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En el número 7 de la Rue Grenelle,un inmueble burgués de París, nadaes lo que parece. Paloma, unasolitaria niña de doce años, yRenée, la inteligente portera,esconden un secreto. La llegada deun hombre misterioso propiciará elencuentro de estas dos almasgemelas. Juntas, descubrirán labelleza de las pequeñas cosas,invocarán la magia de los placeresefímeros e inventarán un mundomejor. La elegancia del erizo es unanovela optimista, un pequeño tesoroque nos revela como sobrevivir

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gracias a la amistad, el amor y elarte. Mientras pasamos las páginascon una sonrisa, las voces de Renéey Paloma tejen, con un lenguajemelodioso, un cautivador himno a lavida.

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Muriel Barbery

La elegancia delerizo

ePUB v1.2

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Zalmi90 12.11.11

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A Stéphane, con quien he escrito estelibro

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Marx

(Preámbulo)

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1

Quien siembra deseo

—Marx cambia por completo mivisión del mundo —me ha declaradoesta mañana el hijo de los Pallières, queno suele dirigirme nunca la palabra.

Antoine Pallières, prósperoheredero de una antigua dinastíaindustrial, es el hijo de una de las ochofamilias para quienes trabajo. Último

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bufido de la gran burguesía de negocios—la cual no se reproduce más que agolpe de hipidos limpios y sin vicios—,resplandecía sin embargo de felicidadpor su descubrimiento y me lo narrabapor puro reflejo, sin pensar siquiera queyo pudiera estar enterándome de algo.¿Qué pueden comprender las masastrabajadoras de la obra de Marx? Sulectura es ardua; su lenguaje, culto; suprosa, sutil; y su tesis, compleja.

Y entonces por poco me delato comouna tonta.

—Deberías leer La ideologíaalemana —le digo a ese papanatas contrenca color verde pino.

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Para comprender a Marx ycomprender por qué está equivocado,hay que leer La ideología alemana. Es labase antropológica a partir de la cual seconstruirán todas las exhortaciones a unmundo nuevo, y sobre la que reposa unacerteza esencial: los hombres, a quienespierde el deseo, harían bien en limitarsea sus necesidades. En un mundo en elque se amordace la hibris del deseopodrá nacer una organización socialnueva, despojada de luchas, opresionesy jerarquías deletéreas.

—Quien siembra deseo, recogeopresión —a punto estoy de murmurarcomo si sólo me escuchara mi gato. Pero

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Antoine Pallières, cuyo repugnante yembrionario bigote nada tiene de felino,me mira desconcertado por mis extrañaspalabras. Como siempre, me salva laincapacidad que tienen los seres de darcrédito a todo aquello que hace añicoslos marcos que compartimentan susmezquinos hábitos mentales. Una porterano lee La ideología alemana y, por lotanto, no podría de ninguna manera citarla undécima tesis sobre Feuerbach. Porañadidura, una portera que lee a Marx, ala fuerza lo que le interesa tiene que serla subversión, y le vende el alma a undiablo llamado CGT. Que pueda leer aMarx para elevar su espíritu es una

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incongruencia que ningún burgués llegaa concebir siquiera.

—Déle recuerdos a su madre —mascullo, cerrándole la puerta en lasnarices, con la esperanza de que lafuerza de prejuicios milenarios cubra ladisfonía de ambas frases.

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2

Los milagros del arte

Me llamo Renée. Tengo cincuenta ycuatro años. Desde hace veintisiete, soyla portera del número 7 de la calleGrenelle, un bonito palacete con patio yjardín interiores, dividido en ocho pisosde lujo, todos habitados y todosgigantescos. Soy viuda, bajita, fea,rechoncha, tengo callos en los pies y

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también, a juzgar por ciertas mañanasque a mí misma me incomodan, unaliento que tumba de espaldas. No tengoestudios, siempre he sido pobre,discreta e insignificante. Vivo sola conmi gato, un animal grueso y perezoso,cuya única característica notable es quele huelen las patas cuando estádisgustado. Ni uno ni otro nosesforzamos apenas por integrarnos en elcírculo de nuestros semejantes. Comorara vez soy amable, aunque siemprecortés, no se me quiere, si bien pese atodo se me tolera porque correspondotan bien a lo que la creencia social haaglutinado como paradigma de la

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portera de finca, que soy uno de losmúltiples engranajes que hacen girar lagran ilusión universal según la cual lavida tiene un sentido que se puededescifrar fácilmente. Y como en algunaparte está escrito que las porteras sonviejas, feas y ariscas, también estágrabado en letras de fuego en el frontóndel mismo firmamento estúpido quedichas porteras tienen gruesos gatosveleidosos que se pasan el díadormitando sobre cojines cubiertos confundas de crochet.

Asimismo, también está escrito quelas porteras ven la televisión sindescanso mientras sus gruesos gatos

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dormitan, y que el vestíbulo del edificiotiene que oler a potaje, a sopa o a guisode legumbres. Tengo la inmensa suertede ser portera en una residencia demucha categoría. Era para mí tanhumillante tener que cocinar esos platosinfames que la intervención del señor deBroglie, el consejero de Estado delprimero —intervención que debió dedescribir a su esposa como educadapero firme, y que tenía como finerradicar de la existencia común esetufo plebeyo—, fue un inmenso alivioque disimulé lo mejor que pude bajo laapariencia de una obediencia forzosa.

Eso fue hace veintisiete años. Desde

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entonces, voy cada día a la carnicería acomprar una loncha de jamón o un filetede hígado de ternera, que guardo en mibolsa de la compra entre el paquete defideos y el manojo de zanahorias.Exhibo con complacencia estos víveresde pobre, realzados por la característicaapreciable de que no huelen porque soypobre en una casa de ricos, con el fin dealimentar a la vez el lugar comúnconsensual y a mi gato, León, que si estágordo es por esas viandas que deberíanestarme destinadas, y que se atiborraruidosamente de embutido y pasta conmantequilla mientras yo puedo darrienda suelta, sin perturbaciones

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olfativas y sin levantar sospechas, a mispropias inclinaciones culinarias.

Más ardua fue la cuestión de latelevisión. En tiempos de mi difuntoesposo, me acostumbré sin embargo,porque la constancia con que éste seaplicaba a su contemplación meahorraba a mí la pejiguera de tener quehacerlo yo. Llegaba hasta el vestíbulo elruido ahogado del aparato, y ellobastaba para perpetuar el juego de lasjerarquías sociales, la apariencia de lascuales, una vez fallecido Lucien, tuveque esforzarme por mantener, a costa demás de un quebradero de cabeza. Envida, mi marido me liberaba de la inicua

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obligación; una vez muerto, me privabade su incultura, escudo indispensablecontra el recelo ajeno.

La solución la hallé en un botón queno era tal.

Una campanilla unida a unmecanismo que funciona por infrarrojosme avisa ahora de cualquier ir y venirpor el vestíbulo del edificio, lo cualhace inútil todo botón que, al pulsarse,me advertiría de alguna presencia en elportal, por muy lejos que yo meencontrase. En tales ocasiones,permanezco en la habitación del fondo,donde paso la mayor parte de mis horasde ocio y donde, al amparo de los ruidos

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y los olores que mi condición meimpone, puedo vivir como me place sinverme privada de la información vitalpara todo centinela, a saber: quién entra,quién sale, con quién y a qué hora.

Así, los residentes que cruzaban elvestíbulo oían los sonidos ahogados queindican que hay un televisor encendidoy, más por carencia que por exceso deimaginación, se formaban la imagen dela portera arrellanada en el sofá ante lacaja tonta. Yo, encerrada en mi antro, nooía nada pero sabía que alguientransitaba. Entonces, en la habitacióncontigua, por el ojo de buey situadofrente a la escalera, oculta tras el visillo

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blanco, averiguaba con discreción laidentidad del transeúnte.

La aparición de las cintas de vídeoy, más adelante, del dios DVD, cambiólas cosas de manera aún más radical enlo que a mi beatitud se refiere. Como noes muy frecuente que una portera disfrutecon Muerte en Venecia, y que de laportería provengan notas de Mahler,recurrí a los ahorros conyugales, contanto esfuerzo reunidos, y adquirí otroaparato que instalé en mi escondrijo.

Mientras, garante de miclandestinidad, el televisor de laportería berreaba sin que yo lo oyerainsensateces para cerebros poco o nada

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refinados, yo podía extasiarme, conlágrimas en los ojos, ante los milagrosdel Arte.

Idea profunda nº 1

Ansio las estrellasmas abocada estoya la pecera

Aparentemente, de vez en cuando losadultos se toman el tiempo de sentarse a

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contemplar el desastre de sus vidas.Entonces se lamentan sin comprender y,como moscas que chocan una y otra vezcontra el mismo cristal, se inquietan,sufren, se consumen, se afligen y seinterrogan sobre el engranaje que los haconducido allí donde no querían ir. Losmás inteligentes llegan incluso a hacerde ello una religión: ¡ah, la despreciablevacuidad de la existencia burguesa! Haycínicos de esta índole que compartenmesa con papá: «¿Qué ha sido denuestros sueños de juventud?»,preguntan con aire desencantado ysatisfecho. «Se han desvanecido, y cuanperra es la vida...». Odio esta falsa

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lucidez de la edad madura. La verdad esque son como todos los demás:chiquillos que no entienden qué les haocurrido y que van de duros cuando enrealidad tienen ganas de llorar.

Sin embargo, es fácil decomprender. El problema está en que loshijos se creen lo que dicen los adultos y,una vez adultos a su vez, se venganengañando a sus propios hijos. «La vidatiene un sentido que los adultosconocen» es la mentira universal quetodos creen por obligación.

Cuando, una vez adulto, unocomprende que no es cierto, ya esdemasiado tarde. El misterio permanece

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intacto, pero hace tiempo que se hamalgastado en actividades estúpidastoda la energía disponible. Ya no lequeda a uno más que anestesiarse comopuede tratando de enmascarar el hechode que no le encuentra ningún sentido ala vida, y engaña a sus propios hijospara intentar convencerse mejor a símismo. De entre las personas quefrecuenta mi familia, todas han seguidoel mismo camino: una juventud dedicadaa tratar de rentabilizar la propiainteligencia, a exprimir como un limónel filón de los estudios y a asegurarseuna posición de élite; y luego toda unavida dedicada a preguntarse con

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estupefacción por qué tales esperanzashan dado como fruto una existencia tanvana. La gente cree ansiar y perseguirestrellas, pero termina como peces decolores en una pecera. Me pregunto sino sería más sencillo enseñarles a losniños desde el principio que la vida esabsurda. Ello le robaría algunos buenosmomentos a la infancia, pero permitiríaque el adulto ganara un tiempoconsiderable (por no hablar de que unose ahorraría al menos un trauma: el de lapecera).

En lo que a mí respecta, tengo doceaños, vivo en la calle Grenelle, número7, en un piso de ricos. Mis padres son

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ricos, mi familia es rica y porconsiguiente mi hermana y yo somosvirtualmente ricas. Papá es diputado,después de haber sido ministro, y sinduda llegará a ser presidente de laAsamblea Nacional y se pimplará labodega entera del palacete de Lassay,sede de dicha Asamblea. Mamá... Puesbien, mamá no es lo que se dice unalumbrera pero tiene cierta cultura. Esdoctora en letras. Escribe susinvitaciones para cenar sin faltas deortografía y se pasa el tiempo dándonosla tabarra con referencias literarias(«Colombe, no te pongas en planGuermantes», «Tesoro, eres una

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verdadera Sanseverina»).Pese a ello, pese a toda esta suerte y

toda esta riqueza, hace mucho tiempoque sé que el destino final es la pecera.¿Que cómo lo sé? Pues porque da lacasualidad de que soy muy inteligente.Excepcionalmente inteligente, incluso.No tengo más que compararme con losdemás niños de mi edad para ver quenos separa un abismo. Como no meapetece mucho llamar la atención, y enuna familia en la que la inteligencia seconsidera un valor supremo a una niñasuperdotada no la dejarían nunca en paz,en el colegio trato de hacer menos de loque podría, pero aun así siempre soy la

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primera en todo. Hay quien podríapensar que resulta fácil hacerse pasarpor alguien con una inteligencia normalcuando, como yo, a los doce años setiene el nivel de una universitaria de unafacultad de dificultad superior. Pero ¡no,en absoluto! Hay que esforzarse muchopor parecer más tonto de lo que se es.Aunque, en cierta manera, este empeñono salva de morir de aburrimiento: todoel tiempo que no tengo que pasaraprendiendo y comprendiendo, loempleo en utilizar el estilo, lasrespuestas, las formas de proceder, laspreocupaciones y los pequeños erroresde los buenos alumnos normales y

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corrientes. Leo todo lo que escribeConstance Boret, la segunda de la clase,en mates, lengua e historia, y así meentero de lo que tengo que hacer: enlengua, una serie de palabras coherentesy correctamente ortografiadas; en mates,la reproducción mecánica deoperaciones desprovistas de sentido; yen historia, una sucesión de hechosligados entre sí por conectores lógicos.Pero incluso si me comparo con losadultos, soy mucho más lista que lamayoría de ellos. Así son las cosas. Nome siento especialmente orgullosaporque tampoco es que el mérito seamío. Pero lo que está claro es que yo no

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pienso terminar en la pecera. Hereflexionado mucho antes de tomar estadecisión.

Incluso para una persona taninteligente como yo, con tanta facilidadpara los estudios, tan diferente de losdemás y tan superior a la mayoría de lagente, mi vida ya está toda trazada, locual es tristísimo: nadie parece habercaído en la cuenta de que si la existenciaes absurda, lograr en ella un éxitobrillante no tiene más valor que fracasarpor completo. Simplemente es máscómodo. O ni siquiera: creo que lalucidez hace amargo el éxito, mientrasque la mediocridad alberga siempre

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alguna esperanza.He tomado pues una decisión. Pronto

dejaré atrás la infancia y, pese a micerteza de que la vida es una farsa, nocreo que pueda resistir hasta el final. Enel fondo, estamos programados paracreer en lo que no existe, porque somosseres vivos que no quieren sufrir. Porello empleamos todas nuestras energíasen convencernos de que hay cosas quevalen la pena y que por ellas la vidatiene sentido. Por muy inteligente que yosea, no sé cuánto tiempo aún podréluchar contra esta tendencia biológica.Cuando entre en el mundo de losadultos, ¿seré todavía capaz de hacer

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frente al sentimiento de lo absurdo? Nolo creo. Por eso he tomado una decisión:al final de este curso, el día en quecumpla 13 años, el próximo 16 de junio,me suicidaré. Pero cuidado, no piensohacerlo a bombo y platillo como si fueraun acto de valentía y un desafío. Dehecho, más me vale que nadie sospechenada. Los adultos tienen con la muerteuna relación rayana en la histeria, elhecho adopta proporciones enormes, secomportan como si fuera algoimportantísimo cuando en realidad es elacontecimiento más banal del mundo.Por otra parte, lo que a mí me importano es el hecho del suicidio en sí, sino el

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cómo. Mi vertiente japonesa se inclinaevidentemente por el seppuku. Cuandodigo mi vertiente japonesa me refiero ami amor por el Japón. Estoy en octavo y,como es obvio, he elegido el japonéscomo segunda lengua. El profe dejaponés tampoco es que sea muy bueno,se come las palabras cuando no habla suidioma y se pasa el tiempo rascándosela coronilla con aire perplejo, pero ellibro de texto no está mal y, desde queempezó el curso, he progresado mucho.Tengo la esperanza de que, de aquí apocos meses, podré leer mis cómicsmanga preferidos en su edición original.Mamá no entiende que una «niña tan

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lista como tú» pueda leer manga. Nisiquiera me he tomado la molestia deexplicarle que «manga» en japonésquiere decir simplemente «tebeo». Ellacree que me atiborro de subcultura, y yono hago nada por sacarla de su error.Dentro de unos meses quizá pueda leer aTaniguchi en japonés. Pero esto noslleva de nuevo a nuestra cuestión deantes: eso tendría que conseguirlo antesdel 16 de junio porque ese día mesuicido. Pero nada de seppuku. Sería ungesto cargado de sentido y de bellezapero... da la casualidad de que... notengo ninguna gana de sufrir. Más aún,detestaría sufrir; encuentro que cuando

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uno toma la decisión de morir,justamente porque considera que es algológico, hay que hacerlo con tiento. Morirha de ser un paso delicado, un deslizarsesuavemente hacia el descanso. ¡Haygente que se suicida tirándose por laventana de un cuarto piso, bebiéndose unvaso de lejía o incluso ahorcándose! ¡Esaberrante! Lo encuentro inclusoobsceno. ¿De qué sirve morir si no espara no sufrir? Yo, en cambio, heprevisto bien mi salida de este mundo:desde hace un año, todos los meses lecojo a mamá un somnífero de la caja queguarda en su mesilla de noche. Se tomatantos que, de todas maneras, no se daría

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ni cuenta si le cogiera uno cada día,pero he decidido ser muy prudente. Nohay que dejar ningún cabo suelto cuandose toma una decisión que es hartoimprobable que nadie comprenda. Unono imagina la rapidez con la que la genteobstaculiza los proyectos a los que másapego se tiene, en nombre de tonteríasdel estilo de «el sentido de la vida» o«el amor a los hombres». Ah, y también:«el carácter sagrado de la infancia».

Así pues, me encaminotranquilamente a la fecha del 16 de junioy no tengo miedo. Tan sólo algún queotro pesar quizá. Pero el mundo tal ycomo es no está hecho para las

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princesas. Dicho esto, que uno tenga elproyecto de morir no quiere decir quehasta entonces tenga que vegetar comouna verdura podrida. Antes al contrario.Lo importante no es morir ni a qué edadse muere, sino lo que uno esté haciendoen el momento de su muerte. En loscómics de Taniguchi, los héroes muerenescalando el Everest. Como no tengoninguna probabilidad de poder trepar alK2 o a las Grandes Jorasses antes delpróximo 16 de junio, mi Everestpersonal es una exigencia intelectual.Me he puesto como objetivo tener elmayor número posible de ideasprofundas y apuntarlas en este cuaderno:

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si nada tiene sentido, al menos que elespíritu se vea forzado a enfrentarse atal situación, ¿no? Pero como tengo unavertiente japonesa muy acusada, heañadido una obligación más: esta ideaprofunda ha de expresarse bajo la formade un pequeño poema a la japonesa: unhaikú (tres versos) o un tanka (cincoversos).

Mi haikú preferido es de Basho.

En esas chozascomen los pescadores¡gambas y grillos!

¡Esto, de pecera nada, no; esto es

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poesía, sí, señor!Pero en el mundo en el que vivo, hay

menos poesía que en una choza depescador japonesa. ¿Y os parece normalque cuatro personas vivan encuatrocientos metros cuadrados cuandomuchas otras, y entre ellas quizá inclusoalgunos poetas malditos, ni siquieratienen una vivienda decente y se hacinanen grupos de quince en veinte metroscuadrados? Cuando este verano nosenteramos en las noticias de que unosafricanos habían muerto porque se habíaincendiado el edificio insalubre en elque vivían, se me ocurrió una idea.Ellos, la pecera la tienen delante de las

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narices todo el día, no pueden escaparde ella a golpe de poesía. Pero mispadres y Colombe se imaginan quenadan en el océano sólo porque viven enun piso de cuatrocientos metroscuadrados atestado de muebles y decuadros.

Entonces, el 16 de junio piensorefrescarles un poco esa memoria desardinas que tienen: voy a prenderlefuego a la casa (utilizando pastillas debarbacoa). Ojo, no soy ninguna criminal:lo haré cuando no haya nadie (el 16 dejunio cae en sábado, y los sábados porla tarde Colombe va a casa de Tibère,mamá, a su clase de yoga, papá, a su

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círculo y yo me quedo en casa),evacuaré a los gatos por la ventana yavisaré a los bomberos con el margen detiempo suficiente para que no hayavíctimas. Después me iré tranquilamentea dormir a casa de la abuela con missomníferos.

Sin piso y sin hija quizá sí piensenya en todos esos africanos muertos, ¿no?

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Camelias

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1

Una aristócrata

Los martes y los jueves, Manuela, miúnica amiga, toma el té conmigo en micasa. Manuela es una mujer sencilla a laque veinte años malgastados en limpiarel polvo en casas ajenas no handespojado de su elegancia. Limpiar elpolvo es además un eufemismo de lomás púdico. Pero, en casa de los ricos,

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las cosas no se llaman por su nombre.—Vacío papeleras llenas de

compresas —me dice con su acentodulce y sibilante—, recojo la vomitonadel perro, limpio la jaula de los pájaros—quién diría que unos animalitos tanpequeños puedan hacer tanta caca—ysaco brillo a las tazas de los váteres.Así que, ¿el polvo?, ¡vamos, hombre,eso es lo de menos!

Hay que tener en cuenta que cuandobaja a la portería a las dos de la tarde,los martes desde la casa de los Arthens,los jueves desde la casa de los deBroglie, Manuela ha limpiadominuciosamente con bastoncillos de

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algodón, hasta dejarlos impolutos, unosretretes de postín cubiertos de pan deoro que, no obstante, son tan sucios yapestosos como todos los meaderos ycagaderos del mundo, porque si hay unacosa que los ricos comparten a su pesarcon los pobres es unos intestinosnauseabundos que siempre acaban porzafarse en algún sitio de lo que los hacetan apestosos.

Por ello Manuela merece nuestrasreverencias y nuestros aplausos. Pese asacrificarse en el altar de un mundo enel que las tareas ingratas estánreservadas para algunas, mientras otrasse tapan la nariz sin mover un dedo, ella

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no renuncia por ello a una inclinación alrefinamiento que supera con creces todorevestimiento de pan de oro, por muysanitario que sea.

—Para comer nueces hay que ponerdebajo un mantel —dice Manuela, quesaca de su vieja cesta una cajita demadera clara de cuya tapa se escapanvolutas de papel de seda color carmín.A buen recaudo en su estuchito nosaguardan unas tejas con almendras.Preparo un café que no tomaremos perocuyos efluvios ambas adoramos, ybebemos a sorbitos una taza de té verdepara acompañar las tejas, que comemosa mordisquitos para saborearlas.

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De la misma manera que yo soy parami arquetipo una traición permanente,Manuela es para el de la asistentaportuguesa pura deslealtad. Pues la hijade Faro, nacida bajo una higuera trassiete retoños y antes de otros seis,enviada a trabajar al campo desde sumás tierna infancia y al poco casada conun albañil pronto expatriado, madre decuatro hijos franceses por derecho desuelo pero portugueses porconsideración social, la hija de Faropues, con medias negras y pañuelo en lacabeza incluidos, es una aristócrata, unade verdad, una bien grande, de las queno se prestan a discusión porque, aun

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llevando el sello en el mismo corazón,desdeña toda etiqueta y todo abolengo.¿Qué es una aristócrata? Una mujer a laque la vulgaridad no alcanza pese aacecharla por todas partes.

Vulgaridad de una familia políticaque, los domingos, combate a golpe derisotadas el dolor de haber nacido débily sin porvenir; vulgaridad de unvecindario marcado por la misma pálidadesolación que los neones de la fábricaa la que van los hombres cada mañanacomo si bajaran al infierno; vulgaridadde las señoras cuya vileza no podríaenmascarar ni todo el dinero del mundo,y que se dirigen a ella como a un perro

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tinoso. Pero hay que haber visto aManuela ofrecerme como a una reina losfrutos de sus elaboraciones reposteraspara captar toda la gracia que habita enesta mujer. Sí, como a una reina. Cuandohace su aparición Manuela, mi porteríase transforma en palacio, y nuestrasmeriendas de parias, en festines demonarcas. De la misma manera que elcontador de historias transforma la vidaen un río de resplandecientes reflejos enel que se anegan la pena y el tedio,Manuela metamorfosea nuestraexistencia en una epopeya cálida yjubilosa.

—El niño de los Pallières me ha

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saludado en la escalera —dice depronto, quebrando el silencio.

Yo le contesto con un gruñidodespectivo.

—Lee a Marx —digo, encogiéndomede hombros. —¿Marx? —repite,pronunciando la «x» como una «che»,una «che» un poco mojada que tiene elencanto de los cielos límpidos.

—El padre del comunismo —lecontesto.

Manuela emite un sonido de desdén.—La política —me dice—. Un

juguete de niñatos ricos, y no se loprestan a nadie.

Reflexiona un momento, con el ceño

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fruncido.—No es el tipo de libro que suele

leer —comenta.Las revistas que los jóvenes

esconden debajo del colchón no escapana la sagacidad de Manuela, y el niño delos Pallières parecía antes enfrascado enun consumo aplicado aunque selectivode las mismas, como de ello daba fe eldesgaste de una página de título más queexplícito: «Las marquesas picantonas».

Nos reímos y charlamos un rato másde esto y lo otro, en el sosiego apaciblede las viejas amistades. Esos momentosson para mí muy valiosos, y se meencoge el corazón cuando pienso en el

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día en que Manuela cumplirá su sueño yvolverá para siempre a su pueblo,dejándome aquí, sola y decrépita, sincompañera que haga de mí, dos vecespor semana, una reina clandestina. Mepregunto también con aprensión quéocurrirá cuando la única amiga que hetenido nunca, la única que todo lo sabesin haber preguntado jamás nada,dejando tras de sí una mujerdesconocida por todos, la sepulte conese abandono bajo un sudario de olvido.

Se oyen unos pasos en el portal, yluego distinguimos con nitidez el sonidosibilino de la mano del hombre sobre elbotón de llamada del ascensor, un viejo

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aparato de reja negra y puertas que secierran solas, acolchado y forrado demadera que, de haber habido másespacio, antaño habría ocupado unascensorista con librea. Reconozco esepaso; es el de Pierre Arthens, el críticogastronómico del cuarto, un oligarca dela peor especie que, por como entornalos párpados cuando permanece de pieante el umbral de mi portería, debe depensar que en cueva oscura, pese a quelo que acierta a entrever le informe delcontrario.

Pues bien, me he leído esas famosascríticas suyas.

—No me entero de nada de lo que

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dice —me comentó un día Manuela,para quien un buen asado es un buenasado y no hay más que hablar.

No hay nada que comprender. Estriste ver una pluma como la suyamalograrse así a fuerza de ceguera.Escribir sobre un tomate páginas ypáginas de prosa deslumbrante —puesPierre Arthens critica como quien narrauna historia y ya sólo eso debería haberhecho de él un genio—sin nunca ver nisostener en la mano dicho tomate es unafunesta proeza. Pero ¿se puede ser tancompetente y a la vez tan ciego a lapresencia de las cosas?, me hepreguntado a menudo al verlo pasar

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delante de mí con su narizota arrogante.Pues se diría que sí. Algunas personasson incapaces de aprender en aquelloque contemplan lo que constituye suesencia, su hálito intrínseco de vida, ydedican su existencia entera a discurrirsobre los hombres como si de autómatasse tratara, y de las cosas como si notuvieran alma y se resumieran a lo quede ellas puede decirse, al capricho deinspiraciones subjetivas.

Como movidos por una voluntad, lospasos retroceden de pronto y Arthensllama a mi puerta.

Me levanto, con cuidado de arrastrarlos pies, calzados con unas zapatillas tan

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conformes al personaje que sólo lacoalición de la baguette y la boina puedeconsiderarse un desafío en cuanto atípicos lugares comunes se refiere. Alhacerlo, sé que exaspero al Maestro,oda viva a la impaciencia de los grandesdepredadores, y ello tiene algo que vercon la aplicación con la que entorno muydespacio la puerta, asomando una narizdesconfiada que espero luzca coloradotay lustrosa.

—Estoy esperando un paquete pormensajero —me dice, guiñando los ojosy arrugando la nariz—. Cuando llegue,¿podría traérmelo inmediatamente?

Esta tarde, el señor Arthens lleva

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una gran chalina de lunares que flotaalrededor de su cuello de patricio y nole favorece en absoluto, porque laabundancia de su cabellera leonina y elvuelo holgado y etéreo del pedazo deseda evocan ambos una suerte de tutuvaporoso que anega la virilidad quesuele exhibir el hombre como atributo. Yqué diablos, esa chalina me trae algo ala memoria. A punto estoy de sonreír alrecordarlo. Es la de Legrandin. En Enbusca del tiempo perdido, obra de un talMarcel, otro portero notorio, Legrandines un esnob dividido entre dos mundos:el que frecuenta y aquel en el que legustaría entrar; un patético esnob cuya

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chalina, de esperanza en amargura y deservilismo en desdén, expresa sus másíntimas fluctuaciones. Así, en la plaza deCombray, al no tener deseo alguno desaludar a los padres del narrador, perono pudiendo evitar cruzarse con ellos,encomienda a la chalina la tarea dedenotar, dejándola volar al viento, unhumor melancólico que lo exima delsaludo habitual.

Pierre Arthens, que ha leído a Proustpero no concibe por ello ningunaindulgencia especial para con lasporteras, carraspea con impaciencia.

Recuerdo al lector su pregunta: —¿Podría traérmelo inmediatamente (el

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paquete por mensajero, pues lospaquetes de los ricos no emplean lasvías postales ordinarias)?

—Sí —contesto yo, batiendo marcasde concisión, animada por la suyapropia y por la ausencia de un «porfavor» que, a mi juicio, la formainterrogativa y condicional no alcanza adisculpar del todo.

—Es muy frágil —añade—, tengacuidado, se lo ruego.

La conjugación del imperativo y ese«se lo ruego» tampoco me complace,sobre todo porque Arthens me creeincapaz de tales sutilezas sintácticas ysólo las emplea porque sí, sin tener la

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cortesía de suponer que yo podríasentirme insultada por ello. Equivale atocar fondo en el ámbito social percibiren la voz de un rico que sólo se estádirigiendo a sí mismo y que, si bien laspalabras que pronuncia nos estántécnicamente destinadas, ni siquieraalcanza a imaginar que podamosentenderlas. —¿Cómo de frágil? —pregunto pues con un tono no muyamable.

Suspira ostensiblemente, y noto ensu aliento un ligerísimo toque dejengibre.

—Se trata de un incunable —medice, y clava en mis ojos, que yo trato de

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poner vidriosos, su mirada satisfecha deterrateniente.

—Pues nada, que le aproveche —lecontesto con expresión de asco—. Se losubo en cuanto llegue el mensajero.

Y le doy con la puerta en las narices.Me complace sobremanera la

perspectiva de que Pierre Arthens narreesta noche durante la cena, a título deanécdota jocosa, la indignación de suportera, que, al mencionar en supresencia un incunable, sin duda vio enello algo escabroso.

Dios sabrá quién de nosotros dos sehumilla más.

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Diario del movimiento delmundo nº 1

Permanecer centrado en sí mismo sinperder el short

Está muy bien esto de tenerregularmente una idea profunda, pero nome parece suficiente. O sea, quierodecir: voy a suicidarme y a prenderlefuego a la casa dentro de unos meses, asíque es obvio que no puedo pensar queme sobra tiempo, tengo que hacer algo

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consistente en el poco que me queda. Ysobre todo, me he planteado a mí mismaun pequeño reto: si uno se suicida, tieneque estar seguro de lo que hace y nopuede quemar la casa para nada.Entonces, si hay una cosa en el mundopor la que valga la pena vivir, no me lapuedo perder, porque una vez que uno semuere es demasiado tarde paraarrepentirse de nada, y morir porque tehas equivocado es una tontería como unpiano.

Y sí, vale, tengo mis ideasprofundas. Pero en estas ideas profundasjuego a ser lo que a fin de cuentas soy:una intelectual (que se burla de los

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demás intelectuales). Este pasatiempono es siempre muy glorioso pero sí muyrecreativo. Entonces se me ha ocurridoque había que compensar este aspecto«gloría espiritual» con otro diario quehable del cuerpo o de las cosas. No delas ideas profundas del espíritu, sino delas obras maestras de la materia. Dealgo encarnado, tangible; pero tambiénbello o estético. Aparte del amor, laamistad y la belleza del Arte, no veogran cosa que pueda alimentar la vidahumana. Soy demasiado joven paraaspirar verdaderamente al amor y a laamistad. Pero el Arte... si no tuviera quemorir, el Arte habría sido toda mi vida.

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Bueno, cuando digo el Arte, tengo queaclarar a qué me refiero: no estoyhablando sólo de las grandes obras delos maestros. Ni siquiera por Vermeer letengo apego a la vida. Su obra essublime pero está muerta. No, yo merefiero a la belleza en el mundo, a lo quepuede elevarnos en el movimiento de lavida. El diario del movimiento delmundo lo dedicaré pues al movimientode la gente, de los cuerpos, o, incluso, side verdad no hay nada que decir, de lascosas, y a encontrar en ello algo lobastante estético como para darle valora mi vida. Gracia, belleza, armonía,intensidad. Si encuentro esas cosas,

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entonces quizá reconsidere las opciones;si encuentro un movimiento bello de loscuerpos, a falta de una idea bella para elespíritu, entonces quizá piense que valela pena vivir.

A decir verdad, esta idea del diariodoble (uno para el espíritu, otro para elcuerpo) se me ocurrió ayer porque papáestaba viendo un partido de rugby por latele. Hasta ahora, en esos casos yo sobretodo observaba a papá. Me gustamirarlo cuando se remanga la camisa, sedescalza y se arrellana en el sofá con sucerveza y su plato de salchichón paraver el partido, y todo en él clama:«Mirad el tipo de hombre que también

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puedo ser.» Al parecer no se le pasa porla cabeza que un estereotipo (el muyserio señor Ministro de la República)más otro estereotipo (buena personapese a todo y amante de la cervezafresquita) dan como resultado unestereotipo al cuadrado. Pero bueno,resumiendo, que el sábado papá volvióa casa antes de lo normal, dejó tirada sucartera donde Dios le dio a entender, sedescalzó, se remangó la camisa, cogióuna cerveza de la cocina y serepanchingó delante de la telediciéndome: «anda, bonita, tráeme unpoco de salchichón, por favor, que nome quiero perder el haka.» De perderse

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el haka, nada, tuve tiempo de sobra decortarle las lonchas de salchichón y,para cuando se las llevé en una bandeja,todavía no habían terminado losanuncios. Mamá estaba sentada enequilibrio precario sobre elreposabrazos del sofá, para dejar bienclara su oposición a todo aquello (en lafamilia estereotipo, yo me pido ser larana intelectual de izquierdas), y le dabala tabarra a papá con una historiacomplicadísima de no sé qué cena en laque había que invitar a dos parejasenfadadas para reconciliarlas.Conociendo la sutileza psicológica demamá, un proyecto de ese calibre sólo

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puede dar risa. Bueno, total, que le llevéel salchichón a papá y, como sabía queColombe estaba en su habitaciónescuchando su música supuestamentevanguardista iluminada del siglo V, medije: después de todo, por qué no,vamos a ver qué tiene que ofrecer estehaka. Que yo recordara, el haka era unaespecie de baile un poco grotesco quehacen los jugadores del equiponeozelandés antes del partido. En planbaile intimidatorio de gorilas. Y que yorecordara también, el rugby era un juegopesado, con tiarrones que se tiran alcésped sin parar y se levantan paravolver a caerse y a arremolinarse unos

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sobre otros tres pasos más allá.Los anuncios se terminaron por fin y,

después de unos letreros sobre unaimagen de un montón de tíos cachastumbados en la hierba, la cámara enfocóel estadio con la voz en off de loscomentaristas, y luego un primer planode los mismos (adictos al cassoulef)para después volver al estadio. Losjugadores hicieron su aparición en elterreno, y desde ese momento ya empecéa sentir una suerte de fascinación. Alprincipio no lo entendía del todo, eranlas mismas imágenes que de costumbrepero producían en mí un efecto nuevo,como un cosquilleo, una tensión, un

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«estoy conteniendo el aliento». A milado, papá ya se había pimplado suprimera birra y se preparaba a proseguiren esa misma vena gala, pidiéndole amamá, que acababa de despegarse delreposabrazos, que le trajera otra. Yo,como digo, contenía el aliento. «¿Quéocurre?», me preguntaba mirando lapantalla, y no acertaba a saber qué eralo que me estaba produciendo esecosquilleo.

Se me hizo la luz cuando los delequipo neozelandés empezaron su haka.Entre ellos había un jugador maorí muyalto y muy joven. Era éste el que habíaatraído mi atención desde el principio,

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sin duda por su estatura primero, y luegotambién por su manera de moverse. Untipo de movimiento muy curioso, muyfluido pero sobre todo muy concentrado,quiero decir muy concentrado en símismo. La mayoría de la gente cuandose mueve lo hace en función de lo quetiene alrededor. Justo en este momento,mientras escribo, Constitución pasa pordelante de mí arrastrando la tripa sobreel suelo. Esta gata no tiene ningúnproyecto en la vida y sin embargo sedirige hacia algo, probablemente unsillón. Y eso se ve en su manera demoverse: va hacia algo, y recalco el«hacia». Mamá acaba de pasar en

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dirección a la puerta principal, se va ahacer la compra y de hecho, ya estáfuera, su movimiento se anticipa a símismo. No sé muy bien cómo explicarlo,pero cuando te desplazas, de algunamanera ese movimiento hacia algo tedesestructura: estás ahí y a la vez ya noestás porque ya estás yendo a otra parte,no sé si me explico. Para dejar dedesestructurarse, habría que dejar demoverse por completo. O te mueves y yano estás entero, o estás entero y no tepuedes mover. Pero ese jugador encambio, en cuanto salió al terreno dejuego sentí con respecto a él una cosadistinta. La impresión de verlo moverse,

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sí, pero a la vez seguía ahí. Absurdo,¿verdad?

Cuando empezó el haka, yo sobretodo lo miraba a él. Saltaba a la vistaque no era como los demás. De hecho,Cassoulet nº 1 dijo: «Y Somu, el temiblezaguero neozelandés, sigueimpresionándonos con sus hechuras decoloso; dos metros siete, cientodieciocho kilos, once segundos en loscien metros, ¡una monada de criatura, sí,señor!» Tenía hipnotizado a todo elmundo, pero nadie sabía exactamentepor qué. Sin embargo, el motivo se hizopatente durante el haka: se movía, hacíalos mismos gestos que los demás (darse

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palmadas en los muslos, aporrear elsuelo rítmicamente, tocarse los codos,todo ello clavando los ojos en los deladversario con aire de guerreronervioso) pero, mientras que los gestosde los demás se dirigían hacia susadversarios y hacia todo el estadio quelos estaba mirando, los gestos de estejugador permanecían en él, estabanconcentrados en él mismo, y ello leconfería una presencia y una intensidadincreíbles. Y como consecuencia deello, el haka, que es un canto guerrero,adquiría toda su fuerza. Lo que hace lafuerza del soldado no es la energía queemplea en intimidar a su adversario

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enviándole un montón de señales, sino lafuerza que es capaz de concentrar en símismo, centrándose en sí, sin salir de símismo. El jugador maorí se convertía enun árbol, un gran roble indestructiblecon raíces profundas, que irradiaba unafuerza poderosa, de la que todo elmundo era consciente. Y sin embargo,uno tenía la certeza de que ese granroble también podía echar a volar, queiba a ser tan rápido como el viento, apesar de o gracias a sus grandes raíces.

Entonces, a partir de ese momentome puse a seguir el partido con atenciónbuscando siempre lo mismo: esosmomentos compactos en que un jugador

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se convertía en su propio movimientosin la necesidad de fragmentarsedirigiéndose hacia algo. ¡Y vi montonesde ellos! En todas las fases del juego: enlas melés, con un punto de equilibrioevidente, un jugador que encontraba susraíces, convirtiéndose así en unapequeña ancla bien sólida que le dabasu fuerza al grupo; en las fases dedespliegue, con un jugador queencontraba la velocidad precisa al dejarde pensar en anotar, al concentrarse ensu propio movimiento, y que corríacomo si estuviera en estado de gracia,con el balón pegado al cuerpo; en laexaltación de los pateadores, que se

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aislaban del resto del mundo paraencontrar el movimiento perfecto delpie. Pero ninguno llegaba a laperfección del gran jugador maorí.Cuando marcó el primer ensayo paraNueva Zelanda, papá se quedó comoatontado, con la boca abierta, sinacordarse de beberse su cerveza.Debería haberse disgustado porque éliba con el equipo francés, pero en lugarde eso, dijo: «¡Vaya jugador!»,pasándose la mano por la frente. Loscomentaristas eran un poco reacios aprodigarse en alabanzas, pero con todotampoco lograban ocultar queacabábamos de presenciar algo

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verdaderamente bello: un jugador quecorría sin moverse dejando a todo elmundo atrás. Eran los otros los queparecían hacer movimientos frenéticos ytorpes, incapaces de alcanzarlo.

Entonces me dije: ya está, he podidoencontrar en el mundo movimientosinmóviles; ¿vale la pena seguir viviendopor esto? En ese momento, un jugadorfrancés perdió el calzón corto en unmaul, y, de golpe, me sentí súperdeprimida porque todo el mundo sedesternillaba de risa, incluido papá, quese tomó otra cervecita para celebrarlo, apesar de los dos siglos deprotestantismo que han regido nuestra

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familia. Yo me sentía como si todo fuerauna profanación.

Así que, no, esto no basta. Paraconvencerme serán necesarios otrosmovimientos. Pero, al menos, habréacariciado la idea de que sí valía lapena vivir.

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2

De guerras y colonias

No tengo estudios, decía en elpreámbulo de mi discurso. No es deltodo exacto; pero mi juventud escolarllegó hasta el certificado de estudios,antes del cual me había cuidado muymucho de no llamar la atención —asustada por las sospechas que sabíaque en el señor Servant, el maestro,

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había levantado el descubrirmedevorando con avidez su diario, que nohablaba más que de guerras y decolonias, cuando apenas contaba yo diezaños. ¿Por qué? No lo sé. ¿Creenustedes realmente que habría podido? Esuna pregunta para los adivinos deantaño. Digamos que la idea de lucharen un mundo de pudientes, yo, la hija deun don nadie, sin belleza ni encanto, sinpasado ni ambición, sin don de gentes niesplendor, me fatigó antes incluso de,intentarlo. Yo sólo deseaba una cosa:que me dejaran en paz, sin exigirmedemasiado, y poder disfrutar, unosinstantes al día, de la libertad de saciar

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mi hambre.Para quien no conoce el apetito, la

primera punzada de hambre es a la vezun sufrimiento y una iluminación. Yo erauna niña apática y casi minusválida, tancargada de espaldas que casi parecíajorobada, que si se mantenía en laexistencia no era sino porquedesconocía que pudiera haber otra vía.La ausencia de gusto en mí rayaba en lanada; nada me decía nada, nadadespertaba nada en mí y, cual débilbrizna de paja empujada aquí y allá alcapricho de enigmáticas ráfagas deviento, ignoraba incluso hasta el mismodeseo de poner fin a mi vida.

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En mi casa apenas se hablaba. Losniños chillaban y los adultos se afanabanen sus tareas como lo hubieran hecho dehaber estado solos. Teníamos suficientepara comer, aunque frugalmente, no senos maltrataba y nuestra ropa de pobresestaba limpia, de modo que aunquepodía causarnos vergüenza, al menos nosufríamos el frío. Pero no noshablábamos.

La revelación tuvo lugar cuando, a laedad de cinco años, en mi primer día decolegio, tuve la sorpresa y el susto deoír una voz que se dirigía a mípronunciando mi nombre. —¿Renée? —preguntaba la voz, mientras yo sentía

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posarse sobre la mía una mano amiga.Era en el pasillo donde, con ocasión

del primer día de colegio y porquellovía, se había apelotonado a un tropelde niños. —¿Renée? —seguíamodulando la voz que venía de lo alto, yla mano amiga no dejaba de ejercersobre mi brazo —incomprensiblelenguaje—ligeras y tiernas presiones.

Levanté la cabeza, en un movimientoinsólito que casi me dio vértigo, y misojos se cruzaron con una mirada.

Renée. Se trataba de mí. Por primeravez, alguien se dirigía a mí por minombre. Mientras que mis padresrecurrían a un gesto o a un gruñido, una

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mujer, cuyos ojos claros y labiossonrientes observé entonces, se abríacamino hasta mi corazón y,pronunciando mi nombre, entrabaconmigo en una proximidad de la quehasta entonces yo nada sabía. Descubrí ami alrededor un mundo que, de pronto,adornaban mil colores. En un destellodoloroso, percibí la lluvia que caía en elpatio, las ventanas lavadas por las gotas,el olor de la ropa mojada, la estrechezdel corredor, angosto pasillo en el quevibraba la asamblea de párvulos, lapátina de los percheros de pomos decobre en los que se amontonaban lasesclavinas de paño barato, así como la

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altura de los techos, a la medida de loscielos para la mirada de un niño.

Entonces, con mis enormes ojosclavados en los suyos, me aferré a lamujer que acababa de traerme a la vida.

—Renée —repitió la voz—,¿quieres quitarte el impermeable?

Y, sujetándome con firmeza para queno me cayera, me desvistió con larapidez que otorga la larga experiencia.

Se cree erróneamente que eldespertar de la conciencia coincide conel momento del primer nacimiento, quizáporque no sabemos imaginar otro estadovivo que no sea ése. Nos parece quesiempre hemos visto y sentido y, seguros

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de esta creencia, identificamos en lavenida al mundo el instante decisivo enque la conciencia nace. Que, durantecinco años, una niña llamada Renée,mecanismo perceptivo operativo dotadode vista, oído, olfato, gusto y tacto,hubiera podido vivir en una perfectainconsciencia de sí misma y deluniverso desmiente tan apresuradateoría. Pues para que se dé laconciencia, es necesario un nombre.

Sin embargo, por un concurso decircunstancias desgraciadas, sedesprende que a nadie se le habíaocurrido darme el mío.

—Qué ojos más bonitos tienes —

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añadió la maestra, y tuve la intuición deque no mentía, que en ese instante misojos brillaban animados por toda esabelleza y, reflejando el milagro de minacimiento, lanzaban mil destellos.

Me puse a temblar y busqué en lossuyos la complicidad que engendra todaalegría compartida.

En su mirada dulce y bondadosasólo leí compasión.

Cuando por fin nacía al mundo, sóloinspiraba piedad.

Estaba poseída.Puesto que mi hambre no podía

saciarse con el juego de interaccionessociales inconcebibles para mi

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condición —y eso no lo entendí hastamás tarde, esa compasión en los ojos demi salvadora, pues ¿alguna vez se havisto a una pobre experimentar laebriedad del lenguaje y ejercitarse en élcon los demás?—, se saciaría con loslibros. Por primera vez, toqué uno en mivida. Había visto a los mayores de laclase mirar en ellos invisibles rastros,como si una misma fuerza los moviera atodos y, sumiéndose en el silencio,extraer del papel muerto algo queparecía vivo.

Aprendí a leer sin que nadie seenterara. Los demás niños seguíanbalbuciendo las letras cuando yo hacía

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tiempo que conocía ya la solidaridadque teje entre sí los signos escritos, suscombinaciones infinitas y los sonidosmaravillosos que me habían marcado enese mismo lugar, el primer día, cuandola maestra pronunciara mi nombre.Nadie lo supo. Leí como una posesa, aescondidas primero, luego, cuando mepareció haber superado el tiempo deaprendizaje normal, a la vista de todospero cuidándome mucho de disimular elplacer y el interés que la lectura mesuscitaba.

La niña frágil se había convertido enun alma hambrienta.

A los doce años dejé el colegio para

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trabajar en casa y en el campo con mispadres y mis hermanos. A los diecisieteme casé.

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3

El caniche como tótem

En el imaginario colectivo, la parejade porteros, dúo fusionado compuestode entidades tan insignificantes que sólosu unión las revela, es dueña a la fuerzade un caniche. Como todo el mundosabe, los caniches son una clase deperros de pelo rizado cuyos amos suelenser jubilados adeptos del poujadismo,

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señoras muy solas que hacen trasvase decariño sobre el animal o conserjes definca urbana agazapados en sus lúgubresporterías. Pueden ser negros o coloralbaricoque. Los segundos son másagresivos que los primeros, pero éstoshuelen peor que aquéllos. Todos loscaniches ladran con acritud a la menorocasión, pero sobre todo cuando noocurre nada. Siguen a su amo trotandosobre sus cuatro patas rígidas, sin moverel resto de su tronquito en forma desalchicha. Sobre todo, tienen unosojillos negros y malvados, hundidos enunas órbitas insignificantes. Loscaniches son feos y tontos, sumisos y

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fanfarrones. Así son los caniches.Por ello la pareja de porteros,

metaforizada en su totémico can, pareceprivada de tales pasiones como el amory el deseo y, como el propio tótem,destinada a ser por siempre fea, tonta,sumisa y fanfarrona. Si bien ocurre queen ciertas novelas los príncipes seenamoren de las obreras o de lasprincesas de las galeras, nunca se da elcaso, entre un portero y otro, incluso desexos opuestos, de romances como losque viven los demás y que mereceríanrelatarse en alguna parte.

No sólo no tuvimos nunca ningúncaniche, sino que también creo poder

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decir que nuestro matrimonio fue feliz.Con mi marido pude ser yo misma.Recuerdo con nostalgia las mañanas dedomingo, esas benditas mañanas pueseran las del descanso, en las que, en lacocina silenciosa, él se tomaba su cafémientras yo leía. Me casé con él a losdiecisiete años, después de un cortejobreve pero adecuado. Trabajaba en lafábrica, como mis hermanos mayores, ya la salida a veces se venía con ellos acasa para tomar un café o una copita delicor. Por desgracia, yo era fea. Sinembargo, ello no habría sido en absolutodecisivo si mi fealdad hubiera sidocomo la de las demás. Pero mi fealdad

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tenía la crueldad de que era sólo mía yde que, despojándome de toda frescuracuando aún no era siquiera una mujer, alos quince años me confería ya laapariencia que tendría a los cincuenta.La espalda encorvada, la cintura ancha,las piernas cortas, los pies torcidos, elvello abundante, los rasgos toscos, enfin, sin gracia ni contornos, se mepodrían haber perdonado en beneficiodel encanto propio de toda juventud, auningrata; pero, en lugar de eso, a losveinte años yo ya parecía una viejapretenciosa y aburrida.

Por ello, cuando las intenciones demi futuro marido se precisaron, y ya no

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me fue posible ignorarlas, me abrí a él,hablando por vez primera con franquezaa alguien que no fuera yo misma, y leconfesé mi perplejidad ante la idea deque pudiera querer casarse conmigo. Erasincera. Hacía tiempo que me habíaacostumbrado a la perspectiva de unavida solitaria. Ser pobre, fea y, porañadidura, inteligente, condena ennuestras sociedades a trayectoriassombrías y desengañadas a las que másvale resignarse lo antes posible. A labelleza se le perdona todo, incluso lavulgaridad. La inteligencia ya no se vecomo una justa compensación de lascosas, una manera de restablecer el

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equilibrio que la naturaleza ofrece a losmenos favorecidos de entre sus hijos,sino como un juguete superfiuo querealza el valor de la joya. En cuanto a lafealdad, siempre se la consideraculpable, y yo estaba condenada a esedestino trágico con el dolor queprecisamente me confería mi lucidez.

—Renée —me respondió él con todala seriedad de la que era capaz, yagotando en esa larga parrafada toda lafacundia que ya nunca más habría dedesplegar—, Renée, yo no quiero pormujer a una de esas ingenuas que en elfondo no son sino unas desvergonzadasy, detrás de su cara bonita, no tienen más

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cerebro que un mosquito. Quiero unamujer fiel, una buena esposa, una buenamadre y una buena ama de casa. Quierouna compañera apacible y segura quepermanecerá a mi lado para apoyarme.A cambio, de mí puedes esperar que seaserio en el trabajo, tranquilo en el hogary tierno cuando convenga serlo. No soyun mal hombre y lo haré lo mejor quepueda. Y así lo hizo.

Bajito y enjuto como la cepa de unolmo, tenía no obstante una expresiónagradable, por lo general sonriente. Nobebía, no fumaba, no mascaba tabaco yno apostaba. En casa, después detrabajar, veía la televisión, hojeaba

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revistas de pesca o jugaba a las cartascon los amigos de la fábrica. Decarácter muy sociable, invitaba a lagente a nuestra casa con frecuencia. Losdomingos se iba de pesca. En cuanto amí, me ocupaba sólo de las tareas delhogar, pues se oponía a que lo hiciera encasas ajenas.

No le faltaba inteligencia, noobstante no fuera ésta de la clase quevalora el genio social. Si bien suscompetencias se limitaban al terreno delo manual, desplegaba en éste un talentoque no respondía únicamente a aptitudesmotoras y, pese a ser inculto, abordabatodas las cosas con ese ingenio que, en

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los trabajos manuales, distingue a loslaboriosos de los artistas y, en laconversación, informa que el saber no loes todo. Resignada desde tan tierna edada una existencia de monja, me parecíapues bien clemente que el Cielo hubierapuesto entre mis manos de esposa uncompañero de tan agradables modales yque, sin ser un intelectual, no era porello menos listo.

Me podría haber tocado en suerte unGrelier.

Bernard Grelier es uno de los pocosseres del número 7 de la calle Grenellecon el cual no temo delatarme. Pocoimporta que le diga: «Guerra y Paz es la

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puesta en escena de una visióndeterminista de la historia» o «Convieneque engrase los goznes del cuartito de labasura», no otorgará más sentido a unafrase o a otra, ni tampoco menos. Mepregunto incluso por qué inexplicadomilagro la segunda exhortación llega adesencadenar en él un principio deacción. ¿Cómo se puede hacer lo que nose comprende? Sin duda este tipo deproposiciones no requiere tratamientoracional alguno y, al igual que esosestímulos que, sucediéndose sin treguaen la médula espinal, desencadenan elreflejo sin solicitar la intervención delcerebro, la exhortación de engrasar

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quizá no sea más que una solicitaciónmecánica que pone los miembros enmovimiento sin que concurra el espíritu.

Bernard Grelier es el marido deViolette Grelier, la «gobernanta» de losArthens. Contratada treinta años antescomo simple criada, había idoascendiendo en categoría a medida quelos señores se iban enriqueciendo y,aupada ya a la función de gobernanta,soberana de un irrisorio reinocompuesto por la asistenta (Manuela),un mayordomo ocasional (inglés) y unmozo para tareas varias (su marido),tenía por el pueblo llano el mismodesprecio que los grandes burgueses de

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sus jefes. De la mañana a la nocheparloteaba como una cotorra, se afanabaaquí y allá, dándose mucho pisto, reñía alos criados como en los tiemposdorados de Versalles y mortificaba aManuela con pontificales discursossobre el amor al trabajo bien hecho y eldeclive de los buenos modales.

—Ésta en cambio no ha leído aMarx —me dijo un día Manuela.

La pertinencia de esta constatación,por parte de una portuguesa de pro pocoversada sin embargo en el estudio de losfilósofos, me llamó la atención. No,desde luego que Violette Grelier nohabía leído a Marx, debido a que no

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figuraba en ninguna lista de productoslimpiadores para la plata de los ricos.El precio de esa laguna era la herenciade una vida cotidiana adornada porinterminables catálogos que hablaban dealmidón y de trapos de lino.

La mía había sido pues una buenaboda.

Además, no tardé mucho enconfesarle a mi marido mi gran pecado.

Idea profunda nº2

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El gato de aquí abajoese tótem modernoy a ratos decorativo

Así por lo menos ocurre en mi casa.Si se quiere comprender a nuestrafamilia, basta con observar a los gatos.Nuestros gatos son dos grandes odresatiborrados de croquetas de lujo que notienen ninguna interacción interesantecon las personas. Se arrastran de un sofáa otro, dejándolo todo perdido de pelos,y nadie parece haber comprendido queno sienten el más mínimo afecto pornadie. El único interés que presentan losgatos es el de ser objetos decorativos

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con capacidad de movimiento, unconcepto que encuentro intelectualmenteinteresante, pero a los nuestros lescuelga demasiado la barriga como paraque pueda aplicárseles.

Mamá, que se ha leído toda la obrade Balzac y cita a Flaubert en cada cena,demuestra hasta qué punto la educaciónes una auténtica tomadura de pelo. Bastaobservarla con los gatos. Es vagamenteconsciente de su potencial decorativo,pero se obstina sin embargo en hablarlescomo si fueran personas, lo cual no se lepasaría por la cabeza si se tratara de unalámpara o de una estatuilla etrusca.Parece ser que los niños creen hasta

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edad avanzada que todo lo que se muevetiene alma e intención. Mamá ya no esninguna niña, pero está visto que noalcanza a considerar que Parlamento yConstitución no tienen másentendimiento que la aspiradora. Estoydispuesta a reconocer que la diferenciaentre la aspiradora y ellos estriba en queun gato puede sentir dolor y placer. Pero¿significa eso que tiene más aptitudespara comunicarse con el ser humano? Enabsoluto. Ello sólo debería incitarnos atomar precauciones especiales, comocon un objeto muy frágil. Cuando oigo amamá decir: «Constitución es una gatitaa la vez muy orgullosa y muy sensible»

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cuando la gata en cuestión estárepanchingada en el sofá porque hacomido demasiado, me dan ganas dereír. Pero si reflexionamos sobre lahipótesis según la cual el gato tienecomo función la de ser un tótemmoderno, una suerte de encarnaciónemblemática y protectora del hogar,reflejando con benevolencia lo que sonlos miembros de la familia, la teoría sehace patente. Mamá hace de los gatos loque le gustaría que fuéramos nosotros yque en absoluto somos. Pocos son menosorgullosos y sensibles que los tresmiembros de la familia Josse que medispongo a mencionar: papá, mamá y

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Colombe. Son del todo apáticos yanestesiados, vacíos de emociones.

Resumiendo, yo pienso que el gatoes un tótem moderno. Por mucho que sediga, por mucho que se perore sobre laevolución, la civilización y un montónmás de palabras que terminan en «ción»,el hombre no ha progresado muchodesde sus inicios: sigue pensando que noestá aquí por casualidad y que unosdioses en su mayoría benévolos velanpor su destino.

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4

Rechazo al combate

He leído tantos libros...Sin embargo, como todos los

autodidactas, nunca estoy segura de loque he comprendido de mis lecturas. Unbuen día me parece abarcar con una solamirada la totalidad del saber, como siinvisibles ramificaciones nacieran depronto y unieran entre sí todas mis

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lecturas dispersas; y, de repente, elsentido no se deja aprender, lo esencialse me escapa y por mucho que lea yrelea las mismas líneas, las comprendocada vez un poco menos y me veo a mímisma como a una vieja chalada quepiensa tener el estómago lleno sólo porhaber leído con atención el menú. Alparecer, la conjunción de esa aptitud yesa ceguera es la marca característica dela autodidaxia. Privando al sujeto de lasguías seguras que toda buena formaciónproporciona, le hace no obstante ofrendade una libertad y una síntesis depensamiento allí donde los discursosoficiales imponen barreras y proscriben

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la aventura.Esta mañana precisamente, me

encuentro, perpleja, en la cocina, con unlibrito ante mí. Estoy en uno de esosmomentos en que me arrebata el deliriode mi empresa solitaria y, a un paso detirar la toalla, temo haber dado por fincon mi amo.

Que lleva por nombre Husserl, unnombre que rara vez se otorga a losanimales de compañía o a las marcas dechocolate, debido a que evoca algoserio, árido y vagamente prusiano. Peroello no me consuela. Considero que eldestino me ha enseñado, mejor que anadie, a resistir a las sugestiones

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negativas del pensamiento mundial.Déjenme que les diga algo: si hasta elmomento se habían imaginado que, afuerza de fealdad, vejez, viudez yreclusión en una portería, me habíaconvertido en un ser miserableresignado a la bajeza de su suerte, esque carecen de imaginación.

Me he replegado, es cierto, y herechazado el combate. Pero, en laseguridad de mi espíritu, no existedesafío que yo no sea capaz de afrontar.Indigente de nombre, posición yapariencia, soy en mi entendimiento unadiosa invicta.

Por ello, Edmund Husserl, que, a mi

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juicio, es un nombre para aspiradoressin bolsa, amenaza la perennidad de miOlimpo privado.

—Bueno, bueno, bueno, bueno —digo, respirando bien hondo—, todoproblema tiene solución, ¿no? —y lelanzo una mirada a mi gato, buscandoalgo de aliento por su parte.

El ingrato no responde. Acaba detragarse una monstruosa loncha de patéy, animado desde ese momento por unagran benevolencia, coloniza el sillón.

—Bueno, bueno, bueno, bueno —repito tontamente y, perpleja, contemplouna vez más el ridículo librito.

Meditaciones cartesianas —

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Introducción a la fenomenología. Uno seda cuenta enseguida, por el título de laobra y al leer las primeras páginas, queno es posible abordar a Husserl,filósofo fenomenólogo, sin haber leídoantes a Descartes y a Kant. Pero resultatambién patente, con la misma prontitud,que dominar a Descartes y a Kant nobasta para que a uno se le abran laspuertas de acceso a la fenomenologíatrascendental.

Es una lástima; pues siento por Kantuna sólida admiración, por los disparesmotivos de que su pensamiento es unconcentrado glorioso de genio, rigor ylocura y porque, por espartana que

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pueda ser su prosa, apenas he tenidodificultad en descifrar su sentido. Lostextos de Kant son grandes textos, y asílo atestigua su aptitud para superar laprueba de la ciruela claudia. La pruebade la ciruela claudia asombra por suevidencia; tan evidente es, como digo,que lo deja a uno desarmado.

Su fuerza estriba en una constataciónuniversal: al morder la fruta, el hombrecomprende al fin. ¿Qué es lo quecomprende? Todo. Comprende la lentamaduración de una especie humanaabocada a la supervivencia que, un buendía, llega a la intuición del placer, lavanidad de todos los apetitos facticios

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que distraen de la aspiración primera alas virtudes de las cosas sencillas ysublimes, la inutilidad de los discursos,la lenta y terrible degradación de losmundos a la cual nadie podrá sustraersey, pese a ello, la maravillosavoluptuosidad de los sentidos cuandoconspiran a enseñar a los hombres elplacer y la aterradora belleza del Arte.La prueba de la ciruela claudia seefectúa en mi cocina. Sobre la mesa defórmica dispongo la fruta y el libro, y,atacando la primera, me lanzo tambiénsobre el segundo. Si resisten mutuamentea sus cargas poderosas, si la ciruelaclaudia no logra hacer que dude del

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texto y si éste no acierta a arruinarme lafruta, entonces sé que me hallo enpresencia de una empresa deenvergadura y, atrevámonos a decirlo,de excepción, tan escasas son las obrasque no se ven disueltas, ridiculas yfatuas, en la extraordinaria suculencia delos pequeños frutos dorados.

—Pues estoy apañada —le digo aLeón, porque mis competencias enmateria de kantismo son muy poquitacosa frente al abismo de lafenomenología.

No se puede decir que tenga muchaalternativa. No me queda más remedioque ir a la biblioteca y tratar de dar con

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una introducción al asunto. Por logeneral desconfío de esas glosas oatajos que aprisionan al lector en unpensamiento escolástico. Pero lasituación es demasiado grave como paraque pueda otorgarme el lujo detergiversar. La fenomenología se meescapa y ello me resulta insoportable.

Idea profunda nº3

Los más fuertes

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entre los hombresno hacen nadahablan y hablansin parar

Ésta es una idea profunda mía, peronació a su vez de otro idea profunda. Lodijo un invitado de papá que vino ayer acenar: «Los que saben hacer las cosas,las hacen; los que no saben, enseñan ahacerlas; los que no saben enseñar,enseñan a los que enseñan, y los que nosaben enseñar a los que enseñan, semeten en política.» Todo el mundopareció encontrar aquello muyinspirado, pero no por los motivos

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adecuados. «Cuánta razón tiene», dijoColombe, que es especialista en falsaautocrítica. Forma parte de aquellos quepiensan que el saber vale por el poder yel perdón. Si sé que formo parte de unaélite autosatisfecha que sacrifica el biencomún por exceso de arrogancia, melibro de la crítica y consigo con ello eldoble de prestigio. Papá también tiendea pensar así, aunque es menos cretinoque mi hermana. Él todavía cree queexiste algo llamado «deber» y, aunquesea a mi juicio quimérico, ello loprotege de la idiotez del cinismo.

Me explico: no hay mayor frivolidadque ser cínico. Si adopta la actitud

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contraria es porque todavía cree a piesjuntillas que el mundo tiene sentido yporque no acierta a renunciar a laspamplinas de la infancia. «La vida esuna golfa, ya no creo en nada y gozaréhasta la náusea» es el lema del ingenuocontrariado. O sea, mi hermana, vamos.Por mucho que estudie en una de lasuniversidades más prestigiosas deFrancia, todavía cree en Papa Noel, noporque tenga buen corazón, sino porquees totalmente pueril. Se reía como unatonta cuando el colega de papá soltó suingeniosa frase, como si pensara «quélista soy, domino la meta-referencia», yeso me confirmó lo que opino desde

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hace tiempo: Colombe es un cero a laizquierda.

Pero yo en cambio pienso que estafrase es una auténtica idea profunda,precisamente porque no es verdad, porlo menos no del todo. No significa loque uno cree que significa. Si unoascendiera en la escala social de maneraproporcional a su incompetencia, ospuedo asegurar que el mundo nomarcharía como marcha. Pero elproblema no es ése. Lo que esta frasequiere decir no es que los incompetentestengan un lugar bajo el sol, sino que nohay nada más difícil e injusto que larealidad humana: los hombres viven en

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un mundo donde lo que tiene poder sonlas palabras y no los actos, donde lacompetencia esencial es el dominio dellenguaje. Eso es terrible porque, en elfondo, somos primates programadospara comer, dormir, reproducirnos,conquistar y asegurar nuestro territorio,y aquellos más hábiles para todas esastareas, aquellos entre nosotros que sonmás animales, ésos siempre se dejanengañar por los otros, los que tienenlabia pero serían incapaces de defendersu huerto, de traer un conejo para lacena y de procrear como es debido. Esun terrible agravio a nuestra naturalezaanimal, una suerte de perversión, de

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contradicción profunda.

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5

Triste condición

Después de un mes de lecturafrenética, decido con inmenso alivio quela fenomenología es una tomadura depelo. De la misma manera que lascatedrales siempre han despertado en míese sentimiento próximo al síncope quese experimenta ante la manifestación delo que los hombres pueden construir

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para rendir homenaje a algo que noexiste, la fenomenología acosa miincredulidad ante la perspectiva de quetanta inteligencia haya podido servir unacausa tan vana. Como estamos ennoviembre, por desgracia no tengociruelas Claudias a mano. En tal caso,once meses al año a decir verdad,recurro al chocolate negro (70 % decacao). Pero conozco de antemano elresultado de la demostración. Si tuvierala posibilidad de saborear el patrón deprueba, seguro que me partiría de risaleyendo, y un bonito capítulo como«Revelación del sentido final de laciencia en el empeño de "vivirla" como

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fenómeno noemático» o «Los problemasconstitutivos del ego trascendental»podría incluso matarme de risa; caeríafulminada en mi mullida poltrona, conzumo de ciruela claudia o hilillos dechocolate rodando por las comisuras demis labios.

Si se quiere abordar lafenomenología, hay que ser conscientedel hecho de que se resume a una dobleinterrogación: ¿de qué naturaleza es laconciencia humana? ¿Qué conocemosdel mundo?

Empecemos por la primera.Hace milenios que, desde el

«conócete a ti mismo» hasta el «pienso

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luego existo», no se deja de glosar estairrisoria prerrogativa del hombre queconstituye la conciencia que éste tienede su propia existencia y, sobre todo, lacapacidad que tiene esta conciencia detomarse a sí misma como objeto.

Cuando algo le pica, el hombre serasca y tiene conciencia de estarrascándose. Si se le pregunta: ¿quéhaces? Responde: me rasco. Si se llevamás lejos la investigación (¿eresconsciente del hecho de que eresconsciente de que te rascas?), respondeotra vez que sí, y así con todos los «eresconsciente» que se puedan añadir.¿Alivia en algo su sensación de picor el

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saber que se rasca y que es conscientede ello? ¿Influye acaso de manerabeneficiosa la conciencia reflexiva en laintensidad del picor? Quia. Saber que auno le pica y ser consciente del hecho deque se es consciente de saberlo nocambia estrictamente nada el hecho deque a uno le pique. Y desventajaañadida, hay que soportar la lucidez queresulta de esta triste condición, yapuesto diez libras de ciruelas Claudiasa que ello acrecienta una molestia que,en el caso de mi gato, un simplemovimiento de la pata anterior bastapara aliviar. Pero resulta para loshombres tan extraordinario, porque

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ningún otro animal lo puede y porque asíescapamos a la bestialidad, que un serpueda saberse sabiendo que se estárascando, que esta prelación de laconciencia humana parece para muchosla manifestación de algo divino, algoque en nosotros escapa al fríodeterminismo al que están sometidastodas las cosas físicas.

Toda la fenomenología se asientasobre esta certeza: nuestra concienciareflexiva, marca de nuestra concienciaontológica, es la única entidad ennosotros que vale la pena estudiarsepues nos salva del determinismobiológico.

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Nadie parece consciente del hechode que, puesto que somos animalessometidos al frío determinismo de lascosas físicas, ello anula todo lo anterior.

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Sotanas de tela basta

Consideremos la segunda pregunta:¿qué conocemos del mundo?

A esta pregunta, los idealistas comoKant responden. ¿Qué responden?

Responden: poca cosa.El idealismo es la postura que

considera que sólo podemos conoceraquello que nuestra conciencia, esa

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entidad semi divina que nos salva de labestialidad, aprehende. Conocemos delmundo lo que nuestra conciencia puededecir de éste porque lo aprehende, ynada más.

Consideremos un ejemplo,casualmente un simpático gato llamadoLeón. ¿Por qué? Porque encuentro quees más fácil con un gato. Y yo lespregunto: ¿cómo pueden estar seguros deque se trata de verdad de un gato, eincluso saber lo que es un gato? Unarespuesta sana sería argüir que nuestrapercepción del animal, completada poralgunos mecanismos conceptuales ylingüísticos, nos lleva a formar ese

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conocimiento. Pero la respuestaidealista consiste en alegar laimposibilidad de saber si lo quepercibimos y concebimos del gato, si loque nuestra conciencia aprehende comogato, concuerda con lo que es el gato ensu intimidad profunda. Quizá mi gato,que, en el momento en el que hablamos,yo aprehendo como un cuadrúpedoobeso con bigotes trémulos y que guardoen mi mente en un cajón etiquetado como«gato», sea en realidad y en su mismaesencia una bola de liga verde que nohace miau. Pero mis sentidos estánconstituidos de tal manera que no lopercibo así, y el inmundo montón de

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cola verde, engañando mi repulsión y micandida confianza, se presenta a miconciencia bajo la apariencia de unanimal doméstico glotón y sedoso.

He ahí el idealismo kantiano. Noconocemos del mundo más que la ideaque nuestra conciencia forma del mismo.Pero existe una teoría más deprimenteque ésta, una teoría que abreperspectivas más aterradoras todavíaque la de acariciar sin darse cuenta deello un pedazo de baba verde o, por lasmañanas, hundir en una cueva pustulosalas rebanadas de pan que uno creíadestinadas al tostador.

Existe el idealismo de Edmund

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Husserl, que ahora ya evoca para mí unamarca de sotanas de tela basta parasacerdotes seducidos por un oscurocisma de la Iglesia baptista.

En esta última teoría sólo existe laaprehensión del gato. ¿Y el gato? Puesbien, el gato no le importa a nadie. Elgato no es necesario en absoluto. ¿Paraqué? ¿Qué gato? A partir de ahora, lafilosofía se permite complacerse sólocon la lujuria de la mente nada más. Elmundo es una realidad inaccesible quesería vano tratar de conocer. ¿Quéconocemos del mundo? Nada. Puestoque todo conocimiento no es más que laautoexploración por sí misma de la

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conciencia reflexiva, se puede mandar elmundo a paseo.

Tal es la fenomenología: la «cienciade lo que aparece a la conciencia».¿Cómo es un día normal de unfenomenólogo? Se levanta, tieneconciencia de enjabonar bajo la duchaun cuerpo cuya existencia carece defundamento, de tomarse unas tostadasreducidas a la nada, de vestir una ropaque es como unos paréntesis vacíos, deir al trabajo y de asir un gato.

Poco le importa que el gato exista ono y lo que el gato sea en su esenciamisma. Lo que no se puede decidir no leinteresa. En cambio, es innegable que a

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su conciencia se le aparece un gato y esese aparecer lo que preocupa a nuestrohombre.

Un aparecer por lo demás bastantecomplejo. Es desde luego notable que sepueda detallar hasta ese punto elfuncionamiento de la aprehensión porparte de la conciencia de algo cuyaexistencia en sí es indiferente. ¿Sabenustedes que nuestra conciencia noaprehende nada de una sentada, sino queefectúa complicadas series de síntesisque, mediante perfilados sucesivos,consiguen que nuestros sentidosperciban objetos diversos como, porejemplo, un gato, una escoba o un

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matamoscas? (No me negarán que noresulta útil este mecanismo.) Realicen elejercicio de mirar a su gato y depreguntarse cómo es que saben ustedesqué aspecto tiene por delante, pordetrás, por arriba y por abajo cuando enese momento sólo lo están viendo defrente. Ha sido necesario que suconciencia, sintetizando sin que ustedesse dieran cuenta siquiera las múltiplespercepciones de su gato desde todos losángulos posibles, termine creando esaimagen completa del gato que su visiónactual no le proporciona jamás. Lomismo ocurre con el matamoscas, que noperciben nunca ustedes más que por un

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lado, si bien pueden visualizarlo enteroen sus mentes y, milagro, saben sin tenersiquiera que darle la vuelta qué aspectotiene por el otro lado.

Estaremos de acuerdo en que esesaber resulta muy útil. Resulta difícilimaginar a Manuela utilizando unmatamoscas sin echar manoinmediatamente del saber que tiene delos distintos perfilados necesarios parasu aprehensión. Por otra parte, resultadifícil imaginar a Manuela utilizando unmatamoscas por la sencilla razón de queen las casas de los ricos nunca haymoscas.

Ni moscas, ni viruela, ni malos

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olores, ni secretos de familia. En casade los ricos todo es limpio, sin aristas,sano y por consiguiente preservado de latiranía de los matamoscas y del oprobiopúblico.

He aquí pues lo que es lafenomenología: un monólogo solitario ysin fin de la conciencia consigo misma,un autismo puro y duro que ningún gatoreal y verdadero importuna jamás.

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7

En el Sur conferederado

—¿Qué está leyendo? —me preguntaManuela, que viene, jadeando, de casade cierta señora de Broglie a quien lacena que organiza esa noche ha vueltotísica. Al recibir de manos del mozo desupermercado siete cajas de caviarPetrossian, respiraba como Dark Vader.

—Una antología de poemas

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folklóricos —le digo, cerrando parasiempre el capítulo Husserl.

Hoy Manuela está de buen humor,salta a la vista. Saca con brío una cajitallena de pastas de almendras provistasaún de los papelitos blancos fruncidossobre los que se han confeccionado, sesienta, le quita con esmero las arrugas almantel, preámbulo de una declaraciónque a todas luces la exalta.

Yo dispongo las tazas, me siento ami vez y aguardo.

—La señora de Broglie no estásatisfecha con sus trufas —empiezaManuela. —¿Ah, no? —contestoeducadamente.

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—No huelen a nada —prosigue conexpresión hosca, como si ese fallo fuerapara ella una ofensa personal de máximaimportancia. esa información en su justovalor, y me complazco en imaginarme aBernadette de Broglie en su cocina,azorada y desgreñada, afanándose porvaporizar sobre las infractoras unadecocción de jugo de setas y níscaloscon la esperanza irrisoria perodesesperada de que terminarán así porexhalar algo que pueda evocar unbosque.

—Y Neptune se ha hecho pis en lapierna del señor Saint-Nice —prosigueManuela—. El pobre animal debía de

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llevar horas aguantándose, y cuando elseñor ha sacado la correa, no se hapodido contener y se lo ha hecho en elmismo hall sobre el bajo de su pantalón.

Neptune es el cocker de lospropietarios del tercero derecha. Lasegunda y la tercera son las únicasplantas divididas en apartamentos (dedoscientos metros cada uno). En elprimer piso están los de Broglie; en elcuarto, los Arthens; en el quinto, losJosse; y, en el sexto, los Pallières. En elsegundo viven los Meurisse y los Rosen.En el tercero, los Saint-Nice y losBadoise. Neptune es el perro de losBadoise o más exactamente de la

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señorita Badoise, que estudia derechoen Assas y organiza concentraciones depropietarios de cockers que tambiénestudian derecho en Assas.

Tengo una gran simpatía porNeptune. Sí, nos apreciamos mucho, sinduda por la gracia de la complicidadque nace de que los sentimientos de unoson inmediatamente accesibles al otro.

Neptune siente que le tengo cariño;sus distintos deseos me son a mítransparentes. Lo sabroso de todo esteasunto reside en el hecho de que él seobstina en ser un perro cuando su amaquerría hacer de él un caballero. Cuandosale al patio, tirando, tirando a más no

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poder de su correa de cuero amarillo,mira con codicia los charcos de aguaenfangada que se pasan todo el día ahítan tranquilos.

En cuanto su dueña tira con un golpeseco de su yugo, Neptune baja el traseroa ras del suelo y, sin más ceremonia, sepone a lamerse los atributos. Cuando vea Athéna, la ridicula whippet de losMeurisse, saca la lengua como un sátirolúbrico y jadea de manera anticipada,con la cabeza llena de fantasías. Lo másgracioso que tienen los cockers es que,cuando están de buen humor, tienen unosandares como si se balancearan; escomo si llevaran unos muellecitos

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fijados a las patas que, al andar, losimpulsaran hacia arriba, perosuavemente, sin brusquedad. Al andarasí se les agitan también las patas y lasorejas, como el balanceo de un navio, yel cocker, barquito amable que cabalgasobre tierra firme, aporta a estos pagosurbanos un toque marítimo que meencanta.

Neptune, por último, es un comilóndispuesto a todo por un vestigio de naboo un mendrugo de pan duro. Cuando sudueña pasa delante del cuartito de labasura, éste tira como un loco de sucorrea en dirección al mismo, con lalengua fuera y agitando la cola como un

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loco. Diane Badoise se desespera. Estaalma distinguida estima que su perrodebía haber sido como las muchachas declase alta de Savannah, en el surconfederado de antes de la guerra, quesólo podían encontrar marido si fingíanno tener apetito.

En lugar de eso, Neptune es másbien un, yankee hambriento.

Diario del movimiento delmundo nº2

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Bacon para el cocker

En mi edificio hay dos perros: lawhippet de los Meurisse, que parece unesqueleto recubierto por una costra decuero beis, y el cocker rojizo de DianeBadoise, la hija del abogado ese tanpijo, una rubia anoréxíca que llevaimpermeables de Burberrys. La whippetse llama Athéna y el cocker, Neptune.Esto lo digo por si hasta ahora no oshabíais dado cuenta de la clase deedificio en que vivo. Aquí nada deperros Rex ni Toby. Bueno, total queayer, en el vestíbulo, se cruzaron los dosperros y tuve la ocasión de presenciar

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una coreografía muy interesante. No harécomentarios sobre los perros, que seolisquearon el trasero. No sé si aNeptune le huele mal el suyo, pero elcaso es que Athéna se echó para atrás deun salto mientras que él, por elcontrario, parecía estar olisqueando unramo de rosas en medio del cual hubieraun gran chuletón poco hecho.

Pero no, lo interesante en este asuntoeran las dos humanas que sujetaban elotro extremo de las correas. Porque, enla ciudad, son los perros quienes llevana los amos de paseo, aunque nadieparezca comprender que el hecho dehaber querido cargar voluntariamente

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con un perro al que hay que sacar apasear dos veces al día, llueva, nieve ohaga viento, equivale a pasarse unomismo una correa por el cuello. Bueno,resumiendo, que Diane Badoise y Anne-Hélène Meurisse (mismo modelo demujer con veinticinco años de intervalo)se cruzaron en el vestíbulo, sujeta cadacual a su correa. ¡En esos casos, essiempre un lío de aquí te espero! Son lasdos tan torpes como si llevaran aletas debuceo en los pies y en las manos, porqueson incapaces de hacer lo único quesería eficaz en esa situación: reconocerlo que ocurre para poder evitarlo. Perocomo hacen como si sacaran a pasear a

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un par de peluches distinguidos sinninguna pulsión fuera de lugar, nopueden gritarles a los perros que dejende olisquearse el culo o de lamerse laspelotas.

He aquí pues lo que ocurrió: DianeBadoise salió del ascensor con Neptune,y Anne-Hélène Meurisse esperaba justodelante con Athéna. Por así decirlo,echaron a los perros uno contra el otro y,por descontado, no podía ser de otramanera, Neptune se puso como loco.Salir tan tranquilito del ascensor yencontrarse con el hocico en el traserode Athéna no es algo que ocurra todoslos días. Hace la tira de tiempo que

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Colombe nos da la tabarra con el kairos,un concepto griego que significa más omenos el «momento propicio», eso quesegún ella Napoleón sabía aprovechar,pues por supuesto mi hermana es expertaen estrategia militar. Bueno, pues eso,que el kairos es la intuición delmomento, vaya. Pues dejadme que osdiga que Neptune el suyo lo tenía justodelante del hocico y no se anduvo porlas ramas, no, qué va, se puso en planhúsar a la antigua: se montó encima.«¡Oh, Dios mío!», exclamó Anne-Hélènecomo si fuera ella misma la víctima delultraje. «¡Oh, no!», protestó a su vezDiane Badoise, como si toda la

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vergüenza recayera sobre ella, cuandome apuesto una chocolatina Michoko aque ni se le hubiera pasado por lacabeza subirse sobre el trasero deAthéna. Y entonces se pusieron las dos ala a tirar de sus perros por medio de lascorreas, pero hubo un problema y esofue lo que dio lugar a un movimientointeresante.

El caso es que Diane debería habertirado hacia arriba y la otra, hacia abajo,lo cual habría separado a los perros,pero, en lugar de eso, tiraron cada unade un lado, y como el espacio que haydelante del hueco del ascensor esreducido, muy pronto se toparon con un

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obstáculo: una chocó contra la reja delascensor y, la otra, contra la pared de laizquierda; gracias a eso, Neptune, al quela primera tracción habíadesestabilízado, pudo recuperar algo deimpulso y se arrimó con más ímpetu aúnsi cabe a Athéna, que ponía ojos desusto, chillando como una loca.

En ese momento, las humanascambiaron de estrategia, tratando dearrastrar a sus perros hacia espaciosmás amplios para poder repetir lamaniobra con mayor comodidad. Pero lacosa urgía: todo el mundo sabe que llegaun momento en que no se puededespegar a dos perros de ninguna

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manera. Pusieron pues ambas el turbogritando a la vez «ay Dios, ay Dios, ayDios» y tirando de las correas como side ello dependiera su virtud. Pero, en suprecipitación, Diane Badoise resbalóligeramente y se torció el tobillo. Y heaquí el movimiento interesante: eltobillo se le torció hacia fuera y, almismo tiempo, todo su cuerpo se movióen esa misma dirección, salvo su cola decaballo que describió la trayectoriainversa.

Os aseguro que fue impresionante:parecía un cuadro de Bacon. Hace siglosque en el cuarto de baño de mis padreshay un cuadro de Bacon enmarcado en el

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que sale una persona en el cuarto debaño, justamente, pero a lo Bacon, osea, en plan torturado y no muyatractivo. Siempre pensé que debía detener cierto efecto sobre la serenidad delos actos pero bueno, aquí en casa todoel mundo disfruta de su propio cuarto debaño, así que nunca me he quejado. Perocuando Diane Badoise se desarticulópor completo al torcerse el tobillo,formando con las rodillas, los brazos yla cabeza unos ángulos extraños, todoello coronado por la cola de caballo,dispuesta en horizontal sobre el resto,enseguida pensé en el cuadro de Bacon.Durante un brevísimo instante, pareció

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una marioneta desarticulada, se oyó ungran crac corporal y, durante variasmilésimas de segundo (porque todoocurrió muy deprisa pero, como ahorapresto atención a los movimientos delcuerpo, lo vi como a cámara lenta),Diane Badoise se asemejó a unpersonaje de Bacon. De ahí a que yo mediga que ese chisme lleva todos estosaños en el cuarto de baño de mis padressólo para que yo pudiera apreciar bienese movimiento extraño, no hay más queun paso.

Después Diane se cayó sobre losperros y con ello resolvió el problema,pues Athéna, al aplastarse contra el

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suelo, se zafó de Neptune. A ello siguióuna coreografía complicada, porqueAnne-Hélène quería ayudar a Diane a lavez que pugnaba por mantener a su perraa distancia del lúbrico monstruo, yNeptune, del todo indiferente a los gritosy al dolor de su ama, seguía tirando dela correa en dirección al chuletón conaroma de rosas. Pero en ese precisoinstante la señora Michel salió de laportería, y yo cogí la correa de Neptuney lo alejé de allí.

Qué chasco se llevó el pobre. Derepente se sentó y se puso a lamerse suspartes haciendo mucho ruido, lo cual nohizo sino agravar la desesperación de la

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pobre Diane. La señora Michel llamó auna ambulancia porque su tobilloempezaba a parecer una sandía y llevó aNeptune de vuelta a casa de sus amos,mientras Anne-Hélène se quedaba conDiane. En cuanto a mí, volví a mi casapreguntándome: y bien, por un Bacon alnatural, ¿vale la pena seguir viviendo?

Decidí que no: porque no sóloNeptune no consiguió su golosina sinoque, además, se quedó sin paseo.

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Profeta de las élitesmodernas

Esta mañana, mientras escuchaba laemisora France Inter, me he llevado lasorpresa de descubrir que no soy quiencreía ser. Hasta entonces había atribuidoa mi condición de autodidacta proletarialas razones de mi eclecticismo cultural.Como ya he mencionado, he dedicado

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cada segundo de mi existencia que podíasustraer al trabajo a leer, ver películas yescuchar música. Pero ese frenesí endevorar objetos culturales adolecía a mijuicio de una falta de gusto total, la de lamezcla brutal de obras respetables conotras que lo eran mucho menos.

Sin duda es en el campo de lalectura donde mi eclecticismo es menosacusado, si bien mi diversidad deintereses es en dicho ámbito la másextrema. He leído obras de historia, defilosofía, de economía política, desociología, de psicología, de pedagogía,de psicoanálisis y, por supuesto y antetodo, de literatura. Las primeras me han

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interesado; la última constituye toda mivida. Mi gato, León, debe su nombre aTolstoi. El anterior se llamaba Dongopor Fabrice del. Al primero lo bauticéKarenina por Ana, nombre que yoacortaba en Kare, por miedo a que medesenmascarasen.

Exceptuando la infidelidadstendhaliana, mis gustos se sitúan demanera muy nítida en la Rusia anterior a1910, pero me vanaglorio de haberdevorado una parte bastante apreciablede la literatura mundial, teniendo encuenta que soy una persona de origencampesino cuyas esperanzas de hacercarrera alcanzaron hasta la portería del

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número 7 de la calle de Grenelle,cuando habría podido pensarse que undestino como el mío me abocara al cultoeterno de las novelitas rosas de BarbaraCartland. Bien es cierto que soy —y mesiento—culpable de cierta inclinaciónpor las novelas policíacas, pero las queyo leo las considero literatura dealtísima categoría. Me resultaespecialmente difícil, algunos días,sustraerme a la lectura de alguna novelade Connelly o de Mankell para contestaral timbrazo de Bernard Grelier o deSabine Pallières, cuyas preocupacionesno son congruentes con las meditacionesde Harry Bosch, el agente amante del

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jazz del LAPDQue Bernard Grelier y la heredera

de una antigua familia de la Bancapuedan preocuparse por las mismastrivialidades e ignorar ambos que laconstrucción sintáctica encabezada por«a qué se debe» rige el empleo delsubjuntivo arroja nueva luz sobre lahumanidad.

En el capítulo cinematográfico, porel contrario, mi eclecticismo alcanzacotas insospechadas.

Me gustan las blockbusters[películas comerciales] americanas y lasobras del cine de autor. De hecho,durante mucho tiempo consumí

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preferentemente cine de entretenimientoamericano o inglés, con excepción dealgunas obras serias que yo considerabacon mi mirada pronta a pasarlo todo porel tamiz de la estética, esa miradapasional y empática que sólo se codeacon el entretenimiento.

Greenaway suscita en míadmiración, interés y bostezos, mientrasque lloro cual magdalena esponjosacada vez que Melly y Mammy suben laescalera de los Butler tras la muerte deBonnie Blue, y considero Blade Runneruna obra maestra de la distracción deprimera categoría. Durante muchotiempo, he estimado una fatalidad que el

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séptimo arte fuera bello, poderoso ysoporífero y que el cine deentretenimiento fuera fútil, divertido yabrumador.

Miren, hoy por ejemplo bullo deimpaciencia ante la perspectiva delregalo que me he hecho a mí misma. Esel fruto de una paciencia ejemplar, elcumplimiento del deseo, largo tiempodiferido, de ver de nuevo una películaque vi por vez primera la Navidad de1989.

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Octubre rojo

La Navidad de 1989 Lucien estabamuy enfermo. Si bien no sabíamostodavía cuándo llegaría la muerte, yasentíamos el nudo de la certeza de suinminencia, un nudo doble, el que cadauno sentía en su fuero interno y el de esevínculo invisible que nos unía el uno alotro. Cuando la enfermedad entra en un

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hogar, no se apodera sólo de un cuerpo,sino que teje entre los corazones una telaoscura que entierra toda esperanza.Como el hilo de una telaraña que seenredara alrededor de nuestrosproyectos y de nuestro aliento, laenfermedad, día tras día, devorabanuestra vida. Cuando volvía a entrar acasa desde el exterior, tenía laimpresión de penetrar en una tumba ysentía frío todo el rato, un frío que nadaaliviaba hasta el punto de que, losúltimos tiempos, cuando dormía junto aLucien me parecía que su cuerpoaspiraba todo el calor que el míohubiera podido robar en otro sitio.

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La enfermedad, diagnosticada en laprimavera de 1988, lo carcomió durantediecisiete meses y se lo llevó en laNochebuena de 1989. La señora deMeurisse, la j madre, organizó unacolecta entre los residentes del palacete,y dejaron ante mi puerta una bonitacorona de flores, ceñida por una cintaque no llevaba ninguna mención. Ellafue la única que asistió al funeral. Erauna mujer piadosa, fría y rígida, perohabía cierta sinceridad en sus modalesausteros y un poco bruscos, y cuandomurió, un año después de Lucien, mehice la reflexión de que era una mujer debien y que la echaría de menos, aunque

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durante quince años apenas hubiéramosintercambiado alguna que otra palabra.

—Le amargó la vida a su nuera hastael final. Descanse en paz, era una santamujer —había añadido Manuela (queprofesaba por la señora de Meurisse, lanuera, un odio raciniano) a guisa deoración fúnebre.

Exceptuando a Cornelia Meurisse,sus velos y sus rosarios, la enfermedadde Lucien no le pareció a nadie algodigno de interés. Los ricos piensan quela gente modesta, quizá porque su vidaestá enrarecida, privada del oxígeno deldinero y el don de gentes, siente lasemociones humanas con una intensidad

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menor y una mayor indiferencia. Dadoque éramos porteros, parecía darse porhecho que la muerte era para nosotrosuna evidencia en el curso de las cosas,mientras que, para aquellos a los que lafortuna había sonreído, habría revestidoel hábito de la injusticia y el drama.

Un portero que se extingue es unligero hueco en el transcurso de la vidacotidiana, una certeza biológica que nolleva asociada ninguna tragedia y, paralos propietarios que se cruzaban con éltodos los días en la escalera o ante laportería, Lucien era una no existenciaque volvía a una nada que nunca habíaabandonado, un animal que, porque

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vivía una semivida, sin fasto niartificios, en el momento de la muertesin duda debía experimentar sólo unasemirrebelión. El hecho de que, comotodo el mundo, pudiéramos vivir uninfierno y que, con el corazón encogidode rabia a medida que el sufrimientoarrasaba nuestra existencia, acabáramosde descomponernos, en el tumulto deltemor y del horror que la muerte a todosinspira, no se le pasaba siquiera por lamente a nadie en aquel lugar.

Una mañana, tres semanas antes deNavidad, cuando volvía de la compracon una bolsa llena de nabos y algo decasquería para el gato, me encontré a

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Lucien vestido, dispuesto a salir a lacalle. Se había puesto incluso la bufanday, de pie, me estaba esperando. Despuésdel caminar extenuado de un marido aquien el trayecto del dormitorio a lacocina agotaba toda fuerza y sumía enuna espantosa lividez, después desemanas enteras sin verlo desprendersede un pijama que se me antojaba elhábito mismo del tránsito, descubrirlocon mirada chispeante y expresióntraviesa, con el cuello de su abrigo deinvierno bien subido hasta unas mejillasque animaba un extraño arrebol, a puntoestuvo de hacerme desfallecer. —¡Lucien! —exclamé, e iba a esbozar el

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ademán de ir hacia él para sostenerlo,sentarlo, desvestirlo, qué sé yo, todoslos gestos desconocidos que me habíaenseñado la enfermedad y que, esosúltimos tiempos, habían pasado a ser losúnicos que sabía hacer, iba a dejar en elsuelo mi bolsa de la compra, aabrazarlo, estrecharlo entre mis brazos,llevarlo en volandas y todas esas cosas,cuando, con la respiración entrecortada,sintiendo en el corazón una extrañadilatación, me detuve.

—Tenemos el tiempo justo —medijo Lucien—, la sesión es a la una.

En el calor de la sala, al borde delllanto, feliz como nunca me había

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sentido, sostuve su mano tibia porprimera vez desde hacía meses. Sabíaque una oleada inesperada de energía lohabía hecho levantarse de la cama, lehabía dado la fuerza de vestirse, la sedde salir, el deseo de que una vez máscompartiéramos ese placer conyugal, ysabía también que era la señal de quequedaba poco tiempo, era el estado degracia que precede al final, pero no meimportaba y sólo quería disfrutar deaquello, de esos instantes que lerobábamos al yugo de la enfermedad, desu mano tibia en la mía y de lasvibraciones de placer que nos recorríana ambos porque, a Dios gracias, era una

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película cuyo sabor podíamos compartir.Pienso que murió inmediatamente

después. Su cuerpo resistió tres semanasmás todavía, pero su espíritu seextinguió al final del pase, porque sabíaque era mejor así, porque me habíadicho adiós en la sala oscura, sinanhelos desgarradores en exceso,porque había hallado la paz así, segurode lo que nos habíamos dicho sinnecesidad de palabras, mientrasmirábamos juntos la pantalla iluminadaen la que se narraba una historia.

Yo lo acepté.La caza del octubre rojo era la

película de nuestro último abrazo. Quien

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quiera comprender el arte del relato notiene más que verla; cabe preguntarsepor qué la Universidad se empeña enenseñar los principios narrativos agolpe de Propp, Greimas u otroscastigos en lugar de invertir en una salade proyección. Primicias, intriga,actantes, peripecias, búsqueda,protagonistas y otros coadyuvantes:basta un Sean Connery en uniforme deoficial de submarino ruso y variosportaaviones bien situados.

Pero, como iba diciendo, estamañana me he enterado al escuchar laemisora France ínter de que estacontaminación de mis aspiraciones a la

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cultura legítima por otras inclinaciones ala cultura ilegítima no constituye unestigma de mi baja extracción social nide mi acceso solitario a las luces delespíritu, sino una característicacontemporánea de las clasesintelectuales dominantes. ¿Cómo me heenterado? Por boca de un sociólogo, delque me habría encantado saber si a élmismo le habría encantado saber queuna portera con zuecos ortopédicos deldoctor Scholl acababa de erigirlo enicono sagrado. En su estudio de laevolución de las prácticas culturales deintelectuales antaño inmersos en unaeducación de alto nivel desde el alba

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hasta el crepúsculo y que ya se hanconvertido en polos de sincretismo enlos que la frontera entre la verdadera yla falsa cultura se ha vuelto yairremediablemente borrosa, describía aun catedrático universitario de letrasclásicas que antaño habría escuchado aBach, leído a Mauriac y consumidopelículas de arte y ensayo, y que, hoy,escucha a Haendel y al rapero MCSolaar, lee a Flaubert y a John Le Carré,va al cine a ver una de Visconti y laúltima entrega de Die Hard [Jungla decristal], almuerza hamburguesas y cenasushi.

Resulta siempre muy perturbador

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descubrir un hábito social dominante allídonde uno creía ver la marca de supropia singularidad. Perturbador eincluso decepcionante. Que yo, Renée,de cincuenta y cuatro años, portera yautodidacta, sea, pese a mienclaustramiento en la típica portería,pese a un aislamiento que deberíahaberme protegido de las taras de lamasa, pese a esta avergonzadacuarentena ignorante de las evolucionesdel vasto mundo en la que me heconfinado, que yo, Renée, sea testigo dela misma transformación que agita a lasélites actuales —compuestas porvastagos Pallières que leen a Marx y van

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con la pandilla a ver Terminator, o deretoños Badoise que estudian derecho enAssas y lloriquean ante películas comoNotting Hill —supone un mazazo delque me cuesta recuperarme. Pues resultamuy obvio, para quien preste atención ala cronología, que no imito a esospipiólos sino que, en mis prácticaseclécticas, me he adelantado a ellos.

Renée, profeta de las élitescontemporáneas.

—Bueno, bueno, ¿y por qué no? —me digo, extrayendo de mi bolsa de lacompra el fílete de hígado de ternera delgato y exhumando, de debajo, dosfíletitos de salmonete que pienso

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marinar para después cocinar en zumode limón saturado de cilantro.

Y en ese preciso momento ocurre elhecho.

Idea profunda nº4

Cuida delas plantaslos niños

A mi casa viene una asistenta tres

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horas todos los días, pero de las plantasse ocupa mamá. Y no veáis el circo quemonta. Tiene dos regaderas, una para elagua con abono y otra para el agua sincal, y aparte un vaporizador condistintas posiciones parapulverizaciones «a chorro», «en formade lluvia» o «en bruma ligera». Todaslas mañanas pasa revista a las veinteplantas de la casa y administra untratamiento ad hoc a cada una. Ymasculla un montón de cosas, del todoindiferente al resto del mundo. Se lepuede decir cualquier cosa a mamámientras se ocupa de sus plantas, porquetotal no hace ni caso. Por ejemplo: «Hoy

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tengo pensado dragarme y morir desobredosis» obtiene como respuesta:«La punta de las hojas de la kentiaamarillea, además está encharcada; nopinta nada bien.»

Esto ya nos da el principio delparadigma: si quieres arruinar tu vida afuerza de no oír nada de lo que te dicenlos demás, ocúpate de las plantas. Perono queda ahí la cosa. Cuando mamápulveriza agua sobre las hojas de lasplantas, me doy perfecta cuenta de laesperanza que la anima. Ella piensa quees como un bálsamo que va a penetrar enla planta aportándole lo necesario paraprosperar. Lo mismo se aplica al abono,

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en forma de bastoncillos, que introduceen la tierra (o mejor dicho, en la mezclade tierra-mantillo-arena-turba queencarga especialmente para cada plantaen la floristería de la Puerta de Auteuil).Así pues, mamá alimenta sus plantascomo ha alimentado a sus hijas: agua yabono para la kentia, judías verdes yvitamina C para nosotras. Ésa es laesencia del paradigma: concéntrate en elobjeto, apórtale elementos nutritivos quevan de fuera hacia dentro y, progresandoen el interior, lo hacen crecer y lesientan bien. Un toque de pulverizadorsobre las hojas y ya está la plantaarmada para afrontar la existencia. Se la

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mira con una mezcla de inquietud y deesperanza, se es consciente de lafragilidad de la vida, se preocupa unode los accidentes que pueden ocurrirpero, al mismo tiempo, se tiene lasatisfacción de haber hecho lo que habíaque hacer, de haber desempeñado unafunción alimentaria: uno se sientereconfortado, seguro durante un tiempo.Así es como ve la vida mamá: como unaserie de actos que conjuran el peligro,tan ineficaces como un toque depulverizador, y dan una breve ilusión deseguridad.

Cuánto mejor sería sicompartiéramos unos con otros nuestra

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inseguridad, si todos juntos nosadentráramos en nosotros mismos paradecirnos que las judías verdes y lavitamina C, si bien alimentan al animalque somos, no salvan la vida nisustentan el alma.

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10

Un gato llamadoGrévisse

Chabrot llama a mi puerta.Chabrot es el médico personal de

Pierre Arthens. Es un viejo guaperaseternamente bronceado, de estos que seresisten a envejecer y a dejar de seducir.Este espécimen en concreto se retuerce yse estremece ante el Maestro como el

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gusano que es y, en veinte años, no meha saludado jamás ni me ha manifestadosiquiera que yo fuera perceptible a suconciencia. Una experienciafenomenológica interesante consistiríaen inquirir los fundamentos de la nopercepción a la conciencia de algunosde aquello que sí percibe la concienciade otros. Que mi imagen pueda a la vezimprimirse en el cráneo de Neptune yescapársele al de Chabrot es un efectoque me cautiva sobremanera.

Pero, esta mañana, la tez de Chabrotparece haberse desteñido. Muestra unasmejillas flaccidas, le tiemblan las manosy tiene la nariz... mojada. Sí, mojada. A

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Chabrot, el médico de los poderosos, lemoquea la nariz. Por si eso fuera poco,pronuncia mi nombre.

—Señora Michel.Quizá no se trate de Chabrot sino de

una suerte de extraterrestre transformistaque dispone de un servicio deinformación que deja bastante quedesear, porque el verdadero Chabrot nodigna ocupar su mente con datos queincumben a subalternos por definiciónanónimos.

—Señora Michel —repite laimitación fallida de Chabrot—, señoraMichel.

Está bien, de acuerdo, ahora ya lo

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sabe todo el mundo: soy la señoraMichel.

—Ha ocurrido una terrible desgracia—prosigue Nariz Moqueante quien,¡canastos!, en lugar de sonarse se sorbelos mocos.

Ahí es nada. Se sorbe ruidosamente,devolviendo el hilillo de mocos al lugarde donde partió, y la rapidez de laacción me obliga a asistir a lascontracciones febriles de su nuez convistas a facilitar el paso del hilillo antesmencionado. Es repugnante pero sobretodo desconcertante.

Miro a derecha e izquierda. Elvestíbulo está desierto. Si mi E.T. tiene

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intenciones hostiles, estoy perdida. Éstese recompone y repite.

—Una terrible desgracia, sí, unaterrible desgracia. El señor Arthens estáagonizante. —¿Agonizante? —pregunto—. ¿Agonizante de verdad?

—Agonizante de verdad, señoraMichel, agonizante de verdad. Lequedan cuarenta y ocho horas. —¡Perosi lo vi ayer por la mañana y estabacomo una rosa! —digo, anonadada.

—Por desgracia, señora, cuando elcorazón falla, no hay nada que hacer.Por la mañana uno da brincos como uncabritillo, y por la noche tiene un pie enla tumba. —¿Se va a morir en su casa,

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no va a ir al hospital?—Oooooooh, señora Michel —me

dice Chabrot, mirándome con la mismaexpresión que Neptune cuando lleva lacorrea al cuello—, ¿y quién querríamorir en un hospital?

Por primera vez en veinte años,experimento un vago sentimiento desimpatía por Chabrot.

Después de todo, me digo, éltambién es un hombre y, a fin de cuentas,¿no nos parecemos todos?

—Señora Michel —prosigueChabrot, y me aturulla este desenfrenode señora Michel por aquí, señoraMichel por allá, después de veinte años

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sin una sola mención de mi nombre—,sin duda mucha gente querrá ver alMaestro antes de... antes. Pero él noquiere recibir a nadie. Sólo a Paulquiere ver. ¿Puede usted impedir el pasoa los importunos?

Me debato entre sentimientosencontrados. Observo, como decostumbre, que la gente no parece notarmi presencia más que para encargarmetareas. Pero, después de todo, me digo,para eso estoy.

Observo también que Chabrot seexpresa de una manera que me fascina—¿puede usted impedir el paso a losimportunos?—y ello me perturba. Me

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gusta esa corrección anticuada. Soyesclava de la gramática, me digo,debería haber llamado a mi gatoGrévisse, como el célebre gramáticobelga.

Este Chabrot me indispone, pero suexpresión me deleita. Por último, ¿quiénquerría morir en el hospital?, hapreguntado el viejo guaperas. Nadie. NiPierre Arthens, ni Chabrot, ni yo, niLucien.

Mediante esta pregunta anodina,Chabrot nos ha hecho hombres a todos.

—Haré lo que pueda —le digo—.Pero tampoco puedo perseguirlos hastala escalera.

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—No —concede éste—, pero puedeusted desalentarlos. Dígales que elMaestro ha cerrado sus puertas. Y memira de una manera extraña. Tengo queandarme con cuidado, tengo queandarme con mucho cuidado. Estosúltimos tiempos estoy bajando laguardia. Primero, que si el incidente delvastago de los Pallières, esa manera tanabsurda de citar La ideología alemanaque, de haber sido el muchacho siquierala mitad de inteligente que una almeja,habría podido sugerirle un montón decosas de lo más embarazosas. Y heteaquí que ahora, sólo porque un carcamaltostado con rayos UVA me obsequia con

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expresiones anticuadas, me extasío anteél y olvido todo rigor.

Anego en mis ojos la chispa que enellos había surgido y adopto la miradavidriosa de toda portera que se precie yque se dispone a hacer lo que esté en sumano sin por ello llegar a perseguir a lagente hasta la escalera. La expresiónextraña de Chabrot se desvanece. Paraborrar todo rastro de mis fechorías, mepermito una pequeña herejía. —¿Creeusted de que es un infarto? —preguntón—Sí —contesta Chabrot—, eso es, uninfarto.

Silencio.—Gracias —añade.

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—De nada, a mandar —le contesto,y cierro la puerta.

Idea profunda nº5

La vidade todosese servicio militar

Me siento muy orgullosa de esta ideaprofunda. La he tenido gracias aColombe. Bueno, al menos me habrá

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sido útil una vez en la vida. No hubieracreído poder decir esto antes de morir.

Desde siempre, Colombe y yoestamos enfrentadas porque, paraColombe, la vida es una batallapermanente en la que hay que venceraniquilando al otro. No puede sentirsesegura si no ha aplastado al adversario ysi no ha reducido su territorio al mínimonecesario. Un mundo en el que hayespacio para los demás es un mundopeligroso según sus criterios de guerrerade tres al cuarto. A la vez, sólo necesitaa los demás para una pequeña tareaesencial: alguien tiene que reconocer sufuerza. Por lo tanto no sólo se pasa el

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tiempo tratando de aplastarme por todoslos medios posibles, sino que, además,le gustaría que le dijera, hundiéndose suespada en la carne de mi cuello, que esla mejor y que la quiero. Esto se traduceen que me trae por la calle de laamargura día tras día, tanto que me voya volver loca. Y luego esto ya es laguinda: por una oscura razón, Colombe,que no tiene dos dedos de frente, hacomprendido que lo que más miedo meda en la vida es el ruido. Me parece queesto lo descubrió por casualidad. A ellano se le habría ocurridoespontáneamente que alguien pudieratener necesidad de silencio. Que el

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silencio sirva para ir al interior de unomismo, que sea necesario para aquellosa los que no nos interesa únicamente lavida exterior, no creo que puedacomprenderlo porque su propio interiores tan caótico y ruidoso como una callellena de coches. Pero, sea como fuere,ha comprendido que yo necesitabasilencio y, por desgracia, mi habitaciónes contigua a la suya. Entonces, durantetodo el día, se dedica a hacer ruido.Chilla al teléfono, pone la música a todovolumen (y eso sí que acaba conmigo),pega portazos, comenta en voz alta todolo que hace, incluso cosas tanapasionantes como cepillarse el pelo o

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buscar un lápiz en un cajón. Vamos, quecomo no puede invadir nada más porquehumanamente le soy del todoinaccesible, invade mi espacio sonoro yme amarga la vida todo el día, desde elamanecer hasta el ocaso. Nótese quehace falta tener un concepto muy pobredel territorio para llegar hasta eseextremo; a mí, en cambio, me trae sincuidado el lugar en el que me encuentre,siempre y cuando tenga la libertad demoverme sin obstáculos dentro de micabeza. Pero Colombe, por el contrario,no se contenta con ignorar este hecho; lotransforma en filosofía: «La plasta de mihermana es una birria de persona

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intolerante y neurasténica que odia a losdemás y que preferiría vivir en uncementerio donde todos estén muertos;mientras que yo soy por naturalezaabierta, alegre y llena de vida.» Si hayalgo que odio es que la gente transformesus incapacidades o sus alienaciones encredo. Así que menuda suerte me hatocado con Colombe.

Pero, desde hace varios meses, no secontenta con ser la hermana másespantosa del universo. Tiene también elmal gusto de comportarse de manerainquietante. Desde luego es lo quemenos necesito: un purgante agresivopor hermana y, encima, asistir al

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espectáculo de sus pequeñas miserias.Desde hace varios meses, a Colombe laobsesionan dos cosas: el orden y lalimpieza. La consecuencia de ello esmuy agradable: de zombi he pasado aser sucia. Se tira todo el santo díaechándome la bronca porque he dejadomigas en la cocina o porque esta mañanahabía un pelo en la ducha. No obstante,no la toma sólo conmigo. Acosa a todoel mundo todo el día porque hay migas odesorden. Su habitación, que antes erauna leonera que no os cuento, luce ahorauna higiene aséptica: todo impecable, niuna mota de polvo, cada cosa en su sitioy un sitio para cada cosa, y ay de la

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señora Grémond si no lo vuelve a dejartodo exactamente como estaba antes deentrar a limpiar. Parece un hospital.Bueno, si me apuráis podría noimportarme que Colombe se haya vueltotan maniática. Lo que no soporto es quese las siga dando de guay.

Hay un problema, pero todo elmundo hace como si no lo viera, yColombe sigue fingiendo ser la única delas dos que se toma la vida de manera«epicúrea». Pero yo os aseguro que notiene nada de epicúreo ducharse tresveces al día y ponerse a gritar como unaloca porque alguien le ha desplazadotres centímetros su lamparilla de noche.

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¿Cuál es el problema de Colombe? Niidea. Puede ser que, a fuerza de quereraplastar a todo el mundo, se hatransformado en un soldado, en elsentido literal del término. Por eso lodeja todo impecable, limpia y sacabrillo, como en el ejército. El soldadotiene la obsesión del orden y lalimpieza, eso lo sabe todo el mundo. Esnecesario para luchar contra el desordende la batalla, la suciedad de la guerra ytodos esos hombres despedazados que labarbarie deja a su paso. Pero yo mepregunto de hecho si no es Colombe uncaso exacerbado que la norma pone demanifiesto. ¿Acaso no abordamos todos

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la vida como quien realiza el serviciomilitar? Es decir, haciendo lo que unobuenamente puede a la espera delcombate o de que termine el servicio.Algunos dejan la camareta como loschorros del oro, otros hacen el vago, sepasan el tiempo jugando a las cartas,trafican o intrigan. Los oficiales mandan,los guripas obedecen pero a nadie se leescapa que se trata de una comedia apuerta cerrada: un buen día no habrámás remedio que ir a morir, tanto losoficiales como los soldados, loscretinos como los listillos que traficancon cigarrillos o con papel higiénico.

Ya que estoy, os expongo la

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hipótesis psicológica de base: Colombees tan caótica en su interior, tan vacua ytan llena de cosas a la vez, que trata deponer orden dentro de sí mismalimpiando y guardando cada cosa en susitio. Qué gracioso, ¿verdad? Hacetiempo que me he dado cuenta de que lospsicólogos son grandes humoristas quese creen que la metáfora es cosa degente muy sabia. En realidad, está alalcance de cualquier mocoso de 11años. Tendríais que ver cómo se lopasan los amigos psicoanalistas demamá con el más mínimo juego depalabras, y también las tonterías que noscuenta mamá de ellos, porque le cuenta a

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todo el mundo sus sesiones con supsicoanalista, como si viniera deDisneylandia: por un lado está la noria«mi vida de familia», por otro laheladería «mi vida con mi madre», lasúper montaña rusa «mi vida sin mimadre», el pasaje del terror «mi vidasexual» (bajando la voz para que yo nola oiga) y, por último, el túnel de lamuerte «mi vida de mujerpremenopáusica».

Pero a mí, lo que me asusta deColombe es que muchas veces tengo laimpresión de que no siente nada. Todoslos sentimientos que demuestra son tanfalsos, tan artificiales, que me pregunto

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si de verdad siente algo. Y a veces meda miedo. A lo mejor está loca de atar,quizá trata por todos los medios desentir algo auténtico, y tal vez esté apunto de llevar a cabo un acto absurdo.Ya me veo venir los titulares de losperiódicos: «La Nerón de la calleGrenelle: una joven prende fuego a lacasa familiar. Al interrogarla sobre lasrazones de su acto, contesta: "queríasentir alguna emoción".»

Bueno, vale, estoy exagerando. Y nosoy la más indicada para criticar lapiromanía. Pero al oírla gritar estamañana porque había pelos de gato en suabrigo verde, me he dicho: pobrecita

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mía, la batalla está perdida de antemano.Si lo supieras te sentirías mejor.

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11

Desolación de lasrevueltas mogoles

Llaman suavemente a mi puerta. EsManuela. Le acaban de decir que puedeirse a casa antes de terminar su jornada.

—El maestro está agonizante —medice, y no acierto a determinar el gradode ironía que le confiere ella a larepetición del lamento de Chabrot—. No

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está usted ocupada, ¿tomaríamos el téahora?

Esa desenvoltura en la concordanciade los tiempos verbales, ese empleo delcondicional en forma interrogativa, paraimplicar una sugerencia, esa libertadcon la que Manuela se mueve por lasintaxis porque no es más que una pobreportuguesa sometida a la lengua delexilio, tienen el mismo aroma pasado demoda que las expresiones controladasde Chabrot.

—Me he cruzado con Laura en laescalera —dice, sentándose, con el ceñofruncido—. Se sujetaba a la barandillacomo si tuviera ganas de hacer pis. Al

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verme, se ha ido.Laura es la segunda hija de los

Arthens, una chica amable que no visitaa sus padres a menudo.

Clémence, la mayor, es unaencarnación dolorosa de la frustración,una meapilas consagrada en cuerpo yalma a dar la tabarra a su marido y a sushijos hasta el final de sus tristes díassalpicados de misas, de reunionesparroquiales y de bordados de punto decruz. En cuanto a Jean, el benjamín, esun drogadicto que se está convirtiendoen un desecho humano. De pequeño eraun niño muy guapo de ojosresplandecientes que siempre iba detrás

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de su padre como un perrillo, como si suvida dependiera de ello, pero, cuandoempezó a drogarse, el cambio fueespectacular: ya no se movía.

Tras una infancia malgastada encorrer en vano en pos de Dios, susmovimientos se habían vuelto comotorpes y ya no se desplazaba más que asacudidas, realizando en las escaleras,ante el ascensor y en el patio paradascada vez más prolongadas, hasta llegarincluso a quedarse dormido sobre mifelpudo y delante del cuartito de labasura. Un día que se había detenido conuna aplicación anonadante delante delarriate de las rosas de té y de las

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camelias enanas, le pregunté sinecesitaba ayuda, y pensé que cada vezse parecía más a Neptune, con esecabello rizado y desgreñado que le caíaen cascada sobre las sienes y esos ojoslacrimosos sobre una nariz húmeda ytrémula.

—Eh, eh, no —me contestóentonces, imprimiendo a la frase lasmismas pausas que jalonaban susdesplazamientos. —¿Quiere al menossentarse un momento? —le sugerí yo. —¿Sentarse? —repitió, extrañado—. Eh,eh, no, ¿por qué?

—Para descansar un poco —le dije.—Ah, yaaaaaa —contestó—. Pues,

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eh, eh, no.Lo dejé pues en compañía de las

camelias, vigilándolo desde mi ventana.Al cabo de un larguísimo momento, sesustrajo a su contemplación floral y sedirigió a velocidad moderada hasta mipuerta. Abrí antes de que llegara allamar al timbre.

—Voy a moverme un poco —me dijosin verme, con sus orejas sedosas algoenmarañadas ante los ojos. Luego, acosta de un esfuerzo patente, añadió—:esas flores de ahí... ¿cómo se llaman? —¿Las camelias? —pregunté yo,sorprendida.

—Camelias... —repitió despacio—,

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camelias... Bueno, muchas gracias,señora Michel —terminó diciendo conuna voz que de repente sonabaextrañamente más firme.

Y dio media vuelta. Pasaronsemanas sin que volviera a verlo, hastaesa mañana de noviembre en la que, alpasar ante mi puerta, no lo reconocí detan bajo como había caído. Sí, la caída...A ella estamos todos abocados. Peroque un hombre joven alcance antes detiempo el punto desde el que ya no selevantará... La caída es entonces tanvisible y tan cruda que le encoge a unoel corazón de pura compasión. JeanArthens no era ya más que un cuerpo

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reducido al suplicio que se arrastraba enuna vida en la cuerda floja. Me preguntécon espanto cómo se las apañaría parallevar a cabo los gestos tan sencillosque reclama el manejo del ascensor,cuando la repentina aparición deBernard Grelier, que lo cogió en brazosy lo aupó en volandas como una pluma,me ahorró tener que intervenir. Tuve labreve visión de un hombre maduro eincapaz que llevaba en brazos el cuerpomasacrado de un niño, hasta quedesaparecieron en el abismo de laescalera.

—Pero va a venir Clémence —diceManuela que, es extraordinario, sigue

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siempre el hilo de mis pensamientosmudos.

—Chabrot me ha pedido que leruegue que se marche —digo yo,meditabunda—. No quiere ver más que aPaul.

—De la pena la baronesa se hasonado la nariz en un trapo —añadeManuela, hablando de Violette Grelier.

No me extraña. En la hora de todoslos finales, adviene sin remedio laverdad. Violette Grelier es del trapocomo Pierre Arthens es de la seda, y,cada uno, prisionero de su destino, ha dehacerle frente sin escapatoria y ser en elepílogo lo que en el fondo siempre fue,

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sea cual sea la ilusión con la que hayaquerido consolarse. Codearse con elpaño fino no da ningún derecho, comotampoco tiene derecho a la salud elenfermo.

Sirvo el té y lo degustamos ensilencio. Nunca antes lo habíamostomado juntas por la mañana, y esabrecha en el protocolo de nuestro ritualtiene un extraño sabor.

—Es agradable —murmuraManuela.

Sí, es agradable pues gozamos deuna doble ofrenda, la de ver consagradaen esta ruptura en el orden de las cosasla inamovilidad de un ritual al que

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hemos dado forma juntas para que, tardetras tarde, se enquistara en la realidadhasta el punto de conferirle sentido yconsistencia y que, por el hecho detransgredirse esta mañana, adquiere depronto toda su fuerza; pero saboreamostambién, como lo habríamos hecho dehaber sido un néctar preciado, el donportentoso de esa mañana incongruenteen la que los gestos mecánicos toman unimpulso nuevo, en la que aspirar elaroma, probar, dejar reposar, servir denuevo, beber a pequeños sorbos viene aser vivir un nuevo renacer.

Esos instantes en que se nos revelala trama de nuestra existencia, mediante

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la fuerza de un ritual que recuperaremoscomo era antes con mayor placer aúnpor haberlo infringido, son paréntesismágicos que le ponen a uno el corazónal borde del alma, porque, fugitiva perointensamente, una pizca de eternidad havenido de pronto a fecundar el tiempo.Afuera, el mundo ruge o se adormece,arden las guerras, los hombres viven ymueren, perecen unas naciones y surgenotras antes de caer a su vez, arrasadas,y, en todo ese ruido y toda esa furia, enesas erupciones y esas resacas, mientrasel mundo va, se incendia, se desgarra yrenace, se agita la vida humana.

Entonces, tomemos una taza de té.

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Como Kakuzo Okakura, el autor deEl libro del té, que se lamentaba de larevuelta de las tribus mongoles en elsiglo XIII no porque hubiera traídoconsigo muerte y desolación, sinoporque había destruido, entre los frutosde la cultura Song, el más preciado deellos, el arte del té, sé como él que no esun brebaje menor. Cuando devieneritual, constituye la esencia de la aptitudpara ver la grandeza en las cosaspequeñas. ¿Dónde se encuentra labelleza? ¿En las grandes cosas que,como las demás, están condenadas amorir, o bien en las pequeñas que, sinpretensiones, saben engastar en el

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instante una gema de infinitud?El ritual del té, esta repetición

precisa de los mismos gestos y de lamisma degustación, este acceso asensaciones sencillas, auténticas yrefinadas, esta licencia otorgada a cadauno, sin mucho esfuerzo, paraconvertirse en un aristócrata del gusto,porque el té es la bebida de los ricoscomo lo es de los pobres, el ritual delté, pues, tiene la extraordinaria virtud deintroducir en el absurdo de nuestrasvidas una brecha de armonía serena. Sí,el universo conspira a la vacuidad, lasalmas perdidas lloran la belleza, lainsignificancia nos rodea. Entonces,

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tomemos una taza de té. Se hace elsilencio, fuera se oye soplar el viento,crujen las hojas de otoño y levantan elvuelo, el gato duerme, bañado en unacálida luz. Y, en cada sorbo, el tiempose sublima.

Idea profunda nº6

Dime qué vesqué leesen el desayuno

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y te diréquién eres

Todas las mañanas, en el desayuno,papá se toma un café y lee el periódico.Varios periódicos, de hecho: Le Monde,Le Fígaro, Liberation y, una vez porsemana, L'Express, Les Échos, Times yCourríer international. Pero salta a lavista que su mayor satisfacción estomarse su primera taza de café leyendoLe Monde. Se enfrasca en la lecturadurante al menos media hora. Para poderdisfrutar de esa media hora, tiene quelevantarse muy, muy temprano porquetiene muchas cosas que hacer todos los

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días. Pero cada mañana, aunque hayahabido una sesión nocturna y sólo hayadormido dos horas, se levanta a las seisy se lee su periódico tomándose un cafébien cargado. Así se construye papácada día. Digo «se construye» porquepienso que, cada vez, es una nuevaconstrucción, como si por la noche todose hubiera reducido a cenizas y tuvieraque volver a empezar desde cero. Asívive su vida un hombre, en nuestrouniverso: tiene que reconstruir sin cesarsu identidad de adulto, ese ensamblajeinestable y efímero, tan frágil, quereviste la desesperanza y, a cada unoante el espejo, cuenta la mentira que

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necesitamos creer.Para papá, el periódico y el café son

las varitas mágicas que lo transformanen hombre importante. Como la calabazaque se convierte en carroza. Obsérveseque le produce una gran satisfacción:nunca lo veo tan tranquilo y relajadocomo ante su café de las seis de lamañana.

Pero ¡alto es el precio que tiene quepagar! ¡Alto es el precio cuando se llevauna doble vida!

Cuando caen las máscaras, porquesobreviene una crisis —y, entre losmortales, siempre hay momentos decrisis—, ¡la verdad es terrible! Mirad

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por ejemplo a Pierre Arthens, el críticogastronómico del sexto, que se estámuriendo. Hoy a mediodía, mamá havuelto de la compra como un ciclón y,nada más entrar en casa, ha lanzado aquien pudiera oírla: «¡Pierre Arthensestá agonizante!» Quien podía oírlaéramos Constitución y yo. Vamos, quesus palabras no han suscitado un graninterés, la verdad sea dicha. Mamá,sorprendida, se ha quedado un pelíndecepcionada. Al volver papá, por lanoche, lo ha asaltado enseguida paracontarle la noticia.

Papá parecía sorprendido: «¿Elcorazón? ¿Así, visto y no visto?», le ha

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preguntado.He de decir que el señor Arthens es

un malvado de los grandes. Papá encambio no es más que un chiquillo quejuega a dárselas de adulto antipático.Pero el señor Arthens... ése es unmalvado de primera categoría. Cuandodigo malvado, no me refiero a que seamalo, cruel o despótico, aunque tambiénun poco. No, cuando digo que es «unmalvado de verdad», quiero decir quees un hombre que ha renegado tanto delo que puede haber de bueno en él queparece un cadáver aunque aún esté vivo.Porque los malvados de verdad odian atodo el mundo, desde luego, pero sobre

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todo se odian a sí mismos. ¿No os daiscuenta, vosotros, cuando alguien se odiaa sí mismo? Ello lleva a estar muerto sindejar de estar vivo, a anestesiar losmalos sentimientos pero también losbuenos para no sentir la náusea de seruno mismo.

Pierre Arthens, está claro, era unmalvado de verdad. Dicen que era elgurú de la crítica gastronómica y eladalid del mundo de la cocina francesa.Y eso, desde luego, no me extraña nada.Si queréis que os diga mi opinión, lacocina francesa da pena. Tanto genio,tantos medios, tantos recursos para unresultado tan pesado... ¡Todas esas

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salsas, esos rellenos, esos pasteles quete llenan hasta reventar! Es de un malgusto... Y cuando no es pesada, es cursia más no poder: te matan de hambre contres rábanos estilizados y dos vieirassobre gelatina de algas, servido todoello en platos en plan zen de pacotillapor camareros con cara de enterradores.El sábado pasado fuimos a unrestaurante muy fino de este estilo, elNapoleon's Bar. Era una cena familiar,para celebrar el cumpleaños deColombe, que eligió los platos con sugracia habitual: un no sé qué de lo máspretencioso con castañas, cordero conhierbas de nombre impronunciable y un

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sambayón con Grand Marnier (el colmodel horror). El sambayón es el emblemade la cocina francesa: una cosa que selas da de ligera y que ahoga acualquiera. Yo no me pedí nada deprimero (os ahorro los comentarios deColombe sobre la anorexia de la plastade su hermana) y luego me tomé, porsesenta y tres euros, unos filetes desalmonete al curry (con dados crujientesde calabacín y zanahoria debajo delpescado) y para terminar, por treinta ycuatro euros, lo que encontré en la cartaque me parecía menos malo: un fondantde chocolate amargo. Desde luego, porese precio hubiera preferido un abono

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de un año en McDonald's. Ellos almenos tienen un mal gusto sinpretensiones. Y os ahorro también todocomentario sobre la decoración de lasala y de la mesa. Cuando los francesesquieren desmarcarse de la tradición«Imperio» con sus tapices burdeos y susdorados a mansalva, optan por el estilohospital. Uno se sienta en sillas de LeCorbusier («de Corbu», como dicemamá), come en vajillas blancas deformas geométricas con un aire aburocracia soviética y, en el cuarto debaño, se seca las manos con unas toallastan finas que no absorben nada.

El esbozo, la sencillez no es eso.

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«¿Y se puede saber qué querías túcomer?», me preguntó después Colombecon aire exasperado porque no me pudeterminar el primer salmonete. Nocontesté. Porque no lo sé. No soy másque una niña, al fin y al cabo. Pero enlos mangas los personajes parecencomer de otra manera. Parece algosencillo, refinado, comedido, delicioso.

Comen como se admira un cuadrohermoso o como se canta en un corodivino. No es ni demasiado nidemasiado poco: comedido, en el buensentido de la palabra. A lo mejor meequivoco por completo; pero la cocinafrancesa a mí me parece algo viejo y

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pretencioso, mientras que la cocinajaponesa se me antoja... pues ni joven nivieja. Eterna y divina.

Bueno, total, que el señor Arthensestá agonizante. Me pregunto qué haríaél, por las mañanas, para meterse en elpapel de malvado de verdad. A lo mejorse tomaba un café muy cargado leyendoa la competencia, o se zampaba undesayuno americano con salchichas ypatatas fritas. ¿Qué hacemos por lasmañanas? Papá lee el periódicotomándose un café, mamá se toma uncafé hojeando catálogos, Colombe tomacafé escuchando France ínter y yo, yotomo chocolate leyendo mangas. Ahora

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estoy leyendo mangas de Taniguchi, ungenio con el que aprendo un montón decosas sobre los hombres.

Pero ayer le pregunté a mamá sipodía tomar té. Mi abuela desayuna ténegro, un té con aroma a bergamota.Aunque no me parezca riquísimo, almenos tiene una pinta más agradable queel café, que es una bebida de malvados.Pero ayer, en el restaurante, mamá sepidió un té de jazmín y me dio a probar.Lo encontré tan rico, tan «yo misma»que esta mañana he declarado que es loque quería tomar siempre de desayuno apartir de ahora. Mamá me ha puesto cararara (su cara de «somnífero mal

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evacuado») y luego me ha dicho «sí,tesoro, ya tienes edad de tomar té».

Té y manga contra café y periódico:la elegancia y el embrujo contra la tristeagresividad de los juegos adultos depoder.

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12

Comedia fantasma

Tras marcharse Manuela, me dedicoa todo tipo de cautivadorasocupaciones: limpio mi casa, friego elsuelo del vestíbulo, saco a la calle loscubos de basura, recojo los folletos depublicidad, riego las plantas, le preparola pitanza al gato (compuesta por unaloncha de jamón con una corteza de

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tocino hipertrofiada), me cocino mipropio almuerzo —pasta china fría contomate, albahaca y queso parmesano—,leo el periódico, me repliego en miantro para disfrutar de una bellísimanovela danesa, gestiono una crisis en elvestíbulo porque Lotte, la nieta de losArthens, la mayor de Clémence, lloraante mi puerta porque el abuelito noquiere verla.

Termino todo esto a las nueve de lanoche y de pronto me siento vieja y muydeprimida. La muerte no me da miedo, ymenos aún la de Pierre Arthens, pero loque se me hace insoportable es laespera, ese hueco en suspenso del

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todavía no que nos hace tomarconciencia de la inutilidad de lasbatallas. Me siento a oscuras en lacocina, en silencio, y experimento elsentimiento amargo del absurdo. Mimente parte despacio a la deriva. PierreArthens... Déspota brutal, sediento degloria y de honores, que no obstante seesfuerza hasta el final por perseguir consus palabras una inasible quimera,desgarrado entre la aspiración al Arte yel hambre de poder... ¿Dónde, en elfondo, está la verdad? ¿Y dónde lailusión? ¿En el poder o en el Arte? ¿Noensalzamos acaso por la fuerza deldiscurso bien aprendido las creaciones

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del hombre, mientras que tildamos decrimen de vanidad ilusoria la sed dedominación que a todos nos agita —sí, atodos, incluida una pobre portera en suangosta vivienda, la cual, pese a haberrenunciado al poder visible, no deja porello de perseguir en espíritu sueños dedominación?

¿Cómo transcurre pues la vida? Díatras día, nos esforzamos valerosamentepor representar nuestro papel en estacomedia fantasma. Como primates quesomos, lo esencial de nuestra actividadconsiste en mantener y cuidar nuestroterritorio de manera que éste nos protejay halague, en subir o no bajar en la

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escala jerárquica de la tribu y enfornicar de cuantas formas podamos —aunque no fuere más que en fantasía—tanto por el placer como por ladescendencia prometida. Para ello,empleamos una parte nada desdeñablede nuestra energía en intimidar oseducir, pues ambas estrategias bastanpara asegurar la conquista territorial,jerárquica y sexual que anima nuestroconatus. Pero nada de todo ello lopercibe nuestra conciencia. Hablamosde amor, del bien y del mal, de filosofíay de civilización, y nos aferramos a esosiconos respetables como la garrapata asu perrazo caliente.

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A veces, sin embargo, la vida se nosantoja una comedia fantasma. Comosacados de un sueño, nos observamosactuar y, helados al constatar el gastovital de energía que requiere elmantenimiento de nuestros requisitosprimitivos, inquirimos estupefactosdónde ha quedado el Arte.

Nuestro frenesí de muecas y miradasnos parece de pronto el colmo de lainsignificancia, nuestro cálido nidito,fruto del endeudamiento de veinte años,una vana costumbre bárbara, y nuestraposición en la escala social, tanduramente alcanzada y tan eternamenteprecaria, de una zafia vanidad. En

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cuanto a nuestra descendencia, lacontemplamos con una mirada nueva yhorrorizada porque, sin el barniz delaltruismo, el acto de reproducirse se nosantoja profundamente fuera de lugar.Sólo quedan los placeres sexuales; pero,arrastrados en la corriente de la miseriaprimigenia, vacilan ellos también, puesla gimnasia sin el amor no encuentracabida en el marco de nuestras leccionesbien aprendidas.

La eternidad se nos escapa.Tales días, en los que naufragan en

el altar de nuestra naturaleza profundatodas las creencias románticas,políticas, intelectuales, metafísicas y

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morales que años de educación y decultura han tratado de imprimir ennosotros, la sociedad, campo territorialagitado por grandes ondas jerárquicas,se sume en la nada del Sentido. Adiós alos pobres y a los ricos, a lospensadores, a los investigadores, a losdirigentes, a los esclavos, a los buenos ya los malos, a los creativos y a losconcienzudos, a los sindicalistas y a losindividualistas, a los progresistas y a losconservadores; ya no son sinohomínidos primitivos cuyas muecas ysonrisas, gestos y adornos, lenguaje ycódigos, inscritos en el mapa genéticodel primate medio, sólo significan esto:

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representar su papel o morir.Esos días uno necesita

desesperadamente el Arte. Aspira conardor a recuperar su ilusión espiritual,desea con pasión que algo lo salve delos destinos biológicos para que no seexcluya de este mundo toda poesía ytoda grandeza.

Entonces uno toma una taza de té ove una película de Ozu, para retraersede las lidias y las batallas que son losusos y costumbres reservados de nuestraespecie dominadora, y para imprimir aeste patético teatro la marca del Arte ysus más grandes obras.

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13

Eternidad

A las nueve de la noche pues, pongoen el vídeo una cinta de Ozu, Lashermanas Munakata. Es la décimapelícula de Ozu que veo en un mes. ¿Porqué? Porque Ozu es un genio que mesalva de los destinos biológicos.

Todo esto vino porque un día leconfié a Angele, la joven bibliotecaria,

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que me gustaban mucho las primeraspelículas de Wim Wenders, y me dijo:«ah, ¿y ha visto Tokio-Ga?» Y cuando seha visto Tokio-Ga, que es unextraordinario documental sobre Ozu,por supuesto a uno le entran ganas dedescubrir al propio Ozu. Descubrí puesa Ozu y, por primera vez en mi vida, elArte cinematográfico me hizo reír yllorar como un verdaderoentretenimiento.

Pongo en marcha la cinta y saboreo asorbitos un té de jazmín. De vez encuando rebobino la cinta, gracias a esterosario laico llamado mando a distancia.

Y he aquí una escena extraordinaria.

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El padre, interpretado por ChishuRyu, actor fetiche de Ozu, hilo deAriadna de su obra, hombre maravillosoque irradia calidez y humildad, el padre,como digo, al que le queda poco devida, conversa con su hija Setsukoacerca del paseo que acaban de dar porKyoto. Beben sake.

EL PADRE: ¡Y ese templo delMusgo! La luz realzaba aún más elmusgo.

SETSUKO: Y también esa cameliaque había encima.

EL PADRE: Ah, ¿te habías fijado?¡Cuan hermoso era! (Pausa.) En el Japónantiguo hay cosas hermosas. (Pausa.)

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Esta manera de decretar que todo eso esmalo me parece excesiva.

La película avanza y, al final deltodo, está esta última escena, en unparque, cuando Setsuko, la mayor, charlacon Mariko, su antojadiza hermanamenor.

SETSUKO (con expresión radiante):Dime, Mariko, ¿porqué son violetas losmontes de Kyoto?

MARIKO (traviesa): Es verdad.Parecen un flan de azuki.

SETSUKO, sonriente: Es un colorbien bonito.

La película trata de mal de amores,de matrimonios arreglados, de la

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familia, de hermandad, de la muerte delpadre, del antiguo y el nuevo Japón ytambién del alcohol y la violencia de loshombres.

Pero sobre todo trata de algo que senos escapa, a nosotros occidentales, ysobre lo que sólo la cultura japonesaarroja algo de luz. ¿Por qué esas dosescenas breves y sin explicación, quenada en la intriga motiva, suscitan unaemoción tan poderosa y sostienen lapelícula entera entre sus inefablesparéntesis? Y he aquí la clave de lapelícula.

SETSUKO: La verdadera novedades lo que no envejece, pese al tiempo.

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La camelia sobre el musgo deltemplo, el violeta de los montes deKyoto, una taza de porcelana azul, estaeclosión de la belleza en el corazónmismo de las pasiones efímeras, ¿no esacaso a lo que todos aspiramos? ¿Y loque nosotros, civilizacionesoccidentales, no sabemos alcanzar?

La contemplación de la eternidad enel movimiento mismo de la vida.

Diario del movimiento delmundo nº3

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¡Pero vamos, alcánzala!

¡Cuando pienso que hay gente que notiene televisión! Pero ¿cómo es posible,cómo se las apaña? Yo es que podríapasarme horas enteras viendo la tele.Quito el sonido y miro. Es como si vieralas cosas con rayos X. Cuando se quitael sonido viene a ser como quitar elpapel de embalaje, el bonito papel deseda que envuelve una tontería que te hacostado dos euros. Si veis así losreportajes de los noticiarios, os daréiscuenta de una cosa: las imágenes notienen nada que ver unas con otras, lo

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único que las une entre sí es elcomentario, que hace que una sucesióncronológica de imágenes parezca unasucesión real de hechos.

Bueno, resumiendo, que me encantala tele. Y esta tarde he visto unmovimiento del mundo interesante: unacompetición de saltos de trampolín. Enrealidad, varias competiciones. Era unaretrospectiva del campeonato del mundode la disciplina. Había saltosindividuales con figuras impuestas ofiguras libres, saltadores hombres omujeres, pero sobre todo, lo que más meha interesado eran los saltos dobles.Además de la proeza individual, con un

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montón de tirabuzones, giros y piruetas,los saltadores tienen que sersincrónicos. No tienen que ir más omenos a la vez, no: perfectamente a lavez, no puede haber ni una milésima desegundo de diferencia entre ambos.

Lo más gracioso es cuando lossaltadores tienen morfologías muydiferentes: uno bajito y retaco al lado deuno alto y esbelto. Al verlos uno piensa:esto no puede funcionar, en términosfísicos, no pueden salir y llegar a la vez;pero sí que lo consiguen, aunque no oslo podáis creer.

Lección que hay que sacar de esto:en el universo todo es compensación.

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Cuando se es menos rápido, se tiene másfuerza. Pero lo que me proporcionóalimento para mi Diario fue cuando dosjóvenes chínitas se presentaron en loalto del trampolín. Dos esbeltas diosascon trenzas de un negro brillante y quepodrían haber sido gemelas por lomucho que se parecían, pero elcomentarista precisó que ni siquieraeran hermanas. Bueno, total, quellegaron a lo alto del trampolín, y creoque todo el mundo debió de hacer comoyo: contener el aliento.

Tras varios impulsos gráciles,saltaron. Las primeras mieras desegundo, fue perfecto. Sentí esa

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perfección en mi propio cuerpo; segúnparece es una historia de «neuronasespejo»: cuando se mira a alguien haceruna acción, las mismas neuronas queactiva esta persona para hacer lo queestá haciendo se activan a su vez ennuestra cabeza, sin que nosotrosmovamos un dedo. Un salto acrobáticosin moverse del sofá y comiendo patatasfritas: por eso a la gente le gusta verdeporte por televisión. Bueno, total, quelas dos gracias chinas saltan y, alprincipio del todo, éxtasis total. Y luego,¡horror! De repente el espectador tienela impresión de que hay un ligerísimodesfase entre ambas. Uno escudriña la

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pantalla, con el corazón en un puño: sinlugar a dudas, hay un desfase. Sé queparece absurdo contar esto así cuandoen total el salto no debe de durar más detres segundos, pero justamente porquesólo dura tres segundos, uno mira todaslas fases como si duraran un siglo. Yresulta ya evidente, ya no cabe ponerseuna venda en los ojos: ¡estándesfasadas! ¡Una va a entrar en el aguaantes que la otra! ¡Es horrible!

De repente me vi a mí mismagritando ante el televisor: ¡peroalcánzala, vamos, alcánzala!

Sentí una rabia increíble contra laque se había rezagado. Me hundí en el

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sofá, asqueada. Bueno, entonces, ¿qué?¿Es esto el movimiento del mundo? ¿Unínfimo desfase que arruina para siemprela posibilidad de la perfección? Me tiréal menos treinta minutos de un humor deperros. Y de pronto me pregunté: pero¿por qué querría uno a toda costa que laalcanzase? ¿Por qué duele tanto cuandoel movimiento no está sincronizado? Noes muy difícil adivinarlo: todas estascosas que pasan, que fallamos por pocoy malogramos ya para siempre,eternamente... Todas estas palabras quedeberíamos haber dicho, estos gestosque deberíamos haber hecho, estoskairos fulgurantes que surgieron un día,

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que no supimos aprovechar y que sesumieron para siempre en la nada... Elfracaso por un margen tan pequeño...Pero sobre todo se me vino a la menteotra idea, por lo de las «neuronasespejo». Una idea perturbadora, dehecho, y vagamente proustiana (lo cualme pone nerviosa). ¿Y si la literatura nofuera sino una televisión que uno mirapara activar sus neuronas espejo y paraproporcionarse a bajo coste losescalofríos de la acción? ¿Y si, peoraún, la literatura fuera una televisión quenos muestra todo aquello en lo quefracasamos? ¡Vaya un movimiento delmundo! Podría haber sido la perfección

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pero es el desastre. Debería vivirse deverdad pero es siempre un disfrute porpoderes.

Entonces os pregunto: ¿por quépermanecer en este mundo?

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14

Entonces, el Japónantiguo

A la mañana siguiente, Chabrotllama a mi puerta. Parece haberserecuperado, ya no le tiembla la voz y sunariz está seca y con buen color. Peroparece un fantasma.

—Pierre ha muerto —me dice convoz metálica.

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—Lo siento mucho —le contesto.Y de verdad lo siento sinceramente

por él, porque si Pierre Arthens ya nosufre, Chabrot tendrá que aprender avivir estando como muerto.

—Las pompas fúnebres llegarán deun momento a otro —añade Chabrot consu tono espectral—. Le agradeceríamucho que hiciera el favor deacompañar a estos señores hasta la casadel señor Arthens.

—Descuide —le digo.—Volveré dentro de dos horas, para

ocuparme de Anna.Me mira un momento en silencio.—Gracias —dice (por segunda vez

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en veinte años).Estoy tentada de responder conforme

a las tradiciones ancestrales de lasporteras pero, no sé por qué, laspalabras no salen de mi boca. Quizá seaporque Chabrot ya no volverá, porqueante la muerte las fortalezas se hacenañicos, porque me acuerdo de Lucien,porque la decencia, por último, prohibeuna desconfianza que ofendería a losdifuntos.

Por ello, no le digo:—A mandar.Sino:—¿Sabe?... todo llega cuando tiene

que llegar. Esto puede sonar a proverbio

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popular, aunque sean también laspalabras que el mariscal Kutuzov, enGuerra y paz, dirige al príncipe Andrés.Me hicieron, por la guerra y por la paz,tantos reproches... Pero todo llegó a sutiempo... Todo llega cuando tiene quellegar para quien sabe esperar...

Daría cualquier cosa por leerdirectamente en ruso. Lo que siempre meha gustado en este pasaje es el ritmo, elbalanceo de la guerra y la paz, ese flujoy reflujo en la evocación, como la mareasobre la arena se trae y se lleva losfrutos del mar. ¿Se trata acaso de uncapricho del traductor, que adorna unestilo ruso muy comedido —me hicieron

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tantos reproches por la guerra y por lapaz —y que remite, en esta fluidez de lafrase que ninguna coma viene a romper,mis elucubraciones marítimas alcapítulo de las extravagancias sinfundamento; o es la esencia misma deeste texto maravilloso que, hoy todavía,me arranca lágrimas de júbilo?

Chabrot asiente suavemente con lacabeza y luego se va.

El resto de la mañana transcurre enuna atmósfera de tristeza. No tengoninguna simpatía postuma por Arthenspero me arrastro como alma en pena y nisiquiera consigo leer. El paréntesis defelicidad que la camelia sobre el musgo

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del templo ha abierto en la crudeza delmundo se ha cerrado sin esperanza, y lanegrura de todos esos abismos corroe miamargo corazón.

Entonces, el Japón antiguo viene ainmiscuirse. De uno de los pisosdesciende una melodía, clara yalegremente perceptible. Alguien toca alpiano una pieza clásica. Ah, dulce horaque de improviso desgarra el velo de lamelancolía... En una fracción deeternidad, todo cambia y se transfigura.Un fragmento de música desprendido deuna pieza desconocida, un poco deperfección en el flujo de las cosashumanas —inclino despacio la cabeza,

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pienso en la camelia sobre el musgo deltemplo, en una taza de té mientras elviento, fuera, acaricia las hojas de losárboles, la vida que se escapa seinmoviliza en una joya sin mañana niproyectos, el destino de los hombres,salvado del pálido sucederse de losdías, se nimba por fin de luz y, más alládel tiempo, exalta mi corazón tranquilo.

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Deber de los ricos

La Civilización es la violenciadomeñada, la victoria siempreinconclusa sobre la agresividad delprimate. Pues primates fuimos yprimates somos, por mucha cameliasobre musgo de la que aprendamos agozar. He ahí la función de la educación.¿Qué es educar? Proponer sin tregua

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camelias sobre musgo como derivativosde la pulsión de la especie, porque éstano cesa jamás y amenaza sin tregua elfrágil equilibrio de la supervivencia.

Yo soy muy camelia sobre musgo.Sólo eso, pensándolo bien, podríaexplicar mi reclusión en esta lúgubreportería. Convencida desde los alboresde mi existencia de la inanidad de ésta,podría haber elegido rebelarme y,poniendo al cielo por testigo de lainiquidad de mi suerte, nutrirme de losrecursos de violencia que nuestracondición alberga. Pero la escuela hizode mí un alma a la que la vacuidad de sudestino no condujo más que a la

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renuncia y al enclaustramiento. Lamaravilla de mi segundo nacimientohabía abonado en mí el terreno deldominio de toda pulsión; puesto que laescuela me había hecho nacer, le debíalealtad y me avine pues a las intencionesde mis educadores convirtiéndomedócilmente en un ser civilizado. Dehecho, cuando la victoria sobre laagresividad del primate se apodera deesas armas prodigiosas que son loslibros y las palabras, la empresa essencilla, y así es como me convertí en unalma educada que extraía de los signosescritos la fuerza de resistir a su propianaturaleza.

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Por ello me ha sorprendido tanto mireacción cuando, tras llamar AntoinePallières tres veces imperiosamente altimbre y, sin mediar saludo, ponerse acontarme con facunda vindicta ladesaparición de su patinete cromado, lehe cerrado la puerta en las narices y apunto he estado con ese mismomovimiento de amputar de su cola a migato, que justo en ese momento seescabullía por el marco.

No tan camelia sobre musgo,después de todo, me he dicho.

Y como tenía que permitir que Leónvolviese a sus dominios, he vuelto aabrir la puerta nada más cerrarla.

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—Disculpa, es que hay corriente.Antoine Pallières me ha mirado con

la expresión de alguien que se preguntasi de verdad ha visto lo que ha visto.Pero como está entrenado paraconsiderar que sólo ocurre lo que tieneque ocurrir, de la misma manera que losricos se convencen de que su vida sigueun surco celestial que el poder deldinero cava naturalmente para ellos, hatomado la decisión de creerme. Lafacultad que tenemos de manipularnos anosotros mismos para que no setambaleen lo más mínimo los cimientosde nuestras creencias es un fenómenofascinante.

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—Sí, bueno, de todas maneras veníasobre todo para darle esto de parte demi madre. Y me ha tendido un sobre decolor blanco.

—Gracias —le he dicho, dándoleuna vez más con la puerta en las narices.

Y heme aquí en la cocina, con elsobre en la mano.

—Pero ¿qué me pasa esta mañana?—le pregunto a León.

La muerte de Pierre Arthensmarchita mis camelias.

Abro el sobre y leo esta notitaescrita en el reverso de una tarjeta devisita tan gélida que la tinta, triunfandosobre cualquier pedazo consternado de

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papel secante, se ha corrido ligeramentedebajo de cada letra.

Señora Michel,¿podría usted, recibir y firmar en mi

nombre la ropa que manden del tinte estatarde?

Esta noche pasaré por la porteríapara recogerla.

Gracias de antemano,Firma garabateada.

No me esperaba tanta hipocresía enel ataque. De estupefacción me dejocaer sobre la silla más próxima.

Me pregunto de hecho si no estaré un

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poco loca. ¿Les produce a ustedes elmismo efecto cuando les ocurre?

Consideren lo siguiente:El gato duerme. ¿La lectura de esta

frasecita anodina no ha despertado enustedes ningún sentimiento de dolor,ningún arranque de sufrimiento? Eslegítimo.

Consideren ahora en cambio:El gato, duerme.Repito, para despejar toda sombra

de ambigüedad:El gato coma duerme. El gato,

duerme.Podría usted, recibir y firmar en mi

nombre. Por un lado tenemos ese

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prodigioso empleo de la coma que,tomándose libertades con la lenguaporque no suele ocurrir que se separe elcomplemento de objeto directo delverbo que lo rige, magnifica la forma dela oración:

Me hicieron, por la guerra y por lapaz, tantos reproches...

Y, por otro, estos borrones sobrepapel vitela de Sabine Pallières queclavan en la frase una coma convertidaen puñal. ¿Podría usted, recibir y firmaren mi nombre la ropa que manden deltinte esta tarde?

Si hubiese sido Sabine Pallières unahonrada portuguesa nacida en Faro bajo

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una higuera, una portera recién venidade un pueblito de Puteaux o unadeficiente mental tolerada por sucaritativa familia, habría podido yoperdonar de buena gana esta ligerezaculpable. Pero Sabine Pallières es unarica. Sabine Pallières es la esposa de unpez gordo de la industriaarmamentística; Sabine Pallières es lamadre de un cretino con trenca verdepino que, tras sus varias carreras en lasmejores universidades del país,probablemente irá a difundir lamediocridad de sus ideas de chicha ynabo en un gabinete ministerial dederechas; y, otrosí, Sabine Pallières es

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la hija de un pendón con abrigo de visónque forma parte del comité de lectura deuna importantísima editorial y que estátan enjaezada de joyas que, a veces,temo que pueda desplomarse por elpeso.

Por todos estos motivos, SabinePallières es imperdonable. Los favoresdel destino tienen un precio. Para quiense beneficia de las indulgencias de lavida, la obligación de rigor en laconsideración de la belleza no esnegociable. La lengua, esta riqueza delhombre, y sus usos, esta elaboración dela comunidad social, son obrassagradas. Que evolucionen con el

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tiempo, se transformen, se olviden yrenazcan mientras, a veces, sutrasgresión se convierte en fuente de unamayor fecundidad, no altera en nada elhecho de que, para tomarse con ellas elderecho al juego y al cambio, antes hayque haberles declarado plenosometimiento. Los elegidos de lasociedad, aquellos a los que el hadoexceptúa de esas servidumbres que sonel sino del hombre pobre, tienen por ellola doble misión de venerar y respetar elesplendor de la lengua. Por último, queuna Sabine Pallières haga mal uso de lapuntuación es una blasfemia tanto másgrave cuanto que, al mismo tiempo,

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poetas soberbios nacidos en hediondoscarromatos o en chabolas nauseabundastienen por la Belleza la santa reverenciaque le es debida.

A los ricos, el deber de lo Bello. Sino, merecen morir.

Entonces, en este punto preciso demis reflexiones indignadas, alguienllama a mi puerta.

Idea profunda nº 7

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Construirvivesmueressonconsecuencias

Cuanto más pasa el tiempo, másdecidida estoy a prenderle fuego a lacasa. Por no hablar de suicidarme.Tengo motivos: papá me ha echado labronca porque le he llevado la contrariaa uno de sus invitados que decía unacosa que no era verdad. En realidad, erael padre de Tibère.

Tibère es el novio de mi hermana.Estudia en la École Nórmale Supérieure,

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como ella, pero en la rama dematemáticas. Cuando pienso que eso seconsidera la élite... La única diferenciaque veo entre Colombe, Tibère, susamigos y una panda de jóvenes «delpueblo llano» es que mi hermana y susamigos son más tontos. Beben, fuman,hablan como en los barrios humildes delos suburbios de las grandes ciudades eintercambian frases de este estilo:«Hollande se ha cargado a Fabius con sureferéndum, ¿lo habéis visto?, este tío esla leche» (verídico) o bien: «Todos losDI (directores de investigación) que hannombrado en los últimos dos años sonfachas de cuidado, la derecha se está

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atrincherando, no hay que cagarla con eldirector de tesis» (recientito, de ayer).

Un nivel por debajo se oyen cosascomo: «Ah, oye, tío, la rubia que lemola a J.-B. es una anglicista, una rubia,vaya» (ídem) y un nivel por encima: «laconferencia de Marian era una chorrada,cuando dijo eso de que la existencia noes el atributo primero de Dios» (ídem,justo después de cerrar el tema de larubia anglicista). ¿Qué queréis quepiense de todo esto? Y aquí está laguinda, palabra por palabra (o casi):«Que uno sea ateo no quiere decir queno pueda ver el poder de la ontologíametafísica. Sí, tío, lo que cuenta es el

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poder conceptual, no la verdad. Y elcura este, Marian, cómo controla, eljodido, ¿eh?, menos mal.»

Las perlas blancasque en mis mangas cayeron cuando

con el corazón aún plenonos separamoslas llevo conmigocomo recuerdo suyo.(Kokinshu)Me he plantado los tapones para los

oídos de goma espuma amarilla demamá y me he puesto a leer unos haikúsde la Antología de poesía japonesaclásica de papá para no oír suconversación de degenerados. Después,

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Colombe y Tibère se han quedado solosy se han puesto a hacer ruidos inmundoscuando sabían muy bien que podíaoírlos. Para colmo de males, Tibère seha quedado a cenar porque mamá habíainvitado a sus padres. El padre deTibère es productor de cine, y su madretiene una galería de arte en los muellesdel Sena. Colombe está loquita por lospadres de Tibère, el fin de semana queviene se va con ellos a Venecia, debuena me he librado, voy a poder estartranquila tres días.

Bueno, a lo que iba. El padre deTibère ha dicho durante la cena: «Perocómo, ¿no conocéis el Go, este

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fantástico juego japonés? En estemomento estoy produciendo unaadaptación de la novela de Sa Shan, Lajugadora de Go, es un juego fa-bu-lo-so,el equivalente japonés del ajedrez. ¡Heaquí otro invento más que les debemos alos japoneses, es fa-bu-lo-so, os loaseguro!» Y se ha puesto a explicar lasreglas del juego del Go. No decía másque tonterías.

Primero, el Go lo inventaron loschinos. Lo sé porque me he leído elmanga de culto sobre el Go.

Se llama Hikaru No Go. Segundo, noes el equivalente japonés del ajedrez.Quitando el hecho de que es un juego de

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tablero y que dos adversarios seenfrentan con piezas negras y blancas,no tiene nada que ver con el ajedrez. Enel ajedrez, hay que matar para ganar. Enel Go, hay que construir para vivir. Ytercero, algunas de las reglas enunciadaspor el señor Soy-el-padre-de-uncretinono eran verdad. El objetivo del juego noes comerse al adversario sino construirun territorio mayor que el suyo. La reglade la posesión de piedras deconstrucción estipula que uno puede«suicidarse» si es para tomar laspiedras del adversario, y no que estéformalmente prohibido ir allí donde unopierde automáticamente sus piedras. Etc.

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Entonces, cuando el señor He-traído-al-mundo-a-una-pústula ha dicho:«El sistema de clasificación de losjugadores empieza en 1 kyu y después sesube hasta 30 kyu, y de ahí se pasa a losdanés: primer dan, segundo dan, etc.»,no he podido contenerme y he dicho:«No, es al revés: se empieza en 30 kyu yluego se llega hasta 1.»

Pero el señor Discúlpenla-no-sabe-lo-que-dice se ha obcecado con cara demala leche: «No, mi querida señorita, teaseguro que tengo razón yo.» Yo lonegaba con la cabeza, mientras papá memiraba con el ceño fruncido. Lo peor esque me ha salvado Tibère. «Que sí,

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papá, que tiene razón ella, el primer kyues lo más alto a lo que se puede llegar.»A Tibère le apasionan las mates y juegaal ajedrez y al Go. Odio esa idea. Lascosas hermosas deberían ser de la gentehermosa.

Pero bueno, sea como fuere, el padrede Tibère estaba equivocado, pero papá,después de cenar, me ha dicho, furioso:«Si sólo vas a abrir la boca pararidiculizar a nuestros invitados, mejor teabstienes.» ¿Y qué se supone que tendríaque haber hecho? ¿Abrir la boca comoColombe para decir: «La programaciónde Les Amandiers me deja perpleja»cuando la pobre sería del todo incapaz

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de citar un solo verso de Racine, ymenos aún de percibir su belleza?¿Abrir la boca para decir, como mamá:«Parece que la Bienal del año pasadofue muy decepcionante» cuando daría lavida por sus plantas sin importarle queardiera la obra entera de Vermeer?¿Abrir la boca para decir, como papá:«La excepción cultural francesa es unasutil paradoja», que es, casi palabra porpalabra, lo que ha dicho en las veintecenas anteriores? ¿Abrir la boca comola madre de Tibère para decir: «Hoy endía, en París, apenas se encuentran yabuenos queseros», sin contradicción,esta vez, con su naturaleza profunda de

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comerciante de Auvernia?Cuando pienso en el Go... Un juego

cuyo objetivo es el de construirterritorio sólo puede ser bello. Puedehaber fases de combate, pero no sonsino medios al servicio del fin, a saber:asegurar la supervivencia de losterritorios de cada adversario. Uno delos logros más hermosos del juego delGo es que está comprobado que, paraganar, hay que vivir pero también dejarvivir al contrincante. El jugadordemasiado ávido pierde la partida: es unjuego sutil de equilibrio en el que hayque lograr ventaja sin aplastar al otro.Al final, la vida y la muerte no son sino

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la consecuencia de una edificación bieno mal construida. Es lo que dice uno delos personajes de Taniguchi: vives,mueres, son consecuencias. Es unproverbio de juego de Go y unproverbio de vida.

Vivir, morir: no son más queconsecuencias de lo que se haconstruido. Lo importante es construirbien. Por ello, me he impuesto una nuevaobligación: voy a dejar de deshacer, dederribar, y me voy a poner a construir.Hasta de Colombe haré algo positivo.Lo que cuenta es lo que uno hace en elmomento de morir y, el próximo 16 dejunio, quiero morir construyendo.

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16

El spleen deConstitución

Ese alguien que ha llamado resultaser la esplendorosa Olimpia Saint-Nice,la hija del diplomático del tercero. Mecae bien Olimpia Saint-Nice. Encuentroque hace falta un carácter considerablepara sobrevivir a un nombre tanridículo, sobre todo cuando se sabe que

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condena a la infeliz a desternillantes«Eh, Olimpia, ¿puedo subirme a tumonte?» a lo largo de una adolescenciaque se antoja interminable. Porañadidura, Olimpia Saint-Nice noparece desear convertirse en aquelloque su cuna le ofrece. No aspira ni almatrimonio desahogado, ni a lospasillos del poder, ni a la diplomacia ymenos aún al divismo. Olimpia Saint-Nice quiere ser veterinaria.

—En provincias —me confió un díaque hablábamos de gatos ante mi puerta—. En París sólo hay animalitospequeños. Yo también quiero vacas ycerdos.

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Olimpia tampoco actúa de cara a lagalería, como ciertos residentes de lafinca, no trata conmigo para que se veaque charla con la portera porque es una«niña bien educada, de izquierdas y sinprejuicios». Olimpia me habla porquetengo un gato, lo cual nos integra aambas en la misma comunidad deintereses, y yo aprecio en su justo valoresta capacidad suya de obviar lasbarreras que la sociedad yergue sintregua en nuestros ridículos caminos.

—Tengo que contarle lo que le hapasado a Constitución —me dice cuandole abro la puerta.

—Pero pase, pase —le digo—, ¿o

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es que tiene prisa? Al menos podráquedarse un momentito...

No sólo puede quedarse unmomentito, sino que está tan feliz deencontrar a alguien con quien hablar degatos y de las pequeñas miserias de losgatos que se queda una hora entera en laque se toma cinco tazas de té seguidas.

Sí, me cae muy bien Olimpia Saint-Nice. Constitución es una encantadoragatita color caramelo, con el hociquitorosa bombón, bigotes blancos yalmohadillas lila, cuyos dueños son losJosse y, como todos los animales depelo del palacete, se ve sometida a loscuidados de Olimpia al menor achaque.

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Pues bien, esta cosita inútil peroapasionante, de tres años de edad, nohace mucho se pasó toda la nochemaullando, arruinando así el sueño desus amos. —¿Y eso por qué? —preguntoen el momento adecuado, porqueestamos enfrascadas en la complicidadde un relato en el que cada una quiereinterpretar su papel a la perfección. —¡Por una cistitis! —exclama Olimpia—.¡Una cistitis!

Olimpia sólo tiene diecinueve añosy aguarda loca de impaciencia elmomento de ingresar en la Facultad deVeterinaria. Mientras tanto, trabaja comouna descosida y se duele a la vez que

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goza con los males que afligen a la faunadel edificio, la única sobre la que puededirigir sus experimentos.

Por ello me anuncia el diagnósticode cistitis de Constitución como sihubiera descubierto un filón dediamantes. —¡Una cistitis! —exclamo ami vez con entusiasmo.

—Sí, una cistitis —repite ella envoz baja, con los ojos brillantes—.Pobre animalito, se iba haciendo pipípor todos los rincones y... —Olimpiarecupera el aliento para soltar lo mejor—:... ¡su orina era levementehemorrágica!

Dios mío, qué deleite. Si hubiera

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dicho: tenía sangre en el pis, el asunto sehabría despachado visto y no visto. PeroOlimpia, vistiendo con emoción la batade doctor de los gatos, se ha adornado ala vez de la terminología que les espropia. Siempre me ha causado un granplacer oír hablar así.

«Su orina era levementehemorrágica» es para mí una fraserecreativa, eufónica y que evoca unmundo singular que distrae de laliteratura. Por esta misma razón me gustaleer los prospectos de las medicinas,por la tregua que nace de esta precisiónen el término técnico, que proporcionala ilusión del rigor y el estremecimiento

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de la sencillez, y convoca una dimensiónespacio-temporal de la que estánausentes la tensión en pos de lo bello, elsufrimiento creador y la aspiración sinfin y sin esperanza a horizontessublimes.

—Hay dos etiologías posibles parala cistitis —prosigue Olimpia—. O bienun germen infeccioso, o bien unadisfunción renal. Primero le palpé lavejiga, para comprobar que no estuvieraen globo. —¿En globo? —pregunto,extrañada.

—Cuando hay disfunción renal y elgato no puede orinar, su vejiga se llena yforma una suerte de «globo vesical» que

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puede notarse palpando el abdomen —explica Olimpia—. Pero no era el caso.Y no parecía que sintiera dolor cuandola auscultaba. Pero seguía haciéndosepipí por todas partes.

Pienso fugazmente en el salón deSolange Josse transformado en urinariogigante tendencia ketchup. Pero paraOlimpia sólo son daños colaterales.

—Entonces Solange le ha hecho unanálisis de orina. Pero resulta queConstitución no tiene nada. Ni cálculorenal, ni germen insidioso escondido ensu vejiguita del tamaño de un guisante,ni agente bacteriológico infiltrado. Sinembargo, pese a los antiinflamatorios,

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los antiespasmódicos y los antibióticos,Constitución se obstina.

—Pero ¿qué es lo que tieneentonces? —pregunto.

—No se lo va a creer —me diceOlimpia—. Tiene una cistitis idiopáticaintersticial.

—Dios mío, ¿y eso qué es? —pregunto, cayéndoseme la baba dedeleite.

—Pues bien, es como decir queConstitución es una histérica de tomo ylomo —responde Olimpia, eufórica—.Intersticial significa que concierne a lainflamación de la pared vesical, eidiopática, que no tiene causa médica

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asignada. Vamos, que cuando se estresa,tiene cistitis inflamatoria. Exactamentecomo les ocurre a las mujeres.

—Pero ¿por qué se estresa? —mepregunto en voz alta, porque siConstitución tiene motivos paraestresarse, cuando su vida cotidiana deholgazana decorativa sólo se veperturbada por benévolos experimentosveterinarios que consisten en palparle lavejiga, el resto del género animal estáabocado a sufrir ataques de pánico.

—La veterinaria ha dicho: sólo lagata lo sabe.

Y Olimpia esboza una mueca decontrariedad.

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—Hace poco, Paul (Josse) le dijoque estaba gorda. Quizá fuera por eso,no se sabe. Puede ser por cualquiercosa. —¿Y eso cómo se cura?

—Como con los humanos —se ríeOlimpia—. Se administra Prozac. —¿Enserio? —pregunto.

—En serio —me contesta.Lo que yo decía. Animales somos,

animales seguiremos siendo. Que unagata de ricos sufra los mismos males queafligen a las mujeres civilizadas no debeincitarnos a poner el grito en el cielopor pensar que se esté maltratando a losfelinos o que el hombre estécontaminando una inocente raza

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doméstica; al contrario, no hace sinoindicar la profunda solidaridad que tejelos destinos animales. De los mismosapetitos vivimos, de los mismos malessufrimos.

—Sea como fuere —me diceOlimpia—, esto me dará que pensarcuando cuide de animales que noconozco.

Se levanta y se despideamablemente.

—Muchas gracias, señora Michel,sólo con usted puedo hablar de estascosas.

—De nada, Olimpia, ha sido unplacer.

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Y ya me dispongo a cerrar la puertacuando añade:

—Ah, ¿y sabe una cosa? AnnaArthens va a vender su piso. Espero quelos nuevos propietarios también tengangatos.

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17

Culo de perdiz

¡Anna Arthens vende su casa! —¡Anna Arthens vende su casa! —le digoa León.

—Cáspita —me responde, o por lomenos esa impresión me da a mí.

Hace veintisiete años que vivo aquíy en todo ese tiempo nunca ha cambiadoun piso de familia.

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La anciana señora Meurisse cedió elsitio a la joven señora Meurisse, y lomismo ocurrió, o casi, con los Badoise,los Josse y los Rosen. Los Arthensllegaron a la vez que nosotros; de algunamanera hemos envejecido juntos. Encuanto a los de Broglie, hace mucho queestaban aquí y aquí siguen. No sé quéedad tendrá el señor Consejero, pero dejoven ya parecía viejo, lo que crea lasituación de que, aun siendo muy viejo,todavía parece joven.

Anna Arthens es pues la primera,bajo mi mandato de portera, en venderun bien que va a cambiar de manos y denombre. Curiosamente, esta perspectiva

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me asusta. ¿Estoy acaso tanacostumbrada a este eterno vuelta aempezar de lo mismo que la perspectivade un cambio aún hipotético, que mezambulle en el río del tiempo, merecuerda que estoy sujeta a su fluir?Vivimos cada día como si debierarenacer mañana, y el status quosilencioso del 7 de la calle Grenelle,que mañana tras mañana renueva laevidencia de la perennidad, se me antojade pronto un islote acosado por lastempestades.

Muy perturbada, cojo mi carrito dela compra y, abandonando a León, queronca bajito, me dirijo con paso

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vacilante hacia el mercado. En laesquina de la calle Grenelle con la calleDel Bac, inquilino imperturbable de suscartones gastados, Gégène me miraacercarme como la mígala a su presa. —¡Eh, tía Michel, ¿otra vez ha perdido asu gato?! —me grita riendo, como en laletra de la conocida cancioncillainfantil.

He aquí al menos algo que nocambia. Gégène es un clochard que,desde hace años, pasa el invierno aquí,sobre sus míseros cartones, vestido conuna vieja levita que huele a negocianteruso de finales de siglo y que, como sudueño, ha atravesado los tiempos de

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manera peculiar.—Debería irse al albergue —le

digo, como de costumbre—, va a hacerfrío esta noche.

—Ah, ah —me contesta con vozagria—, ya me gustaría verla a usted enel albergue. Se está mejor aquí. Sigo micamino pero, atenazada por un súbitoremordimiento, vuelvo sobre mis pasos.

—Quería decirle... El señor Arthensmurió anoche. —¿El crítico? —mepregunta Gégène, con una chisparepentina en la mirada, levantando lacabeza como un perro de caza quehubiera olisqueado el culo de unaperdiz.

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—Sí, sí, el crítico. El corazón lefalló de golpe.

—Ah, vaya, vaya... —repite Gégène,claramente conmovido. —¿Lo conocíausted? —pregunto, por decir algo.

—Ah, vaya, vaya... —reitera elclochard—, ¡siempre se nos van primerolos mejores!

—Tuvo una buena vida —meaventuro a decir, sorprendida del carizque ha tomado la situación.

—Tía Michel, tipos como ése ya nonacen, se rompió el molde. Ah, vaya —repite—, lo voy a echar de menos. —¿Le daba acaso algo, quizá un aguinaldopor Navidad?

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Gégène me mira, se sorbe la nariz yescupe a sus pies.

—Nada, en diez años ni una míseramonedita, ¿qué le parece? Ah, desdeluego, las cosas como son, vaya caráctertenía. Se rompió el molde, sí, se rompióel molde. Este pequeño intercambio meperturba y, mientras recorro los pasillosdel mercado, Gégène monopoliza mispensamientos. Nunca he creído que lospobres tuvieran grandeza de alma por elsimple hecho de ser pobres y por lasinjusticias de la vida. Pero al menos sílos creía unidos en el odio por losgrandes propietarios.

Gégène me saca de mi error y me

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enseña lo siguiente: si hay algo que lospobres detestan es a los otros pobres. Enel fondo, tiene su lógica.

Recorro distraídamente los pasillosdel mercado, llego al rincón de losquesos y me compro un poco deparmesano al peso y un buen pedazo deSoumaintrain.

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18

Riabinin

Cuando estoy angustiada, me recluyoen el refugio. No hace falta viajar; mebasta ir a las esferas de mi memorialiteraria. Pues ¿qué distracción hay másnoble, qué compañía más distraída, quécontemplación más deliciosa que la dela literatura?

Heme pues súbitamente ante un

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puesto de aceitunas, pensando enRiabinin. ¿Por qué Riabinin?

Porque Gégène lleva una levitapasada de moda, con los faldonesadornados con botones hasta casi abajodel todo, que me ha recordado aRiabinin. En Ana Karenina, Riabinin,comerciante de madera vestido conlevita, va a concluir a casa de Levin, elaristócrata rural, una venta con EstebanOblonsky, el aristócrata moscovita. Elcomerciante jura y perjura que Oblonskysale ganando con la transacción,mientras que Levin lo acusa de despojara su amigo de un bosque que vale tresveces más. A esta escena precede un

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diálogo en el que Levin pregunta aOblonsky si ha contado los árboles de subosque.

«—¡Contar los árboles! —exclamael aristócrata—. ¡Es como contar granosde arena en el fondo del mar!

—Seguro que Riabinin los hacontado —replica Levin.»

Me gusta particularmente estaescena, primero porque se desarrolla enPokrovskaya, en el campo ruso. Ah, elcampo ruso... Tiene ese encanto tanespecial de los parajes salvajes y noobstante ligados al hombre por lasolidaridad de esta tierra de la quetodos estamos hechos... La escena más

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hermosa de Ana Karenina transcurre enPokrovskaya. Levin, sombrío ymelancólico, trata de olvidar a Kitty.Estamos en primavera, y se va a loscampos a segar con sus campesinos. Latarea se le antoja al principio demasiadodura. Cuando está a punto dedesfallecer, el viejo campesino quedirige la hilera de segadores ordenadescansar. Luego reanudan su tarea. Denuevo, Levin se siente extenuado pero,una vez más, el viejo levanta la guadaña.Descanso. Luego la hilera vuelve aponerse en marcha, cuarentahombretones aplanando los manojos dehierba y avanzando hacia el río mientras

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se levanta el sol. El calor es cada vezmás intenso, Levin tiene los brazos y loshombros empapados en sudor pero, afuerza de descansar y reanudar la tarea,sus gestos antes torpes y dolorosos sevuelven cada vez más fluidos. Siente depronto un agradable frescor en laespalda.

Lluvia de verano. Poco a poco,libera sus movimientos del obstáculo dela voluntad, entra en el leve trance queconfiere a los gestos la perfección delos actos mecánicos y conscientes, sinreflexión ni cálculo, y la guadaña parecemanejarse sola mientras Levin saboreael abandono en el movimiento que

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convierte el placer de hacer algomaravillosamente ajeno a los esfuerzosde la voluntad.

Así ocurre con muchos de losmomentos felices de nuestra existencia.Liberados de la carga de la decisión yde la intención, avanzando en nuestrosmares interiores, asistimos, como a lasacciones de otro, a nuestros distintosmovimientos admirando sin embargo suinvoluntaria excelencia. ¿Qué otra razónpodría yo tener para escribir esto, esteirrisorio diario de una portera que se vahaciendo vieja, si la escritura noparticipara de la misma naturaleza queel arte de la siega? Cuando las líneas se

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convierten en demiurgo de sí mismas,cuando asisto, como una maravillosainconsciencia, al nacimiento sobre elpapel de frases que escapan a mivoluntad e, inscribiéndose ajenas a ellaen el papel, me enseñan lo que no sabíani creía querer, gozo de estealumbramiento sin dolor, de estaevidencia no concertada, de seguir sinesfuerzo ni certeza, con la felicidad delasombro sincero, una pluma que me guíay me arrastra. Entonces, accedo, enplena evidencia y textura de mí misma, aun olvido de mi propio ser rayano en eléxtasis, saboreo la feliz quietud de unaconciencia espectadora.

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Por fin, al subir de nuevo a sucarreta, Riabinin se queja abiertamente asu empleado de los modales de losseñores.

«—¿Y qué me dice de la compra,Mijail Ignatich? —le pregunta el mozo.

«—¡Ah, ah...! —contesta elcomerciante.» Cuan rápido sacamosconclusiones, por la apariencia y laposición, sobre la inteligencia de losseres... Riabinin, contable de los granosde arena del fondo del mar, hábil actor ymanipulador brillante, se mofa de losprejuicios sobre su persona. Nacidointeligente y paria, la gloria no lo atrae;sólo lo impulsan a recorrer los caminos

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la promesa de la ganancia y laperspectiva de desvalijar cortésmente alos señores de un sistema estúpido quelo desprecia pero no sabe ponerle freno.Así soy yo, pobre portera resignada a laausencia de todo fasto —pero anomalíade un sistema que se revela grotesco ydel que me mofo bajito, cada día, en unfuero interno que nadie penetra.

Idea profunda n°8

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Sí olvidas el futuropierdesel presente

Hoy hemos ido a Chatou a ver a laabuelita Josse, la madre de papá, quelleva dos semanas en una residencia deancianos. Papá la acompañó cuando seinstaló allí, y esta vez hemos ido todosjuntos a verla. La abuelita ya no puedevivir sola en su caserón de Chatou: estácasi ciega, tiene artrosis, ya casi nopuede andar ni sostener nada en lasmanos y se asusta en cuanto se quedasola. Sus hijos (papá, mi tío Francois ymi tía Laure) intentaron solucionar el

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asunto con una enfermera privada, perono podía quedarse con ella lasveinticuatro horas del día; además, lasamigas de la abuelita ya estaban ellastambién en una residencia de ancianos,así que parecía una buena solución. Laresidencia de ancianos de la abuelita noes cualquier cosa. Me pregunto cuántocostará al mes un moridero de lujo comoéste. La habitación de la abuelita esgrande y luminosa, con muebles bonitos,cortinas muy cucas, un saloncitocontiguo y un cuarto de baño con unabañera de mármol. Mamá y Colombe sehan extasiado al ver la bañera demármol, como si para la abuelita tuviera

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el más mínimo interés que la bañerafuera de mármol cuando ella tiene losdedos de hormigón... Además, elmármol es feo. En cuanto a papá, no hadicho gran cosa. Sé que se sienteculpable de que su madre esté en unaresidencia de ancianos. «¿Nopretenderás que se venga a vivir connosotros?», dijo mamá cuando amboscreían que yo no los oía (pero yo lo oigotodo, sobre todo lo que se supone que nodebo oír). «No, Solange, claro queno...», respondió papá con un tono quequería dar a entender: «Hago como sipensara lo contrario a la vez que digo"no, no" con aire cansado y resignado,

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en plan marido bueno que acepta lo quedice su mujer, para que quede patenteque el bueno de la película soy yo.»Conozco muy bien ese típico tono depapá. Significa: «sé que soy un cobarde,pero que nadie se atreva a echármelo encara». Por supuesto, ocurrió lo que teníaque ocurrir: «Mira que eres cobarde»,dijo mamá, tirando con rabia un trapo enel fregadero. Es curioso, no falla,cuando está enfadada siempre tiene quetirar algo.

Una vez tiró incluso a Constitución.«Te apetece tan poco como a mí»,añadió, cogiendo el trapo y agitándoloante las narices de papá. «De todas

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maneras, ya está hecho», concluyó papá,lo cual es una frase de cobarde elevadaa la máxima potencia.

Yo sí que me alegro de que laabuelita no venga a vivir con nosotros.Aunque, en cuatrocientos metroscuadrados, no sería verdaderamente unproblema. Y bueno, pienso que losviejos tienen derecho a un poco derespeto, al fin y al cabo. Y estar en unaresidencia de ancianos desde luego noes tenerles respeto. Cuando uno va a unaresidencia, quiere decir: «Estoyacabado/a, ya no soy nada, todo elmundo, yo incluido/a, no espera más queuna cosa: la muerte, este triste final del

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tedio.» No, la razón por la que no quieroque la abuelita venga a vivir connosotros es que no me cae bien. Es unavieja asquerosa, después de haber sidouna joven malvada. Esto también meparece una profunda injusticia: pensadpor ejemplo en un simpático técnico decalderas, que ya se ha hecho muy viejo,pero que en su vida no ha hecho más queel bien a cuantos lo rodeaban, ha sabidocrear amor, darlo, recibirlo y tejer lazoshumanos y sensibles. Su mujer hamuerto, a sus hijos no les sobra eldinero y tienen a su vez un montón dehijos a los que alimentar y criar.

Además, viven en la otra punta de

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Francia. Lo mandan pues a unaresidencia cerca del pueblucho dondenació, donde sólo pueden ir a visitarlodos veces al año —una residencia deancianos para pobres, donde tiene quecompartir habitación, donde la comidaes un asco y los empleados combaten sucerteza de compartir algún día su mismasuerte maltratando a los ancianos a sucargo. Considerad ahora a mi abuela,que en su vida sólo se ha dedicado a unalarga serie de recepciones mundanas,muecas, intrigas y gastos fútiles ehipócritas, y considerad el hecho de quese puede permitir una coquetahabitacioncita, un salón privado y

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vieiras para almorzar. ¿Es éste acaso elprecio que hay que pagar por el amor, unfinal de vida sin esperanza en unasórdida promiscuidad? ¿Es ésta acaso larecompensa de la anorexia afectiva, unabañera de mármol en una bomboneraruinosa?

Así pues, no me cae bien la abuelitay yo tampoco le caigo muy bien a ella.Por el contrario, adora a Colombe quela adora a su vez, es decir, lo que hacees esperar la herencia con esanaturalidad tan auténtica de quien noespera ninguna herencia. Pensaba puesque este día en Chatou iba a ser unhorror a tope y, ¡bingo!, acerté: Colombe

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y mamá extasiadas ante la bañera, papátan rígido como si se hubiera tragado unpalo, unos viejos postrados y resecos alos que se saca a pasear por los pasilloscon todos sus goteros puestos, una loca(«Alzheimer», ha dicho Colombe conaire docto; ¿no me digas, en serio?) queme llama «Clara bonita» y chilla dossegundos después que quiere su perroinmediatamente y por poco me saca unojo con su sortijón de diamantes, ¡eincluso un intento de fuga! Losresidentes que aún pueden valerse por sísolos llevan una pulsera electrónica enla muñeca: cuando tratan de salir delperímetro de la residencia, se oye un

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pitido en la recepción, y el personal seprecipita fuera para perseguir al huido,al que, por supuesto, alcanzan tras untrabajoso sprint de cien metros, y queprotesta con vehemencia que no están enun gulag, exige hablar con el director yhace unos extraños aspavientos hastaque lo sientan a la fuerza en una silla deruedas. El huido, en este caso la señoradel sprint trabajoso, se había cambiadodespués de la comida: se había puestosu atuendo de fuga, un vestido de lunareslleno de volantes, muy práctico paratrepar vallas. Resumiendo, que a las dosde la tarde, después de la bañera, lasvieiras y la fuga espectacular de

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Edmond Dantés, tenía el terrenoabonado para la desesperación.

Pero de repente he recordado midecisión de construir en lugar de derruir.He mirado a mi alrededor buscando algopositivo y tratando de no poner los ojosen Colombe. No he encontrado nada.Toda esa gente esperando la muerte sinsaber qué hacer hasta que llegue... Y derepente, ¡milagro!, la solución me la hadado Colombe, sí, Colombe. Al irnos,después de darle un beso a la abuelita yde prometerle que volveríamos pronto,mi hermana ha dicho: «Bueno, laabuelita parece bien instalada. Y lodemás... vamos a darnos prisa en

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olvidarlo muy deprisa.» No me detendrésobre esto de «darnos prisa en olvidarlomuy deprisa», sería mezquino por miparte, y me concentraré en la idea:olvidarlo muy deprisa. Al contrario,sobre todo no hay que olvidarlo. No hayque olvidar a los viejos de cuerpopodrido, los viejos a dos pasos de unamuerte en la que los jóvenes no quierenpensar (confían a la residencia deancianos la tarea de llevar a sus padresa la muerte sin alboroto nipreocupaciones), la inexistente alegríade esas últimas horas que tendrían quedisfrutar a fondo pero las pasan en eltedio y la amargura, rumiando los

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mismos recuerdos una y otra vez. No hayque olvidar que el cuerpo se degrada,que los amigos se mueren, que todos teolvidan, que el final es soledad. No hayque olvidar tampoco que esos viejosfueron jóvenes, que el tiempo de unavida es irrisorio, que un día tienesveinte años, y al siguiente ya sonochenta. Colombe cree que uno «puededarse prisa en olvidar» porque para ellala perspectiva de la vejez está aún tanlejos que es como si nunca fuera aocurrirle. Yo en cambio hace tiempo queaprendí que la vida se pasa volando,mirando a los adultos a mi alrededor, tanapresurados siempre, tan agobiados

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porque se les va a cumplir el plazo, tanávidos del ahora para no pensar en elmañana... Pero si se teme el mañana esporque no se sabe construir el presente,y cuando no se sabe construir elpresente, uno se dice a sí mismo quepodrá hacerlo mañana y entonces ya estáperdido porque el mañana siempretermina por convertirse en hoy, ¿loentendéis?

De modo que sobre todo no hay queolvidarlo. Hay que vivir con la certezade que envejeceremos y que no será algobonito, ni bueno, ni alegre. Y decirseque lo que importa es el ahora:construir, ahora, algo, a toda costa, con

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todas nuestras fuerzas. Tener siempre enmente la residencia de ancianos parasuperarse cada día, para hacer que cadadía sea imperecedero.

Escalar paso a paso cada uno supropio Everest y hacerlo de manera quecada paso sea una pizca de eternidad.

Para eso sirve el futuro: paraconstruir el presente con verdaderosproyectos de seres vivos.

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De la gramática

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Infinitesimal

Esta mañana, Jacinthe Rosen me hapresentado al nuevo propietario del pisode los Arthens.

Se llama Kakuro No Sé Qué. No mehe enterado bien porque la señora Rosensiempre habla como si tuviera una patataen la boca, y porque justo en esemomento se ha abierto la reja del

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ascensor y ha pasado el señor Pallières,el padre, vestido de morgue de los piesa la cabeza. Nos ha dirigido un brevesaludo y se ha alejado con su pasobrusco de industrial con prisa.

El nuevo es un señor de unos sesentaaños, muy presentable y muy japonés. Esmás bien bajito, delgado, con un rostrolleno de arrugas pero de expresiónclara. Toda su persona irradiaamabilidad, pero yo percibo tambiéndecisión, alegría y fuerza de voluntad.

Por ahora aguanta sin pestañear elparloteo pitiático de Jacinthe Rosen, queparece una gallina ante un gran montónde grano.

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—Buenos días, señora —han sidosus primeras y únicas palabras, en unfrancés sin acento.

Yo me he ataviado con mi máscarade portera medio estúpida. Pues se tratade un nuevo residente a quien la fuerzade la costumbre no dicta aún la certezade mi ineptitud, y con el que debodesarrollar esfuerzos pedagógicosespeciales. Me limito pues a unos «sí,sí» asténicos como respuesta a lassalvas histéricas de Jacinthe Rosen.

—Ya le enseñará usted al señor NoSé Qué (¿Shu?) las zonas comunes. —¿Puede explicarle al señor No Sé Qué(¿Pshu?) cómo funciona el reparto del

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correo?—El viernes vendrá un equipo de

decoradores. ¿Podría estar al tanto paraavisar al señor No Sé Qué (¿Opshu?)entre las diez y las diez y media?

Etc.El señor No Sé Qué no da muestras

de impaciencia y aguarda cortésmente,mirándome con una sonrisita amable.Considero que todo está saliendo muybien. Sólo hay que esperar hasta que laseñora Rosen se canse, y entonces podrévolver a mi antro.

Hasta que ocurre lo siguiente.—El felpudo que estaba delante de

la puerta de los Arthens no se ha

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limpiado. ¿Puede paliar a ello? —mepregunta la gallina. ¿Por qué siempre hade convertirse la comedia en tragedia?Desde luego, yo misma recurro a vecesal error, pero para emplearlo comoarma.

«¿Cree usted de que es un infarto?»,le había preguntado a Chabrot paradistraerlo de mis modales extraños einesperados.

No soy pues tan sensible como paraque una desviación menor del buen usome haga perder la razón. Hay queconceder a los demás lo que uno sepermite a sí mismo; además, JacintheRosen y su patata en la boca nacieron en

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provincias, en una modesta torre depisos con escaleras no muy limpias, porlo que tengo con ella una indulgenciaque no merece en cambio la señora«podría usted coma recibir y firmar enmi nombre».

Y sin embargo, he aquí la tragedia:he dado un respingo al oír lo de «paliara ello» en el preciso momento en el queel señor No Sé Qué daba también unrespingo, y nuestras miradas se hancruzado. Desde esa infinitesimal porciónde tiempo en que, estoy segura, hemossido hermanos de lengua en elsufrimiento común que nos atenazaba y,haciendo temblar nuestro cuerpo,

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manifestaba ante el mundo nuestrodesasosiego, el señor No Sé Qué memira con ojos muy diferentes.

Unos ojos alerta.Y he aquí que me dirige la palabra.

—¿Conocía usted a los Arthens? Tengoentendido que era una familia muyespecial —me dice.

—No —le contesto, precavida—, nolos conocía mucho; era una familia comolas demás de esta casa.

—Sí, una familia feliz —intervienela señora Rosen, que se impacienta aojos vistas. —¿Sabe?, todas las familiasfelices se parecen —mascullo paraventilar el asunto—, no hay nada que

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decir de ellas.—Pero las familias desdichadas lo

son cada una a su manera —me contesta,mirándome con una expresión extraña y,de repente, aunque no por primera vez,me estremezco.

Sí, lo juro. Me estremezco, perocomo sin darme cuenta. Se me haescapado, no lo he podido evitar, lasituación me ha superado.

Como las desgracias nunca vienensolas, León elige ese momento precisopara escabullirse entre nuestras piernas,rozando de paso las del señor No SéQué en una actitud cordial.

—Tengo dos gatos —me dice—.

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¿Puedo preguntarle cómo se llama elsuyo?

—León —responde en mi lugarJacinthe Rosen que, zanjando así nuestraconversación, toma al señor No Sé Quédel brazo y, dándome las gracias sinmirarme, procede a guiarlo hasta elascensor.

Con una delicadeza infinita, ésteapoya la mano sobre su antebrazo y lainmoviliza sin brusquedad.

—Gracias, señora —me dice, antesde dejarse arrastrar por su posesivagallina.

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En un momento degracia

Extraño concepto este de la supuestaignorancia o inconsciencia de uno alhacer o decir algo.

Para los psicoanalistas es el fruto delas maniobras insidiosas de uninconsciente oculto. Qué vana teoría. Enrealidad es la marca más visible de la

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fuerza de nuestra voluntad conscienteque, cuando nuestra emoción se erigecomo obstáculo, recurre a cualquierardid para lograr sus fines.

—Cualquiera diría que quiero queme descubran —le digo a León, queacaba de volver a sus aposentos y,podría jurarlo, ha conspirado con eluniverso para cumplir mis deseos.

Todas las familias felices separecen; las familias desdichadas lo soncada una a su manera es la primera frasede Ana Karenina que, como toda porteraque se precie, no puedo haber leído,como tampoco se me permiteestremecerme al oír la segunda parte de

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esta frase, en un momento de gracia, sinsaber que era de Tolstoi, pues si bien laspersonas humildes son sensibles sinconocerla a la gran literatura, no puedenaspirar a la alta consideración en la quela tienen las personas instruidas.

Me paso el día tratando depersuadirme de que me estoyangustiando por nada y de que el señorNo Sé Qué, cuya cartera es lo bastanteabultada como para comprarse la cuartaplanta entera, tiene otros motivos depreocupación que los tembloresparkinsonianos de una portera corta deluces.

Después, a eso de las siete, llama a

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mi puerta un joven.—Buenas tardes, señora —dice,

articulando a la perfección—, minombre es Paul N'Guyen, soy elsecretario personal del señor Ozu.

Me tiende una tarjeta de visita.—Éste es el número de mi móvil.

Van a venir unos decoradores a casa delseñor Ozu, y no querríamos que ello leocasionase a usted una carga adicionalde trabajo. Por eso, al menor problema,llámeme y vendré en cuanto me seaposible.

Habrán notado ustedes, llegados aeste punto de la intriga, que el saínetecarece de diálogo, el cual suele

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reconocerse por la sucesión de guionesal inicio de cada turno de palabra.

Debería haber habido algo parecidoa ésto:

—Encantada de conocerlo.Y después:—Muy bien, así lo haré.Pero es obvio que nada de esto hay.Y es porque, sin necesidad de

obligarme a ello, me he quedado muda.Soy desde luego consciente de tener laboca abierta, pero ningún sonido escapade ella, y compadezco a este apuestojoven que no tiene más remedio quecontemplar a una rana de setenta kilosllamada Renée.

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En ese punto del intercambio sueleel protagonista preguntar: —¿Hablausted mi idioma?

Pero Paul N'Guyen me sonríe yespera.

A costa de un esfuerzo hercúleo,acierto a decir algo.

En realidad, al principio no es másque algo así como:

—Grmbll.Pero él sigue aguardando con la

misma abnegación admirable. —¿Elseñor Ozu? —termino por decir a duraspenas, con una voz a lo Yul Brynner.

—Sí, el señor Ozu —repite—.¿Ignoraba usted su nombre?

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—Sí —digo con esfuerzo—, no lohabía entendido bien. ¿Cómo se escribe?

—O, z, u —me dice.—Ah —contesto—, muy bien. ¿Es

japonés?—Sí, señora, exactamente —me dice

—. El señor Ozu es japonés.Se despide muy cordial, yo mascullo

un buenas tardes para el cuello de micamisa, cierro la puerta y me dejo caersobre una silla, aplastando a León.

El señor Ozu. Me pregunto si noestaré viviendo un sueño demente, consuspense, sucesión maquiavélica de laacción, aluvión de coincidencias ydesenlace final en camisón con un gato

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obeso en los pies y un despertadorcrepitante sintonizado en France ínter.

Pero todos sabemos, en el fondo,que el sueño y la vigilia no tienen lamisma textura y, mediante laauscultación de mis percepcionessensoriales, sé con certeza que estoydespierta. ¡El señor Ozu! ¿El hijo delcineasta? ¿Su sobrino? ¿Un primolejano?

Cáspita.

Idea profunda n° 9

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Si le sirves a un enemigoTejas de LaduréeNo creas quePodrás ver más allá.

¡El señor que ha comprado el pisode los Arthens es japonés! ¡Se llamaKakuro Ozu! ¡Vaya suerte tengo, va y mepasa esto justo antes de morirme! Doceaños y medio viviendo en la pobrezacultural y ahora que aparece en mi vidaun japonés, tengo que levantar elcampamento...

De verdad es demasiado injusto.

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Pero al menos soy sensible al ladopositivo: ahora está aquí y, además, ayertuvimos una conversación muyinteresante. Antes de nada tengo quedecir que todos los residentes deledificio andan locos con el señor Ozu.Mi madre no habla de otra cosa, mipadre la escucha, por una vez, mientrasque normalmente piensa en otra cosacuando ella se pone en plan blablablásobre la vida y milagros de nuestrosvecinos; Colombe me ha robado mimanual de japonés, y, hecho inédito enlos anales del número 7 de la calleGrenelle, la señora de Broglie ha venidoa tomar el té a casa. Vivimos en el

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quinto, justo encima del ex piso de losArthens, y estos últimos tiempos haestado en obras, ¡unas obras enormes!Estaba claro que el señor Ozu habíadecidido cambiarlo de arriba abajo, ytodo el mundo se moría por ver esoscambios. En un universo de fósiles, elmás mínimo movimiento de unapiedrecita en la pendiente de unacantilado puede provocar crisiscardiacas en serie, de modo que, cuandoalguien hace explotar la montaña, ¡ospodéis imaginar la que se organiza!Bueno, resumiendo, que la señora deBroglie se moría por echar un vistacitoal piso del señor Ozu, así que se las

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apañó para conseguir que mi madre lainvitara a casa cuando se cruzó con ellala semana pasada en el portal. ¿Y sabéiscuál fue el pretexto? Es para mondarsede risa. La señora de Broglie es laesposa del señor de Broglie, elconsejero de Estado que vive en elprimero, que entró en el Consejo deEstado cuando gobernaba Giscardd'Estaing y es tan conservador que nosaluda a los divorciados. Colombe lollama «el viejo facha» porque nunca haleído nada sobre la derecha francesa, ypapá lo considera un ejemplo perfectode la esclerosis de las ideas políticas.Su mujer es el equivalente a él, pero en

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femenino: traje sastre impecable, collarde perlas, mueca altanera y una multitudde nietos que se llaman todos Grégoire oMane. Hasta ahora apenas saludaba amamá (que es socialista, lleva el peloteñido y zapatos terminados en punta).Pero la semana pasada se lanzó sobrenosotras como si su vida dependiera deello. Estábamos en el portal, volvíamosde la compra y mamá estaba de muybuen humor porque había encontrado unmantel de lino color tostado pordoscientos cuarenta euros.

Entonces me pareció sufriralucinaciones auditivas. Después de los«buenos días» de rigor, la señora de

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Broglie le dijo a mi madre: «quisierapedirle algo», lo que ya debió dehacerle mucha pupa en la boca. «Porsupuesto, usted dirá», le contestó mamá,con una sonrisa (que se explica por lodel mantel y los antidepresivos quetoma). «Púes bien, mi nuera, la esposade Etienne, no se encuentra muy bien ycreo que sería aconsejable que siguierauna terapia.» «¿Ah, sí?», le dijo mimadre, sonriendo aún más. «Sí, esto...una terapia de psicoanálisis, si ve usteda lo que me refiero.» La señora deBroglíe parecía un caracol en plenodesierto del Sahara, pero a pesar detodo aguantaba mecha como una jabata.

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«Sí, por supuesto, la entiendoperfectamente», le dijo mamá, «¿y enqué podría serle útil?» «Pues bien, tengoentendido que conoce usted bien estetipo de... o sea... este tipo deacercamiento... entonces me gustaríapoder hablar de ello con usted.» Mamáno daba crédito a su buena suerte: unmantel de lino color tostado, laperspectiva de poder soltarle a alguientoda su ciencia del psicoanálisis y, porsi eso fuera poco, la señora de Brogliebailándole el agua (¡oh, sí, desde luego,un día redondo!). Con todo no se pudoresistir porque sabía perfectamenteadonde quería llegar la otra. Por muy

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rústica que sea mi madreintelectualmente hablando, no hay quiense la dé con queso, las cosas como son.Sabía muy bien que el día en que a losde Broglie les interese el psicoanálisis,los gaullistas cantarán la Internacional, yque su éxito repentino llevaba laetiqueta de «el rellano del quinto seencuentra justo encima del del cuarto».Sin embargo, decidió mostrarsemagnánima, para demostrarle a laseñora de Broglie cuan buena es y cuanabiertos de espíritu son los socialistas,eso sí, sin renunciar a someterla a unapequeña novatada. «Pues claro que sí,querida, encantada. ¿Quiere que vaya

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algún día a su casa para charlar de todoello?», le preguntó. La otra puso unacara como si estuviera estreñida, nohabía previsto un desenlace así, pero serecuperó enseguida y, como mujer demundo que es, replicó: «No, por Dios,qué disparate, no la voy a hacer bajar austed, ya subiré yo a verla unmomentito.» Mamá ya había conseguidosu pequeña satisfacción y no insistiómás. «Pues bien, esta tarde estaré encasa, ¿por qué no viene a tomar el té aeso de las cinco?»

La sesión de té fue perfecta. Mamáhabía hecho las cosas como es debido:el juego de té que le regaló la abuelita,

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el que tiene dorados y mariposas verdesy rosas, tejas de la pastelería Ladurée y,eso sí, azúcar moreno (un detalle deizquierdas). La señora de Broglie, queacababa de tirarse sus buenos quinceminutos en el rellano de debajo, parecíaalgo descolocada pero satisfecha al fin yal cabo. Y un poco sorprendida también.Pienso que se imaginaba que nuestracasa sería de otra manera. Mamá le hizotodo el paripé de los modalesdistinguidos y la conversación mundana,incluyendo un comentario experto sobrelas mejores tiendas para comprar café,antes de inclinar la cabeza hacia un ladocon expresión compasiva y preguntar:

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«Entonces, querida, ¿le preocupa a ustedsu nuera?» «Mmm, ah, sí», contestó laotra, que casi había olvidado ya supretexto y se estrujaba las meninges paraencontrar algo que decir. «Sí, estádeprimida», fue lo único que se leocurrió. Mamá se puso entonces elturbo. Después de tanta muestra degenerosidad, había llegado el momentode que la señora de Broglie pagaratributo: tuvo que tragarse una lecciónmagistral sobre freudismo, que incluíaalgunas anécdotas sabrosas sobre lascostumbres sexuales del mesías y de susapóstoles (con detalles trash sobreMelanie Klein), adornada con algunas

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referencias al MLF [Movimiento deLiberación de la Mujer] y al carácterlaico de la educación en Francia. Unprograma completo. La señora deBroglie reaccionó como buena cristianaque es. Soportó la afrenta conencomiable estoicismo, mientraspugnaba por convencerse de que asíexpiaba su pecado de curiosidadflagelándose lo justito, sin exagerar.

Ambas se despidieron satisfechas,aunque por motivos distintos, y luegoesa noche, durante la cena, mamá dijo:«la señora de Broglie es una santurrona,desde luego, pero también puede serencantadora.»

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Resumiendo, que el señor Ozu tienea todo el mundo alterado. Olimpia Saint-Nice le dijo a Colombe (que la odia y lallama la «mosquita muerta de loscerdos») que tiene dos gatos y que semuere de ganas de verlos. JacintheRosen no para de comentar el trasiegode idas y venidas en la cuarta planta, ycada vez que lo hace se pone como entrance. Y a mí me apasiona también,pero por otros motivos. Esto fue lo queocurrió.

Subí en el ascensor con el señor Ozuy nos quedamos bloqueados entre elsegundo y el tercer piso durante diezminutos porque un inútil había cerrado

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mal la reja antes de renunciar a cogerloy bajar a pie. En esos casos hay queesperar a que alguien se dé cuenta o, sila cosa dura demasiado, alertar a losvecinos gritando, tratando a la vez de noperder la compostura, lo cual tiene sudificultad. Nosotros no gritamos. Nosdio tiempo pues a presentarnos y aconocernos un poquito. Todas lasseñoras de la casa hubieran dadocualquier cosa por estar en mi lugar. Yoestaba contenta porque mi graninclinación por lo japonés no puede pormenos de alegrarse de hablar con unjaponés de verdad. Pero sobre todo, loque más me gustó fue el contenido de la

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conversación. Primero me dijo: «Tumadre me ha dicho que estudias japonésen el colegio. ¿Cuál es tu nivel?» Yoprimero me hice mentalmente laobservación de que otra vez mamá habíaestado presumiendo para hacerse lainteresante y luego contesté en japonés:«Sí, señor, sé algo de japonés, pero nomucho.» Él me dijo a su vez, también enjaponés: «¿Quieres que te corrija elacento?», y lo tradujo enseguida alfrancés. Eso ya de entrada me gustó.Mucha gente habría dicho: «¡Huy, peroqué bien hablas, bravo, es fantástico!»,cuando seguro que pronuncio peor queuna vaca bretona. Yo contesté en

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japonés: «Sí, señor, por favor». Él mecorrigió una inflexión y añadió enjaponés: «Llámame Kakuro.» Yocontesté, siempre en japonés: «Sí,Kakuro-san» y ¡os dos nos reímos.Después fue cuando la conversación (enfrancés) se hizo apasionante. Me dijo sinpreámbulos: «Me interesa mucho nuestraportera, la señora Michel. Me gustaríasaber tu opinión.» Conozco a un montónde gente que habría tratado de tirarme dela lengua, disimulando, como quien noquiere la cosa. Pero él fue franco ydirecto. «Creo que no es lo que todo elmundo piensa», añadió.

Ya hace tiempo que yo también

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sospecho lo mismo. A simple vista, esuna portera como cualquier otra. Pero sise la observa con más atención... puesbien, entonces... hay algo que no cuadra.Colombe la odia y piensa que es undesecho humano. Para Colombe, detodas maneras, cualquiera que nocorresponda a su norma cultural es undesecho humano, y la norma cultural deColombe es el poder social aderezadocon la moda de la marca agnés b. Laseñora Michel... ¿Cómo diría yo?Irradia inteligencia. Y sin embargo, bienque se esfuerza, ¿eh?, salta a la vista quehace cuanto está en su mano por que lagente piense que es una portera normal y

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corriente, y por parecer tonta perdida.Pero yo ya la he observado cuandohablaba con Jean Arthens, cuando hablacon Neptune sin que se entere Diane,cuando mira a las señoras del edificioque pasan delante de ella sin saludarlasiquiera. La señora Michel tiene laelegancia del erizo: por fuera estácubierta de púas, una verdaderafortaleza, pero intuyo que, por dentro,tiene el mismo refinamiento sencillo delos erizos, que son animalillosfalsamente indolentes, tremendamentesolitarios y terriblemente elegantes.

Bueno, dicho esto, reconozco que nosoy vidente. De no ser porque ocurrió

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algo, yo también habría visto lo mismoque los demás: una portera que está demal humor la mayor parte del tiempo.Pero ocurrió algo no hace mucho, y tienegracia que la pregunta del señor Ozullegue justo ahora. Hace quince días,Antoine Pallières volcó sin querer elcarrito de la compra de la señoraMichel, que estaba abriendo la puerta desu casa. Antoine Pallières es el hijo delseñor Pallières, el industrial del sexto,un tipo que le da lecciones de moral apapá sobre la manera de dirigir el país yque vende armas a traficantesinternacionales. El hijo es menospeligroso porque es un cretino

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redomado, pero nunca se sabe: lanocividad suele ser un capital familiar.Bueno, total, a lo que íbamos, queAntoine Pallières volcó el carrito de lacompra de la señora Michel. Seesparcieron por el suelo remolachas,paquetes de pasta, jabón de Marsella ycubitos de caldo concentrado y,asomando por el borde del carrito, queestaba tirado en el suelo, entrevi unlibro.

Digo entrevi porque la señoraMichel se precipitó a recogerlo todomirando furiosa a Antoine (que nopensaba mover un dedo para ayudarla,saltaba a la vista) pero también con una

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sombra de inquietud. Él no se dio cuentade nada, pero a mí ese segundo me bastópara ver qué libro, o más bien qué tipode libro había en el carrito de la comprade la señora Michel, porque desde queestudia filosofía, la mesa de Colombeestá llena de libros como ése. Era unlibro de la editorial Vrin, ésaespecializada en filosofía universitaria.¿Qué hace una portera con un libro deVrin en su carrito de la compra? Esevidentemente la pregunta que yo mehice, al contrario que Antoine Palíiéres.

«Yo también lo creo», le dije alseñor Ozu y, de vecinos, al instantepasamos a una relación más íntima, la de

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conspiradores. Intercambiamosimpresiones sobre la señora Michel, elseñor Ozu me dijo que apostaba a queera una princesa clandestina y erudita, ynos despedimos en eso, prometiéndonosmutuamente que investigaríamos más.

He aquí pues mi idea profunda deldía: es la primera vez que conozco aalguien que busca a la gente y ve másallá de las apariencias. Puede parecertrivial, pero yo creo sin embargo que esprofundo. Nunca vemos más allá denuestras certezas y, lo que es más gravetodavía, hemos renunciado a conocer ala gente, nos limitamos a conocernos anosotros mismos sin reconocernos en

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esos espejos permanentes. Si nosdiéramos cuenta, si tomáramosconciencia del hecho de que no hacemossino mirarnos a nosotros mismos en elotro, que estamos solos en el desierto,enloqueceríamos. Cuando mi madre leofrece tejas de la pastelería Ladurée a laseñora de Broglie, se cuenta a sí mismala historia de su vida y se limita amordisquear su propio sabor; cuandopapá se bebe su café y se lee superiódico, se contempla en un espejo alestilo del método Coué; cuandoColombe habla de las conferencias deMarian, despotrica sobre su propioreflejo; y cuando la gente pasa delante

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de la portera, no ve más que vacíoporque se trata de otra persona, no deellos mismos.

Yo suplico al destino que me dé laoportunidad de ver más allá de mímisma y de conocer a la gente.

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Bajo la cáscara

Pasan varios días.Como todos los martes, Manuela

viene a visitarme a mi casa. Antes deque entre y cierre la puerta me da tiempoa oír a Jacinthe Rosen charlando con lajoven señora Meurisse ante un ascensorque no se digna hacer acto de presenciacuando se requiere. —¡Mi hijo dice que

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los chinos son intratables! Debido a lapatata, antes mencionada, que tiene en laboca, la señora Rosen no dice los chinossino los tsinos. Yo siempre he soñadocon visitar Tsina. Se me antoja másinteresante que ir a China.

—Ha despedido a la baronesa —meanuncia Manuela, que tiene las mejillassonrosadas y los ojos brillantes—, y atodos los demás con ella.

Adopto un aire inocente a más nopoder. —¿Quién? —inquiero. —¡Pues elseñor Ozu, quién va a ser! —exclamaManuela, mirándome con reprobación.

Hay que decir que, desde hacequince días, en el edificio no se habla

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(no se murmura) de otra cosa más que dela instalación del señor Ozu en el pisodel difunto Pierre Arthens. En este lugarfosilizado, prisionero de los hielos delpoder y la ociosidad, la llegada de unnuevo residente y los actos absurdos quebajo sus órdenes han realizadoprofesionales tan pasmosamentenumerosos, que hasta Neptune harenunciado a olisquearlos a todos, estallegada, como digo, ha levantado unviento de excitación y de pánicomezclados. Pues la aspiraciónconvenida a la salvaguarda de lastradiciones y la consecuente reprobaciónpor todo lo que, de lejos o de cerca,

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evoque la nueva riqueza —entre otrascosas, la ostentación en las obras dedecoración de interiores, la compra dematerial de alta fidelidad o el frecuenterecurso a los platos preparados de lasmejores tiendas de la ciudad—disputabaal señor Ozu a una sed más profunda,anclada en las tripas de todas esas almascegadas por el tedio: la de la novedad.Por ello, el número 7 de la calleGrenelle vibró durante quince días alritmo de las idas y venidas de pintores,ebanistas, fontaneros, diseñadores decocinas, empleados que traían muebles,alfombras y material electrónico, asícomo de mozos de mudanza, que el

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señor Ozu había contratado para, a todasluces, transformar de arriba abajo unacuarta planta que todos se morían deganas de visitar. Los Josse y losPallières dejaron de coger el ascensor y,descubriéndose un vigor inesperado,deambularon a todas horas por elrellano del cuarto, por el cual, como esobvio, tenían que transitar para salir desu casa y para regresar a ella. Fueronobjeto de la envidia generalizada.Bernadette de Broglie intrigó para tomarel té en casa de Solange Josse, pese aque ésta es socialista, mientras queJacinthe Rosen se ofreció voluntariapara llevarle a Sabine Pallières a su

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casa un paquete que acababan de dejaren la portería y que, encantada de poderahorrarme el esfuerzo, le confié con todaprofusión de ademanes hipócritas.

Ya que, única entre todos, eludíacuidadosamente al señor Ozu. Noscruzamos dos veces en el vestíbulo perosiempre estaba acompañado y se limitóa saludarme educadamente, a lo que yorespondí de idéntica manera. Nada en éldelataba otros sentimientos que nofueran la cortesía y una indiferentebenevolencia. Pero de la misma maneraque los niños huelen bajo la cascara delas conveniencias la verdadera texturade la que están hechos los seres, mi

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radar interno, presa de un pánicorepentino, me indicaba que el señor Ozume consideraba con atención paciente.

Sin embargo, su secretario subveníaa todas las tareas que requerían contactoconmigo. Imagino que Paul N'Guyencontribuía en algo a la fascinación quela llegada del señor Ozu suscitaba en losautóctonos. Era el joven más apuestoque hallarse pueda. De Asia, de dondeera originario su padre, había tomadoprestadas la distinción y la misteriosaserenidad. A Europa y a su madre (unarusa blanca) debía su gran estatura y suspómulos eslavos, así como unos ojosclaros y muy ligeramente rasgados. En él

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se aunaban la virilidad y la delicadeza,se realizaba la síntesis de la bellezamasculina y la dulzura oriental.

Me había enterado de suascendencia un día en que, al concluiruna tarde de frenético ajetreo en la quelo había visto muy ocupado, al llamar ami puerta para anunciarme la llegadatemprana al día siguiente de una nuevahornada de entregas a domicilio, lepropuse una taza de té que aceptó consencillez. Conversamos con exquisitaindolencia. ¿Quién hubiera dicho que unhombre joven, apuesto y competente —pues, cielo santo, eficaz desde luego era,como habíamos podido juzgar al verlo

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organizar las obras y, sin parecer nuncadesbordado o cansado, llevarlas atérmino con total tranquilidad—seríaasimismo del todo carente deesnobismo? Cuando se marchó,dándome las gracias con efusividad, caíen la cuenta de que, con él, habíaolvidado hasta la idea de disimular miverdadera naturaleza. Pero vuelvo a lanoticia del día.

—Ha despedido a la baronesa y atodos los demás con ella.

Manuela no esconde su alegría.Anna Arthens, al abandonar París,prometió a Violette Grelier que larecomendaría al nuevo propietario. El

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señor Ozu, respetuoso de los deseos dela viuda a la que compraba un bien ydesgarraba el corazón, había aceptadorecibir a su personal de servicio yentrevistarse con éste. Los Grelier,protegidos por Anna Arthens, podríanhaber encontrado una colocaciónescogida en una buena casa, peroViolette acariciaba la loca esperanza depermanecer allí donde, según suspropias palabras, había pasado susmejores años.

—«Marcharme sería como morir»,le había confiado a Manuela. «Bueno, nohablo por usted, mujer. A usted no lequedará más remedio que resignarse a

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ello.»—Resignarme a ello, tururú que te vi

—dice Manuela que, desde que,siguiendo mi consejo, vio Lo que elviento se llevó, se cree que es laEscarlata de los suburbios de París—.¡Ella se va y yo me quedo! —¿El señorOzu quiere contratarla? —le pregunto.

—No se lo va a creer —me dice—.¡Me ha contratado doce horas a lasemana con un sueldo de princesa! —¡Doce horas! —exclamo—. ¿Y cómo seva a apañar usted?

—Voy a dejar tirada a la señoraPallières —responde, al borde deléxtasis—, voy a dejar tirada a la señora

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Pallières.Y porque de las cosas de verdad

buenas hay que i abusar:—Sí —repite—, voy a dejar tirada a

la señora Pallières.Saboreamos un momento en silencio

este aluvión de buenas noticias.—Voy a hacer un té —digo,

interrumpiendo nuestra beatitud—. Un téblanco, para celebrar el acontecimiento.

—Ah, se me olvidaba —diceManuela—, he traído esto.

Y me enseña una bolsita de papel deseda beis. Procedo a desatar el lacito deterciopelo azul. En el interior, unosfrutos secos cubiertos de chocolate

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negro resplandecen como diamantestenebrosos.

—Me paga veintidós euros por hora—dice Manuela, colocando las tazas yvolviendo después a sentarse, no sinantes pedirle cortésmente a León que sevaya a ver mundo—. ¡Veintidós euros!¿No le parece increíble? ¡Los demás mepagan ocho, diez, once! La pretenciosade la señora Pallières me paga ochoeuros y deja tiradas las bragas suciasdebajo de la cama.

—Quizá él también deje tirados loscalzoncillos sucios debajo de la cama—le digo, sonriendo.

—Huy, no le pega nada —me

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contesta Manuela, de pronto pensativa—. Lo que sí espero es saber hacer mitrabajo. Porque allí arriba hay muchascosas raras, ¿sabe usted? Hay que regary vaporizar todos esos bonzos.

Manuela habla de los bonsáis delseñor Ozu. Son muy grandes, con formasesbeltas, y no presentan en absoluto eseaspecto torturado que suele causar tanmala impresión. Se me antojó, mientraslos transportaban por el vestíbulo, queprovenían de otro siglo y en sus hojas,que un murmullo parecía atravesar,exhalaban la visión fugitiva de unbosque lejano. —¡Nunca hubieraimaginado que los decoradores hicieran

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eso! —prosigue Manuela—. ¡Destruirlotodo para luego volver a construirlo!

Para Manuela, un decorador es unser etéreo que dispone cojines sobredivanes dispendiosos y retrocede luegodos pasos para admirar el efecto creado.

—Echan abajo las paredes amazazos —me había anunciado Manuelauna semana antes, casi sin aliento,mientras subía de dos en dos losescalones armada con una escobadesmesurada. —¿Sabe?... Ahora handejado la casa preciosa. Me encantaríaque la visitara. —¿Cómo se llaman susgatos? —pregunto entonces paracambiar de tema y quitarle a Manuela de

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la cabeza tan peligroso capricho. —¡Oh,son preciosos! —contesta, considerandoa León con expresión consternada—.Son muy delgados y avanzan sin ruido,haciendo así.

Describe con la mano unas extrañasondulaciones. —¿Y sabe usted cómo sellaman? —sigo preguntando.

—La gata se llama Kitty, pero elgato ya no me acuerdo —me dice.

Una gota de sudor frío bate todas lasmarcas de velocidad bajando por micolumna vertebral. —¿Levin? —sugiero.

—Sí —me dice—, eso es, Levin.¿Cómo lo sabe?

Frunce el ceño. —¿No se tratará de

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ese revolucionario, espero?—No —le digo—, el revolucionario

es Lenin. Levin es el protagonista de unagran novela rusa.

Kitty es la mujer de la que estáenamorado.

—Ha mandado cambiar todas laspuertas —prosigue Manuela, que sienteun interés moderado por las grandesnovelas rusas—. Ahora son correderas.Pues bien, tiene que creerme, es muchomás práctico. Me pregunto por qué nohacemos igual los demás. Se gana muchoespacio y hacen menos ruido.

Cuan cierto es. Una vez más,Manuela hace gala de ese brío en su

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capacidad de síntesis que tanto leadmiro. Pero este comentario anodinoprovoca también en mí una sensacióndeliciosa que responde a otros motivos.

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4

Ruptura y continuidad

Dos motivos, ligados también a laspelículas de Ozu.

El primero reside en las puertascorrederas en sí. Ya desde la primerapelícula, El sabor del arroz con téverde, me fascinó el espacio de vidajaponés y esas puertas correderas que,deslizándose suavemente sobre sus

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invisibles raíles, rehusan hender elespacio. Pues, cuando abrimos unapuerta, transformamos los lugares demanera bien mezquina. Coartamos suplena extensión e introducimos en ellosuna brecha imprudente a fuerza de malasproporciones. Pensándolo bien, no haynada más feo que una puerta abierta. Enla habitación en la que está, introduceuna suerte de rotura, como un parásitomarginal que rompe la unidad delespacio. En la habitación contigua,engendra una depresión, una grietaabierta y estúpida, perdida en un trozode pared que hubiese preferidopermanecer entero. En ambos casos,

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perturba el espacio sin máscontrapartida que la licencia de circular,la cual puede sin embargo garantizarsemediante otros procedimientos. Lapuerta corredera, por el contrario, evitalos escollos y magnifica el espacio. Sinmodificar su equilibrio, permite sumetamorfosis. Cuando se abre, doslugares se comunican entre sí sinofenderse mutuamente. Cuando se cierra,devuelve a cada uno su integridad. Lapuesta en común y la reunión se realizansin intrusión. La vida es en los espaciosjaponeses un tranquilo paseo, mientrasque en los nuestros se asemeja a unalarga serie de fracturas.

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—Es verdad —le digo a Manuela—,es más práctico y menos brutal.

El segundo motivo viene de unaasociación de ideas que, de las puertascorrederas, me ha llevado a los pies delas mujeres. En las películas de Ozu soninnumerables los planos en los que elactor abre la puerta, entra en el hogar yse descalza. Las mujeres sobre todomuestran en el encadenamiento de estasacciones un talento singular. Entran,deslizan la puerta a lo largo de la pared,efectúan dos rápidos pasitos que lasllevan al pie del espacio sobreelevadoen que consisten las habitaciones, sequitan sin inclinarse unos zapatos sin

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cordones y, en un movimiento de piernasfluido y grácil, giran sobre sí mismasuna vez escalada la plataforma queabordan de espaldas. Las faldas seahuecan ligeramente, la flexión derodillas, requerida para la ascensión, esenérgica y precisa, el cuerpo acompañasin esfuerzo este semicírculo de lospies, que prosigue con un pasocuriosamente quebrado, como si lostobillos estuvieran trabados porligaduras. Pero, mientras que por logeneral los gestos trabados evocan unasuerte de coacción, esos pasitosanimados de una incomprensiblesacudida confieren a los pies de las

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mujeres su categoría de obra de arte.Cuando caminamos, nosotrosoccidentales, porque nuestra cultura asílo quiere, tratamos de restituir, en lacontinuidad de un movimiento queconcebimos sin sacudidas, lo quecreemos ser la esencia misma de lavida: la eficacia sin obstáculo, la acciónfluida que, en la ausencia de ruptura,figura el impulso vital mediante el cualtodo se realiza. Aquí, nuestra norma esel guepardo en acción; todos sus gestosse funden armoniosamente, no se puededistinguir uno del que lo sigue, y lacarrera del gran felino se nos antoja unúnico y largo movimiento que simboliza

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la perfección profunda de la vida.Pero cuando las mujeres japonesas

quiebran con sus pasos entrecortados elpoderoso despliegue del movimientonatural, aun cuando tendríamos queexperimentar el tormento que se apoderadel alma al asistir al espectáculo de lanaturaleza ultrajada, se produce alcontrario en nosotros un extraño gozo,como si la ruptura produjera el éxtasis, yel grano de arena, la belleza. En estaofensa perpetrada contra el ritmosagrado de la vida, en este andarcontrariado, en la excelencia nacida dela traba, tenemos un paradigma del Arte.

Entonces, propulsado fuera de la

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naturaleza que lo querría continuo,haciéndose por su discontinuidad mismaa la vez renegado y notable, elmovimiento alcanza la categoría decreación estética.

Pues el Arte es la vida, pero conotro ritmo.

Idea profunda n° 10

La gramáticaestrato de conciencia

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que lleva a la belleza.

Por lo general, por las mañanassiempre saco un ratito para escucharmúsica en mi cuarto. La músicadesempeña una función muy importanteen mi vida. Es lo que me permitesoportar... pues... todo lo que hay quesoportar: mi hermana, mi madre, elcolegio, Achille Grand-Fernet, etc.

La música no es sólo un placer parael oído como la gastronomía lo es parael paladar, o la pintura, para los ojos. Sipongo música por la mañana tampoco esque la razón sea muy original: lo hagoporque determina el tono del día. Es

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muy sencillo y, a la vez, muycomplicado de explicar: creo quepodemos elegir nuestros estados deánimo porque poseemos una conscienciacon varios estratos y tenemos la manerade acceder a ellos. Por ejemplo, paraescribir una idea profunda, tengo queponerme a mí misma en un estrato muyespecial, si no, no me vienen las ideas ylas palabras a la cabeza. Tengo queolvidarme de mí misma y a la vez estarsúper concentrada. Pero no es unacuestión de «voluntad», es unmecanismo que se puede accionar o no,como rascarse la nariz o hacer unavoltereta para atrás. Y para accionar el

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mecanismo, no hay nada mejor que unpoquito de música. Por ejemplo, pararelajarme, pongo algo que me hagaalcanzar como un estado de ánimodistanciado en el que las cosas no mellegan de verdad, las miro como quienve una película: un estrato deconsciencia «desapegado». En general,para ese estrato escucho jazz o, máseficaz a largo plazo aunque tarden másen notarse los efectos, Diré Straits (vivael mp3).

Esta mañana pues he escuchado aGlenn Miller antes de salir para elcolegio. Se diría que no lo he escuchadodurante el tiempo suficiente. Cuando se

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ha producido el incidente, he perdidotodo mi desapego. Ha sido en clase delengua, con la señora Magra (que es unantónimo con patas de tantos michelinescomo tiene). Además, se viste de rosa.Me encanta el rosa, pienso que es uncolor injustamente tratado, se sueleatribuir a los bebés o a las mujeres quese maquillan como puertas, cuando elrosa es un color muy sutil y delicado,que tiene mucha presencia en la poesíajaponesa. Pero el rosa y la señoraMagra es un poco como el tocino y lavelocidad. Bueno, total, que esta mañanatenía clase de lengua con ella. Ya de porsí es un rollazo. La lengua con la señora

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Magra se resume a una larga serie deejercicios técnicos, poco importa sihacemos gramática o comentario detexto. Con ella, parece que un texto se haescrito para que se puedan identificarlos personajes, el narrador, los lugares,las peripecias, los tiempos de lanarración, etc.

Creo que no se le ha pasado jamáspor la cabeza que, ante todo, un texto seescribe para ser leído y para provocaremociones en el lector. Para que oshagáis una idea, nunca nos hapreguntado: «¿Os ha gustado estetexto/este libro?» Sin embargo es ésta laúnica pregunta que podría dar sentido al

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estudio de los puntos de vista narrativoso de la construcción de la trama...

Por no hablar del hecho de que, enmi opinión, los alumnos de nuestra edadtenemos un espíritu más abierto a laliteratura que los de bachillerato o losestudiantes universitarios. Me explico: anuestra edad, por poco que se nos hablede algo con pasión y tocando las cuerdasadecuadas (las del amor, la rebelión, lased de novedades, etc.), es muy fácilcaptar nuestro interés. Nuestro profesorde historia, el señor Lermit, supoapasionarnos en sólo dos clasesenseñándonos fotos de gente a la que sehabía cortado una mano o los labios, en

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aplicación de la ley coránica, porquehabían robado o fumado. Sin embargo,no lo hizo en plan peli gore. Erasobrecogedor, y todos escuchamos conatención la clase siguiente, que ponía enguardia contra la locura de los hombres,y no específicamente contra el islam.Entonces, si la señora Magra se hubieratomado la molestia de leernos con laentonación adecuada algunos versos deRacine («Y que el día amanezca y que eldía agonice/sin que ya nunca pueda verTito a Berenice»), habría visto que eladolescente típico está maduro paraabordar ia tragedia amorosa. Una vez enel instituto, las cosas se ponen más

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difíciles: la edad adulta asoma ya lacabeza, empiezan a intuirse lascostumbres de los mayores, uno sepregunta qué papel y qué lugar heredaráen la obra y, además, se ha estropeadoya algo, la pecera está a la vuelta de laesquina.

Entonces, cuando esta mañana,añadiéndose al rollazo habitual de unaclase de literatura sin literatura y de unaclase de lengua sin inteligencia de lalengua, he experimentado un sentimientoextraño, inclasificable, no he podidocontenerme. La profesora estabatratando el epíteto, con el pretexto deque en nuestras redacciones brillaba por

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su ausencia «cuando deberíais sercapaces de emplearlo desde tercero deprimaria». «Alumnos tan incompetentesen gramática como vosotros, desdeluego, es como pa' pegarse un tiro», haañadido luego, mirando especialmente aAchille Grand-Fernet. No me cae bienAchille pero tengo que decir que estabade acuerdo con la pregunta que le hahecho a la profesora. Creo que seimponía algo así. Además, que unaprofesora de letras diga pa' en lugar de«para», a mí me choca, qué queréis queos diga. Es como si un barrendero sedejara sin recoger del suelo las bolas depelusa de polen. «Pero la gramática,

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¿para qué sirve?», le ha preguntadoAchille. «Deberías saberlo», le hacontestado doña Mepagan-para-que-os-lo-enseñe. «Pues no», ha replicadoAchille con sinceridad, por una vez,

«nadie se ha tomado nunca lamolestia de explicárnoslo». Laprofesora ha dejado escapar un largosuspiro, en plan «encima tengo quetragarme estas preguntas estúpidas», yha respondido:

«Sirve para hablar bien y escribirbien.»

Entonces he creído que me iba a darun infarto. Nunca había oído tamañaineptitud. Y con esto no quiero decir que

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no sea verdad, digo que es una ineptitudcomo una casa. Decir a unosadolescentes que ya saben leer yescribir que la gramática sirve para eso,es como decirle a alguien que se tieneque leer una historia de los cuartos debaño a través de los siglos para saberhacer bien pis y caca. ¡No tiene sentido!Si todavía nos hubiera demostrado, conejemplos, que hay que saber ciertascosas sobre la lengua para utilizarlabien, entonces bueno, por qué no, puedeser una base para empezar. Por ejemplo,que saber conjugar un verbo en todos lostiempos te evita cometer errores gordosque te avergüenzan delante de todo el

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mundo en una cena mundana («Hubieraveído esa película que comentáis, si nome habrían aconsejado antes que no lohaciese.») O que, para escribir como esdebido una invitación para unirse a unapequeña orgía en el castillo deVersalles, conocer las reglas deconcordancia entre sujeto y verbo puederesultar muy útil. De esta manera uno seahorra torpezas como ésta: «Queridoamigo, si esa gente que usted y yoconocemos quisieran venir a Versallesesta noche, me complacería muchorecibirlas. La Marquesa de Grand-Fernet.» Pero si la señora Magra se creeque la gramática sólo sirve para eso...

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De niños hemos sabido conjugar unverbo antes de saber siquiera que setrataba de un verbo. Y, si bien el saberpuede ayudar, no creo sin embargo quesea algo decisivo.

Yo en cambio creo que la gramáticaes una vía de acceso a la belleza.Cuando hablas, lees o escribes, sabesmuy bien si has hecho una frase bonita, osi estás leyendo una. Eres capaz dereconocer una expresión elegante o unbuen estilo. Pero cuando se estudiagramática, se accede a otra dimensiónde la belleza de la lengua. Hacergramática es observar las entrañas de lalengua, ver cómo está hecha por dentro,

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verla desnuda, por así decirlo. Y eso eslo maravilloso, porque te dices: «Pero¡qué bonita es por dentro, qué bienformada!», «¡Qué sólida, qué ingeniosa,qué rica, qué sutil!». Para mí, sólo saberque hay varias naturalezas de palabras yque hay que conocerlas para poderutilizarlas y para conocer sus posiblescompatibilidades, hace que me sientacomo en éxtasis. Me parece, porejemplo, que no hay nada más bello quela idea básica de la lengua, a saber: quehay nombres y verbos. Sabiendo esto, escomo si ya te hubieran enunciado laesencia de todo. Es maravilloso, ¿no?Hay nombres, verbos...

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Para acceder a toda esta belleza dela lengua que la gramática desvela,¿quizá también haya que ponerse en unestado de consciencia especial? A míme da la sensación de que puedo hacerlosin esfuerzo. Creo que fue cuando teníados años, al oír hablar a los adultos,cuando comprendí, esa vez y ya parasiempre, cómo está hecha la lengua. Laslecciones de gramática para mí siemprehan sido meras síntesis a posteriori o,como mucho, precisionesterminológicas. ¿Se puede enseñar a losniños a hablar bien y a escribir bienestudiando gramática si no han tenidoesta iluminación que tuve yo? Misterio.

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Mientras tanto, todas las señoras Magrade la Tierra harían mejor en preguntarsequé música tienen que ponerles a losalumnos para que puedan entrar entrance gramatical.

Así que le he dicho a la profesora:«Pero ¡qué va, eso es totalmentereductor!» Se ha hecho un gran silencioen la clase porque normalmente yo nosuelo abrir la boca y porque le habíallevado la contraria a la profesora. Meha mirado sorprendida y luego ha puestomala cara, como todos los profes cuandonotan que las cosas se complican y quesu clasecita facilita sobre el epíteto bienpodría convertirse en tribunal de sus

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métodos pedagógicos. «¿Y qué sabrás túde esto, señorita Josse?», me hapreguntado con tono acerbo. Todo elmundo contenía la respiración. Cuandola primera de la clase no está contenta,es malo para el cuerpo docente, sobretodo cuando se trata de un cuerpo tangordo, así que esta mañana teníamospelícula de suspense y número de circo,programa doble por el mismo precio:todo el mundo aguardaba para ver elresultado del combate, con la esperanzade que sería sangriento.

«Pues bien, habiendo leído aJakobson, se antoja evidente que lagramática es un fin y no sólo un

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objetivo: es un acceso a la estructura y ala belleza de la lengua, y no sólo unchisme que sirve para manejarse ensociedad.» «¡Un chisme! ¡Un chisme!»,ha repetido la profesora con los ojosexorbitados. «¡Para la señorita Josse, lagramática es un chisme!»

Si hubiera escuchado bien mi frase,habría comprendido que, justamente,para mí la gramática no es un chisme.Pero creo que la referencia a Jakobsonle ha hecho perder los papeles porcompleto, sin contar que todo el mundose reía, incluso Cannelle Martin, sincomprender nada de lo que yo habíadicho pero sintiendo que una nubecita

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negra planeaba sobre la foca de laprofesora de lengua. Por supuesto, comoos podréis imaginar, nunca he leído nadade Jakobson.

Por muy superdotada que sea,prefiero los cómics o la literatura. Perouna amiga de mamá (que es profesora deuniversidad) hablaba ayer de Jakobson(mientras charlaban, a las cinco de latarde, ventilándose una botella de vinotinto y un buen pedazo de quesocamembert). Y de repente esta mañanase me ha venido a la cabeza.

En ese momento, al ver que la jauríade perros enseñaba ya los colmillos, hesentido compasión. Compasión por la

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señora Magra. Además no me gustan loslinchamientos. Nunca honran a nadie.Por no hablar ya del hecho de que no meapetece en absoluto que alguien venga ahurgar en mi conocimiento de Jakobsony empiece a sospechar sobre la realidadde mi cociente intelectual.

Por eso he dado marcha atrás y mehe callado. Me he tenido que quedar doshoras más en el colegio castigada, y laseñora Magra ha salvado su pellejo deprofesora. Pero al marcharme de clase,he sentido que sus ojillos inquietos meseguían hasta la puerta.

Y, camino de mi casa, me he dicho:desdichados los pobres de espíritu que

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no conocen ni el trance ni la belleza dela lengua.

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5

Una impresiónagradable

Pero Manuela, insensible a losandares de las mujeres japonesas,discurre ya por otros parajes.

—La Rosen pone el grito en el cieloporque no hay dos lámparas iguales —me dice. —¿De verdad no las hay? —lepregunto, desconcertada.

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—Sí, de verdad —me contestaManuela —. ¿Y qué más da? En casa delos Rosen lo tienen todo doble, porqueles da miedo que falte. ¿Sabe usted lahistoria preferida de la señora?

—No —respondo, encantada de laamplitud de alcance de nuestraconversación.

—Durante la guerra, su abuelo, quealmacenaba un montón de cosas en elsótano, salvó a su familia ayudando a unalemán que buscaba una bobina de hilopara coserse un botón del uniforme.

Si no hubiera tenido bobina, estaríamuerto, y toda su familia con él. Puesbien, me crea usted o no, en los armarios

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y en el sótano la señora Rosen lo tienetodo doble. ¿Y acaso es más feliz porello? ¿Acaso se ve mejor en unahabitación porque haya dos lámparasiguales?

—Nunca lo había pensado —digo—. Es verdad que decoramos nuestrosinteriores con redundancias. —¿Con quéha dicho? —inquiere Manuela.

—Con repeticiones, como en casade los Arthens. Las mismas lámparas ylos mismos jarrones sobre la chimenea,las mismas butacas idénticas a cada ladodel sofá, dos mesillas de noche a juego,series iguales de tarros de cristal en lacocina...

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—Ahora que lo dice, no se trata sólode las lámparas —prosigue Manuela—.El caso es que no hay dos cosas igualesen casa del señor Ozu. Y déjeme que lediga que eso crea una impresiónagradable.

—Agradable, ¿en qué sentido? —quiero saber. Manuela reflexiona unmomento, y se le forman arruguitas en lafrente.

—Agradable como después de unafiesta, cuando se ha comido demasiado.Pienso en esos momentos, cuando todoel mundo se ha marchado ya... Mimarido y yo vamos a la cocina y yopreparo un caldito de verduras frescas;

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corto champiñones crudos en rodajasmuy finitas, y nos tomamos el caldo conlos champiñones dentro. Tenemos laimpresión de salir de una tormenta y quepoco a poco vuelve la calma.

—Uno ya no tiene miedo de que lefalte nada. Se es feliz con el instantepresente.

—Uno siente que es algo natural,que comer es eso.

—Se puede disfrutar de lo que setiene, nada estorba. Una sensación trasotra.

—Sí, se tiene menos pero se disfrutamás. —¿Quién puede comer varíascosas a la vez?

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—Ni siquiera el pobre señorArthens.

—Tengo dos lámparas a juego sobredos mesillas de noche idénticas —digo,al caer de pronto en la cuenta del hecho.

—Y yo también —dice Manuela.Asiente con la cabeza.—Quizá estemos enfermos, a fuerza

de tener demasiado.Se levanta, me da un beso y vuelve a

casa de los Pallières, a su dura tarea deesclava moderna.

Cuando se marcha, permanezcosentada delante de mi taza de té vacía.Queda un fruto seco con chocolate, quemordisqueo por gula con los incisivos,

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como un ratoncito. Cambiar el modo decomer algo es como degustar un nuevomanjar.

Y medito, saboreando el carácterintempestivo de esta conversación.¿Alguna vez se ha visto que asistentas yporteras, conversando durante la hora dela pausa, elaboren el sentido cultural dela decoración de interiores? Lessorprendería saber de lo que habla lagente humilde. Prefiere las historias alas teorías, las anécdotas a losconceptos, las imágenes a las ideas. Locual no es óbice para filosofar. Así,¿somos acaso civilizaciones tancarcomidas por el vacío que sólo

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vivimos en la angustia de la carencia?¿Sólo disfrutamos de nuestros bienes ode nuestros sentidos cuando estamosseguros de que disfrutaremos más aún?Quizá los japoneses sepan que sólo sesaborea un placer porque se sabe que esefímero y único y, más allá de ese saber,son capaces de construir con ello susvidas.

Ay de mí. Monótona y eternarepetición que una vez más me sacabruscamente de mi ensimismamiento —el tedio nació un día de la uniformidad—, llaman a mi puerta.

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6

Wabi

Es un mensajero mascando un chiclepara elefantes, a juzgar por el vigor y laamplitud maxilar que esta masticaciónrequiere. —¿La señora Michel? —pregunta, Me planta un paquete en lasmanos. —¿No tengo que firmar nada? —inquiero.

Pero ya ha desaparecido.

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Es un paquete rectangular envueltoen papel de estraza y sujeto con uncordel, como los que se utilizan paracerrar los sacos de patatas o para pasearpor la habitación un tapón de corchopara divertir al gato y obligarlo a hacerel único ejercicio al que se presta. Dehecho, este paquete con cordel merecuerda a los envoltorios de seda deManuela pues aunque, en su género, elpapel sea por naturaleza más rústico querefinado, hay en el esmero puesto en laautenticidad del empaquetado algosimilar y profundamente adecuado. Seobservará que la elaboración de losconceptos más nobles parte de lo trivial

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más tosco. Lo bello es la adecuación esuna idea sublime surgida de las manosde un mensajero rumiante.

La estética, a nada que unoreflexione sobre ello con una pizca deseriedad, no es sino la iniciación a laVía de la Adecuación, una suerte de Víadel Samurai aplicada a la intuición delas formas auténticas. Tenemos todosanclado en nosotros el conocimiento delo adecuado. Este conocimiento es loque, en cada instante de nuestraexistencia, nos permite aprehender laesencia de la cualidad de lo adecuado y,en esas raras ocasiones en que todo esarmonía, disfrutar de ello con la

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intensidad requerida. Y no hablo de esasuerte de belleza que es dominioexclusivo del Arte.

Quienes, como yo, se sienteninspirados por la grandeza de las cosaspequeñas, la buscan hasta en el corazónde lo no esencial, allí donde, ataviadacon indumentaria cotidiana, surge decierto ordenamiento de las cosascorrientes y de la certeza de que escomo tiene que ser, de la convicción deque así está bien.

Desato el cordel y rompo el papel.Es un libro, una hermosa ediciónencuadernada en cuero azul marino, degrano grueso, muy wabi. En japonés, el

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término wabi significa «una formadesdibujada de lo bello, una clase derefinamiento disfrazado de rusticidad».No sé muy bien qué querrá decir eso,pero esta encuademación esindiscutiblemente wabi.

Me calzo las gafas y descifro eltítulo.

Idea profunda n° 11

Abedules

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enseñadme que no soy naday que soy digna de vivir

Mamá anunció ayer durante la cena,como si fuera motivo suficiente para quecorriera el champán a chorros, que hacíadiez años justos que había empezado su«psicoanálisis» (pronuncia la palabracomo si llevara acento en todas lassílabas). ¡Todo el mundo estará deacuerdo en que es ma-ra-vi-llo-so! Sólose me ocurre el psicoanálisis pararivalizar con el cristianismo en lapredilección por los sufrimientos largos.Lo que mi madre no dice es que tambiénhace diez años que toma antidepresivos.

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Pero salta a la vista que no se le ocurreque una cosa pueda tener que ver con laotra. A mí me parece que si tomaantidepresivos no es para aliviar susangustias, sino para soportar elpsicoanálisis. Cuando te cuenta sussesiones te dan ganas de darte decabezazos contra la pared. El tipo dice«mmm» a intervalos regularesrepitiendo el final de las frases de mamá(«Y he ido donde Lenótre con mimadre»: «Mmm, ¿con su madre?»; «Megusta mucho el chocolate»: «Mmm, ¿elchocolate?»). Si es así, mañana mismome hago yo psicoanalista. Otras veces leendilga conferencias sobre la «Causa

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freudiana» que, al contrario de lo que lagente piensa, no son jeroglíficosincomprensibles, qué va, tienen sentido,sí, sí. La fascinación por la inteligenciaes algo fascinante. Para mí no es unvalor en sí. Gente inteligente la hay apatadas. Hay muchos cretinos, perotambién hay muchos cerebros muycapaces. Voy a decir una banalidad, perola inteligencia, en sí, no tiene ningúnvalor ni ningún interés. Personasinteligentísimas consagraron su vida a lacuestión del sexo de los ángeles, porejemplo. Pero muchos hombresinteligentes tienen una especie de virus:consideran la inteligencia como un fin.

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Sólo tienen una idea en la cabeza: serinteligentes, lo cual es muy estúpido. Ycuando la inteligencia se toma por unobjetivo, funciona de manera extraña: laprueba de que existe no reside en elingenio y la sencillez de sus frutos, sinoen la oscuridad de su expresión. Sivierais la literatura que se trae mamá desus sesiones... Simboliza, aniquila lospensamientos excluidos del inconscientey subsume lo real a base de maternas yde sintaxis dudosa. ¡Un galimatías sinsentido! Hasta los textos que leeColombe (está estudiando a Guillermode Ockham, un franciscano del sigloXIV) son menos grotescos. De lo que se

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deduce: más vale ser un monje pensanteque un pensador posmoderno.

Y, ahí no terminó la cosa, resulta queademás era un día freudiano. Por latarde estaba comiendo chocolate. Megusta mucho el chocolate, sin duda es loúnico que tengo en común con mamá ycon mi hermana. Al morder una barritade chocolate con avellanas, noté que seme partía un diente. Fui a mirarme en elespejo y constaté que, efectivamente, seme había caído otro trocito más deincisivo. El verano pasado, en elmercado de Quimper, me caí al tropezarcon una cuerda y se me rompió un pocoeste diente, y desde entonces, se

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descascarilla de vez en cuando.Bueno, total, que se me cayó este

trocito de diente, y me hizo graciaporque me acordé de una cosa quecuenta mamá sobre un sueño que sueletener: se le caen los dientes, se le ponennegros y se le van cayendo uno tras otro.Y esto es lo que le dijo su psicoanalistaacerca de este sueño: «Mi queridaseñora, un freudiano le diría que es unsueño sobre la muerte.» Tiene gracia,¿no? Ya no es siquiera la ingenuidad dela interpretación (dientes que se caen =muerte; paraguas = pene, etc.), como sila cultura no fuera un gran poder desugestión que nada tiene que ver con la

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realidad del asunto. Es el procedimientoque se supone que asienta lasuperioridad intelectual («un freudianole diría») en la erudición distanciada,mientras que en realidad la impresiónque da es que es un loro el que habla.

Afortunadamente, para recuperarmede todo eso, hoy he ido a casa deKakuro a tomar té con unos pastelitos decoco muy ricos y muy finos. Ha venido acasa para invitarme y le ha dicho amamá: «Nos hemos conocido en elascensor y hemos dejado a medias unaconversación muy interesante.» «¿Enserio?», ha dicho mamá, sorprendida.«Pues qué suerte tiene usted, mi hija

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apenas habla con nosotros.» «¿Quieresvenir a tomar una taza de té y a que tepresente a mis gatos?», ha preguntadoKakuro, y mamá, por supuesto, atraídapor la cola que podrá traer esta historia,se ha apresurado a aceptar la invitación.Ya se estaba montando la película en sucabeza, se veía en plan geisha modernainvitada en casa del rico japonés. Hayque decir que uno de los motivos de lafascinación colectiva por el señor Ozuse debe al hecho de que es de verdadmuy rico (según parece). Total, que heido a su casa a tomar el té y a conocer asus gatos. Bueno, en lo que a ellosrespecta, tampoco me convencen mucho

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más que los míos, pero al menos los deKakuro son decorativos. Le he expuestomi punto de vista, y me ha contestadoque creía en la sensibilidad y lacapacidad que tiene un roble de irradiarbuenas vibraciones, y por lo tanto, conmás razón, creía también en las de ungato. De ahí hemos pasado a ladefinición de la inteligencia, y me hapreguntado si podía anotar mi fórmulaen su libreta: «No es un don sagrado, esla única arma que tienen los primates.»

Y luego hemos vuelto a la señoraMichel. Él cree que su gato se llamaLeón por León Tolstoi, y los dosestamos de acuerdo en que una portera

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que lee a Tolstoi, así como libros de laeditorial Vrin, quizá se sale un poco delo corriente. Él tiene incluso elementosmuy pertinentes para pensar que le gustamucho Ana Karenina y está decidido aenviarle un ejemplar. «Así veremos sureacción», me ha dicho.

Pero no es ésta mi idea profunda deldía. Viene de una frase que ha dichoKakuro.

Hablábamos de la literatura rusa,que yo no conozco en absoluto. Kakurome explicaba que lo que le gusta de lasnovelas de Tolstoi es que son «novelasuniverso» y, además, que la accióntranscurre en Rusia, ese país en el que

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hay abedules por todas partes y en elque, cuando las campañas napoleónicas,la aristocracia tuvo que volver aaprender el ruso pues ya sólo hablabafrancés. Bueno, ésta es una típicaconversación de adultos, pero lo buenocon Kakuro es que todo lo hace coneducación. Es muy agradable oírlohablar, aunque te traiga sin cuidado loque cuenta, porque te habla de verdad,se dirige a ti. Es la primera vez queconozco a alguien que se interesa por mícuando me habla: no espera aprobaciónni desacuerdo, me mira con unaexpresión como si estuviera diciendo:«¿Quién eres? ¿Quieres hablar conmigo?

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¡Cuánto me gusta estar contigo!»A eso me refería cuando hablaba de

educación, esta actitud de alguien que leda al otro la impresión de estar ahí.Bueno, así en general, la Rusia de losgrandes rusos a mí me importa bastantepoco. ¿Que hablaban francés? ¡Pues, québien, enhorabuena! Yo también y noexploto a los mujiks. Pero, en cambio, yaunque al principio no he entendido muybien por qué, he sido sensible a losabedules. Kakuro hablaba del camporuso con todos esos abedules flexibles,cuyas hojas sonaban como un murmullo,y me he sentido ligera, ligera...

Después, reflexionando un poco

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sobre ello, he comprendido en parte mirepentina alegría al hablar Kakuro delos abedules rusos. Me ocurre lo mismocuando se habla de árboles, del árbolque sea: el tilo en el patio de la casa delabor, el roble detrás de la vieja granja,los grandes olmos que hoy ya no existen,los pinos doblados por el viento en lascostas ventosas, etc. Hay tantahumanidad en esta capacidad de amarlos árboles, tanta nostalgia de nuestrosembelesos primeros, tanta fuerza en estesentirse tan insignificante en el seno dela naturaleza... Sí, eso es: la evocaciónde los árboles, de su majestuosidadindiferente y del amor que por ellos

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sentimos nos enseña cuan irrisoriossomos, viles parásitos que pululamos enla superficie de la tierra, y al mismotiempo nos hace dignos de vivir, puessomos capaces de reconocer una bellezaque no nos debe nada.

Kakuro hablaba de los abedules y,olvidando a los psicoanalistas y a todaesa gente inteligente que no sabe quéhacer con su inteligencia, de pronto mesentía más adulta por ser capaz decomprender la grandísima belleza deestos árboles.

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Lluvia de verano

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1

Clandestina

Me calzo pues las gafas y descifro eltítulo.

León Tolstoi, Ana Karenina.También hay una tarjeta:

Querida señora Michel:En obsequio a su gato.Cordialmente,

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Kakuro Ozu

Siempre es reconfortante que loaseguren a uno que no se ha vueltoparanoico.

Tenía yo razón. Me handesenmascarado.

Caigo presa del pánico.Me levanto mecánicamente y me

vuelvo a sentar. Releo la tarjeta.Algo se muda dentro de mí, sí, no sé

expresarlo de otra manera, tengo laabsurda sensación de que un módulointerno se traslada para ocupar el lugarde otro. ¿No les ocurre nunca? Unosiente como unas remodelacíones

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internas cuya naturaleza no acierta adescribir, pero es algo a la vez mental yespacial, como una mudanza.

En obsequio a su gato.Con una incredulidad que nada tiene

de fingida, oigo una risita, una suerte degritito ahogado, que proviene de mipropia garganta. Es angustioso perodivertido. Movida por un peligrosoimpulso —todos los impulsos sonpeligrosos para quien vive unaexistencia clandestina—voy a buscaruna hoja de papel, un sobre y un Bic(naranja), y escribo:

Gracias, no tenía que haberse

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molestadoLa portera

Salgo al vestíbulo con precaucionesde indio apache —no veo a nadie—ydeslizo la misiva dentro del buzón delseñor Ozu.

Vuelvo a la portería con paso furtivo—ya que no hay un alma—y, extenuada,me derrumbo sobre el sofá, con elsentimiento del deber cumplido.

Una poderosa sensación de «Diosmío, qué he hecho» me embarga.

Dios mío, qué he hecho.Este estúpido impulso, lejos de

poner fin al hostigamiento, lo alienta mil

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veces más. Es un error estratégico debulto. Esta dichosa inconscienciaempieza a atacarme los nervios.

Un simple: No comprendo, firmadola portera habría sido sin embargo lomás lógico.

O también: Se ha confundido, ledevuelvo su paquete.

Sin tonterías, corto y preciso:Destinatario erróneo.

Astuto y definitivo: No sé leer.Más tortuoso: Mi gato no sabe leer.Sutil: Gracias, pero el aguinaldo es

en enero.O también, administrativo: Se ruega

acuse de recibo de la devolución.

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En lugar de eso, hago melindrescomo si estuviéramos en un salónliterario.

Gracias, no tenía que habersemolestado.

Me propulso del sofá y me precipitohacia la puerta.

Rayos, rayos, rayos.Por el cristal veo a Paul N'Guyen, el

cual, con el correo en la mano, se dirigehacia el ascensor.

Estoy perdida.Ya sólo me queda una opción:

hacerme la muerta.Pase lo que pase, no estoy, no sé

nada, no respondo, no escribo, no tomo

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ninguna iniciativa.Pasan tres días, en la cuerda floja.

Me convenzo a mí misma de que aquelloen lo que decido no pensar no existe,pero no dejo de pensar en ello, tanto queuna vez olvido dar de comer a León, quedesde entonces es el reproche mudofelinificado.

Después, hacia las diez, llaman a lapuerta.

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2

La obra del sentido

En el umbral encuentro al señor Ozu.—Querida señora Michel —me dice

—, me alegro de que mi envío no lahaya importunado. Del pasmo, noacierto a entender nada.

—Sí, sí —respondo, sintiendo quesudo como un cerdo—. Digo, no, no —me corrijo con una lentitud patética—.

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Pues muchas gracias.Me sonríe amablemente.—Señora Michel, no he venido para

que me dé las gracias. —¿No? —digo,renovando con brío la ejecución del«dejar morir en los labios» cuyo artecomparto con Fedra, Berenice y ladesdichada Dido.

—He venido a pedirle que venga acenar conmigo mañana —dice—. Asítendremos ocasión de charlar sobrenuestros gustos comunes.

—Eeeh... —contesto, lo cual esrelativamente corto.

—Una cena entre vecinos, algosencillo —añade. —¿Entre vecinos?

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Pero si soy la portera —arguyo, aunquemuy confundida.

—Es posible poseer dos cualidadesa un tiempo —me contesta.

Virgen santa, ¿qué hago?Siempre está la vía de la facilidad,

aunque me repugne seguirla. No tengohijos, no veo la televisión y no creo enDios, todas estas sendas que recorrenlos hombres para que la vida les seamás fácil. Los hijos ayudan a diferir ladolorosa tarea de hacerse frente a unomismo, y los nietos toman después elrelevo. La televisión distrae de laextenuante necesidad de construirproyectos a partir de la nada de nuestras

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existencias frivolas; al embaucar a losojos, libera al espíritu de la gran obradel sentido. Dios, por último, aplacanuestros temores de mamíferos y laperspectiva intolerable de que nuestrosplaceres un buen día se terminan. Porello, sin porvenir ni descendencia, sinpíxeles para embrutecer la cósmicaconciencia del absurdo, en la certeza delfinal y la anticipación del vacío, creopoder decir que no he elegido la vía dela facilidad.

Sin embargo, cuan tentada me sientoahora de hacerlo.

—No, gracias, pero mañana estoyocupada —sería el procedimiento más

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indicado.De éste existen varias variaciones

corteses.—Es muy amable por su parte, pero

tengo la agenda de un ministro (pococreíble).

—Qué lástima, pero mañanaprecisamente me marcho a Megève(fantasioso).

—Lo siento, pero mañana viene mifamilia a cenar (requetefalso).

—Mi gato está enfermo, no puedodejarlo solo (sentimental).

—Estoy enferma, prefiero guardarcama (desvergonzado).

In fine me dispongo a decir: gracias,

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pero esta semana tengo gente en casacuando, bruscamente, la serenaamabilidad que muestra el señor Ozu, depie ante mí, abre en el tiempo unabrecha fulgurante.

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3

Fuera de tiempo

Bajo el globo caen los copos.Ante los ojos de mi memoria, sobre

la mesa de la señorita, mi maestra hastala clase de los mayores del señorServant, se materializa la pequeña bolade cristal. Cuando nos habíamos portadobien, se nos permitía darle la vuelta ysostenerla en la palma de la mano hasta

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que cayera el último copo al pie de latorre Eiffel cromada. Aún no habíacumplido siete años y ya sabía que lalenta melopea de las pequeñaspartículas algodonosas prefigura lo quesiente el corazón durante una granalegría. La duración se ralentiza y sedilata, el ballet se eterniza en laausencia de obstáculos, y cuando seposa el último copo, sabemos que hemosvivido ese instante fuera del tiempo quees la marca de las grandesiluminaciones. A menudo, de niña, mepreguntaba si estaría a mi alcance vivirinstantes semejantes y hallarme en elcorazón del lento y majestuoso ballet de

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copos, liberada por fin del tediosofrenesí del tiempo.

¿Es eso acaso, sentirse desnuda?Libre el cuerpo de el espíritu no selibera sin embargo de sus aderezos.Pero la invitación del señor Ozu habíaprovocado en mí el sentimiento de esadesnudez total que es la del alma sola yque, nimbada de copos, provocabaahora en mi corazón una suerte dedeliciosa quemazón.

Lo miro.Y me zambullo en el agua negra,

profunda, helada y exquisita del instantefuera del tiempo.

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Sustancias arácnidas

—¿Por qué, pero por qué, por amorde Dios? —le pregunto esa misma tardea Manuela. —¡Vamos, vamos! —medice, colocando el servicio para el té—. Pero ¡si está muy bien!

—No lo dirá usted en serio —gimo.—Ahora toca ser prácticos —dice

—. No puede ir así. Es el peinado lo

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que no está bien —prosigue,observándome con mirada experta.¿Tienen idea de las concepciones deManuela en materia de peinado? Estaaristócrata del corazón es una proletariadel cabello. Encrespado, retorcido,cardado y después vaporizado consustancias arácnidas, el cabello segúnManuela ha de ser arquitectural o no ser.

—Voy a ir a la peluquería —digo,probando la estrategia de la noprecipitación.

Manuela me mira con recelo. —¿Qué se va a poner? —me pregunta.

Aparte de mis vestidos de todos losdías, verdaderos vestidos de portera, no

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tengo más que una suerte de merenguenupcial blanco sepultado en naftalina yuna casulla negra y lúgubre que mepongo en los escasos entierros a los quese me invita.

—Me voy a poner mi vestido negro—contesto. —¿El de los entierros? —pregunta Manuela, aterrada.

—Pero si es que no tengo otra cosa.—Entonces tiene que comprarse

algo.—Pero si no es más que una cena.—Pues claro, qué se ha creído, sólo

faltaría —responde la carabinaagazapada en Manuela—.

Pero ¿es que usted no se viste

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cuando la invitan a cenar?

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Encajes y perifollos

La dificultad empieza aquí: ¿dóndecomprar un vestido? Normalmente,acostumbro a comprarme la ropa porcatálogo, incluidos los calcetines, lasbragas y las camisetas. La idea deprobarme bajo la mirada de unajovencita anoréxica prendas que, sobremí, parecerán un saco, siempre me ha

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alejado de las tiendas. Quiere ladesgracia que sea demasiado tarde paraesperar una entrega a tiempo por correo.

Tengan una sola amiga pero elíjanlabien.

A la mañana siguiente, Manuelairrumpe en la portería.

Lleva una funda para ropa que metiende con una sonrisa triunfal.

Manuela me saca quince centímetroscomo mínimo y pesa diez kilos menos.De su familia sólo veo una mujer cuyaanchura de hombros pueda compararsecon la mía: su suegra, la temible Amalia,a la que extrañamente vuelven loca losencajes y los perifollos pese a no ser

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alma proclive a la fantasía. Pero lapasamanería a la portuguesa evoca elestilo rococó: nada de imaginación ni deligereza, sólo el delirio de laacumulación, que hace que los vestidosparezcan blusas de encaje de guipur, y lacamisa más sencilla, un concurso defestones.

Se imaginarán pues mi inquietud.Esta cena, que se anuncia un calvario,también podría convertirse en una farsa.

—Va a parecer usted una estrella decine —me dice precisamente Manuela.Luego, compasiva, añade—: Es unabroma —y extrae de la funda un vestidobeis carente a simple vista de toda

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fioritura. —¿De dónde lo ha sacado? —pregunto, examinándolo.

Así a ojo, la talla parece laadecuada. A ojo también, es un vestidocaro, de tela de gabardina y de cortemuy sencillo, con cuello camisero ybotones delante. Muy sobrio, muy chic.El tipo de vestido que lleva la señora deBroglie.

—Anoche fui donde María —medice Manuela, encantada.

María es una costurera portuguesaque vive justo al lado de mi salvadora.Pero es mucho más que una simplecompatriota. María y Manuela crecieronjuntas en Faro, se casaron con dos de los

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siete hermanos Lopes y se pusieron deacuerdo para seguirlos hasta Francia,donde llevaron a cabo la proeza de parira los hijos prácticamente a la vez, conpocas semanas de diferencia. Tienenincluso un gato en común y un gustosimilar por la repostería fina. —¿Quieredecir que el vestido es de otra persona?—pregunto.

—Mmm... sí —contesta Manuelaesbozando una mueca—. Pero nadie loreclamará, ¿sabe? La señora se murió lasemana pasada. Y de aquí a que se dencuenta de que le dejó un vestido a lamodista para que se lo arreglara... le daa usted tiempo de cenar diez veces con

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el señor Ozu. —¿Es el vestido de unamuerta? —repito, horrorizada—. Peroyo no puedo hacer esto. —¿Y por quéno? —me pregunta Manuela, frunciendoel ceño—. Es mejor que si estuvieraviva. Imagínese si se lo mancha. En esecaso habría que ir corriendo al tinte,encontrar una excusa, qué trajín.

El pragmatismo de Manuela tienealgo de galáctico. Quizá debería extraerde él inspiración para considerar que lamuerte no es nada.

—Moralmente no puedo hacer esto—protesto. —¿Moralmente? —repiteManuela, pronunciando la palabra comosi le pareciera repulsiva—. ¿Qué tendrá

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que ver? ¿Acaso está usted robando?¿Acaso hace daño a alguien?

—Pero se trata de un bien de otrapersona —digo—, no puedoapropiármelo. —¡Pero si está muerta!—exclama—. Y no lo roba, sólo lo tomaprestado esta noche.

Cuando Manuela se pone a hacerencaje de bolillos con las diferenciassemánticas, no hay escapatoria.

—María me ha dicho que era unaseñora muy amable. Le dio variosvestidos y un precioso abrigo depalpaca. Ya no se los podía ponerporque había engordado, entonces ledijo a María:

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«¿Le vendrían bien a usted?» ¿Love?, era una señora muy amable.

La palpaca es una especie de llamade pelaje de lana muy apreciado ycabeza adornada con una papaya.

—No sé... —digo, con menosvehemencia ya—. Tengo la impresión deestar robando a una muerta.

Manuela me mira con aireexasperado.

—Está tomando prestado, norobando. ¿Y qué quiere que haga ya coneste vestido, la pobre difunta?

Esta pregunta no admite réplica.—Es la hora de la señora Pallières

—dice Manuela, feliz, cambiando de

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conversación.—Voy a saborear este momento con

usted —le digo.—Allá voy —anuncia, dirigiéndose

hacia la puerta—. Mientras tanto,pruébeselo, vaya a la peluquería y luegovolveré para verla.

Considero el vestido un momento,dubitativa. Además de mi reticencia allevar el traje de una difunta, temo quesobre mí cause un efecto incongruente.Violette Grelier es del trapo comoPierre Arthens es de la seda y yo delvestido-delantal informe con estampadomalva o azul marino.

Pospongo el trance hasta mi regreso.

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Caigo entonces en la cuenta de queni siquiera le he dado las gracias aManuela.

Diario del movimiento delmundo n° 4

Qué maravilloso es un coro

Ayer por la tarde tuvimos el recitaldel coro del colegio. En mi colegio delos barrios elegantes hay coro; nadie lo

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encuentra hortera, hay tortas para formarparte de él, pero es súper selecto: elseñor Trianon, el profe de música, eligea los integrantes con sumo cuidado. Larazón del éxito del coro es el propioseñor Trianon. Es joven, guapo y mandacantar tanto viejas joyas del jazz, comolos últimos hits de moda, orquestados,eso sí, con mucha clase. Todo el mundose pone de punta en blanco, y el corocanta ante los alumnos del colegio. Sólose invita a los padres de los cantantes,porque si no habría demasiada gente.Sólo con eso ya se llena el gimnasiohasta arriba y hay un ambientazo que temueres.

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De modo que ayer, todos camino delgimnasio a trote cochinero, bajo ladirección de la señora Magra, pues,normalmente, los martes a primera horade la tarde tenemos lengua. Bajo ladirección de la señora Magra es muchodecir: hizo lo que pudo para seguir elritmo, jadeando como un viejocachalote. Bueno, por fin llegamos algimnasio, todo el mundo se acomodócomo pudo, tuve que aguantar delante,detrás, al lado y por encima (en lasgradas) conversaciones estúpidas enestéreo (sobre móviles, moda, móviles,quién está con quién, móviles, la birriade profes que tenemos, móviles, la fiesta

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de Cannelle) y luego hicieron suaparición los integrantes del coro bajolas aclamaciones de los asistentes, deblanco y rojo con corbatas de pajaritalos chicos, y vestidos largos de tiranteslas chicas. El señor Trianon se instalóen un taburete, de espaldas al público,alzó una especie de varita con unalucecita roja intermitente en un extremo,se hizo el silencio y empezó el recital.

Cada vez que ocurre, es como unmilagro. Toda la gente, todas laspreocupaciones, todos los odios y todoslos deseos, todas las angustias, todo elaño de colegio con sus vulgaridades, susacontecimientos menores y mayores, sus

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profes, sus alumnos abigarrados, todaesa vida en la que nos arrastramos,hecha de gritos y de lágrimas, de risas,de luchas, de rupturas, de esperanzasfrustradas y de suertes inesperadas: tododesaparece de pronto cuando el coroempieza a cantar. El curso de la vida seahoga en el canto, de golpe hay unaimpresión de fraternidad, de solidaridadprofunda, de amor incluso, que diluye lafealdad cotidiana en una comuniónperfecta. Hasta los rostros de loscantantes se transfiguran: ya no veo aAchille GrandFernet (que tiene unabellísima voz de tenor), ni a DéborahLemeur, ni a Ségoléne Rachet, ni a

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Charles Saint-Sauveur. Veo sereshumanos que se entregan en el canto.

Cada vez ocurre lo mismo, sientoganas de llorar, tengo un nudo en lagarganta y hago todo lo posible pordominarme pero, a veces, me resultamuy difícil: apenas puedo reprimir lossollozos.

Entonces, cuando cantan en canon,miro al suelo porque es demasiadaemoción a la vez: es demasiadohermoso, demasiado solidario,demasiado maravillosamente encomunión. Dejo de ser yo misma, paso aser parte de un todo sublime al cualpertenecen también los demás, y en esos

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momentos me pregunto siempre por quéno es la norma de la vida cotidiana enlugar de ser un momento excepcional.

Cuando la música enmudece, todo elmundo aclama, con el rostro iluminado,a los integrantes del coro, radiantes. Estan hermoso.

A fin de cuentas me pregunto si elverdadero movimiento del mundo no esel canto.

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6

Sanearlo un poco

Lo crean o no, nunca he ido a lapeluquería. Al dejar el campo paramarcharme a la ciudad, descubrí quehabía dos oficios que se me antojabanigual de aberrantes en la medida en quellevaban a cabo una tarea que cada cualdebía poder realizar por su cuenta. Aúnhoy me resulta difícil no ver a los

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floristas y a los peluqueros comoparásitos, unos porque viven de laexplotación de una naturaleza que es detodos, y otros porque realizan con todoun despliegue de aspavientos yproductos aromáticos una tarea queefectúo yo sola en mi cuarto de baño conunas tijeras bien afiladas. —¿Quién leha cortado así el pelo? —preguntaindignada la peluquera a la cual, a costade un esfuerzo dantesco, he ido a confiarla tarea de hacer de mi cabellera unaobra domesticada.

Estira y agita a cada lado de misorejas dos mechones deinconmensurable tamaño.

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—Bueno, ni se lo pregunto —prosigue con expresión asqueada,ahorrándome así la vergüenza de tenerque denunciarme a mí misma—. Lagente ya no respeta nada, lo veo todoslos días.

—Vengo sólo a saneármelo un poco—le digo.

No sé muy bien lo que significa,pero es una réplica clásica de las seriesque ponen en televisión a primera horade la tarde y que están pobladas dechicas muy maquilladas que seencuentran siempre en la peluquería o enel gimnasio. —¿A saneárselo? ¡Aquí nohay nada que sanear, señora! —exclama

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—. ¡Hay que rehacer el corte de arribaabajo!

Me mira el cráneo con aire crítico yemite un pequeño silbido.

—Tiene usted un cabello bonito,algo es algo. Tendríamos que podersacar algo bueno de aquí.

Al final mi peluquera resulta serbuena chica. Pasada la irritación, cuyalegitimidad consiste sobre todo enasentar la suya propia —y porque es tanagradable seguir al pie de la letra elguión social al cual debemos lealtad—,se ocupa de mí con amabilidad yalegría. ¿Qué se puede hacer con unamasa abundante de cabello si no es

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cortarla a diestro y siniestro cuandocoge volumen? En eso constituía micredo en materia de peluquería. Esculpirel aglomerado para que tome forma es apartir de ahora mi concepción capilarmás puntera.

—Tiene de verdad un cabelloprecioso —dice por fin, observando suobra, visiblemente satisfecha—,abundante y sedoso. No debería dejarloen manos de cualquiera. ¿Puede unpeinado transformarnos tanto? Yo mismano doy crédito a mi propio reflejo en elespejo. El casco negro que aprisionabauna cara que ya he descrito como ingratase ha convertido en una onda ligera que

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juguetea alrededor de un rostro que yano parece tan poco agraciado. Meconfiere un aspecto... respetable. Meencuentro incluso un falso aire dematrona romana.

—Es... fantástico —digo,preguntándome a la vez cómo sustraertan imprudente locura a las miradas delos residentes.

Es inconcebible que tantos añospersiguiendo la invisibilidad quedenvarados en el banco de arena de un cortea lo matrona.

Vuelvo a casa procurando pasarinadvertida. Tengo la inmensa suerte deno cruzarme con nadie.

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Pero me da la impresión de queLeón me mira de una manera extraña.Me acerco a él, y echa las orejas haciaatrás, señal de enfado o de perplejidad.

—Vamos, ¿qué pasa? —le pregunto—. ¿No te gusta? —antes de darmecuenta de que olisquea frenéticamente asu alrededor.

El champú. Apesto a aguacate yalmendras.

Me planto un pañuelo en la cabeza yme dedico a un montón de apasionantesocupaciones, cuyo apogeo consiste enuna limpieza concienzuda de los botonesde latón de la cabina del ascensor.

Y entonces dan las dos menos diez.

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Dentro de diez minutos, Manuelasurgirá del abismo de la escalera parainspeccionar la obra terminada.

No tengo tiempo de meditar. Mequito el pañuelo, me desnudo conrapidez, me pongo el vestido degabardina beis que pertenece a unamuerta, y llaman a la puerta.

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7

Hecha un pimpollo

—Guau, caray... —dice Manuela.Una onomatopeya y una expresión

tan coloquial en boca de Manuela, a laque nunca he oído pronunciar unapalabra trivial, viene a ser como si elPapa, olvidando quién es, espetara a loscardenales: Pero ¿dónde estará estacochina mitra?

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—No se burle —le digo. —¿Burlarme? —contesta—. Pero ¡Renée,si está usted fantástica!

Y, de la emoción, tiene que sentarse.—Una verdadera señora —añade.Eso es exactamente lo que me

preocupa.—Voy a parecer ridicula si me

presento a cenar así, hecha un pimpollo—digo, mientras preparo el té.

—En absoluto —replica Manuela—,es lo más natural, cuando uno va a cenarfuera se pone elegante. A todo el mundole parece normal.

—Sí, pero esto —digo, llevándomela mano a la cabeza y experimentando la

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misma sorpresa al palpar algo tanvaporoso.

—Después se ha puesto algo en lacabeza, lo tiene todo aplastado pordetrás —dice Manuela, frunciendo elceño a la vez que extrae de su cesta unhatillo de papel de seda rojo.

—Pedos de monja —anuncia. Sí,pasemos a otra cosa. —¿Qué haocurrido? —le pregunto. —¡Ah, tendríaque haberlo visto! —suspira—. Hepensado que le iba a dar un ataque alcorazón. Le he dicho: «Señora Pallières,lo siento pero ya no voy a poder venirmás.» Me ha mirado sin comprender.¡He tenido que repetírselo dos veces!

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Entonces se ha sentado y me ha dicho:«Pero ¿qué voy a hacer yo?»

Manuela calla un momento,contrariada.

—Si todavía hubiera dicho: «Pero¿qué voy a hacer yo sin usted?» Suertetiene que quiera dejar colocada a Rosie.Si no, le habría dicho: «SeñoraPallières, puede hacer lo que quiera, amí me importa una m...»

Tiene guasa, oye, la mitra de loscojones, dice el Papa.

Rosie es una de las muchas sobrinasde Manuela. Sé lo que quiere decir.Manuela ya está pensando en volver a supueblo, pero un filón tan jugoso como el

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número 7 de la calle Grenelle tiene quequedar en familia, por ello introduce aRosie en su lugar en previsión del grandía. Dios mío, pero ¿qué voy a hacer yosin Manuela? —¿Qué voy a hacer yo sinusted? —le digo, sonriendo.

De pronto a las dos se nos saltan laslágrimas. —¿Sabe lo que creo? —pregunta Manuela, secándose los ojoscon un enorme pañuelo rojo que pareceun capote de torero—. He dejado a laseñora Pallières, es una señal. Se van aproducir cambios buenos. —¿Le hapreguntado la señora el motivo?

—Eso es lo mejor —dice Manuela—. No se ha atrevido. La buena

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educación a veces puede ser unproblema.

—Pero se va a enterar enseguida —le digo.

—Sí —dice Manuela jubilosa, conun hilillo de voz—. Pero ¿sabe unacosa? —añade—. Dentro de un mes medirá: «Su Rosie es una perla, Manuela.Ha hecho usted bien en pasarle eltestigo.»

Ah, estos ricos... ¡qué puñeteros son!Fucking mitre, exclama nervioso el

Papa.—Pase lo que pase —le digo—,

somos amigas.Nos miramos sonriendo.

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—Sí —dice Manuela—. Pase lo quepase.

Idea profunda n° 12

Esta vez una preguntasobre el destinoy sus escrituras precocespara algunospero no para otros

Tengo un problema bien gordo: si le

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prendo fuego a mi casa, corro el riesgode estropear la de Kakuro. Complicar laexistencia del único adulto que, hastaahora, me parece digno de estima no esmuy pertinente que digamos. Peroprenderle fuego a la casa es sin embargoun proyecto importante para mí. Hoy heconocido a alguien y ha sidoapasionante. He ido a casa de Kakuro atomar el té. Estaba Paul, su secretario.Kakuro nos ha invitado, a Marguerite y amí, al cruzarse con nosotras y con mamáen el portal. Marguerite es mi mejoramiga. Hace dos años que estamos en lamisma clase y, desde el principio, lonuestro fue un flechazo. No sé si tenéis

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una mínima idea de lo que es un colegiohoy en día en París, en los barrioselegantes, pero, francamente, no tienenada que envidiarle a los barrios bajosde Marsella. Quizá sea incluso peor,porque allí donde hay dinero, hay droga,y mucha y de mil tipos. Qué gracia mehacen los amigos de mi madre, tannostálgicos de su Mayo del 68, con susrecuerdos alegres de porros y pipaschechenas. En mi colegio (público, esosí, al fin y al cabo mi padre ha sidoministro de la República) se puedecomprar de todo: ácido, éxtasis, coca,speed, etc. Cuando pienso en lostiempos en que los adolescentes

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esnifaban pegamento en el cuarto debaño... No era nada comparado con lode ahora. Mis compañeros de clase secolocan con pastillas de éxtasis como sifueran caramelos, y lo peor es quedonde hay droga, hay sexo. No osextrañéis tanto: hoy en día los jóvenestienen relaciones sexuales muy pronto.Hay niños de sexto (bueno, no muchos,pero sí algunos) que ya se han acostado.Es muy desalentador. Primero, porqueyo creo que el sexo, como el amor, esalgo sagrado. No me apellido deBroglie, pero si yo viviera más allá dela pubertad, sería para mí muyimportante hacer del sexo un sacramento

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maravilloso. Segundo, porque unadolescente que juega a dárselas deadulto no deja de ser un adolescente.Imaginar que colocarse los fines desemana y andar acostándose con unos ycon otros va a hacer de ti un adulto escomo creer que un disfraz hace de ti unindio. Y tercero, no deja de ser unaconcepción de la vida un poco extrañaquerer hacerse adulto imitando losaspectos más catastróficos de la edadadulta... A mí, haber visto a mi madrechutarse antidepresivos y somníferos meha vacunado de por vida contra ese tipode sustancias. Al final, los adolescentescreen hacerse adultos imitando como

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monos a los adultos que no han pasadode ser niños y que huyen ante la vida. Espatético. Aunque bueno, si yo fueraCannelle Martin, la tía buena de miclase, me pregunto qué haría todo el díaaparte de dragarme. Ya tiene el destinoescrito en la frente. Dentro de quinceaños, después de haberse casado con untío rico sólo por casarse con un rico, sumarido le pondrá los cuernos porquebuscará en otras mujeres lo que superfecta, fría y fútil esposa habrá sidodel todo incapaz de darle, digamos algode calor humano y sexual. Ésta dirigirápues toda su energía hacia sus casas ysus hijos, de los cuales, por venganza

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inconsciente, hará clones de sí misma.Maquillará y vestirá a sus hijas comocortesanas de lujo, las echará en brazosdel primer financiero que pase yencargará a sus hijos la misión deconquistar el mundo, como su padre, yde engañar a sus esposas con chicas queno valen nada. ¿Pensáis que estoydivagando? Cuando miro a CannelleMartin, su largo pelo rubio y vaporoso,sus grandes ojos azules, sus minifaldasescocesas, sus camisetas súper ceñidasy su ombligo perfecto, os aseguro que loveo tan claro como si ya hubieraocurrido. Por ahora a todos los chicosde la clase se les cae la baba por ella, y

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Cannelle tiene la ilusión de que esoshomenajes de la pubertad masculina alideal de consumo femenino que ellarepresenta son un reconocimiento de suencanto personal. ¿Os parece que soymala? En absoluto, de verdad sufro alver esto, sufro por ella, sí, por ella. Asíque, cuando vi a Marguerite por primeravez... Marguerite es de origen africano ysi se llama Marguerite, no es porqueviva en la zona más elegante de París,sino porque es un nombre de flor. Sumadre es francesa, y su padre, de origennigeriano. Trabaja en el Quai d'Orsay,pero no se parece en nada al típicodiplomático. Es un hombre sencillo.

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Parece gustarle su trabajo. No es enabsoluto cínico.

Y tiene una hija guapísima:Marguerite es la belleza en persona; unatez, una sonrisa y un cabello de ensueño.Y sonríe todo el rato. Cuando AchilleGrand-Fernet (el gallito de la clase) lecantó el primer día esa canción quehabla de una mestiza de Ibiza quesiempre va desnuda, ella le contestó alinstante, con una sonrisa de oreja aoreja, con otra canción que habla de unniñato que le pregunta a su madre porqué ha nacido tan feo. Eso es algo deMarguerite que yo admiro: no es que seauna lumbrera en el terreno conceptual o

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lógico, pero tiene una capacidad deréplica increíble. Es un verdadero don,sí. Yo soy intelectualmente superdotada,y Marguerite es un hacha en el campo desoltar buenos cortes. Me encantaría sercomo ella; a mí la respuesta se meocurre siempre cinco minutos tarde ytengo que repetir todo el diálogo en micabeza. Cuando, la primera vez que vinoa casa, Colombe le dijo: «Marguerite esbonito, pero es un nombre de abuela»,ella le respondió al momento: «Almenos no es un nombre de pájaro.» ¡Sequedó con la boca abierta, Colombe, fuegrandioso! Se debió de pasar horasrumiando la sutileza de la respuesta de

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Marguerite, diciéndose que era sin dudapura casualidad, pero ¡vamos, que laafectó! Lo mismo ocurrió cuandoJacinthe Rosen, la gran amiga de mamá,le dijo: «No debe de ser fácil de peinar,un pelo como el tuyo.» (Marguerite tieneuna cabellera de león de la sabana). Ellale contestó: «Yo no entender lo quemujer blanca decir.»

El tema de conversación favorito deMarguerite y mío es el amor. ¿Qué es?¿Cómo amaremos nosotras? ¿A quién?¿Cuándo? ¿Por qué? Hay divergencia deopiniones. Curiosamente, Margueritetiene una visión intelectual del amor,mientras que yo soy una romántica

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empedernida.Ella ve en el amor el fruto de una

elección racional (en planwww.nuestrosgustos.com), mientras quepara mí nace de una pulsión deliciosa.En cambio estamos de acuerdo en unacosa: amar no debe ser un medio, sinoun fin.

Nuestro otro tema de conversaciónpredilecto es la prospectiva en materiade destino. Cannelle Martin:abandonada y engañada por su marido,casa a su hija con un financiero, anima asu hijo a engañar a su mujer y termina suvida en la periferia elegante de París, enuna habitación de ocho mil euros al mes.

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Achille Grand-Fernet: se engancha a laheroína, ingresa en una clínica dedesintoxicación a los veinte años, tomalos mandos de la empresa de bolsas deplástico de su papá, se casa con unarubia desteñida, engendra un hijoesquizofrénico y una hija anoréxica, caeen el alcoholismo y muere de cáncer dehígado a los cuarenta y cinco años. Etc.Si queréis saber mi opinión, lo peor noes que juguemos a este juego, sino queno sea un juego.

Bueno, el caso es que al cruzarse enel portal con Marguerite, mamá yconmigo, Kakuro ha dicho: «Esta tardeviene a visitarme mi sobrina nieta,

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¿queréis venir vosotras también?»Mamá le ha contestado: «Sí, sí, claro»,antes siquiera de que nos diera tiempo arespirar, pues sentía que se acercaba lahora de que ella misma pudiera echarleuna ojeadita al piso de Kakuro. Así queallá hemos ido. La sobrina nieta deKakuro se llama Yoko, es la hija de susobrina Élise, que a su vez es la hija desu hermana Mariko. Tiene cinco años.¡Es la niña más linda del mundo! Yademás es adorable. Gorjea, se ríe,suelta grititos y mira a la gente con elmismo aire bueno y abierto que su tíoabuelo. Hemos jugado al escondite, ycuando Marguerite la ha encontrado en

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un armario de la cocina, a la niña le haentrado tanta risa que se ha hecho pipí.Después hemos tomado tarta dechocolate charlando con Kakuro, y ellanos escuchaba mirándonos muy calladitacon sus ojazos (llena de chocolate hastalas cejas).

Mirándola, me he preguntado: «¿Ellatambién será luego como todos losdemás?» He tratado de imaginármelacon diez años más, en plan de vuelta detodo, con botas altas y un cigarro en loslabios; y luego otros diez años mástarde, en una casa aséptica, esperando aque volvieran sus hijos del colegio,jugando a ser una buena madre y una

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buena esposa japonesa. Pero no podía.Entonces he experimentado un gran

sentimiento de felicidad. Es la primeravez en mi vida que conozco a alguiencuyo destino no me resulta previsible,alguien para quien los caminos de lavida siguen abiertos, alguien lleno defrescura y de posibilidades. Me hedicho: «Ah, sí, a Yoko tengo ganas deverla crecer» y sabía que no se tratabasólo de una ilusión ligada a su juventud,porque ninguno de los hijos de losamigos de mis padres me ha hecho sentirasí. También me he dicho que Kakurodebía de ser de esta manera cuando eraniño y me he preguntado si entonces

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alguien lo miró como yo miraba ahora aYoko, con gusto y curiosidad, esperandover a la mariposa salir de su crisálida,ignorante de cuáles serían los dibujos desus alas, pero confiando en que seríanbuenos, fueran cuales fueran.

Entonces me hice una pregunta: ¿Porqué? ¿Por qué éstos y no los otros?

Y otra más: ¿Y yo? ¿Se ve ya midestino escrito en mi frente? Si quieromorir es porque creo que sí.

Pero si en nuestro universo existe laposibilidad de convertirse en lo que unono es todavía... ¿sabré aprovecharla yhacer de mi vida un jardín distinto al demis ancestros?

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8

Demonios

A las siete, más muerta que viva, medirijo hacia la cuarta planta, rezando,hasta reventarme los nudillos, por nocruzarme con nadie.

El portal está desierto.La escalera está desierta.El rellano del señor Ozu está

desierto.

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Este desierto silencioso, que deberíahaberme colmado, preña mi corazón deun oscuro presentimiento, y unirrefrenable deseo de huir me atenaza.Mi lúgubre portería se me antoja depronto un refugio cálido y radiante, ysiento una bocanada de nostalgia alpensar en León, arrellanado ante unatelevisión que ya no me parece taninicua. Después de todo, ¿qué tengo queperder? Puedo dar media vuelta, bajar laescalera y regresar a mi morada. Nadamás fácil. Nada más lógico, al contrarioque esta cena que raya en el absurdo.

Un ruido en la quinta planta, justoencima de mi cabeza, interrumpe el hilo

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de mis pensamientos.Del susto, al instante me pongo a

sudar —despiadado destino—y, sin tansiquiera comprender el gesto, aprietocon frenesí el botón del timbre.

No me da ni tiempo a que me lata elcorazón: se abre la puerta.

El señor Ozu me recibe con una gransonrisa. —¡Buenas tardes! —exclamacon, diríase, una alegría que nada tienede fingida.

Demonios, el ruido en la plantaquinta se precisa: alguien cierra unapuerta.

—Sí, sí, buenas tardes —digo,empujando prácticamente a mi anfitrión

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para entrar. —¿Me permite su bolso? —dice el señor Ozu, que sigue sonriendode oreja a oreja.

Le tiendo el bolso, recorriendo cpnla mirada el inmenso vestíbulo.

Mi mirada se topa con algo.

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De oro mate

Justo delante de la puerta, atrapadoen un rayo de luz, hay un cuadro.

He aquí la situación: yo, Renée,cincuenta y cuatro años y callos en lospies, nacida en el fango y destinada apermanecer en él, al ir a cenar a casa deun rico japonés del cual soy portera, porel único error de haber dado un respingo

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ante una cita de Ana Karenina, yo,Renée, intimidada y asustada hasta eltuétano y consciente hasta eldesfallecimiento de la inconveniencia yel carácter blasfemo de mi presencia eneste lugar que, si bien espacialmenteaccesible, no por ello representa menosun mundo al que no pertenezco y quedesconfía de las porteras, yo, Renée,dirijo como sin querer la mirada justodetrás del señor Ozu sobre ese rayo deluz que ilumina un cuadrito con un marcode madera oscura.

Sólo el esplendor del Arte puedeexplicar el desvanecimiento repentinode la conciencia de mi indignidad, a la

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que sustituye un síncope estético. Ya nome conozco a mí misma. Rodeo al señorOzu, atrapada por la visión.

Es una naturaleza muerta querepresenta una mesa servida para unacolación de ostras y pan. En primerplano, sobre una fuentecita de plata, unlimón despojado a medias de su cascaray un cuchillo de mango cincelado. En eltrasfondo, dos ostras cerradas, unfragmento de concha, de nácar visible, yun plato de estaño que sin duda contienepimienta. Junto a éstos, un vaso dado lavuelta, un panecillo empezado con sumiga blanca a la vista y, a la izquierda,un gran vaso abombado como una

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cúpula invertida, de pie ancho ycilindrico adornado con esferas decristal, lleno a medias de un líquidopálido y dorado. La gama cromática vadel amarillo al marfil. El fondo es deoro mate, un poco deslucido.

Soy ferviente adoradora de lasnaturalezas muertas. He tomadoprestados de la biblioteca todas lasobras del fondo pictórico, buscandoobras de este género. He visitado elmuseo del Louvre, de Orsay y el de ArteModerno, y he visto —revelación ymaravilla—la exposición de Chardin de1979 en el Petit Palais. Pero ni la obraentera de Chardin vale una sola obra

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maestra de la pintura holandesa del sigloXVII. Las naturalezas muertas de PieterClaesz, de Willem Claesz-Heda, deWillem Kalk y de Osias Beert son obrasmaestras del género, y obras maestras asecas, a cambio de las cuales, sin unasombra de vacilación, daría todo elQuattrocento italiano.

Y ésta, sin vacilación tampoco, esindudablemente una obra de PieterClaesz.

—Es una copia —dice detrás de míun señor Ozu del que me había olvidadopor completo.

Otra vez tiene este hombre quesobresaltarme.

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Me sobresalto.Recuperándome, me dispongo a

decir algo del estilo de:—Es muy bonito —que es al Arte

como paliar a a la belleza de la lengua.Me dispongo, en el dominio

recobrado de mi serenidad, a retomar mipapel de guardesa obtusa prosiguiendocon un:

—Hay que ver las cosas que hacenhoy en día (en respuesta a: «es unacopia»).

Y me dispongo asimismo a propinarel golpe fatal, aquel que dejará fuera decombate los recelos del señor Ozu y queasentará para siempre la evidencia de

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mi indignidad:—Mire que son raros esos vasos.Me doy la vuelta.Las palabras: —¿Una copia de qué?

—que de pronto decida las másapropiadas se me traban en la garganta,En lugar de eso, digo:

—Qué hermoso.

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¿Qué congruencia hay?

¿De dónde viene la fascinación quesentimos ante ciertas obras? Laadmiración nace ya desde la primeramirada, y si después descubrimos, en lapaciente obstinación que empleamos endesvelar las causas, que toda esa bellezaes el fruto de un virtuosismo que sólo serevela al escrutar el trabajo de un pincel

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que ha sabido domeñar la sombra y laluz y restituir, magnificándolas, lasformas y las texturas —joya transparentedel vaso, grano tumultuoso de lasconchas, suavidad aterciopelada y claradel limón —ello no disipa ni desentrañael misterio del deslumbramientoprimero.

Es un enigma siempre renovado: lasgrandes obras son formas visuales queen nosotros alcanzan la certeza de unaadecuación intemporal. La evidencia deque ciertas formas, bajo el aspectoparticular que les dan sus creadores,atraviesan la historia del Arte y, comoexpresión implícita del genio individual,

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constituyen todas ellas facetas del geniouniversal es profundamenteperturbadora. ¿Qué congruencia hayentre una obra de Claesz, una de Rafael,una de Rubens y una de Hopper?

Pese a la diversidad de los temas,los soportes y las técnicas, pese a lainsignificancia y lo efímero deexistencias abocadas siempre a no sermás que de un tiempo solo y de unacultura sola, pese también a la unicidadde toda mirada, que no ve nunca más quelo que le permite su constitución y sufrepor la pobreza de su individualidad, elgenio de los grandes pintores ha llegadoal corazón del misterio y ha exhumado,

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bajo apariencias diversas, la mismaforma sublime que buscamos en todaproducción artística. ¿Qué congruenciahay entre una obra de Claesz, una deRafael, una de Rubens y una de Hopper?El ojo encuentra en estos maestros, sintener, que buscarla, una forma quedesencadena la sensación de laadecuación, porque a todos se nosaparece como la esencia misma de loBello, sin variaciones ni reservas, sincontexto ni esfuerzo. Pero, en lanaturaleza muerta del limón, irreductiblea la maestría de la ejecución, que hacíasurgir el sentimiento de la adecuación,el sentimiento de que así es como debían

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disponerse los elementos, que permitíasentir el poder de los objetos y de lasinteracciones entre éstos, abarcar en lamirada su solidaridad y los camposmagnéticos que los atraen o los repelen,el vínculo inefable que los une yengendra una fuerza, esa onda secreta einexplicada que nace de los estados detensión y de equilibrio de laconfiguración, que hace surgir elsentimiento de adecuación, ladisposición de los objetos y losmanjares alcanzaba ese universal en lasingularidad: la intemporalidad de laforma adecuada.

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Una existencia sinduración

¿Para qué sirve el Arte? Para darnosla breve pero fulgurante ilusión de lacamelia, abriendo en el tiempo unabrecha emocional que pareceirreductible a la lógica animal. ¿Cómosurge el Arte? Nace de la capacidad quetiene la mente de esculpir el ámbito

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sensorial. ¿Qué hace el Arte pornosotros?

Da forma y hace visibles nuestrasemociones y, al hacerlo, les atribuyeeste sello de eternidad que llevan todaslas obras que, a través de una formaparticular, saben encarnar el universo delos afectos humanos.

El sello de la eternidad... ¿Qué vidaausente sugieren a nuestro corazón estosmanjares, estas copas, estos tapices yestos vasos? Más allá de los límites delcuadro, sin duda, el tumulto y el tedio dela vida, esa carrera incesante y vanaacosada de proyectos; pero en elinterior, la plenitud de un momento en

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suspenso arrancado al tiempo de lacodicia humana. ¡La codicia humana! Nopodemos dejar de desear, y ello nosmagnifica y nos mata. ¡El deseo! Nosempuja y nos crucifica, llevándonoscada día al campo de batalla donde, lavíspera, fuimos derrotados, pero que, alalba, de nuevo se nos antoja terreno deconquistas; nos hace construir, aunquehayamos de morir mañana, imperiosabocados a convertirse en polvo, comosi el conocimiento que de su caídapróxima tenemos no alterara en nada lased de edificarlos ahora; nos insufla elrecurso de seguir queriendo lo que nopodemos poseer y, al llegar la aurora,

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nos arroja sobre la hierba cubierta decadáveres, proporcionándonos hasta lahora de nuestra muerte proyectos alinstante cumplidos y que al instante serenuevan. Pero es tan extenuante desearsin tregua... Pronto aspiramos a unplacer sin búsqueda, soñamos con unestado feliz que no tendría comienzo nifinal y en el que la belleza ya no seríafin ni proyecto, sino que devendría laevidencia misma de nuestra naturaleza.Pues bien, ese estado es el Arte. Puesesta mesa, ¿he tenido yo que servirla?Estos manjares, ¿debo acaso codiciarlospara verlos? En algún lugar, en otrolugar, alguien quiso este almuerzo,

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alguien aspiró a esta transparenciamineral y persiguió el goce de acariciarcon la lengua el sabor salado y suave deuna ostra con limón. Fue necesario esteproyecto, enmarcado en cientos más, quedaba pie a mil otros, esta intención depreparar y de saborear un ágape demarisco, este proyecto de lo otro, enverdad, para que el cuadro tomaraforma.

Pero cuando miramos una naturalezamuerta, cuando, sin haberla perseguido,nos deleitamos con esta belleza quelleva consigo la figuración magnificadae inmóvil de las cosas, gozamos de loque no hemos tenido que codiciar,

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contemplamos lo que no hemos tenidoque querer, nos complacemos en lo queno nos ha sido necesario desear.Entonces la naturaleza muerta, porqueconviene a nuestro placer sin entrar enninguno de nuestros planes, porque senos da sin el esfuerzo de que ladeseemos, encarna la quintaesencia delArte, esta certeza de lo intemporal. En laescena muda, sin vida ni movimiento, seencarna un tiempo carente de proyectos,una perfección arrancada a la duración ya su cansina avidez —un placer sindeseo, una existencia sin duración, unabelleza sin voluntad.

Pues el Arte es la emoción sin el

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deseo.

Diario del movimiento delmundo n° 5

Se moverá, no se moverá

Hoy mamá me ha llevado a supsicoanalista. Motivo: me escondo. Estoes lo que me ha dicho mamá: «Mi vida,sabes muy bien que a todos nos tienelocos que te escondas así. Pienso que

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sería buena idea que vinieras conmigo ahablar de ello con el doctor Theid,sobre todo después de lo que nos dijisteel otro día.» Primero, el doctor Theidsólo es doctor en el cerebrito perturbadode mi madre. No es más médico o titularde una tesis de doctorado que yo, peroes obvio que a mamá le produce unaenorme satisfacción decir «doctor», poraquello de la ambición que al parecertiene de curarla, pero tomándose sutiempo (diez años). No es más que unantiguo izquierdista reconvertido alpsicoanálisis después de unos ahitos deestudio bien tranquilitos en laUniversidad de Nanterre y un encuentro

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providencial con un pez gordo de laCausa freudiana. Y segundo, no veodónde está el problema. Lo de que «meescondo» de hecho ni siquiera esverdad: me aislo allí donde no puedanencontrarme. Lo único que quiero espoder escribir mis Ideas profundas y miDiario del movimiento del mundo en pazy, antes, sólo quería poder pensartranquilamente yo sola sin que meperturbaran las idioteces que mihermana dice o escucha en la radio o ensu aparato de música, o sin que memoleste mamá que viene a susurrarme:«Está aquí la abuelita, tesoro, ven adarle un beso», que es una frase de las

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menos apasionantes que conozco.Cuando papá, que pone su cara de

enfadado, me pregunta: «Pero bueno,¿por qué te escondes?», por lo generalno respondo. ¿Qué se supone que tengoque decir? ¿«Porque me ponéis de losnervios y tengo una obra de envergaduraque escribir antes de morir»? No puedo,por razones obvias. Entonces, la últimavez probé con el humor, por aquello dedesdramatizar.

Adopté un aire como ausente y dije,mirando a papá y poniendo voz demoribunda: «Por todas esas voces queoigo en mi cabeza.» Atiza: ¡fue unzafarrancho de combate! A papá parecía

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que se le fueran a salir los ojos de lasórbitas, mamá y Colombe llegaron atodo correr cuando fue a buscarlas ytodo el mundo me hablaba al mismotiempo: «Cariño, no es grave, te vamosa sacar de ésta» (papá), «Ahora mismollamo al doctor Theid» (mamá),«¿Cuántas voces oyes?» (Colombe), etc.Mi madre tenía su expresión de los díasimportantes, dividida entre la inquietudy la excitación: ¿y si mi hija fuera uncaso para la Ciencia? ¡Qué horror, peroqué gloria! Bueno, al verlos asustarseasí, les dije: «¡Que no, hombre, que erauna broma!», pero tuve que repetirlovarias veces para que por fin me oyeran,

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y más veces todavía hasta que por fin mecreyeran. Y con todo, no estoy segura dehaberlos convencido. Total, que mamáme pidió cita con Doc T. y hemos idoesta mañana.

Primero hemos esperado en unasalita muy elegante con revistas dedistintas épocas: algunos ejemplares deGéo de hace diez años y el último Ellebien a la vista encima del todo. Y luegoha llegado Doc T. Era del todo conformea su foto (que salía en una revista quemamá le enseñó a todo el mundo) peroal natural, es decir en color y en olor:castaño y pipa. Un cincuentón de buenver, de aspecto cuidado; el cabello, la

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barba muy cortita, la tez (opciónbronceado Seychelles), el jersey, elpantalón, los zapatos y la correa de relojeran castaños todos ellos, y todo delmismo tono, es decir como una castañade verdad. O como las hojas de otoño.Y, además, con un olor a pipa deprimera categoría (tabaco rubio: miel yfrutos secos). Bueno, me he dicho, nosembarcamos rumbo a una sesioncita enplan conversación otoñal junto a lachimenea entre gente educada, unacharla refinada, constructiva y quizáincluso sedosa (me encanta esteadjetivo).

Mamá ha entrado conmigo, nos

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hemos sentado en unas sillas delante desu escritorio, y él se ha sentado detrás,en un gran sillón giratorio con unasorejas raras, un poco en plan Star Trek.Ha cruzado las manos sobre su regazo,nos ha mirado y ha dicho: «Me alegro deveros a las dos.»

Pues sí que empezamos bien. Me hapuesto de mal café. Una frase decomercial de supermercado para vendercepillos de dientes de doble cara a laseñora y la hija plantadas detrás de sucarrito, no es precisamente lo que cabeesperar de un psicoanalista, vamos, digoyo. Pero el cabreo se me ha pasado degolpe cuando he caído en la cuenta de un

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hecho apasionante para mi Diario delmovimiento del mundo. He mirado bien,concentrándome con todas mis fuerzas ydiciéndome, no, no es posible. ¡Pero sí,sí! ¡Era posible! ¡Increíble! Estabafascinada, tanto que apenas heescuchado a mamá contar todas suspequeñas miserias (mi hija se esconde,mi hija nos asusta contándonos que oyevoces, mi hija no nos habla, mi hija nostiene preocupados) diciendo «mi hija»doscientas veces cuando yo estabasentada a quince centímetros y, cuandoél me ha hablado, casi me hesobresaltado.

Tengo que explicároslo. Sabía que

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Doc T. estaba vivo porque habíacaminado delante de mí, se habíasentado y había hablado. Pero a partirde ese momento, podía haber estadomuerto perfectamente, porque no semovía. Una vez instalado en su sillóngaláctico, ni un solo movimiento más:sólo le temblaban un poco los labios,pero apenas. Y el resto: inmóvil,totalmente inmóvil. Normalmente,cuando hablas, no mueves sólo loslabios, a la fuerza eso desencadena otrosmovimientos: músculos de la cara,gestos muy ligeros con la manos, elcuello, los hombros; y cuando no hablas,con todo es muy difícil permanecer

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inmóvil del todo; siempre tiembla algo,siempre se parpadea, se mueveimperceptiblemente un pie, etc.

Pero él: rien! ¡Nada! Wallou!Nothing! ¡Una estatua viva! ¡Flipante!«Y bien, jovencita», me ha dicho, y mehe sobresaltado, «¿qué dices tú de todoesto?» Me ha costado reunir mispensamientos porque estaba del todofascinada por su inmovilidad, por eso hetardado un poco en responder. Mamá seretorcía sobre su silla como si tuvierahemorroides, pero el Doc me miraba sinpestañear. Me he dicho: tengo queconseguir que se mueva, tengo queconseguir que se mueva, a la fuerza tiene

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que haber algo que lo haga moverse.Entonces he dicho: «Sólo hablaré enpresencia de mi abogado», con laesperanza de que eso funcionara. Chascototal: ni un solo movimiento. Mamá hasuspirado como una virgen en plenosuplicio, pero él se ha quedadototalmente inmóvil. «Tu abogado...Mmm...», ha dicho sin moverse. Eldesafío se estaba volviendo apasionante.¿Se moverá o no se moverá? Hedecidido poner toda la carne en elasador para ganar la batalla. «Esto no esun tribunal», ha añadido él, «lo sabesmuy bien, mmm.» Yo me decía: siconsigo hacer que se mueva, valdrá la

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pena, ¡no habré perdido el día! «Bien»,ha dicho la estatua, «mi queridaSolange, voy a tener una conversación asolas con esta jovencita». Mi queridaSolange se ha levantado dirigiéndoleuna mirada de cocker lacrimoso y se hamarchado de la habitación haciendo unmontón de movimientos inútiles (sinduda para compensar).

«Tienes a tu madre muypreocupada», ha atacado el doctor,logrando la proeza de no mover ni ellabio inferior siquiera. He reflexionadoun momento y he decidido que la técnicade la provocación no tenía muchasprobabilidades de llegar a buen puerto.

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¿Queréis asegurarle a vuestropsicoanalista la certeza de su dominio?Provocadlo como provoca unadolescente a sus padres. He decididopues decirle muy seria: «¿Cree que tieneque ver con la exclusión del Nombre delPadre?» ¿Diríais que le ha hechomoverse un pelo? En absoluto. Se haquedado inmóvil e impávido. Pero meha parecido ver algo en sus ojos, comouna vacilación. He decidido explotar elfilón. «¿Mmm?», ha preguntado. «Nocreo que entiendas lo que dices».—«Oh, sí, sí», le he contestado, «perohay algo en las teorías de Lacan que noentiendo, y es la naturaleza exacta de su

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relación con el estructuralismo». Él haentreabierto la boca para decir algopero yo he sido más rápida. «Ah, ytampoco entiendo los maternas. Todosesos nudos, resulta un poco confuso.¿Entiende usted algo de la topología?Hace tiempo que todo el mundo sabeque es una tomadura de pelo, ¿no?» Ahíya sí he notado cierto progreso. No lehabía dado tiempo a cerrar la boca y sele ha quedado abierta. Luego se harecuperado y sobre su rostro inmóvil haaparecido una expresión sinmovimiento, en plan: «¿Quieres jugar aesto conmigo, bonita?» Pues claro quequiero jugar a esto contigo, mi querido

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marrón glacé. Entonces he aguardado.«Eres una jovencita muy inteligente, losé», ha dicho (coste de esta informacióntransmitida por Mi querida Solange: 60euros la media hora). «Pero se puede sermuy inteligente y a la vez muy frágil,¿sabes?, muy lúcido y muydesgraciado.» No me digas, ¿en serio?¿Esta frase la has leído en Pif Gadget[un tebeo, he estado a puntito depreguntarle. Y, de pronto, he sentidoganas de llevar mi jueguecito un pocomás lejos. Al fin y al cabo tenía ante míal tipo que le cuesta 600 euros al mes ami familia desde hace diez años, con elresultado que todos conocemos: tres

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horas al día regando plantas y unconsumo impresionante de sustancias delaboratorio. He sentido que me invadíauna oleada de rabia. Me he inclinadosobre el escritorio y he dicho en vozmuy baja: «Escúchame bien, señorCongelado, tú y yo vamos a hacer untrato. Tú me vas a dejar a mí en paz, y, acambio, yo no mandaré al garete tucochino negocio difundiendo malignosrumores sobre ti en las altas esferas delos negocios y la política de esta ciudad.Y créeme, si eres capaz de ver todo lointeligente que soy, te darás cuenta deque está totalmente a mi alcance haceralgo así.» En mi opinión, no podía

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funcionar. No me lo creía. Hay que serde verdad idiota para creerse tantasestupideces. Pero, resulta increíble, lavictoria ha sido mía: una sombra deinquietud ha pasado por el rostro deldoctor Theid. Pienso que me ha creído.Es fabuloso: desde luego si hay algo queyo no haría jamás es difundir rumoresfalsos para perjudicar a alguien. Mipadre, tan republicano él, me hainoculado el virus de la deontología, ypor mucho que me parezca algo tanabsurdo como todo lo demás, me atengoa él al pie de la letra. Pero el bueno deldoctor, que, para juzgar a la familia,sólo disponía de la madre, ha estimado

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al parecer que la amenaza era real. Yahí, milagro: ¡un movimiento! Hachasqueado la lengua, ha descruzado losbrazos, ha extendido una mano hacia elescritorio y ha golpeado con la palma sucarpeta de piel de cabra. Un gesto deexasperación pero también deintimidación. Entonces se ha levantado,sin una sombra ya de dulzura ni deamabilidad, se ha dirigido hacia lapuerta, ha llamado a mamá, le ha soltadouna milonga sobre mi buena saludmental, le ha asegurado que todo se ibaa arreglar y nos ha echado al instante desu rinconcito otoñal junto a la chimenea.

Al principio me sentía bastante

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orgullosa de mí misma. Habíaconseguido que se moviera. Peroconforme iba avanzando el día, me heido sintiendo cada vez más deprimida.Porque lo que ha ocurrido cuando se hamovido ha sido algo no muy bonito quedigamos, no muy limpio. Por mucho queyo sepa que hay adultos que llevanmáscaras en plan todo dulzura, todosabiduría, pero debajo son muy feos ymuy duros; por mucho que sepa quebasta con descubrirles el juego para quecaigan las máscaras, cuando ocurre contoda esa violencia, me hace daño.Cuando ha golpeado la mesa con lamano, quería decir: «Muy bien, me ves

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tal cual soy, es inútil seguir fingiendo,acepto tu pacto miserable; y ahora ya teestás largando.» Pues sí, me ha dolido.Por mucho que sepa que el mundo esfeo, no tengo ganas de verlo.

Sí, abandonemos este mundo dondelo que se mueve desvela la fealdadoculta.

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12

Una oleada de esperanza

Qué cómodo es reprocharles a losfenomenólogos su autismo sin gato; yohe dedicado mi vida a la búsqueda de lointemporal.

Pero quien persigue eternidadrecoge soledad.

—Sí —dice, cogiendo mi bolso—,estoy de acuerdo con usted. Es una de

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las más sobrias y sin embargo es de unagran armonía.

La casa del señor Ozu es muy grandey muy bonita. Los relatos de Manuela mehabían preparado para un interiorjaponés pero, aunque hay puertascorrederas, bonsáis, una gruesaalfombra negra orlada de gris y objetosde procedencia asiática —una mesa bajade madera lacada y oscura o, a lo largode una impresionante sucesión deventanas, estores de bambú que, bajadosa alturas diversas, le dan a la habitaciónuna atmósfera de país del sol naciente—, también hay un sofá y variossillones, consolas, lámparas y

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bibliotecas de factura europea. Es muy...elegante. Y como bien habían observadoManuela y Jacinthe Rosen, no hay nadaredundante. Tampoco es un interiordespojado y vacío, como me lo habíaimaginado yo transponiendo los de laspelículas de Ozu en un nivel más lujosopero sensiblemente idéntico en lasobriedad característica de esta extrañacivilización.

—Venga conmigo —me dice elseñor Ozu—, no nos vamos a quedaraquí, es demasiado ceremonioso. Vamosa cenar en la cocina. De hecho, cocinoyo.

Caigo entonces en la cuenta de que

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lleva un delantal verde manzana sobreun jersey de cuello redondo colorcastaño y un pantalón de lona beis.Calza unas chinelas de cuero negro.

Lo sigo trotando hasta la cocina.Cielos. En un marco como ése no meimportaría a mí cocinar todos los días,incluso para León. Ahí nada puede sercorriente, y hasta abrir una caja deMiauuu debe de antojarse delicioso.

—Estoy muy orgulloso de mi cocina—dice el señor Ozu con sencillez.

—Ya puede estarlo —le contesto,sin sombra de sarcasmo.

Todo es en blanco y madera clara,con largas encimeras y grandes

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aparadores llenos de fuentes y cuencosde porcelana azul, negra y blanca. En elcentro, el horno, las placas de cocina, unfregadero con tres pilas y un espacio conbarra de bar, a uno de cuyos acogedorestaburetes me encaramo, frente al señorOzu, que se atarea en los fogones. Hacolocado delante de mí una botellita desake caliente y dos preciosos vasitos deporcelana azul agrietada.

—No sé si conoce la cocinajaponesa —me dice.

—No muy bien —le contesto.Me invade entonces una oleada de

esperanza. En efecto, habrán observadoque, hasta el momento, no hemos

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intercambiando más de veinte palabraspero me hallo ante un señor Ozu quecocina ataviado con un delantal verdemanzana, como si lo conociera de todala vida, después de un episodioholandés e hipnótico sobre el que nadieha glosado y que ya ha pasado alcapítulo de las cosas olvidadas.

Perfectamente la velada podría noser más que una iniciación a la cocinaasiática. A paseo Tolstoi y todos losrecelos: el señor Ozu, nuevo residentepoco al corriente de las jerarquías,invita a su portera a una cena exótica.Conversan sobre sashimi y tallarinescon salsa de soja. ¿Puede haber

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circunstancia más anodina?Y entonces se produce la catástrofe.

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13

Vejiga pequeña

Debo confesar de antemano quetengo la vejiga pequeña. ¿Cómo explicarsi no que la más mínima taza de té memande sin demora al excusado, y queuna tetera me haga reiterar eldesplazamiento proporcionalmente a sucapacidad? Manuela es un verdaderocamello: retiene lo que bebe durante

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horas y se toma despacito sus frutossecos con chocolate sin moverse de lasilla, mientras que yo efectúo numerosasy patéticas idas y venidas al retrete.Pero en tales ocasiones estoy en mi casay, en mis sesenta metros cuadrados, elcuarto de baño, que nunca queda muylejos, ocupa un lugar que conozco hacemucho tiempo.

Sin embargo, resulta que en estemomento acaba de manifestárseme mivejiga pequeña y, plenamente conscientede los litros de té consumidos por latarde, he de escuchar su mensaje:autonomía reducida. ¿Cómo se preguntaesto en las altas esferas? —¿Dónde está

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el tigre? —no me parece curiosamentela manera más idónea.

Al contrario: —¿Querría indicarmedónde está el lugar? —aunque delicadaen el esfuerzo de no nombrar la cosa, seexpone a la incomprensión y, por ello, auna vergüenza duplicada.

—Tengo ganas de hacer pis —sobrioe informativo, no se dice en la mesa ni aun desconocido. —¿Dónde está el aseo?—no me termina de convencer. Es unapregunta fría, con un tufillo a restaurantede provincias.

Ésta me gusta bastante: —¿Dóndeestán los servicios? —porque hay enesta denominación, los servicios, un

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plural que exhala infancia y cabaña en elfondo del jardín. Pero entraña tambiénuna connotación inefable de mal olor.

Entonces atraviesa mi mente unaidea genial.

—Los ramen son una preparación abase de tallarines y de caldo de origenchino, que los japoneses suelen tomarpara almorzar —está diciendo el señorOzu, levantando en el aire una cantidadimpresionante de fideos que acaba demojar en agua fría.

—Disculpe, ¿me dice dónde está eltocador, si es tan amable? —es la únicarespuesta que se me ocurre darle.

Es, reconozco, ligeramente abrupta.

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—Oh, lo siento mucho, no se lo heindicado —dice el señor Ozu, con totalnaturalidad—. La puerta que está a suespalda y, después, en el pasillo, lasegunda puerta a la derecha. ¿Podría sertodo así de sencillo siempre?

Se ve que no.

Diario del movimiento delmundo n° 6

¿Braga o Van Gogh?

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Hoy he ido con mamá a las rebajasde la calle Saint-Honoré. Un infierno.Había cola delante de algunas tiendas. Ysupongo que os imagináis qué tipo detiendas hay en la calle Saint-Honoré:mostrarse tan tenaz para comprarrebajados pañuelos o guantes que, aunasí, siguen valiendo lo que un Van Goghdeja flipado a cualquiera. Pero lasseñoras se emplean en la tarea con unapasión furiosa. E incluso con cierta faltade elegancia.

Pero tampoco puedo quejarme deltodo del día porque he podido observarun movimiento muy interesante aunque,por desgracia, muy poco estético. A

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cambio de eso, ha sido muy intenso, ¡esodesde luego! Y también divertido. Otrágico, no sabría deciros. De hecho,desde que empecé este diario, he tenidoque abandonar bastantes ilusiones. Partícon la idea de descubrir la armonía delmovimiento del mundo, para terminardesembocando en unas señoras que sepelean por una braga de encaje. Perobueno... Creo que, de todas maneras, nocreía mucho en todo esto, de modo que,ya puestos, tampoco pasa nada por queme divierta un poco...

Esto es lo que ha ocurrido: heentrado con mamá en una tienda delencería fina. Lo de lencería fina ya es

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un nombre de por sí interesante. Porquesi no, ¿qué sería? ¿Lencería gruesa?Bueno, en realidad quiere decir lenceríasexy; vamos, que no encontraréis en estatienda las bragas caladas de algodón detoda la vida que llevaban nuestrasabuelas. Pero por supuesto, como es enla calle SaintHonoré, es sexy pero sexychic, con picardías de encaje hecho amano, tangas de seda y saltos de camade casimir peinado. No hemos tenidoque hacer cola para entrar, pero para elcaso es lo mismo, porque dentro habíamás gente que en la guerra. Me hesentido como si me estuviera metiendo apresión en una máquina secadora. Y la

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guinda ya ha sido que a mamá enseguidase le ha caído la baba cuando se hapuesto a hurgar en un montón de tops decolores extraños (negros y rojos o azulpetróleo). Me he preguntado dóndepodía esconderme para guarecermehasta que encontrara (era mi pequeñaesperanza) un pijama de felpa, y me heescabullido detrás de los probadores.No estaba sola: allí ya había un hombre,el único hombre de toda la tienda, conun aire tan triste como el de Neptunecuando le arrebatan el trasero deAthéna. Ésa es la parte mala del «tequiero, cariño». El desgraciado se dejaembarcar en una sesión de pruebas de

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tops lenceros y va a parar a territorioenemigo, con treinta hembras en tranceque lo pisan y lo fusilan con la miradasea cual sea el lugar donde intenteaparcar su engorrosa carcasa de hombre.En cuanto a su dulce amiga, hela aquímetamorfoseada en furia vengadoradispuesta a matar por un tanga rosafucsia.

Le he lanzado una mirada desimpatía, a la que ha contestado con unade animal acorralado.

Desde donde me encontraba, tenía unpanorama inmejorable sobre la tiendaentera y sobre mamá, que se estabavolviendo loca por una especie de

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sujetador muy, muy, muy pequeño conencaje blanco (algo es algo) perotambién unos enormes floripondiosmalvas. Mi madre tiene cuarenta y cincoaños y le sobran unos kilitos, pero elfloripondio malva no la asusta; encambio, la sobriedad y la elegancia delbeis liso la paralizan de terror. Bueno,total, que aquí está mamá extirpando aduras penas de un expositor un minisujetador floral que estima de su talla yuna braga a juego, tres estantes másabajo. Tira de ella con convicción pero,de pronto, frunce el ceño: y es que en elotro extremo de la braga hay otraseñora, que también tira de ella y frunce

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asimismo el ceño. Se miran las dos,miran el expositor, constatan que labraga de marras es la últimasuperviviente de una larga mañana derebajas y se preparan para la batalla a lavez que se dedican la una a la otra unasonrisa de oreja a oreja.

Y éstas son las primicias delmovimiento interesante: una braga deciento treinta euros no mide al fin y alcabo más que unos centímetros deencaje ultrafino. Hay pues que sonreír aladversario, agarrar bien la braga y tirarde ella hacia sí poniendo cuidado de noromperla. Os lo digo tal cual lo pienso:si, en nuestro universo, las leyes de la

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física son constantes, entonces esto no esposible.

Después de varios segundos deintentos infructuosos, nuestras señorasdicen amén a Newton pero no renuncian.Hay pues que proseguir la guerra de otramanera, es decir la diplomacia (una delas citas preferidas de papá). Elloprovoca el siguiente movimientointeresante: hay que hacer como que seignora que se está tirando firmemente dela braga y fingir que uno la pidecortésmente con palabras. He aquí puesa mamá y a la señora que, de golpe, yano tienen mano derecha, la que sostienela braga. Es como si no existiera, como

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si la señora y mamá hablarantranquilamente de una braga que sigue enel expositor, una braga de la que nadietrata de apoderarse por la fuerza.¿Dónde está la mano derecha? ¡Ffffiu!¡Desaparecida! ¡Volatilizada! ¡Le hacedido el paso a la diplomacia!

Como todo el mundo sabe, ladiplomacia fracasa siempre cuando lasfuerzas que se enfrentan estánequilibradas. Nunca se ha visto a unomás fuerte aceptar las propuestasdiplomáticas del más débil. Así, losportavoces que han empezado al unísonocon un: «Disculpe, señora, pero meparece que he sido más rápida que

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usted» no consiguen gran cosa. Cuandome acerco a mamá, ya estamos en: «Nopienso soltarla» y es fácil dar crédito aambas beligerantes.

Por supuesto, mamá ha terminadoperdiendo: al acercarme para ponerme asu lado, ha recordado que es una madrede familia respetable y que no le eraposible, sin menoscabo de su dignidad,lanzar despedida la mano izquierdacontra la cara de la otra señora. Harecuperado pues el uso de la manoderecha y ha soltado la braga. Resultadode la mañana de compras: una se hamarchado con la braga, la otra, con elsujetador. Mamá estaba de un humor de

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perros durante la cena. Cuando papá leha preguntado qué le pasaba, hacontestado: «Tú que eres diputado,deberías estar más atento al declive delas mentalidades y de la buenaeducación.»

Pero volvamos al movimientointeresante: dos señoras en perfectasalud mental que de repente ya noconocen una parte de su cuerpo. Ello dacomo resultado algo muy extraño de ver:como si hubiera una fractura en larealidad, un agujero negro que se abreen el espacio y en el tiempo, como enuna novela de SF [ciencia-ficción]. Unmovimiento negativo, vaya, una especie

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de gesto hueco.Y me he dicho: si uno puede fingir

que ignora que tiene una mano derecha,¿qué otra cosa puede fingir que ignoratener? ¿Se puede tener un corazónnegativo, un alma hueca?

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14

Un solo rollo de estos

La primera fase de la operacióntranscurre sin incidentes.

Tan pequeña es mi vejiga queencuentro la segunda puerta del pasillo ala derecha sin que me asalte la tentaciónde abrir las otras siete, y procedo arealizar la función en sí con un alivioque la vergüenza pasada no alcanza a

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empañar. Habría sido desconsideradopreguntar al señor Ozu dónde estabanlos servicios. Unos «servicios» nopodrían ser de una blancura nivea, desdelas paredes hasta la taza del inodorosobre la que uno apenas se atreve aapoyarse, por temor a ensuciarla. Todaesta blancura está sin embargoatemperada —de manera que el acto queen ella se realiza no sea clínico enexceso—con una gruesa, mullida,sedosa, satinada y suave moquetaamarilla, del color de un sol radiante,que salva al lugar de la atmósfera propiade un hospital. Todas estasobservaciones desencadenan en mí una

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gran estima por el señor Ozu. Lasencillez sobria del blanco, sinmármoles ni fiorituras —debilidadesestas en que a menudo incurren aquellosa los que la fortuna ha sonreído, pues seafanan por hacer suntuoso todo lo trivial—y la tierna dulzura de una moquetasolar son, en materia de W. C. [cuartosde baño], las condiciones mismas de laadecuación. ¿Qué buscamos cuandovamos a este lugar? Claridad para nopensar en todas esas profundidadesoscuras que hacen coalición y algo quecubra el suelo para cumplir con nuestrodeber sin hacer penitenciacongelándonos los pies, sobre todo

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cuando la visita es nocturna.El papel higiénico, asimismo, aspira

a la canonización. Encuentro mucho másconcluyente esta marca de riqueza que laposesión, por ejemplo, de un Maserati ode un Jaguar cupé. Lo que representa elpapel higiénico para el trasero de laspersonas ahonda mucho más el abismoentre las clases que otros muchos signosexternos. El papel que hay en casa delseñor Ozu —grueso, blando, suave ydeliciosamente perfumado—estádestinado a colmar de atenciones estaparte de nuestro cuerpo que, más queninguna otra, tan sensible es a estasatenciones. ¿Cuánto costará un solo

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rollo de éstos?, me pregunto pulsando elbotón intermedio de la cisterna,señalado con dos flores de loto, pues mipequeña vejiga, pese a su reducidaautonomía, tiene una capacidad nadadesdeñable. Una flor me parece que sequeda justita; tres sería vanidoso por miparte.

Entonces ocurre el hecho.Un estruendo monstruoso, que asalta

mis oídos, a punto está de fulminarmeahí mismo. Lo aterrador es que noacierto a identificar su origen. No es lacadena del inodoro, que apenas oigo;viene de algún lugar por encima de micabeza y se abate sobre mí. Se me va a

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salir el corazón del pecho. Ya conocenla triple alternativa: frente al peligro,fight, flee o freeze (o lo que es lomismo: plantar cara, poner pies enpolvorosa o pasmarse del susto). Congusto habría optado por la segunda, perode pronto ya no sé abrir el pestillo deuna puerta. ¿Se forma alguna hipótesisen mi mente? Quizá, pero sin granlimpidez. ¿He pulsado acaso el botónequivocado, estimando mal la cantidadproducida —qué presunción, quéorgullo, Renée, dos flores de loto paratan irrisoria contribución—y por ellorecibo el castigo de una justicia divinacuya estruendosa ira se abate sobre mis

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oídos? ¿Será que he paladeado —lujuria—en exceso la voluptuosidad del actoen este lugar (que invita a ello) cuandodebería considerarse impuro? ¿Mehabré abandonado a la envidia,codiciando este PQ [papel higiénico]digno de príncipes, y se me notifica talvez sin ambigüedades el pecado mortal?¿Han maltratado mis dedos torpes detrabajadora manual, bajo el efecto deuna ira inconsciente, la mecánica sutildel botón de flores de loto, ydesencadenado un cataclismo en lascañerías que pone la cuarta planta enpeligro de derrumbe?

Sigo tratando con todas mis fuerzas

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de huir, pero mis manos son incapacesde obedecer mis órdenes. Trituro elpomo de cobre que, correctamentemanipulado, debería liberarme, pero nose produce el desenlace esperado.

En ese momento me convenzo ya deltodo de haberme vuelto loca o de haberllegado al cielo, porque el sonido hastaentonces indistinguible se precisa e,impensable pero cierto, se asemeja auna pieza de Mozart.

Para quien quiera detalles, alConfutatis del Réquiem de Mozart.

Confutatis maledictis, Flammisacribus addietis!, modulan unasbellísimas voces líricas. Me he vuelto

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loca.—Señora Michel, ¿va todo bien? —

pregunta una voz al otro lado de lapuerta, la del señor Ozu o, másprobablemente, la de san Pedro en laspuertas del purgatorio.

—Pues... ¡no consigo abrir la puerta!—digo.

Buscaba convencer por todos losmedios al señor Ozu de mi deficienteinteligencia.

Pues ¡ea!, lo he conseguido.—Quizá esté usted girando el pomo

en el sentido equivocado —sugiererespetuosamente la voz de san Pedro.

Considero un instante la

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información, que se abre camino conesfuerzo hasta los circuitos encargadosde gestionarla.

Giro el pomo en el otro sentido.La puerta se abre.El Confutatis se detiene al instante.

Una deliciosa ducha de silencio inundami cuerpo agradecido.

—Yo... —le digo al señor Ozu (pueses él y no san Pedro)—... yo... bueno...eh... ¿sabe... el Réquiem?

Debería haber llamado a mi gatoSinsintaxis. —¡Oh, apuesto a que se haasustado! —exclama el señor Ozu—.Debería haberla avisado. Es unacostumbre japonesa que mi hija ha

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querido importar aquí. Cuando se tira dela cadena, suena la música; es más...bonito, ¿entiende?

Entiendo sobre todo que estamos enel pasillo, delante del cuarto de baño, enuna situación que pulveriza todos loscánones del ridículo.

—Ah... —contesto—, pues... me hasorprendido, sí. —Y me abstengo detodo comentario sobre la serie depecados que este episodio acaba desacar a la luz.

—No es usted la primera —dice elseñor Ozu, amable y, se diría, un pocodivertido, a juzgar por la sombra que sele dibuja en el labio superior.

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—El Réquiem... en el cuarto debaño... es una elección... sorprendente—respondo para recuperar algo deaplomo, no sin espantarme al instantedel giro que le estoy dando a laconversación cuando ni siquiera hemosabandonado el pasillo y seguimos el unofrente al otro, con los brazos colgando aambos lados del cuerpo, inseguros conrespecto al desenlace de este diálogo.

El señor Ozu me mira.Yo lo miro a él.Algo se quiebra en mi pecho, con un

suave clac insólito, como una válvulaque se abriera y se cerrara brevemente.Luego asisto, impotente, al temblor

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ligero que sacude mi torso y, como unaextraña coincidencia, me parece que elmismo principio de vibración agita loshombros de mi anfitrión. Nos miramos,vacilantes.

Luego una especie de ji ji ji muysuave y muy tenue escapa de la boca delseñor Ozu.

Caigo en la cuenta de que el mismoji ji ji ahogado pero irreprimible subetambién de mi propia garganta. Hacemosji ji ji los dos, bajito, mirándonos conincredulidad.

Entonces el ji ji ji del señor Ozu seintensifica.

El mío adquiere también una fuerza

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considerable.Seguimos mirándonos, expulsando

de nuestros pulmones unos ji ji ji másdesenfrenados por momentos. Cada vezque se aplacan, nos miramos y volvemosa soltar otra tanda. Siento espasmos enel estómago. El señor Ozu llora de risa.¿Cuánto tiempo permanecemos ahí,riendo convulsivamente, ante la puertadel W. C. [cuarto de baño]? No lo sé.

Pero un lapso lo bastante largo comopara aniquilar todas nuestras fuerzas.Emitimos todavía algunos ji ji jiextenuados y luego, más por cansancioque por saciedad, recuperamos laseriedad.

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—Volvamos al salón —dice el señorOzu, ganador absoluto en la carrera derecuperar el aliento.

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15

Una salvaje muycivilizada

—Desde luego, con usted esimposible aburrirse —es lo primero queme dice el señor Ozu una vez de vueltaen la cocina cuando, cómodamenteencaramada a mi taburete, me bebo asorbitos el sake tibio, que encuentrobastante mediocre—. Es usted una

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persona poco corriente —añade,deslizando hacia mí sobre la mesa uncuenco blanco lleno de pequeñosraviolis que no parecen ni fritos nicocidos sino un poquito de las doscosas. Al lado deja otro cuenco consalsa de soja. —Son gyozas —precisa.

—Al contrario, creo que soy unapersona de lo más corriente. Soyportera. Mi vida es de una banalidadejemplar.

—Una portera que lee a Tolstoi yescucha a Mozart —dice—. Ignorabaque ello formara parte de las prácticasde su corporación.

Y me guiña el ojo. Se ha sentado sin

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más ceremonias a mi derecha y haatacado con sus palillos su ración degyozas.

Nunca en mi vida me había sentidotan bien. ¿Cómo les diría yo? Porprimera vez, me siento en un ambientede confianza total, aunque no esté sola.Incluso con Manuela, a la que sinembargo confiaría mi vida, no tengo estasensación de seguridad absoluta quenace de la certeza de que noscomprendemos. Confiar la vida no esentregar el alma, y si bien quiero aManuela como a una hermana, no puedocompartir con ella lo que hila esepoquito de sentido y de emoción que mi

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existencia incongruente hurta aluniverso.

Degusto con palillos unos gyozasrellenos de cilantro y carne especiada y,experimentando un desconcertantesentimiento de relajación, charlo con elseñor Ozu como si nos conociéramos detoda la vida.

—Una también tiene que distraerse—digo—, voy a la biblioteca municipaly saco prestado todo lo que puedo. —¿Le gusta la pintura holandesa? —mepregunta y, sin esperar respuesta, añade—: Si le dieran a elegir entre la pinturaflamenca y la pintura italiana, ¿cuálsalvaría usted?

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Argumentamos lo que dura un falsopaso de armas en el que me complazcoen exaltarme por el pincel de Vermeer—pero muy pronto descubrimos que, detodas maneras, estamos ambos deacuerdo. —¿Piensa usted que es unsacrilegio? —pregunto.

—En absoluto, mi querida señora —me contesta, baqueteando sin ningunaconsideración un ravioli de izquierda aderecha en el borde de su cuenco—, enabsoluto, ¿acaso cree que he encargadola copia de un Miguel Ángel paraexponerla en mi vestíbulo? »Hay quemojar la pasta en esta salsa —añade,poniendo delante de mí un cestito de

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mimbre lleno de fideos y un suntuosocuenco azul verdoso del que se eleva unaroma a... cacahuete—. Es un «zaluramen», un plato de fideos fríos con unasalsa ligeramente dulce. Ya me dirá quéle parece.

Y me tiende una gran servilleta delino color sepia.

—Provoca daños colaterales, tengacuidado con su vestido.

—Gracias —le digo.Y, vaya usted a saber por qué,

añado:—No es mío.Respiro bien hondo y digo: —

¿Sabe?, vivo sola desde hace tiempo y

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no salgo nunca. Me temo que soy unpoco... salvaje.

—Una salvaje muy civilizadaentonces —me dice sonriendo.

El sabor de los fideos bañados en lasalsa de cacahuete es divino. No podríaen cambio decir lo mismo del estado delvestido de María. No es fácil bañarfideos de un metro de largo en una salsasemilíquida y luego tragárselos sincausar daños. Pero como el señor Ozuse come los suyos con destreza noexenta de un ruido considerable, mesiento liberada de todo complejo yaspiro con brío mis interminablesfideos.

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—Ahora en serio —me dice el señorOzu—, ¿no le parece fantástico? Su gatose llama León, los míos, Kitty y Levin;nos gusta a los dos Tolstoi y la pinturaholandesa, y vivimos en el mismo lugar.¿Cuál es la probabilidad de que ocurraalgo así?

—No debería haberme regalado esamagnífica edición —le digo—, no eranecesario.

—Mi querida señora —responde elseñor Ozu —, ¿le ha gustado?

—Pues sí —le digo—, me hagustado mucho, pero también me hadado un poco de miedo. Es que, ¿sabe?,me esfuerzo por ser discreta, no querría

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que la gente de la casa se imaginara...—... ¿quién es usted? —completa—.¿Por qué?

—No quiero llamar la atención.Nadie quiere una portera conpretensiones. —¿Pretensiones? Pero¡usted no tiene pretensiones, sino gustos,luces, cualidades! —¡Pero soy laportera! —protesto—. Y además, notengo una educación, soy de otro mundoque no es el de ustedes. —¡Pues vayauna cosa! —dice el señor Ozu, de lamisma manera, lo crean o no, queManuela, lo cual me hace gracia.

Levanta una ceja en señal deinterrogación.

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—Es la expresión preferida de unaamiga mía —digo, a guisa deexplicación —¿Y qué le parece a sumejor amiga esta... discreción suya?

Huy, pues la verdad es que no tengoni idea.

—Usted la conoce —le digo—, esManuela.

—Ah, ¿la señora Lopes? ¿Es amigasuya?

—Es mi única amiga.—Es una gran señora —dice el

señor Ozu—, una aristócrata. Como ve,no es usted la única en desmentir lasleyes sociales. ¿Qué hay de malo enello? ¡Estamos en el siglo XXI,

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demonios! —¿A qué se dedicaban suspadres? —le pregunto, un poco nerviosapor tan poco discernimiento.

El señor Ozu se imagina sin dudaque los privilegios desaparecieron conZola.

—Mi padre era diplomático. Noconocí a mi madre, murió poco despuésde nacer yo.

—Cuánto lo siento —le digo.Hace un gesto con la mano, como

para decir: de eso hace mucho tiempo.Prosigo con mi idea.—Es usted hijo de diplomático, yo

soy hija de campesinos pobres. Esincluso inconcebible que cene en su casa

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esta noche.—Y sin embargo —dice—, cena

usted aquí esta noche.Y añade, con una sonrisa muy

cordial:—Y me siento muy honrado por ello.Y la conversación prosigue así, con

sencillez y naturalidad. Evocamos poreste orden: a Yasujiro Ozu (un parientelejano), a Tolstoi y a Levin segando enel prado con sus campesinos, el exilio yla irreductibilidad de las culturas, asícomo muchos otros temas que enlazamosunos con otros con el entusiasmo delgallo y el asno, saboreando nuestrosúltimos arpendes de fideos y, sobre

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todo, la desconcertante similitud delcurso de nuestros pensamientos.

Llega un momento en que el señorOzu me dice:

—Me gustaría que me llamaraKalcuro, es menos envarado. ¿Lemolesta que la llame Renée?

—En absoluto —le contesto, y lopienso de verdad. ¿De dónde me vieneesta súbita soltura en la complicidad?

El sake, que me reblandecedeliciosamente el bulbo raquídeo, haceque la pregunta sea terriblemente pocoapremiante. —¿Sabe usted lo que es elazuki? —pregunta Kakuro.

—Los montes de Kyoto... —digo,

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sonriendo ante ese recuerdo de infinitud.—¿Cómo? —pregunta él.—Los montesde Kyoto tienen el color del flan deazuki —digo, esforzándome de todosmodos por hablar de manera inteligible.

—Eso sale en una película, ¿verdad?—quiere saber Kakuro.

—Sí, en Las hermanas Munakata, alfinal del todo.

—Oh, vi esa película hace muchotiempo, pero no la recuerdo muy bien.—¿No recuerda la camelia sobre elmusgo del templo? —le digo.

—No, en absoluto —me contesta—.Pero hace usted que sienta ganas devolver a verla. ¿Le apetecería que la

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viéramos juntos, un día de éstos?—Tengo la cinta —le digo—.

Todavía no la he devuelto a labiblioteca. —¿Este week-end [fin desemana], tal vez? —sugiere Kakuro. —¿Tiene usted vídeo?

—Sí —me dice, sonriendo.—Entonces, de acuerdo —respondo

—. Pero le propongo lo siguiente: eldomingo que viene vemos la película ala hora del té y yo traigo los dulces.

—Trato hecho —dice Kakuro.Y la velada prosigue, mientras

continuamos hablando sin afán decoherencia ni preocupación de horario,bebiendo a sorbitos una infusión de

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curioso sabor a algas. Como era deesperar, debo repetir mis visitas a lataza nivea y la moqueta solar. Opto porel botón de una flor de loto nada más —mensaje recibido—y soporto el asaltodel Confutatis con la serenidad de losgrandes iniciados.

Lo que es a la vez desconcertante ymaravilloso de Kakuro Ozu es que aunaun entusiasmo y un candor juveniles auna atención y una benevolencia de gransabio. No estoy acostumbrada a unarelación así con el mundo; se diría quelo considera con indulgencia ycuriosidad, mientras que los demásseres humanos que yo conozco lo

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abordan con desconfianza y amabilidad(Manuela), ingenuidad y amabilidad(Olimpia) o arrogancia y crueldad (elresto del universo). Este pacto entreapetito, lucidez y magnanimidadrepresenta un inédito y sabroso cóctel.

Y entonces mi mirada se posa sobremi reloj. Son las tres de la mañana.

Me pongo en pie de un salto.—Dios mío —exclamo—, ¿ha visto

la hora que es? Consulta él mismo sureloj y luego alza los ojos hacia mí, conexpresión inquieta.

—He olvidado que mañana tieneusted que madrugar. Yo soy jubilado,por lo que eso ya no me preocupa. ¿Le

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va a suponer un problema?—No, claro que no —le digo—,

pero sí que tendría que dormir algo,aunque sea poco.

Callo el hecho de que, pese a miavanzada edad y, cuando de todos essabido que los viejos duermen poco,tengo que dormir como un tronco duranteal menos ocho horas para poderaprehender el mundo condiscernimiento.

—Hasta el domingo —se despideKakuro, en la puerta de su casa.

—Muchas gracias —le digo—, hepasado una velada muy agradable, se loagradezco mucho.

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—El agradecido soy yo —mecontesta—, hacía mucho tiempo que nome reía tanto y mucho tiempo tambiénque no mantenía una conversación tanagradable. ¿Quiere que la acompañehasta su casa?

—No, gracias, no es necesario.Siempre hay un Pallières potencial

rondando por la escalera.—Bueno, lo dicho, hasta el domingo

—añado—, o quizá nos crucemos antes.—Gracias, Renée —vuelve a decir,

con una gran sonrisa juvenil.Al cerrar la puerta de mi casa y

apoyarme en ella, descubro a Leónroncando como un oso pardo en el sillón

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delante del televisor y constato loimpensable por primera vez en mi vida:he hecho un amigo.

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Entonces

Entonces lluvia de verano.

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Un nuevo corazón

Recuerdo esa lluvia de verano.Día tras día, recorremos nuestra

vida como quien recorre un pasillo.Acordarme de la comida para el

gato... ha visto mi patinete es la terceravez que me lo roban... llueve tanto queparece que es de noche... tenemos eltiempo justo la sesión es a la una...

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quieres quitarte el impermeable... tazade té amargo... silencio de la tarde...quizá estemos enfermos a fuerza de tenerdemasiado... todos esos bonzos queregar... esas ingenuas que no son másque desvergonzadas... anda estánevando... y esas flores qué son... pobreanimalito se iba haciendo pipí por todoslos rincones... cielo otoñal qué tristeza...los días acaban tan pronto ya... a qué sedebe que el olor de la basura llega hastael patio... sabe todo llega a su hora... nono los conocía especialmente... era unafamilia como las demás aquí... pareceflan de azuki... dice mi hijo que los ch inos son intratables... cómo se llaman sus

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gatos... podría recibir y firmar en minombre la ropa del tinte...todas estasnavidades estos villancicos estascompras qué cansancio... para comernueces hace falta mantel... cáspita lemoquea la nariz... ya hace calor y nisiquiera son las diez... cortochampiñones en rodajas muy finitas ynos tomamos el caldo con loschampiñones dentro... deja tiradas lasbragas sucias debajo de la cama...habría que volverlos a tapizar...

Y entonces, lluvia de verano. ¿Sabenlo que es la lluvia de verano?

Primero la belleza pura horadandoel cielo de verano, ese temor respetuoso

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que se apodera del corazón, sentirse unotan irrisorio en el centro mismo de losublime, tan frágil y tan pleno de lamajestuosidad de las cosas, atónito,cautivado, embelesado por lamagnificencia del mundo.

Luego, recorrer un pasillo y, depronto, penetrar en una cámara de luz.Otra dimensión, certezas reciénformadas. El cuerpo deja de ser ganga,el espíritu habita las nubes, la fuerza delagua es suya, se anuncian días felices, enun renacer.

Después, como a veces el llanto,cuando es rotundo, fuerte y solidario,deja tras de sí un gran espacio lavado de

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discordias, la lluvia, en verano,barriendo el polvo inmóvil, crea en lasalmas de los seres una suerte de hálitosin fin.

Así, ciertas lluvias de verano seanclan en nosotros como un nuevocorazón que late al unísono del otro.

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Dulce insomnio

Después de dos horas de dulceinsomnio, me duermo plácidamente.

Idea profunda n° 13

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¿Quién creepoder hacer mielsin compartir el destino de las

abejas?

Cada día me digo que mi hermana nopuede hundirse más profundamente en elfango de la ignominia y, cada día, mesorprende ver que sí lo hace.

Esta tarde, después del colegio, nohabía nadie en casa. He cogido un pocode chocolate con avellanas de la cocinay me he ido a comérmelo al salón.Estaba bien cómoda en el sofá y mordíael chocolate reflexionando en mipróxima idea profunda. Pensaba que se

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iba a tratar de una idea profunda sobreel chocolate, o más bien sobre la formaen que uno lo muerde, con una preguntacentral: ¿qué es lo bueno del chocolate?¿La sustancia en sí o la técnica deldiente que lo tritura?

Pero por muy interesante que fueraesta idea, no había contado con mihermana, que ha vuelto a casa antes delo previsto e inmediatamente se hapuesto a amargarme la vida habiéndomede Italia. Desde que ha ido a Veneciacon los padres de Tibère (al hotelDanieli, nada menos), Colombe no hablade otra cosa. Para colmo de males, elsábado fueron a cenar a casa de unos

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amigos de los Grinpard que tienen unagran finca en la Toscana. Sólo conpronunciar la palabra «Toscaaana»,arrastrando las sílabas, mi hermana seextasía, y mamá con ella. Dejadme queos diga una cosa, la Toscana no es unatierra milenaria. No existe más que paradar a personas como Colombe, mamá olos Grinpard la emoción de poseer. La«Toscaaana» les pertenece, tanto comola Cultura, el Arte y todo lo que puedaescribirse con mayúsculas.

A propósito de la Toscaaana, pues,ya me he tenido que tragar el latazosobre los burros, el aceite de oliva, laluz del crepúsculo, la dolce vita y demás

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topicazos. Pero como, cada vez, me heescabullido discretamente, Colombe noha podido comprobar el efecto queproduce en mí su historia preferida.Pero, al descubrirme sentada en el sofá,se ha desquitado y me ha fastidiado ladegustación del chocolate y mi futuraidea profunda.

En las tierras de los amigos de lospadres de Tibère hay colmenas, lassuficientes para producir un quintal demiel al año. Los toscanos han contratadoa un apicultor, que se encarga de hacertodo el trabajo para que ellos puedancomercializar la miel con el sello«señorío de Flibaggi».

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Evidentemente, no lo hacen por eldinero. Pero la miel «señorío deFlibaggi» está considerada como una delas mejores del mundo, y ello contribuyeal prestigio de los propietarios (que sonrentistas) porque la utilizan en grandesrestaurantes grandes cocineros queactúan como si fuera algoextraordinario... Colombe, Tibère y lospadres de Tibère tuvieron el honor deprotagonizar una cata de miel como lasque se hacen con los vinos, y ahora yano hay quien calle a Colombe cuando sepone a hablar sobre la diferencia entreuna miel de tomillo y una miel deromero. Pues que le aproveche. Hasta

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ese punto del relato, la escuchaba sinprestarle mucha atención, pensando enlo de «morder el chocolate» y me decíaque si la tabarra se quedaba ahí, podíadarme con un canto en los dientes.

Nunca hay que esperar algo así conColombe. De repente, ha adoptado eseaire suyo tan poco prometedor y se hapuesto a contarme las costumbres de lasabejas. Al parecer, les soltaron unaclase magistral completa sobre el tema,y al espíritu perturbado de Colombe lellamó particularmente la atención elcapítulo dedicado a los ritos nupcialesde las reinas y los zánganos.

La increíble organización de la

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colmena, en cambio, no la impresionódemasiado, cuando yo encuentro que esapasionante, sobre todo si se piensa queesos insectos tienen un lenguaje concódigo que relativiza las definicionesque se pueden dar de la inteligenciaverbal como específicamente humana.Pero esto no le interesa en absoluto aColombe, y eso que no se está sacandoun título de CAP [formaciónprofesional] en fontanería, sino unmáster en filosofía. A ella en cambio loque le vuelve loca de interés es lasexualidad de los bichitos de marras.

Os resumo el asunto: cuando estálista, la abeja reina inicia su vuelo

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nupcial, perseguida por una nube dezánganos. El primero que ia alcanzacopula con ella y luego muere porque,después del acto, su órgano genitalpermanece dentro del cuerpo de laabeja. Le queda pues amputado, y eso lomata. El segundo zángano en alcanzar ala abeja debe, para copular con ella,retirar con las patas el órgano genitaldel anterior y, por supuesto, despuéscorre la misma suerte, y así hasta diez oquince zánganos, que llenan la bolsaespermática de la reina, lo que lepermitirá producir, durante cuatro ocinco años, doscientos mil huevos alaño.

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Esto es lo que me cuenta Colombemirándome con su aire venenoso yaderezando su relato con comentariossubidos de tono de esta índole: «Sólopuede hacerlo una vez, ¿eh?, entonces,claro, con uno solo no le vale, ¡quierequince!» Si yo fuera Tibère, no megustaría demasiado que mi novia fueracontándole esta historia a todo el mundo.Porque, a ver, uno no puede evitar hacerun poco de psicología barata: cuandouna chica excitada cuenta que unahembra necesita quince machos paraquedarse satisfecha y que, en señal deagradecimiento, los castra y los mata...A la fuerza uno se hace preguntas.

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Colombe está convencida de que contarestas cosas hace de ella una «chicaliberada nada estrecha que aborda elsexo con naturalidad». Pero se le olvidaque si me cuenta esta historia sólo lohace para escandalizarme, y que ademástiene un contenido nada anodino.Primero, porque para alguien como yoque piensa que el hombre es un animal,la sexualidad no es un tema escabrososino una cuestión científica. Me pareceapasionante. Y segundo, os recuerdo atodos que Colombe se lava las manostres veces al día y chilla a la menorsospecha de pelo invisible en la ducha(siendo los pelos visibles más

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improbables). No sé por qué, pero meparece que esto encaja mucho con lasexualidad de las abejas reina.

Pero sobre todo, es curioso cómointerpretan los hombres la naturaleza ycreen poder sustraerse a ella. SiColombe cuenta así esta historia, esporque piensa que no le concierne. Si semofa del patético retozar de loszánganos, es porque está convencida deno compartir su destino.

Pero yo, en cambio, no veo nadachocante ni subido de tono en el vuelonupcial de las abejas reina ni en eldestino de los zánganos porque mesiento profundamente semejante a todos

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estos animales, aunque mis costumbresdifieran de las suyas. Vivir, alimentarse,reproducirse, llevar a cabo la tarea parala cual uno ha nacido y morir: no tieneningún sentido, es cierto, pero así sonlas cosas. Qué arrogancia esta de loshombres que piensan que pueden forzarla naturaleza, escapar a su destino deinsignificancias biológicas... Y quéceguera tienen también con respecto a lacrueldad o la violencia de sus propiasmaneras de vivir, de amar, dereproducirse y de hacer la guerra a sussemejantes...

Yo en cambio pienso que sólo sepuede hacer una cosa: dar con la tarea

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para la cual hemos nacido y llevarla acabo como mejor podamos, con todasnuestras fuerzas, sin buscarle tres pies algato y sin creer que nuestra naturalezaanimal tiene algo de divino. Sólo asítendremos el sentimiento de estarhaciendo algo constructivo en elmomento en que venga a buscarnos lamuerte. La libertad, la decisión, lavoluntad, todo eso no son más quequimeras. Creemos que podemos hacermiel sin compartir el destino de lasabejas; pero también nosotros no somossino pobres abejas destinadas a llevar acabo su tarea para después morir.

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Paloma

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1

Afiliados

Esa misma mañana, a las siete,llaman a mi puerta.

Tardo varios instantes en emergerdel vacío. Dos horas de sueño nodisponen a mucha afabilidad por elgénero humano, y los numerosostimbrazos que siguen mientras me pongobata y zapatillas y me atuso el cabello,

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extrañamente esponjoso, no estimulan mialtruismo.

Abro la puerta y me encuentro cara acara con Colombe Josse.

—Bueno, ¿qué, estaba atrapada enun atasco?

Me cuesta creer lo que oigo.—Son las siete —digo.Ella me mira.—Sí, lo sé —dice.—La portería abre a las ocho —le

indico, haciendo un enorme esfuerzo porcontenerme. —¿Cómo que a las ocho?—pregunta con aire escandalizado—.Ah, pero ¿hay un horario?

No, la vivienda de los porteros es un

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santuario protegido que no conoce ni elprogreso social ni las leyes salariales.

—Sí —digo, incapaz de pronunciaruna sola palabra más.

—Ah —contesta ella con vozperezosa—. Bueno, pero ya que estoyaquí... —... volverá usted más tarde —digo, cerrándole la puerta en las naricesy dirigiéndome hacia la tetera. Al otrolado del cristal, la oigo exclamar: «Pero¡bueno, esto es el colmo!», dar mediavuelta, furiosa, y pulsar con rabia elbotón de llamada del ascensor.

Colombe Josse es la hija mayor delos Josse. Colombe Josse es también unaespecie de engendro rubio que se viste

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como una gitana pobre. Si hay algo queaborrezco es esta perversión de losricos que consiste en vestirse comopobres, con trapos dados de sí, gorrosde lana gris, zapatos de clochard ycamisas de flores que asoman bajojerséis raídos. No sólo es feo, sinotambién insultante; no hay nada másdespreciable que el desdén de los ricospor el deseo de los pobres.

Por desgracia, Colombe Jossetambién lleva una brillante carreraacadémica. El otoño pasado entró en laÉcole Nórmale Supérieure, en lasección de Filosofía. Me preparo un té ybiscotes con mermelada de ciruela

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claudia tratando de dominar el temblorde rabia que agita mi mano, mientras uninsidioso dolor de cabeza se infiltrabajo los huesos de mi cráneo. Me doyuna ducha, nerviosa, me visto, abastezcoa León de alimentos abyectos (paté decabeza y restos de cortezas de cerdohúmedas y pegajosas), salgo al patio,saco los cubos de basura, saco aNeptune del cuartito de la basura y, a lasocho, cansada de todas estas salidas,regreso de nuevo a mi cocina, igual denerviosa que cuando la dejé.

En la familia Josse está también labenjamina, Paloma, que es tan discreta ydiáfana que tengo la impresión de no

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verla jamás, aunque vaya todos los díasal colegio, pues bien, a ellaprecisamente me envía Colombe, a lasocho en punto, como emisaria. Quémaniobra más cobarde.

Me encuentro a la pobre niña (¿quéedad tendrá?, ¿once años, doce?) ante elfelpudo de mi puerta, rígida como la ley.Respiro hondo —no descargar sobre elinocente la ira que ha provocado elmaligno—y trato de sonreír connaturalidad.

—Buenos días, Paloma —le digo.La niña tritura el bajo de su chaleco

rosa, expectante.—Buenos días —dice, con una

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vocecilla aguda.La miro con atención. ¿Cómo he

podido no darme cuenta hasta ahora?Algunos niños tienen el difícil don dedejar helados a los adultos. Nada en sucomportamiento corresponde a lo que seespera de su edad. Son demasiadograves, demasiado serios, demasiadoimperturbables y, al mismo tiempo,tremendamente afilados. Sí, afilados. Almirar a Paloma con más atención,discierno una afilada agudeza, unasagacidad helada que si interpreté comoreserva, me digo, fue sólo porque meresultaba imposible imaginar que latrivial Colombe pudiera tener por

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hermana a una jueza de la Humanidad.—Mi hermana Colombe me manda

avisarla de que van a traer un sobre muyimportante para ella —dice Paloma.

—Muy bien —contesto, velando porno dulcificar mi tono, como hacen losadultos cuando hablan a los niños, locual, a fin de cuentas, no es sino unamarca de desprecio tan grande como laropa de pobre que llevan los ricos.

—Pregunta si puede usted subírseloluego a casa —prosigue Paloma.

—Sí —le contesto.—Vale —añade Paloma.Y se queda ahí.Es muy interesante.

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Se queda ahí mirándometranquilamente, sin moverse, con losbrazos colgando a ambos lados delcuerpo y la boca un poco entreabierta.Tiene unas trenzas raquíticas, gafas demontura rosa y unos enormes ojosclaros. —¿Quieres tomar un chocolate?—le pregunto, porque no se me ocurreotra cosa.

Ella asiente con la cabeza, igual deimperturbable que antes.

—Entra —le digo—, justamente meestaba tomando un té.

Y dejo abierta la puerta de laportería, para atajar toda imputación derapto.

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—Yo también prefiero té, si no lemolesta —me dice.

—No, claro que no —respondo,algo sorprendida, observandomentalmente que empiezan a acumularseciertos datos: jueza de la Humanidad,bonita manera de expresarse, reclama té.

Se sienta en una silla y columpia lospies en el aire mirándome mientras lesirvo una taza de té de jazmín. Se la dejodelante y me siento ante la mía.

—Todos los días me las apaño paraque mi hermana me tome por unaretrasada mental —me declara tras unlargo sorbo de especialista—. Mihermana, que pasa noches enteras con

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sus amigos fumando, bebiendo yhablando como los jóvenes de lossuburbios porque piensa que suinteligencia no se puede poner en duda.

Lo cual le va que ni pintado a lamoda SDF [clochard].

—Estoy aquí como mensajeraporque es una cobarde y una miedica —prosigue Paloma sin dejar de mirarmefijamente con sus grandes ojos límpidos.

—Bueno, al menos esto nos habráproporcionado la ocasión de conocernos—comento educadamente. —¿Puedovolver alguna vez? —pregunta, y haycomo una súplica en su voz.

—Claro, eres siempre bienvenida.

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Pero temo que te puedas aburrir, no haymucho que hacer aquí.

—Sólo querría estar tranquila —replica. —¿No puedes estar tranquila entu habitación?

—No —dice—, no estoy tranquila sitodo el mundo sabe dónde estoy. Antes,me escondía. Pero ahora ya handescubierto todos mis escondites.

—Pero ¿sabes?, a mí también memolestan continuamente. No sé si podráspensar tranquila aquí.

—Me puedo quedar ahí. —Señala elsillón delante del televisor encendido,sin sonido—. La gente viene para verlaa usted, nadie me molestará.

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—Yo encantada de que vengas —ledigo—, pero antes tenemos quepreguntarle a tu madre si le parece bien.

Manuela, que empieza el trabajo alas ocho y media, asoma la cabeza porla puerta abierta. Se dispone a decirmealgo cuando descubre a Paloma y su tazade té humeante.

—Pase, pase —le digo—,estábamos tomando algo mientrascharlábamos un poco.

Manuela enarca una ceja, lo quesignifica, al menos en portugués: ¿Quéestá haciendo ella aquí?

Yo me encojo imperceptiblemente dehombros. Manuela frunce los labios,

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perpleja. —¿Y bien? —me pregunta noobstante, incapaz de esperar. —¿Vuelveusted luego un momentito? —le digo,con una gran sonrisa.

—Ah —dice Manuela al ver misonrisa—, Muy bien, muy bien, sí, luegovuelvo, como siempre. Luego, mirando aPaloma:

—Bueno, pues luego vuelvo. Y,educadamente:

—Adiós, señorita.—Adiós —contesta Paloma,

esbozando su primera sonrisa, una pobresonrisita sin fuerzas que me parte elcorazón.

—Tienes que volver ya a casa —le

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digo—. Tu familia se va a preocupar.Se levanta y se dirige hacia la puerta

arrastrando los pies.—Es obvio —me dice—, que es

usted muy inteligente.Y como, desconcertada, no digo

nada, añade:—Ha encontrado el mejor escondite.

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2

Ese invisible

El sobre que un mensajero deja en laportería para Su Majestad Colombe dela Escoria está abierto.

Abierto del todo, nunca estuvocerrado. La solapa adhesiva conservaaún su tira protectora blanca, y el sobreentreabre su boca como un zapato viejo,desvelando un taco de hojas

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encuadernadas con espiral. ¿Por qué nose han tomado la molestia de cerrarlo?,me pregunto, descartando la hipótesis dela confianza en la probidad de losmensajeros y las porteras y suponiendomás bien la convicción de que elcontenido del sobre no los interesará.

Juro y perjuro que es la primera vezy suplico que se tengan en cuenta loshechos (noche corta, lluvia de verano,Paloma, etc.).

Saco con cuidado del sobre el tacode hojas.

Colombe Josse, El argumento depotentia dei absoluta, tesina de másterbajo la dirección del Profesor Manan,

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Universidad de París-I, la Sorbona.Sujeta con un clip a la cubierta hay

una tarjeta de visita:

Querida Colombe Josse:Aquí tiene mis anotaciones. Gracias

por el mensajero.Nos vemos mañana en el Saulchoir.Cordialmente,J. Maria

Se trata de filosofía medieval, o almenos así me informa la introducción alasunto. Es incluso una tesina sobreGuillermo de Ockham, monjefranciscano y filósofo lógico del siglo

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XIV. En cuanto al Saulchoir, es unabiblioteca de «ciencias religiosas yfilosóficas» que se encuentra en eldistrito XIII y que regentan unos frailesdominicos. Posee un importante fondode literatura medieval, con, apuesto, lasobras completas de Guillermo deOckham en latín y en quince tomos. ¿Quecómo lo sé? Pues porque fui hace unosaños. ¿Por qué? Por nada. Habíadescubierto en un plano de París estabiblioteca que parecía abierta a todo elmundo y fui a visitarla comocoleccionista que soy. Recorrí lospasillos de la biblioteca, más bienvacíos, ocupados exclusivamente por

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ancianos muy doctos y estudiantes deaire pretencioso. Siempre me fascina laabnegación con la que nosotros loshumanos somos capaces de dedicar unagran energía a la búsqueda de la nada ya la combinación de ideas inútiles yabsurdas. Charlé sobre patrística griegacon un joven que estaba redactando unatesis doctoral y me pregunté cómo tantajuventud podía malograrse de esamanera al servicio de la nada. Cuandose piensa bien en que lo que preocupaante todo al primate es el sexo, elterritorio y la jerarquía, la reflexiónsobre el sentido de la oración en Agustínde Hipona se antoja relativamente fútil.

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Desde luego, se argüirá sin duda que elhombre aspira a un sentido que va másallá de las pulsiones. Pero yo replicoque dicha objeción es a la vez muycierta (¿qué decir, si no, de laliteratura?) y muy falsa: el sentido es ensí otra pulsión, es incluso la pulsiónllevada hasta su grado más alto derealización, pues utiliza el medio máseficaz, la comprensión, para lograr suobjetivo. Pues esta búsqueda de sentidoy de belleza no es el signo de la elevadanaturaleza del hombre que, escapando asu animalidad, supuestamenteencontraría en las luces del espíritu lajustificación de su ser; no, es un arma

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afilada al servicio de un fin material ytrivial. Y cuando el arma se toma a símisma como objeto, es una simpleconsecuencia de ese cableado neuronalespecífico que nos distingue de los otrosanimales y, al permitirnos sobrevivirgracias a ese medio eficaz, lainteligencia, nos ofrece también laposibilidad de la complejidad sinfundamento, del pensamiento sinutilidad, de la belleza sin función. Escomo un virus informático, unaconsecuencia sin consecuencia de lasutileza de nuestro córtex, unadesviación superflua que utilizainútilmente medios disponibles.

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Pero incluso cuando la búsqueda nodivaga así de esta manera, no deja deser una necesidad que no contraviene laanimalidad. La literatura, por ejemplo,tiene una función pragmática. Como todaforma de Arte, tiene como misión hacersoportable el cumplimiento de nuestrosdeberes vitales.

Para un ser que, como el humano, daforma a su destino a fuerza de reflexióny reflexividad, el conocimiento asíobtenido tiene el carácter insoportablede toda lucidez desnuda. Sabemos quesomos animales dotados de un arma desupervivencia y no dioses que dan formaal mundo con su propio pensamiento, y

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desde luego hace falta algo para que estasagacidad sea para nosotros tolerable,algo que nos salve de la triste y eternafiebre de los destinos biológicos.Entonces, inventamos el Arte, este otroprocedimiento del animal que somos,con el fin de que nuestra especiesobreviva.

Que nada complace tanto a la verdadcomo la sencillez a la hora deexpresarla es la lección que ColombeJosse debería haber aprendido de suslecturas medievales. Hacer fioriturasconceptuales al servicio de la nada essin embargo todo el beneficio queparece capaz de sacar de toda esta

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historia.Es uno de esos bucles inútiles y

también un despilfarro desvergonzadode recursos, entre los que se incluyen elmensajero y yo misma.

Recorro las páginas recién anotadasde lo que debe de ser una versión final yme siento consternada. Habrá quereconocérsele a la señorita una plumaque no se defiende demasiado mal,aunque adolece de los vicios típicosachacables a su juventud. Pero que lasclases medias se partan el espinazo parafinanciar con el sudor de su frente y desus impuestos tan vana y pretenciosainvestigación me deja sin habla.

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Secretarios, artesanos, empleados,funcionarios de baja categoría, taxistas yporteros se tragan una vida cotidianahecha de mañanas grises para que la flory nata de la juventud francesa, alojada yremunerada como es debido, despilfarretodo el fruto de estas vidas grises en elaltar de ridiculas tesinas.

A priori, no obstante, es del todoapasionante: ¿Existen universales o biensólo cosas singulares?, es la pregunta ala que, comprendo yo, Guillermo dedicólo esencial de su vida.

Encuentro que es un interrogantefascinante: ¿es cada cosa una entidadindividual —y, en ese caso, lo que es

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similar entre una cosa y otra no es sinouna ilusión o un efecto del lenguaje, queprocede mediante palabras y conceptos,mediante generalidades nue designan yengloban varias cosas particulares—obien existen realmente formas generalesde las que participan las cosassingulares y que no son simples hechosde lenguaje? Cuando decimos: una mesa,cuando pronunciamos la palabra«mesa», cuando formamos el conceptode mesa, ¿designamos siempre esta mesaen concreto o bien hacemos referenciarealmente a una entidad «mesa»universal que funda la realidad de todaslas mesas particulares que existen? ¿Es

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real la idea de mesa, o perteneceúnicamente a nuestra mente? En esecaso, ¿por qué son parecidos algunosobjetos? ¿Acaso el lenguaje losreagrupa de manera artificial y paracomodidad del entendimiento humano encategorías generales, o bien existe unaforma universal de la que participa todaforma específica?

Para Guillermo, las cosas sonsingulares, y el realismo de losuniversales, erróneo. No hay más querealidades particulares, la generalidadsólo pertenece a la mente y es complicarlo sencillo suponer la existencia derealidades genéricas. Pero ¿tan seguros

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estamos de ello? ¿Qué congruencia hayentre un Rafael y un Vermeer, mepreguntaba yo anoche mismo? El ojoreconoce en ambos una forma común dela que ambos participan, la de laBelleza. Y yo por mi parte creo quetiene que haber realidad en esa forma,no puede ser un simple recurso de lamente humana que clasifica paracomprender, que discrimina paraaprehender: pues no se puede clasificarnada que no se preste a ello, no se puedereagrupar nada que no sea reagrupable,no se puede reunir nada que no seareunible. Jamás una mesa será la Vistade Delft: la mente humana no puede

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crear esta disimilitud, de la mismamanera que no tiene el poder deengendrar la solidaridad profunda queuna naturaleza muerta holandesaestablece con una Virgen con Niñoitaliana. De la misma forma que cadamesa participa de una esencia que le dasu forma, toda obra de arte participa deuna forma universal, y sólo ésta puededarle el sello que la convierte en eso, enobra de arte. Bien es cierto que nopercibimos directamente estauniversalidad: es la razón por la quetantos filósofos se han mostrado reaciosa considerar las esencias como realesporque nunca veo más que esta mesa

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presente y no bajo su forma universal«mesa», nunca veo más que este cuadroy no la esencia misma de lo Bello.

Y sin embargo... sin embargo, estáahí, ante nuestros ojos: cada cuadro deun maestro holandés es una encarnaciónde ella, una aparición fulgurante quesólo podemos contemplar a través de losingular pero que nos da acceso a laeternidad, a la atemporalidad de unaforma sublime.

La eternidad: ese invisible quecontemplamos.

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3

La cruzada justa

Pero ¿creen que todo esto interesa anuestra aspirante a la gloria intelectual?¡Qué va!

Colombe Josse, que por la Belleza oel destino de las mesas no tiene ningunaconsideración lógica, se empeña enexplorar el pensamiento teológico deOckham al capricho de melindres

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semánticos carentes de interés. Lo másnotable es la intención que preside laempresa: se trata de hacer de las tesisfilosóficas de Ockham la consecuenciade su concepción de la acción de Dios,relegando sus años de labor filosófica alrango de excrecencias secundarias de supensamiento teológico. Es sideral,embriagador como un mal vino y sobretodo muy revelador acerca delfuncionamiento de la Universidad: siquieres hacer carrera, coge un textomarginal y exótico (la Suma de lógica deGuillermo de Ockham) todavía pocoexplorado, insulta su sentido literalbuscando en él una intención que el

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propio autor no había visto (pues todo elmundo sabe que la inconsciencia enmateria de concepto es mucho máspoderosa que todos los designiosconscientes), defórmala hasta el puntode que parezca una tesis original (es elpoder absoluto de Dios, que funda unanálisis lógico cuyas repercusionesfilosóficas se pasan por alto), quema alhacerlo todos tus iconos (el ateísmo, lafe en la Razón contra la razón de la fe, elamor por la sabiduría y otras frusleríasque tanto gustan a los socialistas),dedica un año de tu vida a estejueguecito indigno a expensas de unacolectividad a la que sacas de la cama a

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las siete y envíale un mensajero a tudirector de investigación.

¿Para qué sirve la inteligencia si noes para servir? Y no hablo de esta falsaservidumbre que es la de los altosfuncionarios y que exhiben con orgullocomo señal de su virtud: ésta es unahumildad de fachada que no es sinovanidad y desdén. Ataviado cadamañana con la ostentosa modestia delgran servidor, hace tiempo que Étiennede Broglie me ha convencido del orgullode su casta. Al contrario, los privilegiosdan auténticos deberes. Pertenecer alpequeño cenáculo cerrado de la élite esdeber servir a la medida de la gloria y

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de la holgura en la existencia materialque se cosecha como premio por estapertenencia. ¿Soy yo como ColombeJosse una joven alumna de la ÉcoleNórmale Supérieure, con un porvenirabierto? Debo preocuparme delprogreso de la Humanidad, de laresolución de problemas cruciales parala supervivencia, del bienestar o laelevación del género humano, deladvenimiento de la Belleza en el mundoo de la cruzada justa por la autenticidadfilosófica. No es un sacerdocio, haydonde elegir, los ámbitos son amplios.No se entra en la filosofía como en elseminario, con un credo por espada y

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una vía única por destino. ¿Se trabajasobre Platón, Epicuro, Descartes,Spinoza, Kant, Hegel o incluso Husserl?¿Sobre la estética la política, la moral,la epistemología y la metafísica? ¿Sededica uno a la enseñanza, a laelaboración de una obra, a lainvestigación, a la Cultura? Tanto da, esindiferente. Ya que, en una disciplinacomo ésta, sólo importa la intención:elevar el pensamiento, contribuir alinterés común o bien unirse a unaescolástica que no tiene más objeto quesu propia perpetuación ni más funciónque la auto reproducción de élitesestériles —lo que convierte a la

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Universidad en una secta.

Idea profunda nº14

Ve al salón de té Angelinapara saberpor qué arreglen los coches

¡Hoy ha ocurrido algo apasionante!He ido a la portería de la señora Michelpara pedirle que llevara a casa un sobrepara Colombe, que le iban a traer por

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mensajero. Se trata de su tesina demáster sobre Guillermo de Ockham, unprimer borrador que su director hatenido que leer y que luego le va a hacerllegar con sus anotaciones. Lo divertidoha sido que la señora Michel ha echadoa Colombe porque ha llamado a supuerta a las siete para pedirle que lellevara el sobre a casa. La señoraMichel ha debido de cantarle lascuarenta (la portería abre a las ocho),porque Colombe ha vuelto a casa comouna fiera, chillando que la portera erauna vieja cascarrabias y que habrásevisto, ¿quién se cree que es? De prontoparece que mamá se ha acordado de que

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sí, en efecto, en un país desarrollado ycivilizado no se molesta a las porteras acualquier hora del día y de la noche(ojalá lo hubiera recordado antes de quellegara a bajar Colombe), pero eso noha tranquilizado a mi hermana, que haseguido berreando que porque sehubiera equivocado de horario eso no ledaba derecho a esa desgraciada a darlecon la puerta en las narices. Mamá hahecho como si no pasara nada. SiColombe fuera mi hija (Darwin melibre), yo le habría pegado un par detortas.

Diez minutos más tarde, Colombe havenido a mi cuarto con una sonrisita

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obsequiosa. Eso sí que no puedosoportarlo. Antes prefiero que megrite.«Paloma bonita, ¿te importahacerme un favor enorme?», me hadicho, haciéndome la pelota. «Paso», lehe contestado yo. Ha respirado bienhondo lamentando que yo no sea suesclava personal —me habría podidomandar azotar—y eso le habría hechosentirse mucho mejor, «esta mocosa mepone de los nervios», habría dicho parasus adentros —.«Quiero un trato», heañadido. «Si ni siquiera sabes lo quequiero pedirte», me ha replicado con untonillo despectivo. «Quieres que vaya aver a la señora Michel», le he dicho yo.

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Se ha quedado con dos palmos denarices. A fuerza de decirse que soyretrasada mental, termina por creérselo.«O. K. [Vale], voy, pero a cambio deque no pongas la música alta en tu cuartodurante un mes.» «Una semana», haquerido negociar Colombe. «Entoncesno voy», le he contestado yo. «O. K.[Vale]», se ha rendido ella, «ve a ver aesta vieja podrida y dile que me traiga acasa el sobre de Marian en cuanto se lodejen en la portería». Y se ha marchadodando un portazo.

He ido pues a ver a la señora Michely me ha invitado a tomar un té.

Por ahora, la estoy analizando. No

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he dicho gran cosa. Me ha mirado de unaforma extraña, como si me viera porprimera vez. No ha dicho nada deColombe. Si fuera una portera deverdad, habría dicho algo así como:«Hay que ver tu hermana, no son formas,¿eh?, debería mostrar un poco derespeto.» En lugar de eso, me haofrecido una taza de té y me ha habladocon mucha educación, como si yo fuerauna persona de verdad.

En la portería estaba encendida latelevisión. Pero ella no la estaba viendo.Había un reportaje sobre los jóvenesque queman coches en los suburbios deParís. Al ver las imágenes, me he

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preguntado: «¿qué puede llevar a unjoven a quemar un coche?, ¿qué será loque le pasa por la cabeza para llegar ahacer algo así?» Y entonces acontinuación se me ha ocurrido estaidea: ¿Y yo? ¿Por qué quiero yoprenderle fuego a mi casa? Losperiodistas hablan del paro y de lapobreza, yo hablo del egoísmo y de lafalsedad de la familia. Pero sontonterías. Siempre ha habido paro,pobreza y familias que no valen paranada. Y sin embargo, ¡no se quemancoches o casas todos los días! Me hedicho que, al final, todo eso eran falsosmotivos. ¿Por qué se quema un coche?

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¿Por qué quiero prenderle fuego a micasa?

No he obtenido respuesta a mipregunta hasta que me he ido de comprascon mi tía Hélène, la hermana de mamá,y mi prima Sophie. Queríamos ir acomprarle un regalo a mamá por sucumpleaños, que vamos a celebrar eldomingo que viene. Hemos puesto comoexcusa que nos íbamos juntas al museoDapper, pero en realidad nos hemos idoa recorrer las tiendas de decoración delos distritos II y VIII. La idea eraencontrar un paragüero y de pasocomprar también mi regalo.

En cuanto a lo del paragüero, ha

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sido interminable. Nos hemos tirado treshoras cuando, para mí, todos los quehemos visto eran estrictamenteidénticos: o bien cilindros de lo mássosos, o bien unos chismes con herrajesen plan antigualla. Todos con unosprecios por las nubes. ¿No os chirría unpoco la idea de que un paragüero puedacostar doscientos noventa y nueveeuros?

Pues eso es lo que ha pagado Hélènepor un chisme pretencioso de «cueroenvejecido» (sí, una porra: restregadocon un cepillo de metal y punto) concosturas en plan silla de caballo, comosi viviéramos en una remonta. Yo le he

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comprado a mamá en una tienda asiáticaun pastillero de madera lacada negrapara que guarde dentro sus somníferos.Treinta euros. A mí eso ya me parecíamuy caro, pero Hélène me ha preguntadosi quería añadir algo al regalo, puestoque era tan poquita cosa. El marido deHélène es gastroenterólogo y os puedoasegurar que en el reino de los médicos,el gastroenterólogo no es ni muchomenos el último mono... Pero aun así mecaen bien Hélène y Claude porque son...pues el caso es que no sé muy bien cómoexplicarlo... íntegros, sí, eso, soníntegros. Están contentos con sus vidas,creo; bueno, al menos no juegan a ser lo

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que no son. Y tienen a Sophie. Mi primaSophie está aquejada de síndrome deDown. No va conmigo extasiarme antelos mongólicos como piensa mi familiaque está bien hacer (incluso Colombe sepresta a ello). El discurso consensuadoes: tienen una minusvalía, pero ¡son tanentrañables, tan cariñosos, tanconmovedores! Personalmente, lapresencia de Sophie se me hace bastantepenosa: babea, grita, se pone de morros,coge rabietas y no entiende nada. Perono quiere decir que no apruebe a Hélèney a Claude. Ellos mismos dicen que esuna niña difícil y que es un horror teneruna hija con síndrome de Down, pero la

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quieren y se ocupan muy bien de ella,me parece a mí. Eso, más su carácteríntegro, hace que me caigan muy bien.Ver a mamá, que juega a ser una mujermoderna a gusto consigo misma, o aJacinthe Rosen, que juega a ser unaburguesa de pura cepa, hace que Hélène,que no juega a nada de nada y estácontenta con lo que tiene, resulte de lomás simpática.

Pero bueno, total, que después delcirco del paragüero, hemos ido a tomarun chocolate con bizcocho a Angelina, elsalón de té de la calle de Rivoli. Mediréis que no puede haber nada másalejado de la temática «jóvenes de los

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suburbios que queman coches». ¡Puesbien, estáis muy equivocados! He vistoalgo en Angelina que me ha hechocomprender ciertas otras cosas. En lamesa junto a la nuestra había una Parejacon un bebé. Una pareja de blancos conun bebé asiático, un niño que se llamabaThéo. Hélène y ellos se han caído bien yhan pegado la hebra un poco. Se hancaído bien por ser los tres los padres deun niño diferente, por supuesto, por esose han reconocido y han entabladoconversación. Nos hemos enterado deque Théo era un niño adoptado, quetenía quince meses cuando lo trajeron deTailandia, que sus padres habían muerto

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en el tsunami, así como todos sushermanos. Yo miraba a mi alrededor yme preguntaba: ¿cómo se las va aapañar? Estábamos en Angelina, al fin yal cabo: todas esas personas bienvestidas, que paladeaban con aireafectado unos dulces birriosos y que noestaban ahí más que por... pues por lasignificación del lugar, la pertenencia acierto mundo, con sus creencias, suscódigos, sus proyectos, su historia, etc.Algo simbólico, vaya. Cuando se tomael té en Angelina, se está en Francia, enun mundo rico, jerarquizado, racional,cartesiano, regulado. ¿Cómo se las va aapañar el pequeño Théo? Ha pasado los

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primeros meses de su vida en una aldeade pescadores en Tailandia, en un mundooriental, dominado por valores yemociones propias donde la pertenenciasimbólica quizá se ponga en práctica enlas fiestas del pueblo cuando se honra aldios de la Lluvia, en el que los niñosviven inmersos en creencias mágicas,etc. Y de repente helo aquí en Francia,en París, en Angelina, inmerso sintransición en una cultura diferente y enuna posición que ha cambiado demanera radical: de Asia a Europa, delmundo de los pobres al de los ricos.

Entonces, de repente, me he dicho:quizá, dentro de unos años, Théo tenga

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ganas de quemar coches. Porque es ungesto de rabia y de frustración, y quizála rabia y la frustración más grandes nosean el paro, ni la pobreza ni la ausenciade futuro; quizá sea el sentimiento de notener cultura porque se está divididoentre varias culturas, entre símbolosincompatibles. ¿Cómo existir si uno nosabe dónde está? ¿Si tiene que asumir ala vez una cultura de pescadorestailandeses y otra de grandes burguesesparisinos? ¿De hijos de inmigrantes y demiembros de una gran naciónconservadora? Entonces uno quemacoches porque cuando no se tienecultura, uno deja de ser un animal

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civilizado y pasa a ser un animalsalvaje. Y un animal salvaje quema,mata y pilla.

Sé que no es muy profundo, perodespués de esto al menos sí se me haocurrido una idea profunda, cuando mehe preguntado: ¿Y yo? ¿Cuál es miproblema cultural? ¿De qué maneraestoy yo dividida entre distintascreencias incompatibles? ¿Qué me haceser un animal salvaje?

Entonces, he tenido una iluminación:me he acordado de los cuidadosconjuradores que prodiga mamá a lasplantas, las manías fóbicas de Colombe,la angustia de papá porque la abuelita

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está en una residencia y todo un montónmás de hechos como éstos. Mamá creeque se puede conjurar el destino a golpede regadera; Colombe, que se puedealejar la angustia lavándose las manos; ypapá, que es un mal hijo que recibirá sucastigo por haber abandonado a sumadre: a fin de cuentas, tienen creenciasmágicas, creencias de hombresprimitivos, pero, al contrario que lospescadores tailandeses, no puedenasumirlas porque son franceses cultos,ricos y cartesianos.

Y quizá yo sea la mayor víctima deesta contradicción porque, por una razóndesconocida, soy hipersensible a todo lo

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disonante, como si tuviera una especiede oído absoluto para las notasdesafinadas, para las contradicciones.Esta contradicción y todas las demás...Y, por consiguiente, no me reconozco enninguna creencia, en ninguna de esasculturas familiares incoherentes.

Quizá yo sea el síntoma de lacontradicción familiar y, Por lo tanto, laque tiene que desaparecer para que lafamilla esté bien.

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2

El adagio básico

Para cuando vuelve Manuela a lasdos en punto de casa de los de Broglie,me ha dado tiempo de devolver la tesinaa su sobre y de dejarlo en casa de losJosse.

He tenido así la ocasión de manteneruna interesante conversación conSolange Josse.

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Todos recordarán que, para losresidentes, soy una portera corta deluces que se encuentra en la fronteraborrosa de su visión etérea. SolangeJosse no supone una excepción alrespecto pero, como está casada con undiputado socialista, hace no obstantealgún que otro esfuerzo.

—Buenos días —me dice, abriendola puerta y cogiendo el sobre que letiendo.

Y hablando de ese algún que otroesfuerzo: —¿Sabe? —prosigue—,Paloma es una niña muy excéntrica.

Me mira para comprobar miconocimiento de la palabra. Adopto una

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expresión neutra, una de mis preferidas,que permite toda latitud en lainterpretación.

Solange Josse es socialista pero nocree en el ser humano.

—Quiero decir que es un poco rara—articula, como si estuviera hablandocon una persona con dificultades paraoír.

—Es muy amable —comento yo,encomendándome a mí misma la tarea deinyectarle un poco de filantropía a laconversación.

—Sí, sí —dice Solange Josse, conel tono de quien está deseando llegar alquid de la cuestión pero antes debe

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superar los obstáculos que le erige lasubcultura de su interlocutor.

—Es una niña muy amable pero aveces se comporta de manera extraña.Le encanta esconderse, por ejemplo,desaparece durante horas.

—Sí —contesto—, ya me hacontado.

Es un pequeño riesgo, comparadocon la estrategia que consiste en nodecir nada, no hacer nada y nocomprender nada. Pero creo poderrepresentar mi papel sin delatar minaturaleza.

—Ah, ¿ya le ha contado?Solange Josse adopta de pronto un

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tono vago. «¿Cómo saber lo que laportera ha entendido de lo que Palomale ha contado?» es la pregunta que,movilizando sus recursos cognitivos, ladesconcentra y le confiere ese aireausente.

—Sí, ya me ha contado —repito,con, reconozcámoslo, un laconismo noexento de talento.

Detrás de Solange Josse entreveo aConstitución, que pasa por ahí avelocidad reducida, con su hocicoindiferente a todo.

—Huy, cuidado, el gato —advierte.Y sale al rellano, cerrando la puerta

tras de sí. No dejar salir al gato y no

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dejar entrar a la portera es el adagiobásico de las señoras socialistas.

—Bueno, como le iba diciendo —prosigue—, Paloma me ha dicho que legustaría ir a su portería de vez encuando. Es una niña muy pensativa, legusta plantarse en algún sitio y quedarseahí sin hacer nada. Si tengo que sersincera, preferiría que eso mismo lohiciera en nuestra casa.

—Ah —digo yo.—Pero de vez en cuando, si para

usted no es molestia... Así al menossabré dónde está. Nos volvemos locosbuscándola por todas partes. AColombe, que está hasta arriba de

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trabajo, no le hace mucha gracia tenerque pasarse horas removiendo cielo ytierra para encontrar a su hermana.

Entorna la puerta y comprueba queConstitución se ha largado.

—No —digo yo entonces—, Palomano me molesta.

—Ah, muy bien, muy bien —diceSolange Josse, para quien una actividadurgente y mucho más importante pareceacaparar decididamente toda atención—. Gracias, gracias, es muy amable porsu parte.

Y cierra la puerta.

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2

Antípodas

Después de eso, llevo a cabo milabor de portera y, por primera vez entodo el día, saco un rato para meditar.La velada del día anterior vuelve a mídejándome un curioso sabor de boca. Secompone de un agradable aroma acacahuete pero también un principio deangustia sorda. Trato de distraerme

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enfrascándome en regar las plantas detodos los rellanos del edificio, justo eltipo de tarea que considero lasantípodas de la inteligencia humana.

A las dos menos un minuto, llegaManuela, con la misma expresióncautivada que Neptune cuando examinade lejos una mondadura de calabacín. —¿Y bien? —reitera sin esperar más,tendiéndome unas magdalenas en uncestito redondo de mimbre.

—Otra vez voy a necesitar susservicios —le digo. —¿Ah, sí? —modula, alargando mucho y a su pesar laúltima sílaba.

Nunca había visto a Manuela en un

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estado tal de nervios.—El domingo que viene hemos

quedado a tomar el té y yo me encargode llevar los dulces —le digo.

—Ooooooh —exclama, radiante—,¡los dulces!

Y, pragmática de inmediato, añade:—Tengo que prepararle algo que no

se estropee enseguida.Manuela trabaja hasta el sábado a

mediodía.—El viernes por la noche le haré un

glotof —declara tras un breve lapso dereflexión.

El glotof es un pastel alsaciano,especial para glotones.

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Pero el glotof de Manuela tambiénes una auténtica delicia. Todo lo quetiene Alsacia de pesado y de reseco setransforma entre sus manos en obramaestra perfumada. —¿Tendrá tiempo?—le pregunto.

—Pues claro —contesta, feliz—,¡siempre tengo tiempo para un glotof, ymás si es para usted!

Entonces se lo cuento todo: lallegada, la naturaleza muerta, el salce,Mozart, los gyozas, el zalu, Kitty, lashermanas Munakata y todo lo demás.

Tengan sólo una amiga pero elíjanlabien.

—Es usted fantástica —me dice

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Manuela, al final de mi relato—. Contodas las imbéciles que viven aquí,cuando por primera vez llega un señorcomo es debido, a la que invita es austed.

Engulle una magdalena. —¡Ha! —exclama de pronto, alargando mucho lahache inicial—. ¡También le voy a hacerunas tartaletas al whisky!

—No —le digo—, Manuela, noquiero causarle tantas molestias, conel... glotof bastará. —¿Causarmemolestias? —contesta —. Pero ¡Renée,si en todos estos años usted nunca me hacausado ninguna molestia, al contrario!

Se queda pensando un segundo y

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pesca un recuerdo en su memoria. —¿Qué estaba haciendo aquí Paloma? —pregunta.

—Pues estaba descansando un pocode su familia —le contesto.

—Ah —dice Manuela—, ¡la pobre!También es que con la hermana quetiene...

Manuela tiene por Colombe, cuyostrapos de vagabundo le encantaríaquemar antes de mandar a su dueña alcampo a una pequeña revolucióncultural, sentimientos muy pocoambiguos.

—Al pequeño de los Pallières se lecae la baba cuando la ve pasar —añade

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—. Pero ella ni siquiera lo ve. Deberíaponerse una bolsa de basura en lacabeza. Ah, si todas las señoritas de lafinca fueran como Olimpia...

—Es verdad, Olimpia es muyamable —corroboro.

—Sí —dice Manuela—, es unabuena muchacha. Neptune tuvo cagalerasel martes, ¿sabe usted?, pues bien, locuró ella.

Una cagalera sola es muy poquitacosa.

—Ya lo sé —le digo—, hemossalido bastante bien del apuro; sólo hahabido que cambiar la alfombra delvestíbulo. Mañana traen la nueva. No

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hay mal que por bien no venga, la otraera horrorosa. —¿Sabe?, puedequedarse el vestido —me informaManuela—. La hija de la señora le dijoa María: quédeselo todo, y María me hadicho que le diga que le regala elvestido.

—Oh, es muy amable por su parte,pero no puedo aceptar —protesto.

—Ay, no empiece otra vez con lomismo —dice Manuela, irritada—. Detodas maneras, el tinte lo va a pagarusted. Mire, mire esto, tan bella comouna orquídea.

La orquídea es probablemente unaforma virtuosa de la orgía.

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—Bueno, pues déle las gracias aMaría de mi parte —le digo—. Me hacemucha ilusión su regalo.

—Eso está mejor. Sí, sí, ya le darélas gracias de su parte.

Llaman a mi puerta con dosgolpecitos breves.

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6

El ave asco pus

Es Kakuro Ozu.—Buenos días, buenos días —dice,

entrando de un salto en la portería—.Oh, buenos días, señora Lopes —añadeal ver a Manuela.

—Buenos días, señor Ozu —responde ella, casi gritando.

Manuela es una persona muy

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entusiasta.—Estábamos tomando el té, ¿quiere

unirse a nosotras? —le propongo.—Huy, sí, encantado —dice Kakuro,

cogiendo una silla. Y, al ver a León,añade—: ¡Vaya, bonito ejemplar! No lohabía visto bien la otra vez. ¡Parece unluchador de sumo!

—Pero tome una magdalena, son tanbellas como orgías —dice Manuela, quese hace un lío, pasándole el cesto aKakuro.

La orgía es al parecer una formaviciosa de la orquídea.

—Gracias —dice Kakuro, cogiendouna—. ¡Riquísima! —articula nada más

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tragar el bocado.Manuela se agita sobre su silla, con

expresión de absoluta felicidad.—He venido a preguntarles su

opinión —anuncia Kakuro tras cuatromagdalenas—. Estoy en plena discusióncon un amigo sobre la cuestión de lasupremacía europea en materia decultura —prosigue, dedicándome unguiño coqueto.

Manuela, a la que más valdría sermás indulgente con el pequeño de losPallières, tiene la boca abierta de par enpar.

—Él se inclina por Inglaterra, y yo,como es obvio, por Francia. Le he dicho

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entonces que conocía a alguien quepodía deshacer el empate. ¿Quierehacernos de árbitro?

—Pero soy juez y parte —digo,sentándome —, no puedo votar.

—No, no, no —aclara Kakuro—, nova usted a votar. Sólo responderá a mipregunta: ¿cuáles son los dos inventosmás importantes de la cultura francesa yde la cultura británica? Señora Lopes,esta tarde estoy de suerte, usted también,si quiere, puede darme su opinión—añade.

—Los ingleses... —empiezadiciendo Manuela, muy lanzada, peroluego se para—. Primero usted, Renée

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—dice, llamada de pronto a una mayorprudencia, recordando sin duda que esportuguesa.

Yo me quedo pensando un momento.—De Francia: la lengua del siglo

XVIII y el queso cremoso. —¿Y deInglaterra? —quiere saber Kakuro.

—De Inglaterra es fácil —lecontesto. —¿El púdingue? —sugiereManuela, pronunciándolo tal que así.

Kakuro se ríe a mandíbula batiente.—Me hace falta uno más —dice.—Pues el rúguebi —añade Manuela,

con una entonación tan british comoantes.

—Ja ja —se ríe Kakuro—. Estoy de

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acuerdo con usted. ¿Y usted, Renée, quépropone?

—El habeas corpus y el césped —digo, riendo.

Y eso nos hace a todos muchagracia, incluso a Manuela, que haentendido «el ave asco pus», lo cual noquiere decir nada, pero aun así es muydivertido.

Justo en ese momento, llaman a lapuerta.

Hay que ver, esta portería que, ayer,no le interesaba a nadie, parece hoy elcentro de la atención mundial.

—Adelante —digo, sin pararme apensarlo, concentrada en la

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conversación.Solange Josse asoma la cabeza por

la puerta.La miramos los tres con aire

interrogador, como si fuéramos loscomensales de un banquete que con suirrupción importunara una criada maleducada.

Abre la boca, pero se lo piensamejor.

Paloma asoma la cabeza a la alturade la cerradura.

Me recupero y me levanto. —¿Puedodejarle a Paloma durante una horita? —pregunta la señora Josse, que se harecuperado también pero cuyo

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curiosímetro está a punto de estallar—.Buenas tardes, mi querido señor Ozu —le dice a Kakuro, que se ha acercadopara estrecharle la mano.

—Buenas tardes, mi querida señoraJosse —contesta éste amablemente—.Hola, Paloma, me alegro de verte. Puesnada, mi querida amiga, su hija está enbuenas manos, puede irse tranquila.

Cómo echar a alguien con eleganciay en una única acción.

—Esto... bien... sí... gracias —tartamudea Solange Josse, y retrocededespacio, todavía un poco sonada.

Cierro la puerta tras ella. —¿Quieres una taza de té? —inquiero.

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—Encantada, muchas gracias —mecontesta Paloma.

Una verdadera princesa entre losaltos cargos del partido.

Le sirvo media taza de té de jazmínmientras Manuela la abastece con lasmagdalenas que han escapado a nuestrovoraz apetito.

—Según tú, ¿qué han inventado losingleses? —le pregunta Kakuro, quesigue dándole vueltas a su concursocultural.

Paloma reflexiona intensamente.—El sombrero como emblema de la

rigidez psicológica.—Magnífico —aprueba Kakuro.

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Observo que probablemente hesubestimado con creces a Paloma y quehabrá que profundizar un poco en esetema, pero, porque el destino siemprellama tres veces y puesto que todos losconspiradores están abocados a serdesenmascarados un buen día, vuelve aoírse un tamborileo sobre la puertacristalera de la portería, lo que aplazami reflexión.

Paul N'Guyen es la primera personaque no parece sorprendida de nada.

—Buenas tardes, señora Michel —me dice, y luego añade—: Buenas tardesa todos.

—Ah, Paul —dice Kakuro—, hemos

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desacreditado definitivamente aInglaterra.

Paul esboza una sonrisa cordial.—Muy bien —dice—. Acaba de

llamar su hija. Volverá a llamar dentrode cinco minutos.

Y le tiende un móvil.—De acuerdo. Bien, señoras, tengo

que despedirme.Se inclina ante nosotras.—Adiós —proferimos al unísono

las tres, como un coro virginal.—Bueno —dice Manuela—, al

menos una cosa bien hecha. —¿Cuál? —pregunto.

—Nos hemos comido todas las

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magdalenas.Nos reímos.Me mira con aire pensativo y me

sonríe.—Es increíble, ¿eh? —me dice.Sí, es increíble.Renée, que tiene ahora dos amigos,

ha dejado de ser tan arisca.Pero Renée, que tiene ahora dos

amigos, siente nacer en ella un terrorinforme.

Cuando se va Manuela, Paloma seacurruca a sus anchas en el sillón delgato, delante de la tele, y, mirándomecon sus grandes ojos serios, mepregunta: —¿Cree usted que la vida

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tiene sentido?

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7

Azul noche

En el tinte, tuve que afrontar la irade la dueña del lugar.

—Unas manchas así en un vestido deesta calidad —masculló, tendiéndomeun ticket azul celeste.

Esta mañana le entrego mirectángulo de papel a una personadistinta. Más joven y menos despierta.

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Rebusca interminablemente en unashileras compactas de perchas y luego metiende un bonito vestido de lino colorciruela, amordazado con un plásticotransparente.

—Gracias —le digo, aceptandodicho vestido tras una ínfima vacilación.

Tengo pues que añadir al capítulo demis infamias el rapto de un vestido queno me pertenece a cambio del de unamuerta a la que se lo robé. El mal seesconde, por lo demás, en lo ínfimo demi vacilación. Si ésta hubiera nacido deun remordimiento ligado al concepto depropiedad, aún podría implorar elperdón de san Pedro, pero mucho me

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temo que sólo responde al tiemponecesario para calibrar hasta qué puntoes practicable la fechoría.

A la una se pasa Manuela por laportería para dejarme su glotof.

—Quería haber venido antes —explica—, pero la señora de Broglie mevigilaba con el rabillo.

Para Manuela el rabillo del ojo esuna precisión incomprensible.

En lo que a los glotof [dulces] serefiere, encuentro, envueltos en unaorgía de papel de seda azul noche, unmagnífico cake alsaciano renovado porla inspiración, unas tartaletas al whiskytan finas que da miedo romperlas y unas

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tejas de almendras con los bordes biencaramelizados. Se me cae la baba alinstante.

—Gracias, Manuela —le digo—,pero sólo somos dos, ¿sabe?

—Pues no tiene más que empezar acomer ahora mismo —contesta.

—Gracias otra vez, de verdad —lereitero—, le ha debido de llevar muchotiempo.

—Ande, calle, calle —me ordena—.De todo he hecho doble, y Fernando selo agradece.

Diario del movimiento del

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mundo n° 7

Este tallo quebrado que por vos heamado

Me pregunto si no me estaréconvirtiendo en una estetacontemplativa. Con una fuerte tendenciazen y, a la vez, una pizca de Ronsard.

Me explico. Es un «movimiento delmundo» un poco especial porque no esun movimiento del cuerpo. Pero estamañana, mientras desayunaba, he visto

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un movimiento. EL movimiento, deberíadecir. La perfección hecha movimiento.Ayer (que era lunes) la señora Grémont,la asistenta, le trajo un ramo de rosas amamá. La señora Grémont pasó eldomingo en casa de su hermana quetiene en Suresnes un huertecito que elEstado arrienda a buen precio a la clasetrabajadora, de los últimos que quedanya, y se trajo un ramo con las primerasrosas de la temporada: rosas amarillas,de un bonito amarillo pálido como el delas prímulas. Según la señora Grémont,este rosal se llama «The Pilgrim», «Elperegrino». Ya sólo eso me ha gustado.Al fin y al cabo es más elevado, más

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poético o menos cursi que llamar a losrosales «Madame Fígaro» o «Un amorde Proust» (no me invento nada). Bueno,no haremos comentarios sobre el hechode que la señora Grémont le regalaflores a mamá. Tienen la misma relaciónque todas las burguesas progresistastienen con sus asistentas, aunque mamáesté convencida de que el suyo es uncaso aparte: una buena relaciónpaternalista, de las de toda la vida, conramalazo de novelita rosa (se ofrece uncafé, se paga como es debido, no seregaña jamás, se regala la ropa usada ylos muebles rotos, se interesa uno porlos hijos y, a cambio, ello da derecho a

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ramos de rosas y colchas de crochetmarrón y beis). Pero esas rosas... Eranalgo serio.

Estaba pues desayunando y mirabael ramo de rosas apoyado sobre laencimera de la cocina.

Creo que no pensaba en nada. Dehecho, quizá por eso haya visto elmovimiento; quizá, si hubiera estadoabsorta en otra cosa, si la cocina nohubiera estado en silencio, si yo no mehubiera encontrado allí a solas, nohabría estado lo bastante atenta. Peroestaba sola, tranquila y vacía. Por eso hepodido acoger en mí el movimiento.

Ha sonado un ruidito, bueno, más

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bien como si el aire se estremeciera ehiciera «shhhhhh» muy, muy, muy bajito:era un capullo de rosa con un trocito detallo quebrado, que caía sobre laencimera. En el momento de tocar lasuperficie, ha emitido un «puf», un «puf»en plan ultrasonido, de los que sólo oyenlos ratones o los hombres si están muy,muy, muy en silencio. Yo me he quedadocon la cuchara suspendida en el aire,totalmente embelesada. Era algomagnífico. Pero ¿qué era lo magnífico?Yo no daba crédito: no era más que uncapullo de rosa en el extremo de un talloquebrado que acababa de caer sobre laencimera. ¿Entonces?

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Lo he comprendido al acercarme yal mirar el capullo de rosa inmóvil, quehabía concluido su caída. Es algo quetiene que ver con el tiempo, no con elespacio. Oh, claro, siempre es bonito uncapullo de rosa que acaba de caer, conun movimiento grácil. Es tan artístico:¡dan ganas de pintarlo una y otra vez!Pero no es eso lo que explica elmovimiento. El movimiento, estefenómeno que uno cree que es algoespacial...

Pero, al mirar caer este capullo yeste tallo, he intuido en una milésima desegundo la esencia de la Belleza. Sí, yo,una mocosa de doce años y medio, he

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tenido esta oportunidad increíbleporque, esta mañana, se daban todas lascondiciones: espíritu vacío, casasilenciosa, rosas bonitas, caída de uncapullo. Y por eso he pensado enRonsard, sin comprenderlo del todo alprincipio: porque es una cuestión detiempo y de rosas. Porque lo bello es loque se coge en el momento en queocurre. Es la configuración efímera delas cosas en el momento en que uno veal mismo tiempo la belleza y la muerte.

Ay, ay, ay, me he dicho, ¿quiere estodecir que así es como uno tiene quevivir su vida? ¿Siempre en equilibrioentre la belleza y la muerte, el

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movimiento y la desaparición?Quizá estar vivo sea esto: perseguir

instantes que mueren.

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8

A sorbitos felices

Y llega el domingo.A las tres de la tarde, me encamino a

la cuarta planta. El vestido color ciruelame está ligeramente grande —una suerteen este día de glotof —y tengo elcorazón encogido, como un gatitoacurrucado.

Entre la tercera y la cuarta planta,

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me topo cara a cara con SabinePallières. Hace ya varios días que,cuando me la cruzo, mira con desdén ydesaprobación ostensibles mi cabellovaporoso. Se apreciará que herenunciado a disimular al mundo minueva apariencia. Pero esa insistenciame incomoda, por muy liberada que mesienta. Nuestro encuentro dominical nosupone ninguna excepción a la norma.

—Buenas tardes, señora —digo,subiendo los escalones sin detenerme.

Me contesta con un gesto severo decabeza, considerando mi peinado, y,entonces, al descubrir mi atuendo, sedetiene en seco en un escalón. Una

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oleada de pánico me golpea y perturbala regulación de mi transpiración,amenazando mi vestido robado con lainfamia de cercos en las axilas.

—Ya que sube, ¿puede usted regarlas flores del rellano? —me preguntacon un tono exasperado. ¿Acaso deborecordárselo? Hoy es domingo. —¿Sondulces? —pregunta de repente.

Llevo en una bandeja las obras deManuela envueltas en seda azul marino ycaigo entonces en la cuenta de que todoello disimula mi vestido, de modo quelo que suscita la condena de la señorano son en absoluto mis pretensionesindumentarias sino la supuesta gula de

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algún muerto de hambre.—Sí, una entrega imprevista —

contesto.—Pues bien, aproveche para regar

las flores —declara, y reanuda sudescenso irritado.

Llego al rellano de la cuarta planta yllamo al timbre no sin cierta dificultad,pues llevo también la cinta de vídeo,pero Kakuro me abre con diligencia yme libera al instante de mi voluminosabandeja.

—Vaya, vaya —dice—, no eraninguna broma lo de traer usted losdulces, ya se me está haciendo la bocaagua.

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—Es a Manuela a quien tenemos queagradecérselo —le digo, siguiéndolohasta la cocina. —¿De verdad? —pregunta, extrayendo el glotof de suderroche de seda azul—. Es unaauténtica perla. Caigo entonces en lacuenta de que hay música. No está muyalta y emana de unos altavocesinvisibles que difunden el sonido portoda la cocina.

Thy hand, lovest soul, darknessshades me,

On thy bosom let me rest.When I am laid in earthMay my wrongs create No trouble in

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thy breast.Remember me, remember me,But ah! forget my fate.

Es la muerte de Dido, en la óperaDido y Eneas de Purcell. Si quieren miopinión: la obra de canto más bella delmundo. No es sólo bella, es sublime, ylo es por un encadenamientoincreíblemente denso de los sonidos,como si los ligara una fuerza invisible ycomo si, a la vez que se distinguen, sefundieran los unos con los otros, en lafrontera de la voz humana, casi en elterritorio ya del lamento animal, perocon una belleza que no alcanzarán jamás

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los gritos de los animales, una bellezaque nace de la subversión de laarticulación fonética y de la transgresióndel empeño que suele poner el lenguajeverbal en distinguir los sonidos.

Quebrar los pasos, fundir lossonidos.

El Arte es la vida, pero con otroritmo. —¡Vamos allá!-exclama Kakuro,que ha dispuesto tazas, tetera, azúcar yservilletitas de papel en una granbandeja negra.

Lo precedo por el pasillo y,siguiendo sus indicaciones, abro latercera puerta a la derecha.

—«¿Tiene vídeo?», le había

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preguntado yo a Kakuro Ozu.—«Sí», había contestado él, con una

sonrisa sibilina.La tercera puerta a la izquierda se

abre sobre una sala de cine en miniatura.Hay una gran pantalla blanca, un montónde aparatos brillantes y enigmáticos, treshileras con cinco butacas de cine deverdad, tapizadas de terciopelo azulnoche, una larga mesa baja delante de laprimera y unas paredes y un techocubiertos de seda oscura.

—Por cierto, ésta era mi profesión—dice Kakuro. —¿Su profesión?

—Durante más de treinta años, heimportado a Europa aparatos punteros

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de alta fidelidad, para grandes marcasde lujo. Es un comercio muy lucrativo,pero sobre todo maravillosamentelúdico para mí, pues soy un auténticoapasionado de los gadgets electrónicos.

Me acomodo en un asientodeliciosamente cómodo, y empieza lasesión. ¿Cómo describir este momentode intensa alegría? Vemos Las hermanasMunakata en una pantalla gigante,bañados en una dulce penumbra, con laespalda apoyada contra un respaldomullido, saboreando un glotof ybebiendo un té hirviendo a sorbitosfelices. De vez en cuando, Kakurodetiene la película y comentamos,

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hablando por los codos, las cameliassobre el musgo del templo y el destinode los hombres cuando la vida esdemasiado dura. En dos ocasiones voy asaludar a mi amigo el Confutatis yregreso a la sala como quien regresa auna cama calentita y cómoda.

Es un espacio fuera del tiempo en eltiempo... ¿Cuándo he experimentado yopor primera vez este abandono exquisitoque sólo es posible entre dos personas?La quietud que sentimos cuando estamossolos, esa certeza de nosotros mismos enla serenidad de la soledad no son nadacomparadas con este dejarse llevar, estedejarse llegar y dejarse hablar que se

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vive con otro, en cómplice compañía...¿Cuándo he experimentado por primeravez esta relajación feliz en presencia deun hombre?

Hoy es la primera vez.

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9

Sanae

Cuando, a las siete de la tarde,después de haber conversado todavía unbuen rato tomando té, me dispongo adespedirme, volvemos a pasar por elgran salón y entonces reparo, en unamesita baja junto al sofá, en la fotografíaenmarcada de una mujer muy hermosa.

—Era mi esposa —dice Kakuro

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bajito, al ver que la observo—. Murióhace diez años, de cáncer. Se llamabaSanae.

—Lo siento mucho —digo—. Erauna... mujer muy hermosa.

—Sí —corrobora él—, muyhermosa.

Se instala un breve silencio.—Tengo una hija, vive en Hong-

Kong —añade—, y dos nietos.—Tiene que echarlos de menos —le

digo.—Voy a verlos bastante a menudo.

Los quiero mucho. Mi nieto, que sellama Jack (su padre es inglés) y tienesiete años, me ha dicho por teléfono esta

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mañana que ayer pescó su primer pez.¡Es el acontecimiento de la semana,como bien se podrá imaginar!

Un nuevo silencio.—Tengo entendido que usted

también es viuda —dice Kakuro,escoltándome hasta el vestíbulo.

—Sí —digo—, soy viuda desdehace más de quince años.

Siento un nudo en la garganta.—Mi marido se llamaba Lucien. El

cáncer, también...Estamos delante de la puerta y nos

miramos con tristeza.—Buenas tardes, Renée —dice

Kakuro.

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Y, recuperando una alegría que no esmás que pura fachada:

—Ha sido un día fantástico.Una tristeza inmensa se abate sobre

mí a velocidad supersónica.

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Nubarrones negros

—Eres una pobre estúpida —medigo, quitándome el vestido colorciruela y descubriendo un poco deazúcar glas al whisky en un ojal—. ¿Quéte creías? No eres más que una pobreportera. No hay amistad posible entreclases. Y además, ¿pobre loca, qué tecreías?

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«¿Pobre loca, qué te creías?», nodejo de repetirme estas palabrasmientras procedo a mis ablucionesvespertinas y me meto entre las sábanastras una corta batalla con León, que notiene intención de ceder un ápice deterreno.

El hermoso rostro de Sanae Ozubaila ante mis ojos cerrados, y me sientocomo un trasto viejo que de prontohubieran vuelto a arrojar a una realidadsin alegría.

Me duermo con el corazón inquieto.A la mañana siguiente, experimento

una sensación cercana a la resaca.Sin embargo, la semana transcurre

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de gloria. Kakuro hace algunasapariciones impulsivas solicitando misdones de arbitraje (¿helado o sorbete?,¿Atlántico o Mediterráneo?) y surefrescante compañía me sigueproduciendo el mismo placer, pese a lososcuros nubarrones que planeansilenciosamente por encima de micorazón. Manuela ríe con ganas aldescubrir el vestido color ciruela, yPaloma se apalanca en el sillón de León.

—Cuando sea mayor, seré portera—le declara a su madre, que meconsidera con una mirada nueva dondebaila una sombra de prudencia cuandoviene a dejar a su progenie en mi

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portería.—Dios te libre —respondo, con una

amable sonrisa para la señora—. Serásprincesa.

Paloma exhibe una tee-shirt[camiseta] rosa bombón a juego con susnuevas gafas y un aire pugnaz de «hijaque será portera contra viento y marea ysobre todo contra su madre». —¿A quéhuele? —pregunta Paloma.

Hay un problema de cañerías en micuarto de baño y apesta a jaula de tigre.Llamé al fontanero hace seis días perono parecía entusiasmarle mucho la ideade venir a arreglarlo.

—Las alcantarillas —respondo,

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poco dispuesta a desarrollar el tema.—Fracaso del liberalismo —dice

ella, como si yo no hubiera contestado.—No, es una cañería atascada.—Pues eso, lo que yo digo —insiste

Paloma—. ¿Por qué no ha venidotodavía el fontanero? —¿Porque tieneotros clientes?

—En absoluto —replica—. Larespuesta acertada es: porque no sesiente obligado a hacerlo. ¿Y por qué nose siente obligado?

—Porque no tiene suficientescompetidores —digo yo. —¡Ahí está! —dice Paloma, con aire triunfante—no hayregulación suficiente. Demasiados

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ferroviarios, pero no hay fontanerossuficientes. Personalmente, preferiría elkoljós.

Por desgracia, e interrumpiendo tanapasionante diálogo, llaman a mi puerta.

Es Kakuro, con un aire que tiene unno sé qué de solemnidad.

Entra y descubre a Paloma.—Anda, hola, jovencita —la saluda

—. Bueno, Renée, pues puedo volver unpoco más tarde, ¿no?

—Si quiere —le digo—. ¿Está ustedbien?

—Sí, sí —responde.Luego, como decidiéndose de

pronto, se tira a la piscina: —¿Quiere

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cenar conmigo mañana?—Pues... —digo, sintiendo cómo se

apodera de mí una tremenda angustia—,es que...

Es como si las intuiciones difusas deestos últimos días tomaran cuerpo depronto.

—Me gustaría llevarla a unrestaurante que me encanta —prosigue,con el mismo aire que un perro queaguarda a que le den un hueso. —¿A unrestaurante? —repito, cada vez másangustiada.

A mi izquierda, Paloma suelta unruidito como de ratoncito.

—Mire —dice Kakuro, que parece

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algo incómodo—, se lo ruego de verdad.Es... es mi cumpleaños mañana y meharía mucha ilusión que fuera usted miacompañante.

—Ah —digo, incapaz de añadirnada más.

—El lunes que viene me voy a casade mi hija, lo celebraré allí en familia,claro, pero... mañana por la noche... siusted quisiera...

Hace una pequeña pausa y me mira,esperanzado. ¿Será impresión mía?Diría que Paloma hace ejercicios deapnea.

Se instala un breve silencio.—Mire —le digo—, de verdad, lo

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siento mucho, pero no pienso que seauna buena idea.

—Pero ¿por qué? —preguntaKakuro, visiblemente desconcertado.

—Es muy amable por su parte —añado, endureciendo una voz que tiendea relajarse—, se lo agradezco mucho,pero prefiero no ir, gracias. Estoy segurade que tiene usted amigos con los quepodrá celebrar la ocasión.

Kakuro me mira, sin saber a quéatenerse.

—Pues... —dice por fin—, pues...sí, claro, pero... en fin... de verdad, megustaría mucho... no entiendo.

Frunce el ceño.

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—En fin —repite—, no lo entiendo.—Es mejor así —le digo—, créame.Y, empujándolo suavemente hacia la

puerta, añado:—Tendremos otras ocasiones de

charlar, estoy segura.Se marcha con el aire de alguien que

no sabe dónde está ni qué ha pasado.—Bueno, pues qué lástima —dice

—, yo que estaba tan ilusionado. Es que,de verdad, no lo entiendo...

—Adiós —le digo, dándolesuavemente con la puerta en las narices.

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La lluvia

Ya ha pasado lo peor, me digo.Pero eso es porque no he contado

con un destino color rosa bombón: medoy la vuelta y me encuentro cara a caracon Paloma.

Que no parece nada contenta. —¿Sepuede saber a qué está usted jugando?—me pregunta, con un tono que me

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recuerda al de la señora Billot, la últimamaestra que tuve.

—No estoy jugando a nada —respondo débilmente, consciente de lapuerilidad de mi conducta. —¿Tienealgún plan especial previsto paramañana por la noche? —me pregunta.

—Pues no, pero no es por eso... —¿Y se puede saber por qué esexactamente?

—No me parece buena idea —ledigo. —¿Y por qué no? —insiste micomisario político. ¿Por qué? ¿Es queacaso lo sé?

Entonces, sin previo aviso, se pone allover.

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12

Hermanas

Toda esa lluvia...En mi pueblo, en invierno, siempre

llovía mucho. No tengo recuerdos dedías de sol: sólo la lluvia, el yugo delbarro y el frío, la humedad que se nospegaba en la ropa y en el pelo y que,incluso junto a la lumbre, no se disipabanunca del todo. ¿Cuántas veces habré

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pensado después en esa noche de lluvia,cuántas rememoraciones, en más decuarenta años, de un acontecimiento quehoy, bajo este aguacero, resurge denuevo?

Toda esa lluvia...A mi hermana le habían puesto el

nombre de una hermana mayor que habíanacido muerta, y ésta a su vez llevaba elde una tía difunta. Lisette era guapa, y yoya era consciente de ello aunque aúnfuera muy niña, aunque mis ojos todavíano supieran determinar la forma de labelleza sino sólo intuir su esbozo. Comoen mi casa apenas se hablaba, era unhecho que ni se mencionaba siquiera:

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pero estaba en boca de todos en elvecindario, y cuando mi hermanapasaba, su belleza suscitabacomentarios. «Tan guapa y tan pobre,qué destino más malo», glosaba lamercera camino del colegio. Yo, fea einválida de cuerpo y de mente, sosteníala mano de mi hermana, que caminabacon la cabeza alta y paso ligero,indiferente a toda mención de destinofunesto que se empeñaban en atribuirle.

A los dieciséis años, se fue a laciudad a cuidar a los hijos de los ricos.No la vimos en un año entero. Volvió apasar las Navidades con nosotros y trajoregalos extraños (bollos de especias,

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lazos de colores brillantes, bolsitas conlavanda) y un porte de reina. ¿Podíahaber rostro más rosa, más vivo, másperfecto que el suyo? Por primera vez,alguien nos contaba una historia, y nosquedábamos todos prendidos de suslabios, ávidos del despertar misteriosoque provocaban en nosotros las palabrasque salían de la boca de esa campesinaconvertida en criada de los poderosos yque hablaba de un mundo desconocido,engalanado y resplandeciente, donde lasmujeres conducían automóviles yregresaban por la noche a unas casasequipadas con aparatos que hacían eltrabajo en lugar de los hombres o daban

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noticias del mundo con sólo pulsar unbotón...

Cuando vuelvo a pensar en todo eso,calibro la carencia total en la quevivíamos. Nuestra granja distaba apenascincuenta kilómetros de la ciudad, yunos doce de un pueblo grande, peroseguíamos como en el tiempo de loscastillos medievales, sin comodidadesni esperanza mientras perdurara nuestraíntima certeza de que siempre seríamospalurdos. Sin duda todavía existe hoy endía, en algún pueblo remoto y aislado,un puñado de viejos a la deriva queignoran la vida moderna, pero en nuestrocaso se trataba de una familia entera

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todavía joven y activa que, al describirLisette las calles de las ciudadesiluminadas por Navidad, descubría quehabía un mundo cuya existencia nisiquiera sospechaba.

Lisette regresó a la ciudad. Durantealgunos días, como por una inerciamecánica, seguimos hablando un poco.Varias noches seguidas, durante la cena,el padre comentó las historias de la hija.

«Qué cosas, hay que ver qué cosas.»Después el silencio y los gritos seabatieron de nuevo sobre nosotros comola peste sobre los desheredados.

Cuando me acuerdo... Toda esalluvia, todos esos muertos. Lisette

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llevaba el nombre de dos difuntas; a mísólo me habían otorgado el de una, miabuela materna, fallecida poco antes denacer yo. Mis hermanos llevaban losnombres de primos a los que habíanmatado en la guerra, y mi madre, de unaprima muerta al poco de nacer, a la queno había conocido. Vivíamos así, sinpalabras, en ese universo de muertos enel que, una noche de noviembre, Lisettevolvió de la ciudad.

Recuerdo toda esa lluvia... El ruidodel agua martilleando sobre el tejado,los caminos anegados, el mar de barro alas puertas de nuestra granja, el cielonegro, el viento, la sensación atroz de

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una humedad sin fin, que nos pesabatanto como nos pesaba nuestra vida: sinlucidez ni rebelión.

Estábamos apiñados alrededor de lalumbre cuando, de pronto, mi madre selevantó, haciéndonos trastabillar atodos; sorprendidos, la miramosdirigirse hacia la puerta y, movida porun oscuro impulso, abrirla de par en par.

Toda esa lluvia, oh, toda esa lluvia...En el marco de la puerta, inmóvil, con elcabello pegado al rostro, el vestidoempapado, los zapatos devorados por elbarro y la mirada fija, estaba Lisette.¿Cómo lo había sabido mi madre? Estamujer que, para no maltratarnos, nunca

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nos había dado a entender que nosquería, ni con gestos ni con palabras,cómo esta mujer tosca que traía a loshijos al mundo de la misma manera queremovía la tierra o daba de comer a lasgallinas, esta mujer analfabeta,embrutecida hasta el punto de nollamarnos nunca por los nombres quenos había dado y los cuales dudo queaún recordara, ¿cómo había sabido estamujer que su hija medio muerta, que nose movía ni hablaba y miraba la puertabajo el aguacero sin pensar siquiera enllamar, esperaba a que alguien leabriera, la hiciera entrar y le ofrecieracobijo al calor de la lumbre? ¿Es esto

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acaso el amor materno, esta intuición enel corazón del desastre, esta chispa deempatia que perdura incluso cuando elhombre se ve reducido a vivir como unanimal? Es lo que me había dichoLucien: una madre que quiere a sus hijossiempre sabe cuándo sufren. Yo encambio no me inclino por estainterpretación. Tampoco guardo rencorpor esta madre que no era una madre. Lamiseria es una guadaña: siega ennosotros cuanta aptitud tenemos para larelación con el otro y nos deja vacíos,lavados de sentimientos, para podersoportar toda la negrura del presente.Tampoco tengo convicciones idílicas: no

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había nada de amor materno en esaintuición de mi madre, sino tan sólo latraducción en gestos de la certeza de ladesgracia. Es una suerte de concienciaatávica, arraigada en lo más profundo delos corazones, que recuerda que apobres desdichados como nosotrossiempre les llega una noche de tormentauna hija deshonrada que vuelve a moriral hogar.

Lisette vivió aún lo suficiente paratraer al mundo a su hijo. El reciénnacido hizo lo que se esperaba de él:murió a las tres horas. De esa tragediaque para mis padres no era sino el cursonatural de las cosas, por lo que no se

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afligieron más —ni menos tampoco—que si hubieran perdido a una cabra, mefragüé yo dos certezas: los fuertes viveny los débiles mueren, con gozos ysufrimientos proporcionales a susposiciones jerárquicas e, igual queLisette había sido hermosa y pobre, yoera inteligente e indigente, y abocadapues a castigo similar si esperaba sacarpartido de mi mente a costa deldesprecio de mi clase. Pero comotampoco podía dejar de ser lo que era,comprendí que mi vía era la del secreto:debía callar lo que era y, con el otromundo, no mezclarme jamás.

De taciturna me convertí pues en

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clandestina.Y, de repente, caigo en la cuenta de

que estoy sentada en mi cocina, en París,en ese otro mundo en cuyo seno hecavado mi pequeño nicho invisible ycon el que me he guardado muy muchode mezclarme, y que lloro a lágrimaviva mientras una niña de miradaprodigiosamente cálida sostiene mimano entre las suyas y me acaricia condulzura los dedos —y caigo en la cuentatambién de que lo he dicho todo, lo hecontado todo: Lisette, mi madre, lalluvia, la belleza profanada y, enresumen, la mano de hierro del destino,que da a los niños que nacen muertos

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madres que mueren por haber queridorenacer. Lloro a lágrima plena, viva,buena y convulsiva, perpleja peroincomprensiblemente feliz de latransfiguración de la mirada triste ysevera de Paloma en pozo de calordonde encuentra consuelo mi llanto.

—Dios mío —digo, calmándome unpoco—, Dios mío, Paloma, ¡vas apensar que soy una tonta!

—Señora Michel —me contesta ella—, ¿sabe una cosa?, me devuelve ustedun poco de esperanza. —¿Esperanza? —digo, sorbiéndome la nariz en un gestopatético.

—Sí —me asegura—, parece

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posible cambiar de destino.Y permanecemos ahí largos minutos,

cogidas de la mano, sin decir nada. Mehe hecho amiga de un alma buena dedoce años que me provoca un hondosentimiento de gratitud, y laincongruencia de este apego disimétricoen edad, condición y circunstancia noalcanza a empañar mi emoción.

Cuando Solange Josse se presenta enla portería para recuperar a su hija, nosmiramos las dos con la complicidad delas amistades indestructibles y nosdecimos adiós con la certeza de uncercano reencuentro. Una vez la puertacerrada, me siento en el sillón frente al

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televisor, con la mano en el pecho, y mesorprendo a mí misma diciendo en vozalta: quizá vivir sea esto.

Idea profunda n° 15

Si quieres cuidar de ticuidade los demásy sonríe o llorapor ese cambio radical del destino

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¿Sabéis una cosa? Me pregunto si nome habré perdido algo. Como alguienque tuviera las compañías equivocadasy descubriera de pronto otra vía alconocer por fin a las adecuadas. Lascompañías equivocadas mías son mamá,Colombe, papá y toda esa gente. Perohoy he conocido de verdad a la personaadecuada. La señora Michel me hacontado su trauma: huye de Kakuroporque la traumatizó la muerte de suhermana Lisette, seducida y abandonadapor un chico de buena familia. Noconfraternizar con los ricos para nomorir por ello es, desde entonces, sutáctica de supervivencia.

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Al escuchar a la señora Michel, mehe preguntado una cosa: ¿qué es lo mástraumático? ¿Una hermana que muereporque la han abandonado, o los efectospermanentes de este hecho: el miedo demorir si uno no se queda en el lugar quele corresponde? La muerte de suhermana, la señora Michel podríahaberla superado; pero ¿se puedesuperar la puesta en escena que uno hacede su propio castigo?

Y, sobre todo, he experimentado otracosa, un sentimiento nuevo y, alescribirlo ahora, estoy muy emocionada;de hecho, he tenido que dejar el boli unmomento, para llorar, pues esto es lo

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que he sentido: al escuchar a la señoraMichel y al verla llorar, pero sobre todoal darme cuenta de hasta qué punto lesentaba bien contarme todo eso, a mí, hecomprendido algo: he comprendido queyo sufría porque no podía ayudar a nadiea mi alrededor. He comprendido quesentía rencor por papá, mamá y sobretodo por Colombe porque soy incapazde serles útil, porque no puedo hacernada por ellos. Están en una fasedemasiado avanzada de su enfermedad,y yo soy demasiado débil. Veo bien sussíntomas, pero no soy competente paracurarlos, y eso me hace estar tanenferma como ellos, aunque no soy

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consciente de ello. Mientras que, alsostener la mano de la señora Michel, hesentido que yo también estaba enferma.Y, en todo caso, lo que es seguro es queno puedo cuidar de mí castigando aaquellos a los que no puedo curar. A lomejor tengo que reflexionar un pocosobre esta historia de incendio y desuicidio. Por otra parte, no tengo másremedio que reconocerlo: ya no tengomuchas ganas de morir, de lo que sítengo ganas es de volver a ver a laseñora Michel, a Kakuro y a Yoko, susobrina nieta tan impredecible, y depedirles ayuda. Oh, por supuesto no mevoy a plantar delante de ellos y a

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decirles: please, help me, soy una niñacon tendencias suicidas. Pero tengoganas de dejar que los demás meayuden: después de todo, no soy más queuna niña que sufre y aunque seaextremadamente inteligente, eso nocambia nada, ¿no? Una niña que sufre yque, en el peor momento, tiene la suertede conocer a las personas adecuadas.¿Tengo moralmente derecho adesaprovechar esta oportunidad?

Bah, y yo qué sé. Después de todo,esta historia es una tragedia. ¡Alégrate,hay personas valerosas!, tengo ganas dedecirme, pero al final, ¡qué tristeza!¡Terminan todas bajo la lluvia! Ya no sé

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muy bien qué pensar. Durante unsegundo, he creído haber encontrado mivocación; he creído comprender que,para cuidar de mí, tenía que cuidar delos demás, o sea, de los que son«cuidables», de los que se puedensalvar, en lugar de carcomerme pordentro porque no puedo salvar a losdemás.

Entonces qué, ¿debería hacermemédico de mayor? ¿O escritora? Es unpoco lo mismo, ¿no?

Pero, por cada señora Michel,¿cuántas Colombes, cuántos tristesTibères?

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13

En as calles del infierno

Cuando se marcha Paloma,totalmente sacudida por dentro,permanezco largo rato sentada en misillón.

Luego, armándome de valor, marcoel número de teléfono de Kakuro Ozu.

Paul N'Guyen responde al segundotimbrazo.

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—Ah, hola, señora Michel —medice—, ¿qué puedo hacer por usted?

—Pues me gustaría hablar conKakuro.

—Está ausente en este momento —me dice—, ¿quiere que la llame encuanto vuelva?

—No, no —le digo, aliviada depoder operar con un intermediario—.¿Podría decirle que, si no ha cambiadode opinión, me encantaría cenar con élmañana por la noche?

—Por supuesto —dice PaulN'Guyen.

Cuelgo el teléfono, me dejo caer denuevo en mi sillón y me enfrasco durante

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una horita en pensamientos incoherentespero agradables.

—Oiga, no huele aquí muy bien quedigamos —articula una dulce vozmasculina a mi espalda—. ¿No havenido nadie a arreglarle esto?

Ha abierto la puerta tan despacitoque no lo he oído. Es un hombre joven,moreno y guapo, con el pelo un pocoalborotado, una cazadora vaquera reciénestrenada y unos grandes ojos de cockerpacífico. —¿Jean? ¿Jean Arthens? —pregunto, sin dar crédito a lo que veo.

—Pues sí —dice, inclinando lacabeza hacia un lado, como hacía antes.

Pero eso es todo lo que queda del

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desecho humano, de la joven almaquemada de cuerpo descarnado; JeanArthens, antes tan próximo a la caída, haoptado visiblemente por el renacer. —¡Tiene un aspecto sensacional! —ledigo, con la mejor de mis sonrisas.

Me la devuelve amablemente.—Hola, señora Michel —me dice

—, me alegro de verla. Le queda bien—añade, señalando mi pelo.

—Gracias —le digo—. Pero ¿qué letrae por aquí? ¿Quiere una taza de té?

—Ah... —dice, con una pizca de lavacilación de antaño—. Pues sí, claro,encantado.

Preparo el té mientras se acomoda

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en una silla, mirando a León con ojosestupefactos. —¿Antes ya era así degordo este gato? —inquiere sin la másmínima perfidia.

—Sí, no es muy deportista quedigamos. —¿No será él el que huelemal, por casualidad? —pregunta,olisqueándolo con aire consternado.

—No, no —le aseguro—, es unproblema de cañerías.

—Debe de resultarle extraño queaparezca aquí así, tan de repente —dice—, sobre todo porque usted y yotampoco es que habláramos muchonunca, ¿eh?, no era yo muy locuazcuando... bueno, cuando vivía mi padre.

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. —Me alegro de verlo y, sobretodo, parece que se encuentra usted bien—le digo con sinceridad.

—Pues sí —dice —... vuelvo demuy lejos.

Aspiramos simultáneamente dossorbitos de té hirviendo.

—Estoy curado, bueno, creo queestoy curado —dice—, si es que deverdad se cura uno algún día. Pero ya notoco la droga, he conocido a una buenachica, bueno, más bien a una chicafantástica, tengo que decir. —Se leiluminan los ojos y resopla ligeramentemientras me mira—. Y he encontrado untrabajito bien majo. —¿A qué se dedica?

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—le pregunto.—Trabajo en el almacén de un

astillero. —¿De barcos?—Pues sí, y es un trabajo muy

agradable. Allí siempre tengo lasensación de estar de vacaciones. Vienela gente y me habla de su barco, de losmares a los que van, de los mares de losque vuelven, me gusta; y estoy muycontento de trabajar, ¿sabe? —¿Y en quéconsiste exactamente su trabajo?

—Pues soy como una especie defactótum: trabajo de reponedor, de chicode los recados, ya sabe. Pero con eltiempo he ido aprendiendo, así queahora ya de vez en cuando me encargan

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tareas más interesantes: arreglar velas,obenques, establecer inventarios para unavituallamiento... ¿Son ustedes sensiblesa la poesía del término? Se avitualla unaembarcación o un ejército, se abasteceuna ciudad. A quienes no hancomprendido que el embrujo de lalengua nace de tales sutilezas, dirijo laexhortación siguiente: desconfíen de lascomas.

—Pero usted también tiene muy buenaspecto —dice, mirándome concordialidad. —¿Sí? Bueno, se hanproducido ciertos cambios beneficiosospara mí. —¿Sabe? —me dice—, no hevenido a ver mi casa o a nadie de aquí.

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Ni siquiera estoy seguro de que mereconocieran; de hecho, me había traídoel carné de identidad, por si acasotampoco usted me reconocía. No —prosigue—, he venido porque noconsigo acordarme de algo que me haayudado mucho, ya cuando estabaenfermo y también después, durante micuración. —¿Y puedo yo serle útil enalgo?

—Sí, porque fue usted quien me dijoel nombre e esas flores, un día. En esearriate de allí —señala con el dedo elfondo del patio—, hay unas florecitasblancas y rojas muy bonitas, las plantóusted, ¿verdad? Y un día le pregunté qué

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flores eran, pero no fui capaz de retenerel nombre en la memoria. Sin embargo,pensaba todo el rato en esas flores, nosé por qué. Son muy bonitas; cuandoestaba tan mal, pensaba en esas flores yhacerlo me sentaba bien. Entonces, hoypasaba por aquí y me he dicho: voy a ira preguntarle a la señora Michel, a versi me sabe decir.

Jean espera mi reacción, un pocoincómodo.

—Le debe de parecer extraño,¿verdad? Espero no asustarla con estashistorias mías de flores y tal.

—No —le digo—, en absoluto. Sihubiera sabido que le hacían tanto bien...

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¡Las habría plantado por todas partes!Se ríe como un chiquillo feliz.—Ah, señora Michel, ¿sabe usted?,

prácticamente me salvaron la vida. ¡Esoya es todo un milagro! Bueno, yentonces, ¿me puede decir qué floresson?

Sí, ángel mío, sí que puedo. En lascalles del infierno, bajo el diluvio, sinaliento y con el corazón en los labios,una tenue luz: son camelias.

—Sí —le digo—. Son camelias.Me mira fijamente, con los ojos

abiertos de par en par. Luego unalágrima rueda por su mejilla de niñosalvado.

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—Camelias... —dice, perdido en unrecuerdo que sólo le pertenece a él—.Camelias, sí —repite, volviendo otravez los ojos hacia mí—. Eso es.Camelias.

Siento una lágrima resbalar tambiénpor mi mejilla.

Le cojo la mano.—Jean, no se hace una idea de lo

mucho que me alegra que haya venidohoy a verme —digo. —¿Ah, sí? —dice,extrañado—. Pero ¿por qué? ¿Por qué?

Porque una camelia puede cambiarel destino.

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De un pasillo a las calles

¿Qué guerra es esta que combatimos,seguros de nuestra derrota? Aurora trasaurora, extenuados ya de todas lasbatallas que aún están por venir, nosacompaña el espanto del día a día, esepasillo sin fin que, en las horaspostreras, será nuestro destino porhaberlo recorrido tantas veces. Sí, ángel

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mío, así es el día a día: tedioso, vacío yanegado en desdicha. Las calles delinfierno no le son en nada ajenas; unoacaba allí un buen día por haberpermanecido en ese pasillo demasiadotiempo. De un pasillo a las calles:entonces acontece la caída, sinsacudidas ni sorpresas. Cada día,volvemos a experimentar la tristeza delpasillo y, paso tras paso, seguimos elcamino de nuestra lúgubre condena. ¿Vioél las calles? ¿Cómo se nace después dehaber caído? ¿Qué pupilas nuevas sobreojos calcinados? ¿Dónde empieza laguerra y dónde cesa el combate?

Entonces, una camelia.

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Sobre sus hombrosempapados en sudor

A las ocho de la tarde, Paul N'Guyense presenta en mi portería con los brazoscargados a más no poder de paquetes.

—El señor Ozu no ha vuelto todavía—un problema en la embajada con suvisado—, por eso me ha pedido que leentregue todo esto —dice, con una

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bonita sonrisa.Deja los paquetes sobre la mesa y

me tiende una tarjetita.—Gracias —le digo—. Pero no se

irá sin tomar algo, ¿verdad?—Gracias —me contesta—, pero

todavía tengo mucho que hacer. Mereservo su invitación para otra ocasión.

Y me sonríe de nuevo, con un no séqué de calidez y de alegría que me hacebien, sin reservas.

A solas en mi cocina, me sientodelante de los paquetes y abro el sobrede la tarjetita.

«De pronto, experimentó en sushombros empapados en sudor una

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agradable sensación de frescor que noacertó a explicarse del todo al principio;pero, durante el descanso, vio que unnubarrón bajo que surcaba el cieloacababa de soltar su carga.»

Por favor, acepte estos pocospresentes con sencillez.

Kakuro

Lluvia de verano sobre los hombrosde Levin segando... Me llevo la mano alpecho, conmovida como nunca. Abrouno a uno los paquetes.

Un vestido pareo de seda gris perla,con un cuellecito chimenea, cerrado por

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delante por un lazo de satén negro.Una estola de seda color púrpura,

ligera y densa como el viento.Zapatos de tacón bajo, de un cuero

negro de grano tan fino y tan suave queme lo paso por la mejilla.

Miro el vestido, la estola, loszapatos.

Fuera, oigo a León que araña lapuerta y maulla para entrar.

Me pongo a llorar bajito, despacio,y en mi pecho se estremece una camelia.

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Algo tiene que terminar

A la mañana siguiente, a las diez,llaman a la ventana de mi portería.

Es un tipo alto y flaco, todo vestidode negro, con un gorro de lana azulmarino en la cabeza y botas militares dela época de la guerra de Vietnam. Estambién el novio de Colombe y unespecialista mundial de la elipse en la

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fórmula de cortesía. Se llama Tibère.—Busco a Colombe —dice Tibère.Aprecien, se lo ruego, lo ridículo de

esta frase. Busco a Julieta, dice Romeo,es a fin de cuentas más fastuoso.

—Busco a Colombe —dice puesTibère, que sólo le tiene miedo alchampú, como se puede apreciar cuandose quita el gorro que le toca la cabeza,no porque sea cortés sino porque hacemucho calor.

Estamos en mayo, qué demonios.—Paloma me ha dicho que estaba

aquí —añade.Y vuelve a añadir:—Joder, me caguen...

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Paloma, qué bien te lo pasas.Lo acompaño rápidamente hasta la

puerta y me enfrasco en pensamientosextraños.

Tibère... Ilustre nombre para tanpatético aspecto... Rememoro la prosade Colombe Josse, los pasillossilenciosos del Saulchoir... y mi menteenlaza con Roma. Tiberio... El recuerdodel rostro de Jean Arthens me pilladesprevenida, vuelvo a ver el de supadre y su chalina incongruente, tanridicula... Todas esas búsquedas, todosesos mundos... ¿Podemos ser tansemejantes y vivir en universos tandistantes? ¿Es posible que compartamos

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un mismo frenesí, cuando sin embargono somos del mismo suelo, ni de lamisma sangre ni la misma ambición?Tibère... Me siento cansada, en verdad,cansada de todos estos ricos, cansada detodos estos pobres, cansada de toda estafarsa...

León salta del sillón y viene afrotarse contra mi pierna. Este gato, queno es obeso más que por caridad, estambién un alma generosa que siente lasfluctuaciones de la mía. Cansada, sí,cansada...

Algo tiene que terminar, algo tieneque comenzar.

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Padecimientos deapresto

A las ocho de la tarde, estoy lista.El vestido y los zapatos son

exactamente de mi talla (42 y 37).La estola es romana (60 centímetros

de ancho, 2 metros de largo).Me he secado el pelo (que

previamente había lavado 3 veces) con

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un secador Babyliss de 1600 vatios y melo he peinado 2 veces en todos lossentidos. El resultado es sorprendente.

Me he sentado 4 veces y me helevantado otras 4, lo que explica queahora mismo esté de pie, sin saber quéhacer.

Sentarme, quizá.He sacado de su estuche detrás de

las sábanas en el fondo del armario 2pendientes heredados de mi suegra, lamonstruosa Yvette; 2 pendientes antiguosde plata con 2 granates tallados en formade pera. He efectuado 6 intentos antes delograr enganchármelos correctamente enlas orejas, y ahora tengo que vivir con la

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sensación de llevar dos gatos barrigonescolgados de mis lóbulos estirajados. 54años sin joyas no preparan para lospadecimientos del apresto. Me heembadurnado los labios con 1 capa debarra de labios «Carmín profundo»comprado hace 20 años para la boda deuna prima. La longevidad de estas cosasineptas, cuando vidas valerosas perecencada día, no dejará jamás deconfundirme. Formo parte del 8% de lapoblación mundial que aplaca suaprensión ahogándose en las cifras.

Kakuro Ozu llama 2 veces a mipuerta.

Abro.

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Está muy guapo. Lleva un trajecompuesto por una chaqueta de cuellooficial gris antracita con cubrebotonesdel mismo tono y un pantalón a juego,así como mocasines de cuero flexibleque parecen pantuflas de lujo. Tiene unaspecto muy... euroasiático.

—Oh... ¡Está usted soberbia! —medice.

—Vaya, gracias —contesto,emocionada—, pero usted también estámuy guapo. ¡Feliz cumpleaños!

Me sonríe y, tras cerrar con cuidadola puerta detrás de mí y delante de Leónque intenta una incursión fuera de latrinchera, me tiende un brazo sobre el

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que apoyo una mano ligeramentetrémula. Por favor, que no nos vea nadie,suplica en mí una instancia activa en laresistencia, la de Renée la clandestina.Por mucho que haya quemado en lahoguera montones de temores, no estoyaún preparada para ser la comidilla dela calle Grenelle.

Por eso, ¿a quién podríasorprenderle lo que ocurre acontinuación?

La puerta de entrada a la que nosdirigimos se abre antes de que nos détiempo a alcanzarla.

Ahí están Jacinthe Rosen y Anne-Hélène Meurisse. ¡Demonios! ¿Qué

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hacer?Ya las tenemos encima.—Buenas noches, buenas noches,

mis queridas señoras —gorjea Kakurotirando de mí con firmeza hacia laizquierda y adelantándolas conceleridad—, buenas noches, misqueridas amigas, ¡llegamos tarde, asíque reciban nuestros más caros saludosy nos marchamos pitando!

—Ah, buenas noches, señor Ozu —dicen, poniendo boquita de piñón,subyugadas, dándose la vuelta a untiempo para seguirnos con la mirada.

—Buenas noches, señora —medicen (a mí) sonriendo, mostrando los

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dientes.Nunca había visto tantos dientes a la

vez.—Adiós, mi querida señora, ha sido

todo un placer —me susurra Anne-Hélène Meurisse mirándome con avidez,mientras nos precipitamos hacia lapuerta. —¡Desde luego, desde luego! —trina Kakuro empujando con el talón lahoja de la puerta.

—Menos mal —dice—, si noshubiéramos parado, nos habrían retenidouna hora como mínimo.

—No me han reconocido —comento.

Me detengo en mitad de la acera, del

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todo sobrecogida.—No me han reconocido —repito.El se detiene a su vez; mi mano no se

ha movido de su brazo.—Es porque no la han visto nunca

—me dice—. Yo la reconocería encualquier circunstancia.

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Agua en movimiento

Basta haber experimentado una vezque se puede estar ciego a plena luz deldía y ver en la oscuridad para plantearsela cuestión de la visión. ¿Por quévemos? Subiendo al taxi que habíapedido Kakuro y pensando en JacintheRosen y en Anne-Hélène Meurisse, quesólo habían visto de mí lo que podían

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ver (cogida del brazo del señor Ozu, enun mundo de jerarquías), la evidencia deque la mirada es como una mano quebuscara capturar el agua en movimientome golpea con una fuerza insólita. Sí, elojo percibe pero no escruta, cree perono inquiere, recibe pero no busca,vaciado de deseo, sin hambre nicruzada.

Y mientras el taxi se desliza en elcrepúsculo incipiente, pienso.

Pienso en Jean Arthens, sus pupilasquemadas iluminadas de camelias.

Pienso en Pierre Arthens, ojoacerado y ceguera de mendigo.

Pienso en esas señoras ávidas, ojos

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pedigüeños tan fútilmente ciegos.Pienso en Gégène, órbitas muertas y

sin fuerza, que ya sólo ven la caída.Pienso en Lucien, no apto para la

visión porque, a veces, la oscuridad es afin de cuentas demasiado fuerte.

Pienso incluso en Neptune, cuyosojos son un hocico que no sabe mentirse.

Y me pregunto si yo misma veo bien.

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Centellea

¿Han visto Black Rain?Porque si no han visto Black Rain —

o, en su defecto, Blade Runner—, lesserá difícil comprender por qué, alentrar en el restaurante, tengo lasensación de adentrarme en una películade Riddley Scott. En Blade Runner hayuna escena, en el bar de la mujer

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serpiente, desde el cual Deckard llama aRachel por un videófono de pared.También está el bar de alterne de BlackRain, con el cabello rubio y la espaldadesnuda de Kate Capshaw. Y están esosplanos con luz de vidriera y claridad decatedral rodeados por toda la penumbrade los infiernos.

—Me gusta mucho la luz —le digo aKakuro, sentándome.

Nos han llevado a un reservadotranquilo, bañado en una luz querecuerda a la del sol, rodeada desombras centelleantes. ¿Cómo puede lasombra centellear? Pues sí, centellea yno hay más que hablar. —¿Ha visto

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Black Rain? —me pregunta Kakuro.Nunca hubiera creído que pudiese

existir entre dos seres tal concordanciade gustos y de vericuetos psíquicos.

—Sí —contesto—, doce veces porlo menos.

La atmósfera es brillante,chispeante, distinguida, silenciosa ycristalina. Magnífica.

—Nos vamos a entregar a una orgíade sushi —anuncia Kakuro, desplegandosu servilleta con un gesto entusiasta—.Espero que no le moleste, pero ya hepedido; quiero hacerle descubrir lo queconsidero lo mejor de la cocinajaponesa en París.

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—No me molesta en absoluto —digo, abriendo unos ojos como platosporque los camareros han dejado en lamesa botellas de sake y, en una miríadade adorables cuenquitos, toda una seriede verduritas que parecen marinadas enun qué sé yo qué que debe de estarriquísimo.

Y empezamos. Voy a pescar unpepino marinado, que de pepino y demarinado sólo tiene el aspecto pues, enla lengua, es algo delicioso. Kakurolevanta delicadamente con sus palillosde madera caoba un fragmento de...¿mandarina?, ¿tomate?, ¿mango?, y lohace desaparecer con destreza. Yo hurgo

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al instante en el mismo cuenquito.Es zanahoria dulce para dioses

gourmets. —¡Feliz cumpleaños! —ledeseo, alzando mi vaso de sake. —¡Gracias, muchas gracias! —me dice,brindando conmigo. —¿Es pulpo? —pregunto, porque acabo de descubrir unpedacito de tentáculo almenado en uncuenquito de salsa amarillo azafrán.

Traen dos bandejitas de maderagruesa, sin bordes, y sobre éstas, trozosde pescado crudo.

—Sashimis —aclara Kakuro—.También aquí encontrará pulpo.

Me sumo en la contemplación de laobra. La belleza visual es tal que corta

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la respiración. Encajo un pedacito decarne blanca y gris entre mis palillosdesmañados (acedías, me precisaamablemente Kakuro) y, decidida aextasiarme, lo pruebo. ¿Por québuscamos la eternidad en el éter deesencias invisibles? Esta cositablanquecina es una miga bien tangible deella.

—Renée —me dice Kakuro—, estoyencantado de celebrar mi cumpleaños ensu compañía, pero tengo también unmotivo más poderoso para cenar conusted.

Aunque sólo nos conozcamos desdehace un trío de semanas, empiezo a

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discernir bien los motivos de Kakuro.¿Francia o Inglaterra? ¿Vermeer oCaravaggio? ¿ Guerra y Paz o nuestraquerida Ana?

Engullo un nuevo y ligerísimosashimi —¿atún?—de tamaño respetableque, en mi humilde opinión, habríareclamado un poco de fraccionamiento.

—La había invitado para celebrarmi cumpleaños, sí, pero entre tantoalguien me ha dado una información muyimportante. Por ello ahora tengo algocapital que decirle.

El pedazo de atún absorbe toda miatención y no me prepara para lo quesigue.

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—No es usted su hermana —diceKakuro, mirándome a los ojos.

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Tribus gagausas

Señoras.Señoras que salen una noche a cenar

a un restaurante lujoso, invitadas por unadinerado y amable caballero, actúen entodo momento con la misma elegancia.Ya las sorprendan, las irriten o lasdesconcierten, conserven un mismorefinamiento en la impasibilidad y, ante

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palabras chocantes, reaccionen con ladistinción que tales circunstanciasrequieren. En lugar de eso, y porque soyuna paleta que engulle sashimis como sifueran papas fritas, me atragantoespasmódicamente y, sintiendo conespanto alojárseme en la garganta lamiga de eternidad, trato de escupirla conla distinción de un gorila. En las mesasmás próximas se hace el silenciomientras, tras mil y un eructos y en unúltimo y muy melódico espasmo, logroal fin desalojar a la culpable y,apoderándome de mi servilleta,realojarla in extremis. —¿Debo acasorepetírselo? —pregunta Kakuro, que

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parece, (¡diablos!), divertirse.—Yo... cof... cof... —(toso).El cofcofes un responsorio

tradicional de la oración fraterna de lastribus gagausas.

—Yo... o sea... cof... cof... —prosigobrillantemente.

Entonces, con la clase de quien secodea con las altas esferas, añado:

—¿Que ha dicho?—Se lo diré otra vez para que la

cosa le quede bien clara —articula, conesa suerte de paciencia infinita que setiene con los niños o, más bien, con loscortos de luces—. Renée, no es usted suhermana.

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Y, como me quedo ahí, mirándolocomo una pazguata, añade:

—Se lo repito una última vez, con laesperanza esta vez de que no seatragante con sushis que, dicho sea depaso, cuestan treinta euros la unidad yexigen algo más de delicadeza en laingestión: no es usted su hermana,podemos ser amigos. E incluso todo loque queramos.

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Todas esas tazas de té

Tum tum tum tum tum tum tumLook, if you had one shot, one

opportunity,To seize everything you ever wantedOne moment Would you capture it or

just let it slip?

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Esto es de Eminem. Confieso que, atítulo de profeta de las élites modernas,a veces lo escucho cuando ya no me esposible ignorar que Dido ha perecido.

Pero sobre todo, gran confusión.¿Una prueba?

Hela aquí.

Remember me, remember meBut ah! forget my fateTreinta euros la unidadWould you capture itOr just let it slip?

Esto ocurre en mi cabeza y en lasmejores familias, por lo que huelga todo

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comentario. La manera extraña quetienen las melodías de imprimirse en micabeza me sorprenderá siempre (sinevocar siquiera a un tal Confutatis, granamigo de las porteras de vejigapequeña), y, con un interés marginal ysin embargo sincero, observo que, estavez, lo que importa es el medley.

Y me echo a llorar.En la Tasca de los Amigos de

Puteaux, una comensal que a punto estáde ahogarse y se salva por los pelospara a continuación echarse a llorar, conel hocico hundido en la servilleta,constituye un entretenimiento de calidad.Pero aquí, en este templo solar de

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sashimis despachados por unidad, misexcesos tienen el efecto contrario. Unaonda de reprobación silenciosa mecircunscribe, y heme aquí sollozando ymoqueando, obligada a recurrir a unaservilleta bien cargadita ya para limpiarlos estigmas de mi emoción y tratar deenmascarar lo que la opinión públicareprueba.

Sollozo a más no poder.Paloma me ha traicionado.Entonces, arrastrados por esos

sollozos, desfilan en mi seno toda unavida de espíritu solitario transcurrida enla clandestinidad, todas esas largaslecturas recluidas, todos esos inviernos

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de enfermedad, toda esa lluvia denoviembre sobre el bello rostro deLisette, todas esas camelias de regresodel infierno, encalladas en el musgo deltemplo, todas esas tazas de té al calor dela amistad, todas esas palabrasmaravillosas en boca de la maestra, esasnaturalezas muertas tan wabi, esasesencias eternas iluminando sus reflejossingulares, también esas lluvias deverano que irrumpen en la sorpresa delplacer, copos que danzan la melopea delcorazón y, en el marco del Japónantiguo, el rostro puro de Paloma. Ylloro, lloro sin poder contenerme, alágrima viva de felicidad, lágrima

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cálida y hermosa, mientras a mialrededor el mundo se sume en elabismo y no deja más sensación que lade la mirada del hombre en cuyacompañía me siento alguien y que,cogiéndome con dulzura de la mano, mesonríe con una calidez infinita.

—Gracias —logro murmurar con unhilo de voz.

—Podemos ser amigos —dice—. Eincluso todo lo que queramos.

Remember me, remember me,And ah! envy my fate

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La hierba de los prados

Ahora ya sé lo que hay que vivirantes de morir. Bien: se lo puedo decir.Lo que hay que vivir antes de morir esun aguacero que se transforma en luz.

No he dormido en toda la noche.Tras y pese a mis abandonos llenos degracia, la cena fue maravillosa: sedosa,cómplice, con largos y deliciosos

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silencios. Cuando Kakuro me acompañóhasta mi puerta, me besó largo rato lamano y nos separamos así, sin unapalabra, con una sencilla sonrisaeléctrica.

No he dormido en toda la noche, ¿Ysaben por qué?

Por supuesto que lo saben.Por supuesto, todo el mundo se

imagina que, además de todo lo demás,es decir, de una sacudida telúrica quepone patas arriba una existenciasúbitamente descongelada, algo rondapor mi cabeza de jovencita románticaquincuagenaria. Y que ese algo sepronuncia: «E incluso todo lo que

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queramos.»A las siete, me levanto, con un gesto

mecánico, catapultando a mi gatoindignado al otro extremo de la cama.Tengo hambre. Tengo hambre en sentidoliteral (una colosal rebanada de pansepultada en mantequilla y mermeladade ciruela claudia sólo consigue azuzarmi dantesco apetito) y figurado: sientouna frenética impaciencia de saber quéocurrirá a continuación. Doy vueltascual tigre enjaulado en mi cocina, acosoa un gato que no me hace ni caso, memeto entre pecho y espalda otra montañade pan con mantequilla y mermelada,camino de un extremo a otro de la

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habitación ordenando cosas que nonecesitan orden ninguno y me dispongo aun tercer asalto de pan con mantequilla ymermelada.

Y, de golpe, a las ocho, metranquilizo.

Sin previo aviso, de manerasorprendente, un gran sentimiento deserenidad cae sobre mí como unchaparrón. ¿Qué ha ocurrido? Unamutación. No veo otra explicación; aalgunos les crecen branquias; a mí mesobreviene la sabiduría.

Me dejo caer sobre una silla y lavida retoma su curso.

Un curso por lo demás poco o nada

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apasionante: recuerdo que sigo siendoportera y que a las nueve tengo que estaren la calle Del Bac para comprarlimpiador para cobre. «A las nueve» esuna precisión fantasiosa. Peroplanificando bien mis tareas del díasiguiente, me había dicho: «Iré hacia lasnueve.» Cojo pues mi carrito de lacompra y mi bolso y me voy por elmundo a buscar esa sustancia que sacabrillo a los adornos de las casas de losricos. Fuera hace un maravilloso día deprimavera. Desde lejos diviso a Gégène,que se levanta con esfuerzo de suscartones; me alegro por él por el buentiempo que se anuncia. Pienso

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brevemente en el apego del clochard porel gran gurú arrogante de la gastronomía,y la idea me hace sonreír; al que es feliz,la lucha de clases se le antoja de prontosecundaria, me digo, sorprendida delbajón en mi conciencia social.

Y entonces ocurre: bruscamente,Gégène se tambalea. Estoy a quincepasos nada más y frunzo el ceño,inquieta. Se tambalea mucho, comosobre el puente de un barco presa delcabeceo, y alcanzo a ver su rostro y suexpresión perdida. ¿Qué ocurre?,pregunto en voz alta apretando el pasohacia el necesitado. Por lo general, aestas horas Gégène no está ebrio y, por

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añadidura, aguanta tan bien el alcoholcomo una vaca la hierba de los prados.Para colmo de males, la calle está casidesierta; soy la única que ha reparado enel pobre hombre de andares vacilantes.Da unos pasos torpes en dirección a lacalzada, se detiene y, cuando apenas meseparan dos metros de él, echa a correrde pronto como alma que lleva eldiablo.

Y esto es lo que ocurre acontinuación.

Esto que, como todo el mundo,habría preferido que no ocurriera jamás.

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Mis camelias

Me muero.Sé con una certeza cercana a la

adivinación que me estoy muriendo, quevoy a expirar en la calle Del Bac, unabonita mañana de primavera, porque unclochard llamado Gégène, aquejado delbaile de san Vito, ha trastabillado sobrela calzada desierta sin preocuparse de

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los hombres ni de Dios.A decir verdad, tampoco estaba tan

desierta la calzada.He corrido en pos de Gégène

abandonando bolso y carrito.Y me han atropellado.Sólo al caer al suelo, tras un instante

de estupor y de incomprensión total, yantes de que el dolor me hicierapedazos, he visto lo que me habíaatropellado. Descanso ahora deespaldas, con unas inmejorables vistassobre el flanco de la furgoneta dereparto de una tintorería. Ha tratado deevitarme y se ha echado hacia laizquierda, pero demasiado tarde: su ala

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delantera derecha me ha golpeado depleno. «Tintorería Malavoin» indica ellogo azul sobre el pequeño utilitarioblanco. Si pudiera, me reiría. Loscaminos de Dios son tan explícitos paraquien se molesta en descifrarlos...

Pienso en Manuela, que se echará laculpa hasta el final de sus días por estamuerte perpetrada por una tintorería quesólo puede ser el castigo por el doblerobo del cual, por su grandísima culpa,he sido a mi vez culpable... Y el dolorme anega; el dolor del cuerpo, un dolorque irradia, que se desborda, lograndola proeza de no estar en ningún sitioconcreto y de infiltrarse por todos los

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lugares donde puedo sentir algo; y eldolor del alma también, porque hepensado en Manuela, a la que voy adejar sola, a la que no volveré a ver, yporque ello me abre en el corazón unaherida lancinante.

Dicen que en el momento de moriruno vuelve a ver toda su vida. Pero antemis ojos abiertos de par en par que yano disciernen ni la furgoneta ni a suconductora (la joven empleada del tinteque me había tendido el vestido de linocolor ciruela y ahora llora y grita sinpreocuparse lo más mínimo del decoro),ni a los transeúntes que han acudido trasel impacto y me hablan mucho sin que

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nada de lo que dicen tenga sentido, antemis ojos abiertos de par en par que yano ven nada de este mundo desfilanrostros queridos y, para cada uno, tengoun pensamiento desgarrador.

En lugar de rostro, en realidad,primero hay un hocico. Sí, mi primerpensamiento es para mi gato, no por serel más importante de todos sino porque,antes de los verdaderos tormentos y lasverdaderas separaciones, necesitoquedarme tranquila sobre la suerte de micompañero con patas.

Sonrío para mis adentros pensandoen la gran mole obesa que me ha hecholas veces de acompañante durante estos

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diez últimos años de viudedad y desoledad, una sonrisa algo triste y tiernaporque, vista desde la muerte, laproximidad con nuestros animales decompañía ya no parece esa evidenciamenor que el día a día vuelve banal; enLeón se han cristalizado diez años devida, y caigo en la cuenta de hasta quépunto esos gatos ridículos y superfluosque atraviesan nuestras vidas con laplacidez y la indiferencia de losimbéciles son los depositarios de losmomentos buenos y alegres y de la tramafeliz de éstas, incluso bajo el tendal dela desgracia. Hasta siempre, León, medigo, despidiéndome de una vida que

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nunca hubiera creído tan preciada.Luego pongo mentalmente el destino

de mi gato entre las manos de OlimpiaSaint-Nice, con el alivio profundo quenace de la certeza de que lo cuidarábien.

Ahora ya puedo afrontar a todos losdemás.

Manuela.Manuela, amiga mía.En el umbral de la muerte, te tuteo al

fin. ¿Recuerdas esas tazas de té en laseda de la amistad? Diez años de té y dellamarnos de usted y, al final delcamino, un calor en el pecho y estagratitud sin límites por quién sabe quién

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o qué, la vida, quizá, por haber tenido lagracia de ser tu amiga. ¿Sabes que mispensamientos más bellos los he tenidocontigo? Tener que morir para ser porfin consciente de ello... Todas esas horasde té, esos largos intervalos derefinamiento, esa gran dama desnuda, sinadornos ni palacios, sin los cuales,Manuela, yo no habría sido más que unaportera, mientras que por contagio,porque la aristocracia del corazón esuna afección contagiosa, hiciste de míuna mujer capaz de cultivar unaamistad... ¿Me habría sido acaso tanfácil transformar mi sed de indigente enplacer del Arte y encandilarme con

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murmullos de hojas, camelias quelanguidecen y todas esas joyas eternasdel siglo, con todas esas perlaspreciosas en el movimiento incesantedel río, si, semana tras semana, no tehubieras consagrado conmigo,ofreciéndome tu corazón, al sacro ritualdel té?

Cuánto te añoro ya... Esta mañanacomprendo lo que morir significa: en elmomento de desaparecer, quienesmueren para nosotros son los demáspues yo estoy ahí, tumbada sobre laacera algo fría y me trae sin cuidadofallecer; ello no tiene más sentido estamañana que ayer. Pero ya nunca volveré

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a ver a los que quiero, y si morir es eso,desde luego es la tragedia que dicen quees.

Manuela, hermana mía, no quiera eldestino que yo haya sido para ti lo quefuiste tú para mí: un parapeto de ladesgracia, una muralla contra latrivialidad. Continúa y vive, pensandoen mí con alegría.

Pero, en mi corazón, no verte nuncamás es una tortura infinita.

Y hete ahí, Lucien, en una fotografíaque amarillea ya, ante los ojos de mimemoria. Sonríes, silbas. ¿La sentiste tútambién así, mi muerte y no la tuya, elfinal de nuestras miradas mucho antes

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del terror de sumirte en la oscuridad?¿Qué queda exactamente de una vidacuando quienes la vivieron juntos hacetiempo que han muerto? Experimentohoy un sentimiento curioso, el detraicionarte; morir es como matarte deverdad. No es suficiente pues quesintamos alejarse a los demás; aún hayque dar muerte a quienes sólo subsistena través de nosotros. Y sin embargo,sonríes, silbas y, de pronto, yo tambiénsonrío. Lucien... te quise bien, y porello, quizá, merezca el descanso.Dormiremos en paz en el pequeñocementerio de nuestro pueblo. A lolejos, se oye el río.

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En sus aguas se pescan alosas ygobios. Los niños van a jugar a susorillas, gritando a pleno pulmón. Por latarde, al ponerse el sol, se oye elángelus.

Y usted, Kakuro, querido Kakuro,gracias a quien he creído en laposibilidad de una camelia... Si piensohoy en usted es sólo fugazmente; unaspocas semanas no son la clave de nada;de usted no conozco mucho más que loque fue para mí: un bienhechor celestial,un bálsamo milagroso contra lascertezas del destino. ¿Podía ser de otromodo? Quién sabe... No puedo evitarque esta incertidumbre me encoja el

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corazón. ¿Y si...? ¿Y si me hubierahecho reír, hablar y llorar un poco más,lavando de todos estos años la manchade la falta y devolviéndole a Lisette, enla complicidad de un amor improbable,su honor perdido? Cuan patético...Ahora se pierde usted en la noche, y, enel momento de no verlo nunca más, hede renunciar a conocer jamás larespuesta del destino... ¿Acaso es esomorir? ¿Tan miserable es? ¿Y cuántotiempo todavía?

Una eternidad, si sigo sin saber.Paloma, hija mía.Hacia ti me vuelvo. Hacia ti, la

última.

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Paloma, hija mía.No he tenido hijos, porque no lo

quiso la suerte. ¿He sufrido por ello?No. Pero de haber tenido una hija,habrías sido tú. Y, con todas mis fuerzas,lanzo una súplica para que tu vida esté ala altura de lo que prometes.

Y después, una iluminación.Una iluminación de verdad: veo tu

hermoso rostro serio y puro, tus gafas demontura rosa y esa manera que tienes detriturarte el bajo del chaleco, de mirardirectamente a los ojos y de acariciar algato como si pudiera hablar. Y me echoa llorar. A llorar de alegría dentro demí. ¿Qué ven los curiosos inclinados

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sobre mi cuerpo roto? No lo sé.Pero, por dentro, luce un sol. ¿Cómo

se decide el valor de una vida? Lo queimporta me dijo Paloma un día, no esmorir, sino lo que uno hace en elmomento en que muere. ¿Qué hacía yoen el momento de morir?, me preguntocon una respuesta ya preparada en elcalor de mi corazón. ¿Qué hacía yo?

Había conocido al otro y estabadispuesta a amar.

Tras cincuenta y cuatro años dedesierto afectivo y moral, apenassalpicado por la ternura de un Lucienque no era sino la sombra resignada demí misma, tras cincuenta y cuatro años

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de clandestinidad y de triunfos mudos enel interior acolchado de un espíritusolitario, tras cincuenta y cuatro años deodio por un mundo y una castaconvertidos por mí en exutorios de misfútiles frustraciones, tras esos cincuentay cuatro años de nada, de no conocer anadie, ni de estar jamás con el otro:

Manuela, siempre.Pero también Kakuro.Y Paloma, mi alma gemela.Mis camelias.Tomaría gustosa con vosotros una

última taza de té.Entonces, un cocker jovial, con las

orejas y la lengua colgando, cruza mi

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campo de visión. Es una tontería... perome dan ganas de reír. Hasta siempre,Neptune, eres un perro tontarrón peroparece que la muerte nos hace perder unpoco los papeles; quizá te dedique a timi último pensamiento. Y si eso tienealgún sentido, se me escapa porcompleto.

Ah, no, mira por dónde.Una última imagen.Qué curioso... Ya no veo rostros...Pronto llegará el verano. Son las

siete. Repican las campanas en la iglesiadel pueblo. Vuelvo a ver a mi padre conla espalda inclinada, concentrado en elesfuerzo, removiendo la tierra de junio.

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El sol declina. Mi padre seincorpora, se enjuga la frente con lamanga y emprende el regreso al hogar.

Fin de la jornada.Van a dar las nueve.En paz, muero.

Última idea profunda

¿Qué hacerfrente al jamásno es buscar

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el siempreen unas notas robadas?

Esta mañana la señora Michel hamuerto. La ha atropellado la furgonetade reparto de una tintorería, cerca de lacalle Del Bac. No consigo creer queesté escribiendo estas palabras.

La noticia me la ha dado Kakuro. Alparecer, Paul, su secretario, iba por esacalle justo en ese momento. Ha visto elaccidente desde lejos, pero cuando hallegado era ya demasiado tarde. Laseñora Michel ha querido socorrer alclochard, Gégène, el de la esquina de lacalle Del Bac, ese que está como un

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tonel de gordo. Ha corrido tras él perono ha visto la furgoneta. Según parece sehan tenido que llevar a la conductora alhospital porque le había dado una crisisde nervios.

Kakuro ha llamado a la puerta decasa a eso de las once. Ha pedido vermey entonces me ha cogido la mano y meha dicho: «No hay modo de evitarte estedolor, Paloma, así que te lo digo tal cualha ocurrido: Renée ha tenido unaccidente hace poco, a eso de las nueve.Un accidente muy grave. Ha muerto.»Lloraba. Me ha apretado la mano muyfuerte. «Dios mío, pero ¿quién esRenée?», ha preguntado mamá, asustada.

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«La señora Michel», le ha contestadoKakuro. «¡Ah!», ha exclamado mamá,aliviada. Kakuro le ha dado la espalda,asqueado. «Paloma, ahora tengo queocuparme de un montón de cosas nadaagradables, pero nos veremos después,¿de acuerdo?», me ha dicho. He dichoque sí con la cabeza y yo también le heapretado la mano muy fuerte. Nos hemoshecho un saludito a la japonesa, unarápida inclinación de cabeza. Noscomprendemos. Nos duele tanto a losdos.

Cuando se ha ido, lo único que yoquería era evitar a mamá. Ha abierto laboca, pero yo le he hecho un gesto con

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la mano, con la palma levantada haciaella, para decir: «Ni lo intentes.» Hasoltado como un hipido pero no se me haacercado y ha dejado que me fuera a micuarto. Allí me he acurrucado hecha unabola en la cama. Al cabo de media hora,mamá ha llamado suavemente a lapuerta. He dicho: «No.» No ha insistido.

Desde entonces, han pasado diezhoras. También han pasado muchascosas en el edificio. Las resumo:Olimpia Saint-Nice se ha precipitado ala portería al enterarse de la noticia(había venido un cerrajero a abrirle lapuerta) para llevarse a León y lo hainstalado en casa. Pienso que la señora

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Michel, que Renée... lo habría queridoasí. Eso me ha aliviado un poco. Laseñora de Broglie ha dirigido todas lasoperaciones, bajo el mando supremo deKakuro. Es curioso, pero la viejacascarrabias casi me ha resultadosimpática. Le ha dicho a mamá, su nuevaamiga: «Hacía veintisiete años queestaba aquí. La vamos a echar demenos.» Ha organizado al instante unacolecta para las flores y se ha encargadode ponerse en contacto con la familia deRenée. ¿Tendrá familia? No lo sé, perola señora de Broglie va a investigar.

Lo peor es la señora Lopes. Ha sidotambién la señora de Broglie quien se ha

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encargado de darle la noticia, cuando havenido a las diez a limpiar. Al parecerse ha quedado un momento ahí plantadasin comprender nada, tapándose la bocacon la mano. Y luego se ha caído alsuelo.

Cuando ha vuelto en sí, quinceminutos después, sólo ha murmurado:«Perdón, oh, perdón», se ha vuelto aponer el pañuelo y se ha ido a su casa.

Un dolor así te parte el corazón. ¿Yyo? ¿Qué siento yo? Parloteo sobre lospequeños acontecimientos del 7 de lacalle Grenelle pero no soy muy valienteque digamos. Me da miedo ir al interiorde mí misma y ver qué ocurre allí.

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También siento vergüenza. Pienso quequería morir para hacer sufrir aColombe, a mamá y a papá porquetodavía yo no había sufrido de verdad.O más bien: sufría pero sin que mehiciera daño de verdad y, por ello, todosmis pequeños proyectos eran lujos deadolescente sin problemas.Racionalizaciones de niña rica quequiere hacerse la interesante.

Pero ahora, y por primera vez, hesentido dolor, tanto dolor. Es como unpuñetazo en el estómago, me corta larespiración, tengo el corazón hechomigas y siento retortijones. Un dolorfísico insoportable. Me he preguntado si

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me recuperaría algún día de este dolor.Me dolía tanto que tenía ganas de gritar.Pero no he gritado. Lo que noto ahoraque el dolor sigue aquí pero ya no meimpide andar o hablar es una sensaciónde impotencia y de absurdo totales.Entonces, ¿es así? De golpe, ¿todos losposibles se apagan? Una vida llena deproyectos, de conversaciones apenasempezadas, de deseos que ni siquiera sehan realizado, ¿se apaga en un segundo yya no hay más nada, ya no hay nada quehacer, ya no se puede volver atrás?

Por primera vez en mi vida, hesentido el significado de la palabranunca. Pues bien, es horrible.

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Pronunciamos esa palabra cien veces aldía pero no sabemos lo que decimosantes de habernos enfrentado a unverdadero «nunca más». El caso es queuno siempre tiene la ilusión de quecontrola lo que ocurre; nada nos parecedefinitivo. Por mucho que me dijeraestas últimas semanas que pronto me ibaa suicidar, ¿de verdad lo creía? ¿Deverdad me hacía sentir esta decisión elsignificado de la palabra «nunca»? Enabsoluto. Me hacía sentir mi poder dedecidir. Y pienso que, unos segundosantes de matarme, ese «nunca más»habría seguido siendo una palabra vacía.Pero cuando alguien a quien se quiere

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muere... entonces de verdad os digo queuno siente lo que significa, y hacemucho, mucho, mucho daño. Es como uncastillo de fuegos artificiales que seapagara de golpe y todo quedara negro.Me siento sola, enferma, me duele elcorazón y cada movimiento me cuestaesfuerzos titánicos.

Y entonces ha ocurrido algo. Cuestacreerlo por lo triste que es este día. Heacompañado a Kakuro a eso de las cincoa la portería de la señora Michel (quierodecir de Renée) porque quería cogeralgo de ropa suya para llevarla a lamorgue del hospital. Ha llamado anuestra puerta y le ha preguntado a

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mamá si podía hablar conmigo. Pero yohabía adivinado que era él: ya estabajunto a la puerta. Por supuesto, hequerido ir con él. Hemos cogido juntosel ascensor, sin hablar.

Parecía muy cansado, más cansadoque triste; me he dicho: así es como seve el sufrimiento en los rostros sabios.No se nota demasiado, sólo provoca laimpresión de un cansancio enorme.¿También yo parezco cansada?

Bueno, el caso es que hemos bajadoa la portería Kakuro y yo. Pero, alcruzar el patio, nos hemos parado enseco los dos a la vez; alguien se habíapuesto a tocar el piano y se oía muy bien

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lo que tocaba. Era algo de Satie, creo,bueno, no estoy segura (pero en todocaso era algo clásico).

Realmente no tengo ninguna ideaprofunda sobre esto. De hecho, ¿cómotener una idea profunda cuando un almagemela descansa en una cámarafrigorífica de hospital? Pero sé que noshemos parado en seco los dos y hemosrespirado hondo, dejando que el sol noscalentara la cara y escuchando la músicaque venía de arriba. «Pienso que aRenée le habría gustado este momento»,ha dicho Kakuro. Y nos hemos quedadoahí unos minutos, escuchando la música.Yo estaba de acuerdo con él. Pero ¿por

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qué?Pensando en eso esta noche, con el

corazón y el estómago hechos papilla,me digo que a fin de cuentas quizá seaeso la vida: mucha desesperación perotambién algunos momentos de bellezadonde el tiempo ya no es igual. Es comosi las notas musicales hicieran unasuerte de paréntesis en el tiempo, unasuspensión, otro lugar aquí mismo, unsiempre en el jamás.

Sí, eso es, un siempre en el jamás.No tema, Renée, no me suicidaré y

no le prenderé fuego a nada de nada.Pues, por usted, a partir de ahora

buscaré los siempres en los jamases.

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La belleza en este Mundo.


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