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Divorcio y nulidad de matrimonio en Lima (1650-1700) (La desavenencia conyugal como indicador social) Bernard Lavallé Entre los campos de investigación susceptibles de permitir el análisis de comportamientos que hasta entonces no habían llamado la atención, de sensibilidades sociales que el estudio de las mentalidades anunciaba promete- doras y de espacios de confrontación que el tradicional enfoque socio-econó- mico había dejado de lado en lo esencial, el ámbito familiar ofrecía a la lla- mada Nueva Historia numerosas y sugerentes orientaciones de trabajo. Con tal perspectiva, en lo que toca a la época colonial y al Perú, hace diez añ.os señalábamos, por ejemplo, el interés que podía presentar para el conocimiento de las relaciones padres-hijos el examen de los expedientes de nulidad de hábito de los frailes o las solicitudes de velo de las monjas 1 . Más recientemente, dos trabajos relacionados con los estudios feministas, que han revitalizado algunos sectores de la historia virreinal2, se han dedicado al di- vorcio en Lima. A base de sondeos en la documentación de comienzos de los siglos XVII y XVIII, Luis Martín le dedica a este tema algunas páginas de su libro sobre la situación de la mujer durante el coloniaje3. Alberto Flores Galindo y Magdalena Chocano, por su parte, acaban de publicar un artículo que abarca desde mediados del siglo XVIII hasta la Independencia y tratan de ver cómo y hasta qué punto las crisis de esos decenios pudieron reflejarse en el seno mismo de las familias4. En este estudio, iniciado hace algunos años, no nos proponemos ha- No. 2, Diciembre 1986 427

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Divorcio y nulidad de matrimonio en Lima (1650-1700)

(La desavenencia conyugal como indicador social) Bernard Lavallé

Entre los campos de investigación susceptibles de permitir el análisis de comportamientos que hasta entonces no habían llamado la atención, de sensibilidades sociales que el estudio de las mentalidades anunciaba promete­doras y de espacios de confrontación que el tradicional enfoque socio-econó­mico había dejado de lado en lo esencial, el ámbito familiar ofrecía a la lla­mada Nueva Historia numerosas y sugerentes orientaciones de trabajo.

Con tal perspectiva, en lo que toca a la época colonial y al Perú, hace diez añ.os señalábamos, por ejemplo, el interés que podía presentar para el conocimiento de las relaciones padres-hijos el examen de los expedientes de nulidad de hábito de los frailes o las solicitudes de velo de las monjas1. Más recientemente, dos trabajos relacionados con los estudios feministas , que han revitalizado algunos sectores de la historia virreinal2, se han dedicado al di­vorcio en Lima. A base de sondeos en la documentación de comienzos de los siglos XVII y XVIII, Luis Martín le dedica a este tema algunas páginas de su libro sobre la situación de la mujer durante el coloniaje3. Alberto Flores Galindo y Magdalena Chocano, por su parte, acaban de publicar un artículo que abarca desde mediados del siglo XVIII hasta la Independencia y tratan de ver cómo y hasta qué punto las crisis de esos decenios pudieron reflejarse en el seno mismo de las familias4.

En este estudio, iniciado hace algunos años, no nos proponemos ha-

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Artículos, Notas y Documento..__ ___________________ _

cer la historial fonnal de las desavenencias matrimoniales en Lima a lo largo de la segunda mitad del siglo XVII. En una perspectiva de historia social más amplia, las hemos aprovechado para entender cómo y por qué funcionaban al nivel más íntimo los comportamientos y las mentalidades que nos revelan. Las hemos utilizado para acercarnos más y adentrarnos en las problemáticas centrales de una época que, por haber suscitado menos análisis que otras, no por eso deja de ser en muchos aspectos un momento clave del coloniaje pe­ruano.

l ADVERTENCIAS PRELIMINARES

La documentación utilizada províene en su totalidad del Archivo Arzobispal de Limas -heredero del antiguo tribunal eclesiástico que actuaba en semejantes casos- y más precisamente de cuatro secciones: la de causas criminales de matrimonio, donde se encuentran papeles referentes a proble­mas como bigamia de indígenas o casamientos clandestinos; la de litigios ma­trimonia/es, en los que los demandantes reclamaban ante los jueces por mal­tratos, ausencia del cónyuge o por negarse éste a cumplir con los diversos de­beres de la vida matrimonial ; y finalmente, las de divorcios y de nulidades de matrimonio, las dos secciones de más interés, pues para la segunda mitad del XVII reúnen unos setenta legajos (leg. 29-60 para divorcios, leg. 17-46 para nulidades).

Desde un punto de vista jurídico, las dos posibilidades de divorcio y nulidad correspondían a realidades bastante diferentes. Por la primera se en­tendía entonces la sentencia de separación física y social de los dos consor­tes (llamada separación quoad thorum et mensam), pero sin que se disolviese el vínculo establecido por el sacramento del matrimonio. Esto tenía como consecuencia que los divorciados estaban impedidos de formar nuevas fami­lias. Además, en adelante, la mujer no podía vivir sola, sino que debía reti­rarse sea a casas de familiares, sea a los famosos recogimientos para divorcia­das que existían en Lima como en las demás ciudades del mundo hispano.

En el caso de la nulidad de matrimonio, desaparecía cualquier tipo de vínculo tanto en lo social como en lo sacramental. Hombre y mujer que­daban libres y podían casarse de nuevo como si nunca lo hubieran hecho anteriormente6.

Sin lugar a dudas, estas dos secciones ofrecen una documentación desde muchos puntos de vista excepcional, tanto por el número de los expe­dientes (605 para nulidades y 927 para divorcios de 1651 a 1700) como por la riqueza de los detalles que contienen. Por lo común, los demandantes diri­gían al tribunal eclesiástico un documento en el que después de los datos co­rrespondientes a su identidad (nombres y apellidos, origen étnico, filiación, domicilio, oficio, etc.), exponían de manera más o menos pormenorizada el historial de las circunstancias susceptibles de abogar por la separación que so­licitaban : abusos, maltratos, ex torsiones, eng~os, etc. Las más veces, este

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enfoque venía completado ulteriormente por el de la parte contraria, así como por las declaraciones de los testigos de ambos cónyuges y diferentes piezas aducidas por uno u otro.

Sin embargo, a este propósito tenemos que hac(!r algunas observacio­nes. Si bien, como hemos dicho , esta documentación es en su conjunto de una riqueza sobresaliente, es también desigual. Además de que el contenido de los expedientes es bastante dispar - y en particular depende del nivel so­cio-cultural de los demandantes-, en no pocos casos no quedan en los trámi­tes más que papeles sueltos, decisiones del trihunal más o menos escuetas, cartas, denuncias o solicitudes de las que no entt11~tramos rastro en lo sucesi­vo , etc. Esto significa que si sabemos de la existencia de un número elevado de pleitos, también para una porción de ellos carecemos de la correspondien­te documentación, por lo menos en su integridad. De ahí, igualmente, el que algunas cifras o porcentajes que hemos calculado disten mucho de concernir a la totalidad de las nulidades o divorcios registrados durante el período. Añadiremos que estamos convencidos de la desaparición de cierta cantidad de expedientes, en particular en años como 1689 6 1700. Así se puede expli­car, tal vez, la disminución repentina y excepcional del número de nulidades.

Por otra parte, y ésta es la segunda advertencia preliminar que que­ríamos hacer, creemos que este tipo de documentación no se puede manejar sin una fuerte y especial dosis de crítica interna. Toda pieza histórica la re­quiere, éstas quizás más aún. No olvidemos que estamos en presencia de peti­ciones, de solicitudes en las que hombres y mujeres tratan de obtener una se­paración que a priori la sociedad y la Iglesia se negaban a conceder con faci­lidad. Dada la importancia de los intereses en juego, nunca podemos estar seguros de la sinceridad y buena fe de las partes. En no pocas ocasiones, los expedientes contienen además dos versiones opuestas de los hechos, la del marido y la de su esposa, apoyados cada uno por declaraciones igualmente contradictorias y vehementes de sus respectivos testigos.

Es de señalar también que si a veces los mismos demandantes redac­taban -quizá aconsejados por alguien- sus solicitudes, en general abandona­ban su causa en manos de abogados -o del protector de los naturales en el caso de los indígenas-, de los que no parece equivocado pensar que arregla­ban los argumentos posibles en función de la experiencia que habían adqui­rido en ese tipo de asuntos, de lo que sabían de las reacciones o manías de los jueces episcopales, del peso jurídico relativo de los motivos; en una pala­bra, de la eficacia del alegato. Tendremos, pues, que leerlos por lo menos de dos maneras: como una red sutil de significancias sociales verosímiles, de codificaciones implícitas, y como unas páginas de meras vivencias infelices y dolorosas.

a) Algunas consideraciones numéricas

Lo que primero llama la atención es el número elevado de expedit:n-

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tes tanto para divorcios como para nulidades y la proporción entre los dos tipos de solicitudes, pues siempre es notablemente inferior la cifra de nulida­des. No es de extrañar. Bien se sabía que la solución que ofrecían éstas era mucho más atractiva por la desaparición de todo vínculo matrimonial y la posibilidad de fundar un nuevo hogar, pero precisamente por esto las autori­dades arzobispales se mostraban más exigentes y los casos de nulidad previs­tos eran mucho más reducidos, precisos y sobre todo -en general- compro­bables. Es de notar a este respecto que en muchos expedientes de nulidad los demandantes tomaban la precaución de precisar que, de toda forma, a falta de ésta, solicitaban el divorcio.

Divorcios Nulidades

Divorcios y nulidades solicitados en Lima ( 1651-1700)

1651-1660

111 61

1661-1670

]90 124

1671-/680 /681-1690 1691-1700

232 137

233 165

162 118

Como lo muestra este cuadro, durante esos cincuenta años, divorcios y nulidades siguen una evolución comparable: una fuerte progresión a lo lar­go de los primeros cuarenta años, pero sobre todo de 165 l a 1670, pues en­tre esas dos fechas se duplican los expedientes de nulidad y aumentan en más de un 700/0 los de divorcio. Después de otra expansión más o menos paralela de 1670 a 1690, divorcio y nulidad sufren un descenso en proporciones se­mejantes a lo largo de los últimos diez años del siglo. En comparación con el decenio anterior son menos las peticiones de divorcio y nulidad en un 340/0 y un 280/0, respectivamente.

Desde mucho tiempo atrás, los problemas matrimoniales venían preo­cupando a las autoridades tanto eclesiásticas como civiles del virreinato. Ya a finales del siglo XVI y comienzos del XVII, los obispos de Quito y Cusca, por ejemplo, se quejaban de la excesiva facilidad con que las mujeres presen­taban demandas de divorcio o de nulidad de matrimonio 7. En l 662, en plena época aquí estudiada pues, el propio virrey conde de Santisteban aludía a este problema, denunciando en particular a: "las mujeres nobles divorziadas de sus maridos con informaciones falsas para amancebarse con libertad ellas y ellos"8.

¿De dónde proviene, pues, el que después de una larga fase de evolu­ción netamente positiva y que no había cesado desde los orígenes, constate­mos de manera repentina una disminución notable del número de expedien­tes tramitados en los años finales del siglo XVII? ¿Deficiencias concomitan­tes en la documentación? Las hay , por lo menos lo creemos, pero es una ex­plicación de todas formas insatisfactoria. Más probable es una creciente seve­ridad de los jueces eclesiásticos después de decenios más laxos, con la conse­cuencia de un efecto disuasivo entre los eventuales candidatos a la separa­ción. Desgraciadamente, dado el carácter dispar de la documentación maneja-

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da, el resultado de un análisis comparado de las sentencias del tribunal arzo­bispal en los aí'íos finales del siglo XVII y en los decenios anteriores es de poca significación y alcance.

Para más seguridad y certeza, habría que examinar también los capí­tulos relativos a la disolución del matrimonio en los estatutos sinodales de esos años y las provisiones del cabildo arzobispal, cuyo archivo, desgraciada­mente, no hemos podido consultar. Es interesante advertir como por esas fe­chas en diversos obispados sufragáneos, Guamanga y Arequipa, las autorida­des eclesiásticas actuaron en un sentido restrictivo al respecto, lo cual induce a pensar que ésta fue también la tendencia en Lima9.

Con todo, para apreciar el sentido y el alcance exactos del descenso que hemos notado a finales del siglo XVII tanto en divorcios como en nulida­des, sería preciso analizar la evolución en los años posteriores. Por lo que sa­bemos de la segunda mitad del siglo XVIII, es muy probable que el movi­miento iniciado a fines de la centuria aquí estudiada se haya continuado y quizás acentuado. En el artículo ya citado de A. Flores Galindo y Magdalena Chocano, se indica que, para 1760-1769, se han encontrado tan sólo 14 ex­pedientes (cifra en la que además de los divorcios y de las nulidades entran también los litigios matrimoniales), 32 de 1770 a 1779 y, más tarde, 105, 263 y 305 para los tres decenios siguientt!s, respectivamente. Los totales que corresponden a los dos primeros decenios parecen muy bajos -y sin duda anormalmente bajoslO_, pero es muy probable, de todas maneras, que entre finales del siglo XVII y la segunda mitad del siglo XVIII existiera en Lima un período de menor tensión en cuanto a pleitos matrimoniales se refiere.

Esto no quita que si comparamos las cifras con un siglo de distancia ( 1691-1700 y 1790-1799) el total de expedientes de divorcios y nulidades del primer lapso (270) es superior al del segundo (263), que además incluye, recordémoslo, los litigios matrimoniales. Más significativo aún es comparar los expedientes de nulidad: 605 de 1651 a l 70ó'; por una parte, y tan sólo 42 de 1760a 1810,porlaotra.

Notemos por fin que si estos cálculos conciernen a un conjunto terri­torial idéntico, ya que el arzobispado limeño no sufrió en ese lapso ningún cambio de demarcación, se refieren a poblaciones mucho más importantes en el siglo XVIII. Bien se sabe que la demografía rural estaba por fin de nuevo en expansión; en cuanto a Lima capital, ésta contaba con más de 60,000 ha­bitantes en vísperas del siglo XIX, cuando eran apenas 36,000 según el cono­cido censo del año 1700.

En otras palabras, no cabe duda que la gente solicitaba el divorcio o la nulidad de matrimonio con mucha más facilidad en el siglo XVII que a fi­nales del XVIII. Para afinar esta afirmación, otro análisis interesante es el de los años de casados que llevaban aquellos que trataban de separarse. Del estu­dio de A. Flores Galindo y M. Chocano resulta que un 490/0 de los candida­tos al divorcio querían hacerlo en el transcurso de los nueve primeros años de vida común. Para la época que hemos investigado, sólo para divorcios es posi-

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ble tener una idea aproximativa del fenómeno. Dado que las más de las veces los demandantes aducían en sus expedientes maltratos o sufrimientos, la du­ración de éstos, la consiguiente y loable paciencia que habían demostrado venían a ser un argumento de mucho peso en favor suyo. Al contrario, las causas esgrimidas con vistas a la nulidad eran más bien de tipo jurídico, teo­lógico o de principio. Poco importaban los años vividos en común, por lo cual se solían omitir.

A partir de 455 expedientes utilizables, esto es la mitad más o menos de los divorcios solicitados, resulta que casi un l Oo/ o de las demandas se pre­sentaban durante el primer año de matrimonio y, en no pocos casos, en las semanas o días inmediatos a la boda. Entre una tercera parte y la mitad de los divorcios se solicitaban cuando la pareja tenía de uno a cinco años de vida común. Entre una cuarta y una quinta parte de los demandantes se habían casado de 6 a l O años antes. Estas proporciones, por supuesto, iban bajando conforme aumentaban los años de matrimonio de la pareja.

Años de casados 1651-1660 1661-1670 1671-1680 1681-1690 1691-1700 1651-1700

Menos de un año 70/0 IOo/o 10.20/0 9.80/0 8.40/0 9.4o/o De 1 a 5 49.lo/o 34.So/o 34.5º/o 42.60/0 38.90/0 39.lo/o De 6 a 10 26.30/0 21.80/0 280/0 180/0 27.lo/o 23.So/o DellalS 10.So/o 21.80/0 17.70/0 16.30/0 16.90/0 17.30/0 De 16 a 20 5.20/0 8.lo/o S.60/0 10.60/0 8.40/0 7.90/0 Más de 20 1.70/0 3.60/0 l.80/0 2.4o/o 2.lo/o Más de 30 l.80/0

b) Los orígenes de los malcasados

Como era de esperar, dado el peso demográfico enorme de Lima, la gran mayoría de·los expedientes proviene de personas residentes en el ámbito de la capital virreinal, sea en los diversos barrios del casco urbano; sea en los pueblos aledaños del oasis limeño (Ate, La Rinconada, Chorrillos, Barranco, Miraflores, etc.), donde estaban entonces las chacras con una población bas­tante abigarrada que encontramos fielmente reflejada, como veremos, en los expedientes; sea en el Callao, en fin, y en proporción más importante, con los soldados y artilleros del presidio, los marineros, comerciantes y artesanos del puerto. ·

El resto del arzobispado está también presente, trátese de las peque­ñas ciudades de la costa (Barranca, lea, Chancay, Pisco, Cañete, Mala), de la sierra (Tarma, Huánuco, Jauja) o de pueblos indígenas a veces alejados de los centros regionales. Hay frecuentes alusiones a aldeas de las zonas de Jauja, Huarochirí, Canta, Cajatambo, aunque a menudo es difícil discernir si los de­mandantes seguían viviendo allí o habían emigrado a Lima.

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En cuanto al origen étnico de las personas implicadas en los expedien­tes, encontramos todo el abanico racial de la colonia. Divorcios y nulidades no eran ni mucho menos asuntos de blancos. Sobre el total de los divorcios estudiados, un poco más de la cuarta parte de los esposos se declaran o pue­den ser identificados con certidumbre como pertenecientes a las "castas". En las nulidades, la cifra es un poco más elevada. Es de notar, además, que tanto en divorcios como en nulidades las proporciones de no-blancos tiend ~n a aumentar. De un 200/0 y 19.60/0, respectivamente, durante el primer dece­nio pasan a 320/0 y 260/0 en el último.

En ambos casos predominan en éstos los indios (más de la mitad) de diversos estatutos sociales: maestros u oficiales de Lima y Callao, jornaleros de chacras, alcaldes o curacas a veces adinerados de las capitales comarcanas (seis en divorcios), pero también pobres campesinos de remotos puebluchos serranos ayudados por algún visitador o su doctrinero.

Vienen después los mulatos, zambos, cuarterones y pardos (una cuar­ta parte más o menos) y luego los negros, libres o esclavos.

Podría sorprender el número muy reducido de los mestizos. No signi­fica en absoluto que éstos no recurrieran al divorcio o a la nulidad. Bien se sabe en efecto que ese sector social, por razones obvias, tenía una propensión muy marcada a hacer caso omiso de la famosa "mancha de color vario" y a presentarse como meros españoles. En otras palabras, la proporción de gente llamada "de color" en los divorcios y nulidades de matrimonio era sin duda alguna mucho más elevada de lo que un análisis superficial dejaría creer.

Por lo que se refiere a las actividades profesionales de los hombres, en los divorcios hemos encontrado igualmente situaciones muy diversas. En­tre los 164 casos en que se podía identificar la profesión están 20 comercian­tes de nivel comúnmente bastante bajo (pulperos, bodegueros, cajoneros, trajinantes) , 4 mercaderes sin duda más adinerados, una fuerte proporción de artesanos de todos los gremios, repartidos casi igualmente entre maestros(25) y obreros (26), 15 soldados rasos, 13 suboficiales y oficiales a los que vacila­mos en añadir l O capitanes, dado lo incierto de tal título.

Vienen después aquellos que podemos clasificar como terratenientes: propietarios de haciendas o estancias (12), chacareros, labradores y arrenda­dores de tierras más modestos ( 16) y dos mineros. Aparecen también funcio­narios medianos, como escribanos (2) ; de más prestigio, como contadores y comisarios ( 4) o corregidores, gobernadores y protectores de los naturales (5 ). Entre las profesiones liberales: un licenciado, cinco médicos y un cirujano, dos boticarios . ..

Las mujeres que tienen oficio casi todas ejercen actividades relaciona­das con el pequeño comercio callejero (mazamorreras, chicheras, pescaderas, placeras, bodegueras, panaderas, pulperas, etc.) o artesanía (costureras, bor­dadoras), pero la gran mayoría no indica oficio alguno. Sin embargo, su nivel económico se puede analizar gracias a la dote, que, siendo las más de las veces objeto de litigio en el momento de la separación, figuraba también en muchos

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expedientes. Cuando se indica su monto, encontramos todo tipo de cantida­des. Suelen ser bastante cortas, algunos centenares de pesos, mil o dos mil, lo cual no impedía que suscitaran largos e intrincados pleitos en el momento de su restitución . Sólo hemos encontrado quince dotes verdaderamente muy ele­ctas, esto es de más de 12 ,000 pesos, entre las cuales una superior a 130,000 pesos (Da. Graciana de Artaso Villavicencio , D. 1667)11 , otra de 60,000 (Da. María Mejía de la Cerda, D. 1660) y siete comprendidas entre 24 ,000 y 40,000 pesos. A manera de comparación , recordemos que un esclavo costaba entonces entre 300 y 500 pesos.

En las nulidades de matrimonio no se nota gran diferencia en el esta­tuto socioéconómico de los demandantes, sólo que entre ellos figuran algu­nas personas que sin lugar a dudas podemos clasificar como pertenecientes a la aristocracia. Las habían atraído posiblemen,te las ventajosas perspectivas de la nulidad , que, por otra parte, no parece haberles sido muy difícil de con­seguir. Entre estas personas encontramos a dos caballeros de Alcántara (D. Alvaro de los Ríos Villafuerte y un contador mayor del tribunal de cuentas del reino , hijo del famoso J . de Solórzano Pereira), un caballero de Santiago (D. Francisco de las Infantas Villegas), un marqués (el marqués de Monterri­co , D. Melchor Malo de Molina Sotomayor) , dos hijos de caballeros de órde­nes, un regidor de Lima, el primo de un obispo de Quito y de un presidente de Charcas ...

e) Hombres y mujeres

Para terminar, nos queda por examinar cómo se reparten hombres y mujeres entre los demandantes. En su artículo, A. Flores Galindo y Magdale­na Chocano advierten que de 1760 a 1790 las curvas de los juicios interpues­tos por hombres y mujeres corren paralelas antes de alejarse definitivamente, siendo en adelante preponderantes las mujeres en una proporción del orden de 2, 5 ó 3 a l.

Durante la segunda mitad del XVII , por el contrario, llama la aten­ción el que a lo largo de todo el período el número de mujeres demandantes es incomparablemente superior al de los hombres, hasta tal punto que, por lo menos en cuanto al divorcio, es un asunto casi exclusivamente femenino. De los 927 expedientes que hemos encontrado, sólo 35 son presentados por hombres, o sea ni siquiera un 40/0. Casi nulas durante los veinte primeros años (4 en total), las demandas de hombres crecen ligeramente en adelante: l l de 167 l a 1680 y 1 O para cada uno de los decenios posteriores, llegando a representar algo más significativo en los años finales del XVII (alrededor de un 120/0 en 1699 o en 1700 y un poco más de un 60/0 para el decenio 1691-1700).

En las nulidades, si bien los juicios interpuestos por hombres son tam­bién inferiores en número a los de las mujeres, constituyen una proporción más notable que en los divorcios: 113 , o sea un l 80/0 de los expedientes, pu-

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diendo llegar este porcentaje a veces a cifras más elevadas: un 240/0 en 1651-1660 y hasta un 270/0 en 1691-1700.

Las razones de esos desfases son evidentes. En la sociedad de enton­ces, la posición del hombre le permitía solucionar con mucha más facilidad los problemas matrimoniales sin recurrir a los tribunales: abandono, sevicia, adulterio, viajes, etc. Las quejas de las mujeres lo prueban a las claras. Pero hay más. Es muy probable que si bien muchos hombres no se tomaban la molestia de interponer un juicio para separarse de la esposa, otros muchos también consideraban deshonroso hacerlo, como si fuera un atentado a su vi-rilidad y su hombría. .

Es significativo que la mitad de aquellos que piden el divorcio son indios ( 1 O), negros, cuarterones, mulatos (5) y mestizos (2). Otros diez no indican su origen , pero eran de toda forma gente bastante "humilde y pobre", corno declara uno, o quizá mestiza (zapateros, pulperos, trajinantes, un cha­carero casado con una india, tenderos). Sólo siete pueden ser identificados con seguridad como españoles, de los que tan sólo uno de ellos tenía un pues­to elevado, el teniente de capitán general y contador de cuentas D. Andrés de Mieres ( 1689).

Es de notar además que si en sus declaraciones los demandantes indios no vacilan en pormenorizar la violencia de que son víctimas por parte de sus esposas indias o negras, que les pegan, les roban y les hacen la vida imposible por sus celos o los ponen en ridículo por sus repetidos y públicos adulterios, los españoles i11sisten más bien en causas como abandono del hogar, silencian­do cuidadosamente los motivos. El único caso de violencia por parte de la mujer registrado entre españoles es más bien un asunto de celos enfermizos convertidos en una suerte de locura (Juan Lucero, cirujano, D. 1699). En otras cinco ocasiones, si los hombres efectivamente pedían el divorcio era porque poco tiempo atrás sus esposas habían interpuesto un juicio de nuli­dad o los habían mandado a la cárcel por diversas razones. También muy re­veladora era la reacción de Tomás de Mendoza (D. 1666), que quería divor­ciarse de Nicolasa Flores por adulterio. Presentaba su solicitud como una especie de mal menor, "considerando que no (le era) lícito matarla". En fin , podía ocurrir que ambos cónyuges pidiesen al mismo tiempo el divorcio (ola nulidad) para hacerse él clérigo y ella monja profesa (Angela de Castañeda­Juan de Figueroa, D. 1660; Pedro Luis de Barnuevo-Inés de Soria, No. 1680).

En las nulidades, las demandas interpuestas por hombres no difieren de manera radical de las de las mujeres. Predominan los casos de casamiento forzoso (53), sea por maña de la familia de la novia (11 ), obligación de los propios padres del demandante (13), acción de la justicia que obligaba a ca­sarse a los amancebados (7) o simplemente por temor de ir a Chile ( 12), tie­rra lejana y peligrosa por la guerra araucana a la que se mandaba a los dísco­los. Vienen después toda una serie de causas que en nada se podían conside­rar como atentatorias a la virilidad del demandante: error sobre la persona del cónyuge ( 12), promesa de casamiento en vida del primer marido de la

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esposa ( 12), relaciones sexuales antes del casamiento con una pariente de la novia (9), consanguinidad (7), abandono del hogar (7), bigamia (en casos de indios, 4 ), casamientos irregulares (2), problemas físicos de la mujer o pro­pios (4 y 4), edad insuficiente en el momento de casarse (3), etc., todo lo cual, según veremos, estaba también en los expedientes de mujeres, quizás en proporciones algo diferentes12.

Il VIOLENCIAS Y PRESIONES

a) Los maridos

En el contexto de los divorcios y de las nulidades de matrimonio, el fenómeno más notable, difundido y documentado , es sin lugar a dudas el de la violencia doméstica y familiar. Entre los expedientes de divorcios, prácti­camente no hay uno en que no aparezca bajo una forma u otra, quejándose las esposas de "la aspereza y terrible condición", de "la condición rigurosa", del "insufrible proceder" de su marido o, más sencillamente y sin circunlo­quios, de "la demasiada sevicia" que habían padecido.

Los documentos tramitados por las mujeres vienen a ser así una larga y repetida letanía de humanidad sufrida y de violencias. Entre éstas, había las verbales, los insultos: "perra infame y vil" (Feliciana Rodríguez, D. 1672) "puerca, sucia, putilla" (Josepha de Monterrey, D. 1658), pero la mayoría de las veces eran mucho más comprobables y dolorosas, con señales físicas que infelizmente ya no se podían borrar. A María Collado (D. 1657) su esposo le había roto un brazo en una paliza y Lucía Juárez (D. 1667) había quedado manca a raíz de lo mismo. Había no pocas consecuencias más dramáticas aún. Manuela de Toledo (D. 1663) y Francisca Sinchi (D. 1654) habían abortado después de tremendas zurras en que sus maridos les habían pisoteado la barri­ga. A Marcela Casasola (D. 1663) le había nacido una niña imposibilitada de un brazo por los golpes que había recibido durante el embarazo.

Tampoco eran escasas las demandantes que podían enseñar heridas graves, pruebas de intentos nada menos que homicidas de sus esposos: una cuchillada (Beatriz Centeno, D. 1651 ), una estocada (María Guerra Falcón, D. 1663 ),seis puñaladas (María de Bances, D. 1672), cinco estocadas (Isabel de Salazar y Figueroa, D. 1685), etc.

Había maridos que acompañaban sus actos de violencia con las ame­nazas más terroríficas o, inclusive un "decorado" rayano en sadismo destina­do a preparar y amplificar el efecto de los castigos. Están documentados ca­sos de mujeres llevadas de noche a lugares apartados, extramuros, donde eran pegadas : por ejemplo, en el Cerro de San Cristóbal o en la Alameda (Beatriz Centeno, D. 1651: J osepha de Toro, D. 1671 ). Otros esposos no vacilaban en utilizar los servicios de secuaces poco recomendables, como le aconteció a la india Ignacia María de la Cruz (D . 1675), a la que su marido mandó raptar por dos negros, o como Je pudo haber sucedido'' a Josepha de la Cueva, mujer

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de un artillero del Callao que la amenazaba con hacerla violar por un indio previamente emborrachado (N. 1672).

Los motivos inmediatos de tales y tantas violencias eran variados: de­savenencias conyugales graves, sospechas de adulterio, alcoholismo del mari­do, etc. Pero a menudo las razones podían ser más bien nimias y expresar en el fondo la mera voluntad del varón de manifestar y dejar bien asentado su total dominio sobre la mujer y la familia. A Josepha de Cárdenas (D. 1652) le pegaba su esposo "sólo por venir moino de la piara o de sus negocios o de jugar y perder". Una recién casada , Ana de Yillegas, se quejaba de Juan de Yaldivieso, cirujano del Callao, porque:

" . .. a los ocho días después de contraído ( el matrimonio) sin más ocasión que no aver(se) levantado a quitarle la capa cuando entró en casa, (la) cojió y ató al pié de la cuxa y (le) dió muchos asotes con un tahalí i muchas patadas en las espaldas" (D. 1661 ).

A los pocos días, había reincidido por un pañuelo que , a su parecer, doña Ana no le había lavado con suficiente diligencia.

El carácter aparatoso y consuetudinario de esa violencia se podía pro­bar tanto más fácilmente cuanto que a menudo tenía lugar en público sin que nadie interviniese, en plena calle, en las tiendas o bien en casa , pero a oídas y sabiendas de todo el vecindario. Estos vecinos, más tarde, podían convertirse en testigos cuando se tramitaba el divorcio, pero no habían tratado de hacer cesar la sevicia cuando había tenido lugar. Todo esto tiende a probar que si bien pegar a la esposa no era en cierta forma normal, era, sin embargo, algo socialmente aceptado, consustancial al estatuto y a las prerrogativas del mari­do, sólo condenable en sus excesos.

Dicho de otra manera, el hombre tenía derecho a castigar a su mujer cuando ésta se apartaba de lo que él quería o le parecía justo, pero, por su­puesto,los matices y límites de tal derecho eran bastante borrosos e inciertos, abriendo paso así a cualquier tipo de abuso. Manuel de Figueroa, acusado de pegar a su esposa Ana Ju sepa de Rus, dejaba bien asentado ese principio cuan­do, sin negar los hechos, se disculpaba afirmando que se había portado así porque ésta era "altiva y sobervia, amiga de hazer su gusto y de no sujetarse a la voluntad de su marido a quien de derecho divino debe obedezer" (D. 1670).

Además, a través de no pocos expedientes se nota como las propias mujeres - y entre ellas las maltratadas- participaban a menudo de ese princi­pio social y lo hacían suyo. Después de relatar los desmanes de su marido, el alférez J oseph de Robles, María Tamayo precisaba: "por mi parte e procura­do ajustarme a la obligazión que e tenido sirviéndole y amándole con todo respeto y umildad" (D. 1667). A propósito de lo mismo, Paula de Sarabia escribía que siempre se había portado "con la mayor humildad y recogimien­to que es posible, acudiendo a los servicios más humildes y extraños de mu­ger onrrada y propia" (D. 1670).

La interposición de un pleito de divorcio podía no significar la termi-

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nación de esa violencia casera, sino, al contrario, desatarla y hacer que arre­ciara. En 1686, Juan Rodríguez de Guzmán estuvo espiando a María Cortés Donoso, su mujer, que estaba depositada desde hacía cuatro años en una casa particular en espera de la sentencia de divorcio. Irrumpió allí un día, dio una estocada al portero que le quiso cerrar el paso, apagó las velas, se abalanzó encima de su mujer y empezó a pegarle mientras se arremolinaba la casa (D . 1686). Algunos años antes, Margarita de Misieres, que había interpuesto la nulidad de su matrimonio y estaba también depositada, fue acorralada en una iglesia por su esposo, que empuñando una espada la quería matar (N. 1677).

Algunas demandantes, o sus abogados, tienen acentos verdaderamen­te desgarradores para calificar lo que habían padecido. Isabel de Paredes es­cribía a propósito de su marido Joseph de Rojas, con el que estaba casada desde hacía once años : "me a dado tan mala vida que e vivido en su poder mártir'' (D. 1663), y Paula de Saravia afirmaba ''.Yo padesco una vida que más es muerte" (D. 1670).

Los castigos que se les infligía podían ser inclusive infamantes, de aquellos que se solían reservar a los negros: azotadas después de desnudadas, sea en un gallinero · (Catalina Guaccha, D. 1651 ), sea con una cuerda embrea­da (Josepha de Cárdenas, D. 1652) o bien, como denunciaba Isabel Cevallos: · "es tan ynsufrible que hordinariamente dice (mi marido) que me ha de deso­llar a asotes y mandar a negros esclavos que con sus propias manos me casti­guen" (D. 1666).

No es de extrañar, entonces, que de manera espontánea esas mujeres comparasen su suerte tan infeliz con la de los esclavos, punto de referencia dolorosamente obligado en todo lo tocante a sevicia: "me a tratado todo el discurso de tiempo que avernos sido casados de Qbra y de palabra como si no fuera su mujer sino una esclava suya" (María Quintero, D. 1666);" . . . (cas­tigóme) seberíssimamente y con mayor crueldad que pudiera al esc:lavo más facineroso" (Antonia de Loaysa, D. 1670); " .. . haciéndome tan malos tra­tamientos que aun en una esclava vil fueran dignos de enmien(la y castigo " (Catalina Guerra, D. 1672); "me ha tratado con tanta crueldad y sevicia como si fuera su esclava" (Juana de Sotomayor, D. 1657); "continuó su mal proseder y peor attención de ttrattar como esclava a quien debiera ben~rar como hermana" (María Freile, D. 1662). Se podría multiplicar semejantes testimonios.

b) Las familias

En los expedientes de nulidad, la violencia tiene muchos rasgos idén­ticos a los que acabamos de examinar. Es normal en la medida en que divor­cio y nulidad de matrimonio venían a ser muchas veces lo mismo; esto es, la culminación judicial de un proceso más o menos largo de disgregación de la pareja por incomprensión, odio , engaño, violencia o sencillamente desgaste. Sólo variaba la naturaleza de la separación. Recordemos, además, que a me-

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nudo las demandantes pedían la nulidad o, en su defecto, el divorcio, y esta doble posibilidad las obligaba a desarrollar argumentaciones parecidas a las que hemos analizado.

Sin embargo, en lo tocante a la violencia , los expedientes de nulidad contienen elementos peculiares y muy significativos. En efecto, en más de la mitad de los casos, la primera razón aducida para conseguir la nulidad era la falta de consentimiento de la demandante y las violencias - o por lo menos las presiones- ejercidas por la familia para que se casara.

Hemos visto que en los pleitos interpuestos por hombres el casamien­to forzoso era la causa dirimente más difundida, pues figuraba en casi la mi­tad de los expedientes. Entre las mujeres, la proporción era mayor aún, pues en 313 casos las demandantes explicaban primero cómo y por qué sus fami­liares las habían obligado a casarse en contra de su voluntad, convirtiendo así esos documentos en una fuente inestimable para conocer y entender todo un sector de las relaciones entonces vigentes entre padres e hijas. A este propósi­to señalemos además qüe hay semejanzas impresionantes en lo que dicen aquí las demandantes con los relatos que en la misma época hacían los frailes que pretendían ante el tribunal eclesiástico la nulidad de su profesión. También éstos aducían las más de las veces su falta de voluntad en ser religiosos y las presiones o violencias que habían ejercido sus familias para que ingresaran en las órdenes13. .

De los 313 casos que decíamos, en 131 se indica que. el casamiento se había realizado a instancias de una madre que ya no vivía con el padre de la demandante (viudas, solteras o abandonadas) y que había recibido ayuda a veces en su intento de otros parientes (hermanos, padrastro, abuelos, tíos o segundo esposo). En 54 expedientes se puntualizaba que las responsables de tan infeliz unión eran personas encargadas de la joven por ausencia o muerte de los padres naturales de ella (hermanos, padrastro, abuelos, tíos, tutores o amos). En otras palabras, para todos ellos el .f asamiento había significado una solución para deshacerse de una carga molesta y onerosa. Esas familias no vacilaban en emplear métodos compulsivos y sevicia para que esas bodas tan deseadas por ellas llegasen a concretarse. María de Moya refiere cómo al final tuvo que consentir lo que tenía proyectado su madre, " ... por estarle sujeta a su amparo y abrigo en su casa y recámara sin tener otro recurso ni persona de quien valerme; para que me librase de aquellas violencias ube de consentir ... " (N. 1664). Isabel de Campos resistió hasta que vio - dice­"que faltava en mí valor para sufrir tanto cúmulo de extorciones y malos tratamientos" (N. 1670). No escasean referencias a palizas que, no todas, por supuesto, alcanzaban los extremos contados por Bemavela de Ovalle, gol­peada por su madre hasta "tener el rostro de la color de un manteo negro" (N. 1683 ), o Juana de Miranda, cuya madre la tuvo encerrada y tan sólo ves­tida con un costal, procediendo en su educación "más como fiero verdugo que como piadosa madre, educadora y maestra · . .. pasando a los estremos con que en casas dedicadas al castigo se notifica y castiga a los incorregibles

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esclavos . .. " (N. 1683). A Luisa de Valencia, negra criolla de Arica, suma­dre no vaciló en colocarla con grillos en una panadería-castigo que se reserva­ba a los esclavos díscolos, hasta que aceptase el marido que ella le tenía seña­lado (N. 1666).

Si a veces las familias no recurrían a la violencia física, solían emplear toda clase de presiones morales y el miedo, un miedo que, según una expre­sión que se encuentra a menudo en los expedientes, hubiera podido acabar con "el varón más constante". Juana de la Rosa Navarrete acabó por casarse "compulsa y apremiada" por su padre, que andaba afirmando, dice ella,"que me abía de echar de su casa y negarme los alimentos necesarios y en efecto me mandó retirar de su mesa no permitiendo me pusiese delante de él ni que persona alguna me visitase" (D. 1689).

A Luisa Romero (N. 1662), Andrea de Zúñiga (N. 1676) y Micaela González (N. 1688) las amenazaron con mandarlas al hospital de la Caridad, en el que se depositaba tanto a las hijas desobedientes y pobres como a las mujeres que interponían divorcio o nulidad y donde las condiciones de vida eran pésimas y peligrosas por las epidemiasl4.

A veces, para conseguir el fin que pretendían, algunos padres llegaban al extremo de amenazar a su hija, de no consentir ésta el casamiento planea­do, con pregonar que "había sido gozada" por el yerno que ellos deseaban, lo cual en adelante imposibilitaba cualquier otro matrimonio (Isabel Ramírez, N. 1663; Josepha de Avalos y de la Tubilla, N. 1670; Juana de Cabezas, N. 1681 ). Para dar más cuerpo a sus posibles acusaciones, los padres de Ana María Lobo habían tomado de mayordomo en su casa a aquel que querían como yerno (N. 1660).

Esas presiones podían durar hasta el mismo día de la boda y ante el cura inclusive. Un testigo confirmó que durante la ceremonia a Antonia de las Cuevas su madre la pellizcó para que dijera el sí para ella fatídico (N. 165 7), y la morena libre María Nicolasa de la Asención cuenta como, "estando yo remissa -dice- en responder que sí, llegó el dicho mi padre con la mano le­vantada a quererme dar y mi madrastra me dió un golpe por las espaldas" (N. 1675).

Y la negrita Catalina Sánchez, de lea, casada por su ama a los once años, afirmaba: "Nunca dí el sí al cura que nos cassó, y por el ruido que huvo aquel día dixeron todos yo dije sí ... " (D. 1670).

Ahí no paraba la acción de esos padres o tutores abusivos. Para asegu­rarse de que el casamiento se cumplía en todos sus aspectos, algunos no vaci­laban en presenciar la consumación y hacer todo lo posible para que ésta tu­viese lugar (Antonia de las Cuevas, N. 1657; Clara Gómez Pedrero, N. 1664), llegando a tal extremo la madre de Ana Hurtado de Mendoza, de Tarma, que se acostó en la cama nupcial con su hija y su yerno (N. 1695).

Es significativo que en no pocos casos los padres no habían tenido que llegar a tales extremos en la medida en que la mayoría de las veces fun­cionaba perfectamente lo que las demandantes llamaban "el miedo reveren-

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cia/": "el miedo reverencial y justo maternal" (lgnacia de León y Medina, N. 1683), "el justo temor que de (mi padre) tenia" (Agustina Revelo, N. 1667), "la obediencia y fuerza reverencial" (Juana Bravo, N. 1667), ya que " ... los hijos no han de tener más voluntad que la (de sus padres) . .. "(Cla­ra Gómez Pedrero, N. 1664). Como se lo había dicho su madre a Agustina Fuente de Illescas , de lea, en la sociedad "las donce#as no tenían volun­tad . .. " (N. 1665).

Es inútil añadir que con tan pésimos preliminares esos casamientos estaban de antemano condenados al fracaso. Lo resumía bien Mariana de Ri­vera y Tufiña, escribiendo pesarosamente:

"de este matrimonio assí contrahido, resultaron los efectos que de ordinario suelen de semejantes matrimonios como son aver vivido siempre a disgusto y que dentro de mui poco tiempo se fue el dicho mi marido .. . " (N. 1663). Por supuesto, sería injusto hablar sólo de aquellos padres que abusa­

ban de su poder para casar a sus hijas contra su voluntad. También había aquellos que, ante los desmanes, engaños o violencia de su yerno, ayudaban a su hija a salir de ese mal paso. Llegaban a veces hasta pedir el divorcio o la nulidad en nombre de su hija, como Isabel de Espinosa, que interpuso deman­da contra su yerno Esteban García, artillero del Callao, que maltrataba a su esposa (N. 1684). Si bien casos tan nítidos como éste son excepcionales, pen­samos que detrás de los trámites iniciados por muchas esposas muy jóvenes -casi niñas de 12, 13 ó 14 años- se perfilaba el apoyo de sus respectivas fa­milias, que las defendían contra unos esposos que no habían salido tan bue­nos como ellas esperaban. Lo prueba el que a menudo esas divorciadas poten­ciales estaban confinadas de manera provisional por el juzgado eclesiástico en casa de sus padres. Asimismo, tanto en los casos de litigios matrimoniales como de causas criminales de matrimonio, encontramos numerosos maridos que se quejan de que sus mujeres han vuelto a casa de sus padres y no quieren regresar para hacer vida maridable con ellos.

Por otra parte, si bien es cierto que las familias presionaban a menudo a sus hijos -y sobre todo hijas- para que se casaran según y como lo tenían pensado, los jóvenes enamorados también tenían medios para imponer su voluntad: raptos o fugas, por ejemplo. Sus estratagemas podían a veces con­sistir en sorprender la buena fe de un cura. Se lo llamaba bajo un pretexto cualquiera. Entonces, sorpresivamente, el joven le decía ante testigos "ésta es mi mujer" y la muchacha contestaba "éste es mi marido". Las palabras esta­ban dadas y no quedaba más remedio que casarlos, aunque la Iglesia (esto es el promotor fiscal del obispado) reaccionara cuando había queja del cura o de las familias. Así se habían casado María Cabello y Alonso Montero, de Huánuco, llamando de noche al párroco so pretexto de una confesión urgen­te (CC. 1668), o Juan de Torres y Juana de Paredes (CC. 1674). En cuanto a Joseph de Torres y Bohórquez y Josefa de Castro, habían imaginado algo más inesperado. Estando en una carroza, la joven había hecho ~eñales a un

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cura que estaba en el atrio de su iglesia y, cuando éste estuvo en el estribo del carruaje, surgieron del fondo de la carroza, donde estaban escondidos, el no­vio y unos amigos

5 que sirvieron de testigos para ese casamiento bastante con­

trabandeado ... 1 .

Ill ¿CASAMIENTO O NEGOCIO?

Al abrir el capítulo precedente, escribíamos que la violencia era el fe­nómeno más difundido y notable en el acervo documental que nos ofrecen los expedientes. Hasta ahora, sólo hemos estudiado manifestaciones de vio­lencia caracterizada, pero éstas en el fondo no eran sino un aspecto del pro­blema. Lo seguiremos encontrando a cada paso de manera subyacente y bajo formas más diversas en un sinnúmero de situaciones de fuerza: presiones más o menos solapadas, obligaciones y extorsiones de todo género, etc. Si bien la violencia matrimonial se expresaba en ellas de un modo menos aparatoso que en los casos anteriores, no por eso dejaba de existir y de constituir el princi­pal escollo sobre el que muchas parejas venían a fracasar.

a) ¿Esposas, criadas o esclavas?

Los aspectos económicos lo demuestran a las claras. Entre las quejas más lastimeras de muchas esposas figuraba la obligación de trabajar de mane­ra penosa, excesiva, a causa de la voluntad abusiva del esposo o de las pési­mas condiciones de vida que su ociosidad y su mala conducta imponían a la familia.

A menudo, esas mujeres insistían en que .esas labores eran para ellas algo nuevo y que antes de casarse no se habían visto nunca en la precisión de cumplir con semejantes quehaceres. Es más, muchos de los oficios impuestos a las demandantes por la necesidad y el desamparo en que las dejaban sus ma­ridos o por la codicia de éstos eran degradantes, vistos por ellas más bien como labores de criados y gente humilde. Cecilia de Luyando estaba obligada a trabajar en un telar de hilar oro "para poder(se) .sustentar" (D. 1653). Francisca Crespo se ganaba la vida en una pastelería y vigilando un taller de fabricar velas (D. 1665). Ana María de la Cueva, casada con un jugador que había vendido hasta la cama matrimonial, se había convertido en frutera para sobrevivir (D. 1690) y Micaela Flores, esposa de un tal Ignacio de Valenzue­la, chacarero en Carabayllo, tenía que ir personalmente a segar hierba para los caballos de su marido (D. 167 8).

Todo esto, por supuesto, se verificaba en un ambiente en el que sur­gían a cada rato disgustos y riñas, como explicaba Catalina de Espinosa, mu­jer del alférez-panadero Pablo Delgado:

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"No hemos tenido casi día entero con gusto , sino vibiendo en una perpetua guerra y así mesmo he estado sirviéndole, asistiéndole de mayordomo en el trato de panadería que tiene por agradarle, y si por

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algún acsidente no salía el pan bueno me trataba mal de palabras y obras" (D. 1692).

A veces, esas esposas explotadas se quejaban de que estaban reduci­das al mero estado de esclavas domésticas, no sólo por la dureza del trato que se les imponía, sino también por la naturaleza servil de lo que les tocaba en el reparto de las tareas.

Bernarda de Vergara denunciaba que su esposo Julián Cepeda, insti­gado por su madre,la obligaba a servir "como esclava", apremiándola hasta a sacar agua del pozo (D. 1664). Catalina de Salas, casada con el tratante de pulpería Juan Sáenz de la Cruz, tenía que abastecer la tienda y ocuparse de ella ''por no tener ese/aba que la sirviese y ser la que acudía a todo", mientras su marido iba vendiendo en la sierra (D. 1671). A Agustina del Rincón se le señalaba cada día lo que le tocaba hacer; debía, además, cortar la yerba y venderla "en compañía de los negros del servicio de dicha chacra" (D. 1653). Marcela Gutiérrez, sencillamente, había sido alquilada por su esposo a un dueño de esclavos para preparar la comida de éstos -el sango~, recibiendo su marido el salario del negro que hasta entonces había estado dedicado a esa labor (D. 1667).

Tales situaciones se daban sobre todo entre gente relativamente hu­milde, pero no eran exclusivas de ellas. Juana Ferrer, con 5,000 pesos de dote, también se quejaba de que en casa le reservaban "los más indecentes officios y que una esclava no hiciera sino con mucha precisiónl' (D. 1682).

Por supuesto, semejantes abusos arraigaban en una concepción del papel de la mujer en la familia y la sociedad. Podemos vislumbrarla a través de algunas reflexiones, tan espontáneas como reveladoras. Echándole en cara a su marido el trato que éste le imponía y que cuando ella volvía de la plaza la primera pregunta fuera siempre "¿Dónde está el dinero?", Josepha Barreto había recibido una respuesta nada equívoca: " ... diciéndome -escribe ella­que yo era su esclava, que me avía comprado con casarse conmigo" (D. 1672). Si a los pocos meses de casada María de Egoavil interpuso nulidad de matrimonio, fue entre otras razones por las desavenencias que habían surgido con su marido, mestizo, que de no haber sido obligado por sus padres hubie­ra preferido tener una esposa india "que le sirviese". (N. 167 l ). Igualmente significativa era la expresión que encontramos en los documentos de causas de matrimonio, cuando, en nombre de "la quietq y pacífica posesión" de sus mujeres huidas con otros o vueltas a casa de sus padres, los maridos pedían el auxilio de la justicia para que les fueran devueltas y regresasen al domicilio común.

b) Dotes y herencias

Entre las razones decisivas de muchos casamientos, el interés, bajo di­versas formas, desempeñaba un papel fundamental. Guiaba a menudo a los padres. Lo notamos en los expedientes de nulidad en que las mujeres referían

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cómo y por qué las habían obligado a casarse con éste o aquél. Asensia María, india viuda del Callao, tuvo que contraer un segundo ·

matrimonio a instancias de su familia "para que ellos tuvieran buen~ vejés" (N. 1661 ). El padre de María de la Parra debía 3,000 pesos a J oseph de Mata­moros y "no hallando de qué satisfacerlos ni teniendo posible para ello trató de ganarle la voluntad ofreciéndo(la) por esposa" (N. 1674). Bernavela de Ovalle fue casada por su madre, "quien por reconoserse pobre con la carga de muchas hijas y en especial la (suya) trató del casamiento" (N. 1682). Pe­tronila López de Prado tuvo que casarse con Francisco García del Pozo por­que su familia se enteró de que éste estaba en vísperas de una herencia impor­tante (N. 1675). En fin, el albacea de los padres de Juana Guerrero se había quedado con la dote que ésta tenía para ingresar en un monasterio y la había casado con un tal Juan Cid, de Huaura, que por ser humilde y pobre se había contentado con una mujer sin dinero (N. 1673).

A la inversa, el cebo de las dotes parece haber inspirado a muchos ga­lanes, que no tardaron en despilfarrar las cantidades, a veces considerables, que habían sido la única causa de su casamiento. Desengañadas y .arruinadas, las esposas interponían divorcio cuando las habían abandonado una vez de­rrochada la fortuna que ellas habían traído: Martín Bellarmino 30,000 pesos a Josepha de Cárdenas (D. 1652), el capitán Juan José de los Ríos y Berriz 55,000 pesos con además 150,000 de deudas a Manuela Geldres de Zavala (D. 1696), Juan de Orellana 12,000 pesos a María de Morales (D. 1684 ).

Algunos no esperaron mucho antes de alzarse con los haberes de su consorte. Bartolomé López de Barrionuevo, "muy distraydo y jugador", se había ido al día siguiente de la boda con todo lo que había podido llevar. Volvió a aparecer "pobre y :Jesnudo" cinco meses después (D. 1651 ). A los cuatro meses de casado, Domingo López de Saavedra, esposo de Leonor de León, hizo otro tanto con los bienes de su mujer. Obligado a regresar por un soldado enviado para seguirle el rastro, fugó más tarde otras dos veces lleván­dose todo lo que pudo (D. 1670).

Los problemas solían surgir en cuanto la realidad de la fortuna del consorte resultaba menos esperanzadora de lo que se había creído o de lo que se había afirmado antes de la boda. En los expedientes, este error -o más a menudo engaño- sobre la situación económica se asimilaba -de ma­nera abusiva en términos jurídicos, pero muy significativa desde un punto de vista social- a una de las causas dirimentes por excelencia, esto es el error so­bre la calidad de la persona, problema sobre el que volveremos al tratar de los aspectos raciales.

En estos casos, la decepción suscitada por frustradas esperanzas solía encabezar la lista de recriminaciones que los o las demandantes reunían para dar cuerpo a su alegato, lo cual muestra a las claras la importancia que se le otorgaba. Antonia de Espinosa Cabezas, de la casa del conde de Peralta, que poco después de enviudar en Cartagena se había vuelto a casar algo apresura­damente con un tal Juan de Albornoz, empezaba su alegato escribiendo:

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" A los pocos días, experimenté que era un hombre pobre, sin oficio ni beneficio y que el ténue en que se ocupaba de serero le avía dexa­do sin tratar de buscar ni acomodarse en otro de que poder sustentar­se y sustentarme" (D. 1653).

A los quince días de casada, Ana Jusepa de Rus denunciaba a Manuel de Figueroa, siendo también su primera acusación " .. . haverme instado im­portunamente a que me cassase con él, suponiendo que hera ombre de cau­dal siendo assí que no tenía más que una camissa en el cuerpo" (D. 1670). Tres años más tarde, Petronila María Suárez de León se quejaba de Alonso Díaz Fernández por haberla engañado " ... para efecto de conseguir el que le contrajese (el matrimonio) con él, suponiendo ser persona muy poderosa y que tenían él y otros tres hermanos suyos cuatro cientos mili pesos de cau­dal ... " (D. 1673).

Este tipo de argumento no era propio de las mujeres. También los hombres no vacilaban en aducir esa clase de engaño para que se disolviera su casamiento, tanto más cuanto que no había en esto nada lesivo para su hombría. Al contrario, así vengaban de alguna manera su honor burlado. Dio­nisio de Soria, esposo de Juana Quintero, alegaba en primer lugar que antes de casarse ésta había vivido libremente, como lo probaban dos hijos que ya tenía. Pero el demandante añadía, /ast but not least: "ni tiene casas ni cosa que lo balga ni chacra como también se supuso a el principio del dicho con­trato" (D. 1682).

El sargento mayor Francisco Martínez había consentido en unirse con la mestiza Josepha de Avendaño, que vivía con una tía suya, consideran­do que era hija legítima y sobre todo -la insistencia es nuestra- futura pro­pietaria de 16 fanegas de buena tierra en Surco. Sin embargo, en el momento de testar,la tía reveló que Josepha era "espuria". Por lo tanto, dejó su fortu­na a otros herederos, lo cual llevó al sargento mayor, ''para la quietud de (su) conciencia"(¿?¡!) , a pedir la nulidad de su casamiento . . . (N. 1688).

c) Chapetones y criollos

Aquí también aparecen a veces roces y tensiones entre criollos y es­pañoles peninsulares, en la medida en que la distancia entre las dos patrias o la inexperiencia de los chapetones permitían engaños de ambas partes.

A los dos meses de la boda, Juana J osepha Sarm.iento de Lorca se dio cuenta que Jerónimo García de Mancilla la había burlado. No era más que un pobre pulpero, además malamistado, cuando antes de casarse había pregonado

"que era un hombre de mucha calidad en el reino de Aragón, de solar y casa muy principal en él, y que fuera deso tenía caudal conocido de catorze mil pesos con que podría aliviar a la dicha doña Juana de mu­chas partes de sus cuidados" (D. 1664 ).

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Petrona de Salazar y Scsa, dueña de una hacienda valorada en 25,000 pesos y con dote de casi 12,000, contaba cómo su marido Alonso de Valdés, en ocho años, la había . despojado de su fortuna y acababa de abandonarla para regresar a España, donde ella sospechaba que había puesto clandestina­mente y "en . cabeza ajena" el dinero que le había ido robando (D. 1652). María de Bances, afortunadamente, se dio cuenta a tiempo. A los cuatro me~ ses de la boda pidió el divorcio. Apenas estuvo casada, su marido Santiago de Abarriscueta la instó a que vendiera todo lo que poseía: esclavos, casas, mue­bles, joyas y calesas. Como se negó, éste acabó por confesarle en un arrebato de cólera que -según decía Da. María- "sólo era su ánimo el destruinne y reducir todos los bienes muebles y raizes que tengo a dinero para ausentarse de esta ciudad e irse a los reinos de España dexándome pobre" (D. 1683)16.

Otro caso revelador es el de Clara de Pineda. Un mes después de su boda pidió divorciarse de J oseph de Intriago, "cajonero en la calle de bode­goneros ... recién venido de los reynos de España". En los pocos días de vida marital que habían tenido " ... siempre (había) estado de mala condi­ción ... por decir que no le dieron dote ninguna y que le devían de dar dos mill pesos para surtir su petaca" (D. 1661 ).

A la inversa, no eran escasos los chapetones que denunciaban a fami­lias criollas por haberse aprovechado de que llegaban "sin conocimiento algu­no de la tie"a y sus personas", como decía uno de ellos, para que por enga­ños o por fuerza se casasen con una hija suya. Esas familias no vacilaban en acudir a la justicia con amenazas de cárcel y, sobre todo, de destierro a Val­divia para conseguir el fin que pretendían (Alférez Bartolomé Cabello, N. 1684; Pedro Calderón de la Madrid, N. 1672; Francisco de Castrejón, N. 1684; Felipe de Vera, N. 1699). En cuanto al mercader español Bartolomé de Traspeña, esposo de Luisa de Carvajal desde hacía 13 años, afirmaba que si su mujer acababa de pedir la separación era porque dada su mala suerte en los negocios volvía pobre de Europa. En abono de la verdad, hay que decir que se había quedado allí 11 años (D. 1661).

IV. LOS PROBLEMAS ETNICOS

En un país como el Perú, por razones obvias existía en muchos aspec­tos de la vida colectiva un homotetismo prácticamente inmediato entre lo so­cial y lo étnico, sirviendo éste a menudo para determinar o connotar aquél. Bien se sabe que las implicaciones raciales surgían a cada paso, sobre todo cuando se trataba de reforzar el estatus personal o de jugar con las fallas de la complicada y sutil jerarquía sociorracial, que tanto se prestaba para susci­tar y envenenar rivalidades, rencillas o rencores.

No es nada extraño, entonces, que en situaciones de conflicto como las desavenencias matrimoniales el problema racial apareciese con notable frecuencia. Los insultos que se cruzaban en las peleas caseras acudían muchas veces a alusiones raciales degradantes o hirientes. El labrador indio Lorenzo

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Felis trataba a su esposa de ''puta de negros y mulatos" (D. 1691 ), y en sus cóleras el chacarero español de Lurigancho Diego Hernández, casado con la india Juana Berona, le echaba en cara que no era más que "una perra yndia borracha que no merecía estar casada con españoles" (D. 1657).

Por ahí rondaban también fantasmas a la vez sociales y raciales muy reveladores de los temores y de las repulsiones profundas de los sectores do­minantes de la población. A las hijas de españoles que se negaban a aceptar por esposo al joven que sus padres tenían escogido, se las amenazaba con casarlas con cualquiera, "aunque fuera con un negro" (Josepha de la Cueva, N. 1672).

a) Orden racial y blanqueamiento matrimonial

Sabemos que las familias desempeñaban un papel importante en todo lo tocante al casamiento de sus hijos -y sobre todo de sus hijas-. Por eso , no son escasos los expedientes donde se revela que los padres habían intervenido para restablecer o mantener lo que consideraban como un orden sociorracial que no se podía derogar. La mulata Bernavela de Aguilar, esposa del sargento Felipe Claros, explicaba que la causa de su desdicha matrimonial no era otra que su suegra. Esta soportaba muy mal que "siendo mulata -dice- me casa­se con el dicho su hijo". Con la ponzoña de continuas insinuaciones, la suegra había llegado a crear una situación sin salida que no podía desembocar sino en una separación:

"Irritado el dicho Phelipe Claros del sentimiento que hace de que los dichos su madre y hermano tubieron de que ubiese casado conmigo siendo mulata, y de los baldones y afrentas que le desían, me a cobra­do aborrecimiento y mala voluntad" (N. 1667). La mayoría de las veces, las familias actuaban de tal modo que sus

hijas pudiesen contraer matrimonio con una persona situada más arriba en la jerarquía racial, lo cual equivalía a una especie de promoción social. Para lo­grarlo, empleaban métodos no siempre muy dignos ni honrados. D. Diego de Herrera Carvajal y Moscoso, hijo de un maestre de campo emparentado con un presidente de Charcas y un obispo de Quito, huyó de casa de su madre porque ésta lo quería obligar a ser cura, amenazándolo incluso con mandarlo a Chile si no cumplía oon su. proyecto. D. Diego se escondió algún tiempo donde una familia cuya madre era zamba. Lo hospedaron y poco después, por inducción y añagazas, llegó a casarse con una de las hijas, pero bajo iden­tidad y con licencia falsas. Más tarde, ya hombre, pidió la nulidad de su casa­miento alegando que, siendo español, el mero hecho de haberse casado con una zamba probaba de sobra que esa unión no había sido libre, sino forzada:

"No es creíble que si yo no me hallase en semejante aprieto y el tiem­po me ubiese dado lugar a considerar las obligaciones de mi sangre, avía de permitir ni selebrar st.mejante contrato con una hija de una

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samba, de que s·e ynfiere · manifestamente que no tube libertad libre y espontánea" (N. 1698). . ,. También parece haber sucedido al revés, sobre todo en medios indí­

genas; esto es que las familias deseosas de quedar en su sitio y evitar así posi- . bles desilusiones o problemas, actuasen para impedir uniones que desde un punto de vista sociorracial habrían producido un desequilibrio aparentemen­te favorable. Isabel Francisca de Chaves, hija mestiza de un corregidor espa­ñol de Yauyos, pero que vivía con su madre en un medio indio, se quería casar con un español con quien ya tenía dos hijos. Temiendo su madre que este hombre en realidad estuviese interesado por los bienes de su hija, la obli­gó a casarse con un mitayo indígena de 18 años, pensando que "esto mismo conduciría -escribe Isabel- a mi maior convenencia, porque se portaría como mi criado i no maltrataría a la dicha mi madre ni disiparía sus bienes". Isabel Francisca se había opuesto, pero en vano, a semejantes proyectos "por tener por cosa de menos valer el casarme con un indio mitayo, siendo mestisa y mis hijos españoles, blancos y rubios ... " (N. 1697).

Le había pasado lo mismo a la mestiza Josefa de Montemayor y Ga­ray. Estando preñada de "una persona de autoridad y de desente profesión", sus padres la unieron a un barbero indio que antes la había cortejado y al que ella '" había rechazado "mirándolo como a persona desigual". Afladamos que éste la obligó a abortar, por lo que al cabo de un mes Josefa solicitó la nuli-dad de su matrimonio (N. 1684). ·

Entre los casos de nulidad figuran, asimismo, aquellos en que se había ejercido violencia para obligar al casamiento a una persona racialmente situa­da más arriba en el "escalafón" social. Casi siempre eran mujeres las que pa­decían tales situaciones. Gertrudis de Melgar, una española, cuenta cómo su profesor de arpa, el indio Melchor de los Reyes, la había ayudado a huir de su casa, en la que ya no aguantaba la excesiva autoridad de su madre. En el aposento adonde la había llevado, el tal Melchor la había tenido encerrada va­rios días hasta conseguir violarla, obligándola así a casarse con él ya que la amenazó si se negaba a hacerlo, con devolverla a su madre y contarle, a su modo t~do fo ocurrido. Movida por el terror, Gertrudis había terminado por acept~r un casamiento clandestino, pero muy a regañadientes ",respecto de

· rrec<;moser que era pers,ona desygual a . la (suya) y ser (:Omo es un y ndio " (N. 1664). Prácticamente lo mismo le había sucedido a la mestiza María del Ro­sario, a quien su familia había casado con el indio que la había forzado en la trastienda de su tfa y al que ella no quería precisamente por ser indio ':V deshigual a (su) persona" (N. 1664).

También los hombres eran a veces víctimas de semejante voluntad de blanqueamiento matrimonial. Al poco tiempo de llegar al Perú, el navarro Felipe de Vera se había amancebado con una mestiza, una Rosa de Espinosa, que lo quiso por marido. Como se negaba, ella lo hizo encarcelar y amenazar con un destierro a Valdivia hasta que cedió. Se celebró el matrimonio en con­diciones de total irregularidad. Cuando más tarde Felipe de Vera pidió la nu-

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lidad , para la que sobraban motivos jurídicos, añadió que la mejor prueba de la trampa en que había caído era precisamente que "no siendo la persona ygual a (su) calidad y la dicha Rosa de Espinosa mestiza que no yguala a (su) sangre, no (se) avía de casar con persona que no fuese ygual a la (suya)" (N. 1699).

En 1666, Bartolomé López y Chaves, español vecino de Huancayo, interpuso la nulidad pues afirmaba que a los doce años se había casado con una india llamada Francisca Guarmitae por engaños que le había hecho.

¿Eran ciertas las versiones que daban estos esposos? Difícil es decirlo . No deja de sorprender, por ejemplo, que Bartolomé López y Chaves, del que acabamos de hablar, hubiera esperado 36 años ( ¡ ! ) antes de sacar a relucir los engaños de la india Francisca Guarmitae. En realidad , lo que parece más probable es que algunos españoles que se habían casado con mujeres no blan­cas mudaban después de opinión o se daban cuenta a posteriori de que en el contexto general de la sociedad de aquel entonces habían cometido un error. Bien lo revela la mulata Beatriz de San Joseph. Siendo esclava y trabajando en una panadería, fue vendida por 300 pesos a un pulpero español llamado Juan de Tornamira, quien tenía la intención de casarse con ella. A los tres años de la boda, Beatriz pidió el divorcio por los maltratos que le infligía su esposo. Según afirmaba Beatriz, éste andaba diciendo a cada rato que "estaba aburrido y con sentimiento de aberse cassado con una mulata" (D. 1659).

Causa real y principal de desavenencias matrimoniales, mera coartada que en parejas ya desmoronadas ocultaba otros motivos más profundos y complicados para separarse o , sencillamente, argumento entre muchos en los expedientes de divorcio y nulidad , el problema racial se insinuaba en todos los tipos de grietas y fallas que podía presentar la vida matrimonial.

Entre éstas, las cuestiones de celos ocupan, por supuesto, un lugar importante. La india lgnacia María Gómez de la Cruz se quería separar de Joseph de la Paz, también indio, por la sevicia que éste le imponía después de que les hubiera nacido un niño tan blanco que el marido se negaba a creer que fuera su hijo (D. 1675). La esclava negra Margarita solicitaba el divorcio ya que su esposo, el negro esclavo Antonio Mina, la quería matar por haber dado a luz un mulatillo (D. 1676).

b) Amoríos, adulterio y esclavitud

Entre las grietas y fallas de las que hablábamos, el adulterio era una de las que con más frecuencia se alegaba para acabar con el matrimonio. En lo tocante a divorcios, lo encontramos citado como motivo principal o secun­dario en más de la sexta parte de los expedientes, pero es de notar que en esta proporción más de un 250/0 implica a amigas o mancebas negras, mulatas, cuarteronas o zambas. Si bien tales cifras incluyen matrimonios de personas que pertenecían a las castas, es preciso notar que con notable frecuencia la acusación de este tipo de amancebamiento se utiliza en expedientes de blan-

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cos. En aquella época, los viajeros extranjeros que pasaban por el Perú nota­ban, a veces horrorizados, otras veces irónicos, que las limeñas parecían no preocuparse por los amores a menudo públicos de sus esposos con criadas o esclavas. Por la documentación que hemos manejado, sería necesario matizar tal afirmación. No pocas mujeres utilizaban esos amoríos domésticos para in­terponer demandas de separación, sin que sepamos a ciencia cierta si había en ello un motivo verdadero y central de divorcio o apenas un argumento más entre otros -quizás una coartada- ya que de todas formas el adulterio por sí solo no bastaba para que el tribunal eclesiástico concediera la separa-ción tan anhelada. .

Sea lo que fuera, lo cierto es que no pocos españoles parecen haber tenido una afición muy especial a ese tipo de relaciones interraciales y extra­matrimoniales que la esclavitud y el mundo colonial en su conjunto hacían más fáciles y, sin duda, toleradas. En tres ocasiones, D. Pedro de Alvarado Angulo había sido sorprendido por su esposa con mulatas de la casa, y era notorio que había tenido "otras muchas amistades con diferentes mujeres blancas y mulatas" (D. 1661). El capitán Juan de Ubaque se había enamora­do de una zamba esclava que pertenecía a la dote de su mujer y había tenido en ella dos hijos. Pero, lo que tal vez escandalizaba más a la esposa legítima, era que "siego del amor de la dicha samba" el capitán le había dado "gracio­samente" la libertad, mermando así el capital familiar (D. 1663). En cuanto a Pedro Ramírez, que anteriormente había tenido ya una manceba mulata y otra zamba, su esposa, harta de promesas de enmienda y desengafiada por su­cesivas recaídas, pidió el divorcio después de encontrarlo de nuevo abrazado con una negra del servicio.

c) El e"or sobre la persona

En la abigarrada paleta sociorracial de la colonia, en que el elemento étnico era de tanta importancia, no es nada sorprendente que algunos indivi­duos hayan intentado -y a veces logrado, por lo menos durante cierto tiem­po- hacerse pasar por más "blancos" de lo que eran en realidad. Tales tenta­tivas podían dar lugar a situaciones difíciles y enrevesadas, en las que el con­sorte engañado, avergonzado y frustrado, interponía nulidad de matrimonio y las más de las veces la conseguía, cuando podía probar sus quejas.

Da. Jerónima de Sotomayor y Haro, hija de un caballero de Santiago, se había casado con un D. Juan de Herrera y Castilla, arequipeño que se pre­sentaba como "un caballero de mucha calidad", heredero único de haciendas y encomiendas. A los cinco años del matrimonio, Da. Jerónima interpuso nu­lidad, después de darse cuenta de que, si bien su esposo era arequipeño, su madre era india y se llamaba Juana Topachi (N. 1658). A los diez meses de casada, Agustina Revelo pidió también la nulidad de su unión con J oseph Díaz de la Cueva. Su padre la había obligado a casarse pensando que iba a tener por yerno a un hijo legítimo de españoles, cuando en realidad no era

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ni lo uno ni lo otro y, como escribía Agustina a propósito de sí misma, "una persona honrrada y principal hija de padres nobles ... no se debe presumir se casara voluntariamente con tanta desigualdad" (N. 1667).

Ese mismo año, Damiana Hurtado se quiso separar de Pedro Fernán­dez, que, según la documentación que le había enseñado, era español e hijo de un capitán. Ahora bien, con la "sublevación" de indios de 1666 había sido apresado "por cholo". Confesó entonces que su padre era mestizo y su madre india (N. 1667).

Los españoles no eran las únicas víctimas de semejantes engaños o yerros. La mestiza Leonor Alvarez se había casado siete años antes en lapa­rroquia de los españoles de lea, suponiendo que su novio Juan Hemández era mestizo también, pues, como decía con orgullo Leonor, ''.Yo ni mis padres somos yndios sino más que mestisos". Sin embargo, acabó por darse cuenta de que se había unido con un indio y exigió la nulidad del matrimonio expli­cando las razones más sociales y económicas que étnicas de la frustración que experimentaba:

"Es cierto que no me ubiera casado con el susdicho porque no quiero que mis ijos que tenga y tubiese sean tributarios, ni ellos estar sujetos a alcaldes ni cura para que nos obliguen a yr acudir a su pueblo y iglesia a misa y dotrina y a otras pensiones y obligasiones a que acu­den , como lo podrán aser todas las veses que quieran como lo asen con los demás yndios yndias" (N. 1680). Sin embargo, hasta los esclavos situados en lo más bajo de la jerarquía

social podían interponer juicios de nulidad por error sobre la calidad del con­sorte. A los once meses de casada, la mulata Inés de Escobar se quería divor­ciar del pardo también esclavo Antonio Moreno_ Su abogado alegaba que éste era borracho y violento, pero ahí no paraban los motivos de separación: " .. . se allega que quando cassó mi parte con él ... dio a entender era mulato siendo assí que es morisco y decendiente de ververi1yos, y por esta ra1yon de tan depravadas y malas costumbres, condición y aspereza_ .. " (D. 1670).

No era excepcional que los esclavos ocultasen la realidad de su condi­ción al casarse y que cuando se descubría la verdad el cónyuge defraudado pidiese la nulidad de ese casamiento engañoso. Solía ocurrir en familias mula­tas o pardas, como entonces se decía, esto es en medios un tanto ambiguos ya que social y étnicamente estaban emparentados con blancos, pero tam­bién relacionados con el mundo de la esclavitud. Además, favorecía errores y engaños el que nadie se parecía más a un pardo esclavo que un pardo libre.

Semejantes "desventuras", sin embargo, no perdonaban ni siquiera a las capas más acomodadas. Da. Juana Atienso pidió la nulidad de su matri­monio con Cristóbal Muñoz a los seis meses de casada. Esta "española y de padres conosidos y nobles" acababa de descubrir que su esposo, oriundo de Trujillo, era esclavo en su ciudad natal (N. 1651 ). Igual le pasó a Da. Josefa María Martínez de Soto, también noble, con su marido Pedro Ramírez (N. 1682 ). El desengaño fue más rudo aún en el caso del alférez Martín de Roa.

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Había contraído matrimonio con una mulata huérfana criada por caridad en la casa del Maestre de Campo D. Diego Manrique de Lara. Cuando éste mu­rió, su yerno y albacea reveló al marido que la tal huérfana no era sino hija adulterina del maestre de campo con una esclava suya y, por lo tanto, esclava de la familia. Para solucionar el problema sin publicidad, pero sin defraudar tampoco a los herederos del valor de un esclavo , el yerno propuso a Martín de Roa venderle sin más ni más a la mulata esposa para que la pudiera liber­tar. El alférez se negó a la transacción y prefirió pedir la nulidad de manera oficial para manifestar el engaño que le habían hecho y para no tener hijos en una esclava (N. 1688).

d) Los casamientos de esclavos y sus problemas

Los casamientos de esclavos, hay que decirlo, suscitaban no pocos problemas ante el tribunal eclesiástico. Muchos de ellos -sobre todo mujeres­se quejaban de haber sido casados a la fuerza por sus amos y aducían este abuso para pedir la nulidad. La india chilena esclava Inés de Córdoba se había visto obligada a unirse con el negro, también esclavo, Manuel Congo por vo­luntad de su ama y a raíz "de un disgusto que le avía dado"; en otras palabras, a manera de castigo (N. 1683 ). Otras denunciaban que las habían casado para tener más seguros a sus esposos, que tenían fama de cimarrones. La esclava chilena Inés Carreña había huido al asiento minero del Nuevo Potosí para ser libre, "pues es cierto que la servidumbre se equipara a la muerte". Allí la ha­bían obligado a contraer matrimonio con el esclavo Alonso Guineo, cuyo amo así "afiansaba la seguridad del dicho su esclavo" (N . 1664 ). La esclava criolla Dom inga Juana pertenecía a los jesuitas en la Hacienda de San Martín. La habían unido con un negro, a quien los sacerdotes pensaban "tener más seguro" de ese modo, pero al que por su propia voluntad ella nunca hubiera querido. Tenía muchos defectos: ladrón, cimarrón ''.Y con otras tachas", sien­do la primera de éstas el ser bozal (N. 1680). Los esclavos criollos miraban, en efecto, con notable desprecio a los bozales, hasta el punto de considerar la unión con ellos como deshonrosa. Cuando los obligaban a casarse con un bo­zal , hacían hincapié en ese origen para argumentar la nulidad , arguyendo que "de (su) libre y espontanea voluntad" no lo hubieran hecho por la vergonzo­sa desigualdad que implicaba (Pascuala María, N. 1664 ).

Otros se casaban sólo para no ser vendidos a lo lejos (Ignacio de la Cruz, N. 1660; Juana de Astorga, N. 1671; Juana de León, N. 1673; Juan Es­teban, N. 1693) y luego aducían esto como prueba de que la unión no había sido voluntaria, sino forzada. Le había pasado al revés a la mulata María de Avila. A pesar de ser esclava, había estado a punto de contraer matrimonio con un español. Su amo se lo había prohibido, temiendo ser defraudado , y la había casado a la fuerza con otro esclavo suyo. Como la unión resultó ser de las más infelices, el amo decidió vender al marido en Pisco y María, ya sola, solicitaba la nulidad de su matrimonio para casarse otra vez, pero según su

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gusto (N. 1686 ). A nivel de causas criminales de matrimonios o de litigios matrimonia­

les también surgían muchos problemas cuando en una pareja mixta libre-es­clavo los amos de éste trataban de impedir que tuviesen una vida matrimonial como dios manda. A veces se negaban a que la pareja pudiese juntarse en los días señalados por las sinodales, esto es los sábados por la noche (Gabriel de Ayala, L. 1689; Pascual de Dueñas, C. 1659), o trataban de vender al esclavo deshaciendo la familia ( Sebastiana Benavides, L. 165 6 ; Nicolás Terranova, C. 1686).. .

Tales pleitos podían tener a veces un desenlace bastante sospechoso. El mestizo Joseph Marcadén y Ochoa se había quejado de que el convento de las Descalzas de San José no le dejaba hacer vida maridable con su esposa, la esclava María de la O. , que era de las monjas. No deja de ser curioso que poco después María de la O. , que no podía salir de la clausura, pidiese la nulidad de su matrimonio (N. 1685).

En fin , recordaremos los expedientes de nulidad en que la esclavitud del consorte se esgrimía no tanto por la tacha social que representaba como por sus consecuencias económicas. María Ambrosía Ruiz se había casado con Agustín de Morales sin saber que era esclavo. La había engañado, pues, pero en su argumentación María Ambrosía hacía sobre todo hincapié en el hecho de que su marido, dado· su estatuto, tenía que entregar cada día una parte de su sueldo a su ama. Tal obligación inermaba los ingresos, sin duda modestos, del matrimonio y hacía que Agustín no pudiera dar a su esposa el nivel de vida que ésta había esperado (N. 1695). Asimismo, Nicolás Hilarlo, indio de la Rinconada, se había unido con la negra esclava María Velázquez suponién­dola libre . de cautiverio. Esta le pegaba y hasta lo había dejado malherido. Pero había más, según Nicolás: "Hasta la dicha su ama -decía él- me ha qui­tado los cortos bienes que tenía por decir que yo le he de pagar los jornales quando, si falta del servicio de su ama, le ocupa en el mío" (D. 1700).

e) ¿Espejismo, realidad o coartada?

No quisiéramos terminar este capítulo sin proponer algunas reflexio-nes.

La primera es, aparentemente, fo borroso de las percepciones de la realidad étnica, según las revelan algunos expedientes. No deja de sorprender que una Josefa de Peralta y Guzmán casase con un Eugenio de Cantillana creyendo que era español, cuando en realidad era cuarterón de mulato (N. 1650); que Angela de Velasco y Morales pudiese pensar que su marido, Cris­tóbal de Alarcón, un indio, fuese de los Alarcones de Panamá y español (N. 1678); que Damiana Hurtado no se diese cuenta de que Pedro Fernández, que se decía español, tuviese madre india y padre mestizo (N. 1667), etc. En una sociedad como la peruana, en la que el elemento étnico desempeñaba un papel tan importante en la definición social del individuo, parece extraño que

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tales equivocaciones pudiesen darse, aun tomando en cuenta, por otra parte, la complejidad y multiplicidad de las mezclas raciales, que, a lo largo de las generaciones, no hacían muy fácil la aprensión del fenómeno .

Sin descartar la posibilidad de tales errores, nos inclinamos más bien a creer que en estos casos había a menudo otro componente. Si se alegaban equivocaciones raciales en los expedientes, era posiblemente más como coar­tada o para encubrir otros motivos, sabiendo los -o las- demandantes que ahí había un argumento de peso y eficaz -esto es muy plausible- de cara a lo que pretendían; es decir, la separación más favorable, la nulidad de matri­monio .

No deja de ser extraño que Ana Rodríguez haya tardado 19 años en darse cuenta que su marido, el soldado Francisco de Arévalo , era un mestizo criado en una estancia aislada de Cuenca y que ni siquiera había sido bautiza­do (N. 1661 ), que Jacinto Rosales haya esperado 13 años en argüir el engaño de su esposa, la parda lgnacia de Coca, sobre su cautiverio (N. 1698), y no hablemos de los 36 años al cabo de los cuales el español Bartolomé López y Chaves denunció las añagazas de la india Francisca Guannitae para casarse con él (N. 1666 ).

Muy posiblemente había otros motivos detrás y debajo de los que se aducían a nivel étnico. A veces, en los expedientes, éstos se traslucen de ma­nera más o menos nítida. Por ejemplo, eran motivos económicos en el caso de Juan Bazarrate, un mulato libre. Afirmaba haber ignorado que su esposa Antonia María era esclava y lo daba como motivo principal de su alegato, pero también en el cuerpo de su queja decía que ésta, antes del matrimonio, le había prometido comprar la libertad y todavía en 14 años de vida común no lo había cumplido (N. 1660).

Había incluso expedientes en que los demandantes se arrepentían de haber utilizado argumentos étnicos falsos por razones que, desgraciadamente, no se precisa. Así, en 1682, Juana de Dios de Céspedes retiró su demanda de nulidad, en la que había argüido que su marido, Francisco de Alzamora, le había ocultado su estatuto de esclavo. Confesaba Juana de Dios que esto era falso y que sabía muy bien a qué atenerse antes de la boda (N. 1682).

Hemos encontrado un expediente muy complejo en el que aparece a las claras que lo étnico, a veces tan difícil de definir con exactitud, podía no ser más que una coartada, una falla sobre la que, precisamente por su borrosi­dad o los espacios que dejaba para las dudas, se podía argüir y redargüir. Es el de Francisca Zambrano y Pablo de Retes. Ella, hija de un hacendado de Huaura, se había casado con el mayordomo de sus padres, quien, según dijo después, la había violado para obligarla al matrimonio. En los documentos en que Francisca pedía la nulidad , afirmaba que antes del matrimonio el tal Pa­blo había pregonado que "era de calidad sangre y nobler(l", cuando en reali­dad se supo más tarde que descendía de esclavos. Su propia ni.adre había na­cido cautiva y sus parientes tenían una casa de trato en el Cercado, el barrio de las castas de Lima.

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En su defensa, Pablo de Retes contraatacaba, subrayando que su es­posa no podía ignorar que él era de ascendencia mulata. Además, muchos de los mayordomos de hacienda lo eran. En fin, se extrañaba mucho de que la tal Francisca Zambrano hiciese tanto caso de los orígenes africanos de su marido ya que, según afirmaba, "la calidad de la dicha doña Francisca ... sólo llega .. . a ser requarterona de mulatos como es cossa notoria y por tal se alega por aver sido su agüela esclava de la casa de la concha en esta ciu­dad ... " (D. 1696 ).

V. LOS DISCURSOS DEL CUERPO

a) Metáforas y camuflaje

La "revolución" freudiana con sus consecuencias y la evolución ulte­rior de las costumbres, sobre todo en los últimos decenios, han hecho del sexo -tema en muchos aspectos tabú hasta entonces- una especie de prota­gonista privilegiado del discurso contemporáneo. Por razones obvias, todo lo relacionado con la libido ha desempeñado siempre en los problemas matri­moniales un papel importante, constituyendo un terreno predilecto donde se expresaban o por lo menos se manifestaban las tiranteces y las desavenencias.

En la documentación que aquí nos interesa, si bien es cierto que hay un lenguaje del cuerpo, también es indudable que en él las más de las veces el sexo y sus problemas se manifiestan de manera esencialmente alusiva o meta­fórica y por diversas razones: codificación social de la época, perspectiva so­bre este tipo de realidad sin lugar a dudas diferente de la que tenemos hoy , pero también búsqueda de la mayor eficacia posible por parte de los deman­dantes, dado que, salvo en casos de impotencia o de no consumación, los juz­gados eclesiásticos solían considerar que las desavenencias sexuales no consti­tuían motivo suficiente como para poner fin a un matrimonio. En el otro ex­tremo, como las manifestaciones de la sexualidad que se situaban fuera de la norma entonces vigente (sodomía, homosexualidad , bestialidad, etc.) eran de la competencia de la Inquisición, es normal que tampoco las encontremos en la documentación que llegaba a las manos de los canónigos del tribunal epis­copal.

Por los motivos expuestos más arriba, las demandantes insistían en­tonces no sobre los problemas en sí, sino más bien sobre sus consecuencias o las soluciones -casi siempre de violencia- con que sus esposos trataban de resolverlos. Juana de Barragán, casada desde hacía menos de un año con Luis Fernández, argumentaba su petición de divorcio con el hecho de que durante la noche nupcial su esposo la había amenazado con una espada. No explicaba tal actitud. Sólo más tarde en su alegato revelaba que ella siempre se había negado a consumar el matrimonio (D. 1655). Ana Jusepa de Rus se quejaba de su marido , Manuel de Figueroa, ya que "sin haverle dado caussa ni oca­ssión ... estando acostada en (su) cama" éste se le había venido encima, le

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había pegado y dejado malherida. Por otra parte, en adelante y de manera al parecer no relacionada con estos sucesos, explicab_a que como el tal Manuel despedía un olor horroroso, a ella siempre le había parecido imposible la unión matrimonial (D. 1670).

Sin duda alguna, problemas de ese tipo hacían que a los ocho días de casado, en plena noche -quizás después de un nuevo intento frustrado o frustrante de unión- Francisco Martínez de Urrueta, de Huánuco, abandona­se a Juana de Aguirre para volver a casa de su familia y tuviese poco después una _amante (D. 1665); que Cristóbal de Losada negara la cama matrimonial a su esposa Catalina de Agama y la obligase a dormir a su lado, pero en el suelo (D. 1658), .o que J . Díaz de Tero, casado desde hacía menos de seis•meses con María Gudelo, tuviese costumbre, según su esposa, de levantarla a desho­ra de la cama -sin duda decepcionado por su poca solicitud amorosa- y le pusiese una daga en el pecho preguntándole quién era su "amigo" y amena­zándola "con muchas demostraciones" de matarlos a los dos (D. 1670).

Como en los ejemplos que acabamos de citar, las mujeres que se que­jaban de la violencia de sus esposos indicaban en sus expedientes que la sevi­cia recrudecía de noche, en la cama, momento y lugar de mayor intimidad que por razones evidentes se prestaban para que , como cuento de nunca aca­bar, resurgieran los problemas, se manifestaran en lo más profundo las repul­siones o sencillamente la imposibilidad de llevar una vida normal. No pocas de esas querellantes incluso revelan que sus maridos iban armados a la cama, sin duda menos para defenderse de posibles ladrones que para intimidar a sus esposas y obligarlas bajo amenazas a cumplir con un aspecto de su -llamado deber conyugal que era aquel en que ellas mostraban más renuencia.

b) Celps y vigilancia

En la cuestión de los celos era donde se trasparentaba todo esto con más_ nitidez y donde, una vez más, los maridos con problemas creían encon­trar . una solución gracias a la violencia o, por lo menos, al temor. En efecto, las quejas de este tipo provenían prácticamente todas de las mujeres. Era muy excepcional que un hombre interpusiese divorcio por celos de su esposa, aun­que se puede citar el caso del tendero Ignacio de Castro, a quien su mujer es­piaba constantemente y perseguía con insultos en su tienda, lo cual le hacía la vida imposible y concluía por ahuyentar a su clientela femenina (D. 1681 yL.M.1681).

Algunos celosos intentaban apartar a sus mujeres de las tentaciones y de posibles rivales c'onfinándolas en sus casas o en lugares muy retirados y prohibiéndoles prácticamente todo trato humano. Juana Ferrer, esposa desde hacía quince años de Joseph Serrano, denunciaba a éste por haberla tenido la mayor parte del tiempo "enserrada sin permitir que biesse ni hablasse a per­sona alguna hombre ni muger" (D. 1682). Caso más dramático había sido el de María de Cuba y Pedraza. Antonio de Leyva Peñaranda, con quien se ha-

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bía casado 28 años antes, la había obligado a vivir durante 16 años en una viña aislada, sita a tres leguas'de lea, y con la única compañía de los esclavos negros, prohibiéndole salir incluso para confesarse e ir a misa. Sólo la prisión de su esposo a raíz de una reyerta con un familiar de la Inquisición le permi­tió acabar con su confinamiento· y pedir el divorcio , que significaba, por fin , la libertad (D. 1665).

La vigilancia que ejercían algunos esposos tenía proporciones y ras­gos verdaderamente enfermizos. Nicolasa de Ugalde y Ulloa, que obtuvo el divorcio en 1650, contaba cómo Eulogio del Salto, su marido , la perseguía hasta las casas de sus amigas cuando ella las visitaba; cómo allí, demudado y empuñando la espada, andaba buscando posibles galanes y cómo un día ha­bía dado estocadas a un cochero "por berla en carroc;:a que no hera suya sin que supiese la causa que había precedido para que fuesse en ella quando la tenía propia y no precedido otra cosa ni mala sospecha" (D. 1659).

Verdadera obsesión también era la de Silvestre Martínez, que sin que su esposa, la chichera Juana de Velasco , le hubiese dado sospecha -por lo menos es lo que afirmaba ésta- "a cada instante" le reprochaba supuestos adulterios y le pegaba para que confesase. Juana de Velasco tenía un hijo de once años nacido de un matrimonio anterior. Como su padrastro le daba tan mal trato·, su madre lo defendía, lo cual llevaba al tal Silvestre Martínez a de­satarse en insultos de lo más soeces ("me dise que me deve fornicar que por esto buelbo por él")(D. 1672).

Los orígenes de semejantes actitudes eran diversos: sospechas de que los hijos fuesen adulterinos, decepción obsesiva de que la esposa no hubiera llegado virgen al matrimonio ("cogiendo por ocasión el desir que no avía lle­gado con la integridad que jusgaba", Petronila Bravo, D. 1676), celos retros­pectivos por un amancebamiento anterior (María de la Rosa Guerra, D. 1695 ), temores de que la elegancia de la esposa no fuera sino signo de in­confesables galanteos, como le sucedía a Juana Fernández de los Santos, a quien su marido , el cajonero Pedro López Hernández, maltrataba

"sin más ocasión -decía ella- que trat~r del aseo de mi persona, se­gún y en la forma que es decente a las mugeres de mi estado, conci­biendo sólo della temerarios pensamientos que le obligan de ordina­rio a executar los dichos malos tratamientos sin que aya esperanc;:a de enmienda" (D. 1670). No hay que ocultar, por supuesto, que los celos también podían no

ser más que una coartada por parte de maridos que querían deshacerse de sus esposas y les hacían la vida imposible o encontraban en esas acusaciones una justificación a posteriori de los sufrimientos que les hacían padecer. En el otro extremo, parece que algunas sospechas pueden haber tenido cierto fun­damen,to . El capitán Luis Romero Ramírez, del Callao, encontró una carta de amor del puño y letra de su mujer. Esta solicitó el divorcio porque su ma­rido nunca creyó que ella la había redactado para agradar a una amiga analfa­beta (D. 1659). A la vuelta de un largo viaje de su esposo, Francisca Carvajal

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acudió al tribunal eclesiástico para divorciarse de Francisco de Lobo Buitrón porque éste no podía imaginar que un amigo de la familia hubiera venido ino­centemente a compartir la soledad de su esposa y la andaba maltratando des­de entonces (D. 1665 ). En plan vodevilesco recordaremos el caso de la mulata Beatriz de San J oseph, cuya demanda se fundaba en el hecho de que su con­sorte se negaba a aceptar que el clérigo a quien acababa de encontrar en el corral y al parecer no vestido del todo, sólo había entrado empujado por una necesidad urgente .. . (D. 1659).

En fin , en las antípodas de todo aquello, señalaremos de paso que no eran escasas las demandas de mujeres que indicaban como.motivo de divorcio las incitaciones que les hacían sus esposos a que se prostituyesen, sea para no tener que mantenerlas, sea para sacar de allí algún dinero, como en el caso del barbero Francisco Pérez Huerta con su mujer, María Rendón: "lo que es peor, la dejaba en su libertad para que por su persona lo buscasse (el susten­to) compeliéndola a ello para que lo sustentase a él dando ocasión con esto a muy grandes desdichas" (D. 1650).

c) El argumento de la enfermedad

Los problemas físicos desempeñaban a menudo en los expedientes un papel mucho más directo e importante. Por ejemplo, entre las causas de di­vorcio aducidas por las mujeres figuran quejas por el mal olor despedido por el esposo. A los quince días de casada, Ana Jusepa de Rus denunciaba así a Manuel de Figueroa:

"Tiene tan pestífero olfato en la voca y tan pésimo en los pies que caussa tóssigo a los sentidos y no es posible estar ni coabitar con él menos que con gravíssima penalidad y desabrimiento peor que si asistiese en un lugar muy inmundo y de pestífera y contajiosa corrup­ción" (D. 1670). El esposo negaba rotundamente tal acusación, afirmando que consta­

ba "por vista de ojos" lo contrario. Es de notar, sin embargo, que en este caso, como en todos los del mis­

mo tipo , el argumento del hedor no venía sino en tercera, cuarta o quinta posición en la lista de las recriminaciones, un poco a manera de remate en la medida en que por sí solo no hubiera bastado para convencer a los jueces eclesiásticos. Así, Ana Jusepa de Rus también se quejaba de que su marido la pegaba desde el cuarto día de su matrimonio y de que se había casado a ins­tancias de sus familiares, convencidos de que el tal Manuel "hera hombre de caudal siendo así que no tenía más que una camisa en el cuerpo . .. ".

Otras veces, las demandantes insistían en que ese pestilencia! olor era síntoma de una enfermedad oculta , pero muy molesta, que imposibilitaba todo trato matrimonial y sobre la que no se escatimaban detalles asquerosos, pero capaces de conmover a los canónigos:

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"Le güele la boca insufriblemente de mal caussado de defecto interior y enfermedad de tal manera que no puede asistir con él persona algu­na por breve rato que sea que no esté con mucha penalidad, y asimis­mo padese el mismo defecto de los piés" (Josepha Peralta y Guzmán, D. 1651). " Del ardor del ygado y partes interiores se le ocurre por defecto con­tinuo a la boca y narices un hedor tan pernisioso que no permite la sercanía que pide el efecto del matrimonio y más quando es tan con­tinuo que no da yntermisión de día ni de noche de que resultan con­tinuos enojos entre los dos" (Juana Falcón, D. 1693).

"Se allega el tener una enfermedad de dentro de su cuerpo que por la boca le sale como materia de que deja manchadas las almohadas y es de suerte el mal olor que hedía que es imposible sufrirlo ni estar jun­to a él" (María Josepha Sánchez, D. 1654 ). De manera abierta y sin circunloquios, las enfermedades servían tam­

bién de argumento en los expedientes. ''Mi marido adolece de achaques y en­fermedades ynteriores grabes de que temo el contagio como me an adbertido los médicos que lean curado", escribía Juliana de Salazar (D. 1666). Otros denunciaban un cáncer de la boca (Gregoria Navajeda, D. 1675), la gota coral (D. Andrés García de Oñate , N. 1690), incontinencia de orina (Juan Núñez de Luna, D. 1675 ; Asensio Bernal, D. 1683), enfermedades venéreas ("e/ di­cho mi marido está lleno de bubas de sus distraimientos de que se le an comi­do las narices", Juana Meléndez de Pedraza, D. 1662) o locura.

Esta es, en efecto , una enfermedad aducida con cierta frecuencia y en algunos casos descrita con muchos detalles clínicos. Pensamos, por ejemplo, en los desvaríos de Joseph de Vargas, que su esposa Marta de Oñate relata con una precisión casi médica (visiones, delirios, crisis furiosas , obsesiones) (D. 1693), o en Bartolomé de Espinosa, que " ... quando parece estar dor­mido habla solo y hace ademanes y otras cosas que se puede temer que algu­na vez dormido execute alguna atrocidad" (D. 1692) . En cuanto a Francisco Sánchez del Río, agobiado por la carga de ocho hijos, con poca salud, des­pués de malos negocios y con muchas deudas, "comensó a padeser una me­lancolía yrregular sin que se pudiese averiguar el origen"(?!). Llegó a perder totalmente el seso , hirió de cinco estocadas a su esposa, que intentaba hacer­le entrar en razón, y huyó por las azoteas a un convento del que no quería salir (D. 1685).

No siempre se trataba de enfermedades del consorte. A veces, los de­mandantes argüían achaques propios para poner fin a un matrimonio que ya no tenía sentido. Ana de Góngora y Mendoza, que padecía un cáncer de la boca desde hacía diez años y ya "imposibilitada para el uso y fin del matri­monio", pidió el divorcio en 16 7 5. Hizo voto de castidad y dio licencia a su esposo para que se hiciera sacerdote. Clara Muñoz del Castillo , "espresamen­te impedida de poder gosar del fin prinsipal del matrimonio como es pedir o

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pagar el triunfo dél", solicitaba la nulidad (N. 1684 ). La enfermedad más aducida por los propios enfermos era sin lugar a

dudas la locura. En los expedientes de nulidad, algunos demandantes afirma­ban que los habían casado aprovechando su demencia. Vueltos a la razón, pe­dían la disolución de tales casamientos forzosos y engañosos. Citemos los ca­sos de Antonio González de León Garavito, mayordomo de molino, que se había casado, obligado por un pariente de su esposa, "con las amenasas que el suso dicho hizo por ser como soy hombre de poco ánimo y enfermo de un furor y locura que me suele dar por tiempos tan grande que hago pedassos los vestidos" (N. 1658), o el de Pedro de Ugarzaga, que estando enemistado con Ambrosia de Guzmán cayó en total demencia. Mientras estaba internado en el hospital de San Andrés los padres de su amiga lo sacaron de allí y, para "regularizar" la situación, lo casaron sin que se diera cuenta (N. 1681 ). Lo mismo les había sucedido a María de Argolla, "mestiza pobre de solemnidad" (N. 1690), y a Francisco de Guzmán, de la Hacienda de Motocache (N. 1669).

En realidad, mucho más que la enfermedad en sí, lo que servía de ar­gumento central en los expedientes de nulidad era el contexto general en que ésta se inscribía, esto es el engaño, el hecho de ~aber ocultado tal o cual do­lencia que hacía que en adelante los demandantes se juzgaran en alguna ma­nera estafados, como en el caso de María de Vergara, quien a los seis meses de casada pedía la nulidad de su casamiento con Lucas de Villa porque éste no le había dicho que padecía de mal de orina y de dos fístulas purulentas en las partes (N. 1688), o de Andrea de Lerma, esposa del alférez J. López de Espinosa, que 36 días después de la boda denunciaba a éste por haber oculta­do que se orinaba en · la cama, que tenía "una purgación de materia y sangre araigada" y que "tenía mal olfato y ntolerable continuo perpetuo " -lo cual, dicho sea de paso, parece difícilmente ocultable- (N. 1674 ). /

Otras veces, las demandantes insistían más bien en las presiones a que habían sido sometidas para que se casaran, sabiendo que su prometido pade­cía enfermedades repelentes, como contaba Micaela Maldonado, obligada por su madre a unirse con un tal Duarte Ruiz de Guzmán, a quien ella no quería "por tener el susodicho una fístola en la parte natural con que quedara ynfi­sionada y con riesgo de mi vida si se uniera conmigo y resultaría tener yo una enfermedad de bubas yncurable" (N. 1665).

Por lo visto, tales argumentos no eran en sí suficientes para convencer a los jueces, ya que en semejante situación Juliana de Salazar pidió en vano la nulidad dos veces, en 1667 y 1679.

Es que, por supuesto , en este tipo de problemas, como en otros estu­diados anteriormente, era muy difícil discernir lo que era realidad y lo que no pasaba de mera coartada y era sencillamente mentira. ¿En la solicitud de divorcio de Ana Jusepa de Rus era lo fundamental el hedor que despedía Ma­nuel de Figueroa o bien sus violencias y el hecho de que no tenía la fortuna anunciada? ¿Por qué había esperado 19 años Pedro de Ugarzaga para argüir

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que lo habían casado estando loco? Los mismos problemas se traslucían en todo lo relacionado con la

impotencia. Si en algunos casos no había discusiones, como en el dramático de Gaspar de Castilla, que quedó impotente a consecuencia de una operación fallada y sobre la que se nos dan detalles horrorosos (N . 1682), o de Baltasar de los Reyes, que -según cuenta su esposa Francisca de Prado- exasperado por su impotencia terminaba siempre pegándole (N. 1656), por lo común , sin embargo, los denunciados negaban rotundamente. El esclavo Diego de Llanos contestaba a tal · acusación arguyendo que en realidad ya no tenía relaciones con su esposa, la morena libre Sebastiana Galindo, porque ésta la engañaba y había tenido ya tres mulatillos adulterinos (N. 1678). Mateo de Cuellar, a quien su esposa reprochaba no haber podido unirse con ella "aunque a hecho muchas diligencias .. . y lo que es más balídose de muchos remedios y beve­dizos en orden a excitar la naturaleza", contestaba que había tenido varias amantes durante su viudez y sólo pedía un poco de tiempo pues estaban ca­sados desde hacía apenas un mes:

"sólo lo que pasa de berdad es que como la susodicha es donzella, no he podido tener con ella cópula carnal ni corromperla y así no es de­fecto para la nulidad que yntenta pues con el tiempo y cobrando fuerc;:as tendrá lugar" (N. 1665). En cuanto a Damián de Montesinos, del valle de Aucallama, viejo, as­

mático , ya sin dientes, "lleno de bubas de sus distraimientos de que lean co­mido las narices" y de tal suerte "ligado" que en tres añ.os no había tenido relaciones con su esposa, argüía que su impotencia no se debía considerar como motivo de divorcio dado que resultaba del hechizo de una india, man­ceba de un amigo suyo y con la que no había querido acostarse (D. 1662).

En fin , había casos más complejos y más interesantes desde un punto de vista sicológico, como el de Francisco Leonardo de Quintana, de Mito , que espontáneamente y por lo visto extrañado de lo que le pasaba, contaba como casado muy joven con la india María Teresa había tenido que dormir durante sus primeros meses de vida conyugal en una cama donde también descansaba una cuñada suya, lo cual había terminado por volverlo impoten­te, pero únicamente con su esposa, que, decepcionada, había acabado por dejarle (N. 1656).

Sin lugar a dudas, sería exagerado, y por lo tanto equivocado, definir o juzgar la norma del comportamiento matrimonial limeñ.o hacia finales del siglo XVII según lo que denunciaban o confesaban los expedientes de divor­cio, nulidad o litigio. Bien conocidas son las distorsiones a las que puede con­ducir el manejo unilateral, esto es n.o contrabalanceado, de toda documenta­ción de tipo judicial como la que he·mos manejado. Sería necesario llevár a cabo muchos otros estudios complementarios y convergentes para obtener conclusiones más ciertas y definitivas, teniendo ~n cuenta además en este

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caso que, según reza un conocido refrán francés, les gens heureux n'ont pas d'histoire(s) y por eso mismo no han dejado constancia de su felicidad.

Nuestro propósito, de toda forma, no consistía en proponer una defi­nición de esa normalidad conyugal, sino más bien en investigar lo que tanto los comportamientos abusivos como las actitudes de las propias víctimas fren­te a ellos nos podían revelar de los trasfondos mentales y sociales de la época.

Ricardo Palma y sus seguidores de la literatura limeñista se han com­placido en dibujar una imagen mítica de la mujer colonial, imagen seductora y dinámica de una mujer que en muchos aspectos dominaba su destino. Aquí, las quejas que los expedientes nos presentan, sea sobre problemas reales o tan sólo verosímiles, nos remiten a una humanidad dominada y a menudo sufri­da, que pertenece más bien a la 'gran masa de los silenciosos -mejor, de los silenciados- de la Historia. A este propósito, la documentación aquí utiliza­da plantea también otro problema, el de la validez de los espacios de cuestio­namiento que las propias fuerzas de cohesión social, en este caso la Iglesia, dejaban a los individuos, a quienes por otra parte contribuían a encasillar y a presionar.

En fin, a lo largo de este estudio, en repetidas ocasiones hemos visto cómo jugaban correlativamente norma y transgresión, de manera variable y a veces muy sutil, lo cual viene a ser una contribución más al rescate de la com­plejidad de una sociedad cuyos mecanismos internos, tanto a nivel de lo so­cial como de lo mental, distan mucho de las sencillas relaciones de fuerzas que a veces se han presentado.

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Bernard Lavallé Institute d'Etudes lbériques

et Ibéro-Américaines Université de Bordeaux III

Esplanade des Antilles, Domaine Universitaire

33-Talence, Francia

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NOTAS

( 1) Bemard Lavallé. "La population conventuelle de Lima (XVI0 -xvn° siefle): appro­ches et problemes". En : Lima dans la réalité péruvienne, A.F.E.R.P.A., Grenoble, 1975, pp. 167-196.

(2) Véanse, por ejemplo, los estudios recopilados por Asunción Lavrín en Latin ameri­can women: historical perspectives. Greenwood press. Westport, 1978.

(3) Luis Martín. Daughters of the conquistadores: women of the viceroyalty of Peru. Univ. of New Mexico Press. Albuquerque, 1983; en particular el cap. 5.

( 4) Alberto Flores Galindo y Magdalena Chocano. "Las cargas del sacramento", Revista Andina, 2, 2: 403-431. Cusco.

(5) A manera de comparación hemos buscado esta misma documentación en el Archivo Arzobispal de Cusco. Desgraciadamente, los expedientes que conserva son muy po­cos y no presentan, además, diferencias con los de Lima.

(6) La historia tanto jurídica como teológica del divorcio y de la nulidad del matrimo­nio, por ser· larga y antigua, ofrece una importante bibliografía. Véase J ean Gaude­met y Marie Zimmermann. "Bibliographie intemationale d'histoire du mariage", Societés et mariage. CERDIC. Estrasburgo, 1980, pp. 454-477. En lo tocante a la América colonial, véase, sobre todo para lo referido a los indígenas, Daisy Rípodas Ardanaz. El matrimonio en Indias: realidad social y regulación jurídica. Buenos Aires, 1977; en particular la parte Ha.

(7) Véanse sus cartas del I.IV.1595 y 30.111.1601 (A.G.I., Quito 76 y Lima 305). (8) Carta del 23.11.1662 (A.G .l., Lima 6 2). Ya había escrito sobre el particular dos me­

ses antes ( carta del 25 .1, ibid.). (9) Véase D. Rípodas Ardanaz, op. cit., p. 386.

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Véase a este respecto los comentarios que hacemos al estudio de A. Flores y M. Chocano, publicados con otros a continuación de dicho estudio. En adelante citaremos los expedientes por el nombre y apellido del demandante y el año del documento, en la medida en que en el Archivo Arzobispal de Lima vienen clasificados cronológicamente. La letra indica si se trata de divorcio (D), nulidad (N), litigio (L) o causa criminal (C).

Muy reveladores de la mentalidad de la época son los siete expedientes de nulidad (y los cinco de divorcio) -interpuestos casi a medias por hombres y mujeres- a raíz de casamientos precipitados y "por temor a Dios" de amancebados aterrorizados por el famoso terremoto de 1687.

(13) Para un análisis de los expedientes de nulidad de profesión de los frailes y las com­paraciones que se pueden establecer con los documentos de nulidad de matrimonio en lo tocante a la actitud de las familias, véase nuestro estudio citado en la nota 1.

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Sobre las pésimas condiciones de vida en la Caridad, véase la c;arta adjunta al expe­diente de Feliciana Magallanes (N. 1686), a quien su marido quería depositar allí. Con palabras elocuentes describía la escasez de camas y alimentos, la promiscuidad y las enfermedades. Este tipo de casamiento no era el único en plantear al promotor fiscal difíciles pro­blemas jurídicos. Cabe citar también los casamientos por procuración celebrados sin que la esposa y los representantes del novio supieran que éste acababa de cambiar de parecer y de revocar el poder que había dado (Antonia Bravo de Lagunas, N. 1664;Josefade Loaiza, N. 1677;DiegoGarcía,N. 1674) . .

A raíz de los gravísimos sucesos que provocó en Lima la imposición de la alternativa a los franciscanos en 1681, algunos testigos ( el provincial jesuita Francisco del Cua­dro, criollo de Chucuito, y el contador español D. Juan de Sayceta y Cucho) afirma­ron que "el veneno de las pasiones nacionales" llevaba al divorcio a no pocas fami­lias (cartas del 14.1.1681, A.G.I., Lima 338). Si bien un examen minucioso de la do­cumentación de esos años revela la existencia de algunos casos en que \!Se problema es aludido de una forma u otra, su número no llega a ser significativo. '

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