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Page 1: De Paula, Francisco - Flos Sanctorum
Page 2: De Paula, Francisco - Flos Sanctorum

P. F R A N C I S C O DE P A U L A M O R E L L s. J.

FLOS S A N C T O R U M

DE

LA FAMILIA CRISTIANA

LIBRERÍA EDITORIAL SANTA CATALINA

Page 3: De Paula, Francisco - Flos Sanctorum

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F L O S 1 ^

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S A N C T O R U M

DE LA F A M I L I A C R I S T I A N A

Page 4: De Paula, Francisco - Flos Sanctorum

P. Francisco De Paula Morell, S. J.

FLOS SANCTORUM DE LA F A M I L I A C R I S T I A N A

c o m p r e n d e

LAS V IDAS DE LOS SANTOS y

PRINCIPALES FESTIVIDADES DEL AÑO

I lustradas con otros tantos grabados

y acompañadas de piadosas ref lexiones y de las

Oraciones litúrgicas de la Iglesia

V

E D I T O R I A L S A N T A C A T A L I N A B R A S I L 8 6 4 B U E N O S A I R E S

Page 5: De Paula, Francisco - Flos Sanctorum

Con las debidas licencias

Q u e d a h e c h o e l

d e p ó s i t o q u e

m a r c a l a l e y

Page 6: De Paula, Francisco - Flos Sanctorum

P R O L O G O

Si honramos de modo especial a los hombres Que han merecido bien de la patria por su valor, su ciencia o su generosidad, ¿no es más justo que conozcamos y reverenciemos a los santos de Dios?

Para ello, quizá no basta con saber los nombres de los gloriosísimos adalides de nuestra santa religión. Para que sus virtudes puedan ejercer en los buenos y fieles cristianos la influencia del ejemplo, es preciso que conozcamos también la historia de su vida, el proceso de la existencia que les ha llevado al honor y a la gloria insigne de ser venerados en los altares.

No es fácil, sin embargo. No lo es, por lo menos, para la mayor parte de los fieles. El número de los santos es tan elevado' y son tantos y tantos los libros en que se relatan sus vidas, que sólo quien disponga de dinero y de tiempo en abundancia, podría concederse la satisfacción de leerlos todos.

Con el fin de obviar tal inconveniente es que se ha procedido a planear la presente obra. En ella figuran compendiadas las vidas de mu­chos santos, extraídas del Breviario Romano y de los numerosos libros del Padre Rivadeneira y del Padre Croisset, de la Compañía de Jesús. Y con el propósito de brindar una mayor eficacia a la lectura piadosa, cada biografía ha sido acompañada con una breve y sencilla reflexión y con la oración litúrgica de la Iglesia.

De tal modo, las personas piadosas que no tienen la posibilidad de recurrir a las fuentes originarias de donde se han extraído las vidas relatadas, disponen de una síntesis completa y ordenada de ellas, de un verdadero santoral completo, que abarca la totalidad de los días del año.

¡Ojalá que la intención perseguida llegue a realizarse! No cabe duda que constituiría una costumbre piadosa y de gran eficacia para el per­feccionamiento moral y espiritual de los miembros de cada familia cris­tiana, que todos los días, después de rezar el Rosario, fuera leída en voz alta la vida del santo correspondiente, implorando luego la protección del mismo con la oración litúrgica que usa para ello nuestra santa madre la Iglesia. Ello contribuiría indudablemente a fortalecer la fe en gran ma­nera, lo cual, si siempre resulta conveniente, lo es muchísimo más en nuestra época desventurada cuando tantos y tantos escollos son opuestos arteramente a nuestra santa religión.

Dios quiera bendecir la semilla, para que madure el fruto.

Page 7: De Paula, Francisco - Flos Sanctorum

La Circuncisión de nuestro Señor Jesucristo y el adorable Nombre de Jesús. — 1* de enero.

Dice el santo Evangelio, que llegado el octavo día del naci­miento de Cristo, en el cual, con­forme a la ley de Moisés, debía ser circuncidado el Niño, aunque no le obligaba a q u el precepto, padeció el cuchillo de la circun^ cisión y entonces fué llamado Jesús, nombre que le puso el ángel, y a antes de que fuese con­cebido. (Luc n , 21.) Comienza, pues, a derramar sangre el Ni­ño divino en el mismo día y ho­ra en que es llamado Jesús. Ha­bía Dios instituido la Circunci­sión, y dádosela a Abraham pa­ra que fuese una señal del con­cierto que había hecho con El y su pueblo, de cuya sangre había de nacer el Mesías, y sobre todo para borrar con aquel sacramento el pecado original, aun­que no se borraba por la virtud y efica­cia de la circuncisión, sino por la profe­sión de fe que en ella se hacía. Exento es­taba de aquella ley, el que como Dios era el supremo legislador, y como hombre no había sido concebido por obra de varón, ni había contraído la deuda del' pecado original. Pero quiso darnos ejemplo de obediencia, sujetándose voluntariamente a aquella ley divina; de profundísima hu­mildad, recibiendo en sí la divisa propia de los hombres pecadores; de mortifica­ción y paciencia, padeciendo en su delica­dísima carne aquella dolorosa herida de la circuncisión; y d e caridad ardentísima, comenzando ya a padecer y derramar san­gre como tierno cordero sin mancilla, que venía a quitar los pecados del mundo. Es­te es el amor de nuestro Redentor divi­no; y por esta causa es llamado Jesús, que quiere decir Salvador. Dice el evan­gelista san Lucas que este nombre de J e ­sús vino del cielo, y que el ángel san Ga­briel le declaró antes que el Niño fuese concebido; para darnos a entender que el

'Padre eterno dio ese nombre a su bendi­tísimo Hijo para significar con él su gran­deza, su excelencia y majestad, y el ofi­cio de salvar a los hombres a que venía. De manera que cuando oigas este nom­bre adorable, has de representarte en tu corazón un Señor tan misericordioso, tan hermoso, tan poderoso, que siempre está dispuesto a perdonar todos tus pecados, a restituir a tu alma la vida y hermosura de la gracia, a librarte de la servidum­

bre del demonio y recibirte en la compa­ñía de los hijos de Dios. ¡Oh Nombre glo­rioso! ¡oh Nombre dulce, Nombre suave, Nombre de inestimable virtud y reveren­cia, inventado por Dios, traído del cielo,, pronunciado por los ángeles y deseado en todos los siglos! Dice el apóstol: «El que invocare este Nombre será salvo». ( R O M x, 13). Traigamos, pues, este Nom­bre en los labios y en el corazón, y pror nunciémoslo con suma reverencia, invo-quémoslo en nuestras tentaciones y peli­gros, y en nuestro último trance sea la última palabra que balbuceen nuestros labios moribundos: ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Je­sús!

Reflexión: El día en que el Hijo eter­no de Dios es llamado Jesús y comienza a derramar sangre por tu amor, tú comien­zas un nuevo año de vida; ¿qué has de hacer, pues, sino consagrarte del todo al Señor desde las primeras horas del año nuevo? Dile al Niño Jesús circuncidado, que también quieres circuncidar tu cora­zón, como enseña el apóstol (Philip. III, 3.), cortando de él todos los deseos carna­les y mundanos, y que sea lo que fuere de tu vida pasada, desde hoy sólo quieres vi­vir conforme a su santísima y divina vo­luntad. Año nuevo, vida nueva.

Oración: Oh Dios, que comunicaste al género humano el premio de la eterna sa­lud por la fecunda virginidad de la bie­naventurada Virgen María, concédenos ia gracia de experimentar la intercesión de aquella Virgen, por la que recibimos el Autor de la vida, Jesucristo Señor nues­tro, que contigo vive y reina por los si­glos de los siglos. Amén.

Page 8: De Paula, Francisco - Flos Sanctorum

San Macario Alejandrino, monje. — 2 de enero.

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Este varón santísimo, aunque nació en Egipto, fué presbítero de Alejandría. Hí-zose discípulo del gran Padre san Antonio abad, y salió tan perfecto, que san Anto­nio le dijo que el Espíritu Santo había r e ­posado sobre él, y que él sería heredero de sus virtudes. Sabiendo que los mon­jes Tabemesioras no comían en toda 3a Cuaresma cosa que hubiese llegado al fue­go, él hizo lo misrrio por espacio de siete años. Enviaron una vez a san Macario unas uvas muy frescas y sabrosas: tuvo ganas de comer de ellas, mas para ven­cer aquel gusto y apetito no las quiso tocar; antes las envió a otro monje que estaba enfermo; recibiólas éste con agra­decimiento, y por mortificarse tampoco las comió, sino enviólas a otro monje; y en suma las uvas anduvieron de mano en mano por todos los monjes y volvieron a san Macario, el cual hizo gracias al Se­ñor por la virtud de todos aquellos san­tos. Para vencer el sueño que le estorba­ba la oración, estuvo veinte noches sin acostarse debajo de tejado; y viéndose lina vez.tentado del espíritu de la fornicación, pasó seis meses desnudo en carnes en un lugar donde había innumerables y grandes mosquitos, los cuales dejaron su cuerpo tan lastimado, que parecía un leproso. Ca­minó veinte días por un desierto sin co­mer bocado, y estando fatigado y desma­yado le proveyó el Señor milagrosamen­te de sustento. Una vez cavando en un pozo le mordió un áspid: tomóle el san­to en las manos e hízole pedazos sin reci­bir lesión alguna. Acreditó nuestro Señor su santidad con el don de milagros, y en­

tre muchos enfermos que curó, vino a él un clérigo de misa, que estaba con un cáncer en la ca­beza, tan disforme, que se la co­mía toda; mas el santo monje puso las manos sobre él, y le envió sano a su casa. Estando un día sentado, una leona le t ra­jo un cachorro que estaba ciego, y el varón de Dios le dio la vis­ta, mandando a la madre que no hiciese daño a los pobres. Siendo ya viejo, se fué disimulado al mo­nasterio de San Pacomio, en el cual vivían a la sazón mil y cua­trocientos monjes. Siete días ta r ­daron en recibirle, alegando que por su vejez no podría llevar los

trabajos que llevaban los jóvenes. Mas fué tal la austeridad de su vida, que es­pantó a todos los religiosos, pareciéndoles que era más que hombre. Finalmente, l le­no de virtudes y merecimientos, murió de edad muy avanzada por los años 394 de la era de Cristo, dejando a los monjes p r e ­ciosísimos documentos de altísima perfec­ción. La vida de este santo la escribió Pa -ladio, que moró tres años con él en la so­ledad.

Reflexión: Solía decir san Macario que el monje había de ayunar como si hubiese de vivir cien años, y mortificar sus pasio­nes como si hubiese de morir aquel día. ¡Qué vergüenza para tantos cristianos que no ayunan, ni aun cuando lo manda la santa Iglesia; ni mortifican sus malas pa­siones, antes las ceban y alimentan con materia de nuevos pecados! ¿Qué respon­derán en el día del juicio, esos cristianos tan enemigos de la cruz de Cristo? No quieras tú imitarles. Si no puedes hacer vida de monje en la soledad, puedes muy bien vivir como cristiano en tu casa y en tu población, observando los mandamien­tos de Dios y de la Iglesia, y mortifican­do tus desordenados apetitos, cuanto sea menester para no ofender a Dios que te ha de juzgar para siempre ¿No vale más, breve penar y eterno gozar, que breve go­zar y eterno penar?

Oración: Válganos, Señor, la intercesión del bienaventurado san Macario, tu siervo, para alcanzar por su patrocinio lo que no podemos conseguir por nuestros méritos. Por Jesucristo, Señor nuestro. Amén.

Page 9: De Paula, Francisco - Flos Sanctorum

Santa Genoveva, virgen. — 3 de enero. (f 512.)

La santa virgen Genoveva, de­fensora y patrona de la ciudad de París, nació en la aldea de Nanterre, a dos leguas de aque­lla capital. Desde niña, resplan­deció en ella la gracia de Dios en tanto grado, que al verla san Germán entre la muchedumbre del pueblo que le salía a recibir, dijo a sus padres que aquella ni­ña, a la sazón de siete años, era singularmente escogida de Dios, y que eran dichosos por ser pa­dres de tal hija. Consagróla des­pués a Jesucristo, y le puso una cruz al cuello, para que la lleva­se como preciosa joya de su Es­poso divino. Toda la vida de esta santa doncella fué un portento de extra­ordinarias virtudes. Desde los quince años hasta los cincuenta, solamente comía dos días de la semana, que eran domingo y jueves. Desde la fiesta de los Reyes hasta e!_ Jueves santo, jamás salía del encerra­miento de su celda, donde tenía su paraíso y sus dulcísimas comunicaciones con el divino Esposo de su alma. Notorios eran en París y en toda Francia sus milagros y profecías. Resucitó a un niño muer­to que había caído en un pozo y aún no estaba bautizado; y a un hombre manco le restituyó la mano. Llegó en este tiempo a Francia, Atila, rey de los hunos, que se llamó azote de Dios, y real­mente lo fué por las provincias que des­truyó y arruinó y por la mucha sangre que derramó. Acercóse a la ciudad de Pa­rís, y temiendo los naturales de ella que la asolase como había hecho con otras mu­chas ciudades, determinaron para salvar sus personas, hijos y hacienda, abandonar la población y retirarse a partes remotas y seguras. Súpolo Genoveva y les persua­dió que no se arredrasen ni temiesen tan­to, sino que acudiesen a Dios con oracio­nes, ayunos y limosnas, porque aquella bestia fiera no destruiría la ciudad ni en­traría en ella. Y así fué, como había dicho la santa. Estando muy afligida la ciudad por falta de pan, embarcóse Genoveva con otra gente en el río Sena en busca de sus­tento y volvió a París con las naves car­gadas de trigo. El rey Childerico, aunque no era bautizado, tenía gran devoción a la santa virgen, y por su gracia perdonaba i-, los delincuentes condenados a muerte. El gran Simeón Estilita, desde las más re ­

motas partes del oriente, solía mandar a visitarla. Murió a la edad de ochenta y nueve años, el día 3 de enero, y fué sepul­tada con grande pompa y devoción de todo el pueblo de París. El rey Clodoveo y la reina Clotilde le dedicaron un suntuoso templo.

*

Reflexión: Cuando profetizó santa Ge­noveva que el feroz Atila no había de arruinar la ciudad de París, ni entrar en ella, muchos ciudadanos temerosos y des­creídos querían quemarla por hechicera. Así tratan los hombres sin fe a los santos; y con todo, la virtud de los santos es la que conserva el mundo. ¡Ay del mundo, si no hubiese aún en la tierra almas santas y puras que desarmasen la ira de Dios, V diesen al Creador la gloria debida! Presto acabaría el Señor con la raza humana por inútil y perjudicial a los fines de su ado­rable providencia. ¿Qué ha de sacar Dios de un mundo de reprobos? ¿No tiene pa­ra ellos un infierno?

Oración: ¡Oh Señor y Dios santo! ven­gan en nuestra ayuda los méritos de tu gloriosa virgen santa Genoveva, para que gozando por ^su intercesión de la salud del cuerpo y del alma, alcancemos con la cooperación de tu gracia, la salvación y la vida eterna. Por Cristo, Señor nuestro. Amén.

Page 10: De Paula, Francisco - Flos Sanctorum

San Tito, Obispo de Creta. — 4 de enero. (•V 94.)

El glorioso san Tito había nacido gentil y parece haber sido convertido por el apóstol san Pablo. Apenas recibió san Ti­to la luz de la fe y el conocimiento de los misterios y sacramentos de Jesucristo, co­menzó a brillar con tales resplandores de santidad a los ojos de la iglesia naciente, que mereció ser contado entre los discípu­los más predilectos del grande apóstol. Llámale el mismo san Pablo, su hermano en Cristo y compañero en sus trabajos; alaba con encarecimiento sus virtudes apostólicas, y en su «Llegada a Troa» di­ce que su corazón no descansaba, porque no había encontrado allí a su queridísimo hermano Tito; mas que al fin, aquel Dios que es consolador de los humildes, le ha­bía llenado de consolación con la venida de su deseado compañero. En el año de 51 fué1 con san Pablo al Concilio que se celebró en Jerusalén con ocasión y sobre el asunto de los ritos mosaicos. Envióle san Pablo a Corinto para que apaciguase algunas disensiones que había en aquella cristiandad; lo cual hizo san Tito con tan grande espíritu, que los delincuentes le dieron cumplida satisfacción; y con tal desinterés, que no pudieron obtener de él que recibiese ninguno de los presentes que le hacían, ni aun para el sustento ne­cesario. Otra vez volvió a Corinto para recoger las limosnas destinadas al soco­rro de la Iglesia de los hebreos, y con esta ocasión, despertó en el corazón de todos aquellos fieles, vivos deseos de ver a san Pablo, que los había engendrado en nues­tro Señor Jesucristo. Volviendo el apóstol de Roma al oriente después de su primera

prisión, se detuvo en la isla de Cíete, paxa pxedicar en ella el Evangelio de Jesucristo; pero re ­clamando su presencia las nece­sidades de otras iglesias, ordenó obispo de aquella isla a su muy amado discípulo Tito, para que llevase adelante la obra que con tan buen suceso había el apóstol comenzado. Mandóle que orde­

nase presbíteros en todas las ciudades de la isla, y le escribió una carta que comprende las r e ­glas de la vida episcopal en que le exhortaba a gobernar la grey del Señor que el Espíritu Santo le había encomendado, con gran­de celo y entereza y al mismo

tiempo con suavidad y dulzura. Muchos fueron los trabajos y fatigas que padeció por mar y por tierra para sembrar la se­milla del Evangelio entre gentes de diver­sas lenguas y muy apartadas unas de otras. Gobernó, pues, san Tito aquella cristiandad conforme a la instrucción que le dio su maestro en su carta canónica; resplandeciendo como antorcha entre las tinieblas y errores de la idolatría hasta que, lleno de merecimientos, durmió en la paz del Señor a los noventa y cuatro años de su edad, y fué sepultado en la misma iglesia en que había sido consagra­do obispo por el apóstol san Pablo. Su sa­grada cabeza fué llevada a Venecia y ac­tualmente se venera en la basílica ducal de San Marcos.

Reflexión: Mucho amaba el apóstol de las gentes a su hijo espiritual el glorioso san Tito, porque le apreciaba por sus es­clarecidas virtudes; y el amor de Cristo era el que unía los corazones. La amistad de los santos es pura, cordial, entrañable, sincera, firme y ordenada al bien; la amistad de los malos es falsa, interesada, inconstante y llena de intenciones torci­das y fines malignos. La amistad de los buenos se parece a la de los ángeles; la amistad de los malos es como la de los de­monios, que sin amarse, se unen siempre para obrar el mal.

Oración: ¡Oh Dios! que adornaste con apostólicas virtudes al bienaventurado confesor y pontífice san Tito, concédenos por sus méritos e intercesión, que vi­viendo en santidad y piedad en este mun­do, merezcamos llegar a la patria celes­tial. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Page 11: De Paula, Francisco - Flos Sanctorum

San Simeón Estilita. — 5 de enero. (t 459.) °

Nació este admirable varón en Sisan de Cilicia. Siendo pastor, y teniendo un día el ganado, por la mucha nieve, en la majada, se fué al templo, y allí oyó decir en el Evangelio que eran bienaven­turados los que lloran. Penetró con tanta luz del cielo el espíri­tu de aquellas palabras del Se­ñor, que luego se fué al monas­terio del abad Heliodoro, donde por espacio de diez años asombró a los monjes con sus extraordi­narias asperezas. Pero más estu­penda fué la vida solitaria que hizo después. Pasó veintiocho años ayunando la Cuaresma en­tera sin probar un solo bocado; ' subióse a lo alto de un monte, donde hizo un cercado, y se aferró a una piedra con una cadena de veinte codos de largo; y allí perseveró sin salir de aquel término hasta que san Melecio, obispo de Antioquía, que vino a visitarle, mandó que un herrero le quitase la cadena. Imaginó después otra manera de vivir sobre una columna, la cual al principio era de seis codos, después de doce, y finalmente de treinta y seis co­dos de alto. Allí oraba, allí comía una sola vez cada semana, allí predicaba dos veces

.al día, convirtiendo a muchos gentiles, y sa­cando del cieno de sus vicios a innumera­bles pecadores; allí curaba toda clase de enfermedades; allí velaba las vísperas de las principales fiestas, estando en pie, con las manos levantadas al cielo, desde que se ponía el sol hasta que amanecía el día si­guiente. Vino un extranjero, hombre prin­cipal, a visitarle, y considerando de la ma­nera que allí vivía en lugar tan alto, tan congosto, y sin defensa para el sol, aire y frío, habló así: «Dime por el Señor, ¿eres hombre, o alguna naturaleza y criatura que parece que tiene cuerpo humano y no le tiene?». Mandó entonces el santo que le pusiesen una escalera y qué subiese a la columna, y allí le mostró una horrible llaga que tenía en un pie y le dijo: «Hom­bre soy y sujeto estoy a miserias de cuer­po humano.». Millares de personas acudían a él de todas par tes; la reina de Persia y la reina de los Ismaelitas se encomenda­ban en sus oraciones; escribía cartas a los emperadores Teodosio el Menor y León; y en Roma, apenas había tienda ni casa que no tuviese a la puerta una imagen del santo. Treinta y seis años vivió en la co­lumna, hasta que murió quedando en la

misma postura que tenía cuando oraba. Custodió el sagrado cuerpo una guardia de soldados por espacio de algunos días; y lleváronlo después como precioso tesoro . a Antioquía, obrando el Señor muchos mi­lagros en todo el camino. Edificóse luego un templo en el monte de su columna, en el cual no se permitía que entrase nin­guna mujer, y donde manifestaba Dios la grande gloria de su siervo con numero­sos prodigios.

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Reflexión: El sapientísimo Teodoreto, que escribió la vida de este santo, y le vio en la columna, dice que el Señor qui­so hacerle un público ejemplo de austeri­dad, para despertar a los pecadores a pe­nitencia. ¿Qué sentirían los incrédulos y sibaritas de nuestros tiempos si presencia­ran también aquel espectáculo de morti­ficación que era un continuo y manifiesto milagro? Algunos se convertirían, otros se contentarían con mirarlo con horror o con escarnio; es verdad. Pero también lo as, que el asombroso anacoreta, desde la co­lumna de su penitencia y de sus prodigios, tronara contra esos pecadores impeniten­tes, amenazándoles en nombre de Dios, con otra penitencia más rigurosa, que les aguarda en el infierno por toda la eter­nidad.

Oración: Oye, Señor, benignamente las súplicas que te dirigimos en el día de tu confesor el bienaventurado Simeón, para que lo que no podemos alcanzar por nues­tros merecimientos, lo consigamos por las oraciones de este santo que fué de tu agra­do. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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La Epifanía o la fiesta de los Santos Reyes. — 6 de enero.

En el sacrosanto misterio de la Epifanía (que significa manijestación) celebra la santa Iglesia aquel dichoso y bienaventu r rado día en que el Hijo de Dios, vestido de nuestra carne, se manifestó a los reyes Magos como a primicias de la gentilidad. Porque como este Señor era Rey del mundo y venía para salvarle, luego en naciendo quiso ser conocido de los que es­taban cerca y de los que moraban lejos, de los pastores y de los reyes, de los sim­ples y de los doctos, de los pobres y de los ricos, de los hebreos y de los paganos, y juntar en uno los aue eran entre sí con­trarios en el culto y religión y en el co­nocimiento del mismo Dios. Este admira­ble acontecimiento nos refiere el sagrado Evangelio por estas palabras: «Habiendo nacido Jesús en Belén de Judá, en los días de Herodes el rey, he aquí que unos Magos vinieron del oriente a Jerusalén, diciendo: ¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Porque vimos su estrella en el oriente y venimos a adorarle. Y oyendo esto Herodes el rey, turbóse, y to­da Jerusalén con él. Y convocando a to­dos los príncipes de los sacerdotes, y a los escribas del pueblo, inquiría de ellos dón­de el Cristo había de nacer. Y ellos le di­jeron: En Belén de Judá; porque así es­tá escrito por el profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá, de ningún modo eres la más pequeña entre las principales de J u ­dá, pues de ti saldrá el Caudillo, que re ­girá a mi pueblo de Israel. Entonces He­rodes, llamados reservadamente los Ma­gos, averiguó de ellos con diligencia el tiempo de la estrella, que les apareció. Y

encaminándolos a Belén, dijo: Id, y preguntad diligentemente acerca del Niño; y apenas le hu­biereis hallado, hacédmelo sa­ber, para que yo, yendo asimis­mo, le adore. Y he aquí que la estrella, que habían visto en el oriente, iba delante de ellos, has­ta que llegando, se paró encima de donde estaba el Niño. Y al ver la estrella, holgáronse con gran júbilo. Y entrando en ia casa, hallaron al Niño con su

. Madre María y postrándose le adoraron; y abiertos sus tesoros, ofreciéronle dones, oro, incienso y mirra. Y recibido aviso en sue­ños para que no tornasen a H e ­

rodes, volviéronse a su país por otro ca­mino.» (SAN MATEO, n,i-13).

# Reflexión: «Reconozcamos en los Magos

adoradores de Cristo (dice san León, pa­pa ) , las primicias de nuestra vocación y de nuestra fe, y celebremos con grande gozo de nuestras almas los principios de nuestra dichosa esperanza. Adoremos al tierno Infante que veneraron los Magos en la cuna como al Dios omnipotente que está en los cielos, y presentémosle tam­bién de nuestros corazones ofrendas dig­nas de Dios.» (SERM. I I DE E P I P H . ) . Y ; cuáles son estas ofrendas dignas de Dios? Las que se significaban por los tesoros de los santos Reyes: el oro de nuestra cari­dad, amando a Jesús sobre todas las co­sas; el incienso de nuestra oración, para, alabarle y alcanzar las gracias que nos convienen; y la mirra de la cristiana mor­tificación, para tener a raya las malas con­cupiscencias que nos apartan de su divino-servicio. Y después de hacer hoy estos ofrecimientos al divino Mesías, tomemos como los Magos otra senda distinta de la pasada, haciendo una saludable mudanza de vida, para que libres de todo peligro, podamos llegar a nuestra verdadera pa­tria, que es el cielo.

Oración: ¡Oh Dios! que en este día or­denaste que tu unigénito Hijo fuese cono­cido y adorado de los gentiles, dándoles' por guía una estrella, concédenos por tu bondad, que pues ya te conocemos por la fe, lleguemos a la contemplación de tu gloria inefable. Por el mismo Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Page 13: De Paula, Francisco - Flos Sanctorum

San Raimundo de Peñaf ort. — 7 de enero. ( t 1275.)

Nació san Raimundo de nobles padres, señores del castillo de Peñafort, en el principado de Cataluña. Manifestó su grande ingenio en las cátedras de Bar­celona y de Bolonia, y siendo canónigo de la catedral de Bar­celona edificó y reformó con su ejemplo a todo el cabildo. Tomó el hábito de-santo Domingo ocho meses después de la muerte del santo patriarca. Una visión ma­ravillosa que tuvieron en una misma noche san Raimundo, san Pedro Nolasco y el rey D. Jaime de Aragón, puso a los tres de acuerdo para fundar la gloriosí­sima orden de Nuestra Señora de la Merced, para la redención de los cristianos cautivos. De este admirable ins­tituto, tan célebre en toda la cristiandad, san Pedro Nolasco se considera como el fundador, el rey de Aragón como el apo­yo, y san Raimundo como el alma. P r e ­dicó el santo una cruzada contra los mo­ros con tan feliz suceso de las armas cris­tianas, que el mismo Papa le quiso por su capellán y confesor y le confió la famosa compilación de las Decretales pontificias;

mas no pudo persuadirle de que aceptase el arzobispado de Tarragona ni otras digni­dades. Cuando volvió a España para res­taurar su salud, quebrantada con sus pe­nitencias, se había retirado en su convento como el último de sus hermanos. Más ha­biendo fallecido por este tiempo Luis Jor­dán, que había sucedido a santo Domingo en el gobierno de su religión, con grande concordia de pareceres eligieron a san Raimundo por tercer general de la orden; y el santo, después de visitar a pie todos los conventos de ella, renunció a su dignidad. Es im­posible decir cuánto trabajó este varón ad­mirable; era confesor del rey de Aragón, entendió en gravísimos negocios que cinco pontífices le encomendaron, y en breve tiempo convirtió a la fe a más de diez mil judíos y gentiles. Y para sacar más fácil­mente a éstos de sus errores, y conven­cerles de la verdad de Dios que resplan­dece en la doctrina de la Iglesia católica, rogó a santo Toman de Aquino que escri­biese y publicase la Sumo contra los gen­tiles. Un suceso maravilloso acreditó su santidad en los postreros años de su vida; y fué que habiendo ido a Mallorca, llama­

do por el rey, que a la sazón tenía allí la corte, supo que el monarca vivía mal con una dama de palacio; y así quiso volverse a Barcelona. Mas no lo consintió el rey y aún puso pena de muerte al que le pres­tase la nave. Entonces el santo extendió su capa sobre las aguas, y atando el cabo de ella a su báculo, en menos de seis ho­ras hizo aquel viaje que es de cincuenta y tres leguas. Terminó en este día su pre­ciosa vida en Barcelona a los noventa y nueve años de su edad, y honraron sus fu­nerales los reyes de Aragón y de Castilla, y los príncipes y princesas de las dos ca­sas reales.

Reflexión: Fué san Raimundo uno de los hombres más grandes de su siglo, y en na­da estimó toda la humana grandeza. Una sola cosa tuvo en grande aprecio: la vir­tud; y ésta fué la que le hizo grande a los ojos de Dios. ¿Qué son todas las demás cosas, si se comparan con ella? Vale más un acto de virtud que toda la sabiduría y que todos los cetros y riquezas del mun­do. Un solo pensamiento bueno (decía ya un filósofo gentil con mucha verdad) , va­le más que toda la máquina del universo. Esfuérzate, pues, por alcanzar tan gran tesoro, que puede hacerte grande eterna­mente.

Oración: Oh Dios, que escogiste al bien­aventurado Raimundo para que fuese in­signe ministro del sacramento de la P e ­nitencia y con singular maravilla le hi ­ciste pasar por las olas del mar, concéde­nos que por su intercesión hagamos fru­tos dignos de penitencia y arribemos al puerto deseado de la salvación eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Page 14: De Paula, Francisco - Flos Sanctorum

San Lorenzo Justiniano. — 8 de enero. (t 1465)

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San Lorenzo Justiniano fué de la nobi r iísima familia Justiniana, muy principal en la república de Venecia. Desde niño mostró tanto seso, que ya parecía viejo en ja tierna edad. A los diez y nueve años, con una maravillosa visión que tuvo de la divina Sabiduría, se movió a dejar el mun­do, y tomó el hábito de los canónigos r e ­gulares en el monasterio de San Jorge de Alga. Mortificó los apetitos y blanduras de la carne, como si ésta fuera su principal enemigo, con ayunos, disciplinas, cilicios y otras penitencias, cosa en él más admi­rable por ser flaco de complexión. De este modo trataba su cuerpo; mas las virtudes de su alma ¿quién las podrá en breve ex­presar? Fué humildísimo, devotísimo y de grande eficacia en su oración. Diciendo la Misa en la noche de Navidad, quedó ele­vado y absorto en la visión del ISTiño Dios recién nacido, y al volverle en sí el minis­tro que le servía: «Qué haremos (le dijo el santo) de este Niño tan hermoso?»

Era superior del monasterio, cuando Eugenio IV le nombró obispo de Venecia; y no se puede fácilmente creer cuanto llo­ró y trabajó por huir de aquella cátedra episcopal, donde al fin hubo de sentarse. Siempre vistió el hábito azul de su reli­gión y más bien que obispo, parecía el padre de todos los pobres. Desvelábase el santo en atender bien a sus necesidades ocultas y remediarlas, especialmente las de los pobres que de ricos habían caído en miserias: y de mejor gana daba a los pobres la comida y el vestido o la cama, que no dineros para comprarlo; y aunque examinaba la necesidad de cada uno y

tenía personas virtuosas y p ru­dentes diputadas para ello; pero no quería que fuesen muy curio­sas, sino que algunas veces se dejasen engañar, juzgando que es mejor dar alguna vez al que no tiene necesidad, que dejar de dar al que la tiene. Pidióle un deudo suyo que le ayudase para casar honradamente a una hija, y él le respondió: que poco, no lo había menester; y mucho, no se lo podía dar sin hacer agravio a muchos pobres. Tuvo insigne don de profecía, penetraba los secretos del corazón y hacía mu­chos milagros. Un día, celebran­do en la catedral, llevóle el espí­ritu de Dios a la celda de una r e ­

ligiosa impedida, y la comulgó, sin dejar por eso de verse presente también en el altar. Nicolás V le consagró por primer patriarca de Venecia. En fin, después de haber santificado aquella república, y es­crito preciosos libros, llenos de doctrina y de un suavísimo espíritu del Señor, entendiendo que se acercaba la hora de su partida de este mundo, se hizo llevar en brazos a la iglesia, y allí, recibidos los santos sacramentos y dando la última bendición a su amado pueblo, entregó su espíritu al Señor, quedando el cadáver sesenta y siete días que tardaron en se­pultarlo, sin corrupción y con una fra­gancia del cielo.

Reflexión: Solía decir, este santísimo obispo, que los buenos cristianos se han de guardar hasta de los pecados peque­ños: porque son ofensas a Dios que no se han de cometer por nada del mundo. El que en ellos no repara, carece de fer • vor, siente hastío de la piedad, es privado de muchas gracias, se halla flaco en las tentaciones, es castigado con penas tem­porales en esta vida y en el purgatorio, y se pone a peligro de cometer graves pecados y de condenarse. No seas pues tú, de esos cristianos que sólo reparan en enormes culpas; porque éstos, más bien parecen esclavos, que hijos de Dios: el buen hijo evita hasta las leves ofensas contra su padre.

Oración; Concédenos, te rogamos, oh Dios omnipotente, que la venerable so­lemnidad de tu confesor y pontífice san Lorenzo, acreciente en nosotros la devo­ción y la salud espiritual y eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Julián y Santa Basilisa. — 9 de enero. (t 308.)

Nació san Julián en Antioquía, de padres cristianos, a fines del siglo tercero. Habiéndose despo­sado con una honestísima donce­lla llamada Basilisa, guardaron los dos, de común acuerdo, per-fectísima continencia. Porque el mismo día de la boda, a la que había concurrido la nobleza de la ciudad, estando los desposa­dos en su tálamo, se sintió en el aposento un olor suavísimo de rosas y azucenas. Quedó mara­villada Basilisa de aquella ex­traordinaria fragancia y pregun­tó a su esposo, qué olor era aquél que sentía y de dónde venía, porque no era tiempo de flores. Respondió Julián: El olor suavísimo que sientes es de Cristo, amador de la casti­dad, la cual yo de su parte te prometo, como la he prometido a Jesucristo, si tú consintieres conmigo y le ofrecieres tam­bién tu virginidad. Respondió Basilisa que ninguna cosa le era más agradable que imitar su ejemplo. Poco después lle­vó el Señor para sí a los padres de Ju ­lián y Basilisa, dejándolos herederos de sus haciendas riquísimas; y ellos comen­zaron luego a gastarlas con larga mano en socorrer a los pobres. Consagróse él a instruir en la religión cristiana a los hombres y ella a las mujeres en diversa casa. Arreciaban por este tiempo las per­secuciones de Diocleciano y Maximiano, pero Basilisa pudo librarse de ellas, y acabó su vida santa y preciosa de muerte natural. Su marido Julián fué quien al­canzó la palma de un glorioso martirio. El bárbaro presidente Marciano mandó prender al santo y abrasar su casa y a Julián le pasearon por la ciudad cargado de cadenas, y precedido de un pregonero que decía: Así se han de tratar los ene­migos de los dioses y despreciadores de las leyes imperiales. Encerráronle des­pués en obscuro y hediondo calabozo, a donde fueron a visitarle siete caballe­ros cristianos, que, con un sacerdote lla­mado Antonio, lograron ser compañeros de su martirio. Llegado el día de la ejecución, mientras el presidente, sen­tado en público tribunal, interrogaba a Julián, acertaron a pasar por allí unos gentiles que llevaban a enterrar a un difunto, y en tono de mofa le dijeron que resucitase al muerto. Entonces Ju ­lián, en nombre de Jesucristo, le resucitó, lo cual llenó a todos de grande espanto;

y más, cuando oyeron que aquel hombre resucitado, públicamente confesaba a J e ­sucristo. Atribuyó el presidente tan es­tupendo suceso a la poderosa magia de Julián, y condenó al resucitado a los mis­mos suplicios. Encerráronles a todos en unas cubas encendidas, más los condena­dos salieron de ellas sin la menor lesión; arrojáronles después a las fieras del an­fiteatro, y las fieras no osaron hacerles; daño alguno. Finalmente, avergonzado el cruel tirano, les hizo degollar, y así entregaron en este día sus almas purísi­mas al Creador.

R&jlexión: ¡Oh cuánta sangre costó a los santos mártires la fe de nuestro Se­ñor Jesucristo! Como, la religión cristia­na es tan pura, celestial y divina, los hom­bres terrenales y sensuales no la que­rían recibir de ningún modo, y sólo a poder de sangre y de milagros llegó a triunfar. Pero a ti, acaso no te costará una sola gota de sangre el ser cristiano; antes en esto hallarás tu honra, y la verdadera alegría y sosiego de tu cora­zón. ¿Por qué, pues, no has de ser cr is­tiano de veras? ¿Por qué no has de mor ­tificar siquiera tus desordenadas aficcio-nes y vencerte a ti mismo por amor de Cristo y de la eterna gloria? Mira que-también es muy agradable al Señor este lento martirio. Todos los buenos cristia­nos han de. ser mártires o mortificados.

Oración: Rogárnoste, Señor, que la in­tercesión de los bienaventurados Julián, y Basilisa, nos recomiende a tu divina Majestad, para conseguir por su protec­ción lo que no podemos alcanzar por nuestros méritos. Por Jesucristo, nues­tro Señor. Amén.

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San Gonzalo de Amarante, confesor. — 10 de enero. (f 1260.)

San Gonzalo de Amarante nació en Ta-gilde, aldea del Obispado de Braga, en Portugal. Después de recibir el Bautismo, con admiración de todos clavó el niño los ojos en la imagen de Cristo crucifi­cado y alargó las manecitas en ademán de abrazarle; y siempre que le llevaban a la iglesia, no paraban sus ojos hasta hallar la imagen del Salvador en la cruz, de la cual no podían apartarle sin que se pusiese a llorar. Educóle en letras y virtudes un venerable sacerdote, de cuya >casa pasó después al palacio del Obispo de Braga, el cual le encomendó la aba­día de San Pelagio. Mas como , el santo ardía en vivos deseos de visitar los San­tos Lugares de Jerusalén, confió su re­baño a un vicario sobrino suyo, y en há­bito de peregrino se dirigió a Tierra San­ia. Catorce años gastó en contemplar los divinos recuerdos de nuestro Señor, sin cansarse de mirarlos, adorarlos y regar­los con suavísimas lágrimas. Cuando vol­vió a su tierra, viéndose despojado de su abadía por su sobrino, comenzó a pre­dicar la doctrina evangélica por toda aquella región. Por el tenor de su vida apostólica se concilio el respeto y venera­ción de las gentes, y con las limosnas que le daban edificó una ermita en honra de la Santísima Virgen en cierto sitio in­culto y áspero no lejos del río Tamaca, y vivió en aquella soledad ejercitándose en la contemplación y predicando de las cosas del cielo a las gentes que iban a vi­sitarle. Hízose tan célebre aquel lugar por los milagros que allí obró el santo, que después se pobló de no pocos tem­

plos y de dos famosos monaste­rios, y hasta el día de hoy con­curren a él los pueblos en ro­mería. Llamóle la Virgen santí sima a la sagrada Orden de P re ­dicadores, recientemente funda­da por santo Domingo, y des­pués de haber hecho el santo en ella su noviciado y su profesión religiosa, volvió a su oratorio de Amarante, para continuar allí sus apostólicos ministerios. Y para que las inundaciones del río Tamaca no estorbasen el concur­so de los fieles, echó un puente sobre aquel río, asentando por su mano las primeras piedras y alimentando a los operarios con

los peces que llamaba del río y acudían a la orilla. Esta vida eremítica y apostó­lica llevó el santo, hasta que, llegándose el día de su feliz muerte, se despidió del pueblo que había acudido en romería, y en el día 3 de enero, asistido por la Reina de los cielos, que se le apareció en su último trance, entregó su preciosa alma al Creador.

Reflexión: Grande fué la devoción de san Gonzalo a la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo. Esta le inspiró el Señor desde su tierna infancia; ésta le tuvo catorce años en Jerusalén; ésta predicaba en todos sus sermones. Y ¿por qué no has de imitarle tú en esta tierna devoción? Si no puedes ir a Tierra Santa como él, y venerar allí muy despacio los monumentos del Redentor divino, ¿por qué no has de seguir siquiera en espíri­tu los pasos de la Pasión, haciendo re ­ligiosamente las estaciones del Vía-Cru-cis? ¿Por qué no has de besar con grande afecto y compasión las manos, los pies y el costado de la dolorosa imagen del Se­ñor clavado en la cruz? ¡Ah! si conside­rases bien quién es Jesús que por tu amor padeció tanto, no pudieras adorar su san . ta cruz sin dejarla toda bañada con tus lágrimas. Al acostarte por la noche no te olvides nunca de besarla, haciendo de­lante de ella un acto de contrición. Si lo haces así, el buen Jesús será en la hora ce tu muerte, tu consuelo, amor y espe­ranza.

Oración: Oye, Señor, nuestras súplicas en la fiesta de tu confesor Gonzalo, y pues él te sirvió dignamente, líbranos, por sus méritos, de nuestros pecados. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Teodosio, cenobiarca. — 11 de enero (t 529.)

El bienaventurado padre san Teodosio, llamado cenobiarca, que quiere decir padre de mu­chos monjes, nació en una aldea de Capadocia. Habíase dado a los estudios, y aun declaraba al pueblo las Letras divinas, cuan­do deseoso de la perfección, par­tió a los santos Lugares. En llegando a Antioquía, quiso ver al insigne anacoreta san Simeón Estilita, el cual, inspirado del Señor, le dijo: «Teodosio, varón de Dios, seáis bien venido». Es­pantóse Teodosio oyendo esta voz, porque le llamaba por su nombre, y porque le honraba con el título de varón de Dios. Subió a lá columna por orden de san Si­meón y echóse a sus pies; oyó sus conse­jos y todo lo que en adelante le había de suceder; y tomada su bendición, si­guió su camino hacia Jerusalén, donde adoró y regó con sus lágrimas aquellos sagrados Lugares que Cristo nuestro Se­ñor consagró con su vida y su muerte. Retiróse después a la soledad, y vino a tener tantos discípulos, que labró un gran monasterio, en el cual acogía a los po­bres. Aconteció aparejarse en un mismo día cien mesas para darles de comer, y en tiempo de hambre, como los que t e ­nían a cargo de darles de comer les ce-i rasen las puertas, san Teodosio mandó abrírselas y darles a todos lo necesario, y el Señor les proveía con tan larga ma­ro , que después quedaban las arcas lle­nas de pan. Era también su monasterio, hospital de enfermos, a quienes servía y besaba las llagas con grande amor. Ha­bía entre sus discípulos hombres ricos y poderosos, militares y sabios, de los cua­les salieron muchos obispos y superiores: de suerte que cuando murió el santo, ha­bían ya fallecido seiscientos noventa y tres de sus discípulos. El emperador Anasta­sio, que favorecía a los herejes Acéfalos, le envió una buena cantidad de oro para sus pobres: aceptóla y repartióla el san­to, pero escribió al emperador, que ni él ni los suyos consentirían con los herejes, aunque la vida les costase. Fuese luego, viejo como era, a predicar sin temor al­guno por las ciudades de aquellos here­jes que condenaban el concilio de Calce­donia; y subiendo una vez al pulpito, h i ­zo señal al pueblo que callasen, y dijo: í;El que no recibiere los cuatro concilios generales, como los cuatro Evangelios,

sea maldito y excomulgado». Entonces el emperador le desterró, pero duró bien poco el destierro, porque el monarca he­reje cayó muerto, herido por un rayo, y Teodosio volvió de su destierro, glo­rioso y triunfante. Muchas fueron las obras admirables que hizo este varón de Dios en su larga vida; muchas veces mul-¡-iiplicó el pan, anunció el terremoto que asoló la ciudad de Antioquía, y lleno de méritos y virtudes, descansó en la paz del Señor a la edad de ciento cinco años. Honraron su cadáver el patriarca de Jerusalén con otros obispos y multi­tud de monjes, clérigos y seglares.

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Reflexión: Enseñaba el santo a sus dis­cípulos por primer principio de la vida religiosa, que tuviesen siempre la me­moria de la muerte presente, y para esto mandó hacer una sepultura para que su vista les acordase que habían de morir. Aprende tú esta útilísima lección, visi­tando algunas veces la morada de los di­funtos. Allí verás en qué paran todas las cosas del mundo, y entenderás cuan ne­cios son, los que pasan en vanidades y locuras el breve tiempo de la vida mor­tal ; y cuan sabios, los que lo emplean en servir a Dios, y alcanzar la vida eterna. Bien miradas todas las cosas, todo el ne­gocio del hombre se reduce a morir san­tamente. Mas para ello, haz aquello que quisieras haber hecho cuando mueras.

Oración: Rogárnoste, Señor, que nos re ­comiende la intercesión del bienaventu­rado .Teodosio, abad, para conseguir por su patrocinio lo que no podemos lograr por nuestros méritcs. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amen.

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San Nazario, confesor. — 12 de enero. (t 580 ?)

El bienaventurado san Nazario fué es­pañol de nacionalidad. Siendo de edad competente, como echase de ver el engaño del mundo, determinó dejarlo; y en efec­to lo hizo, tomando el hábito religioso de ^san Benito en el monasterio de San Mi­guel de Cuxán, que estaba en el antiguo obispado de Elna, que ahora es el de Per-piñán. Hecho monje, se entregó al estudio de la perfección de tal manera, que sien­do aún novicio, comenzó a resplandecer con clarísimos rayos de todas las vir tu­des. Era el primero en el coro, en su ora­ción y contemplación derramaba dulces lágrimas y era visitado del Señor con soberanos regalos y consuelos; afligía su cuerpo con ásperas disciplinas y conti­nuos ayunos, y vivía como ángel revesti­do de carne humana. Pero una de las virtudes en que más se señaló fué su grande caridad con los pobres de Cristo. Porque teniendo en el monasterio el car­go de hospedar y alimentar a los que se llegaban a sus puertas, se mostraba con ellos tan misericordioso y liberal, que no pocas veces se quitaba de su necesario sustento para darles de comer. Curaba a los enfermos, vestía a los desnudos, con­solaba a los tristes, y con blandas y per­suasivas exhortaciones les administraba al mismo tiempo el sustento del alma, des­pertando los pecadores a penitencia y en­cendiendo a todos más y más y en el t e ­mor y amor santo de Dios. Creció la fa­ma de su santidad y derramóse por to­dos los pueblos de Cataluña cuando <ú Señor comenzó a obrar por él grandes mi­lagros. Fué uno de ellos, que habiéndose

prendido fuego en el monasterio con tanta vehemencia, que ame­nazaba devorarlo, el santo apa-

1 gó aquel incendio, con sólo echar 1 en medio de las llamas su hábi-! to religioso, el cual se halló des-I pues, con grande asombro de to-¡ dos, entero y sin la menor le­

sión del fuego. Hizo este gran I siervo de Dios vida santísima en

. [ aquel convento; y aunque llegó a la cumbre de la perfección, t e ­níase en ninguna estima a sus propios ojos, y como el último de sus hermanos, sirviéndoles en los oficios más bajos y humildes. Finalmente, lleno de méritos y virtudes, quiso morir tendido en

el suelo ^con profundísima humildad, y así entregó su bendita alma al Señor en este día 12 de enero, en el cual se cele­bra su festividad en dicho monasterio, aonde se conserva su cadáver sagrado con grande veneración.

Reflexión: ¡Qué maravilloso es Dios en sus santos! grandes prodigios hace por ellos, cuando son grandes sus virtudes; y entonces se levantan a tal altura de perfección, aue uno sólo de ellos, aunque desconocido y retirado, como san Nazario, en el claustro de un monasterio, vale más delante de Dios, que todo el resto de los hombres. No sabes tú lo que el Señor exige de t i ; porque a unos pide más, a otros pide menos, conforme a la medida de su divina gracia; pero no le niegues al menos lo poco que entiendes que te pide; ni sosiegues hasta que tu p ro­pia conciencia te diga que ya haces lo que debes, que ya estás en paz y en gra­cia con Dios nuestro Señor, y que con­fiando en su bondad infinita, ya no te­mes la muerte, ni el rigor del juicio, n i las penas del infierno, reservadas a los pecadores impenitentes, y a los cristianos de sólo nombre, a quienes la fe servirá solamente de mayor condenación.

Oración: Oh Dios, que cada año nos alegras con la fiesta de tu confesor el bienaventurado san Nazario; concédenos por tu bondad la gracia de imitar en la tierra las virtuosas acciones de aquel san­to cuyo nacimiento en el cielo celebra­mos. Por Jesucristo, ' nuestro Señor. Amén.

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San Félix, presbítero. — 13 de enero. ( t 270 ?)

Nació san Félix en Ñola de Campania, y perdió sus padres siendo de poca edad. Viéndose huérfano, dio la mayor parte de su patrimonio a los pobres, y se aplicó al servicio de la Iglesia, en la cual tuvo el grado de lec­tor y exorcista con tanta virtud y espíritu, que echaba los demo­nios de los cuerpos que atormen­taban y poseían. Había ya subi­do al grado del sacerdocio, cuan­do se levantó una horrible per­secución contra la Iglesia, y vi­niendo a Ñola los ministros del emperador, buscaron al anciano y santo obispo de la ciudad, lla­mado Máximo, el cual por el amor de sus ovejas se había retirado a los riscos de los montes, encomendando a Félix su rebaño. Prendieron, pues, a san Félix, y cargado de cadenas, le echaron en una cárcel muy obscura, l le­na de pedazos de tejas para que no pu­diese dormir ni reposar. Entretanto el anciano obispo se consumía en la sole­dad, acordándose de su grey y padecien­do los extremos rigores del hambre y del frío. Mas presto consoló el Señor a los dos: porque un ángel desató a san Félix de sus prisiones y le abrió las puertas de la cárcel y le acompañó al monte donde .estaba el santo obispo. Ha­llóle san Félix desfallecido y tendido en el suelo: abrazóle, y haciendo ora­ción por él, vio allí cerca un racimo de uvas, y exprimiéndole en la boca del santo, le volvió en sí. Tomóle después sobre sus hombros, y llevóle secreta­mente a la ciudad, confiándolo a una santa anciana hasta que cesase aquella persecución. Hallaron un día los minis­tros del emperador a san Félix en la plaza, sin conocerle; y le preguntaron

. si conocía a Félix presbítero; y él les respondió que de cara no le conocía, como era verdad, pues de cara nadie se conoce: y como los ministros, mejor in­formados, corriesen tras él, escondióse entre unas paredes viejas, donde el Se­ñor le ocultó, cubriendo repentinamen­te aquel escondrijo de unas telarañas muy espesas y cerradas. Calmada aque­lla borrasca, salió de su secreto retrai­miento y comenzó de nuevo a exhortar al pueblo a toda virtud. Murió en este tiempo el obispo Máximo consumido por

su larga edad y trabajos que por Cristo había padecido: luego todos pusieron los ojos en san Félix para que fuese su pas­tor y obispo: más él les persuadió con buenas razones que eligiesen a Quinto, que era un clérigo de santísima vida. Co­mo durante la persecución hubiesen con­fiscado a nuestro santo todos sus bienes, aconsejáronle que los pidiese por justi­cia; mas él respondió: «No quiera Dios que yo torne a poseer lo que una vez perdí por Jesucristo»: y así se sustentó de los frutos de una pequeña huerta que cultivaba, hasta que lleno ya de méri­tos y de virtudes, el día 14 de enero des­cansó en la paz del Señor, el cual honró su sepulcro con grandes prodigios.

Reflexión: En la vida de este santo hay muchas cosas admirables por las cuales hemos de alabar a Dios, como son: ha­berle librado de la cárcel por un ángel, como a san Pedro, llegándole al monte donde su obispo estaba pereciendo; ha­berle proveído del racimo de uvas para su refrigerio; y defendídole con telas de arañas de los que le buscaban para ma­tarle. ¿Quién, pues, desconfiará en sus trabajos, de Dios nuestro Señor? E l cua l , aunque mortifica para darnos ocasión de mérito, también da la vida; y después de haber dejado llegar al hombre a lo más profundo del abismo, le saca, le levanta, le anima, y le da al fin la corona de la gloria.

Oración: Oye, Señor, las súplicas que te hacemos en la fiesta de tu bienaven­turado confesor san Félix, para que los que no confiamos en nuestros méritos, seamos ayudados por las oraciones de este santo, que fué de tu agrado. Por J e ­sucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Hilario, obispo y doctor. — 14 de enero. (t 368.)

Nació este gloriosísimo prelado y de­fensor de la Iglesia en Poitiers de Fran­cia, de padres muy nobles, pero genti­les. Casáronle a su tiempo con una da­ma principal, de quien tuvo una hija, que se llamó Abar. Siendo, ya hombre docto y versado en todas letras humanas y filosóficas, se dio a estudiar las sagra­das y divinas, y por la lección de ellas, se convirtió a la fe. Desde aquel día vi­vió con tanta honestidad y virtud, que fallecido el obispo de Poitiers, fué es­cogido Hilario para aquella cátedra con aplauso de todo el pueblo. Arreciaba a la sazón por todas partes la tormenta de la herejía arriana, y san Hilario dio a entender al mundo que no hay poder con­tra Dios, ni fuerzas contra la verdad. Cuando Saturnino, obispo de Arles y principal caudillo de los herejes, cele­bró su concillábalo en el Languedoc, no quiso acudir el santo, sino que escribió una sapientísima declaración de su fe, y la envió a aquella asamblea de Sata­nás. En leyéndola los herejes, procura­ron con el emperador Constancio, que era también arriano, que desterrase a Hi­lario a Frigia, provincia del Asia. Cua­tro años estuvo en su duro destie­rro, hasta que por una orden general del emperador, fué llamado al concilio que se reunió en Seleucia de Isauria. Allí trató el santo doctor, de los más altos y dificultosos misterios de la fe, con gran­de gozo de los católicos y grande inquie­tud y vergüenza de los herejes. Termi­nado el concilio fué a Constantinopla pa­ra dar razón de todo al emperador, y le

pidió que le permitiese disputar en su presencia con los herejes; mas éstos se lo estorbaron, per­suadiendo con grande astucia al monarca, que le mandase volver a su Iglesia. Volvióse el santo con lágrimas a Poitiers, pero no se puede creer la alegría y re ­gocijo con que fué recibido en su patria por todos los católicos, mi­rándole como vencedor que ve­nía de la guerra y de pelear en el destierro las batallas del Se­ñor. La iglesia de Poitiers go­zaba de su santo prelado; las ovejas, de su pastor; los huér­

fanos, tenían en -él su padre; las viudas, consuelo; los pobres, remedio; los igno­rantes, maestro; los sacerdotes, ejemplo, y todos un dechado perfectísimo de toda virtud. Muchos fueron los pecadores que redujo a penitencia, muchos los herejes que convirtió con su santa palabra, au­torizada con singulares prodigios, y no menos ilustró a la Iglesia universal con ios doctísimos libros que escribió, por es­pacio de muchos años que gobernó aque­lla vasta diócesis, hasta que en el día 13 de enero recibió el galardón eterno de la gloria.

Reflexión: Decía este gran campeón de la fe, en un libro que escribió al em­perador Constancio: «Tierti'po es ya de hablar, pues pasó el tiempo de callar. Aguardemos a Cristo, pues es venido el Anticristo: den voces los pastores, por­que los mercenarios han huido. Ponga­mos las almas por nuestras ovejas, por­que los ladrones han entrado y el león hambriento las rodea: salgamos con es­tas voces al martirio». Con este valor hablaba el santo obispo al emoerador arriano: y con esta entereza debemos también nosotros pelear con los ene­migos de Cristo. Recordemos las palabras del Señor, que dijo: «Al que me confesa­re delante de los hombres, yo le confe­saré delante de mi Padre Celestial; mas al que me negare delante de los hom­bres, yo le negaré delante de mi Padre, que está en los cielos», (MATTH. X, 32).

Oración: ¡Oh Dios! que diste a tu pue­blo el bienaventurado Hilario como mi­nistro de la eterna salud, rogárnoste nos concedas, tener por intercesor en los cie­los, al que tuvimos por doctor en la fie-ira. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Pablo, primer ermitaño. — 15 de enero. ( t 342.)

El gloriosísimo san Pablo, pr i ­mer ermitaño y modelo de la vi­da solitaria y contemplativa, na­ció en la Baja Tebaida, de padres muy ricos. Quedó huérfano a los quince años, y bien enseñado en las letras griegas y egipcias; y como a la sazón Decio y Valeria­no persiguiesen a la Iglesia en aquellas partes de Egipto, él se

. retiró a una casa de campo, en la cual se halló menos seguro, por­que su cuñado, por codicia ds su hacienda, quería venderle a sus enemigos. Determinó, pues, huir al desierto, y halló en la falda de un monte una cueva espaciosa, y junto a ella una grande palma y una fuente de clara y limpia agua. Allí vivió como ángel en carne humana, muy regalado del Señor, vistiéndose de las hojas de la palma y comiendo de su fru­ta y bebiendo el agua de la fuente. Un hombre sólo vio en el espacio de no­venta años; éste fué el gran padre de los monjes san Antonio abad, el cual por divina inspiración fué a visitarle. Abra­záronse los dos santos con gran ternura, saludándose por sus nombres, como si se hubieran mucho antes conocido; y mientras estaban platicando, vino un cuervo, y puso delante de ellos un pan. San Pablo dijo a san Antonio: ¡Bendito sea Dios! sabed, hermano, que ha se­senta años que e¡ste cuervo me trae medio pan, y ahora que vos habéis venido, el Señor nos envía ración doblada. A la mañana siguiente, le comunicó la noti­cia que tenía de su cercana muerte, y le rogó que le trajese el manto de Atana-sio, que sabía tenía guardado, y que en­volviese con él su cuerpo. Fuese, pues, An­tonio con este recado a su monasterio, y viéndole sus discípulos que le salieron a recibir, le dijeron: «¿En dónde habéis estado, padre?». Respondió: «He visto a Elias, he visto a Juan Bautista en el de­sierto y a Pablo en el paraíso»; y estan­do ya de vuelta, vio entre los coros de los ángeles, entre los profetas y apósto­les, el alma de san Pablo que subía a los cielos; y así que llegó a la cueva ha­lló el cadáver del santo, hincadas" las ro ­dillas, la cerviz y las manos levantadas, como cuando hacía oración. Besóle mu­chas veces, y rególe con sus lágrimas, y queriéndole enterrar y no sabiendo có­

mo abrirle sepultura, salieron de repen­te de lo más secreto del yermo dos leo­nes, los cuales comenzaron con las ma­nos a cavar la tierra y hacer la sepultu­ra. Terminada su obra, se acercan a Antonio, bajando la cabeza y lamiéndole los pies; y entendiendo el santo que le pedían su bendición, se la dio y les hizo señas que se fuesen. Entonces vistió el sagrado cadáver con el manto de san Ata-nasio, y habiéndolo cubierto de tierra, llevóse aquella túnica que estaba tejida de hojas de palma, y con este tesoro se íué a su monasterio. En testimonio de lo que apreciaba aquella presea, los días de Pascua de Resurrección y del Espíritu Santo, se la vestía por fiesta y regocijo.

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Reflexión: San Jerónimo, que escribió la vida de este santo, la termina con es­ta reflexión: «Quiero preguntar a los que son tan ricos que no saben lo que tie­nen, a los que edifican grandes palacios y en una sarta de piedras preciosas traen grandes tesoros, que me digan: ; qué fal­tó jamás a este santo y desnudo? Yo rue_ go al que esto leyere, que se acuerde de Jerónimo pecador, a quien si Dios le die­se a escoger, más querría la túnica de Pablo con sus merecimientos, que la púr ­pura de los reyes con sus penas».

Oroción: ¡Oh Dios! que cada año nos alegras con la fiesta de tu confesor el bienaventurado Pablo, concédenos por tu bondad que imitemos en la tierra las ac­ciones de aquél, cuyo nacimiento para el cielo celebramos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Fulgencio, Obispo, confesor y doctor. — 16 de enero. (t 630)

El glorioso prelado y sagrado doctor es­pañol san Fulgencio, nació en Cartagena, y tuvo por padre al ilustre capitán del ejér­cito de aquella provincia, y por hermanos a los santos Leandro, Isidoro y Florenti­na. Instruyóse desde su mocedad en las lenguas griega, hebrea, siriaca, itálica y latina, y salió tan aventajado en las Letras sagradas, que alcanzó entre los españoles el grado de doctor. Defendió con tanta erudición y elocuencia la divinidad de J e ­sucristo, que muchas veces dejó a los he­rejes arrianos avergonzados y corridos. Por esta causa fué desterrado de Sevilla por orden del rey, y padeció gravísimos trabajos de hambre y sed encerrado en un calabozo de Cartagena, donde ni aun se le permitía mudarse la ropa que llevaba puesta. Desde la cárcel animaba con sus cartas a los católicos, para que defendie­sen aun a costa de su sangre si fuese me­nester, la verdad infalible del artículo re ­velado en las Santas Escrituras, y exhor­taba a su sobrino Hermenegildo a morir por la fe, antes que abrazar la herejía del rey Leovigildo, su padre, que le amena­zaba con la muerte; diciéndole que por ningún respeto de hijo había de rendirse a la voluntad de su padre hereje, con tan grande detrimento de la honra de Dios, y atormentándole ya con gritos, alaridos y tanta ruina de la religión católica y es­trago de toda la nación. Murió mártir el hijo; y el padre, viéndose acosado de te­rribles dolores, se movió a penitencia, aunque no lo suficiente para la salva­ción, mandando a Recaredo, que oyese como a padre y obedeciese a Leandro y

Fulgencio, que resplandecían co­mo antorchas de la Iglesia de Es­paña. Sosegada la persecución por muerte de Leovigildo, autor de tempestad tan deshecha, mu­daron de semblante las cosas de España, cuando recibió el go­bierno del reino Recaredo, el cual dio orden de que fuesen luego restituidos a sus iglesias los obispos y celosos varones ca­tólicos desterrados de ellas por su padre; con cuyo motivo vol­vió a Sevilla san Fulgencio con grande júbilo de toda la ciudad, que le recibió como ínclito defen_ sor de la fe de Cristo. Abjuran­do después Recaredo el error

arriano en el concilio de Toledo, toda la nación se convirtió a la verdadera fe. Go­bernó san Fulgencio con admirable solici­tud las iglesias de Sevilla, Ecija y Carta­gena; escribió muchos libros llenos de ce­lestial sabiduría y de aquella gracia que derrama el Espíritu Santo sobre los doc­tores de la Iglesia; y lleno de méritos y virtudes, y asistido en su último trance por san Braulio, obispo de Zaragoza, y Laureano, obispo gaditano, entregó su aí-ma preciosa al Señor. Las diócesis de Car­tagena y Plasencia le veneran como a su patrono; sus reliquias se conservan en la catedral de Murcia, y en el Escorial.

Reflexión: La conversión de España a la verdadera fe, redunda en mucha gloria de los santos hermanos Leandro y Ful­gencio, clarísimas lumbreras de la Igle­sia española. Y pues la doctrina de los sagrados doctores es la de los santos após­toles, y la doctrina de los apóstoles es la de nuestro Señor Jesucristo,. Dios y hom­bre verdadero, conservémosla en toda su entereza. Esta es la única doctrina autori­zada, . verdadera, celestial y divina. Las doctrinas anticatólicas son puras cavila­ciones de hombres falibles, veleidosos, apóstatas, impíos, deshonestos y soberbios. ¡Grande imprudencia y extremada locura es, el hacer algún caso de lo que éstos en­señan, tratándose del negocio de toda nuestra eternidad!

Oración: Oh Dios que escogiste para tu pueblo como ministro de la eterna salud al bienaventurado Fulgencio, rogárnoste nos concedas, que tengamos por intercesor en los cielos, a l que tuvimos en la tierra por doctor y maestro de nuestra-vida. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Antonio, abad. -(t 356)

El admirable patriarca de los monjes, san Antonio, nació en Como de Egipto, de nobilísimos y cristianísimos padres, los cua­les murieron siendo él de edad de diez y siete años. Entrando pues un día en la iglesia, al tiem­po que se leía aquel Evangelio en que el Señor decía a un man­cebo: «Si quieres ser perfecto, vé y vende todo lo que tienes y da­lo a los pobres, que así hallarás gran tesoro en los cielos», Anto­nio tomó tan de veras aquellas palabras, como si para él sólo las hubiera dicho Cristo nuestro Se­ñor, y volviendo a casa dio a su hermana.la parte de la hacienda que le cabía y repartió todo lo demás a los pobres. Había ya en el desierto algu­nos solitarios, y entre ellos uno a quien el santo se propuso imitar; aunque co­mo abeja solícita también iba a visitar a los otros monjes, para tomar de todos, co­mo de flores, con que labrar la miel de su devoción; y sacar en sí un perfectísi-mo retrato de las virtudes que veía en los otros. Pero el demonio, temiendo tan gloriosos principios, le asaltó con todas sus fuerzas, tentándole reciamente para que dejase la soledad, acometiéndole con la llama de los apetitos libidinosos, apa-reciéndole en figura de una doncella so­bremanera hermosa y lasciva, y atormen­tándole, ya con gritos, alaridos y horribles visiones de monstruos infernales, ya con azotes y otros suplicios, hasta dejarle co­mo muerto. Triunfó el santo de todo el poder del infierno, y aún acrecentó sus austeridades, encerrándose en la cueva de un castillo desamparado, donde moró por espacio de veinte años, hasta que, vi ­niendo a él muchos hombres tocados de Dios, que querían vivir debajo de su san­ta instrucción, salió de su encerramiento y comenzó a fundar muchos monaste­rios, los cuales fueron tantos, que aque­llos desiertos parecían ciudades populosas, habitadas por ciudadanos del cielo. Sa­biendo entonces que muchos cristianos eran presos en la persecución de Maximi­liano y llevados a Alejandría, encendióse en gran deseo del martirio; servíales en las cárceles, acompañábales a los tr ibuna­les, animábales en los tormentos, murien­do porque no moría por Cristo. Mas no quiso el Señor que se acabase con el filo de la espada la vida del que era padre y

17 de enero.

maestro de innumerables monjes. No se puede fácilmente creer la grandeza de los milagros que obró el Señor por este su siervo fidelísimo, ni la muchedumbre de enfermos que prodigiosamente sanó. Finalmente, habiendo vivido ciento cinco años, y llenado el mundo con la fragancia de su santidad y de sus milagros y victo­rias, mandó a solas a dos discípulos suyos que en muriendo, le sepultasen, sin que ninguno supiese el lugar donde estaba enterrado, y despidiéndose luego tierna­mente de todos, extendió los pies, y miró con alegría la muerte, como quien veía los coros de los ángeles que venían por su alma para llevarla al cielo.

Reflexión: San Juan Crisóstomo decía; «Si alguno ahora viniere a los desiertos de Egipto, hallará que están más amenos y deleitosos que el paraíso, y verá innume­rables compañías de ángeles en figura hu­mana, y ejércitos de mártires y coros de vírgenes, y la tiranía del demonio derri­bada y el reino de Cristo resplandecien­te». ¡Oh, qué bien estaría la sociedad si se gobernase por las leyes del Evangelio! Fuerza tiene hasta para formar ciudades de santos, ¿cuánto más, para hacer a los ciudadanos, medianamente virtuosos? Des­engañémonos; al paso que la sociedad se acerca a Dios, se va tornando en paraíso; y al paso que se aleja de p íos , se con­vierte en infierno. Y lo mismo pasa en la familia.

Oración: Suplicárnoste, Señor, que nos recomiende a ti la intercesión del bien­aventurado Antonio, abad, para lograr por su intercesión lo que no podemos alcanzar por nuestros méritos. Por Jesucristo, Se­ñor nuestro. Amén.

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La Cátedra de San Pedro en Roma. — 18 de enero. (Año 48 de Cristo.)

La fiesta de la Cátedra de san Pedro en Roma, la instituyó la santa Iglesia para celebrar aquel dichoso día en que e lT r ín -cipe de los apóstoles, después de haber te­nido siete años la Cátedra apostólica en Antioquía, la colocó en aquella ciudad, que era señora y cabeza del mundo, para que estando en ella el Vicario de Cristo, más fácilmente abrazase y gobernase to­das las provincias del orbe cristiano. Tam­bién nos recuerda hoy la Iglesia aquel singular beneficio que Cristo nuestro Se­ñor hizo a san Pedro y en él a todo el mundo, cuando alumbrado no de la carne y la sangre, sino con la luz del Padre eterno, reconoció y testificó por Hijo co-eterno suyo a Jesucristo, y el Señor, en pago de esta confesión, le hizo Piedra fundamental de su Iglesia, y le dio las lla­ves del reino de los cielos. Por esta tan grande potestad fué constituido san Pedro pastor universal del rebaño de Cristo, y el primero de toda la serie de soberanos pontífices que por legítima sucesión ha­bían de gobernar la Iglesia, la cual, con­forme a la promesa del Señor, ha de durar hasta el fin de los siglos. Entró san Pedro en Roma hacia el año 48 del Señor, y en el segundo del emperador Nerón, que fué el mayor monstruo de crueldad que había de perseguir a la Iglesia todavía naciente. Si consideras a san Pedro pobremente vestido, descalzos los pies, una alforja al hombro, y un báculo en la mano, enca­minándose a Roma con intención de asen­tar en aquella capital de los cesares el trono de su monarquía espiritual, no po­drás menos de decir: estas son cosas de Dios; si fueran emnresas humans1; no tuvieran ningún resultado. Pero el Señor

es quien guiaba a Roma los pa­sos del pobre pescador de Gali­lea, desprovisto de todo humano recurso; y Dios es quien estable­ció allí la Cátedra de su Vicario en la tierra, y quien la ha con­servado por espacio de diez y nueve siglos, y la conservará has­ta el fin del mundo. Esta es la Cátedra de la verdad que Jesu-

% cristo dejó establecida perpetua­mente sobre la tierra para con­servar sin alteración la doctrina de su santo Evangelio, y ense­ñar a todos los hombres lo que han de saber y obrar para sal­varse. Esta es la piedra funda­mental de la Iglesia de Cristo, en

la cual se han estrellado innumerables y poderosos enemigos, que jamás han cesado en su diabólico empeño de derribarla, y contra la cual, conforme a la promesa del Señor, no prevalecerá todo el poder del infierno. En esta Cátedra gobernó san P e ­dro a la cristiandad por espacio de veinti­cinco años, y hasta ahora se guarda en Roma la pobre silla de madera en_que se dice que se sentaba el glorioso Principe de los apóstoles, y por ella ha obrado el Señor muchos prodigios.

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Reflexión: Habiendo dicho Jesucristo a san Pedro: «Tú eres Pedro, y sobre ti edificaré mi Iglesia», han de saber todos los fieles que quieren estar incorporados en este edificio espiritual, que han de es­tar unidos con esta primera piedra, y con la fe y doctrina de la Iglesia romana, que los sucesores de san Pedro enseñan; y que así como el miembro para tener vida ha de estar unido con su cabeza y el ra­mo con su raíz y el río con su fuente; así cualquier fiel y católico cristiano ha de estar unido con la Cátedra de san Pedro y de sus sucesores, que después de Cristo son cabezas de todo el cuerpo de la Iglesia, fuera de la cual no se halla la vi­da, espíritu y la gracia con que se sustenta.

Oración: ¡Oh Dios! que concediste a tu apóstol el bienaventurado san Pedro la autoridad pontificia de atar y desatar, dándole las llaves del reino de los cielos, concédenos por su intercesión que nos veamos libres de las ataduras y cadenas de nuestros pecados. Por Jesucristo nues­tro Señor. Amén.

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San Canuto, rey de Dinamarca, mártir. — 19 de enero. ( t 1087)

San Canuto, cuarto de este nombre, nació para rey y para santo, pues el Señor le dotó de prendas reales y grandes vir tu­des. Cuando apenas tenía fuerzas para subir a caballo, mostró ca­pacidad para mandar un ejército. Limpió el mar de piratas, sujetó la provincia de Sembia, y más tarde las naciones incultas y fe­roces del norte de Dinamarca, y las provincias de Curlandia, de Samogitia y de Estonia. Eñ to­das sus expediciones militares siempre salió vencedor, nunca vencido; pareciendo a todos que en él había resucitado Canuto el Grande. No teniendo ya enemigos que domar, se consagró a la nobilísima empresa de labrar la felicidad de sus va­sallos. Dio prudentísimas leyes endereza­das a la reformación de las costumbres, eligió varones de reconocido mérito para el gobierno y la magistratura, reedificó muchas iglesias, fundó nuevos monaste­rios y hospitales, y no pocas veces agotó sus tesoros en beneficio de los pobres. A la iglesia de Roschlit dio su corona real que era de mucho precio, diciendo que mejor empleada estaba en servicio ole la Majestad de Dios, que para ornamento de su persona. Pasaba horas enteras en ora­ción, bañados los ojos de dulces lágrimas, delante del Santísimo Sacramento; y te­nía una muy tierna devoción a la Virgen Santísima, queriendo que sus fiestas se hiciesen con gran solemnidad. Teniendo ya ordenadas todas las cosas del reino, los enemigos de la Religión y de la Justicia, llevados de la ambición de reinar, t rama­ron contra él una sacrilega conjuración, y cercando el templo donde el santo monar­ca estaba oyendo misa, le asaetaron y traspasaron con una lanza. En sintiéndo­se herido de muerte, hincadas las rodi­llas, se ofreció al Señor como inocente víctima, y dijo; Yo os ofrezco, Dios mío,, este poco de vida que me resta. Muero, Señor, por defender vuestra Iglesia santa; dignaos recibir agradablemente mi pobre sacrificio, y haced que algún día se arre­pientan mis enemigos de su pecado, para que vos se lo perdonéis, así como yo les perdono de todo corazón la muerte que me dan.. Mientras pronunciaba estas últimas palabras, cayó su cuerpo en tierra, y voló su espíritu al reino celestial, donde añadió

a la corona de santo rey la de mártir glo­rioso de Jesucristo. Al punto manifestó Dios la santidad de su fiel siervo con multitud de milagros. En aquel mismo año fué castigada Dinamarca con una extraor­dinaria enfermedad, para la cual no se descubría otro remedio que la invocación del santa rey. Finalmente, movido el Papa Clemente X de los muchos prodigios que obraba Dios cada día por san Canuto, or­denó que se celebrase el oficio de este santo en toda la Iglesia universal.

Reflexión: Mientras imperó el santo rey Canuto en Dinamarca, había en el reino virtud, paz, justicia y prosperidad verda­dera; sólo estaban descontentos los ambi­ciosos; mas después del sacrilego regici­dio, vino el azote de Dios sobre aquella nación, y al general desconcierto de to­das las cosas se juntó el hambre, que duró muchos años, y fué tal, que hasta los grandes y el mismo rey se despojaban de sus posesiones para comprar a excesivos precios el sustento necesario. ¡Recio cas­tigo el de un reino que cae en las manos de hombres codiciosos, y en las de Dios irritado! Roguemos por nuestra pobre pa­tria, para que convirtiéndose al Señor, vuelva a su antigua cristiandad y gloria.

Oración: ¡Oh Dios! que para ilustrar a tu Iglesia te dignaste honrar con la pal­ma del martirio y con gloriosos milagros al bienaventurado Canuto, rey; concé­denos por tu bondad que así como él fué imitador de la Pasión de Jesucristo, así nosotros, imitando al santo, merezcamos llegar a la felicidad de que goza en los cielos. Por Jesucristo, m. w-fro Señor. Amén.

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San Sebastián, mártir, — 20 de enero. (f 288)

i En este día dio la vida por amor de J e ­

sucristo el ínclito mártir san Sebastián, fa­vorito del emperador Diocleciano, y capi­tán de su guardia imperial. Ya hacía tiempo que empleaba la autoridad que t e ­nía en la corte, en favorecer a los cristia­nos, de que estaban llenas las cárceles; despreciando mil veces la vida, a trueque de servirles.

Convirtió a la fe a Nicostrato, oficial del juez Cromacio; a Claudio, alcaide de la cárcel, a sesenta y cuatro presos gentiles, a otro Cromacio, vicario del prefecto, a toda su familia y esclavos, que en núme­ro de cuatrocientos recibieron el bautismo y fueron puestos en libertad. Al fin dela­táronle al emperador, el cual sintió mucho que el mismo capitán de su guardia fuese cristiano, e introdujese la religión cristia­na en la corte y en el palacio, y mandó que sin forma alguna de proceso fuese luego asaetado por sus soldados. Ejecutóse la cruel sentencia; y como le dejasen ya por muerto atado a un tronco, por la no­che fué a buscar el santo cuerpo Irene, viuda- del mártir Cástulo, oficial del em­perador, y hallándole vivo todavía, le hi­zo llevar con mucho secreto a su casa, donde le curó las heridas de las saetas. Recobrada la salud, persuadíanle que se retirase, pero él, con un valor sin ejemplo, se presentó al emperador, el cual con grande asombro, le juzgó por resucitado. Abogó, pues, Sebastián delante de él por la causa de los cristianos, ofreciendo de nuevo la vida en defensa de la fe, mas co­mo Diocleciano era monstruo sin entra­ñas, embravecióse como león sanguinario, y ordenó que llevasen al circo al fortísi-mo mártir, y que allí fuese públicamente

apaleado hasta que expirase. Así terminó la vida el cristiano y heroico capitán, a quien el santo Papa Cayo había dicho después del bautismo: Quédate en buena hora, hijo mío, en el palacio y en traje de oficial del empera­dor, sé glorioso defensor de la Iglesia de Jesucristo. Tomaron los sayones el cadáver del santo mártir y le arrojaron de noche en un albañal, donde solía arrojar las inmundicias de la ciudad, pa­ra que los cristianos no supiesen donde estaba, ni le honrasen co­mo a mártir, ni él hiciese mila­gros, y con la ocasión de ellos se convirtiesen los gentiles a la fe.

Pero el Señor ordenó las cosas de otra ma­nera: Porque el mismo san Sebastián apa­reció en sueños a una santa matrona, lla­mada Lucina, y le reveló dónde estaba su cuerpo, y cómo había quedado pendiente de un gancho de un madero, y no había caído en aquel lugar hediondo e infame; y le mandó que le enterrase en las cata­cumbas a la entrada de la cueva y a los pies de los apóstoles san Pedro y san Pablo. Todo lo cual ejecutó la religiosa señora puntualmente, y con gran devoción.

Reflexión: Cuando leemos estas proe­zas de los fortísimos mártires, se nos vie­nen las lágrimas a los ojos para llorar la ingratitud con que muchos cristianos de nuestros días reciben el soberano bene­ficio de la fe. Tenemos el mismo bautismo, el mismo Evangelio, el mismo Cristo: ellos ponían en su, defensa sus haciendas y vi­das, nosotros no estamos dispuestos a mo­rir por Cristo ni por la vida eterna, antes desacreditamos con nuestras malas cos­tumbres la santidad y divinidad de nues­t ra Religión. Reconozcamos nuestra mali­cia y hagamos penitencia de nuestros ~t >. cados para que en el día del juicio no ¿ levanten contra nosotros aquellos márt i ­res cubiertos de gloriosas heridas _para condenar nuestra torpísima y detestable indiferencia.

Oración: Atiende, oh Dios todopodero­so, a nuestra debilidad, y pues nos opri­me el peso de nuestros pecados, alivíanos de él, por la intercesión del bienaventu­rado mártir san Sebastián. Por Jesucris­to, nuestro Señor. Amén.

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Santa Inés, virgen y mártir.— 21 de enero. ( t 304)

Nació esta gloriosísima niña y fortísima mártir de Cristo de pa ­dres cristianos, ricos y nobles. Catorce años tenía, y pondera­ban su extraordinaria hermosu­ra hasta en la corte imperial. Enamorado de ella el hijo del gobernador de Roma, llamado

-Procopio, envió a la doncella un riquísimo presente, y usó de todo linaje de halagos, promesas y amenazas para alcanzarla por es­posa. Respondió ella que quería ser leal a otro Esposo mucho más noble, el cual sólo le pedía por dote la virginidad. Por don­de entendiendo el gobernador que Inés era cristiana, le conce­dió veinticuatro horas de tiempo para es­coger una de dos cosas: ó dar la mSno a su hijo, y ser una de las primeras damas romanas, o resignarse a morir en los más afrentosos y dolorosos suplicios. «No es menester tanto tiempo; —• respondió Inés — lo que me está mejor es morir, y coronar mi virginidad con la gloria del martirio». «Irás, pues, al lugar infame — replicó el prefecto — y morirás sin ser virgen». «Esas son las infamias que os inspiran vuestros dioses, — repuso la n i ­ña — pero no las temo, porque hay quien me librará de ellas». Cargáronla, pues, de cadenas, y lleváronla como arrastran­do al templo de los ídolos, y allí le mo­vieron por fuerza la mano para que ofre­ciese incienso a los dioses, y ella al le­vantar la diestra hizo la señal de la cruz, por lo cual de allí fué conducida al lu­gar de infamia: más un resplandor ce­lestial atajó los pasos de los mozos des­honestos que se le llegaron, y el hijo del prefecto, que osó entrar en aquel sitio, cayó repentinamente muerto. Consterna­do el padre de este joven, rogó a Inés •que, si podía, le resucitase; y la niña oró y el mancebo resucitó, confesando delan­te de todos que Jesucristo era Dios. Al yer estos prodigios, los sacerdotes de los ídolos conmovieron al pueblo contra la aliña cristiana, diciendo que era una gran hechicera y sacrilega, por lo cual el te ­niente del gobernador dio sentencia de «que fuese quemada. Encendióse la ho­guera y con asombro de todos apareció la niña sin lesión en medio del fuego. En­tonces, temiéndose una sedición del pue­blo, mandó el presidente que allí mis­

mo fuese degollada; y atravesándole él pecho un verdugo, voió el alma de Inés a su celestial Esposo. Pusieron su san­to cuerpo en una heredad de sus padres, fuera de la puerta Nomentana, que ahora se llama de Santa Inés, donde muchos cristianos, concurrían a hacerle reveren­cia; entre ellos fué Emerenciana, vir­gen santísima, compañera y hermana de leche de santa Inés y reprendió en aquel lugar a los gentiles de su impiedad. Era catecúmena, y fué bautizada allí con su propia sangre. Su cuerpo fué sepultado junto con el de santa Inés.

Reflexión: San Máximo, en un sermón que hizo de santa Inés, exclamaba: «¡Oh virgen gloriosísima! ¡qué ejemplo de vuestra amor habéis dejado a las vírge­nes, para que os imiten! ¡Oh, cómo íes enseñasteis a responder, despreciando la riqueza del siglo, desechando los delei­tes del mundo, amando solamente la her­mosura de Cristo! Allegaos, doncellas, y en los tiernos años de la niñez, aprended a amar a Cristo con vivas llamas de amor. Dice Inés qufr quiere ser leal a su Esposo, y que desea a Aquél solo, que no rehusó morir por ella. Aprended, vír­genes, de Inés, que así está abrasada del amor divin^ -^^tiene por nada todos los tesoros y deliciao de la tierra».

Oración: Todopoderoso y sempiterno Dios, que escoges lo más flaco para con­fundir a lo más fuerte; concédenos por tu clemencia que los que hoy celebramos la fiesta de la bienaventurada virgen y mártir Inés, experimentemos la virtud de su intercesión. Por Jesucristo, nuestro Se­ñor. Amén.

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San Vicente, diácono y mártir. (t 304)

22 de enero.

El ilustrísimo diácono y mártir san Vi­cente nació en la ciudad de Huesca y crióse en la de Zaragoza del reino de Aragón. Desde niño se inclinó a las obras de piedad y a las letras y finalmente fué ordenado de diácono por san Valerio, obispo de Zaragoza, el cual por ser ya viejo e impedido de la lengua, encomen­dó a san Vicente el oficio de predicar. Eran emperadores en este tiempo Dio-cleciano y Maximiano, y enviaron a Es­paña al presidente Daciano, el cual l le­gando a Zaragoza hizo grande estrago en la Iglesia de Dios. Prendió a san Valerio y a san Vicente y los mandó llevar a la ciudad de Valencia a pie cruelmen­te atormentado. Tendiéronle pues so­bre el potro y con cuerdas a los pies y a las manos descoyuntáronle los sagrados miembros; rasgáronle después el pecho y las espaldas con uñas aceradas hasta descubrirle los huesos. En todos estos suplicios no dio el santo mártir ni un gemido, ni derramó una lágrima; antes decía a los atormen­tadores: ¡Qué flacos sois! ¡por más va­lientes os tenía! Entonces le extendieron en una cama de hierro ardiendo, y abra­sáronle los costados con planchas encen­didas, poniéndole sal en las llagas; "y co­mo siguiese el valor oso soldado de Cris­to haciendo burla de los sayones y de Daciano, viéndose éste vencido, mandó que le echasen de nuevo a la cárcel. Des­cubrióse en aquella cárcel obscura y te­nebrosa una luz venida del cielo; sintió­se una fragancia suavísima y bajaron án­geles a visitar al santo mártir. Turbá­

ronse los guardas creyendo que san Vicente se había huido: mas él les dijo: No he huido, no:' aquí estoy; aquí estaré; entrad, y gustad parte del consuelo que Dios me ha enviado; que por aquí conoceréis cuan grande es el Rey a quien yo sirvo; y después de haberos enterado de esta verdad, decidle a Daciano de mi parte, que prepare nuevos tormentos, porque yo estoy sano y dispuesto a nuevos martirios. El día siguiente Daciano, vién­dole curado de sus heridas. Je mandó acostar en . una cama blanda y regalada, y en ella le mostró el glorioso mártir que aborrecía más las delicias que

las penas, porque en aquel regalo dio su espíritu al Señor. Arrojado el sagrado cadáver a los perros, y a las olas del mar, fué preservado milagrosamente, y ' sepu l ­tado fuera de los muros de la ciudad en una iglesia que después se dedicó al Se­ñor en honor del mártir.

Reflexión: Cualquiera que imagine, di­ce san Agustín, que san Vicente padeció con sus propias fuerzas este martirio, se engaña y torpemente yerra, y el que pen­sara tener ánimo para vencer con su pa­ciencia tales suplicios, es vencido por su soberbia, porque si en esta martirio con­sideramos la paciencia humana, se nos hace increíble, mas si ponemos los ojos en el poder divino, deja de ser admira­ble. En aquella horrible carnicería y crueldad de tormentos, no parecía sino que uno era el que padecía, y otro el que hablaba. Y así era: porque Dios armaba al santo mártir de tan divina fortaleza, que los tormentos le parecían regalos, el fuego refrigerk>-_y la muerte vida, pe­leando a porfía i""*—-bia y el furor de Daciano y el ánimo y fervor del santo mártir: pero antes se cansó Daciano de atormentarle, que Vicente de reírse de sus tormentos.

Oración: Oh Dios omnipotente, que no permitiste que el bienaventurado diáco­no Vicente fuese atemorizado con ame­nazas, ni vencido con tormentos, rogá­rnoste que nos esfuerces para sufrir con invencible constancia las adversidades de este mundo. Por Jesucristo, nuestro Se­ñor. Amén.

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San Ildefonso, arzobispo de Toledo. (t 669)

23 de enero.

Por muchos años desearon te­ner hijos los ilustres padres de san Ildefonso, y prometía su ma­dre a María Santísima que, si le daba un varón, con todas sus fuerzas procuraría que fuese su capellán. Cumplió el Señor tan santos deseos, naciendo el santo niño. Criáronle sus padres con todo cuidado, y señaladamente su madre por tenerlo ofrecido a Nuestra Señora. Llegado a la edad competente, le enviaron a san Isidoro, arzobispo de Sevi­lla, para que en su colegio apren­diese, con otros mancebos de su edad, las letras humanas y di- _ _ _ vinas, principalmente el amor y_ temor de Dios. Pasados doce años, vol­vió de Sevilla, docto y bien ejercitado en la filosofía y las Letras Sagradas, y abandonando todas las cosas del m u n . . do, retiróse en el monasterio de bene­dictinos. Mas su padre fué con gente ar­mada para sacarlo del claustro; y no pu-diendo. lograrlo, por haberse ocultado el santo joven entre unas paredes ruino­sas, desistió de su mal propósito. Vieron los monjes en Ildefonso un acabado mo­delo de perfección y sabiduría, y de co­mún acuerdo le eligieron por su abad: mas habiendo fallecido su tío el arzobis­po de Toledo, san Eugenio, a propuesta del rey y por aclamación del pueblo fué escogido por sucesor nuestro santo, y por más que lloraba y gemía, no pudo resistir a la voluntad de Dios, y hubo de sentarse en la cátedra arzobispal de To­ledo. Aquí, como en más ancho campo, resplandecieron y dieron mayor brifio sus dotes naturales y sus virtudes. Amábanle todos, como a padre; llamábanle Cri-sóstomo y boca de oro por su elocuencia, y doctor de la Iglesia por sus admirables escritos. Convenció en pública disputa a los herejes venidos de la Galia gótica, que ponían mácula en la virginal integri­dad de Nuestra Señora; y en recompen­sa de este celo y devoción, mereció que la virgen santa Leocadia en el día de su fiesta a vista de todo el pueblo se le­vantase de su sepulcro y le dijese: «Ilde­fonso, por ti vive la gloria de mi Reina». Cortó después el santo con la daga del rey Recesvinto, que estaba presente, una parte del velo que cubría el rostro de la santa virgen. Entrando otro día en sa ca­

tedral, aparecióle la Reina de los cielos con grande majestad, y le regaló una pre­ciosa casulla, como a su amado capellán. Finalmente, a los sesenta años de edad,' murió el santo arzobispo con gran sentimiento de toda su grey, y fué se­pultado el sagrado cuerpo en el templo de santa Leocadia: después en la inva­sión de los moros fué llevado por los cris­tianos a Zamora, donde es tenido en gran veneración.

Reflexión: Aunque san Ildefonso fué ad­mirable en todas sus obras, en lo que más se esmeró, fué en la devoción de Nues­tra Señora, que se le había pegado ya en las entrañas de su madre; y así en las muchas y provechosas obras que escribió resplandece su santidad y una ternura y afecto entrañable cuando trata de la sa­cratísima Virgen María, y entonces pa­rece que extiende las velas de su devo­ción y se deja llevar con el viento fresco del espíritu del cielo que le guiaba. Imi­témosle todos en es*~—tierna y filial de­voción a la Madre ¿..'"^ios, porcfue es prenda de etepna vida. Ninguno de los devotos de la Santísima Virgen ha te­nido la desgracia de morir en pecado mortal y condenarse. Todos los que han sido fieles devotos de la Virgen están en el cielo.

Oración: Oh Dios, que honraste por medio de la gloriosísima Madre de tu Hijo al bienaventurado Ildefonso tu con­fesor y pontífice, enviándole un regalo de los tesoros celestiales, concédenos pro­picio, que por sus ruegos alcancemos los eternos dones. Por Jesucristo, nuestro Se­ñor. Amén.

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San Timoteo, obispo y mártir. (f 93 de J. C.)

24 de enero.

Nació este apostólico varón y mártir de Cristo en Licaonia, de padre gentil y de madre judía. Viniendo san Pablo con san Bernabé a Listra, entre otros que se con­virtieron a la fe, fué uno Timoteo, cuyos padres hospedaron a los apóstoles en su casa, y les entregaron a su hijo, mozo de buen ingenio y bien inclinado; y el após­tol san Pablo le tomó en su compañía y le tuvo por hijo y discípulo amantísimo, enseñándole aquella doctrina que él ha­bía aprendido en el tercer cielo, y lle­vándole consigo en sus peregrinaciones, como compañero suyo muy amado. Llá­male en sus Epístolas, hermano, hijo ca­rísimo en el Señor, ministro de Dios y coadjutor suyo en el Evangelio. Y en a l ­gunas de ellas, pone la salutación: Pau­lo y Timoteo, siervos de Jesucristo, co­mo si fueran aquellas Epístolas de am­bos y no de sólo san Pablo. Mas aunque san Timoteo fué tal como le pinta el mis­mo Apóstol de las Gentes, no por eso se descuidaba de sí, antes era más humilde y penitente: y padeciendo mucha flaque­za de estómago y otras enfermedades, bebía agua con tanto rigor, que fué me­nester que el mismo apóstol le mandase que¡ bebiese un poco de vino, porque así convenía a su salud. Después de haber participado de las fatigas apostólicas de san Pablo en Macedonia, Asia, Grecia, Acaya, Palestina y Roma, fué nombrado obispo de Efeso en lugar de san Juan Evangelista a quien el emperador "Domi-ciano había desterrado a la isla de Pat -mos: mas no vivió san Timoteo muchos años en aquella silla: porque haciendo allí una fiesta los gentiles, en la cual, -enmascarados, usaban de una bárbara

crueldad contra los hombres y mujeres que topaban por las ca­lles, dándoles muchos golpes con unas mazas, y matando a algunos de ellos, pensando que con aquel sacrificio aplacaban a los dioses; el santo obispo les reprendió y procuró apartar de aquella sa­crilega locura; y fué tanto lo que se enojaron contra él, que le arrojaron todo lo que les venía a las manos; y asiendo de él con gran crueldad y fiereza, le a r ras­traron y le dejaron por muerto. Los cristianos acudieron y le hallaron boqueando, poco des­pués dio su espíritu al Señor. Su cuerpo fué sepultado en

un lugar llamado Pión, con gran senti­miento y devoción de los fieles, hasta que el emperador Constancio, hijo del gran Constantino, trasladó sus reliquias

.a un templo, que edificó en honra de los apóstoles; y el emperador Justiniano le acrecentó, y le hizo más suntuoso y mag­nífico. San Ignacio en una epístola que escribe a los de Efeso, les dice: -«Voso­tros habéis conversado con Pablo y con Juan y con el fidelísimo Timoteo». Y en otra carta, que escribe a los de Filadel-fia, dice «que Timoteo se debía contar entre el número de los santísimos varo­nes, que en virginidad y pureza pasaron su vida». N_

Reflexión: Con sangre selló el Hijo de Dios su Evangelio, con sangre lo sellaron sus santos apóstoles, con sangré lo se­llaron sus discípulos, como el glorioso san Timoteo, y con sangre de millones de mártires se propagó sobre toda la tierra. Parece pues imposible que haya cristia­nos que adoren la cruz sangrienta de Cristo, y al mismo tiempo los ídolos del interés terrenal y del placer sensual, co­mo los gentiles y los moros. No quieras tú gozar antes de tiempo. Mira el santo crucifijo como modelo de los predesti­nados, y oye al apóstol san Pablo que di­ce: Si nos crucificamos con Cristo, re i ­naremos con Cristo en su gloria.

Oración: Oh Dios omnipotente, mira con ojos piadosos nuestra flaqueza, y pues nos oprime el peso de nuestros pecados, alivíanos de él, por la gloriosa interce­sión de tu bienaventurado mártir Timo­teo. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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La conversión de San Pablo. — 25 de enero. (Año 35 de J. C.)

La maravillosa conversión de san Pablo la hallamos escrita en el sagrado Libro de los Actos de los Apóstoles por estas palabras: «En aquel tiempo, respirando to­davía Saulo amenazas y muerte contra los discípulos del Señor, se presentó al Príncipe de los sacerdotes pidiéndole despachos para las sinagogas de Damasco, a fin de conducir presos a Jé ru-salén cuantos hombres y muje­res hallase profesores de la vida cristiana; pero yendo su camino, sucedió que cerca de Damasco, de repente, le rodeó una luz del cielo, y cayendo en tierra, oyó una voz que decía: Saulo, Saulo. ¿por qué me persigues? Y él preguntó: ¿Quién eres, Señor? Y el Señor le dijo: Yo soy Jesús a quien tú persigues: dura cosa te es cocear contra el aguijón. Y Sau­lo, tembloroso y despavorido, volvió a preguntar: ; Qué quieres que yo haga? — Levántate, le dijo el Señor, entra en la ciudad, y allí se te dirá lo que has de hacer. Los ministros que le acompañaban estaban pasmados al oír la voz que le ha­blaba, sin ver la persona. Levantóse Saulo de la tierra, y aunque abría los ojos, nada veía: de suerte que, asido de la mano le introdujeron en Damasco, donde perma­neció tres días sin vista, y sin comer ni beber. Hallábase a la sazón en aquella ciudad cierto discípulo llamado Ananías, a quien el Señor en revelación llamó por su nombre, y respondiendo él: Aquí estoy, Señor; —• Levántate, le dijo, y ve al barrio que llaman Recto y busca en casa de Ju ­das a Saulo que se llama el Tarsense. — Señor, respondió Ananías; he oído a mu­chos cuántos males ha causado este hom­bre a tus santos en Jerusalén, y que tiene facultad de los príncipes de los sacerdotes para prender a todos los que invocan tu nombre. Mas el Señor le replicó: Ve, por­que éste es mi vaso de elección que ha de llevar mi nombre ante las naciones, los reyes y los hijos de Israel, y a quien seguramente mostraré cuanto le conviene padecer por mi nombre. Con esto fuese Ananías, entró en la casa donde estaba Saulo, e imponiéndole las manos, le dijo: Hermano Saulo, me ha enviado el Señor Jesús, que te apareció en el camino por donde venías, a fin de que recobres la vista; y levantándose fué bautizado, des­

pués de lo cual comió y quedó conforta­do. Permaneciendo aún algunos días con los discípulos que había en Damasco, pre­dicaba continuamente en las sinagogas que Jesús era el Hijo de Dios. Maravillábanse todos los que le oían, diciendo: ¿Por ven­tura no es éste el que perseguía en Jeru­salén a los que invocaban el nombre cris­tiano, y vino aquí para llevarlos presos a los príncipes de los sacerdotes? Pero Sau­lo predicaba aún con mayor fortaleza, y confundía a los judíos que moraban en Damasco, afirmando que Jesús era el Cris­to y Mesías esperado.» (Act. Apost. Cap. IX). , _ ^

Reflexión: ¿Quién podía ii.;JJIIiar que aquel fariseo sin entrañas que guardaba la ropa de los que apedreaban a san Es­teban, aquel bravo alguacil de Caifas que . andaba de casa en casa para prender" a los fieles y cargarles de cadenas, aquel tirano cruel que mandaba azotar bárbaramente en las sinagogas a los cristianos y a fuer­za de tormentos había logrado que algunos renegasen; de récente se trocase en dis­cípulo de Cristo, en el más ardiente predi­cador de Cristo y en el más celoso de los santos apóstoles? Estas son manifiestas obras del muy Alto, para que, como dice el mismo san Pablo, el hombre no se glo­ríe de nada.

Oración: ¡Oh Dios! que enseñaste^a todo el mundo por medio de la predicación del apóstol san Pablo, concédenos que así co­mo hoy honramos su conversión, así tam­bién caminemos hacia Ti, siguiendo^ su ejemplo. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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S. Policarpo, obispo de Esmirna y mártir. (t 160)

26 de enero.

El glorioso obispo de la edad apostó­lica fué discípulo de san Juan evangelis­ta y maestro de san Ireneo, el cual dice de él: «Policarpo no sólo fué enseñado por los apóstoles, y conversó con muchos que habían visto y conocido al Señor, sino que los mismos apóstoles le eligieron por obispo de Esmirna, en Asia. Yo le t ra­té en el tiempo de mi mocedad, porque murió muy viejo, y tenía ya muchos años cuando pasó de esta vida después de un glorioso e ilustre martirio. Enseñó siem­pre aquella misma doctrina que había aprendido de los apóstoles, la que enseña la Iglesia, y la que es únicamente doctrina verdadera. En tiempo de Aniceto vino a Roma y reconcilió con la Iglesia de Dics a muchos seguidores de los herejes, pu­blicando que la doctrina que él había aprendido de los apóstoles no era otra si­no la que la Iglesia enseñaba.» Hasta aquí san Ireneo (Lib. de haeres.). Fué también muy amigo de san Policarpo, el fervoro­sísimo mártir san Ignacio, obispo de An-tioquía, el cual, cuando era conducido a Roma, y condenado a las fieras del anfi­teatro, tuvo grande consuelo al pasar por Esmirna para dar su último abrazo a Po­licarpo, a quien escribió todavía dos car­tas llenas de celo apostólico.

También fué a Roma san Policarpo, siendo de edad de ochenta años, para consultar con el Papa Aniceto al­gunos puntos de disciplina eclesiástica, y allí topó con el famoso hereje Mar-ción; y preguntándole éste: ¿Me co­noces? Respondióle el varón apos­tólico: Sí; te conozco; eres el hijo primogénito del diablo. Ochenta y seis años tenía, cuando en la sexta persecu­ción de la Iglesia le prendieron y lleva­

ron al anfiteatro de Esmirna. Al entrar en aquel lugar de su mar ­tirio, oyó una voz del cielo que le decía: ¡Buen ánimo, Policarpo, y persevera firme! Exhortándole luego el procónsul a maldecir a Jesús, respondió el venerable an­ciano: Ochenta y seis años ha que sirvo a mi Señor Jesucristo, ja ­más me ha hecho ningún mal, an­tes, cada día he recibido de él nuevas mercedes; ¿cómo quieres, pues, que le maldiga? Enojóse con esta respuesta el tirano, y clamaron los gentiles cop grandes voces diciendo: ¡Al fuego! ¡al fuego! Entonces hicieron con grande prisa una hoguera, en la

cual arrojaron al santo obispo; mas el fuego no tocó al santo, ni le quemó, antes* estaba a manera de una vela de nave que navega hinchada de próspero viento; y dentro de su seno parecía el cuerpo del santo, no como carne quemada, sino como oro resplandeciente en el crisol, y las mis­mas llamas, para mayor milagro, echabp-*H, de sí un olor suavísimo como de incienso" ' quemado en las brasas. Finalmente, vien­do los ministros que no se podía acabar la vida de aquel santo con fuego, determi­naron acabarle pasándole el cuerpo con una espada, y en este martirio voló ac|ue-11a alma dichosa al cielo para gozar eter­namente de Dios.

Reflexión: Así morían los santos obis­pos de la primitiva Iglesia y los inmedia­tos discípulos de los apóstoles. Después de haber enseñado con pa labras y ejemplos la santísima doctrina del Señor, la sella­ban con la sangre del martirio, única r e ­compensa que llevaban de este mundo, pero magnífica prenda de alta gloria por toda la eternidad. ¿Te cuesta algún t ra­bajo el ser cristiano de veras? Anímate, pues, recordando que mucho más pade­cieron los maestros de nuestra santa fe, y nunca te olvides de lo que dice san Pablo, a saber: Que todas las penas de esta vida no son nada en comparación con la futura gloria con que Dios recom­pensa a sus escogidos.

Oración: Oh Dios, que cada año nos ale­gras con la solemnidad de tu bienaventu­rado mártir y pontífice Policarpo, concé­denos tu gracia, a fin de que mientras honramos su nacimiento en la gloría, nos holguemos mereciendo en la tierra su pro­tección celestial. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Juan Crisóstomo, obis., conf. y doctor. — 27 de enero. (t 407)

San Juan, llamado por ' su elo­cuencia el Crisóstomo, que quie­re decir boca de oro, nació de pa­dres* ilustres, en Antioquía. Aprendió las ciencias humanas en Atenas, y la sabiduría divina en el retiro monacal y en el ence­rramiento de una cueva, donde por espacio de dos años hizo pe­nitencia muy rigurosa. Ordenóse

" de presbítero en Antioquía, y cuando el santo obispo Flaviano imponía las manos sobre él, vióse una blanca paloma, que volando blandamente, vino a posar sobre la cabeza del nuevo sacerdote. Encomendáronle el ministerio de la divina palabra, y fué tan a-sombrosa la virtud de su predicación, que en breve se reformó aquella populosa ciu­dad. En esto quedó vacante la silla de Constantinopla y todos pusieron los ojos en el Crisóstomo, y entendiendo el empe­rador Arcadio que el santo había de huir a todo trance de aquella dignidad, mandó al gobernador de Antioquía que se apo­derase de él secretamente, y con buena guardia le llevase a Constantinopla. En llegando a aquella capital del imperio, fué recibido triunfalmente y consagrado obispo y patriarca. En pocos días mudó también de semblante aquella corte, y es imposible decir las maravillas que allí obró el incomparable y elocuentísimo pre­lado, el cual, como si hallase estrecho aquel campo de su celo, recorrió además la Fenicia, y los pueblos de los Escitas y Celtas, exterminando de todo el imperio las herejías de los Eunomianos, Arríanos y Montañistas, y extendiendo su vigilancia pastoral a tod^s las iglesias de Tr,acia, del Asia y del Ponto, que eran veintiocho provincias eclesiásticas. No le faltaron enemigos así en la corte como en el clero; formóse contra él un conciliábulo, que le depuso de su silla patriarcal; mas apenas había tomado el santo el camino de su destierro, cuando un pavoroso terremoto movió a la emperatriz Eudoxia a resta­blecerle en su silla. Dos meses después, por haber predicado, con apostólica l i­bertad, contra unos juegos públicos que eran resabios de la gentilidad, enojóse la emperatriz de manera que determinó de perderle, y le desterró a una mi­serable población de Armenia, a donde llegó muy enfermo y fatigado por los

despiadados tratamientos que padeció en el viaje. Entonces cayó sobre Constanti­nopla una tempestad de rayos y piedra que hizo horrorosos estragos. La empera­triz murió de repentina muerte y casi to­dos los perseguidores del Crisóstomo vie­ron sobre sí la venganza del cielo. T^yiL^ mente, desterrado a Arabisa, y despaes al desierto de Pitias, conociendo que era llegada su hora postrera, cubrióse con una vestidura blanca para recibir la sagrada Comunión, en la iglesia de san Basilisco, donde entregó al Señor su alma preciosa.

Reflexión: Yendo a su destierro escribió una carta a sus fieles amigos, en la cual les decía estas palabras: «Si estáis encar­celados, encadenados y encerrados por no consentir a la maldad, alegraos y regoci­jaos y coronaos de fiesta, pues por ello tendréis copioso galardón del Señor; que también nosotros estamos consumidos y hemos pasado innumerables géneros dé muertes, y mayores miserias que los que trabajan en las minas y están detenidos en las cárceles. Llegando a Cesárea he te­nido por gran regalo el beber un poCo de agua limpia y comer un pedazo de pan que no fuese duro ni oliese mal».

Oración: Suplicárnoste, Señor, que la gracia celestial dilate cada día más la san­ta Iglesia, que te dignaste ilustrar,con los gloriosos merecimientos y con la doctrina del bienaventurado Juan Crisóstomo, tu confesor y pontífice. Por Jesucristo, nues­tro Señor. Amén.

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San Julián, obispo de Cuena. — 28 de enero. (t 1208)

San Julián, obispo y patrón de la Iglesia de Cuenca, nació en Burgos, de honrados y virtuosos padres, y el cielo ilustró su nacimiento con prodi­giosas señales de su futura santidad y dignidad; porque mientras le bautizaban, apareció un ángel con la mitra y el báculo pastoral, y dijo: Julián^ha de ser su nom­bre. Y en efecto, habiendo pasado Julián con la pureza de un ángel del cielo los años de su niñez y de su mocedad, fué ele­vado al sacerdocio, y a la dignidad de Ar­cediano de Toledo, y finalmente a la si­lla episcopal de Cuenca. Celebraba la Mi­sa con tanto fervor y tan dulces lágrimas, que hacía llorar de devoción a cuantos 3 a oían. Predicaba con tan grande unción y gracia la divina palabra, que los oyentes decían: Nunca habló así otro hombre. No tenía en su palacio más que un solo cape­llán, que fué el santo Lesmes, el cual ha- ' cía los oficios de paje, limosnero, mayor­domo y sacretario del santo obispo. En sus correrías apostólicas convirtió a innume­rables moros, y corrigió en muchas pobla­ciones los siniestros resabios que en ellas había dejado la morisma. Todas sus ren­tas eran para los pobres, y para sustentar­se hacía él unas cestillas, que luego le compraban los fieles, y las guardaban co­mo joyas de su santo obispo. Recompensó­le el Señor la caridad que usaba con los menesterosos, apareciéndole una vez J e ­sucristo entre los pobres y honrándole con ei nombre de amigo suyo. Un día halló colmado de trigo el ayolí que estaba va­cío, y en otra ocasión vio entrar por la ciudad una recua numerosa cargada de trigo, que sin guía se dirigió al palacio del caritativo prelado. Finalmente, a l o s ochenta años de su edad, entendiendo que

llegaba el fin de sus días, revis­tióse de sus vestiduras pontifi­cales para recibir los •últimos Sa­cramentos, pero luego se rodeó de un áspero cilicio, se cubrió de ce­niza, y se tendió en el duro sue­lo, reclinada la cabeza sobre una piedra. Entonces vio a la Virgen Santísima, que coronada de ro ­sas y acompañada de un coro resplandeciente de santas vírge­nes, venía a recibir su alma pu­rísima para llevarla a los cielos. A los 310 años después de su muerte se halló el sagrado cuer­po tan entero como el día que fa­lleció, y las vestiduras pontifica­les tan nuevas como si acabasen

de labrarse. Estaba vestido de pontifical con mitra de raso blanco labrada de oro, con báculo, cáliz y vinajeras, todo de pla­ta. Tenía al lado un ramo de palma tan verde y fresco como si el mismo día se hubiera cortado, exhalando una suavidad peregrina y admirable. Hízose la transla­ción del santo cadáver con una procesión solemnísima, y Nuestro Señor obró mu­chos prodigios; pues día hubo de catorce milagros, como consta por jurídica infor­mación.

Reflexión: Aprendamos de este varón de misericordia el espíritu de caridad con nuestros hermanos menesterosos. ¿Hay por ventura cosa más recomendada del Señor que la caridad? Si tienes mucha ha­cienda, da mucho; si tienes poca, da po­co. Lo que das a los pobres, lo das a Cris­to: lo que gastas en limosnas, lo trasla­das al cielo por la manos de los pobres. Da, pues, lo que es de la tierra, para reci­bir tesoros del cielo: da una moneda, para ganar un reino: lo que das-al pobre, te lo tías a ti mismo. ¡Terrible juicio aguarda fci que malgasta lo aue necesitan los po­bres para su sustento, y grande gloría puede esperar el hombre misericordioso y caritativo!

Oración: Suplicárnoste, Señor, que exci­tes en tu pueblo cristiano aquel espíritu cié caridad, de que llenaste a tu confesor y pontífice el bienaventurado Julián, pa­ra que caminemos hacia ti, imitando los ejemplos de aquel cuya fiesta celebra­mos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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o. francisco de Sales, obisp., conf. y doet.— 29 de enero. ( t 1622)

San Francisco de Sales nació en el castillo de Sales en el du­cado de Saboya. Siendo niño, re­partía a los pobres lo que le da­ba para su entretenimiento la condesa, su madre; y llegado a la edad competente, aprendió las letras humanas y divinas en el • colegio que tenían en París los Padres Jesuítas, y tuvo por maes­tro de teología al sapientísimo Padre Maldonado, y por maes­tro de las lenguas hebrea y grie­ga al famoso Genebrardo. Comul­gaba cada ocho días, ceñíase eí cilicio tres días a la semana; y * siendo prefecto de la Congrega­ción de María Santísima, hizo vo­to de perpetua virginidad. De París pasó a la universidad de Padua para estudiar Ju ­risprudencia, y escogió por confesor al in­signe Padre Posevino de la Compañía de Jesús. Allí fué donde algunos malignos es­colares le llevaron a la casa de una dama ruin, de cuya tentación hubo de librarse el castísimo mancebo tirándole a la cara un tizón que halló a mano. Habiéndose orde­nado de sacerdote, le confiaron el ministe­rio de la palabra, y en su primer sermón convirtió trescientos pecadores. Andaba de aldea en aldea y de choza en choza, pa­deciendo fríos, lluvias, hielos, insultos y persecuciones de muerte por ganar almas a Cristo. Siempre iba entre lobos aquel cor­dero mansísimo, pero con su caridad mudó los lobos en corderos. Cuando entró en To-nón no había más que siete católicos en toda la ciudad; y poco después pasaban ya de seis mil: y no paró hasta reducir a la verdadera fe los protestantes de Ger, de Ternier, de Gaíllac y del Chablais. El mismo heresiarca Teodoro Beza se con­venció y lloró; aunque por haber diferido su conversión, murió apóstata en Ginebra. El rey de Francia Enrique IV ofreció al santo el obispado de París, y el capelo cardenalicio; mas rehusó él estas dignida­des: y si admitió la mitra de Ginebra, fué porque el sumo Pontífice se lo mandó con riguroso precepto. Visitó a pie todas las parroquias poniéndose mil veces en pe­ligro de muerte, predicó muchas Cuares­mas, fué como el oráculo de su tiempo, y escribió muchos libros de piedad y entre ellos la íntrodticción a la vida devota, del cual se dice, que son más las almas que ha convertido que las letras que tiene; y el Tratado del amor de Dios, suficiente para

encender en el amor divino los corazones más fríos y helados. Fundó además la Or- _ den de, la Visitación, inspirando a sus re- Jjv ligiosas un espíritu de suavidad y caridad "**3 de Cristo, que jamás ha padecido menos­cabo. Finalmente, después de increíbles trabajos y méritos, a la edad de 56 años, murió el santo en el humilde aposento del hortelano de la Visitación. Su corazón pre ­cioso y conforme al de Cristo se conserva, en una urna de oro que mandó labrar el rey Luis XIII por haber recobrado la sa­lud en el mismo instante que se le mos­tró aquella sagrada reliquia.

*

Reflexión: La mansedumbre, hija de la caridad de Cristo, fué la virtud en que znás^ se señaló el suavísimo y apostólico varón san Francisco de Sales; porque el Señor se propuso como ejemplar de ella, diciendo: Aprended de mí que soy man­so y humilde de corazón. (MATTH. XI . ) . Imitémosle también nosotros, recordando que así como el desabrimiento, la altane­ría y la cólera suelen ser pruebas de una conciencia lastimada; asíala dulzura, la humildad y suavidad siempre han sido el propio carácter de la santidad verdadera.

Oración: ¡Oh Dios! que ordenaste que el bienaventurado Francisco, tu confesor y pontífice, se hiciese todo para todos por la salud de las almas, concédenos benig­namente, que llenos de la dulzura de tu caridad, por los consejos y méritos de este gran santo, consigamos los eternos gozos de la gloria. Por Jesucristo, nuestro Se­ñor. Amén.

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Page 36: De Paula, Francisco - Flos Sanctorum

Santa Martina, virgen y mártir. — 30 de enero. ( t 230?)

V*

r.» * •

I*

Nació esta nobilísima virgen en la ciu­dad de Roma: su padre había sido eleva­do tres veces a la dignidad de cónsul. In­formada desde su niñez en las sagradas letras y en las costumbres cristianas, ea el imperio de Alejandro Severo fué dela­tada ante los magistrados; los cuales le preguntaron por qué siendo doncella ro­mana había de reconocer por Dios a un judío condenado por sus crímenes a muer­te de cruz y no había de ofrecer incienso al grande Apolo. Respondió ella: Llevad­me al templo de Apolo y veréis cómo en nombre de Jesús reduzco a polvo ese de­monio que tanto veneráis. Condujéronla, pues, al templo de aquel ídolo, y apenas lo divisó, alzó los ojos y las manos al cie­lo diciendo: Jesucristo, Señor mío, mués , tra que eres omnipotente Dios a la vista de este pueblo ciego. Y en diciendo estas pa­labras, sintióse un espantoso terremoto que llenó a todos de horror, desplomóse una parte del templo y cayó hecha peda­zos la estatua de Apolo. Pero los minis­tros del emperador, así como el popula­cho gentil, atribuyeron el suceso a una poderosa fuerza mágica de la cristiana virgen y la condenaron a los más atroces suplicios.

Azotáronla primero con palos nudosos, rasgaron su rostro con uñas de hierro; y entonces fué cuando la vieron cercada de un resplandor celestial que desarmó a los mismos verdugos, los cuales echándo­se a sus pies, confesaron en alta voz que también eran cristianos. El fiero presiden­te ordenó que allí mismo les cortasen la cabeza, y arrastraron a la santa virgen al templo de Diana: mas lo mismo fué en­trar en el templo, que salir de él con es­

pantoso ruido el espíritu infer­nal que residía en la estatua de la diosa y caerse ésta reducida a polvo. Mandó el juez raer la ca­beza de santa Martina, diciendo que tenía en ella sus encanta­mientos; y habiendo sido con­ducida después al anfiteatro, sol­táronle un león muy grande, pa­ra que la despedazase y la de­vorase: pero en viéndola el te­rrible león, comenzó a bramar, s i n querer arrojarse sobre 1 a santa virgen, antes llegándose a ella, se echó a sus pies y co­menzó a besárselos y lamérselos blandamente, sin hacerle ningún daño. Entonces levantó su voz

santa Martina, y dijo: ¡Maravillosas son, oh Señor, tus obras! Y a los presentes añadió: ¿No veis cómo los ángeles de Dios refrenan la crueldad de las fieras? Vien­do el presidente semejante prodigio, man­dó tornar al león a la jaula; y cuando iba a ella, arrebató a Limeneo, pariente del emperador, y lo despedazó. Probó todavía el bárbaro tirano otros suplicios, atormen­tando a la santa Virgen con el hierro y con el fuego; hasta que rugiendo de coraje, al ver que de todos salía victoriosa, man­dó sacarla fuera de la ciudad, y cortarle la cabeza.

Reflexión: El martirio de santa Martina está lleno de espantosos prodigios. Milagro fué el sufrir una doncella noble y delica­da tan horrendos suplicios, milagro el arruinar el templo de los falsos dioses y hacer pedazos las estatuas de Apolo y de Diana, milagro el resplandecer con sobe­rana luz en el rigor de los tormentos, milagro el convertirse los sayones de ver­dugo de la santa en compañeros de su martirio. Así glorificaba el Señor el mar­tirio de los santos. No es maravilla, pues, que la sangre de los mártires fuese semi­lla de nuevos cristianos; lo que debe es­pantarnos es que haya tantos cristianos ahora que se deshonren de profesar la fe sellada con tanta sangre y con tantos pro­digios.

Oración: Oh Dios, que entre las mara­villas de tu poder hiciste victorioso aun al sexo frágil en los tormentos del mart i ­rio, concédenos benignamente la gracia da que honrando el nacimiento para el cielo, de la bienaventurada Martina, tu virgen y mártir, nos sirvan de guía sus ejemplos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Juan Bosco, confesor y fundador. — 31 de enero. (f en Turín en 1888)

Este ilustre Santo, en cuyo elogio, según palabras de Pío XI, es poco cuanto se diga, es un coloso de la naturaleza y de la gracia.

Fué criatura aureolada de múltiples reflejos y hecha de múltiples valores: de bondad generosa, de ingenio gránele, de inteligencia clara, viva y perspi­caz; de una voluntad gigante, in­dómita e indomable, que ni la inmensa cantidad de obras, ni el trabajo suyo extraordinario pu­dieron rendir jamás.

Nació en Castelnuovo de Asti, (provincia de Turín, Italia) el 16 de- agosto de 1815, en una modesta familia campesina.

Cuando contaba tan sólo dos años per­dió a su padre. Educóle su madre Marga­rita Occhiena en el santo temor de Dios, consiguiendo muy pronto grande ascen­diente entre sus compañeros de infan­cia. A la edad de nueve años, en un «sue­ño» profético, Dios le manifestó clara­mente su futura misión: la educación cristiana de la juventud. Y en «sueños» posteriores fuéle el Señor precisando más y más el modo cómo había de llevar a feliz término su obra providencial.

Ingresó en el seminario y, ordenado sa­cerdote, dio comienzo en Turín a su mi­sión con la obra de los «Oratorios fes­tivos», procurando atraer a los mucha­chos con diversos e instructivos entrete­nimientos. Pronto fundó un asilo-escuela donde, recogiendo a los más pobres, les proporcionaba alimento, vestido, habita­ción, y un oficio o estudio.

Para perpetuar su labor fundó la So­ciedad Salesiana. Ampliando el campo de acción, estableció talleres-escuelas de ar­tes y oficios para la formación profesio­nal de obreros y abrió escuelas e inter­nados para alumnos de primera y segun­da enseñanza. . . Y para que el benefi­cio de la educación cristiana se exten­diese también a las niñas, fundó otra congregación: el Instituto de las «Hijas de María Auxiliadora», resultando al fin, d o s providenciales congregaciones reli­giosas, que con la rapidez de la luz y del fuego, habían de lanzarse por el mundo entero, acreditándose por doquier como educadores ideales de la niñez, merced al «método preventivo» y a la infusión en el alma iuvenil de las más puras esen­cias evangélicas.

Reflexión: Lac vida de San Juan Bosco, con ser activa en sumo grado, muévese constantemente en una atmósfera de mi­lagro y de intimidad con Dios, propia de los grandes contemplativos, familiariza­dos con los divinos carismas. Fueron sus devociones cumbres: el amor a Jesús Sa_ cramentado, pudiéndose llamar el «pre­cursor» de la Comunión frecuente y dia­ria; la devoción a la Virgen Inmaculada, bajo la advocación «Auxilio de los cris­tianos», a quien edificó una grandiosa ba­sílica en Turín, que fué y sigue siendo en la actualidad centro de irradiación y atracción poderosas; y, finalmente, su in­condicional adhesión al Papa, intervi­niendo con Pío IX y León XIII en asun­tos delicadísimos y de grandísima tras­cendencia. Su lema fué «Da mihi áni­mas»: buscar almas, siempre almas, só­lo almas para llevarlas a Dios; y por el encendidísimo celo de almas que le con­sumía, en pos de ellas, recorrió pueblos y naciones sembrando su camino de pro­digios sin cuento.

Aprendamos del Santo la lección. Pen­semos en la salvación de nuestra alma. Para ello estemos siempre con el Papa, seamos devotos de la Virgen y recibamos con frecuencia a Jesús en la Eucaristía.

Oración: Oh Dios, que suscitaste a tu Santo Confesor Juan, para padre y maes­tro de los jóvenes, y que por él, con la ayuda de la Virgen María, quisiste flore­ciesen nuevas familias religiosas en tu Iglesia; haz que, encendidos en el mismo fuego de caridad, podamos buscar las a l ­mas y servirte a ti solo. Por N. S. J. C. Así sea.

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San Ignacio, obispo y mártir. — l9 de febrero. (t no)

En tiempo que imperaba Tra­jano, era obispo de Arítroquia san Ignacio, que sucedió en aque­lla silla a Evodio, y Evodio a san Pedro. Tuvo Ignacio estrecha fa­miliaridad con san Juan Evan­gelista y con san Policarpo, obis­po de Esmirna, su condiscípulo y compañero, lo cual es grande argumento de su admirable san­tidad. Hacía en todo, oficio de vigilante pastor y habiendo oído en una maravillosa visión que tuvo, multitud de ángeles que cantaban a coros himnos y ala­banzas a la Santísima Trinidad, ordenó en su iglesia de Antio-auía que se cantase a coros; lo cual siguieron e imitaron después las otras iglesias. Vino en esta sazón a Antioquía el emperador Trajano, y mandando llamar al santísimo obispo le dijo: ¿Eres tú aquel Ignacio que te haces llamar Deífero y eres cabeza de los que hacen burla de los dio­ses? Yo, respondió el santo, soy Ignacio, y me llaman Deífero, porque traigo escul­pido en mi alma a Cristo que es mi Dios. Yo te prometo, le dijo Trajano, hacerte sacerdote del gran Júpiter, si sacrificas, a los dioses inmortales. A lo cual contestó eí santo pontífice: Soy sacerdote de Cris­to, al cual ofrezco cada día sacrificio, y ahora deseo sacrificármele a mí mismo, muriendo por él, así como él murió por mí. Finalmente, después de largas razo­nes, no teniendo el emperador esperanza de hacer mella en aquel pecho armado de Dios, dio sentencia contra él que fuese llevado a Roma, y allí, en el teatro, echa­do vivo a los leones. Lloraban todos los fieles de Antioquía, y habiendo el santo mártir encomendado al Eterno Pastor a-quella Iglesia que había gobernado por espacio de cuarenta años, él mismo, con grande gozo se puso las cadenas y se en­tregó a los soldados y sayones que habían cíe conducirle a Roma. Al pasar por Es­mirna halló a su queridísimo amigo Poli-carpo, y se abrazaron el uno al otro, l lo­rando Policarpo porque Ignacio le había ganado de mano, e iba antes que él a gozar de Dios por la corona del martirio. Y no sólo los fieles de Esmirna, mas tam­bién las otras iglesias del Asia le envia­ron a visitar con sus obispos y clérigos. Entró el fervoroso mártir de Cristo en el teatro de las fieras, y viendo que toda la ciudad le miraba y tenía puestos los ojos

en él, les dijo estas palabras: No penséis, oh romanos, que soy condenado a las bes­tias por algún maleficio o delito indigno de mi persona, sino porque deseo unirme con Dios, del cual tengo una sed insacia­ble. Y oyendo los bramidos de los leones que ya venían, clamó: Trigo soy de Cris­to, voy a ser molido por los dientes de los leones para hacerme sabroso pan de mi Señor Jesucristo. Y diciendo estas palabras, los leones hicieron presa en el santo, y le devoraron.

Reflexión: En una de las admirables epístolas que escribió a varias iglesias es­te gloriosísimo pontífice y mártir de Cris­to, dice estas palabras: «El fuego, la cruz, las bestias, el ser mis miembros cortados, quebrantados, molidos, hechos pedazos, y la muerte de este miserable cuerpo y todos los tormentos del demonio vengan sobre mí, con tal que yo llegue y sea uni­do con Cristo, que ser rey de todo el mundo». Cúbranse de vergüenza todos aquellos hombres carnales, que ni siquie­ra entienden este divino lenguaje, pero sepan que es Cristo muy sabroso para los que le aman y tienen el paladar purgado de todos los otros sabores sensuales y t e ­rrenales.

Oración: Señor Dios, por cuyo amor de­seó el bienaventurado mártir san Ignacio, ser desmenuzado entre los dientes de las fieras para hacerse así limpio trigo de la cosecha del cielo, concédenos un verda­dero anhelo de padecer mucho por ti y i¡na firme constancia para tolerar lo que padecemos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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La Purificación de la Santísima Virgen y la Presentación de su divino Hijo en el Templo. —2 de febrero.

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La Purificación de Nuestra Señora y la Presentación de su divino Hijo en el tem­plo nos la refiere el sagrado Evangelio por estas palabras: «Cumplidos los cuarenta días (del nacimiento de Cristo) y llegado el día de la purificación de la madre, se­gún la Ley de Moisés, José y María lleva­ron el Niño a Jerusalén para presentarle el Señor, conforme está escrito en la ley del Señor: Todo varón que nazca el pri­mogénito, será consagrado al Señor, y pa­ra ofrecer un par de tórtolas, o dos palo­minos.

Vivía a la sazón en Jerusalén un hombre justo y temeroso de Dios, llama­do Simeón, el cual esperaba de día en día la consolación de Israel y la venida del Mesías prometido. Y el Espíritu Santo es­taba en él con gracia de profecía, y le ha­bía revelado que no había de morir antes de ver al templo, y al entrar con el Niño Jesús sus padres José y María, para cum­plir lo prescrito por la ley, Simeón tomó al Niño con grande gozo en sus brazos, diciendo: Ahora, Señor, dejas a tu siervo en paz, según la promesa de tu palabra; porque ya han visto mis ojos al Salvador que has enviado para que, manifiesto a la vista de todos los pueblos, sea la lum­bre de las naciones y la gloria de tu pue­blo de Israel.

Escuchaban admirados y gozosos José y María las cosas que decía del Niño, y Simeón bendijo a entrambos, y dijo a la Madre: Mira que este Niño es­tá destinado para caída y para levanta­miento de muchos en Israel y para señal a la que se hará contradicción, lo cual se­

rá para ti una espada que at ra­vesará tu alma, a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones. Hallábase asi­mismo en Jerusalén una profe­tisa llamada Ana, hija de FanueJ de la tribu de Asser, la cual eró,' ya de edad muy avanzada. H a - ' bíase casado en su juventud y vi­vido con su marido siete años; pero después se había conservado en su viudez hasta los och :nta y cuatro años, no saliendo del tem­plo y sirviendo en él a Dios día y noche con ayunos y oraciones. Esta, pues, llegándose en aque­

lla hora, prorrumpió en .alabanzas de Dios, y en hablar maravillas de aquel Niño a todos los que esperaban la Re­dención de Israel. (S. Luc. n ) .

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Reflexión: Represéntanos cada año la santa Iglesia el misterio de este día en la procesión que hace hoy con las candelas encendidas, que es cere­monia antiquísima y de grande devo­ción, instituida por instinto del Espíritu Santo para enseñarnos a tomar a Cristo y llevarle en nuestras manos como luz del mundo y hacha encendida; suplicándole que alumbre e inflame con su divino amor nuestros corazones. Recibamos, pues, con sencillez de niños, la luz de su santa doc­trina, y practiquémosla con buena volun­tad porque contradecirla y despreciarla es señal de reprobación; creerla humilde­mente y practicarla es prenda de eterna vida. En este misterio es muy digna de ponderarse aquella profecía del venera­ble anciano Simeón, el cual, teniendo en los brazos al divino Infante, dijo que aquel Niño sería para unos salud, y para otros piedra de tropiezo y escándalo. Es­tas dos cosas se han visto cumplidas en todos los siglos, y se verán hasta el fin del mundo. ¡Tremendos juicios de Dios!

Oración: Todopoderoso y sempiterno Dios, rogamos humildemente a vuestra Majestad, que así como vuestro unigénito Hijo fué presentado hoy en el templo, vestido de nuestra carne, así nos conce­dáis la gracia de presentarnos a Vos con la pureza que debemos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Blas, obispo y mártir. — 3 de febrero. (t 316)

En este día alcanzó la palma de los mártires el gloriosísimo san Blas, obispo de la ciudad de Se-baste, que es en la provincia de Armenia. Habíase retirado por divina inspiración a un monte que se llamaba Argeo y hacía vi­da en una cueva solitaria, cuan­do vino Agricolao, presidente de los emperadores Diocleciano y Maximiliano, y comenzó a per­seguir a los fieles de Cristo con­denándolos a las bestias para que el pueblo tuviese algún en­tretenimiento y regocijo. Para esto envió sus ministros a caza de fieras, y cercando el monte Argeo, llegaron a la cueva de san Blas, donde vieron un espectáculo ca­paz de ablandarles y moverles a abrazar la verdadera fe, si no fuesen por su mal­dad más crueles que lo son las bestias por su naturaleza. Porque vieron delante de la cueva gran número de animales fero­ces, leones, tigres, osos y lobos, que ha­cían compañía al santo con grande con­cordia y amistad, mientras él estaba o-rando y absorto en altísima contempla­ción. Lo cual no era cosa rara, porque ca­da día venían a la cueva del santo las bes­tias fieras de aquellos desiertos para hon­rarle y ser curadas de él y recibir su ben­dición. Espantados de esto los ministros, de Agricolao, volvieron a la ciudad y die­ron razón al presidente de lo que habían hallado y visto, y él envió gran número de soldados para que prendieran a san Blas y a todos los cristianos que encon­trasen ocultos en aquellos montes. Y el santo varón a quien reverenciaban las bestias sanguinarias se entregó en las manos de sus enemigos, y después de ha­ber convertido a la fe muchos infieles con las maravillas que obró cuando le lleva­ban a la cárcel, testificó la verdad de Cristo con su sangre en los tormentos. Porque habiéndole cruelmente azotado, le colgaron de un palo, desgarrando sus car­nes con peines de hierro, luego le pusie­ron en una horrible mazmorra, de la cual le sacaron para echarle en una laguna; mas el santo, haciendo la señal de la cruz, andaba sobre las aguas sin hundir­se, y sentándose en medio de ellas con­vidaba a los infieles y ministros de justi­cia que entrasen en el agua como él, si pensaban que sus dioses los podían ayu­dar. Y como algunos entrasen y se fuesen

al fondo, el presidente, confuso y burla­do, le mandó degollar. El santo hizo en­tonces oración al Señor,' suplicándole por todos los que en los siglos venideros se encomendasen a sus oraciones, y habiendo oído una voz celestial que le otorgaba lo que pedía, tendió el cuello al cuchillo y le fué cortada la cabeza.

Reflexión: Entre los enfermos que curó san Blas, uno fué un muchacho al cual, comiendo pescado, se le había atravesado una espina en la garganta, y traído con muchas lágrimas y suspiros por su madre a los pies del santo, él suplicó al Señor que sanase a aquel niño y a todos los que tuviesen aquel mal y se encomenda­sen a él, y con esto quedó sano y Dios nuestro Señor hizo después tantos y tan señalados milagros de este género por la intercesión de san Blas, que Accio, médi­co griego antiquísimo, entre otros reme­dios que escribe para este mal, pone la invocación de san Blas, y dice que to­rnando al enfermo por la garganta, digan estas palabras a la espina o hueso atrave­sado: Blas, mártir y siervo de Cristo, man­da que o subas o bajes.

Oración: Señor Dios, que corroboraste al bienaventurado mártir y obispo san Blas, en medio de sus tormentos, con tus consuelos celestiales y le hiciste esclare­cido en milagros por todo el orbe, concé­denos, que asistidos con su intercesión en nuestras adversidades, nos gloriemos de cumplir y ,de que se cumpla tu santa voluntad. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Andrés Corsino, obispo y confesor. — 4 de febrero. (t 1373)

El bienaventurado Fr. Andrés Corsino fué natural de FÍorencia, y descendiente de la noble familia de los Corsinos. El día antes de que naciese, soñó Peregrina, su madre, que paría un lobo, el cual, entran­do en la iglesia, poco a poco se había convertido en cordero, y aunque no en­tendió lo que aquel sueño pronosticaba, siempre estuvo con recelo y guardó el se­creto hasta su tiempo. Encaminaban los piadosos padres a su hijo a la virtud y buenas letras, como a hijo que ' era de oraciones, pero apenas había entrado An­drés en los años de la mocedad, cuando comenzó a llevar una vida desbaratada, huyendo del estudio y de la virtud, dán­dose a deshonestos placeres y juegos y en­tretenimientos dañosos, riñas, pendencias, y al desperdicio de la hacienda de sus pa­dres, y poniéndose cada día en peligro de perder el alma y el cuerpo. Todas estas cosas eran clavos y puñales que atravesa­ban con increíble dolor las entrañas de sus padres. Pero llegó un día en que ha­biendo estado muy descomedido e inso­lente con su madre, ella le dijo: «Verda­deramente que eres tú aquel lobo carni­cero e infame, que yo soñé había de pa-r;r.»A estas palabras Andrés quedó ató-nito_, y como quien despierta de un gran sueño, rogó a su madre que le declarase qué lobo y sueño era aquel que le decía. Y fueron de tal eficacia las palabras de la santa madre, que el hijo se compun­gió, y al día siguiente se fué al convento de Nuestra Señora del Carmen a hacer oración delante del altar de la Virgen, y alentado con su favor pidió de rodillas el hábito de aquella sagrada Orden, con grande gozo de sus padres que le habían

ofrecido a la Virgen Santísima. ¿Quién no se maravillará de la asombrosa mudanza que obró en aquel corazón la gracia divina? De allí adelante el lobo se tor­nó manso cordero, y el hijo pró­digo e incorregible se hizo un gran santo. Holló la soberbia y vana estima de sí mismo; domó la rebeldía de su cuerpo con ayunos, vigilias y asperezas y se señaló tanto en las letras y vir­tudes, que fué elegido prior de su convento de Florencia, y des­pués por obispo de Fiésoli, y Nuncio de Su Santidad en Bolo­nia, donde unió la nobleza y la gente popular, que ardían con

un incendio de discordias y bandos. Final­mente, después de haber salvado a innu­merables pecadores y hecho muchos mila­gros y profecías, estando diciendo'Misa la noche felicísima de Navidad, le apareció la Virgen Santísima y le dio las buenas pascuas; avisándole que el día de los Re­yes entraría en la Jerusalén soberana a ver cara a cara al Rey de los reyes, a quien con tanta fidelidad había servido. Y en efecto, en aquel día glorioso dio el santo su espíritu al Señor, a la edad de setenta y un años, cercada su alma de un gran resplandor, y exhalando su cuerpo un olor suavísimo.

Reflexión: No desconfíen los padres de familia de la enmienda de sus hijos, por mal inclinados y rebeldes que sean; ni desesperen éstos de su conversión. Lo que no es posible a la naturaleza, es fácil a la gracia divina, como se ve claramente en la vida de este glorioso santo. Pero ¡ay de aquellos padres y madres que con­descienden con los vicios y liviandades de sus hijos! Sepan que los crían y educan para que sean después sus verdugos, y unos miserables condenados del infierno. Pero si los educan bien y los encomiendan todos los días a la Santísima Virgen, serán más tarde su descanso y la corona de glo­ria.

Oración: Oh Dios, que de continuo nos vas mostrando en tu Iglesia nuevos ejem­plos de virtud; concede a tu pueblo la gracia de seguir de tal suerte las huellas del bienaventurado san Andrés, tu confe­sor y pontífice, que merezca conseguir el mismo premio. Por Jesucristo, nuestro Se­ñor. Amén.

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Santa Águeda, virgen y mártir. — 5 de febrero. ( t 251)

Siendo emperador Decio y pre­sidente de Sicilia Quinciano, vi­vía en Catania una doncella cris­tiana, llamada Águeda, natural de Palermo, la cual era nobilísi­ma, riquísima, hermosísima y ho­nestísima, que son las cuatro co­sas que se estiman mucho en las mujeres. Mandó Quinciano pre­sentarla delante de sí, y así que la vio, luego fué preso de su ra­ra belleza, y olvidado del ofi­cio de juez, se determinó de to­mar todos los medios posibles para atraerla a su voluntad, y para cubrir más su intento la entregó a una vieja sagaz, lla­mada Afrodisia, que tenía cinco hijas muy hermosas y no menos lascivas. Treinta días estuvo en aquella mala com­pañía la castísima Águeda, tan firme en ser cristiana y en guardar su virginidad, que al dar Afrodisia cuenta de todo al presidente, le dijo: Antes se ablandará el acero y el diamante, que Águeda mude de propósito. Oído esto por Quinciano, man­dó llamar a la santa y preguntóle: Niña, ¿de qué casta eres tú? — Noble soy, como es notorio por toda Sicilia. — ¿Pues, cómo siendo noble, sigues las costumbres de gente despreciada y vil como son los cristianos? — Porque soy sierva y escla­va de Jesucristo, y en eso está mi mayor nobleza. A esto respondió Quinciano: ¿Luego, nosotros que le despreciamos, no somos nobles? Y la santa: ¿Qué. nobleza es la vuestra, que se abate a los dioses de piedra y a los demonios? Enojóse el juez con esta respuesta, y mandó que se diese a la virgen una cruel bofetada y la echa­sen de su presencia. El día siguiente, des­pués de algunos halagos y vanas tentati­vas, ordenó que le retorciesen un pecho y se lo cortasen y la encerrasen después en la cárcel, para que allí, sin comer ni be­ber ni medicinarse, se consumiese de do­lor. Pero en aquella necesidad la visitó el apóstol san Pedro, el cual la consoló y restituyó el pecho cortado. Con el res­plandor de aquel médico celestial echa­ron a huir los guardias, y tras ellos hu­yeron los presos, y ella fué traída de nue­vo al tribunal de Quinciano; el .cual se es­pantó de verla tan sana y entera, y como a maga la mandó poner sobre brasas de fuego y pedazos de teja para que a la vez se quemase y lastimase. Volvió por

ella el cielo enviando un terremoto, en el cual perecieron dos amigos del presidente, y entonces la santa, que se veía sola en la cárcel, entregó su alma purísima al Señor, dándole las gracias por tantas vic­torias. Poco después recibió su castigo el feroz Quinciano, porque, codicioso de las muchas riquezas que poseía la santa vir­gen, partió muy acompañado de gente a Palermo para apoderarse de ellas, y a] pasar un río, un caballo le mordió en la cara, y otro, a coces, le echó en el río, donde murió ahogado, y buscando su cuer­po nunca se pudo hallar, para que se en­tiendan los justos juicios de Dios, y cómo al cabo castiga la deshonestidad, crueldad y codicia de los que persiguen a sus santos.

Reflexión: Cuando los verdugos ator­mentaban y cortaban el pecho a santa Agi^da, con ánimo valeroso decía al t i ­rano: Y ¿cómo no te confundes, hombre vilísimo, de atormentar a una doncella en los pechos, habiendo tú recibido el primer sustento de tu vida de los pechos de tu madre? Por los merecimientos de este cruel martirio, innumerables muje­res que padecían en los pechos, invocan­do a santa Águeda, y acudiendo confia­damente a su celestial protección, han recibido la salud.

Oración: Oh Dios, que entre otras ma­ravillas de tu poder, supiste dar fuerzas aún al sexo más frágil para conseguir la victoria del martirio, concédenos la gra­cia de que celebrando la victoria de tu virgen y mártir santa Águeda, caminemos hacia ti, por la imitación de sus ejemplos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Santa Dorotea, virgen y mártir. — 6 de febrero. ( t 308)

Santa Dorotea, tan ilustre en toda la Iglesia latina, nació de nobles padres, en Cesárea de Capadocia, y por su honesti­dad y grandes virtudes estaba puesta en los ojos de toda la ciudad. Por esta cau­sa, luego que llegó a Cesárea el impío go­bernador Sapricio, la mandó prender pa­ra que escarmentasen en su cabeza los otros cristianos. Ordenóle, pues, que sa­crificase a los dioses inmortales, como lo mandaban los emperadores. A esto res­pondió Dorotea: Dios verdadero y empe­rador del cielo me ha mandado que a él solo sirva y reconozca por Dios. ¿A quién te parece que debemos obedecer, cuando se contradicen: al emperador del cielo o al de la tierra? Enojóse el presidente con estas razones de la santa doncella, y man­dó que la desnudasen y atormentasen en

• la garrucha; pero viendo que perseveraba en el suplicio con ánimo invencible, 10mó a dos hermanas que se llamaban Cristeta y Calixta, las cuales habían sido cristia­nas y por temor de los tormentos habían negado la fe, y encargóles que la tuvie­sen en su casa y la persuadiesen a hacer lo que ellas habían hecho, prometiéndo­les un gran premio si lo lograban. Hicie­ron las dos cuanto pudieron para derri­barla, mas la santa, trocando sus razones, las persuadió a ellas que reconociesen su culpa, y de nuevo tornasen a la batalla, muriendo gloriosamente por amor de J e ­sucristo. No es para decir el coraje con que salió de sí el feroz presidente cuando supo todo esto. Mandó que fiasen a las dos hermanas juntas por las espaldas, y que las echasen al fuego a los ojos de Do­rotea, mas como ella, en lugar de espan­tarse, las animase diciendo: «Id, herma­

nas, id delante de mí al cielo», el feroz Apricio la condenó a su­bir de nuevo en la garrucha, y a ser descoyuntada y morir a puros tormentos. Estaba la san­ta en el suplicio con grande go­zo, y decía al tirano: Nunca en todos los días de mi vida he es­tado tan alegre como hoy: lo uno, por haber ganado a Cristo dos almas que tú le habías qui­tado, y lo otro, porque espero gozar con ellas de mi Señor. Aplicábanle a los costados ha­chas encendidas, abrasábanle las entrañas, y Dorotea, cuanto más atormentada, más alegre se mos­traba, haciendo burla de sus

atormentadores. Finalmente, cansados ya los verdugos, y turbado y confuso Apri­cio, mandó que fuese descabezada, en cu­yo tormento entregó su purísima y pre­ciosísima alma al celestial Esposo. El mismo día fué martirizado san Teófilo, convertido a la fe por haberle mostrado la santa unas flores del cielo.

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Reflexión: Cuando santa Dorotea se vio en el potro, con grande seguridad y cons­tancia decía al juez: Haz presto lo que has de hacer para que yo vea a Aquél que es mi Esposo y nos convida para que vaya­mos al paraíso de deleites, donde hay manzanas de admirable hermosura, que duran en su frescura todos los tiempos; en donde hay azucenas y rosas y flores innumerables que nunca se marchitan y fuentes de aguas vivas que jamás se se­can, y las almas de los santos que gozan de Cristo. Piensa tú también en el cielo, hijo mío, que el recuerdo de aquella eterna gloria, de que puedes gozar dentro de breve tiempo, es suficiente para con­vertir en miel todas las amarguras de la vida y de la muerte.

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Oración: Concédenos, benignísimo Se­ñor, por la gloriosa santa Dorotea, tu virgen y mártir insigne, el que desprecie­mos las cosas de la tierra, y deseemos las del cielo, pues por^ medio de la santa con­cediste a Teófilo, el que, despreciada la muerte, llegase a las puertas de tu paraí­so eterno. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Romualdo, abad. — 7 de febrero. (+ 1027).

El glorioso abad san Romual­do era de la casa y linaje de los duques de Ravena, ciudad no­bilísima de Italia. Crióse con r e ­galos y pasatiempos hasta la edad de veinte años. Habiéndose hallado presente en una penden­cia, en la cual su padre Sergio mató a su competidor, quedó tan lastimado del caso, que dejó las vanidades del mundo y se reco­gió en un monasterio de la Or­den de San Benito. A los tres años partióse con licencia de su prelado en busca de un santo ermitaño llamado Marino, que habitaba en un desierto no le­jos de la ciudad de Venecia, y con tal maestro creció tanto en la perfec­ción, que vino a ser padre de muchos y santos hijos. Reformó los monasterios de su Padre san Benito, que con la flaqueza humana y con las guerras habían aflo­jado en la disciplina religiosa; edificó de nuevo cien monasterios de la misma Or­den, y aún pobló de ermitaños los desier­tos, y movió con su ejemplo a dar de mano al siglo, a su mismo padre y a mu­chos hombres principales, aun de la corte del emperador, entre los cuales se seña­laron más Bonifacio, que era pariente del mismo emperador, y Busclavino, hijo del rey de Esclavonia. Tenía ya ochenta años de edad, y queriendo retirarse para vacar con todo fervor a Dios lo que le quedaba de vida, se fué al monte Apenino, que divide la Italia, y estando en la cumbre del monte, en un campo ameno y abun­doso de aguas, se quedó dormido junto a una fuente; allí le sobrevino un sueño misterioso y parecido al del patriarca J a ­cob, porque vio una escalera desde la tierra al cielo, por cual los religiosos ves­tidos de blanco subían a Dios, y enten­diendo que aquella era la voluntad divi­na, se fué al dueño de aquel campo, que era un conde llamado Madulo, y se lo pidió, y el conde, que había tenido el mismo sueño, se lo dio liberalmente. Y de aquí vino a llamarse aquel sitio Ca-maldula, que quiere decir Campo de Ma­dulo; y aquel yermo fué el paraíso de la Orden Camaldulense, esclarecida por tan­tos celestiales varones que en el espacio de setecientos años han ilustrado la Igle­sia de Dios, Finalmente, después de una larga vida llena de maravillas y heroicas virtudes, murió el santísimo abad Romual­do en el monasterio del valle de Castro,

y cuatrocientos años después se halló su cadáver incorrupto y entero, con un ros­tro muy apacible y venerable, y cubierto el cuerpo de un cilicio debajo de su hábito.

Reflexión: El muy santo Padre Clemen­te VIII, en la bula donde manda que se rece de san Romualdo, como de santo-abad y confesor, dice de él estas pala­bras: «Entre los más aventajados santos, nos parece que debe ser tenido el glorio­so anacoreta Romualdo, por tantos títulos ilustre; por su patria, por su linaje, por su virtud, por su contemplación, y por haber fundado la Orden Camaldulense. Pudo tanto la fuerza de su ejemplo, que a muchos príncipes, reyes y personas ilus­tres hizo dejar las cortes y venir a los yermos, trocando los regalos y las galas en penitencia y ásperos vestidos, y a su mismo padre trajo a la religión y le llevó a la gloria.» ¡Oh! ¡cuan poderoso es el buen ejemplo! ¿Quién duda que tú po­drías reducir y salvar a muchos con esa muda pero elocuentísima predicación? To­dos debemos ganar por este medio almas a Cristo, ¡cuanto más si le hemos quitado algunas con nuestros escándalos!

Oración: Señor Dios, que diste a tu san­ta Iglesia al bienaventurado abad san Romualdo, para que fuese restaurador de la austera vida eremítica; concédenos que, asistidos por su intercesión y enseñados con su ejemplo, amemos la santa soledad del alma y el cuerpo. Por Jesucristo, nues­tro Señor. Amén.

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Santa Escolástica, virgen. — 10 de febrero. (t 543)

Santa Escolástica fué hermana gemela del glorioso patriarca de los monjes de occidente, san Benito; y nació en una de las casas más nobles de Italia, en la pro­vincia del ducado de Espoleto, en Um­bría. Era estimada como una de las damas más hermosas y ricas de su tiempo, mas al saber que su santo hermano había fun­dado el monasterio de Monte Casino, de­terminó de imitarle en aquella vida tan religiosa y perfecta, y no lejos de aquel monasterio fundó otro para sí y para las doncellas que a su ejemplo dieron de mano a las cosas del mundo. Solo una vez al año salía santa Escolástica de su ence­rramiento para visitar a su hermano san Benito, y el varón de Dios la recibía con sus discípulos en una posesión vecina del monasterio. La última vez que le visitó rogó a su hermano que quisiese conversar con ella toda la noche de las cosas del cielo.

Nególe el hermano lo que pedía; y entonces bajando ella la cabeza y apo­yándola sobre las manos, recogió su alma e hizo una breve oración con muchas lá­grimas. Estaba el cielo sereno y estrella­do, y lo mismo fué comenzar su oración, que turbarse repentinamente el aire, y venir una tan brava tempestad de relám­pagos, truenos y copiosa lluvia, que ya no fué posible a su hermano y a los mon­jes que le acompañaban la vuelta de aquel lugar al vecino monasterio. Quejóse san Benito amorosamente con su hermana, di­ciendo: El Señor te perdone, hermana, lo que has hecho. Y ella replicó con santa gracia: Te pedí a ti que me hicieses el placer de quedarte, y no quisiste; lo he

pedido al Señor, y mira cómo me ha oído; vete, pues, ahora, si puedes. Así pasaron toda la noche en santas y sabrosas pláticas y en amaneciendo, volvieron los hermanos a sus monasterios. Tres días después pasó de esta vida santa Escolás­tica, cuya alma purísima vio su hermano san Benito volar a l cie­lo en figura de una candida pa­loma, y ordenó que enterrasen el santo cuerpo en la sepultura que para sí tenía preparada. Con lo cual no separó el sepulcro aquellos cuerpos cuyas almas tan unidas habían estado toda la vida.

Reflexión: El monasterio que labró san_ ta Escolástica no lejos del de su hermano san Benito fué el origen de aquella Orden de religiosas que llegó a contar en el occi­dente hasta catorce mil monasterios, en los cuales tantas nobles doncellas y prin­cesas ilustres se abrazaron con la cruz de • Jesucristo. ¡Cuántas se hubieran perdido entre los lazos y seducciones del mundo, y ahora gozan con santa Escolástica de la felicidad del cielo! Porque la casa religio_ sa es puerto de salud, y antecámara del paraíso. A ella son llamadas por singular beneficio del Señor las almas escogidas, para que desnudándose de las riquezas, deleites y vanas libertades, se vean libres 'de las espinas de las culpas y congojas, que punzan a los mundanos, y ahogan la semilla de las divinas inspiraciones. En ella encuentran el verdadero tesoro de todas las virtudes, las cuales florecen en la Religión, como en jardín donde tiene sus delicias el divino Esposo de las a l ­mas. En ella gozan de la paz de Dios que sobrepuja todo sentido, y reciben prendas seguras de eterna vida y de grande y eterna gloria.

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Oración: Oh Dios, que para mostrarnos el camino de la inocencia, hiciste volar al cielo en forma de paloma el alma de tu virgen Escolástica, concédenos por sus mé­ritos y súplicas la gracia de llevar una vida inocente para merecer los eternos goces del paraíso. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Severino, abad. — ( t 507)

11 de febrero.

Tuvo el glorioso san Severino padres nobles y de claro linaje de quienes dos veces pudo lla­marse hijo, pues le dieron dos veces el ser, uno de naturaleza, y otro de la esmerada educación, así en las letras como en las buenas costumbres. Era ya abad del monasterio Agaunense, del Orden de san Benito, rico con el cuerpo del glorioso san Mau­ricio, cuando por la fama de sus virtudes se hizo célebre y ve­nerable en todo el mundo. Rei­naba a la sazón en Francia Clo-doveo, el cual estaba afligido ds graves calenturas que los más expertos médicos juzgaron sin remedio; y así.no tanto era señor del ce­tro y corona, como víctima de su dolen­cia incurable. Llegó a sus oídos el nombre de Severino, y le hizo una humilde emba­jada, suplicándole que viniese a verle, y el santo abad, despidiéndose con lágrimas de sus monjes y diciéndoles que ya no volverían a verse, les bendijo y dio pr in­cipio a su viaje. Llegando a la diócesis Niverniense, visitó al obispo Eulalio, que estaba sordo, mudo e impedido, sin poder salir (había más de un año) no sólo de casa, mas ni aún del lecho, y luego que le vio, tomándole por la mano le dijo: Levántate, sacerdote del Señor, en nom­bre de Jesucristo, que así te ha castigado para salvarte y te ha afligido para coro­narte. Y luego al punto se levantó el obis­po tan bueno y sano, que aquel mismo día celebró Misa y dio la bendición al pueblo. El día siguiente prosiguió el san­to su viaje, y a la puerta de París halló un leproso tan mísero y desdichado, que todos huían de él; pero Severino, movido a compasión, le untó con su saliva y le dejó sano y limpio de la lepra. De allí pasó al palacio del rey, y después de ha­berle saludado, se puso en oración, la cual fué muy breve, y acabada, se quitó la capa que traía, y poniéndosela al rey huvó al instante la maligna fiebre que le consumía, y levantándose el rey, y dando gracias a Dios se echó a los pies del san­to, como a quien debía en un instante so­lo, vida, salud, reino, y gozo. Finalmente, habiendo el siervo de Dios obrado muchos otros prodigios, curando varias enferme­dades de almas y cuerpos, se retiró en el castillo Mantórnense, y rogó a dos sacer­

dotes que administraban la ermita del cas­tillo que le recibiesen, y en ella le sepul­tasen, y sin más enfermedad que una amorosa fiebre que le encendía en deseos de ver a Dios, su Creador, pasó de esta vida temporal a la eterna. A la misma ho­ra que murió, bajó del cielo una hermo­sísima luz que rodeó todo el lugar donde su santo cuerpo quedaba, y para que los circunstantes participasen tanto gozo, fué a todos visible. Los sacerdotes enterraron honoríficamente el sagrado cadáver en el mismo oratorio, y en él glorificó el Señor a su siervo con innumerables prodigios.

Reflexión: Después de la muerte de Clodoveo, su hijo Chilberto, que le suce­dió en el reino, edificó un suntuoso tem­plo a san Severino, adornándolo magní­fica y regiamente para alcanzar por esta medio tener por amigo en el cielo, a quien su padre había tenido por médico sobera­no en la tierra. Así glorifica nuestro Se­ñor a los Santos, y quiere que sean glo­rificados aún en este mundo. Honrémos­les, pues, como merecen, invoquémosles en nuestro auxilio, porque son muy ami­gos y allegados de Dios, el cual se com­place en obrar por ellos grandes maravi­llas. Quien honra a los santos, honra a Dios en ellos.

Oración: Rogárnoste, Señor, que nos r e ­comiende a ti la intercesión del bienaven­turado Severino abad, para que alcance­mos por su patrocinio lo que no podemos conseguir por nuestros propios mereci­mientos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Page 47: De Paula, Francisco - Flos Sanctorum

Santa Eulalia, virgen y mártir. — 12 de febrero. ( t 304)

Al tiempo que el presidente Daciano en­tró en Barcelona para hacer carnicería de los cristianos, vivía retirada en una he­redad de sus nobles padres una santa don­cella de edad de trece años, llamada Eu­lalia, virgen hermosísima, y abrasada del amor de Jesucristo, a quien ya había con­sagrado su pureza virginal. Vino a su no­ticia la crueldad de Daciano, y fué com­batida en su corazón de dos contrarios afectos: de tristeza y alegría; de tristeza, porque temía que algunos cristianos fla­cos no desmayasen en la fe por temor de tan rigurosos tormentos; de alegría, por­que deseaba morir por Cristo y juzgaba que era llegado el tiempo en que Dios le quería hacer tan gran merced. Y con este fervor y deseo del martirio, movida del Señor, se salió secretamente de casa de sus padres y se fué al tribunal del juez para reprenderle de la tiranía y crueldad que usaba con los cristianos. Asombróse Daciano al ver una niña como aquella, y oír su reprensión; pero volviendo luego en su acuerdo juzgó que se hallaba ya en uno de aquellos trances, más difíciles en que los mismos niños cristianos habían puesto, debajo de sus pies todo el orgullo y poderío de los tiranos de Roma. No con­testó, pues, con blandas palabras, como merecía la hermosa y tierna Eulalia, si­no con grandes y fieras amenazas. ¿Quién eres tú, le dice, que así te atreves a me­nospreciar las leyes de los emperadores? Respondió la valerosa y candorosa niña: Yo soy Eulalia, sierva de Jesucristo Hijo de Dios, al cual se debe toda reverencia y adoración, y no a los ídolos vanos. Rugió de coraje el presidente, y quería ver de­capitada de un solo golpe a la que así ha­

blaba, pero no le estaba bien to­mar venganza en aquella débil criatura, y ordenó, que atadas las manos fuese conducida a la cár­cel para ver si podían rendirla allí con un cruel castigo de azo­tes. Desnudan, pues, el cuerpo virginal de aquella blanca palo­ma de Jesucristo, y con bárbara crueldad descargan sobre ella repetidos y fieros golpes hasta dejarla toda bañada en sangre. Pero Eulalia ni se queja ni da un solo gemido, ni muda siquie­ra el semblante apacible y sere­no. Tienden luego aquel santo cuerpecito en el potro y lo ator­mentan con uñas de hierro, con

hachas ardientes, con aceite hirviendo, con plomo derretido y con cal viva. Pusiéronla después en una cruz, y aun en este igno­minioso suplicio prevaleció la santa vir­gen y dejó confusos a los verdugos y al tirano. Finalmente, después de haber sido paseada por la ciudad para espantar con su vista a los cristianos, fué degollada en el campo, donde los cristianos la hallaron por la noche cubierta de nieve, y la sepultaron honoríficamente.

*

Reflexión: Dígame quienquiera que esto leyere, ¿de dónde le vino a la santa niña tan maravillosa e invencible constancia? Las niñas tiemblan, las niñas se estreme­cen a la sola vista o imaginación de tales horrores. Claro está: pertenecen al sexo débil y son lo más débil de su sexo. Con­fiese, pues, todo hombre de sano juicio, que aquí hay un prodigio estupendo de la virtud de Cristo, el cual escogió a una flaca criatura como Eulalia, para hacer ostentación de su fortaleza soberana con­tra los más poderosos enemigos de su san­to Nombre.

Oración: Suplicárnoste, Señor, nos con­cedas el perdón de nuestros pecados por la intercesión de la bienaventurada vir­gen y mártir Eulalia, que tanto te agra­dó, así por el mérito de su castidad, co­mo por la ostentación de tu infinito po­der. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Santa Catalina de Ricci. — 13 de febrero. (t 1590)

La extática y gloriosa virgen santa Catalina de Ricci nació en la ciudad de Florencia de la no­ble familia de Ricci. Pusiéronle en el baustimo el nombre de Ale­jandra, que después mudó en el de Catalina cuando se hizo r e ­ligiosa. Así que llegó la santa n i ­ña a la edad de diez años, la con_ fió su padre a la dirección de una tía suya paterna, religiosa del monasterio de San Pedro de Monticelli, situado en los a r ra ­bales de Florencia, donde se afi­cionó tanto a la oración, que aun en el tiempo en que las otras ni­ñas se recreaban, ella tenía todo su placer en estarse arrodillada delante de una imagen de Cristo crucifi­cado, con admirables deseos de participar del amargo cáliz de su Pasión. Trece años tenía, cuando vistió el hábito religioso de santo Domingo en el monasterio de San Vicente de Prato, donde satisfizo sus de­seos de padecer por su divino Esposo cla­vado en la cruz: porque fué acometida de una gravísima enfermedad, con calentura cotidiana y con agudos dolores que pade­cía en todo el cuerpo, cuya dolencia dege­neró en una hidropesía, y en mal de pie­dra, acompañado de asma. Sufrió la san­ta con perfectísima resignación este con­junto de males, sin recibir ningún alivio de las medicinas que le recetaban los mé­dicos; y al cabo de dos años se le agra­varon de suerte, que estuvo muchas se­manas sin poder dormir un solo momento. En este estado, se le apareció en la vigi­lia de la Santísima Trinidad un santo de la Orden de santo Domingo, todo resplan­deciente, el cual la hizo la señal de la cruz sobre el estómago, y la dejó repen­tinamente sana y curada de todos sus ma­les; pudiendo desde aquel día practicar los más arduos-ejercicios de caridad y de pe­nitencia, y llevar sobre sus desnudas car­nes una cadena de hierro y un áspero ci-. licio. Favorecióla el Señor con muchas vi­siones celestiales, éxtasis y raptos tan es­tupendos, que a veces quedaba totalmente elevada de la tierra y suspendida en el ai­re por largo tiempo. Fué también enrique­cida del don de profecía, de discreción de espíritus y de milagros; por lo que su nombre y su santidad fué conocida y cele­brada con universal aplauso, no sólo en

Toscana, sino también en toda Italia y en otras regiones. Finalmente, a los sesenta y ocho años de su vida maravillosa, de los cuales empleó cuarenta y dos en el go­bierno de su monasterio, entregó su alma purísima al celestial Esposo el día 2 de febrero, en que se celebra la fiesta de la Purificación de la Virgen nuestra Señora; y el Señor acreditó la santidad de su sier-va con grandes y manifiestos prodigios.

Reflexión: Mucho padeció y mucho gozó la preciosa virgen santa Catalina abrazada siempre con la cruz de Cristo. Desde qua el Hijo de Dios murió por nuestro amor en la cruz, la mayor prueba de amor que po­demos darle, ep uadecer por su amor. Pero tiene también el árbol de la cruz frutos sabrosísimos, y de mayor suavidad y dul­zura que todos los gustos y regalos del mundo. Son gustos espirituales, de los cua­les el mundo no tiene noticia: son place­res soberanos y sabores del paraíso, con que Dios suele regalar a sus escogidos, y hacerles aun en esta vida los hombres más felices de la tierra.

Oración: ¡Oh Jesucristo Señor nuestro! que inflamando en tu amor a la bienaven­turada virgen Catalina, la hiciste ilustre por la contemplación de tu Pasión y muer­te ; concédenos por su intercesión que ha­ciendo piadosa memoria de los misterios de tu Pasión, merezcamos alcanzar los fru­tos de ella. Amén.

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San Valentín, presbítero y mártir. (t 270)

14 de febrero.

Entre los numerosos mártires que en tiempo del emperador Claudio derrama­ron su sangre por Jesucristo, fué uno san Valentín, presbítero; el cual estando en Roma el emperador, fué llevado a su p re ­sencia, maniatado y cargado de cadenas. Luego que Claudio le vio, le dijo con blan­das palabras: ¿Por qué no quieres gozar de nuestra amistad, sino ser amigo de los cristianos? Yo te oigo alabar de hombre sabio y cuerdo, y por otra parte te veo vano y supersticioso. Respondió Valen­tín: Si conocieses el don de Dios, serías dichoso tú, y bienaventurada tu repúbli­ca: darías de mano a los demonios y fal­sos dioses, y adorarías a Jesucristo, único Dios verdadero. Oyendo esto un letrado que estaba presente gritó en alta voz: Blasfemado ha de nuestros dioses. Y co­mo Valentín siguiese platicando al empe­rador, llegó a ablandarle de manera, que Calpurnio, prefecto de la ciudad, excla­mó a voces: ¿No veis cómo este nombre está engañando a nuestro príncipe? ¿Es posible que dejemos la religión que ma­mamos con la leche, y con que nos cria­ron nuestros mayores? Entonces Claudio, temiendo algún alboroto, mandó que a Valentín le retirasen de su presencia, pe­ro que se le diese audiencia en otra par­te, y que si no diese cuenta de sí, le cas­tigasen como a sacrilego, y si la diese, no le condenasen. Oyóle, pues, en su casa el teniente Asterio, y al entrar en ella Va­lentín, oró a Dios diciendo: ¡Oh luz ver­dadera del mundo! alumbrad a tantos hombres que viven ciegos en las tinieblas de la gentilidad. Al escuchar estas pala­bras, dijo el teniente: Si esto es así como lo dices, presto lo probaré: tengo una hi­

ja, que hace dos años que está ciega. Si tú la alumbrares y die­res vista, creeremos que Cristo es luz y Dios verdadero. Traje­ron, pues, la doncella, y ponien­do Valentín las manos sobre sus ojos, le restituyó la vista. En­tonces Asterio y su mujer se echaron a los pies del santo, su­plicándole que, pues, por su me­dio habían conocido a Cristo verdadera Luz, les dijese lo que habían de hacer para salvarse. El santo les mandó hacer peda­zos todos los ídolos que tenían y ayunar tres días, y perdonar a todos los que los habían agravia­do, y después bautizarse, y con

esto se salvarían. Asterio cumplió todo lo que le fué ordenado, y soltó a todos los fieles que tenían presos, y se bautizó con toda su familia, que era de cuarenta y seis personas. Supo esto el emperador, y teniendo recelo de alguna grande per­turbación en Roma, por razón de estado mandó martirizar a todos con varios gé­neros de tormentos; y a san Valentín le hizo apalear y degollar en la vía Flami-nia, donde el Papa Teodoro le dedicó un templo.

Reflexión: Habrás observado que la razón de estado costó la vida al glorioso san Valentín y a tantos otros fieles de Cristo: como si la política estuviese sobre la ley de Dios, y no estuviese la ley de Dios sobre todo gobierno y manera de gobernar. Jamás ha sido ni será lícito obrar el mal para alcanzar algún bien: ni vale aquí la imposible dualidad de per­sonas pública y particular, inventada por los liberales: porque si la una obra el mal, y la otra el bien, no irá la una al infier­no y la otra el cielo; sino que caerá en al infierno la persona pública, 'y con ella la persona privada en un mismo reprobo.

Oración: Concédenos, omnipotente Se­ñor, por la intercesión del bienaventurado mártir Valentín, cuya festividad celebra­mos, que seamos libres de los males que nos amenazan. Por Jesucristo, nuestro Se­ñor. Amén.

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Los santos Faustino y Jovita, mártires. — 15 de febrero. ( t 122)

Estos dos fortísimos mártires del Señor fueron hermanos muy ilustres por sangre y naturales de Brescia, ciudad principal de Lombardía. A Faustino, que era el mayor, ordenó de sacerdote el obispo Apolonio, y a Jovita, de diácono. Comenzaron los dos her_ manos a ejercitar sus oficios con grande edificación de los fieles y acrecentamiento de la fe cristia­na: lo cual sabido por el empera­dor Adriano, dio orden a Itálico, ministro suyo, que los prendiese, y obligase con halagos o por fuer­za a renegar de Cristo. Hízolo así Itálico: pero hallándoles muy fir­mes en su propósito, no quiso pa­sar adelante hasta que el mismo empera­dor, que había de ir a Francia, pasase por Brescia, por ser los santos personas tan ilustres y emparentadas. Vino, pues, Adriano, y los mandó llevar al templo del Sol para que lo adorasen; mas los dos san­tos hicieron oración al Dios del cielo, y luego la estatua del Sol, que resplandecía con muchísimos rayos de pro fino, se paró negra como el hollín: y como los sacerdo­tes del ídolo pusiesen en ella las manos para limpiarla, cayó, se deshizo y se con­virtió en ceniza. Embravecióse el empera­dor con este suceso, y condenó a los dos santos a las fieras; pero los leones, osos y leopardos se amansaron como ovejas a sus pies y se los lamían. Después de esto mandó Adriano echar los santos al fuego, y ellos estaban en medio de las llamas co­mo en una cama regalada, alabando y can­tando himnos al Señor. Echáronles de nuevo en la cárcel para que allí perecie­sen de hambre y sed; pero vinieron los ángeles del cielo a confortar y alegrar a los esforzados guerreros del Señor. Atá­ronles después boca arriba y echáronles plomo derretido con unos embudos por Üa boca, les aplicaron a los costados plan­chas encendidas, les echaron estopa, resi­na, aceite, encendieron un gran fuego al­rededor de ellos, y el mismo fuego perdió su fuerza, y no fué parte sino para que muchísimos gentiles, espantados de tan­tos prodigios, se convirtiesen y se pro­clamasen cristianos. Finalmente, el empe­rador, no sabiendo ya qué hacer y tenien­do por afrenta ser vencido de los santos mártires, los entregó a Antíoco, goberna­

dor, el cual, después de haber probado en vano todo linaje de suplicios, los mandó degollar fuera de la ciudad, y junto a la puerta de ella que va a Cremona.

# Reflexión: Preguntará alguno de los

que leen estos asombrosos prodigios tan frecuentes en los martirios de los santos: ¿Cómo no se convertían todos los genti­les que estaban presentes y aun el mismo emperador, teniendo a los ojos tan claros argumentos de la virtud divina? Sabemos que atribuían esos milagros a las malas artes de los demonios, pues llamaban a los santos con el nombre de grandes he­chiceros, pero la causa principal de su obs­tinación era la perversidad de su vida. De­cía Tertuliano al emperador de Roma: «Si los cristianos pudiesen vivir como los ce­sares, o los cesares no hubiesen de vivir como cristianos, a estas horas todos hu­bieran ya abrazado la fe de Cristo.» (Ter-tul. Apolog.) Y la misma razón movía a los demás a perseverar en los errores y vicios de la gentilidad, y ésta ha sido, es y será siempre la causa principal de la enemistad que tienen todos los impíos, herejes y malvados con la verdad cató­lica.

Oración: Señor Dios, por cuyo amor despreciaron los bienaventurados mártires Faustino y Jovita, hermanos, las honras del siglo que les ofrecían, concédenos que por su ejemplo, estimemos en poco las mismas honras y lleguemos por su inter­cesión a la verdadera honra y gloria del Cielo. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

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Page 51: De Paula, Francisco - Flos Sanctorum

San Onésimo, obispo y mártir. ( t 95)

16 de febrero.

El glorioso san Onésimo antes de con­vertirse era esclavo de un ciudadano prin­cipal de Colosa llamado Filemón, el cual había abrazado la fe de Jesucristo, oyendo la predicación del apóstol san Pablo. Ha­biendo, pues, Onésimo cometido un robo en la casa de su señor, huyó de ella y vino a parar a Roma, donde fué a visitar a san Pablo, que a la sazón se hallaba encarce­lado y cargado de cadenas. El santo após­tol le convirtió a la fe, y habiéndole bau­tizado, le envió luego a la casa de su se­ñor, con una carta de recomendación, en la cual con sigular encarecimiei\to le pe­día gracia para su esclavo, y le rogaba que no le recibiese ya como a un esclavo, sino como a un hijo, a quien había engen­drado en Jesucristo. Perdonóle File­món, concedióle la libertad, y le remi­tió al santo apóstol. Quedó Onésimo tan aficionado a san Pablo, que no podía a-partarse de su lado, sirviéndole en todas las cosas que había menester. Llevó jun­to con Tíquico la carta del santo apóstol a los colosenses, ayudóle como fidelísimo ministro del Evangelio, y trabajó con tan encendido celo en la conversión de los gentiles, y en cultivar con santas palabras y ejemplos aquella nueva y reciente viña del Señor, que viéndole san Pablo lleno del Espíritu de Jesucristo, le impuso las manos y le ordenó obispo de Efeso. En este sagrado oficio y dignidad resplande­cieron de tal manera sus virtudes cris­tianas, que no parecía sino un acabado modelo de perfección enteramente en to­do conforme a los consejos evangélicos y a la pintura que hace san Pablo de un santo obispo en sus epístolas canónicas.

Por lo cual, el santo prelado de Jerusalén llamado Ignacio, cele­bra con gran elogio la piedad y celo de Onésimo. Finalmente, después de haber extendido y santificado su Iglesia de JJfeso, en tiempo del emperador Domi-ciano, fué llevado preso a Ro­ma, donde selló con su sangre, como los apóstoles, la doctrina que predicaba, muriendo ape­dreado por amor de Jesucristo. Los cristianos enterraron su pre­cioso cadáver en la misma ciu­dad, y más tarde fué trasladado a su iglesia de Efeso.

Reflexión: Quien hubiere leí­do con atención la vida de este

santo, recuerde que Onésimo fué el pr i ­mero de los esclavos redimidos por nues­tra santísima Religión cristiana, la cual, dando a los hombres claro conocimiento de su dignidad, y elevándolos por la gra­cia de Jesucristo a una excelencia sobre­natural, protestó desde el principio con­tra la servidumbre de lo sesclavos, que en las naciones gentiles formaban casi las dos terceras partes de los hombres. Si lees la carta que san Pablo escribió a Filemón recomendándole a Onésimo, se te llenarán de lágrimas los ojos. «Te ruego, le dice, por mi hijo Onésimo, a quien yo he en­gendrado en mis prisiones. Recíbelo como a mis entrañas, no ya como a esclavo, si­no como a hermano carísimo, y si me tienes por amigo, recíbelo como a mí.» Este es verdadero y divino amor a la l i­bertad humana, no el de los modernos li­berales que se contentan con dar rienda suelta al libertinaje, y para contener lue­go en ciertos límites y desenfreno, susti­tuyen a la antigua tiranía, el aparato de la fuerza bruta, que humilla la dignidad de la especie humana y empobrece y ani­quila a las naciones. Gracias a esta moder­na libertad, ya es menester casi tanta vi­gilancia en las calles y plazas como en las cárceles y presidios.

*

Oración: ¡Oh Dios omnipotente! Vuelve los ojos de tu misericordia sobre nuestra debilidad y miseria, y pues sentimos el peso de nuestras malas obras, te suplica­mos que nos ayude la gloriosa intercesión de tu bienaventurado mártir y pontífice Onésimo. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Julián de Capadocia, mártir. — 17 de febrero. ( t 308)

Este fervoroso devoto de los santos mártires, y glorioso már­tir de Jesucristo, fué natural de Capadocia, y (como escribe Eu-sebio) varón ingenuo y santísi­mo, admirable en todas sus ac­ciones, y lleno del Espíritu San­to. Habiendo venido a Cesárea al tiempo que el impío gobernador Firmiliano acababa de dar muer . te con exquisitos tormentos a muchos santos mártires; lleva­do de su ardiente devoción con aquellos ilustres soldados de J e ­sucristo, se arrojó sobre sus ve­nerables cadáveres que estaban tirados por el suelo, despedaza­dos y bañados en su propia san­gre. A todos abrazó, a todos besó con gran­de reverencia, sin temor ninguno de los gentiles ni de los mismos soldados que custodiaban a los santos cuerpos, que por orden del tirano habían de quedar cuatro días en el lugar del suplicio para que los perros y buitres los devorasen. Viendo, pues, los guardas aquellas demostraciones de la fe y reverencia de Julián, le pren­dieron y maltrataron con grande inhuma­nidad, y le presentaron al tribunal del impío juez, acusándole de adorador del Crucificado y de sus mártires. Embrave­cióse Firmiliano, viendo que la mucha sangre de cristianos que acababa de de­rramar no era bastante para extinguir la fe de Jesucristo, y después de algunas de­mandas y respuestas, ordenó que se en­cendiese una gran hoguera, donde arro­jasen a Julián y donde ardiese hasta que no quedase de él más que las cenizas. Oyó el santo mártir con ademanes de inexpli­cable gozo la terrible sentencia, y no ce­saba de dar gracias al Señor por la incom­parable merced que le hacía padecer y morir por su amor. ¿Cuándo será la hora, decía, en que mi alma se junte con la de tus santos y justos en la gloria eterna? Y con esta maravillosa constancia y alegría, que dejaba atónitos y asombrados a los mismos verdugos, llegó al lugar del su­plicio, y padeció el tormento del fuego, ofreciéndose en holocausto a Jesús, hasta que su alma preciosa, saliendo del cuerpo abrasado, voló al eterno refrigerio y al paraíso de. Dios. Quiso vengarse el gober­nador ordenando que el cadáver del santo mártir quedase en el lugar del suplicio por

espacio de cuatro días, con el fin de que las fieras le devorasen, pero no atrevién­dose éstas a tocarlo por disposición divina, pudieron recogerlo los cristianos, junta­mente con los otros cuerpos de otros san­tos mártires, a todos los cuales dieron hon_ rosa sepultura. El Señor castigó después al tirano y a sus cómplices, permitiendo que acabasen su vida con muerte desas­trosa.

# Reflexión: ¿Qué dirán aquí aquellos

cristianos tibios y cobardes que por vanos respetos del mundo no osan tributar pú­blicamente a Dios y los santos el culto y reverencia que se les deben? Nuestro glo­rioso san Julián, inspirado de Dios, ado­ró los sangrientos despojos de aquellos mártires de Jesucristo, sin temor ninguno de la presencia de los soldados ni de las amenazas de los verdugos, y esos vilísimos esclavos del qué dirán, no se atreven a adorar las sagradas reliquias, ni a asistir a una procesión, ni a hacer en sus viajes la señal de la cruz, y si acuden al santo templo, ha de ser cometiendo irreveren­cias, por temor de parecer hipócritas y cristianos. No quieras, pues, ser tú más bien siervo del mundo que de Jesucristo. Imita a san Agustín, que decía: «Pensad de Agustín lo que os plazca, lo que deseo, lo que busco, es que mi conciencia no me acuse delante de Dios.»

Oración: Concédenos, oh Dios omnipo­tente, que los que veneramos el naci­miento para el cielo de tu bienaventurado mártir Julián, seamos fortalecidos por su intercesión en el amor de tu santo Nom­bre. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Flaviano, patriarca de Constantinopla. — 18 de febrero (t 449)

do a Epiro, murió de los malos tratamientos que había recibido. El emperador, abrió finalmente les ojos y reconoció su culpa, pero su mayordomo Crisaño, que fué el autor de toda aquella t ra-

. ma sacrilega, perdió el favor del príncipe y acabó su vida crimi­nal condenado a una vergonzosa muerte. El Papa san León había escrito una carta a Flaviano pa­ra consolarle y animarle a su­frir por amor de Cristo las per­secuciones y trabajos que pade­cía, pero cuando llegó la carta a su destino, ya había pasado de esta vida nuestro santo, y re ­cibido en el cielo la recompensa

de su invencible entereza y de sus grandes méritos.

El ilustre defensor de la fe católica san Flaviano servía al Señor en su ministerio sacerdotal, y tenía a su cargo los tesoros de la Iglesia de Constantinopla, cuando por muerte del patriarca Proclo, fué ele­gido para aquella dignidad, con singular aplauso de los fieles católicos y grande enojo de los herejes. Uno de sus mayores enemigos era Crisafio, favorito del empe­rador Teodosio el Joven, y arbitro de la débil voluntad del príncipe, a quien indu­jo a pedir a Flaviano algunos presentes con ocasión de su elevación al patriarcado. El santo pastor, conforme a la costumbre de su Iglesia, envió al emperador no más que algunos panes bendecidos en señal de paz y comunión oon la Iglesia de Cristo. Indignóse al verlos Crisafio, y mandó a decir al santo que debía enviar otra cosa; a cuya demanda respondió Flaviano con grande entereza, que él era enemigo hasta de toda sombra de simonía, y que los bie­nes de la Iglesia no habían de emplearse en obsequio del emperador, sino en la honra de Dios y alivio de los pobres. Ru­gió de coraje el cortesano al recibir esta respuesta del santo pontífice, y juró que había de perderle a todo trance. Mas no temió sus fieros y amenazas el valeroso defensor de la fe de Cristo, y antes con­denó solemnemente en concilio al here-siarca Eutiques, que era pariente de aquel mayordomo de palacio, y apeló al Papa León contra e^conciliábulo de los herejes, oue se juntaron para deoonerle de su Si­lla. Entonces, como lobos carniceros y ajenos a toda humanidad y respeto, se arrojaron contra el santo Patriarca, le hi­rieron con sus varas, le acocearon y mal­trataron de suerte que al ll?gar desterra-

Reflexión: No han sido pocas, sino mu­chas las persecuciones que ha sufrido la Iglesia de Cristo, sin más razón que la co­dicia _ de sus perseguidores. Murmuraban un día de las sagradas Ordenes religiosas algunos corifeos de la política liberal, pon­derando con grande encarecimiento la re­lajación de algunos monasterios y conven­tos, los cuales, decían, merecían ser que­mados como lo fueron. Al oír esto un buen católico que se hallaba presente, replicó diciendo: Todavía no habéis dicho cuál fué el mayor pecado de los frailes para que merecie-an ser exterminados y tan bárba­ramente degollados. No fué, añadió, la re ­lajación ni otro vicio, que fácilmente to­lera estas cosas el gobierno liberal. El mayor pecado que tenían aquellos frailes era que estaban ricos. Esta fué la causa principal de la quema de los conventos,' y suele serlo también de las murmuracio­nes y calumnias con que los enemigos de la Iglesia no cesan de combatirla. Si lo­gran despojarla y reducirla a suma mise­ria, entonces la afrentan y menosprecian.

Oración: Rogárnoste, Señor, que oigas benignamente las súplicas que te dirigi­mos en la solemnidad de tu confesor y pontífice Flaviano, y que por su interce­sión y merecimientos nos absuelvas de to­dos nuestros pecados. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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postrado y bañado en tiernas lágrimas. Así vivió san Alvaro crucificado con Cris­to, hasta que entendiendo que era llegada la hora de unirse con El en la gloria de su reino, recibió el sagrado Viático, y que­dándose en una agradable suspensión, en­tregó su alma al Creador a la edad de setenta años.

San Alvaro de Córdoba, confesor. — 19 de febrero. ( t 1430)

Uno de los varones ilustres que florecieron en España en el si­glo XIV fué san Alvaro, el cual nació en la ciudad de Córdoba de la excelentísima casa de los duques de este título, y fué de­coroso ornamento de la Orden Dominicana. Dedicóse a un mis­mo tiempo que san Vicente Fe-rrer al ministerio apostólico de la predicación, para combatir el desorden general, causado en to­da la cristiandad por el dilatado cisma de tres antipapas, y ex­tendió sus conquistas evangélicas a varias provincias de España, Portugal e Italia, no habiendo pecador tan obstinado que pu­diese resistirse a su triunfante elocuencia. Obligóle la reina Catalina a dirigir su conciencia, y a expensas de su infatiga­ble actividad y con la ayuda de san Vi­cente Ferrer calmó las tempestades que agitaban el á^nimo generoso de la sobera­na, y los reinos de Aragón y de Castilla, y se retiró después a su amada soledad en el convento de Scala coeli, que labró a una legua de Córdoba. Aquí soltó el santo las riendas a su fervor. Desnudá­base las espaldas, y azotándose con una cadena de hierro, subía de rodillas por una agria cuesta, sembrada de puntas pe­netrantes de la misma roca, y en llegan­do a una cueva, donde estaba una ima­gen de Nuestra Señora de las Angustias, en todo semejante a la del convento de san Pablo, continuaba la disciplina con tanto rigor, que dejaba el suelo y las pa­redes bañadas en sangre. Viéronle mu­chas veces en ese santo ejercicio, soste­nido de los brazos por los ángeles, los cuales le alumbraban y separaban del ca­mino las piedras para que no le lastima­sen. Y entre otros regalos que recibió de su Amor crucificado este abrasado sera­fín, uno fué que pasando un día a su con­vento de Córdoba, y viendo en el camino a un pobre enfermo tan desnudo y tan lastimoso que moviera a piedad al pecho más duro, cargándolo sobre sus hombros, partió con él al convento, y entrando en la portería con la piadosa carga, y acudiendo los religiosos a bajar de los hombros del santo al enfermo, luego que lo descubrie­ron hallaron una imagen de Cristo cruci­ficado. Espantáronse a la vista de aquel soberano espectáculo, y el santo, prorrum-

piendo en expresiones amorosas, le adoró

Reflexión: Al leer la vida de este va­rón tan santo, por ventura te has inquie­tado al verte tan miserable y sin ningún mérito. Haz, pues, lo que buenamente pue­das para satisfacer por tus culpas y agra­dar a aquel benignísimo Señor a quien ofendiste, y pon toda tu esperanza en sus divinos e infinitos merecimientos, y no temas, que no te condenará ni te privará de la gloria de su reino. Mira lo que dice el apóstol: «Doctrina fiel y verdadera es que Jesucristo vino a este mundo a salvar a los pecadores. Dióse a sí mismo por nos­otros para librarnos de toda maldad, y por su misericordia nos redimió, para que renovados con su gracia, esperemos ser herederos de la vida eterna.» (í, Tit. I.) ¿Qfcién no se anima con tales promesas? ¿Quién con tal esperanza podrá desmayar y caer en la desesperación?

Oración: Atiende, Señor, a las súplicas que te dirigimos en la solemnidad de tu bienaventurado confesor Alvaro, para que los que no confiamos en nuestros méri­tos, seamos ayudados por las oraciones de aquel santo que fué de tu agrado. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Euquerio, obispo y confesor. — 20 de febrero. (t 743)

El bienaventurado san Euquerio nació en Orleans, ciudad principal de Francia, de padres nobles, ricos y piadosos, y aun­que estaba dotado de los dones naturales que el mundo estima, mucho mayor era el adorno y atavío de su alma, y así hu­yendo de las tempestades del siglo, se aco_ gió al puerto seguro de la Religión, y en el monasterio Cemético tomó el hábito de monje. Fué tan grande la luz de su. santa vida, que muriendo en aquella sazón el obispo de Orleans, que era su tío, todo el pueblo envió una embajada a Carlos Maríel (que aunque no era rey, goberna­ba el reino de Francia como si lo fuera) suplicándole que les diese a Euquerio por obispo. No se puede creer la pena que r e ­cibió el santo cuando lo supo, pero bajó la cabeza y llorando él, y llorando los monjes, se partió del monasterio y vino a Orleans, donde fué consagrado de los obispos y colocado en su cátedra con ex­traño regocijo de todo el clero y pueblo. Hizo el santo su oficio de pastor con gran vigilancia y cuidado, y todos le querían y reverenciaban como a padre, y publica­ban sus alabanzas por todas partes. Mas todo esto no bastó para que no padeciese muchos trabajos, porque como reprendie­se a Carlos Martel porque se metía en ¿os bienes de la Iglesia como si fuera señor de ellos, mal aconsejado el príncipe por ministros codiciosos y lisonjeros, desterró al santo obispo a la ciudad de Colonia. Aquí fué recibido como un ángel venido del cielo, y regalado y servido tanto, que Martel, temiéndole, le envió al duque Ro­berto, amigo suyo, para que le guardase, y el duque, conociendo los méritos de Euquerio, le recibió con suma alegría y

le entregó su hacienda para que la repartiese a los pobres a su voluntad. Mas el santo no quiso del duque sino que le dejase l i­bremente en la iglesia de san Trudón, donde olvidado de to­dos los cuidados de la tierra, se entregó enteramente a las cosas del servicio divino. Seis años pa­só en aquel retiro, llevando una vida enteramente celestial; mul­tiplicó sus penitencias, austeri­dades y vigilias, y pasaba los días y gran parte de las noches en la oración. Fué tanta la fuer­za de su buen ejemplo, que con su vida santísima se movieron los monjes del monasterio de

aquel lugar, a la imitación de las heroicas virtudes del santo prelado, porque no les parecía sino ver en él un venerable ana­coreta venido del desierto, o un ángel re ­vestido de carne humana. Finalmente, queriendo el Señor premiar los trabajos de su siervo fidelísimo, le llamó para sí, del destierro a la patria feliz de los bien­aventurados por una muerte preciosa. Fué su dichoso tránsito el día 20 de febrero, y al poco tiempo ilustró el Señor el sepul­cro del santo con muchos y estupendos milagros.

Reflexión: No hay duda sino que nues­tro Señor ha dado severísimos castigos a muchos que han metido las manos en los tesoros de la Iglesia, y de esto hay gran­des y numerosos ejemplos así pasados co­mo presentes, y puesto caso que Carlos Martel no se condenase, aunque lo pien­san algunos por una revelación que citan de san Euquerio, con todo es lo cierto que padeció una pena temporal de angustias y aflicciones durísimas que le acabaron la vida, como dice el cardenal Baronio. Y así, no sin mucha razón ha sido celebrada la expresión de un hombre político de nues­tros tiempos que decía: «Yo no sé lo que tiene la carne del Papa, que quien la co­me, revienta.»

Oración: Rogárnoste, Señor, que oigas nuestras súplicas en la solemnidad de tu bienaventurado confesor y pontífice Eu­querio, y por los méritos e intercesión de este santo que dignamente te sirvió, ab­suélvenos de todos nuestros pecados. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Severiano, obispo y mártir. — 21 de febrero. (t 452)

Gobernaba el glorioso san Se­veriano su Iglesia de Escitópolis en Palestina, como celoso y vigi­lante pastor, procurando que su clero fuese delante de los segla­res con su ejemplar vida, que las iglesias fuesen bien servidas y adornadas, que el pueblo fuese' enseñado en la ley de Dios, que se corrigiesen los vicios, acrecen­tasen las virtudes y creciesen las obras de piedad, y que a todos los fieles, así seglares como ecle­siásticos y religiosos huyesen de toda sombra de herejía y conser­vasen en toda su entereza la ver­dadera doctrina de la Iglesia ca­tólica. Bajo el reinado de Mar­ciano y de santa Pulquería, el santo abad Eutimio y la mayor parte de los monjes de Palestina habían recibido con sigular reverencia y sumisión los decretos del concilio de Calcedonia que condenaba la herejía de los Eutiquianos, los cuales po­nían mácula en la divinidad de Jesucristo, pero no faltó un monstruo del infierno lla­mado Teodosio, que mal hallado con su vocación religiosa, se divorció de Cristo y comenzó a perturbar los monasterios, y con el favor de la emperatriz Eudoxia, que era viuda de Teodosio el Joven y vi­vía en Palestina, cobró grandes bríos para hacer guerra a la Iglesia de Dios. Llevó a tal extremo su osadía, que se sentó en la silla patriarcal de Jerusalén, desterrando de ella al legítimo patriarca Juvenal, y poniéndose luego a la cabeza de un ejérci­to de herejes y bandidos, persiguió de muerte a los católicos e inundó de sangre toda aquella tierra. Llegaron también a-quellos bárbaros a Escitópolis, y como el santo obispo Severiano resplandecía como sol en aquella Iglesia de Cristo, fué una de las primeras víctimas de su ciego fu­ror, porque después de haberle prendido y atado, le arrastraron con grande crueldad fuera de la población, y allí le apalearon y sacrificaron con la inhumanidad que. es propia de los herejes. Perdonó i el Señor a sus mortales enemigos, y selló con su san­gre la verdadera fe de nuestro Señor J e ­sucristo, alcanzando así la corona de ilus­tre mártir. Con el ejemplo de su cristiana fortaleza se movieron muchos celosos mi­nistros del Señor a predicar sin temor de la muerte la divina palabra a toda aque­lla cristiandad, por lo cual en lugar de arruinarse y deshacerse, se acrecentó ma­

ravillosamente con grande espanto y con­fusión de los herejes, y señalada gloria de Jesucristo y de su verdadera y divina Iglesia católica.

*

Reflexión: Los herejes siempre han si­do los mismos: rebeldes, orgullosos y ho­micidas como Lucifer, padre de todos los apóstatas y herejes. Ellos burlan y hacen escarnio de la llaneza y simplicidad que hay en Cristo, desprecian las santas tradi­ciones de la Iglesia, blasfeman de los san­tos y santas de Dios, y aborrecen y per­siguen con loco atrevimiento a todos los fieles católicos. Ellos se tienen por los sa­bios, por los hombres discretos y humanos, y con todo se fingen unas monstruosida­des de doctrinas abominables y perversas, y sólo para sí quieren la libertad de pen­sar y de obrar a su antojo, y no hay lobos más feroces que estos hombres sin entra­ñas, cuando a su salvo pueden hacer p re ­sa en el rebaño de Cristo. Tú ruega a Dios con cuidado que los convierta, y abomi­nando de sus pestilenciales errores, guár­date de ser muy amigo de tu propio pare­cer, y obedece a Jesucristo, doctor divino de los hombres, y a su santa Iglesia infali­ble, en la cual está depositado el tesoro de la verdad de Dios.

Oración: ¡Oh Dios omnipotente! vuelve los ojos piadosos sobre nuestra flaqueza, y pues nos oprime el peso de nuestras ac­ciones culpables, ampáranos por la inter­cesión gloriosa de tu bienaventurado pon­tífice y mártir san Severiano. Por Jesu­cristo, nuestro Señor. Amén.

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La Cátedra de san Pedro en Antioquía. — 22 de febrero. (Año 40 de J. C.)

la ciega gentilidad adoraba; para que resplandeciese más la nueva luz del Evangelio en aquel abis­mo tan profundo y de tanta obs­curidad, y conquistada la cabe­za y el alcázar del imperio ro­mano, más fácilmente se suje­tasen las demás ciudades y pro­vincias al suave yugo de la fe de Cristo, que había venido del cie­lo para alumbrar y salvar a to­dos los hombres.- Y así nuestro Señor, que fué declarado Rey en aquel título que en tres lenguas: hebrea, griega y latina, se puso sobre, el glorioso estandarte de la cruz, ordenó que el Príncipe de los apóstoles, san Pedro, pre­

dicase como Vicario de Cristo, primero a los judíos, después a los griegos y final­mente a los romanos, para que se enten­diese que era pastor universal de todos, y que lo son sus sucesores.

Reflexión: Desde que san Pedro puso su Cátedra en Antioquía ha habido sin cesar en la tierra un soberano tribunal que con divina autoridad ha fallado siempre en las cuestiones más graves que pueden ofrecerse a los hijos de Adán. ¿Vamos bien o mal a nuestro eterno destino? A esta du­da espantosa sólo puede responder y res­ponde seguramente el lugarteniente de Cristo sobre la tierra. Visitóla el Hijo de Dios, que era la luz increada: enseñó a los mortales la verdad de Dios en*su divino Evangelio, y subiendo después a los cielos de su gloria, constituyó a san Pedro y a sus legítimos sucesores oráculos de su verdad hasta el fin de los siglos. Reconoz­camos, pues, este grande e incomparable beneficio; celebremos con toda la venera­ción de nuestras almas la Cátedra de san Pedro, y cuando se trate del negocio de toda nuestra eternidad, digamos: yo no quiero fiarme de las doctrinas de los hom­bres, ni aun de mis propias ideas, sino de las doctrinas de Cristo Dios y de su santa Iglesia.

Oración: ¡Oh Dios y Señor! que entre­gando las llaves del reino celestial a tu apóstol el bienaventurado san Pedro, le diste potestad para atar y desatar los la­zos de la culpa, te suplicamos que por su intercesión seamos libres de las cadenas de nuestros pecados. Por Jesucristo, nues_ tro Señor. Amén.

La Cátedra de san Pedro en Antioquía la celebra la santa Iglesia para declararnos el beneficio que todo el mundo recibió en la institución de la Cátedra apostólica, y en la potestad que Cristo nuestro Señor dio al Príncipe de los apóstoles, cuando le hizo su Vicario y piedra fundamental de la Iglesia. Después que el Señor subió a los cíelos, el glorioso apóstol san Pedro co­menzó a ejercitar su oficio de Pastor uni­versal, presidiendo en los concilios de J e -rusalén y hablando como lengua de todos ios otros apóstoles, mas pasando luego a Siria, entró en la ciudad de Antioquía, que era metrópoli de las demás, donde por divina ordenación había de poner su pr i­mera Cátedra. Allí padeció al principio muchas y graves tribulaciones, y fué es­carnecido,' afrentado, encarcelado y per­seguido por los que eran enemigos de la luz y de la verdad, pero después que re ­cibieron el Evangelio, y salieron de la ce­guedad en que estaban, le honraron m u ­cho, y aun edificaron un templo al Dios verdadero y pusieron en él una Cátedra

- en que el santo apóstol se sentase para predicarles y satisfacer a sus dudas y de­clararles cuál era la verdadera doctrina de Dios. Y fueron tantos los que se convirtie­ron, que allí comenzaron los fieles a l la­marse Cristianos, llamándose antes con el nombre de Discípulos. Siete años estuvo san Pedro en Antioquía, aunque no siem­pre moraba en aquella ciudad, sino que como Pastor universal visitaba las otras iglesias. Traspasó después su Silla apostó­lica a la ciudad de Roma, que era señora del mundo, y abrazaba en sí, como dice san León, a todos los monstruos de los falsos dioses que en las otras provincias

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San Sereno, monje y mártir. (t 307)

23 de febrero.

El glorioso anacoreta y mártir san Sereno, fué griego de nación, y trae su genealogía espiritual de aquel gran celador de la honra de Dios y santísimo profeta Elias, cuyos discípulos y descendientes, desterrándose por, los desiertos, vivían sobre la tierra como án­geles en carne humana. Moraba, pues, san Sereno en Sirmio de Pannonia, donde tenía un huerto que labraba y cultivaba para proveer a su necesario sustento, gastando el resto del tiempo en la contemplación de las cosas ce­lestiales. Vino un día al huerto del santo una mujer hermosa y liviana, esposa de un grande a-migo del emperador, y viendo allí unas flores bellísimas, que el santo había plan­tado para su honesta recreación, se puso a cortarlas, imaginando que por ser ella señora tan principal, tenía autoridad para todo, y no había de reparar en el disgus­to que causaba al humilde solitario, a quien como mujer gentil miraba con sumo desprecio. Mas nuestro santo le echó en cara su descortesía, y como viese no ser aquella hora, ni el venir sola, decente a su autoridad, honestidad y modestia, repren­dióla ásperamente, diciéndola que no con­venía a su persona y calidad entrar en el huerto de un solitario monje, y luego con una santa ira, la echó fuera. La mujer, que así se vio a su parecer despreciada, es­cribió una carta a su marido, desacredi­tando la virtud del honestísimo monje con una atroz calumnia. Irritóse sobremanera el celoso marido, y acusó a Sereno delante del emperador, el cual mandó que se h i ­ciese información de aquel falso crimen para que se castigase al reo como se me­recía. Dio el santo cuenta de sí con tan admirable llaneza, que bien entendió el juez su inocencia, y le absolvió. Entonces, el perverso marido, por instigación de la mala hembra, le acusó y denunció por cristiano y capital enemigo de los dioses del imperio, por lo cual Maximiliano le mandó prender de nuevo y le obligó a sacrificar a ios ídolos, o al menos a hin­car como él la rodilla para adorarlos. Ne­góse el santo a esta sacrilega veneración de los demonios, y como perseverase cons­tante en la confesión de Jesucristo, sin que bastasen ruegos y amenazas a quebrantar su fe, mandó el tirano eme le cortasen la

cabeza, y en este suplicio recibió el santo la corona del martirio y de su virginal honestidad.

Reflexión: No es nuevo en el mundo ser perseguido de mujeres livianas y an­tojadizas la honestidad de los varones jus­tos, y así es digno de alabanza el bien­aventurado Sereno cuando considerando el riesgo que podía venirle a su bendita alma de semejante compañía, por ser la mujer deshonesta fuego y rayo que de re ­pente abrasa y hiere, reprendióla y la echó fuera de su jardín por conservar más pura su castidad, mereciendo por este triunfo la corona y palma del martirio. Y aquí has de sabor, hijo mío, y asentar bien en tu corazón y en tu memoria, que en estas y demás batallas de la castidad, el que hu­ye es^el más fuerte, y el que mejor sabe huir, triunfa con mayor gloria de este ca­pital enemigo. Apártate, pues, de las con­versaciones y amistades peligrosas; huye de los espectáculos profanos, y ataja cual­quiera pensamiento o imaginación contra­ria a la santa pureza. Si quieres ser casto, esto has de hacer; y si esto no haces, es porque no quieres ser casto.

Oración: ¡Oh Dios omnipotente! concé­denos por la intercesión de tu bienaven­turado mártir Sereno, que seamos libres de todas las adversidades del cuerpo, y limpios de todos los malos pensamientos del alma. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Matías, apóstol. — 24 de febrero. (t 60 de J. C.?)

Habiendo caído el traidor Judas de la cumbre del apostolado, y acabado la vida con desdichado fin, escribe san Lucas en los Hechos Apostólicos, que después de la Ascensión de Cristo nuestro Salvador a los cielos, estando todos los apóstoles y los otros discípulos del Señor juntos, se le­vantó san Pedro como cabeza y Pastor universal de todos, y después de haberles referido brevemente la maldad y castigo de Judas, les dijo que para cumplirse la profecía de David, se había de escoger uno de los que allí estaban y habían conversa­do con Cristo desde el bautismo de san Juan Bautista, hasta el día en que .subió a los cielos, y pareciendo bien a todos los que allí estaban, y eran como ciento y veinte personas, de común acuerdo esco­gieron dos entre todos: a José, que por su gran santidad llamaban Justo, y a Ma­tías. Ambos eran de los setenta y dos dis­cípulos. Pusiéronse luego todos en ora­ción, suplicando humildemente al Señor que pues él solo conocía los corazones, les manifestase a cuál de los dos había esco­gido, y cayó la suerte sobre Matías, con­curriendo con gran consentimiento los vo­tos en su persona. Desde aquel día fué contado con los once apóstoles, y habiendo-recibido con ellos y los discípulos el Es­píritu Santo, comenzó a predicar el miste­rio escondido e inefable de la Cruz, con gran santidad de vida y con una lengua de fuego divino que encendía los corazo­nes de los que le oían. Después, en el r e ­partimiento que hicieron los sagrados apóstoles de las provincias en que habían de predicar, a san Matías le cupo Judea, donde convirtió muchos pueblos al Se­ñor, y penetrando con su predicación y

doctrina hasta lo interior de Etio­pía, padeció muchos y muy gra­ves trabajos de caminos por t ie­rras ásperas y fragosas, y de persecuciones de los gentiles. F i ­nalmente, después de haber a-lumbrado con la luz de Cristo muchos pueblo's que estaban asentados en tinieblas y sombras de muerte, selló como los demás apóstoles, con su sangre, la doc­trina del Evangelio, muriendo a-pedreado y descabezado por amor de su divino Maestro. Su sagra­do cuerpo, según la más constan­te tradición, fué traído a Roma por santa Elena, y hasta hoy se venera en la iglesia de santa Ma­

ría la Mayor, la más considerable parte de sus reliquias. Asegúrase que la otra parte de ellas se la dio la misma santa empera­triz a san Agricio, arzobispo de Tréveris, quien las colocó en la iglesia llamada de S. Matías.

Reflexión: Nos dice el Espíritu Santo: «Conserva la gracia que tienes para que no reciba otro tu corona.» Y la infelicísi­ma suerte de Judas, a quien arrebató san Matías la corona gloriosa del Apostolado, nos ha de hacer temblar y entender que no hay lugar seguro en esta vida, si el hombre no vive con cuidado y recato, pues Lucifer cayó en el cielo, nuestro padre Adán en el paraíso, y Judas en el Colegio apostólico en compañía del Señor. ¡Oh qué tremendos son los juicios divinos! Te­me, pues, y ama a Dios. Guarda con toda diligencia tu corazón y procura tenerlo siempre limpio y puro; si pecares, humí­llate, y por muchos y muy graves que sean tus pecados, aunque negares a Dios y vendieres a Cristo (que nunca el Señor lo permita) , nunca desesperes, como Judas, del perdón, porque nunca puede ser tan grave tu malicia, que sobrepuje a la mise­ricordia de Dios. Mas si te obstinares en tus pecados, si quisieres estar de asiento en tus vicios, teme a aquel Señor que pue­de dar a otro la corona que te había re ­servado en el cielo.

Oración: ¡Oh Dios! que te dignaste agregar al Colegio de tus apóstoles al bien­aventurado san Matías, concédenos por su intercesión que experimentemos siempre los efectos de tus misericordiosas entra­ñas. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Tarasio, obispo de Constantinopla. — 25 de febrero. " (t 806)

, Nació el santísimo obispo Ta­rasio en la ciudad de Constanti­nopla de padres tan ilustres por su nobleza como por su religión y piedad. Criaron al niño con gran cuidado y entre otros bue­nos consejos que le daba la ma­dre, no cesaba de avisarle que huyese de toda mala compañía. Por esta causa cuando, termina­dos sus estudios,* resplandeció a los ojos de todos por sus vir tu­des y talentos, y se vio ensal­zado hasta la dignidad de cón­sul y de primer consejero del reino, en el imperio de Constan­tino y de la emperatriz Irene su madre, no se desvaneció con el falso brillo de la gloria del mundo, ni los atractivos de la corte menoscabaron un punto la entereza de su inocencia y de sus laudables costumbres: y así por una. mara­villosa disposición del cielo, a la cual no pudo resistirse el santo, pasó del palacio del emperador a la cátedra patriarcal de Constantinopla, siendo consagrado obispo el día de la Natividad del Señor, para nacer de nuevo y comenzar desde aquel día una nueva vida. Sacó de su palacio todas las alhajas y muebles preciosos; se acostaba el último y se levantaba el pri­mero, y se mostraba padre de todos, sien­do los pobres sus hijos más amados y fa­vorecidos. Pero a los herejes siempre los aborreció y persiguió como a enemigos de Dios y de la verdad divina, y empleó to­das sus fuerzas para domar la sacrilega osadía de los inococlastas que destruían con supersticioso furor las santas imáge­nes. A instancias del santo congregóse el séptimo concilio general, al cual asistió, ocupando en él el primer lugar después de los legados del Papa, y cuan,do el empe­rador Constantino V repudió a la empe­ratriz María, su mujer, para casarse secre­tamente con su concubina Teodora, el san­to patriarca condenó aquel abominable matrimonio, e hizo todo lo que pudo pa­ra deshacer aquel escándalo.. Finalmente, después de haber llevado con admirable fortaleza las increíbles persecuciones que padeció por querer remediar tan grande mal, descansó en la paz del Señor y fué a recibir del Rey del cielo la recompensa de sus virtudes que le negaron los prín­cipes de la tierra. El adúltero monarca, cuya liviandad había causado al santo

tan amarga aflicción, y a todos sus pue­blos tan grande escándalo, acabó su tor­pe vida con muerte desastrada en que se echó de ver la poderosa mano del Señor que justamente le hería y tomaba ven­ganza de aquella iniquidad.

Reflexión: El que imagina que en esta vida ha de ser recompensada la virtud v castigada la maldad como merece, yerra torpemente. Porque fuera de algunos casos en que nuestro Señor hace resplandecer en este mundo su justicia soberana, ni los buenos ni los malos llevan acá su mereci­do. Si cuando pecamos sintiésemos al pun­to el azote de Dios, y cuando obramos el bien tuviésemos luego a los ojos el pre­mio, le sirviéramos como esclavos, como niños y como bestias, sólo por el temor del azote y por la golosina de la recom­pensa. No quiere eso nuestro Señor: quiere que le sirvamos con toda libertad, que le amemos como hijos, aun sin temor del castigo ni esperanza del premio: y suficiente conocimiento ha dado a los hombres para comprender que no falta­rá después la recompensa o castigo, con­forme a sus obras y conforme a la ley de la soberana justicia de Dios.

Oración: ¡Oh Dios omnipotente! concé­denos que la venerable solemnidad de tu bienaventurado confesor y pontífice Ta­rasio, acreciente en nosotros el espíritu de la devoción y la gracia de nuestra eterna salud. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén. ,,.«

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San Porfirio, obispo. — 26 de febrero. (f 420)

Nació el glorioso san Porfirio en Tesa-lónica, de familia muy ilustre y opulen­ta, y habiéndole educado sus cristianos padres en el santo temor de Dios, y en las letras humanas y divinas, a la edad de veinticinco años se retiró a Egipto, donde se consagró enteramente al servicio de Dios abrazando la vida religiosa en el fa­moso monasterio de Sceté. Perseveró allí cinco años ejercitándose en la humildad y en la penitencia. Visitó después con gran devoción los santos lugares de J e -rusalén, y en una maravillosa visión que tuvo en el monte Calvario, cobró sobre­naturales fuerzas para adelantarse en el camino de la cruz de Cristo, que vio muy gloriosa y resplandeciente. Repartiendo después sus bienes a los pobres, puso su asiento en una gruta de las riberas del Jordán, donde aprendió el oficio de curti­dor para ganarse el sustento necesario. Pero llegando la fama de sus grandes vir­tudes al patriarca de Jerusalén, le sacó de su vivienda, y le mandó que se ordenase de sacerdote para que su doctrina y vir­tud resplandeciesen con mayor brillo en la Iglesia de Dios. Por este tiempo quedó vacante la Silla de Gaza, y todos pusierpn los ojos en el santo sacerdote Porfirio, el cual aceptó aquella dignidad con muchas lágrimas, mas con grandísimo fruto y acrecentamiento del rebaño de Jesucris­to. Porque con la divina fuerza de su p re r dicación redujo muchos infieles a la santa fe, reprimió a los herejes Maniqueos, y destruyó las reliquias de la idolatría que aún habían quedado en su diócesis. Era varón de Dios, poderoso en obras y pala­bras y lleno del espíritu del Señor. A su voz caían por tierra los ídolos de los raí­

ganos

sos dioses, los enfermos recobra, ban la salud, y no parece sitio que todos los elementos se mos­traban sumisos y rendidos al im­perio de su voluntad. Final­mente, después de una vida lle­na de virtudes y maravillas, lle­gando el santísimo prelado a la edad de sesenta y siete años, muy quebrantado por sus penitencias y consumido por el ardor de su celo, descansó en la paz del Se­ñor, con la singular consolación de dejar su ciudad y diócesis no solamente limpias de toda la pes­tilencia de las herejías que las contaminaban, mas también pu­rificadas de los vicios de los pa-

y hermoseadas con el resplandor de las cristianas virtudes.

Reflexión: Mucho hizo y trabajó el san­to obispo Porfirio en su diócesis para lim­piarla de la herejía, y de los vicios y erro­res de la gentilidad; pero al fin de su vi­da pudo ofrecer a Jesucristo una Igle­sia pura, hermosa y sin mancha. Imiten este celo cuantos tienen obligación de guiar a otros por el camino de la virtud y especialmente los padres y cabezas de las familias cristianas. Sí, padres de fami­lia: vosotros sois constituidos por Dios como obispos y prelados de vuestra casa: y esa casa y familia que gobernáis es vues­tra iglesia y vuestro sagrado rebaño. Ve­lad, pues, con toda solicitud sobre ella, y no permitáis que la inficionen ni los erro­res de la impiedad, ni los vicios del liber­tinaje que pervierten y estragan a tan­tas familias. ¿Cómo podríais, morir t ran­quilamente dejando una familia de hi­jos incrédulos, renegados y perdidos, que serían vuestros verdugos por toda la eter­nidad? Criadlos, pues, en santo temor de Dios, inspiradles el amor de las vir tu­des cristianas con vuestras palabras y ejemplos, y así moriréis en paz y ten­dréis la dicha de recobrarlos en el cielo y para gozar siempre de su dulce compa­ñía en aquella eterna bienaventuranza.

Oración: Rogárnoste, Señor, que te dig­nes oír las súplicas que te hacemos en la solemnidad de tu confesor y pontífice Porfirio, para que por los méritos e inter­cesión de este santo que tan dignamente te sirvió, nos absuelvas de todos nuestros pecados. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Leandro, arzobispo de Sevilla. — 27 de febrero. (t 603)

El gloriosísimo apóstol de los go­dos san Leandro, fué hijo de Se-veriano, hombre principal y de gran linaje en Cartagena. Tuvo por hermanos a san Fulgencio, obispo de Ecija, a san. Isidoro, que le sucedió en la Iglesia de Se­villa, y a santa Florentina, aba­desa y maestra de muchas san­tas vírgenes dedicadas al Señor. , Dando libelo de repudio al mun­do, tomó el hábito de san Beni­to, y resplandeció tanto por su santa vida y doctrina, que por común consentimiento de to­dos fué elegido para la cátedra arzobispal de Sevilla. Reinaba a la sazón Leovigildo, rey godo y hereje arriano y enemigo de los católicos; y como su hijo Hermenegildo hubiese abrazado muy de corazón la verdadera fe, hubo entre el padre y el hijo muchos y muy grandes disgustos y contiendas por causa de la religión, y vino el negocio a tanto rompimiento, que el reino se divi­dió en dos bandos, de católicos y here­jes. Mas cayó el hijo y príncipe Hermene­gildo en manos de su padre; el cual le encarceló y cargó de duras prisiones y fi­nalmente le hizo matar, por no haber que­rido comulgar por mano de un obispo arriano, que el padre le había enviado a la cárcel el día de Pascua. Desterró luego de España a los obispos católicos, princi­palmente a san Leandro y a san Fulgen­cio su hermano, se apoderó de los bienes de las Iglesias y dio muerte a muchos ca­tólicos. Mas cuando la tempestad estaba más brava y furiosa, comenzó el rey a reconocer su gran pecado, para lo cual le ayudaron algunos milagros que obró el Señor en el sepulcro de su hijo mártir, y una enfermedad de la cual falleció, enco­mendando a Recaredo, su hijo, que tu­viese en lugar de padre a san Leandro y a san Fulgencio. Así, pues, Recaredo des­pués de la muerte de su padre, por con­sejo de san Leandro hizo juntar un con­cilio nacional, que fué el tercero Toleda­no, en el cual se halló san Leandro, y aun-presidió en él (como dice san Isido­ro su hermano) . Celebróse este famoso concilio con grande paz y conformidad, y el rey se mostró piadosísimo y celosísi­mo de la fe católica, la cual abrazaron universalmente todos los godos, y san Leandro hizo una docta y elegante ora­ción, alabando a nuestro Señor por las

mercedes que había hecho aquel día a to­da la nación y reino de España, y a toda la Iglesia católica. Finalmente, volvien­do san Leandro a su Iglesia de Sevilla, y gobernándola como Santísimo prelado, pasó de esta vida mortal a la edad de ochenta años para recibir de la mano del Señor la Corona de sus grandes mereci­mientos.

Reflexión: La unidad de la fe católica, fué el mayor beneficio que recibió Es­paña de la bondad de Dios por medio del glorioso san Leandro; y la pérdida de es­ta unidad ha sido el mayor azote que po­día venir sobre nuestra desventurada pa­tria. Cuando España era católica, y más católica que todas las demás naciones, floreció tanto en las virtudes, en las ar­mas, en las artes y en las ciencias, que llegó a ser la primera y más poderosa na­ción del mundo. ¿Y qué hemos sacado de abrir las puertas a las herejías e impieda­des de los extranjeros? La pérdida de la fe, de la honra, del poder, de la riqueza, de la paz, en una palabra: la ruina del cuerpo y del alma. Estos son los frutos del liberalismo infernal en España; y el mayor de todos sus males es la ceguedad en que se halla para no ver que todos es­tos azotes son justos castigos de su pre­varicación.

Oración: ¡Oh Dios! que desterraste de España la pravedad arriana por la doc­trina de tu santo confesor y nontífice Leandro, rogárnoste por sus méritos y oraciones, que concedas a tu pueblo que se conserve siempre libre de toda plaga de errores y de vicios. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Román, abad. — . (f 460)

28 de febrero.

El glorioso san Román fué natural del condado de Borgoña; y hallándose bien enseñado en la ciencia de los santos por el abad de León llamado Sabino, retiró­se a un desierto del monte Jura, que se­para el Franco Condado del país de los suizos. Allí encontró un chopo de enor­me corpulencia cuyas ramas entendidas y entretejidas formaban un techo que le defendían así de la lluvia como de los rayos del sol: y no lejos del árbol brota­ba una fuente de agua cristalina, rodea­da de zarzas llenas de unas como acero­las silvestres. Allí vivió muchos años el santo como ángel en carne humana, >y allí le visitó su hermano Lupiciano, guia­do por soberana inspiración, que le mo­vió a dar también de mano al siglo, y go­zar de las espirituales delicias que halló su hermano en aquella soledad. Comenza­ron luego a concurrir a aquel yermo al­deanos y ciudadanos, unos por solo vene­rar a los santos hermanos, y otros para hacerse sus discípulos: y tantos fueron estos últimos, que en breves años se la­braron varios monasterios así de hombres como de mujeres, cuya santidad era cele­brada en todo el reino de Francia. Entre otras maravillas que hizo el Señor por mano de san Román, una fué que yendo un día el santo a visitar a sus hermanos los monjes, le sorprendió la noche sin ha­llar otro albergue que el pobre hospicio donde se curaban los leprosos, que a la sa­zón eran nueve. Luego que los vio, hizo calentar un poco de agua, les lavó los pies, y aquella noche se acostó en medio de ellos. Acostados todos diez, los nueve le­prosos se durmieron, velando sólo Román y rezando a Dios salmos e himnos de ala­

banzas. Tocó luego un lado de uno de los leprosos y al instante sanó y se vio libre de la lepra. Tocó a otro, y al instante tam­bién sanó. Despertaron -los dos, y hallándose así milagrosamente limpios, cada uno tocó a su com­pañero que más cerca le estaba para despertarle, y que despierto

" rogase a Román le sanase como a ellos. Pero ¡oh bondad de. nues­tro gran Dios! ¡oh poder grande de la virtud de su siervo Román! Al despertar, todos se hallaron tan sanos y buenos como si en su vida no hubiesen tenido lepra, ni otro mal alguno. Finalmente, después de haber poblado san

Román de santos aquellos desiertos, a los sesenta años de su edad, lleno ya de méri­tos y virtudes, entregó su purísima alma al Señor, con gran sentimiento de sus dis­cípulos que le amaban como a padre y le veneraban como a santo abad y espejo de perfección.

Reflexión: Muy regalados eran de Dios san Román y sus monjes, y era tal la abundancia de dulzura interior, que ape­nas sentían la aspereza de aquellos de­siertos. Perp si tú cuando estás orando, u oyendo Misa, o leyendo algún libro san­to, no experimentas aquel sabroso afec­to de devoción, no dejes por eso lo que hubieras comenzado. Forma un santo de­seo de agradar a Dios, y ofrécele en ala­banza eterna esa esterilidad y trabaja. Porque así no menos agradable le será esa esterilidad que padeces, que una grande abundancia de suavidad, y por ventura más. La devoción racional es más cierta y agradable a Dios que la sensible cuando uno aborrece el pecado y lo abomina y sirve a Dios con una voluntad determina­da y desinteresada, y las cosas en que sa­be que ha de agradar a Dios, las abraza con buen ánimo y las pone por obra. Si tienes esta devoción, no perderás nada de tu trabajo, aunque te falte la otra.

Oración: Suplicárnoste, Señor, que por la intercesión del bienaventurado abad san Román hallemos gracia delante de tu Ma­jestad para conseguir por sus oraciones lo que no podemos alcanzar por nuestros me­recimientos. Por Jesucristo, nuestro Se­ñor. Amén.

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San Rosendo, obispo y confesor. — r de marzo. (t 977)

El admirable obispo san Ro­sendo, nació de una de las más ilustres casas de Galicia y Por­tugal, y fué hijo de los condes don Gutiérrez de Arias y doña Aldara. Procuró con gran cui­dado las bondadosa madre incli­nar al niño a las virtudes cristia­nas y educarle en las letras co­mo a su calidad convenía; y se adelantó de manera en la pie­dad y en el estudio de las cien­cias humanas y sagradas, que habiendo vacado el obispo de Du-mio, todo el clero y el pueblo hi­cieron la elección de prelado en Rosendo que contaba a la sa­zón diez y ocho años. La poca edad e inexperiencia que él alegaba- para huir de aquella dignidad, supliólas venta­josamente con su santidad y maravillosa prudencia. Todos los días predicaba al pueblo la palabra de Dios: mostrábase padre y tutor de los pobres a quienes repartía por su mano largas limosnas, y con su celo apostólico reformó las cos­tumbres de toda su diócesis. A instan­cias del rey don Sancho tomó el go­bierno de la Iglesia de Compostela, en la cual hizo el copioso fruto que el rey deseaba. Invadieron por este tiempo los normandos a Galicia, y los moros a Por­tugal: y estando el rey don Sancho au­sente, congregó nuestro santo prelado Rosendo, un poderoso ejército, y animan­do a las tropas con aquellas palabras de David: Ellos en carros y caballos, y noso­tros en el nombre del Señor, arrojó a los normandos de Galicia, y reprimió a los árabes alcanzando de ellos un glorioso triunfo, por el cual fué recibido en Com­postela con grandes demostraciones de jú­bilo, como a vencedor asistido del cielo. Mas suspirando el santo por la soledad, edificó en el pueblo del Villar el célebre monasterio de Celanova, uno de los más magníficos de la Religión benedictina, donde sirvieron a Dios muchos monjes de sangre noble y de vida santísima. Dióles por padre a Franquila, abad del monaste­rio de san Esteban, y muerto este Santo varón, todos eligieron a san Rosendo. Al­gunos obispos y abades renunciaron la dig­nidad, y muchos señores nobles las gran­dezas del mundo, para tomar el hábito de manos del santo, y ponerse debajo de su paternal gobierno. El Señor acreditaba su santidad con el don de milagros, los

cuales fueron tantos en número, que de ellos se compuso un códice que se conser­vó en el monasterio de Celanova. Final­mente, a los setenta años de su vida san­tísima, envuelto en su cilicio, rociado de ceniza y visitado de los ángeles, entregó su espíritu Si Creador.

Reflexión: En la hora en que murió el santo, preguntándole los monjes anega­dos en lágrimas a qué superior les enco­mendaba, respondió: «Confiad, hijos míos, en el.Señor: poned en él vuestra confian­za, que no os dejará huérfanos. Os enco­miendo _ a Jesucristo, que os redimió con su preciosa sangre, y os congregó en es­te lugar». Bajo su amparo nos hemos de poner también nosotros continuamente pero sobre todo en tiempo de tentación. ¿Qué mejor ayuda? ¿Qué mayor fortale­za para nuestra alma? «Si vinieren ejér­citos contra mí, no temerá mi corazón. Si arreciare la batalla, en El confiaré», dice el profeta. Y a la verdad ¿quién podrá contra nosotros, si está de nuestro lado el Señor? ¿Acaso la tentación? ¿Acaso las angustias? ¿Acaso los trabajos? «Estoy cierto, decía el apóstol san Pablo que con­fiaba en el Señor, que ni la tribulación, ni el hambre, ni las persecuciones serán capaces de vencerme y separarme de la caridad de Cristo.» En él venceremos también nosotros.

Oración: Suplicárnoste, Señor Dios, que favorezcas a tus siervos por los gloriosos méritos de tu confesor y pontífice Rosen­do, para que por su intercesión seamos siempre protegidos en todas nuestras ad­versidades. Por Jesucristo, nuestro Se­ñor. Amén.

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San Simplicio, papa. ( t 483)

2 de marzo.

El celosísimo pontífice de la Iglesia san Simplicio, fué natural de Tibur, (que hoy se llama Tívoli) en la campaña de Roma. Resplandecía ya a los ojos de todos por su virtud y sabiduría y era decoroso or­namento del clero romano, cuando por muerte del gloriosísimo papa san Hila­rio, fué elevado con grande aplauso y con­sentimiento de todos a la dignidad de Vi­cario de Jesucristo, para que como hom­bre enviado de Dios gobernase la nave de la Iglesia, que a la sazón estaba com­batida por grandes olas de persecuciones y herejías. Odoacro que se había hecho dueño de Italia era arriano; los vándalos que reinaban en África, y los godos que habían invadido las tierras de España y de las Galias, eran aún idólatras; el em­perador Zenón, y el tirano del oriente Ba-sílico favorecían a los herejes eutiquinos, y a la ambición de los patriarcas causa­ba mayores estragos que las herejías en la Iglesia de Dios. No es posible decir lo que trabajó el santo Pontífice para re ­mediar tan grandes males. Escribió cartas al emperador obligándole a anular los edictos que Basílico había promulgado contra la religión católica, y a que echase de Antioquía a ocho obispos eutiquianos. Convocó un concilio en Roma en el cual excomulgó a Eutiques, a Dióscoro de Ale­jandría y a Timoteo Eluro. Exhortó a de­fender la autoridad del Concilio de Cal­cedonia. Resistió a la ambición de Aca-rio, que pretendía elevar su Silla de Cons-tantinopla sobre las de Antioquía y Ale­jandría; extendió su solicitud sobre todas las iglesias, consolando a los católicos con sus cartas y limosnas, y como Pastor universal y verdadero padre de los po­

bres, ordenó que los bienes de la Iglesia se distribuyesen en cuatr» partes: la primera para el obis­po, la segunda para los clérigos, la tercera para la fábrica y re ­paración de los templos, y la cuarta para los pobres. Final­mente, después de haber gober­nado la grey de Cristo por espa­cio de doce años, consumido por sus trabajos, descansó en la paz del Señor, y recibió en el cielo la recompensa de sus grandes virtudes y merecimientos.

Reflexión: Cualquiera que ha­ya leído con atención la historia de la Iglesia de Cristo, se mara­villará de su firmeza inquebran­

table, y espantado dirá: ¡Aquí está la ma­no de Dios: aquí está el brazo del Omni­potente! Las obras y edificios de los ro­manos han perecido; y la Iglesia del Se­ñor, con estar apoyada sobre cañas frá­giles (que no son otra cosa aun los hom­bres de su jerarquía) persevera hace vein­te siglos sin menoscabo. Los hombres han hecho todo lo que podían por arruinarla: en eso han empleado sus fuerzas los t i ­ranos, herejes y perseguidores, y no han faltado sacerdotes, obispos y patriarcas que en lugar de defenderla la combatie­ron como los enemigos. Pon donde, cada siglo que pasa, es una ilustre prueba de la divinidad de la Iglesia católica, y de aque­lla promesa que hizo Jesucristo, diciendo: «Las puertas del infierno jamás prevale­cerán contra ella.» (Matth. XVI.) Perse­vera, pues, con toda fidelidad y con­fianza en la fe y en la moral de la Iglesia católica, sin moverte un punto de ella por los vientos de las vanas doctrinas y per­niciosos ejemplos de sus enemigos. Todos los • herejes y perseguidores perecerán, mas nunca perecerá la verdadera Iglesia, de los fieles de Cristo, a los cuales dijo también el Señor: «Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos..

Oración: Rogárnoste, Señor, que te dig­nes oír nuestras preces en la solemnidad de tu bienaventurado confesor y pontífice Simplicio; y que por los méritos e inter­cesión de este santo que tan dignamente te sirvió, nos absuelvas de todos nuestros pecados. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Santa Cunegunda, emperatriz y virgen. — 3 de marzo.

Era santa Cunegunda princesa de muy alta sangre, hija de los condes palatinos del Rhin, y do­tada de extremada hermosura y de todas las gracias que se esti­man en las mujeres. Tomóla por esposa el emperador Enrique, príncipe no menos poderoso que honestísimo, en tanto grado, que se concertó con ella de guardar perpetua castidad y amarse co­mo hermano y hermana y no co­mo marido y mujer. ¡Gloria a Dios que a príncipes tan podero­sos y magníficos dio aliento para aspirar a tan ilustre victoria" en la flor de su edad, emulando la limpieza de los ángeles en medio de las grandezas de la corte, sin quemarse en tantos años estando tan cer­ca del fuego! Viviendo, pues, estos santos casados en tan gran pureza y conformidad, como eran no menos piadosos que castos, se dieron de todo punto a la devoción y a amplificar el culto de Dios y edificar mu­chas iglesias y monasterios con imperial magnificencia. Mas envidioso el demonio quiso sembrar discordia donde había tan­ta unión; y engendró en el ánimo del emperador algunas falsas sospechas de la emperatriz, pareciéndole que estaba afi­cionada a cierto hombre y no guardaba la fe prometida. Pero ella confirmó con un testimonio del cielo su castidad; por­que en prueba de su inocencia, con Tos pies descalzos anduvo quince pasos sobre una barra de hierro ardiendo sin quemar­se, y oyó una voz que le dijo: ¡Oh, virgen pura, no temas, que la Virgen María te librará! Con esto quedó la santa casada y doncella victoriosa, y el emperador, su marido, arrepentido y confuso, y de" allí adelante vivió en paz y admirable hones­tidad con ella, hasta que el Señor le llevó a gozar de sí y acreditó su santidad con muchos milagros. Cunegunda dio entonces libelo de repudio al mundo y determinó pasar el resto de su vida en el monaste­rio de monjas de san Benito, que había edificado, en el cual, habiendo vivido quince años con rara edificación de las monjas y admiración de todo el mundo, entregó su alma inocentísima y santísima al Señor; y fueron tantos los que concu­rrieron a venerar su cadáver, que en tres días no se pudo enterrar, porque Dios lo glorificó con grandes y estupendas mara­villas, con que acreditó la admirable san­tidad de su sierva.

Reflexión: Cuando la santa emperatriz tomó el hábito, la ceremonia de la inves­tidura resultó bellísima y sublime. Habían acudido al templó del monasterio algunos obispos y prelados para consagrar aque­lla iglesia, y saliendo la santa emperatriz a la misa, con grande acompañamiento, y vestida conforme a la imperial majestad, ofreció una cruz del santo madero de nuestra redención, y acabado el Evangelio, se desnudó de sus ropas imperiales y se vistió con el hábito pobre que ella misma se había hecho por sus manos, y se hizo, cortar su hermosa cabellera que después se guardó por reliquia. Lloraban muchos de los circunstantes, unos porque perdían a tan gran princesa y amorosa señora, y otros de pura devoción, considerando el ejemplo que les daba la que menospre­ciaba el cetro y la corona y los arrojaba a los pies de Jesucristo. Anímate, pues, hijo mío, a hacer también algo por amol­de aquel Señor que se lo merece todo, los bienes, la salud, la honra y la vida. Si no puedes hacer mucho en su obsequio y alabanza, haz lo poco que puedas, su­pliendo con el deseo lo que no puedes hacer con las obras.

Oración: Señor Dios, que quisiste que la bienaventurada emperatriz Cunegunda, se conservase intacta virgen antes y des­pués del matrimonio, concédenos que se­pamos dignamente estimar la virtud de la continencia, y podamos observarla cada uno conforme a su estado. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Casimiro, príncipe. — 4 de marzo. (f 1484.)

Fué el purísimo joven san Casimiro hijo del rey Casimiro de Polonia y de Isabel de Austria, hija del emperador Alberto. Crióse muy temeroso de Dios y devoto, y no gustando de ricos vestidos ni de los re­galos de palacio, dormía en la tierra des­nuda y afligía su inocsnte cuerpo por imitar a nuestro Redentor Jesús en sus dolores. Muchas veces estaba en larga oración enajenado de los sentidos del cuerpo y con el alma unida a Dios. De noche se levantaba a escondidas y con los pies descalzos se iba a orar a alguna igle­sia, postrándose a los umbrales de ella, los cuales regaba con muchas lágrimas, perseverando de este modo toda la noche, hasta que le encontraban así por la ma­ñana. Era notablemente devoto de la Vir­gen María y tiernísimo hijo suyo, y la saludaba cada día de rodillas con' unos versos latinos que él mismo había com­puesto con grande artificio y elegancia. Fué modestísimo en el hablar, y jamás permitió hablar delante de sí cosa que pudiera desdorar a tercero. Tenía gran ce­lo de la fe y aumento de la santa iglesia, y para esto hizo que el rey mandase por un riguroso decreto, que ninguna iglesia de los que no eran católicos y obedientes ' al Pontífice romano, se edificase de nue­vo, ni reparasen las suyas los herejes, los cuales en su tiempo anduvieron muy opri­midos, y en gran disminución, no a t re­viéndose ninguno a levantar cabeza. Coro­naba estas y otras virtudes, con la cari­dad, que es reina de todas ellas. Daba a los pobres grandes limosnas, consolaba a los afligidos, era el amparo de las viudas, padre de los huérfanos, y él mismo anda­

ba a buscar a los necesitados, y se informaba de los más desva­lidos para ayudar a todos; y así era muy querido en el reino, y aunque tenía otro hermano ma­yo, le quisieron señalar por rey, mas no se pudo contar con él, po­mas que su padre deseó fuese ele­gido. Porque queriéndole casar el rey, así por la sucesión que es­peraba como porque corría evi­dente peligro de la vida a jui­cio de los médicos, el santo y angelical mancebo quiso antes perder la vida que violar la flor de su virginidad, diciendo que no conocía la vida eterna quien con algún menoscabo de ella quiere alargar la vida temporal.

Finalmente, habiendo tenido revelación del día de su muerte, a la edad de vein­ticuatro años y cinco meses, entregó su purísimo espíritu al Señor y fué recibido entre los coros de los ángeles. Fueron in­numerables los milagros que hizo Nuestro Señor para honrarle y publicar cada día más su santidad.

Reflexión^ No son tan raros como po­drías imaginar, los ilustres ejemplos de grandes virtudes donde no parece que puedan brotar sino malas raíces de vi­cios y pecados. No sólo hay santos en los monasterios, mas también en los palacios, en los cuarteles, y hasta en las cárceles y presidios. Y derrámase a veces con tanta abundancia la gracia celestial sobre toda condición de personas, que es para alabar a Dios, el cual quiere ser magnificado y servido en todos los estados y condicio­nes de la vida humana, de manera que nadie pueda excusarse con razón, dicien­do que en su condición y oficio, no puede santificarse y servir al Señor de todos. Por esta causa no debes excusar con algún pretexto tu indolencia y tibieza en el ser­vicio divino, sino acusarte de ella con hu­mildad y propósito de enmendarte.

Oración: Señor Dios nuestro, que entre las delicias de la corte y los peligros del mundo, esforzaste al bienaventurado Ca­simiro con la virtud de la constancia, ro­gárnoste que por su intercesión desprecien tus fieles siervos todo lo terrenal y aspi­ren siempre a las cosas celestiales. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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El beato Nicolás Factor. (f 1583.)

5 de marzo.

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El bienaventurado Nicolás Fac­tor nació en Valencia de España, de padres humildes y piadosos. Desde muy niño comenzó a ejer­citar la caridad con los enfer­mos, porque hallando a la edad de diez años, a la puerta del hos­pital de San Lázaro a una po"bre mujer cubierta de asquerosa le­pra, con gran devoción se hincó de rodillas a sus pies y se los be­só. Preguntóle otro niño cómo no tenía asco de poner los labios en cosa tan asquerosa. No he besa­do, respondió el santo niño, las llagas asquerosas de esta pobre-cita, sino las llagas preciosas y amabilísimas de Jesucristo. Cre­ciendo en edad, salió muy aven­tajado en las leerás numanas, escribía san­tas poesías en lengua latina y castellana, tañía varios instrumentos, cantaba con voz excelente, y pintaba con singular habili­dad imágenes de Cristo y de su Santísima Madre. Cuando su padre pensaba casar­le, nuestro Señor le llamo para su servi­cio en el convento de Santa María de Jesús que está a un cuarto de hora de la ciudad de Valencia. No hubo religioso alguno entre aquellos hijos de san Fran­cisco que no se mirase en él como en un espejo de perfección. El Señor le glorifi­caba aún en el pulpito con raras y estu­pendas maravillas, porque casi siembre que predicaba se arrobaba con éxtasis se­ráficos elevándose algunas veces su cuer­po en el aire sin tocar con los pies en el suelo, y después que volvía en sí, prose­guía el sermón tomando el hilo del discur­so, donde lo había dejado. Y no sólo pre­dicando gozaba el siervo de Dios de estas delicias divinas, sino que también cele­brando el divino sacrificio, dando la Co­munión, conversando de cosas santas, en su celda, en el confesonario, en las públi­cas procesiones, de suerte que por muchos años fué casi todos los días y por varias veces elevado en éxtasis, que alguna vez duraban horas enteras. Transfórmábasele entonces el semblante, poniéndosele muy encendido y hermoso, despidiendo a veces rayos de luz, y ardiendo sus carnes como ascua. Predicando en Barcelona se elevó de la tierra más de un palmo en presencia de un concurso numerosísimo. Visitaba en Valencia con singular afición el hospital de San Lázaro; allí limpiaba a los lepro­sos y los lavaba con aguas odoríferas, íes daba de comer, las hacía las camas, los

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desnudaba y ponía en ellas, y con gran devoción les besaba las llagas puesto de rodillas. Finalmente, después de una vida llena de maravillas y prodigios de caridad y penitencia, expiró pronunciando el clul-císimo nombre de Jesús, a la edad de se­senta y tres años. Quedó su sagrado ca­dáver flexible y exhalando suavísima fra­gancia todo el'espacio de nueve días, que estuvo expuesto para satisfacer a la devo­ción de los fieles, como consta por el tes­timonio de un jurídico reconocimiento. Diéronle sepultura en un lugar señalado, y en vista de los continuos prodigios que dispensaba Dios a los que imploraban su patrocinio, el sumo Pontífice Pío VI le declaró beato en el año 1786.

Reflexión: Este serafín extático ofrecía muchas veces, como otros muchos santos, un magnífico argumento de la divinidad de nuestra fe. Porque ningún hombre de sano juicio puede poner en duda sus arro­bamientos y elevaciones, pues semejantes maravillas eran públicas, repetidas, sensi­bles y manifiestas a los ojos de un nume­roso concurso. Pues, ¿quién podría mirar

• como el cuerpo del santo se levantaba de la tierra y quedaba suspenso en el aire cercado de celestes resplandores, sin echar de ver hasta con los ojos una brillantísi­ma prueba de nuestra Religión celestial?

Oración: Oh, Dios, que encendiendo con el fuego inefable de tu caridad al bien­aventurado * Nicolás tu confesor, hiciste que te siguiese con puro corazón, concé­denos a tus siervos, que llenos del mismo espíritu, y ardiendo en caridad, corramos sin tropiezo por el camino de tus manda­mientos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Olegario, obispo de Barcelona. (y 1136.)

6 de marzo.

Uno de los blasones con que se ennoble­ce Barcelona es el poder contar entre sus ilustres hijos al glorioso san Olegario, dig­nísimo prelado de la ciudad condal y ar­zobispo de Tarragona. Fué su padre de la orden ecuestre y muy valido del conde de Barcelona, don Ramón Berenguer, pr i ­mero de este nombre. Su madre, llamada Guilia, era matrona nobilísima y santa, descendiente del antiguo linaje de los go­dos, la cual, criando a sus pechos al niño Oleguer, le dio con la leche la educación de buenas y santas costumbres. Inscri­biéronle a la edad de diez años en el gre­mio de los canónigos de la santa catedral de Barcelona, y ordenado de sacerdote en la edad competente, salió gran maestro, doctor y predicador famosísimo. Mas él renunció a la prebenda y tomó el hábito de los canónigos reglares de San Agustín en el convento de San Adriano, de donde por huir de la dignidad de prior, pasó a la abadía de San Rufo, que era un con­vento de la misma Orden en la Proven-za. No pudo al fin prevalecer su humil­dad, y tuvo que rendirse a la voluntad de ' Dios, que le había escogido para que fuese resplandeciente lumbrera de su santa igle­sia. Fué, pues, elegido prior en la Pro-venza, y llamado después por voz común a la silla episcopal de Barcelona, y final­mente, escogido para la Cátedra metropo­litana de Tarragona, con riguroso manda­miento del Sumo Pontífice. Asistió al con­cilio Lateranense, convocado por Calixto II, el cual le hizo legado suyo a latere para el reino de España, y en el concilio de Clermont, nuestro santo declaró exco­mulgado al antipapa Anacleto, e hizo ve­

nir a concordia al conde don Be­renguer con la señoría de Geno­va, puso paces en Zaragoza entre don Alonso, rey de Castilla y don Ramiro, rey de Aragón, reedificó iglesias, labró monasterios, con­cordó pleitos, hizo grandes limos­nas, y sobre todas estas obras ilustres, fué siempre un espejo de toda virtud, un ángel de paz y un gran santo. Estando cierto día en el fervor de la contempla­ción, todo absorto y fuera de los sentidos, pidió a Dios nuestro Señor le hiciera la gracia de re­velarle el tiempo de su partida y última hora. Concedióle Dios su petición, y en un sínodo a que asistió nuestro santo, dijo a los

sinodales que sería aquella la última vez que les predicaría; y se vio ser así. Reci­bió con mucha devoción los santos sacra­mentos, y diciendo en voz muy clara a Jesucristo y a su Madre Santísima: «En vuestras manos encomiendo mi espíritu», entregó su bendita alma al Creador. Fa­lleció a los setenta y seis años de su vida, y fué luego canonizado al uso antiguo de la Iglesia, que era la veneración de los fieles y el permiso de los Sumos Pontí­fices, y más tarde por el Papa Inocencio XI, acreditando el Señor la santidad de su siervo con grandes y numerosos prodigios. Consérvase incorrupto su santo cuerpo en la capilla del Sacramento, de la cate­dral de Barcelona.

Reflexión: Aunque en los procesos de canonización de este gran santo se refie­ren innumerables milagros, con todo eso, el cielo, para ostentar más su gloria, ha dispuesto le tenga el mundo por abogado especial de las mujeres que tienen partos peligrosos, las cuales invocándole han ha­llado luego su alivio, socorro y total con­suelo, y si las criaturas nacen con algún evidente achaque y riesgo de perder la vida, con sólo invocar a san Olegario sus -padres, han experimentado el beneficio manifiesto de su celestiaF protección, y da­do gracias al Señor que así ha querido glorificar a su siervo santísimo.

Oración: Concédenos, oh Dios omnipo­tente, que la venerable solemnidad de tu pontífice y confesor Olegario, acreciente en nosotros la devoción y la salud espi­ritual y eterna de nuestras almas. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén..

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Santo Tomás de Aquino, doctor. — 7 de marzo. (f 1274.)

El bienaventurado santo Tomás de Aquino, doctor angélico y luz de la iglesia católica, fué hijo de los nobilísimos condes, fie Aquino, y nació en la ciudad de Ñapóles. A los cinco años de su edad fué enviado al monasterio de Monte Casino; a los diez, volvió a Ña­póles, en donde aprendió las le­tras humanas, y a los catorce to­mó el hábito de santo Domingo. No, es posible decir ni casi ima­ginar lo que su madre, sus dos hermanas y dos hermanos hicie­ron para rendir al santo mancebo y estorbar su santo propósito: porque le maltrataron, pusieron las manos en él, y por fuerza qui­sieron quitarle el hábito y se lo rasgaron. Mandáronle llevar preso con buena guardia a la fortaleza "cié Rocaseca donde le apretaron sobremanera, no sólo con la cárcel penosa, sino con otros me­dios infernales, concertándose con una mujer recién casada y lasciva para que le trajese a mal; mas el purísimo joven, viendo que las razones no bastaban con ella, echó mano de un tizón de iuego que estaba en la chimenea, y arrojó aquel de­monio del infierno, por cuya victoria me­reció que dos ángeles del cielo le pusie­sen un cíngulo de perpetua castidad. Pa ­sados dos años de prisión, oyó Teología en la ciudad de Colonia, donde sus condiscí­pulos, viendo que siempre callaba, y que de su complexión era grueso y abultado, le, llamaban el Buey mudo; mas su maes­tro, que era el famoso Alberto Magno, les dijo: ¿A éste me llamáis buey mudo? Pues yo os aseguro que ha de dar tales mugidos que se oigan por toda la tierra. Y en efecto, cumplióse este pronóstico, desde que santo Tomás fué graduado de doctor en la universidad de París, porque así en las cátedras cpmo en lo.s libros, asombró al mundo con su maravillosa sa­biduría. Acudía siempre a Dios en sus duras, y estando en Ñapóles orando en la capilla de san Nicolás, se comenzó a arre­batar y a levantarse una braza en alto, y le habló el crucifijo que está en el al­tar, y le dijo: «Bien has escrito de mí, To­más: ¿qué recompensa quieres?». Y él respondió: «Ninguna cosa quiero, Señor, sino a Vos». Finalmente, después de haber escrito la Suma Teológica y otros muchos libros, y predicado como apóstol el santo Evangelio, y edificado con sus excelentes

virtudes a toda la Iglesia de Dios, a los cincuenta años de su edad, recibió el pre­mio suspirado de sus merecimientos, res­plandeciendo eternamente como sol y guía segura de las escuelas.

Reflexión: Entre las excelencias que tuvo el ingenio del santo, fué una ence­rrar en breves palabras grandes senten­cias. Preguntóle una vez su hermana cómo se podría salvar, y él respondió: Querien­do. Otra vez le preguntó cuál era la cosa que más se había de desear en esta vida, y respondió: Morir bien. Decía que la ociosidad era el anzuelo con que el demo­nio pescaba, y que con él cualquier cebo era bueno. Aseguraba que no entendís cómo un hombre que sabe que está en pecado mortal, podía reírse ni alegrarse en ningún tiempo. Preguntado cómo se conocería si un hombre era perfecto, res­pondió: Quien en su conversación habla de niñerías y burlas; quien huye de ser tenido en poco y le pesa si lo es, aunque haga maravillas, no le tengáis por perfec­to, porque todo es virtud sin cimientos., y quien no quiere sufrir, cerca está de caer. Recoje, pues, hijo mío, alguna de estas sentencias, en las cuales está ence­rrada la verdadera sabiduría.

Oración: Señor Dios, que con la admi­rable erudición de tu bienaventurado con­fesor, Tomás de Aquino, esclareces a tu Iglesia, y con sus santos ejemplos la fe­cundizas, rogárnoste nos concedas tu divi­na gracia así para entender su doctrina, como para imitar sus' buenas obras. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Juan de Dios, fundador. — 8 áe marzo. (f 1550.)

Nació el admirable varón san Juan de Dios en la villa de Monte-mayor en el reino de Portugal, de padres, virtuosos y pobres. En su mocedad andaba mudándose de pastor a soldado, y de soldado a pas­tor, sin hallar reposo en ningún ejercicio. Púsose después a vender libros y estam­pas, y en traje de mercader se hizo pre­dicador apostólico, porque repartiendo es­tampas a los niños les enseñaba la doctri­na, y a los mayores exhortaba a huir de las culpas, reduciendo muchos pecadores a penitencia. Así pasó algunos años, y an­dando un día su camino, encontró un ni­ño muy hermoso, con vestido pobre y roto y los pies descalzos. Tomóle, pues, en hombros, y era al principio la carga livia­na, pero luego hízose tan pesada que su­daba el santo, y se fatigaba en gran ma­nera, por lo cual, hallando una fuente, dejóle para beber y reposar. Pocos pasos había dado hacia la fuente cuando oyó a su espalda una voz del niño que le de­cía: Juan, Granada será tu cruz, y vol­viendo el rostro, vio que el niño celestial le mostraba una granada abierta que tenía en la mano, y en medio una cruz, y luego desapareció. Encaminóse el santo a Gra­nada, y en una mala casilla puso su peque­ña librería, mas ansioso de ganar almas que dineros. Predicaba a la sazón en Gra­nada el beato Padre maestro de Avila, y oyendo sus sermones el santo, quedó tan encendido en un divino fervor, que co­menzó a servir a Dios con una muestra de altísima y perfectísima santidad. Porque repartió todo lo que tenía a los pobres y encarcelados, y se dio a tan maravillosos extremos de penitencia y humildad, que

se hizo espectáculo del pueblo, hasta el punto de tenerle muchos por loco y afligirle como tal en las calles y en el hospital de lo­cos. Fué allí a verle el maestro Avila, que dirigía su conciencia, y le dijo que ya era tiempo de quitarse aquella máscara de fin­gida locura, para atender a otras obras del servicio divino. Enten­diendo, pues, que el Señor le lla­maba a los oficios de misericordia con los pobres enfermos, echó los cimientos de la Orden de los Her­manos Hospitalarios, y alcanzó al poco tiempo médicos, ciruja­nos, boticarios, regalos y medici­nas, e hizo entre sus amados en­fermos indecibles proezas de ca­

ridad. Encendióse fuego en el hospital real de Granada; nadie se atrevía a entrar dentro por estar la puerta ocupada de humo y de fuego. Vino corriendo san Juan de Dios, y fué sacando cuantos po­bres había en la sala que ardía, trayén-dolos a cuestas, y saliendo ileso al cabo de media hora de entre las llamas. Fi­nalmente, después de una vida llena de prodigios,' méritos y virtudes, a la edad de cincuenta y cinco años descansó en l a paz del Señor, quedando su cuerpo hermosísi­mo y arrodillado como cuando oraba.

Reflexión: Presenten a la admiración del mundo los modernos filántropos un solo ejemplo de caridad como san Juan de Dios, y así podrán blasonar de amor al prójimo; pero mientras se vean tan lejos de los hospitales, de las cárceles y de las moradas de los pobres, sin enjugar jamás una lágrima, ni oír un suspiro, ni presen­ciar un espectáculo de dolor y de miseria, bien podemos decir que la única verda­dera caridad es la que nos enseña el san­to Evangelio y que fuera de ella no hay más que hipocresía y detestable egoísmo. Nunca han producido otra cosa la falta de religión y_la impiedad.

Oración: Señor Dios nuestro, que con­cediste al bienaventurado Juan la virtud de andar sin lesión en medio de las lla­mas, e ilustraste tu Iglesia con su nueva Religión, concédenos por sus méritos el fuego de la caridad para enmendar nues­tros vicios, y alcanzar los eternos reme­dios. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Santa Francisca, romana. — 9 de marzo. ( i 1440.)

La fidelísima sierva de Cristo santa Francisca, nació en Roma; fué hija de nobles padres, y dio desde niña muestra de las más heroicas virtudes, en que después se señaló. Lloraba amargamente si la ama que la criaba la descu­bría o desnudaba en presencia de algún hombre, aunque fuese, su mismo padre, ni consentía que és­te la llegase a r ros t ro cuando la acariciaba. En los años de su ju­ventud, no gustaba de los en­tretenimientos de otras doncellas, sino del recogimiento y oración, deseosa de consagrarse a Dios del todo en perpetua virginidad; y así, aunque condescendió con ei gusto de sus padres, casándose con un caballero romano, igual en sangre y riquezas, sintió con tanto extremo el verse obligada a perder la joya preciosí­sima de la virginidad, aue de puro dolor enfermó dos veces gravísimamente. Sien­do de diez y siete años, madre ya de dos hijos, alcanzó licencia de su marido para quitarse los vestidos de seda y oro, las joyas preciosas y otras galas,_y de allí adelante se vistió de paño basto, y se ejer­citó en admirables obras de humildad, ca­ridad y penitencia, procurando poner en mucha virtud a las señoras romanas. Re­zando el oficio de la Virgen, cuatro veces dejó la antífona en que estaba, por lla­marla su marido, y volviendo a su rezo, halló la -antífona escrita con letras de oro, en premio a su puntual obediencia «1 marido. Concedióla el Señor un ángel, que visiblemente la gobernaba y defen­día, mostrándosele como un niño de nue­ve años, el rostro muy hermoso, mirando al cielo, los brazos_cruzados sobre el pecho el cabello crespo y rubio esparcido a las espaldas, vestido de una túnica blanca, y sobre ella una dalmática que a veces parecía de color blanco, otras azul, otras de oro. Cuando el Señor la libró del vínculo del matrimonio entró luego en la congregación del Monte Olívete, que ella había fundado conforme a la Regla de San Benito, y gobernó aquella santa Co­munidad con singular prudencia y dulzu­ra, obrando el Señor por ella innumera­bles maravillas. Multiplicó en sus manos el pan para el sustento de las Hermanas, refrigeró su sed con racimos de uvas, que colgaban de un árbol en el rigor del in­vierno, preservóla de una espesa lluvia

rezando ella al descubierto. Acaricióla la Reina de los cielos como a hija querida en su regazo. Otra vez se quitó el velo y se lo puso a la santa en la cabeza, y en el día de la Natividad del Señor le puso en los brazos el niño Jesús. Finalmente, des­pués de una vida inmaculada y llena de prodigios, envió santa Francisca su alma purísima a las moradas eternas a la edad de cincuenta y seis_ años, quedando el cuerpo flexible y exhalando un suavísimo olor como de azucenas y rosas, que llena­ba toda la iglesia de fragancia. Son casi innumerables los milagros con que des­pués de su muerte confirmó nuestro Se­ñor la santidad de esta sierva suya, sa­nando por su intercesión los enfermos que se le encomendaban.

Reflexión: De la obediencia de santa Francisca a su esposo, han de aprender las mujeres casadas a obedecer a sus maridos, porque como dice el Aüóstol, el marido es cabeza de la mujer, s i , como la santa, miran en él la persona de Cristo, fácil­mente dejarán sus gustos y antojos para hacer en todo su voluntad, siempre que evidentemente no sea contraria a la ley de Dios; y el premio de esta obediencia será la paz de la familia, el sosiego del alma, un gran tesoro de méritos, y una grande gloria en el cielo.

Oración: Señor, Dios nuestro, que hon­raste a tu sierva la bienaventurada Fran­cisca entre otros dones de tu gracia con el trato familiar con el Ángel de su guar­da, concédenos por sus merecimientos, que logremos alcanzar la compañía de los san­tos ángeles en el cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Los cuarenta Mártires de Sebaste. — 10 de marzo. Ct 320.)

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Estando el bárbaro emperador Licinio en Capadocia con un poderoso ejército, h i ­zo publicar un edicto en que se mandaba a todos los cristianos, so pena de la vida, que dejasen la fe de Cristo. Había pues en el ejército un escuadrón de cuarenta soldados valerosos y cristianos, y-todos de la misma provincia de Capadocia, que es­cogieron antes morir por la fe, que sa­crificar a los falsos dioses. El cruel pre­fecto, para quebrantar la constancia de aquellos guerreros de Cristo, los hizo lle­var a una laguna de agua muy fría cerca de la ciudad de Sebaste. El tiempo era muy riguroso y de grandes hielos, y e] sol ya se ponía y venía la noche áspera y cruda, en que aquella laguna se había de helar. En ella mando el impío juez que fuesen echados en carnes los cuarenta cristianos para que traspasados sus cuer­pos con el frío de la noche y del hielo, desfalleciesen, y juntamente ordenó que allí cerca de la laguna se pusiese un baño de agua caliente, para que si alguno, ven­cido de la fuerza" del frío, quisiese negar a Cristo, tuviese a la mano el refrigerio; que fué una terrible tentación para los santos, por tener a la vista el remedio de aquel tan crudo tormento. Armados, pues, aauellos mártires, del espíritu de Dios, ellos mismos se desnudaron de sus vesti­dos, y con grande esfuerzo y alegría se arrojaron en la laguna, no cesando de rogar al Señor que les diese perseveran­cia hasta el fin. Mas como el frío fuese rigurosísimo, uno de ellos, llamando al guarda, salió de la laguna, y entró en el baño, y poco después expiró. A media no­che, apareció sobre los mártires una cla­

ridad inmensa, y bajaron del cielo ángeles con treinta y nueve coro­nas, y las pusieron sobre ios treinta y nueve caballeros de Cristo, lo cual viendo uno de los guardas, se despojó de su ropa, y se arrojó denodadamente en la laguna, clamando a grandes vo­ces que quería también ser y mo­rir cristiano; por lo cual, em­bravecido el juez, a la mañana si­guiente los mandó sacar del agua y quebrarles a palos las piernas para que acabasen de expirar. Tomando después los cuerpos pa­ra quemarlos, vieron que uno de los mártires, llamadlo Melitón, que era más mozo y robusto, es­taba aún vivo, y como entre otros

muchos testigos se _ hallase presente a aquel espectáculo su misma madre, tomó ella a cuestas al hijo mártir y le exhortó a morir en las llamas si fuese menester, y viéndole expirar en sus brazos, le puso en el carro donde llevaban los cuerpos de los otros santos, como a compañero de su misma gloria. Fueron echados los santos mártires en una grande hoguera, y aunque el gobernador dio orden para que sus cenizas fuesen arrojadas en el río, los cristianos tuvieron modo para r e ­cogerlas, extendiéndose tanto estas pre­ciosas reliquias, dice san Gregorio Niseno, que apenas hay país en la cristiandad que no esté enriquecido con este tesoro. • Reflexión: El gran Basilio exclama en alabanza de estos santos mártires: «¡Oh santo coro! ¡oh orden sagrada! ¡oh escua­dra invencible! ¡oh conservadores cfél li­naje humano, estrellas del mundo y flo­res de la Iglesia! ¡En la flor de vuestra edad glorificasteis al Señor en vuestros miembros, y fuisteis un maravilloso es­pectáculo para los ángeles, para los pa­triarcas, profetas y todos los justos! Con vuestro ejemplo esforzasteis a los flacos, y abristeis el camino a los fuertes, de­jando acá en la tierra todos juntos an mismo trofeo de vuestra victoria, para ser coronados con una misma corona de glo­ria en el cielo».

Oración: Rogárnoste, Señor Dios omni­potente, que los que honramos a los bien­aventurados mártires, que perseveraron tan firmes en la confesión de la fe, expe­rimentemos su piadosa intercesión en el acatamiento de tu soberana Majestad. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Eulogio, presbítero y mártir. —11 de marzo. (f 859.)

El virtuosísimo presbítero y glorioso mártir san Eulogio, nació de nobles y ricos padres, en la ciudad de Córdoba, donde a. la sazón tenían los moros su princi­pal asiento. Levantó el rey Mo-hamat una terrible persecución contra los cristianos, martirizán­dolos con tan extraña rabia y fu­ror, como si pudiese borrar con sangre Hasta el nombre de Cris­to. En esta tormenta tan brava y noche tan tenebrosa envió el Se­ñor a san Eulogio para que res­plandeciese como una luz venida del cielo, y como sabio piloto go­bernase la nave de aquella Igle­sia tan combatida de furiosas olas, para que no diese al través, y del todo se hundiese; porque no se pue­de creer lo que conforto a los flacos, en­cendió a los fuertes, levantó a los caí­dos, y detuvo a los que iban a caer, con su vida santísima, con su doctrina y con los libros admirables que escribió, para animar a todos a pelear valerosamente por Cristo en aquella dura batalla. Por estas obras le aborrecían los moros y le procu­raban la muerte, mas hubo también otra causa particular de su martirio, y fué que habiendo el santo recogido y puesto en lugar seguro a una santa doncella llama­da Leocricia, nacida de padres nobles aun­que paganos, que se había convertido y bautizado, al fin la descubrieron sus pa­dres, y la presentaron delante del juez, acusando a la hija por haber huido de su casa y a Eulogio por haberla recibido y encubierto. Dio razón de sí el santo sacer­dote, diciendo eme tenía obligación de fa­vorecer y enseñar el camino del cielo a todos los que viniesen a él con deseo de salvar sus almas, y vituperó con cristia­na entereza las abominaciones de Maho-ma, por lo cual los jueces dieron senten­cia que fuese degollado. Al tiempo que lo llevaban al martirio, uno de los siervos del rey que le había oído decir mal de su gran profeta, revestido de Satanás, llego a san Eulogio, y le dio una gran bofeta­da en su venerable rostro, y el santo, sin turbación alguna ofreció la otra mejilla. Finalmente, llegando al lugar del martirio con gran tropel de gente y gritería, el mártir hizo de rodillas su oración, y le­vantadas las manos al cielo, y armado de la señal de la cruz, dio su cuello al cuchi­llo y su alma purísima al Señor. Cuatro días después fué también degollada la

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santa virgen Leocricia. Quiso demostrar el Señor la gloria del santo mártir con pro­digios visibles, de que fueron testigos los mismos infieles. El día siguiente de su martirio rescataron los cristianos la cabe­za, y dos días después el cuerpo, y lo se­pultaron en la iglesia de San Zoilo, donde estuvo hasta le año 883, que fué trasla­dado con las reliquias de santa Leocricia a la ciudad de Oviedo.

Reflexión: Una causa particular del martirio del santo sacerdote Eulogio fué haber puesto a la cristiana virgen Leocri­cia en lugar seguro, donde no corriesen peligro su honestidad, su fe y su vida; 10 cual echaron a tan mala parte aquellos desalmados moros, que por ello dieron a los dos cruel muerte. Siempre han mi­rado con malos ojos a los sacerdotes los enemigos de la fe, interpretando conforme a la malignidad de su corazón, aún las cosas que hacen con suma rectitud y pro­curando desacreditarles con mil embustes y calumnias que contra ellos inventan. No seamos, pues, fáciles en creerles; honre­mos y veneremos siempre a los sagrados ministros del Señor, que si alguno de ellos no fuere lo que debe ser, Dios le juzgará, y condenará también para siempre a los que no creen ni hacen lo que ellos en­señan.

Oración: Rogárnoste, oh Dios todopode­roso, que así como veneramos el naci­miento para el cielo de tu bienaventura­do presbítero y mártir Eulogio, así sea­mos por su intercesión fortalecidos en el amor de tu santo nombre. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Gregorio Magno, — 12 de marzo. ( f 604.)

Con justa razón se dio a san Gregorio el renombre de Grande o Magno, porque fué grande por su nobleza, por sus rique­zas, por su dignidad, por su santidad y por sus milagros. Nació en Roma, y en vi­da de su padre, que era varón riquísimo y del orden de los senadores, se ocupó en negocios de la República, y fué prefecto de la ciudad; mas después que se vio se­ñor de sí, trató de hacerse grande a los ojos de Dios, y poniendo debajo de sus pies todas las grandezas del mundo tomó el hábito de pobre monje en uno de los siete monasterios que había edificado. Pe­ro sacóle más tarde de su encerramiento el Papa Pelagio II, el cual le hizo carde­nal y le envió a Constantinopla por lega­do suyo. Estando de vuelta a Roma, entró desapoderadamente el Tíber por las calles y plazas, a cuyo azote siguió otro de pes­tilencia que hacía gran riza en la ciudad, sobre la cual parecía que lloviera la ira de Dios. Ordenó san Gregorio siete procesio­nes de rogativas, de los clérigos, de los seglares, de los monjes, de las monjas, de las casadas, de los viudos, y de los pobres y niños, cantándose en ella* las letanías hasta llegar al templo de Santa María la Mayor, cuya imagen, que pintó san Lucas, llevaban en la procesión, Entonces vio el santo sobre el castillo de Adriano, un án­gel que envainaba la espada, y por esto se llamó de allí en adelante aquel edifi­cio el castillo de San Angelo. Habiendo fallecido en aquella peste el Sumo Pontí­fice, eligieron todos a san Gregorio, mas cuando lo supo el santo huyó disfrazado con unos mercaderes, y aunque se ocultó por montes, bosques, peñascos y cuevas,

hubo de rendirse a la voluntad de Dios. No se puede creer lo que hizo este gran Pontífice para bien de la Iglesia en el espacio de trece años y medio que la gober­nó. Reformó las costumbres, dio nuevo lustre al culto divino, des­arraigó las herejías de España y de África, edificó los hospitales de Jerusalén y del Monte Sinaí, y envió a Inglaterra al santísimo monje Augustíno con otros mi ­sioneros, que a fuerza de mila­gros, la sacaron de las tinieblas de la gentilidad a la luz dé la fe católica. El fué también quien r e ­formó el canto eclesiástico que hasta hoy se llama Gregoriano, y era tanta su humildad que estan­

do malo de gota se hacía llevar en una camilla a donde cantaban los muchachos, y les enseñaba y corregía, teniendo un azote en la mano para castigar al que fal­tase. Convidaba a los pobres a comer a su mesa, y tenía escritos en un libro todos los pobres que había en Roma y en sus arrabales y pueblos comarcanos. Y por­que una vez supo que se había hallado muerto a un pobre en un^barrio apartado de la ciudad, se acongojó y angustió de manera que se abstuvo de decir Misa al­gunos días, temiendo que hubiese muerto de hambre por culpa suya. Finalmente, parecía cosa imposible que un solo hom­bre atendiese a tantas cosas a la vez, -y escribiese los libros que escribió, y así después de haber extendido maravillosa­mente y hecho florecer en el mundo la santa Religión, pasó de esta vida a recibir la corona de sus inmensos trabajos.

Reflexión: Fué tan humilde san Grego­rio el Grande, que no consentía que le llamasen ,Sumo Pontífice, ni Patriarca universal; antes tomó el título de siervo de los siervos de Dios, y de él usó en las Letras apostólicas, y después por su imi­tación le han usado todos los otros Papas que le han sucedido. Aprendamos, pues, de este gran hombre la virtud de la hu­mildad, que es el fundamento de la ver­dadera grandeza.

Oración: Señor Dios nuestro, que lle­vaste el alma de tu siervo el bienaventu­rado Gregorio a la eterna felicidad del paraíso, rogárnoste que por su intercesión nos alivies del peso de nuestros pecados. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Santa Eufrasia, virgen. — 13 de marzo. (f 450.)

La gloriosa virgen santa Eu­frasia, llamada también Eufro-sina, nació erl Constantinopla. Era su padre Antígono, senador, hombre muy virtuoso, de alto entendimiento, y muy amado del emperador Teodosio el Menor; y su madre, una señora de alto l i­naje rica y en todo igual a su es­poso. Murió Antígono, y quedan­do la hija sin padre, el empera­dor procuró que un caballero, senador principal, se desposase con la niña Eufrasia que a la sa­zón era de cinco años. Hízose el contrato y recibió las arras, y difiriéronse las bodas hasta tener edad. Mas como el senador le pareciese largo el plazo, tentó de casarse con la madre viuda que era moza; mas ella para que no le tratasen de este negocio, se pasó con su hija y casa a Egipto donde tenía posesiones y haciendas. Visitó la inferior Tebaida con grande consuelo suyo, por ver a los santos ermitaños que allí vivían, y al cabo paró en un monaste­rio de ciento treinta monjas, que servían al Señor con grande nerfección. Quiso quedarse allí la niña Eufrasia que a la sazón tenía siete años, y diciéndole la abadesa que ninguna mujer podía que­darse en el monasterio que no se hubiese ofrecido a Jesucristo con voto perpetuo, luego la santa niña se llegó a un cruci­fijo, y abrazándose con él y besándole, pronunció estas palabras: «Yo me pro­meto a Jesucristo con voto perpetuo para religiosa de este convento.» Esto dijo con tan gran resolución y espíritu del cielo, como se vio después por las obras de su vida admirable. Comía una vez al día como las monjas, y su comida era pan y legumbres; su dormir era en el suelo so­bre un cilicio ancho de un codo y tres de largo; andaba vestida de cilicio, barría la casa, sacaba agua del pozo, y para ejercitar la obediencia ciega trasladaba una buena cantidad de piedra de una parte a otra volviéndola al fin al primer lugar, pasando a veces una semana en­tera sin probar bocado. Mas el demonio, viendo sus altos intentos, le hizo cruda guerra, ya con tentaciones interiores, ya con asechanzas exteriores para lisiarla o matarla: porque un día que ella estaba sacando agua del pozo, la tomó y la echó con el cántaro que tenía, dentro del pozo, donde estuvo cabeza abajo hasta que las monjas acudieron y la sacaron, y ella

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sonriéndose dijo al maligno espíritu: ¡Vive Jesucristo, que po me vencerás! Otro día la echó de un terrado abajo, y teniéndola por muerta, ella se levantó sana y sin lesión alguna: otra vez es­tando en la cocina, al tiempo que más hervía la olla, la tomó el demonio y se la echó encima, y pareciéndolas a las her­manas que la había abrasado, ella dijo que no había más pena que si fuera agua fría. Curó a un niño mudo, sordo y para­lítico, haciéndole la señal de la Cruz, y finalmente, después de una vida llena de méritos y prodigios entregó su alma B1 Creador a la edad de treinta años.

Reflexión: Por yentura te has maravi­llado, viendo que la santa y virginal Eu­frasia era tan perseguida de los demo­nios: pero recuerda como salía siempre victoriosa de sus tentaciones, y milagro­samente ilesa de sus malos tratamientos. Esos malignos espíritus combaten con

mayor saña a los justos que a los peca­dores; porque ¿a dónde irá el ladrón a robar, sino donde hay tesoros? ¿Y a qué navio acometen los piratas, sino al que anda cargado de oro, plata y piedras p re ­ciosas? A los justos saltea el demonio para despojarles del tesoro de sus virtu­des; que en los pecadores nada halla que robar. .

Oración: Señor Dios, que por la virtud de la santa Cruz triunfaste en la bien­aventurada Eufrasia de los engaños del mundo y de las furias del infierno; con­cédenos la gracia de perseverar firmes en las adversidades por el amor de Cristo, el cual contigo vive y reina por los si­glos de los siglos. Amén.

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Santa Matilde, reina. — 14 de marzo. (f 967.)

La gloriosa emperatriz santa Matilde fué alemana de nación, e hija de Teodo-rico, duque de Sajonia, principe muy ca­tólico; esposa de Enrique, emperador pri­mero de este nombre, y madre Otón pri­mero. Crióse en el palacio imperial -con tanto recogimiento como una religiosa en el encerramiento del claustro. Apren­dió de memoria el Psalterio, y todos los días lo rezaba de rodillas. Casáronla con el emperador Enrique, y si en el primer estado de virgen pareció un ángel en cuerpo humano, en el de matrimonio se hizo no sólo perfecto dechado de perso­nas casadas, sino admiración del mundo. Recogíase en una estrecha y pobre celdi­lla de su palacio, oía gpr la mañana todas las misas que se celebraban, y se consa­graba después a todos los oficios de ca­ridad. Fundó un hospital junto a su pa­lacio, para mujeres pobres, y en sus en­fermedades las visitaba cada día, acom­pañada de sus damas: hacíales las camas, barría las piezas, y no se desdeñaba de curar y tocar con sus blancas y delicadas manos, llagas y miserias a que un cuerpo humano está sujeto. Visitaba también a los enfemros de las casas particulares, los cuales recibían gran consuelo de su presencia angelical, y socorríalos la santa con larga mano, y así en la ciudad como fuera de ella no había una sola necesidad a la que no acudiese la cristiana piedad de la reina. Por su orden y mandato ar­dían todas las noches del invierno mu­chas hogueras en las plazas y caminos, para que se calentasen los pobres, y no se perdiesen los caminantes. A sus do­mésticos, criados y criadas hizo enseñar variedad de artes en que ejercitarse y

letras c o n que aprovechase en el camino d é l a salvación a sí y a otros, guiando a cada uno por su particular ingenio, para que de esa suerte, siguiendo su voluntad saliesen eminentes en el arte, facultad o ciencia que aprendían. Después de muerto su marido, entró en un monaste­rio de religiosas Benedictinas que ella había fundado: y allí pasaba las noches en vigilias y oracio­nes, dormía sobre una tabla sin desnudarse, vestida de cilicio; y sólo comía lo que era forzoso para no morir. Estando próxima a la muerte no halló una sola prenda que dar al obispo de Ma­guncia su nieto, que le adminis­

tró los santos Sacramentos, y así mandó que le diesen el paño con que se había de cubrir su túmulo, diciendo que lo había menester antes que ella, como sucedió, pues falleció el obispo al siguiente día. F i ­nalmente, sabiendo que se acercaba la hora de su dichoso tránsito, mandó que le cantasen los salmos, y la pusiesen en tierra sobre una mortaja: y ella con sus propias manos se echó ceniza en la cabeza, y haciendo la señal de la cruz, descansó en la paz del Señor.

Reflexión: Mediten bien las señoras cristianas la vida ejemplar de esta santa reina y tómenla por espejo de sus costum­bres, si quieren parecer agradables a los ojos de Dios y de sus ángeles. ¿Qué les aprovechará el aplauso y alabanza del mundo, si con ello merecen la reprobación de Dios? ¡üh! ¡qué remordimientos, qué temores y terrores suelen experimentar las señoras mundanas en la hora de la muer­te, cuando ven que gastaron el precioso tiempo de la vida en atavíos, alardes de lujo, teatros y profanas diversiones! ¡Cuánto mejor fuera haber vestido con modestia y derramado olor de pureza y santidad, y gastando en obras de piedad y misericordia, el tiempo y la hacienda que desperdiciaron en ^ías vanidades de este mundo!

Oración: Señor Dios, que con el ejem­plo de la bienaventurada reina Matilde, nos recomendaste la puntual observancia de la abstinencia; concédenos que morti­ficando el cuerpo con abstinencias y ayu­nos te hallemos propicio en las adversida­des. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Raimundo de Fitero. — 15 de marzo. (f 1163.)

El bienaventurado abad san Raimundo, honor de España, glo­ria de la reforma del Cister, y esclarecido fundaaor de la sa­grada y militar Orden de caba­llería de Calatrava, nació de pa­dres ilustres en la ciudad de Ta-razona del reino de Aragón. Lla­móle el Señor al célebre monas­terio de Scala Dei situado en la Gascuña, donde profesó el ins­tituto de la reforma del Cister con tan grande ejemplo de vir­tud, que los venerables maestros de la Orden le enviaron con el santo monje Durando a fundar el magnífico monasterio de San­ta María de Fitero. Murió en es­ta sazón Alfonso VII, llamado comúnmente el Emperador de España, el cual peleando siempre las batallas del Señor, había abatido el orgullo de los agarenos, y cedido la villa y fortaleza de Calatrava a los caballeros Templarios: los cuales no pudiendo ya resistir a las fuerzas muy superiores de los infieles, hicieron dimisión de la plaza al rey don Sancho el Deseado. Entonces fué cuando por instinto de Dios el abad san Raimun­do con el monje Diego Velázquez, se ofreció al rey para defender aquella ciu­dad y fortaleza; y aceptó el monarca aquel ofrecimiento con general aplauso de las cortes. Llenóse de júbilo todo el reino, y disponiéndose ya a la empresa el esforzado abad, siguiéronle con extre­mado contento los proceres, y no quedó alguno que no le ayudase con soldados, armas, caballos y dinero. El arzobispo don Ridrigo puso en su mano crecidos caudales, y publicó muchas indulgencias en favor de los que se alistasen en sus banderas. Juntóse pues un ejército de veinte mil combatientes, y poniéndose al frente de todos el santo abad, dirigióse a Calatrava, donde consoló a los afligidos habitantes, fortaleció la plaza de todos modos, y rechazó a los árabes valerosa­mente poniéndolos en tan precipitada fuga que perdieron del todo las esperan­zas de volverla a conquistar. No satisfe­cho san Raimundo con esta retirada de los moros, quiso además escarmentarlos, y aunque se hallaba ya viejo tomó el bastón de general, y se puso cota de ma­lla, morrión, y demás fornituras milita­res, y embistió a los enemigos en su mis­mo campo, los derrotó, los venció y los arrojó hasta de sus más inexpugnables fortalezas. Creció prodigiosamente su

ejército triunfante, y el número de fie­les que le prestaban su ayuda: de los cuales hizo dos congregaciones religio­sas, una de la reforma del Cister, y otra de solos militares con el mismo hábito de la Orden: las cuales fueron aproba­das por Alejandros III, y favorecidas de otros muchos Pontífices y reyes católi­cos, con grande acrecentamiento de la religión cristiana. Finalmente, habiendo triunfado san Raimundo de los enemigos de la fe, se retiró de Calatrava para mo­rir en un pueblo de su dominio, y añadir a sus innumerables triunfos, la corona inmortal de la gloria.

Reflexión: ¿Dónde se hallará valor se­mejante al que infunde en los corazones la religión cristiana? ¿Por ventura hay causa más santa y sublime que la causa de la verdad, de la fe, de la virtud, del cielo y de la gloria' de Dios? «En efecto —dice el mismo infame Voltaire— un ejército de hombres que abrigan tales sentimientos es invencible.» Por el con­trario, escribe el otro jefe de la moderna impiedad, Rousseau: «La irreligión y en general el espíritu filosófico, pone en los ánimos un desordenado amor de ..la vida, los deprime, los afemina y ^blanda, y hace que todas las pasiones del hombre no sirvan más que a sus propios intere­ses y comodidades.» (Emile, i, 3.)

Oración: Señor Dios nuestro, que con­cediste al bienaventurado abad Raimun­do pelear tus batallas, y vencer a los enemigos de la fe; concédenos por su in­tercesión que nos veamos libres de los enemigos del alma y del cuerpo. Por J e ­sucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Abraham, solitario. ( t 487.)

16 de marzo.

El admirable varón san Abraham, cuya vida nos dejó escrita san Efrén, nació en las cercanías de Edesa en la Mesopota-mia, de padres muy ricos, los cuales le amaban tiernísimamente, y fué tanta la instancia que le hicieron para que se ca­sase, y tantas las lágrimas que derramó la madre, que sólo por_no contristarlos dijo que se casaría. Preparáronse las fiestas y bodas, y habiendo durado seis días el regocijo, el séptimo, al tiempo que toda la casa estaba ocupada en con­vites, músicas, bailes y danzas, salióse Abraham secretamente de ella y fué a encerrarse en una gruta que,, distaba co­mo una legua del lugar. Halláronle allí al cabo de diecisiete días, y el santo ha­bló a sus padres con tanto espíritu de Dios, que hasta recabó de su esposa que consintiese en una perpetua separación. Todo cuanto poseía en la tierra era una túnica de pelo de cabra, un manto, una escudilla para comer y beber, y una es­tera de juncos para acostarse. En esta vida había pasado ya algunos años cuan­do el obispo de Edesa le mandó que se ordenase de sacerdote y evangelizase una población de gentiles muy obstinados que había en la diócesis. Tres años gastó el santo en la obra de convertirlos: le apedrearon, le dejaron por muerto, le arrastraron tres veces por las calles; pero finalmente se rindieron, y se echaron a sus pies para que les bautizase. Volvióse después Abraham a su antiguo encerra­miento, y en esta sazón una sobrina suya llamada María quedó huérfana a los siete años de su edad, y la llevaron al santo; el cual la puso en una celda inmedita a la suya y allí por una ventanilla la ins­

truía en las cosas de Dios. Pero como a los pocos años de su r e ­cogimiento viniese la doncella a perderse por la tentación de un mozo que en hábito de monje fué a visitar al santo, en lugar de arrepentirse de su pecado, se fué a una ciudad, que estaba de allí a dos jornadas, y con hábito de seglar, galano y lascivo se en­tró en un mesón para perderse del todo. Tuvo Abraham revela­ción de la caída de su sobrina, y deseoso de sacar aquella alma de las garras del dragón infernal y restituirla a Jesucristo, buscó un caballo, y vestido de soldado, se fué a la ciudad y al mesón donde María vivía, a la cual habló con

tan tiernas palabras, que compungida y llena de confusión se deshizo en lágrimas, sin osar mirar la cara de su tío. «No te desesperes, hija, —le dijo el santo— por­que no hay llaga tan incurable que con la sangre de Cristo no se pueda curar.» Vol­vió luego María a su antigua morada, don­de se dio de tal suerte a la penitencia, que fué un perfecto retrato de la santidad de su tío, y finalmente compañera de su glo­ria en su dichoso tránsito.

Reflexión: Esta es la vida de san Abra­ham anacoreta en la cual es digna de no­tarse aquella fina y encendida caridad del Señor que le abrasó de manera, que le hizo tomar hábito contrario a su estado a trueque de sacar el alma de su sobrina del cautiverio del d.emonio y ganarla para Cristo; y no menos se ha de admirar el fin de María penitente, para que los pe­cadores no desmayen ni desesperen, antes tomen por espejo a la que habiendo caído por su_flaqueza, por el favor de Dios nues­tro Señor se levantó y cobró la gracia que había perdido. Pues sabemos que lloró tan amargamente sus pecados, que no sólo me­reció alcanzar perdón de ellos, mas tam­bién la gracia de hacer milagros, en tes­timonio de habérselos perdonado el Señor.

Oración: Oh Dios, que cada año nos alegras con la fiesta de tu confesor el bienaventurado Abraham, danos tu gracia para que celebrando Ta nueva vida de que goza en la gloria, imitemos sus virtuosas acciones en la tierra. Por Jesucristo, nues­tro Señor. Amén.

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San Patricio, apóstol de Irlanda. — 17 de marzo. (f 493.)

El maravilloso apóstol y obis­po primado de Irlanda, san Pa­tricio, nació en Escocia en el te ­rritorio de Aclud, que se llama hoy Dumbritón. A los dieciseis años de su edad le prendieron unos salteadores irlandeses jun­tamente con una hermana suya llamada Lupita, y le vendieron en Irlanda a un amo que le ha­cía apacentar su ganado de cer­da. Mas el ángel del Señor le sacó de aquella esclavitud, manifes­tándole donde hallaría la canti­dad de oro que bastase para su rescate. Estuvo después debajo de la enseñanza de San Germán dieciocho años, y por su consejo fué a recibir la bendición del Papa Celestino I, para consagrarse del todo a la conversión de los gentiles en Irlanda. Era aquella gente dura y bárbara, y hacían gran resistencia al santo predicador mu­chos magos y hechiceros, entre los cuales había uno, llamado Docha, muy querido del rey, el cual se hacía dios, y con varios engaños resistía a san Patricio como Simón Mago a san Pedro. Quiso para confirma­ción de su divinidad subirse a los cielos; mas estando ya muy alto, hizo oración san Patricio, y luego cayó muy mal herido a los pies del santo. Había en aquella tierra un ídolo muy célebre al cual llamaban cabeza de todos los dioses: era muy gran­de y estaba cubierto de oro y plata: viendo pues el siervo de Dios que la adoración de este ídolo detenía a muchos que no se r in­diesen a su predicación, hizo oración al Se­ñor, y levantando contra él el báculo lla­mado de Jesús, que traía en la mano, al momento cayó en tierra el ídolo y se hizo pedazos. De esta suerte convirtió a aque­llas gentes a fuerza de prodigios innume­rables y estupendos, y gozando después algunos años de quitud y mayor contem­plación, cada día rezaba el Salterio; hincá­base muchas veces de rodillas aderando al Creador de todo, y rezaba con tierna de­voción las Horas canónicas. Gastaba gran parte de la noche en devotos ejercicios, y tomaba un breve descanso sobre el duro suelo, teniendo por cabecera una piedra. Con esta santa y admirable vfda se pre ­paró a una santísima muerte, que alcan­zó a los ochenta años de su edad después de haber reducido toao ei país ds Irlanda a la fe de Cristo, y edificado numerosas iglesias, y consagrado muchos obispos, y

ordenado gran numeró «le sacerdotes. En la provincia de Ultonia se ve hasta el día de hoy una pequeña isla hacia la mitad de un lago que forma el Líffer, donde estaba el célebre purgatorio de san Patricio. Es una cueva, donde se dice que el Santo pasó toda una cuaresma en grande penitencia, para alcanzar del Señor la conversión de aquellos isleños; y dónde se retiraban des­pués muchos santos varones para purifi­car sus almas dedicándose algunos días a ejercicios de penitencia y oración en unas pequeñas celdas que allí edificaron: las cuales se llamaban las celdas de los San­tos.

Reflexión: Es cosa de maravilla, que estando este grande apóstol "ele Irlanda tan fatigado con tantos trabajos de peregrina­ciones, y cuidados de tantas iglesias, ha­llase tiempo y sazón para rezar tantos sal­mos y oraciones mayormente en los pos­treros años de su vida. Tomen de ahí ejemplo los hombres engolfados en los ne­gocios de este mundo, y aprendan a bus­car y hallar tiempo para encomendarse a Dios, y mirar por el principal negocio, que es el de su alma, y de su eternidad. Por­que, como nos dice el Señor en su Evan­gelio: «¿Qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si viene después a perder su alma?»

Oración: Oh Dios que te dignaste en­viar al bienaventurado Patricio tu confe­sor y pontífice, para que anunciase tu glo­ria a los gentiles, concédenos que con tu gracia y por su intercesión y merecimien­tos, cumplamos fielmente todo lo que tú nos mandas. Por Jesucristo, nuestro Se­ñor. Amén.

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El arcángel san Gabriel. — 18 de marzo.

Los nombres que la Sagrada Escritura da a los santos ángeles, sirven para declarar­nos sus ministerios y oficios: y por esto aquel Príncipe valeroso que tomó la voz de Dios contra Lucifer, se llama Miguel, que quiere decir: ; Quién como Dios? Y el que vino a curar a Tobías se llama Rafael, que se interpreta Medicina de Dios: y el que anunció a la Virgen la Encarnación del Verbo eterno, Gabriel, que significa Fortaleza de Dios, porquejvenía a anun­ciar al que había de ser Hombre y Dios, y en la flaqueza de nuestra^ carne mos­trar el brazo fuerte de su divinidad. Del ángel san Gabriel hallamos en las divinas Letras haber aparecido al profeta Daniel, y señaládole el tiempo en que el Mesías había de venir al mundo y librarle con su muerte del duro yugo de Satanás, cumpli­das aquellas hebdómadas o semanas de años abreviadas y misteriosas. E] mismo san Gabriel apareció a Zacarías estando incensando el altar, y le anunció el dichoso nacimiento de su Kijo san Juan Bautista, y el gozo universal que todos de él recibi­rían, y la abundancia de gracia y de Es­píritu Santo que tendría aquel niño, aun en las entrañas de su madre. Y finalmen­te vino a la purísima Virgen y Reina del cielo, nuestra Señora, como secretario del Consistorio divino, para declarar lo que en él se había determinado de la Encarna­ción del Hijo de Dios, tomándola a ella por madre. Las tres embajadas del arcán­gel san Gabriel, si bien se miran, halla­mos que todas se enderezan a un msimo fin y eran parte del profundísimo miste­rio de la Encarnación: porque a Daniel descubrió el tiempo en que el Señor del cielo había de aparecer en la tierra, y el

Deseado de las gentes había de dar^ por ellas su vida; y a Za­carías anunció el nacimiento de san Juan ^Bautista, que venía co­mo precursor y aposentador del mismo Señor, jpara dárnosle a conocer y mostrárnosle con su dedo: y finalmente vino san Ga­briel como glorioso mensajero de Dios a la Virgen sacratísima, pa­ra declararle el misterio inefable de la Encarnación del Verbo eterno en su sagrado vientre, y para disponerla y pedirle su con­sentimiento. Por este respeto de­bemos hacer fiesta del gloriosí­simo arcángel san Gabriel y re ­verenciarle como nuncio enviado de Dios, y ministro de aquel be­

neficio incomparable que la infinita bon­dad del Señor hizo a todo el género hu­mano.

Reflexión: Si acá los príncipes de la tierra para tratar grandes negocios en­vían a los grandes de su reino, no hay duda sino que para intervenir en el gran misterio de nuestra redención, y en la nueva alianza que Hizo Dios con los hom­bres, escogería a un ángel nobilísimo y de los más sublimes príncipes del celes­tial ejército. Por esta causa san Ir éneo llama a san Gabriel Príncipe de los án­geles, y semejante título le dan san Am­brosio, san Agustín, san Gregorio y otros sagrados doctores de la Iglesia. Seamos, pues, muy devotos de este gloriosísimo arcángel, honrémosle y pidámosle siem­pre su ayuda y favor, para que por su intercesión alcancemos el fruto de aquel soberano misterio, del cual fué embaja­dor celestial, y ya que por particular concesión de la Silla apostólica se cele­bra en los reinos de España la festividad de san Gabriel, que como se ha dicho, significa fortaleza de Dios; pidámosle en este día el soberano don de la fortaleza para no desmayar en medio de los peli­gros en que nos» hallamos, y pelear, va­ronilmente contra los adversarios de nuestra fe y de nuestras almas, y no perder por nuestra culpa el inestimable beneficio de la redención de Cristo.

Oración: Oh Dios, que elegiste al a r ­cángel Gabriel entre todos los ángeles para que viniese a anunciar el Misterio inefable de tu Encarnación, concédenos benignamente que los que celebramos su festividad en la tierra experimentemos que nos patrocina desde el cielo. Por J e ­sucristo nuestro Señor. Amén.

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San José, Esposo de la Madre de Dios. — 19 de marzo.

El glorioso y bienaventurado patriarca san José fué, como nos dice el sagrado Evangelio, de la tribu real de Judá, y" de la casa y familia de David, y su padre dice san Matea que fué Jacob, y san Lucas que fué Helí, porque como interpreta san Agustín, el uno fué padre natural de san José y el otro padre legal o adoptivo. También dice el Evan­gelista que cuando se desposó con la Virgen era varón y hom­bre ya maduro y robusto, que ni es mozo ni viejo, para que en­tendamos que era de -mediana edad, y suficientes fuerzas para los trabajos que había de pasar en servicio de la Virgen María y su divino Hijo. Tuvo por nombre José, que quiere decir aumento, porque fué acreecntado por los dones de Dios y col­mado de todas las virtudes _ y excelen­cias, que a su altísima dignidad conve­nían, por lo cual en el Evangelio se lla­ma varón justo, porque no había en el mundo varón más perfecto y santo que él. Fué pues este santísimo varón, espo­so y verdadero marido de la siempre Virgen María y padre putativo y legal de nuestro Señor Jesucristo, a quien su Majestad escogió para que guardase aquel graciosísimo Templo de Dios, aquel Sa­grario del Espíritu Santo, aquella p re ­ciosísima Recámara de la Santísima Tr i ­nidad, para que acompañase a aquella soberana Señora de los cielos y de la t ie­rra a quien sirven ios ángeles, para que fuese depositario de aquel Verbo encar­nado, en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y ciencia de Dios, y conversase con un Dios humanado, y con un Niño Dios, y le criase y regalase con amor de padre. Quiso el Señor que san José fuese de humilde condición, y carpintero de Nazareth cuyos vecinos eran en gran parte labradores, a los cua­les armaba y componía los instrumentos de labranza, queriendo escoger además la madre pobre y la patria pobre y el pa­dre legal pobre, para que no hubiese cosa de lustre y resplandor que pudiese con­vertir los corazones a la santa fe, sino que se entendiese que su divinidad era la aue había convertido y transformado el mundo. Los años que vivió san José no lo dice la sagrada Escritura, ni el tiem­po en que murió. Lo que se tiene por cierto es que era muerto al tiempo de la

pasión del Señor; porque si viviera, no encomendara él desde la cruz a. san Juan su benditísima Madre. Créese también que Jesús y María le asistieron en su preciosa muerte, que su cuerpo fué se­pultado en el valle de Josafat, y que en la- resurrección de Cristo resucitó con otros santos cuerpos de partiarcas y jus­tos, y que desde entonces está san José en cuerpo y alma en los cielos.

Reflexión: Si quieres morir santamen­te (que es el fin dichoso de la vida a que todos hemos de aspirar), procura te­ner una gran devoción a san José, que murió entre los brazos de Jesús y María, y es el más señalado protector y conso­lador de los moribundos. No te olvides de rezarle un Padre nuestro al acostarte y ^levantarte de la cama. Invócale tam­bién en tus necesidades y peligros, que santa Teresa de Jesús asegura que cuan­to le pidió, todo lo alcanzó. Encomién­dale tu casa y familia; pues era él ca­beza de la Familia sagrada, y ha sido declarado en nuestros días protector de •toda la familia cristiana: no falte en tu alcoba o aposento su imagen tan simpá­tica y devota: celebra con particular de­voción su fiesta tan solemne en toda la cristiandad; y en la hora de tu muerte, sean las últimas palabras que pronun­cien tus labios moribundos: ¡¡Jesús, Ma­ría y José!!

Oración: Suplicárnoste, Señor, que por los méritos del bienaventurado esposo de tu santísima Madre, seamos amparados, para que alcancemos por su intercesión lo que no podemos conseguir por nues­tros merecimientos. Por Jesucristo, nues­tro Señor. Amén.

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Page 83: De Paula, Francisco - Flos Sanctorum

San Joaquín, Padre de la Madre de Dios. — 20 de marzo.

Fué el gloriosísimo padre de la San­tísima Virgen san Joaquín, galileo de nación, de la ciudad de Nazareth, y de linaje real y el más ilustre de toda Ju -dea, porque era de la tribu de Judá, y descendía por línea recta del rey David. Llámesele Joaquín, que quiere decir Pre­paración del Señor, porque, como dice san Epifanio, por él se preparó el tem­plo vivo del Señor del mundo, que fué la Virgen María, su hija. Era hombre jus­to que trataba en rebaños y lanas, y se casó con una virtuosísima doncella de Belén, llamada Ana. Vivían los dos san­tos esposos como dos ángeles, pero sin tener hijos, lo cual les era causa de gran­de humillación, pues entre los judíos se tenía como cosa afrentosa ser estériles, y por maldito quien no dejaba descen­dencia de sí, porque perdía para siempre la esperanza de emparentar con el Me­sías. Mas el Señor les consoló con enviar a san Joaquín un ángel que le dijese que Ana su mujer había de concebir una don­cella santísima escogida de Dios para madre suya, la cual había de parir al Me­sías tan deseado; y cumpliéndose el plazo señalado por el ángel, les nació en Na­zareth aquella benditísima niña, sobre la cual echó Dios todas sus bendiciones. ¿Quién podrá declarar la alegría de san Joaquín, cuando vio en sus brazos aque­lla hija tan deseada no sólo de los hom­bres, sino de los mismos ángeles? ¡Con qué reverencia la miraría, viendo la her­mosura de la niña que admiraba cielo y tierra! Púsole por nombre María, que sig­nifica excelsa, porque había de ser la más alta y excelsa de todas las puras criatu­

ras; y al cabo de ochenta días Eueron Joaquín y Ana a Jerusa-lén a cumplir la ley de la puri­ficación para ofrecerla en el tem­plo, y cuando la santísima Niña llegó a la edad de tres años, en la festividad de las Encenias, que era por el mes de noviembre, la presentaron a los sacerdotes, pa­ra que se criara entre las otras vírgenes consagradas a Dios, en una parte del templo que estaba diputada para crianza y habita­ción de ellas. Vivieron en Jeru-salén Joaquín y Ana porque el amor que tenían a su hija no les permitía ausentarse de aquel te­soro divino; y así los años que le quedaron de vida, que fueron

pocos, frecuentaba lo más que podía san Joaquín aquel templo vivo de Dios, su santísima hija, más preciosa que el tem­plo de Jerusalén y que el cielo empíreo, hasta que siendo ya dé unos ochenta años y la Virgen de once, la dejó por herede­ra de sus bienes y entregó su espíritu al Señor que le había criado y honrado con la dignidad de padre de la Madre de Dios y Reina de los cielos.

Reflexión: Exclama lleno de admira­ción san Juan Damasceno: «¡Oh bien­aventurado par, Joaquín y Ana, a los cua­les está obligada toda criatura! • porque por vosotros ofreció el Creador aquel don que se aventaja a todos los dones del mundo, esto es, a su castísima Madre, la cual sola fué digna de su Creador! Bien os dais a conocer que sois inmaculados por el fruto purísimo de vuestro vientre. Cumplisteis casta y santamente vuestro oficio, y produjisteis el tesoro de la vir­ginidad.» Seamos, pues, devotos de estos gloriosos padres de la Madre de Dios, pues son tan grandes sus méritos y efi­caces sus oraciones, porque así como la Virgen puede mucho con Dios, por ser madre suya, así ellos pueden mucho con la Madre de Dios, por hija suya, la cual se huelga que honremos a sus santísimos padres, y como buena hija toma por he­chos a sí los obsequios que les hacemos.

Oración: Oh Dios, que entre todos los santos^ escogiste al bienaventurado san Joaquín para que fuese padre de la Ma­dre de tu Hijo; suplicárnoste nos conce­das que experimentemos perpetuamente la poderosa protección de aquel, cuya fiesta hoy solemnizamos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Benito, abad. — 21 de marzo. (f 543.)

El gran patriarca san Benito Padre de tantas y tan sagradas religiones, fué de nación italiano y nació en la ciudad de Nursia de nobles y piadosos padres. Mientras estudiaba en Roma las letras humanas, diéronle en ros­tro los vicios y travesuras de al­gunos de sus compañeros, y de­jando los estudios, y a sus pa­dres, deudos, comodidades y r e ­galos de esta vida, se fué a un desierto, donde se hizo discípulo de un santo anacoreta llamado Romano, encerrándose en una cueva abierta en la roca, que pa­recía una sepultura. Como viese el demonio el rigor y aspereza con que vivía, encendió en su imaginación una tentación sensual, te ­rrible y vehemente; entonces el hones­tísimo mancebo, desnudándose de sus ves­tidos, se echó en un campo lleno de es­pinas y abrojos, y comenzó a revolcarse en ellos, hasta que todo su cuerpo quedó lastimado y llagado, y apagó con sangre aquel ardor que Satanás había encendido en sus miembros. Fué tan grato al Se­ñor este sacrificio, que de allí adelante, (como el mismo santo lo dijo a sus dis­cípulos) nunca tuvo otra tentación se­mejante, antes comenzó a ser maestro de todas las virtudes. Quedaban en el mon­te Casino algunas reliquias de la genti­lidad y había allí un templo e ídolo de Apolo a quien adoraba la gente rústica que aun era pagana. Fué allá san Benito e hizo pedazos la estatua, derribó el al­tar, y en aquel sitio fundó después el fa­moso monasterio de Monte Casino, que fué como la cabeza de otros once monas­terios que edificó, llenos de santos y es­cogidos religiosos. Traíanle muchos caba­lleros y señores sus hijos para que los instruyese y enseñase desde la tierna edad en las cosas de la virtud. Estaban todos aquellos campos hechos un paraíso habitado de moradores del cielo, y el Se­ñor ilustraba la santidad del glorioso san Benito con prodigios innumerables. Lle­gó a Totila, rey de los godos, la fama del santo y su don de profecía: y quiso hacer experiencia de ello. Para esto mandó a un cortesano suyo, llamado Riggo, que se vistiese de sus ropas reales y con gran­de acompañamiento fuese a visitarle. Mas asi que el santo que estaba en su celda, vio al rey fingido, le dijo: «Deja, hijo, ese vestido que traes, que no es tuyo.*

Visitóle después el rey Totila, y echán­dose a sus pies le reverenció como a san­to- y san Benito con santa libertad le reprendió sus crueldades y desafueros, diciendo: «Muchas malas obras haces, y muchas malas has hecho; cesa ya de la maldad: tomarás a Roma, pasarás el mar, vivirás nueve años y al décimo morirás.» Finalmente también profetizó el santo el día en que él mismo había de morir, y seis días antes mandó abrir su sepul­tura y el día sexto se hizo llevar a la iglesia, donde, recibidos los santos Sacra­mentos, dio su alma al Señor, que para tanta gloria le había criado.

Reflexión: Es cosa de grande admira­ción y mucho para alabar a Dios, ver la perfección y excelencia de la Regla que escribió san Benito en tan pocas palabras, y las muchas y diversas religiones así monacales como militares que militain debajo de ella, y los innumerables mo­nasterios, de esta Orden que ha produ­cido más de tres mil santos, más de dos­cientos cardenales, cuarenta Sumos Pon­tífices y una infinidad de santos e in­signes obispos y prelados; y pues hasta muchos duques, reyes y emperadores han dejado sus cetros y estados por el pobre hábito de san Benito, procuremos aficio­narnos a las virtudes de tan santísimo Padre, para que siguiéndole en la vida, merezcamos su compañía en la gloria.

Oración: Suplicárnoste, Señor, que la intercesión del bienaventurado abad san Benito nos haga agradables en tu divino acatamiento, para conseguir por su pa­trocinio lo que no podemos conseguir por nuestros propios méritos. Por Jesucris­to, nuestro Señor. Amén.

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Page 85: De Paula, Francisco - Flos Sanctorum

Santa Catalina de Suecia, virgen. — 22 de marzo. (f 1381.),

La admirable virgen santa Catalina de Suecia fué hija de Ulfón, príncipe de No-ricia, y de santa Brígida, bien conocida por sus revelaciones en la Iglesia del Se­ñor. Entrególa su santa madre, después que la destetó a una abadesa muy rel i­giosa para que la criase, y llegando a la edad competente, su padre le mandó que tomase marido, y ella le aceptó, confiada en la bondad de Dios y en el favor de la Santísima Virgen, María su madre, que podía casarse sin detrimento de su vir­ginidad, como le sucedió: porque ha­biéndose casado con un caballero nobi­lísimo llamado Etghardo, de tal manera le habló, que los dos hicieron voto de cas­tidad, y la guardaron toda su vida. Yen­do una vez con su madre, santa Brígida, a Asís y a Santa María de Porciúncula, les sobrevino la noche y se recogieron en una pobre casilla para guarecerse de la nieve y agua que caía. Estando allí, cier­tos salteadores de caminos entraron don­de estaban las santas madre e hija con otra gente; y con mucha desvergüenza quisieron verles los rostros, y como santa Catalina era hermosísima, comenzaron a hablar palabras torpes; mas ellas se vol­vieron a Dios, y al improviso se sintió un gran ruido como de gente armada, con lo cual huyeron espantados aquellos atrevidos ladrones. Pasó santa Catalina veinticinco años en compañía de su santa madre, la cual la llevaba consigo a los hospitales, y las dos curaban sin asco las llagas de los enfermos, y los consolaban como dos ángeles de paz, y visitaban y socorrían a los pobres. Era tan grande la fama de los milagros que obraba el Se­

ñor por su sierva Catalina, que habiendo salido una vez el Tíber de madre, inundando de tal ma­nera la ciudad de Roma que to­dos temían la última ruina y destrucción de ella, rogaron a la santa que se opusiese a las on­das; y como ella por su humil­dad se excusase, la arrebataron y llevaron así por fuerza junto a las aguas, y en tocándolas la san­ta con los pies, volvieron atrás y cesó aquel diluvio peligroso. Después de haber cumplido con el entierro de su madre, volvió a Suecia y se encerró en un mo­nasterio de monjas de Wadstem donde fué prelada, instruyendo -las según la Regla que su santa

madre había dejado. Finalmente, llena de méritos y virtudes, dio su espíritu al que la había creado para tanta gloria suya; y honraron su entierro muchos obispos, abades y prelados de los remos de Sue­cia, Dinamarca, Noruega y Gotia, y el príncipe de Suecia llamado Erico, con otros señores y barones, por su devoción llevaron sobre los hombros el cuerpo de la santa virgen a la sepultura, i lustrán­dola nuestro Señor con muchos milagros.

Reflexión: Entre las excelentes vir tu­des de la gloriosa santa Catalina de Sue­cia, resplandece sin duda aquella casti­dad y entereza virginal que conservó aun en el estado del matrimonio. Esta mara­villosa pureza sólo es propia de los mo­radores del cielo y de muchos santos y santas de nuestra divina religión. «A es­ta virtud, dice el V. M. Luis de Granada, toca tener un corazón de ángel, y huir cielo y tierra de todas las pláticas, con­versaciones y visitas que en esto pueden perjudicar. Hase de procurar que los ojos sean castos, y las palabras castas, y la compañía casta, y la vestidura casta, y castas la cama, la mesa y la comida; porque la verdadera y perfecta castidad todas las cosas quiere que sean castas: y una sola que falte, a las veces lo des­luce todo.»

Oración: Señor Dios, castísimo Esposo de las vírgenes, que quisiste que la bien­aventurada virgen Catalina se conserva­se intacta, aun en el matrimonio; con­cédenos tu gracia, para que refrenando nuestros sensuales apetitos, merezcamos llegar a la presencia de tu rostro purí­simo. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Victoriano y sus compañeros mártires. (f 484.)

23 de marzo.

Era el gloriosísimo Victoriano el caballero más rico y principal que se hallaba en Adrumeto, ciu­dad de África, y de tantos méri­tos, que por ellos fué electo pro­cónsul de la insigne y celebrada ciudad de Cartago. Por este t iem­po se levantó la cruel persecu­ción de Hunnerico, rey de los vándalos, contra los católicos, porque no querían seguir la in­fame secta del descomulgado Arrio. Quiso el monarca hereje sobornar el ánimo constante de Victoriano; mas él le respondió con gran confianza en el Señor de esta manera: «Estando seguro en mi Dios y Señor mío Jesu­cristo, digo que aunque me abra­ses en el fuego y me eches a las bestias, yo no seré jamás infiel a la Iglesia ca-tólcia, apostólica, romana: y certifico que aunque no esperase la vida eterna, nun­ca me preciara tanto^ del bien que el rey me puede hacer como de la fe que debo a mi Dios.» Esta respuesta dio al tirano Hunnerico; el cual quedó por ella tan enojado y colérico, que sin respetar la dignidad y nobleza del confesor de Cris­to, le mandó atormentar con cuantos gé­neros de suplicios pudo inventar su ma­licia y furor. L o s mismos verdugos, ad­mirados de que pudiese sufrir tantos azo­tes, tanto fuego y rigor tanto, dijeron al rey que se importaba acabar de quitarle la vida, antes que a vista de su constan­cia prevaricasen todos los arríanos y si­guiesen la fe de Victoriano. Furioso en­tonces, mandó añadir más tormentos, has­ta que en medio de ellos, constante siem­pre en la fe de Jesucristo, vino el es­forzado y valeroso caballero a alcanzar la gloriosa corona del martirio, perdien­do la vida temporal para alcanzar la eterna. Padecieron martirio junto con él, dos gloriosos y santos mercaderes, lla­mados ambos Frumencios, y ciudadanos ambos también de Cartago, y también dos santos hermanos naturales de Aqua-regia, a los cuales colgaron en el aire, con un peso muy grande a sus pies, y les quemaron con planchas de hierro a r ­diendo, y les atormentaron tan largo es­pacio y con tan horribles torturas, que al fin los mismos verdugos les dejaron, diciendo: «Si muchos imitan la constan­cia de estos, no habrá quien abrace nues­tra secta.» En los sagrados cadáveres de

estos dos santos no se hallaron señales algunas de las heridas recibidas.

Reflexión: Por la constancia pintaron los antiguos una roca en medio del mar, la cual ni se mueve a los furiosos azotes de las olas, ni hace caso de sus halagüe­ños besos: y así decía la letra: «Siempre soy una.» Uno fué siempre el invictísi­mo mártir de Jesucristo Victoriano; no torcieron su ánimo incontrastable _ni las riquezas del mundo, ni sus engaños, ni los altos puestos, ni las ofertas lisonjeras del rey, ni menos sus crueles amenazas y ejecutados rigores: era roca a lo divino puesta en medio del mar de este mundo. Procuremos, pues, imitarle nosotros en esa constancia y firmeza, no maravillán­donos de que la vida cristiana sea (como se escribe en Job) una perpetua milicia o tentación sobre la tierra, y entendiendo que la profesión del cristiano es profe­sión de hombre de guerra, que ha de pe­lear con gran fortaleza hasta la muerte las batallas del Señor. Ya llegará el día del descanso perpetuo, de la gloria in­mortal, y del gozo sempiterno, y enton­ces no podremos contenernos de dar vo­ces de alegría y alabanza, proclamando la magnífica bondad de Dios, que por unos pocos años empleados en su servi­cio, nos hizo participantes, de su infinita y eterna bienaventuranza.

Oración: Oh Dios, que nos concedes la dicha de honrar el nacimiento para el cielo de tus santos mártires Victoriano y sus compañeros, otórganos también la gracia de gozar en su compaña de la eter­na felicidad. Por Jesucristo, nuestro Se­ñor. Amén.

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San Simón, inocente y mártir. — 24 de marzo. (f 1475.)

El martirio del glorioso e inocente niño san Simón, lo escribió pocos días después de haber pasado, Juan Matías Tiberino, cuya relación compendiada es como si­gue: «Habitaban, dice, en un barrio de Trento, que está a la izquierda del casti­llo, tres familias de judíos, cuyas cabe­zas eran Tobías, Angelo y Samuel, con quienes vivía un infernal y bárbaro vie­jo llamado Moisés. Estos se juntaron el jueves de la semana santa en la sinago­ga y dijeron a Tobías: Tú solo, oh Tobías, puedes satisfacer nuestros deseos; por­que tu tienes familiar comunicación con los cristianos, y así puedes con gran fa­cilidad cogerles un niño, y si esto haces, tú vivirás con descanso, tus hijos con grandes medras. Con esta promesa To­bías entró a la tarde en la calle que lla­man de las Fosas, y luego puso los ojos en un niño hermoso de dos años y cua­tro meses, que estaba sentado y solo so­bre el umbral de la puerta de su casa, y mirando el traidor a una y otra parta de la calle, y viendo que nadie le obser­vaba, se llegó a la inocente criatura, y púsole con gran cariño un dedo en su tierna manecita. El niño le tomó el ín­dice, y levantándose le fué siguiendo, hasta que habiendo pasado dos o tres casas, puso el judío una moneda en las manos del Niño, y acariciándole en sus brazos para que no llorase, lo llevó fue­ra del barrio y se entró en casa de Sa­muel. Allí le pusieron en la cama, y co­mo llorase e invocase el nombre de su madre, le daban uvas pasas, confites y otras cosillas. Entre tanto la madre an­daba desesperada buscando al hijo de sus

entrañas, sin poderlo hallar en ninguna parte. A la noche el cruel viejo Moisés con los otros judíos, tomando aquel inocente ángel que descuidado dormía, pa­saron al lugar de la sinagoga que estaba en la misma casa, y allí desnudaron aquella inocente víctima dejándola en carnes; y tomando Samuel un lienzo, le rodeó el cuello embarazándole el aliento, para que no se oyesen sus gritos, y teniéndole los demás los pies y las manos. Entonces el viejo Moisés circuncidó al niño para disponerlo al sacrificio. Sa­có después unas tijeras y comen­tó a abrirle desde la barba la mejilla derecha, y cortándole un

pequeño pedazo de carne la puso en una fuente que tenía para recoger la sangre. Tomó después cada uno de los judíos las tijeras para hacer por turno la misma sa­crilega y sangrienta ceremonia, y en aca­bando, el infame viejo abrió con un cu­chillo la pierna derecha del mártir, y cortó un pedacito de carne de la panto-rrilla; y los demás hicieron lo mismo. Luego el viejo levantó en alto al niño, en forma de cruz, y le fueron punzando con agujas todo el cuerpo más de una ho­ra, hasta que el niño espiró, y pasó a go­zar de Dios en el coro de los inocentes mártires.»

Reflexión: Jamás permitió a los judíos la ley de Dios dada por Moisés, sacrificio alguno de víctimas humanas, a pesar de ¡;er tan usada esta bárbara costumbre en­tre las naciones y pueblos idólatras. La religión cristiana abolió hasta los sacri­ficios de animales, y toda práctica de cul­to sangriento, y así no fué la religión di­vina la que inspiró a aquellos judíos los nefandos sacrificios de niños que hacían, sino la abominable superstición en que cayeron, después de haber crucificado al Hijo de Dios, y rechazado la ley de su di­vino Mesías. Los pueblos que dejan ia verdadera religión, se olvidan de la ley de la caridad, y se vuelven egoístas, in­humanos y crueles.

Oración: Señor Dios, cuya Pasión san­tísima confesó el santo inocente niño Si­món, no hablando, sino perdiendo por ti la vida; concédenos que nuestra vida pi egone con inculpables costumbres, la • misma fe que confesamos con nuestros labios. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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La Anunciación de Nuestra Señora y Encarnación del Hijo de Dios. — 25 de marzo.

El sacrosanto misterio de este día nos lo refiere el evangelista san Lucas por estas palabras: «Hallábase ya Elisabeth en el sexto mes de su embarazo, cuan­do el ángel Gabriel fué enviado por Dios a Nazareth, ciudad de Galilea, a una virgen desposada con un varón de la descendencia de David llamado José. El nom­bre de la virgen era María. Ha­biendo entrado el ángel a donde ella estaba, le dijo: «Dios te sal­ve, llena de gracia; el Señor es contigo; bendita tú eres entre todas las mujeres.» Turbóse la Virgen al óir semejantes pala­bras, y pensaba que podía sig­nificar tal salutación. Mas el án­gel le dijo: «¡Oh María! no temas, por­que has hallado gracias en los ojos de Dios: he aquí que en tu seno concebirás, y parirás un hijo, y le llamarás con fl nombre de Jesús. Este Hijo será grande e Hijo del Altísimo, y darále el Señor el trono de David, su padre, y reinará para siempre en la casa de Jacob, y su reinado no tendrá fin.» Entonces María preguntó al ángel: ;Cómo se hará esto, porque no conozco varón?» Respondió el ángel v le dijo: «El Espíritu Santo sobrevendrá en ti y la virtud del Altísimo te hará sombra, por lo cual el fruto santo que de ti ha de nacer será hijo de Dios. Ahí tienes a tu prima Elisabeth, la cual en su vejez ha concebido también un hijo, y la que se llamaba estéril está ahora ya en el sexto mes de su preñado; porque para Dios no hay cosa imposible.» Dijo entonces María: «He aquí la esclava del Señor; sea hecho en mí según tu pala­bra.» Y desapareciendo el ángel se re ­tiró de su presencia.» (S. LUCAS I, 26-38).

Reflexión: Con sublime sencillez refie-de el santo Evangelio la más divina de todas las obras de Dios: la Encarnación del Verbo eterno. El arcángel anuncia a la Virgen que ha 'sido escogida para ser Madre de Dios: la Virgen desea serlo sin dejar de ser. virgen; y después de haber oído que ha de concebir, no por obra de varón, sino por la virtud del Espíritu Santo, se encoge con profunda humildad y se llama esclava del Señor; y el Señor la levanta a la altísima gloria de la ma­ternidad divina. Así se obró el mayor pro­digio de la omnipotencia del Padre, el

mayor portento de la sabiduría del Hijo yr la mayor maravilla del amor del Es­píritu Santo. La inmensa grandeza de es­te misterio, la llaneza incomparable de sus circunstancias, y el sublime candor del relato evangélico, todo es divino y digno de Aquel que con un acto de su voluntad sacó de la nada el universo y expresó su divina operación con la pala­bra fiat, hágase. Todo ha -de ser, pues, materia de nuestra más profunda y cons­tante meditación: la humildad del Altí­simo anonadado en las purísimas entra­ñas de la Virgen, la inmaculada pureza de esta excelsa Señora, su fe. su confian­za, su conformidad con la voluntad divi­na, y el humilde sentimiento de su baje­za, ensalzada por Dios a la soberanía de todo lo creado. Y no debemos parar aquí, sino pasar adelante en la consideración de este misterio, y quedar como absortos y suspensos en la honra que de él se si­gue a todo el linaje humano, el cual fué ennoblecido y levantado a tan gran dig­nidad y gloria; pues haciéndose Cristo hueso de nuestros huesos y carne de nuestra carne, nuestra naturaleza está ensalzada en él sobre todos los ángeles, y somos parientes y hermanos de Dios he­cho hermano y Redentor nuestro.

Oración: Señor Dios, que quisiste que en las purísimas entrañas de la gloriosa Virgen María se encarnase el Verbo eter­no, anunciando ,un ángel tan divino mis­terio; concédenos, por los ruegos de esta gloriosa Virgen, que los eme verdadera­mente creemos que es Madre de Dios, seamos favorecidos con su intercesión en tu divino acatamiento. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Braulio, obispo de Zaragoza. — 26 de marzo. ( t 651.)

El santísimo y sapientísimo obispo san Braulio, honor inmortal de la Silla de Zaragoza, fué hermano del obispo Juan, y sucesor suyo en el obispado, y natural de la misma ciudad (a lo que algunos escriben), y de la sangre de los reyes go­dos de España. Tuvo por maestro a san Isidoro, arzobispo de Sevilla, y salió tan aventajado en las lenguas y ciencias di­vinas y humanas, que su mismo sapien­tísimo maestro le envió su famoso libro de las Etimologías, que a su petición ha­bía escrito, para que lo corrigiese. Hallóse en tres concilios Toledanos, que fueron el cuarto (en que presidió san Isidoro, su maestro), y el quinto y el sexto. En el quinto tuvo san Braulio gran mano, y ordenó los cánones y decretos, y todo el peso de los negocios cargaba sobre él, por ser considerado como el oráculo de toda la Iglesia de España. Escribió una carta al Sumo Pontífice que a la sazón era Honorio, primero de este nombre, con tan excelente doctrina, estilo y elo­cuencia, que fué muy celebrada y leída con admiración en Roma. En ella le daba cuenta del celo con que tanto el rey Chintila como los obispos de España t ra­bajaban por conservar en toda su inte­gridad y pureza la doctrina católica y di­vina de Jesucristo. Escribió más tarde una carta al rey Chindasvinto, cuyo efecto fué declarar a Recesvinto sucesor del reino, y rey juntamente con su pa­dre; con lo cual acabó con las facciones y turbulencias, y ahorró mucha sangre. Residía el santo prelado en la iglesia de Santa María la Mayor, llamada del Pilar de Zaragoza, ocupándose de día y de no­

che en el servicio de Dios y de su Santísima Madre. Hizo edi­ficar una iglesia sobre la sepul­tura de los santos mártires santa Engracia y sus dieciocho com­pañeros, y de los innumerables mártires de Zaragoza, que ant i­guamente se llamó la iglesia de las Santas Masas, y ahora tiene título de santa Engracia, donde después el rey católico don Fer­nando labró un suntuoso monas­terio y le dio a los Padres de la Orden de San Jerónimo. Final­mente a los veinte años de su gloriosísimo obispado, descansó san Braulio en la paz del Se­ñor, dejando a toda la ciudad de Zaragoza con gran sentimiento

por haber perdido tan- excelente padre, pastor y maestro. El sagrado cadáver fué sepultado con grande veneración en el santuario del Pilar.

Reflexión: Mucho trabajó y sudó san Braulio, restableciendo en España la in­tegridad de la fe, y honrando a los innu­merables mártires de Zaragoza y a santa Engracia con aquel templo sepulcral de l#s Santas Masas, que destruido a prin­cipios de este siglo por la impiedad ex­tranjera, acaba de reedificarse, en cali­dad de monumento nacional y sagrado ornamento de la nobilísima capital de Aragón. ¡Ah! la Religión no ha hecho otra cosa que edificar; la impiedad nun­ca supo hacer otra cosa que destruir. La Religión labró el edificio moral de la so­ciedad cristiana, y embelleció las nacio­nes con las obras más suntuosas e inmor­tales del arte. ¿Y qué otra cosa ha hecho la impiedad que demoler esos monumen­tos, y volver a los hombres, viciosos, des­honrados y bestiales como antes? Y en eso emplean todavía su tiempo y su t ra ­bajo los impíos: en destruir y derribar; porque edificar algo sobre'las ruinas, ni siquiera ellos mismos saben si ha de ser posible. No emplees, pues, la vida en obras de destrucción propias de los hi­jos del diablo, sino en obras de edifica­ción propias de los hijos de Dios.

Oración: Oh, Señor, que con el celo, erudición y ejemplos del bienaventurado Braulio, tu confesor y pontífice, quisiste fortalecer tu Iglesia, defiéndela por su intercesión con seguros y perpetuos auxi­lios. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Page 90: De Paula, Francisco - Flos Sanctorum

San Juan, ermitaño. -(f 718.)

Nació el glorioso san Juan er­mitaño en Licópolis de la Te­baida, de padres muy escasos en bienes de fortuna, y luego que tuvo edad aprendió el oficio de carpintero; mas el Señor, que quería labrarle, le llamó a la so­ledad, para hacer de él uno de los varones más santos del de­sierto de Egipto. Hízose discípu­lo de un santo anciano, el cual descubriendo en aquel mancebo una humildad y obediencia ex­traordinarias, en breve, tiempo le hizo adelantar mucho en el ca­mino de la perfección. Un año entero estuvo regando por obe­diencia un palo seco, dos veces al día, y procurando mover de su asiento un gran peñasco que muchos hombres no pudieran mover: y el Señor recompensó su ciega obediencia, conce­diéndole después el don de milagros y pro­fecía. Muerto su santo maestro, pasó Juan cinco años en diversos monasterios, y lue­go se fué a una montaña desierta y abrien­do en la peña una celdilla, se encerró en ella, y por espacio de cuarenta años llevó en este linaje de sepultura una vida de ángel, saboreando anticipadamente las de­licias del cielo. No había hombre más apa­cible y agradable en el trato que el santo anacoreta. Jamás permitió que ninguna mujer se llegase a la ventanilla de su cel­da: se hizo tan notorio su alto don de profecía, que de las provincias más apar­tadas venían a consultarle como a un oráculo del cielo. ¿Quién no se maravillará de ver a sus pies al general del ejército romano pidiéndole consejo, y oyendo de los labios del santo: «Confía, hijo, en el Dios de los ejércitos, porque con tus esca­sas fuerzas, vencerás?» Y en efecto, la ilus­tre victoria que alcanzó de los bárbaros etíopes, acreditó la verdad del vaticinio. Consultóle también el gran Teodosio sobre el suceso de la guerra con Máximo; y pro­nosticóle Juan el glorioso triunfo que ha­bía de alcanzar de aquel tirano. Cuatro años después mandó el emperador a Eu-tropio su ministro para saber el éxito de» otra campaña; y el santo respondió: Ve, y di al emperador que vencerá, pero que sobrevivirá poco tiempo a la victoria.» Todo lo cual sucedió como el santo pro­feta lo dijo. Finalmente, después de una larga vida de noventa años llena de pro­fecías y milagros, sabiendo por divina r e ­velación el día y hora de su muerte, pidió

27 de marzo.

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que en tres días nadie le llamase, y pa­sándolos en oración, entregó su bienaven­turado espíritu en las manos del Creador; y el día siguiente fué, hallado su sagrado cadáver puesto de rodillas, y fué sepul­tado con la pompa y veneración que su santidad merecía, llamándose comúnmen­te el profeta de Egipto.

* Reflexión: Visitó Paladio al santo y apa­

cible anacoreta, el cual le dijo que sería obispo y que había de padecer grandes trabajos: «Yo, añadió el santo, cuarenta y ocho años ha que no pongo los pies fuera de mi celda, y porque en todo este tiem­po no he visto mujer ni moneda alguna, no he sentido ni aun el más leve disgusto.» Brevísimo atajo para llegar a una vida llena de divina consolación» reprimir la co­dicia del dinero y los deleites sensuales. Estas son las dos raíces principales de todos los sinsabores de la vida del hom­bre. El corazón de los malos es como un mar que hierve siempre en tormenta; y es porque está devorado o pos la sed de riquezas o por el deseo de goces sensua­les. Reprimámoslos, que vendrá sobre nosotros la paz y la alegría que sobre­puja a todo sentido y de la cual gozan aun en esta vida los hombres mortifi­cados.

* Oración: Oye, Señor las súplicas que

te hacemos en la solemnidad de tu sier­vo el bienaventurado Juan, para que los que no confiamos en nuestros méritos seamos ayudados por los de aquel que tanto te agradó. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Page 91: De Paula, Francisco - Flos Sanctorum

San Guntrano, rey y confesor. — 28 de marzo. (f 593.)

Fué el piadosísimo rey san Guntrano hijo de Clotario, rey de Francia, y nieto de Clodoveo I y de santa Clotilde. Como era hijo segundo, a la muerte de su pa­dre heredó los reinos de Orleans y de Borgoña; lo cual fué ocasión de muchas guerras con sus hermanos Cariberto y Sigeberto: y si al principio de su reinado traspasó los límites de la humanidad, tra­tando con excesivo rigor a sus enemigos, cosa harto frecuente en aquellos tiem­pos, también es verdad que hizo rigurosa penitencia todo el tiempo de su vida, pro­curando de alcanzar como David la di­vina misericordia con muchos ayunos, grandes asperezas y limosnas. Puso de­bajo de su protección a los hijos de sus hermanos, colmándoles de beneficios y jamás se sirvió de los felices sucesos de sus victorias para su propia medra y en­grandecimiento, sino para el bien univer­sal de sus vasallos. Y como era príncipe muy cristiano y santo, y sus leyes eran justas y humanas, florecía su reino con grande abundancia y prosperdiad, así en tiempo de «paz como en tiempo de gue­rra. Dio severísimas ordenanzas encami­nadas a reprimir la crueldad y bárbara fiereza que usaban los soldados con los enemigos vencidos, y puso a raya su des­enfrenada licencia. Y aunque su amor a la justicia le inclinaba a castigar con el debido rigor los crímenes, no pue3e creer­se con cuanta facilidad y suavidad per­donaba las injurias cuando se hacían a su misma persona, porque habiendo en cierta ocasión atentado contra su vida dos desaforados asesinos, mandó el rey que a uno le encsrrasen en la cárcel, y perdonasen al otro por haberse refugiado

;n lugar sagrado. Honraba el san­to príncipe a los obispos y pre ­lados de la Iglesia de Jesucristo, con reverencia y amor filial, les consultaba sus dudas y les pedía su parecer. Edificó muchos tem­plos y monasterios, y aunque era padre de todos sus vasallos, lo fué singularmente de los pobres, llegando en un tiempo de ham­bre a agotar con real magnifi­cencia su tesoro, y procurando de aplacar con ayunos y pública pe­nitencia la ira de Dios, que, como decía el santo, por sus pecados azotaba a sus pueblos. Finalmen­te, lleno de méritos y virtudes, descansó en la paz del Señor, con grande luto y sentimiento de

todo su reino, y Dios ilustró el sepulcro de tan santo rey con muchos prodigios que le ganaron la universal veneración.

Reflexión: No existe estado o condición en que el hombre no pueda santificarse, si quiere. La gracia vence todos los obs­táculos ayudada de la cooperación hu­mana. No es un pobre artesano, o un po­bre labriego el que hoy presenta ante tu consideración la Iglesia: es un rey pode­roso y un rey que experimentó allá cuan­do joven la fuerza de las pasiones. No fué tan misericordioso como debió ser; vejó a sus vasallos más de lo justo. Pero fué fiel al llamamiento de la gracia, y los que le vieron castigar con exceso de se­veridad los crímenes, viéronle también hacer espantosa penitencia y hoy le ve ­neramos en los altares. ¿Te ves comba­tido? ¿Sientes en tu interior la fuerza de la pasión? ¿Por qué no escuchas también la voz de la gracia que te llama a la pe ­lea y te dice que no desmayes? ¿Encon­trarás para ser bueno más obstáculos que este santo? No vives entre la pompa cor­tesana. No te estorban halagos de pode­rosos para ver la verdad, y vista seguirla resueltamente. Quizás tu misma condi­ción te faciltia el ser virtuoso. Pero aun­que fueras príncipe o monarca, ¿tendrías excusa ante tal dechado para no empren-

»der una vida perfecta? Oración: Oye, Señor, las súplicas que

te hacemos en la solemnidad de tu bien­aventurado confesor Guntrano, para que los que no confiamos en nuestra virtud, seamos ayudados por las oraciones de aquel que fué de tu agrado. Por Jesu­cristo, nuestro Señor. Amén.

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Page 92: De Paula, Francisco - Flos Sanctorum

Santos Jonás y Baraquisio, hermanos, mártires. (f 327.)

Al tiempo que Sapor, rey de Persia, perseguía cruelísimamen-te a los cristianos, vivían en una aldea llamada Jasa dos herma­nos llamados Jonás y Baraqui­sio, los cuales llegando a la villa que se llama Bardiaboth, fueron a visitar a los cristianos que es­taban presos y hallaron nueve que estaban ya condenados a muerte. Y viéndolos muy ator­mentados y maltratados, les di­jeron: Hermanos, no temamos cosa alguna; en nombre de nues­tro Jesús crucificado, sustente­mos una batalla para alcanzar la sempiterna corona.» Animados con estas palabras los santos pre ­sos, padecieron el martirio y re ­cibieron la palma y vestidura inmortal de la gloria. Después de esto fueron acu­sados los dos santos hermanos ante unos crueles magos que hacían oficio de jue­ces, los cuales les intimaron obediencia al rey, y reverencia al sol, al fuego y al agua. «No tengo que ver, dijo Jonás, con el sol, luna ni estrellas, ni con el fuego ni el agua, que son vuestros dioses, ni es Sapor ningún rey inmortal para que se haya de obedecer más eme al verdadero Dios. Sólo creo en el Padre, Hijo y Es­píritu Santo* verdadera Trinidad que conserva todo el universo.» Mucho se enojaron los magos oyendo esto; y luego mandaron que le atasen un pie a una cuerda y lo pusiesen desnudo al hielo toda la noche. Venido el día siguiente, llamaron a Baraquisio, a quien tenían apartado de su hermano, y le dijeron que por qué no sacrificaba a los dioses como ya lo había hecho su hermano Jonás. San Baraquisio dijo: «Lo que ha hecho mi hermano haré también yo»: y añadió que mentían en todo, porque la verdad a quien seguía, no le dejaría a su hermano hacer un nefando sacrificio. Irritáronse los mentirosos jueces con esta respuesta, y para que no hablase más, le hicieron beber plomo derretido, y le volvieron a la cárcel donde le tuvieron colgado de un pie. Trajeron luego ante sí a Jonás* y y dijéronle: «¿Cómo te ha ido esta noche con la helada? Tu hermano Baraquisio ha negado a tu Dios, y tú, obstinado, ¿aún te_ estás en tu parecer?» Respondió el mártir: «Creedme, reales príncipes, que jamás mi Dios me había "dado noche tan sosegada y tan buena; y sé también para mi consuelo, que mi hermano ha negado

29 de marzo.

al demonio y que ha estado firme en Cristo.» Mandaron traer los magos un husillo y prensa y le prensaron como ha­cen con el orujo, rompiéndole tod5s los huesos, y de esta manera el invictísimo y glorioso Jpnás entregó su bendita alma al Señor, Concluido esto atormentaron de varias maneras a su hermano Bara­quisio metiéndole agudas cañas por las carnes, apretáronle después en la pren­sa, y le echaron pez derretida en la gar­ganta, y con esto alcanzó como su her­mano la gloria del martirio. .

*

Reflexión: ¿Has observado como en el combate de estos dos santos hermanos. querían aquellos impíos jueces apartar­les de la fé con embustes y mentiras? Propias han sido siempre estas armas dé­los enemigos de Dios; mas los fieles ser­vidores de Cristo los vencieron con su cristiana entereza. ¿Por qué, pues, has de hacer algún caso de las falsas razo­nes que ahora vuelven a traer los impíos y herejes para desquiciar a los católicos de la verdadera fe? ¿Por ventura no me­rece mayor crédito Jesucristo, Señor nuestro, que todos los hombres falibles y miserables de este mundo? ¿No vale más el testimonio de la Iglesia que el de toda la turba de los impíos ignorantes y viciosos.

Oración: Concédenos, Señor, que asi: como reconocemos tu fortaleza soberana en la confesión de tus gloriosos mártires Jonás y Baraquisio, así experimentemos su poderosa intercesión ante el acata­miento de tu divina Majestad. Por Je su ­cristo, nuestro Señor. Amén.

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San Juan Clímaco, abad. — 30 de marzo. (f 605.)

El glorioso abad del monte Sinaí san Clímaco fué, a lo que se cree, natural de Palestina, y siendo mozo de dieciseis años bien enseñado en las letras huma­nas, se' ofreció a Cristo nuestro Señor en agradable sacrificio, retirándose del mundo en un monasterio del monte Si­naí, donde por espacio de diez años br i­lló a los ojos de los monjes como perfec­to dechado de todas las virtudes. Pasó después a la vida solitaria y escogió un lugar llamado Tola, que estaba al pie del monte y a dos leguas de la iglesia de la Santísima Virgen que el empera­dor Justiniano, había hecho edificar para los monjes que moraban en las rocas y •asperezas del Sinaí: y en aquella ermita vivió Juan por espacio de cuarenta años, •con tan grande santidad, que todos le llamaban Ángel del desierto. Levantóle •el Señor al estado angelical de la ora­ción continua; y no pocas veces le vie­ron levantado de la tierra y suspenso •en el aire, resplandeciendo en su rostro la gracia de Dios, y las delicias celestia­les que estaba gozando su alma. Sacóle a l fin el. Señor de su ermita para que fuese el abad- y maestro de todos los monjes del Sinaí, y a ruego y súplica de •ellos escribió el famoso libro llamado Escala espiritual, en el cual se describen -treinta escalones por donde pueden su­bir los hombres a la cumbre de la per­fección. Su lenguaje santo es por sen­tencias, y admirables ejemplos. Dice que en un monasterio de Egipto donde mo­raban trescientos y treinta monjes, no había más que un alma y un corazón; y que a pocos pasos de este monasterio ha­

bía otro que se llamaba la Cárcel, donde voluntariamente se ence­rraban los que después de la profesión habían cado en alguna grave culpa, y hacían tan asom­brosas penitencias, que no se pueden leer sin llenarse los ojos de lágrimas y temblar las car­nes de horror. Encomendábase en las oraciones de este varón santísimo el venerable pontífice san Gregorio Magno; y el abad Raytú, en una epístola que tam­bién le escribió, le pone este t í ­tulo: «Al admirable varón, igual a los ángeles, Padre de Padres, y doctor excelente, salud en el Señor. Habiendo pasado el san­to sesenta y cuatro años en el

desierto, a los ochenta de su edad,^ en­tregó su alma purísima y preciosísima al Señor.

Reflexión: No parece sino que hace el santo el retrato de sí mismo cuando en su Escala espiritual habla del grado de oración continua. «Esta oración, dice, está en tener el alma por objeto a Dios en to­dos los pensamientos, en todas las pala­bras, en todos ios movimientos, en to­dos los pasos; en no hacer cosa que no sea con fervor interior, y como quien tiene a Dios presente.» ¡Oh! ¡qué agra­dable sería a los divinos ojos, y qué lim­pia de todo pecado estaría nuestra alma, si considerásemos que nuestro Señor nos está siempre mirando! Ofrezcámosle si­quiera por la mañana todos nuestros pen­samientos, palabras y obras, y cuando nos viéremos en alguna tentación o pe­ligro de pecar, digamos: ¡Dios me ve, no quiero ofender a mi Dios! Y no ima­ginemos que tu Dios y Señor esté ausen­te allá en las más encumbradas alturas de los cielos, donde ni te ve ni te oye: porque está presente en todas partes, y más cerca de ti que el amigo con quien conversas; está al rededor de ti y dentro de ti, penetrando tu cuerpo y tu espíritu; y «tú te hallas más sumidt» en la inmen­sidad de su ser divino, que el pez me­tido en las aguas.

Oración: Suplicárnoste, Señor, que la intercesión del bienaventurado Juan, nos haga recomendables a tu divina Ma­jestad, para que consigamos por su pro­tección lo que no podemos alcanzar por nuestros merecimientos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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El beato Amadeo, duque de Saboya. — 31 de marzo. ( f 1472.)

El glorioso y caritativo prínci­pe beato Amadeo fué hijo de Luis II y de Ana, hija del rey de Chipre. En medio del fausto de la corte conservó siempre su co­razón sin mancilla, y era de con­dición tan apacible, que se ha­cía dueño de todos los corazo­nes. A los diecisiete años casó con Violante, hija de Carlos VJI de Francia, y habiendo sucedido a su padre en el trono, las virtu­des que como a príncipe le ador­naban, tomaron nuevo brillo con la diadema. Derrotó a los tur­cos, y no se mostró menos vale­roso en las batallas que generoso en las victorias y piadoso con los vencidos. Tuvo gran cuidado de que los príncipes sus hijos se criasen en toda virtud y como convenía a su nobi­lísima sangre; y no había a la sazón en Europa corte más brillante ni mejor or­denada que la suya, ni reino en que más floreciese la paz, la justicia, la virtud y la prosperidad; de manera que su "rei­nado se llamaba el siglo de oro. No pasó el «santo rey un solo día en que no hi­ciese algún particular beneficio, y mere­ciese las bendiciones del cielo y el reco­nocimiento y amor de sus vasallos. Em­pleó todo su tesoro en fundar asilos de beneficencia, y en aliviar por su mano las miserias de los que padecían. Llamá­banle el padre de los -menesterosos, y a su palacio el jardín de los pobres. Ha­biéndole dicho un día que las excesivas limosnas que repartía agotaban todas sus rentas, respondió muy alegre el magní­fico príncipe: «Huélgome mucho de lo que me decís: aquí tenéis el precioso co­llar de mi orden, vendedle y socorred también con el precio de él a mis queri­dos pobres.» Cuando el santo rey se vio vecino a la muerte, llamó a sus hijos y a los principales señores de la corte, y les declaró su última voluntad en estos tér­minos: «Mucho os recomiendo la miseri­cordia y caridad con los pobres: derra­mad generosamente en su alivio vuestras limosnas, y el Señor derramará copiosa­mente sobre vosotros sus bendiciones. Haced justicia sin acepción de personas, y poned todo vuestro estudio en hacer que florezca la religión católica y sea Dios servido en todo el reino.» Final­mente, habiendo recibido con singular edificación y lágrimas de todos, los san­tos Sacramentos, trocó la diadema terre­

nal por la corona eterna de los cielos, y el Señor acreditó su santidad con tantos prodigios, que el obispo de Vercellv don­de murió el santo, refiere ciento treinta y ocho, todos muy ilustres, especialmen­te en los que adolecían de accidentes epi­lépticos; y san Francisco de Sales ase­guró al papa Paulo V que todos los días obraba Dios nuevos milagros en el se­pulcro del santo duque.

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Reflexión: Como es tan poderoso y efi­caz el ejemplo de los príncipes, el del beato Amadeo imprimía en su corte y en sus vasallos un sello tal de virtud, que por mucho tiempo se vio el vicio desterrado de sus estados, y la piedad crsitiana, siguió floreciendo en todas par­tes con religioso esplendor. Apenas ha­llaba la justicia crímenes que castigar en ninguna de sus provincias; y en las po­blaciones de aquel estado se veían los más admirables ejemplos de todas las virtudes. ¡Oh! ¡qué fácilmente se lleva a cabo la dificultosa empresa de refor­mar las costumbres, cuando resplandece por toda la nación la virtud y cristiana vida de sus gobernantes! Pero si éstos son la piedra de público y universal es­cándalo, ¡qué ha de ser todo el reino, sino un lago de vicios y maldades!

Oración: Señor Dios, que trasladaste a tú confesor, el bienaventurado Amadeo, del principado de la tierra al celestial reino de la gloria, suplicárnoste nos con­cedas, que por sus merecimientos y su ejemplo, usemos de los bienes tempora­les, de suerte que no perdamos los eter­nos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Hugo, obispo de Grenoble. — 1" de abril. (t 1132)

Fué el glorioso san Hugo de nación francés, y nació de nobles y virtuosos padres, en Castel-Nuevo, en la provincia del Del-finado, cerca de la ciudad de Va­lencia. Su padre Odilón, caba­llero y militar, acabó santamen­te su vida en la Cartuja siendo de edad de cien años y recibió los sacramentos de manos de su hijo obispo. El mismo consuelo al­canzó su virtuosa madre. No te­nía san Hugo sino veinte y siete años, cuando el legado del Papa le apremió para que aceptase el obispado de Grenoble, y se fuese con él a Roma para ser consagra­do del sumo Pontífice Gregorio ' VII. Estaba a la sazón en Roma la condesa Matilde, señora no menos piadosa que po­derosa, la cual le presentó grandes dones y todo lo necesario a la consagración. Muy lleno de espinas y malezas halló san Hugo el campo de aquella iglesia de Grenoble; los clérigos llevaban vida relajada, los le­gos estaban enredados en logros y usuras, los hombres sin fidelidad, las mujeres sin vergüenza, los bienes de la Iglesia enaje­nados, y todas las cosas en suma confusión por lo cual a los dos años, pareciendo al santo que hacía poco fruto, tomó el hábi­to de monje de la orden de san Benito y pasó un año de noviciado en el monasterio llamado Domus Dei, Casa de Dios; pero sabiéndolo el Papa, le mandó volver a su obispado, y él obedeció con presteza y re­signación. Pasados tres años, vino al san­to obispo, guiado de Dios, san Bruno con otros seis compañeros, para comenzar en su diócesis la sagrada religión de la Car-ruja; y les acogió, animó y acompañó has­ta un lugar fragoso y áspero, que se lla­maba la Cartuja, donde dieron principio a su santo instituto, y san Hugo muchas veces se iba también a aquel lugar sa­grado y se estaba con ellos y les servía en las cosas más viles y bajas de la casa. Por sus muchos ayunos, oraciones y estu­dios, nuestro Señor le probó con un dolor de cabeza y de estómago muy grande, que le duró cuarenta años. Hacíase leer la Sa­grada Escritura a la mesa y prorrumpía en lágrimas con tanta abundancia que le era necesario dejar la comida, o que se dejase la lección. No perdonó su anillo ni un cáliz de oro que tenía, para remediar la necesidad de los pobres. Siendo ya vie­jo, fué en persona a Roma y suplicó a Ho­

norio II que le descargase del obispado; después hizo la misma instancia a Ino­cencio II, mas el Papa con razón le negó lo que pedía, porque cuando el santo en­tró en su iglesia, la halló muy estragada y perdida, y cuando murió, la dejó muy reformada y acrecentada en todo. Final­mente, a los ochenta años de su edad, el Señor le llevó para sí y le dio el premio de la retribución eterna.

Reflexión: Fué tan extremado el recato de este santo varón, que con haber sido obispo más de cincuenta años, y tratado muchos negocios con muchas señoras prin­cipales que por razón de su oficio acudían a él, afirmó que no conocía de rostro a ninguna mujer de su obispado, sino a una vieja y fea que servía en su casa. Pregttn-taron una vez al santo por qué no había reprendido a una mujer que había venido a hablarle con galas profanas. Y él res­pondió: «Porque no vi si estaba así com­puesta». Y a este propósito decía el santo que no sabía cómo podía dejar de tener malos pensamientos, el que no sabía re ­frenar los ojos; pues, como dice Jeremías: muchas veces entra por ellos la muerte en el alma. Guarda, pues, esas puertas de tus sentidos; que más fácil es estorbar a los enemigos la entrada en el alma, que vencerles cuando ya están dentro.

Oración: Suplicárnoste, Señor, que oi­gas benignamente los ruegos que te hace­mos en la festividad del bienaventurado Hugo, tu confesor y Pontífice, y que nos perdones nuestros pecados por los mereci­mientos de aquél que tan dignamente te sirvió. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Francisco de Paula, fundador. — 2 de abril. (t 1508)

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El humildísimo y gloriosísimo fundador de la sagrada religión de los Mínimos, san Francisco de Paula, nació en una villa de Calabria, llamada Paula, de padres po­bres, y fué hijo de oraciones, por lo cual cuando llegó el niño a los trece .años le consagraron a Dios en la religión de san Francisco de Asís. A los catorce años hizo su peregrinación a Asís y a Roma, y vol­viendo a su patria, se retiró a una heredad de sus padres, y luego a una gruta que ha­lló cerca del mar, donde imitó la vida aus-terísima de los solitarios de Tebaida. A los diez y nueve años edificó un monasterio en cuya fábrica, hasta los nobles mance­bos y damas principales le ayudaban, lle­vando por devoción al santo espuertas de arena. Allí hizo brotar una fuente de agua, de la cual tenían necesidad los ope­rarios; allí metióse en un horno de cal y cerró las grietas de él sin recibir lesión del fuego; allí detuvo un gran peñasco que amenazaba desplomarse sobre el con­vento; allí le trajeron un nombre para que el santo le curase la pierna, y el san­to mandó al enfermo que no se podía me­near, que cargase con un andamio, como lo hizo. Es imposible decir los grandes mi­lagros que obró en el resto de su vida, por­que no parecía sino que le había hecho Dios, señor de todas las criaturas y que todas ellas le obedecían, el fuego, el aire, el mar, la tierra, la muert, los hombres y los demonios. Profetizó la toma de Constantinopla; mandó en nombre de Dios al Rey de Ñapóles tomar las a r ­mas contra los Turcos y echarlos de Ca­labria; y aseguró al rey católico don Fernando la gloriosa conquista de Gra­nada. Suplicó al rey de Francia, Luis

XI, al Papa Sixto IV que ver, pensando alcanzar de su ma­no la salud. Fué el santo por obediencia y dijo al rey: «Vues­tra Majestad me ha llamado pa­ra que le alargue la vida, y el Señor me ha traído para dispo­nerle a una santa muerte». Y así cada día pasaba el rey dos o tres horas en sabrosas pláticas con el santo, hasta que tuvo la dicha de morir en sus brazos. Nunca quiso el humildísimo san Francisco de Paula ordenarse de sacerdote y a sus religiosos lla­mó con el nombre de Mínimos. Finalmente, habiendo dejado el

admirable Patriarca escritas tres reglas, una para sus frailes, otra para las monjas y otra para los que se llaman Terceros, siendo ya de noventa y un años se hizo llevar a la Iglesia, y con los pies descalzos y una soga al cuello, recibió el santísimo Viático, y el día siguiente en viernes, a las tres de la tarde, levantadas las manos y ojos al cielo, expiró como Jesucristo, di­ciendo: «En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu». Estuvo el cuerpo once días expuesto a la veneración de los fieles, en­tero, fresco y despidiendo de sí un olor celestial y suavísimo.

Reflexión: Mira cuan humilde fué san Francisco Paula y cuan soberbio^eres tú. Y con todo, él era un ángel y tú eres un abominable pecador; él hacía grandes mi­lagros y tú eres por ventura un portento de malicia; él humillaba su carne con ás­peras penitencias y mandó que sus frailes se obligasen a perpetua abstinencia cua­resmal; y tú procuras regalar cuanto pue­des tu carne pecadora; él ardía en el amor divino, y por esto quiso que la caridad que abrasaba su pecho fuese el símbolo de su orden sagrada; y tú que jamás has sabido amar a Dios, y que sólo sabes ofen­derle, ¿osarás levantar los ojos al cielo?

Oración: ¡Oh, Dios!, que ensalzas a los humildes, y sublimaste a la gloria de los santos, al^ bienaventurado confesor Fran­cisco, rogárnoste nos concedas que por sus méritos y la imitación de sus virtudes al­cancemos la dichosa recompensa prometi­da a los humildes. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Benito de Palermo. ( t 1589)

El glorioso san Benito de Pa­lermo, que se llama comúnmen­te el Santo Negro, porque era de este color a semejanza de los etíopes, nació en la aldea llama­da San Filadelfo del obispado de Messana, de padres moros de l i­naje,, pero que profesaban la ley-cristiana. Mozo era todavía cuan­do para seguir el llamamiento del Señor vendió su hacienda-, repartió el precio de ella a los pobres y se retiró a una soledad, juntándose con unos varones pia­dosos que por concesión apostó­lica vivían allí debajo de la re ­gla de san Francisco de Asís. Perseveró en esta vida santa y penitente por espacio de cuarenta años, hasta que el Papa Pío IV, ordenó que aquellos solitarios que habían profesado el instituto de san Francisco se agregasen a una de las órdenes religiosas aprobadas por decretos pontificios. Entonces se retiró san Benito a Palermo, en el convento de Menores Observantes de santa María de Jesús, y allí resplandeció a los ojos de sus religiosos hermanos como un acabado ejemplar de todas las virtudes. Ejercitá­base con singular gozo en los oficios más bajos y humildes: ayunaba constantemen­te las siete cuaresmas anuales prescritas por el patriarca san Francisco; su cama era la tierra desnuda, su sueño breve, su hábito el más raído y desechado, extre­mado su amor a la pobreza, angelical su castidad y recato, su oración continua, porque en todas las cosas no buscaba sino a Dios, no deseaba sino a Dios, y en cuya presencia estaba, y a quien hablaba con dulces lágrimas y amorosos suspiros del alma. Hiciéronle prelado del mismo con­vento de santa María de Jesús, y aunque era lego y hombre sin letras, gobernó con tanta prudencia, caridad y gracia del Se­ñor aquella comunidad, que llevó adelante con gran conformidad de todos la reforma y estrictísima observancia de su Regla. A todos sus religiosos animaba el santo con sus heroicas virtudes, y con la suavidad de su gobierno, de manera que aquel con­vento no parecía sino una morada de san­tos que hacían en ella vida de ángeles. Finalmente, habiendo profetizado el día y hora en que el Señor quería llevarle para sí, recibió con grande fervor los sacra­mentos de la Iglesia y entregó su purísima alma al Creador, a la edad de sesenta y

3 de abril.

tres años. Su sagrado cuerpo se conserva entero, y despidiendo suave olor, en la ciudad de Palermo, donde empezó a ser solemnemente venerado. Su culto se ex­tendió después no sólo por toda Sicilia, si­no también por España, Portugal, Brasil, Méjico y Perú, hasta que en 1807 el Papa Pío VII le puso en el catálogo de los san­tos.

* Reflexión: ¡Un santo negro! ¡un alma

hermosísima en un cuerpo feo!, ¡un cora­zón precioso, morada del Señor de los án­geles en un hombre de raza mora y pare­cido a los etíopes! ¡Ah!, ¡y qué poco repa­ra nuestro Señor en estas cosas de que se avergüenzasi y deshonran los hombres! ¿Qué importa que el cuerpo corruptible y mortal sea feo o hermoso, con tal que el alma conserve la imagen y semejanza de Dios? Esta es la belleza inmarcesible que debemos desear y procurar, porque así como el alma muerta por el pecado es as­querosa como un cadáver podrido, horri­ble como un demonio, y tan horrorosa, que si se apareciese como es, mataría de es­panto a los que la viesen; así el alma san­tificada por la gracia divina es más bella que el sol, hermosísima como un ángel y tan semejante al ser Divino, que, si la viésemos con nuestros ojos, la tomaríamos por retrato del mismo Dios.

Oración: Oye, Señor, las súplicas que te hacemos en la solemnidad del bienaven­turado Benito, tu confesor, para que los que no confiamos en nuestras virtudes, seamos ayudados por los ruegos de aquel santo que fué de tu agrado. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Isidoro, arzobispo dé Sevilla, doctor. — 4 de abril. ( t 636)

El esclarecido doctor de la Iglesia de Cristo san Isidoro, fué de muy ilustre l i ­naje, hijo de Severiano, capitán de la mi ­licia de Cartagena, y hermano menor de san Leandro, de san Fulgencio y de santa Florentina. Dícese de él que cuando deter­minaba dejar el estudio, desconfiado de su aprovechamiento, se llegó a un pozo y vio que en el brocal había surcos que con el uso habían hecho las sogas, y dijo entre sí: Puede la soga cavar la piedra; y ¿no podrá el continuo estudio imprimir en mí la ciencia? Y con esto se dio muy de veras al estudio, y fué en las ciencias y lenguas tan consumado, que no hubo en su tiempo quien le igualase. Estando sus santos her­manos desterrados por Leovigirdo, se opu­so a los herejes arríanos con tanto fervor y elocuencia,, que no pudiendo resistirle, trataron de matarle, y pusiéranlo por obra, si Dios no le guardara para mayores co­sas. A la muerte de san Leandro, le nom­braron por aclamación universal, sucesor de su hermano en la iglesia de Sevilla, y arrebatándole el pueblo, con grandes a-plausos le sentaron por fuerza en la silla episcopal, donde luego comenzó a resplan­decer como sol y alumbrar al mudo. Lla­móle el pontífice «an Gregorio Magno, otro Salomón; y le envió el palio con la juris­dicción vicaria de la Santa Sede en toda la iglesia de España. Escribió regla para los monjes, ablandando el rigor de la antigua, hizo misal y breviario que por su nombre se llamó Gótico Isidoriano, y por haber usado de él los cristianos que vivían entre los moros se llamó Mozárabe. Presidió en el cuarto Concilio Toledano y en el segundo Hispalense, y fué muy vene­rado de los reyes y prelados, y considerado

te, y niza, que

umversalmente como oráculo de la cristiandad. El solo nos con­servó en sus libros numerosísi­mos muchos tesoros de la antigua sabiduría, y edificó en Sevilla al­gunos Colegios, donde se criase en virtud y letras la juventud más escogida de toda España; y i e su escuela salieron varones muy insignes, y entre ellos san Ildefonso y san Braulio. Final­mente después de haber gober­nado santísimamente su iglesia por espacio de cuarenta años, to­mó seis meses para darse del todo a la oración y prepararse para la muer te ; y al cabo se hizo llevar a la iglesia de san Vicen-

cubiertas sus carnes de cilicios y ce-entregó su alma purísima a Dios,

para tanto bien le había criado.

* Reflexión: En la hora de su muerte,

profetizó san Isidoro a los españoles, que si se apartaban de la Doctrina evangélica que habían recibido, caerían de la cum­bre de aquella felicidad en que estaban, en un abismo de gravísimas calamida­des; pero que si después se reconocie­sen, Dios los levantaría y haría más glo­riosos que a otras muchas naciones. Cum­plióse la profecía en la destrucción de España por los moros, y en su repara­ción, después de haberlos vencido; porque la nación española no sólo llegó a ser la primera nación y potencia del mundo, sino que vio tan extendido su imperio, que podía decir que nunca se ponía en ella el sol. ¡Qué maravilla, pues, que por haber pecado de nuevo adorando los ído­los, de las naciones extranjeras, al paso que ha ido perdiendo la integridad de su fe, haya ido perdiendo también sus in­mensos dominios, y venido a la presente miseria? Roguemos a Dios que se apiade de esa malograda nación para que reco­nociendo y detestando su prevaricación vuelva al recto sendero de la ley católica y a su antigua gloria, poderío y grandeza.

Oración: Oh Dios, que diste a tu pue­blo al bienaventurado Isidoro por minis­tro de la eterna salud; concédenos que tengamos por intercesor en los cielos a quien en la tierra tuvimos por maestro de la vida. Por Jesucristo nuestro Se­ñor. Amén.

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San Vicente Ferrer. — 5 de abril. (t 1419)

El gloriosísimo y apostólico varón san Vicente Ferrer, nació en la ciudad de Valencia, de la noble familia de los Ferrers, y fué hermano de Bonifacio Fe ­rrer, gran jurista y después prior general de la Cartuja. Desde su niñez juntaba el santo a otros muchachos y decíales: «Oídme, niño, y juzgad si soy buen pre­dicador» y haciendo la señal de la cruz, refería algunas razones de las que había oído a los pre­dicadores en Valencia, imitando la voz y los meneos, de ellos tan vivamente, que dejaba admira­dos a los que le oían. En llegan­do a la «dad de diez y ocho años tomó el hábito del glorioso santo Domin­go, y vino a ser un perfecto retrato de la vida religiosa. Hizo sus estudios en los conventos de Barcelona y Lérida, y en esta universidad le graduaron de Maes­tro en teología, para dar principio a su carrera apostólica. Era muy _ agraciado y de gentil disposición, y habiéndosele afi­cionado y queriendo traerle a mal algu­nas mujeres, él las ganó para Cristo. En el espacio de diez y ocho años, sólo dejó de predicar quince días, y siempre fué raro y estupendo el fruto de sus sermo­nes no sólo en España, mas también en Francia, Inglaterra, Escocia, Irlanda, P ia . monte, Lombardía y buena parte de Ita­lia; y predicando en su lengua valencia­na en estas naciones, le entendían como si predicara en la lengua de aquellos paí­ses, que es don raro y apostólico. En sola España, convirtió más de veinticinco mil judíos y diez y ocho mil moros. Muchos pecadores convertidos y otra gente sin número le seguían de pueblo en pueblo, y eran tantos, que hubo vez que se ha­llaron ochenta mil, y hacían procesiones muy devotas y solemnes, disciplinándose terriblemente y derramando^ mucha san­gre en memoria de la Pasión del Señor y en satisfacción de sus pecados, y eran tantos los disciplinantes, que había tien­das de disciplinas como si fuera f e r i a d e azotes. Los milagros que obró el Señor por san Vicente fueron tantos, que de so­los cuatro procesos que se hicieron en Aviñón, Tolosa, Nantes y Nápole, se sa­can, sin los demás, ochocientos y sesenta. En España hasta los mismos reyes de Aragón salían a recibirle; llamáronle el emperador Sigismundo, el rey de Ingla­

terra, y hasta el rey de Granada, con ser moro: y todos le miraban como hombre más divino que humano. A la muerte de Martín de Aragón fué elegido para las cortes de Aragón, Valencia y Cataluña, y declaró por rey al infante de Castilla don Juan el primero. Finalmente habiendo este predicador divino abierto el cielo a innumerables almas, dio su espíritu al que para tanta gloria suya le había cria­do. Murió a la edad de setenta y cinco años, en la ciudad de Nantes, acudiendo tanta gente a reverenciarlo, que por es­pacio de tres días no se pudo sepultar.

Reflexión: Vino una vez a confesarse con el Santo un gran pecador, y después de haberle oído, le mandó hacer siete años de penitencia. Estaba el hombre tan con­trito, que le pareció poca la penitencia, y díjole: «Oh padre mío; y ¿pensáis que con esto me podré salvar? Sí, hijo, le dijo el santo: ayuna solo tres días a pan y agua*. Lloraba el pecador amargamen­te, y vista su contrición le tornó san Vi­cente a decir que rezase solo tres padre nuestros; y en acabando de decir el pri_ mero, murió allí de puro dolor, y apare­ció al santo y le dijo que estaba en la gloria sin haber pasado por el purgato­rio por haberle tomado Dios aquel dolor en cuenta por sus pecados.

Oración: Oh Dios, que te dignaste ilus­trar a tu Iglesia con los merecimientos y con la predicación de tu confesor el bien­aventurado Vicente; concédenos a no­sotros, humildes siervos tuyos, que imite­mos sus ejemplos, y que por su protec­ción seamos libres de todas las cosas _ad-versas. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén. .

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San Celestino, papa. — 6 de abril. (t 432)

El glorioso celador de la dignidad de la Madre de Dios, san Celestino, primero de este nombre, fué hijo de Prisco, ro ­mano, y nació en Campania, que es t ie­rra de Ñapóles. Habiendo resplandecido a los ojos de todos por sus virtudes y sa­biduría, le consagraron obispo de Ciro en la Siria y le honraron con el título de cardenal de la iglesia de Roma, y des­pués, por muerte de Bonifacio primero, fué elegido con universal aplauso vica­rio de nuestro Señor Jesucristo en la t ie­rra. Este fué el santo Pontífice que envió al glorioso san Patricio a Irlanda, para que convirtiese aquellas gentes ciegas a la fe de Cristo, lo cual hizo san Patricio, con tan maravilloso suceso, que mereció ser llamado Apóstol de aquella nación. Por este tiempo se quitó la máscara el diabólico heresiarca Nestorio, el cual con boca sacrilega negaba la unión hipostá-tica del Verbo eterno con la naturaleza humana en el vientre de la purísima Vir­gen, y juntamente afirmaba que esta se­renísima Reina de los ángeles no habí.i concebido y parido a un hombre que jun­tamente era Dios, sino a un hombre puro; y que así no se había de llamar Madre de Dios, sino Madre de Cristo, en quien reconocía y confesaba dos personas, d i ­vina y humana, poniendo en estas tanta distinción como en las naturalezas. Con­tra este Luzbel que trajo a su error la tercera parte de las estrellas, armó el cielo a otro ángel que fué san Celestino, el cual mandó que se celebrase en el año cuatrocintos treinta y uno el concilio ge­neral de Efeso, que fué el tercero de los ecuménicos, donde asistió como legado apostólico el glorioso doctor y patriarca

san Cirilo. Allí fué condenada y anatematizada la herejía de Nes­torio, y porque llamado, no qui­so comparecer al concilio, ni r e ­tractarse, fué depuesto de la cá­tedra de Constantinopla, y reclu­so en el monaterio de San Eu-prepio de Aantioquía, donde aca­bó miserablemente su vida, He­rrándosele de gusanos aquella lengua que tanto había blasfe­mado contra la Madre de Dios. Entonces añadió la Iglesia, como artículo de fe, a la oración an­gélica aquellas palabras: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros; y el pueblo con lumi­narias y regocijos, celebró la de­

finición dogmática del más excelso título de nuestra Señora. Finalmente habiendo el santo Pontífice Celestino logrado del emperador Teodosio que hiciese leyes pa­ra la observancia de las fiestas, y edifi­cado y enriquecido muchos templos de Roma con gran magnificencia, a los ocho años de su pontificado descansó en la paz del Señor.

Reflexión: No hagas ningún caso de los actuales impíos que tomando en su boca las antiguas blasfemias de Nestorio dicen que la Virgen María no es Madre de Dios, porque no dio a su Hijo más que el ser de hombre, y no el ser de Dios. Responde tú que tampoco las madres hu­manas dan a sus hijos más que el cuerpo, y no obstante se llaman y son realmente madres de sus hijos animados y vivos aunque el alma no se la hayan dado ellas, sino Dios. Así, María es Madre verda­dera de Jesucristo Dios: porque aunque no le haya dado más que el ser de hom­bre, ese ser de hombre está divinamente unido en un solo compuesto personal con el ser de Dios. Pues, como dice el símbolo Atanasiano, así como el alma racional y el cuerpo forman un hombre, así la divi­nidad y la humanidad constituyen una sola persona en Cristo. El compuesto que nació de María es Dios; y por esta causa es y se llama María verdadera Madre de Dios. ¿Ves ahora cuan sin fundamento.es la blasfemia de los herejes?

Oración: Suplicárnoste, Señor, que nos haga recomendables la intercesión de san Celestino papa, para que logremos por su protección lo que no podemos alcanzar por nuestros propios merecimientos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Egesipo, autor eclesiástico. — 7 de abril. ( t 181)

El glorioso y antiquísimo his­toriador de la Iglesia san Egesi­po fué hebreo de nación; y ha­biéndose convertido a la fe y r e ­cibido al santo Bautismo, se jun­tó con los demás fieles cristia­nos de la Iglesia de Jerusalén, de la cual dice el evangelista san Lucas que la muchedumbre ^ de hombres y mujeres que creían en el Señor eran un solo corazón y una sola alma, y que los que tenían haciendas las vendían y repartían el precio a los pobres, conforme a la necesidad de cada uno, y que todos se reunían para alabar a Dios. Estaba san Egesipo lleno del espíritu de Jesucristo, y como había recibido la doctrina celestial del Evangelio de mano de los discípulos de los Apóstoles, viendo que algunos monstruos infernales derramaban el ve­neno de la herejía, pretendiendo inficio­nar al pueblo de Dios y alterar las t ra­diciones de la Iglesia, con celo apostó­lico levantó el grito contra aquellos após­tatas y herejes, publicando en una His­toria eclesiástica, cuál era la doctrina de la verdad de Cristo que de mano en mano había llegado a todas las iglesias. Para esto fué el santo doctor a Roma donde conferenció con santísimos obispos elegi­dos por los Apóstoles y discípulos del Señor, y habiéndose informado muy par­ticularmente de las creencias y prácticas de todas las principales iglesias del Oriente y del Occidente, escribió en el año 133 los cinco libros de su Historia eclesiástica, de la cual nos conserva toda­vía algunos lugares el sapientísimo Euse-bio. En ella comenzaba san Egesipo por referir la Pasión de nuestro Señor Jesu­cristo y después los sucesos más señala­dos de las primeras cristiandades, sus dog­mas, sus costumbres piadosas y sus t ra­diciones hasta los días en que él vivía; manifestando en esta historia escrita en lenguaje muy sencillo y lleno de verdad, como el estilo de los Apóstoles, que a pe­sar de haber sembrado los herejes sus pestilenciales errores en el campo del Se­ñor, ninguna de las iglesias había sido in­ficionada ni había caído en el error, sino que todas conservaban con grande ente­reza la doctrina celestial que cien años antes había predicado a los hombres el divino Maestro. Finalmente después de haber pertrechado san Egesipo la casa de Dios con tan excelentes libros, y edificán­

dola con sus santas y apostólicas virtu­des, en el año 181 de Jesucristo, pasó de esta vida temporal a la eterna y gloriosa.

* r Reflexión: Quien considere la perfec-

tísima unidad de fe, que ha conservado siempre la Iglesia católica, echará de „.ver que por ella se distingue de todas las sec­tas y falsas religiones. Los idólatras no adoran unos mimos ídolos; cada nación y a veces cada pueblo y aun familia, adora el suyo. Entre los turcos se con­tradicen sus Muftis y entre los herejes sus predicantes. Lutero en el solo artícu­lo de la Comunión mudó de parecer trein­ta y seis veces: y la confesión Augustana que viene a ser como el credo de los pro­testantes Luteranos, ha variado sus dog­mas cuantas veces se ha reimpreso. Pero la fe de la Iglesia católica siempre ha sido la misma: y a pesar de haberla en­señado cuatro Evangelistas, trece Após­toles, setenta y dos discípulos, veintiun concilios ecuménicos y doscientos sesenta Pontífices hasta nuestro actual papa León XIII, jamás ha variado ni ofrecido una sola discordancia en sus dogmas. ¿Cómo se explica esta maravillosísima unidad de fe? Sencillamente: porque las doctrinas de los hombres falibles se contradicen y mudan: mas la verdad de Dios permanece para siempre.

Oración: Atiende, Señor, a las súplicas que te hacemos en la solemnidad de tu bienaventurado confesor Egesipo, para que los que no confiamos en nuestra vir­tud, seamos ayudados por las oraciones de aquel que fué de tu agrado. Por Jesu­cristo, nuestro Señor. Amén.

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San Alberto Magno. — 8 de abril. (t 1280)

El sapientísimo y humildísimo san Al­berto Magno fué natural de Lingino, que es una población de la Suevia (hoy Ger-mania) . Llegado a la edad de diez y seis años llamóle la Virgen santísima a la sa­grada orden de Predicadores, reciente­mente fundada por el glorioso santo Do­mingo; y fué a Venecia para aprender las letras humanas en la famosa escuela de Jordano: mas com© desconfiase de su aprovechamiento, determinaba ya dejar el estudio y el propósito que tenía de en­trar en aquella religión. En esta perple­jidad, acudió a su único y celestial r e ­fugio, que era la santísima Virgen, la cual le consoló sobremanera, y le alentó a seguir la carrera comenzada. Con esto se dio el santo mancebo muy de veras al estudio, viniendo a salir en todas las le­tras y ciencias tan oonsumado, que le llamaron por excelencia el Filósofo, y le dieron el renombre de Magno. Resplan­deció su sabiduría en las cátedras de Co­lonia, Ratisbona, y singularmente en la de París, que era a la sazón la más cé­lebre de toda las universidades; y eran tantos los discípulos que concurrían a las lecciones de aquel nuevo Salomón, que se vio obligado a 1er en la plaza pública, la cual se llamó después por mucho tiem­po la plaza de san Alberto-Colonia. Tuvo en la universidad de Colonia por discí­pulo a santo Tomás de Aquino, digno alumno de tan gran maestro, el cual abiertamente profetizó que santo Tomás había de alumbrar el mundo como sol de la Iglesia de Dios. Eligiéronle después provincial, y el santo Maestro visitó siem­pre a pie los conventos de la orden, y cuando Urbano IV le mandó aceptar la

silla episcopal de Ratisbona, en­tró san Alberto de noche en la ciudad; mas no pudo evitar los aplausos de todo el pueblo cuan­do salió el día siguiente a celebrar la misa. Hacía en el palacio una vida austerísima como en su con­vento, y creyendo que era poco el fruto que hacía en su obispa­do no paró hasta renunciar a la mitra para volver a su retiro del claustro. Y después de haber sido como el oráculo del concilio de Lión, y recibido con humildes lágrimas las honras del pontífi­ce y de toda la corte romana, entendiendo que se acercaba e] fin de su vida, comenzó a darse

del todo a la oración, y a rezar cada día el oficio de difuntos sobre la sepultura en que se había de enterrar su cadáver, y a los ochenta y siete años de su vida entregó su alma al Creador.

Reflexión: Quien leyere el solo catá­logo de los libros que escribió el glorioso Alberto Magno, se llenará de maravilla y asombro, viendo que trató con maes­tría de todas las. ciencias: porque no sola­mente fué gran filósofo, teólogo, mora­lista e intérprete sagrado, mas también orador, médico y matemático, abarcando en su ingenio universal los tesoros de la humana sabiduría. Dime pues, ahora: si varones tan sabios y santos, como Alberto Magno, han consagrado sus portentosos talentos a la fe de nuestro Señor Jesu­cristo y de su Iglesia, ¿no es suma des­vergüenza la de los modernos impíos, cuando dicen que la religión católica ha sido siempre la herencia de los ignoran­tes? Harto ignorantes y malvados son los que se atreven a hablar así. ¡Cuánto me­jor hicieran si en lugar de gobernarse por las luces de su menguado ingenio, se fiaran de la doctrina de Cristo, confirma­da con tantos y tan divinos milagros, y profesada por todos los hombres más sa­bios y santos de veinte siglos! ¡Parece imposible que en negocio de tanta im­portancia como es el de la eterna salva­ción, obren con tanta imprudencia!

Oración: ¡Oh! Dios que cada año nos alegras con la solemnidad de tu bienaven_ turado confesor Alberto, concédenos pro­picio que imitemos las buenas obras de aquel santo, cuyo nacimiento para la glo­ria celebramos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Santa María Cleofé. — 9 de abril. (Siglo I )

La fidelísima y dichosa sier-va de Jesucristo santa María Cleofé era parienta de la santí­sima Virgen pues estaba casada con Alfeo, el cual era hermano del glorioso patriarca san José, e hijo como él de Jacob. Tuvo de su bendito matrimonio cuatro hijos, que fueron san Simón, llamado Simón Cananeo o Ze~ lotes, Santiago el menor, J u ­das Tadeo, y Joseph o José. Los tres primeros fueron escogidos para el apostolado de nuestro Se­ñor Jesucristo; y el úkimo entró, como se cree, en el número de los setenta y dos discípulos. A estos cuatro bienaventurados hi­jos de santa María Cleofé llama el Evangelio hermanos del Señor, con­forme a la costumbre de los hebreos, que llamaban con el nombre de hermanos a los que sólo eran próximos parientes. Pues, esta dichosa parienta de la Madre de Dios, y santa madre de tres Apóstoles, cobró tan grande y entrañable devoción a la__adorable persona de nuestro Señor Jesucristo, que no pudo separarse de El ni aun en el tiempo de su pasión en que los mismos discípulos huyeron y le des­ampararon: y así, refieren los santos Evangelios, que se halló presente en el Calvario con María Madre de Jesús, y María Salomé y el discípulo amado san Juan. Ella asistió también al entierro del divino cadáver; ella fué con Salomé y la Magdalena a embalsamarlo con aromas y ungüento preciosos al amaneceré del pr i ­mer día de la semana, que ahora es el domingo; siendo estas tres santas muje­res las primeras que oyeron de boca de los ángeles la alegre nueva de la resu­rrección; y a ellas se apareció después el mismo Señor resucitado y glorioso, y les mandó que fueran a dar noticia de esto a los discípulos, a los cuales se mostró la tarde de aquel mismo día, cuando por t e ­mor de los judíos estaban recogidos en el Cenáculo, cerradas las puertas. También se manifestó el Señor resucitado a Cleo-fás, que era el marido de santa María Cleofé, cuando iba oon otro discípulo al castillo de Emaús, y se les descubrió en la fracción del pan. Finalmente después de tantos y tan divinos regalos con que el Señor recompensó la devoción y amor de esta su sierva, le concedió la gracia singularísima de morir asistida por los santos Apóstoles y por la misma Madre de Dios, como piadosamente se cree.

Reflexión: No podemos leer sino mo­vidos de envidia santa la inefable dicha que tuvo la bienaventurada María Cleofé de conversar, obsequiar y adorar la sa­grada persona de nuestro Señor Jesu­cristo; mas traigamos a la memoria lo que el mismo Señor dijo a santo Tomás: «Bienaventurados los que no vieron y creyeron, (Jo. XX.) porque, como dice Tertuliano, son muy grandes los méritos de la fe, y ordenados a grande recompen/ sa. Con todo si lees los cuatro Evangelios, escritos por los apóstoles y discípulos del Señor, podrás en ellos ver y oir espiri-tualmente a Jesucristo: porque, como nos dice san Juan Evangelista, los santos Apóstoles nos anunciaron en el Evangelio lo que vieron por sus ojos, lo que oyeron por sus oídos y lo que palparon con sus manos; y como refieren los hechos y pa­labras del Señor con tan grande sencillez y verdad, no podremos menos de creer con viva fe las cosas que dicen, v enamo­rarnos de la divina persona de Jesucristo, y derramar suavísimas lágrimas, viendo las finezas de amor que ha hecho Dios por los hombres, a fin de que creyendo que Jesucristo es verdadero Hijo de Dios, y guardando su santa ley, alcancemos la vida eterna. .

Oración: Oh Dios, autor de nuestra sa­lud, dígnate oir nuestras súplicas, para que como nos alegramos en la fiesta de la bienaventurada María Cleofé, así apren­damos de ella a servirte con afectuosa y piadosa devoción. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén,

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San Ezequiel, profeta. — 10 de abril. (t 571 antes de Cristo)

El divino y portentoso profeta Ezequiel fué hijo de Buzi, natural de Sarira, y sa­cerdote de la tribu noble y sacerdotal de Leví. Su nombre vale lo mismo que For­taleza de Dios, y alude a aquellas pala­bras que el Señor le habló diciendo: «Como el diamante y como el pedernal es la frente que te di.», (Ezeq. III, 8.) Era todavía mancebo cuando fué llevado cautivo a Babilonia, juntamente con Je -conias, rey de Judá y diez mil judíos. En el quinto año de su destierro, y quinien­tos noventa y tres años antes de Jesu­cristo, estando junto al río Cóbar, que co­rriendo por la Mesopotamia viene a mo­rir en el Eufrates, tuvo la primera y so­lemnísima visión profética y recibió la misión divina de profetizar, que le duró por espacio de veintidós años. Sus profe­cías fueron las más terribles y espanto­sas, a las cuales llama san Jerónimo «Océano de los misterios de Dios». Y en ellas hablaba del cautiverio de Babilonia, de la ruina de otras ciudades y naciones, de la vuelta del cautiverio, del Reino del Mesías y de la vocación de las gentes a la fe divina de nuestro Señor Jesucristo. v u é este santísimo profeta figura de nue°-tro divino Redentor, porque ejercitó los divinos ministerios de profetizar y ense­ñar a los hombres, y a semejanza de J e ­sucristo, se llamaba a sí mismo «Hijo del hombre», y también puso la vida y la sangre en confirmación de la verdad de Dios. Porque como reprendiese a uno de los jefes del pueblo judaico por sus sa­crilegios e idolatrías, dicen que no pu-diendo sufrir aquel sacrilego apóstata la reprensión del Profeta, mandó que le arrastrasen a la cola de sus caballos, hasta

que quebrantada la cabeza y de­rramados los sesos, dio su vi­da por la causa de la verdad de Dios que había anuncia­do en sus divinas profecías. El sepulcro de este gran profeta se halla a quince leguas de Bagdad, donde por espacio de muchos si_ glos fué muy visitado no sólo por los israelitas, mas también por los medos y persas. Más agradable a Dios fuera esta devo­ción, si no se contentasen con venerar solamente la memoria de san Ezequiel, sino que abriesen también los ojos de su alma para reconocer al Hijo del Hombre y Jivino Mesías Jesucristo, tantas veces y tan solemnemente anun­ciado por el santa Profeta.

Reflexión: Un viajero moderno, lugar­teniente de Lynch, de los Estados Uni­dos, nos dice: «que el día 4 de mayo de 1848 llegó a Kiffell con propósito de vi­sitar el sepulcro del profeta Ezequiel. El jefe de las tribu le acompañó hasta una espaciosa sala rodeada de columnas. En el fondo de aquella estancia hay una grande caja, en la cual se encierra una copia de los cinco libros de Moisés, e s ­crita en un .solo rollo de pergamino: y en el otro extremo del salón, hay una pe­queña pieza donde se encierra la tumba de san Ezequiel. El sepulcro es de m a ­dera, cubierta de una rica tela de Per-sia: la bóveda de la recámara está do­rada, y perpetuamente iluminada por mu­chas lámparas, y a un lado del sepulcro, donde arde una sola lámpara, se ven las tumba, de los tres discípulos que solían acompañar al santo Profeta*. Aprendamos nosotros, hasta por el ejemplo de los mis­mos judíos e infieles, a venerar a los san­tos de Dios; aborreciendo la impiedad de los herejes protestantes que ultrajan sus sagradas reliquias y sepulcros: pues ya que nuestro Señor quiso honrarles con tan soberanos dones y maravillas, justo es que también les honremos nosotros como a gloriosos cortesanos de Dios, san­tísimos miembros del cuerpo místico de Jesucristo, y poderosos abogados nuestros en el cielo.

Oración: Concédenos, oh Dios omnipo­tente, que los que celebramos el naci­miento para el cielo de tu bienaventurado profeta y mártir Ezequiel, seamos forta­lecidos en el amor de tu nombre. Por J e ­sucristo, nuestro Señor. Amén.

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San León el Magno, papa y doctor. — 11 de abril. ( t 461)

El muy grande y santísimo pontífice León, primero de este nombre, fué romano de naci­miento, e hijo de Quinciano, ori­ginario de Toscana. Siendo aún acólito, llevó a los obispos de África las Letras1 apostólicas del papa Zósimo, que condenaba a los heresiarcas Pelagio y Celes-tio, y con esta ocasión trabó amis­tad con san Agustín: y cuando fué ordenado diácono, el papa san Celestino le hizo su secretario. Mandóle después Sixto III a las Galias, donde compuso ciertas di­ferencias muy graves que había entre Accio y Alvino, generales del ejército romano, y que ame­nazaban la ruina del imperio; y como en esta sazón muriese el papa, fué León r e ­cibido en Roma con grandes aplausos, y reverenciado como vicario de Cristo en la silla de san Pedro. En aquel tiempo muchos herejes maniqueos, donatistas, arríanos y priscilianistas inficionaban la Iglesia del Señor, y en Oriente las he ­rejías de Néstorio, de Eutiques y Diós-coro procuraban turbar y oscurecer la fe católica: mas el santo pontífice arrancó estas malezas del campo de la Iglesia, desterrando a los maniqueos de toda la cristiandad, y condenando al hereje Jii-liano, cabeza de los pelagianos, (el cual murió de mala muerte en país remoto), y convenciendo a los priscilianistas de España, con las epístolas que envió a los obispos españoles. Y para acabar de una vez con los errores y herejías de Orien­te, procuró con gran fuerza y eficacia que se celebrase el concilio Calcedonense, en el cual hubo seiscientos y treinta obis­pos; y que estando presentes sus legados, fuesen condenados en él Eutiques y Diós-coro, y establecida la santa fe católica. En tiempo de san León, por los pecados del mundo hubo grandes calamidades, por­que Atila, rey de los hunos, que se lla­maba Azote de Dios, entrando ya por I ta­lia, arruinando y abrasando todo lo que hallaba, determinó con su ejército copio­sísimo acometer a Roma, y destruirla y hacerse señor de Italia. Entonces el santo pontífice León, armado de espíritu del cielo, salió al encuentro de Atila, vestido de pontifical, y estando todo el senado de Roma postrado delante del rey bárbaro, le habló con tanta gravedad, prudencia y elocuencia que le persuadió a no pasar

adelante, y dejar aquel mal intento y sa­lir de Italia. Y cuando algunos años des­pués Genserico, rey de los vándalos en­tró en Roma, mandó a ruegos del santo pontífice, que no se quemase la ciudad, ni matasen a nadie, ni saqueasen las principales iglesias. Finalmente después de haber rescatado el santo Papa a mu­chos cautivos, y reparado los templos, y dejado con sus muchas y buenas obras muy floreciente la cristiandad, a los se­tenta años de su vida, y veintiún años de su pontificado, pasó a recibir la corona inmortal de sus altos merecimientos en la eterna bienaventuranza.

Reflexión: Cuando este gran pontífice se vio en la cátedra de san Pedro, dijo llorando en su sermón al pueblo: «Señor, yo oí vuestra voz y temí; consideré vues­tras obras y espánteme: porque ¿qué co­sa hay tan insólita y nueva y tanto para temer como el trabajo al flaco, la alteza al bajo, y la dignidad al que no la me­rece?» Y porque es tan grave el peso de las dignidades de la Iglesia, nunca hemos de olvidarnos de encomendar a nuestro Señor así al sumo pontífice como a los demás obispos y prelados para que ilumi­nados por la gracia de Jesucristo guíen seguramente su rebaño por el camino de la eterna salvación.

Oración: Suplicárnoste, Señor,, que oi­gas benignamente las súplicas que te ha­cemos en la festividad del bienaventu­rado León, tu confesor y pontífice, y que nos perdones nuestros pecados por los merecimientos de aquél que mereció ser­virte dignamente. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Julio, papa. — (t 352)

12 de abril.

Al tiempo que murió el glorioso pontífi­ce san Marcos, pusieron todos los ojos en san Julio, porque por su rara prudencia, doctrinas y excelentes virtudes parecía el más digno de sentarse como Vicario de Cristo en la silla de san Pedro. Y bien era menester una entereza y santidad, co­mo la de este insigne pontífice para de­fender la causa de san Atanasio, patriar­ca de Alejandría, contra los herejes arr ía­nos; los cuales con el favor de los empe­radores pretendían derribarle, y con él, a toda la Iglesia de Jesucristo. Volvía san Julio, cuando los herejes nombraron por patriarca a un Gregorio de Capadocia, hombre facineroso, hereje insolente y atrevido, el cual entrando en la ciudad con mucha gente de guerra y bárbara, hi­zo un estrago en toda aquella población tan extraño y lastimoso, como si fuera un ejército de enemigos, no perdonando a doncellas ni casadas, ni a viejos ni a niños, ni a seglares, ni a eclesiásticos, ni a cosa sagrada ni profana, divina ni hu­mana, con tan grande impiedad y fiere­za que no se puede explicar. Y viendo san Atanasio esta calamidad tan lastimosa, se salió a escondidas de la ciudad y vino a Roma para ver si con la utoridad del su­mo pontífice podría hallar algún reme­dio para detener el ímpetu furioso de los herejes y apagar aquel incendio que abra­saba no solo a Alejandría, mas también a Egipto y a todas las partes de Oriente. Recibióle muy bien el santo pontífice Ju­lio y celebró un concilio en Roma en e] cual aprobó su inocencia, y declaró que era valeroso capitán del Señor, e inven­cible defensor de su Iglesia, y cuatro años después con el consentimiento del empe­

rador Constante convocó un con­cilio ecuménico y universal en Sárdica, el cual fué de trescientos obispos de todas las provincias de la Iglesia occidental y setenta y seis de la oriental, presidiendo en él, Osio, español, obispo de Córdoba con otros dos legados ae la sede apostólica. Y con la sentencia de este concilio, y las cartas que el santo papa Julio escribió a los prelados de Alejan­dría, volvió san Atanasio a su iglesia, y fué privado de aquella silla el usurpador, a quien acaba­ba de matar el mismo pueblo por no poder sufrir sus desafueros. Finalmente habiendo aprobado el

santo pontífice los veintiún cánones del concilio general de Sárdica y dado sabios reglamentos a la Iglesia, que gobernó santísimamente por espacio de quince años, descansó en la paz del Señor. Se conserva una excelente carta suya, o de su concilio, en la cual defiende la ver­dad con una entereza y vigor digno del vicario de Cristo.

Reflexión: Decía el santo papa Julio en su carta a los fieles de Alejandría: «Recibid, amados míos, a vuestro obispo Atanasio, con entera gloria y alegría es­piritual, y con él a todos los que han sido sus compañeros en sus grandes y traba­josas persecuciones. Yo cierto tengo par­ticular alegría cuando me pongo a pen­sar la que cada uno de vosotros ha de tener cuando llegue vuestro pastor a esa • ciudad, como toda ella ha de salir a r e ­cibirle, y la fiesta que se ha de hacer. ¡Qué día tan regocijado será para vos­otros, cuando nuestro hermano vuelva a veros, y los males pasados tendrán fin y el corazón de todos será uno!» Como esta ha de ser la unión de paz y amor que ha de reinar entre el pastor y las ovejas del rebaño de Jesucristo. No tur ­bemos jamás esta santa concordia, como suele turbarla por cualquier motivo los herejes, antes, como obedientes .hijos de la Iglesia, procuremos a todo trance con­servarla.

Oración: Rogárnoste, Señor, que oigas las súplicas que te hacemos en la solem­nidad de tu bienaventurado confesor y pontífice Julio, y que por la intercesión y merecimientos de aquel que dignamente te sirvió nos absuelvas de todos nuestros pecados. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Hermenegildo, príncipe de España. — 13 de abril. (t 586)

San Hermenegildo, príncipe de España y mártir glorioso, fué hi­jo de Leovigildo, godo y hereje arriano, rey de España, el cual tuvo dos hijos: a Hermenegildo, que era el mayor, y príncipe deí reino, y como a tal le dio el t í ­tulo de rey; y a Recaredo que por muerte de Hermenegildo su hermano, sucedió en el reino. Criáronse estos dos príncipes con la leche ponzoñosa de la herejía arriana que tenía su padre y los godos habían traído a España, hasta que habiendo crecido Her­menegildo en edad y discreción, conoció su engaño, y enseñado de san Leandro arzobispo de Se­villa, se convirtió con entero corazón a la santa fe católica. Hubo entre el rey Leo­vigildo y el príncipe su hijo algunos de­bates y diferencias, al principio mansa­mente y después oon rompimiento de guerra; y finalmente vino el hijo católi­co a manos del padre hereje, el cual le hizo llevar preso y aherrojado a Sevilla y ponerle en una torre hedionda y os­cura, cargado de cadenas. Estando en es­ta cárcel el santo príncipe comenzó a te­ner en poco el reino de la tierra y a de­sear mucho el del cielo, y no contentán­dose con las prisiones y penas que sufría se vistió de cicilio, haciendo continua­mente oración al Señor. Vino la festivi­dad de la Pascua, y aquella noche el pér­fido rey Leovigildo envió un obispo arria-no a la cárcel para que su hijo recibiese la comunión pascual de la mano sacrile­ga de aquel hereje, prometiéndole, si lo aceptaba, de admitirle en su gracia: pero el santo mozo echó de sí al obispo arria-no, reprendiéndole y diciéndole las pala­bras que merecía oir. Entonces el padre salió de sí, y arrebatado de saña y furor, envió sus soldados y ministros para que allí donde estaba le matasen, y así se hi­zo; porque entrando en la cárcel, le die­ron un golpe con un hacha en su santo cerebro y le quitaron la vida corporal, que el mismo santo con tanta constancia había menospreciado. Añade aquí san Gregorio, que el padre pérfido y homici­da de su hijo tuvo dolor y arrepentimien­to de lo que había hecho, mas no de ma­nera que le aprovechase para la salud eterna, porque puesto caso que conoció que la fe católica es la verdadera, pero no se atrevió a confesarla públicamente,

por temor de sus subditos, y por no per­der el reino: y cayendo enfermo, y estan­do para morir, encomendó a san Leandro, obispo, a quien antes gravemente había afligido, que tuviese mucha cuenta con Recaredo su hijo, que dejaba por suce­sor, y procurase reducirle a la fe católi­ca, y con esto acabó su vida». El cuerpo de san Hermenegildo se venera en Sevi­lla, menos la santa cabeza oue fué lle­vada a Zaragoza cuando los moros se apo­deraron de Andalucía.

Reflexión: En una carta que escribió san Hermenegildo al rey su padre le de­cía estas palabras: «Si os enojáis porque sin vuestro parecer he osado trocar reli­gión, yo os suplico que me deis licencia para tener justa pena por ver que aun no me concedéis que yo tenga más cuen­ta de mi salvación que con las otras cosas de esta vida. Y sabed que estoy apareja­do, si fuere menester, a dar la sangre y la vida por mi alma; porque no es justo que el padre carnal pueda más que Dios, ni que tenga más fuerza con su hijo que la propia conciencia». Esta ha de ser tam­bién la firme determinación con que he­mos de conservar nuestra fe y guardar nuestra fidelidad a Dios, diciendo con cristiana libertad y entereza: «Primero es Dios; después mi alma; después los pa­dres, amigos y demás hombres y cosas del mundo».

Oración: Oh Dios, que enseñaste a tu bienaventurado mártir Hermenegildo a que pospusiese el reino de la tierra al ce­lestial, concédenos que a su imitación des­preciemos las cosas caducas, y aspiremos siempre a las eternas. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Justino, filósofo y mártir. (f 165)

14 de abril.

El glorioso filósofo y antiguo apologista y mártir san Justino fué hijo de Prisco, de linaje griego, y nació en Ñapóles Fla-via, ciudad de Palestina. Desde su mo­cedad se dio mucho a las letras humanas, y al estudio de la filosofía, y se ejercitó eja todas las sectas de los filósofos estoi­cos, peripatéticos y pitagóricos, con gran deseo de saber la verdad; y hallando en todas ellas poca firmeza, las dejó y se dio a la filosofía de Platón, por parenerle que era más grave y más cierta y segura para lo que él pretendía, que era alcanzar la sabiduría y con ella entender y ver a Dios. Para poder, pues, mejor atender a sus estudios se retiró a un lugar aparta­do, vecino del mar, donde estando ocu­pado y absorto en la contemplación de las cosas divinas, se le presentó, como el mismo santo escribe, un varón viejo y muy venerable que trabó plática con él; y entendiendo que era filósofo platóni­co, y lo que buscaba en sus estudios, le desengañó que no lo hallaría en los libros de los filósofos, sino en solos los de los profetas y de los santos, a quienes Dios había alumbrado y abierto los ojos del alma para ver la luz del cielo y entender sus misterios y verdades. Con esto se fué el anciano y san Justino no le vio más; pero quedó muy encendido en el amor de la verdad, e inclinado a leer los li­bros de los cristianos en que ella se halla. Por estos medios entró Cristo nuestro Se­ñor en el corazón de Justino, y de filóso­fo platónico y maestro de otros le hizo fi­lósofo cristiano y discípulo suyo. Escri­bió un libro maravilloso y divino en de­fensa de la religión cristiana en el año 150 como él mismo lo dice, y le dio al empe­

rador Antonino Pío, el cual des­pués de haberlo leído, hizo pu­blicar en Asia un edicto en fa­vor de los cristianos mandando que ninguno, por solo ser cris­tiano, fuese acusado ni conde­nado. Pero como muerto Anto­nino, sucediesen en el imperio Marco Aurelio Antonio y Lucio Vero, y se tornase a embravecer la tempestad, san Justino que a la sazón estaba en Roma escri­bió otro libro o apología a los emperadores y al senado en fa­vor de los cristianos para apla­carla. Entonces fué el santo acusado por un enemigo suyo llamado Crescente, cínico filó­

sofo en el nombre y profesión, y en la v i . da viciosísimo y abominable; el cual era quien más atizaba a los magistrados con­tra los fieles de Cristo. Mandó pues el prefecto de Roma prender a san Justi­no, y después de haberle hecho azotar, dio sentencia que fuese degollado con otros seis compañeros, como se dice en las Actas de su martirio, que escribieron los notarios de la Iglesia romana.

Reflexión: Dice el glorioso san Justino en su primera apología estas palabras ad­mirables: «Cuando somos atormentados, nos regocijamos, porque estamos persua­didos que nos resucitará Dios por Jesu­cristo; y cuando somos heridos con la es­pada y puestos en la cruz, y echados a las bestias fieras, y maltratados con pri­siones, fuego y otros tormentos y supli­cios, no nos apartamos de lo aue profesa­mos; porque cuanto son mayores los tor­mentos, tanto más son los que abrazan la verdadera religión; como cuando se poda la vid da más fruto; lo mismo hace el pueblo de Dios, que es como una vid o viña bien plantada de su mano.» Pues ¿quién podrá leer estas cosas sin derra­mar lágrimas, viendo lo que sentían de la fe de Cristo aquellos filósofos tan sa­bios de los primeros tiempos de la cris­tiandad, y comparando su heroísmo con la indiferencia criminal de nuestros t iem­pos?

Oración: Oh Dios, que por la simplici­dad de la Cruz enseñaste maravillosamen­te al bienaventurado Justino la eminente sabiduría de Jesucristo; concédenos por su intercesión que rechazando las engaño­sas razones de las perversas doctrinas, a l ­cancemos la firmeza de la fe. Por Jesu­cristo, nuestro Señor. Amén.

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San Pedro González Telmo, confesor. — 14 de abril (t 1246)

El bienaventurado y apostólico varón san Pedro González, lla­mado vulgarmente san Telmo, nació de padres nobles en la v i ­lla de Fromesta, cinco leguas de la ciudad de Palencia. Dióle e] obispo, que era tío suyo, un cano­nicato, cuando aun no le sobraban los años, ni la gravedad y asien­to que para aquel ministerio con­venía, y procuró además que el papa le diese el 'decanato. Cuan­do Pedro González hubo de to­mar la posesión, que fué el día de Pascua de Navidad, quiso el nuevo deán regocijar la fiesta, no como eclesiástico sin como lego y profano. Vistióse para aquel "día galana y profanamente, y salió con otros en un caballo brioso muy bien ade­rezado por toda la ciudad, desempedran­do, como dicen, las calles a carreras, con gran desenvoltura y escándalo del pueblo. Pero para que se entiendan las maneras que Dios nuestro Señor toma para conver­tir las almas y traerlas a sí, partiendo des.-apoderamente por la calle más principal de Palencia, cayó el caballo en medio de la carrera y dio con el deán en un lo­do muy asqueroso, con harta risa de los que le vieron; porque cuando fueron a socorrerle, no había gala, ni vestido, ni rostro que diese muestra de lo que había sido. Fué tan grande la vergüenza que causó a Pedro González aquella caída, que no podía levantar la cabeza, ni le pa­recía que podría ya vivir entre gente, hombre a quien tal desgracia había acon­tecido. Alumbróle Dios al mismo tiempo el corazón; y hablando entre sí dijo: Pues el mundo me ha tratado como quien es, yo haré que no burle otra vez de mí. Con esto, vase a un convento de santo Domingo, y con admiración de todos los que le conocían, tomó el hábito, y comen­zó a vivir con tan grande perfección, que vino a ser un gran santo. Predicaba des­pués con obras y palabras, y como án­gel del Señor; y hablaba con tal fuerza de espíritu, que enternecía las piedras e inflamaba los corazones helados. Des­poblábanse los lugares en su seguimien­to y muchas leguas iban caminando por oirle viejos y mozos, hombres y mujeres, ricos y pobres: y con este celo y espíritu anduvo por los reinos de España y estu­vo en la corte del santo rey don Fernando, y se halló con él en el cerco de Sevilla

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y en otras guerras contra los moros. Pero donde el santo más tiempo estuvo fué en Galicia, donde entre otras cosas hizo un puente sobre el río Miño, no lejos de Ri-vadavia, por los muchos peligros y muer -tes que sucedían en aquel paso. Final­mente, después de haber ganado para Cristo innumerables almas y resplandeci­do con muchos milagros, en el domingo de Cuasimodo, dio en la ciudad de Tuy su bendita alma al Señor, el cual mani­festó la-gloria de su siervo con doscientos ocho milagros bien conocidos.

Reflexión: Luego que murió san Telmo comenzó su sepultura a manar una cier­ta mañera de óleo, que fué celestial me­dicina para todas las enfermedades; mas ha querido el Señor glorificarle particu­larmente librando por su intercesión a los navegantes de gravísimas tempestades y evidentes peligros. Por donde en los puer­tos de España y en los pueblos marítimos de ella se celebra su fiesta, sacando su imagen en procesión con mucha solem­nidad y regocijo, especialmente en Lisboa, en Vizcaya y en Guipúzcoa, donde es ve­nerado san Telmo, nombre por el cual le conocen los marineros, y le invocan en las tempestades y peligros del mar.

Oración: Oh Dios, que manifiestas la singular protección del bienaventurado Pedro a los que se hallan en los peligros del mar; concédenos por su intercesión que brille siempre la luz de tu gracia en las tempestades de esta vida, para que podamos arribar al puerto de la eterna salud. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Las santas Basilisa y Anastasia, mártires. — 15 de abril. (t 56)

inhumanidad, colgáronlas en un potro, y abrasaron sus delicadas carnes con hachas encendidas; y viendo los verdugos que todo esto sufrían ellas sin quejarse, y que no cesaban de invocar ej nombre de Cristo Jesús, con gran furor les sacaron las lenguas de la boca y se las cortaron. Cor­táronles después los pechos y las atormentaron c r uelísimamente hasta que se cansaron de hacer en aquellos santísimos cuerpos la más horrible y sangrienta car . nicería, y como no pudiesen que­brantar un punto la constancia maravillosa de aquellas flacas mujeres y fortísimas mártires del

Señor, las condenó el tirano a ser dego­lladas, y así confirmaron con su sangre y con su muerte la doctrina de Dios que habían recibido de los bienaventurados Príncipes y esclarecidos Maestros de la Iglesia romana.

Reflexión: Mártir murió Jesucristo, so­berano autor de nuestra sacrosanta reli­gión; mártires fueron san Pedro y san Pablo y los demás apóstoles, mártires la mayor parte de los discípulos; mártires casi todos los papas de los tres primerop siglos de la Iglesia, y mártires en fin mi­llones y millones de fieles cristianos en toda edad, sexo y condición, nobles, ple­beyos, sabios, ignorantes, dignatarios, ma­gistrados, filósofos, centuriones, procón­sules, y aun damas y matronas romanas. y delicados niños y doncellas. ¡Oh qué ve­nerable es el edificio de la Iglesia católi­ca amasado con tanta sangre de mártires! El que desprecia estos testimonios de nuestra fe, merece ser despreciado, e] que no se convence con este argumento es hombre desatinado, el que solo por -querer vivir a sus anchuras se obstina en rechazar la religión católica, diga que nc sabe lo que hace, y que su orgullo o sen­sualidad le han robado el juico: pero sepa que un día clamará contra él toda esa sangre de los mártires tan gloriosa­mente derramada y tan injustamente des­preciada por los insensatos.

Oración: Rogárnoste, Señor, que nos concedas perpetua devoción para vene­rar los triunfos de tus bienaventuradas mártires Basilisa y Anastasia; a fin de reverenciarlas con nuestros humildes ob­sequios ya que no podemos celebrarlas dignamente. Por Jesucristo, nuestro Se­ñor. Amén.

Las ilustres y venerables matronas ro­manas santa Basilisa y santa Anastasia habían recibido la luz de la fe y la gra­cia de nuestro Señor Jesucristo por ma­no de los gloriosos príncipes de los após­toles san Pedro y san Pablo; y queda­ron tan devotas suyas, que ni aun des­pués que ellos padecieron el martirio, quisieron dejar por temor humano de re­verenciarles; antes recogiendo con todo cuidado las venerables reliquias de aque­llos santísimos Maestros de nuestra fe, les dieron secretamente honrada sepul­tura. Mas como por este oficio de piedad fuesen acusadas delante del impío y crue­lísimo Nerón, este primer perseguidor y fiera sanguinaria, sin respeto de la vir­tud y nobleza de aquellas piadosas ma­tronas, mandó que las prendiesen y las presentasen a su tribunal cargadas de ca­denas. Pretendió el bárbaro emperador apartarlas del nuevo instituto y vida cristiana que les habían enseñado los san­tos apóstoles, mas ellas con gran forta­leza confesaron a Jesucristo, diciendo que era verdadero Dios, por el cual habían dado la vida san Pedro y san Pablo, que ellas estaban dispuestas a confesarle tam­bién, derramando la sangre y muriendo; si fuese menester. Entonces mandó el ti­rano que sacasen de su presencia a aque­llas damas tan principales y las ence­rrasen en la cárcel hasta el día siguien­te, en el cual se les concedía nueva au­diencia: y venida la hora de comparecer de nuevo al tribunal, mostráronse tan constantes e invencibles en la con­fesión de Cristo, que luego ordenó el ferocísimo emperador matarlas a poder de tormentos. Azotáronlas con bárbara

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San Toribio de Liébanai — 16 de abril. (t 456)

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El bienaventurado y celosísimo santo Toribio de Liébana, obispo de Astorga, fué natural de la provincia de Galicia, y a lo que ge puede entender, hijo de una de las familias principales de la ciudad de Astorga. Habiendo aprendido y aprovechado mucho en las letras humanas, distribu­yó su patrimonio a los pobres y navegó a Jerusalén, donde el obispo de aquella iglesia hizo tal estimación de su santidad, que le confió el riquísimo tesoro de las cosas sagradas y reliquias de la pasión de nuestro Señor Jesucris­to, de las cuales trajo después muchas a España. Volviendo de los Santos Lugares a su patria, curó mi­lagrosamente a una hija del rey de los Suevos, y a otros muchos enfermos, y con las crecidas limosnas que le dieron, edifi-'JÓ un templo al Salvador, y puso en é] las reliquias que había traído. Murió en =sta sazón el obispo de Astorga; y todos pusieron los ojos en santo Toribio, el cual aunque mucho se resistió, hubo de ren­dirse a la voluntad divina. Entonces fué ruando le acusó de un crimen de adul­terio, un ambicioso diácono de Astorga, 3_ue pretendía aquella cátedra, y el san­to obispo, inspirado de Dios se justificó plenamente. Porque habiendo ido «a su :atedral, un día de grande concurso, di-; o al pueblo la necesidad que tenía de vol­ver por su honra y con muchas lágrimas pido al Señor que deshiciese aquella ca­lumnia. Luego mandó traer al altar un brasero, y tomando en sus sagradas ma­nos las ascuas encendidas, las envolvió en el sobrepelliz que traía puesto, y en­tonando el salmo de David, que comien­za: «Levántese Dios, y sean disipados sus enemigos», rodeó toda la iglesia lle­vando las ascuas en el roquete; y todo el pueblo vio por sus ojos como ni el ro­quete ni las manos del santo padecieron ninguna lesión de fuego, pues no quedó de él ni la más leve señal. Asombráron­se todos de semejante maravilla, y el ca­lumniador confesó a voces su pecado, y cayó muerto en la iglesia. Pero la obra más excelente que hizo santo Toribio, fué el acabar con la herejía de los Priscilia-nos en España, para lo • cual se armó de una carta en que refutaba victoriosamen­te aquellos errores, y la envió a algunos obispos españoles. Y con las Letras Apos­

tólicas del papa, que era san León el Mag­no, y la autoridad de un concilio nacional que se juntó en Toledo, y otro provincia] que se celebró en Gálica, cortó la cabeza de aquella herejía que inficonaba muchos pueblos de España. Finalmente después de haber cumplido santo Toribio las obli­gaciones de un buen pastor, y defendido su rebaño de los lobos infernales, des­cansó en paz; y en el siglo VIII, por cau­sa de la invasión de los moros fueron trasladadas sus reliquias, y las que trajo de Jesucristo, al monasterio de san Mar­tín de Liébana que se llamó después san­to Toribio de Liébana.

Reflexión: Entre las otras cosas que santo Toribio dice en aquella epístola que escribó a los obispos para extirpar los errores de Prisciliano, encarece'mucho e] daño de los libros apócrifos, los cuales los herejes publicaban por divinos, y les exhortaba mucho a desterrarlos y conde­narlos como cosa tan perjudicial y daño­sa; y cierto que entre los cuidados que deben tener todos los gobernantes, y más los eclesiásticos, a quienes más toca, de­be ser muy principal el procurar que haya abundancia de libros católicos, doctos, graves y provechosos, y que se destierren y no se lean los herejes, falsos y repro­bados, ni los torpes, livianos e inútiles.

Oración: Rogárnoste, Señor, que oigas las oraciones que te hacemos en la so­lemnidad de tú bienaventurado confesor y pontífice santo Toribio, y que por los méritos e intercesión de aquel que tan dignamente te sirvió, nos absuelvas de to­dos nuestros pecados. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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S. Engracia y sus diez y ocho compañeros, mártires. — 16 de abril (t 303)

La gloriosa virgen y tortísima mártir de Cristo santa Engracia era hija dé un gran caballero y señor muy principal de Por­tugal, y habiendo concertado de casarla con un duque del Rosellón, o capitán de aquella frontera de Francia, la enviaba para celebrar las bodas muy bien acom­pañada de diez y ocho caballeros, parien­tes y familiares suyos, cuyos nombres eran Lupercio, Optato, Suceso, Marcial, Urbano, Julio, Quintiliano, Publio, Fron­tón, Félix, Ceciliano, Evencio, Primitivo, Apodemio, Maturio, Casiano, Fausto y J e ­naro: y estos cuatro últimos tenían por sobrenombre Saturninos. Hallábase esta ilustre comitiva en Zaragoza, cuando Da-ciano como tigre fiero y cruel se relamía en la sangre de los cristianos de aquella ciudad principalísima y les afligía con los más horribles tormentos. Entonces arma­da de Dios, la virgen santa Engraciarse presentó con sus diez y ocho compañe­ros cristianos, ante el tribunal del inicuo juez, y le reprendió severamente por ha­berse despojado de la razón de hombre y vestídose de la crueldad de fiera, ver­tiendo tanta sangre de hombres inocen­tes, que no tenían otra culpa sino adorar al solo Dios verdadero. Quedó Daciano pasmado, y pensativo sobre lo que había de hacer con aquella nobilísima y hermo­sísima doncella que así le hablaba; pero al fin pudo en él más su cruel naturaleza, que la humanidad, ni otro algún buen respeto; y mandó prender y azotar rigu­rosamente a la santa virgen y a aquellos diez y ocho caballeros; y para escarmien­to de los demás cristianos de Zaragoza, hizo arrastrar a Engracia atada a la cola de un caballo por toda la ciudad. Despe-

¡msff dazáronle después sus virginales pBÍ i carnes con uñas de hierro, dislo-

Jjj cáronle los miembros, cortáronle M el pecho izquierdo, y cuando to­la do su santo cuerpo estuvo hecho J una llaga, la cubrieron con una 1 larga vestidura, y la dejaron así

j l para que con los dolores de sus _ j | heridas se prolongase su martirio JÜB y se dilatase la muerte. Y como I I B ella perseverase en la confesión

% de Jesucristo, Daciano, irritado > _ J | por aquella invencible constancia, SSB mandó que le hincasen un clavo ¿J\ en la frente. Todavía se muestra ^¿§¡j en la cabeza de la santa el agu-¡ j j j j jero de aquel clavo, en cuyo tor-5S5J mentó la fidelísima esposa del

Señor acabó de recibir la corona del martirio. Finalmente a los diez y ocho caballeros mandó el procónsul degollar fuera de la ciudad, y en el mismo día recibieron con santa Engracia la palma de gloriosos mártires de Jesucristo. Consér-vanse con gran veneración las preciosas reliquias de la santa en la cripta del tem­plo de su nombre, magníficamente res ­taurado en nuestros días en la capital de Aragón. En un depósito del mismo sepul­cro están las de san Lupercio, y en otro sepulcro de mármol las de los otros san­tos compañeros cuyos huesos son de co­lor de rosa y despiden fragante olor.

* Reflexión: Pues ¿quién no ve en el mar­

tirio de la gloriosa virgen Engracia y de los otros mártires, la omnipotencia y for­taleza de Dios, la desventura del hombre y la vana astucia y crueldad de Satanás? ' El cual inflamó a Daciano para que ator­mentase con exquisitas penas a una tier­na doncella, y procurase extinguir el cul­to del verdadero Dios; mas el demonio quedó burlado, Daciano confuso, la vir­gen triunfando, Dios glorificado, propa­gada su santa religión, y la ciudad de Zaragoza ilustrada con los trofeos de tan­tos y tan gloriosos mártires con los cua­les están ennoblecida y amparada de los encuentros de sus enemigos.

Oración: Vuelve, Señor, tus ojos be­nignos sobre la familia de tus fieles sier­vos, y concede, que amparada por la in­tercesión de la bienaventurada Engracia y sus compañeros mártires, sea defendida de toda culpa. Por Jesucristo, nuestro Se­ñor. Amén.

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La beata María Ana de Jesús. — 17 de abril. (t 1624).

La extática y maravillosa vir­gen María Ana de Jesús nació en Madrid, de muy noble e ilus­tre linaje, y su padre Luis Nava­rro Ladrón de Guevara servía en la corte del rey don Felipe III. Cuando llevaban en bra­zos a la iglesia aquella -.anta ni­ña, notaban que a l tiempo de a l ­zar la Hostia y el Cáliz se que­daba arrobada; y cuando ape­nas sabía andar por sus pies, buscaba algún lugar recogido de su casa, y allí la veían pues­ta en oración delante de una imagen de nuestro Señor cru­cificado, bañados los ojos en lá­grimas o cercado su rostro de resplandores. Gozaba de la pre­sencia visible de su Ángel cus-todio; y platicaba de la beatísima Trini­dad, de la Encarnación del Verbo, y de la adorarble Eucaristía, que son los mas inefables Misterios de nuestra divina Reli­gión, como de cosas que más parecía entenderlas que creerlas. Recibió la pri­mera comunión en edad muy temprana, v cada vez que tomaba el Pan de los angeles, parecía transformarse en un án­gel que gozaba de Dios. Mas, ¿quien no se espantará ahora de las durísimas prue­bas por que hubo de pasar esta alma an­gelical? Muy presto tuvo en lugar de ma­dre una madrastra de condición asperí­sima, que la afligía sobremanera, y no le iba el padre a la mano tanto como debie_ ra, especialmente cuando la santa don­cella hizo voto de perpetua virginidad, contra la voluntad del padre que quería casarla. Era ella, de gentil disposición v muy hermosa; y se cortó un día con las újeras la rubia cabellera, pensando que así se entibiaría el amor del que la pre­tendiera por esposa: entonces fué cuan­do su padre y su madrastra salieron de síj y cargaron sobre ella una tempestad de injurias y golpes, con tanto enojo v crueldad, como si fueran verdugos de su hija mártir. Cuando cesaron los ma­los tratos permitió que su sierva se vie­se todos los instantes del día fieramente atormentada por torpísimas imaginacio­nes y tentaciones las cuales le duraron anee años, y a todo esto se añadían pe­nosísimas enfermedades y agudísimos do­lores, que acrisolaron como el oro su invencible paciencia. Dejó al fin la ca­sa de sus padres, y con la aprobación del venerable Fray Juan Bautista, que era su confesor, y fué el fundador de los

Mercenarios decalzos, se labró una cel­dilla junto a la ermita de santa Bárbara, y recibió después el hábito de nuestra Señora de la Merced de manos del Maes­tro general de la orden: y en aquella pobrísima casa la visitaban hasta los prín­cipes, porque era muy grande la fama de sus arrobamientos, milagros y profe­cías. Finalmente, después de una vida llena de trabajos y celestiales consuelos, en un éxtasis suavísimo entregó su al­ma al Señor a los cincuenta y nueve años de su edad.

Reflexión: Los cilicios e instrumentos de penitencia que usaba la santa, y se conservan en el convento de santa Bár­bara de Madrid, llenan de asombro y compunción a los que los miran. Lleva­ba pegado al pecho un peto de espinas y a las espaldas unas cruces anchas sem­bradas de puntas de hierro; en los bra­zos unos cilicios, y en la cabeza una coro­na de espinas: y solía hacer el via-cru-cis con una pesada cruz en los hombros. La causa de esta. asombrosa mortifica­ción no era otra sino el amor grande que tenía esta inocentísima virgen a su divi­no Amor crucificado, y tan desagrade­cido e injuriado de los hombres. Pues, ¿quién no exclamará aquí diciendo: «Es­ta santa virgen tan inocente y tan peni­tente; y yo tan pecador y tan inmortifi-cado»?

Oración: O clementísimo Dios, Señor de las virtudes, que llenaste de los dones de tu gracia a la bienaventurada María Ana, concédenos por sus ruegos, que los que la honramos con solemnes cultos, imitemos también sus obras. Por Jesu­cristo, nuestro Señor. Amén.

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El beato Andrés Hibernen. — 18 de abril. (t 1602)

El bienaventurado y fervorosísimo siervo de Dios, beato Andrés Hibernen nació en la ciudad de Murcia de padres pobres aunque eran hijosd.algo de Car­tagena. Queriendo darle uña cerrera, le enviaron a unos tíos suyos que vivían en Valencia; pero estos le hicieron guardar el ganado, en cuyo oficio llegó con admi­rable inocencia a la edad de veinte años. Habiendo recibido ochenta ducados de manos de su tío, pensaba dotar con ellos a una hermana suya, pero como unos ladrones se los robasen, determinó de abrazar la Regla del Patriarca de los po­bres: y tomó el hábito de fraile lego en el convento de Elche para servir a Dios con extremada humildad, penitencia y desnudez, ejerciendo los oficios de porte­ro, hortelano, refitolero y cocinero. Cuan­do andaba en las cosas de la cocina, mara­villábanse los religiosos de que a pesar de verle casi siempre en oración guisa­se tan bien los manjares, en los cuales hallaban un sabor tan delicado, que pa­recía del cielo. Tuvo después el cargo de limosnero, y era tanta la gracia del Se­ñor con que pedía limosna por Jesu­cristo, que por su medio se pudo acabar la obra del monasterio de san Juan de Valencia, y el famoso noviciado de aque­lla custodia, y más tarde el nuevo con­vento de Murcia llamado el Real de san Diego. Convertía a los pobres que se lle­gaban a la portería ' para pedir limosna, curaba milagrosamente a los enfermos, interpretaba con soberana luz los luga-gares difíciles de la Sagrada Estcritura, penetraba los secretos de los corazones, y hasta los cardenales Doria y Borja y el arzobispo de Valencia beato Juan de Ri­bera, le veneraba como a santo. Morando

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en Gandía, y entendiendo que se llegaba el día y la hora de pa­sar de esta vida, barrió con ex­traordinario aseo los claustros y corredores por donde había de pasar el Señor, a quien recibió por viático, y clavando los ojos en la imagen de Jesucristo cru­cificado, murió tranquilamente a los cincuenta y ocho años de su edad. Tres días estuvo el santo cuerpo recibiendo los obsequios de los fieles de Gandía, sin que se oyesen en el templo otras vo­ces que las aclamaciones de los que le llamaban santo, y las ala­banzas de los enfermos que re­pentinamente alcanzaban la sa-

por los méritos del siervo de Dios.

Reflexión: Ahí tienes un pobrecülo fraile lego de san Francisco, desprecia­ble a los ojos del mundo, pero muy apre-ciable, grande y glorioso a los ojos de Dios. ¡Oh! si entendieses en qué está la verdadera grandeza! ¡Cuan poca es­tima hicieras de'las vanidades del mundo"! ;Oh si considerases que también ha de llegar un día para tí, en el cual no se hará nigún caso de tus riquezas, de tus honras y talentos, sino solamente de tus virtudes, y buenas obras! Este es el se­creto de la sabiduría de Dios que nos en­señó su Hijo Unigénito: La verdadera grandeza es para los humildes; el reino de los cielos es para los pobres de espí­ritu y el gozo de Dios es para los que toman la cruz y siguen a Jesucristo. La sabiduría del mundo piensa y siente to­do lo contrario: y por esta causa dice el apóstol, «que la sabiduría de este si­glo es necedad delante de Dios».

*

Oración: Oh Dios, que nos alegras con la solemnidad anual de tu confesor e] bienaventurado Andrés, concédenos pro­picio, que los que veneramos su naci­miento para el cielo, imitemos también sus virtuosas acciones. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Vicente de Colibre, mártir. — 19 de abril. ( t 303.)

En el principio del imperio de Diocleciano estaba en todo el mundo en tanta estimación la fe y la religión cristiana, que los mismos emperadores, aun­que paganos, daban el gobier­no de las provincias a los cris­tianos, porque hallaban en ellos tanta fidelidad para con los prín­cipes, cuanta nunca jamás expe­rimentaron en los de alguna otra profesión. Habíase, pues, mostrado Diocleciano favorable a los cristianos mientras tuvo necesidad de sus fuerzas contra los persas pero viéndose ya triun­fante y glorioso, reventó y salió de madre furiosamente aquel odio mortal al nombre de Cris­

to, que por espacio de diez y ocho años estaba represado en su infame corazón; y determinó con Maximino su conmpañe-ro destruir a los cristianos y acabarlos del todo. En todas las ciudades del im­perio se hallaban las cárceles llenas de cristianos, los cuales eran ajusticiados en las plazas para escarmiento de los de­más: y como España estaba sujeta al imperio, le cupo gran parte de esta cruel presecución. En este tiempo pues, había en Colibre, pueblo de Cataluña cerca de Perpiñán, un hombre muy católico, virtuoso y gran siervo de Dios, llamada Vicente. Llegó a Colibre Daciano, pre­sidente general de España por los ya mencionados emperadores, y el primei católico que le presentaron fué Vicente, al cual en vano procuró apartar de la fe de Jesucristo, y atraer a la adoración de los falsos dioses; porque le halló siempre firme y constante; y al fin de varios tormentos con que juzgó el tirano ame­drentarlo viendo que se cansaba en balde y que Vicente traía escrito contra él el triunfo, palma y corona, que eso es Vicente, o Vincente, le condenó a mo­rir degollado. Ofreció, la cerviz a la cuchilla del verdugo, y con este supli­cio entregó su bendita alma en manos del Señor y alcanzó la corona inmortal de los mártires vencedores, significada en el nombre de Vicente que llevaba nuestro santo glorioso.

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Reflexión: Fué tan cruel el odio de estos tiranos emperadores, contra los "istianos, que no contentos con quitarles

las vidas después de tan bárbaros cuan­to inhumanos tormentos, hacían luego quemar cuantos escritos hallaban en po­der de los cristianos que pudieran dar testimonio a los venideros de los san­tos mártires y sus hechos ilustres; por lo cual hay infinitos mártires gloriosos, de quienes no han quedado más que los nombres, y de otros tan pocas noticias como se ve en este martirio de san Vicente. Sabe el demonio el provecho que se sigue a las almas de leer semejantes historias, y' el daño que a él le viene, y por eso procura ocultarlas; pero no todas las veces sale con su intento, y por donde intenta ocul­tarnos un Vicente mártir, queda burlado, cuando se nos descubren muchos glorio­sos Vicentes, mártires españoles, como son san Vicente, diácono de Zaragoza, mártir insigne; san Vicente de Ebora,' márt ir glorioso en Avila, con santa Sabi­na y Cristeta hermanas; san Vicente, mártir en Gerona, con Oroncio y Víctor; san Vicente, abad del monasterio de san Claudio, mártir célebre en tiempo de los godos y otros santos Vicentes, con que e] diablo se quiebra los ojos en su dañado intento; vaya para quien es: y nosotros esperemos vencerle, por la intercesión de tantos Vicentes, como le vencieron y triunfan gloriosos en el reino de Dios.

Oración: Concédenos, oh Dios omnipo­tente, que los que veneramos el naci­miento para la gloria de tu bienaventura­do mártir Vicente, seamos fortalecidos por su intercesión en el amor de tu san­tísimo nombre. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Page 116: De Paula, Francisco - Flos Sanctorum

Santa Inés de Monte-Pulciano, virgen. — 20 de abril. ( t 1317.)

mucho los vecinos de Monte-Pulciano la ausencia de sor Inés, q u e estaba en Proceno, y acor­dándose del deseo q u e tenía la santa siendo niña, de ver con­vertido en convento de peniten­cia una casa de mujeres públi­cas que había en la entrada de la ciudad, determinaron poner­lo por obra a todo trance a t rue­que de que viniese la santa. En­tonces cedió el amor .del retiro al celo de las almas, fundó aquel nuevo monasterio, y entabló en él la primitiva regla de san Agus­tín, según el instituto y espíritu de santo Domingo, y en breve tiempo floreció la pureza de mu­

chas santísimas vírgenes, donde tenían su asiento les vicios más abominables. Allí hizo la santa brotar un manantial de agua viva, de virtud muy prodigiosa para cu­rar todo género de enfermedades, que has . ta hoy se llama el agua de santa Inés. Fi­nalmente, a los cuarenta y tres años de su vida pasó a gozar de la eterna gloria de su Divino Esposo, haciendo el Señor glo­rioso su sepulcro con muchos milagros.

La bienaventurada virgen y esposa de Jesucristo, santa Inés de Monte-Pulciano, nació en la ciudad de este nombre, que está en la Toscana, de padres muy seña­lados por su nobleza y riqueza. Desde la cuna comenzó a mostrar su devoción a Jesucristo y a la santísima Virgen; por­que cuando le ponían a los ojos alguna imagen del Señor o de su benditísima Madre, la miraba y remiraba con visi­bles demostraciones de grande alegría. Educáronla en el monasterio de las sa-quinas, llamadas así porque traían un es­capulario de sayal grosero; y como una abadesa de rara prudencia y virtud visi­tase aquel monasterio, en viendo a la ni­ña Inés, dijo:« No ilustrará menos esta Inés a la religión con sus virtudes, que la otra Inés romana con su martirio.» A los catorce años mostraba tanto seso y prudencia, que no dudaron en encomen­darle la administración de las cosas tem­porales del convento, y a la edad de diez y ocho años, con la bendición del sumo pontífice Nicolao IV, fué nombrada supe-riora del convento que se acababa de fun­dar en Proceno, en el condado de Orvie-to. Ayunaba todos los días a pan y agua, dormía sobre la desnuda tierra, reclinan­do la cabeza sobre una piedra: pero, ¿quién podrá explicar los favores extraor­dinarios que recibía del cielo, las apa­riciones de los ángeles, de santo Domin­go, de san Francisco, y de su dulcísimo Esposo Jesús con quien familiarmente conversaba con celestial suavidad y rega. lo? ¿Quién podrá decir los milagros que obró el Señor por esta santa virgen y el fruto que causó en muchos pecadores con su santa vida y conversación? Sintieron

Reflexión: En el ardiente celo que ma­nifestó esta santa virgen, convirtiendo aquel lodazal de vicios en jardín de flores celestiales, echarás de ver la inmaculada pureza que inspira nuestra santísima Re­ligión a todos los que de veras la profe­san. Por el contrario, la impiedad infer­nal de los modernos sectarios y apóstatas, multiplica cada día las tentaciones sen­suales y lazos de Lucifer para acabar con la honestidad y fe de los católicos. «Está resuelto en nuestras logias, dice un docu­mento muy conocido de la suprema Ven­ta de los masones, que es menester popu­larizar al vicio para matar la fe: que lo respiren los hombres por todos sus .cinco sentidos, que se saturen de él, y ya no ha ­brá más católicos.» No. es nueva en el mundo esta astucia de Satanás. La impie­dad hace de los hombres bestias: la Re­ligión hace de las bestias hombres, y de los hombres ángeles.

Oración: Oh Dios, que eres nuestra sa­lud, oye nuestras súplipas, para que así como celebramos con gozo la festividad de la bienaventurada virgen Inés, así alcan­cemos el fervor de una piadosa devoción. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Anselmo, arzobispo y doctor. — 21 de abril. (t 1109.)

"4R3&&& ~ H U r f ^ y - Í ' J * ' ^ - » 'V'JMartM* El venerable prelado y doctor

de la Iglesia de Jesucristo san Anselmo nació de nobles padres en la ciudad de Augusta, que es­tá en los confines del Piamonte y de Borgoña. Dióse desde niño al estudio de las buenas letras; y aunque a la edad de quince años determinó renunciar a to­das las cosas del siglo, olvidado de su primera vocación, se dejó llevar sin freno de s u s gustos con grande y terrible enojo de su padre. Partióse Anselmo de su casa y pasando a la provincia de Normandia, llevado de mejo­res pensamientos, se hizo discí­pulo del famoso monje Lanfran­eo, con que vino a revivir y reflorecer aquel deseo de consagrarse totalmente al servicio de Dios, como lo hizo en el mo­nasterio gobernado por aquel insigne monje. Extendióse la fama de sus esclare­cidos talentos y virtudes en toda Nor­mandia, Francia, Flondes e Inglaterra, de manera, que muchos hombres nobles y letrados concurrían al monasterio donde Anselmo era ya prelado, para vivir de­bajo de su disciplina; mas como tuviese necesidad de pasar a Inglaterra, el rey Guillermo el Conquistador le recibió con gran honra, y su hijo Guillermo II qui­so que fuese consagrado por arzobispo de la Iglesia de Cantorbery. Pero cuando en­tendió el rey codicioso que el santo pre­lado estaba lejos de darle la hacienda de los pobres, se indignó de manera, que no pudiendo el santo conjurar aquella tor­menta horrible, se vistió de hábito de ro­mero y huyó a Roma, donde fué bien aco­gido del Sumo Pontífice, y pasó después a León de Francia para ayudar al arzobispo de aquella silla, y allí tuvo nueva que el rey Guillermo, andando a caza, había si­do traspasado con una saeta en el cora­zón: y no se puede creer el dolor que tuvo con esta nueva el santo prelado, y las lá­grimas de amargura que derramó. A Gui­llermo II sucedió en el reino su hermano Enrique II, el cual rogó a san Anselmo que volviese a Inglaterra, y aunque le persiguió y le mandó confiscar los bienes, cuando supo la excomunión que había ful­minado el papa contra los legos que osa­sen dar la investidura de los obispados, al fin dejó a la Iglesia lo que era suyo y con­virtió el odio que tenía a san Anselmo en amor. Estando ya, pues, el venerable ar­zobispo con mucha paz y quietud en su

Iglesia, no solo hizo oficio de santo y vigi­lante pastor, sino que escribió además muchos y excelente libros, añadiendo a los de materias teológicas, otros en que engrandeció las prerogativas de la Vir­gen Santísima; y fué tan devoto de su inmaculada concepción, que mandó con precepto se celebrase esta fiesta en su Inglesia Cantuariense. Finalmente des­pués de haber ilustrado toda la cristian­dad con su doctrina, virtudes y milagros, armado con los sacramentos, y tendido sobre el cilicio y la ceniza, dio su biena­venturada alma al que para tanta gloria suya la había criado.

Reflexión: Mira en el desdichado hijo de Guillermo el Conquistador, rey de In­glaterra, el paradero de los perseguidores de la Iglesia. Había dicho este rey, que él era el papa en su reino, y que no co­nocía ni quería que se nombrase en él otro papa sino él; por lo cual le alcanzó la sentencia de excomunión que fulminó el papa contra los legos que osasen dar la investidura de los obispados. Y ¿cuál fué el castigo de Dios? Fué que andando el rey a caza, una saeta le traspasó el_co-razón; para que se vea como el Señor, aunque permite que los malos reyes afli­jan sus reinos, y se sirve de ellos como de ministros y verdugos de su justicia, a la postre los castiga y ejecuta en ellos su furor.

Oración: Oh Dios, que hiciste al biena­venturado Anselmo ministro de la eterna salvación de tu pueblo; suplicárnoste nos concedas que merezcamos tener por in­tercesor en el cielo al que tuvimos por maestro y doctor en la tierra. Por Jesu­cristo, nuestro Señor. Amén.

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Los santos Sotero y Cayo, pontífices y mártires. — 22 de abril. (f 170. f 296.)

El venerable pontífice y glorioso már­tir de Cristo san Sotero o Soter nació al fin del siglo primero en Fondi que está en el reino de Ñapóles, y vivía en Roma al tiempo en que los fieles romanos que habían recibido la doctrina celestial de mano de los príncipes de los apóstoles, eran modelos de virtud para toda la cris­tiandad. Y como resplandeciese san So-tero en aquella santa Iglesia por su sabi­duría y celo apostólico, fué elegido por sucesor de san Aniceto en la silla de san Pedro. Bien fué menester aquella cari­dad de Cristo que ardía en las entrañas del nuevo pastor de la Iglesia; porque arreciaba a la sazón la persecución de Marco Aurelio Antonino, el cual imitó la bárbara crueldad de Nerón contra los ino­centes cristianos; y así unos eran ente­rrados vivos y cargados de cadenas en cárceles subterráneas, otros condenados a las minas, otros arrojados a los tigres y leones del anfiteatro, otros despedazados y muertos a puros tormentos en las pla­zas y patíbulos. Mas san Sotero como buen pastor que no temía perder la vida por sus ovejas, les visitaba en las cárceles y en las cavernas, les socorría cqn limosnas, les alentaba con cartas y saludables ins­trucciones, con tanta gracia del Señor, que todo el mundo fué testigo de la cons­tancia admirable con que innumerables fieles dieron la vida por la fe, antes que el santísimo pastor mereciese también la corona de su ilustre martirio.

Celebramos hoy también la fiesta de otro pontífice mártir, llamado Cayo, el cual era originario de Dalmacia y parien­te de Diocleciano; y semejante a san So-tero en los trabajos, persecuciones y glo­

riosa muerte. Veíanse los cristia­nos obligados a esconderse er¡ los bosques y cavernas;, en las plazas, esquinas y encrucijadas de las ciudades mandaban los ti­ranos poner unos idolillos, c o n bando riguroso que nadie pudie­se comprar, ni vender sin haber , los antes incensado, ni aun po­dían sacar agua de las fuentes y pozos públicos sin hacer antes aquel impío sacrificio. Es impo­sible decir lo que hizo el san­tísimo pontífice Cayo para que triunfase la ley de Cristo en es­ta horrible persecución; y no po­co le ayudaron Cromacio, anti­guo prefecto de Roma, conver­

tido a la fe, y san Sebastián, que era el capitán de la guardia imperial, y un ofi­cial del emperador, llamado Cástulo, fer­voroso cristiano, en cuyo palacio tenía su oculta iglesia el santo pontífice. Y allí en lo más alto de la casa se juntaban se­cretamente los fieles todos los días, y san Cayo les apacentaba con la palabra de Dios, celebraba la misa y les distribuía ej pan de los fuertes. Finalmente después de haber enviado delante de sí al cielo gran muchedumbre de valerosos mártires, a los doce años de su pontficado, que pasó en los montes, cuvas y casas de los cristia­nos, selló también con su sangre la fe de nuestro Señor Jesucristo.

Reflexión: ¡Quétrabajosa y azarosa vida la de aquellos cristianos! Por no ser infie­les al santo Bautismo, por no quemar un granito de incienso en el ara de los fal­sos dioses se condenaban a un destierro voluntario, moraban en los bosques, en las cuevas y catacumbas, y ponían mil veces a riesgo la hacienda y la vida. Pues, ¿qué hacemos nosotros por nuestra fe? ¿No es por ventura, tan preciosa como la suya? ¿No tenemos el mismo Dios, la misma fe y el mismo bautismo? ¡Ah¡ cubrámonos de vergüenza y temamos a Dios, que puede castigar nuestra culpable incredulidad, o nuestra torpísima indolencia en su ser­vicio.

Oración: Suplicárnoste, Señor, que nos proteja la festiva memoria que celebra­mos de tus santos mártires y pontífices Sotero y Cayo, y que su venerable inter­cesión nos recomiende ante el acatamien­to de tu divina Majestad. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Jorge, mártir. -(t 290.)

El valeroso capitán y glorioso mártir de Cristo san Jorge fué natural de Capadocia, e hijo de padres nobles y ricos. Siendo ya mozo y de muy gentil disposición y grandes fuerzas,, siguió la mi­licia y vino a ser tribuno o maes­tre de campo y miembro del con­sejo del emperador Dioclaciano, el cual no sabiendo que era cris­tiano, quería honrarle mucho en el ejército y servirse de él en cosas grandes y hazañosas. Suce­dió, pues, que habiendo propues­to Diocleciano a sus consejeros y ministros la voluntad que tenía de acabar con atroces tormen­tos a los cristianos, todos apro­baron la determinación del emperador, menos san Jorge, que con admirable elo­cuencia y libertad dijo que era grande in­justicia condenar a tales hombres solo porque daban culto al «verdadero Dios. Le­vantóse entonces el cónsul Majencio y di­jo a Jorge: «Bien se conoce aue debes ser uno de los principales jefes de esa secta.» Respondió san Jorge: «Sí: cristiano soy.» Entonces el emperador procuró desviarle de aquel propósito, poniéndole delante la flor de su juventud, su nobleza, riqueza y gallardía, y también los favores que de él había recibido, y los daños que se le po­dían seguir si despreciara a los dioses del imperio. Mas como no hiciesen mella en aquel pecho armado de Dios promesas ni amenazas, el día siguiente mandó el t i ­rano atormentar al soldado de Cristo, con una rueda armada por todas partes de puntas aceradas que despedazaban sus carnes, en cuyo suplicio oyó una voz de] cielo que le dijo: «Jorge, no temas, que yo estoy contigo.» Y el santo mártir pa­deció aquellos y otros exquisitos tormen­tos con tan grande serenidad que muchos se convirtieron maravillados de aquella soberana fortaleza, y entre ellos dos P re ­tores, llamados Anatolio y Protoleo, los cuales fueron descabezados por Cristo. Hallaron después al invicto mártir mila­grosamente curado de sus heridas, y co­mo el emperador volviese a exhortarle a ofrecer incienso a Apolo: «Vamos al t em. pío si quieres, le dijo el santo, y veamos qué dioses adoráis.» Entraron en el tem­plo y estando todos mirando a san Jor­ge, él se llegó a la estatua de Apolo, y extendiendo la mano, le preguntó: «Di-me, ¿eres Dios?» «No soy Dios*, respon­dió la estatua, y el santo, haciendo la se-

23 de abril.

nal de la cruz, le reprendió diciendo: «Pues, ¿cómo osas estar aquí en mi pre­sencia?» Oyéronse entonces en el templo alaridos y aullidos dolorosos, y con gran­de espanto de todos, cayeron los ídolos y se hicieron pedazos. Informado el em­perador del suceso, y movido de los sa­cerdotes de los ídolos que pedían a voces la muerte de aquel grande hechicero, y del gran número de gentiles que se con­virtieron al ver caídos y desmenuzados los falsos dioses por la palabra de san Jorge, le mandó degollar, y en este su­plicio alcanzó la gloriosa palma de los mártires.

Reflexión: El martirio de san Jorge fué muy ilustre y muy celebrado en todas las iglesias del Oriente y Poniente; y el ha­ber sido militar este santo fué causa de que la gente de guerra le invocase con­tra sus enemigos. En la batalla que el rey don Pedro I de Aragón dio en los campos de Alcaraz a los moros de Huesca, apareció san Jorge a caballo; y lo mismo sucedió al rey don Jaime el Conquista­dor en el castillo de Puig de Enesa, y en el sitio de Alcoy. Y para representar el favor que recibieron de san Jorge las po­blaciones libertadas de sus fieros ene­migos, le pintaron a caballo, atravensan-do con la lanza un fiero dragón y defen­diendo de él a una doncella que invoca al santo.

Oración: Oh Dios, que nos alegras con los merecimientos y con la intercesión de tu bienaventurado mártir san Jorge, concédenos que consigamos por tu gra­cia los beneficios que pedimos por tu in­tercesión. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Fidel de Sigmaringa, mártir. — 24 de abril. ( t 1622.)

El apostólico varón y glorioso mártir de Cristo, san Fidel nació de padres no­bles y católicos en la ciudad de Sigma­ringa que está en la Suevia, en el obis­pado de Constancia. Después de haber es­tudiado las letras humanas y el derecho civil y canónico en lá universidad de Fri-burgo, se disgustó del tumulto y peligros del foro, y trocó la toga de abogado por el hábito de los padres capuchinos. El día del patriarca san Francisco vistió e] tosco sayal del Padre de los pobres. Ce­lebró su primera misa con gran concurso y edificación del pueblo, y destináronle los superiores al sagrado ministerio de la palabra divina, y el santo con estilo llano y desnudo de adornos retóricos, pero con gran fuerza de esoíritu v eficacia de razones, predicó el divno Evangelio por las principales ciudades de Alemania, ga­nando para Jesucristo innumerables pe­cadores. Socorría a los pobres con copio­sas limosnas que pedía a las personas r i ­cas y caritativas, y habiendo sido infi­cionado de una enfermedad contagiosa e] ejército austríaco que estaba acuartelado en aquellas provincias, asistía a los sol­dados, curándoles las llagas, dándoles de comer por su mano, y administrando los sacramentos de la Iglesia a los que esta­ban en peligro de muerte. Llamóle el Se­ñor a la conversión de los calvinistas Gri-sones, y la congregación de Propaganda Fíde escogió p o r cabeza y Prefecto d e aquella ardua misión a nuestro santo, el cual con increíbles trabajos redujo a la verdadera fe a muchos herejes, aun de los más principales y nobles del país. Mas los infernales ministros de Calvino fin­giendo que querían también convertir­

se llamaron un día al santo para que les predicase la verdad cató-, lica en la iglesia de Servís. Lle­g ó el apostólico misionero a aquel lugar, y habiendo celebra­do aquel día la Misa con extraor­dinario fervor, subió al pulpito donde halló un billete que de­cía: Hoy predicarás y no más. No desmayó el santo con este anuncio de muerte; antes con la misma fuerza de espíritu y apos­tólica libertad predicaba la ver­dad católica, cuando de improvi­so entraron en la iglesia muchos hombres armados. Disparó uno de ellos su fusil contra el santo misionero, y aunque no acertó a

herirle, entendió el santo que era ya lle­gada la hora suspirada de dar la vida por Cristo, y por la salud de sus hermanos. Bajando pues de la sagrada cátedra, se postró delante del altar mayor, donde en­comendó su alma en las manos de Dios, y para evitar un nuevo sacrilegio de los herejes, salió de la iglesia por una puer­ta que estaba al lado de ella. Entonces como lobos sedientos de sangre se echa­ron sobre él los herejes y le asesinaron bárbaramente c o n veintitrés heridas, mientras rogaba, oomo san Esteban, poi los que le daban la muerte.

Reflexión: Llamábase el glorioso san Fidel, con el nombre de Marco que le ha­bían puesto en el bautismo: mas el día en que se vistió la librea de Cristo, y to­mó el hábito de religión, tomó el nombre de Fidel para recordar continuamente la fidelidad con que había de servir a Dios; y por esta causa solía escribir en la pr i­mera página de todos sus libros aquellas palabras de la Sagrada Escritura que di­cen: «Sé fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida.» Seámoslo también no­sotros, perseverando en la santa fe y en las buenas obras hasta la muerte para que podamos oír de los labios del eterno Juez aquellas palabras: ¡Ea, siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu Señor!

Oración: Oh Dios, que te dignaste ador­nar con la palma del martirio y con glo­riosos milagros al bienaventurado Fidel, abrasado de celo en la propagación de la verdadera fe: rogárnoste por sus méritos e intercesión que fortalezca con tu gracia nuestra fe y caridad, de manera que me­rezcamos ser hallados fieles en tu servicio hasta la muerte. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Sa.n Marcos, evangelista y mártir. — 25 de abril. (t 64.)

El glorioso evangelista y már­tir de Cristo san Marcos fué he ­breo de nación, y como algunos autores escriben, de la tribu de Leví y uno de los setenta y dos discípulos del Señor. Acompañó al apóstol san Pedro, que le lla­ma en sus epístolas hijo carísi­mo, y por su grande espíritu y gracia en el hablar, le tomó por intérprete para q u e explicase más copiosamente los profundos misterios de Cristo, que él en pocas palabras anunciaba. Y co­mo los fieles que por la predi­cación de San Pedro se habían convertido en Roma, deseaban tener por escrito lo que de él ha­bían oído, rogaron a san Marcos que es­cribiese el Evangelio de la manera que lo había oído de la boca de san Pedro; y el santo apóstol lo aprobó y con su autori­dad lo confirmó y mandó que se leyese en la iglesia. Habiendo pasado el santo evan­gelista algunos años en Roma, tomó la bendición de su padre y maestro san Pe­dro, y por su orden se partió a Egipto, llevando consigo el Evangelio que había escrito para predicarle a aquellas gentes bárbaras y supersticiosas. Descubrió pri­mero aquella luz del cielo a los de Cire-ne, Pentápoli y otras ciudades; y vino después a Alejandría como a cabeza de toda aquella provincia y más necesitada de aquella divina luz. Allí edificó una iglesia al Señor con nombre de San Pe­dro su maestro que aun vivía; y fueron tantos los que se convirtieron a la fe de Jesucristo, así de los judíos que moraban en aquellas partes, como de los mismos egipcios, que presto se formó una admira­ble cristiandad, en la cual florecían ma­ravillosamente todas las virtudes que el Señor enseñaba en su santo Evangelio; porque todos los fieles vivían entre sí con gran paz y conformidad, no había entre ellos pobres, porque a todos se daba In que habían menester; ni ricos, porque los que lo eran dejaban sus riquezas para use de los demás, y todos eran entre sí un alma y un corazón. Otros muchos había que dando libelo de repudio a todas las cosas de la tierra pobablan los montes y desiertos de Egipto, y vivían con tan ex­tremada santidad, que no parecían hom-

"bres, sino ángeles vestidos de carne mor­tal. No pudieron sufrir tanta luz los ojos flacos de los gentiles y determinaron

dar muerte a san Marcos como a destrui­dor de sus templos y enemigo de sus dio­ses, y a los 24 de abril, que era día de do­mingo para los cristianos, y para los gen­tiles de una fiesta que celebraban a su dios Serapis, hallando al santo evangelis­ta diciendo Misa, le prendieron, y echán­dole una soga a la garganta le arrastra­ron por las calles. Encerrándole después en la cárcel, y venida la mañana siguien- . te le arrastraron de nuevo por lugares ásperos y fragosos hasta que dio su espí­ritu al Señor.

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Reflexión: Así murió el glorioso evan­gelista san Marcos, sellando también con su sangre el santo Evangelio que nos dejó escrito, para que nadie pudiese imaginai con algún color de razón que quisiese en­gañar a los hombres. Este es el mismo Evangelio que predicaba en Roma el prín­cipe de los apóstoles san Pedro, el cual s su vez dio la vida en confirmación de la verdad de Cristo, muriendo en cruz con la cabeza abajo. Recuerden, pues, esíoa hechos, los despreocupados de nuestros días, y entiendan que si niegan el santo Evangelio solo porque es contrario a sua pasiones, con aquellos sellos de sangre apostólica, se firmó también la sentencia de su condenación.

Oración: Oh Dios, que ensalzaste a tu benaventurado evangelista Marcos por la gracia de la predicación del santo Evan­gelio; concédenos que nos aprovechemos de su santa doctrina, y seamos protegi­dos por su poderosa intercesión. Por J e ­sucristo, nuestro Señor. Amén.

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Page 122: De Paula, Francisco - Flos Sanctorum

Los santos Cleto y Marcelino, papas y mártires. — 26.de abril. (t 96. t 304.)

El tercer vicario de nuestro Señor J e ­sucristo sobre la tierra fué el glorioso pontífice y mártir san Cleto. Fué natu­ral de Roma y convertido a la fe por e] príncipe de los apóstoles san Pedro; el cual, viéndole varón espiritual, pruden­te y celoso, le ordenó de obispo y le to­mó por coadjutor, así como a san Lino que fué el segundo pontífice. Gobernaba san Cleto santísimamente la Iglesia; mas ha­biendo sucedido a Vespasiano y Tito su hijo, el viciosísimo emperador Domicia-no, que entre otras maldades que come­tió se hizo llamar dios, persiguió a los cristianos que no le reconocían por^ tal, y en un solo día hizo millares de márt i ­res. En esta persecusión, que- fué la se­gunda que padeció la Iglesia, fué preso y cargado de cadenas el glorioso pontífi­ce san Cleto, y en el día 26 de abril al­canzó la corona del martirio, habiendo tenido la silla apostólica doce años, siete meses y dos días. Sepultáronle los cris­tianos junto al apóstol san Pedro, y con­sérvase su cuerpo en el Vaticano.

En este mismo día celebra la Iglesia el martirio del papa san Marcelino, el cual fué natural de Roma e hijo del prefecto, y sucedió en el pontificado a san Cayo asimismo papa y mártir, siendo empera­dores Diocleciano y Maximiano. En este tiempo se levantó la décima persecución contra la Iglesia, que fué la más brava y más cruel de todas, porque en espacio de un mes murieron por Cristo en diver­sas provincias más de diez y siete mil mártires con tan atroces y exquisitos tor­mentos, que solo el demonio los pudiera inventar. Y porque durante esta perse­cución, recibía el santo benignamente a

los que espantados con las ame­nazas y el terror de los supli­cios habían ofrecido incienso a los falsos dioses y derjués arrer pentidos de su culpa le pedían el perdón y la penitencia, no fal­taron malvados censores que r i ­gurosamente osasen juzgar y condenar la paternal blandura del santo pontífice: lo cual fué ocasión para que más tarde le infamasen diciendo calumniosa­mente que el mismo santo, ven­cido también del temor de los tormentos había sacrificado a los ídolos, y hecho después peniten­cia de su pecado, ofreciéndose de su voluntad al martirio. Mas

lo que hubo fué, que habiendo sido pre­so juntamente con otros tres santos lla­mados Claudio, Cirino y Antonino, por sentencia del emperador fué como ellos decapitado. Dejáronse por orden del juez los cadáveres insepultados, hasta que san Marcelo los recogió a los treinta y tres días, y con acompañamiento de los pres­bíteros y diáconos, y con himnos y antor­chas les dio honrosa sepultura en el ce­menterio de santa Priscila en la vía Sa­laria.

Reflexión: No es maravilla que en aquellas cruelísimas persecuciones algu­nos fieles, vencidos por la inhumanidad y duración de los tormentos, se rindiesen a la voluntad de los tiranos. El ser venci­dos era efecto de la fragilidad del hom-hre; el vencer, prodigio de la fortaleza de Dios. Pero así eomo es propio de la hu­mana flaqueza el caer, también lo es dé la gracia de Cristo, levantar al caído. Por esta causa instituyó e 1 Señor e 1 sacra­mento de la penitencia, donde el pecador alcanzase remisión de sus pecados por muchos y graves que fuesen, con solo con­fesarlos con un corazón contrito y humi­llado. ¿Por qué pues no hemos de humi­llarnos, si hemos pecado? ¿No vale más confesar ahora humildemente nuestras culpas, que padecer la vergüenza de ellas cuando se manifiesten a todo el mundo en el día del juicio, y caer en una eterna confusión?

Oración: Suplicárnoste, Señor, que en la fiesta de tus pontífices y. mártires Cle­to y Marcelino, merezcamos su poderosa protección, y que por su intercesión sean gratas a tu divina Majestad nuestras ora­ciones. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Pedro Armengol, mártir. — 27 de abril. ( t 1284.)

El glorioso redentor de los cautivos y mártir de la caridad san Pedro Armengol nació en la Guardia de los Prados, villa del arzobispado de Tarragona, y su apellido queda todavía en la muy ilustre familia de los ba­rones de Rocafort, descendien­tes de los condes de Urgel y em­parentados con los antiguos con-d e s de Barcelona, y reyes de Francia, condes de Flandes y r e ­yes de Castilla y Aragón. Halló- , se presente en su nacimiento el venerable padre Bernardo Cor- t

bera, religioso de la Merced, el ] cual profetizó del niño recién i nacido diciendo: «A este niño un patíbulo ha de hacerle santo.» Crióle su padre Amoldo como a mayorazgo, no­ble, rico y deseado: pero ¡oh fuerza de las malas compañías y cuántas torres de virtud has derribado! El ilustre mancebo que parecía un ángel por su piedad e ino­centes costumbres, con el ejemplo de otros mozos desenvueltos, bravos y valientes con quienes jugaba y como brioso caba­llero de su edad probaba con las armas en la mano la destreza y el valor, vino a desenfrenarse de manera, que hacía gala de sus desórdenes y oscurecía su linaje capitaneando una cuadrilla de ladrones. Por este tiempo determinó el rey don Jai­me pasar de Valencia a Mompeller y en­tendiendo que los Pirineos estaban infes­tados de salteadores, mandó a Amoldo que con dos compañías de infantes y al­gunos caballos limpiase aquellos caminos de bondoleros. Entonces lucharon cuerpo a cuerpo Amoldo y su hijo Pedro hasta que después de haberse herido, se recono­cieron, y el hijo, llenos de lágrimas los ojos, se echó a los pies del padre, con grande arrepentimiento de su mala vida. Partióse de allí a Barcelona y después de hacer una confesión general de todas sus culpas, pidió el hábito de los religiosos de la Merced, y comenzó una vida llena de admirables y extraordinarias virtudes. Ordenáronle de sacerdote, y todos los días celebraba la misa con tantas lágrimas que hacía llorar de devoción a todos los que la oían. Rescató en Murcia doscien­tos cuarenta cautivos, convirtió al bey Almohazen Mahomet, el cual se hizo Mer-cedario y se llamó Fray Pedro de santa María. Pasando después el santo de Ar-

'gel a Bugía con Fr. Guillermo, florenti­no, rescató ciento y diez y nueve cauti-

J vos, y para sacar de la esclavitud a diez y ocho niños se quedó en rehenes de mil escudos que ofreció por ellos. Ocho meses estuvo encerrado en un calabozo, pade­ciendo cada día palos y azotes; y como no llegasen los mil escudog a su tiempo, le condenaron a la horca. Vino ocho días des­pués del suplicio su compañero Guiller­mo con los mil escudos, y con grande es­panto le halló vivo todavía y pendiente de la horca, en la cual dijo el santo que la santísima Virgen le había sostenido en sus manos. Finalmente después de haber con­vertido con estupendos pródigos a mu­chos infieles a nuestra santa fe, entregó su bendita alma al Señor en su mismo con­vento de nuestra Señora de los Prados.

Reflexión: La vida admirable de este santo nos manifiesta cuan poderosa es la gracia de nuestro Señor Jesucristo para trocar los corazones de los hombres, has­ta hacer de un capitán de bandidos un perfectísimo religioso, un celoso misione­ro y un gloriosísimo mártir de la caridad. Esta es una excelencia propia de nuestra santa Religón: porque ninguna fuerza ni convicción humana sería bastante para trocar con tan extraña mudanza el ánimo y las costumbres de los hombres, si no interviniera en ello la mano poderosa de Dios.

Oración: Oye, Señor, benignamente las súplicas que te hacemos en la solemni­dad de tu glorioso confesar el bienaven­turado Pedro, para que consigamos por la intercesión del que tanto te agradó lo que no podemos esperar de nuestros me­recimientos. Por Jesucristo, nuestro Se­ñor. Amén.

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San Vidal, mártir. — 28 de abril. ( t 172.)

Entre los santos q u e derramaron su sangre en las primeras persecuciones de la Iglesia, uno fué san Vidal, caballero muy noble de Ravena y marido de Santa Valeria, y padre de Gervasio y Protasio, que todos cuatro fueron ilustres mártires del Señor. Sucedió que habiendo preso los gentiles en Ravena a un cristiano, lla­mado Ursicino, de profesión médico, le dieron muchos y atroces tormentos, los cuales él sufrió con grande constancia y fortaleza ayudado de la gracia del Señor. Mas cuando se llegaba su última hora y vio que el verdugo desenvainaba la es­pada y le vendaba los ojos, comenzó (co­mo- hombre) a desmayar, y a perder el vigor que antes había tenido; y estando ya para adorar a los falsos dioses, Vidal, que estaba presente a este espectáculo, compadeciéndose de él, y juzgando que le corría obligación de socorrerle en aquel conflicto, alzó la voz y públicamente di­jo: «¿Qué es esto, Ursicino? ¿qué dudas? ¿qué temes? Habiendo tú como médico dado salud a tantos enfermos, ahora no aciertas a salvarte a ti mismo? Acuérda­te que con esta muerte que se acaba en un soplo, comprarás una vida bienaven­turada que no tiene fin.» Fueron de tan­ta eficacia las palabras de Vidal que ani­maron de tal suerte a Ursicino, que con grande alegría tendió el cuello al cuchi­llo y murió por Cristo: y san Vidal, no contento de haberle dado la vida del al­ma, por dar honra a su cuerpo muerto, con gran celo y fervor le hurtó y sepultó. El juez que se llamaba Paulino, visto lo que Vidal había dicho y hecho, y enten­diendo que era cristiano, le amonestó blandamente que dejase aquella nueva

secta, y siguiese la antigua reli­gión de los romanos. Burlóse Vi­dal de las palabras de Paulino, el cual le mandó luego atormen­tar en el ecúlea donde fueron despedazadas sus carnes y des­coyuntados sus miembros, y p ro . bada su fe y su paciencia: y co­mo todo esto no bastase para trocarle y ablandar su pecho fuerte, ordenó que lo llevasen al mismo lugar donde había si­do ajusticiado Ursicino, y que hi­ciesen en él una hoya m u y grande, y le echasen v i v o en ella, y la llenasen de tierra y piedra: lo cual ejecutaron a la letra los verdugos, y murió el

glorioso mártir ahogado y sepultado vi­vo, entregando con este linaje de cruel martirio su triunfante espíritu al Cria­dor. Conservanse las sagradas reliquias de este santo en un magnífico sepulcro de una iglesia que se le dedicó en Ravena, y que es uno de los templos más hermo­sos del mundo: y parte de ellas se vene­ran en Bolonia y en Praga.

Reflexión: Dio el bárbaro tirano con­tra san Vidal aquella sentencia de horro­rosa muerte, a persuasión de un sacerdo­te de Apolo, en el cual luego que expiró el santo mártir, entró el demonio y le co­menzó a atormentar tan terriblemente, que daba gritos y decía: «¡Quémasme, Vi­dal! ¡enciéndesme, Vidal!* y como pade­ciese siete días este tormento, no pudien-do más sufrir el fuego interior que le abrasaba, se ochó en un río y se ahogó. Donde se ve el castigo del mal conse­jo que había dado aquel mal hombre contra nuestro santo; el cual por el con­trario, mereció la palma de los mártires por el buen consejo que había dado a Ur­sicino ayudándole a morir por el Señor. Procuremos pues aconsejar siempre co­sas buenas y santas: ya que de los bue­nos consejos podemos esperar la recom­pensa de Dios, y ' d e los malos consejos solo podemos esperar el daño y castigo, que no pocas veces recae aun en esta vi­da sobre la cabeza de los que aconseja­ron a otros lo que era inicuo.

Oración: Suplicárnoste, Señor todopo­deroso, que los que celebramos el naci­miento a l cielo de tu bienaventurado már­tir Vidal, seamos por su intercesión for­tificados en el amor de tu santo nombre. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Hugo, abad de Cluni. — 29 de abril. ( t 1109.)

El glorioso y venerable abad de Cluni, san Hugo, nació en Se-mur, de u n a ilustre y antigua familia de Borgoña. Su padre lla­mado Dalmacio era señor de Se-mur, y su madre Aremberga, descendiente de la antigua casa de Vergi. Quería el padre que su hijo Hugo siguiese, como, noble, la carrera de las armas, pero sintiéndose él m á s inclinado di retiro y a la piedad q u e a la guerra, recabó licencia para ir a cultivar l a s letras humanas en Chálon-sur-Saóne, donde la san­tidad de los monjes de Cluni, go­bernados por el piadoso abad Odilón, le movió a dar libelo a todas las cosas de la tierra, y a tomar el hábito en aquel célebre monasterio. Hi­zo allí tan extraordinarios progresos en las ciencias y virtudes, que mereciéndose la fama de su eminente santidad, sabidu­ría y prudencia por toda Europa, el em­perador Enrique le nombró padrino de su hijo; y Alfonso rey de España, hijo de Fernando, acudió a él para librarse de la prisión en que le tenía su ambicioso her­mano Sancho, lo cual recabó el santo con su grande autoridad, y también puso íin a las querellas del prelado de Autún y del duque de Borgoña que devastaba las posesiones de la Iglesia. Y no fué menos apreciado de los sumos pontífices, por su rara • prudencia y santidad: nombróle León IV para que le acompañase en su viaje a Francia, y su sucesor Víctor II previno al cardenal Hildebrando, después Gregorio VII, que le tomase por socio y consejero en la legacía cerca del rey de los franceses; Esteban X eme sucedió a Víctor, le llamó cabe sí, y auiso morir en sus brazos, y el gran pontífice Gregorio VII se aconsejaba de este santísimo abad de Cluni en todos los negocios más gra­ves de la cristiandad. Es increíble lo mu­cho que trabajó este santo en la viña del Señor, edificándola con sus heroicas vir­tudes, defendiéndola de sus enemigos, y acrecentándola c o n su celo apostólico. Finalmente después de haber fundado el célebre monasterio de monjas de Mareig-ni, y echado los cimientos de la magnífi­ca iglesia de Cluni, lleno de días y mere­cimientos falleció en la paz del Señor a la edad de ochenta y cinco años.

Rflexión: Entre las muchas cartas de san Hugo, se halla una escrita a Guiller­mo el Conquistador, el cual le había ofre­cido para su monasterio cien libras por cada monje que le enviase a Inglaterra. Respóndele el santo abad «que él daría la misma suma por cada buen religioso que le enviasen para su monasterio,, si fuese cosa que se pudiese .comprar;*, en cuyas palabras manifestaba el temor de que se relajasen los monjes que enviase a In­glaterra no pudiendo vivir allí en monas­terios reformados. Y si todas estas preo­cupaciones juzgaba el santo necesarias para conservar la virtud de aquellos tan fervorosos monjes, ¿cómo imaginamos no­sotros poder estar seguros de no perder la gracia divna, si temerariamente nos metemos en medio de los peligros y la­zos del mundo? Quejanse muchos de las tentaciones que padecen, y murmuran de la Providencia por los recios y conti­nuos combates que les dan los tres ene­migos del alma, mundo, demonio y car­ne: pero día vendrá en que Dios se jus­tifique recordándoles que ellos mismos se metían las más de las veces en las tentaciones, y haciéndose sordos a Jas voces de la gracia y de la conciencia, se ponían voluntariamente en las ocasiones de pecar, y se rendían a sus mortp.les enemigos.

Oración: Suplicárnoste, Señor, que nos recomiende delante de Ti#la intercesión del bienaventurado Hugo, abad; p*ara que alcancemos por su patrocinio, lo que no podemos conseguir por nuestros mereci­mientos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Santa Catalina de Sena, virgen. — 30 de abril. (t 1380)

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La bienaventurada virgen santa Cata­lina de Sena, esposa regalada de Jesu­cristo, nació en la ciudad de Sena, de pa­dres virtuosos, que solo tenían lo nece­sario para pasar la vida. Desde su más tierna infancia comenzó a resplandecer en ella la gracia de Dios; y apenas tenía cinco años, cuando subiendo o baiando alguna escalera de su casa se arrodillaba en cada escalón y decía el Ave María. Siendo de seis años tuvo ya una visión celestial en que Jesucristo le echó su ben­dición, quedando ella t a n transportada, que su hermano no podía volverla en sí. Algunas niñas se le juntaban con deseo de oir sus dulces palabras, y ella las ¡en­señaba y se encerraba con ellas y hacía que se disciplinasen en su compañía. A ios siete años hizo votos de perpetua vir­ginidad, y cuando más tarde siendo de edad, la apretaban sus padres para que se casase, ella se cortó el cabello, que le tenía por extremo hermoso, por lo cual se enojaron mucho y la mandaron a las cosas de la cocina en lugar de la criada; mas como un día la hallase el padre oran­do en el rincón de un aposento y viese so­bre su cabeza una blanca paloma, le otor­gó su permiso para dejar las cosas del mundo y tomar el hábito de las Hermanas de Penitencia, que le había ofrecido en una admirable visión el glorioso santo Domingo. Después que se vio plantada en e l jardín de la religión, fueron tan extraordinarias sus virtudes y tan exce­lentes sus donds celestiales, que no hay palabras" con que puedan explicarse. Tra­tábala Jesucristo su ¡esposo tan familiar­mente, que siempre estaba con ella. Dá­bale algunas veces la sagrada comunión de su cuerpo y sangre; una vez le dio s

beber de su costado, y en otra maravillosa aparición le puso en su lado izquierdo su Corazón di­vino, dejándole en la misma par­te una prodigiosa herida. Ador­nóla además con toda suerte de gracias y prodigios, y eran tantas las gentes que venían a verla y con sola su presencia se compun­gían, que el sumo pontífice dio al confesor de la virgen y a dos compañeros suyos amplia facul­tad de absolver a los que luego se querían confesar: y por ser tan grande la fama de sus virtu­des,. Gregorio XI y Urbano VI, se sirvieron de ella en negocios gravísimos de la cristiandad, y

la enviaron por embajadora suya. Final­mente a la edad de treinta y tres años murió diciendo aquellas palabras de Je ­sucristo: Señor, en tus manos encomien­do mi espíritu.

Reflexión: Un día ss apareció Jesucris­to a esta santa llevando dos coronas en ías manos, una de oro finísimo y otra de espinas y le dijo que escogiese cual que­ría. «¡Señor! respondió ella, yo quisro en esta vida la que escogisteis para Vos» y diciendo esto tomó la de espinas y se la puso tan apretadamente en su cabeza, que luego sintió grandes dolores. Por es­ta causa se representa la imagen de santa Catalina de Sena coronada de espinas. Imitémosla nosotros, llevando siquiera con paciencia los trabajos que nos envía el Señor y las cruoss con que se digna probar nuestra fidelidad. Si el divino Re­dentor se te apareciese, y te ofreciese la cruz de esos trabajos que padeces, ¿no la abrazarías con mil acciones de gracias? Pues entiende que es voluntad suya que la lleves siquiera con paciencia y resigna­ción, para que asemejándote en algo a tu soberano modelo crucificado, puedas des­pués gozar con El en la gloria.

Oración: Concédenos, oh Dios todopo­deroso, que pues celebramos el naci­miento al cielo de tu bienaventurada vir­gen Catalina, nos alegremos santamente con su anual solemnidad y nos aprove- t chemos del ejemplo de su eminent» vir­tud. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Felipe y Santiago el Menor, apóstoles. — 1- de mayo. (t 54 y 62)

El glorioso apóstol de Cris+o san Felipe fué natural de Betsai-da, donde nacieron asimismo san Andrés y san Pedro. Luego que san Felipe conoció a Cristo, co­menzó a hacer oficio de apóstol, que es traer a otros al conoci­miento y amor de Dios; y así trajo a Natanael a Cristo, de quien dijo el Señor que era ver­dadero israelita y hombre sin do­blez ni engaño. Antes de hacer nuestro Señor el gran milagro de la multiplicación de los panes en el desierto, preguntó a Felipe de dónde comprarían pan para sus­tentar a aquella gran muchedum­bre de pueblo, para darnos a en­tender con su respuesta la falta de pan que había, y la grandeza del mila­gro del Señor. Después de la resurrección de Lázaro algunos gentiles vinieron i ver a Jesucristo, y tomaron por medio a san Felipe, declarándole su deseo, y Feli­pe y Andrés lo dijeron al Señor, el cual hizo gracias al Padre Eterno porque ya los gentiles comenzaban a conocerles. En a-quel soberano sermón que el mismo Señor hizo a los apóstoles después de la sa­grada cena, le dijo san Felipe: «Señor, mostradnos al Padre»; y de estas pala­bras tomó ocasión el Señor para revelar­nos altísimos misterios de su divina na­turaleza. Después de la venida del Es­píritu Santo, cupo a san Felipe la provin­cia del Asia superior, en la cual predicó el santo Evangelio; de allí pasó a la Esci-tia y últimamente a la ciudad de Hiera-polis, donde los gentiles adoraban por dios una víbora, y donde echaron mano al san­to apóstol, y después de haberle azotado ásperamente, le crucificaron y mataron a pedradas.

Celebramos hoy también la memoria del apóstol Santiago el Menor, que nació en Cana de Galilea, el cual es llamado hermano del Señor, conforme a la cos­tumbre de los hebreos que llamaban her­manos a los que eran primos, y por haber sido llamado al apostolado después de Santiago hermano de san Juan, se llama Santiago el Menor. Era apellidado tam­bién con el nombre de Justo, porque su vida era un retrato del cielo, y en las facciones del rostro se parecía a Cristo, y así muchos cristianos venían a Jerusalen •a ver a Santiago. Nunca comió carne ni bebió vino, y de estar de rodillas, las tenía duras como de camello; jamás con­

sintió que se le cortase el cabello, -ni quiso bañarse ni ssr ungido con óleo. Era tan grande la opinión que tenían los ju­díos de su santidad, que a él solo le de­jaban entrar en el saricta sanctorum. Nom­bróle san Pedro obispo de Jerusalen y en el primer concilio que allí se celebró dijo su parecer después de san Pedro. Final­mente, después de haber gobernado la Iglesia de Jerusalen por espacio de trein­ta años, por haber predicado a Jesucristo en el Templo, los fariseos, bramando co­mo leones, tomaron piedras contra él, y le arrojaron del lugar eminente en que predicaba: y mientras levantaba las ma­nos al cielo rogando por sus enemigos, uno de ellos le dio con una pértiga en la cabeza, esparciéndole los sesos por el suelo.

Reflexión: Esta fué la recompensa que llevaron los santos apóstoles de Jesucris­to: padecer y morir por el Señor. ¿No va­le más esto que todos los demás bienes del mundo? Y por eso nos enseña el mis­mo Santiago en su epístola canónica, el gran bien que se encierra en las adver­sidades y tribulaciones cuando se llevan con paciencia, y nos exhorta a gozarnos en gran manera, cuando somos tentados y probados con muchas y varias afliccio­nes del Señor. Lo que nos cuesta es lo que vale, ,y lo que vale es lo que se pre­mia con eterna gloria.

Oración: Oh Dios, que cada años nos alegras con la solemne feftividad de tus apóstoles Felipe y Santiago, concédenos tu gracia para imitar los ejemplos de aqué­llos, de cuyos merecimientos nos regoci­jamos. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén

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San Atanasio, patriarca de Alejandría. — 2 de mayo. (t 373)

Juliano el Apóstata y Valente co­mo enemigos de Dios. Escribió el símbolo que llaman de Atana­sio, el cual como regla certísima de nuestra santa fe ha sido reci­bido y usado de toda la Iglesia. Padeció largos destierros; cinco mil hombres de guerra entraron para prenderle en su iglesia, y tuvo que esconderse en los yer­mos, en una cisterna, donde es­tuvo seis años, y hasta en la mis­ma sepultura de su padre. Cuan­do volvía a su Iglesia, recibíanle como si viniera del cielo, y era tal el fruto de su predicación y ejemplo, y tan grande la porfía en las gentes sobre el darse a la virtud, que como él mismo escri­

be, cada casa y cada familia parecía una iglesia de Dios. Así ilustró y defendió la fe cristiana durante medio siglo, y acabó su vida en santa vejez hasta que el Señor fué servido de llevarle para sí y darle el galardón de sus largos trabajos.

Reflexión: En la vida de este santo se ve la firmeza que el verdadero católico debe tener en todo lo que toca a la pu­reza y entereza de nuestra santa rligión; y los embustes y artificios que usan los herejes para contaminarla y corromper­la, valiéndose del favor de los malos príncipes, los cuales, aunque algunas ve­ces por razón de estado, favorecían a Ata­nasio, pero nuestro Señor que quiere ser servido de los príncipes con verdad, al cabo los castigó, a Constancio con una apoplejía, a Juliano con una saeta, y a Valente con haberle quemado los bárba­ros en una choza; pero san Atanasio que­dó triunfador de estos infelices tiranos y de todos los herejes que con tan porfiada rabia y crueldad le persiguieron. Seamos, pues, como este gloriosísimo doctor fie­les a Dios, y a su santa Iglesia, y el Señor nos esforzará de manera que toda la po­tencia de nuestros enemigos no podrá pre­valecer contra nosotros.

Oración: Rogárnoste, Señor, que oigas benigno las súplicas que te hacemos n la solemne fiesta de tu bienaventurado confesor y pontífice Atanasio, y que por los méritos de aquel que te sirvió con tanta fidelidad, nos libres de nuestros pe% cados. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

El valeroso defensor de la fe católica san Atanasio, nació de nobles padres en Alejandría, para ser una de las más br i­llantes lumbreras del orbe cristiano. Aca­bados sus estudios, retiróse por algún tiempo en el yermo, donde conversó con san Antonio abad, a quien dio dos túnicas para el abrigo y reparo de su cuerpo. Era todavía diácono cuando asistió al gran concilio de Nicea, donde confundió al mismo Arrio en las disputas que tuvo con él; y habiendo fallecido cinco meses después del concilio san Alejandro, obis­po de Alejandría, fué elegido Atanasio por común consentimiento de todo el pue­blo. Los herejes que ya le conocían, se hicieron a una para derribarle, y en el conciliábulo de Tiro, entre otros cargos, le acusaron de haber violado una mujer, la cual, por persuasión de los arríanos y dineros que ie dieron, exclamaba allí que habiendo hospedado a Atanasio, le había quitado por fuerza la virginidad. Pero luego se conoció el embuste de la mala hembra, porque Timoteo, presbítero de Atanasio, fingiendo que era él mismo Ata­nasio, le dijo: «Di, mujer, ¿yo fui hués­ped en tu casa? ¿Yo he mancillado tu castidad?». Y como ella respondiese a grandes voces y con muchas lágrimas fin­gidas que sí, y lo jurase, y pidiese a los jueces que le castigasen, vino a descubrir­se toda aquella maraña, y paró en risa aquella acusación. Es imposible decir las calumnias y persecusiones que armaron los herejes contra este santísimo patriar­ca. Cuatro emperadores le persiguieron: Constantino Magno con buen celo, pen­sando que acertaba, y Constancio su hijo,

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La invención de la santa Cruz. — 3 de mayo. (Año 326 de J. C.)

La bienaventurada santa Ele­na, madre del emperador Cons­tantino, visitando a la edad de ochenta años los santos lugares, consagrados con la vida y sangre de Cristo, movida por divina ins­piración, quiso buscar la santa cruz de nuestro Redentor adora­ble. Hallábase muy congojada y perpleja porque nadie podía decir dónde estaba, y los inmundos gentiles habían puesto en el Cal­vario un ídolo de Venus para que ningún cristiano se acercase pa­ra hacer oración en aquel sagra­do lugar. Mas como fuese cos­tumbre de los gentiles, cuando hacían morir por justicia algún hombre fascineroso, enterrar los instrumentos del suplicio junto al lugar donde se sepultaba el cuerpo, mandó san­ta Elena cavar cerca del sepulcro del Se­ñor, y al fin se hallaron allí tres cruces, y el título de la cruz de Cristo tan apar­tado que no podía declarar cuál de aque­llas cruces fuese la del Señor. En esta perplejidad el patriarca de Jerusalén, san Macario, que allí estaba, mandó hacer oración, y luego hizo traer allí una mu­jer tan enferma que los médicos la t e ­nían por deshauciada. A ésta mandó apli­car la primera cruz y la segunda, sin ver­se fruto alguno, y aplicándole la tercera, repentinamente quedó del todo sana y con enteras fuerzas. Con este milagro ceso la duda y se entendió que aquella era ia cruz de nuestro Salvador. Increíble fué el gozo de santa Elena, la cual hizo gra­cias al Señor por tan señalado regalo y beneficio, y mandó edificar un suntuoso templo en aquel mismo lugar, donde dejó parte de la cruz ricamente engastada y adornada, y la otra parte con los clavos envió a su hijo el emperador Constanti­no, el cual mandó ponerla en un templo que labró en Roma, y que después se lla­mó Santa Cruz de Jerusalén. Ordenó ade­más que desde entonces ningún malhechor fuese crucificado, y que la cruz que hasta aquel tiempo era el más vil e ignominioso suplicio, fuese de allí adelante la gloria y corona de los reyes, y así trocó las águilas del guión imperial por la cruz, con ella mando batir monedas y poner un globo del mundo en la mano derecha de sus es-jtatuas y sobre el globo la rauma cruz, pa­ra que se entendiese que el mismo mundo había sido conquistado por la santa Cruz

de nuestro Redentor Jesucristo, y que esta misma cruz había de ser el escudo y defensa de la república cristiana.

Reflexión: La Iglesia celebra hoy esta fiesta para enseñarnos a reverenciar el te ­soro divino de la santa Cruz, en el cual es­tá la salud, la paz, la verdadera sabiduría, la justicia y la santificación del género humano. Declarando Tertuliano la cos­tumbre que tenían los cristianos en san­tiguarse y armarse de la señal de la cruz, dice: «En todos los pasos que damos, en nuestras entradas, en nuestras salidas, cuando nos calzamos, cuando nos lavamos y nos ponemos a la mesa, cuando nos sen­tamos y nos traen lumbre y nos acosta­mos, y finalmente en todas nuestras ac­ciones continuamente hacemos la señal de la cruz en la frente.». Notables palabras son éstas, que manifiestan la santa cos­tumbre de los cristianos más antiguos y fervorosos. ¿Por qué no hemos de imitar­les, haciendo también con toda reverencia la señal de la cruz al levantarnos y acos­tarnos, en la tentación, y al comenzar ca­da una de nuestras obras, al comenzar al­gún viaje y en tantas otras ocasiones o peligros en que tenemos harta necesidad de la ayuda y favor del cielo?

*

Oración: Oh Dios, que en la invención de la saludable cruz, renovaste los mila­gros de tu pasión, concédenos que por el valor de aquel leño de vida, alcancemos eficaz socorro para lograr "a v:Í2 p<=»"du-rable. Por Jesucristo, iraesiro Señor. Amén.

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Santa Mónica, viuda, madre de san Agustín. — 4 de mayo. (t 387)

oraciones de su buena madre, ia cual se determinó de pasar el mar y buscarle por Italia., Hallóle m Milán, a donde había sido en­viado de Roma para enseñar re ­tórica, y en aquella ciudad, con la comunicación y sermones de san Ambrosio, se convirtió y bau­tizó, a los treinta y cuatro años de edad. Volviendo, pues, santa Mónica muy consolada y alegro con su hijo san Agustín, pava África, y habiendo llegado a la ciudad de Ostia aguardando em­barcación, hablando a solas con su hijo del amor y deseo de las cosas celestiales, le dijo que .nues­tro Señor le había cumplido su deseo de verle critsiano, y cayó

luego enferma tan gravemente, que a los nueve días pasó de esta vida mortal a .a vida perdurable, siendo de edad de cin­cuenta y seis años. Desde que murió esta santa se hizo memoria de ella con sin­gular veneración en toda la Iglesia.

Reflexión: De su madre, dice san Agus­tín, que gobernaba su casa con gran pie­dad, ejercitándose continuamente en loa­bles cbras, que criaba sus hijos en el te­mor de Dios, regenerándoles tantas veces, cuantas ellos se apartaban del camino de la virtud, que era muy amiga de hacer amistades entre las personas que se tenían mala voluntad, y que nunca refería cosa que hubiese oído de los unos a los otros, procurando en todo unir los corazones des­unidos y quitarles la amargura del odio con la dulzura de la santa caridad. Tengan presente este ejemplo todas las madres y señoras cristianas, para que sus familias sean un cielo de paz, y críen sus hijos, no para ser unos condenados del infierno, sino para verles gozar de su gloriosa com­pañía en la gloria. Y si se apartaren, como san Agustín en su mocedad, del ca­mino del bien, no cesen como santa Móni­ca, de rogar por ellos al Señor, hasta lo­grar su conversión.

Oración: Oh Dios, consuelo de los afligi­dos y salud de los que en ti esperan, que atendiste misericordiosamente a las pia­dosas lágrimas de la bienaventurada Mó­nica en lá conversión de su hijo Agustín, concédenos por la intercesión de entram­bos que lloremos nuestros pecados y ha­llemos el perdón de ellos^ en tu gracia. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén

Santa Mónica, gloriosa madre de san Agustín, fué de nación africana e hija de padres cristianos, que la criaron con toda honestidad y virtud. Siendo niña levantá­base de noche a rezar las oraciones que su madre Facunda la enseñaba, y era tan amiga de hacer limosna, que de su propia comida quitaba parte para dar a los po­bres. Deseó perseverar en virginidad; pe­ro condescendió con la voluntad de sus padres, que la casaron con un varón lla­mado Patricio, el cual, aunque era hombre noble, era gentil. Tuvo mucho que sufrir con él santa Mónica, mas fué tal su pru­dencia, sufrimiento y buen término, que no solo ablandó el carácter áspero y co­lérico del marido, sino que también le ga­nó para Jesucristo. Más le costó rendir a su propio hijo san Agustín, porque siendo mozo se enredó en los vicios y liviandades y en los desatinos de los herejes Mani-queos, y la santa madre derramaba ríos de lágrimas por su hijo, y clamaba de día y

' de noche sin cesar al Señor, suplicándole que le sacase de aquella profundidad de errores y torpezas en que estaba. Era esto de manera que no podía reposar ni sose­gar en espíritu, y así acudiendo una vez a su santo obispo, rogándole que le enseña­se y convenciese, el buen obispo la conso­ló diciendo: «Por vida vuestra, señora, que no es posible que perezca un hijo de tan­tas lágrimas.». Quiso san Agustín dejar 'la ciudad de Cartago, donde leía retórica y pasar a Roma para valer más. Procuró ia santa estorbárselo por todos los medios que pudo; y en fin él la engañó y se fué a Roma, donde tuvo una grave enferme­dad, de la cual le libró el Señor por las

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San Pío V, papa y confesor. — 5 de mayo. (t 1572)

El gran pontífice de la Iglesia, Pío V, de nombre Gisleri, fué na­tural de Bosco, villa del estado de Milán, y nació de padres pobres en una humilde choza. Acertando a pasar por sus pueblos" dos reli­giosos de santo Domingo y viendo al niño Miguel, que así se l lama­ba, se le aficionaron por ver sa buena inclinación y Miguel se aficionó a ellos; y así le llevaron consigo al convento de Voguera, de la provincia de Lombardía.

Terminados sus estudios fué nom­brado sucesivamente, prior de va­rios conventos, obispo de Nepi, cardenal, y finalmente, soberano pontífice. Las ropas interiores que traía eran pobres y remenda­das, la estameña de las camisas era de ia más áspera, y su mesa era tan parca como la de un pobre oficial. Cuatro mil escudos gastaba cada año en casar huér­fanas; visitaba él mismo los hospitales, y a sus deudos más cercanos los dejó en el estado en que los halló. Con cien mil du­cados de gasto, resucitó en Roma el arte de tejer lanas para desterrar las telas de ios extranjeros que sacaban el dinero de la ciadad. Ofrecía un homicida diez mil ducados por librarse de la muerte a que estaba ya condenado, y respondió san Pío: «Si con dinero se rescatase la vida, las pe­nas sólo se hicieran para los pobres». Re­formó el sacro Palacio y la ciudad de Ro­ma, limpió de foragidos la Italia, solicitó que se coligasen los príncipes de Italia y España para hacer guerra contra los hu­gonotes, socorrió a Flandes contra los re ­beldes a su Dios y a su rey, declaró a la reina Isabel de Inglaterra por hereje, ab­solviendo a sus subditos del juramento de fidelidad, esforzó a la reina de Escocia a la constancia en la fe, pacifió la Polonia. y procuró unir a los príncipes cristianos contra los turcos, y por las oraciones del santo pontífice se alcanzó la insigne y mi­lagrosa victoria naval de Lepan te Final­men te , hizo en seis años de pontificado lo que era bastante para llenar un siglo; y a los setenta y ocho años de edad reci­bió la corona inmortal de sus heroicas virtuces, apareciéndose a santa Teresa de Jesús, con grande gloria y de camino pa­ra el cielo. Enterránronle en la capilla de san Andrés, donde grabaron este epitafio

jen marmol: «Pío V, pontífice, restaura­dor de la religión y honestidad, establece-dor Je la rectitud y justicia, renovador de

la disciplina y costumbres, defensor de la cristiandad. Habiendo dado leyes saluda­bles, conservado a la Francia, coligado a ios príncipes y conseguido victoria de los turcos; en heroicos hechos e intentos en gloria de paz y guerra: Máximo, Pío, Fe­liz y Óptimo Príncipe.».

Reflexión: La noche en que estaban una t n frente de otra las armadas de don Juan de Austria y de Selim, ordenó el santo Pontífice que en todas las iglesias de Ro­ma se continuasen las oraciones toda la noche, y el domingo se siguiesen unas a otras. Estuvo él toda la noche en oración delante de un crucifijo y toda la mañana del domingo, hasta que sentándose a co­mer, de repente se levantó de la mesa y se puso en una ventana de su palacio, donde estuvo mirando al cielo más de una hora. Al fin, dijo a sus domésticos con grande alegría: Los nuestros han peleado bien y vencido al turco. Vamos a dar gra­cias a Dios. Notóse el día y la hora en que dijo esto, y hallóse después ser la misma hora de la batalla y victoria. Mira cuan poderosa es la oración de un santo, que fué sin duda gran parte para que librase el Señor a toda la cristiandad del poder de sus enemigos.

Oración: Oh Dios, que te dignaste ele­gir por pontífice máximo al bienaventu­rado Pío V para destruir a los enemigos de tu Iglesia, y para reparar el culto divi­no, defiéndenos con tu protección para que libres de las acechanzas de nuestros enemigos gocemos en tu servicio de una paz perpetua y estable. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Juan, ante Portam Latinam. — 6 de mayo. (Año 92)

maba Pathmos, donde el glorioso evangelista tuvo las grandes ' re­velaciones que escribió en el sa­grado libro del Apocalipsis, que, como dice san Jerónimo, tiene tantos misterios como palabras. Estuvo san Juan en este destie­rro hasta la muerte de Domicia-no, y en este tiempo convirtió » aquellos isleños de Pathmos a la fe de Cristo. Luego que mataron en Roma a Domiciano, con el aborrecimiento que todos le t e - . nían, el senado revocó sus decre­tos y condenaciones, y con esto el santo evangelista volvió de su destierro a Asia, y fué recibido por los cristianos como si viniera del cielo, mirándole como a após­

tol tan querido del Señor, y como a pro­feta y mártir que había padecido por El, y a quien no había faltado la voluntad y ocasión de morir por Cristo, sino el efecto de la muerte que no le quiso conceder el Señor para que escribiese después el sa­grado Evangelio, y volase como águila a lo más alto del cielo para declararnos la eterna generación del Verbo divino. Del martirio de san Juan hacen mención Ter­tuliano y san Jerónimo.

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Reflexión: San Juan evangelista es el único apóstol que no murió márt ir ; pero mira con qué generoso corazón se ofrecía a la muerte, entrando en la caldera con. aceite hirviendo. ¿Quién no recibirá pues con toda confianza el divino Evangelio que escribió? ¿Quién rehusará darle fe después de habernos él dado su ilustre testimonio por estas palabras: «Os anun­ciamos lo que hemos visto por nuestros ojos, lo que hemos oído por nuestros oí­dos, lo que hemos palpado con nuestras manos acerca del Verbo de eterna vida, a fin de que creyendo en él alcancéis la vida eterna?». Quien menosprecie este testimonio, merece ser despreciado; quien lo repruebe, merece ser eternamente re--probado.

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Oración: Oh Dios, que estáis viend nuestra turbación por las calamidades que por todas partes nos rodean, suplicárnoste nos concedas que seamos defendidos de ellas por la gloriosa protección de tuv apóstol y evangelista san Juan. Por J e ­sucristo, nuestro Señor. Amén.

Celebra en este día la santa madre Igle­sia la fiesta de san Juan de Porta Latina, y en ella el asombroso martirio que pa­deció el discípulo amado del Señor junto a una puerta de Roma, llamada Latina, por salirse por ella a los pueblos del La­cio. Estaba el gloriosísimo san Juan Evan­gelista en la ciudad de Efeso gobernando las iglesias de Asia, cuando en la persecu­ción de Domiciano fué preso y a pesar de su mucha edad le llevaron a Roma, donde por no querer obedecer a Domiciano y adorar los falsos dioses, fue condenado a ser echado en una tina de aceite hirvien­do, para que con aquel tormento acabase su dichosa vida. Señalóse el día para ha­cer este sacrificio, que fué el 6 de mayo. Estuvo el senado presente en el espectácu­lo, al cual concurrió toda la ciudad por la gran fama del santo apóstol, y habién­dole primero azotado, como era costum­bre de los romanos con los que condena­ban a muerte, lo desnudaron y echaron en la tina de óleo hirviendo que allí tenían dispuesta. Entró con grande alegría y se­guridad el glorioso evangelista, acordán­dose que Cristo nuestro Señor le había dicho a él y a su hermano Santiago que beberían el cáliz de su pasión; mas el Se­ñor obró entonces un maravilloso prodi­gio que espantó a toda la ciudad; porque las llamas perdieron su fuerza y el aceite que ardía se convirtió en un rocío del cie­lo ;• y aunque se abrasaron algunos de los ministros impíos que atizaban el fuego, el venerable apóstol de Cristo salió resplan­deciente, como suele salir el oro fino

• Mandóle después el emperador a una isla apartada que se 11a-

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San Estanislao, obispo y mártir. — 7 de mayo. ( t 1079)

El maravilloso obispo y glorio­so mártir san Estanislao, nació da noble familia en la ciudad de Cracovia, cabeza del reino de Po­lonia, y como fuese de grande ha­bilidad e ingenio para todo gé­nero de letras, llegó a la digni­dad de canónigo y después a la de obispo de Cracovia, cuya mi­tra sólo aceptó por no resistir a la voluntad divina. Era en aque­lla sazón rey de Polonia, Bolés-lao, el cual, habiéndose estraga­do y dado a todo género dé vi­cios, se convirtió en una bestia, no sólo carnal, sino también fie­ra y cruel y derramadora de san­gre humana. Parecíale a san Es­tanislao que tenía obligación de avisarle, lo cual hizo con humildad y gran modestia; mas con la amonestación salió fuera de sí el rey y determinó perderle. Había comprado el santo obispo para su iglesia cierta heredad de un hombre rico llamado Pedro, el cual hacía tres años que era ya muerto, y los herederos del difun­to, por dar gusto al rey, pusieron pleito al obispo diciendo que aquella heredad era de ellos. Vióse el negocio delante del rey, y como al obispo le faltasen los documen­tos necesarios para probar la compra, f"é condenado y obligado a restituir la here­dad. Entonces pidió tres días de tiempo, en los cuales ayunó, veló y oró con gran fervor. Fuese después a la sepultura don­de Pedro estaba enterrado, e hizo quitar la losa que estaba encima y cavar la t ie­rra, y descubrir el cuerpo; y tocándole con el báculo pastoral le mandó que se levantase. Al punto obedeció el muerto,.y siguió al santo hasta el tribunal, donde estaba el rey, y allí atestiguó que el santo obispo le había pagado enteramente el precio de la heredad. Quedaron atónitos y helados, así el rey como los adversarios del obispo, el cual acompañó de nuevo al resucitado á la sepultura. Y como a pesar de todo, se revolcaba el rey en el cieno de sus torpezas y se relamía en la sangre ino­cente de sus vasallos, excomulgóle el san­io obispo, y el tirano envió sus ministros a la iglesia para matarle; mas espantados con una súbita y excesiva luz del cielo, cayeron en tierra. Y lo mismo sucedió la regunda y tercera vez a otros sayones que jnandó el rey; el cual, finalmente, por sus propias manos se hizo verdugo, dando con la espada un golpe tan terrible en la cabe­

za del santo obispo, que los sesos se es ­parcieron por el suelo. Así murió el sant> obispo de Cracovia. El cruelísimo rey. aborrecido de todos, huyó a Hungría, don de al poco tiempo yendo a caza cayó del caballo, murió desastrozamente y fué, co mido por los perrSs.

* Reflexión: ¿A quién no convirtiera u n

milagro tan ilustre y tan evidente come el que hizo el santo a los ojos de Boles-lao? ¿Qué pecho tan duro y empedernido-podía haber que no se ablandase y en­mendase viendo un hombre resucitado? Mas estaba el corazón del rey tan abrasa­do con sus vicios y tan encenagado en sus. deshonestidades, que todo esto no basta para reducirle y rendirle a Dios. El Se­ñor te libre ,de estas malas pasiones; mor­tifícalas con sumo cuidado, porque tira­nizan al hombre y le pierden en esta vida y en la otra. Dice san Ligono: «Todos los adultos que se condenan, caen en el in­fierno con estos vicios o por estos vicios.»-El remedio más eficaz para vencer a este enemigo mortal de infinitas almas ya sa­bes cuál es: huir de las ocasiones y r e ­chazar con gran valor y fortaleza las ten­taciones. En este género de combate el vencedor es el que huye, y aquel triunfa siempre que sabe huir de la batalla.

Oración: Oh Dios, por cuya honra mu­rió el glorioso pontífice Estanislao al fii> de la espada de los impíos, rogárnoste nos concedas que todos los que imploran su amparo, consigan el saludable efecto de su petición. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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La aparición de san Miguel Arcángel. — 8 de mayo. (Año 492)

Así como la divina bondad ha dado a su Iglesia por príncipe y defensor al glorioso san Miguel Arcángel como antes le había dado a la Sinagoga, así también ha queri­do en diversos lugares y tiempos obrar cosas maravillosas por intercesión y mi­nisterio de este bienaventurado príncipe de la Iglesia. Muchas han sido las apa­riciones de san Miguel Arcángel y muchos templos le han sido consagrados, así en Oriente como en Occidente, pero la más ilustre y señalada anarición es la que su­cedió en el monte Gárgano en la provincia de la Pulla, del reino de Ñapóles. Porque siendo pontífice Gelasio, primero de este nombre, un hombre rico tenía grandes ma­nadas de ganado mayor, y como de una de ellas se desmandase un toro, buscáronle y le hallaron al cabo de algunos días den­tro de una cueva. Tiráronle una saeta la cual se volvió del medio del camino con­tra el que la había tirado y le lastimó. Turbáronse los presentes y asombráronse entendiendo que allí había algún secreto y oculto misterio. Acudieron al obispo de Siponto, para que le declarase. El obispo mandó que todos ayunasen e hiciesen ora­ciones por tres días para implorar la gra­cia del Señor, y al cabo de ellos, le apa­reció san Miguel y le declaró que #quel lugar donde se había recogido el toro es­taba debajo de su tutela y que la voluntad de Dios era que en aquella cueva se fa­bricase un templo en honra suya y de to­dos los ángeles, asegurándole que en aquel sitio experimentarían los pueblos la efi­cacia de su celestial protección. Movido el santo prelado por la soberana aparición y promesa del glorioso Arcángel, juntó al

clero y al pueblo, les declaró la visión que había tenido, y fué en procesión al sitio donde había su­cedido el milagro. Encontraron en él una caverna muy grande y en forma de templo, con su bó­veda natural harto elevada, y so­bre la puerta una como ventana abierta en la misma peña, por donde entraba la luz. Erigieron un altar, consagróle el obispo, y celebró allí el santo sacrificio de la misa, y más tarde se hizo la dedicación de la iglesia con ma­yor solemnidad y devoción, con­curriendo a ella todos los pueblos de la comarca, y duró la fiesta muchos días. No tardó el Señor en manifestar allí la gloria y va­

limiento del poderoso arcángel san Miguel por cuyos merecimientos ha obrado Dios nuestro Señor después acá, muchos mila­gros en aquel templo, mostrando que se sirve de que san Miguel sea allí singular­mente reverenciado, y por esta causa ha sido siempre tenido por un santuario de gran concurso y veneración.

Reflexión: Leemos que san Romualdo, fundador de la orden de la Camáldula, or­denó a Otón, emperador, que fuese en ro­mería a pie y descalzo desde Roma al monte Gárgano a visitar el templo de san Miguel, en penitencia de haber mandado o consentido matar a Crescencio, hombre principal, habiendo dado antes su palabra de que no le mataría. Cumplió el empera­dor aquella penitencia con grande humil­dad y edificación de los fieles, los cuales, a ejemplo del monarca frecuentaban aquel lugar santo en sus piadosas romerías. Imi­temos también nosotros estas peregrina­ciones a los devotos santuarios, porque en nuestros tiempos son muy necesarias pa­ra vencer la impiedad y restaurar la de­voción cristiana y alcanzar del Señor ex­traordinarias bendiciones sobre las fami­lias y los pueblos.

Oración: Oh Dios, que con orden mara­villoso dispones de todos los ministerios de los ángeles y de los hombres, concédenos benignamente que sea nuestra vida de­fendida en la tierra por aquellos sobera­nos espíritus que te asisten siempre en el cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor". Amén.

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San Gregorio Nazianzeno. — 9 de mayo. (t 389)

San Gregorio Nazianzeno, lla­mado por excelencia el Teólogo, fué natural de Nazianzo, ciudad de Capadocia. Su padre fué obis-* po de su misma ciudad, su her­mano fué san Cesáreo, y su her­mana santa Gorgonia. Estudió la elocuencia y filosofía en Atenas, donde trabó tal amistad con san Basilio, condiscípulo suyo, que parecían los dos un alma y un co­razón. Mas no quiso acompañarse jamás con Juliano el Apóstata, que había venido a aquella uni­versidad al estudio de las bue­nas letras, poraue desde entonces adivinó cuan pernicioso había de ser a toda la república si Dios 7e daba el cetro de ella. Después de haber enseñado elocuencia con grande loa, retiróse con su amigo Basilio al desierto del Ponto, donde los dos vivían como án­geles; mas al fin dejaron su amada sole­dad para defender la religión católica; y Gregorio procuró que eligiesen a Basilio por obispo de Cesárea. Pasando a Cons-tantinopla, empleó todo su gran caudal

, de sabiduría en la conversión de los he­rejes, los cuales trataron muchas veces de darle la muerte. Mas al fin venció la causa de Dios, refloreció la fe y Gregorio fué nombrado arzobispo de Constantino-pla con aplauso del emperador de Orien­te, el gran Teodusio, español, el cual le dio el templo patriarcal que poseían aún los herejes. Todo el favor que el empera­dor hacía a san Gregorio era tósigo para los herejes; los cuales determinaron aca­barle, y para salir con su intento se con­certaron con un mozo hereje como ellos, que entrase a visitar al santo que a la sa­zón estaba enfermo y hallase ocasión de cometer la maldad. Hízolo así, mas cuan­do se vio en el aposento del santo, al tiempo que le podía herir, se echó a sus pies pidiéndole perdón con muchos sollo­zos y lágrimas; y como san Gregorio le preguntase qué quería, uno de los que estaban presentes le dijo: «Este mozo, pa­dre, ha entrado aquí inducido de los he­rejes para matarte, y ahora arrepentido llora su pecado.» Entonces el santo abra­zando al mozo le dijo: «Dios te perdone y te guarde como a mí me ha guardado; deja pues, hijo mío, la herejía, y sirve al

J3eñor con sincero corazón.» Viendo des­pués muy turbada aquella iglesia por los bandos y herejías pidió licencia al empe­

rador para renunciar a su dignidad arzo­bispal, y volviendo a su patria se retiró a una heredad de sus padres; donde car­gado de años y dolores escribió en prosa y en verso algunas obras de rara ele­gancia. Finalmente habiendo este glorio­so doctor ilustrado la Iglesia con su vida, doctrina y escritos, a los noventa años de su edad fué a recibir el galardón de sus largos y dichosos trabajos.

Reflexión: Hablando el mismo san Gre­gorio en uno de sus libros de la vida que hizo en Atenas en el tiempo de su juventud, dice: «Yo con mis continuos trabajos quebranté mi carne, que con la flor de la edad tiraba coces y hervía; vencí la glotonería del vientre y la tira­nía que está cerca de él; mortifiqué mis ojos, reprimí el ímpetu de mi ira, y to­das mis cosas consagré a Cristo. El suelo t fué mi cama, el velar mi sueño, y las lágrimas mi descanso. Este fué mi insti­tuto de vida, cuando era mozo; porque la carne y la sangre echaban llamaradas y me apartaban de la sabiduría del cielo.» Aprendan los jóvenes a refrenas sus ape­titos, poniendo los ojos en este modelo; y no digan que es imposible la victoria de sí mismos, después que los mismos santos han luchado también y triunfado con tanta gloria de la rebeldía de sus pa­siones.

Oración: Oh Dios, que concediste a tu Iglesia por ministro de su .eterna salva­ción al bienaventurado Gregorio, haz que merezcamos tener por intercesor en el cielo al que logramos por maestro en ia tierra. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

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San Antonino, arzobispo de Florencia. — 10 de mayo. (t 1459)

dijo sobre él las palabras que se suelen decir en la excomunión, y luego delante de todos el pan se convirtió en carbón, y pronun­ciando después las palabras de la absolución, el pan negro se tor­nó a su primera blancura; y con esto entendieron los efectos que hace la excomunión en el alma, y que no se debe usar de ella sino a más no poder. Autorizaba su celestial doctrina con muchos, prodigios, y le estimaba tanto el papa, que, en su última enferme­dad, quiso recibir los sacramen­tos de su mano, y que asistiese a su cabecera: y Nicolao V cuan­do puso en el catálogo de los santos a san Bernardino de Sena,

dijo que tan bien podía canonizar a san Bernardino muerto, como a san Antoni­no vivo. Finalmente a los setenta años-de su edad expiró pronunciando estas palabras: «Servir a Dios es reinar.» Y fué tanto el concurso que acudió al en­tierro, que no le pudieron dar sepultura hasta pasados ocho días, en los cuales estuvo el santo cuerpo en la iglesia, fres­co, hermoso el rostro, como si fuera ya cuerpo glorioso.

Reflexión: Presentó un pobre hombre una cestilla de fruta a san Antonino pen­sando que se la había de pagar bien; el santo conociendo sus miras interesadas, no le dio nada, sino con rostro alegre alabó su fruta, y di jóle: «Dios os lo pa­gue, hermano.» Parecióle al hombre que había empleado mal su fruta, e íbase que­jando del arzobispo. Mandóle este llamar, y escribió en un papel aquellas palabras: «Dios os lo pague»: y poniendo el papel en una balanza, y en la otra la cesta de fruta, la balanza que tenía el papel bajó hsta el suelo, y la otra subió todo lo que pudo con la fruta. Entonces, volviéndose al hombre, le dijo: «Mirad como yo no os hice agravio; que más os di que re ­cibí.» Y mira tú como Dios mostró con este milagro cuánto gana el que hace li­mosna, aunque a veces no parezca a los ojos humanos el fruto de la caridad.

Oración: Ayúdennos, Señor, los mere­cimientos del santo confesor y pontífice Antonino, para que así como te ensalza­mos admirable en sus virtudes, así tam­bién te experimentemos misericordioso, en nuestras necesidades. Por Jesucristo, nuestrr. Señor. Amén.

El santísimo prelado san Antonio, o Antonino, que así le llamaban por ser pequeño de cuerpo, nació de honrados padres en Florencia, y desde niño mos­tró que era escogido de Dios. A la edad de trece años había ya estudiado y de­corado todo el Derecho Canónico, y luego pidió y alcanzó el hábito de santo Do­mingo. Nunca comía carne sino estando enfermo, traía una cadena de hierro y dormía en el suelo sobre las tablas. Or­denado de sacerdote, vino a ser prior de los principales conventos de su orden en Italia, y siendo ya Vicario general de Roma, y Ñapóles, lavaba los platos y es­cudillas de sus hermanos, y barría la ca­sa como el menor de todos. Obligóle el papa Eugenio IV a aceptar el obispado de Florencia, bajo pena de excomunión; y él vino a pie y descalzo a su Iglesia, con tanta amargura de su corazón, como regocijo de toda la ciudad que salió a recibirle como a santo pastor venido del cielo. Muy presto resonó en toda Italia la fama de sus virtudes. En la oración quedaba arrebatado y suspenso en el aire, resplandeciendo su rostro con maravillo­sa claridad. Desentrañábase por los po­bres y dábales cuanto tenía; reprimía a los insolentes y poderosos, mandándo­les hacer penitencias públicas, y echaba con gran severidad de las iglesias, a las mujeres que venían a ellas para enlazar las almas. Quejábanse algunos de él por­que no excomulgaba por ciertos pecados a sus subditos; y él, para no declararles la razón que tenía para no hacerlo, por el daño que recibe el alma con la exco­munión, mandó traer un pan blanco, y

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Los santos Gordiano y Epímaco, mártires. — 10 de mayo.

Después que. el impiísmo Ju ­liano el Apóstata fué aclamado de su ejército por emperador en Francia, y con la muerte del em­perador Constancio, su primo hermano, cobró fuerzas y se vio señor, luego comenzó a quitarse la máscara de piedad con que an­tes había favorecido y engañado a los cristianos a los cuales de­terminó perseguir y deshacer y conservar y ampliar el culto de sus falsos dioses: pero, porque pretendía ser tenido de todos por príncipe manso y benigno, y no quería que los que morían por Cristo fuesen honrados como mártires, y ya la religión se ha­bía extendido, y florecía mucho por el mundo, temiendo alguna turba­ción en el imperio, por razón de estado pretendió con maña destruir a los cris­tianos, haciendo presidentes y goberna­dores de las provincias a hombres crue­les y bárbaros, para tirar la piedra como dicen y esconder la mano. Entre los mi­nistros que nombró el apóstata para des­truir la Iglesia de Cristo, fué uno Gor­diano, el cual nombrado vicario en Roma, ejercitaba su crueldad y derramaba la sangre inocente de los cristianos. Estcüa preso con otros muchos un santo presbí­tero llamado Jenaro. Tuvo con él Gor­diano largas pláticas, y finalmente tocán­dole el Señor el corazón abrió los ojos al rayo de la divina luz, y determinó abrazar la fe; y en efecto, recibió el bau­tismo por mano de san Jenaro y Marina su mujer, y otros cincuenta y tres de su familia, y entregó a Jenaro un ídolo de Júpiter que tenía en su casa, y le que­braron y desmenuzaron y echaron en un lugar inmundo. Supo lo que pasaba Ju ­liano,, y embravecióse por ver que sus principales ministros se volvían contra él y se hacían cristianos: y quitando a Gordiano el cargo, ordenó al tribuno que le__castigase severamente. Mandóle este atormentar y azotar y quebrantar los huesos con plomadas, y como el santo mártir hiciese gracias al Señor por la merced que le hacía en darle que pade­cer por él, el. tribuno le condenó a ser descabezado delante del templo de la dio­sa Tierra y que echasen el cadáver a los perros. Mas el Señor ordenó que los pe-j ros hambrientos no tocasen el santo cuer­po, antes con ladridos le guardasen y de­fendiesen. Cinco días después, un criado

de Gordiano y otros cristianos le toma­ron de noche y le sepultaron en la vía Latina en una cueva donde antes había sido enterrado san Epímaco, mártir, cuyo martirio también celebra hoy la Iglesia: el cual siendo natural de Alejandría fué preso por el nombre de Jesucristo, y ha­biendo padecido muchos días excesivos trabajos y molestias en una áspera y dura cárcel y llevádolos con gran pa­ciencia y alegría, al cabo fué mandado quemar y sus huesos y cenizas fueron lle­vados a Roma por algunos cristianos y puestos en aquel sepulcro en que dijimos que después fué sepultado san Gordiano. Por eso la Iglesia católica celebra junta­mente el martirio de estos dos santos en un mismo día-

Reflexión: No es para decir la rabia y furor con que los crueles emperadores veían convertirse a la fe a los mismos principales ministros que ponían por per­seguidores de los cristianos y defensores de su imperio: mas en esto se echa de ver la maravillosa virtud de la gracia de Cristo que puede hacer que lobos san­guinarios se ofrezcan al sacrificio como inocentes corderos. ¿Quién sino Dios pue­de obrar tan admirable mudanza en los corazones? Pidámosle pues como el santo Profeta David: ¡Señor! cread en mí un corazón limpio y poned en mi interior un espíritu nuevo y recto. (Ps. L.)

Oración: Oh Dios omnipotente, concé­denos tu gracia para que los que cele­bramos la solemnidad de tus bienaventu­rados mártires Gordiano y Epímaco sea­mos ayudados en tu presencia por su in­tercesión. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

•Éfa.

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San Mamerto, obispo. — 11 de mayo. (t 477)

Entre los santísimos prelados que ilus­traron la Iglesia de Dios en el siglo V, uno fué el glorioso san Mamerto, obispo de Viena en el Delfinado. En aquel tiem­po desolaban todo el país grandes calami­dades y azotes del cielo. Sucedíanse unos a otros los terremotos, incendios y gue­rras: las fieras, llenas de pavor por los temblores de la tierra, dejaban las cue­vas de los montes y sé llegaban a las po­blaciones con grande espanto de la gente; la cual a vista de estos azotes hacía pe­nitencia de sus pecados y se disponía a la festividad de la Pascua de Resurrec­ción para recibir dignamente la comunión pascual, esperando alcanzar de esta suer­te el remedio de tantos males. Concurrie-, ron pues todos contritos a la iglesia, a ce­lebrar el misterio en la vigilia de la glo­riosa noche: pero habiéndose incendiado varias casas principales de la ciudad, hu­yeron del templo despavoridos. Solo el santo obispo quedó en la iglesia, implo­rando con entrañables gemidos la divina misericordia, y fué tan grande la eficacia de sus lágrimas, que presto se apagó aquel grande incendio, y los fieles volvieron para continuar su penitencia a los oficios divinos. En esta ocasión ordenó el santo obispo tres días de rogativas públicas acompañadas de ayunos y oraciones, en los días que preceden a la fiesta de la Ascensión de nuestro Señor' Jesucristo, a los cuales concurrió toda la ciudad con grande compunción; lágrimas y gemidos, y desde entonces se vio libre de las ca­lamidades que la oprimían. Divulgada la fama de esta institución y su buen suceso, fué imitada en. las provincias vecinas y

se extendió muy presto por la Iglesia occidental, donde se ha venido siguiendo hasta nuestros días: de manera que aunque se­mejantes preces precedieron a la edad de san Mamerto desde tiempo indefinido, en cuanto a la determinación de la forma con que se hacen tienen por autor a este insigne y santo prelado. Ha­lló san Mamerto las preciosas reliquias de san Julián y san Fe-rreolo, ilustres mártires que pa­decieron en la sangrienta perse­cución de Dioclesiano y Maxi-miano; las cuales trasladó a un magnífico templo que había la­brado. Finalmente después de haber gobernado santamente su

iglesia algunos años, y edificádola con sus virtudes y milagros, murió en la paz del Señor, y su sagrado cadáver fué sepul­tado con gran veneración en la iglesia de los santos Apóstoles, extramuros de la ciudad de Viena, desde donde se trasla­daron después sus reliquias a la basílica Contantiniana de santa Cruz de Orleans. Allí permanecieron en grande veneración hasta el siglo XVI, en el que los hugo­notes, durante sus sacrilegas irrupciones del año 1562, entrando en Orleans, que­maron la cabeza y huesos del santo, que estaban en diferentes cajas y dispersaron sus cenizas.

Reflexión: ¿Qué son todas las calami­dades y males que nos afligen sino fru­tos del pecado? que no hizo Dios la muer­te, como dice el apóstol, sino que por el pecado entró la muerte en el mundo. Y aunque en la presente providencia se sirve nuestro Señor de estos mals, ya para cas­tigarnos, ya para darnos ocasión de mayo­res merecimientos, ya para darnos a en­tender que no hemos de buscar en este mundo nuestro paraíso, siempre ha sido costumbre muy cristiana la de implorar en los comunes males la divina clemencia con públicas rogativas. Procura asistir a ellas con grande piedad, que el Señor casi siem­pre suele oir las plegarias de todo un pue­blo contrito y humillado y suele darle lo mismo que pide.

Oración: Concédenos, oh Dios omnipo­tente, que en la venerable solemnidad del bienaventurado Mamerto, tu confesor y pontífice, se acreciente en nosotros el es­píritu de piedad y el deseo de nuestra sal* vación. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Santo Domingo de la Calzada. — 12 de mayo. (t 1070)

Santo Domingo de la Calzada fué italiano de nación, y habien­do dado su patrimonio a los po­bres, para ser menos conocido, vino a España, donde pretendió hacerse religioso de san Benito en el monasterio de san Millán. Entonces se juntó con san Gre­gorio, obispo de Ostia, que había venido a Navarra por legado del Papa a mitigar el azote de Dios, que hacía grande estrago en todo aquel reino, pues la langosta y pulgón comían y destruían los frutos de la t ierra; y con las ora­ciones, limosnas y penitencias que mandó hacer san Gregorio se enmendaron muchos de su mala vida, y cesando los pecados, cesó también el castigo de ellos. Muerto san Gregorio, se determinó santo Domingo de hacer asiento en el mismo lugar que ahora tiene su nombre; allí edificó una pequeña celda y una capilla que dedicó a nuestra Señora: luego desmontó la espesa sslva donde se guarecían muchos ladrones y sal­teadores que robaban a los peregrinos que iban en romería a Santiago de Galicia. Hi­zo además una calzada de piedra, que por ser obra tan insigne, tomó el santo de ella el nombre; y para hospedar a los pere­grinos, les edificó un hospital, donde le vi­sitó santo Domingo de Silos, que a la sa­zón vivía, y los dos santos se recibieron con mucha ternura y caridad, y el de Si­los alabó mucho las buenas obras que ha­cía el de la Calzada. Siete años antes de morir hizo labrar su sepulcro en una peña, y para que este lugar no estuviese ocioso, le llenaba de trigo para repartirlo a los pobres. Un día vino a visitarle una devota mujer que le preguntó la causa de haber cavado su sepultura tan lejos de la igle­sia. A lo que respondió el santo: «No ten­gáis cuidado de eso, señora; la divina Pro­videncia cuidará de que mi cuerpo repose en lugar sagrado, porque os hago saber que, o la iglesia seguirá mis pasos a este recinto o mi cadáver gozará de sus favo­res.» El suceso mostró que había hablado con espíritu profético, pues con el discur­so del tiempo vino el sepulcro del santo a estar dentro de la iglesia. Finalmente, ha­biendo pasado su larga vida con grande as­pereza y penitencia, murió en el Señor, el cual ilustró a su siervo con tantos mila­gros, que en aquel mismo sitio se le hizo

un hermoso templo, y después una ciudad que tomó su nombre y se llama Santo Do-mingo de la Calzada.

* Reflexión: Dignas de alabanza son las

obras de pública utilidad; pero tienen sin duda más especial mérito delante de Dios las que se ordenan al acrecentamiento de la religión y de la pieda'd, como las que hizo santo Domingo de la Calzada; porque el que en ellas emplea su trabajo y hacisn-da, coopera señaladamente a todas las buenas obras y piadosos ejercicios que con ocasión de ellas después se practican. ;Oh! ¡cuánta gloria del Señor se sigue de la fá­brica de un templo, de una casa de bene­ficencia o de otros edificios que levanta la caridad cristiana en honra de la religión y beneficio de los pobres! Si los hombres ricos y poderosos entendiesen los tesoros celestiales que pueden alcanzar con este empleo de sus terrenales riquezas, no ha­bría uno solo de ellos que en la hora de la muerte no dejase un legado pío para se­mejantes obras. ¿Cómo no ha de tener un palacio en el cielo, quien labra una casa de Dios en la tierra?

Oración: Clementísimo Dios, que te dig­naste adornar a tu biaventurado confesor Domingo con virtudes tan excelentes, con- . cédenos que por al intercesión de este jus­to, cuyo nacimiento para el cielo celebra­mos en este día, seamos libres de las ca­denas de nuestros pecados y merezcamos

t gozar de su compañía en los cielos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Juan Silenciario, obispo y confesor. — 13 de mayo. (t 558)

San Juan llamado Silenciario por el profundo recogimiento y silencio que

guardó por espacio de muchos años, na­ció en Nicópolis de Armenia, de nobilísi­mos padres. A los diez y ocho años de su edad vino a Colonia donde empleó su pa­trimonio en edificar una magnífica iglesia a nuestra Señora y en fundar un monas­terio, en el cual él mismo se encerró con otros diez compañeros, haciendo allí vida tan perfecta que en breve tiempo fué aquel monasterio un seminario de santos. Pero muerto el obispo de Colonia, sacaron de su retiro al joven abad que tenía a la sa­zón veintiocho años, y en fuerza de su celo se vio muy presto florecer la piedad en todo el obispado y aun en la misma corte del emperador, donde su hermano Pérgamo y su primo Teodoro fueron mo­delo de cortesanos ejemplares. Mas no pudiendo reducir a su cuñado Pasímico <jue era gobernador de la Armenia, y tur ­baba la paz de su iglesia con injusticias y violencias, después de llevar inútilmente sus quejas al emperador Zenón, y puesto orden en los negocios del obispado, lo renunció secretamente y se embarcó solo en un navio y fué a Jerusalén con propó­sito de pasar el resto de su vida descono­cido de los hombres. Recibióle san Sabas en su monasterio llamado la Laura; allí el obispo desconocido sirvió de peón a los albañiles, que fabricaban el hospicio para los peregrinos, llevándoles el yeso y las piedras. Al cabo de algunos años, admi­rando san Sabas cada día más la emi­nente virtud del religioso, le llevó con­sigo al patriarca de Jerusalén para con­ferir a aquel monje las órdenes sagradas

y el sacerdocio, lo cual dijo el patriarca que haría de buena ga­na. Entonces viéndose el siervo de Dios precisado a descubrirse, pidió audiencia secreta al pa­triarca, y después de obligarle al secreto, le declaró que era obis­po; de lo cual asombrado y edi­ficado el patriarca llamó a san Sabas y le dijo que no podía or­denar a aquel santo religioso y que le dejase en su humildad, sin permitir que nadie le inquie­tase. Así perseveró en su silencio todo el resto de su vida, no ha­blando palabra por espacio de muchos años, y entregándose a asombrosas penitencias y altísima contemplación así en el monas­

terio como en la soledad. Muerto san Sabas, se apareció a nuestro santo pa­ra consolarle en la cruel persecución que movieron contra él y contra sus mon­jes los que seguían los dogmas de Oríge­nes y Teodoro de Mopsuestia. Mucho tu­vieron que padecer aquellos santos ana­coretas; pero teniendo por cabeza y guía a nuestro santo, jamás pudieron ser infi­cionados por el veneno del error, y su­frieron con gran fortaleza las más duras persecuciones por defender los decretos de la Iglesia. Finalmente colmado de mé­ritos y virtudes, entregó su preciosa alma' al Señor a la edad de ciento y cuatro años.

Reflexión: ¿Por qué inspiró el Señor a san Juan Silenciario la guarda de tan maravilloso silencio, sino para que apren­damos con este ejemplo a mortificar los vicios de nuestra lengua? La cual es una espada de dos filos que no pocas veces hiere a la vez al prójimo y al maldicien­te: y la herida casi siempre es mortal o incurable. No murmures, pues, de tus hermanos, ni les maldigas jamás, ni seas fácil en creer y referir lo malo que te han dicho de ellos. No reniegues, ni ju­res, ni blasfemes, que ese es lenguaje de los demonios, y si quieres usar bien de la lengua, piensa antes de hablar, si es bueno o malo, útil o dañoso lo que vas a decir.

Oración: Oh Dios, omnipotente, rogá­rnoste nos concedas que la venerable so­lemnidad de tu confesor y pontífice Juan, acreciente en nosotros la devoción y e] deseo de nuestra eterna salud. Por Jesu­cristo, nuestro Señor. Amén.

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San Pacomio, abad y confesor. — 14 de mayo.

San Pacomio abad, padre y maestro de innumerables monjes y varón perfectísimo, nació de padres gentiles en la Tebaida. Siendo ya de veinte años se halló en la guerra que Constantino em­perador hizo a Majencio, tirano. Llegando una vez al puerto de Tebas Pacomio, con una legión de soldados hambrientos y fatiga­dos de los trabajos y peligros de la mar fueron acogidos por los cristianos de aquel puerto, los • cuales les visitaren y les traje­ron muchas cosas de comer re ­mediando con incomparable des­interés aquella grande necesidad que padecían. Admiróse Pacomio de lo que veía y preguntó que gente ,era aquella tan nueva para él: y como le respondiesen que eran cristianos, alzó Mas manos al cielo y dijo: «Señor Dios, que criaste el cielo y la tierra, yo te prometo servirte como cristiano.» Y desde aquel día comenzó el santo capitán a resistir a la sensualidad, y terminada su milicia se fué a la alta Tebaida donde moraban algunos siervos de Dios, por los cules fué enseñado y bautizado. Era dis­cípulo del santo anciano Palemón, cuan­do yendo a la isla de Taberma el Señor le ordenó que edificase allí un monaste­rio y le dio una tabla en que estaba es­crita la Regla que había de guardar. La vida de Pacomio fué períectísima y como de hombre a quien Dios había escogido para capitán y maestro de tantos monjes. No es fácil decir las gloriosas victorias que alcanzó de los enemigos infernales. Dióle el Señor dominio sobre las bestias feroces, y hasta los mismos cocodrilos del Nilo le servían, y cuando quería, pasar el Nilo, ellos le traspasaban de una parte a otra. Tres años probaba a sus discípulos y no permitía que ninguno aspirase al sacerdocio. Vino una hermana suya a vi­sitarle, y no la quiso ver, antes la envió a decir que estaba sano y que ella se vol­viese a su casa si ya no quería dar de mano al mundo y mover con su ejemplo a otras mujeres. Con estas palabras se compungió la hermana, y ofreció obede­cer al hermano, el cual le hizo hacer una casa apartada, que en breve fué monas­terio de perfectísimas monjas. Entrando una vez Pacomio a visitar un monasterio

*de los que estaban a su cargo, vio que algunos muchachos subían a una higuera grande para coger hijos sin licencia; y

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llegándose un poco más cerca, advirtió que un demonio estaba sentado en lo alto de la higuera. A la mañana siguiente se halló seca por la oración del santo. Le concedió el Señor el don de lenguas para tratar en todas las lenguas a los extran­jeros que venían a él. Fundó Paconio mu­chos monasterios donde vivían como án­geles unos siete mil monjes. Finalmente cargado de años y de merecimientos, el bienaventurado padre hizo juntar a sus religiosos y con un semblante amoroso les avisó que el Señor-le llamaba, exhor­tándoles a amarse ' entrañablemente en Cristo, y habiéndoles echado su bendi­ción, dio su espíritu al Señor a la edad de ciento y diez años.

Reflexión: Entre los monjes de aquel monasterio había uno llamado Silvano, el cual antes de tomar el hábito había sido comediante, y de vida (como los tales lo suelen ser) libre y disoluta; mas por las instrucciones del santo fué espejo de Vir­tud y tuvo don de lágrimas, y al cabo de ocho años santamente murió, y el santo vio su alma» subir a los cielos acom­pañada de muchos ángeles. Este caso has de admirar y con él te has de consolar, entendiendo por él cómo lo que no puede dar de sí la naturaleza ni la costumbre, que es segunda naturaleza, lo puede dar la gracia de Dios nuestro Señor a los hombres de buena voluntad.

Oración: Rogárnoste, Señor, que nos recomiende la intercesión del bienaven­turado Pacomio, abad, para lograr por su patrocinio lo que no podemos alcanzar por nuestros méritos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Isidro, labrador. — 15 de mayo. ( t 973)

El gloriosísimo patrón de la villa de Ma­drid y corte de los reyes de España, san Isidro labrador, fué hijo de Madrid, ca­sado con santa María de la Cabeza, y hom­bre del campo, que se sustentaba con el sudor de su rostro. Solía madrugar mucho para oir las misas que se decían en algunas iglesias de Madrid antes de comenzar las labores del campo en la casería de un ca­ballero de la misma villa, llamado Juan de Vargas; y como los labradores de las caserías vecinas le pusiesen mal con su amo, diciéndole que rio cuidaba de su ha­cienda, quiso un día aquel caballero ente­rarse por sí mismo de lo que pasaba, y viendo que se había puesto muy tarde a arar, fuese para él con intención de r e ­prenderle; mas acercándose a la heredad, vio como estaban arando a una parte y a otra de su criado dos pares de bueyes más, los cuales eran blancos como la nieve; con lo que entendió que los ángeles le ayuda­ban en su labranza. Otra vez sucedió que yendo unos hombres a buscar a san Isidro a la heredad, no le hallaran, sino sólo a los bueyes uncidos, que estaban por sí arando, sin regirlos nadie, y habían arado mucha tierra.

Cuando se dirigía el santo labrador a sembrar, repartía el trigo que llevaba a los pobres, echando también puñados de él a las avecillas del campo diciendo: To­mad avecillas de Dios, que cuando Dios amanece para todos amanece: y aunque en el camino iban los costales menguados con tanto repartimiento, en llegando a la heredad, los hallaba llenos de trigo. Acon­tecíale también, yendo al molino, repar­

tir gran cantidad de trigo a los pobres y a las aves, y moliendo después lo poco que había que­dado, salía tanta harina, que no cabía en el costal. Era tan cari­tativo que tenía costumbre todos los sábados de hacer una olla aparte para los pobres en honra de la Virgen santísima, y para dar un día de beber a su amo en la heredad, hirió con su aguijada

• una piedra, y al punto salió una fuente clara y milagrosa, la cual dura hasta hoy cerca de Madrid, en una ermita del santo. Resu­citó a una hija de aquel caballe­ro, cuando estaba ya preparada la cera y todo lo demás que era necesario para el entierro: y ha­

biéndose un día ahogado en el pozo un hijo del santo, se puso éste con su mu­jer en oración; y estando así, creció el agua del pozo hasta el brocal, pareciendo el hijo vivo sobre las aguas. Finalmente siendo ya san Isidro muy lleno de años y virtudes, y habiendo recibido devotísi-mamente los sacramentos, entregó su hu ­milde espíritu al Criador, y cuarenta años después fué hallado su bendito cuerpo sin corrupción alguna, y trasladado con grande pompa a la iglesia de san Andrés, tocando todas las campanas de aquel

templo por sí mismas, y sanando milagro­samente muchos enfermos. Muchas veces ha remediado el Señor faltas muy gran­des de agua por intercesión de este santo.

Reflexión: Es de admirar la sabiduría de Dios que ha hecho a un santo labra­dor patrón de la corte de los reyes de España, para que los príncipes y grandes venerasen a un pobre quintero e implo­rasen su favor y ayuda. ¡Oh! ¡cuántos monarcas se han postrado al pie del se­pulcro de san Isidro, confesando la ven­taja que hace la virtud a todas las gran­dezas humanas! De ella dice el Sabio, «que vale más que los tronos y cetros reales y que todas las riquezas del mun­do: porque todo el oro es en su compa­ración un poco de arena, y la plata es como Iodo delante de ella.» (Sapient. VII)

Oración: Rogárnoste, oh Dios miseri­cordioso, que por la intercesión de tu bienaventurado confesor Isidro, nos con­cedas tu gracia para no sentir vanamente de nosotros mismos, y servirte con aque-^ lia humildad que te agrada. Por Jesu­cristo, nuestro Señor. Amén.

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San Juan Nepomuceno, sacerdote y mártir. — 16 de mayo.

San Juan Nepomuceno tomó segundo nombre de Nepomuk, lugar de Bohemia, donde nació. Hechos sus estudios en la uni­versidad de Praga, y conserván­dose puro e inocente, mereció ser promovido al sacerdocio. Pre -dicaba la palabra de Dios sin va­nos adornos de elocuencia hu­mana, "pero con tal gracia del cielo, que corrían a oirle innu­merables gentes y hasta el mis­mo rey Venceslao era uno de sus oyentes continuos. Habiéndole nombrado el monarca para uno de los principales obispados de Bohemia, nunca quiso admitir ninguno; mas no pudo eximirse del cargo de confesor de la reina, y este cargo le ocasionó muchos trabajos y el martirio. Porque siguiendo Vences­lao sus depravadas inclinaciones, llegó al frenesí de dejar poseer su corazón de la pasión de celos contra su esposa; y con lisonjas, promesas y amenazas deseaba saber los secretos de su corazón que ha­bía oído su confesor en el sacramento de la penitencia. Horrorizóse el santo al oír demanda tan sacrilega, y con una liber • tad y espíritu apostólico, reprendió el ex­ceso al engañado príncipe; el cual no sa­biendo qué replicar, disimuló por enton­ces el resentimiento. Mas habiendo lla­mado al santo confesor, le entregó a 1-gunos soldados de su guardia para que en las interiores piezas de palacio le ator­mentasen y apaleasen cruelmente. No es­taba bien curado de sus heridas, cuando el bárbaro rey volvió a intimarle la mis­ma demanda, y como el santo respon­diese que antes sacrificaría mil vidas que hablar una palabra en materia de confe­sión, enfurecido Venceslao mandó que atado de pies y manos el santo confesor fuese echado al río Moldava, como en efecto fué ejecutado con todo secreto en la oscuridad de la noche. Pero el Señor hizo patente a todos la gloria de su sier­vo: porque muchas noches se vieron an­torchas encendidas en cierto lugar del río, y allí hallaron el cadáver del santo mártir, el cual los canónigos de la cate­dral sepultaron con la mayor pompa en su iglesia, rio temiendo la ira del mal aconsejado príncipe. El Señor se dignó ilustrar a su invencible mártir con mu-

j chos milagros: y uno de ellos, muy ex­traordinario y notorio en toda la cristian­dad, fué la incorrupción de su lengua,

pues habiendo estado sepultado debajo de la tierra el cadáver del santo por es­pacio de trescientos años, cuando se re ­conoció jurídicamente, fué hallada la len­gua incorrupta y como si fuera viva; y presentada seis años más tarde a los jue­ces delegados de la Silla apostólica, de repente con un nuevo prodigio se entu­meció y mudó el color que tenía algo os­curo, en un color rojo y natural.

Reflexión: ¿Quién no vé que este gran­dísimo milagro hizo Dios para glorificar aquella santa lengua fidelísima en guar­dar el sigilo sacramental? ¿Y quién no echa de ver también que este mismo pro­digio soberano. es uno de los argumen­tos divinos que autorizan el sacramento de la confesión? Divino es este sacra­mento, e instituido por Jesucristo Señor nuestro por aquellas palabras del Evan­gelio con las cuales dio a sus discípulos la facultad de perdonar los pecados a los penitentes sinceros, y de retenerlos a los indispuestos. Quiere, pues, que el pecador se humille para ser perdonado; y aunque este sacramento sea el blanco de las iras de los incrédulos y malos cristianos, Dios ha mandado a los hombres la humilde confesión de sus culpas, y no hay más remedio: o confesión o condenación.

Oración: Oh Dios, que por el invenci­ble silencio sacramental del bienaventu­rado Juan Nepomuceno adornaste tu igle­sia con una nueva corona del martirio; concédenos, por su intercesión y ejemplo, que moderemos nuestra lengua y sufra­mos todos los males de este mundo antes

,, que el detrimento de nuestras almas. Por •J Jesucristo, nuestro Señor. Amé».

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Page 144: De Paula, Francisco - Flos Sanctorum

San Pascual Bailón. -(t 1592)

17 de mayo.

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Nació san Pascual Bailón en Torreher-mosa, villa del reino de Aragón. Sus pa­dres, que eran labradores, le dedicaron al oficio de pastor, y guardando las ove­jas aprendió a leer y escribir. Llevaba en el zurrón varios libros de piedad y el oficio de la Virgen, que rezaba todos los días con singular devoción.-Andaba des­calzo por los lugares escabrosos y llenos de espinas, y vivía con la pureza e ino­cencia de un ángel. Habiéndole propues­to su amo Martín García la intención que llevaba de adoptarle por hijo y hacerle dueño de muchas posesiones, respondióle el santo mozo que agradecía su buena voluntad, pero que su ánimo era imitar la pobreza de Jesucristo, haciéndose re ­ligioso. Veinte años tenía cuando pasó al reino de Valencia y se presentó a un con­vento de religiosos descalzos de san Fran­cisco, llamado de nuestra Señora de Lo-reto; querían admitirle por fraile de coro, mas él no lo consintió; y aunque lo pu­sieron los guardianes en la portería, él no dejaba por eso de cultivar la tierra y servir en la cocina. Traía a raíz de ias carnes una gruesa cadena de hierro, y rallos de hoja de lata; casi nunca cenaba, y en mucho tiempo no comió más que solo pan. Dormía en el suelo sobre una es­tera, y su sueño no pasaba de tres horas. Cuando oraba delante del santísimo Sa­cramento no parecía hombre, sino sera­fín glorioso y abrasado en las llamas del amor divino, desfalleciendo de amor en los éxtasis y arrebatos de su alma. Escri­bió un pequeño tratado de la oración donde se halla lo más sublime de la con­templación, lo más insp.'rado de los sal­

mos y lo más divino de la santi­dad. Multiplicó el pan para so­correr a los pobres, sanó innume­rables enfermos y tuvo el don de profecía y el de penetrar los secretos del corazón. Hallándose en el convento de Villa-real p re ­dijo el día de su muerte y rogó a uno de sus hermanos religiosos que le lavase los pies para reci­bir la Extrema-Unción. Y en efecto, a los pocos días enfermó gravemente, y habiendo recibido los santos sacramentos con gran devoción y reverencia, pidió que le pusiesen en el suelo y allí es­piró invocando el dulce nombre de Jesús. Quedó su cuerpo her­moso y flexible, y en los tres

días que estuvo expuesto, todos los en­fermos que le tocaron recibieron la sa­lud; era tan grande la muchedumbre que acudía a venerarle, que fué menester el auxilio de la autoridad civil y de la fuer­za armada para poderlo enterrar. Pusié­ronle en una caja llena de cal viva; pero a los diez y nueve años lo hallaron en­tero e incorrupto, continuando el Señor en obrar por este santo numerosos prodi­gios en favor de sus fieles devotos.

Reflexión: Suelen representar la ima­gen del. seráfico san Pascual, hincada de rodillas *y extática delante de la Sagrada Custodia, porque era singular y ardentí­sima la devoción que profesaba a nues­tro Señor sacramentado. En el sagrario está Jesús para que le visitemos y nos regalemos con su presencia adorable, allí nos está esperando con los brazos abier­tos y con el pecho abasado de amor. No le seamos ingratos y desconocidos, que no es buen amigo de Jesús quien no le visita en el santísimo Sacramento del al­tar ; y pues los que se aman suelen v i s i ­tarse con frecuencia, vayamos a postrar­nos cada día ante el sagrado Tabernáculo, donde tenemos nuestro hermano, nuestro amigo y nuestro amorosísimo Redentor Jesús.

Oración: Oh Dios, que adornaste a tu bienaventurado confesor Pascual con un amor maravilloso a los sagrados miste­rios de tu Cuerpo y Sangre, concédenos, misericordioso Señor, que merezcamos percibir aquella dulzura que sentía él en este divino convite del espíritu. Por J e ­sucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Venancio, mártir. — 18 de mayo. . (Siglo III)

Siendo Decio emperador y A n -tíoco presidente de la ciudad de Camerino en el ducado de Espo-leto, fué acusado porque era cris­tiano, Venancio, mancebo de quince años y natural de la mis­ma ciudad. En sabiéndolo el san­to joven, se presentó al presiden­te en la puerta de la ciudad con­fesando que adoraba a Jesucris­to verdadero Dios y hombre, y no . a los dioses falsos de los gentiles, que ni ven, ni oyen, ni pueden ayudar a los que les adoran y sirven. Mandóle prender el pre­sidente, y habiéndole como pa­dre, aconsejóle que mirase por sí; mas como nada bastase para rendirle, le mandó azotar cruel­mente y después cargarle de cadenas. Pero envió Dios un ángel que le desatase de ellas, y el impío juez embravecido, ordenó que le abrasasen con lámparas encendidas, y que colgándole cabeza abajo, pusiesen debajo mucho humo. Segunda vez salió ileso del suplicio y fué visto andar entre el humo con una vestidura blanca. Ence­rrado de nuevo en la cárcel, envióle el juez un hombre engañoso y astuto llamado A.talo, el cual le dijo que él también ha­bía sido primero cristiano, y después ha­bía abandonado la fe por entender que era locura. Conoció el santo los» embus­tes de este ministro de Satanás, y res­pondióle como sus razones merecían; por lo cual mandó Antíoco quebrarle los dientes y quijadas y arrojarle a un mu­ladar. Sacóle de allí el ángel y fué pre ­sentado a un juez de la ciudad, el cual cayó repentinamente muerto, diciendo: «verdadero es el Dios de Venancio que destruye nuestros dioses.» Entonces el prefecto condenó a Venancio a los leones hambrientos, y éstos se echaron a los pies del mártir y se los lamían; arrastraron después al santo mancebo por lugares llenos de cardos y espinas y le despeña­ron de una roca; y viendo que de todos los suplicios salía victorioso, y que con sus milagros muchos gentiles se conver­tían, mandó el tirano que le cortasen la cabeza. Luego que se ejecutó la senten­cia, se levantó tan grande tempestad de truenos y rayos, que el prefecto huyó te ­meroso del castigo; mas pocos días des­pués murió infelicísimamente. Los cris­tianos recogieron el venerable cadáver de san Venancio y lo sepultaron en un lugar decente, con los sagrados cuerpos

de otros mártires, y hoy se guardan con gran veneración en una iglesia dedicada a san Venancio en Camerino, de donde el santo es ciudadano y patrón. No debe •confundirse este santo con otro del mis­mo nombre, obispo y mártir, de que habla el Martirologio el día primero de abril.

Reflexión: A los muchos portentos de soberana fortaleza que resplandecen en el martirio de san Venancio, se ha de añadir uno de inestimable caridad; por­que viendo el santo , que sus verdugos padecían mucha sed y que no había cer­ca agua, hizo la señal de la cruz en una piedra y de ella manó una fuente de agua dulce y clara, por cuyo milagro se con­virtieron muchos a la fe. Y aquí verás de nuevo los cimientos sobre los cua­les se estableció nuestra divina religión, que fueron sangre de mártires y prodi­gios: los prodigios para atestiguar que era de Dios, la sangre para que nadie sospechase que los testigos engañaban. Y son tantos y tan esclarecidos estos ar­gumentos de nuestra santísima fe, que nos vemos forzados a exclamar con Hugo de san Víctor, el cual decía a Dios: «Se­ñor, si somos engañados, vos nos enga­ñasteis; porque habéis dado tantas prue­bas de esta verdad, que no pudimos de­jar de creer que Vos erais el autor y maestro de ella».

Oración: Oh Dios, que consagraste este día con el triunfo de tu bienaventura­do mártir san Venancio, oye las preces de tu pueblo y concédenos gracia para imitar su constancia los que veneramos sus merecimientos. Por Jesucristo, nues­tro Señor. Amén.

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San Ivon, presbítero y abogado de los pobres. — 19 de mayo. ( t 1303)

do , de alzar el cáliz. Queriendo pasar el santo por el puente de un río caudaloso, había creci­do el río de manera que había sobrepujado el puente, y él ha­ciendo la señal de la cruz so­bre las aguas, se partieron y le dejaron el paso libre, y después de haber pasado volvieron a cu-. brir el puente. Muchos otros milagros hizo el Señor para de­clararnos la santidad de su sier­vo; el cual hallándose ya lleno de méritos y extenuado por sus muchos ayunos y penitencias,,

tendido en su cama ordinaria, que era la tierra, y abrazado con la santa cruz, dio su bendita a l ­ma al Señor. Su sagrado cuer­

po fué sepultado honoríficamente en la iglesia Trecosense, donde acuden de di­versas partes muchos peregrinos por los innumerables milagros que allí obra el Señor.

Reflexión: Mereció san Ivon el nom­bre de abogado de los pobres, porque en su vida de ninguna cosa se pareció más que de ser el refugio y amparo de los pobres, padre de huérfanos, defensor de las viudas y remedio de todos los nece­sitados. Imita, pues, esta caridad tan ne­cesaria -y agradable al Señor, acordán­dote de que el día del juicio, el soberano Juez ha de pedirnos muy estrecha cuen­ta de las obras de misericordia que tan­to nos encomendó en su santo Evange­lio: «Venid, nos dirá, benditos de mi Pa­dre, a poseer el Reino que os tengo pre­parado desde el principio del mundo; porque tuve hambre y me disteis de co­mer, tuve sed y me disteis de beber, es­tuve enfermo y me visitasteis»; y así de estas y de las demás obras de mise­ricordia quiere Dios que hagamos más cuenta que de otros ejercicios de virtud y de piedad, y que sean como el sello y nota distintiva de los verdaderos cris­tianos que tienen el espíritu de Jesucris­to.

Oración: Atiende, Señor, a nuestras súplicas que hacemos en la solemnidad del bienaventurado Ivon tu confesor, pa­ra que los que no tenemos confianza en nuestras virtudes, seamos ayudados por los ruegos de aquel que fué de tu agra­do. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

Fué san Ivon natural de una aldea lla­mada comúnmente San Martín, en la Bretaña menor. Haciendo sus estudios en París y en Orleans, no bebía vino y daba de mano a todos los entretenimien­tos sensuales, conservando así las fuer­zas de su espíritu con la entera pureza de su cuerpo y alma. Ejercitó luego el oficio de juez eclesiástico y vicario gene­ral del obispo Trecorense y retiróse des­pués a una iglesia parroquial para entre­garse de veras al Señor. Acontecióle una vez estar siete días en oración, tan em­bebecido y absorto en Dios, que ni tuvo hambre, ni comió bocado; y acabada su oración salió tan bueno y con tantas fuer­zas como si hubiera comido regalada­mente. Era excelente predicador e iba a pie por diversos pueblos para sembrar la palabra divina; pero sobre todas las vir­tudes se esmeró en la misericordia con los pobres. Recibíales con gran caridad, lavábales los pies, proveíalos de todo lo que habían manester, y tenía casa se­ñalada para esto: nueve años tuvo en su casa a un pobre hombre casado con cua­tro hijos, sustentándolos y remediándo­los con extremada caridad. En una gran carestía, no teniendo más que un pan en casa para comer él y dar a los pobres que en gran número habían concurrido, el Señor le multiplicó de manera que tuvo que comer y repartir a todos los que ha­bían venido. Otros muchos milagros obró el Señor para ' proveerle y recompensar su caridad. Diciendo misa un dja, al tiempo de alzar la hostia se vio un globo de fuego de maravillosa claridad que le rodeaba, el cual desapareció en acaban-

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San Bernardino de Sena, confesor. — 20 de mayo. (t 1444)

El glorioso confesor y subli­me predicador y fraile humilde de San Francisco, san Bernar­dino de Seña, nació en la ciu­dad de Sena en Toscana, de muy noble y cristiana familia. Por la muerte de sus padres quedó en­comendado el niño a una tía su­ya, la cual le crió con mucho cuidado. Era muy amigo de com­poner altares y de remedar a los predicadores que oía, y para es­to se subía a algún lugar alto, estando sentados los otros mu­chachos, lo cual era como un in­dicio de lo que después había de ser. Cuando cursaba en las au­las, los otros mozos que le co­nocían se recataban de hablar en su presencia de cosas torpes y libres, y si estando él ausente las hablaban en­tre sí, en viéndole venir, luego decían: «¡Hola! Bernardino viene, dejemos estas pláticas.» Siendo de edad de veinte años, hubo una grande pestilencia en toda Ita­lia, y extendiéndose por la ciudad de Se­na, hacía tan grande estrago en el hos­pital, que habiendo muerto los ministros que servían a les enfermos, no había quien se atreviese a entrar en él. Viendo esto Bernardino, persuadió a algunos jó­venes, bien inclinados y amigos suyos, a encargarse de aquella empresa tan glo­riosa, y fué al hospital con sus compañe­ros, y por espacio de tres meses sirvieron a los apestados, hasta que cesó aquella calamidad. Llamado después por una voz del cielo a la religión de san Francisco, Vendió su hacienda y la dio toda a los pobres. Habiendo hecho su profesión, dio principio a sus correrías apostólicas, pre­dicando en Sena, Florencia y otras partes de Toscana, pasando de allí a Lombardía y siendo en toda Italia una trompeta del cielo. A la hora en que predicaba, se cerraban las tiendas, y cesaban los t r i ­bunales y audiencias, y en las universi­dades las lecciones. Nadie podía resistir a la virtud de su santa palabra. Convir­tiéronse innumerables y grandes pecado-des: los jugadores le llevaban sus table­ros, naipes y dados; las mujeres munda­nas sus cabellos, afeites y vestidos; y él en una hoguera lo mandaba todo abrasar. Edificó y pobló más de doscientos monas­terios, renunció a tres obispados que los

Jpapas le ofrecieron; y habiéndole una vez el santo pontífice puesto por su mano en

la cabeza la mitra episcopal, él se la qui­tó, y con lágrimas y razones logró que­darse en su humilde estado. Sesenta y tres años llevaba de grandes méritos y virtudes, cuando le apareció san Pedro Celestino, que le avisó de su cercana muerte; y la vigilia de la Ascensión, ten­dido humildemente en el suelo como su padre san Francisco, murió alegremente y con la risa en los labios.

Reflexión: Este apostólico y santísimo varón tenía tan impreso en el alma el dulce nombre de Jesús, que jamás se le caía de la boca. Con este nombre sazo­naba todos sus sermones y todas sus plá­ticas familiares y buenas obras: y l le­vaba pendiente del cordón una tablita en que estaba escrito aquel nombre en le­tras de oro, y la mostraba al pueblo y a los pe^dores para animarles y llenarles de santa confianza. Sea también el dul­císimo nombre de Jesús nuestro tenim. consuelo y esperanza en la vida y en la muerte. Frágiles somos y miserables pe­cadores; no podemos confiar en nuestros méritos; pero .podemos y debemos con­fiar en los merecimientos de Jesucristo, el cual se entregó a la muerte, como di­ce el apóstol, para satisfacer por nuestros pecados y por todos los pecados del mundo.

Oración: Señor Jesús, que concediste a tu bienaventurado confesor Bernardino un amor tan grande a tu santo nombre; por sus méritos e intercesión te suplica­mos que infundas en nuestros corazones el espíritu de tu divino amor. Que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.

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San Hospicio Recluso, confesor. — 21 de mayo. 581)

Vestido de áspero cilicio, rodeado de cadenas de hierro, y atado a una de ellas, dentro de una torre, comiendo solo un poco de pan con unos dátiles y algunas raíces de yerbas y bebiendo solo agua, vivía en la ciudad de Niza un varón san­tísimo llamado Hospicio o Sospis. Junto a esta torre había un monasterio cuyos monjes dirigía el siervo de Dios Agradó tanto al Señor su gran penitencia y vida encerrada, que hizo por él grandes ma­ravillas. Tuvo espíritu de profecía con que muchos años antes que viniesen los fieros Longobardos a Francia, lo anunció; y así aconsejó a los monjes que se fuesen a vivir a otro lugar; y a los vecinos de Niza que se ausentasen, porque los bár­baros destruirían su ciudad y otras seis poblaciones. Todo fué así como el santo Hospicio lo profetizó. Llegaron también los Longobardos a la torre del santo, y quitando tejas y rompiendo el techo en­traron, y como vieron a aquel hombre rodeado de cadenas, dijeron: «Este es, sin duda, algún insigne malhechor»; y por un intérprete le preguntaron; que «¿por qué estaba de aquela manera preso?» El santo respondió, «porque soy el hom­bre peor del mundo»: y diciendo y ha­ciendo, uno de los bárbaros sacó la es­pada para cortarle la cabeza; pero al ir a descargar el golpe, se le quedó seco el brazo y cayó la espada en tierra. Enton­ces el soldado se echó a los pies del san­to, confesando su culpa; y el santo le echó la bendición sobre el brazo y le sa­nó; con que reducido el bárbaro, se con­virtió y se hizo monje. Así predicándoles a Jesucristo desde sus cadenas redujo a

muchos de aquellos bárbaros. Cu­raba toda suerte de enfermeda­des, sanaba mudos, ciegos y tu­llidos, y lanzaba los demonios con poderosa virtud. Pasada la furia de los Longobardos, los monjes volvieron a su monasterio, y cuando el glorioso Hospicio co­noció que se acercaba su muerte, de que tuvo divina revelación,, llamó al prior y le dijo: «Trae las herramientas necesarias y rompe esta pared, y di al obispo que venga a sepultar .ni cuerpo, porque mi hora es llegada, pues dentro de tres días dejaré este mundo y me iré a gozar del eter­no descanso.» Luego avisaron al obispo de Niza, rompieron las pa­

redes, entraron dentro y halaron al santr» lleno de gusanos y le desataron de sus cadenas. «Ciertamente, les dijo, ya soy desatado de las prisiones del cuerpo y me voy a reinar con Cristo.» Pasados tres días se postró en oración y después de , orar un grande espacio con mucha abun­dancia de lágrimas, se puso sobre un es­caño, y tendiendo los pies y alzando las manos al cielo, entregó su espíritu al Se­ñor. Luego que hubo muerto, desapare­cieron los gusanos que roían sus carnes y quedó el cadáver hermoso y resplan­deciente: por lo cual el obispo lo hizo sepultar con grande pompa y solemnidad.

Reflexión: Hemos visto en el glorioso san Hospicio otro santo Job: pues co­miendo sus carnes los gusanos, estaba tan alegre y contento, cual pudiera estar otro cualquiera gozando de los regalos y deli­cias del mundo. «Oh padre, le dijo uno de los que entraron a verle cuando estaba para morir: ¿Y cómo es posible que pue­das sufrir estos gusanos?» A lo que res­pondió el santo: «Porque me conforta aquel Señor por quien yo padezco.» ¡Oh si nosotros pusiésemos también en el Se­ñor nuestro amor y confianza! ¡Qué li­geros y suaves nos parecieran los traba­jos y dolores que para nuestro bien el Señor nos envía!

Oración: Te rogamos, Señor, que nos recomiende la intercesión del bienaven­turado Hospicio penitente, para que al­cancemos por su patrocinio lo que no po­demos conseguir por nuestros mereci­mientos. Por Jesucristo, nuestro Señor." Amén.

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Santa Julia, virgen y mártir. — 22 de mayo. (t 450)

Habiendo entrado en Cartago Genserico, rey de los Vándalos y queriendo poner allí su corte, hizo esclavos a los ciudadanos principales a muchos quitó la vida, y a las mujeres y donce­llas nobles vendió a los merca­deres. Entre estas ilustres escla­vas, una fué la virgen santa J u ­lia, que fué vendida a un merca­der gentil, llamado Eusebio, el cual l a llevó consigo a Siria, y cobró tal aprecio de ella, que so­lía decii que la estimaba sotare todos sus bienes. Abatíase Julia a los humildes oficios de esclava por amor de Jesucristo, y el tiempo que le quedaba libre, gastaba en oración y en la lectu­ra de libros piadosos que había salvado del saqueo de su casa. Aunque era ex­traña su hermosura, se hacía respetar por su virtud y singular modestia, de los mismos paganos. Pasó después su amo a la Provenza para hacer un negocio y l le­vóse a su esclava Julia, y en arribando a la :'sla de Córcega al tiempo que los idólatras de la isla celebraban una gran fiesta, entró en el templo y sacrificó un toro al demonio. Terminadas las supers­ticiosas ceremonias, el gobernador de la isla, habiendo sabido por relación de sus criados que Eusebio había dejado a bor­do de la nave con parte del equipaje y gente de la tripulación a una esclava su­ya hermosa en extremo, le convidó a un magnífico banquete, en el cual le embria­gó, y entonces hizo llamar la esclava Julia con el fin de tomarla para sí. Cuan­do la tuvo delante Ja dijo con artificiosa ternura: «No temas, hija mía, que se pretenda hacert algún insulto: estoy muy informado de tu virtud, y no me­recen tus prendas que gimas por más tiempo en el indigno estado de esclava. Quiero tomar a mi cuenta tu fortuna, y no pido de ti otra ^osa sino que vengas al templo a cumplir con tus devociones y hacer sacrificio a nuestros dioses. Yo pagaré a tu amo. tu rescate; y si quieres quedarte en nuestra isla no te faltará un esposo digno de tu persona.» Respondió Julia con mucha modestia y compostu­ra, pero con igual resolución, que ella se consideraba verdaderamente libre, mien­tras tuviese la dicha de ser sierva de J e ­sucristo; que estaba contenta con su con­dición, y que no pretendía alcanzar otros bienes que los del cielo. Irritado el im­

pío gobernador la hizo abofetear y colgar de los cabellos y azotar cruelmente, y porque perseveró constante en confesar que adoraba a Jesucristo crucificado, hi­zo que a toda prisa la colgasen en una horca de madera hecha a manera de cruz, donde la sagrada virgen expiró perdo­nando generosamente a sus enemigos. Sus sagradas reliquias son muy venera­das en el monasterio de monjas que fun­dó en Brescia Didier rey de Lombardía, del cual era abadesa su hija Angelberga.

Reflexión: A los ojos del mundo no puede imaginarse mayor desventura que la esclavitud y martirio de la purísima y nobilísima virgen santa Julia, pero a los ojos de Dios y de sus ángeles fué la may"or gloria y la mayor grandeza; y este es el verdadero juicio que hemos de ha­cer de los varios sucesos con que el Señor quiso probarla y hacerla merecedora de la gloriosísima corona de los mártires. ¿Qué son la hacienda, la honra y la vida temporal, si se comparan con la inefable felicidad que está gozando santa Julia en los cielos hace ya quince siglos, y de la cual gozará eternamente? Pongamos pues nuestra suerte en las manos del Se­ñor y pidámosle una sola cosa, a saber: que por tempestades o bonanzas, por bue­nos o malos sucesos, no nos deje nunca de sus manos y a todo trance nos lleve al puerto deseado de la gloria.

Oración: Rogárnoste, Señor, que nos a l ­cance el perdón de nuestras culpas la bienaventurada virgen y mártir santa J u ­lia, la cual siempre fué de tu agrado por el mérito de su castidad y por la pro­fesión de su virtud. Por Jesucristo, nues­tro Señor. Amén.

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La aparición de Santiago, apóstol. — 23 de mayo. (844)

amanecer, dada la señal del com­bate, bajaron las huestes españo­las del monte, y como bravos leo­nes se arrojaron sobre'los bárba­ros, invocando el nombre de San­tiago. Asombráronse los sarrace­nos al ver el ímpetu y.valor con que los acometían unos enemigos a quienes contaban por vencidos, y creció más su confusión con los favores que nos vinieron del cie­lo. Porque Santiago, cumpliendo la palabra que había dado al rey, se dejó ver en el aire, cercado de una luz resplandeciente, que a los cristianos infundía grande con­fianza y fortaleza, y a los moros terror y espanto. Venía el santo apóstol montado en un blanco

corcel; y en la una mano traía un estan­darte blanco en medio del cual campea­ba una cruz roja, y con la otra mano blandía una espada fulminante que pa­recía un rayo. Capitaneando así nuestra gente se alcanzó la más ilustre victoria. Unos setenta mil sarracenos cayeron muertos en el campo, quedando humilla­da desde aquel día la soberbia de los moros, y España libre del ignominioso tributo.

Reflexión: Desde este tiempo comenza­ron los soldados españoles a invocar en las guerras al glorioso apóstol como a su valeroso y singular defensor; lo cual hacen en todas las batallas, y la señal para acometer y cerrar con el enemigo, hecha oración y la señal de la cruz, es invocar al santo y decir: «¡Santiago, cie­rra España!» Y por este singular patroci­nio del santo apóstol han tenido felicí­simos sucesos y acabado cosas tan extra­ñas y heroicas que humanamente no pa­rece que se podían hacer. Invoquemos también nosotros al santo porque nos de­fienda de nuestros enemigos visibles e in­visibles y especialmente de los demonios y hombres diabólicos que causan la per­dición temporal y eterna de los hombres.

Oración: Oh Dios, que misericordiosa­mente encomendaste la nación española a la protección del bienaventurado San­tiago apóstol, y por su medio la libraste milagrosamente de su inminente ruina, concédenos, te rogamos, que defendida' por el mismo gocemos de eterna paz. Por Jesucristo, nuestro Señor Amén.

Entre los innumerables y señalados be­neficios que ha recibido España de su bienaventurado apóstol y defensor San­tiago, es digno de eterna recordación y agradecimiento el que alcanzó en Clavi-jo. Porque dominando aún en España los sarracenos y oprimiendo a los pueblos cristianos con graves y deshonrosos t r i ­butos, el rey Ramiro, que había subido a l trono de León, rechazó sus injuriosas demandas y procuró con toda sus fuerzas enflaquecer el poder de los moros, y l i­brar a nuestra patria de aquella tan dura servidumbre. Hizo pues un llamamiento general a las armas, y juntando un po­deroso ejército se entró en las tierras de los enemigos. Abderramán lleno de cora­je, llamó en su auxilio hasta las tropas africanas, para salir a su vez al encuentro de los cristianos. Encontráronse los ejér­citos cerca de Avelda y en aquella comar­ca se dio la batalla de poder a poder, y pelearon con dudoso suceso, hasta que ce­rrando la noche, mandó don Ramiro re ­t i rar sus tropas cansadas y destrozadas al vecino collado llamado Clavijo, donde se fortificó lo mejor que pudo e hizo curar a los heridos. El rey, oprimido de triste­za y de cuidado, se quedó adormecido, y entre sueños le apareció un varón celes­tial de gran majestad y grandeza, y pre­guntándole el rey quién era: «soy, res­pondió, Santiago apóstol, a quien ha con­fiado Dios la protección de España. ¡Buen ánimo! mañana te ayudaré y alcanzarás ilustre victoria de tus enemigos.» Des­pertó el rey con esta visión y dio cuen­tas de ella a los obispos que seguían su campo y a los capitanes del ejército; y al

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En tiempo de los emperadores Diocleciano y Maximiano vivían en la ciudad de Nimes en Fran­cia dos hermanos de claro linaje, de los cuales el p~.ayor, llamado Donaciano se aventajaba en la fe y virtudes cristianas, al menor, llamado Rogaciano, que todavía era gentil. Mas al fin le persua­dió que se bautizase; y aunque Rogaciano vino en ello, no pudo, porque por este tiempo llega­ron a Nimes crueles edictos con­tra los fieles, y el sacerdote que había de bautizarlo huyó de te­mor como otros muchos cristia­nos. A pocos días, un ciudadano de Nimes se fué al juez y acusó o los dos hermanos. Sintiólo mu­cho porque eran ricos y nobles, y así les hizo llamar y les rogó que no menos­preciasen la veneración de Júpiter y Apo­lo por la doctrina nueva de Jesucristo, porque esto era enloquecer y poner en riesgo la vida. Respondieron los dos her­manos, que no podían creer en los dio­ses y que debían y querían creer en J e ­sucristo, y se tendrían por dichosos de­rramando por El su sangre. Encerráron­les, pues, en una cárcel oscura donde los dos hermanos pasaron la noche en ora­ción, suplicando Rogaciano al Señor que la muerte le fuese el don del bautismo. Entrado el día, mandó el presidente que los sacasen delante de todo el pueblo car­gados de cadenas como estaban, y díjo-les: «Con indignación os quiero hablar, porque o por ignorancia dejáis la religión y veneración de los dioses, o lo que es peor por sacrilega obstinación los menos­preciáis.» A esto respondieron los glorio­sos mártires: «Tu ciencia es peor que to­da ignorancia, y tu religión supersticiosa es tan vana como esos dioses de metal que adoras. Ya nosotros estamos dispues­tos a padecer por el nombre de Cristo los mayores tormentos que pudieres in­ventar, pues ningún daño recibirá con ellos nuestra vida vueltos a Aquel de donde tuvo principio.» El presidente, oída esta respuesta, se enfureció más y los mandó poner en un potro, y que les rom­piesen las carnes, para que si ya con el terrible dolor y tormento no les pudiese mudar los ánimos, a lo menos con despe­dazar y deshacer sus cuerpos quedase vengado. Esta crueldad se ejecutó con to­

do rigor quedando los invictos mártires despedazados; pero siempre estuvieron constantes y firmes en la confesión de la fe y nombre de nuestro Señor Jesucris­to; por lo cual los verdugos, por man­dato del presiente, con dos lanzas lea traspasaron las cervices y al fin les cor­taron las cabezas. De esta manera estos felices hermanos y mártires gloriosos fue­ron a reinar con Cristo, siendo el uno ai otro causa de su salud eterna.

* Reflexión: Esta fué buena compañía y

santa hermandad; y por esta causa triun­fan ahora eternamente los dos santos hermanos en la compañía de Dios y en el gloriosísimo coro de los mártires. Si tie­nes pues algún hermano, deudo o amigo a quien mucho aprecias, y les ves andar por malos caminos, no le dejes perecer. No se trata de exhortarle al martirio, y persuadir que se ha de dejar quemar y desollar vivo; se trata de decirle que pro­cure vivir nada más que como buen cris­tiano, porque es gran desventura que un hermano se salve y otro se condene, y que los verdaderos amigos se hayan de sepa­rar para siempre, gozando uno en el cie­lo, y padeciendo el otro en el infierno.

Oración: Oh Dios, que nos concedes tu gracia para venerar el nacimiento a la verdadera fe de los santos hermanos már­tires Donaciano y Rogaciano, danos tam­bién la gracia de gozar en su compañía de la eterna felicidad. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Gregorio VII, papa. — 25 de mayo. (t 1085)

Gregorio, séptimo de este nombre, lla­mado antes Hildebrando, fué uno de los más grandes pontífices que han ocupado la silla de san Pedro, y uno de los hom­bres más eminentes que han florecido en los siglos del mundo. Su mira principal había sido hacer de todas las naciones una sola familia unida por los vínculos de la caridad y de la ley de Jesucristo. Nació este incomparable y santísimo va­rón, en Soano de Toseana, y era hijo de un carpintero. Dícese de él, que siendo niño y jugando con los fragmentos de la madera, formó, dirigido por la mano de Dios, aquellas palabras de David: «Domi-nabitur a mari usque ad mare: dominará de un extremo a otro del mar»: lo cual era indicio del poder que este niño ha­bía de ejercer en el mundo. Hizo sus es­tudios en Roma, donde mostró su vastí­simo ingenio, y mereció el singular apre­cio de los pontífices Benedicto IX y Gre­gorio VI. Acompañó a este en su destie­rro a Alemania y se retiró después a la abadía de Cluni, donde fué abad y ejem­plar de gran virtud para aquellos reli­giosos. Nobráronle después cardenal de la santa Iglesia romana, y desempeñó con tal acierto cargos importantísimos duran­te los reinados de cinco papas, que des­pués de la muerte de Alejandro II, fué elegido sumo pontífice por unánime con­sentimiento, brillando como sol en la casa del Señor. Viéronle en cierto día que ce­lebraba la misa solemne, cobijado por una blanca paloma que tenía las alas exten­didas sobre su sagrada cabeza, como dan­do a entender que no eran las razones de la prudencia humana sino la asistencia

del Espíritu Santo la que lo diri­gía en el gobierno de la Iglesia. Dio eficaces decretos contra la si­monía, apoyada por la misma au­toridad real, fulminó anatemas hasta contra el emperador Enri­que IV, que le declaró la guerra, y mientras estaba sitiado dentro de Roma celebró un sínodo en que le excomulgó, retirándose luego al castillo de San Angelo, y libertándose por el socorro que recibió de Roberto Guiscardo, príncipe de la Pulla. Conjuró después el cisma nacido de la elección de un antipapa hecho por el emperador; y con sapien­tísimas instrucciones que daba a los fieles y a los príncipes cris­

tianos, trabajó infatigablemente por la restauración y felicidad de los pueblos cristianos; y después de doce años de un glorioso pontificado, pasó a recibir la eterna recompensa de sus heroicas virtu­des en la gloria de los cielos. Las obras que escribió constan de diez libros de epístolas, y con sobrada razón dice Du-Pin, el contrario más parcial de san Gre­gorio, que las calumnias acumuladas por los adversarios de la Iglesia contra este santo pontífice están refutadas por aque­llas mismas cartas, llenas del espíritu de Dios y de celo apostólico.

Reflexión: Las últimas palabras que pronunció san Gregorio VII, momentos antes de morir, fueron estas:, «He amado la justicia y aborrecido la iniquidad.» Ru­guemos al Señor que envíe a su Iglesia pontífices y prelados como este santo que defiendan la Iglesia, que la ilustren con sus herocias virtudes y preparen todas las naciones al reinado social de nuestro Se­ñor Jesucristo, el cual convirtiría la t ie­r ra en un cielo de paz, de amor y de tanta felicidad como es posible en este mundo; porque no hay duda que gran parte del malestar social proviene de no estar unidos todos los hombres con el vínculo de una religión divina.

Oración: Oh Dios, fortaleza de los que esperan en ti, que esforzaste con la vir­tud de la constancia al bienaventurado Gregorio, tu confesor y pontífice, para que defendiese la libertad de la Iglesia, concédenos por su intercesión y ejemplo la gracia de vencer todas las dificulta­des que se oponen a tu divino servicio. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Felipe Neri, fundador. — 26 de mayo. (t 1595)

El glorioso fundador de la Con­gregación del Oratorio san Fe­lipe Neri nació en Florencia de padres nobles y temerosos de Dios. Mostró desde la infancia grande inclinación a la virtud, por lo cual le llamaban común­mente Felipe el bueno. Tocado de Dios, se fué a Roma, y en aquella corte del mundo comenzó una vida tan penitente como si estuviera en el yermo. Unos mancebos atrevidos le encerra­ron una vez con dos mujercillas livianas para que le provocasen al mal; ms él cuando se vio en tan gran peligro, no hizo sino hincarse de rodillas, orando con tal reverencia, que ni aun mirar­le a la cara se atrevieron. Terminados sus estudios de filosofía y teología, vendió hasta los libros para entregarse todo a Dios, del cual recibía tan grandes con­suelos, que le decía amorosamente: «Se­ñor, no puedo más, apartaos de mí, que siendo yo mortal, no puedo ya llevar es­ta avenida de vuestros celestiales delei­tes.» Un día, poco antes de la fiesta de Pentecostés, vino sobre él un fuego de amor tan grande que le derribó en el sue­lo con una grande palpitación del cora­zón que le duró toda su vida, quebrán­dosele dos costillas de encima del pecho; y sentía en aquella parte un calor tan excesivo, que por más frío que hiciese y siendo él ya un viejo era fuerza desabri­garse el pecho para templar aquellos ar­dores. Conversaba con gente muy perdi­da y la ganaba para Jesucristo, visitaba los hospitales, y servía a los enfermos; fundó la cofradía de la santísima Trini­dad de peregrinos y convalecientes, y por su ejemplo instituyó san Camilo de Le-lis la religión de clérigos regulares, mi ­nistros de los enfermos. Habiendo man­dado su confesor que se ordenase de sa­cerdote eran perpetuos los éxtasis y a r ­dores de amor que sentía en la misa, y algunas veces le veían levantado en el aire muchos codos en alto. Era muy fa­miliar de san Ignacio de Loyola, el cual le llamaba la campana por los muchos que por su medio llamaba Dios a las religiones, y no le quiso admitir en la Crmipañía, porque sabía que el Señor le tenía guardado para fundador de la Con­gregación del Oratorio. Solía visitar las

siete iglesias de Roma, y a veces pasa­ban de dos mil los que le acompañaban. Obraba innumerables prodigios y parecía que tenía en la mano la vida y la muer­te, la salud y la enfermedad. Finalmen­te después de haber prepetuado su espí­ritu de piedad y celo de las almas en la Congregación del Oratorio, a los ochenta años de su vida preciosa y en el día de Corpus Christi, recibió del Señor la eter­na recompensa de sus trabajos y virtudes.

Reflexión: Llegándose a san Felipe una persona que había cometido un pecado grave, le dijo el santo: «¡Qué mala cara tenéis!» Ella se retiró e hizo algunos ac­tos de contrición, y tornó a ponerse de­lante del siervo de Dios, el cual le dijo: «Desde que os apartasteis de mi habéis mudado de rostro.» Era también cosa muy rara y notada que san Felipe Neri echa­ba de sí un olor suavísimo y celestial que confortaba a los que trataban con él, y que conocía a los que estaban en pecado por un hedor insoportable, y les avi­saba que se confesasen y enmendasen. ¿Qué olor sintiera en ti el santo glorio­so? ¿Había de avisarte también para que purificases tu alma? ¿Se alegraría perci­biendo en ti el aroma de las virtudes y de la gracia de Dios?

Oración: Oh Dios, que encumbraste a la gloria de tus santos a tu bienaventu­rado confesor Felipe, concédenos benig­namente que los que celebramos su so­lemnidad, imitemos sus ejemplos y vir­tudes. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Juan, papa y mártir. — 27 de mayo. (t 526)

San Juan, papa, primero de este nom­bre, nació en Florencia, y se crió en Ro­ma donde hizo maravillosos progresos en las ciencias y cristianas virtudes. Era ya el espejo y oráculo de todo el clero cuan­do por la muerte del santísimo padre Hormisdas, fué elegido Juan sumo pastor de la Iglesia, con gran consuelo de los fieles. Reinaba a la sazón en Italia Teo-dorico, rey de los ostrogodos, defensor de los herejes arríanos, y en Oriente el emperador Justino, celoso protector de la Iglesia católica. Mandó, pues, este ca­tólico príncipe que no se admitiesen en su imperio obispos y sacerdotes arríanos, y que se les quitasen las iglesias que tenían y se diesen a los fieles y católi­cos. Al saber esto embravecióse Teodori-co y dio bramidos como un león; y hasta amenazó de poner a sangre y fuego a Italia y pasar a cuchillo a todos los ca­tólicos. Recatábase de todas las personas de valor que veía aficionadas a la parte de Justino, y así mandó prender al sa­pientísimo Severino Boecio y a su sue­gro Símaco. Pero antes de ejecutar su furor, quiso enviar embajadores al em­perador Justino, y escogió para esta em­bajada a cuatro senadores que habían sido cónsules y a nuestro santo pontífi­ce, juzgando que había blandeado con las amenazas. Llegado el santo a Cons-tantinopla, fué recibido con cruces, pen­dones y hachas encendidas; el mismo em­perador bajó del caballo en que iba, $ puesto ante él de rodillas, le hizo reve­rencia como a vicario de Dios en la t ie­rra. Entrando el santo pontífice por _ la puerta de la ciudad dio la vista a un cie­

go. Trató los negocios que lle­vaba con el emperador y conclu­yólos como deseaba, aunque con­vinieron los dos en no dar las iglesias a los arríanos, ni consen­tir que contaminasen los templos del Señor con las ceremonias de los herejes. Por lo cual el rey Teodorico hizo matar a Símaco y al ilustre y católico filósofo Boe­cio, que eran los varones más es­clarecidos de Italia, y el mayor ornamento de Roma. Luego que volvió^ el santo pontífice a I ta­lia fué encerrado en una cárcel sucia y tenebrosa de Ravena, pe­ro no por eso desmayó ni dejó por temor del tirano de llevar adelante la defensa de la fe ca­

tólica, antes escribió una carta a los obis­pos de Italia en que les exhortaba a t ra ­bajar varonilmente en la viña del Se­ñor, y a despreciar por la causa de J e ­sucristo las fieras amenazas del rey. Fué el santo en aquella cárcel tan maltrata­do, que dentro de pocos días murió. Pero no se fué alabando el tirano, porque po­co después fué severísimamente castiga­do de Dios con espantosos terrores que le helaron la sangre y le quitaron la vida.

Reflexión: En la carta que escribió el venerable pontífice san Juan desde su cárcel a los obispos de Italia, les decía: «Armaos, hermanos míos, con la espada del espíritu del Señor contra la perfi­dia de los herejes; persaguidla hasta que no quede raíz ni rastro de ella; y puesto caso que el rey Teodorico inficionado de la pestilencia arriana nos amenace y diga que a nosotros y a nuestra tierra la ha de. pasar a sangre y fuego, no por eso os turbéis, ni temáis a los que pueden matar al cuerpo y no al alma. Roguemos al Señor que dé esta fortaleza cristiana así a nuestros pontífices y prelados como a todos los fieles de la santa y divina Iglesia católica, pues, vale más la fe de Jesucristo que todos los demás bienes temporales del mundo.

Oración: Oh Dios, que cada año nos alegras con la festividad de tu bienaven­turado mártir y pontífice san Juan, con­cédenos benignamente que merezcamos la protección de aquel cuya memoria so­lemnizamos. Por Jesucristo, nuestro Sé-ñor. Amén.

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San Germán, obispo de París, confesor. — 28 de mayo. (t 576)

San Germán, obispo de París, varón por su excelencia, santidad y grandes prodigios admirado, fué hijo de padres pobres y na­ció en Borgoña en territorio de Autún. Aborrecida su madre por haberle concebido en breve, tiem­po después de otro hijo, tomó medios para matarle antes de que naciese, y no pudo porque Dios guardaba aquel niño y le había escogido para gran ministro de su gloria. Habiendo, pues, pasa­do los años de la primera edad en estudios de letras, s e ' ordenó de diácono y de presbítero, y fué elegido por abad del monasterio de san Sinforiano. Florecía allí con rara virtud, cuando por vo­luntad del rey Childetaerto fué consagra­do obispo de París. Era muy largo en las limosnas que hacía, y con frecuencia comía con los pobres. Dios le ayudaba por mano del mismo rey, el cual le daba hasta sus vasos de oro y plata, rogán­dole que lo diese todo porque no le faltaría qué dar. No fué tan favorecido del rey Clotario su hermano, a quien Dios castigó con una enfermedad de la cual e] mismo santo le sanó. Después, habiendo venido la corona de Francia al rey Ca-riberto, que estaba amancebado con la hermana de su mujer, san Germán, le excomulgó a él y a la amiga, y como aun todo esto no bastase, tomó 'Dios la mano quitando la vida primero a la amiga del rey y después al mismo rey. Celebró tam­bién san Germán un concilio en París, en el cual reprimió la codicia de los grandes que usurpaban los bienes de la Iglesia, y las limosnas de los fieles. Ha­ciendo el santo una peregrinación a J e -rusalén, el emperador Justiniano le ofre­ció grandes dones de oro y plata; mas el santo varón no quiso aceptarlos, antes le suplicó que le diese algunas reliquias, y el emperador le dio entre otras la co­rona de espina de nuestro Señc^ Jesu­cristo. Los milagros que hizo fueron in­numerables, y no parecía sino que el Se­ñor le había dado señorío e imperio so­bre las criaturas. Finalmente a los ochen­ta años de su edad llamó a un notario suyo y le mandó que escribiese sobre su cama «A los 28 de mayo.» Y aunque en­tonces no se entendió lo que quería de­cir, se adivinó después cuando en este

día entregú su preciosa alma al Señor. Fué sepultado con gran llanto y solemni­dad de toda la ciudad de París, en la ca­pilla de san Sinforiano que él mismo ha­bía mandado fabricar, y luego confirmó el Señor con nuevos milagros la santi­dad de su siervo: y más tarde Lanfrid» abad trasladó el sagrado cuerpo a la igle­sia de san Vicente, con asistencia del rey Pipino y de Carlos su hijo, que fueron, testigos de muchas maravillas.

Reflexión: Dice el rey Childeberto en unas letras patentes: «Nuestro padre y señor Germán, obispo de París y hombre-apostólico, nos ha enseñado en sus ser­mones que mientras estemos en esta v i ­da hemos de pensar mucho en la otra y hacer muchas limosnas. Habiendo sabi­do que estábamos enfermos en el Castillo de Celles, y que no nos habían aprove­chado todos los medios humanos, vino a visitarnos y pasó toda la noche en o ra ­ción. Por la mañana puso sobre nosotros sus santas manos y apenas nos tocó cuan­do nos hallamos con plena salud. Por lo cual donamos a la iglesia de París y al obispo Germán la tierra de Celles donde recibimos esta misericordia de Dios». Mi­ra tú cuan poderosos son los santos, y cuan provechosos a los reyes y a los re i ­nos y a todos sus devotos.

Oración: Rogámote, Señor, que oigas benignamente las súplicas que te ñapemos en la solemne fiesta de tu bienaventura­do confesor y pontífice Germán, y que-por sus méritos nos libres de todos nues­tros pecados. Por Jesucristo, nuestro S e ­ñor. Amén.

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San Maximino, obispo de Tréveris. — 29 de mayo. (t 348)

Fué san Maximino natural de la ciudad de Poitiers, hijo de padres clarísimos en linaje, descendientes de senadores. Tuvo por hermano a san Majencio, que fué obispo de Poitiers, y él a su vez lo fué de Tréveris, por nombramiento de san Agricio y consentimiento 'de todos los clé­rigos. Grandes fueron las cosas que hizo en defensa de la fe católica sin temer ja­más • al emperador Constancio, hereje arriano. Cuando todo el Oriente se le­vantó contra el glorioso san Atanasio, que andaba huido y desterrado, no hallando donde acogerse en todo el imperio, san Maximino le recibió y le tuvo hospedado en su casa hasta que pasó aquella tem­pestad. Hizo juntar un concilio en Colo­nia para excomulgar y privar de su cá­tedra al obispo Eufrates, hereje, que' per­día aquella tierra. Hallóse también en el concilio celebrado en Milán para expul­sar a los herejes Eusebianos; y de acuer­do con san Atanasio y el papa Julio y el célebre Osio de Córdoba, propuso san Maximino al emperador Constancio la necesidad de un concilio general que se celebró en Sárdica, donde fué de nuevo restablecido en su silla san Atanasio, y depuestos los principales Eusebianos. Y aunque estos se reunieron después en Filipópoli de Tracia y tuvieron allí un conciliábulo que llamaron de Sárdica, pa­ra confundir con este equívoco las deci­siones del verdadero concilio, y osaron excomulgar a san Maximino, el papa J u ­lio, a Osio y a san Atanasio, no pudieron con toda su malicia prevalecer sobre la entereza con que el santo defendió la verdadera fe. Acreditó el glorioso san

Maximino la verdad católica alumbrando ciegos, sanando pa­ralíticos, curando endemoniados y obrando muchos y extraños prodigios. Yendo una vez camino de Roma con san Martín, un oso feroz les mató el jumentillo que les llevaba la ropa; entonces san Maximino mandó al fiero animal que tomase sobre sí la carga, lo cual hizo el oso llevándola hasta un lugar llamado Ursaria, donde san Maximino lo despidió. Final­mente lleno de méritos y trabajos murió en Poitiers, y su sagrado cuerpo fué trasladado a Tréveris con grande solemnidad, obrando el Señor por él innumerables prodigios. El terror de los nor­

mandos, que pasaban a sangre y fuego los templos y monasterios, movió a al­gunos religiosos a ocultar las reliquias de san Maximino en el año 882, dentro de una cueva; con este motivo se perdió la noticia de ellas, hasta que habiéndose caído una grande peña, abrió con el gol­pe parte del sepulcro, y fueron descu­biertas por la fragancia que despedían, y se vio con admiración de todos entero el santo cuerpo, e intactos sus vestidos al cabo de tantos años.

Reflexión: Quiere Dios para gloria su­ya y de sus santos que los animales y la naturaleza les estén sujetos, como se veía en san Maximino. ¿Y qué hombre tan ciego hay que no vea por estos argumen­tos que la religión católica que autorizan los santos con sus milagros, es la que en­señó a los hombres aquel mismo Dios om­nipotente que hizo el cielo y la tierra? Recibámosla pues de su mano divina co­mo hemos recibido de ella el cuerpo y el alma; y así como le somos agradecidos por la luz de los ojos que nos ha dado, tanto y mucho más debemos hacerle gra­cias por la luz sobrenatural de la fe, que ha infundido en nuestras almas, y por la revelación que ha hecho a los hom­bres de$su divina verdad por medio de Jesucristo, testigo de sus soberanos se­cretos.

Oración; Suplicárnoste, oh Dios todopo­deroso, que en esta venerable solemni­dad de tu confesor y pontífice san Ma­ximino, acrecientes en nosotros el espí­ritu de piedad y el deseo de nuestra eter­na salud. Por Jsucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Fernando, rey de Castilla y de León. — 30 de mayo. (t 1252)

El gloriosísimo rey san Fernan­do fué hijo de don Alfonso IX rey de León y de doña Beren-guela, la cual le crió a sus pe­chos, y así con la leche parece que mamó sus santas virtudes. Jamás dejó de obedecerla como a madre; y como algunos de los ricos-hombres murmurasen de que después de ser rey estuviese tan rendido a su madre, dijo el santo: «En dejando de ser hijo, dejaré de serle obediente.» Poseía en altísimo grado todas las pren­das reales, y con sus virtudes te­nía tan ganados a sus vasallos, que era más rey de sus corazo­nes que de las ciudades de su rei­no. Tomó en sus manos la espa­da para hacer guerra a los moros que t i ­ranizaban gran parte de España; pacificó

' los reinos de Castilla y de León, hizo tributarios a los reinos de Valencia y de Granada, conquistó los de Murcia, Cór­doba, Jaén y Sevilla, y varios, príncipes de África solicitaron su amistad con de­centes partidos. En treinta y cinco años que peleó se contaron siempre sus bata­llas por sus victorias y sus empresas por sus triunfos. Nunca desnudé la espada (decía él) ni cerqué ciudad ni castillo, ni salí a empresa, que no fuese mi único motivo el dilatar la fe de Cristo; y por la mayor gloria y servicio de Dios no re ­husaba ningún trabajo de la guerra, co­no si fuera soldado particular, hasta dor­mir en el duro suelo, y hacer las centine­las por su turno con los demás soldados en el sitio de Sevilla. Cuidaba mucho del alivio de sus vasallos, y no quería im­poner nuevos tributos; y cuando se lo aconsejaban sus ministros con el buen pretexto de hacer guerra a los moros, respondía: «Más temo las maldiciones de una viejecilla pobre de mi reino, que a todos los moros del África. Ganada la ciudad de Sevilla, dispuso una solemní­sima procesión de toda la gente lucida del ejército, de la nobleza, del clero y de los obispos, viniendo al fin la venerable efi­gie de nuestro Señora de los Reyes en un carro triunfal de plata. Los templos y oratorios que edificó a la Virgen santí­sima pasaron de dos mil. Finalmente des­pués de un gloriosísimo reinado, cono­ciendo el santo Monarca que se llegaba su fin, antes de que lo mandasen los mé­dicos, se confesó para morir y pidió la

sagrada Eucaristía, la cual recibió arro­jándose de la cama y postrándose sobre la tierra con una sogra al cuello. Despi­dióse después de la reina Juana y de sus hijos, pidió humildemente a los circuns­tantes que si tenían alguna queja de él, le perdonasen; y respondiendo que no te­nían ninguna que perdonar, alzó ambas manos al cielo diciendo: «Desnudo nací del vientre de mi madre a la tierra y des­nudo vuelvo a ella.» Mandó luego que cantasen el Te Deum, y en el segundo verso que dice, «a ti Eterno Padre venera toda la tierra,» inclinó la cabeza y entre­gó su espíritu a Dios.

Reflexión: Dicen los historiadores: «Cuando murió el rey don Fernando todo el reino hizo un gran sentimiento: los hombres se mesaban las barbas y las mu­jeres principales se arrancaban los cabe­llos, y sin atender al decoro de sus per­sonas, salían por las calles llorando y po­blando de clamores el aire. Todos llora­ban y decían: Ojalá no hubiese nacido, o no hubiese muerto el príncipe. Y hasta el mismo Alhamar mandó cien moros con achas encendidas a sus exequias.» No nos olvidemos pues de rogar incesantemente en nuestras oraciones al Señor que nos dé reyes o gebnadores como san Fernan­do, que merezcan las bendiciones y no las maldiciones de sus pueblos.

Oración: Oh Dios, que concediste al bienaventurado Fernando, tu confesor, que pelease tus batallas y que venciese a los enemigos de tu fe, concédenos por su intercesión la victoria de nuestros enemigos corporales y espirituales. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Santa Petronila, virgen. — 31 de mayo. (t Siglo I)

Fué santa Petronila una doncella roma­na, a quien el Príncipe de los apóstoles poco después de entrar en Roma convir­tió a la fe juntamente con toda su fami­lia. Y porque la engendró para Jesucris­to por el bautismo, ella le amaba y le tenía una tierna devoción, y se llamaba hija de san Pedro, aunque no según la carne, sino según el espíritu. Deseaba es­ta santa virgen padecer mucho por J e ­sucristo que por su arrior había muerto en la cruz, y el Señor le dio por cruz el lecho del dolor, donde estuvo por muchos años herida de perlesía en todos los miembros de su cuerpo. Visitábanle con frecuencia san Pedro y otros fieles de Roma, y como le dijesen que por qué sanando él a tantos enfermos y siendo piadoso para todos, para solo ella era cruel; levántate, pues, Petronila, dijo, y sírvenos a la mesa. Levantóse la santa como si nunca hubiese estado enferma, y después de haber servido a la mesa, con asombro de todos, les dijo san Pedro: «no es eso lo que le conviene, sino estar enferma»; y así volvió a hallarse paralí­tica como antes, hasta la muerte del san­to apóstol y luego sanó de todas sus en­fermedades. Salió tan aventajada en la virtud, que como dicen las actas, con so­la su voluntad sanaba de repente a los enfermos. Enamoróse ciegamente de ella un caballero noble romano, llamado Fla­co, quien con gente de guerra vino a casa de Petronila para llevársela por esposa. Rospondióle la hermosísima virgen; «aguarda tres días, y al cabo de ellos ven­gan las doncellas que me acompañen a tu casa.» Con esta respuesta quedó Flaco

contento, y ella que había ofre­cido su virginidad a Jesucristo, gastó los tres días en perpetua oración y ayunos, suplicándole con muchas lágrimas y grande afecto que la librase de aquel pe­ligro, y no permitiese que ella contra su voluntad perdiese lo que le había prometido y tanto deseaba conservar. Vino al terce­ro día a su casa un santo sacer­dote llamado Nicomedes, díjole misa y dióle el santísimo Sacra­mento; y en recibiéndole se in­clinó sobre su cama y dio su es­píritu a Dios. Vinieron aquel día las doncellas que Flaco enviaba para acompañarla y llevarla a su casa, y hallándola muerta, en lu­

gar de celebrar las bodas, celebraron sus exequias. El cuerpo de la santa fué se­pultado en la vía Ardeatina y después trasladado con gran solemnidad a la ba­sílica del príncipe de los apóstoles san Pedro en tiempo del papa Paulo, primero de este nombre.

Reflexión: Dichosa y bienaventurada virgen, muy amada del Señor después de haber sido probada como la plata y puri ­ficada como el oro en el crisol de la en­fermedad. Acontece con harta frecuencia que esos trabajos que humillan al hombre y rinden el cuerpo, son el mejor remedio para sanar el alma; porque entonces ve­mos claramente y mejor que con todas las meditaciones, la brevedad y fragilidad de nuestra vida y la nada de nuestro ser y la vanidad de las cosas del mundo. ¿A cuántos ha sido ocasión de perderse la salud, o la posesión de los demás bie­nes temporales, en que el mundo cifra la humana felicidad? Mas cuando la salud está quebrantada, comienza a entrar el hombre dentro de si, y a acordarse de Dios en quien solamente puede hallar su verdadera, sólida y eterna dicha.

* Oración: Óyenos, Señor y salvador

nuestro, para que la espiritual alegría con que celebramos la festividad de tu bien­aventuraba virgen Petronila, vaya acom-v; panada de verdadera devoción. Por J e ­sucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Iñigo, abad de Oña. — 1 de junio (t 1071)

San Iñigo, decoroso ornamento del orden de san Benito, nació en Calatayud, ciudad antiquísi­ma y muy noble de la corona de Aragón. Sus padres fueron muzá­rabes, esto es, cristianos mezcla­dos con los árabes, los cuales die­ron a Iñigo una educación con­forme a las piadosas máximas del Evangelio. Llegado el ilustre jo­ven a edad competente, dejó su patria, sus padres y sus cuantio­sos bienes, y se retiró a los mon­tes Pirineos, donde pasó algún tiempo en la contemplación de las grandezas divinas; mas lle­gando a su noticia la santidad de los monjes que vivían en el cele- ~ bre monasterio de san Juan de la Peña, establecido en lo alto de las montañas de Jaca, resolvió abrazar la regla de san Benito. Hecha ya su solem­ne profesión, cuando era amado y vene­rado de todos los monjes por sus «emi­nentes virtudes, alcanzó licencia del es­clarecido abad, llamado Paterno, para re ­tirarse a un espantoso desierto de las montañas de Aragón, donde resucitó con sus austeridades las imágenes de peni­tencia que se leen de los solitarios de la Tebaida, de la Nitria y de la Siria; y donde atraía a gran número de gentes que se aprovechaban de sus saludables instrucciones. Mas habiendo fallecido por este tiempo el primer abad del monas­terio de Oña, llamado García, y desean­do el rey Sancho nombrar un digno su­cesor del difunto, envió tres veces emba­jadores al santo para que aceptase aquel cargo, y aun pasó el mismo rey personal­mente al desierto y logró al fin rendirle y traerle consigo a aquel monasterio. En su gobierno practicó con grande eminen­cia todas las virtudes del más perfecto prelado, a los pobres oprimidos pagaba sus créditos, buscábales para mantener­los y vestirlos, libró a muchos presos de las cárceles, redimió cautivos y obró es­clarecidos milagros. Cuando le acometió su última enfermedad en un pueblo lla­mado Solduengo y tomó al anochecer el camino para Oña a fin de consolar a sus hijos, se le aparecieron dos ángeles en fi­gura de dos hermosísimos niños vestidos de blanco con sus hachas encendidas, los cuales le acompañaron hasta el monaste­rio. En la hora de su muerte se llenó el ámbito de su celda de un resplandor ce­lestial y se oyó una voz que dijo: Ven,

alma dichosa, a gozar de la bienaventu­ranza de tu Señor. Celebráronse con gran pompa sus funerales, y no solo los cris­tianos, sino también los judíos y los mo­ros concurrieron a sus exequias y rasga­ron sus vestiduras con grandes muestras de sentimiento.

Reflexión: El abad Juan, sucesor del santo, decía de él en su oración fúnebre estas palabras: «Hemos visto, hermanos, llenos de espiritual consuelo, y entre lá­grimas y sollozos como ha sido arrebatado el justo de esta vida. No habrá lugar tan remoto en el mundo, al que no haya con­movido el tránsito de nuestro santísimo padre Iñigo, ni sitio tan ajeno de religión cristiana, donde no se llore su muerte. Llora la Iglesia de haber perdido tal sa­cerdote, pero se alegra el paraíso habien­do recibido tan gran santo: lloran los pueblos, pero se alegran los ángeles, gi­men las provincias, pero triunfan los co­ros celestiales en la recepción de aquel varón santísimo, que deseaba diariamen­te volar a ella cuando decía: ¡Cuan ama­bles son, Señor Dios de las virtudes, tus tabernáculos! (Ps. 83). ¡Ojalá que nues­tra muerte sea también la muerte de los justos, llorada de los buenos y celebrada de los ángeles! ¡Oh, cuan prudentes y dignos de toda alabanza son los hombres que considerando como negocio principal del hombre el negocio de la virtud, em­plean su vida en obrar el bien y edificar a sus semejantes!

Oración: Háganos, Señor, agradables a ti, como te lo pedimos, la intercesión de san Iñigo abad, para que por su patroci­nio alcancemos lo que no podemos espe­rar de nuestros propios méritos. Por J e ­sucristo, nuestro Señor. Amén.

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La beata Ana de Jesús de Paredes. — 2 de junio (t 1645)

La inocentísima y penitente virgen, bea­ta María Ana de Jesús, nació de escla­recido linaje en la ciudad de Quito de la América meridional. Casi desde la cuna tomó el camino de la perfección, y se dio tanta prisa a correr por él, que al em­pezar, pudo parecer que acababa. Ape­nas tenía diez años, hizo ya los tres vo­tos de pobreza, castidad y obediencia, que suelen hacerse en la profesión religiosa. Como oyese un día las alabanzas de aque­llos tres santos mártires de la Compañía de Jesús, que en el Japón habían sido crucificados y alanceados por la fe que predicaban, encendiéndose la santa niña en vivos deseos de ganar almas a Cristo y derramar su sangre en esta demanda, dejó secretamente, como santa Teresa de Jesús, la casa de sus padres y se puso en camino para ir a la conversión de los pueblos bárbaros e idólatras: mas no pu-diendo llevar a cabo su intento, se hizo en una pieza muy retirada de su casa su yermo y soledad, donde apartada de todas las cosas del mundo, pudiese vivir para solo Dios. Allí imitó la vida asperí­sima y penitente que leemos de los ad­mirables anacoretas de la Tebaida. Lle­vaba hincada en la cabeza una corona de punzantes espinas, ceñía su delicado cuerpo con áspero silicio, poníase piedre-cillas en los zapatos, tomaba su breve des­canso sobre una cruz sembrada de espi­nas, y afligía varias veces así de día co­mo de noche todos los miembros de su cuerpo con inauditas invenciones de tor­mentos. Eran tan extraordinarios y mara­villosos sus ayunos que pasaba a veces ocho y diez días sin comer más de una

onza de pan duro. A pesar de es­te extremado rigor que usaba consigo, era tan blanda y afable con los demás, que fácilmente rendía los corazones de cuantos trataba, y los ganaba para Jesu­cristo; y así redujo a vida hones­ta y virtuosa a muchos pecadores de toda condición y estado que se hallaban encenagados en los vicios, o muy apartados del ca­mino de su salvación. Las conso­laciones y soberanos favores que recibía en su ítimo trato con Dios, no son para declararse con pala­bras humanas. Viéronla levanta­da de la tierra y brillando su ros­tro con una luz del cielo: tuvo Dxcelente don de profecía y dis­

creción de espíritu, curó a muchos en­fermos, y resucitó a una mujer difunta. Finalmente habiéndose ofrecido al Se­ñor para satisfacer con su muerte por los pecados del pueblo afligido a la sazón por la pestilencia que hacía en Quito grandes estragos, a la edad de veintiséis años en­tregó su alma al celestial Esposo. Una maravilla del cielo se vio momentos des­pués de espirar la purísima doncella: y fué que de su sangre cuajada brotó una blanquísima y hermosísima azucena: por cuyo soberano acontecimiento comenza­ron a apellidar a ia santa con el nombre de Azucena de Quito.

Reflexión: ¡Qué contraste forma la vi­da de esta santísima doncella con la que llevan las doncellas mundanas de nues­tros días, ataviados con todas las inven­ciones de la moda y escandalizando con su inmodestia y profanidad! Pero aquella con su retiro, su modestia, su honestidad y mortificación admirable fué una gran­de santa, y está gozando de inefable glo­ria en el cielo; y ¿qué será de esas jó­venes tan vanas, distraídas, orgullosas y sensuales, tan enemigas de la verdadera piedad, y tan amigas de los placeres del mundo?

Oración: ¡Oh Dios! que hasta en medio de los lazos del mundo quisiste que la bienaventurada María Ana floreciese co­mo lirio entre las espinas, por su.virgi­nal castidad y asidua penitencia; concé­denos por sus méritos e intercesión, que nos apartemos de los vicios y sigamos 1a senda de las virtudes. Por Jesucristo* nuestro Señor. Amén.

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Santa Clotilde, reina de Franeia. (t 545)

Santa Clotilde, gloriosísima rei-na de Francia, fué hija de Chil-perico, hermano menor de Gon-debaldo, tirano rey de Borgoña que quitó la vida a él, a su mu­jer y a los demás hermanos su­yos, por usurpar la corona. En esta lamentable tragedia solo fueron perdonadas dos hijas de Ohilperico, de las cuales una fué nuestra santa Clotilde. .Crióse en la corte de su tío y aunque se hallaba entre herejes arrianos deparóle el Seño:-- quien la ins­truyese en las cosas de la verda­dera fe. Por su extraordinaria hermosura, honestidad y discre­ción pidióla y alcanzóla por es­posa Clodoveo, potentísimo rey de Francia. Procuró ella a su vez ganar a su rey esposo para Jesucristo, persua­diéndole que dejase la vana idolatría, y aunque él prometía de hacerlo así, no iO acabó consigo hasta que una grande ne ­cesidad y aprieto ablandó y rindió su co­razón: porque en una batalla que libró contra los Alemanes, siendo él muy infe­rior en fuerzas, levantó el corazón al cielo y dijo: «El verdadero Dios de mi mujer Clotilde me valga»; y habiendo conseguido la victoria, no solamente se bautizó como había prometido, sino que también acabó de desterrar de su reino la idolatría y levantó en París la iglesia mayor san Pedro y san Pablo, llamada después Santa Genoveva y envió su real diadema, conocida hoy con el nombre de reino, al sumo pontífice Hormisdas, significándole por aquel presente que de­dicaba su reino a Dios. Muerto el rey, se retiró su santa esposa a Tours donde pasó el resto de sus días en oraciones, vigilias, penitencias, y muchas obras de caridad y beneficencia propias de su magnífico y real ánimo. Predijo el día de su muerte un mes antes que sucediese y en su úl­tima enfermedad llamó a sus dos hijos Childeberto rey de París, y Clotario rey de Soissons, y los exhortó con santas pa­labras y maternal autoridad a mirar por la honra de Dios, a conservar entre sí la paz y concordia y hacer justicia y mise­ricordia a los pobres. Recibió después con tiernísima devoción los sacramentos de la Iglesia, hizo pública profesión de fe y ^ntregó su alma preciosa en las manos del Criador. Su cadáver fué sepultado con el

3 de junio

de su marido el rey Clodoveo en la igle­

sia de santa Genoveva, e ilustró el Señor su sepulcro con muchos milagros.

Reflexión: Bárbaro y gentil era el rey Clodoveo; y por las oraciones y piadosas instancias de santa Clotilde dejó la vana idolatría y abrazó la fe de nuestro Señor Jesucristo. ¡Oh! ¡cuánto valen y pueden delante de Dios las súplicas y lágrimas de una esposa, para alcanzar la conver­sión de su marido! Entiéndanlo bien la? señoras que tienen el marido apartado de la religión y de la fe; porque si no cesan de rogar por él y de exhortarle con opor­tunos avisos, alcanzarán del Señor su conversión. En esto han ae manifestarle principalmente su amor; porque ¿qué co­sa más para sentirse y llorarse, que ver­se eternamente separados el uno del otro dos consortes, que mucho se amaban, por haberse salvado la mujer fiel y condená-dose el marido infiel? Y ¿qué mayor ven­tura pueden desearse, si de veras se aman, que la de poderse unir eterna­mente con los más dulces e inquebranta­bles lazos del amor en la gloria del pa­raíso, donde la esposa gozará de la vista y compañía de su esposo glorioso y el esposo de la regalada presencia y conver­sación de su esposa glorificada, sin temor ninguno de que la muerte pueda separar­los jamás, ni de que tribulación alguna pueda menoscabar un punto su gozo y felicidad beatífica?

Oración: Óyenos, oh Dios autor de nuestra salud, para que los que nos ale­gramos en la festividad de la bienaventu­rada Clotilde, seamos enseñados en el afecto de la piadosa devoción. Por Jesu­cristo, nuestro Señor. Amén.

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San Francisco Carácciolo, fundador. — 4 de junio (f 1608)

El fervorísimo sacerdote, san Francisco Carácciolo, nació en el lugar llamado Santa María, de la diócesis de Trivento del reino de Ñapóles, y fué hijo de nobi­lísimos y cristianísimos padres. Desde sus primeros años se mostró tan compasivo de los pobres, que cuando se sentaba a la mesa para comer, dejaba a un lado el plato que más le gustaba y le llevaba a los pobres. Siendo de mayor edad se inclinó a las armas, y aprendió los ejer­cicios militares propios de los caballeros de su tiempo; mas como se viese acome­tido de una maligna dolencia que le cu­brió de pies a cabeza de una lepra as­querosísima, y redujo toda su hermosura y gentileza a un disforme esqueleto, ofre­ció a Dios que si le restituía la prime­ra salud, abrazaría el estado religioso. Mientras estaba haciendo esta resolución, se sintió inundado de una avenida tan copiosa de lágrimas, que embargándole la voz, le dejó suspenso: y vuelto en si, como si despertara de un dulce sueño, se halló fuera de todo peligro, y en pocos días se vio bueno y sano. Aprendió las letras humanas y divina, y habiéndose ordenado de sacerdote, celebró su prime­ra misa con asistencia de la nobleza más distinguida de Ñapóles; y fué este acto de grande ternura y edificación. Juntán­dose después con don Agustín Adorno y

"don Fabricio, fundaron la nueva orden de clérigos, que el sumo pontífice Sixto II quiso se nombrase de Clérigos menores; y habiendo fallecido el padre Agustín Ador­no, primer general, fué elegido nuestro Francisco que era confundador: mas a los seis años de su gobierno alcanzó con

sus muchos ruegos dejar su ofi­cio. Entonces se dio a una vida tan santa como admirable: por­que escogió para su habitación un rincón debajo de la escalera de la casa, estrecho, oscuro y guarnecido de calaveras, que más parecía sepulcro de muertos, que habitación de vivos. Allí estaba recluso, todo el tiempo que le so­braba de los actos de comunidad, absorto en la contemplación de las cosas celestiales. Las noches pasaba en la iglesia velando en oración, donde le vieron varias veces en éxtasis con los brazos en cruz. Finalmente habiendo te­nido revelación de su muerte, y sintiéndose abrasado de una gra­

ve calentura, preguntó al enfermero que le asistía: «¿En qué día estamos?» y res­pondió:* En martes 3 de junio, antevís­pera del Corpus.» Dijo Francisco: «Pues según eso, mañana saldré de este mun­do.» Y el día siguiente, recibidos con grande devoción los sacramentos, pláci­damente expiró. Comenzó luego su ca­dáver a despedir una suavísima fragan­cia, y estuvo en el féretro tres días para satisfacer a la devoción del pueblo, des­pués de los cuales determinaron embal­samarle para transportarle a Ñapóles y le hallaron ceñidos con un áspero cilicio.

Reflexión: No es menester vivir como este santo en una celda pobrísima, obs­cura y llena de calaveras, pero es gran desatino pensar que hemos venido a este mundo para tener nuestro cielo en la tie­rra, y pasar la vida conforme a la ley de nuestros gustos y antojos. Hemos de morir: y si hemos de morir, no ha de caerse jamás de nuestra memoria el sa­ludable recuerdo de la muerte. ¿Qué pro­vecho ha sacado de todas las riquezas, honras y placeres de su vida, el que la termina con una mala muerte? ¿Y qué daño decibe de todos sus contratiempos, el que la acaba con santa muerte? En eso está todo el gran negocio de la vida mortal del hombre: en morir bien.

Oración: Oh Dios, que ilustraste al bienaventurado Francisco, fundador de nueva orden, con el amor de la oración y de la penitencia, concede a tus siervos, que imitando su ejemplo, perseveren en la oración y domen la rebeldía de s\> cuerpo para merecer la gloria celestial. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Bonifacio, apóstol de Alemania. — 5 de junio (t 755)

El celosísimo apóstol de Ale­mania san Bonifacio nació en la provincia de los Sajones occiden­tales en el reino de Inglaterra. Procuró su padre inclinarle a las cosas del mundo con halagos y con amenazas, pero cayendo ma­lo de una grave enfermedad, co­noció que aquel era castigo del cielo por la violencia que hacía a su hijo; y llorando su culpa condescendió con él enviándole a un monasterio para que allí se dedicase a la virtud y a las le­tras. Ordenado de sacerdote, queríanle los monjes por supe­rior y abad, mas encendido él de un ardiente deseo de predicar el Evangelio a los gentiles y se-llar su predicación con su sangre, se fué a Roma donde el papa Gregorio II l» dio un tesoro de reliquias y un breve muy favorable para que predicase a los in­fieles de cualquier parte del mundo. Pa­só luego el varón apostólico a Alemania y evangelizó las provincias de Turingin, Frisia y Hasia que confina con la Sajo­rna, donde bautizó gran número de infie­les, derribó los templos de los falsos dio­ses y edificó otros nuevos al verdadero Dios, el cual le favoreció con singulares prodigios. Arrancando un día un árbol de extraordinaria grandeza que llamaban el árbol de Júpiter, concurrió gran mul­titud de paganos para estorbarlo y ma­tarle, pero viendo que en comenzando él a dar con la segur en el tronco, caía el árbol hecho pedazos en cuatro partes, se convirtieron y él edificó en aquel lugar un oratorio en honra del apóstol san Pe ­dro. Pasaron de cien mil los infieles que convirtió; por lo cual el papa Gregorio III a la dignidad de obispo que ya tenía el santo, quiso añadirle la de arzobispo, mandándole que ordenase obispos donde fuesen menester. Presidió san Bonifacio un concilio en que se halló Carlomagno, donde se ordenaron muchas cosas muy útiles para el bien de la Iglesia; fué nom­brado arzobispo de Maguncia, y en nom­bre del pontífice coronó por rey de Fran­cia a Pipino. Habiendo tenido noticia de que los Frisones habían vuelto a su an­tigua superstición, es embarcó con tres presbíteros y tres diáconos y cuatro mon­jes, para reparar los daños que el demo-

' n i o había hecho en aquella provincia; y estando un día el santo con sus compañe­

ros cerca de un río aguardando que vi­niesen los gentiles bautizados para reci­bir la Confirmación, cayeron sobre ellos de repente armados los bárbaros paga­nos y mataron a aquellos apostólicos va­rones y a otros cincuenta y tres compa­ñeros, todos los cuales alcanzaron con san Bonifacio la palma del martirio.

Reflexión: Es muy celebrado un dicho de san Bonifacio, el cual hablando de los sacerdotes y de los cálices antiguos y de los de su tiempo, dijo que los sacerdotes antiguos eran de oro y celebraban en cá­lices de madera, y los de su tiempo eran sacerdotes de madera y celebraban en cá­lices de oro. De este dicho se hace men­ción en el Decreto y en el concilio Tri-burense. No quiso decir el santo que no estuviese bien empleado el oro en el ser­vicio de Dios, que bien merece nuestro Sñor todo esto y mucho más: sino que deseaba que los sagrados ministros fue­sen también puros y preciosos como el oro en el acatamiento divino. Roguemos pues al Señor por los sacerdotes, para que no permita que ninguno se haga indigno de su sagrado y angelical ministerio, sino que todos resplandezcan por su via ejem­plar, y sean, como dice Jesucristo, la luz del mundo y la sal de la tierra.

Oración: Oh Dios, que te dignaste lla­mar al conocimiento de tu nombre una muchedumbre de pueblos por medio del celo de tu bienaventurado mártir y pon­tífice Bonifacio, concédenos propicio que experimentemos el patrocinio de aquel santo cuya solemnidad celebramos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Norberto, fundador y arzobispo. — 6 de junio 1134) (t

El glorioso fundador de la orden Pre-monstratense, san Norberto, nació en Se-ten, en una de las más ilustres casas de Alemania y fué hijo de Heriberto conde de Gnepp y emparentado con el empera­dor. En su mocedad engolfóse en las va­nidades del siglo y era "'como el alma de todas las diversiones de la corte; mas ca­minando un día a caballo hacia un lugar de Westfalia llamado Freten seguido de solo un lacayo, se levantó una furiosa tempestad, y cayó un rayo a los pies de su caballo, que le derribó, quedando co­mo muerto por espacio de una hora. Vuel­to en si, sintió de tal manera trocado^ su corazón que exclamó como Saulo: «Señor, ¿qué quieres que haga?» Y desde aquel día dejó los ricos vestidos, y dando de mano a todos los devaneos del mundo, resolvió entregarse del todo al servicio divino. No había querido recibir hasta en­tonces las órdenes sagradas a pesar d-í ser canónigo; y una vez recibidas, co­menzó a predicar con gran fervor, y ad­miración de los oyentes, que veían con­vertido en santo misionero al que habían visto cortesano tan liviano y disoluto. Ha­biéndosele juntado trece compañeros, buscó un lugar solitario, áspero y apar­tado que se llamaba Premonstrato, en el obispado de Lauduno, donde asentó los fundamentos de un monasterio; y allí tu­vo su origen la nueva religión que del mismo lugar se llamó Premonstratense, y tomó la regla de san Agustín y el há­bito blanco de los canónigos reglares. En­tabló con sus compañeros una vida muy penitente y más angelical que humana; y el Señor le ilustró con singulares dones

de profesía y de milagros. Mas acompañando en un viaje a Alemania al conde de Champaña, fué elegido muy a pesar suyo pa­ra el arzobispado de Magdebur­go, y conducido con guardias da vista a aquella iglesia, a donde llegó con su pobre hábito y con los pies descalzos, pero con uni­versal aplauso y gozo del clero y del pueblo. Vino a él un día un hombre para confesarse; y aunque llevaba traje de peniten­te, así que el santo le vio, mandó que le quitasen la capa y que mirasen lo que traía y hallaron que iba armado con un puñal pa­ra matar al Arzobispo, como él mismo, lo confesó arrepentido ya

de su pecado. Finalmente habiendo pro­visto de prelado a la religión premonstra­tense, y gobernado 'santísimamente su iglesia de Magdeburgo por espacio de ocho años, a los cincuenta y tres de su vida preciosa entregó su espíritu en las manos del Criador, quedando su santo cadáver sin la menor señal de corrup­ción y expuesto nueve días a la venera­ción del pueblo.

Reflexión: Escribe Paulo Morigia en la Historia del origen de las religiones, cap. 17, que la religión premonstratense cre­ció tanto, que tenía treinta provincias, y en ellas más de mil y trescientos monas­terios, y cuatrocientos de monjas. Pero ¿quién podrá decir la muchedumbre de santos religiosos y las excelentes virtu­des con que han ilustrado a la Iglesia de Dios? Toda esta gloria redunda en alabanza de san Norberto y es fruto de su conversión. Si hubiese permanecido en los peligros de la corte y en la vani­dad del mundo, no hubiera hecho nada, y por ventura se hubiera perdido, y sido causa de la perdición de muchas almas. Convirtióse de veras al Señor, y de ca­ballero mundano, vino a ser gran santo y padre de innumerables santos.

Oración: Oh Dios, que hiciste tan ex­celente predicador de tu divina palabra al bienaventurado Norberto, tu confesor y pontífice, y por su medio te dignaste aumentar tu santa Iglesia con una nueva familia; concédenos por sus merecimien­tos, que practiquemos lo que nos enseñó^ con sus ejemplos y palabras. Por Jesu­cristo, nuestro Señor. Amén.

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San Pedro y cinco compañeros mártires de Córdoba. — 7 de junio ( t 851)

En la sangrienta persecución que suscitó contra los cristianos el rey de los sarracenos Abde-rramán III en Córdoba, capital de su reino en España, entre otros ilustres mártires que dieron su vida en defensa de la fe de Cristo, señaláronse mucho por su admirable valor los santos már­tires Pedro, Walabonso, Sabinía-no, Wistremundo, Abencio y Je ­remías. Pedro fué natural de Eri­ja y ordenado de sacerdote; Wa­labonso era diácono, y nacido en Lipula, lugar llamado hoy Peña-flor; Sabiniano era monje ya en­trado en edad, y natural de Fro-niano en la sierra de Córdoba; Wistremundo era todavía mozo, natural de Ecija y monje en la abadía de san Zoilo; Abencio era hijo de Cór­doba y había tomado el hábito en el mo­nasterio de san Cristóbal; y Jeremías era también natural de Córdoba, casado con Isabel, y hombre muy rico y pode­roso que había fundado el monasterio llamado Tabanense a dos leguas de aque­lla ciudad. Todos estos seis fervorosos va­rones, oyendo que acababan de ser mar­tirizados los santos Isaac y Sancho, se presentaron delante del rey moro y le dijeron: «Nosotros también, oh juez, so­mos cristianos como nuestros hermanos Isaac y Sancho, y tenemos la misma fe, por la cual has mandado darles la muer­te: confesamos como ellos a Jesucristo por verdadero Dios, y afirmamos que vuestro profeta Mahoma es precursor del Anticristo: y decimos que los que profe­san la fe de Jesucristo gozarán de la fe­licidad del cielo, y que los que siguen la falsa doctrina de Mahoma padecerán los eternos tormentos del infierno.» Al oír el tirano tan espontánea y clara confesión, mandó luego prender a les valerosos már­tires y pronunció contra ellos sentencia de muerte, ordenando que fuese cruel­mente azotado el santo viejo Jeremías, por haber blasfemado, como decía el juez, del profeta Mahoma. Azotaron pues con tanto rigor al venerable anciano, que cuando le llevaron a degollar, no podía ir por sus pies. Pero todos los demás ca­minaron al lugar del suplicio con tanta ligereza y alegría de sus almas como si fuesen a un espléndido banquete. San Pe-áro y Walabonso fueron los primeros en ser degollados, y después sus cuatro com­

pañeros, y así dieron todos sus benditas almas a Dios. Tomando después los sayo­nes aquellos sagrados cadáveres los ata­ron a unos palos, y pasando algunos días los quemaron y echaron las cenizas en el río.

Reflexión: Mucho vale una santa y pronta resolución cuando se ve que para ella inspira y anima el Espíritu Santo, como es cierto inspiró a estos gloriosos mártires, para que sin temor alguno de la muerte, todos unidos y conformes, se fuesen a reprender al inicuo juez, que cuatro días antes había quitado la vida al glorioso san Isaac, y después a Sancho y a otros santos mártires. No seamos pues tardos y perezosos en ejecutar la .volun­tad divina cuando se nos manifiesta cla­ramente por las divinas inspiraciones, que todo nuestro provecho o daño espiritual depende de ponerlas o de no ponerlas por obra. Pongámonos delante de los ojos los ejemplos de los santos: los cuales por su fidelidad en poner por obra los altos pensamientos e inspiraciones de la divina gracia, llegaron a ser tan grandes en el reino de los cielos. ¡Oh cómo reprenden y condenan nuestra flojedad y cobardía: ¡Cómo nos cubrirán de vergüenza en el día el Juicio, donde se descubrirá el mal uso que hemos hecho de las inspiraciones de Dios y de los beneficios de la gracia!

Oración: Oh Dios, que nos alegras en la anual solemnidad de tus santos Pedro, Sabiniano y sus compañeros mártires, concédenos propicio que así como goza­mos de sus merecimientos, así nos mova­mos a imitar sus virtudes. Por Jesucris­to, nuestro Señor. Amén.

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San Medardo, obispo de Noyón. — 8 de junio (t 545)

Uno de los más ilustres prelados de la iglesia de Francia en el VI siglo, fué el caritativo obispo san Medardo, el cual na­ció en Salentiaco, posesión muy rica de sus padres, que estaba en la región de No­yón. Desde sus tiernos años fué tan ama­dor de los pobres, que les daba su misma comida y yestido, y un día hasta les dio el caballo de que tenía harta necesidad. Riñeron unos labradores sobre el linde y término de unas tierras que tenían y convinieron en ajusfarlo allí con las ar­mas y las vidas: Medardo que lo supo, se fué con ellos, y viendo una piedra, pu­so el pie sobre ella, y dijo: «Esta piedra es el mojón y término de esta porfía»; y quitando el pie, vieron todos que había quedado estampado en la piedra, con cu­ya maravilla quedaron en paz. Entregá­ronle después sus padres al obispo de Vermandois para que con su doctrina se adelantase en letras y virtud; y habiendo sido ordenado de misa acrecentó su fer­vor: afligía su carne con abstinencias, dejando de comer para hartar a los ham­brientos, sanaba endemoniados, y curaba todas las enfermedades, por lo cual cuan­tos a él venían, hacían a la letra lo que les decía y aconsejaba, como si se lo dijera un ángel del cielo. Murió el obis­po de Vermandois, y luego se oyó la voz común que aclamaba por su obispo a Me­dardo, y aunque el santo rehusó mucho aquella dignidad, al fin, vencido de los ruegos y lágrimas de todo el pueblo, hubo de aceptarla. Habiendo después fallecido el obispo de Tournay, eligieron también al mismo santo, y el rey pidió al pontífice que uniese las dos iglesias para que el

siervo de Dios las gobernase, y así lo hizo, aunque por causa de las irrupciones de los Vándalos tuvo que trasladar el santo la sede a Noyón. Eran los de Tour­nay muy bárbaros e indómitos, de malas costumbres y obstina­dos en sus pecados e idolatrías; mas al fin pudo tanto el santísi­mo obispo con sus suaves y dul­ces razones, que a todos los bau­tizó e hizo buenos cristianos. Y después de haber ganado para Jesucristo innumerables almas, con su predicación y con los grandes milagros que hacía, a ]os quince años de su gobierno des­cansó en la paz del Señor. Los que estaban presentes vieron

muchas luminarias del cielo delante del santo cuerpo, que duraron por espacio de dos horas. Y cuando condujeron el sagra­do cadáver a Soissóns, el mismo rey con otros caballeros llevó las andas sobre sus hombros y le hizo labrar un magnífico sepulcro, el cual fué muy célebre y glo­rioso por los señalados prodigios que obró el Señor por medio de su santo.

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Reflexión: Tal es la honra que merece la santidad aun acá en la tierra. Los pue­blos y los reyes la veneran, y con uni­versal aplauso la ensalzan sobre todas las demás grandezas del mundo. No se con­ceden semejantes obsequios a la opulen­cia, a la sabiduría, a las dignidades y pla­ceres mundanos; porque todos entienden que estas cosas pueden hallarse hasta en un hombre malvado y digno de todo vi­tuperio. Sólo la virtud hace al hombre verdaderamente grande. Pues ¿por qué no hemos de amarla y codiciarla y prefe­rirla a todas las demás cosas? ¿No es ella, como dice el Sabio, incomparable­mente más estimable que el oro, y las piedras preciosas? ¿No es el mayor teso­ro que podemos hallar sobre la tierra, y el único caudal que podemos llevarnos a la eternidad, y el único bien que nos honra en esta vida y que nos hará dig­nos de eterna gloria?

Oración: Concédenos, Señor, que la ve­nerable festividad del bienaventurado Medardo, tu confesor y pontífice, aumen­te en nosotros el espíritu de la devoción y el deseo de la salvación eterna. Por J e ­sucristo, nuestro Señor. Amén.

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Los santos Primo y Feliciano, hermanos, mártires. (t 287)

Los gloriosísimos mártires de Jesucristo Primo y Feliciano fue­ron hermanos y caballeros roma­nos, ilustres por la sangí e, y más ilustres por la fe y confesión del Señor. Habiendo sido acusados por ser cristianos delante de los emperadores, que a la sazón eran Diocleciano y Miximiano, los sa­cerdotes de los ídolos dijeron a los jueces que los dioses estaban tan enojados, que no darían res­puesta a cosa que les pregunta­sen hasta que Primo y Feliciano los reconociesen por dioses y protectores del imperio. Lleva­ron pues a los dos santos al tem­plo de Hércules, y como no qui­siesen sacrificar a su estatua, los azotaron con varas crudamente. Entregá­ronlos después a un gobernador de la ciu­dad Nomentana, que se llamaba Promo­to, el cual los hizo apartar uno de otro para asaltar a cada uno de los dos por sí, pensando con esto poderlos más fácilmen­te vencer. Comenzó pues el procónsul a amonestar a Feliciano, que mirase por su vejez y no quisiese acabar su vida con tormentos atroces y penosos. A lo que respondió el venerable anciano: «Ochenta años tengo cumplidos, y ha treinta que Dios me alumbró y que me determiné a vivir para solo Cristo.» Mandóle el juez azotar cruelmente y le hizo después en­clavar en un palo. El santo mártir mi­rando al cielo, decía: En Dios tengo pues­ta mi esperanza, y no temo mal ninguno que el hombre me pueda hacer. A los cuatro días hizo el juez traer a su tr ibu­nal a Primo y le dijo: «¿No sabes que tu hermano Feliciano está ya trocado y ha obedecido a los emperadores, los cuales le han honrado mucho y admitido en su palacio?» «Yo sé, respondió Primo, los tormentos que ha padecido, y que ahora está en la cárcel gozando de los regalos de Dios, y que no podrás tú apartar con los tormentos a los que Jesucristo ha unido con su amor.» Ordenó el tirano em­bravecido sobremanera, que moliesen a Primo ^on palos nudosos, y le extendie­sen en el ecúleo, y abrasasen sus costa­dos con hachas encendidas. Condenaron después a los dos santos hermanos a las fieras, y echaron a los mártires dos leo-

¿nes ferocísimos, los cuales se arrojaron a sus pies, como dos corderos, lamién­dolos y halagándolos, sin hacerles mal a l ­guno. Entonces alzaron la voz los santos

9 de junio

y dijeron al presidente: «Juez, las fieras reconocen a su Creador; y tú eres tan ciego que no quieres tener por Señor al que te hizo a su imagen y semejanza?» Conmovióse con este prodigio la muche­dumbre que había concurrido al espec­táculo, y convirtiéronse a la fe de Jesu­cristo quinientas personas con sus fami­lias. Y el tirano Promoto, atribuyendo a arte mágica aquellos portentos y cansado ya de atormentar a aquellos fortísimos caballeros de Cristo, los mandó degollar.

Reflexión: La única razón que alega­ban aquellos gentiles para no convertirse al ver los prodigios de los santos mártires era decir que los obraban por arte de encantamiento y virtud diabólica. Ya no creen esto los incrédulos de nuestros días. ¿Pues cómo no se convierten al leer estas maravillas tan repetidas en los mar­tirios de nuestros santos? ¿Cómo no las creen estando acreditadas con el testi­monio de tantos autores así cristianos co­mo paganos, que presenciaron aquellos tan públicos y asombrosos prodigios? Lí­brenos el Señor por su gracia de la ho­rrible ceguedad y dureza de corazón pro­pia de los incrédulos; los cuales ultrajan con gravísima ofensa a la Divinidad, y son dignos de eterno castigo por desoír las voces de la gracia, y despreciar con obstinada voluntad los prodigios de la di­v i t e omnipotencia.

Oración: Concédenos, Señor, que cele­bremos siempre la fiesta de tus santos mártires Primo y Feliciano, y que por su intercesión merezcamos la gracia de tu protección divina. Por Jesucristo, nues­tro Señor. Amén.

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Santa Margarita, reina de Escocia. — 10 de junio (t 1093)

" cho al rey su marido instancias y súplicas para que no fuese a cierta campaña en el condado de Cumberland, y como el rey no quisiese en esto darle gusto y sa­liese a la batalla, se puso la santa reina muy triste y dijo: «Hoy ha sucedido al reino de Es­cocia el mayor mal que podía su­ceder.* Y con brevedad vino la nueva de que el mismo día, fue­ron muertos en el combate el rey y el príncipe Eduardo, su hijo. Cuatro días después estando la santa gravemente enferma, vien­do a su hijo Edgar o que volvía del ejército, le preguntó por su padre y hermano, y como él res­pondiese que quedaban buenos,

ella dando un tierno suspiro, dijo: «¡Ay hijo! que sé muy bien todo lo que ha pa­sado*: y levantando las manos y los ojos al cielo como Job, exclamó: «Gracias te doy, mi Dios, porque al fin de mi vida me has enviado tantas penas, para acri­solarme y purificarme de toda mancha de pecado», y luego invocando y ensal­zando a la Santísima Trinidad, entregó su preciosa alma al Criador.

Reflexión: Por ventura te has maravi­llado de leer como esta santa reina, des­pués de haber pasado su vida en obras de tanta piedad y caridad, hubiese de lamentar la dolorosa pérdida de su espo­so y de su hijo muertos en el campo de batalla. Mas ¿por qué has de asombrarte de esto? ¿No es acaso toda la vida hu­mana un perpetuo combate sobre la t ie­rra, como dice Job? ¿Por ventura el Se­ñor de los ejércitos ha de dar la recom­pensa a sus soldados mientras se hallan todavía luchando en el campamento? No: sino cuando entren por la puerta t r iun­fal del cielo que es su verdadera patria: y entonces es cada uno premiado con­forme a sus méritos, y si a los santos exige el Señor tan grandes pruebas de heroísmo y fidelidad, es porque los t ie­ne destinados a muy grande gloria.

Oración: Oh Dios, que hiciste tan ad­mirable a la bienaventurada Margari­ta, reina de Escocia por la insigne cari­dad que ejerció con los pobres, concéde­nos que por tu imitación y a su ejemplo se aumente perpetuamente en nuestros,^ corazones el amor a tu divina Majestad.^ Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

La piadosísima reina de Escocia santa Margarita fué hija de Eduardo, rey de Inglaterra y de Águeda, hija del empera­dor. Desde su niñez fué dada a todas las obras de caridad con los pobres. Casó con Malcolmo, rey de Escocia; y en el lugar donde se celebraron las bodas fa­bricó una suntuosa iglesia a honra y glo­ria de la Santísima Trinidad, enriquecién­dola con ornamentos de gran precio, con muchos vasos de oro y piedras preciosas. En las demás iglesias del reino dejó tam­bién memoria de su devoción y magnifi­cencia, reparándolas y enriqueciéndolas. Todos sus vasallos la temían y amaban; y cuando salía en público era grande la multitud de viudas, huérfanos y pobres que la seguían como a su madre. Tenía exploradores repartidos por las provin­cias, que mirasen si se hacía alguna in­justicia o inhumanidad, oprimiendo a los inocentes y desvalidos, como suele suce­der, y que lo remediasen todo y en todo se obrase con amor y caridad. Las pr i­meras horas de la noche tomaba breve descanso y luego se levantaba y entra­ba en la iglesia, y rezaba maitines de la Santísima Trinidad, y estos terminados, rezaba el oficio de difuntos. Volvía des­pués a su cuarto y a la mañana lavaba los pies a seis pobres, se los besaba y les daba larga limosna; y antes de sentarse ella a la mesa servía a nueve doncellas huérfanas y a veinticuatro pobres aná§a'-nas. Muchas veces hacía venir a su pa­lacio trescientos pobres, y puesto el rey de una parte, y ella de otra les daban de comer y beber regalada y abundante­mente. Sabedora de lo porvenir, había he-

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San Bernabé, apóstol. —11 de junio (t 62)

El bienaventurado discípulo y mártir de Jesucristo, san Berna­bé, que también en la Escritura se llama José Levita, fué hebreo de nación, de la tribu sacerdotal-de. Leví, y nació -en la isla de Chipre, en la cual sus padres t e ­nían grandes y ricas posesiones. Aprendió en Jerusalén las letras sagradas, en la escuela de Ga-maliel, varón doctísimo y muy versado en la ley de Moisés, y tuvo por condiscípulo a san Es­teban protomártir, y a Saulo, que después se llamó Pablo y fué apóstol y vaso escogido del Se­ñor. En este tiempo vino Cristo nuestro Redentor a Jerusalén, y maravillado Benabé de su celes­tial doctrina, ejemplos y milagros, en­tendió que era el Mesías prometido, y echóse a sus pies; el Señor le bendijo y le contó en el número de los setenta y dos discípulos que le siguieron. Y él, con­forme al consejo evangélico, repartió su hacienda entre los pobres, quedándose con una sola posesión, cuyo precio, des­pués de la Ascensión del Señor, puso también a los pies de los apóstoles. Cuan­do los discípulos huían todavía de san Pablo, porque ignoraban su conversión, san Bernabé se llegó a él, y entendiendo cuan trocado estaba, y lo que le había acontecido yendo a Damasco, le abrazó y lo llevó a los apóstoles y con gran re ­gocijo fué admitido en su compañía. En­viaron los apóstoles a Bernabé a Antio-quía donde estuvo con san Pablo predi­cando por espacio de un año, con tan grande aprovechamiento de los fieles, que dejando el nombre de discípulos y perdiendo el vano temor y respeto del mundo, se comenzaron a llamar cristia­nos. Volviendo después a Jerusalén, se concertaron allí con san Pedro algunos otros apóstoles, para que ellos predica­sen a los hebreos, y Saulo y Bernabé a los gentiles. No es fácil decir los t ra­bajos y presecuciones que padecieron es­tos dos santos por sembrar la doctrina evangélica y plantar a Cristo en los co­razones de los hombres en tantas ciu­dades, islas, reinos y provincias. Y, a lo que escriben graves autores y se saca de firmes testimonios y piedras antiguas, san Bernabé fundó la iglesia de Milán, y es­

t u v o en ella siete años, y fué el primer arzobispo de aquella insigne ciudad.

También se muestra en Brescia el altar donde el santo apóstol decía misa y en otras muchas iglesias se conserva la me­moria de este varón apostólico y compa­ñero de san Pablo. Finalmente hallándose ,en la isla de Chipre, vinieron de Siria unos judíos con intención de perseguirle y darle la muerte; y aunque el santo lo entendió, deseoso ya de juntarse con Je ­sucristo, se entró en la sinagoga para pre­dicar a los judíos; mas éstos, con grande enojo le echaron mano, y le apedrearon, en cuyo martirio dio su espíritu al Señor.

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Reflexión: Aunque san Bernabé no era del número de los doce apóstoles que es­cogió Jesucristo, los primeros santos pa­dres de la Iglesia le dan ya el título de apóstol, no sólo por sus muchos y apos­tólicos caminos y trabajos, sino que tam­bién por haber sido particularmente lla­mado por el Espíritu Santo a aquel sa­grado ministerio. (ACT. APOST. XII , 2).. Honrémosle, pues, como a los doce após­toles que son las doce columnas indes­tructibles de la Iglesia, y despreciando las doctrinas anticatólicas, que son edifi­cios sin fundamento, descansemos con en­tera confianza en la verdad de la Igle­sia católica, sellada con la sangre del Re­dentor, y de sus santos apóstoles y dis­cípulos.

Oración: Oh Dios, que nos consuelas con la intercesión de tu bienaventurado apóstol Bernabé, concédenos benigno, que consigamos por tu gracia aquellos bene­ficios que te pedimos por su ruego. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Juan de Sahagún, confesor. — 12 de junio (t 1479)

píritu de Dios, que compuso las paces, y ablandó los ánimos que habían resistido a la autoridad de tres reyes. En cierta ocasión se imaginó un caballero muy prrincipal que el santo le había injuriado en sus sermones, y bus­có asesinos para que le venga­sen; mas cuando éstos iban a po­ner sus manos sacrilegas en el santo, que salía de la iglesia, quedaron inmobles y pasmados, hasta que reconociendo su culpa se echaron a sus pies para que les perdonase. Pasando por una calle le dijeron que se había caí­do un muchacho dentro de un pozo, y movido el santo por las lágrimas de la madre, echó la

bendición a las aguas del pozo, y subie­ron casi hasta el brocal. Entonces el san­to alargó su correa al niño, el cual asido de ella salió del pozo sin haber recibido daño alguno. Finalmente después de ha­ber convertido a penitencia a innumera­bles pecadores, quiso el Señor que mu­riese este santo por haber predicado con­tra, la deshonestidad, como el Bautista: porque se tiene por cosa cierta que una dama muy principal, de cuyos lazos ha­bía el santo librado a un caballero, le dio un veneno que le causó la muerte. Estuvo su santo cadáver en el féretro a l ­gunos días para satisfacer la devoción de innumerables gentes que acudieron a ve­nerarle, y el Señor acreditó su santidad, con repetidos y grandes prodigios.

Reflexión: No hay duda que arden a veces los odios y enemistades con tan grandes llamas, que no bastan a apagar­las ni la manifiesta sinrazón de tomarse el hombre la venganza por sus propias manos, ni aun el temor de la muerte y del patíbulo. Pero el glorioso san Juan extinguía el fuego de los odios con la sangre de Cristo: porque en efecto, quien considera al divino Redentor perdonando en la cruz a los que le estaban crucifi­cando, o no es cristiano, o debe perdonar también de corazón a sus enemigos.

Oración: Oh Dios, autor de la paz y amante de la caridad, que condecoraste al bienaventurado Juan, tu confesor, con la admirable gracia de componer a los enemistados: concédenos por sus méri­tos e intercesión, que afirmados en tu caridad, no nos separemos de ti por nin-i¡. gún motivo. Por Jesucristo, nuestro Se­ñor. Amén.

El apostólico varón san Juan de Saha­gún, decoroso ornamento de la sagrada orden de Ermitaños de san Agustín, na­ció de nobles padres en la población de Sahagún, que está . en la provincia de León en España. Siendo todavía 'de tier­na edad solía juntar a los otros mucha­chos, y subido a lo alto de una piedra les predicaba con tanto celo y discreción, que todos decían que aquel admirable niño había de ser un apostólico orador. Pasó su mocedad entre los pajes del arzobis­po de Burgos, renunció una canongía, y otros beneficios eclesiásticos; y después de una peligrosísima enfermedad, por cumplir con un voto que había hecho, tomó el hábito de los ermitaños de san Agustín, y fué tan admirable el ejemplo de sus virtudes, que le confiaron los su­periores el cargo de maestro de novicios. Todos los días purificaba su alma con el sacramento de la penitencia, diciendo que ignorando en qué día había de morir, de­bía estar siempre prevenido para la hora de su muerte. Celebraba diariamente la misa con grande ternura y devoción, y antes de comulgar le oyeron decir algu­nas veces: «¡Señor! yo no te puedo r e ­cibir si no te vuelves a la primera espe­cie eucarística.» Y era, como manifestó humildemente al superior, que se le apa­recía Jesucristo en carne humana, unas veces con las señales de la pasión, y otras glorioso. Ardiendo la ciudad en Salaman­ca en una guerra civil, causada por la enemistad de dos familias que habían atraído a sus bandos a la mayor parte de los vecinos, cuando todos respiraban ira y venganza, el santo predicó con tanto es-

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San Antonio de Padua, confesor. — 13 de junio (t 1231)

El maravilloso predicador de Cristo, san Antonio de Padua, nació en Lisboa, cabeza del rei­no de Portugal, y fué hijo de muy nobles y virtuosos padres. Bebió con la leche de su madre la devoción a la Virgen santísi­ma; y a la edad de quince años tomó el hábito en el monasterio de canónigos reglares de san Agustín, donde hizo su profe­sión: mas once años después, pa­só con la venia de sus superio­res a la religión seráfica, lleva­do del deseo de convertir a los moros y derramar su sangre por Jesucristo. Pero el Señor que le destinaba a otro apostolado, le envió en África una grave en­fermedad; y para cobrar salud se embar­có con rumbo a España, mas por vien­tos contrarios fué llevada la nave a Ita­lia. Mandóle su seráfico padre san Fran­cisco, que leyese teología en las ciudades de Montpellier en Francia, y de Bolonia y Padua en Italia, y le encomendó des­pués el oficio de predicar. Eran sus pa­labras como unas llamas de fuego que abrasaban los corazones, y como Dios las confirmaba con grandes prodigios, fue­ron innumerables los herejes y pecado­res que convirtió así en Francia como en Italia. Una vez, disputando con un he­reje llamado Bonibillo que negaba la presencia de Cristo en la Eucaristía, h i ­zo que la muía del hereje, a pesar de haber estado tres días sin comer, dejase la cebada que le ponían delante, para arrodillarse delante del santísimo Sacra­mento; con este milagro se convirtió aquel principal maestro de los herejes. Otra vez estando en la ciudad de Armi­ño, para confundir a los herejes que no querían oirle, se llegó a la ribera del mar, a predicar a los peces, a los cuales, asomando del agua les echó su bendi­ción. Convidáronle un día unos herejes a comer y le pusieron ponzoña en el plato; y el santo les afeó aquella maldad, pero haciendo la señal de la cruz sobre el manjar, comióle sin recibir del veneno le­sión alguna. Aconteció muchas veces que predicando en una lengua le entendían los oyentes de diferentes naciones y len­guas, como si predicara en la de cada ^vno, y aun fué oído dos milas lejos de donde predicaba. Era tanta la gente que acudía a sus sermones, que no cabiendo

en los templos se salían a los campos. Acechó una noche al santo el huésped que le había recibido en su casa, y yió en su aposento una gran claridad, y el Niño Dios hermosísimo y sobremanera gracioso encima de un libro, y después en los brazos de san Antonio, y que el santo se regalaba con él sin apartar los ojos de su divino rostro. Finalmente a los diez años de sus apostólicos ministe­rios, acabó su vida llena di virtudes, y en la ciudad de Padua entregó su alma bienaventurada al Señor.

Reflexión: Entre los milagros con que Dios ilustró a este santo gloriosísimo, es muy digno de mención el que aconteció treinta y dos años después de su muerte, en la traslación de su sagrado cuerpo. Porque se halló entre los huesos de la boca la lengua tan entera y fresca como si estuviera viva: y tomándola en las manos san Buenaventura, que era a la sazón Ministro general de la orden de san Francisco, bañado en lágrimas ex­clamó: «¡Oh lengua bendita! que siempre alabaste a Dios, y fuiste causa de que tantos le alabasen: bien se ve ahora de cuánto merecimiento eres delante del Criador, que para tan alto oficio te ha­bía formado!» Empleemos también la nuestra en alabar al Señor; ya que es éste el mejor uso que podemos hacer de ella.

Oración: Haz, Señor Dios mío, que la solemne festividad de tu confesor An­tonio regocije toda la Iglesia, para que fortificada con los socorros espirituales, merezca disfrutar los gozos eternos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Basilio Magno, doctor de la iglesia y obispo. — 14 de junio (t 379)

Toda la antigüedad ha dado a san Ba­silio el título de Magno, porque en él, todas las cosas fueron grandes: grande su ingenio, grande su elocuencia, gran­de sus milagros. Nació en Cesárea de Ca-padocia y fué hijo de san Basilio y de santa Emilia, nieto de santa Macrinia, hermano de san Gregorio Niseno, de san Pedro de Sebaste y de santa Macrina la joven. Aprendió las letras humanas pr i­mero en Cesárea y después en Constan-tinopla y en Atenas, que era a la sazón madre de todas las ciencias; donde tra­bó muy estrecha y cordial amistad con Gregorio Nazianzeno, porque eran los dos muy parecidos no menos en el inge­nio que en la virtud. Allí alcanzó fama de varón sapientísimo en todo género de letras, y las enseñó con grande aplauso. Convirtió a Eubulo su maestro; y los dos fueron a Jerusalén a visitar los santos lugares, y bautizarse en el Jordán. Al tiempo que Máximo, obispo de Jerusalén. bautizaba a Basilio, bajó una llamarada de fuego del cielo y de ella salió una pa­loma que tocó con sus alas las aguas, y luego voló a lo alto, dejando llenos de admiración y temor a los que estaban presentes. Ordenado de presbítero en Ce­sárea, se retiró por no ser compelido a aceptar la dignidad de obispo, a un de­sierto del Ponto, y allí vivió algunos años en compañía de san Gregorio Nazianze­no, con un género de vida tan admirable que más parecían ángeles que hombres. Mas como en tiempo del emperador Va-lente, arriano, la herejía como furioso in­cendio abrasase todo el Oriente, y en Ce­sárea hiciese grandes estragos, salió el

santo de su yermo para oponerse a los herejes. En esta sazón mu­rió el obispo de Cesárea; y todo el clero y pueblo aclamó por su pastor a san Basilio. En una ham­bre cruelísima que sucedió, ven­dió el santo todas sus posesiones, y predicó de la limosna en los templos, plazas, calles y casas de los ricos, con que alivió aquella extremada necesidad. Edificó pa­ra los pobres un hospital tan in­signe y suntuoso, que se podía contar entre las maravillas del mundo, como escribe el Nazian­zeno. Habiendo rogado a Dios que atajase los pasos del empe­rador Juliano el Apóstata, que intentaba matarle y destruir toda

la Iglesia de Cristo, fué aquel impío ti­rano muerto en la guerra de Persia: y queriendo el emperador Valente deste­rrar al santo, al tiempo de firmar el de­creto, la silla en que estaba se quebró, la pluma no dio tinta, aunque la mudó tres veces, y el brazo comenzó a tem-blarle como si estuviera tocado de perle­sía. Entonces se rindió y rasgó el decreto. La penitencia de san Basilio era más admirable que imitable, y estaba tan flaco que no parecía tener más que la piel y los huesos. Finalmente después de haber gobernado santísimamente su Igle­sia ocho años, obrado estupendos milagros y escrito admirables libros, murió a los cincuenta y un años de su edad.

Reflexión: Las alabanzas que dan a san Basilio los santos doctores Gregorio Na­zianzeno, Gregorio Niseno, Efrén y otros, son tantas y con tan grande encareci­miento, que ellas solas bastan para en­tender la estimación y veneración con que hemos de horarle e imitarle. Siga­mos pues los ejemplos y doctrinas de es­te gran doctor de la Iglesia tan lleno de espíritu de Dios, y andaremos seguros por el camino de nuestra eterna salud sabiendo de cierto que agradamos a nues­tro Señor, el cual para nuestra enseñan­za le hizo tan sabio y tan santo.

Oración: Suplicárnoste, Señor, que oi­gas las oraciones que te ofrecemos en la solemne fiesta de tu bienaventurado sier­vo y confesor Basilio, librándonos de nuestros pecados por la intercesión y mé t ritos del que te sirvió con tanta fidelidad Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Los santos Vito, Modesto y Crescencia, mártires. — 15 de junio (t 303)

Nación el glorioso niño san Vi­to en la ciudad de Mazara, que está en el reino de Sicilia, de pa­dres muy ricos y poderosos, pe­ro gentiles: mas el niño fué bau­tizado secretamente y bien ense­ñado en las cosas de la fe de J e ­sucristo por Crescencia, que ha­bía sido su ama de leche, y por Modesto, marido de Crescencia, < el cual era también muy fervo­roso cristiano. Siendo ya Vito de doce años, el prefecto de Sicilia que había tenido noticia de la fe y religión que ocultamente pro­fesaba, llamó al padre de Vito para que le redujese al culto de los ídolos, amenazándole que co­rría peligro de muerte si no sa­crificaba a los dioses. Tentó el padre gen­til los medios blandos y aun los halagos de unas doncellas deshonestas para salir con su intento, y viendo que nada apro­vechaba para apartarle de la fe, le en­tregó inhumanamente al prefecto Vale­riano para que ejerciese en él su rigor. Mas como Modesto y Crescencia supiesen aquella bárbara resolución del padre, to­maron a Vito y fuéronse con él al mar, y entrándose en un navio que allí encon­traron aprestado, pasaron al reino de Ñapóles para librarse de la persecución. Tampoco hallaron aquí la seguridad que buscaban; porque habiendo sido acusa­dos por la profesión de su fe, fueron pre ­sos y cargado de cadenas. Mandó des­pués el tirano ponerles en la catasta (que era un tablado alto y eminente, en que se extendía y atormentaba a los santos mártires con varios instrumentos y pe­nas) ; y les descoyuntaron los miembros, rasgaron y despedazaron sus benditos cuerpos. Y como perseverasen firmes en la cárcel amenazándoles con otros horri­bles suplicios, echaron a Vito un león ferocísimo para que le despedazase, y como si fuera un manso cordero cayó a los pies del santo niño, y halagándole, se los lamía. Entonces dijo Vito al tirano: «¿No ves cómo las fieras se amansan y olvidadas de su crueldad natural reco­nocen y obedecen a su Señor, y tú le des­conoces y desobedeces?» Convirtiéronse a la fe de Cristo gran número de los que estaban presentes a este espectáculo; pe-Vo el desventurado gobernador estaba tan empedernido, que ni las palabras del

santo niño ni los milagros que veía, bas­taron para ablandarle; y así probó en vano a aquellos mártires con otros cruelí­simos tormentos, en los cuales perseve­rando firmes hasta la muerte alcanzaron la gloriosa palma del martirio.

* Reflexión: ¿Quién no ve en este mar­

tirio de san Vito la omnipotencia de Dios, que en un flaco y delicado niño de doce años, así triunfó de los tormentos, de la muerte y de todo el poder del infierno? ¿Quién temerá su flaqueza o desmayará, considerando la virtud del Señor? Y ¿quién se fiará de amor de padre o de otro hombre, si no es fiel a Dios, viendo como el mismo padre de san Vito, fué co­mo su verdugo y causa de su martirio? Deben los hijos estar sujetos y rendidos a la voluntad de sus padres, en todas las cosas que no sean pecado; pero no han de obedecerles si les mandan cosas malas, y manifiestamente contrarias a la voluntad divina. En este caso, el hijo que obedece al malvado padre, no merece te­ner por padre a Dios.

Oración: Suplicárnoste, Señor, que por < la intercesión de tus santos mártires Vi­

to, Modesto y Crescencia, concedas a to­dos los fíeles un santo horror a la mun­dana sabiduría, y gracia para hacer cada día nuevos progresos en aquella santa humildad que. tanto te agrada; a fin de que huyendo y menospreciando todo lo malo, se apliquen libre y generosamente a todo lo bueno. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Juan Francisco de Regis, confesor. — 16 de junio (t 1640)

multiplicó tres veces el trigo des­tinado para el sustento de los po­bres. Había íundado en varias principales ciudades, algunas ca­sas de recogimiento para las mu­jeres arrepentidas: no es fácil decir los malos tratamientos que por esta causa padeció; porque fué calumniado, abofeteado, azo­tado, arrastrado y no pocas ve-

* ees perseguido de muerte. Lla­máronle una vez unos hombres de vida licensiosa diciendo -que se querían confesar con él: mas el santo sabiendo por divina r e ­velación que llevaban intención de matarle, les habló con tanto espíritu de Dios, que en efecto confesaron con grande senti­

miento y lágrimas sus pecados. Finalmen­te después de haber convertido a peni­tencia a innumerables herejes calvinis­tas y pecadores, y alcanzándoles la gra­cia señaladísima de la perseverancia, a los cuarenta y cuatro años de edad des­cansó en la paz del Señor. Su muerte fué muy llorada de todos, especialmen­te de los pobres, de los cuales siempre iba rodeado diciendo que eran la porción más escogida del rebaño de Jesucristo.

Reflexión: El Señor ha querido ilus­t rar el sepulcro de san Juan Francisco de Regis con innumerables y estupendos prodigios. La aldea de Lalovesco, donde se halla, es ya una crecida población, cé­lebre por el concurso de peregrinos que acuden de muchas provincias para hallar remedio en toda suerte de enfermedades: y el feliz suceso de tantas curaciones mi­lagrosas que el santo está obrando, atrae peregrinos de muchas otras regiones apartadas. Al pie de aquel famoso sepul­cro pueden también hallar seguramente los incrédulos, la fe y la salud de sus al­mas, viendo por sus ojos las maravillas que obra el Señor para acreditar la glo­ria de aquel gran santo.

» Oración: ¡Oh Dios! que adornaste con una admirable caridad, y con una inven­cible paciencia a tu confesor el bienaven­turado Juan Francisco, para que pudiese sufrir tantos trabajos por la salvación de las almas; concédenos benigno, que ense­ñados de sus ejemplos y protegidos con su intercesión, merezcamos el premio de la vida eterna. Por Jesucristo, nuestra Señor. Amén.

El fervorosísimo misionero de los po­bres Juan Francisco de Regis, de la Com­pañía de Jesús, fué natural de una aldea de Francia lamada Fontcuberta, que está en el obispado de Narbona. Nació de pa­dres nobles y ricos, y desde su niñez fué muy inclinado a socorrer a los po­bres. Habiendo entrado en la Compañía de Jesús a los diez y nueve años de su edad, hizo tales progresos en la virtud, que le llamaban la Regla viva de san Ig­nacio. Bien enseñado en las letras huma­nas y divinas y ordenado de sacerdote fué destinado al apostólico ministerio de evangelizar a los pobres. Predicaba dos y tres veces cada día; dormía dos o tres horas en el duro suelo, su ordinario ali­mento era pan y agua, y en los diez ú l ­timos años de su vida jamás se desnudó el áspero cilicio con que traía afligida su carne. Partíase a sus misiones en tiempo de hielos muy rigurosos, llegándole la nieve algunas veces a la rodilla y a la cintura: pero como él estaba tan abra­sado de amor de Dios y deseoso de pade­cer por la eterna salud de las almas, todo lo llevaba en paciencia y con alegría. Ja ­más fueron parte para estorbar sus in­tentos los rigores del frío, los vientos, los precipicios y la aspereza de las montañas. No hubo pueblo, aldea, choza ni cabana en los obispados del Puy, Viena, Valen­cia y Viviers, donde no predicase la di­vina palabra. En Fai dio vista a dos cie­gos; en Marlhes libró a un furioso ende­moniado, en Montfaucon asistió con ad­mirable caridad a los apestados y por sus oraciones cesó el contagio; y en una gran­de hambre y carestía que afligió en Puy

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San Avito, abad de Micy. — 17 de junio ( t 530) ^

El religiosísimo abad de Micy san Avito fué hijo de un pobre labrador del territorio de Or-leans. Habiendo visto algunos monjes de la abadía de Micy, se echó a los pies del abad san Mes-mino y le suplicó con los ojos l le­nos de lágrimas se dignase darle el sagrado hábito o por lo menos recibirle como criado de su mo­nasterio, añadiendo que antes se dejaría morir allí que volverse al mundo. Viendo el abad aquella humildad y resolución del fer­voroso mancebo, le admitió y contó entre sus hijos. Nombróle procurador del monasterio; y él sustentaba con mucha caridad a los pobres que se llegaban a la puerta, con lo cual merecía que el Señor lloviese sus bendiciones sobre aquella sa­grada comunidad. Mas al poco tiempo movido de Dios se retiró con licencia de su santo abad, a un bosque muy solita­rio que estaba no lejos de allí y se l la­maba el desierto de Soloña. Por este tiempo pasó de esta vida mortal a la eterna son Mesmino; y por voz común de todos los monjes y del obispo de Or-leans, el glorioso san Avito fué nombra­do superior de aquellos religiosos; mas como el santo se iuzgase indigno de aquel cargo, dejó su renuncia por escrito, y llevando consigo a uno de sus monjes se retiró secretamente a otro desierto lla­mado de la Percha. Allí dio habla a un mudo de nacimiento, y corriendo de boca en boca la noticia de este prodigio, con­currían de todas partes las gentes a vi­sitarle y porque muchos querían acom­pañarle en aquella soledad, labró un mo­nasterio que se llamó después el monas­terio de san Avito, donde se vieron los admirables ejemplos que habían dado los discípulos de san Antonio en Oriente. De­jó algún tiempo el santo abad un retiro para ir a Orleans donde le llamaba el bien de las almas, y habiendo alumbra­do allí a un ciego de nacimiento, el go­bernador de la ciudad para celebrar este y otros prodigios del varón de Dios man­dó abrir las cárceles y dar libertad a los presos. Volviendo Avito a su convenio, halló en el féretro a su discípulo que ha­bía traído consigo del monasterio de san ?j[esmino, e hincándose de rodillas dijo al cadáver: «Yo te mando en nombre de Dios todopoderoso que te levantes.* Y

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ir alzándose el difunto, arrojóse a los pies i- del santo y fué con él a dar gracias a io Dios. El glorioso san Lubin, obispo de le Chartres, asegura que oyó este prodigio i- de boca del mismo monje resucitado, el i- cual sobrevivió muchos años a nuestro :e santo. Finalmente lleno de méritos y vir-la tudes, a la edad de sesenta años> entregó in su purísima alma al Señor. :- Reflexión: De varios santos leemos que i- han alcanzado con su autoridad y sus is prodigios la libertad de los presos, y des-el de los días de san Pablo que libró de y la servidumbre el esclavo Onésimo y le ss llamó con el dulce nombre de hermano, i- hasta la obra de la Redención de Cauti-m vos y actual rescate de los esclavos de 2a África, siempre se ha mostrado la Re-í- ligión cristiana amiga y favorecedora de i- la libertad. ¿Sabes por qué? Porque pa­rí- ra obligar a los hombres al cumplimien-o- to de sus deberes, tiene medios más efi-s- caces que los recursos de la fuerza y de os la violencia de que ha de echar mano os la justicia humana: pues ésta sólo pue-e- de atar los brazos del cuerpo; mas la r e -ro ligión ata hasta los malos deseos del el alma. Por esta causa vemos que los que a- temen solamente a la justicia de los hom-o- bres se ríen de ella muchas veces, mas íte el que teme a Dios, tiembla de sus ame-n- nazas, porque sabe que es imposible es-Ios caparse de las manos divinas, io, Oración: Suplicárnoste, Señor, que nos ta- recomiende delante de ti la intercesión an del bienaventurado san Avito para que al alcancemos por su patrocinio lo que no de podemos conseguir por nuestros méritos. Y Por Jesucristo, nuestro Señor. Amen.

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San Marcos y san Marceliano, hermanos mártires. — 18 de junio ( t 286)

los dos santos hermanos se de­terminaron a morir, y los que estaban presentes se convirtieron a la fe del Señor, y fueron com­pañeros en el martirio de aque­llos mismos a quienes antes con palabras, llantos y gemidos per­suadían a adorar los falsos dio­ses. Y así pasado el término de los treinta días, un juez llamado Fabián, que había sucedido a Cromacio, y era hombre cruelí­simo, mandó atar a los santos hermanos en un madero y encla­var en él sus pies con duros cla­vos. En este tormento estuvieron un día y una noche, alabando al Señor y cantando a versos algu­nos salmos, repitiendo con singu-

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Los valerosos y nobles caballeros de Jesucristo, Marcos y Marceliano, fueron romanos y hermanos de un vientre y de ilustre sangre, e hijos de Tranquilino y de Marcia, personas muy ricas y prin­cipales. Eran cristianos y ya casados, y con hijos. Mandólos prender por la fe de Cristo, Cromacio, prefecto de Roma, y les condenó a gravísimos tormentos y a ser después degollados, si dentro de treinta días no volvían en sí obedeciendo al mandamiento imperial y adorando a los dioses del imperio. En este espacio de tiempo no se puede fácilmente creer las máquinas que usó el demonio para derribarlos, las batallas que tuvieron, la batería .y asaltos que les dieron su padre y su madre, sus mujeres e hijos, sus deu­dos, amigos y conocidos que eran mu­chos, por ser los santos mártires perso­nas de tanta calidad y estima. El glorio­so san Sebastián, que era a la sazón ca­ballero de la corte imperial, y encubría exteriormente su fe para ayudar mejor a los cristianos perseguidos, se halló pre ­sente a todos estos encuentros y comba­tes: y viendo que las entrañas de Mar­cos y Marceliano se ablandaban, con las lágrimas de sus padres, esposas e hijos, juzgó que era tiempo de declarar lo que tenía encerrado en su pecho, y manifes­tar que era cristiano, para que los dos hermanos no lo dejasen de ser; ni deja­sen de exponer su cuerpo a la muerte por la fe de Jesucristo. Entonces les ha­bló tan altamente de la brevedad, fragi­lidad y engaños de esta vida mortal, y de la certidumbre y gloria de la *bien-aventuranza de que presto gozarían, que

lar afecto y ternura aquellas palabras del real Profeta: «¡Oh! ¡qué buena y qué alegre cosa es habitar dos hermanos en uno!» Finalmente, espantado el juez de la fortaleza y perseverancia de los dos sanaos hermanos, que en lugar de desear verse libres de aquellos grandes tormen­tos, le pedían que les dejase morir allí unidos de aquella manera en le amor de Jesucristo, mandó que los alanceasen y con este género de muerte dieron sus almas a Dios.

Reflexión: Has visto como estos dos santos hermanos movidos por la falsa compasión de los que les amaban con solo el amor de la carne y sangre, llega­ron a blandear con sumo riesgo de per­der la fe y la palma del martirio. ¡Alerta pues con las seducciones del amor carnal, y de las amistades y respetos mundanos! Porque si por una criminal condescen­dencia llegases a perder la amistad de Dios, el alma y el cielo; ¿por ventura po­drían tus deudos o amigos librarte del infierno? Y aunque ellos también se con­denasen, ¿acaso podrían darte allí algún alivio o consuelo con su presencia y mal­dita compañía? Deja pues su amistad, si no puede compadecerse con la amistad de Dios. Un corazón magnánimo no ha de temer a ningún hombre: solo ha de temer a Dios omnipotente.

Oración: Concédenos, oh Dios todopo­deroso, que pues celebramos el naci­miento para el cielo de tus santos márti­res ' Marcos y Marceliano, seamos libres por su intercesión de todos los males qu^ nos amenazan. Por Jesucristo, nuestrG Señor. Amén.

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Los santos hermanos Gervasio y Protasio, mártires. —19 de junio (t Siglo I)

Habiendo descubierto san Am­brosio por divina revelación los sepulcros de estos santos márt i ­res de Milán, halló a la cabecera una escritura con estas palabras: «Yo, Filipo, siervo de Cristo, en compañía de mi hijo hurté los cuerpos de estos santos, y dentro de mi casa los sepulté. Su madre se llamó Valeria, y Vital su pa­dre. Nacieron de un parto, y l la­máronlos Gervasio y Protasio. Siendo ya difuntos sus padres, y habiendo sucedido ellos abintes-tato en sus bienes, vendieron la ¡ *. casa propia en que habían na- •*"* cido y toda su hacienda, y repa í - j tieron el precio de ella a los po- j_ bres y a sus esclavos, dándoles libertad. Diez años vacaron a solo Dios, dándose a la lección y a la oración, y al onceno, alcanzaron la corona del martirio. A esta .sazón pasó por Milán el general Astasio que iba a la guerra contra los bárbaros: saliéronle al camino los sacer­dotes de los ídolos, y dijéronle que si que­ría alcanzar victoria de sus enemigos apre­miase a Gervasio y Protasio, que eran cris­tianos, para que sacrificasen a los dioses inmortales, los cuales«estaban de ellos tan enojados, que no querían hacer a los pue­blos el favor que solían con sus oráculos. Mandóles Astasio buscar y prender, y ro­góles que le hiciesen placer de ofrecer con él sacrificio a los dioses, para que prospe­rasen su jornada y tuviese buen suceso aquella guerra: a lo que respondió Gerva­sio: «la victoria ¡oh Astasio! la da del cie­lo el Dios verdadero y no las estatuas vanas y mudas de los dioses.» Enojóse Astasio sobremanera con esta respuesta, y mandóle luego azotar y herir con plo­madas fuertemente hasta que allí mu­riese; y con este tormento Gervasio dio su espíritu al Señor. Quitado de aquel lugar el cadáver, hizo llamar a Protasio y di jóle: «¡Desventurado y miserable! mira por ti, y no seas loco como tu her­mano.» Respondió Protasio* «¿Quién de los dos es miserable, tú que me temes a mí, o yo que no te temo a ti, ni hago caso de tus dioses ni de tus amenazas?» Al oir el general estas palabras mandóle mo­ler a palos con unos bastones nudosos, y le dijo: «¿Quieres perecer como tu her­mano?* El santo respondió: *No me eno-Jo contigo porque mi Señor Jesucristo no abrió su boca contra los que le cruci­

ficaron: te tengo lástima y te perdono porque no sabes lo que haces.» Finalmen­te el general le hizo degollar, y mandó arrojar los sagrados cadáveres de los dos hermanos en un muladar. Y yo Filipo, siervo de Cristo, con mi hijo tomé de no­che los cuerpos de estos santos y los l le­vé a mi casa y siendo Dios solo testigo los puse en un arca de piedra.»

é Reflexión: Habiéndose aparecido los

santos a san Ambrosio, arzobispo de Mi­lán, convocó éste a todos los obispos co­marcanos, y cavando la tierra en el lu­gar señalado que estaba en la iglesia de san Nábor y san Félix, hallaron el arca de piedra. La abrieron, y vieron los cuer­pos de los mártires, y el fondo del se­pulcro lleno de sangre, exhalando un ma­ravilloso olor qué se extendió por toda la iglesia, e ilustrándoles el Señor con estu­pendos milagros, señaladamente dando vista a un ciego muy conocido en toda aquella ciudad de Milán. Boguemos al Señor que estos auténticos prodigios re ­feridos largamente por san Ambrosio que los presenció, abran los ojos de nuestra alma para ver con mayor luz del cielo la divinidad de la fe por la cual dieron sus vidas tan ilustres mártires.

Oración: ¡Oh Dios! que cada año nos alegras con la festividad de tus bienaven­turados mártires Gervasio y Protasio; asístenos con tu gracia para que nos in­flamen con sus ejemplos estos santos de cuyos méritos nos alegramos. Por Jesu-criío, nuestro Señor. Amén.

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San Silverio, papa y mártir. — 20 de junio (t 538)

El glorioso pontífice y mártir san Sil­verio fué natural de la campaña de Ro­ma, e hijo de Hormisdas, el cual ha­biendo enviudado, se ordenó de Diácono de la iglesia Romana, y fué elevado des­pués a la cátedra de san Pedro. No as­cendió su hijo Silverio al sumo pontifi­cado con puras y santas intenciones; mas apenas se vio sentado en la Silla apos­tólica sintió trocársele el corazón, lloró con amargas lágrimas su ambición pa­sada, edificó toda la cristiandad con el ejemplo de sus santas costumbres, y pro­tegió la Iglesia de Dios hasta dar la vida en su defensa. Porque pretendiendo la emperatriz Teodora, que era hereje, res­tituir la silla de Constantmopla a Anti-mo, cabeza de los herejes eutiquianos, quiso que san Silverio, con su autoridad apostólica le volviese a aquella iglesia," y aun escribió a Belisario, general de sus tropas, que en caso que san Silverio se resistiese, le privase del pontificado. Pro­puso, pues, Belisario al pontífice lo que la emperatriz ordenaba, y el santo no hizo ningún caso de ello; sino que con gran constancia respondió que antes per­dería el pontificado y la vida, que res­tituir a la silla de Constantmopla a un hereje impenitente y justamente conde­nado. Al ver Belisario lo poco que po­dían los fieros y amenazas con el santo pontífice, no quiso poner en él las manos sin algún justo o aparente pretexto. En­tonces la mujer de Belisario, llamada An-tonina, concertó con los herejes una gran maldad, fingiendo algunas cartas como escritas en nombre de Silverio a los go­

dos, en que les prometía que si llegaban a Roma les entregaría la ciudad y al mismo Belisario que en ella estaba. Llamaron des­pués Belisario y Antonina a su palacio al santo pontífice, y ha­biendo entrado, detuvieron a la otra gente que le acompañaba; y llegado al aposento donde estaba Antonina en la cama y Belisa­rio a su cabecera, la descom­puesta y loca mujer comenzó a dar voces contra el santo pontí­fice como si fuera un traidor que los quería vender y entregar en manos de sus enemigos; y dicien­do y haciendo le despojaron de su hábito pontifical y le vistieron de monje, y con buena guardia

le enviaron desterrado a Patara de Licia. Y aunque a suplicación del obispo de aquella ciudad, el emperador Justiniano le mandó volver a Roma, pudieron tanto los herejes con Belisario, que luegr> des­terró al santo a una isla desierta del mar de Toscana, llamada Palmaria, donde afligido y consumido de pobreza, calami­dades y miserias vino a morir.

Reflexión: Caso extraño y lastimoso parece que nuestro «Señor haya permitido que se tratase con tanto desacato a un vicario suyo en la tierra, pero debemos reverenciar sus secretos. Con estas cala­midades quiso hacer santo a Silverio y honrarle como mártir con corona de eter­na gloria; y a los que pusieron en él las manos les castigó severamente, porque Belisario que había sido uno de los más famosos capitanes del mundo perdió la gracia del emperador y fué despojado de su dignidad y hacienda; Teodora, la em­peratriz, fué descomulgada y murió infe­lizmente, y Justiniano el emperador que era católico, cayó en la herejía de los monotelitas, y los Hunos, gente fiera y bárbara, le hicieron cruel guerra en Oriente, y los godos tornaron a hacerse señores de Roma, en castigo de lo que se había hecho contra el pontífice. ¡Así suele nuestro Señor castigar aun en esta vida con poderosa mano a los perseguidores de su santa Iglesia!

Oración: Oh Dios omnipotente, mira compasivo nuestra humana fragilidad; y por la intercesión de tu bienaventurado pontífice y mártir Silverio, alivíanos del peso de nuestras miserias. Por Jesucristo; nuestro Señor. Amén.

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San Luis Gonzaga. -(t 1591)

El angelical patrón de la ju­ventud san Luis Gonzaga nació en Castellón, y fué hijo primogé­nito de don Ferrante Gonzaga, príncipe del imperio y marqués de Castellón, y de doña María Tana Santena de Chieri del Pia-monte, dama muy principal y muy favorecida de la reina doña Isabel, mujer del rey don Fe­lipe II. Criáronle sus padres con gran cuidado como heredero suyo y de otros dos tíos suyos, en cu­yos estados había de suceder. Siendo de cinco años, y tratando con los soldados de cosas de gue­rra con más ánimo que discre­ción, disparó un arcabuz y se quemó la cara, y otro día estuvo en peligro de perder la vida por poner fuego a un tiro pequeño de artillería. Entonces se le pegaron algunas palabras desconcertadas, que oía decir a los sol­dados sin entender lo que significaban, pero siendo avisado y reprendido por su ayo nunca jamás las dijo, y quedó de esto tan avergonzado, que tuvo éste por el mayor pecado de su vida. Siendo ya de ocho años se crió en la corte del duque de Toscana e hizo voto de perpetua vir­ginidad ante la imagen de la Anunciada, y tuvo un don de castidad tan perfecta, que, como aseguraba el santo cardenal Belarmino, que le confesó generalmente, jamás sintió estímulo en el cuerpo ni imaginación torpe en el alma, a pesar de ser, de su natural, sanguíneo, vivo y amo. roso. No dejaba él de ayudarse para con­servar aquella preciosa joya, refrenando sus sentidos, y llevando bajos los ojos, sin mirar jamás el rostro a las damas, ni a la emperatriz, ni aun a ' su propia ma­dre. Ayunaba tres días por semana, traía a raíz de las carnes las espuelas de los caballos y se disciplinaba rigurosamente. Comulgando la fiesta de la Asunción en el colegio de la Compañía de Jesús de Madrid, oyó una voz clara y distinta que le decía se hiciese religioso de la Com­pañía de Jesús. No se puede creer los medios que tomó su padre para divertir­le de su vocación; mas después de muchas y recias batallas, rindió el santo joven el corazón del padre y renunciando sus es­tados en favor de su hermano Rodolfo, °ntró en el noviciado de san Andrés de

'Roma, a la edad de diez y ocho años no cumplidos. Entonces resplandecieron con

21 de junio

toda su claridad celestial las virtudes de aquel angelical mancebo. Era tan dado a la oración que parece vivía de ella, y preguntado si padecía en ella distraccio­nes, dijo al superior que todas las que había padecido en el espacio de seis me­ses no llegarían a tiempo que es menes­ter para rezar un Ave María. De sólo oir hablar de amor divino se le encendía sú­bitamente el rostro como un fuego, y cuando oraba delante del santísimo Sa­cramento, parecía un abrasado serafín en­carne mortal. Finalmente habiendo asis­tido a los pobres enfermos de mal conta­gioso, fué víctima de su ardentísima ca­ridad, y como tuviese revelación del día de su muerte, cantó el Te Deum lauda-mus, y besando tiernísimamente el cru­cifijo, dio su bendita alma al Criador, siendo de edad de veintitrés años.

Reflexión: El sumo pontífice Benedicto XIII, que puso al bienaventurado Luis en el catálogo de los santos, lo declaró también patrón y ejemplar de la juven­tud estudiosa. Mírense pues en este ce­lestial espejo todos los jóvenes cristia­nos, y aprendan de él a conservar la ino­cencia de su alma, y, si la han ya perdido, a compensar con la penitencia la pérdida de joya tan preciosa.

Oración: ¡Oh Dios! repartidor de los dones celestiales, que juntaste en el an­gelical mancebo Luis una grande inocen­cia de alma con una maravillosa peniten­cia: concédenos por su intercesión y por sus merecimientos, que imitemos en la penitencia al que no hemos imitado en la inocencia. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Paulino, obispo de Ñola. — 22 de junio (t 431)

El santísimo obispo de Ñola san Pau­lino fué de nación francés, y nació de padres muy nobles y ricos en la ciudad de Burdeos. Tuvo por maestro a Ausonio Galo, excelente poeta y muy estimado en aquellos tiempos; y llegado a la edad competente, se casó con una señora muy principal llamada Terasia, y como todos tenían en él puestos los ojos así por su sangre como por sus letras, riquezas v loables costumbres, llegó a ser cónsul y prefecto de la ciudad de Roma. No tuvo hijos de su mujer y así propusieron los dos esposos, tocados de Dios, vivir como hermanos, y se vinieron a España y es­tuvieron algún tiempo en Barcelona, don­de por aclamación del pueblo, el obispo Lampio, contra la voluntad del santo, que quería servir a la Iglesia de sacristán, le ordenó de sacerdote, como el mismo san­to lo refiere en sus escritos. Habiendo repartido a los pobres todos sus bienes, se retiró con su esposa a un campo de la ciudad de Ñola, donde vivían en hábito y profesión de monjes; mas como ya la fama de sus virtudes se hubiese exten­dido por toda aquella tierra, en muriendo el obispo de Ñola, le compelieron a acep­tar él gobierno de aquella Iglesia, donde edificó a todos no menos con sus admira­bles ejemplos, que con su celestial doc­trina. Envióle a llamar al emperador Ho­norio para un concilio que se juntaba so­bre ciertos negocios tocantes a la quietud de la Iglesia, llamándole santo y venera­ble padre y verdadero siervo de Dios. Cuando Alarico rey de los Godos tomó a Roma y la sequeó, vino también a Ñola y prendió al santo obispo. Dice san Agus­

tín, que entonces se alegró el santo de no ser atormentado por el oro y la plata, porque todos sus tesoros tenía en el cielo; y habiendo saqueado después los vándalos la iglesia, procuró san Paulino desentrañarse y allegar lo que pudo para redimir a los cautivos. Y dice san Gregorio papa, que en esta sazón vino a san Paulino una pobre viuda a pedirle limosna para rescatar un hijo que los vándalos se habían llevado a África, y estaba en po­der del yerno del rey. A la cual respondió el santo que ya no te­nía cosa que darle, sino a sí mis­mo, y en efecto pasó a África, y se entregó al yerno del rey por

el hijo de aquella viuda, haciendo todo el tiempo de su cautiverio oficio de horte­lano, hasta que el rey de los vándalos sabiendo que Paulino era obispo, le man­dó a su tierra cargado de dones y acom­pañado de los cautivos que pertenecían a su obispado. Finalmente después de ha­ber gobernado largos años como santísi­mo pastor aquel rebaño de Cristo, fué consolado en su dichoso tránsito por los gloriosos santos Jenaro y Martín, que se le aparecieron y acompañaron su santa alma a los cielos.

* Reflexión: En el libro inmortal que

nos ha dejado san Paulino sobre las De­licias de la antigua piedad cristiana, r e ­comienda encarecidamente la caridad y misericordia, que es el principal manda­miento de la Ley evangélica, y la virtud que nos hace más semejantes al divino modelo Jesucristo. Por esta causa no dudó el santo en venderse por esclavo a t rue­que de rescatar al hijo de aquella viuda. ¡Oh, si prendiese el fuego de la caridad de Cristo en todos los corazones! ¿Habría por ventura en el mundo una sola fami­lia menesterosa, un solo enfermo, una sola viuda, un solo huérfano, un solo po­bre, que no hallase amparo y refugio bajo el manto de la caridad?

Oración: Concédenos, oh Dios omnipo­tente, que la venerable festividad de tu confesor y pontífice san Paulino acre­ciente en nosotros la devoción y el deseo de nuestra salvación eterna. Por Jesucris i to, nuestro Señor. Amén.

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Saivia Ii&v\taYiL&\s, icema y abadesa. (t 679)

La gloriosa reina Ediltrudis, fué hija de Anas, rey de los in­gleses orientales, varón muy reli­gioso, el cual la casó con Tom-brecto, príncipe de los girvios australes. Viviendo con este prín­cipe guardó siempre la bendita Ediltrudis su virginidad y ente­reza. Y aunque por muerte de su esposo, fué segunda vez ca­sada con Ecfrido, rey de los nor-danimbros, con quien vivió por espacio de doce años, conservó siempre su pureza virginal, con el beneplácito del rey su marido, a quien ella quería y amaba más que a todas las cosas de esta vida. Suplicóle muchas veces le diese licencia para servir en un monasterio al Rey de los cielos, y al cabo de doce años lo consiguió, y se entró en un monasterio donde era abadesa Evacia, tía de su esposo, y allí tomó el velo de manos del santo obispo Wilfrido. Fué nombrada después por abadesa de dos monasterios que fundó en su mismo rei­no, donde gobernó santamente a muchas devotas monjas, a quienes fué ejemplo de vida celestial. Desde que entró en el mo­nasterio no quiso traer más vestidura de lino, sino de lana. Entraba raras veces en los baños (tan usados por todas per­sonas en aquellos tiempos), y estas en las fiestas principales, como el día de Pen­tecostés y Epifanía, y como si fuese sier-va de todas sus hermanas, se ejercitaba con grande humildad en los más bajos oficios del monasterio. No comía más de una vez al día, sino en los días de gran fiesta. Desde la hora de maitines hasta el alba estaba siempre en la iglesia en ora­ción. Tuvo espíritu de profecía y profe­tizó una pestilencia que había de venir, y que-había de morir en ella, y nombró otros que también habían de morir en di­cha peste, como sucedió. Viéndose afli­gida con una muy penosa llaga en el cuello, daba continuamente gracias al Se­ñor, sufriéndola con grande paciencia y alegría; y diciendo que Dios castigaba con ella la vanidad que había tenido en su juventud, cuando llevaba en la corte pre­ciosos collares de perlas y diamantes. F i ­nalmente después de una larga enferme­dad, y de una vida purísima y llena de admirables virtudes, entregó su alma al

/Creador, y fué sepultada humildemente en un sepulcro de madera, como ella lo

1Z de }\m\o

había dispuesto. A los diez años de su muerte, su hermana Sexburga, viuda del rey de Cantua, que la sucedió en el go­bierno del monasterio, mandó trasladar el santo cuerpo a un sepulcro de piedra, y lo hallaron sin corrupción alguna: y un famoso médico le miró la llaga que tenía y la halló cicatrizada como si estu­viera viva, y se la hubiesen curado los cirujanos.

Reflexión: ¡Qué bella parece la flor de la virginidad resplandeciendo en la per­sona de una reina cristiana! Esta virtud guardó pura e intacta la gloriosa Ediltru­dis, la cual, a pesar de ser esposa de dos reyes, no quiso perder el nombre de es­posa del Rey de los cielos y Señor de los que dominan. Por esta causa enamorados los coros angélicos de la hermosura de aquella alma purísima la presentaron al trono del Rey de los reyes, el cual la co­ronó con inmarcesible diadema de glo­ria. Tengamos pues en grande estima y aprecio esta virtud celestial; y pensemos que si su hermosura es tan agradable a los ojos de Dios, que ha querido ser glo­rificado por ella en tantos santos, la feal­dad de los vicios contrarios a esta virtud le son muy desagradables y dignos de aborrecimiento y severo castigo.

Oración: Señor Dios, que quisiste que la bienaventurada reina Ediltrudis se con­servase intacta aun en dos matrimonios: concédenos que sepamos dignamente es­timar la virtud de la continencia; y po­damos por la intercesión de la santa, ob­servarla cada uno según pide su estado. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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La natividad de san Juan Bautista. — 24 de junio (6 meses antes de J. C.)

___ nado visitar y redimir a su pue­blo. Yo nos ha suscitado un po­deroso Salvador en la casa de David su siervo; según lo tenía anunciado por boca de sus santos profetas, que vaticinaron en to­dos los tiempos pasados; a fin de librarnos de nuestros enemigos y de las manos de aquellos que nos odiaban; usando misericor­dia con nuestros padres, y acor­dándose de su santa alianza y del juramento con que prometió a nuestro padre Abraham que nos otorgaría la gracia de que, libertados de las manos de nues­tros enemigos, le sirvamos sin temor todos los días de nuestra vida. Y tú, ¡oh niño! tú serás lla­

mado profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus cami­nos; enseñando a su pueblo la ciencia de la salvación para que obtenga la re ­misión de los pecados por las misericor­diosas entrañas de nuestro Dios, con que nos ha visitado de lo alto del cielo, ama­neciendo cual sol naciente para alumbrar a los que están de asiento en las tinie­blas y en las sombras de la muerte, y en­derezar nuestros pasos por las sendas de la paz.» (EVANG. S. Luc. i ) .

Reflexión: Cumpliéronse maravillosa­mente a la letra todas las profecías que había hecho el arcángel san Gabriel. Na­ció el dichoso niño de padres ancianos y estériles; llamóse Juan que quiere decir gracia, y de gracia fué colmado desde que la Virgen visitó a su prima santa Eli-sabeth, y redundó aquella plenitud de gracia en el santo anciano Zacarías, que juntamente con el uso de la lengua re ­cibió tan alto don de profecía. ¡Qué di­vinas son las palabras que habló a su in­fante recién nacido llamándole Profeta del Altísimo, y Precursor del Mesías de­seado! Celebremos pues también nosotros con júbilo de nuestras almas tan alegre nacimiento disponiéndonos a recibir la gracia de Cristo anunciada por san Juan, que fué el más grande y glorioso de los profetas.

Oración: ¡Oh Dios! que hiciste este día tan solemne para nosotros por el naci­miento de san Juan Bautista, concede a tu pueblo la gracia de los espirituales regocijos, y endereza las almas de todos por el camino de la vida eterna. Por J e - \ sucristo, nuestro Señor. Amén.

El nacimiento del gloriosísimo Precur­sor de Cristo, san Juan Bautista, cuya festividad celebra la Iglesia con tanto gozo y regocijo, refiere el mismo sagrado Evangelio por estas palabras: «Entretan­to le llegó a Elisabeth el tiempo del alumbramiento y dio a luz un hijo. Tu­vieron noticia sus vecinos y parientes de la gran misericordia que Dios le había hecho, y se congratulaban con ella. El día octavo del nacimiento, vinieron a la circuncisión del niño, y llamábanle con el nombre de su padre Zacarías; pero su madre no lo consintió y dijo: No: en nin­guna manera; sino que se ha de llamar Juan. Replicáronle: ¿No ves que nadie hay en tu parentela que tenga ese nom­bre? Y preguntaban por señas al padre del niño cómo quería que se llamase. En­tonces-, pidiendo él la tablilla de escribir, escribió así: Juan es su nombre. Maravi­lláronse todos; y en aquel instante se le abrió a Zacarías la boca y se le desató la lengua, y comenzó a hablar, bendiciendo a Dios. Con lo que un santo temor se apo­deró de todas las gentes comarcanas, y se divulgó la noticia de esos extraordina­rios sucesos por todo el país de las mon­tañas de Judea, y cuantos los oían, los ponderaban en su corazón, y decíanse unos a otros: ¿Quién pensáis que ha de ser este niño? Porque en verdad se osten­taba en él admirablemente la poderosa mano del Señor. Sobre todo esto su pa­dre Zacarías fué lleno del Espíritu Santo, y profetizó diciendo: Bendito sea el Señor Dios de Israel; porque se ha dig-

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San Guillermo, abad. — 25 de junio ( t 1142)

El venerable padre de los er­mitaños del Monte-Virgen, san Guillermo nació en Vercelli de ilustre linaje, y aunque perdió en su infancia a sus padres, co­rrió su educación a cargo de unos parientes que le criaron noble y cristianamente. A los catorce años no cumplidos de su edad, tocado de Dios, dio libelo a to­das las cosas del mundo, y en hábito de pobre peregrino, cu­bierto de un tosco sayal y des­calzos los pies, vino a visitar el glorioso sepulcro de Santiago de Compostela. En este camino hizo jornada en la casa de un piado­so herrero que tenía devoción de hospedar a los peregrinos, y pa­ra añadir el santo mancebo nuevos rigo­res a su penitencia rogóle que le labrase dos cercos de hierro y luego le rodease con ellos el pecho, trabándoselos por los hombros de manera que jamás pudiesen desasirse ni caerse. Esta manera de cili­cio llevó el santo todo el tiempo de su vi­da. Volviendo después a Italia pasó al reino de Ñapóles y retiróse en lo más ás­pero de un monte llamado Virgiliano, que de entonces acá lleva el nombre de Mon­te-Virgen, donde el santo anacoreta edi­ficó una iglesia en honra de la Virgen santísima, y echó los cimientos de su nue­va religión. Era tan admirable la vida que allí hacía san Guillermo con los nu­merosos discípulos que se le juntaron, que no parecía sino que la Tebaida se había trasladado al Monte-Virgen. La re ­gla viva de aquellos fervorosos monjes era el ejemplo de su santo abad, y sus constituciones los consejos del santo Evangelio. Y como se esparciese por to­das partes el buen olor de sus religiosas virtudes, fué menester se edificasen en breve tiempo otros muchos monasterios. Cada día ilustraba el Señor la santidad de su siervo con nuevos dones y caris-mas celestiales: porque daba vista a los ciegos, oído a los sordos, habla a los mu­dos y salud a toda suerte de enfermos. Habiéndole llamado el rey de Sicilia, Ro-gerio, a su corte, le edificó un nuevo mo­nasterio no lejos de su palacio, para te­ner consigo a aquel varón de Dios, y aprovecharse de sus consejos. En esta sa­zón unos malignos cortesanos, cuyos ojos

,' no podían sufrir el resplandor de tan grandes virtudes, calumniaron al santo

delante del príncipe, poniendo mácula en su honestidad, y echando mano de una mujer desenvuelta para que le tentase. Súpolo el siervo de Dios, y mandó encen­der una hoguera, en la cual se arrojó, a vista de aquella dama, con lo cual la con­virtió y deshizo toda aquella trama in­fernal. Finalmente habiendo profetizado delante del rey y de muchos señores de la corte, que ya el Señor de los cielos le llamaba para sí, acabó su vida llena de virtudes y milagros con la preciosa muerte de los justos, y su santo cuerpo fué enterrado en un magnífico sepulcro de mármol, acreditando Dios la santidad de su siervo con numerosos prodigios.

Reflexión; Cuando el rey de Ñapóles y Sicilia, Rogerio llamó a su corte a nuestro santo, le encomendó toda la familia real y le pedía su consejo en todos los graves negocios del reino. Y ¿crees tú que apro­vechaban menos los consejos de un san­to, para la felicidad de todo el reino, que las maniobras de políticos ambiciosos, que sólo ponen los ojos en mezquinos intere­ses de partidos? ¿Qué otra cosa es ese malestar general, y ese desconcierto so­cial de que todos se lamentan, sino un resultado necesario, y un castigo bien merecido de la sacrilega locura de los hombres, que prescindiendo de la ley de Dios, pretenden gobernarse a su antojo?

Oración: Suplicárnoste, Señor, que la intercesión del bienaventurado Guillermo, abad, haga nuestras preces aceptables an­te tu divino acatamiento, para conseguir por su patrocinio lo que no podemos al­canzar por nuestros méritos. Por Jesu­cristo, nuestro Señor. Amén.

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Los santos Juan y Pablo, mártires. — 26 de junio (t 362)

hacer largas limosnas. Al once­no día, a la hora de cena vino Terenciano con grande acompa­ñamiento de soldados a la casa de ellos y hallólos puestos en. oración; y mostróles una estatua pequeña de Júpiter, hecha de oro, que llevaba consigo, y di-joles que el emperador mandaba que la adorasen y le ofreciesen incienso, y si no, que allí fuesen degollados, porque no quería que muriesen en público por ser per­donas tan principales (aunque a la verdad lo que le movió a ha­cerles morir en secreto fué el te­mor de algún alboroto en la ciu­dad) . Ellos con gran constancia respondieron que se preciaban

de no tener por Señor sino a Jesucristo: por lo cual Terenciano los mandó allí, degollar y enterrar secretamente en una hoya que se hizo en la misma casa, y pu ­blicar por la ciudad que habían sido des­terrados. Pero muchos energúmenos co­menzaron a publicar que allí estaban los santos mártires Juan y Pablo, y fueron libres de los demonios por su interce­sión; y entre ellos un hijo de Terenciano, lo cual fué ocasión para que este reco­nociese su culpa, y postrado ante los már­tires, les pidió perdón, y se convirtió a la fe, y escribió el martirio de estos dos. santos hermanos, que es el que aquí que­da referido.

* Reflexión: ¿Quién pudo engañar a Dios

o librarse de sus manos? Un año después de este martirio, fué el apóstata Juliano a la guerra contra los Persas, y murió infelicísisimamente el mismo día en que hizo degollar a aquellos santos herma­nos. Casi todos los perseguidores de la religión han acabado sus días con muerte desastrosa; para que entendamos cuan celoso es Dios de su Iglesia divina, y que no pueden sus enemigos perseguirla y afligirla impunemente, sin recibir el cas­tigo que merecen por tan grande crimen,, en esta vida o en la otra.

Oración: Suplicárnoste, oh Dios todo­poderoso, que nos consueles con duplica­do gozo por la doblada gloria que alcan­zaron los santos Juan y Pablo, hermanos,, en la constancia de la fe y en la corona, del martirio. Por Jesucristo, nuestro S e - \ ñor. Amén. /

El martirio de los valerosos mártires de Cristo san Juan y san Pablo escribió Terenciano, el cual siendo capitán de la guardia imperial de Juliano el Apóstata, por su mandato los hizo matar, y des­pués se convirtió a la fe de Jesucristo nuestro Señor. Eran pues estos dos san­tos hermanos italianos de nación y corte­sanos muy favorecidos del emperador Constantino, el cual los escogió para que sirviesen a su hija la princesa Constancia en los más nobles oficios de su palacio. Habían estado también con Galiciano en la guerra contra los Escitas, y convertido en ella a aquel capitán general del ejér­cito romano, y alcanzado milagrosa vic­toria de aquellos bárbaros. Mas habiendo subido al imperio Juliano el Apóstata, hizo matar a Galiciano, y sabiendo que Juan y Pablo repartían con largas manos a los pobres las grandes riquezas que Constancia les había dado, buscó algún color para quitarles también la hacienda y la vida, y mandó a Terenciano a decir­les que de buena gana se serviría de ellos y los honraría en su palacio, si adoraban a los dioses del imperio; mas que, si no lo quisiesen hacer así, les costaría caro. A esto respondieron los dos santos que no querían la amistad de Juliano, ni en­trar en el palacio de aquel apóstata; y como Terenciano les concediese diez días para que mejor lo pensasen, ellos le di­jeron que hiciese cuenta que ya los días eran pasados y que ejecutase lo que su amor mandaba. Entendiendo pues que presto habían de morir por Cristo, dieron a los pobres en aquellos diez días cuanto tenían, ocupándose de día y de noche en

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San Ladislao, rey de Hungría. — 27 de junio (t 1096)

Modelo perfectísimo de prínci­pes cristianos fué el gloriosísimo rey de Hungría san Ladislao I . Nació en Polonia, donde se había refugiado su padre Bela, huyen­do de la persecución del rey P e ­dro. Crióse en la corte de Polo­nia, y después en la de Hungría, y por muerte de Geiza su her­mano, fué coronado por rey de Hungría, con general aplauso de todo el reino. Un antiguo rey llamado Salomón, que por sus exorbitantes excesos y cruelda­des había sido arrojado del trono levantó a los Hunos en armas contra Ladislao, mas fué vencido y derrotado por el ejército real, y sólo con la fuga pudo salvar la vida. Libre ya Ladislao de este cui­dado, convocó una junta de los prelados, de la nobleza y del pueblo para restable­cer el orden en todo su reino. Presidióle él mismo en persona: y las sabias orde­nanzas que se dictaron en ella se reco­pilaron en tres libros, y son como la quin­ta esencia de la política cristiana. Envi­diosos los príncipes vecinos de la feli­cidad de Ladislao, hicieron varias i rrup­ciones en sus estados; mas el santo pues­to a la cabeza del ejército, reprimió a los Bohemios, ahuyentó a los Hunos y les obligó a pedir la paz; tomó a Cracovia, domó a los Polacos y a los Rusos, quitó a los bárbaros la Dalmacia y la Cracovia, humilló a los Tártaros, y conquistó gran parte de la Bulgaria y de la Rusia. El número de sus batallas fué el de sus vic­torias. Con esta paz alcanzada de todos los enemigos, florecieron en el reino las artes, la industria, el comercio y la agri­cultura, y juntamente la religión y las buenas costumbres, que hicieron de aquel reino, el reino máz feliz de toda la cris­tiandad. Y aunque era magnífica y es-

• pléndida la corte del santo rey, su vida era un dechado de todas las virtudes. Asistía cada día a los divinos oficios, ayu­naba tres días cada semana, dormía so­bre la dura tierra, maceraba su carne con rigurosas penitencias, y tuvo tan grande amor y estima de la castidad, que jamás pudieron persuadirle que se casa­se. Cuando comulgaba, se le encendía el rostro con un fuego de amor divino; y no era menor la devoción que tenía a la

r M a d r e de Dios, en cuya honra edificó ia célebre basílica de nuestra señora de Wa-

radín. Para los pobres levantó hospitales y casas de beneficencia: él mismo les ha­cía justicia, acomadaba sus diferencias, y socorría todas sus necesidades. Todos sus vasallos le amaban como a padre. Final­mente habiendo aceptado el mando ge­neral de un ejército de trescientos mil cruzados que le ofrecieron los príncipes de España, Francia e Inglaterra, movidos por el fervoroso celo del papa Urbano II, cuando hacía los aprestos de aquella gue­rra santa, el Señor le llamó para sí, a los cincuenta y cuatro años de su edad, y a] décimo quinto de su reinado. Su muerte fué muy sentida en toda la cristiandad, y llenó de luto y de lágrimas todo su reino.

Reflexión: Tal es el acertado gobierno de un rey santo, y tal la felicidad nacio­nal que resulta de un santo gqbierno. Quéjanse muchos de que Dios tolere esos gobiernos actuales que en lugar de mirar por el bien de los pueblos, los tiranizan y explotan. Pero ¿qué culpa tiene Dios ni su providencia, si los mismos pueblos por universal sufragio les dan sus votos, sólo porque les prometen libertad y más libertad para el mal, y no piensan siquie­ra en elegir hombres cristianos que go­bernarían conforme a la ley de Dios y de la conciencia?

Oración: Oye, Señor, agradablemente las súplicas que te hacemos en la solem­nidad de tu confesor, el bienaventurado rey Ladislao, para que los que no confia­mos en nuestros méritos, seamos ayuda­dos por los ruegos del que tuvo la dicha de agradarte. Por Jesucristo, nuestro Se­ñor. Amén.

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San Ireneo, obispo y mártir. — 28 de junio ( t 202)

El apostólico obispo, antiquísimo escri­tor y fortísimo mártir de Cristo, san Ire­neo, dicen algunos que fué francés de na­ción; pero lo más cierto es que nació en Asia, porque él mismo escribe de sí, que siendo muchacho, oyó a san Policarpo, obispo de Esmirna y discípulo de san Juan Evangelista, y conoció y trató a Papías y otros varones del tiempo de los apóstoles. Llámanle leonés, porque fué obispo de León de Francia, a donde fué enviado desde Asia por san Policarpo su maestro, para alumbrar con la luz del Evangelio aquella ciudad. Siendo aún presbítero, fué enviado como legado de aquella iglesia al sumo pontífice san Eleuterio, el cual le recibió con grande benignidad, y con esta ocasión se informó el santo de todos los ritos, costumbres y tradiciones que los gloriosos príncipes de los apóstoles san Pedro y san Pablo habían ensebado a la Iglesia romana. Ha­biendo sido martirizado Fotino obispo de León, por voluntad de Dios fué elegi­do san Ireneo de todo el pueblo cristia­no por sucesor de Fotino. Procuró prime­ramente recoger la grey de Cristo que estaba asombrada y descarriada con la persecución, y desarraigó la gentilidad de las provincias comarcanas, enviando a la ciudad de Besanzón a Ferreolo, pres­bítero, y a Ferrución diácono, y a la de Valencia a Félix presbítero, y Aquileo diácono y Fortunato. Y porque los herejes Valentino, Marción y otros monstruos in­ficionaban la Iglesia católica, san Ire­neo escribió en griego divinamente con­tra ellos, deshaciendo sus errores, y de­clarando la sincera y verdadera doctrina,

que él había aprendido de los varones apostólicos. Habiéndose levantado aquel tiempo en la Iglesia una muy reñida cuestión, acerca del día en que se había de celebrar la Pascua de Resu­rrección, queriendo algunas igle­sias de Oriente que se celebrase a los catorce días de la luna de marzo, como la celebró Cristo, según la ley vieja, y la celebran los judíos), y queriendo por otra parte el papa san Víctor, que se celebrase el primer domingo si­guiente en que el Salvador había resucitado, (por haberlo enseña­do así el Príncipe de los apósto­les) ; san Ireneo se puso de por medio, y escribió a los prelados

y a las iglesias que se sujetasen a la Igle­sia romana, ya que era maestra y cabeza de las demás. Finalmente en el tiempo que Septimio Severo derramó tanta san­gre de cristianos especialmente en León de Francia, donde, corno dice san Gre­gorio Turonense, corrían arroyos de san­gre por las calles, san Ireneo como pas­tor celoso murió en esta persecución con casi toda la ciudad, siendo de edad de noventa años.

Reflexión: Para que los libros en que san Ireneo escribió la sincera y verdade­ra doctrina que había aprendido de los varones apostólicos, fuesen trasladados fielmente, puso el santo en ellos al fin esta cláusula: «Yo te conjuro, dice, a ti, que trasladas este libro, por Jesucristo nuestro Señor, Dios y Hombre verdadero, y por su glorioso advenimiento, por el cual ha de juzgar a los vivos y a los muertos, que después que le hubieres trasladado, le confieras y enmiendes di-ligentísimamente con el original de don­de le trasladaste.» Esto es de san Ireneo: donde se echa de ver con cuanto solicitud quería se guardase las tradiciones de los apóstoles, que son el arma más fuerte contra los herejes, y contra las nuevas invenciones de los que se apartan del ca­mino de su salvación.

Oración: ¡Oh Dios! que concediste al bienaventurado Ireneo, tu mártir y pon­tífice, la gracia de vencer a los herejes y asegurar felizmente la paz de la Iglesia, rogárnoste des a tu pueblo constancia en la santa religión, y la paz deseada en^ nuestros tiempos. Por Jesucristo, nuestro »-Señor. Amén.

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San Pedro, príncipe de los apóstoles. (t 67 de Cristo)

El gloriosísimo príncipe de los apóstoles san Pedro fué de na­ción Galileo, y natural de Beth-saida, y vivía del arte de pescar. Fué hermano de san Andrés, y se dice que estaba casado con una mujer llamada Perpetua, y que tuvo una hija que fué santa Petronila. San Andrés fué quien le llevó a Cristo, y el Señor así que le vio le dijo: «Tú eres Si­món; pero de hoy más te llama­rás Pedro, que vale lo mismo que piedra;» porque había de ser pie­dra fundamental de su Iglesia. Viendo otro día el Señor a los dos hermanos que estaban pes­cando, les dijo: «Venios en pos de mí para ser pescadores, no de peces sino de hombres.* Y ellos dejando sus redes le siguieron. San Pedro era el que siempre acompañaba al Señor aun en las cosas más secretas, como cuando se transfiguró en el monte Tabor, y cuan­do resucitó a la hija de Jairo, y cuando se apartó a orar en el huerto. El fué, en cuya barca entró nuestro Señor a predicar: él quien confesó a Cristo por Hijo de Dios vivo, y se ofreció con gran denuedo a cualquier peligro y muerte por su amor. Y aunque permitió el Señor que le negase para que conociese su flaqueza humana, con todo después de la resurrec­ción, le preguntó el Señor si le amaba más que todos los otros apóstoles; y con­fesando Pedro que mucho le amaba, J e ­sucristo le hizo pastor universal de toda su Iglesia. El día de Pentecostés, fué el primero que predicó, convirtiendo en un sermón tres mil almas y en otro cinco mil. También hizo los primeros y estu­pendos milagros con que comenzó a acre­ditarse la predicación apostólica, dando la salud a innumerables enfermos que traían de toda la comarca de Jerusalén, a los cuales ponían en las plazas, para que cuando él pasaba, tocando siquiera la sombra de su cuerpo a alguno de ellos, todos quedasen sanos. Tuvo san Pedro su cátedra de Vicario de nuestro Señor J e ­sucristo, siete años en Antioquía, y vein­ticuatro años en Roma; y como entre los innumerables ciudadanos romanos que habían recibido la fe de san Pedro y de san Pablo, hubiese dos damas amigas de

w Nerón que con el bautismo habían reci­bido el don de la castidad, y se habían

29 de junio

apartado del trato ruin con el emperador, aquel monstruo de crueldad y lujuria mandó encerrar a los dos santos apósto­les en la cárcel de Mamertino, y luego dio sentencia que san Pedro como judío fuese crucificado, y san Pablo como ciu­dadano romano fuese degollado. De esta manera acabó su vida el príncipe de los apóstoles, imitando con su muerte ja muerte de Cristo clavado en la cruz, aun­que por tenerse por indigno de morir en la forma que el Señor había estado, rogó a los verdugos que le crucificasen cabeza abajo.

* Reflexión: ¡Jesucristo crucificado! ¡San

Pedro muerto también en la cruz! ¡San Pablo degollado! ¿Qué dicen a tu corazón estos adorables testigos de la verdad evangélica? ¿Quién podrá mirarlos y osa­rá decir que nos engañaron? Para per­suadir a los hombres la divinidad de su doctrina resucitaron muertos, y para que nadie pudiera sospechar siquiera que nos engañaban, se dejaron matar como man­sísimos corderos. ¡Ay de aquellos, que con los lazos de sus malas pasiones tienen aprisionada la verdad de Dios tan clara y manifiesta a los sabios e ignorantes!

* Oración: Oh Dios que consagraste esté

día con el martirio de tus apóstoles P e ­dro y Pablo; concede a tu Iglesia la gra­cia de seguir en todo la doctrina de aquellos a quienes debió su principió y fundamento de la Religión cristiana. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Pablo, apóstol de las gentes. — 30 de junio (t 67)

naciones, islas y regiones que es­taban asentadas en las tinieblas y sombras de la muerte. El mis­mo dice de sí que fué encarcela­do más veces que los otros após­toles, y que se vio lastimado con llagas sobremanera, y muchas vsces en peligro de muerte. Su vida no parecía de hombre mor­tal, sino de hombre venido del cielo, que con verdad pudo decir: «Vivo yo, más no yo, sino Cristo vive en mí.» El fué el grande in­térprete del Evangelio que sin haber aprendido nada de los de­más apóstoles, fué enseñado por' el mismo Dios, y descubrió a los hombres las riquezas y tesoris que están escondidos en Cristo,

confirmando su predicación con divinos portentos, como decía a los fieles de Co-rinto: «Las señales de mi apostolado ha obrado Dios sobre vosotros, en toda pa­ciencia, en milagros y prodigios, y en obras maravillosas.» Y escribe san Lucas, que con poner los lienzos de san Pablo sobre los enfermos y endemoniados, todos quedaban libres de sus dolencias. Después de haber estado el santo apóstol dos años preso en Roma, es fama que sembró tam­bién la semilla y doctrina del cielo por Italia y Francia y que vino a España don­de predicó con gran fruto. Finalmente volviendo a Roma a los doce años del im­perio de Nerón, fué degollado, en el lu­gar llamado de las tres fontanas, sellan­do con su sangre la fe de Cristo.

Reflexión: Alabemos pues y glorifique­mos a los príncipes de la Iglesia san Pe ­dro y san Pablo; porque ellos son las lumbreras del mundo, las columnas de la fe, los fundadores del reino de Cristo, los ejemplos de los mártires, los maestros de la inocencia y los autores de la santidad, alabados del mismo Dios. Amémoslos co­mo buenos hijos a sus padres, oigámoslos como discípulos a sus maestros, sigámos­los como oveja a sus pastores; imitémos­los como a santos, y pidámosles socorro y favor como a bienaventurados.

Oración: ¡Oh Dios! que alumbraste a los gentiles por medio de la predicación del apóstol san Pablo;- suplicárnoste nos concedas sea nuestro protector para con­tigo aquel cuya fiesta celebramos. P o \ Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

El gloriosísimo apóstol de las gentes san Pablo fué hebreo de nación y de la tribu de Benjamín: nació en la ciudad de Tarso (como él mismo lo dice). Tuvo padres honrados y ricos, y de ellos fué enviado a Jerusalén, para que debajo del magisterio de Gamaliel, famoso letrado, fuese enseñado en la ley de Moisés. En­tendiendo que los discípulos de Jesucris­to eran contrarios a aquella doctrina, les comenzó a perseguir cruelísimamente; y no contentándose con haber procurado la muerte de san Esteban y de guardar los mantos de los que le apedreaban para apedréale con las manos de todos, él mis­mo ofreció al sumo sacerdote para per­seguir a los cristianos; y con gente a r ­mada se partió para la ciudad de Da­masco para traer aherrojados a todos los que hallase, hombres y mujeres que cre­yesen en Cristo, y hacerlos infame y cruelmente morir. Pero en el mismo ca­mino de Damasco le apareció el Señor, y cegándole primero con su luz, le alum­bró y con su voz poderosa como trueno le asombró y derribó del caballo, y de lobo le hizo cordero, y de perseguidor, defen­sor de su Iglesia, y vaso escogido para que llevase su santo nombre por todo el mundo, como se dijo en el día de su con­versión. No se puede explicar con pocas palabras lo que este santísimo apóstol trabajó y padeció predicando el Evangelio en Damasco, en Chipre, en Panfilia, en Pisidia, en Lystra, en Jerusalén, en mu­chas regiones de Siria, Galacia y Macedo-nia, y en las populosas ciudades de Fili-pos, de Atenas, de Efeso, de Corinto, y dé Roma, alumbrando como sol divino tantas

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San Galo, obispo de Arverna. — 1 de julio (t 550)

E] venerable obispo san Galo nació en Arverna, ciudad de Francia. Desde su tierna edad resplandeció en él la gracia de Dios; y cuando entendió que su padre quería casarle con una muy ilustre dama, se fué al mo­nasterio . cremonense que estaba a seis millas de Arverna y supli­có al abad le recibiese en su compañía y cortase el cabello. Conocida por el abad su gran no­bleza, le dijo que era menester dar cuenta de todo a su padre, que era uno de los primeros se­nadores del reino, y envió a avi­sarle de lo que pasaba; el cual luego que oyó tal nueva se en­tristeció, diciendo: «El es mi pri­mogénito querido, y por eso deseaba ca­sarle; pero si Dios lo quiere para su ser­vicio, hágase su voluntad.» Con esta licen­cia el abad ordenó al santo mancebo de primera tonsura y le recibió en el monas­terio. Tenía tal dulzura y suavidad en la voz cuando cantaba los divinos oficios, .que enamoraba a todos. Llevóle consigo a su palacio el obispo de Arverna san Quin-ciano, para enseñarle en las letras y vir­tudes ; y el mismo rey Teodorico y la reina le tuvieron en la corte en lugar de hijo.

Habiendo un día ido el santo mozo en com­pañía del rey a la ciudad de Agripina donde había un templo lleno de abomi­naciones gentílicas, y se hacían cosas in­dignas de referirse, encendió en él una grande hoguera con que todo lo abrasó. Por este tiempo murió el santo obispo Quinciano, y aunque Galo no era más que diácono, con universal aplauso fué ordenado de sacerdote y aclamado por obispo. Era amado de toda la ciudad por su afabilidad, humildad y paciencia. Un día, cierto enemigo suyo le hirió en la cabeza y le dijo mil afrentas y baldones, y el santo se estuvo tan sosegado y sin hablar palabra como si fuera de mármol, y como después le pidiese perdón su ene­migo y se le postrase a los pies, el siervo de Dios le abrazó cariñosamente. Ha­biéndose prendido fuego en la ciudad de • Arverna, y no viendo el santo prelado remedio humano a tanto incendio, acudió al templo y puesto en oración, tomó el libro de los Evangelios y abriéndole sa­lió a vista del fuego, el cual al punto 4uedó^ del todo apagado. Tuvo revelación del día de su muerte, que sería pasados

tres días, e hizo juntar a todo el pueblo, y con entrañas piadosas de padre les dio la santa Comunión y su bendición a to­dos, y el día tercero que era domingo dio su santísima alma al Señor a la edad de setenta y cinco años. Estando el sagrado cadáver en el féretro puesto en medio de la iglesia, a vista de todo el mundo se volvió del otro lado para estar miran­do al altar, acreditando el Señor la san­tidad de su siervo con otros muchos pro­digios.

Reflexión: Fué tan grande el sentimien­to que hizo toda la ciudad de Arverna en la muerte de su santo obispo Galo, que por las calles no se oía otra cosa que llantos y gemidos, diciendo: «¡Ay de nos­otros! y ¡cuándo mereceremos tener otro tan santo obispo!» Y las mujeres todas iban vestidas de luto y tan llorosas como si hubieran perdido sus maridos, y de la misma suerte los hombres como si hubie­ran perdido sus mujeres. Roguemos -il Señor que dé a su Iglesia santos obispos y celosísimos pastores de su rebaño; pe­ro no dejemos de amarles y venerarles aunque no resplandezcan por extraordi­narias virtudes, considerando que están revestidos de verdadera autoridad, y co­mo dice el apóstol, «puestos por el Es­píritu Santo para regir la Iglesia de

Dios.»

Oración: Concédenos, oh Dios omnipo­tente, que la venerable solemnidad del bienaventurado Galo, tu pontífice y con­fesor, acreciente en nosotros el afecto de la devoción, y la esperanza de nuestra eterna salud. Por Jesucristo, nuestro Se­ñor. Amén.

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La Visitación de Nuestra Señora. — 2 de julio

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La devotísima fiesta de la Visitación de la santísima Virgen instituyó el papa Urbano VI y la publicó el papa Bonifa­cio IX el año del Señor 1389, tomando por medianera a la Virgen sacratísima para que remediase el cisma peligrosísi­mo que a la sazón afligía la Iglesia. Y el sagrado evangelista san Lucas refiere aquel paso tan devoto de la vida de núes, tra Señora por estas palabras: «En aque­llos días partió María y se fué presurosa a la montañas de Judea a una ciudad de la tribu de Judá: y habiendo entrado en la casa de Zacarías, saludó a Elisabeth. Y aconteció que en oyendo Elisabeth la salutación de María, la criatura que traía en su seno dio saltos de placer; y su ma­dre Elisabeth se sintió llena del Espíritu Santo; y exclamando en alta voz dijo a María: ¡Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vien­tre! Y ¿de dónde a mí tan grande bien, que venga a visitarme la Madre de mi Señor? Pues lo mismo ha sido llegar a mis oídos la voz de tu salutación, que dar saltos de júbilo el infante que tengo en mis entrañas. ¡Bienaventurada tú, que has creído! porque sin falta se cumplirán las cosas que te ha dicho el Señor. En­tonces la Virgen llena de un altísimo es­píritu de profecía, tornó a Dios estas sus alabanzas y dijo: Engrandece el alma mía al Señor; y mi espíritu está trans­portado de gozo en Dios, Salvador mío. Porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava; he aquí que desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque ha hecho en mí iro­sas grandes Acmel que es todopode­roso, Aquel, cuyo nombre es santo,

y cuya misericordia se extien­de de generación en generación sobre todos los que le temen: Hizo ostentación del poder de su brazo, desconcertó las t r a ­mas de los soberbios y los alti­vos pensamientos de su corazón, derribó del trono a los poderosos, y encumbró a los humildes; col­mó de bienes a los hambrientos, y a los ricos dejó vacíos. Acor­dándose de su misericordia, reci­bió debajo de su protección a Is­rael su siervo, conforme a la promesa que hizo a nuestros pa­dres, a Abraham y a sus descen­dientes por todos los siglos. De­túvose la Virgen María en com­pañía de Elisabeth como unos

tres meses; y tornóse después a su ca­sa.» (Evangelio de san Lucas, I, 39-56).

Reflexión: ¡Qué admirable es la visita­ción de la Virgen a su prima santa Elisa­beth! ¡Verdaderamente está toda llena de prodigios! Elisabeth trae en su seno al in­fante Precursor del Mesías: María tiene en sus purísimas entrañas al Hijo de Dios. Salúdanse las dos santas madres, y al ins­tante se reconocen con todos sus dones y excelencias; y la presencia del Verbo eterno encerrado en la Virgen sacratísima como en su precioso relicario santifica al niño Juan en el seno de su madre. Vene­remos pues nosotros a ejemplo de santa Elisabeth a tan excelsa Madre y a su di­vino Hijo Jesús; y rezando cada día el santo Rosario, pronunciemos con singular devoción aquellas palabras del Ave Ma­ría: Bendita tú eres entre todas las mu­jeres, y bendito es el jruto de tu vien­tre. Y siempre que recibamos a su divino Hijo Jesús sacramentado en la sagrada Comunión, exclamemos diciendo: ¿De dónde a mí que mi Dios y mi Señor se haya dignado visitarme? Porque si con esta humildad le recibimos supliremos en parte nuestra indignidad, y merece­remos la gracia de aquel Señor que de­rriba a los poderosos y ensalza a los hu­mildes.

Oración: Suplicárnoste, Señor, que con­cedas a tus siervos el don de tu celeste gracia, para que aquellos, a los cuales fué principio de salud eterna el sacratísimo parto de la bienaventurada Virgen Ma­ría, reciban en la votiva solemnidad de su Visitación acrecentamiento de paz y espirituales gozos. Por Jesucristo, nues­tro Señor. Amén.

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San Ireneo y santa Mustióla, mártires. — 3 de julio (t 275)

En el tiempo del emperador Aureliano era Turcio procónsul en la ciudad de Clusi, en la Tos-cana o Etruria; y ejecutando el edicto imperial contra los cristia­nos en la ciudad de Sutri, el pr i ­mero que llamó a su tribunal fué el santo presbítero Félix, orde­nando que lo sacasen fuera de la ciudad, y que lo apedreasen hasta que acabase la vida, como así sucedió. Tomó secretamente el cuerpo despedazado de aquel santo mártir el fervoroso cris­tiano san Ireneo y habiéndolo sepultado junto a los muros de la ciudad, llegó la noticia de esta obra piadosa a los oídos del cruel Prefecto, por lo cual lo mandó prender, y cargándole de cadenas lo hizo venir siguiendo su carroza hasta la ciudad de Clusi donde lo puso en la cárcel con otros muchos cristianos presos. Una doncella y señora rica llamada Mus­tióla, que era prima hermana del príncipe Claudio, visitaba con frecuencia a aquellos fidelísimos soldados de Jesucristo, y con su hacienda y favor socorría sus necesida­des y los regalaba cuanto podía. Dieron cuenta a Turcio de la gran caridad que la ilustre y santa virgen usaba con los cris­tianos presos; por lo cual este bárbaro juez la mandó prender, sin reparar en su gran nobleza. Entonces con el fin de poner espanto y terror a los cristianos de la ciu­dad, hizo degollar en un solo día a todos los que tenía cargados de prisiones en la cárcel, dejando solamente con vida a san Ireneo, en el cual quiso ejecutar todos los artificios de su crueldad para amedrentar y rendir, si fuera posible, el ánimo vale­roso de aquella santa doncella. Mandó pues que a su vista colgasen en el potro a Ireneo, y que en aquella máquina le des­coyuntasen los miembros, le despedazasen con uñas aceradas, y pusiesen fuego de­bajo, hasta que sin quitarle del tormento perdiese la vida. Hiciéronlo así los inhu­manos verdugos, cebándose en la sangre de aquel fortísimo mártir de Cristo con extraña crueldad, por echar de ver que ni conseguían quebrantar su constancia y espíritu admirable, ni hacer mella en el pecho de la gloriosa virgen que estaba presente a aquel horrible martirio. Luego

¿que el mártir acabó su vida mortal, mandó el impío juez que azotasen rigurosamen­

te a la santa virgen con cordeles emplo­mados, hasta que ella se rindiese, o aca­base la vida; lo cual ejecutaron los mis­mos sayones que habían martirizado a san Ireneo, y en este suplicio murió aque­lla castísima esposa del Señor, siguiendo en la gloria del cielo al que había sido ejemplo de su fortaleza en el martirio. Los dos sagrados cuerpos enterró cerca de los muros de la misma ciudad de Clusi, Mar­cos, varón cristiano y religioso, donde hoy tienen un suntuoso templo, y hacen con­tinuos milagros, con que es Dios en ellos glorioso, como siempre en sus santos.

Reflexión: Observa en estos martirios como la piedad cristiana que usó san Ire­neo sepultando el santo cuerpo del glo­rioso mártir san Félix, le ganó al instante la insigne corona del martirio; y la cari­dad que la gloriosa virgen santa Mustió­la tuvo con los mártires encarcelados, fué asimismo premiada con la misma corona. ¡Oh, qué grande es la recompensa de las obras de caridad! Si las haces en favor de los santos, participas del mérito de su santidad; si las haces en alivio de los en­fermos, participas del mérito de su pa­ciencia; y siempre que haces bien a tu prójimo necesitado, mereces la recompen­sa que tuvieras, si lo hicieras a la per­sona de Cristo.

Oración: ¡Oh Dios! que alegras nuestras almas en la anual solemnidad de tus san­tos mártires Ireneo y Mustióla, concéde­nos propicio, que nos enciendan en tu amor los ejemplos de estos santos, por cuyos merecimientos nos gozamos. Por Je ­sucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Laureano, arzobispo de Sevilla y mártir. — 4 de julio ( t 544)

a un hijo de un hombre princi­pal. De allí pasó a Italia y llegó a Roma, sanando muchos enfer­mos. En Roma visitó al sumo pontífice y consolóse con él; dijo misa de pontifical delante del papa el día de la Cátedra de san Pedro, y allí sanó a un viejo que desde niño estaba tullido de pies y manos. Partióse después para visitar el cuerpo de san Martín, en Francia, y tuvo revelación que venían por parte del rey Totila algunos soldados con el fin de quitarle la vida. No se turbó el santo, ni se congojó, antes en­cendido de amor del Señor y deseoso del martirio, salió a

buscarles, y encontrándose con ellos en un campo raso, y siendo cono­cido de ellos, dieron en él y le cortaron la cabeza. Tomáronla y la llevaron al ti­rano, el cual cuando la vio y supo lo que había pasado, la envió a Sevilla, y con su entrada respiró aquella ciudad y cesó la sequedad, hambre y pestilencia con que había sido azotada y afligida del Se­ñor por sus pecados. El cuerpo del santo sepultó Eusebio, obispo de Arles, en la iglesia de la ciudad de Bourges: y el Se­ñor glorificó su sepulcro con innumera­bles prodigios.

Reflexión: Te parecerán crueles y aje­nos de toda humanidad aquellos reyes Theudes y Totila que perseguían de muerte a un varón tan santo y adornado con el don de milagros y profecía como el glorioso san Laureano- pero más ex­traña que la fiereza de aquellos bárba­ros parece, sin duda, la guerra que ha­cen a nuestra santísima religión los in­crédulos y libertinos de nuestros tiem­pos. Porque a pesar de saber muy bien que a ella* se debe principalmente la ci­vilización del mundo, la aborrecen entra­ñablemente y quisieran exterminarla de la tierra, ¿No es esta guerra propia de barbaros, o de gentes enemigas de Dios y del linaje humano?

Oración: Concédenos, oh Dios omni­potente, que en la venerable solemnidad del bienaventurado san Laureano, tu con­fesor y pontífice, se acreciente en nos­otros el amor de la virtud y el deseo de nuestra salvación. Por Jesucristo, nuestros Señor. Amén. v

El portentoso san Laureano, arzobispo de Sevilla y glorioso mártir de Cristo, na­ció de padres nobles en la provincia de Fannoma que ahora llamamos Hungría. Dejo su patria siendo de poca edad, y fué a Milán donde por misericordia del Señor se hizo cristiano, recibiendo el bautismo de manos del obispo Eustorgio II, y ordenán­dose de diácono a la edad de treinta y cmco anos. Pasó después a España, guiado por la Providencia, para resistir con su predicación y doctrina a los herejes arr ia-nos que eran muy poderosos y señores de la nación, y perseguían a los católicos. Muriendo en esta sazón Máximo, arzobis­po de Sevilla, por la malicia de los here­jes, estuvo vacante aquella cátedra por espacio de dos años, hasta que por común voto de los prelados sufragáneos fué ele­gido para aquella dignidad el varón de Dios san Laureano, el cual gobernó diez y siete años aquella Iglesia. Mas como los herejes levantasen en Sevilla una grande persecución contra el santo arzobispo y el mismo rey Theudes que injustamente ocupaba el trono, enviase gente que le ma­tasen, el santo avisado de todo por un ángel, dijo misa, convocó al pueblo hizo un largo sermón, y t o m a n d o después su báculo rodeó parte de la ciudad, llorando y dando voces diciendo: «Haced peniten­cia, y mirad que está Dios enojado y tiene levantado el brazo para heriros.» Y en efecto, poco después fué reciamen­te castigada de Dios aquella ciudad con sequedad, hambre y pestilencia, Saliendo desterrado de ella el santo obispo, en el camino sanó a un ciego; entró en un na­vio y aportó a Marsella, donde resucitó •

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San Miguel de los santos. — 5 de julio (t 1625)

El seráfico siervo de Cristo crucificado, san Miguel de los santos fué natural de Vich, en Cataluña, a donde poco antes se había trasladado su padre, que ejercía el oficio de escribano en la villa de Centellas. Tenía el asombroso niño Miguel seis años no cumplidos, cuando abrasado del amor de Cristo se encaminó con otro niño hacia Montseny, con propósito de hacer en aque­llas asperezas una vida peniten­te y solitaria. Al hallarle su pa­dre en una cueva, hincado de rodillas y orando con muchas lágrimas, le preguntó por qué lloraba; y el niño respondió: «Lloro por la pasión de nuestro Señor Jesucristo»; y preguntándole tam­bién cómo pensaba sustentarse en aquella soledad, respondió que Dios le alimentaría como alimentaba a otros santos. Tomán­dole el padre de la mano lo volvió a su casa, donde comenzó a ayunar la cuares­ma, las vigilias y los miércoles, viernes y sábados de cada semana; ponía los pies desnudos sobre la nieve, disciplinábase to­das las noches, y llevaba en el pecho una cruz de madera atravesada con tres cla­vos, que traía hincados en las carnes. Ter­minados los primeros estudios de las le­tras humanas y siendo de doce años fué a Barcelona, donde recibió el hábito de los Trinitarios calzados, <:on indecible gozo de su alma, mas poco después de sus votos solemnes, pasó a la estrecha observancia de los religiosos trinitarios decalzos, a los cuales espantó con sus extraordinarias pe_ nitencias. Porque no comía sino de dos en dos días algunos bocados de pan, y a veces se le. pasaban doce, quince y veinte días sin probar agua ni bebida alguna, llegando a pasar un verano entero sin be­ber. Poníasele la lengua y los labios tan secos como los que padecen ardentísima fiebre y el siervo de Dios para acrecen­tar aún esta terrible mortificación bajaba a unos sótanos donde había muchas t ina­jas de agua fresca, para que a la vista del refrigerio fuese mayor el sacrificio. Guárdase hoy todavía una cruz de hierro que tiene una cuarta de largo y está sem­brada de ochenta y un clavos que traía hincados en las espaldas. En invierno se aplicaba agua fría al pecho para templar los ardores del amor divino. Uno de los regalos que el Señor le hizo fué trocarle

místicamente el corazón, dándole Jesucris­to el suyo de una manera inefable. Eran tan frecuentes sus éxtasis seráficos que se arrobaba predicando, diciendo misa, orando, en el templo, en las visitas y en las calles. Viéronle muchas veces elevado todo el cuerpo en el aire, especialmente al celebrar la misa, y teniendo el que se la ayudaba curiosidad de medir la altura, pues los arrobamientos duraban un cuar­to de hora, halló que estaba elevado más de media vara del suelo. Finalmente l le­gado el tiempo en que el Señor quería trasladar este serafín humano al paraíso, después de haber asombrado al mundo con sus extraordinarias virtudes, le llevó para sí el segundo día de Pascua de Resu-rección a la e í ad de treinta y tres años.

Reflexión: Oye y asienta en tu alma lo que solía decir este mismo santo, maravi­llándose de que hubiese hombres que no amasen a Dios. «¡Oh, hijos de Adán!,—ex­clamaba,— ¿Es posible que haya hombres que no quieran amar a Dios? ¡Oh si las almas conocieran aquella suma bondad, cómo no la ofendieran, antes se abrasa­ran en su amor! ¡Oh! ¡si experimentaran la suavidad de Dios, cómo se murieran to_ dos de amor por El!» Tal es el secreto y verdadera causa de la vida asombrosa de los santos. - •

Oración: ¡Oh Dios misericordioso! que te dignaste adornar al bienaventurado Mi­guel, tu confesor, con maravillosa inocen­cia y admirable caridad, concédenos por su intercesión, que libres de los vicios, y encendidos en tu amor, merezcamos lle­gar a gozarte. Por Jesucristo, nuestro Se­ñor. Amén.

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San Goar, presbítero y confesor. — 6 de julio ( t 575)

virtud al rey Sigiberto, el cual tomó todos los medios que pudo para persuadir al venerable pres­bítero que aceptase el obispado de Tréveris, porque quería dar con ello satisfacción a todo el pueblo que lo deseaba y se lo suplicaba. Mas no pudo el prín­cipe acabar con el santo que re ­cibiese aquella dignidad; y ha­biéndole dado ve ;nte días de tér­mino para recogerse y hacer ora­ción sobre ello, se encerró el siervo de Dios en su celda, y postrado en el si elo delante del acatamiento del Señor, llorando aroyos de lágrimas le suplicó afectuosamente que no permitie­se que el rey saliese con su pre­

tensión. Oyóle el Señor, enviándole una calentura que le fatigó siete años grave­mente y de manera que no pudo ya salir de su retiro, ni ver más ai rey. Finalmen­te, labrada aquella bendita alma del sier­vo de Dios, y purificada como el oro con tan larga y penosa dolencia, acabó el curso de su peregrinación y pasó a recibir el premio de sus heroicas virtudes en el eter­no descanso. El sagrado cuerpo fué sepul­tado en la misma iglesia cue había edifi­cado el piadosísimo varón para honrar las reliquias de los santos.

Reflexión: Si los santos honran con tan­ta reverencia las reliquias de los santos, ¿no es razón que nosotros pobres pecado­res, las honremos con la misma veneración y acatamiento? Son ellos grandes amigos de Dios, príncipes del cielo, cortesanos del palacio divino, abogados e intercesores nuestros, que tienem muchas gracia y ca­bida con la divina Majestad; y esas sagra­das reliquias de sus cuerpos son honradas de Dios, con soberanos prodigios, y han de resucitar con todas las dotes de gloria y participar de la eterna felicidad de sus al­mas. Adorémoslas pues con mucha devo­ción, pidiendo a ios santos que nos alcan­cen por sus méntos la gracia de gozar en cuerpo y alma de su glorksa compañía.

Oración: Oye, Señor, favorablemente las súplicas que te hacemos en la solemnidad de tu confesor, el bienaventurado Goar, para que los qae no confiamos en nuestra justicia, seamos favorecidos por los Mere­cimientos de aquel santo, que fué tan agradable a tus divinos ojos. Por Jesucris- V to, nuestro Señor. Amén.

El ejemplarísimo presbítero san Goar fué .francés de nación, de la provincia de Gascuña: su padre se llamó Jorge y su madre Valeria, personas por sangre ilus­tres. Desde niño fué muy bien inclinado, de amable aspecto, humilde, honesto y dado a todas las obras de virtud. Habién­dose ordenado de presbítero, determinó dar de mano a todas las cosas de la tie­rra, y se fué a un lugar del obispado de Tréveris, que se llamaba W°chara, don-

. de hizo una iglesia con licencia del obis­po Félix y colocó en ella algunas reliquias de los santos. En este lugaf vivió mu­chos años, dándose a la oración, ayunos y penitencia, y a ejercitar la hospitali­dad con los pobres y peregrinos. Había aún muchos gentiles en aquella tierra, los cuales con la vida tan ejemplar y con la predicación y milagros del santo pres­bítero se convirtieron a la fe. Echaba los demonios de los cuerpos, daba vista a los ciegos, pies a los cojos, y sanaba a muchos dolientes de varias enfermeda­des. Dos criados del obispo, que se lla­maba Rústico, le acusaron delante de su amo, diciéndole que era hipócrita y em­bustero, e interpretando muy mal las ho­nestas acciones y obras de caridad que hacía, albergando a los peregrinos. Mas cuando el obispo mandó venir al santo delante de sí, y vio que un niño de pecho de solos tres días habló volviendo por la honra del varón de Dios, quedó tan co­rrido y confuso de haber side tan fácil en creer lo que falsamente le habían di­cho, que echándose a los pies del santo se encomendó con lágrimas en sus ora­ciones. Llegó la fama de tan excelente

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San Panteno, padre de la Iglesia. —7 de julio (t 212)

El sapientísimo y apostólico doctor de la Iglesia san Panteno, a quien san Clemente de Alejan­dría llama por su elocuencia la Abeja siciliana, fué natural de Sicilia, y antes de convertirse a la verdadera fe profesaba la fi­losofía en la secta de los estoi­cos. Mas habiendo conversado y trabado amistad con algunos cristianos, quedó tan enamorado de la doctrina de Jesucristo que le enseñaron que, dando de mano a las supersticiones de los falsos dioses y a los libros de la huma­na filosofía, abrió los ojos a la luz de la fe y abrazó de todo co­razón la sacrosanta ley del Evan­gelio. Después de su conversión, estudió con gran dudado las divinas Es­crituras, conferenciando sobre ellas con algunos varones virtuoso? y eruditos que habían sido discípulos d?. los santos após­toles; y pasando luego s la ciudad de Alejandría se hizo discípulo de los que lo habían sido del Evangelista san Mar­cos, y enseñaban en aquella famosa es­cuela Alejandrina, la doctrina misteriosa del Hijo de Dios Escuchaba en silencio sus lecciones, ., ocultaba con tan rara modestia y humildad sus grandes talen­tos, que costó harto trabajo a sus maes­tros el descubrirlos; hasta que el año 179, por voz común de todos fué nombrado maestro de aquella cátedra, en la cual por espacio de muchos años explicó la filosofía de las divinas Escrituras con grande aplauso v reputación de sabidu­ría. Porque fué en efecto san Panteno el primer maestro cristiano de su siglo, y

. glorioso padre y doctor de la Iglesia, y como enseñaba con excelente método, atraía de muchas y lejanas tierras nu­merosos discípulos, los cuáles, viendo la gran ventaja que hacía aquella doctrina del cielo a las de ?os o+.rc<¡; filósofos, abra­zaban la fe cristiana, y pregonaban por todas partes la admirable sabiduría de su maestro. Los cristiano:? de la India, que venían a Alejandría para entender en sus negocios, le enviaron un mensaje, rogán­dole que fuese a su país a confutar a los doctores brachmanes, y el santo vencido de sus ruegos, dejó por algún tiempo su escuela, y se encaminó a aquellas apar­tadas regiones: y Demetrio, obispo de «Alejandría, confirmó su misión y le nom­bró predicador del Evangelio en las na­

ciones del oriente. Refiere Eusebio que san Panteno vio sembrada ya en aquellas Indias alguna semilla de la fe, y halló un libro del Evangelio de san Mateo es­crito en lengua hebrea, que había dejado allí san Bartolomé, apóstol del _ Señor, y que san Panteno lo trajo a Alejandría, después de haber evangelizado con gran­de fruto a los indios durante algunos años. Finalmente, mientras el glorioso doctor san Clemente gobernaba la céle­bre escuela pública de Alejandría, su maestro san Panteno, que era ya de edad muy avanzada, continuó todavía leyendo algunas lecciones privadamente, hasta que lleno de méritos y virtudes, en el reinado del emperador Caracalla acabó la peregrinación de su vida gloriosa.

Reflexión: Útilísima es a la Iglesia de Dios la profunda sabiduría de los sagra­dos doctores, no porque nuestra sacro­santa fe tenga necesidad de filósofos que demuestren su divina verdad, porque la Religión católica no es alguna teoría o sistema filosófico, sino un acontecimiento histórico público y notorio a más no po­der: sino porque los santos doctores en­señan la doctrina cristiana en toda su pureza, y como la recibieron de mano de los apóstoles y discípulos de Jesucristo, y la defienden contra todos los herejes y filósofos libertinos.

Oración: ¡Oh Dios! que nos alegras con la anual solemnidad de tu confesor san Panteno, concédenos propicio, que imitemos las virtuosas acciones de aquel santo cuyo nacimiento para el cielo ^ce­lebramos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Santa Isabel, reina de Portugal. — 8 de julio (t 1336)

La gloriosa reina de Portugal doña Isa­bel, espejo de reinas y vivo retrato de princesas casadas, fué hija de don Pedro, tercero de este nombre, noveno de Ara­gón, y de la reina doña Constancia, y na­ció reinando en Aragón su abuelo don Jaime, llamado el Conquistador. Desde la edad de ocho años rezaba el oficio di­vino, y a la edad de once la pidió y con­siguió por mujer don Dionisio, rey de Portugal. No se envaneció ella por verse sentada en el trono, antes acrecentó los ejercicios de oración y de caridad que en casa de sus padres le habían enseñado. Era muy templada en el comer, modesta en el vestir, benigna en el conversar, y en gran manera dada al divino servicio. Por la mañana rezaba maitines y oía misa cantada en su capilla, que tenía muy adornada de ricos y preciosos ornamen­tos, y mucho más de virtuosos capella­nes y excelentes cantores, y cada día iba a ofrecer en la misa al tiempo que can­taban la ofrenda, y puesta de rodillas be­saba la mano al sacerdote y recibía su bendición. Labraba con sus damas cosas que sirviesen al culto divino, socorría a las doncellas pobres y huérfanas y ponía a muchas en estado, porque no corriese peligro su castidad: visitaba a los enfer­mos, y curábalos con sus propias manos sin asco ni pesadumbre, y el Jueves San­to lavaba los pies a algunas mujeres po­bres y con grande devoción se los be­saba. No se hacía iglesia, hospital, puente u otra cosa en beneficio público, a que ella no extendiese la mano. En Santarén puso en perfección el hospital de los ino­

centes; en Coimbra junto a sus palacios reales edificó el de los pobres enfermos; en la villa de Torresnovas el recogimiento pa­ra las mujeres arrepentidas. Fué el rey su marido en su moce­dad liviano con gran deshonor suyo y agravio de la santa, mas ella lo llevó todo con tan grande paciencia que rindió el corazón del rey, y le sacó de aquel mal estado, y cuando su hijo el prín­cipe don Alonso se armó contra su mismo padre, y estaban los dos con ejércitos para darse ba­talla, sólo la santa logró ponerles en paz y restituir la paz a todo el reino. En la hora que el rey su marido falleció se recogió ella

a un aposento, y se cortó los cabellos y se vistió el hábito de santa Clara; acom­pañó el cadáver al monasterio de mon­jas de san Bernardo, en que el rey se ha­bía mandado enterrar, y habiendo estado allí tres meses, partió a pie en romería para Santiago e hizo al santo apóstol una ofrenda riquísima de muchas piezas de oro, piedras preciosas, sedas y brocados. Finalmente después de una vida tan san­ta fué visitada en su muerte por la Reina de los ángeles, y diciendo aquellas pala­bras: «María, madre de gracia y madre de misericordia, defiéndenos tú del ma­ligno enemigo y recíbenos en la hora de la muerte» dio su alma al Creador.

Reflexión: La santa y piadosísima doña Isabel, supo juntar con la grandeza y majestad de su estado, la pequenez y hu­mildad de Cristo. Por estas raras virtu­des mereció "er tenida y reverenciada pr santa, no solamente en su tiempo, sino también en todos los siglos posterio­res; para que las grandes señoras se mi­ren en ella como en un clarísimo espejo, y conformen su vida con la de la santa; y las mujeres de más baja condición se corran, considerando que no hacen ellas lo que hizo tan gloriosa reina.

Oración: Oh clementísimo Dios, que entre otros dones con que enriqueciste a la santa reina Isabel, la favoreciste con la gracia singular de aplacar el furor de las guerras; concédenos por su interce­sión la paz de esta vida mortal, que hu­mildemente pedimos, y después los dicho­sos gozos de la eterna. Por Jesucristo^, nuestro Señor. Amén .

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San Efrén, diácono y confesor. — 9 de julio ( t 379)

Uno de los más esclarecidos doctores de la Iglesia de Siria fué san Efrén, el cual nació en la ciudad de Nisibe y fué hijo de padres labradores, pero ilustres por la confesión de la fe y por la sangre de los santos mártires, que honraron su cristiana fami­lia. Crióse con tan grande ino­cencia, que en el libro de su Confesión no se acusa más que de dos culpas de su niñez: fué la una haber echado a correr por los montes tras una vaca de un vecino suyo, la cual se perdió y fué devorada por las fieras; la otra, haber puesto una vez en duda que todas las cosas andu­viesen ordenadas por la Provi­dencia divina. Retiróse al yermo; mas ha­biéndole mostrado el Señor que quería servirse de él para bien de muchos, pasó a la ciudad de Edesa, donde fué ordenado de diácono, y aunque más tarde quería el glorioso san Basilio hacerle sacerdote, nunca pudo acabar con él que aceptase aquella dignidad. Supo otra vez que ve­nían para hacerle obispo y comenzó él a fingirse loco y hacer visajes en la plaza, andando aprisa y corriendo por las ca­lles, y rasgando sus vestiduras, y comien­do delante de todos, para que le dejasen y menospreciasen los que querían enco­mendarle el gobierno de la Iglesia. Era elocuentísimo predicador de Jesucristo, y convritió a la fe gran número de idó­latras y herejes: y de una disputa que tuvo con Apolinar, salió aquel famoso hereje tan atajado y corrido, que no sup"o decir palabras, y con tan gran tristeza y angustia de corazón, que le dio una en­fermedad de que llegó a las puertas de la muerte. Tenía también el glorioso san Efrén unas entrañas muy blandas con los pobres, y en una grande hambre que en su tiempo afligió mucho a la ciudad de Edesa, viendo que perecían muchos po­bres y que los ricos apretaban la mano y los dejaban morir, los reprendió grave­mente, y con las limosnas que recogió armó trescientas camas para los enfer­mos, vistió a los desnudos y dio de comer a los hambrientos. Y para que no faltase el alimento espiritual de las almas, es­cribió muchos libros en lengua siriaca, los cuales eran tan estimados que, como

JÜice san Jerónimo, se leían públicamente en algunas iglesias después de la Sagrada

Escritura. Son todas las obras de esta santo Padre muy espirituales, y en eüas resplandece su grande ingenio y su elo­cuencia singular, y sobre todo un espí­ritu celestial y soberano, suave, eficaz, blando y fervoroso de que Dios le había dotado. Finalmente estando ya para mo­rir escribió aquella admirable exhorta­ción llena de santísimos documentos, llamada el Testamento de san Efrén, y encomendó encarecidamente que no le enterrasen con vestidura preciosa, ni en sepulcro, ni en templo, sino en el cernen- , terio de los pobres y peregrinos: mas el Señor tomó por su cuenta el honrarle y hacer su nombre inmortal y glorioso en toda la universal Iglesia.

Reflexión: Poseemos en la Iglesia ca­tólica tal abundancia de libros escritos por autores doctísimos y santísimos, que es para alabar a Dios. Su profunda sa­biduría asombra al ingenio humano y el olor de santidad que se percibe en su lectura, reanima al lector más aletargado por el frío de la duda, o la ponzoña del error y de los vicios. Pues ¿por qué no se han de leer tan buenos libros que dan luz y calor, y sanidad perfecta al espíritu? ¿Por qué se han de leer libros malos que le llenan de tinieblas y de frío glacial, y lo sumen en un letargo de muerte?

Oración: ¡Oh Dios! que nos alegras en la anual solemnidad de tu bienaventu­rado confesor san Efrén, concédenos pro­picio, que imitemos las buenas acciones de aquel santo cuyo nacimiento para si cielo celebramos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Los siete hijos mártires de santa Felicitas. — 10 de julio ( t 165)

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Siendo emperador Marco Aurelio Anto-ninc, hubo en Roma una santa viuda lla­mada Felicitas, noble en linaje y más ilustre en piedad, que tenía siete hijos. Habia hecho voto de castidad, ejercitá­base en oraciones y obras de misericor­dia, y con sus palabras y el ejemplo de su vida, movía a muchos de los gentiles para que se hiciesen cristianos. Por esta causa algunos sacerdotes de los ídolos concibieron gran saña contra ella y con­tra sus hijos y procuraron con el empe­rador que los mandase prender. Remitió­se la causa a Publio, prefecto de la ciu­dad, el cual llamando aparte a la madre, la rogó que sacrificase a los dioses del imperio, y que no le obligase a usar de rigor con ella y con sus hijos. A lo cual respondió Felicitas: «No pienses, oh Pu­blio, que con tus blandas palabras me podrás ablandar, ni con tus amenazas me podrás rendir; porque tengo en mi fa­vor el espíritu de Cristo, y viva o muerta te venceré.» A esto respondió el prefec­to: «¡Desventurada de ti! Y ¿has de per­mitir que hasta tus hijos mueran a mis manos?» «Mis hijos, dijo Felicitas, mu­riendo por Jesucristo vivirán para siem­pre.» Y como al siguiente día, estando el tribunal en la plaza del templo de Marte, fuese traída a juicio la madre con los siete hijos, y el juez les persuadiese que sacri­ficasen a los dioses: volviéndose a ellos la madre les dijo: «Mirad, hijos míos, al cielo, en donde os está Cristo esperando con todos sus santos; pelead valerosa­mente por vuestras almas, y mostraos fieles y constantes en el amor de Jesu­cristo.» El tirano oyendo estas palabras

se embraveció y mandó dar a la madre muchas bofetadas en el rostro, porque en su presencia daba tales consejos a sus hijos; y llamando luego delante de sí al mayor de ellos, que era J e ­naro, y usando todo su artificio, para atraerle a la adoración de los ídolos, no lo pudo conseguir; por lo cual le mandó desnudar y azotar crudamente y llevarle a ia cárcel. Por este mismo orden lla­mó uno a uno a los siete her­manos, y como viese en todos la misma constancia y resolución, después de haberlos castigado con muchos azotes, los echó en la cárcel, y dio aviso al empera­dor de lo que pasaba. El empe­

rador ordenó que con diferentes géneros de muerte les quitasen la vida, y eje­cutándose este impío mandato, Jenaro, siendo azotado gravísimamente y que­brantado con plomadas, dio su espíritu al Señor; Félix y Felipe fueron molidos a palos; Silvano murió despeñado; Ale­jandro, Vidal y Marcial fueron descabe­zados: y la madre santa Felicitas, tam­bién fué martirizada al cabo de cuatro meses, y su martirio celebra la santa Iglesia a los 23 de noviembre.

Reflexión: De esta santa heroína de la fe y de ,sus hijos dice san Gregorio en una homilía estas palabras: «La bien­aventurada santa Felicitas, creyendo, fué sierva de Cristo, y predicándole, madre de Cristo: porque teniendo ella siete hi­jos, de tal manera temió dejadlos vivos en el mundo, como los otros padres car­nales suelen temer que se mueran. No me parece que hemos de llamar a esta mujer mártir, sino más que mártir, pues habiendo enviado delante de sí siete hi­jos al cielo, a la postre vino después de ellos a recibir la corona del martirio.» Todo esto es de san Gregorio. ¡Pluguiera al Señor que todas las madres cristianas tuvieran este espiritual amor a sus hijos, deseándoles y procurándoles ante todo la eterna salvación!

Oración: Concédenos, oh Dios omnipo­tente, que los que celebramos la fortale­za de tus invictos mártires en la confe­sión de tu fe, experimentemos la efica-, cia de su intercesión. Por Jesucristo,"1

nuestro Señor. Amén.

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San Pío I, papa y mártir. — 11 de julio (t 167)

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San Pío, primero de este nom­bre, glorioso pontífice y mártir de Cristo, fué natural de la ciu­dad de Aquileya e hijo de Rufi­no, el cual después de haberle instruido en la fe cristiana, le envió a Roma para que saliese bien enseñado.en las letras hu­manas y divinas. Es opinión de muchos que el papa Higinio le consagró después por obispo, y repartió con él la solicitud pas­toral de toda la Iglesia. Habien­do aquel santo pontífice alcanza­do la gloriosa palma del mart i ­rio, vacó la Sede apostólica solos tres días, porque era muy creci­do en Roma el número de los saltos, (que así se llamaban los fieles): los cuales después de emplear aquellos tres días en ayunos, vigilias y oraciones, eligieron por voz común a san Pío, y le nombraron vicario de nuestro Señor en la tierra. Ordenó muchas cosas de grande utilidad para la santa Iglesia: Señaló las penitencias que habían de ha­cer los sacerdotes que fuesen negligen­tes en administrar el santísimo Sacra­mento; mandó que fuesen inviolables las heredades de las iglesias, y que no se consagrasen las vírgenes que profesan perpetua continencia hasta tener veinti­cinco años. Hizo un decreto por el cual mandaba que la santa Pascua se celebra­se siempre en domingo como lo habían instituido los apóstoles; consagró en Ro­ma Jas Termas Novacianas a honor de santa Potenciana; anatematizó a los in­fernales heresiarcas Valentín y Marción, y escribió varias epístolas, en las cuales resplandece la santidad y celo de este venerable pontífice. En una de ellas que escribió a Justo (a lo que parece obispo de Viena), le dice: «Ten cuidado de los cuerpos de los santos mártires, como de miembros de Cristo, que así le tuvieron los apóstoles del cuerpo de san Esteban. Visita a los santos que están en las cár­celes, para que ninguno se entibie en la fe. Los clérigos y diáconos te respeten y reverencien, no como a mayor sino co­mo a ministro de Jesucristo. Todo el pue­blo descanse, y sea amparado y defen­dido con tu santidad. Quiero que sepas, compañero dulcísimo, que Dios me ha re­velado que tengo de acabar presto los dias de mi peregrinación: sólo te ruego que estés firme en la unión de la Igle­

sia, y que no te olvides de mí. Todo el senado y compañía de los sacerdotes y ministros de Cristo que está en Roma, te saluda, y yo saludo a todo el colegio de los hermanos en el Señor, que están con­tigo.» Todo esto es de san Pío, el cual después de haber acrecentado mucho la Iglesia de Dios con su celestial espíritu y gobierno, fué delatado, y cargado de cadenas, y muerto por la fe de nuestro Señor Jesucristo, como tantos otros pon­tífices de los primeros siglos de la Iglesia.

Reflexión: Para que veas la reverencia que has de tener al santísimo Sacramen­to, lee las graves penas que puso san Pío a los sacerdotes que por su negligen­cia derramasen alguna parte del vino con­sagrado: «Si cayere, dice, la sangre de Cristo en el suelo, hagan penitencia por espacio de cuarenta días; si en los corpo­rales, por tres: si penetró hasta el primer mantel, por cuatro; por nueve si llegó al segundo; y por veinte si caló hasta el tercero. En cualquier parte donde caye­re, seqúese todo lo que hubiese mojado; si esto no se pudiese, lávese con cuidado o raígase; y recogiendo todo lo lavado o raído, quémese y échense las cenizas en la piscina.» Considera pues con qué devoción y pureza de alma y cuerpo, se ha de recibir este divino sacramento, que con tanto cuidado se ha dé tratar.

Oración: Atiende, oh Dios todopodero­so, a nuestra flaqueza, y alivíanos del pe­so de nuestros pecados, por la interce­sión de tu bienaventurado mártir y pon­tífice Pío. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Juan Gualberto, fundador. — 12 de julio (t 1073)

El venerable fundador de la orden de \ ralleumbrosa, san Juan Gualberto, na­ció en Florencia, y se convirtió de la va­nidad del siglo a la perfección evangé­lica por un caso notable que le sucedió, y fué de esta manera. Tenía Juan un pa­dre que se llamaba como él Gualberto y era valiente y bravo soldado, el cual traía enemistad con un hombre que injusta­mente había muerto a un pariente suyo, y para vengarse, le pretendía matar: y Juan acudía a la voluntad de su padre y andaba en los mismos pasos y cuida­dos. Un día, yendo a Florencia él y otro criado bien armados, topó acaso a aquel su enemigo, desarmado, y en un paso tan estrecho que no se podía huir ni esca­par. Turbóse aquel pobre hombre, y echándose a los pies de Juan con grande humildad, le pidió por amor de Jesucristo crucificado que le perdonase y le diese la vida. Fué tanto lo que se enterneció Juan oyendo el nombre de Jesucristo crucificado, que luego levantó del suelo a su enemigo, le abrazó, le perdonó y di­jo que estuviese seguro. Partióse pues aquel pobre hombre consolado, y Juan siguió su camino, y entró en una iglesia, donde poniéndose a hacer oración delan­te de un crucifijo que allí estaba, vio cla­ramente que el crucifijo le inclinó la ca­beza como quien le hacía gracias por su caridad. Quedó Juan confuso por este regalo del Señor, y determinó abrazarse con Cristo crucificado. Para esto pidió al abad de san Miniato de Florencia el hábito de san Benito, y fué tal el ejem­plo de santidad que dio a los monjes, que fallecido el abad, todos pusieron los ojos

en Juan para hacerle su prelado: mas él no lo consintió por su hu­mildad, y como se alzase con el gobierno un monje que turbaba la paz del monasterio, el santo se partió con un compañero para buscar otro lugar donde con más quietud pudiese servir a Dios. Vino pues a un valle que por la espesura de los árboles se llama Valleumbrosa, y está en la p ro­vincia de Toscana, y allí por ins­piración del Señor hizo su mo­rada, y en aquel sitio se formó un grande y numeroso monaste­rio, debajo de la regla de san Benito, aunque con algunas cons­tituciones propias y particulares de nuestro santo. Favorecióle, el

Señor con su gracia y con dones de mila­gros y profecías, y después de haber edi­ficado otros monasterios y resucitado en ellos el primitivo espíritu de san Beni­to, gobernándolos santísimamente por es­pacio de veintidós años, a los setenta -y cuatro de su edad, dio su espíritu al Se­ñor.

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Reflexión: Después de haber leído la caridad que usó san Gualberto con su enemigo mortal, no quisiera, amado lec­tor) que conservases en tu corazón algún maligno rencor y deseo de venganza. No trates acaso de manchar tus manos con la sangre del que te ofendió y perjudicó, ni aun tal vez de delatarle a un tribunal en demanda de justicia. Pues ¿qué pro­vecho sacarías de maldecirle y desearle la muerte o alguna desgracia? ¿Podrías con este odio acarrearle algún grave mal? No: el mal recaería sobre de ti, porque con esos malditos rencores no harías más que llenar tu conciencia de pecados. Sa­crifica pues generosamente por amor de Cristo crucificado todos tus odios y r e ­sentimientos y dile con todo el corazón (y no solamente con los labios) aquellas palabras del Padre nuestro: Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros per­donamos a nuestros deudores.

Oración: Suplicárnoste, Señor, que nos haga recomendables ante tu divino aca­tamiento la intercesión del bienaventu­rado Gualberto, abad, para que consiga­mos por su protección lo que no podemos alcanzar por nuestros méritos. Por Jesu­cristo, nuestro Señor. Amén.

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San Eugenio, obispo de Cartago. — 13 de julio (t 505)

El prudentísimo y pacientísi-mo san Eugenio, obispo de Car­tago, era un caballero seglar de esta ciudad muy estimado por su celo, discreción y piedad cristia­na, cuando por voz común de to­dos sus conciudadanos, fué elegi­do y ordenado sacerdote y obispo de aquella iglesia en tiempo del cruel Hunerico, rey de los Ván­dalos, los cuales se habían hecho dueños y señores del África. Y aunque el santo prelado gozó de paz en los primeros tiempos de su gobierno, y era respetado de los herejes, y tan amado de los católicos, que dieran por él la hacienda y la vida, no tardó el rey Hunerico, que profesaba la secta de los arríanos, en perseguir de muerte a los fieles, y a sus venerables pas­tores. Y para dar algún color a su perfi­dia, obligó a todos los obispos a jurar que deseaban que después de su muerte le sucediese su hijo en el trono. No dudaron algunos en jurarlo, juzgando que podían con ello contentar al rey, y otros no pres­taron aquel juramento, pensando que era contrario a la ley de justicia; pero el bár­baro monarca los condenó a todos, ale­gando que los primeros habían sido infie­les a Dios, que manda no jurar ; y los se­gundos se habían mostrado rebeldes a su príncipe. Poco después dio orden para que la persecución se hiciese general. Los sa­cerdotes de Cartago fueron azotados con látigos y varas, las vírgenes consagradas a Dios cruelmente atormentadas, murien­do muchas de ellas en el potro, y los obis­pos, y todo el clero, y muchos seglares y señores católicos fueron desterrados sn número de unas cinco mil personas. Cuan­do el pueblo vio tan maltratados a aque­llos venerables sacerdotes y al santísimo obispo Eugenio, que con ellos iba deste­rrado, les seguía con los ojos llenos de lá­grimas, diciendo: ¿Cómo nos dejáis así desamparados para ir vosotros al mart i­r io?^ ¿quién bautizará a nuestros hijos?, ¿quién nos administrará la penitencia y la comunión?, ¿quién nos enterrará después de muertos y ofrecerá por nosotros el di­vino sacrificio? Habiendo fallecido ya aquel cruel rey de los Vándalos, tornó el varón de Dios a su diócesis, pero fué des­terrado de nuevo por Trasimundo a las Galias, y haciendo vida solitaria cerca de jllbi escribió algunos libros contra los errores de los herejes, hasta que consu­

mido de trabajos descansó en el Señor. También murió en el destierro todo el cle­ro de Cartago, compuesto de unos qui­nientos sacerdotes y diáconos y de mu­chos niños que eran cantores de aquella iglesia, y con ellos el santo arcediano lla­mado Salutario, y Murita, que era el se­gundo de aquellos sagrados ministros, los cuales habiendo sido puestos por los he­rejes tres veces en el tormento, perseve­raron constantes en la verdadera fe de la iglesia católica y merecieron la corona in­mortal de confesores de Jesucristo.

Reflexión: ¿Has reparado sin duda en el castigo que dio el bárbaro Hunerico así a los que trataron de contentarle a él, como a los que sólo quisieron contentar y estar bien con Dios? Cumplamos pues las obli­gaciones de conciencia sin respetos huma­nos, porque hasta los malos echan a mala parte lo que se hace por complacerles con -tra la conciencia, y violando la ley del re ­torno vuelven mal por bien. Mas Dios, es fidelísimo, y si hacemos su santidad vo­luntad, aun a costa de las persecuciones de los malvados, no seremos confundidos, sino más dignos del respeto y admiración de los hombres, y de la alabanza y gran recompensa de Dios. «Bienaventurados, dice Jesucristo, los que padecen por la justicia, porque es grande su galardón en el reino de los cielos*.

Oración: Dígnate, Señor, oír nuestras oraciones en la solemnidad de tu bien­aventurado confesor y pontífice Eugenio, y perdona nuestros pecados, por los méri­tos e intercesión de este santo que te sir­vió tan dignamente. Por Jesucristo, nues­tro Señor. Amén.

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S a n B u e n a v e n t u r a , obispo y doctor . — 14 de jul io (t 1274)

El seráfico doctor de la Iglesia san Buenaventura, nació de padres esclareci­dos por su linaje en una pequeña ciudad de Toscana, llamada Bagnarea. Siendo muy niño tuvo una tan recia enfermedad, que le deshauciaron los médicos; y su madre prometió a san Francisco que, si alcanzaba la salud de su hijo, procuraría que tomase el hábito de su santa religión, como lo hizo en efecto Buenaventura a ia edad de veintidós años. Hecha su profe­sión religiosa, tuvo por maestro en Pa­rís al famosísimo Alejandro de Hales, y leyó después al maestro de las sentencias en aquella universidad, con grande aplau­so, y allí tomó el grado de doctor el mis­mo día que lo recibió el angélico doctor de la Iglesia, santo Tomás, con el cual tu­vo muy estrecha amistad, y con su humil­de porfía le rindió para que se graduase primero que él. Entrando un día santo To­más en la celda de san Buenaventura le rogó que le mostrase los libros más secre­tos de donde sacaba sus altísimos y divi­nos conceptos; entonces el santo le enseñó un crucifijo que tenía allí delante y le di­jo: <<:Sabed cierto, padre, que éste es mi mejor libro». Otra vez le halló santo To­más escribiendo la vida de san Francisco, su padre, y no le quiso estorbar, dicien­do: «Dejemos al santo que trabaje por otro santo*. Con esta santidad y sabiduría juntaba san Buenaventura una pruden­cia tan maravillosa, que siendo de solos treinticinco años, con gran conformidad fué elegido ministro general de la orden. Por este tiempo se trasladó el cuerpo de san Antonio de Padua a una iglesia sun­tuosa que se le había edificado en la mis­

ma ciudad de Padua. Hallóse presente a esta traslación san Buenaventura, y hallando entre los huesos de la boca, la lengua del santo tan fresca y hermosa como si estuviera vivo, con ser ya el año treintidos de su muer­te, tomóla en sus manos el santo general, y derramando muchas lágrimas, exclamó: «¡Oh lengua bendita que siempre bendijiste a Dios y enseñaste a otros que lo bendijesen! ¡Bien muestras aho­ra cuan agradable le fuiste!». Y besándola con grande reverencia la mandó poner en lugar honorí­fico. Considerando la soberana majestad de Jesucristo sacramen­tado estuvo muchos días sin osar

llegarse al altar, y un día oyendo misa, al tiempo que el sacerdote partía la hostia, una parte de ella se vino a él y se le puso en la boca. Muerto el papa Clemente IV, y no concertándose los cardenales en la persona que habían de elegir, dieron sus votos a san Buenaventura, para que él so­lo eligiese al que le pareciese más digno de sentarse en la silla de san Pedro, y él nombró a Teobaldo, que en su asunción se llamó Gregorio X. También llevó el mayor peso de los gravísimos negocios que se trataron en el concilio de León, y poco después que el papa le hizo allí cardenal y obispo de Albano, quiso Dios honrarle llevándole para sí a la edad de cincuenta y tres años.

Reflexión: Los muchos y doctísimos l i ­bros que dejó escritos san Buenaventura están llenos de una doctrina celestial y de un fuego de amqr divino que alumbra el entendimiento de los que los leen, y abra­sa su voluntad, y penetrando hasta lo más íntimo de las entrañas, les compungen con unos estímulos de serafín, y les bañan de una suavísima dulzura de devoción. P r o ­cura pues, amado lector, traer en las ma­nos los libros de este doctor seráfico y también los demás escritos de los santos, que en ellos está atesorada la verdadera sabiduría que alimenta, perfecciona y sa­tisface cumplidamente el espíritu.

Oración: Oh Dios, que te dignastes dar­nos por ministro de nuestra salvación al bienaventurado Buenaventura, concédenos que sea nuestro intercesor en el cielo el que tenemos por nuestro doctor en Ja tie*. rra. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

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San Enrique I, emperador de Alemania. — 15 de julio (t 1024)

El admirable emperador de Alemania san Enrique, por so­brenombre «el piadoso*, nació en el castillo de Abaudia, sobre el Danubio, y fué hijo de Enrique, duque de Baviera, y de Gisela, hija de Conrado, rey de Borgo-ña. Bautizóle el santo obispo de Ratisbona, Wolfango, el cual to­mó a su cuenta la educación del niño y le hizo letrado, y aficiona­do a toda virtud. Habiendo here­dado el santo príncipe los esta­dos de su padre, fué elegido con gran conformidad por emperador de Alemania, sucediendo en el imperio a Otón III. Consultaba con Dios todo lo que había de disponer en el gobierno de sus vasallos, orando fervorosamente, dando largas limosnas, y tomando el parecer de los varones más santos y prudentes. Es­tando un día para asistir a unos espectácu­los o fiestas públicas que parecieron mal a san Popón, abad, el critsiano príncipe luego las dejó y mandó que no se hicie­sen. Reparó muchas iglesias que estaban destruidas de los esclavones y otros bár­baros, y amplificó en todo su imperio la religión católica y el culto divino. Habien­do vencido a Roberto, rey de Francia, y hecho paces con él, juntó un buen ejérci­to contra los infieles, especialmente los polacos, bohemios, moravos y esclavones, y ciñéndose la espada que había sido de san Adriano mártir, salió a campaña, ha­ciendo voto a san Lorenzo de reedificar su iglesia de Merseburgo si le alcanzaba victoria. Y cuando le salieron al encuen­tro los príncipes enemigos con un formi­dable ejército de gente innumerable, man­dó que todas sus tropas se confesasen y comulgasen, como solían hacer, en seme­jantes ocasiones, y les exhortó a pelear animosamente, esperando el favor del cie­lo. Dio el Señor entera victoria de sus enemigos al santo emperador, el cual hizo tributarias a Polonia, Bohemia y Mora-via, y declaró luego guerra a los borgo-ñones, que aunque estaban muy podero­sos y armados, se le rindieron sin querer pelear. Pasó más tarde a Italia para res­tituir, como lo hizo, a la silla de san Pe ­dro a Benedicto VIII, de la cual había sido injustamente despojado. Recobró con gran valor la provincia de la Pulla, que le habían usurpado los griegos, y fué co­g n a d o en Roma con gran solemnidad por el papa Benedicto. Cuando volvió a Ale­

mania, quiso pasar por Francia y visitar el monasterio cluniacense que florecía con gran fama de santidad, y estando allí oyendo misa de la Cátedra de san Pedro, llevado de un gran fervor ofreció en ella su corona de oro llena de preciosísimas piedras. Finalmente, después de tantas; victorias y obras heroicas de virtud, vien­do que llegaba su última hora, llamó a los príncipes del imperio, y tomando por la mano a su mujer, santa Cunegunda, se la encomendó encarecidamente, declarando-que estaba virgen, y que ambos habían, guardado castidad y vivido como herma­nos. Murió el santo emperador a la edad de cincuenta y dos años.

Reflexión: Grande es la obligación que tienen los príncipes y gobernantes cristia­nos de amparar nuestra santísima rel i ­gión. Del cumplimiento de este sagrado deber depende, como has leído, la pros­peridad de los estados, porque la religión inspira así a los gobernantes como a los pueblos gobernados sentimientos de toda virtud y justicia que son la mejor ga­rantía de la paz y felicidad de las nacio­nes. Pero ¿qué ha de suceder si en la cor­te y en el reino imperan la irreligión, el egoísmo, la inmoralidad y la falta de to­da justicia y temor de Dios?

Oración: ¡Oh Dios! que en este mismo día trasladaste al bienaventurado Enrique, tu confesor, desde el trono de la tierra al reino de la gloria; rogárnoste humilde­mente que nos des tü ayuda para despre­ciar como él los halagos de este mundo, y llegar a ti por la inocencia de nuestras costumbres. Por Jesucristo, nuestro Se­ñor. Amén.

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Nuestra Señora del Carmen o del Santo Escapulario. —16 de julio

Celebra en este día la santa Iglesia la festividad de nuestra señora llamada del Carmen o del Monte Carmelo, porque de

aquel santo monte, desde donde vio el pro­feta Elias aquella nubécula maravillosa, que era figura de la "Virgen santísima, trae su nombre la religión carmelitana, a la cual enriqueció la Reina de los cielos con la vestidura del santo Escapulario, que desde entonces acá ha sido la librea, el escudo y prenda de salud de todos sus fieles devotos. Refiérese, en las crónicas que ya desde los tiempos apostólicos mu­chos santos hombres se juntaron en'la so­ledad del Carmelo para celebrar la gloria del Señor y dar culto especial a su Madre santísima, mas cuando los sectarios del falso profeta Mahoma hicieron grande es­t rago en aquellas regiones, los solitarios hubieron de ocultarse en las cavernas, donde moraron hasta que los ejércitos de las Cruzadas pasaron a la Tierra Santa y persuadieron a aquellos devotos siervos de la Virgen que viniesen a las tierras de Europa; y hacia la mitad del siglo XIII, vinieron algunos de ellos en compañía de san Luis rey de Francia, quedándose unos en cierta ermita que está a una legua de Marsella, y embarcándose otros con rumbo a Inglaterra, a donde el Señor les guiaba. Allí les habló y conoció por divina reve­lación el admirable Simón> Stock, el cual, habiendo abrazado el instituto de aquellos santísimos religiosos carmelitas, partió a Jerusalén, visitó con los pies descalzos los santos lugares, y se detuvo seis años en el Monte Carmelo, donde se dice que la Virgen le sustentó milagrosamente. En volviendo a su patria fué nombrado por

voz común de todos sus herma­nos, Superior general de la or­den, y entonces se le apareció la gloriosa Reina de los cielos con majestad, acompañada de coros angélicos, y llevando en la mano un escapulario, que entregó al santo, diciéndole con muy blan­das y amorosas palabras: «To­ma, querido hijo, este escapula­rio de tu orden, como insignia de mi cofradía, y privilegio singular para ti y tus carmelitas; es una señal de predestinación y alianza de paz y pacto sempiterno: los que con él murieren no padece­rán el fuego eternal». Apenas se publicó en el mundo tan pro­vechosa devoción y tan rica pren­

da, los reyes y los pueblos se vistieron a porfía del sagrado escapulario y se alis­taron en la cofradía de la Virgen del Car­men, los sumos pontífices la aprobaron y colmaron de alabanzas e indulgencias, y la misma Reina de los cielos la autorizó con estupendos y soberanos prodigios, l i­brando a sus devotos de innumerables pe­ligros del cuerpo y del alma.

Reflexión: Es, pues, el Santo Escapula­rio del Carmen la librea de los verdade­ros hijos de la Virgen; es una prenda de eterna vida, y conforme se dice en el de­creto del papa Paulo V, pueden los fieles piadosamente creer que todos los cofra­des del Carmen, que religiosamente cum­plen sus obligaciones, y mueren en gracia de Dios, adornados con el santo escapula­rio, si han de pasar por el purgatorio, ex­perimentan allí el singular patrocinio dé­la Virgen santísima, especialmente el día sábado, que a su culto tiene consagrado la Iglesia. No dejes pues de llevar el santo escapulario, que será para ti escudo sobe­rano contra los enemigos visibles e invi­sibles, y al armarte con él, piensa que es un regalo que te hace la Virgen, y una prenda de eterna salvación.

Oración: ¡Oh Dios! que honraste la or­den del Monte Carmelo con el título espe­cial de tu Madre bienaventurada la Vir­gen María, concédenos benigno, que ampa­rados con la protección de esta soberana Señora, cuya memoria tan solemnemente celebramos, merezcamos llegar a los eter­nos gozos de la gloria. Por Jesucristc nuestro Señor. Amén.

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El triunfo de la Santa Cruz. — 16 de julio (1212)

Entre las ilustres victorias que Dios nuestro Señor ha dado a los cristianos contra los infieles y enemigos suyos, es muy admira­ble la de las Navas de Tolosa, que alcanzó el rey de Castilla don Alfonso el VIII, en compa­ñía de los reyes de Aragón y de Navarra, sobre el rey moro Ma-homat y su innumerable ejército. Recabó el arzobispo de Toledo del papa Inocencio III que con­cediese cruzada a todos los que viniesen a aquella guerra, y les otorgase las mismas gracias e in­dulgencias que se concedían a los que iban a la conquista de la Tierra Santa; y fué tan grande el concurso de gentes que acu­dieron de toda España y aun de Francia e Italia, que se puso en orden uno de los más lucidos ejércitos que en España se habían visto. Salieron pues de Toledo los soldados cristianos a los veinte días del mes de junio; y venciendo las dificulta­des del camino, ganaron de mano de los bárbaros algunos pueblos, como Malagón y Calatrava, y llegaron al puerto que lla­man del Muradal, en donde estaba el rey Mahomat con su ejército muy grande y poderoso. Supo el moro de sus espías que los cruzados extranjeros se habían ret i­rado, en cierto motín que sucedió en el ejército; y determinó esperar al rey en campo raso, y así se retiró un poco a los llanos de Baeza, dejando en las Navas :le Tolosa (que es un paso muy estrecho) jarte de su gente para hacer daño en los cristianos. El camino era muy trabajoso y áspero, y los enemigos estaban ya a la vista; mas un pastor muy práctico de toda aquella tierra guió a los cruzados por la ladera del monte, de tal manera, que llegaron al sitio que deseaban, vién­dolos los enemigos sin poderles estorbar el paso. El rey Mahomat presentó luego batalla a los cristianos, y llegada la no­che del domingo, el rey Alfonso mandó pregonar a sus tropas que se apercibiesen para la batalla con la confesión y comu­nión; y levantando las manos al cielo, suplicó al Señor les diese victoria de sus enemigos. Vinieron pues a las manos los dos ejércitos, y al principio parecía que llevaban lo mejor los moros, de manera que el rey dijo al arzobispo don Rodri-¿6: <,;¡Ea, arzobispo; muramos aquí, yo, y vos!» Mas el arzobispo le respondió:

«No, señor, no moriremos, sino que ven­ceremos*. Y luego se conoció la ventaja de los cristianos y el favor del cielo; por­que la cruz que un canónigo de Toledo llevaba delante del arzobispo, pasó por todos los escuadrones enemigos sin daño del que la llevaba, con tirarle de todas partes infinitas saetas, y llegando el es­tandarte real que llevaba una imagen de Nuestra Señora a donde estaba la mayor fuerza del ejército moro, lo desbarató y deshizo como humo. El rey Mahomat, con algunos de su corte, apenas pudo es­capar, quedando muertos en el campo doscientos mil almohades. Esta insigne victoria llenó de grande alegría y rego­cijo a toda la cristiandad, y para memo­ria de ella se instituyó la fiesta del t r iun­fo de la santa Cruz, porque la santa Cruz rompió por medio de los escuadrones enemigos y quebrantó aquel día todo el poder de la soberbia morisma.

*

Reflexión: Supliquemos al Señor que por la virtud de la santa Cruz sea tam­bién confundida y humillada la arrogan­cia de los herejes, sectarios v demás ene­migos de Jesucristo, que turban la paz del pueblo cristiano con tan grande me­noscabo de su felicidad temporal y eterna.

* Oración: Oh Dios, que por la virtud de

tu santa Cruz diste a tu pueblo creyente glorioso triunfo de sus enemigos, rogá­rnoste» que concedas victoria y honra perpetua a los piadosos adoradores de la santa Cruz. Por Jesucristo, nuestro - Se­ñor. Amén.

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San Alejo, confesor, — 17 de julio ( t 417)

El humildísimo siervo de Cristo san Alejo, nació en la ciudad de Roma y fué hijo de un gran caballero rico y poderoso que se llamaba Eufemiano. Por obedecer a sus padres, se desposó con una doncella de esclarecido linaje: mas inspiróle Dios que hiciese un porfecto holocausto de sí mismo y de todos los deleites del mun­do. Obedeció Alejo; entró en el aposento donde estaba su esposa, y dióle un ani­llo de oro y una cinta muy rica envuelta en un velo colorado de seda, y di jóle que guardase aquellas joyas en prenda de su amor hasta que Dios otra cosa ordenase; y tomando luego algunos dineros, mudó el traje y partió a Laodicea, y de allí a Edesa, en la Mesopotamia, donde se vis­tió de pobre y comenzó a mendigar. Lo más del tiempo vivía debajo de un portal de una iglesia de Nuestra Señora. Que­daron atónitos los padres de Alejo, sa­biendo que no se hallaba en casa, la ma­dre en un perpetuo llanto, la esposa des­haciéndose en lágrimas, y el padre, en­viando por todas partes criados que le descubriesen a su hijo. Por señas que al­gunos de ellos tuvieron, llegaron a Ede­sa, donde Alejo estaba; pero le hallaron tan trocado, que le dieron limosna y no le conocieron. Diez y siete años estuvo en Edesa, y haciéndose después a la vela hacia Tarso de Cilicia para visitar el templo del apóstol san Pablo, una brava tempestad lo llevó a Italia, y viéndose ya en el puerto de Ostia, determinó entrar en Roma, y para triunfar más gloriosa­mente de sí mismo, irse a la casa de sus mismos padres, donde entendía que no sería conocido. Acogióle en efecto su pa­

dre, que era muy caritativo y amigo de socorrer a los pobres, y el santo se aposentó en una ca­marilla estrecha y oscura en el portal de la casa, donde padeció grandes molestias de los criados: porque como si fuera un simple e insensato, le daban bofetadas, le echaban cosas inmundas y Te hacían otras muchas befas y agravios. Diez y siete años pasó el santo en esta vida tan abati­da y admirable, hasta que te­niendo revelación del día de su muerte, escribió en un papel su nombre y el de sus padres y de su esposa, y el viernes siguiente entregó su espíritu al Creador. Estaba a la sazón el papa dicien­

do misa delante del emperador, y oyóse una voz del cielo que decía: «Buscad al siexvo de Dios en casa de Eufemiano», y halláronle tendido en el suelo, cercado de gran resplandor y hermoso como un ángel. Ecio, cancelario, por mandato del pontífice y del emperador, leyó la carta que el santo tenía apretada en sus ma­nos, en ella halló los nombres de sus pa­dres y de su esposa, la cual derribándose sobre el sagrado cadáver, dijo tales cosas que ablandaran corazones de piedra. Fué sepultado el día siguiente con grandísima pompa en la iglesia de san Bonifacio, y el Señor le glorificó con grandes prodigios.

Reflexión: Es Dios (coma dice el real profeta) admirable en sus santos: pero lo es muy particularmente en su humildí­simo siervo san Alejo. ¡Qué castidad tan entera y pura infundió en su alma! ¡qué obediencia para menospreciar los regalos de su casa y dejar a sus padres, esposa, deudos y amigos! ¡qué pobreza de espí­ritu para vivir tantos años como mendi­go! y sobre todo esto ¡qué fortaleza y su­frimiento para triunfar de sí y del mun­do con un género de victoria tan nuevo y glorioso! Sea el Señor bendito y glori­ficado para siempre en sus santos y a nosotros nos dé gracia para hacer por su amor, siquiera los pequeños sacrificios que nos pide.

Oración: Oh Dios que cada año nos ale­gras con la solemnidad del bienaventu­rado Alejo tu confesor, concédenos que imitemos las acciones de aquel, cuyo na­cimiento a l cielo celebramos. Por Jesi -cristo, nuestro Señor. Amén.

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San Camilo de Lelis, fundador. — 18 de julio (t 1614)

El ángel consolador de los en­fermos y moribundos, san Cami­lo de Lelis, nació de padres ilus­tres por la nobleza de su sangre, en la villa de Voquíanico, en el arzobispado de Chieti del reino de Ñapóles. Cuando su madre Camila dio a luz a nuestro santo, era ya de edad de sesenta añoSj y tuvo" un sueño misterioso, en que vio a su hijo con una cruz en el pecho, acompañado de otros muchos niños que llevaban tam­bién en el pecho unas cruces se­mejantes. Siguió Camilo, como su padre, los ejercicos de las a r ­mas, sirviendo en los ejércitos de Venecia y de España, y llevando una vida no menos trabajosa que licenciosa. Mas habiendo oído los santos consejos de un religioso capuchino, el día de la Purificación de Nuestra Señora, se sintió tocado de Dios de manera que saltando del caballo en que iba camino de Manfredonia, se hincó de rodillas sobre una piedra y empezó a deshacerse en llan­to copiosísimo pidiendo a Dios perdón de sus pecados, y proponiendo hacer asperí­sima penitencia. Con este ánimo, se llegó al padre guardián de los capuchinos de Manfredonia, rogándole que le diese el santo hábito: mas no pudo llevarlo sino algunos meses, porque batiéndole de continuo en la corva del pie, le abría una llaga antigua oue en él tenía, la cual no se le cerró en toda la vida. Pasó entonces a Roma, y se consagró enteramente al servicio de los enfermos en el hospital llamado de Incurables, donde echó los cimientos de su gran santidad, ayudado por los avisos del padre san Felipe Neri, que era su confesor. Dolíase mucho de ver cuánto padecían los enfermos por el descuido de los enfermeros asalariados; y pensó en instituir una congregación de enfermeros religiosos que sirviesen en los hospitales por solo amor de Jesucristo, y encomendando esta obra al Señor, vio cómo Jesús, desclavando las manos de la cruz, le dijo: «Lleva adelante tu empresa, que yo te ayudaré». En esa sazón consi­deró Camilo que siendo seglar como era, no podría ayudar como deseaba a las almas de los enfermos, y así empezó a estudiar la gramática, no avervonzándose de aparecer en medio de los niños, sien-?/ de edad de treinta y dos años, y con grande aplicación prosiguió sus estudios hasta ordenarse de sacerdote. Fundó des­

pués su nueva orden, en la cual se obli­gaban los religiosos con un cuarto voto, a asistir a cualesquiera enfermos de pes­tilencia: y en efecto, en una peste que hizo grande estrago en Roma, ejercitaron su heroica caridad con los apestados, en­trando a veces con escalas en sus casas, por estar enfermos todos los que en ellas moraban, y no haber quin pudiese abrir­les la puerta. Son indecibles las proezas de caridad que hizo en los numerosos hospitales que fundó en toda Italia; has­ta que habiendo renunciado el generalato de su Orden y vuelto a servir en el Hos­pital del Espíritu Santo que había en Roma, dijo: «Aquí será mi descanso»; y en efecto, a los sesenta y cinco años de su edad, descansó en el Señor y reci­bió la corona de sus grandes trabajos y merecimientos.

Reflexión: ¿Que te parece, cristiano lec­tor? Si hubieses de parar como pobre en­fermo en un hospital, ¿no preferirías la dulcísima caridad de san Camilo y de sus hijos religiosos, al servicio negligente, frío y puramente interesado de ciertos hospi­tales secularizados? Espanta lo que cobran los enfermeros laicos, y hace derramar lá­grimas la inhumanidad que usan con los pobres enfermos, haciendo de su oficio de caridad un vilísimo negocio.

Oración: Oh Dios, que adornaste a san Camilo de una singular caridad para soco­rrer a los que luchan en la última agonía, infunde en nosotros el espíritu de tu amor, para que en la hora de nuestra muerte merezcamos vencer al común enemigo, y alcanzar la corona celestial. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Vicente de Paúl, confesor y fundador. — 19 de julio (t 1659)

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El amorosísimo padre de los pobres san Vicente de Paúl, parece que fué de nación español, aunque varios autores de su vida dicen que nació en el lugar de Ranquines de la parroquia de Puy, en Francia. Ha­bíanle puesto sus padres, que eran unos pobres labradores, a guardar el ganado; mas como le viesen hábil para las letras, le enviaron a una escuela de los padres franciscanos que estaban en la ciudad de Acqs. Habiéndose graduado de bachiller en la universidad de Tolosa, y ordenádose de sacerdote, enseñó por algún tiempo la sagrada teología. Mas el Seqor, que le ha_ bía escogido para que ilustrase al mundo con el resplandor de sus virtudes y seña­ladamente de su caridad, le puso en el cri­sol de la tribulación. Porque haciéndose a la vela para ir desde Marsella a Narbo-na, en el golfo de León fué asaltada la na­ve por unos corsarios moros, los cuales mataron bárbaramente al patrón y a otros que iban con él, e hirieron con flechas a casi.todos los demás, y entre ellos a nues­tro Vicente, y cargándoles'de cadenas los llevaron a Túnez. Aquí, despojado el san­to de sus vestidos, encadenado, y mal cu­bierto con un pobre sayal, com vil escla­vo, fué llevado por las calles y vendido a un pescador. Fué comprado después por un viejo médico químico, el cual lo entregó a un sobrino, bárbaro de secta y de cos­tumbres, y paró finalmente en poder de un renegado. No se pueden decir los gran_ des trabajos que pasó el santo todo el tiempo de su esclavitud, que fué como el noviciado de su vida santísima. Convirtió al renegado, el cual fué con san Vicente a Roma, y entró en el austero convento de

unos religiosos llamados Faíe ben Fratelli que servían en los hos­pitales bajo la regla de san Juan de Dios. Encaminóse luego el santo a París, donde se consagró al servicio de los pobres enfer­mos del hospital de la Caridad, y pasando después a los condena­dos a galeras fundó para soco­rrer a aquellos infelices la Casa Misión de Marsella, donde por librar a uno de los galeotes en extremo afligido, se ofreció a ocupar su lugar y llevar sus hie­rros, de lo cual le quedó en los pies una hinchazón que le duró todo el resto de la vida. Fundó

' la Congregación, llamada de la

Misión, de clérigos seculares y fervorosísimos misioneros; instituyó la Co­fradía de hombres para asistir a los en­fermos, la Hermandad de las Hijas de Ca­ridad para los enfermos de cada parroquia la llamada de la Caridad para los gran­des hospitales, y la de las Damas de la Cruz para la educación de las niñas. Pro­movió las fundaciones de los grandes hos­picios de París para los niños expósitos; socorrió con gruesas limosnas a los po ­bres de las provincias de Lorena y de muchas poblaciones asoladas por la guerra y el hambre, y asistió al rey Luis XIII, que puesto en el último trance murió con­solado en los brazos del santo. Finalmente, lleno de días y de méritos, a los ochenta y cinco años de su edad, dio su espíritu al Señor.

Reflexión: Apenas se derramó en París la triste nueva del fallecimiento de san Vicente de Paúl, no se oía en toda la ciu­dad más que esta sola voz: «Ha muerto el santo». Lloráronle los huérfanos, lloráron­le las viudas y todos los pobres exclama­ron con lágrimas: «¡Ha muerto nuestro padre!». Sacerdotes y prelados, caballe­ros y damas, senadores y príncipes hicie­ron gran sentimiento por su muerte y co­menzaron a venerar su sepulcro, glorifi­cado por el Señor con grandes prodigios, y con la perfecta incorrupción del sagrado cadáver.

Oración: Oh Dios, que revestiste de apostólica fortaleza al bienaventurado Vi­cente para que evangelizase a los pobres y promoviese el decoro del Orden eclesiás­tico, rogárnoste nos concedas seamos ins­truidos con los ejemplos de sus virtude. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Santa Margarita, virgen y mártir. — 20 de julio (f 175)

La gloriosa virgen y mártir santa Margarita, que los griegos y algunos autores llaman Mari-ña, fué natural de la ciudad de Antioquía de Pisidia, e hija de un famoso sacerdote de los dio­ses, llamado Edisio. Crióla una buena mujer, la cual le infundió con la leche la fe cristiana y la educó en santas costumbres. En_ ternecíase sobremanera cuando oía decir los suplicios con que los santos mártires eran despedaza­dos, y la constancia y fortaleza con que los padecían; y veníale gran deseo de imitarlos y de mo­rir como ellos por Jesucristo. Por esta causa era aborrecida y mal­tratada de su padre idólatra y sacerdote de los ídolos, el cual llevó su inhumanidad hasta el extremo de^ acusar­ía y de ponerla en manos del impío presi­dente Olibrío. Habíase enamorado este t i ­rano "de la belleza de Margarita, y no pu-diendo atraerla a su voluntad con astucia ni con fuerza, trocó todo el amor en odio, y quiso vengarse de ella con tormentos. "Mandóla tender en el suelo,, y azotar crue-lísimamente, hasta que de su delicado cuerpo saliesen arroyos de sangre, lo cual, aunque hizo derramar lágrimas de pura lástima al pueblo que estaba presente, no ablandó el pecho de la santa virgen, que parecía no sentir aquellos despiadados azo­tes como si no descargaran sobre ella. Lle­váronla después arrastrando a la cárcel, donde rogando la santa con gran devoción al Señor que le diese fortaleza y perseve­rancia hasta el fin. oyó un temeros ruido, y vio al demonio en figura de un dragón terrible que con silbidos y un olor intole­rable se llegó a ella como que la quería tragar. Mas la cristiana virgen, armándose con la señal de la cruz, le ahuyentó, y luego aquel oscuro calabozo resplandeció con una luz clarísima y divina, y se oyó una voz que dijo: «Margarita, sierva de Dios, alégrate, porque has vencido*. Al día siguiente la mandó el juez comparecer de­lante de sí y con grande asombro observó que estaba sana de sus heridas, y l lamán­dola hechicera, la mandó desnudar y con nachas encendidas abrasar los pechos y costados. Después ordenó que trajesen una gran tina de agua, y que echasen en ella a la santa virgen atada, de suerte que sin poderse menear se ahogase. Y cuando la vumergían en el agua, bajó una claridad grandísima, y una paloma que se asentó

sobre la cabeza de la santa. Por este mi­lagro se convirtieron muchos de los que presentes estaban, en los cuales el presi­dente ejercitó su crueldad, dando senten­cia que así ellos como la santa fuesen de­gollados. Al tiempo que el verdugo estaba con la espada en la mano para ejecutar la sentencia, tembló la tierra con súbito terremoto, y animando la misma santa al verdugo, fué degollada y recibió de mano de su amorosísimo y celestial Esposo la corona doblada de su virginidad y mar­tirio.

* Reflexión: En el martirio de esta santa

doncella vemos cumplida aquella palabra del Señor que dijo: «Vine a separar el h i ­jo de su padre y la hija de su madre», porque siendo tan contraria la santidad del Evangelio a la impiedad de la antigua su­perstición, era imposible que en una mis­ma familia viviesen en paz cristianos e idólatras. Estos infieles, a falta de ver­dad, echaban mano de la fuerza y violen­cia contra los fieles de Cristo, como se ve en el martirio de nuestra santa. Y ¿de dónde nacen ahora las pe»secuciones que padecen los buenos católicos de los impíos, sino de la enemistad irreconciliable de la impiedad con la fe y del vicio con la vir­tud?

* Oración: Suplicárnoste, Señor, que nos

alcances el perdón de nuestros pecados por la intercesión de la bienaventurada virgen y mártir Margarita, que tanto te agradó por el mérito de su castidad y por la ma­nifestación de tu soberana fortaleza. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Víctor y sus compañeros, mártires. — 21 de julio ( t 290)

Al poco tiempo de haber mandado de­gollar a toda la legión Tebea, fué el em­perador Maximiano a Marsella, donde ha­bía una iglesia numerosa y floreciente. A su llegada temblaron por su vida todos los fieles de la ciudad y se prepararon para el martirio. Durante esta general consternación un oficial cristiano, llamado Víctor, iba todas las noches de casa en casa a visitar a sus hermanos en Jesu­cristo para exhortarles al desprecio de la muerte, e inspirarles el deseo de la vida eterna. Habiendo sido sorprendido en una acción tan digna de un soldado de Cristo, fué conducido al tribunal de los prefectos Asterio y Eutiquio, que le representaron el peligro que corría, y cuan loco era de exponerse a perder el fruto de sus servi­cios y el favor del príncipe, por querer adorar a un hombre muerto. Contestó Víctor que renunciaba a todas las ventajas <jue no podía gozar sino renunciando a Jesucristo, Hijo eterno de Dios, que se ha­bía dignado hacerse hombre y que había resucitado después de muerto. Semejante respuesta excitó furiosos gritos de indig­nación, pero como el prisionero era perso­na ilustre, lo enviaron al emperador Ma­ximiano, el cual, para torcer la constancia de Víctor lo hizo atar de pies y manos y mandó que lo paseasen por todas las calles de la ciudad, exponiéndolo así á los insul­tos del populacho. A la vuelta de este pú­blico desprecio, lo presentaron todo cu­bierto de sangre a los prefectos, y Asterio mandó que lo extendiesen sobre el caba­llete, donde los verdugos le atormentaron por largo espacio. Encerránronle después en una lóbrega prisión, en la cual, a media

noche, le visitó el Señor por el ministerio de sus ángeles. La cárcel se llenó de admirable cla­ridad. El santo mártir cantaba con los espíritus celestiales las alabanzas del Señor. Tres solda­dos encargados de custodiarle

' queda ron tan asombrados de lo que pasaba, que arrojándose a los pies de Víctor, le pidieron perdón y la gracia del bautismo. Llamábanse Longinos, Alejandro y Feliciano, los cuales fueron bautizados aquel día, y Víctor les sirvió de padrino. Al día si­guiente, supo todo esto el empe­rador, y montado en cólera hizo trasladar los cuatro santos a la plaza pública, donde fueron car­

gados de injurias por la plebe soez y cor­tadas las cabezas de los tres centinelas. Tres días después llamó de nuevo el em­perador a Víctor a su tribunal y le mandó adorar una estatua de Júpiter puesta so­bre un altar, pero Víctor, lleno de fe en Jesucristo, dio un puntapié al altar, y lo derribó juntamente con el ídolo hecho pe­dazos. El tirano, para vengar a sus dioses, le hizo cortar el pie ordenando luego que metiesen al mártir debajo de la rueda de un molino. Y como a la primera vuelta el molino se descompusiese, sacaron de allí al santo y le cortaron la cabeza. Su cuerpo, junto con los cadáveres de Longinos, Ale­jandro y Feliciano, fueron arrojados al mar, pero los cristianos los encontraron sobre la orilla y Jes dieron honrosa sepul­tura.

Reflexión: Mostróse san Víctor muy dig­no de su nombre, porque fué ilustre y glo­rioso vencedor de todos los poderes de la tierra y del infierno. Por esta causa tr iun­fa ahora en el paraíso con todos los santos mártires a quienes animó a alcanzar tam­bién victoria de los tiranos y tormentos. Hagamos asimismo nosotros obras dignas del nombre que llevamos, imitando las virtudes del santo cuyo nombre nos pu­sieron en el bautismo, para que, así como ahora nos honramos con su nombre, par­ticipemos después de su eterna recompen­sa.

Oración: Oh Dios, que nos concedes la gracia de celebrar el nacimiento para el cielo de los gloriosos mártires Víctor y sus compañeros, concédenos también la de gozar de tu eterna bienaventuranza en su santa compañía. Por Jesucristo, nuestrC Señor. Amén.

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Santa María Magdalena. — 22 de julio (t hacia el 66)

La bienaventurada María Mag­dalena, espejo de penitencia y fervorosísima discípula de Cris­to, era hermana de san Lázaro y de santa Marta. Usando mal de la libertad que tenía por ser muer­tos sus padres, y viéndose noble, rica y hermosa, comenzó a darse a los gustos y deleites del mun­do, de manera que vino a tener escandalizada toda la ciudad, en tanto grado, que la llamaban la pecadora. Dice el Evangelio que el Señor echó de ella siete demo­nios, por los cuales entienden al­gunos santos los pecados y vicios de que el Salvador la libró Por­que sabiendo ella que Jesús es­taba convidado a la mesa de un rico fariseo llamado Simón, tomó un vaso de ungüento precioso en las manos y en­tró en aquella casa, y derribada a los pies del Salvador, comenzó a derramar lá­grimas tan copiosas, que bastaron para regar los pies de Cristo, y luego los lim­pió con los cabellos, los besó y ungió con aquel precioso ungüento. Y como el fariseo juzgase que no debía de ser profeta quien se dejaba tocar de aquella pecadora, le reprendió el Señor, y dio a la Magdalena un jubileo plenísimo y remisión de todos sus pecados, enviándola con paz y alegría a su casa. De allí en adelanta comenzó la santa a emplear su caudal, su persona y hacienda en servicio de Jesucristo. Hos­pedábale con sus hermanos Lázaro y Mar­ta, y habiendo Lázaro caído malo, enviaren las dos hermanas a Jesús un mensajero que le dijese: «Señor, el que vos amáis es­tá enfermo». Vino el Señor a Betania muy tarde y cuando Lázaro estaba ya muerto y sepultado. Y viendo Jesús las lágrimas de amor y dolor de las dos hermanas, se en­terneció y lloró con ellas, y resucitó 'a Lázaro de cuatro días muerto. Celebraron este gran prodigio haciendo un convite a Lázaro resucitado, el cual comía a la me­sa, con Jesús y muchos judíos convida­dos, y con esta sazón ungió otra vez Ma­ría los pies del Salvador. Acompañóle des­pués en su sagrada Pasión, perseverando al pie de la cruz y ungiendo con aromas el santísimo cadáver de- Jesucristo, • y en recompensa de tanto amor fué entre los testigos de la Resurrección que menciona el Evangelio, la primera que vio al Señor resucitado y glorioso. Y parece cosa sin

Auda que también se halló la santa a la su­bida de Cristo a los cielos, y en la venida

del Espíritu Santo. Finalmente en la per­secución que se levantó después de la muerte de san Esteban, María, Lázaro 3' Marta, con otros discípulos del Señor, fueron puestos en un navio sin velas ni remos, para que pereciesen en el mar. Mas aportando en Marsella, con el admi­rable ejemplo de su vida y palabras de cielo y milagros que hacían, convirtieron aquella provincia a la fe de Cristo, y se dice que san Lázaro fué obispo de Marse­lla, y la Magdalena, se retiró a una sole­dad donde pasó treinta años muy conso­lada del Señor, hasta que su alma bendita fué llevada al cielo por los santos ángeles.

Reflexión: Es mucho para notar (como observa san Crisóstomo) que santa Mag­dalena fué la primera que vino al Señor para alcanzar el perdón de sus culpas, usando de todas las cosas que le habían sido instrumento de pecado, para hacer de ellas remedios contra el pecado; por­que de los ojos con que cautivaba antes las almas hizo fuentes para lavar la suya; de los cabellos hizo lienzo para limpiarla; de la boca hizo portapaz para recibir la de Cristo; y del ungüento hizo medicina para curarse. Imitemos este ejemplo, y si de los dones que hemos recibido de Dios he­mos hecho instrumentos para ofenderle, usemos ahora de ellos para servirle y amarle.

Oración: Suplicárnoste, Señor, que sea­mos ayudados por la intercesión de la bienaventurada María Magdalena, a cu­yos ruegos resucitaste a su hermano Lá­zaro, de cuatro días muerto. Tú que vives y reinas por todos los siglos de los si­glos. Amén.

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San Apolinar, obispo y mártir. — 23 de julio (f hacia el año 75)

El apostólico obispo de Rávena y fortí-simo mártir de Cristo san Apolinar, fué uno de los discípulos que el apóstol san Pedro trajo consigo, cuando trasladó su cátedra de Antioquía a Roma. Consagróle obispo el mismo príncipe de los apóstoles y le envió a Rávena para que allí predi­case el santo Evangelio. En llegando Apo­linar cerca de aquella ciudad, fué acogi­do por un militar llamado Treneo, que te­nía un hijo ciego, al cual el santo pontífice restituyó la vista. Por este milagro Tre­neo y toda su casa creyeron en Cristo y fueron bautizados. Supo luego este pro­digio el tribuno de aquel soldado, y rogó al santo que viniese y sanase su mujer llamada Tecla, que estaba sin esperanza de vida, a la cual Apolinar tomó de la ma­no, y le dijo: «Levántate sana en nom­bre de nuestro Dios y Señor Jesucristo, y cree en él, y entiende que "no hay cosa semejante a él en el cielo ni en la tierra». Y luego se levantó sana la mujer, con lo cual ella, su marido el tribuno y todos los de su familia se convirtieron. Doce años se ocupó el santo en predicar la doctrina del cielo en Rávena, y en administrar a los fíelos los santos sacramentos, institu­yendo algunos clérigos que le ayudasen; y como ya creciese el número de los cris­tianos, Saturnino, gobernador de la ciu­dad, le mandó llamar, y le examinó de­lante de los sacerdotes de los ídolos, los cuales alborotaron al pueblo y maltrata­ron y apalearon al santo, hasta dejarlo medio muerto. Mas los cristianos le to­maron y escondieron en casa de una bue­na viuda cristiana y allí le curaron. Toda la vida de este apostólico varón fué una

cadena de milagros y persecucio­nes. Restituyó el habla a un ca­ballero principal llamado Boni­facio, el cual se convirtió con quinientas personas; y los genti­les le hicieron pasar sobre las brasas con los pies descalzos, y visto que no recibía lesión de fuego, le echaron como a nigro­mántico de la ciudad. En la pro­vincia de Emilia resucitó a una difunta, hija de un caballero pa­tricio llamado Rufo; y el juez Mesalino le mandó atormentar en el ecúleo y echar agua hir­viendo sobre las llagas. En la región de Misia sanó un hombre muy principal que estaba cubier­to de lepra, y en Tracia hizo en­

mudecer el oráculo del templo Serapis, y los gentiles, después de haber maltratado bárbaramente al santo les desterraron a Italia. Volviendo a Rávena, los idólatras le amenazaron con la muerte si no sacri­ficaba al dios Apolo, y por la oración del santo, el simulacro cayó hecho pedazos con grande alegría de los cristianos y rabia de los gentiles, los cuales le hirieron gra­vemente junto a la puerta de la ciudad. Finalmente, después de estos malos t ra ta­mientos vivió aún siete días en una casa donde se recogían los leprosos y allí dio su espíritu al Señor.

*

Reflexión: Tal fué la vida apostólica de san Apolinar, el cual se sacrificó co­mo hostia viva del Señor, con un martirio prolijo de veintinueve años. Guárdense, pues, los enemigos de nuestra santísima fe de blasfemar diciendo que la religión cristiana es un negocio de ambición y sór­dida codicia, porque al exagerar algunos defectos humanos que no podían faltar en una sociedad que no es de ángeles sino de hombres, vituperan calumniosamente al Hijo de Dios que la fundó, y a sus santí­simos apóstoles y discípulos, y a todos los santos de la verdadera Iglesia de Dios. •

* Oración: Oh Dios, remunerador de las

almas fieles, que consagraste este día con el martirio de tu sacerdote, el bienaventu­rado Apolinar, suplicárnoste nos concedas a nosotros tus humildes siervos, el perdón de nuestras culpas por los ruegos de aquél, cuya venerable solemnidad celebramos v. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Santa Cristina, virgen y mártir. — 24 de julio (t 300)

La maravillosa virgen y mártir de Cristo, santa Cristina, nació en Tiro de Toscana, población que estaba junto al lago de Vol-sena. El padre de la santa niña Cristina se llamó Urbano; era de la ilustre familia de los Anicios, y gobernaba la ciudad en calidad de prefecto, nombrado por los emperadores Diocleciano y Maxi-miano, cuyos edictos contra les fieles de Cristo ejecutaba con gran diligencia y bárbara cruel­dad. El lugar del tribunal fué la escuela en que la niña Cristina aprendió las primeras lecciones de nuestra santa fe, porque asis­tiendo frecuentemente a los in­terrogatorios de los mártires, en­tendió que eran dignos de desprecio los ídolos vanos, y que había un solo Dios verdadero, y que sólo Dios podía dar a los cristianos aquella invencible fortale­za con que triunfaban en los suplicios, y menospreciaban la vida temporal por al_ canzar la eterna. Algunas señoras cristia­nas perfeccionaron la instrucción de la niña, y fué bautizada secretamente. Diez años tenía no más cuando deseosa del mar­tirio tomó los ídolos de oro y de plata que su padre tenía, los quebró e hizo pedazos y los repartió a los pobres. De lo cual tuvo tan grande enojo su padre, que él mismo la mandó desnudar y azotar cruelmente por sus criados; y no contento con esta crueldad la hizo otro día atormentar con garfios de hierro, hasta arrancarle algu­nos pedazos de sus carnes, los cuales tomó ella en la mano y los ofreció a su padre, diciendo: «Toma, cruel tirano, y come también, si quieres, esa carne que engen­draste.» Mandóla poner después en una rueda de hierro algo levantada del suelo, y debajo encender carbones y echar en ellos aceite; mas el Señor la defendió de este suplicio, y la sacó viva y sana de en­tre las llamas. Otro día l a mandó el padre atar un gran peso al cuello y echar en el lago de Volsena; pero los ángeles la libra­ron y sacaron a tierra sin lesión alguna, con grande rabia y despecho de su bár­baro padre, el cual imaginando nuevos su­plicios, no pudo ejecutarlos, por haber si­do hallado muerto en la cama. Sucedióle en el oficio de juez el no menos cruel Dión, el cual mandó llevar a la santa ni­ña, raída la cabeza, al templo de Apolo; M el ídolo cayó en tierra hecho pedazos; quedó de esto tan asombrado el prefecto,

que cayó allí muerto, por cuyos prodigios se convirtieron muchos gentiles a la fe de Cristo. A Dión sucedió otro juez llamado Julián, no menos impío y feroz; porque mandó encender un horno, donde tuvo a la santa niña por espacio de cinco días, y del cual salió ella alabando a Dios, sin ha­ber recibido lesión alguna. Cortáronle la lengua para que no pudiese invocar a J e ­sucristo, y sin lengua hablaba y no cesaba de bendecir al Señor. Finalmente fué ata­da a un madero y asaeteada y con este martirio envió su alma al cielo.

Reflexión: ¡Con qué regocijo sería r e ­cibida de los ángeles aquella alma purí­sima que revestida de la fortaleza de Dios había salido con victoria de tres tiranos y de tan dura y larga pelea! ¡Qué t raba­jos podemos nosotros padecer por amor de Cristo, que puedan coempararse con los que pasó la santa niña Cristina! ¡Ver­daderamente es nada todo lo que hacemos por servir a Dios y ganar el cielo! Una niña de diez años como santa Cristina nos cubrirá de vergüenza en el día del juicio, si no sólo servimos a Dios con tan poca generosidad, sino que aun rehusamos aceptar con paciencia las cruces que el Señor nos envía.

Oración: Suplicárnoste, Señor, nos a l ­cance el perdón de nuestros pecados la in­tercesión de la bienaventurada virgen y mártir Cristina que tanto te agradó así por el mérito de su castidad, como por la ostentación que hizo de tu poder en su constancia hasta la muerte. Por Jesucris­to, nuestro Señor. Amén.

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Santiago el Mayor, apóstol. — 25 de julio (t 44 de J. C.)

El protomártir de los apóstoles, Santia­go el Mayor, luz y patrón de las Españas, fué natural de Galilea, hijo de Zabedeo y de María Salomé,-hermano mayor de san Juan evangelista, y primo de Jesucristo según la carne. Fueron ambos hermanos pescadores y andando el Señor a la r i ­bera del mar de Galilea, violes en un na­vio con su padre Zebedeo, remendando las redes, y los llamó, y ellos dejando al pun­to las redes y a su padre, le siguieron. Mudóles después el Señor el nombre y por su ardoroso celo los llamó Boaner-ges que quiere decir hijos del trueno, y después de san Pedro, a quien mudó tam­bién el nombre, fueron estos dos herma­nos los discípulos favorecidos del Sal­vador. Porque los llevó consigo cuando fué a resucitar a la hija del príncipe de la sinagoga; quiso que fuesen testigos de su transfiguración en el Tabor, y de su mortal tristeza en el huerto de Getsema-ní, y después de su resurrección hizo que se hallasen presentes a casi todas sus fre­cuentes apariciones. Refiere el evange­lista san Lucas que viendo los dos her­manos Santiago y Juan que los samari-tános no querían hospedar al Señor, le dijeron: ¿Quieres que hagamos bajar fue­go del cielo que abrase esta gente? Mas Jesús les respondió: No sabéis de qué es­píritu sois; dándoles a %ntender que El no había venido a dar la muerte a los pecadores, sino a morir por ellos para dar­les la vida eterna. En otra ocasión la ma­dre de estos dos hermanos se atrevió a pedirle que en su reino hiciese que el uno de ellos se sentase a su diestra y el otro a la siniestra; mas el Señor les dijo:

No sabéis lo que pedís; porque pedían dignidad temporal. Pre­guntóles si podrían beber el cá­liz que El mismo había de be­ber; y como respondiesen animo­sos que sí, el Señor les profeti­zó que en efecto lo beberían, y padecerían el martirio por su amor. Después de la Ascensión de Jesucristo predicó Santiago en Jerusalén y en Samaría; y ha­biendo los judíos apedreado y muerto a san Esteban, y levan­tándose aquella grande tempes­tad en Jerusalén contra la Igle­sia, el santo apóstol vino a Espa­ña y convirtió algunos hombres a la fe, de los cules siete fueron ordenados de obispos por san

Pedro, y pasaron a España. Llegado San­tiago a Zaragpza, salió una noche con sus discípulos a la ribera del Ebro para orar, y la Reina de los ángeles, que aun vivía, se le apareció sobre una columna o pilar de jaspe, y le dijo: «En este mismo lugar labrarás una iglesia de mi nombre, porque desde ahora tomo esta nación debajo de mi amparo. Volvió después el santo após­tol a Jerusalén donde los judíos le echa­ron una soga a la garganta y acudiendo los soldados le prendieron y llevaron de­lante del rey Herodes, el cual por dar contento al pueblo le mandó degollar.

Reflexión: Grandes han sido las mer­cedes que Dios nuestro Señor ha hecho a los reinos de España por medio de este gloriosísimo apóstol; porque de él reci­bieron la luz de la fe, y el primer templo labrado a la Madre de Dios, y la celestial protección contra los moros, hasta capita­near el mismo santo apóstol nuestros ejércitos, montado sobre un caballo blan­co, y con un grande estandarte blanco en la mano, como se vio en la famosa batalla de Clavijo, por lo cual la señal de acometer los soldados españoles y ce­rrar con el enemigo, comenzó a ser la señal de la cruz y decir: «¡Santiago, y-cierra España!» Invoquémosle pues al ro­gar por nuestra patria, para que la libre de sus actuales enemigos.

Oración: Santifica, Señor, y guarda a tu pueblo, para que amparado de la protec­ción del bienaventurado apóstol Santia­go, te agrade con sus virtuosas costum­bres y te sirva en paz. Por Jesucristo., nuestro Señor. Amén.

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Santa Ana, madre de la Madre de Dios. — 26 de julio

Santa Ana, dichosa madre de nuestra Señora la Virgen santí­sima, fué natural de Belén e hi­ja de Matan y de Emerenciana, y esposa d e l glorioso Joaquín, galileo, de la ciudad de Nazaret. Eran los santos esposos Joaquín y Ana de la tribu de Judá y del real linaje de David; y ejercitá­banse continuamente en la guar­da de la ley de Dios. Dícese que dividían la renta que cada año cobraban de su hacienda, en tres partes, de las cuales la una gas­taban en su casa y familia, la otra en el templo y sus ministros, y la tercera empleaban en soco- ¡ — rrer las necesidades de los po­bres. Vivían muy afligidos estos santos casados por haberlo sido veinte años sin tener fruto de bendición, por lo cual andaban como avergonzados y corri­dos, por considerarse entre los hebreos la esterilidad como nota de ignominia. Lle­vaba Ana en paciencia esta prueba de su acrisolada virtud, con gran rendimiento a la voluntad del Señor; mas no por eso dejaba d e mirar c o n santa envidia a aquellas^ dichosas mujeres q u e algún día habían de tener afinidad y parentes­co con el deseado Mesías. Y como se acordase de que la madre de Samuel, lla­mada también Ana, por haber clamado al Señor, alcanzó el hijo que deseaba, ani­mada santa Ana con este ejemplo, supli­có con gran fervor al Señor se compade­ciese- de su sierva, prometiendo que si le hacía merced de concederle algún fruto, se lo consagraría luego v lo destinaría, al templo para su santo servicio. Oyó el Señor benignamente las súplicas humildes de Ana, y es piadosa creencia que le reve­ló que sería madre de una hija, a quien pondría por nombre María, la cual se­ría llena del Espíritu Santo, y más di­chosa que Sara, Raquel, Judit y Ester; porque sería bendita entre todas las mu­jeres y la llamarían bienaventurada to­das las generaciones. Esta fué la sobera­na recompensa con que el Señor glorifi­có a santa Ana y a su bienaventurado es­poso san Joaquín, haciéndolos padres de la Madre de Dios hecho hombre. Des­pués de haber criado con gran cuidado a la santísima niña, y llegado el tiempo de cumplir su voto, ía llevaron a l "tem-

y p l o de Jerusalén, donde fué recibida con mucho gozo entre las otras vírgenes y

santas viudas que allí moraban en unas habitaciones vecinas al templo, y se ocu­paban en sus labores, oraciones y demás .oficios ordenados al servicio de Dios. No pudieron Joaquín y Ana ausentarse de su hija tan querida, y se vinieron a vi­vir en Jerusalén en una casa que no es­taba lejos del templo, gozando de la con­versación de su hija hasta que el Señor los llevó para sí: muriendo san Joaquín a la edad de ochenta años, y Ana a los se­tenta y nueve.

Reflexión: Los gloriosos padres de la santísima Virgen fueron venerados en Oriente desde los primeros siglos de la Iglesia, y luego se extendió su devoción a los fieles del Occidente, los cuales levan­taron en honra suya muchos templos y santuarios. Seamos pues devotos de san­ta Ana, que ella es la gloriosa abuela de Jesucristo Hijo de Dios y la madre de la Virgen Madre de Dios. Mucho desea y es­tima el divino nieto y la hija de santa Ana que la honremos por tan excelsa dignidad, y es bien loable.la costumbre de algunas piadosas señoras que en el día de santa Ana visten alguna pobre don­cella, y nunca salen sin recompensa las oraciones y obsequios que se hacen a la madre de la Tesorera de todas las gracias.

Oración: Oh Dios, que te dignaste otor­gar a la bienaventurada santa Ana la gra­cia de que fuese madre de la Madre de tu unigénito Hijo; concédenos por tu bon­dad que los que celebramos su fiesta, me­rezcamos alcanzar su poderoso patrocinio. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Pantaleon, médico y mártir . — 27 de julio (t 305.)

El médico, taumaturgo y mártir de Cristo san Pantaleon, nació en Nicomedia de Bitinia, y fué hijo de Eustorquio, hom­bre rico y noble, aunque gentil, y de Ebula, señora cristiana, la cual murió de- ' jando a Pantaleon muy niño. Púsole el padre a los estudios de retórica y filoso­fía, y después a los de la medicina, en la cual salió nuestro santo muy aventajado. Estaba a esta sazón escondido en una pe­queña casa por temor de la persecución, un venerable sacerdote de vida santísima, llamado Hermolao, el cual trabó amistad con Pantaleon y poco a poco le vino a persuadir que el autor de la vida y se-.ñor de la salud temporal y eterna era Jesucristo: y como un día viese Panta­leon un niño muerto, y junto a él una víbora que parecía decir que ella había cometido aquel homicidio, movido del Se­ñor dijo entre sí: «Ahora veré yo si es vendad lo que Hermolas me dice». Y lie-gándose al niño, di jóle: «Levántate vivo en el nombre de Jesucristo, y tú, bestia ponzoñosa, padece el mal que le has he­cho». Luego el niño se levantó con vida y la víbora quedó muerta: y visto este milagro se fué a Hermolao y le pidió el bautismo. De allí a pocos días entró en casa de Pantaleon ya cristiano, un hom­bre ciego, y poniéndole el santo las ma­nos sobre los ojos, invocando el nombre de Jesucristo, luego le restituyó la vista, y con ella le dio juntamente la luz del a l ­ma, persuadiéndole que se hiciese cris­tiano. Presenció este prodigio el padre de Pantaleon, y luego quiso también bauti­zarlos. De aquí se comenzó a divulgar la fama del santo médico; y por las muchas

cías, y

enfermedades incurables que sa­naba en el nombre del Señor, te ­níanle grande envidia l o s otros médicos y le acusaron delante del emperador Maximiano que estaba a la sazón en Nicomedia. Confesó claramente Pantaleon que era cristiano, y concertaron que trajesen un enfermo del to­do desahuciado de los médicos y de sus sacerdotes, con la invoca­ción de cualquiera de sus dioses, le procurasen dar la salud, y que él también invocaría a Jesucris­to, y que el que le sanase fuese tenido por verdadero Dios. Hí-zose así: trajeron un paralítico de muchos años: los sacerdotes de los ídolos hicieron sus diligen-

todas fueron en vano. Y Panta­leon tomando por la mano al paralítico, le dijo: «Levántate sano en nombre de Jesucristo, Hijo de Dios vivo». Y el en­fermo se levantó sano, haciendo gracias a Dios; y muchos de los circunstantes se convirtieron a la fe. Mas como los sacer­dotes de los ídolos persuadiesen al empe­rador que Pantaleon era un gran mago y enemigo de los dioses, el tirano ejercitó en él diversos suplicios, el potro, las uñas de hierro, el plomo derretido, las fieras y la espada; de todos los cuales salió el santo milagrosamente ileso; hasta que animando él mismo al verdugo que había de cortarle la cabeza, en la segunda heri­da, entregó su espíritu al Criador.

Reflexión: Este gloriso santo no sola­mente fué portentoso en su vida y en su martirio, mas lo es también perpetuamen­te después de su muerte; porque en la ciudad de Ravello, en el reino de Ñapó­les, se conserva en la iglesia catedral una redoma de su sangre, y cada año en el día de su martirio se derrite y descuaja, estando el resto del tiempo cuajada y du­ra, y la sacan aquel día en procesión. Se­mejante prodigio hace el Señor con la sangre de este mismo santo que se con­serva también en una ampollita de cristal en la iglesia de las Agustinas del real convento de la Encarnación de Madrid.

Oración: Suplicárnoste, oh Dios omni­potente, nos concedas por la intercesión de tu bienaventurado mártir Pantaleon, que seamos libres de todas las calamida­des del cuerpo y de todos los malos pen­samientos del alma. Por Jesucristo nues­tro Señor. Amén.

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Los santos Nazario y Celso, mártires. — 28 de julio (t 68.)

Til apostólico predicador y már­tir de Cristo, san Nazario, na­ció en Roma y fué hijo de un caballero africano y de una se­ñora romana celebrada en 'la Iglesia con el nombre de. santa Gaudencia. Recibió el bautismo de manos de san Lino, coadjutor a la sazón del príncipe de los apóstoles san Pedro. Por inspira­ción del Señor determinó salir de Roma para predicar a Jesu­cristo; y socorrer con sus limos­nas a los pobres necesitados, juntando en uno la misericor­dia espiritual y corporal, vino a Placencia, y de allí a Milán donde fué preso por mandato del presidente Anolino; el cual queriendo persuadirle que adorase a sus falsos dio­ses y no habiéndolo podido acabar con él, mandó darle en su venerable rostro muchas bofetadas y echarle de la ciudad. Tuvo el santo esta afrenta por grande honra, por haberla pedecido por Cristo; y pasó a Francia derramando por todas partes las semillas del Evangelio. En una población de aquel reino, llamada Melia una mujer principal por nombre Ma-ríonila. le trajo un niño llamado Celso, para que le instruyese y le bautizase. Hi-zole así el santo, y viendo que resplan­decía mucho en el jovencito la gracia del Señor, se lo pidió a su madre por inseparable compañero de su vida apos­tólica; y ella, aunque era viuda, hizo aquel sacrificio, y encomendó el hijo a san Nazario, el cual le trajo siempre con­sigo y padeció con él muchos trabajos. Obraron en la ciudad de Tréveris mu­chos milagros con que ganaron innume­rables almas a Jesucristo; mas aresta-dos los dos y puestos en la cárcel, fue­ron condenados a muerte, y para ello los arrojaron en la confluencia de dos ríos Sarra y Mosela; pero al tiempo que los ministros del tirano pensabn que los dos santos habían ido al fondo, los vie­ron andar sobre las aguas, con grande admiración, y movidos de este prodigio los veneraron y tomaron por maestros, recibiendo de su mano la fe y el bautis­mo. Con esto, viéndose libres, volvieron a predicar por las ciudades de Italia, y vinieron a parar a Milán, donde fueron presos del mismo presidente Anolino, el cual habiéndolo primero consultado con

y-el emperador Nerón (por ser Nazario ciudadano romano y hombre principal)

los mandó conducir a la plaza mayor de la ciudad, donde fueron juntamente de­gollados, siendo aquella su preciosa san­gre fecundísima semilla de gran número de fieles y mártires que dio al cielo aque­lla bendita tierra.

Reflexión: Trescientos años después del martirio de estos gloriosos santos Naza­rio y Celso, fué revelado a san Ambrosio (como él mismo lo escribe) el lugar don­de estaban sus sagrados cuerpos: y pa­sando a el acompañado de su clero, ha­lló el cadáver' de san Nazario tan entero como si lo hubieran sepultado aquel mis­mo día: y junto a el una ampollita de sangre tan fresca y roja como si acabara de derramarse. La cabeza del santo es­taba cortada y separada del cuerpo, pero tan entera que parecía estar viva. Añade el diácono Paulino, testigo presencial de este suceso, que el sepulcro exhalaba un olor suavísimo, y más agradable que to­dos los aromas. En otra parte de la misma huerta hallaron luego el cuerpo de san Celso, el cual juntamente con el de san Nazario fué transalado a la iglesia de los Apóstoles. De este entonces acá no ha menguado un punto la devoción de los mi-laneses a los santos Nazario y Celso, cu­ya piedad todos hemos también de imi­tar, ya que nuestro Señor ha queri lo ilus­trar a estos santos con tantas maravillas, y hacerlos tan gloriosos en la santa Igle­sia.

Oración: Rogárnoste, Señor, que forta­lezca nuestra fe la santa confesión de los bienaventurados mártires Nazario y Cel­so, para que consigamos de tu bondad el auxilio de tu gracia que sustente nues­tra flaqueza. Por Jesucristo, nuestro Se­ñor. Amén.

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Santa Marta, virgen. — 29 de julio (t 84.)

La virgen santa Marta, devotísima hués­peda de Jesucristo, fué hebrea de nación, hija de padres nobles y ricos, y herma­na de santa María Magdalena y de san Lázaro. Ella misma quiso aderezar la comida cuando el Señor se hospedó en su casa de Betania; y pareciéndole poco to­do lo que hacía, quería que su hermana Magdalena, que se estaba a los pies de Jesús oyendo sus dulcísimas palabras, se levantara y la ayudase. Quejóse, pues, de esto al Señor, pero el Señor aunque no reprendió el solícito afecto con que Mar­ta le servía, alabó la quietud suave con que Magdalena, dejados los otros cuida­dos, atendía a lo que más importa, que es oir a Dios y gozar de Dios. Vese asi­mismo la familiaridad que nuestro Señor Jesucristo tuvo con estas dos santas her­manas, cuando estando enfermo y peli­groso su hermano Lázaro, enviaron a de­cirle: «Señor, el aue amas está enfermo»; y aunque el Señor permitió que Lázaro muriese y estuviese cuatro días en la se­pultura, lloró sobre él por la ternura y compasión que tenía a sus dos herma­nas, y luego resucitó gloriosamente al hermano difunto, y llenó aquella casa de bendición. Después de la Ascención del Señor, aquellos mismo judíos que le cru­cificaron, movieron una grande persecu­ción contra los fieles, y se dice que echa­ron mano de santa Marta y santa Magda­lena, y habiéndoles confiscado sus bie­nes, las pusieron con Lázaro su hermano y con Maximino y toda su casa, en un na­vio sin velas ni remos para que perecie­sen en el mar; mas el navio, guiado de Dios aportó a Marsella, en cuya ciudad enseñaron aquellos santos la doctrina del

Evangelio, y convirtieron a mu­chos a la fe, y los mismo hicie­ron en otra ciudad llamada Aix. Gloríase Marsella de haber te ­nido por obispo a san Lázaro, y Aix de haber tenido a Maximino, uno de los setenta discípulos deí Señor. Santa Magdalena se apar­tó a un áspero y solitario monté para emplearse toda en oración y meditación; y se refiere que santa Marta, con una criada su­ya llamada Marcela, edificó un monasterio, fuera de poblado, y en compañía de otras muchas doncellas que la siguieron, sir­vió muchos años en santo reco­gimiento al Señor, alzando la bandera (después de la Madre de

Dios) de la virginidad, y haciendo voto de ella, y viviendo con tanta aspereza de vida, que san Antonio, obispo de Floren­cia, escribe que no comía carne, ni hue­vos, ni queso, ni bebía vino, y que con la señal de la cruz ahuyentaba al demo­nio, que en figura de un dragón infernal quería espantarla y estorbar su oración. Ocho días antes de su muerte vio cómo los santos ángeles llevaban al cielo el ánima de su dulcísima hermana Magda­lena, y a la hora de su dichoso tránsito se apareció a nuestra santa Jesucristo, nuestro Redentor, y le dijo: «Ven, hués­peda mía muy querida, que como tú me recibiste en tu casa, así yo te recibiré en mi reino».

Reflexión: Muy bien pagó nuestro Se­ñor Jesucristo los buenos servicios que recibió de su devotísima huéspeda santa Marta; la instruyó en las cosas del Reino de Dios, resucitó a su hermano Lázaro, la hizo una grande santa, la amparó en los peligros del mar, la llenó de celo apos­tólico, la hizo fundadora del primer co­legio de santas vírgenes, y la recibió,lle-na de méritos, en el palacio de su gloria. Y nosotros ¿a qué pensamos servir sino a Jesucristo, porque los que sirven al mundo no sacan otra recompensa que fu­nestos desengaños en la vida, angustias en la muerte y tormentos en la eternidad?

Oración: Oh Dios, salud y vida nues­tra, dígnate oir nuestras súplicas, para que así como la fiesta de tu bienaventura­da virgen santa Marta nos llena de es­piritual alegría, así también nos alcance una piadosa devoción. Por Jesucristo, s,

nuestro Señor. Amén.

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San Abdón y san Senén, mártires. (t 250).

Los nobilísimos y portentosos mártires de Cristo Abdón y Se­nén fueron persas de nación, y caballeros principales y muy r i ­cos en su patria; los cuales sien­do cristianos y viendo padecer a los que lo eran graves tormén- • tos y muertes atroces, imperan­do Decio y persiguiendo cruda­mente a la Iglesia, se ocupaban en consolar las almas de los que padecían por Cristo, y en dar se­pultura a los cuerpos de los que con muerte habían alcanzado la vida. Supo esto Decio: madóle prender y traer a su presencia, habiéndolos oído, y sabiendo por su misma confesión que eran cristianos, les mandó echar ca­denas y prisiones, y guardar con otros cautivos de su misma nación que tenía presos, porque quería volver a Ro­ma y entrar triunfando, y acompañado de todos estos presos y cautivos para que su triunfo fuese más ilustre y glorioso. Hízose así: entró en Roma el emperador con gran pompa acompañado de gran mul­titud de persas cautivos, entre los cua­les iban los santos mártires Abdón y Se­ñen ricamente vestidos, como nobles que eran, y como presos, cargados de cade­nas y grillos. Después mandó Decio a Claudio, pontífice del Capitolio, que t ra­jese un ídolo y le pusiese en un altar, y exhortándoles que le adorasen, porque así gozarían de su libertad, nobleza y r i ­quezas. Mas los santos, con gran constan­cia y firmeza, le respondieron que ellos a solo Jesucristo adoraban y reconocían por Dios, y a El le habían ofrecido sa­crificio de sí mismos. Amenazólos con las fieras, y ellos se rieron. Sacáronlos al anfiteatro, y quisieron por fuerza hacer­los arrodillar delante de una estatua del sol, que allí estaba; pero los mártires la escupieron, y fueron azotados y atormen­tados cruelmente con plomos en los azotes, y estando desnudos y llagados, aunque vestidos de Cristo y hermoseados de su divina gracia, soltaron contra ellos dos leones ferocísimos y cuatro osos te­rribles, los cuales, en lugar de devorar a los santos, se echaron a sus pies y los reverenciaron, sin hacerles ningún "mal. El juez Valeriano, atribuyendo este mila­gro a arte mágica, mandó que los mata­sen; y allí los despedazaron con muchos y despiadados golpes y heridas que les dieron, y sus almas hermosas y resplan-

' decientes subieron al cielo a gozar de

30 de julio

Dios, dejando sus cuerpos feos y revuel­tos en_ su sangre. Los cuales estuvieron tres días sin sepultura, para escarmien­to y terror de los cristianos; pero des­pués vino Quirino, subdiácono (que se dice escribió la vida de estos santos), y de noche recogió sus sagrados cadáveres y los puso en un arca de plomo, y los guardó en su casa con gran devoción. E imperando el gran Constantino, por reve­lación celestial fueron descubiertos y tras­ladados al cementerio de Ponciano.

Reflexión: Decía Marco Tulio, adulan­do al emperador Cayo César que acaba­ba de perdonar generosamente a Marco Marcelo: «Has rendido muchas naciones y domado gentes bárbaras y triunfado de todos tus enemigos; pero hoy has alcan­zado la más ilustre victoria, porque per ­donando a tu enemigo te has vencido a ti mismo». ¿Pues quién duda que según esta folosofía, mayor victoria alcanzaron los santos Abdón y Senén atados al ca­rro triunfal de Decio, aue el otro empera, dor que acababa de sujetar a los Persas? ¡Oh! ¡cuan grande gloria es padecer afren­tas por Cristo! «Más gloriosa, dice san Crisóstomo, es esa igonominia que la hon­ra de un trono real, y del imperio del mundo».

Oración: Oh Dios, que concediste a tus bienaventurados mártires Abdón y Senén un don copioso de tu gracia, para lle­gar a tan grande gloria; otórganos a ra­stros, siervos tuyos, el perdón de nues­tros pecados, para que por sus méritos nos veamos libres de todas las adversi­dades. Por Jesucristo, nuestro S«ñor. Amén.

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San Ignacio de Loyola, patriarca y fundador. — 31 de julio (U556).

almas a Cristo eran necesarias las letras, volvió a España y estudió en Barcelona, en Alcalá y Sala­manca, donde padeció por Cristo presecuciones, cárceles y cadenas. Acabó sus estudios en París y ganó para Dios nueve mancebos de los más excelentes de aquella florida universidad, y con ellos echó en el Monte de los Márti­res los primeros cimientos de la Compañía de Jesús, que insti­tuyó después en Roma, añadien­do a los tres votos de religión un cuarto voto de obediencia a] Sumo Pontífice acerca de las Mi­siones. Aprobó Paulo III la nue­va religión diciendo con espíri­tu de pontífice: Digitus Dei est

hic. El dedo de Dios es éste: porque en efecto la Compañía de Jesús era un nue­vo e invencible ejército que el Señor sus­citaba para la propagación de la santa fe y defensa de la santa Iglesia combati­da por los sectarios de estos últimos tiempos, discípulos de Lutero e imitado­res de la rebeldía de Lucifer. Y así la Compañía de Jesús conquistó para Cris­to muchos reinos de Asiaj África y Amé­rica, restauró en Europa la piedad cris­tiana y la frecuencia de sacramentos, y ha ilustrado la Iglesia con centenares de mártires, con millares, de nombres sa­pientísimos, y aun dando por ella la vida, y resucitando para volver a luchar como antes por la mayor gloria de Dios. Tal es el espíritu magnánimo que infundió san Ignacio en su santa Compañía; el cual después de haberla gobernado por espa­cio de dieciséis años, a los sesenta y cin­co de su edad descansó en la paz del Se­ñor.

Reflexión: Si quieres alcanzar el espí­ritu de Jesucristo que informaba el a l ­ma de san Ignacio, lo hallarás en sus Ejercicios espirituales. Dice el pontífice-León XIII, que al conocerlos, no pudo me­nos de exclamar: He aquí el alimento que deseaba para mi alma. (Alocución de León XIII al clero de Carpineto).

Oración: Oh Dios que para propagar la mayor gloria de tu nombre, diste un nuevo socorro a la Iglesia militante por medio del bienaventurado Ignacio, concé­denos que peleando con su ayuda y e jem. pío en la tierra, merezcamos ser corona­dos con él en el cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

El gran celador de la mayor gloria di­vina, san Ignacio de Loyola, nació en la provincia de Guipúzcoa, y en la nobilísi­ma casa de Loyola. Crióse desde niño en la corte de los reyes católicos y se in­clinó a los ejercicios de las armas. Ha­biendo los franceses puesto cerco al cas­tillo de Pamplona, Ignacio lo defendió con heroico valor, hasta que fué mala­mente herido. Agravándosele el mal, se le apareció el apóstol san Pedro, del cual era muy devoto, y a cuya honra había escrito un poema, y con esta visita del cielo comenzó a mejorar. En la conva­lecencia pidió algún libro de caballería para entratenerse, y como le trajesen, en lugar de estos libros, uno de la Vida de Cristo y otro de Vidas de santos, encen­dióse en su lección de suerte que deter­minó hollar el mundo. En este instante se sintió en toda la casa un estallido muy grande, y el aposento en que estaba Igna­cio tembló, hundiéndose de arriba aba­jo una de las paredes. Sano de sus heri­das, se partió para Montserrat, donde hi­zo confesión general, y colgó su espada y daga junto al altar de nuestra Señora, y dando los vestidos preciosos a un po­bre, se vistió de un saco asperísimo. De allí partió para Manresa, donde por es­pacio de un año hizo vida austerísima y penitente en el hospital de santa Lucía y en una cueva cerca del r ío; en la cual ilustrado por el Espíritu Santo y ense­ñado de la Virgen santísima, escribió aquel famoso libro de los Ejercicios es­pirituales, que ha hecho siempre increí­ble fruto en la Iglesia de Dios. Pasó des­pués a visitar los sagrados lugares de Jerusalén, y entendiendo que para ganar

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San Pedro Ad-vincula (ó á la cadena. — 1 de Agosto (En el año 43 de J. C.)

Celebra en este día la santa Iglesia la festividad de las cade­nas del glorioso príncipe de los apóstoles san Pedro, cuya prisión se refiere en el sagrado libro de los Hechos apostólicos por estas palabras: «En este mismo tiempo el rey Herodes se puso a perse­guir a algunos de la Iglesia. P r i ­meramente hizo degollar a San­tiago, hermano de Juan. Después, viendo que esto complacía a los judíos, determinó prender tam­bién a Pedro. Eran entonces los días de los Ázimos. Habiendo, pues, logrado prenderle, le metió en la cárcel, entregándole a la custodia de cuatro piquetes de soldados, de a cuatro hombres cada piquete, con el designio de presen­tarle al pueblo y ajusticiarle después de la Pascua. Mientras Pedro estaba así cus­todiado en la cárcel, la Iglesia hacía sin cesar oración a Dios por él. Mas cuando iba ya Herodes a ponerle a la vista del pueblo, aquella misma noche estaba dur­miendo Pedro en medio de dos soldados, que le tenían atado con dos cadenas; y las guardias estaban haciendo centinela ante la puerta de la cárcel. Mas he aquí que de repente apareció un ángel del Se­ñor, cuya luz llenó de resplandor toda la pieza: y tocando a Pedro en el lado, le despertó diciendo: Levántate al punto. Y en aquel instante se le cayeron de las ma­nos las cadenas. Di jóle asimismo el án­gel: Ponte el ceñidor y cálzate las san­dalias. Hízolo así. Di jóle más: Toma tu manto y sigúeme. Salió, pues, y le iba siguiendo, bien que no creía ser cosa de verdad todo lo que veía. Pasada la pr i­mera y segunda guardia, llegaron a la cual se les abrió por sí misma. Saliendo puerta de hierro que sale a la ciudad, la por ella, caminaron hasta el fin de la calle: y súbitamente desapareció de su vista el ángel. Entonces Pedro, vuelto en sí, dijo: Ahora sí que entiendo bien que verdaderamente el Señor ha enviado su ángel y librádome de las manos de Hero­des y de la expectación de todo el pueblo judaico. Y habiendo pensado lo que podía hacer, se encaminó a la casa de María, madre de Juan, por sobrenombre Mar­cos, donde muchos estaban congregados en oración. Habiendo, pues, llamado al postigo de la puerta, una doncella llama­

da Rhodé salió a observar quién era; y conocida la voz de Pedro, fué tanto su gozo, que en lugar de abrir, corrió aden­tro con la nueva de que Pedro estaba a la puerta. Dijéronle: Tú estás loca: mas ella afirmaba que era cierto lo que de­cía. Ellos dijeron entonces: Sin duda se­rá un ángel. Pedro entretanto proseguía dando golpes a la puerta. Abriendo por último, le vieron, y quedaron llenos _de asombro. Mas Pedro haciéndoles señas con la mano para que callasen, contóles cómo el Señor le había sacado de la cár­cel y añadió: Haced saber esto a Santia­go y a los hermanos. Y partiendo de allí se retiró a otra parte. Luego que fué de día, era grande la confusión entre los sol­dados sobre qué se habría hecho de P e ­dro. Herodes haciendo pesquisas por ha­llarle y no dando con él, hecha la su­maria a los de la guardia, los mandó l le­var al suplicio.» (Act. Apóst., cap. XII).

Reflexión: Hoy es el día de rogar al Señor que vuelva los ojos compasivos so­bre nuestro actual pontífice, sucesor su­yo y Vicario de Cristo sobre la -tierra; para que le libre de las cadenas con que le tienen como aprisionado sus enemigos, y pueda gobernar con entera libertad su santa Iglesia.

Oración: Oh Dios, que libraste al após­tol san Pedro de sus cadenas, y le pu­siste en libertad sin que recibiese daño alguno; suplicárnoste que rompas las ca­denas de nuestros pecados, y que por tu bondad apartes de nosotros todos los ma­les que nos amenazan. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Alfonso María de Ligorio, obispo y doctor. — 2 de agosto (t 1787)

ros, que se llamó del Redentor, y fué aprobada por el papa Bene­dicto XIV. Predicaban aquellos nuevos apóstoles con gran fervor y espíritu de cielo, y recorrían las aldeas y los campos evange­lizando a los pobres el reino de Dios; y los sermones de nuestro santo, iban siempre acompañados de suspiros, lágrimas y numero­sas conversiones. En la misión de Amalfi, vio todo el pueblo con grande asombro una luz maravi­llosa que salía de la imagen de la Virgen y esclarecía el rostro del santo misionero, el cual es­taba arrobado y suspenso en Dios, Nombróle el rey de las dos Sicilias obispo de Palermo, y el

sumo pontífice Clemente XIII, le hizo obispo de la iglesia de santa Águeda de los Godos, y después de santificar aque­lla diócesis por espacio de algunos años, impedido por la edad avanzada y las dolencias, y mucho más por su piedad, se retiró a su amada Congregación en la casa de Nocera de Pagani, donde a la edad de noventa años y diez meses, des­cansó en el Señor, habiendo conservado la inocencia bautismal, y edificado a to ­da la cristiandad con sus heroicas vir tu­des, arrobamientos, milagros, profecías, y libros admirables.

Reflexión: El sumo pontífice Pío IX, dio a san Alfonso María de Ligorio el título de doctor de la Iglesia por las sa­pientísimas obras que dejó escritas, como la Teología moral y la Práctica de los confesores; pero recomendamos encare­cidamente a todos los fieles sus libros so­bre la Verdad de la fe, la Conformidad con la vonlutad de Dios, las Visitas al Santísimo Sacramento, y singularmente la Preparación a la muerte y las Glorias de María. ¡Pluguiera a Dios que estos l i ­bros, que son tesoros de sabiduría y de unción celestial, anduviesen en manos de todos los fieles católicos!

Oración: Oh Dios, que por medio del bienaventurado Alfonso María, tu confe­sor y pontífice, encendido en el eelo de las almas diste a tu Iglesia una nueva proble; rogárnoste que enseñados por su saludable doctrina y alentados por sus ejemplos, podamos llegar felizmente a Ti. \ Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

El celosísimo obispo, fundador de la Congregación del Santísimo Redentor, y doctor de la Iglesia, san Alfonso María de Ligorio, nació en Ñapóles y fué hijo de don José de Ligorio, caballero del orden patricio, y de doña Ana Catalina Cavalieri, señora muy principal de la ciu­dad de Brindis. Trayendo un día esta señora su niño Alfonso al apostólico va­rón san Francisco de Jerónimo paisi que le bendijese, dijo el santo con espíritu profético: «Este niño llegará a una edad muy avanzada, no morirá antes de los noventa años, será obispo, y obrará cosas grandes y útilísimas a la Iglesia de Dios.» Los sucesos de la vida de san Alfonso comprobaron la verdad de aquella profe­cía. Adelantóse en letras y virtudes en la Congregación de jóvenes nobles que se educaban en la casa de los Padres de san Felipe Neri, y a los dieciséis años de su edad, había alcanzado ya el grado de doctor en ambos derechos, con grande aplauso y reputación de sabiduría. Ha­biendo seguido luego la carrera del foro, por consejo y voluntad de su padre, co­mo le hiciesen caer en la cuenta de un error involuntario que había cometido en la defensa de un pleito feudal, entriste­cióse mucho de esto, y determinó dejar el oficio de abogado; y así se desnudó de la toga, colgó la espada junto a l altar de la Virgen de la Merced, y renunció al derecho de primogénito, para darse del todo a Dios y comenzar una vida muy santa y apostólica. Ordenado de sacerdo­te, con diez compañeros a quienes había comunicado su celo y espíritu, echó los cimientos de la Congregación de misione-

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La invención del cuerpo de san Esteban. •----> "S-.-. . (En el año 415)

Con haber sido tan ilustre en la Iglesia primitiva el glorioso protomártir san Esteban, estuvo su santo cuerpo largo tiempo es­condido, hasta que el Señor se dignó revelarlo en tiempo de los emperadores Honorio y Teodosio el Menor su sobrino, el año 415 de nuestra salud. Hízose esta r e - , velación a Luciano presbítero, el cual refiere todo lo que en ella pasó en una carta escrita en grie­go, donde dice: «Que estando él durmiendo en un lugar del bau­tisterio, donde salía dormir para mejor guardar la iglesia y ocu­rrir presto a las necesidades de los fieles de su parroquia, des­pertó viendo un súbito resplan­dor, y le apareció un venerable anciano en traje de sacerdote, el cual le mandó que buscase los cuerpos santos, que es­taban en cierta heredad de aquella al­dea, y los colocase en otro lugar más decente. Preguntó Luciano al venerable viejo quién era, y cuyos eran aquellos cuerpos. Y él respondió que era Grema-liel, el que había enseñado a san Pablo apóstol de Jesucristo, y que el que es­taba en el monumento con él a la parte de Oriente era el bendito mártir san Es­teban, que fué apedreado de los judíos, cuyo cuerpo él había hecho recoger y en­terrar en aquella heredad suya, y que en otro lucillo y sepulcro estaba el cuer­po de Nicodemus, al cual, por ser discí­pulo de Cristo, los judíos habían anate­matizado y desterrado de la ciudad, y él le había recogido en su casa y dado todo lo que había menester todo el tiempo que vivió, y después de muerto le sepul­tó honoríficamente junto a san Esteban. Con las señas que recibió del santo an­ciano Gamaliel, fué Luciano a Jerusalén a dar cuenta de todo al obispo: el cual dio orden que se buscasen los santos cuer­pos en el lugar señalado: y en efecto, cavando en él, hallaron tres sepulcros en cuyas piedras se leía en letras siríacas: Esteban, Nicodemus, Gamaliel. Divulgán­dose luego esta noticia, vino el obispo de Jerusalén, llamado Juan, acompañado de Eleuterio, obispo de Sebaste, y otro Eleu-terio, obispo de Jericó, y del clero y gran muchedumbre de fieles; y abriendo el sepulcro donde estaba el cuerpo del glo­rioso san Esteban, comenzó a temblar la

3 de agosto

tierra y salir un suavísimo olor y fra­gancia celestial de aquel sagrado cuerpo, tan extremada que a los que presentes se hallaban les parecía estar en el paraíso. Dieron todos voces de alabanza a Dios, y más cuando por la virtud de aquellas sagradas reliquias sanaron setenta y tres enfermos de varias dolencias. Trasladá­ronse los santos cuerpos en solemnísima procesión a Jerusalén, donde fueron colo­cados en preciosas urnas; hasta que Teo­dosio el Joven quiso que el de san Es­teban pasase a Constantinopla; y poco después el papa Gelasio I lo hizo trasla­dar a Roma y depositar en la basílica edi­ficada con nombre de san Lorenzo.

Reflexión: El sapientísimo doctor de la Iglesia san Agustín hacía en sus sermones mención honorífica de esta maravillosa invención del cuerpo de san Esteban, y de los milagros sin cuento con que quiso el Señor glorificar a su protomártir, no solo en Jerusalén, sino en todas partes, a donde se llevaba alguna parte de sus preciosas reliquias. Donde se ve con cuán­ta razón celebra la Iglesia católica el des­cubrimiento de este gran tesoro, para ha­cernos dignos de las mercedes que pode­mos alcanzar por los méritos del Santo.

Oración: Concédenos, Señor, la gracia de imitar al santo cuya fiesta celebra­mos, para que aprendamos por su ejem­plo, a amar también a nuestros enemi­gos, ya que celebramos la Invención de aquel santo que supo rogar por sus mis­mos perseguidores a Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Santo Domingo de Guzmán, fundador. — 4 de agosto (t 1221)

El gloriosísimo patriarca santo Domin­go de Guzmán, luz del mundo, gloria de España y fundador de la sagrada Orden de Predicadores, nació en el obispado de Osma en un lugar que se dice Cale-ruega, y fué hijo de muy ilustres padres. Estando su madre en cinta, tuvo un sue­ño misterioso en que le pareció ver a su hijo representado bajo el símbolo de un perro con una hacha encendida en la boca el cual alumbraba y encendía con ella todo el mundo: y cuando bautizaron al niño, echaron de ver los presentes so­bre su frente una estrella de maravilloso resplandor. Confiaron su primera educa­ción a un tío suyo, arcipreste de Gumiel de Iza, y le mandaron después a Paten­cia, donde a la sazón florecían los estu­dios generales de España, y salió tan aventajado en filosofía y metafísica, co­mo en las divinas virtudes. Una vez ven­dió las alhajas de su casa y hasta los libros para dar de comer a los pobres, y viniendo a él una mujer llorando para que le ayudase a rescatar un hermano su­yo que le habían cautivado los moros, hizo instancias a la mujer afligida, que le vendiese a él por esclavo y le trocase por su hermano. Tomó en Osma el hábito de canónigo reglar, y por obedecer a su obispo recibió la dignidad de arcediano de aquella iglesia; pero en llegando a la edad de treinta años, por imitar a Cris­to, comenzó su predicación, y pasó a To-losa de Francia, donde la herejía de los Albigenses hacía grandes estragos, y con sus sermones, milagros y sobre todo con

el arma del santo Rosario, que le inspiró la Virgen, salvó a los católicos, y convirtió cien mil he­rejes. Entre otros prodigios fué muy admirable el no haberse quemado el libro que echó el santo en una hoguera, donde se abrasó al instante el libro de los herejes. Celebrándose por este tiempo el gran Concilio Latera-nense, vio en sueños el papa co­mo la iglesia de Letrán se abría por todas partes y venía al sue­lo, y que santo Domingo la sus­tentaba y como atlante la tenía en peso: por lo cual aprobó la fundación de su nueva Orden de Predicadores. Saliendo en otra ocasión el santo de la iglesia de

San Pedro en la ciudad de Roma, vio en la calle a san Francisco, que venía a instituir su esclarecida orden, y sin ha­berse visto jamás, los dos grandes pa­triarcas, se conocieron y abrazaron. Qui­so el humildísimo santo Domingo que to­dos sus hijos eligiesen por general al san­to varón Fray Mateo, e irse él a Pales­tina o predicar a los moros y derramar la sangre por Jesucristo: mas Dios le lla­mó a Roma, donde se le juntaron cien religiosos a quienes dio el hábito y esca­pulario blanco, por haberlo señalado la Virgen como vestido de su amada orden. Finalmente siendo de edad de cincuenta y un años, se le apareció Jesucristo con­vidándole a los gozos de su reino; y acostado el santo en unas tablas mandó a sus hijos que comenzasen el oficio de los que están en la agonía: y al rezar la antífona que dice: Socorred, santos de Dios, salid al camino, ángeles bienaven­turados, salió su alma de la cárcel' del cuerpo.

Reflexión: Dijo la Virgen a santo Do­mingo que el Rosario era el arma más (poderosa contra la herejía y contra los vicios. Ahora, pues, hay mayor necesidad que nunca de rezarlo.

Oración: Oh Dios, que te dignaste ilus­trar a tu Iglesia con los méritos y con la doctrina del bienaventurado santo Do­mingo, tu confesor; concédenos, que por su intercesión nunca sea destituida de los auxilios temporales, y sea acrecentada en los bienes espirituales. Por Jesucristo,, nuestro Señor. Amén.

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Nuestra Señora de las Celebra la santa Iglesia la fies­

ta de nuestra Señora de las Nie­ves a 5 de agosto por la razón que aquí diremos. Siendo sumo pontífice Liberio, hubo en Roma un caballero muy noble y rico, llamado Juan patricio, el cual estaba casado con una señora principal e igual suyo en todo, de la cual al cabo de muchos años no tenía hijos; y aunque los

• deseaban .mucho estos caballeros, pero como eran tan temerosos de Dios como ricos, y no menos pia­dosos que ilustres, conformában­se con su voluntad, entendiendo que no darles sucesión era lo que mejor les estaba; pues así lo or­denaba El con su paternal pro­videncia. Eran muy devotos de la Virgen María nuestra Señora y determinaron to­marla por heredera de sus grandes r i ­quezas; y para acertar mejor a servirla, hicieron grandes plegarias, limosnas y buenas obras, suplicándole' que los enca­minase y mostrase en qué obra quería que ellos gastasen su hacienda en su ser­vicio. Oyó la Reina del cielo las oracio­nes que con tanto afecto Juan Patricio y su mujer le hacían, y una noche, que fué la precedente al quinto día de agos­to, cuando los calores son excesivos en Roma, habló entre sueños a los dos, a cada uno de por sí, y di joles que la ma­ñana siguiente fuesen al collado Esquili-no, y que en la parte de él que hallasen cubierta de nieve le edificasen un tem­plo, donde ella fuese honrada de los fie­les, y que haciendo esto, se tendría por su heredera y bien servida. La mañana siguiente confirieron entre sí los dos bue­nos casados el sueño o revelación que habían tenido: dieron parte de ello al sumo pontífice Liberio, al cual la Virgen había hecho la misma revelación. Convo­cóse el pueblo, juntóse el clero, y orde­nóse una devota procesión. Llegados al monte, hallaron cubierto de nieve un es­pacio muy bastante para una iglesia ca­paz: señalóse el lugar para ella, y de la hacienda de los caballeros devotos de la Virgen, luego se comenzó a labrar, y se acabó suntuosamente. Esfa fué la pr ime­ra iglesia que se edificó en Roma con título y advocación de nuestra Señora. Llámesele al principia Nuestra Señora de

j las Nieves, mas después, como en Roma se hubiesen edificado muchas y muy

Nieves. — 5 de agosto

grandes iglesias de nuestra Señora, dieron a esta de las Nieves título de santa Ma­ría la Mayor, para mostrar la excelencia que tiene sobre todas las que hay en aque­lla ciudad; la cual se esmera mucho en honrar a la soberana Señora. No es ma­ravilla, pues, que san Gregorio y otros soberanos pontífices mandasen que vinie­sen en solemne procesión a esta iglesia los fieles de todos los estados y condicio­nes, que había en Roma, cuando alguna pública calamidad los afligiese. Muchos milagros ha obrado el Señor en aquel templo y obra cada día, por intercesión de su purísima Madre, que en aquel lu­gar santo que ella misma escogió es tan señaladamente y de tantas gentes vene­rada.

Reflexión: Con este obsequio prestado a la Virgen por aquellos esposos nos en­señó Dios cuan bien empleadas están las haciendas que se gastan en edificar, res­taurar y enriquecer los templos, y cuan bien remunera la Reina del cielo los ser­vicios que los fieles le hacen acá en la t ierra; demos también nosotros de cuando en cuando alguna limosna para la con­servación y mayor esplendor de los tem­plos consagrados a nuestra Señora, la cual, como Reina que es del cielo y de la tierra, recompensará magníficamente nuestros filiales obsequios.

Oración: Te rogamos, Señor Dios, que nos concedas la salud cumplida del alma y del cuerpo; a fin de que por la interce­sión de la gloriosa siempre Virgen María, nos veamos libres de los trabajos presen­tes y gocemos de la dicha sempiterna. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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La gloriosa Transfiguración del señor. — 6 de agosto

En este día celebra la santa Iglesia el misterio altísimo y regaladísimo de la Transfiguración de nuestro Señor Jesu­cristo. Había avisado el Salvador a sus discípulos que padecería mucho en Jeru-salén de los escrioas y príncipes de los sacerdotes, y que moriría en sus manes y que después de muerto había de resu­citar. Y para que cuando le viesen mo­rir no se escandalizasen y entendiesen que era Señor de la vida y de la muerte, qui­so el divino Redentor transfigurarse y darles un breve gusto de su gloria y una como muestra de la bienaventuranza que habían de alcanzar. Para esto tomó con­sigo a Pedro, Santiago y Juan su herma­no, los cuales habían de presenciar más de cerca los dolores de su pasión, y los llevó al monte Tabor. Habiéndose pues­to allí en oración, se transfiguró delan­te de aquellos discípulos, y vieron su rostro resplandeciente y glorioso, y todo el cuerpo más claro que el mismo sol, y sus vestiduras más blancas que la nie­ve. Vieron juntamente a Moisés y a Elias que estaban a sus lados y le tenían en medio, hablando con El de la pasión y muerte que para cumplir las profecías ha­bía de padecer en Jerusalén. Y al haber el Salvador mostrádose glorioso con aque­lla nueva claridad en el monte, llaman los evangelistas transfigurarse, porque aunque no tomó otra forma ni figura, pe­ro alteró la que antes tenía, dándole aquel nuevo resplandor y maravillosa cla­ridad. «Al tiempo que Moisés y Elias . se partían y despedían de Cristo, dice el evangelista san Lucas que san Pedro, co­mo más fervoroso y que con más dis­gusto oía hablar de la pasión y muerte

de su maestro, le dijo: Señor, bien estamos aquí: hagamos en este monte tres moradas: una para vos, otra para Moisés y otra para Elias. No sabía lo que decía: por­que se contentaba con sola aque­lla vista de la gloria del cuerpo del Señor, y teníala por suma bienaventuranza, no siendo más que una gota de aquel río que alegra la ciudad de Dios y un pequeño reflejo de aquella glo­ria que hace bienaventurados a los moradores del cielo. Mientras estaba hablando san Pedro, sú­bitamente vino una nube del cie­lo clara y resplandeciente, que hizo sombra al Señor, y sonó en ella una voz que dijo: Este es mi

Hijo muy amado, en el cual siempre me he agradado; oídle a El. Y al so­nar esta voz magnífica y testimonio di­vino del Padre Eterno, los apóstoles, des­pavoridos y llenos de temor y estupor, cayeron sobre sus rostros en tierra que­dando fuera de sí y como muertos; mas entonces el Salvador se llegó a ellos y los tocó con la mano y les dijo que se levan­tasen y no temiesen; y bajando después del monte les mandó que no descubriesen ni dijesen a nadie lo que habían visto hasta que El hubiese resucitado; y así lo callaron los apóstoles, como dice San Lu­cas, hasta que el Señor hubo resucitado de entre los muertos.

Reflexión: Siendo la gloria de Cristo el galardón de nuestras buenas obras y padecimientos, vivamos en este valle de lágrimas de tal suerte que merezcamos verle en el monte alto del cielo, no trans­figurado, como le vieron los tres apósto­les en el monte Tabor, sino como El es, y como es glorificador y remunerador de todos sus escogidos, donde como se dice en la Escritura, no hay llantos ni gemi­dos ni dolores, ni trabajo alguno, sino que todo es júbilo y gloria y felicidad cumplida y eterna.

Oración: Oh Dios que en la gloriosa Transfiguración de tu unigénito Hijo con la autoridad de los profetas confirmaste los ocultos misterios de la fe, y con la voz salida de una resplandeciente nube, admirablemente nos diste a conocer la perfecta adopción de hijos; concédenos la gracia de ser coherederos del Rey de la gloria y la participación de su misma bienaventuranza. Por Jesucristo, tu mis- v mo Hijo y nuestro Señor. Amén.

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San Cayetano, fundador. — 7 de agosto (t 1547)

El seráfico y apostólico sacer­dote san Cayetano, fundador de la orden de los Clérigos regula­res, llamados Te,atinos, nació _en la ciudad de Vicencia, del seño­río de Venecia, de padres no me­nos ilustres por su piedad que por su nobleza. Resplandeció en él, desde su temprana edad, un señalado amor a la pureza, a la caridad, y a la piedad con Dios y su Madre santísima: e hizo ta­les progresos en las ciencias y virtudes, que se ganó mucha es­timación con los príncipes y pre­lados y con el papa Julio II, el cual le honró con le dignidad de protonotario apostólico. Pero ma­yor fué la honra que recibió de

la soberana Reina de los cielos, la cual, en recompensa de la devoción que el santo le tenía, se le apareció llena de cla­ridad y hermosura, y le regaló poniéndole sú divino hijo en los brazos. Había en­trado el santo en la Cofradía del Divino Amor que estaba instituida en Roma, y pasando a Vincencia la estableció en aquella ciudad, y prendió después el fue­go de su amor divino en Venecia, Vero-na y otras ciudades, en las cuales le lla­maban con razón serafín en el altar, y apóstol en el pulpito. Volviendo a Roma determinó fundar una religión de cléri­gos regulares, que con sus letras, y su modestia y santa vida, honrasen mucho a la Iglesia de Dios y la proveyesen de santos prelados, y confundiesen a los he­rejes. Favorecieron los intentos del san­to varias personas muy distinguidas, que andaban en los mismos deseos, especial­mente Pedro Carafa, y el papa Clemente VII, el cual aprobó la nueva religión, que se llamó de los Teatinos por haber sido su primer superior don Juan Pedro Ca­rafa, que a la sazón era obispo de Teati, y después fué sumo pontífice con nombre de Paulo IV. Vióse el santo muy maltra­tado y preso con sus religiosos en un saqueo de Roma; mas nunca fueron tan­tas las penas que le hicieron sufrir los soldados herejes, como las que. deseaba padecer por amor de Jesucristo; el cual una vez se le apareció y le convidó a po­ner sus labios en la llaga del costado pa ­ra que gustase la inefable suavidad de su amor divino. Dice la Sagrada Rota que

j los resplandores de las virtudes con que fué adornado san Cayetano, como de una

preciosa vestidura, le acompañaron des­de la cuna hasta el sepulcro. Ocasioná­ronle su última enfermedad los alboro­tos suscitados en Ñapóles (en 1547) por las resistencias que hicieron los enemigos de Dios y de la Iglesia para estorbar que se estableciese allí el santo tribunal de la Inquisición: y como el médico le or­denase que moderando sus penitencias, ;se acostase en cama blanda y regalada, dijo el santo: Si mi Jesús murió en el duro leño de la cruz, dejadme morir si­quiera en un lecho de paja. Finalmente, recibidos los santos sacramentos, tuvo un éxtasis maravilloso en que se le apareció la serenísima Virgen acompañada de án­geles que llevaron aquella alma santísi­ma a la patria celestial.

Reflexión: Vean otra vez aquí los sec­tarios del liberalismo quiénes han sido los amigos y quiénes los enemigos del santo Tribunal de la Inquisición: porque han estado muy bien con él y lo han alabado .mucho todos los santos que desde que se fundó, han florecido en la Iglesia; y lo han aborrecido, calumniado y procurado derrocar, todos los impíos, herejes y l i­bertinos. Ruégote, amado lector, que re ­pares en esto para abrir los ojos y ver claramente esta verdad, ya que los malos porfían aún en desfigurarla o encubrirla.

Oración: Oh Dios, que diste al bien­aventurado Cayetano tu confesor la gra­cia de imitar la vida de los apóstoles; con­cédenos, por su intercesión y ejemplo, la gracia de poner en Ti toda nuestra con­fianza, y desear solamente las cosas ce­lestiales. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Los santos Ciríaco, Largo y Esmaragdo, mártires. — 8 de agosto (t 309)

Ciriaco, con sus dos compañeros Largo y Esmaragdo. Predicaron éstos la fe en la cárcel a los de­más presos gentiles, y alentaron a los que eran cristianos, entre los cuales se hallaban los már­tires Crescencio, Sergio, Segundo, Albano, Victoriano, Faustino, Ju ­liana, Ciriacide y Donata. Pare­cía la cárcel un templo donde se cantaban de día y de noche las divinas alabanzas, y se ofrecía el

adorable sacrificio: mas llegó el día en que abriendo los minis­tros del emperador las puertas, les intimaron la orden de sacri­ficar a los dioses o de morir en los más duros suplicios. Morire­mos por Cristo, dijo el valeroso

Ciriaco: y con la misma fortaleza se ofre­cieron a la muerte todos los demás p re ­sos. Ejecutóse la sentencia en la vía Sa­laria, y aquellos santos confesores, es ­forzados por las exhortaciones de Ciria­co y de Largo y Esmaragdo, después de varios tormentos fueron degollados. En aquel mismo sitio los fieles sepultaron los sagrados cadáveres de estos santos, has­ta que cesando el furor de la persecución, la nobilísima matrona Lucina mandó t ras ­ladarlos a la vía Ostiense, donde tuvie­ron más honrosa sepultura. El sumo pon­tífice León IX regaló un brazo de san Ci­riaco a la abadía de Altdorf en Alsacia.

* Reflexión: La constancia de estos san­

tos mártires debe esforzarnos a nosotros a defender públicamente nuestra fe ca­tólica, sin dejarnos vencer de respetos humanos ni temer mal alguno que por la causa de Jesucristo nos pueda venir. Bien­aventurados, dice el Señor, los que pade­cen persecución por la justicia. Los ene­migos de Dios nos pueden quitar la ha ­cienda temporal y la vida del cuerpo; mas no pueden quitarnos los eternos bie­nes, la eterna vida y la eterna gloria, que es la recompensa prometida por J e ­sucristo a los que padecen persecuciones, injurias y la muerte por su amor.

Oración: Concédenos propicio, oh Se­ñor, que pues nos alegras con la anual solemnidad de tus santos mártires Ci­riaco, Largo y Esmaragdo, imitemos la constancia que mostraron en sus tormén- ^ tos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

El martirio de los santos Ciriaco, Lar­go y Esmaragdo, se saca de las Actas de san Marcelo papa y mártir, que los no­tarios de Roma escribieron. Fué san Ci­riaco ilustre diácono de la iglesia roma­na, bajo el pontificado de los vicarios de Jesucristo Marcelino y Marcelo. En aque­llos tiempos primitivos de la iglesia los diáconos se ocupaban mucho en la pre­dicación y administración de los sacra­mentos; y en estos oficios convirtió Ci­riaco a muchos gentiles a la fe. Habíale el Señor concedido un don señalado de curar a los enfermos y lanzar los demo­nios, y el mismo emperador Diocleciano, le rogó que sanase a una hija suya lla­mada Artemia, que estaba poseída y r i ­gurosamente atormentada del maligno es­píritu. Libróla el santo con poderosa vir­tud de aquella tiranía infernal; y como la noticia de este suceso llegase a oídos de Sapor, rey de Persia, el cual tenía asi­mismo una hija, llamada Jobia, agitada del espíritu diabólico, vino con grande acompañamiento a Roma eñ busca del diácono taumaturgo, y con humildes sú­plicas le rogó que le otorgase el mismo beneficio que había hecho a Diocleciano. El santo diácono con los sagrados exor­cismos libró de la posesión a la hija de Sapor y quedó éste tan maravillado de la virtud de Cristo, que luego se convir­tió y abrazó la fe con otros muchos de su reino. Mas no fueron bastantes todos estos prodigios para que el cruelísimo Diocleciano dejase de perseguir a la Igle­sia: antes atribuyéndolos a arte mágica y encantamiento, y viendo que por ellos muchos se convertían, mandó prender a

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Los santos niños Justo y Pastor hermanos, mártires. — 9 de agosto (t 304)

Entrs las victorias que por me­dio de sus mártires y esforzados guerreros alcanzó Dios nuestro Señor de los tíranos que persi­guieron la Iglesia de España, es muy esclarecida y admirable la de los santos niños y bienaven­turados hermanos Justo y Pastor, quienes en edad tierna y delica­da, vestidos de espíritu y sobe­rana fortaleza, triunfaron del malvado presidente, y volando al cielo, dejaron en la tierra el t ro­feo y las señales de la victoria. Vino Daciano a Alcalá de Hena­res para perseguir, como lo ha­cía en todas partes, a los fieles de Cristo; y publicó un edicto en que mandaba que todos sacrifi­casen a los dioses o que fuesen muertos con exquisitos y atroces tormentos. Di­vulgóse luego este mandato; y estando muchos fieles temerosos y encogidos, sa­lieron al campo dos niños valerosos para hacer burla del tirano. Estos fueron Jus­to y Pastor, el primero de siete años y el segundo de nueve, los cuales eran hi­jos de padres nobles y cristianos, y en aquella sazón aban a la escuela para aprender las primeras letras. Luego que oyeron el impío mandato del tirano, en­tró en sus tiernos pechos un encendido deseo de padecer y morir por Cristo; y arrojando las cartillas que llevaban, se fueron al palacio de Daciano para ofre­cerse al martirio. Cuando éste supo que aquellos dos niños, sin ser llamados y por su voluntad, venían a morir por la fe de Cristo, se turbó y llenó de asombro: mas pensando que aquello sería livian­dad pueril, los mandó azotar para ame­drentarlos. Al tiempo de ser llevados a este tormento, Justo habló a Pastor y le dijo: «No temas, hermano Pastor, esta muerte del cuerpo que se nos prepara; porque, Dios que nos hace merced que muramos por El, nos dará todo el es­fuerzo necesario para que podamos mo­rir y alcanzar la corona del martirio.» Quedó Pastor más esforzado y animoso con estas palabras de Justo, y di jóle: «Oh hermano mío Justo, con razón te llaman justo, pues tan bien muestras que lo eres. Ligera cosa me será morir contigo por ganar a Jesucristo en tu compañía.» Es­tas palabras iban los santos hablando en-t¿é sí, dejando a los ministros de Dacia­no admirados de ver en tan corta edad

tan grande aliento y constancia. Por lo cual temeroso el tirano de ser vencido por aquellos niños, mandó que, sin más dilación, los degollasen secretamente en algún lugar apartado de la población. Y así los sacaron a un campo que llamaban Loable, y allí les cortaron las cabezas so­bre una gran piedra; en la cual quedaron impresas las señales, como hoy día se ven, de sus rodillas y manos. Edificaron en aquel mismo sitio los cristianos una capilla que llevaba el nombre de los san­tos mártires.

Reflexión: El espectáculo que nos ofre­ce hoy el martirio de estos dos niños, es un terrible anatema contra la cobardía de muchos cristianos, que no están dis­puestos, no digo a derramar una gota de sangre por Cristo, pero ni aun a sufrir una palabra de burla, un gesto despre­ciativo, una ligera incomodidad que a ve­ces exige el fiel cumplimiento de la ley de Dios. Pues, ¿con qué alma piensan comparacer ante el tribunal de Jesucris­to? ¿Con qué ojos podrán ver allí a esos tiernos niños ostentando el laurel de la victoria y la palma del martirio?

Oración: Oh Dios, que das la fe, la esperanza y la caridad a los tiernos n i ­ños, y por la alabanza con que te confe­saron tus inocentes mártires Justo y Pas ­tor, nos estimulas a alcanzar la salvación; infúndenos la pureza de la infancia, pa­ra que emulando con nuestra vida ajus­tada a tu santa ley la vida inculpable de los niños, nos gocemos con los santos, en la recompensa que has de dar a tus fieles servidores. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Lorenzo, diácono y mártir. — 10 de agosto (+ 258)

El gloriosísimo y fortísimo mártir san Lorenzo, nació en Huesca del reino de Aragón: su padre llamado Orencio y su madre, Paciencia, fueron santos, y de ellos celebra festividad la iglesia de Hues­ca. Hízole el papa san Sixto, segundo de este nombre, arcediano, o primero de los diáconos de la iglesia romana. Por este tiempo anduvo muy brava la persecución del emperador Valeriano: y en ella fué preso san Sixto y llevado a la cárcel. Sa­lióle al camino san Lorenzo y It dijo: «¿Adonde vas, oh padre, sin tu hijo? ¿Adonde vas, oh sacerdote, sin tu diá­cono?» Rospondióle el venerable pontífi­ce: «A ti, hijo mío, como a más joven, te aguardan más rigurosos suplicios, y más gloriosa victoria: anda a repartir a los pobres los tesoros de la Iglesia; porque presto me seguirás como hijo al padre, y como diácono al sacerdote.» Cumplió san Lorenzo enteramente la voluntad del pon­tífice, y gastó toda la noche en visitar a los pobres y repartirles el tesoro de la Iglesia, y el día siguiente volvió a san Sixto, y viendo que ya le llevaban a degollar, corrió a él y con voz alta y llo­rosa le dijo: «No me desampares, padre santo: ya cumplí tu mandamiento y dis­tribuí los tesoros que me encargaste.» Oyeron los ministros de justicia estas pa­labras, y, a la voz de los tesoros, echaron mano de Lorenzo, y dieron noticia de lo que habían oído al emperador, el cual se holgó de ello esperando hartar su codi­cia. Preguntóle, pues, por los tesoros de la Iglesia; y el santo con una sabiduría y sagacidad, divina le respondió, que se los traería. Y juntando el santo diácono

un Yiuen rmmexo &.e cve^os,, t o ­jos, mancos y pobres, a quienes

r y había socorrido, se vino con ellos [jg al emperador y díjole: Estos son

los tesoros de la Inlesia. No se puede fácilmente creer la saña que recibió el tirano, viendo así frustradas sus esperanzas: man­dóle luego azotar y rasgar sus carnes con escorpiones; y echan­do de ver que no se quejaba ni daba un solo gemido, antes se reía del tirano y de los tormen­tos, embravecióse más y excla­mó: «Tú eres un mago; pero yo te juro por los dioses inmortales que has de padecer tan graves penas que ningún hombre hasta hoy las padeció.» A lo cual res­

pondió Lorenzo: «En nombre de Jesucris­to te aseguro que no las temo.» Mandóle pues atormentar toda la noche con va­rios suplicios, y finalmente asarle en un lecho de hierro a manera de parrillas, en las cuales no mostró el santo ningún sen­timiento de dolor; sino que estando asa­da una parte de su cuerpo, habló al t i ­rano y le dijo: «Ya está asada la mitad de mi cuerpo; manda que me vuelvan de la otra parte, y que me echen la sal.» Y mientras el tirano con los ojos encarni­zados y dando bramidos de rabio y furor mandaba a los sayones que atizasen el fuego, el fortísimo mártir, levantados los ojos al cieio, decía: «Recibid, Señor, este sacrificio, en olor de suavidad»; y dando gracias al Señor, expiró.

Reflexión: Este es el martirio de san Lorenzo, gloria de España, y tan ilustre en toda la cristiandad, después del pro-tomártir san Esteban, que como dice san Agustín, «alumbró con sus resplandores el universo mundo.» ¿Quién no se ani­mará con tal ejemplo a servir a Jesu­cristo con viva fe, segura 'esperanza y en­cendida caridad, sin temer el fuego y crisol de la tribulación por donde se l le­ga al eterno descanso y refrigerio?

# Oración: Concédenos, oh Dios todopo­

deroso, que se apaguen en nosotros las llamas de nuestros vicios; pues concedis-

•te al bienaventurado san Lorenzo que venciese el fuego de sus tormentos. P^-Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Tiburcio, mártir. (t 286)

Entre los nobles caballeros ro­manos que el glorioso mártir san Sebastián convirtió a la fe de J e ­sucristo nuestro Redentor, uno fué Cromacio, prefecto de la ciu­dad de Roma, de sangre iíustrí-sima, de riquezas y familia po­derosa; el cual habiendo sabido que Tranquilino, padre de los santos mártires Marcos y Marce-liano, había abrazado la fe, si­guiendo tan buen ejemplo, y r e ­nunciando a toda la grandeza y • regalo de que había gozado, se sujetó al suave yugo del Señor y se hizo cristiano él y sus criados y esclavos, varones y mujeres, que eran en número de mil cua­trocientas personas. Repartió en­t re ' e l los parte de sus riquezas y dio a sus esclavos libertad, diciendo: que pues eran ya hijos de Dios inmortal, no ha­bían de ser siervos de hombre mortal. Tenía este santo caballero un hijo lla­mado Tiburcio, mozo de grandes espe­ranzas, de alto y delicado ingenio, bien enseñado en todas las letras, de lindo as­pecto y suave condición; el cual siguió a su padre en abrazar la fe de Cristo, y siguióle con tanto fervor, que se señaló mucho entre los otros cristianos, y por él obró Dios muchos prodigios. Pasando un día por una calle, vio a un mozo que había caído de un lugar alto, y de la caí­da había quedado tan quebrantado que sus padres trataban más de sepultarle que de curarle. Llegóse a ellos Tiburcio y dí-ioles: «Dadme lugar que le hable una pa-•abra, que podrá ser que cobre salud»: -.- el santo dijo sobre el mozo la oración :lel Padre nuestro y el Credo, y con esto .-1 herido sanó repentinamente. Pero ha-úa. entre los cristianos uno que era hi-)ócrita, llamado Torcuato, el cual no vi-/ía con las costumbres de cristianos y iervo de Dios, sino con las del siglo y is los gentiles. Reprendíale a menudo san Tiburcio de sus vicios, con deseo de que los enmendase, y aunque Torcuato, por ser san Tiburcio persona tan ilustre, en la apariencia de fuera disimulaba, y le daba muestras que le agradaba que así le amonestase y corrigiese, pero en su co­razón concibió tan grande rencor y abo­rrecimiento contra el santo, que para vengarse le acusó de que era cristiano; 'Vpara que no se entendiese que él había sido el acusador, dio traza con el pre-

11 de agosto

fecto Fabiano que le hiciese prender con otros fieles de Cristo. Mandó pues el juez • prender al santo, e hizo sembrar una pieza de carbones encendidos, y le dijo que echase incienso sobre ellos en hon­ra de los dioses o con los pies descalzos pasease por las brasas. Tiburcio hizo la señal de la cruz y con los pies descalzos paseóse sobre las ascua como si pisara rosas. Atribuyendo esto el tirano a arte mágica embravecióse blasfemando de Je ­sucristo. Díjole Tiburcio: «Enmudece y calla y no te oiga yo con tan rabiosa y maldita lengua decir tales injurias con­tra tan' santo nombre.» Sobremanera irri­tado el tirano con estas palabras de re ­prensión, mandó cortarle la cabeza, y se ejecutó esta sentencia a tres millas de Roma en la vía Lavicana, donde fué se­pultado.

Reflexión: Hemos visto cómo un cris­tiano falso e hipócrita, fué quien procuró la muerte de san Tiburcio, pagándole las saludables amonestaciones que el santo le hacía, con delatarle delante del impío juez. ¡Qué execrable villanía! Pero ¿crees tú que son menos villanos, mu­chos que en nuestros días se llaman ca­tólicos, y hacen pactos con los enemigos de la Iglesia de Cristo, para oprimirla, para despojarla, para cargarla de cade­nas y para matarla si fuese posible?

Oración: Rogárnoste, oh Dios omnipo­tente, que por la intercesión de tu már­tir Tiburcio, nos veamos libres de todas las enfermedades del cuerpo y de todos los malos pensamientos del alma. Por J e ­sucristo, nuestro Señor. Amén.

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Santa Clara, fundadora. — 12 de agosto (t 1253)

La seráfica virgen santa Clara, funda­dora de las religiosas del seráfico padre san Francisco, fué, como este santo, natu­ral de Asís, y de claro y nobilísimo li­naje. Siendo aún muy niña y no teniendo aún rosario para llevar la cuenta de sus oraciones, las iba contando con piedre-cillas, y aunque por voluntad de sus pa­dres vestía ropas preciosas, mas interior­mente usaba de un áspero cilicio, y ofre­cía a Dios su virginidad con gran resis­tencia de sus padres, que deseban ca­sarla. Había Dios enviado en este tiempo al mundo para renovarlo, al seráfico pa­dre san Francisco, el cual estaba en la misma ciudad de Asís; y por su consejo dejó la santa doncella la casa de sus pa­dres y renunciando a todas las grande­zas del mundo, se entró en la iglesia de santa María de la Porciúncula que está a una milla de Asís. Allí la aguardaban san Francisco y todos sus santos religiosos con velas en las manos y entonando el Veni Creator Spiritus; y ella, al pie del altar, se desnudó de todas sus galas y preciosas vestiduras, se cortó las trenzas de su rubia cabellera, y recibió de manos del seráfico patriarca el hábito peniten­cial. Pretendieron sus deudos y parientes llevársela por fuerza, mas la santa se asió tan fuertemente al altar, que al quererla sacar por fuerza, dejó en sus manos la mitad de sus vestiduras, y aun se quitó la toca, para que viesen que había tam­bién sacrificado a Cristo la hermosura de sus cabellos. Premió el Señor tan ilustre victoria que su sierva alcanzó de la carne y de la sangre, con dar la misma vocación a su hermana Inés y a otras nobilísimas

doncellas, parientas suyas, 'hasta el número de diez y seis; las cua­les formaron la primera comuni­dad de religiosas de santa Clara. No solamente en aquella ciudad, sino en la Umbría y por todo el mundo se extendió el resplandor de las virtudes de santa Clara. Ayunaba a pan y agua todas las vigilias de la Iglesia y toda la cuaresma, llevaba por vestidura interior una asperísima piel de jabalí, y dormía sobre la tierra teniendo un haz de sarmientos por almohada; pero el amor de Cristo le hacía tan suaves éstas, y otras espantosas penitencias, que no había rostro más alegre y apacible que el de la santa. Y

¿qué lengua podrá decir las inefables dulzuras, éxtasis seráficos y dones de mi­lagros y de profecía con que Jesucristo la regalaba y correspondía a su amor? Cuando los bandidos y sarracenos con que el malvado Federico II talaba el va­lle de Espoleto, cercaron la ciudad de Asís y escalaban ya los muros del monas­terio de santa Clara, ella, aunque enfer­ma, se hizo llevar a las puertas, y sacan­do del seno una custodia del santísimo Sacramento, oyó la voz de Jesús, que le decía: «Sí, Clara, yo te protegeré»: y hu­yeron al punto aquellos bárbaros, de­jando muchos cadáveres, heridos como si hubiesen peleado contra los rayos del cielo. Finalmente toda la vida de la santa fué como la de un serafín sacrificado por amor de Jesucristo, y a la edad de se­senta años, visitada por un coro celestial de santas vírgenes, entregó su alma pu­rísima al divino esposo.

Reflexión: Los monasterios de santa Clara han llegado a la crecida suma de cuatro mil; y en ellos se han santificado mucha nobilísimas doncellas, condesas, duquesas y princesas, y sobre todo un gran número de almas herocias que prac­ticando la regla más austera de todas, han sido en la tierra las delicias de Dios, el ornamento de la Iglesia católica, y el más elocuente ejemplo del mundo.

Oración: Óyenos, Señor y Salvador nuestro, y haz que la alegría que senti­mos en la fiesta de tu bienaventurada virgen santa Clara, sea acompañada de los afectos de una verdadera devocióiC Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San 3uan Berchmans, confesor. — 13 de agosto (t 1621)

El purísimo y angelical man­cebo san Juan Berchmanb, vivo retrato de las Reglas de la Com­pañía de Jesús, fué natural de Diest, en el ducado de Brabante, y nació en el día de sábado, con­sagrado a la Virgen santísima, con quien tuvo toda su vida muy tierna y regalada devoción. Ma­drugaba ya desde niño para pir muy de mañana dos o tres misas antes de ir a la escuela; y acos­tábase a veces muy tarde para meditar en el silencio de la no­che la sagrada pasión de Jesu­cristo. Cuando se confesó para comulgar la vez primera, halló el confesor tan limpia su concien­cia, que apenas supo de que po­derle absolver. En su vida y costumbres parecía un ángel, y por tal era tenido; y con este nombre le llamaban. Rogó a sus padres que, a pesar de su pobreza, no le estorbasen el seguir la carrera de la Iglesia, a la que Dios le llamaba: y así se concertaron con un canónigo de Malinas, que le serviría en su casa, y aprendería al mismo tiempo las letras hu­manas en el colegio de la Compañía. Po­nía gran cuidado en imitar las acciones y ejemplos de san Luis Gonzaga; hizo, co­mo él, voto de perpetua virginidad a glo­ria de la sacratísima Virgen; y con su compostura refrenaba a sus compañeros, de manera, que ninguno osaba a su vista desmandarse. Mas ¿quién podrá decir la suavísima fragancia y hermosura de sus virtudes, cuando se trasplantaron, como flores del cielo, de los eriales del siglo al paraíso de la religión? Entró Juan en la Compañía a la edad de diez y siete años, y así en el noviciado, como después en los colegios, vivió con tan grande ejem­plo y opinión de santidad, que a los que habían conocido a san Luis Gonzaga, les parecía haberlo recobrado en la persona de nuestro santo mancebo. No puso con iodo la perfección de su santidad en asombrosas penitencias: su grande peni­tencia, decía que había de ser la fiel observancia de las reglas de la Compa­ñía, sin apartarse de la vida común; y esto cumplió tan perfectamente, que ja­más pudieron sus superiores y compañe­ros notar cosa de que poderle avisar: y éj, mismo tenía escrito entre sus propósi­tos que antes quisiera morir que quebran­

tar deliberadamente' cualquier regla de la Compañía por mínima que fuese. Ha­bíase obligado con voto a defender la inmaculada Concepción de María, y co­mo hijo de tal Madre, guardaba tan rara modestia, que por sólo ver su semblan­te hermosísimo y modestísimo acudían muchos a la iglesia del Colegio Romano. Nunca quiso levantar los ojos para mirar muchas cosas dignas de ser vistas eme hay en Roma, y algunos que habían pro­curado saber de que color los tenía, nun­ca lo pudieron saber. Enseñaba con gra­cia sin igual la doctrina a los pobres., y rogaba a los superiores que le mandasen a la misión de la China, para alumbrar a aquellos infieles y derramar si pudie­se la sangre por Cristo. Mas no era la patria de este ángel la tierra, sino el cie­lo; y así a la edad de solos veintidós años, abrazado con el santo crucifijo, el rosario y el librito de las reglas de la Compañía, entregó su alma purísima al Creador.

Reflexión: Hallamos también escrito en el libro de los propósitos de este san­to mancebo: «Aborreceré cualesquiera imperfecciones, que puedan menoscabar la castidad.» Tomen, pues, los jóvenes por ejemplar de este santísimo mancebo, el cual es especialísimo abogado contra las tentaciones sensuales.

Oración: Rogárnoste, Señor, que conce­das a tus siervos la gracia de saber imi­tar los ejemplos de aquella, inocencia y fidelidad. en tu divino servicio, con los cuales el angélico joven Juan Berchmans, te consagró la flor de su edad. Por J e ­sucristo, nuestro Señor. Amén.

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Page 234: De Paula, Francisco - Flos Sanctorum

San Eusebio, presbítero y confesor. — 14 de agosto (t 357)

Sixto papa, poniendo en una grande piedra un título que de­cía: «Aquí yace Eusebio, varón de Dios.» Cuando Constancio su­po la muerte de Eusebio, y cómo Gregorio y Orosio habían dado a su cadáver honrosa sepultura, enojóse sobremanera, y mandólos prender. Hubo a las manos de Gregorio, e hízole enterrar vivo en la misma cueva, donde esta­ba el cuerpo de san Eusebio. Oro­sio que se había escapado, lo su­po, y de noche se fué a él, y aun­que le halló vivo, estaba ya tan debilitado que murió allí en sus manos; y así le dejó sepultado \n aquel mismo lugar. En Roma hay una iglesia de san Eusebio, muy

antigua y de gran devoción, en la cual está su sagrado cadáver, y los de Orosio y Paulino, y otras muchas reliquias de santos mártires. San Zacarías, papa, la mandó reparar y adornar en hora de san Eusebio y de los otros santos mártires allí sepultados.

Reflexión: Al leer el cruel y prolon­gado martirio de san Eusebio, no sabe uno de qué espantarse más; de la extraña crueldad de los herejes que con tan pro­longado y durísimo suplicio probaron la constancia del santo sacerdote; o de la in­vencible fortaleza de este santo márt ir que padeció tan lenta muerte sepultado vivo. En aquella crueldad se echa de ver la crecida malicia del demonio que tales invenciones inspira a los herejes y ene­migos de nuestra santa fe; en esta p a ­ciencia, la virtud divina de que Jesucris­to reviste a sus soldados para que t r iun­fen de todos los poderes del mundo, de la muerte y del infierno. ¡Oh! ¡Con qué soberana luz resplandece la verdad de Dios en todos los martirios y heroicas ac ­ciones de los santos! Quien con esta luz no ve la verdad divina de nuestra san­tísima religión, ciego es, y llena tiene la mente de las tinieblas con que las malas pasiones suelen oscurecerla para que no vea la luz de Cristo.

Oración: Oh Dios, que nos alegras en la anual festividad de tu confesor s an ' Eusebio; concédenos propicio, que los que celebramos su nacimiento para la gloria, por la imitación de sus saludables ejem­plos, lleguemos a gozar de Ti. Por Jesu\^ cristo, nuestro Señor. Amén.

El venerable sacerdote y valeroso sol­dado de Cristo san Eusebio, dio grande gloria a la Iglesia con un nuevo género de martirio que sufrió, inventado por el furor y rabia de los tiranos. Vivió en tiempo del emperador Constancio, en el que se embraveció en Roma la herejía de los arríanos, enemigos declarados de los católicos, por el favor y fuerzas que él les dio; y por esta causa, levantaron una gravísima y terrible tempestad en la cual muchos obispos y santos sacerdotes fue­ron desterrados, afligidos y muertos por la verdadera fe. Entre ellos alcanzó ilus­tre victoria el santísimo presbítero Euse­bio, de nación romano; el cual,, por de­fender constantísimamente la verdadera y divina religión con más libertad y áni­mo que quisiera Constancio, sufrió un nuevo género de martirio en que fué pro­bada, como en un crisol, su paciencia y fidelidad a Jesucristo y a su verdadera Esposa la santa Iglesia. Mandó, pues, Constancio que lo encerrasen y como em­paredasen en una pieza o pequeño apo­sento que había en su misma casa, tan estrecho y angosto que apenas el santo cabía en él, ni se podía casi menear, ni volver a una parte ni a otra. Allí estuvo el varón de Dios por espacio de siete me­ses haciendo oración al Señor, y supli­cándole que le diese fortaleza y constan­cia para morir por él; y diósela tan cum­plida, que al cabo de los siete meses mu­rió en aquella como sepultura en que había estado. Recogieron su cuerpo los sacerdotes del Señor, Gregorio y Orosio, y le enterraron en una cueva del cemen­terio de Calixto, junto al cuerpo de san

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La Asunción de nuestra Señora. — 15 de agosto Subió Cristo nuestro Salvador

a los cielos, y dejó a su bendití­sima Madre y Señora nuestra en la tierra, para que en ausencia de aquel sol de justicia, brillase ella como luna de serenos res­plandores en medio de la primi­tiva cristiandad; y enseñase a los apóstoles, instruyese a los Evan­gelistas, esforzase a los mártires, alentase a los confesores y encen­diese en el amor de la pureza a las vírgenes, y a todos consolase y ayudase con su -ejemplo y ma­gisterio. Quince años sobrevivió nuestra Señora a su Hijo bendi­to, observando, como dicen los santos padres, con gran perfec­ción los consejos evangélicos, obedeciendo a lo que san Pedro como vicario de Cristo ordenaba, frecuentando los sagrados lugares donde se habían obrado los misterios de nuestra Reden­ción, comulgando cada día de mano del discípulo amado san Juan, a quien Jesús la había encomendado. Dice san Dioni­sio que la vio y trató, que «resplande­cía en ella una divinidad tan grande, que si la fe no lo corrigiera, pensaran to­dos que era Dios, como lo era su Hijo.» Aunque el Señor la preservó de la culpa original, no quiso preservarla de la muer­te del cuerpo, para que en esto imitase a Jesús, y para que mereciese mucho, venciendo la natural repugnancia que tie­ne la carne a morir, y se compadeciese de los que mueren, como quien pasó por aquel trance, ya que había de ser nuestra abogada en la hora de la muerte. Es pía tradición que asistieron a su dichoso t rán­sito los santos apóstoles con Hieroteo, Ti­moteo, Dionisio Areopagita, y otros va­rones apostólicos que con velas encen­didas rodeaban el lecho de la Virgen: y que en habiendo expirado, no por do­lencia alguna, sino por enfermedad de amor y deseo de ver y abrazar a su di­vino Hijo glorioso; sepultaron honorífi­camente su inmaculado cuerpo en el Huerto de Getsemaní, con muchas flores, ungüentos olorosos y especies aromáti­cas. Mas no era conveniente que aquella verdadera arca del Testamento padeciese corrupción, y así se cree que los tres días resucitó la Madre, como había resucitado su Hijo unigénito, el cual la vistió de in­mortalidad y de claridad y hermosura so. Yye todo lo que se puede explicar y com­prender, y la llevó sobre las alas de los

querubines, en triunfal procesión hasta lo más alto del cielo, y hasta el trono de la santísima Trinidad. Allí fué coronada por las tres Personas divinas, con inefable gloria y regocijo de todas las jerarquías y coros celestiales. Coronóla el Padre con diadema de Potestad, el Hijo con corona de Sabiduría, el Espíritu Santo con coro­na de Caridad. Allí fué aclamada por so­berana Princesa de los ángeles, arcán­geles, tronos, dominaciones, potestades, querubines y serafines, y por Reina de los apóstoles, de los mártires, de los con­fesores, de las vírgenes, y de todos los santos: y finalmente allí fué constituida Emperatriz del universo, y Reina sobera­na de todas las criaturas.

# Reflexión: Creyendo, pues, ahora con

viva fe, que esta excelsa Señora tan en­cumbrada y gloriosa no sólo es Madre de Dios, sino también Madre adoptiva nues­tra, Reina de misericordia y dulcísima. Abogada de los pecadores, acudamos t o ­dos los días a ella con gran confianza en su maternal bondad, suplicándole que no. nos deje de su mano, a fin de que por stt poderosa intercesión alcancemos segura­mente la vida y gloria eterna.

Oración: Suplicámotes, Señor, que pe r ­dones a tus siervos los pecados de que son reos, para que ya que no podemos agradaros por nuestras obras, seamos sa l ­vos por la intercesión de la santa Madre de vuestro Hijo, nuestro Señor Jesucris­to, que contigo vive y reina por todos los siglos de los siglos. Amén.

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San Roque, confesor. -(t 1327)

16 de agosto

San Roque, abogado contra la pestilen­cia, fué de nación francés, y nació en la villa de Montpellier, en la provincia de Languedoc, de padres ilustres y ricos, y señores de aquel pueblo. Su padre se lla­mó Juan y su madre Libera. Desde niño mostró grande inclinación a la virtud; y siendo de doce años comenzó a macerar su cuerpo con ayunos y penitencias, y a hacer guerra a sus gustos y apetitos. Muertos sus padres, vendió en aquella t ierna edad la hacienda que pudo, que era riquísima, y la repartió a los pobres; y tomando el hábito de la tercera orden de san Francisco, y encomendando a un tío suyo el gobierno de su estado y vasa­llos, se vistió de romero, y dejando su patria, casa, deudos y amigos, se partió de Francia para Italia a visitar los San­tos Lugares de Roma. Llegó al lugar de Acquapendente, donde halló muchos que estaban heridos de pestilencia. Fuese al hospital, y comenzó a servir a los pobres y a hacer la señal de la cruz sobre los apestados, y los sanó maravillosamente a todos. Los mismos milagros obró en Ro­ma, Cesena, Placencia y otras ciudades de Italia. Mas para que él no se desva­neciese con tantas maravillas de la vir­tud de Dios, y para que acrecentase su corona con la paciencia, le dio una recia y aguda calentura, y permitió el Señor •que fuese herido en el muslo. Pasó este trabajo san Roque con entera resignación y alegría, retirado en un lugar desierto, donde la providencia de Dios ordenó que un perro le trajese cada día de la mesa de su amo un pedazo de pan con que se pudiese sustentar. Finalmente volvió a

Montpellier su partia, y hallóla muy alterada por la guerra, y co­mo le tomasen por espía, echa­ron mano de él, y pusiéronle en la cárcel por orden de su mismo tío, a quien el santo ni quiso darse a conocer, por ser maltra­tado y padecer por amor del Se­ñor. Cinco años estuvo allí des­conocido de todos, hasta que en­tendiendo .que se llegaba el fin de su peregrinación, se armó con los santos Sacramentos, y entregó su espíritu al Creador, siendo de edad de treinta y dos años. En su muerte tocaron alegremente por sí mismas las campanas, y se halló junto a su cuerpo una tabla en que estaba escrito el

nombre del santo, y la vida que había llevado y el favor que alcanzaría del Se­ñor a los que heridos de pestilencia im­plorasen con viva fe su patrocinio. Lle­varon su sagrado cadáver con gran pom­pa a la iglesia y le sepultaron honorífi­camente, y su tío, que era hombre rico y principal, le edificó un magnífico templo en el cual y en muchas partes Dios obró por san Roque muchos milagros.

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Reflexión: Creció más la devoción de los pueblos, por el gran portento que sucedió en la ciudad de Constanza el año 1414; donde celebrándose el Concilio, y siendo fatigada aquella tierra y comarca de una grave pestilencia, se le hizo al san­to una solemnísima procesión en la cual se llevaba la imagen de san Roque, y lue­go cesó aquella terrible plaga y azote del Señor. También se ha experimentado es­te mismo favor del santo en otras muchas pa r t e s u de manera que los pueblos, ciu­dades y provincias en su mayor aflicción acuden a él, y le toman por intercesor, y por sus oraciones alcanzan del Señor el

• remedio que no han podido hallar en los médicos humanos y en las medicinas del cuerpo.

Oración: Rogárnoste, Señor, que guar­des con tu continua piedad a tu pueblo, y que, por los méritos del glorioso san Roque, los libres de todo contagio de alma y cuerpo. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén. ^

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San Liberato, abad, y compañeros mártires. ( t 483)

Grandes fueron los estragos que hizo en África el furor del rey vándalo llamado Hunerico, que seguía la secta de los herejes arríanos; pero en el año séptimo de su reinado, publicó un edicto sobremanera impío y sacrilego,

' por el cual mandaba que se ar ra­sasen todos los monasterios, y se profanasen todas las iglesias con­sagradas a honra de la santísima Trinidad. Vinieron, pues, los sol­dados de Hunerico a un convento de monjes que vivían con grande ejemplo y opinión de santidad, debajo del gobierno del santo abad Liberato, entre los cuales se hallaba el diácono Bonifacio, los subdiáconos Servo y Rústico, y los santos monjes Rogato, Séptimo y Má­ximo: y habiendo los bárbaros derribado las puertas del monasterio, maltrataron con grande inhumanidad a aquellos ino­centes siervos del Señor, y los llevaron presos a Cartago, y al tribunal de Hu­nerico. Ordenóles el tirano que negasen la fe del bautismo y de la santísima Tri­nidad; mas ellos confesaron con gran conformidad, un solo Dios en tres Perso­nas, una sola fe y un solo bautismo: y añadió en nombre de todos san Liberato: «Ahora, oh rey impío, ejercita, si quie­res, en nuestros cuerpos las invenciones de su crueldad; pero entiende que no nos espantan los tormentos, y que estamos prontos a dar la vida en defensa de nues­tra fe católica.» Al oir el hereje estas palabras, bramó de rabia y furor, y man­dó que le quitasen de delante aquellos hombres y los encerrasen en la más os­cura y hedionda cárcel. Pero los católicos de Cartago hallaron modo de persuadir a los guardas, que soltasen a los santos monjes; y aunque éstos no quisieron verse libres de las prisiones que llevaban por amor de Cristo, aprovecharon alguna li­bertad que se íes concedió en la misma cárcel, para esforzar a otros muchos cris­tianos que por la misma fe estaban car­gados de cadenas: lo cual habiendo lle­gado a oídos del tirano, castigó severa­mente a los guardas, y con despiadados suplicios a los santos monjes. Dio luego orden que aprestasen un bajel inútil y carcomido, y que habiendo echado en él buena cantidad de leña, pusiesen sobre ^lla a los santos confesores atados de pies y manos, y los abrasasen en el mar. Mas

17 de agosto

aunque los verdugos una y muchas ve­ces aplicaron hachas encendidas en las ramas secas amontonadas en el barco, . nunca pudo prender en ellas el fuego. Atribuyó el bárbaro monarca aquel sobe­rano prodigio a artes diabólicas y de en­cantamiento: y bramando de rabia, man­dó que a golpes de remos les quebrasen las cabezas hasta derramarles los sesos, y los echasen en la mar. Arrojaron las olas a la playa los sagrados cadáveres de los santos mártires; y habiéndolos re ­cogidos los católicos los sepultaron hono­ríficamente.

Reflexión: La historia de todas las herejías ha sido siempre la historia de los odios sangrientos, de los sacrilegos des­manes, y de las más insoportables tira­nías. Semejantes acciones propias de aquellos Vándalos, han hecho en nuestros días, en muchas partes, los enemigos de la fe católica, robando monasterios, pro­fanando sacrilegamente los templos de Dios, y asesinando villana y cruelísima-mente a indefensos religiosos, sacerdotes y vírgenes consagradas a Dios. Inhuma­nos han sido pues como los Vándalos, pe­ro más hipócritas y traidores que ellos porque han cometido tales crímenes a pe­sar de andar pregonando humanidad, to­lerancia y libertad de pensamiento.

Oración: Oh Dios, que nos concedes la dicha de celebrar el nacimiento para el cielo de san Liberato y sus compañeros, mártires; otórganos también la gracia de gozar de su compañía en la eterna bien­aventuranza. Por Jesucristo, nuestro Se­ñor. Amén.

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Santa Elena, emperatriz 18 de agosto (t 328)

Siendo Constancio Cloro gobernador en Inglaterra, casó con Elena, hija de Coel, hermosísima doncella, muy avisada y ho­nesta, y tuvo de ella al gran Constanti­no su hijo, que después fué emperador, el cual, favorecido de Dios por la virtud de la santa cruz, vino a ser señor abso­luto y monarca de todo el imperio roma­no. Elena su madre se hizo cristiana, y después se convirtió también Constantino su hijo a nuestra santa religión. Viendo los judíos, que aquel a quien sus padres habían crucificado era tenido por verda­dero Dios y adorado del mismo empera­dor y de los grandes de su imperio, alte­ráronse mucho y pretendieron rebelarse; pero fueron castigados severamente. De­jadas pues las armas, quisieron con las le­tras y disputas oscurecer la gloria de J e ­sucristo, y persuadir a santa Elena y al emperador su hijo, que habían de mudar de religión y tomar la de los judíos: y para sosegarlos, se dio orden que vinie­sen a Roma los más insignes letrados de los judíos y que acerca de ella disputasen con san Silvestre, vicario de Jesucristo; y el santo pontífice, en presencia del em­perador y su madre, los convenció y con­fundió de tal manera que no supieron que responder, ni más hablar. Santa Elena con su hijo se halló también en un con­cilio romano celebrado por san Silvestre y firmó los decretos y leyes en él estable­cidos. Después que en Nicea se celebró aquel famoso y universal concilio en el que se condenó la perversa doctrina de Arrio, tuvo santa Elena revelación del cielo de ir a Jerusalén, y visitar aquellos santos lugares consagrados con la vida y

muerte de Cristo nuestro Salva­dor, y buscar en ellos el precioso madero de la santa Cruz. Fué la santa emperatriz, cargada de años, con grandes ansias de ha­llar tan precioso tesoro y mani­festarle al mundo, y el Señor cumplió sus deseos, v declaró con evidentes milagros, ser aquella la misma cruz, en que murió el Au­tor de la vida. La santa empera­triz mandó edificar un suntuo­so templo junto al monte Calva­rio, donde había hallado la santa Cruz, otro en la cueva de Belén y otro en el monte Olívete; los cuales dotó y enriqueció de mu­chos y preciosos dones. Visitó también los monasterios de vír­

genes consagradas a Dios con tan rara modestia, que ella misma, vestida pobre­mente, les daba aguamanos y servía de rodillas: y después de haber andado por otros lugares y provincias de Palestina, y mandado edificar en ellos muchas igle­sias y oratorios, y repartido largas limos­nas y dado libertad a los presos de las cárceles en honra de Jesucristo, volvió, siendo ya de ochenta años, a Roma, don­de estando presente el emperador Cons­tantino su hijo y sus nietos, después de haberles dado muy santos consejos y su bendición, entregó su espíritu al Creador.

Reflexión: ¿Cómo pudieron imaginar los judíos deicidas que aquella Cruz tan afrentosa en que pusieron a Cristo, había de ser adorada de las gentes y puesta como el más precioso ornamento de las coronas de los emperadores del mundo? Es un acontecimiento que ha durado ya largos siglos. Y ¿cómo podrían creer los modernos enemigos de la Cruz de Cristo y de su Iglesia que esta misma Cruz ha de triunfar finalmente de todo el mun­do universo? Será también un aconteci­miento: porque escrito está que cuando llegue la plenitud de las naciones, se con­vertirá Israel, y que el Crucificado ha de atraer a sí todas las cosas.

Oración: Oh Señor Jesucristo que r e ­velaste a la bienaventurada Elena el lu ­gar donde estaba oculta tu santa Cruz, para enriquecer a tu Iglesia con este t e ­soro preciosísimo; concédenos por su in­tercesión, que por el precio inestimable de este árbol de vida, alcancemos el pre­mio de la vida eterna. Por Jesucristo^ nuestro Señor. Amén.

U%

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San Luis, obispo y confesor. ( t 1297)

19 de agosto

El clarísimo príncipe, humilde fraile menor y admirable obis­po san Luis, nació en Brignola, lugar de la Provenza, cerca de Marsella, y fué hijo de Carlos II, rey de Francia y Sicilia y con­de de Provenza, y de María, hija del rey de Hungría. Andando muy encendida la guerra entre el rey de Aragón don Pedro y Car­los rey de las dos Sicilias, fué preso éste en una batalla muy sangrienta, que tuvieron por mar, y llevado a Barcelona y hechas las paces con ciertas condiciones, para cumplimiento de ellas, al salir de la prisión, dejó en rehe­nes a sus tres hijos, Luis que era el mayor, Roberto y Raimundo. Siete años estuvieron presos en Barcelona estos tres hermanos. Aprovechándose san Luis de aquella soledad y haciendo de la necesidad virtud se ocupó en el estudio de las buenas letras y en la oración. Tuvo ex­celentes maestros de la orden de san Fran­cisco y santo Domingo y alcanzó tan rara sabiduría, que no parecía aprendida por los libros, sino divina, y dada del cielo. Era hermoso sobremanera, honestísimo y enemigo de toda liviandad. Estando aún preso, mandó llamar a todos los presos de la ciudad de Barcelona para lavarles los pies y servirles la comida, y viniendo en­tre ellos uno de grandes estatura, y con los pies cubiertos de lepra, san Luis le lavó con más diligencia y devoción que a los otros. Al día siguiente, que era Viernes santo, buscándole con gran dili­gencia, no se pudo hallar aquel leproso, y se tuvo por cierto que Cristo nuestro Redentor en aquella figura había queri­do favorecer al santo. Alcanzada ya la libertad, daba de comer en su casa a veinticinco pobres y él por su persona los servía. En este tiempo hizo voto de tomar el hábito de san Francisco. Mas habiendo ido a Roma con su mismo pa­dre, allí se ordenó de subdiácono y en Ñapóles de diácono y sacerdote, y fué constreñido a aceptar el obispado de To-losa por mandato del papa Benifacio VIII, el cual vencido de los ruegos del santo, le permitió que primero vistiese el hábi­to de san Francisco, e hiciese luego su profesión, como la hizo con gran consuelo de su alma. Recibiéronle después en To­masa como a un ángel del cielo; y el santo obispo procuró ser y parecer fraile menor

en todo, edificando con su humildad, y predicando con apostólico celo no solo en Tolosa, sino también en muchos otros lugares de Francia, de Cataluña, y de Italia. Finalmente andando con vivos deseos de dejar la carga pastoral, deter­minó para ello ir a Roma, mas fué nues­tro. Señor servido, que llegando a Brig-nofá y estando en la misma casa donde su tío san Luis rey de Francia había na­cido, enfermó gravemente; y entendiendo que Dios le quería para sí, y recibidos con gran devoción los sacramentos, abrazado con una cruz dio su bendito espíritu' a su Dios y Señor, teniendo de edad veinti­trés años y seis meses.

Reflexión: ¿Quién leerá las virtudes de este admirable joven, que no se mara­ville y alabe al Señor, que le puso en tan breves años por dechado de jóvenes, de príncipes, de obispos, de nombres apostólicos y de santos religiosos? ¡Oh! ¡cuánto más esclarecida es su memoria, por haber hollado el reino, que si lo hu­biera tenido como su padre, su abuelo y su hermano! ¡Los mismos reyes y em­peradores se postran hoy ante sus r e ­liquias, e invocan su favor, y su misma madre tuvo a grande honra el venerar a su santo hijo puesto ya en los altares!

Oración: Rogárnoste, oh Dios omnipo­tente, que la venerable solemnidad de tu bienaventurado confesor y pontífice san Luis, acreciente en nosotros la gracia de la devoción, y la salud de nuestras a l ­mas. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Bernardo, abad y doctor. — 20 de agosto (t 1153)

San Bernardo, abad de Claraval, meli­fluo doctor, y lumbrera resplandeciente de la Iglesia, nació en un pequeño lugar de la provincia de Borgoña, llamado Fon­tana, y fué hijo de Teselino, caballero y honrado militar, y de Alicia de Mon-tebarro, señora tan noble como virtuosa. Era Bernardo de muy linda disposición y rara hermosura, y tan honesto y reca­tado, que porque una vez se descuidó un poco poniendo los ojos en el rostro de una mujer, se arrojó desnudo en un es­tanque de agua casi helada, de donde le sacaron medio muerto. Conociendo la va­nidad del* mundo, determinó entrar en la Religión del Cister que poco antes había sido fundada por el abad Roberto, deba­jo de la Regla de san Benito, y atrajo a ella con su ejemplo a sus cinco herma­nos, y a su tío, y otros treinta compañe­ros. Dijo el hermano mayor a Nevardo que era el más joven y estaba jugando: ^Nevardo, quédate a Dios: nosotros nos vamos al monasterio, y te dejamos por heredero de toda nuestra hacienda». A lo que contestó el muchacho: «Pues (có­mo? ¿Tomáis vosotros el cielo y me de­jáis a mi la tierra? No es ésta buena par­tición». Y así de allí a algunos días tam­bién siguió a sus hermanos. Comenzó su noviciado nuestro santo siendo de edad de veintitrés años, con tan grande recogi­miento, que habiendo estado un año en­tero en la pieza de los novicios, no sabía si el techo era de bóveda o de madera. Habiendo el abad Esteban edificado el monasterio de Claraval, hizo abad de él a san Bernardo, y entre los muchos ca­balleros que tomaron el hábito de manos

del santo, uno fué Teselino, su mismo padre, el cual haciéndose hijo espiritual de su hijo acabó santamente su vida en aquel mo­nasterio. Deseaba el santo abad estarse allí'toda su vida descono­cido del mundo y por esta causa renunció muchas veces grandes dignidades y obispados; pero fué necesario que saliese de su pobre celda para reconciliar con la Igle­sia romana a los cismáticos que después de la muerte del papa Honorio habían ensalzado al an­tipapa Anacleto; y persuadir al rey Enrique de Inglaterra, y al conde Guillermo, y al emperador Lotario, que acatasen a Inocen­cia como a sumo y verdadero

pastor de la Iglesia. Hubo de reprimir también el santo a los famosos herejes Pedro Abelardo y Enrique, que durante aquel cisma publicaron guerra contra J e ­sucristo y su Iglesia: y predicar después por ordenación del pontífice Eugenio III la cruzada capitaneada por el emperador Conrado y el rey de Francia san Luis con­tra los sarracenos e infieles que infesta­ban la Tierra Santa. Finalmente habien­do san Bernardo predicado como varón enviado de Dios, y escrito muchos y sa­pientísimos libros, y obrado grandes mi­lagros, y dejado fundados ciento sesenta monasterios de su orden, entre las ma­nos y lágrimas de sus hijos, dio su purí­sima alma al Creador.

Reflexión: Entrando un día san Ber­nardo en la iglesia mayor de Espira, ciu­dad de Alemania y cámara del imperio, acompañado de todo el clero y de gran muchedumbre del pueblo, se arrodilló tres veces en tres lugares diferentes y dijo en el primero: O clemens; en el segundo: O pía; en el tercero: O dulcís virgo Ma­ría, y en memoria de esta salutación del santo, hoy día en la misma iglesia están tres láminas de metal, en que se leen es­tas palabras y todos los días se canta la Salve Regina con gran solemnidad. Re­cémosla nosotros cada día devotamente, para mostrarnos también hijos de tan clemente, piadosa y dulcísima Madre.

Oración: Oh Dios, que diste a tu pue­blo al bienaventurado Bernardo por mi­nistro de la salud eterna, concédenos que tengamos por intercesor en los cielos al que en la tierra tuvimos por maestro de santa vida. Por Jesucristo, nuestro Se<v ñor. Amén.

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Santa Juana Francisca de Chantal, fundadora. — 21 de agosto (t 1641)

La santísima fundadora de las religiosas de la Visitación, Juana Francisca . Fremiot de Chantal, nació en la ciudad de Dijón, ca­beza del ducado de Borgoña en el reino de Francia. Era a la sa­zón el padre de Juana Francisca, presidente del Parlamento de Borgoña, y como un caballero que profesaba la secta infernal de Calvino, le visiíase y acari­ciase a la santa niña y le diese algunos regalillos, ella los ar ro­jó luego al fuego, diciendo: «Ved cómo arderán en el infierno los herejes que no vuelvan a la ver­dadera fe católica»: y a una cria­da entrada ya en años, que pro­curaba apartarla de las cosas de Dios y aficionarla a las del mundo, r e ­prendió ásperamente, diciéndole que no quería que de allí adelante la sirviese en cosa alguna. Siendo ya de edad compe­tente, la casó su padre con el barón de Chantal, con quien vivió como perfecta casada. Jamás recibía visitas de caballe­ros, en ausencia de su marido; y cuan-:o podía ahorrar de atavíos y regalos su-pírfluos, lo daba por su mano a los po­bres. Llevó con perfecta resignación, ocho años después, la muerte de su marido, herido involuntariamente por un compa­ñero con quien había salido a cazar, y los malos tratamientos que por espacio de siete años recibió en la casa de su suegro, de una antigua criada que hacía burla de su piedad y la trataba como a esclava, y las tentaciones gravísimas que permitió el Señor que la purificasen co­mo el oro en el crisol, de las cuales es­cribió la sierva de Dios que la afligían tanto, que cualquiera hora del día troca­ra de buena gana por la hora de la muer­te. Hizo voto de perpetua castidad; y al pedirla por esposa cierto caballero rico y noble, con una lámina candente se gra­bó ella en el pecho el nombre de Jesús, al cual escogió por perpetuo y divino Es­poso. Fundó después la Congregación de la Visitación de María por consejo de su director espiritual san Francisco de Sa­les, el cual la mudó más tarde en Reli­gión con clausura y votos solemnes, y dio a las religiosas la Regla de san Agus­tín y otras constituciones llenas de ce­lestial sabiduría, asestando como cimien-Vs de su nuevo instituto la caridad y hu­mildad, y el amor de Dios, como el alma

de toda su vida religiosa. Y prendió tan­to fuego este amor divino en el corazón de la santa fundadora, que se obligó con voto a obrar siempre lo que entendiese ser más perfecto y agradable al Señor; y Dios en retorno ilustró a su sierva con esclarecidos dones de profecía, de discre­ción de espíritus y de milagros, y con la veneración de los príncipes, de los re­yes, de los obispos y de los santos. Fi­nalmente habiendo renunciado la santa el cargo de superiora y rehusado siem­pre el nombre de fundadora, a la edad de sesenta y ocho años, enfermó de muer­te, y pronunciando tres veces el adora­ble nombre de Jesús, entregó su alma a su divino Esposo.

Reflexión: ¿Quién no admira en la vi­da de santa Juana Francisca, un vivo r e ­trato de la mujer fuerte? Y a la vista de semejante ejemplo de fortaleza, ¿quién no atrepellará por dificultades mucho me­nores que se le atraviesan en el camino de la virtud? ¿Por ventura ha de ser re ­cibido en triunfo el soldado que arrojó las armas y huyó de los enemigos? ¿O ha de entrar por la puerta triunfal del cielo el cristiano que arrojó la Cruz de' Cristo y se entregó a los enemigos de su alma?

Oración: Oh Dios omnipotente y mi ­sericordioso, que diste un admirable es-, píritu de fortaleza a la bienaventurada Juana Francisca, y que por medio de ella quisiste ilustrar tu Iglesia con una nueva familia, concédenos tu gracia para vencer las dificultades que se nos atra­viesen en tu servicio. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Page 242: De Paula, Francisco - Flos Sanctorum

San Sinforiano, mártir. — 22 de agosto ( t hacia el año 180)

El ilustre mancebo y mártir de Cristo san Sinforiano nació en Autún, ciudad de la provincia de Borgoña en el reino de Francia. Su padre que se llamaba Fausto y era caballero rico y muy cris­tiano, le crió en nobles costumbres _y temor santo del Señor. Siendo ya man­cebo, Sinforiano era estimado por los mismos gentiles, por su mucha gracia y buen ingenio, y celebrando un día los paganos en aquella ciudad una fiesta muy solemne a Berecintia o Cibeles, cuyo ído­lo llevaban en unas andas con gran pom­pa y majestad, a pesar de que todo el pueblo se postraba a adorarle, el vale­roso joven Sinforiano no quiso inclinar­se ante aquella estatua y monstruo in­fernal: sino que con gran desprecio le volvió las espaldas e hizo burla de él, de manera que fué notado y acusado al juez Heraclio. Presentado ante el t r i ­bunal, y preguntado cómo se llamaba y quTén era, respondió que se llamaba Sin­foriano y que profesaba la ley de Cristo. Deseando el juez librarle de la muerte, por respeto a su nobleza y a su edad, le persuadía con muchas palabras, que obe­deciese a los mandatos del emperador y adorase a los dioses. Mas el magnánimo mancebo no hizo caso ni de sus prome­sas ni de sus amenazas. «Yo adoro, le di­jo, a mi Señor Jesucristo, a quién reve­rencian todos los hombres más virtuosos y santos del imperio; y me duelo de vuestra ceguedad, viendo que adoráis unos dioses tan criminales, que si vivie­ran, merecieran por toda justicia la pe­na de muerte». Enojóse sobremanera el impío juez oyendo semejantes razones,

y mandó azotar bárbaramente al animoso mancebo, y echarle des­pués a la cárcel, y dio sentencia que sin probarle con otros tor­mentos, fuese degollado. Cuan­do le llevaban al suplicio, vién­dole su santa madre, comenzó con grande espíritu y esfuerzo a exhortarle que muriese con ale­gría, y a decirle estas palabras: «Hijo mío Sinforiano, hijo de mis entrañas, acuérdate de Dios vi­vo, ármate de su fortaleza y cons­tancia; no hay que temer la muerte que nos lleva a la vida. Alza, hijo mío, tu corazón, y mi­ra a Aquél que reina en los cie­los. No temas los tormentos, por­que durarán poco, y piensa que

con ellos no se te quita la vida, sino que se trueca por otra mejor. Por ellos alcan­zarás hoy mismo la gloria de los santos, y la corona inmortal con que te convida Jesucristo». Todo esto dijo la santa ma­dre a su amado hijo, el cual animado con sus palabras y con el espíritu del cielo, tendió el cuello al cuchillo, y fué desca­bezado fuera de los muros de la ciudad. Los cristianos tomaron de noche su cuer­po y lo enterraron cerca de una fuente, en la cual obró nuestro Señor por él mu­chos milagros.

Reflexión: Anímense los jóvenes con el ejemplo de este valeroso mancebo, mártir de Cristo, a hacer loables y heroi­cas acciones que redunden en honra de Dios, y sean de común edificación. En ellas estará bien empleada su magnani­midad y ardor juvenil. Porque, ¿qué va­lor es menester para dejarse arrastrar de la corriente del mal, de las pasiones desenfrenadas y de los perversos ejem­plos? Para esto no hace falta el valor: el joven más cobarde y vil puede ser el más esclavo de sus liviandades y más falto de toda honradez y virtud. La glo­ria de los jóvenes está en que a pesar de las malas inclinaciones de la naturale­za, de los malos ejemplos y de la co­rriente del mal, obren ellos el bien: y entonces son admirables y de grande ejemplo sus virtudes.

Oración: Rogárnoste, oh Dios omnipo­tente, que cuantos celebramos el naci­miento para el cielo de tu bienaventurado mártir Sinforiano, seamos por su inter­cesión fortalecidos en el amor de tu san­to nombre. Por Jesucristo, nuestro Se \ ñor. Amén.

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San Felipe Benicio, confesor. — 23 de agosto ( t 1285)

El humildísimo y gloriosísimo siervo de María, san Felipe Be­nicio, nació de ilustres padres en la ciudad de Florencia, el día de la Asunción de nuestra Señora, y día en que nació en la misma ciudad la esclarecida Religión de los siervos de María, como quien venía al mundo para gran siervo de esta soberana Virgen y para lustre y ornamento grande de la Orden de sus siervos. Habiendo aprendido las primeras letras fué enviado de sus padres a la uni­versidad de París, donde cursó nueve años, y se graduó de filo­sofía y medicina, siguiendo en es­ta facultad a Diego, su padre. Vuelto a su casa, frecuentaba la iglesia de los padres servitas, llamada la Anunciata. Apareciósele una noche la Virgen y le dijo: «Felipe: ve por la ma­ñana a mis siervos, y sabrás lo que has de hacer para ser fiel siervo mío.» Pos­

tróse Felipe delante del prior, y con hu ­mildad y lágrimas le pidió el hábito de los Siervos de María; y ocultando lo que había estudiado, quiso ser religioso lego. Pero Dios le descubrió más tarde al mun­do, y avisado su General por dos^ reli­giosos dominicos, del tesoro de sabiduría del santo lego, hízole ordenar de sacer­dote, y después el capítulo general le eli­gió por prior de toda la Orden; y aun algunos años después por muerte de Cle­mente IV, deseaban los cardenales que fuese puesto en la silla de san Pedro. Pero el humildísimo siervo de María, di­jo con espíritu profético al cardenal Oto-bono, que le instaba a aceptar la digni­dad de sumo pastor de la Iglesia: «Yo no seré pontífice, y vuestra eminencia sí; aunque gobernará pocos días la Iglesia». Y así sucedió; porque Otobono que en su asunción se llamó Adriano V, no vi­vió cuarenta días en el pontificado; y el santo estuvo escondido en las aspere­zas del monte Juniato por espacio de tres meses hasta que fué elegido sumo pon­tífice Gregorio X. Envióle este papa a Pistoya a sosegar los célebres bandos, de los güelfos y gibelinos, y no solo los so­segó, sino ganó para su religión al capi­tán de la facción gibelina; y Nicolao III le mandó a Alemania para que con su predicación desterrase las herejías y pa­cificase las guerras civiles que tenían

^ m u y afligido el imperio. Era tal la efi­cacia de su predicación, confirmada a

veces con asombrosos milagros, que ga­naba todos los corazones de los que le oían: con que convirtió casi innumera­bles herejes a la fe, y pecadores a peni­tencia, y trajo a su religión más de diez mil personas, fuera de los Terceros, que fueron en excesivo número. Llegándose a la ciudad de Todi, en la Toscana, mon­tado en un jumentillo, le salieron a reci­bir al camino con ramos de oliva y acla­maciones, diciendo a voces: Bendito el que viene en el nombre del Señor, y en­tonces profetizando él su próxima muer­te, dijo: Haec requies mea in saeculum saeculi. Aquí será mi descanso por los siglos de los siglos; y en efecto, pocos días después, falleció a la edad de cin­cuenta y dos años, llenándose todo el con­vento de suavísima fragancia, y despi­diendo su rostro grande claridad en las tinieblas de la noche.

Reflexión: Negando una mujer incré­dula los milagros de san Felipe, por jus­to castigo de Dios quedó de repente mu­da. Reconociendo que aquel era castigo de Dios, pidió perdón al santo y luego cobró el uso de la lengua que empleó después toda la vida en sus alabanzas. Sirva este caso de ejemplo para saber con qué reverencia debemos hablar siem­pre de los santos. ¡Cuánto más vale imi­tar sus virtudes, que medirlas con nues­tra cortedad y tibieza!

Oración: Oh Dios, que por medio de tu confesor el bienaventurado Felipe, nos diste tan insigne ejemplo de humildad; concede a tus siervos la gracia de me­nospreciar las honras de la tierra, y bus­car solamente las del cielo. Por Jesu­cristo, nuestro Señor. Amén.

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San Bartolomé, apóstol. — 24 de agosto (t 71)

El gloriosísimo apóstol y tortísimo már­tir de Cristo san Bartolomé, fué natural de Galilea, hijo de Tolmai, y- de oficio pescador como su padre, según dice el historiador Josefo. Luego que fué llamado por Jesucristo, lo dejó todo para siempre; y así fué testigo de casi todas sus pala­bras, obras y prodigios. Después de la pasión y muerte de Cristo vio muchas veces al Señor vivo y resucitado, y fué testigo ocular de su gloriosa Ascensión a los cielos. Y a los cincuenta días de la Resurrección, habiendo recibido el Es­píritu Santo y el don de lenguas, al tiem­po xque los apóstoles dividieron entre sí las provincias del mundo para predicar el Evangelio, cupo a san Bartolomé la misión de Licaonia, de Albania, de las Indias orientales y de Armenia. Llevóse consigo el libro del Evangelio, escrito por san Mateo en lengua hebrea, y como dice san Crisóstomo, por todas partes donde esparcía las primeras semillas de la fe, eran tan colmados los frutos, que los gentiles se asombraban de la rara mu­danza de costumbres, y de la pureza, tem­planza y virtud de los pueblos que se convertían. De la Licaonia pasó a la In­dia citerior, como lo escriben Orígenes, Eusebio y san Jerónimo; y añade san Panteno que más tarde se halló en aque­lla región una copia del Evangelio hebreo que llevaba consigo el santo apóstol. De allí vino a la mayor Armenia, y a la ciu­dad, que era cabeza de aquel reino, donde había un templo del famoso ídolo lla­mado Astarot, en el cual el demonio con sus embustes daba oráculos y prometía la salud a los que le sacrificaban; mas

habiendo el santo entrado en aquel templo, el ídolo enmude­ció, causando esto grande asom­bro a aquella miserable gente. Acudieron para saber la causa de aquel extraño silencio a otro ído­lo llamado Berit, el cual res­pondió que la causa no era otra que la presencia de un hombre de Dios llamado Bartolomé, a quien el espíritu del oráculo ha­bía visto cercado de muchedum­bre de espíritus celestiales, muy poderosos. En esta sazón el santo apóstol hizo pedazos el ídolo y lanzó el maligno espíritu que afligía sobremanera a una hija del rey armenio llamado Pole-món, el cual abrazó la fe de Cris­

to y se bautizó con toda su corte y fami­lia. Quisieron vengarse los sacerdotes de los ídolos, y acudieron a un hermano de aquel rey, que se llamaba Astiages, y t e ­nía su estado en otra parte de Armenia, persuadiéndole que si no daba muerte a Bartolomé vería la ruina del culto de sus dioses, y también la de su casa, fa­milia y reino. Mandó pues Astiages, con falso pretexto de convertirse, llamar al santo apóstol, que deseaba ya terminar su carrera y unirse con Cristo; y cuando lo hubo en su poder el bárbaro tirano, ordenó que le hiriesen con varillas de hierro, que le desollasen vivo, y final­mente le cortasen la cabeza.

Reflexión: Cuando los fieles visitan en Roma la iglesia de san Bartolomé y con­templan junto al sepulcro del santo que • está debajo del altar mayor, una esta­tua preciosa que lo representa muy al vivo y tal como quedó después del supli­cio, se llenan sus almas de compasión y sus ojos de lágrimas. Mas ¿qué fuera ver el mismo cuerpo del santo tan sangriento y desollado por amor de Cristo? ¿Quién no reconociera en aquella llaga de todo su cuerpo un sello auténtico y testimonio irrecusable de la verdad evangélica que predicaba el santo apóstol?

Oración: Todopoderoso y sempiterno Dios que nos llenas de espiritual alegría con la fiesta de tu bienaventurado após­tol san Bartolomé; concede a tu Iglesia la gracia de amar con grande estima la verdad de la fe que creyó, y de ensalzar lo que enseñó. Por Jesucristo, nuestro Se-, ñor. Amén.

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San Luis, rey de Francia. — 25 de agosto (t 1270)

San Luis, rey de Francia, nono de este nombre, espejo de r e ­yes y ornamento de su nación, fué hijo de Luis VIII, rey asi­mismo de Francia, y de doña Blanca,, hija de Alonso VIII, rey de Castilla, y héroe de las Navas de Tolosa. Quedó san Luis huér­fano de padre a la edad de doce años, y debajo de la tutela de su madre, la cual solía decirle: «Hijo mío, antes querría verte muerto delante de mis ojos, que con algún pecado mortal.» Las, cuales palabras de tal manera se le asentaron en el corazón al hi­jo, que jamás cometió culpa grave. Y a los cuatro hijos que tuvo se las repetía como la me­jor bendición. Traía a raíz, de las carnes un áspero cilicio; los sábados lavaba los pies a algunos pobres, y los días de fies­ta daba por sus manos de comer a más de doscientos. Edificó en su palacio real de París una capilla muy suntuosa, donde solía orar con gran fervor, en la cual puso el hierro de la lanza que abrió el costado de Cristo con otras reliquias muy preciosas. Era tan grande su fe al santí­simo Sacramento, que habiendo apare­cido en París un niño hermosísimo en la Hostia, diciendo un sacerdote misa, y concurriendo el pueblo a verle, el santo rey no quiso ir, diciendo que no tenía necesidad de aquel milagro para creer que Cristo estaba en la Hostia consa­grada. Hizo ley que a los blasfemos y perjuros los herrasen y cauterizasen como a esclavos; y castigando con rigor a los herejes, desarraigó la herejía de todo su reino. No fué menos celoso de la justicia; y por su persona trataba las causas de los pobres dos veces cada semana debajo de la célebre encina de Vicennes. Pidió la cruz, que en aquel tiempo se predi­caba para la conquista de la Tierra San­ta: se la puso en el vestido, y habiendo juntado un numeroso y lucido ejército, se embarcó con toda su gente después de haber hecho procesiones y rogativas para que Dios favoreciese sus píos intentos y diese buen suceso a aquella jornada. Mas aunque ganó en Egipto el ejército cris­tiana la ciudad de Damieta, y peleó dos veces con los moros con gran mantanza de aquellos bárbaros, en castigo de la ambición de algunos capitanes y de las estragadas costumbres de los soldados,

no alcanzó la victoria en aquella guerra ni en la otra cruzada que llegando a Tú­nez fué contagiada de una maligna pesti­lencia que asolaba aquella región, de la cual fué herido el santo Rey, a quien el Señor en lugar de la Jerusalén de la tie­rra, dio la Jerusalén celestial y la eterna recompensa de sus heroicas virtudes.

Reflexión: Estando san Luis para mo­rir, escribió para su hijo el rey Felipe entre otros documentos los que siguen: «Hijo p í o , le dijo; ante todas cósasete encomiendo qué ames a Dios mucho, por­que el que no le ama no puede ser salvo. No des lugar a pecado mortal, aunque por no cometerlo padezcas cualquier gé­nero de tormento. Confiesa a menudo tus pecados, y busca confesor sabio para que te sepa enseñar lo que has de seguir y lo que has de huir, y trata con él de manera que tenga osadía para reprehen­derte y darte a entender la gravedad de tus culpas. Mira con mucho cuidado a quien das la vara de la justicia; y escoge para jueces los mejores hombres de tu reino.» No es maravilla, pues, que san Luis fuese bendecido y aclamado de todo su reino no sólo como santo rey, mas también como padre de todos sus vasa­llos.

Oración: Oh Dios, que trasladaste a tu confesor el bienaventurado Luis desde el reino de la tierra a la gloria del cielo; concédenos que por su intercesión y por sus méritos, seamos recibidos en el reino del Rey de los reyes Jesucristo, tu único Hijo, nuestro Señor. Amén.

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San Zeferino, papa y mártir. — 26 de agosto (t 220)

El celosísimo pastor de la Iglesia y glo­rioso mártir de Cristo, san Zeferino, na­ció en Roma de familia patricia, y fué hijo de Abundio, caballero noble y cris­tiano. Por sus letras, y sobre todo por sus loables y santas costumbres, fué re ­cibido y contado entre el clero de la igle­sia de Roma, y habiendo padecido el mar­tirio el papa san Víctor, pasaron los fie­les once días en oraciones, vigilias y ayu­nos para acertar en la elección del nuevo pontífice que había de sucederle, al fin de los cuales vieron al Espíritu Santo que en figura de paloma posaba sobre la ca­beza de san Zeferino. El primer año de su pontificado, que fué el décimo del imperio de Severo, se levantó una de las más recias persecuciones contra la Iglesia; señaladamente contra los fieles de Roma, que en crecidísimo número y de todos estados y condiciones habían abrazado la fe. Corría con abundancia todos los días la sangre de los mártires; las cárceles estaban llenas de confesores de Cristo, y las cavernas, de cristianos amedrentados por el furor de los perse­guidores: y nuestro santo pontífice, ajeno de todo temor, de día y de noche los visitaba en sus casas, en las cárceles y en las catacumbas, animándolos, dándoles l i­mosnas y fortaleciéndolos con los sacra­mentos. Nueve años duró esta terrible persecución, hasta que con la muerte del impío Severo, volvió la Iglesia a gozar de paz. Mas entonces comenzaron a tur ­barla algunos herejes. Uno de aquellos fué Práxeas, que venido de Asia, negaba la santísima Trinidad y decía que la persona del Padre era la que había pa­

decido muerte y pasión, y por esto los herejes que le seguían, se llamaban Patrt passianos. Con­fundió el papa san Zeferino al heresiarca; el cual abjuró sus errores; pero como los que son cabezas de alguna secta casi nun­ca se convierten de veras, ha­biendo pasado Práxeas a África volvió a sus desvarios, y murió desastrosamente como hereje. También afligió al santo pontí­fice el hereje Natal, que llevado de torpe avaricia se hizo cabeza de los Teodorianos, aunque des­pués se arrepintió de sus culpas y perseveró fiel hasta la muerte. No sabemos por cosa tan segura la conversión de Tertuliano, que

llevado de su natural austero, desobede­ció a los decretos suaves del santo pontí­fice. Finalmente ordenó este santo que en el sacrificio de la misa no se consa­grase ya en cálices . de madera, sino de vidrio, aunque después se determinó que por el peligro de quebrarse, fuesen de oro o plata, o a lo menos de estaño. Man­dó también que todos los fieles comul­gasen el días de Pascua, y que celebrando el obispo se hallasen presentes siete sa­cerdotes: y después de haber gobernado la Iglesia de Dios por espacio de diez y ocho años, lleno de días, trabajos y mé­ritos, alcanzó la gloria del martirio y fué sepultado en el cementerio de Calixto en la vía Apia.

Reflexión: Leemos en la Historia de Eusebio, que solía decir san Zeferino que más temía a los herejes que a los san­grientos perseguidores: porque en efecto la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos; pero la doctrina heré­tica es cáncer que corroe la Iglesia: la sangre de los mártires es savia que da nuevo vigor a la fe; la herejía es una ti­sis maligna que mata la fe o la deja flaca y sin fuerzas: y en fin la persecución san­grienta sólo da la muerte a los cuerpos; pero la herejía mata las almas y les quita la vida eterna.

Oración: Rogárnoste, oh Dios omnipo­tente, que nos concedas la gracia de aprovecharnos de los ejemplos de tu bien­aventurado pontífice y mártir Zeferino, de cuyos merecimientos nos gozamos. Pon Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San José de Calasanz, fundador. — 27 de agosto (t 1648)

El apostólico maestro de los niños pobres, y gloriosísimo fun­dador de las Escuelas Pías, san José de Calasanz, nació en la vi­lla de Peralta de la Sal. Tuvo desde muy niño singular devo­ción con nuestra Señora, y de ella predicaba a los otros niños, los cuales le llamaban el Santico. Graduado de doctor en filosofía y derecho civil y canónico en la Universidad de Lérida, pasó a Valencia para cursar la Teología, donde se libró como el casto José de un gran peligro de perder la joya de la castidad, que había ofrecido con voto a honra de la Madre de Dios. Ordenado de sa­cerdote hizo oficio de secretario en las cortes que Felipe II tuvo en Mon­zón, y en la visita del mismo rey al mo­nasterio de Montserrat, fué muy honrado por su obispo diocesano de Urgel. Pero sentíase el varón de Dios poderosamen­te movido a ir a Roma, donde el Señor le había de mostrar su voluntad, y habiendo allí visto un día unas cuadrillas de mu­chachos que se apedreaban y decían mu­chas blasfemias y maldiciones, oyó en su interior aquellas palabras del salmo: «Para ti queda reservado el cuidado del pobre»; y de acuerdo con el párroco de santa Dorotea, que le ofreció su casa para escuela de niños pobres, dio principio a sus Escuelas Pías, siendo de edad de cua­renta y un años. Las contradicciones que hubo de vencer el santo para llevar ade­lante tan santa obra fueron extraordina­rias sobremanera y las mayores que po­dían ser. Porque no sólo procuraron apartarle de su propósito, ofreciéndole muchas veces hacerle obispo y también cardenal, sino que los primeros compa­ñeros que tuvo le abandonaron, faltóle el lugar de la escuela, fué calumniado por los otros maestros de las escuelas, y delatado muchas veces ante el romano pontífice: y cuando superados con el fa­vor de Dios todos estos impedimentos, t e ­nía ya su nueva Religión aprobada por Gregorio XV, e ilustrada con muchos va­rones nobles y santos, y maravillosamen­te extendida casi por toda la cristiandad, por la malicia del demonio y de los ému­los, fué depuesto del generalato, y redu­cida su religión a congregación de sacer-

j dotes seglares, y tan caída, que sólo po­día esperarse que se diluiría como la sal

en el agua. Mas el santísimo y pacientí-simo fundador, dijo como Job: El Señor lo dio, el Señor lo quitó, sea bendito su santo nombre. Y el Señor en retorno es­clarecía a su siervo tan humillado y per­seguido, con soberanas revelaciones y do­nes de profecía y de milagros, de manera que no parecía sino que había puesto en sus manos la salud y la vida para darla a los enfermos y a los difuntos por quie­nes hacía el santo oración. Finalmente ha­biendo alcanzado la gracia de morir en la cruz de los trabajos y persecuciones, a la edad de noventa y dos años, descansó en el Señor, y se cumplió después la profe­cía que hizo diciendo que no perecería su religión, la cual fué reintegrada por Cle­mente IX.

Reflexión: Nunca podrá ser bastante­mente ponderada la trabajosísima y he­roica empresa de educar cristianamente a los niños que san José de Calasanz esco­gió para sí y para su Religión, tan bene­mérita de la Iglesia y de la sociedad. ¿No son los niños, quienes más tarde han de formar la sociedad? ¿Y no pende princi­palmente de la primera educación, el por­venir de ella, y el bien temporal y eterno de los individuos y de la familia?

Oración: Oh Dios, que por medio de tu confesor san José, te dignaste proveer a tu Iglesia de un nuevo auxilio para edu­car a la juventud en las letras y en Ja piedad, concédenqs por su intercesión, que a su ejemplo obremos y enseñemos de modo que consigamos la eterna recom­pensa. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Agustín, obispo y doctor. ( t 430)

28 de agosto

El doctor máximo de la Iglesia san Agustín nació en Tagaste, ciudad de Áfri­ca, y fué dotado de un maravilloso in­genio, que descubrió ya desde niño. Su madre, santa Mónica, le crió en santas costumbres: pero como su padre que era gentil no permitiese que se le bautizase, pasando Agustín a Cartago para apren­der las letras humanas, se inficionó con los errores de los maniqueos. De allí fué a Roma, donde dio tales muestras de su saber e ingenio, que el prefecto de la ciudad le mandó con grandes recompen­sas a Milán para enseñar retórica, en tiempo en que era obispo de esta ciudad san Ambrosio. Santa Mónica, que con fer­vorosas oraciones y continuas lágrimas no cesaba de pedir al cielo la conversión de su hijo, logró que éste fuera a oir las elocuentes homilías del santo obispo. Con­moviéronle tan profundamente las pala­bras de san Ambrosio, que se hizo bauti­zar por él, siendo de edad de treinta años. Vuelto al África no se contentó con ejer­citar él todas las virtudes propias de un cristiano fervoroso, mas también se hizo ordenar de sacerdote por Valerio, obispo de Hipona, y fundó una orden religiosa de sacerdotes, que, viviendo vida común, imitaban la de los apóstoles, teniendo por superior y maestro y ejemplo a san Agustín. Por esta sazón, cobrando nue­vas fuerzas la secta infernal de los ma­niqueos, levantó su voz el santo contra el heresiarca Fortunato, y lo refutó vic­toriosamente: por lo cual él obispo Vale­rio le nombró coadjutor suyo y sucesor en el obispado. A la elocuencia tr iun­fante de sus sermones añadió luego el

santo la profunda sabiduría de sus libros. Con unos y con otros combatía con tal fuerza de razo­nes y argumentos a los herejes, que no les dejaba en paz, y así limpió el África de los errores de los maniqueos, de los donatistas y de los pelagianos que tenían inficionada aquella provincia; con la cual proveyó de nuevas armas y pertrechos a la teología cristiana. Porque tantos fueron los volúmenes que escribió, tan llenos de la doctrina más sublime y pura, y de tanta piedad y un­ción divina, que siguiendo las huellas de tan sabio y santo doc­tor, los que más tarde reduje­ron a forma científica la teología

cristiana, pudieron formar un cuerpo completo de doctrina, que sirviera parra enseñar la más soberana y celestial de las ciencias. Enfermó san Agustín en ocasión en que los Vándalos tenían ya puesto cerco en la ciudad de Hipona, y cono­ciendo que se le acercaba el fin de su vida, leía de continuo los salmos peniten­ciales de David: y puesto en oración y llorando muchas lágrimas sus religiosos que estaban presentes, a los setenta y seis años de edad y treinta y seis de obis­pado dio su bendita alma al Señor que para tanta gloria suya le había criado.

Reflexión: Siendo Agustín en su ju ­ventud muy ambicioso del aplauso de los hombres, permitió Dios que, a pesar de su clara inteligencia y sutil ingenio, ca­yese en los errores de los herejes e imi­tase sus costumbres depravadas; pero hu­millándose a escuchar la predicación de san Ambrosio con toda docilidad, comu­nicóle el cielo tan copiosa luz de las ver­dades católicas, que llegó a ser uno de los hombres más sabios que han visto los siglos y uno de los mayores santos de la Iglesia. ¿Quieres tú que Dios te ilumine con su luz y te llene de su gracia? En­frena tu vanidad y orgullo y reconoce tu vileza e ignorancia.

Oración: Atiende a nuestras súplicas, oh Dios todopoderoso, y por intercesión de san Agustín confesor y pontífice, con­cédenos benignamente que sintamos los efectos de tu acostumbrada misericordia, ya que en él nos das segura confianza de poder esperar en tu piadosa bondad. Por \ Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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La degollación de san Juan Bautista. — 29 de agosto (t 32)

La degollación del Precursor de Cristo san Juan Bautista a quien mandó matar el impío y sacrilego tetrarca Herodes Anti­pas, hijo de aquel Herodes lla­mado Ascalonita que mató a los inocentes, refiere el sagrado Evangelio de esta manera: «En­vió Herodes a prender a Juan, y le aherrojó en la cárcel por amor de Herodías, mujer de su her­mano Filipo, con la cual se había casado. Porque Juan decía a He­rodes: No te es lícito tener por mujer a la que es de tu hermano. Por eso Herodías le armaba ase­chanzas a Juan y deseaba quitar­le la vida; pero no podía conse­guirlo, porque Herodes, sabiendo que Juan era un varón justo y santo, le

temía y miraba con respeto, y hacía mu­chas cosas por su consejo, y le oía con gusto. Mas, en fin, llegó un día favorable al designio de Herodías, en que por la fiesta del nacimiento de Herodes, convidó a- éste a cenar a los grandes de su corte, y a los primeros capitanes de sus tropas, y a la gente principal de Galilea. Entró la hija de Herodías, bailó, y agradó tanto a Herodes y a los convidados, que dijo el rey a la muchacha: Pídeme cuanto qui­sieres, que te lo daré ; y añadió con ju­ramento: Sí: te daré todo lo que me pi­das, aunque sea la mitad de mi reino. Y habiendo ella salido, dijo a su madre: ¿Qué pediré? respondióle: La cabeza de Juan Bautista. Y volviendo al instante a toda prisa a donde estaba el rey, le hizo esta demanda: Quiero que me des luego en una fuente la cabeza de Juan Bautista. El rey se puso triste: mas en atención al impío juramento, y a los que estaban con él a la mesa, no quiso disgustarla, sino que, enviando a un alabardero, mandó traer la cabeza de Juan en una fuente. El alabardero, pues, le cortó la cabeza en la cárcel, y trájola en una fuente, y se la entregó a la muchacha, que se la dio a su madre. Lo cual sabido, vinieron sus discípulos, y cogieron su cuerpo, y le die­ron sepultura.» (San Marcos, cap. v, v. 17-30).

Reflexión: Exclama aquí san Ambro­sio, diciendo: «¡Cuántas maldades en un

y^olo crimen! ¿Quién no pensara que el ir del convite a la cárcel era para poner

en libertad al profeta? ¿Qué tienen que ver las delicias del festiín con las san­grientas crueldades, y el alborozo de la orgía con el luto de la muerte? Y con todo, en aquella hora es degollado el santo profeta y es presentada en un plato su sagrada cabeza. Tal plato faltaba a aquella crueldad feroz que no había po­dido hartarse con los otros manjares de la mesa. Mira, oh rey sin entrañas, ese espectáculo digno de tu convite. Extiende la mano, toma esa cabeza y baña tus de­dos con los arroyos de esa sangre ben­dita: y ya que tu hambre y tu sed de fiera sangrienta no han podido saciarse con otros manjares y con otras bebidas, bebe esa sangre que derraman aún las venas de esa cabeza cortada. Mira esos ojos sin lumbre aue aun son testigos de tu crimen y se apartan para no ver las liviandades de tu orgía: que no tanto los cierra la muerte como el horror de tu lu­juria. Esa boca de oro, cuyo lenguaje no podías sufrir, muda está y desangrada, pero es aún para ti harto temible.» Hasta aquí son palabras de san Ambrosio, las cuales se han ouesto aquí, para que se vea la horrenda maldad que puede co­meter un hombre víctima de la lujuria y del respeto humano.

Oración: Rogárnoste, Señor, que en la venerable festividad de san Juan Bau­tista tu precursor y mártir, alcancemos los saludables efectos de tu divina gra­cia. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Santa Rosa de Lima, virgen. (Í1617)

30 de agosto

' La primera flor de heroica santidad que produjo la América fué la admirable vir­gen santa Rosa, a quien llamaron con este nombre, por haber aparecido una vez

estando en la cuna con el rostro admira­blemente encendido como una rosa. Na­ció de virtuosos padres en la ciudad de Lima, capital del antiguo reino y actual­mente república del Perú. No pasaba de los cinco años la tierna niña, cuando por inspiración del cielo consagró su virgi­nal pureza al esposo de las vírgenes Cris­to Jesús, haciendo de ella voto perpetuo, y observándolo con tanta perfección, que entendiendo que sus padres trataban de darla en matrimonio a un joven, que se había prendado de su rara belleza y otras excelentes dotes que en ella resplande­cían, se cortó su hermosa cabellera y afeó su rostro angelical. Librada con esto del peligro de perder aquella preciosa joya que con tan grande voluntad había consagrado al Señor, echó mano de todos los medios posibles para asegurarla de todo peligro. El primer medio fué el ayu­no, pasando cuaresmas enteras sin pro­bar bocado de pan, y, lo que es más asombroso, no tomando más alimento que cinco granos o pepitas de cidra. Acogióse también como a refugio más seguro, a la tercera orden del glorioso padre santo Domingo, y acrecentó sus primeras aus­teridades, ciñendo su cuerpo inocente con largo y muy áspero cilicio entretejido de alambres erizados de puntas, llevando día y noche debajo del velo una corona de espinas, y rodeóse la cintura con una cadena de hierro, que le daba tres vuel­tas. Servíanle de cama unos troncos nu­

dosos, sobre los cuales ponía pe­dazos de tejas, y para juntar me­jor la mortificación con la ora­ción, construyóse en un lugar muy retirado del jardín de su ca­sa una celda o capilla, y a ella se recogía para entregarse con quietud y sin testigo a largas ho­ras de contemplación, la cual in­terrumpía a menudo con san­grientas disciplinas. Procuraba el maligno espíritu estorbarla, v amedrentarla apareciéndose de­bajo de figuras horrendas y ati­zando el fuego de gravísimas tentaciones: pero nunca pudo vencer la paciencia y constan­cia de la santa doncella. A las persecuciones del infernal ene­

migo se añadieron los dolores de agu­dísimas enfermedades, los insultos de sus domésticos, las calumnias de los maledicientes, y ninguno de estos t raba­jos fue parte para sacar de los labios de la santa una palabra de queja-antes con grande humildad se te­nia por merecedora de mayores v más acerbos tormentos. Y como si todo esto no fuese bastante, por espacio de quince anos apenas pasó día alguno en que no estuviera varias horas sumergida en un mar de desconsuelo y aridez espiritual; lucha más amarga y penosa que la mis­ma muerte, y que ella soportó-con g_ran fortaleza de ánimo y constancia sobrehu­mana. A estas desolaciones sucedieron los consuelos y delicias celestiales, con que el Señor regalaba a su fidelísima esposa y le anticipaba los gustos del cielo. Fi­nalmente derretida la santa en seráficos ardores y enferma de puro amor divino, a los treinta años de su edad voló a su celestial Esposo.

Reflexión: Verdaderamente admirable es el Señor en sus santos: él los previene con su gracia, él les inspira la práctica de las más heroicas virtudes y les hace in­ventar extrañas maneras de deshacerse a si mismo para no vivir más que a Dios.

Oración: Oh Dios omnipotente, dador de todo bien, que hiciste florecer en Amé­rica por la gloria de la virginidad y pa­ciencia a la bienaventurada Rosa, preve­nida con el rocío de tu gracia; haz que nosotros, atraídos por el olor de su sua­vidad, merezcamos ser buen olor de Cris--, to. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Ramón Nonato, confesor. (t 1240)

31 dé agosto

El heroico redentor de los cau­tivos san Ramón, conocido por el nombre de Nonato o no na­cido, por haber nacido un día después de la muerte de su ma­dre, fué natural de Portell en el principado de Cataluña. Tuvo natural inclinación a las letras y al estado eclesiástico; mas no asintiendo en ello su padre, le envió como desterrado a una a l ­quería para que cuidase de aque­lla hacienda. Había allí una er­mita de la Virgen santísima, la cual habló al devoto joven y le dijo: «No temas, Ramón, porque yo te recibo desde ahora por hijo mío.» Y habiendo hecho el" santo mancebo voto de perpetua virginidad, su Madre celestial le mandó que vistiese el hábito sagrado de los re ­ligiosos de la Merced. Fué luego Ramón a Barcelona y cumplió la voluntad de la Vir­gen santísima, tomando aquel santo há­bito, y como si con la nueva enseña se hu­biese revestido de nuevo espíritu, anduvo a pasos de gigante por el camino de la per­fección. Abrasábase en vivos deseos de r e ­dimir cautivos y librarlos del inminente riesgo en que se hallaban de perder la fe. A este fin pasó a África; y dio principio a su obra con tan ardiente celo, que en poco tiempo rescató gran número de ellos, hasta el punto de agotar todo el caudal que los cristianos le habían mandado de li­mosna. No desmayó sin embargo el após­tol de la caridad: sino que compadecido de los que no pudiendo ya resistir más los ultrajes y malos tratamientos de los in­fieles, trataban de dejar la fe, el santo se entregó a sí mismo en rehenes, saliendo fiador por ellos con su persona, hecho cau­tivo por amor de Dios y de los hombres. En tal estado no cesaba de afear a los mo­ros los errores y vicios que les había en­señado su falso profeta, y de ensalzar la verdad y pureza del Evangelio de Cristo; y predicábales con tanto fervor y gracia del cielo, que gran número de infieles abrazaron la fe católica. Enojóse sobre­manera el bajá por las victorias que al­canzaba el apostólico varón; y mandó que le llevasen desnudo por las calles y le azotasen delante de todo el mieblo, y que en la mayor le barrenasen los labios con hierros encendidos, y le pusiesen un can­dado en la boca para que no pudiese ha-

^tolar más ni predicar la ley del Señor. To­dos estos oprobios y tormentos llevó el

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santo con admirable paciencia; y exten­diéndose la fama de sus heroicas virtudes por toda la cristiandad, y llegando a oí­dos del soberano pontífice Gregorio IX, en testimonio de su amor, le hizo carde­nal de la santa Iglesia, y le ordenó que volviese a España. Fué recibido el santo en Barcelona con gran pompa, y al pa­sar por Cardona sintióse gravemente en­fermo. Entendiendo que le llegaba el fin de su vida pidió los santos Sacramentos: y como se tardase el sacerdote que había de administrárselos, el santo tuvo la di­cha de ser viaticado por ministerio de los ángeles, que se le aparecieron vestidos del hábito de su religión, y consolado con esta visita celestial, dio plácidamente su espíritu al Creador.

Reflexión: La caridad verdadera con obras ha de mostrarse; y con obras cos­tosas si es grande la caridad. ¡Cómo con­denan nuestro miserable egoísmo, y nues­tra dureza con tantos necesitados no me­nos del sustento del espíritu que del pan del cuerpo, los heroicos ejemplos de san Ramón! Temamos la terrible sentencia que el juez supremo ha de fulminar con­tra los hombres que fueron de duras en­trañas con sus hermanos.

* Oración: Oh Dios, que tan admirable

hiciste al bienaventurado Ramón en res­catar cautivos del poder de los infieles: concédenos por su intercesión que rotas las cadenas de nuestros pecados cumpla­mos con libertad de espíritu tu santísima voluntad. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Gil, abad. — 1 de setiembre (t 720)

El maravilloso abad san Gil, fué griego de nación, natural de Atenas, y de sangre real. Apli­cóse desde niño a las letras y virtudes, y era muy inclinado a las obras de misericordia. Yendo cierto día a la iglesia, vio un po­bre enfermo que estaba echado en el suelo, y le pedía limosna; y san Gil, desnudándose la tú­nica cubrió con ella la desnudez del pobre, y en vistiéndosela, le dio juntamente la salud. Muertos sus padres, repartió a los pobres su crecido patrimonio; y no pa­rece sino que Dios quiso pagár­selo con el don de milagros, por­que obró tantos, que divulgándo­se .-en Grecia la fama de su san­tidad, se embarcó a donde no fuese co­nocido ni estimado. Mas seguíale la gra­cia de los prodigios, y así en el mar so­segó con su oración una gran borrasca. Llegado a Arles, donde era obispo san Cesáreo, estuvo dos años con él en santa compañía, y habiendo pasado después el Ródano, obró muchos milagros en las r e ­giones vecinas. Honrábanle por tantos prodigios las gentes del país; y él por huir de la alabanza de los hombres, en­tróse por la parte en que el Ródano va a morir en el mar, y halló una grande espesura, y en ella una cueva muy soli­taria, y no lejos de aquel lugar una fuen­te de agua clara y abundante. Allí puso el santo su asiento; y todos los días venía a san Gil una cierva como enviada de la mano de Dios, para que con su leche se sustentase. Habiendo salido una vez el rey de Francia a caza hacia aquella par­te, la cierva acosada por los perros, con gran ligereza vino a guarecerse en la cueva del santo anacoreta, y por la ora­ción del santo, se volvieron los perros • atrás para sus amos: y como otro día vi­niese el rey con más cazadores, y no osa­sen los perros llegarse a aquella gruta, un ballestero tiró desatinadamente una saeta que hirió al santo. Rompiendo luego por las malezas el rey con su gente, ha­lló a san Gil en hábito de monje, de muy venerable aspecto, puesto en oración, sin moverse ni turbarse, corriendo sangre de la herida, y la cierva rendida a sus pies. Admiróse en gran manera el rey de lo que estaba viendo, y pidiendo perdón al santo, mandó que le curasen luego la he­dida: pero resistiólo él, diciendo que no consentiría jamás que le quitasen aque­

lla ocasión de nuevos merecimientos. Con esto quedó tan edificado el rey que le construyó allí un monasterio, en el cual vivió san Gil algunos años, ordenado ya de sacerdote, con muchos discípulos que se le juntaron, a quienes gobernó con prudencia del cielo, hasta que llegando el día de su muerte, les echó su paternal bendición, y fué a gozar de Dios, a quien tan santamente había servido.

Reflexión: Preguntarás por ventura ¿en qué se ocupaban los discípulos del santo abad Gil y tantos otros monjes de los an­tiguos monasterios? En la contemplación de las cosas celestiales, en el canto de los salmos, en trabajos manuales, en el cul­tivo de las tierras, en abrir caminos por los desiertos, y formar poco a poco cen­tros de poblaciones en medio de las sole­dades; en evangelizar a pueblos rudos o bárbaros, y en socorrerles como ángeles de los pobres. Siempre verás al rededor de un antiguo monasterio, algunas pobla­ciones que se formaron debajo de la pro­tección y jurisdicción paternal de los monjes. Ahora están bajo el yugo del Es­tado o de amos a las veces harto codicio­sos y egoístas.

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Oración: Rogárnoste, Señor, que la in­tercesión del bienaventurado abad san Gil nos recomiende en tu divino acata­miento, para alcanzar por su patrocinio lo eme no podemos impetrar por nuestros méritos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Esteban, rey de Hungría. — 2 de setiembre (f 1038)

Deseaba Geisa, soberano llamado Du­que de Hungría, reducir a la verdadera fe y vida civil a los descendientes de aquellos Hunos, que por espacio de un siglo habían con saqueos y rapiñas devas­tado la Europa: mas.el cielo había reser­vado tan gloriosa empresa para su hijo y. sucesor Esteban, el cual después de dar principio a su felicísimo reinado con una sincera profesión de fe católica y con una protesta de filial sumisión a la Sede Ro­mana, amplificó la jerarquía eclesiástica, sosegó los bandos de aquellas gentes que estaban en continua guerra, y llamó a sus estados a muchos santos y apostólicos va­rones para que les enseñasen la verda­dera fe, y les redujesen a costumbres hu­manas y virtuosas. Recibió este santo rey la corona real de manos del papa Silves­tre, con la señalada prerrogativa de que le precediese la cruz, como apóstol de aquellas gentes: y el santo por su grande devoción a la Santa Sede, se hizo tribu­tario de ella. Para gobernar más acerta­damente su reino, buscaba el parecer de los más prudentes señores y de los pre­lados; por cuyo consejo tomó por mujer a Gisela, hermana del emperador Enri­que, y siguió con ella el camino de la virtud que había comenzado. Edificó mu­chas iglesias y monasterios, y entre ellas la iglesia de Alba, que hermoseó con gran magnificencia por estar en la cabeza de su reino, y porque era hijo devoto de la Virgen santísima, la dedicó a nuestra so­berana Señora. También fuera de su reino levantó monasterios, colegios y hospita­les para los húngaros, así en Roma como en Jerusalén y Constantinopla. Socorría,

a los pobres con largas limosnas y con tan viva fe como si viera en ellos la persona de Jesucristo: y el Señor le pagó esta caridad con admirable gracia de curar to­da suerte de enfermedades: de manera que enviándole a un po­bre enfermo el socorro que había menester, y mandándole que se levantase de la cama, luego se levantaba del todo sano. Mas aunque Dios favorecía al santo rey en todas sus empresas, no dejó de purificarlo en el crisol de la tribulación, permitiendo que muriesen sus hijos en tierna edad, y le quedase solamente Emerico, en quien el rey se re ­galaba, por ser muy virtuoso y

de tan esclarecidas virtudes que mere­ció que la Iglesia le pusiese en el nú­mero de los santos. Pero al fin, también a este hijo le llevó el Señor en la flor de la edad con gran sentimiento del rey y de todo el reino. Sujetóse san Esteban a la. divina voluntad, y al poco tiempo, habiendo enfermado de muerte, recibió con gran devoción los Sacramentos de la Iglesia: dio libertad a muchos presos, mandó repartir a los pobres gruesas l i­mosnas, y a los sesenta años de su edad, y en el día que había deseado morir, que fué el de la gloriosa Asunción de la Vir­gen a los cielos, entregó su alma santísi­ma al Creador, y pasó del reino de la t ie­r ra al reino celestial.

Reflexión: Admiremos en este santo rey la filial devoción con que siempre reverenció y obedeció al vicario de Jesu­cristo en la tierra, a quien reconocía por verdadero representante de la Majestad de Dios en el mundo: e imitemos nosotros tan santo ejemplo respetando con cris­tiana sumisión la suprema autoridad del papa, así cuando nos enseña las cosas de la fe como supremo doctor, como cuan­do nos manda como supremo pastor: en­tendiendo que si nos dejamos guiar de él, seremos ovejas de la grey del Señor; el cual en el día del juicio, nos pondrá a su mano derecha, y nos dará la pose­sión del reino de la gloria.

Oración: Suplicárnoste, oh Dios todopo­deroso, que concedas benignamente a tu Iglesia tener por defensor glorioso en el cielo' al bienaventurado Esteban que fué propagador de ella reinando en la tierra^ Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Santa Serapia, virgen y mártir. (t 120)

3 de setiembre

La inocente virgen y esforza­da mártir de Cristo, santa t e r a ­pia, llamada también Serafina y Serafia, nació en Antioquía de Siria, de padres cristianos, los cuales dejando su patria para es­capar de la persecución de Adria­no, se fueron a Italia y acabaron santamente sus días en Roma. Quedó pues huérfana de pad.re y madre, Serapia a la edad de quince años no cumplidos, y sin tener otro amparo que el de su esposo Cristo Jesús, a quien ha­bía ofrecido la flor de su vir­ginidad. A pesar de que algunos nobles mancebos prendados de su hermosura la pidieron por es­posa, prefiriendo ella la humil­dad de la cruz a los regalos y gloria del mundo, entró a servir en la casa de una dama romana, joven y viuda, por nom­bre Sabina, cuyo genio áspero y antoja­dizo le dio sobradas ocasiones de padecer por Cristo muchas injurias y malos trata­mientos. Maravillóse Sabina de la extra­ña paciencia de su sierva, y deseosa de saber la causa, entendió que la fe cris­tiana que Serapia profesaba era la que tanto aliento le infundía, para llevar con tan grande sosiego y gozo los insultos: y trocado con esta noticia su corazón, quiso abrazar la misma fe y se hizo bautizar. Al poco tiempo por consejo de Serapia se retiraron ambas con algunas otras donce­llas cristianas a una de las posesiones que tenía la señora de Umbría, donde vi­vieron más como religiosas en el retiro del claustro, que corno seglares" en el mundo. Llegó a noticia del prefecto de la ciudad, llamado Berilo, lo que pasaba en la casa de Sabina, y que quien todo lo dirigía era Serapia, y envió allá minis­tros que la trajesen presa. No permitió Sabina que fuera sola, sino que ella mis­ma la acompañó; y viendo el juez ante su tribunal tan noble dama, no creyendo fuese cristiana, por respeto de su nobleza, mandó que soltasen a Serapia, y permi­tió que las dos volvieran a su casa. Pa­sados tres días, acordóse Berilo de Sera­pia y con maligna y liviana intención mandó otra vez prenderla. A las pocas demandas y respuestas de Berilo con Se­rapia, dijo ésta que conservándose casta y pura era templo de Dios; y entendien­do por estas palabras el impío juez que era cristiana, la entregó a dos mozos las-

civos para que la deshonrasen, pero la santa al verse sola con ellos, suplicó a Jesucristo que la guardase, y al punto cayeron muertos los mozos como si fue­sen heridos de un rayo del cielo, y ella perseveró toda la noche en oración. A la mañana espantóse el presidente al saber lo que había pasado: mas atribuyéndolo a artes de magia diabólica, mandó que abrasasen los costados de la santa con ha­chas encendidas, las cuales en tocándola se apagaron, cayendo muertos los verdu­gos; hízola después azotar como a cris­tiana y -hechicera, y sintióse luego un gran terremoto. Finalmente el prefecto, corrido, ordenó cortarle la cabeza, en cu­yo martirio entregó la santa virgen y mártir gloriosa su purísima alma al Crea­dor. Dio a su sagrado cuerpo honrosa sepultura Sabina, en cuyo piadoso ofi­cio, sorprendida de los ministros, mere­ció también sellar la fe con su sangre después de padecer cruelísimos tormen­tos.

Reflexión: Con los ejemplos que de sus virtudes dio la gloriosa virgen santa Se­rapia logró que Sabina, su señora, abra­zase la fe de Jesucristo, alcanzase la pal­ma del martirio y con ella un trono de eterna gloria. Seamos pues mansos y su­fridos, que no poco se edifican de esto los mundanos que viven como gentiles.

Oración: Rogárnoste, Señor, que nos al­cance el perdón de nuestras culpas la bienaventurada virgen y mártir Serapia, la cual fué agradable a tus divinos ojos así por el mérito de su castidad, como por la manifestación de tu divina virtud. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Santa Rosa de Viterbo. (t 1252)

4 de setiembre

Uno de los más brillantes ornamentos de la Tercera Orden de san Francisco, y de la santa Iglesia, fué la penitente y maravillosísima doncella santa Rosa, natural de Viterbo. A los tres años de su edad resucitó a su abuela difunta: poco después recogiendo los pedazos de un cántaro que se le rompió a una ni­ña, se lo volvió entero; queriendo su pa­dre ver el alimento que llevaba para los pobres, se convirtió el pan en rosas. A los siete años se recogió a un aposento de su casa muy retirado, donde gastaba muchas horas en oración y maceraba su delicado cuerpo con tan ásperas peniten­cias, que se puso en grave peligro de-perder la vida, y la perdiera a no ha­berle traído del cielo la salud la san­tísima Virgen, que, acompañada de coros de vírgenes se le apareció, y le ordenó que tomase el hábito de la tercera Orden seráfica, y dé ella al momento se lo vistió con singular devoción. Redobló sus admirables austeridades, mayormente después que se le apareció Jesús crucifi­cado, cuya dolorosa imagen le quedó tan impresa en la mente y en el corazón, que la violencia del amor la traía como fue­ra de sí y la hacía correr por calles y plazas desahogando los ardores de su pe­cho y cantando las divinas alabanzas. Por aquel tiempo afligían a la Iglesia nume­rosos enemigos, favorecidos por el empe­rador Federico Barbarroja; y santa Rosa, siendo de doce años, ilustrada con cien­cia infusa, rebatió y confundió a los he­rejes con los más sólidos e irrefragables argumentos, despreciando los terrores de los sectarios, y la muerte misma que le

quisieron dar: de lo cual aver­gonzados, obtuvieron del gober­nador de Viterbo que la arrojase de la ciudad so pretexto de que conmovía al pueblo. Caminando entre nieves y expuesta a pere­cer, llegó a Salerno, donde profe­tizó los prósperos sucesos que a poco se verificaron con la muerte del emperador. Vuelta a su pa­tria fué recibida de sus conciu­dadanos con increíble regocijo. Quiso retirarse a la soledad en el monasterio de santa Clara; y como no fuese admitida, dijo que, pues no la recibían viva, la reci­birían muerta. Para que no sa­liesen defraudados sus deseos de soledad y recogimiento, continuó

en el retiro de su casa sus acostumbra­dos ejercicios de oración y penitencia, atormentando su inocente cuerpo con ayunos, cilicios y disciplinas, y esto con tanto mayor espíritu y fervor cuanto sen­tía más cercano el fin de su vida, que esperaba como el principio de otra eter­na y bienaventurada en el cielo, adonde voló el alma purísima de la santa, el día 6 de marzo de 1252, a la temprana edad de solo diez y ocho años. Sepultaron el sagrado cadáver en el templo de santa María de Podio; pero a los pocos meses Alejandro VI, que se hallaba en Viterbo, amonestado tres veces de la santa, que trasladase su cuerpo al monasterio de santa Clara, lo hizo Su Santidad con triunfal magnificencia, cumpliéndose en­tonces el vaticinio que había hecho la santa cuando no fué admitida en aquel convento.

Reflexión: ¡Cómo se muestra en esta santa niña que Dios nuestro Señor escoge lo necio del mundo para confundir la sa­biduría según la carne, lo flaco para con­fundir a los poderosos, lo vil y despre­ciado para confundir a los soberbios del siglo: en una palabra, lo que no es para confundir a lo que es! Confiemos pues en Dios, y no temamos a los que pueden, sí, destruir el cuerpo, mas ningún daño pue­den hacer al alma.

Oración: Oh Dios, que te dignaste ad­mitir en el coro de tus santas vírgenes a la bienaventurada Rosa, concédenos por sus ruegos y merecimienos la gracia de expiar todas nuestras culpas y de gozar eternamente de la compañía de tu Majesi tad. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Los santos Rómulo, Eudoxio, Zenón, Macario y 1104 compañeros mártires. — 5 de setiembre

(t siglo I) El fortísimo soldado de Cristo

san Rómulo, era mayordomo del emperador Trajano y servíale con tanta fidelidad y diligencia que mereció gozar de toda su con­fianza. Enviado en cierta ocasión por el emperador a las Galias, para que se enterase por sí mis­mo del estado de las legiones que allí tenía, y obligase a todos los soldados a sacrificar a los dio­ses, cumplió su encargo Rómulo con toda lealtad y celo; mas ni con promesas, ni con amenazas logró vencer la resistencia de muchos soldados que eran cris­tianos; a todo estaban dispuestos antes que a hacer aquel sacrifi­cio abominable. Era capitán de aquellas tropas Eudoxio, ciudadano ro­mano no menos fiel a la ley de Cristo que el emperador, el cual le había enno­blecido con las más altas condecoracio­nes del imperio; mas no fué todo esto bastante para que obedeciese a sus im­pías órdenes y desobedeciese a las del verdadero Dios. Así que llegó a los oídos del tirano la obstinación de aquellas tro­pas, mandó que fuesen trasladadas desde las Galias a Melitina de Armenia, y que en el viaje les hiciesen padecer grandes fatigas y malos tratamientos: los cuales sufrieron aquellos soldados de Cristo, con tan maravillosa fortaleza, que espantado de ella el mismo Rómulo que les afligía, abrió los ojos a la fe y arrepintióse de lo que había hecho; y presentándose al em­perador, le confesó que también él era cristiano, y que todo lo menospreciaba y tenía en poco a trueque de vivir y morir como siervo de Cristo. Enojóse sobrema­nera el emperador al oir la confesión de su mayordomo; y en castigo de su des­acato, que por tal lo tenía, mandó que luego le cortasen la cabeza y así se eje­cutó. Tampoco quiso el Señor que perdie­sen la corona aquellos invictos soldados, que habían comenzado ya a ganarla ne­gándose a sacrificar a los ídolos, como Rómulo, siendo gentil, les había manda­do; y así algunos años después, en tiem­po del emperador Maximiano, enviáronse nuevas órdenes al prefecto de Melitina para que obligara a todos los soldados de su guarnición a que adorasen los dioses del imperio, condenando a muerte a cuan­

t o s se resistiesen a obedecer al mandato imperial. Entonces Eudoxio, que era co­

mo se ha dicho capitán de aquella legión, respondió que sus soldados cristianos de ninguna manera se contaminarían con aquella sacrilega idolatría, y luego les hizo una fervorosa exhortación diciéndg-les que pues tenían valor, como buenos soldados, para morir en un combate por la esperanza de una victoria incierta y de una recompensa temporal, ¡cuánto más animosos habían de estar para dar la vida por Jesucristo, sabiendo que al­canzaban seguramente mucho más escla­recida victoria, y una recompensa perdu­rable! Esforzados con estas palabras y precedidos de Eudoxio, Zenón y Maca­rio, ofrecieron todos alegremente su cer­viz al cuchillo, y en número de mil cien­to cuatro, recibieron en un día mismo la corona de su confesión, y la palma glo­riosa del martirio.

Reflexión: Mírense en este ilustre ejem­plo de fidelidad a Cristo señaladamente los militares cristianos; y ya que como buenos soldados muestran su valor arros­trando cualquier peligro de muerte, no quieran faltar por cosa del mundo a la lealtad que deben a su divino Capitán, Rey y Señor Jesucristo; a quien todos debemos servir fielmente, y en cuya hon­ra y amor hemos de vivir y morir para alcanzar la corona de los cielos.

Oración: Oh Dios, que concedes la gra­cia de celebrar la fiesta de tus bienaven­turados mártires Rómulo, Eudoxio, Ze­nón, Macario y demás compañeros de su martirio; otórganos también la dicha de poder gozar con ellos de la alegría y eter­na felicidad. Por Jesucristo, nuestro Se­ñor. Amén.

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Santa Rosalía de Palermo, virgen. — 6 de setiembre (t 1160)

Santa Rosalía, virgen, protectora de Ñapóles y Sicilia, fué natural de Pa­lermo e hija de un noble caballero, l la­mado Sinibaldo, descendiente de la real familia de Carlomagno. Había sido criada desde niña en la verdadera fe y en san­tas costumbres, y tocada de Dios dio li­belo de repudio a todas las vanidades del siglo para comenzar desde su infancia una vida enteramente consagrada a su esposo Jesucristo. Y como sus parientes, ya con ruegos y promesas, ya con crueles amenazas procurasen disuadirla de su santo propósito, la santa niña, temiendo la violencia que podrían hacerle, se huyó secretamente de la casa de sus deudos y fué a esconderse en una cueva que ha­lló en el monte llamad» del Peregrino, donde sólo era conocida de una pastor-cilla que le traía para su sustento un poco de pan y de leche. Dios era quien la había llamado a aquella soledad y así la regalaba con sus consuelos y visitacio­nes celestiales. Temiendo ser hallada, su­bía a veces a la cumbre de aquel monte y desde allí miraba la ciudad de Palermo; oía el sonido de las campanas y el rumor confuso de las gentes; y al pensar que tantos pecadores andaban por el camino de su perdición,, dolíase mucho de su tan grande ceguedad y desventura, y con muchas lágrimas y sollozos hacía oración por su patria y por sus conciudadanos. Tenía escritas en la pared de las rocas de su cueva estas palabras: «Yo, Rosalía, por amor de mi esposo Jesús y por no faltar a la fidelidad que le he prometido, he escogido esta gruta para mi perpetua morada.» En ella perseveró la santa mu­

chos años llevando una vida muy austera y como de ángel en car­ne humana, hasta que su Esposo divino la llamó para sí a su re ­tiro celestial. La noche que mu­rió vióse resplandecer con grande claridad todo aquel monte, de manera que toda la ciudad de Palermo quedó asombrada de aquella extraordinaria luz, y co­mo nadie supiese la causa, aque­lla pastora que servía a Rosalía, la descubrió, diciendo que no po­día ser sino un milagro que en aquel lugar hacía Dios por la santa. Acudió entonces a él el clero y el pueblo en devota pro­cesión, y hallando el sagrado ca- > dáver de Rosalía lo trasladaron

a la catedral, donde lo sepultaron hono­ríficamente; y desde aquel día comenzó el Señor a glorificar a la santa virgen con muchos prodigios, entre los cuales es dig­no de singular mención el que aconteció en el año 1625 en que estando la ciudad de Palermo y toda Sicilia muy afligidas de peste, sacaron en procesión de peni­tencia el sagrado cuerpo de santa Rosalía, y luego se vieron libres de aquel terr i ­ble azote.

*

Reflexión: No podemos dudar, por los efectos, de haber sido Dios el autor de la soledad y aspereza de vida que escogió para sí esta santa virgen para huir de los lazos y peligros del mundo; y esto no se debe imitar sino cuando el mismo Señor con particular revelación lo man­dare. Mas lo que debemos sacar de este ejemplo es el cuidado y diligencia gran­de con que debejmos evitar todas las ofensas de Dios, entendiendo que a pesar de los malos ejemplos que vemos en la gente del mundo arrastrada por la fuer­za de las malas pasiones y rendida a los enemigos mortales del alma, no nos falta la gracia suficiente para vencer todas las tentaciones y perseverar hasta el fin en el divino servicio, porque como dice el apóstol: «Fiel es Dios y no permitirá que seamos tentados sobre nuestras fuerzas.»

Oración: Oh Dios, autor de nuestra sa­lud, dígnate oir nuestras súplicas; para que así como nos alegramos en la fiesta de tu bienaventurada virgen Rosalía, así crezcamos en verdadera piedad y devo- \ ción. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Santa Reina o Regina, virgen y mártir. — 7 de setiembre ( t 224)

La gloriosa virgen y mártir santa Reina fué natural de la ciudad de Alisia, sita en la par­te septentrional de Germania; su padre fué gentil y se llamó Cle­mente. Siendo de edad de quince años creyó en Cristo sin que su padre lo supiese, y bien instrui­da en la fe católica se bautizó y ofreció a Dios su virginidad y pureza. Era tan hermosa, esmal­te que divinamente sale sobre el oro de la virtud, que pasando acaso por Alisia Olibrio, prefec­to, y viéndola, se enamoró de ella. Hízola venir a su presencia, y sabiendo de ella misma que era cristiana, la mandó poner en la cárcel, advirtiéndola que él iba a un viaje y que si al volver de él no había mudado de religión, experimentaría su rigor. Volvió de su viaje, y habiendo sacrificado a sus falsos dioses, hizo sacar de la cárcel a la santa virgen Reina. Mandóle sacrificar, y hallándola firme y constante en la fe que había prometido a su esposo Jesús, la hizo suspender en el ecúleo, después herir por mucho tiempo con varas de hierro, y atormentar y ras­gar sus delicadas carnes con uñas de acero. Tan cruel fué este martirio y con tan grande inhumanidad fué herida y despedazada la santa virgen, que el mis­mo Olibrio y todos los demás circunstan­tes cubrían sus rostros de horror por no ver tan lastimoso espectáculo. Los arro­yos de sangre que corrían no parecía po­sible que de tan tierno y delicado cuer­po manasen. Pero viéndola constante siempre el cruel Olibrio la mandó descol­gar del ecúleo y volver a la cárcel. En ella fué admirablemente consolada por su divino Esposo, el cual le envió una cruz de oro de maravillosa hermosura, sobre la cual tremolaba una hermosísi­ma paloma, que sin duda era el Espíritu Santo, que bajó a consolarla y sanarla de sus heridas, y animarla para el fin de la pelea. Pasados^ dos días Olibrio la man­dó ot~a vez poner en el ecúleo, y que de­bajo encendiesen una grande hoguera que la abrasase; y cuando ya el fuego había hecho su oficio la mandó descol­gar, y que, atada de pies y manos, como inocente cordera, la metiesen dentro de un baño de agua muy fría para que con la contrariedad de los tormentos padecie­

r e más crudamente; y al entrarla en el • ' baño hubo un horrible terremoto, y aque­

lla hermosa paloma que en la cárcel la había consolado bajó sobre ella. Este pro­digio fué tan patente a todos los que ha­bían concurrido a ver el espectáculo, que se convirtieron a la fe de Jesucristo ocho­cientos cincuenta gentiles. Con esto se encendió más en furor diabólico el pre­sidente, y la hizo degollar, con que acabó gloriosamente su triunfo la santa virgen Reina. Fué sepultado su glorioso cuerpo por los cristianos en la misma ciudad de Alisia, donde resplandece en milagros.

Reflexión: En el martirio de esta santa doncella hay como en los martirios de los demás santos un gran misterio. ¿Có­mo permitía el Señor que fuesen tan cruelmente atormentados con todo linaje de suplicios? ¿Por ventura no les amaba o no se acordaba de ellos? Sí: mira con qué maravillas del cielo consolaba a san­ta Reina, y con qué finezas de amor cu­raba las llagas de otros mártires. Pero no por esto les sacaba de las manos de los sayones, porque por el martirio que­ría darles grande gloria en los cielos. En­tendamos, pues, que nunca permite el Señor que ninguno de sus escogidos pa­dezca mucho en este mundo, sino porque está destinado a grande gloria.

Oración: ¡Oh Dios! que entre las de­más maravillas de tu poder, diste tam­bién al sexo frágil la victoria del mart i ­rio; concédenos propicio, que los que ve­neramos el nacimiento para el cielo de la bienaventurada Reina, tu virgen y mártir, guiados por sus ejemplos, camine, mos hacia Ti. Por Jesucristo, nuestro Se­ñor. Amén.

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La Natividad de la Virgen nuestra Señora. — 8 de setiembre

La alegre natividad de nuestra Señora la Virgen santísima Madre de Dios, ha­bía sido anunciada en el Paraíso terrenal a nuestros primeros padres, vislumbrada por los santos patriarcas, vaticinada por los profetas y decretada por los eternos consejos de Dios en los divinos misterios de la reparación del mundo. El -padre de la Virgen fué Joaquín, de Nazareth; su madre, Ana, de la ciudad de Belén, y los dos eran de la tribu de Judá y del linaje de David. Eran ricos y nobles y de sangre ilustrísima, porque descendían de muchos reyes, de valerosos capitanes, de grandes y sabios jueces y de santísimos patriarcas del pueblo escogido. Y lo que más im­porta, eran personas santísimas; porque tal convenía que fuese el árbol que había de producir tal fruto. Habían vivido vein­te años casados sin tener hijos; mas DJLOS nuestro Señor ordenó que fuese estéril santa Ana para que el nacimiento de su hija santísima fuEse milagroso; y así ha­biendo oído el Señor las oraciones de los dos santos esposos les envió el arcángel san Gabriel para anunciarles la venida al mundo de aquella que había de ser la Madre del Mesías prometido. Nació pues esta gloriosa niña en una casa que tenían sus padres en el campo, entre los balidos de las ovejas y alegres cantares de los pastores, como dice san Damasceno; y fué en el cuerpo más linda, más bella y her­mosa que ninguna pura criatura, y en el alma tan sin mancha de pecado original, y tan perfecta y adornada de gracias y virtudes, que los mismos serafines y que­rubines se admiraban y estaban suspensos de verla. Porque como del cuerpo de la Virgen había de formarse el cuerpo de Jesucristo y organizarse de su delicada

sangre, fué cosa muy convenien­te que aquella carne de la cual se había de vestir el Verbo eter­no, fuese muy proporcionada a la del Hijo y bien compuesta y en todos los dones naturales acaba­da con suma perfección; y para que la Madre fuese digna de tal Hijo, no menos convenía que fuese adornada el alma de la Vir_ . gen con la plenitud de la gracia y las inmensas riquezas de todas las virtudes. Y así todas las gra­cias que Dios repartió a todos los otros santos y ángeles, las atesoró y juntó en la Virgen santísima con mayor perfección y con me­dida más colmada. Pues, ¡oh bienaventurada y dichosa Seño­

ra! ¡qué lengua, aunque sea de ángeles, podrá explicar o qué mente comprender las maravillas que obró en ti toda la san­tísima Trinidad para ensalzarte y engran­decerte! Nacida eres de la carne de Adán, mas sin la corrupción de Adán; hija eres de Eva, mas para reparar las miserias de Eva; hija eres de hombre, pero Madre de Dios. Con razón pues, hov jubila y se alegra con grande fiesta y regocijo la santa Iglesia; porque tu santísimo naci­miento es como la aurora suspirada del claro día de la redención del mundo y el principio tan deseado de nuestra salud.

* '

Reflexión: Exclama lleno de gozo san Juan Damasceno: «Venid todas las gentes y todos los estados de hombres de cual­quiera lengua, edad y condición que sean, para celebrar con grande afecto el dicho­so y alegre nacimiento de esta Virgen soberana. Demos el parabién a esta niña que nace, predestinada para ser Madre de Dios y corredentora del mundo. Hagamos la reverencia como humildes vasallos a nuestra gran reina, para que en este día de su bendito nacimiento comencemos a renacer a la vida de la gracia y a reco­brar el derecho a la vida eterna y glo­riosa.»

« Oración: Rogárnoste, Señor, que conce­

das a tus siervos el don de la gracia ce­lestial, para que la votiva solemnidad del Nacimiento de la bienaventurada Virgen, acreciente la paz del cielo a los que fué su parto el principio de la salvación. Por v Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Pedro Claver, apóstol de los negros. — 9 de setiembre (t 1654.)

El heroico apóstol de los escla­vos negros, y pacientísimo enfer­mero de los leprosos san Pedro Claver, fué natural de Verdú, en el principado de C a t a l u ñ a . Aprendió las letras humanas en Barcelona, y recibió la tonsura y órdenes menores de mano del , obispo de aquella ciudad, el cual elogió públicamente las muchas letras y virtudes del santo man­cebo. Llamóle el Señor a la Com­pañía de Jesús, para que fuese un grande apóstol, y habiendo hecho su noviciado en Tarrago­na, pasó a continuar sus estudios a Palma de Mallorca, donde t ra­tó las cosas de su espíritu con el hermano portero de la casa, que era san Alonso Rodríguez, el cual en una de sus sublimes revelaciones, vio muchos tronos en el cielo, y uno de extraordi­naria hermosura y claridad; y entendió que este solio tan resplandeciente era pa­ra su dicípulo Claver, en recompensa de las almas que había de ganar a Cristo en las Indias occidentales. Enviaron en efec­to los superiores a América al santo Cla­ver, el cual terminada su Teología en Santa Fe de Bogotá, pasó a la ciudad de Cartagena, puerto del mar atlántico, a donde acudían para sus tráficos muchas gentes de Méjico, del Perú, de Potosí de Quito y de las islas vecinas. Hacíase allí cada año un abominable comercio de diez o doce mil negros africanos. Siempre que entraba en el puerto algún buque carga­do de filos, acudía luego el santo, pro­visto de bizcochos, dulces, tabaco, aguar­diente, y bebidas frescas y olorosas; y después de ganar el corazón de aquellos infelices con estos regalos, les instruía por medio de intérpretes, les enseñaba a amar a Dios, y bautizaba a los enfermos; muchos de los cuales no parece sino que esperaban este favor del cielo para mo­rir. A los que no estaban en peligro de muerte enseñaba más despacio la doctri­na cristiana, y en sabiéndola, los colocaba en filas de diez en diez para bautizarles, y a los neófitos de cada decena ponía el mismo nombre para que lo pudiesen re ­cordar mejor. No es posible decir las proezas de caridad que hizo el santo con los pobres esclavos negros, hasta ganar cuatrockntos mil de ellos para Cristo y hacerles "herederos del Reino de los cie­gos: más no fué menos heroica la miseri­

cord ia que usó con los enfermos del hos­

pital de San Sebastián y particularmente del de San Lázaro, donde estaban los le­prosos. Buscábales regalos, dábales de co­mer por su mano, limpiábales las llagas asquerosas, y se las besaba, y era cosa ex­traña que el manteo cqn que muchas ve­ces los cubría, se conservaba limpio y exhalaba suavísima fragancia. Dio a mu­chos enfermos entera salud, alumbró cie­gos, y resucitó tres muertos. Convirtió al pastor de los herejes anglicanos, y con él a seiscientos herejes. Finalmente lleno de méritos y virtudes, a los setenta y cuatro años de su edad, descansó en el Señor, con gran duelo y sentimiento de los n e ­gros, de los enfermos y de todos los po­bres.

Reflexión: No hay duda que el precep­to de caridad que es el principal del Evan­gelio, el ejemplo del Hijo de Dios que dio la vida por nosotros, y la recompensa de, las obras de caridad, que Jesucristo p re ­miará como hechas a su persona, son a r ­gumentos tan eficaces, que pueden ins­pirar una ardentísima caridad como la de san Pedro Claver. Pero ¿qué obras de sa­crificio pueden esperarse de los que no obedecen al Evangelio, ni creen en Je ­sucristo, ni esperan recompensa alguna de sus buenas obras en el cielo?

Oración: Oh Dios, que para llamar al conocimiento de tu nombre a los negros reducidos a esclavitud, fortaleciste al bienaventurado Pedro, tu confesor, con caridad y paciencia en ayudarlos; con­cédenos por su intercesión, que buscando lo que es de Jesucristo, amemos a nuestro prójimo, con obras de verdadera caridad. Por el mismo Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Nicolás de Tolentino, confesor. — 10 de setiembre. (t 1246.)

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El fervorosísimo y religioso sacerdote san Nicolás de Tolentino, ornamento de la sagrada Orden de san Agustín, nació en una aldea llamada San Angelo, de la ciudad de Ferino, que está en la provin­cia de la Marca de Ancona. Prometió la madre de nuestro santo ir a visitar el sa­grado cuerpo de san Nicolás, obispo, que está en la ciudad de Bari en el reino de Ñapóles, si Dios le daba un hijo: y apa-reciéndole el santo la hizo cierta de que tendría un hijo, a quien pondrían por nombre Nicolás, y que sería santo. Todo se cumplió así: porque como iba el niño creciendo en edad, así fué adelantándose en virtud y ciencia; y orando un día en el templo vio a Cristo nuestro Señor con los ojos corporales. Hiriéronle canónigo de la iglesia de San Salvador: mas ha­biendo oído un sermón del menosprecio del mundo, se determinó a tomar el hábi­to de san Agustín, y fué espejo de rel i­giosos en todas las virtudes. Treinta años estuvo en el convento de Tolentino sin comer carne, ni huevos, ni peces, ni cosa de leche, ni aun manzanas, ahora estu­viese sano, ahora enfermo. Visitaba con grande caridad a los enfermos, consolaba a los afligidos, reconciliaba a los discor­des, socorría a los pobres y libraba a los cautivos y encarcelados. Fué devotísimo de las ánimas del purgatorio por una vi­sión que tuvo, en la cual vio gran núme­ro de ánimas que con grande instancia, le pedían el sufragio de sus oraciones y misas, y habiéndolas dicho, le dieron las gracias por ello. Ilustróle el Señor con muchos y grandes milagros; porque dio maravillosamente la salud a muchos en­

fermos que estaban afligidos de varias dolencias, alumbró ciegos y libró muchos endemoniados. Toda la vida de san Nicolás fué de hombre perfectísimo y venido del cielo, y como tal, le favoreció y regaló mucho nuestro Señor. Seis meses antes que muriese, cada noche a hora de maitines, le dieron música los ángeles; y el entendió que se llegaba la ho­ra de su dichosa muerte, y así la profetizó y avisó de ella a sus hermanos religiosos. Rogóles que le perdonasen sus faltas, y al prior, que le diese la absolución de todos sus pecados, y le admi-

' rústrase los santos Sacramentos de la Iglesia; los cuales recibió

con grandísima devoción y abundancia de lágrimas. Después se hizo traer una cruz en que estaba un pedazo de la de nuestra redención, la cual adoró con pro­fundísima humildad. Regocijábase su es­píritu en aquella hora sobremanera; y como los frailes le preguntasen por qué estaba tan contento y alegre, respondió: «Porque mi Señor Jesucristo, acompaña­do de su dulce Madre y de nuestro padre san Agustín, me convida a la partida, y me dice que me alegre y entre en el gozo de mi Dios»: y diciendo aquellas pala­bras: En tus manos. Señor, encomiendo mi espíritu, levantadas las manos y los ojos hacia la cruz que tenía presente, con maravillosa tranquilidad dio su alma al Señor a la edad de setenta años.

Reflexión: Léese también en la vida de este santo, que hallándose una vez grave­mente enfermo, la Virgen santísima le bendijo unos bocados de pan; y le mandó que los comiese, y en comiéndolos san Nicolás, quedó de repente sano: y en me­moria de esta maravilla todos los años se bendicen el día de su fiesla en las igle­sias de su orden los panecillos que lla­man de san Nicolás, con ciertas oraciones aprobadas por el papa Eugenio IV, co­municando Dios a estos panecillos mara­villosa virtud contra todo género de en­fermedades.

Oración: Oye, Señor, benignamente las humildes súplicas que te hacemos en la solemnidad de tu bienaventurado confe­sor Nicolás, para que los que no confia­mos en nuestras virtudes, seamos ayuda-idos por los méritos de este santo que fué tan agradable a tus divinos ojos. Po~" Jesucristo, nuestro Señor. Amén. x-

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San Pafnucio, obispo y confesor. — 11 de setiembre (t hacia el año 356.)

El ilustre confesor de Cristo y venerable obispo de la Tebaida superior, san Pafnucio, fué natu­ral de Egipto, e hijo de padres cristianos y muy virtuosos. Oyen­do desde niño la admirable vida que llevaban los santos anacore­tas de los desiertos de la Tebai­da, se sintió tocado del Señor pa­ra imitar sus ejemplos; y llegado a la mocedad, dio libelo de repu­dio a todas las cosas del siglo, pa­ra servir a sólo Dios en la sole­dad, debajo de la disciplina y magisterio del grande Antonio. Teniendo delante de los ojos aquel perfectísimo ejemplar de todas las virtudes, hizo tan gran­des progresos en el camino de la perfección, que extendiéndose la fama de HI gran santidad y de sus divinas letras, :e obligaron a recibir las órdenes sagra­das, y poco después de haber sido orde­nado de sacerdote, fué elegido por co-v.ún consentimiento para la silla episco-" al de la Tebaida. Gobernaba santísima­mente su iglesia como verdadero pastor el rebaño de Jesucristo, cuando el tirano :aximino-Daia levantó una de las más

.-/andes y sangrientas persecuciones que rugieron aquella santa cristiandad. En-•^nces fué preso y cargado de cadenas el :nerable obispo Pafnucio; y fué el pr i ­

mero de los santos confesores a quien ortaron los nervios de la corva izquier­da, y le sacaron ^ ojo derecho, y le

-ondenaron a trabajar en las minas. Pero abiendo sucedido a la persecución de ••s tiranos, la paz que dio a la Iglesia el mperador Constantino, el santo volvió

su silla con nuevo celo y con grande úbilo de todos los fieles de su diócesis; os cuales le recibieron como a su ama-

•'o obispo y como a valeroso confesor de •i fe. Por este título le hicieron también -ucha honra los padres del Concilio de "icea, en el cual se halló, y señalada­

mente el emperador Constantino el Gran­de, que se holgaba conversando con él largas horas, y jamás se despedía del siervo de Dios, sin besarle con reverencia el hueco del cual le habían arrancado el ojo. Gozaba el santo de tan grande au­toridad ten aquel concilio, que viendo desasosegados los ánimos en cierta con­troversia de nuevas doctrinas en las co­sas de fe, se levantó v dijo en alta voz:

^:Nada se mude: estad firmes en las sa­gradas Tradiciones; y todos se aquieta­

ron y le obedecieron. Fué san Pafnucio famiíiar amigo de san Atanasio y estuvo con él en el concilio de Tiro, donde al ver seducido por los Arríanos al obispo Máximo, llegóse a él y tomándolo^ por la mano, lo sacó de entre ellos, diciéndole: «No puedo sufrir ver entre herejes un obispo que ha padecido por la fe»: y oí­das después las razones de Pafnucio vol­vió Máximo a confesar la fe católica. F i ­nalmente después de haber gobernado muchos años santamente su Iglesia, en-tregú su espíritu en manos del Creador.

• Reflexión: Por ventura te parecerá co­sa extraña que un obispo como Máximo que había sido confesor de la fe y había padecido por ella como nuestro san Paf­nucio, cayese en los errores de los he ­rejes Arríanos: pero has de recordar que la fe es siempre libre en sus actos, y que es sobremanera pestilencial la herejía y maligno su veneno. Para librarnos pues del contagio de toda herejía e impiedad, es menester creer con fortaleza las ver­dades que nos enseña la santa Iglesia de­positaría legítima de la doctrina de Dios, y estimarlas sobre toda doctrina huma­na, y preferirlas a nuestras propias ideas y discursos; porque es insensata soberbia querer poner la verdad de Dios en tela de juicio, y gran presunción el pretender tragar la ponzoña de los herejes e impíos sin envenenarse.

Oración: Concédenos, oh Dios omnipo­tente, que la venerable solemnidad del bienaventurado Pafnucio, tu confesor y pontífice, acreciente en nosotros la gracia de la devoción y de la salvación eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Guido, sacristán. — 12 de setiembre (t 1012.)

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El glorioso y devotísimo sacristán san Guido o Guidón, fué hijo de padres tan escasos en bienes de fortuna como ricos en virtudes cristianas, v nació en una al­dea de Brabante llamada Anderlecht; por lo cual era conocido por el nombre de santo padre de Anderlecht. Siendo to­davía niño, pasó al pueblo de Lacke que está a media legua de Bruselas, y entran­do en la iglesia, estuvo una larga hora en oración muy fervorosa, ante el altar de la Virgen santísima nuestra Señora: lo cual echando de ver el capellán que go­bernaba aquella parroquia, le rogó que se quedase para ser monaguillo de la iglesia. Vinieron en ello los padres del santo mu­chacho, y él cumplió desde aquel día con tan- gran devoción las obligaciones de su oficio, aue la ponía en los mismos fieles y sacerdotes. No podía sufrir que se man­chasen los manteles de los altares con al­guna gota de aceite o de cera: y traía muy aseadas y bien compuestas todas las cosas del templo; porque decía que así habían de estar las del palacio de Dios. Decía que las campanas eran la voz del Señor que llamaba a los fieles, y que las velas que arden en el altar r e ­presentaban la vida de los cristianos que h'a de gastarse toda en servicio y honra de Jesucristo. Obedecía puntualmente y reverenciaba con grande acatamiento a los sacerdotes: jamás ponía los ojos en rostro de mujer, y era tan rara su mo­destia y compostura que cuantos le ha ­blaban y miraban, le veneraban como a un ángel de la iglesia. Daba a la oración largas horas antes de acostarse y toma­ba después breve descanso en el suelo

del templo; y de lo que recibía para sustentarse, repartía gran parte con los pobres. Sacóle de aquel oficio cierto mercader de Bruselas, diciéndole que podría socorrerles con más largas limos­nas si mudaba el oficio y tomaba parte en los negocios de su casa. Hízolo así el santo, mas al poco tiempo, bajando por el río en una nave cargada de mercancías, dio en un banco de arena; y que­riendo sacarla con una larga per­cha, hizo grande fuerza, que la rompió y se le entró una astilla muy adentro del brazo. Con este mal suceso, volvió a su iglesia, y postrado a los pies de la Vir­gen le rogó con muchas lágri­

mas que le sanase: y antes de levantarse de su oración salió por sí misma la asti­lla del brazo. Después de haber servido algunos años más en aquella iglesia, gas­tó los siete últimos de su vida en pere­grinar a pie y mendigando a Roma, e hizo dos veces el viaje a Tierra Santa. Volviendo a Anderlecht entendió que se llegaba su dichosa muerte. Vióse una noche resplandecer con una luz muy clara el aposento donde oraba, y se oyó una voz del cielo que decía: Ven, siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu Se­ñor; y en aquella hora pasó el fidelísimo siervo de Dios de esta vida mortal a la eterna.

Reflexión: La reverencia con que san Guido trató las cosas del templo, y la edificación que daba a todos los fieles, nos enseña el respeto que se debe a la divina majestad de Dios que tiene allí su morada. Ño permitamos, pues, que se le ofenda con irreverencias, faltas de silen­cio, inmodestias, miradas licenciosas y trajes profanos; y, si es posible, procu­remos, que los sacristanes y monaguillos que sirven en el templo, sean tales que mueva a devoción, como nuestro santo, a los que los miren.

Oración: ¡Oh Dios! que nos alegras en la solemnidad de tu bienaventurado con­fesor Guido; concédenos propicio, que los que celebramos su nacimiento para el cielo, imitemos sus virtudes y loables ac­ciones. Por Jesucristo, nuestro Señor^ Amén.

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San Eulogio, patriarca de Alejandría. — 13 de setiembre (t 608)

El celosísimo defensor de la Iglesia de Jesucristo, y patriarca de Alejandría san Eulogio, fué -natural de Esmirna y vino al mundo en los calamitosos tiem­pos en que la herejía de Euti-ques, Arrio y Nestorio turbaban la paz de la Iglesia. Abrazó des­de su mocedad la vida monásti­ca en su misma patria; y mien­tras los herejes eutiquianos de­rramaban la ponzoña de sus erro­res en las cristiandades de Siria y de Egipto, el santo estudiaba con diligencia en el silencio y retiro del monasterio las letras humanas y divinas, y se adelan­taba en el ejercicio de todas las virtudes, para defender valerosa­mente la casa de Dios, y librar de_ los lobos las ovejas del rebaño de Jesucristo. Habiendo alcanzado gran caudal de cien­cia, y profundo conocimiento en las sa­gradas Escrituras y tradiciones de la Iglesia explicaba en los concilios, y en los doctores más sabios y aprobados; fué sacado de su soledad y ordenando pres­bítero, de mano de Anastasio patriarca de Antioquía. Desde aquella sazón con­trajo estrecha amistad con san Eutiquio, patriarca de Constantinopla, y unió sus fuerzas con las de este santo prelado para refrenar la osadía de los herejes, Había fallecido ya el emperador Justinia-no II, después de un reinado de diez años, y sucedido en el trono imperial Tiberio Constantino, que fué príncipe virtuoso y enemigo de los herejes, y deseando que ocupase la silla de Alejandría un pastor sabio y celoso, puso los ojos en nuestro santo, el cual por muerte del patriarca Juan, fué elegido a la dignidad patriar­cal, y resplandeció en ella muchos años como lumbrera de la Iglesia católica. A los dos años de su consagración pasó a Constantinopla, y acabó con feliz suceso algunos gravísimos negocios en bien de su iglesia; y como viese en aquella corte a san Gregorio el Magno, trabó con él muy grande amistad, de manera que des­de que los dos santos se conocieron y trataron, no parecían tener más que un solo corazón y una sola alma. Compuso nuestro santo muchos libros de excelente doctrina para refutar las herejías de los Acéfalos, y confundir las sectas de los Eutiquianos: escribió además otros seis libros para deshacer los errores de los

^/Novacianos de Alejandría, y en el quinto de ellos demuestra muy de propósito,

cuan dignos sean los santos mártires del culto y veneración que reciben en la Iglesia católica. San Gregorio Magno, a cuyo juicio y censura sujetó el santo_ sus libros, le envió su aprobación diciéndble: «No he encontrado cosa alguna que no sea admirable en vuestros escritos.» Fi­nalmente después de haber gobernado santísimamente su iglesia, y trabajado sin cesar por la entereza de la fe y extirpa­ción de las herejías, poco tiempo después de la muerte de su amigo el papa san Gregorio, descansó en la paz del Señor, y fué a gozar de la recompensa de sus grandes méritos y trabajos.

* Reflexión: Muy buena y loable era sin

duda la amistad y unión que juntaba en uno de los dos corazones de san Eulogio y de san Gregorio: porque no fundándose en carne y sangre .ni en motivo alguno de terrenal interés, sino en Dios y en el aprecio que ambos hacían de la santidad verdadera, se ayudaban mutuamente y se animaban a hacer nuevos progresos en toda virtud y perfección. Mas cuando la amistad es de mal linaje y se funda en malas aficiones, es grandemente perju­dicial, y a los que traban tales amista­des, íes hace peores que antes; porque no parece sino que en cada uno de ellos se junta la maldad de todos.

Oración: Rogárnoste, oh Dios omnipo­tente, que la venerable "Solemnidad de tu bienaventurado confesor y pontífice Eulo­gio, acreciente en nosotros la gracia de ía devoción, y la salud eterna. Por Jesu­cristo, nuestro Señor. Amén.

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La Exaltación de la santa Cruz. — 14 de setiembre (hacia el año 630)

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Queriendo nuestro Señor castigar al emperador Focas, príncipe vicioso y des­almado, que mató a Mauricio y le suce­dió 'en el imperio, movió a Cósroas, rey de Persia, que le hiciese la guerra y to­mase muchas y grandes provincias. Acabó Focas la vida asesinado y sucedióle en el imperio Heraclio, príncipe muv virtuoso. Entretanto Cósroas, como señor del cam­po, daba sobre unas ciudades y otras, to­mándolas por fuerza de armas; y final­mente vino sobre la santa ciudad de J e -rusalén, y la tomó, y saqueó, y mató en ella miles de personas, y llevó consigo preso y cautivo a Zacarías, patriarca de Jerusalén, santo varón y excelente p re ­lado y a otro gran número de gente, y tomó el santo madero de la cruz de J e ­sucristo, nuestro Redentor, y le llevó a Persia, v le puso encima de su trono real, que era de oro fino, entre muchas per­las y piedras preciosas. Como Heraclio viese los daños de su imperio, juntó un ejército de gente nueva y bisoña para salir en busca en Cósroas, confiando que Dios le daría victoria del blasfemo e in­solente rey. Trabáronse entre los dos ejércitos crueles batallas, sin declararse la victoria por ninguna de las partes; hasta que pidiendo Heraclio socorro a la Virgen santísima, cuya imagen llevaba en la mano derecha, súbitamente se le­vantó un viento muy recio, con grande lluvia y granizo, que a los cristianos daba en las espaldas y a los persas en los ojos, con lo cual los cristianos quedaron desde aquel día vencedores. Cósroas, humillado y vencido, restituyó todas las tierras que había tomado del imperio, y el tesoro de

la casa real que poseía su padre, y la santa Cruz, y todos los cris­tianos que tenía cautivos. El em­perador Heraclio para hacer gra­cias a nuestro Señor, ordenó una solemnísima procesión, en la cual llevaba él mismo en sus hombros la santa Cruz que había estado catorce años en poder de Cós­roas. Pero al entrar con ella en Jerusalén, y llegando a la puerta de la ciudad, no pudo dar un paso adelante. Entonces el santo patriarca Zacarías le dijo: «Mi­ra, oh emperador, si es la causa de esto, el llevar tú la cruz con muy diferente traje y manera que el Señor la llevó por este ca­mino.» Entonces se quitó Hera­

clio la vestidura imperial, y la corona de la cabeza; y con los pies descalzos pudo proseguir con la procesión hasta poner la sacrosanta Cruz en el mismo lugar de donde Cósroas la había quitado. Quiso nuestro Señor ennoblecer aquel triunfo y regalar a su pueblo con grandes mara­villas, entre las cuales resucitó aquel día un muerto, cuatro paralíticos cobraron salud, quince ciegos vista, diez leprosos quedaron limpios, y muchos que eran atormentados del demonio quedaron li­bres y gran número de enfermos con en­tera salud; a cuyos prodigios pueden

añadirse otros infinitos obrados en toda la cristiandad por la virtud de las reli­quias de la santa Cruz, en la cual se nos dio la salud, la redención y la vida eterna.

Reflexión: Así como Heraclio llevó hu­mildemente sobre sus hombros la Cruz de Jesucristo, así hemos de llevar con humildad y resignación nuestra cruz con­forme a lo que dice el Señor en su Evan­gelio: Si alguno quisiere venir en pos de mí, tome su cruz y sígame. (Luc. XIV) . Mostremos pues nuestra paciencia cris­tiana en las enfermedades, dolores, po­brezas, infamias, falsos testimonios y otras muchas aflicciones semejantes; que estas cosas son para nosotros la cruz de Cristo, y en sufrirlas por su amor está nuestra virtud, merecimiento y corona.

Oración: ¡Oh Dios! que nos alegras en este día con la solemnidad de la Exalta­ción de la santa Cruz, rogárnoste nos concedas que merezcamos gozar en el cielo del premio de la Redención, cuyo misterio hemos conocido en la t ierra , \ Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Santa Catalina de Genova, viuda. — 15 de setiembre (t 1510)

La heroica enfermera y conso- B ladora de los pobres, santa Ca- I talina de Genova, fué natural de I la ciudad que lleva su nombre, y H de la nobilísima casa de los Fies- B chi. Deseaba en gran manera imi- B tar el ejemplo de una hermana B suya,llamada Limbonia, que ser- B vía al Señor en un monasterio B de monjas agustinianas; mas es- B torbáronselo sus padres, los cua- B les a todo trance quisieron ca- C sarla con u n mancebo muy no- B ble y rico de Genova. Llamábase B a este caballero Julián Adorno, y • ( aunque antes de tomar a Cata- , lina por esposa parecía de loa- -i~: bles costumbres, se desenfrenó después, de manera que los diez años que vivió en compañía ide la santa, fueron para ella diez años de cruel mar­tirio. Sacábanle fuera de sí la ambición de honras mundanas, la afición al juego, y a los deleites sensuales: y aunque la santa con muchas lágrimas pedía al Se­ñor la conversión de su marido, no abrió éste los ojos, hasta que en el juego y en las vicios hubo perdido la salud, y toda su hacienda y la de su esposa. Entonces por las oraciones de la santa se convir­tió a Dios y entró en la tercera orden de san Francisco y al poco tiempo pasó de esta vida con señales de verdadera con­trición y arrepentimiento. Desde aquel día determinó la santa viuda comenzar a servir a Dios, y a los pobres de Jesucris­to en el hospital mayor de Genova, donde por muchos años fué como el ángel con­solador de los enfermos. Era tan grande la caridad que ardía en su pecho que se extendía a todos los enfermos de la ciu­dad: de día y de noche los visitaba en sus casas, los animaba y regalaba cuanto po­día, quitándose de su propio sustento, y mendigando lo que había menester para remediar sus necesidades. La ciudad de Genova bendice todavía con singular r e ­conocimiento el nombre de la santa por los portentos de caridad que obró en los años de 1497 y 1501 cuando la pestilencia desolaba la población. Todos huían por escapar del terrible azote; mas no huyó la santa, antes como enfermera de los heridos de la peste, acudía a su socorro, y a unos daba la salud del cuerpo y a otros disponía a bien morir y alcanzar la eterna salvación del alma. No se pue­den decir ni imaginar las proezas de ca­

ridad que llevó a cabo esta grande santa. Mas no fueron menos asombrosas sus a u s ­teridades y ayunos: porque pasó vein­titrés cuaresmas y otros tantos advientos con sólo el Pan eucarístico, y bebiendo u n poco de agua mezclada con sal y vina­gre. Escribió un hermoso diálogo sobre el purgatorio, que bastara a desengañar a los herejes protestantes, que niegan _este dogma. Finalmente a la edad de setenta y siete años, conociendo que era llegada su dichosa muerte, recibió el santo v iá­tico, diciendo: «Ven, oh querido Espose» de mi alma», y llena de méritos y .v i r tu­des voló a la gloria del cielo.

Reflexión: No es maravilla que todos los buenos genoveses alaben y glorifiquen. a esta santa heroína de la caridad, y la invoquen con grande fe en las públicas calamidades. En ella se manifiesta el ver­dadero amor del prójimo, propio de l a caridad cristiana, que en semejantes oca­siones suele llegar hasta el heroísmo, y el falso amor del prójimo, que huye de todo peligro de muerte, faltando a veces, aun a las obligaciones y oficios más ne ­cesarios de la caridad y careciendo hasta de palabras de consuelo y esperanza para reanimar ios corazones de los enfermos y moribundos.

Oración: Dígnate, oh Señor, Autor de nuestra salud, escuchar nuestras humil­des súplicas; para que así como nos ale­gramos en la festividad de la bienaven­turada Catalina, así imitemos su piedad y afectuosa devoción. Por Jesucristo, nues­tro Señor. Amén.

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San Cipriano, obispo y mártir. ( t 258)

16 de setiembre

El santísimo obispo, sapientísimo doc­tor y fortísimo mártir de Jesucristo, san Cipriano, fué africano de nación y de ilustre sangre, pues su padre era hombre poderoso, senador nobilísimo, y tuv.o en Cartazo la dignidad primera de aquel or­den. Dióse Cipriano desde su niñez a las letras humanas y a la elocuencia y filo­sofía, y enseñó retórica con grande loa y fama. Mas como era gentil, cayó en to­dos los vicios y liviandades de los mozos paganos, hasta que se casó y tuvo hijos. "Entonces trabó amistad con un santo presbítero llamado Cecilio, el cual con su ejemplo y doctrina le persuadió que se hiciese cristiano: y él lo hizo con tan particular conocimiento de la merced que recibía de Dios por medio de Cecilio, que siempre le revenrenció como a padre de su alma y maestro de su nueva vida. El mismo día que se bautizó, con el bene­plácito y consentimiento de su mujer, se apartó de su compañía, y dejando a ella y a sus hijos todo lo que habían de me­nester para su sustento, repartió sus gran­des riauezas a los pobres, y comenzó a hacer una vida perfectísima, v a enseñar una doctrina tan alta y admirable que no parecía sino haberla recibido del cielo. Porque en bautizándose comenzó a pen­sar y hablar como excelentísimo teólogo, y aunque él mismo dice que procuraba cortar de raíz la elocuencia y ornato de

. palabras, sus escritos ponen admiración, a los grandes maestros. Fué elegido pres­bítero de Cartago por aclamación de todo el clero y pueblo, y poco después, ha­biendo muerto el obispo Donato, a una voz escogieron al santo por sucesor en

aquella cátedra, sacándole del retiro en que se había ocultado. No se puede fácilmente decir cuan admirablemente resplande­ció como antorcha clarísima de la Iglesia africana. Hacíase amar, temer y reverenciar de todos, y en una terrible pestilencia, en que los gentiles desamparaban a

. sus enfermos y huían de Cartago, el santo les visitaba y socorría, convirtiendo gran número de ellos a la fe de Jesucristo. Escri­bió entre otros muchos libros un tratado sobre la unidad de la fe, y otro acerca de la modestia con eme habían de vestirse las vír­genes, y también una elocuentí­sima • exhortación al martirio.

Habiéndose levantado una terrible perse­cución que había anunciado el santo, en la cual deseaba morir por la fe, no pudo alcanzarlo, porque como en el anfitea­tro no se oían más que gritos de los idó­latras que clamaban: «¡Cipriano a los leo­nes!» y pensaban triunfar de los fieles con la muerte del santo obispo, le acon­sejaron que se escondiese, como lo hizo por el bien de su Iglesia. Renovóse más tarde la persecución y entonces el santo obispo llamado por el tirano Galerio Má­ximo, se presentó a su tribunal, y a todas las preguntas que le hizo contestó: «Soy cristiano, y me glorío de serlo.» Y juz­gando el procónsul que no era conve­niente dilatar el martirio del santo pre­lado, mandó que el mismo día le cortasen la cabeza.

Reflexión: A pesar de ser san Cipriano tan sabio y santo obispo, cayó en un error creyendo que era inválido el bautismo, siempre que fuese administrado por here­jes; en ello creía seguir la tradición de la Iglesia africana en tiempo en que nada había definido. «Permitió Dios, dice san Agustín, que Cipriano errase, para que conociésemos que el entendimiento hu­mano es limitado, y que la infalibilidad no es privilegio de los doctores esclare­cidos, sino de las decisiones de la Igle­sia y de su cabeza visible, que es el v i ­cario de Jesucristo.»

Oración: Asístenos, Señor, con tu gra­cia en la festividad del bienaventurado mártir y pontífice san Cipriano, para aue su poderosa intercesión nos haga agrada­bles a tu divina majestad. Por Jesucristo,\ nuestro Señor. Amén.

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San Pedro de Arbués, mártir. — 17 de setiembre (f 1485)

El valeroso mártir de la fe, y decoroso ornamento de la Inqui­sición de España, san Pedro de Arbués, fué hijo de don Antonio Arbués, y de doña Sancha Ruiz y nació en la villa de Epila, como a seis leguas de Zaragoza. Alcan­zó en la universidad de Bolonia gran renombre de sabio, y leyó en una de las dos cátedras del insigne colegio que había allí fundado don Egidio Albornoz, ar­zobispo de Toledo y cardenal de la Iglesia romana. El grado de doctor que recibió hállase acom­pañado de singular mención ho­norífica de sus virtudes, por es­tas palabras: «Los multiplicados dones de virtudes con que el Al­tísimo engrandeció la persona del maestro en artes y filosofía Pedro de Arbúes, et­cétera . . . » Recibiéronle después con grande honra en la iglesia metropolitana de san Salvador de Zaragoza los canóni­gos reglares de la orden de san Agustín, y como llegase a oídos de los reyes ca­tólicos la fama de sus grandes letras y virtudes, le nombraron inquisidor del reino, de Aragón, en cuyo santo oficio mostró admirable discreción, celo y ente­reza. Mas habiendo juzgado reos de cier­tas horrendas abominaciones a algunos ju­díos ricos que por sola hipocresía se ha­bían bautizado, juntáronse en concilio y enviaron a Córdoba procuradores que se quejasen a los reyes católicos del rigor que con los judíos usaba Pedro de Arbués. No hicieron caso los católicos monarcas de aquellas falsas acusaciones, porque es­taban tan satisfechos de la prudencia y santidad del inquisidor, como cansados de las traiciones de los moros y de la perfi­dia de los judíos. Entonces dieron éstos buena suma de oro a un hombre facine­roso llamado Juan de Labadía el cual la repartió con otros dos asesinos llamados Juan Esperan y Vidal Duran. Algunos amigos del santo le avisaron de su peli­gro; y él les respondió sin turbarse: «Ya que no soy buen sacerdote, al menos seré buen mártir.» Escondiéndose los tres ase­sinos una noche en la iglesia, al tiempo que solía venir a ella el santo vestido con

. los hábito de coro para asistir a los Mai­tines, así que se hincó de rodilla ante el altar mayor para hacer una breve ora­ción, cayeron sobre él, y le dieron con sus o p a d a s tantas cuchilladas, que le deja-fon muerto. Cuando los malvados judíos

le daban la muerte, cantábase en el coro aquel verso que dice: «Cuarenta años me hallé con esta gente y dije: yerran siem- _ pre por la ceguedad de su corazón»: y al caer mortalmente herido, exclamó: Mue­ro por Jesucristo, pues muero por su santa fe. Fué llevado luego a su casa, y al cabo de dos días, pidiendo perdón por sus enemigos, y recibidos con grande> de­voción los Sacramentos, dio su espíritu al Creador, a la edad de cuarenta y tres años. Hizo toda Zaragoza gran sentimien­to de su muerte, y por espacio de tres días no se celebraron en la catedral los divinos oficios, y se vistieron de luto los altares hasta que se purificó el templo de aauella sacrilega violación, y por un año entero se cantaron los oficios en tono fúnebre.

Reflexión: Muy honrado es de Dios con prodigios, y de la Iglesia con universal veneración, el gloriosísimo inquisidor san Pedro de Arbués, el cual murió a manos de los pérfidos judíos, por el celo de con­servar la fe católica, que es el mayor be­neficio que Dios puede hacer a una na­ción. Tengamos pues en grande estima es­ta prenda del cielo: y ya que los gobier­nos liberales la posponen a los intereses de la tierra, procuremos guardarla con todo cuidado en nuestras almas. Antes perder la vida que la fe.

Oración: Concédenos, oh Dios omnipo­tente, que sigamos con la debida devo­ción la fe de tu bienaventurado mártir san Pedro de Arbués, el cual mereció al­canzar la palma del martirio por la con­fesión de la misma fe. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Santo Tomás de Villanueva, arzobispo de Valencia. — 18.de setiembre

(t 1555)

de lesa majestad, intercedieron por ellos los grandes de España, el almirante, el condestable, el arzobispo de Toledo, y hasta su mismo hijo el príncipe don Fe­lipe: estuvo inexorable con todos el emperador, pero no pudo resis­tir a la súplica que le hizo nues­tro santo, y revocó la sentencia. También le rindió a su voluntad en la renuncia eme hizo del a r ­zobispado de Granada, mas no pudo renunciar el arzobispado de Valencia, porque los superiores le mandaron que le admitiese, bajo pena de excomunión. No mudó en la dignidad hábito ni costumbres; socorría cada día a cuatrocientos pobres, y el Señor

multiplicó muchas veces en sus manos la limosna. Predicaba todos los días, y decían de él que bastaba verle para convertirse: y con ser tan resplandeciente lumbrera de la Iglesia, nunca cesó de pedir al papa que le quitase la dignidad de arzobispo, mas a los once años de su pontificado, oyó una voz del Señor que le dijo: Tomás, ten buen ánimo: el día de la Natividad de mi Madre recibirás la recompensa de tus t ra ­bajos.» Y siendo de edad de sesenta y siete años, recibidos con gran devoción los Sa­cramentos de la Iglesia, y habiendo man­dado repartir lo poco que le quedaba a los pobres, murió en lecho prestado. Treinta y tres años después se halló entero su santo cuerpo.

Reflexión: Los funerales del santo fue­ron magníficos y honrados con los cla­mores y lágrimas de más de ocho mil quinientos pobres, que lloraban la muerte de su padre y no podían consolarse. ¡Oh! ; si hubiera en los pechos cristianos ese espíritu de caridad, que es el primer mandamientos- de la ley de Cristo! ¿Qué más fuera menester para que el santo Evangelio de nuestro Señor crucificado por amor de los hombres, resplandeciese e imperase en el mundo como la mayor ley, la mayor moral y la prenda segura de toda felicidad temporal y eterna?

Oración: Oh Dios, que adornaste al bienaventurado pontífice Tomás de Villa-nueva con una insigne caridad para los pobres; rogárnoste que por su interce­sión derrames copiosamente las riquezas de tu misericordia sobre todos los que te invocan. Por Jesucristo, nuestro S e \ ñor. Amén.

El clarísimo arzobispo de Valencia, y suavísimo padre de los pobres, santo To­más de Villanueva nació en Fuen Llana, lugar pequeño de la Mancha, y se crió en Villanueva de los Infantes, a tres le­guas de dicho lugar, y de él tomó el so­brenombre de Villanueva. Eran sus pa­dres inclinados a hacer limosna, y de ellos aprendió el santo niño esta virtud, dando a los pobres cuanto podía haber a las manos, frutas, legumbres, pan, huevos, y aun su propio sustento y vestido, pues algunas veces volvió casi desnudo a su casa por haber cubierto con su vestido • algún niño desnudo. Nunca ocultó la ver­dad con mentiras harto comunes en los niños. Las primeras palabras que apren­dió fueron los nombres de Jesús y Ma­ría; por su devoción a la Madre de Dios le llamaban el hijo de la Virgen. Enviá­ronle sus padres a Alcalá y fué admitido en el colegio mayor de san Ildefonso, y explicó después con grande loa filosofía y teología en aquella universidad. Por esta sazón murió su padre, y él repartió todos sus bienes a los pobres, y tomó el sagrado hábito de los ermitaños de san Agustín, en el año 1518, y en el mismo día en que el desventurado Lutero le ha­bía dejado. Hecha su profesión, enseñó teología en el convento de Salamanca, y predicó con admirable y divina unción en Burgos y Valladolid, donde toda la corte concurrió a oirle con el emperador Carlos V, el cual no quería perder nin­guno de sus sermones. Hízole su teólogo y predicador, y jamás le negó merced que le pidiese. Habiendo el emperador con­denado a muerte a ciertos caballeros, reos

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San Jenaro, obitepo y mártir. (t 305)

El celosísimo obispo de Bene-vento, y portentoso mártir de Cristo, san Jenaro, fué natural de Benevento en el reino de Ñapó­les. Fué ordenado de presbítero y de obispo por expreso mandato del sumo pontífice: y como en la persecución de Diocleciano y Ma-ximiano estuviese preso un santo joven diácono llamado Sosio, y san Jenaro le visitase en la cár­cel, Timoteo, presidente, le man­dó prender y traer delante de sí, y procuró atraerle con muchas palabras y razones a la adoración de los dioses. Pero entendiendo que perdía el tiempo, hizo encen­der un horno, y echar en él al santo: mas guardóle el Señor de

manera, que salió del horno sin que la llama le hubiese hecho daño ni aun en la ropa ni en un cabello de la cabeza. En­cendióse más el tirano, y condenóle a un nuevo suplicio en que todos los miem­bros del santo fueron descoyuntados. Vi­nieron a visitarle Festo, diácono y Desi­derio, lector, y siendo conocidos por cris­tianos, fueron presos y llevados con su obispo san Jenaro, cargados de hierros v cadenas, delante de la carroza del. pre­sidente a la ciudad de Puzol. Allí fueron echados en la misma cárcel donde esta­ban presos Sosio, diácono de la ciudad de Mesina, y Próculo, diácono de Puzol, y dos cristianos llamados Eutiques y Acu­cio, todos los cuales habían sido conde­nados a ser despedazados de las fie­ras, y estaban aguardando la ejecución de la sentencia. Al día siguiente todos los siete fueron echados a las bestias fie­ras, las cuales olvidándose de su natural crueldad, se derribaron a los pies de san Jenaro y de sus santos compañeros como mansas ovejas. El presidente, atribuyen­do este milagro del Señor a hechizos, dio sentencia contra ellos y mandólos dego­llar; pero luego perdió la vista, y por la oración de san Jenaro la recobró, y con este milagro se convirtieron unas cipco mil personas. No bastó el beneficio que había recibido al inicuo juez para cono­cer la mano poderosa de Dios que obraba por sus santos tales prodigios; antes du­dando en su opinión de que todas las ma­ravillas que veía se hacían por arte má­gica, y temiendo la ira de los emperado­res, mandó que llevasen los mártires a la plaza llamada Vulcana, y que allí les cor­easen la cabeza; en cuyo martirio dieron todos ellos sus benditas almas al Creador.

19 de setiembre

El cuerpo de san Jenaro está colocado en la catedral de Ñapóles donde es reveren­ciado con grande devoción de toda aque­lla ciudad, que le tiene por patrón y r e ­cibe de su mano continuos beneficios se­ñaladamente en tiempo ide pestilencia y de otras públicas calamidades.

Reflexión: Obran también las sagra­das reliquias de este santo otro milagro que es perpetuo y que hasta hoy dura y es famoso en todo el mundo. Porque t ie­nen en la catedral de Ñapóles la sagrada cabeza del santo, y aparte una ampolla de vidrio llena de la sangre cuajada del mismo mártir, y en juntándola con la cabeza, o poniéndola delante de ella, co­mienza luego la sangre a deshelarse y de­rretirse y hervir como si se acabara de verter; y este milagro tiene cada año por testigos a toda clase de gentes que de muchas partes acuden a verlo, y aun los mismos incrédulos quedan tan certifica­dos del suceso maravilloso, que no pueden siquiera ponerlo en duda. ¡Ojalá que el admirable portento eme ven con los ojos del cuerpo, les abriese los ojos del alma, y se rindiesen a la fe y voluntad de aquel Señor que hasta con perpetuos milagros da testimonio de nuestra divina y santí­sima religión!

Oración: ¡Oh Dios! que cada año nos alegras en la festividad de tus bienaven­turados mártires Jenaro v sus compañe­ros; concédenos benignamente que así como sus merecimientos nos regocijan, así también nos enfervoricen sus ejem­plos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Eustaquio y sus compañeros, mártires. — 20 de setiembre (f 118)

jano en el imperio, y ofreciéndo­sele una guerra dificilísima con­tra los bárbaros de varias nacio­nes que amenazaban caer sobre el imperio, acordándose del va­lor que había mostrado Plácido en la guerra contra los judíos, le mandó buscar, y le hizo general del ejército. Marchó pues contra. los enemigos con tan feliz suceso que alcanzó de ellos insigne vic­toria y mereció entrar en Roma con los honores del triunfo. Pasa­dos los días del regocijo ordenó el emperador que se hiciese un so­lemne sacrificio de acción de gra­cias a los dioses. El santo gene­ral le dijo que lo haría en honra

del verdadero Dios a quien se debía la fe­licidad de su campaña, y le declaró que era cristiano: por lo cual bramando de rabia el tirano, le condenó a las fieras, y para que la afrenta fuese tan grande como la honra pasada, mandó que le llevasen casi desnudo hasta el anfiteatro, y le arro­jasen con su mujer y sus hijos a las fie­ras. Respetaron ellas a los santos, y les lamieron los pies sin hacerle daño alguno, por lo cual ordenó el bárbaro emperador que fuesen abrasados en unos bueyes de bronce, en cuyo espantable martirio en­tregaron su espíritu al Creador.

*

Reflexión: Ya lo ves: después del triun­fo del martirio: esto es lo que sabe dar el mundo a los que le sirven, cuando, de­jan de servirle por servir a Dios. Pero así alcanzó Eustaquio más ilustre victoria que la que había alcanzado de los bárba­ros. Y ¿qué tenía que ver «1 triunfo con que fué recibido en Roma, con la gloria con que entró poco después en el reino de los cielos? Sirvamos pues fielmente a nuestro Señor, aun con desagrado del mundo, porque sólo Dios es santo y Se­ñor nuestro, y fiel en sus promesas y magnífico en sus recompensas.

*

Oración: ¡Oh Dios! que nos haces la gracia de que celebremos el nacimiento para el cielo de tus bienaventurados már­tires Eustaquio y sus compañeros, concé­denos que logremos la dicha de gozar con ellos del júbilo v felicidad eterna. Poi^ Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

El fortísimo mártir de Cristo san Eus­taquio era patricio romano de ilustre l i ­naje: llamábase Plácido antes del bau­tismo, y tenía el grado de oficial en el ejército del emperador. Habiendo hecho grandes servicios a Vespasiano y a su hijo Tito en las guerras contra los judíos, se retiró a Roma; y saliendo un día a caza, echó de ver un ciervo ide extraña grandeza que se le puso delante y traía entre los cuernos un crucifijo rodeado de maravillosa claridad, y oyó una voz que le día: «Plácido, no quiero que me per­sigas: yo soy Jesús que morí por tu amor y ahora quiero salvarte.» Apeóse Plácido despavorido, y postrado en tierra adoró al Señor, el cual le mandó que fuese al presbítero de los cristianos y se bauti­zase con su mujer y sus hijos. Hízolo así, mudando el nombre de Plácido en el de Eustaquio y el de su mujer que se l la­maba Taciana en el de Teopista, para que por estos nombres fuesen conocidos de los cristianos y no lo fuesen de los gen­tiles. Los dos hijos que tenía Eustaquio se llamaron Agapito y Teopisto. Mas ha­biendo mudado con los nombres las cos­tumbres, y trocado las 4 e l a gentilidad, por las muy santas de la fe que habían abrazado, Eustaquio fué acusado de ser cristiano, y pendió el grado y la renta que era muy crecida y como de uno de los primeros oficiales del ejército. Entonces se ausentó a un lugar donde no fuese co­nocido, y se concertó con un labrador rico para cultivar una de sus haciendas, y en este oficio, andando tras los bueyes, go­bernando el arado el que había gober­nado un ejército, pasó tranquilamente quince años. En este tiempo sucedió Tra-

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San Mateo, apóstol y evangelista. — 21 de setiembre (t siglo I)

El bienaventurado apóstol y evangelista san Mateo, que por otro nombre se llamó Leví, fué Galileo de nación y de la ciudad de Cana. Era pubiicano y arren­dador de las rentas imperiales que se cogían de los tributos que pagaban los judíos, que era oficio odioso entre ellos, y así les 'lla­maban con el nombre de pecado­res. Estando pues un día Mateo sentado en la casa o aduana, pasó el Señor, y puso en él los ojos de su clemencia, y le idijo:^ «Si­gúeme»: y luego se levantó san Mateo tocado de Dios, y dejando el trato, dineros, casa y familia, le siguió. Cobróle tanto amor, aue le hizo un convite en su casa al cual hizo venir a otros publícanos y pe­cadores para que, atraídos de la dulzura y conversación del Señor, también le cono­ciesen v amasen. Esto escribe en su Evan­gelio divino el mismo san Mateo, el cual se llama humildemente a sí mismo «Mateo el pubiicano», mientras los otros evangelis­tas le llaman con el nombre de Leví, para disimular la afrenta del oficio que ejerci­taba antes de su vocación. Después de la subida del Salvador al cielo y la venida del Espíritu Santo, cupo a san Mateo la misión de Etiopía, y llevóse consigo el Evangelio que había escrito en lengua he -Brea o siriaca para los judíos. Llegado a Etiopía el santo apóstol, se dice que entró en la ciudad de Nadaber, donde fué hos­pedado por aquel eunuco de la reina Can-dace, a quien bautizó san Felipe. Allí en­contró dos magos que con sus malas artes pervertían al pueblo, mas el santo após­tol les confundió con la virtud de Jesu­cristo, y resucitó a un hijo del rey Egipo, que los magos no habían podido resuci­tar. Con este prodigio se convirtieron el rey y la reina y sus hijos a la fe del Se­ñor y gran parte del pueblo, siguiendo su ejemplo, se bautizó. Tenía el rey una hija llamada Ifigenia, la cual oyendo alabar al santo apóstol el estado virginal, se de­terminó con su parecer, de consagrarse a Dios en compañía de otras doncellas que se le juntaron con el mismo propósito; mas habiendo muerto el rey Egipo, y apoderádose del reino un hermano suyo llamado Hirtaco, quiso éste casarse con Ifigenia, y que san Mateo se lo persua­diese: pero el santo apóstol se resistió:

vpor lo cual el rey se enojó de manera,

que mandó sus ministros a la iglesia don­de el santo estaba diciendo misa para que le diesen la muer te ; y así acabada la misa, fué el santo apóstol alanceado, quedando el altar del divino sacrificio ro­ciado con su sangre. Con este martirio acabó su carrera apostólica, después de haber padecido muchos trabajos, obrado grandes milagros, edificado templos, or­denado sacerdotes y ganado para Jesu­cristo muchas almas en aquella remota provincia de Etiopía.

*

Reflexión: En la vocación de san Ma­teo al apostolado, mostró el Señor sus entrañas de misericordia para darnos gran confianza que no desechará a cual­quier pecador, por malo que haya sido y viniere a él; y para que entendamos que aunque no viniere y le cerrare la puerta, llamará a ella y si le abriere, entrara en su corazón y le perdonará sus pecados. Y juntamente nos propone el sagrado Evan­gelio la presteza con que san Mateo obe­deció al Señor, para que la imitemos, y obedezcamos a la divina vocación, dando de mano si es menester a todas las cosas de la tierra y a todas las riquezas, gustos y vanidades del siglo, para ser verdaderos discípulos de Jesucristo, Señor nuestro.

Oración: Asístenos, Señor, por los mé­ritos de tu apóstol y evangelista, el bien­aventurado Mateo, para alcanzar por su intercesión lo que no podemos conseguir por nuestras débiles fuerzas. Por Jesu­cristo, nuestro Señor. Amén.

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San Mauricio y la legión Tebea. — 22 de setiembre (t 287)

El martirio del esforzado caballero de Cristo san Mauricio capitán de la legión de los Tebeos, sucedió de esta manera. Después eme Diocleciano tomó el cetro del imperio, hizo cesar a Maximiano, y envióle a Francia con un ejército pode­roso a sosegar algunos alborotos que ha­bían levantado Amando y Esiano. Entre la otra gente que llevaba consigo había una legión de seis mil y seiscientos y se­senta y seis soldados, los cuales eran de la provincia de Tebas, y cristianos con­firmados en la fe por el santo pontífice Marcelino. Parecióle a Maximiano que era bien hacer la reseña de su gente, y ofrecer sacrificio a los dioses, y sobre sus aras tomar a los soldados juramento de fidelidad y de pelear animosamente. San Mauricio, que era capitán de aquella le­gión, entendida la resolución del empe­rador, para no contaminarse con aquel sacrilego juramento y sacrificio abomina­ble, se apartó con sus tropas ocho millas lejos del resto del ejército a un lugar que se llamaba Agauno y ahora se llama San Mauricio. Como supo Maximiano la retirada de la legión Tebea y la causa, le envió un mensaje, mandándole que vi­niese y se juntase con el ejército e hi­ciese lo que los demás soldados hacían. Todos los santos soldados con un mismo ánimo y determinación respondieron que estaban dispuestos a obedecer a Maxi­miano en todo ló que no fuese contra Dios, y a pelear por él como lo habían hecho muchas veces, pero que, siendo como eran cristianos, no querían sacrifi­car ni conocer por dioses a los ídolos va­nos. Enojóse sobremanera Maximiano con esta respuesta y mandó diezmar aquella

legión. Ejecutóse aquella riguro­sa orden en los valerosos guerre­ros de Jesucristo: y creyendo Maximiano que, escarmentados los que quedaban, estarían más blandos y rendidos a su volun­tad, tornó otra vez a mandarles que viniesen a juntarse con los demás soldados para hacer el so_ lemne juramento y sacrificio; mas ellos se quedaron firmes co­mo antes, y no quisieron obede­cer, prefiriendo dar la vida por Jesucristo, y obedecer antes al emperador del cielo que al de la tierra. Cuando Maximiano vio el ánimo de aquellos fortísimos ca­balleros de Cristo, teniéndolo por obstinación y pertinacia, se

embraveció con increíble saña, y mandó que todo el ejército diese sobre ellos y no dejase de aquella legión hombre con vida. Bien pudieran los santos soldados resistir y pelear y defenderse, pues eran harto temibles; pero armados de fe y es­píritu del cielo, no quisieron tomar las armas, sino con una nueva manera de vic­toria vencer sin pelear y alcanzar la glo­riosa corona del martirio, no meneando las manos, sino ofreciendo sus cervices al cuchillo. Y así, animados de su capitán el glorioso san Mauricio, sin alzar la es­pada para defenderse, puestos de rodi­llas y levantando las manos y los cora­zones al cielo, recibieron todos la muerte y se ofrecieron en sacrificio a Jesucristo.

Reflexión: Solía antiguamente la Igle­sia romana invocar en las batallas con­tra los enemigos de la fe el favor de Dios por intercesión de san Mauricio, de san Sebastián y de san Jorge, como se saca del Orden romano. Resucitemos ahora aquella tan pía costumbre; pues nos ha­llamos con tanta frecuencia cercados de enemigos que con infernal astucia y con mil artes diabólicas hacen guerra a nues­tra santa fe, y desean quitarnos este te ­soro que hemos de conservar a todo t ran­ce, aunque nos costara la sangre y la vida como a san Mauricio' y a sus sol­dados.

Oración: Haz, Señor, que nos alegre­mos en la solemne fiesta de tus santos mártires, Mauricio y sus compañeros, y que nos gloriemos en el nacimiento para el cielo de estos santos, en cuya interce­sión tenemos puesta nuestra confianza.^ Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Santa Tecla, virgen y mártir. _ 23 de setiembre (t hacia el fin del siglo I)

La esclarecida virgen^ y proto­mártir santa Tecla nació de ilus­tres padres en Iconio de Licao-nia. Hallábase en dicha ciudad cuando llegó a ella el apóstol san Pablo a predicar el Evangelio.. A la fama de la nueva doctrina, acudió Tecla a oir las enseñan­zas del apóstol, y quedó tan con­vencida de la verdad de la fe cristiana y tan enamorada de la castidad por las alabanzas que de ella oyó, que desde luego resol­vió firmemente consagrar su vir­ginidad a Dios, renunciando _ al matrimonio que sus padres tenían ya concertado con un joven muy noble y bien apuesto, por nom­

bre Tamiris. Y no se contentó con enta­blar ella sola una vida de oración y reco­gimiento conforme a las prescripciones del santo apóstol; sino que atrajo al mis­mo género de vida a gran número de doncellas. Bajo la disciplina de Tecla al­canzaron sublime grado de santidad, en­tre otras, dos matronas llamadas Trifena y Trifosa. Tanto los padres de Tecla co­mo el joven Tamiris llevaron tan a mal que la santa, por seguir una ley nueva de tanta abnegación y humildad, renun­ciase a las bodas, que la acusaron ante el juez de que era cristiana. Mandó este en­cender una grande hoguera, amenazando a la santa virgen con arrojarla a ella, si no abandonaba su fe; pero Tecla¿ movida por interior espíritu, hecha la señal de la cruz, se precipitó en medio de las llamas, mostrando estar ella más pronta a pade­cer aquel tormento que el juez a dárselo. En aquel mismo punto cayó una abun­dante lluvia, que apagó el fuego, dejando libre y sin lesión a la santa. Condujeron -la entonces a Antioquía, en donde se tentó una y otra vez su invencible constancia: porque, en primer lugar, fué arrojada a las fieras; mas por gracia de su señor_y esposo Jesucristo no recibió de ellas daño alguno. Entonces se la ató fuertemente a dos toros, a los cuales se hizo correr en dirección contraria a fin de que dividie­sen en dos partes el cuerpo de la santa virgen; pero tampoco alcanzaron los gen­tiles su malvado intento. Finalmente la metieron en una hoya llena de serpientes; y ninguna le causó la más leve molestia. Librada milagrosamente de tantos peli-f/os, volvió Tecla, más firme que nunca, á su patria; y abandonando la comuni­

cación y trato con los hombres, se entre­gó a la contemplación y amor de las co­sas celestiales; para lo cual se retiró a la escabrosidad de un monte, y pasó allí sola el largo tiempo que le quedaba de vida, pues llegó a los noventa años de edad. Fué sepultada en Seleuecia; y en todo el oriente se tuvo a esta santa en gran ve­neración, viéndose su sepulcro frecuen­tado de gran concurso de gentes. Visitóle san Gregorio Nazianzeno, y tanto él como otros santos padres ensalzaron las vir tu­des y santidad de Tecla de palabra y por escrito, honrándola con el renombre de protomártir, por haber sido la primera de las mujeres que por la confesión de l a fe cristiana fué condenada al tormento.

Reflexión: Maravíllanse muchos de la invencible fortaleza con que tantas deli­cadas vírgenes padecieron los más atro­ces tormentos: mas ¿cómo no habían de animarse al martirio, viendo que su pro­tomártir santa Tecla, revestida de la vir­tud de Dios, vencía a todos los tiranos y atormentadores y aun salía ilesa de todos los suplicios? Con tal auxilio de la gra­cia se explica la fortaleza de los mártires, y con tales martirios y prodigios, quedó admirablemente sellada la divinidad de nuestra santa fe católica.

Oración: Oh Dios, por la gloria de cuyo nombre sufrió con fe nunca vencida el gran combate de los tormentos la bien­aventurada virgen Tecla, la tarimera már ­tir entre las mujeres; concédenos que a imitación suya sepamos despreciar las prosperidades del mundo y no temer nin­guna de sus adversidades. Por Jesucris­to, nuestro Señor. Amén.

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Nuestra Señora de las Mercedes. — 24 de setiembre

Estaba todavía gran parte de España oprimida bajo el yugo de los sarracenos, y gran número de cristianos gemían en la más dura y cruel esclavitud con grave peligro de abandonar la santa fe que de sus padres habían recibido; cuando al­gunos piadosos varones, compadeciéndose de la miserable suerte de sus hermanos, se reunieron para tratar de socorrerlos y procurarles el alivio de sus penas. Desde el año 1190 se ocupaban en tan benéfica obra unos caballeros catalanes; mas no se instituyó la orden religiosa para la redención de cautivos, hasta principios del siglo siguiente. Esta obra heroica de auxiliar a los cristianos puestos en cau­tiverio traía muy pensativo a san Pedro Nolasco: cuando he aquí que una noche se le apareció la serenísima Reina de los cielos, consoladora de los afligidos, y le manifestó ser voluntad suya y de su ben­ditísimo Hijo que en su honra se institu­yese una religión que tuviera por fin prin­cipal redimir a los cristianos cautivos, y cuyos religiosos estuviesen prontos a per­der su libertad y aun la vida en bien de sus prójimos y para conservación de su fe. El santo, corrió a su confesor, san Raymundo de Peñafort, a darle cuenta de lo que le había sucedido. Quedó sorpren­dido Raymundo al oir a su penitente, y al entender que había recibido del cielo el mismo favor que él; pues también a Raymundo se le había aparecido la san­tísima Virgen y descubiértole su voluntad y la de su bendito Hijo. Pero mucho ma­yor fué por una parte el asombro, y por otra el gozo y alegría de uno y otro, al referirles el rey de Aragón Jaime I, que aquella misma noche había tenido igual revelación, hecha por la misma misericor­

diosísima Señora. Asegurados, pues, los tres de la verdad de lo sucedido, trataron desde luego de poner por obra la voluntad del cielo, y el día 10 de agosto del año 1218 instituyeron una or . den religiosa que, en honor de nuestra Señora, llamaron de san­ta María de las Mercedes, y del fin que al fundarla se proponían, le añadieron el nombre de «Re­dención de Cautivos». A los tres votos esenciales de pobreza, cas­tidad y obediencia, añadieron los religiosos de esta orden un cuar­to voto, por el cual se obligaban a quedarse en rehenes en poder de los sarracenos siempre que esto fuese preciso para alcanzar

la libertad de los cristianos. Concedióles el rey que pudiesen llevar al pecho sus reales armas, y el soberano pontífice aprobó y confirmó tan pío y santo insti­tuto. En conmemoración de tan insigne beneficio hecho por la santísima Virgen a los hombres, se estableció esta festivi­dad de María con el título de las Merce­des.

Reflexión: ¡Cuántos miles y miles de cristianos, tratados en Argel y Berbería con grande crueldad, miserables, ham­brientos, desnudos, cargados de cadenas o azotados y heridos bárbaramente por los látigos de los sobrestantes moros, se vieron libres del cautiverio y restituidos alegremente al hogar de sus familias por la generosa caridad de los religiosos de la Merced! Echáronse estos muchas veces al cuello las cadenas a trueque de liber­tar a los pobres cautivos, y en el primer capítulo general de la Orden, halláronse ya presentes muchos venerables religio­sos a quienes los moros habían sacado un ojo, o mutilado la nariz o las orejas, y otros que estaban cubiertos de heridas, recibidas por haberse quedado en rehe­nes uara librar a nobres cautivos de aquella durísima esclavitud.

Oración: Oh Dios, que por medio de la gloriosísima Madre de tu unigénito Hijo te dignaste enriquecer a tu Iglesia con una nueva religión destinada a rescatar a los fieles del poder de los paganos; r o ­gárnoste que por los méritos y por la in­tercesión de la que veneramos como a iniciadora de tan pía obra, nos veamos l i ­bres de todos nuestros pecados y del cau­tiverio del demonio. Por el mismo H i j \ tuyo y Señor nuestro. Amén.

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San Fermín, obispo y mártir. — 25 de setiembre (t 290)

El santo obispo e ilustre már­tir de Cristo, Fermín, a quien otros llaman Pirmio, fué natural de Pamplona de Navarra, e hijo de un ilustre senador y muy po­deroso. Sus padres, habiendo de­testado la idolatría y abrazado la fe de Cristo, se dieron con gran diligencia a la práctica de todas las virtudes cristianas, conforme a los consejos de san Honesto, obispo de Tolosa de Francia, de quien habían recibido el santo bautismo; y no fué el menor de sus cuidados la cristiana educa­ción de su hijo Fermín, que aprendió de sus devotos padres el socorrer con limosnas a los pobres y necesitados, y con salu­dables enseñanzas a los rudos e ignoran­tes. Consagróse de joven al servicio de Dios recibiendo el sacerdocio, y por sus méritos y virtudes llegó a ocupar la sede episcopal de Pamplona. Ardía en su pe­cho el deseo de la dilatación de la fe y de la salvación de las almas: por lo cual, predicando con apostólico celo, pasó a la Galia que entonces se llamaba Lugdunen. se, recorrió varios pueblos diseminando la verdad del Evangelio, y fijó su residen­cia por algún tiempo en Augeviros, ciu­dad principal de aquella región, donde en un año y tres meses redujo innumerables almas dé la idolatría a la fe de Jesucris­to, y a la práctica de la ley evangélica. Con no menor fruto ganó para Jesucristo muchas almas en las ciudades de Aubi, Auvergne, Anjou y otras, desterrando de todas partes los errores de los paganos e introduciendo nuevas y muy puras cos­tumbres en las almas de sus habitantes. Pasó luego a Beauvais, ciudad de la mis­ma provincia, donde fué preso por Vale­rio, presidente de esta ciudad; el cual lo hizo azotar cruelmente varias veces, y después que le juzgó ya casi muerto a puros azotes, le hizo volver a la cárcel, donde, si no moría, le acabase de quitar la vida Sergio, sucesor suyo; mas el pue­blo, que le amaba como a su padre y maestro, se amotinó y lo sacó violenta­mente de la cárcel y le puso en libertad, con que el santo confesor y apóstol de Cristo volvió de nuevo a desplegar las alas de su celo, y convirtió y bautizó a todos los moradores de aquella ciudad, le­vantando en ella algunas iglesias. De aquí pasó a Amiens, en la misma provincia,

donde en cuarenta días convirtió unos tres mil nombres a la fe de Jesucristo. No pudiendo llevar en paciencia tantas con­versiones Longinos y Sebastián, crueles tiranos, que presidían en esta ciudad, prendieron al glorioso obispo y apostolice» varón san Fermín, y temiendo no se lo quitase de entre las manos el devoto pue­blo, como había hecho en Beauvais, lo degollaron en la misma cárcel: con que acabó gloriosamente, dando la vida por la fe de Jesucristo que tanto y con t a n ­tas fatigas había dilatado, recibiendo la gloriosa corona del martirio, y siendo su alma pura presentada por manos de án ­geles en las del Creador.

Reflexión: Consideremos en el celo, en. los trabajos, y en el glorioso maítirio de san Fermín, lo que costó a los varonas apostólicos el don de la fe y conocimien­to de Cristo que nosotros tenemos y go­zamos. Cada país tiene su apóstol, y casi todos estos hombres apostólicos compia­ron como los discípulos de Jesucristo, a costa de su sangre, la conversión de los pueblos que redujeron a la fe cristiana. Tengamos pues en grande aprecio y e s ­tima nuestra religión verdadera, como una joya del cielo, bañada en sangre de apóstoles, y en sangre de Jesucristo, que nos ha hecho este regalo de Dios y pren­da de su amor infinito.

Oración: Oh Dios, que coronaste con aureola de inmortalidad al bienaventu­rado obispo y mártir Fermín, ilustre por la predicación de la fe y el combate de los tormentos; concédenos benigno que así como celebramos su triunfo, alcance­mos también su premio. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Los santos Cipriano y Justina, mártires. — 26 de setiembre (f 304)

La esclarecida virgen y gloriosa már­tir de Cristo santa Justina nació en la ciudad de Antioquía de padres gentiles; y habiendo abrazado la fe cristiana por la doctrina de un celoso diácono, logró que también se convirtiesen sus padres y recibiesen el santo bautismo. Aunque era Justina hermosa por extremo y de excelentes gracias naturales; resplandecía a los ojos del Señor su alma mucho más por la hermosura de sus virtudes, y es­pecialmente por su limpieza virginal, que consagró a su esposo Cristo. Había pues­to los ojos en Justina y enamorándose de ella un mancebo poderoso y lascivo, • por nombre Agladio; el cual, por todos los medios que suele emplear el amor ciego, procuró atraerla a su voluntad; mas ninguno bastó para vencer el propósito de la santa virgen. No desmayó Agladio; sino que tomó por postrer remedio el fa­vorecerse de un mal hombre, que con artes diabólicas doblegase la voluntad de Justina. Llamábase Cipriano aquel hom­bre y habitaba en la misma ciudad de Antioquía. A éste descubrió Agladio lo que pretendía, diciéndole cuan inútiles habían sido los medios empleados, y que le socorriese con sus artes poderosas y sobrehumanas; que se lo pagaría libe-ralmente y quedaría su perpetuo esclavo. Admitió Cipriano la propuesta, y empezó a poner por obra su mal intento; y des­pués de haber usado contra la santa to­das sus artes y embustes, quedó corrido y avergonzado, porque Justina con el fa­vor de Cristo, con la oración y el ayuno, y con la señal de la cruz, siempre triunfó gloriosamente del enemigo. Asombrado

de lo que veía, consultó Cipria-• no al demonio; el cual le respon­

dió que contra los adoradores de Cristo ningún poder tenía él: de esto entendió que Jesucristo era verdadero Dios, y determinó ha­cerse cristiano, como lo hizo, re­nunciando al demonio y bauti­zándose, y viviendo con tal fer­vor, que fué ordenado de diácono,

" y resplandeció en gran santidad y muchos milagros. Y porque por medio de Justina había recibido de Dios tantas mercedes, tuvo siempre gran cuenta de ayudarla y de llevar adelante sus santos propósitos, siendo ella como ma­dre de buen número de doncellas

que vivían juntas y servían al Se­ñor con gran pureza. En esto un conde llamado Eutolmio los mandó prender; y a Cipriano le hizo atormentar y rasgarle los costados con uñas aceradas: a Jus ­tina, después de haberla bárbaramente abofeteado, la hizo azotar con duros ner­vios: luego a él le pusieron en la cárcel; a ella en una casa honrada: v a los pocos días, fueron traídos al conde, el cual co­mo viese su perseverancia en la fe, los mandó echar en una caldera llena de pez, sebo y resina derretida; mas siendo que­mado Atanasio, sacerdote de los gentiles, los dos santos salieron sin lesión del tor­mento. De allí fueron llevados a Nicome-dia; donde después de haber padecido otros tormentos con grande ánimo y ale­gría, los degollaron. Sus sagrados cuer­pos, abandonados e insepultos, Dios los conservó enteros y sin corrupción.

Reflexión: En las maravillas de santa Justina y en la conversión de san Ci­priano resplandece con grande gloria la virtud de la señal de la cruz: porque por ella venció la santa todas las artes dia­bólicas; y viendo Cipriano la poca fuerza que tenían los demonios, y que no po­dían prevalecer contra ella, determinó abrazar la fe, y comenzar una vida san­ta: ¿por qué, pues, no hemos de amar­nos de la santa cruz haciéndola con to­da reverencia en nuestras tentaciones y peligros?

Oración: Ayúdenos, oh Señor, el favor continuo de los bienaventurados márt i ­res Cipriano y Justina, ya que no cesas de mirar con benignos ojos a los que con­cedes que con tales socorros sean ayuda- ,. dos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Los santos Cosme y Damián, mártires. — 27 de setiembre (t 303)

Los ilustres mártires de Cris­to san Cosme y san Damián fue­ron'hermanos, naturales de Egea, ciudad de Arabia, e hijos de pa- i dres cristianos. Diéronse al estu­dio de las letras y ciencias hu­manas, y especialmente al de la medicina, en que salieron muy | excelentes, y no pocas veces por arte divina sanaban dolencias in­curables. No tenían puestos los ojos en interés temporal ni cu­raban por dineros, sino sólo por misericordia y puro amor de Dios, y valiéndose de su arte pa­ra dar a los enfermos conocí- i miento de la ley de Cristo y de i su santo Evangelio. A esta sazón "• tomó las riendas del imperio ro­

mano aquel gran perseguidor de la Igle­sia, que inundó el orbe con sangre de mártires, y se llamaba Diocleciano. Este envió de procónsul de Egea a Lisias, hom­bre cruelísimo y por extremo enemigo de los cristianos, con orden de que los ex­terminase. Al tener Lisias noticia de los dos santos hermanos, mandólos traer a su presencia, y procuró, con todo el arti­ficio que pudo, persuadirles que sacrifica­sen a los dioses del imperio; y como vie­se que perdía tiempo, los mandó atar de pies y manos, azotarlos cruelísimamente, atormentarlos con otros muy atroces su­plicios, y luego, así como estaban ata­dos, que los echasen en la mar; pero un ángel los desató y libró y puso en la r i ­bera. Súpolo el procónsul, v atribuyén­dolo a arte mágica, los mandó poner en la cárcel, y al día siguiente los hizo echar en una hoguera encendida; y los dos santos salieron ilesos de las devoradoras llamas. Espantado Lisias, mas no rendi­do, mandólos colgar en el ecúleo y desco­yuntar sus. sagrados miembros: mas el ángel del Señor, que los había librado ya del agua y del fuego, los amparó también entonces, y los sacó de aquel tormento sin lesión alguna. Corrido y avergonzado Lisias, no acababa de entender la virtud y poder de Dios y de la religión que los dos hermanos profesaban: y así, lleno de furor y enojo, dio orden de que los ata­sen en sendas cruces, los levantasen en alto y que allí fuesen apedreados hasta que acabasen la vida; todo lo cual no tu­vo más efecto que los tormentos pasa-Jos, y solamente sirvió para demostrarle

'que nada puede la fuerza del hombre con­

tra el todopoderoso brazo de Dios. Quiso aún tentar otro suplicio además de los referidos, para convencerse de que todo lo pasado era pura obra de magia y he­chicería; y fué, mandarlos asaetear con agudas y aceradas saetas hasta destrozar los cuerpos de los santos confesores de Cristo; y al ver la inutilidad de ete pos­trer tormento, los hizo degollar. De esta manera acabaron gloriosamente sus vi­das los dos santos mártires, y con ellos otros tres hermanos suyos, llamados Án-timo, Leónico y Euprepio, cuyos cuerpos fueron sepultados fuera de la ciudad de Egea.

Reflexión: Solían decir los santos mé­dicos Cosme y Damián a los enfermos que visitaban: «Mirad que la medicina que cura las enfermedades del cuerpo, no puede preservarle de la muerte: pero la medicina de la^ fe de Jesucristo, no sólo tiene maravillosa virtud para curar las dolencias del cuerpo, mas también da la salud y vida eterna del alma.» Imiten este ejemplo los médicos cristianos, pro­curando sanar a la vez, como san Cosme y Damián, los cuerpos y las almas de los enfermos: y aprendamos todos a tener en mayor estima la salud y vida inmortal del alma, que la sanidad y vida frágil, de nuestro cuerpo mortal y corruptible.

Oración: Haz, te rogamos, oh Dios to­dopoderoso, que pues honramos el naci­miento a la gloria de tus santos márt i ­res Cosme y Damián, por intercesión de ellos nos veamos libres de todos los ma­les que nos- amenazan. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Wenceslao, rey y mártir. — 28 de setiembre (t 936)

El santísimo duque de Bohemia y glo­rioso mártir de Cristo Wenceslao fué hi­jo de Wradislao, príncipe cristianísimo, y de Dragomira, gentil y perversa mujer. Perdió Wenceslao a su padre siendo ni­ño, y fué educado por Sudmila su abue­la, que era santa matrona. Así lo había dispuesto el padre al morir, temeroso de que la madre pervirtiese al hijo ma­yor, como pervirtió al menor Boleslao de cuya educación se encargó. De suer­te que Wenceslao imitó las santas cos­tumbres de su abuela y el hermano me­nor las perversas de su madre. La cual como era tan impía y ambiciosa, contra lo dispuesto en el testamento de su ma­rido, alzóse con el gobierno del estado y comenzó a perseguir la religión. Con esto Sudmila y los que bien sentían fue­ron de parecer que en todo caso se en­cargase Wenceslao del gobierno, como se hizo con rabia y despecho increíble de la madre. Era Wenceslao de lindo y grave aspecto, virgen toda su vida, templado y devotísimo. Visitando de noche las igle­sias por nieves y hielos con los pies des­calzos, un compañero que le seguía, cal­zado y bien arropado, se helaba; y po­niendo los pies en las huellas que dejaba Wenceslao, cobró calor. Gobernaba más como padre benigno y santo príncipe que como señor temporal. Para ahorrar la sangre de los suyos, entró en singular ba­talla con Radislao que se le había rebe­lado, y al tiempo de acometer, vio Ra­dislao dos ángeles que daban a Wences­lao las armas y diciéndole a él «no le hieras»: y espantado con esto, se apeó y le pidió perdón, y Wenceslao le perdonó..

En otra ocasión presentándose en Alemania al emperador, vio éste que acompañaban a Wences­lao dos ángeles hermosísimos, sirviéndole como de pajes; y l e ­vantándose de su trono, se ade­lantó para recibirle; sentóle a su derecha, concedióle entre otras reliauias el brazo de san Vito, y el título de rey con las armas im­periales, y le hizo otras muchas mercedes. Era tan devoto del santísimo Sacramento, que por su mano sembraba, cogía, trillaba el trigo y hacía las hostias. Todas estas virtudes eran tósigo que emponzoñaba más v más el cora­zón de su madre, y para acabar con él, hizo que Boleslao ofre­

ciese un convite a Wenceslao, después del cual se recogió el santo a la iglesia a prepararse para la muerte que Dios le había revelado. Por instigación de la ma­dre fué Boleslao a la iglesia con gente armada, y allí, con su propia mano, ma­tó a su santo hermano y le hizo mártir de Jesucristo. Dios vengó esta muerte: porque la t ierra se tragó a aquella ma­dre inhumana; el impío Boleslao, por so­brenombre el Cruel, vencido del empera­dor Otón, fué obligado a dar satisfacción al mundo por la muerte de Wenceslao con unajDÚblica penitencia y a volver a llamar a los católicos desterrados; y aca­bó miserablemente su vida en la flor de la edad: y todos los demás reos de aquel crimen tuvieron fin desastroso. En cam­bio el Señor ilustró con grandes y repe­tidos nrodigios el sepulcro del santo már­tir Wenceslao.

Reflexión: No es maravilla que sean tan reciamente castigados de Dios los perseguidores de sus santos: porque quien persigue y afrenta a los santos, persigue y afrenta a los amigos de Dios: y el Se­ñor considera como hechos a su Majes­tad los agravios que se hacen a sus fide­lísimos siervos. Respetémoslos, pues, y venerémoslos con devoción; pues la hon­ra eme les hacemos, la hacemos también á Dios.

Oración: Oh Dios, que por la palma del martirio trasladaste al bienaventurado Wenceslao del principado de la tierra a la gloria del cielo, guárdanos por sus rue­gos de toda adversidad y concédenos go­zar de su compañía. Por Jesucristo, núes' tro Señor. Amén. "V

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La fiesta de san Miguel, arcángel. — 29 de setiembre

Celebra hoy la santa Iglesia fiesta particular, no sólo de san Miguel que es el príncipe de to­da la milicia celestial, sino tam­bién en honra de todos los san­tos ángeles. Estos soberanos es­píritus, cuya muchedumbre ex­cede, como dicen algunos doc­tores, al número de las estrellas del cielo y de las gotas del mar y de los átomos del aire, fueron criados antes que todas las cria­turas o con las primeras de to­das, y son incorruptibles e in­mortales. Su inteligencia entien­de sin discurso todas las cosas que naturalmente se pueden sa­ber: su voluntad es tan constan­te que, según dice santo Tomás, nunca se aparta de lo que una vez escogió; su memoria nunca se olvida de lo que una vez aprendió; su poder es grande so­bre toda fuerza de la naturaleza cor­pórea, y su agilidad es tan admirable, que no hay velocidad en la tierra ni en los cuerpos celestes eme con la suya pueda compararse. Enseña el doctor an­gélico que no hay ningún ángel que no difiera en especie de todos los demás; y con todo, están distintos en tres jerar­quías, suprema, media e ínfima, y cada jerarquía dividida en tres coros, como se saca de las divinas Letras y santos doctores. En la suprema jerarquía hay t res órdenes: Serafines, Querubines y Tronos; en la segunda hay tres coros, Do­minaciones, Virtudes y Potestades; en la tercera, Principados, Arcángeles y Angeles, ¿lámanse todos estos sobera­nos espíritus con el nombre de ángeles, porque como dice san Pablo, son minis­tros del Señor para bien de los que han de heredar la bienaventuranza eterna. Todos ellos están vestidos de la estola de la gracia que nunca perdieron, y son la familia lucidísima de criados que sir­ven a Dios, y de ministros que ejecutan su voluntad soberana en la gobernación del mundo y en la particular providen­cia que tiene de la Iglesia, y también de cada uno de los hombres, así fieles y cristianos, como infieles y pecadores, pues todos tienen su ángel de guarda. Por es­tas excelencias de los santos ángeles y por los beneficios que de sus manos re ­cibimos, los debemos honrar, y señalada­mente al gloriosísimo príncipe de ellos, ,san Miguel, que es soberano protector de

' l a Iglesia. Su nombre significa ¿Quién

como Dios? porque cuando el príncipe de los ángeles Lucifer, envanecido con la grandeza de sus dones y gracias, se negó a adorar el mislterio de la humana natu- , raleza tan ensalzada en la persona de Cristo, y atrajo a su rebelión a muchos ángeles, el fidelísimo san Miguel volvió por la honra de Dios, y de su Unigénito, y con gran poder arrojó de los cielos a los ángeles rebeldes. Entonces fué exal­tado san Miguel al trono aue perdió Lu­cifer, y recibió el principado de todos los ejércitos celestiales, y la representación de la divina autoridad en la tierra, y la protección de la Iglesia de Cristo a la cual defenderá de todos los poderes del mundo y del infierno, hasta el fin de los siglos.

Reflexión: Entiendan bien todos los ca­tólicos que esa actual rebelión de los hombres que ensoberbecidos por los pro­gresos materiales, apostatan de la fe, no es otra cosa que una imitación de^la re ­beldía de los ángeles malos, que inspira Lucifer a los pobres hijos de Adán, para que no logren la dicha de reinar en el cielo con los ángeles buenos, sino que se condenen y padezcan eternamente con los demonios.

Oración: ¡San Miguel arcángel! Defién­denos en la batalla: sé nuestra protección contra la malicia y las asechanzas del diablo. Reprímale Dios, suplicamos hu­mildemente: y tú, oh príncipe de la mi ­licia celestial, arroja a los infiernos a Satanás y a los otros espíritus malignos que andan sueltos por el mundo, para causar la perdición de las almas. Amén.

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San Jerónimo, presbítero y doctor. — 30 de setiembre ( t 419)

El austero penitente, doctor máximo de la Iglesia • y eruditísimo intérprete de la sagrada Escritura, san Jerónimo, nació en Estridón de Dalmacia^Siendo todavía muy joven fué enviado de su padre a Roma para aprender las letras huma­nas, y en aquella ciudad, cabeza del or­be cristiano, recibió el bautismo. Instru­yéronle Donato y otros célebres maestros en cuantas ciencias por aquellos tiempos se enseñaban. Ansioso de- sajber y amigo de libros y del trato de hombres doctos, recorrió las Galias y pasó a Constanti-napla para ver y oír a san Gregorio Na-zianzeno, cte quien confiesa haber apren­dido las letras sagradas, como de otros la filosofía y la elocuencia. Viajó luego a Palestina para venerar el Pesebre del Señor, en cuya ocasión trató con los doc­tores más eruditos de los hebreos. Ayu­dándose de ellos en gran manera para entender las santas Escrituras. De Belén pasó a Siria, donde gastó cuatro años en la soledad del desierto, ejercitándose en santas meditaciones y austerísima pe­nitencia; llegando hasta golpearse el pe­cho con una piedra, aterrorizado por el sonido de aquella trompeta que como dice el sagrado Evangelio, nos ha de lla­mar a juicio. De aquí le llamó a Antio-quía el obispo Paulino para combatir el cisma, y le ordenó de presbítero, y vol­vió después a Roma a donde le llamó el papa san Dámaso para que le ayudase en el gobierno de la Iglesia; mas él, l le­vado del amor a la soledad, muerto el pa­pa, volvió por segunda vez a Belén, y puso eu asiento en un monasterio fundado allí por santa Paula, haciendo en aquel retiro

una vida celestial. Visitóle Dios nuestro Señor con enfermedades, las que sufrió él con admirable paciencia, siempre ocupado en escribir y leer y tratar con Dios. Desde el pesebre del Señor fué un sol que alumbró a toda la Iglesia, Dues con el conocimiento que tenía de las lenguas latina, griega, hebrea y caldea, podía co­mo pocos alcanzar perfecta inte­ligencia de las sagradas Escritu­ras, y así a él acudían como a un oráculo los doctores y prela­dos de toda la cristiandad. Con­sultóle entre otros aquella res­plandeciente lumbrera de la Iglesia, san Agustín, el cual afir­ma aue san Jerónimo había leído

todo cuanto hasta entonces se había es­crito. Fué llamado con razón el martillo de los herejes y cismáticos, y columna de la Iglesia católica. Tradujo con admi­rable fidelidad y gracia del cielo los l i­bros del antiguo Testamento del original hebreo a la lengua latina: corrigió por encargo de san Dámaso el texto griego del Nuevo Testamento, y lo interpretó en gran par te ; y aunque ocupado en estas y otras grandes obras y trabajos, llegó a una edad muy avanzada, que dicen ha­ber sido de setenta y ocho años. Su ben­dita alma voló al cielo en tiempo del em­perador Honorio, dejándonos ilustre me­moria de santidad y doctrina. Su cuerpo, sepultado en Belén, descansa hoy en Ro­ma en Santa María ad Praesepe.

Reflexión: Este gran santo traía el te­mor del día del juicio tan metido en las entrañas, que él mismo dice de sí estas palabras: «Todas las veces que me pongo a pensar en el día del juicio estoy como azogado y tiembla todo mi cuerpo.» Pues ¿cómo vivimos tan olvidados de esta ver­dad revelada por Dios, nosotros, misera­bles pecadores? Temamos aquel divino tribunal, que es cosa horrenota caer en las manos de Dios airado. Démosle mien­tras vivimos cumplida satisfacción de* to­das nuestras culpas, y así podremos es­perar en aquel día una sentencia favo­rable de gloria eterna.

Oración: Oh Dios, que te dignaste pro­veer a tu Iglesia del santo confesor y doc­tor máximo san Jerónimo para la expo­sición de las sagradas Escrituras; concé­denos, te rogamos, que con tu auxilio podamos poner por obra lo que él con pa­labras y ejemplos enseñó. Por Jesucris-\_ to, nuestro Señor. Amén.

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San Remigio, arzobispo de Reims. — 1 de octubre (t 533)

San Remigio, esclarecido tau­maturgo, y apóstol de Francia, fué hijo de Emilio, señor de Laón, y de santa Cilinia, cuya memoria celebra la Iglesia en 21 de octu­bre. Hizo rápidos progresos en las letras y virtudes, y para huir de los peligros del mundo se r e ­tiró al castillo de Laón. A la edad de veintidós años, por muerte de Beunado, arzobispo de Reims, fué elegido por su suce­sor, dispensándole el papa la fal­ta de años, que alegaba el santo mozo para esquivar aquella dig­nidad. Nota san Gregorio Turo-nense que fué tan eminente la santidad de su vida, que era san Remigio tan venerado en Reims como san Silvestre en Roma. Ilustróle el Señor con el don de milagros: alum­bró ^ ciegos, libró endemoniados, multi­plicó el vino, apagó un terrible incendio, sanó toda clase de enfermedades y resu­citó algunos muertos. Pero el mayor por­tento de san Remigio fué la conversión del rey y de casi toda la nación francesa. Hacía cinco años que reinaba Clodoveo, el cual era gentil y estaba casado con Clotilde, y aunque esta santa reina le per­suadía que dejase sus ídolos, y recono­ciese por verdadero Dios a Jesucristo, no podía salir con su intento. Mas haciendo Clodoveo la guerra a los alemanes y sue­vos, y hallándose en la jornada de Tol-biac muy apretado y en peligro inminente de perderse, pidió socorro y favor a J e ­sucristo, prometiéndole de hacerse cris­tiano si le daba victoria de sus enemigos. En habiendo hecho esta promesa se arrojó con el numeroso ejército de sus contra­rios, y lo desbarató, dejando a su mismo rey tendido en el campo, y alcanzando de ellos la más completa victoria. Volvió triunfante a su reino para cumplir su pa­labra, y señalado el día en que había de recibir el bautismo, adornóse de telas blancas y ricas colgaduras para esta au­gusta ceremonia la iglesia de san Martín, que estaba afuera de los muros de Reims. las hachas y las velas, que ardían en gran número, estaban preparadas con bálsa­mos olorosos y suaves perfumes; y el día de la Natividad del Señor, el rey, ador­nado de blancas vestiduras, y tres mil catecúmenos de su corte y ejército, fue­ron bautizados por san Remigio, el cual

Jdió a Clodoveo el nombre de Luis, siendo

el primero de este nombre y el que dio principio a los cristianísimos reyes de Francia. Finalmente, habiendo san Remi­gio hecho innumerables bienes a aquel rebaño de Jesucristo y gobernado santísi­mamente su iglesia setenta y cuatro años, a los noventa y seis de su vida, dio su alma al Señor, con gran sentimiento y llanto de todo el reino de Francia, que perdió tan buen padre, maestro y pastor.

Reflexión: No cabe duda que la con­versión de Clodoveo y los Francos al catolicismo se debe en gran parte a las oraciones y ejemplos de su santo prelado y de la piadosa reina Clotilde. ¡Oh cuánto pueden las plegarias fervientes y el buen ejemplo de un celoso pastor, de una bue­na madre, de una esposa cristiana, de un amigo caritativo, y en general de todos los fieles para trocar los corazones! Cuan-do, desatados de los lazos del cuerpo, en­tremos en la posesión de los bienes eter­nos, veremos sin duda que más conver­siones han obrado la oración y la fragan­cia de las virtudes de los siervos de Dios, que la predicación de los varones apos­tólicos, pues aun ésta, por sí sola y desti­tuida de aquélla, quedaría en gran parte frustrada.

*

Oración: Concédenos, oh Dios omnipo­tente, que la venerable festividad de tu confesor y pontífice el bienaventurado Remigio, nos aumente la devoción y el deseo de nuestra eterna salud. Por Jesu­cristo, nuestro Señor. Amén.

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El santo Ángel de la guarda. — 2 de octubre

Son tantas y tan grandes y continuas las mercedes y favores que cada uno de nosotros recibe del Ángel particular de su guarda, que es cosa justa y muy de­bida que le hagamos fiesta particular conforme al espíritu de la santa Iglesia. Porque es verdad católica y muy recibida entre los sagrados doctores, que todos los hombres, fuera de Cristo nuestro Reden­tor, desde el punto que nacen, tienen un Ángel custodio deputado de Dios para su guarda y defensa. Y dícese que Cristo no le tuvo, porque siendo Dios y Señor de los ángeles, no tenía necesidad de ángel que le guardase, antes era conveniente •que todos los ángeles le sirviesen como lo hacían. Pero nosotros por ser tan ig­norantes y flacos, y tener tan poderosos enemigos, hemos menester la ayuda de los soberanos espíritus para que nuestras almas que son inmortales y compañeras de los mismos ángeles, puedan henchir las sillas que dejaron vacías aquellos espíri­tus rebeldes que de ellas cayeron. Mas ¿qué lengua si no es de ángel podrá ex­plicar dignamente los beneficios que por sus manos recibimos? Ellos son los que nos preservaron de mil riesgos para que ya en naciendo recibiésemos el agua del santo bautismo; ellos nos desviaban mu­chas veces de los tropiezos cuando íba­mos a caer; ellos ponían en nuestro co­razón las primeras semillas de virtudes; ellos nos descubrían el anzuelo que esta­ba escondido debajo del deleite: ellos ve­laban cuando dormíamos v estaban siem­pre a nuestro lado para nuestra defensa. Ellos son los que nos ayudan con santas inspiraciones, con amonestaciones salu­dables, y también con reprensiones y so­

frenadas para que nos dejemos conducir enteramente por Dios. Ellos se alegran con nues­tras espirituales ganancias, y se entristecen con nuestras pérdi­das: ellos son los que ofrecen nuestras oraciones y buenas obras al Señor: ellos los que a la hora de la muerte nos libran del dragón infernal que nos que­rría tragar: ellos los que acom­pañan nuestras almas y las pre­sentan a Dios, los que las visitan y consuelan en el purgatorio, o las reciben en el paraíso. Todo esto hacen los santos ángeles custodios; por lo cual debemos engrandecer la suma bondad de Dios por haber querido que

aquellos tan excelentes, tan sabios y tan gloriosos espíritus sean nuestros tutores, ayudadores y defensores, y también he­mos de reconocer y agradecer los benefi­cios que nos hacen, profesándoles una muy tierna y cordial devoción.

Reflexión: Aunque todas las obras bue­nas son del agrado de los santos ángeles, pero muy particularmente se deleitan en la concordia y paz con el prójimo, porque ellos se llaman Angeles de paz; en la cas­tidad sin mancha, porque ellos son espí­ritus purísimos y nos quisieran ver cu­rados de malas concuspicencias, y seme­jantes a ellos; y finalmente en la oración y devoción, porque tienen el encargo de presentar nuestras súplicas ante el trono de la divina Majestad. Recemos pues to­dos los días por la mañana a nuestro Án­gel custodio la siguiente oración enri­quecida con cien días de indulgencia y una plenaria al mes.

Oración: Ángel de Dios, bajo cuya cus­todia me puso el Señor con bondad infi­nita; iluminadme, defendedme, regidme y gobernadme en este día. Amén. ^

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San Gerardo, abad. — 3 de octubre ( t 959)

El ejemplarísimo abad, san Ge­rardo, fué hijo de Estando, va­rón ilustre de la casa de Haga-nón, duque de la Austrasia infe­rior, y de Plectrudis, hermana de Esteban, obispo de Lieja. Hi­riéronle seguir sus padres desde muy joven la carrera de las ar­mas, propia a la sazón de man­cebos nobles, y le enviaron a la corte de Berengario conde de Namur, donde resplandeció así por la modestia de sus costum­bres, como por la discreción de sus palabras y natural elegancia de su persona. Cobróle tanto amor el conde, que le llevó a su casa, y se servía de él para mu­chas cosas de importancia, y así le envió a Francia por su embajador pa­ra tratar con el príncipe Roberto un ne­gocio grave que se le ofrecía. Luego que llegó a París, dejando allí sus criados, se fué solo al monasterio de san Dionisio para retirarse en él algunos días; y quedó tan edificado de la virtud de los monjes, y tan aficionado al sosiego y felicidad de la vida religiosa, que determinó dar l i ­belo de repudio a todas las cosas de la tierra, para recogerse a servir a Dios en aquel monasterio. Trató los negocios a que iba, y volviendo a dar cuenta de ellos al conde Berengario, suplicóle que le die­se licencia para profesar en dicho mo­nasterio: y aunque con mucha dificultad y tristeza del conde, obtuvo su beneplá­cito. Vistióse pues el hábito de san Be­nito, y desde luego fué espejo de toda santidad y virtud. Allí comenzó a estu­diar desde las primeras letras como niño, y aprovechó tanto en las humanas y des­pués en las divinas, que a los nueve años de su conversión se ordenó de sacerdote con grande gozo de su espíritu, y apro­vechamiento de los otros monjes, de los cuales era tenido en gran veneración. Fué el primer abad del célebre monasterio de Broñá, a cuya iglesia trasladó con gran solemnidad muchas reliquias de santos cuerpos. Un día vino al monasterio una mujer ciega y pidió que le diesen del agua con que el santo diciendo misa se

.había lavado los dedos: lavóse con ella los ojos, y luego cobró la vista. Habiendo recibido el marqués Arnulfo, señor de Flandes, de mano del santo la Comunión, se vio enteramente libre de un mal de

••piedra que le fatigaba mucho, encomen­

dóle el gobierno de todas las abadías que tenía en su estado, y el santo las refor­mó, y tuvo cargo de diez y ocho monas­terios, en los cuales floreció la más per­fecta observancia religiosa. Finalmente recogido en su pobre monasterio de Bro­ñá, y cargado de días y merecimientos, dio su espíritu al Señor, el cual le ilustró con muchos milagros.

Reflexión: Siempre han sido las órde­nes religiosas semillero de santos, y la vida ejemplar de sus miembros poderoso aliciente para atraer las almas a la vir-,tud. Si no tienes valor, oh cristiano, para despojarte, a imitación de san Gerardo, de las cosas de la tierra (que tarde o temprano te ha de arrebatar la muerte) , tenlo al menos para dejarlas con el afecto, poniendo tu principal cuidado en amar y servir a Dios solamente y a todas las de­más cosas sólo en El y por El. Porque ¿de qué nos aprovechará ganar todo el mundo, si perdemos el alma? Esta má­xima bien ponderada hizo de un Javier un apóstol: ésta ha poblado el cielo de santos y ésta debe ser la única norma de todas nuestras acciones. ¡Dichoso de quien se guía por ella, pues tiene asegu­rada su eterna salvación, único negocio para el cual estamos en este mundo, y que nos ha de preocupar seriamente.

Oración: Rogárnoste, Señor, que nos recomiende delante de Ti la intercesión del bienaventurado abad Gerardo, para que alcancemos con su patrocinio lo que no podemos conseguir por nuestros mé­ritos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Francisco de Asís, fundador. — 4 de octubre (t 1226)

El seráfico patriarca san Francisco, uno de los más grandes santos que venera la Iglesia, fué natural de Asís, en la provin­cia de Umbría, y nació en un establo co­mo su divino modelo Jesucristo. Sus pa­dres que eran mercaderes, l lamáronle Juan en el bautismo, pero después le die­ron el nombre de Francisco por la faci­lidad con que aprendió la lengua fran­cesa, necesaria a la sazón a los negocian­tes de Italia. Pasó los años de su moce­dad en el comercio y en las armas: y sa­liendo un día a pasearse a caballo por las cercanías de Asís, halló un pobre lepro­so que le llenó de asco y horror, mas para vencerse a sí mismo, se apeó, abrazó y besó a aquel pobrecito y le dio todo el dinero que llevaba. Deshaciéndose un día en lágrimas de sus culpas, se le apare­ció Jesucristo crucificado como cuando estaba próximo a expirar; por lo que propuso desde aquel momento en su co­razón imitar en su vida la pobreza y los trabajos de su adorable Redentor. Mu­chas veces trocó sus vestidos por los an­drajos de los pobres: y siendo de edad de veinticinco años, oyendo en la iglesia el Evangelio en que Jesucristo dijo a sus discípulos: «No queráis tener oro, ni pla­ta, ni dinero, ni en vuestros viajes l le­véis alforja, dos túnicas, ni calzado, ni báculo» (Matth. X ) , de repente se sintió tocado de Dios para tomar aquellas pala­bras por regla de su vida, y constitución de la orden que fundó con sus doce com­pañeros, llamados los penitentes de Asís. Aprobó Inocencio III su instituto, después de haber visto en un sueño misterioso cómo san Francisco sostenía sobre sus

hombros la iglesia de San Juan de Letrán, que se desplomaba; y habiendo el santo recibido de los monjes de» san Benito una pe­queña posesión con una ermita llamada, de la porción de terre­no, Santa María de Porciúncula, residió allí como en su primer convento, mas creció tanto su orden que en menos de tres años se fundaron más de sesenta mo­nasterios. Túvole santa Clara por maestro de su espíritu, y por au­tor de la Regla de sus religiosas, llamadas al principio Señoras pobres. Encendido en deseos del martirio, partió para Siria con algunos religiosos y llegado a Damiata se presentó al Sultán,

y le declaró la falsedad de la ley de Ma-homa, mas asombrado el príncipe infiel de la santidad de Francisco, le honró y le ofreció ricos presentes, rogando que le en­comendase a Dios. Habiendo el santo re ­nunciado al generalato, se retiró al monte Albernia, y hacia el fin de la cuaresma de san Miguel que hacía todos los años, recibió la impresión de las sagradas llagas en las manos, pies y costado, y desde allí en adelante todos le llamaban el Patriarca seráfico. Finalmente después de haber asombrado al mundo, con sus virtudes, austeridades y prodigios de todo género, quiso morir en suma pobreza y desnudez como Jesús; mas tomando por obediencia su túnica vieja, tendido en el suelo, y puestos los brazos en cruz entregó su alma al Creador a la edad de cuarenta y cinco años.

Reflexión: Movidas de los sermones y de los ejemplos de san Francisco y de santa Clara, innumerables personas ca­sadas de uno y otro sexo deseaban ret i­rarse a los claustros: pero nuestro santo les enseñó como en todos los estados se podían santificar, y les señaló cierta for­ma de vida medida con su condición, y ésta fué la Tercera orden; la cual florece hoy en el mundo con grande honra de Dios y de la santa Iglesia.

Oración: ¡Oh Dios! que por los mér i ­tos de san Francisco fecundaste a tu Igle­sia con una nueva familia; danos gracia para que a su imitación despreciemos las cosas de la tierra y nos gocemos siempre en la participación de los dones celestia­les. Por Jesucristo, nuestro Señor. AménV

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San Plácido y sus compañeros, mártires. — 5 de octubre (f 541)

San Plácido, hijo de Tértulo, ser^dor romano, fué desde la edad de siete años encomendado a la disciplina del gran patriarca san Benito, venerado a la sazón en toda Italia por la excelencia de su santidad. Llevóle pues su padre al santo para que por sí mismo le educase en el monas­terio de Subiaco; donde se aven­tajó tanto Plácido en letras y virtudes, que era por ellas ad­mirado de todos. Refiere san Gregorio que enviándole un día san Benito a sacar agua de cierta laguna que estaba no lejos del monasterio, cayó en ella y fué arrastrado por las olas hasta un tiro de piedra adentro del lago; mas teniendo su santo maestro revela­ción del triste suceso, llamó a otro dis­cípulo suyo llamado Mauro y le mandó que prontamente acudiese a socorrer a Plácido. Llegó Mauro a la laguna, y sin pensar siquiera en el peligro en que se ponía, se entró en ella, caminando sobre las aguas sin hundirse, y tomando a Plá­cido por los cabellos le sacó a la orilla sano y salvo. Era este santo mancebo compañero más predilecto del santo abad, tanto, que cuando san Benito hizo bro­tar de su peñasco una copiosa fuente para abastecer de agua al monasterio, quiso que Plácido fuese testigo de aquel prodigio; y cuando fué a echar por tierra los ídolos que se adoraban en el Monte Casino, y a fundar en él la casa que ha­bía de ser como la cabeza de su orden, también llevó a Plácido por su compa­ñero. Habiendo Tértulo su padre hecho donación a san Benito de muchas y gran­des posesiones que tenía en Sicilia, man­dó el santo patriarca allá a su amado discípulo Plácido para que fundase un monasterio, dándole por compañero a Donato y Gordiano, dos santos monjes de la casa de Monte Casino. Fabricó Pláci­do el nuevo monasterio no lejos del puerto de Mesina, cuya iglesia dedicó a san Juan Bautista. Treinta caballeros jóvenes, ma­ravillados de sus virtudes y prodigios, abrazaron la vida monástica, y en breve tiempo fué aquella religiosa colonia vivo retrato de Monte Casino. Dos hermanos suyos, Eutiquio y Victorino, con su her­mana Flavia fueron a visitarle, y cuando estaban resueltos a renunciar a todos los

/bienes de la t ierra para ganar los del cielo, el Señor les abrevió el camino para

conseguir la eterna felicidad, porque ha­biendo el famoso pirata Manuca hecho un desembarco en Sicilia, y entrado en el monasterio, prendió a Plácido con to ­dos sus monjes, y también a Eutiquio, Victorino y Flavia, mandándoles adorar sus falsos dioses; mas como en lugar de esto confesasen con grande fervor a J e ­sucristo, todas aquellas inocentes vícti­mas, en número de treinta y tres, fueron sacrificadas. Pero el Señor castigó a aque­llos bárbaros, porque haciéndose a la vela y estando todavía delante del puerto de Mesina se levantó una brava tormenta en que todos perecieron.

Reflexión: ¡Por qué caminos tan ex­traños llevó el Señor a estos santos a tan gloriosa victoria! ¡Verdaderamente son ocultos los designios de Dios e ines­crutables sus juicios! Es indudable que sobre cada uno de nosotros tiene el To­dopoderoso trazados sus planes, distintos sí, pero todos ellos encaminados a nues­tro mayor bien espiritual; y la ejecución de ellos depende en grande parte de nues­tra cooperación a las divinas inspiracio­nes. Quien resiste a los toques de la gra­cia, muy cerca está de perderse. Dejémo­nos, pues, conducir por su amorosa Pro­videncia, y estemos seguros de que las que el mundo llama desgracias no son sino medios de que Dios se vale para acri­solar las almas y llevarlas al cielo.

Oración: ¡Oh Dios! que nos concedes la gracia de celebrar el nacimiento para el cielo de tus santos mártires Plácido y sus compañeros; otórganos la dicha de gozar en su compañía de la eterna bien­aventuranza. Por Jesucristo, nuestro Se­ñor. Amén.

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San Bruno, fundador. — 6 de octubre (t noi)

San Bruno, fundador de la Cartuja, fué alemán de nación, hijo de nobles padres, y nació en la ciudad de Colonia. Enviá­ronle a la universidad de París, donde se dio a la filosofía y a la sagrada teología, en que se aventajó tanto a sus otros com­pañeros que vino a ser maestro excelente, varón docto y de fama.y canónigo de la ciudad de Reims. Sucedió en este tiempo en París una cosa notable y espantosa, que refieren muchos autores, entre los cuales el que escribió la vida de nuestro santo en el año 1150, es decir, cuarenta y nueve años después de su muerte. Entre los otros insignes doctores de aquella universidad había uno muy amigo de Bruno, de grande opinión de virtud y le­tras: murió éste, y estando en la iglesia haciéndole las exequias acostumbradas, al tiempo que uno de los clérigos can­taba aquella lección de Job que dice: Responde mihi: quantas habeo iniquita-tes? que quiere decir: «Respóndeme, ¿cuántas son mis maldades?» el cuerpo del difunto que estaba en medio de la iglesia, levantó la cabeza y con una voz espantosa dijo: «Por justo juicio de Dios soy acusado», y acabando de decir estas palabras reclinó su cabeza en las andas como antes. Asombráronse los circuns­tantes, y determinaron no enterrarle has­ta el día siguiente para ver lo que su­cedía: y el día siguiente tornó a hablar el difunto y dijo: «Por justo juicio de Dios soy juzgado»; y como fuese grande la turbación de todos los presentes, acor­daron dejarle hasta el tercer día, en que con voz más espantosa y tremenda clamó: «Por justo juicio de Dios soy con­

denado.» Moviéronse muchos a hacer penitencia de sus pecados con este terrible juicio, y uno de ellos fué san Bruno, el cual to­cado de la mano de Dios, deter­minó morir en vida para no mo­rir eternamente, y con seis de sus amigos se partió a Grenoble en el Delfinado, donde el santo obispo Hugo les cedió el asperí­simo desierto llamado la Cartuja. Allí fundaron su sagrada orden, viviendo más como ángeles que como hombres; y muchas veces el mismo san Hugo iba a morar entre ellos con grande humildad y gozo de su espíritu. Habiendo sucedido en el pontificado Urba­no II, que había sido discípulo de

Bruno, le llamó a Roma para aprovechar­se de sus consejos: mas al partirse el pon­tífice para Francia, el santo le suplicó que le diese licencia para retirarse a un desierto de Calabria tan áspero como el de la Cartuja: y en aquel yermo llamado Torre, en el territorio de Esquilache, pa­só el resto de su vida con muchos otros solitarios que se llegaron a él deseosos de imitar su admirable perfección. Final­mente habiendo enriquecido la santa Igle­sia con la nueva y celestial familia de los gloriosos hijos de la Cartuja, tan célebre por la multitud de santos y eminentes prelados que de ella han salido, cubierto de cilicio, y con un crucifijo arrimado a los labios, a la edad de cincuenta años no cumplidos entregó su espíritu en las manos del Creador.

Beflección: ¿Quién no ve en la vida de este santísimo confesor los caminos ma­ravillosos que el Señor toma para llevar almas al cielo? Condenóse por justo jui­cio de Dios el letrado soberbio y vano y publicó su condenación de un modo tan espantoso que movidos con tal ejemplo muchos se salvasen; y este santo fundase una orden de solitarios y penitentes, que jamás ha descaecido de su primer espíri­tu, y ha sido de grande ejemplo, en la Iglesia de Dios.

Oración: Suplicárnoste, Señor, que sea­mos ayudados con la intercesión de tu glorioso confesor san Bruno; para que los que con nuestras culpas hemos ofen­dido gravemente a tu divina Majestad, alcancemos por sus méritos y oraciones la remisión de nuestros pecados. Por Je-\ sucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Marcos, papa y confesor. (f 340)

7 de octubre

Fué el venerable pontífice san Marcos natural de Roma, e hijo de Prisco, patricio romano: y co­mo resplandeciese con la luz de su doctrina y ejemplos en la Iglesia del Señor, y en aquellos tiempos de persecuciones y mar­tirios, se mostrase digno siervo de Cristo, y sacerdote celoso de su rebaña, habiendo fallecido el papa san Silvestre, de tan glo­riosa memoria, todos pusieron los ojos en san Marcos, y le eligie­ron en su lugar para ocupar la silla de san Pedro. Gobernó este santo pontífice la Iglesia de J e ­sucristo en la paz de que gozó con el favor del emperador Cons­tantino, y aunque vivió poco tiempo, hizo muchas cosas de grande uti­lidad y edificación para toda la cristian­dad, y señaladamente para Roma, resis­tiendo con invencible entereza a los he­rejes arríanos que se iban multiplicando, y decía que podían causar mayor estrago en la Iglesia que las persecuciones san­grientas de los tiranos. En la única orde­nación que hizo, consagró veintisiete obis­pos, y veinticinco sacerdotes, que dilata­ron mucho por diversas regiones de la tierra el reino de Dios, y ganaron a Cris­to innumerables almas; edificó dos nue­vas basílicas, una en la vía Ardeatina a tres millas de Roma, y otra (que lleva su nombre) dentro de la misma ciudad y cerca del Capitolio; y las dotó de muchas posesiones y las adornó con vasos de oro y plata. Concedió al obispo de Ostia la honra de usar de palio, por el antiguo privilegio que tiene de consagrar al sumo pontífice, y ordenó todas las cosas que eran menester así para el decoro del di­vino servicio, como para librar a los fie­les del contagio de los herejes, y conser­var la fe católica tan pura e inmaculada como la habían enseñado los santos após­toles y los romanos pontífices que le ha­bían precedido. Finalmente después de haber gobernado santísimamente l a l g l e -sia de Dios por espacio de dos años y ocho meses, como vivo retrato de humil­dad, sobriedad, caridad y celo apostólico de su antecesor san Silvestre, a los 7 de octubre pasó de esta vida para ser com­pañero de su gloria y eterna recompensa.

,Su sagrado cuerpo fué sepultado honorí-/ ficamente en el cementerio de Balbina y

en la misma iglesia que en la vía Ardea­tina él había edificado.

*

Reflexión: Difícilmente se hallará otro santo, que en tan breve espacio de vida haya llevado a cabo tantas obras del di­vino servicio como san Marcos. ¡Tanto puede el celo ardiente de la gloria de Dios y salvación de las almas! Todos los cristianos, no ya sólo los religiosos y sa­cerdote, somos coperadores de Cristo en la grande obra de la regeneración del mundo. Debe, por lo tanto, cada cual, se­gún sus fuerzas y talentos, emplearse en ayudar a sus hermanos a conseguir su eterna salvación. El oficio de apóstol es más fácil de lo que comúnmente se cree: un buen ejemplo, un consejo dado con oportunidad, a veces una sola palabra, son bastantes para evitar pecados y hacer abrazar la virtud aun a personas que es­taban muy lejos de ella. ¡Cuántos segla­res se verán en el cíelo rodeados de in­numerables almas que ayudaron a salvar con sus ejemplos y exhortaciones! Y ¡có­mo nos sufrirá a nosotros el corazón ver que tantos se condenen, a cuya salvación podríamos tan fácilmente cooperar!

Oración: Dígnate, Señor, escuchar nuestras preces, y aplacado por la inter­cesión de tu bienaventurado confesor y pontífice Marcos, concédenos el perdón de nuestras culpas y la santa tranquilidad de nuestras conciencias. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

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Santa Brígida, viuda. -( t 1373)

83 de octubre

lia gloriosa santa Brígida, tan celebra­da por sus revelaciones, fué hija de Bir-gerio, príncipe de la sangre real de Sue-cia, y de Sigrida princesa de casa no me­nos ilustre. Siendo niña de siete años, ha­blaba ya altamente de las cosas de Dios y practicaba las más heroicas virtudes. Estando un día recogida en un aposento, se le apareció la Virgen cercada de ce­lestiales resplandores, con una corona de inestimable precio en la mano, que reci­bió la santa niña con indecible consuelo de su alma; y duróle el gozo de este soberano favor todo el tiempo de su vi­da. A la edad de diez años vio al Reden­tor divino del mismo modo que estuvo en la cruz, cubierto todo de llagas y san­gre: y quedó tan impresa en su alma aquella dolorosa imagen, que de allí en adelante no podía pensar en la pasión de Cristo sin lágrimas de gran sentimiento. Levantábase varias veces de noche para orar, y usaba de extrañas invenciones pa­ra mortificarse, y como en cierta oca­sión la reprendiese por ellos su tía, la respondió: «No temáis, amada tía, porque mi divino Salvador que se me apareció en la cruz, me enseña lo que he de hacer para amarle.» Cuando cumplió los trece años, el príncipe su padre la casó con un caballero joven llamado Wolfango, príncipe de Nericia, y concedióla el Se­ñor cuatro hijos y cuatro hijas, cuya sin­gular virtud fué el fruto de los ejemplos de tan santa madre. Persuadió después a su marido que sé retirase de la corte, que comulgase todos los viernes, que susten­tase a muchos pobres como si fueran sus hijos y les fundase un hospital. Hizo con

él una peregrinación a Santiago de Galicia: y de vueltas a Sue-cia, Wolfango tomó el hábito en el monasterio de Albastro de la Orden del Císter, donde murió santamente. Entonces la santa vistióse un traje de penitencia, repartió sus bienes a los pobres y tomó por único Esposo a J e ­sucristo, el cual desde aquel día la regaló con frecuentes aparicio­nes y celestiales comunicaciones. Fundó en Wastein un monasterio de religiosas, a quienes dio unas constituciones llenas de espíritu de Dios; y retiróse allí por.espa­cio cíe dos años, después de los cuales pasó con su hija a Roma para visitar los sepulcros de los

santos apóstoles y luego a Palestina para venerar los sagrados Lugares de Jerusa-,lén. Finalmente volviendo a Roma la san­ta, supo por divina revelación el día y hora de su muerte, y a la edad de seten­ta y un años, colmada de méritos entre­gó su espíritu al Señor en los brazos de su hija santa Catalina. A j o s muchos mi­lagros que hizo en su vida se siguió la multitud que Dios obró por ella después de muerta. San Antonio cuenta entre otras maravillas diez muertos resucitados.

Reflexión: Tenemos un volumen entero de las revelaciones de santa Brígida re ­partidos en ocho libros, las cuales fue­ron aprobadas por los padres del conci­lio de Basilea, después de haberlas exa­minado, de orden del mismo concilio, el sabio Juan de Torquemada, quien declaró no haber hallado en dichas revelaciones cosa contraria a la sagrada Escritura, a la regla de las buenas costumbres, ni a la doctrina de los santos padres. Seamos a imitación de esta santa tiernamente de­votos de la pasión y muerte de Jesucris-, to: porque si consideramos los tormen­tos del cuerpo y los dolores del espíritu que padeció, y como por nuestro amor los padeció, nos encenderemos en grande amor de nuestro Redentor divino, y su santísima cruz será nuestro refugio, nues­tra esperanza y nuestra gloria.

Oración: Dios y Señor nuestro, que por medio de tu unigénito Hijo revelaste a la bienaventurada Brígida muchos secre­tos celestiales; concede por su interce­sión a tus siervos el gozo beatífico en la perpetua revelación de tu gloria. Por Je-\_ sucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Dionisio y sus compañeros, mártires. (t 96)

9 de octubre

El divino teólogo san Dionisio Areopagita, fué natural de Ate­nas, ciudad principalísima de Grecia, y nació de padres ilus­tres, ocho o nueve años después del nacimiento del Salvador. Es­tudió la filosofía y astronomía en aquella célebre universidad de Atenas a donde concurrían de todas partes los mayores inge­nios, y para perfeccionarse en las matemáticas hizo un viaje a He-liópolis de Egipto. Allí observó el milagroso eclipse de sol que sucedió en la muerte de Cristo, puntualmente en el plenilunio, y espantado exclamó: «O el Autor de la naturaleza padece, o la má­quina de este mundo perece.» Vuelto a Atenas resplandeció por su sa­biduría, y fué levantado a la dignidad de uno de los primeros jueces del Areópa­go, que era el más respetable tribunal de toda la Grecia. En esta sazón entró en Atenas san Pablo, el cual habiendo pre­dicado a Jesucristo fué delatado a aquel tribunal. Estando pues el apóstol en el Areópago, rodeado por todas partes de filósofos, habló altísimamente de la Ma­jestad de Dios, y del juicio universal, y entre los que se convirtieron, uno fué Dionisio Areopagita y Dámaris su mu­jer, lo cual produjo grande asombro en toda la ciuc'ad y dio ocasión a que otros muchos abrazasen la fe de Jesucristo. Hí-zose Dionisio discípulo de san Pablo y de él aprendió la divina teología que des­pués comunicó en sus libros a toda la Iglesiai Tuvo tan grande veneración a la Virgen, desde que la vio, que solía decir que a no saber por la fe que era huma­na criatura, la tuviera por una divini­dad; y en el libro de los lumbres divinos dice que presenció su dichoso tránsito. Ordenóle san Pablo de obispo de la Igle­sia de Atenas y dejando al cabo de algu­nos años aquella cristiandad tan flore­ciente como la de Jerusalén, pasó a Efeso a hablar con san Juan Evangelista recién venido del destierro de Patmos, y por su consejo fué a Roma, donde el vicario de Cristo eme era san Clemente le envió a las Galias a predicar el Evangelio, junta­mente con Rústico, sacerdote, Eleuterio, diácono. Eugenio y otros comnañeros. Alumbró primero con la luz de Cristo las gentes de Arles, y de allí se dirigió a

/París, donde hizo copioso fruto y es t ra-J dición, que dedicó un templo a la santí-

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sima Trinidad, y otro a la Virgen santí­sima. Finalmente el prefecto Fescenio Si-sinio lo hizo prender con sus compañeros, y los mandó azotar y atormentar con va­rios suplicios, de los cuales habiendo sa­lido ilesos, los entregó a los verdugos pa­ra que fuera de la ciudad, les degollasen. Ejecutóse la sentencia en el monte que hoy se llama Monte de los mártires; y es tradición que el cuerpo de san Dionisio se levantó en pie y tomó su propia ca­beza en las manos como si fuera t r iun­fando y llevara en ella la corona, trofeo de victoria, y que.así anduvo dos millas, hasta que entregó tan preciosa reliquia a una santa mujer llamada Cátula, la cual dio honorífica sepultura a los cuerpos de todos aquellos santos.

Reflexión: Muchos oyeron predicar a san Pablo en Atenas, pero muy pocos se convirtieron con su predicación. Otro tan­to sucede en nuestros días. Llénanse los templos de gente que escucha la divina palabra, pero el número de los que la practican es reducidísimo. ¿Y esto por qué? Porque se acude a los sermones más con espíritu de crítica, o por mera rut i­na, que con verdadero deseo de aprove­charse.

Oración: ¡Oh Dios! que en este día fortaleciste con la virtud de la constan­cia a tu mártir y pontífice el bienaven­turado Dionisio, y le diste por compañe­ros a Rústico y Eleuterio para evangeli­zar a los gentiles, rogárnoste nos conce­das que a su imitación despreciemos por tu amor las prosperidades del mundo y no temamos ninguna de sus adversidades. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Francisco de Borja 10 de octubre (t 1572)

El humildísimo san Francisco de Borja, tercer prepósito general de la Compañía de Jesús, nació en Gandía y fué hijo de don Juan de Borja, tercer duque de Gan­día, y de doña Juana de 'Aragón, nieta del rey don Fernando el Católico. A los diez años de su edad perdió a su madre, y el inocente niño en lugar de llorar, ofrecía en sufragio sangrientas discipli­nas que descargaba sobre su tierno cuer-pecito. Crióse en el palacio de su tío, el arzobispo de Zaragoza y en la corte del emperador Carlos V; y la emperatriz do­ña Isabel quiso que se casase con doña Leonor de Castro, su dama, reputada por la primera hermosura de palacio. Fué es­ta boda muy aplaudida del emperador, el cual hizo a Francisco marqués de Lom-bay, y privado suya tan familiar, que es­tudiaba con él las matemáticas. Acompa­ñó Francisco al emperador en la expedi­ción de África y a la que intentó sobre las costas de la Provenza, señalándose tanto por la prudencia en el consejo co­mo por el valor en la campaña. La muer­te de la emperatriz confirmó el disgusto que tenía ya el santo de las cosas del mundo: mandóle el emperador que con­dujese el cadáver a Granada, y al descu­brirle para hacer la entrega, le halló tan horrorosamente desfigurado, que no se reconocía en él un solo rasgo de lo que había sido, y propuso en su corazón no servir más a señor que se le pudiese mo­rir. Nombróle después el emperador vi­rrey de Cataluña, y luego que el santo tomó posesión de aquel gobierno, mu­dó de semblante toda la provincia. Vi­vía en su palacio como religioso y .con­sultaba por cartas las cosas de su con­

ciencia con san Ignacio de Lo-yola que estaba en Roma. Ha­biendo muerto su esposa, con li­cencia del emperador renunció sus Estados, títulos y empleos y entró en la Compañía de Jesús. Celebró su primera misa en la casa de Loyola, por su devoción a san Ignacio. Traía sus espaldas hechas una llaga por el rigor de sus disciplinas, su oración era un éxtasis continuado, deseaba ser despreciado de todos, y se firma­ba en sus cartas: Francisco el pecador. Es increíble el fruto de conversiones que hizo así en las cortes como en los pueblos. Muerto Carlos V pronunció el santo su oración fúnebre, y cuan­

do fué elegido general de la Compañía, ex­tendió maravillosamente su celo por toda Europa y por el nuevo mundo. En el con­clave de los cardenales pensóse en ha­cerle papa, si no lo estorbara la noticia que tuvieron de una recia enfermedad que le asaltó, y el tesón con que por siete veces se resistió a admitir el capelo car­denalicio. Finalmente después de haber visitado a la Virgen de Loreto, enten­diendo que se llegaba el día de su muer­te, pidió perdón a todos los que le rodea­ban, y después de un éxtasis maravillo­so, dio tranquilamente el alma al Creador a los sesenta y dos años de su edad.

Reflexión: He aquí uno de los mayores ejemplos de desengaños del mundo obra­dos por la muerte. La vista de una her­mosura desfigurada hizo de uno de los más ilustres grandes de España uno de los más esclarecidos santos de la Iglesia. Mirémonos en este espejo, y aprendamos a apreciar en su justo valor las cosas de la tierra. Corftinuamente está llamando la muerte a nuestras puertas: no perdo­na a pobres ni a ricos, a príncipes ni a mendigos, a jóvenes robustos ni a de­crépitos ancianos; cada día falta de nues­tro lado alguna persona amada o cono­cida. Procuremos, pues, vivir de manera que no nos halle desprevenidos.

Oración: ¡Señor nuestro Jesucristo! ejemplar y premio de la verdadera hu­mildad, rogárnoste que así como hiciste al bienaventurado Francisco glorioso imi­tador tuyo en el desprecio de las honras de la tierra, así también nos concedas que le imitemos y le acompañemos en tu gloria. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén. *>

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San Nicasio y compañeros, mártires. — 11 de octubre ( t siglo V)

Algunos varones apostólicos griegos, discípulos de san Poli-carpo habían predicado la fe en Lyon de Francia, y formado allí una cristiandad numerosa. De ella salieron otros celosos minis­tros de Cristo que llevaron la luz del Evangelio a diversas partes de las Galias, como san Alejan­dro y san Epipodio martirizados en Lyon, san Benigno, sacerdote y san Tirso, diácono, que lo fue­ron en Autún; y de aquella mis­ma iglesia fué hijo el glorioso san Nicasio, cuyo nombre vale lo mismo que vencedor: y vence­dor fué con toda verdad, porque triunfó de sí mismo, de los idó­latras y de los bárbaros. Tomó por compañeros al presbítero Quirino, y al diácono Escubículo, y con ellos reco­rrió las poblaciones de Conflans, de An-dresy, de Triel y de Vaux. En esta ú l ­tima hay una fuente que lleva el nombre del santo, donde se dice que bautizó a más de trescientas personas. Neulant, Nantes y Monceaux se glorían también de haber recibido la fe de Cristo de mano de San Nicasio. No se sabe si fué obispo, pe ­ro consta que trabajó con celo, de verda­dero pastor de las almas señaladamente cuando los bárbaros septentrionales ha­cían sus incursiones y llenaban de sangre y de ruinas los lugares por donde pasa­ban. Para alentar a los fieles andaba el santo de casa en casa, exhortándolos a armarse con el escudo de la fe, y con aquella fortaleza de ánimo que es el fru­to de la buena conciencia y de la per­fecta confianza en Dios; y a trueque de salvar las almas, no dudó en exponer mil veces su vida, a peligro de caer en ma­nos de aquellos bárbaros, que auxiliados por los idólatras, lo pasaban todo a san­gre y fuego, y despedazaban con inhuma­na crueldad hasta las mujeres y los n i ­ños. Andando pues el santo varón en es­tas obras de caridad y celo, fué preso por ellos, y después de haberlo azotada desapiadadamente, le cortaron la cabeza. Con el mismo suplicio alcanzaron la pal­ma de los mártires los dos compañeros del santo, Quirino y Escubículo, y una dama muy principal llamada Piencia que san Nicasio había convertido y bautiza­do, y que desde aquel día se había con­

sag rado enteramente al servicio de Dios J y de los pobres de Jesucristo. Los sagra­

dos cuerpos de todos estos mártires fue­ron sepultados en la iglesia de san Agrí­cola, y el Señor los ilustró con numero­sos milagros, y los libró de los saqueos y estragos de los bárbaros del Norte para que se perpetuase su gloriosa memoria.

* Reflexión: Cuando hay verdadero amor

de Dios se sufren, no sólo con paciencia, mas también con alegría, los mayores tra­bajos y persecuciones, y hasta la misma muerte. El amor de Dios hizo tan esfor­zados a los mártires, y la falta de él hace tan pusilánimes a muchos hombres mun­danos. ¿Qué harían a la vista de los su­plicios, los que ante el temor de una des­honra aparente, de una burla necia o del peligro de perder un miserable interés temporal, se olvidan tan fácilmente de sus deberes de cristianos? Y todo esto nace del amor desordenado a las como­didades, honras o deleites; es decir, de que se antepone la vil criatura al Crea­dor, olvidándose el hombre de que cuan­to es y cuanto tiene lo ha recibido de la generosa mano de Dios, con el único fin de que lo ordene todo a su mayor servi­cio y alabanza, y a alcanzar por este me­dio la posesión de las riquezas del cielo.

Oración: ¡Oh Dios! que nos concedes la merced de celebrar el nacimiento para el cielo de tus santos mártires Nicasio- y sus compañeros, danos también la gracia de gozar en su compañía de la eterna bienaventuranza. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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La aparición de la Virgen del Pifar en Zaragoza. — 12 de octubre

La admirable aparición de la sacratí­sima Virgen nuestra Señora en el Pilar de Zaragoza, se refiere en un documento antiquísimo del archivo de la santa basí­lica del Pilar, por estas palabras: «Des­pués de la pasión y resurrección del Sal­vador y de su ascensión a los cielos, la piadosísima Virgen quedó encomendada al apóstol y virgen san Juan Evangelista: y de ella recibieron los apóstoles la licen­cia y bendición para ir a predicar el E\»angelio a las regiones del mundo que a cada uno habían tocado. El bienaven­turado apóstol Santiago el Mayor, her­mano de Juan e hijo del Zebedeo, por r e ­velación del Espíritu Santo recibió man­damiento de Cristo de venir a las pro­vincias de España, y habiendo besado las manos de la Virgen y pedídole su bendi­ción, ella le dijo: Ve, hijo, cumple el mandamiento de tu Maestro, y por él te ruego que en aquella ciudad de España en que mayor número de hombres con­viertas a la fe edifiques una iglesia a mi memoria, como yo te lo mostraré. Salien­do pues de Jerusalén el bienaventurado Santiago vino a España, y pasando por Asturias llegó a la ciudad de Oviedo don­de convirtió uno a la fe. Entrando por Galicia predicó en la ciudad de Padrón; de allí volviendo a Castilla llamada Es­paña la Mayor, vino últimamente a Es­paña la Menor que se llama Aragón, en aquella región que se dice Celtiberia, en donde está situada Zaragoza, a orillas del Ebro. En esta ciudad habiendo predicado muchos días, convirtió a Jesucristo ocho varones, con los cuales trataba de día del reino de Dios y por la noche salía a la ribera del río para tomar algún descanso y orar, sin ser molestados por los gentiles.

Estando una vez en aquel sitio, a la hora de media noche oyó unas voces de ángeles que canta-^ ban: Ave María, llena de gracia, y postrándose de rodillas, vio a la Virgen, Madre de Cristo, en­tre dos coros de millares de án­geles sentada sobre un pilar de mármol, la cual mirándole amo­rosamente, le dijo: He aquí, San­tiago, hijo, el lugar donde has de edificar un templo en mi memo­ria: mira bien este pilar en que estoy asentada, el cual mi Hijo y maestro tuyo le trajo de lo alto por manos de ángeles: al rededor de él harás el altar de la capilla. En este lugar obrará la virtud del Altísimo portentos y maravi­

llas por mi intercesión con aquellos que en sus necesidades imploren mi patroci­nio, y este pilar permanecerá en este si­tio hasta el fin del mundo, y nunca fal­tarán en esta ciudad verdaderos cristia­nos. Alegre el santo con tan maravillosa visión, edificó un templo en aquel lu­gar, con la ayuda de los ocho varones convertidos, y para el servicio de aque­lla iglesia ordenó de presbítero a uno de ellos, y habiéndola consagrado le dio el título de Santa María del Pilar. Es la primera iglesia del mundo dedicada^ a honra de la Virgen por manos de los após­toles.»

Reflexión: Las cita-das palabras del re ­ferido códice, cuya verdad ha venido a confirmar la experiencia, pues nunca han faltado en Zaragoza verdaderos adorado­res, aun en tiempos los más borrascosos, son el monumento más sólido y fidedigno de tan piadosa tradición. Añádanse los repetidos portentos obrados por la san­tísima Virgen, y la autoridad de la San­ta Sede, que ha decretado en su favor una festividad particular, y hemos de con­fesar que aquel pilar bendito santifica­do por las plantas virginales, es la joya más rica de la nación española.

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Oración: ¡Oh Dios y Señor! Concéde­nos, te rogamos, que nosotros tus siervos nos alegremos con la perpetua sanidad de cuerpo y alma, y que por la gloriosa in­tercesión de la bienaventurada siempre virgen María, seamos libres de la tris­teza presente, y lleguemos a gozar del eterno júbilo. Por Jesucristo, nuestro Se ñor. Amén. \

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San Walfrido, obispo y confesor. (t 709)

El admirable obispo de York, san Walfrido, nació de padres ilustres en Northumberland, y habiendo perdido a la edad de doce años a su virtuosa madre, envióle su padre a la corte para que se criase en ella sirviendo a la reina Eanfleda mujer del rey Osuvi. Prendada la católica princesa de las raras dotes y gra­cias naturales de Walfrido, le distinguió mucho entre sus pa­jes ; pero como el santo mance­bo le manifestase que Dios le llamaba para su servicio, ella le recomendó a uno de los princi­pales cortesanos del rey, que r e ­tirándose también de la corte iba a tomar el hábito de monje en el monasterio de Lindisfarne. Siguióle Wal­frido, y estuvo algunos años allí, ocupado en ejercicios de virtud y en el estudio de las letras. Pero deseoso de instruirse con todo esmero en la disciplina ecle­siástica, con licencia del abad pasó a Lyon de Francia, donde el arzobispo san Delfín le importunó a que se quedase en su palacio para ayudarse de su virtud y prudencia en el gobierno de su diócesis: pero insistiendo el santo en su primera resolución, prosiguió su viaje a Roma. Vi­sitaba con frecuencia los sepulcros de los santos apóstoles, y las catacumbas de los mártires, y en aquellos cementerios pa­saba gran parte del día y de la noche en oración. El arcediano Bonifacio, venerado en Roma por su mucha santidad y sabi­duría, le explicó los libros sagrados y le instruyó en la disciplina de la Iglesia romana. Volviendo después a Lyon, reci­bió de san Delfín la tonsura clerical. Era el ánimo del santo arzobispo hacerle su­cesor suyo, pero habiendo sido asesinado por sus enemigos, Walfrido le dio honrosa sepultura y volvió a Inglaterra. Luego que llegó a aquel reino, el príncipe Al-frido hijo del rey le hizo donación del territorio de Ripón en la diócesis de York; y allí fundó el santo un monaste­rio, del cual fué primer abad. Ordenado ya de sacerdote, fué nombrado obispo de York, y gobernó santísimamente su grey conforme a la disciplina de la Iglesia ro­mana, por espacio de cuarenta y cinco años. Fué maravilloso el celo con que redujo a la fe de.*Cristo a todos los gen­tiles de aquella provincia; la caridad con

_ que auxilió a los pobres, librándoles con ' sus oraciones de una sequía que había

12 de octubre

durado por espacio de tres años, y bau­tizando y alcanzando la libertad a mu­chos esclavos. Finalmente lleno de días y virtudes descansó ¡en el Señor y su cuer­po fué honoríficamente llevado al mo­nasterio donde primero había sido mon­je, y allí obra Dios por él muchos mila­gros.

Reflexión: Es verdaderamente irresis­tible el atractivo de la virtud; quien se consagra a ella sin reserva, no sólo es amado de los buenos, como el glorioso san Walfrido, mas también admirado y respetado de los mismos malos. Y aunque parezca que la odian y persiguen los hombres perversos, pero en el interior de sus corazones no pueden menos de reco­nocer su valor y tributarle el homenaje de su veneración y respeto. ¡Oh si se per­suadiesen bien de esto los cristianos to­dos! ¡Con qué empeño procurarían copiar en sí los hermosos ejemplos de los varo­nes perfectos! ¿De qué sirve leer las vi­das de los santos, si no nos esforzamos por imitarlas? ¿Acaso bastarán ante el tribunal del supremo juez los estériles sentimientos de admiración, único fruto que sacan muchos de las lecturas piado­sas? Obras quiere Dios, que. no meros afectos, y la mejor manera de honrar a los santos, como dijo uno de ellos, es el imitar sus virtudes.

Oración: Concédenos, oh Dios omni­potente, que la venerable festividad de tu bienaventurado confesor y pontífice Wal­frido, acreciente en nosotros la devoción y el deseo de nuestra eterna salud. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Eduardo, rey de Inglaterra. — 13 de octubre (t 1066)

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San Eduardo, tercero de este nombre, rey de Inglaterra, llamado el Confesor o el Piadoso, fué sobrino de san Eduardo rey y mártir, y nació en Inglaterra. Por librarse de la irrupción de los daneses que causaban en el reino grandes estra­gos, tuvo que ponerse a salvo con toda la familia real en Lombardía. Creció jun­tamente en él la virtud con la edad, y mereció por su extraordinaria honestidad y admirable pureza el renombre de ángel de la corte. Por muerte de su padre, y por haber asesinado los daneses a los dos hermanos que le quedaban, se halló único heredero del reino; y restituyó lue­go a sus estados la antigua prosperidad y felicidad. Reparó las iglesias que los enemigos habían saqueado o arrumado, reedificó los monasterios, y por medio de los religiosos y celosos predicadores, r e ­formó las costumbres del pueblo. Por condescender con los grandes del reino se casó con Edita, hija del conde Godu-bin, pero los santos esposos que habían hecho voto de perpetua virginidad, vi­vieron como hermanos. Asistiendo un día san Eduardo al adorable sacrificio de la misa, vio a Jesucristo en forma corporal en la sagrada hostia. Otro día, terminada la misa en que se había quedado pasma­do y vertiendo lágrimas, le preguntaron los magnates qué significaba aquella no­vedad, y él les respondió que acababa •de morir el rey de Dinamarca y que se había perdido toda su arma que venía a Inglaterra. Esta visión profética quedó confirmada por las nuevas que pocos días después se recibieron del funestó su­

ceso de los daneses y de su ar­mada naval. Era el santo rey amado de todos sus vasallos, y llamado tutor de los huérfanos y padre de los pobres. Encontró una vez en la calle a un pobre paralítico, y tomándolo sobre sus hombros lo llevó a la iglesia a donde el enfermo iba como arrastrando. En otra ocasión, no llevando dinero de que dar a un pobre que le pidió limosna, se sacó del dedo el anillo y se lo dio. Jamás se había visto el re i ­no de Inglaterra tan floreciente ni había gozado de tanta pros­peridad y sosiego como en el re i ­nado de nuestro santo, el cual habiendo tenido revelación de su

temprana muerte, colmado de méritos, entregó su alma inocentísima al Creador a los treinta y seis años no cumplidos de su edad, y veintitrés de su reinado. Por largo tiempo fué llorada su muerte con luto general de toda Inglaterra, y treinta y seis años después se halló su cadáver fresco, flexible y exhalando suavísima fragancia, y se traspasó a un sepulcro de oro y de plata.

Reflexión: En todos los estados se pue­de servir a Dios santamente: el pobre con la falta de las cosas de la tierra y el rico con la abundancia de ellas; el religioso en la soledad de su retiro y el seglar en el bullicio del mundo; todos, sin excepción, pueden, si quieren, llegar a la cumbre de la santidad. Basta para ello refrenar los apetitos desordenados, basta sujetar las pasiones a la razón, basta imitar los ejemplos de nuestro di­vino modelo Cristo Jesús y de sus san­tos, que para esto se nos proponen en tan admirable variedad. De modo que el decir: «Yo no puedo ser santo; yo no puedo ser virtuoso; tengo tales o cuales dificultades que me lo impiden»; no pasa de ser una vanísima excusa. ¡Co­mo si aquellos admirables varones, que veneramos en los altares, hubieran, sido de una naturaleza superior a la nuestra!

Oración: ¡Oh Dios! que coronaste con la gloria eterna al bienaventurado san Eduardo, tu confesor, suplicárnoste nos concedas la gracia de venerarle de mane­ra en la tierra, que merezcamos reinar con él en el cielo. Por Jesucristo, nuestro. Señor. Amén.

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San C alisto, papa y mártir. — 14 de octubre ( t 222)

Él glorioso pontífice y mártir san Calisto, primero de este nom­bre, fué natural de Roma, hijo de Domicio, patricio romano, y por sus esclarecidas virtudes, sa­biduría y celo de la gloria de Jesucristo, nombrado sucesor de san Dámaso, mientras imperaba en Roma Marco Aurelio Antonio Heliogábalo. Como este empera­dor vivía tan entregado a sus placeres sensuales, que ni aun tenía tiempo para acordarse de los cristianos y perseguirlos, y su sucesor Alejandro Severo, dejó a los fieles mayor libertad que la que habían tenido desde el na­cimiento de la Iglesia, y estaba tan inclinado a la religión cris­tiana, que tenía un retrato de Jesucristo en su mismo aposento imperial; el santo pontífice aprovechó esta paz para acre­centar el rebaño de Cristo y perfeccio­nar las cosas de la Iglesia. Edificó un templo de santa María, llamado Transti-beriano, en honra del sagrado parto de la Virgen, y desde aquel tiempo comen­zaron los cristianos a tener iglesias pú­blicas a vista de los gentiles. Por el mis­mo tiempo mandó fabricar en la vía Apia el famoso cementerio de su nombre, una de las más bellas obras de arquitectura, y el más capaz y célebre de todos los que hay en los alrededores de Roma, pues se asegura que fueron sepultados en él hasta ciento setenta y cuatro mil már­tires y entre ellos cuarenta y seis papas. A pesar de la tranquilidad de que go­zaba la Iglesia, hubo también en aquella sazón algunas persecuciones, especialmen­te mientras el emperador estaba ausente de Roma, y entre otros mártires, padeció la .muerte por Cristo este santo pontí­fice. Porque habiendo caído un rayo en el Capitolio y abrasado gran parte del edi­ficio, y al mismo tiempo prendido fuego en otro templo de Júpiter y desprendí-dose la mano siniestra de aquella esta­tua, atemorizados los idólatras quisieron aplacar a los dioses con sacrificios; y cuando los hicieron se levantó una tem­pestad tan furiosa, que cuatro sacerdotes de los ídolos murieron heridos de los ra ­yos y el altar de Júpiter cayó reducido a cenizas. Atribuyendo el mal suceso a las imaginadas hechicerías de los cristia­nos, Palmario, varón consular, los delató

,al gobernador, y aun tomó una tropa de soldados para ir a prenderlos a la otra

parte del Tíber, donde los había visto en los sepulcros de los mártires. Pero luego que llegaron los soldados, quedaron como ciegos y huyeron: y Palmacio por este y otros prodigios se convirtió con otros cua­renta y dos de su familia, como también su amigo el senador llamado Simplicio con sesenta y ocho personas de su casa. A todos mandó prender el bárbaro pre ­fecto, y les mandó cortar la cabeza y en­tregó en manos del furioso populacho al santo pontífice Calisto, quien después de haber sido azotado y arrastrado por las calles, fué arrojado en una profunda cis­terna, de la cual después sacó el santo cuerpo el presbítero Asterio y le enterró en el cementerio de san Calepodio en la vía Aureliana.

Reflexión: Parece increíble que con tantos prodigios en favor de la religión cristiana, como se obraron por este tiem­po en Roma, se obcecase más aquel impío prefecto, llegando hasta derramar la san­gre de los ilustres campeones de Cristo. Es que le dominaba la ambición, y propio es de las pasiones no domadas el ofuscar la mente y endurecer el corazón. Esta es la raíz de los mayores pecados que se cometen en el mundo. Dominemos nuestras pasiones, no dejándolas salir con sus depravados antojos, sobre todo nuestra pasión dominante, y nuestra vida será un retrato de la de los Bienaven­turados.

Oración: ¡Oh Dios! que estás viendo que continuamente desmayamos por nuestra flaqueza, fortalécenos misericor­diosamente en tu amor con el ejemplo de tus santos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Santa Teresa de Jesús. — 15 de octubre (t 1582)

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La seráfica madre Teresa de Jesús, na­ció en Avila, ciudad de las principales de España, y fueron sus padres Alonso de Cepeda y doña Beatriz de Ahumada, personas nobles y muy cristianas. Sien­do de siete años, aprehendió tan viva­mente la eternidad de la gloria y penas del infierno, que repetía a menudo y con gran ponderación: «Para siempre, para siempre, para siempre.» Con la lectura de las vidas de los mártires, se encendió en tal deseo del martirio, que saliendo de casa con su hermanito Rodrigo, quiso irse a África a ser martirizada por Cristo, de los moros: mas un tío suyo los halló y volvió a su casa: y viendo los niños frustrados sus deseos, hicieron en la huer­ta de su casa dos celdillas para llevar allí vida de ermitaños. Apenas contaba Te­resa doce años de edad, cuando pasó su madre; a mejor vida, y ella comenzó a tomar gusto en leer novelas, con cuyas lecturas se le despertó grande afición a las galas y vanidades del mundo; y te­niendo catorce años, trabó amistad con un pariente suyo, que puso su inocen­cia en gravísimos peligros. Sacóla de ellos su padre poniéndola en un convento de religiosas de san Agustín. Entonces vol­vieron a despertarse en ellos los pr ime­ros fervores, y creciendo más con la ex­periencia, a la edad de veinte años deter­minó entrarse monja en el monasterio de la Encarnación de Avila, de religiosas carmelitas. El día de la Asunción le dio un parasismo tan largo que estuvo cuatro días como muerta, y diéronla ya la un­ción; mas volviendo en sí, dijo que había estado en el cielo, y que había visto lo

que el Señor quería hacer de su sagrada Orden del Carmen. Pa­deció grandes sequedades en la oración por espacio de diez y ocho años: mas con lo que san Francisco de Borja la animó, concibió gran odio contra sí, quebrantando en todo su volun­tad, y se vistió de un silicio de hoja de lata agujereado al modo de rallo, que dejaba toda su car­ne llagada. Por más de tres años vio a Cristo Señor nuestro a su lado, y mereció que un ángel hermosísimo y tan encendido que parecía un serafín, con un dardo de oro le traspasase el corazón y la dejase abrasada en grande amor de Dios. Muchas veces fué vista levantada de la tierra y con el rostro lleno de resplan­

dores; los que comulgaban solían ver con el rostro todo resplande­ciente; y con los mismos resplando­res la vieron muchos cuando escri­bía sus admirables libros. Con la pro­tección de san José, de quien fué devo­tísima, llevó a cabo la reforma de la Or­den del Carmen y fundó multitud de con­ventos. Finalmente, después de haber asombrado al mundo oon sus heroicas virtudes, milagros estupendos y libros inspirados, entregó su alma al divinal Esposo a la edad de sesenta y siete años; y en el instante en que expiró, vio una religiosa salir por su boca una paloma blanca que voló a los cielos, y fué tan grande la fragancia que echaba de sí su virginal cadáver, que fué necesario abrir las ventanas para poderlo sufrir, y el mismo olor celestial exhala todavía su cuerpo incorrupto.

Reflexión: Por las vanas lecturas estu­vo a punto de perder esta santa no sola­mente el tesoro inestimable de sus mé­ritos, mas aun la joya de su virginidad y hasta su misma alma. ¡Para cuántos

' jóvenes ha sido ésta la causa de su per­dición! Un mal libro es el veneno más poderoso de la virtud, y las novelas so­bre todo han producido en el mundo da­ños incalculables.

Oración. Óyenos ¡oh Dios! que eres nuestra salud, para que así como nos ale­gramos en la festividad de tu bienaven­turada virgen Teresa, así nos sustente­mos con el alimento de su celestial doc-

• trina y recibamos con ella el fervor de su piadosa devoción. Por Jesutíristo, núes-, tro Señor. Amén. ^

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San Galo, abad. — 16 de octubre ( t 646)

El glorioso abad san Galo, fué de nación irlandés, e hijo de padres tan ilustres por su noble­za como por sus cristianas vir tu­des. Pusiéronle desde niño en el monasterio de Bencor bajo la disciplina de san Columbano, donde hizo grandes progresos en la virtud, en la poesía y en las letras sagradas. Siguió como fiel discípulo a san Columbano cuan­do este pasó de Irlanda a Ingla­terra, y después a Francia, don­de fueron muy bien recibidos, como varones de Dios, del rey Sigeberto, y fundaron el monas­terio de Anegroy en una selva de la diócesis de Besancon, y dos años después el de Luxenil. Ha- — biendo sido desterrado de este monasterio san Columbano por el rey Thierry cuyas liviandades había reprendido, se retiró con san Galo a los estados de Teodo-berto a la sazón rey de Austrasia, y pu­sieron su asiento en una soledad horro­rosa cerca del lago de Costanza. Encon­traron en él una capilla dedicada a san Aurelio, pero profanada por los gentiles, los cuales habían colgado algunos de sus ídolos en las paredes. Encendióse el celo de san Galo a vista de aquella abomina­ción y determinó trabajar en la conver­sión de aquellas gentes con la esperanza de encontrar la corona del martirio. Lle­gó el día de la fiesta principal de aquel lugar, y concurriendo mucho gentío, pre-•dicó'es el santo con tanto fervor y efica­cia contra las supersticiones del paganis­mo, que redujo a muchos a la fe cris­tiana. Pasando después de las palabras a las obras, derribó las estatuas de sus dioses, y arrojó al lago los pedazos que hizo de ellas. San Columbano purificó la capilla, bendíjola, puso una ara sobre el altar y celebró el santo sacrificio de la •misa. Fué creciendo aquella comunidad, levantáronse celdas alrededor de la ca­pilla, y aquella colonia <£e santos religio­sos hizo triunfar la vida monástica en medio del paganismo. Curó san Galo una doncella hija del duque de Cunzón, que estaba poseída del demonio, y que no había podido curarse con los exorcismos: y reconocido el duque, hizo cuanto pudo para que el santo admitiese el obispado de Constanza que en aquella sazón había vacado; pero san Galo se resistió a acep-

v"tarlo. Por muerte de san Eustaquio, abad

de Luxeu, todos los monjes eligieron por sucesor suyo a san Galo, pero éste r e ­nunció también aquella abadía, y nunca quiso salir de su soledad. Finalmente ¡habiéndole convidado el santo presbítero Willimar a la fiesta de su parroquia, p re ­dicó el santo con grande fruto delante <de un numerosísimo concurso de gentes, y tres días después, pasó de esta vida ,a los ochenta años de su edad, y recibió la recompensa de sus méritos y virtudes.

Reflexión: No se puede hacer elogio más honorífico de un hombre, que el de­cir que fué amado de Dios. ¿Puede, en efecto, aspirar a más la ambición del co­razón humano, que a ser favorecido de Dios con su amistad, como lo fué san Ga­lo? Por esto los santos despreciaron siem­pre las honras y dignidades terrenas, abrazándose únicamente con la humildad y bajeza, persuadidos de que así agrada­ban de veras a l Señor, y entraban por lo tanto a formar parte del número de sus amigos predilectos. O Cristo se engaña, dice san Bernardo, al abrazarse con la humildad'y las deshonras, o el mundo ye­rra, al correr desolado en pos de las hon­ras y dignidades: pero Cristo no se pue­de engañar, porque es sabiduría infini­ta: luego el mundo yerra miserable­mente.

Oración: Rogárnoste, Señor, que nos recomiende delante de tu divino acata­miento la intercesión del bienaventurado abad Galo, para que lo que no podemos conseguir por nuestros méritos, lo* alcan­cemos por su patrocinio. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Santa Eduvigis, duquesa de Polonia, viuda. — 17 de octubre ( t 1243)

Santa Eduvigis fué hija del príncipe Bertoldo, duque de Carintia, marqués de Moravia y conde del Tirol. Siendo aún niña dispusieron sus padres que se edu­case en el monasterio de Benedictinas de Lutzing, donde tenía todas sus deli­cias en pasar largas horas de oración de­lante de una imagen de la santísima Virgen. Nunca la deslumhró el resplan­dor de su nobleza, y si hubiese podido resistirse a la voluntad de sus padres, jamás hubiera tomado otro esposo que a Jesucristo. Pero quiso el Señor que la santa fuese un ilustre modelo de perfec­ción en el estado del santo matrimonio; y a la temprana edad de solo doce años la casaron con el príncipe Enrique, du­que de Silesia y de Polonia. Su primer cuidado fué estudiar el genio y las incli­naciones del duque su marido para com­placerle y ganarle el corazón: y logrólo con tan buen suceso, que fué uno de los más cristianos y virtuosos príncipes de Alemania. Tuvo de él tres hijos y tres hijas, a los cuales crió ella por sí misma con tal acierto, que fueron más tarde la gloria de varias cortes de Europa. Hi­cieron después los dos esposos voto de perfecta continencia en manos del obis­po, y desde aquel día entablaron una vi­da de mayor santidad y perfección. La santa daba de comer en su palacio a gran número de huérfanos y pobres, y per­suadió al duque su marido que fundase el célebre monasterio de Trebnitz, go­bernado por las religiosas del Císter, don­de eran recibidas cuantas viudas y don­cellas deseaban consagrarse a Dios. Eran asperísimas las penitencias que hacía la

santa, y andaba los pies descal­zos por el hielo dejando en él huellas ensangrentadas. Habien­do entrado Conrado, duque de Kirne, en las tierras del duque de Polonia, dióle éste una bata­lla en la cual quedó herido y prisionero: y como se resistiese Conrado a ponerle en libertad a pesar de las razonables condicio­nes que se le propusieron, de­terminó la santa presentarse en la corte del enemigo. Al verla Conrado en su presenciarse l le­nó de un respetuoso terror y le concedió todo lo que pedía. Mu­rió poco después el virtuoso du­que y su santa esposa le vio es­pirar con ojos enjutos, diciendo:

«Todos debemos recibir con humilde ren­dimiento, en vida y en muerte las amo­rosas disposiciones de Dios.» Favorecióla nuestro Señor con el don de milagros y de profecía; predijo el día de su muerte mucho antes de su última enfermedad; y después de haber vivido por espacio de cuarenta años con grandes rigores, r e ­cibidos los santos sacramentos dio su al­ma al Creador. Veinticinco años después de su muerte fué hallado su sagrado ca­dáver consumidas todas las carnes, me­nos los tres dedos de la mano izquierda con que tenía asida una imagen de la santísima Virgen, que toda la vida ha­bía llevado consigo.

Reflexión: ¿Quién hallará una mujer fuerte como dice el Sabio en los Pro­verbios? Tal será sólo aquella que, a imi­tación de santa Eduvigis, sea verdadera­mente virtuosa, y que ponga todas sus aficiones, no en las galas, modas y otras vanidades por el estilo, sino en cumplir exactamente con las obligaciones de su estado, en vivir bien con su marido, en conservar la unión y la paz en la fami­lia, cuidar el buen orden de su casa y educar cristianamente a sus hijos.

Oración: ¡OheDios! que enseñaste a la bienaventurada Eduvigis a renunciar de todo corazón a las pompas del mundo, por seguir con humildad el camino de tu cruz; concédenos por sus méritos que aprendamos, a ejemplo suyo a menospre­ciar las perecederas delicias de este siglo y a vencer por tu amor todas las adver­sidades de esta vida. Por Jesucristo, nues­tro Señor. Amén. V

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San Lucas, evangelista. — 18 de octubre (t 86)

El gloriosísimo evangelista san Lucas, fué natural de la ciudad de Antioquía, e hijo de padres gentiles. En las letras griegas y elocuencia puso mucho cuidado, y más particularmente en la me­dicina, la cual ejercitó, pues san Pablo le llamó «Médico carísi­mo». También aprendió el arte de pintar,xno por oficio, sino co­mo es de creer, para ocuparse en ello algunos ratos y pasar el tiempo honestamente. Fué com­pañero de San Pablo en sus t ra­bajos y peregrinaciones, y escri­bió el Evangelio tal cual el apóstol solía predicarlo: y así como san Mateo lo había escrito en hebreo para los judíos, s"n Lucas lo escribió en griego para los gen­tiles. Pero no solamente se valió para ello de las instrucciones de san Pablo, sino también de los otros apóstoles y es­pecialmente de la sacratísima virgen Ma­ría, nuestra Señora, con la cual parece que tuvo mucha familiaridad, y de la cual fué muy favorecido. Supo de ella los sagrados y ocultos misterios de la encarnación del Verbo eterno en sus en­trañas, la visitación de santa Isabel, la santificación de san Juan Bautista en el vientre de su madre, el nacimiento del Señor en Belén, su circuncisión y la pre­sentación en el templo, con todos los otros misterios que sólo san Lucas escribe en su Evangelio, y sola la que era Madre y había sido testigo y tanta parte en «líos los sabía y se los podía descubrir. Además del sagrado Evangelio escribió san Lucas otro libro que se llama «Los Hechos Apostólicos», en el cual comen­zando de la venida del Espíritu Santo, escribe la predicación de los apóstoles, los milagros que hicieron, las contradicciones que tuvieron de los judíos, las costumbres con que los cristianos de la primitiva Iglesia vivían, la muerte de san Esteban, la conversión de san Pablo, cómo Hero-vdes mandó degollar a Santiago el Ma­yor y prender al mismo san Pablo y el Señor le libró; y cómo fué compañero de este santo apóstol. Va contando su pere­grinación, sus trabajos y persecuciones, de las cuales no pequeña parte le cupo al sagrado Evangelista, hasta que llegaron a Roma, donde estuvo dos años preso el apóstol, y allí pone fin y remata su libro.

-Dice san Epifanio que después de la

muerte de los gloriosos príncipes de la Iglesia san Pedro y san Pablo, san Lucas anunció a Jesucristo con admirable fruto en Italia, en las Galias, en Dalmacia y en Macedonia, y los griegos aseguran que también predicó la fe en Egipto, en la Tebaida y en la Libia, donde derribó ído­los, y levantó altares al verdadero Dios. Afirma san Jerónimo 'que murió de edad de ochenta y cuatro años y que fué virgen toda la vida. No se duda que murió en Acaya, y que su sagrado cuerpo fué t ras­ladado a Constantinopla, siendo empera­dor Constantino, y más tarde a Pavía donde es venerado, aunque la cabeza se reverencia en Roma en la iglesia de san Pedro.

Reflexión: Entre las cosas memorables y dignas de veneración que hizo el bien­aventurado san Lucas, una fué pintar las imágenes de Cristo nuestro Señor y la sacratísima Virgen su Madre. La de la Virgen hoy día está en Roma en la Ba­sílica de Santa María la Mayor: ha sido siempre tenida en grande estima y reve­rencia con gran devoción; y el Señor ha obrado muchos milagros por ella. Que no falte una imagen de María en la alcoba de la familia cristiana, pues esta sobe­rana Señora derramará sus bendiciones sobre las casas donde sea venerada su efigie.

Oración: Suplicárnoste, Señor, que in­terceda por nosotros tu evangelista san Lucas, -el cual llevó siempre en su cuer­po la mortificación de la cruz por la glo­ria de tu nombre. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén, i

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San Pedro de Alcántara, confesor. — 19 de octubre (t 1562)

El admirable penitente y extático con­templativo san Pedro de Alcántara nació en la villa de este nombre, provincia de Extremadura, en España, y fué hijo de don Alfonso Garavito, hábil jurisconsulto y corregidor de la misma villa. Después de haber aprendido las letras humanas pasó a Salamanca a estudiar el derecho canónico, y dando luego de mano a todas las cosas del mundo, tomó el hábito del seráfico padre san Francisco en el con­vento de Manjarrez a la edad de diez y .seis años. Toda la vida anduvo con los ojos bajos, de manera que nunca supo .si el coro o el dormitorio eran de bóve­da, y a los religiosos del convento les conocía sólo por la voz. Después de la profesión pasó a morar en una soledad, donde se labró una celda que más bien parecía sepultura, en la cual entabló una vida de tan áspera penitencia, que se ha­ría increíble si no la autorizara la bula de su canonización. Comía sólo una vez cada tercer día y a veces se le pasaban ocho sin tomar bocado; traía a raíz de las carnes un cilicio en figura de rallo: dormía no más que hora y media y por espacio de cuarenta años lo hacía de rodillas o sentado, arrimada la cabeza a la pared. Su celda era tan baja que en ella no podía estar en pie, ni tendido a lo largo, su cuerpo estaba hecho una l la­ga, y no parecía el santo más que un esqueleto animado. Mas así como ningún santo le excedió en su penitencia, pocos tuvieron como él tan sublime don de con­templación: porque su oración era un éx­tasis casi continuo, en que Dios le rega­

laba con delicias de la gloria. A la edad de veinte años fué nom­brado guardián de Badajoz: y escogió para sí todos los oficios más humildes del convento. En el tenor de su vida parecía un ángel; pero ordenado de sacer­dote fué un abrasado serafín. Cuando predicaba al pueblo, con sola su vista y presencia ablan­daba los corazones más duros, y los sermones que hacía solían quedar interrumpidos por lágri­mas y gemidos dolorosos; así re­novó en muchos obispados el es­píritu de penitencia. Nombráron­le provincial, y emprendió luego la reforma de su Orden para re ­sucitar en ella el primitivo espí­

ritu de san Francisco, obra dificultosísi­ma que llevó a cabo, y fué confirmada por breve de Julio III, y ponderada de santa Teresa de Jesús y de san Francis­co de Borja, que se encomendaban en las oraciones de este gran siervo de Dios. Quiso tomarle por confesor el emperador Carlos V, cuando estaba meditando su retiro en el monasterio de Yuste; pero el santo se resistió con tales razones, que el emperador se rindió a ellas. Finalmen­te siendo comisario general de España pa­ra la Reforma, se hizo llevar al conven­to de Arenas, donde en un dulcísimo éx­tasis, entregó su alma al Creador, a la edad de sesenta y tres años.

Reflexión: De este santísimo varón di­ce santa Teresa: «Hele visto muchas ve­ces con grandísima gloria. Di jome la pr i ­mera vez que me apareció: ¡Qué bien­aventurada penitencia, que tanto premio había merecido!» ¿Somos nosotros discí­pulos de Jesucristo? Pues no nos aver-goncemos de vestir su librea. Pobre soy, dice él por el Salmista, y lleno estoy de trabajos desde mi más tierna edad: ¿y no será un verdadero contrasentido, que, mientras nuestra cabeza de Cristo está coronada de espinas, andemos nosotros nadando en los regalos y deleites?

Oración: ¡Oh Dios! que te dignaste ilustrar al bienaventurado san Pedro, tu confesor, con el don de una altísima con­templación, y con el de una admirable penitencia; suplicárnoste nos concedas por sus méritos que mortificada nuestra carne, alcancemos mayor inteligencia de las cosas celestiales. Por Jesucristo, nues­tro Señor. Amén. ^

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San Juan Cancio, confesor. (t 1473)

El glorioso maestro y caritati­vo sacerdote secular san Juan Cancio fué natural del reino de Polonia, y nació en un lugar lla­mado Kencio del obispado de Cracovia. Sus padres, no menos nobles por su sangre que por su cristiana piedad, le en­viaron a estudiar las letras humanas y divinas a la uni­versidad de Cracovia. Allí se graduó de doctor, y enseñó filo­sofía, y fué nombrado decano de los doctores de aquella facultad. Leyó después teología con gran­de aplauso y edificación de sus discípulos, los cuales salían de su escuela no menos virtuosos que sabios. Muchas veces se desnudó de sus vestidos >por cubrir a los pobres que hallaba temblando de frío. Viéronle con frecuencia los doctores de la un i ­versidad postrado y arrebatado en dul-

. ees éxtasis delante de una imagen de Cristo crucificado que estaba en el co­legio. La tierna devoción que tenía a la pasión del Salvador le movió a visitar en hábito de peregrino y caminando siempre a pie los santos Lugares de Pa­lestina, para regar con sus lágrimas aque­llos sitios que el Señor regó con su san­gre. Cuatro veces visitó también el se­pulcro de los apóstoles san Pedro y san Pablo: y en una de estas romerías ha ­biéndole asaltado unos ladrones y robado el dinero que llevaba, le preguntaron si tenía más; y el siervo de Dios respondió que no, pero acordándose luego que aun traía algnas monedas escondidas en el vestido, los volvió a llamar y les dijo: «Me había olvidado de estas monedas que aun me quedaban: tomadlas también si queréis.» Los ladrones maravillados de tal ofrecimiento, y movidos de la san­tidad que en él resplandecía, le restitu­yeron todo lo que habían robado, pidién­dole perdón de su culpa. Habiendo vaca­do laÉ iglesia parroquial de Ol-Kusz, cinco millas distante de la ciudad de Craco­via, los rectores de la universidad le con­fiaron la administración de aquella pa­rroquia, en la cual el santo hizo grandes proezas de caridad, y encendió en amor de Jesucristo los corazones de los fieles; mas temiendo los peligros que van uni­dos con el cargo de pastor de las almas, hizo muchas instancias para que le des­cargasen de aquel peso que para su pro-

efunda humildad era intolerable, y vol-

20 de octubre

vio a continuar sus lecciones de sagrada teología, y a ser al propio tiempo el pa­dre de los pobres, y ángel consolador de todas las personas afligidas. Finalmente, entendiendo que se llegaba el día de su dichoso tránsito, distribuyó a los pobres los pocos objetos que en casa quedaban, y habiendo recibido con extraordinaria devoción los sacramentos de la Iglesia, a los sesenta y siete años de su edad entre­gó su alma santísima en las manos del Creador. El Señor ilustró después su se­pulcro con grandes y continuos milagros.

Reflexión: El glorioso san Juan Cancio fué un doctor muy sabio de la universi­dad de Cracovia; y poseyó en grado to­davía mayor la verdadera sabiduría. ¿Sa­bes cuál es ésta? Es la ciencia de los san­tos; y es una ciencia que a pesar de ser la más sublime está al alcance de todos. Cumplir con los preceptos de Dios y practicar las virtudes cristianas según el estado de cada uno, no es cosa que esté al otro lado de los mares o en lo más alto de los cielos, como dice el Señor, para que nos excusemos de hacerlo por cual­quier frivolo pretexto.

Oración: Concédenos ¡oh Dios omnipo­tente! que aprovechando en la ciencia de los santos, con el ejemplo de san Juan Cancio, tu confesor, y ejercitando las obras de misericordia, por sus méritos obtengamos el perdón de nuestros peca­dos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Santa Úrsula y

La memoria de la gloriosa santa Úr­sula y sus compañeras vírgenes y már­tires hallamos en un manuscrito muy an­tiguo que se conserva en el Vaticano. En él se dice que santa Úrsula nació en la Gran Bretaña donde la religión cristiana estaba ya muy floreciente, y que fué hi­ja de Dionot, rey de Cornouaille, y de Doria, princesa nada inferior a su ma­rido, n i en la nobleza de la sangre, ni en las cristianas virtudes. Era a la sazón general del emperador Graciano en la Gran Bretaña, el tirano Máximo; el cual habiéndose hecho proclamar emperador, pasó el mar y desembarcó con todo su poderoso ejército en. las costas de aque­lla parte de las Galias que se llamaba Armónica, y se apoderó de toda ella. Uno de los generales de Máximo que más se había distinguido en aquella expedición, era cristiano, y se llamaba Conán: a éste hizo Máximo gobernador de la Armónica con título de duque, y él puso su residen­cia en la ciudad de Nantes, dejando en el país gran parte de las tropas que eran de bretones e ingleses. Envió luego di­putados al rey de Cornouaille, pidién­dole a su hija la princesa Úrsula por mu­jer; y como casi todos los oficiales y sol­dados eran también solteros, encargó a los diputados que trajesen de la isla to­das las doncellas que pudiesen para ca­sarlas con ellos. Parecióle bien al padre de Úrsula, casarla con aquel príncipe tan noble y cristiano, y habiendo recogido gran número de doncellas, para formar aquella .colonia que se llamó Bretaña me­nor, salieron con viento próspero de In­glaterra. Mas una tempestad arrojó toda

sus compañeras, vírgenes y mártires. — 21 de octubre

451) la escuadra hacia los mares del Norte, sobre las costas de la Galla Bélgica; y habiéndose abrigado Úrsula y sus compañe­ras en el puerto de Tiel hacia la embocadura del Rhin, siguien­do la corriente de este río, nave­garon hasta Colonia, teatro del glorioso triunfo. Porque al saber el emperador Graciano el desem­barco de Máximo en las costas Galias, a falta de tropas con que hacerle resistencia llamó en su socorro a los hunos, bárbaros de la antigua Marmacia, que se habían derramado ya por toda Germania, y llegado por las márgenes del Rhin hasta la Ga-lia Bélgica. Luego que descu­

brieron navios bretones se apodera­ron de ellos, y quedaron sorprendi­dos al ver en aquella flota una multitud tan grande de doncellas cris­tianas. El general de los bárbaros que­dó tan ciegamente prendado de Úrsula, que no perdonó medio para rendirla: pe­ro la santa princesa le habló con tal r e ­solución y majestad en nombre de todas sus compañeras, que mudada en furor la brutal pasión de aquellos bárbaros, se arrojaron espada en mano contra ellas: a unas atravesaron el pecho, a otras de­gollaron, a otras asaetearon, pasando to­das a aumentar la Corte del Cordero de Dios, con la doble palma de la virginidad y del martirio.

Reflexión: Con el tiempo se fundó en la Iglesia una célebre congregación de religiosas, bajo el nombre y la protec­ción de santa Úrsula, y por eso se lla­man Ursulinas, las cuales entienden en la educación de las niñas, inspirándoles una grande estima de todas las virtudes cristianas. Procuren todas las doncellas imitar en esta virtud a santa Úrsula v a sus compañeras mártires, teniendo su pu­reza virginal en mayor aprecio que su propia vida, y conservándola limpia de toda mancha.

Oración,: Suplicárnoste, Señor Dios nuestro, la gracia de venerar con ince­sante devoción los triunfos de las san­tas vírgenes y mártires Úrsula y sus com­pañeras, para que ya que no podemos honrarlas como merecen, les tributemos al menos humildemente nuestros frecuen­tes obsequios. Por Jesucristo, nuestro Se-, ñor. Amén. \

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Santa María Salomé, viuda. — 22 de octubre Fué santa María Salomé mujer

del Zebedeo y madre de los glo­riosos apóstoles Santiago el Ma­yor y San Juan Evangelista, l la­mado por otro nombre el Discí­pulo amado. Era parienta de la Virgen santísima, por cuyo mo­tivo se trata a sus hijos en el Evangelio como consanguínsos de Jesús: y puede presumirse que sería oriunda de Nazaret en donde sabemos que tenían su ca­sa los padres de la Madra de Dios. Estaba casada con Zebedeo, que era pescador de oficio aun­que con barca propia. En el tiempo que el Señor llamó a sus dos hijos al apostolado, estaban ellos remendando las redes, y luego le siguieron: cosa que no sólo no llevó a mal .la santa madre, sino que también imitó después, siguiendo ella misma al Salvador con otras piadosas mujeres galileas, como se lee en el Evan­gelio. Llevada un día del amor de ma­dre y de la confianza que tenía con el Salvador, le dijo: «Quiero que estos dos hijos míos se sienten uno a tu derecha y otro a tu siniestra en tu reino». Res­pondió el Señor: «No sabéis lo que os pedís: ¿podéis beber el cáliz que yo he de beber (en mi pasión y muerte)?» A cu­ya pregunta respondieron san Juan y Santiago confiados más de lo justo: «Sí, Señor, podemos». Entonces les dijo Jesús: Beberéis en efecto mi cáliz: pero el sen­taros a mi diestra o a mi siniestra, no está en mi mano concedéroslo a vosotros, sino que será para aquellos a quienes está preparado por mí Padre: querien­do significar que tales dignidades no se habían de dar por respetos de paren­tesco, sino por solas razones de mérito, y profetizándoles al mismo tiempo que padecerían el martirio. Sabemos también por el Evangelio que santa Salomé con otras mujeres piadosas siguió a Jesu­cristo hasta el Calvario, sin que el te ­mor de los soldados la amedrentase, ni el verle padecer en la cruz entre los la­drones entibiase su fe. También acompa­ñó el sagrado cadáver del Señor cuando le llevaron al sepulcro: y en la tarde del sábado compró gran cantidad de aro­mas con ánimo de ir por la mañana con sus compañeras a ungir el santísimo cuerpo de Jesucristo; mas cuando llega­ron al sepulcro, lo encontraron ya abierto y vacío; y luego vieron dos ángeles vesti­dos de blanco que las aseguraron de la

resurrección, y les dijeron que diesen cuenta de ello a los demás discípulos. Volviéndose presurosas con tal encargo, se les apareció Jesús resucitado y glo­rioso y les dijo: Dios os guarde: y Salo­mé y sus compañeras se postraron y abrazaron sus pies sacratísimos y el Se­ñor les encargó que anunciasen su resu­rrección a sus hermanos, y les dijesen que fuesen a Galilea, donde le verían. Finalmente, con estos divinos regalos, creció santa Salomé en piedad y divino amor hasta que llegada la hora de su dichoso tránsito, pasó a gozar la eterna gloria de Jesucristo en los cielos.

Reflexión: Era consiguiente a los gran­des beneficios que ha recibido España de su primer apóstol y patrón Santiago, que nuestra Iglesia hiciese gloriosa me­moria de su santa madre, tantas veces celebrada en los Evangelios. Veneremos, pues, a esta dichosa parienta de Jesús, a esta madre de dos de sus apóstoles y fidelísima sierva de nuestro divino Re­dentor: y cuando rogamos por nuestra amada patria, imploremos su patrocinio juntamente con el de su hijo Santiago, para que nos alcancen la ayuda de Dios para vencer a los enemigos de nuestra fe, y ser fieles siervos de Jesucristo, "Se­ñor nuestro.

Oración: ¡Oh Señor Jesús! por cuyo amor la bienaventurada Salomé entre las primeras mujeres fieles, lo dejó todo por ti, y cuidó de venerar tu cuerpo en el sepulcro, concédenos propicio, que a su ejemplo sepultados contigo merezcamos participar de la eterna resurrección. Amén.

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San Teodoro, sacerdote y mártir. — 23 de octubre (f 362.)

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San Teodoro, glorioso sacerdote y mártir de Cristo, fué uno de los más celosos mi ­nistros del Señor en la iglesia de Antio-quía de Siria. Trabajó sin descanso en desarraigar las supersticiones paganas, en derribar las aras y estatuas de los falsos dioses, y en levantar varios tem­plos al Dios verdadero, sin esperar otra recompensa que ver más extendida y gloriosa aquella cristiandad, ni desear otro premio que la corona del martirio. El conde Juliano, tío del emperador J u ­liano, y apóstata como él, gobernaba a la sazón el Oriente, cuya capital era An-tioquía, y sabiendo que el santo sacer­dote Teodoro tenía el ministerio de guar­dar los vasos sagrados y tesoros de la Iglesia, quiso apoderarse de ellos, y le llamó a su tribunal, ordenándole en nom­bre del César que hiciese entrega de to­dos aquellas preciosas alhajas. Respon­dióle el fidelísimo siervo de Cristo que nada había recibido de manos del César, y que nada le debía. Al oir estas palabras el codicioso tirano, enojóse sobremanera, y comenzó a reprenderle con grandes amenazas por la contradicción que hacía a la religión del imperio y a la voluntad del César. Teodoro con grande elocuencia y entereza, le echó en cara la liviandad de su apostasía, y de la de su sobrino el emperador: por lo cual mandó el conde Juliano que luego azotasen cruelmente al santo presbítero en las plantas de los pies y en su venerable rostro. Después le hizo poner en el suplicio del ecúleo, donde con cuerdas que pasaban por unas poleas, le estiraron con tan grande inhu­manidad los brazos y las piernas, que

le sacaron de sus junturas los huesos y mientras el bárbaro juez que presenciaba el suplicio se mofaba del mártir, y le decía palabras injuriosas, el santo ro­gaba por él, y sin hacer demos­tración alguna de dolor, ni dar un solo gemido, le exhortaba a que mirase por sí, y pidiese per­dón a Jesucristo de su iniquidad y apostasía. «Bien veo, le dijo el tirano, que eres harto insensible a los tormentos. ¿De dónde sacas

- esta fortaleza?» «No los siento 1 '*" nada, respondió el márt ir ; por­

que Dios está conmigo.» Entonces Juliano mandó que le aplicasen a los costados hachas encendi­das ; y mientras«le abrasaban

con ellas los verdugos, repentinamente cayeron de espaldas en tierra, y se ne­garon a seguir atormentándole, diciendo que habían visto unos ángeles que prote­gían al mártir. Finalmente el encarnizado apóstata vencido y avergonzado por la entereza e incontrastable constancia del santo mártir, mandó que le cortasen la cabeza y en este suplicio entregó su alma santísima en manos del Creador.

* Reflexión: La torpe codicia y deseo de

apoderarse de los bienes de la Iglesia fué lo que estimuló al procónsul Juliano a cebarse en la sangre del fiel presbítero san Teodoro. Y ¿cuál ha sido aún en otras harto recientes persecuciones que ha pa­decido la Iglesia una de las causas prin­cipales del odio mortal con que la han maltratado sus enemigos manifiestos o solapados? La sed de los bienes que jus­tamente había alcanzado, que legítima­mente poseía y caritativamente emplea­ba. Nos enseña, pues, la historia de la Iglesia, que muchos de sus sangrientos tiranos y acérrimos perseguidores no so­lamente han sido enemigos de la verdad de Dios y de la santidad del Evangelio, sino también hombres codiciosos, avaros, ladrones y obradores de toda injusticia e iniquidad.

Oración: ¡Oh Dios! que nos proteges con la gloriosa confesión de tu bienaven­turado mártir Teodoro, concédenos que de su imitación y oración saquemos fuer­zas para adelantar en tu divino servicio^ Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Rafael, arcángel. — 24 de octubre

Los celestiales beneficios que ¡"j" recibió del glorioso arcángel san Rafael, el santo patriarca Tobías, refiérense en el mismo sagrado libro de Tobías por estas pala­bras: «Entonces Tobías llamó a parte a su hijo, y díjole: ¿Qué podemos dar a este varón santo que te ha acompañado? A lo que respondiendo Tobías, dijo a su padre: Padre mío, ¿qué recom­pensa le daremos? O ¿cómo po­dremos corresponder dignamente a sus beneficios? El me ha l le­vado y traído sano y salvo: él mismo en persona cobró ¡el dine­ro de Gabelo: él me ha propor- ^ cionado esposa, y ahuyentó de ' ella al demonio, llenando de con­suelo a sus padres: asimismo me libró del pez que me iba a tragar: te ha hecho ver a ti la luz del cielo;'y hemos sido col­mados por medio de él de toda suerte de bienes. ¿Qué podremos, pues, darle que sea proporcionado a tantos favores? Mas yo te pido, padre mío, que le rue -gues si por ventura se dignará tomar para sí la mitad de todo lo que hemos traído. Con esto padre e hijo le l lama­ron, y empezaron a rogarle que se dig­nase aceptar la mitad de todo lo que ha­bían traído. Entonces di joles él en secre­to: Bendecid al Dios del cielo, y glori-ficadle delante de todos los vivientes, porque ha hecho brillar en vosotros su misericordia. Porque así como es bueno tener oculto el secreto confiado por el rey, es cosa muy loable el publicar y celebrar las obras de Dios. Buena es la oración acompañada del ayuno; y el dar limosna mucho mejor que los tesoros de oro: porque la limosna libra de la muer­te, y es la que purga los pecados y a l ­canza la misericordia y la vida eterna. Mas los que cometen el pecado y la iniquidad, son enemigos de su propia a l ­ma. Por tanto, voy a manifestaros la ver­dad, y no quiero encubriros más lo que ha estado oculto. Cuando tú orabas con lágrimas, y enterrabas los muertos, y te levantabas de la mesa a medio comer, y escondías de día los cadáveres en tu ca­sa, y los enterrabas de noche, yo presen­taba al Señor tus oraciones. Y por lo mismo que eras acepto a Dios, fué nece­sario que la tentación o la aflicción te probase. Y ahora el Señor me envió a /Curarte a ti, y a libertar del demonio a

' Sara, esposa de tu hijo. Porque yo soy

,el ángel Rafael, uno de los siete espíri­tus principales que asistimos delante del Señor. Al oir estas palabras, se llenaron de turbación, y temblando cayeron en tierra sobre sus rostros. Pero el ángel les dijo: La paz sea con vosotros, no temáis, pues que mientras he estado yo con vos­otros, por voluntad o disposición de Dios he estado: bendecidle, pues, y cantad sus alabanzas. Parecía, a la verdad, que yo comía y bebía con vosotros; mas yo me sustento de un manjar invisible, y de una bebida que no puede ser vista de los hombres. Ya es tiempo de que me vuel­va al que me envió: vosotros empero bendecid a Dios, y anunciad todas sus maravillas. Dicho esto, desapareció de su vista, y no pudieron ya verle más. En­tonces, postrados entierra sobre sus ros­tros por espacio de tres horas, estuvieron bendiciendo a Dios; y levantándose de allí, publicaron todas sus maravillas.»

Reflexión: Es el arcángel san Rafael, singular protector de los enfermos; co­mo su mismo nombre lo significa, pues Rafael vale lo mismo que Medicina de Dios. Por esta causa se han puesto de­bajo de su amparo todos los hospitales de san Juan de Dios, y todos los fieles deberíamos invocar en nuestras enferme­dades su celestial patrocinio.

Oración: ¡Oh Dios! que diste por com­pañero para el camino de tu siervo To­bías al bienaventurado arcángel san Ra­fael; concédenos que seamos siempre pro­tegidos con su custodia y fortalecidos con su auxilio. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Los santos Crispín y Crispiniano, mártires. (t 287.)

25 de octubre

i*!'.

Los gloriosos hermanos y mártires de Jesucristo san Crispín y san Crispiniano eran nobles patricios de Roma, los cuales al ver los estragos que los perseguidores de la Iglesia hacían en el rebaño del Se­ñor, robándoles los bienes, y quitándoles después la vida con los más atroces su­plicios, determinaron vender toda su ha­cienda y trasladarla al cielo por las ma­nos de los pobres. Hechos así pobres por amor de Cristo, pasaron a las Galias en compañía de san Quintín y otros celosos cristianos, para dar noticia de la fe a aquellas gentes idólatras. Después de muy largos y penosos viajes, en los cua­les sembraron en varias poblaciones las semillas de la verdad evangélica, pusie­ron su residencia en la ciudad de Sois-sons, y a ejemplo de san Pablo, que jun­taba su ministerio apostólico con el t ra­bajo manual, nuestros santos hermanos enseñaban ¡en todas las ocasiones opor­tunas que se les ofrecían, la doctrina del Salvador del mundo, y se ganaban el sustento haciendo calzado. Escuchaban los infieles con asombro sus pláticas ad­mirables y consejos de perfección nunca oídos, maravillándose más todavía de su vida santísima, y señaladamente de su caridad, desinterés, piedad y menospre­cio de la gloria y vanidad del mundo, pues jamás les veían en los públicos regocijos y fiestas de los dioses; porque mientras los idólatras se entregaban a aquellos pasatiempos, los dos santos hermanos se postraban delante de una cruz, y oraban con gran fervor a Jesucristo para que con su gracia alumbrase a aquellos hom­bres tan ciegos. De esta manera con su

vida ejemplar y santa conver­sación redujeron a la fe gran muchedumbre de gentiles. En esta sazón vino a la Galia Bél­gica el emperador Maximiano Hercúleo, y algunos idólatras se quejaron amargamente de los dos hermanos, diciendo que eran enemigos de los dioses, y que desasosegaban al pueblo inficionándole con una nueva superstición. El emperador, por deseo de complacer a los dela­tores, y por el odio que tenía al nombre cristiano, dio orden que los dos hermanos fuesen presos y presentados al tribunal de Riccio Varo, tirano sangrien­to, a quien había hecho antes

gobernador de la Galia, y promovido ya en aquellos días a la dignidad de prefec­to del Pretorio. Mandó este bárbaro juez que atormentasen a los dos santos con desapiadados azotes y después con los más rigurosos suplicios, con que solían probar la constancia de los mártires, has­ta que viéndolos salir triunfantes de to­dos los tormentos, mandó degollarlos. Le­vantaron los fieles de Soissons un tem­plo suntuoso a la memoria de los santos Crispín y Crispiniano, y san Eligió ador­nó magníficamente las urnas de sus sa­grados cuerpos.

Reflexión: En el glorioso catálogo de los santos figuran no pocos que concilia-ron el trabajo manual y la fatiga del cuerpo con eminentísima santidad. San Pablo hacía tiendas de campañas, entre los demás apóstoles había pescadores, la­bradores y de otros oficios, san José, la Virgen santísima y nuestro mismo divino Redentor se ganaron el pan con el sudor de su rostro. Pues, ¿qué perdón merecen aquellos cristianos tan reprensibles que con achaque de la pobreza que pasan, o del trabajo de que han de vivir, preten­den excusar su pureza en las cosas de Dios y de su eterna salvación? ¿Por ven­tura no puede el pobre labrador o artesa­no tener a raya sus pasiones y vivir con­forme a la ley del santo Evangelio?

Oración: ¡Oh Dios! que nos alegras con la anual festividad de tus bienaven­turados mártires Crispín y Crispiniano, concédenos propicio, que gocemos de sus méritos, y seamos instruidos con sus ejemplos. Por Jesucristo nuestro Señor.. Amén. ^

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San Evaristo, papa y mártir. — 26 de octubre (t 121.)

El gloriosísimo pontífice y mártir san Evaristo, fué griego de nacimiento, pero originario de Judea, pues su padre era un israelita llamado Judas, natu­ral de Belén, que pasó a vivir a Grecia. Habiendo sido alum­brado Evaristo con la luz de la fe vino a Roma, y por sus loa­bles costumbres y muchas le­tras fué recibido con grande aplauso entre el santo clero de la Iglesia romana, madre y maestra de todas las demás iglesias. Por muerte del santo pontífice Anacleto coronado del martirio (glorioso fin de "todos aquellos primeros papas), fué san Evaristo por voz unánime colocado en la silla de san Pedro. Alaba san Ignacio obispo de Antioquía la fide­lidad, valor y constancia en la fe, pureza de costumbres, y fraternal caridad que resplandecía en la Iglesia romana gober­nada por este santo pontífice, a pesar de que la mayor parte de los herejes pro­curaban derramar en ella el veneno de sus errores, persuadidos de que una vez inficionada la cabeza del orbe cristiano, luego se dilataría a todo el cuerpo la pon­zoña de la herejía haciendo mayores es­tragos. No había entonces iglesias públi­cas, sino unos oratorios privados dentro de casas particulares, donde se congre­gaban los cristianos para oir la palabra de Dios y participar de los divinos miste­rios y sacramentos; llamábanse aquellos oratorios títulos, porque sobre sus puer­tas se grababan unas cruces, para distin­guirlos de los lugares profanos llamados también con el nombre de títulos, por las estatuas de los emperadores que había a sus puertas. El santo pontífice distribuyó dichos oratorios o títulos entre ciertos presbíteros, para que cuidasen de ellos. Mandó también que, conforme a la t ra­dición apostólica, se celebrasen pública­mente los matrimonios, y que los despo­sados recibiesen en público la bendición de la Iglesia. Predicaba con apostólico celo varias veces cada día, y enseñaba por sí mismo la doctrina de Cristo a los niños y a los esclavos: y como se au­mentase mucho el número de los fieles, y creciese a la par el odio con que mi­raban los idólatras la pureza de la ley evangélica tan opuesta a la corrupción de sus costumbres paganas, n o . cesaban de sembrar contra los cristianos las más horribles calumnias, pintándolos como

hechiceros que con sus sortilegios encan­taban a las gentes. De estas calumnias y falsos rumores nacían muchas veces tu­multos contra ellos en el circo, en el an­fiteatro, y en los juegos públicos, y cuan­do veían pasar por la calle algún cristia­no, gritaban desaforadamente: ¡Al mal­vado! ¡al facineroso! ¡al hechicero! En uno de estos motines populares fué ha­llado y apresado nuestro santo pontífice en el año noveno de su pontificado; y aunque no se sabe qué linaje de suplicio padeció, consta que en este día 26 de octubre alcanzó la gloriosa corona de los mártires.

Reflexión: El emperador Trajano, en cuyo tiempo padeció el martirio nuestro santo pontífice, se gloriaba de ser más religioso y humano que los otros emcera-dores, y no publicó nuevo edicto contra los cristianos: pero toleraba que el pue­blo se amotinase contra ellos y les persi­guiese de muerte. También ha ocasiona­do algunas veces semejantes desafueros la rnoderna tolerancia de los gobiernos liberales. Pero ¿qué es ¡esa tolerancia que abandona en manos de la gente más des­garrada y soez del pueblo a personas ino­centes e indefensas, sino un resabio de aquella antigua inhumanidad y barbarie?

Oración: ¡Oh Dios omnipotente! Mira con ojos piadosos nuestra flaqueza, y ya que nos agrava el peso de nuestras mi­serias, la intercesión de tu bienaventu­rado Evaristo, tu mártir y pontífice, nos proteja y ampare. Por Jesucristo, nues­tro Señor. Amén.

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San Frumencio, obispo. — 27 de octubre (t siglo IV.)

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El glorioso san Frumencio, apóstol y obispo de Etiopía, fué natural de Tiro, y criado por sus padres en la fe cristiana y en santas costumbres. Pero siendo to­davía muy joven quedó huérfano y enco­mendado con su hermano Edesio, a la tu­tela de un tío suyo, que se llamaba Me-ropio, filósofo de Tiro. El amor a la cien­cia, movió a este sabio a hacer un viaje a Etiopía, y se llevó consigo a sus dos sobrinos. Tuvieron próspera navegación y_ el filósofo se enteró con gran diligen­cia de las cosas que quería aprender en aquel viaje: mas al hacerse a la vela pa­ra volver a su patria, la nave hubo de detenerse en cierto puerto de Etiopía pa­ra abastecerse de algunas provisiones ne ­cesarias; y entonces unos bárbaros de aquel país la apresaron y saquearon de­gollando inhumanamente al capitán, a Meropio y a la demás gente que había en ella. No estaban allí a la sazón los dos niños Frumencio y Edesio, porque habían saltado a tierra y algo lejos de la playa estaban sentados debajo de un árbol e s ­tudiando la lección de que habían de dar cuenta a su tío. Así que los bárbaros vieron aquellos dos niños tan inocentes y candorosos, no quisieron matarlos sino presentarlos al rey de aquella tierra, el cual residía en Axuma, llamada hoy As-cu, en Abisinia: enamorado el príncipe de las raras prendas de los dos mancebos los hizo educar con gran cuidado, y a Edesio hizo más tarde su secretario y a Frumencio nombró tesorero y gobernador del reino. Estando el rey a la muerte les concedió la libertad: mas la reina les rogó que no la dejasen hasta que su hijo

heredero del trono llegase a la edad competente para gobernar el Estado. En todo este tiempo trabajaron los dos santos her­

m a n o s por disponer la corte y el reino a recibir la doctrina del Evangelio conforme a la c u a l habían siempre vivido. Edesio volvió después a Tiro, de cuya iglesia fué digno sa­cerdote; y Frumencio rogó a san Atanasio que mandase a Etiopía un obispo para que lle­vase a cabo la conversión de los Etíopes. Juzgó el santo pa­triarca Atanasio que ninguno podía ejercitar con mayor celo el cargo pastoral de aquellos pueblos, que el que los había

dispuesto a recibir la fe; y así consagró en Alejandría a san Frumencio por obis­po de los Etíopes. De vuelta a Axuma bautizó el santo a toda la familia real, y con su apostólica predicación, y los milagros con que el Señor la autorizaba, redujo toda la nación a la fe de Jesucris­t o . Finalmente después de ordenar todas las cosas de aquella nueva Iglesia, que le reconoce por su apóstol, y gobernarla santamente algunos años, murió en Axu­ma, y pasó a recibir la recompensa de sus apostólicos trabajos y méritos.

Reflexión: Mira qué preciosos frutos dieron las primeras semillas de la educa­ción cristiana que recibieron los dos ni­ños Frumencio y Edesio. Aunque se vie­ron cautivos en un país idólatra, nunca dejaron de vivir según la ley de Cristo, y finalmente ganaron para Cristo todo aquel reino. ¡Oh! ¡si ponderaran bien los padres de familia cuánto importa educar cristianamente a los hijos desde sus más tiernos años! Entonces la tierra de su co­razón está aún limpia de malas yerbas de vicios y pasiones; y las semillas de las virtudes germinan en ella y echan pro­fundas raíces, y más tarde producen co­piosos frutos de loables y excelentes obras.

Oración: Concédenos, oh Dios omnipo­tente, que la venerable solemnidad del bienaventurado Frumencio, tu confesor y pontífice, acreciente en nosotros la gra­cia de la devoción y el deseo de nuestra eterna salud. Por Jesucristo, nuestro Se-\ ñor. Amén.

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San Simón y san Judas, apóstoles 28 de octubre (t siglo I.)

Los gloriosísimos apóstoles y mártires de Jesucristo san Si­món y san Judas fueron herma­nos de Santiago el Menor, hijos de Cleofás y de María, primos de la Virgen santísima, nuestra Señora. Eran llamados herma­nos del Señor según las cos­tumbres de los judíos, por ser parientes. Simón se llamaba el Cananeo o Zelotes para distin­guirlo de san Pedro que tenía el mismo nombre de Simón: y Judas también tomó sobrenom­bre de Tadeo o Lebbeo, para distinguirse de Judas Iscariote. Habiéndoles el Señor escogido para su apostolado, recibieron la doctrina de su santo Evan­gelio, y le siguieron con gran fidelidad, y fueron testigos de sus admirables pro­digios y compañeros de sus trabajos y persecuciones. Después de la institución de la sagrada Eucaristía y terminado aquel admirable sermón que hizo el Se­ñor, y se refiere en el capítulo XIV de •san Juan, como san Judas no hubiese comprendido aquellas palabras: El mun­do no me verá, pero vosotros me veréis, •porque yo estaré vivo y nosotros lo es­taréis también, preguntó al Salvador: «Señor, ¿cómo ha de ser eso que te has de manifestar a nosotros y no al mundo?» A lo que respondió el Señor que era porque ellos le amaban y no le amaba el mundo, pues no guardaba sus manda­mientos. Habiendo subido Jesús a los cie­los, y después de la venida del Espíritu Santo, padecieron san Simón y san Judas grandes trabajos en la predicación del Evangelio, hicieron muchos milagros, de­rribaron ídolos y redujeron a la fe innu­merables gentes. Se dice que san Simón predicó en Egipto y san Judas o Tadeo en Mesopotamia, y que después entraron juntos en Persia. Entre las conversiones que hicieron, la más ruidosa fué la de toda la familia real y de muchos hom­bres principales de la corte que recibie­ron el bautismo. Abrieron iglesias y for­maron cristiandades, una de las cuales fué la de Babilonia. Refiérese también que en oyendo el apóstol san Judas el martirio de Santiago el Menor, pasó a Jerusalén y se halló presente en la elec­ción del nuevo obispo de aquella Iglesia: mas que una vez elegido Simón, volvió a Persia, y que los dos apóstoles, coronaron

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la carrera de su vida apostólica con un glorioso martirio; porqué cayendo sobre ellos una turba de feroces idólatras, san Simón fué aserrado por medio, y a san Judas le cortaron la cabeza. Añade la misma antigua tradición que en el mismo punto en que fueron muertos estos dos sagrados apóstoles delante de unos ído­los del sol y de la luna, se levantó una terrible tempestad que dio en tierra con los templos y estatuas de aquellos falsos dioses, quedando sepultados en las ru i ­nas los que habían dado muerte a los dos sagrados apóstoles.

Reflexión: La vida de los dos gloriosos apóstoles san Simón y san Judas, es co­mo la de todos los demás apóstoles de Jesucristo. Toda ella consistió en amar con toda su alma a su divino Maestro: en predicarle crucificado, confirmar, con milagros la verdad de su Evangelio, ga­narle muchas gentes idólatras, padecer por su amor grandes trabajos y persecu­ciones, y la misma muerte. No se entien­de pues como hay hombres tan ciegos que no se fíen del testimonio de los san­tos apóstoles: porque aunque sea verdad que eran los más íntimos amigos del Sal­vador del mundo, también lo es que fue­ron sus más abonados testigos, y los más desinteresados confesores de su divinidad.

Oración: ¡Oh Dios! que nos hiciste mer­ced de venir al conocimiento de tu nom­bre por medio de los bienaventurados apóstoles Simón y Judas, concédenos la gracia de aprovechar en virtud al cele­brar su gloria sempiterna. Por Jesucris­to, nuestro Señor. Amén.

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San Narciso, obispo de Jerusalén. — 29 de octubre (t 212.)

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San Narciso, obispo de Jerusalén, na­ció a fines del siglo I, a lo que se cree en la misma ciudad de Jerusalén, y íué uno de los más santos y admirables pre­lados de los primitivos tiempos de la cris­tiandad. Habiendo vacado la silla de aquella metrópoli de Judea por muerte del patriarca Dulciano, fué elegido por voz común de todos los fíeles san Nar­ciso, que era uno de los más ejemplares y sabios sacerdotes, y aunque a la sazón-tenía ya ochenta años, hizo grandes co­sas en bien del rebaño de Cristo, y lo defendió valerosamente de los herejes. Presidió en el concilio que se reunió en Palestina para decidir la cuestión sobre el día en que debía celebrarse la Pascua: y refiere Éusebio que una víspera de di­cha festividad, faltando el aceite de las lámparas al tiempo que los sagrados mi­nistros iban a celebrar la solemnidad de la vigilia, mandó san Narciso que sacasen agua de un pozo y se la trajesen. Hirié­ronlo así, y el santo, animado de viva fe hizo oración, y habiendo bendecido aquella agua la convirtió en aceite, con que se llenaron las lámparas: y de la parte que sobró se proveyeron muchos fieles para curar sus enfermedades. En otra ocasión calumniaron al venerable prelado tres hombres malignos confir­mando su acusación con juramento. El primero dijo: «quemado muera yo si no es verdad lo que digo»; el segundo: «sea yo cubierto de lepra»; el tercero: «quede yo ciego». Mas no tardó el Señor en vol­ver por la honra de su siervo, castigando a los tres perjuros con los males que ha­bían significado en sus maldiciones, y el

tercero confesó delante de to ­dos la conspiración que los tres juntamente h a b í a n tramado contra su santo obispo. Había­se san Narciso retirado con aquella ocasión de su iglesia y enterrádose vivo en un espan­toso desierto, donde por espacio de algunos años llevó vida más de ángel que de hombre; mas sabiendo que estaba tan proba­da y reconocida su inocencia, juzgó que debía volver a su iglesia. Así que llegó a Jerusa­lén fué recibido con tanto al­borozo y tanto tropel de gente, como si fuera un santo venido del otro mundo: y apenas llegó cuando murió en aquella ciudad

el obispo Gordio, que había ocupado en su ausencia la silla episcopal. Gobernó pues el santo algunos años más aquella cristiandad, hasta que por divina revela­ción tomó por coadjutor a san Alejandro, obispo de Flaviada en la Capodocia, que había venido a visitar los santos lugares de Jerusalén, con el cual repartió el car­go pastoral, por causa de su edad tan avanzada: y así escribiendo san Alejan­dro a los antinoítas de Egipto, les dice: Saludóos de parte de Narciso, que gober­nó esta iglesia antes de mí, y ahora la gobierna juntamente conmigo, siendo al presente de edad de ciento diez y seis años ya cumplidos. Luego descansó en el Señor, y recibió el premio de sus trabajos.

Reflexión: Pocos son los hombres que llegan a una edad tan avanzada, y por ventura ni uno solo de los que leen esta vida, alcanzará los años que sirvió a Dios san Narciso. Démonos pues prisa en lle­var adelante nuestro único negocio y hacer las prevenciones necesarias para toda la eternidad, procurando que los días que pasan, no sean días inútiles y perdidos, sino días aprovechados y lle­nos de méritos y virtudes; pues como nos dice el Espíritu Santo, la edad de la se­nectud, no está en los muchos años que se viven, sino en la vida inmaculada g virtuosa.

Oración: Concédenos ¡oh Dios omnipo­tente! que la venerable solemnidad del bienaventurado Narciso, tu confesor y pontífice, acreciente en nosotros la gra­cia de la devoción y el deseo de nuestra eterna salud. Por Jesucristo, nuestro Se- \ ñor. Amén.

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San Marcelo, centurión, mártir. (t 298)

El glorioso centurión y mártir . de Cristo san Marcelo fué de na­

ción español y tiénese por tradi­ción que nació en la ciudad de León, que después fué cabeza y corte del reino de su nombre. Floreció en la profesión militar en tiempo del presidente Anasta­sio Fortunato que gobernaba aquella provincia de España, y celebrándose por este tiempo la

. exaltación de Maximiano Hercú­leo al imperio, para que la fun­ción fuese más solemne, el pre­sidente Anastasio Fortunato pu­blicó un edicto por el que se mandaba que todos los pueblos de la provincia concurriesen a León el día señalado para la fes­

tividad y regocijo público. Marcelo, es tando delante de las banderas de su le­gión, lastimado de ver tanta gente en­tregada a la idolatría, a vista de todos se quitó el cíngulo o banda militar y dijo: «Yo solo sirvo a Jesucristo, Rey de reyes y Señor de los señores, por lo que de­sisto de servir más a los emperadores de la tierra, y desprecio sus falsos dioses.» Diciendo esto arrojó también el sarmien­to que llevaba en la mano como divisa de su grado de centurión en la milicia. Dio orden el gobernador que luego pu­siesen a san Marcelo en la cárcel; y ter­minadas las fiestas y sacrificios idólatras, preguntóle lleno de ira: «¿Qué causa has tenido para arrojar el cíngulo militar?» «La causa es, respondió Marcelo, que siendo como soy cristiano no puedo con­servar estas insignias que parece obligan a prestar sacrificio a vuestras deidades quiméricas.» «Yo no puedo disimular tu temeridad, repuso Fortunato; daré parte de ella al César, enviándote por ahora a Tánger a mi principal Agricolano.» «Haz lo que te parezca, contestó Marcelo; pero entiende que aquí y en todas partes haré la misma confesión de mi Señor Jesu­cristo.» Envió con efecto Fortunato a Marcelo cargado de prisiones a la me­trópoli de la Mauritania, donde a la sa­zón se hallaba Agricolano, y habiendo llegado el santo a aquella ciudad, des­pués de innumerables trabajos que pade­ció en el viaje, enterado Agricolano del proceso hecho por Fortunato, mandó a uno de sus oficiales leerlo en alta voz, y preguntó después a Marcelo: «¿Qué fu­ror te ha preocupado para arrojar las

t/ insignias militares y blasfemar contra los

30 de octubre

yw*iWi$eg dioses del imperio?» Respondió el már­tir: «No hay furor alguno en los que te­men al Señor»: y en habiendo oído la sentencia de muerte, mostrándose agra­decido al prefecto, le dijo: «Agricolano, Dios te haga bien y tenga misericordia de ti.» Fué conducido después al lugar del suplicio el mismo día que entró en Tánger, y puesto en oración fué dego­llado. Los cristianos recogieron el vene­rable cuerpo del ilustre soldado de Cris­to en el silencio de la noche, y habiéndole embalsamado le dieron honrosa sepultura.

Reflexión: ¡Qué heroico vencedor de los respetos humanos se mostró el cris­tiano centurión san Marcelo, arrojando el cíngulo militar delante de tan grande muchedumbre y en medio de aquella fies­ta tan solemne! ¡Cómo podrán leer este ejemplo tan sublime sin cubrirse de ver­güenza las miserables víctimas del qué dirán! Pero ¿no es razón hacer más caso del qué dirá Dios que del qué dirán los hombres? Y si llega la alternativa de ha­ber de perder la amistad de Dios o la del mundo, ¿qué amistad ha de prefe­rirse y conservarse a todo trance? La del mundo que es tan mudable, fementida y transitoria, o la de Dios, que es constan­te, fidelísima y eterna? Mira cuan necios son los que por no desagradar al mun­do por un poco de tiempo, no reparan en perder la eterna amistad de Dios.

Oración: Rogárnoste, oh Dios omnipo­tente, que los que veneramos el naci­miento para la gloria de tu bienaventu­rado Marcelo mártir, por su intercesión crezca en nosotros el amor de tu santo nombre. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Quintín, mártir. -( t 287)

31 de octubre

Fué san Quintín hijo de un senador romano llamado Zenón, muy conocido en Roma por sus grandes riquezas y por su valimiento con los emperadores. Desde el día que recibió su bautismo, que fué, a lo que se cree, hacia el fin del pontifi­cado de san Eutiquiano, a quien sucedió san Cayo, prendió en su corazón un fue­go de amor de Jesucristo tan ardiente, que hubiera querido abrasar con él todos los corazones y reducir a cenizas todos los ídolos. Ofrecióse al papa san Cayo pa­ra llevar la fe a los idólatras de las Ga-lias, y el santo pontífice alabó su celo y le dio por compañero a san Luciano, y con éste y otros muchos fervorosos fie­les que también quisieron acompañarle, partió a aquella apostólica expedición. Con san Luciano predicó el Evangelio en los pueblos que halló a su paso hasta l le­gar a la ciudad de Amiens, a las riberas del Soma. Allí se separaron, pasando san Luciano a plantar la fe en Beauvais, y quedándose en Amiens nuestro santo, el cual con su elocuencia y milagros en bre­ve tiempo formó allí una de las más flo­recientes Iglesias de las Galias. De todas partes acudían a él los enfermos, y con sólo invocar sobre ellos el nombre de Jesús les daba la salud del cuerpo y jun­tamente la del alma. Venían al santo los ciegos conducidos por sus guías, y se vol­vían sin ellos a sus casas: venían los co­jos y paralíticos, y se volvían sin mule­tas ni apoyo alguno. Pero los sacerdotes de los ídolos que veían ya desiertos sus templos, vacías de ofrendas y cubiertas de polvo sus aras, acudieron a Riccio Va­ro, que acababa de ser nombrado prefec-

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to de las Galias y era encarni­zado enemigo de lá Iglesia: éste, para satisfacer el odio mortal que^ tenía al nombre cristiano, pasó a Amiens, donde hizo pren­der al santo, y ejecutó en él to­da su bárbara crueldad: mandó­le azotar rigurosamente sin res­petar su nobleza, ni el privilegio de ciudadano romano de que el santo gozaba: y como los verdu­gos que le azotaban cayesen en tierra como muertos, el presiden­te renegando de la magia cris­tiana a la cual atribuía aquel su­ceso, ordenó que encerrasen al mártir en un lóbrego calabozo; pero llenóse de luz celestial aquel lugar oscuro, y hacia la

media noche se cayeron las cadenas del santo hechas pedazos, y al amanecer se halló el preso en medio de la plaza de la ciudad, donde comenzó a predicar con tan grande espíritu de Dios; que convir­tió a mucha gente, y al mismo alcaide y los soldados de la guardia que le bus­caban. Espantado de esto Riccio Varo, pero no convertido, le hizo prender de nuevo, y después de ponerle en la tor­tura, y desgarrarle las carnes, rociárselas con aceite hirviendo, y abrasarle todo el cuerpo con hachas encendidas, viendo que aquella fortaleza sobrehumana conmovía a toda la ciudad de Amiens y amenazaba tumulto, mandó que cortasen al santo la cabeza.

Reflexión: Gran maravilla fué que des­de que recibió san Quintín el bautismo, se abrasase en tanto celo de la conver­sión de los gentiles: pero no es cosa ra­ra, sino efecto ordinario de la gracia de Jesucristo, el sentir un pecador que de veras se convierte, gran deseo de la con­versión de los demás, porque queda su alma tan esclarecida con la luz sobre­natural de la fe, y su corazón tan satis­fecho y tranquilo en su centro que es Dios, que quisiera que todos los hombres gozasen de esta misma dicha, y así fuese más glorificado Jesucristo, autor y con­sumador de nuestra fe.

Oración: Rogárnoste, ¡oh Dios todopo­deroso! que cuantos veneramos el naci­miento para la gloria de tu bienaventu­rado Quintín, mártir, por su intercesión, crezca en nosotros el amor de su santo nombre. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén. ^

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La fiesta de todos los santos. — 1 de noviembre

Entre todas las fiestas que la Iglesia ha instituido en reveren­cia de los santos que están en los cielos, la más solemne es la que celebra en este día en honra de todos; porque en ella a todos los abraza, a todos se encomienda y llama en su favor. Instituyóla en Roma Bonifacio IV en honor de la Virgen santísima y de todos los santos rtfártires, consagrán­doles, en el año 607, el templo llamado Panteón, en el cual ha­bían sido adorados todos los fal­sos dioses de la gentilidad. Más tarde Gregorio IV ordenó que aquella fiesta se hiciese en honra de todos los santos del cielo, y mandó que se celebrase en toda la cristiandad, señalando para ello este día primero de noviembre. Tres fueron las razones principales de esta institu­ción: reparar lo que la fragilidad huma­na hubiese faltado por ignorancia o des­cuido en las fiestas particulares de los santos; alcanzar, por la poderosa inter­cesión de todos los santos juntos, las gra­cias que hemos menester, y animarnos a la imitación de sus virtudes, con la es­peranza de alcanzar el premio de la eter­na gloria que ellos alcanzaron. «Consi­deremos, nos dice san Cipriano, y pen­semos con frecuencia, que hemos renun­ciado al mundo, y que vivimos en la t ie­rra como huéspedes y peregrinos. Suspi­remos por aquel día, en que a cada uno se nos ha de señalar morada en aquella verdadera patria, y en que, sacados de este destierro, y libres de los lazos del siglo, hemos de entrar en el reino celes­tial. ¿Quién hay, que, viviendo lejos de su patria, no arda en deseos de tornar a ella? ¿Quién hay, que navegando de vuelta a su hogar y familia, no desee viento favorable para poder abrazar a las prendas de su corazón? Nuestra pa­tria es el paraíso; son nuestros parien­tes los, santos patriarcas: ¿por qué no nos damos prisa y corremos para ver nuestra patria, y saludar a los parien­tes? Allí nos espera un gran número de amigos; allí nos echa de menos una gran muchedumbre de parientes, hermanos e hijos, seguros ya todos de su gloria in­mortal, pero solícitos de nuestra salva­

ción. ¡Qué alegría ha de ser para ellos y para nosotros, el vernos y abrazarnos! ¡Qué deleite el de aquellos reinos celes-

. tiales, donde sin el temor de la muerte

se posee una eternidad de vida! ¡Oh feli­cidad suprema, y que nunca se ha de acabar! Allí está el glorioso coro de los apóstoles: allí la alegre compañía de los profetas: allí el innumerable ejército de los santos mártires, coronados por la vic­toria que alcanzaron de los tiranos y verdugos: allí las purísimas vírgenes, que con la virtud de su continencia, t r iun­faron de las malas inclinaciones de su cuerpo: allí los misericordiosos, que, so­corriendo largamente las necesidades de los pobres, cumplieron con toda justicia, y observando los preceptos del Señor, co­locaron en el tesoro del cielo los patr i ­monios de la tierra. Apresurémonos con vivas ansias a llegar a donde ellos están, deseemos hallarnos presto con ellos, para que podamos reinar presto con Cristo.» (Son. Cipriano, lib. de mortal i t) .

Reflexión: Dice muy bien san Grego­rio: «Al oír las cosas de aquella gloria, nuestra alma suspira por ellas, y ya de­sea encontrarse donde espera gozar sin fin. Pero los grandes premios no se a l ­canzan sin grandes trabajos: y así dice san Pablo, que no será coronado sino aquel que legítimamente peleare. De­leítese en hora buena, el ánimo con la grandeza de los premios; pero no desma­ye en los trabajos de la campaña.

Oración: Todopoderoso y sempiterno Dios, que nos concedes la gracia de ce­lebrar en una solemnidad los méritos de todos los santos, rogárnoste que atendien­do a tan grande muchedumbre de inter­cesores, derrames sobre nosotros la abun­dancia deseada de tus misericordias. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Page 315: De Paula, Francisco - Flos Sanctorum

La conmemoración de los fieles difuntos. — 2 de noviembre.

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Después que la santa Iglesia en el día de ayer celebró la fiesta de todos los santos, hoy extiende su caridad, y ayuda con sus oraciones y sufragios a las almas del purgatorio. Pues es dogma de fe que para poder entrar en el cielo, han de pu­rificarse y acrisolarse las almas de los que murieron en gracia de Dios con pe­cados veniales, o sin haber satisfecho en vida enteramente por los mortales que cometieron, y cuanto a la culpa les fue­ron perdonados. Las obras con que pode­mos socorrerlas son tres: la primera y principal es el santo sacrificio de la misa; la segunda, la oración; y la tercera, to­das las obras penales con que se satis­face a Ja divina justicia, como son la li­mosna, ayunos, penitencias, peregrinacio­nes, y cosas semejantes. Además de estos modos con que las personas particulares socorren a las almas del purgatorio, el Sumo Pontífice concede indulgencias apli­cables a ellas, no por vía de absolución, sino por modo de sufragio, y como dis­pensador del tesoro de la Iglesia, que son las obras y satisfacciones de Cristo y de los santos. Ganando por las benditas a l ­mas estas indulgencias, y haciéndoles otros sufragios, ejercitamos con ellas las obras de misericordia. Porque damos de comer al hambriento, y de beber al se­diento, aliviamos con nuestra caridad el hambre y la sed que aquellas santas a l ­mas tienen de Dios. Consolamos al en­fermo, porque mucho padecen las almas del purgatorio en aquel lugar de tormen­tos. Rescatamos al cautivo, porque cauti­vas están en aquella cárcel de expiación, y las redimimos con indulgencias' y l i ­mosnas. Vestimos al desnudo, alcanzán­doles de la bondad de Dios la vestidura

'nupcial y sin mancha, que han .menester para entrar en el cielo. 'Hospedamos al peregrino, rogan­do al Señor que por los méritos de Cristo les abra las puertas, de su palacio divino; y en fin, ¿no es mayor obsequio el llevar aque­llas almas al eterno descanso del paraíso, que el dar a sus cuerpos sepultura? Pero aunque nos de­bemos compadecer de todos los que están en el purgatorio; espe­cialmente hemos de socorrer a ¡nuestros deudos y amigos, a los ¡padres e hijos, a los maridos y mujeres, a los hermanos carna­les y otras personas, con quienes • tuvimos algún lazo más estrecho de sangre o amistad. Finalmente

mucho mayor cuidado debemos poner en cumplir las obligaciones de justicia que pertenecen a ellos, ejecutando sus testa­mentos y mandas pías, y todo lo que dis­pusieron para bien de sus almas.

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Reflexión: Mientras que el Señor nos da tiempo, procuremos ajusfar nuestra vida con la ley de Dios, y llorar nues­tras culpas, y satisfacer por ellas en esta vida: aceptemos las tribulaciones, como de su bendita mano, en penitencia de nuestras culpas: y ayudemos a nuestros hermanos con las buenas obras que pu­diéremos, para que salgan del purgatorio puros y afinados; y cuando gocen de Dios nos ayuden con sus oraciones y nos den la mano para llegar al puerto de salud, y gozar juntamente con ellos de la eter­na bienaventuranza.

Oración: Oh Dios, creador y Redentor de todos los fieles, concede la remisión de los pecados a las almas de tus siervos y siervas, para que consigan, por nues­tras humildes súplicas, el perdón que siempre desearon. Que vives y reinas por todos los siglos de los siglos. Amén. \

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Los innumerables mártires de Zaragoza. — 3 de noviembre. (t 305) '

La misma Reina de los ánge­les, que, según el Leccionario antiquísimo de la Catedral de Zaragoza, se dignó poner su asiento y morada en esta ciudad, cuando aún vivía en carne mor­tal, parece que quiso ennoble­cerla también con el glorioso t í­tulo de ciudad real de los már­tires. En la décima persecución de la Iglesia, que íué la más cruel de todas, el impío procón­sul Daciano, entró en Zaragoza; y después que hubo martirizado con inauditos suplicios al fortísi-mo diácono san Vicente, y derra­mado la sangre de santa Engra­cia y de diez y ocho ilustres va­rones: viendo que con tales cas­tigos no amedrentaban a los cristianos, imaginó un artificio sobremanera cruel e inhumano para conseguir su total ex­terminio. Hizo publicar a son de t rom­peta por toda la ciudad un edicto, en que concedía amplia licencia para que todos los ciudadanos que profesaban la fe de Cristo pudiesen salir de la población y pasar a vivir en cualquiera otra parte que quisiesen: y que si alguno quedase, ex­perimentaría el rigor de la ley imperial. Este decreto fué recibido de todos los cristianos con singular alegría, creyendo que cesaban en parte la persecución; y que en cualquier otro pueblo podrían vi­vir según su fe. Obligóseles a salir por determinada puerta, y a la misma hora. Era de ver aquella muchedumbre innu­merable de hombres y mujeres, deste­rrándose con gozo de sus hogares por no abandonar la fe de Cristo. Estando ya to­dos en las afueras de la ciudad, los sol­dados y ministros de Daciano, escondi­dos y puestos en acecho, se arrojaron como sangrientos lobos sobre aquel nu­meroso rebaño de inocentes corderos. A unos cortan la cabeza, a otros les t ras­pasan el corazón, a todos los despedazan con furor infernal, cubriendo, en breve tiempo, aquellos campos de sangre y de cadáveres horriblemente mutilados. Man­da luego el sacrilego procónsul juntar en un montón todos aquellos sagrados cuer­pos para abrasarlos y reducirlos a ce­niza; y con el intento de impedir que los cristianos las recogiesen y venerasen, hacen matar y quemar a todos los crimi-íales que había en las cárceles, y mez­

c l a r sus cenizas con las de los cristianos.

Mas, por un admirable portento de la mano de Dios, se separaron las unas de las otras, formando las de los santos unas masas de una blancura extraordinaria. Conservanse aún en nuestros días estas reliquias, llamadas Las santas Masas, en la cuales se echan de ver algunas señales de color de sangre.

* •

Reflexión:- ¡Qué diferencia entre la conducta de los innumerables mártires de Zaragoza y la nuestra! La caridad estaba de tal manera arraigada en sus corzo-nes, que ni las promesas, ni las amena­zas, ni los suplicios, ni la misma muerte podían debilitar su valor. Es que enton­ces reinaba el verdadero espíritu del cris­tianismo: y se templaban constantemen­te los ánimos con el rigor de la austeri­dad y penitencia cristianas. ¿Qué mucho que salgas una y otra vez derrotado en el combate que sostienes con tus pasio­nes, si te preparas a la lucha por medio de regalos y placeres? ¿Quieres salir vencedor? Pues practica la penitencia y austeridad cristianas: y procura que es­tas virtudes aparezcan en la sencillez de tus vestidos, en la frugalidad de tu mesa, en la supresión de los deleites y de cuan­to debilita el vigor propio de los que si­guen al Crucificado.

Oración: Mirad, Señor, a vuestra fa­milia, y concedednos que, amparada con la intercesión de los santos innumerables mártires, sea preservada de toda culpa. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Carlos Borromeo. — 4 de noviembre. (t 1584)

San Carlos Borromeo, ejemplar per-fectísimo de sacerdotes y prelados, nació en el castillo de Arona, no lejos de Mi­lán, y fueron sus padres el conde Gilber­to y Margarita de Médicis, hermana del papa Pío VI. Terminados los estudios de humanidades, vino a la universidad de Pavía, donde se graduó de doctor en am­bos derechos a la edad de veintidós años. En esta sazón fué sublimado al sumo pontificado su tío el cardenal Juan An­gelo de Médicis; el cual maravillado de las raras prendas de su sobrino, le hizo cardenal y arzobispo de Milán, dióle otras dignidades, y lo que más es, cargó sobre él la mayor parte del gobierno de la Igle­sia. No hallaba el santo en todas estas honras la satisfacción de su alma: y ha­biendo escogido por guía de su espíritu al padre Juan, de Ribera, de la Compa­ñía de Jesús, hizo los ejercicios de san Ignacio, de los cuales salió tan enamo­rado que en adelante nunca dejó de ha­cerlos una o dos veces cada año. Mos­trándole un día el duque de Mantua su regia biblioteca, sacó el santo su librito de los Ejercicios, diciéndole que valía más que toda aquella librería: y cuando se ordenó de sacerdote quiso celebrar su primera Misa en la capilla que usaba san Ignacio. Conociendo que la conclusión

del Concilio tridentino había de ser para la universal reformación de la Iglesia, lo procuró con grande empeño, e hizo que se compusiera luego el catecismo romano. Desembarazado de la asistencia de Roma, con la muerte del papa, su tío, a quien administró los últimos sacramentos, pasó a su arzobispado de Milán, donde refor­

mó las costumbres del clero y del pueblo; fundó seis semina­rios, muchos monasterios, casas de religiosos y congregaciones piadosas que enseñasen a los ni­ños la doctrina cristiana. Vendió el principado de Oria, que había heredado, y aplicaba las pensio­nes de la Iglesia para socorrer las necesidades de los meneste­rosos: y en tiempo de carestía, daba de comer en su casa a más de tres mil pobres. Vino sobre Milán una lastimosa peste, que el siervo de Dios había profeti­zado; y asistía a los enfermos, dábales por su mano los Sacra­mentos, y proveíales de todo lo que había menester. Para defen­

derlos del frío, hizo despojar su guarda-ropa, y llevar al hospital hasta su propia cama; y se redujo a tal necesidad, que su despensero había de pedir de limosna lo que había menester para el gasto ordina­rio del santo arzobispo. Ordenó muchas procesiones de penitencia, y en ellas iba desnudos los pies, con capa morada, echa­da la capilla sobre la cabeza, la falda ten­dida y arrastrando por tierra, y llevando en las manos un Cristo crucificado de gran peso, fijos en él los ojos, y vertiendo con­tinuas lágrimas. El pueblo, al ver aquel espectáculo tan lastimoso, prorrumpía en voces de misericordia, que llegaron al cie­lo, y aplacaron la indignación de Dios. F i ­nalmente, lleno de merecimientos y t ra­bajos, descansó en el Señor a la edad de cuarenta y cinco años.

Reflexión: Solía decir el santo, que la majestad de Dios le había guiado por ca­mino extraordinario a su santo servicio, no por tribulaciones y adversidades, sino por la prosperidad y colmo de las mayo­res grandezas: pero que con luz divina había descubierto en ellas tanta vanidad e insuficiencia, que se maravillaba de la ceguedad del mundo, que anda tras ellas, y hace poca estima de la cumplida satis­facción y perfecto bien que se halla en solo Dios y su divino servicio.

Oración: Conserva, Señor, tu Iglesia por la continua protección de san Carlos, tu confesor y pontífice; para que así como le colmó de gloria el cuidado que tuvo de su rebaño, así también nos encienda en tu amor su poderosa intercesión. Por J e ­sucristo, nuestro Señor. Amén. V

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Santa Bertila, abadesa 5 de noviembre. ( t 692)

La ejemplarísima abadesa san­ta Bertila, fué francesa de na­ción, e hija de padres muy no­bles e ilustres, en el tetíitorio de Soissons. Desde su niñez fué muy inclinada a toda piedad, y deseosa de toda virtud. Era en extremo retirada, modesta y sin­cera en su trato: huía todo vano entretenimiento, y cualquier es­torbo que la pudiese distraer de sus santos intentos de servir a Dios nuestro Señor, y de gozar de su dulce trato en. la oración. Entrando en más años, anhelaba a mayor perfección: y aunque en la casa de sus padres podía gozar de todos los bienes y gus­tos del mundo, lo hallaba todo tan sin jugo y sustancia, que generosamente se dio a buscar un solo y perfecto bien, en que hallase una satisfacción y paz ca­bal. Fué grande el cuidado que nuestro Señor tuvo de su sierva; y su divina y dulcísima disposición la guiaba por las seguras sendas de una vida santísima. En­tendiendo, pues, sus padres, que estaba tocada de Dios, la llevaron al monaste­rio de Jouarre, que estaba a cuatro le­guas de Meaux, en donde la abadesa santa Telchildes y todas sus monjas la recibie­ron con singulares muestras de gozo. Allí consagró a Dios todos sus adornos, des­pojóse de todos los vestidos de seda, de los anillos y joyas preciosas, se cortó las trenzas de sus hermosos cabellos, y t ro­có los atavíos mundanos por el hábito pobre de sierva de Jesucristo. Encen­dióse con una emulación santa y gene­rosa en imitar a sus religiosas herma­nas; ni había acción virtuosa, que no t ra­tase de copiar en sí misma, chupando y convirtiendo en sí, como cuidadosa abeja, lo más precioso y escogido de cada flor. Servía a sus hermanas enfermas con dul­císima caridad en los oficios más humil­des, enseñaba toda virtud a las niñas no­bles que se educaban en el monasterio: y recibiendo a las personas que la visita­ban, derramaba un perfume de santidad que parecía del cielo. Tenía el cargo de priora, cuando la esposa de Clodoveo ree­dificó la abadía de Chelles, y fué nom­brada, con aprobación común, primera abadesa de aquel monasterio. Fueron mu­chas las señoras y doncellas ilustres que,

" por su ejemplo y conversación, se movie­

ron a dejar las cosas del mundo y abra­zarse con la pobreza y humildad d%- J e ­sucristo; y entre otras princesas extran­jeras, tomó el hábito de su mano, Heres-wita, reina de los ingleses orientales, y más tarde también Batilde, viuda de Clodoveo II. Finalmente habiendo Ber­tila gobernado santísimamente aquel mo­nasterio por espacio de cuarenta y seis años, y llegado a una ancianidad venera­ble por los méritos y los días, entre tier­nas lágrimas de todas sus hijas, y abra­zada con una imagen de su Redentor crucificado, entregó su espíritu en las manos de Dios.

Reflexión: Toda mortificación y auste­ridad se hace leve cuando se ama a Dios, y se desea contemplar la claridad y her­mosura de su divino rostro. Así lo vemos en toda la vida de santa Bertila. Sí: cuan­do hay amor de Dios, los ayunos no se cumplen ya con repugnancia: los traba­jos de cada día ya no tienen nada de pe­nosos: la separación de los amigos y pa­rientes no inspira ya tristeza: y un alma así dispuesta, llena de desprecio por to­das las cosas presentes, animada de un solo deseo que la arrebata sobre todo, merece la muerte de amor, la muerte del justo.

* Oración: Óyenos, oh Dios Salvador

nuestro, para que así como nos alegra­mos en la fiesta de tu bienaventurada

• virgen Bertila, así aprendamos de ella el afecto de su piadosa devoción. Por J e ­sucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Leonardo, solitario y confesor. — 6 de noviembre. (t 559)

edificó un monasterio. Aquí vivió con maravillosa abstinencia y oración: y como faltase agua para los monjes, el Señor, a rue­gos del santo, les proveyó de una fuente muy copiosa que hasta el día de hoy da de beber a los mo­radores de aquel lugar. Exten­dióse la fama de sus virtudes y milagros por toda Francia, In­glaterra y Alemania: y señalada­mente el maravilloso poder para librar los presos de la cárcel y sacarlos de ella y traerlos a su casa. Muchos que habían estado aherrojados y cargados de pr i­siones, venían de remotas partes a traerle sus grillos, esposas y cadenas, suplicándole los admi­

tiese en su compañía, y se sirviese de ellos como de esclavos; mas el santo era, tan humilde, que les servía a ellos, y les enseñaba a servir al Señor, y les daba parte de aquel campo que había recibido del rey, para que lo cultivasen, y vivie­sen de su trabajo. Finalmente después de esta vida santísima y admirable, dio su bendita alma al Señor: el cual le honró con los mismos milagros que había he ­cho por él en vida; y fueron tantos, que casi no se podían contar las esposas, gri­llos y cadenas y otros instrumentos pe­nales que estaban colgados alrededor de

El admirable solitario san Leonardo, nació* en Francia, de padres nobles e ilus­tres, y muy favorecidos del Rey Clodo-? veo: del cual se dice que, para honrar­los, le sacó de pila. Hízose Leonardo dis­cípulo de san Remigio, varón santísimo, por cuya predicación el rey Clodoveo ha­bía abrazado la fe cristiana. Por la bue­na instrucción de varón tan insigne y divino, creció nuestro Leonardo en toda virtud, y comenzó a resplandecer con ma­ravillosa opinión y fama de santidad: por la cual movido el rey, le rogó que viniese a su corte, y le ofreció preemi­nentes dignidades; de las cuales él no hizo caso, porque era amigo de quietud, y deseaba atender a Dios y al provecho de los prójimos, como lo hizo, predicando el Evangelio en Orleans y en otras par­tes de la Aquitania, en donde por aquel tiempo había aún muchos gentiles. Para que mejor pudiese hacerlo, el Señor le honraba, y obraba por él muchos mila­gros, echando los demonios de los cuer­pos, y sanando a los sordos, rengos y cie­gos y a otros enfermos. Cumplida esta misión, se escondió en la soledad de un bosque; mas avisado de parte del rey, que la reina se hallaba en grave peligro de muerte, pasó a la corte, donde aplicó una gracia de salud a la agonizante, y la dejó del todo sana. Agradecido el rey, le ofreció muchos vasos de oro y plata, y grandes tesoros: los cuales él no quiso recibir, rogando al rey que los repartiese a los pobres, y con aquella limosna com­prase el cielo. Ofrecióle después todo aquel bosque donde el santo moraba: y sólo aceptó una parte de él, en la cual

su sepulcro.

*

Reflexión: No estimó Leonardo el oro y la plata, sino que cifró toda su espe­ranza en los bienes del cielo. Muchos, dominados por el amor terrenal vano, sufren con pena que se les arrebata o difiera el gozo de un bien corruptible, en el cual creen hallar el descanso del co­razón. Si apeteces la verdadera paz del espíritu, pon tu felicidad en solo Dios; sin el cual las alegrías son llanto: las dul­zuras, hiél: las riquezas, espinas: los de­leites, tormentos.

*

Oración: Recomiéndenos, Señoi, la in­tercesión del bienaventurado Leonardo, a fin de que logremos con su patroci­nio, lo que no podemos alcanzar por nues­tros méritos. Por Jesucristo, nuestro Se- i ñor. Amén. *-

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San Willibrordo, obispo. — 7 de noviembre. (t 739)

El apostólico prelado san Wi­llibrordo nació por los años del Señor de 658, en la isla de la Gran Bretaña y reino de Nor-thumberland. A los siete años no cumplidos de su edad, le man­daron sus padres al célebre mo­nasterio de Ripon, gobernado por san Wilfrido, el cual poco antes lo había fundado. Habiéndose así acostumbrado desde niño a l le­var el yugo del Señor, lo halló después todo el resto de su vida muy blando y ligero: y para me­jor conservar los frutos de la re ­ligiosa educación que en el mo­nasterio había recibido, tomó en él el hábito de religión, en edad muy temprana. Hizo tan rápi­dos progresos en las letras humanas y divinas, que mereció ser elevado a la dignidad del sacerdocio, la cual recibió en Irlanda. Juntáronse con él algunos compañeros, a quienes abrasaba un mis­mo deseo de ganar almas a Cristo: y con grande celo predicaron el Evangelio a los Frisones, en cuyo santo ministerio se señaló, así por su ardor apostólico, como por su rara modestia, humildad, apaci­ble conversación e igualdad de ánimo. Habiendo llegado la fama de sus vir tu­des a oídos de Pepino de Heristal, señor de aquellas regiones, le escogió para la silla episcopal de Utrecht: y esta elec­ción agradó tanto al Sumo Pontífice, que le llamó a Roma para consagrarle por sí mismo,^ obispo de aquella diócesis. Em­prendió luego el santo con nuevo fervor la conversión de los gentiles, dilatando el campo de sus correrías apostólicas has­ta las incultas regiones del Septentrión; y acompañándose después con otros mu­chos sacerdotes y algunos obispos, para exterminar por completo las supersticio­nes del paganismo en la Zelanda, y des­pués en Holanda. Para conservar los fru­tos de estas santas misiones, ordenaba de sacerdotes solamente a aquellos en quienes veía más sólidas virtudes; y pro­curaba encender en sus corazones la lla­ma del celo de las altas, que en el suyo ardía. Llegando en estas empresas de tanta gloria de Dios, a una edad harto avanzada, eligió, entre sus sacerdotes, a uno que tomó por auxiliar, y a quien en­comendó el gobierno de la diócesis; y él se retiró a hacer una vida solitaria, para

emplear los últimos tiempos de su vida, en prepararse para la eternidad. Final­mente, lleno de días y méritos, y prece­dido de una innumerable muchedumbre de almas que había sacado de la servi­dumbre del demonio, y ganado para Cris­to, entregó la suya al Creador.

*

Reflexión: ¡Feliz el alma que siguien­do las huellas de este apostólico prelado, se dedica, en cuanto puede, a las obras de celo y de caridad! Con razón puede esperar una perfecta bienaventuranza en el reino de los cielos. ¿Qué cosa habrá que le parezca dulce, en comparación de la gloria que le espera? ¿Qué cosa podrá igualar a la verdad y perpetuidad de tal bienaventuranza? ¿Qué cosa, de cuantas hay en este valle de lágrimas, será ca­paz de atraerla, cuando contempla los bienes verdaderos que le dará el Señor en la tierra de los vivientes?

*

Oración: Suplicárnoste, oh Dios omni­potente, que en la venerable solemnidad de tu confesor y pontífice san Willibror­do, acrecientes en nosotros el espíritu de piedad, y el deseo de nuestra eterna sa­lud. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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La solemnidad de las santas Reliquias y los ¡cuatro Santos Mártires coronados. — 8 de noviembre.

(t en el imperio de Diocleciano)

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La Iglesia verdadera de Jesucristo ha honrado siempre con especial veneración Jas reliquias de los santos, sus sagrados cuerpos, sus huesos, su sangre, sus ves­tidos, sus cenizas y todas las demás co­sas que usaban, o tocaban a sus personas; porque son sagrados despojos o venera­bles recuerdos de amigos de Dios, miem­bros de Jesucristo y templos del Espí­ritu Santo, en los cuales resplandeció una excelente y heroica santidad. Y así el mismo Dios les ha honrado de muchas maneras, obrando por ellos y por sus r e ­liquias, innumerables portentos, para que nosotros también los honrásemos, y tu­viésemos sus cuerpos y reliquias en grande estima y veneración: y aunque los herejes iconoclastas y los protestan­tes llamaron supersticioso el culto tr ibu­tado a las sagradas reliquias, jamás ha dejado de venerarlas la Iglesia católica; la cual conservará siempre esta santísi­ma costumbre, usada desde los tiempos apostólicos, loada de los santos padres, sancionada por los sagrados Concilios, y confirmada por infinitos milagros que ha obrado el Señor, así a gloria de sus san­tos, como en provecho de los fieles que veneraron sus sagrados cuerpos y reli­quias. Lo que ordena la santa Iglesia y quiere que se enseñe a todo el pueblo cristiano, es que no expongan a la pú­blica veneración reliquias que no sean aprobadas, como tales, por la autoridad del Sumo Pontífice o de los obispos: y que se guarden decorosamente y se evite en su culto toda indecencia y sombra de profanación.

Honramos también, en este día, a los santos Mártires coronados, cuyos nombres son: Severo, Se-veriano, Carpóforo y Victorino. Eran todos cuatro, hermanos, y en el ejercicio de las armas ser­vían a Cristo y al emperador Diocleciano: mas como se nega­sen a prestar juramento a los

_• falsos dioses, los llevaron delan­te del ídolo de Esculapio, ame­nazándoles, que, si no le adora­ban morirían a puros azotes. Ellos hicieron burla de aquel de-^ monio, y despreciaron todas las amenazas. Entonces los sayones desnudaron a los cuatro herma­nos, y a todos los hirieron con plomadas, tan fuertemente, que

en aquel tormento dieron sus almas a Dios. Mandó el tirano, que sus cuerpos fuesen echados a la plaza, para que los perros los comiesen; mas en cinco días, que allí estuvieron, no los tocaron; mos­trando que los idólatras eran más crue­les que las bestias. Vinieron los cristia­nos, y tomáronlos secretamente y sepul­táronlos en un arenal, tres millas de Roma, en la vía Lavicana. El papa Mel­quíades mandó que se celebrase su fiesta el día de su martirio, que fué a los 8 de noviembre; y porque a la sazón no se sa­bían aún sus nombres, se llamaron los cuatro santos coronados.

Reflexión: ¡Qué agradable y sorpren­dente espectáculo nos presenta esta so­lemnidad de los santos, cuyas reliquias veneramos! La Iglesia nos invita a con­templarlo: y con tanta mayor confianza, cuanto que nos llama a la dicha de que gozan ellos. Es verdad, que el designio de nuestra Madre es presentarnos hoy a nuestros bienaventurados hermanos co­mo objeto de religioso culto: pero no tra­baja menos en monstrárnoslos como mo­delos de digna imitación. Estos héroes nos atraen hacia sí por los encantos de la gloria que los corona: pero debemos también seguirlos, corriendo tras el aro­ma de las virtudes, que en tan alto grado practicaron.

Oración: Aumentad en nosotros la fe de la resurrección^ oh Señor, que obráis maravillas en las reliquias de vuestros santos, y hacednos participantes de la in­mortalidad de la gloria, de la cual vene­ramos la prenda en sus santas cenizas, y Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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La Dedicación de la Iglesia del Salvador. — 9 de noviembre. (año 324)

Como la primitiva Iglesia de Jesucristo fué tan perseguida de los tiranos, que apenas podían los fieles alzar cabeza, y salir al público y profesar seguramente» su religión, érales necesario ce­lebrar el santo sacrificio de la misa en casas particulares, o en cementerios de los mártires, o en cuevas debajo de la tierra. Y aunque tuvieron iglesias, eran muy pocas: y los emperadores, enemigos de Jesucristo, en sus edictos,, y el pueblo pagjmo con su furor, se las quemaban, aso­laban y destruían; hasta que, queriendo el Señor dar paz a su Iglesia, convirtió milagrosamen­te al emperador Constantino: i el cual quedó tan trocado en el corazón, que en agradecimiento de tan gran mer­ced, como Dios le había hecho, no sola­mente dio licencia para que se le edifica­sen templos por todos sus dominios, en los cuales Cristo fuese glorificado, sino que él mismo en su imperial palacio la-terano, que era magnificentísimo, man­dó labrar un templo suntuoso a nuestro Salvador, templo que también se llama San Juan de Letrán, por las dos capillas que se erigieron en el bautisterio; una de san Juan Bautista, y otra de san Juan Evangelista. Este templo enriqueció el emperador, de grandes dones y vasos r i -imperial magnificencia; y en una pared quisimos de oro y plata, y lo adornó con de él se apareció una imagen que repre­sentaba muy al vivo al Salvador. Con­sagró esta iglesia el papa Silvestre: y fué la primera que se consagró entre cristia­nos. En ella puso el altar en que el após­tol san Pedro decía misa, que era de madera, en forma de una arca hueca; y mandó que solos los romanos pontífices celebrasen misa en él; y que los demás la dijesen sobre altar de piedra, y consa­grada. Finalmente, en memoria de este tan grande beneficio del Señor, ordenó que todos los años se celebrase la dedi­cación de este templo. La ceremonia anual de la consagración del templo era observada religiosamente por el pueblo de Dios en la ley antigua; y no menos lo ha sido por los cristianos, en la nueva ley. Y es muy conveniente que la dedi­cación del templo del Salvador, se cele­bre en toda la universal Iglesia; porque,

como dice san Pedro Damián: «La igle­sia de san Juan de Letrán, así como tiene nombre del Salvador, que es cabeza de todos los escogidos, así es madre, cabeza y corona de todas las iglesias que hay en el mundo: es la cumbre de toda la reli­gión cristiana, y en cierta manera, Igle­sia de las iglesias y sanbta sanctorum.-»

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Reflexión: Algunos, dice san Juan Cri-sóstomo, se excusan fríamente de ve­nir a la iglesia, diciendo que también pueden orar en su casa; pero engáñanse y están en grande error; porque aunque es verdad que al hombre le es-lícito orar en su casa, pero no es posible que ore tan bien en ella, como en la iglesia, don­de están otros que le afervorizan con su ejemplo, y le ayudan con sus oraciones a alcanzar la gracia divina: donde están presentes los ángeles, y el mismo rey de los ángeles en el santo Sacramento: y la misma consagración o bendición de la iglesia, que nos convida a orar, y da fuer­za a nuestra oración para que suba al cielo.»

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Oración: Oh Dios, que cada año nos renuevas el día de la consagración de este tu templo, y nos conservas para asistir a estos sagrados misterios; oye benigno las oraciones de tu pueblo, y concede a todos los que entran en .este templo, los bene­ficios que te pide. Por Jesucristo, nues­tro Señor. Amén.

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San Andrés Avelino, confesor. (t 1608)

10 de noviembre.

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San Andrés Avelino, acabado modelo del clero secular y regular, nació en Cas-tronovo, pueblo de la provincia de Basi-licata, en el reino de Ñapóles. Juntaba a una rara hermosura de rostro, una sin­gularísima honestidad, y con esta virtud triunfó muchas veces de grandes 'tenta­ciones y peligros de perder la joya de su pureza, en que le pusieron algunas muje­res livianas. Habiendo seguido la carrera eclesiástica, se graduó en ambos dere­chos, y se ordenó de sacerdote: y como al defender en el foro de la iglesia algunas causas de personas particulares, se le es­capase una leve mentira, al reparar en ello, sintió tan grandes remordimientos, que determinó apartarse cVel todo de aquel oficio, y procurar solamente la eterna salud de las almas. Mostró en este sagrado ministerio tanto celo y pruden­cia, que el arzobispo de Ñapóles le esco­gió para la dirección espiritual de algu­nos conventos de religiosas. Su entereza en este cargo fué ocasión de odios y per­secuciones de hombres malvados; los cuales una vez intentaron darle la muer­te, y otra le dieron en el rostro tres cu­chilladas. Deseoso de mayor perfección, tomó el hábito de los clérigos regulares, y trocó el nombre de Lanceloto, que le pusieron en el bautismo, por el de An­drés, para imitar a este santo apóstol así en el nombre, como en el ardiente amor a la cruz de Jesucristo. A los tres votos r e ­ligiosos añadió otros dos: uno, de con­trariar sin tregua su voluntad propia pa­ra hacer la de Dios; otro, de no perder punto de perfección en el divino servi­cio. Aun teniendo el cargo de superior

empleaba el tiempo que podía en evangelizar las aldeas vecinas de Ñapóles; y el Señor le ilus­traba con maravillosos prodigios. Volviendo el santo de confesar a un enfermó, una noche muy tem­

pestuosa, en que la lluvia y e l viento apagó la antorcha que lle­vaban delante los que le acompa­ñaban, no sólo no se mojaron en medio de la copiosa lluvia, sino que pudieron seguir su camino, alumbrados por una luz maravi­llosa que despedía el cuerpo del santo. Llevó sin turbarse el ase­sino del* hijo de su hermano; y no sólo apagó los deseos de ven­ganza en que ardían sus parien­tes, sino que aun imploró delan­

te de los jueces, que perdonasen a los matadores. Conversaba con los ángeles y bienaventurados del cielo; y cuando rezaba el oficio divino, les oía cantar las divinas alabanzas. ..Finalmente, después de haber concluido muchas y grandes obras del divino servicio, siendo de edad de ochenta y ocho años, quiso celebrar la misa, para disponerse a la muerte que esperaba aquel mismo día: y al decir aquellas palabras Introibo ad altare Dei, cayó herido de apoplejía; y recibidos lue­go los santos Sacramentos, descansó en la paz del Señor.

Reflexión: Este glorioso santo es reco­nocido en la Iglesia como protector ad­mirable contra los accidentes de apople­jía. Y porque esta enfermedad muchas veces quita al hombre instantáneamente la vida, o lo priva de los sentidos y del conocimiento necesario para disponerse a una santa muerte, procuremos ser de ­votos del santo, para que nos libre de se­mejantes accidentes, y podamos recibir los Sacramentos de la Iglesia, y morir en la paz y gracia del Señor.

Oración: Oh Dios, que dispusiste en el corazón del bienaventurado Andrés, tu confesor, admirables elevaciones hacia Ti, por el arduo voto que hizo de apro­vechar cada día imás y más en las vir tu­des; concédenos, por sus méritos e inter­cesión, tu divina gracia para ejecutar siempre lo más perfecto, y llegar dicho­samente hasta la cumbre de tu gloria. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Martín, obispo de Tours. — 11 de noviembre. (t 400)

El caritativo y celoso san Mar­tín fué oriundo de Sabaria en la Panonia (Hungría). A la edad de diez años se hizo catecúmeno contra la voluntad de sus padres, que eran gentiles; y a los quince, en virtud de un decreto imperial fué alistado en la milicia, como hijo que ,era de un tribuno mili­tar: y sirvió en el ejército de Constancio, y después en el de Juliano el Apóstata. Entrando un día de invierno en Amiens, pi­dióle limosna un pobre, desnudo y temblando de frío; y como Martín no tuviese qué darle, sacó la espada, cortó por medio la capa; y dio la mitad al mendigo. Este era el mismo Salvador, co­mo lo manifestó apareciéndosele la noche siguiente rodeado de ángeles, y dicién-dole estas palabras: «Martín, siendo aun catecúmeno, me cubrió con este vestido.» Después de este tan señalado favor, reci­bió el santo bautismo; y propuso dejar las armas, para entregarse del todo al servicio de su divino rey Jesucristo. Partióse luego a Poitiers en busca del santo obispo Hilario: y con su magisterio aprovechó tanto en la virtud, que san Hi­lario le hubiera ordenado de diácono, si él por su humildad no lo rehusara, pre­firiendo quedarse en el grado de Exor-cista. Deseando convertir a sus padres, volvió a Hungría, su patria; y redujo a la fe a su madre y a otras muchas per­sonas, pero no pudo acabar con su padre, que dejase la superstición de los paganos. Allí defendió la verdadera fe contra los arríanos, de los cuales fué azotado públi­camente y desterrado. Pasó a Milán, y se encerró en un monasterio, de donde le arrojó la facción de aquellos herejes: y volviendo a las Galias en busca de san Hilario, edificó el monasterio de Ligugé, donde resplandeció con tan santa vida, que con sus oraciones resucitó dos muer­tos. Habiendo vacado la sede de Tours. por universal aclamación fué escogido por obispo de aquella diócesis: y previendo su resistencia le sacaron del monasterio, con achaque de que fuese a visitar a un enfermo, y entonces le llevaron casi por fuerza a la iglesia de Tours. Edificó otro monasterio, donde vivió algún tiempo "on ochenta santos monjes; convirtió in-•numerables infieles, sanó un leproso con

sólo besarle, sosegó en Tréveris un grave tumulto; y salía de él con tanta copia la gracia de los milagros, que hasta los pe­dazos de su vestido, las cartas que escri­bía y las pajas de su lecho obraban mi­lagrosas curaciones. Habiendo compuesto en Candes ciertas diferencias, se sintió enfermo: y entendió que se llegaba el día de su muerf%, por la cual suspiraba. Decíanle llorando sus discípulos: «¿Por qué nos dejas, oh Padre? ¿A quién pue­des encomendarnos que nos consuele en nuestra orfandad?» Enternecido él, de­cía: «¡Señor! si todavía soy necesario a tu pueblo, no rehuso el trabajo»: mas co­mo ,el Señor le llamaba para sí, expiró plácidamente a la edad de ochenta y un años; y su alma fué vista subir al cielo llevada en manos de los ángeles.

* Reflexión: ¿Cómo se explica la heroica

caridad de san Martín para con los po­bres y necesitados? Es que veía constan­temente en sus prójimos, especialmente en los pobrecitos, la persona de Cristo nuestro Señor. ¡Oh, si nosotros le imitá­ramos en esta parte! ¡Cuántas gracias r e ­cibiríamos de la mano de Cristo, a quien ellos representan!

Oración: Oh Dios, que conoces que por nuestras fuerzas no podemos subsistir; concédenos benigno que, por la interce­sión de tu confesor y pontífice san Mar­tín, seamos fortalecidos contra todos los

• males que nos cercan. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

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San Martín, papa y mártir. — 12 de noviembre. (t 655)

El glorioso pontífice y mártir san Mar­tín nació en Todi, ciudad de Toscana, y fué hijo de Fabri'cio, varón de grande santidad. Terminados sus estudios en Ro­ma con grande opinión de sabiduría y virtud, fué ordenado de sacerdote por el papa Teodoro I, el cual lo envió por le ­gado suyo a Constantinopla, para que re ­dujese a los herejes monotelitas a la unidad de la fe. En esta^azón pasó de es­ta vida el pontífice: y Martín fué ele­gido para sucederle, traspasado su cora­zón de dolor, por no haber podido aún sosegar los disturbios de los herejes. Con­vocó luego un Concilio en Letrán; y en él dio cuenta a los Padres de lo que había hecho para reducir a obediencia a los rebeldes. Los padres aclamaron a una voz a san Martín, y con él condenaron de nuevo las pretensiones cismáticas de Sergio, patriarca de Constantinopla, y el tipo o edicto del emperador Constan­tino II: en el cual, para favorecer a los herejes monotelitas, prohibía toda con­troversia en que se tratase de si en Cris­to había dos voluntades o una sola. En­vió san Martín un vicario suyo a Cons­tantinopla, al cual no quisieron someterse los herejes; antes embravecidos y llenos de coraje, determinaron asesinar al san­to pontífice. Tomó el emperador por ins­trumento de su maldad, a Olimpio, su ca­marero; y para ello le nombró Exarca de Italia; y pasando Olimpio a Roma, fingió querer comulgar de mano del santo papa; y dio orden a uno de su guarda, que, al tiempo que él estuviese hincado de rodi­llas para recibir la comunión, le diese la espada, para con ella dar la muerte al que

le estaba dando el Pan de vida. Mas sucedió que al mismo tiem­po que aquel sayón cruel quiso dar la espada a Olimpio, se cegó de manera, que jamás pudo ati­nar a ver al papa: No habiendo podido los herejes consumar su crimen, usaron de más diabólicos artificios, calumniándole ante el emperador Constante; el cual, como estuviese ya inficionado con el veneno de la herejía, envió a Roma a Teodoro Caliopas, hom­bre astuto, con orden de prender al santo y traerlo a Constantino­pla, como lo hizo. Allí defendió él su inocencia con razones irre­cusables, pero todo fué en vano. Constante quizo forzarle a fir­

mar los edictos.solemnemente condenados en el Concilio de Letrán; y como el papa se negase resueltamente, le quitaron ig­nominiosamente sus vestiduras pontifi­cales, le cargaron de cadenas, y le lleva­ron así a Crimea, donde padeció hambre y sed y toda clase de malos tratamientos; de los cuales él mismo dice en una de sus epístolas: «Vivo en las angustias del des­tierro, despojado de todo, alejado de mi Sede: sustento mi débil cuerpo con duro pan; pero ningún cuidado paso de las cosas terrenas.» En estos trabajos perse­veró con admirable paciencia, hasta que, a los seis años de su pontificado, entregó su espíritu al Señor.

Reflexión: ¿No te sorprende ver a este santo pontífice tan perseguido, tan mal­tratado, tan atormentado? ¿Acaso es ésta la recompensa de su virtud? ¡Ah! Abre las sagradas Escrituras, y comprenderás en alguna manera la conducta de Dios nuestro Señor. «Todos los caminos del Se­ñor, dice el real profeta David, son mise­ricordia y verdad.» Entiende, pues, que si el Creador aflige a sus siervos, los aflige por efecto de su justicia y de su mise­ricordia. De su justicia, castigando en ellas algunas imperfecciones y faltillas, a veces imperceptibles; de su misericor­dia, preparándoles así colmada recom­pensa.

Oración: Oh Dios, que cada año nos alegras con la solemnidad de tu mártir y pontífice, el bienaventurado Martín, con­cédenos propicio, que al celebrar su na ­cimiento a la gloria, experimentemos los efectos de su protección. Por Jesucristc nuestro Señor. Amén,

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* San Estanislao de Kostka, confesor. — 13 de noviembre. ( t 1568)

El seráíico joven san Estanis­lao de Kostka fué hijo de padres nobles, y señores de una de las más ilustres casas de Polonia. Luego que tuvo conocimiento de Dios, sintióse inclinado a amarle; y confesaba después él mismo, que el primer uso de su razón fué ofrecerse al Señor. Era en extremo hermoso, y de tan an­gelical pureza, que bastó para causarle un desmayo una pala­bra algo libre que se dijo en su presencia. Gustaba de vestir sen­cillamente, aborrecía el juego, huía las conversaciones peligro­sas, y estaba siempre ocupado en el estudio o en la oración. Hasta la edad de catorce años estudió en casa de sus padres, teniendo por ayo y maestro a Juan Bilinski, más tarde canónigo de la iglesia de Plock. Pa­só después a Viena de Austria a un se­minario de nobles gobernado por padres de la Compañía de Jesús, y allí estudió con un hermano suyo llamado Pablo, el cual era de pensamientos y costumbres muy contrarios a los de Estanislao. Por haberse cerrado aquel seminario, los dos hermanos se hospedaron en la casa de un hereje luterano, lo cual fué ocasión a Pablo, de mayor libertad, y a Estanislao, de ser blanco de las iras de su herma­no, que le miraba como censor importu­no de sus liviandades: y así le sonrojaba en cualesquiera ocasiones, hacía mofa de sus prácticas piadosas, llamábale de ne ­cio y mentecato; y llevó su enojo hasta poner en él las manos con extremado rigor. Estos malos tratamientos, unidos con la aspereza de su vida penitente, le acarrearon una enfermedad mortal. P i ­dió en vano el santo mancebo los Sa­cramentos; y como se los negasen, reci­bió el santísimo Viático que los ángeles le trajeron del cielo: y apareciéndosele la Virgen santísima, le puso en los bra­zos el divino Niño, y le mandó que en­trase en la Compañía de Jesús. Con estos soberanos favores y regalos se sintió r e ­pentinamente sano y convalecido. Estor­bándole la entrada en la Compañía el te­mor de su padre, vistióse un hábito de peregrino y huyó a pie, y pidiendo l i ­mosna, con intento de no parar hasta lo­grar lo que tanto deseaba. Llegando final-

"mente a Roma, fué recibido en la Compa­

ñía por san Francisco de Borja. Diez me­ses vivió en el noviciado, hecho uri sera­fín de amor divino. Se arrobaba con fre­cuentes éxtasis, tenía el rostro siempre encendido, y a veces resplandeciente, los ojos llenos de tiernas lágrimas: y eran tales los ardores de su pecho, que aun en el rigor del invierno, había de tem­plarlos con paños empapados en agua fría. Así, pues, consumido más del amor que de la calentura, murió el día de la Asun­ción de la Virgen, a quien tenía una de­voción tierna y filial, y fué a contemplar el soberano triunfo de su divina Madre en los cielos, habiendo vivido en la t ie­r ra solo diez y ocho años.

Reflexión: Encanto de los hombres y embeleso de los ángeles fué Estanislao durante los cortos años de su vida mor­tal. Por su encendida caridad, mejor le juzgaríamos ardoroso Serafín, que mero ser humano. Alma soberanamente gran­de, aunque encerrada en -cuerpo peque­ño, así supo aspirar a lo infinito, que des­preció todo lo finito, repitiendo una y otra vez a la vista de los más seductores bienes de la tierra: Para mayores cosas nací.

Oración: Oh Dios, que, entre otros mi­lagros de tu sabiduría, conferiste la gra­cia de una santidad madura aun a la tierna edad; rogárnoste nos concedas, que, resarciendo con santas obras el mal em­pleo del tiempo pasado, a ejemplo de san Estanislao nos apresuremos a entrar en el eterno descanso. Por Jesucristo, nues­tro Señor. Amén.

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San Diego de Alcalá, confesor. — 14 de noviembre. (t 1463)

El humilde y bienaventurado san Die­go, religioso de la Orden del seráfico pa­dre san Francisco, fué de un lugar pe­queño de Andalucía, llamado san Nicolás. Vivió algún tiempo en su tierra, cerca de una iglesia antigua y solitaria, en com­pañía de un devoto sacerdote, ermitaño, trayendo el mismo hábito, cultivando una huerta para sustentar su vida, y ocupán­dose en santos ejercidos de oración y meditación. Volviendo un día del pueblo a su recogimiento, halló cerca de él una bolsa con dineros, y no quiso ni aun to­carla: y cuando quería afirmar mucho una cosa decía: «Así me cumpla Dios los deseos, que son de ser pobre fraile de san Francisco.» Cumplióselos el Se­ñor; y Diego recibió el hábito de los Me­nores en el convento llamado San Fran­cisco de Arrizafa, a media legua de Cór­doba, escogiendo el estado humilde de fraile lego. Hecha su profesión, fué a las islas Canarias en compañía del padre Fr. Juan de Santorcaz, que iba a plantar la fe entre aquella gente idólatra. Aporta­ron a una de las islas, en donde el santo Fr. Diego labró un convento; y aunque fraile lego, fué de él guardián. Mas, con el fervoroso deseo que tenía de derra­mar su sangre por la fe, se embarcó para ir a la Gran Canaria, qué aun estaba po­blada de gentiles. No se atrevieron los que gobernaban el navio a saltar a tierra, por temor de aquella gente feroz y bár­bara, y sólo saltó el santo; el cual des­pués de convertir muchos idólatras a la fe, por obediencia de sus prelados volvió a Andalucía. Estuvo en varios monaste­rios de la orden y resplandeció en todas

las demás virtudes. No tenía otra voluntad que la del Señor, en cu­ya cruz se gloriaba; trataba su cuerpo con extremada aspereza, y traía en sus manos una cruz de palo, para que nunca se apar­tase de su memoria la pasión de Jesucristo, y la recordase a los demás. Despedía de su cuerpo una fragancia y olor suave y ma­ravilloso; y oraba con tan fervo­roso afecto, que muchas veces fué visto levantado en el aire,

I por la fuerza del alma que .esta-| ba arrebatada y absorta en Dios, j De la sacratísima Virgen María j fué devotísimo; y acostumbraba

con el aceite de su lámpara un­gir los enfermos que venían a él,

haciendo sobre ellos la señal de la cruz, con la 'cual muchos quedaban sanos. Una vez, estando en Sevilla, se encontró en la calle con una mujer que venía dando gritos como loca y fuera de sí, porqué un hijo suyo se había escondido en un horno de pan, y sin saberse que estaba allí, habían encendido el horno. Compa­decióse el santo de la triste madre; y le dijo que se fuese luego a la iglesia ma­yor a encomendarse a la Virgen, y que esperase .en Dios, que su hijo sería libre. Hízolo así la mujer; y su hijo salió del horno encendido, sin lesión alguna. Fi­nalmente, cargado ya el santo de años y méritos, y besando la santa cruz, dio sil espíritu al Señor.

Reflexión: Preguntarás ¿por qué en las religiones, y especialmente en la del se­ráfico padre san Francisco, ha habido tantos religiosos legos, que han florecido con extremada santidad? La causa es por­que la bajeza de su estado los dispone y hace más hábiles para la humildad; y las ocupaciones en ayudar a los otros, pa­ra alcanzar la caridad; las cuales por ser más de manos que de estudio, no distraen ni derraman el corazón, de manera que pueden juntamente trabajar y orar.

Oración: Todopoderoso y sempiterno Dios, que con admirable disposición eli­ges lo más flaco del mundo para confun­dir a lo más fuerte: concédenos benig­no, a nuestra humildad, que por los rue­gos de tu confesor san Diego merezcamos ser sublimados a la gloria eterna y ce­lestial. Por Jesucristo, nuestro Señor Amén.

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Santa Gertrudis, abadesa. — 15 de noviembre. (t 1292)

La ilustre maestra espiritual — santa Gertrudis, hermana de san- J ta Matilde, nació de nobles pa- 1 dres en Eisleben en la Alta Sajo- I nia. A la temprana edad de cinco años fué ofrecida a Dios en J. | monasterio de Rodersdor, de las | religiosas de san Benito. Dióse al | estudio de la lengua latina, eo- | mo era costumbre entre las mon- ' jas; en la cual aprovechó tanto, i que llegó a escribir en latín con ij elegancia muchos libros. Apren- !' dio también las letras divinas y i la doctrina de los ascetas; y j aunque estaba adornada de ta - ? lentos naturales no comunes, y jj de los más extraordinarios do- ^ — nes de la divina gracia, se tenía por la más vil y despreciable criatura. La sacratísima pasión del Redentor y la sagrada Eucaristía eran la materia más ordinaria de sus altísimas contemplacio­nes, en las cuales vertía copiosas y sua­ves lágrimas, y se arrobaba con éxtasis de amor divino. Fué elegida abadesa de su monasterio a los treinta años de su edad; y un año después, pasó con sus monjas a otro monasterio llamado de Heldes, donde fué ejemplar perfectísimo de todas las virtudes, haciéndose por su humildad sierva de todas. Con las vigi­lias, ayunos, abstinencias y una constan­te abnegación de su propia voluntad, venció todas las desordenadas aficiones que podían estorbarla el perfecto cum­plimiento de la voluntad divina. Tene­mos un vivo retrato de su alma candida y santísima, en el compendioso libro, que escribió de las Divinas insinuaciones, o comunicaciones y sentimientos de amor de Dios; que es tal vez la obra más pro­vechosa escrita por mujer, y comparable con las que escribió santa Teresa de J e ­sús. En ella propone la santa piadosísi­mos .ejercicios para renovar los votos bautismales, para convertirse el alma a Dios, para renovar sus espirituales des­posorios, y para consagrarse á su Reden-

. tor divino por vínculo de amor indisolu­ble, pidiendo la gracia de morir para sí misma, y ser sepultada en el Señor, de manera que no haga otro empleo de su vida, que el ^mar a su divino Esposo, que tanto la ama. Tenía esta santa vir­gen altísima contemplación, en la cual •;on frecuencia se arrobaba en éxtasis se-

y -ráficos; y hablaba de Cristo y de los mis­

terios de su vida adorable con tanta fuer­za ' de espíritu y afectuosa devoción, que encendía en amor del Redentor divino a los que la oían: y como el amor di­vino había sido durante toda su vida el único principio de todas sus obras y afec­tos, así también fué como el término de ella; pues la enfermedad de que murió no tanto fué dolencia corporal, como en­fermedad de amor divino, que desatán­dola del cuerpo a la edad de setenta años, hizo que volase a su celestial Esposo.

Reflexión: Por lo dicho puedes ver en dónde aprendió esta esclarecida maestra, de espíritu los sublimes documentos de perfección, que nos dejó, y ella misma practicó. El libro más familiar de esta ,gloriosa santa, no era otro que Cristo cru­cificado. Entiende, pues, la frecuencia con que debes leer y contemplar la pa­sión del Salvador, si deseas aprovechar en la ciencia de los santos. ¡Oh! ¡Qué lec­ciones tan sabias de humildad, de morti­ficación, de paciencia y de todas las de­más virtudes nos enseña Jesús en el cur­so de su pasión sacrosanta! Apréndelas tú con toda diligencia: pues así, y sólo así comprenderás el secreto de la verdade­ra santidad.

Oración: Oh Dios, que en el corazón de tu bienaventurada virgen santa Ger­trudis, te preparaste una agradable mo­rada; por sus méritos e intercesión, lim­pia las manchas del nuestro, para que merezca ser digna habitación de tu di­vina Majestad. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Edmundo, arzobispo de Cantorbery. — 16 de noviembre. ( t 1242)

milagros. Habiendo vacado la si­lla de Cantorbery, nombróle el pontífice Gregorio IX arzobispo y primado de Inglaterra. Acep­tó el santo aquella dignidad, por sola obediencia, y por no resistir al papa con ofensa de Dios. Fué tal la entereza con que gobernó aquella diócesis y en defender los derechos de la Iglesia, que por esta causa padeció grandes per­secuciones de los grandes del re i­no, y de su mismo Cabildo, hasta el punto de haberse de desterrar voluntariamente a Francia; don­de fué recibido con grande hon­ra, de san Luis y de toda la real familia. Recogióse al monasterio cisterciense de Pontigny; y allí

cayó malo de una grave enfermedad; y como le llevasen mal convalecido al mo­nasterio de Soissy, de aires más benig­nos y templados, se le agravó el mal. Re­cibió devotísimamente los santos Sacra­mentos; y faltándole poco a poco los sen­tidos, dio su espíritu al Señor, que para tanta gloria suya le había criado.

Reflexión: Los solícitos desvelos de la ejemplar madre de Edmundo, y el em­peño de este vigilante pastor en la cris­tiana educación de los jóvenes,1 nos en­señan sabiamente cómo se ha de atajar la corrupción y desarreglo de nuestra ju­ventud. Todos se quejan hoy de que nun­ca ha habido tanta inmoralidad entre los jóvenes. Su inmodestia y poco recato ape­sadumbra con frecuencia: su vanidad, sus gastos desmedidos, sus inclinaciones l i­cenciosas, la pasión del juego, son objeto de censura y de quejas muy amargas. Su desaplicación al estudio y al trabajo, el afán por asistir a todos los espectáculos, son frecuentemente la cruz de sus pa­dres. Todos nos quejamos de este mal: pero ¿buscamos el oportuno remedio? ¿Se da siempre a los jóvenes un instruc­ción y educación cristianas? ¿Ven siem­pre en sus padres y maestros ejemplos de virtud, que los muevan a su imita­ción?

Oración: Suplicárnoste, oh Dios omni­potente, que ,en la venerable .solemnidad del bienaventurado Edmundo tu confesor y pontífice, nos aumentes la devoción y el deseo de nuestra eterna salud. Por Je-, sucristo, nuestro Señor. Amén.

El celoso defensor de la Iglesia, san Edmundo, arzobispo de Cantorbery, nació en Inglaterra, en una villa llamada Abin-gtón. Sábese de su padre, que, con con­sentimiento de su mujer, tomó el hábito en un monasterio, y que allí acabó san­tamente su vida. La madre, aunque que­dó en el siglo, vivió en él más como re ­ligiosa, que como seglar: y crió a sus hijos en tan loables y santas costum­bres, que hasta les enseñaba a domar la carne con cilicios que ella misma les labraba, y cuando envió a su hijo Ed­mundo a la universidad de Oxford, y más tarde le mandó con su hermano menor, Roberto, a la de París, dio a cada uno un cilicio, scon orden de que se lo pusie­sen a raíz de las carnes tres veces cada semana. Estudió en París, con gran cui­dado, las artes liberales, y se hizo maes­tro en ellas; y volviendo a Oxford, por espacio de seis años las enseñó con gran loa y aprovechamiento . de sus discípulos. Procuraba que todos ellos cada día oye­sen misa .con él, y que adelantasen no menos en la piedad que en las letras; y así salieron de su escuela muchos varones doctos y excelentes, los cuales entraron en diversas religiones. Ordenóse de sacer­dote; y dejando la cátedra para poder predicar más desembarazadamente la pa­labra de Dios, aceptó una canongía en la iglesia de Salisbury, para no ser cargoso a nadie. Tuvo el papa noticia de la san­tidad, erudición y grandes prendas de Edmundo: y mandóle predicar en el rei­no de Francia la Cruzada; la cual pre­dicó con maravilloso fruto, confirmando nuestro Señor su predicación con muchos

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San Gregorio Taumaturgo, obispo. ( t 270)

17 de noviembre.

El gloriosísimo san Gregorio, obispo de Neocesarea, llamado Taumaturgo, que quiere decir obrador de milagros, nació en Neocesarea, en el Ponto Euxino, de padres nobles y ricos, aunque gentiles. Habiendo aprendido las primeras letras, fué enviado a Alejandría: y en el estudio de las ciencias filosóficas, le alum­bró el Señor el alma, y viendo la verdad de nuestra santa fe, la abrazó y se hizo cristiano. Aplicóse después a las letras di­vinas, oyendo por espacio de cin­co años las lecciones de Orígenes. Volviendo luego a su patria, por muerte de su padre quedó here­dero de toda su grande hacien­da; la cual 'vendió, y repartió el precio a los pobres, y se apartó a una soledad. P e ­ro extendiéndose por todas partes la fa­ma de su sabiduría y de sus virtudes, le buscaron con gran trabajo, para ha­cerle obispo de Neocesarea. Estaba toda aquella tierra llena de templos dedicados a los demonios: y en los bosques, alame­das y montes se les ofrecían abomina­bles sacrificios; mas el santo, con la grande virtud que tenía de hacer mila­gros, redujo tantos gentiles a la fe,-que al poco tiempo trataron de labrar un tem­plo al Dios verdadero. Pero como el lu­gar donde habían de edificarlo, de una parte quedase estrechado por el río y de la otra por un monte, hizo el santo, con la virtud de su» oración, que el monte se retirase cuanto era menester. Lamentá­base también el pueblo, de las enferme­dades que causaban las aguas insalubres de una laguna que allí había; y una no­che fué el santo para hacer oración so­bre esto, en la ribera; y, venida la ma­ñana, no pareció más la laguna, porque toda se había convertido en tierra fértil y fructuosa. Bañaba aquella comarca el río Lico llamado hoy Casalmac, muy cau­daloso, que saliendo de madre, arrebata­ba árboles, ganados y casas con los mo­radores; y acudiendo aquellos al santo para que los socorriese en tan extremada necesidad, se encaminó hacia el río, y fijó en la ribera el báculo que llevaba en la mano, y suplicó al Señor, que aquel báculo fuese el límite del río; y así su­cedió, porque aquel báculo se convirtió °n un árbol; y cuando más furioso venía

-el río, en llegando con sus aguas al ár-

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bol, se detenía y volvía atrás. Levantóse en su tiempo la cruel y fiera persecución de Decio contra la Iglesia católica; y juz­gó san Gregorio, que lo que más conve­nía a la gente era retirarse por entonces; y para poderlos ayudar más, él mismo-huyó y se fué con ellos a un monte, has­ta que, pasada aquella tormenta, volvie­ron a la ciudad. Supo poco después por revelación la hora de su muerte: y p re ­guntó a su diácono ¿cuántos gentiles que­daban en Neocesarea? Respondióle que había sólo diez y siete. Y alabando Gre­gorio a Dios, dijo: «Diez y siete eran Ios-cristianos que hallé en ella cuando v i ­ne», y dichas estas palabras dio su espí­ritu al Señor.

Reflexión: Bondadosísimo y misericor­diosísimo se mostró Dios en los numero­sos y estupendos milagros, obrados a pe­tición de su fidelísimo siervo san Gre­gorio. Pero no menos lleno de bondad y misericordia se nos muestra el Señor, cuando aflige a sus siervos, y los visita, por medio de la tribulación. Es cierto que no siempre vemos los paternales desig­nios del Altísimo en nuestras tribulacio­nes: pero día vendrá en que podamos de­cir con el profeta: «Pasamos por el fue­go y por el agua, y nos sacaste al r e ­frigerio.»

Oración: Rogárnoste, oh Dios todopode­roso, que en la venerable solemnidad de tu bienaventurado pontífice y confesor Gregorio, aumentes en nosotros el espí­ritu de piedad, y el deseo de nuestra eter­na salvación. Por Jesucristo, nuestro Se­ñor. Amén.

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San Odón, abad de Cluny. — 18 de noviembre. (t 942)

Nació san Odón, en Maine, y fué hijo de Abbón, señor muy principal, doctísi­mo y muy inclinado a todas las obras de piedad. Tuvo, pues, Odón por maestro a su mismo padre, el cual le enseñó las le­tras humanas, y juntamente el ejercicio de todas las virtudes; a las cuales se afi­cionó tanto, que daba por mal empleado el tiempo que, para distraer el espíritu, gastaba en la caza y en otras honestas •diversiones. Recibió la tonsura a la edad de diez y nueve años, y fué nombrado canónigo de la iglesia de Tours: y pa­sando después a París, aprendió la teo­logía y las letras sagradas, en las cuales salió muy aventajado. De vuelta a su iglesia en Tours, se encerró en una es­trecha celda, donde gastaba los días y las noches en santas contemplaciones y «n el estudio de los libros sagrados. Y como viniese a sus manos la Regla del patriarca san Benito, la tuvo en tan gran­de estima, que determinó dejar todas las cosas del mundo, para tomar el hábito de aquella sagrada religión en el monas­terio de Baume, de la diócesis de Besan-zón. Habiendo muerto por este tiempo el abad de aquel monasterio, llamado Ber-nón, fué elegido, para sucederle, nuestro santo, que había sido ya ordenado de sa­cerdote. Resplandeció en su gobierno con tan rara prudencia y santidad, que lle­gando a oídos del romano pontífice, le encomendó muchos y graves negocios de la Iglesia. Tres veces pasó a Roma, para librar aquella ciudad santa de la opresión en que la tenía Alberico; compuso las paces entre este príncipe y el rey Hugo: edificó un monasterio en Roma; restauró

el de san Elias en Soppenton; y con su admirable ejemplo y fer­vor, redujo a la primera obser­vancia el de Salerno y el de Pa­vía. Aunque estaba ocupado en tantos y tan graves negocios, es­cribió admirables libros llenos de sabiduría y espíritu del cielo, en­tre los cuales se cuentan las Con­ferencias, los Morales sobre Job, los Sermones y los Himnos. La última vez que estuvo en Roma, cayó brevemente enfermo; y en­tendiendo que no estaba lejos el día de -su muerte, por la seña­lada devoción que tenía a- san Martín, deseó morir en Tours y ser sepultado junto al sepulcro de aquel santo. Alcanzólo así

como deseaba; y venido a aquella ciudad, y llegada la hora de su dichoso tránsito, recibió con gran devoción los sacramen­tos de la Iglesia; y bendiciendo a todos sus religiosos, que con lágrimas le rodea­ban, entregó su alma santísima en las ma­nos "Sel Creador, a los sesenta y cinco años de su edad.

*

Reflexión: ¿No ves en la vida de este humilde religioso y santo abad de Cluny, cuánto atrae el aroma de las virtudes: y cómo se hacen dueños de los corazones los que desprecian los bienes visibles, pa­ra enriquecerse con los invisibles que da Dios? En almas de este linaje resplande­ce gran prudencia, pues adquieren con módico precio inmensa fortuna: con bie­nes pasajeros, bienes eternos: con obje­tos sin valor, lo que hay de más precio­so: con penas, la felicidad verdadera: con amargura, los más exquisitos consuelos: finalmente, con nada (pues nada es lo que no es eterno, como dice san Crisós-tomo) el tesoro de las infinitas perfec­ciones de todo un Dios que poseerán eter­namente.

Oración: Recomiéndenos, oh Señor, la intercesión del bienaventurado abad san Odón; para que alcancemos, por su pa­trocinio, lo que no podemos alcanzar por nuestros méritos. Por Jesucristo, nues­tro Señor. Amén.

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Page 332: De Paula, Francisco - Flos Sanctorum

«anta Isabel, hija del rey de Hungría. — 19 de noviembre. (t 1231)

La caritativa madre de los po­bres, santa Isabel, fué hija de los reyes de Hungría Andrés II y Gertrudis: desde niña tuvo gran devoción a la sacratísima Virgen y a san Juan Evangelis­ta ; y fué muy enemiga de ga­las y de vestidos ricos y curio­sos; y en sus palabras, muy com­puesta. A la edad de quince años la casaron con el Landgrave de Turingia, Luis IV, apellidado el Santo: y en su nuevo estado se ocupaba de buena gana en todos

' los ejercicios de caridad, por viles y bajos que fuesen. Reci­bía a los peregrinos, curaba los enfermos, criaba a los niños huérfanos o de padres pobres, h i ­laba con sus doncellas para dar de su tra­bajo limosna a los necesitados; y en una cruel hambre que hubo, daba cada día de comer a novecientos pobres; y cuando le faltaba que dar, vendía sus mismas jo­yas. En las procesiones públicas, como letanías, etc., iba descalza y muy modesta. En estas obras y en criar santamente a sus tres hijos se ocupaba, cuando su ma­rido, partiendo para la, conquista de la Tierra Santa, con el emperador Federi­co, enfermó en Otranto, y pasó de esta vida. Cuando lo supo santa Isabel, aun­que lo sintió, como era razón; pero en­tendiendo que aquella había sido la vo­luntad del Señor, se volvió a El, y con lágrimas de corazón le dijo: «Vos sabéis lo que yo amaba al duque; mas también sabéis que yo aunque pudiese, no le vol­vería a la vida mortal contra vuestra di­vina voluntad.» En aquel estado de viuda determinó abrazarse más estrechamente con Cristo; y comenzó a darse más a la oración, al ayuno y penitencia, y a dar a ios pobres todo cuanto tenía. Fué esto de manera, que su cuñado le quitó la ad­ministración de la hacienda, y la echó de su casa; viniendo ella a tanta necesidad, que tuvo que acogerse a un establillo. Supo el rey su padre la miseria que pa­decía, y dio orden para que sus tres h i ­jos se criasen honradamente en casas de parientes, y que a ella se le diese su dote, el cual lo gastó en socorrer a los pobres y enfermos; y para consagrarse a Dios más perfectamente, tomó el hábito de la tercera Orden de san Francisco. A la medida de su piedad, eran los regalos que recibía del Señor, apareciéndosele a l ­

gunas veces, visitándola por los ángeles, teniéndola arrobada y transportada en la oración, y obrando por su intercesión mu­chos milagros. Estando ya llena de mere­cimientos, apareciósele Cristo, y la avisó de su cercana muerte: de lo que ella se regocijó por extremo; y armándose con los Sacramentos de la Iglesia, dio su ben­dita alma al Señor a los veinticuatro años de su edad. Quedó su cuerpo hermoso, blando y tratable, y despedía de sí un olor suavísimo, que recreaba a todos los presentes. Tuviéronle cuatro días sin en­terrar por el gran número de gente que concurrió a verle y reverenciarle; y el Señor hizo por él grandes prodigios, en­tre los cuales hubo diez y seis muertos resucitados.

* Reflexión: Mucho se engañan los que

piensan que las leyes de la verdadera no­bleza son contrarias a las de Cristo: ima­ginando que la grandeza de los estados consiste en desechar todas las leyes de Dios y vivir a su apetito y libertad, como un caballo desbocado y sin freno. No pen­saron así tantos señores, príncipes y re ­yes, que, como santa Isabel, no sólo ajus­taron sus vidas con la voluntad de nues­tro Señor, pero vivieron con raro ejem­plo y menosprecio del mundo, y fueron vivo retrato de toda perfección y virtud.

Oración: Alumbra, oh Dios misericor­dioso, los corazones de tus fieles; y por las súplicas de la gloriosa y bienaventu­rada Isabel, haz que despreciemos las prosperidades del mundo, y gocemos siempre de los consuelos celestiales. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Page 333: De Paula, Francisco - Flos Sanctorum

San Félix de Valois, confesor. ( t 1212)

20 de noviembre.

El glorioso san Félix de Valois, l lama­do antes Hugo, que juntamente con san Juan de Mata fundó la orden de la san­tísima Trinidad, fué hijo de Ranulfo, con­de de Vermandois y de Valois, y nieto de Enrique I rey de Francia; y nació ha­llándose su madre de paso en Amiens. Bendijo san Bernardo al santo niño en Claraval, y también el papa Inocencio II cuando vino a Francia y se hospedó en casa de Teobaldo, tío de Félix. Crióse en Claraval oon otros hijos de príncipes y caballeros, con la enseñanza de san Ber­nardo. Habiendo muerto su madre, el rey llevó a su palacio al santo mancebo, el cual quiso acompañarle en la conquista de Tierra Santa, donde peleó con gran valor. Vuelto a París, determinó dejar la corte, por el desierto; y la milicia se­cular, por la espiritual; y para cortar de todo punto la esperanza próxima que le daban a la corona de Francia la ley Sálica y el deudo estrecho que tenía con el rey, se ordenó de sacerdote y se retiró a un monte desierto. Veinte años después fué buscado, por aviso del cielo, de san Juan de Mata, que habitaba en otra so­ledad; y Félix, que sabía que Juan había de venir a buscarle, en viéndole le salu­dó por su nombre. Vivieron los dos san­tos anacoretas tres años en aquel desier­to, en santa y dulce compañía, hasta que Dios los sacó de allí para que fundasen la orden de la santísima Trinidad, con este caso prodigioso: estando los dos con­versando, vino a ellos un ciervo blanco que traía sobre la frente una cruz de dos colores, celeste y carmesí. Admiráronse de esto; y Félix no entendió lo que sig­

nificaba la cruz, hasta que san Juan, que había tenido la misma visión, le declaró el misterio, y voluntad de Dios, de que funda­sen una nueva orden para redi­mir a los cautivos. Partieron pues a Roma, y dieron cuenta de todo a Inocencio III; el cual ha­bía tenido revelación de que ha­bían de venir, y una visión, du­rante la misa, en que se le apa­reció un ángel vestido de blanco con una cruz también de los dos mismos colores, y con las manos cruzadas sobre dos cautivos. Vis­tió el papa a los dos santos el hábito que traía el ángel, y fun-

. . - dó la orden de la santísima Tri­nidad para la redención de los

cautivos. Volviéronse los dos santos a Francia, y en el mismo lugar donde ha­bían hecho vida solitaria fundaron su pri­mer monasterio, llamado de Ciervofrío. Allí san Félix gobernó santísimamente a ios religiosos que en él entraron, muchos de los cuales fueron ilustres por la no­bleza de su nacimiento y por su santidad y sabiduría, hasta que fué avisado por un ángel de su cercana muerte. Sintiendo Félix la orfandad en que quedaban sus hijos, apareciósele la santísima Virgen, y le dije que quedaban bajo su amparo, y que ella sería su madre. Después de es­te regalo del cielo, dio su espíritu al Crea­dor a los ochenta y cinco años de. su edad.

Reflexión: El bienaventurado san Fé­lix, derramando en su última hora lá­grimas de consuelo, exclamaba: «¡Oh dichoso día aquel en que huí de la corte a la soledad, y troqué el palacio por una gruta! ¡Oh felices noches, las que gasté en la oración, en lugar de sueño! ¡Oh dulces lágrimas las que derramé por mis culpas! ¡Oh bien empleados suspiros! ¡Oh suaves asperezas con que maltraté mi cuerpo! ¡Oh bien empleados pasos los que di para cumplir la voluntad del Se­ñor! ¡Cómo me lleváis ahora a la bien­aventurada eternidad!

Oración: Oh Dios, que por una voca­ción celestial sacaste del desierto, para la redención de los cautivos, a tu confe­sor, el bienaventurado Félix, rogárnoste nos concedas, que, libres mediante tu gra­cia y su intercesión del cautiverio del pecado, seamos conducidos a la patria ce­lestial. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Page 334: De Paula, Francisco - Flos Sanctorum

La Presentación de nuestra Señora. — 21 de noviembre.

Desde los primeros tiempos de la ley de Moisés, fué religiosa costumbre entre los hebreos^ ofre­cerse a sí mismos, y también sus hijos, al Señor: unas veces, i rre­vocablemente y para siempre; otras, reservándose la facultad de rescatarlos con dones y sacri­ficios. A este fin había alrede­dor del templo varios edificios, con sus estancias y aposentos, destinados unos para hombres, y otros para mujeres: unos para niños, y otros para niñas, donde inoraban todos hasta cumplir el voto que ellos, o sus padres por ellos, habían hecho. Ocupában­se allí en servir a los ministros sagrados y en labrar los orna­mentos y en otros muchos oficios nece­sarios para el servicio de Dios en el tem­plo. Así leemos en Ana, mujer de Elca-na, que ofreció a su hijo Samuel; y en el segundo libro de los Macabeos se hace mención de las doncellas que se criaban en el templo: y san Lucas dice que Ana profetisa, desde que enviudó, no salía del templo. A ejemplo de aquella Ana, madre de Samuel, santa Ana, madre de nuestra Señora, y san Joaquín, hicieron voto al Señor, que si les daba algún fruto de bendición, librándolos de la nota de esterilidad, lo consagrarían a su servicio en el templo: y el Señor, que quería fue­se todo milagroso en aquella santa Niña, a quien desde la eternidad había desti-

1 nado para Madre de su unigénito_Hijo, oyó benignamente sus oraciones, y los hi­zo padres de aquella bienaventurada criatura. Llegando la bendita Niña a la edad de tres años, cumplieron religiosa­mente su voto san Joaquín y santa Ana, llevándola ellos mismos para presentar­la, y dejarla para el servicio de Dios en el templo. Después que quedó la bendita Niña entre las sagradas vírgenes, ¿qué lengua podrá declarar el buen olor de santidad que allí derramó, y la excelen­cia de sus virtudes? De las cuales ha­blando san Jerónimo, dice así: «Procu­raba la Virgen ser en las vigilias de la noche, la primera; en la ley de Dios, la más enseñada; en la humildad, la más humilde; en los cantares de David, la más elegante; en la caridad, la más fer­viente; en la pureza, la más pura ; y en toda virtud, la más perfecta. Todas sus palabras eran llenas de gracia, porque

siempre en su boca estaba Dios: conti­nuamente oraba; y, como dice el profeta, meditaba en la ley del Señor, día y no­che. Tenía también cuidado de sus com­pañeros, que ninguna hablase palabra mal hablada; que no levantase su voz en la risa; que no dijese palabra injuriosa ni soberbia a su compañera.» Y san Am­brosio añade: «No deseaba que otras don­cellas le diesen conversación, la que t e ­nía buena compañía de santos pensa­mientos: antes entonces estaba menos sola, cuando estaba sola, porque ¿cómo se puede decir que estaba sola, la que tenía consigo tantos libros devotos, tantos arcángeles y tantos profetas?»

Reflexión: La vida de la Virgen en el templo es dechado y modelo perfecto de la vida de todas las doncellas; las cuales deben imitarla en todas las virtudes que son propias de las doncellas, y ornamen­to de su estado. Pero especialmente las vírgenes, que, consagraron su virginidad a Jesucristo, o que, al conocer la vanidad del mundo, se acogen en la soledad de la religión, deben tener por su reina y prin­cesa a esta Niña, y pedirle devotamente su favor para imitarla en la guarda del

,voto que hicieron, como la imitaron en ha­cerlo, y seguir en todas las cosas su glo­rioso ejemplo.

Oración: Oh Dios, que quisiste que la bienaventurada María, siempre virgen, en la cual habitaba el Espíritu Santo, fuese hoy presentada en el templo; concéde­nos que, por su intercesión, merezcamos nosotros ser presentados en el templo de tu gloria. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Santa Cecilia, virgen y mártir 22 de noviembre. (t 230)

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La esclarecida virgen y mártir santa Ce­cilia, nació en Roma, de padres muy no­bles; los cuales, aunque eran gentiles, no estorbaron que su hija fuese criada en la verdadera fe. Traía siempre consigo el libro de los Evangelios, y procuraba poner por obra las palabras de Jesucris­to, a quien consagró su virginidad. Ca­sáronla sus padres, contra toda su volun­tad, con un caballero mozo, llamado Va­leriano. Vino el día en que se habían de celebrar las bodas; y estando todos con gran fiesta y regocijo, sólo Cecilia, ves­tida de seda y oro, estaba triste y lloro­sa; y llamando a parte a su esposo, le dijo: «Te hago saber que tengo en mi compañía un ángel que guarda mi virgi­nidad; el cual quiere que me respetes.» Respondió Valeriano: «Hazme ver a este ángel que dices que está en tu compañía.» Díjole Cecilia: «Menester será, si lo quie­res ver, que primero creas en Jesucristo, y te bautices.» Y como Valeriano mos­trase gana de hacerlo, y le preguntase quién le había de enseñar y bautizar, ella le envió a la Vía Apia al papa san Ur­bano, de cuya mano recibió el bautismo: y luego vio un ángel que llevaba dos espléndidas coronas. Volvió Valeriano a Cecilia, y le dio cuenta del suceso: lo cual habiendo referido también a Tibur-cio, su hermano, le redujo a la fe, y le hizo bautizar con Máximo, su compañero de armas. Súpolo el prefecto Almaquio; y habiendo mandado prenderlos y ator­mentarlos, alcanzaron la corona de un ilustre martirio. Los sagrados cuerpos de estos mártires los recogió secretamente la virgen Cecilia y los enterró en el ce­

menterio de Pretextato. Y como socorriese a los mártires que es­taban en las cárceles, y pública­mente predicase a Jesucristo, la hizo prender Almaquio: y traída al templo de los dioses, la instó con halagos, promesas y amena­zas, a ofrecerles sacrificio; mas viendo que todo era en vano, mandóla encerrar en un baño de la misma casa de la santa, y po­ner fuego debajo, para que, res­pirando ella el aire caliente, se ahogase. Guardóla el Señor todo un día y una noche: y ella, no sólo no recibió detrimento algu­no, antes, llena de gozo, cantaba con los ángeles las alabanzas de Cristo. Al saber esto Almaquio,

dio orden que allí mismo le cortasen la cabeza: y aunque el verdugo la hirió tres veces, no se la pudo cortar. Los que presentes estaban recogieron la sangre con esponjas y lienzos, para guardarla por reliquias. Pasados así tres días, en que ella consolaba a los que la visitaban, entregó su alma al divino Esposo.

*

Reflexión: Cuando los ministros que prendieron a la santa y la llevaban al tribunal del prefecto, la rogaban que mi ­rase por sí, y gozase de su hermosura, nobleza y riquezas, ella les dijo: «No penséis que el morir por Cristo será daño para mí, sino inestimable ganancia: por­que confío en mi Señor, que, con esta vi­da frágil y caduca, alcanzaré otra bien­aventurada y perdurable. ¿No os parece que es bien dejar una cosa vil, por ga­nar otra preciosa y de infinito valor; y trocar el lodo, por el oro; la enferme­dad, por la salud; la muerte, por la vida, y lo transitorio, por lo eterno? ¡Cómo se endulzarían con estos cristianos senti­mientos las amarguras de nuestra vida, y, sobre todo, del trance de nuestra muerte!

Oración: Oh Dios, que nos alegras ca­da año con la festividad de tu virgen y mártir, la bienaventurada Cecilia; con­cédenos la gracia de imitar, con nuestras buenas obras, a la que con nuestros reli­giosos obsequios veneramos. Por Jesu­cristo, nuestro Señor. Amén.

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San Clemente, papa y mártir. (t.ioi)

23 de noviembre.

El apostólico pontífice y már­tir san Clemente, nació en Roma, y fué hijo de padres nobilísimos, deudos muy cercanos de los em­peradores. Recibió la fe, el bau­tismo y el sacerdocio de mano del príncipe de los apóstoles san Pedro; y se hizo discípulo de San Pablo, a quien ayudó en la predicación del Evangelio, como lo testifica el mismo apóstol, es­cribiendo a los Filipenses, cuan­do dice: «Yo y Clemente y los demás de mis compañeros que trabajaron conmigo, y están sus nombres escritos en el Libro de la Vida.» Volviendo a Roma des­pués de varias correrías apostó­licas, san Pedro le consagró obis­po, y le instituyó sucesor suyo; aunque él, teniéndose por indigno, dio su lugar a san Lino y a san Cleto, a cuya muerte tomó Clemente el gobierno de la Iglesia. Siendo sumo pontífice, señaló siete no­tarios, y los repartió en los barrios de Roma, para que tuviesen cuenta de in­quirir y escribir las batallas y triunfos de los mártires. Estando la Iglesia de Co-xinto alterada por divisiones y cismas, escribió san Clemente dos admirables epístolas a aquella cristiandad, con las cuales, dice san Ireneo, restableció la fe y la caridad entre los hermanos de Co-rinto; y les recordó las tradiciones que habían recibido por ministerio de los apóstoles. Predicaba la palabra de Dios con tanto espíritu, que muchos gentiles se convertían a la fe, y algunos se daban a toda perfección, y seguían los consejos evangélicos; por lo cual, los sacerdotes de los ídolos persiguieron a san Clemente, y alborotaron al pueblo contra él, y le acusaron delante de Mamertino, prefecto de Roma. Consultado por el prefecto el emperador Trajano, mandó que Clemen­te, o sacrificase a los dioses, o fuese des­terrado a Quersona, en el Ponto Euxino. Prefiriendo el santo el destierro, halló en él más de dos mil cristianos desterrados por el mismo emperador, y condenados a cortar y llevar piedra. Padecían gran fal­ta de agua; y enternecido el santo, hizo oración al Señor, la cual acababa, alzó los ojos y vio un cordero que levantaba el pie derecho, como señalando donde hallarían agua: y llegándose a aquel lu-rjar, dio con un azadón un golpe, y brotó Aiego una fuente de agua clara y abun­

dante. Corno por este milagro se convir­tiese gran muchedumbre de gentiles, mandó el emperador a aquellas partes a un presidente, llamado Aufidiano, el cual hizo grande estrago en los fieles de Cris­to; y mandó que llevasen a san Clemen­te dentro, en alta mar, donde, con una pe­sada áncora al cuello, fuese sumergido en las aguas. Con este linaje de muerte alcanzó el venerable pontífice la palma del martirio.

Reflexión: Para estorbar que los cris­tianos recogiesen y venerasen las sagra­das reliquias de san Clemente, ordenó el prefecto gentil que fuese sepultado en el fondo del mar: pero el Señor hizo que el mar se retrajese tres millas, hasta des­cubrir el santo cuerpo que hallaron los cristianos puesto en un templo y sepulcro de mármol, y junto a él el áncora con que había sido arrojado al agua. Y en tiempos de Nicolao I fué trasladado a Ro­ma aquel venerable cadáver, y colocado con gran solemnidad en una iglesia de su nombre. ¡Así quiere Dios nuestro Señor, que sean veneradas las sagradas reliquias de sus santos!

Oración: ¡Oh Dios! que cada año nos alegras con la festividad de san Clemen­te, tu pontífice y mártir ; concédenos be­nigno, que, pues celebramos su naci­miento pafa el cielo, imitemos la pacien­cia que mostró en su martirio. Por Jesu­cristo, nuestro Señor. Amén.

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San Juan de la Cruz, confesor. — 24 de noviembre. ( t 159D

~San Juan de la Cruz, insigne maestro de la vida espiritual, y grande ornamento de la reforma de la Orden carmelitana, nació en Fontíveros, villa del obispado de Avila; y antes que naciese fué ofrecido por su madre a la Virgen santísima. Que­dando el santo niño huérfano de padre, el administrador del Hospital de Medina del Campo se lo pidió a su madre, para que sirviese a los pobres, ofreciéndole darle alimentos, estudios y una capella­nía. Era Juan de doce años cuando co­menzó a servir en el hospital; y al mis­mo tiempo estudió la gramática, retórica y filosofía, en que salió muy consumado. En esta sazón fundaron los religiosos car­melitas un convento en Medina, en el cual el santo mancebo tomó el sagrado hábito, y resplandeció señaladamente en el espíritu de oración, en la pobreza, y aspereza de vida. Adelantó su peniten­cia con extraños rigores: el jubón de es­parto le parecía suave; las disciplinas no le satisfacían, si no las teñía en sangre; tenía los cilicios por blandos, si no tala­draban sus miembros: la cama era un rincón del coro, con una piedra por a l ­mohada. Mandáronle a Salamanca para estudiar la teología y habiendo sido or­denado de sacerdote, quiso pasar a la Cartuja para llevar vida más austera; pero el Señor que le llamaba para una grande obra de su servicio, le inspiró la reforma de su sagrada orden, que a la sazón había ya comenzado santa Teresa de Jesús, entre sus religiosas carmelitas. El primer convento reformado fué el de Duruelo, pobrísimo, estrecho, lleno de cruces y calaveras, donde el santo, por

parecerse hasta en el nombre a su Redentor crucificado, mudó el nombre de Matías, en el de Juan de la Cruz. Allí fué probado por el Señor con durísima sequedad y oscuridad del espíritu, cuyo es­tado describe admirablemente en su libro titulado Noche obscura; mas pasada la terrible prueba, fué regalado por Dios con tan inefables comunicaciones del cie­lo y sublimes arrobamientos, que no parecían sino un serafín en cuerpo humano. Hablando un día con santa Teresa, en el locutorio, del misterio de la santísima Tr i ­nidad, la santa quedó arrobada; y el santo, justamente con la si­lla en que estaba sentado, se le­

vantó por el aire hasta dar en el techo, de la pieza. Vencidas las gravísimas di­ficultades, fundó numerosos conventos, que gobernó santísimamente, en los cua­les florecía la santidad de la primera Re­gla. Queriendo el Señor llevarle para sí, le envió una enfermedad dolorosísima, que se mostró en cinco apostemas en for­ma de cruz; y llegada la hora de su di­choso tránsito, lo rodeó un globo grande de luz como de fuego resplandeciente, cuya claridad ofuscaba la de veinte lu­ces que ardían en el altar de su celda, sintiéndose por todo el convento una ce­lestial fragancia.

Reflexión: ¡Dichosa el alma que, a imi­tación del esclarecido confesor de Cris­to, Juan de la Cruz, se esfuerza en r e ­nunciar todo lo que parece florecer a la sombra de esta vida! El que se deja do­minar por el amor engañoso de este mun­do, pierde infaliblemente las dulzuras de la felicidad verdadera. Mientras exista en nuestro corazón alguna afición desorde­nada por las cosas creadas, no alcanzare­mos la abnegación necesaria para llegar a la santidad, a la plenitud de la dicha, al descanso del espíritu.

Oración: Oh Dios, que hiciste al bien­aventurado Juan, tu confesor, uno de los mayores amantes de la cruz, y de la per­fecta abnegación de sí mismo; concéde­nos que, imitándole sin cesar, consigamos como él, la gloria eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén. v

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Santa Catalina, virgen y mártir. — 25 de noviembre. ( t 307)

La virgen santa Catalina, es­clarecida lumbrera de la filoso­fía cristiana, y mártir de Jesu­cristo, nació en Alejandría de Egipto; y como se dice en el Mo­nólogo del emperador Basilio, fué de sangre real. Criáronla sus padres en la verdadera fe: y co­mo era avisada y de alto enten­dimiento, fué también enseñada en todas las letras de la filoso­fía humana, que en el tiempo flo­recían en la ciudad de Alejan­dría. Tenía la santa doncella unos diez y ocho años, cuando el emperador Maximino II vino a Alejandría para inaugurar cier­tas fiestas y regocijos en honra de los dioses del imperio, y ha­cer burla y escarnio de los misterios cris­tianos. Indignóse Catalina al ver aquella pública profanación; y movida del espí­ritu de Dios, y llegándose a los paganos que celebraban aquellas sacrilegas baca­nales, con gran libertad les reprendió y afeó las cosas que hacían. Acusáronla, pues, delante del emperador, el cual mandó prenderla y traerla a su presen­cia. Dióle ella razón de sí y de su fe con tan singular sabiduría, elocuencia y gra­cia, que el emperador, pasmado la esta­ba mirando: y admirado de ver su in­comparable hermosura, y oír la fuerza y peso de sus razones, a las cuales él no supo qué responder, entendiendo que pa­ra convencer a Catalina, era menester más ciencia que la suya, y para salir de aquel aprieto, la mandó callar, y ordenó que la echasen en la cárcel, donde pasó la santa algunos días sin comer bocado. Entretanto, llamó el emperador a algunos varones, los más sabios y elocuentes que había en Alejandría, para que, disputan­do con la santa doncella, la convencie­sen. Juntáronse, pues, los más sabios fi­lósofos de la escuela de Alejandría; y concurrió toda la ciudad a aquel espec­táculo tan nuevo y maravilloso, en que los hombres tenidos por la flor de la sa­biduría, disputaron con una doncella cris­tiana en presencia del emperador. Santa Catalina deshizo todos sus argumentos, y les dejó tan confusos, que muchos de los presentes se convencieron de la verdad de la fe, y se hicieron cristianos: por lo cual el emperador Maximino, parecién-dole que ser vencido de una delicada doncella, era menoscabo suyo, mandó que

fuese despedazada en una máquina de dos ruedas sembradas de clavos. Comen­zando los sayones a mover aquellas rue­das, de repente se destrabaron y rompie­ron. Entonces mandó el tirano, que la santa virgen fuese degollada. Fué trasla­dado su sagrado cuerpo por ministerio de los ángeles, al monte Sinaí.

« Reflexión: ¿Puede concebirse mayor

firmeza en la fe, y mayor pureza en las costumbres, que la firmeza y pureza con que brilló la angelical virgen y mártir Catalina? Admirable fué la celestial sa­biduría con que confundió a los sabios del gentilismo: pero no fué menos admi­rable la constancia con que, en todo tiem­po, se abstuvo de las licenciosas diver­siones paganas. Sí: la firmeza en las cos­tumbres no es menos necesaria que la doctrina: y así como el dejarse llevar por toda clase d e ' doctrinas, es señal de fe vacilante, así también es piedad vacilan­te el gobernarse por la costumbre y por el respeto humano. ¿Deseas ser constan­te en la virtud? Pon, como Catalina, el fundamento de tu edificio espiritual en Jesucristo; y entonces podrás resistir vir­tuosamente a todas las contrariedades.

Oración: Oh Dios, que diste la Ley a Moisés en la cumbre del monte Sinaí, y dispusiste fuese enterrado en el mismo lugar, por ministerio de tus santos .ánge­les, el cuerpo de tu bienaventurada Cata­lina; suplicárnoste nos concedas que por sus merecimientos e intercesión podamos llegar al monte que es Jesucristo. Por el mismo Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Page 339: De Paula, Francisco - Flos Sanctorum

San Pedro Alejandrino, obispo y mártir. — 26 de noviembre. (t 311)

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El valeroso defensor de la fe católica y de la unidad de la Iglesia, san Pedro, fué natural de Alejandría y patriarca de la misma ciudad. Levantóse en su t iem­po la persecución atrocísima de los empe­radores Diocleciano y Maximiniano, en la cual el buen prelado no dejó cosa por hacer para consuelo de los fieles en aque­lla gravísima tempestad. Para poder atenderlos mejor, recogióse a lugares ás­peros y apartados, huyendo de las manos de los emperadores, que le buscaban: y desde allí escribía a más de seiscientos cristianos, presos en la cárcel, exhortán­dolos a la paciencia y perseverancia: y al saber que habían alcanzado la corona del martirio, se regocijó por extremo. Vuelto el santo a Alejandría, tuvo gran­des encuentros con los cismáticos, herejes y gentiles; porque Melecio, obispo de Egipto, fué depuesto de su silla por el santo, después que le hubo convencido de haber perpetrado graves delitos y sa­crificado a los dioses. Corrido y afren­tado Melecio, como era hombre docto y astuto, comenzó a turbar la Iglesia y a causar cisma en ella, contando muchos secuaces, entre ellos al infame Arrio, hombre inquieto y furioso, a quien tam­bién por esta causa san Pedro excomulgó y apartó de la Iglesia. Vino a tener el ce­tro de Oriente el emperador Maximino, no menos cruel perseguidor de cristianos que sus antecesores, y mandó prender a Pedro y darle la muerte. Cuando se supo en la ciudad que su santo pastor estaba preso en la cárcel, todos a porfía acudie­ron a ella para librarle y poner su vida, si fuese menester, en su defensa. En esta ocasión, el perverso Arrio procuró que

algunos sacerdotes fuesen al obis­po y le suplicasen que le perdo­nara y admitiese a la comunión de la Iglesia, pensando que por este camino ganaría las volunta­des del clero y del pueblo, y que le harían obispo una vez mart i ­rizado san Pedro. Fueron con es­ta embajada dos sacerdotes, pro­pusieron a Pedro a lo que ve­nían, diciéndole que Arrio se su­jetaba a su parecer y corrección. El santo pontífice, dando un gran suspiro, díjoles que Arrio era as­tuto y engañador encubierto, que en maldad excedía a todas las maldades, que había de rasgar la túnica de Cristo, que es la Igle­sia, promoviendo un cisma muy

desastroso; y mandóles que no fuese ad­mitido en la Iglesia: y que todo esto no lo decía de su cabeza, sino que lo había entendido por luz superior. Y todo suce­dió después, de la misma manera que él lo dijo. Entretanto permanecía el pueblo junto a la cárcel deseando librar a su pastor; mas el santo, deseoso del mar­tirio y temeroso de algún disturbio, rogó al tribuno encargado de ejecutar la sen­tencia, que le sacase secretamente de la cárcel, y le llevasen a otro lugar, como se hizo, y allí le cortaron la cabeza.

Reflexión: De este prelado y defensor insigne de la ortodoxia cristiana bien se puede decir lo que se dijo de Cristo: que siendo luz de las naciones y gloria del pueblo de Dios, estaba puesto para caída y levantamiento de muchos en Israel. Elevado Pedro de Alejandría a la emi­nente dignidad patriarcal, quiso salvar a los que le habían sido confiados. Mas como esto no era posible sin imitar sus virtuosos ejemplos, los cuales la mayor parte rechazaban, por eso fué causa de la ruina de muchos: no por sí mismo, sino por culpa de los que quisieron perecer voluntariamente. ¡Oh espantosa verdad! También el Hijo de Dios está en la cruz para salvar a todos los hombres: y no obstante, esta cruz será la causa de la condenación de los que no viven debida­mente.

Oración: Vuelve, Señor, los ojos a nuestra flaqueza; y pues nos oprime el peso de nuestros pecados, protéjanos la gloriosa intercesión de tu bienaventurado mártir y pontífice san Pedro. Por Jesu­cristo, nuestro Señor. Amén.

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San Máximo, obispo de Riez. — 27 de noviembre. (t 480)

El humildísimo siervo de Dios san Máximo, obispo de Riez, na­ció en un lugar llamado Deco­mer, hoy Cháteau-Redon, en la Provenza. Criáronle sus padres en santo temor de Dios y en la práctica de todas las virtudes. Pasó muchos años, en el retiro de su casa, olvidado del mundo, y ocupado en el estudio y medi­tación de las letras sagradas, y en su propia mortificación, como si viviese en la soledad. Llamado del Señor a vida más perfecta, tomó el hábito en el monasterio de Lerins, que es una pequeña isla junto a las costas de la Pro-venza. Allí encontró una nume­rosa comunidad de santos reli­giosos, cuyas heroicas virtudes daban gran celebridad al monasterio. Con tales ejemplos, hizo el santo tan grandes pro­gresos en la virtud, que aventajándose sobre todos en santidad, parecía resplan­decer como el sol entre las estrellas, y habiendo sido escogido para la cátedra de Arles el abad san Honorato, todos los monjes pusieron los ojos en Máximo, y a una voz lo aclamaron por sucesor. Qui­so nuestro Señor manifestar la heroica virtud de su siervo, obrando por él gran­des milagros, y curando toda suerte de enfermedades. Concurrían, pues, al mo­nasterio, tropas de gente, considerando al Santo como depositante del divino po­der; y por huir de los aplausos del mun­do, fué a esconderse en un bosque de la misma isla. Pasáronse tres días y tres noches sin poderle descubrir, hasta que, al fin, le encontraron, y le volvieron al monasterio. Poco después, habiendo per­dido su obispo la iglesia de Riez, en la Provenza, mandó sus comisarios al mo­nasterio de Lerins, para ofrecer al santo la silla de aquella diócesis. Pero huyendo él de aquella dignidad, navegó hasta las costas de Italia, donde los comisarios le alcanzaron: y a pesar de su resistencia, le condujeron a Riez. Allí fué recibido con extraordinarias demostraciones de júbilo: y todo el tiempo de su gobierno fué amado como padre, y reverenciado como santo, por las maravillas que obra­ba, entre las cuales se refieren dos muer­tos resucitados. Asistió a varios concilios que se celebraron en su provincia y en ¿as comarcanas: y fué uno de los prela­dos que aprobaron la célebre epístola del

papa san León a Flaviano de Constanti-nopla contra los herejes Eutiquianos: y firmó asimismo la epístola sinodal que los obispos escribieron en respuesta a la del papa. Finalmente, después de haber go­bernado santísimamente su iglesia, des­cansó en la paz del Señor; y fué sepul­tado con gran solemnidad, en la iglesia de San Pedro, que él mismo había edi­ficado.

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Reflexión: ¿De dónde proviene nues­tra negligencia en practicar la humildad, y con ella las demás virtudes cristianas, siendo así que los santos tanto se desve­laron en el ejercicio heroico de los actos virtuosos? Muy fácil es descubrir la cau­sa. Para apreciar debidamente las virtu­des, debemos hacer de ellas la ocupación principal de nuestro espíritu: y para po­nerlas en práctica, debemos desearlas con todo nuestro corazón. Mas, ¿qué hace­mos? Con el pretexto de obligaciones fin­gidas, nos vamos olvidando de nuestro fin: y empleando todo el tiempo en bus­car y cuidar los bienes perecederos, no nos queda espacio para los eternos. ¡De­plorable error, que si no lo enmendamos en tiempo oportuno, lo lloraremos perpe­tuamente!

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Oración: Concédenos, oh Dios omnipo­tente, que la venerable solemnidad de tu venerable confesor y pontífice Má­ximo acreciente en nosotros la devoción y el deseo de nuestra eterna salud. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Santiago de la Marca, confesor. ( t 1479)

28 de noviembre.

Eí celoso predicador de Cristo, Santia­go de la Marca, nació en Montebrandón, en la Marca de Ancona. Fué hijo de unos pobres labradores; y pasó los años de su niñez apacentando un rebaño. Un tío su­yo materno, sacerdote ejemplar y pru­dente, echando de ver en él buen ingenio y disposición para las letras, le envió a la universidad de Perusa, para estudiar las letras humanas y divinas; en las cua­les salió tan aprovechado, que un caba­llero muy principal de aquella ciudad, le encomendó la educación de un hijo suyo, y dio su favor para que pudiese ganar mucha hacienda, y medrar en el mundo. Mas no llenaron su corazón las esperan­zas y bienes del siglo, sino los verdaderos bienes que hallaba en el servicio del Se­ñor. Habiendo pasado a Asís, para ganar la indulgencia de la Porciúncula, quedó tan edificado de la rara modestia y hu­milde compostura de los hijos del será­fico padre san Francisco, que se sintió in­teriormente llamado de Dios a tomar su hábito, y copiar en sí aquellas religiosas virtudes. Echó, en el noviciado los cimien­tos de su esclarecida santidad; y orde­nado de sacerdote, fué destinado por sus superiores al ministerio de la divina pa­labra. Predicó en Italia, Austria, Dina­marca y Polonia, con tan apostólico celo, y tan grande espíritu y virtud de Dios, que convirtió innumerables pecadores a penitencia. No eran menos eficaces sus palabras, que el ejemplo de su santa vida. En el espacio de cuarenta años, no dejó pasar un solo día sin macerar su cuerpo con ásperas disciplinas; ni se desató ja ­más el cilicio o ceñidor de hierro, eriza­do de. clavos, que traía puesto a la cin­

tura. Pasaba las noches en ora­ción, sin dormir más de tres ho­ras ; no comía carne; su hábito era de sayal pobre y remenda­do, y gozábase de padecer falta aun de las cosas más necesarias. Habiendo entendido que querían hacerle arzobispo de la iglesia de Milán, rehusó aquella dignidad, con grande resistencia, que ja­más pudieron acabar con él que la aceptase. Ilustró el Señor a este su siervo, obrando por él muchos milagros, señaladamente el tiempo que estuvo en Vene-cia. Sanó repentinamente al du­que de Calabria y al rey de Ña­póles, que estaban desahuciados de. los médicos, y a las puertas

de la muerte. Finalmente, lleno de días y merecimientos, a la edad de ochenta y nueve años, llamóle el Señor para dar­le la recompensa de sus grandes trabajos y -virtudes, en el reino de su gloria.

*

Reflexión: ¿Qué tienen que ver los de­leites causados por los bienes sensibles, con los purísimos goces que nos propor­cionan los bienes del alma? Aquellos, son vanos o torpes: éstos, verdaderos y puros. Cuando un alma desprecia generosamen­te todo lo mundano, el Señor, que es ge­nerosísimo, no retarda la paga; y su di­vina providencia ilumina de tal manera el entendimiento, y da tal alegría al co­razón, que no cabiendo en él, rebosa y se manifiesta visiblemente en el exterior. Yerran, pues, miserablemente, los peca­dores, creyendo que la observancia de la ley de Dios es un sacrificio dolorosísimo y sin recompensa en esta vida.

*

Oración: Oh Dios, que nos alegras con la anual festividad de tu bienaventurado confesor Santiago; concédenos benigno, que pues celebramos su nacimiento para el cielo, imitemos el ejemplo de sus vir­tudes. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Saturnino, obispo y mártir. — 29 de noviembre. (t 250)

El apostólico varón y valeroso mártir del Señor san Saturnino, fué escogido por el sumo Pontí­fice san Fabián para ir a predi­car el santo Evangelio a la ciu­dad de Tolosa de Francia, en aquella sazón capital de una flo­reciente colonia romana fundada por Julio César. Estaba aquella ciudad tan sumergida en las t i ­nieblas de la infidelidad, y tan dada a las supersticiones del pa­ganismo, que el santo obispo, al poner el pie en ella, apenas en­contró vestigios de la fe cristia­na. Confiado en el poder de Dios, y esperando de la divina miseri­cordia, que abriría los ojos de aquellos miserables ciegos, dio principio a su predicación ensalzando los misterios de la cruz; y desde luego reco­noció la soberana protección de lo alto, en lo rendido que halló los corazones de los tolosanos a la eficacia de su predica­ción, y en las numerosas conversiones a la fe de Cristo. La santidad de la vida, el ejemplo de las apostólicas virtudes, el celo de la salvación de las almas, que resplandecían en el santo obispo, y el so­plo del Espíritu Santo, en poco tiempo cambiaron el aspecto de aquella ciudad, cuyos habitantes recibieron, en gran nú­mero, el santo Bautismo, cambiaron sus antiguas costumbres en otras nuevas, dig­nas de la fe que acababan de abrazar, y de la santidad de su doctrina. De todos los templos de los ídolos que había en la. ciudad, después de pocos años sólo que­daba uno abierto, en el cual se reunían los sacerdotes de las falsas deidades del imperio con los paganos más contumaces y feroces a celebrar sus sacrilegas fes­tividades. Y viendo la rapidez con que iba desapareciendo la antigua y diabólica superstición, que ellos llamaban religión, y que tanto estrago, como ellos decían, era obra de la predicación de un solo hombre; se congregaron para deliberar sobre los medios con que debían conju­rar la completa ruina que les amenazaba. La resolución que tomaron fué de quitar para siempre de en medio a san Satur­nino, dándole la muerte. En esto acertó a pasar por delante del templo el apostó­lico varón: corrieron hacia él, prendió- ' ronlo, arrastráronlo al templo, e intimá­ronle que ofreciese sacrificio a los dioses; y que de lo contrario, le quitarían la

vida. Como el santo se negase valerosa­mente a cometer tamaña iniquidad, dié-ronle cruelísimos azotes; y como él per­maneciese constante en la confesión de su fe, atáronle a un toro bravo y furioso, al cual luego soltaron, y corriendo él, arrastró al santo hasta que le dejó redu­cido a una masa informe de carne y de huesos. Recogieron los cristianos las reli­quias de su apóstol, y las colocaron en un templo con gran veneración, que se ha conservado hasta nuestros días.

Reflexión: ¿Quién no echa de ver, en la vida de este santo, la eficacia que tie­ne la palabra, si va precedida del ejem­plo? Más fruto se hace con una vida ejemplar, que con cuantas exhortaciones se pueden hacer. Los hombres más creen lo que ven con sus ojos, que lo que oyen con sus oídos. ¿Cómo podrás reprender en otros los vicios y defectos que ven en ti? ¿Quieres aprovechar a los demás y enmendar sus malas inclinaciones? Pues comienza por resplandecer con una in­signe santidad de vida: y tus prójimos, viendo la luz de tus buenas obras, glori­ficarán a su Padre que está en los cielos.

*

Oración: Vuelve tus ojos, oh Dios om­nipotente, a nosotros miserables; y ya que nos oprime el peso de nuestras cul­pas, protéjanos la gloriosa intercesión de tu bienaventurado mártir y pontífice san Saturnino. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Andrés, apóstol. — 30 de noviembre. (t 62)

respondiendo Andrés que cada día ofrecía en sacrificio al ver­dadero y único Dios un Cordero-inmaculado, que se inmola en los altares de los cristianos; el fe­roz procónsul, incapaz de enten­der el lenguaje del santo apóstol,

• condenóle a morir en una cruzs y no enclavado en ella, sino a ta­do con sogas, para que el tor­mento fuese más prolijo. Al ver­le el pueblo salir para el lugar de la crucifixión, daba voces di­ciendo: «¿Qué ha hecho este j u s ­to y amigo de Dios? ¿Por qué lo crucifican?» Mas él rogábales que no le impidiesen aquel bien tan grande: y al ver la cruz, des­de lejos exclamó: «Yo te adoro,

oh cruz preciosa, que con el cuerpo de mi Señor fuiste consagrada: yo vengo a ti regocijado y alegre; recíbeme tú en tus brazos con alegría y regocijo. ¡Oh buena cruz tan hermoseada con los miembros de Cristo! días ha que te deseo: con soli­citud y diligencia te he buscado; ahora que te hallé, recíbeme en tus brazos y preséntame a mi Maestro, para que por ti me reciba el que por ti me redimió». Dos días estuvo vivo en la cruz con es­tos santos afectos, y fervorosas exhorta­ciones al numeroso pueblo que le rodea­ba, y así dio su espíritu al Señor.

El glorioso apóstol san Andrés, herma­no mayor de san Pedro, natural de Bet-saida en Galilea, y pescador de oficio, fué el primero de los apóstoles que conoció y trató a Jesucristo: porque siendo con­discípulo de san Juan Bautista, un día viendo san Juan al Señor, dijo: «Este es el Cordero de Dios»; y luego san Andrés con otro discípulo suyo, se fué en segui­miento de Cristo; el cual volviéndose a ellos y viendo que le seguían, preguntó­les a quien buscaban, y ellos respondie­ron que querían saber donde posaba. Dí-joselo, llevólos consigo, túvolos un día en su compañía: y de si* conversación entendieron que era el verdadero Mesías. Di jólo Andrés a su hermano Pedro, y lo llevó a Cristo. Más adelante hallólos al Señor pescando en el mar de Galilea, y los llamó al apostolado. Siguieron los dos hermanos a Cristo todo el tiempo que anduvo predicando por Judea y Galilea; y aunque el primero a quien nombran los Evangelios al nombrar a los apóstoles es san Pedro, no obstante, inmediata­mente después de Pedro ponen a san Andrés. Después ¡de haber recibido el Es­píritu Santo, fué san Andrés a predicar el Evangelio a los habitantes de la Esci-tia, de las regiones del mar Negro, y de la que ahora llamamos Albania. Pasó fi­nalmente a Acaya, en donde las numero­sas conversiones que con su apostólica predicación obtuvo, suscitaron el furor de los idólatras, los cuales le acusaron de seductor y le llevaron al tribunal de Egeas, procónsul de Patras. Mandóle éste que sacrificase a los dioses del imperio, si no quería morir entre tormentos: y

* Reflexión: ¡Cuánta fué aquella dulzu­

ra, dice san Bernardo, que sintió san An­drés cuando vio la cruz, pues endulzó la amargura de la misma muerte! ¿Qué cosa puede haber tan desabrida y llena de hiél, que no se haga dulce con aquella dulcedumbre que hizo suave la muerte? San Andrés, hombre era semejante a nos­otros, y pasible; pero tenía tan ardiente sed de la cruz, y con un gozo jamás oído estaba tan regocijado y como fuera de sí, que pronunció aquellas palabras tan dulces y amorosas. ¿Y nosotros nos que­jaremos cuando el Señor nos haga part i ­cipantes de su cruz?

Oración: Humildemente suplicamos a tu Majestad, oh Señor, que sea el bien­aventurado san Andrés nuestro continuo intercesor para contigo, como fué en tu Iglesia predicador y gobernador Por nuestro Señor Jesucristo. Amén.

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San Eloy, obispo y

El admirable confesor y santí­simo obispo san Eloy nació en Catelat, aldea del Lemosín en Francia, de nobles y piadosos pa­dres, que le criaron en toda vir­tud. Aprendió la letras que co­rrespondían a su edad y naci­miento; y mostró mucho inge­nio y capacidad para cuanto em­prendía; por lo cual le envió su padre a Limoges y le puso bajo la enseñanza de un insigne pla­tero y opífice de aquella ciudad, en cuyo arte dio tales muestras de habilidad y destreza, que no tardó en sobrepujar a la de su maestro mismo. Sería de unos treinta años de edad, cuando por consejo de éste pasó a París: y como su conversación era tan honesta y agradable a todos, y tan rara su pericia en el arte, no tardó en granjearse la amistad de muchos, entre ellos de Bob-bón, tesorero del rey Clotario, segundo de este nombre, para quien hiz*> muchas obras.de valor y mérito. Deseaba Clota­rio hacerse una silla o trono de una traza particular; y como ningún artífice alcan­zase a hacérselo según su idea, su teso­rero le presentó a Eloy, con la esperanza de que daría con el gusto del rey. Entre­góle éste una buena cantidad de oro y piedras preciosas; y Eloy hizo con esto no un trono, sino dos. Presentó uno de ellos a Clotario: y éste lo halló tan ajus­tado a su idea, que no sabía cómo mani­festar a Eloy su satisfacción. Agrade­cido éste y humilde, va a su casa y trae el segundo trono, igual en todo al pr i ­mero; con lo cual el rey quedó tan admi­rado de la destreza y de la fidelidad de Eloy que no pudo menos de abrazarle, y desde entonces le tuvo por su más íntimo privado y le puso cuarto en su palacio mismo. Ño menor confianza que Clota­rio, hizo de san Eloy su hijo y sucesor Dagoberto: y de ella no se servía el santo sino para bien de sus prójimos, emplean­do toda su hacienda en socorrer a los po­bres, rescatar cautivos y fundar piadosas instituciones, como fueron la célebre aba­día de Soliñac, cerca de Limoges, y un monasterio de doncellas en París bajo la invocación de san Marcial, y la iglesia de San Pablo en la misma ciudad de Pa­rís. Por este tiempo murió san Acario, obispo de Noyón y de Tournay, y el clero con el pueblo a una voz pidieron por

>nfesor. — 1 de diciembre. (t 659)

obispo al religioso de la corte, nombre que daban a san Eloy. Resistió Clodo-veo II, hijo de Dagoberto y sucesor en el trono, no queriendo privarse de tan santo amigo y consejero: repugnó el santo cuan­to le fué posible; mas tantas instancias se hicieron, que les fué preciso ceder; y san Eloy recibió las sagradas órdenes y pasó a Rúan en donde fué consagrado obispo en 640. En su obispado conservó su espíritu de humildad, oración y peni­tencia; sus rentas las repartía entre los pobres; su único deseo fué dilatar la fe de Jesucristo por todas las regiones su­mergidas aún en los errores de los paga­nos. En fin, favorecido de Dios con la virtud de hacer milagros y con el don de profecía, lleno de méritos, murió la muerte de los santos a los setenta 'años de su edad y diez y nueve de su obis­pado.

Reflexión: ¿Quién había de imaginar que un platero como san Eloy pasase del taller a la corte y de la corte a la sede episcopal? Su virtud excelente obró estas maravillas; en el taller vivió como cris­tiano perfecto, en la corte como religioso, y en la silla episcopal como celosísimo pastor de las almas. También podemos nosotros santificarnos en nuestro estado y oficio cualquiera que sea y ejecutando siempre la voluntad divina hacer nues­tras obras más preciosas que el oro.

Oración: Oíd, Señor, las súplicas que os dirigimos en la fiesta de vuestro con­fesor y pontífice san Eloy, y libradnos de nuestras culpas por intercesión de quien tan dignamente os sirvió. Por J e ­sucristo nuestro Señor. Amén.

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Santa Bibiana, virgen y mártir. — 2 de diciembre. (t 235)

La heroica virgen y mártir _ santa Bi­biana, fué hija de Flaviano, prefecto de Roma, el cual por su constancia en pro­fesar la fe de Cristo fué degradado de la nobleza, privado de su empleo, despo­jado de todos sus bienes, reducido a la vil condición de esclavo y muerto de mi­seria en el destierro, como confesor y mártir de Jesucristo. El emperador Ju ­liano el apóstata, que así trató a este santo, proveyó en sus honores a Apro­niano, tan perverso y hostil a los fieles de Cristo como el emperador. Lo prime­ro en que puso los ojos el perverso pre ­fecto fué en perseguir la familia de su antecesor. Componíase ésta de Dafrosa, mujer de Flaviano, y de Bibiana y De­metria, sus hijas. A las tres tuvo encerra­das' como en cárcel en su propia casa. Luego se apoderó de sus bienes y deste­rró a la madre, a la cual después de ha­berla casi hecho morir de hambre, man­dó cortar la cabeza. A las dos hermanas, jóvenes hermosas, y más que todo fer­vientes cristianas, las hizo comparecer en su presencia, é intimóles la orden de r e ­negar de Jesucristo. Resistiéronse ellas valerosamente: de lo cual irritado el pre­fecto, las encerró en una cárcel con or­den que no se les diese ningún alimento hasta que abjurasen su fe: y como nada obtuviese con esto, determinó sujetarlas a la prueba de los tormentos. Antes de ejecutarlo, llamó Dios a su gloria a De­metria, quedando sola Bibiana, única he­redera de la fe de sus padres, dispuesta a entrar en batalla con los enemigos del nombre cristiano. Fué desde luego entre­gada a una perversa mujer para que con

halagos y promesas tratase de rendir aquel tierno corazón, más firme que una roca combatida por bravas olas; y no pudo la mala hembra alcanzar lo que pretendía. No bastando las cari­cias echó mano de los malos t ra­tamientos. Hacíala azotar cada día con varas y látigos guarne­cidos de puntas de acero con una crueldad que excede a todo en­carecimiento, sin que pudiese arrancar de la santa virgen ni una sola queja ni un solo gemi­do, antes bien daba muestras de mayor alegría y contento, por la honra que tenía de padecer por su celestial esposo, lo que él ha­

bía padecido primero por ella. Embrave­cido y fuera de sí Aproniano al verse vencido por una débil doncella, con cuya defección pensaba granjear mayor con­fianza del emperador, mandó que atasen a la santa virgen a una columna y que fuese azotada hasta que muriese, con dis­ciplinas armadas de plomo, ejecutándose esta su orden con una crueldad tan sin ejemplo, que los corazones más bárbaros e inhumanos se horrorizaban al contem­plar tan cruel carnicería. Sola la santa es­tuvo inmóvil, con el rostro risueño y el corazón esforzado y tranquilo: hasta que destrozado su cuerpo virginal, dejó paso a aquella alma pura e inocente para vo­lar a su divino esposo con la palma del martirio y la corona de la virginidad.

Reflexión: No hay palabras para afear y detestar la feroz crueldad de los ene­migos del nombre de Cristo. ¿Qué mal les hizo esta santa doncella cristiana, para que la hubiesen de atormentar tan bár­baramente? Pero así como en la inque­brantable fortaleza que mostró en los su­plicios se manifestó que estaba reves­tida del espíritu de Dios, así en la fie­reza e inhumanidad de los perseguidores de la virtud cristiana, se muestra que es­tán revestidos del furor de los espíritus infernales.

Oración: Oh Dios, dispensador d^ todo bien, que en tu sierva santa Bibiana jun­taste la palma del martirio con la flor de la virginidad; por su intercesión une a ti nuestras almas por medio de la ca­ridad, para que libres de todo peligro, consigamos los premios eternos. Por Cris­to, nuestro Señor. Amén.

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San Francisco Javier, confesor. — 3 de diciembre. (t 1552>

San Francisco Javier, orna­mento de la Compañía de Jesús, gloria de su nación, taumaturgo de estos últimos ^siglos, apóstol de las Indias y del Japón, admi­ración de todas las naciones, era navarro y descendía de los reyes de Navarra. Escogióle el Señor para resucitar en el siglo XVI, que fué el de las herejías, todos los prodigios y gracias de los apóstoles. Inclinado a las letras y al estudio de la sabiduría, pasó a la universidad de París, donde graduado de maestro en artes, enseñó filosofía en aquella uni­versidad, con grande aprobación y aplauso de sus discípulos. Fué compañero del beato Pedro Fa-bro, y los dos lo fueron de san Ignacio de Loyola en la fundación de la Compa­ñía de Jesús. Con deseo de visitar los santos Lugares, pasó a Venecia: y frus­trado el viaje a Jerusalén, recorrió va­rias ciudades de Italia predicando y dan­do ejemplos de heroica humildad y mor­tificación. Fué designado para anunciar el Evangelio a las tierras de la India des­cubiertas por los portugueses, y pasó allá con el título y autoridad de Nuncio apos­tólico, que le dio Paulo III. Llegado a Goa después de una larga y penosísima navegación, se dio del todo al trabajo apostólico, recorriendo a pie, y a veces descalzo, aquellas vastísimas regiones, y navegando a todas las islas de la Ocea-nía en que residían portugueses. Cuando entre los oyentes los había de varias len­guas, cada uno oía a Javier como si le hablase en la suya natural: y sucedió al­gunas veces que haciéndole muchos a la vez preguntas sobre la doctrina, o por no entenderla bien o por dudar de ella, Ja ­vier con una sola respuesta satisfacía a todas las preguntas. Lo que daba espe­cial eficacia a su predicación eran los nu­merosos milagros que hacía, sanando en­fermos, librando de peligros, calmando los mares embravecidos y los vientos tem­pestuosos, haciendo retroceder ejércitos enteros de bárbaros enemigos, descu­briendo lo más oculto de los corazones, anunciando lo que estaba por venir, re­sucitando muertos, y acompañando todas estas maravillas con la no menor de sus apostólicas virtudes, el celo, la pacien­cia, la mansedumbre, la humildad, la mi-sericordia con los desgraciados, el res-

* peto a los superiores, la caridad con los

iguales, la afabilidad con los inferiores. Tuvo noticia del Japón recientemente descubierto por los portugueses, y al mo­mento voló allá, exponiéndose a mil pe­ligros: y con los ejemplos de sus virtudes y las maravillas que hemos dicho, plan­tó la fe en aquellos reinos, cuyos mora­dores la abrazaron con tal fervor, que semejaban los primeros cristianos con­vertidos por la predicación de los após­toles. Establecidas aquellas cristiandades y dejados en ellas ministros que las cul­tivasen, volvió él a Malaca, donde supo que se había descubierto la China; y se dirigió allá a predicar a Cristo. Llegado a Sancián, isla cercana al continente chi­no, alegre con la vista de la tierra y con la esperanza de nuevos triunfos, dióse el Señor por satisfecho de sus trabajos y lo llamó al descanso eterno.

Reflexión: El recuerdo de Javier trae a la memoria millones de almas converti­das por su celo. ¡Oh! ¡cuánto amó y es­timó el Hijo de Dios las almas! ¡La ca­ridad nos habría de estar siempre solici­tando y compeliendo a trabajar por sal­varlas! Que no se puede sufrir que mue­ra Dios por un alma y que la veamos irse a perder y a caerse en el infierno y que la podamos ayudar y no lo hagamos: esto no lo puede sufrir la caridad.

Oración: Oh Dios, que por la predica­ción y milagros de san Francisco Javier, te dignaste agregar a tu Iglesia los pue­blos de las Indias; concédenos benigno, ya que veneramos los gloriosos mereci­mientos de sus virtudes, que también imitemos sus ejemplos. Por Cristo, nuestro Señor. Amén.

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Santa Bárbara, virgen y niártir. — 4 de diciembre. , (i 235)

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Imperando en Oriente Maximino, hubo en la ciudad de Nicomedia un caballero noble y poderoso, llamado Dióscoro, hom­bre feroz y muy dado al culto de sus falsos dioses. Tenía una sola hija llamada Bárbara, doncella de extremada belleza y de costumbres muy contrarias a las de su padre; el cual para apartarla de los ojos de los hombres que. la codiciaban, y porque sospechó que estaba en comuni­cación con los cristianos la encerró en la torre de una granja, donde había mu­cha comodidad. Holgóse la santa donce­lla con este encerramiento, porque era amiga de soledad y quietud; y fué tanto lo que Dios obró en su alma en aquel retiro, que dando de mano a todos los gustos de la carne, determinó Bárbara consa­grarle su pureza. Andando el tiempo, quí­sola su padre casar; mas ella se resistió, diciendo que ya tenía esposo y Esposo inmortal. No se puede creer el furor que cobró Dióscoro entendiendo que su hija Bárbara era cristiana. Por no perder la gracia del emperador, hízola prender y conducir al tribunal de Marciano, que era allí presidente, el cual con blandas palabras quiso derribarla; y trocando la blandura y suavidad fingida en cruel­dad verdadera, mandóla desnudar y azo­tar con nervios de bueyes, y luego con un cilicio fregar las heridas; con lo cual quedó su cuerpo manando por todas par­tes arroyos de sangre. Echada de nuevo en la cárcel, le apareció su esposo Jesu­cristo y la sanó y esforzó para los res­tantes combates. Otro día, llevada a la segunda audiencia, viéndola el presidente del todo sana, quedó pasmado y de nuevo

con halagos' procuró inducirla a que adorase los ídolos; mas como respondiese ella con el valor que a esposa de Cristo convenía, mandó a los verdugos que des­carnasen sus costados con peines de hierro, y luego la abrasasen con hachas encendidas, y con un martillo golpeasen su cabeza. Es­taba en estos tormentos la va­lerosa virgen, puestos en el cielo sus ojos y el corazón, hablando dulcemente con su divino Esposo, pidiéndole favor y prometiéndo­le fidelidad. Adelantando la crueldad del tirano, hízole cor­tar los pechos y mandó que la sacasen a la vergüenza por las calles públicas de la ciudad, y

que la fuesen azotando para mayor vergüenza y escarnio; pero el Señor la amparó y cubrió su cuerpo con una claridad maravillosa, con que no r pudo ser vista de los ojos profanos. Volviéronla al tribunal, y el presidente la mandó al fin degollar. A todo este espectáculo ha­bía estado presente el bárbaro padre. ¡Quién lo creyera! y él fué quien con permiso del juez le dio la muerte por su mano. Vengó Dios tanta crueldad, porque al poco tiempo, volviendo el padre del monte a su casa, un rayo del cielo súbi­tamente le mató, y le privó de la vida temporal y eterna, y lo mismo aconteció al presidente Marciano. El cuerpo de santa Bárbara recogió un varón religioso y pío, llamado Valenciano, y entre cán­ticos y salmos lo colocó honoríficamente en un lugar llamado Gelasio, donde el Señor por su intercesión obró grandes milagros.

Reflexión: Es la gloriosa virgen santa Bárbara particular abogada contra los truenos y rayos, con los cuales parece que quiso nuestro Señor castigar a su padre y al inicuo juez que la condenaron y ma­taron: y así es muy piadosa costumbre cuando estalla una gran tormenta, el san­tiguarse y pedir la protección de Dios por la virtud de la santa Cruz y los méri­tos de santa Bárbara.

Oración: Oh Dios, que entre los otros prodigios de tu poder ornaste al sexo dé-bil con la palma del martirio; concéde­nos benigno, que pues honramos el naci­miento de santa Bárbara, imitando sus ejemplos subamos a la glpria. Por nues­tro Señor Jesucristo. Amén.

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San Sabas, abad. — 5 de diciembre. (t 532)

El admirable anacoreta san Sa- ¡HB bas nació -en una aldea del te - H l rritorio de Cesárea de Capado- H H | cia. Juan, su padre, era oficial de * los ejércitos del emperador, y co­mo fuese enviado a apaciguar un tumulto ocurrido en Alejandría, j ¡ siguióle Sofía, su mujer, dejando al hijo recomendado a unos tíos; mas él prefirió retirarse al mo- j, nasterio de Flaviano, que dista- * ba de su lugar ¡como una legua. Ocho años tenía el niño cuando entró en el monasterio, y hasta los diez y ocho estuvo en com­pañía de los santos monjes. Par- ;BJ

tióse luego para Jerusalen con *-—— deseo de visitar los santos luga­res y los desiertos de Palestina. Pasado algún tiempo en el monasterio de San Pasarión, fué enviado al de Eutimio, a cuatro leguas de Jerusalen, y por ser aun de edad tan tierna el abad Eutimio, le hizo pasar a otro monasterio depen­diente de él, cuyo superior era Teoctis-to. Aquí permaneció hasta la muerte de Teoctisto, siendo la edificación de aque­llos santos monjes por su humildad, es­píritu de oración y penitencia, y por su caridad con los hermanos. Dióse después a vida más austera, encerrándose en una pequeña cueva, donde pasaba cinco días de la semana en riguroso ayuno, ocupa­do en oración sólo interrumpida por el trabajo, haciendo diez cestillos cada día, los cuales llevaba al monasterio los sá­bados, y pasaba el domingo con los mon­jes. Cada año desde el 14 de enero hasta el domingo de Ramos, Sabas y Eutimio se retiraban al desierto de Rubán, donde hacían un espantoso ayuno. Deseoso aún de mayor soledad, se fué al desierto del Jordán, a vivir cerca del santo anacore-to Gerásimo, y más tarde se subió a las rocas de un elevado monte, y tomando por morada una cuevecita tan alta y de tan difícil ¡subida, que para llevar el agua, que iba a buscar a dos leguas del monte, tuvo que atar una larga soga des­de lo alto para asirse al subir con la car­ga. No usó otro alimento que las raíces que nacían al pie de las rocas; mas el Señor saciaba su corazón con la abun­dancia de los consuelos celestiales. De muy lejos iba la gente a admirar al santo .anacoreta, y muchos sentíanse llamados 'a imitarle, entre ellos Juan el Solitario,

que renunció el obispado para hacerse su discípulo. El obispo de Jerusalen, movi­do de lo que oía de Sabas, le ordenó de sacerdote y le nombró exarca, esto es, su­perior, de todos los anacoretas que vivían en las lauras, en las ermitas y en los de­siertos. Aunque tanto amaba la soledad, sabía dejarla, cuando el bien de la Igle­sia lo pedía. A este fin hizo dos viajes a Constantinopla para oponerse a los Euti-quianos: fué a Cesárea de Escitópolis y varias ciudades de la Palestina para hacer aceptar el concilio de Calcedonia; y sien­do ya de noventa años, volvió a Constan­tinopla a tratar con el emperador Jus -tiniano. Tres años después, lleno de vir­tudes y merecimientos, murió la muerte de los justos y fué enterrado en medio de su laura. Sus santas reliquias fueron trasladadas a Venecia.

Reflexión: Noventa y tres años sirvió el glorioso san Sabas a Dios nuestro Se­ñor en la soledad y en áspera peniten­cia. No suelen alcanzar edad tan avan­zada los que más regalan su carne, sin negarle ninguno de los placeres que ape­tece: y es cosa harto sabida que hasta para la salud del cuerpo más aprovechan los consuelos del espíritu que los deleites del cuerpo.

Oración: Rogárnoste, Señor, que nos sea recomendación para contigo la inter­cesión del abad san Sabas; a fin de que alcancemos por su patrocinio, lo que no podemos por nuestros merecimientos. Por Cristo, nuestro Señor. Amén.

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San Nicolás, obispo. — (t 350)

6 de diciembre.

San Nicolás, tan celebrado por sus vir­tudes y milagros, nació de padres ricos en bienes de este mundo y mucho más en santidad y virtud, en Pátara, ciudad de la Licia, en el Asia menor. Tuviéronle sus padres en la ancianidad, y fué reci­bido como don del cielo, y como a tal le educaron en toda virtud y en las le­tras humanas. Siendo muy joven, perdió sus padres, y heredó todos sus bienes, que empleó en obras de caridad. Dotó a tres doncellas hijas de un caballero, que no pudiendo colocarlas por falta de dote, trataba de entregarlas a la mala vida: así que las tres contrajeron honesto matr i ­monio. Conocía la virtud y letras de Ni­colás un tío suyo, obispo de Mira, y le ordenó de sacerdote; estado que honró él con nuevos acrecentamientos de virtud y santidad de costumbres. Durante ur» viaje a la Tierra santa, dejó encargado el obispo a Nicolás el gobierno de su diócesis. Murió poco después su t ío; y el santo, temeroso de lo que sospechaba había de suceder, se alejó de su país e hizo un viaje a Palestina. Al entrar en la nave, predijo que, aunque a la sazón el mar estaba quieto y el viento era bo-nacible, se levantaría una horrorosa tor­menta, como sucedió, y por sus oracio­nes cesó la tempestad y renació la calma. Después que hubo visitado los santos lu­gares, retiróse a una cueva con ánimo de pasar en ella toda su vida; mas enten­diendo ser voluntad de Dios que volvie­se a Mira, fué allá y retiróse a un monas­terio para vacar solo a Dios. Pasado al­gún tiempo murió el obispo de Mira, su­cesor del tío de nuestro santo; y juntán­

dose los prelados de la provincia para elegir otro, y no convinien­do entre sí, uno de ellos, inspi­rado de Dios, dijo que el Señor quería fuese elegido un sacerdo­te, que sería el primero que la mañana siguiente entraría en la iglesia. San Nicolás, ignorando lo que ocurría, al día siguiente fué a la iglesia a hacer oración, como tenía de costumbre; y al verle, le proclamaron obispo, c o n t a l asombro suyo, que quiso esca­parse de sus manos; pero fué detenido, y con gran júbilo del clero y del pueblo, fué consagra­do obispo. Preséntesele allí mis­mo una mujer con un hijo que había caído en el fuego y muerto

abrasado; y él, hecha la señal de la cruz sobre el cadáver, lo resucitó. Pasaba las noches en oración, ayunaba todos los días y maceraba su cuerpo con rigurosas aus­teridades. Resistió al emperador Licinio, que restablecía el culto de los ídolos: por lo cual se vio desterrado, cargado de ca­denas y bárbaramente azotado, hasta que derrotado Licinio por Constantino, volvió el santo a su sede, siendo su viaje una serie continua de conversiones y milagros. Asistió al primer concilio, celebrado en Nicea: y lo restante de su santa vida, fué tan fecunda en milagros, que con ra ­zón se le ha tenido en todos tiempos por el taumaturgo de su siglo. Finalmen­te, después de una corta enfermedad, dio su espíritu al Creador.

Reflexión; Luego que murió san Nico­lás, comenzó a manar de su sagrado ca­dáver un licor milagroso y saludable pa­ra toda clase de enfermedades. Con este prodigio que leemos también de otros muchos santos, manifiesta el Señor cuan agradable le fué la fragancia de sus vir­tudes, y también cuan suave y saludable es para nuestras almas la imitación de sus ejemplos.

Oración: Oh Dios, que honraste al bien­aventurado san Nicolás con la gracia de obrar innumerables milagros: haz que por sus súplicas y merecimientos nos vea­mos libres de los fuegos eternales. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Ambrosio, obispo y doctor. — 7 de diciembre. ( t 397)

El esclarecido doctor de la igle­sia san Ambrosio, obispo de Mi­lán, fué hijo de un ciudadano ro­mano llamado también Ambro­sio, el cual era prefecto de la Galia, cuando le nació este hijo, en cuya boca se dice que se vio posar un enjambre de abejas, in­dicio de la divina elocuencia con que había de resplandecer. Des­pués que hubo aprendido en Ro­ma las letras humanas y la filo­sofía, encomendóle el prefecto Probo el gobierno de la Liguria y de la Emilia, de donde fué en­viado por el mismo Probo con potestad para sosegar al pueblo alterado con motivo de la elec­ción del obispo que había de su­ceder al prelado Anjencio, que seguía los errores de Arrio, y acababa de morir. Habiendo entrado Ambrosio en la igle­sia, para calmar al pueblo, y habiendo hecho un largo y elocuentísimo discurso, sobre la paz y necesaria tranquilidad de Ja república, súbitamente se oyó la voz de un niño de pecho que clamó dicien­do: ¡Ambrosio obispo! Y todo el pueblo con una voz pidió por obispo a Ambrosio. Como él rehusase tal dignidad, y se opu­siese con gran resistencia a la voluntad de todos, dióse cuenta de lo que pasaba al emperador Valentiniano; el cual se hol­gó en gran manera, viendo que eran ele­gidos para el sacerdocio los jueces por él enviados: y no menos se agradó de esto el prefecto Probo, el cual como si adivi­nase lo que había de suceder a Ambrosio, al enviarle a Milán le había dicho estas palabras: «Ve allá y obra no tanto como juez, cuanto como obispo.» Conviniendo pues la voluntad del emperador con los deseos del pueblo, Ambrosio, que era to­davía catecúmeno, recibió el bautismo y las sagradas órdenes, y en el espacio de ocho días fué levantado por sus grados a la dignidad de obispo. Desde aquel día comenzó a defender con grande fortale­za y constancia la fe católica y la disci­plina de la Iglesia, reduciendo a la ver­dadera fe gran número de arríanos y otros herejes, entre los cuales engendró para Jesucristo a san Agustín, clarísima lumbrera de la Iglesia católica. Partióse como legado a Máximo, que había hecho matar ,a Graciano emperador, para mo­verle a penitencia; y negándose Máximo

Sa. hacerla, el santo se apartó de su trato

y comunicación. Al emperador Teodosio le prohibió que entrase en la iglesia, por la cruel matanza que había mandado ha­cer en Tesalonica. Teodosio se excusó con decir que también David había sido adúl­tero y homicida; mas respondióle el san­to obispo: «Ya que le imitaste en el pe­cado, imítale también en su penitencia.» A cuyas palabras rendido el emperador aceptó humildemente y cumplió la peni­tencia impuesta. Finalmente, después de haber trabajado sin descanso por la Igle­sia de Dios y escrito muchos y sapientí­simos libros, profetizó el día de su d i ­chosa muerte y recibió el santísimo Viá­tico de manos de Honorato, obispo de Vercelis, y puestas las manos en forma de cruz, entregó su espíritu al Creador.

Reflexión: En la autoridad que ejerció san Ambrosio sobre el emperador de Ro­ma, se echa de ver cuan alta es la po­testad sagrada de los sacerdotes de J e ­sucristo. Reconozcamos pues en ellos la representación que tienen de Dios, recor­dando aquellas palabras de Cristo que les dijo: Quien a vosotros oye, a mí me oye; y quien os desprecia a vosotros, a mí me desprecia.

Oración: Oh Dios, que diste a tu pue­blo por ministro de la salvación eterna al bienaventurado san Ambrosio: concé­denos que, pues le tuvimos por maestro de nuestra vida en la tierra, merezcamos tenerle por intercesor en el cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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La Concepción inmaculada de María. — 8 de diciembre.

Después que Adán y Eva pecaron y fue­ron convencidos de su pecado, el Señor, antes de pronunciar la sentencia contra ellos, maldijo a la serpiente que había engañado a Eva, diciendo: «Yo pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre su generación y la tuya; y ella te quebran­tará la cabeza.» Esta mujer fué la glorio­sísima virgen María nuestra Señora, a la cual ya desde entonces puso Dios por capitana y señora del campo, para que pelease con la serpiente infernal, y le quebrantase la cabeza, y destruyese su benditísimo Hijo. Y el escogerla para tan grande empresa antes de pronunciar aquella sentencia, fué para darnos a en­tender que no quiso comprenderla en ella, sino que la eximía de contraer el pecado original, que los hombres han he­redado de su primer padre, y que su con­cepción sería todo pura, y su alma en el primer instante de su ser sería llena de gracia. Por eso el Señor dice de ella, que es entre todas las hijas suyas, como la azucena entre las espinas; que es amiga suya, toda hermosa, sin mancha alguna de pecado; que es su paloma querida y perfecta, y como un huerto cerrado y l le­no de aromas. Y el ángel la llamó «llena de gracia y bendita entre todas las muje­res». Porque fué infundida a la Virgen en su purísima Concepción, no solo la gracia para preservarla del pecado ori­ginal; mas también le fueron infundidas todas las virtudes morales; y le fué ace­lerado el uso de la razón y verdadero conocimiento de Dios: tuvo ya desde su

,Concepción la ciencia de las cosas natu­rales y morales, que son necesarias para

la inteligencia de las divinas Es­crituras y para la prudente go­bernación exterior; y una gra­cia tan abundante, que causaba en ella una compostura admira­ble y divina: porque jamás tuvo movimiento desordenado, ni dijo palabra ociosa, ni cayó en la me­nor imperfección del mundo, ni en cosa que oliese a pecado: an­tes desde el punto de su inmacu­lada Concepción comenzó a me­recer la gloria, y tomó la corri­da para alcanzar la joya de la bienaventuranza con tan largos pasos, que a todos los otros san­tos dejó atrás. Este privilegio tan singular de María celebra hoy la santa Iglesia: esta prerro­

gativa de nuestra Madre definió ser dog­ma de fe el pontífice Pío IX en 8 de diciembre de 1854; y bajo este gloriosí­simo título de la Inmaculada Concepción ha sido aclamada María patrona de Es­paña y de sus Indias, por haber sido Es­paña la nación que más se distinguió en, honrar a María inmaculada.

*

Reflexión: Roguemos hoy con gran fervor a nuestra purísima Reina y Ma­dre que no permita seamos víctimas de la serpiente infernal: que nos libre de todo contagio de error y herejía, y nos guar­de puros e inmaculados en medio de esa corrupción de costumbres que es la natu­ral consecuencia de la impiedad: y fi­nalmente, que resistiendo con gran cons­tancia debajo de su amparo a las ase­chanzas de los demonios y a los malos principios de los enemigos de Dios, a l ­cancemos victoria del dragón infernal que ella puso debajo de sus pies, y merezca­mos participar de su triunfo glorioso en la eterna felicidad de los cielos.

Oración: Oh Dios, que por la Concep­ción inmaculada de la Virgen preparaste digna morada a tu Hijo: te rogamos, que pues con la previsión de la muerte del mismo Hijo la preservaste de toda man­cha, también a nosotros nos concedas por su intercesión que nos lleguemos a ti pu­ros y limpios. Por el mismo Jesucristo nuestro Señor. Amén.

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Santa Leocadia, virgen y mártir 9 de diciembre. (t 305)

í La bienaventurada virgen y

mártir santa Leocadia fué natu­ral de la ciudad de Toledo, de noble linaje y grande sierva del Señor. Mandóla prender el pre­sidente Daciano, que como una fiera cruel no se podía ver har­to de la sangre de los cristianos, y traída a su presencia le puso delante su nobleza y sangre, y la vileza e ignominia de la que él llamaba superstición de los cris­tianos, y ya con halagos, ya con miedos, procuró disuadirla que dejase la fe de Cristo y adorase a los dioses falsos. No se movió la santa virgen por cosa alguna de las que le dijo el presidente, y todo su artificio se resolvió en humo sin poder hacer mella en aquel pe­cho sagrado. Mandóla llevar a una oscura y horrible cárcel: y viendo algunos que la seguían llorando, se volvió a ellos con alegre y sereno rostro y les dijo: «Ea sol­dados de Cristo, no os entristezcáis por mi pena, antes holgaos y dadme el para­bién, pues Dios me ha hecho digna de que padezca por la confesión de su nom­bre.» Algunos dicen que fué crudamente azotada antes de entrar en la cárcel; y de la crueldad de Daciano se puede creer que fué así. En aquella dura y áspera cárcel estuvo algún tiempo; y oyendo la carnicería que Daciano continuamente hacía de los cristianos, y los tormentos atrocísimos con que había hecho morir a la gloriosa virgen santa Eulalia de Ma­rida, enternecida y traspasada de dolor, suplicó a nuestro Señor la llevase para sí, si así convenía, para que no viese la destrucción de su Iglesia y menoscabo de la fe de su santa religión. Cumplió Dios el deseo de la santa virgen, y oyó su oración; y así como estaba orando, h i ­zo con los dedos una cruz en una dura piedra de la cárcel y quedaron en ella las señales, y besándola con gran ternura y devoción, dio su bendita alma a Dios. El cuerpo fué hallado junto a aquella cruz, caído y reclinado en el suelo, y fué sepultado por los cristianos de la manera que mejor pudieron. Tiene la santa vir­gen tres templos de su nombre en la ciudad de Toledo. Uno fué su casa, otro donde estuvo presa y otro donde fué se­pultada. Un día de santa Leocadia en que el rey Recesvinto, acompañado de toda la

¿ nobleza de su corte, celebraba la fiesta

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de la santa virgen, estando san Ildefonso orando ante su sepulcro, ella se levantó de la tumba y le dijo: «¡Oh Ildefonso, por ti vive la gloria de mi Señor!» Dando a entender que san Ildefonso había de­fendido la limpieza y gloria de la virgi­nidad de nuestra Señora contra los here­jes. Todos los circunstantes cayeron en el suelo, pasmados por la novedad de este prodigio; y san Ildefonso con un cuchillo que le dio el rey cortó un pedazo del velo , con que venía cubierta la virgen,, para que quedase memoria de tan ilustre mi­lagro, y la ciudad de Toledo consolada con tener aquel celestial tesoro.

Reflexión: El mayor tormento de esta gloriosa virgen y mártir, fué la extre­mada pena que traspasó su corazón al ver los trabajos que padecía la Iglesia, y que se perdían tantas almas. Este su­plicio interior ha dado la muerte a mu­chos santos. Porque es indicio seguro del grande amor de Dios y caridad con el prójimo el sentir vivamente el menos­cabo de honra divina y la ruina eterna de los hombres, así como el no afligirse de tan grandes males, es señal de ha­berse apagado la luz de la fé, y sucedi­do a la verdadera caridad el amor des­ordenado de sí mismo.

Oración: Ayúdennos, Señor, las súplicas y merecimientos de tu bienaventurada virgen y mártir Leocadia, a fin de que habiendo padecido ella cárceles y muerte por la confesión de tu nombre, nos guar­de de caer en la cárcel eterna. Por J e ­sucristo, nuestro Señor. Amén.

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Santa Eulalia de Mérida, virgen y mártir 10 de diciembre. ( t 304)

Fué santa Eulalia natural de Mérida y criada desde niña en toda virtud. A ella y a otra doncella por nombre Julia en­señaba el sacerdote Donato, y se encen­dió tanto Eulalia en el amor del martirio y de la virginidad, que no gustaba de galas ni atavíos, y mostraba gran mesura en el rostro y en todo su proceder y ha­blar. Era de solos doce años cuando l le­gó a Mérida Calfurnio, a quien subdelegó Daciano, para tener noticia de los fieles de Cristo y perseguirlos; para lo cual mandó publicar un solemne sacrificio a sus dioses. Los padres de la santa virgen, conociendo sus deseos del martirio y te­miendo perderla, teníanla retirada en una heredad suya llamada Por ce j ana, a diez leguas de Mérida; mas conociendo la san­ta doncella que se le ofrecía tan oportuna ocasión, de su voluntad se huyó secre­tamente de noche y se vino a la ciudad para ofrecerse al martirio con gran fer­vor y ansia de morir por Jesucristo. Lle­gó pues la pura y delicada doncella a los estrados del juez Calfurnio, y con gran comedimiento y no menor libertad le afeó las crueldades que usaba con los cristianos. Pretendió el juez engañarla con blandas y amorosas palabras, púsole delante su nobleza, su ternura y poca edad, y quiso probar si con halagos y pro­mesas, como a niña, la podía apartar del amor de Jesucristo. Mas observando que perdía el tiempo, trocó luego la blandura en severidad y los halagos en terrores. Azotáronla crudamente y quebrantáronla los huesos con plomadas; echáronla acei­te hirviendo por todo el cuerpo; arañá­ronla con garfios de hierro; levantáronla

y descoyuntáronla en la garru­cha; y ella, como quien tenía a Dios en su alma, decía a su Es­poso: «Ahora, Redentor mío Je ­sucristo, te imprimes mejor en mí, y estas llagas, como letras que se escriben en mis carnes con mi sangre, me representan mejor tu pasión.» Pusiéronla en­tre dos hogueras y así le dieron la muerte y la corona del mart i ­rio. Y tanto deseaba la sagrada virgen morir por Jesucristo, que abrió su boca para que las lla­mas entrasen por ella, y t ra 1

gando el fuego vieron muchos su alma purísima subir al cielo en figura de paloma. Entre otros la vio el verdugo que la había ator­

mentado, y con esta vista quedó atónito, fuera de sí y movido a penitencia. Des­nudo quedó el santo cuerpo, mas cayó gran abundancia de nieve para cubrirle, hasta que los cristianos le dieron sepultu-ra^ Edificáronle un suntuoso templo en Mérida, e hizo Dios nuestro Señor mu­chos milagros por su intercesión; fué después trasladado a la ciudad de Ovie­do, donde está ahora encerrado en una rica urna de plata. ' '

Reflexión: Dicen que la santa virgen Julia fué también al tribunal del tirano en compañía de santa Eulalia, y que ha­biéndose adelantado un poco en el ca­mino, le dijo Eulalia con espíritu de pro­fecía: «Por más que te apresures, yo mo­riré primero.» Y en efecto se cumplieron estas palabras, aunque aquel mismo día en que fué martirizada santa Eulalia, fué también degollada Julia, su compañera en la santidad y deseo de morir por Jesu­cristo. Pues ¿quién no ve aquí sobrepu­jada y reputada por nada en estas dos tiernas doncellas, la muerte armada de todos sus espantos y terrores? ¿Y de dón­de sacaron esas débiles niñas una forta­leza y serenidad de ánimo tan grande, que no se vio jamás en ninguno de los héroes profanos úe la historia? Del amor de Cristo, que es más fuerte que la muerte.

Oración: Todopoderoso y eterno Dios que escoges lo flaco del mundo para con­fundir lo fuerte: danos que gocemos de una conveniente devoción en la fiesta de tu santa virgen y mártir Eulalia, para que en su pasión ensalcemos tu poder y recibamos el socorro a nosotros prometi­do. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

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San Dámaso, papa. — 11 de didembre. (t 3841

El doctísimo y santísimo pon­tífice san Dámaso fué español de nación; algunos piensan que fué natural de Tarragona; otros que fué de Madrid, y en la iglesia de San Salvador de esta villa hay una inscripción que lo dice. Fué muy insigne pontífice y muy alabado de los escritores de su tiempo. Teodoreto dice que le llamaban «varón admirable dig­no de toda alabanza y que res­plandecía en toda virtud.» San Jerónimo, su secretario y grande amigo, dice que «fué virgen lim­pio y sin mancilla». San Ambro­sio, «que fué elegido por juicio divino»; y en el sexto concilio diamante de la íe, por la gran firmeza con que la defendió de los herejes. Suce­dió en el pontificado a Liberio papa, cu­yo vicario y presbítero había sido. Hubo en tiempo de este santo pontífice muchos herejes que con nuevas y falsas opinio­nes turbaban la paz de la Iglesia cató­lica, especialmente en las provincias de oriente: y para cortarlas de raíz persua­dió san Dámaso al grande y religiosísi­mo emperador Teodosio, que también era español, que se juntase concilio general en Constantinopla; y así se hizo, y todos los obispos unánimes confesaron la fe del concilio Niceno, y condenaron a Macedo-nio y otros herejes. Hizo después el em­perador Teodosio, en compañía de los em­peradores Graciano y Valentiniano, una ley que mandaba que todos los .subditos de su imperio siguiesen la religión que enseñó san Pedro en Roma, y el pontífice Dámaso seguía. Edificó san Dámaso dos templos, uno dentro de la ciudad de Ro­ma en honra 'de l invictísimo mártir san Lorenzo, y otro fuera de la vía Ardeati-na en las catacumbas, y enriquecióle con varios y ricos dones. Halló muchos cuer­pos de mártires, cuyos sepulcros ilustro con versos elegantes. Sirvióse de san J e ­rónimo para responder a las dudas y con­sultas de todas las iglesias de la cristian­dad, que acudían a la sede apostólica, y estimóle y honróle tanto por su excelen­te sabiduría y santidad, que él mismo, siendo sumo pastor y maestro de toda la Iglesia, como si fuera su discípulo, le pro­ponía las dificultades que tenía en la sa­grada escritura, para que él se las decla-

í rase. Dio autoridad a la traslación del

Viejo Testamento que el santo doctor ha­bía hecho, habiéndose usado comúnmen­te en la Iglesia, hasta aquel tiempo, la de los Setenta intérpretes. Finalmente, habiendo gobernado santísimamente la nave de san Pedro diez y ocho años co­menzados, y siendo ya de edad de .ochen­ta, lleno de virtudes y merecimientos, pa­só de esta vida temporal a la eterna. En vida restituyó la vista a un • ciego que hacía trece años que estaba sin ella, y después de muerto este santo papa obró el Señor por él muchos milagros.

Reflexión: Si fué virgen y limpio de corazón, como lo afirma san Jerónimo, su íntimo amigo y secretario, no tienes que preguntar ni por su celo en propagar la fe, ni por su firmeza en defenderla. Lo que debilita al hombre, y hasta acaba con sus fuerzas así espirituales como corpora­les, son los vicios. De ellos se ha dicho sabiamente que son la polilla del alma y del cuerpo. Si te encanta esa energía del santo (¿a quién no encanta virtud tan excelente?), ya sabes el secreto. La limpieza del corazón aumentará tu va­lor. Al paso que hombres al parecer vi­gorosos, decaen de ánimo ante obstáculos que sólo tienen el nombre de tales, uno dado a la virtud, romperá fácilmente por todos ellos y saldrá adelante en las em­presas de la gloria de Dios.

Oración: Oye, Señor, nuestras oracio­nes, y por intercesión del bienaventura­do Dámaso, tu confesor y pontífice, otór­ganos benignamente el perdón de nues­tras culpas y la paz de nuestras almas. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Nuestra Señora de Guadalupe. — 12 de diciembre. echó de ver en la tilma del pobre indio una maravillosa pintura de la imagen de la santísima Vir­gen, en la misma forma como decía el neófito haberla visto en la colina cerca de la ciudad. Mo­vidos los habitantes por tan ex­traordinario prodigio, procura­ron se guardase con gran cuida­do aquella venerable imagen, co­mo regalo del cielo, y poco des­pués la trasladaron con gran pompa desde la capilla episcopal al santuario que le habían edi­ficado en la colina del Tepeyac. Colocóse más tarde en un sun­tuoso templo que los romanos pontífices ennoblecieron conce­diéndole para el ¡esplendor del

culto un cabildo colegial; y el arzobispo de México y los demás obispos de aque­llas regiones, con aprobación de Benedic­to XIV la eligieron por patrona princi­pal de toda la nación mexicana, y final­mente León XIII, accediendo a los r ue ­gos de todos los prelados mexicanos, con­cedió por decreto de la sagrada Congre­gación de Ritos, que se rezara el noví­simo Oficio de la Virgen de Guadalupe, y decretó que con solemne pompa fuese decorada con corona de oro aquella p re ­ciosísima imagen.

Reflexión: Era Juan Diego neófito in­dio de la más baja condición, y a la edad de cuarenta años había recibido el bau­tismo de mano de un santo misionero franciscano, quedando tan devoto de la Virgen, que todos los sábados andaba más de dos leguas para asistir a la misa que se cantaba en México en honra de María. Después de las apariciones de la sobe­rana Señora, vivió y murió como un san­to. Con los humildes y sencillos tienen su trato familiar el Señor y su Madre santísima. Acordémonos de esto, y siem­pre que visitemos los venerables santua­rios de María, hagamos nuestra oración con un corazón tierno, humilde y senci­llo, y nos haremos dignos de recibir sus soberanas mercedes.

Oración: Oh Dios, que te dignaste po­nernos bajo el singular patrocinio de la beatísima virgen María, para colmarnos de continuos beneficios: concede a tus humildes siervos, que pues se regocijan con su memoria en la tierra, gocen de su presencia en el cielo. Por Jesucristo nues­tro Señor. Amén.

En el año mil quinientos treinta y uno de nuestra Redención, la Virgen Madre de Dios, según consta por antigua y cons­tante tradición, se mostró visible al pia­doso y rústico neófito Juan Diego en la colina del Tepeyac de México, y hablán-dole cariñosamente, le mandó presentarse al obispo y notificarle que era su volun­tad qUe se le edificase un templo, por­que quería ser allí singularmente venera­da. Para asegurarse de la verdad del su­ceso difirió la respuesta Juan de Zumá-rraga, que era el obispo del lugar: pero al ver que el sencillo neófito, obligado por la Virgen, que por segunda vez se le ha­bía aparecido, repetía con lágrimas y sú­plicas la misma demanda, le ordenó que con empeño pidiera una señal por la que se manifestase claramente la voluntad de la gran Madre de Dios. Tomando el neó­fito un camino más apartado de la colina de Tepeyac, y dirigiéndose a México para llamar a un sacerdote que viniese a la casa de su tío gravemente enfermo, para administrarle los sacramentos de la Igle­sia, la benignísima Virgen le salió al en­cuentro y se le apareció por tercera vez, y le mandó ir a coger unas rosas que ha­bían brotado en el cerro y presentarlas al obispo. Obedeció Diego, y en aquel cerro formado de rocas áridas donde apenas po­día crecer alguna yerba, y en la estación rigurosa del invierno, cuando en ninguna parte de aquella región se veían flores, halló un hermosísimo y florido rosal, y cogiendo las rosas, las puso con cuidado en un pliegue de su tilma (o capa) y se encaminó luego al palacio del obispo. Ma­ravillóse mucho el devoto prelado de ver aquellas rosas tan hermosas y aromáti­cas en tal sazón, y mucho más porque

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Page 356: De Paula, Francisco - Flos Sanctorum

Santa Lucía, virgen y mártir. (t 304)

13 de diciembre.

La gloriosa virgen y mártir santa Lucía nació de padres ilus­tres y ricos en Siracusa de Sici­lia, y desde niña fué cristiana y muy inclinada a la virtud y pie­dad, especialmente a conservar la pureza de cuerpo y alma. Muerto su; padre, Eutiquia su madre concertó de casarla con un caballero mozo y principal, aun­que pagano; mas Lucía repug­naba y buscaba ocasión para que no tuviera efecto: la cual le ofre­ció una enfermedad molesta y larga de su madre. Aconsejóla Lucía que fuese a Catania, a vi­sitar el cuerpo de santa Águeda,' en cuyo sepulcro hacía Dios grandes milagros. Dejóse con­vencer la enferma: fueron a su piadosa romería, y habiendo sanado de su do­lencia la madre, y vueltas las dos a Si­racusa, rogóle la santa hija que no le mentase esposo carnal, sino que el dote que le había de dar le permitiese dis­tribuirlo entre los pobres. Aunque se le hacía de mal a Eutiquia despojarse de su hacienda y darla en vida; con todo cedió a las súplicas de la santa doncella, que decía no ser tan aceptas a Dios las l i­mosnas hechas después de la muerte, co­mo las que se hacen en vida; con que recibió el dote, lo comenzó a vender y lo fué repartiendo con larga mano a los pobres. Supo esto aquel caballero, y de aquí entendió que Lucía era cristiana y le rehusaba por ser él gentil: de lo cual concibió gran saña contra ella, y la acusó delante del prefecto, como a enemiga de los dioses del imperio. Mandóla llamar el presidente, y con buenas palabras procu­ró persuadirla que dejase su fe y sacri­ficase a los dioses; mas no halló entrada en el pecho de la santa virgen. Y como instase de nuevo, díjole ella: «No te can­ses, ni pienses que me podrás con Jtus ra ­zones apartar del amor de mi Señor J e ­sucristo.» Embravecióse el prefecto; y trocando la primera blandura en braveza y enojo, tratóla como mujer que había gastado su patrimonio en mal vivir. De­fendióse Lucía con firmeza: y entonces mandó el malvado juez que la llevasen al lugar de las mujeres públicas; mas con todos los esfuerzos que hicieron, no les fué posible moverla del lugar en que es-

t taba. Mandó, pues, el presidente poner

mucha leña, resina y aceite alrededor de la santa, y encenderlo para abrasarla; y ella, como si estuviese en un jardín muy ameno y delicioso, estuvo segura y que­da y sin recibir detrimento. Finalmente la hizo el juez atravesar una espada por el cuello: y estando la bienaventurada virgen herida de muerte, oró todo el tiempo que quiso, y habló cuanto quiso a los cristianos, que estaban, allí presen­tes, diciéndoles que se consolasen, por­que presto la Iglesia tendría paz, y los emperadores que le hacían la guerra de­jarían el mundo y el señorío: y luego dio su bendita alma a Dios.

Reflexión: Ni lo tierno de la edad, ni la debilidad del sexo, con que tan de or­dinario se disculpan los mundanos para no darse a la virtud, son, como acabas de leer, excusas suficientes. ¿Qué respon­derán los tales a Cristo, cuando por toda acusación les ponga ante los ojos tantos niños, tantas delicadas doncellas como santa Lucía, que supieron arrebatar el cielo? Si el demonio trata de engañarte con un día que quizás no amanecerá pa­ra ti, contéstale que muchos habían dife­rido su conversión y han muerto sin ver el sol que se prometían. Si te pone de­lante lo tierno de tu edad, ¡qué! debes exclamar con san Agustín: ¿pudieron es­tos niños, estas delicadas doncellas con­quistar el cielo, y no lo podré yo?

Oración: Óyenos, Señor Salvador nues­tro, y como nos regocijamos en la fes­tividad de tu bienaventurada virgen y mártir Lucía, así experimentemos el afecto de una verdadera piedad y devo­ción. Por nuestro Señor Jesucristo. Amén,

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San Espiridión, obispo. — 14 de diciembre. ( t siglo IV)

í

El santo obispo y confesor de Cristo san Espiridión nació en la isla ¡de Chipre, en la segunda mitad del siglo III, y fué hijo de padres cristianos. Pasó los prime­ros años de su vida en el monte, hecho pastor del ganado de su padre, con lo cual se crió en grande simplicidad e inocen­cia de costumbres, ocupado en admirar las maravillas y perfecciones del Creador en sus criaturas. Llegó a extenderse por toda la isla la fama del santo pastor Es­piridión; de tal suerte que fué uno de aquellos confesores a quienes Maximino, creado con Severo, y gran perseguidor de los cristianos, mandó sacar el ojo derecho, cortar el nervio y desjarretar la pierna izquierda, y lo condenó a t ra­bajar en las minas. Holgóse el santo con­fesor de haber sido hallado digno de pa­decer por el nombre de Jesús; y perma­neció en su destierro y pesadísimo t ra­bajo durante algunos años, hasta que con la muerte del perseguidor cesó el des­tierro y pudo volver a Chipre y gozar de la paz que dio a la santa Iglesia el gran Constantino. Ejercitóse de nuevo en su oficio de pastor, esparciendo más pu­ros rayos de santidad y edificación des­pués de su confesión; hasta que habien­do fallecido el obispo de Tremitunte, en la isla de Chipre, el pueblo y el clero a una voz aclamaron por su sucesor a Es­piridión. Resistióse el humilde pastor, alegando su incapacidad, pero inútilmen­te: y después de recibidas las sagradas órdenes, fué consagrado obispo. Convocó­se el concilio de Nicea, en que fué con­denado Arrio, siendo Espiridión uno de los prelados que allí, en número de tres-

• I cientos diez y ocho, se reunieron. No faltaron algunos filósofos

j gentiles deseosos de ver aquella | sagrada junta, y aquel como tea-I tro de sabiduría y majestad; y | entre ellos había uno de sutil in-i genio y gran disputador, a quien

los Padres más doctos e ilustra -j dos jamás pudieron convencer. I Pidió Espiridión licencia para I disputar con él; y le propuso con ¡ pocas y sencillas palabras la su­

ma de lo que la fe cristiana cree y predica de la Trinidad y de la redención del hombre por Cristo; y después le dijo: «Filósofo, esto es lo que los cristianos creemos: tú ¿qué crees?» Quedó asombra­do el gentil, y, como fuera de sí,

respondió: «Yo creo lo que tú crees, y lo tengo por verdad», añadiendo, que cuan­do se le quiso convencer con razones, con razones había él respondido; mas cuan­do la virtud de Dios le había hablado por boca de su siervo, no pudo resistir: y se hizo cristiano. También asistió al conci­lio sardicense y defendió contra los mis­mos arríanos la fe católica. Finalmente, habiendo corrido la carrera de su pere­grinación, ilustre por sus virtudes y por la gloria de sus milagros, dio su bien­aventurado espíritu al Señor, que para tanta gloria suya lo había creado.

* Reflexión: ¿Quién no admira el poder

de la gracia, que convierte hasta a los más rudos y sencillos pastorcillos en tan grandes santos? Ella se abre paso a t ra­vés de todos los obstáculos si cuenta con la cooperación del hombre: y de ahí esa variedad tan asombrosa de santos de to­das condiciones, sexos y edades de la Iglesia de Dios. Dichoso tú si, a ejemplo del santo obispo Espiridión, te vales para santificarte de tus mismas ocupaciones. Ofrécelas a Dios cada día por la maña­na: levanta durante ellas a menudo tu corazón, y con eso no más, será tu vida una serie no interrumpida de actos de virtud.

Oración: Concédenos, Señor todopode­roso, en la augusta solemnidad de tu bienaventurado confesor y pontífice Es­piridión, xnuevo aumento de devoción y de salud. Por Jesucristo Señor nuestro. Amén.

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San Maximino, abad. — 15 de diciembre. ( t 520)

San Maximino, llamado tam­bién Máximo, fué francés y na­tural de Verdún. Encargóse de su educación- en las letras y en el amor de la virtud y honesti­dad un tío suyo, sacerdote ejem-plarísimo y varón de gran san­tidad, por nombre Hospicio. Su­cedió, siendo joven Maximino, que la ciudad de Verdún, en que con su tío moraba, faltó a la fi­delidad debida a su soberano, re ­belándose contra Clodoveo rey; el cual para apaciguar y hacer entrar en razón a los verduneses, envió un poderoso ejército a po­ner sitio a la ciudad rebelde. Aterrada la gente al saber tal no­ticia, y temerosa del castigo, ya no pensó en otra cosa que en someterse: y acudieron al sacerdote Hospicio para que saliese al encuentro al ofendido rey, y en nombre de toda la ciudad, le pidiese perdón de la injuria y que se dignase levantar la mano del castigo que en ella iba a hacer. Admitió el caritativo sacer­dote el encargo, y presentóse a Clodoveo; el cual, enternecido con las súplicas del ministro del Dios.de paz, envainó la es­pada, apeóse del caballo, besó con humil­dad y reverencia la mano a Hospicio, di-ciéndole que por su respeto otorgaba el perdón a la ciudad. Quísole el rey ele­var a la sede episcopal, que estaba huér­fana de pastor; mas no creyéndose Hos­picio con fuerzas para tal cargo por su avanzada edad, se excusó; y el rey le significó su voluntad de que siquiera fue­se con él a su corte de Orleáns. Accedió el sacerdote: fué allá con Maximino; y cansados de la vida de la corte, se ret i ­raron a un sitio entre el Loira y el Loi-rette, que les dio Clodoveo, para que levantasen un monasterio e implorasen el favor del cielo para la real familia. Or­denado Maximino de sacerdote y hecho abad del monasterio, se mostró varón po­deroso en obras y palabras. Gran número de jóvenes se pusieron bajo la dirección del santo abad, que les infundía amor a la virtud y al trabajo, con el cual con­virtieron en campos fértilísimos los eria­les contiguos al claustro. A gran número de sus monjes envió a pueblos lejanos a predicar la fe de Cristo y a desterrar los restos de las antiguas idolatrías. Tuvo tal dominio sobre las almas, que de una sola

J mirada componía los ánimos más desaso­

segados y calmaba a los iracundos. Su monasterio fué verdaderamente un semi­llero de varones santos, muchos de los cuales son venerados por tales. Un año en que la ciudad de Orleáns padeció el te­rrible azote del hambre, abrió a todos los necesitados las trojes de su abadía; y Dios nuestro Señor multiplicó el trigo con tanta abundancia, que bastó para re ­mediar aquella necesidad. Maximino, des­pués de haber edificado a los suyos con ilustres ejemplos de humildad y caridad, entendiendo que se le acercaba el fin de sus días, reunió a sus monjes, exhortólos a la paz y unión, a la oración y piedad y, recibidos los santos Sacramentos, dio su espíritu al Creador.

Reflexión: Niño aún, fué confiado Má­ximo al celo de un ejemplar sacerdote. Súpole inspirar este aquel amor tan tier­no al bien y a la virtud, y Máximo lo conservó durante toda su vida. Tan cier­to es que los caminos del hombre en su avanzada edad, son los mismos que los • de su niñez. No lo olvidéis jamás, padres y madres de familia. Educad bien a vues­tros hijos, si los queréis un día hombres honrados. En vuestras manos está su suer­te, y si os horroriza la idea de que vues­tro hijo pueda ser, cuando mayor, un fa­cineroso, debe horrorizaros también el dejar de corregir sus defectos, cuando aún son tiernos.

Oración: Recomiéndenos, Señor, la in­tercesión del bienaventurado Maximino abad; para que consigamos por su patro­cinio lo que no alcanzamos por nuestros merecimientos. Por nuestro Señor Jesu­cristo. Amén.

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San Eusebio, obispo y mártir. — 16 de diciembre. (t 371)

San Eusebio, luz de la Iglesia católica, santísimo sacerdote y prelado excelentí­simo, y contraveneno de los herejes arr ia-nos, fué natural de Cerdeña, y muerto su padre, trájole. Restituía su madre a Ro-

-ma, y le puso bajo el amparo del pontí­fice Eusebio, quien le hizo criar e ins­truir en buenas letras y loables costum­bres. De Roma pasó a Vercelli a sazón en que había muerto el obispo de esta ciudad, y fué él elegido para sucesor su­yo, con grande oposición de los herejes arríanos, que ya amenazaban y fatigaban a las provincias de occidente. Para for­marse un clero fervoroso y santo, esta­bleció que todos los clérigos y sacerdotes viviesen vida monástica, teniendo todo en común, esto es, la comida, la oración, el estudio y el trabajo. Por orden del pa­pa Liberio fué como embajador suyo al emperador Constancio para alcanzar de él que tuviese por bien se juntase un con­cilio en Milán a fin de contener los pro-

- gresos de la herejía-y sosegar a la Igle­sia; y así sucedió. Pero en el concilio pro­curaron los herejes que se condenase a san Atanasio; y no pudiéndolo recabar de Eusebio y de algunos otros obispos, los desterraron. San Eusebio fué llevado a Escitópolis en la Tebaida superior, y puesto en manos de un obispo acérrimo hereje y tan fiero, que le prendió, el echó en la cárcel, y en ,ella le apretó de ma­nera que le tuvo muchos días sin comer. Desde allí escribió a los fieles de su igle­sia animándolos a morir por la fe cató­lica, y dándoles cuenta de los malos t ra ­tamientos que él sufría por tan noble cau­sa. De Escitópolis fué desterrado por se­

gunda vez a Capadocia, l levan­do con heroica paciencia y áni­mo invencible todos estos t raba­jos, hasta que por la muerte del emperador quedó libre de sus enemigos los arríanos. Pasó a Alejandría, donde san Atanasio juntaba concilio, y luego a An-tioquía para componer algunas contiendas eclesiásticas. Por or­den del papa Liberio fué visitan­do las iglesias del oriente, que con la tempestad de los arríanos estaban caídas y arruinadas, pa­ra levantarlas y poner en ellas ministros católicos y resistir a los herejes, y acabado con grande celo y vigilancia este negocio, volvió el santo pontífice a Italia

y en ella fué recibido como gloriosísimo confesor y valerosísimo capitán de Cris­to. En Italia hizo el mismo oficio de sa­cerdote y médico de las almas, como lo había hecho en oriente, visitando y r e ­creando las iglesias con increíble alegría y fruto de los católicos y pesar de los malvados herejes: de los cuales fué pr i­mero arrastrado, después atormentado con varios suplicios y apedreado, y teniendo la cabeza y todo el cuerpo hecho peda­zos, acabó gloriosamente su carrera sien­do ya casi de ochenta años de edad, y dio su espíritu al Señor, por cuyo gloria había peleado.

Reflexión: Sufrir con fortaleza de áni­mo las adversidades: más aún, olvidarse de sus sufrimientos para ser maestro y guía de los que necesitaban instrucción y esfuerzo de ánimo, es una virtud que admiraron en nuestro santo los mismos enemigos de nuestra santa religión. Ni el hambre, ni las prisiones con que sus ene­migos le cargaron, fueron parte para que desistiese de instruir desde la cárcel a los fieles. Si no tienes valor para ser maestro de los demás en los infortunios, jamás te olvides de llevarlos con pa­ciencia. Sufrirás aquí un poco de t iem­po, y una eternidad de delicias será tu recompensa después.

Oración: Oh Dios, que nos alegras cada año con la festividad de tu bienaventu­rado mártir y pontífice san Eusebio: con­cédenos benigno, que pues celebramos su memoria, gocemos también de su protec­ción. Por nuestro Señor Jesucristo. Amén.

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Santa Olimpiades, viuda. — 17 de diciembre. ( t 410)

La gloriosísima santa Olimpia-des, dechado y espejo de las viu­das cristianas, gloria de la Igle­sia de oriente, nació de padres muy abastecidos de bienes de fortuna y ella lo fué más de los de gracia. Habiendo quedado huérfana de padre y madre sien­do aún muy niña, confióse su educación a una matrona muy honrada y de mucha virtud y r e ­ligión, por nombre Teodosia; la cual, comprendiendo los deberes que tal confianza le imponía, t ra ­tó de cumplirlos con gran dili­gencia y cuidado, infundiendo en el tierno corazón de la huerfani-ta el santo temor y amor del Pa­dre celestial, y la misericordia

con los pobres: y como todo esto lo hacía más con las obras y buen ejemplo que con las palabras, logró que Olimpiades a medida que iba creciendo en edad, cre­ciese también en virtud y sabiduría. Lle­gada a la edad en que le fué preciso to­mar estado, contrajo matrimonio confor­me con su posición y más con sus santas y purísimas costumbres, con Nebridio, te ­sorero del emperador Teodosio el Grande. Mas Dios nuestro Señor, que la destinaba a ser modelo no de matronas casadas, si­no de señoras viudas, dispuso que a los diez y ocho meses de su matrimonio la muerte le arrebatase a su marido. Adoró Olimpiades los insondables arícanos de la Providencia, y resolvió no volver a to­mar esposo que se le pudiese morir; per­maneciendo tan constante en esta su r e ­solución, que Teodosio, por más que lo procuró, nunca pudo recabar de la santa que aceptase por esposo a Elpidio, caba­llero español. Ocupaba santamente su vi­da en obras de piedad y religión, visitan­do enfermos, abasteciendo de ornamentos y alhajas las iglesias pobres, en lo cual invertía sus abundantes riquezas, consi­derándose no como dueña de sus bienes, sino como administradora y dispensadora de los dones que de Dios había recibido. La virtud de esta santa viuda fué tan reconocida, que Nectario, arzobispo de Constantinopla, la juzgó digna de ser pú­blicamente elogiada; y, conforme a la costumbre de los primeros siglos, honró a Olimpiades con el título de Diaconisa: y san Juan Crisóstomo, sucesor de Nectario en la sede constantinopolitana, se glorió de tener en su Iglesia una diaconisa de

'* .r la virtud y buen ejemplo de Olimpiades. San Anfiloquio, san Epifanio, san Pedro de Sebaste, y otros esclarecidos y reli­giosísimos varones la honraron con sus cartas. Al ver la santa viuda la infernal tormenta suscitada por los herejes arria-nos contra la Iglesia de Cristo, rogó al Señor abreviase los días de su vida, y la sacase de este valle de miserias: y el cielo oyó sus súplicas y gemidos llamán­dola al eterno descanso.

Reflexión: ¡Qué uso tan santo no hizo de las riquezas santa Olimpiades! Las empleó precisamente en lo que Dios que­ría que las empleara. El quiso que hubie­se en el mundo pobres y ricos. Las r i ­quezas que estos poseen son bienes de Cristo. Ellos solo son sus administrado­res. ¡Cosa verdaderamente horrible gas­tar la hacienda de Cristo en diversiones y pasatiempos, mientras haya pobres que socorrer! Si Dios te ha concedido r ique­zas, te las ha concedido por los pobres y para los pobres. ¿Cómo te atreves pues a defraudar del tesoro de Cristo empleán­dolas en otros usos? Pero si en vez de riquezas te ha regalado Dios con pobreza y necesidad, lejos de entristecerse por ello tu corazón, debe alegrarse, considerando que te ha concedido los inmensos teso­ros que recogió su divino Hijo en la t ie­rra. Es que, como a Cristo, te reserva la herencia del cielo.

Oración: Óyenos, oh Dios salvador nuestro; y como nos gozamos en la fes­tividad de la bienaventurada Olimpia­des, así sepamos imitarla en su piedad y devoción. Por nuestro Señor Jesucris­to. Amén.

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Nuestra Señora de la O. — 18 de diciembre.

Llámase esta fiesta Nuestra Señora de la O, porque desde las vísperas de ella se comienzan en el oficio divino á decir unas antífonas en el Magníficat, que em­piezan por O, y se continúan hasta la vís­pera de Navidad. Llamóse en un princi­pio fiesta de la Anunciación: y con este nombre se celebró en algunas iglesias de España y se mandó celebrar en toda ella en el concilio Décimo de Toledo en que presidió san Eugenio, arzobispo de aque­lla ciudad; hasta que san Ildefonso, su­cesor suyo, ordenó que se celebrase con el título de la Expectación del Parto. El fin de esta denominación fué recordar los ardientes deseos con que los santos sus­piraron por verle nacido y hecho reden­tor del mundo. Porque ya nuestros pr i­meros padres Adán y Eva con esta espe­ranza aliviaron las penas, a que por su transgresión y desobediencia se vieron sujetados. El mismo Señor confesaba que Abraham había deseado ver su día, esto es, su venida a este mundo; y a los ju­díos decíales: «Bienaventurados son los ojos que ven lo que vosotros veis; por­que muchos reyes y profetas desearon verlo, y no lo alcanzaron.» En efecto: el patriarca Jacob le llamaba «el que ha de ser enviado y será la espectación de las gentes», y añadía: «Señor, yo espera­ré a vuestra salud y a vuestro Salvador.» Moisés rogaba a Dios que enviase al que había de enviar. David exclamaba: «Ex­citad, Señor, vuestra potencia, y venid a salvarnos.» Pero el que con mayor fuerza de razones expresó los deseos de su cora­zón fué el profeta Isaías: así dice: «En­viad, Señor, aquel Cordero, que ha de se­ñorear todo el mundo». «Ea, cielos, enviad vuestro rocío de allá de lo alto, y las nu-

bes lluevan al Justo: ábrase la ~ '. t ierra y brote y produzca al Sal-

: ' vador». En en otra parte: «¡Oh, si ya rompieses, Señor, esos cielos, y descendieses y acabases de ve­nir!» Pero si todos los santos y profetas por el extremado deseo de la venida del Salvador daban tantas voces y clamores al cielo, ¿qué haría la que era más santa que todos, y tenía más lumbre

I del cielo para conocer y estimar ¡ este soberano beneficio, y más

caridad para desear el remedio de todas nuestras pérdidas y ca­lamidades? Ella sabía que el que traía en su seno virginal era ver-

— ^ dadero hijo suyo y juntamente unigénito del ¡eterno Padre, y que

se acercaba ya aquel bienaventurado día, en que ella había de dar al mundo su Redentor, su Salvador, su vida, su glo­ria y toda su bienaventuranza. ¡Cómo se desharía de júbilo y gozo su espíritu, viendo que ya eran oídas las súplicas y oraciones de tantos justos, los gemidos de todos los tiempos y naciones, y los conti­nuos ruegos y lágrimas, con que ella hu-mildísimamente había suplicado al Señor que no tardase en venir, y manifestarse vestido de su carne para dar espíritu a los hombres carnales y hacerlos hijos de Dios! Deseaba con un increíble deseo ver­le ya nacido para adorarle como a su Dios, reverenciarle como a su Señor, y abrazarle y besarle como a su dulcísimo Hijo.

*

Reflexión: ¡A grandes deseos, da Dios grandes cosas! ¿Qué tiene pues de ex­traño que la santísima Virgen cuyos de­seos eran tan ardientes, abreviase el tiempo de nuestra redención, como afir­man algunos santos Padres? Pero ¿qué de extraño tiene también que nosotros que apenas deseamos sino objetos te r re­nos, nos hallemos tan atrasados en el camino del espíritu? Levántese nuestro corazón: ame y suspire por las cosas del cielo si quiere ser lleno de las cosas de Dios.

Oración: Oh Dios, que quisiste que, por la embajada de un ángel, tu Verbo se encarnase en las entrañas de la Virgen María: concede a tus humildes siervos, que pues la creemos verdadera Madre de Dios, seamos ayudados por su inter­cesión para contigo. Por el mismo Señor Jesucristo. Amén.

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San Nemesio, mártir. — 19 de diciembre. (t 250)

Entre los insignes mártires que dieron testimonio Ce la fe de Cristo en la persecución que sus­citó contra la Iglesia el impío em­perador Decio por los años 250, refiere san Dionisio, obispo de Alejandría, que fué uno de aque­llos memorables héroes Nemesio o Nemesíón, egipcio de origen, de costumbres y de idioma. Algunos hombres perversos le acusaron falsamente por cómplice de los crímenes de ciertos malhechores que habían cometido robos y he­cho varios homicidios; y al t ra­tarse de condenarlos, justificó Nemesio su inocencia y el juez le absolvió, declarando la acusación por calumniosa. Irritados los que habían sido autores de ella, le acusaron delante del juez de que era cristiano: y el santo lo confesó sin rodeos. Entonces fué cargado de prisiones y conducido ai prefecto de Egipto, residente en Alejan­dría. Era aquel prefecto Sabino, hombre sin entrañas y enemigo mortal del nom­bre de Cristo, que había hecho derramar arroyos de sangre cristiana por todo el Egipto. A esta fiera presentaron al siervo de Dios Nemesio, el cual revestido de aquella fortaleza que daba el Señor a sus ilustres mártires, despreció con t ran­quilo semblante todas las promesas y amenazas con que el cruel gobernador trató de rendirle. Ordenó pues el im­pío prefecto que azotasen cruelmente al santo, y probasen en él los más atroces suplicios; pero como en todos ellos perse­verase con gran constancia en confesar a Jesucristo, mandó que juntamente con unos ladrones que había en la cárcel fue­se quemado vivo. Cuando Nemesio se vio en el tormento del fuego en medio de dos ladrones, hizo gracias al Señor por la merced que le hacía de poder dar la vida entre dos fascinerosos a semejanza del Redentor del mundo, y en aquel suplicio encomendó su espíritu en las manos de Dios. Junto al tribunal del prefecto había cuatro soldados que eran también cris­tianos, llamados Ammón, Zenón, Ptolo-meo e Ingenuo, y ,otro nombre llamado Teófilo. Todos estos esforzaban al santo, cuando era atormentado en el caballete, y al ver la serenidad con que padecía, mezclaban sus palabras de exhortación con otras expresiones de santa envidia, y del ardiente deseo que tenían de dar co­

mo él la vida por amor de Cristo y la confesión de la fe que profesaban. Ha­biendo pues sido denunciados ante el cruelísimo gobernador, y temiendo este verse humillado por la constancia con que menospreciarían los tormentos los que h a ­bían sido testigos del martirio de Neme­sio, y le daban mayor ánimo para sufrir­lo, determinó que luego les cortasen a todos la cabeza.

Reflexión: Así pagan los santos los fa­vores, y esa es muchas veces la ventaja de las obras buenas en favor del p ró­jimo. Dichosos de nosotros si con nuestras amonestaciones, o nuestras buenas pala­bras o ejemplos de virtud, hemos sido parte para que un alma persevere en l a santa vida que emprendiera. Estará con­tinuamente orando ante el acatamiento divino para que seamos también nosotros partícipes de su dicha. ¿Hemos descuida­do hasta aquí manera de proceder tan gananciosa para nosotros? Si el mundo nos ofreciese doblada paga de terreno-interés, ¿cuáles no serían nuestros es­fuerzos para legrarle? Todos nuestros, pensamientos, todas nuestras ansias se concentrarían en ese punto y aun nos parecería haber hecho muy poco si dejá­bamos perder algo. ¿Cómo nos cuidamos pues tan poco de nuestra ganancia espiri­tual?

Oración: Concédenos, oh Dios omnipo­tente, que los que veneramos el naci­miento para la gloria, de tu bienaventu­rado mártir Nemesio, por su intercesión crezca en nosotros el amor de tu santo Nombre. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Santo Domingo de Silos, confesor. — 20 de diciembre. (t 1003)

El admirable taumaturgo santo Domin­go de Silos, fué natural de Cañas, peque­ño lugar de la Rio ja, y en su niñez se ejercitó en apacentar el ganado de su padre, después de lo cual se apartó a ha­cer vida solitaria y de contemplación. Pa-reciéndole más segura la vida religiosa, se hizo monje en el monasterio de San Millán, de Padres benedictinos, en don­de estudió con gran provecho las divinas letras, y ordenado de sacerdote, diéronle el cargo de cura de Santa María de Ca­ñas. Tan buena cuenta ,dió de este ofi­cio, que le llamaron a San Millán y le hicieron prior del monasterio. Aquí dió aquella muestra de tesón y santa liber­tad resistiendo al rey de Navarra don «García, que por su propia autoridad y con violencia intentó sacar ciertas joyas y el oro y la plata de la sacristía del convento; por lo cual le desterró el rey con algunos de sus monjes. Acogióse Do­mingo a Fernando I, rey de Castilla y de León, de quien fué recibido con benevo­lencia y amor, y su fama de santidad em­pezó a extenderse por España. Habiendo decaído en lo espiritual y temporal el insigne monasterio de Silos; el rey no ha­lló remedio más eficaz para reparar sus pérdidas, que confiarlo a santo Domingo nombrándole su abad. Durante veintitrés años lo gobernó con admirable ejemplo de vida, maravilloso celo y grande acre­centamiento de sus monjes en virtud y perfección. Resplandeció en muchas y grandes maravillas, que Dios obró por él, sanando a los ciegos, cojos, tullidos y otros enfermos de diversas enfermedades; pero en la que principalmente se señaló,

fué en socorrer' a los cristianos cautivos de los moros, que a la sazón eran muchos. Fué esto con tan grande extremo, que enco­mendándose a él desae sus maz­morras los cautivos, se hallaban a deshora en tierra de cristianos, y aun a las puertas de su monas­terio, dejando allí por testimonio las cadenas y grillos de su cauti­verio; y fueron tantos los des­pojos que los cautivos deposita­ron en el templo, que decían por refrán en Castilla: «No te bas­tarán los hierros de santo Do­mingo»: y no solamente en el templo ide santo Domingo col­gaban los cautivos sus cadenas, sino también en otros santuarios

y oratorios de su advocación, como se veían siglos después en la iglesia de Jesús del Monte, junto a la villa de Lo-ranca de Tajuña, que antes había sido ermita de santo Domingo. Fué gran de­vota de este santo doña Juana de Aza la cual en el monasterio de Silos hizo fervorosa oración, velando ante el sepul­cro del santo y suplicándole la gracia de un dichoso parto, al cual estaba próxi­ma: y por su intercesión tuvo un hijo, a quien puso el nombre de su favorece­dor, y más tarde fué santo y fundador de la esclarecida orden de predicadores, martillo de los herejes e instituidor del santísimo Rosario: este fué santo Domin­go de Guzmán. Finalmente llamó a sus monjes, les dió muy saludables documen­tos; y recibidos los santos Sacramentos, dió su alma al Señor.

Reflexión: Ni amenazas, ni castigos de­ben arredrarnos a imitación de nuestro santo, cuando se trate de defender los intereses divinos. El te ha confiado la honra de su santísimo nombre. ¿Cómo te muestras tan cobarde al oír una blas­femia que la hace pedazos, y no atajas con severa reprensión aquella maldita lengua, si no puedes amordazarla?

Oración: Oh Dios, que ilustraste tu Iglesia con los esclarecidos merecimien­tos del bienaventurado confesor santo Domingo, y la alegraste con los ilustres milagros obrados para redención de cau­tivos: concédenos a tus siervos, que aprendamos de sus ejemplos y que por su intercesión nos veamos libres de la servidumbre de todos los vicios. Por J e ­sucristo, nuestro Señor. Amén.

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Santo Tomás, apóstol. — 21 de diciembre. (t siglo I)

Fué santo Tomás de nación ga-lileo y uno de los doce escogidos por el Señor para predicadores de su Evangelio, y conquistado­res del mundo. Sábese de él que cuando Cristo nuestro Señor qui -so volver a Judea para resucitar a Lázaro, diciéndole los otros discípulos que no fuese, porque poco antes los judíos le habían querido apedrear, solo santo To­más con grande ánimo dijo: «Va­yamos nosotros también, y con él muramos.» Y en el sermón de la cena, como el Señor dijese que iba a prepararles lugar y que sa­bían el camino por donde iba, díjole el santo: «Señor, -no sabe­mos a dónde vas; y ¿cómo po­demos saber el camino?» Finalmente, no estaba Tomás con las otros apóstoles

cuando el mismo día de la resurrección se les apareció Jesús glorioso y triunfan­te; y no creyendo después a los que le habían visto y tocado; dijo aquellas pa­labras: «Si no viere yo con mis ojos las llagas de los clavos en sus manos, y no entrare mis dedos en ellas, y si no pu­siere mi mano en su costado, no creeré» que es él y que está vivo. Y el benigní­simo Señor, volviendo después de ocho días a aparecérsele, estando entre ellos Tomás, se volvió a él y le dijo: «Pon aquí tu dedo y mira mis manos; extiende tu mano y toca mi costado: y no quieras ser incrédulo, sino fiel.» Quedó asombrado Tomás con la vista y dulzura del Salva­dor: y atónito con la novedad y derretido de gozo, exclamó: «Señor mío y Dios mío»: confesando que aquel Señor que había muerto en la cruz y ahora veía r e ­sucitado, era verdadero Hijo de Dios. Al­gunos días después, yendo san Pedro a pescar, llevó consigo algunos de los após­toles y discípulos, entre ellos a Tomás: y como hubiesen gastado toda la noche sin provecho alguno, aparecióseles a la ma­ñana el Salvador en la ribera, y les man­dó que echasen la red a la parte derecha de la barca. Después que recibió el Es­píritu Santo con los demás apóstoles y hubo predicado el Evangelio en Jerusa-lén y en Judea, cúpole en suerte predi­carlo a los persas y a los medos, y luego a los habitantes de la India, obrando en todos estos países numerosísimas conver­siones; hasta que en Calamina, ciudad de la India, se vio muy perseguido del

rey idólatra, el cual después de haberle hecho padecer cruelísimos tormentos, lo mandó atravesar con una lanza. Alzó el santo apóstol los ojos al cielo, invocó el nombre de Jesucristo, suplicándole per­donase a sus verdugos y conservase en la fe los nuevos cristianos que por su medio se habían convertido. Permanecie­ron ocultas sus sagradas reliquias, hasta que Juan III, rey de Portugal, procuró con gran diligencia descubrirlas, aunque sin provecho; mas insistiendo en su san­to propósito, después de nuevas diligen­cias, excavando en la pared de una ca­pilla en la ciudad de Meliapur, descu­brióse en 1523 un sepulcro en forma de nicho, dentro del cual se hallaron los santos huesos, una redoma con sangre, y la punta de la lanza, instrumento de su martirio.

Reflexión: Pasma el entrañabilísimo amor de nuestro Salvador para con los pecadores. A Pedro que le había negado tres veces, se le aparece el primero entre los discípulos; y a santo Tomás, que se resistía a creer en su resurrección, le re ­gala con el tierno favor de permitirle me­ter sus dedos en su santísimo costado. J a ­más te han de desalentar tus .faltas, por grandes que hayan sido. Llóralas de co­razón, y no temas que Dios te mire airado por ellas.

Oración: Concédenos, Señor, que nos gloriemos en la solemnidad de tu bien­aventurado apóstol santo Tomás, para que seamos ayudados de su patrocinio, y con devoción conveniente imitemos su fe. Por Cristo nuestro Señor. Amén.

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San Isquirión, mártir. — 22 de diciembre. (t 253)

Imperando Decio, levantóse una terri­ble persecución que hizo grandes estra­gos en la cristiandad, y señaladamente en la iglesia de Egipto, a la sazón harto floreciente: y como al paso que iba mul­tiplicándose la muchedumbre de los fie­les, y creciendo en fervor, se encendiese también la saña de los gentiles, que .por sus vicios y liviandades se hacían indig­nos de la luz de la fe; no podían sufrir los buenos ejemplos de los cristianos, y se aprovechaban de la licencia que los edictos de los tiranos les concedían, no sólo para delatarlos ante los tribunales, mas también para maltratarlos con gran­de inhumanidad. Servía por este tiempo en la casa de un magistrado gentil, el siervo de Cristo, Isquirión, el cual cum­plía con gran diligencia cuanto su amo le mandaba, y por esta causa era de él muy estimado y tenido como criado de su confianza. Guardábase de los vicios que solían acompañar a los criados de otros señores; era sufrido y respetuoso, y tan inclinado a la caridad y misericordia, que de su mismo salario, socorría las necesi­dades de los pobres, y consolaba con gran caridad y gracia a los afligidos. Estas virtudes parecían bien a su. amo, aunque idólatra y de malas costumbres; lo que no podía ver con buenos ojos, era que se apartase Isquirión de todas las fiestas y sacrificios que se hacían en honra de los dioses, y nunca quisiese asistir a los r e ­gocijos de tales ¡días; negábase también a comer carnes sacrificadas a los ídolos, por los cual sospechó el amo que Isqui­rión era cristiano. Comenzó pues a amo­nestarle que se sacrificase y se confor­

mase con los demás criados de su condición, que en todo obede­cían a la voluntad de sus due­ños; a lo cual respondió Isqui­rión que la ley que profesaba, le obligaba a dar a los hombres lo que se debe a los hombres, y a Dios lo que es de Dios. «¿Eres por ventura cristiano?», le p re ­guntó el amo lleno de cólera. «Sí, cristiano soy». A lo que replicó el amo: «Yo te arrancaré de las entrañas esa superstición cristia­na, que te obliga a quebrantar las órdenes del César, a blasfe­mar de los dioses inmortales, y a faltar a la obediencia que me de­bes». Así amenazaba el amo m u ­chas veces al siervo fidelísimo de

Cristo, hasta que viéndole tan constante, que no hacía caso de ninguna clase de pro­mesas y amenazas, tomó un día un palo agudo que halló a la mano, y se lo metió en el vientre. Hincóse de rodillas Isqui­rión, y rogando a Jesucristo que perdo­nase a su inhumano señor, recibió en aquel suplicio la corona de los mártires.

Reflexión: Hasta a los mandatos de los gentiles e idólatras debe extenderse nues­tra obediencia, cuando legítimamente constituidos, nos exigen actos conformes a la ley divina. Sólo a Dios se le debe incondicional obediencia. A todas las de­más autoridades, por respetables que sean, condicional; en cuanto no ordenan algo contrario a la ley de Dios. Esto m u ­chas veces nos acarreará disgustos, p r i ­vaciones', suma necesidad como a los m á r ­tires: pero se trata de perder a Dios o a los hombres, y ningún cristiano debe vacilar en perder antes todo el mundo por conservar la gracia de su Creador. Los amos y superiores jamás deben cons­tituirse en tiranos del gentilismo, exi­giendo de sus subditos actos que sin pe ­cado no los pueden practicar. Pero si a l ­guno tuviese la desgracia de caer debajo de alguno de éstos, debe decirle resuelta­mente que entre Dios y el César escoge a Dios, y no dude de su especialísima ayu­da en la lucha.

Oración: Rogárnoste, oh Dios todopo­deroso, que por la intercesión de tu bien­aventurado mártir Isquirión, nos libres de las aflicciones del cuerpo y de los ma­los pensamientos del alma. Por Jesucr is­to, nuestro Señor. Amén.

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San Sérvulo, confesor. — 23 de diciembre. (t 590)

£] admirare varón san Sérvu­lo fué un pobre mendigo y toda su vida paralítico, mereciendo que todo un romano pontífice co­mo san Gregorio el Grande, es­cribiese la historia de su santa vida con estas palabras: «En el portal .que va a la iglesia de san Clemente (en Roma), hubo un pobre hombre que se llamaba Sérvulo, que muchos de los que aquí están y yo mismo conoci­mos. Era pobre de hacienda y rico de. merecimientos y consu­mido con una larga enfermedad; porque desde sus primeros años hasta el fin de su vida estuvo paralítico y echado en una cami­lla. No hay para qué decir que no se podía levantar; pues aun no podía estar sentado en ella, ni llegar la mano a la boca, ni volverse de un lado a otro. Tenía madre y un hermano que le asis­tían y ayudaban, por cuyas manos daba a los pobres lo_ que a él le daban de li­mosna. No sabía letras, y hacía comprar libros de la sagrada Escritura, y rogaba a los religiosos que se las leyesen conti­nuamente: y así, aunque era hombre sin estudios, vino a saber de la sagrada Es­critura lo que le bastaba y a su persona y estado convenía. En sus dolores procu­raba hacer siempre gracias al Señor que con ellos le visitaba y daba ocasión de grandes merecimientos, y de día y de no­che cantábale himnos y alabanzas. Vino el tiempo en que Dios nuestro Señor que­ría remunerar su paciencia; y" el mal, que estaba derramado por todo el cuer­po, recogióse al corazón: y entendiendo él que se acercaba la hora de su muerte, rogó a los peregrinos que estaban en el hospital, que se levantasen y cantasen con él algunos salmos, esperando la gloriosa hora de su dichoso tránsito. Al tiempo que él mismo estando a la muerte, can­taba con ellos, los detuvo, y con una gran voz les dijo: Callad: ¿no oís las voces que resuenan en el cielo? Y estando el alma atenta a lo que había oído, suelta de aquel cuerpo tan quebrantado y con­sumido, voló al cielo: y en aquel momen­to mismo se llenó todo aquel lugar de una suavísima fragancia, que sintieron todos cuantos allí presentes estaban; y por ella entendieron que aquella bendita alma, rica de merecimientos y adornada de perfectísimas virtudes, había sido re -

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iía cibida en el cielo, de donde Sérvulo había ino oído aquellas voces y dulce consonancia, ro. Uno de nuestros monjes, que aun es vivo, is- estuvo presente: y con lágrimas suele iba afirmar lo que allí vio: y dice que siem-li- pre sintió él y los otros que allí estaban, :ar aquel olor suavísimo hasta que le acaba-iba ron de enterrar. Este es el fin de aquel t i - que en vida tuvo tanta paciencia para sin sufrir los azotes de Dios; y la buena tie-Ss- rra que había sido rota con el arado de ma la tribulación, dio fruto y copiosa cose-:u- cha, que fué recogida en el granero del iue Señor».

^ Reflexión: Ahora yo os ruego, añade . " san Gregorio, hermanos carísimos, que

penséis cómo nos podremos excusar en j " el día riguroso del juicio, habiendo reci-' bido hacienda y manos para trabajar y

-,~ cumplir los mandamientos de Dios, y no L lo haciendo, viendo que un hombre sin

| manos tan de veras se empleó en su ser-vicio. No nos reprenderá entonces el Se-

asa ^ o r c o n e* e J e m P l ° de sus apóstoles, que IDO c o n s u P r edicación convirtieron tantas al-*? mas y las llevaron consigo al cielo; no •añ n o s P o n d r a delante a los valerosos már-c e s tires, que con su sangre compraron la co­

gí roña de la gloria; sino a este pobre Sér-lf.a vulo, que aunque tuvo atados los brazos )n_ con la enfermedad, no los tuvo atados in_ para obrar bien y cumplir la ley de Dios.

de Oración: Concédenos, Señor, que imi-:on tando en la tierra los ejemplos de tu po-

y bre siervo el bienaventurado Sérvulo, i ta participemos con él de las riquezas eter-*da nales en el cielo. Por nuestro Señor J e -re- sucristo. Amén.

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San Gregorio, presbítero y mártir. — 24 de diciembre.

Movieron los emperadores Diocleciano y Maximiano, a principios del siglo III, una de las más crueles persecuciones que ha padecido la Iglesia; pues habiéndoles persuadido Flaco, hombre cruelísimo, que levantasen en todas partes simulacros de los dioses romanos, a quienes todos los vasallos dei imperio debiesen ofrecer sa­crificios, fácilmente se podrían descubrir así los que eran cristianos. Agradó 'esta diabólica invención a los emperadores, y Maximiano encomendó al mismo Flaco que la pusiese por obra. Entró pues este tirano en Espoleto, y sentado en un gran tribunal levantado en medio de la plaza, donde había concurrido todo el pueblo, preguntó a Tircano, juez de la ciudad, si todos adoraban a los dioses del imperio. Respondióle el juez: «Todos adoran a J ú ­piter, a Minerva y a Esculapio, nuestros inmortales dioses que miran propicios a todo el universo», con lo cual quedó Fla­co satisfecho, y mandó retirar al pueblo. Pero había a la sazón en la ciudad un presbítero cristiano llamado Gregorio, ad­mirable por los muchos portentos que obraba todos los días, curando a los en­fermos, librando a los endemoniados, y reduciendo a muchos a la fe de Cristo. Delatado a Flaco, mandó éste a cuarenta soldados que le trajesen preso al santo presbítero, y luego que lo tuvo a su pre­sencia le preguntó con grande enojo: «¿Eres tú el Gregorio de Espoleto, r e ­belde a los emperadores y a los dioses?» Respondió el santo: «Yo' soy Gregorio, siervo del Dios verdadero; no de tus dio­ses que fueron criaturas torpes y abomi­nables, como se acredita por vuestras mis­mas historias». Fuera de sí el tirano al

oír tal respuesta, mandó que le deshiciesen la cara a bofetadas; amenazóle luego con grandes suplicios si se negaba a sacri­ficar a los dioses; a lo que con­testó el santo: «Yo no sacrifico a los demonios». Entonces ordenó

• Flaco apalearle con varas nudo­sas como a vil esclavo, y .echar­le después en medio de una gran­de hoguera. Rogó el mártir al Señor que le librase de las lla­mas, como libró a los tres man­cebos del horno de Babilonia, y así lo hizo, sucediendo en aque­llos instantes un espantoso te­rremoto que arruinó gran parte de la población, en la que mu­rieron más de quinientos cin­

cuenta idólatras. El mismo impío Flaco huyó precipitadamente, encargando a Tir­cano que volviese al mártir a la cárcel. El día siguiente mandó que le quebrantasen las piernas, que le aplicasen a los costados hachas encendidas, y finalmente mandó que le degollasen en medio del anfitea­tro. Ejecutada la sentencia de muerte, soltaron las fieras para que devorasen el sagrado cadáver^ pero éstas, olvidadas de su natural crueldad, le veneraron in­clinando delante de él las cabezas sin osar tocarle; por cuyas maravillas todo el pueblo comenzó a clamar a grandes voces: ¡Grande es el Dios de los cristia­nos! y se convirtieron a la fe muchos gentiles. Aquel mismo día murió Flaco desastrosamente, vomitando las entrañas por la boca. Una señora cristiana llamada Abundancia, compró a Tircano el cadá­ver de Gregorio, y lo embalsamó con preciosos aromas. Sus reliquias se vene­ran en la iglesia de Colonia.

Reflexión: Así castiga Dios aun en esta vida a los que afligen a sus siervos. No se engañe tu corazón con prometerse por lo menos aquí una vida toda llena de placeres, dudando, como los impíos, de la futura. En medio del festín Je alcanzó a Baltasar la ira de Dios: a Flaco cuando menos lo pensaba. ¿Quién te ha asegura­do que no te pasará lo mismo al primer mandamiento que quebrantes?

Oración: Concédenos, oh Dios omnipo­tente, que los que veneramos el naci­miento para el cielo, de tu bienaventu­rado mártir Gregorio, por su intercesión se acreciente en nosotros el amor de tu santo nombre. Por Jesucristo nuestro Se­ñor. Amén.

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El Nacimiento de nuestro Señor Jesucristo. — 25 de diciembre.

El texto del santo Evangelio dice así: «Sucedió pues en aque­llos días, que se promulgó edicto de César Augusto, ordenando que todo el mundo se empadronase. Este fué el primer empadrona­miento llevado a cabo por Ciri-no, gobernador de la Siria; y to­dos iban a inscribirse, cada uno a la ciudad de donde traía ori­gen. Siendo pues José de la casa y familia de David, subió desde Nazareth, ciudad de Galilea, a la ciudad de David, llamada Bethle-hem, que está en Judea, para em­padronarse, y llevó consigo a su esposa, que estaba p r e ñ a d a . Aconteció pues, que cuando allí estaban, se cumplió para la Vir­gen el tiempo del parto, y dio a luz a su primogénito Hijo, y le envolvió en paña­les y le reclinó en el pesebre, porque ya no había lugar para ellos en la posada. Estaban velando en aquella comarca unos pastores que guardaban de noche el ga­nado, cuando de improviso un ángel del Señor apareció junto a ellos, cercándolos con el resplandor de una luz divina, lo cual los puso en grande espanto. Díjoles entonces el ángel: No temáis; que vengo a daros una nueva que ha de ser de gran­de gozo a todo el pueblo: y es, que hoy os ha nacido en la ciudad de David el Salvador, que es el Cristo Señor vues­tro. Y esta es la seña que os doy: halla­réis al Infante envuelto en pañales y re ­costado en el pesebre. En este instante apareció con el ángel un numeroso coro del ejército celestial que alababa a Dios y decía: Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad». (Luc. II).

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Reflexión: Acércate, cristiano, como aquellos sencillos pastores a adorar en el pesebre al infante Jesús, al Mesías prometido, al Verbo de Dios encarnado, al Rey de los reyes, al Dios de inmensa majestad y grandeza, hecho hombre por nuestro amor, y por nuestro amor y ejem­plo rodeado de todas nuestras miserias. Ya tenemos un hermano que es Dios. ¿Por qué piensas que se ha hecho hom­bre, sino para levantar la naturaleza hu ­mana a las alturas de su divinidad? Y si Cristo la ha encumbrado tanto ¿por qué te empeñas en degradarla dejándote

arrastrar de las más viles pasiones? Un rey tiene a menos el ocuparse en oficios indignos de su elevado puesto. ¿Cómo se atreve el hombre, hermano de Cristo des­de hoy, a envilecerse hasta el punto de hacerse esclavo de sus concupiscencias? «Mayor eres y para mayores cosas has nacido». El cielo es tu patria y tu reino. Tu ocupación debe ser seguir las huellas de este Dios hecho hombre por tu salud. «Demos pues gracias a Dios Padre, por su Hijo en el Espíritu Santo, el cual por la grande caridad con que nos amó se com­padeció de nosotros, y cuando estábamos muertos por el pecado, nos dio la vida con Cristo, para que fuésemos en él nue­va criatura y nueva obra de sus manos. Despojémonos pues de nuestro hombre viejo y de su antiguo proceder, y pues hemos sido regenerados en Cristo, renun­ciemos a las obras de la carne. Reconoce, oh cristiano, tu dignidad; y hecho par­tícipe de la divina naturaleza, no quieras volver a la antigua vileza por una con­ducta que te degrada. Acuérdate de qué cabeza y de qué cuerpo eres miembro, y recuerda cómo libertado de la potestad de las tinieblas, fuiste trasladado a la lumbre y al reino de Dios». (S. León pap. serm. X, de Nativit. Dómini).

*

Oración: Concédenos, te rogamos, om­nipotente Dios, que el nuevo nacimiento de tu Hijo, según la carne, nos libre del yugo del pecado a los que nos hallamos aún en la antigua servidumbre. Por J e ­sucristo tu Hijo y Señor nuestro. Amén.

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San Esteban, el primer mártir 26 de diciembre. (t el séptimo mes después de la Ascensión de Cristo al cielo)

El primero que selló con su sangre la fe de Jesucristo, fué el glorioso san Es­teban, uno de los siete varones escogidos entre los primeros cristianos, como hom­bre de mejor reputación y más lleno del Espíritu Santo y de su sabiduría, a quie­nes encargaron los apóstoles la distribu­ción de las limosnas a los pobres y a las viudas de Jerusalén, mientras ellos se ocupaban en predicar la divina palabra y en hacer oración. Como san Esteban, lleno de gracia y poder de Dios, hiciese grandes prodigios y milagros en el pue­blo, y el número de los discípulos, no so­lamente de los plebeyos, sino también de los sacerdotes, creciese en gran manera; levantáronse muchos judíos graves y doc­tos a disputar con Esteban; mas no po­dían resistir a la sabiduría y al espíritu con que hablaba. Entonces sobornaron a unos que dijesen haberle oído hablar pa­labras de blasfemias contra Moisés y Dios, y conmovieron al pueblo y a los ancianos y a los escribas, y arremetien­do a él, le arrebataron y trajeron al con­cilio, acusándolo de blasfemo. Y en señal de su inocencia dispuso el Señor que to­dos los que en el concilio se hallaban, puestos los ojos en él, viesen su rostro como el de un ángel. Preguntóle el prín­cipe de los sacerdotes si eran verdad aquellos cargos que le hacían. Y él res­pondió probándoles con un largo y elo­cuente razonamiento cómo ni ellos ni sus padres habían observado la ley, que el Señor, por medio de Moisés, les había dado; antes al contrario, duros de cora­zón como eran, y resistiendo siempre al Espíritu Santo, habían perseguido y dado

muerte a los profetas que les anunciaban a Cristo, a quien ellos acababan de condenar y crucificar. Oyendo estas razones, concibieron grande enojo contra él; mas Esteban, puestos los ojos en el cielo, vio la gloria de Dios y a Jesús a la diestra del Padre. Di joles él lo que veía; y ellos, dando grandes voces, y tapándo­se los oídos por no oir lo que te­nían por gran blasfemia, arreme­tieron a una contra él, y echán­dolo fuera de la ciudad de Je ru ­salén, le apedreaban; y para ha­cerlo con mayor desembarazo y menos estorbo, se quitaron los mantos, y los entregaron a un mancebo, que se llamaba Saulo,

y después fué el apóstol san Pablo, para que se los guardase. Siguieron, pues, arrojando, ciegos de furor y de rabia, grandes piedras contra Esteban: mas él con grande paz y no menor constancia, iba invocando el nombre de Jesús, y pi­diendo al Señor que recibiese su espíri­tu: y puesto de rodillas clamó a grandes voces: «Señor, no les imputes este peca­do». Y dicho esto, murió. Y Saulo con­sentía en su muerte. Y el mismo día se hizo una grande persecución en aquella fervorosa Iglesia, que estaba en Jerusa­lén: y todos los discípulos fueron espar­cidos por las tierras de Judea y de Sa­maría, excepto los apóstoles que queda­ron allí ocultos. Unos piadosos varones, a pesar del tumulto, recogieron el sagrado cadáver del santo protomártir, lo lleva­ron a enterrar, e hicieron gran llanto sobre él.

Reflexión: Ninguna región del orbe, dice san Agustín, ignora los méritos de este bienaventurado márt i r ; porque pa­deció en el origen de la Iglesia, a saber, en la misma ciudad de Jerusalén. Por confesar a Cristo fué apedreado de los judíos y mereció la corona que llevaba significada en su mismo nombre, porque Esteban en lengua griega vale lo mismo que corona. (San Agust. sem. II, de S. Esteban).

Oración: Concédenos, Señor, que imi­temos lo que veneramos, aprendiendo a perdonar a los enemigos; pues celebra­mos el nacimiento para el cielo de aquel que supo rogar por sus perseguidores a tu Hijo y Señor nuestro Jesucristo. Amén.

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San Juan, apóstol y evangelista 27 de diciembre. (t íoi)

El bienaventurado p r o f e t a , apóstol, evangelista y mártir san Juan, el discípulo, amado del Se­ñor, fué natural de Betsaida en Galilea, pescador de oficio, como su hermano Santiago y su padre Zebedeo. Llamado por Cristo al apostolado, fuéle m u d a d o su nombre en Boanerges, esto es, rayo o hijo del trueno. Fué uno de los tres apóstoles más íntimos del Señor. Con Pedro y con San­tiago fué admitido a la resurrec­ción de la hija de Jairo, a ser testigo de la transfiguración en el monte Tabor y de la agonía de Cristo en el huerto de Getse-maní, la noche que precedió al día de la pasión; y en la última cena mereció recostarse en el pecho del Señor. Fué el único apóstol que tuvo amor y valentía para acompañar al Se­ñor en su crucifixión y muerte, mere­ciendo en recompensa que Cristo al mo­rir le dejase por hijo a su Madre bendi­tísima, y a ella le recomendase a Juan que le tuviese en lugar de hijo: y Juan cumplió desde entonces con la Virgen Santísima todos los deberes de un hijo fiel y amante. Resucitado el Señor, fué con san Pedro al sepulcro, y por respeto a Pedro, no entró hasta que él hubo lle­gado y entrado primero. Después de la Ascensión de Cristo al cielo, san Juan predicó el Evangelio en Judea; y más tarde pasó a Efeso, donde estableció su residencia y formó una comunidad de fervorosos cristianos, que fué como el alma de las demás comunidades vecinas. Sabiendo lo cual el cruel emperador Do-miciano, mandóle prender, y cargado de cadenas y de años, fué conducido a Ro­ma, donde le mandó echar en una tina de aceite hirviendo en presencia del se­nado y de numeroso pueblo; mas por virtud de Dios salió san Juan de la tina más puro y resplandeciente y con más vigor que había entrado. Entonces le des­terró Domiciano a la pequeña isla de Pat-mos, poblada de infieles, a los cuales p re ­dicó el Evangelio y los convirtió a la fe. Aquí tuvo admirables revelaciones del cielo y escribió el libro de ellas, que lla­mamos Apocalipsis. Muerto Domiciano, san Juan volvió a Efeso, y a instancias de los obispos del Oriente, escribió el

J cuarto Evangelio, en cuyo principio, como águila real, de un vuelo se levanta a la

divina generación del Verbo del Padre y de allí desciende a la creación de todas las cosas del .mundo visible e invisible por medio del mismo Verbo. Escribió a,demás tres cartas o epístolas canónicas, en las cuales nos dejó un fiel trasunto de la ardiente caridad y amor a Dios y a los hombres en que ardía su seráfico pecho. Llegado a la suma vejez, hacíase trasla­dar a las reuniones de los fieles y no ce­saba de recomendarles que se amasen unos a otros. Cansados ellos, preguntá­ronle por. qué les repetía siempre lo mis­mo. Respondió él: «Este es el manda­miento del Señor, y quien lo cumple, ha­ce cuanto debe». Llegó a la edad de cien años, y fué el único apóstol que no per­dió la vida en los tormentos. Murió en Efeso entre las lágrimas y las oraciones de los fieles.

Reflexión: Aprendamos en este glorio­so apóstol y evangelista la liberalidad con que recompensa Dios a los que le siguen y acompañan en sus trabajos. Por haber estado él al pie de la cruz, mereció oir del Señor estas palabras: «He ahí a tu Madre»; como si le dijera: Buen galar­dón recibes por todo el amor que me has mostrado; dejaste tus padres, yo te dejo mi Madre; dejaste un barquichuelo, yo te dejo esta arca de salvación. Dichoso quien tiene a María por madre: dichoso quien es digno hijo de María.

Oración: Derrama, benigno Señor, tu luz sobre la Iglesia, a fin de que ilumi­nada por la doctrina de tu bienaventura­do apóstol y evangelista san Juan, alcan­ce los dones Sempiternos. Por Jesucristo Señor nuestro. Amén.

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Los santos Inocentes, mártires. — 28 de diciembre.

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Cuando Cristo nuestro Señor nació, ha­cía treinta años que reinaba en Judea Herodes Ascalonita, extranjero, aborre­cido por los judíos por su fiereza y mala condición. Vinieron a Jerusalen los Ma­gos, creyendo que en esta metrópoli del reino habría nacido el Rey de los judíos, que la estrella les había anunciado. Tur­bado Herodes, e informado de que el Me­sías prometido había de nacer en Belén de Judá, enteróse muy particularmente de los Magos acerca de la estrella y del tiempo en que se les había aparecido, y les encargó que fuesen a Belén, que ado­rasen al santo Niño, y volviesen a darle cuenta de lo que habían hallado, para que él también le fuese a adorar. Fueron allá los reyes Magos; mas el ángel del Señor les avisó que no se volviesen por Jerusalen, sino por otro camino, como lo hicieron. Enojóse Herodes al creerse en­gañado: y carcomiéndose de su propia ambición, y lleno de saña y furor, deter­minó por todos los caminos que pudiese, matar a aquel Niño, a quien él temía, y pensaba que le había de quitar el reino. Entonces el ángel del Señor apareció a san José, y le mandó que con el Niño y la Madre huyese a Egipto. Estaba ya a sal­vo el único Niño a quien quería matar Herodes, cuando el hombre malvado, cie­go con la pasión, llama a los soldados, ca­pitanes y ministros de su crueldad, y les da orden de que pasen a cuchillo todos los niños que en los dos últimos años hu­biesen nacido no solamente en Belén, si­no además en todos los pueblos y aldeas de su comarca. Armados con este impío y cruel mandato aquellos crueles carni­ceros dieron como lobos en una manada de inocentes corderos, sin que fuese parte

para ablandar aquellos feroces e inhumanos pechos el fiero y las­timoso espectáculo que ofrecían los alaridos de las madres, las heridas de los niños inocentes, y la sangre de aquellos puros y tiernos corderitos, que por todas partes corría; pues fueron más de dos mil los que murieron a sus manos. El único que no cayó en ellas, fué aquel precisamente que Herodes pretendía matar. Tan atroz e inhumana maldad castigóla el Señor, dando al bár ­baro rey una multitud de tantas y tan agudas enfermedades, que todo su cuerpo era un retablo de dolores: porque tenía las en­trañas llenas de llagas y dolores

cólicos, los pies hinchados, algunas par­tes del cuerpo hechas hervidero de gu­sanos, los nervios contrahechos, la res­piración dificultosa, y de todo su cuerpo salía un olor tan pestilencial, que no se podía sufrir: y vino a tan grande abo­rrecimiento de sí mismo, que pidió un cuchillo con intento de matarse; y hu -biéralo hecho, si un- nieto suyo no se lo hubiese estorbado. Tal fué el fin de este hombre tan ambicioso y tan cruel.

Reflexión: Mueren, dice san Agustín, los niños inocentes por Cristo, y la ino­cencia muere por la justicia. ¡Qué bien­aventurada edad fué aquella, que no pu-diendo aún nombrar a Cristo, mereció morir por Cristo! ¡Qué dichosamente mu­rieron aquellos, a quienes entrando en esta vida, tuvo fin su vida; pero el fin de su vida temporal fué el principio de la eterna y bienaventurada. Apenas ha­bían llegado a los pañales y cunas de la niñez, cuando recibieron la corona: son arrebatados de los brazos de sus madres para ser colocados en el seno de los án­geles.

. Oración: Oh Dios, cuya gloria confesa­ron los inocentes mártires no con pala­bras, sino con su sangre: mortifica en nosotros todos los vicios, a fin de que nuestra vida y costumbres sean una con­fesión de aquella fe, que de palabra pro­fesamos. Por Jesucristo, nuestro Señor. ^ Amén.

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Sto. Tomás de Cantorbery, arzobispo y mártir. (t 1170)

29 de diciembre

El invicto defensor de la inmu­nidad eclesiástica y glorioso mártir de Cristo santo Tomás, nació en Londres de padres np-bles, ricos y piadosos. Aprendió desde niño las bellas letras con grande aprovechamiento, y ya desde joven fué de. loables cos­tumbres, de gentil disposición, hermoso de rostro, en sus pala­bras modesto y grave, y tan ami- , go de la verdad, que ni aun bur­lando se apartaba de ella. Con tales prendas tanto se hizo amar del arzobispo de Cantorbery que el' buen prelado le admitió en su servicio, y le hizo arcediano de su iglesia, y luego por consejo suyo el rey Enrique II le hizo su cancelario y le confió la educación de su - hijo, llamado también Enrique; y muerto el arzobispo, quiso a todo trance que ocupara la sede primada de Cantor­bery, Tomás su cancelario, a pesar de su firme resistencia. Hecho arzobispo, asis­tió a un concilio celebrado en Tours, en que presidió el papa Alejandro III: y vuelto a Inglaterra, tuvo que luchar de­nodadamente contra el' rey, su grande amigo y protector; el cual pretendía dar algunas leyes muy perjudiciales a la Iglesia y contrarias a su divina autori­dad. Tomó el rey grandes medios de pro­mesas y amenazas, de blanduras y es­pantos para atraer al santo prelado a su voluntad; mas todo fué inútil; con lo cual es increíble el odio que tomó contra el santo, teniéndole por ingrato y desco­nocido a las mercedes que le había he­cho. Para evitar mayores males, salió de Inglaterra el santo arzobispo y pasó a Flandes. Sintiólo el rey; dio contra él quejas al Papa; quiso este oír al prelado, para lo cual pasó a Roma, en donde el pontífice le oyó, y le animó a seguir en su buen propósito; mas para aplacar al rey, le aconsejó que se recogiese a una casa religiosa, como lo hizo, retirándose a un monasterio de la orden del Císter en Francia. Y como el rey amenazase a los monjes cistercienses de toda Ingla­terra con echarles de su reino, el santo, por no serles ocasión de tan grave daño, dejó aquel monasterio, y pasó a otro. Fi­nalmente, después de muchas alteracio­nes v dificultades, el rey de Francia con ruegos y el papa con amenazas apreta­ron tanto a Enrique, que se aplacó, se re ­

concilió con el santo arzobispo, y le dio licencia para volver a Inglaterra, donde fué recibido con grande fiesta y alegría de los buenos y no menor pesar de los malos. Continuó el santo su oficio pasto­ral con la misma entereza que antes ; y sus adversarios, por hacer placer al prín­cipe, determinaron acabar con él y darle muerte. Estando, pues, santo Tomás en la iglesia, entraron en ella aquellos crueles verdugos, arremetieron contra él, y uno de ellos le descargó con la espada un fiero golpe en la cabeza, y tras él otros, hasta que cayó en el suelo, el cual quedó manchado con el cerebro del invicto már­tir.

Reflexión: Actos heroicos reclama a ve­ces de nosotros la justicia. Por defender­la hay que perder quizás como' este san­to, el valimiento de los príncipes, alejarse de la patria, y vivir en suma miseria en extraño suelo. Pero ¡cuánto no ensancha el corazón la amorosa providencia que Dios tiene de los suyos! Ya él nos lo había dado a entender diciéndonos que eran bienaventurados los que padecían persecución por la justicia, y así es. Los mismos que los persiguen admiran su virtud y hasta les piden perdón de sus yerros. Si acaso Dios te ha escogido tam­bién para este género de bienaventuran­za, adora reverente sus juicios y dale gracias por tan inestimable favor.

Oración: Oh Dios, por cuya Iglesia el glorioso pontífice santo Tomás murió a manos de los impíos, concédenos que todos los que imploran su auxilio, reci­ban el saludable efecto de su petición. Por nuestro- Señor Jesucristo. Amén.

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S. Sabino, obispo y sus compañeros, mártires. (t 304)

30 de diciembre.

La rabia y crueldad de los gentiles eontra los fieles habían llegado a tal ex­tremo en tiempo de Diocleciano y Maxi-miano, que por edicto imperial se habían puesto ídolos en todos los mercados, en los molinos públicos, en los hornos, en los caminos, en los mesones, en las fuentes públicas, en los pozos y en los ríos, para que nadie pudiese tomar agua, moler t r i ­go ni comprar cosa alguna sin que hu­biese adorado antes a los simulacros de los falsos dioses. Pero el Señor suscitaba ilustres héroes que con su celo apostó­lico, su ejemplo y sus prodigios, alenta­ban a los fieles a menospreciar todos los artificios de aquella tiranía infernal: y uno de estos héroes cristianos fué el ad­mirable san Sabino, obispo de Espoleto en Umbría: el cual, cuando más arrecia­ba la persecución, y se veían en todas partes horcas levantadas, hogueras en­cendidas, potros, calderas de aceite hir­viendo, uñas de hierro y otras invencio­nes de torturas, recorrió todas las ciu­dades y pueblos de la provincia, conso­lando y esforzando a los fieles, con sus exhortaciones y con los santos sacramen­tos. Noticioso al fin el gobernador de Toscana, llamado Venustiano, de que el obispo Sabino estaba en Asís y que no cesaba día y noche de alentar a los cris­tianos y visitar aun a los que estaban es­condidos en cuevas subterráneas, pasó a Asís y le hizo buscar y prender junta­mente con Exuperancio y Marcelo, sus diáconos, y cargado de cadenas los ence­rró en una horrorosa cárcel. Pocos días después los hizo presentar a su tribunal, y les mandó adorar una pequeña esta­

tua de Júpiter, hecha de coral y de oro: y el santo, tomando el ídolo €n sus manos, lo arrojó al suelo, y lo hizo pedazos. Ordenó el presidente que allí mismo le cortasen las manos al santo obis­po, y extendiesen en el potro a Exuperancio y a Marcelo y los moliesen a palos hasta matarlos, a los cuales no cesó de animar Sabino hasta que murieron. Se­rena, dama cristiana y riquísima, visitó al santo en la cárcel, y le rogó que curase a un sobrino que estaba ciego, y el mártir le al­canzó luego la vista. Con este mi­lagro se convirtieron quince pre­sos. También el gobernador Ve­nustiano fué atormentado con

grandes dolores en los ojos, por espacio de un mes, y por esta causa no pasó adelante en el suplicio del santo obispo, y como el dolor creciese cada día, y le dijesen que Sabino acababa de dar la vista a un ciego, fué a la cárcel con su mujer y dos hijos y rogó al santo que le perdonase los tormentos que le había he­cho sufrir, y le aliviase los que él pade­cía en los ojos. Respondióle el santo que alcanzaría esta gracia si quería creer en Jesucristo y se bautizaba. Aceptó el go­bernador el partido, y arrojando al río los pedazos del ídolo de coral, pidió al santo que le instruyese en la fe, y al ins­tante se halló curado, y recibió el bau­tismo con toda su familia: lo que habien­do llegado a oídos del emperador, mandó que les cortasen la cabeza. Finalmente, Lucio, sucesor de Venustiano, hizo con­ducir a Espoleto a san Sabino, donde le mandó azotar con látigos forrados de plo­mo, hasta que expiró.

Reflexión: ¡Cuánta verdad es que ja ­más Dios se deja vencer en generosidad de sus siervos! Si como san Sabino re­siste denodado y confiesa su fe, parece que pone a su disposición toda su omni­potencia, según, son los milagros y con­versiones que obra. Por muchos sacrifi­cios que hagas por El, siempre serán ma­yores las gracias que te conceda.

Oración: ¡Oh Dios omnipotente! Vuel­ve tus ojos compasivos sobre nuestra de­bilidad, y pues nos agrava el peso de nuestras miserias, concédenos la protec­ción del bienaventurado Sabino, tu már­tir y pontífice. Por Jesucristo, nuestro Se­ñor. Amén.

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San Silvestre I, papa. — (f 335)

San Silvestre, gloria y orna­mento de la Iglesia católica, fué hijo de un noble romano, por nombre Rufino. Desde su niñez estuvo bajo la dirección de un sabio y virtuoso sacerdote, lla­mado Girino, cuyas virtudes co­pió en su inocente alma. Admira­do el pontífice san Marcelino de las buenas disposiciones y en­tereza de costumbres de Silves­tre, le confirió las sagradas ór­denes. En el corto espacio de al­gunos años murieron los papas san Marcelino, san Marcos, san Eusebio y san Melquíades, a cu­ya muerte fué elegido por suce­sor suyo en el pontificado san Silvestre, que se había ya gana­do los corazones de los fíeles, por consi­derarle como sólida columna de la santa Iglesia y sol resplandeciente que brillaba en aquel tiempo de tenebrosas supersti­ciones y prácticas gentílicas. Acababa de triunfar Constantino el Grande de su enemigo Majencio: y el emperador de­volvió la paz a la Iglesia, la cual pudo salir a la luz del día y dejar la oscuri­dad de las catacumbas, a que se hallaba condenada por las crueldades de los im­píos perseguidores de los cristianos. El papa san Silvestre fué el que recabó de Constantino que asistiese al primer con­cilio ecuménico que se celebró en Nicea para condenar los errores del blasfemo Arrio, y obtuvo del emperador que pro­tegiese a la santa Iglesia contra la fie­reza y audacia de los arríanos. San Sil­vestre envió sus legados a Francia a pre­sidir en el concilio de Arles para anate­matizar los errores de los donatistas y cuartodecimanos. El proveyó con fortale­za y magnanimidad a la universal Iglesia y especialmente a la romana, cabeza y ma­dre de las demás iglesias particulares. Reconocida públicamente como divina la fe cristiana hasta entonces tan persegui­da y ultrajada, san Silvestre, con el auxi­lio del emperador, hizo edificar en Roma ocho basílieas, donde se celebrasen con la debida magnificencia los divinos ofi­cios: formó reglamentos para la ordena­ción de los clérigos, para la administra­ción de los santos sacramentos, para el socorro que debía prestarse a los sacer­dotes necesitados, a las vírgenes consa­gradas a Dios y a los fieles todos que se

./hallaban faltos de medios de subsistencia; viviendo él muy parcamente y evitando

31 de diciembre.

expensas inútiles, a fin de poder dotar las iglesias y de atender a las obras de beneficencia. Tomó un cuidado muy es­pecial de los judíos, procurando conven­cerlos de que era ya venido el Mesías que ellos esperaban, que habían pasado ya las figuras y venido la realidad, que en ellas se figuraba: hasta que después de veintitrés años de un pontificado no menos ilustre que trabajoso, pasó al eter­no descanso.

Reflexión: ¡Qué rayos tan claros de virtud y saber no derramó san Silvestre desde el alto puesto del pontificado! Por­que aunque es verdad que la luz a lum­bra siempre, se derrama más su res ­plandor cuando se la coloca sobre el can-delero. Muy cierto es también que los elevados puestos no hacen grandes a los pontífices, ni las acciones más brillan­tes son las que forman los más grandes santos. ¡Infelices de la mayor parte de los hombres si así fuese! No pudiendo lle­gar a elevadas dignidades, te quedarías también con una santidad muy mediana. Pero consistiendo esta como consiste en el exacto cumplimiento de sus deberes, y en el sacrificio y abnegación de tus gustos, están, puede decirse, en tu mano los grados de santidad a que quieras su­bir. A mayor fidelidad en el cumplimien­to de tus deberes, a mayor abnegación, co­rresponde mayor santidad.

Oración: Concédenos, te rogamos, oh Dios todopoderoso, que la venerada so­lemnidad de tu confesor y pontífice el bienaventurado san Silvestre, aumente nuestra devoción y nuestros merecimien­tos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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pe ndi ce

F i e s t a s M o v i b l e s

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San Pedro Nolasco, confesor y fundador (t 1258)

Nació este gran santo en el Mas de las Paulas y en una de las principales casas del Lan-guedoc. Pasó los primeros años de su juventud al lado de su ma­dre viuda, siguió luego algún tiempo al conde Simón de Mont-fort, general de la cruzada con­tra los albigenses; mas después de la famosa batalla de Muret, en la cual murió don Pedro de Aragón, el conde confió a No-lasco la educación del niño rey don Jaime, que había quedado prisionero. Desde entonces se sintió llamado a la redención de los cristianos cautivos que le en­comendó Ntra. Señora de la Mer­ced con manifiesta revelación. Nolasco dio cuenta de ella a su confesor san Raimundo de Peñafort, el cual le di­jo que también había tenido la misma visión; pasaron luego los dos al palacio del rey don Jaime y quedaron no poco espantados cuando el rey les refirió la misma visión y orden de la Virgen. Por lo cual el día de san Lorenzo don Jaime con los de su corte y con todos los gran­des de Barcelona fué a la catedral, don­de san Raimundo desde la sagrada cáte­dra declaró al pueblo aquella revelación y movió a todos a corresponder a la so­berana voluntad de la Reina de los cie­los. Después del Ofertorio, el rey y san Raimundo presentaron a Nolasco a los pies del obispo de Barcelona, el cual le vistió el hábito blanco y escapulario de la nueva Orden de la Merced, y antes de comulgar el santo fundador, hizo los tres votos de pobreza, castidad y obediencia, añadiendo un cuarto voto propio de los hijos de este sagrado Instituto, por el cual se obligaba a solicitar limosnas y a quedarse cautivo, si era menester para el rescate de sus hermanos. Muchos varones nobilísimos entraron en este glorioso Ins­tituto, cuyo primer convento fué el pa­lacio de don Jaime el Conquistador. Pa­só luego el santo a Valencia y a Granada, donde libertó a cuatrocientos cautivos y convirtió gran número de moros: pasó después al rescate de los de Berbería, y allí se vio en la mazmorra cargado de cadenas: y volviendo a Barcelona con muchos cautivos libertados, quiso renun­ciar humildemente al generalato de la Orden, mas sólo consiguió que le nom­brasen un vicario. Llamóle a sí el rey de Francia san Luis y le comunicó el pen-

31 de enero .

Sarniento de pasar a Tierra Santa para libertar a tantos cristianos que gemían bajo el yugo de los moros. Mas estaba ya colmada la medida de sus merecimien­tos, y en el día del nacimiento del Re­dentor divino, recibió la eterna gloria. Salió tal fragancia del cuerpo del santo, que llenó todo el convento, rodeando al mismo tiempo su rostro un celestial res­plandor. Siguióse una multitud de mila­gros, por lo cual fué preciso tenerle al-, gunos días sin enterrar. En sabiendo su muerte el rey, vino a visitar sus sagradas reliquias.

Reflexión: Tal fué el origen de la ilus­tre Orden de Nuestra Señora de la Mer­ced, que acabó gloriosamente con el bár­baro cautiverio de los moros. En la pr i ­mera Congregación general veíanse m u ­chos religiosos que habían sido ya vícti­mas de su heroica caridad, porque a uno faltaban los brazos y orejas, a otro la nariz y a otro una pierna. Todos ellos se" habían cargado de cadenas por dar la li­bertad a sus hermanos. Ruego, pues, a los que esto leyeren, que miren bien dónde se halla la verdadera caridad, por­que fuera de la religión católica y di­vina no hallarán un solo ejemplo de tan heroica virtud.

Oración: Oh Dios, que a ejemplo de tu caridad enseñaste a san Pedro Nolasco que enriqueciese tu Iglesia con la funda­ción de un nuevo instituto para reden­ción de los cautivos cristianos, concéde­nos por su intercesión que descargados de las cadenas de los pecados, gocemos de una libertad eterna en la patria celes­tial. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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San Gabriel de la Dolorosa, Confesor. — 27 de febrero. (t 1862)

San Gabriel de la Dolorosa nació en Asís el lo de marzo de 1838. A los tres años de edad quedó huérfano de madre. Obedientísimo 'a su padre, era muy com­pasivo con los pobres. Aprendió las pr i ­meras letras en las escuelas de los Her­manos de las Escuelas Cristianas, donde hizo su primera comunión con gran fer­vor. Desde aquel día no dejó de frecuen­tar el sacramento eucarístico. Pasó a es­tudiar humanidades y filosofía al colegio que en Espoleto dirigían los PP. de la Compañía de Jesús. Era naturalmente inclinado a la vanidad de los trajes y a las diversiones que, sin ser ilícitas, suele proporcionar el mundo, bien que Dios que le quería santo y le llamaba a la perfec­ción, le guardó de caer en pecado grave. Por dos veces al salir de gravísima en­fermedad prometió a Dios abrazar vida de perfección, y por dos veces se olvidó. Renovó el propósito al salir ileso de un peligro en la caza. Olvidóse también. Llá­male Dios nuevamente con la muerte ca­si repentina de María su hermana a la que quería entrañablemente. Pidió licen­cia a su padre para entrar en religión. Disuadióle su padre con la esperanza de un casamiento ventajoso por lo cual vol­vió Francisco a distraerse y a ocuparse en las cosas del mundo. Pero Dios lleno de bondad y misericordia atrájole nue­vamente con ocasión de la fiesta solemne que el día 15 de agosto dedica Espoleto a una imagen antiquísima de la Virgen de gran veneración. Porque en el año 1856 durante la procesión que se hizo en aquel día, vio Francisco a la Virgen que le miraba benignamente y le dio a en­

tender claramente que su vida no era en el mundo sino en la religión. Desde este momento experimentó un cambio radical. Consultó a varios religiosos y fi­nalmente vio que era voluntad de Dios que entrara en la Con­gregación de la Sma. Cruz y Pa ­sión de N. S. J. C. Obtenido el consentimiento de su padre, voló, acompañado de su hermano Luis, dominico, al noviciado de Moro-valle el 7 de setiembre del mis­mo año y dejado el nombre de Francisco tomó el de Gabriel de la Dolorosa. Observó todas las reglas, aún las más pequeñas, con una puntualidad admirable. Hizo los votos perpetuos el 21 de se­

tiembre de 1857. El 15 de mayo de 1861 recibió la tonsura. Su unión con Dios fué, tiempo adelante, más estrecha, só­lo le preocupaba el pensamiento de si en algo disgustaba a Dios. Al acostar­se ponía la cruz sobre su pecho, pen­sando en ella pensaba en la Comunión, y cuando hablaba al referirse a la cruz de Cristo hacía derramar lágrimas a los que le oían. Fi'é ardiente devoto del Corazón de Jesús. Nunca habló mal de nadie, de los malos e imperfectos se compadecía y hacía cuanto estaba en su mano en favor de los pobres, riguroso en la pobreza re­ligiosa, admirable en la humildad y an­gelical en la pureza. En esta veloz carre­ra de santidad, un vómito de sangre ocu­rrido el 17 de febrero de 1862 le atajó los pasos. El 27 de febrero fué su último día. Al acercarse la hora de su partida, oró con gran fervor, acudió a la Virgen de los Dolores, apretó contra su pecho el crucifijo y pronunciando los nombres de Jesús, María y José, murió plácidamente. En junio de 1908 fué beatificado y cano­nizado el 13 de mayo de 1920.

Reflexión: En medio de la corrupción de costumbres puedes admirar cómo to­davía florece la santidad y darte cuenta de que para alcanzarla no se requieren visiones, milagros ni grandes penitencias, sino ser dócil a las gracias que da Dios a cada uno según su propio estado.

Oración: Dios que nos regocijas con la anual solemnidad del bienaventurado Ga­briel, concédenos propicio que al celebrar su nacimiento para el cielo, imitemos también sus hechos. Amén.

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Santo Toribio de Mogrobejo, Obispo y Confesor. — 27 de abril. (t 1606)

Santo Toribio de Mogrobejo nació de padres nobles en la ciu­dad de Mayorga, del reino de León el año 1538. Estudió letras humanas y derecho canónico en Valladolid y Salamanca sin des­cuidar por eso la oración y los ejercicios de piedad a los cuales dedicaba la mayor parte del tiempo. Fué tan amante de la castidad que habiéndose intro­ducido en su aposento una mu­jer liviana y no bastando sus pa­labras para apartarla de su mal­vado intento, la arrojó de allí con la ayuda de un tizón encen­dido. Castigó su cuerpo con ma-ceraciones, ayunos y vigilias y fué en peregrinación, a pie des­calzo, hasta Compostela, donde veneró las reliquias del Apóstol Santiago. Ha­biendo sido nombrado por el pontífice Gregorio XIII inquisidor de la Iglesia de Lima, partió para América, donde des­plegó en su nuevo ministerio tal solici­tud por la salvación de aquella nueva cristiandad, que en breve se vio acrecen­tada en fervor y número. Los domingos explicaba al pueblo la doctrina cristiana, no solo en las iglesias de la ciudad sino también en' los pequeños villorrios dise­minados por la campaña. En 1581 pasó a ocupar la sede arzobispal de Lima, donde reunió su primer Concilio provincial y varios sínodos diocesanos según las nor­mas del Concilio de Trento. Muchos de sus decretos, confirmados por la Sede Apostólica, rigen aún hoy día en varias diócesis de América. Brilló su celo pas­toral en la enmienda general de las cos­tumbres, en la construcción de colegios para la educación de la juventud, en la reforma d*el clero y en el mantenimiento de monasterios y casas donde se recogie­sen las doncellas cuyo honor peligraba;

» Visitaba asiduamente las parroquias de su inmensa diócesis aliviando las miserias de los pobres a quienes llamaba «sus acreedores», repartiendo entre ellos todos sus beneficios y administrando el sacra­mento de la Confirmación. Se dice que la recibieron de sus manos más de ocho­cientas mil personas. Soportó con magna­nimidad y grandes deseos del martirio las frecuentes contradicciones que suscitara en los tibios su intrepidez apostólica. Contribuyó al progreso de las letras in-

-' troduciendo en el Perú la imprenta y ha­

ciendo imprimir en ella «La Doctrina Cristiana», primer libro impreso en Amé­rica del Sud. Finalmente, esclarecido en milagros sucumbió a tantas fatigas, mien­tras visitaba su diócesis. Al recibir el Santo Viático exclamó «Mi alma se inun­da de regocijo porque me anuncian que pronto iré a la casa del Señor.» Después de su muerte obró Dios por su interce­sión innumerables prodigios que confir­maron la santidad de su vida. Por lo cual el Sumo Pontífice Benedicto XIII inser­tó su nombre en el catálogo de los Santos.

Reflexión: Decía el papa San Grego­rio, comentando la parábola del Buen Pastor: «¿Quién, estando dispuesto a dar su alma que es el principio de la vida, negará los auxilios materiales, cosas ex­teriores a nosotros y que sólo ayudan a conservarlas?» Nadie se extrañará que habiendo deseado el Santo continuamen­te el martirio en aras de su rebaño se hubiese despojado de todos sus haberes en favor de los pobres, los indios y los esclavos. Camino inverso al de los con­quistadores terrenales, pero mucho más glorioso, pues si estos eran temidos mien­tras vivieron, el Santo fué amado en v i ­da y después de su muerte hasta el día de hoy, y glorificado en el supremo honor de los altares.

Oración: Dígnate Señor, custodiar a tu Iglesia por la continua intercesión de tu bienavuentrado Toribio, pontífice y con­fesor; y así como su pastoral solicitud hi­zo su nombre glorioso, así también sus ejemplos nos enfervoricen en tu amor. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.

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Santa Juana de Arco, Virgen. — 30 de mayo. (f 1431)

Continuaba la guerra comenzada en 1340 entre Francia e Inglaterra en 1412, cuando el día 6 de febrero de este año, la admirable ' Juana hija de Santiago Ar­co y de Isabel Romé, modestos labrado­res, nació en la aldea de Dqmremy, al sud de Vaucouleurs en Lorena. Después de Crecy, dio la reina, en virtud de un tratado, con la mano de Catalina hija de Carlos VI la regencia de Francia a Enri­que V de Inglaterra. El delfín, Carlos VII, entregado a los placeres, sufrió de­rrota tras derrota. Los ingleses llegaron a sitiar Orleans. Pero Dios, en sus ines­crutables designios suscita a la prodigiosa doncella de Domremy para defender la patria. Dulce y apacible, y temerosa de Dios, Juana recibía con frecuencia los sacramentos, era devotísima de la Vir­gen, amantísima de los pobres y se en­tregaba asiduamente a la oración. A los 13 años de edad se le apareció un ángel resplandeciente de luz y poco después el arcángel san Miguel que le mandó aban­donar a sus padres y aldea y presentarse al rey. Añadióle que dejara todo temor porque santa Catalina y santa Margarita no la desampararían un punto. Vencidas muchas dificultades, recibióla el delfín en el castillo de Chinon donde oyó de sus labios que la destinaba Dios para salvar a Orleans y coronar al delfín en Reims. Dejóla Carlos hacer la prueba. Juana vestida de guerrero y arbolando el estan­darte real, entusiasmó al ejército y puso en huida a los ingleses que la miraron como una aparición sobrenatural. Orleans, tomados por Juana varios castillos y for­talezas, se vio libre en 1429 y el delfín fué

coronado en-Reims el 27 de julio de este año. Tomó Juana parte en las batallas no haciendo uso de las armas, sino empuñando el estandarte, limpió de rameras el ejército, hizo confesar y co­mulgar a los soldados y llevó una vida purísima y angelical en el desenfreno del campamento. Por traición fué entregada en Com-piégne a los borgoñones que, por dinero, pusiéronla en manos de los ingleses. Padeció gravísimas injurias y humillaciones durante el proceso que le hizo un tribu­nal eclesiástico vendido a los ingleses que la declaró hereje, hechicera y escandalosa por ves­tir traje varonil que sólo usaba

para defender su pureza en su vida mili­tar. Relegada al brazo seglar, fué conde­nada a la hoguera, en Rúan, en 1431. An­tes del suplicio confesó y comulgó con gran fervor, hizo arbolar una cruz ante ella y protestó que no reconocía más Igle­sia que la de Jesucristo en la que el Papa es su vicario, y pronunciando el nombre de Jesús expiró. Apaciguadas las discor­dias, Carlos VII ordenó la revisión del proceso, aceptólo el papa Calixto III y el 7 de julio de 1456 poclamó el tribunal le­gítimo la invalidez de la sentencia y la inocencia de la víctima. Alabaron su san­tidad sus coetáneos como el canciller Juan Gerson, san Antonio de Florencia y el que después fué Pío II, proclamáronla los inauditos honores que le tributaron los pueblos y la ratificaron innumerables milagros. León XIII admitió la introduc­ción de la causa el 27 de enero de 1894; fué beatificada en la Dominica in albis de 1099 y solemnemente canonizada el 16 de mayo de 1920.

* Reflexión: Al ejemplo de tan prodi­

giosa doncella verás cuan santa y pía es la obediencia a los mandatos de Dios por difíciles que sean, puesto que es El mis­mo, El-que manda y El que da fuerzas para obedecer.

Oración: Dios que suscitaste a la bien­aventurada virgen Juana para defender la fe y la patria, te rogamos que por in­tercesión de ella, vencidas las asechanzas de los enemigos, goce tu Iglesia de per­petua paz. Por Cristo Nuestro Señor. Amén.

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San Francisco Solano, Confesor. — 24 de julio. (t 1610)

San Francisco Solano, apóstol de Tucumán y del Perú, nació en la ciudad de Montilla, en Es­paña, de familia no menos escla­recida por su nobleza que por su piedad. Desde niño dio muestras de aquellas virtudes que habían de florecer más tarde en el hom­bre y se asegura que conservó intacta hasta su muerte la ino­cencia bautismal. Llegado a la adolescencia pidió y obtuvo ser admitido en la Orden del Será­fico Padre San Francisco, donde se distinguió por su humildad y por el rigor de sus austeridades. Resplandeció su heroica caridad en el cuidado de los enfermos durante la peste que asoló casi todas las provincias de Andalucía, l le­vando a los apestados junto con la asis­tencia corporal los consuelos de la reli­gión. Como la fama de su virtud y su lina­je lo hicieran célebre en todo el reino, pi ­dió a los superiores ser enviado a las mi­siones del África donde deseaba extender el reino de Cristo y derramar por él su sangre. Pero Dios que le tenía destinado a otras conquistas le deparó las misiones del Nuevo Mundo. Fué el Tucumán el primer campo de sus tareas apostólicas. Recorrió casi todas las provincias del nor­te argentino: el Tucumán, Córdoba, La Rio ja, fueron testigos de su actividad. En esta última ciudad, habiendo los in­dios determinado acabar con los cristia­nos y congregándose para este fin varios millares de ellos, el santo acudió a su en­cuentro sin más armas que la palabra de Dios y hablándoles en un solo idioma, con ser los infieles de lenguas distintas, cada cual le entendía en la suya. Y no sólo les hizo deponer las armas sino que convirtió de ellos a unos nueve mil. Después de evangelizar catorce años las provincias de Córdoba del Tucumán y del Paraguay fué destinado al reino del Perú a cuya capital, cual nuevo Jonás, ame­nazó con la ira divina e inminentes castigos si no hacía penitencia de sus liviandades. Los limeños, tocados de la gracia por la palabra del santo, hi ­cieron pública penitencia con gran pesar y aborrecimiento de su vida pasada. Era tal su amor a la Santísima Virgen que a menudo, al hablar de ella en los ser­mones, era arrebatado en éxtasis. Varias veces, al comentar la Sagrada Pasión de Nuestro Señor, hubo de interrumpir sus palabras a causa de los sollozos y lágri­

mas que le impedían continuar. Publicó Dios la virtud de su siervo por medio de estupendos milagros: resucitó varios muertos; hizo brotar fuentes de agua cris­talina en medio de áridos desiertos; atra­vesó ríos torrentosos valiéndose de su ca­pa como de barca; sujetó a su imperio las fieras de la selva. Fué especial devoto del seráfico doctor San Buenaventura, en cu­ya festividad pasó a recibir la corona eter­na en el año 1610. Después de muerto, su semblante que era más bien trigueño quedó revestido de una blancura y clari­dad celestial. Por los prodigios que Dios obra a diario por su interseción es llama­do el Taumaturgo del Nuevo Mundo.

*

Reflexión: Vemos en los prodigiosos trabajos apostóliocs de San Francisco So­lano cómo se cumple la parábola del grano de mostaza que siendo la más pe­queña de las semillas, crece hasta con­vertirse en un árbol frondoso. ¿Quién dudará del origen divino de una religión que de principios tan humildes llega a convertirse por medios prodigiosos en el árbol que cobija al mundo entero?

*

Oración: Oh Dios que por medio del bienaventurado Francisco condujiste al seno de tu Iglesia innumerables gentes; aparta, por sus méritos y ruegos, tu in­dignación de nuestros pecados, y concede benignamente a los pueblos que te ig­noran el temor de tu santo nombre. Por Jesucristo, Nuestro Señor. Amén.

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Santa Margarita María Alacoque, Virgen. — 17 de octubre. ( t 1690)

Maestro le encargó comunicar a los hombres la ardiente caridad de su Corazón Sagrado hacia ellog. En la segunda revelación que fué el año siguiente, le exigió la comunión del primer viernes de cada mes y una hora de ora­ción en la noche del jueves al viernes; y en 13 de junio, día de Corpus de 1675 tuvo lugar la cé­lebre revelación en la que le pi­dió que en el primer viernes des­pués de la octava de Corpus, se dedicara una fiesta a su Cora­zón divino en la que se comul­gase en reparación de las inju­rias que especialmente recibía estando de manifiesto en los al­tares. Margarita maestra de no­

vicias, consagró éstas al Sagrado Cora­zón. Fué grande la perturbación en el convento por semejante novedad. Con­tra toda clase de obstáculos fué tan evi­dente y poderosa la acción de Jesucristo, que la imagen de su Corazón fué puesta en el coro y se le edificó una capilla que fué inaugurada y bendecida el 7 de se­tiembre de 1688 en que toda la comuni­dad se consagró al Sagrado Corazón. Lle­gó el momento en que la fuerza de los do­lores y del amor intenso a Jesús desató a Margarita de los lazos de la carne y su alma voló a los brazos de Jesús el 17 de octubre del año 1690," cuando contaba 43 años de edad. Canonizóla Benedicto XV el 13 de mayo de 1920.

Reflexión: Por aquí te persuadirás de que es absolutamente necesario para sal­varse y santificarse conocer, amar y ser­vir a Jesucristo, y pura ilusión creer que se puede ir al cielo sin guardar las leyes y preceptos que El nos ha impuesto. Y porque nos ha dado un medio eficaz para salir de la frialdad espiritual y vencer las tentaciones por medio de la devoción al Sagrado Corazón, muy responsable se­rá delante del divino juez el que no se salva, de no haber acudido a tiempo al Sagrado Corazón de Jesús.

Oración: Señor mío Jesucristo que ma­ravillosamente revelaste a la bienaven­turada • virgen Margarita los escondidos tesoros de tu Corazón, concédenos, por los méritos e imitación de ella que, amán­dote en todo y sobre todo, merezcamos morar perennemente en tu propio Cora­zón. Así sea.

Margarita María nació el 22 de julio de 1647 en la aldea de Lhautecour en la Bor-goña francesa. Destinada por Jesucristo para dar a conocer su Corazón a los hombres, la llenó, ya desde el comienzo de su vida, de.gracias singulares y le in­fundió gran horror a toda imperfección, y una inclinación tan vehemente a la pureza que repetía constantemente: «Dios mío, os consagro mi pureza y hago voto de castidad.» Llevóla Dios por el camino del dolor, de modo que toda su vida la pasó en padecer y en amar a Jesucristo. Muerto su padre, cuando ella tenía cua­tro años, sufrió la escasez y la humilla­ción por haberse encargado del gobierno de su casa a personas extrañas. Las cuales en todo se opusieron a que abrazara la vida religiosa que finalmente logró, en­trando en ' e l monasterio de la Visitación de Paray-le-iMonial en 1671, en el cual, el 25 de agosto tomó el hábito y a 6 de noviembre de 1672 profesó. Siempre obe-dientísima,'y mortificada, anduvo por ca­minos tan levantados que no poco duda­ron primero la maestra de novicias en concederle los votos, y hechos estos, las superioras que se sucedieron Madres Sau-maise y Greyfié en entender que era espí­ritu de Dios el que la guiaba. A este fin la sujetaron a todo linaje de contradic­ciones, desaires y severidad de trato. En el que tenía con Dios eran las visiones, éxtasis y comunicaciones diarias conti­nuas y extraordinarias. En estas angús- ' tías proporcionóle el Señor el auxilio del P. Claudio de la Colombiere. Preparada ya Margarita, el 27 de diciembre de 1673, fiesta de san Juan Evangelista, el divino

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Nuestra Señora de Lujan

Por el año 1630 vivía en Cór­doba un piadoso hacendado por­tugués, quien deseando dedicar una capilla a la Madre (de Dios

i en su estancia de Sumampa, pidió I a un amigo suyo residente en el k Brasil le enviara una imagen de • ' Nuestra Señora. Este le envió

dos pequeñas estatuas de la pu­ra y limpia Concepción, las cua­les llegadas a Buenos Aires fue-

fc ron confiadas para su traslado a una tropa de carretas que se di­rigía a las provincias del norte. Vadeado el río Lujan detúvose la caravana frente a una humilde choza, morada a la sazón de cier­to individuo dueño de una estan­cia sita en las inmediaciones,

'•'¿. donde hizo noche. Al día siguiente reanu­dóse la marcha, pero por más esfuerzos que hicieron las robustas bestias para mover el vehículo de las sagradas imágenes, ne ­gábase a rodar como enclavado en la tie-ra por invisible fuerza. Añadiéronse nue­vas yuntas de bueyes, azuzándolos los carreteros con igual resultado. Aconseja-

j . ron entonces al dueño del carretón que V los descargara de cuantos bultos llevaba, * que eran a la verdad bien pocos. Así se í<-, hizo y al punto se movieron los animales /\ sin el menor esfuerzo. Discurriendo en-''', tonces en tan inexplicable suceso algún - prodigio de lo alto, repitióse la prueba ; varias veces comprobándose que el im­

pedimento provenía de uno de los cajo­nes. El cual abierto resultó contener una hermosa efigie de la Purísima Concep­ción. Al punto todos los presentes postra­dos en tierra veneraron a la Madre de Dios que por modo tan singular había querido elegir aquella tierra para morar en ella. La imagen fué depositada en el aposento más decente de la choza cerca­na transformado en modesta capilla. Ve­nía „en la expedición un pequeño esclavo africano, el negrito Manuel, que duran­te cuarenta años se dedicó al cuidado de la imagen, muriendo en opinión de san­tidad después de haber experimentado in­numerables favores del cielo. En 1685 se edificó la primera capilla alrededor de la cual comenzó a surgir una pequeña po­blación que andando el tiempo habría de ser la Villa de Lujan. Otras dos capillas

m cobijaron la sagrada imagen, hasta que

en 1887 se colocó la piedra fundamental de la suntuosa basílica actual, inaugura­da en 1910. En aquel mismo año fué so­lemnemente coronada. Innumerables y continuos son los portentos con que la virgen favorece a sus fieles devotos co­mo la atestiguan los millares de exvotos suspendidos en las paredes del templo y las frecuentes peregrinaciones que de to­das las provincias argentinas y países ve­cinos acuden al célebre santuario.

«

I Reflexión: No es uno solo el portento obrado por nuestra amadísima Patrona; la copia incalculable de ofrendas que ador­nan su altar proclaman el inmenso núme­ro de extraordinarios beneficios concedi­dos por su mano maternal a los que en ella confiaron: y los exvotos de oro y plata que penden allí, diciendo están con elocuente y poderosa voz que es superior el número de lágrimas enjugadas en el santuario al de los granos de arena que afianzan las piedras de sus muros.

*

Oración: Vuelve, Señor, propicio tus ojos a la devoción de tu pueblo y por los méritos e intercesión de la Bienaventu­rada Virgen María concédenos los dones de tu gracia en esta vida y la salud eter­na en los cielos. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.

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Resurrección gloriosa del Señor. Pascua de Resurrección (se celebra el 'domingo siguiente al plenilunio del

equinocio de primavera) Tomando ellos el dinero, obra­ron conforme a la instrucción que se les dio, y la noticia de esto ha corrido entre los judíos hasta el día de h o y , (Matth. XXVII, Marc, XVI). — Aquel mismo día, primero de la semana, sien­do ya tarde y estando cerradas las puertas de la casa donde se hallaban reunidos los discípulos por temor de los judíos, vino Je ­sús; y apareciéndose en medio de ellos, les dijo: «La paz sea con vosotros»: mas ellos turbados y espantados imaginaban ver a l ­gún espíritu. Díjoles Jesús: «¿De qué os asustáis, y por qué ha-, béis de pensar tales cosas? Mirad mis manos y mis pies, que yo

mismo soy; palpad y miradme; que un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo.» Dichas estas palabras mostróles las manos y los pies y el costa­do, y echóles en cara la dureza de su co­razón por no haber creído a los que ya le habían visto resucitado. Mas como aun no acababan de creer lo q u e veían, estan­do como estaban enajenados de júbilo y asombro, les dijo Jesús: «¿Tenéis ahí a l ­go de comer?» Ellos le presentaron una ración de pescado asado y un panal de miel. Y habiendo comido delante de ellos, tomó las sobras y se las dio. Llenáronse, pues de alegría los discípulos con la vista del Señor (Joann., XXI).

*

Reflexión: La gloriosa Resurrección de Jesucristo, manifestada por espacio de cuarenta días con muchas y singularísi­mas apariciones que pueden leerse en los cuatro Evangelios, es la prueba más evi­dente e irrefragable de su Divinidad. Es también un divino testimonio de nuestra esperanza; pues habiendo resucitado el Señor, también nosotros, como él nos di­jo, resucitaremos.

La gloriosísima y alegrísíma Resurec-ción de nuestro Señor Jesucristo se r e ­fiere en el sagrado Evangelio por estas palabras: — Al día siguiente después de Parasceve, los príncipes de los sacerdotes y fariseos acudieron juntos a Pilato, y le dijeron: «Señor, nos hemos acordado de que aquel impostor cuando estaba aún en vida andaba diciendo: Después de tres días resucitaré. Manda, pues que se cus­todie el sepulcro hasta el tercero día; no sea, que vayan allá sus discípulos y lo hurten, y digan luego a la plebe: Ha r e ­sucitado de entre los muertos, y sea el postrero error peor que el primero.» Res­pondióles Pilato: «Ahí tenéis a vuestra disposición la guardia: id, y ponedla co­mo os parezca.» Con eso, yendo al lugar del sepulcro, lo aseguraron bien, sellando la piedra, y poniendo guardas de vista. Mas Jesús resucitó al amanecer del pr i ­mer día de la semana. El ángel del Señor descendió de los cielos, y llegándose r e ­volvió la losa del sepulcro. Su rostro era deslumbrador como un relámpago y su vestidura blanca como la nieve. A su vis­ta los guardas quedaron yertos de es­panto y como muertos. Viniendo después algunos de ellos a la ciudad, contaron a los príncipes de los sacerdotes lo que ha­bía acaecido: y congregados estos en asamblea con los ancianos tuvieron su consejo, y dieron una grande suma de dinero a los soldados con esta adverten­cia: «Habéis de decir: Estando nosotros durmiendo, vinieron de noche sus discí­pulos, y lo hurtaron. Y si esto llega a oídos del presidente, nosotros le aplaca­remos, y os sacaremos a paz y a salvo.

Oración: ¡Oh Dios! que en el día de hoy nos has abierto la entrada de la Eternidad por tu Unigénito vencedor de la muerte, favorece con la ayuda de tu gracia las súplicas que nos has inspirado previniéndonos con ella. Por el mismo Je ­sucristo, nuestro Señor. Amén.

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! » La gloriosa Ascensión del Señor. A los 40 días después de la Resurrección

Después de l a bienaventurada y gloriosa Resurrección de Nues­tro Señor Jesucristo, en la cual fué levantado por el divino po­der aquel verdadero Templo de Dios que la impiedad de los ju­díos había derribado; se han cumplido hasta • hoy cuarenta santos días, ordenados por dispo­sición divina para nuestro prove­cho y enseñanza; a fin de que mientras dilataba el Señor todo este espacio su presencia corpo­ral, se confirmase con los argu­mentos necesarios la fe de su re­surrección. Porque la muerte de Cristo había turbado mucho los ánimos de los discípulos, y con el suplicio de la cruz, y la muer­te de su Señor, y el entierro de su ca­dáver, habían caído en gran tristeza y en cierto desfallecimiento y desconfian­za. Por esta causa los dichosos apóstoles y todos los discípulos que andaban teme­rosos sobre el suceso de la cruz,, y dudo­sos en la fe de la resurrección, de tal manera se consolaron con la evidencia de la verdad, que al subir el Señor a las* alturas de los cielos, no experimentaron tristeza alguna, antes, bien se llenaron de grande gozo. Y verdaderamente era grande e inefable la causa de su alegría, cuando a vista de aquella santa multi­tud se levantaba la naturaleza del linaje humano sobre la dignidad de todas las criaturas celestiales, para sublimarse so­bre los coros angélicos, y encumbrarse sobre la alteza de los arcángeles; y no parar en ninguna altura por sublime que fuese, hasta ser recibido en el solio del eterno Padre, para asociarse a la gloria de su trono, como su divina naturaleza se había asociado a la.humana, en la di­vina persona de su Hijo. Ahora, pues, ya que la Ascensión de Cristo es una eleva­ción de nuestra naturaleza, y a donde su­bió primero la gloria de la cabeza, allá es llamada la esperanza del cuerpo, ale­grémonos con grande gozo y con piado­sas acciones de gracias celebremos nues­tra dicha, porque hoy no solamente he­mos sido confirmados en la esperanza de poseer el paraíso, sino que también he­mos ya entrado en persona de Cristo en aquel reino soberano de los cielos, alcan­zando mayores bienes por la gracia de Cristo, que los que por envidia del dia­blo habíamos perdido: porque a los que

el maligno enemigo hizo caer en la feli­cidad de la primera mansión, los colocó el Hijo de Dios incorporados a sí a la diestra del Padre: con el cual vive y rei­na en unidad con el Espíritu Santo Dios, por todos los siglos de los siglos. Amén. (Serm. I, Sancti Leonis Papae, de As-cens. Domini.)

Reflexión: ¡Qué gozo no infunde en el corazón humano la exaltación de Cristo en este día y qué ansias tan vehementes no se despiertan en él de acompañarle en su gloria! Pues Cristo primero se abatió y se humilló. Las afrentas e ignominias de la Pasión, precedieron al triunfo de su ascensión gloriosa. Humillarse, pues, padecer afrentas y desprecios del mun­do, he ahí el medio seguro de ser parti­cipantes de su dicha. Quien se humilla será ensalzado: a mayor humillación, co­rresponde mayor encumbramiento: a una humillación como la de Cristo, una exal­tación como la de Cristo también. ¿Eres pobre porque el Señor te ha puesto en ese estado que Cristo escogió para sí? ¿Te desprecian los malos porque eres bueno? Mil veces dichoso tú, si no desmayas. Ce­sará esa afrenta y ese abatimiento: y en día no lejano quizás, oirás sobre ti la voz de Dios que te dice: Alégrate, siervo bue­no y fiel: entra en el gozo de tu Señor.

Oración: ¡Oh Dios omnipotente! rogá­rnoste nos concedas que los que creemos que tu unigénito Redentor nuestro el día de hoy subió a los cielos, vivamos tam­bién con nuestro espíritu en las moradas celestiales. Por el mismo Jesucristo, nues­tro Señor. Amén.

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La venida del Espíritu Santo. A los 50 días después de la Resurrección

La admirable venida del Espíritu San­to refiérese en el libro de los Hechos de los apóstoles por estas palabras: «Entra­dos los apóstoles en la ciudad de Jerusa-lén, subiéronse a una habitación alta, donde tenían su morada Pedro y Juan, Santiago y Andrés, Felipe y Tomás, Bar­tolomé y Mateo, Santiago, hijo de Alfeo y Simón llamado el Celador y Judas her­mano de Santiago. Todos los cuales, ani­mados de un mismo espíritu, persevera­ban juntos en oración con las piadosas mujeres, y con María la madre de Jesús y con los hermanos o parientes de este Señor. Al cumplirse, pues, los días de Pentecostés, estando todos juntos en un mismo lugar, sobrevino de repente del cielo un ruido, como de viento impetuoso que soplaba, y llenó toda la casa donde estaban. Al mismo tiempo vieron apare­cer unas como lenguas de fuego, que se repartieron y se asentaron sobre cada uno de ellos: entonces fueron llenos todos del Espíritu Santo, y comenzaron a ha­blar en diversas lenguas las palabras que el Espíritu Santo ponía en su boca. Ha­bía a la sazón en Jerusalén, judíos pia­dosos y temerosos de Dios, de todas las naciones del mundo. Divulgado pues, este suceso, acudió una gran multitud de ellos, y quedaron atónitos, al ver que cada uno oía a los apóstoles en su propia len­gua. Así pasmados todos, y maravillados, se decían unos a otros: ¿Por ventura es­tos que hablan, no son todos Galileos ru­dos e ignorantes? pues ¿cómo es que les oímos cada uno de nosotros hablar nues­tra lengua nativa? Partos, Medos y Ela-mitas, los moradores de Mesopotamia, de

Judea y de Capadocia, del Ponto y del Asia, los de Frigia, de Pan-filia, y del Egipto, los de la Li­bia, confinante con Cirene, y los que han venido de Roma, tanto judíos, como prosélitos, los Cre­tenses y los Árabes, los oímos hablar en nuestras propias len­guas las maravillas de Dios.» (Hechos de los Apóstoles, cap. II). Los efectos que obró el Es­píritu Santo en los apóstoles fue­ron tan admirables como las obras con que asombraron al mundo. Infundióles una celestial sabiduría para que entendiesen y comprendiesen los misterios al­tísimos de Dios que habían de predicar; imprimióles en sus co­

razones la ley de gracia, alentándoles so­berana fuerza para cumplirla perfectísi-mamente, y sobre todo los abrasó con un amor tan encendido, tan ardiente y fervoroso, que si mil vidas tuvieran, las ofrecieran por Cristo. Este fuego de amól­es el que los animaba para que saliesen luego al encuentro a todo el poder del mundo y del infierno: y para decir en pocas palabras lo que obró por ellos este divino Espíritu en esta venida, no es me­nester sino considerar la conversión del mundo que resultó de ella por la predi­cación de los sagrados apóstoles; los cua­les, no eran más que doce pobres y des­preciados pescadores, sin elocuencia ni sabiduría humana, sin favores ni amista­des de príncipes.

Reflexión: Además de aquella primera venida tan visible y prodigiosa del Es­píritu Santo, hay otra invisible que siem­pre dura y obra cosas muy admirables en las almas de los justos enriquecién­dolas con sus dones y con su real presen­cia. El es el que alumbra con soberana luz su entendimiento, el que enciende en amor de Dios su voluntad; de manera que los que le reciben por una sincera con­versión se sienten como trocados en otros hombres muy diferentes de los que antes eran.

Oración: Oh Dios, que en el día de hoy, derramando la luz del Espíritu Santo so­bre los corazones de los fieles, les ense­ñaste la verdad divina; concédenos que por el mismo Espíritu sintamos de ella rectamente, y gocemos siempre de su con­solación. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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La Santísima Trinidad. El domingo siguiente al de Pentecostés

Entre todos los soberanos mis­terios que nuestro Señor nos ha revelado acerca de las cosas di­vinas, el más inefable es el de la santísima Trinidad. Muchos filó­sofos con sola la luz de la razón natural han conocido y probado la existencia de Dios, su infini­dad, su omnipotencia, su sabidu­ría, su bondad, su hermosura y casi todos los demás atributos de su divinidad; mas que Dios sea uno en la esencia y trino en las personas, es secreto a todos los sabios escondido, que sin la r e ­velación de Dios jamás se hubie­ra podido comprender ni alcan­zar. Lo que la fe nos enseña de este altísimo misterio es, que de

tal manera Dios es uno en su naturaleza y esencia, que también es trino en las personas, que son Padre, Hijo y Espíritu Santo: las cuales, aunque cada una es Dios, no son tres dioses, sino un solo Dios vivo y verdadero. Enseña más: que la primera persona que es el Padre, con­templándose y entendiéndose a sí perfec-tísimamente, ab aeterno produjo y engen­dró una noticia suya y concepto, no ac­cidental, sino substancial, que llamamos Unigénito Hijo de Dios, y Verbo eterno, resplandor de su gloria y figura de su substancia, tan perfecta y acabada como el que la engendró: la cual es Dios, así como el Padre que la engendró es Dios: y que estas dos divinas personas, Padre e Hijo, mirándose y complaciéndose el uno en el otro con inenarrable contento y gozo, se aman infinitamente; de donde resulta un amor recíproco que también es substancia y no accidente; y procede del Padre y del Hijo, como de un principio; al cual llamamos Espíritu Santo, y es la tercera persona de la santísima Trinidad. Todas estas tres personas son iguales en todo; porque la perfección que dice en el Padre del ser Padre, dice en el Hijo el ser Hijo, y en el Espíritu Santo el ser Espíritu Santo, y procedido de los dos. El Padre es principio del Hijo, y no nace de otra persona; el Hijo es engendrado de solo el Padre; y con el mismo Padre, es principio del Espíritu Santo. En esta generación eterna no hay lo que acaece en las generaciones temporales que tie­nen fin y se acaban, porque aquella dura eternamente: ni pienses que porque acá el padre es primero que el hijo, así lo

sea en este inefable misterio: porque siempre que fué el Padre fué el Hijo; ni hay en él primero ni postrero, de manera que el Padre sea más antiguo que el Hijo, y el Hijo más joven que el Padre, sino que todas tres personas son en todo igua­les, consubstanciales y coeternas: Trini­dad en Unidad, y Unidad en Trinidad, como dice san Agustín. Esta es la suma de lo que de este misterio se colige de las Sagradas Escrituras y señaladaemnte de lo que nos enseña Jesucristo, Hijo de Dios, en su sagrado Evangelio.

Reflexión: Siendo cosa muy conforme a toda razón que sintamos altísimamente del que es Altísimo, confesemos en obse­quio de la Divinidad este misterio incom­prensible que se ha dignado 'revelarnos, así para que nuestra fe fuese meritoria, como para que entendiésemos que nues­tra sacrosanta religión católica es divina; pues el no entender nosotros la profun­didad de los misterios que nos enseña, es evidente señal que son cosas de Dios. Creamos pues sencillamente este adora­ble misterio para que lo veamos con cla­ridad en la gloria beatífica; pues, como dice san Bernardo, «escudriñarlo es te ­merario, creerlo piadoso,, conocerlo vida, y vida eterna y bienaventurada.»

Oración: Omnipotente y sempiterno Dios, que diste a conocer a tus siervos, en la confesión de la verdadera fe, la gloria de la eterna Trinidad, en la cual adorasen la unidad de tu naturaleza, ro ­gárnoste, que con la firmeza de la mis­ma fe, seamos fortalecidos en todas las adversidades. Por Jesucristo, nuestro Se­ñor. Amén.

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La solemnidad del Corpus. El Jueves después de la Sma. Trinidad

Grande inestimable dignidad dan al pueblo cristiano los inmensos beneficios que de la divina largueza ha recibido. Porque no hay ni hubo jamás tan escla­recida nación, que tuviese dioses tan alle­gados y vecinos como lo es para nosotros nuestro Dios. Queriendo el Unigénito del Padre celestial hacernos participantes de su divinidad, revistióse de nuestra natu­raleza, para que hecho hombre, hiciese dioses a los hombres. Y aun esto que to­mó de nuestro linaje, todo lo empleó para nuestra salud y remedio: su cuerpo ofre­ció como hostia de reconciliación a Dios Padre en el ara de la cruz: su sangre derramó como precio de nuestro rescate, y como agua en que nos limpiásemos de todas nuestras culpas; y para que tuvié­semos un continuo recuerdo de tan gran beneficio, nos dejó su cuerpo y sangre, para que debajo de las especies de pan y de vino, le recibiesen los fieles. ¡Oh pre­cioso y admiarble convite, saludable y lleno de toda suavidad! En él, el pan y el vino se convirten substancialmente en el cuerpo y la sangre de Cristo; y Cristo verdadero Dios y hombre, está debajo de las especies de un poco de pan y de vino. De esta suerte es comido de los fie­les, y no es despedazado; antes, dividido el Sacramento, permanece entero en ca­da partícula. Los accidentes subsisten en él sin la substancia; para que haya lugar la fe mientras lo que es visible se toma oculto debajo de otra apariencia, y los sentidos que juzgan de los accidentes que conocen, no caen en error. Tampoco hay sacramento más saludable que éste, con el cual se limpian los pecados, se acre­

cientan las virtudes, y el alma se alimenta con la abundancia de todos los espirituales carismas. Ofrécese en la Iglesia por los vi­vos y por los difuntos, para que a todos aproveche lo que para la salud de todos fué instituido. Fi­nalmente, la suavidad de este Sacramento nadie puede expli­carla; pues en él se gusta la dul­zura espiritual en su misma fuen­te, y se renueva la memoria de aquella infinita caridad que mos­tró Cristo en su Pasión. Y así para que más hondamente se im­primiese en los corazones de los fieles la inmensidad de aquel amor, instituyó este Sacramento en la última cena, cuando después

de celebrar la Pascua con los discípulos, iba a pasar de este mundo al Padre: y lo dejó para que fuese memorial perenne de su Pasión, cumplimiento de las figu­ras de la ley antigua, el mayor de los milagros que obró, y particular consuelo de los que habían de entristecerse con su ausencia. Conviene, pues, a la devoción de los fieles, hacer solemne memoria de la institución de tan saludable y tan ma­ravilloso Sacramento, para que venere­mos el inefable modo de la divina pre­sencia en este Sacramento visible y sea ensalzado el poder de Dios, que obra en él tantas maravillas, y se le hagan las debidas gracias por merced tan saludable y regalo tan dulce. (Serm. de Sto. Tomás de A., opuse. 57).

Reflexión: ¡Con cuánta solemnidad no celebra la Iglesia este santo día! Para él guarda la procesión más solemne del año en la cual es llevado en triunfo Jesucris­to Sacramentado, como a Rey de todos los hombres. Desea que nadie se dispense de asistir a ella sino con grave causa. P e ­ro una vez que asistamos, sea no por hu­manas miras o respetos que tanto desa­gradan a Dios, sino por agradecer de co­razón el inmenso beneficio de quedarse entre nosotros hasta el fin del mundo.

Oración: Oh Dios, que en un admirable Sacramento nos dejaste memoria de tu Pasión, rogárnoste nos concedas, que ve­neremos los sagrados misterios de tu cuer­po y sangre, de manera que experimente­mos continuamente en nosotros el fruto de tu redención. Que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.

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El sacratísimo Corazón de Jesús. Primer viernes después de la octava de Corpus

Es sin duda una singularísima merced de Dios, la que en estos últimos siglos ha hecho a los hombres, inspirándoles por me-

' dio de su sierva la beata Mar­garita María de Alacoque la de­voción suavísima al sagrado Co­razón de Jesucristo, Señor nues­tro. Al aparecerse el Redentor divino en la figura más hermosa y atractiva que pudo concebir su bondad, ha querido recordarnos que, a pesar del olvido e ingra­titud de los hombres, amaba con aquella misma infinita caridad con que se sacrificó por todo el linaje humano en el ara de la santa cruz; ¿qué significa la co­rona de espinas que trae hinca­da en el corazón, sino que tiene amor para sufrir de nuevo, si fuera preciso, aquellos mismos tormentos que padeció por nosotros en los días de su pasión sa­cratísima? ¿Qué nos dice esa grande he­rida de su corazón, y la sangre que de ella gotea, sino que por nuestro amor la derramaría de nuevo, si fuese necesario hasta la última gota? ¿Qué nos enseña con esa cruz que, como árbol de vida, brota de su Corazón divino, sino que qui­siera padecer nueva cruz y nueva muerte si aun fuese menester para redimirnos y darnos la eterna vida? ¿Y qué son esas llamas que brotan de su Corazón divino, sino ardentísimas lenguas de fuego, que predican amor, para encender de nuevo los corazones tibios de los hombrtes? Y aunque muchos son tan ciegos e ingratos que desprecian estas finezas del amor de Jesucristo, no por esto deja de cumplir sus designios adorables: y desde que se dignó decubrirnos los tesoros de su divino Corazón, comenzó a prender por todas partes el fuego de su amor, "y a extender­se su culto público con una rapidez igual a la de la propagación del Evangelio. En todas las capitales del orbe católico se le han consagrado Isuntuosos templos, en todos los templos tiene ya sus altares y tronos de amor, y a todos sus altares atrae numerosos y fervientes adoradores. Sólo el Apostolado de la Oración Ha reunido en el espacio de cincuenta años, más de ciencuenta mil piadosas asociaciones, y la frecuencia de sacramentos en el primer viernes de cada mes, las magníficas so-lemidades y procesiones con que es hon­rado en toda la cristiandad el deífico Co­

razón de Jesús, y las maravillosas conver­siones y reforma de costumbres que cau­sa su universal devoción, espantan y des­conciertan a los impíos, y manifiestan los admirables triunfos del Conquistador di­vino de los corazones. El Corazón divino de Jesús, como dice nuestro actual Pon­tífice León XIII, es la vida del espíritu católico, y ha de ser la salvación de la sociedad.

Reflexión: Mas también han de ser, oh cristiano, la vida y eterna salud de tu alma. Por ventura padeces hartos traba­jos en este mundo, y tal vez por tus mu­chos pecados no esperas cosa buena des­pués de esta vida. Acógete pues al sagra­do Corazón de Jesús, que dice: Venid a mí todos los que estáis trabajados y ago­biados, que yo os aliviaré. Amale sobre todas las cosas y con todas tus fuerzas, y manifiéstale tu amor comulgando en es­te día de su festividad, y visitándole en la adorable Eucaristía, para desagraviar­le de las ofensas que recibe de los impíos herejes y malos cristianos. Procura tam­bién hacerte digno de aquellas nueve pro­mesas regaladísimas que el amabilísimo Salvador hizo a los fervorosos devotos de su Corazón adorable, entre las cuales una es que cuando muriesen acogería El sus almas en el seno de su infinita bondad.

Oración: Rogárnoste ¡oh Dios omnipo­tente! que al gloriarnos en el santísimo Corazón de tu amado Hijo, y hacer me­moria de los principales beneficios de su amor, nos alegremos juntamente en estos obsequios y en el fruto espiritual de nues­tras almas. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Nuestra Señora de Montserrat. Dominica después del 25 de abril

Mientras las tropas de los sarracenos devastaban las regiones más florecientes de España, y oprimían con grave yugo a la ciudad de Barcelona después de haber­la sitiado: y tomado, es tradición que el obispo de dicha ciudad, llamado Pedro, escondió entre las asperezas de Montse­rrat la insigne imagen de la bienaventu­rada Virgen, para que no cayese en las manos de aquellos impíos. Allí estuvo oculto cerca de dos siglos tan precioso tesoro: y a fines del siglo noveno algu­nos pastores que en las cercanías apacen­taban su rebaño, vieron en la tarde de un sábado, caer unas estrellas del cielo hacia el lado oriental de la montaña, y oyeron unas suaves melodías que de aque­lla parte resonaban. Lo cual habiendo su­cedido una y otra vez en la misma hora de varios días de sábado, lo avisaron al obispo de Vich que a la sazón residía en Manresa; el cual halló en una cueva de aquel lugar la hermosa imagen de la Madre de Dios, y con gran júbilo del clero y del pueblo la quiso llevar a la ca­tedral de Manresa. Mas sucedió que al llegar la procesión al sitio en que está ahora la Virgen, se hizo tan pesada la imagen, que con ningunas fuerzas se pu­do mover; por donde entendieron que allí en Montserrat como en un excelso trono de misericordia quería ser venerada. Edificóle primero el obispo Gotomaro una devota capilla, la cual fué ensancha­da y enriquecida así por los condes de Barcelona y las dádivas de los fieles, co­mo por la munificencia de los Sumos Pontífices y reyes de España, que aña­dieron un monasterio de monjes de san

Benito al suntuoso templo de Montserrat, llamado con razón la Perla del principado de Catalu­ña y uno de los más célebres santuarios de María. Allí la vi­sitaron los santos Juan de Mata, Pedro Nolasco, Vicente Ferrer, Ignacio de Loyola, Luis Gonza-ga y otros muchos santos para dar comienzo al noviciado de su milicia espiritual. Allí fueron los príncipes de la España y de otras naciones para implorar el auxi­lio de la Virgen para vencer a sus enemigos o para ofrecerle los trofeos de sus victorias. Final­mente habiendo sido restaurado este magnífico templo de la Ma­dre de Dios, y adornado con el

decoro que requería un santuario tan fa­moso en nuestro reino y en toda la cris­tiandad, accediendo benignamente el r o ­mano Pontífice León XIII a los ruegos de los prelados, del clero y pueblo de Cataluña, por decreto de la Sagrada Con­gregación de Ritos, nombró a Nuestra Se­ñora, Santa María de Montserrat, con el título de Principal Patrona de las provin­cias catalanas, y concedió que fuese so­lemnemente coronada.

Reflexión: Si vas a Montserrat, o a a l ­gún otro santuario de la Virgen Ma­ría muy frecuentado, no sea solamente por gozar de la amenidad del sitio, ni para regalarte y pasar alegremente al­gún día de campo: procura que tam­poco falte a tu alma el sustento y gozo espiritual que suele alcanzar la Virgen a los que con devoción la visitan. Recibe, si puedes, la gracia de los santos Sacra­mentos; reza con toda devoción el santo Rosario, y una Salve por cada uno de los individuos de tu familia, y por las per­sonas que se "hayan encomendado a tus oraciones y así alcanzarás los soberanos beneficios que' concede la Virgen a los que oran con gran reverencia postrados ante el trono de su misericordia.

Oración: Oh Dios, dispensador de todos los bienes, que ilustras con insigne culto el monte escogido de la gloriosa Madre de tu Hijo unigénito; concédenos que ayudados poderosamente de la protección de la misma inmaculada siempre Virgen María, lleguemos seguramente al Santo Monte Cristo Señor nuestro, que contigo vive y reina por todos los siglos de los siglos. Amén.

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El purísimo Corazón de María. El domingo después de la octava de la Asunción.

Así como veneramos el sacra­tísimo Corazón de Jesús, por es­tar unido con la divinidad, y pa­ra recordar y agradecer a nuestro Redentor adorable las divinas finezas de su infinito amor; así es también digno de gran reve­rencia el dulcísimo Corazón de María, por ser el corazón de la Madre de nuestro Señor y salva­dor, y de nuestra soberana Ma­dre adoptiva. De este Corazón virginal de María salió la purí­sima sangre con que el Espíritu Santo formó el cuerpo sacratísi­mo de Jesús: este Corazón ma­ternal de María palpitó siempre de amor ardentísimo a aquel su Hijo adorable, se dilató en sus alegrías, se oprimió en sus angustias, par­ticipó de sus mismos sentimientos y de­seos, y fué la más perfecta semejanza de aquele Corazón divino. ¿Cómo no ha­bía de ser purísimo sobre toda pureza creada aquel Corazón de la Hija primogé­nita del Padre, exenta de toda mancha de culpa e inmaculada desde el primer instante de su concepción? ¿Cómo no ha­bía de ser santísimo aquel Corazón de la Madre del Hijo de Dios, habiendo r e ­cibido en su*seno virginal al mismo autor y consumador de toda santidad? ¿Cómo no había de estar lleno de la caridad di­vina aquel Corazón de la Esposa del Es­píritu Santo, enriquecida con todos sus soberanos dones, gracias y carismas? Re­cordemos además para singular consuelo de nuestras almas, que este purísimo, san­tísimo y preciosísimo Corazón de María es por gran dicha nuestra el Corazón de nuestra Madre, de nuestra soberana Rei­na y de nuestra piadosísima Correden-tora: y que por esta causa no solamente nos ama con maternal cariño, sino que también puede y quiere favorecernos con grandes beneficios, y señaladamente con aquellos que más se ordenan a nuestra eterna salud y gloria perdurable. Aní­mense los pobres pecadores, que en este Corazón maternal de la Virgen, que nos engendró en el Calvario, y nos adoptó por hijos en la persona del discípulo amado, hallarán un piélago de bondad y ternura inefable sin mezcla de rigor ni aspereza: y si tiemblan de la divina justicia, acó­janse a la Madre del supremo Juez y a la misericordia de su Corazón maternal. Consuélense los pobres hijos de Eva, que

en este Corazón de María, Reina y Se­ñora de los cielos y de la tierra encontra­rán abierto el tesoro de todas las gracias para el socorro de todas sus necesidades y el alivio de todas las aflicciones del cuerpo y del espíritu. Y nadie desespere de su eterna salvación por grandes que sean sus culpas, porque en el Corazón de María, nuestra misericordiosísima Co-rredentora, que nos amó con tal extre­mo, que por nosotros ofreció su divino Hijo al Eterno Padre, hallaremos todos los méritos que nos faltan para hacernos verdaderos hijos de Dios y coherederos de su Reino. Ninguno de los que con hu­mildad y entera confianza acuden al amor del Corazón dulcísimo, magnífico y amo­rosísimo de María ha de temer la muerte perdurable.

Reflexión: No hemos de contentarnos con poner nuestra esperanza en el Co­razón de María; procuremos además co­mo verdaderos hijos de tan soberana Ma­dre, que nuestro corazón sea semejante al suyo por imitación de, sus excelentes virtudes: y ya que fué tan puro e inma­culado su Corazón, no permitamos que reine el pecado en el nuestro: ya que fué tan humilde, arranquemos del nues­tro toda raíz de soberbia y vanidad.

Oración: Omnipotente y sempiterno Dios, que en el Corazón de la bienaven­turada virgen María hiciste una morada digna del Espíritu Santo; concédenos pro­picio, que celebrando devotamente la fes­tividad de su Corazón purísimo, sepamos vivir según tu Corazón. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.*

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El santísimo Nombre de María. Dominica después de la Natividad de Ntra. Sra.

congojosas, piensa en María, lla­ma a María. No se aparte de tu boca, no se aparte de tu corazón, y para que alcances el favor que le pides, no dejes de imitar sus ejemplos; porque siguiéndola no vas fuera de camino; rogándola no desesperas; pensando en ella no yerras; teniéndote ella no caes; defendiéndote no temes; siendo tu guía no te cansas, y siéndote ella propicia llegas al deseado puerto de tu eterna fe­licidad. Todo esto es de san Ber­nardo. Y es cierto, que ésta Vir­gen castísima y Madre benigní­sima toma debajo de sus alas y con especial amparo defiende a los que con entrañable afecto se

encomiendan a ella e invocan su santo Nombre; el cual aunque en diversas par­tes de la cristiandad era ya venerado con señalado culto, con todo el romano pon­tífice Inocencio XI, después de ía insigne victoria que los cristianos alcanzaron de los turcos, en Viena de Austria, por la invocación del nombre de María, mandó que este santísimo y dulcísimo Nombre fuese celebrado en todo el universo cris­tiano, en la dominica infraoctava del na­cimiento de nuestra Señora»

# Reflexión: Los santos doctores y teólo­

gos enseñan que es singular gracia y fa­vor de Dios y una como prenda de salva­ción el invocar a la Virgen santísima, y acudir a ella con confianza e imitar sus virtudes: de manera que el melifluo san Bernardo, devotísimo de nuestra Señora, osa decir: Calle vuestra misericordia, oh Virgen beatísima, si hay alguno que no haya hallado vuestro favor, cuando os lo pidió en sus necesidades. Tengamos, pues, con ella particular y filial devoción, in-voquémosla en nuestros peligros y ten­taciones, y sea este dulce Nombre de Ma­ría, el último que pronuncien nuestros la­bios antes de cerrarlos la muerte.

*

Oración: Rogárnoste, oh Dios omnipo­tente, que tus siervos fieles que se a le­gran con la invocación y protección de la santísima Virgen María, por su interce­sión sean libres en la tierra de todos sus males y merezcan llegar a la eterna fe­licidad de los cielos. Por Jesucristo, nues­tro Señor. Amén.

Nueve días después del glorioso naci­miento de la inmaculada Virgen nuestra Señora, que fué el diecisiete de setiem­bre, según la costumbre de los hebreos, fué puesto a la soberana niña el nombre dulcísimo de María, que quiere decir ex­celsa y estrella del mar, porque ella es excelsa señora de todas las cosas criadas, y así como todas las criaturas reconocen a Dios por su Creador, así han de reco­nocer a María por Madre del mismo Dios, y sujetarse con profundo acatamiento a su imperio. También significa el nombre de María estrella del mar, porque, como dice san Bernardo, ella es aquella estrella de Jacob cuyo fulgor destella en los cie­los, penetra en los abismos y recorre to­do el orbe, e irradiando su calor más so­bre los espíritus que sobre los cuerpos, fomenta las virtudes y abrasa y seca los vicios. Oh tú, que entre las ondas de este siglo andas fluctuando, si no quieres pe­recer en la tormenta, no desvíes los ojos de este norte y de esta estrella. Si se le­vantaren los vientos de las tentaciones, si fueres a dar en la roca de las tribulacio­nes, mira a la estrella y llama a María. Si te arrebata la ola de la soberbia, de la ambición, de la detracción o envidia, mi­ra la estrella y llama a María. Si la na­vecilla de tu alma zozobrare, y estuviere en peligro por la codicia o algún apetito sensual, vuelve los ojos a María. Si te comienzas a ahogar por la gravedad de tus delitos y la fealdad de tu conciencia, y espantado del juicio divino te afliges y temes caer en el profundo abismo de la desesperación, piensa en María. En los peligros, en las angustias, en las caídas

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Los siete Dolores de nuestra Señora. Dominica tercera de setiembre

En la fiesta de los siete Dolo­res de la Virgen sacratísima, he­mos de recordar y venerar sus misterios de amor y de dolor. Porque no ha habido jamás ma­dre en el mundo que haya ama­do a su hijo más que la Virgen, ni que haya padecido más que lo que ella padeció por su Hija Jesucristo Señor nuestro. Era Jesús hijo de María, e hijo uni­génito, y tenía pues en él todo su amor: era Madre sin padre terrenal, y así reunía en su amor los afectos que están repartidos entre el padre y la madre: tenía además Jesucristo una perfecta semejanza con su Madre virginal, era el más amable de los hijos de los hombres, y era infinitamente ama­ble como Dios por su naturaleza y perso­na divina: de donde podemos entender que la Virgen le amaba con amor más tierno que el de todas las madres, y con un amor semejante al de los querubines, y con un amor incomparable y propio de la Madre de Dios. Por esta causa no hubo madre más atribulada y dolorosa que ella. ¿Qué angustias y dolores pueden atrave­sar el corazón de una madre, que no afligiesen con grande extremo de dolor el corazón de la Virgen? Suelen las ma­dres cifrar en sus hijos pequeños, las más hermosas esperanzas: pero la Virgen no tuvo ninguna de aquellas ilusiones del amor maternal: y desde qué oyó la pro­fecía del santo Simeón, siempre miró a su divino Hijo como víctima que había de ser sacrificada por los pecados del mun­do. Gran consuelo es para una madre ver al hijo de sus entrañas seguro de todo peligro: la Virgen hubo de ver a su di­vino Infante, perseguido ya de muerte por el cruelísimo Herodes, y desterrado a la tierra de Egipto. La presencia del hijo es tan agradable para una madre como triste su ausencia, y dolorosísima la pér­dida: también hubo de sufrir la Virgen esta pena amarguísima, y llorar tres días y tres noches la pérdida de aquel su Hijo adorado. Y si una madre padece en su co­razón todos los tormentos que ve padecer a su hijo, ¿qué dolores sentiría el corazón maternal de la Virgen, cuando vio a su Hijo divino puesto en las manos de sus enemigos y padeciendo los acerbísimos tormentos de su sagrada pasión sin po­derle remediar? ¡Qué espadas de dolor

atravesarían sus entrañas, cuando le en­contró en la calle de Amargura, oprimi­do con el peso enorme de la cruz, y cuan­do le contempló colgado de tres clavos en aquel afrentoso patíbulo, y cuando recibió después en sus brazos su sacratí­simo cadáver descolgado de la cruz; y fi­nalmente cuando le dejó depositado en el sepulcro, quedándose ella huérfana de su Hijo y en la más triste soledad! Por estas siete espadas de dolor mereció la Virgen la corona de Keina de los márt i ­res, y pudo decir con toda verdad aque­lla triste lamentación: ¡Oh vosotros to­dos los que pasáis por el camino, paraos y mirad si hay dolor semejante a mi dolor!

Reflexión: Ahora, pues, después de r e ­cordar los sublimes misterios de los siete Dolores de la Virgen santísima, conside­rando que los padeció por nuestra causa y por nuestro amor, miremos si es razón crucificar con nuevos pecados al Hijo de Dios, y atravesar con nuevas ofensas el pecho de su santísima Madre. Apártenos de toda culpa la consideración de tan ne­gra ingratitud.

Oración: ¡Oh Dios! en cuya pasión fué atravesada con espada de dolor, según la profecía de Simeón, el alma tierna de la gloriosa Virgen y Madre María; concé­denos propicio, que los que hacemos pia­dosa memoria de sus Dolores, por los gloriosos méritos y súplicas de todos los santos, tus fieles siervos y amantes de tu cruz, alcancemos los dichosos efectos de tu pasión. Que vives y reinas por todos los siglos de los siglos. Amén.

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Nuestra Señora del Rosario Domingo l9 de octubre

Entre las devociones de la Virgen, la más celebrada es la del Rosario, que al­gunos graves autores dicen ser tan anti­gua como la Iglesia; pero no hay duda que quien merece y con sobrada razón el título de inventor y primer propaga­dor del Rosario, es santo Domingo de Guzmán, por haber sido el primero que lo enseñó y predicó con el método y or­den admirable de meditar los misterios de nuestra fe, repartidos en tres clases: de gozosos, dolorosos y gloriosos, que él aprendió de nuestra Señora, y lo t rans­mitió a la Iglesia como cosa venida del cielo para provecho de todo el mundo, culto de la Virgen santísima y gloria del mismo Dios. Inspíreselo la Reina de los ángeles, para destruir la herejía de los Albigenses, los cuales ponían su lengua sacrilega en la pureza virginal: y por esto quiso el Señor oponer a las injurias hechas a su Madre, alabanzas de su Ma­dre, y por medio de su Rosario, que acon­sejó santo Domingo rezasen los capitanes y soldados del ejército católico, que go­bernaba Simón de Monforte, les dio una insigne victoria, pues contando ellos con solos ochocientos caballos y mil infantes, y sus enemigos los albigenses con cien mil hombres, perecieron de estos muchos mi ­llares, y solos siete u ocho de los católi­cos. No menos eficaz "y poderosa fué la virtud del santo Rosario en la famosa ba­talla naval de Lepanto. Después que el gran turco Selim II rompió las paces con la república de Venecia, se coligaron con ella el Papa y el rey católico Felipe II, y dispusieron una poderosa armada de que iba por general don Juan de Austria, hijo

del invicto emperador Carlos V. Los turcos contaban doscientas treinta galeras reales, con otras muchas galeotas y barcos meno­res; los cristianos llevaban más de doscientas galeras, ochenta y una del rey de España, ciento-nueve de Venecia, y doce del su­mo Pontífice, tres de Malta, y otras de caballeros particulares. Al llegar nuestra armada a vista del enemigo, que estaba en el golfo de Lepanto, mandó su al­teza enarbolar una devota ima­gen del Redentor crucificado, y muchas de la Virgen nuestra Se­ñora, y todos puestos de rodillas, confesados y arrepentidos de sus culpas, le suplicaron que les die­

se victoria de los enemigos superiores en número y orgullosos por sus repetidos triunfos. Acometiéronse después con in­creíble ímpetu, y se peleó por espacio de dos horas con extraño valor; quedan­do en breve desbaratada la armada de los turcos: treinta mil con su bajá muertos, diez mil cautivos, ciento ochenta naves presas, noventa sumergidas, quince mil cristianos rescatados, casi trescientos tiros de artillería cogidos, y un despojo incal­culable de dineros, joyas y armas. Murie­ron de nuestra parte seis mil hombres, pero pocos de cuenta. Esta insigne victo­ria se consiguió en el primer domingo de octubre de 1571, día consagrado a nuestra Señora del Rosario.

Reflexión: Parecería superfluo el r e ­cordar a cristianos la tan saludable devo­ción del Rosario, si no se viese de algu­nos años acá tan decaída en muchos, que por otra parte se precian de devotos de María. Además, el pontífice reinante, con sus repetidas encíclicas, no cesa de exhor­tar a los fieles a tan hermosa práctica. Sigamos, pues, sus consejos, y renuévese en el seno de las familias la piadosa cos­tumbre de obsequiar a la Virgen con el rezo del Rosario, pues así lloverán sobre nuestros hogares las celestes bendiciones.

Oración: Oh Dios, cuyo Unigénito por su vida, muerte y resurrección nos adqui­rió los premios de la vida eterna, te su­plicamos nos concedas, que meditando és­tos misterios en el santísimo Rosario de la inmaculada Virgen María, no sólo imi­temos lo que contienen, sino que alcan­cemos lo que prometen. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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Í N D I C E DE LOS SANTOS (POR ORDEN MENSUAL)

1—Circuncisión de N. iS. J e suc r i s t o y el adorab le nombre de J e s ú s

2—iSan Macar io Ale jandr ino , monje . . . . 3—Santa Genoveva, v i rgen 4—San Ti to , obispo de Cre ta 5—San Simeón Es t i l i t a . . . tí—La Ep i fan ía o la fiesta de los san tos

Reyes 7—San R a i m u n d o de Peñ a fo r t 8—San Lorenzo J u s t i n i a n o 9—San J u l i á n y S a n t a Basi l i sa

10—San Gonzalo de A m a r a n t e , confesor . . 11—San Teodosio, cenob ia rca 12—San Nazar io , confesor 13—San Fél ix , p re sb í t e ro 14—San Hi lar io , obispo y doctor 15—San Pablo , p r i m e r e r m i t a ñ o 10—San Fulgencio , obispo, confesor y

doctor t

1—San Ignacio, obispo y m á r t i r 2—La Pur i f icac ión de la Ssma. Vi rgen

y la p re sen t ac ión de su divino Hijo 3—(San Blas , obispo y m á r t i r 4—San Andrés , Corsino, obispo y confesor 5—Santa Águeda , v i rgen y m á r t i r 6—Santa Dorotea , v i rgen y m á r t i r . . . . 7—San Romualdo , a b a d 8—San J u a n de M a t a , fundador 9—Santa Polonia, v i rgen y m á r t i r

10—Santa Esco lás t i ca , v i rgen 11—San Severino, a b a d 12—Santa Eulal ia , v i rgen y m á r t i r 13—Santa Ca ta l ina de Ricci 14—San Valent ín , p resb í te ro y m á r t i r . . . .

1—San Rosendo, obispo y confesor 2—San Simplicio, p a p a 3—Santa Cunegunda , e m p e r a t r i z y v i u d a 4—San Casimiro , p r ínc ipe 5—El bea to Nicolás F a c t o r 6—San Olegario, obispo de Barce lona . . 7—Santo T o m á s de Aquino, doctor 8—San J u a n de Dios, fundador 9—Santa F r a n c i s c a R o m a n a

10—Los c u a r e n t a m á r t i r e s de Sebas te . . . . 11—San Eulogio, p resb í t e ro y m á r t i r . . . . 12—San Gregorio Magno 13—Santa Euf ras i a , v i rgen 14—(Santa Mati lde, r e ina 15—San R a i m u n d o de F i t e r o 16—San A b r a h a m , sol i tar io 17—San Pa t r ic io , apóstol de I r l anda

E N E R O

17—(San Antonio, a b a d 7 18~—La C á t e d r a de S a n P e d r o en R o m a . . " 19—San Canu to , r ey de D i n a m a r c a , m á r t i r ^ 20—San Sebas t i án , m á r t i r

1 1 21—Santa Inés , v i rgen y m á r t i r 22—(San Vicen te , d iácono y m á r t i r

12 23—San Ildefonso, arzobispo de Toledo . . . . lg 24—San Timoteo , obispo y m á r t i r 14 25—La convers ión de San Pablo 15 26-—San Pol icarpo, obispo de E s m i r n a y 16 m á r t i r •••• 17 27—San J u a n Cr isñs tomo, obispo, confe-18 sor y doctor 19 28—San Ju l i án , obispo de Cuenca 20 29—San F r a n c i s c o de Sales , obispo, confe-21 sor y doctor

30—Santa Mar t i na , v i rgen y m á r t i r . . . . 22 31—San J u a n Bosco, confesor y fundador

F E B R E R O

39 lo—Los s a n t o s Jov i t a y F a u s t i n o , m á r t i r e s 16—San Onésimo, obispo y m á r t i r

40 17—San Ju l i án de Capadocia , m á r t i r 41 18—San F l av i ano , p a t r i a r c a de Cons t an t i -42 nopla 43 19—San Alvaro de Córdoba, confesor 44 20—San Euquer io , obispo y confesor 45 21—San Sever iano , obispo y m á r t i r , 46 22—La C á t e d r a de San P e d r o en Ant ioquía 47 23—San Sereno, monje y m á r t i r 48 24—San Ma t í a s , apóstol 49 25—San Taras io , obispo de Cons tan t inop la £0 26—(San Porf ir io, obispo 51 27—San L e a n d r o , a rzobispo de Sevil la 52 28-^San R o m á n , a b a d

•MARZO

67 18—El a r c á n g e l S a n Gabriel 68 19—San José , esposo de la Madre de Dios 69 20—San Joaqu ín , p a d r e de la Madre de Dios 70 21—San Beni to , a b a d 71 22—(Santa Ca ta l ina de Suecia, v i rgen . . . . 72 23—San Vic to r i ano y sus compañeros , m a r -73 t i r es 74 24—San Simón, inocen te y m á r t i r 75 25—La Anunciac ión de N u e s t r a Señora y 76 E n c a r n a c i ó n del Hijo de Dios 77 26—San Braul io , arzobispo de Zaragoza . . 78 27—(San J u a n , e r m i t a ñ o 79 28—San G u n t r a n o , rey y confesor 80 29—Santos J o n á s y Baraqu i s io , h e r m a n o s 81 m á r t i r e s 82 30—San J u a n Clímaco, a b a d 83 31—El B. Amadeo , duque de Saboya

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A B R I L

1—San Hugo , obispo de GrenoMe 99 2—San Feo. de Paula , fundador 100 3—San Beni to de P a l e r m o 101 4—San Is idro, arzob. de Sevilla, doctor 102 5—San Vicen te F e r r e r 103 6—San Celestino, p a p a 104 7—(San Egesipo, a u t o r eclesiást ico 105

'8—San Alber to Magno 106 9—Santa M a r í a Cleoté 107

10—San Ezequiel , p ro fe ta 108 11—San León, el Magno, p a p a y doctor . . 109 12—San Jul io, p a p a 110 13—¡San Hermeneg i ldo , pr íncipe de E s p a ñ a 111 14—San Jus t i no , filósofo y m á r t i r 112 14—S. P e d r o González Telmo, confesor . . . 113 15—Las s a n t a s Basi l i sa y Anas t a s i a , m á r ­

t i r es 114 16—Santo Toribio de L l á b a n a 115

16—Santa E n g r a c i a y sus 18 compañeros , m á r t i r e s H(¡

17—La Bea ta Ana M a r í a de J e s ú s 117 18—El Bea to Andrés H ibe rnón 118 19—San Vicente de Colibre, m á r t i r 119 20—Santa Inés del Monte Pulc iano, virgen 120 21—San Anselmo, a rzob . y doctor 121 22—Los s a n t o s Sotero y Cayo, pontíf ices

y m á r t i r e s 122 23—San Jorge , m á r t i r 123 24—fían Fidel de S igmar inga , m á r t i r 124 25—San Marcos , E v a n g . y m á r t i r 125 26—Los s a n t o s Cleto y -Marcelino, p a p a s

y m á r t i r e s 126 27—San P e d r o Armengol , m á r t i r 127 2S—San Vidal , m á r t i r 128 29—San Hugo , a b a d de Oluni 129 30—Santa Ca ta l ina de Sena, v i rgen 130

MAYO

1—Santos Fel ipe y San t i ago el Menor, apóstoles

2—Santa Aa tanas io , p a t r i a r c a de Ale­j a n d r í a

3—La Invención de la S a n t a Cruz 4—Santa Mónica, m a d r e de S a n Agus t ín 5—San P ío V, p a p a y confesor 6—San J u a n an t e P o r t a m L a t i n a m 7—San Es tan i s l ao , obispo y m á r t i r 8—La apar ic ión de S. Miguel Arcánge l . . . 9—San Gregorio Naz iazeno

10—San Antonio, a rzobispo de F lorenc ia 10—Los san tos Gordiano y Epímaco , m á r ­

t i r es 11—San M a m e r t o , obispo 12—Santo Domingo de la Calzada 13—San J u a n Silenciario, obispo y confesor 14—San Paeomio , abadi y confesor 15—San Is idro, l ab rador

131

13:2 133 134 135 136 137 138 139 140

141 142 143 144 143 146

16—San J u a n Nepomueeno , sace rdo te y m á r t i r 147

17—San P a s c u a l Bailón 148 18—San Venanc io , m á r t i r 149 19—San José , p resb í te ro y abogado de los

pobres 150 20—San B e r n a r d i n o de Sena, confesor . . . . 151' 21—San Hosp ic io Recluso, confesor 152 22—Santa Jul ia , v i rgen y m á r t i r 153 23—La Apar ic ión de San t i ago , apóstol . . . . 154 24—Santos Donac iano y Rogaciano, h e r m a ­

nos y m á r t i r e s : 155 25—San Gregorio VII, p a p a 156 26—San Fel ipe Ner i , fundador 157 27—San J u a n , papa y m á r t i r 158 28—fían Germán , obispo de Par í s , confes3r 159 29—San Maximino, obispo de Trév'eris . . . 160 30—San F e r n a n d o , rey de Cast i l la y A r a ­

gón . . . " 161 31—Santa Pe t roni la , v i rgen 162

J U N I O

1—San Iñigo, abad de Oña 163 2—La b e a t a María Ana de J e s ú s de P a ­

r e d e s 164 3—Santa Clotilde, r e ina de F r a n c i a 165 4—San F ranc i s co Caraceiolo , fundador . . . 166 5—San Bonifacio, apóstol de A leman ia . . . 167 6—San Norber to , fundador y arzobispo 168 1—San Ped ro y cinco compañeros , már ­

t i res de Córdoba 169 8—San Medardo, obispo de Noyón . ; . . . . 170 9—Los s a n t o s P r i m o y Fel iciano, h e r m a ­

nos y m á r t i r e s 171 10—Santa M a r g a r i t a , r e ina de Escoc ia . . . . 172 11—San Bernabé , após to l 173 12—San J u a n de Sahagún , confesor 174 13—San Antonio de P a d u a , confesor 175 14—San Basil io Magno , doctor de la Igle­

sia y obispo 176

15—Los san tos , Vito, Modesto y Crescen-cia, m á r t i r e s 177

16—San F r a n c i s c o de Kegis, confesor . . . . 178 17—San Avi to , abad de Micy 179' 18—San Mareos y San Marcel iano, h e r m a ­

nos, m á r t i r e s 180 19—Los s a n t o s h e r m a n o s Gervas io y P i o -

tasio, m á r t i r e s 181 20—San Silverio, p a p a y m á r t i r 182 21—San Luis Gonzaga 183 22—San Paul ino , obispo de Ñola 184 23—Santa Edi ldr ida , r e ina y a b a d e s a 185 24—La na t i v idad de San J u a n B a u t i s t a . . 186 25—San Guillermo, aibad 187 26—Los san tos J u a n y Pablo , m á r t i r e s . . 188 27—San Ladis lao , r ey de H u n g r í a 189 28—San Ireneo, obispo y m á r t i r 190 29—San Pedro , pr ínc ipe de los apóstoles . . 191 30—San Pablo, apóstol dé las gen tes 192

J U L I O

1—San Galo, obispo de A r v e r n a 193 2—La Vis i tac ión de N t r a . S e ñ o r a 194 3—San I reneo y s a n t a Mustióla , m á r t i r e s 195 4—San L a u r e a n o , a rzobispo de Sevilla y

m á r t i r 196 5—San Miguel de los San tos 197 G—San Goar, p resb í t e ro y confesor 198 7—San P a n t e n o , P a d r e de la Ig les ia 199 8—Santa Isabel , r e ina de P o r t u g a l 200 9—San Efrén, diácono y confesor 201

10—Los s ie te hijos m á r t i r e s de s a n t a F e -l íci tas 202

11—San P ío I, p a p a y m á r t i r 203 12—San J u a n Gua lber to , fundador 204 13—(San Eugenio , obispo de C a r t a g o , 205 14—San Bvienaventura , obispo y doctor . . 206 15—• San E n r i q u e I, emperado r de Ale­

m a n i a 207 16—Muestra Señora del C a r m e n o del s a n t o

Escapu la r io 208

Page 396: De Paula, Francisco - Flos Sanctorum

18—El Tr iunfo de la S a n t a Cruz 209 17—San Alejo, confesor 210 18—iSan Camilo de Lelis , fundador 211 19—San Vicen te de Paú l , confesor y fun­

dador 212 20—Santa Marga r i t a , v i rgen y m á r t i r . . . . 213 21—San Víc tor y sus compañeros , m á r t i r e s 214 22—Santa Mar ía Magda l ena 215 23—San Apolinar , obispo y m á r t i r 216

24—Santa Cr is t ina , v i rgen y m á r t i r 25—Santiago el Mayor, apóstol 26—Santa Ana, m a d r e de la Madre de Dios 27—San Pan ta í eón , médico y m á r t i r 28—Los san tos Naza r io y Celso, m á r t i r e s 29—Santa Mar t a , v i rgen 30—San Abdón y san Senén, m á r t i r e s . . . 31—San Ignacio de Loyola, p a t r i a r c a y

fundador

1—San Ped ro ad-Víncu la (o la cadena ) 2—San Alfonso Ma. de Lig-orio, ob. y ])r. 3—La inv. del cuerpo de san E s t e b a n . . . 4—Santo Domingo de Guzmán , fundador 5—Nuestra Sra. de las Nieves 6—La gloriosa Trans f igurac ión del Señor 7—San Caye tano , fundador 8—Los san tos Ciríaco, L a r g o y E s m a -

ragdo, m á r t i r e s 9—Los san tos niños, J u s t o y Pas to r , he r ­

manos , m á r t i r e s 10—San Lorenzo, diácono y m á r t i r 11—San Tiburcio , m á r t i r 12—Santa Clara, fundadora Í3—San J u a n B e r c h m a n s . confesor 14—San Busebio, p resb í t e ro y confesor . . . . 15—La Asunción de N u e s t r a Señora

AGOSTO

225 16—San Roque , confesor 226 17—San L ibe ra to , a b a d y sus c o m p a ñ e -227 ros, m á r t i r e s 228 18—'Santa E lena , empera t r i z 229 19—San Luis , obispo y confesor 230 20—San Berna rdo , a b a d y doctor 231 21—Santa J u a n a de Chan ta l , fundadora . .

22—San Sinforiano, m á r t i r .232 23—San Fel ipe Benicio, confesor

24—San Bar to lomé , apóstol 233 25—Kan Luis , r ey de F r a n c i a 234 26—San Ceferino, p a p a y m á r t i r 235 27—San J o s é de Calasanz , fundador 236 28—San Agus t ín , obispo y doctor 237 29—La degollación de S. J u a n B a u t i s t a . . 238 30—Santa Rosa de L i m a 239 31—'San R a m ó n Nona to , confesor

S E T I E M B R E

1—San Gil, a b a d 257 2—'San E s t e b a n , rey de H u n g r í a 258 8—Santa Se rap ia , v i rgen y m á r t i r 259 4—Santa Rosa de Vi te rbo 260 5—Los san tos , Rómulo , Eudoxio , Zenón,

Macar io y 1104 compañeros , m á r t i r e s 261 6—Santa Rosal ía de Pa l e rmo , v i rgen . . 262 7—Santa Re ina o Regina , v i rgen y m á r t i r 263 8—La Na t iv idad de la Vi rgen N t r a . Señora 264 9—<San P e d r o Claver, apóstol de. los negros 265

10—San Nicolás de Tolent ino. confesor . . . 266 11—San Pafnucio, obispo y confesor 267 12—San Guido, s a c r i s t á n '. . . . . 268 13—San Eulogio, p a t r i a r c a de Ale jandr ía 269 14—.La Exa l t ac ión de la S a n t a Cruz 270 15—Santa Ca ta l ina de Genova, v iuda 271 16—San Cipriano, obispo y m á r t i r 272

17—San P e d r o de Arbués , m á r t i r 18—Santo T o m á s de Vi l lanueva , a rzob is ­

po de Valenc ia , 19—San J e n a r o , obispo v m á r t i r 20—J?an E u s t a q u i o y sus compañeros , m á r ­

t i r es 21—San Mateo , apóstol y Evange l 22—San Maur ic io y la Legión Tebea 23—Santa Tecla , v i rgen y m á r t i r 24—Ntra. Sra. de ias Mercedes 25—San F e r m í n , obispo y m á r t i r 26—Los s a n t o s Cipr iano y J u s t i n a , m á r ­

t i res 27—Los s a n t o s Cosme y Damián , m á r ­

t i res 2$—San Wences lao , r ey y m á r t i r 29—La f ies ta de San Miguel Arcángel 30—San Je rón imo, p re sb í t e ro y doctor . . . .

O C T U B R E

1—San Remigio, a rzobispo de Reiñis . . . 287 2—El s a n t o Ángel de la G u a r d a 288 3—San Gerardo, a b a d .-. 289 4—San F ranc i s co de Asís, fundador . . . . 290 5—San Plácido y sus compañeros , m á r t i r e s 391 6—San Bruno , fundador 292 7—San Marcos , p a p a y confesor 293 8—Santa Birg i ta , v iuda 294 9—San Dionisio y sus compañeros , m á r ­

t i r es 295 10—San F ranc i s co de Borja 296 11—San Nicas io y sus compañeros , m á r t i r e s 297 12—La Apar ic ión de la Virgen del P i l a r

en Za ragoza 298 li2—San Walfr ido, obispo y confesor 299 13—San E d u a r d o , rey de I n g l a t e r r a 300 14—San Calixto, p a p a y m á r t i r 301 15—Santa Te re sa de J e s ú s 302

16—San Galo, a b a d 17—(Santa Eduwigis , duquesa de Polonia,

v iuda 18—San L u c a s , evange l i s t a 19—San Ped ro de A lcán t a r a , confesor 20—San J u a n Cancio, confesor 21—Santa Úrsu l a y sus c o m p a ñ e r a s , ví r ­

genes y m á r t i r e s 22—Banta Mar ía Salomé, v iuda 23—San Teodoro, s ace rdo te y m á r t i r 24—San Rafae l Arcángel 25—Los san tos , Crispín y Crispiniano, m á r ­

t i r e s 26—San E v a r i s t o , p a p a y m á r t i r 27—San Frumiencio, obisno 28—San S imón y san J u d a s , apóstol 29—San Narc iso , obispo de Jerusalén. . 30—San Marcelo, cen tur ión y m á r t i r 31—San Quint ín , m á r t i r

Page 397: De Paula, Francisco - Flos Sanctorum

NOVIEMBRE;

1—La fiesta de Todos los San tos 319 2—La Conmemorac ión de los fieles di­

funtos 3i20 3—Los i n n u m e r a b l e s m á r t i r e s de Za ra ­

goza 321 4—San Carlos Bor romeo 322 5—Santa Ber t i la , a b a d e s a 323 6—San Leona rdo , sol i tar io y confesor . . . 324 7—San Wilbrordo , obispo 325 8—La solemnidad de las s a n t a s re l iquias

y los c u a t r o m á r t i r e s coronados . . . . 326 9—La dedicación de !a Iglesia del Sa lvador 327

10—San André s Avelino, confesor 328 11—San Mar t ín , obispo de Tour s 329 12—San Mar t ín , Papa y m á r t i r 330 13—San E s t a n i s l a o de K o s t k a , confesor . . 331 14—San Diego de Alcalá, confesor 332

15—Santa Ger t rud i s , a b a d e s a 333 16—San E d m u n d o , a rzobispo de Cantor -

be ry 334 17—San Gregorio T a u m a t u r g o , obispo . . . . 335 18-nSan Odón, abad de Cluni 336 19—Santa Isabel , h i j a del rey de Hung-r 'a 337 20—San Fé l ix de Valois, confesor 338 21—La P r e s e n t a c i ó n de N t r a . Sra 339 22—Santa Cecilia, v i rgen y m á r t i r 340 23—¡San Clemente , p a p a y m á r t i r 341 24—iSan J u a n de la Cruz, confesor 342 25—Santa Cata l ina , v i rgen y m á r t i r 343 26—San Ped ro Alejandr ino, obispo y m á r t i r 344 27—San Máximo, obispo de Ríez 345 28—Santiago de la Marea , confesor 346 29—San (Saturnino, obispo y m á r t i r 347 30—San Andrés , apóstol 348

D I C I E M B R E

1—San Eloy, obispo y confesor 349 2—Santa Bibiana , v i rgen y m á r t i r 350 3—San Franc i sco Jav ie r , confesor 351 4—Santa B á r b a r a , v i rgen y m á r t i r 352 5—San Sabás , a b a d 353 6—San Nicolás, obispo 354 7—San Ambrosio , obispo y doctor 355 8—La Concepción I n m a c u l a d a de M a r í a 356 9—Santa Leocadia , v i rgen y m á r t i r . . . . 357

10—Santa Eula l ia de Mérida , v i rgen y m á r t i r 358

11—San D á m a s o , p a p a 359 12—Nuestra S e ñ o r a de Guada lupe 360 13—Santa Luc ía , v i rgen y m á r t i r 361 U—San Espir idión, obispo 362 15—San Maximino , abad 363 16—San Eusebio , obispo y m á r t i r 364

17—Santa Olimpiades, v iuda 365 18—.Nuestra S e ñ o r a de la 0 366 19—San Nemesio , m á r t i r 367 20—Santo Domingo de Silos, confesor . . . . 368 21 - iSan to T o m á s , apóstol 369 22—San Isquir ión, m á r t i r 370 2 3 ^ S a n Sérvulo , confesor , 371 24—San Gregorio, p resb í te ro y m á r t i r . . . . 372 25—El Nac imien to de N u e s t r o Señor J e s u ­

cr is to 373 26—San E s t e b a n , el p r i m e r m á r t i r 374 27—San J u a n , após to l y evange l i s t a 375 28—Los s a n t o s Inocentes , m á r t i r e s 376 29—Santo T o m á s de Can torbery , arzobispo

y m á r t i r : 377 30—San Sabino, obispo y sus compañeros ,

m á r t i r e s " 378 31—San S i lves t re I, p a p a 379

Apéndice 381 31 de ñero . S. Pedro Nolasco 383 San Gabriel de la Dolorosa, confesor 384 27 de abri l . Sto. Toribio de Mogro'bejo 385 S a n t a J u a n a de Arco, Vi rgen 386 24 de Jul io . S. F ranc i sco Solano 387 S a n t a M a r g a r i t a Mar ía Alaeoque, v i rgen 388 F i e s t a s movibles 389 N u e s t r a Señora de L u j a n 389 L a Resur recc ión gloriosa del Señor 390

L a gloriosa Ascensión del Señor 391 L a Venida del E s p í r i t u San to 392 L a 'Sant í s ima Tr in idad 393 L a Solemnidad del Corpus 394 El S a c r a t í s i m o Corazón de J e s ú s 395 N u e s t r a Señora de M o n t s e r r a t 396 El Pu r í s imo Corazón de M a r í a 397 ÍE1 S a n t í s i m o N o m b r e de M a r í a 398 Los S ie te Dolores de N u e s t r a Señora . . . . 399 N u e s t r a Señora del Rosar io 400

404

Page 398: De Paula, Francisco - Flos Sanctorum

* Abdón

ÍNDICE DE LOS SANTOS

Abdón • • 223 Abraham, sol i tar io . . . . . . . 82 Águeda • • • 43 Agust ín , ob. y doctor . . . . 252 Alberto Magno • • . • • . 106 Alejo, -confesor . . . . . . . . . . . 210 Alfonso Ma. de Ligorio 226 Alvaro de Córdoba . . . . . . . 57 Amadeo 97 Ambros io 355 Ana 219 A n a s t a s i a •' 111 Andrés , apóstol 348 Andrés Avel ino . . • 328 André s Corsino 42 Andrés H i b e r n ó m 118 Ángel de la G u a r d a 288 Anse lmo 121 Antonino 140 Antonio, a b a d 23 Antonio de P a d u a . . . . . . . . 175 Anunciac ión de N t r a . Sra . 91 Apol inar 21 Apolonia 47 Ascensión del Señor 391 Asunción de N t r a . S e ñ o r a 239 Atanas io 132 Avito 179

B

Baraqu i s io 95 B a r b a r a 352 Bar to lomé 248 Basil io M a g n o . • 176 Basíl isa, ¡mártir 114 Basi l isa , v i rgen 15 Beni to , a b a d 87 Ben i to de P a l e r m o . . . . . . . 101 B e r n a b é 173 B e r n a r d o 244 Berba rd ino de Sena 151 Ber t i l a 323 Bib iana 359 B i rg i t a 294 Blas 41 Bonifacio, apóstol de Ale­m a n i a 167 Brau l io 92 B r u n o 292 B u e n a v e n t u r a 206

Cal is to 301 Camilo de Lelis 211 C a n u t o 25 Carlos Bor romeó 322

C a r m e n t e o del s a n t o E s c a ­pular io (N t r a . Señora de) 208 Cas imiro 70 Ca ta l ina de Genova 271 Ca t a l i na de Ricci 51 Ca t a l i na de ISena 130 Ca ta l ina de Suecia 88 Cata l ina , vg. y m á r t i r . . . 343 C á t e d r a de San Pedro en Ant ioquía 60 Ca ted ra l de S a n Ped ro en R o m a 24 Caye tano 231 Cayo 122 Cecilia 340 Ceferino 250 Celes t ino 104 Celso 221 Cipr iano, m á r t i r 282 Cipr iano, ob. y m á r t i r . . . 272 Circuncisión de J e s ú s 7 Ciríaco 232 Clara 236 Clemente 341 Cleto 127 Clotilde 165 Concepción I n m a c u l a d a de M a r í a 356 Conversión <3e San P a b l o ' . . 31 Corazón de M a r í a 397 Corazón de J e s ú s 395 Carpóforo, ( m á r t i r corona­do) 326 Corpus (Solemnidad del) . 394 Cosme 283 Crescenc ia 177 Crispín 312 Cr isp in iano 312 Cr i s t ina 217 Cruz (Exa l tac ión de la S a n t a ) 270 Cruz (Invención de la San­ta) 133. Cruz (Tr iunfo de la S a n ­

t a ) 258 Cunegunda 69

D á m a s o 359 D a m i á n 283 Diego de Alcalá 332 Difuntos (Conmemorac ión de los fieles) 320 Dionisio, m á r t i r • • . • 295 Dolores de N t r a . S ra 319 Domingo de G u z m á n 228 Domingo de la Calzada . . . 143 Domingo de Silos 368 Donac iano . • • 155 Doro t ea 44

E

Edi ldr ida • . . 185 E d m u n d o 334 E d u a r d o 300 Eduwlg i s • •' 304 Efrén 201 Egesipo • 105 E lena 242 Eloy 349 E n c a r n a c i ó n del Hi jo de Dios • 91 E n g r a c i a 115 En r ique I 207 Ep i f an í a 12 Ep ímaco 141 Esco lás t i ca 48 E s m a r a g d o 232 Espir id ión 362 Esp í r i tu S a n t o (Venida del) 392 E s t a n i s l a o de K o s t k a 331 Es tan i s l ao , ob y m á r t i r . . 137 Es t eban , p r i m e r m á r t i r . . . 374 E s t e b a n ( Invención del cuerpo de s a n 227 E s t e b a n , r ey de H u n g r í a . . 258 Eudox io 261 E u f r a s i a 79 Eugen io , ob. de C a r t a g o . . 205 Eula l ia de Mérida 358 Eula l ia , vg . y m á r t i r 50 Eulogio, p a t r i a r c a de Ale­j a n d r í a 269 Eulogio, p re sb í t e ro y mr . 77 Euquer io 58 Eusebio , obispo de Verell i 364 E sebio, p resb í te ro y conf. 238 E u s t a q u i o 76 ¡Evaristo 313 Ezequiel 108

F a u s t i n o 53 Fel ic iano . . . 171 Fe l i c i t a s y su s s iete hi jos m á r t i r e s 413 Fel ipe, apóstol 131 Fel ipe iBenicio • • 24T Fel ipe Ner i 157 Fél ix de Valois 338 (Félix, p resb í te ro '.. 39

- F e r m í n 281 F e r n a n d o - 161 Fidel de S igmar inga 124 F l av i ano 56 ¡Francisca, r o m a n a 75 F ranc i s co Corácciolo 166 F r a n c i s c o de Asís 290 F r a n c i s c o de Bor ja 296

405

Page 399: De Paula, Francisco - Flos Sanctorum

Franc i s co de P a u l a 100 F ranc i s co de Regís 178 Franc i sco de Sales 35 F ranc i s co J a v i e r 351 F ranc i sco Solano 387 F rumenc io 314 Fulgenc io 22

G

Gabriel 84 Galo, a b a d 303 Galo, ob. de A r v e r n a . . . . 193 Genoveva 9 Gera rdo 289 G e r m á n 159 Ger t rud is 333 Gervasio 181 Gil 257 Goar 198 Gonzalo de A m a r a n t e 16 Gordiano 141 Gregorio M a g n o 78 Gregorio Naz ianzeno 139 Gregorio, p resb í te ro y mr . 373 Gregorio sép t imo 136 Gregorio T a u m a t u r g o . . . . 335 Guada lupe (Nt ra . Sra. da 360 Guido 268 Guil lermo 187 G u n t r a n o 94

H

Hermeneg i ldo 111 Hi la r io 20 Hospicio Recluso 152 Hugo , Abad de Cluni 129 Hugo, a b a d de Grenoble . . 99

Ignacio de Loyola 22"4 tenacio , ob. y m á r t i r 39 Ildefonso T9 Tnés de Montepulc iano . . . . 120 Inés, vi rgen y m á r t i r . . . . 27 Inocen tes (los s an tos ) . . . . 376 Iñigo Ifi3 I reneo, m á r t i r 195 Ireneo, ob. y m á r t i r 190 Isabel , h i ja del rey de H u n -

• gr la 337 Isabel , r e ina de P o r t u g a l . 200 Is idoro 102 i s id ro 1^6 Tsquirión 370 Iván 150

J J e n a r o 275 J e r ó n i m o 286 J e s ú s ((Nombre de) 7 J o a q u í n 86 J o n á s , m á r t i r 95 Jo rge 123 José de Calasanz 251 José , Esposo de la Madre de Dios 85 J o v i t a 53 Jua^ia F r a n c i s c a de Chan-

ta l 245

J u a n , a n t e I^órtam L a t i -n a m 136 J u a n , apóstol y evange l i s t a 375 J u a n B a u t i s t a (Degollación

d e san) 253 J u a n B a u t i s t a (Na t iv idad

de s a n ) 186 J u a n B e r c h m a n s 237 J u a n Bosco 37 J u a n Cancio 307 J u a n Cr isós tomo 33 J u a n Cl ímaco 96 J u a n de Dios 74 J u a n de la Cruz 342 J u a n de M a t a 46 J u a n de S a h u g ü n 174 J u a n , e r m i t a ñ o 93 J u a n Gua lber to 204 J u a n , m á r t i r 188 J u a n Neporauceno 147 J u a n , p a r a y m á r t i r 158 J u a n Si lenciar io 144 Judafe, apóstol 315 Ju l i án de Capadocia . . . . . . 55 Ju l i án m á r t i r 15 Jul ián , obispo 31 Ju l ia 153 Jul io 110 J u s t i n a 232 J u s t i n o 112 J u s t o 233

L

Ladis lao ' 189 Lars;o 282 L a u r e a n o 196 L e a n d r o • • 65 Leocadia 3^7 Leonardo 324 León, el .Magno 109 L i b e r a t o 241 Lorenzo, diác. y m á r t i r . . 284 Lorenzo J u s ü n i a n o . 1 ¿

L u c a s SOR L u c í a • • 2(U Luis .G^"z--fa 183 Li?is, obiprro ^ c"ri(\ . . . . . ?¿,}

L I I Í F , r ev ^e F ranc ia . . . . . 249 Lujan , (Virgen d?) 389

M

Macar io Alejandr ino . . . . . . 8 Macar io , m á r t i r 261 M a m e r t o 142 Marcel ino 12F, Marce l iano 1 P n

Marcelo 3i7 Ma,rcos • • 180 Marcos , evange l i s t a 125 Marcos, papa y conf 293 M a r g a r i t a , r e ina de Escocia 172 Martrarit^i, virpr. y m á r t i r 213 M a r í a Ana de J e s ú s 117 M^r ía Ana de J e s ú s P a ­redes 164 Ar a r í a Cleoié 107 Mar ía Magda lena 215 Mar ía ( N o m b r e a.e1 398 M a r í a Salomé 309 M a r t a ..'. 222 M a r t i n a - - 26 Mar t ín , ob. de T n u r s 329 Mar t ín , papa y m á r t i r . . . . 330

Mateo • • 277 Mat ía s 62 Mati lde • • 80 Maur ic io ," 278 Maximino, a b a d 363 Maximino, obispo de T r é -

vis 160 Máximo 345 Medardo 170 Mercedes ( N t r a . .Sra de las) 280 Miguel Arcánge l 285 Miguel Arcángel , ( la a p a r i ­ción de san) 138 Miguel de los San tos 197 Modesto . . 177 Mónica 134 Mon t se r r a t (N t r a . Sra. de) 395 Mustióla 195

N

N a c i m i e n t o de J. C 373 Narc i so 316 Na t iv idad de la Virgen . . . 264 Nazar io , confesor 18 Xazar io , m á r t i r 221 Vemesio 367 Nicar io 297 Nicolás de Tolent ino 266 Nicolás F a c t o r 71 Nicolás, obispo 354 Nieves (N t r a . Sra de las) 229 Norber to 168

O

Odón 336 Olegario 72 Olimpiades 365 Onísimo 54 O (Nt ra . Sra. de la) 366

Pablo, apóstol de las gen t e s 192 Pablo, p r i m e r e r m i t a ñ o . . 21 Pablo, m á r t i r 188 Pacomio 145 Pafnucio 267 Pan ta l eón 220 P a n t e n o *. . . . 199 Pascua l Bailón 148 P a s t o r 233 Pat r ic io 83 Paul ino 184 Pedro ad-Víncula 225 Pedro Alejandrino 344 Pedro Armengol 127 Ped ro Claver 265 Ped ro de A l c á n t a r a 306 P e d r o de Arbués : 273 Pedro González Telmo . . . . 113 Pedro , mr . de Córdoba . . . 169 Ped ro Nalasco 383 Pedro , pr ínc ipes de los apostóles 191 Tet roni la 162 P i la r (apar ic ión de la Vir ­

gen del) 298 Pío I 203 Po V 135 Plácido 291 Pol icarpo 32 Porf i r io 64 P r e s e n t a c i ó n de J e s ú s . . . . 40

406 %

Page 400: De Paula, Francisco - Flos Sanctorum

¿rinventación de X t r a . Sra . 339 P r i m o 171 P ro t a s io 181 Puri f icación de la S a n t í s i ­

m a Vi rgen 40

Q

Quin t ín 318

R

Rafael 311 Ra imundo de P i t e ro 81 R a i m u n d o de Peñafor t . . . . 13 R a m ó n N o n a t o 255 Reina o Regina 263 Rel iquias (solemindad de las s a n t a s ) 326 Remigio ., 287 Resurrecc ión del Señor . . . 390 Rogac iano 155 Román 66 Romualdo 45 Rómulo • 261 Roque 240 Rosa de L i m a 254 Rosa de Vi te rbo 260 Rosal ía de P a l e r m o 262 Rosar io (Nt ra . Sra . del) . . 400 Rosendo 67

s Sabas 353 Sabino 378 Salvador (Dedicación de la Iglesia del) 327 San t i ago apóstol (la a p a r i ­

ción de) 154 San t i ago de la Marca . . . . 546 San t i ago , el Mayor . . . . . . . 218 San t i ago , el Menor 131 S a n t o s (f iesta de todos los) 319 S a t u r n i n o 347 S e b a s t e ( c u a r e n t a m á r t i ­r e s de) 76 Sebas t i án 26 Senén 223 Serap ia 259 Se reno 61 Sérvulo • 371 Sever iano ( m á r t i r e s coro­

nados) 326 Sever iano , ob. y m á r t i r . . . . 59 Sever ino 49 Severo ( m á r t i r e s corona­

dos) 326 Si lver io 182 Si lvest re I 379 ¡Simeón Es t i l i t a 11 Simón apóstol 315 Simón, inoc. y m á r t i r . . . . 90 Simplicio 68 iSinforiano 246 Sote ro 122

T

T a r a s i o 63 Tec la 279 Teodoro 310 Teodasio, cenobia rca . . . . 17 T e r e s a de J e s ú s 302 T o m á s , Apóstol 369 T o m á s de Aquino 73 T o m á s de Cantorbe i y . . . . 377 T o m á s de Vi l l anueva 274 Toribio de L i é b a n a 115

Tor íb ío de Mogrobejo . . . . 385 Tiburcio 235 Timoteo • • 30 Ti to 10 Transf igurac ión del Señor 230 Tr in idad (San t í s ima) 393

u Úrsula 308

"Valentín 54 Venanc io 149 Vicen te de Colibre • • 119 Vicente de P a ú l 212 Vicente , diác. y m á r t i r . . . 28 Vicen te (Perrer 103 Víc tor 214 Vic tor iano , 89 Vic tor ino ( m á r t i r e s coro­

nados) 326 Vidal 128 Vis i tac ión de N t r a . Sra 194 Vito 177

w WJfrido • • • • 2 9 9 Wences lao 284 Wil l ibrordo 325

Zaragoza ( i nnumerab l e s m á r t i r e s de) 321 Zenón i 261

40?