estudiante. Me agarraron recién.

—Venga. No se va' estar parao toda la noche —se corrió a un costado y

encendió el cigarrillo. No me devolvió el atado. Pude observado mientras me

sentaba y él fumaba. Era un tipo de la edad que hubiera tenido mi viejo, pero muy

arrugado y sucio, y con un tajo que le cruzaba el lado derecho de la mandíbula.

Fumaba y mascullaba palabras inentendibles. Se moría de ganas de hablar,

pero yo estaba demasiado asustado, y preocupado por lo torpe que había sido:

nadie sabía mi paradero y recién sospecharían a la tarde siguiente. O no, ya que el

cura Osvaldo me había alertado y podrían suponer que estaba muy bien escondido.

El tiempo político que se vivía estaba demasiado convulsionado como para hacerse

ilusiones.Tras un mes de agitación y luchas estudiantiles, de las últimas marchas

habían resultado un muerto y varios heridos y contusos. Los policías —mal

pagados y peor dormidos por el exceso de trabajo— estaban hartos y eso los hacía

más temibles. Pensé que podía estar años encerrado sin que nadie lo supiera y que

nunca como en ese momento era tan fácil morir y que nadie se enterara. Temblé.

—¿Tenés frío, pibe?

—No.

—Entonces tenés miedo.

—Un poco, sí.

—Te van a fajar.

Lo miré de reojo, con ganas de putearlo, pero me contuve.

Page 124: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

—¿Y usted por qué está aquí?

—Vengo siempre. Por ebriedá o asuntos menores. Acá ya me conocen. A

veces no tengo dónde dormir y vengo nomá.

—¿Y lo dejan entrar así nomás?

—Ahora sí. Ante, cuando no me dejaban, tenía qu'empedarme o hacer

contravenciones. Pero ahora estoy viejo y cuando me ven venir me dicen "Pasá

Gorosito" y me abren la puerta. Los canas son así, a vece quieren a alguien.

Un alarido me sobresaltó y me hizo brincar como si hubiera estado sobre un

colchón de lana y le hubiesen prendido fuego. El grito se convirtió en un lamento

largo y quejumbroso. En la celda hubo murmullos y puteadas. Gorosito dijo en voz

muy baja:

—Toas las noche lo mismo.

Sentí una corriente helada transitando mi columna. El tipo siguió:

—Hace varias noche qu'están haciendo cantar a los detenidos. Si te toca'l

turno hacéme caso: largá todo, y rápido.

Se dio vuelta con un murmullo inentendible. Lo maldije para mis adentros,

encendí un cigarrillo y observé que me temblaba la mano. El lamento se fue

apagando hasta convertirse en un llanto que parecía venir desde un piso alto' Un

rato después se escuchó el ruido de una palangana que caía al suelo. Luego se hizo

un largo silencio, hasta que los ayes volvieron a escucharse. Esa sesión duró como

una hora, según mis cálculos. La oscuridad era total y los demás presos parecían

sordos. Me pregunté si los gritos de ese desgraciado no eran invención de mi propio

terror. Estaba solo en el mundo y ni siquiera mi sombra me acompañaba. Tenía un

nudo en la garganta y el cerebro bloqueado como si me hubieran inyectado

cemento líquido. Le pedí a Gorosito la colilla del pucho para darle un par de

pitadas.

—Ché, mariquita, dormí y la puta que te parió —gritó uno, en el fondo. Otro

chistó. Gorosito me tiró de un brazo.

—Dormí, chamigo.Y llorá, si sabés.

Supe.

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Fue un día de cielo encapotado, con algunos truenos en el horizonte y un frío

desusado sobre la tierra. El Obraje El Quebrachal despertó como siempre, con la

única novedad de que la vigilancia había sido reforzada. Ramiro Luján se instaló en

su escritorio y dos de sus hombres quedaron en la puerta, custodiando su caballo.

Inmediatamente ordenó el conteo de los ausentes e hizo anunciar el descuento de

ese día a todo el personal "por el solo hecho de haber dudado". Una patrulla de

veinte brigadas se internó en la selva rumbo a los ranchos de los huelguistas, con la

orden de escarmentarlos.

En los ranchos de Quirurgo Gauna y de Sandalio Quiroga no había nadie;

revolvieron las miserables pertenencias de los hacheros y siguieron de largo. En la

tapera de Belgrano sólo hallaron a su compañera y a sus hijos. Después se dijo que

violaron a la mujer delante de sus crías y salieron en busca de Belgrano. Lo

encontraron mientras se hundía en la espesura. El indio echó a correr, pero le

cerraron el paso.

—¡Tuyo, Montiel! —gritó un brigada.

El tal Montiel disparó y Belgrano cayó bajo un vinal, herido en una pierna y

sabiéndose perdido.

—¡Piedá! ¡Piedacita chamigo brigáa!

Por toda respuesta le descerrajaron un tiro en el sexo y otro, después, en la

cabeza.

El grueso de los brigadas siguió su camino. Montiel y tres más se quedaron

con el indio muerto. Le ataron una soga al cuello y lo colgaron de un enorme

franciscoalvarez. Después siguieron al resto del grupo.

Cuando llegaron al rancherío donde vivía Josecito, mujeres y niños se

dispersaron aterrados. Los brigadas gritaban y disparaban al aire, entraban en

todos los ranchos y los prendían fuego. Pero Josecito no apareció. Entonces

reunieron a la indiada y un brigada preguntó:

—¡Dónde está ese hijo 'e puta!

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Nadie respondió. Los niños se abrazaban a las piernas de los mayores y los

mayores se apiñaban como para ocultarse entre ellos mismos.

Un brigada señaló a una joven aborigen de pelos muy largos y se dirigió a

Montiel:

—Creo qu'ésa es su mujer.

Montiel se acercó a la muchacha y la quiso tomar de los pelos, pero ella lo

esquivó y se puso a gritar como un gato incendiado.

—¡José! —gritó Montiel, cuando logró agarrada—. ¡Indio'e mierda, salí o te

culeo la hembra!

Dos hombres la sujetaron por los brazos y dos por las piernas. Y en ese

momento Josecito apareció, con una hachuela en la mano.

—Jo putaaaaa! —gritó y lanzó el hachazo hacia el grupo, mientras extraía un

machete de su espalda. Montiel aulló de dolor, llevándose las manos al pecho

partido, mientras sus colegas baleaban a Josecito.

Después se abalanzaron sobre él y lo remataron. Dejaron su cuerpo

atravesado en la puerta de su tapera.

Ese sopapo me vino de la izquierda. Al principio los había contado para

distraerme, para no pensar, para no hablar. Pero en el catorce me aturdí y perdí la

cuenta, y entonces repetía: "Catorce, catorce, catorce".Y me vino una trompada de la

derecha. A la mandíbula.

—¡Hablá, hijo de puta!

No era cuestión de mostrar me estoico, pero yo sabía que me exigían que

hablara aunque no les importaba lo que pudiera decirles. No me hacían preguntas

concretas. Era un simple trabajo de ablandamiento. Una rutina. Sólo pisoteaban mi

dignidad.

La habitación no tenía ventanas y todo su mobiliario se reducía a una mesa y

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dos sillas. Un gordo en mangas de camisa fumaba recostado contra la puerta. Un

sargento uniformado manipulaba una lámpara de por lo menos quinientos watts; la

luz me daba de lleno en la cara y me enceguecía. El que me pegaba era alto y

delgado y yo no podía distinguir sus facciones. Era como una sombra sin dueño.

—¡Hablá, te digo, maricón!

Me pegó un revés, enseguida con la palma y luego con el puño cerrado,

directo al mentón. Sentí que se me aflojaban los dientes y tragué un poco de algo

pastoso, que supuse era sangre. Después me regresaron a la celda.

Llevaba casi una semana detenido y no hacía más que pensar en las torturas

que por alguna razón todavía no me aplicaban. Me pegaban a diario, y el trato era

humillante, pero ni ellos parecían saber lo que querían de mí. O sabían que yo no

era importante. Mientras tanto estar encerrado era ratificar mi soledad, mi

aislamiento. Allí no había noción de tiempo, nada era cierto ni evidente y, como

todo preso, yo vivía inmerso en suposiciones y fantasías. Mi mente giraba en torno

a mis teorías sobre la no existencia: no era yo; sólo a mi cuerpo golpeaban y todo

pasaría, finalmente.

Una tarde de esos días escuché un ruido de pasos que se acercaban y supe

que venían hacia mi celda. Contra lo esperado, un cana me pidió, de buenas

maneras, que lo acompañara. Alguien quería hablarme. Me condujo hasta una

oficina bien iluminada, donde un tipo joven, de traje claro e impecablemente

planchado, estaba sentado ante un escritorio.

Me tendió una mano, que no estreché.

—Soy oficial de la Secretaría de Informaciones, caballero —dijo, y tomó una

carpeta anaranjada que estaba sobre el escritorio—. Siéntese.

Acerqué una silla. Me miró a los ojos.

—Sabemos que usted es uno de los integrantes de la Junta Coordinadora de

Estudiantes —pronunció solemnemente el título—. Y que puso una bomba de

estruendo en la Sociedad Rural, que causó daños menores.

Lo miré tratando de que mis ojos fueran tan expresivos como los botones de

un amplificador.

—Afortunadamente no hubo víctimas que lamentar —continuó, sin dejar de

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hojear la carpeta—. Y no se lo reprocho. Sé muy bien lo que es una ideología y soy

respetuoso de ellas, aunque no las comparta.

A medida que el tipo hablaba, yo hacía esfuerzos por permanecer en actitud

neutra y me cuidaba de no mover ni un músculo.

—Le advierto que yo soy apolítico —continuó, con naturalidad—. Pero eso sí:

decididamente antiperonista.

Lo miré sin verlo.

—Usted se preguntará por qué le digo estas cosas y por qué lo tienen aquí,

encerrado, y ya pasaron... ¿cinco días? Sí. Y naturalmente, la libertad es hermosa.

Pero algunos no saben valorada y por eso la combaten. Y entonces quienes creemos

en ella la vamos a defender, ¿no le parece, Oroño? La libertad es la hija dilecta del

sistema. Y un buen padre cuida a su hija, ¿no? Usted haría lo mismo. Es un brillante

alumno de abogacía, un muchacho que tiene todo en sus manos para ser un

excelente profesional, ganar dinero, tener amigos. Está muy bien conceptuado y

pertenece a una conocida familia chaqueña. Su expediente no es demasiado

comprometedor y créame que le tomé aprecio y por eso está aquí. Sólo para

conversar...

Bajé la cabeza y me mordí el labio inferior.

—¿Qué le pasa? ¿Se siente mal?

—Sí. Sinceramente, estoy esperando que termine.

—Lástima, porque yo sólo quería conversar y ayudado. Quiero pensar que

usted no es un caso perdido como ciertos peronistas envenenados. Si conversamos

hoy, y mañana, y pasado, quién le dice... Usted podría revisar sus conceptos y

después que se olviden estos pequeños incidentes lamentables, debidos a tontos

errores de las autoridades universitarias, usted va a gozar nuevamente de su

libertad.Y hasta podríamos entendemos. Por ahí colaborar con nosotros...

Durante el espích del tipo, yo había juntado saliva a sabiendas, de manera

que el escupitajo que le lancé le dio de lleno en la cara. Sobre la nariz, donde se

juntan los ojos. Me emocioné como quien aprecia la mejor obra de su vida.

El tipo sacó un pañuelo y se secó la cara lentamente. No dejó de mirar me con

unos ojos que parecían recién sacados de la congeladora. Se puso de pie y salió, y

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enseguida entraron un cabo y otro cana y me llevaron de vuelta a la celda. Después

me interrogaron y picanearon en tres oportunidades, la primera con electrodos en

los tobillos y los testículos. Yo me sacudí, grité, lloré, sentí que la carne se me

desgarraba en cada descarga, mi sangre enloquecía y me quemaban hasta las

visceras, y así hasta que me desmayé. De nada me valió pensar que yo no existía y

esas boludeces que me resultaron tan útiles como un diario de la semana pasada.

Para la segunda sesión un flaquito de ojos de muerto, biliosos, se dedicó a recorrer

todo mi cuerpo con los electrodos. Descubrió uno por uno mis puntos vulnerables:

las axilas, los testículos, el ano y las plantas de los pies. Desnudo sobre un elástico

de cama, torpemente mojado con una toalla sucia, sufrí las distintas potencias de la

batería. Fríamente, y ante dos tipos que estaban en las sombras y fumaban, se reían

y hacían preguntas sin mucho sentido, el flaquito me arrancó todo lo que quiso:

conté la historia de mi vida, completa, y reconocí haber puesto la bomba, delaté mi

escondite, mencioné a cada uno de mis compañeros y a los curas amigos, hablé de

planes terroristas y hasta juré haber participado activamente en el exterminio de

judíos en Polonia, además de confesar mis íntimas relaciones con el canciller de

Napoleón. Fue la noche más desgraciada de mi vida.

La tercera sesión fue una breve, simple y yo diría que rutinaria repetición de

los tormentos. Después me tiraron en la celda como se tira un forro usado.

—No pudo ser más pior —sentenció el viejo Quiroga. Una arruga le había

arado la frente y su semblante tenía los colores de un cadáver conservado en

formol.

Toño lo miraba sin verlo. Varios vasos de ginebra se habían convertido en un

plomo derretido que le subía del estómago al cerebro. Marciana de Rojo parecía

llorar en silencio, mientras su marido, más sereno, fregaba el mostrador con un

trapo rejilla por enésima vez.

—La brigáa estuvo fiera demá —siguió Quiroga—.Y too por culpa d'eso

jhindio cagone.

—No diga eso —eructó Toño, y repitió Rojo casi a coro.

En el Bar El Jardín no había nadie más que ellos. Estaban en silencio,

sombríos, escuchando el relato de lo acontecido que hacía el viejo Sandalio. Con la

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voz quebrada, concluyó diciendo que todos corrían peligro.

Como sucede con todo, y aún lo peor, a lo largo de muchos días, que luego

supe hicieron un mes, me fui reponiendo. Alguien se ocupó de que mejorara mi

alimentación y recibí atención médica. Las marcas desaparecieron y sólo me quedó

la quebradura moral.

El día que me liberaron, dos policías de civil me colocaron ante un fotógrafo

que me retrató de frente y de perfil mientras sostenía un cartel lleno de números

contra mi pecho. Me tomaron las diez huellas digitales, me hicieron firmar media

docena de veces y me abrieron la puerta diciéndome rajá pibe y quedáte piola.

En mi casa me sentí extrañamente maduro, prescindente, triste como una

pampa inundada. El miedo que me habían inculcado era pegajoso, imposible de

limpiar. Cuando me contaron que como consecuencia de las revueltas habían

renunciado el ministro del interior, algunos gobernadores y el rector de la

universidad, tuve la sensación de que me hablaban de cosas ocurridas varios siglos

atrás. Me negué a ver a mis viejos compañeros y amigos y también a Malena. Me fui

a Buenos Aires, a vivir en casa de una tía que no tenía hijos y me quería tanto como

a sus gatos, lo que no era poca cosa.

Regresé cinco meses más tarde y pedí la reincorporación a Tribunales. Me la

dieron y también recomencé mis estudios y me recluí en la placidez del jardín y el

río. No hizo falta que avisara a nadie que me abría y poco a poco todo fue quedando

atrás. Y con la misma rapidez se me agotó la imaginación, me desgané, tuve miedo

y empecé a desarmarme como una calesita de parque que se va de un pueblo. No

quería luchar, no tenía por qué hacerlo; el círculo estaba cerrado.

Esa noche Marcial Calloso pegó ocho bandos manuscritos: en la ventana de

la Farmacia Lema; en el murito de la casa de Ramiro Luján; en la puerta de la iglesia;

en el costado norte de la peana del mástil de la plaza; en la pared del Almacén Casa

Gold; en la única vidriera de la Tienda El Amanecer; en el portoncito de la casa de

Jesús María Pérez y en la galería de la escuelita. El bando se refería a los "sucesos

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del día de hoy en el Obraje El Quebrachal" y terminaba con estas palabras: "...porlo

que no habiéndose producido alteraciones del orden, y esperando que estos hechos

que sólo atentan contra la vida pacífica de nuestra comunidad y el sagrado derecho

a ganarse el pan honradamente no se repitan, puede considerarse superada la

situación, sin novedad".

Esa noche Enrique Rojo hirió de una perdigonada a Marcial Calloso cuando

intentaba pegar el noveno bando en la vidriera del Bar El Jardín.

Esa noche Marciana de Rojo se vistió de luto y encendió dos velones sobre el

mostrador del bar, debajo de una cruz que fabricó con dos tablas cruzadas. Su

esposo estuvo mascullando toda la noche, acostado en la hamaca que tendió en el

fondo de la casa.

Esa noche Toño arrancó, furioso, el bando pegado en la galería de la escuela.

Después tomó ginebra hasta que se durmió. Al alba, Nicasio vio cómo sus perros lo

lamían, tirado al pie del lapacho.

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Siete

—Repiten siete —dice Toño, mirando a sus alumnos.

Es la última clase del año y la asistencia es completa. A la derecha los

varones; a la izquierda, las mujeres. Los aborígenes, todos adelante y ocupando

hasta la cuarta fila. Las cinco restantes, para los blancos y mestizos, rigurosamente

mezclados. Es una forma de ubicación que Toño impuso desde que se hizo cargo de

la escuela: como los indígenas estuvieron siempre, históricamente relegados, desde

que llegó les dio el desquite.

Sorprendidos, los niños se miran entre ellos. Todos saben que seis repetirán

de grado: Armidia Perón, Natividad Quiroga, Natalio Ramúa y Pedro Claro, todos

por poca inteligencia y nula dedicación;Arturo Flor, por faltas reiteradas y no

completar el ciclo; Pastor Gauna, porque es retardado. La incógnita es el séptimo.

Toño lee la lista de los repitentes y se solaza en retardar la mención del

último. Sabe que los niños contarán todo a sus padres, con el mismo suspenso.

Entonces deja pasar unos segundos y dice:

—Ramiro Luján, hijo.

Inmediatamente, se jura una vez más que no es por venganza. Está

convencido de que Ramirito es poco inteligente. Además, ha faltado demasiado, es

en extremo arrogante y observó una pésima conducta.

Nicasio es el único testigo, pues Toño envió una circular a los padres

solicitando que se abstuvieran de concurrir a la fiesta de fin de año ya que no habría

tal "en razón del luto por los trabajadores asesinados en el obraje".

Entonces entrega a cada uno su libreta y a algunos les acaricia la cabeza. Los

niños salen desordenadamente y organizan rondas y juegos. Algunos pocos se

acercan a Nicasio, que bajo el lapacho del fondo atiende el asado, que Toña exigió al

intendente para despedir el año escolar. El exquisito olor de los chorizos se

confunde con los aromas del monte.

Acomoda su carpeta y los libros de temas y de grados. Está solo en el aula y,

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lentamente, comienza a desprender algunas láminas de las paredes. Cierra las

ventanas, echa una última mirada al salón y se retira.

Entra a su rancho y deposita las láminas sobre la cama. Por la ventana ve la

luna, que insiste en durar todo el día. Después suspira y sale. De lejos ve a los ninos

que rodean la mesa donde Nicasio sirve chorizos, morcillas, costillas y achuras.

Entonces se siente solo y reconoce lo mucho que los extrañará.

Se acerca, se sienta a la cabecera y come con ellos.

Tan tan tatáaaaaa / ta tan tatáaaa / tan tan tatáaa / tan—tan—tan tan—táaa ...

Ay qué émoción Dios mío después de años de esperarlo vaya ser su esposa

para toda la vida qué contenta esta mami es el sueño de su vida el vestido me quedó

precioso aunque ahora estoy muy delgada, pero a Toña le gusto igual no importa

que hayamos tenido relaciones total lo importante como dijo el Padre Euclides es

que nos casamos enamorados y él me quiere y yo lo quiero con toda mi aima claro

que sí y la gente qué de gente que hay Toña me espera allá en el altar qué serio y

qué lindo que está el traje negro le queda brutal y eso que me costó convencerlo

porque se le ocurre cada idea mi amor quería casarse solamente por civil y en

mangas de camisa era una locura así está precioso las chicas se van a morir de

envidia yo sé que hay cada loca suelta que le tiene unas ganas pero lo voy a hacer

muy feliz para que no mire a ninguna otra tarada qué emoción Dios mío ya estoy

llegando al altar dentro de un ratito seremos marido y mujer y vamos a ir a la fiesta

en casa y después a Mar del Plata.

—ChéToño.

—Qué hay.

—¿Cómo te sentís?

—Bien. Como siempre.

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—¿Viste qué lindo es estar casados?

—Hummmm ...

—Yo me siento tan feliz... e incluso más buena, qué querés que te diga. Es

como si de repente amara a todo el mundo.

—No me digas...

—No seas irónico, ché.Vos siempre fuiste un tipo raro, duro, complicado.

Pero yo no, y ahora que te tengo me siento más buena... Es dificil de explicar.

—No sé a qué viene que te sientas buena. Nadie es bueno.

—Pero mi amor, cuando uno ama se siente mejor y necesariamente es más

bueno. ¿Acaso vos no me amás?

—No tiene nada que ver. No entendés.

—Pero me querés o no. Decímelo.

—Dale, Malena, acabala —estaba desnudo, sobre la cama del hotel, y se

acariciaba el sexo—. Sacate la bombachita y vení que te lo digo.

Mientras caminábamos, le dije:

—Yo pensaba que las lunas de miel eran dulces de veras.

Él se detuvo frente a un banco de piedra, apoyó un pie y contempló cómo el

mar, agitado, desparramaba espuma sobre la arena.

—Te veo raro, Toño. Estás callado, y como si huyeras. No te quiero hacer

reproches, ahora menos que nunca, pero me duele que estés así, tan ausente, como

disgustado.

—Me rebelo.

—¿Contra qué?

Page 135: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

—¿Contra quién va a ser? Contra mí, Malena.Yo soy una mierda.

—¿Por qué decís eso? No sos ninguna mierda, ¿sabés?

—Sí soy. Y no me defiendas. Yo no sé si te amo. No sé si soy capaz de querer

a alguien. Mamá me hincha las bolas y vos me gustás mucho, a veces me siento bien

y creo quererte, pero no sé... Me quiero ir.

—A dónde.

—Qué sé yo, a cualquier parte. Nunca vas a entender que piense así. Nada

me gusta. Ni mi laburo, ni un carajo. Quiero estar solo, no sé qué me pasa...

—¿Y cómo en la cama, cuando lo hacemos, decís que me amás?

—Porque cuando hacemos el amor yo siento que moriría sin vos.

Una gaviota gorda y lustrosa se acercó en picada. Se detuvo a pocos metros y

nos miró. Los dos la miramos.

—Algún día me voy a ir y necesito que lo entiendas. Me voy a ir cuando sepa

dónde está mi verdadero lugar. No quiero ser un cabrón toda la vida.

Y sin embargo lo fui durante muchos años, a lo largo de los cuales viví muy

bien. El así llamado éxito social merodeaba a mi alrededor como las moscas sobre

las cabezas de las malditas palometas que pescaba involuntariamente los sábados,

bajo el puente. Uno iba en busca de un dorado o un pacú, pero en las carnadas se

enganchaban las muy putas. Como en la vida. Y así me pasó con el desahogo

económico alcanzado cuando terminé la universidad y empecé a laburar en un

estudio jurídico de renombre en el Chaco, y con mi matrimonio bien constituido, y

una amante rubia a la que veía de vez en cuando, y el hijo que crecía porque no

podía ser de otra manera, y desde luego el olvido con que el mundo había tapado

mis pecados de juventud. La sociedad me había perdonado y yo iba camino de ser

otro perfecto y prolijito hijo de puta.

Mamá, Malena y Carlitos eran felices.

Page 136: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

Un día de fines de ese noviembre el Padre Gabriel Maldonado cumplió

sesenta y siete años. Por la mañana se sintió más solo que nunca y tuvo el negro

presentimiento de prometerse descargar su desazón sobre el primero que fuera a

confesarse. "Después de todo tengo derecho, se dijo, para eso soy el cura del pueblo

y tengo que aguantarme los pecados de todo el mundo".Aunque enseguida imploró

el perdón de Dios, no pudo dejar de ser mordaz cuando vio aparecer en la puerta de

la iglesia a Rosario de Pérez.

—Hola niña...

—Buenas, padre. Vengo a confesarme.

—¿Has pecado acaso? —y le sonrió—. Rezate un par de aves que vuelvo

enseguida.

Entró a su casa pensando que debía ir a almorzar, como todos los años, a lo

de Marcelino Grande. En el fogón se consumía un leño y la pava ennegrecida

despedía un vapor flaquito que subía hasta el techo de madera y adobe,

ennegrecido también por el humo de todos los días. Preparó el mate con yerba

nueva, le pus dos fetas de cáscara de naranja y se sentó, levantándose la sotana has

arriba de las rodillas, mientras pensaba: "La loquita ésta se infidela con el maestro y

después viene a pedir perdón.Yo le v'ia enseñar a refrescarse la cachuncha".

El murmullo del follaje delató la tormenta que se avecinaba. Miró en

derredor como para asegurarse de que todo estaba bien agarrado; el viento norte,

que empezaba con aumento de temperatura y veloces nubes de polvo, podía

llevarse algo. Entonces vio elmanaque con esa rubia desnuda a la que con tinta

china le había cubiert las partes pudendas.

Escuchó pasos del otro lado de la puerta. Era Rosario.

—¿Me confiesa, padre? Tengo que hacerle la comida al Jesús.

—Bueno, pasá.

—¿Acá, padre?

Page 137: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

—Y qué tiene. Te vea o no la cara, igual te conozco. En la confesión, lo que

importa son las palabras y el arrepentimiento.

Rosario se sentó a su lado, e inclinó la cabeza.

—Mentí —dijo— sentí envidia no me importa mi casa cada día odio más a

las mujeres del pueblo salvo Marciana de1Rojo me negué a dar plata para la

cooperadora de la escuela y eso que'l Jesús es vocal de la comisión tuve malos

pensamientos y...

—Cuáles.

—¿Hace falta decirlos?

—Y sí.

—Que Jesús se muera. Que nomás pase n'el pueblo lo que presiento.

—¿Qué presentís?

—Cosas. Una nunca sabe, pero siento escozotes en el vientre, como cuando

barruntamos que van a pasar cosas extrkñas.

—Va a haber tiros y muertos, ¿verdad?

—Sí, padre, ¿Cómo sabía?

—Yo también presiento. Seguí.

—Que no le pase nada a Toño, padre. Yo lo quiero.

—Ya sé, todo eso me lo dijiste la última vez. Hace meses que te confesás con

las mismas palabras.

—¿Lo aburro, padre?

—Un cura siempre se aburre con las confesiones.

—Disculpe.

—Seguí, Rosario, seguí.

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—Pero hay algo nuevo.

—A ver.

—Voy a tener un hijo. Estoy de cinco meses.

—Carajo, cómo no vas a sentir escozores en el vientre, m'ija... De quién es.

—De Toña, claro.

—Y Jesús qué dice.

—No sabe.

—¿Y Oroño?

—A él no le importa, creo... Ya no nos vemos. Yo tengo mucho miedo, usté lo

conoce al Jesús. Si nos encuentra de nuevo nos achura a los dos.

—Vas a tener que decírselo.

—Claro.

—Y decile que es de él.

—Sí.

—Y cuidate, m'hija...

Entonces se puso de pie y le ordenó rezar seis padrenuestros y seis

avemarías, hacer la señal de la cruz con las manos mojadas en agua bendita y

encomendar su alma a Jesús. Como Rosario se confundiera tuvo que aclararle que

no se encomendara a su marido, por favor, sino al verdadero, al de la cruz.

Cuando ella salió, siguió tomando mates pero enseguida se sintió inquieto,

abrumado. Fue a la capilla y vio que ella rezaba en el tercer banco. Se sentó a su

lado y murmuró:

—Rosario... Los presentimientos... ¿Cómo es eso?

—No sé, padre, me vienen por las cosas que dicen todos: mi marido,

Marciana. En lo único que todos coinciden es en que no pueden permanecer así

Page 139: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

frente a lo que pasa.

—¿Cómo así?

—Así; dicen así.

—Qué más dicen. Oroño, los Rojo.

—Que la huelga no fue suficiente y hace falta cambiar.

—¡Y qué carajo quieren cambiar! —se irritó el padre Gabriel, dándose un

manotazo en la pierna.

—No sé, padre. Supongo que al intendente. Yo no entiendo de esas cosas.

El sacerdote se levantó bruscamente. Se dirigió al altar y se detuvo con las

piernas separadas. Desde un crucifijo de madera colorada, un Jesucristo miraba

hacia abajo. El Padre Gabriello señaló con un dedo amenazador:

—Hay más que un simple cambio de intendente —le advirtió—. Estoy

seguro. Tenés que ayudarnos o el pueblo éste se va a la mierda.

Cambiabas de formas de pensar según te convenía. Eras ubicua como un

chicle muy masticado. Un día me explicaste que gracias a eso nunca tenías

problemas con la gente. Entonces yo te dije que quien carece de enemigos es un

hipócrita. Me aseguraste que no te importaba porque al mundo hay que correrla

para el lado que dispara Toñito no podés pretender que todos sean como vos

querés.

Qué notable, mamá, yo siempre de contramano y vos siempre en el camino

recto, el ejemplo digno, la formalidad hecha madre y encima madre mía.

Cuando me casé, empezaste a joder con eso de que ya te podías morir

tranquila. Hablabas de tu muerte como de algo inminente y tanto fastidiabas con

esa especie de victimización que no te creí cuando te encontré tirada en el suelo.

Pasaron varios minutos durante los cuales miré tu cuerpo gordo y vencido, hasta

que reaccioné y corrí a buscarlo al doctor Báez, que ordenó una ambulancia

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mientras Malena se levantaba y organizaba dejar a Cartitas a cargo de una vecina.

Yo me quebré horas después, cuando besé tu cadáver y sentí lo que supongo

siente todo el mundo en esas circunstancias: perplejidad ante la muerte; un deseo

inexplicable de pedir perdón aunque sin saber claramente por qué; el vago

propósito de empezar de nuevo algo, otra cosa. Estaba completamente

desconcertado, de pronto, y cuando me di cuenta eran las dos de la mañana del día

siguiente y decidí salir a caminar. Resistencia estaba linda: fría y seca y con su

silencio de invierno sólo quebrado por los carros de frutas y verduras que van al

mercado y a las ferias antes del alba. Crucé la plaza llena de tipas y rosales; escuché

el bullicio asordinado de un grupo de estudiantes reunidos en el Bar La Estrella y

alguna zamba que venía de una peña follclórica; caminé entre estatuas y murales; vi

a los taxistas durmiendo en los coches y a los típicos vigilantes aburridos

controlando la quietud; y vi también los pocos edificios con ventanas iluminadas en

las alturas y ese coche solitario con pareja solitaria que siempre parece estar dando

vueltas a la plaza y el ómnibus que va a Antequera y que pasa a las tres y diez por el

mástil frente al Banco Nación.

Volví a casa sintiendo que algo había cambiado o iba a cambiar. Es posible

que sea un sentimiento—lugar común que asalta a todo el que viene del velatorio

de su madre. No lo niego. Pero algún muñeco de la estantería se había movido, eso

seguro.

El 24 de diciembre a las seis de la tarde, Floro Maderal llamó desde la

tranquera de la escuela. Toño se asomó a la puerta del rancho, sacó un par de sillas

y lo invitó a sentarse bajo el lapacho.

—Qué lo trae por acá.

—Vengo a invitarlo —dijo Maderal con una sonrisa, mientras cruzaba sus

larguísimas piernas. Vestía una especie de saco de hilo sin mangas ni cuello, sobre

una camisa nueva. Los zapatos recién lustrados ya tenían una pequeña capa de

polvo—. El intendente quiere que pase la nochebuena'n su casa, con nosotros.

—Y quiénes son nosotros.

—Bueno... Grande, Lema, Gold, yo... y Pérez y Luján. También van a estar

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nuestras familias, claro. Y el cura.

Toño encendió un cigarrillo mientras contenía una sonrisa.

—Por supuesto, saben que no voy a ir —dijo suavemente.

—Pero el intendente...

—Nada, Maderal, no se esfuerce, es obvio que no voy a ir. Pérez va a estar

con Rosario y mi presencia allí sería un fastidio. Luján se quedó con la sangre en el

ojo porque su hijo repitió de grado y por la huelga en el obraje. Y el intendente anda

jodiendo con que soy igual que Rojo.

—Todo se arregla, Oroño —dijo Maderal, amistosamente—. Semo gente

grande y culta. Debemo comprender que lo pasado pisado. En la vida se superan

muchas cosas, usté sabe...

—No. No voy a ir, Maderal. Puede ir a cacareárselo al intendente.

—¿Y cómo va pasar las fiesta?

—¿Y a usted qué le importa?

—Pero usté no nos puede hacer esto. Usté...

—Yo hago lo que se me canta.

Cuando Maderal se fue, Toño se sintió aún más disgustado, pero consigo

mismo. Se reprochó su grosería y pensó que debía haber aceptado la invitación, que

habría sido útil, y además habría visto a Rosario. Le hubiera encantado verla,

aunque no con el marido allí. También se dijo que Maderal no tenía la culpa de su

malhumor. Él detestaba las navidades y en una de las más lejanas que recordaba se

escuchaba una vaga melodía, el Célebre Adagio de Albinoni, y había una especie de

procesión de hambrientos extenuados que bajaban de una colina a la hora del

crepúsculo. El comienzo ideal de un film sobre las miserias humanas, había

pensado alguna vez. Claro que ese cortejo era de gordos señores y gordas señoras, y

la colina era Resistencia un día de diciembre a las cinco en punto de la tarde, y la

única música era el ruido verdadero de los cascos de los caballos sobre el

pavimento.

Un hombre caminaba / hacia los pinos verdes y los mármoles / con su cara de

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pena y un traje azul / seis caballos de alquitrán / empujaban un feretro lustrado y /

la tarde tenía silbos de chicharras disfónicas / y había una mujer con un velo sobre

el rostro / y otra mujer con el rostro sobre un velo / había un niño de rubios cabellos

con traje de hombre / y un hombre de rubios cabellos con traje de niño / y otro

hombre de rubios caballos y un niño de traje / un par de vecinas con rosarios en las

manos / otro par de vecinas con vista de lince / un médico gordo con cara de gordo

bueno / un caballo que cagó una torta de bosta sobre el pavimento / un chofer de

librea gastada / un carro lleno de flores cortadas esta mañana / un cura con una

Biblia en el bolsillo / un monaguillo mirando al Señor / un señor con cara de pájaro

que bosteza / un joven de la mano de una joven / la joven con su otra mano en el

hombro de un niño / el niño rascándose el sexo / una señora nueva en el barrio que

se plegó por sentimientos humanitarios / un abogado a la pesca / otro abogado

seguro de sí mismo / un ex embajador con un monóculo verde botella / un

oftalmólogo amigo de la familia / unjoven que cuando se acuerda de un amigo se

pregunta qué andará haciendo / un anciano que cuando se acuerda de un amigo se

pregunta si estará vivo / un kioskero que le vendía el Leoplán al muerto todas las

semanas / un cuarteto de señoras camaradas de canasta de la viuda / un marido que

también jugaba a la canasta / tus ex compañeros de oficina / el Club Social / el Club

de Regatas / la Asociación Española de Socorros Mutuos / La Asociazione Italiana

di Benevolenza / un representante de las fuerzas vivas / un vivo sin representante /

un juez muy circunspecto / un hijo de economista con lágrimas en los ojos / un

borracho que salió a caminar / un buen hombre que no tenía nada que hacer / un

niño al que la hermana mandó a ver si llueve / dos perros que no se conocían / un

director de cortejo con cara de cuervo y una factura en el bolsillo / un subdirector de

escuela primaria con cara de hormiga / millones de hormigas en las aceras / un hijo

llamado Toño que se aparta, entra a un bar y pide una Coca—Cola mientras se

escarba la nariz.

Cuando Marcial Calloso terminó de acomodar la mesa en la vereda, frente a

la intendencia había más de cincuenta personas. En la plaza algunos chicos jugaban

alrededor del mástil, esa tarde con la bandera flameando.

Durante toda la semana el intendente había invitado a la población a

reunirse frente a su casa para despedir el año. Prometió sidra y pan dulce gratis

para todos. Gold y Maderal, cuya disputa había pasado a segundo plano, se

encargaron de diseminar la noticia. La expectativa estaba creada, ya que desde los

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tiempos de Jacinto Portal no se convocaba al pueblo un 31 de diciembre.

En el Bar El Jardín, Toño tomó una copita de ginebra mientras Rojo

—vistiendo un traje color habano y un sombrero de carandaí muy aludo— urgía a

su mujer para ir a la plaza. Después de un rato de hablar de cualquier cosa, de

reconocer que se sentían tristes y que se consideraban el uno al otro el mejor amigo

del mundo, apareció Marciana enfundada en un vestido de lamé violeta.

Cuando llegaron a la plaza, Marcelino Grande acababa de subir a la mesa

que hacía de tarima. El público —numeroso, casi todos los habitantes del poblado—

se aglomeró frente a él.

—Esto es un discurso —dijo Grande, luego de toser y sacando un papelito

del bolsillo de la guayabera—. Y trataré de hacerlo en el mejor estilo de nuestro

ilustre Coronel MacGuire, fundador de Colonia Perdida y colonizador de nuestra

región, e inspirado por la claridad meridiana de nuestro recordado y nunca bien

ponderado Jacinto Portal...

La gente estaba en silencio y Grande lo aprovechaba para leer su ayuda

memoria. Toño, sin disimular su molestia, miraba en derredor como contabilizando

las ausencias. Se había negado a ir a la plaza, pero Marciana y Enrique Rojo lo

habían convencido: una fiesta popular no es asunto pa'oponerse, habían dicho, y

aunque fuese para criticar a Grande, debían estar presentes.

—Colonia Perdida está viviendo momentos de calma, como siempre a través

de su historia. Es la misma calma que permitió el florecimiento y la prosperidad

para cada uno de nosotros, la calma armoniosa del entendimiento y el diálogo...

¡Porque no se puede estar contra las autoridades todo el tiempo y porque sí nomás!

Las autoridades cumplen una función importantísima, que es la de guiar

espiritualmente a la comunidad...

Recorrió con los ojos a todos los presentes.

—Y si los he reunido hoy aquí no es sólo para desearles un feliz año nuevo.

Es también para advertir al pueblo que nuestra muy querida y bienhechora paz está

en peligro... Es también para denunciar que hay algunas personas que todos

conocemos muy bien que están empeñados en que yo me vaya... y que no quieren

que los antiguos ciudadanos, hijos de este pueblo y hombres de bien que siempre

velamos por la seguridad y la tranquilidad de la población, sigamos gobernando

Colonia Perdida. ¡Pero ellos son extranjeros, venidos vaya uno a saber con qué

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oscuras intenciones, y ahora pretenden enjuiciar a dignos ciudadanos que en

nuestras vidas demostramos ser hombres fieles a nuestro estilo de vida! Esos

disolventes subversivos tienen inconfesables intereses y pretenden imponer la

anarquía con ideas foráneas completamente ajenas a nuestras tradiciones... Así lo

demostraron alentando una huelga que no condujo a nada y ensuciando las paredes

de nuestras casas. Son enemigos de la sociedad que sólo pretenden entronizar el

caos y la violencia, y por ello deben ser repudiados...

Miró en derredor por encima de las pequeñas gafas de lectura que se había

montado en la nariz. El silencio del gentío era absoluto e indescifrable. Tosió y

siguió:

—Hoy estoy aquí para advertirles a todos que la salvaguarda de nuestras

instituciones, así como de la paz, la estabilidad, el orden y el progreso, ¡será una

lucha a muerte si así lo quieren!... y lo será porque estamos decididos a cumplir con

nuestro compromiso histórico para con los próceres que nos enseñaron el derrotero

de la dignidad y los altos valores morales. De modo que no repararemos en medios

con tal de frenar esas actitudes disociadoras, en defensa de nuestras más caras

tradiciones y nuestro patrimonio espiritual...

La voz de Grande sonaba cada vez más fuerte, segura y solemne.

Un extraño brillo de excitación le bailoteaba en los ojos, que parecían más

claros.

—... Y por eso, anuncio con entusiasmo que el distinguido amigo Ramiro

Luján ha tenido un gesto que lo enaltece: ha puesto al servicio de Colonia Perdida y

por lo que pudiera acontecer, a la Brigada de Control de Trabajo del Obraje El

Quebrachal. Esta brigada, como todos saben, está compuesta por un grupo de

honestos capataces del obraje, encargados de la vigilancia de la producción. Y el

honorable amigo Don Jesús María Pérez ha hecho lo propio con la brigada

homónima de los Establecimientos Algodoneros Sociedad Anónima...

—Un verdadero discurso de mierda —sentenció Rojo, que tomó a su mujer

del brazo para retirarse sin disimular su disgusto.

Toño se fue con ellos y esa noche comieron un chivito asado en el fondo del

Bar El Jardín, con abundante vino y poca luz, como para que en la semioscuridad

no pudiera saberse quién iba a saludarlos ni a qué hora, exactamente, estarían todos

borrachos.

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Ocho

Se acabó, Toño, se acabó eso de venir a la farmacia a las tres de la mañana y

despertarme para charlar un rato, meterle a la ginebra y después irse lo más

campante mientras yo me quedo con mi curda y violentado porque no le puedo

seguir el tren. Encima, usted se va y aparte de la tranca me deja el drama de sus

alumnos hambrientos peleándose por el pan que les reparte en los recreos; o el

dolor de las indias que se embarazan con docenas de críos sin padre y nada que

comer; o el asco hacia Nicasio que es capaz de cogerse a sus perros o la angustia de

sus amoríos con Rosario y eso que se supone que Pérez es amigo mío.

No, muchacho, basta de eso. Yo lo defendí al principio, cuando llegó, y ahora

creo que lo hice para no sentirme tan solo. Me jugué por su amistad aunque

pensábamos distinto y lo defendí cuando vino el intendente y me dijo:

—El maestro... Es subversivo.

Le pregunté por qué. Usted sabe que Grande es maniático.

—Lo dijo la radio.

—Qué dijo la radio.

—Que todos los que tienen el pelo largo como mujeres son subversivos.

—Pero intendente, eso es por la barba y Oroño no tiene barba.

—Igual. ¡Es peligroso!

—Es inofensivo; solamente mira lo que pasa; no ha hecho nada. Peligrosos

pueden ser los otros.

—A ésos también los voy a poner en vereda. Pero este Oroño...

—¿Por qué no se tranquiliza, Marcelino? Usté está muy excitado.

—Ni de áhi, tranquilidá es descuido. Si ni sabemo de dónde viene.

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—¡Viene de la capital, de Resistencia, ché! Y después de todo reconozca que

aquí hay injusticias.

—¡Y dónde no las hay! Pero ésto' son comunistas, anarquistas, peronistas,

pura mierda. Tenía razón MacGuire: la política es una mierda y los que vienen a

soliviantar sólo entienden el rigor.

—Entonces ocúpese d'ellos pero deje en paz al maestro.

—Sí, pero el pelo largo.

—No tiene nada que ver el pelo largo.

—Tiene. Es subversivo.

—Usté es una mula, Grande. ¿Cuándo dejará de ser tan terco?

—Nunca. Gracias a eso soy intendente y lo voy a ser hasta que me muera.

Así que vea, Toño, como tiré por la borda un montón de años de amistad con

la vieja gente del pueblo, porque pensaba que usted iba a cambiar. Pero no. Y ahora

qué quiere que le diga. Si yo no hubiera vivido en este pueblo, usted se habría

muerto de aburrimiento. Porque no me va a decir que el paraguayo Rojo con sus

extravagancias le hubiera bancado sus crisis, lo hubiera siquiera entendido, ¿no?

Pero ahora resulta que usted quiere cambiar las cosas de veras, más allá de

las palabras, y en eso es peor que el delirante de Rojo. Dirá que soy reaccionario, ya

sé, pero es que me está jodiendo también a mí. Yo no puedo romper amistades de

tantos años por defenderlo. No puedo apoyar lo que no me asegura una muerte en

paz. No tengo hijos, estoy en los sesenta y sólo quiero morir viendo todo como está.

¿Usted se imagina lo lindo que debe ser morirse viendo que todo está igual?

Así que basta. Carajo: ya ni me deja dormir la siesta. Hoy mismo estaba

calentito, sin moscas ni viento norte, pero yo me sentía mal y tenía pálpitos. Dormí

como el diablo, y por ahi soñé con usted y con el intendente, que lo quería meter

preso por no sé qué asunto y yo lo sabía. Entonces corría hasta su casa y le gritaba

"Toño, dispare que el intendente lo busca". Entonces usted salía y me decía "Lema,

dispare que el intendente lo busca" y yo le gritaba de nuevo "Toño, dispare que el

intendente lo busca" y era cosa de mamados, los dos diciendo lo mismo. Y mire qué

casualidad que va y me despierta Marcial Calloso con su voz gangosa y el terror, el

desconcierto y hasta un poco de alegría en la cara:

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—¡Lema, Lema, dispare que'l intendente se volvió loco! ¡Anda' los tiro por el

medio 'e la calle!

Muchas veces me hiciste sufrir. Muchas. Pero ninguna me dolió tanto como

ésta, Toño. Ninguna.

Desde que te conocí, aquella primavera, siempre estuve dispuesta a soportar

cualquier cosa. Por capricho o por amor, una nunca sabe, te perdoné todo, siempre.

Y así me fue. Lo recuerdo como si fuera hoy: vos habías tirado una línea y leías,

echado sobre el pasto. Yo dejé la bicicleta en el puente y bajé hasta el río. Cuando

me agaché para tocar el agua, tosiste y vi que me mirabas. Estuve cinco minutos y

regresé al camino. Pensé en vos toda la semana.

Yo tenía quince años, vos dieciocho, y ya eras un solitario empedernido: casi

todas las siestas te instalabas bajo el puente para mirar el agua. Llevabas tus libros,

pero no estudiabas. También las líneas y anzuelos y carnadas, pero no te importaba

pescar. Poco a poco te acostumbraste a mi presencia. Me esperabas leyendo y yo me

sentaba a tu lado, sintiéndome chiquita y protegida. A veces hablabas de la facultad.

Yo no entendía nada, pero me gustaba escucharte, mirarte a las ojos y sentirme

envuelta, turbada. Eras tan fuerte, tan seguro, tan decidido. De repente me

observabas, decías "estás linda" y volvías a mirar la línea. Y yo me moría de amor.

Muchos sábados esperé que me tomaras en tus brazos, pero vos, nada.

Para ver cómo reaccionabas, dejé de ir dos sábados seguidos. Cuando volví a

verte, dijiste "vení, acercate" y golpeaste el piso a tu lado, sonriendo, radiante, para

que me sentara. Me dijiste "quedate quieta" y acercaste tu cara. Te vi cerquita, ahí

nomás, y empecé a desmayarme. Primero me besaste tiernamente. Después nos

apasionamos y yo te abracé y empecé a gritar de placer. Me tomaste como lo que era:

una mocosa enamorada que creía encontrarse en el cielo y se olvidaba del dolor.

Todavía recuerdo el gusto amargo que me quedó en la boca y el dolor en la

entrepierna. Vos no pronunciaste ni una palabra pero sí dijiste montones de cosas

con las manos y la mirada después de levantarte. Estabas a pocos centímetros y me

pusiste la bolsa de pesca bajo la cabeza. Me pediste que cerrara los ojos y me di

cuenta de que me mirabas abajo. Después me cubriste con la pollera y me besaste en

la frente. Yo lloraba apenitas y te dije que te quería. Pero vos encendiste un

cigarrillo y dijiste:

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—Está bienVení cuando quieras.

Un hijo de puta, Toño. Así eras, así fuiste siempre. Una semana más tarde me

explicaste que había sangrado poco para ser la primera vez. A veces dulce, a veces

brutal, tu franqueza era agresiva: llegaste a decirme que yo no era inteligente y que

me querías justamente por eso. Una bestia. Adorable, para la pendejita que yo era,

pero una bestia.

Después, en el invierno, nos instalábamos a estudiar en el comedor de casa,

uno junto al otro, cada uno con sus libros.Vos te concentrabas lo más bien; yo, en

cambio, me turbaba. No podía acabar de leer ni la primera página. Cuando

terminabas lo que a vos te interesaba, empezabas a tocarme. Apoyabas una mano

en mi pierna y yo me volvía loca. A veces me subía encima tuyo, o me tirabas sobre

la mesa. O me hacías el amor en el suelo. Mamá era tan discreta, pobre, que nunca

se le ocurría entrar al comedor.

Eras incansable. Cuando íbamos al Club de Regatas, en el verano,

nadábamos hasta el medio del río y lo hacíamos bajo el agua, mirando a la gente. O

estábamos con amigos, cerca de la orilla, contando cuentos, y me sentabas en tu

falda de lo más cariñoso, como una parejita cualquiera, pero me entrabas y yo me

ponía toda colorada. Y así siempre. Y yo siempre aguantando. Y es claro que

también fui feliz, cierto, no lo niego, la verdad es que durante todos los años de

estar a tu lado yo fui muy feliz con vos, con Carlitos y con tu madre. Pero hasta esta

mañana.

Todavía debió pasar mucho tiempo hasta el día en que le compré la mula al

Turco Yunes. Hasta ese momento, tuve que preguntarme demasiadas cosas que no

supe responderme. Debí esquivar a Malena y a Carlitos infinidad de veces, porque

optar es siempre dificil: se elige un camino, pero se abandona otro. Volví a leer, a

observar, a mirarme para adentro. Fue un proceso largo y lento, en el que yo mismo

era un juez implacable. Es complejo y duro reconocerse cuando uno ni siquiera sabe

bien quién es; se corre el riesgo de ser un mar sin peces, un cuadro sin firma, una

cáscara vacía.

No sé en qué momento ocurrió, pero sé que fue después de los besos, del

amor en la orilla del río, de mi cabeza sobre el vientre rítmico de Malena y sus

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dedos enredándome el pelo. Después de la complacencia de mamá por la nueva

habitante de la casa al regreso de la luna de miel en Mar del Plata. Después de

cuidado que no se canse Malena vení queridita sentate querés algo te sentís bien.

Después de Carlitos se va a llamar Carlitos y el abuelo si viviera qué contento se

pondría. Después de Carlitos en hogar bien constituido y todo lo que sea por el hijo

no tiene precio para él todo y yo también para él todo y no me daba cuenta qué

mierda me iba a dar.

Entonces yo tenía treinta años y podía recostarme sobre el presente porque

había decretado que todo lo demás estaba lejos: los amigos, la universidad, la

militancia. Lo cercano eran Malena y sus pechos vibrantes y tersos, y sus uñas

clavadas en mi espalda como si sólo aferrándose a mí pudiera no caerse del mapa.

Cercanos eran mi vieja y su mundo eclesial. Cercana era la enorme mano

imaginaria que me atenazaba el cogote. Todo es demasiado trabajoso cuando la

apatía te va entrando por cada poro hasta que no sos consciente de cómo se diluye

tu vida, tu querida y única vida.

Y así un día llegó el hastío como llega el tipo que llama desde la vereda y

ofrece en venta una radio a transistores que trajo del Paraguay, o una caja de

cosméticos para la patrona de la casa, mire, vea. Fue una tarde de sol y yo tomaba

mates mientras miraba pasar autos y camiones por el puente sobre el río Negro. De

repente me sentí solo, abrumadoramente solo y me dije ché, capaz que está

llegando el momento de rajar. Juro que no lo tenía pensado ni mucho menos

planeado, pero fue como una ráfaga de idea, ni siquiera una idea chiquita, un

pensamiento completo.

Pero tenía esa forma redonda que tienen algunas decisiones trascendentales.

Había llegado el momento de irme. No sabía si era lo mejor, pero tenía que hacerlo.

Y era urgente. Esa tarde fui con los Turcos y les compré la mula.

Y cuando a la mañana siguiente me levanté para, rutinariamente, afeitarme,

de pronto giré y regresé al dormitorio, desconcertado y dubitativo. Malena me

preguntó qué quería comer al mediodía y no sé qué le contesté, dije que no iba a ir a

trabajar y estuve un largo rato dándole vueltas al asunto, de pronto mi vacilación

era absoluta y yo no cabía en mi ansiedad. Sentía un miedo infantil y hasta me dio

pena pensar en la pobre mula que se habría cagado de frío bajo el puente, el caso es

que decidí decirlo todo de un saque, no sé como pero de pronto parece que se me

vio en la cara y Malena entró en pánico. Se le aflautó la voz como cada vez que se

ponía nerviosa y antes de que montara una escena le dije me voy, ahora sí que me voy.

Ella empezó lo que pintaba para ser un ataque de histeria y yo, embolado y muerto

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de miedo, le dije que ella sabía, que siempre había sabido que yo me iba a ir un día;

que le había jugado limpio y que si tenía algo o mucho que reprocharme lo

lamentaba en el alma y le pedía perdón, pero yo me rajaba. También le pedí que

después le explicara a Caditos, pero ella me tiró un zapatazo gritándome cagón,

cobarde y traidor, y yo cerré la puerta después de aclarade, inútilmente, que no

sabía si iba a volver algún día, que nunca se sabe, que así es la vida.

Había sido un día excitante: el intendente aterrorizó a todo el pueblo durante

horas bajo la anarquía de los balazos. Al final tuvieron que enlazarlo y encerrarlo

con candado en su casa. Se quedó gritando hasta muy entrada la noche, y después

se durmió. Como era de esperarse, los administradores convocaron a una reunión

para nombrar un intendente interino. Provisoriamente, y tras una agitada discusión,

él resultó elegido. Claro que la designación no era más que una imposición porque

él no se sentía capaz de dirigir al pueblo. Ni tenía ganas. Su aceptación había

quedado condicionada a que esa noche lo pensaría con detenimiento y recién

después daría una respuesta definitiva.

Cerró la farmacia y se sentó a la mesa del pequeño despacho. Se sintió más

solo que nunca, se sirvió un vaso de caña y lo bebió completo y sin pensar en lo que

debía pensar. Al segundo vaso le pareció escuchar ruidos en el dormitorio.

Encendió una vela y se dirigió hacia allí.

Sentado al borde de la cama, un anciano de botas y bombachas, con un aludo

chambergo y el barbijo anudado al cuello, le sonreía confianzudamente. Lema

estiró la mano que sostenía la vela y estudió el rostro.

—Pero usté es el fantasma de Jacinto Portal.

—Así es.

—¿Qué hace aquí?

—Vine a verlo porque usted es un hombre sensato, no como el tarado de

Grande.

—¿Y qué quiere?

Page 152: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

—Conversar.

Lema encajó la vela en un candelabro de bronce y lo depositó sobre la mesa

de noche. Se sentó del otro lado de la cama.

—Lo escucho.

—Hace tiempo que vengo observando el comportamiento de ese mozo, el

maestro. Es mala persona y le está haciendo daño al pueblo. Usted sabe: es

inteligente, preparado, egoísta. No puedo decir que mal nacido porque yo hablé

con la madre, que es una excelente señora, pero... Tiene que expulsarlo de Colonia

Perdida. Para eso es ahora el intendente.

—En primer lugar, todavía no acepté el cargo y no sé si lo voy a hacer. Y en

cuanto a Toño, no creo que sea mala persona. Es el único hombre más o menos culto

que aparece por Colonia Perdida en toda su historia. Bien aprovechado, puede ser

positivo.

—¡No, ahí está la cosa! Justamente por eso hay que expulsarlo... Éste es un

pueblo de gente simple; aquí nunca pasa nada. Entiéndalo: aquí no puede vivir un

hombre que sabe lo que no quiere y que pretende cambiar nuestro estilo de vida. Es

demasiado evolucionado. Hay pueblos que no deben cambiar, para poder subsistir.

¿No se da cuenta, Lema? ¿No ve que acá nunca nadie se planteó un problema

existencial? ¿No ve que acá nunca nadie se preocupó por el tiempo? ¿No ve que acá

un comunista estando solo no jode? ¿No ve que acá las mujeres siempre fueron

fieles porque no tuvieron por quién cambiar los maridos? ¿No ve que aquí las

radios sólo funcionan para las buenas noticias y la música popular? ¿No ve que la

gente no se aburre y se divierte igual aunque hace como cuarenta años que el Circo

Haggemberg dejó de venir? ¿Por qué cree que prohibí que volvieran los circos con

sus prostitutas e intercepté las malas noticias de la radio e inventé las Brigadas de

Control de Trabajo y aislé al pueblo del exterior y aquí nunca llegó el ferrocarril ni

hay caminos a la capital? ¿No ve, carajo, que éste es un pueblo incomunicado y ésa

es su salvación?

Lema lo miraba, entrecerrando los ojos y fruncido el ceño.

—Le digo: un hombre inteligente en este pueblo lo único que hace es joder.

Ricardo Lema miró al fantasma con desconfianza, pero reconoció que sus

argumentos eran razonables. Quizás porque se dio cuenta de que el nuevo cargo lo

envejecía definitivamente, sintió menos aversión hacia la vejez.

Page 153: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

—Está bien, Portal. Déjeme pensarlo.

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Tercera parte

Page 155: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

Uno

Cuando las sombras se estiraron al máximo, Enrique Rojo salió al jardín

envuelto en un poncho colorado y se internó en el monte. Llevaba una linterna en

una mano y una pala en la otra. Perón—Perón, jadeante, lo siguió sin ladrar.

Marciana lo miró desde la cocina, mordiéndose la lengua y comprendiendo la

emoción de su marido.

Hacía veintiún años que no iba a ese lugar, seiscientos metros hacia el sur,

monte adentro, contados desde el paraíso del fondo de la casa. Era una cruz

rudamente confeccionada: dos palos unidos transversalmente con alambres y un

clavo en el centro, y en la coyuntura un corazón de lata —ya muy oxidada— con

una inscripción hecha a punta de cuchillo:

Enrique Rojo (hijo)

Que le parta un rayo al que usurpe esta tumba

Aunque los Rojo nunca habían sido religiosos, a nadie extrañó que

cumplieran con la tradición de enterrar a su angelito muerto. Claro que nadie

entendió sus omisiones florales de los domingos y fiestas de guardar, pero al menos,

se decía, Marciana y Enrique habían inhumado cristianamente al único hijo que

engendraron y que murió al nacer. Por supuesto, nadie osó profanar esa tumba.

Primero porque estaba en un lugar por el que nadie pasaba. Y además porque la

superstición popular obligaba a persignarse frente a cada sepultura, más aún si era

de angelito, y a seguir de largo mirando hacia otro lado. Es mala cosa la muerte en

el monte, y Enrique Rojo lo tuvo muy en cuenta.

Cuando llegó al sitio, comprobó que la vegetación había cubierto el

montículo de tierra. La maldición era apenas legible. Con la punta de la bota limpió

apenas la escritura y remontó su memoria dos décadas atrás, hasta el día en que,

Page 156: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

solo con Marciana, cavó la fosa cuidando que nadie los viera. Después dijeron, en el

pueblo, dónde estaba exactamente la tumba de su niño. Durante algunas semanas,

almas piadosas depositaron flores junto a la cruz y ellos recibieron unas pocas

visitas de pésame.

Se quitó el poncho y puso manos a la obra. Arrancó la cruz y la arrojó a un

costado. Luego empezó a cavar. La tierra estaba endurecida por los años. Él

también. Hundía la pala sin pensar y, mecánicamente, extraía un terrón tras otro. La

linterna, apoyada sobre unas ramas bajas, iluminaba lóbregamente el lugar. Media

hora después había abierto un cuadrado de un metro de profundidad y la pala

chocó contra algo duro, metálico.

Se alegró en silencio y redobló el esfuerzo. Cuando hubo sacado una decena

de paladas, esquivando los latones de la fosa, se arrodilló y escarbó con las manos,

ayudado por Perón—Perón, hasta aislar la primera lata. La extrajo.

Era un recipiente de casi medio metro de altura, que alguna vez había

contenido veinte kilos de grasa. Le quitó la tierra y con el cuchillo que llevaba en la

cintura, lo destapó. Adentro, totalmente desarmada y engrasada, había una

ametralladora Piripipí calibre 9, de fabricación checoslovaca, con abundantes

municiones. Recordó que en las otras seis latas había cuatro metralletas más —dos

checoslovacas; dos belgas—, y una quincena de revólveres Browning calibre 38

largo con sus correspondientes arsenales. También había tres machetes Barcelona

del ex Regimiento de Macheteros "Acá Carayá", en cuya vigésimo segunda brigada

había prestado servicios.

Sonrió satisfecho después de comprobar que la ametralladora se hallaba en

buen estado, y volvió a enlatarla. Se limpió los restos de grasa restregando sus

manos en un tronco y con tierra en polvo, y cerró la tapa, recogió el poncho y

regresó a su casa cargando el latón.

Marciana lo esperaba, nerviosa. Habían pasado tres horas y en una mesa del

Bar El Jardín cuatro paisanos jugaban al tute rodeados de un par de espectadores. El

Tarta Riquelme y Toño, sentados a la mesa de siempre, no hablaban. Gerunflo

Romero fumaba en silencio, y dos brigadas de franco, a su lado, parecían vigilar el

salón.

Marciana atravesó la cortina y fue a recibido.

—Todo'stá bien —dijo Rojo—, esta misma noche traigo las sei lata que faltan.

Page 157: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

Entonces se lavó las manos, se alisó el pelo y apareció en el salón como todas

las noches.

Cuando al amanecer del día siguiente terminó de desenterrar el séptimo

latón de armamentos y lo llevó a su casa, luego de rehacer el montículo y de dejar la

cruz tal como la encontrara, Marciana había revivido la historia de esas armas.

Al finalizar la guerra paraguayo—boliviana, él había llegado por segunda

vez a Colonia Perdida, con tres caballos cargados de enseres. Cuando se instaló con

el Bar El Jardín y se juntó poco tiempo después con ella, nadie sospechó que tuviera

armas, y menos que hubiera urdido alguna vez la locura de usadas. Quizás ni él

mismo, entonces, lo imaginaba. Al menos así se lo confesó al año de concubinarse:

—Mirá, chamiga, quedan tres camino: o guardamo las arma en casa; o las

llevo a Formosa y las hago plata; o las escondemo por áhi.

Ella le contestó, entonces, muy segura de sí:

—Enterrále n'el monte.

—Pero Marciana, mejor las vendemo en Formosa. ¿Enterradas pa'qué

sirven?

—Nunca se sabe.

Él no la entendió aquella vez, pero ahora, después de veintiún años de haber

representado la parodia del embarazo y el hijo muerto durante el parto, después de

casi cuarenta años de haber huido del Paraguay en aquella canoa con la que cruzó el

Pilcomayo para adentrarse en territorio formoseño, cargando armas, descalzo,

empiojado, hambriento y dispuesto a refugiarse para siempre en el monte

chaqueño, sí comprendía las palabras de su mujer: un arma es una guerra latente;

enterrada, es un peligro que duerme pero que podrá revivir cuando las

circunstancias lo exijan.

Page 158: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

—Che, Ro—Rojo... Vo andáp—p—p—preocupado, ¿no?

Rojo se miraba en el espejo del estante de las bebidas. Se veía más viejo y

calvo que nunca. Había engordado mucho y la papada se había tragado el cuello

con varios pliegues. Estaba ojeroso y cansado. Hacía varias noches que no podía

dormir. Desvelado, se escapaba de los abrazos de Marciana para mirar las estrellas

desde la ventana, mientras mascaba tabaco.

Se acercó a Riquelme.

—¿Se me nota?

—Qué no.

—Ay,Tarta, si supieras que no duermo 'e noche...

—Y q—q—quien va'dormir c—co—con los gritos de Grande... Dende que se

entenó que gr—grita toas las noches. Pa—p—parece lechuza.

—Pero no es por eso, Tarta.

—¿Y d—de áhi?

—Hace sei mese y veintitré día que vengo cocinando un guiso, y no sé si me

va a quedar crudo o se me va'pasar.

Riquelme bebió un largo trago y chasqueó la lengua:

—Hace sei mes e y veint—t—titré días que Lema está de intendente y

s—si—siempre lo mismo. Es de balde t—tu impaciencia, chamigo; lo—lo que está

mal dura mucho.Vó t—t—te apurá porque só calentón, pe—ppero te frená porque'l

maestro con Lema se ent—t—tienden y respetan. Vó t—t—te da en cuenta y por eso

te po—p—poné nervioso. Ss—son—son... ¡celo!

Rojo se sentó frente a Riquelme. Lo apuntó con un dedo.

—No sabés cómo me jode que le aprecie a ese viejo choto.

El Tarta sonrió.

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—Eso'lo que te ti—t—tiene mal. Y ademá t—te—tenés miedo.

Se recostó en el respaldo de la silla y pensó en sus años de mimado de Jacinto

Portal. Eran otros tiempos.

—Y ademá de arma les fa—fa—fa—faltan huevos.

—Explicáte.

—Qu'estás vi—viejo, Enrique... No p—podés ver que aun si ustéen ganaran,

¿q—qu—qué van a hacer? Si sac—can tamién a Le—Le—Lema Y a Luján,

¿qu—quién quedará, eh? ¿Qu—qu—quién va'p—prohibir el circo ahora, eh?

¿V—vó?

—No lo sé, pero si tenés una papa podrida tenés que tirarla. Despué se ve

cómo se acompleta el kilo.

—¿Y c—cómo se ac—completa, eh?

Rojo se desconcertó. Se rascó la nariz con el antebrazo, caminó hacia el

mostrador y se sirvió una copita de grappa. El Tarta lo núraba triunfante. No le

interesaba vencer en nada, pero disfrutaba viendo a Rojo luchar con sus

confusiones.

Desde lejos se escucharon los gritos de Marcelino Grande. Rojo escupió y se

puso más nervioso.

—¡M'importa un carajo lo que venga despué ni quién mande! ¡Lo que digo es

que uno primero caga y despué se limpia el culo!

En la última habitación de la intendencia, Marcelino Grande se había pasado

toda la mañana cantando su canción favorita: "Los voy a matar a todos". Después,

se dedicó a observar a su mujer, que colgaba ropas recién lavadas en el alambre del

patio. Al mediodía, ella le alcanzó una pata de chancho asado y medio cacho de

bananas y le prometió escribir sin falta al gobernador de la provincia. Según

expresas órdenes de Grande, debía explicarle que él había sido desalojado de su

puesto y que era necesario enviar un veedor a Colonia Perdida para reintegrarlo a

sus funciones, pues el orden institucional estaba alterado con grave peligro para la

estabilidad lugareña.

Doña Mary escuchó pacientemente las denuncias y después se alejó con

Page 160: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

cualquier excusa. Hacía seis meses y veintitrés días que Marcelino Grande le pedía

lo mismo. Vestido con su viejo y ya estropeado traje de dril blanco, renovaba

esperanzas como todas las siestas, y entonces desafinaba junto a los barrotes que

habían instalado en la puerta y la ventana de la habitación que hacía de celda:

Los voy a matar a todos

aunque vengan degollando

y voy a degollarlos

así vengan matando.

Hacía seis meses y veintitrés días que Enrique Rojo escupía cada vez que lo

escuchaba.

En esos seis meses y veintitrés días Ricardo Lema había dejado transcurrir el

tiempo como convencido de que su sola voluntad podía detenerlo y arreglar las

cosas. Recelado por todos y con la única compañía del cada día más senil Padre

Gabriel, no se daba cuenta de que las cosas verdaderamente habían empezado a

cambiar, y su manejo de la intendencia era desastroso. Su mejor gestión había sido

interceder ante Luján y Pérez para que disminuyeran la vigilancia en sus empresas,

convencido de que en un clima de concordia, paz y democracia todo tendría

solución, pero fue inútil. "Usté confunde democracia con amontonamiento y cree

que nosotro semo estúpido", le dijo Luján. "Y ni se le ocurra apañar a esos

revoltosos", completó Pérez.

Afuera, el viento del Sur agitaba al monte y el ruido del follaje era nítido y

turbio a la vez. En la cocina del Bar El Jardín, alumbrados sólo por una vela, Rojo y

Quirurgo Gauna tomaban mate. Junto a la ventana que daba al fondo, Toño miraba

hacia la noche y recordaba que habían pasado seis meses y veintitrés días desde que

Nicasio, en un ataque de risa, le contara que el intendente se había vuelto loco.

Fueron meses difíciles en los que el régimen de terror que Luján y Pérez

instituyeron, con posterioridad a la demencia de Marcelino Grande, sobrepasó

prontamente la autoridad de Ricardo Lema, quien día tras día daba pruebas de su

ineptitud al frente del pueblo. Esto aumentó las tensiones ya existentes, alentadas

por Rojo, Gauna y Quiroga, quienes todas las tardes recorrían la zona tratando de

solucionar cuanto problema tenía solución. Más de una vez habían obligado a Lema

a salir de su botica, aun a altas horas de la madrugada, para visitar enfermos o curar

a los infortunados que sufrían el rigor de las brigadas.

Page 161: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

Era evidente que ahora los aborígenes odiaban sin disimulo cuando eran

castigados, o robados en peso y pesos. Ahora Capinté protestaba cuando los

brigadas flagelaban a cualquiera de los suyos. Y las bailantas, el vino y la caña

gratuitos ya no servían para olvidar totalmente los rencores. Todos tenían memoria

de la muerte de cada muerto, y de cada agravio y cada violación. En cada uno

parecía renacer un instintivo sentimiento de venganza y sus miradas ya no eran de

resignación. El pueblo había cambiado.

Y Toño también, sobre todo desde la navidad pasada, cuando lentamente

entró en un estado de melancolía y abatimiento. La vieja orfandad que redescubría,

la empecinada búsqueda de identidad y de un lugar propio en el que sentirse

seguro, eran las materias de su desazón. Las noches de enero las pasaba solo en el

rancho, a la luz de un Soldenoche que convocaba millones de bichos. El verano

nocturno podía ser tan brutal como de día, y él ya había leído y releído al azar y por

completo su vieja enciclopedia y todos los varios libros que había traído. Era muy

difícil conciliar el sueño con esa temperatura en el monte, el asedio de los mosquitos,

la presagiosa compañía de las vinchucas, la posible visita letal de las yararás y

encima teniendo el cerebro envinado.

Fueron meses en los que desatendió la escuelita y se emborrachó con Lema,

en los que echó de menos a Rosario y soñó las más espantosas pesadillas, como

aquella en la que su madre era un centauro hembra que galopaba sobre su cabeza; o

esa otra, horripilante, en la que se pasaba toda la noche enterrando el cuerpo de su

padre, que lo miraba con los ojos abiertos y una sonrisa maligna desde el ataúd. En

esos meses de borracheras brutales, su creciente desesperación parecía empujarlo

hacia formas de muerte que no se atrevía a imaginar, porque su relación con la

muerte era intelectual, más bien íntima y retórica, inocua. Se dio cuenta de que en

vez de encontrar un sitio, en Colonia Perdida había hallado una dimensión del

infierno que nunca antes había imaginado. Porque el infierno, en realidad, era él

mismo.

Hasta que una tarde se quebró y Nicasio debió ir en busca de Rojo y de Lema

para que lo asistieran, porque llevaba dos días padeciendo convulsiones, meándose

y llorando como un bebé.

Esa fue la tarde en que ambos se encontraron cara a cara y Lema volvió a

tratar a Rojo de asesino, recordándole lo del parto de Marciana, y Rojo acusó a

Lema de cómplice de los patrones, y además rencoroso e ignorante. Y fue también

la tarde en que Jaime Cabello volvió al pueblo y al enterarse de la demencia de

Marcelino Grande se rió a carcajadas, y cantó y bailó, porque él sabía que eso iba a

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ocurrir, dijo, el Azulino no se equivocó, y contaba que el caballo se lo había

anticipado porque al Azulino nunca le había gustado el intendente.

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Dos

Junto a la ventana que daba al fondo, los observó y los vio borrosos, confusos,

hasta que Rojo dijo:

—No vienen.

—Ya vendrán —aseguró Gauna.

Le ofrecieron un mate, que rechazó con la cabeza, sin dejar de mirar por la

ventana.

—¿Le avisaron a Cabello? —preguntó.

—Sí mestrro —dijo Gauna—. Capinté mand'un indio p'avisarle.

Toña encendió un cigarrillo. Le costaba enfocado, pero ese hombre le

gustaba. Era valiente, decidido, honesto y cada vez que llegaba a Colonia Perdida

todos lo recibían como a un abuelo millonario. Carismático, Jaime Cabello se había

dado cuenta de su tácito liderazgo. Ya no era el baqueano dilecto de Luján y de

Pérez, y ahora se lo podía encontrar —por lo menos una vez a la semana—

recorriendo taperas o discutiendo con los trabajadores del obraje.

—Mestrro —dijo Gauna—. Acá vamo a morí mucho, ¿no?

Toña lo miró. Gauna tenía un raro resplandor en los ojos.

—¿Por qué lo preguntás?

—Digo nomá. Quería saér... —sonrió y se rascó una pierna.

—¿Y por qué te vas a morir vos?

—No, digo nomá... Un suponer.

Enrique Rojo los miraba atentamente. Pensaba en los miles que había visto

morir en las trincheras y fortines de la guerra contra Bolivia, esa guerra que nunca

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había entendido y a la que los lanzaron diciéndoles que la patria estaba en peligro.

Y así se habían enfrentado a miles de bolivianos a los que otros también lanzaron

asegurándoles que la patria peligraba. Y al final todo siguió igual, sólo que después

de la más estúpida matazón.

—Qué lo parió —comentó, moviendo la cabeza. En ese momento golpearon

a la puerta.

Primero entró Capinte. Su saludo consistió en mirar fijamente a cada uno.

Detrás iba Rodríguez, su lugarteniente, un qom silencioso y de mirada

sanguinolenta, casi tan alto como el cacique y resentido por la tuberculosis, la fiebre

que matara a su mujer y el hambre de sus cuatro hijos. Finalmente ingresó Juan, un

mataco bajito y encorvado, a quien llamaban El Tatú Carreta por su giba

voluminosa. Se sentaron en el suelo, sin hablar.

Un minuto más tarde, casi al mismo tiempo, llegaron Sandalia Quiroga y

Jaime Cabello. El viejo se recostó contra la pared, junto a Toño. Cabello acercó una

silla y se sentó con el respaldo hacia adelante. Marciana cambió la yerba y puso más

agua a calentar. Desde el salón llegaban los ronquidos del Tarta Riquelme; Rojo lo

había emborrachado más que de costumbre. Eran las cuatro de la madrugada y

estaban todos. Rojo dio comienzo a la reunión.

—Tenemo que copar el pueblo —dijo—. Es la única forma de terminar con

esto. Sólo tomando nosotro la intendencia vamo eliminar a Luján, Pérez y sus

brigáas. Y pa'eso ya tenemo las arma.

Se detuvo un instante y recorrió los rostros de los presentes.

—Pero ante de recurrir a métodos violento —continuó—, debemo llamar a

otra huelga. Habrá que trabajarla mejor, lograr que sea efectiva y estar muy atentos

porque van a salir a buscarno como tigras en celo. En lah asamblea que hagamo

va'haber provocacione como nunca, pero las vamo a responder. Lo más probable es

que la güelga misma no sirva pa'nada, pero debemo hacerla pa'que a naides le

queden dudas de que si acá empiezan los tiro es porque pacíficamente no se puede

conseguir nada. Y después sí, iremo a la intendencia a desalojar a Lema.

Le tocó un mate. Mientras lo tomaba, Cabello preguntó:

—¿Y cuándo pá va'ser la güelga ésa?

—Ya fijaremo fecha. Por ahora tenemos que hacer asamblea pa'volver a

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explicar los objetivo que se persiguen, pa'que la gente comprenda la necesidad. Que

no ocurra como la vez pasáa.

Se hizo un silencio. Quirurgo Gauna meneó la cabeza y dijo:

—Y si tenemo lah'arma, pa'qué la güelga, ¿eh? Mejor vamo ahora nomá y le

achuramo a tóo en las casa. ¿Pa'qué esperar?

—No, Quirurgo —respondió Cabello—, si hacemo'heso el pueblo se nos tir'

en contra. Vamo a parecer vulgares asesino.

—Y qué.

—No se puede. Tenemo que ser cuidadoso. Una cosa eh'el apuro que todos

tenemo y otra es la prudencia. Josecito y Belgrano eran dos'ombre muy valioso, y

los perdimo...

Rojo se inclinó hacia adelante.

—Una pregunta... ¿Qué va 'pasar despué que tomemo la intendencia?

¿Quién va 'mandar?

—Nojotro —dijo Cabello—. O los que nojotro queramo.

Toño pensó que iban a fracasar, pero no lo dijo. Miró hacia afuera, le pareció

encontrar los ojos de Perón—Perón en la oscuridad y se reprochó por no decir lo

que pensaba. Se replicó que no había nada que decir; esos hombres no

retrocederían.

—¿Y vó? —preguntó Capinté, con voz ronca.

Toño lo observó. Después de haber sido reacio a cooperar, ahora estaba

decidido a ir hasta el final.

—Me quedaré mientras ustedes lo crean necesario. Después no sé. Seguiré

como maestro o me voy a ir.

—Peo va'ser patrrón... Vó ha de queré algo. No se pelea por náa. Lo que

mestrro tá' ciendo —se dirigió a la reunión— é por alguna plata o por un interé. Si

no no sé.

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—No, Capinté, ni por plata ni por interés —hizo una pausa; todos lo

miraban—. Te voy a ser sincero: yo no tengo mucha fe en todo esto. Sí creo en los

cambios que hay que hacer en este pueblo, y en que ustedes son capaces de hacerlos.

Pero soy escéptico y...

—Y eso qué's.

—Eséctico —repitió Cabello—. Esplique lo que es eso.

—Quiero decir que no estoy convencido de que vayamos a triunfar. Y que

tengo miedo. Pero igual estoy con ustedes, y si se equivocan yo me equivoco con

ustedes. ¿Está claro?

Capinté lo miró fijo durante algunos segundos. Toño sostuvo la mirada.

—Tá'ién.

—¿Y qué vamo'hacer con Lema, Luján y todo'heso? —preguntó Rojo.

Toño miró el piso y midió su respuesta; sabía que tarde o temprano se harían

y le harían esa pregunta.

Pero fue Cabello el que retrucó:

—¿Qué quiere hacer usté, Enrique?

—Matarlos a todos.

Toño los miró uno por uno. No estaban asombrados. Para ellos, los que

mandaban en el pueblo eran malos y explotadores. Debían morir. Así de sencillo.

Rojo retornó la palabra:

—Claro que yo sé que no'stamo solos...

—Qué quiere decir —preguntó Sandalio.

—Que'stamo en Colonia Perdida. Qu'el Chaco es grande y hay un

gobernador. Que'ste país tiene un presiénte... Un milico hijoeputa, pero es el

presiénte y manda.

—Claro —dijo Cabello.

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—Cómo claro. No vamo a jugar nuestras vida pa'que despué vengan los

milico de la capital...

—Güeno... —dijo Cabello, cautelosamente—, lo que aquí pase no tiene por

qué saberse. Si en veintisiete año no viniero' naiden más que el mestrro, por qué van

a venir ahora.

—Pero Jaime —interrumpió Gauna—. Acá lo único que queremo es que los

brigáa no jodan má a la gente y se pague lo que é justo.

—Tiene razón —dijo Rojo.

—Güeno, lo que yo 'igo es que si semo esplotación, el asunto'stá en que no

noh'esploten má. De los gobierno n'el paí a mí no me importa.

—Eso —dijo Gauna—. Si uno tanto se pregunta qué va'pasar mañana, hoy

no hace náa...

Capinté pareció sonreír. Al menos dejó ver sus dientes picados.

—Tené razón, ché Jaime: anque despé vayen a joderno igual, agora nojotro

saémo queay que cagale juego a eso brigáa. Despé se verá.

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Tres

—En conclusión, lo que hay que hacer es rezarle mucho al Señor para que

nos oiga —dijo el Padre Gabriel, desde el púlpito—. No es que se haga el sordo,

como piensan algunos; lo que pasa es que tiene demasiado trabajo y que nosotro

somo una comunidad de pecadores imperdonables...

La concurrencia era la misma de todos los domingos: algunas mujeres, niños

y ancianos ganados por el tedio. Monotemático, al Padre Gabriel se le daba por

desmenuzar asuntos e insistía en ellos durante varias misas, hasta que alguien le

sugería que cambiase porque los asistentes comenzaban a aburrirse. Dos meses

atrás, había iniciado una campaña contra la haraganería de la gente para orar.

—Jesucristo se está olvidando de este pueblo porque soy el único que le reza

—remató—, y así todo va a ir de mal en peor...

Ese domingo los feligreses estaban convulsionados por la desaparición del

maestro, cuarenta y ocho horas antes.

El Padre Gabriel acababa de enterarse.

—¡Esto es el colmo! —bramó—. ¡Hace dos días que se fue y yo recién ahora

vengo a saberlol ¡Es para matarlos, carajo! ¡Como si acá la Iglesia no contara!

En la puerta, las mujeres comentaban el acontecimiento. Entre ellas la de

Gerunflo Romero, muy excitada, y Ramona Luján. El Padre Gabriel se acercó y

preguntó "adónde se fue, si se puede saber" y todas lo rodearon hablando a la vez,

preocupadas porque "los chicos van a perder el año", "ateo tenía que ser", "se

infideló y aura se va", "es comunista como el paraguayo ése","sejue sin dejar las nota

de los chico", "y justo que faltaba un mé".

El cura, a los gritos, impuso silencio y prometió "hablar con el mozo ese".

—¡Pero es que se jué! —le advirtió una voz chillona.

—Seguro qu'está con esos crenchudos —se indignó Ramona Luján justo

cuando dos indias que pasaban se detuvieron a mirar. Una en gorda y patizamba; la

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otra era flaca como un alambre y por la falta de dientes sus labios estaban

contraídos en una mueca que parecía una cicatriz con forma de u hacia abajo.

—¡Chusma! ¡Mugrientas! —les gritó Ramona Luján acercándose a ellas. La

flaca la escupió en la cara y en el acto todas las mujeres empezaron a zamarrearlas,

haciéndolas rodar por el suelo. El cura trató, inútilmente, de separarlas, pero

enseguida se dio cuenta de que no tenía las fuerzas ni la convicción para hacerla.

Entonces giró, entró en la iglesia y se fue a rezar al altar. Afuera seguía el griterío de

las mujeres.

A las seis de la tarde, y después de tres negativas, Ricardo Lema accedió a

recibir a la Comisión de Damas de la Virgen de la Soledad. Andresa Romero habló

en nombre de sus colegas, ya que la presidenta, Ramona Luján, había sufrido un

ataque de alta presión.

—Vea, Don Lema, esto no puede seguir así. Hay que hacer algo.

—De acuerdo. Qué le parece que hagamos.

—Yo no sé... ¡Usté debe saber, qu'es el intendentel

—Lo único que yo sé es que la escuela se quedó sin maestro y nadie tiene

idea de dónde está metido.

—Hay qu'echarlo del pueblo.

—Señora —dijo Lema, suavemente—, mal podemos echar a una persona que

no sabemos donde está...

—¡Entonce hay que obligarle a que venga'dar clase! Nuestros'ijo van a

perdé'l año.

—¿Pero ustedes quieren echarlo o que vuelva a dar clases?

Andresa Romero se desconcertó. La situación la salvó Eduviges Mendieta:

—Vea, Lema, no nos confunda. Yo tengo tres nieto y sé mucho d'estas cosa.

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Lo que pasa es que usté siente aprecio por esa porquería.

—Con Don Juan Palacio estas cosa no pasaban —agregó Andresa Romero.

Lema ignoró la acusación, miró de reojo a Rosario de Pérez, que eludió su

mirada, y decidió que estaba harto y llegaba a un límite:

—Bueno, bueno, ya las escuché y tengo mucho que hacer. Vayan nomás que

yo voy a encontrar al maestro...

Entró a la farmacia, cerró las puertas y fue directo al baño.

—Estoy harto —dijo, mirándose en el espejo—. Carajo, estoy más harto de lo

que yo creía.

Esa noche, Ramiro Luján se reunió con Jesús María Pérez y llegaron a la

conclusión de que debían hacerle una seria advertencia a Ricardo Lema o asumir

ellos poderes extraordinarios.

También esa noche el espejo de la farmacia le devolvía a Lema una imagen

que parecía la de él mismo, sólo que le costaba reconocerse tan arrugado y ojeroso.

El enero chaqueño, con su pesadumbre de insectos, barro y humedad, lo

malhumoraba tanto o más que la certeza de que estaba condenado a ser un solitario.

Hacía nueve meses que era intendente, pero esa noche podía jurar que no

aguantaría un día más.

Durante su mandato, el pueblo había cambiado muchísimo, y no sólo por el

temporal de verano que sufrieron, ni por el fallecimiento de Isaquito Gold víctima

de una meningitis violenta, ni el parto de Rosario de Pérez que dio que hablar a

todo el mundo y dividió a las mujeres entre las que opinaban que el niño era

idéntico a Toña y las que se inclinaban por la paternidad de Jesús María Pérez

(todas, empero, estaban de acuerdo en que el niño era igual al padre) ni por las

reiteradas denuncias de vecinos que acudían a exigirle un orden que él no podía

imponer ni garantizar. Lo verdaderamente grave eran los enfrentamientos en el

monte porque los pagos seguían haciéndose en vales, y eso desencadenaba

protestas seguidas de represiones y asesinatos que ordenaban Luján y Pérez, y de

ajusticiamientos y venganzas por parte de hacheros y aborígenes. Las noticias que

Page 171: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

se tenían del maestro eran confusas: algunos lo dieron por muerto y otros

afirmaban haberlo visto borracho y en un zanjón; y no faltaron los que dijeron que

era su ánima la que ahora andaba sublevando en abras, picadas y plantaciones.

Lo cierto era que el clima de tensión había obligado a reforzar las vigilancias,

el trabajo se cumplía en sugestivo silencio y todo el mundo parecía esperar graves

acontecimientos, y él, como intendente a pesar suyo, era obvio que no podía con

todo eso.

Mientras se afeitaba, su panza acariciaba la palangana y él tomaba conciencia

de lo gordo que estaba, y se veía hinchado y extremadamente bajo, le crecían las

orejas, la lengua le sangraba y tenía cinco cuernos que se desarrollaban

desmesuradamente. Entonces dejó de mirarse y suspiró. Últimamente no podía

conciliar el sueño. Su humor era como el de un gato al que alguien le sacara los

bigotes uno por uno con una pincita. Pensó que era absolutamente necesario que el

fantasma de Jacinto Portal volviera a visitarlo. No lo hacía desde la víspera de su

asunción al cargo. Portal había sido un hombre criterioso y su fantasma no tenía por

qué ser diferente.

Cuando terminó de afeitarse se vistió lentamente y se dirigió a la intendencia.

Desde la plaza vio las tres caballos que estaban en la puerta. Reconoció el gateado

de Ramiro Luján y decidió llegar más tarde a su despacho. Se sentó en un banco,

cerró los ojos y se concentró en escuchar el canto de las cigarras.

Se quedó dormido bajo la sombra de los paraísos.

Cuando despertó, una hora después, las caballos ya no estaban. Marcial

Calloso lo enteró de que Pérez, Luján y un brigada lo habían estado esperando.

—Mejor que no me encontraron —comentó.

Marcial le confirmó, además, los rumores de que habría otra huelga en el

obraje y en la plantación.

—Carajo —dijo—, no me dan paz.

Para colmo, debía solucionar el problema de la escuelita. En el pueblo no

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había nadie en condiciones de suplantar a Oroño. Le quedaban menos de dos meses

para solucionar el asunto, o tendría que dar las clases él mismo antes de tener

encima a todas las madres de Colonia Perdida.

A la hora de almorzar hizo cinco solitarios, todos con mal resultado.

Nervioso, llamó a Marcial.

—Andá y decile a Rojo que le avise a Oroño que quiero velo sin falta —le

ordenó—. Él debe saber dónde está.

—iAaaaaHHH! Indiu morió che Lema, aaahaaayyy va vé vó cuando'l

espírito d'indiaje te maldice se t'i'vá podrí tu sangue! ¡El brigáa le achuró al ante 'e

laj cria! ¡Asesino son tóo'ustéen!

Marcial Calloso apenas lograba contenerla. La india lo arañaba y escupía una

saliva negra. Saltaba como una rana sobre un piso de brasas y los ojos le brillaban

sin lágrimas, rojos como sangre fresca, mientras manoteaba el aire intentando

acercarse.

—¡Ustéen asesino! ¡De tré bala n'el pecho le mataron!

Lema se cansó.

—Sacála, ché.

Marcial Calloso sacudió a la indígena sin dejar de insultada, y la arrastró

hacia el patio.

El Padre Gabriel, que estaba sentado en un sillón, se mordió un labio,

desconsolado. Tenía las manos entrelazadas sobre la falda y el ceño fruncido. Su

calvicie era opaca y los cabellos grises, alrededor, parecían brillar artificialmente.

—¡Qué cristiandá, carajo!

Lema reparó en él.

—Qué me dice, paí.

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—Que a ésta no la reconforta ni Cristo resucitáo.

Los gritos, afuera, se aplacaron. Lema se puso de pie y se acercó a la ventana.

Los truenos anunciaban la lluvia inminente.

—Va a llover —dijo—, y en forma.

—Con éste son cuatro indios muertos —dijo el Padre Gabriel.

—Ojalá lloviera diez días seguidos. Ojalá Colonia Perdida se inundara y

desapareciéramos.

—No se haga ilusiones, Lema. Nosotros moriríamos porque semo viejos,

pero el pueblo se levantaría al día siguiente. Siempre hay cucarachas dispuestas a

caminar sobre la miseria.

Apenas se apagaron los chillidos de la indígena, empezaron a escucharse los

insultos de Marcelino Grande. El cura se levantó y juntos miraron el cielo a través

de la ventana.

—Cuatro muertos, chamigo, es demasiado.

—Lo hice llamar a Oroño —dijo Lema—. Pero no da bola. Le hice avisar con

Rojo. Ése ha de saber dónde está metido.

—Cuatro muertos, Ricardo, ya es demasiado.

—Ya sé, pero qué quiere que haga... Luján y Pérez se cagan en razone. Para

ellos un indio es un animal. O menos.

—Parece mentira que sean cristianos.

Lema lo miró y por toda réplica alzó una ceja.

Eran las seis de la tarde y las primeras sombras de la noche caían sobre la

intendencia con algunos gotones. La voz de Marcelino Grande se escuchaba como

desde un sótano:"Que se mueeeraaa... India 'e mierdaaaa, sáquenla... Que la

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maldicion de mil siglos caiga sobre ustedes, traidoreeee... "

Marcial regresó, alborotado, y se arrodilló ante el cura.

—Mirá ché paí, yo me quiero d'ir. Tengo miedo...

—Claro, claro —dijo el Padre Gabriel.

—Hacé lo que quieras, Marcial—dijo Lema—. Yo estoy harto, andáte si

querés...

—¿Y Marcelino? —preguntó el sacerdote.

—Que se joda. Quién le manda estar loco.

Los ayes de la aborigen volvieron a mezclarse con los de Grande.

Parecía una competencia entre tenor y soprano, pero a ver quién afinaba

peor. Lema meneó la cabeza hacia los costados y en eso entró Doña Mary,

aterrorizada.

—Vino... —balbuceó adelantándose a Toño, que tenía el pelo muy largo y los

ojos fríos como los de un pescado. Parecía enfermo.

—Cómo le va —dijo Lema, con sincera alegria—. Gracias por venir. Pensé

que...

—Usted me llamó y yo vengo, aunque ya no tenemos nada que hablar... Vine

porque me queda un resto de respeto hacia usted, así que dígame qué quiere.

Lema se dio cuenta de que había bebido. Pálido y ojeroso, había adelgazado

mucho. Vestía una vieja camisa de color claro, manchada y rota, y le temblaban las

manos. Sintió pena por ese hombre a quien había aprendido a respetar y a querer.

—Quiero hacer un pacto.

El Padre Gabriel hizo una seña a Marcial y a Doña Mary para que se retiraran.

Toño los atajó:

—Que se queden. Lo escucho...

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—Necesito que vuelva a la escuela. Quiero pacificar los ánimos Y estoy

dispuesto a hablar con Luján y con Pérez. Usted debe reintegrarse a sus funciones y

con el padre nos encargaremos de que todo sea como...

—Antes.

—Sí, claro, como antes.

—¿Cuándo, antes?

—Bueno, antes de que empezaran todos estos líos.

Toño lo miró, entre irónico y piadoso.

—Ya no sé si usté es o se hace, Lema.

—Pero Toño, no joda, sea razonable... Solo le pido que coopere para

tranquilizar a la gente. El pueblo necesita que el obraje y las plantaciones trabajen

en paz. Y que usté esté en la escuela.

—No me diga... Si quiere tranquilizar las cosas, ¿por qué no los llama a Pérez

y Luján y les dice que paguen lo que es justo, y en pesos en lugar de esos papelitos

de mierda? ¿Y por qué no llama también a Rojo y a Cabello, a ver si logra entender

lo que está pasando y lo que va a pasar... ? Yo no mando a nadie.

—¿Es cierto que habrá huelga otra vez? —la voz de Lema parecía rogar que

la respuesta fuera negativa.

Toño dudó un segundo.

—¿Para qué le voy a mentir, Ricardo? Sí, está convocada para pasado

mañana, según decidió la última asamblea. Será total y por tiempo indeterminado,

hasta que acepten cumplir el petitorio y disuelvan las brigadas.

El Padre Gabriel intervino:

—¿Y entonces?

—Entonces no hay más que hablar.

—Pero usté sabe que con la huelga no van a ganar nada. Las brigadas no van

Page 176: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

a...

—Vea, cura, lo único que yo sé es que esto no da para más.

Se dio vuelta para retirarse. Doña Mary y Marcial le abrieron paso.

Cuatro

Y viera usté don Ricardo que anoche el Marcelino me empezó a llamar a los

gritos yo no quería verlo porque ademá de loco me da no sé qué cuestión que él

gritaba como cotorra en bandada y tuve qu'ir porque iba'dispertar a todo el pueblo

me paré en la puerta medio lejos pa' que no me alcanzara y le pregunté qué querés

Marcelino y él me dijo estar un rato con vos vení acercate que no te hago nada

estaba dulce viera don Lema no sé me hizo acordar de otros tiempo en qu'éramo

jóvenes y él no estaba loco y me acerqué y me tomó la mano y la acarició y me dijo

que me extrañaba que todavía estaba linda y me quería como siempre y bueno

como yo también le quiero entonce no pude resistirme y pensé que se habría curado

porque mire que yo le rezo mucho a Dios pa que se cure y entonce me acerqué un

poco más y me acarició los brazos y dijo rejas de mierda que me separan de vos por

qué no me soltás eh y yo le dije ay Marcelino no puedo te juro que mañana le pido a

don Lema que te abra entonce él s'enojó y dijo no pero soltame ya que tengo que

hablar con ellos no Marce esperate hasta mañana y entonce se puso nervioso

porque le contradije y me gritó pero dende cuándo una mujer se le va rebelar a

Marcelino Grande y áhi le juro que le vi un brillo en los ojos que me di cuenta que

seguía chifláo nomás y me asusté y quise dejarlo pero él me agarró' e las muñeca y

empezó a gritar que él era grande entre los grandes y que usté era un impostor y un

mal amigo y de pronto gritó démen mi cuarenta y cuatro hijos d'una gran... y vó

soltame qu' estuve hablando con Jacinto Portal...

—Qué dijo de Portal, Mary...

Dijo que juntos habían consideráo la situación y él tenía que retomar las

rienda del pueblo a todo esto me mantenía agarrada y empezó a hablar como quien

rezara y decía lo que iba a pasar que Colonia Perdida se iba'incendiar toíta y que no

iba haber más quebracho ni algodón y que se acabaría el indiaje y áhi empezó a

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cantar bajito algo así como "qué lindo qué lindo carajo / el mundo se viene abajo" y

de repente me soltó las manos y me sonrió le juro que parecía carayá contento

cuando me dijo mirá Mary ni el sagráo fuego del amor va'salvar a este mundo de la

catrrástofe y le juro Ricardo que estará cada día más loco no se lo niego pero a mí

me da un miedo...

Ricardo Lema los mira con desprecio. Chismosos y egoístas, han olvidado su

viejo diferendo y ya no limpian sus negocios los días de viento norte; ahora están

unidos y desde hace un par de meses solidariamente aterrados. No sólo por la

progresiva disminución de sus dividendos —producto de una campaña contra ellos,

incitando a exigir rebajas y vueltos en efectivo—, sino porque además sienten, como

nunca, la hostilidad de su clientela.

—Lema, hay que hacer algo; a Gauna tiene que arrestarlo —exige Maderal,

mostrando sus dientes equinos.

—Por qué razón.

—Porque vino hace un rato y me dijo que si no le'ntregaba dos kilos de yerba,

uno de azúcar, uno de harina y un cajón de vino y otro de gaseosas, me iba' achurar

—tercia Gold.

—Mire qué atrevido —dice Maderal—. A mí tamién me amenazó.

—Por supuesto yo le dije que no le daba nada y lo eché, y entonc'él

desenfundó un revólve de la cintura y encajó un balazo en el mostrador, me insultó

y se llevó todo lo que quería sin pagar. Eso se llama robo.

—Y despué salió y se topó conmigo, que corrí a ver que pasaba, y me dijo:

"vó tamién la vas a pagar" y me tiró dos balazo al suelo y tuve que salir corriendo,

eso no se hace con la gente decente, para mí qu'estaba borracho. Estos tape'stán

agrandáos.

—Va'tener que hablar con Ramiro pa'que los haga buscar, esto no puede

seguir así. Esta mañana vino al almacén un indio que conozco bien porque una vé le

ayudé con mercadería, y le pregunté qué pasaba y me dijo que nada pero yo me di

cuenta de que estaba mintiendo. Tuve una corazonada y le ofrecí regalarle lo que

quisiera si me decía lo que estaba pasando n'el monte entre ellos. Me costó una caja

de leche'n polvo y una botella'e ginebra.

—Güeno, Nicomede, pero cuéntele lo que dijo'l indio.

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—Dijo que Rojo les había entregado armas: ametralladoras, revólves,

machetes, cañones y cuantimás, y que ojo las brigada si quieren romper la güelga de

mañana, yo casi muero del disgusto.

—Ya mí ya el Gerunflo me alvirtió vez pasada qu'escuchó hablar del asunto

'e las arma. Yo creo que hay que arrestarle al paraguayo, si no qué va 'pasar aquí,

¿eh?

—No sé qué va a pasar —dice Lema—. Pero vayan nomás.

—¿Cómo que vayen nomá? ¿Y no va'hacer náa? —preguntan a dúo.

—Ya veré pero ahora se van, por favor —dice Lema.

—Pero Lema, usté...

—Yo estoy harto, señores —y se da vuelta y entra al despacho.

Había llovido toda la noche y las nubes indicaban que el mal tiempo

continuaría. Lema estaba sentado en su sillón reclinable. Afuera, Doña Mary

podaba una ligustrina aprovechando la pausa de la lluvia, y él oía el chis—chás de

la tijera, chis—chás, chis—chás, mientras Marcelino Grande cantaba "ojalá se

mueran todos / lo más pronto posible".

Aún le quedaba media hora para asistir a Clorinda Robles, quien estaba por

ser madre. En la farmacia habría, como todas las tardes, algún enfermo para

atender. "Duro oficio el de médico, se dijo, uno trata con la vida ajena y no sabe qué

hacer con la propia". Terminó de preparar la vieja tijera, algodones y unas gasas,

que eran todo su instrumental, y se encontró de pronto recordando sus comienzos.

Casi cuarenta años antes había estado en Resistencia, enfermo de hepatitis. La

curación fue larga y gracias a su natural curiosidad llegó a conocer algo de su

propia salud. Durante los dos meses de internación en el Hospital del Norte,

médicos y enfermeros lo alentaron a estudiar, y le regalaron un par de libros de

anatomía y fisiología. Escuchó infinidad de consejos, pidió y recibió abundantes

explicaciones sobre dolencias elementales, aprendió el manejo teórico de algunos

instrumentos y a todo lo retuvo en su memoria. Al final de la convalecencia, se

procuró un par de manuales de medicina de urgencia y se impuso un idioma seudo

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profesional. Regresó a Colonia Perdida con un cargamento de remedios

obsequiados por la gente del hospital. Desde entonces, recibía esporádicamente

muestras gratuitas y productos farmacéuticos para su botica. Manualmente

habilidoso, intuitivo y audaz, y buen aficionado a la lectura, llegó a saber bastante

de medicina práctica. Y Con el tiempo se convirtió en un hombre indispensable

para el pueblo.

Ligeramente emocionado, Ricardo Lema revivió la primera extracción de

una muela con su pinza de carpintería, un destornillador y un bisturí viejo que le

regalaron en el hospital; el miedo del primer parto, cuando nació el hijo de

Diógenes Aquino, a quien bautizaron Ricardo en su honor y que de muchacho

murió destrozado por una manada de pecaríes; sus pretextados dolores de vientre,

cuando dejaba a los enfermos en la farmacia y se iba al dormitorio a hojear sus

libros pues aun no los sabía de memoria; aquella peritonitis que se llevó a

Fiestocívico Aguilar; aquel palúdico que curó con aspirinas y compresas de agua

hirviendo en hojas de guayaibí y eucaliptos; las ventosas que recetaba para

cualquier enfermedad y que sabía poner estupendamente; el extraño caso de sífilis

que le curó al indio Rivadavia en base a baños de alcohol y meada de tapir, con

hojas de algarrobo negro molidas y flores secas de yvirá—pitá. Los aborígenes de

toda la región lo tenían por pi'oxonaq, que significa médico en lengua qom, y eso era

un orgullo para él.

Ensimismado, no escuchó el crepitar de las gotas sobre la tierra reseca.

Tampoco advirtió el silencio de Marcelino Grande, quien desde las rejas de su

habitación miraba llover con una fiera mueca en la cara pero con los ojos alegres y

bailones.

Cuando reaccionó y recordó que debía atender a Clorinda Robles, cerró los

ojos y pensó que estaba faltando a la ética hipocrática pero la verdad es que le

importaban un carajo Clorinda, los griegos y todo lo demás. Se puso pesadamente

de pie y se acercó a la ventana. Era lindo ver llover a la hora del crepúsculo. La

lluvia siempre es cosa nueva, se dijo, no tiene edad.

Entonces escuchó las voces en la galería, y a Doña Mary saludando

respetuosa, y el taconeo irreverente que se hacía cada vez más fuerte.

Un viejo odio le creció por dentro, reverdecido y sólido. Ramiro Luján entró

al despacho de la intendencia, seguido por Jesús María Pérez, Nicomedes Gold,

Floro Maderal, el Padre Gabriel, Doña Mary y Marcial Calloso.

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—Lema: terminemos la farsa —dijo severamente. El 38 parecía parte de su

pierna.

—Luján: cuál de ellas —respondió, mirándolo con desprecio.

—La de ser intendente y seguir apañando a esos bandidos. Usté estuvo con

Oroño y no lo detuvo. ¿Qué es eso? No se es intendente pa'dejar que cada uno haga

lo que quiera y la tranquilidá del pueblo corra peligro.

—Permítame, Luján, pero no estoy de acuerdo.

—Cualquiera sabe que usté y nosotros dejamos de estar de acuerdo hace rato.

No es por eso que venimos a verlo.

—¿Y entonces?

—Venimos a comunicarle que hemos decidido que vuelva no más a su

farmacia. Ya no es más intendente.

Ricardo Lema se revolvió en el sillón. Trató de ganar tiempo para pensar.

Abrió un cajón de su escritorio, lo cerró, carraspeó, suspiró profundo, reparó en el

repiqueteo de la lluvia sobre las chapas del techo y observó con lentitud a cada uno

de las presentes. Doña Mary había bajado la vista y a Marcial Calloso parecía

habérsele petrificado la sonrisa de tonto. El cura había juntado las manos sobre la

panza y hacía rotar los pulgares, con la mirada perdida en el techo. Mayoral y Gold

no ocultaban su resentimiento. Pérez y Luján se veían altivos como dos caranchos

parados sobre los cuernos de una vaca muerta.

—Qué más quieren decirme —preguntó.

Hubo un corto silencio. El Padre Gabriel buscó a alguien con la mirada.

—Verá usté, Ricardo —dijo Pérez, con el acento español marcado por el

cuidado con que escogía las palabras—: la cuestión no es personal. Lo que pasa es

qu'en este momento hace falta una mano dura y usté...

Floro Maderal movió la cabeza para acomodar el cuello de la camisa y no se

contuvo:

—Usté no hizo caso de las denuncias que le formulamo. Con armas'é otra

cosa.

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—Y nos insultó —agregó Nicomedes Gold.

El Cura lo miró como a un moribundo al que debiera administrarle la

extremaunción. Lema se levantó lentamente, sintiendo un inesperado dolor en el

pecho. Abrió los cajones y retiró un fajo de papeles, una carpeta, un cuaderno, dos

lápices y una goma de borrar. También las pastillas para el hígado y las otras de

menta. Dio la vuelta al escritorio y se paró, firme, frente a Luján. Lo midió de arriba

abajo, despectivamente, y dijo en voz muy alta:

—¡Abran paso, mierdas!

Todos se corrieron a los costados, formando un pasillo que Lema caminó con

pasos lentos pero firmes.

—Oiga Ricardo —dijo Luján, en tono amistoso—, no tiene por qué

insultarnos. No sea necio, comprenda la situación.

Lema giró y escupió un gargajo pesado y oscuro que cayó junto a la bota

derecha de Ramiro Luján.

—Que lo comprenda su abuela —dijo.

Y se alejó por la galería sin mirar hacia atrás. El dolor en el pecho era cada

vez más agudo.

—¡Marciana, Marciana!

Los gritos de Enrique Rojo sorprendieron a su mujer, que en ese momento

terminaba de lavar la vajilla usada la noche anterior por los parroquianos del Bar El

Jardín. Atravesó la cortina y lo miró desde el mostrador. Su marido traía la cara

desencajada.

—Marciana... Ahí pasaron pa'la intendencia...

—Pero quiéne, ché, esplicáte ien.

—Luján y Pére y too eso. Con tré brigaa de custodia. Tonce yo le seguí y

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l'esperé en la plaza... Y despué salió Lema qu'estaba indignao demá y enseída Luján

que empezó a dar órdene a unos brigáa.

Marciana se mordió el labio inferior. Miró hacia la calle a través de la

ventana del salón.

—Vamo a tené que irno —murmuró.

—Ya mismo —dijo Rojo, dirigiéndose al interior de la casa.

Diez minutos después el Bar El Jardín cerraba sus puertas para siempre.

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Cinco

Era una vieja tapera abandonada. Los cuatro postes de urunday estaban

unidos por paredes de adobe estampado sobre un armazón de ramas secas. La

tierra apisonada del techo apagaba el plic plic de la lluvia, mientras el follaje se

agitaba libremente. Toño, desde la puerta, miraba los huellones de las alzaprimas y

jugaba a esperar los globitos que hacían las gotas al caer. Pensaba en Malena. La

recordaba extendida sobre la cama, con el camisón subido hasta el ombligo. Toda

ella era una inmensa, negra y frondosa vagina.

Sandalio Quiroga terminó de encender una fogata con bosta seca para

espantar a los mosquitos que se refugiaban en la tapera, y luego se acercó también a

la puerta. Miró en detredor; su ruidosa respiración le hacía flamear los bigotes.

Empezó a mascar tabaco mechado.

—Linda lluvia —comentó.

Toño se mantuvo en silencio.

—N' el monte solemo decir que cuando se va'tirá un tiro noay que presentir.

Hay que tirá nomá.

—Debe ser que estoy teniendo miedo —dijo Toño, hablando como para sí

mismo. Bebió otro trago del pico de la botella.

Quiroga se dio vuelta y se tendió en la hamaca, con las manos cruzadas sobre

el vientre. Cerró los ojos e intentó dormir.

Toño siguió mirando la lluvia durante un largo rato. Últimamente bebía

demasiado, se dijo, y no le servía para nada. Quizás debía pensar en el regreso,

aunque no sabía adónde, a qué, para qué. Recordaba la tarde en que había decidido

irse y se veía ante el espejo del ropero, vistiendo traje y corbata de seda, camisa

blanca impecable y zapatos nuevos, negros. Todo un señor. Después se veía un

domingo junto a la casona y sobre el río, envuelto en el mundo pegajoso de Malena;

se veía negociando con el insuperable terror que había negado durante años y que

pacientemente había disfrazado con palabras y más palabras que ocultaban sus

verdaderos, profundos infiernos. Veía nuevamente su soledad y su impotencia, que

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ahora surgían como lenguas de un fuego atizado, convertidas en la figura borrosa

de su padre, aquel Antonio José Oroño muerto cuando él era un niño, aquel hombre

que nunca le había dicho que lo quería, ni jamás acariciado y cuyo beso no

recordaba, y que era apenas una sombra en su memoria, y encima sombra carente

de ternura, como todas las sombras.

Y ahora ni siquiera veía claro. Todo era penumbras. Y en las penumbras,

cuestionamientos que no sabía responder: ¿Estaba definitivamente perdido?

¿Perdido para qué? ¿Y qué era lo contrario de estar perdido? ¿Acaso seguir

viviendo como vivía? ¿Acaso era vivir esa incursión en la miseria, en el alcohol, en

esa peculiar y avara forma de la autodestrucción, y esa loca, lasciva fascinación por

la muerte?

El viejo Sandalio se sentó bruscamente y saltó de la hamaca.

—¡Guarda! —dijo.

—Qué pasa.

—Vienen gente —cerró los ojos y escuchó el silencio—. Espere.

Se parapetó en la puerta y se asomó a la lluvia. Miró en derredor, volvió a

entrar y se agachó. De rodillas, apoyó la oreja derecha sobre el piso de tierra.

—La lluvia jode —murmuró—. Pero vienen. Y son unos cuanto...

—Brigadas, seguro —dijo Toño, indiferente, como si hablara del verano, del

viento.

El viejo lo sacudió y lo obligó a levantarse.

—Rosario —musitó Toño—, debo ver a Rosario. Ella y el niño no mueren en

las pesadillas. Ellos no existen.

—Tenga —le dijo el viejo, con urgencia, y le pasó las armas.

Se colocaron los revólveres bajo los cinturones y colgaron las ametralladoras

de los hombros. Salieron y Quiroga tomó la iniciativa:

—Sígame. Yo se por'ónde ir.

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Rosario depositó al niño en la cuna, ya amamantado y dormido, y se dirigió

a la cocina. No reparó en los dos hombres que estaban en la puerta que daba al

monte.

—Rosario.

Se dio vuelta, sorprendida. Al ver a Toño contuvo un grito.

—Güenas —saludó Quiroga con la metralleta a la cintura, apuntando al

suelo.

—Qué... qué pasa.

—Sólo quería verlos un minuto —dijo Toño, en voz muy baja.

—Pero acá es imposible esconderlos —empezó a temblar, se restregó las

manos y se las pasó por el cabello primero, y enseguida plisó la pollera. Tenía los

ojos húmedos y el pelo le caía sobre los hombros—. Jesús puede venir en cualquier

momento.

—No venimos a escondernos.

Ella se estrujaba las manos sin saber qué hacer. Quiroga miraba

constantemente la puerta del frente y a la vez vigilaba el monte. Toño no tenía

apuro. Su cabeza se estaba despejando de la borrachera.

—No les van a dejar hacer la huelga, Toño. Ahora el intendente es Luján y...

Les tienen mucho miedo. Ya estuvieron en el bar de Rojo y hay brigadas en la

iglesia y en la escuela. Por si acaso no te hagás ver.

—Sandalio —dijo—, vaya y avísele a Rojo...

—Ya lo sáe, mestrro.

—No importa, vaya igual.

—Disculpe, pero sáe que no le v'iá dejar.

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—Entonces espéreme afuera, sólo un ratito... Por favor...

Quiroga asintió y se alejó unos mlttros hacia el monte. Esperó junto al aljibe,

vigilante. Toño miró a Rosario.

—Seguí nomás —dijo, y entró a la habitación contigua, donde dormía el niño.

Junto a la cama matrimonial había una cuna de mimbre con un mástil en la cabecera,

del cual caía un mosquitero. Se acercó lenta y suavemente, cuidando de no hacer

ruido pero sin importarle que el barro de sus botas ensuciara el piso de baldosas.

—Toño —Rosario estaba detrás de él—. Toño, vámonos.

—¿Qué decís?

—Que nos vayamos, que me llevés con vos a Resistencia, a cualquier lado.

Sacános de aquí, no aguanto más, Toño, no lo aguanto a Jesús, yo te quiero a vos... Y

éste es tu hijo ¿o tenés dudas... ? Llevános, que aquí te van a matar...

—Vos estás loca.

—Puede ser, y qué. ¡No doy más!

El hizo silencio. Ella empezó a llorar.

—Terminála, Rosario, sabés que no me gustan estas cosas.

—No puedo creer que seas tan desamorado...

—No entendés. Hablamos un idioma diferente.

—¡Y el chico! ¡Es tu hijo,Toño!

Dudó un segundo. Meneó la cabeza y dijo, frunciendo el ceño:

—Sí, seguramente... También tengo otro en Resistencia y...

Se interrumpió. Ella lloraba con desesperación, casi a los gritos. La miró con

pena, sinceramente conmovido. Sintió la boca reseca, el aliento amargo. La culpa

que de pronto lo ganaba era del tamaño de una ola gigante; no supo qué hacer, no

tenía respuesta. Caminó lentamente hacia la puerta que daba al monte, por donde

habían llegado.

Page 187: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

—Ojalá cuando sean grandes sean indulgentes conmigo —dijo, turbado—.

Por ellos, no por mí... Chau Rosario.

Y salió como quien sale corriendo. En ese momento, le pareció que alguien

había vaciado el mundo.

Page 188: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

Seis

Y claro que son buenos jugadores pero no se puede negar que son peligrosos

por algo los andan buscando, mire que decir que nuestro Señor fue comunista o

peronista o esas cosas, no no y no están equivocados el todopoderoso fue un

hombre justo bajó de los cielos para castigar a Herodes y a todos esos judíos que

andaban jodiendo y resucitó y todo eso, y vaya si habrá hecho milagros no pueden

ahora estos tipos venir a decir que los milagros no existen y pretender conocer más

que yo de la vida del Señor, lo que quieren es combatir la religión nadie me va a

negar que son ateos, si están en contra de la misa, este Oroño nunca vino y cuántas

vece se burló y decía que no le importaba y Rojo ni se diga.

Lo que más me argela es esta agitación que tengo, no sé por qué me parece

que mañana van a pasar cosas terribles con esa huelga de mierda, están demasiado

cabreados unos contra otros y entonce no hay forma de arreglar las cosas. Y el

tozudo de Luján que no me llama para que yo interceda, él cree que estoy viejo y ya

no sirvo para deshacer entuertos lo único que faltaba pa'qué soy el cura acá.

Encima hay que ver cómo llueve parece que San Pedro se me hubiera

enfermado de la vejiga justo ahora que va a haber huelga y va a ser un barria!

inmundo después me ensucian la capilla y nadie me ayuda a limpiar cómo quieren

que uno no rezongue aunque por áhi es mejor que no pare de llover por lo menos si

se mojan se van a enfriar un poco, así que cierto, metele nomá San Pedro esta noche

le voy a rezar tupido al Señor pa' que te influencie, claro que últimamente me anda

fallando, le tengo encomendado que aprudencie a la gente y no hay caso y si no se

arreglan las cosas por las buenas esta misma noche se van a agarrar y va'ser una

carnecería ahora andan todos armados de dónde carajo habrán sacado esas armas

hay que verlos no parecen los mismos de antes, por suerte Luján tomó la manija

porque lo que es Lema se ablandó demasiado.

Van a ver ahora estos "güelguistas" cómo se marca el paso por las buenas y si

no será por las malas porque parece que no queda otro remedio más que

ablandarlos a tiros si es preciso y que Dios me perdone Señor de las alturas las cosas

que estoy diciendo, pero vos sabés Jesús mío que soy incapaz de desearle mal a

nadie lo que pasa es que acá no se puede hacer otra cosa, estos tapes nos van a

invadir el pueblo y son capaces de quemar la iglesia así son los peronistas,

Page 189: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

resentidos de mierda igual que estos indios que no aprenden más nacieron brutos y

van a morir brutos, yo no niego que hay injusticias pero en qué lugar no las hay y si

lo permite el Señor es pa'que cada uno se gane el cielo y eso está muy bien despué

de todo la justicia divina es la que vale y acá nadie puede juzgar lo qu'está bien y lo

qu'está mal, si hay injusticias por algo será, y si Dios así lo quiere él mismo ha de

compensade en el cielo a los que sufren, así está escrito y los jodidos al infierno.

¡Qué mierda íbamos a estar hace años de huelga en huelga, si en el obraje se repartía

caña vino y pan dulce que era un contento y todo el mundo los domingos a misa

qué tiempos aquellos qué misas Dios mío quién iba a pensar!

El Padre Gabriel se asomó a la puerta de la iglesia, atraído por el griterío. Un

centenar de manifestantes, aprovechando una pausa de la lluvia, había desplegado

tres carteles. En uno se leía:

NO A LA HUELGA — QUEREMOS PAS

En otro:

QUE BIBAN LAS BRIGADA

Y en el tercero:

UELGA NO — SUVERSIÓN MENO

A la cabeza marchaban Maderal y Gold, tomados de los brazos. Con ellos sus

familias, y más atrás Gerunfl.o Romero y sus hijos, la comisión de Damas de la

Virgen de la Soledad y algunos familiares de paisanos o brigadas. La movilización

había comenzado frente a la casa de Ramiro Luján, caminaban lentamente y se

detenían cada cincuenta metros, para escuchar las arengas de Maderal.

El Padre Gabriel no pudo reprimir el disgusto que le producía no haber sido

invitado.

Se dirigían a la intendencia y antes de cruzar la plaza, Floro Maderal levantó

un brazo y la marcha se detuvo.

—¡Previamente haremos un desagravio a la bandera de la patria! Hubo

Page 190: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

vítores y aplausos.

Maderal siguió:

—¡Cantemo el Higno!

Se escucharon las estrofas a capella, que el viento de la tarde pugnaba por

llevarse. Las hojas de los eucaliptos producían un castañeteo que aumentaba la

confusión, pero era un himno legítimo. El Padre Gabriel, que se había instalado en

el medio de la calle, no lo cantó. Cuando terminaron, Maderal carraspeó y dijo:

—¡Pueblo de Colonia Perdida: vivimos un momento'e zozobra inominiosa!

¡Esos revoltosos quieren hacer una güelga que lo único que va'traer es caos y

violencia! ¡Ofienden a la bandera y las tradicione con sus idea foráneas y ajenas a

nuestro sentir! ¡Este pueblo jue siempre tranquilo y ahora no vamo permitir que se

istaure la anarquía! ¡Queremo paz!

Fue interrumpido por una ovación. Una voz ronca gritó:

—¡Vivan Ramiro Luján y las brigáas de la paz!

Otra ovación.

El Padre Gabriel, en medio de la calle, envidió a Maderal: él jamás había

infundido tanto entusiasmo a sus fieles desde el púlpito. Pero su arrogancia pudo

más. Desde su puesto, impostó la voz y gritó:

—¡Maderal!

Los que estaban al final de la manifestación se dieron vuelta. Maderal había

recomenzado su discurso, pero en unos segundos la noticia llegó hasta él.

—¡Eh, padre, venga!

—¡No voy nada! —gritó— ¡A nú no me invitaron!

Algunos manifestantes se apresuraron a rodeado. "Venga paí." "Vamos no se

ofenda." "No piense mal." "Cómo nos vamo'olvidar." "Agréguese a nojotro."

—¡No, Señor! ¡Qué clase de pueblo es éste que no invita a su cura! ¡Ni saben

escribir paz con zeta!

Page 191: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

—¡No tiene nada que ver, padre! —gritó Maderal mientras todos coreaban el

nombre del sacerdote: "¡Dónga—briel! ¡Dónga—briel!"

—¡Venga, padre, discúlpenos!

—¡No—voy—na—da!

Se dio vuelta y entró a la iglesia, para rezar nuevamente ante el altar. Muera,

la manifestación siguió su marcha hasta que volvió a llover.

La llovizna continuó hasta el anochecer y la calle, desierta, se convirtió en un

lodazal. El Bar El Jardín, a oscuras, ensombrecía todo el pueblo. Sólo en el extremo

oeste de la calle se descolgaba un haz de luz de la ventana de la farmacia. En el

interior, Ricardo Lema ya iba por la tercera botella de vino.

Apenas un par de horas antes se habían silenciado los gritos de Marcelino

Grande, que esa tarde había atormentado al pueblo con su canción de los días de

lluvia:

Que llueva que llueva

Marcelino está en la cueva

los pájaros se mueren

la indiada se subleva.

Los nada enigmáticos versos habían exasperado a Ramiro Luján hasta el

punto de que, en plena siesta, salió de su despacho, tomó un balde lleno de agua y

se lo lanzó en medio de una andanada de insultos. De todos modos, Grande no dejó

de reírse y cantar en toda la tarde. Se puso tan intolerable que a la hora del

crepúsculo Marcial Calloso tuvo que atrapar una araña pollito y lanzada dentro de

la celda. Entonces se silenció, ocupado como estuvo en matar al animal, pues cada

vez que intentaba pisotearla, la tarántula saltaba y contraatacaba.

Page 192: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

Al caer la noche se durmió temprano, agotado como un niño, y Ramiro Luján

impartió las últimas instrucciones: ordenó que se patrullara la calle toda la

madrugada y reforzó las guardias en la escuela y en su casa. Los brigadas

empezaron a rondar de a pares, fuertemente armados, y frente a la intendencia

quedó apostado uno, con otros dos caminando de esquina a esquina.

Mucho después de que Luján se retiró y se apagaron todas las luces, a eso de

la una de la mañana dos sujetos lograron llegar sin ser vistos hasta el mástil de la

plaza. Se acercaron sigilosamente, amparados en las sombras y esquivando el

patrullaje de los brigadas. Cuando los guardias pasaron algunos metros más allá,

uno de los hombres, con una bolsa colgada del hombro, cruzó la calle resueltamente

y con la mano en el revólver que llevaba en la cintura.

—¿Quién es? —preguntó un brigada.

—Trranquilo, chamigo —dijo el hombre—. Yo nomá.

Y levantó el revólver y le descerrajó un tiro en el pecho.

El guardia se desplomó y en la esquina se escuchó un grito de alerta,

mientras otros brigadas corrían hacia la plaza.

Los detuvo una ráfaga de ametralladora proveniente del mástil.

Uno cayó retorciéndose y el otro alcanzó a tirarse en la zanja que separaba la

vereda de la calle. Se entabló un violento tiroteo a la vez que se difundía la alarma.

Para cuando se encendieron las primeras luces y arribaban brigadas y vecinos, ya la

intendencia ardía ruidosamente y los dos hombres se perdían en las sombras.

Al escuchar los primeros balazos, Ricardo Lema se levantó e instintivamente

corrió a tomar su escopeta del mostrador.

—¡Empezaron! —gritó— ¡Hijos de puta!

Sobresaltado y bamboleante, abrió la puerta y miró hacia la plaza.

Por sobre la arboleda vio las llamaradas que se alzaban y a algunos vecinos

en calzoncillos, que salían gritando de sus casas mientras se escuchaban balazos

aislados. Dudó si lo que veía era cierto o fantasía de su borrachera. Pero cuando vio

que Ramiro Luján corría por la calle ajustándose las botas de caña alta y gritando

"¡Me la van a pagar! ¡Me las van a pagar!" Ricardo Lema alzó la escopeta, le apuntó

Page 193: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

y disparó. Luján siguió corriendo.

En ese momento, Lema decidió que debía matarlo sí o sí. Salió a la calle y

corrió en dirección a la plaza con la escopeta en la mano, pero apenas anduvo unos

pocos metros tropezó y cayó de cara al barro. Primero sintió que se ahogaba.

Después vomitó y levantó la cabeza y se atragantó con una bocanada de aire.

—¡Viejo de mierda podrido! —se lamentó e intentó reincorporarse, pero no

pudo. —Ojalá me muera ahora mismo...

Y se largó a llorar, desconsolado, y se dejó caer sobre el lodo.

Marcelino Grande fue rescatado de su celda con quemaduras de poca

consideración. Dormido profundamente, no había atinado a pedir auxilio y, en el

fragor del desconcierto, nadie se acordó de él hasta que Doña Mary empezó a gritar

que una cosa era tener marido loco y otra quedar viuda. Cuando la rescataron,

Grande se resistió a que lo maniataran e intentó robarle un rifle a un brigada. Fue

disuadido por una violenta trompada de Ramiro Luján. Después, debieron atarlo

antes de encerrarlo en el baño de una casa vecina, con dos guardias en la puerta. Al

mediodía siguiente reacondicionarían la celda para volverlo a ella.

El Padre Gabriel, espantado por los tiros, se persignó infinidad de veces y

salió de la casa parroquial en calzoncillos y poniéndose la sotana del lado del revés.

—¡Dios los va a castigar a todos, tirios y troyanos, hijos de puta!

Cuando llegó junto a Luján, se quejó airadamente de que ya no se podía

dormir en paz.

—¿Qué pasa en este pueblo, eh?

—No joda, padre —dijo Luján, sin hacerle caso.

—¡Hay que reprimir urgente y severamente! ¿Cómo permiten el incendio,

eh?

—¡No joda o lo hago fusilar, carajo!

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—¡Haga lo que quiera, pero acá la única solución es matarlos a todos!

—Sí —dijo Luján—, ya lo sé.

El cura, de pronto, se sintió invadido por un problema de conciencia. Carajo

estoy viejo, pensó, y se retiró en silencio, aturdido y con una acre sensación de culpa.

Musitando un padrenuestro cruzó la plaza y vio las tres sombras que corrían en

dirección al Bar El Jardín, lo rociaban con un líquido inflamable y huían luego de

prenderle fuego.

—Dios mío —fue todo lo que pudo decir, y, entre desconcertado y

desesperado, caminó sin rumbo. "Si me queman la iglesia los mato, repetía, los

mato. Cualquier cosa menos la iglesia." Así anduvo algunos metros hasta que vio,

iluminado por las llamas que venían del Bar El Jardín, un cuerpo tendido en el

barro. Se acercó y lo dio vuelta con la punta de sus zapatos.

—¡Lema!

Apelando a todas sus fuerzas, lo arrastró hasta la farmacia y lo depositó en el

umbral. Allí lo observó y lo olió. Apestaba a vino tinto.

—¡Lema! —lo cacheteó—. ¡Ricardo, carajo, conteste!

El farmacéutico abrió un ojo —el otro estaba cubierto de barro— Y miró al

cura.

—Estoy harto —dijo—. Me quiero ir a la mierda.

—¿Y dónde coños se cree que está? —le replicó el cura.

Antes de que despuntara el sol se había logrado dominar el incendio en la

intendencia. El Bar El Jardín, en cambio, se consumió totalmente al cabo de un par

de horas.

El cielo se despejó al amanecer, justo en el momento en que las brigadas del

Obraje El Quebrachal se metían en el monte por picadas viejas y abriendo otras a

machetazos, comandadas por Ramiro Luján y seguidas por un pequeño grupo de

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espontáneos armados. Iban en busca de los huelguistas, dispuestos a impedir el

paro a cualquier costo.

En el pueblo quedaron las mujeres y los niños, custodiados por una decena

de brigadas de los Establecimientos Algodoneros Sociedad Anónima, al mando de

Jesús María Pérez, quien para entonces no abandonaba su Rémington recortado por

nada del mundo.

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Siete

Durante toda la noche cada uno revisó sus armas, contó sus municiones y

aflió su machete. Las mujeres aprendieron a diferenciar los proyectiles, arroparon a

sus hijos, cebaron mate sin cesar y finalmente descansaron junto a sus hombres.

Apenas antes del amanecer, la columna se puso en marcha.

Al frente iban Rojo y Cabello. Quirurgo Gauna, un centenar de metros más

adelante, registraba la picada por donde debía pasar toda esa gente, a fin de

desmalezar y dar la alarma en caso de que se les hubiese preparado una emboscada.

Capinté, con un nutrido grupo de aborígenes y hacheros, marchaba a la retaguardia.

Todos caminaban silenciosa, velozmente.

Toño y el viejo Quiroga iban detrás de Rojo, en silencio, cansados, sin haber

dormido en toda la noche. Después de salir de la casa de Pérez, anduvieron por el

monte y se sentaron a fumar en un sitio que el viejo consideró seguro, donde sin

hacer fuego esperaron la hora de juntarse con los demás, una vigilia que despejó a

Toño y que hubiese resultado perfecta si la inminencia de ese amanecer cargado de

muerte no hubiera contenido tantos presagios.

—¿Cómo está la gente? —preguntó Toño a los que iban delante.

—Con ganas —respondió Cabello—. No le paramo má'anque queramo, así

que...

—Así que qué.

—Nadie va'recular. Acá todo saémo pa'qué'stamo y le'amo a meter pata

pa'delante nomá —se detuvo un momento, tosió y anadió—: Le quiero decir que si

en medio' el rio me da un calambre, no via gritar que me ahogo; me viá'ugar

pensando que falta poco pa'llegá'la orilla, ¿m'entiende?

Anduvieron unas dos horas, y cuando ya clareaba llegaron al obraje. Había

sólo un par de guardias que huyeron al vedos, de modo que tomaron posiciones

rápidamente. La administración era una vieja casa de ladrillos pintados a la cal, con

techo de cinc a cuatro aguas y altas galerías laterales. La playa ocupaba poco más de

dos hectáreas de campo limpio. Los rollizos allí depositados fueron colocados uno a

Page 197: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

continuación de otro, de manera tal que se formó un círculo de casi doscientos

metros de diámetro, media cuadra más allá del cual era monte cerrado. En pocas

horas de trabajo, se hicieron zanjas, pozos y trampas, y se aprovecharon las

alzaprimas y los cachapés para fortificar aún más las posiciones.

Algunos aborígenes, provistos de revólveres y escopetas, se subieron a los

árboles. El resto se ubicó a todo lo largo de las defensas. Las mujeres cebaban mate

y ayudaban, y las más jovencitas se hicieron cargo de los niños, arrejuntados en una

especie de corral de troncos.

—Ahora hay que esperar que ataquen —dijo Rojo, luego de recorrer las

instalaciones—. No van a conceder nada del petitorio.

—¿Y si no atacan? —preguntó Toña.

—Van'hacerlo —respondió Cabello—. Necesitan que'l obraje y el algodonal

trraajen. Ademá, Luján está agrandáo y va'matonear. Pero acá n'el monte no nos

ganan...

A media mañana comenzaron a llegar algunos hacheros que originalmente

se habían opuesto a la huelga. Jimeno Corral, que vivía a media legua del pueblo,

contó que poco antes del alba tres brigadas habían asaltado su rancho mientras él

escapaba. También se recibieron noticias de que Ramiro Luján en persona

encabezaba la marcha hacia el obraje. Andaban despacio, requisando y saqueando

cuanto rancho encontraban a su paso.

Rojo calculó que estarían cerca del obraje alrededor del mediodía. Se reunió

con Capinté, Gauna, Cabello y Quiroga en la gerencia, y ultimaron los detalles de la

defensa.

Toña también participó, y cuando todos salieron al patio se quedó sentado

ante el escritorio. Apoyó los codos sobre la mesa y se mesó los cabellos. Se sentía

lúcido, nuevamente había claridad en su cerebro. El prolongado andar de esa noche

que terminaba lo había despejado. Reconoció entonces que tenía mucho miedo por

lo que pudiera pasar; quizás era, en parte, responsable de lo acontecido y de todo lo

por venir. Eso lo sacudía interiormente, pero sabía que sólo le quedaba acompañar

los hechos. No tenía otro camino y lo iba a andar.

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Recordó, entonces, que le hizo bien llorar al despedirse de Rosario. Un

desahogo que Sandalio Quiroga entendió, respetó y alentó, hasta queToño le dijo

"qué nos pasó, viejo", y el anciano, palmeándole la rodilla y separando su espalda

del árbol, le reconvino "qué te pasó a vos m'ijo", y él se detuvo a considerar el tuteo,

el cambio de tratamiento que parecía un eco que repiqueteaba en el follaje.

Se lo dijo, y el viejo respondió que no sabía por qué lo tuteaba ahora, aunque

pensó que quizás debía decirle "porque vó has crecido" pero no lo dijo y entonces

volvieron al silencio.

Toña recordaba que después del llanto de Rosario, y el suyo propio, estuvo

mirando el cielo, todavía nuboso, y la oscuridad total, atemorizante, de la selva

cuando ha llovido. Descubrió y se detuvo a mirar un quebracho colorado, que le

pareció el más alto del monte, verdadero emperador de ese mundo vegetal. No

recordaba haber visto un árbol semejante, pero sintió que también eso era

indicativo de que algo había cambiado en él, en su persona más que en ese paisaje

que, a la vez, ya le resultaba familiar.

Sintió una extraña, inexplicable emoción. ¿Qué hacía él ahí, a horas de una

casi segura muerte, junto a ese viejo que le hablaba en un tono paternal que él no

rechazaba? ¿Quién era, realmente, ese viejo que lo había acompañado esos casi dos

años, y le había enseñado y hecho sentir la dimensión de la vida en la selva? ¿Qué

extraña virtud tenía ese momento del alba, cuando se oían los primeros pájaros

matutinos, para mutar una historia? ¿Qué significaba esa súbita lucidez luego del

llanto de esa noche, después de dejar a Rosario y vagar por el monte, aún ebrio?

¿Qué quería decir el viejo Sandalio con ese "qué te pasó a vos m'ijo"? ¿Acaso había

redención tras la desdicha? ¿Acaso la parálisis era un camino con final cierto?

¿Acaso las pesadillas no necesariamente debían concluir cuando él concluyera esa

existencia desafortunada, dolorosa, forjada en la incomprensión y apuntalada

últimamente por el alcohol?

No, se dijo sin quitar la vista del techo de la gerencia, las respuestas no están

en la noche ni están aquí. Las respuestas nunca están al alcance del entendimiento,

y menos en instantes dramáticos, presagiosamente letales, cuando todo Colonia

Perdida iba a estallar inexorablemente. Quizás no había respuestas; nunca las

habría. Lo único eterno, inacabable, son las dudas, se dijo, y el sendero del hombre,

pareciera, es bifurcarse entre buscar respuestas en la muerte o vivir dudando.

Se dio cuenta de que empezaba a recuperar una parte de sí mismo que,

paradójicamente, nunca más reconocería. Lo supo de una vez, y rápido: era un

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enfermo, un suicida zigzagueante, y no era con desesperación, ni con repulsión ni

odio, ni con la horripilancia de sus pesadillas, como se curaría, si curarse era esa

vana forma de confirmar las profecías ajenas.

Comprendió que la vida se componía del montaje de las paradojas y que a él

le había correspondido una muy peculiar: la de acercarse al entendimiento, a la

salida del laberinto,justo en el momento en que la muerte era más palpable, más

precisa y obvia. Cualquier bala de las próximas horas le podía estar destinada.

Y también descubrió que esa noche no sintió miedo por primera vez en

mucho tiempo. No deseó huir ni esconderse, no ansió un trago de vino, no admitió

erotismo alguno en la idea de la muerte. Alzó la cabeza y miró a lo alto del

quebracho colorado con una ansiedad renovada, y sintió la urgencia de decirlo:

—¿Sabe qué me hubiese gustado preguntarle a mis padres, viejo?

Sandalia Quiroga nada más lo miró, casi sin expresión. Pero enseguida él vio,

en la oscuridad, que tenía los ojos humedecidos, una mueca indefinible en la boca y

su mirada se tornaba cálida, tierna, alentadora. No habló.

—¿Por qué nací? —dijo él— ¿Y para qué?

Y continuaron en silencio, como si el anciano transmitiese sus reflexiones sin

palabras, y él entendiese que una vez más no había respuestas, porque quizás todas

las respuestas estaban dentro de él y diciéndole que no se inventa la vida de los

hijos, que no se planifica la vida de nadie.

Después él también se había tendido al pie del árbol, haciendo cruz con el

cuerpo acostado del viejo Sandalia. Allí empezó a sentir que iniciaba un camino

desconocido. Siguió mirando ese árbol altísimo y regio, y comprendió, finalmente,

que la desdicha es también un recurso, y que la capacidad de dolor es un don, como

el verdadero sentido de la vida es dudar y buscar.

Escuchó ruido de voces en el patio y se acercó a la ventana. Tras el vidrio,

como en una película muda, Enrique Rojo gesticulaba frente a un grupo de

hacheros e indígenas. Se dedicó a mirar la escena: las operaciones de los hombres;

los troncos y las alzaprimas formando la defensa una cuadra más alla, y luego el

monte que se cerraba de golpe a la salida de la picada.

Traspasándolo todo, como si su mirada penetrara el espacio y el tiempo en

ese momento, imaginó un instante de amor, treinta y tres años atrás; imaginó un

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espacio, un deseo, una rutina pertinaz y un éxtasis, un dolor. Sintió que algo

empezaba a morir en ese instante. Era más una intuición que una certeza, más un

sonido que una música. Desconoció pormenores, pero lo supo: paradójicamente,

como en un espejo, el alto y duro quebracho le devolvía su pequeña dimensión, su

fragilidad: en pocas horas más, quizá minutos, podía estar muerto. Pero también

supo que antes de eso, en un instante fugaz, luminoso, alcanzaría a ver su propia

historia en la que se integrarían su padre y su madre, verosímiles, exactos, y se

juntarían el horror y el amor, la realidad y los sueños, y la muerte y la vida, porque

en ese exacto momento, irrepetible y único, se dijo, llorando, él habría llegado a

comprender su propia condición de hombre.

—¡Doña Mary! —llamó Jesús María Pérez.

Estaba en el incendiado despacho de la intendencia, con dos de sus hombres.

Se había cruzado una canana sobre el pecho y tenía a su alcance una carabina

Winchester calibre 44. Los ojos le brillaban. Para él, una larga pesadilla estaba a

punto de finalizar.

—Sí, Pére —respondió la mujer al entrar al despacho.

—Por favor, pregúntele a su marido si quiere conversar conmigo un minuto.

Podría hacer algo por nosotros.

—Güeno, pero... Y qué es.

—Usté vaya y pregúntele —sonrió Pérez—. Son cosas de hombres...

Doña Mary salió. Pérez hizo señas a uno de los guardias para que la siguiera

discretamente. Al otro le dijo:

—Y vos, prepará el mejor caballo y provisiones pa'un largo viaje.

El brigada salió a cumplir la orden. Doña Mary entró segundos después.

—Dice'l Marcelino que va' hablar si lo sueltan. Que si no no es posible. Y que

qué se cree usté...

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—¿Pero va' hablar?

—Sí.

Pérez se levantó, fue hasta la puerta y gritó al guardia:

—¡Soltálo al Señor Grande!

En seguida, Marcelino Grande irrumpió en el despacho. Ridículamente

vestido con su viejo traje hecho harapos, por el abierto cuello de la camisa salía una

mata de pelos rubios encanecidos.

—¡Pero carajo, era hora de que entendieran que sólo yo puedo salvar a este

pueblo de la ruina!

—Vea, Marcelino... —dijo Pérez.

—¡Qué vea ni vea! ¡Salga de ese escritorio y dígame cómo están las cosa! Y

rápido, que ya han perdido mucho tiempo. Mire que infamarme con qu'estaba loco.

Háh, loco yo...

—¡Bueno, pero cállese y escuche que los minutos valen oro! —se alteró

Pérez—. Hay una misión importantísima que sólo usté puede cumplir... Por eso

reconsideramos nuestra medida y le vamos a devolver la intendencia con todos los

honores y el respeto eterno del pueblo.

—¿A ver cómo es eso, ché? —se interesó Grande.

—Se alzó la indiada con los hacheros. Están armados y se fortificaron en el

obraje. Luján fue hacia allá con las brigadas y un grupo de vecinos, también

armados. El pueblo está a salvo por ahora, pero necesitamos alguien de absoluta

confianza, un hombre intachable, un prócer digamos, pa'una misión fundamental.

—Ése soy yo. ¿Cuál es la misión?

—Hay que d'ir a Resistencia'avisar al gobierno. Para ellos uste's todavía el

intendente. Deberá contar todo lo que ocurrió en estos dos últimos años y conseguir

su ratificación oficial. Y por lo que pudiera pasar, pedir refuerzos para imponer el

orden de una vez por todas. Es urgente: debe salir ya mismo.

—Ajá. Pero un intendente no abandona a su pueblo en los momentos

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dificiles. Yo...

—Un momento, Marcelino. Un buen intendente hace acciones heroicas por

su pueblo. Más todavía si es el único que puede hacerlas. Comprenda: si yo voy a

Resistencia, ¿quién me da bola? Pero a usté sí. Ya su vuelta se hará cargo

nuevamente de la intendencia...

Marcelino Grande lo miró fijamente.

—Además —agregó Pérez, guiñándole un ojo—, usté podrá exagerar un

poquito las cosas pa'qu'el gobierno comprenda la urgencia de la situación. Tiene

elementos de sobra pa'pedir que se aplaste a los insurrectos. La campaña de su

locura, sabrá, la organizó Oroño... Hasta dijo que'l Padre Gabriel es de malas

costumbres y que andaba revolcándose con Lema. Y por si no lo sabe, y si no lo

paramos, Rojo va a ser el intendente de Colonia Perdida... Y además recordará usté

el asunto con Rosario... ¿Pudo ser su mujer, no? Ya sabe cómo son estos tipos... Ésta

es tarea pa'un patriota, usté puede, Marcelino.

Se miraron sostenidamente durante unos segundos, hasta que Grande movió

afirmativamente la cabeza y gritó:

—¡Ánde'stá el mejor caballo de'ste pueblo!

Al mediodía Telésforo Sarmiento, que era un hachero qom, entró corriendo

al obraje. Flaquito, crenchudo y descalzo, llevaba una escopeta en la mano. Saltó los

rollizos como los saltaría un gato y se dirigió resueltamente a Rojo y Cabello.

—¡Áhi viene lo brigaa! —anunció, jadeando—. ¡Armáu que no sé, te juro!

¡Demá son, chamigo, capá 'e cualquié cosa!

Salieron atropelladamente al patio.

—¡Todo el mundo a sus puesto! —gritó Cabello.

Los hombres se apostaron tras los rollizos, vigilando el monte. El Tele señaló

hacia el Sur.

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—Po eso lao —dijo—. Po la picáa.

Era el camino más directo desde el pueblo, el de la única huella permanente.

Sandalia Quiroga se refugió tras una pila de rollizos, junto a un grupo de

cosecheros. Quirurgo Gauna trepó por una de las columnas de la administración y

se apostó en el techo del edificio, con tres hombres. Capinté llamó a un par de

jóvenes aborígenes y les ordenó que repartiesen municiones y recorrieran la

fortificación para ver si alguien necesitaba algo. Después se dirigió al corral donde

Marciana de Rojo organizaba a mujeres y niños.

—Si hay parlamento, parlamentamo pero no rebajamo ni una condición

—dijo Cabello.

—Y si hay bala, le me temo bala —dijo Rojo.

—¡Al primero que aparezca me lo bajan! —gritó Cabello—. ¡Pero no

malgasten tiro!

Tomó al indio Telésforo de un brazo.

—Quedáte con nojotro.Vah'a llevar las órdene arrastrándote.

Se hizo un largo silencio. Jaime Cabello respiraba agitadamente. Parecía ser

el único ruido del mediodía.

Del monte surgió un caballo. Era un zaino orejudo y gordo. Una descarga lo

abatió inmediatamente. Toño sintió un estremecimiento. Rojo lo codeó.

—Háh —movió la cabeza hacia los costados—. Qué no.

Se mantuvieron en silencio. El monte parecía paralizado. No se oía el canto

de pájaro alguno, y el efecto era el de millones de cotorras enmudecidas de repente.

No había viento y era como si la tierra humedecida absorbiera la tensión.

Súbitamente,Télésforo se agachó y apoyó una oreja contra el suelo.

—Ahicito nomá'stán —dijo—. Son gente demá, y tienen miedo. De no, ya

hubieran tiráo.

Una bandada de cotorras partió de un lapachal, cincuenta metros monte

adentro.

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—Hablan —dijo el Tele.

Inmediatamente se oyó la voz de Ramiro Luján, a lo lejos, pero fuerte y

nítida:

—¡Rojo! ¡Es mejor que se rindaaaaan... !

—¡Ni en pedo, Luján! —gritó Rojo.

Hubo un pequeño silencio.

—¡No van a ganar nadaaaaa! —insistió Luján—. ¡Si se rinden no habrá

represaliaaaaas...!

—¡Métase su perdón en el culo! —gritó Cabello— ¡Firme y garantice el

petitorio y se arregla tóo!

Se produjo otra pausa, más tensa que la anterior. Por fin, Luján gritó

roncamente:

—¡Se van'arrepentiiiir...! ¡Tienen diez minutos de plazo...!

Cabello extrajo su revólver de la cintura y apuntó hacia el monte.

—¡Ésta es nuestra respuesta, Luján! —gritó, y disparó tres veces. El tiroteo se

generalizó. Los estampidos agitaron la selva y el olor a pólvora inundó el ambiente,

mientras todos los pájaros del monte, sobresaltados, ahora sí echaban a volar.

Resistencia / Buenos Aires / México / Cuemavaca / Charlottesville / Resistencia,

1969 — 2013.

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Brevísimo vocabulario

Acá Carayá: Cabeza de Mono, en guaraní.

Angá: Expresión de lástima.

Angaú: De mentira, en guaraní.

Añá membí (o membuí): En guaraní, hijo del diablo; hijo de mala madre.

Argelar: Voz del nordeste argentino por fastidiar, molestar.

Cachapé: Carro de cuatro ruedas en el que se transportan los rollizos. Es

distinto del alzaprima, que tiene dos ruedas muy grandes alrededor de un eje, del

que pende el rollizo.

Cagüén: Malo, en toba.

Carayá: Mono aullador.

Colí: Corto. Rémington colí es un revólver de caño recortado.

Cheraí: Mi hijo, en guaraní.

Franciscoalvarez: Árbol típico del Chaco argentino, Paraguay y Brasil.

También conocido como ivitinga, caobetí o sota caballo, alcanza los 30 metros de

altura y es de copa muy frondosa.

Cuaripola: Aguardiente rústico producto de la fermentación de caña de

azúcar.

Cuasquear: Azotar con la guasca (látigo).

Mitaí: Niño, muchachito, en guaraní.

Nicó: Expresión fonética cuya función es dar énfasis a una afirmación.

Pa: Expresión fonética de énfasis que acentúa la interrogación.

Poguasú: Grande, en guaraní. Rollizo poguasú es el tronco desramado.

Page 206: Giardinelli Mempo - Por Que Prohibieron El Circo

Sagua—á: Salvaje, en guaraní.

Teyú—ruguay: Látigo de cueros trenzados.

Yuchán: Palo borracho, árbol típico del Chaco seco, que puede alcanzar

enormes proporciones.


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