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Dramatis personæ

(por orden alfabético)

El asterisco (*) identifica a los personajes históricos.

ABU SHAIR*, Tarek: jerarca árabe opuesto al muftí de Jerusalén.AILLAUD: arqueólogo francés de visita en Palestina.BARLASSINA*, Luigi: arzobispo de Jerusalén.BARLOW: correo del Servicio de Inteligencia británico.BECKSMITH, Jim: amigo del capitán Cole.BEGIN*, Menachem: líder de la organización terrorista Irgun.BEN GURION*, David: máximo dirigente sionista, presidente de la Agencia Judía.BEVIN*, Ernest: ministro británico de Asuntos Exteriores.BURROWS, Howell: superintendente de la Policía Palestina en Haifa.

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CARTWRIGHT, Fiona: novia de Dan Stenhouse en El Cairo.CHADWICK: enviado del Gobierno británico a Palestina.CHALMERS, Ian: capitán al frente de la oficina de Inteligencia Militar en Tel Aviv, compañero de Cole y Guscott.CHRISTIE, Nicholas («Nick»): lugarteniente del capitán Cole.CLIFTON, Celia: esposa del coronel Clifton.CLIFTON, Robert: director del Departamento de Información y Operaciones, superior inmediato de Cole.COHEN, Akiva: correo entre el «León Blanco» y el Servicio de Información sionista.COLE, Nigel: capitán del Servicio de Inteligencia británico en Je-rusalén.COX: secretario del capitán Cole.CUNNINGHAM*, sir Alan: alto comisario de Palestina desde di-ciembre de 1945.CURTON: agente de Policía en Jerusalén Oeste.DAMARI, Yigal: cabecilla de una célula extremista del Grupo Stern en Haifa.DAMARI, Zippora: esposa del anterior.DAVIES, Grace: novia del capitán Cole, reside con su familia en El Cairo.DAVIES, Michael: coronel del Cuartel General británico en El Cairo, padre de Grace.DAVIES, Susan: hermana menor de Grace.DAVIES, Vivien: esposa del coronel Davies y madre de Grace.EVANS, Anthony («Tony»): secretario del coronel Clifton.FIGGS: inspector jefe de Investigaciones Criminales en la Policía de Jerusalén.FITZGERALD*, sir William: juez de la Corte Suprema de Pales-tina.

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FRIEDMANN, Oved: empresario sionista.GALIL, Ehud: agente sionista encargado de vigilar al «León Blanco».GERNER, Matthias: profesor de Oxford contratado por el Museo Arqueológico de Palestina.GERNER, Sabine: arqueóloga suiza, asiste a su marido en tareas profesionales.GORT Vereker*, John («lord Gort»): alto comisario de Palestina hasta noviembre de 1945.GRAVES*, Richard: alcalde de Jerusalén.GRANEK*, Dov: comandante de Ben Lieberman en su unidad del Haganah.GUSCOTT, Andrew («Andy»): capitán al mando de la oficina de Inteligencia Militar en Haifa, compañero de Cole y Chalmers.HAKIM, Ariel: miembro de los Luchadores por la Libertad de Israel, banda terrorista a la que los británicos denominan Grupo Stern.HAKIM*, Eliyahu: hermano del anterior, ajusticiado por los bri-tánicos en El Cairo.«HARRY»: nombre en clave del agente británico infiltrado en el Irgun.HUSSEINI*, Haj Amin: muftí de Jerusalén, principal autoridad árabe en Palestina.JACOT: diplomático belga.JONES: sargento de Investigaciones Criminales a las órdenes del inspector Figgs.KAHALANI, Boaz: integrante de la célula extremista de Yigal Da-mari.LIEBERMAN, Benkamin («Ben»): hijo del rabino y amigo íntimo de Ariel Hakim.LIEBERMAN, Ida («Nana»): esposa del rabino.

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LIEBERMAN, Meir: hijo de Miriam y nieto del rabino.LIEBERMAN, Miriam: cuñada de Ben Lieberman y nuera del rabino.LIEBERMAN, Revah: marido de Miriam, deportado a África por su pertenencia al Grupo Stern.LIEBERMAN, Ytzhak: rabino del kibbutz Ashdot Yaakov y pa-triarca del clan Lieberman.LISISTKY, Rakhel: enlace de los sionistas con el «León Blanco».MERIDOR, Shaul: director del Servicio de Información sionista (Shai).MILLS, Trevor: conocido del capitán Cole en la Comandancia Militar de Jerusalén.MURRAY-HOGG: director del Museo Arqueológico de Palestina.NAGUIB: criado de los Pulmer en su villa de Talpiot.PERLMUTTER, Shlomo: sastre judío.PULMER, lady Philippa: esposa del brigadier Pulmer, anfitriona de la familia Davies en Jerusalén.PULMER, sir Ralph: jefe de Inteligencia Militar en Oriente Me-dio, veterano impulsor de la influencia británica en la región.SHARETT*, Moshe: responsable de Asuntos Políticos en la Agen-cia Judía.SNEH*, Moshe: político de la Agencia Judía, jefe de su Departa-mento de Seguridad.STENHOUSE, Daniel («Dan»): amigo de El Cairo al que Cole reencuentra en Jerusalén.STENHOUSE, Sarah: hermana del anterior.STERN*, Avraham: fundador de los Luchadores por la Libertad de Israel.TAUBER, Eugena: dama británica de la alta sociedad jerosolimi-tana.

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TEITELBAUM, Emmanuel («Manny»): compañero de armas de Ben Lieberman.TILNEY: inspector de la Policía Palestina en Haifa.UNSAS, Fadil: comerciante de origen turco.YELLIN-MOR*, Nathan: líder del Grupo Stern, facción terrorista escindida del Irgun.ZAKOFF, Malka: activista del Irgun reclutada por Shaul Meridor.

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Jesús les replicó: ¿No está escritoen vuestra Ley: «Yo digo: dioses sois»?

Juan 10,34

Yo dije: dioses sois, todos vosotros hijos del Altísimo.Pero habréis de morir como hombres,

caeréis como cualquiera de los príncipes.

Salmos 82,6

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I

La sangre de Inglaterra

El capitán Nigel Cole se repasó el mentón y, sujetándose la barbilla con la otra mano, deslizó la navaja de arriba abajo por la mejilla cubierta de espuma. Disfrutaba del ritual del afeitado y se consagraba a él sin prisas, dedicándole el tiempo que merecía. Afuera, se repetía el cielo vacío y blanquecino de cada mañana: la invariable vista desde su ventana, que Cole alternaba al inicio de cada día con la imagen de su cara enjabonada en el espejo. Entre los tejados de Jerusalén Oeste, a lo lejos, despuntaba el edificio más alto de la ciudad, la torre del YMCA, con su cúpula ovalada.

Limpió de nuevo el vapor que empañaba el cristal y se arregló las patillas. Dando el trabajo por concluido, retiró la palangana, abrió el grifo y metió la cabeza en el lavabo. Aquel modo de lavarse formaba parte del ritual; al dejar que el agua le refrescase la nuca, pretendía conjurar de una sola vez todo el calor que tendría que soportar a lo largo de la jornada. Alcanzó a tientas una toalla y

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se frotó el cabello mojado. Demasiado largo, se dijo, sonriendo, mientras se peinaba frente al espejo. La mirada del brigadier Pul-mer se detenía en su pelo siempre que Cole se descubría para sa-ludarle; un instante de incómodo silencio que, hasta ahora, nunca había culminado con el reproche que anunciaba.

Terminó de vestirse y bajó a desayunar.En el comedor del cuartel no quedaba nadie salvo un par de

tenientes del Real de Ingenieros. Cole se sirvió riñones con berros y una taza de té, y se sentó con ellos.

—Buenos días, Nigel. ¿Qué? ¿Cómo acabó anoche la partida?Uno de los oficiales le conocía. Se veían a menudo en el club

Goldschmidt, donde Cole era un habitual de la mesa de póquer.—Perdí veinte libras —contestó Cole.—¡Veinte! —siguió un silbido—. ¡No levantas cabeza, chico!—Mejor lo dejamos... ¿Sabéis si ha ocurrido algo?—Hitler ha resucitado. La radio dice que le han visto pasean-

do por Chelsea.Cole ignoró la broma y se dirigió al otro teniente:—¿Ha ocurrido algo esta noche?—Nada que nosotros sepamos, capitán. Todo está muy

tranquilo últimamente. Estábamos hablando de los laboristas. ¿Qué opina de ellos, señor? ¿Cambiarán tanto las cosas como se dice?

—No lo creo —contestó Cole con la boca llena y, tras tragar, añadió—: Da igual lo que hayan prometido durante la campaña electoral. No van a poder aumentar la cuota de inmigración aun-que quieran. Los árabes se nos echarían encima.

—Ojalá lleve razón. No paro de escuchar que ahora todo es diferente, que estamos en deuda con los americanos y Truman va a presionar para que se cree un Estado judío.

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—¡Al infierno con Truman! —exclamó el oficial que conocía a Cole—. ¡Para mí que los banqueros judíos le tienen bien cogido por las pelotas!

—Me da mala espina —continuó su compañero de Ingenie-ros—. Todo el mundo ha visto las barbaridades de los campos ale-manes y los sionistas lo aprovecharán para que se les conceda lo que quieren. La verdad es que no comprendo qué hacemos todavía aquí. Espero que alguien tenga una idea sensata y nos saquen de este estercolero antes de que lo hagan las bombas.

Cole consultó su reloj y se dio prisa en terminar el desayuno.—¿Pasarás por el club esta noche?—Me temo que no —respondió, levantándose de la mesa—.

Estoy sin blanca.Tampoco en el patio del cuartel había mucha actividad. Cole

pidió un jeep y, minutos más tarde, atravesaba el control de seguridad a la entrada del Russian Compound. Las medidas de vigilancia en la zona se habían reforzado a raíz del último ataque terrorista, por lo que el vehículo tuvo que franquear un segundo puesto policial antes de detenerse frente a la sede central de la Inteligencia Militar británica.

Cole supo que había sucedido algo en cuanto entró al despa-cho y vio a su ayudante.

—¡Capitán, han asaltado el convoy que trasladaba a Hakim! —dijo el sargento Cox—. Se han llevado al prisionero y han ma-tado a dos hombres de la escolta. El teniente Christie ya ha salido para allá. Llamará en cuanto llegue.

—¿Cuándo se ha ido?—Hará media hora.—¡Maldita sea, sargento! ¿Por qué no me ha avisado?—El teniente dijo que no hacía falta, señor, porque usted no

tardaría en llegar y ganaríamos tiempo si él salía inmediatamente.

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No era la primera vez que Christie tomaba la iniciativa sin aguardar su aprobación.

—¿Dónde se ha producido el asalto? —preguntó Cole.—Muy cerca de Latrun, señor. El comunicado menciona la

aldea árabe de Deir Muhezin.Cole se acercó al mapa que ocupaba media pared del des-

pacho y recorrió con el dedo la carretera de Tel Aviv a Jerusalén. Siguiendo la ruta del convoy asaltado, localizó Deir Muhezin a una pulgada escasa de Latrun: era, en efecto, la población más cercana al campo de internamiento.

—Han debido de dar media vuelta y se habrán dirigido a al-guno de estos asentamientos —dijo Cole, señalando las colinas del valle de Soreq—. ¿Sabemos algo de cómo lo han hecho?

—Aún no, señor.—Está bien. Telefonee al inspector Bernard.El prefecto de la Policía Palestina en la provincia informó a

Cole de que varias patrullas peinaban el área en busca de los terro-ristas; los dos soldados que habían sobrevivido al ataque estaban siendo trasladados al hospital de Rehovot.

Poco después se produjo la llamada del teniente Christie.—Ha sido una emboscada, capitán —dijo Christie al teléfo-

no—. Se han deshecho del blindado con una carga a ras de suelo y hay huellas de un vehículo pesado cruzándose con el camión, unos treinta metros más adelante. El conductor del camión y el escolta han muerto. Fuego de ametralladora. A los del blindado se los han llevado a Rehovot. Iré a verlos. Quizá puedan decirme algo.

—Bien, Christie, hágalo. Y si le da tiempo, pásese después por el King David. Tengo una reunión con el coronel a las once en punto. ¿Entendido?

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—Sí, señor. A las once en el despacho del coronel.Colgaron.Cuando Cole contó a su ayudante cómo se había llevado a

cabo la emboscada, este dijo:—No me cuadra, señor. Hakim pertenece al Grupo Stern y

esa gente no tiene recursos para hacer algo como esto. Parece más propio del Irgun... Además, sería la primera vez que el Stern libera a uno de los suyos.

Cole no estaba tan sorprendido. Tenía una explicación, pero no podía compartirla con Cox en tanto no se la hubiera revelado a sus superiores.

—Tráigame el dossier de Hakim y los informes de su deten-ción —ordenó al sargento.

Releer los documentos no le sirvió de mucho. Cole conocía bien los pocos datos que tenían sobre Ariel Hakim. Su hermano Eliyahu había sido ejecutado a principios de año en El Cairo por su implicación en el asesinato de lord Moyne, el ministro residen-te para Oriente Medio. Ambos pertenecían a la facción terrorista que los británicos llamaban Grupo Stern, una escisión radical del poderoso Irgun. Las suposiciones de Cox estaban bien fundadas: el Stern no era más que una banda de delincuentes sin muchos me-dios a su alcance; actuaban casi exclusivamente a golpe de pistola. El rescate de Hakim venía a corroborar la información que Cole tenía desde hacía unos días. Había llegado el momento de presen-társela al coronel Clifton.

Abrió el cajón de su mesa que cerraba con llave y extrajo de él una carpeta. Contenía una sola hoja mecanografiada, con el sello de «alto secreto» estampado en tinta azul. La información había sido recabada por su agente en el Irgun después de la voladura del puente ferroviario a las afueras de Yibne.

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Cole no pidió esta vez a Cox que preparase los duplicados que exigía el reglamento. Firmó la hoja, la guardó en su cartera de mano y salió en coche hacía el King David.

En el vestíbulo del hotel, de camino al ala reservada para uso militar y administrativo, Cole se encontró con Trevor Mills.

—¡Nigel! ¿Dónde te metes? Hace semanas que no te veo.Habían compartido destino en El Cairo durante la guerra.

El trato entre ellos había sido entonces mucho más estrecho de lo que a Cole le hubiese gustado, por lo que, desde su reencuentro en Jerusalén, evitaba a Mills siempre que podía.

—Lo siento, Trevor, pero llego tarde a una reunión.—Oye, esta noche celebramos el cumpleaños de Terry Gale.

¿Por qué no te pasas? A Terry le gustará verte.—¿Qué tal le va?—¡Oh, muy bien! Su mujer va tener un niño —viendo que

Cole entraba en el ascensor y pulsaba el botón, Mills añadió apre-suradamente—: La fiesta es en el Atlantic. ¿Vendrás?

—Cuenta conmigo —respondió Cole mientras se cerraban las puertas.

El despacho del coronel Clifton se hallaba en la tercera planta. Cole mantenía allí dos o tres conferencias semanales con el resto del Departamento de Información y Operaciones. Cuando las cir-cunstancias exigían máxima confidencialidad, las reuniones tenían lugar en la residencia privada del brigadier Pulmer.

Como cada vez que acudía a ver a Clifton, Cole sondeó el ambiente a través del secretario personal del coronel, un tipo seco y estirado.

—¿Está con el viejo? —preguntó Cole en voz baja, refiriéndo-se al brigadier. Una sombra que no era Clifton se movía detrás del cristal esmerilado de la puerta.

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El sargento Anthony Evans encontró el expediente que busca-ba y empujó el cajón corredero para cerrar el archivador.

—No. Es Chalmers —respondió sin mirar a Cole.—¿Chalmers?—Sí, el coronel ha querido hablar con ustedes dos a primera

hora.—¡Oh, Dios! —exclamó Cole con disgusto.—Tranquilo, capitán. Le he dicho que la línea estaba ocupa-

da.—Evans, Evans... Algún día le pagaré todo lo que hace por

mí. Tiene mi palabra.El secretario miró a Cole con escepticismo.—¿Su palabra...? ¿No tiene algo que valga más?Cole prefirió no contestar. Se concentró en las voces que sa-

lían del despacho, pero no pudo escuchar bien lo que decían.Evans descolgó el teléfono y comunicó a Clifton la llegada del

capitán.Al entrar en el despacho, Cole advirtió idénticas expresiones

de malestar en los rostros de Chalmers y el coronel. Clifton era un hombre hosco, irascible; a Cole le había costado habituarse a su alto nivel de exigencia. El capitán Ian Chalmers, por su parte, procedía del mundo diplomático. Tras desempeñar una excelente labor al comienzo de la guerra como agregado militar en la peligro-sa embajada de Ankara, el Servicio Secreto le había premiado con una función clave en Palestina: controlar desde Tel Aviv las arteras maniobras de los políticos de la Agencia Judía.

—Siéntese, Cole —dijo el coronel Clifton—. ¿Qué puede contarnos de lo ocurrido?

—Parece haber sido una emboscada, señor. Han detonado una carga al paso del blindado y han abierto fuego contra el otro

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vehículo, probablemente desde una posición de ametralladora. Luego han cerrado el paso al camión en el que viajaba Hakim y se lo han llevado. El teniente Christie está en Rehovot, donde han trasladado a los heridos. Confío en que haya podido hablar con alguno de ellos. Le he dicho que se pase por aquí si le da tiempo.

—Bien, capitán. Pero hay algo mucho más importante que todo eso, ¿no es cierto? —El gesto de Clifton era aún más duro que de costumbre—. Nos estaban esperando. Usted mismo ha empleado la palabra emboscada.

Cole cruzó una mirada rápida con el capitán Chalmers: am-bos sabían lo que vendría a continuación.

—Conocían todos los detalles —prosiguió el coronel—. El lugar, la hora, el número de vehículos... ¡Todo! ¡Fuimos nosotros quienes recomendamos la operación de traslado, así que tenemos un topo! ¡En nuestra propia casa!

—Tal vez no sea así, señor —se atrevió a decir Cole—. Si ha existido una filtración, puede que provenga de la Policía.

—¡Me da igual! —bramó Clifton—. ¡Si no lo tenemos en casa, lo tenemos en el jardín! ¡A saber desde cuándo habrán estado burlándose de nosotros! ¿Cree que han podido utilizar informa-ción clasificada para realizar otros ataques?

Cole ya había repasado la larga serie de atentados y sabotajes cometidos por los terroristas en los últimos meses: puentes e insta-laciones portuarias, oficinas tributarias y de Inmigración, bancos y comercios, cuarteles de la Policía y del Ejército, y hasta la propia sede del Servicio de Inteligencia en el centro de Jerusalén; cualquier de-pendencia británica se había convertido en objetivo de los sionistas.

—No, señor —contestó.El capitán Chalmers, callado hasta entonces, comenzó a pen-

sar en voz alta:

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—¿Quién lo ha hecho? ¿Y por qué? ¿Por qué Hakim...? Te-nemos a decenas de ellos en Latrun, en Atlit, aquí en Jerusalén. Podrían haber asaltado cualquier prisión y haberse llevado a varios de una tacada... Deben de haberlo liberado simplemente porque tenían la información.

—¿A qué se refiere con quién lo ha hecho? —preguntó Clif-ton—. ¿No cree que haya sido el Stern?

—Señor, lo ocurrido se sale por completo de la línea de ac-tuación del Grupo Stern. No han podido ser ellos, a no ser que hayamos estado totalmente equivocados hasta ahora.

—¿Y acaso no hemos podido estarlo?—Con franqueza, coronel: no lo creo —respondió Chalmers

con aplomo.Cole recogió entonces el portafolio que había dejado entre las

patas de su silla y abrió la cremallera.—Tengo algo que confirma la opinión del capitán Chal-

mers —dijo, entregando a Clifton el documento que traía—. Es un informe sobre la voladura del puente de Yibne el pasado día veintitrés. Ha sido redactado por «Harry», nuestro agente en el Irgun. Según dice, el ataque contó con la participación del Grupo Stern.

Cole dejó pasar unos segundos antes de continuar:—«Harry» no precisa gran cosa, como puede ver. Pero parece

seguro de que fue una operación conjunta bajo mando del Irgun.—Las detenciones de esta primavera les han debido obligar a

un acercamiento —observó Chalmers.Clifton volvió a estallar:—¡Así que no solo hemos sido infiltrados, sino que, además,

los terroristas han decidido unir sus fuerzas...! ¿Cuánto tiempo hace que tiene esta información, capitán?

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—Un par de días, señor —respondió Cole—. Nuestro agente no aporta ninguna prueba, así que creí conveniente esperar a tener algo más sólido.

—¿Más sólido? ¿Quiere decir algo como el atentado de hoy?Cole intentó no bajar la mirada mientras el coronel tronaba.—Señor... con el debido respeto —empezó a decir, dubita-

tivo, cuando Clifton le dio la oportunidad—, si lee el informe de nuevo, verá que habría sido apresurado sacar conclusiones en fir-me. Nos es muy difícil conocer los movimientos de los sionistas y «Harry», como usted sabe, se limita a recoger información de segunda mano. Lo de Yibne podía haber sido algo puntual... Si es cierto que el Irgun y el Stern están colaborando, la Agencia Judía tiene que estar al corriente.

Chalmers se disponía a decir algo al respecto cuando sonó el teléfono. El coronel Clifton contestó la llamada con un escueto «hágale pasar» y un par de golpes en la puerta precedieron la entra-da de un soldado pelirrojo de corta estatura.

—Pase, Christie —ordenó el coronel.El recién llegado se cuadró ante los presentes y tomó asiento.—¿Ha conseguido hablar con alguno de los heridos, teniente?—Con uno de ellos, señor. El otro ha muerto de camino al

hospital.Clifton torció el gesto.—Cuéntenos, cuéntenos —dijo con impaciencia.—El artillero del blindado Daimler tenía lesiones graves en am-

bas piernas —comenzó Christie—. Después de la explosión en la carretera, permaneció en el interior del blindado por miedo a que lo matasen y, desde allí, oyó el vehículo de los terroristas y las descar-gas de una ametralladora que ha identificado como una Bren. Más tarde, se arrastró hasta la delantera del camión de seguridad, donde

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encontró a los policías: uno muerto al volante y el otro malherido. Los disparos no habían dañado la radio, así que pudo utilizarla para avisar a Latrun. Era una trampa, señor. Salta a la vista.

El coronel Clifton se reclinó en la butaca. Pensativo, juntó las manos, abriéndolas y cerrándolas varias veces como si estuviesen pegadas por las yemas de los dedos.

—Puede retirarse, Christie. Gracias por su informe —esperó a que el teniente saliera para decir a los demás—: Nuestro agente en el Irgun, «Harry»... ¿podría averiguar algo sobre el topo?

—No será fácil, señor —contestó Cole.—Contacte con él. Chalmers —continuó Clifton—, profun-

dice en la Agencia. Nada se mueve entre los terroristas sin que Ben Gurion lo sepa antes que nadie. ¿Tenemos a alguien en la policía de Tel Aviv?

—No, señor —respondió Chalmers.—Coloque a alguien y elabore una lista con los nombres de

todas las personas que conocían los pormenores del traslado, in-cluido el personal de Latrun. Le hago responsable de encontrar a ese maldito topo. ¡Levante hasta la última piedra y dé con él...! Bien, caballeros, eso es todo. Pónganse a trabajar.

***

La cantidad sobre la mesa ascendía a cinco libras. El capitán Cole miraba casi tanto al dinero como a sus cartas. Podía cubrir la úl-tima apuesta, e incluso aumentarla; el problema era la poca con-fianza que tenía en su trío de jotas. Observó por enésima vez a su oponente, un piloto de la RAF que estaba de permiso en Jerusalén, y volvió a ver en él la misma sonrisa satisfecha que, ganara o perdie-ra, había sabido mantener durante toda la partida. Los jugadores

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que habían abandonado la mano guardaban un silencio sepulcral, al igual que los oficiales apiñados de pie alrededor de la mesa. En-tre estos últimos se encontraba Jim Becksmith, con alguna copa de más y sin demasiadas esperanzas en el juego de su amigo Nigel.

El piloto de la RAF no daba muestras de impaciencia, pero Cole no podía seguir demorando su decisión. Miró de nuevo sus cartas y, tirándolas boca abajo sobre el tapete, dijo las palabras que más le dolía pronunciar:

—No voy.Los presentes rompieron en un murmullo de comentarios.

Cole se levantó y pidió a Becksmith que le acompañase al bar.—¡Caray con el piloto! —exclamó Becksmith—. Iba cargado,

el muy cabrón.—¿Qué llevaba? —preguntó Cole.—Escalera al rey.—¡Joder...! ¿Quieres otra copa?—¿Por qué no en otro sitio? —propuso Becksmith—. Los

chicos van a una fiesta en el Atlantic. ¿Qué me dices? ¿Nos suma-mos?

—Está bien.Salieron del club con cuatro compañeros de Becksmith del

50º de Rifles y caminaron hasta el centro de la ciudad. La noche era cálida y, a pesar de la hora, todavía había gente, judíos en su mayoría, en las terrazas de los cafés que permanecían abiertos en Jerusalén Oeste.

En el hotel Atlantic, la fiesta había terminado. El barman fre-gaba el suelo, recogiendo a su paso botellas vacías. Una cuadrilla de soldados cantaba en una mesa mientras otros dos, en apariencia más sobrios, bailaban en la pista con las únicas chicas que quedaban en el local. Llamaba la atención el gordo bailarín que insistía en que su

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pareja siguiese el ritmo desenfrenado de sus movimientos. Cole le reconoció. ¿Qué demonios hacía allí el pesado de Trevor Mills?

—¡Ah, Nigel! —voceó Mills—. ¡Te has animado a venir, eh!Cole recordó entonces que en el King David le había habla-

do de una fiesta de cumpleaños. Agradeció que Mills estuviese ocupado en la pista de baile y dio una vuelta por la sala en busca de Terry Gale. Pero Mills se deshizo de la chica y fue a su encuen-tro.

—¿Por qué no has venido antes? ¡Te has perdido una buena juerga!

—¿Qué pasa con esa morena? —preguntó Cole, queriendo divertirse—. ¿La tienes en el bote?

—¡Bah! ¡No sabe moverse!—Oye, ¿dónde está Terry?—¡No te lo vas a creer! ¡Su mujer se ha puesto de parto justo

esta noche! Se ha ido borracho al hospital. ¡Imagínate! Claro que nosotros no íbamos a suspender la fiesta. ¡Todo lo contrario! ¡Do-ble motivo para celebrarlo!

Cole se fijó en que la morena bailaba ahora con Becksmith.—Esta mañana, después de verte a ti —siguió Mills—, me he

encontrado con Dan Stenhouse. ¿Te acuerdas de él? Me ha dicho que ha venido a Palestina para estar con su hermana. Sabía que era judío, pero no tenía ni idea de que tuviese una hermana en Jeru-salén. ¿Y tú?

—¿Qué?—¿Sabías lo de su hermana?—¿La hermana de quién?—¡De Stenhouse! ¿Es que no me escuchas?Cole dejó de mirar a la chica.—¿Stenhouse? —preguntó, incrédulo—. ¿Dan Stenhouse?

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—¡Acabo de decírtelo! Le licenciaron el mes pasado y está en Jerusalén.

Cole había coincidido con Dan Stenhouse en las soporífe-ras veladas de la Unión Angloegipcia de El Cairo. No le quedaba más remedio que asistir a aquellas recepciones, en las que Sten-house y él solían refugiarse en la barra del bar hasta que sus novias les reclamaban. Stenhouse era judío; un detalle que no le había preocupado lo más mínimo en El Cairo, pero que ahora cobraba su importancia.

—¿Qué más te ha contado? —preguntó.—Que vive con su hermana en Katamon.—¿En Katamon? ¿Estás seguro?—Sí, eso me ha dicho.Cole sintió una alegría repentina.—Vente con nosotros a otro sitio —dijo a Mills—. Te invito

a una copa.

***

En su habitación de los cuarteles Allenby, Cole no lograba conciliar el sueño. Pensaba en la reunión con el coronel Clifton y en el pro-vecho que podía sacar de las noticias sobre Stenhouse. Comenzó a trazar un plan sin saber con exactitud a dónde iba a conducirle. Pero antes de nada, necesitaba cerciorarse de que era cierto lo que Trevor Mills le había contado.

A la mañana siguiente, madrugó y se dispuso a hacer a pie el largo camino hasta el despacho. Después de atravesar la Co-lonia Griega, se desvió hacia Katamon, un barrio de reciente construcción que apenas conocía. Deambuló por sus calles de-siertas hasta que encontró a un niño árabe en el parque Lindsay.

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Cole le pidió que no se asustase y se puso en cuclillas para estar a su altura.

—Estoy buscando a unos amigos —dijo, mostrando al chico una moneda de media corona—. ¿Querrías ayudarme?

El niño tenía unos diez años y los ojos del mismo color que la piel.

—¿Entiendes mi idioma?El chaval asintió en silencio. Cole le habló despacio:—Busco a dos ingleses: un hombre y una mujer. Son her-

manos. De mi edad, más o menos. Se llaman Stenhouse. S-T-E-N-H-O-U-S-E —con la moneda, escribió el apellido en la arena del parque—. Él se llama Dan, o Daniel. Toma el dinero. Volveré mañana a esta hora y, si me dices dónde viven, te daré otra media corona. ¿De acuerdo...? Su casa debe de estar por aquí cerca. Solo tienes que encontrarla.

Mientras Cole borraba las letras que había escrito en el suelo, el chico le tocó las tres estrellas que llevaba cosidas en el hombro de la camisa.

—Capitán. Soy capitán —dijo, y cuando se puso de pie, el niño echó a correr con la moneda bien guardada en el puño.

***

El teniente Nick Christie leyó las órdenes delante de su comandante.—Perdone, señor. ¿Puedo preguntarle quién es Stenhouse?—Claro que puede, teniente —contestó Cole—. Pero solo

voy a decirle que es alguien que podría sernos útil. Quiero que ave-rigüe todo lo que pueda sobre él y me entregue un informe antes de siete días. Ya sabe: hábitos, horarios, amistades... ¿Se le ocurre alguien para vigilar la casa?

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Ángel Ceña

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Primera edición: octubre de 2014

© Ángel Ceña, 2014

© de la introducción: Sergio Cuesta Francisco, 2014

© de la presente edición: Editorial Funambulista, 2014c/ Flamenco, 26 - 28231 Las Rozas (Madrid)

www.funambulista.net

IBIC: FA

ISBN: 978-84-943026-2-6Dep. Legal: M-27953-2014

Maquetación de interiores y cubierta: Gian Luca Luisi

Motivo de la cubierta: British soldier guarding restricted Jews in Haifa (Imperial War Museum)

Impresión y producción gráfica:

Impreso en España

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro

Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)»

Reservados todos los derechos. No se permite reproducir, almacenar en sistemas de recuperación de la información ni transmitir parte alguna de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado —electrónico, mecánico,

fotocopia, grabación, etc.— sin el permiso previo por escrito de los titulares del copyright.

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