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Prólogo de Adrián García Nevado ........................................ 11 Introducción ......................................................................... 13 Año 2000. En la cima del universo ..................................... 15 El día de los sueños .............................................................. 39 Empieza el baile ................................................................... 59 Perdedor de mus, ganador de contratos ............................ 81 Vivan las vacaciones .......................................................... 113 Las cuentas no cuadran .................................................... 135 La gran decepción .............................................................. 161 Epílogo ................................................................................ 185 Índice 1 2 3 4 5 6 7

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Prólogo de Adrián García Nevado ........................................ 11

Introducción ......................................................................... 13

Año 2000. En la cima del universo ..................................... 15

El día de los sueños .............................................................. 39

Empieza el baile ................................................................... 59

Perdedor de mus, ganador de contratos ............................ 81

Vivan las vacaciones .......................................................... 113

Las cuentas no cuadran .................................................... 135

La gran decepción .............................................................. 161

Epílogo ................................................................................ 185

Índice

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01 ÍNDICE_00 Índice 22/09/2011 14:36 Página 9

Conocí a José Ramón un viernes de hace años, cuandose incorporó como director general en la empresa en laque yo trabajaba. La cosa no empezó bien entre nosotrosel primer día. De hecho, me hizo pasar un fin de semanahorroroso pensando en lo que me había dicho y en quépodía hacer al respecto el lunes.

Rápidamente conectamos, apostó por mí, y digo bienapostó. Recuerdo esa etapa profesional con especial cariño,muy intensa y gratificante, en la que aprendí mucho deJosé Ramón y en la que crecí profesionalmente gracias asu ayuda.

Desde ya hace muchos años es mi amigo, un gran amigo,y, aunque el tiempo le ha ido atemperando, en esenciasigue siendo el mismo. Posee ese magnetismo de los lí-deres y una energía y pasión que no sé bien de dónde saca,pero, créanme, puede resultar agotadora cuando tienes queseguirle el ritmo.

José Ramón necesita un proyecto del que enamorarse yen el que volcar toda su energía y, como José Pedro, el

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Prólogo

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protagonista del libro, un equipo con el que compartirsu proyecto. Si estás en su equipo, él se ocupa de quecrezcas con él; si estás cansado o tienes dudas, tranquilo,él te arrastrará en el sentido más literal de la palabra.

Joserra, como le llamamos los amigos, ha trabajado enun buen número de empresas multinacionales en puestosde máxima responsabilidad y, al igual que la aspiración deJosé Pedro, terminó montando su propio proyecto empre-sarial. Creo que este ha sido un paso lógico en su carreraya que a él le gusta decidir el qué y el cómo y, además,sigue manteniendo intacta la rebeldía de quien sabe quese puede hacer mejor y diferente. Estoy convencido deque por ello está consiguiendo que su proyecto sea unéxito.

Este libro demuestra que toda su experiencia profesionalle ha ido enriqueciendo y que puede, por tanto, hacer unareflexión tan transgresora y una crítica tan acerada y per-sonal de un terreno que ha conocido muy bien: el de lasgrandes compañías.

Cada lector debe decidir si se identifica con las vivenciasy las conclusiones de José Pedro, pero seguro que, cual-quiera que sea su decisión, la lectura de este libro seráenriquecedora y estimulante y, desde luego, no le dejaráindiferente.

Espero que disfruten de su lectura igual que yo lo hehecho.

Adrián García Nevado

Director Territorio Centro de Telefónica España

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Treinta años de experiencia en el mundo empresarialofrecen a un profesional un anecdotario interminable ytambién un bagaje adecuado para ir eligiendo un camino,conformar una personalidad y unas ideas que le permitensaber a dónde quiere llegar y cómo desea afrontar losretos que se marque. Por el contrario, y casi de forma na-tural, lo que vas decidiendo son justamente aquellas prác-ticas que no quieres repetir y que quisieras cambiar.

Uno de los objetivos personales y profesionales quesiempre me he marcado es el de aportar valor a la socie-dad. No soy único en ello, por fortuna. En realidad, creoque todas las personas de buena fe que se toman en seriosu vida –hasta el justo medio, como decía Aristóteles ysin abandonar el buen humor– y su profesión pretendenque, al final de ese largo periplo, quede un poso de sulabor.

Queremos dejar buenos recuerdos entre quienes nos hanconocido, en especial entre aquellos más cercanos, y nosgustaría que nuestro paso por la vida fuese con alguna

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Introducción

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aportación, cada cual en la medida de sus posibilidadesy en aquella disciplina que domina. Eso implica abordarretos y una vida diaria de compromiso con las causas ylos objetivos que nos hemos marcado y se contraponea la actitud de aquellos que simplemente se sientan en laestación a ver pasar los trenes que otros conducen.

De ese deseo nace la idea de este libro.

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Año 2000En la cima del universo

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Hay días en que todo parece brillar más. Luce el sol,ilumina la mañana. Hay días en que todo parece tenersentido: el camino recorrido hasta llegar a ellos, todo losucedido con anterioridad. Son días que, normalmente,están ligados a la consecución de un objetivo. Que tehacen sentir como si cada detalle de la vida anterior fuerasimplemente un pequeño escalón de esa cuesta arribaque nos propone la vida cuando quiere que valoremos unéxito conseguido.

Y aquel 5 de mayo fue uno de esos días para José PedroRivera. Conducía su coche en dirección al mejor edificiode oficinas de la capital. Un lugar en el que cualquier pro-fesional con ambición querría verse alguna vez. Pero él noiba de cualquier manera.

No iba con una cartera bajo el brazo para vender, eso yalo hizo por consejo de su padre muchos años antes. Tam-poco iba a pedir nada; esa puede ser la peor de las opcionessi vas a visitar tan flamante edificio, la que te hace sentirun invitado modesto y, sobre todo, esporádico.

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José Pedro Rivera González iba a firmar, a sus 40 añosrecién cumplidos, el contrato que más había deseado entoda su vida y durante el trayecto del paseo de la Castellanaen aquella mañana soleada de mayo, repasó en unos mi-nutos algunos de los pasos que, según su memoria queríarecordar, le habían llevado hasta allí.

Brillante estudiante de Económicas, había empezadodesde abajo siguiendo el sabio consejo que su padre leregaló como felicitación de su licenciatura: «¡Aprendetodo lo que luego vayas a exigir que hagan los demás sillegas a ser jefe!». Una forma honesta de ganarse los as-censos y de conseguir dominar cualquier negocio.

En su caso, el inicio había sido una beca mientras eraestudiante para pagarse la residencia sin mermar la es-casa economía familiar y, después, una cartera de ven-dedor en el sector que siempre le había atraído más, latecnología.

Había vendido ordenadores mientras aprendía qué sepodía hacer con ellos y vendió tantos que tardó pocoen cambiar la cartera y el pequeño utilitario con el quese desplazaba para visitar a los clientes por una mesa dedespacho. Tres empresas y quince años después, se sen-taba a la diestra del director general de una de las másimportantes firmas de tecnología españolas como directorde ventas, su último destino antes del contrato que iba ca-mino de firmar. Recordándolo no pudo reprimir una son-risa. Habían sido cinco años intensos, de mucho aprendizajey de grandes decepciones.

–Creo que tengo una visión demasiado románticadel trabajo, papá, y mi empresa no es así. Te sor-prendería conocer a la cantidad de inútiles que

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me rodean a pesar de ser la empresa que es –lehabía comentado a su padre justo cuando las pa-redes de su despacho empezaron a angustiarle díatras día.

–Tendrás que buscar tu sitio, Pepín, y admitir quequizás no esté en los grandes despachos y lasgrandes firmas, sino en otro lugar. Pero yo siem-pre he creído que la única visión que te puede lle-var lejos es la tuya propia y tiene que tener untoque de romanticismo. Si no es así, lo único queestarás haciendo es malgastar diez horas diariaspara conseguir dinero que te pague lo que quierascomprar.

–Por eso quiero trabajar en una multinacional,papá. Aquí tenemos una visión del mercado muypequeña, nos da miedo el salto hacia otros países,nos creemos importantes si estamos protegidos porun logotipo con prestigio, un buen cargo en la tar-jeta de visita y nos llaman de usted las secretarias.Quiero hacer otras cosas, quiero aportar valor a lasociedad y eso lo consigues cuando trabajas parauna firma que te pone un presupuesto adecuadodetrás.

–Bien, hijo, si crees que es cuestión de dinero y detamaño, adelante, pelea por ese puesto en la em-presa que elijas. Puedes conseguir todo lo que tepropongas.

Esa era una de las frases que siempre le había escuchadoa su padre. «¡Puedes conseguir todo lo que te propongas!Siempre que pongas en ese objetivo las dosis adecuadasde esfuerzo y ganas». Volvió a sonreír pensando en su

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padre y en la satisfacción que sentiría esa misma nochecuando su mujer, Pilar, y él llevaran a los viejos a cenarpara celebrar la firma del contrato.

Se alegró de haber salido con tiempo (puntualidad, otrade las grandes lecciones paternas) o la media hora que con-sumió en la burocracia de entrada, identificación de suplaza de aparcamiento, tarjetas y claves variadas de en-trada al edificio, habrían sido causantes de que no lle-gara a su cita. Aún así, le resultó agradable la pulcrituddel proceso; poco cálido, pero preciso. Estampó su firmaen diez folios de contrato en el despacho de una eficazy seria administrativa del departamento de recursoshumanos.

–Su copia estará lista el lunes cuando empiece –ledijo recogiendo el pliego con un clip–. Gracias.

Y salió del edificio sin que nadie más se preocupase porsu presencia, pero con la sensación de que emprendía unagrandiosa etapa de su vida, justo en la misma cima deluniverso. Sonó el teléfono. El número de Pilar aparecíaen la pantalla del móvil:

–¿Has firmado ya? –preguntó su mujer al otro ladodel hilo.

–Firmado.

–Enhorabuena, amor. ¡Es maravilloso! ¿Qué tal elrecibimiento?

–Inexistente. He firmado el contrato en el depar-tamento de recursos humanos, pero no he visto anadie más. Me han hecho tarjeta de entrada, tarjeta

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de parking, me han pedido los datos para las tar-jetas de visita… todo muy calculado y muy bienorganizado. Ya sabes, un formalismo. El lunes alas 09.00 empieza mi nueva vida. Voy a tomarme lacopa de despedida con los compañeros. Te veo luegoen casa.

–Disfrútala, cielo… sobre todo porque a muchosde ellos no vas a volver a verlos ni a soportarlos nia hacer su trabajo.

–Chao, cielo.

La copa de despedida del departamento fue un clásico,como todo en la empresa que abandonaba. Después deuna noche de copas y juerga desenfadada con los cola-boradores a los que podía llamar amigos tras cinco añosde trabajo en común, la de los jefes resultó banal y unpoco aburrida. Cuando llegó al local, el mismo en el quese organizaban todas las celebraciones de la compañía,sintió en la boca un regusto un tanto amargo. En el fondo,le parecía mentira llevar fuera de esa empresa apenasunos días porque todo le sonaba demasiado viejo, anti-guo, casi bisoño.

Los mismos trajes y corbatas de siempre, las mismasconversaciones… de repente le pareció zambullirse enun rincón de su pasado como si estuviera visionando laescena a través de un sueño. Las reuniones de aquelgrupo de directivos con los que había compartido em-presa y objetivos tenían todas un toque similar: corrillos,pases de baile para intentar acercamientos al capo di capicomo llamaban en cordial secreto al director general,sonrisas falsas, mensajes indirectos, guerra de guerrillaspara obtener favores y aumentos de presupuesto, quinielas

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y apuestas sobre los ascensos, juegos de cintura para evi-tar puñaladas… todos los condimentos de los que siem-pre había querido alejarse.

Aquella compañía que formaba parte de uno de los ma-yores grupos empresariales españoles, que pasaba porser uno de los mejores destinos donde podía recalar unbuen profesional y que servía de impecable tarjeta devisita para moverse por el mercado le había regaladodurante cinco años material de inestimable valor paraescribir el diario de las grandes mentiras del mundo em-presarial. Y mientras recibía palmoteos de espalda yabrazos por doquier en aquella despedida que le sabía arancia desde los primeros cinco minutos, acudieron a sumente algunas de ellas, tan íntimamente ligadas a susprotagonistas que le pareció estar visionando un reportajede las mejores escenas del cine a cargo de sus grandesglorias.

El primero que le saludó, con sus grandes brazos exten-didos y una sonrisa de oreja a oreja y dientes relucientes,fue Paco. Francisco Javier Dueñas, el próximo adjuntoal director según vaticinaban todas las quinielas, tantasveces basadas en rumores interesados, llevaba uno de losapellidos propios del grupo. Hijo de uno de los conseje-ros de la matriz, sobrino de otro, los Dueñas habían for-mado parte de las empresas de la marca como una saga.No tuvo, como él, que empezar vendiendo ni becado, losuyo habían sido los despachos desde que terminó unmáster posterior a su licenciatura. En su caso, los ascen-sos eran casi un regalo por cada cumpleaños y a sus 35años llevaba acumulados varios cargos, había pasado porlas tres compañías más representativas del conglomeradoy algún día, cercano a la sesentena, traspasaría sus accio-nes a un fondo familiar y dejaría colocados a sus vástagos,

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tres y el cuarto en camino por el momento, y se iría a na-vegar por el mediterráneo con la única ocupación de asis-tir a una decena de consejos anuales. Llevaba escrito sudestino en el peinado con gomina, el impecable pañuelo ajuego con la corbata asomando por el bolsillo del carísimo,demasiado incluso para su sueldo, traje y, sobre todo, enel apellido.

Pese a todo, Paco no le caía mal. Un destino tan certerole había convertido en un compañero de trabajo tranquilo,amante de la buena vida, divertido y cordial, preocupado,sobre todo, por sacar el máximo jugo y la mayor infor-mación posible a los profesionales más considerados dela casa. «¡Al menos, se preocupa por aprender algo!»,había pensado siempre de él. Paco apreciaba a José Pedrode verdad y admiraba su valía. Nunca le había consideradoun rival, sino un salvavidas en los momentos más necesa-rios: la persona capaz de hacer una propuesta coherenteen una reunión tensa y así le había apoyado en más deuna ocasión.

También había sido un apoyo verdadero en algún mo-mento incómodo, como el fin de semana que, apenasrecién llegado, decidió que la mejor forma de hacerequipo en su nuevo destino era invitar a sus compañerosa una cacería en la finca de su tío, flamante consejero delgrupo. La propuesta, como no podía ser de otra forma,fue del máximo agrado de los directivos… de todos, ex-cepto de José Pedro. Ni le gustaba la caza ni había asis-tido jamás a una cacería ni tampoco había cogido unaescopeta en toda su vida.

Los preparativos ocuparon la mente y gran parte deltiempo (¡qué grandes son algunas excusas para aflojarun poco el duro trabajo cotidiano!) de la directiva durante

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dos semanas enteras. Jornadas en que José Pedro seguíaenfrascado en lo suyo mientras se preguntaba qué pintabaél en una iniciativa semejante. Unos días antes de lafecha señalada, Paco entró en su despacho con su afablesonrisa:

–¿Con qué andas, Pedro? Agiliza un poco y deja algopendiente que vamos a tomar unos pinchos mientrasterminamos de organizar lo del fin de semana.

–La verdad, Paco, poco tengo para organizar. Nohe estado nunca en una cacería…. Jamás he dispa-rado, no sé cómo funciona, no tengo equipo. Lomás cerca que he estado de cierto tipo de animalesha sido en el zoo o cuando echábamos una manomi padre y yo a algún colega veterinario –nada máspronunciar la frase, se sintió desarmado, decla-rando públicamente su no pertenencia al grupo dehombres con el que compartía destino.

–Tranquilo, hombre, somos cazadores, no asesinos.Mi abuela siempre decía que el mejor marido es uncazador. Bájate conmigo, tomamos una caña antesde que venga el resto y te cuento un poco: serás miaprendiz, siempre tiene uno un bautismo de caza yyo quiero ser tu anfitrión. No te vamos a dejar conlas mujeres para que te pierdas lo mejor de la jornada,¿eh? Yo te presto todo lo necesario.

Dos años después estaba seguro de que Paco había en-contrado en ese momento la mejor de las oportunidadespara crear complicidad con el único directivo de la com-pañía que había llegado a su puesto sin ningún padrino,con el que de verdad conocía su sector y con el que queríallevarse bien. Y la aprovechó al máximo.

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Durante los días que faltaban y todo el fin de semana,Paco se convirtió en el padrino perfecto del aprendiz decazador. Le invitó a su casa para buscar el equipamientoadecuado, le presentó a sus hijos y a su mujer, ejercióde anfitrión en aquel piso repleto de antigüedades queparecía pertenecer a otro mundo y en aquella finca in-terminable que había pertenecido a la familia Dueñasdesde varias generaciones. Y su esposa hizo lo mismocon Pilar. Ambos acompañaron a sus invitados durantetoda la jornada, una de esas convocatorias que marcan eldescubrimiento de otro mundo distinto y, aunque el con-sejero propietario de la finca no apareció, para decepciónde gran parte de los asistentes, entre Paco y Pedro sí secreó un lazo, un mutuo acuerdo de aceptación, cada unoen su mundo, echando una mano al otro. Sobra decirquién sacó más partido de aquel pacto, pero ahora, en esemomento que sabía a despedida, José Pedro sintió que, afalta de buenos profesionales, todos los personajes quequería encontrar en su vida profesional, bien podrían pa-recerse a Francisco Javier Dueñas.

Mientras recibía el abrazo de oso de Paco, recordó quesu llegada a la empresa también le había salvado de serel único directivo que hablaba inglés. No lo habían apren-dido de igual manera, eso es cierto. Mientras que a JoséPedro le tocaron clases nocturnas y ganar experiencia abase de lanzarse a practicarlo en reuniones de negocios,a Paco le llegó de forma natural a través de los buenoscolegios y su máster en Harvard, pero había sido un ali-vio. Al ser el único capaz de entenderse con el resto de lahumanidad fuera de territorio español, durante tres añoshabía vivido situaciones cuando menos curiosas.

Agustín Gómez-Orduña y Salado, que en ese momento leextendía su potente mano, había sido uno de sus valedores

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en la compañía y el que confió en él para representar ala empresa en una ocasión tan especial que José Pedrojamás la olvidaría por muchas empresas que fuera capazde pisar.

Aunque hubiera cumplido los 40, para Agustín, JoséPedro siempre había sido «el niño», un apodo que lepuso el primer día de su llegada a la empresa y que, aun-que a José Pedro nunca le había gustado de forma espe-cial, siempre entendió que se trataba más de un apelativocariñoso que de una marca que debía pelear por quitarsede encima.

Agustín le había adoptado desde el primer día que levio. Cumplidas las tres entrevistas previas de selección,el adjunto al director que ahora se jubilaba, el hombrede la casa que había sido designado para velar por elcumplimiento de todos los cánones establecidos comonormas en el grupo, decidió que aquel joven que sesentó en su despacho con ganas de comerse el mundoera justo el revulsivo que necesitaba una empresa tanendogámica con la suya para modernizarse y profesio-nalizarse.

Estaba de moda. Los resultados y la trayectoria de lasempresas familiares, aunque fueran de varias familias,metidas en sí mismas y alimentándose del talento quesolo el grupo era capaz de procrear, demostraban quehacía falta abrir puestos y oportunidades a profesionalesde valía y bien preparados. Pero elegirlos no era fácil. Unacultura tan cerrada exige pasar muchos filtros.

–No es alguien de la casa, no conoce nuestra cultura.

–Conoce el mercado.

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–Puede ser molesto en el día a día y hay cosas quenos gusta hacer a nuestra manera.

–Con un director general que conoce bien la casa,la cultura, es de confianza, se ha ganado el premioy el cargo, pero no tiene ni idea de tecnología, novamos a ningún sitio. Al menos, cojamos a alguiendel sector.

–Queremos seguir siendo quienes somos. Recuér-dalo, Agustín. Si da problemas, a la primera de cam-bio le mandamos fuera.

Así había terminado la conversación que dio lugar a sucontrato. Y ese pequeño pero significativo pulso que echóAgustín Gómez-Orduña y Salado a la jefatura, comosiempre llamaban a ese consejo en el que la familia dePaco se sentía como en casa, supuso de alguna forma elinicio de un padrinazgo hacia un pupilo ajeno a la culturade la empresa, con formación más que suficiente paraocupar cualquiera de los puestos, pero que debía ser mol-deada a gusto y forma de esa gran compañía española, pri-mera en los ranking de facturación, líder absoluta del sectorde distribución, que ahora iniciaba la aventura del mundotecnológico porque era por donde parecía que iban los tirosdel futuro.

La palabra futuro en aquel gran grupo era sinónimo de vercómo mantenemos nuestro liderazgo y cómo defendemosnuestra posición, no necesariamente de innovación, y lallegada de José Pedro a la dirección de la filial tecnológicaera toda una apuesta, la de un directivo que peinaba canasdesde hacía una década y que en los años previos a sutranquila jubilación, quería dejar sentadas algunas basesde modernización en la estructura.

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Ese fue el hombre que apostó por José Pedro y el que, undía de junio tres años atrás, le alargó en su despacho unainvitación que jamás se borraría de su memoria:

–Han invitado a nuestro presidente a una fiesta muyexclusiva. Unos miembros de la nobleza europea or-ganizan en su castillo familiar una reunión entre losprofesionales de las grandes familias del continente.Somos los únicos representantes españoles y, comobien sabes, nuestro presidente tiene una agenda muycomplicada y, además, no se siente muy cómodoentre personas que solo hablan inglés. Hemos deci-dido que vayas tú –y acompañó el discurso con ungesto locuaz que alargaba una invitación repleta demembretes y un tanto manoseada.

–Me siento halagado, Agustín, aunque honesta-mente no sé si soy el mejor representante del pre-sidente.

–Es una fantástica ocasión para ti, Pedro, que de-muestra la enorme confianza que tiene este grupodepositada en tu persona.

La cuestión, en realidad, no era solo de confianza, sinoque un pequeño detalle que siempre mermaba a las em-presas españolas había hecho su molesta aparición entodo aquello. Con un displicente gesto del señor presi-dente hacia su consejero delegado con las palabras «haztecargo de esto y que vaya alguien», aquella dorada y ador-nada invitación había realizado un arduo recorrido du-rante casi tres semanas, de directivo en directivo, pasandorigurosamente el escalafón de la estructura hasta encon-trar el eslabón perdido que hablaba inglés. Y ese eslabónera José Pedro.

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De esta forma, el número 27 en el organigrama de la com-pañía, «el niño» que hablaba siempre en las reuniones deopciones de negocio para el futuro que se perdían en in-terminables periplos de aprobación de los que se desco-nocía el final, el profesional advenedizo perfectamentecapacitado fue el representante de la cúpula empresarialespañola en una reunión internacional en la que el ape-llido Rivera alcanzó cotas de repercusión extrañamenteimaginables.

De hecho, con tres impecables trajes oscuros en la maleta,José Pedro llegó a su cita y la frase que más repitió duranteaquel encuentro fue que «realmente no, no soy familia di-recta del fundador ni del presidente… en realidad, trabajoen el grupo, nada más». Se codeó con lo más granado dela sociedad europea, impecablemente vestido en su ternooscuro mientras el resto de invitados alternaba la indumen-taria casual para los momentos más livianos de la agenday la etiqueta para las noches y los encuentros formales.

Lejos de arredrarse, aquel hijo del médico de un puebloque respondía como anillo al dedo a la manida frase quese había puesto de moda entre los periodistas para des-cribir a los empresarios de saga familiar como alguien«hecho a sí mismo», puso la guinda a su paso por aquellaconvocatoria que nunca le habría llegado de forma na-tural respondiendo amablemente a los requerimientos deun grupo de banqueros que le pedía sus impresiones per-sonales sobre la situación financiera de los distintos mer-cados europeos.

Después de explayarse durante una hora, el apellido Riveracruzó la barrera de los más condecorados en el mundo delos negocios internacionales y colocó su propia pica enFlandes.

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Aunque no hubo jamás reproche alguno por su participa-ción en aquel evento, no consiguió que aquello de hablaringlés se convirtiera en algo esencial en su empresa, perola llegada de Paco le liberó de ser el único angloparlantede la oficina y supuso compartir el peso de algunos deaquellos compromisos que siempre le habían tocado a él:

–Nos llaman de Inglaterra y preguntan por… –anun-ciaba la recepcionista.

–Pásaselo a Pedro.

–Es que preguntan por…

–Pásaselo a Pedro, de todos modos.

Esa había sido una parte adicional de su trabajo durantetres años. Igual que esta otra:

–Pedro, vienen unos tíos de una multinacional yquieren tener una reunión para que les expliquemosqué es lo que hacemos. Atiéndeles, por favor.

–Pero ¿qué es lo que quieren en realidad? ¿Unaoferta? ¿Un acuerdo?

–Bueno, tú atiéndeles y ya veremos.

–Vale, pero ¿qué me preparo?

–Vamos, que tú eres fantástico para improvisar...

Compartía precisamente con Paco, el ser humano máspreciso en lo que a desnudar a un langostino se refería,y con Agustín sus impresiones sobre los mejores días y

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anécdotas vividos juntos en el grupo cuando aquel per-sonaje que respondía al nombre de Luis Oriol, se acercópara saludar. Con una sonrisa y una mirada gélidas, el di-rector de recursos humanos de la firma, hábil negociadorcomo el que más, único para regatear cualquier brizna desalario o de variable, dispensador de ciertos privilegiosque adjudicaba como si estuviera juzgando de formaconstante el bien y el mal, el hombre que velaba por man-tener una plantilla de perrillos fieles, que vetaba a las mu-jeres para los puestos directivos y que iba por la vidadando charlas sobre gestión del talento en los grandesforos sobre el tema, apretó fuertemente al brazo de JoséPedro mientras chocaba su copa de vino contra la suya.

–Que tengas mucha suerte y que no empieces aecharnos de menos demasiado pronto –fue subrindis.

–No es así como hay que verlo. Va a llevar a losamericanos lo mejor del talento español, va a serun embajador de nuestra marca y del made in Spain–terció Agustín–. Un directivo criado en lo mejorde la empresa española ocupando un gran puestoen una de las principales multinacionales. Tenemosque sentirnos orgullosos.

Seguro que sí sentía cierto orgullo, aunque en lo máshondo de sí mismo se habían truncado sus planes de pre-parar al siguiente director general de la compañía, de crearotro hijo pródigo del gran grupo. Para Oriol, sin embargo,la marcha de José Pedro tenía vagos tintes de traición. Ensus ojos claros de mirada impertérrita podía leerse el re-proche, algo parecido a un «¡esto es lo que pasa cuandono se contrata a gente de la casa para ocupar los puestosde confianza!».

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Sí, los puestos de los que se sentía guardián. Su trabajocomo director de recursos humanos estaba centrado jus-tamente en mantener unas cualidades comunes en todoel equipo, procurarse una plantilla, ante todo, fiel, orgu-llosa de pertenecer al grupo. Repartía prebendas con afánde justiciero para mantener intactas las ambiciones porsubir de los mejores profesionales sin que nunca se lesolvidara que para conseguirlo había que sufrir porque sinsufrimiento no había gloria.

–En esta empresa hay que trabajar mucho y bienantes de conseguir el éxito. Pero, para los buenossoldados, el esfuerzo siempre tiene sus frutos ycuando consigas alcanzarlos serán mucho más sa-tisfactorios; ya lo verás, Rivera.

Aquel había sido su recibimiento. Se le había olvidadodecir que la mayor parte de esos ascensos que había re-partido cuidadosamente en los cinco años en que JoséPedro estuvo en la empresa habían tenido que ver muchocon los apellidos de los candidatos, especialmente den-tro de la cúpula directiva que con tanto esmero cuidaba.Había visto a aquel hombre medir los despachos yhacer obra en las oficinas tan solo para conceder dosmetros más de espacio a uno de los pupilos premiadoso para colocar una molesta columna a alguien caído endesgracia.

Tardó un mes en enterarse de que justamente su llegadahabía supuesto el destierro de planta para uno de los pro-fesionales más antiguos de la casa, señal inequívoca decuál iba a ser su futura carrera. Los mensajes de Luis Orioleran implacables. Sabías si te iba a ir bien en la empresaen función de las, sibilinas o no, maniobras del jefe de laplantilla y se preocupaba mucho porque esos mensajes

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fueran claramente recibidos por su destinatario. No con-cedía treguas y raramente segundas oportunidades. Caeren desgracia ante su criterio había sido siempre sinónimode que tenías cortadas las alas y se había acabado tu ca-rrera en la firma. No eras un hombre de la marca y segu-ramente ya no lo serías jamás.

Aunque nunca se cayeron bien ni llegaron a intimar, JoséPedro había pasado con creces sus pruebas a base de es-fuerzo, trabajo y resultados. Argumentos que no dejabanresquicio para que el duro puño de Oriol se estamparanunca en su puerta, su nómina o su prestigio. Y no habíasido solo eso, sino también el apoyo del director generalque, liberado temporalmente de su círculo habitual de per-seguidores y animadores, se acercaba con un suculentoplato de jamón en la mano.

–Jamón del bueno. Esto sí que no te lo van a darlos americanos. Más vale que te gusten las hambur-guesas porque te vas a hartar.

El comentario, como todos los que hacía Enrique Espina,fue recibido con carcajadas festivas por parte del grupoal que, en ese momento, se acercaban nuevos compañe-ros. Nunca jamás el ingenio de un hombre había recibidotantos aplausos como los que se le prodigaban de formaconstante a este directivo que, sin tener absoluta idea dequé era la tecnología, había sido elegido para crear y desa-rrollar la filial en la que el grupo había depositado partede sus esperanzas futuras.

Gran jugador de mus, fumador de puros y gourmet agra-decido, el capo di capi estaba acostumbrado a hacer losnegocios a la antigua usanza, al más puro estilo de gran-des comilonas en los mejores restaurantes utilizando las

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buenas relaciones personales y echando siempre mano deun discurso que repetía sin cesar las vanaglorias del grupoal que pertenecía la empresa.

No se había molestado jamás en adaptar esa retahíla a losnuevos tiempos, a nuevos clientes o a nuevos mercados.Cuando escuchaba en las reuniones la gran oportunidadque suponía la internacionalización y el provecho que es-taban sacando de ella competidores más ágiles, soltabala socarrona frase:

–Y allí, ¿qué se habla y qué se come?

Carcajada general y tema cerrado hasta que el siguienteincauto volviera a sacarlo en alguna reunión. Estaba acos-tumbrado a trabajar en el grupo líder y defendía la posturade que «con lo bien que lo hemos hecho aquí y el dineralque ganamos, no tenemos necesidad, como otros, de ir abuscar el negocio a ningún otro sitio. El negocio nos llegasolo por ser quienes somos».

No era la visión del futuro que tenía José Pedro ymucho menos en el sector en el que se movían. Habíatenido la muestra suficiente en la primera reunión detrabajo que mantuvo con Espina, cinco años atrás. Sen-tados ante la mesa de caoba de la sala de reuniones y conuna taza de café en las manos, el hombre que iba a dirigirel destino de la empresa recibió a su director de ventaspara intercambiar las primeras impresiones sobre el desa-rrollo de su puesto:

–¿Qué vamos a vender? –le había preguntado JoséPedro.

–Todo.

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–¿Todo?

–Somos el primer grupo de este país y si entramosen un sector tendremos que ser capaces de ofrecerde todo a los clientes.

–Ya, pero bueno, eso es una fórmula que puede serválida en el sector de distribución, pero no en este.Quiero decir que con todo ¿te refieres a que vamosa vender tanto hardware como software? ¿Vamos aser multimarca? ¿Vamos a tener desarrolladores?

Enrique Espina consideró que aquel comentario era unpoco molesto y se decidió a zanjar la cuestión:

–Preséntame una propuesta de cómo lo ves y lo ha-blamos en cuanto la tengas.

Esa fue la forma en que el director de ventas recién lle-gado a la empresa tuvo como primera misión decidir ydiseñar la oferta de la compañía y fue también la maneraen que se convirtió en alguien imprescindible para aquelhombre que en ese momento engullía lascas de jamóncon palpable deleite.

La despedida duró dos horas y cuando salió de allí tuvola impresión de que se había liberado de una atadura queno le dejaba crecer del todo, que dejaba atrás un mundoque no le había pertenecido nunca y del que tampoco élformaba parte y que tenía la oportunidad de escribir lamejor parte de su historia profesional el lunes siguientea las 09.00 de la mañana.

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