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DIEZ Y SEIS ANOS EN SIBERIA Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 1.

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DIEZ Y SEIS ANOS EN SIBERIA

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 1.

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LEÓN DEUTSCH

9591-fc

DIEZ \ SEIS AROS EN SIBERIATraducción española de Carmen de Burgos Seguí (COLOMBINE)

OBRA PROHIBIDA EN RUSIA

TOMO PRIMERO

F . S B M P E E E Y COMPAÑÍA, E D I T O B E S

Calle del Palomar, 10VALENCIA

Olmo, 4 (Sucursal)MADRID

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 3.

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. de la Casa Editorial F. Sempere y Comp.*

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PRÓLOGO

«Llora como una mujer, yaque no has sabido defenderlacomo hombre.»

Acabo de traducir el libro de León Deutsch, aque he seguido en sus páginas de cárcel en cár-cel y de etapa en etapa, unida á su cadena en fa.tigosa pesadilla.

El autor no es un literato; en su libro no hayque buscar galanura de estilo ni efectos de arte.No los necesita. Es un libro de sinceridad, deverdad, de horror... Un libro destinado á mostraral mundo los abusos que comete el despotismoen nombre de la justicia; un libro que iluminacon luz solar las nebulosidades de los calabozos ylos misterios del destierro; un libro de miseria, dedolor, de lágrimas, que hará latir de indignacióná todos los corazones honrados.

Esto es el libro de León Deutsch.Una triste actualidad alcanzan de nuevo sus

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VI PRÓLOGO

páginas; los horrores que el autor nos narra fue-ron sólo el primer albor de la conciencia del pue-blo ruso, que el gobierno del zar pretende ahogaren sangre;

Nada de exageradas tienen las narraciones deDeutsch: los recientes acontecimientos de Peters-burgo, de Moscou y la matanza de judíos que enestos momentos se verifica en Bielostock hablancon harta elocuencia del vergonzoso salvajismode la Rusia.

Los procedimientos de los terroristas estánallí justificados; donde no se reconoce más ley queel despotismo, donde se asesinan niños y mujeresinocentes, la desesperación no halla otro mediode oponerse más que la fuerza y la violencia.

Aterra la sencillez con que Deutsch narra loshechos. Nos revela todo ese mundo de fanáticosgloriosos, encendidos de amor á la humanidad,que forman la gran masa del partido revoluciona-rio ruso.

Verdaderos apóstoles, sin más aspiración queel bien de sus hermanos, hombres y mujeres sesacrifican; dejan altas posiciones, se ven someti-dos á las penas más crueles, y su espíritu no esvencido ni dominado jamás. ¡Cómo se les admirat

Se les ve en sus calabozos sin pensar nunca ensí mismos ni en sus sufrimientos; prontos siem-pre á la lucha, á la rebeldía; dispuestos á dejarsemorir de hambre en una suprema protesta; aten-tos al honor de su nombre de revolucionarios;

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PRÓLOGO VII

luchando por el más pequeño de sus derechoscon ímpetu de héroes. Y su sacrificio es casi siem-pre estéril, ignorado, infecundo; sus nombres,como sus martirios, quedan en el olvido y en lassombras. Tienen fija la mirada en lo porvenir yno buscan más satisfacción que la de inmolarseen pro de las generaciones futuras.

Hay que tener fe en la causa de la revolución.Una ley histórica demuestra que la sangre fecun-da las ideas, las cuales se fortalecen en la lucha,quizá porque no está todavía bastante desarrolla-da la consciencia para llegar á la evolución,'y sinel impulso de rebeldía languidecen y mueren.

Tal vez contribuye á mi fe en el triunfo de lalibertad de la Rusia el haber traducido este libroen Venecia... tal vez el ser española...

He visto enseñar como curiosidad los terriblespozos y demoler los antiguos plomos, porqué laciudad del Adriático trata de borrar los rasgos dela antigua tiranía, que le dio vergonzosa celebri-dad, como nosotros queremos que se olviden loshorrores de nuestra «Santa Inquisición»'. Todosse esfuerzan aquí por presentar como leyenda lasombría historia de horrores.

No se buscan ya en el palacio de los Dux másque impresiones de arte: han desaparecido lostétricos y pavorosos recuerdos de los consejos delos ciento, de los diez y de los tres... no existe yala Bocea di Leone destinada á las denuncias... ¡Ladenuncial ¡La delación cobarde! ¡La traición! Esas

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VIII PRÓLOGO

son siempre las virtudes que se desarrollan conla tiranía.

¡Con qué orgullo late mi corazón de españolacuando recuerdo que hay en nuestra tierra quienprefiere sufrir todos los tormentos antes de serdelator ó faltar á sutpalabra!

La ley natural que sanciona ó reprueba lo quele dicta la conciencia estará siempre por cima delderecho escrito.

No queda ya en Venecia ni la sombra de susantiguos dux; cayó el poder de la autocrática re-pública: en sus magníficos canales, iluminadospor la luna, resuenan alegres barcarolas; se haderrumbado hasta la alta torre de su antiguo cam-panile, como si no hubiera de sobrevivir ningúnsigno de orgullo y poderlo. Desde la antigua pri-sión de Silvio Pellico se ven miles de palomas quebaten las alas como nuncios de sencilla paz.¡Quién sabe! Quizá renazca pronto Rusia á vidanueva, libre de su zarismo, como Venecia de susdux.

Pero entretanto asusta ver que la humanidadentera no se conmueve con los gritos del dolor yque el gobierno ruso puede cubrirla de oprobiosin que nadie se oponga á sus crueldades.

Contaminados ya con el espíritu práctico denuestra época, se necesita ser un loco ó un poetacomo Byron para ir á morir combatiendo, sinpensar en fronteras ni en razas, cuando se oyeun grito de dolor que implora justicia. Atento

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PRÓLOGO IX

cada uno á lo que cree su interés, no se piensa enque la causa de la humanidad es solo una.

El zar acaba de publicar un vergonzoso edictoamenazando «DESTRUIR Zas ciudades donde existaUN SOLO revolucionario, SIN HACER DISTINCIÓN DECULPABLES NI DE INOCENTES». Son sus palabrastextuales. La abominable matanza de los infelicesjudíos prueba que no es una vana amenaza.

Al déspota le importan poco las vidas de susvasallos ni las ciudades de su dilatado imperio.Temblando de miedo en el fondo de su palacio,con su cuerpecillo endeble y su cerebro de neu-rótico devoto y visionario, tiene ante el mundodesplantes de tirano. ¡Hace bien, puesto que elmundo se los consiente, y cada uno se ocupa desus propios asuntos! Así se verificó el asesinatode Maximiliano; así se confirmó el reparto dePolonia; así... ¡Detente, pluma!

¡No se puede hacer un prólogo á este libro!Hay que limitarse á aconsejar su lectura.

Yo quisiera que se leyera en las plazas públi-cas y en los pulpitos de las iglesias, para que. ála voz de un hombre honrado respondiera ungrito de protesta general.

El que penetre en estas páginas sin fijarse ensu estilo ni detenerse en pequeneces (que á veceslo hacen monótono); el que con corazón sano bus-que sólo el espíritu, el alma que anima á la revo-lución rusa, sentirá un movimiento de simpatía,de afecto, de angustia infinita por la impotencia

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X PRÓLOGO

para remediar tantos males. Los que sólo se con-mueven cuando la prensa narra la muerte de unzar ó un gran duque, podrán ver todo el horrorde las ejecuciones en masa, de los asesinatos gu-bernamentales.

No se puede leer este libro sin apasionamien-to; se siente con frecuencia humedecerse los pár-pados, y, en nuestra platónica compasión, cabe elparodiar la frase de la sultana mora al ver unalágrima en los ojos de Boabdil cuando abandonóá la sin par Granada.

CARMEN DE BURGOS SEGUÍ.

Veneoia 1.° de Julio de 1906.

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DIEZ Y SEIS AÑOS EN SIBERIA

CAPÍTULO PRIMERO

Partida para Alemania.—Arresto en Friburgo.—Anteceden-tes revolucionarios

A principios del mes de Marzo de 1884 metrasladé de Zurich á Friburgo, en el gran ducadode Badén, pasando por Basilea, con objeto de in-troducir de contrabando por este lado de la fron-tera una parte de las publicaciones socialistasrusas impresas en Suiza y hacerlas llegar secre-tamente á Rusia, donde estaban prohibidas.

La ley de excepción contra la democracia so-cial era severísima entonces en Alemania; el So-zial Demokrat se publicaba en Zurich y se hacíatambién necesario pasarlo de contrabando. Lavigilancia de la frontera, muy rigurosa, dificultabaque llegasen á Rusia los libros rusos, polacos yotros escritos revolucionarios que aparecían enSuiza. Antes de ponerse en vigor la ley de excep-ción, es decir, hasta el otoño de 1878, los procedi-mientos de expedición eran sencillos: las publica-

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ciones se enviaban por el correo á una ciudad deAlemania, vecina a Rusia, y de allí se introducían,por un medio ó por otro, en el imperio.

Pero desde esta época, libros y periódicos de-bían ser conducidos por los viajeros hasta másallá de la frontera alemana, de modo que escapa-sen á la vigilancia de la Aduana, y después se lesexpedía á la frontera rusa desde una ciudad cual-quiera del imperio alemán.

Yo había sido encargado de uno de estos trans-portes.

Mi equipaje consistía en dos grandes cajas ámedio llenar de libros, por entre los que coloquémis trajes de manera que pudiera burlar la vigi-lancia de los aduaneros. En uno de los cofreshabía puesto mi ropa y mis trajes de hombre, y enel otro vestidos de señora, como si perteneciesená mi esposa, que en realidad no existía. Esto eradebido á que en Basilea una dama asistió al re-gistro de la Aduana; la esposa de mi amigo Axel-rod, de Zurich, ella misma se había ofrecido áacompañar los equipajes, porque en caso de quela policía sospechase, estaba menos expuesta queyo á un disgusto grave. Pero como la visita pasóde la mejor manera del mundo y yo no preveíagrandes dificultades, no acepté su ofrecimiento.

Además de madame Axelrod, me acompañó ála estación un socialista suizo, monsieur G..., yme daba informes precisos sobre los medios decumplir la peligrosa misión que me fuera confia-da. Él tenía una gran experiencia en estas cosas,porque había efectuado numerosos transportes;algunos días antes hizo, por mi recomendación,el viaje a Friburgo con un polaco, muy conocidobajo el nombre de Yablonski, y desde allí efectuóvarios envíos de libros polacos.

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En el momento de despedirnos, G... me indicóen Friburgo un hotel económico, cerca de la esta-ción, y subí de bastante buen humor en una vagónde tercera clase.

Era domingo. El departamento estaba llenode gente que iba al campo con toda la alegríade un día de fiesta; cantaban y poblaban el airede voces y gritos. El revisor del tren (como hetenido ocasión de verlo con frecuencia en loscaminos de hierro alemanes) era un señor bas-tante grosero, poseído del sentimiento de su im-portancia.

Notó que yo fumaba, y me dijo con bastanterudeza que aquel compartimento no era de fu-madores.

Le respondí políticamente que no había vistoel letrero y apagué mi cigarrillo, declarando queno fumaría más en todo el viaje. Pero el buenhombre insistió de una manera perentoria intimi-dándome á cambiar de compartimento.

—Mal presagio—me dije, y este recuerdo me haquedado siempre en el espíritu.

Estaba furioso; el tiempo se ensombrecía, unalluvia menuda empezó á caer, contribuyendo áponerme más excitado.

Durante este tiempo el tren corría, y antes deque hubiese recobrado mi humor habitual, llega-mos á Friburgo. Era entre, siete y ocho de lanoche.

Apenas salté sobre el andén, busqué al mozodel Freiburger Hofy le confié los bultos y mi ta-lón de equipaje. El notó inmediatamente el pesoextraordinario de las cajas y me demostró su sor-presa.

Para alejar toda sospecha tomé el aire másnatural, y le dije que llevaba muchos libros por-

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que iba á seguir en calidad de estudiante los cur-sos de la universidad de Friburgo.

Nos fuimos en seguida al hotel, tomé una ha-bitación y bajé á comer al restaurant. Al pasarpor delante del buffet oí al mozo en conversaciónmuy animada con otro individuo, probablementeel hostelero. Apenas había acabado de comer, uncriado me presentó el «libro de extranjeros»;como iba provisto de un pasaporte ruso que unode mis amigos mé había prestado por precaución,me inscribí sin vacilar con el nombre de Alejan-dro Buligin, de Moscou.

En seguida pedí recado de escribir y subí ámi cuarto, pero apenas cerré la puerta detrás demí pentí llamar.

•—Entrad—dije.Detrás del criado que esperaba apareció un

schutzmann (gendarme) acompañado de otro señor.—Soy un funcionario de la policía secreta— me

dijo;—permítame usted registrar su equipaje.Como Friburgo está cerca de la frontera Suiza,

pensó que la policía, á quien el mozo del hotelhabía ido á anunciarle la llegada de un joven conun equipaje extraordinariamente pesado, pudocreer que se trataba de un contrabandista ó to-marme por un anarquista sospechoso de llevardinamita. Yo trataba de disimular, aunque com-prendía que las cosas iban á tomar mal giro.

Abrí las cajas sin hacerme rogar, diciendo queuna de ellas pertenecía á mi esposa, la cual ven-dría pronto á buscarme.

Desde que aquellos individuos empezaron áregistrar mis efectos conocí que mis suposicioneseran falsas. El policía no se preocupaba ni decontrabando ni de dinamita, sino de los libros, yse puso á examinar los míos, buscando los perió-

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dicos y grabados alemanes relativos á las cues-tiones socialistas. Al ver un librito de cubiertasrojas exclamó con aire triunfante:

—¡Ah! ¡Ah! ¡Aquí lo tenemos!Era el Almanach de la Narodnaja Volja, una

obra publicada un año antes y que se vendía pú-blicamente en todas las librerías de Alemania.

—Ahora es preciso que lo registre—me dijo elagente secreto.

Además de un carnet, una carta y uña cartera,conteniendo algunos centenares de marcos en bi-lletes del banco, yo tenía en los bolsillos unadocena de números del Sosial Demokrat, de Zu-rich, para enviárselos á uno de mis amigos rusosque se hallaba en Alemania.

—¡Ah! ¡He aquí un periódico que puedo leer!—exclamó con aire de júbilo el agente secreto enseguida que hubo echado una ojeada al título.—Ahora queda usted detenido.

—¿Por qué? ¿Cómo?—pregunté yo admirado.—Lo sabrá usted bien pronto. Sígame.

Esa fue toda la respuesta.La actitud de los agentes era muy extraña. No

se preocupaban de obedecer las prescripcioneslegales; el registro en mi casa se había llevado ácabo sin ningún mandato judicial; ningún testigoestuvo presente y ninguna pregunta me fue hecha.Yo tenía derecho á que al menos contasen en rnipresencia la cantidad que se encontraba en lacartera que me había sido confiscada, si bien estono era suficiente para garantir la propiedad demi dinero.

Cuando yo descendía la escalera del hotel pri-sionero entre estos dos «ángeles de la ley», se pre-sentó una señora joven con un saquito de viaje enla mano.

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El agente secreto me preguntó si era mi espo-sa, y á pesar de mi negativa se acercó tratandode sujetarla; la dama cree habérselas con un DonJuan y escapa á la calle dando grandes gritos. Elagente secreto me confía á un gendarme y echaá correr detrés de la desconocida.

El schutzmann quería agarrarme del brazo yconducirme así á través de las calles, pero yo pro-testé vivamente contra semejante procedimiento,declarando que no era un criminal y no teníanmotivo para tratarme de esta suerte.

Llegamos á la prisión preventiva de Fribur-go. Allí fui de nuevo registrado, y por la primeravez, después de mi arresto, un empleado me diri-gió preguntas acerca de mi identidad personal.

El agente secreto no tardó en reaparecer acom-pañado de la señora, que vertía abundantes lágri-mas, y con los signos de una violenta indigna-ción preguntaba por qué se le hacía semejanteinsulto. Esta escena, después de cuanto acababade suceder desde mi llegada á Friburgo, hizoestallar mi cólera.

—¿Qué significa esto?—pregunto al oficial depolicía.—¿Por qué motivo se trata así á esta se-ñora? Repito una vez más que no la conozco, queno es mi mujer y que no la he visto en mi vida.

—Bien, bien; eso se verá más tarde. Es asuntomío, del que usted no debe ocuparse. Queda ustedarrestado.

•—Es sorprendente—pensaba yo;—se diría queestamos en Rusia.

Al cabo de un momento se me ordenó seguir áun vigilante, el cual me condujo al primer piso;hizo girar la cerradura de la puerta de una celda,y quedé encerrado en la prisión del gran ducadode Badén.

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Así que el guardián se hubo alejado con sulinterna, me encontré en una soledad profunda yen un silencio absoluto. El reglamento de la pri-sión prohibe toda luz en las celdas y en los corre-dores. Me orientaba lo mejor posible tentando losmuros con la mano, y cuando encontró el lechome dejé caer en él vestido. El caos reinaba en micerebro, no podía formar idea clara de todo lo queacababa de suceder. La fatalidad se abatía sobremí; horribles temores no me dejaron reposar entoda la noche. A cada instante me arrancaba demi soñolencia sin poder comprender dónde estabani lo que me había sucedido. Al fin pude darmecuenta exacta de la situación, una terrible sospe-cha me asaltaba; podía ser conducido á Rusia, ydesde el primer momento tuve esa certidumbre.Es cierto que no existía tratado de extradiciónentre Rusia y Alemania para los refugiados polí-ticos y no tenía motivos de temer esta complica-ción, pero para poner al lector al corriente de mispreocupaciones, es preciso que le dé algunos de-talles de mi pasado.

** *

Cerca de diez años antes de los hechos queacabo de contar, en 1874, era un muchacho dediez y nueve años y estaba afiliado al movimientollamado de propaganda que, en esta época, tomagran incremento entre toda la juventud de todoslos centros docentes de Rusia. Como la mayoríade los nuevos propagandistas, había tomado estaresolución movido por la gran piedad que meinspiraban, los sufrimientos y las privaciones quepadece el pueblo ruso.

Además de este sentimiento, es un deber sa-grado, para todo hombre de honor que ama sin.

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ceramente á su país, emplear sus esfuerzos enlibrar al pueblo de la opresión económica, de laesclavitud y del estado de barbarie en que se letiene. La juventud, que á causa de su sensibilidadmás viva es suceptible de compartir las miseriasde los demás, no puede quedar indiferente delan-te de la situación lamentable en que han caídolos siervos.

La revolución social de la Rusia parecía á losjóvenes propagandistas el solo medio de modifi-car radicalmente la suerte del pueblo y aliviarlodel fardo de su miseria.

Siguiendo el ejemplo de los socialistas de laEuropa occidental, perseguían como ideal la abo-lición de la propiedad privada y la organizaciónde la propiedad común en todos los medios deproducción. Los propagandistas estaban persua-didos de que el pueblo se adheriría inmediamenteá su programa y se uniría á ellos al primer lla-mamiento.

Esta convicción les inspiraba un entusiasmoilimitado, impulsándoles á sacrificarse en aras dela idea que les poseía por completo.

Jóvenes de ambos sexos no vacilaban un ins-tante en renunciar á la alta posición social y alporvenir brillante que les estaba asegurado; sindetenerse a pensarlo abandonaban los estableci-mientos de educación, rompían los lazos de fami-lia que les sujetaban, se sentían prontos á todoslos sacrificios para servir la causa sagrada delpueblo. Ante este alto pensamiento se borrabantodas las consideraciones personales.

Los propagandistas tenían un mismo fin, unmismo entusiasmo; formaban una sola y granfamilia, sin reconocer más lazos que los del cora-zón. Estaban dominados por el amor al prójimo

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y por el deber de sacrificarse por él. Ni aun en laépoca del martirio de los primeros cristianos, enel momento de la persecución de las sectas reli-giosas, se ha encontrado entre los prosélitos deuna idea tanta afección, tantos sentimientos ele-vados, y a pesar de todo, en esta tropa elegida{como en casi todos los movimientos populares)había naturalezas que no estaban prontas parasemejantes pruebas, hombres faltos de valor yhasta, diremos la palabra, traidores. Estos fueron,es cierto, en pequeño número, pero la historiade los movimientos revolucionarios nos muestrahasta la evidencia, nos prueba sobradamente queciertos agentes secretos ó públicos del gobierno,escogidos entre los más hábiles, se mezclan átodo partido que se desenvuelve.• La felonía no partió de los propagandistasrusos, y la presencia de ciertos falsos hermanosimprime al movimiento un carácter que no ten-dría jamás sin ellos.

En la primavera de 1874, los propagandistas,conforme á sus planes, se vestían eomo los aldea-nos y habitaban en las aldeas para propagar lasideas socialistas; entonces empezaron á hacersesentir algunas detenciones. Dos ó tres de los con-jurados denunciaron sus planes y entregaron álas autoridades centenares de sus camaradas.

Las pesquisas domiciliarias y los arrestos sehacían en masa; los gendarmes cayeron sobre losinocentes como sobre los culpables; todas las pri-siones de Rusia estaban llenas de detenidos.

En un solo año millares de personas fueronencarceladas. Un gran número permanecieronpresos, muchos se suicidaron, otros perdieron larazón, y una buena parte, á continuación de estosarrestos, cayeron enfermos y no tardaron en su-

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cumbir. Se puede comprender qué odio tan for-midable, después de tan crueles pruebas, brotaríaen las filas de los socialistas contra los traidores,cuyas denuncias habían costado tantas existen-cias humanas; las desgracias de sus amigos lesimpulsaban á la venganza. Era necesario perse-guir á los traidores, impedirles continuar mástiempo su obra; pero los propagandistas eran enalto grado pacíficos, y al cabo sus resolucionesviolentas quedaron en proyecto, sin decidirse áponerlas en ejecución.

Durante el verano de 1876 las llevaron por pri-mera vez á la práctica. Las circunstancias fueronentonces las siguientes:

Se habían reunido en Elisawetgrad los miem-bros de un grupo revolucionario intitulado «.Losvoluntarios de Kiew». Yo pertenecía también áesta sociedad, y todos sus miembros estábamos«fuera de la ley». La policía realizó muchas pri-siones por los datos que le proporcionara el trai-dor Gorinowitch.

Este Gorinowitch fue preso en 1874, se encon-traba seriamente en peligro y pensó en salvarsedenunciando todo lo que sabía de los socialistas.De este modo logró, en efecto, ser puesto en liber-tad. Sus revelaciones fueron fatales para muchos,pero no hubieran costado un solo cabello á esterenegado, como á tantos otros, si á partir de esemomento no reapareciera en los círculos revolu-cionarios, mas dos años después de estar librebuscó de nuevo afiliarse entre nosotros.

Entró en relaciones con algunos jóvenes sinexperiencia, completamente ignorantes del papelque había jugado antes, y supo por ellos que lasociedad de Kiew se encontraba en Elisawetgrad,pensando sin duda informar á las personas ante

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•quienes nos denunció otras veces; por suerte fuereconocido, y comprendimos que debía premedi-tar una nueva traición.

Uno de mis camaradas y yo decidimos desha-cernos de él, mas no podíamos ejecutar nuestroproyecto en Elisawetgrad mismo por no poner hla policía sobre la pista de nuestra sociedad. Invi-tamos á Gorinowitch a venir con nosotros á Ode-sa: allí era precisamente donde debía encontrarlas personas que buscaba, y consintió en acompa-ñarnos.

Nuestro plan era que mi amigo asesinara almiserable en cualquier punto apartado de Odessa,y para que no pudiese ser reconocido el cadáver,desfigurarle el rostro con ácido sulfúrico. A losprimeros golpes tuvimos á Gorinowitch por muer-to, cuando sólo había perdido la razón, de modoque pudo volver á la ciudad é informar á la poli-cía del atentado de que fue objeto.

Arrestos y persecuciones se multiplicaron, yme vi obligado á ocultarme; pero en el otoño delaño siguiente fui preso con tres compañeros ácausa del famoso proceso de Tchigirin. Fuimosencarcelados en la prisión de Kiew, de donde pu-dimos escaparnos en la primavera de 1878 acom-pañados de Stefanowitch y de Bochanowski.

El proceso de todos los comprometidos en elatentado contra Gorinowitch comenzó en Diciem-bre de 1879, cuando reinaba el terror rojo y elterror blanco.

Después de una larga serie de atentados con-tra diferentes representantes del gobierno, los re-volucionarios reconcentraron todos sus esfuerzosen un solo fin: asesinar al zar Alejandro II.

La administración rusa combatía el movimien-to terrorista por las leyes de excepción, los tor-

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mentos y las condenas a muerte; un gran númerode personas que no habían tenido parte en estosacontecimientos sufrieron persecuciones.

Algunos días antes de comenzar el procesopor el asunto de Gorinowitch, los terroristas ha-bían hecho saltar un tren de la línea de Moscouel 19 de Noviembre, suponiendo que el zar viajabaen él.

Este atentado decidió al gobierno á tomar ri-gurosa venganza de los comprometidos en elasunto de Gorinowitch. Entre ellos uno solo habíatomado parte directa en los acontecimientos; losotros estaban ya arrestados dos ó tres años antesde que estallase el movimiento terrorista y no po-dían, en consecuencia, ser responsables de estaagitación. A pesar de eso, se resolvió hacer unejemplar: tres de los acusados, Drebjasgin, Malin-ka y Maidanski fueron sentenciados á garrote yse les ejecutó el 3 de Diciembre; 6 dos de entreellos, Kostjurin y Jankowski, los condenaron átrabajos forzados, y el traidor Krajew recibió elpago de su traición.

Si hubiera estado en poder de los jueces, pron-to se habría decidido mi suerte; pero al comenzarel año 1880, yo me refugié en el extranjero y per-manecí en Suiza hasta el día de mi viaje y de miarresto en Friburgo.

Se puede juzgar por lo expuesto los pensa-mientos que haría nacer en mi espíritu la posibili-dad de mi extradición á Rusia.

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CAPÍTULO II

La causa de mi arresto.—El profesor Thun.—MI defensa.Plan de evasión.—El procurador.

En Alemania, país constitucional, la ley dice«que nadie puede estar arrestado más de veinti-cuatro horas sin ser sometido al interrogatoriode un juez». Gomo yo era extranjero, se creyó queno rezaba conmigo esta prescripción, y transcu-rrieron dos días sin que compareciese ante unjuez.

Después que éste me dirigió las preguntashabituales respecto á mi nombre, mi domicilio ymi profesión, me dijo que «dada mi calidad deextranjero, mi identificación no había sido aúnestablecida». Debía, pues, continuar preso. Podría—añadió—«protestar contra esta decisión, peroeso no me serviría de nada», y, en efecto, mi ape-lación fue rechazada.

Yo no sabía después del interrogatorio másque antes respecto á las razones de mi arresto, ycontinuaba haciendo mil conjeturas. La incerti-dumbre es uno de los tormentos más crueles quepueden sufrir los prisioneros. En mi situación, laincertidumbre me causaba los más penosos pre-sentimientos.

No volví á ser llamado ante el juez hasta lostres días después de mi primera comparecencia,

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tres días que me parecieron interminables. Asíque hube respondido á las preguntas habitualesacerca de mi persona, el magistrado me interrogósi conocía la causa de mi arresto, y después demi contestación negativa, me dio las siguientesexplicaciones:

Algunos días antes de mi llegada á Basilea,dos individuos habían venido á Friburgo, el so-cialista G... y el polonés Sablonski; descendierontambién en el hotel Freiburger Hof, y llevabanigualmente libros en sus bagajes. Estos libros loshabían expedido inmediatamente a Breslau, diri-gidos á un individuo que tres días antes fue arres-tado, en virtud de la ley contra los socialistas. Aconsecuencia de este arresto, los paquetes posta-les cayeron en manos de la policía, y encontraronen ellos proclamas socialistas escritas en polaco,que estaban prohibidas en Alemania.

Los expedidores habían dado como direcciónel Freiburger Hof, los impresos se enviaron áFriburgo, donde se abrió una instrucción judi-cial contra ellos, dando orden al propietario delhotel para que en el caso de que los mismos indi-viduos ú otras personas sospechosas llegasende Suiza, advirtiese en seguida á la policía. Heaquí la causa de que el criado del hotel, de acuer-do con el propietario, me denunciara é intervi-niese la policía.

Entre mis libros, el agente había encontradouno que se asemejaba en la cubierta á los halla-dos en los paquetes expedidos á Breslau, el Alma-nach de la Narolnaja Volja, y esto le pareció indi-cio suficiente para justificar mi arresto. Se meacusaba de estar de acuerdo con las otras perso-nas culpables de propagar los libros polacos pro-hibidos en Alemania.

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No era difícil deshacer esta acusación; entremis libros no habla ninguno polaco, ni un soloescrito prohibido en Alemania. La posesión dealgunos ejemplares del Sozial Demokrat no im-plicaba ninguna infracción de la ley. La instruc-ción se reducía á averiguar si yo estaba de acuer-do con las personas acusadas y si había procuradointroduch en Alemania obras prohibidas.

Sólo el azar ocasionó mi arresto.—Si usted no hubiera descendido en el Frei-

•burger liof—me dijo el juez,—nadie hubiera ja-más pensado en detenerlo.

Esto me dio nuevo valor.—No está todo perdido—pensaba—y recobraré

bien pronto mi libertad, con tal de que no inter-venga el gobierno ruso.

Toles reflexiones me entretenían en tanto queel juez de instrucción redactaba el proceso verbalde mi interrogatorio.

Después, designando á un señor sentado cercade una mesa, el magistrado me dijo:

— He aquí un intérprete que ayudará á usted ensu asunto; es un profesor de nuestra Universidad.

¡Yo no creía á mis ojos!Durante el interrogatorio, había mirado vaga-

mente á este caballero, pero en aquel momentolo reconocí y su presencia me causó una turba-ción profunda.

—Puede usted hablar en ruso con el señor pro-fesor—concluyó el señor Leiblein, el juez de ins-trucción, pasando á una pieza vecina para buscarunos papeles.

—¿Me reconoce usted?—me dijo el intérpretevolviéndose hacia mi.

—¡El profesor Thun!—grité yo sorprendido enel más alto grado.

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—Sí, soy yo. ¿Estoy tan cambiado que no meha conocido usted antes?

Y sin esperar mi respuesta añadió:—Vea usted en qué puedo serle útil.—¿Sabe usted bien quién soy?—le pregunté sin-

tiendo un frío glacial en todo el cuerpo.—Sí, sí, conozco su verdadero nombre; pero no

tiene usted motivo de temblar por eso; se hapuesto usted pálido.

En realidad esta revelación me causaba un pa-vor extraordinario.

Había conocido al profesor Thun cerca de diezy ocho meses antes de los acontecimientos quehe contado. Fue en Basilea, donde yo fui a habitarcerca de los refugiados de la colonia rusa; mehice inscribir en la Universidad y seguía los cur-sos de economía política y de estadística que ex-plicaba el profesor Thun.

Uno de los jefes del partido obrero, Karl Moor,me presentó al profesor, el cual me tenía por unsimple estudiante ruso; no me conocía por miverdadero nombre, sino por el de Nicolás Tridner,que yo usaba entonces.

Me recomendó que fuese averio de tiempo entiempo, y me hablaba del proyecto de escribir lahistoria del movimiento revolucionario en Rusia.Yo había ya oído hablar de este proyecto, motivoque me atrajo en gran parte á Basilea.

El profesor Thun había nacido á las orillasdel Rhin, hizo sus estudios en la Universidad deDorpat y fue después á pasar algunos años en elinterior de la Rusia. Conoció en nuestras conver-saciones que la historia de los movimientos revo-lucionarios de mi país no me era desconociday me propuso ayudarle en su trabajo, lo queacepté, naturalmente, con la alegría y el entusias-

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mo de ocuparme de una cosa á la que estaba taníntimamente unido.

De esta suerte empecé á conocer la opinióndel profesor Thun á propósito de los terroristasrusos y de sus partidarios. Les condenaba sinapelación. Según él, todos los gobiernos europeostenían el deber de negar todo asilo a esos indivi-duos y enviarlos al gobierno ruso como crimina-les ordinarios. Me acuerdo particularmente delsiguiente hecho:

El profesor Thun había dado una conferenciaen el Círculo Liberal de Basilea delante de nume-roso público sobre dos episodios del movimientorevolucionario ruso: el atentado contra el zar Ale-jandro II y el proceso de Tchigirin. Cuando hablóde este último asunto, contó por qué medios Ste-fanowith, Bochanowski y Deutsch consiguieronescapar de la fortaleza de Kiew, y terminó dicien-do «que estos malhechores vivían en el extranjero,sin que desgraciadamente hasta entonces se leshubiera castigado».

Tuve ocasión de hablar con él de este asunto,y saqué la impresión de que si el profesor Thunsupiera mi verdadero nombre, no solamente rom-pería todas relaciones conmigo, sino que seríacapaz de echarme mano al cuello. Esto me hizoabandonar su trato, y algún tiempo después dejéa Basilea.

Ahora, de golpe, me encontraba en la situa-ción de un prisionero delante de este hombre, yél sabía quién era yo. Se pueden adivinar misimpresiones.

—¿Y cómo sabe usted mi nombre?—le preguntétemblando de emoción.

—Me lo dijo su amigo Karl Moor después queusted salió de Basilea.

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—¿Y á pesar de eso me ofrece usted su ayuda?—interrogué sorprendido.

—Sí; dígame usted en qué puedo servirle y harécuanto sea posible.

Yo no creía á mis oídos; le miró á los ojospara ver si podía depositar en él una de esas con-fianzas instintivas que un hombre inspira á otrohombre, y que llega á ser ilimitada.

—Le agradeceré á usted—le dije—que si me esimposible salir de esta prisión por las vías lega-les y pruebo á escaparme, me preste su ayuda.

—¡Entendido!—respondió en tono sencillo, perograve.

Así este profesor alemán, que en mi presenciahabía deplorado públicamente que yo no hubiesesido castigado con severidad, me ofrecía su con-curso para evadirme de una prisión alemana.

En calidad de intérprete estaba en posesiónde libros, cartas y otros documentos encontradossobre mí. Tomó el carnet que le había sido con-fiado y me lo presentó aconsejándome destruiralgunas páginas sobre las cuales escribí ciertasdirecciones que podían comprometerme. Yo meconformé naturalmente con sus consejos.

Me propuso en seguida ir á Zurich para ad-vertir á mi amigo Axelrod de todo lo que mehabía pasado, procurar que mi libertad se efec-tuase por las vías legales, y por último concertarcon él los medios de evadirme en caso de que elgobierno alemén quisiera entregarme al gobiernoruso.

Estas promesas me las cumplió al pie de laletra el profesor Thun, y durante mi prisión enFriburgo me prestó mil afectuosos servicios, auna riesgo de comprometerse.

Organizó entrevistas secretas en la catedral

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de la ciudad con mis amigos, que hablan acu-dido á socorrerme en caso de peligro; transmitíalas cartas y los recados que podía cambiar conellos. Como estaba continuamente conmigo, ácausa de la confianza de las autoridades judicia-les en un profesor de su renombre, me hacíallamar á su despacho de intérprete, donde podía-mos hablar y hasta bromear algunos ratos.

En estas diferentes visitas me pude convencercuan de corazón venía en mi ayuda. Hasta meofreció su casa como refugio si llegaba a eva-dirme.

Algunas veces se reía de su papel.•—-Ved por dónde—decía alegremente—yo, un

profesor alemán en funciones y encargado de unamisión pública, me he convertido en un conjuradoruso, y la pacífica ciudad del gran duque de Badénen el teatro de un complot.

Por sus conversaciones con el juez de instruc-ción, conocía con exactitud el estado de mi asun-to y no me ocultaba nada para tenerme al co-rriente.

*

Desde mi primer interrogatorio, expuse así misituación al juez:

He venido al extranjero en calidad de estu-diante ruso; soy casado y tengo un hijo. Hastaahora he habitado en Suiza y vengo á quedarmeen Friburgo, donde mi mujer, actualmente enZurich, vendrá á buscarme. Me sostengo, en parte,de mis trabajos literarios y, en parte, de mis re-cursos personales. En lo que toca á mis convic-ciones políticas, no he formado aún una opiniónbien clara, pero durante mi estancia en Suiza hesido partidario de la democracia social, bajo la in-

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fluencia de la literatura alemana, y he resueltocontribuir con todas mis fuerzas a la propagaciónde esas ideas en mi patria. Cuando me decidí, pordiferentes motivos, á vivir en Alemania, traje con-migo libros que tratan de la democracia social,con objeto de venderlos á mis compatriotas. Estosescritos no estén prohibidos en Alemania, el po-seerlos no implica una infracción; no he cometidoun crimen contra las leyes alemanas. Y ahora—dije para terminar—me veo preso sin motivo nin-guno en esta libre ciudad alemana que se llamaFriburgo. He sido detenido sin la menor formali-dad judicial, expuesto á todas las negaciones ypreso como un criminal de derecho común. Porsi esto no es suficiente, en mi presencia la poli-cía prendió sin el menor escrúpulo á una burgue-sa perteneciente al Estado alemán y la trató comoá una ladrona, como á una criminal cualquiera.Yo me pregunto, en verdad: ¿Qué diferencia hayentre una nación constitucional como Alemania yla Rusia, sumida en un régimen absolutamentedespótico? Nadie en Rusia podría ser maltratadoasí.

Estas palabras parecieron haber producidocierta impresión sobre el espíritu del juez; se pa-seaba muy agitado, dictando al escribiente misdeclaraciones y varias respuestas; me atestiguósu simpatía y la reprobación enérgica para la ac-titud de la policía á propósito de mi arresto y delatropello de que fue objeto la señora.

En un momento exclamó:—Esto es como en el Ótelo de Shakespeare:

«¡Ese pañuelo! [Ese pañuelo!»Conocí que el hombre estaba á mi favor.Más tarde el profesor Thun me aseguró tam-

bién que el juez le había declarado que no encon-

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traba nada en mi asunto, y que en su creencia eracompletamente inocente y esperaba devolvermepronto la libertad.

Empecé á creer que saldría de la prisión ale-mana.por los medios legales. A pesar de eso, laduda persistía en mi, y a veces pensaba en em-prender la fuga. En los primeros tiempos de miarresto, una evasión no ofrecía la menor dificul-tad.

Cuando vacilaba entre la esperanza y mis pla-nes de evasión, fui conducido un día al locutorioy me sorprendí de no ver al profesor Thun, en-contrándome frente á un hombre que me era com-pletamente desconocido.

Me dijo su nombre, que desgraciadamente ol-vidé, y añadió que era abogado y mis amigos lehabían encargado de mi defensa. Se recomendabacon su título de miembro de la democracia socialalemana y de compañero, para pedirme que lehablara sin reticencias, porque mis amigos le ha-bían contado todo lo relativo a mis antecedentes.

—¿Quiere usted hacer una tentativa de evasión?—me dijo con aire confidencial.

Y como le respondiera afirmativamente, aña-dió alto:

—Eso sería una equivocación imperdonable desu parte; acabo de examinar el expediente; suasunto me parece bueno, y no dudo que será ustedpuesto pronto en libertad. ¿Por qué ha do expo-nerse usted en una evasión desgraciada? Esopuede empeorar su situación. He hablado tam-bién con el juez instructor; estoy convencido deque no hay nada grave contra usted. Así que lasinvestigaciones de su identidad en Suiza hayandado un resultado favorable, será usted puestoen libertad.

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—¿Pero y si se hacen esos mismas, indagacio-nes en Rusia?—pregunté yo.

—Eso no me parece probable—respondió eljurista;—si fuera así, lo hubiera visto en el expe-diente. Nosotros no procedemos aquí como enRusia; la instrucción no es un secreto, y, en cali-dad de abogado, la ley me reconoce derecho detener conocimiento de todos los hechos concer-nientes á su asunto; se haría en el expedientemención de la inteligencia con las autoridadesrusas, y no hay traza de nada de eso.

—Estamos de acuerdo—respondí yo;—pero áfalta de autoridades judiciales, ¿tiene usted lacertidumbre de que por las vías administrativas ópolíticas, no se hacen indagaciones respecto á míen Rusia.

—La administración y la política no se inmis-cuyen en Alemania en las cuestiones judiciales.Ha sido usted preso porque alguien cree que estáen relaciones con las personas susceptibles de sercastigadas por las leyes alemanas. Si usted es ino-cente, y el juez de instrucción no tiene de eso lamenor duda, será puesto en libertad. Ahora sólofalta recibir las referencias que se han pedido &Suiza; puede usted estar tranquilo. En calidad dejurista alemán conozco bien la ley y el procedi-miento. Los procedimientos rusos son absoluta-mente distintos de los nuestros.

Una voz interior me decía que no me fiara dela dulzura de las leyes germánicas, pero no teníamotivo para oponer ninguna objeción á lo ex-puesto por mi abogado, y las prácticas alemanasme eran completamente desconocidas. Por otraparte, una tentativa de evasión, aunque en el pri-mer momento me parecía fácil, presentaba unriesgo serio; nadie podía garantizarme el éxito.

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Estas consideraciones me decidieron, no áabandonar totalmente mis proyectos de fuga, sinoá diferirlos hasta que tuviese la prueba de quelos magistrados de Friburgo habían pedido infor-mes sobre mí á las autoridades rusas. Me parecíaque las diligencias de esta naturaleza no hubieranpodido ocultarse.

Además, el profesor Thun se interesaba pormí, era un hombre notable y muy influyente, queestaba en las mejores relaciones con las autorida-des del gran ducado de Badén. Yo sabría por élcuanto se concertase respecto á mi asunto.

TOMO I

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CAPÍTULO III

Incertídumbre.—Régimen de la prisión.—El procurador.Cambio de celda.

Continué largo tiempo en la prisión, fluctuan-do entre la esperanza de una próxima libertad yel temor de ser enviado á Rusia; de un día á otromi humor cambiaba; esta perpetua incertidumbreme deprimía de un modo considerable; el tiempotranscurrió mortalmente largo, los días me pare-cían sin íin, aunque procuraba estar siempre ocu-pado. Tenía numerosos libros á mi disposición,gracias á la solicitud de mis camaradas y del pro-fesor Thun, se me concedió también derecho deescribir, leía mucho y escribía mis impresiones,mis pensamientos y mis recuerdos.

Pero no era sólo la inquietud por mi suerte yel temor de ser enviado á Rusia lo que me preo-cupaba; el porvenir de mis amigos y el desenvol-vimiento ulterior de nuestra Liga para la emanci-pación de los trabajadores me causaban tambiénun vivo cuidado. Nuestra nueva organización noestaba aún desenvuelta; éramos un pequeño nú-mero de asociados y nuestros medios de propa-ganda muy restringidos.

Cuando fui á Alemania, para plantar en lafrontera rusa nuestros primeros jalones, llevaba

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también el plan de organizar para más tarde eltransporte de libros al lado de allá y ocuparmede procurar los recursos necesarios y de estable-cer nuestra organización definitiva.

A mi partida para Suiza, dejé planteados mu-chos asuntos, que exigían mi vuelta inmediata.Todos mis compañeros estaban bastante ocupa-dos por su propia cuenta, su tiempo era precioso,y ahora no sólo me encontraba preso, condenadoá la inacción, sino que todos los otros miembrosde nuestra Liga veían su actividad paralizada,porque deseaban seguir el curso de mi proceso ycontribuir de un modo ó de otro á mí libertad.

La conciencia de que yo entorpecía, aunquebien involuntariamente, todos nuestros proyectos,pesaba sobre mí y acababa con mi paciencia.

Mi situación podía compararse a la de unhombre que teniendo negocios muy urgentes ymuy importantes se rompiese de golpe una pier-na, de modo que en vez de atender á sus asuntosse viera clavado en el lecho. Pero mientras en talcaso el dolor impide pensar en lo que se pierde,yo, libre de todo sufrimiento físico, veía crecerindefinidamente mis torturas morales.

*# *

El régimen de la prisión dejaba mucho quedesear. En los primeros tiempos me parecía todoinsoportable, hasta que poco á poco me fui habi-tuando. Como ya he dicho, las celdas no se ilumi-nan nunca durante la noche y los prisioneros notienen otra cosa que hacer que dormir en todoese tiempo. Se les prohibía la luz por miedo á unincendio, y por el mismo motivo no se consientetampoco fumar; yo buscaba en vano qué hubiera

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podido quemarse en la prisión, porque aparte delas puertas, las sillas, las ventanas y el lecho, noexistía nada de madera en todo el edificio, cons-truido con macizas piedras. Esta tristeza de pasarlas largas veladas sin luz y sin fumar, puede con-siderarse no sólo como una privación, sino comoun verdadero tormento, y no hay derecho paracastigará los detenidos cuya culpabilidad no estáaún demostrada. La actitud del personal con losprisioneros no tenía nada de amable. Ved lo queme sucedió en los primeros días: *

Todas las celdas daban sobre el mismo corre-dor, paseo en común de los presos, que estábamosobligados á trotar unos detrás de otros como losgansos y siempre á algunos pasos de distancia.Me parecía ser uno de esos caballos de titiritero,sujeto de una cuerda y obligado á dar continuasvueltas. Otros prisioneros consideraban esto tanhumillante que renunciaban de buen grado á res-pirar un poco de aire fresco.

En el curso de mis paseos vi un día relevarla guardia militar en el patio de la prisión. Elmodo como los soldados alemanes marcan elpaso y manejan los fusiles me hizo detenerme unmomento á contemplar el cuadro, sin ocuparmede los que marchaban delante y detrás de mí.Salí de las filas poco más de medio paso; inme-diatamente sentí que alguien me empujaba porla espalda.y se proferían contra mí las más gro-seras injurias. Yo no me di cuenta de lo sucedidohasta que el carcelero me condujo violentamenteá mi celda. El hombre juraba como un poseído,amenazando con privarme del paseo si otra vezme conducía de esta suerte.

Le pregunté con viveza qué crimen había po-dido cometer, y cuando supe que todo aquello

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prevenía de haber detenido mi marcha duranteun segunda, monté a mi vez en cólera.

¡Decididamente era demasiado! Pregunté alguardián por qué se osaba tratarme de aquelmodo; semejante conducta no era admisible ni

Í>ara un condenado; se había permitido atrope-larme y darme empujones porque salí por casua-

lidad fuera de la fila.Una mínima infracción no puede ser conside-

rada como un crimen por el reglamento de lasprisiones alemanes, y estaba obligado á advertir-me sin semejante trato.

Esta lección produjo su efecto: mi hombre cam-bió en seguida de tono y desde entonces fuimoscasi cama radas.

La comida de la prisión era insuficiente desdeel punto de vista de la cantidad y no puede bastará un hombre adulto. Consistía en libra y mediade pan de centeno y dos veces al día una sopa,parecida á una panatela.

Los presos no comían carne más que dosveces por semana, el primer mes de su detención,y las porciones eran microscópicas. Los guardia-nes mismos se veían obligados á reconocer queun detenido, sin medios de procurarse los extraor-dinarios, no podía satisfacer su apetito.

Por el contrario, las celdas del primer piso,cuyas ventanas daban á la calle, son espaciosas,claras y limpias. El mobiliario consiste en untaburete, una mesa y un lecho: este lecho se com-pone de un jergón, un cojín de paja y una ligeramanta de lana.

En un ángulo de la celda estaba la estufa, quese encendía desde el corredor, toda rodeada hastael techo de una fuerte verja de hierro, para evitarJas evasiones por la chimenea.

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Sobre uno de los muros se veía el reglamentade la cárcel, que castiga la menor infracción conpenas disciplinarias variadas hasta lo infinito.

Todos estos cuidados tienen por objeto darpoco trabajo á la administración y hacer másfácil la vigilancia de los detenidos; por lo que tocaá éstos, se les trata no como á hombres cuya cul-pabilidad no está aún demostrada, sino como ávulgares criminales. Esto lo vi con claridad en lasiguiente ocasión:

Un día fui sacado de la celda y me condujeronal comedor del piso bajo, donde ya un gran nú-mero de prisioneros estaban alineados á lo largodel muro. Parecían esperar alguna cosa. Me seña-laron también un puesto y quise saber de qué setrataba. Después de varias preguntas sin respues-ta, el vigilante consintió al fin en decirme que elsacerdote católico quería ver á los presos. Yo de-claró bien alto que en mi calidad de socialista notenía nada que ver con el catolicismo, y menoscon sus sacerdotes, solicitando ser conducido denuevo 6 mi celda.

La pretensión pareció excesivamente cómicaal vigilante y respondió con una carcajada:

—Que usted quiera ó no, me importa poco; elcura desea ver á todos los presos, y hay que obe-decer.

Los otros carceleros se echaron también áreir: les parecía muy cómico ver á un detenidamanifestar una voluntad ó un deseo. Los que cen-suran la barbarie rusa deben saber que en unaprisión alemana, en una simple casa de deten-ción, se creen que no hay derecho de manifestarconvicciones ni opinión ninguna, y en realidadno me quedó otro recurso que dejarme conducirante el cura.

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Nuestra entrevista fue muy breve. A su pre-gunta respecto á mi'religión, respondí que comosocialista demócrata no pertenecía á ningunaiglesia. Dejó caer sobre mí una mirada de compa-sión y me despidió inmediatamente.

Lo que me parecía también insoportable,sobre todo en los primeros tiempos, fue el siste-ma de espionaje en boga en la prisión. Cons fre-cuencia, mientras yo escribía ó me abismaba enla lectura de un libro, aparecía de repente un car-celero. Andando sobre la punta de los pies habíaabierto sin ruido la puerta de la celda y me es-piaba con atención. Creía, sin duda, sorprender-me mirando por la ventana, distracción inofensi-va, pero severamente castigada en el reglamento.

Es extraordinariamente ridiculo el cuidadometiculoso con que en esta prisión, y en todas lasotras alemanas que después he conocido, se re-gistran los objetos destinados á los prisioneros.

Una docena de naranjas enviadas por misamigos excitaron las sospechas del guardián,' ypartió cada una de ellas en cuatro partes paraver si llevaban en el interior algún objeto.

Esto pasa de cuanto puede imaginarse; elhombre se figuraba que en una naranja pudieraesconderse algo importante. Los gendarmes ru-sos, malignos y llenos de todas las malicias, nose hubieran tomado jamás el trabajo de cortar encuatro partes una naranja ó una manzana.

El cambio de cartas entre los detenidos y losde afuera se practica de un modo regular y conexcesiva vigilancia. Todas estas miserias, todasestas pequeneces y formalidades me encoleriza-ban en los primeros tiempos y se me hacían inso-portables, hasta que poco á poco me habitué altrato de las prisiones alemanas; el personal se

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fue mostrando más confiado. Contribuía muchoá su interés la circunstancia de ser yo ruso, puesno habían visto nunca ninguno en su ciudad.

Por celoso y desinteresado que sea un funcio-nario alemán, no puede dejar de sentir conside-ración por la posición social de un individuo.

Mis guardianes sabían que contaba con recur-sos; me traían la comida de casa del carcelerojefe, y no carecía de nada de lo necesario, ni aunde lo superfluo, pues mis amigos se ingeniabanpara procurarme todas las comodidades posibles.Esto imponía á aquellas gentes, y además yoaprovechaba toda ocasión de afirmar bien altoque pronto estaría en libertad.

Sin embargo, no era esta mi convicción comootras veces, no tenía más objeto que el de debi-litar su vigilancia; pero me pareció que creían enrealidad mis ajfirmaciones, al menos durantecierto tiempo.

El personal de la prisión lo formaban dosguardianes y un jefe, que asumía las funcionesde director; ios tres buscaban mi sociedad y noperdían ocasión de venir á conversar conmigo.Me preguntaban sobre Rusia, y por su parte mereferían muchas cosas de Alemania respecto álas prisiones, el procedimiento judicial y demáscuestiones que les interesaban directamente.

Me parecían bastante contentos de su situa-ción. En realidad, su sueldo era elevado, pues pa-saba de dos mil marcos por año, si no me equi-voco.

El carcelero con el cual tuve el disgusto quehe contado, me visitaba con frecuencia. Habíasido soldado como los otros, y estaba igualmenteimbuido en el espíritu de disciplina militar, queen las prisiones alemanas se considera como un

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ideal indispensable. Parecía duro y tosco, pero,en realidad, era un hombre de buen corazón.

Un día me propuso pasarle á uno de mis veci-nos de celda parte de los alimentos que yo noconsumía, porque el pobre diablo carecía de todorecurso personal y rabiaba materialmente de ham-bre. Yo consentí con alegría.

Era un hombre de cerca de treinta años, re-choncho y cargado de espaldas; ocupaba su plazadespués de haber cumplido el servicio militar, dis-gustado de la carpintería, que fue su primer oficio.Como la mayor parte de los obreros alemanes, nohabía frecuentado más escuela que la primaria,pero esta educación da entre ellos mejores resul-tados que en Rusia. Se puede decir que este hom-bre, comparado con los de su clase en nuestropaís, era, en realidad, instruido; conversábamosde todo, y principalmente de política. Mis cono-cimientos variados le causaban una profunda ad-miración, en especial el conocimiento del francés,alemán y ruso, mi lengua materna.

—¿Cómo puede usted retener tantas cosas?—exclamaba maravillado cuando me veía pasar deun libro ruso á otro francés ó alemán.

Es también notable el desenfado con que dis-pusieron de mi dinero. Como ya he dicho, en elmomento de mi arresto se apoderaron de mi por-tamonedas; algunos días después, el director mepresentó la cuenta de los gastos pagados por mí.El policía, sin contar conmigo, había sido tan ge-neroso que pagó un día entero en el hotel, queapenas ocupó algunos minutos, y además, unaindemnización al dueño por los perjuicios quele había causado; en todo tres ó cuatro marcos.Pero no era eso sólo; como no habían podidoabrir una de mis maletas, aunque tenían

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ves, recurrieron á un cerrajero y le pagaron es-pléndidamente su servicio.

Eché una ojeada á la nota, sin hacer ningunaobservación, porque no quería disputar con ellospor tales detalles.

Así se me hizo pagar por mi arresto, por losdaños que no había causado y por abrirme la ma-leta. Como si a un condenado le hicieran pagarlacuerda ó el hacha.

Es cierto que no se hubieran permitido talesabusos tratándose de un alemán, pero como ex-tranjero me podían desplumar á su gusto.

Poco tiempo después de mi arresto, fui condu-cido delante de un fotógrafo, que sacó un cliché.No fue esto de mi gusto; temía enviasen mi foto-grafía á Rusia, donde me reconocerían, pero nopude resistirme ni era conveniente demostrar quetenía algo que temer de esta medida. Además, miretrato era necesario para las investigaciones queiban á verificarse en Suiza, y gracias á él fui re-conocido como Buligin.

Las autoridades suizas respondieron que lafotografía representaba á Buligin, nombre al cualestaba extendido mi pasaporte.

Esta parte de la información me fue favorabley demostraba que nada tenía que ver con el asun-to de Jablonski y de Bochanowski.

Se había reconocido que no introduje en Ale-mania ningún libro prohibido: los libros y pape-les escritos en ruso hallados en mi poder teníancarácter social demócrata, pero no estaban prohi-bidos.

Muchas semanas transcurrieron antes de quese cumpliesen todas las formalidades. Cerca demes y medio después de mi arresto, el juez mehizo saber, al fin, que la instrucción estaría termi-

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nada dentro de pocos días, resultando que nohallaba la menor base de acusación seria contramí. La última palabra pertenecía al procurador;él podía decidir si era puesto inmediatamente enlibertad ó bien se me llevaba ante el tribunal; eneste último caso, los magistrados serian de laopinión del juez instructor, y si, á pesar de todo,se abría un proceso contra mí, acabaría con unaligera pena, desquitada de los días pasados en ladetención preventiva: de esta manera mi libertadsólo era cuestión de poco tiempo y podía estarcierto de que todo iba bien.

Creí al juez bajo su palabra, sin suponer porun solo instante que ocultase otro pensamiento.

Ciertos hechos vinieron bien pronto á desper-tar en mí crueles sospechas, pero es propio dela naturaleza humana dar por verdadero lo quese desea. Los que se abandonan á la esperanzahallan medios de verlo todo de color de rosa. *

Algunos días después de hablar con el juezme llamaron al locutorio. Encontré á la señoraNadjeschda Axelrod, la mujer de mi amigo, y unviejo, el cual era el mismo procurador. Me decla-ró con tono severo y amenazante que nos autori-zaba á conversar, con la condición de hablar sóloalemán, y á la primera palabra rusa cambiadaentre nosotros se vería obligado á separarnos.

El tono y la actitud del barbudo no estaba deacuerdo con la perspectiva de una próxima liber-tad que el juez de instrucción había desplegadoante mis ojos.

—¿Cómo este señor me prohibe hablar ruso—me dije,—si tan pronto voy a ser libre?—El estáya en posesión del expediente y conoce la conclu-sión del juez instructor.

Pero en aquel momento no había tiempo de

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reflexionar y pensé que este hombre era unaencarnación del formulismo. «La ley prescribeque es preciso vigilar toda conversación de unprisionero sometido á instrucción; por eso nosobliga á la señora Axelrod y á mí á hablar ale-mán, á fin de podernos comprender. No hay nadaque se pueda considerar como una defraudaciónde mis esperanzas.»

La severidad del procurador von Berg (tal erasu nombre) había producido á un tiempo sobrela señora Axelrod y sobre mí una profunda im-presión de malestar; no supimos qué decirnos ynos despedimos pronto.

Lo que pasó después ha quedado grabado enmi memoria. A la siguiente mañana el carcelerojefe Roth vino á mi celda y me anunció de unamanera muy amable y muy amistosa, con el as-pecto de un buen hombre que no oculta nada, queiba á ser trasladado á una celda del piso bajo,porque en todo el primer piso estaban de obras.

Se excusó de este cambio, porque la nuevacelda no era tan confortable como la primera. Elcambio me desagradó: mi plan de evasión estababasado en la situación de la celda. Uno de misamigos había alquilado una habitación en el hotelde enfrente, y como mi ventana daba á la calle,en circunstancias excepcionales podíamos comu-nicarnos por medio de signos convenidos.

Además de estas consideraciones prácticas, mitraslado me causaba también enojo porque habíaunidos á aquellos cuatro muros muchos recuer-dos, que no eran tristes ni sombríos, sino de unanaturaleza amistosa.

Pensaba con lógica que mi celda del piso bajono daría á la calle para gozar de una distracciónque me era querida; los días de mercado asistía

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á escenas muy interesantes entre compradores,comerciantes y aldeanos de los alrededores; otrasveces los ejercicios militares se verificaban en laplaza y me entretenían mucho. Pero lo que masme gustaba, sobre todo á la hora del crepúsculo,era deslizarme á la ventana y contemplar los mu-chachos entregados á toda clase de juegos. Enmedio de sus estallidos de risa y de sus gritos metransportaba con el pensamiento al país natal, ála Rusia del Sur, y e-vocaba mi propia infancia.

Todo me era arrebatado con el cambio decelda. Mi nuevo domicilio me pareció más estre-cho, más sombrío. La ventana daba sobre el patio:esta última circunstancia hacía la fuga casi impo-sible; cierto que me quedaban aún dos ó tres pla-nes de evasión, pero la experiencia me decía quealgunos de ellos no eran realizables.

Me consolaba el pensamiento de que la eva-sión no era necesaria y podría salir de la prisiónpor las vías legales. Contaba los días que me se-paraban de ese momento; mi traslado me hizo elefecto de un simple azar, que, según me habíadicho el carcelero jefe, no tenia ninguna impor-tancia. Pero mis amigos pensaban otra cosa. Comono me vieran en la ventana creyeron que secreta-mente me habían enviado á Rusia.

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CAPÍTULO IV

Visita de "mi mujer,,.—Plan de evasión y libertad.—-Espe-ranzas.—El procurador entra en juego. — Preparativosde viaje.

A los pocos días fui llamado de nuevo al locu-torio. Apenas entré, una señora joven se precipitóen mis brazos, entre llorosa y sonriente.

Era la esposa de mi amigo Buligin.Como yo había sido arrestado con el nombre

de su marido, ella se apresuró á acudir para re-presentar cerca de mí el papel de «mi esposa».Lo desempeñó tan bien, que hasta el mismo se-vero procurador, testigo de esta conmovedoraescena, se dulcificó á la vista de dos jóvenes espo-sos que se amaban tan tiernamente, y no se inter-puso entre nosotros, dejándonos conversar contranquilidad.

Pasado el ardor de los primeros transportes,me recomendó hablar en alemán con «mi mujer»,pero esta vez su voz era menos seca y menosdura que durante la visita de la señora Axelrod.

Entretanto la señora Buligin me había dichoal oído que era absolutamente indispensable ha-blar en ruso, porque me tenía que comunicar cosasde gran importancia, y rogué al señor von Bergnos permitiese emplear la lengua rusa.

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—No es posible—respondió brevemente;—ha-blan ustedes bastante bien el alemán para enten-derse.

—Usted comprenderá—repliqué—que por bienque un hombre posea una lengua extranjera, lees enojoso no hablar el idioma patrio con su mu-jer, cuando la ve después de muchas semanas y loencuentra en prisión. Es imposible que mi mujerme explique en alemán asuntos de familia y medé noticias de nuestro hijo. No veo motivo paraque la ley, que usted representa aquí, nos privede esta satisfacción. Si tiene usted alguna dudarespecto á la naturaleza de nuestra conversación,haga llamar al señor profesor Thun para queasista & ella.

—Desde el momento que conocen ustedes dosla lengua alemana, la ley me autoriza a no dejarlos conversar en ruso—respondió el viejo consequedad.

—Sin duda está usted de acuerdo con la ley,pero existen también deberes de humanidad, co-munes á todos los hombres bien educados, y lahumanidad no le autoriza á prohibirnos el uso denuestro lenguaje materno.

Pronuncié la palabra humanidad con un tonoque pareció surtir efecto, porque el procuradorconsintió en dejarnos hablar en ruso si el profe-sor Thun tenía á bien estar presente; mas seresistía á llamarlo, pretextando «no estar obligadopor la ley». Naturalmente, yo no quería demos-trar mis relaciones íntimas con el profesor y pre-gunté su dirección, aunque la conocía desde mu-cho tiempo antes.

—Se le dará á su esposa en mi gabinete.Diciendo esto se retiró del locutorio con la se-

ñora Buligin y yo fui conducido á mi celda.

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Poco tiempo después me llamaron de nuevo;encontré á la señora Buligin, el procurador y elprofesor Thun. No le había visto en algún tiempo,porque estaba de viaje durante las vacacionesde Pascuas, y terminó ya sus funciones de tra-ductor al ser transmitido el expedienta al procu-rador.

Así que pudo hablar ruso la señora Buligin,me dijo que mis amigos estaban inquietos por misuerte. Los espías rusos se agitaban en torno deellos y de mis íntimos conocidos, mostrando unafotografía muy parecida á la que habían enviadoá Friburgo, y se informaban para saber dónde mehallaba. Mis amigos creían que el gobierno rusoestaba en buena pista para descubrir que meocultaba con el nombre de Buligin, y si mi encar-celación se prolongaba, acabarían por conocer miverdadero nombre. Era preciso concertar mi eva-sión. Discutíamos todos los medios y buscábamosun plan. El profesor Thun tomó parte activa ennuestra conversación, dándonos también sus con-sejos. Pero, como antes he dicho, ninguno de losplanes era práctico. No tengo intención de expo-ner aquí todos los discutidos; baste decir que elprofesor Thun se interesaba vivamente y tenía unpapel activo.

Hoy, después de veinte años, me acuerdo deestos acontecimientos, y estoy tentado de dudarque haya sido posible existiese un profesor aJe-mán, un hombre con cátedra de economía social,dispuesto á ayudar á la evasión de un socialistaruso, y discutiendo con él las combinaciones, auná riesgo de un disgusto. ¡Este mismo hombre, an-tes de conocerme personalmente, expresó su de-seo de que fuera un día entregado al gobiernoruso!

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El procurador von Berg, que durante todo eltiempo de nuestra entrevista permaneció en laestancia, hizo un papel terriblemente cómico. Nocomprendía una sola palabra, pero nos veía reiry reía también, asociándose á nuestra alegría.Como nosotros nos divertíamos á sus expensasy nuestra risa le ganaba, él se divertía tambiéncon nosotros. Le preguntamos al profesor Thunqué hubiera pensado el correcto y formalista viejoy en qué violenta cólera no caería si supiera queen su propia presencia nos burlábamos de sudigna persona.

Cuando hubimos terminado la discusión, queduró bastante tiempo, la señora Buligin y yo nosdespedimos tiernamente. Ella dio las gracias ávon Berg por habernos permitido hablar ruso yle preguntó cuándo pensaba ponerme en libertad.El procurador respondió que tomaría una resolu-ción en los próximos días de la semana, pero entodo caso—añadió,—al ser puesto en libertad meconfiarían á la policía hasta una frontera cual-quiera, probablemente la frontera suiza, como lamás próxima.

Me así con más energía á la esperanza de ver-me pronto libre. Era más agradable soñar conuna libertad próxima que pensar en las conse-cuencias que tendría para mí mi extradición áRusia ó sencillamente mi envío á la frontera rusa.

Después de la visita de la señora Buligin, lased de libertad se apoderaba más y más de mí.La imaginación presentaba á mis ojos bellos cua-dros; mis pensamientos iban continuamente ámis amigos y á nuestra obra. Veía pasar por miespíritu las escenas de alegre bienvenida y pen-saba en mis camaradas dedicados con nuevo ar-dor al desenvolvimiento de nuestra Liga para la

TOMO I 4

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emancipación de los trabajadores. Coordinaba to-dos los detalles de cuanto iba á hacer para des-quitarme de mi inacción forzosa; no vivía másque en el porvenir: el triste presente me parecíaun lejano pasado, era como una pesadilla penosa,uno de los episodios que yo contaría en el círculode los míos. Los soldados deben experimentaralgo parecido después de escapar al peligro y álas duras privaciones de la guerra, cuando vuel-ven sanos y salvos á su hogar.

— Hoy se va á dar la orden de ponerme enlibertad.

Con este pensamiento me levanté una maña-na de Mayo, me acuerdo como si fuera hoy, yempecé á representarme de qué modo me comu-nicarían la decisión.

—El señor procurador llama á usted.Estas fueron las palabras con las cuales el

carcelero puso término á mis sueños.—Es, sin duda, para anunciarme la libertad—

fue mi primer pensamiento.—Este hombre tienepalabra. Es, sin embargo, extraño que los jueceshayan emitido ya su decisión. Es aún temprano.

Asi discurriendo seguía los corredores de laprisión.

El señor von Berg estaba sentado cerca de lamesa de su despacho y á su lado había un jovensecretario. La mesa estaba cubierta de legajos dede papeles.

—Es hoy, como usted sabe—me dijo el procu-rador volviéndose hacia mí,-—cuando se va á dic-tar el fallo en su asunto. Antes de comunicarle elveredicto es preciso saber cierto si su nombre es,

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en realidad, Buligin y si reside en Moscou, comousted afirma.

•—Ciertamente, me llamo Buligin y soy de Mos-cou—respondí yo.

—Leed la nota relativa á este asunto-*-ordenó elprocurador á su escribiente.

Este empezó á leer con voz blanda y tonillooficial un papel que al primer golpe de vista mepareció venir de la administración de Moscou. Eldocumento indicaba clara y brevemente que nohabía en Moscou ninguna persona del nombre deBuligin respondiendo á la descripción que sehacía.

—¿Qué tiene usted que decir en contra?—me in-terrogó el señor von Berg con tono frío ó irónico.

Sentí afluir al rostro toda mi sangre y temblarmis rodillas, pero me dominé y emprendí en se-guida mi defensa. Hablaba de prisa, con emocióny tono de convencimiento. Ero el momento deci-sivo, sentía el suelo faltar bajo mis pies. Ahoraera preciso luchar por la vida: como había yapensado antes en esta eventualidad, mi plan dedefensa estaba preparado de antemano.

— Escuchadme —exclamó volviéndome hacia elprocurador;—-afirmo que soy Buligin, pero deboconfesar también que no soy de Moscou y que to-dos los datos que he dado sobre mi persona sonfalsos; me he visto obligado á esta mentira por elmodo como me han tratado aquí, en Friburgo, ypor los procedimientos administrativos que reinanen Rusia. Estos procedimientos, que usted igno-rará, voy a hacérselos conocer. No es raro entrenosotros ser denunciados á la gendarmería comoposeedores de libros prohibidos en Rusia. Nosólo se detiene poruña simple denuncia, sino quese trata de perseguir á todos los que con el acu-

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sado tienen relaciones, ó cuya dirección está e»sus manos. Su casa queda sometida á un perpe-tuo espionaje, toda su familia expuesta á sufri-mientos y vejaciones. Los hombres permanecenmuchos meses presos por los motivos más fútiles.Cuándo se llega á la democrática Suiza ó á laconstitucional Alemania, sin la menor intenciónde contravenir sus leyes, se encuentra uno con que-se trata á los ciudadanos aquí (hablo al menos delos extranjeros) de un modo que no varía gran cosade lo que se practica en Rusia. He aprendido ámis expensas que aquí se detiene á las gentes sinrespetar ninguna forma jurídica, sin observar lasmenores garantías de libertad individual. Sin elmenor mandato de la policía se han permitidoregistrar mi habitación del hotel, se me trata comoun criminal cualquiera. No tengo que reprochar-me la menor infracción á las leyes alemanas y seme sujeta á prisión dejándome dos interminablesdías sin comparecer ante el juez. Se prende tam-bién como en Rusia á una señora alemana y se latiene presa. Yo no podía sentir confianza en laseguridad que me daba el juez de instrucción deque se trataba simplemente de una pesquisa judi-cial. He pensado que en Alemania, como en Ru-sia, la policía tiene el derecho de obrar paralela-mente á la justicia y entenderse por su parte conlas autoridades rusas. El documento que me aca-ba usted de leer me prueba que tenía razón. Siyo hubiera hecho conocer al juez mi verdaderoestado civil, inmediatamente se lo hubiese comu-nicado á las autoridades rusas, como sucedeahora, y éstas se hubieran enterado de que seencontraban en mi poder dos maletas llenas delibros prohibidos en Rusia. La policía, natural-mente, hubiera hecho las indagaciones habituales

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•en la ciudad de mi nacimiento y hubiera expuestoá vejaciones sin número a mis padres, mis her-manos y mis hermanas, los cuales participan demis opiniones. Puede que les encontrasen librosprohibidos y muchos de ellos estarían presos. LaRusia no es un país constitucional, y eso me obli-gó á ocultar en mi interrogatorio ciertos detallesque pudieran ser peligrosos para los demás.

—¿De modo que usted afirma que es Buligin—me dijo el procurador con una voz llena de cóle-ra,—pero niega que es de Moscou, y rehusa darmeel nombre del pueblo de su nacimiento?

—Sí, lo rehuso por las razones enumeradas.—Leédnosla nota que sigue—dijo el procurador

al escribiente.Este volvió á leer.«El prisionero actualmente detenido en el gran

ducado de Badén que se hace pasar por Buligin,es, en realidad, un cierto León Deutsch, que encompañía de Jacobo Stefanowitch tiene, entreotros delitos cometidos, una tentativa de asesinatocontra Nicolás Gorinowitch en Mayo de 1876. Portanto, el gobierno de Su Majestad el zar de Rusiapide, por mediación de su representante cerca deVuestra Alteza al gran duque de Badén, tenga ábien acordar la extradición de los dos criminalesaquí citados. Al mismo tiempo, el gobierno de SuMajestad cree su deber llamar la atención de lasautoridades alemanas sobre el hecho de que elllamado León Deutsch se ha evadido varias veces,y es por tanto preciso ejercer sobre él la más acti-va vigilancia, tanto durante su prisión como alser conducido á Rusia.»

Transcribo aquí palabra por palabra este docu-mento, porque á pesar de los veinte años transcu-rridos está todavía grabado en mi mente.

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54 LEÓN DECTSCII

—Todo se ha perdido—pensé, y penosas re-flexiones atormentaron mi espíritu.

:—Y bien; ¿qué tiene usted que decir?Escuché la voz seca del procurador y vi una

sonrisa de triunfo iluminar su semblante. Mecontuve con un violento esfuerzo.

—Lo que me acaban de leer—dije afectando unaire tranquilo—no me extraña del todo; respondeá los procedimientos que usa el gobierno ruso. Sujuego es claro: cada vez que el gobierno quiereaprisionar á un socialista inofensivo arrestado enpaís constitucional, se guarda muy bien de decirla verdad, y da el nombre de cualquier individuoacusado de un crimen. Esto no es nuevo. En Ru-mania ha sido reclamado un cierto Katz, é inme-diatamente fue expedido á Siberia por el métodoadministrativo, como se dice allí, esto es, sin lamenor instrucción judicial. Es evidente que lomismo se quiere hacer en mi caso: la mejor prue-ba está en que el gobierno ruso exige, no sólo queyo le sea entregado bajo el nombre de Deutsch,sino también la extradición de Stefanowitch, aun-que éste hace ya muchos años fue detenido enRusia y condenado a trabajos forzados en las mi-nas de Siberia, á pesar de que su participación enla tentativa de muerte contra Gorinowitch no fuejamás probada por ningún tribunal. Es claro queel gobierno ruso pide la extradición de Stefano-witch, al cual tiene ya entre sus manos, porqueen la primera ocasión designará á un socialistacualquiera con el nombre de Stefanowitch. Estoque yo le digo, podrá confirmarlo el profesorThun, que conoce los asuntos de Rusia y estámuy enterado sobre el movimiento revolucionariode ese país.

Así terminó el interrogatorio. De vuelta á mi

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DIEZ Y SEIS AÑOS EN SIBERIA 55

celda, coordiné las ideas y quedé completamenteaterrado. Mi extradición era cosa segura. No te-nía más esperanza que la fuga, pero ésta no tardóen desaparecer.

A consecuencia de la alusión del gobiernoruso á mis numerosas evasiones—en realidad, nome había evadido más que dos veces,—-se me pusoun guardián especial á la puerta de mi celda y nome perdía de vista un solo instante, siguiendotodos mis movimientos. Se había igualmente re-comendado á todos los guardianes que me vigila-sen, y el carcelero jefe Roth asistió al interroga-torio que acabo de describir.

Al mediodía fui conducido de nuevo delantedel procurador; me pareció mejor dispuesto haciamí y me demostró cierta dulzura, lo más que po-día esperarse de este inflexible «hombre de ley».

Me declaró que el profesor Thun había confir-mado todas mis manifestaciones, y luego añadió:

—Si no hubiera usted sido acusado del crimená que se hace alusión en la nota del gobiernoruso, yo estaría pronto á ayudarle en su defensa.Sabrá usted que en Alemania el deber del minis-terio público no consiste en condenar, tiene lamisión de buscar la verdad y de poner en libertadá todos los que son injustamente perseguidos.Déme usted el medio de asistirle en su defensa yyo le ayudaré en la medida de lo posible.

Este cambio en la actitud del procurador sepodía sólo atribuir á la influencia del profesorThun. Yo sabía que no me quedaba casi ningunaesperanza, pero quise aprovechar las buenas dis-posiciones de von Berg para ganar tiempo.

Si mi extradición tardaba algún tiempo, toda-vía quizá la evasión no fuese imposible. Aceptécon reconocimiento la oferta del procurador, y le

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56 ' LEÓN DBUTSOH

pedí me autorizase para entenderme con mi abo-gado y con el traductor público, puesto que no te-nía ninguna idea del procedimiento empleadopara utilizar el consejo que me daba.

Ante todo debía probar que yo no era elDeutsch que se buscaba: éste vivía en Londresy estaría pronto á confirmar la verdad si se ledescubría. Esperaba que por mediación del pro-fesor Thun se hallase en Londres un refugia-do ruso que consintiera en hacerse pasar porDeutsch.

El señor von Berg me declaró que el aceptarmi petición dependía del ministro de Justicia, áquien él se la transmitiría.

Allí terminó el segundo interrogatorio.A partir de este momento, los acontecimientos

se precipitaron. Antes había esperado un interro-gatorio durante semanas enteras, y hasta solicitécomparecer delante del juez de instrucción, conla esperanza de que sorprendería de este modoalgunos detalles de mi asunto. Pero ahora todoiba más de prisa de lo que deseaba.

Al día siguiente comparecí de nuevo delantedel procurador. Esta vez encontré en el despachede von Berg al escribiente, al vigilante Roth, queestaba cerca de la puerta, y un señor extranjero,vestido con uniforme de funcionario de justiciarusa, en cuyo pecho orillaba una condecoración.

—¡Ah! Buenos días, Deutsch; ¿no me reconoceusted?—me preguntó en ruso con voz dulzona.—Soy el señor Bogdanowitch, el sustituto delprocurador de la Audiencia de San Petersburgo.Debe usted acordarse de mí. Cuando usted estabaen la prisión de Kiew yo era sustituto del procu-rador en aquella ciudad.

—Yo no he estado jamás en la prisión de Kiew,

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y no tengo el placer de conocer á usted, caballero—respondí con aire tranquilo. Y en efecto, jamásen mi vida vi á este funcionario.

—No hay duda, es Deutsch—dijo Bogdano-witch volviéndose hacia su colega alemán.

—Y yo afirmo de nuevo que eso no es cierto.—Nosotros debemos creer mejor al señor Bog-

danowitch—dijo von Berg,—y tenemos que enviará usted á Rusia.

—Así—repliqué yo—dará usted ocasión al go-bierno ruso para que envíe un inocente á Si-beria.

—Los inocentes no se envían jamás á Siberia—afirmó Bogdanowitch con aplomo.

—No solamente se envían á Siberia los inocen-tes, los enviáis también á la horca. Así, caballero,usted que pretende formar parte del tribunal deKiew, debe recordar y puede ser que haya contri-buido al crimen jurídico de que ha sido víctimaun joven, casi un niño, el estudiante Rosowski.Fue ahorcado, aunque en el curso de los debatesse probó que no había cometido más falta quellevar consigo una proclama y negarse enérgica-mente á decir su procedencia.

—Rosowski ha sido ahorcado no sólo por en-contrársele una proclama, sino por ser uno de losmiembros del partido socialista—dijo Rogdano-witch sonriendo al procurador del Gran Ducadode Badén.

—¡Ve usted!—dije volviéndome á mi vez haciaéste.—Entre ustedes, en Alemania, los represen-tantes del partido socialista se sientan en el Par-lamento y contribuyen á hacer las leyes del Esta-do. Fn Rusia, los jueces y la administración con-sideran suficiente para enviar á un hombre al patí-bulo ser sospechoso de tendencias socialistas.

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Los dos señores no supieron qué responder-me; me pareció que el ejemplo, tan verdadero,había producido una cierta impresión sobre eljurista alemán. Pero, por otra parte, el vanidosovon Berg parecía dejarse imponer extraordina-riamente por la presencia del sustituto del procu-rador cerca de la audiencia de Petersburgo.

De tiempo en tiempo su mirada se hipnotizabasobre la condecoración que relucía en el pechodel ruso, y al hablarle había en su voz una dulzu-ra que no sospeché jamás.

Ponía el mayor cuidado en pronunciar correc-tamente el nombre de Bogdanowitch, tan difícilpara él; esto me parecía extraordinariamente có-mico. Para hacerse buen lugar á los ojos del re-presentante de la justicia rusa, von Berg me dijocon tono seco:

•—Ya veo que no le faltan pretextos para pintaral gobierno de su país con ios colores más som-bríos; pero cualesquiera que puedan ser sus re-sentimientos contra ese gobierno, debe usted serleentregado. Estoy plenamente convencido de quelo tratarán en Rusia conforme á las leyes.

— ¡Oh! Seguramente, seguramente—se apresuróá afirmar Bogdanowitch.

Fui conducido á mi celda y creo innecesariodescribir lo que sentí en los días siguientes: ellector puede imaginarlo poniéndose en mi lugar.

Era evidente ahora que toda esperanza de li-bertad se había perdido para mí, pero no podíaresignarme con este pensamiento y mi cerebrotrabajaba sin descanso en nuevos planes de eva-sión, aunque fueron inútiles.

Contaba con que los preliminares de mi extra-dición durasen todavía algún tiempo, y resolvíescribir á mis amigos una larga carta con un plan,

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esperando hacerla llegar por medio del profesorThun. La redacción de la carta exigía tres días;pero aquella tarde fui llamado otra vez delantedel procurador, á pesar de ser domingo. Era evi-dente que se procedía con una gran rapidez.

•—Nuestro gobierno ha decidido acordar la ex-tradición—me dijo von Berg;-—pero con la condi-ción de que comparezca usted en Rusia ante untribunal ordinario y bajo la responsabilidad dehaber cometido una tentativa de asesinato contraGorinowitch. La solicitud de ver de nuevo al abo-gado y al traductor ha sido denegada.

Después de haberme comunicado la decisióndel gobierno de Badén, von Berg me hizo saberque partiría aquel mismo día para Rusia.

En el momento de salir le hice notar que se-guramente me juzgarían en un tribunal de excep-ción y no en los ordinarios.

—Éso es imposible—replicó von Berg:—seríaun atentado al contrato de extradición y contra elderecho de gentes.

Una vez en mi celda comencé los preparativosde viaje. Estos eran bastante complicados. A pe-sar de las excesivas precauciones tomadas paravigilar los objetos enviados por mis amigos, es-taba en posesión de una lima inglesa para limarlas barras de mi prisión, un par de tijeras paracortarme la barba y los cabellos en caso de nece-sidad y también de una fuerte suma de dinero enbilletes del banco, rusos y alemanes. Necesitabadesembarazarme de todo de un modo cualquiera.Decidí tirar la lima, difícil de ocultar, y que ya nome podía ser útil; la partí en dos y la arrojé en elretrete; los otros objetos los oculté por si encon-traba una ocasión favorable durante la travesíade Alemania ó en la misma Rusia.

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El vigilante, plantado á mi puerta, no me qui-taba los ojos ni un instante; pero á pesar de esoconseguí disimular todos los objetos en mis ves-tidos de tal modo que no pudieran ser descubier-tos en el registro á que esperaba ser sometido, ypoderlos encontrar fácilmente en caso que mepudiesen servir.

Todos estos preparativos eran tan inútilescomo la esperanza del náufrago que pretende sal-varse en una estera de paja. Indudablemente seejercería sobre mí rigurosa vigilancia, y toda ten-tativa de salvación era inútil, sobre todo en losprimeros tiempos; pero en el estado de mi ánimoestos preparativos tenían la ventaja de arrancar-me momentáneamente á mis pensamientos nadaagradables. Sabía lo que me esperaba, veía el por-venir, los largos años de prisión. Iba á ser ente-rrado vivo, arrancado, por decirlo así, á la vida, yla perspectiva me espantaba. Creo que el pensa-miento de la muerte me hubiera sido más dulce.

—¿De qué me sirve la vida?—me preguntaba, yla respuesta se perdía en una desesperación in-finita.

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CAPÍTULO V

Partida para Rusia en vagón da bestias.—En las prisionesde Franctort y de Berlín.—De la frontera á Petersburgopor Varsovia.

La tarde llegó y me instalaron en un coche ce-rrado, al que daban escolta dos policías; se mecondujo bastante lejos de la estación, y acompa-ñado de mis guardianes me introdujeron en unvagón de bestias.

Cuando el vagón fue conducido á la estaciónpara engancharlo al tren de viajeros, noté en elandén una agitación extraordinaria y mis guar-dianes se pusieron á disputar acaloradamente.

Por algunas palabras de su conversación, quepude coger al vuelo, comprendí que se acababade detener á alguien y que este incidente no eraextraño á mi persona. En efecto, varios años des-pués supe que dos de mis camaradas fueronarrestados en la estación de Friburgo. Queríantomar el mismo tren que yo y aprovechar la oca-sión que se presentaba de ayudarme á evadir;pero la tentativa fue descubierta y mis dos amigos,presos varios días en la cárcel de Friburgo, fue-ron desde allí enviados á Suiza.

Por la mañana llegamos á Francfort sur Mein.El director del establecimiento se mostró ama-

bilísimo, hasta servicial á mis ojos, pero esto obe-

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decía á un pensamiento oculto. Le pregunté sipodía enviar una tarjeta postal á mis amigos deSuiza, y me aseguró, de la manera más expresiva,que daría todas las órdenes y me proporcionaríalo necesario para escribir.

La celda á que me condujo era cómoda y dabaá una calle muy concurrida, pero me impuso dospolicías por compañeros, con el pretexto de queme distrajeran; después me hizo servir un exce-lente almuerzo, y me lo pareció más porque enlos últimos tiempos mi excitación me había im-pedido comer nada.

Pensando que mi viaje sería largo, quise pro-curarme algunos libros, y este hombre compla-ciente se ofreció á ir á comprármelos él mismo áuna tienda donde me costarían menos caros. Re-cuerdo que compré algunas obras clásicas alema-nas y francesas y me las hizo pagar á un preciomuy moderado. Finalmente, me propuso dar unpaseo con él por el patio; cuando estuvim'os solos,empezó á hablarme de sus propios asuntos y des-pués me disparó á quemarropa la pregunta de siyo era el famoso Degajeff.

Me eché á reir, y la servicial amabilidad delbuen hombre me apareció en aspecto diferente;comprendí por qué se mostraba tan complaciente;no sólo había aumentado algo al precio de mi co-mida y de mis libros, sino que esperaba alcanzaruna buena recompensa si conseguía arrancarmela declaración de que yo era Degajeff, cuyo nom-bre se encontraba en todos los periódicos de Eu-ropa, y por cuya captura había el gobierno rusoofrecido diez mil rublos.

Estuve en la cárcel de Francfort hasta la noche,en que tres policías sin uniforme me acompaña-ron á la estación. Cada vez que cambiaba de vigi-

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lantes, era registrado de nuevo, pero no encon-traron nada sobre mí desde antes de la salida dela prisión.

Los policías de Francfort me pusieron en lasmanos cadenas que no eran grandes ni pesadas yno podían verse por estar disimuladas bajo misvestidos; sin embargo, eran suficientes para impe-dirme marchar de prisa y correr. Protesté contodas mis fuerzas de tal tratamiento, y me respon-dieron que habían recibido orden rigurosa de lle-varme encadenado; mis protestas no causaronefecto y hube de resignarme.

No contentos con esto mis guardianes, uno deellos, especie de gigante, me cogió amigablementepor el brazo al llegar al andén de la estación, otronos precedía á algunos pasos y el tercero marcha-ba detrás. Se nos podía tomar por un grupo dealegres compañeros que viajaban juntos.

Nos instalamos en un vagón ordinario, dondeocupamos dos banquetas, y nuestros compañerosde camino no sospecharon que viajaban con uncriminal de Estado cargado de cadenas.

Me acordaba del dicho de los aldeanos rusosque quieren expresar el ingenio de los alemanes,diciendo «que han inventado los signos».

Debo hacer notar que mis vigilantes se mos-traban correctos y extrictamente severos. No mevi expuesto una sola vez á los groseros tratos deque había sido objeto en Friburgo.

Cuando las órdenes recibidas lo permitían,mostraban cierta complacencia en procurar queestuviese á gusto. Sobre el mandato de conduc-ción que se les había dado estaba inscrito como«el pretendido Buligin», con cuyo nombre figura-ría hasta que me entregasen á las autoridadesrusas. Durante todo el viaje no hallé ocasión de

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intentar evadirme; no me perdían de vista unsegundo y observaban atentamente el menor demis movimientos.

Ellos no se entregaban á conversar conmigoy yo no tenía tampoco la menor gana de hablar;me encontraba débil, enervado, mi pensamientoestaba adormecido y no veía ni escuchaba nadade lo que sucedía en torno mío.

—Lo que debe ser, eso será—me decía cadavez que el pensamiento del porvenir me asaltaba.

Era la reacción que se producía en mí des-pués de la excitación nerviosa de los últimos díaspasados en Friburgo.

Al día siguiente, luego que arribamos á Berlín,fui conducido á una cárcel cuyo nombre no re-cuerdo, aunque no he olvidado el horrible senti-miento de depresión que produjo en mi espíritu.

La celda sombría, en la cual un muro elevadoenfrente no dejaba entrar más que una luz indi-recta; las cabezas siniestras de los carceleros, queno miraban jamás de frente, siempre de soslayo,me daban la impresión de que los desgraciadospresos condenados á pasar mucho tiempo en es-tos calabozos eran dignos de toda piedad.

He conocido después numerosas prisiones,tanto en Rusia como en Siberia, pero nunca jamásme he sentido tan desesperadamente triste comoen esta cárcel berlinesa. Todo parecía decirme:

—Estás en Berlín, la capital del militarismoprusiano, donde una disciplina de hierro, unaimplacable autoridad, reglamentan las menoresacciones de cada uno.

Los policías que me acompañaban desdeFrancfort no me perdían de vista en el calabozo,relevándose de tiempo en tiempo para darmeguardia. Cierto que su sociedad no tenía para mí

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nada de agradable; pero, en aquel horrible cala-bozo, la presencia de un ser humano contribuía ádulcificar mi desesperación sin límites.

Afortunadamente, la estancia allí fue corta, yme sentí casi dichoso cuando aquella misma tar-de continué mi viaje bajo la vigilancia de los mis-mos individuos.

A la siguiente mañana estaríamos en Rusia.La estación de la frontera donde debía ser en-

tregado se llama Granitza: es una localidad situa-da en el punto de conjunción de los tres impe-rios, ruso, austriaco y alemán.

Se me había hecho dar un gran rodeo, en vezde conducirme directamente de Berlín á Petersburgo, y no creo necesario explicar que este itine-rario se escogió temiendo una tentativa de evasiónen la frontera. Poco tiempo antes el socialistapolonés Stanislao Mendelsolm se había escapadocon ayuda de algunos amigos de la estación deAlexandrowo, en el momento que la policía pru-siana iba á entregarlo á la rusa, logrando ganarla Suiza.

Recuerdo perfectamente mis sensaciones enaquellos momentos. Era un delicioso día de Mayo;el alegre sol parecía devolverme las fuerzas. Ape-nas dejé el vagón en compañía de mis vigilantesalemanes, fui rodeado de un grupo compacto degendarmes rusos.

—Buenos días, señor Deutsch. ¡Al fin ustedaquí! Lo hemos esperado largo tiempo.

Estas fueron las palabras con que me saluda-ron. Eché una ojeada en derredor mío; eran jóve-nes guardias del campo con el rostro amarillo yfresco, que llevaban el execrable uniforme azulsombrío de la gendarmería.

Su acogida afectuosa me hizo sonreír, como si

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se tratase de antiguos conocidos que hubiesenido allí á saludarme.

—¿Cómo me conocéis?—les pregunté, mientrasemprendía entre ellos el camino.

—¡Ah, sí! nosotros lo conocemos bien; hemosoído hablar de usted mucho. ¿Quiere usted tomarel té en seguida ó sacudirse el polvo del camino?—me respondieron.

Había un extraño contraste entre la actitudde mis guardias alemanes y rusos. Los últimosme trataban simplemente, con una confianza casiamistosa.

Para los policías alemanes era un peligrosomalhechor que se ocultaba con un nombre falso;seguían al pie de la letra las instrucciones recibi-das, sin ocuparse del resto, y hasta tenían la espe-ranza de conseguir una recompensa por su ser-vicio, según había comprendido en sus cuchicheoscuando me creían dormido.

Para los gendarmes rusos era un criminal po-lítico, un prisionero de Estado, como se dice entrenosotros, del que habían oído hablar con frecuen-cia, y me trataban como á un antiguo conocido.

Hacía cuatro años que dejé la Rusia, y la pri-mera vez que oía hablar la lengua materna enmi propio país era por estos gendarmes. Cual-quier revolucionario ruso comprenderá sin esfuer-zo cómo la presencia de estos gendarmes fue paramí una distracción. Si un individuo no prevenidome hubiera visto saborear el té al lado de un sa-mowar humeante, bromeando con los gendarmes,creería que conversaba con camaradas ó antiguosamigos.

—¿Cómo lo ha pasado en el extranjero? Segu-ramente no se estará tan bien como entre nos-otros—me dijeron los jóvenes.

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Yo les conté como en el extranjero se está mu-cho mejor que en nuestra pobre patria; pero nome querían creer y la discusión fue de las másanimadas.

Cuando el tema estuvo agotado pregunté á mivez qué había de nuevo entre nosotros, y me des-cribieron con admiración cómo la Rusia enteracelebró poco tiempo antes la proclamación de lamayor edad del zarewitch.

Los policías alemanes habían entregado misefectos y mi persona contra recibo y partieron unpoco descontentos de no encontrar su recompen-sa, al menos en Granitza.

Algunas horas después apareció un oficial degendarmería y dio orden á algunos de sus subor-dinados de aprestarse á servirme de escolta, por-que debía de tomar el tren más próximo. Notóque entregaba á uno de ellos el dinero que lehabía sido transmitido por los policías alemanes.Saqué la cajita donde llevaba el dinero ruso y sela entregué al oficial, temiendo que me la pudie-ran encontrar. Pareció muy sorprendido y mepreguntó si no me habían registrado en Alemania.Después ordenó reconocer mis vestidos con lamás gran atención, lo que fue ejecutado de puntaé punta; pero á pesar de eso no encontraron sobremí el resto de dinero alemán ni las tijeras.

Tres gendarmes me acompañarían en mi viajehasta Petersburgo. En Varsovia, donde llegamosde noche, me esperaba un coronel de gendarmes.Como la mayor parte de los empleados de estaarma, era muy político y amigo de conversar.

—¿Ha sido usted también complicado en el pro-ceso de Tchigírin?—me preguntó.

Y como le respondiera afirmativamente, aña-dió con convicción:

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—Sí; hace mucho tiempo de eso; fue cuando lasublevación de Polonia. No es asunto muy enojo-so para usted.

En la época de la sublevación de Polonia yotenía sólo ocho años. Esto prueba lo enteradosque los oficiales de gendarmería están de los su-cesos políticos y el conocimiento que deben po-seer de sus atribuciones.

Las efusiones exteriores no le impidieron reco-mendar á mis guardianes la más rigurosa vigi-lancia.

—No le quitéis ojo; que la ventana de su com-partimento esté bien cerrada; no le dejéis descen-der del vagón, y sobre todo no os durmáis en todoel camino—murmuraba en voz baja.

Los gendarmes no parecían preocuparse desus recomendaciones; me trataron con los mis-mos miramientos que antes y no demostraban elmenor temor de verme emprender la fuga.

Á nuestra llegada á Petersburgo, un capitánde gendarmería nos esperaba en la estación y fuiconducido directamente en un coche cerrado á lafortaleza de Pedro y Pablo.

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CAPITULO VI

ia fortaleza de Pedro y Pablo.—Mi compatriota el procura-dor.—Un médico cruel.—Un conocimiento fugitivo.

Una impresión extraña se apoderó de mí alverme en esta fortaleza que el gobierno del zarhabía hecho habilitar como prisión de Estado.

En esta fortaleza, cuyo nombre es pronunciadoen Rusia con un escalofrío de espanto, se apode-raron de mí siniestros pensamientos, pero al mis-mo tiempo sentía cierta extraña curiosidad.

Yo sabía que en esta prisión imperaba un ré-gimen en extremo cruel, y deseaba conocer per-sonalmente si la realidad correspondía á las pin-turas.

Apenas entré me condujeron a una pieza en laque el director de la prisión, el coronel de gendar-mería Lesnik, me ordenó desnudarme completa-mente. Dos gendarmes me sometieron á un es-crupuloso registro personal; cambiaron mis vesti-dos por el traje de la prisión y una especie decapote de algodón rayado como el que se lleva enlos hospitales.

Mis efectos me habían sido arrebatados, y meencerraron en una celda del piso bajo.

Todo marchaba por sí solo sin el menor grito;sin una sola palabra; si no se nos hubiera dichoque los hombres vivían allí, encerrados años y

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años, nos hubiéramos creído en un cementerio.Sólo el reloj rompía 1& monotonía del silencio, ycada hora un alegre repique tocaba el himno na-cional. «¡Honor! ¡Honor á ti, zar de todas lasRusias!»

Mi calabozo era bastante grande, sombrío; laventana se hallaba cerca del techo, y á pesar deestar en Mayo el frío era horrible; no penetrabajamás el sol, y los muros destilaban agua. Todoel mobiliario se componía de una cama de hierroguarnecida de un jergón de paja, un cojín y unaligera manta de algodón, una mesa de hierro yuna tabla adosadas al muro, y por último, unacubeta que exhalaba un insoportable olor.

Desde las tres de la tarde se estaba en las ti-nieblas, á pesar de que en esta época del año Pe-tersburgo goza de esas noches blancas durante lascuales no hay jamás sombra; pero lo más inso-portable de todo era el frío; el estado y situacióndel calabozo hacia inútiles los vestidos para ca-lentarse. Recorría los cien pasos que separabanun rincón del otro, hasta que me rendía la fatiga-mas apenas me dejaba caer algunos minutos enel lecho, el frío me hacía tiritar bajo la manta, deuna ligereza diáfana.

El alimento consistía en un pedazo de pan demunición de cerca de dos libras; á medio día seservían dos platos, que no eran malos, pero esca-sos y siempre fríos, pues había que traerlos demuy lejos.

Yo no era un sentenciado y hubiera podidaprocurarme algún suplemento con mis recursos,lo que me fue imposible durante largo tiempo,porque los gendarmes habían entregado mi equi-paje y mi dinero al oficial de gendarmes, y éstelos depositó en el departamento de la policía. Lo

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más penoso para mí fue que se habían llevado losanteojos y no podía leer, cosa que se concede deordinario á los simples prisioneros. Los días ylas noches me parecían interminables.

Reuní todos mis esfuerzos para encontrar unaocupación; combinaba problemas de aritmética ylos resolvía de memoria; me contaba á mí mismohistorias y recuerdos, y buscaba la manera dehacer mi diario, pero la materia quedó bien pron-to agotada. Me fue imposible hallar ocupaciónpara el día; de noche estaba siempre despierto; elfrío no me dejaba dormir. Pasaba el tiempo en iry venir de un extremo á otro de mi celda comouna ñera en su jaula.

Los paseos no introducían ninguna distrac-ción en la monotonía de mi existencia; teníanlugar cada dos días y eran de corta duración, uncuarto de hora apenas, comprendido el tiemponecesario para vestirme y desnudarme, pues mellevaban mis ropas para ellos. El lugar de paseose hallaba rodeado de muros muy altos, y sólopodían verse gendarmes y centinelas. Toda con-versación con los gendarmes de servicio estabarigurosamente prohibida. Inútil hacerles la menorpregunta; por toda respuesta miraban con ojosseveros y guardaban silencio.

Al cabo de algunos días descubrí una ocupa-ción; me pareció percibir un ligero golpe contra elmuro no lejos de mi celda. Como había estadopreso algunos años antes, aprendí á servirme deeste modo de conversar por medio de un alfabetoconvenido. Es imposible imaginar mi alegría cuan-do conocí este ruido, que esperaba utilizar.

Pero me engañé. Cuando respondí golpeandocontra el muro de mi calabozo, conocí que se tra-taba de dos amigos que conversaban y no querían

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responder á mi tentativa de mezclarme en su con-versación.

Esta practica está rigurosamente prohibida enlas cárceles, y los dos amigos no querían introdu-cir en su intimidad á un desconocido, pensandoque pudiere venderles. Me contenté con escucharlo que se decían el uno al otro en sus cortos diá-logos; eran frases estereotipadas que repetíanconstantemente.

—Buenos días; ¿has dormido bien? ¿Qué hacesahora?

El otro respondía:—Buenos días, bien. Tomo té.Aunque estas frases fuesen tan insignificantes,

yo sentía envidia de los que las cambiaban. No hesabido jamás si eran dos hombres ó un hombre yuna mujer.

Ocho ó diez días transcurrieron, no lo sé cier-to, antes de ser interrogado por primera vez. Des-de mi llegada á Rusia no había sufrido interroga-torio ni me preguntaron siquiera mi nombre;había pasado de una mano á otra como un pa-quete postal, sin interesar á nadie mi personali-dad. Los gendarmes parecían saber que yo medaba el nombre de Buligin, cuando en realidad mellamaba Deutsch; en cuanto á mi delito, no cono-cían nada ni les importaba.

En la fortaleza de Pedro y Pablo no había ne-cesidad de nombre; se hablaba siempre de unamanera impersonal, en el caso de que se hablase,pues todos se comprendían por simples gestos.

** *

Una mañanaque se '

J mañana me llevaron mis vestidos. Creítrataba del paseo habitual, pero me condu-

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jeron á una sala donde tres caballeros, en trajesde funcionarios de justicia, estaban sentados alre-dedor de una mesa cubierta de paño azul. Se mehizo sentar y uno de ellos me dijo que era M. Olt-chaninoff, juez de instrucción en la Audiencia dePetersburgo para los asuntos especialmente gra-ves; en seguida me presentó otro de los asistentes,M. Mourawjeff, como procurador, pero no medijo el nombre del tercero.

El interrogatorio comienza; me preguntaronmi nombre y algunos pequeños detalles; yo res-pondí inmediatamente la verdad. Sabía que no mequedaba nada que perder ni esperar-

Hice un relato exacto del atentado contra Go-rinowitch, y, como es natural, no di los nombresde los que habían tomado parte en el hecho dede que me acusaban.

Estaba convencido de que nadie me podríaayudar, y si contaba la verdad toda entera era por-que los otros comprometidos habían sido juzgadoscinco años antes.

Durante el interrogatorio, que dirigía el juezde instrucción, el funcionario cuyo nombre no co-nocía me hizo también diversas preguntas.

Yo le reconocí al cabo; le había visto en Kiew,donde en 1877 había representado un gran papelen mi proceso. Se llamaba Kotljarewski. En aque-lla época era sustituto del procurador; ahora des-empeñaba el mismo cargo en la Audiencia dePetersburgo, donde estaba especialmente encar-gado de instruir los procesos políticos. Este hom-bre tenía entre los revolucionarios la peor fama,y había sido objeto de un atentado de parte deOsinski y de sus compañeros, en Febrero de 1878.Yo fui casi dichoso de encontrarlo en la fortalezade Pedro y Pablo. Era, al menos, un rostro cono-

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cido, uno de mis compatriotas de Kiew. El pare-ció mirarme con alguna amistad, y entablamosuna conversación, contándonos los acontecimien-tos de nuestra vida durante los últimos años.

Entretanto el juez de instrucción redactaba elproceso verbal y pudimos conversar nosotros li-bremente.

El notó que había cambiado mucho desdenuestra última entrevista.

—No sólo ha cambiado usted físicamente—medijo;—su carácter parece también haberse modi-ficado de un modo considerable.

Tenia razón. Kotljarwski era famoso por lapenetración de su espíritu y por la tenacidad; enlos procesos políticos sabía emplear á maravillaestas facultades.

—¿Dónde está aquel cerebro ardiente que ustedtenía otras veces? Un día casi me arroja un tinte-ro á la cabeza...

Yo recordé en efecto este acontecimiento y lehice notar la causa que lo había motivado.

Durante mi detención en Kiew, estaba en unestado de violenta excitación nerviosa, porque per-tenecía á la sociedad de las Buniari, que tenía ensu programa la protesta y perpetua oposición átodo lo que representase autoridad.

Kotljarewski y yo tuvimos un día una acalo-rada disputa. Yo rehusé obstinadamente firmarun proceso verbal que había escrito. En el colmode la cólera cogí un tintero y estaba pronto áarrojárselo á la cara si no me dejaba en paz. Adi-vinó mi intención, pero supo conservar la calma;llamó á un carcelero, le dijo algunas palabras aloído; cuando el hombre se hubo alejado, yo creique había ido á llamar al guardián para condu-cirme á prisión.

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Juzgad mi sorpresa y mi alegría cuando algu-nos minutos después la puerta del gabinete seabrió y mi amigo Stefanowitch apareció en eldintel; estaba en la misma prisión que yo, sm quelo hubiésemos sabido. Cruzamos una mirada llenade alegre sorpresa.

—Tenga usted la bondad de llamar á su com-pañero á la razón—dijo Kotljarewski volviéndosehacia Stefanowitch;—sus nervios parecían terri-blemente excitados.

Pude así apreciar la amabilidad de este hom-bre, que en la prisión de Kiew me había tratadocomo un cumplido caballero; el encontrarlo denuevo me causaba placer. En el curso de la con-versación, le manifesté mi extrañeza por estarencerrado en la prisión Pedro y Pablo como uncriminal de Estado, cuando había sido enviadodesde Alemania como un malhechor de derechocomún; no comprendía tampoco por qué habíasido enviado á Petersburgo, estando acusado deun atentado en Odesa, y conforme á la ley, el pro-ceso debía tener lugar donde el crimen se habíacometido.

Kotljarewski no me respondió nada á esto. Meofreció hablar con M. Plehwe, director del depar-tamento de policía, para que me autorizasen áalimentarme por mi cuenta en la prisión.

Al poco tiempo el coronel Lesnik me hizo con-ducir ¿ una celda mucho más confortable en elprimer piso y me trató con mayores miramientos.

Dos días después de este interrogatorio se mecomunicó que mi dinero y mis efectos habían sidoenviados del departamento de policía y que estabaautorizado á proporcionarme alimentos y tabaco.Lo que me causó gran alegría fue el pensamientode que me darían mis anteojos; era preciso para

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esto una orden del médico de la prisión. Este notardó en venir. Era un viejo de sesenta á setentaaños, y tenía reputación de hombre rudo y bru-tal; no tardé en tener la prueba. De un tirónme abrió los párpados con los dedos y me mirócon aire amenazante las pupilas, diciendo que mivista era absolutamente normal y no necesitabaanteojos.

En realidad, y en opinión de los más célebresoculistas, padezco una afección particular á losojos, y desde la edad de diez y ocho años no pue-do leer sin gafas.

La negativa del médico excitó mi cólera y midesesperación; estaba próximo á prorrumpir enmaldiciones y apenas me podía contener.

—Le suplico, doctor, que se fije; usted se equi-voca sin duda; yo no puedo leer una línea en unlibro sin gafas—le dije.—Me condena usted á lamás terrible tortura y me priva de la única dis-tracción que puedo tener.

Todo fue inútil. El hombre era inalterable yrepetía como un imbécil las mismas palabras.

—No, no; usted no tiene necesidad de anteojos.Viéndolo alejarse, cerré los puños presa de

violenta cólera.¿Qué hacer? Era preciso resignarse. Pero cada

vez que pensaba en el papel de atormentadorrepresentado por el médico sentía arder mi sangre.

Me quedaba por único consuelo el cigarrillo;él fue mi amigo y mi compañero en la soledad;fumar es el más precioso de los placeres para losprisioneros; se sienten así menos solos, menosabandonados.

Mis días continuaron transcurriendo en unainactividad abrumadora; una mañana llegaron ámi oído unos ruidos; se golpeaba contra una de

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las paredes de la celda. ¿Era por mí? Respondícon los signos convenidos por medio de golpesen el muro. ¡Sí! ¡Era por mí! ¡Qué alegría! ¡Iba áescuchar el nombre de un compañero! jlba á cam-biar pensamientos con un hombre!

—¿Quién es usted? ¿En qué proceso está com-plicado?—me preguntaba con signos.

Tomé el peine, único objeto portátil y un pocoduro que poseía en la prisión, y golpeé contra lapared las letras de mi nombre. Mi interlocutorpareció sorprendido.

—¿Cómo está usted aquí?—me preguntó.—Y usted, ¿quién es?—le repuse.—Kobiljanski—me dijo.Yo quedé también sorprendido de encontrarlo

allí; no lo conocía personalmente, pero sabía quedespués de ciertos golpes de mano de los terroris-tas, había sido en 1880 condenado á trabajos for-zados perpetuos y deportado hacía largo tiempoya á las minas de Siberia, á las orillas del Kara.¿Cómo se encontraba en la fortaleza de Pedro yPablo?

Ardiendo en deseos de saber, y él también im-paciente por conocer cuanto á mí se refería, em-pecé á contarle lo sucedido, pero no había llegadoá la mitad de la narración, cuando fui interrum-pido con estas palabras:

—¡Ah! ¡Ah! ¡Golpea usted los muros!Miré sobresaltado á mi alrededor. El coronel

Lesnik, rodeado de gendarmes, estaba dentro demi celda.

Se me espiaba; habían abierto la puerta dulce-mente y me sorprendieron. No podía negar; mecogían in fraganti delito.

— Sepa usted de una vez para siempre—me dijoel coronel—que si vuelve a hacerlo será conduci-

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do de nuevo á su celda del piso bajo y privado dela autorización de fumar y pasear en el patio.

Diciendo esto desapareció.Yo estaba en la triste situación de un mucha-

cho cogido en falta. Estaba prohibido golpear elmuro; pero experimentaba la necesidad de hablar,propia de los hombres, y me vela forzado á re-nunciar á la esperanza de saber por qué Kobil-janski había vuelto de Siberia.

Poco tiempo después de este acontecimiento,á una hora desacostumbrada, me trajeron misvestidos. Creí que se trataba de un nuevo interro-gatorio, pero vi aparecer al capitán de gendarmesque me acompañó de la estación á la fortaleza, yque mis maletas estaban preparadas.

—¿Vamos á Odesa?—pregunté.El oficial no respondió nada.

-—Me conducen á la estación—pensé yo, al en-contrarme en el coche en compañía del capitán.

Este paseo se verificaba precisamente en unade esas noches blancas de Petersburgo, en las quees imposible distinguir si anochece ó aclara elalba. El tiempo era espléndido; me sentía halaga-do con la idea del viaje a Odesa. Pero el coche notomó el camino de la estación y emprendió unadirección contraria.

Algunos minutos después nos encontrábamosen el patio de un gran edificio; era la prisión pre-ventiva.

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CAPÍTULO VII

Una prisión con nuevo reglamento.—Un plan que fracasa.—Visita del ministro.—Secreto de Estado.—Un escritorcomo vecino de celda.

Cuando el oficial de gendarmería me entregóen manos del director de la prisión, le mostró conel dedo un detalle escrito sobre el mandamientode depósito. El funcionario fijó sobre mí la mira-da penetrante; era evidente que se le recomenda-ba la mayor vigilancia á causa de mis antiguasevasiones.

Conocí en seguida que el reglamento de estaprisión era menos severo. Mis objetos personalesfueron colocados en mi celda después de un nue-vo registro, que se hizo delante de mí; cuando mequedé solo, miré si habían encontrado el dineroy las tijeras que tenía ocultos; á pesar de las ri-gurosas pesquisas hechas en la fortaleza y aquí,no las habían descubierto. Dejé las tijeras y resol-ví cambiar una parte de mis billetes alemanespara tener á mi disposición algún dinero. Pero lacosa no era fácil.

Comencé por observar a mis guardianes; ha-bía tres en el corredor sobre el cual daba mi cel-da. El más abordable me pareció ser el que habíareconocido mis efectos, y resolví dirigirme á él.

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Saqué mi dinero de la cartera y llamé al hom-bre á mi celda un día que estaba de servicio.

—¿Qué desea usted?—me preguntó entrando ycerrando la puerta tras de sí.

—¿Ha registrado usted bien mis equipajes ayercuando me los ha traído?

—Perfectamente. ¿Qué sucede?—repuso alar-mado.

—Nada. ¡Oh! nada de particular—repetí yo paratranquilizarlo.—Quiero sólo decirle que no hasido muy sagaz en sus pesquisas. Mire usted estedinero. Estaba oculto en mis vestidos y no lo haencontrado.

Y mientras hablaba así le mostré algunos bi-lletes de banco. : ^

—¡Imposible! ¡De todo punto imposible! Yo lohe revuelto todo y lo he registrado bien. ¿Dóndehabía usted ocultado ese dinero?

•—Ese es mi secreto. Ahora présteme atención;he aquí un billete de banco alemán que vale cercade cincuenta rublos. Tómelo usted y cuando noesté de servicio puede irlo á cambiar. La mitadserá para usted y la otra para mí. ¿Entendido?

•—Sí, yo lo haré.Tomó el dinero y se alejó.—Ha caído—pensaba yo acariciando nuevos

proyectos. Sabía por una vieja experiencia que sepueden tener relaciones con el exterior. Variosrevolucionarios habíamos comprado á los carce-leros para cambiar las cartas. En el Sur de Kiewles llamamos «palomos mensajeros».

Guando vi con qué facilidad aceptaba, decidíllevar más lejos la aventura.

•—Dentro de algunosdías—me dije—probaré áconfiarle una carta para que la lleve al correo,después le encargaré algunas comisiones para

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uno de mis amigos, y si todo marcha bien, ¿quiénsabe? Puede ser que lleguemos á otra cosa...

Le había dado el billete al carcelero por la ma-ñana, y todo el día fui presa de una viva agitación.Mi hombre miraba de tiempo en tiempo á travésde los hierros de la puerta, se sonreía y guiñabael ojo, á lo que yo respondía de igual manera;pero he aquí que á la tarde entra en la celda yme devuelve mi billete de banco.

—Tómelo usted—me dijo; —lo he pensado bien,y esto ha terminado; no hace mucho tiempo se leencontraron á uno de mis colegas dos relojes quele habían confiado, y fue despedido. El servicioaquí no es malo, veinticinco rublos por mes; estono se encuentra fácilmente; no, por cierto; yoharía mal exponiéndome. Tome usted su dinero...Tengo familia.

Naturalmente, yo no insistí; este hombre, faltode valor, no podía ser nunca un «palomo mensa-jero»; pero como no tenía medios de hacer cam-biar secretamente mis billetes, le rogué que losllevase al director de la prisión y los dejara endepósito á mi nombre.

—Dígale que los ha encontrado usted registran-do mis efectos-—le dije.

•—No, no, eso no puede ser; sería un complotde todos los diablos. Quiero mejor decir la ver-dad, que usted se los envía.

Así todos mis castillos en el aire se desvane-cieron. Conservé los billetes sin que ninguna nue-va pesquisa fuese hecha.

Algunos días después me devolvieron mis li-bros y se me concedió el permiso de usar la biblio-teca de la prisión. Se comprende_jácilment3 conqué avidez me entregué a lgr^^tura'-después detan larga privación. ¿¿&

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Desde varios puntos de vista me encontrabamejor en esta cárcel que en la fortaleza Pedro yPablo; pero había una sombra en el cuadro, lasceldas llenas de insectos y abrasadoras duranteel verano.

El alimento era también menos abundante ymenos sano que en la fortaleza; pero lo más pe-noso para mí lo constituía el paseo cotidiano.

" Quien se represente un círculo gigantesco di-vidido en numerosas secciones con planchas quevan del centro a la circunferencia como radios,podrá comprender los espacios en que nos obli-gaban á pasear individualmente, como bestias.No veíamos entre las planchas más que un pe-queño pedazo de cielo. Un paseo de tres cuartosde hora en parecido antro no tenía nada de atra-yente.

Contrastando con el silencio de muerte quereinaba en la fortaleza de Pedro y Pablo, aquítodo era extraordinariamente animado; por todaspartes se escuchaban gritos y ruidos; todas lasventanas del corredor daban sobre la calle y losrumores de la vida pública penetraban en las cel-das. Se escuchaba el rodar de los coches, las vocesaturdidoras de los vendedores ó las dulces melo-días de los músicos. Se formaba así la ilusión deestar libre; pero la vuelta á la realidad era mástriste.

Un día noté insólita actividad en el corredor;se fregaba frotando y limpiando; parecía esperarsela visita de algún alto personaje.

En efecto, supimos bien pronto que el ministrode Justicia, Nabokoff, debía venir á inspeccionarla prisión.

No tardó en hacer su aparición en mi celda.Cuando supo mi nombre me saludó y me dijo:

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—He leído su declaración y me ha parecidousted un hombre sincero; desearé que sea lo mis-mo cuando esté delante de los jueces.

Le respondí que diría siempre toda la verdad.Se alejó, pero antes de salir volvió de nuevo y

me hizo algunas preguntas insignificantes en apa-riencia, pero que revelaban el deseo de hablar deotras cosas.

Mientras hablábamos se inclinaba un poco yse ponía la mano en la oreja como para hacer unpabellón. Me pareció sencillo y sin orgullo.

Entre los acompañantes se encontraba Kotlja-rewski; quedó un poco atrás, y así que el ministrose alejó me dijo que él tenía también que hablar-me. Al poco rato me condujeron á la pieza queservía de escuela en la prisión.

—Estoy aquí para comenzar un interrogatorio— me dijo,—pero desearía conversar sencillamen-te con usted para refrescar ciertos recuerdos.

Nos sentamos los dos sobre un mismo banco,y nuestra conversación se animó bien pronto. Lerepetí la pregunta que le había hecho ya en nues-tra primera entrevista, es decir, ¿por qué mehabían conducido á la fortaleza de Pedro y Pablo?

— Hay en juego—me dijo—intereses de Estadode la más alta importancia. La cuestión es esta:si usted es juzgado por un tribunal ordinario yperseguido sólo por el atentado contra Gorino-wich, se le condenará á ocho ó diez años de de-portación en Siberia, y esto no se ve bien en cier-tos círculos elevados.

—No puede ser de otro modo—exclamé yo sor-prendido.— Alemania ha acordado mi extradiciónhaciendo reservas expresivas.

—Sí, es cierto, pero somos ahora buenos ami-gos de Bismarck, y está siempre dispuesto á com-

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placernos. Además, en caso de necesidad, nos-otros podemos invocar que usted ha estado presocomo reo de Estado después de su arresto prime-ro. Hay un detalle que recuerdo: los alemanesnos han remitido todas las notas que usted haescrito en la prisión de Friburgo.

Me sentía trastornado; recordaba que, enefecto, para distraer el aburrimiento mortal de laprisión, había arrojado al azar en numerosasnotas algunos de mis planes, pero no podía ima-ginar cómo esos manuscritos habían caído enmanos del gobierno ruso. Sin duda registraríanmis papeles durante mis paseos, y ciertas hojasfueron enviadas á Rusia. Me parecía radicalmenteimposible que se pudiera basar una acusaciónsobre tal hecho, violando así las bases de un tra-tado de extradición con Alemania, á lo que mi in-terlocutor dijo:

—Esté usted tranquilo; todo esté previsto. Nadasería más fácil que obtener el consentimiento deAlemania. Otros, con menos delito que usted,Malinka, Drebsjasgin, Maidanski, han sido ejecu-tados hace largo tiempo. Ha escapado usted dela prisión después del atentado contra Gorino-witch; se ha mezclado en seguida en el complotde Tchigirin, con Stefanowitch; y todas esas histo-rias, ¿no le valdrán más que algunos años detrabajos forzados? No, no; esto no sería lógico.Se ha celebrado un consejo en los círculos eleva-dos; yo no he asistido á él, naturalmente, porqueno me cuento todavía entre la administración su-perior, pero me han dicho lo sucedido. Al cabotodo el mundo ha estado de acuerdo en pedir elcambio del tratado de extradición concedido enpresencia de usted, á fin de que pueda comparecerante un tribunal de excepción. Ya puede usted su-

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poner que ahora su proceso no será largo. Perouno de esos altos personajes ha hecho la reflexiónsiguiente: «Sin duda la Alemania nos complacerá.¿Pero hay una ventaja para nosotros? Hoy Deutschestá en nuestro poder; mañana podemos hacer enun país cualquiera una captura todavía más intere-sante, y entonces nos será mucho más difícil ob-tener la extradición de ese individuo; se dirá quela Rusia no respeta los tratados y nos arrojaránal rostro el ejemplo de Deutsch.» La mayoría seaparta de este modo de ver las cosas, pero nadase ha decidido aún, y he aquí por qué se condujoá usted á la fortaleza de Pedro y Pablo hasta quese tome un acuerdo.

Era posible que este hombre revelase asídelante de mí un secreto de Estado para ha-cerme hablar ó tenía que haber un pensamientooculto.

Hablamos de otras diferentes cosas y le hicenotar que individuos completamente inofensivoshabían sido condenados á penas terribles en laspersecuciones políticas de Rusia.

—¿Qué quiere usted?—dijo él.—-No se arrancaun árbol sin hacer caer las hojas. Hasta los anti-guos romanos conocían el proverbio «El sobera-no derecho va seguido siempre de la soberana in-justicia.» Por mi parte, soy enemigo de la pena demuerte; creo que en un gran Estado los crímenespolíticos son inevitables; en una población de mu-chos millones de habitantes debe haber algunosmiles descontentos. Sin duda es preciso castigar álos conspiradores, pero un gobierno fuerte puedeimpedir sus planes sin necesidad de recurrir á lapena capital.

A propósito de esto me preguntó la fuerza quetenían los terroristas en Rusia; yo le respondí que

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no sabía nada porque no pertenecía al partidoterrorista, sino á la democracia social.

—Pero sin duda—dijo él—por sus poderososamigos conocerá usted la fuerza de los terroristas.Creo que deben ser poco numerosos —añadió.

En aquella época había, en efecto, muy pocosterroristas en Rusia, pero yo no quería dejar creerá Kotljarewski que no teníamos poderosos ami-gos. Le respondí que podía haber en Rusia mu-chos millares de terroristas.

—Lo creo imposible; cuento todo lo más algu-nos centenares. En los últimos tiempos se hanhecho arrestos en masa.

Había entonces, es decir, durante el veranode 1884, en las prisiones preventivas un númeroconsiderable de personas que habían sido arres-tadas por diferentes delitos de Estado. Uno deestos delitos, que había provocado en Petersburgo,en Moscou y en muchas pequeñas ciudades, has-ta en la misma Siberia, numerosas prisiones, eralo que mi interlocutor llamaba el «asunto de loscalzones viejos». A instancias mías me refirió loque sabía á propósito de esta importante cuestiónde Estado.

En una de sus pesquisas domiciliarias, la po-licía, descubrió un papel en el cual estaban escri-tos los nombres de las personas que asistían á losprisioneros políticos y les daban trajes, ropa inte-rior y otros objetos. A causa de esto un númeroincalculable de encarcelaciones se habían efectua-do, y se había instruido un voluminoso procesocontra la sociedad secreta conocida con el nom-bre de «La Cruz Roja de la Narodnaja Volja». Aeste propósito Kotljarewski hizo algunas acerta-das observaciones.

—La gendarmería — dijo — suele no proceder

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siempre con buen sentido en su afán de descu-brir conspiraciones. ¡Extraño complot es este quesólo trata de dar á los prisioneros algunos vesti-dos viejos! Por eso yo le llamo irónicamente el«asunto de los calzones viejos». Entre los nume-rosos prisioneros que fueron complicados en este

' proceso á propósito de los calzones, había en aque-llos momentos en la prisión un gran m'rmero deescritores bien conocidos, tales como Protopopoff,Kriwenko, Stanjukowitch y Erthel.

Protopopoff era mi vecino de celda, y no tarda-mos en tocar el uno y el otro contra el muro.

Evidentemente había al principio alguna des-confianza de su parte, porque asi que yo le dijemi nombre cesó en el momento de contestarme.

Buscaba en vano la razón de süv silencio; trans-currieron varios días; le sentía ir y venir por sucelda; escuchaba el eco de su voz cuando hablabacon el carcelero, pero mis signos quedaban siem-pre sin respuesta. Concluí por creer que temía sersorprendido por el personal de la prisión, nume-roso y vigilante.

Al cabo de cierto tiempo comenzó sus signos.—¿Por qué me oculta usted su nombre?—me

preguntaba.Le respondí al momento que se lo había dicho

desde el principio, y se lo repetí otra vez.—Yo había tomado a usted por un espía, porque

no pude descifrar su nombre; pensé que tocabamal de exprofeso, para ocultarme quién era.

A partir de este momento conversamos confrecuencia. Teníamos amigos comunes y nos co-nocíamos bien el uno al otro.

Naturalmente deseábamos vernos, y para con-seguirlo recurrimos á la estratagema siguiente:

Las ventanas del quinto piso, donde se encon-

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traban nuestras celdas, se verían desde el parquede las bestias, es decir, el lugar donde paseábamos,y convinimos en que cada uno de nosotros, enfechas determinadas, renunciaría á su paseo ynos arreglaríamos para que el que quedase en lacelda pudiese reconocer al que estaba en el patio.De esta manera pudimos ver recíprocamente nues-tros rostros. Nos faltaba sólo conocer la voz, yhallamos el medio bien pronto. Sabíamos que enlas prisiones no sólo se conversa, sino que sehacen pasar objetos de unos á otros por mediode los tubos que conducen el agua. Estos tubosestán dispuestos de manera que no solamente lasdos celdas vecinas pueden comunicar entre ellas,sino también todas las celdas que están situadasencima y debajo.

De suerte que doce prisioneros pueden po-nerse en relaciones y formar su club. Nosotroscombinamos lo siguiente: vaciábamos á un mis-mo tiempo en nuestras celdas el agua de toilette;de este modo se desocupaban los tubos y nosservíamos de ellos como de un tubo acústico;mientras nosotros hablábamos, los water-closetsestaban abiertos; podíamos reconocer perfecta-mente nuestras voces de celda á celda, y graciasal agua corriente se evitaba el mal olor.

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CAPÍTULO VIH

Nuevos temores.—El coronel de gendarmería.—Investiga-clones á propósito del asesinato del general Mezenzeff.—Encuentro con Bogdanowitch.—Partida.

Durante mi prisión en Petersburgo me sentíamás tranquilo que antes. En la cárcel de Friburgoestaba en un perpetuo estado de excitación; aspi-raba á la libertad y esperaba obtenerla; en lafortaleza de Pedro y Pablo me sentía cerca de ladesesperación. Ahora todo me era indiferente:hasta diez ó quince años de trabajos forzados enSiberia, todo me era igual. El porvenir no existíapara mí, mi vida había terminado. Es duro resig-narse con este pensamiento cuando uno se sientefuerte y con buena salud, pero era preciso. Muchasveces, sin embargo, rayos de esperanza, sueñosde felicidad inesperada me hacían estremecer;rechazaba inmediatamente estas imágenes enga-ñadoras, porque en la prisión de Friburgo habíaexperimentado una decepción demasiado dolo-rosa para volver á abrigar ilusiones.

—¡Loco—me decía;-—la fortuna te jugará otramala pasada!

Y me habituaba á no esperar nada más quelo que lógicamente había de llegar.

Dos semanas habían transcurrido desde queestaba en la nueva prisión sin que me interroga-

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ran una sola vez; no sabía qué pensar y me decíacon inquietud:

—Puede que en los círculos superiores hayanencontrado el medio de tratarme como un reo deEstado.

Hablé de ello con Kotljarewski.—¿Por qué no me toman declaración?—le dije.

—¿Por qué no me conducen á Odesa?Estaba seguro de que sucedía algo extraño.

—Prepárese usted inmediatamente; vienen ábuscarlo—me dijo mi carcelero una hermosa ma-ñana de Julio.

Era en el preciso momento que volvía de mipaseo por el parque, y estaba de buen humor.

Un coche de viaje me esperaba en la puertade la cárcel: subí 6 él acompañado de un gendar-me sin saber adonde me conducían.

Esta incertidumbre, aunque duró poco, excitómis nervios.

Cerca de media hora después el coche se de-tuvo en un patio y me condujeron á una celda,donde apenas penetraba la luz por los vidriospintados de blanco. Empecé á pasear agitado yobservé que un oficial me miraba atentamente altravés de la cerradura.

—¿Se puede pasar?—dijo entreabriendo lapuerta.

—¡Extraña pregunta!—respondí;—está usted ensu casa.

Se abrió la puerta, y un joven, con uniformede coronel de gendarmes, entró sonriendo conaire amable.

—Permítame usted que me presente—dijo:—coronel Iwanoff.

Y me hizo un saludo.—No comprendo lo que me sucede—le repuse.

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—¿Quiere usted tener la bondad de decirme dón-de me encuentro y por qué me han traído aquí?

—Está usted en el despacho central de la gen-darmería, donde se le va á interrogar; lo conduci-rán pronto delante del procurador. En cuanto ámí, sería muy dichoso de conversar con usted yrefrescar viejos recuerdos; tenemos numerososconocidos comunes.

—¡Cómo es esto!—exclamé sorprendido.—¡Oh!—dijo él riendo;—no hay en Rusia un

hombre inteligente que no conozca su nombre deusted.

Este señor se burlaba, sin duda, de mi y delas personas inteligentes ó pertenecía a. la partede la sociedad rusa que en esta época buscaba elmodo de defenderse en los periódicos contra lacorriente reaccionaria y llamaban á los revolucio-narios los intelectuales.

—Sí, sí—continuó el coronel;—tenemos muchosconocidos comunes: he conocido á sus amigosMalinca, Drebjangin y Maidanski; era yo entoncesayudante de gendarmería en Odesa y los he trata-do allí. ¡Ah, verdaderamente eran hombres nota-bles!

Comprendí entonces por qué este hombre, tanjoven aún, era ya coronel de gendarmes en la ca-pital. Los grandes procesos de 1879 80 dieron oca-sión de distinguirse á muchos oficiales de gendar-mería. La vida y la libertad de los reos de Estadoeran el secreto de sus ascensos. Sin duda, mi in-terlocutor había representado un importante pa-pel en las condenas de muerte y de trabajos forza-dos que sufrieron mis amigos, y tenia el cinismode elogiarlos. Tal vez fuese él quien, con ocasióndel tratado de Kurizin, tendió el lazo en que caye-ron numerosas víctimas.

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 91.

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Una conversación con este amable coronel noera de mi gusto, y vi con placer que venían á bus-carme. Me condujeron á una pieza confortable,donde el procurador Kotljarewski estaba sentadoen un sillón delante de una gran mesa y hojeabadiversos papeles.

—He aquí los documentos que conciernen áusted—me dijo, y los empezó á leer.

De todo aquello resultaba que la viuda del ba-rón Henking, ayudante de gendarmería que habíasido asesinado, vio en los alrededores de la casadel general Mezenzeff dos jóvenes que parecíanespiarla. '

La baronesa pretendía haberme reconocido enuno de esos dos jóvenes.

Al día siguiente nos había visto de nuevo, mien-tras se paseaba con su primo el barón de Berg;una carta del barón confirmaba lo dicho por ladama.

Había sido esto en los años 1878 79, cuandomi nombre preocupaba á un gran número de in-dividuos que me hubiesen querido presentar comoinstigador y cómplice de todos los delitos políticosque se cometían en los diversos puntos de Rusia.

Estas fantasías encontraron también acogidaen la prensa, y yo era como una especie de FrayDiablo. Así es que en 25 de Mayo de 1878, mien-tras que yo estaba preso, fue asesinado un ricopropietario de Kiew. Se trataba de un crimen se-guido de robo; á la noche siguiente el barón Hen-king fue muerto de un tiro de fusil; mis compañe-ros y yo no escapamos de la cárcel hasta la nochedel 27 al 28 de Mayo. ¡Algunos días después, losdiarios decían que, en opinión de las personasmás perspicaces, estos dos crímenes habían sidocometidos por mí! Hubiera sido preciso para eso

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 92.

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dejar la prisión dos noches seguidas para asesinará dos personas y tornar de nuevo a ella.

La leyenda de mi participación en el atentadocontra el general MazenzefE no tenía mejor funda-mento.

Cuando el procurador me hubo leído todos lospapeles, me preguntó qué tenía que decir.

—Me parece—le respondí—que el gobierno norenuncia á complicarme en todos los asuntos queno están especificados en el tratado de extradi-ción. Yo me niego á responder á toda preguntaque no esté fundada en una acusación precisa.

—Bien; puesto que usted se niega á esclareceresto, lo dejaremos á un lado—respondió con airetranquilo.

Y separó los documentos.—Debo decirle —continuó—-que no doy crédito

á los cargos de estas dos personas. Creo estar se-guro de que se encontraba usted en el extranjerocuando la muerte de Mezenzeff.

Le respondí afirmativamente. Me pareció quetendría un gran placer en arrancarme algunas de-claraciones respecto á este particular; pero empe-zó á hablarme de cosas indiferentes y me pidióalgunas noticias de nuestra propaganda socialista.

Le cité algunos títulos de obras, y me confesóque nuestra literatura le era completamente des-conocida.

Mientras hablábamos de esta suerte, aparecióbruscamente en una estancia vecina M. Bogdano-witch, el mismo que me había reconocido en Fri-burgo: me saludó y tomó asiento delante de lamesa. Yo lo vi sin la menor animosidad, como sinuestro primer encuentro no hubiera sido unacatástrofe para mí.

—Dígame usted — preguntó volviéndose hacia

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mí,—¿cuándo lo he visto yo en Kiew? Hace yatanto tiempo, que no lo recuerdo bien.

Afirmaba riendo que me había visto una vezen la prisión, pero yo adiviné en su acento que noera verdad y que me reconoció en Friburgo sólopor las descripciones que de mí le habían hecho.A mi vez, yo tenía curiosidad de saber qué pensa-ban de mí las autoridades de Badén.

—Supieron—me dijo—que usted no es Buliginalgunas semanas antes de su extradición, y enton-ces redoblaron la vigilancia y hasta colocaron uncentinela en la puerta de la celda. El nombre deDeutsch les fue revelado diez días antes de millegada.

Me expliqué entonces por qué me habían cam-biado de celda y por qué el procurador von Bergme negó la autorización de hablar en ruso conmis visitantes.

Pregunté al procurador si comparecería prontoante el tribunal competente, pero no me dio unarespuesta categórica.

Esta fue la última vez que lo vi. Más tardesupe en Siberia por los camarades que este se-ñor había empleado en los procesos políticos me-dios innobles, los cuales le atrajeron el odio detodos los perseguidos, y hasta sus mismos jefesencontraron demasiado fantásticas sus investiga-ciones y lo separaron de la instrucción de los pro-cesos de Estado.

Pero el exceso de celo le favoreció en su carre-ra; algunos años después era presidente de laAudiencia de Wilna. A la hora actual no sé dón-de se encuentra.

Después de este último interrogatorio, me con-vencí cada vez más de que el gobierno no renun-ciaba á buscar el medio de complicarme en otros

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 94.

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crímenes, además del atentado contra Gorinowitch:Cada mañana me preguntaba si vendrían á some-terme á nuevo interrogatorio del mismo género;pero los días fueron pasando y las cosas seguíanen el mismo estado.

Julio y Agosto transcurrieron; yo estaba siem-pre en la misma celda; pero un día, hacia fines deAgosto, los gendarmes aparecieron de nuevo yrecibí orden de prepararme para un viaje. Se ha-bía decidido, al fin, conducirme á Odesa.

Mientras que el coche corría á través de lascalles, yo me despedía con pena de esta queridaciudad de Petersburgo, que no esperaba volver áver jamás.

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 95.

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CAPÍTULO IX

Un rayo de esperanza.—Un régimen desconocido.—Protes-tas por el hambre.—Nuestro club.—Un protector.

El viaje a Odesa se verificó sin ningún inci-dente notable. El eambio de paisaje, los días pa-sados en el tren, la vista de seres humanos, suconversación, todo esto produjo sobre mí unefecto reconfortante; pero la presencia de tresgendarmes no me dejaba olvidar un momentoque era un prisionero y que me conducían delan-te de los jueces. El pensamiento de la evasión meperseguía, y por un momento creí que la ocasiónse presentaba. Era de noche, estábamos ya cercade Odesa, yo dormitaba aletargado, y entre misoñolencia noté que mis guardianes dormían ápierna suelta. Mi corazón empezó á latir á marti-llazos; pensé sacar las tijeras, cortarme la barba,pasar por detrás de mis guardianes, ganar la ven-tanilla y saltar del tren; en el momento en que medisponía á hacerlo, uno de los gendarmes abriólos ojos y despertó á los otros dos á codazos, re-prochándoles su descuido. Fingí que dormía; todaesperanza se había desvanecido.

En Odesa me esperaba un coche celular conlas ventanas cerradas y me condujo á la prisiónde los detenidos políticos.

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 96.

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En el momento en que registraban mis efectos,las tijeras cayeron de golpe al suelo, y el directorde la prisión, un viejo gendarme, exclamó conprofundo asombro:

—¡Cómo dejan en Petersburgo tijeras á los pri-sioneros!

Creía que las tijeras me habían sido dejadas,.y yo no quise privarle del placer de creerse másmalo que sus compañeros de la capital.

El régimen de esta prisión era bastante pare-cido al de la fortaleza de Pedro y Pablo: la mismahabitación grande y polvorienta, el mismo alimen-to insoportable, igual actitud severa de los gen-darmes é idéntico silencio, que nada venía á inte-rrumpir.

Para fijar bien las cosos desde el principio, ex-presé mi asombro de verme conducido á una cár-cel de presos políticos, cosa tan contraria al trata-do de extradición con Alemania, y sea por efectode esta protesta, ó bien, por instrucciones recibi-das de Petersburgo, me transportaron algunosdías después á una casa de detención por delitosde derecho común.

No se me olvidará mientras viva: cuando mecondujeron á la nueva prisión era por la tarde, yasí que la puerta se hubo cerrado detrás de míno pude distinguir absolutamente nada. La celdaera siniestramente sombría, y apenas si por unapequeña abertura practicada en la puerta se fil-traba un débil rayo de luz venido de un globo quealumbraba el corredor.

Asi que mis ojos se hubieron habituado á estastinieblas, empecé á examinar mi nueva morada.El calabozo era circular y no había ni un lecho, niun banco, ni una mesa; sobre el suelo un poco depaja, un cubo y un jarro de hierro: nada más.

TOMO I 7

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Quedé extraordinariamente sorprendido. Al tra-vés de las rendijas de la puerta vi dos centinelasarmados tendidos sobre un banco; cerca de ellosestaban un gendarme y un policía. Conocía yabastante las prisiones, pero la instalación de éstaera nueva para mí.

—¿Me quieren ustedes hacer el favor de decirmedónde están el lecho y la manta?—pregunté pa-sando la cabeza á través de la pequeña abertura.

—No los hay—respondió con tono irritado elgendarme.

— Llame usted al director.El hombre no se hizo rogar; algunos momen-

tos después apareció con el subdirector de lacárcel.

—Dígame usted, caballero, ¿qué significa esto?—pregunté aludiendo al estado de mi celda.

—Yo no sé nada—respondió él;—no hemoshecho más que seguir las instrucciones que senos han dado; diríjase usted al sustituto del pro-curador, que vendrá mañana.

Me sentí desfallecer: me creía en una casa delocos.

—¿Qué voy á hacer y qué será de mí si este ré-gimen no cambia?—me grité, dejándome caer alsuelo con la cabeza entre las manos.

Finalmente, la fatiga tuvo piedad de mí y meacosté sobre la paja sin desnudarme, pero apenasempezaba á dormirme di un salto; los ratonesocultos en la paja trotaban sobre mí. Me puse ádar paseos. El aire era mortal; la cubeta exhalabasu pestilencia; la pequeña pieza en que estabanmis cuatro guardianes me enviaba su aire empon-zoñado: quería respirar y no podía, porque laúnica ventana de la habitación estaba en el techoy no era posible abrirla.

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Esperaba el día con una cruel impaciencia,para que me dieran siquiera un poco de aire; lasñoras se me hacían interminables; me dejaba caersobre la paja y los ratones me obligaban á levan-tarme. Al fin fue de día.

—¡Aire! ¡dadme un poco de aire!—dije dirigién-dome al gendarme que parecía ser el carcelero.

—¡No tengo orden!—repuso él.Cerca del mediodía llegó el sustituto del pro-

curador. Le expuse la terrible situación en que es-taba y le pedí que la remediase. Me escuchó aten-tamente y me dijo que no podía cambiar nada.

—Pero al menos—observé,—¿qué es lo que im-pide que me den una cama?

—Podría usted ponerla cerca de la pared y lle-gar hasta la ventana para escaparse.

—¿Cómo puede usted pensar lo que me dice?Cuatro hombres armados velan cerca de mí; si yopusiera mi lecho cerca de la pared no llegaría ála ventana sin que alguno de los cuatro me hubiese visto. Aun admitiendo que me evadiese de micelda, me encontraría en el quinto piso de un edi-ficio al pie del cual pasea un centinela. Toda ten-tativa de evasión es absolutamente imposible.

—¿Qué se sabe? Se ha escapado usted ya mu-chas veces.

—Dos solamente—dije yo á modo de correc-ción.

—¡Es suficiente! En cuanto a mí, no puedo hacernada.

Diciendo esto se alejó.Formé la resolución inquebrantable de no so-

meterme de ninguna manera á semejante trato yoponer una resistencia pasiva. El gendarme,mellevó mi ración en un plato de madera, que dejó enel suelo.

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•—Puede usted llevárselo—le dije,—que yo naquiero comer nada.

Se retiró sin responderme.La misma escena se renovaba cada día en el

momento de la comida. Las horas eran intermi-nables. No podía respirar una bocanada de airepuro; no podía leer, porque «o me habían dadolibros; no podía dormir atormentado por los rato-nes. A pesar de no haber tomado ningún alimentono sentía hambre, pero bebía agua á cada mo-mento. Sufría de una manera terrible. No experi-mentaba cólera contra los hombres: me indignabasólo el odioso tratamiento á que me sometían.

—Tendría usted tiempo de envenenarme la vidacuando me hubieran condenado—le dije al direc-tor de la cárcel;—pero yo no soy más que un sim-ple detenido.

No me respondió nada.En tres días no tomé el menor alimento y na-

die parecía fijar la atención en mí. El cuarto díame condujeron á un gabinete especial. Iba sinlavarme, expresamente, los vestidos cubiertos depolvo y las barbas de briznas de paja. Así compa-recí delante del procurador de Odesa y del juezde instrucción. Me manifestaron que estaban en-cargados de unas indagatorias relativas á miasunto y querían interrogarme. Les repuse queno estaba en estado de contestar, porque habíaresuelto morir de hambre á manera de protesta.

—¿De modo que usted se niega á tomar ali-mento? Sea; se le alimentará artificialmente.

Sabía Jo que esto significaba y contesté contono decidido:

—Probadlo cuando queráis. Yo os advierto quesi lo hacéis conozco otros medios de morir; yo nodeseo ya nada más que llegar al fin.

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Naturalmente, yo no conocía nada de lo que•dije, pero creía esto un medio bueno para hacerfrente á la amenaza del procurador.

Este me miró con fijeza y volvió hacia el juezde instrucción los ojos de un modo significativo.Tenía aire de decir:

—¿Quién sabe? ¡Puede que sea verdad! Estediablo de hombre está dispuesto á todo y tienemás de una malicia en su saco...

Los dos guardaron un momento de silencio.Comprendí que mis palabras hicieron efecto y co-mencé á hacer resaltar ante aquellos señores elabsurdo trato á que se me sometía.

—Vean ustedes—les dije — que todo esto notiene pies ni cabeza. El gobierno negoció conAlemania mi extradición. Después, no satisfe-chos, y viendo que no hay medio de condenarmecomo quieren sin un gran escándalo en toda laprensa europea, tratan de conducirme al suicidio.Me niegan hasta un lecho y las más pequeñascomodidades con pretextos ridículos.

—Voy á verlo por mí mismo—declaró el procu-rador.

Y salió.Cuando vino parecía bastante turbado.

—Sí, en realidad, se conducen de una maneraindigna con usted—afirmó.—No es por culpa mía:tres altos funcionarios se han coligado en contrade usted: el comandante de la plaza, el coronel degendarmería y el gobernador de la ciudad. Antesde su llegada vinieron ellos aquí á la prisión; de-signaron por sí mismos su celda y fijaron el régi-men á que debía usted ser sometido. Cada unode ellos escogió un carcelero entre sus más adic-tos subordinados. Desgraciadamente, yo no puedocambiar nada de las disposiciones tomadas por

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esos señores, pero tengo intención de hablar conellos. Entretanto, todo lo que yo puedo hacer esrecomendar á usted de un modo particular aldirector de la cárcel, á fin de que atienda, en lamedida que le sea posible, sus reclamaciones.

El director fue, en efecto, llamado, y el procu-rador le hizo en mi presencia algunas recomen-daciones especiales. Ajustamos así una especiede tregua.

Se me dio una cama, mis libros y una mesapara escribir de día; pero todo esto debía desapa-recer cuando se anunciase la visita de los altosfuncionarios.

Para permitirme respirar un poco de aire fres-co, el director de la cárcel puso á mi disposiciónun patio especial donde no podría ser visto de losotros presos. Con estas condiciones consentí enrenunciar á mi protesta por el hambre, y en latarde del cuarto día acepté un poco de alimento.

Cuando empecé á comer, sentí tal necesidad,que hubiese devorado un buey entero; pero supeser prudente y poner límite á mi apetito. Los dosdías siguientes me sentí como después de unalarga enfermedad. Los que me rodeaban parecíantambién tratarme como á un convaleciente; eldirector y el subjefe de la cárcel se informaronvarias veces de mi salud; hasta el sombrío gen-darme se mostró lleno de benevolencia conmigoy se precipitó a la cantina para comprarme losalimentos.

Las mañanas siguientes bajé al patio en com-pañía de mis guardianes; era un pequeño espaciosituado entre el edificio de la prisión y el muro dela cerca; los soldados estaban situados de distan-cia en distancia bayoneta al brazo. Yo recorríaeste pequeño lugar en todos sentidos, y el gendar-

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me y el policía hacían lo mismo. El tiempo eradelicioso; uno de esos dulces y radiantes otoñosdel Sur.

Como mis guardias preferían el aire libre á lossombríos corredores, nuestros paseos durabancada día mas tiempo.

Yo deseaba entrar en relaciones más'íntimascon el gendarme, al que se le habían dado las ór-denes más severas. Entretanto que nosotros pa-seábamos y el policía se echaba á descansar, em-pecé a hacerle algunas preguntas insignificantes.

El hombre no tenía un corazón de piedra, aun-que era de los más devotos, los más celosos y losmás incorruptibles en su servicio; tenía tambiénsus pequeñas debilidades; no era feliz, ganabapoco para su familia, demasiado numerosa.

Como le habían recomendado no perderme devista un solo instante, no podía ver á los suyos,lo que, naturalmente, le era muy penoso. Bienpronto supo arreglárselas con el director de talmodo, que le permitió ir de tiempo en tiempo ápasar un rato en su casa, sin que se enterasen losjefes. Estas visitas secretas del gendarme á sumujer y sus hijos establecieron entre nosotros unlazo misterioso que contribuía á acercarnos. El notardó en contarme sus penas, lo exiguo de su suel-do, que no le permitía el menor bienestar, dadoel número de sus hijos, y como yo lo escuchabacon atención é interés, me habló de sus servicios,refiriéndome cómo había contribuido á combatirá los socialistas.

—Mis jefes—me dijo—me recomendaron unavez vigilar escrupulosamente á uno de vuestrosespecialistas (el buen Pandore llamaba así á lossocialistas). ¡Ah! ¡Era una temible mosca aquella,que amenazaba metérsenos en la nariz! Se llama-

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ba Wera Figner. Era una mujer hermosísima ymuy bien educada, que frecuentaba el trato demuchas familias de oficiales. Yo había vestido, porlas circunstancias, un traje civil y me puse a se-guirla á todas partes. Siempre que salía iba sobresus pasos. Si tomaba un coche, yo subía en otro;si entraba en una casa, tomaba en seguida ladirección y preguntaba al conserje. Durante tresdías no la perdí de vista, pero de pronto la damase eclipsó. ¡Ah! No puede usted figurarse mi des-esperación hasta que pude averiguar que habíapartido para Charkow y que al fin se decidieron áarrestarla.

Este feroz y celoso gendarme, que había vigi-lado de tal modo á la especialista, acabó por con-fiar en mí, sobre todo desde que empecé á hacerlealgunos regalos de pequeños objetos de mi po-sesión. Supe por él ciertos detalles de la maneracómo me vigilaban; entre otras cosas, me revelóque el gobernador, el comandante de la plaza y elcoronel de gendarmes habían querido verme sinque yo lo supiese. Me examinaron largamente altravés de la puerta de mi celda, y los guardianesrecibieron orden rigurosa de no decirme nada deesto.

Las veladas se hacían cada vez más largas, yyo no sabía en qué pasar mi tiempo, porque ca-recía de luz durante muchas horas. Recorría lacelda hasta fatigarme; pero el tiempo no se hacíapor eso más corto. Algunas veces me sentabacerca de la puerta para prestar oído á la conver-sación de mis guardianes. Los policías teníansiempre muchas cosas que contar. Como se habíaescogido á los más fieles para vigilarme, su turnono se renovaba, y ya nos conocíamos todos bien.Gracias a ellos el gendarme y yo nos enterábamos

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de las novedades del día y de los sucesos de lavilla. Algunas veces me llevaban un periódico queyo leía á este extraño club. Pasaba la mano porla ventanilla de manera que la luz de la linternacayese de lleno sobre el periódico, aproximaba micabeza á la abertura y me ponía á leer. Cerca demí estaban los dos soldados apoyados en sus fu-siles y muy atentos, un poco más lejos el gendar-me y el policía de servicio sentados sobre el lecho,que les servía de banco.

Cuando los periódicos nos faltaban, los poli-zontes referían historias, en las cuales las hadas,los lobos y el diablo desempeñaban gran papel;me parece que los miembros de nuestro club lasescuchaban con más gusto que la lectura de losperiódicos.

De este modo supe poco á poco lo que pasabaen el mundo, aunque los tres altos funcionarioshabían recomendado «que no dejaran penetraren mi celda ni á una mosca», según la expresióndel director de la cárcel.

Se me comunicaron también gran número denoticias que no insertaban los periódicos rusos,y sobre todo las que tenían relación con el movi-miento revolucionario.

Un hombre que desempeñaba un cargo impor-tante, y que se mostraba bien dispuesto en favorde nuestro partido, me ayudó mucho en estaépoca.

Como no sé si este hombre vive aún, y le guar-do un gran reconocimiento, no puedo, á pesarmío, revelar su nombre. Los servicios prestadosal movimiento revolucionario de Rusia no puedencontarse hasta que sus autores han muerto ó sehallan en el extranjero.

Todo lo que puedo decir es que, gracias á él,

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pude enviarles cartas á mis camaradas y estuveal corriente de cuanto me interesaba.

Entre otras cosas, supe que los conocidos re-volucionarios rusos Peter Lawroff, Lopatin y Ti-ehomiroff, habían formado consejo á Degajeff, yque á pesar de los señalados servicios que prestóal partido, sobre todo con la eficaz ayuda dada áSudeikin, se le había prohibido toda participaciónen el movimiento revolucionario y todo trato conlos otros miembros del partido.

Supe de la misma manera que una joven deveinte años, María Kaljuschna, había queridomatar al coronel de gendarmería Katanski en supropia casa, pero que había errado el golpe.Veinte días antes de la vista de mi causa, ellacompareció ante un consejo de guerra, y como noera aún mayor de edad, se la había condenadosólo á veinte años de trabajos forzados en Siberia.

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CAPÍTULO X

Un oficial que las echa de valiente.—MI servicio militar.El proceso.—Nuevo interrogatorio

Uno de los primeros días de mi prisión enOdesa tuve un pequeño disgusto; me paseaba enmi celda cuando escuché un gran ruido de vocesá la puerta: me aproximé y miré al través de lasrendijas. Era el oficial de guardia que reprendíafuertemente al centinela.

Iba a retirarme cuando oí estas palabras:—¿Escuchas tú desde ahí, perillán?No pude ver h quién señalaba, pero compren-

dí que se dirigía á mí.Semejante interjección me causó asombro, por-

que los oficiales, en aquella época al menos, semostraban respetuosos con los prisioneros polí-ticos. Me alejé de la puerta sin responder una pa-labra, pero resuelto á dar al insolente una peque-ña lección.

Cuando a la noche el subjefe de la cárcel vinoá mi celda para pasar lista en unión del oficial, yoparecí no fijarme en la presencia de éste, y diri-giéndome al funcionario le pregunté si estabaprohibido mirar al través de la rejilla.

— ¡Cómo!—repuso sorprendido de mi pregunta;—eso no se puede impedir.

—¿Y un oficial tiene derecho de insultar grose-

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 107.

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ramente á un prisionero que está cerca de supuerta?

— ¡De ninguna manera!Yo conté entonces al funcionario lo que había

sucedido y le pedí que dieran por escrito las se-ñas concernientes al nombre y regimiento de eseoficial, para saber á quién había de formular asíqueja contra él.

El hombre me pareció muy asustado, se humi-lló á darme explicaciones y tuve piedad. Me habíatomado por un criminal peligroso, y creyó darprueba de valor insultando á un prisionero queestaba separado de él por una puerta cerrada conllave y cerrojos.

El susto que le causé me pareció pena sufi-ciente, y desechó la queja, que ya había redactado.

Durante este tiempo la instrucción seguía sucurso. Hacia mediados de Septiembre, el juez meleyó un documento, resultado de tan largo traba-jo; en virtud de tal y tal artículo del Código, sedecretaba enviarme delante del procurador deltribunal militar.

Elevé en el momento mi protesta, recordandolos términos de mi extradición: ellos especificabanque no podía ser enviado más que delante de untribunal ordinario, no de un tribunal de excep-ción, y sobre todo de jurisdicción militar.

—Como usted estaba en el servicio en la épocaen que fue cometido el crimen por que se le persi-gue, debe ser necesariamente juzgado por un tri-bunal militar—me declaró el juez de instrucción.

Para que el lector comprenda lo que se llama-ba «mi servicio militar», debo contar en dos pala-bras un hecho de mi juventud.

Conforme al espíritu de la época, vestía unablusa de aldeano é iba á llevar al pueblo la buena

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palabra; pero durante el otoño de 1878, volví á micasa desencantado de mi trabajo de propaganda.Como todos los jóvenes, sentía una irresistible ne-cesidad de movimiento, me parecía estar destina-do á grandes empresas, sin poder precisar cuáles.

Al volver de mi campaña de propaganda noencontré á ninguno de mis camaradas en Kiew:los unos habían sido presos, los otros dispersosá los cuatro vientos. Era precisamente en estaépoca cuando estallaba la insurrección de Bosniay Herzegovina.

Un gran número de jóvenes, entre los que secontaban muchos socialistas, engrosaban las filasde voluntarios. Sentí en mí una vocación á laguerra. La lucha por la libertad de la penínsulabalkánica me sedujo, y pensé en correr á la gue-rra para librar los pueblos oprimidos bajo el yugode Turquía. Pero era ya demasiado tarde: el pe-ríodo del entusiasmo había pasado; los volunta-rios escribían cartas llenas de desaliento desde elteatro de la lucha. Los jóvenes, no habituados alcombate de guerrillas, no podían prestar unaeficaz ayuda, y hasta resultaban un estorbo paralos verdaderos combatientes; así es que mis ami-gos me disuadieron del intento de seguir suejemplo.

Abandoné mi proyecto, pero como me sentíacon ánimo belicoso y no encontraba en qué em-plear mi tiempo, pensé cumplir mi servicio mili-tar en calidad de voluntario, pues aun me faltabaun año para ser llamado al ejército. Tenia espe-ranza de hacer propaganda entre los soldados ypensaba que la amistad con ellos podía servirmeen alguna ocasión.

Según los reglamentos vigentes, fui inscritocomo voluntario de la segunda categoría, y á fin

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del mes de Octubre de 1873 me incorporaron al130 regimiento de infantería en Kiew, pero dosmeses después dejé el servicio.

Estaba en esta época en la prisión de Kiewuno de mis amigos, el estudiante Semen Lurge,complicado en «el proceso de los 193». El ayudan-te de gendarmes, barón Hegking, entonces todo-poderoso en Kiew, había tomado gruesas sumasde los padres de Lurge, y sin duda por esta cir-cunstancia, el prisionero pudo lograr fácilmentela' fuga. Aunque poco, yo ayudé á la evasión, y undía, durante mi ausencia, los gendarmes registra-ron mi domicilio. Mi arresto parecía inminente.En calidad de soldado, debía juzgarme un tribu-nal militar, y en esta época de crueles sentenciasmi suerte se hubiera decidido bien pronto.

Resolví ocultarme hasta que viese claro en lasintenciones de la gendarmería. Dos días después,el barón Hegking, que era el principal responsa-ble de la evasión de Lurje, porque había tenidopara él atenciones especiales, se vio precisado áechar tierra al asunto. Entonces me pareció quela cosa más sencilla era volver al cuerpo, dondese me perseguía por abandono inmotivado delservicio durante cuatro días, lo que daría lugarsólo a una simple pena disciplinaria. Pero lascosas se habían combinado de otro modo.

El comandante de la 33.a división, á la que per-tenecía mi regimiento, era entonces Wannowski,que fue más tarde ministro de la Guerra y de Ins-trucción pública. No podía ver á los voluntarios,y yo, que no era amante de la subordinación y ladisciplina, figuraba entre sus notas. La desgraciaquiso que durante mi ausencia el general se hi-ciera presentar los voluntarios de nuestro bata-llón; mi fuga le había sido comunicada. Guando

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me presenté, me condujeron delante de él y meenvió preso al puesto, mientras se reunía el tribu-nal. No me acusaban sólo de deserción, sino deinsultos á un oficial durante el servicio, porque lehabía prohibido tutearme y que me hablase congrosería. Las cosas se arreglaban de modo queno tenía más esperanza que la fuga, y conseguíevadirme, gracias á la ayuda de dos camaradasque me llevaron mis vestidos de paisano al cuartode baño. Pasé sin ser reconocido por delante delcentinela que había en la puerta de la sala.

Desde esta época hasta el otoño de 1877, estu-ve en libertad, pero fugitivo.

Formulé dos protestas contra la decisión deljuez de enviarme al tribunal militar: la una diri-gida al presidente de la Audiencia de Odesa, laotra al ministro de Justicia, Nabokoff.

Invoqué el testimonio del procurador de laAudiencia de Petersburgo, Bogdanowitch, paraafirmar que el gobierno bávaro me entregó con lacondición de que sería juzgado por un tribunalordinario, es decir, un tribunal civil, y no por lajurisdicción militar. Si se me perseguía por deser-tor é insultos á un jefe, se violaba mi tratado deextradición, pues, según él, no se me podía casti-gar más que por el atentado contra Gorinowitch.

Como era de esperar, mi reclamación no fueadmitida, y poco tiempo después comparecí anteel tribunal. Por el acta de acusación, ya sabía áqué atenerme respecto á los debates. Se me per-seguía por el atentado contra Gorinowitch, perorespecto á los motivos que le habían provocado,ni una palabra. Naturalmente, el procurador nohabía olvidado invocar contra mí los más,riguro-sos artículos del Código. El mayor castigo consis-tía en la pena de trabajos forzados á perpetuidad,

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por parricidio ú otro crimen semejante, y esteartículo fue invocado contra mí. Se puede rebajarla pena un grado y dejarla en veinte años de tra-bajos forzados cuando la víctima no ha muerto ápesar de la intención del criminal, y aun puedeser menor cuando el culpable no ha cumplido lamayor edad.

Conforme á estas prescripciones, el procura-dor pedía para mí trece años y cuatro meses detrabajos forzados, es decir, el máximum posible,sin tener para nada en cuenta los términos deltratado de extradición, ni el manifiesto dado conmotivo de la coronación de Alejandro III, queautorizaba á los jueces para perdonar todos loscrímenes cometidos antes de esa época. En miasunto no había esperanza de que usaran estaautorización; todo era una simple formalidad; elresultado estaba conocido de antemano, y por lotanto rehusé el defensor que me habían propues-to, un vago candidato á alguna función cerca delos tribunales militares, y me resigné á sufrirlotodo lo mejor que pudiera.

El día de la vista llegó al fin. Un enorme fur-gón con las ventanas enrejadas entró en el patiode la cárcel. Tomé asiento en él al lado de uninspector de policía, y así que la puerta fue biencerrada, vi que el gendarme encargado de mi cus-todia durante todo el tiempo de la prisión mon-taba cerca del cochero; una compañía entera deinfantería rodeó el coche y dos cosacos á caballocompletaron la escolta. Antes de esta procesióniban un jefe de policía y un comisario. Al ver esteaparato guerrero se hubiera creído que se tra-taba de llevar lejos una docena de jefes de ban-didos.

Como atravesamos así las calles de Odesa, el

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extraño desfile llamaba la atención del público;veía por todas partes correr la gente á las ven-tanas. Mientras tanto, conversaba en tono amis-toso con el inspector: había sido agente de poli'cía en Kiew veinte años antes y conocía á mifamilia.

—¡Quién hubiera pensado—me decía—que yohabía de conducir un día de este modo ante eltribunal al pequeñuelo Deutsch, que jugaba con-migo cuando niño.

Y evocando recuerdos de esta época, me ha-blaba de mi padre y de mi casa.

Mi pensamiento volaba lejos de allí, el cuadrode mi infancia se aparecía á mis ojos...

La sala de audiencia estaba llena de nume-roso público: oficiales con sus esposas, funciona-rios judiciales y representantes de la burocracia.La prueba de testigos no despertó el menor inte-rés; la mayoría de ellos no comparecieron; unosestaban muertos, otros no habían asistido; los quese presentaron no dieron más que vagas respues-tas de cosas olvidadas hacía ocho años, y algunosse negaron á decir una palabra.

El testigo principal, Gorinowitch, no acudió ála cita y se leyó su declaración. Por mi partehabía renunciado á citar testigos de descargo,porque quería prolongar lo menos posible losdebates.

Sin embargo, estaba sobreexcitado por la acti-tud del público, conociendo la hostilidad que merodeaba. Busqué en vano entre todos un rostroamigo; sólo conocía al procurador. Después de laaudición de testigos, el magistrado tomó la pala-bra: su discurso no fue más que una vaga pará-frasis del acta de acusación. Sin embargo, es cu-rioso saber los hechos que invocaron contra mi.

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Como no podía ser cuestión de odio personal nide enemistad con Gorinowitch, dijo que habíaobedecido á un móvil de venganza; pero, natural-mente, se guardó bien de precisarlas causas, por-que no podía pronunciar la palabra «venganzapolítica». La orden que le habían dado de quitaral proceso todo carácter político le obligaba á di-vagar en consideraciones sin fin.

No tenía la menor intención de defendermeni buscar el medio de suavizar la suerte que meesperaba; había ya confesado mi intención de ma-tar á Gorinowitch, pero quería presentar el asuntoen su verdadero aspecto y hacer conocer por quémi compañero y yo le habíamos sentenciado.

Apenas comencé á decir que un club se habíafundado en Elisawetgrad, el general Grodekoff,que presidía los debates, me hizo notar que meciñera á la letra del proceso, sin hacer ningunadigresión ni entrar en consideraciones políticas.

En estas condiciones era imposible dar al pro-ceso su carácter exacto, puesto que se me prohi-bía presentar los hechos en su aspecto verdadero.Yo decía por ejemplo:

—Cuando Gorinowitch estaba en la prisión deKiew...

El presidente saltaba sobre su silla y me invi-taba á pasar á otro asunto. No sabía cómo hacerpara hablar de las cosas más sencillas; tenía queabstenerme de pronunciar todo nombre propio deindividuo ó de ciudad donde se viera alusión áhechos políticos; á cada momento me interrumpíael presidente con la amenaza de retirarme la pa-labra y expulsarme de la sala. No tardé, pues, enterminar la defensa, en el curso de la cual mehabían prohibido hasta hacer alusión á los hechosque provocaron los debates.

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Esto no impidió que el procurador llevase lacomedia más lejos: respondió á la defensa y refu-tó varios puntos. Repliqué algunas palabras yrenuncié á continuar.

La deliberación del tribunal no duró largotiempo; la sentencia, conforme á lo pedido por elprocurador, me condenaba á trece años y cuatromeses de trabajos forzados.

Cuando emprendí de nuevo, con el mismoaparato, el camino de la prisión, me sentí alivia-do, como si me hubieran quitado de los hombrosun fardo pesado, aunque el resultado del procesoera el mismo que yo esperaba.

Al fin todo estaba bien trazado, bien claro,bien definido; la incertidumbre es para el prisio-nero el peor de los suplicios. No me quedabaahora más que esperar la decisión que se tomararespecto á mi destino.

Como me habían juzgado en calidad de crimi-nal ordinario, se me podía enviar á Kara, en Si-beria, donde tenía amigos y conocidos antiguos,y donde el régimen de la prisión es muy soporta-ble, comparado con los otros lugares de deporta-ción. Se me podía también llevar á la isla de Sa-khalin, cuya situación, como se sabe en todaRusia, es espantosa; pero lo que más me asustabade todo era que el gobierno podía sepultarmevivo en la fortaleza de Schlüsselburg. Justamenteen esta época se había acabado la reconstrucciónde una cárcel, y se decía que el régimen era mor-tal y que allí se enviaban los reos de Estado máspeligrosos.

Una semana después de la vista, el presiden-te del tribunal militar vino á comunicarme lasentencia en debida forma. Me condujeron á laconserjería, donde el general Grodekoff se había

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sentado delante de una larga mesa, de maneraque estuviese bastante lejos de mí.

El hombre parecía temer algún mal golpe. Esteexceso de precaución de parte de un militar pa-recía disgustar hasta á mis mismos guardianes.

— Mirad, se diría que tiene miedo—dijo detrásde mí uno de ellos.

Este incidente me hizo reir; jamás he visto unfuncionario civil tomar tan grandes precauciones,aunque se encontrase delante de uno de los cri-minales más peligrosos.

** *

Cuando toda instrucción judicial cesó á milado, tuve aún que sufrir interrogatorios en cali-dad de testigo. Un capitán de gendarmería sepresentó acompañado de un procurador, que mehizo las preguntas siguientes:

— En Friburgo se ha encontrado entre suspapeles una carta con una dirección; á esta direc-ción ha debido usted enviar libros. ¿Puede decir-nos qué libros eran esos y quién es el destina-tario?

Respondí que no tenía nada que decir respec-to á lo que se me preguntaba.

—Fíjese usted bien—insistió el funcionario;—ácausa de este descubrimiento han sido arrestadasen Wilna un gran número de personas. Si ustednos confía el verdadero nombre del que ha escri-to la carta, todos serían bien pronto puestos enlibertad.

Conocí el engaño y repliqué con tono tran-quilo:

—Puede ser que entre ustedes se estime á las

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gentes que hacen traición á sus camaradas; peropermítame que no sea de su mismo parecer.

El joven pareció bastante turbado y no conti-nuó el interrogatorio.

Las autoridades de Friburgo eran culpablesele haber enviado mis papeles al gobierno ruso yhaber así denunciado á la policía secreta personasabsolutamente inocentes, por un exceso de celo;pero tenía yo también una parte de responsabili-dad por haber olvidado romper las direccionesque había entre mis papeles.

Otra vez un juez de instrucción vino á mostrar-me una carta del ministerio de Justicia, en lacual le encargaban requerir mi testimonio á pro-pósito de ciertos acontecimientos que habían pre-cedido á la muerte del general Mezenzeff. Se decíaen esta carta que yo había hecho confidencias á uncierto Goldenberg en el curso de un paseo por elmercado de caballos de Charkow, y que segúnéstas, era S. Krawtschinski el que había asesi-nado al jefe de la gendarmería.

Recordaba, en efecto, haber paseado con Gol-denberg por esta plaza; me había él mismo con-tado cómo mató al gobernador de Charkow, prín-cipe Kropotkin; pero yo no recordaba si le habléalgo del papel representado por Krawtschinskien el atentado contra Mezenzeff. Me asaltó la ideade que hubieran arrestado á mi amigo en el ex-tranjero, del mismo modo que á mí, y que elgobierno ruso quisiera obtener su extradición.La declaración de Goldenberg no era cargo sufi-ciente, porque no hacía más que repetir, en todocaso, palabras de otro; se quería que yo fuese untestigo. Resolví no decir nada, y así todo quedabasin valor.

Manifesté al juez que había hablado de este

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suceso, pero sólo repitiendo rumores que corríantanto sobre Krawtschinski como sobre mí, puestan pronto se nos acusaba al uno como al otro.Por fortuna, mis temores eran infundados y miamigo está en Londres libre de todo peligro.

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CAPÍTULO XI

La visita del ministro.—El traje de condenado.La prisión de Kiew

Algún tiempo después de mi condena, unaactividad desacostumbrada reinó en la prisión deOdesa. Se esperaba al ministro de Justicia, quedebía venir á inspeccionar el establecimiento. To-dos mis efectos me fueron retirados, excepto lapaja y la cubeta.

Un día el ministro hizo su aparición acompa-ñado de numerosa escolta, entre la que se encon-traba el gobernador de la ciudad. Desde que medivisó Nabokoff me llamó por mi nombre y mesaludó. Este incidente imprevisto pareció produ-cir impresión profunda en el espíritu del bravogobernador.

—¿Vuestra excelencia sabe quién es Deutsch?—¡Oh! Si, nos hemos encontrado ya en Peters-

burgo — respondió Nabokoff con el tono de unhombre que evoca un agradable recuerdo;—nofue en una prisión entonces, sino en un salón.

Se volvió hacia mí y me dijo que había reci-bido mi queja y la comunicó en seguida á SuMajestad, pero el zar dijo que perteneciendo alejército en el momento de mi crimen, debía serjuzgado por un tribunal militar, y el ministro tuvoque conformarse con esta decisión.

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El modo como me trataban en la prisión pare-ció disgustarle: inspeccionó minuciosamente micelda y me hizo varias preguntas: si estaba con-tento del reglamento, si tenía quejas que formular,y supe por él que en la primera ocasión iba áser transportado á Moscou, donde pasaría el in-vierno, esperando ser enviado á Siberia.

Las palabras que el ministro me había diri-gido confiaron completamente á la administraciónde la cárcel. Apenas se alejó su excelencia, eldirector se precipitó hacia mí y me hizo dar otracelda mucho más cómoda, donde había un buenlecho, una mesa y una silla.

¡Ahí es nada! ¡El ministro en persona le habíadado nuevas de Deutsch á Su Majestad! No senecesitaba más para impresionar estas almas defuncionarios. A sus ojos me había convertido enun personaje importante. Es así como una vezcondenado se me concedieron mil pequeños obje-tos que en vano había reclamado hasta entoncessiendo un simple detenido. ¡Y todo porque sehabía hablado de mí á Su Majestad!

Se llevó la amabilidad hasta darme numerososlibros de un gabinete de lectura. Claro que estono provenía de la iniciativa privada del direc-tor de la cárcel, sino de órdenes dadas por lostres altos funcionarios, que se mostraban tan ca-riñosos para mí como arrogantes fueron otrasveces. Este ejemplo hace conocer los procedimien-tos empleados con los prisioneros.

Pero yo no debía gozar largo tiempo estosfavores. Dos semanas después se me comunicóque aquella misma tarde formaría parte de unconvoy de condenados que iba á Moscou. Se pro-cedió en seguida al cambio de traje que debíatransformarme en condenado. Hoy todavía, des-

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pues de veinte años, enrojezco y tiemblo al recor-darlo.W3Fui conducido á una estancia donde se encon-traban reunidos todos los objetos necesarios alequipo de un condenado. Sobre el suelo se veíanlas cadenas, y sobre un banco los vestidos, lasbotas y la lencería. Se escogió una cadena que ibabien á mi estatura y se me hizo pasar á otra pie-za; allí me afeitaron los cabellos sobre el lado de-recho solamente, mientras que el izquierdo erasólo cortado. Había visto en las prisiones indivi-duos arreglados de esta suerte y había recibidomala impresión; pero ahora, al verme yo al espejo,un frío glacial me pasó por la médula. Tuve la im-presión de que estaba separado de la sociedad ydesprovisto de mi dignidad de hombre. Me acordéde la bárbara costumbre que existía todavía en Ru-sia, hasta hace pocos años, de marcar al criminalcon hierro rojo.

En esta misma pieza se encontraba un conde-nado que debía ponerme las cadenas. Me hicie-ron sentar sobre un taburete y colocar los pies so-bre un yunque. El herrero pasó los anillos dehierro alrededor de mis tobillos y los unió con lascadenas; cada golpe de martillo resonaba en micorazón. Una nueva existencia empezaba para mí.Ya no era un hombre, era un condenado.

A este sentimiento de depresión se añadía lafatiga física. Al principio las cadenas me causa-ban un tormento insoportable cuando andaba yme impedían dormir; es necesario también ciertohábito para poderse vestir y desnudar cuando seestá amarrado. Estos hierros, que no pesan me-nos de doce libras, no sólo hacen la marcha difícil?sino que causan un gran dolor, porque arrancáisla piel de los tobillos, y el cuero de que los ill$i S

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están revestidos interiormente no nos preserva.Hay también otro odioso martirio, el ruido de loshierros á cada momento. Esto excita los nervios,recuerda al prisionero que es un paria para loshombres, que está, en una palabra, fuera de la ley.

La metamorfosis del condenado se completacon el traje que se le hace vestir: consiste en unablusa gris de una tela especial y un pantalón. Loscondenados á trabajos forzados llevan sobre lablusa una especie de delantal de paño amarillo.Los pies se calzan con zapatos llamados «zapati-llas rusas» y pantuflas de cuero. Todo esto es in-cómodo, rudo y desproporcionado á la talla delos prisioneros. Guando me vi en el espejo, apenaspude reconocerme.

— Durante años y años debo llevar este odiosovestido—pensé.

Hasta los gendarmes me miraron con piedad.—¡Sea usted un hombre de valor!—me dijeron.—Se acostumbra uno á todo; también me habi-

tuaré á esto—respondí.Distribuí entre mis guardianes trajes y lence-

ría que ya no servían para mí; el reloj y el estuchede cigarros lo envié por el correo á mis parientes;no guardé más que los libros. Me habían dado unsaco para meter la muda de ropa y pude colocarentre ella algunos volúmenes de Shakespeare, deGoethe, de Heine, de Moliere y de Rousseau. Estohecho, estuve dispuesto á partir.

La tarde vino. El oficial que debía dirigir elconvoy apareció en la prisión con sus hombres ytomó posesión del destacamento. Se nos condujoá la oficina; cada condenado tenía una ficha sobrela cual estaba escrito su nombre, su número, susseñas y la lista de objetos que llevaba. Una foto-grafía iba adjunta á la ficha de los condenados

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políticos. El oficial examinó las fichas una des-pués de otra y nos hizo formar en el patio. Lossoldados nos rodearon. El oficial se quitó su go-rro de policía é hizo la señal de la cruz.

—¡Buen viaje! ¡Seguir bien!—gritó el personalde la casa.

—¡Gracias!—respondió el oficial, y dio la señalde partida.

Nos dirigimos á paso lento hacia la estación átravés de las calles de la ciudad. Desde mi extra-dición había sido tratado tan pronto como reo dederecho común, tan pronto como político; desdeque fui incorporado al convoy, se me trató comopolítico siempre.

Así es que durante el trayecto en camino dehierro no se me dejó entre los condenados ordi-narios, sino en un compartimento reservado.

Yo iba en un vagón espacioso y me pude ins-talar cómodamente, en tanto que los de derechocomún estaban prensados unos contra otros comosardinas. Pero el trayecto fue más monótono paramí, porque los soldados, en presencia del oficial,no osaban decir una palabra. Al cabo de veinti-cuatro horas llegarnos á Kiew, donde se había de-cidido que descansáramos un día. Bajamos deltren y fuimos otra vez colocados en fila entre sol-dados. Después de un largo camino al través delas calles, llegamos á la prisión.

Sentí una extraña impresión, después de lar-gos años de vagar por Rusia y el extranjero, alatravesar las calles de mi ciudad natal. No habíavuelto á ella desde la época en que me evadí de laprisión en 1878, hacía seis años ya: ahora volvíacon cadenas en los pies y el uniforme de la igno-minia sobre el pecho. No era un ciudadano libre,era un presidiario.

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224 LEÓN DBUTSGH

—¡Adelante! ¡Adelante! ¡Siga usted!—oí gritardetrás de mí, y me sentí golpear en la espalda conla culata de un fusil.

— ¡Todo ha acabado para mí!—pensé.Y me representaba todas las humillaciones y

todos los ultrajes de que tendría que ser víctimaen el porvenir.

El oficial había notado el incidente y repren-dió al soldado por su manera de tratarme.

Habíamos llegado. Los prisioneros fueron con-tados uno después de otro como los carneros y senos hizo pasar la puerta. Se nos condujo inmedia-tamente al despacho. Todo había cambiado; noencontré mas que caras nuevas. El viejo y gordocapitán Kowalski no estaba ya allí; todo el restodel personal había sido destinado lejos.

— Usted se escapó de aquí, ¿no es cierto?—mepreguntó un hombre de talla gigantesca, que lle-vaba uniforme de empleado de la cárcel. Era elnuevo director, llamado Simacko.

Le respondí que sí.—¡Ah! ¡Ah! Había usted preparado bien la cosa

—me dijo riendo.Había sido muy sencillo: uno de mis compa-

ñeros, Frolenko, se había provisto de papeles fal-sos y ocupó el puesto de vigilante. Una noche nossacó de-la prisión á Stefanowitch, Bochanowski yá mí vestidos de carceleros.

Después de todas las formalidades de costum-bre me condujo á una celda. Al atravesar los co-rredores noté transformaciones numerosas. Lacelda á que me llevaron era extraordinariamentelarga y llena de camas de madera. Debía estardestinada para recibir por poco tiempo gran nú-mero de prisioneros, y á mí provisionalmente,para no tenerme con los demás del convoy.

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La prisión de Kiew tiene una historia intere-sante, de episodios variados y al mismo tiempode los más tristes. Se encontrará difícilmente enRusia un establecimiento del mismo género quese le pueda comparar, incluso la misma fortalezade Pedro y Pablo.

Ella había sido teatro de un gran número deevasiones: nosotros tres, complicados en el proce-so de Schigirin; luego el estudiante Izbitzky y uninglés llamado Beverley. Estos habían recorrido yaun largo espacio cuando el centinela se apercibióé hizo fuego sobre ellos; el inglés cayó mortal-mente herido y el estudiante fue aprisionado denuevo.

Cuatro años después, en 1882, el estudianteWazil Ivanoff, afiliado á la Narodnaja Volja, seevadió también con ayuda de un oficial que mandaba la guardia. Poco antes de mi llegada, Wladi-miro Bytschkoff se había escapado de una maneramisteriosa.

Todavía hoy la administración no ha descu-bierto el enigma y busca en vano qué procedi-miento empleó.

Los muros de los calabozos han sido testigosde varios dramas sombríos. Un gran número derevolucionarios han pasado allí sus últimos díasantes de ser conducidos al patíbulo ó deportadosa Siberia.

Exceptuada la fortaleza de Pedro y Pablo y laprisión1 de Odesa, yo no he encontrado nada seme-jante más que la ciudadela de Varsovia. Porotra parte, la prisión Kiew tiene fama por los con-flictos que han estallado entre los revolucionariosprisioneros y las autoridades. La tradición deestos acontecimientos está todavía viva. Todos losdetenidos políticos se acuerdan del «tiempo vie-

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jo», es decir, los años particularmente agitadosque transcurrieron de 1877 á 1879. La generaciónnueva los* conoce también y los llama «la edadheroica». Los funcionarios y los prisioneros dederecho común que desempeñan aquí ciertos ser-vicios los recuerdan igualmente. Las autorida-des no han podido jamás extinguir el espíritu deindependencia que existe en estos muros, y apenasla puerta de mi celda se cerró tras de mí tuve unanueva prueba.

Escuché que alguien decía:•—Los políticos le ruegan que escriba su nom-

bre y les diga en qué proceso está usted compli-cado.

Me aproximé á la puerta y noté que estas pa-labras eran pronunciadas á través de la rejillapor un preso de delito común. Como le res-pondiera que no tenía con qué escribir, me hizopasar un lápiz y un pedazo de papel. Conté mihistoria en breves palabras y rogué á mis cama-radas que me dijeran á su vez sus nombres, eltiempo que estaban en la prisión y el asunto porque se les perseguía. El mismo hombre volvióbien pronto con una respuesta que terminaba conestas palabras:

«Tendrá usted pronto detalles de viva voz quele darán las señoras.»

En efecto, inmediatamente después escuchéuna voz de mujer que me pedía llegase hasta laventana; no la podía abrir, y sin perder tiemporompí dos cristales.

Allí se encontraban las mujeres de dos con-denados políticos. Paraskowia Schebalina y Wi-tolda Rechniewskaja daban un paseo en el patiode su departamento, y mi ventana se encontrabacerca del muro que separaba los dos patios. Pu-

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dimos entrar fácilmente en conversación y supemuchos detalles á propósito de los prisionerospolíticos, que eran muy numerosos.

Poco tiempo antes se había denunciado uncomplot político, en el que estaban complicadasdoce personas, entre ellas el marido de madameSchebolina, y ella misma había sido condenada ála deportación por el simple pretexto de haberencontrado en su casa caracteres tippgráñcos quesirvieron para componer un manifiesto secreto.

Nuestra conversación fue interrumpida por lallegada del subdirector de la cárcel.

—¡Cómo! ¿Ha roto usted ya la ventana?—Sí—respondí,—porque no era posible abrirla.—Será usted el primero en sufrir, porque se

helará esta noche.En efecto, hacía un tiempo glacial de Noviem-

bre. El funcionario se volvió hacia las dos mujeresy les ordenó alejarse, porque estaba prohibidodetenerse debajo de la puerta; ellas le contestaronque era él quien debía irse y dejarlas tranquilas.

Madame Schebalina estaba particularmenteirritada. Era una joven de temperamento sanguí-neo, desbordante de vida, que á la sola vista deun empleado de la prisión se ponía nerviosa yhacía temer un conflicto.

Witolda Rechniewskaja participaba igualmen-te de la cautividad de su marido. Formabanuna pareja llena de salud y de juventud. TadeoRechniewski tenía veintiún años y había abando-nado los cursos de Derecho en la Universidad dePetersburgo. Fue arrestado en 1884. Se encon-traba en Kiew sometido á una indagatoria por suparticipación en El Proletariado, sociedad polí-tica polonesa, cuyos miembros fueron juzgados en1885 en Varsovia.

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Entre las personas que acabo de citar, sujetas6 prisión preventiva se encontraban también ungran número de individuos condenados á destie-rro por «las vías administrativas» 6 causa de lasalgaradas de la Universidad de Kiew, en las cua-les se había arrestado á numerosos estudiantes.

Las impresiones nuevas ocuparon mi pensa-miento, impidiéndome dormir. Eché sobre mi le-cho de madera la piel de carnero que me habíandado y me cubrí con mi blusa. La noche era terri-blemente fría; el viento penetraba á través de losvidrios rotos. Apoyé la cabeza sobre mi saco, perolas obras de jos clásicos ingleses, alemanes y fran-ceses formaban una almohada que no tenía nadade blanda, y en largo tiempo no pude dormir. Depronto me despertó el ruido de una querella; meprecipité á la puerta para preguntar al guardiánqué pasaba. Después de haberse hecho l lamarvarias veces vino al fin, y me dijo que era unariña entre dos condenados de derecho común enla celda vecina. Uno de ellos había ocultado algu-nos rublos; él otro lo notó y quiso estrangularlopara robarle su dinero, pero había tenido t iempode pedir auxilio.

—Estos bribones no se fían jamás los unos delos otros—me dijo el guardián con tono de losmás calmosos y flemáticos.

Y volvió á su puesto, en donde no tardó enadormecerse.

La tentativa de asesinato no turbó la calma.El guardián tranquilizó á todo el mundo y se res-tableció el orden. Todos los días ocurría la mis-ma cosa.

Por la mañana, el director de la prisión meanunció que el jefe de gendarmería iba á venir áverme. Vi llegar al comandante Nowitzky. No lo

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conocía, pero circulaban entre nosotros anécdo-tas encantadoras respecto á este sujeto. Vinoacompañado de su subteniente, y me hizo las pre-guntas usuales.

—¿Tiene usted alguna reclamación que hacer?Después empezó á bromear conmigo y evocar

recuerdos; tenia curiosidad de saber si me habíaencontrado en el extranjero con Debogory Mo-kriewitch, el cual fue preso en Kiew en Í879 ycondenado á trabajos forzados; pero en el caminode Siberia «había puesto pies en polvorosa», cam-biando su nombre con el de un reo de derechocomún.

Le respondí que lo había visto en Suiza, ycontinuó preguntándome:

—-Y ahora ¿qué hace allá abajo?Se hubiera creído, oyéndole, que era alguno

de sus parientes, pues hablaba de él con familia-ridad, llamándolo por su nombre de bautismo ypor su nombre de familia.

Lo mismo que el coronel Ivanoff, de Peters-burgo, que había conocido todos mis viejos ami-gos, me hizo grandes elogios de ellos, lo que noimpedía que los hubieran perseguido con encar-nizamiento.

¡Todos estos esbirros son, realmente, «buenosmuchachos»!

TOMO I

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CAPÍTULO XII

Nuevos conocidos.—Los conspiradores de Romny.—Llegadaá Moscou.—Compañeros de miseria.—Un capitán debuen corazón.

A la mañana siguiente fuimos conducidos ála dirección, donde se tomaron disposiciones paracontinuar nuestro viaje. Una vez cumplidas lasformalidades, el director me llamó aparte en unapieza vecina.

—Encontrará usted aquí—me dijo—camaradascon los cuales hará el viaje á Moscou.

En mi conversación con las dos señoras mehabían dicho que dos deportados por la vía ad-ministrativa, Wladimir Maljevani y Ana Ptschelki-na, serían mis compañeros de viaje, y yo deseabatratarlos. Conocía ya desde largo tiempo el nom-bre de Maljevani, antiguo secretario del Consejomunicipal de Odesa, que había sido deportado áSiberia en 1879 y que se escapó al cabo de algúntiempo, pero había sido arrestado de nuevo y sele llevaba al destierro por otros cinco años.

Cuando volví al despacho encontré dos seño-ras jóvenes elegantemente vestidas, un señor conbarba negra y un oficial de uniforme.

Una de las damas estaba apoyada en la puerta:le presenté la mano para saludarla y se retiró con

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viveza, mirándome fijamente entre sorprendida éindignada. Sin duda me creía un criminal peli-groso. Le dije mi nombre riendo, y entonces lajoven me tomó la mano y la estrechó cordialmen-te, profiriendo mil excusas. Era una hermana deAna Ptschelkina, que había venido á dar el últimoadiós á la pobre desterrada. El hombre de labarba negra era Maljevani, la otra dama, de as-pecto enfermizo y rostro expresivo, era AnaPtschelkina, condenada á deportación en Siberiapor tres años. En cuanto al oficial, era el capitánWalkoff, que mandaba nuestro convoy. En cali-dad de deportados hicimos pronto conocimientoy empezamos una animada conversación.

Gracias á mi rostro afeitado, á mi traje y miscadenas, formaba un notable contraste con losotros, que parecían personas bien educadas yrespetables. Noté en los ojos de las dos hermanas,y sobre todo en los de la más joven, una expresiónde piedad por mi suerte. Veían por primera vezun socialista calificado de criminal, privado detodos sus derechos y condenado á un sombríoporvenir. La joven me preguntó si tenía algúnencargo que confiarle y me presentó un lápiz yun papel. Tracé algunas palabras de agradeci-miento y escribí el título de algunos libros de ma-temáticas que desearía tener. Ella me prometióenviármelos, pero sea que lo haya olvidado ó queperdiera mi nota, los libros no llegaron nunca.

Maljevani y Ana montaron en un coche y sedirigieron á la estación. Yo preferí ir á pie. Atra-vesé de nuevo con el destacamento y las cadenaslas calles de mi ciudad natal.

¿Cuándo y en qué circunstancias las vería denuevo?

Nos colocaron á los tres en un compartimento

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preparado para nosotros por los organizadoresdel convoy, y el oficial ocupó un coche reservado.Nos instalamos cómodamente y el tren empren-dió su camino.

Quise conocer por qué mis compañeros demiserias habían sido desterrados. En los hechosque me refirieron, y como pasaba con la mayo-ría de los condenados por las vías administrati-vas, busqué en vano una vaga apariencia de laque se designa con el nombre de delito.

En este caso, como en tantos otros, los culpa-bles habían sido arrestados por suponerles malospensamientos desde el punto de vista político, ex-presión diaria, pero difícil de definir, por la cualse castiga á un gran número de personas. Unjoven ó una mujer tienen relaciones con tal ócual persona sospechosa, y se cree por esto quepueden ser mal pensados. Si se hace un registrodomiciliario y la policía encuentra un libro pro-hibido ó de lectura dudosa, las consecuencias notardan en hacerse sentir: la prisión y e1 destierroá Siberia.

Parece increíble que las gentes puedan estarpresas largos años sin que ninguna instrucciónjudicial se lleve á efecto; es suficiente una ordende un oficial de gendarmería, ó lo que es más ex-traño aún, el simple aviso de uno de sus subordi-nados, aviso en la mayoría de los casos dictadopor la ignorancia, para poder enviar, sin otra for-ma de proceso, á los desiertos de la Siberia. Aun-que se esté habituado en Rusia 6 estos extrañosprocedimientos, no se puede reprimir cierto asom-bro cada vez que se sabe un hecho de este género.

Cuando nos aproximamos á una estación im-portante, el comandante del convoy nos hizo saberque se unirían á nosotros algunos desterrados

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políticos. En efecto, al detenerse el tren entraronen nuestro compartimento dos jovencitas de diezy ocho á veinte años y dos jóvenes.

Aunque los tres que veníamos de Kiew fuése-mos jóvenes, aun parecíamos viejos al lado deesos niños en la ñor de la juventud. Recibimoscordialmente á los recién llegados y les pregunta-mos, como es natural, los motivos de su tristesuerte.

He aquí lo que nos dijeron:En el gobierno de Poltava se encuentra la pe-

queña villa de Romny, donde hay un colegio deseñoritas. Dos ó tres de las escolares decidieronun día leer en común ciertos libros; eran librosde uso corriente, que no estaban prohibidos ánadie. Otras varias personas se unieron á ellas yse formó un pequeño círculo de lectores: excelen-te medio para pasar el tiempo en las largas vela-das de invierno, en aquel monótono rincón deprovincia. ¡Ninguno del pequeño círculo trató deocultar su existencia, porque nadie pensaba tu-viese nada de punible! ¡Pero el ojo de la ley esta-ba abierto!

El oficial de gendarmería de la localidad supoexplotar el suceso. Desde hacía años, el hombreno encontraba medio de descubrir el menor com-plot ni ninguna sociedad secreta. Ahora las cir-cunstancias le favorecían; iba, al fin, á encontrarempleo á sus brillantes facultades; á hacer resal-tar su celo por el zar y por la patria; & atraer sobreél la atención de sus jefes; á obtener la cinta decualquier orden más ó menos importante. Unanoche se presentó de un modo imprevisto en lacasa de las escolares y se apoderó de todo. Natu-ralmente, no encontró nada sospechoso, pero conel susto de su brusca aparición, las jóvenes dije-

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ron que se reunían para leer en común. ¡No nece-sitó más el valiente capitán para denunciar «lasociedad secreta de Romny»! Las jóvenes y sus-amigos fueron reducidos á prisión. La informa-ción enviada á Petersburgo decía «que estos suje-tos habían discutido en común cuestiones socia-les, y que por consecuencia, y después del avisodel oficial, los culpables debían ser deportados áSiberia».

Cuando las jóvenes me contaron la historiasencilla que constituía su crimen, me costabatrabajo creerla: aunque no me hiciese ilusionesacerca de las prácticas judiciales comunmenteempleadas en Rusia, no quería admitir que nohubiese alguna otra cosa más. Necesité hacerconocimiento con los «conspiradores de Romny»y con otros muchos reos de Estado del mismogénero para convencerme bien de la imaginacióny fantasía de los gendarmes, la policía secreta ylos funcionarios de segundad general, que veíanen los hechos más insignificantes, las suposicio-nes y las apariencias más vagas, un pretextopara perseguir y enviar al destierro gentes inofen-sivas.

Después de una detención provisional, las jó-venes fueron expedidas á Siberia por tres años,pero como la navegación en los ríos siberianos nocomienza hasta el mes de Mayo, debían pasartodo el invierno con nosotros en Moscou en unacárcel central para ser deportadas, lo que equiva-lía á seis ú ocho meses más de prisión.

—¿No recuerda usted los procedimientos de laInquisición?—decíamos cada vez que la conver-sación recaía sobre la deportación por la víaadministrativa.

El oficial del convoy escuchaba todo esto, y

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algunas veces se entablaba vivísima discusión.Como es natural, él no podía participar de nues-tra manera de ver la situación política de Rusia.Una vez tuvo la buena fortuna de encontrar unpartidario de la corona. Cuando llegamos á unaestación importante, la de Toula á Orel, AnaPtschelkina abrió la ventanilla, que estaba prote-gida por una reja, á fin de respirar un poco deaire. Sobre el andén había muchos hombres, deentre los cuales se destacó un joven como deveintitrés años, vestido con traje de gran ruso. Seaproximó á nuestro vagón y apostrofó á la jovenen términos á la vez irónicos y groseros:

—¡Ahí ¡Ah! ¡Al fin estás presa! ¡Ya puedes re-funfuñar ahora!

Estallamos en una gran carcajada. Esto resu-mía la opinión general que se tenía de las condi-ciones políticas de Rusia tanto entre las masaspopulares como entre los altos dignatarios. Teníarazón el procurador Kotljarewski. «No se abate unárbol sin hacer caer las hojas.» Ante esta demos-tración grosera, nuestro oficial se encerró en unmutismo de contrariedad.

Cuando los rusos se encuentran reunidos, lasmás sombrías consideraciones acerca de la situa-ción de su país se mezclan siempre con algunaanécdota alegre.

Maljevani era desde este punto de vista insu-perable. Gomo la mayoría de los jóvenes rusos,tenía un inalterable verbo humorístico y era uncuentista delicado y notable, hasta el punto deque los soldados que estaban instalados en elángulo de nuestro compartimento no podían re-tener la carcajada.

Nuestro viaje de Kiew á Moscou duró veinti-ocho horas; al fin echamos pie á tierra.

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Resolví ir de la estación á la cárcel á pie, ytodos los demás siguieron mi ejemplo, exceptonuestras conspiradoras, que subieron al coche.Una, que se llamaba Zerbinoff, parecía extenuada,débil y enferma; la otra, Melnikoff, por el contra-rio, era muy robusta, pero velaba con ternura porsu amiga y no la abandonaba nunca.

Era una bella mañana de invierno; un granfrío se dejaba sentir; las casas y las calles de Mos-cou estaban cubiertas con una capa de nieve.Nuestras cadenas sonaban con claridad en el aireen calma, y la nieve crujía bajo nuestros piesmientras nos dirigíamos á la prisión formados enlarga fila.

Pasábamos delante de las iglesias y las capi-llas, que son numerosas en Moscou. La mayoríade los condenados se descubrían y hacían la señalde la cruz; nosotros, los políticos, recordábamoslos tristes acontecimientos de que tal calle ó talplaza había sido teatro, y no faltaban puntos deanalogía con nuestra situación, porque si los so-beranos de Moscou habían hecho prender á susenemigos los sospechosos, habían recibido el lati-gazo en público.

Bien pronto descubrimos en el horizonte áButirki (nombre que da el pueblo á la prisiónpara deportados). Es una construcción de piedramaciza y á distancia hace el efecto de un pozogigantesco. Está rodeada de un muro sólido,flanqueado de torres en los cuatro ángulos. Laconstrucción de enmedio se destina á los reos dederecho común que son deportados á Siberia.

Puede contener varios millares de personas.Las diversas categorías de los políticos se encie-rran en las torres. Los condenados á trabajos for-zados van á la torre de Pugatcheff, que debe su

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nombre al famoso adversario de Catalina II, elcual, como se sabe, había jurado hacer saltar &Moscou y fue expuesto en una jaula de hierrohasta que la zarina lo envió al patíbulo. Los depor-tados por la vía administrativa se encerraban enla torre del Norte y los de prisión preventiva enla torre de la Capilla; por último, la cuarta torreestaba reservada á las mujeres de todas catego-rías.

Yo conocía de larga fecha el régimen de estaprisión, que veía pasar todos los años millares dehombres de todas condiciones, de todas las eda-des y de todas las provincias, deportados 6 Sibe-ria. Ño se hablaba muy mal de ella, pero cuandollegamos delante de la puerta y pasé el sombríoarco de la entrada, una impresión cruel me asaltó.

Desde mi arresto en Friburgo, es decir, en elcorto espacio de ocho meses, había recorrido tresprisiones alemanas y seis prisiones rusas, y siem-pre cambiaba el régimen. Por mucho que se des-precien las condiciones materiales de la vida, nopuede evitarse una cierta inquietud cuando se pe-netra en una nueva cárcel; se piensa en si nosnegarán Los objetos más necesarios, en si serápreciso entablar nueva lucha por un poco de es-pacio, de libros ó de una mesa ó una cama.

En el vasto despacho de la cárcel esperaba unpersonaje de unos sesenta años, con barba blan-ca y anteojos sobre la nariz: llevaba un uniformebastante usado y charreteras de oficial. Era elcapitán Maltschinski, encargado cerca del directorde los detenidos políticos.

Después que hubo registrado por sí mismonuestro pequeño equipaje, nos condujeron á lasdiferentes divisiones que nos estaban destinadas.

Atravesé un largo y estrecho patio y llegamos

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ante una puerta cochera. Allí el carcelero que meacompañaba hizo sonar una campana; aparecióotro carcelero, y después de haberme hecho atra-vesar un patio no menos pequeño subimos hastael tercer piso por una escalera de hierro.

Nos detuvimos en una meseta pequeña y obs-cura, que apenas tendría un metro cuadrado. Cin-co puertas daban sobre la meseta; una de ellasestaba abierta y entré a pie llano en mi celda. Ungolpe de vista me bastó para comprender que laestancia no era agradable. Tenía la forma de untriángulo equilátero, y era tan estrecha que ape-nas se podían dar tres pasos; una vaga claridadfiltraba á través de una pequeña ventana, perotenía una cama y otros objetos necesarios.

—En esta cueva he de habitar seis meses—medije con desesperación.

Cerca de mí oí una voz que decía:—Buenos días. ¿Quién es usted?

Había en las celdas vecinas otros dos prisio-neros condenados también á trabajos en Siberia.Estaban complicados en el «proceso de los 14?, óproceso de \Vera Figner, como le llamábamosnosotros, y fueron juzgados casi al mismo tiempoque yo.

Nos presentamos los unos á los otros al tra-vés de las rejillas de la puerta que daban sobrela misma meseta, lo que dejaba indiferente al car-celero. Poco después nos encontramos los tresen el estrecho patio donde»íba'mos á respirar unpoco de aire. Recorríamos los cien pasos al ruidode las cadenas de nuestros pies y podíamos ha-blar con libertad, porque nos dejaron solos; lasaltas murallas que nos rodeaban eran garantíacontra toda evasión.

Veía por primera vez prisioneros políticos con-

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denados á trabajos forzados, hombres privados detodos sus derechos. Era un cuadro extraño: susrostros eran jóvenes, pero marchitos; los dos lleva-ban gafas, su piel de carnero y sus cadenas. Tododaba la impresión de que no eran verdaderos pre-sos, sino que llevaban un disfraz de extraño con-traste con sus maneras distinguidas y su rostrointeligente. Tenían poco más ó menos mi edad;entre veintinueve y treinta años.

El mayor, Anastasio Spandoni Bosmandschi,había sido condenado á quince años de trabajosforzados, y el más joven, Wladimir Tschouikoff, áveinte años.

No parecían gozar de buena salud, y durantesu larga estancia en la fortaleza de Pedro y Pablohabían estado todavía más enfermos; con suscaras pálidas y adelgazadas parecían salir de unalarga convalecencia. Pero esta mala salud fue unafelicidad para ellos: escaparon de ser enviados ála fortaleza de Schlüsselbourg, donde habían sidoenviados todos los camaradas condenados en elmismo proceso. No nos conocíamos de antes, perocomo pertenecíamos al mismo partido y se nosperseguía por las mismas ideas, fuimos prontobuenos amigos en la prisión.

Durante los primeros días el asunto de laconversación no se agotaba: hablábamos conti-nuamente en el paseo y en la celdas. Mis temoresrespecto al régimen de la prisión no se confirma-ron. Es verdad que las celdas eran incómodas,,pero soportábamos ese ligero inconveniente ácambio de las otras ventajas.

Una de las primeras tardes fui llamado al des-pacho, donde me esperaba el viejo capitán. Me diouna silla y me dijo que quería hablar conmigo ácorazón abierto. Mis camaradas me lo habían

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presentado como un buen hombre, afectuoso ysociable, que prestaba á los prisioneros políticostodos los servicios que podía. Así es que le res-pondí que nada me podía ser tan agradable.

—¿Espera usted poder escaparse? ¡No mienta!—me dijo:—yo lo sé. Mi deber es que esa tenta-tiva no se realice. Se atormentará usted inútil-mente para llevarla é cabo; pero yo quiero dul-cificar cuanto me sea posible la suerte de losprisioneros. Si usted tiene necesidad de algunacosa me la pide por escrito, se la enviaré al direc-tor y se hará todo lo que la ley permita.

No había escuchado jamás á un funcionariohablar de esta suerte; su tono y sus maneras ins-piraban confianza. Este viejo señor me parecióconocer el estado de espíritu de los hombres. Sa-bía sin duda por los periódicos que me habíaescapado dos veces y empleaba un medio diplo-mático para disuadirme de otra tentativa y mani-festarme su vigilancia á mi alrededor.

Este procedimiento me agradó, y le respondícon franqueza que todo prisionero condenado átrabajos forzados en Siberia no tiene otro deseoque el de escapar, pero le prometí que no trataríade hacerlo. Esta afirmación pareció contentar alviejo y nos separamos con la convicción de queviviríamos todos en buena inteligencia.

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CAPÍTULO XIII

El proceso "de los 14,,.—Recuerdos de Wera Flgner.—Nu-merosas prisiones.—Agente provocador

Cuando le dije al viejo capitán que no teníaningún proyecto de evasión, fui absolutamentesincero. Me sentía deprimido por las circunstancias que habían rodeado mi prisión. Luego lasemociones de los últimos meses me robaban lasfuerzas. Era evidente que no renunciaría á misdeseos de libertad si las circunstancias se mos-traban favorables, pero este deseo se había refu-giado en lo más profundo del alma y me sentíaincapaz de realizarlo por el momento.

Loa primeros tiempos se pasaron en la paz yla tranquilidad; leía mucho y conversaba con miscamaradas. Lo que me contaron era en gran par-te nuevo para mí y muy interesante. No sabía casinada de los acontecimientos que habían moti-vado su proceso; en éste estuvieron complicadosvarios oficiales, y dos de ellos, el subteniente denavio barón von Stromberg y el subteniente Ro-gatscheff, fueron condenados á muerte y ejecuta-dos. Pero lo más precioso é interesante para míera el valor de la heroína del proceso, la célebreWera Figner. Su nombre había estado en todoslos labios, y ella fue durante largo tiempo la per-

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sonalidad más popular en los círculos revolucio-narios. La juventud la veneraba igual que á unadivinidad, y en efecto, su talento de organización,sus dones admirables para crear, su indomableenergía, su entusiasmo sin límites, bastaban parahacer comprender el papel que jugó en el proce-so. El valor, la entereza y el entusiasmo de estamujer admirable, impusieron respeto hasta á losmismos del tribunal.

Habla conocido á Wera Figner en 1877 en Pe-tersburgo, en el preciso momento que formaba suproyecto de sacrificarse por el pueblo. Era enton-ces una joven de veinte á veintitrés años, elegantey muy hermosa; no se la podía comparar con nin-guna otra mujer, ni aun con las más notables delpartido socialista ruso.

Como otro gran número de personas, se habíaentregado de todo corazón a la causa del puebloruso, en especial de los aldeanos, y estaba prontaá todos los sacrificios.

Durante el verano de 1879, me encontré en di-ferentes ocasiones á su lado. Mientras que dosaños antes me había hecho el efecto de una jovenpropagandista que se inclinaba voluntaria delantede la opinión de los camaradas, ahora veía enella una voluntad y un juicio verdaderamente per-sonales.

Como ya he contado, numerosas divergenciasrelativas al programa estallaron en nuestras filas.Creían unos que el partido revolucionario debíaconcentrar toda su fuerza en la acción terrorista,y necesitaba, por consecuencia, multiplicar losatentados contra el zar y contra los diferentes re-presentantes de la fuerza, para cambiar así las con-diciones políticas de Rusia y acabar con el despo-tismo. Otros, al contrario, pensaban en continuar

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la propaganda revolucionaria. El deber del parti-do era ejercer una influencia sobre el pueblo, ex-tenderse por las aldeas y llevar la luz á los aldea-nos, según el plan trazado por la asociación«Zemlja i Volja», Tierra y Libertad. Wera Fignerapoyaba con todas sus fuerzas á los partidariosdel terrorismo. Muchas veces, durante el tiempoque pasamos en Lesnoíe, ciudad de los alrededo-res de Petersburgo, donde todos los camaradasveraneábamos, discutí con ella sobre la propagan-da que había de hacerse entre los aldeanos y losmedios de obtener mejores resultados. Poco tiem-po antes había venido de las orillas del Volga,donde había recorrido las aldeas. Las impresio-nes recibidas la desanimaron profundamente. Mepintó en términos elocuentes la miseria infinita, laespantosa ignorancia de los trabajadores del cam-po. Su conclusión era que en las circunstanciasactuales no había ningún medio de venir en ayudadel pueblo.

—Mostradme un medio, uno solo, de ser útilal pueblo en las condiciones actuales, y yo estoypronta á volver al campo — nos decía ella unavez.

Y en el tono con que pronunciaba estas pala-bras había la convicción de una iluminada.

Nosotros no estábamos para precisar ó fijartal ó cual método determinado que pudiera dete-nerla en el camino que iba á emprender, porqueno concebía más medio que la violencia para ser-vir la causa del pueblo.

Hacia fin de otoño del mismo año yo fui áOdesa y encontré á "Wera Figner de acuerdo conKibaltchitch, Frolenko, Kolotkevitch y Zlatopols-ky preparando el atentado que debía tener lugarcontra Alejandro II á su regreso de Livadia á Pe-

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tersburgo. Se había depositado en su casa la di-namita. En esta época había sacrificado toda in-dependencia y se dedicaba con un celo ardiente ála acción terrorista. Pertenecía por su nacimientoá la aristocracia rusa; su abuelo se había hechoun nombre en las guerras contra Napoleón I du-rante la invasión en Rusia. Las cualidades predo-minantes de Wera Figner eran la fuerza de volun-tad y la energía, que no hallaba obstáculos; no secontentaba con una tarea única, por ruda quefuese; su actividad se desplegaba en todas direc-ciones. En tanto que premeditaba el atentado,organizaba círculos revolucionarios para la juven-tud, hacía de agitadora en otras sociedades, y nosdio á imprimir en Odesa un periódico clandestinodestinado al Sur de Rusia. Ni sus mejores amigospodían darse cuenta de la variedad infinita de susfacultades y la extremada actividad de su ca-rácter.

Por primera vez, en 1882, cuando la mayoríade los afiliados á la «Narodnaja Volja» estaban yapresos y los que pudieron escapar á los esbirrosbuscaban refugio en el extranjero, Wera Fignerdesplegó toda su fuerza. Rehusó enérgicamentedejar la Rusia para escapar á las persecucionesque la amenazaban por todos lados. En 1883 cayóen manos de la policía, víctima de la traición deDegaieff. Fue condenada á muerte, y después,por gracia, le conmutaron la pena por la de tra-bajos forzados á perpetuidad; desde esta épocafue enterrada viva en la fortaleza de Schlüssel-burg.

No conocía sólo el proceso de Spandoni y deTschuikoff por los relatos que me hicieron, sinotambién por el acta de acusación, qteJgiCual teníanuna copia; lo que más caracteriig$ib,a;|©$ie docu-

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mentó era la ausencia total de las razones quepudieran motivar tan severa condena.

Véase todo lo que el procurador había encon-trado que reprochar á mis compañeros de cauti-vidad:

«Anastasio Spandoni está complicado en elnegocio de la imprenta secreta descubierta enOdesa, casa de los esposos Degaieff.» Así comen-zaba el acta de acusación; se reconocía en seguidaque Spandoni había rehusado hacer la menor re-velación, y luego continuaba: «Su participaciónen la sociedad secreta «Narodnaja Volja» resultade las denuncias de la mujer de Degaieff, en cuyacasa Spandoni ha estado dos veces de visita.»

Dos visitas á una imprenta secreta se castiga-ban con quince años de trabajos forzados.

El crimen de mi segundo compañero era se-mejante. «Guando "Wera Figner fue detenida enOdesa—decía el acta de acusación—las autorida-des locales prendieron, entre otras personas, áWlademir Tschuikoff por estar en relaciones conella. En el curso de un registro operado en su do-micilio, se ha descubierto: 1.°, material de impri-mir; 2.°, una plancha para falsificar pasaportes;3.°, cianuro de potasa y de morfina; 4.°, numero-sos escritos contra el gobierno, unos impresos yotros manuscritos; 5.°, una lista de nombres denumerosos criminales de Estado; 6.° lista de sus-cripciones para la sociedad secreta «NarodnajaVolja». Tschuikoff ha declarado que se adhería álos principios de esta sociedad.»

Y fue condenado á veinte años de trabajos for-zados: 1.°, por ser amigo de "Wera Figner; 2.°, porlos objetos que habían encontrado en su casa;3.°, por participar de las ideas de la «NarodnajaVolja».

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Las acusaciones relativas al resto de los acu-sados no tenían más fundamento. |Por estos pre-tendidos crímenes se dictaron numerosas con-denas de muerte, de las cuales dos se habíancumplido!

Durante algún tiempo no fuimos más que tresprisioneros en la torre de Pugatchef, pero se nosanunciaron nuevos compañeros de miseria.

Dos semanas después debían llegar de Kiewlos condenados por el proceso de Schebalina, delque ya he hablado; cuatro estaban condenados átrabajos forzados, entre ellos dos mujeres. Nos-otros los esperábamos con vivo interés, pero cuan-do llegó el convoy, sólo fueron encerrados en nues-tra torre dos condenados á destierro, MakharWassilieff y Peter Dashkievitch; en el departa-mento de las mujeres ingresaron madame Sche-balina y una jovenciia, Bárbara Tschulepnikova,condenadas también á destierro.

Los cuatro sentenciados á trabajos forzadoshabían sido expedidos á Schlüsselburg, á causade una revuelta contra la administración de lasprisiones, motivada por los hechos siguientes:

He contado ya la penosa impresión que causaá los condenados la obligación de dejarse afeitarla cabeza y remachar sus cadenas. Hasta enton-ces era costumbre que los prisioneros políticos ycriminales no fueran sometidos á esta bárbaraformalidad hasta su llegada á Siberia á la ciudadde Tiumen. Este año la autoridad quiso afeitar yencadenar en Moscou mismo á los condenadospor el proceso de Schebalina; ellos resolvieron pro-testar contra esta medida, y todos los prisionerospolíticos que se encontraban en Kiew se asocia-ron á esta protesta. La autoridad se vio obligadaá emplear la fuerza para imponer su voluntad.

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Los prisioneros rompieron las ventanas y los le-chos, y esto fue objeto de una comunicación áPetersburgo, de donde vino la orden de transpor-tar á los cuatro forzados á la terrible fortaleza.

Se sabe lo que significa esta decisión: es lacondena á largos años de martirio, un entierro envida. La mayoría de los infortunados víctimas quese envían, mueren al cabo de algunos años, otrosse vuelven locos y algunos tratan de estrangulara los empleados de la fortaleza, con la esperan-za de obtener una ejecución próxima. Se puedeimaginar el dolor profundo que sentiríamos sa-biendo la triste suerte que les estaba reservada ánuestros camaradas en Kiew. Entre ellos se en-contraban dos hombres á los que no se les podíareprochar el menor delito, tanto que, á pesar desu mala voluntad, el Consejo de guerra no habíapodido condenar á Karauloff mas que á cuatroaños de trabajos forzados. Contando con esto, sehabía casado y tenía intención de hacerse acom-pañar por su esposa á Siberia, como está autori-zado por la ley. Su entrada en la fortaleza signifi-caba >a eterna separación de los dos esposos; nole estaba permitido ni escribirle una sola vez á sumujer.

Lo mismo sucedía á Schebalina: la suerte seensañaba con ellos. Apenas el marido había sidollevado á la fortaleza, su hijo, un pequeñuelo depecho que tenía la madre en la prisión, murió re-pentinamente, y la pobre mujer, sin fuerza contratanta desventura, cayó enferma y falleció á princi-pios de la primavera en la prisión de Moscou.

* *

Bien pronto llegaron nuevos presos políticos:

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la prisión estaba llena; el proceso Lopatin no-había contribuido poco.

Hermann Lopatin es una de las figuras másconocidas en el movimiento revolucionario ruso.En 1884 había vuelto del extranjero, donde se re-fugió, y había trabajado en la reorganización de la«Narodnaja Volja», porque todos los miembros-activos del partido estaban presos á causa de latraición de Degaieff. Lopatin tuvo que recomenzardesde el principio para poner de nuevo en plantaal partido terrorista. Viajó á través de toda laRusia, haciéndose con relaciones, y como no laspodía guardar en la memoria, escribió sobre unahoja de papel los nombres de las personas conquienes estaba en inteligencia. Llevaba siempreesta hoja sobre él y contaba estar alerta paratener tiempo de destruirla. Por desgracia, estaesperanza fue vana; un día los agentes de policíasecreta cayeron sobre él en la calle y fue amarra-do antes de tener tiempo de destruir el. malaven-turado papel, que tenía ya en la boca.

Todas las personas citadas fueron persegui-das; los arrestos tuvieron lugar en todos los rin-cones de Rusia.

Las personas que por la imprudencia involun-taria de Lopatin habían sido encerradas en lacárcel central de Moscou, eran casi todas jóvenes,y su crimen consistía en figurar en la lista fatal.

Me emocionó particularmente la vista de unjoven estudiante de la Universidad de Moscou,Rubinok, muchacho simpático y cuyo desenvolvi-miento intelectual era superior á lo que podíaesperarse en un hombre tan joven. Lo condena-ron á tres años de deportación en la Siberiaoriental. Se le llevó á una de las regiones mássiniestras, al país de los yakoutes, cerca ya del

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círculo polar. Un día fue sorprendido por esossemisalvajes y casi le dejaron por muerto. Notardó en volverse loco á causa de sus heridas.

Se hablaba mucho en las prisiones y en todoMoscou de la suerte de un joven estudiante, PeterRazoumowski, que había sido arrestado por unabagatela y conducido a la prisión de policía; allíse encontraba igualmente el oficial de la guardia,Belino Bshezovsky, que estaba en la prevenciónpor cierto delito de derecho común. Este repre-sentante de la juventud dorada se entendió conla gendarmería para abusar de la inexperiencia•del joven, y decidieron inventar un atentado. Estecanalla de oficial hizo creer al joven que pertene-cía á su mismo partido revolucionario y le insinuóla idea de matar al procurador de la Audienciade Moscou, que fue más tarde el ministro de Jus-ticia Mourawieff. El inocente muchacho cayó en«1 lazo y el agente provocador le procuró un re-vólver cargado. Pero un día que el joven iba algabinete del procurador para ser interrogado porél, lo detuvieron bruscamente los gendarmes, ad-vertidos por Bshezovsky; le registraron y se le en-contró el arma. Fue acusado de tentativa de ma-tar al procurador. En su azaramiento, él intentósuicidarse, pero se lo impidieron.

El papel provocador representado por la gen-darmería había sido tan visible, que gracias a lasgestiones del padre del acusado, la víctima escapóde sus verdugos. Se dio orden desde Petersburgode enterrar el asunto.

La opinión general era que el procuradorMourawieff estaba de acuerdo con los agentesprovocadores, esperando así asegurar las distin-ciones que deseaba.

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CAPÍTULO XIV

Venalidad del Inspector.—Las cadenas rotas.—Más cabezasafeHadas

En la prisión de Moscou estábamos en comu-nicación constante los unos con los otros, y hastasabíamos lo que pasaba fuera de sus muros.

Nos servía para esto la venalidad de un ins-pector.

Este individuo, de edad de veinticinco años, sellamaba Smirnoff y pertenecía por su nacimientoá la pequeña nobleza pobre. No sabía nada nitenía vocación ninguna; su hermana era la que-rida de un alto dignatario, y gracias á su protec-ción había obtenido el puesto de inspector de lacárcel.

Cargado de deudas, acosado por sus acreedo-res, estaba dispuesto á todos los compromisos; nahubiera retrocedido ni delante de un crimen porprocurarse dinero. Como sabía apenas leer y es-cribir, las gentes instruidas le imponían respeto;,estaba orgulloso de tener relaciones con nosotros,que además le pagábamos en especies sonante»los menores servicios que nos hacía. Me teníaparticular afecto y continuamente iba á mi celdaá bromear de todas las cosas. Un día me propusoayudar á que me fugara. Yo dudé y medité; perono descubrí plan de evasión posible.

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—Escúcheme usted—me dijo.—Podemos arre-glar bien las cosas. Yo le haré salir de la prisióndisfrazado de chauffeur ó de lampista, y nos mar-charemos juntos al extranjero.

El plan no podía ser más seductor, pero milobjeciones acudieron á mi pensamiento. Antetodo, el espíritu de solidaridad me impedía em-prender la fuga mientras mis camaradas, quehabían de cumplir penas mucho más graves, que-daban encerrados en sus calabozos; después senecesitaba mucho dinero, que no me podía pro-porcionar tan rápidamente, y por último, yo nome hubiera podido desembarazar ya nunca deeste individuo. Estas consideraciones me movie-ron á rechazar su proposición. Mis camaredas,durante este tiempo, formaron también sus pro-yectos de evasión; habían resuelto practicar unagujero en el muro. Aunque guardaran gran se-creto, Smirnoff se enteró de todo.

—¿Cree usted que yo no sé que sus compañerosquieren fugarse?—me dijo un día.— Que se arre-glen de manera que no me mezclen en el asunto,y yo prometo no descubrirlos.

Le aseguré que no tendría ningún compromisoy avisé á mis camaradas.

Ellos conocieron bien pronto que toda eva-sión era imposible por ese medio y renunciaroná su proyecto.

Smirnoff no los hubiera descubierto, porqueestaba absolutamente en nuestras manos, pero yole obligué á que me denunciara. Habíamos vistoque los detenidos de derecho común se desemba-razan en secreto de sus cadenas, no sólo durantela noche, sino también de día; el guardián lo sabíay no decía nada. Yo resolví seguir su ejemplo,pero no en secreto, en público.

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—Smirnoff, tráigame usted un martillo y unclavo grueso—le dije un día.

—¿Qué va usted á hacer?—Pronto lo verá.Él obedeció.Entonces, en presencia suya, hice saltar los

remaches de mis hierros.f: —¿Qué ha hecho usted? ¡A.h! ¡Estoy perdidoahora!

—No tema nada—le respondí;—vaya á buscarinmediatamente al director y dígale que me hedesembarazado de mis cadenas.

—¡Pero yo no puedo denunciar á usted! Esto noestaría bien hecho.

—Ni una palabra más; haga usted lo que le hedicho.

Partió golpeándose la cabeza, y poco despuésme hizo llamar el director de la cárcel.

Arreglé mis cadenas con un alambre y acudíal llamamiento.

—¿Cómo es esto? ¿Ha roto usted las cadenas?—gritó el viejo señor fuera de sí.

Le respondí afirmativamente.—¿De modo que quiere usted evadirse?—añadió

oprimiéndose la frente con las manos, como ate-rrorizado de este descubrimiento.

—Todo lo contrario—contesté.—En su lugar yosería feliz de ver á un prisionero desembarazarseasí, públicamente, de sus cadenas.

—¡Cómo! ¿Que usted sería dichoso en mi lugar—dijo con aire sorprendido,—cuando este aconte-cimiento puede llevarme ante un tribunal?

—Reflexione usted que si tuviera intención deevadirme no rompería mis cadenas en presenciadel inspector; por el contrario, me esforzaría enescapar á toda sospecha. Lo que quiero única-

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mente es aligerarme de esta carga pesada queme impide andar de día y dormir de noche.

—Pero yo no puedo consentirlo.—No hay necesidad de su consentimiento. No

tiene usted más que aparentar que no sabe naday hacer creer que todo está en orden. Así lo hacentodos los funcionarios de un lado á otro de Rusia.Haga usted como ellos.

—Pero ¿y si se enteran los jefes?—dijo medioconvencido.

—¡Los jefes! Si usted no lo dice, nadie sabránada. El gobernador de Moscou no va á venir áexaminar las cadenas para ver si están sujetaspor un simple alambre.

—Pero si un alto funcionario viene á visitar laprisión, ¿me promete usted ponerlas en su primi-tivo estado?—dijo él á la vez convencido y con-tento.

—¡Naturalmente! Vea usted que no se me co-noce nada—le dije riendo y mostrándole mis ca-denas sólidamente fijas por los remaches.

Nos separamos buenos amigos. Así habíamos- obtenido una autorización oficial para no llevarlas cadenas; pero era mucho más difícil escaparde que nos afeitaran. Según el reglamento, la mi-tad de la cabeza debía afeitarse de nuevo todoslos meses; como no había medio diplomáticopara sustraerse á esta servidumbre, resolvimosresistirnos. Una mañana, cuando el barbero vino& nuestra torre y el inspector nos ordenó dejar-nos afeitar, nos negamos abiertamente. Poco des-pués el capitán nos hizo conducir á su despachopara interrogarnos.

—¿Díganme ustedes qué es lo que pasa?—pre-guntó el buen viejo.

—Dígale usted al director que los prisioneros

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no se quieren dejar afeitar la cabeza, y que decla-ran enérgicamente que sólo cederán á la violen-cia. Nosotros no tenemos nada contra usted nicontra el director, pero queremos protestar deuna costumbre bárbara y ultrajante, y recurrimosá la rebelión, porque no tenemos otra manera desustraernos. Ya sabe usted que la opinión públi-ca y la libertad de la prensa no sirven para nada;no nos queda otro camino.

No supimos jamás si transmitió nuestra pro-testa á los superiores; pero durante el tiempo denuestra estancia en la prisión no nos volvieron ámolestar.

El reglamento previene que los prisioneros dediferentes categorías deben ser tratados de unamanera distinta. Los condenados por la vía admi-nistrativa son más favorecidos desde este puntode vista que los condenados judiciales, los cualesá su vez gozan de más privilegios que los de tra-bajos forzados. Pero al cabo de dos ó tres mesesmaniobramos de tal suerte que todos los maticesse habían casi totalmente borrado. Teníamos quellevar el traje de la prisión, mientras que los otrosconservaban sus vestidos ordinarios, y nos es-taba prohibido ir á ver á nuestras mujeres á latorre donde estaban encerradas.

Este género de comunicación está autorizadocuando los prisioneros, hombres y mujeres, sonparientes, esposos ó novios. Los jóvenes de am-bos sexos se entendían y enviaban con frecuenciaal gobernador de Moscou una súplica para auto-rizar á que hablasen entre sí á los que eran novios;la mayor parte de las veces esto no tenía otro ob-jeto que romper la monotonía de la vida de las

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prisiones; la administración lo sabía bien; peroestos noviazgos imaginarios tenían por objetoaproximar los jóvenes de diez y ocho á veinteaños, y no faltaba un cierto encango poético. Seveían en el despacho de la prisión, vasta piezaincómoda alumbrada por ventanas enrejadas, ybajo la vigilancia de los guardianes. La vida de'laprisión había grabado en los rostros una expre-sión á la vez espiritual y novelesca. Diferentescircunstancias hacían que muchas veces una sim-patía verdadera se despertase en algunas parejas.No siempre eran relaciones puramente platóni-cas, pues en ocasiones se iba hasta el matrimo-nio. En este caso la joven pareja tenía la simpatíade los camaradas, con sus ligeras pintas de envi-dia; el matrimonio, en la iglesia de la prisión, eraun gran acontecimiento muy agradable para rom-per la uniformidad de la vida diaria. Los pri-sioneros podían también, de tiempo en tiempo,recibir visitas; pero como generalmente la autori-zación no se concedía más que á los parientes,los amigos y los conocidos se hacían pasar pornovios de las prisioneras, con frecuencia lo eranrealmente, y esto daba lugar á escenas tragicómi-cas, que acababan siempre por soluciones agra-dables.

Las visitas se recibían en el mismo despachodonde nos condujeron á nuestra llegada. Esta ha-bitación tenía un aspecto particular: el viejo capi-tán se sentaba en su sitio de costumbre, sin pre-ocuparse más que de sus libros y sus cuentas; enla puerta un oficial de uniforme con revólver ycartuchera á la cintura y el sable al lado. Cerca delos muros se alineaban los grupos de prisionerosy de visitantes; la luz que dejaban filtrar las ven-tanas enrejadas daba á los rostros una aparien-

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cia extraña. Los visitantes pertenecían á todas lasclases de la sociedad.

Había allí mujeres jóvenes y ancianas; hom-bres viejos y niños. Un médico y un abogado, encompañía de su mujer y su hija, venían á conver-sar con un estudiante condenado á destierro. Máslejos una vieja aldeana que había hecho un inter-minable viaje desde su provincia, á orillas delVolga, para dar el último adiós á su hijo querido,al cual contaba cuanto sucedía de nuevo en laaldea y cuan dolorosamente le afectaba su arres-to. Al otro lado estaba el representante de unaraza aristocrática, el príncipe Wolkonski, y su es-posa, que conversaba con su tío Maljevani. A unextremo, Tschulepnikoff sermoneaba á su hijapor haberse dejado envolver en el movimientorevolucionario, lo que le valía la deportación áSiberia.

Ruido de voces llenaba la sala: se hablaba alto,se lloraba ó se reía. Muchos enjugaban furtiva-mente las lágrimas; otros lloraban de ver á laspersonas que les eran queridas, pálidas y flacas.

Como en el resto del mundo, había allí risas ylágrimas, el dolor y la alegría; en esta prisión pararevolucionarios no había privilegios: todas lasdistinciones cesaban ante los mismos sufrimien-tos y las mismas penas.

Un día, sin embargo, esta regla de igualdadfue rota en favor de un visitante, cuya presenciaatrajo la atención general. Un anciano en traje degran ruso, con un largo gabán dividido por unagran cintura, acababa de entrar.

—¿Qué desea usted?—dijo el capitán sin levan-tar la cabeza de sus libros.

—Quisiera ver a un hombre que está aquí; sellama Lazareff—respondió el extranjero.

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—¿Tiene usted autorización?—¡Naturalmente! Hela aquí—dijo el hombre

del gabán, y presentó un papel.El capitán se aseguró los anteojos sobre la

nariz y se puso á leer: pero de pronto dio un saltocomo si hubiera recibido un golpe en la cabeza, ycon mil corvetas, como descompuesto por la emo-ción, gritó:

—Señor conde, dígnese usted sentarse; mil per-dones; yo no lo había conocido.

Después dijo al guardián:—¡Eh! Ivanoff, corra en seguida á buscar á La-

zareff. El señor conde quiere verlo.Se puso en movimiento toda la prisión; se oía

tocar las campanas, y corrían por todas partesgritando:

—¡Lazareff! ¿Dónde está Lazareff? El condeLeón Tolstoi ha venido á verlo.

Lazareff, aldeano de origen, pero hombre deuna alta inteligencia y de una gran cultura, vivíacerca de la propiedad del conde Tolstoi: debíapasar el invierno en la prisión de Moscou paraser transportado de allí á Siberia, condenado átres años por la vía administrativa.

Su solo crimen era haber protegido á los al-deanos contra el abuso de poder de los funcio-narios.

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CAPÍTULO XV

La situación política en Rusia y los partidos revolucionarios.—Nuestra sociedad. - Día de fiesta.—Visitas prohibidas.—Una lección de cortesía.

En la época de que yo hablo, la política reac-cionaria del nuevo zar se manifestaba con claridad. Habían transcurrido dos años desde la ele-vación de Alejandro III al trono, y la prueba desus desaciertos se encontraba en mil casos san-grientos: en la protección que tenían acordada álos perseguidores de los judíos, como había pasa-do en muchas ciudades de SO. del imperio; en elnombramiento del conde Demetrius Tolstoi, exe-crado de todos, para ministro del Interior, y en lainstitución del nuevo reglamento para las univer-sidades, tan odioso á los profesores como á losalumnos.

A pesap.de todo, había aún incurables opti-mistas que esperaban y se creían en un períodode transición y que bien pronto las reformas ra-dicales se impondrían.

Un número incalculable de gentes instruidas,abogados, médicos, etc., en la conversación quetuve com ellos,'nacían conjeturas políticas lison-jeras. ,

—V©rá usted—me decían todos—como antesde cinco años tenemos la Constitución.

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La juventud revolucionaria participaba tam-bién de esperanzas. Muchos creían que de undía á otro los terroristas nos desembarazarían deAlejandro III como lo habían hecho con su padre,y que entonces la Constitución se pondría envigor.

—Antes que hayamos llegado al lugar de nues-tro destino, habrá muerto Alejandro III—afirma-ban con convencimiento los jóvenes.

Esta ilusión tenía algo de bueno, se soportabamejor el fardo y no se perdía el valor. Pero todosnuestros castillos en el aire no debían tardar endesvanecerse.

La «Narodnaja Volja» estaba próxima á des-aparecer, definitivamente, y apenas si los terroris-tas eran ya un peligro para el gobierno. Los miem-bros de estas asociaciones revolucionarias habíanmuerto ó languidecían en las prisiones; los quevenían después de ellos no tenían las cualidadesnecesarias para sostener una lucha de este géne-ro. La policía sabía tender mejor sus redes y nodejar á los jóvenes conjurados tiempo de probarsus fuerzas. La mayor parte de los organizadores,mal preparados y mal conducidos, se dispersabanantes de ponerse de acuerdo.

La unidad y la fuerza de cohesión faltaba álos varios grupos.

En 1884, diferentes secciones buscaban el me-dio de reformarse. Los miembros de la «NouvelleNarodnaja Volja» ejercían el terrorismo persiguiendo con bombas y a puñaladas á los directo-res, administradores, agentes de negocios y fun-cionarios de todas clases, que consideraban comoexplotadores ó perseguidores del pueblo ruso.

Eran ellos los bombistas, que tenían la bombacomo el solo medio de inspirar temor. Había

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también los militaristas, que ponían toda su espe-ranza en una conjuración militar, y en fin, apare-ció un nuevo grupo, el grupo «Social Demócrata»,al que yo pertenecía. Todos estos diferentes mati-ces de "opinión estaban representados en nuestracárcel. Esto daba lugar, naturalmente, á debatesmuy calurosos, pero que terminaban siempre deuna manera amistosa.

A pesar de la diversidad de ideas, nosotrosformábamos, por decirlo así, una gran familia,donde no había ni nobleza, ni pueblo, ni ricos, nipobres; todos eran iguales, todos vivían con elmismo pie y no se ocupaban de saber si se era dealto ó de humilde nacimiento.

El régimen alimenticio á que estábamos so-metidos era objeto de todas las quejas: hasta losmenos descontentadizos y más fuertes no podíantomar una cucharada de caldo del que nos lleva-ban á mediodía en escudillas de madera, por suolor insoportable. Los subsidios dados por elgobierno para el alimento de los prisioneros sonescasos, y se reducen aún más al pasar por lasmanos de tantos altos y bajos empleados, que hanelevado el robo al estado de institución. Por esolas grandes calderas en que se cocía el alimentopara los millares de presos se llenaban de desper-dicios de la peor especie.

Después de haber procurado en vano someter-nos á este régimen, nos resolvimos á mantenernosá nuestras expensas y formamos una especie desociedad cooperativa,'escogiendo por administra-dor á ese Lazareff, que el conde Tolstoi había es-tado á visitar. Todos los fondos que teníamos connosotros, los que habíamos confiado á los funcio-narios de la prisión y los que nos enviaban pa-rientes y amigos fueron entregados á Lazareff, á

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condición de que él cuidara de nuestra mesa y deque todos los compañeros de miseria fuesentra-tados igual. Por la mañana nos daban té con lechey pan á discreción; á mediodía dos platos y a lanoche de nuevo té y pan. Resolvimos nombrarjefe de cocina á un preso por delito común. No sepodía decir que nuestra mesa era lujosa, pues te-níamos recursos muy limitados.

El pobre administrador se quebraba lo cabezapara llenar sus funciones con lo poco de que dis-ponía; por último, tuvo la idea de comprar carnede caballo, porque la de buey costaba demasiadocara (cinco copeks la libra, si no me equivoco) y lade caballo estaba á la mitad de precio. Resolvi-mos probar. Esta carne nos pareció comestible,aunque un poco correosa y menos agradable alpaladar.

Dos ó tres sólo de entre nosotros declararonque no podían digerirla y les causaba descompo^sición de estómago.

Como no teníamos medios para otra cosa, re-currimos, de acuerdo con el administrador, a unaestratagema. Dijo a los enfermos imaginarios quecompraría para ellos buey, y se contentó con presentarles caballo preparado de una manera dife-rente. El resultado fue el que habíamos previsto:los gastrónomos se mostraron satisfechos de susbeefsteaks, y nos manifestaban su pena por vernoscomer caballo. Apenas podíamos contener la risadelante de ellos. Esta comedia duró todo el tiem-po de permanencia en Moscou, y nuestros go-losos no se quejaron de descomposiciones deestómago.

Cuando más tarde se lo revelamos se pusieronfuriosos y nos aseguraron haber notado quecomida tenía que un gusto desagradable.

TOMO I

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Además de nuestros parientes y amigos, mu-chas personas desconocidas contribuían & dulcifi-car nuestra situación material, entre ellas losmiembros de la «Cruz Roja para la Revolución».Eran en su mayoría mujeres que, con un celomodesto y digno de todos los elogios, se desvi-vían por íos revolucionarios prisioneros ó deste-rrados.

Más de un solitario y abandonado ha podidoapreciar en su prisión la generosa actividad deestas nobles criaturas.

Yo había visto muchas veces con qué efusiónde reconocimiento estos delegados de la CruzRoja recibían todos los pequeños objetos que seles daban. Nuestro grupo de la cárcel de Moscouhabía sido especialmente favorecido. Mucho tiem-po antes de nuestra partida á Siberia nuestrasprotectoras nos pidieron que les dijéramos todocuanto necesitábamos para nuestro viaje. Cuandose piensa que éramos cincuenta y se trataba deun viaje de seis meses, se puede comprender eltrabajo de estas mujeres para reunir los millaresde objetos que necesitábamos, el tiempo que em-plearían y los disgustos a que estaban expuestas.

Estas atenciones y estos cuidados para dulcifi-car la suerte de los prisioneros tenían algo deconmovedor.

** 4

En Rusia los días de Navidad y Pascuas songrandes fiestas. Aunque en masa los revoluciona-rios rusos no sean muy religiosos y muchos deentre ellos no pertenezcan á la Iglesia rusa, talescomo los judíos, alemanes y polacos, no es menoscierto que en las prisiones y entre los desterrados

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se hace todo lo posible para tomar parte en losregocijos populares. Estos días llevan una agrada-ble diversión á las cárceles.

Los parientes, los amigos y las damas de laCruz Roja nos enviaban provisiones y golosinas.Pasamos de una manera gozosa la noche del Sá-bado Santo á la Pascua. Habíamos dirigido aldirector una solicitud para que nos permitieraestar todos reunidos esa noche, come es costum-bre en Rusia. Nos fue concedida y nos reunimostodos, hasta las mujeres, en la división de loscondenados por la vía administrativa, donde habíamás espacio, porque no estaban aislados cadauno en su calabozo como nosotros, sino todos encomún.

Entre nuestras provisiones teníamos pastelesde Pascua, huevos, jamón, aves y otras muchascosas, así como también vino ligero y cerveza.Nuestra mesa tenía un aspecto muy alegre.

Pasamos la tarde y la mitad de la noche deuna manera tan gozosa, que se ve raramente enuna prisión. El viejo capitán y el inspector esta-ban allí. Se cantó, se rió y hasta se tocó un armó-nium y danzaron los jóvenes... Pero á pesar deesta alegría exterior, ninguno olvidaba el sitiodonde nos encontrábamos: se recordaba el hogar,donde todos los que amábamos estarían reunidospensando con tristeza en los ausentes.

** *

Esta fiesta fue para los que estábamos conde-nados á trabajos forzados la ocasión de hacerconocimiento con las señoras que había en laprisión al mismo tiempo que nosotros. Los con-denados administrativos se encontraban con ellas,

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no sólo á las horas de visito, sino también en elpaseo, aunque esto estuviese prohibido en el re-glamento; pero los condenados á trabajos forza-dos no tenían derecho de hacer visitas.

A partir de este día, no se respetó el reglamen-to. Bajo pretexto de que teníamos asuntos en eldespacho, nos hacíamos conducir al patio grande.Delante de la puerta, los guardianes nos dejaban,creyendo que íbamos á seguir el corredor, peronosotros nos íbamos al través de los patios haciael departamento de las mujeres. El carcelero deeste departamento nos suplicaba que nos volvié-semos; pero como las señoras estaban cerca de lapuerta, podíamos cambiar algunas palabras deamistad con ellas. Al cabo la administración aca-bó per no ver en esto nada de reprensible. La pro-hibición de conversar unos con otros no se obser-vaba, teniendo en cuenta que al cabo de pocasseman'as todos los prisioneros políticos debíanhacer juntos el viaje 6 Siberia, y era ridículo apli-car el reglamento de incomunicación.

Los condenados de derecho común no se ocul-taban para infringir abiertamente todas las pres-cripciones. No se contentaban con pasearse entodos los rincones de la prisión; sabían tambiénencontrar acceso al departamento de las mujeres.Llegué á saber que los carceleros é inspectoresdejaban pasar á un prisionero toda una noche siles ofrecía dinero.

Sin embargo, los prisioneros políticos gozabande una ventaja particular. Voy á referir la actituddel personal respecto á nosotros. Cada funciona-rio, pequeño ó grande, sabía que no podía mos-trarse grosero y necesitaba usar alguna cortesía;se sabe que esta categoría de prisionero perteneceá gentes instruidas, privilegiadas; que estos hom-

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bres tienen, á consecuencia de su nacimiento, laconciencia del honor, y si por casualidad un em-pleado de las prisiones lo olvida, se encuentra conenérgicas protestas, y alguna vez han ocurrido su-cesos trágicos.

La anécdota siguiente hará comprender cómonos preocupábamos de obligar á la cortesía á losfuncionarios.

Nos habían enviado de Petersburgo un grandignatario, M. Galkin Wrasski, el más alto fun-cionario de administración penitenciaria. El exi-gía de todos sus subordinados un respeto extra-ordinario, inflado de su importancia, pero no eramuy cortés. Nosotros supimos que este señortenia el hábito de entrar en las celdas con el som-brero puesto, y decidimos que el primero de nos-otros á quien visitara le daría una lección.

M. Galkin Wrasski hizo su entrada en la cárcelacompañado de numeroso séquito, entre el quese contaba el vicegobernador de Moscou, príncipeGalitzin. Comenzó su inspección por la torre dePugatcheff y se presentó en la celda de PeterDnshkiewitch. El antiguo discípulo en la Facultadde Teología de Kiew era un hombre tranquilo,pero al mismo tiempo de carácter firme, que lle-vaba á un grado extraordinario el sentimiento dela justicia y de la dignidad.

El fue el encargado de darla lección al preten-tencioso funcionario. Apenas éste franqueó lacelda, dirigió la pregunta de patrón convenido:«¿Tiene usted alguna cosa que hacerme saber?»

Dashkiewitch le interrumpió con gran flema yle dijo:

—Es usted poco cortés, caballero. Se presentausted delante de mí con el sombrero puesto.

El alto dignatario enrojeció hasta la raiz de

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los cabellos, giró sobre los talones y salió de lacelda.

Todo el acompañamiento que había asistido áesta lección de urbanidad lo siguió en silencio.

—¿En qué proceso ha sido condenado ese pri-sionero?— preguntó el alto funcionario bajandola escalera que conducía á nuestros calabozos.

—En el proceso de Kiew—le respondió uno.—¡Ah! ¡Ah! Era de los revoltosos de allá abajo...

—dijo él con tono ligero.Pero visitó las otras celdas sombrero en mano.Sin embargo, se vengó de la lección que le

habían dado. Dashkiewietch estaba condenado ála deportación en una de las regiones más próxi-mas de Siberia y Galkin Wrasski dio orden deenviarlo á la extremidad opuesta, á la ciudad deTunka, sobre la frontera misma de Mongolia.

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CAPÍTULO XVI

Preparativos de marcha.—Viaje en vapor por el Volga y elKama.—A lekaterimburg.—En troíka.—Europa y Asia

Llegó la primavera de 1885 y comenzamosnuestros preparativos de viaje. Una cuestión de lamás alta importancia surgía para nosotros.

—¿Qué cantidad de equipaje podíamos llevar?El reglamento ordenaba que los «privados de

todos los derechos» no podían llevar mas queveinte libras, y el equipaje que teníamos pasabaya de ese preso; tendríamos que abstenernos dellevar todo objeto personal, y sobre todo que re-nunciar k los libros.

Era esto una privación cruel; nuestra bibliote-ca había aumentado en la prisión de Moscou.Tolstoi nos había enviado la colección de susobras completas en doce volúmenes y una Histo-ria de Rusia en veintinueve tomos. Felizmente laadministración decidió que los objetos fuesenpesados en grupo, y como los desterrados por víaadministrativa tenían derecho á 180 libras cadauno, y muchos de ellos no llevaban más que unpequeño equipaje, pudimos guardar nuestrosefectos.

No se podían introducir en nuestro equipajeobras prohibidas, porque todos los libros eran

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hojeados uno después de otro por los empleadosde la prisión; un censor habla sido encargado dela inspección especial, y nos dio gran idea de susaber.

Era un alto funcionario que había pasado losexámenes de Derecho en la Universidad de Mos-cou.

Nuestro amigo Rubínok le preguntó si podíallevar El Capital, de Karl Marx.

—iCórao! ¿usted lleva el capital de otro?—dijoel funcionario sorprendido.

—No del todo, porque es de mi propiedad—re-plicó Rubinok.

—Si ese capital es de usted, puede, natural-mente, guardarlo; pero es preciso confiar todo eldinero al oficial del convoy.

No podíamos reprimir la risa.El funcionario encargado de la inspección de

libros ignoraba que existiese una obra tituladaEl Capital, y pensó que nuestro amigo quería lle-varse á Siberia el dinero de Karl Marx.

El día de nuestra partida se discutió si debía-mos ofrecer un recuerdo de algún valor al viejocapitán, y decidimos no hacer nada y guardar elpoco dinero de que disponíamos para los gastosdel viaje.

Entre los numerosos funcionarios de las pri-siones que he conocido, no hay casi ninguno áquien los prisioneros políticos tengan ocasión demanifestarles su reconocimiento. Un penoso acci-dente ocurrido al fin vino á destruir la buena im-presión que guardábamos del capitán y á cambiar-la en odio.

Durante los ocho meses transcurridos, pudi-mos librarnos de llevar cadenas y de ser rasura-dos; pero todo cambió el día de nuestra partida.

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Se nos hizo saber que seríamos sometidos á estadoble vejación, porque asi lo exigía el oficial pues-to al frente del convoy. Nos negamos todos, y loscondenados por la vía administrativa se unieroná nosotros en la protesta.

El oficial había ido á tomar la dirección deldestacamento: decidimos ir al despacho y hacer-nos inscribir todos unidos. Los empleados de laprisión vieron que si empleaban la violencia pro-vocarían un formidable escándalo, y recurrieron ála astucia. Parecieron reconocer lo bárbaro de estacostumbre y nos entregaron al oficial del convoy.El destacamento iba á partir, cuando nos advir-tieron que si queríamos viajar en coche, era nece-sario obtener un certificado del médico, pues encaso contrario, los condenados á trabajos forza-dos haríamos el viaje á pie hasta Siberia.

Sin desconfianza declaramos los tres que está-bamos prontos á sufrir la visita del médico. Peroapenas nos separamos de los camaradas, un gru-po de carceleros nos tiró detrás de la puerta y nossujetaron. Quisimos resistir con todas nuestrasfuerzas y nos acercamos al muro, dando puntapiésy puñetazos á los carceleros, pero tuvimos queceder ante el número. Nos retuvieron á la fuerzasobre un taburete, mientras el barbero nos afeita-ba la mitad de la cabeza y el herrero nos remachólas cadenas.

El capitán Malchevski asistía á esta operacióny daba órdenes. Esto borró de un golpe la simpa-tía que nos inspiraba, y la despedida fue muy fría.

Nuestro viaje comenzó en un día magnífico.Era á mediados de Mayo, y la primavera habíahecho su aparición en Moscou. El sol brillaba enun cielo resplandeciente; todos los encantos de laNaturaleza se desplegaban alrededor nuestro;

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pero nuestro pensamiento no estaba en armoníacon la belleza exterior.

La mayor parte hablamos preferido hacer ápie el camino de la estación, y nuestro destaca-mento ofrecía un aspecto bastante extraño: loscondenados, con cadenas en los pies y el uniformegris, marchaban al lado de mujeres y hombres contraje civil. Casi todos eran jóvenes.

Entre las mujeres que formaban parte del con-voy, tres seguían por su voluntad á sus maridos áSiberia.

La escena de violencia que acabamos de sufrirnos tenía indignados y seguíamos en silencio lascalles solitarias de Moscou, donde los raros pa-seantes se detenían y los curiosos se asomaban álas ventanas para vernos desfilar. En la estación,á la que llegamos bien pronto, había poca gente;algunos gendarmes sobre el andén, los vigilantesde la prisión y los portadores del bagaje. La poli-cía había formado una barrera y no dejaba apro-ximarse al tren especial que nos estaba reserva-do más que á aquellos que iban provistos de unaautorización.

Cuando nos instalamos en nuestros vagones,diferentes personas, en su mayoría familia de losprisioneros, vinieron á despedirse de nosotros;pero los gendarmes no les dejaron acercarse ytuvimos que darles el adiós desde lejos.

—¡Seguid bien! ¡Sed felices! ¡No nos olvidéis!—les gritábamos detrás de las ventanas enrejadas.

—¡No perdáis el valor! ¡Hasta la vista! ¡Hastamuy pronto!—nos respondían ellos.

—Cantemos alguna cosa—dijeron los amigos.Y los que en la cárcel habían organizado un

orfeón, entonaron el aire de El Batelero, bien co-nocido en la Pequeña Rusia.

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Lentamente el tren se puso en movimiento, yel eco de la melancólica y bella canción se prolon-gó detrás de nosotros. Nuestros amigos no pudie-ron reprimir sus lágrimas, sus lejanos gemidos seescuchaban en el tren, mezclados con el ruido dela trepidación de la máquina.

Largo tiempo aún estuvimos agrupados cercade los hierros de las ventanas para echar la últi-ma ojeada sobre Moscou; habíamos ya pasado delos barrios, y nuestros ojos contemplaban conadmiración las vastas llanuras que se extendíandelante de nosotros.

Cuando el tren se detuvo en la estación si-guiente, llena de una gran multitud de aldeanosy obreros, muchos pudieron llegar hasta nuestrovagón y hacernos pasar diferentes objetos.

—¡Tomad esto en nombre de la Virgen!—oí.A través de la ventanilla, una vieja aldeana me

presentaba un copek,—No lo necesito, madrecita; guárdelo usted

para otro—respondí yo.Y sentí cierto consuelo en el corazón ante la

bondad de aquella sencilla mujer del pueblo. Estepequeño incidente elevó mi pensamiento á milla-res de recuerdos, y caí en meditación profunda.Cuanto más nos alejábamos de Moscou me sentíamás triste; me parecía que no vería más á los nu-merosos amigos que dejaba allí; no hablaba connadie, y mi mirada se perdía en el espacio. Atra-vesábamos ahora una región industrial. Una mul-titud enorme llenaba las estaciones y á lo largode la línea veíamos numerosos grupos de obre-ros. Mujeres y hombres, con sus trajes de coloresabigarrados, se alineaban para ver pasar el tren,diciendo algunas palabras en voz alta y haciendograndes gestos.

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Yo no puedo decir si sabían que éramos pre-sos políticos deportados á Siberia y nos atestigua-ban su simpatía. Es tradición en el país que atra-vesamos los desterrados darles todos una pruebade piedad, porque el pueblo ruso llama á estosprisioneros «los hijos de la desgracia».

Al día siguiente, muy temprano, llegamos áNijni-Novgorod, donde fuimos .embarcados en losbarcos que debían transportarnos á Perm por elVolga y su afluente el Kama. Nuestro destaca-mento provocaba la curiosidad de todos cuandonos dirigíamos al embarcadero.

Las parejas de esposos ó novios se daban elbrazo; nosotros seguíamos detrás, rodeados delos soldados que nos escoltaban.

Nos tenían señalados dos inmensos camaro-tes, uno para los hombres y otro para las muje-res; pero nos podíamos reunir todos al aire libre,sobre el gran puente, cuyas barandas, hasta ciertaaltura, estaban rodeadas de una reja de hierro.

Nos preparábamos nosotros mismos nuestroalimento con las provisiones que habíamos com-prado, y no nos podíamos quejar de los prepara-tivos que nuestros parientes y amigos nos habíanhecho ni de la ingeniosidad del jefe de despensaLazareff.

El viaje en barco duró algunos días. El tiempofue admirable; desde por la mañana hasta lanoche estábamos sobre el puente maravilladosdel espectáculo encantador que ofrecen las orillasdel Volga, este rey de los ríos europeos. Por latarde, al ponerse el sol, nuestro orfeón, en el cualhabía voces muy notables, entonaba sus cantospreferidos.

Con la cabeza apoyada en la reja del puente,la mirada perdida en el infinito, me dejaba mecer

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por el movimiento del barco y por los cantos im-pregnados de una melancólica queja. El barco sedeslizaba sin ruido, como arrastrado por la co-rriente.

Apenas los rayos del sol se ocultaban, las es-trellas empezaban á brillar en un cielo sin nubes,reflejándose en el espejo argentado de las aguas.Todo alrededor mío, el río, las estrellas y loscantos, me recordaba otra corriente de agua: elcaudaloso Dniéper, á cuyas orillas había transcu-rrido mi infancia.

*b *

—¿En qué piensa usted? ¿Por qué está ustedtriste?—me preguntó un día una administrativa,una joven de veinte años, con la que no habíahablado nunca.

La conversación se hizo pronto de las más ín-timas entre nosotros. Comprendía mi disposiciónde espíritu y tomaba en ella una parte muy cor-dial. Era una criatura bastante extraña, original,excéntrica, pero de una alta inteligencia. Me contóde qué manera se hizo socialista y qué circuns-tancias particulares la habían envuelto en el mo-vimiento revolucionario.

Como otras muchas mujeres de esta época, laseñorita Sanoyloff sentía el deseo de hacer algopor el pueblo, por los aldeanos. ¿Cuándo y cómo?No lo sabía y no encontraba nadie que se lo indi-case. Trató de buscarlo en todos los libros quecayeran en sus manos. Luego hizo numerososviajes á Petersburgo, á pesar de la oposición desus padres. Esperaba encontrar un hombre quela ayudase con sus consejos en su investigación,pero antes de haber esclarecido las dudas que la

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torturaban fue arrestada, y ahora la conducían áSiberia por tres años. Como tantas otras, estajoven de noble corazón había gastado sus fuerzasy destrozado su vida sin poder ser útil, sin encon-trar siquiera la satisfacción interior. Era una delas innumerables victimas de la política de nues-tro país. Poco después se suicidó en Siberia.

De Perm á Iekaterinbourg fuimos por caminode hierro. Llegamos á la última ciudad despuésde un fatigoso día de viaje, y pasamos allí la no-che. A la mañana siguiente nuestro destacamento,que se componía sólo de políticos, fue conducidoen coche á Tiumen, la primera ciudad de la Sibe-ria. Los trabajos del transiberiano habían apenascomenzado, y este viaje, que hoy es sencillo, pre-sentaba entonces numerosas dificultades porapartir de Iekaterinbourg. En el momento de nues-tra marcha tuvimos con las autoridades localesuna discusión, que pudo acarrear consecuenciasdesagradables á alguno de nosotros.

Se habían preparado cierto número de cochestirados por tres caballos, para transportarnos ánosotros, nuestra escolta, y nuestro equipaje. Cua-tro prisioneros y dos soldados debían montar encada coche, que con el cochero hacían siete per-sonas.

Varios jóvenes encontraron que era demasia-do y pidieron al capitán Wolkoff, que les acompa-ñaba desde Moscou y á mí desde Kiew, que hi-ciera montar sólo tres ó cuatro en cada coche yun soldado. Como no había preparados mediosde locomoción, el oficial se negó á su demanda, yentonces los jóvenes declararon que no montaríansino á la fuerza. Esto podía provocar un tumultoy tener malas consecuencias.

El comisario de policía vino y declaró que le

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era imposible hacer preparar ningún otro mediode transporte, porque el número había sido fijadopor la autoridad superior. Una larga discusióntuvo lugar entre las jóvenes administrativas y al-gunas mujeres. Nosotros, los de más edad, creía-mos que la cosa no valía la pena de provocar unconflicto, que daría por resultado enviar los jóve-nes revoltosos por más tiempo á las regiones so-litarias de Siberia, ó quizá á la terrible fortalezade Schlüsselbourg.

—¿Se niegan ustedes á montar en los coches?—preguntaron Wolkoff y el comisario.

—No subiremos sino empleando la fuerza —gritaron ellos.

—Quedarán ustedes sometidos á un procesoverbal, por desobediencia á las autoridades.

—Pueden hacer lo que quieran.E'ntre los revolucionarios se considera como

una sagrada obligación la unión de todos contralas autoridades. Aunque en el caso presente lamayoría de entre nosotros no viese motivo porala protesta, estábamos obligados á secundar áestos cerebros exaltados.

Un conflicto parecía inevitable. Varios tuvimosla idea de ensayar si se podía ir bien con arregloá las órdenes recibidas, y con un poco de buenavoluntad siete personas podían ir bien en uncoche.

De este modo tan sencillo los protestantes setuvieron que resignar, aunque murmurando entredientres.

Apenas llegamos á la primera estación, cadacoche no tenía más que seis viajeros; los soldadospreferían ir sobre el carro de equipaje, y no quedómás que uno para guarda en cada coche.

Ya durante la travesía del Volga y del Kama

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se habían formado grupos que deseaban conti-nuar unidos en el viaje en coche. Se propuso quese dejara á las damas escoger los caballeros quedeseaban las acompañasen. La idea fue aceptadapor gran número de entre nosotros, pero encon-tró numerosos adversarios. Algunos no queríanviajar en compañía de las mujeres y se declararonellos mismos fuera de concurso. Naturalmente,estos enemigos de las mujeres eran los más jóvenesde entre nosotros.

El viaje en troíka de tres caballos presentaun encanto extraordinario. No se anda, no secorre; se vuela.

Al otro lado del Ural, donde nos encontrába-mos ahora, comenzaba apenas la primavera. Todoflorecía en torno nuestro; había una exuberanciade vida.

Pasábamos como un torbellino á lo largo delos caminos, levantando nubes de polvo. Los co-cheros fustigaban los caballos con la voz y con elgesto, y les impedían dejar el galope.

Al principio no éramos más que cuatro encada coche, dos hombres y dos mujeres; peroluego nos reuníamos hasta seis; de aquí los can-tos, las risas y las conversaciones sin fin. Noshabíamos conocido en la prisión, el trayecto enbarco y camino de hierro había confirmado nues-tra amistad; el viaje en troíka acabó de aproxi-marnos á todos.

Dejábamos todos los días dos estaciones de-trás de nosotros, es decir, recorríamos sesentaverstas y no se cambiaban los caballos más queuna vez. Se desenganchaba y se enganchaban losnuevos tiros con una rapidez extraordinaria. Entanto que los cocheros se ocupaban de esto, nos-otros corríamos por todas partes para comprar

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provisiones á los revendedores que se encontra-ban en el patio de la posta: huevos duros, leche ymanteca.

Llegábamos siempre á buena hora á las posa-das, antes del crepúsculo, y preparábamos la co-mida, que hacía á la vez de almuerzo y cena.

Generalmente pasábamos la velada al airelibre. Los unos cantaban, los otros se aislabanen pequeños grupos; algunas veces nos reuníamostodos y se sostenían animadas conversaciones.

Un día, los primeros carruajes se detuvieronbruscamente en pleno campo, lejos de la estación.Descendimos y nos hallamos delante de un postefronterizo. Era una de esas señales divisorias quehan adquirido triste celebridad entre nosotros.

Sobre un lado tenía escrita la palabra Europa,al otro la palabra Asia.

** *

Estamos á comienzos de Junio; un año y tresmeses habían transcurrido desde mi arresto enFriburgo hasta el día en que franqueaba porprimera vez la frontera entre Siberia y Europa.La vista de este poste, ante el cual tantos cente-nares de hombres condenados á destierro habíanpasado, levantó en mi tristes pensamientos.

Había pasado quince meses en las prisionesde Alemania y Rusia. ¿Cuántos años duraría paramí la cautividad? ¿Vería de nuevo este poste á mivuelta a Europa ó quedaría enterrado allá abajo,en la Siberia.

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CAPÍTULO XVII

Nuestras reuniones.—Á Tiumen.—Separación.—Sobre el riode Slberia.—Una proposición espantosa.

La ciudad de Tiumen era en esta época teatrode los conflictos que estallaban entre los deporta-dos políticos y la administración.

Nosotros temíamos vernos obligados á soste-ner alguna lucha de estas, cuyas causas nos eranconocidas por las cartas de los compañeros. Dis-cutíamos la conducta que debíamos observar conlos funcionarios, pero conforme con el hábito delos rusos, no llegábamos á ninguna conclusión,porque era imposible establecer orden en los de-bates; todo el mundo hablaba á un mismo tiempoy ninguno escuchaba la opinión de los otros. Mehabían escogido para dirigir los debates, según losusos parlamentarios; pero no se conseguía nada,y muchos pensaban que las cosas irían mejor sinpresidente.

En efecto, es preciso estar loco para imaginar-se que se podía introducir alguna disciplina entreestas cabezas exaltadas. Ordinariamente, mediadocena de celosos oradores pedían la palabra áun tiempo mismo; uno solo podía obtenerla, ycomo la concisión no es la cualidad dominante enlos rusos, hablaba largo tiempo, tanto, que los

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otros no podían resignarse al silencio y tomabanla palabra sin hacer caso de nada; elevaban la voz,y todos los que estaban próximos habían de escu-charles. Uno afirmaba que el presidente no valíanada; otro que era absurdo este método; el parla-mentarismo era objeto de la reprobación de todos.

—No, señores; estos procedimientos del Oestede Europa no están hechos para nosotros—grita-ba uno en medio de la aprobación general.

Y entonces comenzaron los debates á la rusa,es decir, con una docena de voces mezcladas entodos sentidos. No se entendía una palabra, peroasí pensaban muchos que era mejor; al menospodían hablar, mientras que con el parlamentarismo habían de retirarse sin decir nada, y no seresignaban al silencio. Así llegamos á Tiumen sinhaber decidido nada. Tiumen era la localidad dedonde los desterrados se dirigían á los diversospuntos de Siberia. Era allí donde nosotros había-mos de separarnos para ir unos hacia el Sur yotros hacia el Norte; fuera de los condenados porla vía administrativa, nadie conocía el lugar de sudestino. Esto era de gran importancia, porqueentre las diversas regiones de la Siberia hay dife-rencias de clima tan grandes como entre Noruegay la Italia.

Se puede adivinar por esto con qué ansiedadesperábamos nosotros la decisión que se tomaríaá propósito de los deportados administrativos. Sudestino dependía, en efecto, de la dirección queles seria dada desde Tiumen.

Ya á la puerta de la cárcel, faltó un cabellopara que hubiese una colisión entre nosotros y laadministración. Se quería enviar á nuestras com-pañeras á una prisión especial para mujeres muylejos de la nuestra. Nos opusimos á la separación,

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que no era de nuestro gusto y trastornaba ademásnuestras condiciones de vida. Los funcionarios serindieron á nuestras razones.

Debíamos estar en Tiumen sólo unas pocas-semanas, y pronto supimos que los administrati-vos serían expedidos al Sur de Tobolsk, sitio rela-tivamente favorable; pero al mismo tiempo se nosdijo que harían el viaje á jornadas, lo que signi-fica muchas semanas de grandes fatigas, las cua-les se evitarían si en vez de hacer el viaje portierra se efectuase en barcas ó barco de vapor.Estos envíos por tierra habían ya sido causa denumerosos disgustos con otros destacamentos.Los funcionarios conocían lo bien fundado denuestras reclamaciones; pero sea por evitarse cui-dados, sea por otros motivos, se atenían á las ins-trucciones que les habían dado.

Los compañeros que debían ir hacia el Surdecidieron oponerse con todas sus fuerzas, y nos-otros nos resolvimos á sostener por todos losmedios su protesta, que nos parecía bien fundada.Después de discusiones muy vivas se acordó diri-gir un telegrama al gobernador, pidiéndole que en-viara barcos de transporte á los destinados al Sur.

Llegó el día fijado para la partida y se hizollamar al despacho al jefe de los administrativos,pero no le dejamos ir. Si los guardianes hubieranquerido emplear la fuerza, una colisión hubieraestallado.

En respuesta á nuestro telegrama, el goberna-dor en persona vino á la cárcel y terminó la cues-tión diciéndonos que nuestros camaradas haríanel viaje en barco, conforme deseábamos.

La promesa de tan alto funcionario nos llenóde satisfacción y se restableció la calma; pero estecaballero nos había engañado.

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Los que habíamos de ir al Norte de Tobolskrecibimos orden de prepararnos á partir; tenía-mos mucho que hacer, pues se trataba de unviaje de varios meses. Nuestra sociedad estabadisuelta; el dinero y las provisiones fueron repar-tidos entre los diferentes grupos, según la distan-cia del trayecto que habían de hacer; ciertos admi-nistrativos y ciertos deportados que no teníanrecursos recibieron una pequeña suma para hacerfrente á las necesidades más apremiantes en laciudad de su destino. La separación era para nos-otros penosa, y desde por la mañana las parejasque habían de separarse conversaban en el patiode la prisión; éramos todos como una familia.

Formábamos el proyecto de continuar las re-laciones establecidas y no olvidarnos los unos álos otros. Por desgracia las circunstancias soncon frecuencia más fuertes que las resoluciones ytodos los deseos del corazón. Después de muchosaños separados por millares de leguas, en la im-posibilidad de correspondemos libremente, debía-mos perder de vista á nuestros mejores amigos yhasta olvidarlos. Conservaba la esperanza de vol-verlos á encontrar de nuevo, y hoy, que ya hantranscurrido veinte años, apenas si he visto unosolo de entre ellos.

Supimos después que cuando nos hubimosalejado, los empleados de la cárcel dijeron á nues-tros compañeros que á pesar de la promesa delgobernador harían su viaje por tierra, y como senegaran se empleó con ellos la violencia, teniendoque someterse, sin que, por fortuna, hubiera quelamentar nuevas desgracias. Si no nos hubieranengañado, estando todos juntos no se hubieranatrevido á usar la fuerza.

Eramos ahora diez y nueve compañeros los

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que emprendíamos el camino del Nordeste. Cua-tro condenados á trabajos, Tchuikoff, Spandoni,María Kaljushnaja y yo; cuatro condenados 6 de-portación, Wassiljeff, Dashkjewitch y las señorasTchemodanova y Shtchulepnikova; el resto eranadministrativos, que debían ser repartidos losunos al Norte del gobierno de Tobolsk, los otrosen la Siberia oriental. Entre los últimos se con-taban el jefe de nuestra despensa Lazareff, Rubi-nok y Maljevani.

Debíamos ir en barco de vapor de Tiumen aTomsk. Nuestro itinerario era el siguiente: des-cender el Tura, á cuyas orillas se encuentra Tiu-men, hasta su confluencia con el Tohol; seguirel río hasta Irtisch y este último hasta el Obi;descender la corriente hasta Tomi, á las orillasdel Tomsk. Era un viaje de cerca de tres mil vers-tas, que exigía por lo menos catorce días.

De la misma manera que en el Volga, fuimosembarcados en dos camarotes de un barco espe-cial, y un barco de vapor tiraba á remolque denuestra prisión flotante. Este viaje por agua notenía nada de interesante. Aunque estábamos yaen Junio, no había señales de primavera todavía.De tiempo en tiempo encontrábamos enormes hie-los arrastrados por la corriente; las noches eranmuy frías y de día apenas calentaba el sol. Losríos, á causa del deshielo, habían salido de sulecho y no se descubría ninguna orilla. Todo es-taba muerto á nuestro alrededor, desierto, apenassi la vista encontraba trazas de la actividad hu-mana. Este silencio de muerte, esta ausencia detoda la vida en una época tan avanzada, el fríoque se sentía aumentar á medida que íbamos al.Norte, todo producía en nuestros espíritus unaacción deprimente.

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—¡Y en estos terrenos primitivos, en estos pan-tanos sin fin, viven los hombres!—decíamos contristeza.

Y yo pensaba que éramos aún más desgracia-dos que los samoyedos y los ostiaks, que recorrenen libertad sus florestas y sus estepas.

De tiempo en tiempo nuestro barco se deteníapara hacer leña ó en los altos acostumbrados.Los ostiaks venían á buscarnos á bordo en susmiserables barcos hechos de cortezas de árbol, ynos ofrecían pescados. No parecían conocer elvalor del dinero. Cada vez que les preguntábamosel precio de un pescado, respondían invariable-mente la palabra rup, que en su lengua significaruó/o; pero aceptaban con reconocimiento algunaspiezas de cobre. Algunas veces un pedazo de panó un poco de tabaco les causaba mucha más ale-gría.. Las pobres gentes están en una situaciónmuy lastimosa. Los bateleros y los soldados denuestra escolta los trataban brutalmente, pero lesimportaba poco. A veces se percibían á distan»cia sus chozas, destacándose como bolas en lacampiña; los techos estaban hechos de ramasy los muros de cortezas de abedul ó de pielesde reno.

Antes de la capital del gobierno de Tohalsk,situada en el confluente del Tohol y del largo ríoIrtisch, nos encontramos con dos localidades ha-bitadas que llevaban nombre de ciudades. Surguty Narim. Entre, estas dos ciudades está Berezoff,localidad situada en la frontera Norte de la tierrafirme, donde ciertos administrativos que nosacompañaban debían quedar. Nos separamos deellos en Tobolsk. Se puede comprender qué con-diciones de existencia son las de los deportados.Estas pretendidas ciudades se componen de una

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docena de chozas de madera, cuyos habitantesson una mezcla de rusos y de los primitivos mo-radores. Estas gentes luchan penosamente por lavida y se alimentan de peces. Un hombre ilustra-do debe encontrar espantosa esta existencia. ¡Y esaquí donde el gobierno ruso envía los jóvenesmenores de edad! He conocido una joven de diezy siete años desterrada á Berezoff por doce años.Afortunadamente las mujeres que iban en nues-tra compañía no estaban condenadas a este es-patoso destierro.

Mientras seguíamos la corriente del Obi, elespectáculo no cambió; por todas partes la mismasoledad sin fin. La vida se deslizaba tranquila ymonótona; la compañía estaba ya deshecha y noteníamos maestro de coros.

Al fin llegamos á Tomsk. Esta ciudad, de lasmás pobladas de la Siberia, abrigaba entoncesmuy pocos desterrados políticos; dos de entreellos vinieron inmediatamente á encontrarnos ennuestro barco, ardiendo en deseos de conocernosy de saber algunas novedades del país. Había allíuna señora que yo conocí seis años antes; ella memiró con fijeza, y no quería creer que este conde-nado fuera el mismo individuo que vio en circuns-tancias tan diferentes.

—¡No, no; usted no es el mismo; usted es otrodistinto!—decía.

Las autoridades penitenciarias locales nosesperaban al desembarcar: cuando nuestra identi-dad fue escrupulosamente establecida por la com-paración entre nosotros y la fotografía que acom-pañaba el mandato de destierro, nos llevaron á lacárcel al través de las calles de la ciudad. En elcamino, dos jóvenes, casi dos niñas, rompieron laescolta del convoy y se precipitaron hacia nos-

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otros. Los soldados, sorprendidos, quisieron ale-jar á las intrusas, pero no era fácil; ágiles comoardillas, se deslizaron al través de las filas, sinprestar atención á oficiales ni soldados. Eran lashermanas P..., desterradas administrativamente, yno nos dejaron hasta la puerta de la cárcel.

Estuvimos ocho días en Tomsk. Durante esetiempo pudimos conocer á todos los desterradosque se encontraban allí, porque se les había auto-rizado á venir á vernos. La prisión provisionaldonde nos encerraron se componía de algunasbarracas unidas. Todas las piezas estaban llenas,porque había cerca de mil prisioneros de las másdiversas categorías y de todas edades, criminalesde derecho común en su mayor parte. Durantetodo el día se paseaban con nosotros en el granpatio, donde se nos dejaba en libertad. Hasta en-tonces habíamos estado separados de ellos, peroahora estábamos todos reunidos.

Un día, mientras que me paseaba en el patio,uno de estos criminales se aproximó y entablóconversación conmigo. Era un hombre robusto,con los cabellos rojos, las facciones acentuadas yde unos treinta años de edad.

Estaba vestido con cierta coquetería para unprisionero. Bajo su capote, que llevaba echadosobre los hombros, se veía una camisa muyblanca, sujeta por una corbata color cereza; alre-dedor del cuerpo tenía un cinturón, sobre el cualcaían las cadenas, que no hacían ruido algunocuando andaba; las anillas que las sostenían al-rededor del tobillo estaban tan bien colocadas,que se hubiera dicho que llevaba botas; un cas-quete sin visera se inclinaba graciosamente allado de su cabeza, y un bigote de puntas retorci-das completaba su aspecto de una cierta elegan-

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cia. Tenía delante de mí un representante de laaristocracia del crimen.

—¿Cuántos años tiene usted que cumplir?—mepreguntó después de saludarme.

Cuando le contesté, añadió:—¿Y piensa usted pasarlos aquí?—¿Cómo podría evitarlo?—Si usted quiere podemos dar un golpe.Yo sabía lo que esto significaba. En 1879, al-

gunos condenados políticos se habían evadidohaciéndose pasar por condenados de derechocomún; pero las autoridades tomaban ya precau-ciones; los papeles de los condenados políticosiban acompañados de su fotografía; hacían partede convoyes especiales y cada uno de ellos era con-fiado á la guarda de un soldado. Cuando le contéestos detalles, él no pareció turbado.

—¡Los bestias!—dijo;—ya burlaríamos bien to-das sus prescripciones infantiles.

Sabía por los libros y por los relatos de miscarnaradas que los condenados de derecho comúntenían una organización especial en Siberia, Uncierto número, más enérgicos y más atrevidos queel resto, se llamaban iwans y tomaban todas lasdecisiones relativas al destacamento de que for-maban parte; lo dirigían y arreglaban todo sinpreocuparse de los reglamentos de las prisiones,y la masa obedecía sus órdenes, por injustas ycrueles que fuesen.

Conocí que tenía ante mí uno de estos tiranos.—No sé"cómo pudiera usted hacerlo—le dije.—

Me parece que hay obstáculos insuperables.—¿Ha visto usted los pozos?—me contestó el

individuo.—Pues bien; en esos pozos se descu-bren todos los años uno ó dos cadáveres. Esto eslo que nosotros llamamos un golpe. Toma usted

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el lugar de otro; la víctima desaparece. ¿Compren-de usted?

No comprendí bien lo que quería decir, perodesenvolvió el plan, que escuchó lleno de terror.

Yo debía cambiar de estado civil con otro antesde que nuestros guardias aprendiesen á conocer-nos por nuestros nombres. Con el que yo hicieseeste cambio debía tener alguna semejanza. En elmomento del envío de los políticos se apercibiríande que Deutsch faltaba, porque Iwan se encarga-ría de matar á su camarada que llevaba mi nom-bre y arrojar su cadáver al pozo; así no se leencontraría; pero si por azar era descubierto elcuerpo del desgraciado que yo había sustituido,se creería que yo había muerto ó me habían ma-tado; en tanto me sería fácil evadirme. Para come-ter este asesinato, mi individuo no pedía más queveinte ó treinta rublos, y aun tenía que partir estedinero con cierto número de cómplices. Me afirmóque este género de asesinatos eran muy comunesy que él los hacía casi siempre.

Estaba estupefacto oyendo hablar á este hom-bre con tono reposado y sereno, como si se trata-se de la cosa más sencilla del mundo y no de uncrimen.

Cuando rehusé su proposición quedó admira-do. Más tarde he conocido que estas cosas corres-ponden á las costumbres y á la mentalidad deestas gentes, y no encuentran en ello nada de re-prensible.

En Tomsk quedaron algunos de nuestros com-pañeros, y sólo catorce continuamos hacia laSiberia Oriental; entre nosotros, María Kaljus-chnaja, Bárbara Pschubjulkow y Liubov Teche-modanova.

Se quiso separarlas de nosotros y unirlas al

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convoy de presos casados, pero como sabíamosque enjaquel convoy iban numerosos prisionerosde derecho común y no queríamos exponer ánuestras amigas á promiscuidades odiosas y re-pugnantes, dirigimos, por consejo del gobernador,una solicitud á la administración superior de lasprisiones de Petersburgo y obtuvimos que las de-jasen en nuestra compañía.

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CAPÍTULO XVIII

Por etapas. —Un oficial imprudente.—La caza del hombre

Lo desagradable del viaje para los prisionerospolíticos comenzaba realmente en Tomsk. DeMoscou á Tomsk, cerca de 5.000 cerstas, habíamosviajado á la europea: á partir de esta ciudad de-bíamos hacer el viaje por etapas, es decir, á pie,de una estación á la otra.

Con el calor sofocante del verano, con los fríosdel invierno siberiano, con el viento y la tempes-tad y con el mal estado de los caminos, se expe-dían en determinados días de la semana deTomsk á Siberia oriental convoyes de varios cien-tos de deportados; los unos compuestos de hom-bres únicamente, los otros de familias enteras,de hombres, mujeres y niños.

Había que recorrer todos los días una etapa,es decir, una distancia de 25 á 30 verstas, y cadatres días se nos daba uno de reposo.

Marchábamos así semanas y meses en las másespantosas condiciones. En los altos se nos ence-rraba en piezas sombrías, infestadas por todaclase de miasmas; los lechos dispuestos en dosfilas y unos contra otros.

No se podía pensar en dormir hasta una horamuy avanzada de la noche, y por la mañana, tem-

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prano, se nos hacía levantar a viva fuerza paraseguir nuestra penosa peregrinación.

Mucho antes de salir el sol, los criminales dederecho común estaban listos y alineados en elpatio, bajo el frío glacial; nos llamaban en seguidaf se daba la señal de partir. Al frente marchabanos más resueltos de los iwans, dispuestos á todas

las fatigas. La mayoría de ellos había ya hechovarias veces este camino y lo conocía bien; mar-chaban en filas bien formados y hacían con unpaso igual seis ó siete verstas por hora. Detrás deellos, á larga distancia, se arrastraban penosa-mente, en grupos confusos, los prisioneros, dederecho común; después venían algunas carretascargadas de enfermos, de rezagados y de equi-paje. Los políticos iban en carretas de dos ó tresasientos, tiradas por un sólo caballo y bajo laguardia de una escolta especial.

Esta extraña procesión se extendía á lo largodel camino en el espació de un kilómetro lo me-nos. Se levantaban nubes de polvo, que los queíbamos dentro teníamos que sufrir. A esto seañadía un suplicio especial: los mosquitos de laSiberia. Estábamos envueltos en torbellinos deesos terribles insectos; se paraban en nuestrascaras, en las manos, se introducían en la nariz,en la boca, en las orejas y en los ojos, y nos acri-billaban á dolorosas picaduras. La sola manerade protegerse de ellos era una especie de colador,hecho con crines de caballo, de que tuvimos laprecaución de proveernos.

Después de los doce primeros kilómetros dela jornada, nos deteníamos cerca de una fuente,una ribera ó en una explanada. Allí los crimina-les de derecho común tomaban su almuerzo, por-que no habían tomado nada antes de ponerse en

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camino. Este almuerzo consistía, para la mayorparte de ellos, en un pedazo de pan seco, y aunno lo tenían todos. En efecto, ellos recibían porcabeza y por día de cinco á doce kopecks, según elprecio de los alimentos, que depende de la cose-cha del año.

Los privilegiados reciben un poco mós, porqueaun allí se hacen sentir las diferencias de condi-ción. Estos recursos, aun en las circunstanciasmes favorables, bastaban apenas para satisfacersu hambre, cuando podían tomar un poco de té óde legumbres. Pero el hábito del juego está tanprofundamente arraigado en el alma de los crimi-nales, que arriesgan hasta su última moneda, yasí que la han perdido quedan condenados alhambre. El solo remedio para estos desgraciadosera entonces la mendicidad. Cuando atravesába-mos alguna aldea, ciertos prisioneros en gruposiban á demandar limosna bajo la guardia de lossoldados. Se detenían delante de las chozas demadera, entonaban una súplica lamentosa, y lasmujeres siberianas les arrojaban un pedazo depan por la ventana; alguna vez los viajeros queencontrábamos en el camino les daban algunoskopecks. El dinero así recolectado pertenecía á lacomunidad, porque habían organizado una espe-cie de sociedad cooperativa.

Después de reposar un poco, nuestro convoyse ponía en marcha en el mismo orden y conti-nuaba la etapa entre los grandes calores de me-diodía. Apenas llegados los detenidos se precipi-taban á la puerta de la prisión, que estaba abierta,luchando por obtener la mejor plaza, y los másdébiles eran brutalmente rechazados por los másfuertes. Al ver esta lucha encarnizada de algunoscentenares de hombres en un patio estrechó, se

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creía que se iban á matar los unos á los otros,pero todo terminaba con algunos puñetazos é in-jurias. Naturalmente, los iwans, decididos á todo,tenían siempre la preferencia. Ellos se asegurabanlos mejores puestos, mientras que los viejos, losdébiles y los enfermos debían contentarse con unpequeño rincón.

Las prisiones se componían casi siempre deun piso bajo, construido con planchas mal dividi-das á manera de departamentos; había dos, tres ócuatro piezas. Al lado de las destinadas á los pre-sos se encontraba una habitación para el oficial deguardia y otra para los soldados; después, á todoel rededor se levantaba una empalizada con pos-tes de cinco ó seis metros de alto, terminados enaguda punta. Las prisiones eran de dos clases,unas pequeñas, donde se pasaba la noche, y otrasdonde nos deteníamos el día de reposo, y en laque residía un oficial.

Una vez resuelta la cuestión de las plazas, losprisioneros salían al patio. Allí los comerciantesformaban un verdadero mercado. Los condena-dos no dejaban de engañar y robar siempre quepodían á las pobres mujeres; ellas ponían el gritoen el cielo, pero como los bribones se entendíanentre ellos, no se hallaba medio de averiguar laverdad, y los ladrones tenían siempre razón. Selavaban y se cocían también los alimentos en elpatio. Para esto se encendía un gran fuego devleña, y nadie pensaba en el menor peligro de in-cendio, cuando casi todo el edificio era de ma-dera.

Los políticos ocupaban una pieza aparte. Nues-tro primer cuidado en llegando era establecer unaseparación para las mujeres por medio de cuerdasy las mantas de las camas. La situación de estas

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pobres mujeres, que vivían así en promiscuidadpermanente con los hombres, era en verdad pe-nosa, y hacíamos todos los esfuerzos para evitar-les lo desagradable, en la medida que nos era po-sible.

Para la mayor parte lo más enojoso de estelargo viaje era levantarnos temprano; sufríamossobre todo la falta de sueño, y por un antiguo há-bito no podíamos dormirnos temprano. Los cri-minales de derecho común, por el contrario, esta-ban de pie antes del alba, y esto amenazabacontinuamente conflictos entre ellos y nosotros.

íbamos, por lo general, al patio cuando lo ha-bían ocupado todo y no encontrábamos sitiodonde respirar un poco de aire puro.

Una noche, como algunos de nosotros estába-mos en el patio, vino el oficial y nos ordenó en-trar en la habitación, diciendo:

—Acuéstense ustedes, porque mañana por lamañana hemos de marchar á las cuatro.

—¿Pero no ha fijado usted mismo la partidapara las seis?—le respondimos.

—He resuelto hoy que salgamos á las cuatro.—Nosotros quedaremos aquí y no partiremos

hasta las seis.— ¡Ya lo veremos!Y se alejó.Resolvimos de común acuerdo no ceder al ca-

pricho del oficial.Ana mañana siguiente estaba todavía obscuro

cuando el guardia nos despertó y nos dijo de portedel oficial que nos dispusiéramos á partir. Nin-guno hicimos caso de sus palabras. Durante estetiempo los criminales de derecho común estabanya en el patio dispuestos á marchar á las cuatro.Un sargento entró á repetirnos la orden; algunos

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se empezaron á vestir y otros quedamos acosta-dos. Ya los criminales en el patio, comenzaban ámurmurar porque se les dejaba expuestos al fríodemasiado tiempo; se aproximaron á nuestrasventanas y nos amenazaron con feas palabrotas.

' El oficial apareció entonces en compañía dealgunos soldados y de nuevo nos ordenó levan-tarnos. Ninguno se movió. Entonces gritó á sushombres:

—¡Echadlos fuera á culatazos!Una lucha seria se hubiera entablado si los

soldados hubieran obedecido á su jefe, porque es-tábamos decididos á resistir. Dichosamente tu-vieron un momento de duda y eso nos salvó.

—¿Qué vais á hacer—les gritaron algunos.—¿Queréis que corra sangre? Tenemos el derechode no marchar tan temprano, pues según las ór-denes que os han dado, sólo desde el salir al ocul-tarse el sol ha de caminarse para ir de una etapaá otra.

En este momento el sargento entró de nuevo.—Capitán—dijo,—los prisioneros se insurrec-

cionan y quieren penetrar aquí á viva fuerza.—¡Dejadnos entrar!—gritaban, en efecto, los

condenados;—nosotros nos encargamos de arre-glar este asunto.

—Vea usted lo que ha hecho—dijimos al oficial:—ha excitado usted contra nosotros á toda esacanalla, y será responsable de lo que suceda^

El oficial perdió la cabeza y cambió brosca-mente de actitud.

—¡En nombre de Dios! ¿Qué debo hacer?—nospreguntó.

Le dimos el consejo de dejar partir los conde-nados con el sargento y que nosotros partiéramosh las seis. Con la cabeza baja hizo todo lo que le

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habíamos dicho, y pudimos tomar nuestro té contranquilidad y prepararnos á la marcho.

De tiempo en tiempo, el ordenanza del oficialasomaba la cabeza preguntando si queríamos yapartir; nosotros mirábamos el reloj y le decíamosíos minutos que faltaban. A la primera campana-da de las seis nos levantamos y nuestro destaca-mento se puso en marcha.

A partir de este momento, conquistamos lasimpatía y el respeto de los condenados de dere-cho común. Nuestra firmeza y nuestra decisiónles impusieron. Estaban admirados de que unpuñado de hombres no se hubiera dejado domi-nar por un oficial que tenía á su disposición unciento de soldados y trescientos cincuenta hom-bres decididos á caer sobre nosotros. Las relacio-nes amistosas se establecieron de un campo áotro, y hasta el fin no hubo la menor querella.

Uno solo de los prisioneros nos guardó largotiempo odio y no perdía ocasión de manifestár-noslo. Era un viejo caballo de retorno que se habíaevadido ya dos veces y que ahora iba deportadode nuevo con la mención «de origen descono-cido».

No pertenecía, evidentemente, á la clase obre-ra; se hacía notar por su viva inteligencia y porsus conocimientos. La lectura era su pasión prin-cipal, pero por un azar extraño habían caído ensus manos los libros de los autores más reaccio-narios: el príncipe de Metscherski, Katkoff y algu-nos otros. Tenía ideas especiales sobre la políticaen general y sobre los socialistas. Estaba conven-cido de que los revolucionarios habían asesinadoá Alejandro II únicamente porque libró á los al-deanos de la esclavitud, y nos echaba al rostro enpresencia de los condenados que no éramos más

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que nobles malcontentos de sus ganancias ó susgajes. Algunos de entre nosotros se pusieron ádiscutir con él deseando convencerle, pero los ar-gumentos no encontraron acceso en su espíritu ynos pidió los libros de nuestra sociedad.

Con frecuencia hablaba con él, deseando cono-cer su pasado y su vida de libre vagabundaje,pero no pude lograr jamás saber cómo se llamabay cuál era su nacimiento. Quedó siempre paranosotros t-Iwan de origen desconocido», comaestaba escrito sobre sus señas; pero hablaba concomplacencia de su vida errante. Le pregunté unavez qué hacía en Rusia europea cuando se esca-paba de Siberia.

—¡Bah!—respondió;—vivir allá bajo no es difícil;lo esencial es poder pasar al otro lado del Ural: unavez llegado allí se toma el tren ó el vapor y se vaá Charkow, Kiew, Odesa ó Rostoff, se alquila unahabitación y se vive tranquilo. Yo tsngo docu-mentos, mi pasaporte está en regla. Lo fabricoyo mismo y nadie-se ocupa de mí. Leo en lasbibliotecas públicas, sobre todo novelas de Gabo-riau, Paul de Kock y Alejandro Dumas; á medio-día como en el restaurant y a la noche voy confrecuencia al teatro.

—Todo eso es muy hermoso, pero se necesitadinero para vivir así—respondí yo admirado, por-que como no hablaba de trabajo ni empleo, creíque vivía de sus rentas.

—¡El dinero! Se le toma donde se le encuentra.—¿Qué quiere usted decir?Desenvolvió sus métodos habituales.

—Ante todo, yo trabajo solo; no me fío de aso-ciaciones organizadas; hay siempre peligro de serdescubierto ó asesinado por algún mal compañe-ro. Yo hago mis negocios con mis manos.

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Y me contó que estos negocios consistían enel robo y el engaño, según la ocasión.

—Algunas veces—dijo—las cosas salen mal yme envían á Siberia como vagabundo de origendesconocido; hay que volver á comenzar... Creoque esto será así toda la vida—concluyó con grancalma.

Después de esta confidencia y las de otrosmuchos criminales, comprendí por qué el númerode vagabundos es tan grande entre nosotros. Lamayoría de entre ellos se tratan como delincuen-tes y son condenados á la deportación. Hay tam-bién varios condenados a galeras, pero se las arre-glan para dar .el golpe y tomar el puesto de otro.

En cuanto el sol de primavera hace su apari-ción emprenden el camino de Rusia europea. Es-cogen sendas extraviadas, veredas conocidas sólode ellos al través de la selva y hasta alguna vezsiguen tranquilamente la carretera de Moscou, laúnica vía existente antes de construirse el ferro-carril siberiano.

Nos cruzábamos con frecuencia en el caminocon estos vagabundos, que viajaban por parejas ópor bandadas. Llevaban aún trajes de condenados,con un paquete y una marmita sobre los hombros;van siempre cerca de los bosques para poderocultarse sin dejar huellas. Guando veían nuestrodestacamento, venían á conversar con los conde-nados, que á veces eran antiguos conocidos. Lapresencia de los oficiales y los soldados no pare-cía intimidarles.

—¿Hacia qué lado va usted?—les preguntabanalgunas veces los oficiales cuando los vagabundoslos saludaban casquete en mano.

—Vuestra Gracia, buscamos no vivir á costa delEstado.

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La mayor parte de estos vagabundos no tar-daban en caer de nuevo en manos de la justicia.Cuando llegaba el otoño, muy pocos estaban aúnen libertad. Durante ese tiempo mendigaban.

Sea por obedecer á la religión, que recomiendala caridad, sea que les temiesen á sus represalias,la población de Siberia los socorría largamente.En muchas localidades hay la costumbre de de-jar en la ventana la comida para el caminante,una botella de leche, pan y queso. Para darlesabrigo se deja abierta la puerta del cuarto delagua, que en la mayoría de las casas de los aldea-nos está separada de la habitación, pero no se lesadmite voluntariamente en el hogar, á causa de ladesconfianza bien justificada que inspiran, y queme recuerda el episodio siguiente:

Un día, uno. de los condenados que formabaparte de mi convoy me contó que había conocidopersonalmente á Tchernisehevsky, el ilustre sabioy escritor ruso. Esto despertó mi interés y le pre-gunté dónde y cómo se había encontrado con elglorioso mártir. Me dijo que había sido una vezdesterrado á Wilujsk, en el país de los yakoutes,donde Tchernischevsky se encontraba, Ellos ha-bían salido de la prisión también y habitaron en lamisma villa. No me pudo dar más que una vagaidea de la manera como el escritor ilustre pasó suvida en el destierro, pero yo le hice una cariñosaacogida porque me parecía que este hombre, quehabía conocido personalmente & uno de los espí-ritus más nobles de Rusia, era diferente de losdemás. Después que me hubo contado lo quesabía del maestro, le pregunté por qué circuns-tancias formaba parte del nuevo convoy.

—Me había cansado de vivir en Wilujsk—medijo—y me escapé con otros vagabundos; estuvi-

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mos caminando dos días, hasta que una nochede tempestad y de lluvia llegamos a una aldea.Llovía á torrentes, y en ninguna parte nos que-rían recibir. Un viejecito abrió la puerta de suchoza y le suplicamos en nombre de Dios que nosdiera abrigo.

—¿Nos prometéis no hacernos daño?—nos pre-guntó.

—¿Cómo puede usted pensar eso? ¡Padrecito,tenga piedad de nosotros!

Con esta respuesta nos dejó entrar. Su ancia-na esposa nos dio de comer y nos permitierondormir. Los dos viejos durmieron profundamen-te; aprovechamos la ocasión -para llevarnos todolo que podíamos necesitar. No íbamos lejoscuando el vecindario corrió tras de nosotros ynos dieron alcance; la eterna historia, la deporta-ción. En el intervalo yo he podido hacer una sus-titución de persona y vengo al destierro como in-dividuo sin antecedentes conocidos.

Por su parte, las poblaciones siberianas suelentomar represalias crueles de los vagabundos cuan-do les hallan solos: tratan 6 los desdichados comosimples bestias y les arrebatan sus vestidos, susbotas y su pequeño peculio. Personas dignas deconfianza me han contado como cosa cierta loque sigue:

Un vagabundo se colocó como criado en unagranja por todo el invierno. Cuando llegó la pri-mavera recibió su salario y se marchó. La sumano era considerable, porque los aldeanos explo-tan sin vergüenza á los pobres diablos que nece-sitan trabajar y les imponen una dura labor porun salario mezquino; pero á pesar de eso el amosintió haberse desprendido de algunas monedas.

Apenas el mozo hubo partido, su antiguo amo

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se puso á espiar qué dirección tomaba; cogió elfusil y salió de caza, porque todos los siberianosson cazadores y tiradores excelentes. Conocía elbosque tan bien como las fieras que lo pueblan;encontró con facilidad las huellas del criado y ledisparó un tiro de fusil en la espalda; así recobrósu dinero, y dejando abandonado el cadáver á lasbestias, regresó tranquilamente á su morada, des-pués de esta pequeña partida de caza.

Durante nuestro viaje escuchamos constante-mente hablar de cadáveres encontrados y de crí-menes cuyos autores no se descubrían.

La Siberia era en esta época un país desierto,salvaje, no había más camino que el de Moscou;el gobierno estaba entre las manos de la policía.No había entonces nada de extraño en los críme-nes que hacían enderezarse los cabellos, y quenadie se ocupaba de esclarecer.

En el reino del zar la vida de un hombre no seestimaba mucho, y en la Siberia absolutamentenada. Hoy, que tantos progresos se han realizadoy que la administración de justicia ha sido refor-mada, este estado de cosas no ha cambiadomucho.

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CAPÍTULO XIX

La selva primitiva.—Inútil ensayo de fuga.—La población álo largo del camino.—El mundo de los criminales.—Lo*oficiales del convoy.

Nuestro viaje se realizó en gran parte duranteel otoño siberiano. La taiga, ó selva primitiva,costeada por la gran carretera en una extensiónde varios millares de verstas, presentaba un as-pecto maravilloso. La selva ofrecía una variedadinfinita, gracias á la multiplicidad de sus esencias,sus senderos deliciosos, los millones de pajarillosque saltaban de rama en rama, poblando el airecon sus cantos. Después del largo sueño del in-vierno, la vida surgía poderosa, y la Natura enteraparecía desbordar su savia en una embriaguez dealegría.

Nosotros solos estábamos en disonancia conesta alegría universal, porque pensábamos en eltriste destino que nos estaba reservado; pero ápesar de eso nos sentíamos como resucitados.Después de nuestra larga prisión, este paseo alaire libre hacía de nosotros hombres nuevos, ymuchos deportados que habían dejado á Moscoudébiles y enfermos, recuperaban las fuerzas en ellargo trayecto. La gran carretera de Moscoentonces, como ya he dicho, el solo medio/íe

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municación con la Siberia. A pesar de eso estabamal cuidada, no tenía buen pavimento y los carrosse hundían en los baches hasta el cubo de lasruedas. A distancia de quince ó veinte verstas sealineaban las aldeas y las pequeñas ciudades. Alos dos lados del camino, al Norte y al Sur, no sepodía encontrar la menor traza de habitación hu-mana; se extendía la interminable selva, cruzadasólo por nómadas ó.por cazadores que viven enestado salvaje. Extraños pensamientos nos asal-taban; no había más que dar una docena de pasospara estar en libertad; pero el ruido de las cade-nas y la presencia de los soldados, que bayonetaal brazo velaban sobre nosotros, desvanecían lailusión. Apenas nos moviéramos seríamos captu-rados y vueltos al convoy.

Las pequeñas separaciones nos estaban per-mitidas por los oficiales, á pesar de prohibirlas elreglamento. Al principio quedé algo sorprendido,pero comprendí bien pronto que tenían el con-vencimiento de la imposibilidad de nuestra fuga.La cosa á primera vista parecía fácil; nada mássencillo que internarse en el bosque y desapare-cer. ¿Quién podría encontrar á un fugitivo en unaselva sin caminos ni veredas? Y sin embargopocos habían intentado la aventura; uno solo,desde hacía mucho tiempo, logró escapar: Dzon-kiewitch, que en 1887 fue condenado á cadenaperpetua. Logró introducirse en el bosque, perofue capturado y los soldados lo maltrataron furio-samente en presencia de los oficiales.

Lo transportaron medio muerto al hospital deKrasnoyarsk, y debió á su constitución robustahaber sobrevivido á sus terribles heridas; pero nointentó en toda su vida otro golpe.

Este suceso tuvo lugar un año antes de nuestra

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llegada á Krosnoyarsk. Otras tentativas de eva-sión se habían hecho durante las etapas sin elmenor resultado; hasta algunas veces acabaronde una manera trágica.

Es preciso recordar que la Siberia está apenaspoblada y que cada individuo que se encuentra enel camino es objeto de la atención pública. Losfugitivos no pueden errar siempre por la selva,son felices cuando medio muertos de fatiga hallanel camino de una aldea; pero los vecinos ayudaná las autoridades, y cuando cogen á un político selo entregan á la policía.

Hasta hace poco tiempo se ha creído, con fun-damento entonces, que toda la Siberia era unaprisión inmensa, gracias á sus condiciones natu-rales, que presentan más obstáculos á la fuga quelos muros más altos, las rejas más espesas y losguardianes más numerosos; pero esto no era ver-dad más que para los prisioneros de Estado, álos que las condiciones de existencia en la selvales son desconocidas, porque los criminales dederecho común saben arreglar bien sus asuntos.

Se comprenderá que un gran número tuviéra-mos la idea de fugarnos en compañía de los pre-sos de derecho común. Pero la mayoría de estastentativas acaban mal; los vagabundos están siem-pre prontos para asesinar á un político y quitarlesu dinero ó sencillamente sus vestidos. Así sesupone que pereció Ladislas Izbitsky en 1880.

Un desterrado administrativo me ha citado esteejemplo: Se habla fugado en compañía de vaga-bundos, y sorprendió una conversación en quetrataban de matarlo durante su sueño; desde en-tonces pasó varias semanas fingiendo que dormía,pero en realidad despierto. Se puede comprenderqué esfuerzo necesitaría para resistir al sueño.

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Los criminales mismos no se inspiran confianza,y con frecuencia entre dos camaradas el uno mataal otro. Se dice, por ejemplo, que cuando se en-cuentran dos en un paraje estrecho ningunoquiere pasar primero, por miedo de ser asesinadopor el que va detrás.

Si por casualidad los prisioneros políticosquieren evitar el trato de los criminales de dere-cho común, se exponen á peligros de otro género.El compañero Wlastopoulo me contó que habien-do sido condenado á cadena perpetua, logró eva-dirse de acuerdo con Kozioff, un revolucionarioque iba á cumplir la misma pena, y estuvieronpróximos á ser devorados por un oso. El animalapareció de repente ante ellos y no había mediosde salvarse; se arrimaron á un árbol, bien persua-didos de que su última hora había llegado. Porsuerte, don Martin (1) pasa tranquilamente y sealeja. El hambre y la sed les hicieron pasar terri-bles torturas.

No habíamos corrido personalmente estos pe-ligros, pero los conocíamos bastante de haberlosoído relatar, y nos dábamos cuenta de que unaevasión era absolutamente imposible en estascondiciones.

Dos solos, María Kaljushnaia, condenada aveinte años de trabajos forzados, el estudianteJordán, que había sido enviado administrativa-mente por cinco años á Siberia, estaban siemprepreocupados con proyectos de evasión. Los doseran jóvenes, apenas de veinte años, y atormenta-dos por aspiraciones de libertad, pero no pudie-ron realizar ninguno de sus planes; han muerto

(1) El oso.

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los dos en la Siberia. María, cuya historia contarémás adelante, en circunstancias bien trágicas.

** *

En el curso de tan largo viaje tuvimos ocasiónde conocer los pueblos agrupados á lo largo de lacarretera; presentaban apariencia de cierto bien-estar. Muchas de estas aldeas producían entrenosotros una impresión más favorable que ciertasciudades y provincias rusas. Las casas eran es-paciosas, construidas en madera. Por lo general,tenían dos pisos, ornados á veces de ensambladu-ras esculpidas y rodeados de barreras; se alinea-ban de un modo regular durante varias verstas álo largo del camino. En las ventanas principalesse veían cortinas y tiestos de flores; las habitacio-nes estaban tapizadas, bien amuebladas, y algu-nas veces se permitían el lujo de sillas de maderacurvada á la moda vienesa. Sin duda estos hoga-res eran más bellos y cómodos que los de los al-deanos rusos.

Esto es debido, en parte, á la fecundidad delsuelo; los habitantes encuentran también mediode tomar parte en el comercio. Están en el cami-no comercial de Europa y Asia. Los convoyes ycaravanas son numerosos, y algunas veces se venobligados á detenerse. Los aldeanos no transpor-tan sólo mercancías, sino también á los touristas,y especialmente á los comerciantes que se venobligados á alquilar coches, los cuales les hacenpagar bien caros.

Ciertas aldeas son tan mal afamadas, que selas designa abiertamente como moradas de ladrones y asesinos. Ninguna caravana pasa sin sufrir

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algún daño; se le roba una carga de té, un caballoú otra cosa cualquiera. Ciertos habitantes no vaci-lan en tender emboscadas durante la noche y co-meter robos á mano armada. Lo extraño es queestos actos de bandidaje no les disminuyan ennada la estimación pública. Se dice bien alto quemuchos de los hombres más considerados tienennumerosos robos sobre la conciencia, pero sonricos y esto no les impide ser recibidos en la buenasociedad y ocupar puestos honrosos, tales comopresidente del consejo de fabricantes, consejeromunicipal y hasta alcalde.

He oído contar á personas de crédito que taló cual alto funcionario, rico y respetable, habíahecho su fortuna con bajezas, robos y hasta asesi-natos.

Muchos de estos individuos, que poseen yauna fortuna y hasta lo superfluo, no pueden re-nunciar á sus hábitos de criminales. Véase, porejemplo, lo que sucedió en Tschita, capital del go-bierno de Transbaical, en 1886. El gobernador mi-litar, general Barabach, había ofrecido un ban-quete á todas las personas importantes de laciudad. Un rico comerciante, el burgomaestre Ale-xeief, se levantó de la mesa en medio de la comi-da pretextando negocios urgentes. El honorableciudadano, ayudado de un cómplice, esperó lallegada del correo; mata al cochero, hiere grave-mente al conductor, se apodera de las cartas ytodos los objetos de valor y regresa tranquila-mente á su domicilio. Pero el conductor, al quehabían creído muerto, no estaba más que herido:el asunto no quedó envuelto en el misterio. Unjuez de instrucción, de energía extraordinaria,dirigió el proceso, y no se dejó intimidar por el es-cándalo, como se había hecho dos veces ya; los

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dos asesinos fueron llevados ame un Consejo deguerra y condenados á muerte.

Las colonias establecidas á lo largo del caminoson muy mezcladas por la variedad de sus oríge-nes. Hay allí aldeas de grandes rusos, tártaros yotros muchos; esta diversidad se advierte á pri-mera vista. Hay también localidades habitadasexclusivamente por miembros de diferentes sec-tas, que se ven obligados á establecerse allí porcastigo de estar fuera de la religión del Estado.

Me interesaron particularmente las aldeas delos «sabotniki». Los partidarios de esta secta sonrusos por la raza, pero su religión es de unaforma exclusivamente mosaica. Me parecía rarover estos representantes típicos de la raza slavatratados como judíos por su religión. Por su ma-nera de vivir y por sus ocupaciones no se diferen-cian en nada de los aldeanos rusos; sin embargo,sus aldeas se distinguen de las de los cristianospor su limpieza y su apariencia de bienestar.

La mayoría de los criminales, que, como ya hedicho, habían recorrido varias veces el camino,conocían bien las costumbres y los hábitos de lossiberianos y teníaji muchas cosas interesantesque contar. Según sus informes, no hacían muybuena figura los siberianos. Los vagabundos losodiaban de todo corazón, y se creían muy supe-riores á ellos, aunque no se hiciesen ilusionessobre su propio mérito.

— Es verdad que nosotros somos unos bribones,pero valemos mil veces más que toda esa canalla—decían ellos.

Acogían á los siberianos con toda suerte deinsultos y expresiones de desprecio, que parecíandespertarles una violenta cólera.

La antipatía recíproca de todas estas gentes se

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explica por el hecho de que se conocían demasia-do bien los unos á los otros.

*

Gomo durante este largo viaje estaba en rela-ciones íntimas con todo ese mundo, aprendí áconocer por mi propia observación los criminales-tipos. Hablaba con ellos largamente con frecuen-cia, y pude recoger numerosos datos de su vida.

En general, los criminales me producían unaimpresión mejor de la que esperaba. Sin dudatenían mucho de desagradable y repulsivo; peroesto, según mi modo de ver, era debido menos ásu temperamento particular que a la influenciafunesta que los iwans ejercían sobre ellos. A ex-cepción de un corto número de criminales incu-rables, la mayor parte pertenecían á la clase detrabajadores del pueblo y tenían sus buenas cua-lidades y sus defectos. Los rasgos principaleseran la resignación á la fatalidad y una humildadexcesiva delante de los que juzgan superiores.

Por lo demás, eran buenos muchachos, siem-pre dispuestos á venir en ayuda de sus compa-ñeros, como es costumbre dominante entre lasclases populares de Rusia.

Había también en nuestro convoy un gran nú-mero de pobres entes que era imposible calificaren la categoría de criminales. Las administracio-nes comunales tienen todavía hoy en Rusia elderecho de arrojar de su seno á ios individuosque les molestan, y estos desgraciados son con-ducidos y domiciliados á la fuerza en Siberia, sinproceso; únicamente por el gusto de sus conciu-dadanos, y, cosa más monstruosa aún, las autori-dades comunales toman estas decisiones sin con-

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sultar la mayoría de sus habitantes. El secretariodel municipio y dos ó tres notables, que se llamanlos kulaki, encuentran muy sencillo desembara-zarse así de las pobres gentes que no son amigassuyas. Es inútil decir que estas injusticias secometen con los desdichados que no tienen apoyoni defensa. Las víctimas de este procedimientobárbaro, que formaban parte de nuestro convoy,tenían mil detalles lamentables que contar, y todolo que yo pude observar por mí mismo en lasaldeas venía á confirmar sus asertos.

Salvo raras excepciones, esta categoría de de-portados eran estimables por su semejanza conlos aldeanos rusos.

Había también miembros de diversas sectasreligiosas, especialmente de «skopcis», que nadatenían de común con los criminales; al contrario,todo lo que yo pude estudiar de la vida y costum-bres de estos sectarios en Siberia vino á demos-trarme que constituían la parte más laboriosa,más enérgica y más inteligente de la población.En nuestro convoy los sectarios evitaban con cui-dado la menor querella, las riñas y las revueltasde los demás compañeros. Ellos no querían cues-tiones ni con las autoridades ni con los inferiores.Se sometían como á una prueba enviada por Diosa todos los malos tratos, á todas las injusticias, átodos los ultrajes de que les hacían víctimas la •mayor parte de sus compañeros.

Los prisioneros que tienen menos crímenessobre la conciencia y han de sufrir penas másleves, son los más tímidos y sumisos. Son elloslos desdichados que se juegan su dinero de variassemanas y se ven expuestos al hambre y los quese prestan á la sustitución, delito que les vale fuer-tes castigos y condena á trabajos forzados. Los

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y:,-.Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 209.

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otros los tratan con un desprecio absoluto y lesllaman «hombres de biscuit», expresión por cier-to bastante apropiada, porque están secos y páli-dos. Parecen privados de toda voluntad; el juegoes su única pasión y también la fuente de todassus privaciones y todos sus tormentos.

En el convoy, los «hombres de biscuit» hacíanel papel de parias: los oficios más humillantes ylos más repugnantes les incumbían, como el delimpiar las letrinas. Sufrían perpetuamente ham-bre y robaban cuantos objetos caían en sus ma-nos, pero si llegaban á atacar la propiedad de univoan, el ladrón era juzgado severamente. He aquíun ejemplo: un día, un muchacho robó á un iwanun pedazo de pan, y la asociación lo castigó cruel-mente para que aprendiese á respetar en el por-venir á sus miembros.

Como he pronunciado la palabra asociación,debo decir que instituciones de este género hanexistido siempre en el mundo de los criminales.La ley dominante es que cada individuo se debeinclinar ante la voluntad de todos los miembros;todos son iguales en derecho, pero los criminalesmás viejos y más terribles son los jefes, los iwansque dirigen la asociación según su propio interés.Su voluntad pesa sobre todos los otros; ningúnconvenio entre individuos es válido sin el consen-timiento de la asociación. Una sustitución, porejemplo, no se puede llevar á cabo sin que todosestén advertidos y una parte de la suma vaya á lacaja común. Una vez que la asociación ha dadosu consentimiento, no hay medio de arrepentirse;un condenado que ha aceptado la sustitución ytomado el importe, tendría un conflicto con laasociación si se negara á cumplir los términos delcontrato; pero esto ocurre muy rara vez, por temor

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DIEZ Y SEIS AÑOS EN SIBBRIA 211

á la implacable venganza de la asociación, quecastiga severamente las traiciones. La adminis-tración está imposibilitada de proteger al traidor.Podría aislarlo del convoy, enviarlo á otras prisio-nes; pero en todas partes no faltaría el medio dedenunciarlo y que los compañeros cumpliesen lavenganza. El espíritu de solidaridad es en estepunto poderoso entre los criminales. La asocia-ción maniobra sin jefe que la represente cerca delas autoridades. Es un puesto de honor que des-empeña el más importante.

El jefe es el intermedio entre la administra-ción y los prisioneros, el que recoge el dineropara el viaje y se ocupa de todo lo que concierneá su sociedad. Se encuentra bajo la dependenciadirecta de sus grandes electores, los cuales le do-minan, á pesar de su apariencia de gran autori-dad. Si quiere por azar sustraerse á su tiranía,encuentran mil medios de crearle un conflicto ydesembarazarse de él. El cargo ofrece tambiénventajas pecuniarias, y con frecuencia el candida-to está obligado á dar grandes sumas á sus gran-des electores para alcanzar su nombramiento.

** *

Otro puesto menos honroso, pero de grandesprovechos, es el de despensero.

Uno de los condenados tiene el derecho devender el té, el azúcar, el tabaco y otros objetossemejantes, y proveerlos en secreto de aguardien-te y barajas. Este privilegio se le concede por laasociación durante un tiempo determinado. Porlas noches, cuando están bajo llave, y con frecuen-cia de día, los condenados se reúnen en grupos

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212 LEÓN DBÜTSCH

para probar fortuna. Unos se juegan el dinero desu viaje, y hasta los vestidos y las botas, que sonpropiedad del Estado. Naturalmente, los prisio-neros son responsables de los objetos que se leshan confiado, y cuando faltan á la revista los so-meten a los castigos más duros. Medio desnudos,cubiertos de harapos, los pobres «hombres de bis-cuit» tienen que sufrir todos los rigores de la in-temperie. Cuando vienen los días fríos, en vez deandar corren, para cansarse y sentir un poco decalor, porque todos sus miembros, entumecidos,tiritan. Se pregunta uno con asombro cómo estoshombres pueden resistir así el frío y el hambre.Varias veces hemos probado á acudir en su ayu-da. Desgraciadamente nuestros medios eran limi-tados, y además ellos no tardaban en perder en eljuego lo que les habíamos dado, a pesar de laspromesas más solemnes. Algunas veces un juga-dor afortunado distribuía una parte de la gananciaentre los miserables, y así es que se formabasiempre un gran círculo en torno de los jugado-res, siguiendo las peripecias de la fortuna contanta emoción como los propios interesados. Ha-bía también costumbre de que el despenseropusiera término á la función, pagando de comer yde beber á toda la compañía. Entonces había granfiesta.

—Vamos á hartarnos—decían,—que es el des-pensero quien paga.

** *

Por principio, los oficiales de la escolta no semezclan jamás en los asuntos de la sociedad; lospresos mantienen por sí mismos el ©rden para

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DIEZ Y SEIS AÑOS EN S1BERIA 213

evitar toda intervención y toda queja. Es verdade-ramente asombroso ver aquellas gentes, en sumayoría asesinos y ladrones, que se dejan mane-jar tan fácilmente por un corto número de supe-riores.

Durante nuestro viaje ninguno de estos prisio-neros hizo la menor tentativa de evasión. Estárigurosamente prohibido por la asociación eva-dirse en el curso de un transporte, á fin de evitarrepresalias generales. Había á veces cuestiones ydisputas, pero no se necesitaba la ingerencia delos soldados, sino la de sus jefes. Se bebía mucho,á pesar de la prohibición de dar nada de alcoholá ios prisioneros, pero jamás un hombre borrachoapareció delante de un oficial. Sus camaradas ve-laban á su lado. Se había establecido una especiede acuerdo tácito entre la asociación y el oficial;éste sabia que aflojándoles un poco las riendaspodía contar con ellos para mantener el orden yevitar los negocios, y por eso los oficiales, en oca-siones, cerraban los ojos ante la violación de taló cual artículo del reglamento.

Así, por ejemplo, la mayoría de los prisionerosllevaban cadenas desde Tomsk, pero estaban sim-plemente sujetas y podían desembarazarse deellas apenas llegaban á la etapa. Los oficiales losabían, pero no les decían nada, aunque estuvierarigurosamente prohibido por el reglamento qui-tarse las cadenas.

Hay entre los oficiales de convoyes tipos biendistintos; yo he conocido más de cuarenta en elcamino de Tomsk á Kara, pero ninguno de elloses excepción de esta regla. Ningún oficial ejercela violencia contra los prisioneros de un destaca-mento ni se muestra rudo ó brutal; al contrrrio,parece que busca estar bien con ellos, y, sin em-

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214 LEÓN DBUTSCH

bargo, estos mismos oficiales se ven á veces per-seguidos ante los tribunales por malos tratos á lossoldados que tienen bajo sus órdenes.

Es preciso no olvidar que las estaciones de lasetapas están situadas en pleno desierto, y quetoda vigilancia se hace difícil. En tales condicio-nes, se comprenden los abusos y las malversa-ciones. La mayoría de estos oficiales han recibidouna educación rudimentaria en ciertas escuelasmilitares y después los han enviado á la Siberia;naturalmente, un gran número sueltan la brida ásus instintos. Algunos no tienen más placer queel de la bebida, y una vez borrachos se entreganá todos los excesos; exponen en el juego el di-nero que se les confía y maltratan á sus subor-dinados. Hay entre ellos algunos hombres serios,deseosos de hacer economías; son más sobrios,pero los soldados no son más dichosos á su ladopor eso.

La mayoría de los oficiales se mostraban lle-nos de miramientos con nosotros, evitando concuidado en toda ocasión un conflicto. Mas á pesarde esta actitud general, había pequeños detalles,bastante diferentes entre sí, que tenían gran im-portancia. Por ejemplo, la hora de levantarseamenazaba continuamente disgustos. Tambiéndiscutíamos con algunos oficiales á causa de lascubetas, que no queríamos guardar en nuestrocuarto toda la noche, porque infestaban el aire yeran desagradables, en especial para las señorasque estaban en nuestra compañía. Si el oficial es-taba de mal humor ó prevenido contra nosotros,esta bagatela provocaba con frecuencia protestas,insultos, voces y hasta una insurrección y la ame-naza de un consejo de guerra con todas las con-secuencias trágicas que le acompañan. Pero jamás

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DIEZ Y SEIS AÑOS EN SIBERIA 215

llegamos tan lejos, porque teníamos la felicidad decontar entre nosotros hombres de cierta edad,que venían siempre á calmarnos; tres de entreellos iban por segunda vez á Siberia y tenían ex-periencia de estos viajes. Debíamos asimismomucho á la erflrgía y al tacto de Lazareff, nuestrorepresentante. Algunos oficiales eran muy corte-ses, nos prestaban periódicos y ponían todo suempeño en atender á nuestros menores deseos.

Algunas veces teníamos felicidades inespera-das. Un oficial conoció un día entre nuestros com-pañeros al veterano Snigirrioff, su antiguo cama-rada de escuela, y quedó tan emocionado delencuentro, que durante los tres días que nosacompañó hizo cuanto pudo por procurarnos bien-estar. Otro oficial se presentó ante nosotros comopartidario del socialismo; había en otros tiemposfrecuentado círculos revolucionarios y no ocultabasus simpatías por nuestra causa. Había leído nu-merosas obras prohibidas y discutía con nosotrosdiferentes problemas políticos. Fue una agradablesorpresa encontrar entre los defensores del des-potismo un hombre que tenía nuestra idea. Algu-nas veces la buena acogida de algunos oficiales sedebía á una sencilla equivocación, como en lascircunstancias siguientes.

Un día que llegamos al alto de la etapa, nosencontramos en la puerta de la habitación unhombre con un traje muy sencillo y con cadenasen las manos. Era un deportado, obrero de fábri-ca, Stephan Agapoff, que venía de la Siberia orien-tal á la Siberia occidental á causa de la corona-ción de 1883, lo que constituía una rebaja á supena. Su mujer, una aldeana de Siberia, le acom-pañaba. Como se esperaba nuestro destacamento,el oficial había querido que nos dejasen la pieza

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216 LEÓN DEUTSCH

que ocupaban, bajo pretexto de que los prisione-ros políticos que iban á llegar eran todos condesy príncipes y no podía hacer dormir en la mismahabitación á estos altos personajes con un vulgarobrero. Agapoff y su mujer pensaron que la ra-zón invocada era pueril y rehusaron obedecer.Esto tuvo malas consecuencias para ellos; el ofi-cial hizo encadenar á Agapoff para castigarle, yno se contentó sino con esto. En el reglamento sefija la cantidad de bagaje que cada prisionerotiene derecho á llevar con él, y como la parejaAgapoff llevaba todo lo que había adquirido consu dura labor en la Siberia oriental, había, natu-ralmente, un exceso de equipaje considerable. Eloficial hizo vender en subasta todo lo que pasabadel peso autorizado. Esto era de una maldadtanto más injustificada, cuanto que por lo generalse permite á los desterrados llevar con ellos unequipaje bastante voluminoso. Se trataba, ade-más, de gentes que estaban beneficiadas con unamedida de clemencia. Los desdichados fueron•materialmente despojados. La conducta del oficialnos indignó. Nuestro bravo representante Laza-reff fue a buscarlo y le pidió que librara á Aga-poff de sus cadenas, á lo que accedió sin hacersede rogar. Lo cómico es que el creernos á nosotroscondes y príncipes, para causar la desgracia delpobre Agapoff, tenía por origen que durante elcamino escribimos varias cartas dirigidas al con-de Tolstoi, al príncipe Volkonski, al consejerosecreto Tschuleinikofj y algunos otros. De aquí laleyenda de que había en nuestro destacamentocondes y marqueses.

Desgraciadamente, el asunto de los Agapofftuvo malas consecuencias. El oficial había dadoqueja de ellos por ultrajes y desobediencia. Gomo

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DIEZ Y SEIS AÑOS EN SIBERIA 217

castigo fueron enviados á una ciudad del Nortedel gobierno de Tobolsk, donde la estancia eramucho más dura que en la Siberia oriental, dedonde se les traía por medida de clemencia.

Así el capricho de un oficial es suficiente parahacer la desgracia de dos criaturas humanas.

FIN DEL TOMO PRIMERO

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ÍNDICE DEL TOMO PRIMERO

PPÓLOGO v

Capítulos.

I.—Partida para Alemania.—Arresto en Fribur-go.—Antecedentes revolucionarios. . . . 11

II.—La causa de mi arresto.—El profesor Thun.—Mi defensa.—Plan de evasión.—El procu-rador 23

III.—Incertidumbre.—Régimen de la prisión.—Elprocurador.—Cambio de celda 34

IV.—Visita de «mi mujer».—Plan de evasión ylibertad.—Esperanzas.—El procurador en-tra en juego.—Preparativos de viaje. . . 46

V.—Partida para Rusia en vagón de bestias.—Enlas prisiones de Francfort y de Berlin.—Dela frontera á Petersburgo por Varsovia.. . 61

VI.—La fortaleza de Pedro y Pablo.—Mi compa-triota el procurador.—Un médico cruel.—Un conocimiento fugitivo 69

VII.—Una prisión con nuevo reglamento.—Un planque fracasa.—Visita del ministro.—Secretode Estado.—Un escritor como vecino decelda 79

VIII.—Nuevos temores.—El coronel de gendarme-ría.—Investigaciones á propósito del asesi-nato del general Mezenzeff.—Encuentrocon Bogdanowitch.—Partida 89

IX.—Un rayo de esperanza.—Un régimen desco-nocido.—Protestas por el hambre.—Nues-tro club.—Un protector 96

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 219.

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Capítulos. Págg.

X.—Un oficial que las echa de valiente.—Mi ser-vicio militar.—El proceso.—Nuevo interro-gatorio 107

XI.—La visita del ministro.—El traje de condena-do.—La prisión de Kiew 119

XII.—Nuevos conocidos.—Los conspiradores deRomny.—Llegada á Moscou.—Compañerosde miseria.—Un capitán de huen corazón. . 130

XIII.—El proceso «de los 14».—Recuerdos de WeraFigner. — Numerosas prisiones. — Agenteprovocador 141

XIV.—Venalidad del inspector.—Las cadenas rotas.—Más cahezas afeitadas 150

XV.—La situación politica en Rusia y los partidosrevolucionarios. —Nuestra sociedad. —Díade fiesta.—Visitas prohibidas.—Una lecciónde cortesía 158

XVI.—Preparativos de marcha.—Viaje en vapor porel Volga y el Kama.—A Iekaterimburg.—•En troika.—Europa y Asia 167

XVII.—Nuestras reuniones.—A Tiumen. — Separa-ción.—Sobre el río de Siberia.—Una propo-sición espantosa 178

XVIII.—Por etapas.—Un oficial imprudente. La cazadel hombre 189

XIX.—La selva primitiva.—Inútil ensayo de fuga.—La población á lo largo del camino.—Elmundo de los criminales.—Los oficiales delconvoy 201

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 220.

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Ilustrada con más de 1.000 grabados reproducien-do escenas de la Revolución, cuadros, esta-tuas, retratos, estampas, medallas, sellos, ar-mas, trajes, caricaturas y modas de la época.—Traducida por primera vez del francés.

Traducción y prólogo de V. Blasco Ibáñez

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Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 221.

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Alejo). 2 tomos.Mirhe.au.—Sebastián Koch (La educa-

ción jesuítica).Mitjana (Rafael).—Discantes y contra-

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Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 226.

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lleres.Kropotkine.—Las ]>risiones.Laugel.—Los problemas do la Natu-

raleza.Laugel.—Los problemas del alma.Laugel.—Los problemas de la vida.López Ballesteros.—Junto á las má-

quinas.Lubbock.—La dicha de la vida.Mackay (J. E.)—Los anarquistas.Mwterlinck.—El tesoro de los humil-

des.Mulato.—Filosofía del anarquismo.Mulato.—La gran huelga. '¿ tomos.Marx (Carlos).—El capital.Max Nordnu.—K] mal del siglo. 2 t.Max Nordwii.—Las mentiras conven-

cionales de la civilización. 2 tomos.Max Nordau.—Matrimonios morganá-

ticos. 2 tomos.Max Nordau.— La comedia del senti-

miento.Mux Stirner.—El Único y su propie-

dad. 2 tomos.Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 228.

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DIEZ Y SEIS AÑOS EN SIBERIA

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LEÓN DEUTSCH

DIEZ Y SEIS AROS EN S1BERIATraducción española de Carmen de Burgos Seguí (COLOMBINE)

OBRA PROHIBIDA EN RUSIA

TOMO SEGUNDO

F . S E M P E B E Y COMPAÑÍA, E D I T O R E S

Calle del Palomar, 10VALENCIA

Olmo, i (Sucursal)MADRID

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Imp. de la Casa Editorial F. Sempere y Oomp.*—VALENCIA

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DIEZ Y SEIS AÑOS EN SIBERIA

CAPÍTULO XX

De Krasnoyarsk á Irkoutek.—Inútil conflicto.—Las mujeresmártires en la prisión de Irkoutsk

La distancia entre Tomsk y Krasnoyarsk escerca de quinientas verstas; se necesitaba un mespara recorrerla: veinte días de marcha y diez dereposo. Debíamos detenernos en Krasnoyarskuna semana; los condenados de derecho comúnfueron encerrados en la cárcel de deportados ynosotros en la de la ciudad.

Nos llamaron la atención al llegar el orden yla limpieza que reinaban: era un edificio grande,fresco, recién pintado; por todas partes aire y luz,á pesar de los ventanas enrejadas. Se podía hacerla ilusión de estar en un buen hotel en el Sur, yen la misma Rusia no había visto yo jamás unaprisión parecida á ésta. Penetramos en los corre-dores, y allí nuestra impresión fue atenuada conla vista de las celdas, que tenían escritas sobrelas puertas las palabras siguientes: «Por muerte»,<Por vagabundaje», «Por robo».

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El director, hombre de aspecto imponente,vino bien pronto y nos comunicó que se nos ibaá encerrar en celdas por categorías: forzados, des-terrados, administrativos y presos políticos, con-forme al reglamento de la casa. Le dijimos quela separación nos trastornaba, porque en los dosmeses de viaje teníamos en común nuestro equi-paje y nuestro dinero. Estábamos de camino y,por consecuencia, no teníamos que someternos álos reglamentos de la prisión, que estaban hechospara los detenidos y los criminales de derechocomún. No era culpa nuestra si en vez de llevarnos á una casa de deportación se nos encerrabaaquí. En una palabra, nosotros queríamos, comohabíamos hecho en otras prisiones, escoger lasceldas que nos convinieran. Se podía encerrarnosbajo llave de noche, pero no durante el día, porqueera contrario á la instrucción general.

Este lerguaje le pareció nuevo al director,quedó sorprendido y nos declaró que de ningunamanera podía soportar parecida infracción al re-glamento. Rehusamos instalarnos en las celdas yquedamos en el corredor con los sacos y bagajes.

El jefe de policía fue llamado: era un tipo a loFalstaff y bastante ignorante, como pudimoscomprender. Nos amonestó á conformarnos entodo con el reglamento, y le dimos la misma res-puesta que al director, invocando nuestro dere-cho. Como en nuestra conversación con él pro-nunciara una dama la palabra humanidad, lepareció al conductor de postas que no sabía si lapalabra mal tono era peor que la de bribón; nues-tro hombre quedó un poco descontento y quisosaber si la palabra humanidad encerraba algunainjuria, y nos exigió explicaciones. Podíamos ape-nas reprimir la risa. El resultado fue que el alto

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dignatario se decidió á apelar á una jurisdicciónsuperior, es decir, al gobernador. Después apare-cieron sucesivamente el coronel de gendarmeríay el procurador, á los cuales les expusimos nues-tras razones, y no encontraron ningún argumentoque oponer.

Parlamentamos así largo tiempo, acampados,siempre en el corredor, sin poner en orden nues-tros equipajes ni preparar la comida, á pesar delhambre que nos aguijoneaba.

En fin, los empleados de la prisión, en esperade la decisión del gobernador, consintieron endejarnos tomar las disposiciones que nos plugie-ran. Habíamos obtenido lo que deseábamos.

A la mañana siguiente, cuando íbamos á al-morzar, el jefe de policía hizo su aparición degran uniforme y el sombrero en la cabeza.

— Señores—comenzó á decir con aire solemne,—os traigo la decisión del gobernador.

Pero fue interrumpido por nuestro represen-tante Lazareff, que le hizo observar que debía,ante todo, quitarse el sombrero.

—Observad, señores, que estoy de gran unifor-me y que mi sombrero hace parte de él; yo no melo puedo quitar—balbuceó confuso por la atre-vida observación que escuchaba por primera vez.

—No nos importa su uniforme; cada vez queusted entre en nuestras habitaciones, tiene eldeber de descubrirse—replicó Lazareff con airetranquilo.

—No, yo no haré eso; es demasiado exigir; nome descubriré—respondió el hombre.

—Como usted quiera; pero en ese caso nosotrosno recibiremos ninguna comunicación del gober-nador—replicó Lazareff.

El hombre del sombrero dudó todavía un poco

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 235.

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y por último descubrió su noble frente para decla-rarnos con el tono más ceremonioso que el go-bernador se había dignado acoger nuestra de-manda.

No fue esta la primera ni la última vez que tu-vimos que dar lecciones de cortesía á los funciona-rios de las prisiones.

En Krasnoyarsk dos de nuestros compañerosde miseria se separaron de nosotros: el veterina-rio Snigirrioff y el estudiante Korniencko, que de-bían quedar en el gobierno de Ienissei.

Spandoni había caído enfermo y quedó tam-bién en la prisión de Krasnoyarsk. No éramosmás que once en nuestro grupo.

De Krasnoyarsk á Irkoustk hicimos mil vers-tas en dos meses. Sobre este largo camino nohabía entonces más que una sola villa, Nijni-Udinsk, y apenas merecía este nombre.

En Nijni-Udinsk encontramos dos compañe-ros, los esposos Novakovski, que estaban tambiénen camino para la Siberia Oriental.

Había conocido á Novakovski en Kiew. Tomóen 1876 parte en la manifestación que se habíahecho en Petersburgo sobre la plaza de Kazan, yhabía sido preso y desterrado á la Siberia. Por lagracia de la coronación de 1883 lo habían trasla-dado de Balagansk, en el gobierno de Irkoustk, áMiniusinsk, en el gobierno de Ienissei. Ahoraiban de nuevo deportados él y su mujer á la Sibe-ria Oriental á causa del acontecimiento siguiente:

Por un motivo insignificante, Novakovski tuvouna discusión con el subprefecto. Un día uno delos desterrados políticos tuvo un asunto con estefuncionario, que le tomó por Novakovski y le reci-bió con palabras injuriosas. Así que conoció suequivocación se excusó, pero el hecho llegó á

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oídos del interesado y su mujer, que le acompa-ñaba voluntariamente al destierro. Los deporta-dos tuvieron consejo durante algunos días paradecidir lo que debían hacer, pero la señora Nova-kovski resolvió el asunto sola. Un día entró en eldespacho del funcionario y le dio un par de sono-ras bofetadas, diciéndole:

—De parte de mi marido.La justicia la condenó á deportación en Sibe-

ria, y esta vez era el marido el que la acompañabavoluntario.

La señora Novakovski era una mujer inteli-gente y valerosa, de un temperamento vivo y re-suelto. Los dos esposos, según me han dicho, hanmuerto en Siberia.

Nuestro viaje continuó en la misma forma,pero la vigilancia era cada día menos severa; aca-bamos por desembarazarnos de las cadenas sinque nadie prestase atención, y no tuvimos quesufrir la humillación de afeitarnos la cabeza.

* *Esperaba con impaciencia la llegada á Ir-

koustk para encontrar á una amiga de los prime-ros tiempos, María Kowalewskaja, que no habíavisto desde algunos años. Nos conocimos en 1875,perteneciendo los dos á la asociación de los Bun-tari, y nos tuteábamos, como era entonces cos-tumbre general entre los revolucionarios. Ella erahija de un propietario llamado Woronzof, y esta-ba casada con Kowaleswky, profesor de gimnasiamilitar. En 1874 había resuelto afiliarse al partidorevolucionario; dejó á su marido y á su hija y selanzó en cuerpo y alma al partido de la agitación.Era de pequeña estatura, tenía algo de gitana en

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la fisonomía, extraordinariamente viva, enérgica,de espíritu penetrante, de una lógica poderosa yuna elocuencia arrebatadora. Se distinguía sobretodo en los debates teóricos, porque sabía á ma-ravilla resumir una cuestión sin ofender la vani-dad de nadie; era muy estimada, y hasta los mis-mos enemigos de las ideas socialistas apreciabansus grandes facultades.

Si esta mujer hubiera nacido en otro país, hu-biera representado un papel histórico importante;en Rusia fue condenada á catorce años y diezmeses de trabajos forzados, por haberla encon-trado en una casa donde los revolucionarios ha-bían resistido á mano armada á los gendarmes.Por su violencia en el curso de la instrucción,como más tarde en Kara y Siberia, María Kowa-lewskaja era una de las personas de más viso enlos círculos revolucionarios.

En la cárcel, donde día por día había sido tes-tigo de los abusos de los funcionarios, su energíacausaba en ellos tal impresión, que esta mujerfue la defensora más intrépida del honor y la dig-nidad de los otros prisioneros. Lo mismo por undetalle de gran importancia que por una simplefalta; por un abuso cometido por altos funciona-rios ó por el último de los subalternos, ella pro-testaba enérgicamente, sin preocuparse de lasconsecuencias. Tenía una influencia grande en laprisión; su táctica consistía en emplear los mediosmás enérgicos y los más radicales para obtener-satisfacción y oponer la violencia á la violencia.Aconsejaba siempre ultrajar á los funcionarios,romper las ventanas y los muebles. Estaba por losmedios extremos y llegaba en sus procedimientosde combate hasta rechazar el alimento. Habíasido causa de un número considerable de conflic-

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tos, y uno de ellos, en la prisión de Kara, dio porresultado encerrarla á ella y tres de sus compañe-ros en los calabozos de Irkurstk. Allí rehusarontomar alimento durante varios días, hasta que elmédico de la prisión declaró que estaban a puntode morir y el gobernador tuvo que ceder. Así laKowalewskaja obtuvo para sus compañeros, encuyo provecho se sacrificaba, lo que exigía.

*

Llegamos, por fin, á Irkurstk, la capital de laSiberia, en la segunda quincena de Septiembre.Nos encerraron en la prisión de la ciudad, que,como la de Kiew, es célebre por las tentativas deevasión de los prisioneros políticos. Se nos dio álos hombres una celda común y otra á las mu-jeres.

Apenas se había cerrado la puerta tras de nos-otros, me salí á la ventana y llamé en alta voz áMaría Kowalewskaja; me respondió inmediata-mente, y conversamos hasta una hora avanzadade la noche.

Durante los ocho días que descansó allí nues-tro destacamento, tuve ocasión de verla y de pa-sear con ella. Los largos años de separación nohabían disminuido nuestra amistad; al contrario,nuestra simpatía recíproca se reveló al primergolpe de vista. Nos entendimos como viejos ca-maradas, sin importarnos las bromas de los otros.

Los padecimientos que ella había sufrido des-pertaron en mí una profunda piedad. La protestapor el hambre á que se había sometido pocotiempo antes, le dejó una palidez casi cadavérica,pero su espíritu era siempre el mismo: era siem-pre la misma naturaleza batalladora y enérgica,

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que no retrocedía ante ningún obstáculo. Hastalos empleados de la prisión no podían sustraerseal encanto que emanaba de ella, y se veían obli-gados á hacer justicia á la elevación de su espíri-tu y la rectitud de sus sentimientos. Teníamosmil cosas que decirnos, y estaba sorprendido dever cómo su inteligencia había continuado tanviva y ten clara, á pesar de los padecimientos y pri-vaciones sufridos. Estaba ávida de conocer todolo relativo á la vida pública de Rusia y de la Eu-ropa Occidental; durante tres días seguidos le ex-puse la situación de los obreros y mis impresio-nes personales, pero se interesaba más vivamentepor los otros pueblos y mostraba poca simpatíapor la Rusia: no conservaba sus primeras ideasrespecto al partido revolucionario; su tempera-mento, enemigo de toda disciplina, no conocíaotro medio que la revolución contra el gobierno.

Sus tres amigas eran también personalidadesde gran valor. Tuve ocasión de hablar con ellas yde saber ciertos detalles de su pasado revolucio-nario.

Sofía Bogomoletz, hija de un rico propietariodel museo de Poltawa, había seguido los cursosen un liceo de señoritas y después en la escuelade Medicina de Petersburgo. Terminada su carre-ra se casó con un médico, pero como María, aban-donó á su familia, su marido y su hijito para de-dicarse á la causa revolucionaria. En 1880 fuepresa como miembro de la asociación de trabaja-dores «Pequeños rusos» y condenada á diez añosde trabajos forzados. Hizo una tentativa de eva-sión que le valió cinco años más, y aun esta penase aumentó con otro año á causa de una dis-cusión con un alto empleado de la cárcel. Porúltimo, se la había clasificado en el número

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de -os prisioneros que se han de vigilar espe-cialmente.

Era también por su temperamento aficionadaá las ideas de violencia, y durante su prisión hizoguerra á muerte á los funcionarios de 'todas cla-ses. Iba más lejos que su amiga María, porqueen tanto que ésta sólo reprochaba á los funciona-rios sus abusos, sus faltas ó sus prevaricaciones,Sofía los miraba como enemigos personales. Noobedecerlos en nada era para ella un principioabsoluto. No sufría ningún registro personal, queconsideraba ultrajante para su dignidad,y no habíarazones de salud que la convencieran; hubieramuerto antes de capitular. Los carceleros tembla-ban delante de ella, porque se daban cuenta deque ninguna pena disciplinaria ejercía acciónsobre su energía.

La historia de la tercera prisionera es la si-guiente:

En la primavera de 1878 había robado en eldespacho de la administración de Negocios deKherson la suma de 1.500.000 rublos, haciendoun agujero á través del muro de una casa conti-gua. La policía descubrió el mismo día en elcampo á una dama conduciendo una carreta dealdeanos, sobre la cual iban dos sacos que des-pertaron sus sospechas. La mujer fue reconocidapor esposa de un propietario de la vecindad lla-mado Ellen Rossikova, y los sacos contenían unmillón de rublos. Al mismo tiempo que ella fuearrestada otra mujer que tenía parte en el robo, yá causa de sus revelaciones se descubrió el restodel dinero, á excepción de una suma de 10.000 ru-blos. La instrucción demostró que todo el negociohabía sido dirigido y organizado por la señoraRossikova. Su idea, al robar la caja del Estado,

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 241.

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era emplear el dinero en provecho de los revolu-cionarios.

Numerosas personas comprometidas fueronjuzgadas, y ella misma, en calidad de organiza-dora de este complot, sufrió la condena de traba-jos forzados á perpetuidad.

Sostenía también una lucha encarnizada con-tra los empleados de las prisiones y no se dejabaintimidar por nada.

La cuarta de estas mártires era María Kuti-tonskaia. Se había educado en el Instituto de se-ñoritas de Odesa y muy joven se alistó en las filasrevolucionarias. En 1879 fue condenada á cuatroaños de trabajos forzados, como partícipe de lasideas de Lisogub y de Tchubaroff y enviada áKara. Una vez cumplida su pena se internó en laregión de Akscha, en el Transbaikal, pero nohabía tardado en ser vuelta á la prisión. Los fun-cionarios de Kara habían maltratado á los prisio-neros enfermos, como diré más adelante, y ellaresolvió vengarse del gobernador, responsable deesta iniquidad. Le disparó un tiro, pero lo habíaerrado, y el consejo de guerra la condenó á muer-te, conmutándole luego la pena por trabajos for-zados durante toda su vida.

Era una joven admirablemente hermosa, decabellos rubios y facciones simpáticas. Bastabaverla para ser conquistado por ella.

Después de su atentado contra el tirano, fuesometida á los tratos más crueles é inhumanos.Se la arrojó en un calabozo húmedo y sombrío yse le dio por todo alimento pan y agua. Los pri-sioneros de derecho común que estaban en laprisión la miraban como á una divinidad, y aun áriesgo de exponerse á algún severo castigo lehacían pasar alimentos y le prestaban mil servi-

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cios. Sin su socorro no hubiera tardado en su-cumbir. Los prisioneros habían hecho sufrir á sunombre una ligera variación, y en lugar de Kuti-tonskaia, la llamaban Kupidonskaia: habían así,sin darse cuenta, traducido de una manera exactala impresión de belleza que producía esta admi-rable criatura. Pero la larga cautividad acabó consus fuerzas y murió en 1887 á consecuencia deuna enfermedad al pecho.

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 243.

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CAPÍTULO XXI

Una lección al jefe de policía.—Encuentro con compañerosdeportados.—De Irkoutsk á Kara.—Cadenas robadas.—Todavía un conflicto.—Llegada á Kara.

Lo que nos contaban estas mujeres nos indig-nó. ¡Qué bajeza de espíritu entre sus tiranos pararecurrir á tan mezquinas persecuciones! Duranteel tiempo de su protesta por el hambre, se lashabía encerrado en un calabozo cuyas ventanasno tenían ningún vidrio, con el frío glacial de laSiberia.

Era milagro que hubieran podido resistir átantos sufrimientos. Todo eso no había hecho másque excitar nuestro odio contra el jefe de policía,instigador de tales villanías, y ardíamos en deseosde manifestarle nuestro desprecio.

La ocasión no se hizo esperar. Un alto funcio-nario de Petersburgo hacía un viaje de inspecciónpor la Siberia y vino un día á visitar nuestras cel-das seguido de un largo séquito, entre el cual secontaba el jefe de policía. Apenas entró, Lazareffse dirigió a él diciéndole:

—Estamos verdaderamente sorprendidos de sudesvergüenza. ¿Cómo osa usted presentarse de-lante de nosotros, después de haber obligado á

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Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 245.

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nuestras compañeras á recurrir a la protesta porel hambre?

Todos se apresuraron á ganar la puerta, segui-dos de nuestras imprecaciones contra el malhe-chor.

Este acontecimiento no tuvo consecuencias, ynuestras amigas se regocijaron al saber la humi-llación que habíamos infligido á su verdugo.

Tuvimos numerosos detalles sobre las condi-ciones de existencia en Kara por otro camaradaque nos habló de esta prisión por experiencia per-sonal. Se llamaba Fernando Lustig, había sidooficial de artillería y después estudiante en el Ins-tituto tecnológico de Petersburgo.

En el curso del proceso Suchanoff y Michailoff,en 1882, fue condenado á cuatro años de trabajosforzados. Después de haber purgado su pena enKara, era de nuevo deportado. Lo que nos contóera espantosamente triste; el régimen era cruel, yel comandante de la prisión, capitán de gendarme-ría Nikolin, gozaba de una reputación detestable.

Cuatro solos hicimos este viaje: María Kowa-lewskaja, Tschuikoff, Lazareff y yo. Los otros sietefueron enviados á diferentes localidades del go-bierno de Irkoutsk, y sólo el joven Rubinok, deedad de diez y nueve años, fue conducido al Norte,al desierto de los Yakoutes.

Partimos á fines de Septiembre con un destaca-mento de criminales de derecho común. Teníamoscerca de doscientas verstas que recorrer hastaKara, y el trayecto duraría dos meses. Como sesabe, el frío se hace sentir en Siberia más que entodos los países de Europa y en la misma Rusia,aunque tengan igual latitud, y habíamos de hacertodo el viaje en invierno. El último barco de va-por de la estación debía salir dentro de dos días

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 246.

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de Listvinijchnaya, sobre el lago Baikal, y era pre-ciso llegar á toda prisa, sin lo cual pasaríamostodo el invierno en la prisión de Irkoutsk.

El lago Baikal se mostró bastante clementecon nosotros, aunque, generalmente, las tormen-tas de invierno constituyen un serio peligro parala navegación. Se ha dicho que las orillas de estelago pueden rivalizar con las de Suiza: yo no deseo hacer su comparación, pero debo confesarque sus admirables montañas dejaron en mi espí-ritu una impresión inolvidable.

Debíamos pasar la noche en Mysowaja, sobrela otra orilla. Se habían ya cerrado nuestras cel-das cuando rechinó de nuevo la llave y el carcele-ro introdujo á una joven que se precipitó en misbrazos.

—¡Sofía! —grité alegre y sorprendido al recono-cerla.

Era Sofía Yvanova, una buena camarada queno había visto durante seis años. Lo mismo queSofía Perovskaja, Wera Figner y otras terroristascélebres, Sofía Yvanova se había afiliado al nuevopartido de la «.Narodnaja Volja» durante el otoñode 1879, después de la disolución de «Tierra y Li-bertad». Fue la época en que hice conocimientocon ella y con otras mujeres terroristas. Pocotiempo después, en Enero de 1880, había ella lle-gado á Petersburgo. Trabajaba con varios com-pañeros en la tipografía clandestina donde seimprimía el órgano intitulado Narodnaja VoljaEn el momento del arresto habían opuesto unaresistencia á mano armada, en la que Sofía tomóparte activa. Por este hecho fue condenada á cua-tro años de servidumbre penal. Ahora, al termi-nar su condena, se la enviaba desterrada á un go-bierno del Oeste.

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 247.

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Sentimos gran alegría al encontrarnos, peroduró poco; el barco iba á partir, y nuestra amigano podía faltar. Nos contamos apresuradamentelo que nos había sucedido y lo que sabíamos denuestros amigos y compañeros comunes. Despuéstuvimos que separarnos, y no nos hemos vuelto áver más. Sé sólo que Sofía continúa todavía enSiberia.

Poco después llegamos á Verkhni-Udinsk, laprimera ciudad de la otra orilla del Baikal. Comoen casi toda la Siberia, las prisiones estaban lle-nas, y no había sitio para nosotros, los políticos.

El sargento (en el camino de Baikal son sar-gentos, y no oficiales, los que conducen á los pri-sioneros) nos llevó 6 la oficina de policía. Comoera demasiado tarde, todo estaba cerrado y nohabía ningún empleado. El sargento se calentabala cabeza para resolver el problema.

Nos dejó en la portería con todas las puertasy ventanas abiertas, y se marchó. Quedamos ad-mirados de la manera que tenía de resolver la di-ficultad.

Pero nuestro hombre sabía bien lo que sehacía. ¿Podíamos alejarnos sin ser notados? Ydespués, ¿dónde ir? Era fácil evadirse de la pri-sión, mas casi imposible continuar el camino.

Elisaweth Kowalskaia se había escapado nouna vez, sino dos, de la prisión de Irkoutsk, perono había podido salir de la ciudad. Le fue impo-sible ocultarse en una ciudad relativamente gran-de, con el dinero y las amistades que allí tenía:todo proyecto de fuga debía ser más irrealizableen un lugar como Verkhni Udinsk, donde todoslos habitantes se conocían, y sobre todo para nos-otros, que no contábamos con recursos pecunia-rios. Pero teníamos una extraña impresión al

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 248.

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sentirnos libres, sin ninguna vigilancia, y, sin em-bargo, prisioneros. Estábamos casi furiosos con-tra aquel hombre que nos exponía así á las seduc-ciones de la libertad.

Encontramos aquí un compañero que volvíade Kara, después de haber cumplido su tiempode deportación: era Steblin Kamenski, al que sumujer acompañaba voluntariamente. Habían lle-gado tarde para tomar el vapor y tenían que espe-rar que el lago fuese practicable de nuevo, esdecir, tres ó cuatro meses.

Durante los dos días que pasamos en esta ciu-dad, Kamenski y yo tuvimos muchas cosas quecontarnos, y me refirió su existencia en Kara. Eraun excelente narrador, y trazaba, hasta con losmenores detalles, la vida de nuestros camaradas,cuya existencia era terriblemente dura bajo latiranía de un director de prisiones desprovisto detoda humanidad.

Kamenski nos pintó también al capitán Niko-lin, presentándolo como un individuo malo, ruin,bajo, que no perdonaba medio de infligir á susprisioneros todas las humillaciones.

Habíamos conocido allí camaradas que veníande Kara, y la impresión que producían sobre nos-otros era penosa.

Los largos años de prisión habían marcadosobre ellos sus huellas; su voz era opaca, y unaexpresión de agonía se extendía sobre su sem-blante; la mayoría de entre ellos estaban calvos,á pesar de ser jóvenes que apenas llegaban á lostreinta años, pero salvo raras excepciones, no es-taban ni desalentados ni deprimidos moraímente.Muy pocos de entre ellos podían tener confianzaen el porvenir. Tenían ante sí la perspectiva delargos años de destierro, vegetando en algún rin-

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 249.

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con perdido de la Siberia, expuestos á todas lasprivaciones. Muchos tenían derecho á preguntar-se si la suerte que les estaba reservada no eramás lamentable que la prisión.

Pero en fin, tenían al menos apariencia de li-bertad. Libertad bien problemática, porque en ca-lidad de deportados estaban sometidos á mil ve-jaciones imprevistas, pero esta apariencia delibertad les seducía.

He conocido á uno solo que consideraba elporvenir con confianza, aunque estaba destinadoal país de los Yakoutes, región la más espantosade la Siberia. Era Ivan Kacshintsev, de veinti-cinco años de edad, desbordante de juventud yvida. Me dijo un día que él buscarla el modo defugarse por todos los medios posibles, y en efecto,lo he encontrado después en el extranjero.

Antes que los prisioneros llegasen al lugar desu destino, mil nuevos obstáculos se levantabancada día delante de ellos; nosotros, los que íba-mos á Kara, marchábamos á paso de caracol, peromucho más de prisa que los que restaban en estalocalidad. En cada estación de etapa tenían queesperar el paso de un convoy para ir más lejos, ycon frecuencia esto duraba semanas. Apenas ha-cían cinco verstas diarias, y como el trayecto quehabían de recorrer contaba varios centenares yhasta miles de ve?*stas, su viaje debía durar mu-chos meses.

Estos encuentros con los compañeros de Karadespertaban en mí la idea del porvenir. ¿Cuál seríami estado de espíritu cuando depués de largosaños pasase por este mismo camino? ¡Acaso nolo recorrería más!

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 250.

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DIEZ Y SEIS AÑOS EN SIBERIA 2,3

Un día me encontré víctima de un robo; mequitaron un saco con los objetos personales delequipaje dados por la administración, y entre ellosmis cadenas; era preciso darle parte al.oíicial, yno podía decirle que me habían quitado las cade-nas de los pies.

Quedé sorprendido de ver que el oficial tomabala cosa alegremente y se reía.

—¿Qué voy á hacer sin mis cadenas?—le pre-gunté.—Guando llegue á Kara será preciso quelas presente.

— Buscaremos otras — replicó. — Espere ustedun momento; yo creo que se podrán encontrarenalguna parte.

Dio orden al sargento de buscarme unas, y alcabo de un rato apareció con un par de cadenasnuevas.

—Ahora tenga usted cuidado de que no se lasroben—dijo el oficial cuando me vio colocarlas enmi equipaje.

Se ve por este ejemplo que nuestras relacionescon los vigilantes eran cada día menos duras ycasi familiares.

Se había desencadenado el invierno, un in-vierno siberiano con todos sus rigores. Franqueá-bamos la cadena de los montes Yablonovoi y nosaproximábamos á Tschita, la capital del Transbai-kal. En la última estación antes de esta ciudadnotamos una agitación desacostumbrada entre losprisioneros de derecho común; los sargentos y lossoldados vigilaban toda la noche. Nos preguntá-bamos en vano qué podría suceder. Hasta el díasiguiente no se nos reveló el enigma.

Aunque la distancia de esta estación á Tschitafuese considerable, cerca de cuarenta y cinco vers-tas, no se emprendió el camino hasta muy tarde.

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 251.

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24 LEÓN DBUTSCH

Quince ó veinte verstas antes de la ciudad, ácierta distancia del camino, había una granja ais-lada, donde vivía un hombre conocido como deca-briste. Los decabristes eran los revolucionarios quehabían asistido á la revuelta de 1825, en el ins-tante del advenimiento de Nicolás I al trono.

Nuestro convoy se detuvo en la granja. Unahabitación especial nos fue señalada á los políti-cos, y bien pronto el dueño vino á hacernos unavisita. Era un viejo de aspecto respetable y digno;se presentó á nosotros como el decabriste Karo-vaiev. Según contaba, había servido en la guardia,tomó parte en la revuelta de 1825 y lo desterraroná Siberia. Tenía ochenta años, aunque no repre-sentaba más que sesenta y cinco. Se mostró muycontento de poder servirnos y no aceptó el dineroque le quisimos dar. Durante este tiempo, en laspiezas vecinas y los corredores había gran fiestay algazara. Prisioneros y soldados comían y be-bían con excelente buen humor.

Se había hecho ya de noche cuando nuestrodestacamento llegó delante de la puerta de la pri-sión de Karovaiev. Tuvimos que discutir con eldirector, que nos dio una celda tan mala que eraimposible pasar la noche en ella. Después denuestras protestas logramos un albergue mejor.

Guando al otro día nos pusimos en marcha, sedescubrió que la mayoría de los prisioneros dederecho común no llevaban el equipo que leshabía dado la administración. Tuvimos la expli-cación de lo que había pasado la noche prece-dente en casa del decabriste. El honrado y hospi-talario Karovaiev se había entendido con lossoldados y los prisioneros del convoy para darlesaguardiente á cambio de vestidos y botas, com-prándolos así por casi nada.

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 252.

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DIEZ Y SEIS AÑOS EN SIBERIA 25

Para que no se apercibieran de la falta de losobjetos á la llegada á Tschita, se arreglaron demodo que llegamos de noche, y así la inspecciónse hizo a la ligera y no constaba la desapariciónde los efectos.

El honrado Karovaiev no se había establecidosin un motivo serio en esta región aislada. Laaventura tuvo consecuencias bastante penosaspara los prisioneros. Se les dieron palos en pro-porción de los objetos que les faltaban, y despuésfueron equipados de nuevo.

En Tschita nos separamos de nuestro queridoLazareff, que debía ser internado, y los tres prisio-neros restantes resolvimos hacer en esta ciudadlarga estancia.

Desde nuestra salida de Irkoutsk habíamospasado seis semanas en camino y estábamoscansadísimos. No teníamos prisa en llegar al lu-gar del destino, donde largos años de prisión nosaguardaban. Sabíamos que un gran número decamaradas estaban internados en Tschita y que-ríamos conocerlos, en tanto que rompíamos defi-nitivamente toda relación con el mundo exteriory las puertas de la cárcel se cerraban sobre nos-otros.

Nos fingimos enfermos y el médico consintióen suspender nuestro viaje hasta el próximo con-voy, que debía llegar dos semanas más tarde.Nuestros compañeros nos hacían frecuentes visi-tas, es decir, venían á la puerta de la prisión mien-tras nosotros estábamos en el patio.

La nueva más interesante que supimos fue ladel viaje hecho á Siberia por el escritor americanoJorge Kernnan, que volvía de Kara, y nuestrosamigos nos hablaban muy bien de este" excelentehombre.

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 253.

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26 . LEÓN DBUTSOH

Continuamos el camino en los últimos días deNoviembre en compañía de un destacamento defamilias, esto es, los prisioneros que formaban elconvoy no eran sólo hombres, sino mujeres yniños que les acompañaban al destierro.

Era un invierno en que la nieve era bastanterara y no se necesitaba trineo; pero las carretas dedos ruedas constituían un martirio insoportable.

El frío era de día en día más cruel; estábamosmaterialmente helados, aunque llevábamos enci-ma toda la ropa de que podíamos disponer yapenas lográbamos movernos. El solo medio deentrar en calor era bajar de los coches y hacer unlargo trayecto á pie. Los desdichados niños queacompañaban á sus padres debían sufrir todoslos horrores de este clima siberiano.

Todos los días .esperábamos con impacienciala próxima etapa para calentarnos un poco, perotodas las estaciones estaban en estado lamentablecon frecuencia. No se habían calentado en largotiempo, y los prisioneros, tiritando hasta los hue-sos, medio muertos de frío, debían coger leñapara encender el fogón, y medio dormidos, por logeneral, hacían un humo insoportable.

Algunas veces nos encerraban á los políticosen una choza de aldeanos, lo que era una verda-dera alegría, porque estas chozas, por miserablesque fuesen, nos parecían muy confortables com-paradas con las estaciones de las etapas.

Como he hecho notar, nuestras relaciones conlos soldados de guardia se habían modificadonotablemente y no teníamos cuestiones de disci-plina. Pero, por extraño contraste, los soldadosse permitían toda clase de malos tratos con losprisioneros de derecho común, y algunas veces subrutalidad no conocía límites.

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 254.

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DIEZ Y SEIS ANOS EN SIBERIA 2 i

Un día en que íbamos hacia la ciudad de Nerts-chinsk, vi que un soldado joven maltrataba deuna manera bárbara á un pobre diablo de prisio-nero y le descargaba culatazos porque queríamontar en el furgón de equipajes. Intervine y supeque el origen de la cuestión era que el soldadoquería también montar en el vehículo y el prisio-nero trataba de impedirlo. Me dirigí al sargento yle declaré que daria queja por su falta de severi-dad con los subordinados.

Al día siguiente, cuando cruzábamos la ciudad,entré en una tienda para hacer varias compras,pero el soldado de la víspera, que iba detrás demí, me gritó:

—¿Dónde va usted? ¿Qué va usted á hacer?Le dije que gritase, é hice mis compras. El sar-

gento estaba ausente; había entrado á beber convarios amigos y no lo vimos hasta la entrada deJa prisión.

Quedé no poco sorprendido cuando el direc-tor me participó que el sargento había presentadoqueja contra mí por insultos á un soldado deguardia y por haber abandonado la colonia. Elruin quería, sin duda, adelantarse á la queja quele anuncié el día antes. Indignado de su conducta,redacté una acusación por escrito, y mi actituddecidida dio por resultado obligar al sargento ápresentarme sus excusas ante varios testigos yuno y otro retiramos nuestras quejas.

En Nertschinsk, Tschuikoff, fuimos encerradosen una prisión de hombres, y se señaló una celdaaparte ó María Kalyushnaya. No olvidaré jamásla viva impresión que experimenté en esta cárcel.Una fila de celdas daba sobre un corredor débil-mente iluminado; era tarde y los presos estabanya acostados los unos contra otros, no sólo en los

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lechos, sino hasta en el suelo, y era imposible en-contrar puesto; llevaban camisa y pantalón, algu-nos sólo la camisa. Para llegar á la celda de losprivilegiados tuvimos que pasar por encima deellos.

Un olor insoportable infestaba la atmósfera,no sólo de la transpiración de tantas criaturashumanas, sino de los excrementos que llenabanlas cubetas y se desparramaban por el suelo á sualrededor, llegando hasta los pies de los presostendidos por tierra en apretado haz.

Sobre algunos lechos y rincones, jugadores decartas se entregaban á su pasión favorita, indife-rentes á todo lo que pasaba alrededor de ellos.Aunque la mayoría de los prisioneros parecíandormir, un ruido sordo se escuchaba en todas lasestancias. El infierno de Dante no puede ofrecercuadro más espantoso y repugnante.

La celda de los privilegiados estaba llena tam-bién; encontramos dos compañeros llegados deKara, Tschekoize y Zuckermann; estaban senta-dos en el suelo y á duras penas pudimos encon-trar sitio cerca de ellos. Conocía á Zuckermann:era tipógrafo, y hacia 1878 vino á pie de Berlín áSuiza, donde habíamos sostenido relaciones. Dejóluego a Suiza y fue á imprimir la Narodnaja Vol-ja. Cuando la invasión en la imprenta, hizo encompañía de Sofía Yvanoff y de algunos otros re-sistencia á mano armada, y su actitud en el cursodel proceso fue heroica. Para librar á sus compa-ñeros, revindicó para él sólo todas las responsa-bilidades, afirmando que había disparado el pri-mer tiro contra la gendarmería. Condenado á ochoaños de trabajos forzados, lo enviaron a Kara yfue el niño mimado de la prisión. Siempre alegrey de buen humor, esparcía el contento en torno

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suyo; con un desinterés absoluto, estaba siemprepronto á sacrificarse por los demás; hasta en estaespantosa prisión hablaba y reía de continuo. Noshacía alegremente un cuadro encantador de lavida que se daría en el país de los Yakoutes, don-de estaba destinado. Por desgracia, la realidad fueotra, y nuestro pobre amigo vio abandonarlo suexcelente humor, y no puaiendo soportar la sole-dad y las privaciones, acabó por suicidarse.

A Tchekoidze no lo conocía, pero teníamos nu-merosos amigos comunes. De origen caucásico,había sufrido con éxito el examen de oficial deartillería en Petersburgo. Tomó parte en la pro-paganda revolucionaria, y en 1875, complicado enel proceso de ¿os cincuenta, lo condenaron á de-portación. Logró escapar de la Siberia, y captura-do de nuevo había cumplido tres años de trabajosó iba ahora á cumplir su otra condena al país delos Yakoutes. Me hizo el efecto de un hombreenérgico, de una voluntad superior y reflexiva,capaz de resistir á todos los asuntos y á todas lassituaciones, cualesquiera que fuesen las vicisitu-des de la suerte.

Su vida respondía bien á lo que pensó de sucarácter, pero las privaciones minaron su salud;cuando fue enviado á la Siberia Occidental cayóseriamente enfermo y murió en Kurgan en 1879,en el momento de entrar en Europa.

La mañana del 24 de Diciembre de 1885 llega-mos por fin á Ust-Kara, una pequeña aldea don-de se encuentra la prisión para criminales dederecho común y otra para el sexo femenino.Allí nos tuvimos que separar de nuestra compa-ñera, a la que vi esa mañana por última vez demi vida.

Tschuikov y yo fuimos aún •quince verstas jun-

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tos, hasta Nijnaya Kara, donde se encuentra lacárcel para los prisioneros de Estado. Esperamoshasta la mañana al director, que debía enviarnosá nuestro destino, y después, montados en unacarreta y acompañados de dos centinelas, nos pu-simos en marcha, otra vez con las cadenas, comoexigía el reglamento.

Hacía un frío atroz, y á pesar del peso de losvestidos y de los hierros, preferíamos ir á pie ápaso precipitado. Sabíamos que este era el últimopaseo y que durante muchos años no tendríamosotro que el del patio de la cárcel. Veíamos condolor el porvenir que nos esperaba.

—He ahí la prisión—nos dijo uno de los sol-dados.

Y nos mostró un edificio rodeado de posteslevantados unos al lado de los otros.

Distinguimos un grupo compuesto de dos mu-jeres, un cosaco y un hombre vestido con trajecivil, que avanzaban hacia nosotros.

—¡Víctor!—grité yo cuando se aproximaron, yreconocí al último.

Era Víctor Kostyurin, mi antiguo amigo, alque no había visto en nueve años. Partía ahorapara el destierro. Nos estrechábamos cordial-mente las manos y nos presentó á las dos mujeresque le acompañaban: Natalia Armfeld y RaissaPrybylyeva, que vivían en residencia en Kara.Mr. Kennan ha descrito en su libro las aventurasde Natalia; séame permitido añadir sólo queen 1879 se encontraba con María Kowalewskajaen la casa donde los revolucionarios se opusieroná su arresto con las armas en la mano, y que ácausa de la sentencia cumplió catorce años y diezmeses de servidumbre penal.

En cuanto á Raissa, pertenecía á la asocia-

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ción de la «Narodnaja Volja», y en 1883 fue con-denada á cuatro años.

Aunque teníamos mil cosas que decirnos, nose podía contar con la aquiescencia de los guar-dias, que batían los dientes al aire libre, y tuvi-mos que separarnos al cabo de poco tiempo.

—Un francés—pensaba yo—hallaría la manerade declamar. ¡Dos amigos se encuentran en lapuerta de una prisión, el uno recobra la libertad,el otro estará largos años detrás de los espesosmuros! ¡Qué escena tan dramática!

Otro apretón de manos y todo había termi-nado.

—¿Nos volveremos á ver másV—preguntó yo.—¡Oh! ¡Seguramente en Petersburgo, el día del

triunfo de la Revolución social!—gritó una de lasseñoras.

Esta esperanza era desgraciadamente infun-dada. Natalia murió en Kara en 1887; Raissa secasó con el desterrado Tiutchev y ya ha muertotambién. Sólo Kostyurin vive todavía en Tobolsk,pero nuestros caminos no se han cruzado más enla vida.

Se nos condujo al cuerpo de guardia vecino ála prisión. Un centinela avisó en seguida nuestrollegada y vimos aparecer, rodeado de varios gen-darmes, al gobernador de la prisión, Bolschakoff,oficial de cosacos, que nuestros compañeros noshabían pintado como un hombre bueno y huma-nitario.

Se nos pasó rápidamente revista, así como ánuestros efectos, dejándonos sólo la ropa que lle-vábamos puesta y transportando al depósito el

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resto de nuestros equipajes, hasta que el coman-dante Nikolin decidiera si debíamos conservarlosó no.

—No hay necesidad de que tengan las cadenaspuestas—nos declaró el mariscal Colubroff;—estaformalidad es aquí inútil.

La noche llegó antes de que estuviéramos lis-tos, y nos confiaron al cuidado de los gendarmes.

Veintidós meses habían transcurrido desde miarresto en Friburgo; había conocido doscientasprisiones y recorrido unas doce mil verstas.

—¡A la guardia!—grita nuestra escolta.Una cerradura rechina, una puerta se abre y

nos franquea la entrada de la prisión.

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 260.

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CAPITULO XXII

Los primeros días de prisión en Kara.—Viejos y nuevosconocimientos

Nos introdujeron en un largo corredor apenasiluminado. En la puerta de entrada, cerca de unagran caja, había un hombre en traje de prisionero.

•—Buenas tardes, Martinowki.Aunque no lo había visto jamás, sabía, por los

compañeros encontrados en el camino, que velabadesde por la mañana hasta la noche cerca de estacaja de las provisiones de los prisioneros polí-ticos.

Parecía sorprendido de oirse así llamar por sunombre, pero cuando nosotros le hubimos dicholos nuestros, la sonrisa esclareció su rostro y nosestrechó cordialmente la mano. El gendarme pusotérmino á la efusión, gritando:

— Deutsch, celda número dos; Tschnikov, nú-mero cuatro.

Una puerta se abrió y entré en una vasta piezaen medio de la cual había una mesa rodeada debancos, varios lechos de campaña para dos per-sonas; una chimenea esparcía su calor y tres lar-gas ventanas dejaban penetrar la luz. Los nuevoscamaradas me saludaron; eran catorce, dos deentre ellos antiguos conocidos.

TOMO I I SJ

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 261.

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La primera cuestión se redujo á encontrar unsitio para mí. Se decidió que partiría el lecho decampaña con Sundelewitch. Supe después que mehabía hecho un gran sacrificio separándose de sumejor amigo.

En una estancia donde muchos hombres es-tán siempre juntos, el solo medio para cambiardos amigos pensamientos íntimos es dormir unoal lado del otro, sobre el mismo lecho; no supehasta más tarde apreciar las ventajas de tal ve-cindad.

Cuando llegamos, la comida de la tarde habíaterminado y me tuve que contentar con una tazade té, un terrón de azúcar y un pedazo de pannegro.

Me acosaron é preguntas sobre los motivosque me habían reducido á prisión, sobre mi viday sobre todo lo que pasaba en Rusia. Todo eranbromas, risas, conversaciones sin fin. Tenía laimpresión de encontrarme en famliia después deuna larga ausencia. El tiempo transcurrió rápidoy era ya muy tarde cuando me acosté.

Mi viaje desde Moscou había durado seis me-ses; estaba extenuado; así fue para mí un verda-dero solaz caer en un sitio de donde no saldría entantos años.

Me regocijaba de antemano con la idea de en-contrar en Kara á mi viejo amigo Jacobo Stefano-witch. No nos habíamos visto en cuatro años. Nosdespedimos en Suiza, cuando él volvía á Rusia.Desde el comienzo de Febrero de 1882 estabapreso, complicado en el proceso de los diez y siete.Había llegado á Kara dos años antes que yo. Es-peraba con impaciencia la mañana para llamar algendarme por la rejilla y que me llevara á salu-darle á su celda, número 1, pues durante el día

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 262.

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les está permitido á los prisioneros políticos ha-cerse visitas de unas celdas á otras. Había sidopreciso luchar mucho para obtener esta gracia,cuando las celdas de los prisioneros de derechocomún están siempre abiertas de día.

Había también diez y seis detenidos en la ha-bitación de Stefanowitch. Saludé é los camaradas,conversé con mi amigo é hice la tournée por las-otras celdas.

La aparición de nuevos detenidos es, natural-mente, un gran acontecimiento en la prisión. Seesperan de antemano, porque á pesar de todaslas precauciones, los ecos de fuera atraviesan losmuros.

Se me esperaba con gran impaciencia; losrecién venidos rompen por algunos días la vidamonótona de la cárcel; se saben por ellos noveda-des, y sobre todo detalles del movimiento revolu-cionario ruso.

Les contaba cuanto yo sabía y aprovechaba laocasión de conocer sus ideas con vivo interés.Recuerdo una discusión que sostuve un día conun antiguo conocido, Volochenko. Este era un es-píritu penetrante, aficionado á la discusión, y quepasaba por un original.

En 1879 había sido condenado por el tribunalde Kiew á diez años de servidumbre penal; a causade una tentativa de evasión, once años se aumen-taron á los anteriores.

Cuando le hablé de la nueva corriente que semanifestaba en el movimiento revolucionario rusoy le cité el grupo socialista que se había formadorecientemente con el nombre de «Liga de eman-cipación de trabajo», y cuando le dije que yomismo pertenecía á la «Democracia Social», y porconsiguiente deseaba propagar en la Rusia las

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ideas de Karl Marx, Volochenko pareció admiradoen grado altísimo.

—¡La Democracia social en Rusia!... ¿Qué clasede gentes son esas?

—Delante las tiene usted.Los rostros de Volochenko y sus camaradas

expresaban tan grande sorpresa como si vieraná un discípulo de Mahoma.

En efecto, las ideas de Karl Marx eran poco-conocidas en Rusia. Acababa de publicarse la tra-ducción de El Capital: las gentes instruidas cono-cían el inmenso servicio que prestaba a la cienciaeconómica, pero en Kara no había llegado aún yno sabían nada de las bases en que apoyaba susideas de socialismo. Se iba más lejos y se llegabahasta á rechazarlas en parte, por la influencia deEugenio Duhring, en parte por la del publicistaN. Michailowski, y en.parte porque se temía,como una tradición de sentido común, que lateoría de Karl Marx era absolutamente inaplica-ble en Rusia. Esta fue la opinión de Volochenko,que no conocía sus escritos.

Yo podía darles algo más que mi opinión sobreeste asunto. A pesar de los mil registros, habí-apodido hacer pasar de contrabando hasta la pri-sión algunos escritos prohibidos, entre ellos elprimero que nuestro grupo había publicado conel título de El Socialismo y la lucha política, dePlechanov. Como los compañeros no habían teni-do en mucho tiempo ocasión de leer libros prohi-bidos en Rusia, la cosa hizo sensación y se arro-jaron con avidez hacia este pasto tan nuevo paraellos.

Tenía curiosidad de saber cómo acogería esteproblema Sundelewitch, porque en los primerostiempos se había contado por un demócrata, ó al

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menos proclamaba bien alto que las prácticas dela Sosial Demokratic estaban en todo conformescon las aspiraciones de la Alemania.

Nos habíamos conocido en 1878. Era él el en-cargado de introducir en Rusia los libros prohi-bidos para el grupo «Tierra y Libertad», y nosayudó á pasar la frontera 6 Stefanowitch y á mícuando nos evadimos de Kiew.

Teníamos en esta época acaloradas discusio-nes á propósito de los medios que debían em-plearse para sostener la lucha en Rusia. Yo eraentonces un adversario resuelto de la «Democra-cia Sociah; en mi cualidad de terrorista, conside-raba como inútiles ó perjudiciales sus procedi-mientos pacíficos y sostenía que no eran aplicablesá la Rusia. Sundelewitch, al contrario, pretendía.que era inútil ir al pueblo y que la agitación de lasclases obreras no daría ningún resultado. Yo lehablaba de que para conquistar en Rusia la libertad política todos los medios eran buenos, perono se convencía.

Después se afilió al partido terrorista en 1879y trabajaba activamente en preparar atentados,diciendo que era e! solo medio de conseguir lareforma política. Su partido le debía mucho, por-que era incomparable en su entusiasmo y conocíatodos los medios de ejecución práctica. Fue arrestado en Petersburgo en la Biblioteca pública enel curso del otoño de 1879 y complicado en elproceso de los diez y seis, á causa del cual doscompañeros fueron condenados á muerte y á élle impusieron la pena de trabajos forzados á per-petuidad.

No esperaba encontrar en Sundelewith unpartidario de mis ideas socialistas, y esto me cau-saba gran turbación. Cuando hablábamos durante

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 265.

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las largas noches sobre el lecho de campaña, nosocupábamos de nuestros amigos comunes queestaban en libertad luchando por el triunfo denuestras ideas, de los vencidos en la lucha, quegemían en los calabozos ó encontraron la muertecomo héroes; pero temía llegar á las discusionesteóricas, porque sentía que en ese terreno no po-dríamos entendernos. Por desgracia lo había adi-vinado. No participaba de mis ideas; como algu-nos otros, era adversario de la doctrina marxista.Llegaba hasta decir que las lecciones teóricas deEl Capital eran absolutamente inaplicables en larealidad. No tenía ocasión de hablar de esto conmi amigo Stefanovvitch, porque no estaba en lamisma celda, y además mis ideas eran para éltambién absolutamente extrañas é incomprensi-bles.

Cuatro años antes, en la época de nuestra se-paración, estábamos de acuerdo. El había queda-do exactamente como en aquella época, mitadagitador, mitad terrorista. Yo había abrazado lasideas nuevas y fundado con otros camaradas la«Liga de Emancipación del Trabajo».

Stefanowitch escuchaba hablar de esto por laprimera vez y no sabía lo que significaba, perocomo era de espíritu pensador y reflexivo, com-prendía muy bien la importancia de esta tenden-cia nueva. Era claro para él que había allí todoun programa que aplicar á la Rusia. En cuanto alresultado práctico de este programa, estaba llenode luchas, pero no le mostraba la hostilidad que]e atestiguaron luego muchos revolucionarios.

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La vida en común nos indujo á servirnos de

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un argot especial. Cada habitación tenía su nom-bre: la primera se llamaba el Synedryon, la segun-da Cámara de los Nobles, la tercera Cámara de losYacoutes y la cuarta la Ciudad. Estos nombreseran ya tan antiguos, que se había olvidado la ra-zón de por qué se daban.

La Cámara de los Nobles, á la que yo pertene-cía, encerraba algunas personas muy simpáticas,jóvenes, inteligentes, bien educadas, llenas de viday fuerza. Cada uno de ellos presentaba en su gé-nero un tipo diferente; algunos eran hombres no-tables.

Entre los últimos citaré el primero á NicolásYatzewitch, hijo de un sacerdote griego del go-bierno de Poltawa. Tenia diez y siete años y eraestudiante de la escuela de veterinaria de Karkow.Fue arrestado por haber ayudado en la evaáión áAlexis Medwedjeff y lo condenaron á quince años.Se había escapado de la prisión de Irkoutsk, perodespués lo condenaron á un suplemento de cator-ce años. Tenía apenas diez y nueve años cuandoingresó en Kara.

Había conquistado todos los corazones con sunoble carácter. Modesto hasta la timidez, silencio-so y replegado en sí mismo, ejercía sobre los otroscompañeros una influencia mágica. Su deseo desaber era ilimitado; con un celo heroico estudiabaconstantemente en la prisión y tenía profundosconocimientos en ciencias naturales, filosofía yliteratura; poseía algunas lenguas extranjeras, ycomo no descuidaba los ejercicios físicos, lograba6 la vez fuerza plena, agilidad y destreza.

.En la cárcel era amigo de todos los camaradassin excepción, lleno de bondad para todos y siem-pre pronto á venir en su ayuda. No era raro quese conquistase la confianza y que reconocieran su

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superioridad á pesar de su juventud. Cuando yole he conocido no tenía aún veinticinco años.

Por tendencia era metafísico, de un eclecticis-mo muy independiente. Participaba de las ideasde Duhring y de los neo-kantens. En materia eco-nómica era partidario de Carey, Bastiat y otrosteóricos burgueses, y naturalmente era un adver-sario de la doctrina de Karl Marx.

Dé un temperamento muy diferente eran losdos amigos íntimos Martinowski y Starinkewitch,que se llamaban comunmente los dos pequeñosiwans, aunque uno de ellos sólo llevaba este nom-bre. Starinkewitch era también el niño querido desus camaradas, pero de un carácter muy distintodel de Yatzewitch. Era de los que ríen de cual-quier cosa, siempre de buen humor y de espíritucentelleante. Sus palabras y sus acciones nosarrancaban grandes carcajadas; su voz clara do-minaba á todas las otras. Era instruido, pero me-nos aplicado que su amigo. Poseía una de esasinteligencias felices que lo cogen todo al vuelo,que se lo asimilan y saben hacerlo brillar con milasuntos diferentes, "pero en los que nada llega ja-más al fondo. Sus maneras eran casi las de unaniña: dulce, confiado y cariñoso por naturaleza,mas apasionado, en ocasiones, hasta la violencia.

Había nacido en Moscou, y apenas salió de laUniversidad, en 1881, cuando le condenaron áveinte años de prisión por el solo crimen de ha-berse negado á denunciar la persona de quienhabía recibido una proclama encontrada en susmanos. Por sus tendencias políticas era un parti-dario entusiasta de la «Narodnaja Volja».

Se decía ordinariamente que los dos amigosno debían comprenderse mucho con caracterestan opuestos: mientras que Starinkewitch era ale-

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gre y abierto, Martinowski, por el contrario, eraserio y tranquilo, casi moroso. Se le veía rara vezsonreír, y yo no recuerdo haberle visto reir nunca.Creo que jamás ha cedido ni hecho la menor con-cesión, pero sabía imponer su voluntad á los-Otros. Me hacía el efecto de un hombre de unagran fuerza de carácter, dueño de sí y un poco au-toritario. Era sin duda un hombre bien dotado,con afición á los estudios y sentido esencialmentepráctico. Profundizaba los problemas y fue unode los primeros que en la prisión se dedicaron alestudio del marxismo. Era también de Moscou,había sido arrestado á los veinte años y conde-nado en el mismo proceso que Sundelewitch,Kwyatkowski y algunos otros, á quince años detrabajos; una tentativa de evasión elevó la pena áveintiún años.

A mi llegada á Kara él era el administrador delos prisioneros, lo que prueba la confianza quesus compañeros le otorgaban. Era, desde todospuntos de vista, un defensor enérgico de nuestrosintereses. Si este hombre hubiera vivido en otrascircunstancias políticas y en un campo de accióndigno de él, hubiera podido jugar un papel consi-derable en la vida pública.

Otra persona notable se encontraba en la pri-sión, el estudiante Mirski, por un atentado contrael general Drenteln. El 25 de Diciembre de 1879se paseaba dicho general en carretela por las ca-lles de Petersburgo; poco tiempo antes había sidonombrado jefe de gendarmería y director de lafamosa 5.a sección, como sucesor del general Me-zentzeff. Los revolucionarios lo habían condenadoá muerte. De pronto un jinete se acerca al estribo,hace signo al cochero de detenerse y dispara va-rios tiros de revólver al través de los vidrios. Los

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disparos no hicieron blanco; el general grita alcochero que siga al jinete, y empieza entoncesuna carrera endiablada. El público no compren-día de qué se trataba y miraba lleno de sorpresala extraña persecución del coche del general á unelegante caballero. El cochero acosaba de cerca alestudiante y más de una vez estuvo á punto decogerlo. El fugitivo ganó una calle lateral y des-apareció un momento para ver al poco tiempo loscaballos del general sobre sus talones. Se decideá emprender un galope serio, pero el caballo botay le obliga á detenerse. No pierde por eso su pre-sencia de espíritu; tranquilamente se dirige á unagente de policía y le dice:

—Amigo mío, tenga usted la bondad de guar-darme este caballo hasta que envíe á mi cochero.

—Estoy á sus órdenes—respondió el honradoagente de orden público.

Y sujetó el caballo de la brida. El estudiantedesapareció por la primer bocacalle y tomó uncoche de plaza; parecía estar ya libre.

El general temblaba de coraje cuando vio elcaballo en tan buenas manos. Toda la policía dela capital íué puesta en movimiento; se acabó pordescubrir que el caballo pertenecía a un alquila-dor y el jinete era el estudiante Mirski, un indivi-duo desde largo tiempo ya vigilado por los gen-darmes. Se estaba sobre su pista, pero Mirski noestaba en Petersburgo, se había escapado haciala Rusia del Sur. Habitaba en Taganrog, en casade un oficial amigo y correligionario político,cuando el subteniente de artillería Tarchoff, otrooficial, tuvo sospechas á propósito del huésped desu camarada y lo denunció á la policía. La casafue cercada y Mirski no pudo librarse de sus per-seguidores. Disparó algunos tiros de revólver so-

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bre la policio, tratando de romper el círculo, perofue capturado. En Noviembre de 1880 compareciódelante de un consejo de guerra, en compañía deTarchoff, del poeta A. Olchin y algunas otras per-sonas.

En esta época todos los complicados en com-plots nihilistas eran condenados á muerte. Todoel mundo estaba convencido de que Mirski, quehabía dirigido un atentado contra el jefe de gen-darmería, sería ahorcado. Recuerdo que algúntiempo antes del proceso alguien que lo habíavisto en la prisión nos contaba que Mirski habíaformulado el deseo de que le enviaran un vestidonegro y con bata blanca, porque quería compare-cer así delante de los jueces.

Todos los camaradas quedamos sorprendidosde esta extraña petición: hasta entonces ningúnrevolucionario ruso se había preocupado del trajeque llevaría ante el tribunal. Pero se cumplió eldeseo de Mirski.

—Le daremos el gusto—decíamos—de brillarpor última vez en público y de deslumhrar á lagalería.

Los periódicos contaron, en efecto, que el prin-cipal acusado, Mirski, era todo un elegante caba-llero. Su defensa fue reproducida y admirada ennumerosos periódicos extranjeros. Fue condena-do á muerte, y se debía á una serie de circunstan-cias milagrosas que no se ejecutase su pena y lefuera conmutada por la de trabajos forzados áperpetuidad.

Si en aquella época el atentado contra Alejan-dro II en la estación de Alexandrowskaja no seretrasa por azar, ó si el proceso se demora cua-renta horas más, hasta el 19 de Noviembre, díaen que el tren del zar saltó por el aire, no hubie-

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ran indultado á Mirski. Escapado de la muerte,lo encerraron en la fortaleza de .Pedro y Pablo,donde se encontraban peligrosos criminales deEstado, y cuatro años más tarde fue deportado áKara, en donde lo encontró en la Cámara de losNobles.

En lugar del hombre elegante y distinguidoque me habían pintado en Mirski, encontré unhombre vulgar, de mediana estatura y de unosveintisiete años. No había cambiado exteriormen-te solo, no era ya el brillante muchacho que seprecipitaba entre los coches, era de espíritu serioy reflexivo. Había meditado mucho sobre la Rusiay sobre el movimiento futuro del país. Las teoríasde Marx le eran desconocidas, y sin embargohabía llegado solo á las mismas conclusiones. Semostraba escéptico respecto al proyecto de algu-nos revolucionarios rusos de llegar al colectivis-mo por la unión de bienes, idea demasiado pa-triarcal. No creía tampoco en la eficacia delterrorismo, porque las masas populares eran indi-ferentes ó apáticas, y me preguntaba, con el espí-ritu torturado, qué solución sería posible.

De todos los prisioneros de Kara, Mirski erael único que se aproximaba á mis ideas. Durantesu permanencia en La Universidad estudió medi-cina, pero en la prisión se había dedicado porcompleto al estudio del derecho, y era un juristaconsumado, muy superior á todos los que había-mos hecho un estudio especial de esta ciencia.

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CAPÍTULO XXIII

La organización de nuestra vida en común.—Los sirios.Apuesta

Enconaré á mi llegada á Kara una organiza-ción sólidamente establecida para la vida encomún. El principio fundamental era la igualdadde derechos y deberes. Todos los presos forma-ban, desde el punto de vista de la administraciónde sus intereses, una comunidad en la que todoel mundo estaba confundido, pero donde se teníanen cuenta los cuidados y aspiraciones individua-les. Cada uno era libre de formar parte de la co-munidad ó de vivir separado, pero las condicionesmateriales eran las mismas para todos. El Estadodaba para cada prisionero una cantidad determi-nada de víveres. Tres libras de pan al día, un ter-cio de carne y cierta cantidad de sal. Estaba ade-más permitido que los prisioneros recibierandinero de sus parientes y amigos para mejorar elrégimen. Muy pocos tenían este auxilio, y tododinero recibido se distribuía en común como losvíveres del gobierno. Se repartía de la forma si-guiente: un tercio servía para procurarse los ex-traordinarios, especialmente carne: en nuestroargot lo llamábamos «henchirla marmita común».Otra se destinaba á socorros a los camaradas

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que dejaban la cárcel para la simple deportación,suscripción de los periódicos que se nos permitíarecibir, franqueo de cartas, etc. El último terciose repartía entre todos y se denominaba el «equi-valente», para comprar té, tabaco, pescado, mante-ca ú otros objetos, que llamábamos «cuidados desegundo orden». Sin embargo, tuvimos que renun-ciar durante meses y años á estas pequeñas dul-zuras á fin de poder reunir el dinero necesariopara comprar un libro ú otro artículo de que te-níamos necesidad.

Nuestros recursos eran limitados hasta el pun-to de que, durante mi detención en Kara, no sehan recibido más que tres kopecks por hombre ypor día para la marmita común. Lo cual indicano recibir más que un rublo por mes, y con fre-cuencia mucho menos. Hay que tener en cuentaque á causa de los difíciles medios de locomoción,todos los productos importados en Siberia sevendían dos ó tres veces más caros que en Rusiaeuropea. Una libra de azúcar, por ejemplo, costa-ba de treinta y cinco á cuarenta kopecks. Los pri-sioneros teníamos que imponernos grandes pri-vaciones; la mayoría no tomaba más que té de lapeor calidad, y casi siempre sin azúcar; un grannúmero consideraban el té como un lujo y se con-tentaban con un poco de agua caliente. Los queusaban azúcar habían de contentarse con un te-rrón para todo el día. Nosotros no veíamos eldinero más que en especies, pues estaba prohibi-do por el reglamento de la prisión. El director recibía los envíos y los llevaba á nuestra cuentadespués de advertirnos. Nosotros hacíamos laslistas de los encargos. Nuestro administradorcompraba los objetos y llevaba las cuentas paracuando se le pedían. Guando las demandas eran

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mayores que los ingresos, habla un menos de tan-tos á cuantos kopecks para el mes siguiente; elque por el contrario había hecho economías, esta-ba inscrito con la mención de más. Se trataba deeconomizar el mes siguiente, cuando se habíagastado de más en el anterior; pero había unamultitud de pobres diablos que, á pesar de su vo-luntad, no llegarían jamás á nivelar su cuenta; lesllamábamos los menos, mientras que los espíritusde economía se denominaban ios más. Gomo noera agradable contarse entre los menos, se hacíanesfuerzos por nivelar el debe y el haber cuando serecibía algún suplemento considerable, en Navi-dad ó Pascua, por ejemplo. Pero á pesar de eso,algunos no lograban jamás salir de la categoría demenos; algunas veces, para conmemorar una fiestarevolucionaria, se proponía solventar los menos,es decir, pagar todas las deudas. La proposiciónera aceptada por todos, excepto por ellos, que vo-taban en contra ó se abstenían de votar con grandelicadeza.

Todas las mañanas nuestro administrador ve-nía á las puertas de las habitaciones con su regis-tro y nos preguntaba lo que deseábamos: uno pe-día un kopeck de azúcar, otro de té. Las órdenesse escribían y trasladaban sobre un gran libro.Poco después el administrador reaparecía y nosdaba por el ventanillo de la puerta lo que había-mos pedido. El intendente de la prisión nos remi-tía con él los demás objetos que necesitábamos,tales como vestidos, lencería ó zapatos. Su misiónera servirnos de intermediario cerca del directory ser nuestro representante en todas ocasiones.

El administrador era elegido en votación se-creta por un período de seis meses. El elegido eralibre de rehusar, lo que sucedía con frecuencia,

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porque el cargo era honorífico y lleno de enojos yfatigas. El administrador y todos los miembros dela sociedad tenían el derecho de proponer una«revisión de los estatutos». Se hacía por escrito,y después de discutida en las diversas celdas, seprocedía á la votación. El administrador recibíalos papeles á través del ventanillo y nos hacía co-nocer los resultados. Violentos debates se traba-ban algunas veces; los partidos combatían unoscontra otros como en el Parlamento, pero nohabía cuestión de gabinete á propósito de un votode confianza.

Ejecutábamos nosotros mismos todos los tra-bajos necesarios en el interior de la cárcel, y losprisioneros de derecho común estaban encarga-dos de todos los que exigían relaciones con el ex-terior, tales como transportar el agua, la leña ytirar las basuras.

Los trabajos eran para nosotros de dos clases:los que interesaban á la comunidad, tales como elservicio de la cocina ó la limpieza de la habita-ción, y los personales, como el lavado de ropa,costura, etc.

Todos desempeñaban los primeros, salvo losenfermos ó los de constitución débil, que estabandispensados. El servicio de cocina lo cumplía ungrupo de cinco prisioneros, que eran relevadostodas las semanas. Había de siete á nueve gruposque funcionaban á un mismo tiempo. Se podíahacer en una ú otra cocina, sin preocuparse de laseparación por habitaciones. Cada grupo tenía unjefe cocinero, un ayudante, un cocinero especialpara los enfermos y dos hombres para los demásquehaceres. Las tareas no eran fáciles ni agra-dables.

Se entraba en faena desde las siete de la ma-

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ñaña y con frecuencia no se había terminado á las-cinco de la tarde. A la noche se estaba rendido, yal ñn de la semana se veía con placer que la tareaestaba concluida por algún tiempo y no se pen-saba ya más que en la alegría de tenderse sobrelas pieles de nuestros lechos. Estas ocupacionesintroducían alguna distracción en la vida monó-tona de la prisión. La cocina era una especie declub, donde todas las habitaciones se confundían.Cuando la tarea se acababa, pasábamos agrada-blemente el tiempo, se sabían las novedades deldía, se hablaba, se discutía y nos dábamos bro-mas los unos á los otros. Así, por ejemplo, el jefeimponía extrañas tareas á los recién venidos. En-comendaba á uno sacar las patatas de la marmitacon un tenedor; otro recibía el encargo de colo-carse con un gran bastón cerca del muro y degolpear la cabeza de todo el que entrara; encuanto á mí tuve que partir granos de trigo conun enorme cuchillo.

Los cocineros tenían mucho que hacer, dadolos pocos recursos de que disponían. Las legum-bres eran muy raras y se hacía difícil la confec-ción de un menú.

Cuando yo llegué faltaban las patatas. A me-diodía, por razones de economía, no se daba másque el caldo; las viandas se ponían aparte paraservirlas á la tarde. Cuando me senté á la mesapara mi primera comida, ya sabía que era frugal,porque me habían hecho conocer el régimen dela prisión; pero cuando acabé mi última cucha-rada de sopa, sin otro acompañamiento que unpoco de pan, no estaba satisfecho y pasó muchotiempo antes que me pudiera habituar á este gé-nero de alimento.

La habilidad de los cocineros consistía en

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guardar la carne del caldo para la comida si-guiente; se la cortaba entonces en trozos y se lacocía con legumbres. El plato favorito de la ma-yoría era una especie de cocretas de carne y hari-na, que nuestros cocineros tenían á gran honorservirnos lo menos dos veces á la semana.

Los más golosos de entre nosotros tenían lacostumbre de ir á oler al lado de la cocina y ve-nían á traernos gozosos la noticia de que habíacocretas aquel día.

Los cocineros S3 distinguían sobre todo el sá-bado, día en que su tarea semanal terminaba.

Desde hacía algunos años establecieron la cos-tumbre de dar ese día un extraordinario llamadopiroque, que era una especie de pasta hecha conharina y la carne guardada durante toda la se-mana. Se ponían de lado estos trozos de carnesobre la piroque y la pasta era tan abundante, queno podíamos consumirla y guardábamos un pe-dazo para el té de la mañana siguiente. En gene-ral el régimen era insuficiente, poco nutritivo ymenos agradable al gusto. Sólo era abundante elpan, porque la ración que nos daba la adminis-tración era tan grande, que restaba siempre unpedazo: pero el que no tenía estómago para dige-rir estas enormes masas quedaba siempre ator-mentado por el hambre.

No comíamos cuanto necesitábamos más quelos días de fiesta, porque aumentaban nuestrosingresos y dábamos fondos especiales á la cocina.Los cocineros rivalizaban entonces en habilidady ponían sobre nuestra mesa los manjares másapetitosos, tales como asado, chuletas, pan blancoy hasta dulces. Es preciso hacer justicia á nues-tros cocineros, entre los que había verdaderos ar-tistas, dignos de servir en grandes casas.

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El régimen de los enfermos no estaba estable-cido de antemano; el cocinero debía atenderlosen lo posible á medida de los recursos.

Nuestro compañero Prybyliew designaba á losque tenían derecho á este régimen de favor, y nosdaba consejos médicos, pues aunque no fuesemás que veterinario, tañía en medicina grandesconocimientos y una excelente vista clínica. Sufama estaba tan extendida dentro y fuera de laprisión, que las gentes venían á consultarle, aun-que había tres médicos en la vecindad.

Los ayudas de cocina eran los que no enten-dían nada de este arte especial y no se podíanencargar de tareas delicadas. Por este doble mo-tivo yo no llevé jamás las funciones de cocinero.En calidad de ayudante tenía que ir á buscar elagua, cortar la leña, llevar á las habitaciones elagua caliente y el carbón para el samovar, repar-tir los alimentos, lavar la vajilla, encender losfogones y tener la cocina limpia. Las tareas noeran agradables, pero en cambio los ocupados enla cocina, poruña vieja costumbre, recibíamos lasmejores raciones.

Además del administrador, que se ocupaba delos alimentos, teníamos un repartidor de pan,cuyas funciones consistían en cortar el pan y dis-tribuirlo en las habitaciones: los mendrugos quenos quedaban los metíamos en un saco de tela yse los devolvíamos. El los hacía pasar á la colonialibre, para servir de alimento á dos vacas y uncaballo que pertenecían á nuestra asociación.

Otro tenía la vigilancia del gallinero, porquecriábamos en el patio un gran número de pollosy nos distraímos viendo los singulares combatesen que ensayaban su fuerza naciente.

Dos camaradas tenían la dirección de los ba-

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ños, velaban por la limpieza de retretes y pilas, ycomo los otros funcionarios, estaban dispensadosde todo servicio de cocina.

Había aún otro cargo más elevado: el de bi-bliotecario. Este era elegido por votación, como eladministrador, en tanto que los otros elegían porsí mismo su empleo.

Nuestra biblioteca era numerosa; se componíaen parte por volúmenes llevados por los presos,en parte por obras enviadas desde fuera. Casitodos los ramos del saber humano estaban repre-sentados, sobre todo la historia, las matemáticas,las ciencias naturales. Había libros escritos encasi todas las lenguas europeas y hasta clásicas.Dos enormes armarios alineados en el corredorencerraban estos tesoros, pero una gran parte delas obras estaban continuamente entre las manosde los lectores; nuestros bibliotecarios tenían queocuparse de la encuademación, en la cual todosles ayudábamos voluntarios. Los útiles que tenía-mos eran de los más primitivos, y como las cu-biertas de cartón costaban demasiado caras, lasfabricábamos cosiendo unidas varias hojas depapel.

Tschuikow, que había llegado al mismo tiempoque yo, se reveló como un excelente bibliotecario:se acordaba bien, no sólo de los nombres de losque habían tomado un libro, sino que sabía de-cirnos con precisión admirable en qué obra se en-contraba tal ó cual detalle demandado. Fue defi-nitivamente elegido.

En las habitaciones el servicio estaba reguladode un modo perfecto. Por turno cada uno debíabarrer dos veces por día, encender los hogares ysacar por la mañana los vasos de noche. Nos dá-bamos gran cuidado para mantener la más escru-

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pulosa limpieza. Cada dos semanas había ungran lavado, se frotaba el suelo con agua caliente;el lecho, los bancos y las sillas se lavaban en elpatio. Velábamos porque la ventilación fuese com-pleta y que todas las reglas higiénicas se observa-sen. Se iba al baño una vez por semana, y cadauno lavaba su ropa.

Tal era nuestra organización doméstica: si setiene á bien recordar que la mayoría de los presosen Kara eran estudiantes que venían directamen-te de'la Universidad y no conocían nada de lastareas de la vida diaria y los trabajos del interiory se tiene al mismo tiempo en cuenta la modici-dad de nuestros recursos, se podrá admirar cómose había organizado esta vida práctica y económi-ca. Naturalmente, todo no se había hecho en undía, y poco á poco se fue perfeccionando en eltranscurso del tiempo.

El hecho de vivir siempre unidos en la mismasociedad ocasionaba con frecuencia rozamientosy pequeños disgustos que no se podían evitar.

En medio de cada habitación, una lámpara,con pantalla sombría, estaba suspendida deltecho. Por desgracia, las mesas eran largas y es-trechas, lo que hacía que un gran número de si-tios no estuvieran iluminados, y todo trabajo eraimposible á los que las ocupaban. Los condena-dos á la ociosidad perjudicaban á los otros en sutrabajo.

Aunque se hubiera podido remediar este des-dichado estado de cosas, era imposible obtenerla calma y el silencio que exigen los estudios

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serios. Cuando diez y seis individuos de tempe-ramento y aspiraciones diferentes se hallan re-unidos en tan estrecho espacio, no se les puedepedir que se abstengan de toda conversación du-rante las interminables veladas del invierno. Eraprecisamente en el momento de sentarse todos entorno de la mesa cuando las conversaciones sehacían más animadas; se hablaba, se hacían chis-tes, se gritaba y se reía á carcajadas. Los quequerían trabajar seriamente tuvieron que recurrirá un medio especial; se hicieron sirios, como de-cíamos en nuestro argot.

Los sirios se acostaban al anochecer, y cuandotodo el grueso de la sociedad empezaba á dormirse levantaban á trabajar hasta el alba, al mismotiempo que la estrella Sirio se levantaba sobre elhorizonte (de donde venía su nombre), que seacostaban de nuevo para gustar de dos horas desueño.

Se necesitaba una gran voluntad y avidez deciencia para convertirse en sirio. No era fácilpoder dormirse por la tarde mientras los cámara-das hablaban y se hacía ruido; apenas se empe-zaba á descansar era preciso levantarse. Esto eramuy penoso, y no pude jamás habituarme. Sinembargo, todo el tiempo que estuve en Kara, Yat-zewitch, Kaljuschni y Adrián Mikailoff no dejaronde ser sirios.

Casi á mi llegada á Kara aprendí una costum-bre arraigada en las prisiones, y que referiré enpocas palabras.

Estábamos un día en conversación muy ani-mada sobre la situación política de Rusia, cuandoun camarada me hace la pregunta siguiente:

—Dígame, Deutsch, ¿cree usted que el zar sal-tará pronto?

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—No—dije yo,—no se le hará saltar; creo quemorirá de buena muerte en su lecho.

Mi" respuesta provocó una protesta vivísimade todos lados; todos estaban conformes en afir-mar que Alejandro III participaría de la suertede su padre.

En esta época todos los revolucionarios, conpocas excepciones, estaban convencidos de lafuerza indestructible de la «Narodnaja Volja» yveían en el terror el único medio de combatir elabsolutismo en Rusia.

Yo veía el movimiento revolucionario bajo unaspecto diferente. Me había ocupado ya de la or-ganización política antes que los terroristas estu-viesen en sus principios; había asistido á las lu-chas que sostuvieron; los vi desenvolverse; conocíapersonalmente á todos los terroristas, pequeñosy grandes, y había llegado á la conclusión de quela «Narodnaja Volja» había pasado. La corrienteque contribuyó á la fuerza de ese partido llegó ásu máximum en 1881, pero después del atentadocontra Alejandro II su importancia empezaba ádeclinar.

Como ya he referido, todos los terroristas quetenían experiencia y práctica habían sido ejecuta-dos, y los jóvenes que los siguieron no encontra-ban entre las persecuciones ocasión de probarsus fuerzas. En Rusia, tanto como en el extranje-ro, pude comprobar que el entusiasmo de los pri-meros momentos había cedido el puesto á unescepticismo inquieto. Se había perdido la fe, aun-que no se osaba confesarlo.

Cuando yo exponía estas consideraciones, micamarada me preguntó bruscamente:

—¿Qué quiere usted apostar? Yo creo que ma-tarán al zar; usted tiene una opinión diferente. Si

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usted quiere, fijemos un plazo para el día en queel zar sea ejecutado por los revolucionarios.

—Está bien, acepto.—Fijaremos cinco años, hasta el 15 de Diciem-

bre de 1890.—Conforme; ¿qué se apuesta?El último punto no era fácil de precisar. Las

apuestas de este género son corrientes en la pri-sión, como vi más tarde, y las sumas que se arries-gan sirven para los pequeños suplementos detabaco, té, azúcar y otras comodidades.

Apostamos que el que perdiera pagaría á todoslos de la habitación unos dulces: era cuestión dealgunos rublos. Cuando el curso de los aconteci-mientos me dio la razón, al fin del año 1890, micompañero quiso pagar y se sometió á largas pri-vaciones para hacer honor á la promesa; perocomo la mayoría de los presentes á la apuesta noestaban ya en la cárcel, pude lograr que no lacumpliese.

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CAPÍTULO XXIV

Historia de la prisión de Kara.—El "Gato,,.—La Cámara del"Synedryon,,.—La primavera

Cuando se hablaba con los detenidos en la cár-cel y la conversación recaía en el pasado, se es-cuchaba decir muchas veces: «era durante los díasde Mayo» ó bien «era cerca del 11 de Mayo». Estaíecha era familiar para todos, porque los días deMayo significaban lo que los días de Febrero enla historia de la Francia.

Lo que precedió á los días de Mayo fue la•edad de oro; después los años se sucedieron som-bríos y dolorosos. Será bueno referir aquí, á pro-pósito de esto, algunos detalles.

Las prisiones para detenidos políticos datan de1880. Antes de esta época se encerraban en laspenitenciarías, que no habían sido construidaspara ellos. A lo largo del río Kara había variascolonias ocupadas en el lavado del oro, cuyo pro-ducto era propiedad del zar, ó, como se dice en ellenguaje oficial, del Gabinete de Su Majestad. Losdetenidos políticos y los de derecho común habíande ocuparse en lavar el oro para el amo de todaslas Rusias.

Este oficio no tenía nada de penoso y lo cum-plían de buen grado. Era más sano y agradable

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trabajar algunas horas del día al aire libre queenmohecer en las prisiones. En esta época lospresos de Estado gozaban de las mismas ventajasque los de derecho común, hasta se dice que reci-bían las mejores raciones, y una vez la pena cum-plida los enviaban á la colonia penitenciaria, ypodían comunicarse con sus parientes y amigos.Los detenidos políticos estaban contentos de estaigualdad con los otros prisioneros.

En Diciembre de 1880, el ministro del Interior,conde Loris Melikoff, dio orden de no enviar losreos de Estado á las colonias penitenciarias. Enesta época Semjanowski, estudiante en la Uni-versidad de Petersburgo, se suicidó, dejando es-crita una carta á su padre, en la cual le decía queel solo pensamiento de ser enviado á la cárcel lesugería la fatal determinación.

Esta orden cruel fue dada en una época enque todo el mundo se creía en vísperas de uncambio completo. El rumor de tentativas revolu-cionarias llegaba, aunque con retraso, á los prisio-neros de Kara, y la sed de libertad se hacía másardiente. Así algunos, que tenían que pasar mu-cho tiempo en la prisión, decidieron evadirse. Elplan se puso en práctica en Mayo de 1882.

El trabajo de lavado, donde los prisioneroseran conducidos todos los días, presentaba laocasión. Dos presos se debían evadir cada noche.

El primero que por decisión unánime desig-naron los compañeros para emprender la fuga,fue el conocido revolucionario Mychkin, el cualescogió para acompañarle á Nicolás Chrukcheff,que era hombre de gran iniciativa.

Los dos consiguieron escaparse; para disimu-lar su fuga, los compañeros los reemplazaron conmaniquíes. Precisamente en esta misma época, el

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jefe de servicio de prisiones, Galkin Vrassky, seencontraba en Kara en compañía del gobernadorIljachewitcb, y aunque la prisión fue visitada porlos altos dignatarios no se descubrió la evasión.Los dos fugitivos estaban ya en camino hacia elExtremo Oriente, en dirección á la costa del Océa-no Pacífico. La segunda pareja se escapó algunosdías después de la misma manera y con igualdichoso resultado; le llegó el turno á la tercera,después á la cuarta; pero en el momento de esca-par la última pareja, el centinela hizo fuego y diola voz de alarma á los guardias.

El golpe había errado y la fuga de los ochoprisioneros fue notada.

Esto pasaba el 11 de Mayo de 1882.Los funcionarios se encontraban todavía en

Kara, y su presencia inflamó el celo de los guar-dianes lanzados en persecución de los fugitivos.Seis de entre ellos fueron presos y juzgados denuevo: sólo los dos primeros quedaron en li-bertad.

Las represalias fueron crueles, y ejercidas con-tra todos los otros prisioneres. Los trasladaron ádiferentes cárceles, sometiéndolos en el camino aodiosos tratos. La prisión en donde habían estadoencerrados hasta entonces la arreglaron de modoque cada una de las grandes habitaciones dondevivían en común fue dividida en tres celdas tanestrechas que apenas se podían mover. En fin,con gran pena de parte de todos, se construyeronceldas separadas para algunos prisioneros.

Les quitaron los libros y todos los objetos desu propiedad particular, quedando sometidos alrégimen estricto de la prisión y á mil vejaciones.Desesperados muchos se decidieron á la protestapor el hambre, y estaban ya á dos dedos de la

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tumba cuando les hicieron algunas concesiones.Mychkin y Chrutcheff quedaron todavía largo

tiempo libres ocultos en Vladivostok. En el mo-mento mismo en que iban á estar definitivamenteen seguridad á bordo de un barco extranjero, co-nocieron los gendarmes en ellos á los dos fugiti-vos, buscados en vano.

Todo había sido inútil y los dos prisionerosdel zar fueron de nuevo conducidos á Kara.

Numerosos cambios se habían verificado eneste intervalo en la cárcel; hasta allí los prisione-ros de derecho común y los políticos dependíande la misma administración. A partir de este día,los prisioneros políticos de los dos sexos fueronsometidos á la vigilancia de la gendarmería. Unoficial de esta arma había sido enviado de Peters-burgo é instalado como comandante. Dos suboficíales de gendarmería desempeñaban el puesto decarceleros.

A causa de estos cambios se había modificadocompletamente el régimen de la prisión, y esto endetrimento de los detenidos. Se suprimieron lostalleres. Los presos quedaron reducidos a la in-actividad y la mayoría no dejaron más la prisión;se les prohibió al mismo tiempo toda correspon-dencia con sus parientes. Trece de entre ellosfueron llevados á Petersburgo, á la fortaleza dePedro y Pablo, y diez á Schlüsselburgo. Uno solode los últimos vive aún; los otros nueve han su-cumbido en los tormentos que se les hicieronsufrir.

** *

Durante los tres años que transcurrieron des-pués de los días de Mayo hasta mi llegada, cuatro

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comandantes se habían sucedido en la prisión deKara. Uno de ellos, convicto de haber robadocerca de mil rublos del dinero enviado á los pre-sos, fue deportado al país de los Yakoutes.

A cada cambio de comandante habían nuevasvariaciones en el régimen. Así es que los murosde separación de las habitaciones habían sidoderribados y se introdujeron algunos pequeñosbeneficios.

Los parientes de los prisioneros habían dirigi-do una queja al gobernador; las órdenes de LorisMelikoff fueron consideradas como ilegales y losdetenidos, conforme á la ley, se enviaron de nuevoá la colonia penitenciaria.

Las reglas estaban fijadas de esta manera: porespacio de uno ó dos años, según la condena, elprisionero estaba considerado como en tiempo deprueba, y debía pasarlo en la cárcel. Los otrosaños se llamaban tiempo de mejoración, y diez me-ses se contaban por un año. De este modo yo nohabía de estar en la prisión trece años y cuatromeses, sino once años y cinco meses. La ley dis-pone, además, que después de dos ó tres años deeste tiempo de mejoración, los prisioneros conde-nados á trabajos deben ser enviados á la coloniapenitenciaria, es decir, que se les concedía el per-miso de residir en las habitaciones particularesque se les designan ó que pueden hacerse cons-truir ellos mismos. Están sometidos en lo demásá las mismas prescripciones en vigor para todoslos otros prisioneros. Pero esto constituye unaventaja capital, porque desde ese momento no seestá obligado á pasar los días y las noches en lashabitaciones comunes. Se comprende, porquepara los prisioneros de Estado, gentes por lo ge-neral cultas, este privilegio tenía gran importan-

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cia. Así, la alegría de los detenidos fue grandecuando dos años después de los días de Mayo elnuevo comandante, jefe de escuadrón Burlei, quehabía sucedido al ladrón Manajeff, hizo saber quedentro de poco tiempo aparecería una decisiónsenatorial restableciendo el reglamento, para quetodos los detenidos que tenían derecho á este fa-vor fueran enviados a la colonia penitenciaria.

Antes de que se llevase á cabo esta decisión,el comandante de espíritu humanitario, fue cam-biado, y su sucesor, Nikolin, se las arregló paralimitar lo más posible esta feliz medida.

El Senado había votado la ley, pero los trámi-tes administrativos no se acababan nunca.

Nikolin era un hombre malo, de espíritu pe-queño, que buscaba pretextos para molestará losprisioneros. Escribió al gobernador que no conta-ba con bastante gente para vigilarla colonia peni-tenciaria si todos los prisioneros que tenían dere-cho eran enviados á ella, por lo que pedía quesólo quince fueran llamados á beneficiarse conesta medida. La falta de gente para vigilar erasólo un pretexto miserable, pero su voz fue favo-rablemente acogida y numerosos prisioneros quedebían ir á la colonia penitenciaria se vieronobligados á renunciar á esta esperanza. A causade este estado de cosas, cada vez que había unaplaza disponible en la colonia se presentaban unadocena de candidatos, entre los que Nikolin esco-gía á su capricho. Naturalmente, este acto de ar-bitrariedad le atraía el odio de los otros prisione-ros, tanto más cuanto que su actitud para contodo el resto no era á propósito para atenuar laindignación que reinaba contra él.

Poco después de mi llegada, tuve ocasión deconocer á este hombre, porque en esta época ve-

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nía con frecuencia a la prisión. Podría tener cercade cincuenta años, de talla menuda y ventrudo; sedaba aire de un hombre importante; el rostro re-dondo y rubicundo; los ojos, pequeños y verdes,miraban de soslayo; la barba era muy escasa;hacía el efecto de un gato viejo siempre en acecho,y se le designaba con el sobrenombre de Gato.

Todo en él inspiraba una insensible repulsión;hablaba con una voz dulzona, pero parecía presto-á saltar sobre la victima con las uñas afiladas.

No cesaba de lamentarse de su suerte, porquecreía que si hubieran hecho justicia á sus méri-tos sería por lo menos general. Su carrera habíacomenzado en 1860, bajo Mourawieff, el verdugode Wilna; contaba los servicios que le había pres-tado, pero desde aquella época, á pesar de habertranscurrido veinticinco años, no pasó de simplejefe de escuadrón. Esperando un ascenso, hacíaalardes de celo. Un día escribió al gobernadorhaciéndole la siguiente pregunta, que considerabaimportante: «Cuando se lavan los suelos de lashabitaciones y los prisioneros tienen que salir alcorredor, ¿pueden los carceleros hacerles entraren otra celda?»

—¿Saben ustedes lo que me ha contestado?—decía el Gato.—Me ha respondido que me atengaal artículo IB del reglamento, ¡y el reglamento notiene más que doce artículos!...

No había comprendido la ironía de la lección,y continuaba acribillando al gobernador con car-tas y preguntas por la menor bagatela.

La vigilancia de la prisión no era suficiente ásatisfacer su manía de investigación y el cuidadode saberlo todo; metía la nariz en todo lo que pa-saba en los alrededores de Kara.

Una vez tuvo la rara felicidad de descubrir un

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robo bastante impudente, que se había cometidoen detrimento del Estado. El autor responsableera el mayor Potuloff, que administraba la prisiónpara los criminales de derecho común, el mismoque había ofrecido hospitalidad a Mr. Kennandurante su estancia en Kara.

Bajo la administración de este Potuloff, se ha-bía prendido una vez fuego al almacén donde sehallaban varios millares de quintales de harinadestinada á los prisioneros. La harina estaba todaen un gran depósito, y sólo la parte superior pa-recía quemada, pero él dijo que el incendio lohabía destruido todo. Era un gran negocio entreél y los proveedores, que se las habían arregladopara prender fuego al almacén con ayuda de al-gunos subordinados. Nada se hubiera descubiertoá no ser por el Gato. Gracias a su denuncia, seformó una comisión, de la que tuvo el honor deformar parte, y pudo desplegar sus talentos descu-briendo importantes robos y malversaciones.

El gentilhombre hospitalario descrito por Ken-nan bajo los trazos del mayor Potuloff, y que loera en realidad, había robado sin escrúpulo losfondos públicos.

En los registros figuraban cientos de prisio-neros que desde largo tiempo estaban en libertadó se habían muerto, y continuaba haciéndolosfigurar en las cuentas de alimento y vestidos, entanto que partía como hermano con los proveedo-res los beneficios que le reportaba esta super-chería.

El hombre perdió su empleo, pero no fue lle-vado ante los tribunales. Tenía protectores. Estolo arregla todo.

* *

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Aunque los camaradas de la Cámara de losNobles me eran todos simpáticos, manifesté eldeseo de pasar á la que estaba mi amigo Stefano-witch, pero se necesitaba el consentimiento delGato. Este me lo negó, diciendo que debía soli-citarlo del gobernador. Manifestó que temía quenos evadiésemos el día que estuviéramos reuni-dos; esto era una estupidez, porque los gendar-mes nos vigilaban y toda fuga de Kara resultabaimposible; era la excusa escogida por el Gato paraencubrir su deseo de hacer daño. No sé por qué,varias semanas después me dio el permiso depasar al Synedrion, como se llamaba la habitaciónde mi amigo.

La vida era aquí diferente que en la Cámarade los Nobles. Gran parte de los que la ocupabaneran obreros y tenían especial afición á los traba-jos manuales. Presentaba el aspecto de un vastotaller.

La posesión de herramientas de todas clasesestaba prohibida, pero cada uno tenía cierto nú-mero de ellas. Todas las semanas se verificabauna visita á la habitación y no se encontrabanada. Estas visitas se hacen generalmente de unamanera superficial.

Algunos de estos obreros eran maestros en suespecialidad. Chrutcheff era muy notable y el he-rrero Bubnowski no le cedía en nada. Este habíafabricado con pedazos de hierro y clavos viejosun torno pequeñísimo que podía ocultar en elbolsillo.

Gracias á este instrumento pudo hacer unacantidad de ruedas y resortes, y aunque jamáshabía sido relojero, fabricó un reloj, obra maestrade mecanismo, que encontró más tarde puesto enun museo de la Siberia.

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No había casi ningún oficio que no se ejercieraen nuestro taller. Los que se dedicaban á unaespecialidad, estudiaban los manuales con pacien-cia, y no tardaban en ser obreros y artistas.

Nuestra habitación era una hermosa pruebade lo que produce el trato de los obreros y loshombres instruidos. Dos compañeros venían todoslos días é dar lección de matemáticas y de cien-cias naturales y otro enseñaba la lengua rusa.Nuestra habitación se llamaba por eso algunasveces La Academia.

Entre los trabajadores despertó mi atenciónun cierto Karl Iwanein, de origen finlandés. Su pa-sión era la lectura de las obras de imaginación, yestaba muy versado en ese punto. Partidario ar-diente de las ideas del conde Tolstoi, cualquierobjeción que se hacía contra las doctrinas de estesabio tenía el don de provocarle una violentacólera. Era un hombre bien dotado, pero extra-vagante. Al poco tiempo de conocerlo lo enviaroná la colonia penitenciaria, donde no tardó en sui-cidarse.

Fomitcheff y Fomin se distinguían por suamor al estudio. Conocía á Fomin desde Suiza,donde vivió algún tiempo en calidad de refugiado.Antiguo oficial de infantería, había sido arrestadoen 1879 por propaganda entre los soldados; seevadió de la prisión de Wilna con ayuda de uncamarada, pero no podía soportar la vida en elextranjero y volvió á Rusia, ocultándose algúntiempo. En 1882 fue arrestado de nuevo en Peters-burgo y condenado á veinte años de trabajos. EnKara se entregaba al estudio de las ciencias natu-rales, especialmente la mineralogía.

No había conocido á Fomitcheff, pero con fre-cuencia oí hablar de él como de un revoluciona-

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rio muy activo. Era hijo de un pobre sacristán,había estudiado en Odesa, fue preso en 1877 ácausa de su propaganda en el ejército, y enviadoante un consejo de guerra. El tribunal no encon-tró motivo para condenarlo y fue declarado libreen medio de la ovación que el público prodigó áél y á sus defensores.

Poco después, arrestado segunda vez, fue juz-gado en compañía de otros camaradas y conde-nado á cadena perpetua.

Se ocupaba mucho de estudios históricos, ysobre todo de la historia de Rusia, que conocíabastante bien.

Sea por causa de sus lecturas, sea por unaorientación especial de su pensamiento, nuestroamigo Fomitcheff, que era un hombre inteligente,un trabajador incansable, un excelente camaraday un carácter bien firme, llegaba á las conclusio-nes más extrañas. Era no sólo un celoso patriotaruso y un rusófilo, sino también, cosa que pare-cerá increíble, un partidario apasionado de la di-nastía de los Romanoff.

¡Un prisionero político, un condenado á tra-bajos forzados, que era á la vez un fanático delabsolutismo ruso! Era, en verdad, un admirablecontraste. No se crea que tenía intención de de-mandar gracia ninguna; estaba convencido deque debía pasar su vida en los calabozos siberia-nos, pero estaba persuadido también de que elsoberano velaba por el bien de sus subditos.

Alejandro III no tenía entre sus cortesanos yaltos dignatarios un partidario más fiel, y sobretodo más desinteresado, que este prisionero polí-tico relegado en Kara. Los ukases más ilegales ymás crueles encontraban siempre en él un defen-sor, y las medidas más reaccionarias le parecían

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justificadas, oportunas é inspiradas en el interésdel pueblo, de ese pueblo que amaba sobre todo,y al que voluntariamente haría el sacriflcio de suvida. Estaba convencido de que la felicidad deipueblo era obra del zar, y cualquier ataque contraéste lo ponía fuera de si, y hasta llegaba á rom-per con cualquier camarada. Muchos nos pregun-tábamos si este hombre estaba en su juicio cabal.

Naturalmente, Fomitcheff era el único en mos-trar admiración por el zar, pero muchos cámara-das participaban de sus ideas rusófilas; ciertos deentre ellos tenían la firme convicción de que lascondiciones sociales y económicas de Rusia eranpreferibles á las de la Europa Occidental. Estacreencia en la preponderancia de Rusia, extrañaen un socialista, era inspirada por la opinión corriente que dominaba en este tiempo. Toda laprensa progresista era rusótíla; se afirmaba y de-fendía con pasión que las ideas y las condicionesespeciales de Rusia eran muy diferentes á las delos otros pueblos, y se sacaba la conclusión deque la campaña revolucionaria en Rusia debía serdiferente que en los demás países. Hombres quesufrían cruelmente por la causa de la libertad,tenían ideas exactamente iguales á las de los reac-cionarios más fanáticos.

Uno de los más aferrados á esta manerade ver era Nicolás Posen, que no sé por quépasaba por uno de los prisioneros más inteli-gentes.

Había sido maestro de escuela en una aldea yno se mezcló jamás en el movimiento revolucio-nario, pero había tomado parte en la revuelta ámano armada en el momento de las prisiones deKiew y fue juzgado al mismo tiempo que MaríaKowalenskaja, Natalia Armfeld y algunos otros;

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lo condenaron á quince años y diez meses de tra-bajos forzados.

Esta pena había aumentado de quince á veinteaños por tentativa de evasión. Era un hombrebien dotado é instruido, pero no tenía la menorconvicción política. Su pasión era hablar y discu-tir. Hablaba sobre toda clase de temas durantehoras enteras y demostraba todo lo que quería.Su manía de hablar era tal, que no perdía ocasiónde darle libre curso. Lo mismo discutía los másaltos problemas de filosofía, que descendía á lascosas más insignificantes, y con su eterno sonso-nete no dejaba á los demás trabajar. Desde queabría los ojos ponía la lengua en movimiento, sindescansar desde la mañana hasta la noche.

Era un hombre muy vanidoso y muy mezqui-no. Descubrimos que estaba de parte de la admi-nistración para satisfacer sus vicios.

La insuficiencia de la nutrición no tardó eninfluir de una manera desfavorable en mi salud.Algunos meses después de mi llegada á la prisiónsentí dolor en los pies; no me podía tener dere-cho; ciertas partes de mi cuerpo estaban violá-ceas; se me movían todos los dientes, y las encíasme empezaron á supurar.

Me dirigí á Prybylyeff, nuestro médico ordina-rio.

—¡Oh!—me dijo después de haberme examina-do,—tiene usted un escorbuto bien declarado.

Me sujetó al régimen de los enfermos y recibítodos los días una chuleta sazonada con muchoajo. No era yo solo el que sufría por el régimen de

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la prisión: á la primavera siguiente un gran nú-mero de entre nosotros fueron presa de la mismaafección, que, cosa extraña, parecía atacar á losmás fuertes. La mejora del régimen y los cuida-dos de nuestro buen doctor combatieron enérgi-camente el mal. Al cabo de algún tiempo pudeandar bien, se afirmaron mis dientes y dejé el ré-gimen de los enfermos, pero la convalecencia meduró largo tiempo.

Guardo un recuerdo muy particular de mi pri-mera primavera en Kara. Sentí un sentimiento denostalgia indefinible. En tanto que la Naturalezarenace á vida nueva, con un desbordamiento desavias y perfumes, la vida sin objeto y sin idealesque se desliza en la prisión pesa sobre nuestroespíritu. Es preciso renunciar hasta á la lectura.Las letras danzan delante de los ojos, no se tieneconciencia de nada, sólo la imaginación trabaja.Cuando todo revive y se agita, la cautividad pareceabsolutamente insoportable.

Nuestra prisión estaba situada en una especiede valle, entre dos filas de colinas, que divisába-mos desde el patio. Estaban cubiertas de vegeta-ción escasa, pero en primavera nos hacían elefecto de un paraíso y atraían con fuerza invenci-ble nuestras miradas. Cerca de nosotros no habíamás que la superficie plana del patio, sin la me-nor brizna de hierba. Nuestras miradas vagabanpor las lejanías y nos representábamos qué biendebería estarse sentados entre las matas, á lasombra de los árboles.

Le pedimos al Gato que nos dejara hacer unjardín en el patio de la cárcel; el sitio era más quesuficiente y el trabajo sería bueno para nosotros;además, contábamos con tener un cuadro de le-gumbres, cuya falta influía funestamente en núes-

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tra salud. El Gato rehusó con seriedad. Si tenía-mos instrumentos para labrar la tierra, podíamosservirnos de ellos, abrir un agujero y escapar.Como uno de nosotros había recibido semillas deflores en una caja de madera, el Gato le hizo des-enterrarlas. ¡Podíamos esconder entre la tierra al-gún objeto prohibido! Estas miserias y estas baje-zas nos irritaban contra el odioso bruto. Hasta losmás pacíficos nos sentíamos dispuestos al odio,que amenazaba estallar á la primera ocasión.

Debió darse cuenta de esto, porque se mos-traba cada día más desconfiado y venía menos &la prisión. Estaba en guardia, comprendiendo quehabía en torno suyo enemigos cuyo odio era ple-namente justificado. Vivía solo en su casa con sucocinera, sin osar ir á ninguna parte ni tratar ánadie. Es sorprendente que entre tantos hombrescomo deseaban su muerte, ninguno pusiera elproyecto en ejecución.

Finalmente, el comandante no pudo soportarmás tiempo este género de existencia y solicitó sutraslado. En la primavera de 1897 accedieron á sudeseo y partió acompañado de las maldiciones detoda la población de Kara.

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 299.

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Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 300.

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CAPITULO XXV

Estado de espíritu y pasatiempos en la prisión.—Dos co-mandantes nuevos.—El hospital.—Resistencia á manoarmada.

Nuestra vida transcurría triste y monótona:los meses sucedían á los meses, los años á losaños, sin dejar en nuestro recuerdo la menortraza de su paso. Todos los días eran iguales yformaban una cadena sin fin. Los que habían lle-gado el 31 de Diciembre de un año era imposibleque en igual fecha del año siguiente pudieran re-cordar determinado día. Al despertarnos por lamañana se sabía ya lo que iba á pasar en la jor-nada. Así los días, las semanas, los meses y losaños se confundían.

Apenas si alguna vez un pequeño aconteci-miento venía á romper esta uniformidad. Se co-nocían ios hábitos y los gustos de todos los com-pañeros, se sabía lo que en determinadas circuns-tancias cada uno podía hacer.

Pasado algún tiempo se hubiera querido nover ciertos rostros, pero era imposible. Se estabacondenado á ver siempre los mismos individuos,y no había un solo rincón en que poderse aislar.Añádase á esto la obligación de hacerse afeitar lacabeza á que estábamos sometidos, la inevitable

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vigilancia de los gendarmes, las revistas de ma-ñana y tarde, las visitas y los registros... Quien serepresente todas estas vejaciones, comprenderácomo la vida se hacía insoportable con el tiempoy la excitación nerviosa que daba por resultado.

El perpetuo rechinar de goznes y cerradurascuando las puertas se cerraban y se abrían, teníael don de exasperar á algunos de nosotros. A cau-sa de este estado nervioso, reinaba una irritabili-dad que los hombres en condiciones normalespodrían apenas comprender.

Cierto día, dos amigos, hombres serios, bieneducados é inteligentes, se precepitaron uno con-tra otro á propósito de una cascara de huevo.

Parecido estado de espíritu explica el hechode que dos hombres que se aman fraternalmenteno puedan conservar siempre igual intensidad desentimiento. Ver cada día los mismos rostros yseguir las mismas rutinas, causa un suplicio in-aguantable.

Sin embargo, no todo eran enojos y torturasen nuestra existencia; nosotros teníamos tambiénpequeñas'alegrías. Un acontecimiento dichoso erala llegada del correo, que venía cada diez días eninvierno y cada ocho durante el verano. No puedodescribir con qué impaciencia esperábamos lahoia de que llegase á la prisión. Algunos estabanhoras enteras contra la empalizada, para ver alcomandante dirigirse á la oficina de la posta; es-peraban su vuelta con la misma curiosidad y seapresuraban á ir á prevenir á los compañeros.

El correo nos traía cartas, periódicos y libros,algunas veces también paquetes con provisionesó regalos. Esto introducía alguna diversión en lamonotonía mortal de la cárcel. El dinero nos per-mitía mejorar nuestro alimento. Los periódicos,

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los libros y las revistas nos interesaban muy par-ticularmente, porque nos traían nuevas de fue-ra y conocíamos los acontecimientos políticos,que tenían el don de apasionarnos. Se devorabanmaterialmente todos estos impresos, que forma-ban el indispensable alimento de nuestras discu-siones.

En esta época la más brutal reacción se ex-tendía, no sólo en Rusia, sino en toda la EuropaOccidental. La lectura nos exasperaba hasta elpunto de dejar caer el periódico de las manos. Noestábamos autorizados á leer más que revistassin interés, impregnadas de un espíritu conserva-dor, exceptuando la revista bien conocida ElMensajero de Europa, cuya lectura estaba auto-rizada no sé por qué. Había entre nosotros algu-nos que leían el periódico desde el título al pie deimprenta y se enteraban hasta de los menores de-talles. Pero lo que más nos interesaba á la llega-da del correo, eran las cartas délos parientes yamigos. Esta correspondencia nos causaba á lavez alegría y sufrimiento. Estábamos constante-mente con pena á propósito de los que amába-mos, porque las nuevas que recibíamos del paístardaban en llegar á nuestras manos un mes ymedio ó dos meses en primavera y otoño, cuandolos caminos eran practicables, y en Siberia el co-rreo llegaba siempre con retraso. No sólo las car-tas eran leídas por el comandante y sometidas árigurosa censura, sino que se las bañaba con unasolución de cloruro de hierro para ver si ciertasnovedades misteriosas se nos transmitían pormedio de tinta simpática. Lo que nos causabamás pesar era no poder responder á nuestro nom-bre. Debíamos acusar recibo de una carta sobreuna tarjeta postal á nombre del comandante y dar

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buenas indicaciones sobre el estado de nuestrasalud. Las cartas, sobre poco más ó menos, eranlo siguiente: «Su hijo (hermano, sobrino, amigo,etcétera) está bien; ha recibido el dinero (ó la car-ta) que usted le ha enviado y le ruega que siga es-cribiéndole.»

Seguía la firma del comandante. Como la cartaera de letra del prisionero, los padres y los amigos podían convencerse de que el que les intere-saba estaba todavía vivo y que había recibido suenvío, pero nada más.

En semejantes condiciones la correspondenciaocasionaba tormentos que es fácil comprender ycausaba gran amargura á los solitarios que norecibían ninguna carta. Había dichosos que po-dían tener relaciones constantes con los seres queamaban y había pobres abandonados. ¡Es precisover la expresión de tristeza con que contemplanla distribución de la correspondencia! Yo he es-cuchado á uno de ellos exclamar con acento triste:«¡Ah, si alguien me escribiera algunas líneas!» Es,en efecto, el colmo de lo cruel estar relegado enSiberia, á miles de leguas del hogar, sin que nin-guna criatura humana se ocupe de nosotros ninos guarde un recuerdo. Pero es admirable ver laalegría de uno de estos olvidados cuando por azarrecibe una carta que no esperaba. En reconoci-miento á esta felicidad milagrosa hacen distribuirté á todos los de la cámara, guardan la carta so-bre ellos como un tesoro precioso, hablan frecuen-temente y largo tiempo y leen los párrafos intere-santes á los mejores amigos.

Es una tradición convidar á los camaradascuando se recibe una noticia interesante; las car-tas dan la vuelta por todas las habitaciones y secopian ciertos párrafos que pueden ofrecer interés

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especial. Los comandantes, y sobre todo el Gato,se tomaban mucho cuidado de que no llegasen ánosotros más que las cosas personales, y cubríande tinta todos los demás párrafos. Pero nosotrosteníamos medios particulares de conocer todoslos acontecimientos políticos, y algunos tenían undon de adivinación sorprendente. A pesar de to-dos los cuidados, recibíamos cartas y libros queestaban prohibidos; nos servíamos para ello delos guardianes, que se dejaban seducir por nues-tro dinero. Gracias á este correo secreto, nos co-municábamos con la prisión de mujeres, cosarigurosamente prohibida. Sabíamos cuanto lespasaba y teníamos detalles de todos los otros de-portados que vivían en las diferentes localidadesde la Siberia.

Nuestro administrador intervenía en el movi-miento postal. El comandante le indicaba losnombres de los que habían recibido dinero y lasuma que tenían, y él lo hacía saber en las dife-rentes habitaciones, porque, como ya he dicho,todos eran igualmente interesados. Nuestro bi-bliotecario añadía al catálogo todos los impresosque acababan de llegar. El turno para la lecturade libros y periódicos estaba fijado por un regla-mento especial. Los que recibían regalos, comolencería, vestidos y zapatos, eran libres de guar-darlos ó dárselos al administrador. Este hacíasaber á los prisioneros todos los objetos que es-taban á su disposición. Cuando se trataba de co-mestibles se daban también al administrador, quelos distribuía por cámaras; cada cámara tenía unrepartidor general, cuya misión era partir estossuplementos entre los prisioneros, observando lamás estricta equidad, lo que exigía habilidad ypráctica.

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Nos esforzábamos en hacer reinar la mayorigualdad para todos. Había entre nosotros quiensentía hasta pena de recibir de su casa numerososregalos, mientras que otros no recibían jamásnada y.procuraban excusarse de su situción pri-vilegiada que les avergonzaba; pero había tambiénejemplos de egoísmo y alguno guardaba para suuso exclusivamente personal los regalos que lemandaban.Esto eran excepciones. Varios llevabansu delicadeza hasta no pedir sólo los libros quedeseaban leer, y hacían una lista de los que que-rían los otros compañeros. Guando se reunía unacantidad para comprar libros nuevos, se dividíala suma en tantas partes como presos, y cada unopodía emplear la suya en los libros más de sugusto; de este modo quedaban todos satisfechos ylos amantes de las bellas letras podían propor-cionarse obras de literatura, en tanto que los ins-truidos compraban manuales y tratados.

Después del correo, el baño era otra causa deplacer. Los que habíamos estado una semana enel servicio de cocina, entre objetos y materias pocolimpias, sentíamos una gran alegría en tomar elbaño de vapor y cambiar de ropa. En saliendo delbaño se tomaba una taza de té bien caliente, seextendían los miembros fatigados sobre el col-chón y se experimentaba una sensación de bienes-tar físico dejando vagar la imaginación, que noshacía olvidarlo todo por algunos momentos. Ciertoque la lencería no era muy fina ni artísticamenterepasada, pero agradaba lo mismo á la piel; sipor una dichosa coincidencia el correo llegaba elmismo día, eran dos felicidades á un tiempo.

—¿Está usted contento? ¡Epicúreo!...Eran los términos con que me apostrofaba

otro compañero tendido también en su cama y

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que probaba la misma sensación de bienestar.Uno de nuestros recreos favoritos era el juego

de ajedrez; teníamos varios maestros en la habi-tación, en especial Yatzewitsch y Zubrochizky,que reunían la teoría y la práctica. Se organizabanalgunas veces torneos con todas las reglas delarte y se fijaban premios de importancia, que con-sistían en el té ó algún otro convite. En estas oca-siones, toda la prisión se apasionaba por uno úotro de los jugadores y se discutían con calor lasjugadas y los resultados de cada una.

Nos entregábamos también al canto. Nuestroscoros tenían un repertorio muy variado de melo-días melancólicas de los pequeños rusos, alternan-do con las canciones vivas de los grandes rusos, yhasta algunos trozos de ópera difícil, sin olvidarlos cantos revolucionarios, tales como la Marse-Ilesa y otros que nos eran particularmente que-ridos.

Un día, cuando el comandante Nikolin no es-taba allí y la vigilancia no era tan severa, uno denuestros ingeniosos mecánicos fabricó un violín,sobre el cual los amigos ejercieron su habilidad,lo que no era siempre muy agradable para los queestaban obligados á oirlos. Posen y algunos otrosmartirizaban los oídos de sus camaradas con unamúsica de todos los diablos, que consistía en so-plar al través de las púas de un peine.

Combatíamos también el aburrimiento de laprisión con charadas y enigmas, que gozaban degran favor entre nosotros en el Synedrion. Losrecién venidos trajeron cartas, y el whist, que seacababa de poner en moda en Rusia, ocupó bienpronto algunos camaradas, que se pasaban ju-gando los días y las noches. Pero en general, lascartas tenían poco éxito.

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Los ejercicios físicos eran también muy agra-dables á la mayo'ría, pero en tanto que el Gatogobernó la prisión, fue imposible hacerlos libre-mente. Todo lo que nos permitió fue organizar enel patio durante el invierno carreras con los pati-nes que habíamos construido.

Uno de los sucesores de Nikolin consintió enla instalación del jardín: así en la primavera si-guiente esta fue nuestra ocupación favorita. Algu-nos, muy aficionados á la Naturaleza, se entrega-ron con ardor á esta tarea; cultivaban su cuadrocon el más grande cuidado, regaban, limpiaban yescardaban sin cesar, y se ocupaban de cadaplanta en particular como si hubiese sido un niñoquerido. Pronto fuimos dueños de un gran núme-ro de legumbres y flores. Yo tenía una predilec-ción especial por los girasoles, que me recordabanmi patria, la Rusia meridional, y plantaba sussemillas por todas partes. Llegado el verano, misplantas se elevaron majestuosamente en el aire ysus tallos sólidos se extendían en línea recta á lolargo de nuestro bulevar, como llamábamos á laempalizada á través de la cual se veía la calle y lacasa del comandante mirando por los agujeros.Cuando las plantas abrieron sus discos de luz,parecían mirarnos con compasión y decirnos:«¡Pobres inocentes! Pasáis la mitad de vuestravida y los mejores años de vuestra juventud enprisión, sólo porque habéis soñado en trabajarpor la felicidad de vuestra patria. Pero no perdáisel valor. Día vendrá en que con la frente alta en-tréis en vuestros hogares. ¡Siempre de cara al soly á la luz!»

El sucesor de Nikolin fue el jefe de escuadrónIakovlev, é hizo todos los esfuerzos para dulcificarel régimen de la prisión. Nos hizo el efecto de un

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hombre bastante humano que seguía á la letralas órdenes recibidas, pero que no buscaba elmedio de agravarlas con vanas formalidades yexageraciones inútiles.

Puede ser que su conducta estuviera dictadapor el hecho de que no había de ocupar largotiempo el puesto, y estuviese preocupado con eldeseo de tener los menores quehaceres posiblescon nosotros. Pertenecía á la categoría de gentesque se encuentran con frecuencia en Rusia y enSiberia y que tienen una debilidad: la bebida.Tomaba algunos vasitos más de lo que la razónle aconsejaba, pero sea como quiera, respiramosbajo su administración y vimos llegar con pena alnuevo comandante.

El coronel Masjukoff entró en funciones seismeses después, en el curso del invierno de 1887, óhizo su entrada en la prisión acompañado deIakovlev.

Era un hombre de pequeña estatura, sin bar-ba, con los cabellos entrecanos y bigote. A pesarde sus cincuenta años pasados, su paso era ágil,tenía una voz de falsete desagradable y hacía elefecto de una vieja gallina desplumada. Había entoda su manera de ser alguna cosa que denuncia-ba al hombre débil y sin caráeter. Así fue, desgra-ciadamente para nosotros y para él. Masjukoff ft*orespondía á lo que debe ser un oficial de gendar-mes, pues no era á propósito para el servicio ac-tivo, como él mismo reconocía. Se había hechogendarme por un encadenamiento de circunstan-cias desagradables.

Pequeño propietario de nacimiento, había sidooficial de la guardia, volvió después á sus tierras,entregándose á una vida de disipación y g,Gracias al dinero que ofreció fue elegido r

TOMO II

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de la nobleza en su distrito y pudo poner en ordensus asuntos y pagar sus deudas.

Aceptó en seguida una plaza de oficial de gen-darmería, seducido por las ventajas que tienensobre los oficiales que desempeñan cargos análo-gos, sobre todo si alcanzan la suerte de ser en-viados á puestos como Kara.

El comandante de nuestra prisión recibía decuatro á cinco mil rublos por año, además casa,luz, servidumbre y caballos á su disposición. Encalidad de antiguo oficial de la guardia y de ma-riscal de la nobleza, Masjukoff había sido nom-brado coronel y beneficiado con el puesto deKara. Nos decía que su deseo más vivo era dulci-ficar nuestra suerte en la medida de lo posible,pero no eran más que palabras; el camino delinfierno está empedrado de buenas intenciones, ylos prisioneros políticos no han tenido jamás quesufrir bajo los comandantes más tiránicos tantocomo bajo la administración de este alegre vi-vidor.

Pero no conviene anticiparnos. En los prime-ros tiempos del régimen de Masjukoff notamos,en efecto, algunas ventajas. Gomo se sabe, había-mos hecho un jardín, y las puertas de las habita-ciones no se cerraban en todo el día; podíamoscircular libremente en el patio. En tiempo delGato una cámara estaba vacía y había prohibido,no sé por qué, que fuese ocupada. Se nos permi-tió ocuparla durante el verano, así como la partedel edificio en que había varias celdas separadas.De esta suerte tuvimos un gran espacio á nuestradisposición y pudimos instalarnos cómodamente.Los que buscaban la soledad tenían donde reti-rarse algunas horas del día. Señalamos una deestas celdas para los músicos y sus instrumentos

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de tortura, y asi no fuimos tan molestados porellos.

Se mostró también menos escrupuloso paraprohibirnos herramientas, nos pudimos procuraralgunas, y la ingeniosidad mecánica de los cama-radas halló libre el campo. Un fotógrafo aficiona-do se encontraba entre nosotros, y con ayuda detodos se le instaló un tablero, aunque los servi-cios que nos hacía no fueran de los más apreciables.

El comandante se esforzaba por satisfacernuestros deseos en la medida de lo posible. Nospermitió cambiar de cámara cuando quisiéramos,y mi amigo Stefanowitch y yo aprovechamos in-mediatamente la autorización. Una estancia dedos años y medio en el Synedrion nos lo hablahecho insoportable al uno y al otro, por lo quenos instalamos en la habitación llamada la ciudady también el hospital. Era más cómoda, porquelos lechos de campaña estaban separados y encada catre había pequeños almohadones.

Durante los tres primeros años que pasé enKara, el número de detenidos fue casi el mismo.Cuando algunos eran enviados á la colonia pe-nitenciaria, otros venían á reemplazarlos. Loshabitantes de una estancia no cambiaban volun-tariamente de domicilio, á lo que nosotros lla-mábamos «patriotismo de habitación». La quenosotros ocupábamos no parecía estar muy pene-trada de este espíritu de cuerpo: la mayor partepertenecían á la clase de nómadas, que habían yacambiado varias veces de domicilio, y cada uñose ocupaba en pasarlo lo mejor que podía. Nos-otros nos aislamos voluntarios, y como la mayorparte se ocupaba en trabajos serios, había pocasrisas y conversaciones generales.

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Uno de los tipos más interesantes de esta cá-mara era León Zlatopolski, un verdadero original,del que diré aquí algunas palabras.

Había estudiado en el Instituto Tecnológicode Petersburgo; después fue complicado en elproceso de los veinte en 1882, y lo condenaron áveinte años de trabajos forzados. No había sidojamás revolucionario activo, pero como era unmatemático y un técnico notable, había secunda-do á los terroristas en el dominio puramente cien-tífico. Estudiante, se había revelado inventor, yesta-manía no hizo más que desenvolverse en laprisión,y no había descubrimiento que no hubiesehecho. Durante cierto tiempo pensó en construiruna ciudad en forma de círculo, en la que todofuncionaría por la electricidad; hasta las plantasdebían nacer y crecer por medios artificiales, por-que la luz y el calor del sol le parecían cosas de-masiado simples. Luego acarició el proyecto deun aparato aerostático, que debía, no solamenteelevarnos á las alturas de la atmósfera, sino tam-bién precipitar los movimientos de la tierra. Lospequeños detalles prosaicos le ocupaban tantacomo los altos descubrimientos, así es que habíainventado un nuevo método para lavar la ropa,mondar las patatas y fabricar los zapatos. Cons-truyó fogones de un sistema especial, y realizabacombinaciones imprevistas para los juegos decartas; en suma, había encontrado el medio dehacer cosa nueva en todos los dominios y revo-lucionar las costumbres, los hábitos y las viejasrutinas. Este trabajo genial no tenía más que undefecto; era absolutamente imposible llevarlo á lapráctica. Naturalmente, él no quería convencerse;á sus ojos sus invenciones eran perfectas y reali-zables; lo que no le impedía, al cabo de cierta

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tiempo, perseguir con ahinco algún otro problema.Todos reían de él y se contaban anécdotas extraor-dinarias. A pesar de eso, era un hombre de granciencia, al que le faltaba poco para ser un genio.Según las teorías de Lombroso, lo habíamos cla-sificado en el número de aspirantes á la locura.

En las dos prisiones de Kara, la de hombres yla de mujeres, habían ingresado todos los que endiferentes épocas se mezclaron en procesos polí-ticos, desde el de Njetschajeff, en 1871, hasta elde Lopatin y Sigida, en 1887. Como cada uno delos prisioneros hablaba de los acontecimientosen que tomó parte, de aquí que los sucesos de lalucha revolucionaria constituyeran el tema másinteresante de las conversaciones; la prisión deKara formaba, por decirlo así, la crónica viva dela Revolución. Era el sólo sitio donde se podíarealmente estudiar el movimiento revolucionarioruso por los testigos oculares. Pero como ninguno de nosotros pensaba que tendría alguna vez laocasión de hacer uso de los datos que reunía y deescribirlos, el conocimiento de un gran númerode detalles muy interesantes se ha perdido paratodos.

Durante mi cautiverio, no quedaba en la pri-sión ninguno de los mezclados en el primer pro-ceso, en la época de la fase de propaganda delmovimiento, es decir, después de 1870. Todos es-taban en el destierro, pero yo había conocido personalmente á la mayoría de los revolucionariosde aquel tiempo cuando estábamos los unos y losotros en libertad.

Me encontré en las prisiones al mismo tiempoque los compañeros que habían sido juzgados al-rededor de 1880 por actos de violencia, las rebe-liones á mano armada v los atentados contra el

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zar. Los principales agitadores habían muerto enel cadalso ó vivían enterrados vivos en la fortale-za de Pedro y Pablo y en la de Schlüsselburg,pero yo había estado en relaciones con un grannúmero de ellos: hombres y mujeres habían pa-gado todos con su vida el amor a la libertad. Yopodría hoy escribir de memoria todo lo que sabíaá propósito del movimiento terrorista entre 1870y 1880, pero esto sería aquí largo, y me limito árecordar brevemente los acontecimientos más im-portantes.

Entre las personalidades más eminentes delmovimiento propagandista se contaban Woyno-ralski y Kowalik: los dos habían sido jueces depaz. Cuando estaban detenidos en la prisión pre-ventiva de Petersburgo, sus compañeros quisieronlibrarlos. En Msyo de 1876 se evadieron de sucelda y escaparon por una ventana del corredor,merced á una escala de cuerda. Estaban ya casien salvo, cuando un empleado que pasaba les vio.Creyendo que eran presos de derecho común diola voz de alarma, y los dos fugitivos fueron captu-rados. Más tarde los complicaron en el proceso delos 193 y los condenaron á trabajos forzados, perolos compañeros intentaron de nuevo ponerlos enlibertad. Se quería facilitar su evasión en el cursode su viaje á Karkow, donde se mandaba entoncesá los prisioneros más peligrosos, y resolvieronatacar á los gendarmes á mano armada. En efec-to, el 1.° de Julio de 1878 los dos gendarmes queescoltaban el coche fueron envueltos por un nú-mero de hombres armados y á caballo. Uno delos gendarmes fue muerto de un tiro. El plan delos conjurados estaba próximo á triunfar, cuandolos caballos del coche, asustados de los tiros, sa-lieron á escape y se reunieron al grueso de la ex-

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pedición. Todo se había perdido. Los dos presosestuvieron algunos años en las cárceles de Rusiaeuropea, después fueron enviados á Kara en com-pañía de otros revolucionarios, cumplieron supena y en seguida los desterraron al país de losYakoutes. La mayoría de los desterrados hallaronsu tumba en Siberia, pero Woynoralski y Kowa-lik vieron sonar la hora de su libertad. En el cursodel invierno de 1898 99 volvieron a Europa y elprimero murió poco después de entrar en suhogar.

Las tentativas de evasión que acabo de contartuvieron malas consecuencias. La tarde mismadel ataque al coche, uno de los conjurados á ca-ballo, Alejo Medwedjeff, fue preso en la estaciónde Karkow. Pudo escapar de la prisión preventivade dicha ciudad al mismo tiempo que un ciertonúmero de presos de derecho común, que practi-caron un agujero bajo los muros; pero como notenía socorro fuera, no le quedó otro recurso queocultarse en la selva próxima, donde fue bienpronto descubierto. Sus compañeros decidieronlibrarlo y adoptaron el plan siguiente: Dos jóve-nes, Beresnjuk y Rachko, se presentaron disfra-zados de gendarmes en la prisión, llevando unaorden, fabricada por ellos mismos, para conduciral detenido á la prisión de gendarmería, á fin deinterrogarlo. Mas sea por denuncia, como preten-dían los jóvenes, sea que el director de la prisiónconcibió dudas á propósito de los gendarmes, seles arrestó allí mismo y también á Yatzewitch,que esperaba delante de la cárcel para ayudar enla fuga. Entre ellos- se contaba Medwedjeff, quefue, como otros compañeros, condenado á muer-te, y después les conmutaron la pena por cadenaperpetua. Gomo se temían de su parte nuevas

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tentativas de evasión, se le tuvo estrechamenteencerrado en las prisiones de la Siberia occi-dental, después en la fortaleza de Pedro y Pa-blo en Petersburgo y por fin fue enviado á Karaen 1884.

Medwedjeff era hombre de valor extraordina-rio, siempre pronto á desafiar el peligro y expo-nerse á las aventuras más peligrosas. Habla sidocochero y no tenía más que una instrucción rudi-mentaria, pero estaba bien dotado y había exten-dido sus conocimientos en la prisión. Tenía eldon innato de la mecánica y una habilidad demanos sorprendente. En los calabozos de la pri-sión de Petersburgo había modelado secreta-mente una estatuíta con miga de pan, y era tanperfecta que provocaba la admiración de los gen-darmes, del comandante de la fortaleza y de otrosfuncionarios. Debía en gran parte á esta estatuítaver la pena de trabajos forzados conmutada porveinte años solo y haber sido enviado á Kara. Semostró artista consumado y obrero de los másdiestros. Era un excelente sastre, cordonero, gra-bador y encuadernador; cuando más tarde quedósólo sometido á relegación, se hizo relojero y or-febre. Desgraciadamente, á poco de dejar la pri-sión sucumbió de resultas de un mal incurableque le había sido transmitido con la sangre: laborrachera. Todos los esfuerzos que hizo paradejar el vicio resultaron inútiles y al cabo de dosaños estaba perdido.

Al mismo tiempo que tenía lugar en Kharkowesta tentativa de evasión, los revolucionarios dePetersburgo estaban en un estado de sobrexcita-ción espantosa. Un gran número de condenadosdel proceso de los 193 esperaban en la fortalezade Pedro y. Pablo su envío á Siberia. A causa de

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los malos tratamientos á que estaban sometidosresolvieron organizar una protesta por el hambre.La mayoría de entre ellos llevaba ya más de unaño de prisión preventiva, y los sufrimientos porel hambre podían serles fatales. El plan se habíapuesto en ejecución desde algunos días cuandofue conocido de los miembros de la asociación«Semlja Volja», y uno de ellos, el exsubtenientede artillería Krawtschinski, declaró inmediata-mente que tomaría venganza del jefe de gendar-mes Mezentzelf, al que incumbía la responsabili-dad de las persecuciones políticas. Quería cumplireste acto de justicia solo, en público, sin buscarsalvarse después del atentado, exactamente comohabía hecho Wera Zassulitch, cuando el 24 deEnero de 1878 disparó contra el jefe de policíaTrepoff; pero cierto número de compañeros, entrelos que me contaba yo, se opusieron al proyecto,porque el general no merecía semejante sacrifi-cio. Buscamos una combinación que permitía ála vez matar á Mezentzeff y salvar á su matador.Con este objeto se extendió una red alrededordel general y se supo á qué hora salía de su casa.Un coche esperaba cerca de allí, tirado por Bar-bar, un caballo admirable, que había ya salvadola vida al príncipe Pedro Kropotkine cuando seevadió del hospital en 1876. El día 4 de Agostode 1878 el general fue muerto de una puñaladaen una de las calles más concurridas de Peters-burgo, y Krawtschinski, así como Barannikoff,que lo acompañaba, pudieron salvarse gracias á.la agilidad de Barbar. Un gran número de perso-nas fueron presas á causa de este atentado, entreellas Adrián Michailoff, al que se acusaba dehaber conducido el carruaje disfrazado de co-chero. Fue condenado á veinte años de trabajos

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forzados y conducido á Kara, donde fuimos largotiempo compañeros de habitación.

Michailoff era de los más inteligentes entrelos presos. Tenía un gran deseo de instruirse yuna memoria verdaderamente prodigiosa. Anti-guo estudiante de medicina, poseía profundos co-nocimientos de historia natural y de otras cien-cias; nosotros le llamábamos la Enciclopedia viva,y no había pregunta á la cual no fuese capaz dedar una respuesta satisfactoria. Sabía las fechasde todos los grandes acontecimientos históricos,retenía perfectamente cuanto había leído y no sedejaba embarazar por ningún problema. Era deun carácter resuelto, intratable, enérgico, y gra-cias á su superioridad intelectual ejercía gran in-fluencia sobre sus camaradas.

Séame permitido recordar aquí á Yemeljanoff,uno de los conjurados que tomaron parte en elatentado contra Alejandro II. Se sabe que el zarfue muerto por una bomba que Grynewitskyarrojó bajo su carruaje. Este joven y Russakoffsubieron al cadalso. Yemeljanoff había tomadouna parte directa en el atentado, tenía una bombapreparada, de la que no hizo uso, po'rque se con-venció personalmente de que el zar había muerto,pues estaba cerca del sitio donde tuvo lugar laexplosión. Fue complicado en el proceso de los 20y condenado á muerte con otros diez; pero deellos sólo el oficial de marina Suchanoff fue eje-cutado; á los otros cómplices se les conmutó lapena por trabajos forzados á perpetuidad. Yemel-janoff había sido encerrado con los demás en lafortaleza de Pedro y Pablo, pero como sufría unacruel enfermedad se le relegó á Kara en 1884.

Era hijo de un sacristán, y había frecuentadoen su juventud la escuela manual; después estuvo

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á expensas del Estado en París, donde desempe-ñaba las funciones de chantre en la capilla de laembajada rusa. A la edad de veinte años volvióal imperio y se afilió al partido terrorista, toman-do parte, como ya he dicho, en el atentado del 1.°de Marzo de 1881. Era un hombre inteligente, quehabía logrado con el tiempo una instrucción delas mas completas. Cuando yo le traté se habíavuelto escéptico y hablaba irónicamente de lasideas revolucionarias. A ejemplo de Fomitcheff yde algunos otros, estaba penetrado de la idea de lapotencia y la grandeza del zarismo ruso.

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CAPITULO XXVI

Departamento de las mujeres.—Comienzo de un drama

Entre los recuerdos más tristes de mi prisiónen Kara, figura el drama que se desarrolló enmedio de nuestras infortunadas compañeras.

Estábamos informados de todo lo que pasabaen el departamento de las mujeres, porque á pe-sar de la prohibición de la autoridad cambiába-mos continuamente cartas.

Cuando llegué á Kara, á fin de 1885, habla diezmujeres presas, entre ellas la señorita Lebedjeff,que murió al pcfco tiempo. Entre las mártires de lasluchas revolucionarias se hacía notar Sofía Lces-chern von Herzfeld, entonces de edad de cuarentay seis años. Era hija de un general, y sus parien-tes pertenecían al círculo de la corte. A principiosde 1873 Sofía se unió al movimiento propagandis-ta. Vestida de aldeana se fue á vivir al campo,ensayando el modo.de esparcir las ideas del so-cialismo pacífico. La arrestaron y fue condenada ádeportación en Siberia a causa del proceso delos i93. Gracias á una de sus parientas, dama dehonor de la zarina, obtuvo el indulto en 1878,época en que yo la conocí en Petersburgo; perono debía gozar mucho tiempo de libertad. Un añodespués fue arrestada en Kiew, en el curso de unaescaramuza á mano armada, y compareció ante el

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tribunal militar, que la condenó á muerte en uniónde Ossinski. Éste desdichado sufrió la últimapena y á Sofía se la conmutaron por la de traba-jos forzados á perpetuidad, y fue deportada a Karaen 1879. Me hacía la impresión de una mujertímida, salvaje y replegada en sí misma.

Había también conocido en 1879 en Peters-burgo á su amiga Ana Korba, recién llegada delteatro de la guerra contra Turquía, donde desem-peñó funciones de cantinera. Pertenecía á una fa-milia de origen ruso-alemán, de la que formabanparte muchos altos dignatarios. Casada con unextranjero, se había dedicado á numerosas obrasfilantrópicas y era la providencia y el niño queri-do de todos los habitantes de la población en queresidía; pero una amarga experiencia le habíahecho conocer que los esfuerzos aislados eranimpotentes contra las circunstancias y que pocosresultados se obtenían con el trabajo pacífico. Asíes que el año 1880 se afilió al partido de la «Na-rodnaja Volja». Era la época en que la lucha des-esperada contra el zarismo habla llegado á supunto culminante. Ana vio á un gran número desus amigos presos, enviados al cadalso ó enterra-dos vivos en las prisiones. El terror blanco estabaen toda su intensidad. En 1882, el jefe de policíasecreta no quiso arrestar á todos los terroristas,que después del feliz atentado contra Alejandro IIhabían aumentado. Ana resolvió continuar la lu-cha con los últimos mohicanos é instaló en Peters-burgo un laboratorio secreto para la fabricaciónde bombas de dinamita. De resultas de esto fuearrestada en 1882 al mismo tiempo que Garats-chewski, el oficial Butzwitch y los esposos Pryby-lyeff. En la primavera siguiente los condenaron áveinte años de trabajos forzados. Ana era una

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mujer de brillante educación, carácter fuerte, igualy perseverante. Sus aspiraciones son hoy las mis-mas que el dia en que estaba en plena lucha. Suconfianza inquebrantable en las ideas impone res-peto hasta á los que no participan de ellas.

Antes de pintar á las otras detenidas en laprisión de mujeres de Kara, es preciso recordarun acontecimiento, que en aquella época excitóviva emoción en el público habituado á leer pe-riódicos. Hacia fines de Febrero de 1881, la poli-cía de Petersburgo sospechó que se tenían conci-liábulos secretos en la tienda de un vendedor dequesos, situada en una de las calles más comer-ciales de la ciudad, pero la visita domiciliaria nohizo descubrir nada sospechoso.

A la mañana siguiente tuvo lugar el atentadocontra el zar, y tres días después el almacén dequesos fue .bruscamente abandonado por sus pro-pietarios, los esposos Kobozeff, aldeanos del inte-rior de la Rusia, cuyos papeles estaban en regla.La policía procedió á nuevos registros y descu-brió esta vez bajo el almacén un pasaje subterrá-neo que terminaba en la Malaja Sadowaja, unacalle por la que el zar pasaba con frecuencia. Eltúnel debía servir para hacer saltar el coche delsoberano en caso que las bombas no hubiesenproducido efecto. Se puede imaginar lo que sufri-rían los dos revolucionarios que se ocultaban conel nombre de Kobozeff cuando la policía hizo suprimer registro.

El pasaje subterráneo estaba cubierto congrandes toneles y cajas de quesos. Si se hubierantomado el trabajo de levantarlos, la entrada se hu-biera descubierto.

La mujer que en el almacén servía á la clien-tela con las apariencias de la aldeana Kobozeff

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era hija de un sacerdote del rito griego, Ana Ya-kimoff. Había sido maestra de escuela en unaaldea, pero había ido al pueblo, la complicaron enel proceso de los 193, y aunque absuelta por el tri-bunal, la enviaron al Norte.de Rusia por la víaadministrativa. En 1879 se había evadido para ve-nir & Petersburgo, donde hice su conocimiento.Un poco más tarde se afilió á la «Narodnaja Vol-ja» y tomó parte activa en una serie de atentadoscontra el zar. De acuerdo con Scheljaboff, duranteel otoño de 1879 minaron la estación de Alexan-drowskaja, que el zar debía atravesar. Presa á con-secuencia de esto, la condenaron á muerte en elproceso de los veinte; por gracia se la encerró en lafortaleza de Pedro y Pablo y desde allí fue enviadaen 1884 á Kara.

No hay necesidad de decir que Ana Yakimoffera una personalidad de gran fuerza de caráctery de una voluntad inquebrantable.

Todas las mujeres que tomaron parte en elmovimiento revolucionario de 1870 á 1880 tienenun tipo bien especial. Praskowja Iwanowskaja yNadeschda Smirnizkaja, que fueron juzgadas en1883, entran también en esta categoría.

Las mujeres formaban un grupo muy unidoen la prisión de Kara: una gran amistad reinabaentre ellas, tenían las mismas aspiraciones y suscaracteres y temperamentos estaban en armonía.

Se hallaban también en esta prisión IsabelKowalskaja, Sofía Bogomolez y Elena Rossikoff,transportadas de Irkoutsk á Kara en 1885. Gomose sabe, María Kaljuschnaja había llegado al mis-mo tiempo que nosotros.

Se puede decir que la prisión abrigaba unaverdadera aristocracia femenina. Mientras quemuchos jóvenes prisioneros habían sido enviados

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á Siberia por un sistema absurdo de persecucio-nes y no tenían ninguna opinión, las mujeres erantodas revolucionarias, de sentimientos é ideasbien definidas. Se necesitan las condiciones espe-ciales en que se desenvuelve la Rusia para quetan gran número de mujeres pertenecientes á lasclases elevadas de la sociedad se hubieran asímezclado con entusiasmo al movimiento revolu-cionario.

El régimen de las mujeres en la prisión era unpoco más dulce que el de los hombres. Cada unatenía una celda para ella sola. Las celdas era»estrechas y húmedas, pero tenían así la facultadde poder aislarse y no estaban obligadas á sopor-tar continuamente la presencia de unas y otras:cuando querían reunirse, podían hacerlo en unagran habitación común á todas, pues sus celdasno estaban jamás cerradas durante el día. Estabantambién mejor tratadas desde el punto de vistamaterial, porque recibían más dinero, y esto lespermitía procurarse algunas comodidades. En va-rias ocasiones enviaron dinero á nuestra caja.Naturalmente, no se les afeitaba la cabeza y lasdejaban llevar sus vestidos ordinarios. Sin em-bargo, las particularidades de su carácter, su modoespecial üt pensar, su voluntad indomable y lascondiciones de la vida penitenciaria, no hacíanmás que exasperarlas, amenazando alguna vezconflictos muy serios entre ellas y las autoridades.

Diferían diametralmente con respecto á la ac-titud que debían guardar frente al reglamentoy los funcionarios. Mientras que Sofía y Elenaconsideraban como un deber, desde el punto devista político, hacer una oposición permanente ysistemática á las órdenes que recibían, las otrasopinaban que era absolutamente inútil provocar

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conflictos que no conducían á nada. Esta diversi-dad de pareceres amenazaba frecuentemente conestablecer alguna frialdad en sus cordiales rela-ciones.

A la llegada á Kara, las mujeres eran registra-das por una vigilante, para ver si llevaban sobreellas objetos prohibidos, y la vigilante cumplía sumisión como una simple formalidad; pero Elenay Sofía declararon que no se dejarían registrar. Eldirector de la cárcel las exhortó á conformarsecon los reglamentos, y le respondieron:

—No es á nosotras á quien se debía registrar,sino á vosotros, cuadrilla de ladrones. Vosotroscoméis á costa del Estado, tenéis los bolsillos lle-nos de dinero y todavía le pegáis fuego á los al-macenes para robar el pan de los prisioneros.

Esto no dio otro resultado que hacer emplearcon ellas la violencia. En cuanto á las otras mu-jeres, consideraban improcedente este género deprotesta.

En la primavera de 1887 María Kowale-wskajafue transportada de Irkoutsk á Kara. Llego en elpreciso momento en que los disgustos entre lasmujeres alcanzaban mayor intensidad, hasta elpunto de que cuatro de ellas pedían al coman-dante que las separara de las otras.

En esta época se produjo el incidente quesigue. Era en Agosto de 1888: el gobernador gene-ral, barón Korf, visitaba las prisiones de Kara.Cuando hizo su entrada en la cárcel de mujeres,Isabel Kowalskaja estaba sentada en un banco alaire libre. Aunque el gobernador se aproximó áella, siguió tranquilamente sentada, sin dignarsemirarlo. El le hizo observar secamente «que debíalevantarse en su presencia, porque era el más altofuncionario de la provincia».

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—No es por mí por quien le han confiado á us-ted ese puesto—replicó Isabel con el aire más na-tural y sin hacer el menor movimiento.

El alto dignatario enrojeció de ira y dijo al co-mandante que enviaría instrucciones escritas parahacer ver cómo se debía tratar á los prisionerosrebeldes. En efecto, á los pocos días vino ordende trasladar á Isabel á la prisión central deWerhny-Udinsk, «porque su actitud inconvenien-te ejercía influencia deplorable sobre las otrascompañeras».

Las amigas de Isabel afirmaban que ella habíaprovocado el conflicto con el sólo objeto de ha-cerse enviar á otra prisión, pues la larga estanciaen Kara se le hacía odiosa. Así la orden del go-bernador le causaba gran placer, pero la estupidezdel comandante dio á la cosa otro aspecto. El seimaginó que Isabel y sus compañeras opondríanresistencia y resolvió sacar á la prisionera con elmayor secreto.

Una mañana, muy temprano, cuando dormíanaún en la prisión, los gendarmes, ayudados porprisioneros de derecho común, entraron en lacelda de Isabel y aprovechando su sueño se apo-deraron de ella y la llevaron al despacho de lacárcel, sin más ropa que la camisa, y sólo allí lepermitieron vestirse para salir en seguida para sunuevo destino. Naturalmente, la joven así sorpren-dida empezó á gritos; las otras presas se desper-taron, saltaron de sus lechos y fueron testigos dela innoble escena de violencia. Un concierto demaldiciones estalló contra el comandante. Lasmujeres vieron en este trato salvaje un atentadocontra su pudor.

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Durante algún tiempo, rumores vagos circula-ron entre nosotros sobre este hecho, porque nues-tro correo secreto no funcionaba entonces de unmodo regular. Supimos más tarde los detalles porla mediación del mariscal de la casa, Golubsov.

Este era un sencillo carcelero que apenas sabíaleer y escribir, pero tenía gran importancia ennuestra prisión. Era un hombre prudente, llenode tacto. Las relaciones diarias con los prisione-ros durante largos años le habían hecho conocernuestras costumbres, nuestros hábitos y nuestramanera de sentir. Esto y su tacto especial le dioun gran ascendiente sobre el ignorante MasjukofiCuando vino la orden del gobernador general y elcomandante, en su estupidez, concibió la desdi-chada idea de trasladar á la pobre mujer á vivafuerza, él trató de disuadirlo; pero el comandanteno hizo caso de su subordinado hasta el día enque las mujeres recurrieron al triste procedimien-to de la protesta por el hambre. Golubtsov leaconsejó que acudiera á nuestra intervención.

Se encontraba entre nosotros el hermano deuna de las protestantes, María Kaljushnaja. Anti-guo estudiante de la Universidad de Karkow, eraun muchacho instruido, espiritual y de buen ca-rácter, un excelente camarada y el niño mimadode la mayor parte de los prisioneros. Había sidocondenado al mismo tiempo que su mujer áquince años de trabajos forzados, como terrorista,en 1883. Su hermana y su mujer habían sido tes-tigos de la escena escandalosa y las dos tomabanparte en la protesta que les dictaba la desespera-ción. El mariscal aconsejó al comandante escogercomo intermediario á este hombre, que era á la vez.hermano y esposo.

Masjukoff fue bastante razonable para consen-

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tirio é hizo llamar á su despacho á Kaljushni y lecontó exactamente todo cuanto había pasado. Porúltimo le dijo que su mujer y su hermana rehusa-ban el alimento desde algunos días antes, y lepidió que fuese á Ust-Kara para calmarlas y ob-tener que renunciaran á la protesta, prometién-doles todas las satisfacciones que desearan. GomoKaljishni nos contó más tarde, el comandantedeploraba realmente lo sucedido.

Kaljushni respondió que necesitaba consultará los camaradas antes de aceptar la misión que leproponían, y solicitó autorización para someter elhecho á una reunión general.

Nos reunimos en asamblea, que nunca se havisto en la prisión de Kara, en el patio de la gen-darmería. Los detalles que nos contó Kaljushniprodujeron entre nosotros una viva impresión yun silencio de muerte siguió á sus palabras.Yatzwitch, que de ordinario guardaba silencio,tomó el primero la palabra, y después de unacorta discusión se decidió que uno de nosotrosse uniría á Kaljushni en calidad de delegado y seharía todo lo posible para obtener de las protes-tantes lo que se deseaba. Por el momento exigi-mos que el comandante presentase sus excusas álas mujeres.

Los dos delegados se trasladaron, bajo laguardia de los gendarmes, á la prisión de mujeres,que distaba quince verstas de la nuestra, cosaabsolutamente contraria al reglamento. Cuandovolvieron nos reunimos de nuevo y supimos quelas mujeres, que morían de hambre, no se con-tentaban con excusas y anunciaban que no renun-ciarían á su protesta si no dejaba la prisión elcomandante.

La mayoría vimos que esta exigencia era irrea-

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lizable. El gobierno reaccionario, al frente delcual se encontraba el conde Dimitri Tolstoi, norelevaría al comandante aunque todos los prisio-neros de Siberia pereciesen de hambre. Creímosarreglar el asunto rogándole que pidiese él mismosu traslado con un pretexto cualquiera. El co-mandante y las mujeres aceptaron el arreglo, perolas últimas declararon categóricamente que si enel transcurso de algunos meses no se iba Masju-koff, rehusarían de nuevo todo alimento, y estavez llevarían su protesta hasta el último límite.

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CAPÍTULO XXVII

Los "colonos,,.—incidentes en la prisión de mujeres

El verano de 1888 amenazaba con aconteci-mientos muy desagradables en la prisión de hom-bres, pero no tenían comparación con el dramaque se desarrollaba en la de mujeres.

En la habitación del hospital había en aquellaépoca un antiguo oficial llamado Wlastopoulo,que en 1879, en Odesa, había sido condenado á lapena de quince años de prisión, cuya condena sehabía agravado á la de trabajos forzados á perpe-tuidad por tentativa de evasión. Inteligente, bas-tante instruido, de una gran fuerza de carácter,en extremo orgulloso y ambicioso, era un terro-rista inquebrantable en sus convicciones. Los ca-maradas tenían la más grande confianza en él ylo apreciaban en el más alto grado, hasta el puntoque fue elegido dos veces administrador.

En 1888, los compañeros de habitación, entrelos cuales me contaba, notamos que empezaba áponerse lunático y sobrexcitado. En esta época,un funcionario de seguridad general, el consejerode Estado Russinoff, hizo una visita á Kara. Lasvisitas de este género eran frecueutes y tenían porobjeto arrancar á los prisioneros el testimonio desu arrepentimiento, después de lo cual se les ha-

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cía firmar una solicitud de gracia. Estas eran confrecuencia coronadas por el éxito, y ciertos prisio-neros, que no tenían una gran fuerza de carácter,entonaban el mea culpa. Un rasgo característicoes que jamás este caso se había dado en la pri-sión de mujeres.

Poco tiempo después, Wlastopoulo abandonóla prisión en compañía de dos gendarmes, dejan-do un papel escrito á los camaradas. La lecturade este papel nos aterró. Wlastopoulo nos decla-raba que había perdido su fe en el movimientorevolucionario y decidía arrodillarse al pie del tro-no, lo que en nuestro lenguaje significaba dirigiral zar una petición de gracia. Ningún hecho aná-logo había causado en nosotros impresión tanprofunda. Wlastopoulo era una persona notable,y su ejemplo podía influir en muchos.

Ya he dicho que en esta época la más furiosareacción reinaba.en Rusia, y llegaban hasta nos-otros las noticias á través de los muros de la pri-sión.

El hecho de que la reacción era todopoderosapodía inducir á ciertos de nosotros á actos de su-misión, á los cuales un prisionero está demasia-do dispuesto. Se comienza á dudar del ideal so-ñado, que consideramos como una cosa santa, yse llega hasta lo que nos parece increíble. Un díasupimos que uno de los jefes más populares dela «Narodnaja Volja», León Tichomiroff, se habiaconvertido en apóstata. Este hombre, que escapópor una casualidad al cadalso, logró evadirse en1882, y en 1887 escribió un folleto intitulado Porqué he cesado de ser revolucionario, en el cual rene-gaba de todas sus ideas pasadas; esto le hizo ob-tener la gracia del zar. Recibió la autorización devolver á Rusia, donde puso inmediatamente su

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pluma al servicio de la reacción más abyecta, enla que continúa aún.

Este ejemplo de apostasía, único en la historiadel movimiento revolucionario ruso, produjo entodo el imperio una impresión desagradable. Es-cuché decir un día á uno de mis camaradas:

—Cuando Tichomiroff mismo se ha hecho mo-nárquico y se ha pasado al zarismo, ¿debo yo,pobre soldado de última fila, quedar revolucio-nario siempre?

Nuestros temores no tardaron en confirmarse:nueve siguieron bien pronto el ejemplo de Wlas-topoulo. Entre éstos se contaban hombres comoYemeljanof, que había querido lanzar una bombacontra el zar, y Posen, uno de los espíritus máslibres de la prisión.

Cuando un preso firmaba la petición de gra-cia, la administración tenía cuidado de ponerloen prisión separada hasta que decidían las auto-ridades de Petersburgo.

Nosotros rompíamos inmediatamente toda re-lación con él, y algunas veces se provocaban esce-nas violentas. En nuestro argot, dirigir una peti-ción de gracia significaba «querer ser enviado álas colonias», y hoy todavía la palabra colono seemplea en Siberia en un sentido ultrajante, comosinónimo de renegado.

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Durante este tiempo, la lucha no había con-cluido en la prisión de mujeres: por el contrario,se hacía cada vez más dura.

La autoridad no parecía dispuesta á trasladará Masjukoff, y las mujeres decidieron, al expirarel plazo, recurrir de nuevo á la protesta por el

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hambre. Cuando lo supimos resolvimos asociar-nos a la protesta y nos negamos á tomar todoalimento.

Declaramos que esta decisión nos la dictabasólo un sentimiento de piedad hacia las mujeres,porque desde otro punto de vista las excusas pre-sentadas por el comandante nos parecían sufi-cientes.

En estos días nuestra prisión presentaba unespectáculo extraordinario; todo trabajo se habíasuspendido; la hucha de las provisiones estabacerrada y la cocina desierta. En el patio paseabanlos prisioneros, que durante varios días no habíantomado nada, pero no querían dejar adivinar elestado de abatimiento físico en que se encontra-ban. Nos era más fácil morir de hambre que abrirla boca para comer, porque no queríamos dejar &nuestras compañeras sufrir solas.

No le hicimos saber nada al comandante, y él,por su parte, guardaba silencio; pero al cabo detres días llamó á nuestro administrador y le pre-guntó el objeto de nuestra protesta. Nos hizo de-cir, por medio del administrador, así como á lasmujeres, que sería trasladado bien pronto, porquehabía dirigido una nueva petición y había recibidocontestación favorable; para corroborar sus afir-maciones nos mostró telegramas que trataban delasunto.

Obtuvimos de las mujeres que tomasen algúnalimento al cabo de ocho días de riguroso ayuno,pero no renunciaron á su protesta contra Mas-jukoff.

Desde el traslado de Isabel, el comandante noosaba entrar en el departamento de mujeres; ellasdecidieron romper hasta la comunicación indi-recta, y para eso se impusieron los más duros sa-

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 334.

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orificios. Rehusaron enérgicamente todo envíopostal que hubiera de ser hecho por su media-ción; no recibieron su dinero, sus libros y sus pe-riódicos. Quedaron reducidas al régimen extrictode la prisión, rompieron toda relación con susfamilias y renunciaron á leer un solo periódico,que era su única distracción.

La consecuencia natural de todo esto es quelas pobres criaturas cayeran en el más lastimosoestado físico y moral, en un abatimiento absoluto.Lo que les hacía sufrir terriblemente era no reci-bir noticias de sus familias. El comandante, porsu parte, estaba obligado á devolver los envíospostales rehusados por los destinatarios; se puedeimaginar la agonía y el sufrimiento de las fami-lias. El pensar que ocasionaban crueles tormen-tos á los que querían, debilitaba el espíritu de re-sistencia de las prisioneras.

Una de las que sufrían más con estas cosasera Nadejda Sigida, una de las recién llegadas áKara. Yo no la he conocido personalmente, peropor lo que he oído decir de ella á los camaradas,era una joven simpática y de un corazón abierto átodas las impresiones de ternura y de bondad.Tenía un cariño profundo á sus padres, que vivíanen Taganrog, pequeña ciudad del Sur de Rusia.Antes de su matrimonio era maestra en una es-cuela del Estado. Después tomó parte directa enel movimiento revolucionario y fue condenada áocho años de trabajos forzados, porque le encon-traron en el cuarto que habitaba con su maridouna caja con materiales sospechosos. El maridofue condenado á la pena capital, conmutada des-pués por la de trabajos forzados á perpetuidad, yhabía muerto en el camino, cuando lo conducíaná la isla de Sakhaline.

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El destino se encarnizaba con esta pobre mu-jer. Condenada injustamente, había perdido á sumarido y llegaba á las prisiones de Siberia en cir-cunstancias de tomar parte en un drama terrible.

La ruptura de relaciones con los que amabaera para ella una pena cruel. El recuerdo de sumadre y sus hermanas la sumia en una desespe-ración profunda. Se imaginaba la desolación delas pobres mujeres cuando recibieran las cartasque no habían sido abiertas y se encontraran enla imposibilidad de tener noticias suyas.

No era posible prolongar esta abominable si-tuación; un año había ya transcurrido desde eltraslado de Isabel, y aún era comandante Masju-koff. Las mujeres estaban en un estado de sobrex-citación desesperado; no podían resignarse y re-solvieron provocar un fin pronto, costara lo quecostara.

Tuvieron nuevo consejo y por tercera vez pen-saron en el suplicio del hambre.

—¿Qué esperáis obtener con eso?—les dijo Na-dejda Sigida.—El gobierno se entretiene por no ce-der; nuestra protesta no hará más que aumentarel número de víctimas. Puesto que no podemosresistir este género de vida, ¿no es mejor que unasola se sacrifique por todas?

Sigida resolvió salvar á sus camaradas. Un díadijo al gendarme de servicio que tenía una comu-nicación que hacer al comandante y deseaba verlo.Masjukoff no vio nada sorprendente en esta de-manda y ordenó que la condujesen á su des-pacho.

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Algunos de nosotros fueron testigos aquel díade una escena extraña á través de la empalizada.

Un coche conduciendo á una joven y dos gen-darmes se detuvo delante de la casa del coman-dante. La joven penetró en el interior y algunossegundos después el comandante, con la cabezadescubierta, en un violento estado de sobrexcita-ción, saltó al patio por la ventana del piso bajo.

Con gran asombro de los espectadores, la jovenapareció de nuevo hablando en alta voz y muyanimada con los gendarmes. Por sus ademanes secomprendía que instaba á que mandasen un tele-grama, pero ellos parecían indiferentes. Luego sela vio besar al niño de un vigilante.

Todo esto era extraño y enigmático para nos-otros, pero no tardamos en tener la explicación.Así que Sigida se encontró delante de Masjukoff,le escupió en la cara, diciéndole:

—¡Esto es para el comandante!Nuestro héroe, á pesar de la presencia de los

gendarmes, se puso á temblar como una liebre ysaltó por la ventana, huyendo.

Sigida creía que el comandante buscaba nodar parte de lo sucedido y por eso reclamaba im-periosamente que se telegrafiase á las autoridadescompetentes. Contaba, como es costumbre enRusia, con que un oficial que ha sido degradadono puede continuar en su cargo. En cuanto áella, sabía que la condenarían á muerte, y estabaresignada. Todas las conjeturas fueron vanas y ladesgraciada hizo un sacrificio inútil.

** *

El año 1889 marcó para nosotros, como paratodos los que estaban en Siberia, una fecha in-

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olvidable, porque además de los sucesos de Karahubo un drama sangriento en Irkoutsk.

El ruido de este acontecimiento se extendió altravés de todo el mundo civilizado, y provocó unaviolenta indignación contra la barbarie del go-bierno del zar.

He aquí cómo el drama se produjo: Se habíaninternado en Irkoutsk cierto número de jóvenesy mujeres, los cuales debían ser transportadosmucho más al Norte por la vía administrativa áalgunos de esos lugares perdidos en el mapa deSiberia que se designan con el nombre de ciuda-des, tales como Verchny-Kolymsk, Nijni Kolymskó Werchojansk.

Entre estos jóvenes, que pertenecían á lasuniversidades, se encontraban algunos menoresde edad, á los que conforme las leyes rusas, no seles puede imputar ningún delito.

El vicegobernodor Ostachkin, que administra-ba entonces el gobierno de Irkoutsk, había dadoorden de conducir á todo el mundo al lugar de sudestino, pero empleando procedimientos que de-bían hacer el transporte extraordinariamente pe-noso. Cuando los condenados se enteraron, hicie-ron objeciones respecto al peligro á que se lesexponía, bien de morir de hombre, bien de quedarenterrados entre las soledades de nieve.

Se les ordenó no discutir sobre esto. Entoncessolicitaron ver al jefe de policía. En lugar de estefuncionario vino un gendarme encargado de con-ducirlos al despacho.

Los deportados creyeron que querían llevárse-los inmediatamente, sin hacer caso de su reclama-ción, y se negaron á obedecer la orden.

Entonces entraron los soldados, bajo el mandode un oficial, y una carnicería, que desafía toda

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descripción, tuvo lugar: los golpearon á culatazos;los pasaron con las bayonetas y descargaron lasarmas contra estos desgraciados sin defensa. Seiscadáveres quedaron sobre el suelo, entre ellos elde una mujer en cinta. Todos los otros estabanheridos y cruelmente maltratados. A pesar de eso,se les arrojó en un calabozo y les formaron con-sejo de guerra. Tres fueron condenados á muertey ejecutados en Irkoutsk, y nueve á trabajos for-zados á perpetuidad. Tal es, en pocas palabras, lahistoria de la carnicería de Irkoutsk.

Nosotros supimos estas atrocidades en el mo-mento en que nuestra situación era excepcional-mente crítica. Nuestra compasión á las inocen-tes víctimas y nuestra cólera contra sus verdugos,nos hicieron concebir serios temores respecto ánuestro propio asunto. Nos decíamos: «Cuandoe! gobierno se conduce de esa manera tan terriblecon individuos completamente inocentes, ¿qué nopuede permitirse contra nosotros, que estamosprivados de todos los derechos y encerrados encalabozos de los cuales ninguna noticia puede sa-berse fuera?»

La cruel realidad que siguió, vino á confirmarnuestros temores.

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CAPÍTULO XXV1I1

El centenario de la Revolución francesa.—Sergio Bobochoff.Ei fin del drama

Ha quedado, sin embargo, un recuerdo agra-dable del año 1889: el de la fiesta celebrada entrenosotros para conmemorar el centenario de lademolición de la Bastilla.

Algunas docenas de hombres condenados yprisioneros del zar de todas las Rusias, perdidosen uno de los rincones más desiertos del mundo,decidieron asociarse á la alegría del pueblo fran-cés que festejaba con entusiasmo el centenario desu gran Revolución.

Nuestra fiesta fue de las más modestas: té ypastas que pudimos procurarnos entre todos. Lasala del festín era el patio, adonde trasladamos lasmesas de todas las habitaciones para sentarnosalrededor. Allí evocamos los recuerdos de la granvictoria de la Revolución y de todos los héroes.

Nos preguntábamos unos á otros:—¿Llegará para nosotros el día en que el pueblo

ruso pueda demoler nuestras bastillas; la forta-leza Pedro y Pablo, la ciudadela de Varsovia yotras cárceles donde el zarismo encierra á susenemigos? ¿Habrá alguno de nosotros vivo aúnese día?

TOMO II 8

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—Al comienzo del siglo XX, Rusia habrá con-quistado su libertad—decían los optimistas.

—¡Quién sabe si no lo logrará nunca!—añadíanlos escépticos.

Había debates y conversaciones animadas.Muchos de ellos, que entonces estaban llenos deesperanza, reposan hoy en la tierra; otros vege-tan todavía tristemente en los desiertos de la Si-beria.

Pero volvamos á los tristes acontecimientosque tuvieron lugar entonces.

Cuando Sigida escupió al comandante, las mu-jeres comenzaron su protesta por el hambre, latercera y la más terrible. Se aferraban obstinada-mente é la idea de que Masjukoff debía irse ómorir ellas. Esta vez no tomaron el menor ali-mento en diez y seis días consecutivos, y Sigidaresistió veintiún días, como supimos más tarde.El médico de la prisión había declarado que norespondía de sus vidas; el gobernador de la pro-vincia dio la orden de alimentarlas artificialmen-te. No sé si esa orden fue ejecutada. Corrió el ru-mor de un incidente entre el médico y MaríaKowalskaja. Entró en su celda cuando ella es-taba tendida en la cama estenuada por el ham-bre. Pensó que deseaban usar de la violencia, ydesesperada abofeteó el rostro del doctor. Esteera un hombre de una gran humanidad, tomó lacosa como resultado de la situación en que soencontraba la pobre mujer, y no la creyó respon-sable. Le dijo que estaba equivocada, que no te-nía la menor intención de hacerle violencia, y ellase excusó. El doctor contó después á sus conoci-dos que no había visto jamás una mujer de uncarácter tan admirable, tan elevado espíritu y arre-batadora elocuencia.

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En fin, viendo que las mujeres estaban próxi-mas á la muerte y que irían hasta el final, lasautoridades superiores declararon que Masjukoffno sería trasladado para que no se pudiera decirque se habían impuesto las prisioneras; pero elgobernador hizo que Sigida, Kowalskoja, Smir-nizkaja y Kaljujnaja no estuviesen bajo el mandodel comandante, sino de la administración gene-ral de prisiones, y se las condujo al departamentoreservado á las presas de derecho común. Lasprisioneras se mostraron satisfechas de esta me-dida y renunciaron á su protesta, pero su marti-rio no había terminado y debían sufrir pruebasmuy crueles.

En la primera quincena de Octubre, Masju-koff, que no se había dejado ver desde que leescupió Sigida, entró en nuestra prisión. Veníarodeado de una escolta armada, como no lo hizonunca antes. Cuando estuvimos reunidos en elcorredor nos leyó con voz trémula un papel quedecía: «que á consecuencia de los tumultos quehabían estallado entre los prisioneros políticos deKara, el gobernador haría emplear las represionesmás severas y hasta los castigos corporales».

Los prisioneros políticos estaban acostumbra-dos á sufrir vejaciones, pero no hubieran podidohumillarse hasta aguantar los castigos corporales;la sola amenaza de semejante trato nos produjoel efecto de un ultraje que no podía lavarse másque con sangre. Este modo de ver encontró elo-cuente intérprete en Sergio Bobochoff, excelentejoven que representa un papel inolvidable en lahistoria de las revoluciones rusas desde el día enque los tiranos de la Siberia nos arrojaron al ros-tro esta odiosa provocación.

Sergio Bobochoff era de las regiones del Vol-

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ga y había frecuentado la escuela de Veterinaria dePetersburgo. En 1870 tomó parte en una manifes-tación dirigida contra el profesor Tion, que hizogran ruido en la época. Condenado á destierro,había sido llevado por la vía administrativa á losdesiertos del gobierno de Arkángel, y en 1878 hizouna tentativa de evasión y disparó contra los quele persiguieron un tiro de revólver. Esperaba quele harían comparecer ante un tribunal y podría de-nunciar los abusos cometidos por la administra-ción, pero lo condenaron sin oirlo á veinte años detrabajos forzados, y, en 1879, lo enviaron á Kara.

Durante los treinta años que he estado entre re-volucionarios rusos, he conocido más de un hom-bre notable, pero ninguno que pueda compararsemoralmente con Bobochoff.

Tierno de corazón, leal á toda prueba, serio ypronto á servir á los amigos, tales eran sus cuali-dades dominantes. Era-el hombre más modestoque se puede pensar, pero cuando se trataba dehacer respetar el honor revolucionario, era intra-table y estaba inflamado de toda la pasión de unprofeta. No había nunca la menor contradicciónentre sus actos y sus palabras. De todos los revo-lucionarios rusos, era el más lógico y el más firmeen sus principios. Nada de admirar tiene que estehombre de tal temperamento impusiera deferen-cia y respeto hasta á los que no participaban desus opiniones.

Cuando llegó á Kara, era un joven penetradopor las ideas que reinaban entonces, es decir, lasde Buntari, las del más puro anarquismo, y que-dó fiel á ellas hasta la muerte.

La prisión y el destierro son, desde este puntode vista, eminentemente conservadores. Los prin-cipios con que un hombre entra en prisión se fijan

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y resisten inmutables durante todo lo que durael cautiverio. Bobochoff leía mucho y se arrojabacon pasión á todo lo que presentaba un interésdesde el punto social y político; pero, como otrosmuchos hombres inteligentes, no tomaba de cadalibro más que los argumentos que fortificaban sumanera de ver. Asi, los problemas de la democra-cia social le interesaban en el más alto grado,pero su pasado le impedía sacar bien todas lasconsecuencias y estaba en discusión perpetua conlos partidarios de esa doctrina.

Ño éramos compañeros de habitación, perodurante los paseos en el patio teníamos debatessin fin sobre este tema. Era un terrible adversario,muy atento, sabiéndose contener, jamás agresivoni descendiendo á personalidades.

Bobochoff se sintió más impresionado que losotros camaradas por la amenaza de los castigoscorporales. Imaginó el plan siguiente, para el quehizo una propaganda inmediata. Quería enviar untelegrama al ministro del Interior, diciéndole quesi la amenaza del gobernador general no era reti-rada, estábamos dispuestos á suicidarnos unodespués de otro. Nos propuso que en caso de queel ministro no accediera a la suplicarnos suicidaramos por el turno que decidiera la suerte.

Bobochoff combatió enérgicamente todas lasrazones que le di.

—Amo la vida tanto como usted—me dijo,—yestoy pronto á afrontar la muerte, á manera deprotesta; espero que los demás harán otro tanto.Sin la situación en que me pone la suerte, es de-cir, sin la obligación moral, mi protesta no seríanecesaria; si los demás no me imitan, mi sacrificiosería inútil y ninguna influencia ejercería en elánimo del gobernador.

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Después de esta conversación saqué el conven-cimiento de que Bobochoff amaba la vida y notenía deseos de suicidarse. Pero su suerte y la dealgunos camaradas estaba ya decidida.

Supimos que por orden del gobernador gene-ral, Sigida había sido sometida á castigo corporalpor la ofensa infligida al comandante. Esto nosparecía increíble. Nada semejante había en lahistoria del movimiento revolucionario; entre loshombres, Bogoljuboff, que había sido condena-do á trabajos forzados á causa de la manifesta-ción de la plaza de Kazan en 1876, fue el únicoque se conformó con semejante afrenta. Desdeque Wera Sassulitch hizo fuego sobre el jefe depolicía Trepoff, ninguna nueva tentativa se habíahecho para someter los condenados políticos ápenas corporales durante los doce años transcu-rridos.

Se habían verificado numerosas tentativas deevasión para incurrir en dicha pena, y se conten-taron con prolongar el tiempo de prisión algunosaños más. Nadie podía suponer que se sometieraá una mujer á semejante castigo, mas el ejemplode la carnicería de Irkoutsk, cuyas víctimas erantodas jóvenes y mujeres, simplemente condenadospor la vía administrativa, nos hacía temer los ac-tos más bárbaros por parte del gobierno del zarde lapas.

Los más terribles días empezaron para nos-otros, pero la incertidumbre no duró largo tiempo;á principios de Noviembre supimos que la sen-tencia de la joven había sido ejecutada.

Imposible describir nuestro estado de alma,nuestra terrible indignación. Guardamos, sin em-bargo, una calma aparente para no despertar sos-pechas en los gendarmes.

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Un día corrió el rumor de que Sigida habíamuerto poco después de la ejecución del castigó-los unos decían que había sucumbido de una cri-sis nerviosa, otros que se había envenenado. Alpoco tiempo se nos hizo saber que Kaljuschnaja,Kowalskaja y Smirnizkaja habían tomado unadroga y estaban muertas en el hospital de la pri-sión. A esta noticia, un cierto número de entrenosotros resolvimos en silencio, y sin ningunadiscusión previa, seguir el ejemplo de las mujeres.Nos proporcionamos el veneno y decidimos to-marlo después de la revista de la noche. Ningunopidió á otro que se asociara á su idea; los que es-taban decididos á morir tomaron el opio que seencontraba sobre la mesa de cada habitación y loabsorbieron.

Bobochoíf estaba durante algunos días tantranquilo como si nada de extraordinario ocurrie-se, siempre serio y sobrio de palabras. Kaljusch-ni parecía tener desde largo tiempo una resolu-ción irrevocable; esto los aproximaba y les hizoíntimos amigos. De treinta y tres que éramos, diezy siete resolvimos renunciar á la vida. Se fijó eldía, y poco después de la revista de la tarde seescucharon los ecos de un canto en la habitaciónde los Yakoutes, donde se encontraban Bobochoff,Kaljuschni y la mayoría de los conjurados parasuicidarse. Había algunos en cada habitación ydos en la nuestra. Este canto fue la señal. Los quedebían morir se despidieron de los camaradas,absorbieron el veneno y se acostaron sobre eljergón, convencidos de que todo había acabado.

Yo no había tomado veneno; pero creo que eramás fácil envenenarse que ser espectador de esledrama. La impresión que produjo sobre mí fueterrible; me acometieron dolores de cabeza, y los

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médicos descubrieron que tenía síntomas de en-venenamiento. A pesar de esto, los camaradas quetomaron el veneno no consiguieron su objeto; elopio estaba descompuesto y no fue bastante ámatarlos. Los desgraciados se levantaron á lamanada siguiente con atroces sufrimientos, peroesto no les hizo ceder en su empresa y decidierontomar un veneno más activo, tal como la morfina.Sólo tres se arrepintieron.

A la noche siguiente las escenas de despedidase renovaron; los nervios de los sobrevivientes es-taban todavía más excitados que la víspera y la si-tuación era de las más penosas. Esta vez tambiénla morfina estaba alterada, y la mayoría de ellosestuvieron muy graves, pero se restablecieron.Sólo Bobochoff y Kaljuschni, que habían absorbi-do dosis triples, quedaron pronto sin conocimien-to. Durante la noche, Bobochoff se levantó y sintióá Kaljuschni que trataba de incorporarse; lo abra-zó y le cubrió el rostro de besos. Así que se con-venció de que su amigo no se levantaría más, tomóotro puñado de morfina, se acostó cerca de él ycerró los ojos para siempre.

A la mañana siguiente, cuando los vigilanteshicieron la ronda con los gendarmes, se encontróá los camaradas inanimados; el médico, llamadoá toda prisa, declaró que la agonía había comen-zado ya. Kaljuschni murió la tarde misma y Bobo-choff al día siguiente. Los cadáveres fueron con-ducidos al hospital y enterrados en el cementerio,al lado de las cuatro mujeres que acababan demorir.

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CAPÍTULO XXIX

Rumores alarmantes.—Una visita del gobernador general.Fuera de la prisión

El suicidio de nuestros dos camaradas dio porresultado provocar la visita de numerosos funcio-narios. Primero vino el procurador, después elcoronel de gendarmería y por último el goberna-dor de la provincia. Nosotros no tuvimos ningunaconversación con ellos y no respondíamos é nin-guna de las preguntas que nos hicieron. Se reti-raron sin podernos arrancar una sílaba.

Ninguna medida nueva fue tomada y todoquedó en el estado que antes, pero los trágicosacontecimientos nos habían completamente cam-biado. Todos los cantos concluyeron, las risas sehabían extinguido, todo juego estaba en suspenso,hasta el ajedrez. Nuestros nervios habían recibidouna sacudida demasiado brutal. Estábamos comobajo el peso de un fardo penoso.

Así transcurrió el invierno de 1889 90; el silen-cio de las autoridades era de mal agüero. Estába-mos seguros de que el drama de Kara provocaríarepresalias. La cuestión de las penas corporalesno se había terminado, aunque contaba ya seismártires. En la primavera, muy excitados,nuestros camaradas pensaron recurrir ot

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suicidio para probar al gobierno que los prisione-ros políticos no renunciaban á protestar contralas amenazas que se les habían hecho. Pero losotros les hicimos aplazar su proyecto hasta queel comandante, que era siempre Masjukoff, nonos hiciera conocer la respuesta. Este nos hizosaber \a llegada de una nueva orden, prohibiendolos castigos corporales para las mujeres; en cuan-to á los hombres, los que no pertenecían á lasclases elevadas tenían que someterse. Así, pues,todo sacrificio había sido inútil: el sistema persis-tía, pero podíamos esperar que las autoridadesno llegarían nunca á emplearlo.

Desde hacía algunos años corría el rumor deque se estaba construyendo una nueva cárcel enÁkatui, localidad distante de Kara cerca de 300verstas, y que se enviarían á ella los detenidos enesta última ciudad. Se decía que se iba á inaugu-rar en esta prisión un régimen desconocido hastaentonces en Rusia.

En el curso de los últimos acontecimientos, elnúmero de prisioneros había disminuido; muchoshabían sido enviados á la colonia penitenciaria,entre ellos mi amigo Jacobo Stefanowitch.

En los últimos años no habían tenido nuevoscamaradas de Rusia, porque desde 1888 el gobier-no no hacía comparecer á los revolucionarios anteel tribunal, de modo que ninguna sentencia sehabía pronunciado contra ellos. Se había, por elcontrario, adoptado el sistema administrativo,que permitía deportarlos por un tiempo indefini-do bien en Siberia, bien en la isla Sakhaline. Lamayoría de los que durante el verano de 1890 seencontraban en nuestra prisión, tenían el derechoabsoluto de ser enviados á residencia libre, peroseguíamos prisioneros contra toda legalidad, por-

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que estaba resuelto limitar á quince el númerode residentes libres.

Yo tenía el derecho desde ese mismo año; perohabía perdido la esperanza mucho tiempo antes.Desde la llegada á Kara me resigné a la idea decumplir toda mi pena en la prisión, y en mis sue-ños no pensé nunca en la colonia penitenciaria.Creía sólo en que cuando mi pena hubiera termi-nado, me deportarían á algún rincón de la Sibe-ria. La vida no se me presentaba de color de rosa,pero á pesar de eso esperaba con impaciencia eldía en que estaría libre de la prisión. A semejan-za de ciertos personajes de los Recuerdos de lacasa de los muertos, de Dostoíewski, contaba losaños, los días y las horas que me quedaban deestar en prisión. Cuantos más años pasaran me-nos me quedaban; los días me parecían largos, ymás largo aún el tiempo que debía transcurrirhasta la hora de mi libertad.

La estancia en la prisión ejercía con los añossu influencia deprimente sobre mí; mis nerviosestaban aplanados; sentía un fardo penoso pesarsobre los hombros; mi cerebro apenas trabajaba.La apatía y el disgusto de todo constituían mi es-tado habitual. El porvenir se me presentaba conlos más sombríos colores.

En el mes de Agosto de 1890 se acentuó elrumor de que íbamos á ser trasladados á Aka-tui. Esta noticia sacudió nuestra indiferencia,y el tema habitual de las conversaciones fuela vida que nos esperaba en el nuevo estableci-miento.

Nos parecía imposible que la crueldad del go-bierno hubiera hallado el medio de agravar lasuerte de los prisioneros, cuya mayoría habían yapasado diez años en los calabozos y probaron

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todos los tormentos posibles. Todo lo que pudi-mos saber era que el régimen en la prisión deAkatui era terriblemente severo.

Un día supimos que el gobernador generalhabía llegado á Kara. Recibimos orden de re-unirnos en el patio, y el barón Korf no tardó enaparecer rodeado de su estado mayor y su escoltade gendarmes y soldados armados.

Noscomunicó que había recibido de Peters-burgo orden de enviarnos á Akatui. El reglamen-to de la nueva prisión era como sigue: Los prisio-neros políticos serían tratados sobre el mismo piede igualdad que los criminales de derecho común;debíamos vivir con ellos en las mismas habitacio-nes, trabajar juntos en el lavado de la plata y tenerel mismo alimento. «En una palabra—concluyó elgobernador,—ninguna diferencia existirá entreellos y ustedes, y esta instrucción será rigurosa-mente ejecutada.»

El barón Korf se abandonó á un flujo de pala-bras, pero no nos pareció muy contento de la mi-sión que se le hacía cumplir. En cuanto á nos-otros, estábamos aterrados. Nuestros temores seconfirmaban, pero ninguno había supuesto que sele asimilara á los criminales de derecho común.Esta medida significaba, sobre todo, que quedába-mos sometidos á las penas corporales, como losotros prisioneros.

Guardamos silencio largo tiempo, porque noqueríamos hablar con el hombre que había dadola orden ignominiosa de pegarle á una mujer.Varias veces nos preguntó si no teníamos nadaque objetar: siempre le repuso el mismo despre-ciativo silencio.

El barón Korf hubiera querido entablar con-versación con nosotros, y su situación era de las

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más molestas. En fin, en el momento en que seiba á retirar, Mirski rompió el silencio. Bajo unaforma de las más políticas, le preguntó si hablaentendido bien las palabras «que seríamos igualesen todo á los criminales de derecho común». Yañadió que el número de esos criminales que de-bían ser enviados á la colonia penitenciaria noestaba limitado.

Visiblemente contento de que consintieranen hablar con él, el barón Korf respondió quedesde ese punto de vista particular, ninguna dife-rencia existiría en el porvenir eutre ellos y nos-otros. Una discusión de las más vivas se entablóentre el gobernador y Mirski; Yakubowitch tam-bién tomó parte. Con voz alta y grandes gestos,declaró que si se nos igualaba á los criminales dederecho común, ninguno de nosotros sufriría quele infligieran castigos corporales.

El gobernador intentó calmar nuestros temo-res; ninguno de nosotros había sido sometido áun trato semejante, y esperaba que no ocurriríajamás en el porvenir.

Estaba decidido á no tomar parte en la con-versación, pero cuando oí las últimas palabras,sin poderme contener, casi á pesar mío, grité convoz tonante:

—¿Y Sigida? |Una mujer!Era el suyo el recuerdo más penoso. El barón

no parecía esperar la pregunta y habló con granviveza para disculparse.

—¿Qué hemos de hacer?—dijo.—¡Se nos ultrajay debemos guardar silencio! No somos los prime-ros en recurrir 6. las violencias personales.

— Vosotros tenéis el poder—respondí yo,— perono debéis humillarnos hasta ese punto.

El gobernador general balbuceó alguna? pala-

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bras casi ininteligibles; creímos comprender quequería decir que no se debía hablar del pasado yque él no era responsable de los tristes aconteci-mientos de Kara.

Cuando el gobernador se hubo alejado, entra-mos en nuestras habitaciones y nos sentimos hu-millados por la extraña decisión que se habíatomado respecto á nosotros.

Aquel día debíamos tener nuevas emociones.A la tarde, el vigilante Pacharukoff pasó á lashabitaciones la revista habitual é hizo llamar á losprisioneros en compañía de algunos gendarmes.Yo me encontraba en el corredor y quise entraren mi habitación al mismo tiempo que ellos. Fo-mitscheff estaba también en el corredor y se man-tuvo cerca de la puerta; cuando el gendarme ibaá abrir, vi alguna cosa agitarse en el aire; un golpeterrible siguió, y el vigilante rodó por tierra. Losgendarmes, llenos de pánico, emprendieron lafuga y lo dejaron en el suelo. Corrí detrás de ellosy les grité que no debían tener miedo y que erapreciso socorrer al herido; pero hizo falta algúntiempo para decidirlos.

He de hacer notar que Golubzoff, hombre llenode finura y de tacto, del cual ya he tenido ocasiónde hablar, no ocupaba ya el puesto de vigilante.Cuando comenzó nuestra protesta por hambre sehizo enviar al departamento de reos de derechocomún, porque había presentido que las cosasacabarían mal con Masjukoff. Su sucesor era unhombre estúpido y descarado. Obtuve que abrie-ran la habitación donde estaba Prybylyeff, nuestromódico: éste hizo transportar al herido á la enfer-mería y le prodigó los primeros socorros. El vigi-lante había recibido un golpe en la cabeza con uninstrumento muy duro. Estaba sin conocimiento

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y no se podía precisar inmediatamente si la heri-da era peligrosa.

Como el comandante estaba ausente (acompa-ñaba al gobernador general y no debía venir hastapor la mañana), fuimos los prisioneros los quetuvimos que mantener el orden. Los gendarmeshabían perdido la cabeza y nos obedecieron pasi-vamente. Cuando hicimos transportar al heridoen una camilla 6 su casa nos ocupamos de nues-tro compañero, que pidió él mismo ser separadode nosotros y lo encerraran en una celda del edi-ficio próximo.

El acto de Fomitscheff nos parecía absoluta-mente inexplicable, porque el vigilante era unsimple subordinado, individuo sin importancia,del que no nos habíamos jamás ocupado.

La única idea que nos vino á la mente fue quehabía perdido de repente la razón al saber elnuevo trato que nos estaba reservado. Se podíatanto menos esperar este hecho de su parte cuan-to era, como ya he dicho, un monárquico ardien-te. Nuestra suposición estaba confirmada por elhecho de que había tenido ya varias veces violen-tos accesos de cólera. Pero estábamos en unerror. A la mañana siguiente, él mismo nos dio laexplicación de su atentado. Algunos meses antes,cuando se encontraba en la enfermería de la pri-sión, donde Pacharukoff era vigilante, había sidotestigo de una escena que le indignó. Dos prisio-neros barrieron el patio y el vigilante pretendíaque no lo habían dejado bien limpio. Con estemotivo les dio de palos hasta hacerles saltar san-gre; la ejecución había tenido lugar bajo las ven-tanas de la celda donde Fomitscheff estaba enfer-mo. Había concebido desde esa época un granodio contra ese hombre, pero no pensaba en ven-

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garse. Ahora, cuando oyó al gobernador decir queseríamos tratados como los criminales de derechocomún, había recordado, como á propósito de unabagatela, que algunos prisioneros podían ser so-metidos á los más bárbaros tratos por caprichode un funcionario imbécil, y decidió tomar vengan-za del vigilante para demostrar, al mismo tiempo,cuál sería nuestra actitud en caso de que nos apli-caran la pena del knout.

Temíamos que el gobernador general conside-rase este hecho como resultado de un complottramado entre nosotros. Esperábamos represalias,y durante algunos días estuvimos en cruel incer-tidumbre. El médico declaró que nuestro compa-ñero había perdido la razón bajo la influencia dela noticia que el gobernador nos comunicaraaquella mañana, y felizmente el golpe recibido porel vigilante no era mortal. El hombre se curó,pero quedó sordo de un oído. En fin, el goberna-dor, que se consideraba dichoso de que su visitaá la prisión no hubiera tenido peores consecuen-cias, se contentó con someter á Fomitscheff áobservación en la enfermería, y su atentado notuvo más consecuencias que prolongar otros dosaños su prisión.

Después de las declaraciones que el goberna-dor general Korf nos había hecho, podíamos es-perar que todos los que teníamos derecho de serenviados á lacolonia penitenciaria, en número deveinte, no iríamos á Akatui.

En cuanto á mí, no podía creer que tendríatérmino mi prisión y que gozaría de libertad, porescasa que fuera. Había aprendido á mis expen-sas en Friburgo cuan fácilmente se desvanecenlas esperanzas; rechazaba toda visión de un por-venir dichoso; me obstinaba, por el contrario, en

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representármelo con los colores más sombríos.Pero no tardó en saberse que, en efecto, todos

los que teníamos derecho seríamos excarcelados,y que se había ya formado la lista.

Es así que un día, de improviso, fueron excar-celados tres de nosotros: Luri, Rechnyevski ySoukhomlin, á los que habían seguido sus muje-res hasta allí. Casi en seguida apareció Masjukoffen nuestro departamento en compañía de su su-cesor Tominin. Los dos nos comunicaron quediez y siete de nosotros serían puestos en libertad,y mi nombre figuraba en la lista.

Hicimos un paquete con nuestros pobres efec-tos y nos despedimos de los camaradas que á lamañana siguiente debían partir para Akatui. Elpensamiento de que algunos de nosotros iban áver agravarse su situación, atenuaba la alegría denuestra libertad.

Otras veces mis camaradas y yo nos habíamosimaginado con los colores más risueños el mo-mento deseado, y ahora, al llegar la embriaguezsoñada, experimentaba como un desencanto. Te-nía una sensación de pena al dejar una casa quese me había hecho querida. Partíamos con lacabeza alta, pero el rostro triste y sin entusiasmo.

La puerta se abrió y un grupo de hombresdejó la cárcel. Era la libertad de la Siberia contodas sus restricciones. ¡Pero era la libertad!

TOMO II

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CAPITULO XXX

Nijnaja-Kara.—Vida nueva.—Los ladrones de oro

La localidad de Nijnaja-Kara, donde se encon-traba la colonia penitenciaria, producía una im-presión especial.

Las habitaciones se extendían á algunos mi-nutos de la prisión por las pendientes de unacolina, cerca de la ribera del Kara, que arrastrabaarenas de oro, y cuyo lecho estaba casi seco en elverano. Ni por sus edificios ni por su poblaciónparecía una aldea rusa. Los prisioneros de dere-cho común, hombres y mujeres, estaban en ma-yoría. Había gran número de descendientes deios prisioneros y aldeanos que se ocupaban en ellavado de oro, «aldeanos del zar». Un batallónentero de cosacos á pie montaba la guarnición,y por último, los oficiales de cosacos y una partede empleados penitenciarios completaban la po-blación.

La variedad de edificios correspondía á la va-riedad de habitantes. Los criminales de derechocomún que no estaban casados se acuartelabanen grandes edificios, que partían con los cosacos.Oficiales y empleados habitaban casitas pequeñasy limpias, que pertenecían al Estado. Los políti-cos y los criminales de derecho común casados

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ocupaban chozas de madera, malas y medio caí-das. Habla tres tiendas de quincalla y comes-tibles.

Los primeros días tuvimos gran trabajo parainstalarnos, porque no había bastantes casas paraalbergar á veinte hombres que dejábamos la pri-sión á un tiempo. Teníamos numerosas incomo-didades, pero el solo hecho de no tener ante losojos á los aborrecidos carceleros era una granalegría; por otra parte, escapábamos por la pri-mera vez á la humillación de hacernos afeitar labarba y los cabellos; podíamos vestirnos á nuestrogusto, se nos dejaba en libertad de ejercer un ofi-cio cualquiera, pero las profesiones liberales esta-ban prohibidas. El registro de la correspondenciaera menos riguroso; podíamos escribir personal-mente á nuestras familias y recibir gran númerode folletos y periódicos prohibidos en la prisión.Pero lo mejor para nosotros era poder movernoscon toda libertad y según nuestro capricho y pa-sear en los alrededores de la aldea.

Desde que dejamos la cárcel estábamos bajola vigilancia de la administración penitenciaria.Cada mañana y cada tarde un vigilante de la prisión hacía su ronda por nuestras habitaciones, ytodos firmábamos en un libro; de esta manera sehacía constar que ninguno se había fugado. Nopodíamos alejarnos más de diez verstas sin laautorización especial del administrador, que erael mismo Pacharukoff al que Fomitscheff habíaherido.

Nuestra situación, desde el punto de vista ma-terial, era mejor que en la cárcel. Además de losvíveres que recibíamos del Estado y del dineroque mandaban nuestros parientes, podíamos pro-curarnos algunos recursos con el trabajo.

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De una manera general habíamos conservadola organización adoptada en la cárcel, la que su-fría, como es natural, ciertas modificaciones im-puestas por las circunstancias. Teníamos que ocu-parnos de una porción de cosas desconocidas enla prisión. El otoño era para los hombres la épocade los trabajos más penosos: se necesitaba ir ácortar en el bosque la leña necesaria para calen-tarnos durante el invierno y el heno destinado ála manutención de nuestras bestias, porque te-níamos seis vacas de leche y cuatro caballos. Enla primavera nos ocupábamos de los trabajos dejardinería; en verano sembrábamos el heno en lapradera. Los que trabajamos en común hacíamosigualmente reunidos la cocina.

Todo el mundo tenía en qué ocuparse, porqueel trabajo no faltaba. Los trabajos del invierno meparecían muy rudos. Con frecuencia había que ircon los trineos hasta diez ó doce verstas de dis-tancia á buscar la leña ó el heno necesarios, y al-gunas veces no se regresaba hasta bien de noche.Teníamos que levantarnos para dar pienso á los ca-ballos, y con los fríos siberianos esto es cosa peno-sísima." Cuando íbamos á las selvas éramos dospara cargar las grandes carretas de heno y condu-cirlas á la casa. Teníamos las manos destrozadaspor esta tarea, á la que no estábamos acostumbra-dos; con frecuencia se rompían las cuerdas ó loscaballos perdían el camino. Podíamos apenasmovernos en nuestros pesados trajes de piel decarnero y las botas forradas. Cuando llegábamosá casa íbamos cubiertos de sudor, á pesar delfrío.

Algunas veces este trabajo presentaba ciertoencanto: era una sensación extraña recorrer denoche la llanura cubierta de nieve y sumirse en

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las tinieblas de la selva. Reinaba un silencio demuerte, interrumpido sólo por los crujidos de lanieve, que se rompía bajo las patas de los caballosy las ruedas del trineo, ó de tiempo en tiempo porel lejano aullido de los lobos. Miríadas de estrellascentelleaban en el firmamento; alrededor de nos-otros ni la menor traza de vida humana. Pero elfrío cruel, que era más riguroso por la mañana,nos hacía olvidar bien pronto toda poesía. El hielopenetraba á través de nuestras pieles y nos sen-tíamos como traspasados por millares de alfileres.Con frecuencia la brisa era tan aguda, que elaguardiente que llevábamos se helaba en las bo-tellas; á pesar de todas las precauciones que to-mábamos, el líquido se convertía en un témpanode hielo.

Por suerte las expediciones no eran muy fre-cuentes, y á la vuelta se probaba la impresión de-liciosa de entrar en nuestra casa. La pequeñachoza de aldeanos que ocupaba me hacía el efectode un palacio, y sentía en ella un bienestar exqui-sito. Un tercio de la estancia lo ocupaba un vastohogar ruso, que por desdicha hacía demasiadohumo. Las ventanas y las puertas cerraban mal,los muros y el techo dejaban pasar el viento porlas junturas, aunque yo estaba siempre ocupadoen calafatearlo con el mayor cuidado; pero todoesto no eran más que pequeños detalles. Sólo secomprende la alegría de tener una casa cuandose ha sufrido por large tiempo el martirio de noestar jamás solo, siempre bajo miradas extrañas.Para guardar este placer todo entero me sometísolo á las fatigas que los otros evitaban, partién-dolas entre dos cuando eran amigos íntimos. Mu-chos preferían imponerse los trabajos de barrer,encender el hogar é ir á buscar el agua, por gozar

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el privilegio de vivir solos. Mi choza, que me en-tregaron casi derruida, era propiedad del Estado.La había reparado por mí mismo. Estaba situadacerca de otras construcciones, al fin de la aldea ysobre el declive de una colina, al lado del cemen-terio. Al principio me preocupó el estado de lapuerta, que se podía abrir de un puntapié. Estono era muy tranquilizador en la vecindad de tan-tos condenados de derecho común, pero no hetenido jamás ocasión de quejarme de ellos, y aun-que me retiraba tarde de noche por los senderosmás solitarios, me sentía tan tranquilo como enlas ciudades mejor vigiladas por la policía.

Entre los criminales de derecho común quese encontraban en la colonia figuraba un ciertoLysenko. Se decía de él que había matado á todauna familia; no tenia mal aspecto y era extraordi-nariamente devoto. Cuando se le conocía perso-nalmente, no se podía imaginar que este hombrehubiese matado criaturas inocentes.

Sentí curiosidad de saber si eran ciertos losrumores que circulaban respecto á él, y hallé undía ocasión de preguntarle.

—Sí, todo eso es verdad—me respondió.—¿Y cómo tuvo usted valor de matar los niños?

—le preguntó uno de mis amigos.—Ellos daban gritos delirantes, pero eso no me

impidió matarlos, porque esa era la voluntad deDios. Si Dios no hubiera querido, yo nos los hu-biera matado. Es Dios el que me inspiró esta re-solución.

Tal fue su respuesta. Mi amigo, por el cualLysenko parecía tener simpatía, le dijo:

—¿Y si yo me encontrara en un sitio solitario,me asesinaría usted también?

—Si sabía que llevaba usted dinero, no dudaría

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en retorcerle el pescuezo—respondió él con alegrefranqueza.—Pero no lo haría jamás sin serias ra-zones.

En esta época Lysenko hacía un comercio bas-tante peligroso, y que estaba severamente prohi-bido: compraba lo que se llama oro robado y" locambiaba por aguardiente.

Se debe hacer notar que los habitantes deKara vivían entonces en condiciones bastante es-peciales, porque en todas partes se encontrabanpedazos de oro. Armados de un cesto y un cuchi-llito curvo, hombres y mujeres iban á la orilla delKara ó de los otros riachuelos y sacaban fácil-mente dos ó tres rubios de polvo de oro. Esto es-ba rigurosamente prohibido por la administra-ción, pero, á pesar de eso, se practicaba casicontinuamente sin ocultarse. El que no iba por símismo á buscar el oro, hacía el tráfico; de modoque toda la población de la colonia, salvo los po-líticos, no tenía otra ocupación. A excepción dealgunos honrados funcionarios, nadie tenía es-crúpulo de violar el reglamento. He conocido fa-mihas que se dedicaban á la busca del oro comosi se tratara de un oficio. Todo el mundo encon-traba natural que los buscadores de oro guarda-ran para ellos los tesoros que arrancaban á latierra, y se preocupaban poco de que la ley reco-nociera que esos tesoros eran propiedad privadadel zar, ó, para hablar en el lenguaje oficial, delGabinete de Su Majestad. Era evidente que á pesarde todos los trabajos que se tomaba la autoridadlocal para defender los yacimientos de sus distri-tos, se sacaba más oro por los procedimientosprohibidos que por los legales; recogedores é in-termediarios encontraban el medio de hacerlopasar por la frontera de la China, donde obtenían

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mejor premio que el ofrecido por el Gabinete.Todos los hombres competentes están de acuerdoen reconocer que los ladrones de oro prestabanservicios inapreciables al Estado. Eran ellos losprimeros en trazar senderos en la taiga ó selvavirgen, para ir á buscar el precioso metal en todasdirecciones, y gracias á esto se descubrían nume-rosos yacimientos. Los aventureros se aprovechanpoco del dinero que conquistan; la mayoría deentre ellos son incorregibles borrachos, que que-dan toda su vida esclavos de las deudas que con-traen con recogedores é intermediarios. Tengointeresantes detalles que dar de la vida y las cos-tumbres de los buscadores de oro; baste por elmomento con decir que constituyen un mundoaparte, un Estado en el Estado, con sus tradicio-nes especiales y sus leyes rigurosamente respe-tadas.

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CAPÍTULO XXXI

El viaje del heredero del trono á Siberia.—Nuestra vidala colonia penitenciaria.—El cruel pristaw

El tiempo transcurría mucho más de prisa enla colonia que en la prisión. Vimos pasar rápida-mente el verano y el otoño: la primavera de 1891,primera que pasaba en libertad después de largosaños de prisión, dejó en mí recuerdos imborra-bles, y nos trajo la esperanza de una inesperaday próxima libertad.

Un día se supo que el zar Alejandro III habíaresuelto publicar un manifiesto con ocasión delviaje del heredero del trono á Siberia. Se decíaque este manifiesto concedería la gracia á nume-rosos condenados y la medida sería extensiva álos políticos. El telegrama oficial estaba redactadoen términos tan enigmáticos, que nos permitiópensar en una libertad próxima. A creer la nueva,se nos consideraría pronto, no como condenados,sino como desterrados; esto podía mejorar nues-tra situación,según las localidades áque nos envia-ran. La mayor parte de los prisioneros de Estadoson expedidos hacia el país de los Yakoutes y lascondiciones de existencia son menos favorablesque en Kara. La población es más escasa y seestá más lejos del mundo civilizado que en las

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regiones del Transbaíkal, donde se encuentraKara. Los compañeros tenían allí más privaciones que nosotros. El correo llegaba con menosfrecuencia, el clima era más rudo y el inviernomás largo. En muchos distritos los artículos delujo, como té, tabaco y petróleo, no podían intro-ducirse y era difícil hasta procurarse un pan ne-gro, que cuesta carísimo.

Hay localidades donde el pan negro se consi-dera como un regalo que se debe ofrecer á loshuéspedes importantes.

La principal, ó, por mejor decir, la exclusivaalimentación de los habitantes, consiste en carney pescado. Hasta las habitaciones son mucho másprimitivas que en Kara. Los mrien, como les lla-man los yakoutes, son chozas hechas con ramasy brozas. A pesar de eso, la mayor parte de nos-otros estábamos dispuestos á ir á esas regionesinhospitalarias. Se esperaba que con el tiempo,gracias á la condición de desterrados, se nos en-viaría á país mejor. Lo que sobre todo nos sedu-cía era la libertad de circular en un perímetromás grande.

Además, se enviaban allí frecuentemente con-voyes de desterrados administrativos y se podíansaber por ellos noticias del país, mientras queningún deportado político llegaba á la coloniapenitenciaria de Kara. Por último, los desterra-dos en el país de los Yakoutes tenían la posibilidad de dar en el porvenir un nuevo paso, hacerseempadronar en la clase de los aldeanos, y enton-ces tenían libertad de ir y venir por toda la Sibe-ria. Sin duda estas mejoras no eran cosa rápida:se necesitaba por lo menos una docena de años,pero se aprende á tener paciencia en la Siberia yvarios de nosotros dejaban ir el pensamiento ha-

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cia el porvenir. ¡Diez años! Alguna vez había ma-nifiestos del zar, y después de quince ó veinte añospodía pensarse en la lejana vuelta al hogar. Yomismo me dejaba mecer por la esperanza, aun-que sabía qué escasas eran las gracias concedidaspor el zar.

El manifiesto de la corona estaba lleno derestricciones, y esta vez, como de costumbre, lagracia no se extendería á todos. Había acabadopor salir de la prisión; quizá alcanzaría ser en-viado al destierro, y entre la duda y la esperanzalos pensamientos más optimistas se presentabaná mi espíritu.

Mientras se discutían en Petersburgo la formay el contenido del manifiesto para ver cuáles se-rían los favorecidos y los que habían de excluirse,las autoridades de la Siberia tenían preocupa-ciones mucho más perentorias. Necesitaban verlas vías y los medios de librar al heredero deltrono de todo peligro durante su viaje á un paísdonde vivían las víctimas implacables del zaris-mo. Los señores funcionarios resolvieron el pro-blema de una manera muy sencilla: á lo largo delcamino que había ds recorrer el príncipe se me-tieron en prisión todos los detenidos en las colo-nias. Aunque Kara estuviese á veinte verstas delcamino, fuimos aprisionados un día antes de pa-sar el zarewitch y libertados un día después. Es-perábamos con ansiedad la llegada del correo, quevenía cada siete ó diez días, para tener noticiasdel manifiesto; pero en las oficinas reales no sedaban prisa y los detenidos tuvieron que sufrirlargo tiempo el tormento y la inquietud.

Un año entero transcurrió antes que se noshiciera saber que habíamos obtenido una mejoray hasta dónde llegaba la clemencia del zar.

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Nuestra decepción fue cruel; la mitad de losdetenidos en Kara eran excluidos y los otros noobtuvieron más que una pequeña disminuciónde la pena. Me encontraba entre los totalmenteolvidados, y me debía resignar á estar otros cua-tro años en el mismo puesto. La desilusión eradura, tanto más penosa cuanto que habíamos ol-vidado la alegría de la salida de la cárcel y nues-tra vida nos parecía de nuevo monótona y taninútil como otras veces. Nos sentíamos más des-graciados que en la prisión. Allá abajo estábamosobligados á renunciar á todo lo que tenía apa-riencias de vida; en la colonia, al contrario, noshallábamos en plena actividad. En la cárcel todaocupación razonable nos estaba prohibida: con-denados á tirar penosamente de una existenciasin fin, atrofiados, como privados de toda excita-ción mental. En la colonia era muy diferente: nossentíamos vivir, despertar del letargo que nosaniquilaba en la prisión. Veíamos á los hombresagitarse alrededor nuestro, luchar por sus intere-ses, batallar por la existencia, y estábamos redu-cidos á las ocupaciones domésticas, á trabajosque no podían satisfacer nuestra actividad. Lamayoría de entre nosotros hubiera deseado hacerútil empleo de sus fuerzas no sólo en cortar leñay coger hierba.

En apariencia teníamos el derecho de mezclar-nos en muchas cosas que estaban prohibidas enla prisión, pero en realidad nos era imposibleocuparnos en nada de inteligencia.

Nos sentíamos humillados de tener que dedi-car toda nuestra actividad á bagatelas, tales comola organización de nuestras viviendas, que en lascondiciones que nos encontrábamos absorbíantodo nuestro tiempo, sobre todo al principio, hasta

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el punto que durante semanas nos fue imposibleabrir un libro ó leer un periódico. Para los hom-bres instruidos era un verdadero suplicio. La solaocupación intelectual un poco interesante, consis-tía en observar las costumbres particulares de loshabitantes del país. En las cárceles había podidoestudiar las condiciones de los prisioneros en susceldas y en sus talleres; ahora.veía cómo viven enlas colonias. Se acababa de abandonar la costum-bre de utilizar á los detenidos en el lavado deloro, porque ese trabajo era demasiado costoso.Se les empleaba en lo que se llaman trabajosdomésticos y se servían de ellos como bestias decarga para los transportes de materiales.

El espectáculo de hombres y mujeres uncidosá los carros y tirando de ellos como bueyes, erademasiado repugnante.

Cerca de un año después de nuestra llegadaá la colonia, los trabajos forzados en Kara fueronsuprimidos. Una parte de los condenados se ocu-paba en la construcción del camino de hierro tran-siberiano, que acababa de comenzar, y los otrosfueron enviados á la isla de Sakhaline y á otraspenitenciarías. Los vigilantes, los cosacos y hastalos mismos funcionarios siguieron á los prisioneros. Nuestra colonia quedó, por consecuencia,completamente despoblada y la existencia se hizomás monótona. Teníamos en cambio la ventajade poder utilizar las habitaciones abandonadas, ynuestra instalación nos ofrecía más comodidad.

Nuestras relaciones con los pocos habitantesque habían quedado eran los más cordiales; en-señábamos á los niños, les dábamos consejos yles prestábamos nuestro concurso en calidad demédicos y abogados, porque para esas pobresgentes la palabra político era sinónimo de sabio, y

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cada vez que se presentaba ocasión recurrían ánuestras luces.

Nos estaba prohibido ejercer oficios que tuvie-ran analogía con lo que se llama profesiones libe-rales; no debíamos, pues, desempeñar las profe-siones de maestros de escuela y médicos; pero lascircunstancias eran tales, que algunas veces losfuncionarios mismos se veían obligados á hacer-nos llamar, á pesar de las prescripciones del re-glamento. Después de esto no se podía hacernosresponsables de nuestras relaciones con los pre-sos civiles. Una vez sola me amenazó un conflictoque voy á contar en pocas líneas. Un aldeano delos alrededores había venido á nosotros exponién-donos el hecho siguiente: El nuevo pristaw (funcio-nario administrativo y de policía), acompañado delalcalde y de otros funcionarios, se había presenta-do en su casa y sin ningún motivo procedió á unregistro domiciliario. En su comedor encontraronalgunas libras de tabaco, té, azúcar y otras provi-siones. El pristaw se había apoderado de todocon el pretexto de que este aldeano debía haberadquirido aquello para cambiarlo por oro robado,ó que él jugaba el papel de recogedor.

Cuando más tarde el aldeano compareció pororden suya en la casa del funcionario, éste le exi-gió cincuenta rublos por la restitución de los ob-jetos que le habían sido confiscados. Esta recla-mación parecía impudente al aldeano, y, porconsejo de uno de sus vecinos, vino á mí á pedir-me le redactara una queja contra el funcionarioprevaricador. Me contó una larga historia paraexplicarme que las provisiones eran de su usopersonal; las había comprado durante el invier-no, porque en esa época le era más fácil, puesdurante el verano tenía que ocuparse de los nu-

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merosos trabajadores que empleaba. Todo esto-era un cuento inventado, y nuestro hombre perte-necía indudablemente a la honrada corporaciónde buscadores de oro, pero era claro como la luzque el funcionario había cometido una grave in-corrección y un abuso queriendo obtener dinerodel aldeano. Yo había oído decir que este sátraparecientemente nombrado era una calamidad paratoda la población de la provincia. Se le había con-fiado el gobierno ilimitado de este país, cuya ex-tensión pasaba de la de ciertos Estados alemanes,y no tenía otra mira que la de llenar su bolsillo.Por las noches hacía irrupción en las casas, y congran sorpresa de los habitantes, se llevaba todolo que caía bajo su mano y fijaba el rescate a sugusto. Al mismo tiempo, siguiendo las buenastradiciones de los funcionarios rusos, intimidabaá los aldeanos jurando y blasfemando como unposeído. Su dicho favorito era:

—Aprended, cuadrilla de bribones, que yo soypara vosotros el zar y Dios.

Me seducía la idea de dar una lección á estetirano, pero no quería representar el papel deabogado. Dudé un poco y aconsejé al aldeano querecurriera á otras personas, á gentes que tienenpor oficio escribir cartas ó redactar quejas; peroél me declaró que esas gentes no querían hacerloporque temían las represalias del pristaw. En-tonces me decidí á ejecutarlo; mas para no pasarpor denunciador secreto escribí debajo de la que-ja, que sabía perfectamente no tenía derecho áformular por otro: «Escrito y firmado por el dete-nido político León Deutsch, ó ruegos de un que-rellante iletrado.» Le hice notar al aldeano que yono era hombre de enviar denuncias anónimas yque esperaba que las autoridades se ocuparían

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del negocio. El aldeano se mostró muy satisfecho,me dio calurosamente las gracias y quiso é vivafuerza ponerme en la mano un rubio, que yo re-chacé enérgicamente.

No oí hablar del asunto durante algunas se-manas, pero un día el alcalde de la colonia vino ámi casa y me invitó á seguirle á su despacho,donde el pristaw quería hablarme. Esto era ab-solutamente ilegal, porque en calidad de prisione-ro político no estaba, sometido á más autoridadque á nuestro administrador, y no á los funciona-rios de policía. Le respondí brevemente:

—Diga usted á su pristaw que no tengo nadaque ver con él; si desea hablarme no tiene másque venir.

Le hice repetir mis palabras hasta que las tuvobien grabadas en la memoria, para repetirlas alfuncionario. Desempeñó bien su comisión y sepuede imaginar la cólera de este zar y Dios cuan-do le dio mi respuesta delante de las autoridadesmunicipales y un gran número de aldeanos. Comosupe más tarde, enrojeció de rabia, y jurandocomo un condenado dio orden de encadenarme yconducirme á su presencia.

A pesar de la orden categórica, sus gentes du-daron en obedecer. Algunas horas después, tresrepresentantes de la municipalidad vinieron á micasa y me suplicaron que les acompañara. Leshice observar que el pristaw no tenía derecho deejercer autoridad sobre mí y sólo podía entrar enrelaciones conmigo por medio del administradorde la colonia. Los enviados se manifestaron muysatisfechos de mi respuesta y fueron contentos ácomunicar al pristaw que yo no estaba bajo sudependencia.

Algunos días después supe por nuestro admi-

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nistrador que el pristaw quería simplemente co-municarme una carta que había recibido á propó-sito de la queja redactada por mí, detalle que, enverdad, no me interesaba.

Todo este negocio terminó, como de costum-bre, sin ningnna consecuencia. La carta en cues-tión se reducía á pedir al magistrado prevaricadorque se justificara. Pero algunos años después,cuando yo dejé Kara, el aldeano no estaba aúnen posesión de sus provisiones. Continuaban aúnbajo la excelente guarda del pristaw. ¡Se adivinaen qué estado!

El asunto no tuvo consecuencias desagrada-bles para mi. Al cabo de algunos meses recibí uncomunicado del gobernador en el que me advertíaque me estaba prohibido redactar quejas en nom-bre de los habitantes del país. Si nuestras relacio-nes con la población no hubieran sido tan cordia-les, hubiera podido acabar mal para mí.

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CAPITULO XXXII

La ¡muerta del lar.—Nuevos manifiestos.—El censo de lapoblación

—¿Sabe usted la novedad? El zar está enfermo;se dice que los médicos desconfían de salvarlo.

Un oficial conocido mío me saludó un día conestas palabras. La noticia inesperada me llenó deasombro. Se creía generalmente que Alejandro III,con su talla hercúlea y temperamento robusto,llegaría á edad avanzada y ejercería durante mu-cho tiempo aún el régimen reaccionario. He aquíque de pronto un rayo de esperanza brillaba paramí, porque es costumbre en Rusia que todo here-dero del trono sea objeto de nuevas esperanzas.

En Noviembre de 1894 supimos que el zarhabía muerto, y poco después se publicaron dosmanifiestos, uno por el matrimonio de Nicolás IIy el otro por su coronación.

Esta vez yo no fui excluido. Según el primermanifiesto, la duración de la pena fue rebajadaen cuatro años y algunos meses; pero esta graciavino cuando ya no me quedaban más que diezmeses que cumplir. El segundo manifiesto redu-cía de diez á cuatro años el tiempo para podercambiar mi condición por la de aldeano. Al mismotiempo se me advirtió que podía ser trasladado

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como cumplido al pais de los Yakoutes; peropor diferentes circunstancias yo no hice uso delos beneficios que me concedían los dos manifies-tos, y por razones de familia continué en Kara.

*

Una fría mañana de Diciembre del año 1896escuché el ruido de un trineo que se detenía de-lante de mi casa. La puerta se abrió, y entró unhombre vestido de piel de carnero y envuelto enun dokha (manto cuyo interior y forro son de pie-les). Cuando se hubo desembarazado de sus abri-gos conocí á nuestro alcalde, personalidad sa-liente y conocida en todos los alrededores. Suhabilidad y su firmeza le granjeaban una conside-ración general. Tenía gran fuerza de carácter yde independencia, y se decía que era hábil y enér-gico, pero al mismo tiempo un poco duro y deuna moralidad no del todo irreprochable.

Habitaba cerca de treinta verstas de mi casa yno había venido a verme hasta entonces ni unasola vez. Se necesitaba una circunstancia especialpara decidirse á hacer tan largo recorrido con unfrío tan terrible. Siguiendo la costumbre siberia-na, no me dijo el objeto de su visita hasta quehubo tomado algunas tazas de té bien caliente.Después me expuso lo que sigue:

Él gobierno había ordenado hacer un censogeneral de la población del inmenso imperio, ydebía estar terminado en un día fijo. Esta opera-ción exigía gran número de gentes aptas, difícilesde encontrar en Rusia, y más todavía en Siberia.Las autoridades administrativas estaban bastantepreocupadas con esto, y el presidente de nuestro

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distrito había hecho llamar á sus subordinadospara ver cómo resolverían el problema.

Guando esta cuestión fue discutida en Kara yen las localidades vecinas, nuestro alcalde respon-dió que él se encargaría de este cuidado, á condi-ción de que le dejaran recurrir á mí. Yo era, se-gún creía, la sola persona capaz de los alrededores.Mi nombre era conocido del presidente del distri-to, á causa de la queja que había firmado por elaldeano, y declaró que estaba conforme. El pris-taw, contra quien iba dirigida la queja, no hizoninguna objeción, aunque formaba parte del Con-sejo.

El alcalde me expuso todos estos hechos y mepidió que consintiera en ayudarle. Le respondíque sí inmediatamente, porque esta nueva ocupa-ción traería alguna variedad á mi monótona exis-tencia, y era un trabajo interesante y útil. Un solopunto me preocupaba: me encontraría continua-mente con el pristaw y podía ocurrir algún roza-miento. El alcalde me aseguró que el funcionariolamentaba lo pasado y había olvidado por comple-to nuestra diferencia, sin guardarme rencor algu-no. Quedaba aún otro obstáculo: era preciso ob-tener el permiso de la administración de la coloniapenitenciaria, pero el funcionario se encargó dearreglarlo por sí mismo.

El asunto estuvo pronto arreglado, y así yo,criminal político, me encontré de la noche á lamañana revestido de un cargo público. Me encar-garon del censo en una aldea que estaba a quinceverstas de mi casa y cuya población contaba cercade mil habitantes. Hice también el censo de otraaldea de acuerdo con el pope (sacerdote del ritogriego). Era muy interesante para mí visitar aque-llas gentes y hacer conocimientos con ellas. Había

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episodios cómicos y numerosas equivocaciones;pero también observaciones penosas, por no decirtrágicas.

Mis trabajos fueron bien recompensados; loshabitantes me manifestaron su simpatía de dife-rentes maneras, y los funcionarios quedaron ad-mirados de la rapidez con que habla desempeña-do la comisión.

Pasó algún tiempo, hasta que un día, en Enero•de 1897, el alcalde me hizo otra visita. El buenhombre tenía otra cosa que pedirme. El presiden-te de las operaciones del distrito reunía un cierto•número de sus colaboradores para comprobar los.resultados y enviar la noticia general. El jefe demi distrito era, como ya he dicho, el severo pris-taw, y había insistido para que yo representase en•el comité á Schilkinskaja Volost.

La proposición me sedujo; no había dejado áKara una sola vez en doce años y no conocía másque las aldeas cercanas. Ahora se me ofrecía oca-sión de hacer un viaje de varios cientos de verstasá través de un país que debía ser interesante. El•cuidado de arreglar el censo me atraía igualmente,pero se necesitaba vivir en la sociedad de un hom-bre que no era mi amigo. El alcalde, con su habi-lidad, se encargó de arreglarlo todo, y acepté elofrecimiento que me hacía. Obtuve sin trabajo laautorización del gobierno para dejar mi domicilioy me puse en camino.

Viajaba á expensas del Estado; me dieron unpasaporte firmado por el gobernador, que me au-torizaba á tener caballos en todas partes por don-de pasara y á hospedarme en los edificios delEstado. En una palabra, me trataban como unfuncionario viajando en seroicio.

Semejante expedición no era cosa sencilla en

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•el invierno siberiano. Me había puesto su vestidode piel de carnero y un dokha; estaba tan cargado•de pieles que no podía moverme en mi trineo. Elcamino atravesaba regiones casi desiertas, ligera-mente montuosas y cubiertas de selvas impene-trables. Los caballos arrastraban el coche contrabajo. Cada treinta ó cuarenta verstas llegába-mos á una estación, donde había cambio de tiro.Recibía en todas partes una acogida tan expresi-va como si yo hubiese sido un alto personaje, loque tenía mucho de cómico. En el primer pueblodonde pasé la noche, el habitante de más impor-tancia me testimonió su celo. Había llegado bas-tante tarde, y al entrar en mi habitación, el hom-bre llegó corriendo detrás de mí.

—¿Tiene alguna orden que darme Su Excelen-cia?—me preguntó.

Le rogué que hiciese de modo que los caballosestuvieran prontos á partir al ser de día; pero estono le pareció suficiente y me preguntó si deseabaque llamase á los que en la aldea se ocuparondel censo. Yo no tenía intención de molestar átantas buenas gentes á una hora tan avanzada dela noche, y me costó gran trabajo detenerlo. Loshabitantes de las otras localidades me asombra-ron también por el exceso de su celo. No me lopodía explicar hasta que supe que el severo pris-taw había recorrido el mismo camino algunosdías antes y dio orden formal á sus subordinadosde recibir con todos los honores de enviado deSchilkinskaja, como me llamaban. Y lo cumplie-ron puntualmente de buena voluntad.

Cuando estaba próximo al fin de mi viaje, en-contré en las estaciones otros señores que se-guían el mismo camino para ir á la conferencia.Corría el rumor entre todos de que el presidente

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del distrito no encontró las listas completas y lashabía devuelto, y que, por consiguiente, sería ne-cesario volver a hacer todo el trabajo. Mis colegasestaban asustados porque era una tarea que ne-cesitaba varios días, habían dejado sus asuntos,y además estaban descontentos porque apenashabían recibido algunos rublos, cuando deseabanuna medalla del gobierno.

Dos días después llegué á Stanitza Aigunskaja,.donde la conferencia había de tener lugar. En elcurso de mi viaje me había preocupado de miprimera entrevista con el pristaw, y él me pareceque estuvo no menos inquieto que yo, porqueapenas me había levantado á la mañana siguienteque llegué, cuando un cosaco vino y me hizo saberque el pristaw deseaba hablar con el enviado deSchilkinskaja. Le respondí que iría todo lo máspronto posible. Me hice la toilette y tomé mi des-ayuno; pero al poco tiempo el pristaw en personahizo su aparición. Era un hombre grueso, de cercade cincuenta años, vestido de oficial de policía;se presentó bajo el nombre de Bibikoff, presiden-te de la comisión del censo del distrito de X. Pormi parte yo me presenté como el señor Deutschy conversamos de la manera más amistosa, comosi nada hubiera pasado entre nosotros. Me con-fesó que le era imposible llevar bien la comisiónde que se había encargado, porque se perdía en-tre las órdenes, instrucciones y circulares que leenviaban las diferentes autoridades y no sabíacómo hacer el censo general de su distrito. Todaslas listas eran insuficientes. Me pidió que colabo-rase con él, pues conocía la rapidez con que cum-plí la comisión en mi distrito, y que era el solohombre que podía ayudarle á conducir el asuntoá buen fin. Un cierto número de compañeros me

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rogaban lo mismo. Acepté después de algunasinstancias, y mi antiguo enemigo me expresó suagradecimiento.

Cuando llegamos á casa de este funcionario eldespacho estaba lleno de gente: escribanos, de-pendientes, maestros de escuela y sobre todo co-sacos. Cuando vieron al pristaw, lo rodearon, su-plicándole que los dejase irse lo más prontoposible.

—¿Ve usted?—me dijo el pristaw.—Todos losdías es lo mismo; hay para volverse loco.

Me hice llevar todas las listas y busqué eldesembrollarlas. Como había previsto, la cosa noera tan difícil ni tan complicada como le parecíaal pristaw, pero era un trabajo al que no estabahabituado. Después de un estudio de algunashoras puse las cosas en orden, y pude explicarlelo que había de hacerse.

La presencia de los otros compañeros era yainútil. Pudieron irse á sus casas al día siguiente,de lo que se mostraron muy contentos. Yo tuveque quedarme catorce días para expedir todos losescritos. Trabajé desde la mañana hasta la nochemuy tarde en compañía del pristaw. Durante todoel tiempo, este hombre fue para mí la amabilidadmisma. Nadie hubiera creído que poco antes ha-bía dado orden de encadenarme y conducirme áviva fuerza delante de él. Como puede suponerse,jamás hablamos de este incidente.

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CAPITULO XXXIII

Un monumento misterioso.—MI partida de Kara.—La vidaen Stretjensk.—Mi traslado á Blagowestchensk.—Matan*za de chinos.

Durante mi estancia en Nijnaja-Kara tuve lugarde tomar parte en una expedición, con el objetode descubrir un monumento de la más alta anti-güedad. Uno de nuestros compañeros, llamadoKusnezoff, que á causa de sus estudios arqueo-lógicos era una persona muy conocida en Siberia»me había escrito á este propósito. Según el testi-monio de diversas personas, existía en la vecin-dad de Kara un monumento cortado en la rocaque estaba cubierto de inscripciones antiguas,,grabadas en caracteres rojos. Había sido ya ob-jeto este resto del pasado de investigaciones departe de la Sociedad Geográfica de Irkoutsk, perono se había descrito ese detalle. Kusnezoff me pro-puso ir á visitar esta roca y tomar fielmente todaslas inscripciones. Acepté con placer la misión.

Nos pusimos en camino dos camaradas y yo,,en una hermosa mañana de primavera, guiando-nos por las indicaciones que habíamos podido recoger. No conocíamos más que imperfectamente ladirección; estuvimos buscando el monumento porespacio de tres días y tuvimos que volver sobre.

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nuestros pasos sin haber descubierto nada. Du-rante largo tiempo me informé de los habitantesde la localidad, sobre todo de los Numerosos ca-zadores, y prometí una recompensa al que mecondujera hasta la piedra en cuestión.

Dos años más tarde escuché decir que dosaldeanos de una localidad próxima habían vistoun monumento semejante al que yo buscaba. Elrumor se confirmó, y la piedra con sus inscrip-ciones rojas había sido descubierta. Un rebusca-dor de oro muy conocido me propuso acompa-ñarme, y esta vez hicimos la excursión en trineo,porque estábamos en invierno.

El monumento era, indudablemente, de unaépoca muy antigua: consistía en una especie depared lisa y vertical, tallada en la roca, y sobre laque había inscripciones pintadas en rojo. Estasinscripciones consistían en caracteres y dibujosque recordaban los que se ven en las catacumbas;una parte de estos signos se había borrado, peroen general se conservaban bastante bien; los ha-bían defendido del mal tiempo las rocas que loocultaban. Lo dibujamos todo lo más fielmente po-sible. Algún tiempo después un fotógrafo se pasópor Kara y tomó vistas de la roca y sus inscripcio-nes. Yo lo envié todo á Kusnezoff, pero no hesabido jamás si logró descifrar el sentido de lasinscripciones.

** *

El cambio que se operaba en mi condicióneconómica, cuando á consecuencia de los mani-fiestos del nuevo zar dejé de ser un colono peni-tenciario, tenía para mí una importancia tanto másgrande, porque al mismo tiempo perdía los soco-

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rros del Estado. A partir de este momento necesi-taba subvenir solo á mis necesidades. Esto no eratosa fácil, porque la población de Kara habíadisminuido considerablemente. La familia cuyosniños instruí durante iargos años había dejadola ciudad, y me era imposible hallar otra ocupa-ción. Mis parientes no me enviaban nada, y meencontraba en una situación bastante crítica. Con-traje algunas deudas para poder vivir.

En esta época los trabajos del camino de hierrotransiberiano empezaron en la stanitsa (aldea ha-bitada por los cosacos) de Stretjensk, cerca decien oerstas de Kara. El gobernador me concedióla autorización necesaria y dejé á Kara para siem-pre el 20 de Mayo de 1897.

La stanitsa de Stretjensk, situada á las orillasdel Schilka, gran río navegable, ofrecía entoncesun cuadro muy animado. La cifra de la poblaciónse elevaba é cuatro ó cinco mil habitantes; habíatiendas de buena apariencia y numeroso comer-cio; los cosacos y los judíos formaban la mayorparte de la población. Los trabajos de la vía férreahabían atraído á las gentes de las profesiones másdiversas.

Bien pronto encontró, en el camino de hierro,una ocupación ventajosa. Redactaba y escribía lasdiferentes órdenes, avisos y circulares, pero teníala sensación de estar todavía más prisionero queen Kara, porque pesaba sobre mí un enorme tra-bajo y no hallaba persona con quien poder soste-ner relaciones.

En Kara tenía compañeros con quienes poderconversar de asuntos que nos interesaban; enStretjensk, al contrario, aunque conocía á todoslos habitantes por sus nombres, no había nadiecon quien departir de otra cosa que de las tareas

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diarias. El tema más frecuente, por no decir elúnico, de las conversaciones, era el dinero. Los-capitales que habían afluido al país para la cons-trucción del camino despertaron en todos una sedy una fiebre de hacerse ricos. En poco tiempo serealizaron grandes fortunas; los engaños y losrobos estaban á la orden del día, y el ejemplo delos funcionarios no ayudaba poco á la desmorali-zación pública. El aguardiente y el juego eran lasúnicas distracciones. En una población de variosmiles de habitantes no había ni una sola escuelade niños. Cuando las necesidades del servicio me-obligaban á relacionarme con la sociedad local,conocía que estaba en un mundo extraño parami. Comprendía por primera vez el sentido pro-fundo de estas palabras: «He sido arrastrado porel medio.» Era absolutamente imposible a unhombre joven é inteligente vivir en semejante at-mósfera sin volverse un borracho ó un jugadordesenfrenado.

En Stretjensk tenía más libertad de movimien-to que en Kara. Durante los dos últimos años quehe pasado allí, he recorrido el país en todos senti-dos, y en el curso de mis expediciones pude conocer las costumbres y los asuntos de la localidad.

Durante un largo viaje que realicé en 1899, meencontré con uno de mis correligionarios políticos-que había sido enviado allí por la vía adminis-trativa. Era el primer demócrata social reciénllegado de la Rusia que yo veía, y se puede imagi-nar el placer que me procuro este encuentro..Hablamos casi toda la noche. Me refirió el des-arrollo considerable que el movimiento obrero-había tomado en la Rusia durante los últimosdiez años y los rápidos progresos que hacían lasideas socialistas. Estaba sobre todo asombrado.

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de lo que me decía, á propósito de la agitaciónque reinaba en las masas de trabajadores judíosde las provincias del Oeste.

Lo que me contó redoblaba en mí el deseo devolver á mi hogar. Este deseo dormía en lo pro-fundo de mi alma durante largo tiempo, y ahoraestallaba de nuevo. ¿Pero cómo realizarlo? El pro-blema era difícil de resolver. Hacía catorce añosque estaba en Siberia, y desde mi arresto en Fri-burgo habían transcurrido quince años.

Según los términos de los manifiestos, podríavolver á mi casa al cabo de siete años más, yhasta podía ser que alguna circunstancia favora-ble abreviara el plazo. Pero ¿se me podría asegu-rar que estaría vivo en esa época y que la ley meconservaría el derecho de volver á Rusia? La'vidaen Stretjensk se me hacía intolerable y resolvíir á Blagowestchensk, ciudad situada á orillasdel Amor. Después de numerosas dificultadesobtuve autorización de trasladarme, y en otoñode 1899 entré en esta ciudad relativamente im-portante.

En Blagowestchensk encontré mejor ocupa-ción. Trabajaba en uno de los periódicos, y estetrabajo era más agradable que la redacción deavisos y circulares de todo género que constituíanmi ocupación en Stretjensk. La sociedad era tam-bién mejor; había gentes instruidas y muchos des-terrados políticos. La ciudad tenía escuelas, unabiblioteca pública, un teatro, teléfono; en una pa-labra, Blagowestchensk, desde el punto de vistade la cultura intelectual, no estaba más atrasada^que ciertas grandes ciudades de la Rusia europeí

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TOMO II

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 389.

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En este tiempo se habló mucho de Blagowest-chensk á propósito de la matanza de varios milla-res de chinos pacíficos. Yo llegué un año antes yfui testigo involuntario de esta carnicería, de lacual el gobierno ruso ha enviado á todo el uni-verso detalles falsos. En nombre de la verdad voyá contar aquí lo que he presenciado.

Primero diré algunas palabras sobre la ciudad.Es la capital, ó por mejor decir, la sola ciudad dela inmensa cuenca del Amor, cuya extensión esmás grande que la de muchos Estados europeosreunidos. Está situada en una llanura sobre laorilla derecha del Amor, que marca en un largoespacio las fronteras de los imperios ruso y chino.Antes de la guerra de China la población era de38.000 habitantes. La mayor parte de las casasson de madera, y la ciudad no está fortificada.Casi enfrente, en la otra orilla, se encuentra laciudad china de Sakhaline. Chinos y rusos se en-tregaban á un perpetuo comercio de una ribera áotra; en verano en barcos, en invierno sobre elhielo, porque chinos y mandchurios eran para loshabitantes de Blagowestchensk los principalesproveedores, especialmente de legumbres y carne.Hasta ia primavera de 1900, las relaciones habíansido muy cordiales por ambas partes, pero des-pués de la muerte del ministro alemán von Kettler,se anunciaba la movilización del ejército siberia-no por el gobierno ruso. El 24 de Junio el descon-tento y Ja inquietud comenzaron á reinar.

Sobre la ribera china, en Sakhaline, se verifica-ban todas las tardes ejercicios militares, se escu-chaba la retreta, y el aire nos traía el eco de loscañonazos.

A la pregunta de las autoridades respecto deesto, contestaron que había acampado allí cerca

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un pequeño destacamento durante el verano. Estarespuesta tranquilizó completamente á la admi-nistración, pero no del todo á los habitantes deBlagowestchensk. Muchos decían que no era poreso por lo que los chinos hacían ejercicios decañón, y se veía con los anteojos que trabajabanen fortificaciones. A todas las advertencias, elgobernador militar del territorio del Amor contes-taba que eran detalles sin importancia.

En esta época había pocos soldados en la ciu-dad; dos ó tres regimientos de infantería, un regi-miento de cosacos y una brigada de artillería;pero el 11 de Julio, á consecuencia de una ordendel gobernador general Grodekoff, casi toda laguarnición fue enviada á Khabarowsk, y no que-daron para proteger la ciudad más que una com-pañía de soldados, cien cosacos y dos cañones,de los cuales el uno estaba inservible. Había enla ciudad cerca de dos mil reservistas, que habíansido llamados cuando se proclamó la moviliza-ción, pero carecían de armas y municiones y nopodían prestar, en caso de necesidad, ningún so-corro.

La partida de la guarnición, en un gran núme-ro de barcas y vapores, se verificó con gran pompa.Esta circunstancia no se había escapado á loschinos de Sakhaline, que tuvieron el convencimien-to de que Blagowestchensk estaba indefensa.

A treinta verstas, en el valle del Amor, se en-cuentra la pequeña población china de Aigun;cuando el 12 de Julio las tropas rusas se encon-traron en esta localidad, los chinos no hicieronninguna oposición y dejaron pasar los buques;pero rompieron el fuego sobre el último vapor,donde iban las municiones, y lo obligaron á retro-ceder hasta Blagowestchensk, así como al subte-

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niente Kohlschmidt, comisario de fronteras, y losmecánicos que se encontraban á bordo.

El ruido del incidente de Aigun se extendiópor la ciudad la noche del 13 de Julio y causógran inquietud. Las autoridades parecían tam-bién comenzar a alarmarse.

El 14 de Julio por la mañana, una reuniónextraordinaria de la Asamblea comunal se verificó por orden del gobernador militar. En estaAsamblea no tomaron parte sólo los consejeros-municipales, sino también gran número de habitantes, diversos funcionarios, directores de bancosy otros; yo me encontraba allí en calidad de re-pórter. Él coronel Orfenoff tomó la palabra ennombre del gobierno, y después que hizo conocerlos débiles medios de defensa que poseían lasautoridades militares, rogó á la Asamblea que to-mase ella misma la iniciativa de organizar la de-fensa en -caso de ataque por parte de los chinos.Aunque se supiera que después de la partida dela guarnición no quedaban soldados en la ciudad,no se creía que la situación era tan mala. La de-claración sincera del coronel sorprendió á la ma-yoría de los presentes. Muchos quedaron pálidos,con los rostros descompuestos, y la voz de losconsejeros llamados á tomar la palabra temblabade emoción; se preguntaban qué debían hacer, ydespués de una breve discusión decidieron dirigirun llamamiento á los voluntarios. La ciudad es-taba dividida en varias regiones militares y cadauna tenía un administrador y dos ayudantes.Algunos delegados municipales fueron enviadosal gobernador militar para darle parte de la deci-sión tomada.

Supe más tarde que el general Gribsky diogracias á la administración comunal por su des-

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prendimiento en querer organizar la defensa, peroles tranquilizó respecto al peligro que creían lesamenazaba de parte de China. Ellos preguntaronal gobernador si no juzgaba necesarias algunasmedidas de precaución cerca de los chinos, quehabitaban en gran número la ciudad y sus alre-dedores, pero el general declaró que todas las me-didas excepcionales las consideraba superfluas,porque la guerra entre Rusia y China no estabadeclarada. Dijo que los representantes de los celes-tes domiciliados en la ciudad, habían ido á pre-guntarle si debían salir de su recinto, y les habíahecho saber que podían permanecer tranquilos,pues se hallaban en el gran imperio de las Rusias,cuya administración no consentiría jamás que semolestase á extranjeros,pacíficos. En conclusión, elgeneral dijo que partiría aquella misma tarde enpersona para Aigun con una compañía de solda-dos y los cientos de cosacos que aun quedabanen la ciudad, para asegurar a los barcos rusos lalibre navegación del Amor. No pudo realizar esteplan, porque las hostilidades empezaron máspronto de lo que se esperaba.

Aquella misma tarde, un público numeroso sedirigió al Ayuntamiento para hacerse inscribircomo voluntarios, cuando se dejaron oir algunostiros de fusil y de cañón en la ribera china. Yome encontraba en una de las ventanas del muni-cipio y vi una inmensa multitud que venía del ríocorriendo y gritando:

—¡Los chinos disparan! ¡Los chinos nos atacan!Los voluntarios que se hallaban en aquel mo-

mento allí, oyeron los gritos y pensaron que loschinos atacaban en el instante mismo la ciudadsin defensa. Un pánico indescriptible se produjo.Los unos corrían á través de las calles, gritando:

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«¡A. las armas! ¡Dadnos armas!», y los otros se pre-cipitaban sobre el almacén del Ayuntamiento,donde había algunos centenares de fusiles viejos,insuficientes para armar á todos los voluntarios.El resto de la multitud, casi toda compuesta de laparte más pobre de la población, invadía las tien-das particulares que, como era domingo, estabancerradas, y se apoderaron de cuantas armas caíanen sus manos.

La ciudad estaba en pleno pánico.Un gran número de habitantes reunían todos

sus objetos de valor y escapaban á pie ó á caballopara ir á demandar refugio á los parientes y ami-gos que habitaban en casas de piedra á gran dis-tancia del río, donde el peligro de las bombas ylas balas era menos grande. El pensamiento deque si los chinos penetraban en la ciudad inde-fensa le prenderían fuego y se entregarían á todaclase de crueldades, sembraba la desesperaciónmás espantosa.

No era difícil para un ejército un poco disci-plinado destruir en algunas horas á Í31agowest-chensk. Pero por fortuna para la población, loschinos eran malos tiradores, la mayoría de susproyectiles no llegaban á la ciudad y caían en elAmor, donde no explotaban. Así es que duranteel bombardeo sólo hubo unas veinte personasmuertas ó heridas.

El segundo día de sitio la ciudad ofrecía unlamentable espectáculo: las ventanas y las puertasestaban cerradas y no se veían en las calles masque raros transeúntes. En el primer día se constituyó uno guarnición de voluntarios, apostadasobre la ribera del Amor, en una extensión devarias verstas, que vigilaba los movimientos delos chinos y hacía imposible una sorpresa; pero

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muchos creía el peligro más grande, no en loschinos, sino en la población misma.

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En la ciudad y los alrededores vivían desdelargo tiempo chinos y mandchurios, pequeños ygrandes comerciantes, criados ó jornaleros. Se leshabía asignado un barrio aparte, donde todas suscasas guardaban el carácter nacional y se llamaba«barrio de los chinos». Un gran número de estoschinos y mandchurios vivían amistosamente connosotros desde algunas docenas de años y pres-taban servicios reales á la población con su tra-bajo.

De un celo extraordinario, muy moderados ensus maneras, estos extranjeros no habían come-tido jamás el menor delito ni la más pequeña in-fracción. La probidad y la conciencia eran susrasgos dominantes, y en los más grandes estable-cimientos, en numerosas casas de comercio y endomicilios particulares se les utilizaba como em-pleados ó como sirvientes, y todos tenían en ellosuna gran confianza. En algunas casas las jóveneschinas que servían de criadas eran tan queridascomo parientes. Extraordinariamente activas yaplicadas, hacían grandes progresos en la escri-tura y la lectura, á la cual eran muy aficionadas.

Pero entre la parte inculta de la población loschinos gozaban de pocas simpatías. El pueblo veíaen ellos representantes de una raza ex.treña queiba á mezclarse con los rusos, y los trabajadoreshallaban en ellos una terrible competencia. Se de-cía que si no hubiera chinos, los salarios de losobreros rusos serían más elevados.

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Todas esas causas, unidas á la brutalidad na-tural del pueblo, hacían que con frecuencia, aunen tiempo de paz y sin la menor provocación desu parte, los chinos fueran maltratados en la callepor los rusos, que les pegaban ó les tiraban de latrenza de sus cabellos. Con frecuencia los pobreschinos iban en queja de los malos tratos que lesinfligían á la prensa local.

Las violencias se habían acentuado desde al-gún tiempo antes, cuando los reservistas fueronllamados al servicio. Con frecuencia, cuando enestado de embriaguez encontraban á los chinos,los apaleaban sin piedad, gritando:

—Gracias á vosotros, cuadrilla de brutos, noshan hecho dejar nuestro trabajo y nuestras fami-lias para enviarnos á la muerte. A los ojos de lasgentes del pueblo, los chinos no eran hombres,sino animales. Esto da un mentís á las afirma-ciones de los rusófllos, á cuya cabeza está el prín-cipe Ouchtomski, redactor de Peterburskja W/'e-domosti, que pretenden que el pueblo ruso, ádiferencia de todos los demás, otorga dulce hospi-talidad á los- subditos de las otras naciones.

Todas estas brutalidades hicieron dar al go-bierno una proclama, en la que se amenazabacastigar con extraordinario rigor á los que insul-taran á los chinos pacíficos. Esta conducta departe de la más alta autoridad local, afirmó á loschinos en la creencia de que no tenían nada quetemer.

Desde el 14 de Julio, cuando los primeros tirosse escucharon en la ribera opuesta del Amor, y lamultitud, espantada, escapaba por todos lados,se pudo ver la manera que los rusos tendrían detratar á los celestes. Chinos y mandchurios erra-ban á través de la ciudad buscando un abrigo

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donde estar con seguridad. La tarde del mismodía, dos fueron muertos en la calle. Personas dig-nas de fe afirmaban que los agentes de policíamismos habían aconsejado á las gentes matar álos chinos en caso de que osaran presentarse denoche en público. Creían que todos los celesteshabitantes en el territorio ruso debían prenderfuego a la ciudad para hacer causa común consus compatriotas del otro lado del Amor, y nacióla idea de que era necesario tomar medidas seriascontra los que habitaban Blagowestchensk y losalrededores. Las gentes de sangre fría y sin pa-sión afirmaban que era suficiente dejar en paz alos chinos cuyos patronos rusos salieran garan-tes, y en cuanto a los otros relegarlos á un dis-trito determinado sujetos á una vigilancia especial.Pero las autoridades fueron de opinión diferente.

El segundo día de bombardeo se pudo ver álos cosacos y los agentes de policía entrar en to-das las casas y preguntar si se encontraban chi-nos en ellas. Guando los habitantes contestaronque para qué los querían, respondieron que erapreciso reunirlos para entregarlos á la policía.No se presagiaba nada buano.

Así es que muchos habitantes-que tenían chi-nos en sus casas los ocultaban en cuevas, granerosy otros sitios retirados, pero con frecuencia losvecinos los denunciaban y los brutales cosacos•exigían con amenazas, y algunas veces tirandode los sables, que se los entregasen. Esta capturade chinos duró varios días.

Imposible describir el estado de espanto deesos desgraciados cuando se les dijo que teníanque comparecer ante la policía. Recogían los objetos de más valor; pedían á sus dueños ó á laspersonas que les habían dado asilo que les guar-

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darán el dinero y otros objetos; les encargabanpagar sus menores deudas y abandonaban suscasas y sus almacenes, llenos de toda clase demuebles y mercancías, para seguir á los cosacos,pálidos y temblorosos. Preveían el triste fin queles estaba reservado y algunos preguntaban en elcamino:

—¿Nous kantami? (¿Nos vais á cortar el cuello?)Los desgraciados no se equivocaban, porque

los mataron de la manera más abominable. Seríapreciso remontarnos hasta la Edad Media, á lostiempos de la Inquisición y las persecuciones delos judíos y los moros en España, para encon-trar algo semejante á las crueles ejecuciones enmasa.

A algunas verstas de Blagowestchensk, sobrela ribera izquierda del Amor, se encuentra un cam-pamento de cosacos, y allí, antes de salir el sol,bajo la guardia de los cosacos y de los policías,fueron reunidos algunos millares de chinos, entrelos que habla ancianos, enfermos, mujeres y ni-ños. Cuando la debilidad ó la fatiga les impedíanavanzar, eran empujados á golpes de lanza por loscosacos en medio del camino. Uno de ellos, re-presentante de la gran casa china Li "Wa-Tchan,se negó á ir más lejos, pidiendo ser conducido de-lante del gobernador, que había garantizado la li-bertad de todos los chinos establecidos en territo-rio ruso, pero por toda respuesta fue muerto porlos cosacos. El comisario de policía Chabaroff es-taba presente y no impidió este acto de salvajismo.

Cuando se tuvo á todos los chinos en las ori-llas del Amor, se dio orden de arrojarlos al río, elcual tiene una profundidad de cinco metros y unacorriente muy rápida. Se puede imaginar el es-panto que se apoderaría de los pobres diablos.

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 398.

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Caían de rodillas con las manos elevadas al cielo,hacían la señal de la cruz y llorando suplicabanque no les hicieran morir de ese modo; algunosprometían convertirse al cristianismo y ser subdi-tos rusos, pero por toda respuesta los verdugos,que cumplían las órdenes de la autoridad, los arro-jaban al río á culatazos ó con la punta de las ba-yonetas y los sables. Los que estaban arrodilladosy no querían marchar fueron muertos allí mismo.I.os testigos oculares de estas escenas de carnice-ría, que se reprodujeron varios días, cuentan co-sas que deshacen el corazón.

Una familia de mandchurios fue arrojada alagua; se componía del marido, la mujer y dosniños; cada uno de los padres tomó un niño sobrelos hombros é hizo todos los esfuerzos paranadar, pero al cabo de poco tiempo todos desapa-recieron. En otra familia había un niño; la madresuplica á los verdugos que dejen vivir á la criatu-rita, pero nadie escucha su plegaria. Entoncesella lo pone en la orilla del río y se arroja al agua,pero no tarda en volver, lo toma en brazos yvuelve á echarse al río y á salir más lejos paradepositarlo en la ribera. Los cosacos dieron fin ásu martirio matándola á sablazos. Para no com-partir el suplicio de esta madre y de todos losotras personas tratadas de esta suerte, sería pre-ciso estar desprovisto de toda piedad humana.Hasta el comisario de policía Ghabanof cuentaque le faltaba corazón durante todas esas escenasmuerte.

Algunos hombres sólo, de los más fuertes ymás hábiles nadadores, consiguieron aproximarseá la ribera china, pero muy pocos de entre ellosse salvaron. Guando los cosacos veían á los nada-dores á punto de ganar la orilla opuesta, algunas

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 399.

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balas bien enviadas los retenían en el río. Lostiradores chinos, ocultos detrás de los accidentes•del terreno, hacían también fuego sobre los nada-dores, ya porque los tomaran por rusos, ya por-que les guardasen rencor á sus compatriotas porvivir en territorio ruso tanto tiempo. Mucho antesde comenzar las hostilidades se les había conmi-nada á no volver á entrar en su patria.

Cuando el 17 de Julio se vio por primera vezlas grandes cantidades de cadáveres flotar sobrelas aguas del Amor, fue claro para todos que se ha-bía ahogado á los infelices desarmados á quienesel mismo gobernador aconsejó no volver á China,garantizándoles su seguridad. Dos días después,el mismo general Gribsky había hecho traicióná su promesa, dando de viva voz la orden deexpedir á su país los subditos chinos.

Una gran indignación reinaba entre las genteshonradas. Más de uno contaba con lágrimas enlos ojos la crueldad con que los inocentes y pacífieos chinos habían sido tratados. Se hubiera de-seado hacer una protesta y dar libre curso á lacólera. ¿Pero es esto posible en Rusia? El díamismo que se les ahogó, el 17 de Julio, se habíaproclamado el estado de sitio en la ciudad y, todoel territorio del Amor. Por consecuencia, el quehubiera osado elevar una protesta, hubiera sidollevado ante un tribunal militar. Algunos, mercedá altas protecciones, consiguieron salvarse, entreellos el rico negociante Yun Dha San, que antesdel bombardeo había hablado con el gobernadoren calidad de representante de los chinos; se diceque distribuyó grandes cantidades entre los poli-cías. Este chino, educado á la europea, que habla-ba francés y ruso y estaba en relaciones con todala alta sociedad, tuvo que sufrir en los diez y ocho

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días de arresto toda suerte de tormentos y veja-ciones, hasta el punto de que dice que de haberlosabido, hubiese preferido mejor morir en el río.

Una dama muy conocida en la ciudad, la se-ñora Makejewa, se dirigió al gobernador, que co-nocía personalmente, y le suplicó que le dejaraun joven criado chino, que desde hacía cinco añosestaba en su casa. El muchacho había dado mu-chas pruebas de adhesión á la familia; si algunocaía malo, lo cuidaba con las más delicadas aten-ciones y velaba noches enteras á su cabecera.Cuando el general supo que la señora Makejewase interesaba por un chino, le gritó:

—¡Un chino! ¡Mire usted lo que nosotros hace-mos con ellos!

E hizo con la mano el gesto de cortarle elcuello,

Pero como la dama insistía, afirmando quedesde mucho tiempo antes el joven había mani-festado su deseo de convertirse al cristianismo, elgobernador le respondió:

—Yo no me ocupo ni del arresto ni de la liber-tad de los chinos; eso no me incumbe.

Con esta declaración el general Gribsky bus-caba arrojar sobre sus subordinados el jefe depolicía Batarewitch y el coronel Wolkowinskytoda la responsabilidad de las matanzas.

La dama recibió análoga acogida del arzobis-po, que era la más alta autoridad eclesiástica. Lepidió de rodillas que consintiera en bautizar alchino, pero el pastor, que no brillaba por su cari-dad cristiana, le declaró secamente que no debíamezclarse en favor de los chinos y concluyó di-ciéndole que acudiese á las autoridades locales.Así las autoridades espirituales y temporales seenviaban las unas á las otras á la pobre supli-

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cante. En fin, después de trabajos infinitos, laseñora Makejewa logró salvar á su protegido,pero pocas gentes pusieron el mismo empeñoque ella en defender á los desgraciados. Yo no heconocido más que cuatro casos de rusos que con-siguieron salvar en las mismas condiciones á suscriados chinos, aunque he preguntado á muchaspersonas. En cuanto á los chinos y mandchurios,que en número de varios millares habitaban elbarrio que les estaba destinado, no encontraronningún protector y fueron todos ahogados ó des-pedazados.

No sólo las autoridades locales eclesiásticas,sino muchas personas cultas, médicos, abogadosy jueces, encontraban que esta manera de tratar álos pobres chinos, pacíficos é indefensos, era in-evitable.

—Todas esas gentes hubieran puesto fuego ánuestras casas y nos hubieran cortado el cuellosi hubieran estado en nuestro lugar—decían.—Ademas, nosotros no podíamos alimentarlos aho-ra que el pan nos va á faltar.

Pero todos esos vanos pretextos no teníanfundamento, porque los celestes no ofrecían enrealidad ningún peligro, y en cuanto á su alimen-to, contaban con bastantes provisiones, que fue-ron robadas más tarde por la policía y el popu-lacho.

Para excusar su incalificable conducta, la poli-cía esparció el rumor de que habían encontradoen sus casas y almacenes armas, pólvora y hastadinamita, pero no era cierto. La verdad es que lamatanza de los chinos fue dictada por la rapaci-dad de los que tenían interés en destruirlos. Comogran número de rusos eran sus deudores, estafue buena manera de liquidar las cuentas.

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 402.

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Los cosacos y los policías cuando iban á arres-tarlos les robaban los objetos de valor y conse-guían un rico botín; personas dignas de créditodicen que se partía con los altos dignatarios.

Tendría mucho que hablar si quisiera decirlos procedimientos empleados por los honradoscomerciantes para procurarse las mercancías gra-tis. Citaré algunos hechos característicos.

Un rico llamado Bujanoff, propietario de ungran molino á vapor, al que los chinos le habíanalquilado el granero, aprovechó la matanza paraconstruir un almacén. Otro propietario hizo cons-truir un subterráneo entre su casa y la tienda deun chino situada cerca y se apoderó de los bienesdel ahogado. Un tercero, el negociante Prikats-chikoff, hizo transportar á su casa en carros, porestar á gran distancia, todo lo que había en elalmacén de un chino. Estos dos últimos casosfueron llevados á los tribunales y castigados losdos culpables. Pero no se descubrió la inmensacantidad de pillajes semejantes; las autoridadestenían interés en hacer el silencio. Después de lamatanza de los chinos conservaban bajo su guar-dia las propiedades. Terminada la guerra, vendie-ron por sumas superiores á su valor lo que que-daba á los parientes que se presentaban comoherederos. No eran reconocidos como tales porlos documentos que podían presentar, sino porlas sumas que ofrecían. El pristaw Chabanoff su-primió al juez de paz, que había sido nombradoadministrador de los bienes de un chino, y loreemplazó en sus funciones.

Para todos los habitantes de Blagowestchenskera claro que el gobernador había favorecido elpillaje contra los chinos y muchos estaban con-vencidos de que recibía también su parte de botín.

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Creo que esta afirmación era bastante justificada*Cuando los herederos se presentaron no encon"traron más que un montón de restos sin valor.

Durante varios días el Amor arrastró los cada'veres de los ahogados. La corriente los arrojabaya en grandes cantidades, ya unidos dos á dospor las trenzas de los cabellos. Eran tan numero-sos que hacía imposible contarlos. Durante todoeste tiempo no se habló una palabra del siniestrosuceso en todos los periódicos de la ciudad. Elcuarto ó quinto día apareció un artículo indignadocontra los bárbaros tratamientos de que los chinos habían sido víctimas en la «provincia delAmor». Este artículo fue reproducido por la pren-sa de las grandes ciudades; así el mundo civilizadosupo la matanza de millares de inocentes.

El otro periódico de la localidad, La Gacetadel Amor, dirigido por un cierto A. B. Kirchner,se limitó á decir que «se había expulsado á loschinos domiciliados en la provincia y se habíapropuesto transportarlos al otro lado del río». Asíuna gaceta oficial, afecta á la autoridad, contabael hecho de haber arrojado al agua á culatazos ypunta de sable y bayoneta tantos millares de gen-tes indefensas, de viejos, enfermos, mujeres yniños.

Según los telegramas de las agencias guberna-mentales, Grodokoff, el gobernador general de laprovincia del Amor, había dirigido al citado mayorgeneral de Petersburgo una comunicación en laque le decía que «los chinos habían arrojado susmuertos y heridos en el río y se contaba una cua-

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rentena de cadáveres». He aquí cómo se escribeentre nosotros la historia. Los funcionarios rusoscontaron con la misma veracidad los hechos de laguerra rusochina. Hablaron de batallas que nuncase verificaron, de ejércitos chinos que decían ha-ber destruido, cuando en general los rusos sólohabían encontrado delante de ellos mujeres yniños.

Se hicieron muchos elogios del coronel Kano-novitch, que anunció que en Pjatajá Padi habíatomado la plaza, defendida por una importanteguarnición china, hecho que le valió recibir unaorden militar. Se supo más tarde que en dichalocalidad Kanonovitch no había encontrado másque dos mujeres japonesas.

Pero volvamos á los sucesos de Blagowast-chensk. No había duda de que no sólo la matan-za de los chinos se había verificado con consen-timiento del gobierno, sino de que el gobernadormilitar, general Gribsky, dio la orden de ella. Paraalejar de sí toda sospecha y para preparar una jus-tificación á todo acontecimiento publicó, algunosdías después de las ejecuciones en masa, un avisoen el cual decía que «después de los rumores quese habían extendido de hechos de violencia ymuerte ejercidos sobre chinos sin armas, críme-nes cometidos por algunos habitantes de la locali-dad, por aldeanos de las villas próximas y porcosacos, provocados por la conducta de los chi-nos, que habían abierto las hostilidades contraRusia, todo acto de violencia contra esos indivi-duos desarmados será castigado severamente»,Y al mismo tiempo que este aviso, el generalGribsky, después de la toma de Sakhaline por losrusos, publicó una segunda orden en calidad dejefe de cosacos, mandando ir á la ribera opuesta

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y «destruirlos bandos chinos», ó, en otros térmi-nos, autorizando á los cosacos para matar á loschinos pacíficos que quedaban sobre la plaza,porque después de la toma de Sakhaline no habíabandos chinos en la orilla derecha del Amor.

El general llevó tan lejos su hipocresía, quehizo abrir una instrucción sobre «los hechos deviolencia y muerte cometidos contra los chinospacíficos», pero como en el curso de la informa-ción no se hacían constar los ahogados y losmuertos por orden verbal del gobernador, no sapudo, como es natural, descubrir nada preciso.Así, algunos meses después, el general Gribskydeclaró en el proceso verbal á que se le sometióque había podido esclarecer ciertas causas de losacontecimientos, y que una era la falta de inteli-gencia délos funcionarios encargados por él daocuparse de ciertos asuntos.

Esta declaración, repetida casi palabra porpalabra, fue la que hizo el zar Nicolás II cuando,depués de la catástrofe de Ghodinski, declaró quaera preciso atribuir á falta de capacidad las dis-posiciones tomadas por los funcionarios. El gene-ral Gribsky parecía querer decir que si en el cursode ciertos grandes acontecimientos, tales como lacoronación del zar, las ejecuciones en masa no sehabían podido evitar, no se debía hacer á nadieresponsable de la muerte de «algunos chinos» du-rante el sitio de Blagowestchensk. Ninguno de losfuncionarios ni agentes de policía fue perseguidopor la matanza de los celestes: el general Gribskyy todos sus subordinados quedaron en sus pues-tos, y, sin embargo, estaba probado que ciertosaltos funcionarios enviaron órdenes escritas paradestruir los chinos en la provincia del Amor, yque por eso las matanzas, ya en masa, ya en par-

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ticular, se habían realizado por los aldeanos denumerosos lugares y por los cosacos.

Entre los personajes conocidos por haber dadoesas órdenes á sus subordinados, quedaron famo-sos en la provincia de Amor el coronel de cosaeos Valkovinsky, el capitán Tuslokoff y el pristawValkoff.

* *

Después del tratado de Aigun, que fue concluí-do en 1858 entre el conde Mourawieff Amourskiy los representantes del gobierno chino, toda laregión situada sobre la orilla izquierda del Amorpasó á las manos de la Rusia. Una pequeña lengua de tierra de ese territorio, situada sobre el río

* Seja, cerca de su desembocadura en el Amor y nolejos de Blagowestchensk, fue exclusivamente ha-bitada por los mandchurios. Esta banda de tierrase llamaba oficialmente «territorio de los mand-churios sobre el Seja», y desde hacía largo tiem-po habitaba allí una población mongólica impor-tante, que no contaba menos de veinte mil habi-tantes, en sesenta y ocho aldeas.

Aunque esta población se encontraba en terri-torio ruso, era administrada, según los términosdel tratado de Aigun, por la China, y los mand-churios se contaban como subditos chinos y pa-gaban sus impuestos al gobierno de Pekin. Seocupaban especialmente de la cría de animales yde la agricultura, y llevaban á Blagowestchensksus productos, sosteniendo las más cordiales rela-ciones con los rusos que habitaban en las aldeasvecinas.

Cuando comenzó la guerra, las autoridadesmultiplicaron las órdenes de aniquilará todos los

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subditos chinos, y los aldeanos y cosacos se con-formaban con la voluntad de los jefes. Así, pues,,empezaron á matar mandchurios, incendiar suscasas y robar sus propiedades.

No me detendré 6 describir todas las atrocida-des que se cometieron en el territorio del Seja.Me contentaré con decir que las sesenta y ochoaldeas fueron arrasadas, y los habitantes en parteahogados, en parte muertos de la manera másbárbara, y todos los bienes robados.

En una aldea llamada Alim, algunas docenasde mandchurios se ocultaron en una casa chinacuando vieron aproximarse á los rusos, que seña-laban con fuego y sangre su paso. Los rusos pren-dieron fuego a la casa, y las llamas y el humoobligaron á los infelices refugiados á buscar lasalvación en la fuga. Comenzaron á saltar unosdespués de otros por las ventanas, pero los rusos,apostados debajo, los iban matando uno á unosegún aparecían. El más viejo de la aldea contabadespués que había él solo matado á sesenta deaquellas criaturas. En otro lugar una banda deafaeanos sorprendió un grupo de celestes ni bordede un abismo y precipitaron en él á los pobresdiablos. Los verdugos llevaron su sed de sangrehasta descender en seguida al fondo del abismoy rematar á los que aun daban señales de vida.

Cumplían así, por las órdenes de la autoridady por su propia iniciativa, actos brutales, persua-didos de que eran buenas personas.

—Nosotros servimos así al zar y á la patria.Y con estos términos de un candor salvaje,

numerosos héroes contaban sus hazañas. Hom-bres de buen corazón, que sn estado normal sen-tían piedad hasta de las bestias, se tornaban enestos días lamentables en brutos sin entrañas.

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Véanse, por ejemplo, algunas escenas:En una aldea rusa vivía desde largo tiempo

un viejo chino que ejercía el oficio de pastor y eraamigo de todos los habitantes. Cuando se exten-dió el rumor de que era preciso matar los chinos,tuvo lugar una asamblea general y se discutióqué debía hacerse del pastor, único chino que ha-bitaba la aldea. El viejecito era simpático a todosy reconocían que era un buen hombre, pero ápesar de esto decidieron ejecutarlo. Cuando lasgentes de la casa en que el desgraciado habitabale hicieron conocer la decisión popular, se resig-nó con su suerte y pidió sólo que le acompaña-sen hasta el lugar del suplicio.

—Yo soy un pobre viejo solitario — dijo;—notengo mujer ni hijos; reemplazad á mi familia yconducidme hasta la fosa, como es uso entre nos-otros.

Sus huéspedes, marido y mujer, accedieron ála súplica y lo acompañaron hasta la salida de laaldea, donde lo esperaban para matarlo.

Un aldeano encontró en el campo una mujermandchuria que acababa de ser asesinada; á sulado, sobre el charco de sangre, lloraba un niñode pocos meses buscando en vano el pecho de lamadre. Cuando el aldeano, de vuelta á su casa,contó la espantosa escena, todos le reprocharonvivamente que no hubiera acabado con el pobrepequeñuelo.

Durante mucho tiempo se encontraron en loscampos y en las orillas del Amor cadáveres es-pantosamente mutilados; mas á pesar del celo dealdeanos y cosacos, todos los chinos no perecie-ron; algunos lograron huir y buscaron refugio enla selva, en las montañas y en las grutas. Cercade dos semanas después, cuando los verdugos

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estuvieron hartos de carne y las autoridades ce-saron de consentir las monstruosidades, los chi-nos, desfallecidos por el hambre y los sufrimien-tos, empezaron á mostrarse de nuevo en la ciudad;los pobres diablos, que á causa de las privacionessoportadas apenas se podían sostener, eran todolo más un ciento. Eso fue lo que quedó de losmuchos millares de celestes que habitaban enBlagowestchensk y sus alrededores.

** *

Es fácil conocer el carácter de salvajismo quetomaría la guerra el día que los soldados y cosa-cos pasaron al territorio chino. Apenas nuestroejército franqueó el Amor y tomó posesión de lavilla de Sakhaline, prendieron fuego a todo. Du-rante dos días las llamas del incendio iluminaronen una gran extensión la corriente del río; enlugar de la ciudad próspera, que alimentaba ábajo precio á la población de Biagowestchensk,no se veían ahora más que escombros calcinadospor el fuego.

Pero cuando penetró en la Mandchuria, nues-tro ejército no se contentó con incendiar, no res-petó nada: mujeres, niños y viejos eran asesina-dos sin piedad, y las jóvenes muertas á sablazosdespués de violarlas. Tales fueron los altos he-chos de nuestros valientes, como les llamaba enun telegrama el gobernador general Grodekoff,declarando que no encontraba palabras para ex-presar la admiración por su heroísmo. Sin embar-go, muchos oficiales estaban disgustados de losinstintos sanguinarios de esos brutos, cuyo valorse ha probado con mujeres, niños y viejos sinarmas.

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La valiente campaña del general Rennen-kampf en Zizikar, que fue, como nuestra prensarusófila afirma, acogida con exclamaciones de en-tusiasmo, puede compararse á la invasión de loshunnos y de los vándalos: un territorio rico ypopuloso fue en pocos meses transformado endesierto, donde no se veían más que acá y allárestos calcinados y cadáveres que servían de ali-mento á perros y vacadas.

Cuando alguno se arriesgaba á manifestar suindignación por estas carnicerías, escuchaba estarespuesta justificativa:

—Mirad los actos de salvajismo que los fran-ceses, alemanes é ingleses cometieron en China.Cuando los pueblos civilizados se conducen deeste modo, ¿qué puede esperarse de nosotros,pobres rusos, que no estamos á su altura?

No se encontraba qué objetar. La raza blanca,que tiene orgullo de su civilización frente á laChina semibárbara, ha probado su cultura inte-lectual en el curso de esta guerra de exterminio.En los albores del siglo XX, los europeos no sehan mostrado menos salvajes que otras veces lashordas de Tamerlan y de GengisKhan.

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CAPÍTULO XXXIV

Fin del viaje alrededor del mundo

La muerte de tantos millares de inocenteshabía producido sobre mí y sobre otras muchaspersonas una impresión de las más penosas. Laestancia en Blagowestchensk se tornó tan odiosa,que algunos habitantes abandonaron la ciudadal fin del bombardeo.

Yo no podía, por desgracia, seguir su ejemplo,pero estaba decidido, en la primera ocasión quese presentara, a trasladarme mas hacia el Este,región que desde largo tiempo despertaba mi in-terés; quería ir á vivir á la ciudad comercial deVladivostok y esperar pacientemente allí el díaen que conforme a la ley podría volver á mi ho-gar. Esperaba obtener el consentimiento de laadministración, y entretanto el deseo de dejarSiberia era cada día más ardiente y pensaba mu-chas veces en la posibilidad de una fuga, pero mepreguntaba si valía la pena de comprometer lalibertad relativa que tan cara había compradodespués de diez años de estancia en las prisionessiberianas. En el coso de que mi evasión no ter-minara bien, debía esperar toda la severidad dela administración, y yo no estaba en la edad en

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que se soportan como en la juventud las másduras privaciones, porque había ya pasado delos cuarenta años. Dudé así hasta la primaverade 1901. En esta época, ciertas consideracionesme impulsaron á tomar la decisión definitiva deburlar la vigilancia de mis carceleros y escapar-me cuando comenzara la navegación sobre elAmor. Las circunstancias me favorecieron. Unode mis amigos, que tenía numerosas relaciones,me ofreció su ayuda.

Formamos el plan siguiente, que era comple-tamente realizable: Yo debía llegar hasta Khaba-rovsk sin ser notado y después basta Vladivos-tok, y en esta ciudad encontraría ocasión de tomarpasaje á bordo de algún barco extranjero que meconduciría al Japón. El proyecto se realizó conayuda de mi amigo.

No puedo escribir todas las particularidades •de mi evasión de Siberia, donde estaba sometidoá la más rigurosa vigilancia por parte de la po-licía.

Baste decir que cuando me encontraba ya ábordo del barco que me debía conducir á Khaba-rovsk, se hallaba también á bordo un comisariode la sección en que yo estaba inscrito para lavigilancia de la policía. En el primer instantequedé espantado, porque pensé que se había des-cubierto el plan, pero poco después me convencíde que el funcionario había ido allí á despedir áalgunos amigos que salían en el mismo barco, yno tuvo la idea^de que me evadiera de Blagowest-chensk en su propia nariz; creyó que estaba ábordo con el mismo objeto que él. Me las arregléde manera que me perdiera de vista, y sin dudaen el momento de la partida creyó que habíavuelto á mi casa. Encontré en el barco algunos

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conocidos, todos habitantes de la ciudad, peroestaban a cien leguas de creer que iba á dejar laSiberia para siempre.

Nuestro barco era un remolcador y avanzabamuy lentamente; se detenia en todas las aldeasescalonadas á las orillas del río y gastó cinco díaspara transportarnos á Khabarovsk. Allí experi-menté una de las sensaciones más terribles de miexistencia, porque en el momento de saltar á tie-rra todos los viajeros debían mostrar su pasa-porte, y naturalmente, yo carecía de él. Arreglé ladificultad quedándome á dormir en el barco y ála mañana siguiente fui a casa de uno de misamigos, que vino á buscarme á bordo, así como ámi equipaje, y me ofreció hospitalidad mientrasestuve en Khabarovsk.

En el curso de mi fuga hacia el Este encontréocasión de ver que la construcción del camino dehierro daba al país un desenvolvimiento conside-rable. Las aldeas florecían como el campo des-pués de la lluvia y no tardaban en transformarseen ciudades. Khabarovsk, que no era al principiomás que una localidad sin importancia en la con-fluencia del Ussuri y el Amor, se transformó bienpronto en una ciudad que servía de residencia algobernador general de la provincia del Amor. Lasituación de la capital del inmenso y rico distritoes muy pintoresca. Está situada sobre una gran ele-vación de terreno cortado á pico, que avanza comoun inmenso castillo entre los dos ríos. El interiorda la impresión de un gran cuartel; la mayorparte de los edificios están construidos por elplano oficial, y no se ven más que militares portodas partes. Como en la mayoría de las ciudadesrusas, las calles no están pavimentadas, y encuanto llueve se ponen intransitables. De noche

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están débilmente iluminadas por faroles de pe-tróleo, muy distantes unos de otros, pero tiene unmuseo bastante bien instalado.

Acepté con gusto la invitación de mi amigo,que me pedía ir á verlo á Nikolsk Ussuriisk, quese encontraba en mi camino. Esta aldea se habíaelevado desde el año anterior á la categoría deciudad. Así como otras numerosas plazas de laregión del Amor, estaba llena de militares, lo quedemostraba claramente que no había acabadotodo con la China y que se hacían los preparati-vos en espera de una guerra con el Japón. Comoesta comarca está entre la China, la Corea y el Ja-pón, podía ser un excelente teatro de operacionesmilitares: el gobierno ruso tomaba sus medidasdesde largo tiempo antes, y esto hacía que todo elpaís ofreciera el aspecto de un inmenso campa-mento.

Después de una estancia de veinticuatro horasen Nikolsk-Ussuriisk, continué mi camino haciaVladivostok, puerto comercial muy pintoresco,que cuenta cerca de íreinta mil habitantes y al quese predice, no sin razón, un brillante porvenir. Susituación es espléndida, y en cuanto á su instala-ción general, es mejor con mucho, no sólo que lasciudades siberianas, sino que muchas de Rusia.Estuve tres días en Vladivostok, esperando la pró-xima partida de un paquebot extranjero. Por fin villegar la última noche que pasaría sobre el suelosiberiano. No dormí un momento, pensando queá la mañana siguiente saldría de aquel país, alque ya me había habituado, y con el temor de vermi evasión fracasar en el último momento. Tantassorpresas y azares habían trastornado los planesmejor combinados en mi vida, que siempre espe-raba un resultado fatal. Pero todo salió bien. Por

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la mañana temprano me encontré á bordo delbarco que partía para el Japón.

Cuando levó anclas y no estuve amenazado deningún peligro, me invadió una extraña tristeza.Dejaba el destierro y la prisión, pero también unapatria que me era querida. Así el hombre se ha-bitúa á todo, hasta la servidumbre y la esclavitud.Mi tristeza estaba justificada por el hecho de querenunciaba, tal vez para siempre, á la esperanzade volver á mi hogar.

* *

Era un día sombrío; espesas nubes ocultabanel cielo, y la lluvia caía á torrentes. Nuestro barcose balanceaba con violencia y numerosos pasaje-ros se veían atacados de mareo.

El navio navegaba á lo largo de la costa de laCorea y nos detuvimos veinticuatro horas en cadauno de los dos puertos de la península: Gensan yFusan.

Salté á tierra con otros pasajeros y visité lasciudades, que se parecen mucho á las del Japón;tienen su influencia moral y económica, justificadapor la situación geográfica, y cuantos esfuerzoshaga la Rusia por combatirla resultarán inútiles.

Además de las dos ciudades citadas, visité unaaldea cerca de Gensan y quedé sorprendido porsu aspecto completamente primitivo. Estaba cons-tituida por una sola calle extraordinariamenteestrecha y rodeada de casas viejas con los techosde paja. No tenían ni puertas ni ventanas, Inscuales se reemplazaban por planchas movibles, ytoda la población vivía en plena calle; allí des-empeñaban los oficios, comían y guisaban.

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Cinco días después de la partida de Vladivos-tok, el navio se detuvo en la bahía de Nagasaki.Luego que los médicos hubieran cumplido lavisita de sanidad, tomé puesto en una de las nu-merosas chalupas que estaban alineadas cercadel barco y me hice conducir á un bote próximo.En comparación con los establecimientos rusosdel mismo género, éste me pareció bien instalado,limpio y económico; los camareros sabían algu-nas palabras rusas. Necesitaba decidir en Naga-saki el camino que había de seguir para volver áEuropa. Podía ir por Suez y detenerme en algunode los puertos occidentales, que era lo más cortoy menos caro, pero yo quería aprovechar la oca-sión para conocer América del Norte, y de estamanera realizaba un viaje, hecho á pesar mío,alrededor del mundo. Pregunté cuándo salía unbarco para San Francisco y supe que dentro denueve días. Resolví aprovechar este tiempo en vi-sitar la ciudad.

Nagasaki es una población bastante grande,que cuenta con más de cien mil habitantes; estágraciosamente extendida sobre varias colinas querodean una bahía muy extensa. La mayoría delas calles son tan estrechas, que no pueden pasarcarruajes. Los caballos son reemplazados porhombres, que tiran de cochecitos de dos ruedasllamados kurnei. Estos hombres caballos son tannumerosos, que se les encuentra en la puerta detodas las casas ó formando grupos delante de losalmacenes y hoteles. Rodean á los extranjeros yles ofrecen sus servicios, procurando hacerse entender por señas ó por algunas palabras de unajerga rusa é inglesa.

Mediante la módica suma de diez sen (cercade veinticinco céntimos) por una carrera ó de

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•veinte sen la hora, el kurnei lleva á su cliente deuna colina á la otra con la ligereza de un caballo.Algunas veces un europeo civilizado les da golpescon el bastón ó el paraguas para animarlos.

El pobre diablo, que trabaja como una bestiade carga, está obligado á dar una parte de su ga-nancia al propietario del coche y pagar una con-tribución á la ciudad para obtener el derecho deganarse la vida en este triste oficio.

Su alimento se compone de arroz y pescadode la peor calidad.

Pero volvamos á la ciudad.La mayor parte de las casas son de madera y

tienen dos pisos. El piso bajo lo ocupa, por lo ge-neral, un almacén, un restaurant ó un taller. Yome he preguntado cómo tan innumerables tien-das pueden encontrar clientela y cuál es el secretode su existencia.

En mis paseos á lo largo de las calles, yo erael sólo comprador en una larga fila de almacenes:cuando por casualidad entraba en uno, era acogi-do como un objeto de curiosidad.

Las casas del barrio japonés están construi-das de una manera maravillosa, ligeras y aéreas,como si no debieran servir más que para residen-cia de verano. En toda la ciudad reinaba un ordensorprendente: las calles estaban bien pavimenta-das, cuidadosamente barridas y limpias por losvecinos de las casas que las forman. No existepolvo; el aire, maravillosamente puro y dulce, hacedilatar los pulmones. Un gran número de rusosé ingleses han escogido á Nagasaki para estable-cer á los enfermos del pecho.

Un barrio europeo, que se extiende no lejosdel malecón, está formado de hoteles, restaurants,bancos v casas de comercio. Las calles son mu-

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cho más anchas, las casas sólidamente construi-das con el piso bajo de piedra, y muchas de entreellas embellecidas por verjas y jardincitos. Lavida en Nagasaki es extraordinariamente econó-mica, pero muy monótona, sobre todo para losextranjeros que no conocen la lengua del país.No hay muchas cosas que ver: dos ó tres templosde Budha con estatuas gigantescas de Cakya-Mou-ni, un museo nacional lleno de muestras de losproductos del país y las famosas casas de té, sonlo único que merece llamar la atención del viaje-ro. Los alrededores son muy pintorescos; á cadapaso se puede admirar el trabajo y la pacienciade los japoneses, que no dejan improductiva lamenor parte de la tierra. A excepción de las rocasy las montañas, todo está cultivado con gran es-mero. A pesar del entusiasmo que el indígenapone en su trabajo, hay en su existencia algo defantástico y de heroico. En este país de encantos yde ensueños, parece que nada es real y que lasimágenes se suceden ante los ojos como en uncinematógrafo. La gente, hombres y mujeres, ysobre todo las jóvenes japonesas, contribuyen áque se forme esta ilusión.

Los progresos realizados por el Japón en lasegunda mitad del último siglo son muy nota-bles, pero se han exagerado por ciertos europeos,y sobre todo por los japoneses mismos. Una partepequeña de la población se ha beneficiado de lacivilización europea, los que viven en los puertos.

No sólo las creencias, sino las costumbres y losusos y hasta la manera de vivir, no ha variado enel campo y las aldeas de lo que era hace años. Lahonradez y la confianza que reinan en todo sonlas señales más evidentes de las costumbres pri-mitivas; hoy todavía en el Japón ninguna casa ni

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almacén está cerrado durante la noche; nadiequita nada á otro, y los objetos encontrados porazar son inmediatamente devueltos á sus propie-tarios. Pero en los puertos de mar, donde la civi-lización europea se deja sentir, los naturales notienen ya el mismo concepto de la honradez.

Dejé Nagasaki á bordo del gigantesco paque-bot China, que pertenecía á una compañía ameri-cana de transportes. Tomé billete de una claseintermedia, entre segunda y tercera, que me cos-tó 180 yens, cerca de 450 francos. A pesar del pre-cio elevado, la instalación y el alimento eran de-testables: los platos estaban mal preparados. Seispersonas partían cada camarote, incómodos yestrechos como calabozos, divididos en tres com-partimentos; no había sitio donde pasear y erapreciso pasar veintiún días en estas condicioneslamentables.

Me detuve dos días en Yokohama y visitéTokio, la capital del Japón, que no dista de laprimera más que veinte minutos en camino dehierro. No me extenderé sobre mis impresiones,porque mi estancia fue corta y son superficiales.

Durante los cinco primeros días de mi viajehasta Yokohama no pude hablar con ninguno delos compañeros porque no sabía el inglés; luegonos reunimos un francés, un alemán y un japonésque conocía un poco el alemán y constituímosuna interesante sociedad internacional; las con-versaciones, las risas y las anécdotas ocuparontodo el tiempo que no consagramos al sueño y lalectura.

Al séptimo día llegamos á Honolulú, capitalde las islas Hawai, donde debíamos hacer unaescala de veinticuatro horas.

En Blagowestchensk había sabido porcasualiTOMO II 13

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dad que uno de mis buenos amigos, el doctor.N. Rossel, habitaba en una de esas islas; cuandoechamos pie á tierra decidí hacerle una visita, encaso de que estuviera en esta ciudad. Con ayudade mi compañero de viaje francés, supe aquellatarde misma que Rossel vivía en otra isla, peroque por el momento se encontraba en Honolulú.

Fui á su casa, y como no le encontré le dejéuna carta en que le manifestaba que uno de susviejos amigos que hacía el viaje de Siberia áEuropa, sería muy dichoso de verlo y le rogabaque fuese á la mañana siguiente abordo del Chinay preguntase por el Ruso. No quise firmar con minombre porque deseaba ver si me reconocía des-pués de veinte años que no nos habíamos visto.

A la mañana siguiente me hallaba sobre elpuente del barco cuando vi venir un hombre decabellos grises, vestido de blanco; me acerqué áél, dudando si era mi camarada de otras veces yle vi que buscaba al Ruso. Le llamé por su nom-bre y le pregunté si sabía quién era. Me mirólargo tiempo, pero no pudo reconocerme, tantohabía cambiado desde la última entrevista. Enton-ces le dije mi nombre.

—|Es usted Deutsch! ¿Cómo se halla ustedaquí?—exclamó estrechándome en sus brazos.

Le conté en pocas palabras la historia de mievasión y le dije que volvía á Europa.

—¿Y quiere usted partir hoy mismo? ¡No, nopuede ser! Quedará usted aquí dos días conmigoy luego vendrá á mi quinta de Hawai.

Su invitación era tan cordial que hubiera acep-tado de buena gana, pero no podía perder lasuma de doscientos francos que costaba la trave-sía desde Honolulú á San Francisco. Cuando se lodije así, el doctor Rossel gritó:

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DIEZ Y SEIS AÑOS EN SIBEBIA 195

—¡Qué tonteríal Eso no debe importarle; si estáusted escaso de dinero yo pagaré la travesía.

Después de una corta vacilación me rendí ásus instancias y le acompañé á tierra.

** *

Supe que el doctor Rossel no sólo era módicoen Hawai, sino miembro del Senado, y que seencontraba en Honolulú para tomar parte en lasdiscusiones de esta asamblea.

Estuve algunos días en esta ciudad, que cuen-ta con 40.000 habitantes, y en ese tiempo admirósus maravillosas bellezas. Después partimos re-unidos para la isla de Hawai, donde la señoraRossel nos esperaba en la quinta. Estuve seissemanas con mi amigo y pude conocer las con-diciones económicas y el pasado de estas islasencantadoras.

La vida de los primeros ocupantes, los cana-cas, ofrece numerosos detalles, á la vez pintorescosy trágicos, pero no tengo espacio para contarlostodos; baste decir que á causa de los procedimien-tos especiales de civilización que los americanosintrodujeron en el país, los aborígenes murieroncon increíble rapidez.

De 400.000 habitantes sanos y fuertes que con-tenía el archipiélago en el momento en que fuedescubierto por el capitán Cook, no quedaban despues de dos siglos más que unos 20.000, llenosde enfermedades que eran desconocidas antes dela llegada de los europeos. Los misioneros deBoston, que han venido á implantar el cristianis-mo, se han apoderado por la violencia y la igno-rancia de las mejores tierras y sacan todos los

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196 LEÓN DBUTSCH

años varios millones de francos de las lujurian-tes plantaciones de caña de azúcar.

Mi estancia en casa del doctor Rossel fue delas más agradables. Hicimos numerosas excur-siones por todas partes de las islas para admirarsus bellezas, en especial al volcan Kilauea. Visi-tamos las plantaciones y las casas de los aborí-genes, y en nuestra conversación teníamos á vecescomo milagroso habernos encontrado en las leja-nas islas del Océano Pacífico.

** *

En fin, hacia los últimos días de Julio em-prendí mi viaje, esta vez en un barco de vela. Latravesía de Hawai á San Francisco no duró me-nos de veintiséis días.

Durante todo el viaje tuvimos un tiempo ma-ravilloso, pero los días eran aburridos y me sentífeliz cuando el 25 de Agosto por la tarde entramosen el puerto de San Francisco.

El doctor Rossel me había dado cartas paraalgunos amigos que tenía en la ciudad, y graciasá ellos pude orientarme en la capital de Califor-nia. Diez días después lo había visto todo y des-cansado de las fatigas continué mi camino porChicago y Nueva York.

En Chicago, gracias á las recomendacionesque me habían precedido, me recibieron dos pola-cos socialistas que habían emigrado de su país yhabitaban en esta ciudad. Me hicieron una aco-gida muy cordial, pero no pude estar más que dosdías con ellos. Mac Kinley, el presidente de losEstados Unidos, había sido asesinado precisa-mente la víspera de mi llegada á Chicago; los

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DIEZ Y SEIS AÑOS EN SIBERIA 197

americanos parecían haber perdido la cabeza yperseguían a los socialistas pacíficos lo mismoque á los anarquistas; mis amigos me aconseja-ron que fuera prudente durante mi estancia enAmérica y no diera á conocer mis opiniones polí-ticas.

En Nueva York, un compañero, el doctor In-germann, me ofreció hospitalidad en su casa. Di-ferentes razones me decidieron á quedarme algúntiempo con él, y cuatro semanas después tomépasaje á bordo del steamer inglés Satrapía, quedebía conducirme á Liverpool.

No contaré nada de mi viaje al través delOcéano Atlántico, de los trece días que pasé enLondres, ni de París, donde me detuve dos sema-nas, porque nada de particular me ocurrió en esetiempo. Encontré en todas partes antiguos cama-radas que durante los largos años de separaciónhabían cambiado mucho; algunos no me recono-cían y todos me miraban como si viniera del otromundo.

A principios de Noviembre dejé París para irá Zurich. Este era el término de mi viaje, quehabía durado seis meses desde Blagowestchensk.Era allí donde habitaban mis amigos, la familiaAxelrod, de los que había estado separado du-rante diez y siete años. Llegué á su casa el 5 deNoviembre, después de un viaje alrededor delmundo que no había realizado por mi voluntad.

—¡Mira; si no ha cambiado nada!—gritó Axel-rod volviéndose hacia su mujer y señalándomecon el dedo.

Pero no era más que la impresión del primermomento en que me volvía á ver.

** *

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198 LEÓN DEUTSCH

Dos años han pasado desde queras es permi-tido vivir en un país libre é ir de una ciudad aotra. He podido durante este tiempo instruirmede las condiciones sociales y económicas de Euro-pa occidental, pero lo que me interesa sobre todoson los acontecimientos que han precedido á miinstalación en Zurich.

Veinte años son un corto espacio de tiempo enla vida de todo un pueblo, pero en este intervalose han introducido en Rusia modificaciones dig-nas de llamar la atención hasta de un observadorsuperficial.

En la época de mi arresto en Friburgo, sólo lajuventud de las escuelas se revolvía contra lascondiciones sociales y políticas que oprimen áRusia. Poco á poco esta oposición fue desapare-ciendo, y en 1890 volvía á reinar la más abyectareacción; pero un movimiento en sentido contra-rio se produjo durante los últimos años.

Se puede valuar en varios millones el númerode folletos que se habían editado en las imprentassecretas y fueron esparcidos desde allí á través delinmenso imperio ruso, para excitar á la rebelióncontra la autocracia del zar. Encontraban favorableacogida entre la población de las grandes ciudadesy de los centros industriales. Grandes masas detrabajadores se unían á los estudiantes para reivin-dicar la libertad política y la supresión de la tira-nía. El zar y los ministros no retrocedían ante losmedios más violentos y más enérgicos de sofocarel incendio que amenazaba devastar todo el país.La ley marcial fue proclamada en una gran partedel imperio; los calabozos no bastaban á contenertantos prisioneros, y trenes enteros conducían áSiberia é los que osaban protestar. Todas las re-presalias eran impotentes para reprimir el movi-

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DIEZ Y SEIS AÑOS EN SIBERIA 199

miento. ¡Bien pronto sonará la hora de que Jaautocracia no sea más que un recuerdo histórico,y entonces se podrá decir, por la primera vez, quetodas las ejecuciones de Rusia y Siberia no hansido estériles!

** *

Cambios importantes se han verificado tambien durante los veinte años últimos en numerosos países de la Europa occidental, que formancontraste con los de Rusia. En Alemania, la leyde excepción contra la democracia social ha sidorevocada, y esta circunstancia no tiene sólo unagran influencia sobre una parte, sino sobre la to-talidad del pueblo alemán.

En un punto sólo Alemania no ha hecho nin-gún progreso; siempre está pronta á ponerse alservicio del despotismo ruso. Lo mismo que yo,que no había cometido nunca el menor delito enAlemania y fui hace diez y ocho años entregadoal gobierno ruso, uno de mis compatriotas hatenido la misma suerte en ese país.

Mientras que yo corrijo las pruebas de estasimpresiones de mi vida, el antiguo estudianteruso Kalajef ha sido sin ningún motivo arrestadoen Myslowitz y puesto entre las manos de losgendarmes rusos. El curso de los años no ha mo-dificado los procedimientos de la policía prusia-na, pero en honor de la gran nación germánica,debo decir que la prensa toda entera ha protesta-do con indignación del servilismo de la Alemaniaoficial para con el gobierno ruso.

¿Y la Francia?Allí también se han realizado varios cambios,

pero...

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200 LEÓN DBUTSCH

Veinte años antes, cuando mi última estanciaen París, la joven República, apenas curada deIas4ieridas que le causaron los soldados prusia-nos, estaba lejos de buscar una alianza con Rusia.

Recuerdo que en 1880 la Francia, que tenía ásu frente á Gambetta, rehusó valientemente á Ale-jandro II entregarle al terrorista Hortmann, arres-tado en París bajo la acusación de un atentadocontra el zar.

Y ahora la generosa y heroica nación es aliadade la más cruel y déspota; la gran República delcontinente sostiene moral y materialmente lallama de la reacción, el más triste estado de cosasen el imperio de los zares.

Sin su apoyo, el gobierno de Petersburgo hu-biera, caído hace largo tiempo bajo los golpes dela población sublevada.

Pero los capitalistas franceses dan al aulocra-tismo ruso la posibilidad de oprimir millones dehombres <por medio de los gendarmes, las bayo-netas y las prisiones. Es Francia la que provee alzar de los medios necesarios para continuar unaguerra vergonzosa, pero esta aventura abrirá sinduda los ojos á la gran nación y romperá estaalianza anormal.

Entonces caerá el gobierno venal y corrompidoy el sol de la libertad lucirá sobre la desgraciadaRusia, enrojecida con la sangre de sus hijos.

FIN

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 428.

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DIPUTACIÓND t ALMERÍA

ÍNDICE DEL TOMO SEGUNDO

Ctopftvdea. PigB.

XX.—De Krasnoyarsk á Irkoutsk.—Inútil conflic-to.—Las mujeres mártires en la prisiónde Irkoutsk 5

XXI.—Una lección al jefe de policía.—Encuen-tro con compañeros deportados.—De Ir-koutsk á Kara.—Cadenas robadas.—To-davía un conflicto.—Llegada á Kara. . . Í7

XXII.—Los primeros días de prisión en Kara.—Viejos y nuevos conocimientos 33

XXIII.—La organización de nuestra vida en común.—Los sirios.—Apuesta 45

XXIV.—Historia de la prisión de Kara.—El Gato.—La cámara del Synedryon.—La prima-vera 57

XXV.—Estado de espíritu y pasatiempos en la pri-sión.—Dos comandantes nuevos.—El hos-pital.—Resistencia á mano armada. . . 73

XXVIi—Departamento de las mujeres.—Comienzode un drama 93

XXVU.—Los colonos.—Incidentes en la prisión demujeres 103

XXVHI.—El centenario de la Revolución francesa.—Sergio Bebochoff.— El fin del drama. . . 113

XXIX.—Rumores alarmantes.—Una visita del go-bernador general.—Fuera de la prisión. . 121

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 429.

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Capítulos.

XXX.—Nijnaja-Kara.—Vida nueva.—Los ladronesde oro 191

XXXI.—El viaje del heredero del trono á Siberia.—Nuestra vida en la colonia penitenciaria.—El cruel pristaw 139

XXXII.—La muerte del zar.—Nuevos manifiestos.—El censo de la población 149

XXXIII.—Un monumento misterioso.—Mi partida deKara.—La vida en Stretjensk.—Mi tras-lado á Blagowestchensk.—Matanza dechinos , 1B7

XXXIV.— Fin del viaje alrededor del mundo. . . . 185

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 430.

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F. Sempere y Comp.a, Editores.—VALENCIA

Una peseta el tomo

E L HORLA, por Guy de Maupassant 1LA MUERTE DE LOS DIOSES, por Merejkowski 2L A MANCEBÍA (La Maison Tellier), por Maupassant. . . 1LA CONQUISTA DEL PAN, por Kropotkine 1SEBASTIÁN ROCH (La educación jesuítica), por Octavio

Mirbeau 1PALABRAS BE UN REBELDE, por Kropotkine 1EVOLUCIÓN Y REVOLUCIÓN, por Eliseo Reclus 1LA CORTESANA DE ALEJANDRÍA (Tais), por A. Franoe. . 1E L DOLOK UNIVERSAL, por Sebastián Faure 2NOVELAS Y PENSAMIENTOS (Músicos, filósofos y poetas),

por Ricardo W a g n e r 1E L MANDATO D E LA MUERTA, por Emil io Zola 1E P Í S C O P O Y COMPAÑÍA, por Gabriel D 'Annunz io . . . . 1L A VERDADERA VIDA, por León Tolstoi 1

. F L O R D E M A Y O , por Vicente Blasco Ibáfiez 1CUENTOS AMOROSOS Y PATRIÓTICOS, por A. Daudet . . . 1L A S CRUELDADES D E L AMOR, por J u d i t h Gautier . . . . 1¡CENTINELA, ALERTA! . . . por Matilde Serao 1CUENTOS D E L J Ú C A R , por José María de la Torre . . . . 1DICCIONARIO FILOSÓFICO, por Voltaire 6CAMPOS, FÁBRICAS Y TALLERES, por Kropotkine . . . . 1L A RAMERA E L I S A , por E. de Goncourt 1A R R O Z Y TARTANA, por Vicente Blasco Ibáñez 1L A RESURRECCIÓN D E LOS DIOSES, por Merejkowski. . . 2L A S CHICAS D E L AMIGO L E F É V R E , por Pau l Alexis. . . 1L o s EX-HOMBRES, por Máximo Gorki 1CÓMO T E MUERE, por Emil io Zola 1E L H I J O D E LOS BOERS, por Rider Hagga rd 1E S T U D I O S RELIGIOSOS, por Ernes to Renán . 1Así HABLABA ZORRAPASTRO, por el Comandante J*^ . . 1N O L I MB TAKGERE (El país de los frailes), por J . Rizal . . 1L A HOKTAÑA, por Eliseo Reclus 1SINGOALA, por Víctor Rydbe rg 1E L CAMIKO D E LOS GATOS, por H . Sudennann 1E L DESEO, por H . Sudermann 1L A AURORA BOREAL, por H e n r y Rochefort 1C U E N T O S É HISTORIAS, por G. Pérez Arroyo 1

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 431.

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Tomos.L A MUJER GRIS, por H. Sudermann 1EMIUO ZOLA (SU vida y sus obras), por Paul Alexis,

Luis Bonafoux y Vicente Blasco Ibáñez 1E L SUENO DEL PAPA, por Víctor Hugo 1Los HUGONOTES, por Próspero Merimée 1FILOSOFÍA DEL ANARQUISMO, por Carlos Malato. . . . 1A RAS DE TIERRA, por Manuel Bueno 1E L SATIKICÓN, por Petronio 1LAS BODAS DE YOLANDA, por H. Sudermann 1L A SOCIEDAD FUTURA, por Juan Grave 2E L AMOR, LAS MUJERES Y LA MUERTE, por Schopenhauer. 1E L ORIGEN DEL HOMBRE, por Carlos Darwin 1U N VÍAJK POR ESPAÑA, por Teófilo Gautier 1CUENTOS VALENCIANOS, por Vicente Blasco Ibáñez. . . 1Los BNiftMAS DEL UNIVERSO, por Ernesto Haeckel. . . 2Mi VIAJE ALREDEDOR DEL MUNDO, por Carlos Darwin. . 2E L COLECTIVISMO, por Emilio Vandervelde 1E L MOLINO SILENCIOSO, por H. Sudermann 1Dios Y EL ESTADO, por Miguel Bakounine 1ORIGEN DE LAS ESPECIES, por Carlos Darwin 3Mis EXPLORACIONES EN AMÉRICA, por Elíseo Reclus. . . 1Los ESPECTROS.—HEDDA GABLER, por Enrique Ibsen. . 1LAS PRISIONES, por Kropotkine. 1L A EXPULSIÓN DE LOS JESUÍTAS, por el Conde Fabraquer. 1CONFLICTOS ENTRE LA RELIGIÓN Y LA CIENCIA, por Juan

G. Draper 1E L ARROYO, por Eliseo Reclus 1EMPERADOR Y GALILEO.—JULIANO EMPERADOR, por En-

rique Ibsen 2E L PORVENIR DE LA CIENCIA, por Ernesto Renán. . . . 2¿QUÉ ES LA PROPIEDAD?, por P . J . Proudhon 1FUERZA Y MATERIA, por Luis Büchner 1E L REY, por Bjoernstjerne Bjcernson 1L A LIBERTAD, por Arturo Schopenhauer 1DRAMA DE FAMILIA, por Jacinto O. Picón. . . . . . 1MOISÉS, JESÚS Y MAHOMA, por el Barón d'Holbach. . . 1ORIGEN DE LAS PROFESIONES, por H. Spencer 1E L MAL DEL SIGLO, por Max Nordau. 2LITERATOS EXTRANJEROS, por Ángel Guerra 1E L CAPITAL, por Carlos Marx 1Luz Y VIDA, por Luis Büchner 1L A COMEDIA DEL AMOR.—Los GUERREROS EN HBLGE-

LAND, por Enrique Ibsen 1Los SATÍRICOS LATINOS, por Germán Salinas 2

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 432.

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Tomos.E L TESORO DE LOS HUMILDES, por Mseterlinck 1JUNTO Á LAS MÁQUINAS, por Luis López Ballesteros. . . 1LA ESCUELA DE YASNA'ÍA-POLIANA, por León Tolstoi. . 1Los CACHIVACHES DE ANTAÑO, por Roberto Robert. . . 1LOS PROBLEMAS DE LA NATURALEZA, pOr A. LaUgel. . . 1VANKA, por Antón Tchekhov . . 1E L ANTICRISTO, por Ernesto Renán 2LA MONARQUÍA JESUÍTA, por Melchor Inchofer (Jesuíta). 1E L INDIVIDUO CONTRA EL ESTADO, por H. Spencer. . . 1LOS PROBLEMAS DEL ALMA, por A. Laugel 1L A GUERRA, por Vsevolod Garchine 1VISIONES DE ESPAÑA, por Manuel Ugar te 1ORIGEN D E LA FAMILIA, D E LA PROPIEDAD PRIVADA Y D E L

ESTADO, por Federico Engels 2PEQUEÑA GUARNICIÓN, por el Teniente 0 . Bilse. . . . 1Los PROBLEMAS D E LA VIDA, por A. Laugel 1CREACIÓN Y EVOLUCIÓN, por H. Spencer 1PASADOS POR AGUA, por Luis Moróte 1DETERNINISMO Y RESPONSABILIDAD, por A. Hamon. . . 1P O R LOS CAMPOS Y LAS PLAYAS, por Gustavo Flaubert . . 1L A INFERIORIDAD MENTAL D E LA MUJER, po rP . J . Moebius. 1Los EVANGELIOS Y LA SEGUNDA GENERACIÓN CRISTIANA,

por Ernesto Renán 2L A GUERRA RUSO-JAPONESA, por León Tolstoi 1PROGRESO Y MISERIA, por Enrique George 2PSICOLOGÍA DEL MILITAR PROFESIONAL, por A. Hamon. . 1L A EXPRESIÓN D E LAS EMOCIONES EN EL HOMBRE Y EN LOS

ANIMALES, por Carlos Darwin 2L A S MENTIRAS CONVENCIONALES DE LA CIVILIZACIÓN, por

Max Nordau 2L A SOCIEDAD MORIBUNDA Y LA ANARQUÍA, por J . Grave . . 1PÁGINAS ROJAS, por Séverine 1L A SIMULACIÓN EN LA LUCHA POR LA VIDA, por J . Ingeg-

nieros 1MATRIMONIOS MORGANÁTICOS, por Max Nordau 2E L TABLADO D E ARLEQUÍN, por Pío Baroja 1COSAS DE ESPAÑA, por Próspero Merimée 1CUADROS HISTÓRICOS DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA, por

Chamfort 1L A ANARQUÍA Y EL COLECTIVISMO, por A. N a q u e t . . . 1L A ANTIGUA Y LA NUEVA F E , por D.-F. St rauss . . . . 1E L A R T B Y LA DEMOCRACIA, por Manuel Ugarte . . . . 1L A COMEDIA DEL SENTIMIENTO, por Max Nordau. . . . 1REBAÑO DE ALMAS, por Luis Moróte 1

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 433.

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L A IGLESIA CRISTIANA, por Ernesto Eenán 1LA DICHA DE LA VIDA, por John Lubbock 1PROBLEMAS SOCIALES, por Enrique George 1FBDERALISMO, SOCIALISMO Y ANTITEOLOGISMO (Cartas

sobre el patriotismo), por Kropotkine 1E L ÚNICO Y SU PROPIEDAD, por Max Stirner 2VIDA NUEVA..., por E. Rodríguez Mendoza 1E L ANTICRISTO, por Dimitry de Merejkowski 2ESTUDIOS LITERARIOS Y RELIGIOSOS, por Strauss. . . 1L A GRAN HUELGA, por Carlos Malato . 2EN MARCHA, por Severine 1DISCANTES Y CONTRAPUNTOS, por Rafael Mitjana.. . . 1PSICOLOGÍA DEL SOCIALISTA-ANARQUISTA, por A. Hamon. 1MARCO AURELIO Y EL FIN DEL MUNDO ANTIGUO, por Er-

nesto Renán 2ITALIA EN LA VIDA, EN LA CIENCIA Y EN EL ARTE, por

José Ingegnieros 1OBRAS FILOSÓFICAS, por Diderot 1E N EL MAGRBB-EL-AKSA, por Rafael Mitjana 1EDUCACIÓN INTELECTUAL, MORAL Y FÍSICA, por Herbert

Spencer 1DEBERES DEL HOMBRE, por José Mazzini 1E L PORVENIR DE LOS SINDICATOS OBREROS, por Georges

Sorel 1Los ANARQUISTAS, por Juan Enrique Maokay 1DESFILE DE VISIONES, por E. Gómez Carrillo 1AVES SIN NIDO, por Clorinda Matto de Turner. . . . 1D E LA ALEMANIA, por Enrique Heine 2LAS DIEZ Y UNA NOCHES, por José Alcalá Galiano. . . 1LA DUMA (2.* parte de «Rebaño de Almas»), por Luis

Moróte '. 1Los HORRORES DEL ABSOLUTISMO, por José Nákens. . 1Los DIOSES EN EL DESTIERRO, por Enrique Heine. . . 1E L GUANTE.—MÁS ALLÁ DE LAS FUERZAS HUMANAS, por

Bjoernstjerne Bjoernson 1REFORMA Y REVOLUCIÓN SOCIAL (La crisis práctica del

Partido Socialista), por Arturo Labriola 1

MODELOS DE CARTAS, arreglados por Carmen de BurgosSeguí (Colombine).—Un tomo: UNA peseta.

ACCIDENTES" DEL TRABAJO, por José Manáut Nogués.^-Un tomo: DOS pesetas.

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 434.

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Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 435.

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Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 436.

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F. TEMPERE Y CoMr.a EDITORES. — VALENCIA

Una peseta el tomo

Mazzini (José).—Deberes del hombre.Merimée.—Los hugonotes.Merimée.—Cosas de España.Merejkowski.—La muerte de los dioses.

2 tomos.Merejkowski.—La resurrección de los

dioses. 2 tomos.Merejkowski.— El Anticristo (Pedro y

Alejo). 2 tomos.Mirbeau.—Sebastián Roch (La educa-

ción jesuítica).Mitjana (Rafael).—Discantes y contra-

puntos.Mitjana (Jiafael).—En el Mngreb-ol-

Aksa (Viaje á Marruecos).Moróte (Luis).—Pasados por agua.Moróte (IMÍS).—liebaño de almas.Naquet (Alfredo).—La Anarquía y el

Colectivismo.Octavio Picón.—Drama do familia.P. J. Moebius.—La inferioridad men-

tal de la mujer.Pérez Arroyo.—Cuentos é historias.Petronio. — El satiricen.Proudhon.—¿Qué es la propiedad?Fio Baroja.—El tablado de Arlequín.Eeclús.—Evolución y revolución.Reelús.—La montaña.Reelús.—Mis exploraciones en Amé-

rica.Reelús.—El arroyo.Renán.—Estudios religiosos.Renán.—El porvenir do la Ciencia. 2 t.Renán.—El Anticristo. 2 tomos.Renán.—Los Evangelios y la segunda

generación cristiana. '2 tomos.Renán.— La iglesia cristiana.Renán—Marco Aurelio y el fin del

Mundo Antiguo. 2 tomos.Rizal (José).—Noli me tángere (El país

de los frailes).Rochefort.—La aurora boreal.

Ktibert (Roberto). — Los cachivaches deantaño.

Rodríguez Mendoza.—Vida nueva...Rydberg.—Singoala.Salinas (Germán).—Los satíricos lati-

nos. 2 tomos.Schopenhauer.—La libertad.Schopenhauer. — El amor, las mujeres y

la muerte.Serao (Matilde).—¡Centinela, alerta!Sorel (Georges).—El porvenir de los

Sindicatos Obreros.Spencer.—Origen de las profesiones.Spencer.—Kl individuo contra el lis-

tado.Spencer.—Creación y evolución.Spencer.—Educación intelectual, mo-

ral y física.Sudermann.—El camino de los gatos.Sudermann.—El deseo.Sudermann.—I jas bodas de Yolanda.Sudermann.—Kl molino silencioso.Sudermann.—La mujer gris.Séverine.—Páginas rojas.Séverine.—Kn marcha..Strauss.—Estudios Literarios y Reli-

giosos.Strauss.—La antigua y la nueva Fe.Tchekhov.—Vanka.Tolstoi.—La verdadera vida.Tolstoi.—La guerra ruso-japonesa.Tolstoi.— La escuela Yasnaía-Poliana.Teniente O. Bilse.— Pequeña guarni-

ción.ligarte (Manuel).—Visiones de España.ligarte (Manuel).—M Arte y la Demo-

cracia.Vandervelde. —El colectivismo.Voltaire.—Diccionario ñlosóiico. (i t.Wacjner.—Novelas y pensamientos.Zola.—El mandato de la muerta.Zola.—Cómo se muere.

LOS CLÁSICOS DEL AMOR

Voltaire .— IÁX Doncella (I tomo). Una peseta.C a s a n o v a . Amores y Aventuras (I tomo). Una peseta.Apuleyo.—El Asno de Oro (La Metamorfosis) (1 tomo). Una pesetaLongo.—Dafnia y Cloe (1 tomo). Una pesera.

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 437.

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F. TEMPERE Y CoMP.a EDITORES.—VALENCIA

ÚLTIMAS OBRAS PUBLICADAS Á UNA PESETA EL TOMO

Matto de Tivrngr (Clorimla).—Aves sin Gómez Carrillo.—Desfilo de visiones.nido (nóyelapcruana). Si Niíkens (José).—Los horrores del abso-

Heine (Enrique).—De la Alemania. 2 lutismo.tomos. Heine (JUnrique).—Los dioses en el des-

Kropofkine (Pedro).—El apoyo mutuo. •** tierro.ün factor de la evolución. 2 tomos. Bjmrnstjerne Bjcernxon.—El guante.—

Moróte (Luis).—La Duma. (Segunda Mas allá de las fuerzas humanas.parte de «Rebaño de Almas»), hnbrinla (Arturo). — Reforma y revolu-

Alculá (raViano {.Tosí).—Las diez y una don social. (La crisis ]U'ú<-tica di1!noches (Cuentos occidentales). Partido Socialista).

OBRAS PUBLICADAS Á TRES PESETAS EL TOMO

E r n e s t o Haeekel.—Historia de la Creación de los seres segúnlas leyes naturales.—Obra ilustrada con numerosos grabados.—Dostomos en 4.°, seis pesetas.

f*. Lanfrey.—Historia política de los Papas.—Traducción, prólogoy continuación hasta Pío X, por José Ferrándiz.—Tin tomo en 4.",tres pesetas.

A . R e n d a . — El destino de las dinastías. (La herencia morbosa enlas Casas Reales). — Un tomo en 4.°, tres pesetas.

J o s é F o l a Igúrbide.— l ierelaciones científicas que '•omprenden('i todos los conociinií'iifos humanos. — Un tomo en •!.", tres pesetas.

D a v i d - F e d e r i c o StrauSS. — Xitera Vida de Jesús. - •Traduc-ción (le José Ferrándiz. — Dos tomos en ].", seis pesetas.

í». J . P r o u d h o n . — D e . la creación del orden en la humanidad óprincipios de organización política.—Un tomo en 4.", tros pesetas.

EN PRENSA

J o s é I n g e g n i e r o s . — H i s t e r i a ¡j Sugestión. ¡Estudios de Psicolo-gía clínica.) -Un tomo en 1.". tres pesetas.

MODFJLOS DFJ CARTAS, avi-eglados por Carmen de Burgos Seguí(Co/omliine'1. — Un tomo: UNA peseta.

AOOIDKNTES DEL TRABAJO.—Ley, Reglamento general, de Inca-pacidades, de Guerra y Marina, por José Manáut Nognés.—Un tomo:DOS pesetas.

Diputación de Almería — Biblioteca. Diez y Seis Años en Siberia, p. 438.