del capitalismo al socialismo del siglo xxi

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El presente ensayo alimenta la discusión sobre las vías posibles para materializar el socialismo en América Latina. Para ello, se apoya en los clásicos del marxismos y apunta a demostrar que su construcción debe fundamentarse en el estudio crítico de los procesos vividos por las regiones de distintos continentes a las que, en variados periodos históricos, el colonialismo europeo impuso su sistema capitalista. De este modo, analizar las transiciones del capitalismo al socialismo del siglo XXI, Sanoja desarrolla, desde la perspectiva de la antropología crítica, una teoría bien fundamentada sobre las facetas históricas y las condiciones materiales que a partir del siglo XVI determinaron, y todavía determinan, la formación cultural de los pueblos y las naciones del continente americano.

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Del capitalismo

al socialismo del siglo XXI

Perspectiva desde la antropología crítica

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M A R I O S A N O J A O B E D I E N T E Del capitalismo

al socialismo del siglo XXI

Perspectiva desde la antropología crítica

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© Mario Sanoja Obediente, 2011© Banco Central de Venezuela, 2011

Producción editorialGerencia de Comunicaciones Institucionales, BCVDepartamento de PublicacionesAvenida Urdaneta, esquina de Las CarmelitasTorre Finaciera, piso 14, ala sur, Caracas 1010, Venezuelateléfonos: (58-0212) 801.5514 / 8380fax: (58-0212) 536.9357correo electrónico:[email protected]: G-20000110-0

Diseño y diagramaciónDileny Jiménez RodríguezCorrección de textosGema MedinaImpresión

Hecho el Depósito de Ley Depósito legal lf35220113011996ISBN: 978-980-394-069-0Impreso en Venezuela - Printed in Venezuela

Catalogación en fuente de Biblioteca Ernesto Peltzer Sanoja Obediente, Mario Del capitalismo al socialismo del siglo XXI: perspectiva desde la antropología crítica / Mario Sanoja Obediente. – Caracas : Banco Central de Venezuela, 2011. – 240 p. : il. – Incluye Referencias bibliográficas (p.221 – 238).– ISBN: 978-980-394-069-0.– 1. Socialismo – Historia – Siglo XXI 2. Socialismo 3. Capitalismo 4. Economía política 5. Condiciones económicas I. TÍTULO Clasificación Dewey: 335.22/S228 Clasificación JEL: P20, P21, P30, P17; D24 Hecho el Depósito de leyDepósito legal: lf35220113011996

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DIRECTORIO

Nelson J. Merentes D.Presidente

Armando León RojasJorge Giordani

José Félix Rivas AlvaradoJosé S. Khan

ADMINISTRACIÓNNelson J. Merentes D.

Presidente

Eudomar TovarPrimer Vicepresidente Gerente

COMITÉ PERMANENTE DE PUBLICACIONES

José Félix Rivas AlvaradoPresidente

Armando León RojasCarlos Mendoza Potellá

Jaime Luis SocasIván Giner

Txomin las Heras

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A Iraida, mi compañera de vida y de lucha

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Índice

Preámbulo 13Parte 1 Origen del capitalismo: el paradigma occidental del progreso 29Capítulo 1 El ideal del progreso y la civilización occidental 31Capítulo 2 Civilización y procesos civilizatorios 39Capítulo 3 La sociedad de la Edad del Bronce 47Capítulo 4 La sociedad de la Edad del Hierro 57Capítulo 5 La formación feudal: señores, burguesía e intercambio mercantil 61Capítulo 6 El materialismo histórico y el paradigma del progreso 69Capítulo 7 Diversidad cultural de las sociedades clasistas iniciales: vías alternas del desarrollo sociohistórico 81Capítulo 8 Procesos civilizatorios alternativos en África y Asia, Egipto y el islam 93Capítulo 9 Modos de producción originarios en América 105

Parte 2 Civilizaciones y procesos civilizadores americanos 117Capítulo 10 La civilización suramericana-caribeña: procesos civilizadores del Atlántico y el Pacífico 119Capítulo 11 La civilización norteamericana 131Capítulo 12 El pasado y la interpretación revolucionaria del presente: la arqueología social 145

Parte 3 Prácticas para la construcción de un modo de vida socialista 155Capítulo 13 Estrategia para llegar a un modo de vida socialista 157Capítulo 14 El método nacionalista revolucionario para construir el socialismo 167

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Capítulo 15 El Estado nacional: práctica para la resistencia antiimperialista 179Capítulo 16 El neoevolucionismo y la energía: legitimación ideológica del neocolonialismo 193Capítulo 17 Desarrollo socialista vs. subdesarrollo capitalista 199Capítulo 18 Conclusión: condiciones necesarias para construir la democracia socialista 205

Bibliografía 221

Lista de ilustracionesGráfico 1. Cuadro cronológico comparativo; origen del calcolítico en la región atlántico-mediterránea (Andalucía) 46 Figura 1. Posible moneda en bronce en forma de piel de ganado (2000 a.C.) 66Mapa 1. Bases de la formación mercantil europea (siglo VI a.C.-0) 67Figura 2. Juguetes mesoamericanos con ruedas 115 Mapa 2. Expansión del capitalismo mercantil hacia América: siglo XVI 153Mapa 3. El Imperio capitalista: siglo XXI 203Mapa 4. El antiimperio: alianzas energéticas del siglo XXI 204

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PreámbuloIEl desarrollo histórico de los países de Nuestra América refleja los procesos socioculturales generales que han afectado y afectan el desa-rrollo general de la sociedad humana. La expresión de los mismos, sin embargo, asume formas particulares que reflejan la diversidad his-tórica de la región. Por esa razón, cuando queremos analizar como ahora las transiciones del capitalismo al socialismo del siglo XXI, con-sideramos necesario desarrollar, desde la perspectiva de la antropo-logía crítica, una comprensión teóricamente bien informada sobre los procesos históricos y las condiciones materiales particulares que, desde el siglo XVI, determinaron y todavía determinan la formación de la cultura de los pueblos y las naciones de Nuestra América.

Como ya ha sido expuesto en torno a este tópico por el filósofo Vega Cantor (2008, p. 13):

…pretender analizar los fenómenos culturales como si no tuvieran nexos materiales es una quimera reaccionaria, y más en un conti-nente como el latinoamericano tan lleno de problemas y dificultades de tipo material, como la pobreza, la desnutrición, la enfermedad y el desempleo.

Esta exigencia tiene muchas implicaciones importantes para la antro-pología crítica: la necesidad de desmontar los mitos construidos por el positivismo y el neopositivismo sobre la historia de la humanidad, el origen de la cultura y los procesos culturales e históricos de la lla-mada civilización occidental, entre ellos el llamado eurocentrismo, los cuales no han servido sino para encubrir la acción genocida y rapaz del capitalismo en Nuestra América. Este sistema económico

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ha sido útil para consolidar la hegemonía mundial de las naciones de Europa Occidental y los Estados Unidos, así como la de Japón y ahora la de Israel, pero a costa de la pobreza y la miseria de los países y sociedades que –hasta ahora– hemos estado sometidos a su violencia cultural, económica, mediática y militar (Patterson, 1997; Amin, 1989; Vargas-Arenas, 2010, pp. 141-167).

El discurso de la globalización que enmascara esta nueva fase colonial del capitalismo occidental, atenta contra la viabilidad de las naciones y el nacionalismo, contra las culturas nacionales y particularmente contra los esfuerzos de las mismas, como es el caso de la Unasur, el ALBA y el Banco del Sur, para constituirse en bloques de poder alter-nativos al grupo de los ocho países capitalistas centrales. Es preciso, por tanto, que reivindiquemos el nacionalismo de izquierda como estrategia de resistencia y como arma ideológica revolucionaria para nuestras luchas nacionales y antiimperialistas a partir de territo-rios claramente definidos (Vargas-Arenas y Sanoja, 2005; Sanoja y Vargas-Arenas, 2005a, 2008; Vargas-Arenas, 2007a; Vega Cantor, 2008, p. 203).

Para contribuir al logro de aquellos objetivos, los análisis arqueoló-gicos y antropológicos críticos deben tener como referencia espacial, no solamente los límites de los actuales Estados nacionales, sino la latitud de las regiones geohistóricas que se han venido estructurando desde hace milenios y han culminado, en nuestro caso particular, con la formación de bloques políticos y económicos concretos en Suramé-rica, el Caribe y Centroamérica. Según estos estudios, la comprensión de los procesos sociohistóricos originarios que han llevado a la for-mación de nuestras civilizaciones y procesos civilizadores, así como a las naciones y las modernas comunidades de Estados nacionales en proceso, deberían ser el referente para investigar los procesos polí-ticos contemporáneos.

Como explicaremos en el curso de la presente obra, nuestra propuesta se apoya en la idea de los clásicos del marxismo que consideran el socia-lismo como una formación social cuyo sistema económico y social se concreta con la creación de una cultura de la solidaridad social entre los pueblos. Ésta tendría como meta la eliminación de su opuesto, la

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cultura de la injusticia, la pobreza y la desigualdad que caracterizan el sistema económico social de la formación capitalista. Estudiaremos también el tema de los orígenes remotos del capitalismo cuyas raíces históricas, de acuerdo con los estudios de la arqueología y la etno-logía, se hallarían en Europa Occidental, representados por diversos procesos culturales civilizadores originarios que dieron nacimiento a la llamada civilización occidental y a su expresión socioeconómica: el capitalismo. De la misma manera, analizaremos los diversos procesos culturales civilizadores y los modos de vida originarios de la civiliza-ción suramericana caribeña que continúan influyendo en los procesos históricos actuales de los pueblos o grupos de ellos que la integran, los cuales serían el fundamento histórico y cultural del socialismo del siglo XXI.

Siguiendo esta línea de pensamiento, trataremos también de sistema-tizar, desde la perspectiva de la antropología crítica, la explicación de otro paradigma del desarrollo social alternativo al de la civili-zación occidental, el denominado por Marx como Modo de Pro-ducción Asiático, para que dicha discusión nos ayude a entender el surgimiento de los socialismos del siglo XXI en Nuestra América y sus-tentar una propuesta teórico-metodológica particular para la cons-trucción de un modo de vida socialista venezolano. Dicho modo de vida debería representar la transformación revolucionaria de las con-diciones de dependencia económica y política, y la ruptura definitiva con la desigualdad y la injusticia social de cinco siglos de dominio colonial y neocolonial del Imperio que es expresión de la civilización occidental europea y estadounidense.

Las fuentes de nuestra inspiración son los logros de la Revolución Bolivariana misma, la realización concreta de los objetivos sociales y políticos que se llevan a cabo en Venezuela bajo la dirección de nuestro presidente Hugo Chávez Frías. Analizados desde nuestra perspectiva y nuestra experiencia como investigador en antropología, no podemos menos que hacer honor al pensamiento revolucionario y la voluntad nacionalista del actual líder venezolano, carismático y brillante, quien ha logrado enrumbar nuestro pueblo hacia un destino soberano, socialista, democrático y participativo.

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IIEl interés por escribir este ensayo comenzó en julio de 2007. La Uni-versidad de Los Andes, Venezuela, me invitó en aquella fecha para dar la clase magistral inaugural del curso de Doctorado en Antropología, del cual he sido también profesor, por lo que me pareció importante dar a los estudiantes mi visión como antropólogo del interesante pro-ceso de liberación nacional que vive hoy nuestro país y, en general, casi todos los países de Nuestra América, como nos denominó José Martí, el apóstol bolivariano de la independencia de Cuba.

Ya habíamos escrito en años anteriores un trabajo académico sobre el tema del evolucionismo y el neoevolucionismo (Sanoja, 1987), pero no fue sino a partir de nuestras reflexiones conjuntas con Iraida Vargas-Arenas sobre el tema de la Revolución Bolivariana y el Humanismo Socialista del siglo XXI (Sanoja y Vargas-Arenas, 2008), cuando consideré armar una propuesta teórica que permitiese ubicar nuestra experiencia revolucionaria venezolana dentro del ámbito de la historia de las ideas y –sobre todo– resaltar su importancia como referencia para los procesos de liberación nacional emprendidos por otros pueblos de Nuestra América.

Aquella reflexión cobra particular importancia en este momento cuando los pueblos de la América Meridional, como los llamó Simón Bolívar, están viviendo uno de los momentos más trascendentes de nuestra historia, librando el combate por obtener nuestra definitiva independencia política, cultural y económica del Imperio angloame-ricano que, en el presente, parece vivir los estertores de su fase ter-minal. Por esa razón, creímos necesario ampliar dicho texto y escribir este ensayo comenzando por este preámbulo que recoge la propuesta general y –como exponemos en los capítulos 1 y 2– hacemos la exé-gesis del concepto del progreso analizando las raíces remotas del capi-talismo. Para tal fin, analizamos el conjunto de procesos civilizadores originarios de la cultura neolítica europea, civilización sobre cuyos hombros surgió finalmente en el siglo XVI una formación capitalista-industrialista. El modo de producción de dicha formación –a partir de entonces– se impuso a la fuerza sobre las civilizaciones origina-rias americanas, asiáticas y africanas. Desde ese momento comienza a forjarse la relación de dependencia –cultural, política, económica,

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y tecnológica– de los pueblos de Nuestra América con el llamado Primer Mundo, lo que denomina Dussel (1998) el segundo paradigma de la modernidad. Por estas razones creemos necesario hacer la crítica histórica de la teoría de la evolución cultural y del progreso que son la justificación ideológica del proyecto mundial de dominación hegemó-nico capitalista, tema que ha sido analizado in extenso por el antro-pólogo mexicano Héctor Díaz Polanco (1989).

Nuestra toma de posición teórica alude igualmente al debate exis-tente entre los antropólogos e historiadores modernistas formalistas, quienes sostienen que los análisis económicos modernos son apli-cables a la economía antigua, y los llamados primitivistas sustanti-vistas, quienes niegan la importancia de las relaciones de mercado, la acumulación originaria de capitales y el comercio a larga distancia en el mundo antiguo (Burling, 1976; Polanyi, 1976; Kaplan, 1976; Godelier, 1976; Eden y Kohl, 1993; Frank, 1993, p. 385). Como veremos en el desarrollo de nuestra propuesta en los capítulos que siguen, nuestra posición como antropólogos marxistas o que pre-tende serlo, se apoya en las categorías elaboradas por Marx, todavía en proceso de desarrollo, de modo de producción y formación eco-nómica y social, así como en los de modo de vida y modo de trabajo propuestos por Vargas-Arenas (1990). Como hemos analizado en tra-bajos precedentes (Sanoja y Vargas-Arenas, 2000), existe abundante evidencia publicada sobre la acumulación originaria tanto de capital expresado en fuerza de trabajo como de capital expresado en bienes materiales en las sociedades precapitalistas de Nuestra América que permiten substanciar el debate científico al respecto.

IIIHacer la crítica de la teoría del Evolucionismo Cultural, implica tam-bién hacer la crítica de los conceptos fundamentales que soportan el paradigma de la modernidad: el progreso y la civilización. Hemos creído relevante discutir el tema de las civilizaciones originarias americanas, ya que no podemos hablar de la soberanía de nuestros pueblos si no damos cuenta primero de las causas de su singula-ridad histórica. Hemos utilizado igualmente el concepto de proceso civilizador, emitido originalmente por el famoso antropólogo brasi-leño Darcy Ribeiro, porque permite establecer el flujo dialéctico de

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los procesos originarios tanto culturales identitarios como nacio-nales que confluyen para constituir la especificidad de los pueblos de Nuestra América, frente a las tendencias globalizadoras neoliberales que intentan desdibujar nuestra presencia en el escenario mundial.

No es nuestra intención introducirnos en un debate profundo sobre las tesis de la dependencia y el subdesarrollo en Nuestra América. Para los fines de la presente discusión, tratamos de centrarnos en el concepto de relación centro-periferia existente entre el núcleo de países capitalistas desarrollados y los menos desarrollados, sujeto que ha sido debatido y analizado in extenso –a nuestro juicio– en obras capitales como The Modern World System: Capitalist Agriculture and the Origins of the European World Economy in the Sixteenth Century, por Immanuel Wallerstein (1974), y Civilization & Capita-lism. 15th-18th Century, por Fernand Braudel (1992). De la misma manera, tratamos de analizar la terrible consecuencia que ha tenido y tiene dicha relación centro-periferia apoyándonos en las numerosas y profundas reflexiones que sobre el tema han elaborado diversos científicos y científicas sociales en muchas partes del mundo, entre los cuales destacamos particularmente dos extraordinarios ensayos seminales: Las venas abiertas de América Latina (1973) de Eduardo Galeano, libro que sacudió la conciencia de nuestra generación al demostrar cómo Nuestra América era para el capitalismo simple-mente el objeto de la explotación, el medio de producción y reproduc-ción del sistema; y América nuestra, integración y revolución (2009) de Luis Britto García, uno de los análisis más sólidos sobre la realidad contemporánea de Nuestra América y el Caribe.

Nuestro ensayo, de manera muy modesta, intenta –en su primera parte– discutir la forma cómo una escuela de pensamiento sobre la naturaleza y origen de la cultura, el Evolucionismo Cultural, repre-senta en verdad la ideología de la modernidad que ha intentado legitimar la relación desigual, colonial, existente entre el núcleo de países desarrollados y los nuestros. En el siglo XVI, según Stern (1988), Europa resolvió la crisis general causada por el colapso del feudalismo gracias particularmente a su expansión colonial hacia Nuestra Amé-rica, lo cual le permitió constituir una economía mundo capitalista y consolidar el núcleo duro de la misma: un sistema político absolutista,

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un sistema productivo empresarial y una fuerza de trabajo asala-riada local, hiperexplotada, en los campos de la agricultura, la gana-dería y la industria, mientras que explotaba también los pueblos de la periferia, Nuestra América y Europa Oriental mediante procesos de trabajo esclavistas o serviles –cuya eficacia había sido probada en Europa Occidental desde la Antigüedad Clásica– para aumentar la producción de tejidos de lana y algodón, bienes de consumo directo, cereales, azúcar, café, cacao, maderas, hierro, carbón, metales pre-ciosos. España y Portugal en particular, fungían como un eslabón intermedio para succionar los recursos primarios producidos en las regiones de Nuestra América, Asia y África para enviarlos luego al resto de Europa.

Aquella relación comercial parasitaria de las metrópolis con sus saté-lites de la periferia meridional, y con la periferia nuestramericana, asiática y africana, permitió a los imperios europeos extraer de nues-tros pueblos todas las riquezas y recursos posibles:

El oro mexicano y la plata del Potosí financian las guerras con las que España asegura sus dispersas posesiones y mantiene la hegemonía en Europa. Guillermo Céspedes del Castillo calcula que “..entre 1503 y 1660, llegan a Sevilla 155.000 kilos de oro americano y 16.986.000 kilos de plata. Si se añade el contrabando, es posible que durante el siglo XVI arribaran a Europa 18.300.000 kilos de plata” (...) No andaba descaminado el consejero Mercurino de Gattinara cuando insinúa al Emperador (Carlos V, aclaratoria nuestra) que Dios lo ha puesto en el camino de la Monarquía Universal. Del dominio del Mundo Nuevo depende la hegemonía sobre el Viejo. De ésta, la domi-nación ecuménica planetaria. Comienza la Primera Guerra Mundial. Su campo de batalla es el Viejo y el Nuevo Mundo; su lapso, la dila-tada acumulación de los siglos; su meta, la dominación global (Britto García, 2009, p. 23).

La plata expoliada a los pueblos americanos y transportada a España, en poco más de siglo y medio, ya excedía tres veces las reservas de metal precioso que poseían las naciones europeas en aquel entonces. Es a partir de aquellas magnitudes colosales de expoliación de riquezas, que fue posible iniciar en el siglo XVI el proceso que llama

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Marx de acumulación primitiva de capital en Europa, el cual per-mitirá en el siglo XVII pasar del capitalismo mercantil al capitalismo industrial, propiciar el triunfo en Europa de la Revolución Burguesa y el inicio de la modernidad (Marx y Engels, 2007, pp. 8-9). Al Nuevo Mundo sólo le quedaron los enormes socavones de minas abando-nadas, las osamentas de millones de indígenas, mujeres y hombres americanos sacrificados para mantener la rentabilidad de la minería y la agricultura de plantación... Más de quinientos años después de tan infausta época, todavía la producción esencial de Nuestra Amé-rica sigue siendo la de “materias primas” que alimentan las fabulosas ganancias de las transnacionales manufactureras de las metrópolis capitalistas.

Gracias a esta explotación inmisericorde de nuestros recursos logró Europa, pues, consolidar un proceso regional de acumulación origi-naria de capitales, el cual le facultó –en términos de cultura, ciencia y tecnología– para ponerse a la cabeza del resto de los pueblos que colo-nizaban, expoliaban y empobrecían. En el caso particular de Nuestra América, los enclaves coloniales locales constituidos por las oligar-quías criollas mercantilistas se modernizaron también cultural, tec-nológica y económicamente, según los valores capitalistas europeos, para dirigir y apropiar su parte del proceso de explotación de las clases medias y las mayorías pobres de nuestro territorio. Estas oligarquías siguen conformando hoy día la principal causa histórica del atraso y la pobreza de esta región, en lo que diversos autores han denominado como “relaciones de producción feudales” (Laclau, 1971).

A diferencia de la colonización española y portuguesa de Nuestra América, llevada a cabo mayormente por individuos aislados, la colo-nización inglesa y europea en general de los actuales Estados Unidos y, posteriormente, de Argentina entre los siglos XVII y XIX, significó no solamente una transferencia organizada de poblaciones completas, sino también de tecnologías productivas industrialistas y agrarias que eran entonces de última generación. Estas poblaciones europeas trans-plantadas exterminaron casi completamente a los pueblos americanos originarios e introdujeron –en el caso de los Estados Unidos– una masa considerable de esclavos africanos (al igual que hacen hoy día con los inmigrantes llamados hispanos) para llevar a cabo los trabajos serviles,

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sobre todo en la agroindustria del algodón, que la sociedad capita-lista angloamericana necesitaba para proyectar su desarrollo como potencia capitalista. Ello produjo la formación de nuevos procesos civilizadores capitalistas más dinámicos y modernos los cuales, en el siglo XIX, comenzaron a competir con el proceso civilizador capitalista europeo originario. Finalmente, el proceso civilizador capitalista esta-dounidense logró, en el siglo XX, dominar y absorber todos los otros, conformando así la fase hegemónica mundial del llamado Imperio o Civilización Occidental (Sanoja y Vargas-Arenas, 2005, pp. 19-25).

Recapitulando sobre lo anterior vemos, a partir del siglo XVI, que la expansión geográfica del capitalismo mercantil fuera de Europa Occi-dental se tradujo en la conquista, subordinación y sojuzgamiento de poblaciones humanas que habían vivido por milenios, libres y autó-nomas. La expansión de la formación capitalista determinó la instau-ración de una compleja relación colonial entre los nuevos imperios que se estaban formando en Europa Occidental tras el colapso de la sociedad feudal y su novedosa e inmensa periferia integrada por Amé-rica, Asia, África y Oceanía.

Los pueblos americanos colonizados, particularmente los de Mesoa-mérica, Suramérica y el Caribe, proporcionaron a aquellos imperios materias primas que los europeos, e incluso los asiáticos, no poseían o no poseían en cantidad suficiente. Entre estos últimos se cuentan los metales preciosos como el oro y la plata, las piedras preciosas y las perlas, recursos sobre los cuales se construyó posteriormente la riqueza de las naciones e imperios de Europa e incluso de Asia.

La adopción y utilización por la población europea de cultígenos americanos tales como el maíz (Zea mays), la papa (Solanum tube-rosa), el tomate (Lycopersicum esculentum), el cacao (Theobroma cacao), el algodón (Gossypium barbadensis), el tabaco (Nicotiana tabacum) contribuyeron a mejorar la calidad de vida de los pueblos de Europa y Asia, azotados secularmente –hasta entonces– por ham-brunas cíclicas. Por otra parte, aquellos productos no perecederos que no podían ser cultivados en Europa tales como el cacao, el tabaco, el café, el algodón, y derivados de los mismos como las melazas, el azúcar y otros, se convirtieron en commodities, materias primas de

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uso comercial que estimularon el surgimiento de bolsas de comercio para la especulación comercial con productos de ultramar (Braudel, 1992, I, pp. 1, 2 y 3; Sanoja y Vargas, 2005, pp. 13-15). Hoy día pro-veemos a Estados Unidos, Europa y el mundo entero con petróleo, gas y productos petroquímicos, mineral de hierro, aluminio, cobre, carbón, salitre, uranio, titanio, tungsteno, níquel, germanio, litio, entre otros, para su posterior reelaboración como bienes manufac-turados que importamos a un costo superior al de nuestras materias primas que les vendemos (Britto García, 2009, pp. 99-101).

A partir del siglo XVIII en Europa Occidental, con el triunfo defini-tivo de la burguesía, la asimetría en el desarrollo histórico existente entre las metrópolis y su periferia colonial comenzó a ser racionali-zada por las élites burguesas como el producto de una superioridad innata de los pueblos y la civilización europea sobre los pueblos peri-féricos, particularmente los indígenas y mestizos que conformaban el dominio colonial español en América. A este respecto, Hegel (1978, p. 192) escribió que en los Estados norteamericanos (Estados Unidos de inicios del siglo XIX), enteramente colonizados por europeos indus-triosos, el Estado era una institución meramente externa cuyo fin era proteger la propiedad privada. Los españoles, por el contrario, con-quistaron y tomaron posesión de Suramérica ocupando posiciones políticas a través de la rapiña. La inferioridad de los aborígenes que constituyen la mayoría de la población –decía aquel autor– era mani-fiesta (Hegel, 1978, p. 191). Según Braudel (1992, III, p. 413), el tér-mino que describiría de manera más acertada la condición de las colonias hispanoamericanas explotadas por el Imperio Español sería el de marginalización, el cual alude, dentro de una economía mundo, “…la de ser condenadas a servir a otros, el estar obligadas a acatar dócilmente las órdenes emitidas por la todopoderosa divi-sión internacional del trabajo…” antes y después de haber ganado la independencia política del dominio español”.

Con el surgimiento en Europa Occidental del pensamiento antropo-lógico y la creación de la escuela de la Evolución Cultural en el siglo XIX, se trató de dar una explicación científica a la supremacía mate-rial, intelectual y política alcanzada por la civilización occidental, proponiendo para ello la existencia de un paradigma del progreso

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universal inspirado en la historia de Europa, proceso evolutivo por el cual tendrían que pasar todos los otros del mundo para igualar el nivel de desarrollo material e intelectual alcanzado por los europeos y angloamericanos. Dicho paradigma del progreso alentó y legitimó una nueva expansión colonial capitalista de Europa hacia África y Asia y de Estados Unidos hacia su periferia nuestramericana y las islas del Pacífico Sur.

Pensadores anticapitalistas como Carlos Marx y Federico Engels tam-bién aceptaron la validez de aquel paradigma civilizador occidental, aunque proponiendo para el mismo la existencia de una nueva etapa en el desarrollo de la sociedad, el comunismo, la cual significaba la abolición de la propiedad burguesa. El comunismo, fase final y supe-rior del progreso de la humanidad, surgiría en un tiempo futuro como consecuencia del desarrollo máximo de las fuerzas productivas del capitalismo y el predominio de la clase trabajadora sobre la burguesía (Marx y Engels, 2008).

IVEl tiempo es el modo de existencia de la materia. Tiempo y movi-miento, unidad fundamental de la dialéctica de los contrarios, son conceptos inseparables que solamente se explican dentro del espacio, el cual a su vez indica también cambios de posición ya que la materia se mueve a través del espacio. La cantidad de maneras como el movi-miento, que es el socialismo, puede suceder es infinita: el movimiento de la materia en el espacio, como hemos visto en el caso de la antigua Unión Soviética, es reversible en tanto que su movimiento en el tiempo es irreversible. El tiempo constituye, pues, un proceso permanente de autocreación y autorreproducción mediante el cual la materia se transforma en un número infinito de formas. Cuando esta concepción del tiempo irreversible y de cambio penetra en la conciencia humana, nos damos cuenta de que dialécticamente la vida surge de la muerte, el orden del caos. Así pues, vemos que el marxismo al aplicarse al más complejo de los sistemas no lineales que es la sociedad humana, nos revela por contradicción, como expondremos en los capítulos 2, 3 y 4, que la diversidad de formas y posibilidades que es capaz de crear la naturaleza humana es la palanca fundamental del progreso intelec-tual y social que se resuelve en la transformación diaria y constante

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de la humanidad, mediante la cual llegaremos quizás, algún día, a concretar a través del socialismo, la utopía del comunismo (Woods y Grant, 1991, pp. 139-162; 395).

Como respuesta a aquellas inquietudes, desde nuestra perspectiva como antropólogos intentamos discutir en este ensayo –en líneas generales– el desarrollo de conceptos como civilización y progreso a partir del siglo XVIII como parte de la teoría evolucionista de la cul-tura, teoría que ha servido a los países del núcleo capitalista desa-rrollado como justificación y coartada de su política de dominación imperial mundial. En el capítulo 4 hacemos una crítica científica al paradigma civilizador occidental, el cual sirvió de fundamento a la tesis de Marx y Engels sobre el desarrollo de los modos de produc-ción precapitalistas (Marx y Hobsbawn, 1971; Engels, s.f.). Compar-timos plenamente la idea de que el socialismo es la solución para los problemas del subdesarrollo o el no desarrollo capitalista que existen en Nuestra América, pero pensamos, asimismo, como explicamos en el capítulo 6, que surgirá por razones históricas diferentes a las pro-puestas para el paradigma civilizador europeo.

La discusión planteada en este ensayo intenta también demostrar, como se expone en los capítulos 5 a 7, que la construcción del socia-lismo debe fundamentarse en el conocimiento y el estudio crítico de los diferentes procesos históricos que han vivido los pueblos en los diversos continentes a los cuales también, en un cierto momento, el colonialismo europeo impuso el sistema capitalista. Aunque pueda parecer excesivamente académico, este conocimiento es necesario para construir una teoría general del desarrollo de las sociedades regionales partiendo desde las sociedades originarias hasta las del presente, conforme al materialismo histórico comparado. La historia marxista –dijo Vere Gordon Childe– “es materialista porque consi-dera un hecho biológico, material, como la principal clave para des-cubrir el patrón general que subyace a un aparente caos de hechos superficiales sin relación alguna entre sí” (1981, p. 364). La filosofía del materialismo histórico sigue siendo, en nuestra opinión, el único paradigma intelectual lo suficientemente amplio como para vin-cular en una misma teoría la dialéctica del desarrollo social, el ideal

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socialista, las contradicciones y movimientos sociales del presente y la influencia que ejercen sobre el mismo las estructuras del pasado.

Compartimos la propuesta esbozada inicialmente por los maestros venezolanos Domingo F. Maza Zavala y Ramón Losada Aldana en la década de los sesenta del pasado siglo, de formular una estrategia concreta para la transición y un método para alcanzar la meta del socialismo. Dicha estrategia o habilidad para dirigir el proceso socia-lista pasa por el método del nacionalismo revolucionario, el cual per-mite a los pueblos profundizar sus propios procesos de acumulación de capitales que le den base material a sus luchas por lograr la sobe-ranía política, social, económica y cultural. De acuerdo con dicha estrategia, la lucha por la liberación nacional debería comenzar con el desmontaje de los enclaves imperiales y oligárquicos y el desarrollo de un sector económico público dominante para lograr nuestra plena soberanía política y económica, etapa imprescindible para lograr la transformación de nuestro pueblo en una nueva calidad histórica como es el socialismo.

La lucha por la liberación nacional de los pueblos de Venezuela y Nuestra América, en general, adquiere relevancia en momentos como el actual, cuando el Imperialismo Occidental y el neocolonialismo español en particular tratan de construir un bloque ideológico prooc-cidental capitaneado por la llamada Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES), dirigida por el líder del neofascista Partido Popular español José María Aznar. El argumento primordial de la FAES, contrariamente a lo que queremos demostrar en este ensayo, es que Nuestra América es parte sustancial de Occidente, el cual no sería un concepto geográfico sino un sistema universal de valores. En tal sentido, esta argumentación considera que existiría una izquierda “buena” que se ajusta al socialismo neoliberal europeo (el socia-lismo chileno de Bachelet y el socialismo brasileño de Lula da Silva, por ejemplo) y una izquierda “mala” antioccidental que trata de implantar el socialismo del siglo XXI, de raigambre histórica indoame-ricana, cuyos exponentes más malévolos serían Fidel Castro y Hugo Chávez (Roitman, 2008).

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En una entrevista concedida al diario español La Vanguardia el 23-02-2008, en la cual el maestro Maza Zavala expresó también opi-niones adversas al proceso bolivariano de liberación nacional, éste tuvo sin embargo la honestidad de reconocer que:

…En Venezuela la existencia de un importante sector público de la economía –que comprende las fuentes principales de ingreso nacional en el presente y el futuro previsible– puede considerarse como una cir-cunstancia que facilita la transición al socialismo. El financiamiento más importante de la gestión pública procede de la explotación de un patrimonio nacional y ello da vigencia al concepto de propiedad social y, por tanto, a la posibilidad de un sistema de relaciones sociales de propiedad y producción que sustituya al sistema de relaciones privadas en vigencia.

Las ideas que habían sido sostenidas por Maza Zavala hasta las últimas décadas del pasado siglo, se convirtieron entonces en un patrimonio intelectual que fue compartido por muchos pensadores venezolanos de izquierda, profundamente preocupados por lograr finalmente una patria socialista, independiente y soberana. Por estas razones, reivindicamos hoy las ideas expuestas por Maza Zavala cuando era nuestro maestro progresista y revolucionario.

¿Cómo llegaremos al socialismo? ¿Existen diversas vías hacia el socialismo? ¿Cómo será definitivamente el socialismo en Nuestra América? Esas preguntas las están respondiendo nuestros pueblos. Nosotros solamente intentamos aportar argumentos para la discu-sión que se plantean los ciudadanos y ciudadanas de a pie.

No queremos finalizar este preámbulo sin hacer referencia a la nece-sidad que tenemos de desarrollar una actitud crítica y autocrítica sobre nuestra labor como antropólogos en los movimientos sociales revolucionarios, única garantía de poder acceder a un cambio his-tórico verdadero y permanente. En tal sentido, es relevante aludir al pensamiento de Carlos Marx cuando, al analizar en su obra El 18 Brumario de Luis Bonaparte (1971, p. 16) los eventos sociales que culminaron en 1848 con la restauración de la dinastía napoleónica en Francia, describe la autocrítica como un proceso que necesariamente

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tiene que cumplirse en el seno de todas las revoluciones proletarias, las cuales interrumpen su marcha, vuelven a cuestionar lo que parecía ya terminado para iniciarlo de nuevo desde el principio, critican sus errores iniciales y pareciera que le dan armas a los adversarios para que ataquen más fuerte. Sólo de esta manera pueden las revoluciones generar una teoría autocrítica capaz de explicar su génesis y transfor-mación. En ese espíritu creemos necesario revisar el alcance teórico de los contenidos del paradigma de desarrollo de la humanidad expuesto inicialmente por el materialismo histórico, ya que de acuerdo con él se han construido y se construyen estrategias para acceder al modo de vida socialista en Venezuela y en el resto del mundo.

Para plantearnos el objeto del presente ensayo, nos inspiramos tam-bién en el pensamiento de Antonio Gramsci cuando nos dice que la vida se desarrolla por avances parciales, es decir, a través de las dife-rentes líneas de acción humana que se expresan en procesos civili-zadores y modos de vida, muchos de los cuales, a pesar de haberse transformado en un obstáculo para el avance de la humanidad es necesario estudiar para preguntarse si en cada proceso o modo de vida particular, existen todavía las condiciones sobre las cuales se fundamentaba la racionalidad de la existencia de los mismos. Preci-samente porque los modos de vida y procesos civilizadores se repre-sentan como si fuesen naturales, absolutos a quienes los viven, es muy importante demostrar su historicidad, demostrar que aquéllos sólo se justificaban cuando existen ciertas condiciones históricas y para lograr determinados objetivos. Por tanto, nos dice Gramsci: “… es objeto del moralista y del creador de costumbres, el análisis de los modos de ser y de vivir y criticarlos, separando lo permanente, lo útil, lo racional, lo conforme a su finalidad, de lo accidental, de lo superfi-cial, de lo simiesco…” (1977, pp. 218-219).

Tal como hemos expuesto en la mayoría de nuestros últimos libros o ensayos, nuestro interés primordial en esta nueva etapa de nuestra carrera intelectual, como intelectual público, es producir textos que provoquen en el lector y la lectora, el interés por la reflexión sobre el futuro de nuestra sociedad, sobre la responsabilidad de los colectivos y las personas en la construcción del socialismo.

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Parte 1 Origen del capitalismo: el paradigma

occidental del progreso

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Capítulo 1 El ideal del progreso y la civilización occidental

La división de la humanidad entre pueblos civilizados y los llamados bárbaros se remonta a la antigüedad europea clásica. Ya en aquella época, los habitantes de las ciudades griegas y romanas se conside-raban a sí mismos como el todo culturalmente más desarrollado y civilizado de la humanidad de su tiempo. Dichos focos de civilización se hallaban rodeados por otros que los romanos y griegos conside-raban pueblos atrasados, salvajes, a los que denominaban bárbaros, los cuales no habían llegado a construir Estados ni ciudades, ni un nivel de cultura y educación similar al que ellos habían logrado acceder.

La conciencia de esta separación de la humanidad entre pueblos civi-lizados y bárbaros permaneció siempre en el imaginario de los pen-sadores “civilizados”: historiadores, filósofos, literatos, artistas, políticos, clérigos. La necesidad de explicar la historicidad de esas dife-rencias comenzó a manifestarse a partir de la conquista de América, Oceanía y Australia entre los siglos XVI y XVII, hecho que puso de relieve la existencia de pueblos que, aunque coexistiendo con los europeos de la época, vivían de maneras totalmente diferentes.

Los estudiosos de la época pudieron apreciar que los componentes, de la cultura material de aquellas sociedades originarias, que vivían en la periferia de la Europa Occidental de entonces, eran semejantes a los poseídos por los pueblos bárbaros descritos por los historia-dores de la antigüedad clásica. Sin embargo, el obstáculo que repre-sentaban las religiones cristianas y el dogma creacionista bíblico sobre el origen de la humanidad para el desarrollo de la ciencia,

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coartaba la posibilidad de considerar, científica y racionalmente, si aquellas formas sociales podrían ser el antecedente de los pue-blos europeos de entonces. Pero era evidente que la división entre los pueblos europeos “civilizados” y los salvajes o bárbaros de la periferia era una realidad, por lo cual, actuando de acuerdo con la tesis redencionista cristiana, las burguesías europeas consideraron como un deber ético llevar la salvación, la fe y el progreso a los sal-vajes para rescatarlos de su supuesta “ignorancia”. La conquista y la colonización de los pueblos que no estaban sometidos a la civili-zación occidental y cristiana se convirtió entonces, para la genera-lidad de españoles, ingleses, franceses y holandeses de la época, en una especie de nueva cruzada para redimir la humanidad salvaje y legitimar así su expansión colonialista en busca de espacios para la pesca marina, a fin de extender el comercio, capturar esclavos, con-quistar tierras para conquistar y colonizar, ganar aliados, obtener oro y plata... y salvar almas (Fernández Armesto, 1974, p. 16).

El siglo XVIII aportó importantes cambios en la percepción de la his-toria de la naturaleza y la humanidad. El pensamiento positivo que comenzó a consolidarse a partir de la Revolución Francesa y el triunfo de la burguesía, llevó a los filósofos de la naturaleza, la economía y la sociedad a pensar científicamente el origen de las cosas, sobre todo a racionalizar históricamente el triunfo histórico de aquella clase social. David Hume, James Steuart y Adam Smith comenzaron a pensar la historia de la sociedad burguesa en términos de la economía y la política, de la formación del Estado como un elemento regulador de las relaciones económicas entre las personas y entre los Estados, considerando el comercio como el instrumento para incrementar la riqueza de las naciones (Smith, 1981).

A mediados del siglo XVIII, particularmente después de la publica-ción de El contrato social y el Emilio, obras clásicas de Jean Jacques Rousseau, se puso en boga el término civilización, entendido como el estado superior que alcanzaba la sociedad civil y educada mediante la observancia de las leyes, el orden social, la buena educación, la acumulación de conocimientos y la práctica de la industria y el libre comercio.

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El ideal del progreso y la civilización occidental

La estructuración de la escala temporal que legitimaba empírica-mente el proceso de la evolución cultural, la civilización y el progreso, se inició en 1836 con la propuesta del anticuario danés Christian Thomsen sobre la existencia de tres edades tecnológicas en la historia de la humanidad: la Edad de Piedra, la Edad del Cobre o el Bronce y la Edad del Hierro (Hergardt y Källen, 2011, pp. 110-111). Poste-riormente, la tesis del progreso y la evolución llegó a alcanzar rango científico hacia mediados del siglo XIX con los trabajos del naturalista francés Jacques de Crèvecoueur Boucher de Perthes, quien demostró que las evidencias materiales más antiguas de la cultura humana cono-cidas entonces en Europa, se hallaban asociadas con las antiguas capas geológicas del período Pleistoceno. De esta manera, los filósofos, his-toriadores e intelectuales del siglo XVIII comenzaron a darse cuenta de que la sociedad que ellos conocían era solamente el acto final de un largo drama vivido por la humanidad, el Progreso, el cual debía ser explicado y reconstruido por la antropología (Lowie, 1946, p. 34).

Los antropólogos ingleses de la era victoriana, tales como Pitt-Rivers, Lubbock y Tylor, sentaron las bases filosóficas y empíricas de lo que vendría a ser la Teoría Evolucionista de la Cultura. Dichos autores expusieron que la nota dominante de la historia de la especie humana era el movimiento ascendente desde las formas sociales más simples hasta las más complejas, representada esta última por la sociedad bri-tánica de la época. Todas las civilizaciones del pasado o el presente –según dicha teoría– habían partido de una infancia bárbara o sal-vaje, muestra de lo cual eran las razas primitivas que habían sido conocidas entre el siglo XVI y el siglo XIX. Frente a estas afirmaciones, pensamos que si bien el concepto de la evolución histórica de la huma-nidad es un hecho, no sucede lo mismo con la explicación ideológica de cómo se llevó a cabo esa evolución, objeto de la teoría evolucio-nista cultural, la cual se transformó posteriormente en la legitimación histórica del colonialismo europeo y el estadounidense.

A partir del siglo XIX, el grupo de ocho países capitalistas más desarro-llados impuso el Progreso al estilo de occidente a las élites sociales de aquellos países atrasados que no les habían abierto sus economías, uti-lizando la fuerza militar, la presión política y económica y la corrup-ción. El concepto de Progreso perdió su inocencia en el siglo XX y se

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convirtió no sólo en “la explicación” de la historia de la humanidad, en la racionalidad subyacente a todas las políticas colonialistas de los países capitalistas desarrollados, sino también de toda la ciencia social aplicada al desarrollo social, particularmente en los países sub-desarrollados (Wallerstein, 2001, pp. 200-201). Hoy día la acción del capitalismo depredador se presenta como la teoría económica del neo-liberalismo, con su estrategia cultural denominada globalización y su expresión instrumental conocida como Tratados de Libre Comercio.

Simultáneamente con la Teoría Evolucionista, surgieron también otras, como las difusionistas, las cuales, a diferencia de aquélla, soste-nían que la historia de la cultura humana no podía considerarse como un progreso unitario, que todas las sociedades no atravesaban necesa-riamente por las mismas etapas. Por el contrario, argumentaban que existían en Asia y África múltiples centros originarios, a partir de los cuales se habían difundido, hacia el resto de los continentes, y en dife-rentes épocas, los diversos componentes de la cultura (Herskowitz, 1952, pp. 546-564).

Los procesos de evolución y la difusión de la cultura, como ha sido comprobado por las investigaciones científicas ulteriores, no consti-tuyen propuestas antagónicas sino complementarias para explicar el desarrollo de la humanidad. La versión, o más bien, la visión de los evolucionistas culturales sobre la historia de la cultura universal, por su parte, tiende a presentar el concepto de sociedad clasista jerár-quica burguesa como representación de la civilización occidental. La escuela de la difusión cultural pareciera explicar y legitimar la expan-sión de las “culturas madres” a partir de ciertas regiones privilegiadas del planeta, lo cual es también una manera de fundamentar científica-mente los procesos coloniales iniciados por Europa y Estados Unidos en los siglos XIX y el xx y subsecuentemente la supuesta globalización indetenible de los valores de la civilización occidental.

En el siglo XIX, el estudio de la evolución social, el progreso y la civi-lización no se limitó solamente a las evidencias materiales y a la tec-nología, sino que también se extendió al estudio comparado de la evolución de las instituciones sociales tales como el Estado, la familia y las costumbres sociales, el derecho, la religión, la economía, los

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procesos mentales, el arte (Lowie, 1946; Díaz Polanco, 1989). Tra-bajos como los de Morgan (1877), entre otros, contribuyeron a con-solidar el Evolucionismo como una teoría sobre la evolución de la sociedad y la cultura, la cual dividía la historia de la humanidad en tres etapas principales: salvajismo, barbarie y civilización, correlacionadas cada una de ellas con determinados adelantos sociales, económicos e intelectuales. El salvajismo es la etapa anterior al uso de la cerámica; la barbarie es la edad de la alfarería; la civilización comienza con la invención de la escritura.

Mientras la burguesía era todavía una clase social en ascenso, estuvo obligada, por una parte, a disputar su hegemonía política sobre la sociedad europea con los rezagos del orden feudal; para ello blandía la bandera del progreso como emblema del triunfo seguro sobre las estructuras arcaicas de la monarquía absoluta; por la otra, agitaba la consigna del orden para contener el ascenso social y las reivindica-ciones políticas de la clase trabajadora que había comenzado a desa-rrollarse con el industrialismo a partir de finales del siglo XVIII.

Aquellos conceptos fueron desarrollados por Auguste Comte, padre de la filosofía positivista, en su obra Discurso sobre el método positivo (1980), donde sostenía que el desarrollo de la civilización debía estar basado en la noción de progreso, concebido éste como la expansión del orden social. Para que ocurriese el progreso y se consolidase la sociedad que lo producía, era necesaria –decía– la existencia del orden social representado por la burguesía. Las clases inferiores de Europa Occi-dental tendrían, pues, necesariamente que aceptar la subordinación social a la clase burguesa, condición natural que implicaba reconocer la superioridad de sus gobernantes (Patterson, 1997, p. 44; Díaz Polanco, 1989, pp. 37-41).

La tesis expuesta por Comte proponía igualmente una ley de la evolu-ción de la sociedad, conformada por tres estados teóricos, tres métodos, tres clases de filosofía para explicar los fenómenos sociales, vinculados cada uno de ellos a la existencia de tipos particulares de sociedad:

a. El teológico, que explica los fenómenos como productos de agentes sobrenaturales y se relaciona con un sistema militar.

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b. El metafísico, donde los agentes sobrenaturales son sustituidos por fuerzas o entidades abstractas que se asocian con una sociedad transitoria.

c. El científico o positivo donde el espíritu humano se aboca a la tarea de descubrir las leyes o relaciones invariables entre los fenómenos sociales e impulsa la creación de una sociedad indus-trial, la sociedad burguesa europea u occidental que constituye el ápice del progreso social.

Una vez que la burguesía consolidó su poder hacia finales del siglo XIX y consideró realizado en Europa su ideal del progreso, la historia y el evolucionismo dejaron de ser, oficialmente, el interés fundamental de los pensadores burgueses. En su lugar, lo relevante pasó a estar cons-tituido por el estudio sincrónico y la comprensión de los factores que conforman el orden social para detectar los fenómenos patológicos, como por ejemplo la insurgencia de la clase trabajadora que amenaza la integridad del orden constituido.

Aquella tendencia que experimentó la burguesía, se ilustra en la cono-cida obra del sociólogo francés del siglo XIX, Émile Durkheim intitu-lada Les Règles de la Méthode Sociologique (1956). En la misma se resume la tradición empirista occidental que se esforzaba sistemáti-camente en conformar una ciencia que estudiase la causalidad de las formas de relación social que establecen los individuos entre sí, bus-cando las determinantes de un hecho social específico en otros hechos sociales antecedentes. Dicha ciencia –la sociología– se fundamentaría en la regularidad con la cual se producen los hechos sociales y en la existencia de un proceso histórico progresista por el cual atraviesan las sociedades, de manera similar al proceso de evolución lineal presen-tado en las obras de Herbert Spencer y Auguste Comte. Para Durkheim no existía una sociedad única, sino una serie de tipos sociales y cultu-rales cualitativamente distintos que no podían ser juntados todos, de manera continua, en una misma secuencia histórica (1956, pp. 76-88).

La influencia del pensamiento de Durkheim se reflejó en la obra de algunos de sus seguidores como Marcel Mauss y Vidal de La Blache, quienes introdujeron en la etnología y en la geografía humana

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francesas los conceptos de modo de vida o estilo de vida. Dichos con-ceptos aludían a la existencia de complejos de actividades habituales que caracterizan la existencia de los grupos humanos. Los elementos materiales y espirituales de la cultura eran vistos como las técnicas y hábitos transmitidos por la tradición que capacitaban a dichos grupos humanos para vivir en ambientes particulares. La persistencia de los mismos estaba asegurada no sólo por las instituciones que mantenían su cohesión, sino también por las tecnologías e implementos para la utilización de las fuentes de energía y las materias primas. La trans-formación de las sociedades a partir de los modos más arcaicos, los recolectores-cazadores, ocurría como un flujo de procesos de cambio que surgían progresivamente dentro de cada grupo humano, por modificaciones en las condiciones ambientales o en las relaciones entre grupos humanos, cuando se producían entre ellos asimetrías en la estructura (tecnoeconomía), las relaciones sociales o la ideología (Max Sorre, 1962, pp. 393-415).

Este tipo de reflexión podría haber influido también en la formu-lación de la tesis relativista del neoevolucionismo o de la evolución multilineal de los tipos culturales propuesta por la escuela estadouni-dense, particularmente por Leslie White y Julian Steward, quienes enfatizaban el estudio de las regularidades interculturales a partir de un concepto de sociedad estratificada sobre una base estructural (tec-nologías de subsistencia), a la cual se sobreponían la estructura social y la cultural (ideología) que determinaban el perfil sociocultural de los grupos humanos (Patterson, 2001, pp. 110-112; Sahlins y Service, 1961, p. 53; Friedman, 1983, p. 40).

La idea de la civilización y el progreso, así como las tesis tanto del evolucionismo clásico como del neoevolucionismo que surgirán pos-teriormente en los Estados Unidos, aunque desplazadas académica y epistemológicamente en Europa y Estados Unidos por nuevas teo-rías sobre la cultura y la sociedad, siguen siendo utilizadas por los gobiernos de los países capitalistas desarrollados para explicar y legi-timar la dominación que ejercen dichos países sobre sus colonias en África, Asia, México, América Central, Suramérica y el Caribe, y llevar a cabo lo que consideran como la misión civilizadora del occi-dente capitalista.

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Capítulo 2 Civilización y procesos civilizatorios

En su acepción general, la palabra civilización se asocia con la huma-nidad como un todo, con la existencia de determinados pueblos que son considerados –valga la redundancia– civilizados, donde el saber, la ciencia, la tecnología y las virtudes humanas alcanzan su mayor nivel de desarrollo. El concepto de civilización implica también que en torno a los pueblos altamente civilizados existen otros que no lo son, considerados éstos como bárbaros. A estos pueblos bárbaros, los civi-lizados tratan de convencerlos de que nunca llegarán a ser civilizados a menos que se sometan a la voluntad de los pueblos superiores. Con-siderada desde este punto de vista, la idea de la civilización implica también la existencia de jerarquías de clases sociales, culturas y razas.

En el plano singular, el concepto de civilizaciones específicas se puede definir también como la construcción de identidades culturales bajo particulares circunstancias históricas y sociales, determinadas por un espacio y una cultura particular (Braudel, 1980, pp. 177-198), las cuales están a su vez históricamente contenidas y representadas dentro una formación socioeconómica determinada. Tanto la civiliza-ción como la cultura aluden igualmente a los modos de vida generales de los pueblos, incluyendo por tanto los valores, las normas, las insti-tuciones y los modos de pensar que caracterizan en el tiempo el modo de existencia de diversas generaciones (Huntington, 1997, p. 41).

En el caso de la denominada civilización occidental, la pertenencia a la misma está determinada por la aceptación de valores sociales y cul-turales como el individualismo, el liberalismo, el constitucionalismo, los derechos humanos, el gobierno de las leyes, el libre mercado, la

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separación de la Iglesia y el Estado. Estos valores fueron proclamados como universales de la cultura a partir del triunfo de la Revolución Francesa o burguesa, fase de la Modernidad que se inició en 1783 (Patterson, 1997, pp. 34-55). Según los que mantienen esta tesis, esos valores sólo podrían existir dentro del sistema capitalista, conside-rado este sistema como el fundamento de la democracia burguesa. Por esta razón, dicha forma de democracia y el american way of life de la sociedad estadounidense o el european way of life de las monarquías y democracias burguesas parlamentarias de Europa, son conside-radas por las élites dominantes de los países capitalistas desarrollados como paradigmáticas para el resto de la humanidad.

Desde el punto de vista heurístico que nosotros sostenemos, una civi-lización puede definirse también como una construcción histórica y territorial que incluye la cultura, los valores, los ideales, los conceptos sobre la organización social, los factores materiales tecnológicos y económicos. En tal sentido, la civilización es una entidad cultural que como tal persiste, se transforma, se divide o se integra en nuevos conjuntos. Una civilización puede como tal contener imperios, ciu-dades-Estados, Estados nacionales singulares, Federaciones y Confe-deraciones de Estados nacionales, y llegar a coincidir con una entidad política determinada. Una civilización implica igualmente procesos culturales civilizadores mediante los cuales se reconoce la identidad histórica y cultural, la conciencia de poseer una comunidad de orí-genes y de destinos compartidos por todos los pueblos que la integran (Sanoja, 2006, p. 45).

Una civilización definida de esta manera, se concibe asimismo como un sistema total que se expresa en diversos procesos culturales par-ticulares, los procesos civilizadores cuya existencia –en nuestra opinión– está determinada por la contingencia histórica, cultural y ambiental y el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas alcan-zados por los pueblos de una región particular, en un momento his-tórico determinado. Según nuestra posición teórica, este concepto aludiría también a la diversidad de líneas de desarrollo histórico que caracterizan la construcción de las sociedades, consideradas éstas como producto de la dinámica y las tradiciones culturales singulares que configuran las mismas en el seno de una civilización, las cuales

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corresponden con secuencias históricas concretas que denomina Darcy Ribeiro procesos civilizadores específicos. Según este autor, los mismos son el vehículo de propagación de las revoluciones tecno-lógicas que conducen hacia la actualización histórica de los pueblos (Ribeiro, 1992, pp. 24-25, 36).

La categoría histórica Modo de Vida, tal como fue formulada y desa-rrollada por Vargas-Arenas alude también a líneas de desarrollo his-tórico concreto que existen al interior de las formaciones sociales. Dichas líneas se manifiestan como particulares y son explicadas por las leyes generales que no sólo gobiernan sus procesos y su desenvol-vimiento como conjunto sino también en sus etapas, aunque pueden existir otras que tienen vigencia para determinados sistemas sociales. Siendo cada formación económicosocial un sistema social dado, la categoría Modo de Vida permite entender cómo se cumplen en cada caso las leyes sociales generales y cómo operan y se transforman las leyes específicas hasta el surgimiento de las nuevas. La transforma-ción de las leyes sociales particulares no es azarosa sino el resultado de la actividad humana, ya que son los hombres y mujeres quienes conscientemente permiten el fin o el surgimiento de nuevos sistemas sociales. En este sentido, la categoría Modo de Vida permite reco-nocer la existencia de ciertas maneras particulares de la organización de la actividad humana, de ciertos ritmos de estructuración social, de ciertas formas de darse las praxis particulares de una formación social que dinamizan su dialéctica, que nos permiten saber cuándo y cómo pierden vigencia las leyes específicas de una formación social para dar paso a nuevas formas de organización social (Vargas-Arenas, 1990, pp. 63-67).

En el caso concreto de la civilización occidental, la lógica de consi-derar los modos de vida europeos como un paradigma civilizador equivalente a un universal de la cultura, sirvió para legitimar el proceso de “actualización” histórica de los pueblos que habitan en regiones como Europa Occidental y Estados Unidos, el cual culminó con la segunda Revolución Industrial en la segunda mitad del siglo XIX; por el contrario, en otras regiones donde los pueblos no siguieron las mismas líneas del proceso histórico, la concepción civilizadora occidental hizo que éstos pareciesen condenados –en consecuencia– a

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experimentar sólo los efectos reflejos de dicho proceso de “actualiza-ción” histórica.

Desde el punto de vista del concepto de civilización sobre el cual se apoya la teoría clásica de la evolución social, los pueblos capitalistas históricamente “actualizados” conformarían el núcleo de pueblos avanzados, civilizados, representados hoy día, como ya dijimos, en el llamado Grupo de los Ocho. Según dicha definición, los otros, noso-tros, la periferia de dicho grupo de naciones, sólo seríamos supuestos pueblos atrasados en la historia, subdesarrollados, coetáneos del todo capitalista más desarrollado.

Evolución cultural, progreso y civilización Los evolucionistas sociales clásicos del siglo XIX consideraban que tanto el mundo natural como la sociedad humana estaban sujetos a las leyes inmutables de la evolución. Esa condición histórica se mani-festaba en la Ley del Progreso, considerada como la expresión de un cambio direccional que se desarrollaba en una escala global. El cambio social se revelaba en diversas velocidades dependiendo de las etapas en la cual se encontraran los distintos pueblos y de su grado de desarrollo evolutivo. Lo que distinguía a los pueblos civilizados era la existencia de instituciones estatales y estructuras de clase enmarcadas dentro de un contexto de ley, orden y progreso, aseveración que justi-ficaba la existencia de una jerarquía social, cultural y racial entre los pueblos, a la cabeza de la cual se hallaban los países industrializados de Europa, Estados Unidos y Canadá.

Según aquel conjunto originario de ideas, se conformó el Darwinismo social (Patterson, 1997, pp. 47-49), tesis según la cual todas las socie-dades humanas progresaban naturalmente desde las formas menos desarrolladas hacia las más desarrolladas. Las formas más adap-tadas se hallaban ubicadas en el sector más elevado de esa jerarquía debido a que eran las más perfeccionadas, las que habían avanzado más en la escala del progreso, lo cual les permitía arrogarse por tanto el derecho a dominar y explotar a las sociedades inferiores. Ello ha servido no solamente para legitimar las políticas coloniales, neocolo-niales e imperialistas del siglo XIX y las del actual Grupo de los Ocho, países que se consideran ser los más desarrollados del mundo, sino

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también las jerarquías de clase y las políticas racistas que promueven los enclaves sociales oligárquicos propiciados por el Imperio en los países de su periferia, conformados particularmente por sectores de la clase media y la alta burguesía, empresarios y jerarcas de la Iglesia católica.

Cualesquiera otros sistemas políticos revolucionarios, sean socia-listas, capitalistas o nacionalistas, que reclamen para su pueblo un estatus soberano frente a la dictadura mundial que ejerce el Grupo de los Ocho, son considerados Estados hostiles, parias y malvados, sobre los cuales aquéllos consideran es necesario y legal ejercer acciones mediáticas y policiales para eliminar los supuestos delincuentes opuestos al gobierno imperial de los llamados pueblos civilizados.

El paradigma civilizador de Occidente y las raíces del capitalismoPara entender cómo se estructuró el paradigma civilizador capita-lista occidental, es importante exponer, aunque sea de manera muy sucinta, sus orígenes históricos. No debemos olvidar señalar que la civilización neolítica originaria que antecedió en Asia Menor el surgi-miento de la civilización de Europa Occidental, estuvo caracterizada por la domesticación de los cereales, la invención de los sistemas de regadío, la domesticación del ganado, la invención de la cerámica, de la rueda, del alfabeto, la escritura y, particularmente, el desarrollo de los espacios urbanos y del Estado, rasgos que se originaron en el Asia Menor y en la región mediterránea del continente africano, las cuales después serían llamadas sociedades despóticas por los apologistas de la civilización occidental. Como expuso Gordon Childe (1958, p.2): “…The prehistoric and protohistoric archeology of the Ancient East is therefore an indispensable prelude to the true appreciation of European Prehistory…” (Childe, 1958, p. 2 (La arqueología prehis-tórica y protohistórica del Oriente Antiguo es por tanto el preludio indispensable de una verdadera apreciación de la Prehistoria europea. Traducción nuestra).

Lo anterior demuestra, como ya todas y todos sabemos, que la cuna y los orígenes de la civilización humana no se encontraban origina-riamente en Europa Occidental sino en el Asia Menor, en el Medite-rráneo Oriental y el norte de África y –según datos recientes– también

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en la región litoral atlántico-mediterránea de la Península Ibérica. Como evidencia de lo anterior podemos mencionar, como plantea el historiador y filósofo Martin Bernal, que ya desde 1720 años a.C., la antigua cultura egipcia había influido grandemente en el surgimiento de la cultura clásica griega seguida luego –hacia 1200 a.C.– por las migraciones de pueblos indoeuropeos hacia la Península Griega (Bernal, 1987, pp. 20-21). Las investigaciones arqueológicas y filoló-gicas sobre las llamadas altas culturas neolíticas del Asia Menor, han mostrado fehacientemente que los focos de mayor intensidad cultural se localizan principalmente tanto en Irán como en el actual Irak. En la aldea neolítica de Al’Ubaid, localizada en las orillas del río Éufrates, Irak, las investigaciones arqueológicas permitieron localizar las pri-meras evidencias de la metalurgia del cobre hacia el año 5000 a.C.

Para el año 3000 a.C., durante la Fase Dinástica Temprana, los sumerios ya habían comenzado a producir instrumentos de cobre y de bronce, tecnología que se expandió a través de los Balcanes hasta el Mediterráneo Oriental (Clark, 1977, pp. 75-94). De la misma manera, otras investigaciones arqueológicas y filológicas sobre las altas culturas neolíticas del Asia Menor, cuyos focos se localizan en los actuales Irán, Irak, Siria y Turquía revelan cómo, entre 5000 y 4500 años a.C. (Ehrich, 1971, pp. 344-347), aquéllas se expandieron a lo largo del valle del Danubio y la costa mediterránea hacia Europa Occidental, habitada por antiguas poblaciones mesolíticas nórdicas como las ertebollienses y campiñenses (Childe, 1949, pp. 206-212; Pittioni, 1949, pp. 35-41). Las poblaciones provenientes del Medio Oriente llevaron consigo hacia el occidente de Europa las semillas de la civilización neolítica originada en Asia Menor dando origen a lo que Gordon Childe denominó como Cultura Danubiense, la cual constituye a su vez el fundamento de la sociedad neolítica del centro y norte de Europa (Childe, 1949; Ehrich, 1971, pp. 364-365; Cavalli-Sforza, 2000, pp. 104-105).

Las investigaciones llevadas a cabo por Arteaga y sus colaboradores en Andalucía han mostrado –con sus proyectos de investigación regional, enfocados desde el punto de vista de la arqueología social– la existencia de otro proceso civilizador originario de neolitización aldeana en la región atlántica mediterránea de aquella región, el cual

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Civilización y procesos civilizatorios

habría comenzado posiblemente entre 10.000 y 8.000 años antes del presente, donde el cultivo de plantas se habría desarrollado en los antiguos rebordes litorales de las zonas gaditanas, sevillanas y onu-benses, así como alrededor de los antiguos humedales contemporá-neos del estuario boreal del Bajo Guadalquivir. Dicho proceso habría generado un modo de vida calcolítico (agrícola-ganadero-minero-metalúrgico) que culminó posteriormente en la formación de Estados Clasistas Iniciales en dicha región. Este desarrollo de las fuerzas pro-ductivas se tradujo en una considerable modificación antrópica del paisaje, coincidente con la consolidación temprana de la minería del cobre y la metalurgia (Arteaga y Hoffman, 1999, pp. 61-67). Esta propuesta geoarqueológica, ambientada desde el punto de vista mate-rialista dialéctico, recoge la importancia que tiene el crecimiento de las fuerzas productivas para impulsar el desarrollo del nivel socio-histórico de los pueblos, pero advierte también sobre la degradación ambiental que puede producir dicho desarrollo, incluso en períodos tan tempranos de la historia de la sociedad europea mediterránea.

La posición de la arqueología social ibero-latinoamericana permite mostrar, conforme a las investigaciones de Arteaga y sus colabora-dores, un proceso civilizador estatal atlántico-mediterráneo, con una dimensión histórica euroafricana (Arteaga, 2000, p. 6) que habría tenido como centro la región meridional de la Península Ibé-rica a partir del Neolítico Final, durante el V-IV milenio a.C. De la misma manera, las elaboradas series de dataciones radiocarbónicas obtenidas y elaboradas según las investigaciones de Castro, Lull y Micó (1996, pp. 233-254) corroboran el carácter temprano del aquel proceso en relación con otras regiones de Europa Occidental y de la región mediterránea en general (gráfico 1). Un indicador arqueológico tal como la metalurgia del cobre arsenicado, marcaría la existencia de la desigualdad social, evidencia de una sociedad clasista inicial en for-mación sobre la cual emergería posteriormente el Estado (Bate, 1984, Arteaga y Nocete, 1996).

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Podríamos considerar que las raíces de la actual civilización europea, los procesos civilizadores mediterráneo y nórdico propiamente dichos ya se hallaban consolidados en los inicios de la llamada Edad del Bronce (ca. 4.000 años a.p.), cuando el marco organizativo de dicha sociedad ya operaba dentro de un cuadro cultural bien definido a nivel local y regional donde se afirmaban sus tradiciones culturales regionales: la nórdica, la atlántica, la mediterránea andaluza y las alianzas políticas entre las mismas (Kristiansen, 1998).

Gráfico 1. Cuadro cronológico comparativo; origen del calcolítico en la región atlántico-medite-rránea (Andalucía). Tomado de Castro, Lull y Micó (1996, pp. 233-254).

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Capítulo 3 La sociedad de la Edad del Bronce

El bronce fue una innovación tecnológica que permitió reemplazar los antiguos instrumentos de piedra, madera y hueso por nuevas herra-mientas cortantes así como por armas más eficientes. Como expli-caremos en capítulos posteriores, las bases de la industria moderna fundamentada en el desarrollo del movimiento circular comenzaron a consolidarse en esa época con la fabricación de sierras, taladros y similares en metal, herramientas que permitieron importantes avances en el trabajo de la piedra, la madera, el hueso y la concha. El descubrimiento de la reducción y fundición de los minerales uti-lizando el carbón como combustible, significó el inicio de la teoría científica en la física y la química.

Los artesanos y artesanas de la minería y la metalurgia formaban posiblemente comunidades de trabajadores, trabajadoras y comer-ciantes libres, vinculados quizás por intereses tecnológicos y mercan-tiles, que no producían su propio alimento, sino que dependían en buena parte de los excedentes intercambiados con otras comunidades cuya economía era fundamentalmente agropastoril y cuyas relaciones sociales se basaban posiblemente en el parentesco, hecho que facilitó tal vez la concentración de la riqueza en aquella especie de sociedad temprana de empresarios. Puesto que inicialmente los artesanos del bronce eran quizás extraños en una sociedad consanguínea, posi-blemente desposeídos de tierras, es posible que ellos y sus mujeres tuviesen una especie de estatus intertribal que les permitía ejercer sus oficios y ganarse la vida en diferentes pueblos y regiones. No sólo manufacturaban y vendían sus productos de bronce, sino que por su capacidad de viajar sobre largas distancias también explotaban y

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vendían ámbar, alfarería y diversidad de otros bienes destinados al comercio intertribal (Childe, 2004, pp. 185-186).

Quizás como refuerzo de esta aseveración, podemos mostrar la amplia distribución espacial de lingotes metálicos en forma de pieles de buey o de ovejas (figura 1) utilizados quizás como moneda en ciertas regiones del norte de Europa Occidental (Kristiansen, 2001, pp. 498-499, figura 1. 192; Demakopoulou, 1999, pp. 37). Ello sugiere que las comunidades vinculadas a la metalurgia del bronce pudieron haber jugado también un papel importante en la ganadería y el pastoreo (género de vida trashumante), así como en los circuitos de intercambio comercial entre los pueblos del Mediterráneo Occi-dental y el noroeste de Europa (Kristiansen, 1994, pp. 16, 19, 21).

La existencia de estas formas precapitalistas de acumulación de fuerza de trabajo, de bienes suntuarios o de ambos han sido igual-mente analizadas por varios autores como indicativas de procesos productivos y mercantiles que caracterizaron también algunas socie-dades estratificadas o clasistas iniciales originarias de Asia y América (Eckholm y Friedman, 1979; Sanoja y Vargas-Arenas, 2000).

El cobre y el estaño, materias primas necesarias para producir la alea-ción que se denomina bronce, no son elementos muy comunes; las minas de dichos materiales se encuentran generalmente en terrenos montañosos o desérticos distintos a las planicies fértiles preferidas generalmente por los agricultores neolíticos. Por estas razones, para satisfacer la demanda de materias primas, la metalurgia tenía que ser llevada a cabo por una comunidad de especialistas a tiempo completo en la minería, el transporte, el procesamiento de los minerales, la manufactura y la distribución y el mercadeo de los objetos de bronce que, generalmente, eran insumos de lujo y de prestigio, por lo cual la dicha comunidad mantenía una relación simbiótica con las comuni-dades a las cuales servían.

El proceso de trabajo de la minería estuvo quizás vinculado también con el panteón de las antiguas religiones indoeuropeas; los minerales moraban en el seno de la tierra, protegidos o asociados posiblemente con divinidades o ninfas del género femenino: el cobre deriva su

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La sociedad de la Edad del Bronce

nombre de la divinidad conocida como Chalcis, y el hierro de la diosa o ninfa Sidérea, por lo cual es muy posible que las mujeres tuvieran una importante participación en la invención de los rituales y asi-mismo en los métodos para extraer y tratar los minerales. La trans-formación de los metales en armas para la guerra, el uso del fuego, del martillo y la fragua para moldear los metales podría estar sin duda relacionada –en el caso particular de las sociedades germánicas y nór-dicas– con las divinidades del fuego, el trueno y la guerra como Thor y Odín. Esta posible asociación de las artes del fuego, tales como la alfarería, la minería y la metalurgia con las divinidades del género femenino del inframundo y las divinidades del género masculino que habitaban el Walhalla, el Olimpo germano, con la forja de armas y herramientas, rodeaba quizás a las comunidades de mujeres y hom-bres vinculados a la fabricación de un cierto tipo de alfarería –el vaso campaniforme entre otros– y al proceso de trabajo de la minería, de la metalurgia y a la comercialización de sus productos, con una subje-tividad particular asociada con la magia que los mantenía –de cierta manera– alejados y alejadas de las actividades cotidianas de las comu-nidades agropastoriles. De igual manera, podría haber influido en la constitución de la ideología de las élites y dinastías guerreras clasistas iniciales vinculadas a la metalurgia del bronce y el hierro que llegaron a dominar todo el ámbito europeo (Kristiansen, 1994, pp. 16-17), estableciendo así una diferencia ontológica con el surgimiento de las sociedades clasistas iniciales orientales subsumidas en el llamado Modo de Producción Asiático, y las americanas. Quizás por aquellas razones, la reproducción de las comunidades de las y los especialistas en minería, metalurgia y forja de metales, si bien dependía quizás de los excedentes agropecuarios producidos por las diversas comuni-dades de campesinos y campesinas, pastores, pastoras, artesanos y artesanas que vivían en sus áreas de influencia, facilitaba quizás su capacidad para el intercambio comercial y político con aquéllas y al mismo tiempo de dominarlas vía el control de la producción y la dis-tribución de los bienes materiales (Childe, 2004, pp. 177-189).

Las sociedades de la Edad del Bronce, en general, podrían haber representado el proceso de transición de organizaciones sociales de tipo tribal hacia una clasista inicial de tipo estatal, caracterizada por una acentuada división social y económica basada en el territorio. En

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la región atlántico-mediterránea de Andalucía, las primeras manifes-taciones de la sociedad clasista inicial del Cobre y el Bronce son cono-cidas, respectivamente, como Cultura de los Millares y Cultura del Argar (Arteaga, 1992). La Cultura de Los Millares (2000-1400 a.C.; Ehrich, 1971, p. 339; 3400-2250 ANE, Castro, Lull y Micó 1996, p. 79) supone no solamente la expansión e intensificación de la agricul-tura y la ganadería, sino también de la metalurgia del cobre (Arteaga y Hoffman, 1999, pp. 67-68, 72-73).

Otros autores como Kristiansen sostienen, por el contrario, la exis-tencia final en Europa Occidental, la Oriental y la Nórdica de socie-dades tipo Estado, pero sin instituciones burocráticas desarrolladas, correspondiente al tipo denominado sociedad estratificada (Kristiansen, 1998, pp. 76, 91). La estructura social de los pueblos de la Edad del Bronce tardío y la Edad del Hierro del norte de Europa parece –según esta tesis– podría haber estado constituida por confederaciones de cacicazgos o jefaturas y señoríos, gobernadas cada una por un jefe principal o rey. Cada lugar central de los mismos era, a su vez, el espacio donde se fabricaban o se acopiaban los bienes de prestigio así como las materias primas obtenidas por intercambio comercial. Los vasallos y subjefes que habitaban alrededor de cada centro, pagaban a su Señor tributos en esclavos, hierro, oro, materias primas diversas y bienes terminados. Cada centro subsidiario del lugar central pro-ducía igualmente bienes de prestigio para la distribución local y para el comercio regional. Es probable, pensamos, que este rasgo consti-tuya un antecedente remoto de la separación entre ciudad y campo, entre la producción artesanal y comercial burguesa y la producción agropecuaria campesina que distinguen posteriormente la formación esclavista y la formación feudal.

Considerando las posiciones teóricas enunciadas, creemos que durante la llamada Edad del Bronce se habría formado en Europa Occidental un tipo de sociedad estatal donde la metalurgia se con-virtió –al parecer– en la actividad principal de grupos de especialistas, cuyo poder social y político parece haberse basado en una comu-nidad dominante de intereses tecnoeconómicos y comerciales para el control y la distribución de la producción más que en las relaciones de parentesco que habían caracterizado a las antiguas sociedades

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La sociedad de la Edad del Bronce

igualitarias de la comunidad primitiva. Como evidencia de ello se desarrolló en la región atlántica-mediterránea de la Península Ibérica, un proceso de estratificación social que implicaba desigualdad social en relación con la apropiación de los bienes materiales producidos en aquellos espacios sociales. En dicha región donde ya existían eviden-cias de un Estado colectivista en el cual se observaban formas de coer-ción social y ordenamiento territorial, se nota asimismo una creciente proyección estratégica territorial jerarquizada en aldeas fortificadas construidas sobre cerros amesetados, explotaciones mineras, talleres de metalurgia, campos funerarios, rodeados por asentamientos cam-pesinos. El desarrollo de las fuerzas productivas se refleja en la intensa modificación antrópica del paisaje debido a la deforestación, hecho que se evidencia en el aumento de la deposición de limos aluviales tanto en la desembocadura de los ríos como en las bahías litorales (Arteaga y Hoffman, 1999).

En el sur de la Península Ibérica, el desarrollo de la sociedad clasista inicial de Los Millares estimuló a su vez el de un sistema productivo agrícola, ganadero, minero y metalúrgico que hizo posible la especia-lización tecnológica de la llamada Cultura de El Argar, una de las más destacadas del Mediterráneo y del Occidente de Europa, de la cual surge el Estado centralizado Argárico (Arteaga y Hoffman, 1999, p. 73; Artega, 2000, p. 33; Lull, 1983; Lull y Estévez, 1986; Castro, Lull y Micó, 1996, pp. 238-242). La sociedad clasista inicial de El Argar, sin tener que construir enormes obras hidráulicas como en el Oriente, pudo de esta manera intensificar el desarrollo de las fuerzas productivas mediante la coerción de los sujetos dominados gracias a la administra-ción controlada de los bienes materiales básicos para la reproducción social, particularmente los alimentos (Gilman, 1981, p. 8; Arteaga, 2000, pp. 36-37).

Un proceso similar también se evidencia en el surgimiento durante la Edad del Bronce tardío en Europa Occidental, Nórdica y Oriental (mapa 1), de los llamados “campos de urnas”, necrópolis o grandes cementerios que se asocian con una vasta red comercial apoyada en pueblos que practicaban la minería y metalurgia del bronce, especia-listas en diversas ramas de la producción, incluso en la manufactura de vasijas campaniformes asociadas al parecer con la fabricación

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de cierto tipo de cerveza, red que se extendía desde la región medi-terránea de la Península Ibérica (2800-1500 cal ANE, Castro, Llul y Micó 1996, p. 107) hasta la Europa Central y la Oriental y hasta las islas británicas y desde el norte de Europa hasta el Mediterráneo (Childe, 1949; Clark, 1977, pp. 181-198; Martínez Navarrete, 1989, pp. 372-387; Kristiansen, 1998, pp. 15-18 y 354-400; Martínez, Lull y Micó, 1996; Castro Martínez, 1994; Arteaga, 2000, pp. 13-26). Según Arteaga (2000), el auge de la Tradición del Vaso Campani-forme, originario de Portugal y Andalucía, asociado con el apogeo de la metalurgia del cobre y el bronce podría representar la proyección estatal del proceso civilizador atlántico-mediterráneo.

Durante el período del Bronce Antiguo, así como en el Bronce Final (siglo VIII a.C.), la presencia de hoces en tumbas y depósitos relacio-nados con enterramientos de mujeres de bajo rango podría indicar el papel que éstas jugaban en el cultivo y la cosecha de granos como la cebada, insumos que eventualmente podrían ser utilizados para fabricar las bebidas fermentadas (Kristiansen, 1998, p. 258). Sal-vando las distancias territoriales y cronológicas, podemos observar que también en las culturas originarias suramericanas y caribeñas las mujeres desempeñaban un papel similar en el cultivo y la cosecha de granos y raíces utilizadas en la alimentación cotidiana y en la pre-paración de bebidas fermentadas como la chicha, fabricada a partir del maíz (Zea mayz) o del jugo extraído del prensado de la harina de yuca (Manihot sculenta). Dichas bebidas eran consumidas –particu-larmente– como parte de los rituales colectivos que se observaban en las ceremonias públicas (Sanoja, 1997, pp. 105-129).

Hace unos 4000 años, como ya se expuso, poblaciones conocidas como mercaderes de los beakers, el vaso campaniforme, fueron tam-bién constructoras de las famosas estructuras megalíticas europeas y quienes abrieron las comunicaciones y rutas comerciales que permi-tieron la difusión de la metalurgia. Se trataba posiblemente –como dice Childe (1949, p. 248)– de bandas de mercaderes armados de las cuales formaban parte artesanos y artesanas que se desplazaban entre la España meridional y el Mediterráneo hasta las islas británicas, la Europa Occidental, la Central y la Oriental hasta el río Vístula. Es interesante preguntarse si la alfarería que alimentaba esta red

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La sociedad de la Edad del Bronce

paneuropea de comercio y artesanía, no era fabricada por las mujeres casadas con los acaudalados comerciantes quienes, a su vez, eran gue-rreros e intermediarios en la fabricación, el transporte y la distribu-ción de los objetos metálicos (Childe, 1949, pp. 247-254; Braidwood, 1967, pp. 155-157). Los portadores de los llamados “ajuares cam-paniformes” estaban adscritos –quizás– a los grupos dominantes, actuando como intermediarios y agentes de sus respectivas organiza-ciones que tenían a cargo el desarrollo de las actividades comerciales. Los ajuares campaniformes aparecen tanto en sepulturas individuales como colectivas (Arteaga, 2000, p. 26).

De manera concurrente, las diferencias regionales expresadas en los diversos modos de vida y niveles de desarrollo en las fuerzas produc-tivas existentes entre los pueblos de la Iberia mediterránea, Europa Occidental y Central, históricamente arraigadas, determinaron la importancia que adquirió el intercambio comercial. Ello determinó luego en gran medida el carácter costero de la civilización clásica y la génesis y ulterior expansión de la civilización griega y del Imperio romano hacia el este y el oeste.

El comercio marítimo era el único medio viable de intercambio mer-cantil para distancias medias o largas, por lo cual el Mediterráneo, el único gran mar interior en toda la circunferencia de la Tierra, se convirtió en el privilegio físico de la civilización antigua. Esta caracte-rística mediterránea devino en el fundamento del proceso de cambio histórico que culminó con una fase de expansión urbano-imperial durante la cual se desplazó el centro de gravedad del mundo antiguo hacia la Península Itálica (Sereni, 1982, pp. 63-87). Ello le imprimió al modo de producción esclavista iniciado en Grecia un mayor dina-mismo que determinó el surgimiento en la Península Itálica de la República y posteriormente del Imperio romano.

Los griegos y los etruscos también se insertaron posteriormente en aquellas estructuras regionales de poder, contribuyendo al desarrollo de las redes comerciales mediterráneas y, al mismo tiempo, a la con-solidación de su propio poder político (Castro, 1994, p. 172). Si la posterior popularización de la metalurgia del hierro jugó un papel importante en la colonización de Europa por parte de los griegos y

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los fenicios, la adopción y la adaptación que hicieron los pueblos de Europa Central y Occidental del alfabeto fenicio alrededor del siglo VIII a.C. hizo posible la creación de un vehículo para el pensamiento abstracto y la literatura que, conjuntamente con las artes visuales, constituyeron un aporte capital a la herencia cultural de la huma-nidad (Clark, 1977, p. 187).

Durante el Bronce Final de la Iberia mediterránea, siglos X a IX a.C., las formaciones sociales se consolidaron en una estructura aristo-crática de acuerdo con la propiedad privada de las tierras, ganados y minas por parte de la clase dominante que se benefició de los medios de producción que se hallaban bajo su control, dando nacimiento al Estado tartesio. Aquella región, por sus grandes riquezas productivas, se convirtió en un polo de atracción centrado alrededor del estrecho de Gibraltar. Los centros urbanos tartesios, ahora asociados con el poblamiento fenicio, se convirtieron en verdaderas poleis, impac-tando en la transformación física del paisaje prerromano (Arteaga y Hoffman, 1999, pp. 76-80). De la misma manera, el surgimiento tem-prano de estas sociedades estatales urbanas en la Andalucía medite-rránea, habría facilitado la colonización del oecumene mediterráneo occidental por las culturas clásicas (Kristiansen, 1998, figura 63).

La etnicidad y la identificación cultural fueron procesos que se acele-raron en Europa a partir del año 2000 a.C., ya que los modos de vida de los diferentes pueblos gravitaban en torno a un acervo común de conocimientos metalúrgicos y de tradiciones compartidas en materia de sistemas de valores sociales y religiosos asociados al flujo comercial del bronce. Debido a la naturaleza misma de la tecnología para obtener y procesar dicho metal, se creó una dependencia en cuanto a suminis-tros de materia prima y conocimientos metalúrgicos entre las diferentes regiones, desde la Andalucía mediterránea, la Europa nórdica, la Cen-tral y la Occidental hasta las islas británicas, lo cual aportó una dimen-sión extraordinaria a la sincronía de los cambios culturales y sociales y de las tradiciones tecnológicas (mapa 1).

Para el siglo VII a.C., toda la región del Mediterráneo Occidental se encontraba bajo el dominio de cuatro pueblos que constituían poderes políticos y comerciales: los tartesos, los griegos, los etruscos

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La sociedad de la Edad del Bronce

y fenicio-cartagineses. Los tartesos, los fenicios-cartagineses y los griegos dominaron el comercio marítimo del litoral andaluz y la costa occidental del sur de Francia, en tanto los etruscos y los fenicio-cartagineses, que ya constituían un importante poder económico y político, controlaban el comercio terrestre hacia los Alpes y los Bal-canes, utilizando para el transporte de mercancías y la protección de sus líneas de comunicación, una importante flota de naves de guerra y naves mercantes (Kristiansen, 1998, pp. 181-196, 352; Warmington, 1983, pp. 449-473).

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Capítulo 4 La sociedad de la Edad del Hierro

A partir de 600 a.C. ya se había conformado en el Mediterráneo una rica clase media de comerciantes y terratenientes, donde florecieron las artes y los oficios, y destacaban las artesanas y artesanos especia-lizados así como los comerciantes mismos. La producción artesanal y artística se preservó en la riqueza funeraria presente como ofrendas en las tumbas familiares. Esta tendencia se proyectó también hacia el norte de Europa, hacia las sociedades estatales guerreras como la llamada Cultura Hallstatt occidental y la de los pueblos célticos conocida como Cultura de La Tène las cuales –después del año 700 a.C.– caracterizan el modo de vida de las poblaciones europeas de la temprana Edad del Hierro (Kristiansen, 1994, p. 20).

Aquel fue el momento cuando tanto el hierro –más abundante y barato– como también el acero comenzaron a reemplazar al bronce, democratizando la producción de las armas y las herramientas de tra-bajo, y cuando ya aparecen túmulos funerarios donde se enterraban los cadáveres de los personajes de alto estatus social acompañados con una profusa parafernalia ritual. Ello indicaría la existencia de una importante acumulación, comercio y consumo no reproductivo de la producción excedentaria de carros de guerra, armas, bienes de prestigio de origen foráneo y eventualmente objetos de oro para fines ceremoniales los cuales representaban también una acumulación de valores esenciales para el comercio suntuario entre las diversas élites dominantes (Frank, 1993, p. 388). De igual manera, los centros habi-tados fortificados, de los cuales son ejemplo los de la llamada Cultura Hallstatt, comienzan también a aparecer localizados en áreas estraté-gicas atravesadas por las antiguas rutas de comunicación del suroeste

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de Europa. Ello nos revela la naturaleza de las contradicciones que surgen posteriormente entre ciudades como Roma y Cartago o Kart Hadasht (en fenicio: ciudad nueva), ubicada esta última en el golfo de Túnez, África del Norte, por el control de los yacimientos de materias primas como el cobre, el estaño, el hierro, el oro, el trigo y otros (mapa 1), y la apropiación de fuerza de trabajo esclava necesaria para desa-rrollar las fuerzas productivas de aquellas primeras ciudades-Estados del Mediterráneo Occidental (Warmington, 1983, pp. 451; 457-458).

Lo anterior también nos revela cómo, a diferencia de las sociedades precapitalistas, clasistas e igualitarias americanas –las cuales convi-vieron en un relativo aislamiento geográfico, cultural y tecnológico– las sociedades tribales igualitarias y los Estados arcaicos europeos se desarrollaron desde la Edad del Bronce dentro de una extensa red regional de comercio, alianzas políticas e intercambio de tec-nologías de punta para la época, que conectaba la Europa Occi-dental y la Central con los Estados del Mediterráneo Oriental y del Próximo Oriente desde los inicios del segundo milenio a.C. El papel del Estado parece haber sido –como lo demuestran las guerras entre Roma y Cartago– proteger esas redes de comercio de la actitud pre-dadora y la interferencia de otros competidores.

Según Friedman y Rowlands (1977, pp. 271-272), fue precisamente la comercialización temprana de bienes manufacturados en esta área en períodos de la Edad del Hierro como La Tène tardío (siglos II y I a.C.) –antes de la emergencia de alguna forma de control estatal– lo que influyó posteriormente de manera significativa en el desarrollo de la formación feudal descentralizada y en la formación mercantil que condujo finalmente al capitalismo europeo.

Las formaciones sociales europeas occidentales no siguieron el camino que las habría llevado a la constitución de las sociedades cla-sistas iniciales similares a las de los llamados Estados despóticos que caracterizaban a las civilizaciones orientales, los cuales se desarro-llaron mediante la extracción de la renta de la tierra obtenida por la sobreexplotación de la fuerza productiva constituida por el trabajo humano (Gándara, 1983). En su lugar, a partir de la Edad del Bronce y luego en la Edad del Hierro, las clases dominantes comenzaron a

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La sociedad de la Edad del Hierro

desarrollar una tradición europea de tipo empresarial basada en un crecimiento de las fuerzas productivas, encarnado en un control más refinado de los medios de producción y distribución de bienes mate-riales y la explotación de una fuerza de trabajo perfectamente condi-cionada para servir a sus fines, así como a la existencia de condiciones naturales favorables a dicho proceso (Bartra, 1969, p. 16). El mismo se fundamentó inicialmente en la existencia de importantes yaci-mientos de estaño, cobre y hierro, el flujo comercial de la metalurgia y el ámbar, así como la difusión comercial de tradiciones alfareras de manufactura y decoración como la representada en las vasijas cónicas llamadas beakers que se encuentran diseminadas por toda la Europa Occidental y Central.

Como podemos observar, resumiendo, en Europa Occidental el pro-ceso de desarrollo histórico de la civilización atravesó por varias crisis de crecimiento. A partir de la Edad del Bronce, como se denominó en el esquema evolucionista de las edades tecnológicas sucesivas pro-puesto por los arqueólogos Vedel Simonsen y Thomsen en el siglo XIX: Edad de Piedra, Edad del Cobre y el Bronce y Edad del Hierro, las sociedades surgidas de la denominada barbarie neolítica cuya eco-nomía descansaba en la agricultura, el pastoreo y la utilización de la energía animal, adoptaron formas de organización clasistas iniciales gobernadas por un poder centralizado en élites nobiliarias, pero sin la estructura burocrática de los llamados Estados despóticos origi-narios que existían en el Asia Menor y en Egipto. Es necesario aclarar que –en nuestra opinión– el término despótico podría parecer como despectivo para sugerir que los pueblos asiáticos, los cuales dieron origen a las primeras formas sociales civilizadas, no podrían ser con-siderados como similares a los de la llamada civilización occidental.

El crecimiento de aquellas formas estatales originarias se llevó a cabo en Europa Occidental mediante la expansión territorial y la apro-piación y acumulación cada vez mayor de la fuerza de trabajo de las poblaciones periféricas más débiles; a éstas sí se les dominó y explotó con el sistema de esclavitud generalizada de grandes contingentes humanos, como ocurriría muchos siglos después con las poblaciones originarias americanas; ello fue denominado por Marx, el modo de

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producción esclavista (Clark, 1977, pp. 151-188; Kristiansen, 1998, pp. 101-164).

En el caso de Europa Occidental, ciertas sociedades clasistas iniciales o estatales de la Edad del Hierro se transformaron, como sucedió con Roma, en ciudades-Estado convertidas en res publica, repúblicas patricias gobernadas por una asamblea (o Senado) de representantes de los diversos clanes o linajes dominantes, cuyo poder se extendió sobre un territorio que englobaba todo el Mediterráneo, Egipto, buena parte del suroeste de Asia, la Europa temperada y las islas bri-tánicas ocupadas por pueblos celtas (Sereni, 1982, pp. 89-128; Clark, 1997, p. 199). Cuando el ritmo y el costo social y económico de la reproducción de las res publica ya no pudo mantenerse con sus pro-pios recursos, el gobierno republicano tuvo que apropiarse de mate-rias primas como el oro y la plata, prisioneros de guerra, esclavos y esclavas, expoliando pueblos y territorios cada vez más lejanos, aumentando de manera desproporcionada la inversión en gastos militares no reproductivos. Ello determinó el fin del gobierno civil del Senado y la instauración de un Estado imperial gobernado por un César o emperador apoyado en el poder militar de las legiones romanas.

Bajo el modo de producción esclavista, la utilización masiva de la mano de obra esclava como sustitución de la inventiva tecnológica, que habría podido potenciar la producción agropecuaria y la arte-sanal, produjo, por el contrario, un estancamiento del nivel de desa-rrollo de las fuerzas productivas, por lo cual el Imperio romano pasó a depender en buena parte de la productividad de la fuerza de trabajo de los pueblos periféricos o “bárbaros”, hasta su colapso definitivo en el siglo VI de la era cristiana (Anderson, 1979, pp. 76-79).

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Capítulo 5 La formación feudal: señores, burguesía e intercambio mercantil

El concepto de modo de producción germánico fue desarrollado por Marx para describir a los pueblos autónomos europeos que habi-taban la frontera norte del Imperio romano. Según autores como Gailey y Patterson (1995, pp. 81-82), tras la caída del Imperio los pueblos germánicos heredaron los espacios que antiguamente habían sido conquistados y colonizados por Roma en la Europa Occidental, originando un proceso de mestizaje étnico y cultural con otros pue-blos “bárbaros” que habitaban la periferia del Imperio, el cual habría tenido como resultado el desarrollo de la formación feudal.

La formación feudal que reemplazó al Imperio romano en Europa Occidental aparece como “una evolución alternativa del comuna-lismo primitivo germánico, en condiciones de ausencia de desa-rrollo urbano debido a la baja densidad de población en una extensa región” (Marx y Hobsbawn, 1972, p. 19), resultado de la repartición del botín territorial entre los numerosos jefes tribales de la barbarie europea que habían apresurado el colapso de dicho Imperio.

El modo de producción de la formación feudal estuvo dominado por el trabajo agrícola de la tierra, en el cual ni el trabajo ni los productos del trabajo eran mercancía. El campesino o siervo estaba adscrito al principal medio de producción, la tierra, el cual estaba poseído priva-damente por una clase de señores feudales terratenientes. Los señores feudales, mediante formas de coerción extraeconómica, extraían un plusproducto del campesinado así como servicios obligatorios al Señor y a la reserva de territorios señoriales. La Iglesia se convirtió en

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una institución autónoma dentro del sistema político que tenía entre sus funciones la reproducción de los valores y creencias que legiti-maban la autoridad señorial (Anderson, 1979, pp. 147-153).

La consolidación de las nuevas relaciones de producción transformó a las poblaciones de campesinos, campesinas, pastores y pastoras en siervos y siervas del Señor feudal. Las nuevas formas de propiedad territorial permitieron la introducción de importantes innovaciones en la tecnología agraria, tales como el arado con hoja de hierro, nuevos sistemas de arneses para mejorar la tracción animal, el uso de molinos de viento para producir energía mecánica, el uso sistemático de abonos para mejorar la calidad de los suelos y la rotación trienal de los campos de cultivo, lo que se manifestó en la producción de exce-dentes agrarios, una mejoría de los niveles de vida y el crecimiento de la población, particularmente la población urbana o burguesa donde se había refugiado la producción artesanal y la actividad comercial que servirían de palanca al desarrollo de formas tempranas de capita-lismo mercantil hacia los siglos XIII y XIV de la era cristiana, impulsado por la aparición de nuevos sujetos, los mercaderes y el capitalismo mercantil, dentro de la economía urbana o burguesa dominada por los gremios (Pirenne, 1963, pp. 161-159; Anderson, 1979, pp. 147-200; Braudel, 1992, II, pp. 26-80; 542-549).

El capitalismo mercantilDurante la alta Edad Media, los excedentes de producción engro-saron los rústicos centros urbanos o burgos, los cuales se convirtieron en lugares centrales de los mercados regionales y centros de manu-facturas artesanales. Dichos excedentes se cambiaban por la mer-cancía denominada dinero que circulaba sobre grandes extensiones territoriales, generando un proceso de acumulación monetaria bur-guesa distinto a la acumulación de mano de obra servil o esclava y de productos básicos que generaba la propiedad agraria. En las ciu-dades crecieron oligarquías de mercaderes, artesanos y artesanas que asumieron el control de la producción, del intercambio comercial y monetario, proceso que hacia el siglo XII de la era había ya generado una acumulación considerable de capital mercantil (Pirenne, 1963, pp. 151-159; Braudel, 1992, II, p. 201). A este respecto el filósofo marxista István Mészáros ha reconocido también en su última obra

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La formación feudal: señores, burguesía e intercambio mercantil

(2009, p. 83) que el capital ha existido por miles de años como una de las fuerzas productivas de la sociedad:

…El capital ha estado con nosotros por un tiempo muy largo en una forma u otra; en verdad, en algunas de sus formas limitadas, durante miles de años. Sin embargo, sólo en los últimos trescientos o cuatro-cientos años bajo la forma de un capitalismo que pudiese llevar a cabo la lógica autoexpansionista del capital, sin importar lo devastadoras de las consecuencias para la supervivencia misma de la humanidad…

El mantenimiento de aquella nueva forma de economía burguesa requería el mejoramiento de los medios de transporte para comerciar con territorios y pueblos cada vez más lejanos, ubicados incluso en los más remotos confines de Asia. Esta actividad produjo un consi-derable desarrollo material y social, particularmente de los conoci-mientos y técnicas relacionadas con la construcción de grandes flotas comerciales y de guerra, la navegación de alta mar, el comercio a larga distancia y la pesquería, cuya expresión material se refleja en el extraordinario desarrollo capitalista comercial, financiero, agrope-cuario y tecnológico alcanzado por el pequeño país conocido como las Provincias Unidas (actual Holanda) entre los siglos XVI y XVII, alta-mente urbanizado, con una gran densidad de población y una fuerte organización comunal. Las raíces del poder en los países Bajos –dice Braudel– conservaban razgos arcaicos, relictos quizás de antiguas estructuras corporativas europeas como las discutidas en capítulos anteriores, expresadas en una organización de pequeñas repúblicas urbanas soberanas reunidas en un Consejo de Estado, dominado por la más importante: Amsterdam (Braudel, 1992, III, pp. 177-206).

La expansión mercantil de la sociedad feudal en la alta Edad Media, determinó una excesiva deforestación de los bosques y una sobreex-plotación de los suelos agrícolas. En consecuencia, descendieron los rendimientos agropecuarios, al mismo tiempo que aumentó la demanda de insumos derivados de dicha producción: lana, tejidos, vinos, granos, carnes ahumadas; aumentó la natalidad y –al igual que en Roma– la dependencia hacia el trigo importado de Europa Oriental. La producción minera de plata y oro se paralizó por el

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agotamiento de las vetas o por la incapacidad técnica para explotar nuevos yacimientos y para refinar mejor dichos metales.

Como consecuencia de lo anterior, se produjo una crisis social y eco-nómica generalizada en Europa Occidental, caracterizada por el abandono de las tierras cultivadas, guerras y sublevaciones de cam-pesinos, campesinas, artesanos y artesanas, guerras internacionales, aumento del precio del dinero y de las manufacturas, pandemias como la viruela, la sífilis y hambrunas que arrasaron con centenares de miles de vidas humanas.

Para finales del siglo XV, el modo de producción feudal había llegado a su fin. El Imperio mongol y el Imperio otomano habían cortado todas las rutas comerciales terrestres entre Europa y Asia, de manera que ciertos reinos como Portugal y luego España comenzaron a explorar rutas marítimas para acceder a Cathay o China y a la India, proceso que terminó con el viaje trasatlántico de Cristóbal Colón quien llegó accidentalmente a las tierras americanas que él suponía eran la India (Sanoja, 1992, pp. 9-10). Curiosamente, Cristóbal Colón zarpó –como dice la historia oficial– del puerto de Palos de Moguer, localizado en el litoral atlántico mediterráneo español (mapa 2).

A partir de aquel momento comenzó la gran expansión colonial del capitalismo mercantil hacia el mundo periférico. Dicho en palabras de Dussel:

…la centralidad de Europa en el “sistema mundo” no es fruto sólo de una superioridad interna acumulada en la Edad Media europea sobre las otras culturas, sino también el efecto del simple hecho del descubrimiento, conquista, colonización e integración (subsunción) de Amerindia (fundamentalmente), que le dará a Europa la ventaja com-parativa determinante sobre el mundo otomano-musulmán, la India o la China. La modernidad es el fruto de este acontecimiento y no su causa (…) Aún el capitalismo es el fruto, y no la causa de esta coyun-tura de mundialización y centralidad europea en el “sistema mundo”. La experiencia humana de 4500 años de relaciones políticas, econó-micas, tecnológicas, culturales del “sistema interregional”, será ahora

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hegemonizada por Europa, que nunca había sido “centro”, y que en sus mejores tiempos sólo llegó a ser periferia… (1998, pp. 51-52).

El hallazgo y la extracción en Suramérica y Mesoamérica de enormes riquezas de oro, plata y piedras preciosas, potenciaron el decaído pro-ceso de acumulación capitalista europeo e incluso el asiático. La apro-piación de recursos naturales como el maíz, planta americana que era cultivada y consumida por todas las poblaciones originarias ameri-canas, hizo posible su utilización como alimento para los animales: ganado vacuno, caballar, porcino, aves de corral, entre otros. Este hecho propició la expansión de la ganadería y el consumo de carne por parte de la población y liberó una parte importante de la produc-ción de trigo que se utilizaba como alimento para el ganado, para ser destinado preferentemente a la alimentación de la sociedad burguesa. La apropiación de otros cultivos americanos como los de la papa y el tomate pusieron al alcance de las poblaciones europeas empobrecidas alimentos baratos y abundantes que terminaron con las hambrunas cíclicas que azotaban la fuerza de trabajo europea, determinando una mejoría sensible en su calidad de vida (Sanoja, 1997, pp. 195-202; Braudel, 1992, I, pp. 104-172).

La importación desde Nuestra América hacia Europa Occidental de mercancías tales como café, cacao, algodón, melazas de caña de azúcar, maderas preciosas, vainilla, zarzaparrilla, y la exportación hacia América de loza doméstica, objetos de vidrio, licores, quesos, jamones, telas, velas de cera, clavos, generó, particularmente entre Europa Occidental, el Caribe y la región noreste de Suramérica vastas redes de intercambio mercantil, consolidando la importancia del cré-dito y el comercio a larga distancia. Para fortalecer dicho proceso, se perfeccionaron instrumentos de cambio tales como los giros o letras de cambio y se establecieron bolsas de comercio en Londres, Ámsterdam, París, Sevilla, para especular con los precios de las mercancías no perecederas (Braudel, 1992, II, pp. 81-114; Sanoja y Vargas-Arenas, 2005, pp. 300-306).

La fase capitalista de acumulación A partir del siglo XVI, la sociedad capitalista mercantil de Europa Occidental, gracias a su expansión colonial, entró en una fase de

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acumulación y concentración de capitales que culminó en el siglo XVIII con el despegue del capitalismo industrial y la disolución definitiva de la formación socioeconómica feudal. Con la toma del poder por parte de la clase burguesa hacia finales del siglo XVIII, el paradigma histórico que legitimó el triunfo de la Revolución Francesa, la noción de pro-greso convirtió a la Europa capitalista en el paradigma dominante del proceso civilizador occidental, en la conciencia reflexiva, la filosofía moderna de la historia universal, de los valores, invenciones, descu-brimientos, instituciones políticas, que se atribuye a sí misma como su producción (Dussel, 1998, p. 52). Por esta razón, los conceptos de dinamismo y cambio social adquirieron –desde el siglo XVIII– mayor preeminencia en el pensamiento histórico, político y filosófico mun-dial de la sociedad burguesa que el concepto de estabilidad.

A la par de que la noción de progreso, la noción de espacio se había convertido en un elemento importante para el pensamiento de los filó-sofos del Romanticismo, ya que el suelo, el territorio, era esencial para explicar la formación de las naciones, pueblos y razas cuya existencia sustentaba la existencia misma de los pueblos europeos, elegidos por la historia. Una raza podía atravesar diferentes edades, pero retenía siempre una inmutable esencia individual que se transmitía a través de los lazos de sangre y la formación de una herencia cultural común. Por eso el mestizaje, la mezcla de razas era considerada por la filo-sofía del movimiento romántico europeo como desastrosa: para ser creativa, una civilización debía ser racialmente pura, tal como sos-tenían etnólogos y arqueólogos racistas europeos como Gobineau (Trigger, 1978, p. 65) y Kosinna (Trigger, 1978, pp. 81-82). Por tal razón, afirmaban, Grecia y Roma, consideradas como el epítome, la infancia de Europa, no podían ser vistas como fruto del mestizaje y la colonización de los pueblos originarios europeos con los africanos y los semitas provenientes del Medio Oriente y el Asia Menor, como efectivamente hemos visto que ocurrió. De ese contexto ideológico derivaron posteriormente las ideas racistas del nazismo, el antiguo apartheid surafricano, el sionismo, y en general todas las tesis discri-minatorias y racistas que fundamentan el discurso ideológico de la mayor parte de las clases medias y las burguesías, particularmente de las latinoamericanas.

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La formación feudal: señores, burguesía e intercambio mercantil

Figura 1. Posible moneda de bronce en forma de piel de ganado (2000 a. C.).

Mapa 1. Bases de la formación mercantil europea (siglo VI a.C.-0) (Fuente: Kristiansen, 1998).

Proceso civilizador mediterráneo

Proceso civilizador del atlántico norte

Proceso civilizador noralpino

Rutas del comercio fenicio

Principales centros urbanos

TRAD

ICIÓ

N D

EL B

RON

CE

ATLÁ

NTI

CO

Yacimientos de estañoYacimientos de hierro

Yacimientos de cobreRutas del comercio con el norte de Europa

RUTAS DEL COMERCIOCENTRO EUROPEO

PROCESO CIVILIZADOR

Roma

MEDITERRÁNEO

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Capítulo 6 El materialismo histórico y el paradigma del progreso

Entre mediados y finales del siglo XIX, auge de la época victoriana en Inglaterra, momento cuando Marx escribió sus obras los Grundrisse y El Capital, Engels su libro sobre El origen de la familia, la pro-piedad privada y el Estado, y Morgan sus libros La sociedad antigua y Houses and House-life of the American Aborigines, el capitalismo industrial estaba entrando, tanto en Europa como en los Estados Unidos en una fase de intensificación, expresada en el auge de la cons-trucción de fábricas y máquinas que servirían para construir nuevas fábricas y máquinas. Los altos costos que implicaba el desarrollo de esta nueva fase del capitalismo no podían ser financiados solamente con los beneficios obtenidos de la explotación despiadada a la que estaba sometida para entonces la fuerza de trabajo y los recursos natu-rales con que contaban las naciones de Europa y los Estados Unidos. La solución fue iniciar un nuevo y sangriento período de expansión colonial. Los Estados Unidos se anexaron los territorios del norte de México, país que perdió casi la mitad de su territorio nacional. Ingla-terra se apoderó de la India, parte de África, de China y de Oceanía; Francia, Holanda, Austria, Alemania, Bélgica e Italia se apropiaron de todo el resto de África, del Sureste de Asia, de Oceanía, coloni-zaron la Europa Central y los Balcanes y casi se apoderan de Nuestra América. Por desgracia para los europeos (y para nosotros también), Estados Unidos, siguiendo su dogma del destino manifiesto, ya había decidido y hecho saber a las potencias europeas a través de la Doc-trina Monroe, que Nuestra América –y Venezuela en particular– era de su propiedad exclusiva.

Casi simultáneamente con las obras de Marx, Engels y Morgan, apa-reció en 1859 la de Charles Darwin, Origen de las especies, donde

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este autor expuso sus ideas sobre las leyes de la evolución biológica y de la selección natural del más fuerte. En palabras del mismo Darwin:

La selección natural tiende a hacer cada ser orgánico tan perfecto como, o ligeramente más perfecto que los otros habitantes del mismo país con los cuales compite. Podemos ver que ésta es la medida de la perfección que se puede alcanzar en la naturaleza… (1909, vol. 11, p. 213)

…Yo pienso que es inevitable que en el curso del tiempo se formen nuevas especies a través de la selección natural y que las otras se hagan cada vez más raras hasta que se extingan definitivamente… (1909, vol. 11, p. 121).

…La selección natural actúa mediante la vida y la muerte determi-nando la supervivencia del mejor adaptado y la destrucción de los indi-viduos menos adaptados (1909, vol.11, p 206. Traducción nuestra).

La utilización tendenciosa del concepto de la selección natural apli-cada a la sociedad, contribuyó a consolidar las ideas sobre el carácter direccional del progreso social, la evolución de la cultura y la sociedad como la justificación ideológica del colonialismo y de la explotación capitalista de los pueblos “inferiores” por parte de los pueblos esco-gidos para liderar la marcha del progreso.

Los principales filósofos e intelectuales europeos de la época, Marx y Engels incluidos, así como también numerosos teóricos de la Segunda Internacional, no pudieron escapar a las determinaciones ideológicas que imponía la tesis positivista en boga para la época en relación con la evolución de la cultura y el progreso social, “…de las fases necesa-rias e insorteables por las que tenían que atravesar las sociedades en el curso de su evolución para acceder al estadio de la civilización plena” (Díaz Polanco, 1989, pp. 83-84). De una manera europocéntrica, la línea evolutiva que habían seguido los pueblos de Europa Occidental desde la prehistoria, fue extrapolada por los filósofos positivistas como el paradigma del progreso de la humanidad.

De acuerdo con el paradigma occidental de la evolución de la cultura, expresaron Marx y Engels en el Manifiesto comunista (2007) la teoría

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El materialismo histórico y el paradigma del progreso

del materialismo histórico sobre el desarrollo histórico de la sociedad. La historia de la humanidad modelada sobre la modernidad burguesa, consideraba el capitalismo como el triunfo final de la burguesía, la etapa superior de la evolución de dicha sociedad. Marx y Engels consi-deraban que el triunfo de la burguesía europea, cuya condición esencial de existencia era la acumulación de riqueza, sacudiría los cimientos del viejo orden señorial feudal y llevaría a su más alto nivel el desarrollo de las fuerzas productivas. Aunque nunca expusieron detalladamente cómo sería la futura alternativa a la civilización capitalista, a diferencia de los historiadores burgueses de su época, ambos filósofos conside-raban que el socialismo y el comunismo serían la fase final de dicho proceso evolutivo, período en el cual se sentarían las bases para dar el salto revolucionario hacia la sociedad ideal. El paso al socialismo se haría en aquellos países europeos como Alemania, donde en el siglo XIX existían las que se consideraban las más avanzadas condiciones de civilización.

En el siglo XIX, la mayor parte de los pensadores y filósofos y par-ticularmente toda la burguesía europea y estadounidense, estaban imbuidos con las tesis del Evolucionismo Cultural, con la idea del pro-greso lineal que legitimaba la preeminencia de la sociedad europea, en particular la occidental y la nórdica, paradigma de la civilización occidental, sobre todos los otros pueblos del mundo. Las propuestas filosóficas de Marx y Engels, como vemos, no escaparon a esa coyun-tura ideológica, por lo cual el proceso evolutivo que condujo a la sociedad Europea Occidental desde la Comunidad primitiva hasta el capitalismo llegó a ser considerado –incluso por los mismos pensa-dores marxistas– como un universal de la cultura humana.

Dialécticamente, según el paradigma europeo del progreso que ani-maba el pensamiento de Marx y Engels, el desarrollo burgués de las fuerzas productivas fortalecería a su vez el poder de la verdadera clase revolucionaria, el proletariado; llegado el momento, la revolución triunfante aboliría la sociedad burguesa para constituir finalmente en Europa una sociedad libre, sin clases, sin propiedad y sin explo-tación del trabajo de los proletarios; la sociedad comunista sería la fase final de la perfección humana, de la civilización. De esta manera, el pasado quedaría integrado en una línea continua de evolución

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con el presente, dominado por la civilización occidental capitalista, cuya plena realización produciría, por negación dialéctica, el triunfo de la clase trabajadora, la derrota de la burguesía, el advenimiento de la futura sociedad socialista y finalmente la utopía de la sociedad comunista.

Según Palerm (1986, p. 50), Marx no proponía una secuencia evo-lutiva lineal, sino un proceso histórico abstracto deducido no directamente de la historia concreta, sino de las exigencias estruc-tural-funcionales del capitalismo de su tiempo proyectadas hacia el pasado como posibilidad de explicación del presente. Su obra El Capital –dice el autor– constituye un análisis casi exclusivamente eco-nómico de una estructura social cuyos elementos constitutivos res-ponden a una situación de mercado.

Según el análisis que hizo Rosa Luxemburgo, El Capital muestra la existencia de un proceso expansivo constante del modo de producción capitalista asumiendo, por razones metodológicas, que no existen en el mundo más que dos clases: capitalistas y obreros. Sin embargo, decía Luxemburgo, la condición colonial no estaba presente en el modelo analítico de Marx, aunque las guerras coloniales son indis-pensables para que se cumpla el ciclo de reproducción ampliada del capital. Para su existencia y desarrollo, el capitalismo necesita estar rodeado de formas de producción no capitalistas y apropiarse violen-tamente de los medios de producción más importantes de los países colonizados, lo cual implica la participación en dichos procesos de otros actores sociales como los campesinos y campesinas, pastores y pastoras, grupos aborígenes, que no son ni obreros industriales ni capitalistas (Luxemburgo, Cap. XXVI).

Afirmando sobre lo expuesto por Rosa Luxemburgo, podemos observar que el desarrollo mercantil de la economía colonial en Vene-zuela, así como en otros países de la vertiente atlántica de Suramérica y del Caribe, se sustentó en la creación de enclaves monoproductivos dominados por el sistema de trabajo esclavista de la plantación, lo cual permitió concentrar la acumulación de tecnología y de capi-tales para producir bienes de consumo (café, cacao, melazas, tabaco) cuya distribución era negociada finalmente a través de las bolsas de

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El materialismo histórico y el paradigma del progreso

comercio de Ámsterdam, Londres, París y otras de su género. Las plantaciones, obrajes y haciendas, según Stern (1988, p. 870), utili-zaban un paquete pragmático de heterogéneos procesos de trabajo que requerían, por una parte, la utilización de supervisores o capo-rales, empleados y trabajadores expertos asalariados y por la otra una masa de trabajadores y trabajadoras no calificados, esclavos y esclavas. Estas unidades de producción habrían equivalido, de cierta manera, a las actuales maquilas implantadas por el neoliberalismo en el Tercer Mundo, donde se utiliza mano de obra nativa subpagada, explotada y neoesclavizada, formas socioeconómicas que son carac-terísticas hoy día del capitalismo periférico. Lo anterior nos indica que la creación de una economía de mercado fue en el siglo XVIII una condición necesaria, pero no suficiente para la formación del proceso capitalista en aquella región (OEA, 1960; Sanoja y Vargas-Arenas, 2005, pp. 125-127; Mintz, 1971).

Fuera de las plantaciones, la mayoría campesina de la población con-tinuó viviendo y practicando hasta las primeras décadas del siglo XX, formas culturales y socioeconómicas que representaban procesos alternativos al capitalismo mercantil imperante, hecho que los pen-sadores marxistas de las décadas de los sesenta y setenta del pasado siglo denominaban como sistemas sociales duales, los cuales contra-riaban la ortodoxia de la teoría de los modos de producción impe-rantes para la época. Lo que señalan en verdad dichos procesos, es la necesidad de desarrollar una teoría específica de las formaciones y modos de producción nuestramericanos y de los venezolanos en par-ticular (Sanoja y Vargas-Arenas, 1992; Amin, 1977-1978; Vargas-Arenas, 2007a).

Lumbreras (2005, pp. 263-264) aporta también interesantes ele-mentos para el análisis de la polémica sobre la existencia de diversas líneas de evolución de la sociedad, lo que nosotros llamaríamos pro-cesos civilizadores. De acuerdo con la posición teórica marxista dice:

…el paradigma unilineal de la historia que partiendo de la comunidad pri-mitiva se estructura en formas progresivamente más complejas de socie-dades clasistas (esclavismo, feudalismo y capitalismo) hasta desembocar finalmente en el socialismo como fase previa a la sociedad comunista,

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sería un camino universal de la historia humana que debería poder aplicarse con carácter de ley en el análisis de la historia particular de los pueblos, para explicar las circunstancias concretas de su existencia y poder aplicar el valor predictivo de la ley científica en el diseño de una estrategia hacia el futuro (énfasis nuestro).

Sin embargo, sigue la polémica. Marx (1972) en sus notas sobre las Formas que preceden a la formación capitalista dejó planteada la existencia de varios modos de producción distintos al esclavismo para acceder a la sociedad de clases, entre los cuales destacaba el Modo de Producción Asiático, modos que diferían entre sí por las condiciones de organización de las relaciones sociales de producción, lo que a su vez se traducía en una explicación multilineal de la historia de la humanidad. En términos de la estrategia política, ello significa que existirían diversos caminos para llegar al socialismo, no necesaria-mente siguiendo la vía de la “dictadura del proletariado” enunciada originariamente por Marx, Engels y Lenin.

Podríamos preguntarnos como corolario de esta discusión: ¿se podría justificadamente utilizar de manera acrítica este paradigma evolutivo unilineal del progreso para explicar históricamente el surgimiento del socialismo en Nuestra América? La respuesta –en nuestra opi-nión– sería negativa, ya que dicho paradigma –como hemos visto– no constituye un universal de la cultura de la humanidad, sino uno de los diversos procesos civilizadores que asume el desarrollo de la huma-nidad dentro de un conjunto de diversas relaciones sociales histórica-mente concretas y determinadas. La sucesión de modos de producción señalados por Marx y Engels describe acertadamente la línea particular de desarrollo del proceso civilizador europeo, y mediterráneo en parti-cular, cuyos componentes, como hemos mostrado en el capítulo ante-rior, difícilmente pueden ser duplicados en otra situación. Sin embargo, como afirmara Chesneaux (1969, pp. 116-118), si entendemos que el marxismo y el materialismo histórico pueden efectivamente propiciar investigaciones científicas, no se trata entonces de sustituir el dogma-tismo de la universalidad esclavismo y el feudalismo por un neodog-matismo del Modo de Producción Asiático, ignorando las cuestiones fundamentales que se plantean en Asia, África y América, sino de alcanzar un conocimiento de la historia de esos pueblos que permita

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una praxis revolucionaria más justa y eficaz que oriente adecuada-mente la construcción de los nuevos socialismos del siglo XXI. Como analizaremos en las páginas subsiguientes, por lo menos hasta el siglo XVI de la era cristiana, el proceso civilizador capitalista europeo-medi-terráneo representaba aproximadamente un tercio de la sociedad mun-dial. El restante setenta y cinco por ciento de dicha sociedad mundial, como ya sabemos, estaba representado por sociedades mercantiles o no cuyos modos de vida podrían asimilarse grosso modo con el denomi-nado Modo de Producción Asiático, o sociedades clasistas iniciales.

Otra opinión relevante y actual sobre este mismo tema es la del filó-sofo István Mészáros quien concluye, coincidiendo con nuestra pro-puesta sobre la finitud y la contingencia histórica actual del sistema capitalista, que:

Constituye un hecho de significación histórica mundial que el sis-tema capitalista no pudiese completarse en el siglo pasado en forma de su variante capitalista, que se basa en la regulación económica de la extracción del plustrabajo. Tanto así, que hoy día aproximada-mente la mitad de la población mundial –desde la India hasta China e importantes áreas de África, Asia Suroriental y Latinoamérica– no pertenecen al mundo del capitalismo propiamente dicho, sino vive bajo alguna variante híbrida del sistema del capital, debido o a las condiciones de subdesarrollo económico o a la participación masiva del Estado en la regulación del metabolismo socioeconómico, o cierta-mente a una combinación de los dos (Mészáros, 2008, p. 78).

Las conclusiones de Braudel, respecto a la expansión del capitalismo fuera de Europa Occidental (Braudel, 1992, II, pp. 581-82), expresan igualmente su opinión sobre el carácter finito e históricamente con-tingente del capitalismo como sistema económico: “...the fact must be faced that the creation of capitalism succeded in Europe, made a beginning in Japan and failed….almost everywhere else or perhaps one should say failed to reach completion…” (…hay que enfrentar el hecho de que la creación del capitalismo tuvo éxito en Europa, tuvo sus inicios en Japón y fracasó… en casi todas partes o quizás habría que decir que fracasó en lograr un éxito completo. Traducción nuestra).

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La sociedad capitalista que caracteriza hoy día al llamado Primer Mundo (Europa, Estados Unidos y Japón) se expresa de manera con-creta como una formación social que comprende diferentes modos de vida, diversas culturas y formas de vida cotidiana, un modo capita-lista de producción y reproducción tanto de la vida material como de la esfera de reproducción del ser social, de la vida biológica de la especie humana que la caracteriza (género de vida) como de la superestructura que lo intenta legitimar (Vargas-Arenas, 1987, pp. 61-63; Vargas-Arenas y Sanoja, 1999, pp. 65-67; Bate, 1998, pp. 57-76), es una forma-ción social que –usando la fuerza y la violencia– ha integrado o tratado de integrar, al interior de su tiempo histórico, diversas sociedades y grupos sociales que, dentro de otras formaciones sociales, tuvieron o tienen una historia anterior independiente, un tiempo histórico, propio. Estos factores constituyen precisamente las condiciones contingentes o las causales que definen la variabilidad fenoménica de la formación capitalista (Bate, 1998, p. 73) y permiten que ésta se pueda personi-ficar bajo formas diferentes, desde la variedad capitalista privada a la teocracia del presente, y desde los ideólogos y políticos de la derecha radical a los burócratas del Estado y los partidos postcapitalistas. Por estas razones, para cambiar históricamente la presente formación social capitalista, la tarea debe ser ir más allá del capital como modo de control metabólico social, no el sometimiento a su desarrollo.

El modo de vida capitalista europeo magistralmente analizado por Braudel (1992, Vol. 1), no fue capaz de disolver la diversidad de modos de vida, la extraordinaria diversidad cultural que caracterizaba y caracteriza los antiguos procesos civilizatorios no capitalistas de su periferia llegando a promover desde los siglos XVIII y XIX en China, la India, el antiguo Imperio ruso, entre otros, el nacimiento de enclaves urbanos costeros “modernistas” que estaban y están todavía bajo el dominio del capital, dejando fuera de su control a enormes pobla-ciones, a cientos de millones de seres humanos que sólo parcial o refe-rencialmente han estado o están regidos o viven cotidianamente bajo la administración exitosa del metabolismo socioeconómico capitalista (Mészáros, 2008, p. 66). Es precisamente a partir de ellos que en este momento de crisis estructural del sistema capitalista y de los modos de vida angloeuropeos, comienzan a emerger nuevos procesos civili-zadores y situaciones contingentes siempre posibles que podrían llegar

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–a la larga– a alterar la calidad fundamental del capitalismo como sistema, tal como ocurrió con la conquista y colonización europea de Nuestra América que disparó el proceso de acumulación originaria de capital y el desarrollo consecuente del capitalismo industrial y el finan-ciero, y produjo el colapso de la sociedad medieval europea.

Como corolario podríamos dejar establecido que si bien existe una teoría general de los modos de producción capaz de explicar dialécti-camente la historia de la Sociedad en su conjunto, dicha explicación debe ser validada mediante la formulación de teorías particulares que contribuyan a explicar la diversidad de procesos culturales civiliza-dores que conforman la realidad concreta entendiendo –como dijo Marx en el volumen I de los Grundrisse (1967, p. 30)– que “Le con-cret est le concret parce qu’il est la synthèse de nombreuses determi-nations, c’est l’unité de la diversité…” (Lo concreto es lo concreto porque es la síntesis de muchas determinaciones, es la unidad de la diversidad… Traducción nuestra).

Lo anterior se refleja concretamente en el desarrollo de las diversas propuestas particulares y concretas de construcción socialista que están tomando cuerpo en distintas naciones de Suramérica y el Caribe, las cuales nos indican que es necesario reevaluar la explica-ción teórica de la evolución de la humanidad enunciada por el mate-rialismo histórico. Ya no se trata, en el presente caso, de dilucidar una discusión académica pasada de moda que tuvo lugar en las décadas de los sesenta y setenta del pasado siglo sino, como nos muestra Vargas-Arenas (2007), de clarificar una teoría social particular que funda-mente el diseño de una estrategia concreta para construir la sociedad socialista en Nuestra América, de evaluar críticamente el pasado de nuestras sociedades para enfrentar el desafío ineludible de identificar los requerimientos fundamentales que es necesario incorporar a la estrategia para lograr el cambio radical hacia el socialismo del siglo XXI (Mészáros 2008, p. 249).

Para elaborar nuevas tesis teóricas que permitan analizar prospectiva-mente la historia de la sociedad nuestroamericana es necesario, pues, que exploremos el potencial transformador de otras líneas de desa-rrollo histórico que no surgen directamente del paradigma civilizador

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capitalista europeo, como son las que se desprenden de un paradigma civilizador alternativo como el llamado Modo de Producción Asiático o Despótico. Consideramos particularmente importante analizar su concreción histórica nuestroamericana, ya que los actores políticos y sociales llamados a conformar el sujeto histórico de nuestra revolu-ción –como señalábamos anteriormente a propósito del pensamiento de Rosa Luxemburgo– representa una extraordinaria diversidad cul-tural y étnica:

La diversidad y sus consecuencias no son fenómenos pasajeros, son una constante histórica; no podemos prescindir de ellos a voluntad, como quien deja de lado unos detalles sin importancia. Cada vez que ello se ha intentado, se han tenido que pagar altos costos sociales y políticos (Díaz Polanco y Sánchez, 2002, p. 29).

El Modo de Producción Asiático: una expresión del clasismo inicialEl concepto de despotismo oriental comenzó a ser desarrollado ori-ginalmente por Aristóteles. Para este autor, dicho concepto aludía a la existencia de reinos o gobiernos tiránicos y de pueblos que tenían tendencia a la servidumbre, sometidos al yugo del despotismo de los gobernantes. Este carácter despótico –decía Aristóteles– era más acentuado en los pueblos asiáticos que en los de la Europa clásica. Pos-teriormente y de distintas maneras, el concepto de despotismo oriental fue desarrollado también por pensadores como Maquiavelo, Hobbes, Montesquieu y Stuart Mill y finalmente Hegel (1978, pp. 207-209). Este último contemplaba la existencia de tres formas de despotismo asiático: a) el despotismo teocrático o Estado patriarcal, ejemplificado en los imperios chino y mongol, b) la aristocracia teocrática, ejempli-ficada por el sistema de castas de la India y c) la monarquía teocrática ejemplificada por el régimen monárquico de Persia.

De aquellas fuentes abrevaron también Marx y Engels para definir la categoría de Modo de Producción Asiático, con la cual trataron de explicar científicamente las causas del “atraso” de los pueblos que no habían podido llegar al nivel de progreso alcanzado por los europeos. Se trataba al parecer de otra u otras formaciones sociales con un modo de producción genérico apoyado en la superexplotación masiva de la

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fuerza de trabajo, carentes de desarrollo tecnológico y con una divi-sión del trabajo poco compleja. La célula básica de la sociedad estaba constituida por la organización aldeana basada en el parentesco, reservando para el Estado la facultad de acometer las obras públicas utilizando el tributo en trabajo con el que debía contribuir la pobla-ción de las aldeas.

El concepto Modo de Producción Asiático o Despótico caracteri-zado por la existencia de una sociedad clasista inicial, una forma de gobierno despótico y la ausencia de propiedad privada de la tierra fue –hacia mediados y finales del pasado siglo– objeto de un intenso debate teórico entre economistas e historiadores, tanto marxistas como burgueses (Varga, 1969; Godelier, 1969, pp. 13-67; Bartra, 1969; Wittfogel, 1981). Resumiendo los rasgos institucionales que definirían una sociedad “oriental” o hidráulica, Manzanilla (1986, p. 246) señala: 1) la capacidad de debilitar la propiedad privada de la tierra, la existencia de una burocracia monopolista como tipo espe-cífico de clase gobernante; 2) la incorporación de la religión (¿o ideo-logía?) dominante dentro de su estructura, donde los funcionarios o sacerdotes de dicha religión actuarían como oficiales del gobierno en tanto que éste sería el administrador de sus propiedades; 3) el Estado sería la entidad que aglutinaría los principales logros constructivos, de organización –es decir, mantenimiento y administración– y adqui-sitivos: control del trabajo y de los frutos del mismo. La sociedad hidráulica tendería a constituirse como Estado, constituyendo el sistema político más eficiente para integrar los patrones formales de autoridad, permitiendo una utilización más adecuada del agua y la tierra y proveyendo ventajas económicas y de funcionamiento frente a grupos externos.

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Capítulo 7 Diversidad cultural de las sociedades clasistas iniciales: vías alternas del desarrollo sociohistórico

El conocimiento es histórico. El pensamiento de los científicos y en particular el de los científicos sociales, está determinado por el nivel de conocimientos que se tiene en un determinado momento sobre la historia de la humanidad. En este sentido, podemos observar que la categoría Modo de Producción Asiático fue formulada por Marx y Engels hacia mediados del siglo XIX, cuando no había sido creado todavía el extenso corpus de conocimientos científicos que han producido la arqueología, la paleobotánica, la paleozoología, la paleoecología, la filología, el urbanismo y otras ciencias auxiliares.

Para el materialismo histórico en el caso particular del Modo de Pro-ducción Asiático, lo que es científicamente relevante en el momento actual no es tratar de definir el origen del Estado arcaico sino el sur-gimiento originario de la sociedad de clases, el clasismo inicial que lo hace posible (Bate, 2008, pp. 43-45; Gándara, 2008, p. 208). Ello se pondrá de relieve cuando analicemos comparativamente en los siguientes capítulos la diversidad de procesos históricos que han seguido las sociedades consideradas como paradigmáticas para des-cribir el Modo de Producción Asiático, desde las formas más antiguas hasta su culminación moderna en diversas formas de sociedades capi-talistas, capitalistas de estado o ex socialistas. Dicho bloque histórico, considerado por la cosmovisión eurocéntrica como un residuo atra-sado de la historia de la humanidad, representa por el contrario pro-cesos muy dinámicos de cambio social que hoy día son críticos para la supervivencia o la sustitución del sistema capitalista mundial por uno socialista donde predomine el valor del trabajo sobre el del capital.

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De los pueblos pastores de Eurasia a la Revolución SoviéticaDesde el IV milenio a.C., los pueblos pastores de la estepa asiática y particularmente la euroasiática, ya habían comenzado a domesticar el caballo, el cual se utilizaba como proveedor de carne, como animal de tracción y para montarlo. Para inicios del Período del Bronce Antiguo, alrededor de 2000 años a.C., coexistían entre dichos pueblos dos formas socioeconómicas complementarias: el pastoreo, la ganadería y la agricultura, las cuales constituían la base material de una sociedad jerárquica guerrera. Entre los siglos VII y VI a.C., comenzaron a hacerse presentes otros pueblos pastores quienes, a diferencia de los anteriores, utilizaban el hierro para fabricar sus armas. Ya para el siglo VII a.C. se habían formado Estados o imperios arcaicos nómadas clasistas donde interactuaban los pueblos agricultores ganaderos y los pueblos pastores, por una parte, y las comunidades sedentarias de la Edad del Bronce Final (Harmatta, 1982, pp. 137-148; Kristiansen, 1994, p. 19; 1998, pp. 260-751).

A diferencia de aquellas formaciones sociales euroasiáticas que vivían en las dilatadas llanuras que se extienden desde el río Elba hasta el Don, el territorio europeo occidental albergaba para inicios de la era cristiana un modo de producción tribal-comunal basado en la agri-cultura, la ganadería y la metalurgia. Dicha sociedad estaba domi-nada por aristocracias guerreras identificadas como el modo de producción germánico, articulada con otra cuyo modo de producción utilizaba procesos de trabajo esclavista, identificada como el sistema de Estado imperial romano. Esta sociedad esclavista, contaba con amplias estructuras urbanas, vastos latifundios agropecuarios, pro-ducción semiindustrial de bienes de consumo y una extensa red de intercambio mercantil a larga distancia. Este hecho fue determinante del desarrollo desigual entre los pueblos del occidente y del oriente de Eurasia, ya que estos últimos, a diferencia de los germánicos, nunca llegaron a articularse con el sistema imperial de Roma (Anderson, 1979, p. 219).

A partir del colapso del Imperio romano, entre los siglos V y VI de la era cristiana, las tribus germánicas que habitaban al este del Danubio, comenzaron a abandonar sus antiguos territorios para dirigirse hacia el sur y el oeste de Europa, dejando el espacio libre para los pueblos

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agrícolas eslavos. El modo de producción de los eslavos se caracteri-zaba por confederaciones tribales agropastoriles de aldeas nucleares o centros urbanos que podían llegar a tener una gran población pero que eran muy pocos y se hallaban muy distantes unos de otros. No descansaba, como fue el caso en Europa Occidental, en una pirámide o tejido conectivo territorial formado por pequeños pueblos. Como esos centros urbanos estaban gobernados por aristocracias guerreras, ni los artesanos ni los campesinos tenían posibilidad de desarrollar libremente sus actividades productivas, contrariamente a las pobla-ciones urbanas de Europa Occidental donde la industria artesanal y el comercio ya habían comenzado a florecer dentro de la especie de capitalismo mercantil que había surgido bajo el Imperio romano. Por el contrario, bajo el modo de producción eslavo, dichas aristocracias derivaron posteriormente hacia la constitución de una clase domi-nante integrada por clanes de terratenientes con una jerarquía social hereditaria, los cuales explotaban al campesinado y a un sector de esclavos domésticos conformado por prisioneros de guerra y practi-caban principalmente un comercio basado en materias primas natu-rales (Mongait, 1960, pp. 344-352; Braudel, 1982, p. 127; Marx y Hobsbawn, 1972, p. 17; Anderson, 1979, pp. 219-220; Harmatta, 1982, pp. 129-176). Según este modo de producción se conformó en siglos posteriores lo que denomina Braudel (1992, III, p. 441) “...the remote and marginal world of Muscovy...” (…el mundo marginal y remoto de Moscovia… Traducción nuestra) en el siglo XV de la era cristiana, cuando Iván el Terrible, príncipe de Moscú, apoyado por la jerarquía nobiliaria moscovita, la jerarquía de la Iglesia ortodoxa y sus aliados comerciales y políticos, derrotaron el Estado nomádico mongol, denominado la Horda de Oro, emergiendo la Rus de Moscú como líder del territorio de la Gran Rusia. En 1547 Iván IV fue coro-nado oficialmente como primer Tsar de todas las Rusias.

Para el siglo XVI, la Rusia de Moscovia se caracterizaba por tener un Estado omnipotente que era propietario de la tierra (Varga, 1969, p. 77), bajo la autoridad autocrática del Tsar apoyado en la Iglesia ortodoxa y en una clase nobiliaria, los boyardos y los kulaks, quienes explotaban una vasta clase de trabajadores y campesinos sometidos a un régimen de trabajo servil. El Tsar tenía el monopolio de toda la producción y el comercio de bienes manufacturados.

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La apertura de Rusia a la tecnología del capitalismo industrial de Europa Occidental se aceleró bajo el reinado de Pedro el Grande (1689-1725), aunque su orientación principal se volcaba hacia el mundo asiático (Braudel, 1992, III, pp. 441-466). Los sucesivos monarcas después de Pedro, se esforzaron por construir un gobierno centralizado apoyado en una burocracia muy estructurada que debía obediencia servil al Tsar y en una extensa clase de siervos campesinos. La población urbana creció significativamente, así como la produc-ción industrial y artesanal, dando lugar a una pequeña clase de prole-tarios, artesanos y pequeños comerciantes

Hacia mediados del siglo XIX, la Liga de los Comunistas consideraba que existían condiciones para una revolución proletaria en países que formaban parte del mundo industrial desarrollado de la época, como Estados Unidos, Inglaterra, Alemania, Suiza y Polonia. A partir de 1870 las ideas socialistas en boga en Europa Occidental estimularon movimientos revolucionarios en Rusia que culminaron con las rebe-liones obreras de 1905. Pero la crisis del capitalismo que precipitó la Primera Guerra Mundial, determinó que la primera revolución prole-taria tuviese lugar en la Rusia Zarista, con un territorio enorme donde coexistían diversos tiempos históricos, modos de vida que iban desde los recolectores pescadores siberianos, los pastores mongoles y el ser-vaje campesino hasta los trabajadores industriales, pero uno entre los países tecnológica y socialmente más atrasados de la Europa de entonces.

La tarea que debían enfrentar los movimientos revolucionarios rusos no era sencilla: llevar todos esos diversos pueblos hacia el socialismo. Dicha tarea se dificultaba aún más debido, por una parte, a la ato-mización ideológica y de objetivos prácticos de dichos movimientos (Reed, 2007) y, por la otra, a que debían afrontar la construcción del socialismo, no sobre las bases del progreso organizativo que debía haber alcanzado la clase proletaria en su victoria sobre la burguesía capitalista, según el paradigma del progreso de la civilización occi-dental, sino sobre los despojos de un sistema político despótico e histó-ricamente atrasado (Sanoja y Vargas-Arenas, 2008, p. 294).

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La Revolución Rusa de 1917 y la instauración del primer Estado socialista del mundo, fue la culminación de una serie de luchas y movimientos sociales que desde el siglo XIX habían tratado de derrocar el régimen tsarista, lo cual lograron finalmente bajo la ins-piración y la dirección de Vladimir Ilich Lenin. Este sostenía la tesis del partido como vanguardia del proletariado para mostrar al pro-letariado dónde están sus verdaderos intereses de clase y la instaura-ción de una dictadura democrática de los trabajadores y campesinos para garantizar la necesaria derrota de la burguesía y el triunfo de la revolución. El leninismo, según Stalin, “...es la teoría y la práctica de la revolución proletaria en general y la táctica de la dictadura del pro-letariado en particular...”. Gracias a la aplicación de dicha teoría y su táctica correspondiente, según Trostky:

…Rusia entró en el camino de la revolución proletaria, no porque su economía fuese la más madura para la transformación socialista, sino porque esta economía ya no podía desarrollarse sobre bases capita-listas... la revolución proletaria fue lo único que permitió a un país atrasado obtener en menos de veinte años resultados sin precedentes en la historia (Trostky 1963a, pp. 17, 15).

Algunos adversarios ideológicos de la Unión Soviética, tales como Karl Wittfogel (1981, pp. 438-440), sostenían que la naturaleza repre-siva del Estado y el socialismo soviético (el cual Wittfogel consideraba como la Restauración asiática de Rusia) derivaba directamente de la supuesta condición semiasiática que –según el autor– caracterizaba el anterior régimen de la Rusia zarista y de la nueva burocracia par-tidista que estaba conduciendo a Rusia hacia una Restauración asiá-tica. En este sentido, según explica Gándara (2008 p. 212) en relación con la llamada sociedad asiática, la hipótesis sostenida por Wittfogel no está referida a cualquier tipo de sociedades ni a cualquier tipo de irrigación, sino que alude claramente a la relación entre un cierto tipo de Estado arcaico y el control de la irrigación compleja. Es una hipó-tesis destinada originalmente a explicar, en términos evolutivos, el surgimiento del Estado despótico, lo cual no era precisamente el caso de la extinta Unión Soviética.

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En 1993 colapsaron la Unión Soviética y el Bloque Socialista europeo. Quince años más tarde el sistema capitalista mundial entra igual-mente en una aguda crisis que amenaza con llevarlo al colapso total. El problema, como podemos ver, es de naturaleza eminentemente social. Por tanto, nuestro interés en el presente caso no es discutir con datos empíricos la validez actual del Modo de Producción Asiático referida a una formación social concreta, sino resumir ciertas carac-terísticas de dicho modo de producción precapitalista o no capita-lista que puedan servirnos para esclarecer la importancia que tiene el estudio de esta línea histórica originaria de la sociedad clasista inicial, para la búsqueda de nuevas alternativas que expliquen la fac-tibilidad de otros desarrollos sociohistóricos como el socialismo, dife-rentes al capitalismo empresarial burgués occidental (Godelier, 1969, pp. 60-63).

El clasismo inicial en Mesopotamia: Irak, Irán, TurquíaLas investigaciones arqueológicas practicadas en la vasta región del Asia Occidental y el norte de África en los últimos sesenta años, nos permiten hoy día fijar los orígenes de la vida social organizada y la domesticación de plantas en 7000 años a.C. (Mellaart, 1970, pp. 198, 219). Podríamos posiblemente sostener, sobre la base de estos conoci-mientos, que el Asia Occidental habría formado una civilización sin-gular expresada en diversos procesos civilizadores que se prolongan hasta nuestros días, vinculados en diversos momentos cruciales de su historia moderna con los de la civilización occidental (Europa-Estados Unidos).

Al analizar comparativamente la diversidad de procesos sociohistó-ricos que condujeron a la formación de las sociedades complejas en los diversos continentes, podemos observar que el surgimiento de las sociedades clasistas iniciales no siguió –como bien sabemos– un patrón definido en todas partes del mundo (Utchenko y Diakonoff, 1982, pp. 7-22). A diferencia de lo ocurrido en los pueblos agropas-toriles de Eurasia, ya analizados, en Asia el norte de África, el Medio Oriente y América, los grandes sistemas de regadío, muchas veces asociados con el surgimiento de las sociedades clasistas, parecen haber constituido uno de los elementos originarios para la integra-ción y cohesión de la población, controlados por dinastías despóticas,

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las cuales se apropiaban de buena parte del excedente producido por la población de las diferentes aldeas sometidas al gobierno de la auto-ridad central (Childe, 1958; Diakonoff, 1982, pp. 23-50; Bate, 1984; UNAM, 1988).

En Mesopotamia (Irak-Turquía), el modo de vida sedentario –ejem-plificado por sitios arqueológicos como Hassuna y Hacilar– está pre-sente desde el VI o V milenio a.C., apareciendo evidencias tempranas de urbanismo, aldeas amuralladas donde se cultivaban cereales y se domesticaban cabras, ovejas y cerdos. Hacia 4000-3000 a.C., están presentes agrupaciones urbanas clasistas iniciales como Uruk y Eridu con templos, residencias palaciegas, agricultura con regadío, especialistas artesanales e industriales y utilización de las escritura sobre tabletas de barro. Ya desde el período dinástico, IV milenio a.C., puede rastrearse un gobierno centralizado, evidencia de una civili-zación hidráulica centrada en el Estado (Manzanilla, 1986, pp. 247-259; Mellaart 1970; Braidwood 1967, pp. 118-124; Childe, 1958, p. 168; Ehrich, 1954, p. 61).

La contribución más resaltante de la sociedad dinástica temprana de Mesopotamia se ubica en el dominio de la metalurgia del cobre y el bronce, orientada mayoritariamente hacia la fabricación de armas u objetos suntuarios cuyo consumo estaba dirigido principalmente a los gobernantes y los guerreros, al servicio de los templos y de los ciu-dadanos prósperos (Childe, 1958, pp. 156-171).

En la meseta iraní, por otra parte, el inicio del modo de vida seden-tario está ejemplificado entre el VIII y el VII milenio a.C. por aldeas agrícolas como Ali Kosh, Bus Mordeh, Jarmo, Güra entre otras, (Hole et alii, 1969), el cual se extendió hacia regiones vecinas como Afganistán, Baluchistán, Asia Central (Rusia) y Mesopotamia, rela-cionándose también con otros sitios similares en el valle del Indus a través del comercio a larga distancia de materias exóticas como el lapislázuli, la esteatita y el cobre.

La sociedad dinástica temprana o clasista inicial se consolidó hacia 2700 a.C., caracterizada por formaciones urbanas amuralladas cuya densidad de población alcanzaba un promedio de 400 habitantes por

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hectárea, apoyadas en una economía agraria con irrigación, estrati-ficación social y artesanos especialistas (Adams, 1962, pp. 114-115). La sociedad estaba estructurada por tres clases sociales principales: aristocracia guerrera, sacerdotes y campesinos pastores enmarcadas dentro de una estructura social patrilineal cuyo rey era elegido del seno de una familia o linaje particular de la aristocracia guerrera y rodeado de terratenientes guerreros hereditarios o sátrapas, que eran señores tributarios del rey y actuaban como intermediarios para la recolección de los tributos que pagaba la gente del común.

El primer contacto efectivo de estas sociedades orientales con las sociedades esclavistas de Grecia y Roma ocurrió con la invasión de Alejandro Magno y su ejército macedonio entre 336 y 330 a.C y pos-teriormente con la invasión de las legiones romanas de Lucullus en 69 a.C. Posteriormente hacia 630 de la era cristiana cayeron bajo el dominio de los pueblos árabes y turcos en la expansión del islam desde el sur de Arabia, soportando igualmente las invasiones de los pueblos mongoles del Asia Central en 1220.

La modificación sustancial de la sociedad clasista oriental comenzó con las invasiones propiciadas por la expansión colonial europea, particularmente británica y francesa, a partir de finales del siglo XVIII quienes de manera paulatina comenzaron a introducir en aquélla formas comerciales capitalistas que posteriormente fueron el prolegó-meno de la dominación colonial.

En el caso de la región mesopotámica, la primera intervención militar colonial del ejército británico se produjo en 1914. Posteriormente a la finalización de la Primera Guerra Mundial el Colonial office forma-lizó el control colonial del territorio iraquí, instalando en él monarcas que preservasen sus intereses petroleros (Iraq Petroleum Company), económicos y políticos. A partir de 1958, surgió un movimiento de jóvenes militares, intelectuales y obreros que abrazaron la causa del nacionalismo y el socialismo árabe representado en el partido Baas, el cual tenía como paradigma el movimiento socialista militar iniciado en la República Árabe Unida (Egipto) por el coronel Gamal Abdel Nasser. El partido socialista Baas gobernó Irak hasta 1983, cuando la salvaje invasión militar del ejército de los Estados Unidos, ordenada

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por George Bush derrocó el gobierno de Sadam Hussein, destruyendo los fundamentos materiales y culturales de la nación iraquí e impo-niendo al pueblo –a sangre y fuego– un remedo del modo de vida capitalista estadounidense.

Turquía: el Imperio otomanoEn el caso particular de Turquía, entre 1402 y 1481 comenzó la res-tauración y la gran expansión del Estado otomano que lo llevó rápi-damente de ser un pequeño principado de la Anatolia a convertirse en un imperio islámico que llegó a dominar la Europa Central, el sureste de Europa, Anatolia, el mundo árabe y el Asia Central, amalgamando sus instituciones con las heredadas del antiguo Imperio de Bizancio luego de la captura de Constantinopla en 1453. La sociedad otomana estaba gobernada por un monarca o sultán que era dueño de todas las fuentes de riqueza del Imperio, una clase dominante minoritaria y una enorme masa de sujetos. El deber principal de éstos era pro-ducir la riqueza –cultivando la tierra o practicando la industria y el comercio– pagando una parte de sus ganancias a la clase dominante bajo la forma de impuestos o tributos.

Desde finales del siglo XV el islam representado por el Imperio oto-mano y la Cristiandad o Civilización Europea Occidental se hallaron enfrentados a lo largo de una línea divisoria norte-sur entre el Levante y el Mediterráneo Occidental que iba desde las costas del Adriático hasta Sicilia y hasta el litoral de la actual Túnez, permitiendo a los turcos la posibilidad de bloquear las rutas de comercio entre Europa Occidental y el Asia. Por esta razón, España y Portugal se dedicaron a estimular viajes de exploración marítima para buscar una nueva ruta occidental hacia Asia, los cuales culminaron el inesperado avis-tamiento accidental en 1492 de un continente y una humanidad cuya existencia hasta entonces era desconocida: Nuestra América y los pueblos originarios americanos (Braudel, 1992, 3, pp. 22-25; 136-143).

Gracias a la conquista de América, pudo la santa alianza de países europeos contener la expansión otomana hasta el siglo XIX y relanzar el capitalismo desfalleciente en Europa, gracias a la captura de la riqueza humana y de enormes territorios, a la expoliación de los

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grandes recursos en oro y plata que pertenecían a los pueblos origi-narios americanos, hecho que fue el parteaguas de la historia de la humanidad (Fernández Armesto, 1974, pp. 13-16).

En 1914 el Imperio otomano tomó parte en la Primera Guerra Mun-dial como aliado de Alemania; al ser derrotada ésta en 1918, el Imperio colapsó y buena parte de sus extensos territorios repartidos entre los países europeos victoriosos. A partir de 1922 Turquía, bajo la dictadura de una casta militar nacionalista comandada por Kemal Ataturk, se convirtió en una república secular, capitalista, asociada con las potencias imperialistas occidentales durante la Guerra Fría, la cual finalmente, a fines del siglo XX entró a formar parte de la OTAN como puesto avanzado militar contra la Unión Soviética. En el momento actual, con la decadencia de la hegemonía mundial de los Estados Unidos, sus alianzas estratégicas se han reorientado hacia las potencias emergentes, particularmente Irán y Brasil.

La Revolución Islámica en IránEn Irán, la penetración capitalista franco-británica y rusa comenzó entre 1797 y 1834, dando origen al desarrollo de una clase mercantil poderosa que ya existía en 1890. Conforme a esto, los británicos impusieron en 1925 un gobernante o emperador que les era afecto, el Shah Rehza Palevi, cuya dinastía gobernó al pueblo iraní con puño de hierro hasta 1979, cuando fue derrocada por el Imam Khomeini insti-tuyendo una República Islámica, un régimen nacionalista, capitalista de Estado, que nacionalizó los principales medios de producción, particularmente el petróleo, el acero, la petroquímica, las comunica-ciones, democratizó la tenencia de la tierra y propició un importante desarrollo autónomo de la educación, la ciencia, la tecnología y la industria.

A partir de la Revolución Islámica, Irán, poseedor de una de las mayores riquezas gasíferas y petroleras del mundo, enfrenta por ese motivo la oposición política y militar de los Estados Unidos y de Israel, estado número 51 de la Unión. Como consecuencia de dicho enfrentamiento, Irán y el régimen baasista de Irak (apoyado éste por las potencias occidentales) sostuvieron una larga y devastadora guerra entre 1980 y 1988 por la posesión de las márgenes del río

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Shatt-al Arab y varias islas ubicadas en el Golfo Pérsico, en la cual ninguno de ambos países pudo alcanzar una ganancia territorial. Posteriormente el proceso civilizador que representa la Revolución Islámica iraní, donde el Estado detenta un gran poder, inició con base en su enorme riqueza petrolera y gasífera un vasto programa de inver-sión social en todos los órdenes que ha convertido al país en la mayor potencia nuclear, militar-tecnológica y social del Medio Oriente, con fuertes alianzas con China, Rusia, Turquía, las naciones del Cáucaso, Afganistán, Pakistán, Brasil, Venezuela, Bolivia, Ecuador y Argen-tina y con capacidad de enfrentar la fuerza militar y política com-binada de Estados Unidos, Israel y la Unión Europea. Este proceso civilizatorio ha logrado estimular la creación de un orden mundial multipolar contrario al régimen hegemónico sostenido hasta ahora por los Estados Unidos, Israel y la Comunidad Europea, lo cual está pesando fuertemente en la actual crisis estructural que sacude al sis-tema capitalista mundial.

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Capítulo 8 Procesos civilizatorios alternativos en África y Asia, Egipto y el islam

Al continuar con el análisis histórico de las diversas sociedades anti-guas y su proyección hacia el presente, podemos apreciar que en Egipto, el proceso civilizador estuvo directamente estimulado por las extraordinarias condiciones para producir riqueza que ofrecían las inundaciones periódicas del río Nilo y los sistemas de irrigación para canalizar sus aguas, así como por la cercanía a los centros asiáticos y mediterráneos de alta cultura. Si bien el río era el medio natural que representaba la unidad del Imperio, a pesar de la rivalidad que existía entre las poblaciones del Alto y el Bajo Egipto, el carácter divino del faraón garantizaba dicha unidad, simbolizaba la soberanía, la estabi-lidad y la confianza en el gobierno del Imperio. La administración del gobierno la llevaba a cabo una burocracia delegada, cuya principal dedicación era canalizar los excedentes de producción hacia el gober-nante y la élite que lo rodeaba.

Como refuerzo de la soberanía y la administración centralizada de la producción, los faraones y los reyes en diferentes regiones, desa-rrollaron religiones oficiales. En el caso de Egipto, la creencia básica era que el espíritu podría sobrevivir solamente si el cuerpo era debi-damente preservado y provisto con los bienes que le permitirían dis-frutar la existencia en el más allá. Por tal razón, entre 2132 y 1777 a.C., las tumbas de los miembros más importantes de la comunidad asumieron formas monumentales donde destacan las pirámides, pro-vistas con un lujoso mobiliario, pinturas y grabados murales (Clark, 1977, pp. 238-239; Abu Bakr, 1983, pp. 75-101).

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Al igual que en las otras sociedades orientales, el contacto con la sociedad esclavista griega ocurrió entre 332 y 308 a.C. cuando Ale-jandro Magno y sus ejércitos macedonios conquistaron el Antiguo Egipto, hecho del cual surgió la Dinastía Ptolemaica que transformó dicho país en parte del mundo cultural helénico (Riad, 1983, II, pp.183-206). Las luchas intestinas al interior de la Dinastía Ptole-maica determinaron entre 145 y 52 a.C. la intervención militar por parte de la república romana. Al entrar en esta órbita de influencia política, la sociedad egipcia se vio envuelta igualmente en las guerras civiles intestinas por el dominio del poder en Roma. El cónsul Julio César irrumpió en Egipto en persecución de su enemigo Pompeyo, a quien derrotó, relacionándose luego con la reina Cleopatra (Dona-doni, 1983, II, pp. 207-225).

El gobierno de los ptolomeos estaba fuertemente centralizado en la figura del monarca, quien gobernaba a través de una extensa y com-pleja burocracia. La economía del Imperio era una mezcla del control monopólico real y de la empresa privada, la cual se hallaba bajo el control del modo de producción esclavista mercantil que dominaba la sociedad romana (Riad, 1983, II, pp. 183-206).

Luego de la caída del Imperio romano los ejércitos persas de la Dinastía Sasánida invadieron Egipto en 616 d.C.. En 629 d.C.. el país pasó a ser dominado por los árabes imponiendo así el islam bajo el gobierno del Califato de Bagdad. Bajo el islam, posteriormente entre 1250 y 1800 d.C., Egipto vivió bajo la influencia del Imperio oto-mano, expandiendo el control egipcio sobre Nubia, al sur, Yemen y Aden sobre el Mar Rojo.

El islam se extendió rápida y pacíficamente hacia el interior del continente africano, fundamentado en el comercio, contribuyendo a la unidad de los pueblos del continente y expandiendo los inter-cambios de materias primas, bienes terminados así como de fuerza de trabajo esclavizada con El Maghreb, Arabia y la India. El islam, por otra parte, fue el cemento que unificó la mayoría de las socie-dades africanas, particularmente El Maghreb, Egipto y las sociedades afroislámicas orientales (Niane, 1984, pp. 673-686). El arábico a la par del swahili y otras lenguas africanas se convirtió en un medio

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de comunicación entre los hombres de letras de las mezquitas y los mercaderes dando nacimiento en el África subsahariana a los testi-monios de la historia escrita (Mateveiv, 1984, IV, p. 469). Desde los siglos X y XI d.C., bajo el dominio de los Almorávidas, en El Maghreb y el oeste de Andalucía se formaron importantes centros de estudio para la difusión de la ciencia y la filosofía hacia la Europa Occidental, hecho que tuvo gran importancia en el renacimiento cultural ocu-rrido al colapsar la sociedad feudal europea (Niane, 1984, IV, pp. 1-14; Garcin ,1984, IV, pp. 371-397).

Los contactos mercantiles africanos con la sociedad atlántica-medite-rránea-europea, el Medio Oriente y Asia se remontan hasta el siglo XII de la era, culminando en el siglo XV con la intensificación del tráfico de oro y esclavos negros, principalmente a través de mercaderes por-tugueses, genoveses y catalanes. Los portugueses fueron los primeros europeos en tomar contacto con importantes sociedades estatales yorubas del Golfo de Guinea, tal como el Reino de Benin, pueblos que habían alcanzado un alto grado de especialización económica y una gran excelencia en la metalurgia del cobre y el bronce (Ryder, 1984, IV, pp. 339-370; Devisse y Labib, 1984, IV, pp. 635-672; Braudel, 1992, III, p. 430). El período colonial, particularmente a partir del siglo XIX en adelante, debilitó el poder de los antiguos reinos cuyas poblaciones cayeron bajo la autoridad política de los diversos poderes coloniales europeos. Bajo el proceso de descolonización que se inició hacia mediados del siglo XX, los nuevos Estados nación que surgieron representaban divisiones étnicas artificiales, sociedades clasistas mayormente multitribales con variadas formas de gobierno basadas en el concepto occidental de democracia, el socialismo africano o el gobierno militar.

En El Maghreb , norte de África, los fenicios fundaron a partir del siglo VIII a.C., alrededor de 300 colonias en la costa de los actuales estados de Argelia, Túnez, Marruecos y Libia. Entre los siglos X y XII fue colonizado por las dinastías bereberes arabizadas. Después de la caída de la taifa de Sevilla, España, en 1091 de la era y particular-mente al finalizar los reyes cristianos la reconquista de El Andalus, los reinos de El Maghreb recibieron un importante contingente de población arábica y judía sefardí proveniente del sur de España, los

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cuales aportaron importantes innovaciones en el campo de la tecno-logía agrícola y la ciencia.

Los reinos bereberes sufrieron, al igual que Egipto, la influencia turca y posteriormente, en el siglo XIX, la conquista colonial por parte de diversos países capitalistas europeos occidentales. Entre 1830 y 1962 Argelia se convirtió en protectorado y luego en un departamento de la República Francesa, hasta conquistar su independencia en 1962 luego de una cruenta guerra de liberación. Con una historia originaria muy similar, Túnez y Marruecos se convirtieron en un protectorado de Francia entre 1881 y 1956 cuando obtuvieron su independencia. Hoy día Argelia, uno de los más importantes productores de petróleo del mundo, así como Túnez, son repúblicas gobernadas por sistemas polí-ticos autoritarios inspirados en el paradigma de la social democracia neoliberal. Antes del descubrimiento del petróleo en su subsuelo en 1950 Libia era una sociedad tribal pobre, limitada por las condiciones climáticas del Sahara. Luego de 1969 bajo el régimen del Socialismo Árabe, se transformó en un estado de bienestar que ha alcanzado el más alto nivel de vida del continente africano. Marruecos es una monarquía parlamentaria tiránica subserviente, al igual que Túnez, de las transnacionales de Estados Unidos, Israel y la Comunidad Europea.

De manera muy similar a el Maghreb, en 1805 Egipto fue ocupado por las tropas napoleónicas y en 1882 se convirtió en protectorado británico bajo un gobierno monárquico parlamentario. En 1952 un grupo de jóvenes oficiales revolucionarios nacionalistas derrocó la monarquía egipcia, declarando la existencia de la República Árabe Unida –cuyo presidente fue el coronel Gamal Abdel Nasser– ambien-tada dentro del socialismo árabe Baas, la cual se integró temporal-mente con Irak y Siria gobernada también por élites militares que compartían los ideales del socialismo nacionalista árabe de Gamal Abdel Nasser. Las potencias occidentales que representaban los intereses del capitalismo occidental en Egipto, África del Norte y el Medio Oriente, Estados Unidos, Inglaterra, Francia e Israel, lograron finalmente derrocar el gobierno socialista árabe e imponer el actual régimen tiránico liderado por Hosni Mubarak, bastión político neo-liberal subserviente también de las transnacionales de los Estados

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Unidos, Israel y la Comunidad Europea. El 29 de enero de 2011, el régimen dictatorial de Mubarak parece derrumbarse frente a la embestida liberadora del pueblo egipcio, marcando lo que podría ser el colapso final de la periferia árabe y medio oriental del núcleo duro del capitalismo occidental.

La India y PakistánEl desarrollo de la cultura moderna de la India, al igual que las otras ya analizadas en el sur de Asia, es producto de una síntesis de diversos componentes humanos y étnicos aportados por las invasiones persas, particularmente la del emperador persa Darío en 516 a.C., la griega al mando de Alejandro el Grande en 327 a.C y la conquista islámica emprendida por los pueblos árabes y turcomongoles a partir del siglo VII de la era cristiana.

En el valle del río Indus ya existían entre el IV y el III milenio a.C. una gran multitud de asentamientos sedentarios que disfrutaban de las casi ilimitadas posibilidades para el desarrollo agrícola y la concen-tración de grandes poblaciones humanas que ofrecía esta extensa pla-nicie aluvial. Según estas condiciones, se desarrollaron los primeros asentamientos urbanos que caracterizan la denominada cultura o civilización Harappa (1650+110 a.C.). Ésta representaba un perfecto ajuste de la vida humana a un ambiente específico que constituye el fundamento de la moderna cultura de la India. No obstante sus nexos comerciales con otros procesos civilizadores asiáticos de Meso-potamia, Persia, Egipto y China y posteriormente con las sociedades urbanas de Grecia y Roma, la India representa una cultura originaria y autónoma.

Los asentamientos urbanos de Harappa fluctúan entre pequeñas aldeas y grandes centros urbanos construidos con adobes y ladrillos, tales como Mohenho Daro, Harappa misma y Kalibangan, levan-tadas en torno a ciudadelas fortificadas. El cultivo de cereales como el trigo y la cebada, el arroz, el sésamo, arvejas, dátiles y de plantas como el algodón estaba asociado con el uso de la irrigación por inun-dación, asociado con la ganadería de vacunos, búfalos, ovejas, cabras, camellos, asnos y animales domésticos como el gato y el perro.

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Los pueblos de la civilización del valle del Indus desarrollaron la navegación fluvial, la manufactura de objetos de cobre y bronce, de oro, plata y estaño y cobre arsenicado, la cerámica fayence. Ciertos objetos exóticos en lapislázuli parecen haber provenido de Irán y existen otras evidencias de relaciones comerciales a larga distancia entre los mercaderes de Harappa y Mohenho Daro con los de Meso-potamia y el Golfo Pérsico, particularmente los de los puertos de Bahrain y Failaka.

La sociedad Harappa desarrolló un alfabeto y un lenguaje escrito, así como un complejo sistema de pesas y medidas. La expresión artística característica eran las figurinas humanas –en su mayoría femeninas– modeladas en terracota, así como mujeres con niños o represen-tando actividades de la vida cotidiana y representaciones zoomorfas variadas (tigres, rinocerontes, vacas, elefantes, etcétera).

La sociedad Harappa o Mohenho Daro, parece estar asociada tam-bién con un tipo de sistema estatal clasista inicial, despótico, admi-nistrado por un jefe tribal o rey que gobernaba apoyado en un sistema feudal denominado samanta y funcionarios reales como los mähäd-jadhiräja o maharaja encargados de los gobiernos regionales. El gobierno se fundamentaba en la ideología o religión que servía para controlar la mente de los individuos, generando particularmente el sistema de castas que ha permitido hasta el presente la reproducción continuada y estable de las jerarquías sociales de gobernantes, aris-tócratas y guerreros (Ksatriyas), sacerdotes y filósofos (Brahmanes), artesanos (Vaysas) y aquellos que se encuentran en la escala más baja de la sociedad (Dasas) (Linton, 1959, pp. 507-519; Childe, 1958, pp. 172-206; Clark, 1977, pp. 268, 285).

Aparte de las invasiones persas y griegas que se produjeron entre el IV y el III siglo a.C., las evidencias arqueológicas y literarias indican la existencia de una intensa actividad mercantil posterior a dichas fechas con mercaderes del sur de Arabia que comerciaban bienes traídos de Egipto, así como mercaderes chinos, griegos y romanos que conectaban a la India con el ámbito mediterráneo y el Asia Central.

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En 712 d.C., al igual que ocurrió en el sur de Asia y el cercano Oriente, el norte de África y el Mediterráneo Occidental, los pueblos árabes del islam conquistaron porciones importantes del subcontinente indio, seguidos posteriormente por los invasores turco-mongoles que fundaron en 1526 el Imperio mogul en la India. El choque cultural entre el islam y el hinduismo contribuyó a cristalizar la estructura social y los valores culturales del pueblo indio y en general el régimen despótico mercantil, clasista, que imperaba en la India (Linton, 1959, pp. 507-510).

La civilización occidental y el modo de vida capitalista lograron obtener hacia mediados del siglo XVIII, el control político y económico de la India, gobernada por el Imperio mighal, a través de la penetra-ción comercial británica ejercida por la East India Company, la cual se instaló en Bengala en 1765 (Wolf, 1990, pp. 239-252). Mediante las acciones colonialistas de la misma desmantelaron la naciente pro-ducción industrial del Imperio, la más importante del mundo en el siglo XVIII, dedicada en gran parte a la fabricación de lujosas telas de algodón y telas de seda que se exportaban a todo el mundo (Braudel, 1992, III, p. 509), de manera tal que, para el 1 de noviembre de 1858, la reina Victoria fue proclamada por el Gobierno británico como Emperatriz de la India. De esta manera, los colonizadores impusieron el dominio del capitalismo industrial europeo, su sistema político, su lengua y sus costumbres, tratando de que la población nativa, hindúes o musulmanes, quedase confinada a desempeñar los oficios auxiliares de la administración colonial. La sociedad india ya había logrado para el siglo XVII tener una importante élite ilustrada con un alto nivel de desarrollo político, económico y cultural, ejemplo de la cual serían posteriormente el Mahatma Gandhi y Ali Jinnah padres –respectiva-mente– de la India, hoy día una democracia social parlamentaria y de Pakistán, hoy día un régimen militarista dominado por los Estados Unidos, las cuales lograron su independencia del Imperio británico en 1947 (Sanoja y Vargas-Arenas, 2008, p. 265).

El proceso civilizatorio de China y el sureste de AsiaEn diversas regiones de China desde la llamada cultura Lung-shan, a comienzos del segundo milenio a.C., comenzó a desarrollarse una formación social caracterizada por una combinación de vida urbana, metalurgia del bronce, la escritura y una sociedad altamente

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estratificada (Chich Chang, 1977, p. 217). De manera similar a las ya descritas, el catalizador de los procesos históricos que llevaron a la unificación de China y la formación del Imperio Han, no parece haberse debido exclusivamente a causas económicas sino también al desarrollo y expansión de la ideología religiosa institucionalizada. Desde la Dinastía Han (202 a.C. 200, d.C.), los monjes budistas abrieron las rutas comerciales que conducían hasta los más remotos lugares de Asia, particularmente con las civilizaciones que florecían en la India al mismo tiempo que propiciaban el comercio que fluía en sentido contrario desde Siria, Irán, Egipto y Roma (Clark, 1977, p. 319). La fusión de las influencias emanadas tanto de la civilización china como de la India en el sureste de Asia, estuvo mediada por los mercaderes de las sociedades tribales de esta región, situación que estimuló el surgimiento de nuevas sociedades clasistas iniciales como el llamado Reino de Fou-Nan en el delta del río Mekong, Camboya, en el siglo III de la era cristiana (Clark, 1977, p. 348).

Por las razones ya enumeradas, y a diferencia de las sociedades occi-dentales de la Edad del Bronce europeo –ya analizadas–, el desarrollo y el funcionamiento de la industria (metalurgia, cerámica, tejidos) y el proceso de acumulación de capitales se hallaba subsumido dentro del control centralizado de las jerarquías gobernantes. Esta caracte-rística, señalada generalmente como causa del atraso histórico de las sociedades llamadas despóticas, produjo por el contrario un proceso de desarrollo de las fuerzas productivas durante la Dinastía Ming (1328-1627 d.C.), que hizo del Imperio chino la sociedad más desa-rrollada del siglo XV de la era cristiana. A diferencia de los reinos de Portugal y Castilla y Aragón, China renunció a ser un imperio marí-timo abandonando la intensa actividad naval y el comercio marítimo a larga distancia que había tenido lugar a inicios del siglo XV, concen-trándose, hasta el presente, en su desarrollo interior y en la expansión de sus fronteras terrestres (Fernández Armesto, 1996, pp. 142-145).

En el siglo XVII la reunificación de China bajo la Dinastía Ch’ing, el Estado Manchú, conforme a un sistema militarista, fue una suerte de transición del antiguo tribalismo hacia una autocracia monárquica, hacia el Estado organizado sobre la base de protocolos burocráticos formales característicos de lo que se podría entender propiamente

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como un Estado despótico oriental. A partir del siglo XVIII, los grandes emprendimientos industriales y mercantiles que comenzaron a desa-rrollarse en China estaban conectados directamente con la oligarquía dominante y funcionaban con el apoyo gubernamental. Gracias a los emprendimientos mercantiles de la East India Company, entre 1719 y 1833, China obtuvo entre 306 y 330 millones de piastras en plata, 1/5 de la plata producida en México en ese período, a cambio del té que aquélla compraba a los comerciantes chinos (Wolf, 1990, p. 295). Como contraparte, en 1797 la East India Company logró imponer a China su monopolio del tráfico del opio (del narcotráfico), mediante el cual recuperaban parte de la plata que pagaban a China por la venta de las hojas de té, subvirtiendo así el orden social y la salud pública del pueblo chino. El tráfico de una droga dura, destructiva, como el opio, representaba, por otra parte, una de las principales fuentes de ingreso del Imperio mughal de la India sometido a su vez al dominio del Imperio británico (Wolf, 1990, p. 258).

A finales del siglo XIX la modernización de la economía china, deter-minada por una mayor penetración de la tecnología y el capital extranjero, se vio obstaculizada por la corrupción y la incompetencia que existía en la oligarquía dominante. La reacción nacionalista interna contra esta humillación de la nación china, la llamada Rebe-lión de los Boxers ocurrida en 1900, fue finalmente derrotada por la intervención militar extranjera que culminó con la ocupación de Peking (Beijing), la capital del Imperio. En 1911 comenzó una revo-lución modernizadora republicana comandada por Sun Yat-sen, la cual logró que en 1912 la oligarquía manchú de la Dinastía Ch’ing abdicase a favor de la República China. En 1921 comenzó una nueva revolución acaudillada por el Partido Nacionalista (Kuomingtan) derechista, defensor del capitalismo occidental, y el Partido Comu-nista Chino, también nacionalista, pero que promovía la revolución social china. Las posiciones ideológicas de ambos entraron posterior-mente en un conflicto que se convirtió en una guerra civil agravada por la invasión japonesa en 1937. Finalizada la Segunda Guerra Mun-dial en 1945, en 1949 el Ejército Chino Popular de Liberación derrotó finalmente a los nacionalistas apoyados por los Estados Unidos y el 1 de octubre del mismo año Mao Zedong proclamó en Peking (Beijing), el nacimiento de la República Popular China, culminando el llamado

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paradigma del Progreso de una manera histórica diferente al de la civilización capitalista occidental.

El proceso civilizador de JapónDurante el siglo VII de la era cristiana, en Japón ya existía una sociedad jerárquica gobernada por una clase de guerreros controlada por una variante religiosa del budismo, el shintoismo. Desde antes de esa época, en el período Yayoi (300 años a.C.), el fundamento de la pro-ducción agraria era el cultivo del arroz y la utilización de sistemas de regadío, la pesca y la recolección marina, la metalurgia del bronce y en cierta medida del hierro. Ya desde este período se nota la influencia de la Dinastía Han en la tecnología de la metalurgia del bronce. Pos-teriormente, entre los siglos VI y VII de la era cristiana, la influencia de la cultura china del período Tang se manifestó en la aceptación del alfabeto, los textos budistas y confucionistas, las convenciones artís-ticas, los protocolos burocráticos y cortesanos de la corte imperial establecida primeramente en Nara y luego en Kyoto. El poder efectivo vino a ser ejercido progresivamente por un funcionario, designado jefe de todos los clanes, denominado Seii-Tai Shogun. Sin embargo, el desarrollo cultural del pueblo japonés tuvo características muy singulares, centradas en el rechazo a las influencias extranjeras. En 1541 un junco chino que llevaba pasajeros portugueses encalló en la isla Kyushu, constituyendo así el primer contacto entre Japón y la cul-tura europea que marcó el inicio de la absorción de la tecnología occi-dental, mas no del capitalismo mercantil de la época (Clark, 1977, pp. 320-337). El año de 1600, un primer barco holandés recaló en Kyushu y en 1605 comenzó a estructurarse la Compañía Holandesa de las Indias orientales para desarrollar el comercio con Japón, China y La India (Braudel, 1992, III, p. 215).

La implantación forzada de los enclaves capitalistas modernosA partir del siglo XVI y particularmente como consecuencia de la Revolución Industrial, los países capitalistas centrales de Europa Occidental trataron –y lograron finamente– crear enclaves comer-ciales capitalistas en el territorio asiático controlado por las antiguas sociedades clasistas y dinastías. Los portugueses se asentaron en Goa, India y Macao, China. Los ingleses consiguieron la concesión

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territorial de Hong-Kong en China y se infiltraron en la India destru-yendo el Imperio del Gran Mogul. De esta manera, para mediados del siglo XVIII la reina Victoria pudo proclamarse Emperatriz de la India, nombrando un virrey como su representante.

Los franceses pusieron pie en Indochina y se anexaron los antiguos reinos que habían florecido en la cuenca de los grandes ríos como el Mekong: Tailandia, Camboya y Annam. Estados Unidos, hacia finales del siglo XIX, con el poder de su flota naval, obligó al Imperio japonés a abrir sus puertos al comercio capitalista. Como resultado, Japón se convirtió en una potencia capitalista autónoma gobernada por una agresiva casta militar, con una flota naval que rivalizaba con las escuadras de los países capitalistas occidentales, la cual fue capaz de conquistar durante la Segunda Guerra Mundial el sureste de Asia, Corea, Manchuria, Formosa (Taiwán), buena parte del territorio de China continental, Filipinas y la mayor parte de las islas del Pacífico, poniendo en jaque el poder militar y naval de los Estados Unidos.

El Imperio japonés sólo pudo ser vencido por un horroroso crimen de guerra que conmovió la humanidad toda: las bombas atómicas que Estados Unidos lanzó sobre Hiroshima y Nagasaki en 1945 oca-sionando centenares de miles de víctimas civiles, para renacer pos-teriormente como uno de los países económicamente más poderoso del G-8, el núcleo duro del capitalismo. China Popular es hoy día un país socialista, la mayor potencia económica del mundo, después del triunfo de la Revolución Comunista china en 1949 bajo la conducción del presidente Mao Zedong (Bettelheim, Rossanda y Karol, 1978). Vietnam (el antiguo reino de Annam) es igualmente hoy día un país socialista desde 1972, después de haber derrotado militarmente a los ejércitos imperialistas de Francia y Estados Unidos. La India, después de su liberación y de su partición en dos países, India y Pakistán, es uno de los países capitalistas más avanzados del mundo y al mismo tiempo –por contradicción– la sede de los movimientos populares anticapitalistas, maoístas y naxalitas más extensos y activos del mundo capitalista. El gobierno militarista de Pakistán ha terminado por convertirse en un enclave del Imperio estadounidense, al mismo tiempo que de fuertes y organizados movimientos fundamentalistas islámicos anticapitalistas y antiimperialistas con fuerte influencia

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política y cultural sobre los pueblos pashtunes de Afganistán que lide-rizan la lucha de liberación nacional contra la ocupación militar esta-dounidense y europea de su territorio, como ya lo hicieron contra la del Imperio británico en el siglo XIX.

Como exponíamos en páginas anteriores, la sociedad humana es el sistema no lineal más complejo debido a la diversidad sociocultural de sus contenidos. Dentro de esa línea de razonamiento, podríamos concluir de la presentación anterior que el capitalismo constituye hasta hoy la culminación de un proceso civilizador milenario y diverso que caracteriza particularmente la historia de los pueblos de Europa Occidental, mientras que los numerosos procesos civilizato-rios y modos de vida comprendidos dentro del denominado Modo de Producción Despótico o Asiático caracterizaron hasta el siglo XIX la vida y los gobiernos de aproximadamente de 75% de los pueblos del mundo periférico a la Europa Occidental. El peso histórico de esta circunstancia en el devenir de esas naciones –como hemos tratado de explicar– se hace sentir todavía con mucha fuerza en este momento crucial de crisis estructural del capitalismo.

Hacia 1000 d.C., Europa Occidental bajo el feudalismo era una región marginal al Mediterráneo, el Cercano Oriente Islámico y el Oriente (Wolf, 1990, p. 267). Su expansión fuera de ese núcleo ori-ginario fue consecuencia, como hemos visto, de la conquista y la colonización armada de las sociedades no capitalistas de su periferia, particularmente Nuestra América, proceso que comienza con fuerza en el siglo XVI y que hoy día se caracteriza por el intento de neocoloni-zarlas destruyendo o fagocitando sus fuerzas productivas, sus recursos humanos, sus materias primas, sus capitales financieros, sus recursos naturales, su biodiversidad, para tratar de darle un segundo aire al imperialismo hegemónico decadente de los Estados Unidos y Europa. Esta expansión fuera del núcleo originario del capitalismo, que podría entenderse también como la reestructuración de las relaciones sociales y políticas dentro de las relaciones capitalistas de producción de la región europea atlántica-mediterránea, parecería corresponder grosso modo con los denominados ciclos largos de Kondratieff que habrían tenido lugar entre 1450-1600 y 1750-1950 de nuestra era (Paynter, 1988, p. 422).

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Capítulo 9 Modos de producción originarios en América

Modo asiático, clasismo inicial y socialismos del siglo XXI

A partir de 1922, siguiendo la tesis de Stalin (1961), la Revolución Soviética escogió desarrollarse en un solo país contrariamente a la de Trostky, la Revolución Permanente (1963b, p. 31), la cual propi-ciaba la socialización de los medios de producción de acuerdo con la ley del desarrollo combinado de los países atrasados: “La revolución socialista empieza dentro de las fronteras nacionales; pero no puede contenerse en ellas.” (Trotsky, 1963, p. 33), ya que como vemos hoy día en el caso de la Revolución Cubana, la bolivariana, la boliviana y la ecuatoriana, la única garantía de triunfo contra el Imperio y contra la restauración de las relaciones sociales burguesas, sólo es posible en el plano internacional vía la victoria del socialismo en varios países.

La mayoría de las sociedades que han sido consideradas de alguna manera como representaciones modernas del Modo de Producción Asiático, la actual Federación Rusa y la República Popular China incluidas, constituyen hoy día el fermento de una nueva versión de socialismo donde, de manera general, los principales medios de pro-ducción han sido y son controlados de alguna manera por el Estado o están socializados coexistiendo diversas formas de propiedad estatal, social y privada, de forma que las ganancias y las pérdidas están –en general– igualmente socializadas. Este tipo de socialismo que podría corresponder con lo que se denomina el socialismo del siglo XXI ha comenzado a tejer redes de intercambio y cooperación acordes con el tipo de desarrollo desigual pero combinado, que vincula hoy diversos países antes tan alejados política y culturalmente como China, Rusia, Bielorrusia, Vietnam, Irán, Venezuela, Cuba, el Caricom, República

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Dominicana, Nicaragua, Honduras, Ecuador, Bolivia, Argentina y Brasil, cuyas sociedades originales, de una manera u otra, se funda-mentaron también en diversos tipos de sociedades jerárquicas o cla-sistas iniciales.

Vista la perspectiva histórica anterior, podríamos decir –resumiendo– que el llamado Modo de Producción Asiático alude, pues, a diversas formas originarias de la sociedad clasista inicial que se definían fun-damentalmente por la manera como era apropiado el producto exce-dente, la cual corresponde a una división social del trabajo entre trabajadores y no trabajadores, y la ausencia de propiedad privada de la tierra, donde los derechos de propiedad de la tierra, principal medio de producción, recaían en el Estado como representación del colectivo. Los impuestos por la posesión y uso de la misma formaban la renta que aquél percibía. La propiedad estatal de la tierra era una norma jurídica que imponía el Estado a los productores y productoras directos orga-nizados y organizadas en comunidades campesinas (Hindess y Hirst, 1979, pp. 183-224).

El concepto de Modo de Producción Asiático, como ha dicho Gán-dara (1983), “…ha sido históricamente importante; su discusión des-truyó la lista ‘oficial’ de modos de producción, y abrió paso a líneas múltiples de desarrollo (…) sin embargo dista de ser la explicación marxista del origen de las clases o del Estado…”. Como ya expli-camos, dicho concepto suscitó, particularmente en los momentos más críticos de la Guerra Fría, agudos debates entre intelectuales y cientí-ficos y científicas de izquierda y de derecha. A este respecto, es nece-sario exponer también que la concepción tan rígida de la evolución de la humanidad planteada por la historiografía marxista clásica con-virtió en universal de la cultura una secuencia de etapas que se esca-lonaban mecánicamente desde la comunidad primitiva, pasando por el esclavismo, el feudalismo, el capitalismo hasta el socialismo. No todos los pueblos siguieron esa línea evolutiva y no todos llegaron al nivel de desarrollo material que caracteriza a la civilización europea, cuyos logros materiales y culturales son considerados por la ciencia social burguesa como paradigmáticos del progreso social.

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Modos de producción originarios en América

Las burguesías del núcleo capitalista central, racionalizando para su beneficio esta característica del desarrollo desigual de la sociedad, explicaron las causas de tal atraso material de los pueblos de su peri-feria postulando que la incapacidad de esos pueblos y sociedades para emular a la civilización europea evidenciaba su condición de pueblos inferiores (Hegel, 1978, p. 191), por lo cual, para que pudiesen pro-gresar tenían que ser fustigados por el amo europeo (¿ahora estadouni-dense?). En nuestra opinión, si aceptamos el razonamiento inverso de que todos los pueblos son iguales, habría que buscar las causas de dicho retraso en la extracción de plusvalía de los países de la periferia vía la dominación colonial y neocolonial, proceso que ha permitido el cre-cimiento de las sociedades capitalistas nucleares, y en las estructuras socioeconómicas y las particulares características del movimiento his-tórico que dicho proceso de expoliación ha generado en las sociedades de la periferia: las regresiones, el estancamiento y la lentitud de los pro-cesos de cambio (Bartra, 1969, p. 12).

En momentos cuando se interrumpe el proceso de expoliación ampliada de la plusvalía para beneficio de las sociedades capitalistas nucleares, como ocurre en el actual, debido al surgimiento de diversos procesos de acumulación emergentes en las sociedades de la periferia, el capitalismo central –en nuestra opinión– comenzará a languidecer si es que carece efectivamente del vigor necesario para emprender una recolonización violenta de dicha periferia.

Los modos de producción de las sociedades americanasEn el caso específico de las civilizaciones americanas, la persistencia de las comunidades consanguíneas características del llamado modo de producción de la comunidad primitiva, es decir, el modo de pro-ducción de las formaciones preclasistas, como estructura básica de la sociedad clasista inicial, impidió ciertamente el crecimiento cua-litativo y cuantitativo de la sociedad más allá de un cierto límite. Ésa parece haber sido una de las razones por la cual la historia de las mismas se ha expresado en ciclos repetitivos: cuando una forma-ción social alcanzaba el límite de su desarrollo material, colapsaba para ser reemplazada por otra similar sin llegar a la disolución de las comunidades consanguíneas y su reemplazo por comunidades secu-lares de especialistas en la producción material que asumiesen la

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dirección del proceso social. La acumulación era fundamentalmente de fuerza de trabajo. Su valor se expresaba en la cantidad de tributo extraído por la comunidad de linajes dominantes organizada como el Estado y en las obras públicas que servían de refuerzo al dominio que éste ejercía sobre la población general (Sanoja y Vargas-Arenas, 2000, pp. 61-84).

En las sociedades clasistas iniciales americanas los linajes domi-nantes, que asumían la representación del Estado, poseían la tierra y organizaban su usufructo personal en nombre de la comunidad: controlaban la actividad y la distribución de los productos de la agricultura, la caza, la pesca, la producción artesanal y los procesos de intercambio intra e intercomunitarios vía la aplicación del código de ley consuetudinaria que constituían las relaciones de parentesco, las relaciones sociales de producción y las sanciones y restricciones que a nivel de la conciencia representaban los medios imaginarios de pro-ducción: los mitos, las creencias y los tabúes. Los y las especialistas en la producción de bienes materiales, particularmente las mujeres, estaban subsumidas dentro de la organización de las diversas uni-dades domésticas consanguíneas que constituían el fundamento de la sociedad. Dentro de la división social del trabajo, las mujeres apor-taban una proporción importante de la producción de bienes mate-riales en la rama del cultivo, de la recolección de alimentos y plantas medicinales, así como la recolección y preparación de materias primas para la elaboración de textiles, la manufactura de tejidos de telar, cestas, preparación de los cueros y manufactura de artesanías, elaboración de la alfarería, cuentas y pendientes de concha y hueso, arte plumario, entre otras actividades.

Una parte de la producción femenina estaba destinada al consumo directo, cotidiano, pero otra parte –no menos importante– se des-tinaba al consumo no reproductivo, vinculado a fundamentar la acumulación de bienes intangibles como el prestigio y el poder. Lo imperfecto de los sistemas de intercambio a larga distancia de bienes terminados o materias primas, limitó la posibilidad de crear y ampliar el sector de producción artesanal especializado en la producción de dichos bienes y de profundizar la división social del trabajo, dado el bajo nivel de consumo individual de bienes no esenciales para la

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reproducción cotidiana de la vida social. Ello determinó también pro-cesos de acumulación de fuerza de trabajo femenina, mujeres jóvenes en la edad productiva y reproductiva óptima, a través por ejemplo de la poliginia, así como el sacrificio ritual de mujeres jóvenes para dis-poner, también por la vía ritual, de los excedentes de mano de obra femenina. De esta manera, las trabajadoras, productoras y repro-ductoras eran mantenidas bajo el control de la organización consan-guínea patriarcal, ideología que parece haber tenido también un peso específico importante en la limitación general del desarrollo de las fuerzas productivas (Sanoja y Vargas-Arenas, 2000; Vargas-Arenas, 2006, pp. 199-206; Vargas-Arenas, 2010, pp. 63-65).

De la misma manera, el medio ambiente impuso a las sociedades cla-sistas iniciales americanas serias limitaciones, tales como ausencia de caballos y asnos, animales domesticables de tiro y de carga, de ganado vacuno y de bueyes para tirar las carretas y los arados, de ganado caprino, lanar y ovino, de aves de corral, carencias que se sumaron a las limitaciones sociales que imponía la llamada “esclavitud generali-zada”. No obstante, las sociedades originarias de los Andes Centrales, el sur de Suramérica, la región amazónica-caribeña, Mesoamérica, Centroamérica y Norteamérica ya habían comenzado desde 5000-4000 años a.C, mucho antes de los inicios de la Edad del Bronce en Europa a desarrollar y planificar procesos civilizadores caracterizados por la construcción de sitios urbanos con arquitectura de piedra, adobe o tierra compactada desde 5000-4000 años a.C., lo cual implicaba que poseían desde mucho antes sólidos conocimientos de diseño estructural y espacial, cálculo matemático de las cargas y su distribución en las estructuras construidas, resistencia de suelos, resistencia de materiales, sistemas mnemónicos o ideográficos para codificación y archivo del tiempo social, escultura, frescos y pinturas murales, textiles, alfarería, metalurgia, modelado de la piedra por percusión y abrasión, sistemas de escritura, comunicación social, astronomía y sistemas calendáricos complejos para el cálculo del tiempo, diseño de vías de comunicación, diseño y construcción de embarcaciones para la navegación fluvial y de altamar, sistemas hidráulicos, regadío y diseño de estructuras agrarias, domesticación de plantas y creación de nuevas especies de maíz y de yuca, entre otros.

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Un elemento causal del rezago material de las sociedades clasistas ini-ciales americanas en ciertas áreas de la tecnología y la mecánica en particular, fue la ausencia de un concepto para la utilización prác-tica de la rueda y el escaso desarrollo del movimiento circular, salvo el alterno utilizado en los husos para hilar el algodón o en los tala-dros para producir perforaciones en sólidos estables como la piedra, la madera, la concha y el hueso. Existen testimonios arqueológicos que indican la existencia de juguetes o figurinas animales con ruedas –posiblemente perros– provenientes de diferentes sitios arqueológicos mexicanos como el de Pánuco, en la Huasteca, y Tres Zapotes, Vera-cruz (Eckholm, 1964, p. 495. Figura 2) aunque nunca desarrollaron, al parecer, el principio para utilizar el movimiento circular para el transporte. En términos tecnológicos, la ruptura con las fuerzas pro-ductivas materiales de la comunidad primitiva se lograría sólo cuando el movimiento rectilíneo que ejercen naturalmente la fuerza humana, los animales de tiro o de carga, el agua, el viento, se transformase en movimiento circular y a su vez éste, amplificado, se convirtiese otra vez en movimiento rectilíneo, adaptado a usos particulares que con-forman el fundamento de la llamada “mecánica primitiva”.

Es a partir de máquinas como la rueca para hilar el algodón, la lana o la seda, del viento para mover la maquinaria del molino o del agua para mover la rueda hidráulica, etcétera, que surgió en la civilización capi-talista occidental la invención del movimiento circular en las máquinas de vapor y los motores de explosión, así como otras tecnologías auxi-liares como las manivelas, los pedales, las correas de transmisión, los engranajes, los volantes, en fin, la multiplicación de la fuerza del movi-miento circular en lineal que hizo posible la primera Revolución Indus-trial (Leroy-Gourhan, 1943, pp. 98-100).

La llamada “esclavitud generalizada”, es decir, el uso extensivo y for-zado de la energía humana, el crecimiento por adición de fuerza de trabajo, ofrecía muy pocas posibilidades para un crecimiento objetivo de la tecnología que permitiese el ahorro en la utilización de la mano de obra por lo cual, en todas las épocas y países donde predominó dicho modo de trabajo, la expansión de la economía agrícola y el desarrollo social en general se mantuvieron dentro de límites rígidos (Anderson,1979, pp. 76-77).

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Esa situación es explicada por la tesis fundamental del marxismo, la cual nos dice que los factores que determinan el crecimiento social, son los cambios sociales revolucionarios. Una revolución es un cambio fundamental y cualitativo provocado en las relaciones de producción de una sociedad dada, debido al desarrollo de las fuerzas productivas las cuales, al llegar a un nivel cuantitativo determinado, entran en contradicción con el orden sociopolítico existente. La evolu-ción y el cambio acelerado se deben a la misma presión de las fuerzas productivas y relaciones de producción que forman una unidad indi-soluble. Es el ritmo de desarrollo de las fuerzas productivas, lo que determinará que la evolución sea lenta, que se produzca un cambio acelerado o un estallido revolucionario. En el caso de las sociedades originarias americanas, las condiciones objetivas materiales pusieron límites para que se diera una línea de desarrollo de las fuerzas pro-ductivas similar al de las sociedades del mismo tipo en Europa, a un tipo de desarrollo de las fuerzas productivas que aquéllas no pudieron llegar a sobrepasar o revolucionar antes del siglo XVI de la era cris-tiana. Podríamos decir que por las razones anteriormente expuestas, la línea general de desarrollo histórico de nuestras sociedades ori-ginarias se constituyó como una forma civilizadora alternativa a la europea, llegando a superar sus logros en muchos aspectos.

Por tales razones, con el objeto de explicar el atraso y el estanca-miento de los pueblos asiáticos en relación con la sociedad capitalista europea, Marx y Engels formularon, como ya expusimos, la categoría de Modo de Producción Asiático como constituido por comunidades aldeanas sometidas a un régimen de “esclavitud generalizada”, con-trolado por un gobierno despótico. A juicio de Bartra (1969, p. 16), el grado de retraso de las llamadas sociedades despóticas radicaba fundamentalmente en el tipo de relación cualitativa existente entre la fuerza de trabajo y los medios de producción. El Estado tipo asiá-tico o despótico –dice el autor– surgió entonces como consecuencia del bajo nivel de desarrollo de las fuerzas productivas. No destruyó el “régimen de comunidad primitiva” existente en las aldeas, sino que lo utilizó e incorporó a la sociedad clasista. El sistema de explotación que ejercía el Estado no intervenía directamente en el sostenimiento de la fuerza de trabajo, excepto en los regímenes hidráulicos cuando se utilizaba el tributo en trabajo para la construcción de canales,

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caminos y edificios, creando una sociedad clasista inicial que tenía como base las unidades sociales basadas en el parentesco, caracterís-ticas de la formación social y el modo de producción de la anterior comunidad primitiva (Bartra, 1969, p. 17; Godelier, 1969, p. 30).

La existencia de redes hidráulicas no puede considerarse como el ele-mento causal del origen de la sociedad clasista y del Estado, ya que aquéllas muchas veces anteceden su aparición por milenios y centu-rias. La existencia originaria de los sistemas de riego para la agricul-tura está demostrada en diversos continentes y pueblos de la costa del Perú (Moseley, 1975, p. 50), el valle de México (MacNeish, 1967, I, p. 308, 3), y en el noroeste de Venezuela (Sanoja y Vargas-Arenas, 1999a, p. 44). Los sistemas hidráulicos comenzaron a existir como parte de un complejo de técnicas de subsistencia y sistemas de pro-ducción en aquellas antiguas sociedades aldeanas y cacicales, muchas de las cuales no llegaron a alcanzar el carácter de formación estatal (Manzanilla, 1988, pp. 293-308).

Según Bate (1984, pp. 47-86), la categoría Modo de Producción Asiá-tico constituye una formulación muy ambigua que no da verdadera cuenta de la complejidad de procesos que caracterizan a las socie-dades incluidas bajo la misma. Bate prefiere considerar la existencia de una formación socioeconómica clasista inicial con su respectivo modo de producción que caracteriza el paso de una sociedad no cla-sista hacia una forma estatal clasista. A tal efecto dice:

…el modo de producción de la sociedad clasista inicial puede originarse como efecto del desarrollo histórico de cualquier forma de comunidad primitiva, sea antigua, germánica, eslava, “andina” u otras y que su origen en comunidades de tipo oriental sólo representaría una moda-lidad particular del proceso histórico de génesis de sociedades clasistas “primarias” o “secundarias” (Bate, 1984, p. 71).

La centralización de la fuerza de trabajo, como ocurrió en las llamadas sociedades “prístinas” o “primarias” no sería, pues, requisito universal y necesario para la ejecución y control de un sistema de obras hidráu-licas que condicionaría el desarrollo de la estratificación de la sociedad en clases. En muchos otros casos, la revolución clasista se produjo

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como un proceso secundario o derivado de la relación de comunidades primitivas con sociedades clasistas ya conformadas, como en el caso de Vietnam ya mencionado, sea porque las comunidades primitivas fueron incorporadas a nuevos sistemas socioeconómicos clasistas por imposición colonial o por conquista (Bate, 1984, p. 71).

A diferencia de los contenidos corporativos que se atribuyen al lla-mado Modo de Producción Asiático, el clasismo inicial de tipo empre-sarial, como hemos discutido en páginas anteriores, fue un fenómeno histórico característico de la sociedad europea occidental desde la Edad del Bronce, que se inició hace 4000 años antes de ahora. Aquella forma originaria de organización de la producción metalúr-gica y artesanal, propició el desarrollo de la sociedad clasista inicial en Europa Occidental, como lo evidencian las costumbres funera-rias ejemplificadas en los llamados campos o necrópolis de urnas que comienzan a aparecer por toda la Europa Occidental y Central hacia el año 1100 a.C. En estos campos de urnas, la riqueza de la parafer-nalia ritual, particularmente objetos metálicos: armas, joyas, vasijas, carros de guerra, asociados con determinados enterramientos indica que ya existían profundas diferencias de rango social entre los pobla-dores de las diferentes aldeas. La pirámide social estaba dominada por diversas comunidades superiores o estamentos conformados por jefes rituales y guerreros. El factor básico que mantenía cohesionado todo el sistema social era el don, el bien como regalo entre las familias reales que mantenían vínculos dinásticos. En líneas generales, la eco-nomía de subsistencia de estas sociedades que se inician con la Edad del Bronce se fundamentaba en la metalurgia, la ganadería, el pasto-ralismo y la agricultura que constituían como especies de empresas controladas, no por un Señor despótico, sino por cada una de aque-llas comunidades superiores (Kristiansen, 1998, pp. 258-267).

En el siglo XIX, la particularidad histórica de aquel paradigma evo-lutivo del progreso que animó el desarrollo de la sociedad europea, siguió gravitando en el aura de la visión eurocéntrica que tenían los maestros del marxismo sobre la historia de la humanidad, la misma que sustentaba también el darwinismo social y la política colonial de los países capitalistas. En tal sentido, pero con una intención humani-taria, aquéllos consideraban necesario elevar al nivel de la civilización

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occidental la cultura de aquellos pueblos que todavía conservaban sus formas de vida originarias o la de aquéllos que se consideraban sin historia por no poseer un nivel organizativo del Estado y no tener, por tanto, capacidad para hacer la revolución (Bartra, 1969, pp. 32-39).

Como veremos en el siguiente capítulo, el análisis del paradigma civi-lizador americano contrastado con el europeo muestra que si bien existen principios generales y ciertas determinaciones constantes comunes entre ambos desarrollos históricos, los contenidos parti-culares de cada uno de ellos han determinado en este momento de la historia universal la expresión de diferentes formas de desarrollo desigual y combinado como las que permitieron –por un lado– sus-tentar la expansión y la hegemonía mundial del sistema capitalista a partir de la Europa Occidental y los Estados Unidos culminando con la Comunidad Europea y la OTAN y –por el otro– la Unasur, el nuevo Mercosur y la Alternativa Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), alianzas de naciones para promover el comercio socialista justo y solidario que está naciendo en Suramérica y el Caribe.

Hacia comienzos del siglo XX, pensadores como Max Weber expre-saron igualmente que el capitalismo industrial era un fenómeno social de raíces exclusivamente europeas occidentales, cuyo desarrollo estaba influido por la ética de movimientos religiosos tales como el calvinismo (Weber, 1969). De la misma manera Gunder Frank, apoyándose en los conocimientos arqueológicos sobre la Edad del Bronce, sostiene también, al igual que Friedman y Rowlands (1977, pp. 271-272), que:

…We all agree, moreover, that there is an unbroken historical con-tinuity between the central civilization/World system of the Bronze Age and our contemporary capitalist World system… (Gunder Frank, 1993, p. 387). (Todos estamos de acuerdo en general que existe una continuidad histórica ininterrumpida entre la civilización central/sis-tema mundo de la Edad del Bronce, y nuestro sistema mundial capita-lista contemporáneo. Traducción nuestra).

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El ALBA, por el contrario, es expresión de una economía mundo sus-tentada en los valores sociales solidarios y comunitarios ancestrales que distinguieron la existencia de los pueblos originarios americanos.

Figura. 2. Juguetes mesoamericanos con ruedas.

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Parte 2 Civilizaciones y procesos civilizadores

americanos

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Capítulo 10 La civilización suramericana-caribeña: procesos civilizadores del Atlántico y el Pacífico

Nuestra América o Sur América, como ha reconocido Huntington (1997, p. 46), tiene una identidad diferente a la de la llamada civi-lización occidental. En nuestra opinión, la causa fundamental de su expresión particular es que incorpora procesos culturales civiliza-dores indígenas, originarios, que no existieron ni en Europa, ni en Asia ni en África. A pesar de la influencia depredadora del capita-lismo, esos procesos civilizadores postergados e ignorados durante cinco siglos por las oligarquías nacionales hegemónicas, no sólo han vuelto a cobrar una fuerza sorprendente sino que muchos antiguos pueblos originarios están formando parte del sujeto histórico de la revolución social que sacude los fundamentos del régimen capitalista neocolonial.

El carácter singular de las civilizaciones originarias americanas fue reconocido en el siglo XIX por nuestro Libertador Simón Bolívar, quien nos describió como un pequeño género humano: ni europeo, ni indígena ni africano. La fundamentación de dicha singularidad ha sido expuesta y analizada en extenso en multitud de obras enciclo-pédicas. Entre ellas podemos destacar el Handbook of South Ame-rican Indians, el Handbook of North American Indians, La historia general de América, de la cual tuve el honor de coordinar el período indígena y ser autor de uno de sus volúmenes (Sanoja, 1982), tratados como los escritos por Gordon Willey (1966, 1971), James Ford (1969) Laurette Séjourné (1971), Richard Konetzke (1971), Darcy Ribeiro (1973), entre muchos otros y otras. En la gran parte de las obras que extienden su análisis hasta la historia posterior al siglo XVI, la

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mayoría de los autores exhiben, sin embargo, un sesgo eurocentrista que considera la cultura de nuestros pueblos como parte de la cultura grecolatina y la civilización occidental, por el simple hecho de hablar lenguas romances como el castellano, el portugués y el francés, o len-guas germánicas como el inglés y tener que aceptar una religión, la católica, que nos impusieron por la fuerza de las armas. Sobre este prejuicio eurocentrista nuestras oligarquías locales construyeron his-torias nacionales oficiales donde se exalta la visión hispanofascista de nuestra vinculación con la España imperial, el anticomunismo y el fanatismo oscurantista de la derecha católica franquista, caldo de cultivo donde han navegado a sus anchas el imperialismo estadouni-dense y el europeo (Vargas-Arenas, 2007a).

En las civilizaciones originarias nuestramericanas, el desarrollo de procesos territoriales particulares de desarrollo sociocultural habría comenzado, en nuestra opinión, desde el momento en que apare-cieron las primeras formas de vida sedentaria basadas en la agricul-tura, la caza, la pesca y la recolección. Como hemos analizado en obras anteriores (Sanoja, 2008, pp. 49-54), conforme a los hechos his-tóricos ocurridos en el territorio americano entre 5000 años antes de ahora y el siglo XVI de la era cristiana, es posible plantear en América la existencia de dos grandes civilizaciones originarias: la norteame-ricana y la suramericana-caribeña, cuyos todos más desarrollados culminaron en imperios o sociedades estatales o clasistas iniciales. La primera tuvo su área de influencia original en un territorio que abarcaba el norte de Centroamérica (actuales Nicaragua, Salvador, Honduras, Guatemala), México, el suroeste, el sureste y el noroeste de Estados Unidos y el territorio actual del Canadá. Esta civilización se expresó en, por lo menos, cinco grandes procesos civilizadores: la Cultura Olmeca, los imperios maya y azteca en Mesoamérica, la Cul-tura Hohokam-Anasazi en el suroeste de los actuales Estados Unidos y las diversas culturas originarias que se integraron en las tradiciones arqueológicas Woodland y Misisipi (mapa 3).

La diversidad de modos de vida y de niveles de desarrollo de las fuerzas productivas que se manifestaron en las sociedades originarias de Suramérica, el Caribe, Mesoamérica y la América Central, se pre-sentaba, no como una estructura piramidal en el vértice de la cual

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estaban los imperios prístinos, sino como una extensa red transversal de pueblos y procesos de desarrollo sociohistórico donde lo cultural y socialmente simple se complementaba e interactuaba con lo cultural y socialmente complejo. A diferencia de las sociedades clasistas que caracterizan en Europa a la Edad del Bronce, la célula fundamental de las sociedades clasistas originarias americanas era la comunidad social consanguínea, ejemplo de lo cual son el ayllu en los Andes Cen-trales o el calpulli en Mesoamérica, los cuales servían de sustento a las estructuras socialmente más complejas como linajes, tribus, caci-cazgos y señoríos que funcionaban en unos casos de manera autó-noma o en otros subsumidas en imperios como el inka y el mexica (Sanoja, 2007, pp. 46-51).

El desarrollo de las fuerzas productivas que tanto la sociedad inka como la tenochca habían alcanzado en el siglo XVI, se vio limitado, no por la inferioridad física y mental de las poblaciones originarias, sino por una serie de condicionamientos y carencias materiales que no podían ser resueltas en aquellas condiciones; por otra parte, cada una de dichas sociedades representó la cúspide de un proceso cultural civilizador que ocurrió en medio de enormes extensiones territoriales, habitadas por pueblos cuyo nivel de desarrollo de las fuerzas produc-tivas estaba muy por debajo del alcanzado por otras sociedades cla-sistas. Los procesos de expansión militarista, si bien podían propiciar la conquista de nuevos pueblos, territorios y recursos materiales, ello no significaba la apropiación de nuevas y mejores tecnologías que transformasen cualitativamente el estatus de las sociedades expansio-nistas. La ausencia de ganado vacuno o caprino, de animales de tiro, del conocimiento de la rueda, de la metalurgia del hierro y el bronce, de los elementos básicos de la llamada “tecnología primitiva”, impi-dieron el desarrollo de los medios e instrumentos de producción, de las tecnologías y procesos de trabajo, que habrían permitido desa-rrollar al máximo las fuerzas productivas de las sociedades inka y tenochca.

La gran civilización suramericana-caribeña habría comenzado a inte-grarse desde por lo menos el año 3000 a.C. (5000 años antes del pre-sente). Dicha civilización estaría conformada, en líneas generales, por dos grandes procesos civilizadores: a) uno que se desarrolló a lo largo

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de la vertiente pacífica de Suramérica, el cual podríamos denominar grosso modo como andino, a lo largo de un eje territorial y cultural que se extiende sobre las actuales repúblicas de Costa Rica, Panamá, Ecuador, Perú, Bolivia, el norte de Chile y Argentina. Su fase final, la más compleja política y culturalmente, fue el Imperio inka (Sanoja, 2007, pp. 51-52); b) un proceso civilizador que ocurrió a lo largo de la vertiente atlántica suramericana, región dominada por las forma-ciones selváticas, sabaneras y montañosas que se hallan en la cuenca del Orinoco, del Amazonas, la del Paraguay-Uruguay, y las forma-ciones de pampas y sabanas que se extienden desde Venezuela hasta Tierra del Fuego, el cual culminó en diversas regiones, con la estruc-turación de sociedades complejas, cacicales o señoríos tipo Estado (Sanoja, 2007, pp. 53-54).

Los pueblos arawako y caribe que integraban el proceso civilizador amazónico-orinoquense se difundieron hacia 2000 años a.C., hacia el norte, vía el arco antillano que comienza en las islas de Margarita y Trinidad, Coche y Cubagua, masas terrestres que estuvieron unidas al continente hasta finales del Pleistoceno. Durante este período, cuando el nivel del mar se encontraba unos ciento cincuenta metros bajo el actual, el Caribe insular podría haber sido efectivamente una prolongación territorial del continente suramericano, permitiendo el desplazamiento de las antiguas bandas de recolectores, cazadores tanto litorales como del interior, que habitaban la ribera atlántica desde por lo menos 14000 años antes del presente (Boomert, 2000; Veloz Maggiolo, 1991; Sanoja, 2006, pp. 53-54; Sanoja y Vargas-Arenas, 1995, pp. 95-103, 1999a, pp. 143-156; 1999b; 1999c ; 2006, pp. 49-65; 2008, pp. 9-33; Sanoja, 2007, p. 54).

El proceso civilizador clasista andino-pacíficoDesde períodos tan tempranos como 8000 años antes del presente, los pueblos recolectores, cazadores, pescadores del litoral pacífico sura-mericano comenzaron a desarrollar procesos de recolección y pro-tocultivo de plantas útiles que culminaron, hacia 5000-4000 años antes del presente, en sociedades aldeanas agroalfareras. Estas trans-formaciones en los modos de vida del proceso civilizador de la costa pacífica, se dieron de manera concurrente con la llegada de nuevas poblaciones humanas originarias braquicéfalas neomongoloides, muy

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parecidas a las poblaciones modernas del noreste de Asia que entraron a América por Alaska y ya, para 9000-7000 años antes del presente, estaban colonizando el litoral pacífico y la región andina desde la actual Colombia, el litoral ecuatoriano, el peruano hasta el norte de Chile y Argentina, imponiéndose a las poblaciones humanas que ya estaban asentadas en la región desde por lo menos 30000 años antes del presente. Los descendientes de aquellos últimos colonizadores son conocidos modernamente como quechuas, aymaras, manteños, huancavilcas muiscas, chibchas, arawak, entre muchas otras etnias (Sanoja, 2007, pp. 30-36).

Después de una larga ocupación por poblaciones precerámicas y arcaicas que se inició entre 8800 y 5500 años a.C. (Sanoja y Vargas-Arenas, 1999d, p. 208; Lumbreras, 1983, pp. 26-28; Bischoff, 2008, pp. 40-66), desde 3370 años a.C., la aldea de Real Alto, Península de Santa Helena, Ecuador, revela ya la presencia de los primeros centros ceremoniales o comunidades centrales donde existía división social del trabajo, rodeados de otras comunidades subsidiarias de agri-cultores, pescadores y recolectores (Meggers et alii, 1965; Marcos, 1998). El proceso de desarrollo sociohistórico continuó con la apa-rición de modos de vida cacicales jerárquicos entre 1500 a.C y 500 d.C., Fase Chorrera, período coincidente con la aparición de modos de vida similares en el Valle del Cauca y el Macizo Colombiano (Meggers, 1966, pp 55-66; Rodríguez, 2002, pp. 61-166; Rodrí-guez, 2005, pp. 125-169), culminando con la formación de señoríos, sociedades jerarquizadas de tipo clasista inicial, donde destaca la existencia de una casta dirigente sacerdotal que tenía el poder y la capacidad para apropiarse de la producción excedentaria de bienes terminados y materias primas, un cambio sustantivo en la forma y el contenido de la propiedad y el control de los medios de producción y un control acentuado sobre la fuerza de trabajo. La organización y el diseño del espacio territorial están dominados por los centros cere-moniales y administrativos de importante magnitud donde resalta la construcción de templos, edificios públicos y viviendas domésticas sobre plataformas de tierra.

Sitios arqueológicos como Cochasqui (850-1560 d.C.) son la evi-dencia concreta del largo proceso urbano originario del Ecuador

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que –como hemos dicho– comenzó desde hace por lo menos 4000 o 5000 años antes del presente, como atestiguan los asentamientos de Real Alto y Valdivia sobre el litoral pacífico (Meggers et alii, 1965; Meggers, 1966, pp. 142-148; Marcos, 1988; Ortiz, 2009; Museo del Banco Central del Ecuador, 2008). Ello nos da una clara idea de lo que representa el pueblo originario de la región ecuatoriana para entender la historia social del norte de Suramérica, puesto que los procesos urbanos no son solamente indicadores del desarrollo mate-rial y tecnológico sino, principalmente, del desarrollo de sociedades complejas tipo Estado.

Tanto en Cochasqui, señorío Cara, como en los señoríos de la Cul-tura Manteño del Ecuador destacan la minería, la metalurgia y la orfebrería utilizando técnicas de fusión, laminación a martillo, cera perdida, repujado, soldado, utilización de aleaciones de cobre y de plata y oro para dorar objetos de metal. Los señoríos ecuatorianos conservaron una vida independiente hasta el año 1438 de la era, cuando fueron sometidos por los ejércitos incaicos e incluidos en el Tahuantisuyu, la organización político territorial del imperio de los incas (Sanoja y Vargas-Arenas, 1999d, pp. 208-213; Ortiz, 2009, pp. 124-125).

Según los datos arqueológicos (Lumbreras, 1990, p. 100; Patterson, 1991, pp. 20-26; Shady Solis, 2007), hacia 3000 años a.C. (5000 años antes del presente) los centros ceremoniales que caracterizaban la estructura territorial de los Andes Centrales durante el Período Formativo, albergaban grupos de personas altamente especializadas, sacerdotes y sus servidores, en la medición, el cálculo y la previsión del tiempo, categoría abstracta cuyo conocimiento era fundamental para controlar anualmente las estaciones de lluvia y sequía, la capacidad de disponer de agua para los sistemas de regadío y preparar los campos para el cultivo.

Los instrumentos de medición del tiempo para elaborar los calenda-rios se hacían según los observatorios donde se analizaban y codi-ficaban los movimientos del Sol, la Luna y las estrellas, los cuales se convirtieron en los parámetros matemáticos de la temporalidad. Quienes controlaban dichos conocimientos controlaban también el

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proceso productivo del cual dependía la reproducción social del grupo humano. Por esa razón, los sacerdotes y sus asistentes estaban dispen-sados del trabajo directo. Tal fue el origen de las clases sociales, de las nuevas formas de poder que pasaron del control de la comunidad doméstica a las de una élite que regulaba el crecimiento de las fuerzas productivas. Su poder creció tanto que, hacia finales del Período Formativo, 500 años antes de la era cristiana, ya se había transfor-mado en una nueva formación social de carácter clasista, núcleo ori-ginario de un poder o Estado teocrático andino (Lumbreras, 2005, p. 252). Sin embargo, el núcleo fundamental de la sociedad incaica siempre fue y ha seguido siendo en general el ayllu, lo cual determinó su carácter básicamente comunal y autosuficiente considerado por algunos autores como socialista (Baudin, 1961, p. 103).

Al consolidarse la revolución urbana en los últimos siglos del primer milenio a.C., el Estado teocrático y los centros ceremoniales fueron reemplazados por un Estado mercantil cuyo fundamento eran los pueblos y ciudades de carácter administrativo que servían de asenta-miento a los funcionarios estatales como el curaca principal y tutricut (gobernador puesto por el Inka) enviado y nombrado desde el Cusco con grandes poderes legales, políticos, administrativos y militares, encargados de la gerencia y planificación de las actividades produc-tivas agropecuarias y artesanales que debían ser ejecutados por los mitmaes yuncas o mitimaes. Se alude con este nombre a los enclaves o colonias de trabajo colectivo obligatorio que debían los hombres y mujeres de los diferentes ayllus en las tierras del Estado (Espinoza, 1978, pp. 299-328).

En la ciudad de Chan-chán, por ejemplo, capital de la sociedad Chimú, en los llamados “barrios populares” constituidos por la aglu-tinación de pequeños recintos de habitación, vivía la gente común: artesanos y artesanas, mercaderes y servidores y servidoras de dife-rentes oficios que no disfrutaban del nivel de vida de la clase nobiliaria que habitaba en palacios construidos en el centro del área urbana. Fuera de la ciudad habitaban los campesinos y las campesinas, los pescadores y las pescadoras, los trabajadores y las trabajadoras no urbanos e incluso funcionarios de la burocracia estatal.

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El proceso de trabajo metalúrgico se orientaba principalmente hacia el cobre y la plata. Existían grupos de trabajadores y trabajadoras que se ocupaban de explotar las minas de oro, plata y cobre y fundir el mineral que era transformado en lingotes. Para manufacturar los pro-ductos del cobre, la plata y sus aleaciones se utilizaban técnicas com-plejas como la soldadura, la cera perdida, el vaciado en moldes y el enchapado, el estampado, el repujado, el dorado y el plateado, pro-ductos que eran monopolizados por la élite nobiliaria al igual que otros bienes exóticos como las turquesas, los mantos de plumas, las maderas exóticas (Lumbreras, 1999, pp. 379-390). El bronce, la alea-ción de cobre y estaño, aparece también en el altiplano andino aso-ciado inicialmente con las Culturas Tiwanako y Chavín. El trabajo del bronce se desarrolló técnicamente durante el Imperio incaico, esto es, a partir del siglo XII de la era cristiana, y se propagó tardíamente sobre todos los territorios ocupados por el mismo. Las técnicas metalúrgicas utilizadas fueron el martillado, la fusión y el moldeado y el repujado, con las cuales se fabricaron principalmente adornos, cuchillos en forma de medialuna denominados tumi, agujas, anzuelos y armas de guerra (Rivet y Arsandaux, 1946, p. 179; Lanning, 1967, p. 165).

En la fase de consolidación del proceso urbano, el estamento de jefes político-militares desplazó a los especialistas en controlar el tiempo poniendo fin a la teocracia. El Estado, supremo conductor del pro-yecto de vida de los habitantes de un territorio, convirtió el antiguo modo tributario en la renta que el campo, los trabajadores y trabaja-doras artesanales y sus señores nobles debían pagar a las ciudades en nombre del Rey o Inka. El Estado centralizado del Imperio incaico, que comenzó a formarse en el siglo XII de la era cristiana, alcanzó su apogeo alrededor del año 1430 de la era, hasta colapsar definitiva-mente hacia 1540 con la conquista española.

En la actual Colombia y en el noroeste de Venezuela la vida seden-taria y la domesticación de plantas comenzó a darse desde 4000-3000 años a.C. Para inicios de la era cristiana ya existían complejas sociedades de linaje que, para el siglo XVI, habían devenido de tipo Estado, pueblos que habitaban aldeas de regular tamaño asociadas con regadío, cultivo en terrazas, arquitectura en tierra o piedra. En los casos colombiano y panameño la metalurgia del oro y la tumbaga

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llegó a alcanzar altos niveles de excelencia (Rodríguez 2002, 2005; Sanoja y Vargas-Arenas, 1999d, pp. 201-219).

Al sur del territorio ocupado por las sociedades clasistas iniciales de los Andes Centrales, la extensa región bordeada por el Pacífico y el Atlán-tico que se extiende hasta la Tierra del Fuego, estaba habitada para el siglo XVI por una gran diversidad de pueblos recolectores, cazadores y pescadores, canoeros litorales y del interior y agricultores aldeanos, muchos de los cuales estuvieron fuertemente influidos por las culturas andinas centrales: guaraní, araucano, diaguita, ona, yahgan, alakaluf, que parecen haber conservado, para la época e incluso hasta el pre-sente, rasgos culturales que recuerdan a los de los pobladores ances-trales de la América del Sur (Steward y Faron, 1959, pp. 262-283; Estévez y Vila, 1996, 1998).

El proceso civilizador amazónico-orinoquense Sobre la vertiente atlántica suramericana se desarrolló otro proceso civilizador que podríamos llamar en líneas generales como amazó-nico-orinoquense (Sanoja, 1982, pp. 137-211; 2006, pp. 53-54), cuyas influencias culturales irradiaron hacia las Antillas Menores y Mayores. Hacia 4600 años antes del presente (2600 años a.C.), los pueblos arcaicos litorales de la ribera atlántica, los pueblos litorales de cultura tipo arcaico del golfo de Paria, Venezuela, y la costa noroeste de la actual Guyana, parecen haber iniciado el proceso de domesticación de ciertas raíces y tubérculos tropicales como la yuca (Manihot sculenta), el ocumo (Xanthosoma sagittifolium) y el ñame (Dioscorea alata), entre otros, sobre los cuales se fundamentó la formación de sociedades sedentarias agricultoras en el noreste de Suramérica (Sanoja, 1997, pp. 119-126). Entre 1500 y 1000 años a.C. hay evidencias concretas de la migración de pueblos ligados a las culturas formativas andinas de la vertiente amazónica y el altiplano, particularmente Kotosh y Chavín, hacia el litoral atlántico del noreste de Suramérica y el Bajo Orinoco que se hallaba para entonces ocupado por grupos humanos recolec-tores cazadores (Sanoja, 1979, 1982). La excelencia de la manufactura ceramista del formativo andino, dio origen a hermosas tradiciones cul-turales locales conocidas como Tradición Barrancas (Sanoja, 1979, pp. 254-290; 1982, pp. 166-170) y Tradición Marajoara (Sanoja, 1982, pp.149-154), entre otras, pero que no reprodujeron en las extensas

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sabanas y selvas de galería que bordeaban el cauce de grandes ríos como el Orinoco y el Amazonas, las complejas pautas de la organiza-ción social ni de la vida urbana de las sociedades formativas andinas (Sanoja, 1979, 2006, pp. 40-41). Sin embargo, los pueblos y la cerá-mica barranqueña, de tradición andina, se difundieron desde inicios de la era cristiana a lo largo del arco antillano, constituyendo el fun-damento de la Sociedad Taína que se desarrolló posteriormente en las Grandes Antillas (Sanoja, 1982, pp. 217-238).

A diferencia del proceso civilizador andino, los pueblos originarios de la ribera atlántica estaban organizados en una diversidad de formas sociales: comunidades aldeanas igualitarias, cacicazgos y señoríos, las cuales no se transformaron en sociedades estatales o clasistas ini-ciales. Los desarrollos culturales de los pueblos cultivadores arawak, caribe, tupí y guaraní confluyeron para formar una macrorregión his-tórica que engloba el piedemonte andino amazónico, la cuenca ama-zónica, la cuenca del Orinoco y el litoral atlántico-caribe del noreste de Suramérica, región que hoy corresponde grosso modo con el espacio geográfico del nuevo Mercosur. Este hecho inhibió posterior-mente la formación de oligarquías coloniales cerradas similares a las del área andina, que más tarde se transmutaron a partir del siglo XIX en oligarquías republicanas, enclaves defensores de los intereses eco-nómicos y de la cultura de dominación del imperialismo y finalmente de los Tratados de Libre Comercio con Estados Unidos. Por el con-trario, las sociedades igualitarias o las estratificadas características de la ribera atlántica, propiciaron la posibilidad de constituir sociedades republicanas más igualitarias, más dinámicas y revolucionarias que han podido en ciertos casos frenar el poder de las oligarquías repu-blicanas representantes del poder imperial europeo y estadounidense (Sanoja, 2007, pp. 55-61).

El proceso civilizador caribeñoLos pueblos cazadores, recolectores y pescadores del noreste de Suramérica comenzaron, desde 5000 años antes del presente, a navegar las rutas oceánicas que llevaban desde el continente surame-ricano hacia la región insular del Caribe Oriental. Desde 2200 años antes del presente, los pueblos arawakos y luego los caribes comen-zaron a colonizar las Pequeñas y Grandes Antillas absorbiendo las

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poblaciones originarias de recolectores, pescadores-cazadores, deter-minando el surgimiento de un proceso civilizador antillano donde confluyen también otras influencias culturales emanadas del forma-tivo originario mesoamericano (Sued Badillo, 1978; Alegría, 1983). En las actuales islas de Puerto Rico, Haití, República Dominicana y Cuba, las poblaciones originarias de origen suramericano culmi-naron en sociedades muy estratificadas como la taína. Esas pobla-ciones se mestizaron localmente con otras preexistentes o tuvieron influencias emanadas de la Cultura Maya u Olmeca (Veloz Mag-giolo, 1972; Cassá, 1974; Alegría, 1983, pp. 149-156; García-Goyko, 1984), dando lugar a un proceso civilizador caribeño donde tuvieron cabida, las culturas arawakas y su expresión en las Grandes Antillas, la Cultura Taína, así como la Cultura Caribe. Los tres procesos civi-lizadores, el andino, el amazónico y el caribeño se desarrollaron a lo largo de cursos históricos mayormente paralelos, aunque comple-mentarios, los cuales continúan influyendo en la moderna comunidad de las actuales naciones suramericanas y caribeñas.

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Capítulo 11 La civilización norteamericana

El proceso civilizador clasista mesoamericanoLos grupos humanos que habitaban las ciudades-Estado y/o sujetas a la dominación de los imperios mesoamericanos, estaban estratifi-cadas en clases sociales y éstas, a su vez, en unidades sociales orga-nizadas de manera consanguínea, al igual que en el Imperio inka. La primera formación estatal mesoamericana estuvo caracterizada por un desarrollo simultáneo de diversos centros político-religiosos, cons-tantemente interconectados, los cuales aglutinaban en su derredor diversas aldeas y poblados subordinados. Una formación clasista ori-ginaria, la olmeca, se concentró durante el período preclásico tem-prano y medio en las tierras bajas del sur de México que se extienden desde Veracruz hasta Centroamérica, dominada posiblemente por estamentos de guerreros y de mercaderes misioneros. Existe evidencia de obras de drenaje en pantanos, represamiento y canalización de ríos, redes de distribución de agua en las ciudades o centros ceremo-niales, y edificaciones públicas y religiosas cuya construcción debe haber requerido la movilización de grandes contingentes humanos. En la opinión de los arqueólogos y arqueólogas especialistas en el área olmeca, ésta no se considera propiamente como sociedad estatal, aunque es en ella donde se encuentran las semillas de la formación estatal mesoamericana (Piña Chan, 1967, pp. 49-75).

Desde el Período Formativo se habría originado una teocracia caracte-rizada por la presencia de centros ceremoniales y grandes necrópolis, ejemplo de lo cual serían Teotihuacán, Monte Albán, Kaminaljuyú y Tzakol. Ya en el período clásico, existiría un urbanismo desarrollado y una sociedad estratificada en una nobleza sacerdotal con sus servidores

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y una masa de campesinos y campesinas aldeanas, cultivo intensivo utilizando riego, terrazas y chinampas, la manufactura y distribu-ción comercial de bienes suntuarios. En Tikal, Guatemala, durante el período clásico, las familias extendidas basadas en el parentesco ya habían llegado a conformar unidades de producción y consumo, rasgo bastante común entre las clases productoras de la sociedad (Patterson, 1997, pp. 186-196).

Hacia la cuarta y quinta centuria de la era cristiana, ya existían en la ciudad de Teotihuacán, valle de México, áreas de talleres donde se fabricaban diversos tipos de herramientas de obsidiana y de piedra, de concha, cerámica, cestas, petates, madera estucada, papel de amate, tejidos, arte plumario, así como comunidades de albañiles, estucadores, artistas muralistas, dibujantes de códices. Parte de dicha producción se dedicaba a satisfacer las necesidades locales y regionales, en tanto que otro volumen importante era distribuido a través de redes comerciales para satisfacer las necesidades de unos cinco millones de consumidores en toda Mesoamérica. Artefactos fabricados con esta clase de obsi-diana han sido hallados desde 1000 años a.C en el centro olmeca de San Lorenzo, sur de Veracruz y en otros centros similares como La Venta. El acceso de los trabajadores y trabajadoras a las minas de la valiosa obsidiana verde, ubicadas en el actual estado de Hidalgo, estaba posi-blemente bajo control estatal. Los talleres de producción y los artesanos y artesanas mismas, organizados en barrios de especialistas o locali-zados en los palacios de la élite, estaban al parecer controlados por las unidades sociales que integraban la clase nobiliaria y guerrera. Los mer-caderes estaban organizados de manera corporativa y actuaban como agentes comerciales de los reyes o gobernantes, particularmente cuando cumplían misiones comerciales ante señores extranjeros. Los señores obtenían como tributo la mayor parte de los productos que luego se canalizaban a través de las redes comerciales. Ello restringía el capital disponible entre los mercaderes privados para la reinversión, limitando así sus posibilidades de acumular riquezas independientemente del Estado y de la clase nobiliaria (Millon, 1972, pp. 230-235; Patterson, 1997a, pp. 131-132 y 263-265; Carrasco, 1976, pp. 230-235).

En el Estado tenochca, que existía en el valle de México durante el Postclásico tardío, las antiguas instituciones gentilicias de gobierno

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La civilización norteamericana

encarnadas en la antigua forma de propiedad comunal representada por el calpulli, coexistían también con la forma de propiedad nobi-liaria y la administración burocrática centralizada. Aparecen en el segmento nobiliario y burocrático mediante formas de acumulación de riqueza particularmente la adscripción de tierras y la apropiación, bajo la forma de tributos, de los excedentes de producción obtenidos por las comunidades gentilicias.

La clase dominante de la sociedad tenochca asumió un carácter de oligarquía militarista y teocrática bajo el poder absoluto de un rey o emperador, el cual llegó a someter bajo su autoridad, mediante la con-quista armada, casi la totalidad de los otros pueblos mesoamericanos. Según las funciones que desempeñaban, la sociedad tenochca estaba estratificada en guerreros, sacerdotes y funcionarios que atendían la organización administrativa de los templos o palacios y aseguraban la apropiación de los excedentes de producción; mercaderes o pochtecas que daban respuesta a la demanda popular de bienes suntuarios y, finalmente, los y las productores primarios así como los artesanos, artesanas, campesinos y campesinas. Según la condición social, exis-tían personas privilegiadas, personas libres, siervos y siervas agrarias, esclavos y esclavas. Parte de los artesanos y artesanas independientes agrupados en barrios, así como los campesinos y campesinas, podían ofrecer libremente su producción de bienes terminados y alimentos en los mercados (Olive Negrete, 1958, pp. 116-117; Carrasco, 1982).

La propiedad y el control del agua, así como de los sistemas hidráu-licos del valle de México tuvieron gran importancia en las relaciones políticas y económicas y en la estrategia de poder existente entre los distintos señoríos del valle de México. Por otra parte, todo el sistema lacustre de la cuenca del valle de México y las regiones colindantes constituían el sustento material de una gran unidad geohistórica cuyo funcionamiento estaba determinado por la fluidez del transporte acuático (Rojas et alii, 1974).

El proceso civilizador de la costa este de Estados UnidosEn la costa sureste y noreste de los actuales Estados Unidos, la civili-zación norteamericana se desarrolló a partir de un largo y complejo proceso civilizador que arranca desde las sociedades primordiales

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de recolectores-cazadores cuya antigüedad parece remontarse por lo menos a 30000 años antes de ahora, a los pueblos arcaicos y a las Tra-diciones Culturales Adena y Hopewell y que finalmente desemboca en las complejas sociedades posiblemente de tipo Estado como las que se desarrollaron en la Cultura Misisipi y finalmente diversos grupos tribales, entre los cuales destacan los conocidos iroqueses (Willey, 1966, p. 310; Griffin, 1978, pp. 256-264, 272). No deja de llamar nuestra atención en esta hora cuando el capitalismo está viviendo una de sus peores crisis estructurales, quizás la final de dicho sistema, el hecho de que haya sido precisamente a partir del estudio de la gens iroquesa hecho por el antropólogo estadounidense Lewis H. Morgan (1965), que se hayan sistematizado las características generales del comunismo primitivo, de la utopía comunista.

Como resultado de la intensificación del cultivo en una de las regiones con suelos que presentan el mayor potencial agrícola de los actuales Estados Unidos y el desarrollo de un sector de especialistas en la pro-ducción alfarera, así como del trabajo de la concha y la piedra y la metalurgia del cobre martillado hacia 500 años a.C (Willey, 1966, pp. 292-294; Fowler, 1988, pp.105-107) se creó un sistema de ocupa-ción territorial fundamentado en la existencia de sitios de habitación jerarquizados, siendo uno de ellos más grande y más complejo que era la unidad de control de toda la unidad política.

La comunidad más importante de cada una de aquellas unidades, como son los casos de Cahokia y Moundville, entre otras, podía ser un centro ceremonial ocupado cíclicamente o un centro administra-tivo. Cada sistema regional comportaba un centro fortificado dentro del cual se construían edificios públicos, casas y un área de plaza. Estas comunidades controlaban un número de asentamientos satélites más pequeños que constituían centros de producción diseminados en los campos vecinos. El gran centro administrativo de Cahokia, Illi-nois, sugiere la existencia de una sociedad clasista con acceso diferen-cial a la riqueza social, gobernada por un señor y una corporación de jefes menores (Fowler, 1988, pp. 231-247).

Todos estos hechos sugieren la presencia de influencias culturales mesoamericanas en las poblaciones originarias del valle del Alto

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Misisipi (Willey, 1966, p. 293; Brennan, 1970, p. 321). De igual manera, otros autores como Riley, Eging y Rosen (1990, pp. 525-542) han planteado la posibilidad de que ciertas especies de plantas tropi-cales, tales como el maíz (Zea mays), el tabaco (Nicotiana rústica), los frijoles (Phaseolus vulgaris) y los quenopodios hubiesen podido difundirse desde Suramérica a través de las Antillas caribeñas. Ello es consistente con los movimientos tempranos de poblaciones arcaicas paleoguarao que se produjeron desde el noreste de Venezuela a lo largo de las islas del Caribe Oriental desde 6000-5000 años a.C. (Sanoja y Vargas-Arenas, 1995, pp. 375-377). De la misma manera, las evidencias lingüísticas aportadas por Granberry (1989) parecen indicar que ciertas lenguas habladas en la Península de la Florida como la timucua podría estar relacionada con las lenguas andino ecuatoriales o de la phyla macro-chibcha, en tanto que su estructura gramatical tiene una base guaroide, afín con la lengua paleoguarao que hablaban las antiguas poblaciones arcaicas que habitaron el noreste de Venezuela (Sanoja y Vargas-Arenas, 1995, p. 380).

El proceso civilizador del suroeste de Estados UnidosEn el suroeste de los actuales Estados Unidos, autores como Di Peso (1983, pp. 177-194) han planteado la existencia de una macrorre-gión geohistórica, la Gran Chichimeca, la cual se constituyó origi-nalmente sobre la base de desarrollos culturales locales que fueron luego muy influidos por las sociedades provenientes del actual México, como la huasteca y la maya, cuyas poblaciones utilizaban el náhuatl como lengua franca. Los datos arqueológicos y etnohistó-ricos indican que alrededor del año 1060 d.C., grupos de mercaderes mesoamericanos entraron al valle de Casas Grandes e inspiraron a los nativos chichimecas la construcción de la gran ciudad de Paquimé, un importante centro comercial cuya influencia se hizo sentir hasta el valle de México, dando nacimiento a lo que posteriormente ven-dría a ser la cultura azteca del valle de México (Di Peso, 1974, II, pp. 290, 622). Entre la diversidad de grupos humanos de la Gran Chichi-meca destacan, particularmente, los anasazi, agricultores que habi-taban grandes pueblos construidos con adobe, y los apache, quienes hicieron una considerable oposición primero a los españoles y luego a los colonizadores angloamericanos del siglo XIX.

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El proceso civilizador de la región noroeste de Estados Unidosy CanadáEn el momento de los primeros contactos con los europeos, las regiones subártica y ártica de Norteamérica eran el hogar de pueblos adaptados a la dura existencia en las costas, bosques y llanuras que permanecían heladas durante los largos inviernos: esquimales, tlingit y haida, kwakiutl, nootka y otros, los cuales formaron parte –para ese momento– de la llamada Cultura de la Costa Noroeste. Esta cultura se caracterizó por su organización social en rangos, su énfasis en la acu-mulación de propiedad personal y su especialización en la explotación de los recursos marítimos o litorales (Jennings, 1978, p. 46).

¿Centroamérica, proceso civilizador autónomo?Dentro de este breve panorama que hemos dibujado del paradigma civilizador precapitalista suramericano y mesoamericano, el sur de la América Central podría ser considerado como un proceso civilizador de naturaleza muy sui géneris, ya que para el momento del contacto con los europeos, las poblaciones originarias que habitaron el actual territorio de las repúblicas de Panamá y Costa Rica parecen haber constituido, de cierta manera, una extensión de culturas como la Tai-rona del noroeste de Colombia. De la misma manera, tuvieron posi-blemente nexos muy estrechos con la sociedad olmeca, así como con las culturas maya y mexica del sur de Mesoamérica que se desarro-llaron en las actuales repúblicas de Nicaragua, Salvador, Honduras y Guatemala (Sanoja, 1982, pp. 89-135). Por su posición geográfica, la América Central es como un puente, no solamente terrestre sino también cultural bordeado por los dos grandes océanos, el Pacífico y el Atlántico, tendido entre la civilización norteamericana y la surame-ricana-caribeña. Esa posición particular geográfica y cultural, parece haberle conferido, a partir del siglo XIX, características muy parti-culares a su inestable desarrollo histórico como región, fuertemente intervenida por los intereses políticos de México, Estados Unidos y Europa (Sanoja, 1996, Vol. III, pp. 582-586; Sanoja, 2007, p. 49).

La técnica de la metalurgia del oro y su aleación con el cobre se extendió sobre una extensa región que comprende principalmente Ecuador, el litoral y el altiplano de Colombia, Panamá y Costa Rica. Con la aleación denominada tumbaga, fabricaban verdaderos

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La civilización norteamericana

objetos de prestigio de uso ritual, funerario o ceremonial que podían adquirir la apariencia y la inalterabilidad del oro puro, los cuales eran al parecer distribuidos mediante intercambio sobre aquellas vastas extensiones (Rivet y Arsandaux, 1946; Pérez de Barradas, 1966; Helms, 1979, pp. 78-97; Legast, 1980; Rodríguez, 2002, pp. 208-216, 330; Bray, 1981).

La imposición forzada del capitalismoLa imposición forzada del capitalismo y la religión, la católica y la protestante, a las sociedades nuestramericanas por los invasores europeos, interrumpió la concreción de los diferentes procesos civilizadores originarios. Para inicios del siglo XVI –como hemos expuesto– las sociedades urbanas originarias de la vertiente pacífica, que poseían un alto nivel de desarrollo de las fuerzas productivas, habían vivido durante miles de años sujetas a un riguroso sistema de dominación política, encuadradas dentro de procesos de tributación cuyo producto era apropiado y redistribuido por la autoridad central. Por estas razones, tanto el proceso civilizador inka como el azteca, sirvieron de base para la implantación de virreinatos coloniales, calco a su vez del poder absolutista de la monarquía española. Los virrei-natos conservaron casi intactas las antiguas estructuras regionales de poder y el funcionariado imperial, las cuales fueron colocadas bajo el control del virrey y de la nueva nobleza o burguesía colonial agraria y comercial (Sanoja, 2007, pp.56-57).

En la ribera atlántica, los conquistadores y colonizadores españoles tuvieron, por el contrario, que comenzar a construir desde cero su sistema colonial, ya que el nivel de desarrollo de las fuerzas pro-ductivas de las sociedades originarias, organizadas en un complejo sistema social de bandas de recolectores-cazadores, comunidades aldeanas, cacicazgos y señoríos dispersos sobre tan extenso territorio (Sanoja, 2007, pp.57-61; Vargas 1990) impidió que los colonizadores se insertasen en las sociedades originarias locales o que los indígenas se incluyesen en el grupo colonizador, como ocurrió en las sociedades clasistas originarias de la región pacífica (Sanoja, 2007, pp. 57-58).

Las repúblicas que se constituyeron a partir de la civilización sura-mericana-caribeña y de la civilización norteamericana sometidas

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al Imperio español, a partir de su independencia de la metrópoli, pasaron a ser controladas por las oligarquías políticas heredadas de la colonia o de las guerras de independencia como en Nuestra Amé-rica, o controladas en el caso de Norteamérica por grupos financieros o empresariales europeos o estadounidenses, los cuales sustentaban respectivamente su poder en la monoproducción y la exportación de materias primas o bien en la producción y exportación de bienes terminados. La tarea fundamental de los ejércitos en las diferentes repúblicas latinoamericanas era –y sigue siendo en muchos casos– mantener y defender el régimen de explotación que garantizaba los privilegios culturales, sociales, políticos y económicos de los lati-fundistas, mineros y comerciantes locales y de sus amos europeos o estadounidenses. Estas estructuras de poder, con sus variantes y sus cambios formales, siguen todavía vigentes en la mayoría de las repú-blicas americanas hispanas.

En las regiones al norte de Norteamérica, los colonizadores britá-nicos, franceses y españoles construyeron desde inicios del siglo xv diversos enclaves coloniales, con los cuales se creó el Estado nacional estadounidense en 1783. A partir de ese año, la comunidad originaria de angloamericanos recibió el soporte de inmigrantes provenientes de las islas británicas, la Europa Central, la Mediterránea y la Escandi-nava, quienes aportaron importantes conocimientos tecnológicos que propulsaron la agricultura avanzada, la industria, la navegación y el comercio internacional. Con ese apoyo, los angloamericanos iniciaron la conquista de tan vasto continente hasta entonces ocupado por los grupos originarios, empresa que culminaría hacia finales del siglo XIX con la creación de una formación capitalista industrial muy avan-zada, la eliminación casi total de las poblaciones indígenas origina-rias y la consolidación de un proceso civilizador capitalista autónomo, vinculado económica, política y tecnológicamente con el europeo. La llamada Conquista del Oeste permitió a Estados Unidos en 1848 –mediante la conquista armada– apoderarse de las antiguas provincias mexicanas de Texas, Arizona, California, Colorado, Nevada y Nuevo México, las cuales constituían más de la mitad norteña de los Estados Unidos Mexicanos (Britto García, 2007, pp. 51-52). Entre finales del siglo XX e inicios del siglo XXI, a través del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (conocido por sus siglas Tlcan o Nafta) y los

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La civilización norteamericana

TLC firmados con las repúblicas centroamericanas, Estados Unidos se anexó virtualmente todo el territorio meridional que quedaba del antiguo Virreinato de la Nueva España, o de la antigua civilización norteamericana que tuvo su epicentro en el valle de México.

La civilización latinoamericana o Nuestra AméricaLos procesos de conquista y colonización iniciados en el siglo XVI por los europeos portadores de la civilización occidental, alteraron las líneas históricas y las fronteras culturales que permitían diferen-ciar las civilizaciones y los procesos civilizadores originarios ame-ricanos. El territorio de Norteamérica controlado principalmente por Inglaterra y Francia, pasó a convertirse en una colonia de cul-tura anglófona y francófona. El resto, Mesoamérica, América Cen-tral, el Caribe y Suramérica, exceptuando los posteriores enclaves coloniales ingleses, franceses, holandeses y daneses, devino en lo que el imperialismo ha dado por llamar América Latina y que noso-tros denominamos Nuestra América. Ciertos pensadores liberales latinoamericanos eurocéntricos del siglo XIX también propiciaron la inmigración europea como “medio de progreso y de cultura para la América del Sur” (Alberdi, 2005, pp. 99-110). Los países del cono sur, particularmente Argentina, recibieron grandes contingentes de inmi-grantes europeos de diversa procedencia, hecho que impactó fuerte-mente el estatus étnico, cultural, político, económico y tecnológico de los países. Este proceso abrió una profunda brecha cultural entre éstos y los pueblos del norte de Suramérica y el Caribe, la cual ha comenzado a ser reducida por el movimiento de integración regional que comienza a despuntar en el siglo XXI.

Las sociedades de tradición igualitaria de la ribera atlántica sura-mericana, que habían ocupado un lugar secundario en los intereses estratégicos de los imperios español y portugués hasta el siglo XIX se convirtieron, a mediados del siglo XX, en componentes vitales para las transnacionales y el dominio imperial sobre Nuestra América. La ribera atlántica es un emporio de materias primas necesarias para el desarrollo de las tecnologías de punta que han contribuido a poten-ciar el desarrollo científico-técnico y la acumulación de capitales de las transnacionales del Imperio. Si bien esto sirvió para enriquecer a las oligarquías locales y las corporaciones transnacionales, no ha

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contribuido a resolver las condiciones de injusticia social, pobreza y atraso en las cuales viven todavía millones de suramericanos y caribeños, al contrario las han agravado. No nos queda, pues, otro camino que la revolución social (Sanoja, 2006, p. 64).

Las luchas de resistencia de nuestros pueblos contra la colonización ibera, española y portuguesa, y luego contra el neocolonialismo esta-dounidense y europeo, nos están volviendo a reunir como una sola y nueva civilización, cual un nuevo género humano como decía Bolívar. A diferencia del pasado, hoy día nuestros pueblos son cada vez más dueños de sus enormes recursos naturales, particularmente los hidro-carburos, los gasíferos, minerales, acuíferos y la rica biodiversidad que existe en nuestros territorios; asimismo, somos cada vez más dueños de nuestros recursos humanos, tecnológicos y financieros, hecho que nos está convirtiendo en un nuevo bloque de poder mun-dial. Como asentaba Mariátegui (1952, p. 375): “Por los caminos universales, ecuménicos, que tanto se nos reprochan, nos vamos acer-cando cada vez más a nosotros mismos…”, a pesar de que el Imperio tanto estadounidense como europeo está enfrascado en una guerra de cuarta generación que tiene como fin aniquilar nuestros procesos de liberación nacional y mantenernos sumisos a sus designios. En esta guerra, lamentablemente también participan, del lado del enemigo imperialista, ciudadanos latinoamericanos mentalmente disociados y alienados que defienden su estatus colonial, patología alimentada y mantenida por la campaña mediática que sostienen las transnacio-nales de la comunicación aliadas al Imperio, agrupadas en la deno-minada Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) que reúne a los empresarios apátridas y colonialistas que conspiran contra la integra-ción de nuestros pueblos en la Patria Grande Latinoamericana.

Feudalismo en América?Para responder esta pregunta es nece-sario tener en cuenta aquellas características ya descritas del proceso histórico precapitalista de Nuestra América. En las décadas finales del siglo XX, uno de los temas sobre el cual debatieron científicos sociales marxistas como Godelier, Bartra, Kossock, Gunder Frank, Puigrós, Laclau, Cardoso, Dobbs, entre muchos otros y otras, trataba sobre la necesidad de clarificar si la secuencia histórica europea: comunidad primitiva, sociedades

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esclavistas o Modo de Producción Asiático, formación medieval y finalmente capitalismo, podría aplicarse a la comprensión del origen del Estado y el desarrollo histórico de las modernas socie-dades iberoamericanas (Assadourian et alii, 1974). Tal discusión –se pensaba– era relevante para dilucidar el tema de la depen-dencia y el subdesarrollo y la posibilidad de llevar a cabo una revolución social en Nuestra América que permitiese a nuestros pueblos nivelar su desarrollo socioeconómico con el alcanzado por los países del llamado Primer Mundo. Hoy día diversos autores concuerdan en afirmar que el feudalismo en tanto que formación social –como expusimos en capítulos anteriores– es una etapa histórica que en sentido específico está vinculada con el desarrollo del proceso civilizatorio europeo occidental (Sahlins y Service, 1961, pp. 31-32), en tanto que otros como Braudel, argumentan sobre la utilización en América Latina de modos o formas de trabajo de tipo feudal en explotaciones agropecuarias vinculadas al desarrollo capitalista del siglo XVIII y el XIX tales como la encomienda, el hato y la plantación (Braudel, 1992, 2, pp. 272-280).

Diversos teóricos de la dependencia y el subdesarrollo se apoyaron en tales discusiones para proponer, como hizo luego la Comisión Económica para Nuestra América (Cepal), la necesidad de lograr un desarrollo capitalista endógeno o de sustitución de importaciones junto con el fortalecimiento de las burguesías nacionales para emular el desarrollo de los países capitalistas más avanzados y superar la brecha histórica existente entre dichos países y los llamados subdesarrollados.

Para acortar la discusión, diremos que en Nuestra América, desde nuestra perspectiva, no hubo feudalismo sino modos de trabajo servil o esclavizado que fueron utilizados por el capitalismo mercantil para explotar la fuerza de trabajo de los indígenas, esclavos y esclavas negros, y mulatos y mulatas, utilizando en ese caso el concepto modo de trabajo tal como fue definido por Vargas-Arenas (1990, p. 67).

Nunca podremos saber si aquellas sociedades imperiales origina-rias tales como la azteca, maya e inka hubiesen podido por sí mismas devenir con el tiempo en capitalistas; posiblemente no. Es probable

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que algunas de las sociedades originarias, igualitarias o desiguales, que poblaban la mayor parte de Centroamérica, Suramérica y el Caribe hubiesen podido, con el tiempo, llegar a convertirse en Estados con una estructura sociopolítica comunal-mercantilista, pero difícilmente habrían llegado a ser capitalistas. La conquista española cortó de raíz todas aquellas experiencias y sólo conservó –como en el caso de inkas y tenochcas– la infraestructura administrativa y las relaciones de explo-tación que ya existían en las sociedades imperiales o complejas, como basamento político de sus propios virreinatos y capitanías generales.

Otro de los temas de debate, relacionado con el anterior, era el de la existencia de sociedades duales en las naciones modernas de Nuestra América, en las cuales los procesos de trabajo característicos de las sociedades originarias heredados por la sociedad criolla, formaban un tiempo histórico distinto al del sector capitalista de la misma. Dichos procesos de trabajo, según proclamaban ciertos teóricos desa-rrollistas de izquierda, debían ser eliminados para dar paso a rela-ciones de producción y formas culturales plenamente capitalistas, para desterrar así el pasado y el “atraso” y promover el “desarrollo”, nuevo eufemismo para denominar el viejo concepto de progreso.

Es evidente que, contrariamente a los supuestos de la tesis dualista, los conquistadores españoles o portugueses no sólo asimilaron a la cultura mestiza los procesos de trabajo precapitalistas que encon-traron en nuestras sociedades originarias o indohispanas que se estaban construyendo en Nuestra América dando origen a la nueva estructura de clases sociales, sino que aquéllos fueron esenciales para consolidar la presencia europea en nuestro continente. Es en este sen-tido que escribimos uno de nuestros libros ya mencionado, conside-rado por la crítica como seminal para entender aquel tema, publicado por primera vez en 1974, intitulado Antiguas formaciones y modos de producción venezolanos (Sanoja y Vargas-Arenas, 1992). En el mismo tratamos de explicar precisamente el proceso mediante el cual las culturas de las sociedades originarias se fundieron progre-sivamente desde el siglo XVI con la de los esclavos y esclavas negros venezolanos y con la de los españoles, produciendo finalmente una sociedad nueva que, como decía el Libertador Simón Bolívar, no es ni indígena, ni africana ni europea sino un nuevo género humano.

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Al revisar comparativamente los procesos civilizadores de Nuestra América, observamos profundas diferencias entre los hechos que lle-varon a la constitución de la sociedad de clases y los Estados modernos en ella, y los que condujeron al capitalismo, la sociedad de clases y los Estados nacionales de Europa. En este sentido, como intelectuales del campo revolucionario creemos necesario, como ya expusimos, pro-fundizar en la crítica del paradigma civilizador europeo en la cual fun-damentaron su análisis histórico Marx y Engels para concluir en el capitalismo como paso necesario hacia el socialismo y el comunismo.

Según Godelier (1969, p. 58), la línea de desarrollo histórico europeo occidental constituiría un evento singular, ya que sólo ella ha desa-rrollado las formas más puras de lucha de clases, así como las con-diciones para su superación –representadas por el socialismo– tanto para ella como para las demás sociedades. Dicha línea ha dado –dice dicho autor– la base práctica (economía industrial) y la concepción teórica (socialismo) para salir de ella misma y hacer salir a las otras sociedades de las formas más antiguas de dominación del hombre por el hombre. Esta formulación de Godelier obviamente no toma en cuenta que el fortalecimiento y la expansión del sistema capitalista europeo u occidental a partir del siglo XVI y hasta el presente, sólo ha sido posible gracias a la expoliación del trabajo y las riquezas mate-riales de todo el resto del mundo periférico para favorecer el bienestar del núcleo de naciones capitalistas desarrolladas.

Hoy día podemos hablar de un proceso universal de desarrollo de la humanidad en el cual el capitalismo, que culmina la línea de desa-rrollo occidental como sistema socioeconómico, corresponde sin duda a una era de importantes desarrollos materiales e intelectuales. Sin embargo, la implantación, expansión y desarrollo de los valores egoístas que sustentan y justifican al sistema capitalista han llevado a determinados gobiernos de países del primero, segundo, tercer y cuarto mundo a actuar con tal grado de irracionalidad, que la exis-tencia y la reproducción ampliada del capitalismo está poniendo en riesgo la supervivencia misma de la especie humana.

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Capítulo 12 El pasado y la interpretación revolucionaria del presente: la arqueología social

El desarrollo histórico de los países nuestroamericanos refleja la intersección de un conjunto de fuerzas que deben ser comprendidas en términos de cómo éste afecta el desarrollo de la sociedad humana en general, el desarrollo de la región como una entidad histórica-mente constituida y el desarrollo de cada país en particular. Por esa razón es esencial también desarrollar una comprensión teóricamente bien informada de los cambios sociales que subyacen la formación de la nación misma y ponen en movimiento diversos procesos civiliza-torios nacionales únicos, históricamente contingentes que han afec-tado, por ejemplo, a Venezuela de una manera y a México o Perú de otra. Esta exigencia tiene muchas implicaciones importantes para la ciencia, como por ejemplo que los análisis arqueológicos y antropoló-gicos deben tomar en cuenta los procesos sociohistóricos que llevaron a la formación de las naciones y Estados particulares en los nuevos contextos regionales, cual es el objeto de estudio de la arqueología social (Vargas-Arenas, 1995, pp. 50-51; 2007b; Sanoja y Vargas-Arenas, 2011, pp. 555-556).

Los fundamentos teóricos y metodológicos de la arqueología social comenzaron a esbozarse desde la década de los treinta del siglo pasado, cuando el discurso marxista se trasladó a la reinterpretación de los orígenes de la sociedad, la cultura y las civilizaciones tanto en Europa, como en Asia, África, América y Oceanía. Los datos obte-nidos por la arqueología, la historia, la filología y otras ciencias que estudian los pueblos del pasado, comenzaron a ser interpretados

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como expresiones y símbolos del pensamiento y la voluntad humana, de las ideas y propósitos que trascienden no sólo cada manifesta-ción particular del dato sino también a cada actor o pensador indi-vidual, puesto que son sociales (Childe, 1981a, p. 349). Se comenzó a construir así una historiografía marxista que tenía como funda-mento analizar la causalidad material del desarrollo social y cultural, extraña a las teorías esencialistas y racistas que habían predominado en la antropología y la arqueología hasta aquel momento. A partir de la obra seminal del arqueólogo inglés Vere Gordon Childe comenzó una reconsideración del estatus y la significación global del pasado:

…Una sociedad puede progresar, y por consiguiente sobrevivir única-mente en la medida en que las relaciones de producción –es decir, todo el sistema económico y político– favorecen el desarrollo de la ciencia, el progreso de las invenciones y la expansión de las fuerzas produc-tivas… (Childe, 1981b, p. 136).

A partir de aquel momento, la historia de las sociedades antiguas dejó de ser considerada como parte de un proceso diferenciado del pre-sente o el futuro, para convertirse en un nivel de explicación de toda la historia, del presente, de su porvenir, de la vida cotidiana de los pueblos. Los arqueólogos y arqueólogas, los antropólogos y antro-pólogas, los historiadores y las historiadoras marxistas comenzaron a darle preeminencia en sus análisis a cuestiones que habían sido generalmente ignoradas hasta entonces, tales como la economía, los procesos sociales, culturales y políticos. De esta manera, la teoría social devino en historia y, viceversa, la historia se transformó en teoría social. Para los pueblos de la periferia del núcleo capitalista desarrollado, considerados por éste como el Tercer Mundo, la his-toria y particularmente la arqueología y la antropología en general, se convirtieron en parte del pensamiento estratégico para lograr la descolonización y la liberación nacional de los pueblos colonizados o neocolonizados por el Imperio. Cuando son los pueblos, no las élites ni los individuos, quienes conforman el sujeto de estudio de aquellas disciplinas, sus resultados pueden servir como base para una ideo-logía de su liberación, para la consolidación de su soberanía sobre los recursos naturales y medios de producción de los cuales depende su integridad como naciones (Vargas-Arenas y Sanoja, 1999, pp. 59-75).

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Mientras en la década de los setenta del pasado siglo –como vimos en páginas anteriores– ya se hablaba en Europa Occidental de una crisis general del marxismo, en Nuestra América por el contrario se iniciaba una discusión crítica del paradigma de la evolución de modos de producción y, consecuentemente, de la génesis de las sociedades modernas de la región, de la pertinencia del capitalismo como solu-ción al problema de la pobreza y del denominado subdesarrollo de los pueblos latinoamericanos sometidos a la explotación y la dominación por las metrópolis coloniales de Estados Unidos y Europa (Lorenzo, Pérez y García-Bárcenas, 1976).

El surgimiento de la corriente de pensamiento llamada arqueología social latinoamericana hacia la década de los setenta del pasado siglo tuvo como uno de sus objetivos estratégicos esenciales explicar y demostrar cómo los pueblos originarios y las sociedades mestizas surgidas a partir del siglo XVI se convirtieron en el sujeto histórico de los procesos nacionales y de la lucha de clases por el control político del poder para deslegitimar el orden social burgués. Por esta razón la arqueología social se transformó en un campo de estudio donde convergen no solamente arqueólogos y arqueólogas, sino también antropólogos y antropólogas sociales, lingüistas, antropólogas y antropólogos físicos, historiadores e historiadoras sociales, econo-mistas, literatos y literatas, biólogos y biólogas, filósofos y filósofas, sociólogos y sociólogas, unidos no solamente por el interés académico de construir un episteme de la ciencia social, sino también para la ela-boración de una estrategia común para hacer la revolución social par-tiendo del materialismo histórico y del pensamiento crítico marxista (Bate, 1998, 2008, pp. 17-23; Vargas-Arenas, 1995, 2008b; Vargas-Arenas y Sanoja, 1999, pp. 59-75; Navarrete, 2007; Gándara 2008).

Como parte de este movimiento, como ya explicamos, el año de 1974 se publicó la primera edición de nuestra obra escrita a cuatro manos con la Dra. Iraida Vargas: Antiguas formaciones y modos de producción venezolanos (1992). Con la misma intentamos hacer la crítica científica a la sucesión histórica de los modos de producción enumerada por Marx (1972), Engels (s.f.) y Morgan (1943) argumen-tando que si bien aquella denota la existencia de procesos generales de cambio de la historia de la humanidad, no podría considerarse

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totalmente válida para expresar todas las particularidades que afecta la misma en las diferentes sociedades y culturas del mundo ni tam-poco el actual surgimiento de los sujetos históricos de la revolución social en Nuestra América.

Tal como expresamos al respecto en el prólogo a la segunda edi-ción de nuestra obra Antiguas formaciones y modos de producción venezolanos:

...Cuando Engels formuló sus estadios de desarrollo histórico de la sociedad, se le criticó por presentar una imagen parcializada de dicho proceso sin reparar en que él estaba simplemente reconociendo empíri-camente la existencia de determinados momentos de clímax histórico y formulando conceptos que, evidentemente, tenían carácter experi-mental. Igual podríamos decir de Vere Gordon Childe, a quien no se le recuerda por haber resuelto la problemática del estudio de la historia de las sociedades precapitalistas antiguas del Viejo Mundo, sino por haber formulado experimentalmente categorías analíticas que tuvieron un gran impacto en el proceso de exploración del conocimiento social. El mismo Marx en El Capital, proporcionó un modelo de análisis del desarrollo de las contradicciones partiendo del estudio de las experien-cias de una sociedad concreta. Haber olvidado estos ejemplos, llevó al materialismo histórico a convertirse en muchos casos en una especie de metafísica social divorciada de la realidad sensible que nutrió su nacimiento... (Sanoja y Vargas-Arenas, 1992, p. 21).

Aquella propuesta fue posteriormente reestudiada y reformulada por Iraida Vargas-Arenas en su obra –ya clásica– Arqueología, ciencia y sociedad, fruto de las discusiones teóricas estimuladas por nuestra propuesta de 1974 en el Grupo Oaxtepec, las cuales Vargas-Arenas aplicó al estudio concreto de las formaciones originarias venezo-lanas. Aquel grupo transdisciplinario de arqueólogos y arqueólogas, antropólogos y antropólogas sociales, etnólogos y etnólogas, his-toriadores e historiadoras, economistas y sociólogos y sociólogas, cuyo núcleo duro lo conformaron para la época notables científicos y científicas sociales como Agustín Cueva, Sergio de la Peña, Felipe Bate, Héctor Díaz Polanco, Luis Lumbreras, Marcio Veloz Maggiolo, Manuel Gándara, Iraida Vargas-Arenas y nosotros, se concentró en

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la tarea de elaborar los fundamentos teóricos y metodológicos de la arqueología social, de acuerdo con las propuestas filosóficas del mar-xismo y del materialismo histórico. Posteriormente, Bate, en su obra El proceso de investigación en arqueología (1998) sistematizó y ela-boró científicamente la propuesta teórica metodológica general de la arqueología social.

La creación en 1984 de otro grupo de estudios regionales en la Fun-dación de Arqueología del Caribe auspiciado por Paul Caron, la Dra. Betty Meggers y el Dr. Clifford Evans (Smithsonian Institution, Washington D.C.), permitió la celebración de reuniones anuales, tres se realizaron en la Isla de Vieques, Puerto Rico, y una en la ciudad de Río Caribe, Venezuela, de un grupo de arqueólogos sociales, profesores y estudiantes, de universidades de Venezuela, Colombia, Panamá. Costa Rica, Honduras, México, Luisiana (USA), República Dominicana, Puerto Rico. Las ponencias presentadas y las conclu-siones de las mismas se resumieron en tres volúmenes: Hacia una arqueología social (1984), Revisión crítica de la arqueología del Caribe (1985) y Relaciones entre la sociedad y el ambiente (1986).

Una de las motivaciones políticas centrales de los arqueólogos y arqueólogas sociales nuestroamericanos desde los inicios, fue la de construir teorías, diseñar la estrategia y los métodos para comprender críticamente y transformar la realidad social en nuestros respectivos países, considerando la historia social como un campo unificado de todas las acciones humanas anteriores y posteriores a la inserción forzada del capitalismo en las sociedades originarias de Abi Yala o Nuestra América.

Desde aquella época ya remota de finales del siglo pasado, las dis-cusiones teóricas sobre la proyección histórica de los análisis de la arqueología social hacia la realidad contemporánea de Nuestra América, se concentraron en el potencial de cambio revolucionario que ofrecía la Revolución Cubana, la Revolución Sandinista y movi-mientos como Sendero Luminoso en Perú. Nadie podía sospechar que la historia de la revolución social en Nuestra América tomaría un curso tan radicalmente diferente luego de la rebelión popular venezolana contra el neoliberalismo ocurrida el 27 de febrero de

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1989, seguida por la rebelión militar antiimperialista liderada por el comandante Hugo Chávez que estalló el 4 de febrero de 1992; poste-riormente, ocurrió el triunfo electoral de Hugo Chávez en 1998. Esta victoria electoral popular que fue seguida en 2002 por el fracasado golpe de Estado proimperialista y posteriormente la recuperación de Petróleos de Venezuela por la nación venezolana, representaron la primera derrota del Imperio y su representación local, la oligar-quía partidista-empresarial contrarrevolucionaria. Posteriormente a dicha derrota, los movimientos sociales revolucionarios venezolanos proclamaron luego de 2004 la necesidad de construir –por la vía electoral y democrática– la sociedad socialista del siglo XXI en Vene-zuela, camino que fue también seguido posteriormente, por los movi-mientos sociales de otros países como Bolivia y Ecuador (Sanoja y Vargas-Arenas, 2005a; Sanoja, 2006, pp. 63-74).

Para continuar este análisis de manera consecuente con nuestra visión de la Historia, diremos que con la utilización en este caso de conceptos tales como Modo de Vida, queremos aludir antropológicamente a las categorías de Formación Social y Modo de Producción tomando en cuenta la importancia del espacio geográfico y todas sus determina-ciones, las relaciones sociales de producción y la ideología (la cultura) mediante la cual el ser social se percibe e interpreta tanto a sí mismo como a los otros y a las condiciones materiales donde se desenvuelve su existencia cotidiana vía la cultura, proceso que legitima los sistemas de valores que sustentan la conciencia social. En tal sentido, el modo de producción viene a representar la forma de producir y reproducir las condiciones materiales de la existencia de los hombres y mujeres, dentro del conjunto de determinaciones culturales o ideológicas –habi-tuales y reflexivas– que conforman su conciencia social y definen final-mente su modo de vivir, su modo de vida.

Tenemos la opinión de que en Venezuela, una cierta percepción del marxismo y del materialismo histórico –quizás ortodoxa– dentro del proceso revolucionario bolivariano le haya dado más peso al desa-rrollo de las condiciones materiales que a la cultura y la ideología. Los resultados del referendo de 2007 y de las elecciones de 2008 indican que –a la presente fecha– un alto porcentaje de venezolanos y vene-zolanas no percibe todavía como suficiente las innegables mejoras

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del sistema de salud, educación, vivienda, trabajo, la recuperación de la soberanía nacional, porque su conciencia de clase, su conciencia social, a falta por ahora de una verdadera política cultural revolu-cionaria, sigue estando determinada y mediatizada por la ideología dominante de la burguesía contrarrevolucionaria. A este respecto es oportuno recordar a los maestros Marx y Engels cuando nos dicen en su obra La ideología alemana:

...la clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder espiritual dominante... Las ideas dominantes no son otra cosa que la expresión ideal de las relaciones materiales dominantes, las mismas relaciones materiales dominantes concebidas como ideas; por tanto, las relaciones que hacen de una determinada clase la clase dominante son también las que confieren el papel domi-nante a sus ideas. Los individuos que forman la clase dominante (...) se comprende de suyo que lo hagan en toda su extensión... como pensa-dores, como productores de ideas, que regulen la producción y distri-bución de las ideas de su tiempo; y que sus ideas sean, por ello mismo, las ideas dominantes de su tiempo... (Marx y Engels, 1982, pp. 48-49).

Estamos convencidos de que la construcción de los modos de vida socialistas del siglo XXI en Nuestra América, debe ser explicada y comprendida a la luz de la historia de las ideas y de las prácticas que sustentan las tesis del marxismo, del materialismo histórico y del materialismo dialéctico. Para lograr tal objetivo, es necesario desa-rrollar propuestas históricas, estrategias culturales o ideológicas concretas que fundamenten ideológicamente tanto los movimientos sociales de descolonización y liberación nacional como la creación de sociedades socialistas del siglo XXI. En tal sentido es imprescin-dible también conocer, estudiar y asumir como referencias causales las propias experiencias históricas de nuestros pueblos para diseñar la estrategia política, social y cultural ideológica y el método para la construcción concreta del socialismo, en nuestro caso particular el proceso civilizador socialista bolivariano, como ha mostrado Vargas-Arenas en su estudio Resistencia y participación. La saga del pueblo venezolano (2007a) y Sanoja y Vargas-Arenas en nuestra obra La Revolución Bolivariana. Historia, cultura y socialismo (2008).

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Vargas-Arenas (2007a) analiza la manera como el pueblo venezolano, desde el siglo XVI, fue construyendo un proyecto de sociedad cuyas claves fundamentales eran la resistencia a la opresión y la participación en los diversos movimientos políticos que tenían como objetivo lograr un cambio revolucionario en su condición de pueblo dominado por la oligarquía mantuana representante de la metrópoli colonial. La nueva oligarquía republicana que insurge en Venezuela luego de su indepen-dencia de España y de la separación de la Gran Colombia, se apoderó del mismo y lo convirtió en su proyecto político, vaciándolo de todo contenido revolucionario y sometiéndolo a la dependencia del imperia-lismo estadounidense. En palabras de Vargas-Arenas: “...como ocurrió con AD, la burguesía apeló a los símbolos populistas o populacheros para significar ante las clases populares una solidaridad, una identidad con los oprimidos que ella misma produjo... (AD = Partido Acción Democrática. Aclaratoria nuestra).

El proyecto popular de resistencia y participación, el poder constitu-yente, siguió adelante hasta que el 27 de febrero de 1989, la rebelión popular contra el ajuste neoliberal que intentó imponer el gobierno de Acción Democrática logró resquebrajar las bases del capitalismo vernáculo construido por la burguesía venezolana conjuntamente con sus partidos Acción Democrática y Copei abriendo así, con las elecciones celebradas en 1998, el camino a la Bolivariana y la libera-ción nacional. De esta manera nació un nuevo proyecto social de país, un proyecto socialista, anticolonial, fundamentado en la propiedad social de los medios básicos de producción y motorizado por el poder popular constituyente.

Según esta experiencia, discutiremos en el capítulo siguiente por qué, como hemos venido discutiendo en las páginas de este libro, la construcción de un modo de vida socialista requiere conocer la teoría social, elaborar una teoría sustantiva sobre la historia de la sociedad a intervenir y desarrollar una estrategia, un método y una práctica concreta para alcanzar la meta socialista.

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El pasado y la interpretación revolucionaria del presente: la arqueología social

Mapa 2. Expansión del capitalismo mercantil hacia América: siglo XVI.

EXPANSIÓN DEL CAPITALISMO MERCANTIL HACIA AMÉRICA Y ULTRAMAR (siglos XV y XVI d-0)

Civilización Sur Americana-Caribeña

Proceso civilizador pacífico

La formación capitalista mercantil ocivilización de europa occidental (siglo XVI)

Rutas de expansión colonial (siglo XVI)Proceso civilizador orinoco-amazónicoProceso civilizador caribeño

Civilización Norteamericana

Proceso civilizador mesoamericanoProceso civilizador del suresteProceso civilizador del suroesteProceso civilizador del noreste

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Parte 3 Prácticas para la construcción de un

modo de vida socialista

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Capítulo 13 Estrategia para llegar a un modo de vida socialista

Como conclusión de la discusión que hemos hecho en los capítulos pre-cedentes, para avanzar en la formulación de una propuesta concreta que nos lleve al socialismo existe un supuesto que debería ser teorizado y analizado para Nuestra América, y es que los procesos socialistas no surgen siempre como consecuencia del desarrollo pleno de las fuerzas productivas del capitalismo al menos en los casos de Cuba, Venezuela, Ecuador y Bolivia, como esperaban Marx y Engels que sucediese en Alemania e Inglaterra, sino precisamente por todo lo contrario, por el atraso y la pobreza centenaria que indujeron en nuestros pueblos, primero la depredación de nuestros recursos naturales, humanos y financieros que han hecho el colonialismo español y luego el neocolo-nialismo europeo y el estadounidense. Como apuntaba el presidente Fidel Castro en 1984 en relación con la deuda externa impuesta a Nuestra América por la comunidad de países industrializados:

...A un continente cuya población se duplica prácticamente cada 25 años, que tiene una cantidad colosal de problemas sociales, educa-cionales, habitacionales, sanitarios, de empleo, le están privando de 45.000 millones de dólares ilegítimamente de un total de recursos emigrados, sumando los intereses supuestamente normales, de más de 70.000 millones de dólares… (Castro, 1985, p. 161).

En estas condiciones de sobreexplotación, la posibilidad real de los desarrollos capitalistas nacionales dentro de la economía mundo-capitalista, como dice Wallerstein (1998, p. 169), es una meta senci-llamente imposible de lograr por todos los Estados. Para que alguno de los países periféricos al grupo hegemónico capitalista mundial

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llegase a alcanzar un nivel suficiente de acumulación de capitales, sería necesario que se convirtiese por ejemplo en la economía domi-nante de un sistema jerárquico regional de Estados, donde la plusvalía se distribuyese de manera desigual tanto en el espacio geopolítico como entre las clases geográficas. Dentro del sistema capitalista, incluso en la misma Nuestra América, cualquier nivel preponderante de desarrollo que obtenga una de las partes de la economía mundo es el reverso de un proceso inverso, el llamado subdesarrollo, en la parte contraria. De allí se deduce la importancia estratégica que revisten mecanismos financieros solidarios y de cooperación internacional tales como el ALBA (Alternativa Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América), el Banco del ALBA y el Banco del Sur, promovidos por el Gobierno Bolivariano de Venezuela para consolidar una futura unión de naciones suramericanas la cual compense las asimetrías eco-nómicas y sociales entre los diversos países.

En las condiciones ya enunciadas, es necesario exponer con claridad que la solución a los problemas que plantea a nuestros pueblos la pobreza, la injusticia y la marginación social no pueden ser resueltos, como plantean los partidos políticos de derecha con más capitalismo y más y mejor mercado, situación que sólo contribuirá a aumentar el sub-desarrollo y la dependencia, a ampliar la brecha entre las minorías ricas y las mayorías desposeídas. Pero al mismo tiempo es también necesario hacer entender que –como hemos analizado en capítulos anteriores– el socialismo será producto de una lucha larga, que no es simplemente el estadio final de un proceso histórico al cual llegaremos por inercia, una utopía que nos está esperando en el horizonte, sino un campo de fuerzas culturales y políticas, un movimiento ideal, pero también con-creto de valores y principios que tiene ya casi dos siglos de antigüedad el cual requiere de una estrategia para lograr las condiciones concretas de realización, que debe estar apuntalado y ser socialmente construido a partir del debate activo y abierto de las ideas, de la lucha ideológica, para que podamos finalmente consolidar su existencia.

Para abrir el camino que nos lleve al socialismo del siglo XXI es nece-sario también –como ya hemos tratado de exponer en capítulos ante-riores– sobrepasar la antigua discusión académica y ortodoxa sobre la existencia a priori de una línea universal del desarrollo histórico, y

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Estrategia para llegar a un modo de vida socialista

entender que si bien hay principios y leyes generales de la historia, la concreción del socialismo se lleva a cabo conforme a gente que es his-tórica y culturalmente diversa. No se trata de construir el socialismo siguiendo todos la misma receta, traficando el mismo camino; no se trata de construir un socialismo y una libertad en abstracto, sino una libertad y un socialismo histórico en concreto.

Como nos dice una conocida antropóloga feminista inglesa: “... que-ramos o no, el pasado es siempre parte del momento del presente” (Rowbotham, 1981, pp. 25-35).

Para construir el socialismo del siglo XXI necesitamos, pues, iden-tificar nuestros sujetos del cambio histórico, estudiar y entender la historia de los pueblos desde sus formaciones sociales originarias, como método para conocer a esos sujetos que desmontarán, en su momento, las estructuras objetivas de dominación, para identificar los agentes sociales determinados, enraizados en dichas formas histó-ricas específicas de producción que servirán de palanca para la meta de crear los hombres nuevos y las mujeres nuevas, la sociedad nueva (Sanoja y Vargas-Arenas, 1992, 2005, 2008; Vargas-Arenas, 2007a, Vargas-Arenas y Sanoja, 2006).

Conscientes de la nueva correlación de fuerzas que se está creando en la sociedad mundial y particularmente en Nuestra América, los intelectuales orgánicos del Imperio han comenzado a maquillar y actualizar las viejas ideas sobre el progreso y el desarrollo social bajo nuevos conceptos como los de la globalización, la modernización y la convergencia. Según Sanoja:

…En esta nueva literatura, la globalización es entendida como un con-junto de cambios en la economía internacional que tiende a producir una economía global única para bienes servicios, capital y trabajo que hace imposible entender los determinantes de la política económica únicamente en el ámbito doméstico (…) La hipótesis de trabajo de esta nueva literatura es que, si los mecanismos de manejo de la economía convergen, entonces los mecanismos políticos que se enlazan con la economía (y posteriormente todos los mecanismos políticos) tenderán a converger… (Sanoja, Pedro, 2007, p. 34).

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La teoría de la convergencia –según otros autores– permitiría que polí-ticas coloniales como la globalización puedan ser utilizadas por los científicos sociales que integran los enclaves del imperio en los países neocolonizados, sin sentirse señalados como antipatriotas. Como modernización entienden los filósofos del Imperio no sólo la expan-sión del capitalismo industrial sino también la transformación y el reemplazo de las normas y las prácticas tradicionales de las sociedades consideradas periféricas o del Tercer Mundo. La teoría de la conver-gencia, de la cual parecieran participar algunos gobiernos surameri-canos, plantea, por su parte, que estructuras similares de la economía, la política y la cultura pueden coexistir dentro de diferentes regímenes políticos y culturales, siempre y cuando se puedan crear contextos cul-turales dominados por la cultura y los valores capitalistas. Para lograr estos objetivos, el Imperio, los sectores de la clase media y la gran bur-guesía de los países que le sirven cuentan con el concurso activo de los medios de comunicación social, la industria cultural y los organismos gubernamentales o privados que formulan políticas culturales que les sirvan de sustento (Patterson, 1997, pp. 52-55).

Otra propuesta teórica que debería ser revisada desde la perspec-tiva actual, es bueno insistir, es la llamada teoría de la dependencia y el subdesarrollo de los pueblos de Nuestra América la cual –según nuestra visión de antropólogos– se apoya o se explica a su vez en la teoría evolucionista del progreso social, versión del capitalismo desarrollado. Según esa teoría, sería necesario consolidar el Estado nacional liberal, promover en nuestros pueblos un crecimiento cuanti-tativo de tipo capitalista que nos permita modernizar nuestras estruc-turas económicas, para igualar el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas alcanzado por los países capitalistas del Primer Mundo. Simultáneamente, habría que reestructurar nuestra relación con el sistema capitalista mundial para propiciar y estimular en los nuestros las inversiones de sus compañías transnacionales (Ríos et alii, 2002).

La tesis de la “modernización” que constituye la racionalidad subya-cente en esta propuesta implica –como ya dijimos en páginas ante-riores– el desarrollo de un proceso destinado a disolver las bases socioeconómicas y los fundamentos culturales y psicológicos de las sociedades tradicionales (Patterson, 1999, pp. 118-121), método

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aplicado en Venezuela por el Imperio con el apoyo activo de las insti-tuciones educativas, culturales y económicas tanto privadas como las de los gobiernos de la IV República. En el mismo sentido, el control que ejercen las corporaciones transnacionales sobre las tecnologías industriales y comerciales permitió y estimuló que los industrialistas y empresarios locales –para poder sobrevivir– tuviesen que pactar nego-cios conjuntos con las transnacionales. El resultado de ese proceso fue la desnacionalización de la industria y el comercio tanto en Venezuela como en el resto de Nuestra América, la apertura de los mercados nacionales a las mercancías extranjeras, la alteración de la relación de fuerzas dentro de las clases dominantes locales, el aumento de la exportación de capitales hacia las economías dominantes, la disminu-ción de capitales locales disponibles para la inversión en las diversas economías nacionales y el empobrecimiento general de las sociedades (Patterson, 1999, p. 122; Lander, 2000, pp. 91-128).

Refutando la tesis de la modernización, el economista venezolano Ramón Losada Aldana (1967, pp. 105-106) observa que –contraria-mente a las propuestas de la modernización– el capitalismo exterior se incorpora a las zonas subdesarrolladas sólo para transformarlas en fuentes de superbeneficios, para cuyo fin las transnacionales del Imperio necesitan mantener o acentuar, que no superar, el atraso y el subdesarrollo, a fin de fortalecer su posición monopolística y frenar el desarrollo de las fuerzas productivas nacionales de nuestros países. Cuando todavía en el siglo XVIII no estaba consolidado el imperialismo mundial hegemónico, pudo quizás haber llegado a existir algún tipo de desarrollo nacional independiente por la vía capitalista en Nuestra América, como intentó lograr el experimento social de las Misiones Capuchinas Catalanas de Guayana, Venezuela, entre los siglos XVIII y XIX (Sanoja y Vargas-Arenas, 2005b, p. 295-306) o el proyecto agroindustrial de Argentina en las primeras décadas del siglo XX.

El estado de subordinación existente hoy día entre los países perifé-ricos y el núcleo de países capitalistas más desarrollados, hace casi imposible el desarrollo de nuevos procesos capitalistas autónomos y auténticos, antagónicos al núcleo capitalista central. Ello demuestra una vez más la razón por la cual es igualmente imposible conciliar los intereses del imperialismo con un desarrollo soberano por la vía

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burguesa. Por tanto, es necesario comenzar por proponer una nueva estrategia política y económica que apunte hacia la creación de una base social antiimperialista, soporte de los movimientos de libera-ción nacional y descolonización. Es en este sentido, que las políticas de Estado para combatir la pobreza y el atraso que han emprendido países como Venezuela, aunque moderadas, debilitan los mecanismos de dominación que utiliza al Primer Mundo capitalista y facilitan, por esa razón, la promoción de la vía hacia el socialismo. Por razones opuestas, el Imperio estadounidense y europeo y sus oligarquías subordinadas, tales como la colombiana y la peruana, tratan de des-truir, detener o degradar los procesos de liberación que avanzan los pueblos de Venezuela, Bolivia y Ecuador.

La base para construir una sociedad socialista son los colectivos sociales. Esta obviedad alude al hecho de que dichos colectivos tienen que estar en capacidad material e intelectual para participar prota-gónica y conscientemente en la construcción de dicha sociedad fun-damentada en valores básicos como la solidaridad y la reciprocidad social, el respeto por los otros y otras, en una nueva cultura laboral que asuma como valores la disciplina y la creatividad, el estudio como un logro que contribuye a mejorar las condiciones generales de vida de toda la sociedad y no solamente las individuales. Para lograr esa meta, es necesario plantearse una estrategia para vencer la pobreza, la desigualdad y la injusticia social, el individualismo y el egoísmo que son secuelas del capitalismo.

La abolición de la propiedad burguesaEl proceso de instauración de la propiedad social elimina la principal fuente de la desigualdad social: la explotación de los trabajadores y trabajadoras por una minoría capitalista. Hay quienes proponen que la primera decisión que se debe tomar en el proceso de construcción del socialismo es la de abolir de un plumazo la propiedad burguesa. Muchos de los proponentes de dicha idea parecen creer que esa decisión puede ejecutarse por decreto, sin haber creado antes las condiciones no sólo para establecer las nuevas relaciones de propiedad, sino también para propiciar un modo de vida socialista alternativo, una nueva cul-tura socialista. Para abolir la propiedad burguesa, que no la personal, en las actuales condiciones impuestas por la hegemonía mundial del

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Imperio, es imperativo formar primero y consolidar en los colectivos humanos, mediante políticas culturales y educativas revolucionarias, la conciencia social y política de que el socialismo es necesario, que la pobreza, la desigualdad y la injusticia social son una condición social derivada del capitalismo. Es preciso lograr que la burguesía acepte, como nos dice Theotonio Dos Santos, que: “...La socialización de la propiedad privada y del proceso de trabajo es la única forma posible de persistencia de la propiedad privada, colocada ante un proceso de pro-ducción cada vez más socializado...” (Dos Santos, 2007, p. 85).

La eliminación drástica de la propiedad burguesa fue posible en las primeras revoluciones socialistas del siglo XX hasta el fin de la Guerra Fría, incluida la Revolución Cubana, porque el dominio mundial del imperialismo no era todavía totalmente hegemónico y luego, como ocurrió en el caso cubano, debido a la presencia protectora de la Unión Soviética y del antiguo campo socialista. Por esa razón, las vanguardias revolucionarias, después de derrotar a las burguesías res-pectivas, pudieron asumir el poder, como fue el caso de la antigua URSS, China o Vietnam, o luego de que la misma o buena parte de ella huyese al exilio como en el caso cubano. Una vez concretada la toma del poder, los revolucionarios y revolucionarias decretaron de una vez la abolición de la propiedad burguesa y se dedicaron luego a mejorar las condiciones de vida de la sociedad. Para poder defender la existencia de las respectivas revoluciones del acoso bélico del imperia-lismo mundial, fue entonces necesario imponer regímenes represivos que controlasen tanto la contrarrevolución externa como la interna. Pero una vez desaparecida la URSS, el imperialismo hegemónico quedó en libertad de imponer a los países periféricos condiciones y trabas en las luchas para llevar a cabo sus procesos de liberación.

Para que los procesos de liberación nacional puedan tener éxito dentro de la ética política democrática que reivindican hoy los pue-blos de Nuestra América de modo que los países puedan garantizar su soberanía, es necesario contar primero con la solidaridad, la fidelidad y la conciencia revolucionaria de los colectivos sociales, es necesario diseñar políticas públicas destinadas a mejorar el nivel de vida de la población en todos los aspectos y a crear una cultura socialista que le sirva de sustento. Simultáneamente, es necesario también romper la

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hegemonía que ejerce la propiedad burguesa en las relaciones de pro-piedad, creando otras formas alternativas: la propiedad social, la pro-piedad comunitaria, la propiedad cooperativa y cualquier otra, que acompañen a la propiedad burguesa y la propiedad personal hasta crear nuevas relaciones que garanticen la justicia social para todos los ciudadanos y ciudadanas siguiendo el concepto universal de la unidad de los contrarios, fuerza motriz de todo desarrollo y movimiento en la naturaleza. El socialismo en sí mismo– como expresión del movi-miento del cambio universal de la sociedad– implica una contradic-ción que es resultado de tendencias en conflicto: las tensiones internas que la presente crisis está generando en el pasado y el presente capita-lista y las tensiones internas que la misma produce tanto en el presente como en el futuro socialista (Woods y Grant, 1991, pp. 64-68).

La coexistencia temporal de diferentes formas de propiedad en un período presocialista o de transición al socialismo pleno con predo-minio de la propiedad social, es coherente con la propuesta que hace Marx en la Crítica de la economía política cuando nos dice:

En todas las formas de sociedad existe una determinada forma de producción que asigna a todas las otras su rango e importancia: las relaciones esenciales tienen una importancia preponderante en las actividades que cada una de ellas desempeña en función de las otras. Se obtiene así una iluminación general en la que se bañan todos los colores y que modifica las tonalidades particulares de cada una de aquéllas. Es como un éter particular que determina el peso específico de todas las formas de existencia que allí toman vida (Marx, 1967, p. 36. Traducción nuestra).

En una fase ulterior, plenamente socialista, aquella forma de eco-nomía mixta se distinguiría del capitalismo monopólico de Estado característico del antiguo socialismo real en el hecho de que no sería utilizado para beneficio del Estado mismo sino para promover el desarrollo de las fuerzas productivas de una nueva sociedad, donde el poder constituyente no debe reposar en el Estado sino en los colec-tivos sociales (Vargas-Arenas, 2007a, pp. 275-295), lo que también denomina Giordani como modelo productivo socialista (Giordani, 2009, pp. 117-118). La propiedad individual seguiría existiendo: las

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casas y su mobiliario, las cuentas bancarias, etcétera, pero dejarían de ser el privilegio de una clase social minoritaria para devenir en un rasgo general de la distribución justa de la riqueza en la sociedad socialista venezolana del siglo XXI. El desarrollo de los medios colec-tivos de transporte: trenes eléctricos, metros, aviones, autobuses, haría superflua la posesión de vehículos, considerados hoy día como un símbolo del estatus social, facilitaría la redistribución demográ-fica y la integración regional dentro de Venezuela, abarataría los costos del transporte de personas y mercancías, y reduciría los niveles de consumo de combustibles fósiles y de contaminación ambiental (Sanoja, 2008).

Para preservar la existencia de los procesos revolucionarios, es pre-ciso contar también con la solidaridad de otros países de la región o fuera de ella que compartan, por lo menos, una posición antiimperia-lista como la del ALBA, ya que el apoyo que puedan brindar dichos países está determinado por condiciones políticas internas y externas que median sus niveles de compromiso con revoluciones radicales (Sanoja, 2008). Sin embargo, a pesar de aquel escenario difícil y com-plicado, diferentes gobiernos progresistas de Suramérica y el Caribe tales como Venezuela, Cuba, Honduras y Nicaragua, algunos países del Caricom, Ecuador y Bolivia, dentro de sus condiciones sociohistó-ricas particulares, han tomado la vía de la justicia social, de los movi-mientos de liberación nacional y del socialismo del siglo XXI no como una utopía lejana, sino como una posibilidad histórica concreta al alcance de nuestros pueblos.

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Capítulo 14 El método nacionalista revolucionario para construir el socialismo

El capitalismo originario, como hemos discutido en páginas ante-riores, fue un fenómeno histórico prístino característico de la sociedad europea occidental. No surgió en el resto de los continentes como consecuencia del desarrollo histórico autogestionado de los pueblos, sino que les fue impuesto por la expansión colonial de las naciones europeas a partir de los siglos XVI y XVII.

A los fines de entender y explicar las consecuencias que tuvo la impo-sición del capitalismo sobre las sociedades precapitalistas clasistas o igualitarias, creemos interesante destacar la tesis de Wittfogel (1981, pp. 434-449), quien consideraba el capitalismo de Estado como una versión moderna de las antiguas sociedades despóticas asiáticas. Según dicho autor, el capitalismo de Estado, conocido también como socialismo real, surgió en la Rusia zarista y en China, por ejemplo, debido a la incapacidad del capitalismo empresarial privado para promover el desarrollo soberano de las fuerzas productivas de esos enormes países. Ello explicaría –dice aquel autor– el carácter indus-trialista que asumen ambas revoluciones bajo la dirección de líderes como Stalin y Mao Zedong.

En otros países como la India, otro de los ejemplos paradigmáticos del Modo de Producción Asiático, la invasión colonial inglesa instauró el capitalismo empresarial en el siglo XIX. En la misma Inglaterra, según Wolf (1990, pp. 266-267) el paso definitivo del capitalismo mercantil al industrial se operó en la segunda mitad del siglo XVII, gracias al desarrollo de la industria textil del algodón que tuvo inicialmente su

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centro en Mombay, India. El centro de manufactura del tejido fue trasladado posteriormente a Manchester, donde hacia mediados del mismo siglo sirvió para consolidar la hegemonía mundial, industrial y comercial del Imperio británico, fomentando asimismo la forma-ción de un importante sector del proletariado industrial inglés.

No obstante los impresionantes logros tecnológicos y el crecimiento económico actual del sector capitalista (¿despótico?) de la sociedad india, la mayor parte de la misma continúa sumida en la miseria, la pobreza y el atraso. Igual podríamos decir de Pakistán, contraparte islámica de la India, donde el éxito logrado por la comunidad capita-lista militarista gobernante al construir un arma nuclear, contrasta con la profunda situación de injusticia social, dictadura y despotismo que sufre la sociedad de dicho país.

El despotismo, como vemos, no es un método de dominación y explotación de la fuerza de trabajo privativo de un sistema político. En la época histórica contemporánea, tanto en Asia como en África y Nuestra América, el capitalismo europeo y estadounidense ha intervenido e interviene para propiciar la instauración de regímenes despóticos que defiendan las inversiones de capital foráneo y des-alienten el desarrollo de formas productivas capitalistas nacionales salvo en el sector comercial. Un ejemplo trágico de este proceso son la Colombia y el Perú actuales, donde las transnacionales europeas y estadounidenses, con la complicidad de las oligarquías nacionales han logrado implantar hasta ahora un sistema de gobierno despótico que, mediante el terror militar y paramilitar, está expulsando a los campesinos y campesinas indígenas de sus tierras para desposeerlas e implantar complejos agroindustriales o de minería extractiva para luego, mediante los llamados Tratados de Libre Comercio con Estados Unidos, terminar de apoderarse de todas las inversiones y negocios locales. Estas acciones responden a la definición de la llamada empresa privada como núcleo del Estado capitalista neoliberal, cuyo creci-miento y desarrollo se realiza mediante la apropiación de las finanzas, la industria, el comercio, la cultura y los medios de comunicación por el capitalismo del Estado transnacional burgués que asume, a su vez, formas políticas despóticas en los Estados más débiles. La suma de todas aquellas jerarquías políticas, sociales y culturales constituyen

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El método nacionalista revolucionario para construir el socialismo

una colección de medios de coerción donde la presencia del Estado es la piedra angular del todo (Braudel, 1992, II, p. 555).

El Estado como práctica socialistaComo consecuencia de la actual correlación de fuerzas que domina actualmente el panorama internacional y de la profunda crisis estruc-tural que sacude los fundamentos del capitalismo hegemónico del núcleo de países del Primer Mundo, consideramos que el Estado nacional tendrá que seguir existiendo todavía por mucho tiempo más en los países periféricos al núcleo capitalista central. En algunos de estos países sus élites gobernantes, actuando de manera pragmática para capear la grave crisis que sacude al sistema en el momento actual, han actualizado las funciones del Estado interventor, autoritario, que surgió en la sociedades mercantilistas del siglo XVI y dominó hasta bien entrado el siglo XX (Dos Santos, 2007, pp. 85-93), haciendo a un lado la ortodoxia neoliberal del libre juego de mercado y culminando –en diversos casos– con la nacionalización abierta o velada de las ins-tituciones bancarias o grandes corporaciones industriales.

Los gobiernos del G8 han asomado como solución a la crisis actual del capitalismo en sus países, apoderarse de los recursos naturales y del capital financiero acumulado en los países de su periferia y en particular de Nuestra América, para inyectar liquidez en su sistema financiero y apropiarse asimismo de los activos energéticos y otros minerales, de los suelos agrícolas, de los alimentos, el agua y la bio-diversidad; intentan así reeditar lo que hicieron con nuestros pueblos las mismas potencias coloniales en el siglo XV, para remontar la crisis estructural de la sociedad feudal y fomentar el desarrollo del capita-lismo mercantil. Para ello necesitan desestabilizar los gobiernos pro-gresistas y nacionalistas que se oponen al despojo de sus recursos y debilitar los Estados nacionales.

Los países periféricos como Venezuela, en la actualidad, resisten, luchan y se esfuerzan por independizarse de la tutela colonial del Imperio estadounidense y europeo occidental quienes intentan –a su vez– socavar la estabilidad del gobierno revolucionario. Es por ello que, por ahora, el reforzamiento de nuestro Estado nacional es una garantía para la preservación de nuestra soberanía y nuestra

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revolución socialista bolivariana. El fortalecimiento de los Estados nacionales latinoamericanos debe tener carácter estratégico e inme-diato, pero transitorio, a los fines de enfrentar al Imperio apelando a la soberanía nacional y al derecho a la autodeterminación y cohe-sionar a nuestros ciudadanos y ciudadanas en torno a la identidad política venezolana y el concepto de patria soberana (Vargas-Arenas, 2007, pp. 59-60).

En el caso venezolano no nos referimos, pues, al reforzamiento del Estado burgués heredado de la IV República, el cual ha sido y sigue siendo fuente de calamidades para nuestra sociedad: nos referimos al papel del Estado nacional como práctica social de la resistencia anti-imperialista, como un órgano de poder completamente subordinado a los intereses colectivos de la sociedad socialista (Marx, 1963, p. 241). En este sentido no estamos aludiendo a su función como representante hegemónico del capital monopolista, sino al “dispositivo reputado como social o de interés general del Estado, que supuestamente corres-ponde por excelencia a la socialización de las fuerzas productivas...” como condición necesaria para intervenir la economía y en general las relaciones sociales de producción, cuando un movimiento revolucio-nario progresista y nacionalista –como sería el caso de nuestra Revo-lución Bolivariana– acceda al poder (Pulantzas, 1980, pp. 238, 231. Énfasis nuestro). El verdadero Estado socialista revolucionario debe ser concebido entonces como una práctica social “donde se sustituye una relación de sumisión despótica por una relación entre personas con igual poder de decidir, es decir, una relación que respete la sobe-ranía de todos los participantes” (Del Búfalo, 2005, p. 30), esto es, un Estado que reconozca que el poder constituyente está en manos de la gente, que es propiedad de los colectivos sociales organizados tales como nuestros consejos comunales y nuestras comunas, como garantía para superar las trabas que surgen del tecno-burocratismo (Harnecker, 2008). Como ha expresado también Pérez Pirela (2008, p. 17) “...ya no será el pueblo quien transfiera su poder al Estado, sino que el pueblo mismo gestionará parte del poder a través de formas de auto-gobierno...”, entendiendo como tal “... el pueblo político como una figura de resistencia frente al poder instituido, sea este Estado Central, Gobernación, Alcaldía, Banca, Religión, Medios de Comunicación,

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Partido, Imperio, etcétera (...) quien transfiere el poder a otro lo hace porque, en realidad, lo tiene...”.

En relación con las ideas anteriormente expuestas es oportuno y muy relevante citar también el pensamiento de Samir Amin (1989, p. 222) sobre la construcción del socialismo en las sociedades periféricas al grupo de países capitalistas centrales, en las cuales existen conglome-rados humanos heterogéneos que han sido y son víctimas del capita-lismo, capaces de rebelarse y resistir, pero que necesitan actuar dentro de un espacio histórico propicio, apoyadas por una fuerza social capaz de organizar a las clases populares, que sirva como catalizador de un proyecto social alternativo al capitalismo y dirija la acción antiimperialista.

El poder popular constituyente y el modo de vida socialistaSobre la estructuración del poder popular constituyente en una sociedad socialista, Vargas-Arenas (2007a, pp. 287-295; 2007b) señala concretamente el papel que juegan o deberían jugar en la expe-riencia revolucionaria bolivariana los consejos comunales como un proceso creativo de auto-organización popular, enraizado en nuestras formas de organización comunal precolonial, organizaciones popu-lares a partir de las cuales se podría construir, de abajo hacia arriba un tejido social, una estructura de poder popular caracterizado por la emergencia de nuevas subjetividades colectivas enfrentado al poder constituido (Harnecker, 2008).

Las comunidades populares venezolanas, como bien las ha caracte-rizado Vargas-Arenas, se han estructurado en consejos comunales que constituyen espacios alternativos a los que habían surgido en la IV República como consecuencia del clientelismo partidista. En los actuales consejos comunales conviven actores y actrices con distintas visiones, con intereses heterogéneos de carácter local o regional, que tratan de coordinar acciones tendientes a solventar los diversos pro-blemas que enfrentan las comunidades. La acción política de los con-sejos comunales que son –según nuestra Ley de Consejos Comunales dictada por el gobierno revolucionario bolivariano– expresión del poder popular constituyente, se da en un espacio público nacional dis-gregado en numerosos espacios locales y regionales, lo cual los sitúa

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en un ámbito relacionado directamente con el proceso de transfor-mación del Estado burgués. A través de un proceso de acumulación de fuerzas que permite a los diferentes actores sociales crear, poten-ciar y disputar modelos alternativos y democráticos de desarrollo, los consejos comunales se debaten en este momento entre la obediencia al Estado revolucionario que les transfiere recursos económicos para planificar sus proyectos de transformación y su autonomía como organizaciones sociales cuya meta es lograr el control de los agentes sociales sobre sí mismos, convertirse en sujetos protagónicos capaces de la apropiación –tanto subjetiva como material– de los elementos de transformación social para la construcción de una nueva ciudadanía, donde se combatan y eliminen las estructuras patriarcales que repro-ducen el modelo de jerarquía sexo-género y todas las otras formas de opresión, dominación o subvaloración social. Ello sería una condi-ción necesaria para el nacimiento de una nueva cultura comunitaria sobre la cual será posible construir la sociedad socialista (Vargas-Arenas, 2010, pp. 97-103).

Para apalancar el poder popular y la transformación de las relaciones sociales de producción, es importante desmontar todas las jerarquías sociales, no solamente aquellas que soportan al poder del dinero y las jerarquías económicas, el poder del Estado y los privilegios sociales; es necesario que los consejos comunales logren trascender la relación jerárquica burocrática básica sobre la cual se funda el poder político regional de la antigua sociedad burguesa venezolana: gobernaciones de estados-alcaldías, sustituyendo esa jerarquía por redes transver-sales extensas, no verticales, expresadas en comunas y asociaciones de comunas para lograr las ejecución de proyectos compartidos que beneficien el buen vivir de los colectivos sociales y proyecten una nueva geometría territorial del poder popular. No se trata solamente de una ilusión, de formular una visión utópica del socialismo, sino de crear las prácticas y las mediaciones concretas para construir el modo de vida socialista venezolano (Sanoja, 2008, pp. 146-149).

Para fortalecer el poder popular constituyente, fundamento del modo de vida socialista venezolano, sería necesario aprender de las experiencias de las comunidades matricéntricas populares –que son mayoría en Venezuela y en otros países de Nuestra América– trasunto

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de las antiguas sociedades indígenas tribales y negrovenezolanas que se formaron a partir del siglo XVI. Las redes familiares mono-parentales matricéntricas que forman las estructuras comunitarias tradicionales de los sectores populares, las cuales funcionan bajo el principio de la familia extensa, constituyen aproximadamente 60% de la sociedad nacional; estas redes familiares suponen la preserva-ción de potenciales formas políticas contestatarias al poder consti-tuido. En dichas comunidades la pobreza es vivida en contextos de relaciones sociales colectivas, de naturaleza íntima y cotidiana como son las familiares, vía la práctica de tácticas solidarias y recíprocas en esos espacios donde se hacen muy evidentes los condicionamientos de género. Las familias matricéntricas o comunidades domésticas, dice la autora, “…han desarrollado estilos de vida y pautas de acción que coexisten con los hegemónicos, aquellos que la sociedad nacional capitalista ha evaluado hasta ahora como los más relevantes…” (Vargas-Arenas, 2010, pp. 157, 161, 173).

La actual experiencia venezolana en la construcción del socialismo nos remitiría también a la afirmación de Dussel sobre la estrategia para transformar y cambiar el Estado. Sostiene dicho autor que:

...el paquete de las instituciones estatales (potestas) hay que desatarlo, cambiarle la estructura global, conservar lo sostenible, eliminar lo injusto, crear lo nuevo. No se “toma” el poder (potestas) en bloque. Se lo reconstituye y se lo ejerce críticamente en vista de la satisfacción material de las necesidades, en cumplimiento de las exigencias norma-tivas de legitimidad democrática, dentro de las posibilidades políticas empíricas… (Dussel, 2010, p. 172).

Otro ejemplo concreto de lo anterior es la victoria popular del Par-tido Socialista Unido Venezolano al obtener, en las elecciones de diciembre de 2008, 77% de las gobernaciones de estados y 80% de las alcaldías a escala nacional; esto último refleja, a nuestro juicio, que el poder popular constituyente, representado en este caso por las comunidades y consejos comunales, escoge mayoritariamente a los candidatos socialistas para gestionar los asuntos que están más cerca de su vida cotidiana. Este hecho afirma la opinión de Vargas-Arenas según la cual, ésta sería la única manera, como el pueblo venezolano

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podría romper con la relación capitalista representada en el Estado burgués gestor de dichas relaciones, creando así la nueva hegemonía cultural –en el sentido gramsciano– que nos permita construir una sociedad socialista. En este sentido, citando de nuevo a Samir Amin, podríamos decir que:

…las revoluciones socialistas son, entonces, revoluciones nacionales populares que han logrado su objetivo mediante una desconexión basada en un poder no burgués, mientras que los movimientos de liberación nacional, dado que han quedado bajo la dirección de la burguesía, no han realizado todavía su objetivo (…) La revolución nacional popular es por ello una necesidad objetiva cada vez más importante y la exclusión de la burguesía da una responsabilidad his-tórica creciente a las clases populares y a la inteligentsia susceptible de organizarla… (Amin, 1989, pp. 225, 227).

Los diversos procesos de descolonización que están teniendo lugar en diversos países de Suramérica bajo el impulso de movimientos sociales, muestran claramente la veracidad de las propuestas ante-riores, ya que los Estados nacionales en dichos países están pasando y deben pasar de ser un simple instrumento para la reproducción del capitalismo, a devenir una práctica social que represente los intereses de los diferentes colectivos sociales que voluntariamente quieran participar en la construcción de naciones soberanas, liberadas de la dominación de las transnacionales y los gobiernos del Imperio. Es oportuno recordar a este respecto que el Libertador Simón Bolívar en su mensaje a los legisladores del Congreso de Angostura en 1819, le señaló un nuevo rumbo al Derecho Público Americano: no más imitaciones subalternas de instituciones exóticas para la realidad del Nuevo Mundo. Simón Bolívar ofrecía a la inteligencia americana la oportunidad histórica de independizarse de la inteligencia europea de la misma manera como se estaba emancipando de su dominio político “...las leyes deben ser propias para el pueblo que se hacen...” “¡He aquí el código que debíamos consultar y no el de Washington...!” (Liévano Aguirre, 1988, p. 248).

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Poder popular y propiedad social de los medios de producciónLa consolidación del poder popular pasa por la promoción de la pro-piedad social de los medios de producción. En el caso venezolano, el mismo Estado bolivariano ha transferido a las comunidades y a los consejos comunales la gestión de diversas empresas recuperadas, productoras de bienes y servicios, que fueron abandonadas por sus antiguos dueños. Una parte de plusvalía producida se canaliza hacia proyectos elaborados por las mismas comunidades para el desarrollo colectivo del buen vivir, fundamento de una economía solidaria, coo-perativa, alternativa a la economía capitalista, mediante la cual los colectivos sociales desalienados

…tengan la oportunidad de estar satisfechos con sus vidas, con su trabajo, controlando qué hacen y cómo lo hacen; significa que esos colectivos pueden liberar su creatividad y energía dentro de sus pro-pias organizaciones; significa compartir colectivamente la responsabi-lidad… sólo de esa manera podría constituirse el pueblo como actor colectivo, dado que la voluntad política popular no se crea sino que emerge de la participación… (Vargas-Arenas, 2007, pp. 291, 58).

A este respecto, diversas opiniones expresadas tanto por sectores de la “izquierda neoliberal” como de la derecha imperialista más retar-dataria, han enfatizado el carácter negativo de las supuestas tenden-cias neoestatistas e intervencionistas. Sin embargo, creemos necesario aclarar que el término estatismo autoritario se ha empleado para aludir a la confiscación estatal de todas las esferas de la vida económica social articulada con la decadencia de las instituciones democráticas, la libertad y los derechos humanos correspondiente a la actual fase imperial del capitalismo monopólico transnacional (Poulantzas, 1980, pp. 248-249) tal como ocurre en Estados Unidos, o en las sociedades imperialistas delegadas actuales tales como Chile, Colombia, Perú, entre otras. Dicho término no se corresponde con las intervenciones en la economía que han tenido que asumir los gobiernos revolucionarios de Venezuela, Bolivia y Ecuador, frente a la ofensiva desestabilizadora emprendida por Estados Unidos, la Comunidad Europea y el gobierno de la oligarquía de Colombia, las cuales no pueden compararse con las intervenciones de la burocracia política o político-empresarial, como fue el caso en Venezuela durante la IV República, que tenían como

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fin apropiarse de la plusvalía producida por las empresas del Estado (Vargas-Arenas y Sanoja, 2006, pp. 282-284).

La agenda de la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES), ya mencionada (Roitman, 2008), sostiene que “…el neoes-tatismo es una amenaza ideológica ya que culpa al neoliberalismo de todos los males de la región…” (nuestramericana), culpa que ha sido fehacientemente establecida por el fracaso del proyecto neoli-beral en promover el bienestar de los pueblos, donde quiera que se haya aplicado en Nuestra América y el resto del mundo como vemos actualmente en Europa y Asia. Sin embargo, se puede constatar que el Estado, entendido esta vez como práctica social de resistencia al imperialismo, está resurgiendo igualmente en Suramérica y el Caribe como consecuencia del fracaso histórico del capitalismo empresarial privado para preservar la soberanía nacional, para dar solución a los problemas de la pobreza y el subdesarrollo que creó su imposición violenta y forzada a nuestros pueblos originarios. El desarrollo autó-nomo de las fuerzas productivas en los países subdesarrollados, sólo es posible vía el Estado cuando éste se organiza como práctica social de resistencia al imperialismo a través del método del nacionalismo revolucionario que es, a nuestro juicio, la etapa inicial del camino que nos llevaría hacia la sociedad socialista.

El humanismo socialista del siglo XXI y el nacionalismorevolucionarioLa urgencia de construir una sociedad socialista del siglo XXI en Vene-zuela, como también en otros países de Suramérica, se origina en un hecho incontrovertible: mientras los procesos socialistas tienen como meta lograr el desarrollo pleno de los hombres y mujeres como seres sociales, el capitalismo, particularmente en su presente fase neoli-beral, persigue un objetivo contrario; al privilegiar la preeminencia del capital sobre el trabajo ha degradado el medio ambiente, las con-diciones materiales del trabajo, provocando igualmente la devalua-ción de las condiciones culturales y sociales de los pueblos. Por las razones antes expuestas, el capitalismo neoliberal dejó de ser un medio de desarrollo de las fuerzas productivas para convertirse en un gigantesco freno al desarrollo económico y social de los pueblos (Vargas-Arenas, 1999, p. 53).

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El método nacionalista revolucionario para construir el socialismo

El socialismo del siglo XXI es una fase histórica de transición en el proceso de desarrollo democrático participativo de los pueblos, de la construcción de una nueva formación económico social socia-lista, caracterizada por la planificación, el desarrollo orgánico de las fuerzas productivas, la información sobre todas las necesidades de la sociedad sistemáticamente investigadas y divulgadas, la satisfac-ción de las necesidades colectivas elevada al rango de objetivo esen-cial de la gestión pública, la administración de las cosas al servicio de todo el pueblo, la desaparición o reducción en intensidad de los antagonismos de clase, de la injusticia social. Bajo el socialismo se puede orientar la espontaneidad social hacia la reconstrucción de una democracia participativa donde, sin aplastar la conciencia privada, domine la conciencia pública y política, la conciencia de las ciuda-danas y ciudadanos integrados en colectivos que reflejen la voluntad transformadora del pueblo (Lefebvre, 1959, pp. 47-51). En este sen-tido, la democracia socialista sería diferente a la democracia burguesa la cual fundamenta su existencia en la desigualdad social, que trata no con colectivos sociales sino con individuos aislados, explotados por leyes del mercado controladas por una minoría de capitalistas. ¿Hacia dónde va el socialismo del siglo XXI? Hacia una sociedad donde todos los hombres y las mujeres alcancen la plena conciencia social, la libertad de realizar el potencial de sus vidas (Sanoja, 2008).

Consideramos que el socialismo es la única alternativa que garantiza la resolución definitiva del subdesarrollo; asimismo, creemos que el socialismo es una construcción social que necesita asentarse sobre bases sólidas si queremos que sea históricamente viable. A este res-pecto, el maestro Maza Zavala proclamaba en 1967 como condición imperativa para llegar a un modelo de desarrollo socialista, la nece-sidad que tenía Venezuela

…de un nacionalismo revolucionario que apuntase hacia la liqui-dación del enclave capitalista extranjero, la liquidación del régimen agrario latifundista, la pérdida del poder de la oligarquía interna, el desarrollo de un poderoso sector público de economía básica, con el dominio de todos los mecanismos estratégicos del proceso de distri-bución y la convivencia con un sector privado limitado en cierta gama

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de actividades productivas y de servicios, dentro de la esfera pura-mente económica… (1967, p. 29).

En una obra posterior, Maza Zavala concretó el desarrollo de aquel concepto, que consideramos importante citarlo en su extensión:

En una época como la presente, tan conmovida por las múltiples mani-festaciones de la crisis que afecta a los patrones esenciales del modo capitalista de producción y de vida y por los procesos de renovación y crítica que toman impulso en el mundo socialista, hasta el punto de que formas y contenidos se confunden y se llega a poner en duda la validez de las leyes históricas y del cambio del orden social, se hace indispensable establecer prelativamente el principio orientador de la crítica social y de la transformación revolucionaria de la realidad: este principio, para nosotros fuera de toda duda, es la democracia socia-lista. Perseguimos la liquidación de la dependencia a que está sometida la nación venezolana, del subdesarrollo que bloquea las fuerzas del crecimiento orgánico de nuestra economía y del bienestar social, de la alienación de nuestra cultura y de nuestra identidad de pueblo; y porque perseguimos eso, planteamos la exigencia de la liquidación del capitalismo que ha adquirido en nuestro país sus características más negativas, más deformantes, más destructivas, más desnacionaliza-doras y más destructoras de la calidad de vida (…) cuya característica dominante es la expansión y la profundización del supermonopolio, la concentración creciente del poder de acumulación y de extracción de ganancias (Maza Zavala, 1985, pp. 70-71).

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Capítulo 15 El Estado nacional: práctica para la resistencia antiimperialista

Consideramos necesario para ampliar la propuesta del Método Nacionalista Revolucionario, profundizar el análisis de la función que cumpliría el Estado nacional como praxis de resistencia antiim-perialista en la fase nacionalista revolucionaria del proceso socialista, entendiendo que se trata de una nueva forma de organización polí-tica, económica, cultural y social que asumiría el Estado, en la fase de transición hacia la construcción del socialismo, particularmente en aquellos países periféricos al núcleo de países desarrollados donde el modo de producción capitalista dependiente se convierte en una traba para el desarrollo de las fuerzas productivas. Ello es consistente con lo expuesto por Borón sobre la naturaleza dialéctica del Estado el cual, dice dicho autor: “…no es una entidad metafísica sino una cria-tura histórica, continuamente formada y reformada por las luchas de clases, sus formas difícilmente puedan ser interpretadas como esen-cias inmanentes flotando por encima del proceso histórico…” (Borón, 2006, p. 108).

Para comprender más claramente la diferencia que proponemos entre el Estado como práctica de resistencia social y cultural en Nuestra América y sus otras manifestaciones fenoménicas en la actualidad, tratamos en este ensayo de establecer tentativamente, con vistas a una discusión futura, tres tendencias históricas actuales del Estado rela-cionadas con el antiguo socialismo real, la antigua social-democracia latinoamericana (pre-neoliberal) y el socialismo del siglo XXI:

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1. Un tipo de capitalismo de Estado que podría definirse como un sistema redistributivo centralizado de la plusvalía social-mente producida, el cual tendría como característica la reproducción de una sociedad jerárquica con una clase polí-tica-burocrática dominante. Ejemplo de la primera serían la antigua URSS y la República Popular China que podrían considerarse como expresión del socialismo burocrático del siglo XX.

2. Un sistema capitalista centralizado, expropiador de la plusvalía socialmente producida para redistribuirla prin-cipalmente entre una clase política minoritaria burocrática-empresarial dominante y, colateralmente con la mayoría de la población, reproduciendo un Estado opresor, socialmente injusto y proimperalista. Ejemplos emblemáticos de esta alternativa en Nuestra América serían el antiguo régimen del Partido Revolucionario Institucional de México y, en Venezuela la IV República o régimen bipartidista de Acción Democrática y Copei.

3. La existencia de un tipo de Estado socialista que podría defi-nirse como un sistema redistributivo-generativo, participa-tivo y descentralizado de la plusvalía socialmente producida vía las instituciones de poder popular, como las misiones, comunas y consejos comunales en el caso venezolano, que apuntaría hacia la disolución de las estructuras jerárquicas de la sociedad burguesa para crear una sociedad iguali-taria estructurada en redes sociales solidarias transversales. Ejemplo de lo anterior serían el modelo nacionalista revo-lucionario bolivariano considerado como la fase inicial del socialismo venezolano del siglo XXI, el modelo socialista desarrollado por la Revolución Cubana y lo que podrían devenir los procesos revolucionarios de Bolivia y Ecuador.

Para comprender a cabalidad la diferencia entre el Estado como expre-sión del socialismo del siglo XXI y aquel que es expresión de los inte-reses del capitalismo burgués, es importante volver a citar a Borón, quien nos ofrece una acertada descripción de lo que consideramos el

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tipo 2 y las políticas represivas que desarrolla el Estado nacional capi-talista dependiente en Nuestra América (e igualmente en otras partes del mundo) para apuntalar la organización de regímenes capitalistas cada vez más injustos y desiguales. Dichos regímenes, que tienen como finalidad la reproducción ampliada de la pobreza y la exclu-sión de la mayoría de las poblaciones para enriquecer cada vez más las oligarquías locales y a sus amos metropolitanos, estarían carac-terizados por un modelo de políticas regresivas y antipopulares que podría caracterizarse por:

concesión de subsidios directos a las empresas nacionales; gigantescas operaciones de rescate de firmas y bancos costeadas, en muchos casos, con impuestos aplicados a trabajadores y consumidores; imposición de políticas de austeridad fiscal y ajuste estructural encaminadas a garan-tizar mayores tasas de ganancia de las empresas; devaluar o apreciar la moneda local a fin de favorecer algunas fracciones del capital en detri-mento de otros sectores y grupos sociales; políticas de desregulación de los mercados; “reformas laborales” orientadas a acentuar la sumisión de los trabajadores al tiempo que se facilita la ilimitada movilidad del capital; “ley y orden” garantizados en sociedades que experimentan regresivos procesos sociales de reconcentración de riqueza e ingresos y masivos procesos de pauperización; la creación de un marco legal ade-cuado para ratificar con todas las fuerzas de la ley la favorable corre-lación de fuerzas de que han gozado las empresas en la fase actual; establecimiento de una legislación que “legaliza” en los países de la periferia, la succión imperialista de plusvalía y que permite que las superganancias de las firmas transnacionales puedan ser libremente remitidas a sus casas matrices… (Borón, 2006, p. 112).

Cualquier lector avezado en el estudio de nuestra historia contempo-ránea podría identificar sin vacilación los gobiernos venezolanos de la IV República entre 1958 y 1998 y el actual gobierno de Estados Unidos de América.

Definición del modelo nacionalista revolucionarioEn los países subdesarrollados y dependientes, las oligarquías anti-patriotas locales forman el núcleo duro de los enclaves transnacio-nales que reproducen el atraso y la dependencia. Para enfrentar esa

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situación, Losada Aldana (1967, pp. 188-189) propuso la formula-ción concreta del modelo llamado revolucionario nacional, fase ini-cial de la sociedad socialista, el cual correspondería con el tipo 3 o Estado socialista ya mencionado, igualmente comprometido con los procesos revolucionarios mundiales. Dicho modelo (o método según nuestro razonamiento) se fundamentaría en la nacionaliza-ción total o parcial de los medios básicos de producción, particular-mente los dedicados a la producción de energía, el mantenimiento de la soberanía financiera, de la producción de alimentos para sostener la soberanía alimenticia, a la producción de servicios en el área de la comunicación, la información, la cultura y la educación y, final-mente, en nuestro caso particular, a la nacionalización del enclave capitalista extranjero, excluido el capitalismo interno. Esta última condición, que podría ser tachada de reformista, se explica por el hecho de que este método supone como condición la existencia de una fase o frente político de lucha por la liberación nacional dentro de la lucha de clases, donde pueden tener cabida igualmente los capitalistas nacionales patriotas y honestos, frentes que facilitaron la lucha por la liberación nacional en países como Argelia, Vietnam, Irán, Nepal, China, Nicaragua, El Salvador, entre otros. Los movimientos sociales tienen que organizarse como clase en su propio país ya que éste es la palestra inmediata de sus luchas, aunque esta lucha es nacional, no por su contenido, sino por su forma (Marx, 1963, p. 237).

De lo anterior se asume que la vía democrática hacia el socialismo designa un proceso largo, cuya primera fase implica la impugna-ción de la hegemonía del capital monopolista, mas no la subversión radical de todo núcleo de las relaciones de producción, a riesgo de que las oligarquías subsidiadas por el Imperialismo estadounidense puedan y logren efectivamente sabotear los procesos revolucionarios (Poulantzas, 1980, p. 242).

La política cultural socialista: método ideológico para el cambio revolucionarioLa condición esencial para garantizar la transición de esta fase de nacionalismo revolucionario hacia la sociedad socialista, es la for-mulación de un proyecto cultural educativo destinado a formar los valores sociales y culturales, la conciencia crítica y reflexiva que debe

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animar a los ciudadanos y ciudadanas para que construyan y hagan crecer el socialismo. Como hemos expuesto en otra de nuestras obras dedicada a analizar los contenidos históricos, culturales y sociales de la Revolución Bolivariana:

Todo Estado nacional incluye en su proyecto político, pues, la produc-ción y reproducción institucionalizada de una cultura, lo que equivale decir, que todo proyecto político es en sí mismo cultural y posee una expresión cultural. Una nación, entonces, como proyecto político, es un hecho cultural… (Sanoja y Vargas-Arenas, 2008, p. 167).

La construcción del socialismo es parte consustancial de la lucha de clases, de la movilización ideológica donde deben prevalecer los sujetos políticos revolucionarios. Esta movilización ideológica es con-dición necesaria para que el pueblo pueda identificar aquel objetivo decisivo como una conclusión que se impone racional y culturalmente a partir de la educación, para que logre definir claramente lo que es posible lograr en esta fase de la lucha y –particularmente– cómo se podría dar la construcción del socialismo (Lenin, 1976, p. 132).

La ideología es el medio a través del cual opera la conciencia del ser, e incluye tanto la cultura como las experiencias de la vida cotidiana, las doctrinas intelectuales, la conciencia de los actores sociales, los sis-temas de pensamiento y los discursos institucionales de una sociedad dada (Therborn, 1987, p. 2). Sólo es posible crear una cultura de la revolución, si se crean los medios educativos para conocer con pre-cisión y objetividad el acervo de conocimientos conquistados por la humanidad bajo el yugo de la sociedad capitalista (Lenin, 1976, p. 129). De allí se deduce, como hemos señalado en otros trabajos (Vargas-Arenas y Sanoja, 2006, p. 185-2008) la importancia que tienen los museos de historia, ciencia y tecnología para la formación de la conciencia histórica en los colectivos sociales. La elaboración de políticas culturales revolucionarias para ganar la mente y el corazón de los ciudadanos y ciudadanas, distintas a las de la cultura burguesa, es el componente más estratégico para la construcción del socialismo. De ellas depende:

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...si se actúa con buena decisión y dirección, que se logre humanizar los grupos de venezolanos y venezolanas e igualmente a los ciuda-danos y ciudadanas de otros países que han sido deshumanizados por el capital extranjero, alejándolos simultáneamente de sus tradiciones, de su pasado histórico y cultural, haciendo que su medio social y natural, su lengua, sus costumbres, sus valores morales y sus ideales sean extraños a esos pobres seres, cuya mente ha sido disociada sicó-ticamente por las campañas mediáticas traidoras para que acepten como suyos los del colonizador extranjero (Quintero, 1968, p. 112).

Si esa condición no se cumple, el Estado como práctica social de resistencia podría tornarse en una forma regresiva de capitalismo despótico burgués del tipo 2 ya descrito. Las movilizaciones ideo-lógicas tienen un definido carácter existencial que se apoya a su vez en la movilización de la subjetividad individual de las mujeres y los hombres comprometidos con el socialismo. El objetivo de una polí-tica cultural revolucionaria es el de crear en los colectivos sociales una ideología revolucionaria que se concrete a su vez en una ideología de clase, sin la cual el asalariado se deshumaniza, zozobra en el prag-matismo y pierde la conciencia social y política sobre la necesidad de resolver los problemas que retardan o impiden el desarrollo soberano de su nación y de su clase social.

Como observó Engels (1975, pp. 148-151), el mejoramiento y la reso-lución definitiva de las carencias que limitan la calidad de vida mate-rial, proceso que impacta las dimensiones culturales que conforman la subjetividad humana, es una condición necesaria para construir el socialismo, pero no es la meta final del mismo. Ello cobra parti-cular importancia en los procesos revolucionarios que tienen como tarea –tal es el caso de Venezuela, Bolivia y Ecuador– resquebrajar regímenes capitalistas que se encuentran en crisis. En estos casos, la ejecución de acciones directas e inmediatas son las que tienen mayor urgencia e importancia.

La movilización ideológica de la sociedad según las experiencias, valores y símbolos del pasado, es un componente de la moviliza-ción nacionalista entendida como práctica social antiimperialista. Sin embargo, es igualmente necesario movilizar el futuro contra el

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presente: el logro de una sociedad justa como garantía de la victoria final sobre la injusticia presente. El imperialismo, como hemos visto, adopta también medidas preventivas contra el futuro utilizando el miedo como mecanismo de dominación, lo que se denomina movi-lización por miedo anticipado (Therborn, 1987, p. 99), tal como ocurre en Venezuela con la ofensiva mediática externa e interna, armada por las transnacionales de medios de comunicación privados, contra el movimiento bolivariano que lidera nuestro presidente Hugo Chávez.

El sistema ideológico de las sociedades nunca es estático, sino que cambia constantemente según las prácticas y condiciones históricas. Cuando aquel no constituye una amenaza seria para el régimen domi-nante, puede derivar en un simple cambio formal de los diferentes agentes políticos, de las condiciones que inciden en la formación de las nuevas generaciones, cosa que ocurriría, particularmente, en aquellos regímenes muy condicionados todavía por coyunturas dramáticas del pasado. Dichas coyunturas pueden influir también en los nuevos agentes políticos revolucionarios, desplazando el viejo discurso de los dominadores, determinando una nueva correlación de fuerzas dife-rente a la que existía en la sociedad anterior o en otras sociedades que experimentan similares procesos de cambio histórico. Esto puede llevar también –como en el caso de nuestra Revolución Bolivariana– hacia un tipo de movilización ideológica por el ejemplo que puede inspirar también contraejemplos en el discurso de las antiguas clases dominantes del propio u otros países, como es el caso en Bolivia y Ecuador en relación con el proceso bolivariano venezolano. Las ideo-logías son un arma de doble filo, ya que así como pueden consolidar los sistemas de poder, mal concebidas pueden ser también la causa de su hundimiento y su desviación. Ésta es la tarea teórica y polí-ticamente decisiva… pero la tarea no ha hecho más que comenzar (Therborn, 1987, pp. 99-101).

El Estado como praxis antiimperialista: motor del desarrollorevolucionarioTanto el capital transnacional como el sector de la burguesía que repre-senta sus intereses en los países, como ya se dijo, son parte orgánica de las estructuras del subdesarrollo y el atraso, incluyendo la dependencia

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cultural de los centros metropolitanos del Imperio. Para entender la razón de la fase revolucionario nacionalista, como se ha explicado, baste considerar la diferencia neta que existe generalmente entre el bajo nivel de inversiones que hacen las transnacionales en los países dependientes y subdesarrollados, el enorme volumen de capitales repa-triados hacia sus casas matrices en las metrópolis imperiales, así como el fortalecimiento de las diversas formas de dependencia y penetración cultural. Por el contrario, al corroborar la eficacia de la estrategia revo-lucionaria nacionalista, podemos ver cómo se recuperan las formas cul-turales de los pueblos y se intensifica y orienta racionalmente el proceso nacional de acumulación de capitales en los países que han nacionali-zado todos o parte de los medios básicos de producción, como es el caso de Venezuela, Cuba, Bolivia y Ecuador. Como señaló el antropólogo venezolano Rodolfo Quintero (1968, p.112):

La liberación de las masas populares implica la liberación de la per-sonalidad. Las culturas nacionales, al abrir a todos los venezolanos el camino hacia la ciencia, los conocimientos y la actividad política, minan las bases del individualismo fomentado por la colonización y sienta las bases de la combinación orgánica de los intereses personales y los colectivos, sin lo cual no es posible un desarrollo multilateral de la personalidad…

Este “mal ejemplo” es el que el Imperio se apresta a obstaculizar y cas-tigar para impedir que otros países lo imiten, ya que la liberación de las masas populares para que éstas se hagan dueñas efectivas de su riqueza nacional, reduce el volumen de la renta imperial que los pueblos domi-nados deben pagar anualmente a los bancos del Imperio por concepto del pago del capital y los intereses de la deuda externa para mantener la liquidez del sistema financiero transnacional. Como estamos viendo en la coyuntura actual, el proceso de gran acumulación de capitales exis-tente en Brasil, Argentina y Venezuela parece haber causado, en buena parte, el descalabro de la banca imperial, particularmente del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial.

Puesto que el objeto del Estado como praxis de resistencia antiimpe-rialista es promover la acumulación de capitales para la inversión pro-ductiva y la creación de una nueva sociedad, de una nueva cultura que

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nos conduzca hacia la independencia nacional, hacia el socialismo, el Estado debe ser el factor más dinámico del desarrollo social, sustitu-yendo en este caso el papel que cumple la burguesía en el modelo capi-talista “puro”. Esto se explica porque al controlar el flujo y el proceso de acumulación de capitales y crear los nuevos valores de la cultura socialista, se fortalece la soberanía nacional frente a la voracidad del Imperio y sus transnacionales; se explica igualmente porque, como acotamos en párrafos anteriores, las revoluciones socialistas ocurren en aquellos países dependientes de la periferia capitalista donde las burguesías nacionales no son capaces de superar el estancamiento del subdesarrollo, debido fundamentalmente a la interferencia nega-tiva de las estructuras capitalistas externas o transnacionales que son factores del subdesarrollo mismo. Si la nacionalización ha sido par-cial, como sería el caso actual de Venezuela, el método nacionalista revolucionario debería tender a movilizar los capitales privados hacia la inversión productiva que requiere el desarrollo social nacional (Losada Aldana, 1967, p. 190).

Los Estados multinacionales de nuevo tipoTal como podría ocurrir en Suramérica si se dan las condiciones polí-ticas adecuadas, las economías revolucionarias nacionales podrían fusionarse o relacionarse dentro de contextos regionales más amplios, en la medida que ello suponga la creación de un Estado multinacional de nuevo tipo, soportado en el modelo nacional revolucionario o antiim-perialista. Ello alude a un tipo de Estado multinacional, desregulado en su interior, donde el actual Estado nacional no desaparecería, sino que reconstituiría y generaría nuevas formas de regulación orientadas hacia la lucha contra la dependencia y la dominación neocolonial, en términos de colectivos más amplios y organizados que los primigenios Estados nacionales individuales, englobando mercados solidarios más amplios y organizados, con mayor capacidad de intercambio y consumo de bienes materiales y culturales (Vargas, 2007a).

En el caso de Suramérica y el Caribe, es posible crear estructuras, étnicas y culturales, así como de intereses estratégicos económico-políticos y económico-sociales comunes (Sanoja y Vargas-Arenas, 2005a, p. 152). En este caso, la lucha contra el subdesarrollo, la dependencia, la pobreza y el atraso serían una meta común a lograr

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de manera conjunta por los diferentes Estados asociados. Como ha dicho Lefebvre, es el reflejo de aquellos problemas y necesidades en la vida cotidiana, lo que determinará la formación de un vínculo entre los miembros de aquellas sociedades: “Aquellas necesidades en la vida cotidiana son una fuerza cohesionadora para la vida social, aún en la sociedad burguesa y ellas, no la vida política, son el vínculo real...” (Lefebvre, 1991, p. 91. Énfasis nuestro).

De la misma manera, un proceso regional armónico de acumulación de capitales, de desarrollo cultural socialista, permitiría la confor-mación de un polo de desarrollo alternativo al del Imperio, capaz de mantener relaciones de complementariedad con otras formaciones nacionales revolucionarias o no imperialistas que existen en otras partes del mundo.

En los actuales momentos, 2009, el capitalismo está viviendo una de sus crisis estructurales más severas, la cual puede llegar a com-prometer incluso la hegemonía mundial que detenta la cabeza del Imperio, Estados Unidos. Esta crisis sistémica generalizada del capi-talismo, podría acentuar aún más el carácter belicista y colonialista del gobierno transnacional estadounidense, ya que a la crisis finan-ciera especulativa se suma otra de mayores proporciones: el deterioro de la economía productiva y el agotamiento de las reservas petroleras mundiales. Como discutiremos más adelante, en la actual coyuntura mundial las mayores reservas mundiales de hidrocarburos líquidos o gaseosos no se encuentran en el espacio territorial de los países capita-listas desarrollados, sino precisamente en naciones que forman parte de su periferia como Rusia, Arabia Saudita, Venezuela, Bolivia e Irán, todos los cuales, excepto Arabia Saudita, están enfrentados en mayor o menor grado al poder hegemónico de Estados Unidos. Este hecho tiene una relevancia especial para comprender el futuro y las posibi-lidades de triunfar o permanecer que tienen los movimientos socia-listas de los países periféricos.

En el pasado, los movimientos socialistas exitosos ciertamente no se produjeron como consecuencia de las crisis productivas del capi-talismo empresarial. Los bolcheviques tomaron el poder en la extinta URSS; Mao y el Partido Comunista triunfaron en China; los

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vietnamitas derrotaron a Estados Unidos, y en Cuba triunfó la Revo-lución Cubana, todos durante períodos de intenso crecimiento del núcleo desarrollado de países capitalistas (Katz, 2007, p. 10). Estos períodos de auge económico lo alcanzaron esos países forzando un decrecimiento similar del desarrollo de las fuerzas productivas de la periferia neocolonizada como fue el caso particular de Venezuela, de Bolivia y Ecuador. En la presente coyuntura mundial, el despertar del socialismo del siglo XXI coincide con una severa crisis financiera y pro-ductiva del sistema capitalista internacional. Ello podría llevarnos, en el mejor de los casos, hacia una solución negociada de los conflictos o a provocar una nueva escalada de violencia militar contra los países petroleros con consecuencias imprevisibles para la humanidad.

Para garantizar la fluidez de la expoliación de recursos, el Imperio siempre ha tratado de destruir los movimientos antiimperialistas de liberación nacional en Nuestra América mediante invasiones militares, dictaduras militares o dictaduras de partidos seudode-mocráticos que representan los intereses de las oligarquías nacio-nales y transnacionales, como es el caso concreto de Colombia, Perú y México, entre otros. Pero es también posible que por la acción de diversos factores que determinan la coyuntura histórica, la fuerza del Imperio no logre derrotar los movimientos populares y pueda triunfar el antiimperialismo de liberación nacional que han con-quistado el Gobierno y buena parte del poder en Cuba, Venezuela, Ecuador y Bolivia, apoyando su lucha para lograr la soberanía plena de sus países en la propiedad estatal de los principales medios de pro-ducción, particularmente el petróleo y el gas.

Prueba evidente de la nueva correlación de fuerzas antiimperialistas que se está creando en Nuestra América es la condena contundente de la reciente agresión bélica lanzada por el sector fascista del Gobierno y el ejército colombiano contra la República del Ecuador en marzo del 2008, acción destinada a torpedear el proceso de integración nues-troamericana, gracias a la actitud coherente y valiente que mostraron todos los presidentes nuestroamericanos que integran el Grupo de Río el día 6 de marzo de 2008, con la excepción del de Colombia, Álvaro Uribe, quien representa los intereses del Imperio. Otra demostración concreta de dicha nueva correlación, es la inclusión en diciembre de

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2008, por unanimidad, de Cuba Socialista en el Grupo de Río y en la Comunidad de Naciones Suramericanas y Caribeñas, la exclusión de los Gobiernos de Estados Unidos y Canadá y el fortalecimiento de los vínculos entre Venezuela, Cuba, Brasil, Bolivia, Ecuador y Argentina con Rusia y China. Finalmente, la condena internacional al golpe oli-gárquico-militar contra el gobierno democrático de Manuel Zelaya, Honduras ocurrido en junio de 2009, aun si el régimen de facto no entregase el poder a las autoridades electas por el voto popular, repre-sentaría una victoria ideológica del nuevo proceso civilizador que comienza a significar para nuestros pueblos el modelo geoestratégico de la Alternativa Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA). Esto constituye la demostración evidente de nuestra argu-mentación en la presente obra: la única posibilidad de lograr la ver-dadera liberación y la independencia nacional en Nuestra América del coloniaje estadounidense y europeo, es la conformación de nuevos procesos civilizadores socialistas dentro de un bloque histórico nues-troamericano independiente que diseñe su propia meta y sus objetivos políticos, dentro del contexto multipolar de bloques históricos que comienza a conformarse en esta nueva era que vive la humanidad. Podríamos decir que la antigua relación centro-periferia que expresa el proceso histórico de dominación ejercido por el bloque de países capitalistas desarrollados, la llamada civilización occidental, sobre el resto del mundo, pudiera estar llegando a su fin.

La alocución del presidente Hugo Chávez el 2 de febrero de 2008 para presentar los logros de los primeros nueve años de gobierno boliva-riano, no deja duda sobre los resultados positivos del método nacio-nalista revolucionario y del Estado tipo 3, entendido éste como una práctica social para promover el poder popular y la justicia social en democracia. Todos los indicadores sociales y económicos: salud, educación, vivienda, empleo, alimentación, precios, seguridad social y personal, autoestima, soberanía y respecto internacional, etcétera, indican de manera fehaciente que en el breve lapso de nueve años se ha logrado corregir buena parte de las distorsiones que introdujo el capitalismo en la sociedad venezolana durante quinientos años de dominio hegemónico. Falta todavía profundizar la creación de la cultura revolucionaria que sustente la sociedad socialista. Todo lo anterior ha sido posible gracias a la nacionalización de los principales

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medios de producción, particularmente el petróleo, el gas, la petro-química, las telecomunicaciones, parte de la banca y del sistema dis-tribución de mercancías, la creación de nuevas formas de propiedad no burguesa, la lucha por la soberanía alimentaria y las políticas monetarias que han racionalizado la exportación de capitales fuera de Venezuela. Ello ha permitido profundizar el proceso interno de acu-mulación de capitales, profundizar la inversión social para mejorar la calidad de vida de todos los venezolanos y venezolanas, incluyendo aquellos que son enemigos de la Revolución Bolivariana, y proponer a la comunidad de Unasur la creación de nuevas instituciones finan-cieras internacionales como el Banco del Sur y el Banco del ALBA. Al respecto es interesante citar el pensamiento de Rondón de Sansó, cuando nos dice:

La etapa actual de la historia del petróleo en Venezuela, está así mar-cada por una impronta que tiene como característica el nacionalismo, la visión del petróleo como elemento de integración y, su destino signado para satisfacer las necesidades de todos y cada uno de los miembros de la sociedad venezolana, sin que este último calificativo sea limitante. En efecto, la aludida actuación no es restrictiva, sino extensiva hacia las naciones amigas y en busca de una mejor distribu-ción político-geográfica, a través del uso de los recursos energéticos... (Rondón de Sansó, 2008, p. 58).

Una nueva estrategia económica y financiera planteada en la reunión de presidentes del ALBA del 23 de noviembre de 2008 por el presi-dente del Ecuador Rafael Correa, refrendada en la Cumbre de Presi-dentes del ALBA de octubre de 2009, es la creación de un Fondo de Estabilización de Intercambios Comerciales, utilizando para ello una moneda contable que se denominaría Sucre (Sistema Único de Com-pensación Regional). Un elemento importante es la posibilidad de que Rusia se una al ALBA y al Fondo de Estabilización, lo cual permitiría la transferencia de tecnologías de punta, mercancías y capitales hacia los países del ALBA. La creación de estas instituciones está diseñada para revertir la hegemonía del dólar y las políticas intervencionistas perversas del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, cuyo único fin es mantener la hegemonía del mundo capitalista desa-rrollado sobre los países de su periferia.

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Iguales resultados se están obteniendo en países suramericanos como Bolivia y Ecuador, donde en un tiempo todavía menor la estrategia del Estado como práctica de resistencia antiimperialista está resolviendo los problemas seculares de la pobreza y la exclusión de la mayoría de la población, acumulados también luego de quinientos años de capi-talismo burgués, como manera de establecer las condiciones funda-mentales para construir el socialismo.

Enfrentados a esta nueva –y quizás final– crisis sistémica del capi-talismo burgués, los paladines del neoliberalismo reunidos en la última conferencia celebrada en Davos, Suiza, en 2008, han caído finalmente en cuenta que el modelo de economía neoliberal que pro-ponen, sólo los lleva al caos financiero. Decía Adam Smith (1958, pp. XXV-XXVI):

Los ricos escogen del montón sólo lo más preciado y agradable. Con-sumen poco más que el pobre, y a pesar de su egoísmo y rapacidad natural, y lo único que se proponen con el trabajo de esos miles de hombres a los que dan empleo es la satisfacción de sus vanos e insacia-bles deseos, dividen con el pobre el producto de todos sus progresos. Son conducidos por una mano invisible que los hace distribuir las cosas necesarias de la vida (énfasis nuestro).

Los defensores a ultranza del neoliberalismo, enfrentados a esta severa crisis financiera del capitalismo, habrán quizás comprendido, amargamente, que aquella célebre frase de Adam Smith era simple-mente… una metáfora literaria, no un principio económico…

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Capítulo 16 El neoevolucionismo y la energía: legitimación ideológica del neocolonialismo

La soberanía sobre los recursos naturales,es la puerta de entrada al otro futuro

RAYUELA. DIARIO LA JORNADA. 24-08-2008, México

Debido a causas naturales y geológicas lo que queda de los princi-pales recursos energéticos, materias primas y recursos naturales que mueven y mantienen la vida del bloque de dichos países se encuen-tran hoy día –con excepciones– fuera del ámbito territorial del deno-minado Primer Mundo o “civilizado”, en países donde vivimos los pueblos que aquéllos consideran como “bárbaros”, recursos que se encuentran al borde de su agotamiento por la utilización irracional que han hecho de ellos los países capitalistas desarrollados. Esto es particularmente cierto con relación al petróleo y el gas, los prin-cipales suelos agrícolas, el agua y la biodiversidad, recursos energé-ticos y vitales que mueven y sostienen la economía, la industria, las finanzas, la cultura y la calidad de vida en general de la sociedad del Primer Mundo (Britto García, 2007, pp. 79-105). Pensando en tér-minos de futuro, las fuentes de energía alternativa y el futuro sustento de la vida de los pueblos en la era pospetrolera, el sol, el agua e incluso las extensiones de tierra para producir eventualmente el etanol, los fármacos que producen fabulosas ganancias a las transnacionales far-macológicas, la mano de obra barata, se hallan también en la región tropical del planeta habitada por los pueblos denominados “bár-baros” o subdesarrollados.

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Durante los siglos XVII, XVIII y XIX, el mundo capitalista desarro-llado se autoabastecía en su territorio de los recursos energéticos que necesitaba para su desarrollo industrialista. Durante esa época, los extensos bosques de pinos, robles, olmos, encinas, que cubrían las llanuras y las montañas de Europa Occidental y Oriental, proporcio-naron primero la madera para fabricar los barcos, la leña para ali-mentar los hornos, calderas y motores movidos a vapor, las arcillas y los minerales para la industria alfarera y la cerámica, la piedra, la arena, los químicos y todos los materiales constructivos para recons-truir las antiguas ciudades medievales y los enseres mobiliarios para servir a las viviendas, empresas, fábricas, oficinas, y las pieles, los cueros y la lana para uso doméstico e industrial y otros, y luego, en la fase capitalista industrial, el hierro y el carbón de hulla para la side-rurgia y la fabricación de maquinarias industriales. Ello determinó el surgimiento de una clase trabajadora que se convirtió en la contra-parte histórica de la burguesía europea creando una nueva forma de división del trabajo y de distribución desigual del capital y de la renta del capital.

A partir del siglo XX, con el auge de los motores de explosión, el petróleo y sus derivados comenzaron a desplazar la utilización del carbón de hulla, gran parte de cuyos mayores depósitos naturales se encuentra principalmente en Inglaterra, Francia, Alemania, Estados Unidos y Rusia. De manera concomitante, se crearon grandes cor-poraciones para la explotación del petróleo, particularmente esta-dounidenses y angloholandesas, cuyo desarrollo dio inicio a una nueva expansión imperialista del mundo desarrollado que aumentó los mecanismos del subdesarrollo, la pobreza y la dominación de los pueblos periféricos al Primer Mundo.

La necesidad de controlar las fuentes de energía necesarias para man-tener el ritmo expansivo del sistema capitalista occidental, determinó que a partir de los años treinta del pasado siglo, ciertos grupos de antropólogos y filósofos neoevolucionistas de la academia estadouni-dense comenzasen a reformular el paradigma del progreso, del evolu-cionismo y el darwinismo social para explicar y legitimar esta nueva fase de la expansión colonial capitalista. Como lo explicaba John D. Rockfeller, dueño de la Standard Oil Co., quien fue un convencido

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darwinista social, el crecimiento de las grandes corporaciones o transnacionales se explicaba como la supervivencia de los mejores, como lo mandan las leyes naturales y la ley de Dios (Patterson, 1997a, p. 48). En términos de la nueva versión elaborada por la escuela culturológica estadounidense, la ideología del progreso pasó de ser una cualidad etérea determinada por la excelencia ética e inte-lectual de un pueblo escogido, a convertirse en una calidad concreta y en una magnitud relacionada con la capacidad que tenga un pueblo determinado para: a) aumentar la energía (equivalente actualmente al petróleo) controlada, apropiada y consumida per cápita y por año y b) por el aumento de la eficiencia o la economía de los medios para controlar la energía o ambos (White, 1959, pp. 40-56).

Según aquella propuesta, una sociedad (civilizada) progresa en la medida que aumente su consumo de energía no humana (petróleo, gas, agua, aire). En tal sentido, el grado de progreso se evaluaría: a) como la relación existente entre el producto y el trabajo humano invertido para lograrlo (costo beneficio) y b) según como se incre-mente la cantidad de bienes y servicios que sirven para satisfacer las necesidades, producidas por o extraídas de cada unidad de trabajo humano (mayor plusvalía). Dicho en otras palabras, lo que se persigue es aumentar el nivel de explotación del trabajador y la trabajadora. El progreso social se aceleraría, pues, en la medida que, disminuyendo la cuantía del capital invertido, se pueda incrementar la plusvalía extraída de cada trabajador o trabajadora (White, 1959, pp. 47).

Los teóricos de la escuela estadounidense de la culturología conside-raban que el sistema cultural (nación) que sea capaz de explotar más efectivamente las fuentes de energía de un ambiente determinado, tenderá a expandirse en dicho ambiente a expensas de los sistemas menos efectivos (Sahlins y Service, 1961, p. 75). Según estos mismos autores, un sistema cultural (nación) de carácter progresivo, en vez de desarrollarse en profundidad, tenderá a expandirse lateralmente hacia otros tipos de ambiente (op.cit, p. 70), absorbiendo a los sis-temas menos avanzados que resistan su política de dominación (op.cit, p. 88). La evolución cultural, según estos autores, es conside-rada entonces como el proceso mediante el cual la utilización de los recursos del planeta por parte de la materia viviente tiende a hacerse

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más y más eficiente, determinando que se produzca un flujo máximo de la energía total (petróleo y gas, aire y agua) extraída del ambiente, utilizando al máximo la capacidad de la fuerza de trabajo.

Los teóricos modernos de la escuela culturalista expresaron igual-mente en 1961 que si bien la evolución de la materia y del universo marcha hacia un aumento en la organización y la concentración de la energía (hegemonía imperial), la cultura y la vida se encaminan hacia una situación de creciente heterogeneidad. Ello implicaría la posibi-lidad de que llegue a desarrollarse a escala mundial, no un sistema cultural hegemónico, sino un conjunto de diversos sistemas sociales no hegemónicos, tal como está ocurriendo actualmente.

Analistas internacionales, como Alfredo Jaliffe-Rohme (2008), han destacado que en la actualidad las transnacionales petroleras privadas ocupan alrededor de 23% del negocio petrolero mundial, mientras que Petrochina, Gazprom y las otras empresas petroleras estatales –incluida nuestra Pdvsa– controlan 70% de dicho negocio. Ello podría representar en el mercado mundial una capitalización aproximada de 1.500 millones de millones de dólares. Este hecho se está materia-lizando efectivamente en la gestación de un mundo multipolar cuya tendencia se intensificará en la medida que se agrave la actual crisis financiera del capitalismo mundial (mapa 3).

En el escenario inmediato que nos plantea este análisis, los pueblos y países considerados subdesarrollados están más que justificados para proteger su autonomía y su soberanía, a promover políticas para nacionalizar sus principales medios de producción, particu-larmente el petróleo, el gas, la petroquímica, el hierro, el acero y el aluminio, los suelos agrícolas, el agua, la electricidad, la energía ató-mica, la producción de alimentos, la cultura, las comunicaciones y los medios imaginarios de reproducción de la ideología. Esto, para aquellos que son partidarios de la hegemonía mundial del capita-lismo del Grupo de los Ocho que podría ser considerado como tota-litarismo, es la única manera no sólo de preservar la soberanía y la independencia de nuestros pueblos, sino de crear y conservar una sociedad y una cultura mundial diversa y democrática. En tal sentido, el modelo revolucionario nacional viene a ser para nuestros pueblos,

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y particularmente para países como Venezuela, Ecuador y Bolivia, una necesidad estratégica para, vía nuestro desarrollo independiente, superar el subdesarrollo que nos ha sido inducido por el capitalismo europeo y el estadounidense.

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Capítulo 17 Desarrollo socialista vs. subdesarrollo capitalista

Los pueblos de Nuestra América que fuimos forzados a incorpo-rarnos dentro del sistema mundial capitalista mercantil como con-secuencia de la expansión colonial europea que se inició en el siglo XVI, hemos sido considerados en el imaginario del capitalismo como el segmento atrasado de la civilización occidental, cuando en rea-lidad las condiciones de pobreza y el supuesto atraso de nuestros pue-blos fueron causados por las formas de explotación y dominación impuestas por la estructura colonial capitalista (mapa 4).

Como consecuencia de la expansión colonial del capitalismo, en el seno de nuestras propias sociedades los sectores de la clase media y la gran burguesía se han constituido como enclaves dependientes del capitalismo desarrollado europeo y estadounidense, participantes de la ideología de progreso, desarrollo y discriminación social sostenida por las oligarquías transnacionales de los países capitalistas desa-rrollados (Vargas, 2007a). Debido a la crisis energética y financiera que amenaza el futuro de los países capitalistas más desarrollados, la conservación de los privilegios sociales, culturales y económicos que garantizan la supervivencia del modo de vida capitalista sólo será posible si las oligarquías transnacionales logran mantener marginada en la pobreza a la mayoría de personas tanto de sus propios países como del Tercer Mundo. Ello solamente podrá realizarse mediante la instauración de Estados despóticos, policiales y represivos como el que se está dando en Estados Unidos, o como los que ya existen en México, la mayor parte de América Central, Colombia, Perú y Chile.

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Para poder sobrevivir, el Imperio tendrá que invertir cada vez más en el desarrollo del complejo militar industrial y de ejércitos pri-vados para invadir y controlar a escala mundial las fuentes de energía fósil, los recursos hídricos, las fuentes de minerales radioactivos, el comercio, la producción agrícola y pecuaria, los medios de comu-nicación de todo tipo, la industria cultural, la cultura, la historia y las relaciones sociales de las poblaciones, en fin, para lograr la hege-monía total, sin disidencias, sobre la vida de los pueblos del mundo. Felizmente, el logro de ese objetivo totalitario del Imperio no parece estar garantizado ni en el corto ni en el mediano plazo.

Cuando analizamos las relaciones existentes actualmente entre los países capitalistas del Primer Mundo y los nuestros que ellos consi-deran como su periferia, observamos que contrariamente a lo que han sugerido las teorías, sobre todo las de la dependencia y el subdesa-rrollo, no es cierto que estemos viviendo una etapa anterior a la fase evolutiva de los pueblos económicamente “más desarrollados”, sino que hemos sido hasta el presente su contraparte, la condición nece-saria para que ellos puedan existir y evolucionar gracias a la expolia-ción de nuestras riquezas.

Por esas mismas razones, nuestros pueblos nuestroamericanos, afri-canos o asiáticos han sido ubicados por los historiadores y apologistas de la civilización occidental en un estatus histórico, político y cultural que va del colonialismo abierto hasta las formas más sutiles de neoco-lonización. De allí se infiere que, debido a las carencias educativas-culturales acumuladas gracias a la complicidad de las élites políticas que nos han gobernado desde el inicio del proceso de expansión colo-nial europea en el siglo XVI, los pueblos periféricos, en particular los de Nuestra América, difícilmente podrían absorber actualmente la tecnología moderna en sus procesos productivos –aunque sea parcial-mente– lo cual les impide emular los modos de vida, los procesos civi-lizadores de las naciones capitalistas industrializadas.

Contrariamente a lo anterior, los componentes ideológicos del Imperio se difunden con más facilidad y a mayor distancia por medio de la industria cultural, los medios de comunicación como la televi-sión y la radio, cuya función es la de prevenir o retardar en lo posible

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el desarrollo industrial o de sistemas políticos nacionalistas o socia-listas que constituyan una disidencia del pensamiento único neoli-beral. El actual Imperio, ningún imperio ha permitido a sus colonias el desarrollo libre de la industria; por esa razón el componente ideoló-gico que maneja el núcleo capitalista de países desarrollados está sóli-damente atrincherado en las transnacionales de la comunicación que controlan la televisión, la radio, la Internet y la prensa escrita, tanto en las metrópolis como en su periferia.

Por aquella circunstancia que ya expusimos, las élites sociales de Nuestra América ubicadas hasta ahora en las clases medias y las grandes burguesías de los respectivos países sólo pueden integrarse con las burguesías transnacionales de las metrópolis, cuando logran constituirse como enclaves neocoloniales de las transnacionales y adoptan la cultura del dominador, en detrimento de las condiciones de pobreza y exclusión que genera en nuestros pueblos el neolibera-lismo. Un ejemplo claro de esta mentalidad enajenada, es la manera como las élites sociales neoliberales venezolanas apoyan hoy día, marzo de 2008, la transnacional Exxon Mobil que trata de apode-rarse de los bienes de nuestra empresa nacional petrolera Pdvsa, que son propiedad de la nación venezolana. Esta situación podría ser con-siderada por los teóricos del subdesarrollo y del desarrollismo, como una secuela de “nuestro atraso histórico”; por tanto, para explicarlo debemos comenzar por definir lo que nosotros consideramos como equivalente a “atraso histórico”. Atraso, porque debido a las mismas razones antes enunciadas, nuestros procesos de cambio internos no se pueden equiparar con los occidentales. Histórico, en tanto se trata de procesos truncos, no autónomos, que “detuvieron” a estas sociedades en una fase de su propio devenir en el siglo XVI.

Dado que el término “atraso” connota al de desarrollo, debemos con-cluir que en este caso la solución a los problemas derivados del colo-nialismo y del neocolonialismo sólo podrá surgir no de la emulación de los procesos civilizadores del mundo capitalista desarrollado, sino de la destrucción del orden social neocolonial y la construcción de un orden de justicia social que no podrá ser el capitalismo, ya que es éste el que engendra la injusticia y la desigualdad que acogotan a nuestros pueblos. La solución sólo podría provenir del socialismo y la justicia

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social. No se trata de repetir las experiencias ya vividas por los lla-mados pueblos desarrollados del Primer Mundo con sus consecuencias traumáticas. Por el contrario, ello supone como condición necesaria para el cambio una revolución social interna. Como concluyó el eco-nomista estadounidense André Gunder Frank en su obra Capitalism and Underdevelopment in Latin America publicada en 1967: “…the only way out of Latin American underdevelopment is armed revo-lution leading to socialist development…” (…la única manera como Nuestra América puede salir del subdesarrollo, es mediante una revo-lución armada que la conduzca al socialismo… Traducción nuestra).

Aquel juicio de Gunder Frank es reflejo –en nuestra opinión– del prin-cipio expuesto por Mao Zedong sobre la naturaleza de las contradic-ciones específicas a cada uno de los grandes sistemas de formas de movimiento de la materia y de la esencia condicionada por esas con-tradicciones: “…la contradicción entre el proletariado y la burguesía se resuelve por el método de la revolución socialista (…) La contra-dicción entre las colonias y el imperialismo se resuelve por el método de la guerra revolucionaria nacional…” (Mao Zedong, 1959, p. 378. Traducción nuestra).

Ese cambio histórico significa la pérdida de los privilegios tanto de las corporaciones transnacionales como de su representación local, las oli-garquías nacionales, privilegios obtenidos y sostenidos según la pro-fundización de nuestra situación de desigualdad social. Ésta a su vez se deriva de un proceso histórico interrumpido por la conquista y la colonización ibera, situación que ha sido –por el contrario– el motor del progreso cultural y social de los pueblos que conforman el llamado Primer Mundo. Pero el Imperio occidental, como ya estamos viendo en el drama que viven los pueblos de Afganistán e Irak, invadidos y humi-llados por los ejércitos de Estados Unidos y la OTAN, no está dispuesto a entregar sus privilegios sin luchar, así les cueste la destrucción de su propia civilización.

De mantenerse esas condiciones, podríamos concluir que la confron-tación definitiva entre los movimientos revolucionarios de Nuestra América, Asia y el Oriente Medio y los imperios anglonorteameri-cano y europeo y sus enclaves sociales, las oligarquías nacionales que

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representan sus intereses como representantes locales de la civiliza-ción occidental ocurrirá con seguridad más temprano que tarde si es que ya no ha comenzado, como se puede entrever en la presente crisis estructural que sacude los cimientos de los modos de vida capitalistas.

Mapa 3. El Imperio capitalista: siglo XXI.

EL IMPERIO CAPITALISTA SIGLO XXI

Núcleo Central del Capitalismo (G8)Periferia Colonial

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Mapa 4. El antiimperio: alianzas energéticas del siglo XXI.

EL ANTI-IMPERIO: ALIANZAS ENERGÉTICAS DEL SIGLO XXI

PetrocaribePetrosurRusia-China-Irán-La India-Vietnam

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Capítulo 18 Conclusión: condiciones necesarias para construir la democracia socialista

La crisis del marxismo en EuropaA manera de conclusión de las discusiones que hemos llevado a cabo en este ensayo sobre la teoría de la evolución como estrategia política del capitalismo y sobre su contrario, la construcción de los modos de vida socialista, podemos concluir que si bien en el campo epistemoló-gico y académico surgieron nuevas propuestas filosóficas que aparen-temente derrotaron al evolucionismo clásico, la ideología del progreso y la civilización nunca fue abandonada por las élites intelectuales que manejan las relaciones de los países capitalistas desarrollados con los que ellos consideran su periferia.

Este hecho reviste mucha trascendencia, no sólo para la historia de la cultura, sino también para el análisis de procesos políticos, eco-nómicos y culturales que tratan de destruir nuestras sociedades nacionales soberanas, tales como el neoliberalismo y la globaliza-ción. Ambos procesos coparon la escena mundial luego del colapso del llamado socialismo real y de los partidos de izquierda en Europa, abriendo el camino para la legitimación histórica y cultural de la teoría del mundo unipolar.

La crisis del marxismo en Europa Occidental fue un tema ana-lizado por el filósofo e historiador Perry Anderson en su obra Tras las huellas del materialimo histórico (1986, p. 14). En dicha obra, el autor sostiene que el discurso marxista decayó por la incapacidad de sus teóricos para desarrollar una estrategia política concreta que pudiese conducir la transición de la democracia burguesa hacia una

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democracia socialista realizable. En su lugar –dice– se instauró un discurso filosófico posmoderno, centrado principalmente en pro-blemas del método, el cual era de carácter más epistemológico que sustantivo. Corroborando la afirmación de Anderson podemos citar como ejemplo el caso particular del actual Partido Laborista inglés, donde encontramos igualmente una ausencia de estrategia política para llevar adelante un verdadero programa socialista revolucio-nario. Durante los últimos treinta años la política de Estado labo-rista, si bien a veces de tipo más intervencionista en la economía o animada de un criterio más social, no se diferenciaba particularmente de la de los otros gobiernos conservadores (Wainwrigth, 1981, pp. 216-223). La racionalidad de dicho discurso se fundamentó en una premisa según la cual: “si el sistema parece no sólo inexpugnable sino también opresivo, el abandono de una teorización “moderna” como la marxista no deja otra escapatoria que recurrir a su negación pura-mente imaginaria” (Borón, 2006, p. 138).

En el caso particular de Nuestra América, parte de las discusiones teóricas sobre este tema se orientaron a demostrar la validez histó-rica universal de la sucesión evolutiva de los modos de producción europeos señalados por Marx y Engels. Un gran espacio de debate fue dedicado a analizar la naturaleza universal del Modo de Producción Asiático, a la supuesta existencia de modos de producción esclavistas y feudales en Nuestra América. Esas discusiones y reflexiones teóricas contribuyeron a profundizar la crítica científica y a ampliar el alcance de la teoría que fundamenta el desarrollo de la historia humana, el materialismo histórico, opuesta a las concepciones idealistas que habían prevalecido incontestadas desde el siglo XIX. De cierta manera, ello incidió también en la gestación de una teoría revolucionaria nuestroamericana.

Anderson plantea igualmente, en su obra ya mencionada, que el discurso teórico del marxismo fue derrotado, particularmente en Europa, por el del estructuralismo. En nuestra opinión lo que sucedió realmente fue que los estrategas del capitalismo descu-brieron la manera de vitalizar su viejo recurso de dominación del mundo reviviendo el discurso victoriano del derecho de los autopro-clamados como “pueblos elegidos” a gobernar el planeta. Para ello

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enmascararon sus designios bajo el eufemismo del mundo unipolar concretado en instituciones como el Grupo de los Ocho, el Club de París, el Grupo de Davos, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, la Organización Mundial de Comercio, el Tribunal Internacional de La Haya, los Tratados de Libre Comercio, la deuda externa, el discurso antiterrorista y otras tantas fachadas de su estra-tegia neocolonial.

Para consolidar y enmascarar su proyecto de mundo hegemónico, utilizaron las teorías estructuralistas, posestructuralistas y pos-modernistas sobre el papel del lenguaje, los símbolos y los signos para la construcción de una historia contingente, virtual; uti-lizaron asimismo el papel de la lengua y la palabra para trazar las relaciones entre estructura y sujeto, para subsumir la producción bajo una rúbrica común derivada de la comunicación (Adorno, 1991; Habermas, 1990). Estos elementos teóricos fueron utilizados para fortalecer la estrategia mediática neocolonizadora que sirve al Imperio de punta de lanza para las tácticas de dominación mundial, soportadas en el fondo por las ideas decimonónicas de la civilización, el progreso y el darwinismo social.

No podemos dejar de mencionar también el vasto y costoso programa secreto de propaganda cultural que desde 1947 llevó y sigue llevando adelante la Agencia Central de Inteligencia, destinado a comprar las conciencias y las lealtades de los intelectuales en Europa, Nuestra Amé-rica, África y Asia. Desde aquella fecha la “Compañía” comenzó a invertir millardos de dólares en su campaña para apartar sutilmente a la intelectualidad de su fascinación por el marxismo y acercarla a consi-derar positivamente el punto de vista de la cultura capitalista, la visión del mundo fomentada por el gobierno y las transnacionales de Estados Unidos, para facilitar el triunfo de los intereses de la política estadouni-dense en el extranjero (Saunders, 2001, pp. 13-14). Ello explicaría la voltereta ideológica derechista de conocidos intelectuales como Mario Vargas Llosa, ahora defensor a ultranza del neoliberalismo y Carlos Fuentes, famoso novelista mexicano que terminó escribiendo la bio-grafía del archiempresario Gustavo Cisneros (Fuentes, 2004), socio del ex director de la CIA George Bush (padre) y villano que dirigió en 2002 el fallido golpe de Estado contra nuestro presidente Hugo Chávez. Ello

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explicaría también los raudos cambios de conciencia operados en anti-guos intelectuales comunistas y socialistas venezolanos desde 1968 hasta el presente, quienes han terminado apoyando abierta o solapa-damente las políticas neoliberales y las políticas culturales que influyen negativamente en el éxito de la Revolución Bolivariana.

La situación anterior puede ser también entendida dentro de la coyun-tura histórica que vivieron los pueblos de la Europa Occidental una vez finalizada la contienda mundial, cuando encontramos que la mayoría de ellos estaban gobernados por partidos socialistas y labo-ristas (socialdemócratas) o por alianzas políticas de socialistas, labo-ristas, comunistas y democristianos.

Los gobiernos de países como Inglaterra, Francia, Holanda y Bélgica que conservaban todavía un extenso sistema de colonias en Asia y África, se vieron envueltos en guerras de contrainsurgencia para eli-minar los movimientos sociales que pugnaban por la independencia en las antiguas colonias. En el ámbito nacional, los gobiernos refor-mistas europeos entraron en confrontación con poderosos movi-mientos sindicales comunistas que demandaban la instauración de gobiernos de izquierda o centro-izquierda con participación de los trabajadores y trabajadoras.

Ese proceso se desarrolló dentro del ámbito de la Guerra Fría decla-rada entre la Unión Soviética, quien apoyaba y financiaba los movi-mientos de independencia y descolonización, y Estados Unidos cuyo gobierno, al mismo tiempo que apoyaba y armaba los ejércitos coloniales, financiaba y asesoraba la política anticomunista y anti-socialista de los gobiernos europeos y compraba la conciencia de los intelectuales progresistas.

Los gobiernos socialistas se vieron obligados –de mal grado o de buen grado– a financiar y tratar de ganar militarmente dichas guerras para defender a las oligarquías dominantes en sus países, sus propios inte-reses económicos y su presencia política en las distintas colonias. Para defender los onerosos presupuestos militares y el desgaste político de los partidos socialistas o socialdemócratas en aquellas tambaleantes democracias parlamentarias, la dirigencia de los partidos socialistas

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o de izquierda tuvo que plegarse a la hegemonía de Estados Unidos, a aliarse con la derecha para poder conservar la estabilidad de sus res-pectivos gobiernos, haciendo cada vez mayores concesiones, particu-larmente en lo atinente a la privatización de las empresas del Estado, el desmantelamiento del sector público de servicios y el recorte de las políticas sociales en el campo de la salud y la seguridad social.

Puesto que la descolonización era y es un proceso indetenible que ame-naza con derrumbar los modos de vida y la buena marcha de las eco-nomías capitalistas nacionales, tanto europeas como estadounidenses, construidas sobre la explotación colonial de los pueblos sometidos, los gobiernos socialistas “neoliberales” o socialdemócratas consideraron y siguen considerando de manera egoísta que, para conservar los pri-vilegios de la legitimidad burguesa que ellos representan, así como el poder y la preeminencia mundial de su bloque de países capitalistas, era necesario lograr un acuerdo con la derecha o subsumirse en ella. Para tal fin remozaron las viejas ideas sobre el progreso y la civiliza-ción que tan buenos resultados les habían producido desde el siglo XIX, utilizando como plataforma los ajustes neoliberales y los llamados Tratados de Libre Comercio. De esta manera, los europeos y los angloamericanos nos impusieron otra vez sus valores culturales y polí-ticos –definidos otra vez como valores universales– para afirmar su propia dominación y sus intereses materiales sobre el resto del mundo.

La creación posterior de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y de la Comunidad Europea se expresó en la aparición de grandes empresas transnacionales asociadas con las estadounidenses, las cuales asumieron el papel económico de la metrópoli colonial desem-peñado políticamente por los Estados nacionales europeos occidentales y Estados Unidos. Sin embargo, la razón social de las mismas continúa estando en Nueva York, París, Londres, Madrid, Ámsterdam, Berlín, Bruselas, Roma, contando con el apoyo irrestricto de sus respetivos gobiernos nacionales (Borón, 2006, pp. 62-63).

Actuando como el componente ideológico y cultural de aquella estrategia, las tesis del llamado progreso social, la ideología neoli-beral y de la globalización sirven como instrumentos para orquestar el desmantelamiento tanto de las estructuras económicas y

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tecnológicas nacionales como de los movimientos de independencia nacional en el llamado Tercer Mundo (Britto García, 2007). De esta manera han logrado inducir en muchos intelectuales, políticos y profesionales de Nuestra América la ficción de una cultura uni-versal cuyo desarrollo sería ineluctable, cuando en verdad se trata simplemente de eso, de una estrategia neocolonizadora del Imperio desplegada a escala mundial. Dicha estrategia apunta hacia la des-trucción de los particularismos culturales nacionales o a utilizarlos para destruir la unidad nacional de los países que quieren dominar, como ocurrió con la extinta Yugoslavia, como ocurre con la Federa-ción Rusa, con Bolivia y Palestina, como han intentado hacer tam-bién con Venezuela.

El método cultural de dicha estrategia política se expresa en la crea-ción de enclaves neocoloniales en los diferentes países periféricos a los países capitalistas industrializados, utilizando la ofensiva mediá-tica para inducir en las culturas nacionales valores consumistas que potencien los vínculos de lealtad con las transnacionales productoras de mercancías y servicios. Dichos enclaves neocoloniales se conforman utilizando las clases medias y las altas burguesías de los países del Tercer Mundo, sectores donde se concentra la mayor capacidad adqui-sitiva, al mismo tiempo que, vía la educación privada y religiosa, desna-cionalizan la personalidad cultural de los jóvenes de esas clases medias y les inyectan una ideología patriarcal, machista, fascista y racista que desvaloriza particularmente a las mujeres mulatas y hombres mulatos, negras y negros o indígenas de las poblaciones pobres (Sanoja y Vargas-Arenas, 2005a, pp. 9-18; Vargas-Arenas, 2006, pp. 249-271; 2007a, pp. 221-240).

Utilizando también dicha estrategia cultural, la burguesía española, con su dirigente José María Aznar (España, país que como conse-cuencia de la dictadura de Francisco Franco había quedado a la zaga de Europa), aprovechó aquella coyuntura para neocolonizar sus anti-guas posesiones en Nuestra América. El Partido Socialista Obrero Español, de acuerdo con sus vínculos con los líderes corruptos de la socialdemocracia y la democracia cristiana de Nuestra América promovió la captura –por parte de los capitalistas españoles– de la mayoría de las compañías nacionales de petróleo, electricidad, de las

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comunicaciones, del agua, de los servicios de salud, del sistema finan-ciero de los países hispanoamericanos, reviviendo la ideología colo-nial que comenzó a ser desarrollada a partir del reinado de Carlos V en el siglo XVI, ahora conducida por los líderes del PSOE y del actual movimiento neofalangista: el Partido Popular. Estos ideólogos neo-liberales, muchos de ellos agrupados en la Fundación para el Aná-lisis y los Estudios Sociales (FAES), como ya expusimos, proclaman que el futuro de los países del Tercer Mundo está hoy estrechamente amarrado a los Estados capitalistas industriales del Primer Mundo que forman parte de la tradición de valores políticos occidentales y europeos, particularmente. Para dicho grupo, el objetivo es disolver cualquier alternativa socialista viable tales como la cubana o la vene-zolana, y lograr mediante la ofensiva mediática internacional, que el potencial revolucionario representado por la vasta mayoría de campesinos y pobres del Tercer Mundo no sea capaz de organizar acciones políticas colectivas sino actos individuales de resistencia contra el poder de las oligarquías nacionales, reacias a concederles la mínima satisfacción de sus necesidades para la supervivencia como seres humanos (Patterson, 1999, p. 180).

Otra estrategia del capitalismo eurocéntrico es la de promover la influencia del posmodernismo en la enseñanza de las ciencias sociales en las universidades y centros de formación de profesores y profesoras para la enseñanza media de Nuestra América, utilizando también la televisión, la radio y los medios impresos para deformar la conciencia social de los pueblos. El objetivo es presentar la historia de las socie-dades como un proceso contingente, indeterminado, que engendra un estado de escepticismo sobre la viabilidad de los cambios sociales, sobre la coherencia de las identidades culturales y nacionales de los pueblos, vaciando la realidad de sus contenidos, convirtiendo todas las nociones fundamentales en meros envoltorios formales. De esta manera se cuestiona la posibilidad de que exista una vinculación orgá-nica entre el pasado y el presente, se anula la capacidad de un determi-nado grupo social para comprender la causalidad de las acciones del capitalismo, del imperialismo y de las burguesías nacionales subordi-nadas que inciden negativamente sobre su vida en el momento actual (Dussel, 1998, p. 267; Vega Cantor, 2007, pp. 398-429).

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Las experiencias políticas, tanto del viejo socialismo real del Bloque Soviético como del eurosocialismo neoliberal culminaron, por las razones antes expuestas, cooptando este sistema de ideas conserva-doras, finamente construidas por las antiguas élites progresistas para exaltar el neoliberalismo, antítesis de todo verdadero progreso social.

La utilización del darwinismo social, del concepto de civilización occidental y de pueblos elegidos como sinónimo del régimen capita-lista y del proceso de globalización como un universal de la cultura, constituye una puesta al día de la estrategia de dominación colonial, elaborada y utilizada por los países capitalistas desarrollados en el siglo XIX. Como escribiese el famoso intelectual ecuatoriano Agustín Cueva (1987, p. 24), el éxito del capitalismo europeo y el del esta-dounidense, así como de la caricatura de socialismo que él mismo produjo: “…no parecen pues traducirse por grandes logros econó-micos de orden general, sino más bien por resonantes triunfos de la burguesía como clase, tanto en el nivel propiamente político como en el ideológico…”

La resurgencia del marxismo en Nuestra América En Nuestra América, desde 1945, el Imperio colonial de Estados Unidos se ha visto igualmente envuelto en diversos conflictos origi-nados por la descolonización y los procesos de liberación nacional emprendidos por los pueblos de Brasil, Argentina, México, Guate-mala, Haití, Cuba, Nicaragua, Costa Rica, El Salvador, Honduras, Guatemala, Panamá, Colombia, Perú, Chile, Uruguay, Paraguay, Venezuela, Bolivia y Ecuador. En casi todos esos países, el Imperio estadounidense impuso a los pueblos sanguinarias dictaduras mili-tares, seguidas por los llamados Tratados de Libre Comercio y los ajustes neoliberales, que constituyen un verdadero instrumento de intervención colonial, con la complicidad de los enclaves racistas constituidos por los partidos políticos y los empresarios, las clases medias, la mayoría de la oficialidad de los ejércitos nacionales y los jerarcas de la Iglesia católica. Ello ha permitido al Imperio contener por ahora, el auge de los movimientos sociales de resistencia en ciertos países, contribuyendo también a la quiebra de los viejos partidos de izquierda o de derecha.

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En la actualidad, en ciertos países, los movimientos sociales de resistencia han logrado conquistar los gobiernos, como es el caso de Cuba, Venezuela, Bolivia y Ecuador; sin embargo, en la mayoría de ellos buena parte del poder sigue todavía en manos de las oligarquías neocoloniales. Para lograr el objetivo de transformar dichos países en sociedades plenamente soberanas, se están creando nuevas alianzas para la cooperación entre Estados tales como el ALBA y el Banco del ALBA y el previsto Banco del Sur, que promueven procesos emer-gentes de acumulación de capitales en esta parte de la periferia, le confieren carácter institucional a la nueva fase de integración e inde-pendencia nacional que despunta en Nuestra América.

Los casos de Nicaragua, Chile, Bolivia y Colombia nos ilustran sobre cómo utiliza Estados Unidos y en general los ocho países capitalistas más desarrollados, la tesis del progreso. Cuando ellos hablan del pro-greso se refieren solamente a su propio progreso, el que beneficia a sus oligarquías financieras, no al progreso de nuestros pueblos cuyo deber –según ellos– es mantenerse sometidos a la dictadura de sus enclaves neocoloniales nacionales, obedientes –a su vez– a las trans-nacionales del Imperio.

En Nicaragua, el Frente Sandinista de Liberación Nacional, movi-miento progresista dirigido originalmente por intelectuales de la clase media y sectores progresistas de la Iglesia católica nicaragüense, con el apoyo mayoritario del pueblo, logró derrocar en 1979 la sangrienta y larga dictadura de Anastasio Somoza, impuesta por el gobierno de Estados Unidos luego de la invasión a Nicaragua el año de 1926.

La estampida de buena parte de la clase media y la alta burguesía nicaragüense hacia Miami, guarida de todos los fascistas y geno-cidas escapados de Nuestra América, permitió a la Revolución San-dinista organizar una estrategia para recuperar la soberanía nacional y construir una sociedad que tendía hacia la realización del ideal ético cristiano: confiscar latifundios y empresas abandonadas por sus dueños para confiarlas a cooperativas obreras y campesinas, lanzar programas sociales de salud, alfabetización, educación y reforma agraria, así como de reforma de la organización social y política

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nicaragüense que apuntaban hacia la instauración de una sociedad socialista cristiana.

A pesar del apoyo brindado a Nicaragua por el entonces Bloque Socialista y por Cuba, así como por sectores católicos y evangélicos de todo el mundo ligados a la Teología de la Liberación, el Imperio de Estados Unidos logró aislar, bloquear la empobrecida economía nicaragüense e imponerle, con el apoyo activo de los otros gobiernos títeres centroamericanos y suramericanos, una costosa guerra contra-rrevolucionaria que determinó finalmente el colapso de la Revolución Sandinista. El resultado fue la restauración del sistema capitalista corrupto que, a partir de 1990, profundizó la explotación y el some-timiento del pueblo nicaragüense, condenado a una situación de miseria generalizada que sólo puede compararse con la de Haití. Dicha situación de miseria se agravó con la imposición, sin consulta popular, de un Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos que ha terminado por arruinar a los pequeños productores y al pueblo en general de ese país. La inclusión de Nicaragua en el ALBA y el desa-rrollo de nuevos vínculos de cooperación con Irán, China y Rusia, ayudarían a dicho país a romper con las cadenas de dependencia y chantaje político con las cuales intentan maniatarla los gobiernos de Estados Unidos y la Unión Europea.

Al caso de Nicaragua podemos añadir el ya conocido del derroca-miento del gobierno socialista de la Unidad Popular en Chile para imponer un régimen neoliberal, planificado por la Escuela de Chicago y apuntalado por la grotesca dictadura militar de Pinochet, así como el grotesco golpe de Estado de junio de 2009 en Honduras contra el gobierno democrático de Manuel Zelaya promovido por la CIA y el Pentágono, el cual tiene como objetivo controlar toda la región del Caribe que hoy día los pueblos del ALBA le disputan al imperialismo estadounidense. De igual manera podemos agregar en esos mismos términos la imposición de un Tratado de Libre Comercio a Centro-américa y al pueblo peruano, de un plan de intervención militar, un régimen neoliberal y un Tratado de Libre Comercio a Colombia (¿reemplazado ahora por un convenio financiero con China?), el cual está apuntalado con la toma del poder por el régimen asesino y sanguinario de la parapolítica y la narcopolítica colombiana. A esta

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cadena de catástrofes sociales podemos agregar el colapso de la agri-cultura y la alimentación de la mayoría pobre en México y América Central provocada por la apertura comercial a la que los obliga el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Tlcan). Todos ellos constituyen ejemplos patéticos de los daños sociales, culturales, eco-nómicos y ambientales que ocasiona la reversión de los procesos de descolonización y liberación producida por las acciones contrarrevo-lucionarias del Imperio estadounidense, tal como ocurrió también en diversos países africanos. Igual situación contrarrevolucionaria está siendo promovida en este momento por el Imperio estadounidense en Bolivia para derrocar el gobierno progresista de Evo Morales y des-estabilizar así los movimientos socialistas de liberación nacional de Venezuela y Ecuador.

La estrategia política neocolonial, como observamos en el caso de Venezuela, país cuya cultura está todavía altamente intervenida por la ideología del american way of life, se facilita por la existencia de un modo de vida consumista, desnacionalizador, hecho que no ha sido enfrentado, todavía, con una política cultural que de manera orgánica estimule el surgimiento de un modo de vida humanitario y socialista. Esta circunstancia facilita la penetración de los mensajes transmitidos por la ofensiva mediática transnacional, dirigidos a remachar en la población valores consumistas que consolidan vínculos de lealtad con las transnacionales productoras de mercancías y servicios (Vargas-Arenas, 2007a, pp. 256-260). Dichos mensajes refuerzan la desna-cionalización y la disociación psicótica de la alta burguesía, la clase media y las clases populares de los países del Tercer Mundo. Como ya hemos dicho en páginas anteriores, la educación privada totalmente controlada por la Iglesia católica y el Opus Dei actúan como el medio de reproducción de la ideología neocolonial sobre la cual se sustenta la penetración política y económica de las transnacionales (Vargas-Arenas, 2007a). Esa estrategia política neocolonial que está siendo aplicada por el Imperio a los pueblos

…da lugar a transformaciones vertiginosas, impide la estabilidad emo-cional y psicológica de los venezolanos y produce buen número de desajustados. Con estímulos que se hacen medios absolutos, sin fines colectivos e integradores. La pugna de estilos de vida incide sobre los

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individuos; crea ansiedades y conflictos. El choque exagera la arbi-trariedad en el uso de los poderes coercitivos para imponer un estilo sobre otro (…) contribuye ( …) a consolidar la dependencia; descartar demandas de libertad y desarrollo autónomo (…) cambia la manera de ser del hombre venezolano y pone en entredicho la identidad y la libertad del pueblo, su capacidad de poseerse a sí mismo… (Quintero, 1972, pp. 208 y 220).

En el caso de Bolivia en 2008, por ejemplo, la utilización de la misma estrategia del Imperio debe enfrentar problemas muy complejos. Por una parte hallamos el carácter étnico reivindicativo de la mayoría indígena aymara y quechua que habita el altiplano boliviano y de la mayoría étnica guaraní que habita el oriente boliviano, opuesta al proyecto de apartheid fascista y racista que intenta consolidar la bur-guesía de Santa Cruz con el apoyo abierto del gobierno de Estados Unidos, y por el otro un ejército nacional que debe estar profunda-mente dividido al igual que el resto del pueblo boliviano. Estos son los componentes básicos que podrían llegar a precipitar una san-grienta guerra civil como la que campea en Colombia desde hace sesenta años si el movimiento revolucionario no derrota la burguesía fascista que domina las provincias de la llamada Media Luna. La magnitud de este hecho se vería agravada por las estrechas redes que vinculan el movimiento étnico liberador boliviano con similares de Perú, Ecuador, Colombia y particularmente el Movimiento de los Sin Tierra de Brasil, quienes combaten el proyecto imperialista neoliberal de apropiarse de todas las tierras agrícolas de Suramérica. Todos aquellos movimientos sostienen como premisa común, no aceptar el papel paternalista y tutelar que asumen las metrópolis imperiales –conforme al falaz discurso victoriano de los “pueblos elegidos”– sobre la supuesta incapacidad natural de los pueblos indígenas y mes-tizos de Nuestra América para gobernar sus propios países.

Los contenidos políticos esenciales del neoliberalismo, la globali-zación y sus instrumentos de intervención, los Tratados de Libre Comercio, se apoyan en aquellas premisas neocoloniales que expresan la asimetría existente entre el país dominante que se considera civili-zado y el país que se somete a la voluntad del dominador, conside-rado incivilizado. Por esta razón colonialista, para poder firmar un

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Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos, el supuesto pueblo incivilizado debe cambiar prácticamente su sistema constitucional, jurídico, cultural, social y económico para permitir la penetración del país dominante y convertirse en una inerme marioneta del poder imperial.

Los Tratados de Libre Comercio están diseñados para convertir la brecha histórica existente entre los países que se consideran desarro-llados y los que éstos llaman subdesarrollados, en un atraso estruc-tural permanente que se manifiesta en la proliferación creciente de las condiciones de pobreza y marginación. Esta relación colonial se manifiesta simétricamente al interior de los países neocolonizados, donde existen también enclaves territoriales urbanos de supuesto progreso material y cultural donde habitan las clases medias y altas de Nuestra América, alienadas al american way of life. Dichos enclaves, sean éstos los barrios de clase media y clase media alta de Chacao, Baruta o Cumbres de Curumo en Caracas, los estados Zulia, Carabobo, Táchira y Nueva Esparta, en Venezuela, las alcaldías de Santa Cruz en Bolivia, de Guayaquil en Ecuador, por nombrar sola-mente algunos, actúan como instrumentos delegados del Primer Mundo, del Imperio, para la explotación de las mayorías empobre-cidas y apropiarse como han hecho tradicionalmente de mayor can-tidad de riqueza del PNB que producen las poblaciones pobres de los barrios y regiones campesinas.

A los fines de poder comprender y transformar todas estas condi-ciones de apartheid existentes al interior de nuestros propios países, los antropólogos, antropólogas, científicos y científicas sociales revolucionarios en general, debemos buscar, tratar de encontrar en el materialismo histórico nuevas formas de teorizar y explicar los procesos de transformación social que plantea la transición hacia la democracia socialista que se están produciendo actualmente en Nuestra América. Dichos procesos de transición no son exactamente iguales. Las circunstancias históricas, sociales y culturales que los determinan, son muy variadas. La constante en todos los casos es que la dirección de los procesos es asumida por los movimientos sociales que actúan en sentido transversal formando nodos de gran intensidad de tensión e interacción social.

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Ciertamente el crecimiento de aquellos nodos sociales va desde socie-dades menos organizadas hacia sociedades más organizadas, pero la jerarquía entre los mismos debe estar determinada por su capacidad para formar redes sociales, no para constituir pirámides de poder cuyo vértice esté ocupado por la élite dominante. Las diferencias y asimetrías en el crecimiento social, cultural y tecnológico se llenan en este caso por la colaboración solidaria entre pueblos tal como han acordado Cuba, Venezuela, Brasil, Argentina, Bolivia y Ecuador entre 2004 y 2008, no por la imposición de modelos de domina-ción (Sanoja, 2008; Sanoja y Vargas-Arenas, 2008; Vargas-Arenas, 2007a).

Tal como fue planteado en 2007 en Venezuela por el fallido (¡por ahora¡) proyecto de reforma de la constitución bolivariana, todo lo anterior nos conduce a la necesidad de saber y establecer cuál debe ser la estructura política y social de una democracia socialista; definir por ejemplo, cuáles deben ser las formas concretas de la representa-ción y la participación social de los consejos comunales en el gobierno de la nación, la participación periódica en los referenda electorales para la toma democrática de decisiones políticas que articule los prin-cipios del centro de trabajo (empresas de desarrollo endógeno, con-sejos obreros, consejos estudiantiles) con el de residencia (consejos comunales, mesas técnicas), para que éstos influyan en la manera como el poder ejecutivo debe gobernar obedeciendo al interés de las mayorías.

Dentro de los problemas a enfrentar y resolver con carácter de urgencia está el de la desigualdad y la marginación social de las mujeres que constituyen en Venezuela y en la mayoría de países de Nuestra América el motor del socialismo, y el de normar la relación de las comunidades con el medio ambiente, secularmente agredido y degradado por el capitalismo, del cual depende la existencia del estilo de vida de buena parte de las clases populares, particularmente las mujeres (Vargas-Arenas, 2006, p. 259; 2007a, pp. 213-220; Vargas-Arenas, 2007b, pp. 33-47; Sanoja, 2008).

Las tendencias del cambio social revolucionario que se observan en Nuestra América deberían ser el objeto de estudio primordial de las

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ciencias sociales. Se está produciendo un fenómeno social y cultural inédito como es el surgimiento de nuevas formas societarias y cultu-rales, de nuevas estrategias destinadas a hacer posible la construcción de sociedades socialistas donde participe libremente la mayoría del pueblo, no como sujeto paciente sino como sujeto activo y protagó-nico que permanentemente imprime su sello particular en la cons-trucción del nuevo presente.

Para enfrentar la poderosa ofensiva intelectual y mediática del neo-liberalismo y la globalización es necesario revitalizar el estudio del marxismo en Nuestra América, sistema de pensamiento interesado en conocer y estudiar la naturaleza y dirección de los procesos de cambio y transformación de la sociedad en su conjunto. Ello tiene como fina-lidad crear un paradigma científico que nos permita estudiar la his-toria de los pueblos de Nuestra América como integrada por procesos civilizadores socialistas que son factores determinantes tanto del pre-sente como del futuro de los mismos. Como asentaba el antropólogo mexicano Héctor Díaz Polanco (en Vargas, 1990, p. XV):

…no se puede postular (sin caer en el misticismo, en lo religioso) que el marxismo es ni será eterno; aunque no puede negarse que es una con-cepción transitoria en tanto es histórica y que, por ello mismo, algún día dejará de ser vigente y tendrá que ser superada; es indudable que en la actual época histórica (o sea, mientras estén vigentes las condiciones que lo hicieron posible) el marxismo es insuperable…

Para abrir el camino del socialismo del siglo XXI como estrategia del cambio histórico, es necesario sobrepasar la discusión académica sobre la existencia de una línea universal del desarrollo y el pro-greso de la humanidad. Es necesario –como plantea la arqueología social– estudiar y entender la historia de los pueblos desde sus for-maciones sociales originarias, como fundamento de la estrategia para identificar los diversos agentes sociales y conocer cuáles son los sujetos históricos, los agentes subjetivos que desmontarán las estruc-turas objetivas de dominación, enraizados en dichas formas histó-ricas específicas de producción, que servirán de palanca para crear la humanidad nueva, la sociedad nueva.

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Este libro, en edición de3.000 ejemplares, se terminóde imprimir en los Talleres

de editorialen Caracas, Venezuela

durante el mes de mayo de 2012.