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DANIEL MILLER Materialidad: una introducción [“Materiality: An introduction”. En Daniel Miller (ed.) Materiality. Duke University Press, Durham, NC, pp. 1-50, 2005. Traducción: Andrés Laguens 2009] Existe un principio subyacente que se encuentra en la mayoría de las religiones que dominan la historia registrada. Se les ha acreditado la sabiduría a aquellos quienes reivindican que la materialidad representa lo meramente aparente, detrás de lo cual reside aquello que es real. Quizás el desarrollo más sistemático de esta creencia surgió más de dos milenios atrás en el Sur de Asia. En religiones tales como el Budismo y el Hinduismo, la teología ha estado centrada sobre la crítica de la materialidad. En lo más simple, el Hinduismo, por ejemplo, descansa sobre el concepto de maya, el cual proclama la naturaleza ilusoria del mundo material. El fin de la vida es trascender lo aparentemente obvio: la piedra contra la que golpeamos nuestro pie, o el cuerpo como el núcleo de nuestra existencia sensible. La verdad surge de nuestra comprensión de que esto es mera ilusión. Sin embargo, paradójicamente, la cultura material ha tenido considerables consecuencias como un medio de expresar esta convicción. Las meras formas vestigiales en el centro de un templo pueden ser contrastadas con las puertas macizas en la periferia. Los pasteles pálidos de una mujer anciana contrastan marcadamente con el brillo y los colores sensuales de la novia precisamente para expresar en forma material la meta de transcender nuestro apego a la vida material 1 . Pero la historia del Sur de Asia no es solo la historia de sus religiones. Hay una historia paralela, que nos habla de la interminable lucha de la cosmología con la práctica. Esta es la historia de la acumulación, de los impuestos, guerras y saqueos, de imperios y excesos. Culmina con la integración de esta región dentro de una economía política global en la cual la política es crecientemente subordinada a una economía cuya premisa con respecto a la materialidad no podría ser más diferente. En el pensamiento económico, la acumulación de bienes materiales es en sí misma la fuente de nuestra capacidad de ampliarnos como humanidad 2 . La pobreza es definida como el límite critico a nuestra habilidad para realizarnos nosotros mismos como personas, consecuente con una falta de bienes. El foco en la materialidad, si bien aquí en la forma de acumulación, es entonces tan fuerte en la economía como lo es en el Hinduismo. Para una disciplina, tal como la antropología, que está interesada con lo que es ser humano, necesitamos entonces comenzar nuestra discusión del tema con un reconocimiento que la definición de humanidad se ha convertido a menudo casi en un sinónimo de la posición tomada en la cuestión de la materialidad. Además, esto ha sido una indagación altamente normativa, estrechamente ligada a la cuestión de lo que es la moralidad, en la sociedad o período en cuestión. Aún dentro de los sistemas de creencias modernos más seculares y auto-conscientes, el tema de la materialidad permanece como fundacional para la mayoría de las actitudes de la gente hacia el mundo. La primera teoría secular importante de humanidad que parecía capaz de dominar el mundo, el Marxismo, descansaba sobre una filosofía de la praxis, cuyo fundamento también reside en su actitud hacia la materialidad. La humanidad es vista como el producto de su capacidad para transformar el mundo material con la producción, en cuyo espejo nos creamos a nosotros mismos. El capitalismo es condenado sobre todo por interrumpir el ciclo virtuoso mediante el cual creamos los objetos que, a su vez, crean nuestro entendimiento de lo que podemos ser. En cambio, los bienes son fetichizados y llegan a oprimir a aquello quienes los hacen. Críticas contemporáneas, tales como la de Naomi Klein (2001) No logo, sea expresadas como ambientalismo o anti-globalismo, pueden ser más crudas en sus fundamentos, pero parecen estar tan focalizadas sobre el tema de la materialidad – por ejemplo, una pérdida de humanidad frente a

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DANIEL MILLER

Materialidad: una introducción

[“Materiality: An introduction”. En Daniel Miller (ed.) Materiality. Duke University Press, Durham, NC, pp. 1-50, 2005. Traducción: Andrés Laguens 2009]

Existe un principio subyacente que se encuentra en la mayoría de las religiones que dominan la historia registrada. Se les ha acreditado la sabiduría a aquellos quienes reivindican que la materialidad representa lo meramente aparente, detrás de lo cual reside aquello que es real. Quizás el desarrollo más sistemático de esta creencia surgió más de dos milenios atrás en el Sur de Asia. En religiones tales como el Budismo y el Hinduismo, la teología ha estado centrada sobre la crítica de la materialidad. En lo más simple, el Hinduismo, por ejemplo, descansa sobre el concepto de maya, el cual proclama la naturaleza ilusoria del mundo material. El fin de la vida es trascender lo aparentemente obvio: la piedra contra la que golpeamos nuestro pie, o el cuerpo como el núcleo de nuestra existencia sensible. La verdad surge de nuestra comprensión de que esto es mera ilusión. Sin embargo, paradójicamente, la cultura material ha tenido considerables consecuencias como un medio de expresar esta convicción. Las meras formas vestigiales en el centro de un templo pueden ser contrastadas con las puertas macizas en la periferia. Los pasteles pálidos de una mujer anciana contrastan marcadamente con el brillo y los colores sensuales de la novia precisamente para expresar en forma material la meta de transcender nuestro apego a la vida material1. Pero la historia del Sur de Asia no es solo la historia de sus religiones. Hay una historia paralela, que nos habla de la interminable lucha de la cosmología con la práctica. Esta es la historia de la acumulación, de los impuestos, guerras y saqueos, de imperios y excesos. Culmina con la integración de esta región dentro de una economía política global en la cual la política es crecientemente subordinada a una economía cuya premisa con respecto a la materialidad no podría ser más diferente. En el pensamiento económico, la acumulación de bienes materiales es en sí misma la fuente de nuestra capacidad de ampliarnos como

humanidad2. La pobreza es definida como el límite critico a nuestra habilidad para realizarnos nosotros mismos como personas, consecuente con una falta de bienes. El foco en la materialidad, si bien aquí en la forma de acumulación, es entonces tan fuerte en la economía como lo es en el Hinduismo. Para una disciplina, tal como la antropología, que está interesada con lo que es ser humano, necesitamos entonces comenzar nuestra discusión del tema con un reconocimiento que la definición de humanidad se ha convertido a menudo casi en un sinónimo de la posición tomada en la cuestión de la materialidad. Además, esto ha sido una indagación altamente normativa, estrechamente ligada a la cuestión de lo que es la moralidad, en la sociedad o período en cuestión. Aún dentro de los sistemas de creencias modernos más seculares y auto-conscientes, el tema de la materialidad permanece como fundacional para la mayoría de las actitudes de la gente hacia el mundo. La primera teoría secular importante de humanidad que parecía capaz de dominar el mundo, el Marxismo, descansaba sobre una filosofía de la praxis, cuyo fundamento también reside en su actitud hacia la materialidad. La humanidad es vista como el producto de su capacidad para transformar el mundo material con la producción, en cuyo espejo nos creamos a nosotros mismos. El capitalismo es condenado sobre todo por interrumpir el ciclo virtuoso mediante el cual creamos los objetos que, a su vez, crean nuestro entendimiento de lo que podemos ser. En cambio, los bienes son fetichizados y llegan a oprimir a aquello quienes los hacen. Críticas contemporáneas, tales como la de Naomi Klein (2001) No logo, sea expresadas como ambientalismo o anti-globalismo, pueden ser más crudas en sus fundamentos, pero parecen estar tan focalizadas sobre el tema de la materialidad – por ejemplo, una pérdida de humanidad frente a

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bienes y marcas – como lo está la economía neoclásica que ellas confrontan. La centralidad de la materialidad en el modo en que nos entendemos a nosotros mismos puede igualmente surgir bien de tópicos tan diversos como el amor3 o la ciencia4 y estar asociada con creencias tales como la epistemología del positivismo. Este retorno constante al mismo tema demuestra por qué debemos comprometernos con el tema de la materialidad mucho más allá que una mera nota al pie o un extra esotérico en el estudio de la antropología. La orientación hacia la materialidad también sigue siendo la fuerza directriz detrás de los intentos de la humanidad por transformar el mundo de manera de hacerlo acuerdo con las creencias sobre cómo debería ser el mundo. El Hinduismo y la economía no son sólo creencias sobre el mundo, sino vastas fuerzas institucionales que tratan de asegurar que la gente viva de acuerdo a sus principios a través de sacerdotes o a través de programas de ajuste estructurales. A este respeto, el capitalismo y la religión son iguales y análogos. Los capítulos en este volumen darán fe de esta relación fundacional entre la orientación hacia la materialidad y la orientación hacia la humanidad a través de casos de estudios que van de las prácticas antiguas a las contemporáneas y están basadas en tópicos tan diversos como la teología, la tecnología, las finanzas, la política y el arte. Esta introducción comenzará con dos intentos por teorizar la materialidad: el primero, una teoría vulgar de las meras cosas como artefactos; el segundo, una teoría que pretende trascender el dualismo de sujetos y objetos. Luego trabajará con teorías asociadas con Bruno Latour y Alfred Gell que buscan seguir una vía similar, pero con un énfasis mayor sobre la naturaleza de la agencia. Esto es seguido por una consideración de la materialidad y el poder, incluyendo demandas por trascender la materialidad donde algunas cosas y algunas personas son vistas como más materiales que otras, llevando finalmente a una exploración de la pluralidad de formas de la materialidad. A su vez, se usan tres casos de estudio sobre finanzas y religión para explorar la pluralidad de la inmaterialidad y la relación entre materialidad e inmaterialidad.

A través de estas discusiones emergen dos temas que son considerados por derecho propio. El primero es la tendencia a reducir todas estas preocupaciones con la materialidad a través de una reificación de nosotros mismo, definidos de diferente manera como el sujeto, como relaciones sociales o como sociedad. En oposición a esta antropología social, varios capítulos critican definiciones de humanidad como puramente social, o inclusive como Homo

sapiens, y critican las aproximaciones que ven a la cultura material como meramente la representación semiótica de cierto fundamento de las relaciones sociales. Esto culmina en una sección sobre la “tiranía del sujeto” que busca enterrar la sociedad y el sujeto como la premisa privilegiada por una disciplina llamada Antropología. Finalmente, en la conclusión retornamos a un meta-comentario sobre todo. Será evidente que podemos en efecto resolver el dualismo de sujetos y objetos a través de la filosofía. Pero estas “resoluciones” son tan dependientes de la naturaleza abstracta de la filosofía que en sí mismas sólo pueden ser de un beneficio limitado para la antropología. Lo que ofrece la antropología, en contraste, no son sólo soluciones filosóficas o definiciones, sino un medio para emplear estos entendimientos dentro de formas de compromiso que brinden una perspectiva analítica, pero que tienen que ser hechos una y otra vez con respecto a cada situación, debido a que vivimos en un mundo de prácticas cambiante y variado. ¿Qué es la materialidad?

Un volumen que abarque tópicos tan diversos como la cosmología y las finanzas no puede sostenerse sobre cualquier definición simplista de qué entendemos con la palabra material. Necesita abarcar tanto los usos coloquiales como filosóficos de este término. Podríamos querer refutar la posibilidad misma de llamar a cualquier cosa inmaterial. Podríamos querer refutar una reducción vulgar del materialismo a simplemente la cantidad de objetos. Pero no podemos negar que esos usos coloquiales del término materialidad son comunes. Las críticas estándar del materialismo halladas en los diarios y en las discusiones cotidianas toman su posición en contra de la aparente proliferación infinita de artefactos, lo que Georg Simmel (1978: 448)

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denominó el “incremento en cultura material”. Un volumen antropológico dedicado a la materialidad no debería ignorar este uso coloquial, y por esta razón comenzaré esta investigación con una teoría de la expresión más obvia y mundana de lo que el término material puede transmitir – artefactos. Pero esta definición rápidamente se quiebra cuando nos vamos a considerar el amplio alcance de la materialidad, lo efímero, lo imaginario, lo biológico y lo teórico: todo lo cual podría ser externo a la simple definición de un artefacto. Entonces, la segunda teoría de materialidad a introducirse aquí será la más abarcadora y situará a la cultura material dentro de una concepción más amplia de cultura. ¿Podemos tener una teoría de las cosas?

¿Podemos tener una teoría de las cosas donde “cosas” se presente como la categoría más evidente de artefactos tanto tangibles como durables? Ciertamente confieso que cuando por primera vez tomé un puesto como un profesional académico en el campo de los estudios de cultura material en 1982, esto me parecía ser el límite de la ambición de aquellos estudios. En ese entonces empleaba dos fuentes en esta búsqueda. La primera fue el libro Frame Analysis [Los marcos

de la experiencia], en el cual el sociólogo Erving Goffman (1975) sostenía que mucho de nuestro comportamiento está pautado por las expectativas determinadas por los marcos que constituyen el contexto de acción. No nos subimos a un escenario para recuperar a una actriz en aparente aflicción, debido a que hay muchos elementos del teatro que proclaman que esta es violencia “actuada” en contraste con una “real”. Buscamos signos por los cuales la gente se distancia sola de los roles sociales que están jugando. ¿Están siendo irónicos o quieren ser tomados “en sentido literal”? Nosotros tomamos nota, usualmente de manera inconsciente, del lugar en el cual se establece la acción, o las ropas que visten, para darnos claves. Si un conferencista de pronto comenzó una conversación privada con un estudiante en el medio de una conferencia, todos se darían cuenta agudamente de las normas subyacentes de las conferencias como un género.

Mi segunda fuente fue The Sense of Order [El

sentido del orden] del historiador del arte E. H. Gombrich (1979). A diferencia de sus otros libros, éste se focalizaba no sobre la obra de arte, sino en el marco donde era puesta la obra de arte. Gombrich sostenía que cuando un marco es apropiado simplemente no lo vemos, debido a que nos trasmite sin problema el modo apropiado mediante el cual deberíamos encontrar aquello que enmarca. Es principalmente cuando es inapropiado (un Tiziano enmarcado en un flexiglás, o un Picasso en un dorado barroco) que repentinamente nos damos cuenta que de hecho hay un marco. Una versión más radical de la tesis de Gombrich sostendría que el arte existe sólo en la medida en que marcos tales como las galerías de arte o la misma categoría de “arte” aseguran que le tengamos un respeto particular, o paguemos un dinero en particular, por aquello que está contenido dentro de esos marcos. Es el marco, más que cualquier cualidad manifestada de manera independiente por la obra de arte, lo que provoca la respuesta especial que le damos como arte. Entre ellas, estas ideas de Goffman y de Gombrich constituyeron un argumento para lo que he llamado “la humildad de las cosas” (Miller 1987: 85.108). La conclusión sorprendente es que los objetos son importantes no debido a que son evidentes y físicamente limitan o posibilitan, sino usualmente porque precisamente no los “vemos”. Cuanto menos conscientes somos de ellos, más poderosamente pueden determinar nuestras expectativas a través del establecimiento de la escena y asegurando una conducta normativa, sin ser objeto de impugnación. Ellos determinan qué tiene lugar en la medida en que somos inconscientes de su capacidad para hacerlo. Una perspectiva tal parece ser descripta apropiadamente como “cultura material”, debido a que implica que mucho de lo que somos existe, no a través de nuestra conciencia o el cuerpo, sino como un ambiente exterior que nos habitúa y nos impulsa. Esta capacidad algo inesperada de los objetos para difuminarse fuera de foco y permanecer periféricos a nuestra visión y, sin embargo, determinantes de nuestra conducta e identidad, tuvo otro resultado importante. Ayudó a explicar por que tantos antropólogos menospreciaron a los estudios de cultura material como algo trivial o no comprendido. Los

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objetos habían logrado oscurecer su rol y a aparecer como no importantes. En un tiempo en el que los estudios de cultura material tenían un status extremadamente bajo dentro de la disciplina, parecía que los objetos habían sido exitosos en lograr esta humildad, al menos dentro de la antropología. La obra que ha establecido a tales ideas como fundacionales de la antropología, y a mi entender aún una de las principales publicaciones dentro de la antropología, fue Outline of a Theory of

Practice [La lógica de las prácticas*], de Pierre

Bourdieu (1977). En este libro Bourdieu mostró cómo la misma habilidad de los objetos para condicionar implícitamente a los actores humanos se convierte en el medio primario mediante el cual la gente es socializada como seres sociales. Los fundamentos de estas ideas provinieron de Claude Levi-Strauss, quien actuó de Hegel para el Marx de Bourdieu, en el sentido que Lévi-Strauss demostró en un nivel intelectual cómo los antropólogos necesitaban abandonar el estudio de las entidades y considerar a las cosas sólo como definidas por las relaciones que las constituían. Pero mientras que para Lévi-Strauss esto se convirtió bastante en un imponente ordenamiento implicando, si no una base cognitiva al menos en gran parte intelectual, con el mito como filosofía, Bourdieu transformó esto en una teoría de la práctica mucho más contextualizada. El estructuralismo fue transformado a la vez en un compromiso material, mucho más fluido y menos determinista con el mundo. Somos educados con las expectativas características de nuestro grupo social particular, en gran parte a través de lo que aprendemos en nuestro involucramiento con las relaciones encontradas entre las cosas de todos los días. Bourdieu enfatizó las categorías, órdenes y ubicaciones de los objetos – por ejemplo, las oposiciones espaciales en el hogar, o la relación entre los implementos agrícolas y las estaciones. Se sostenía que cada orden es homólogo con otros órdenes como el género, o la jerarquía social, y por ende lo menos tangible estaba basado en lo más tangible. Estos se convirtieron en los modos habituales de estar en el mundo y, en su orden subyacente, emergieron como una

* No hay una versión en castellano de Outline…Una versión modificada de la misma fue La lógica de las

prácticas [N. del T.]

segunda naturaleza o habitus. Esto combinaba el énfasis de Marx sobre la práctica material con las ideas fenomenológicas de figuras como Maurice Merleau-Ponty (1989) en nuestra “orientación” fundamental con respecto al mundo. Para Bourdieu, quien llevaba otro uniforme como teórico de la educación, estas taxonomías prácticas, estos órdenes de la vida cotidiana, eran los que almacenaban el poder de la reproducción social ya que, en efecto, ellos educaban a la gente en los órdenes normativos y las expectativas de su sociedad. Lo que ahora intentamos inculcar en los niños a través de la enseñanza pedagógica explícita, basada en gran parte en el lenguaje, previamente había sido inculcada en gran parte a través de la cultura material. Como habitus, esto se convirtió en el equivalente del sistema de categorías de Kant. En analogía con el espacio, el tiempo o la matemática, para cada grupo social existen ciertos parámetros subyacentes mediante los cuales los niños llegan a aprehender el mundo, un orden que llegan a suponer y esperar en cualquier conjunto nuevo de objetos que encuentren. Así, esto era una teoría de los objetos, pero no como artefactos solos, incapaces. La Cultura Material como una red de órdenes homólogos emergió como un fuerte fundamento para casi cualquier cosa que constituyera una sociedad dada. Esta teoría también ayudó a dar cuenta de la observación inicial que, incluso dentro de una religión como el Hinduismo, una creencia en la verdad última como una forma de inmaterialidad es expresada a pesar de todo a través de formas y prácticas materiales, tales como la arquitectura de los templos o el control del yoga sobre los cuerpos. Lo que demuestra poderosamente este ejemplo es que, efectivamente, es totalmente posible tener una teoría de los artefactos como objetos. En realidad, es probable que haya muchas de ellas. Un ejemplo particularmente influyente en la antropología fue aquél creado por el libro de Arjun Appadurai (1968) La vida social de las

cosas, en el cual la introducción del editor, en combinación con el capítulo de Igor Kopytoff (1986), reconsideró a los objetos con respecto a un núcleo de dualismo antropológico entre el don y el bien. Graficó una trayectoria para las cosas en sus capacidades para entrar y salir de diferentes condiciones de identificación y alienación. Así como Bourdieu ablandó e hizo

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más aplicable el estructuralismo más duro de Lévi-Strauss, la obra de Appadurai tuvo la virtud de ablandar el marco dualista en el cual se había atorado este debate sobre los bienes y los dones, y ayudó a facilitar su aplicación al análisis del intercambio y, de hecho, a la más amplia vida social de las cosas. Objetivación

Como ya se señaló, si bien es posible tener teorías de las cosas, cualquiera de ellas parece ignorar la ausencia evidente de cualquier definición defendible de la cosidad. Todas pueden ser condenadas como “vulgares” debido a que adoptan el sentido común más que una presuposición académica de lo que entendemos por la palabra cosa. ¿Una imagen efímera, un momento en una secuencia de video, es una cosa? ¿O si la imagen es congelada como una imagen fija, es ahora una cosa? ¿Es un sueño, una ciudad, una sensación, un derivado, una ideología, un paisaje, un desmoronamiento, un beso? No tengo la menor idea. Pero las preguntas que se dejan mendigando indican que en la práctica una teoría de la cultura material tenderá a presentarse como un subconjunto de alguna teoría más general de la cultura. Pero cuando el término cultura es puesto bajo un reflector puede ser al menos tan problemático como el término cultura material. De verdad, es probablemente el único concepto más criticado dentro de la antropología contemporánea. También parece ser entendido mejor como una limitación pragmática sobre un entendimiento del mundo aún mayor. Por ende la tentación es comenzar en cambio desde arriba, desde la definición más abarcadora de nuestro objeto de entendimiento y luego trabajar hacia abajo. Yo sostendría que esta abarcamiento filosófico fue logrado por primera vez a través de la obra de Hegel, y que algo de su presuposición en ver su propia contribución como constituyendo “el fin de la filosofía” estaba justificada. El sistema de pensamiento que desarrolló resuelve, en su nivel más alto, mucho de los temas principales de la filosofía, incluyendo aquel de la materialidad. En su Fenomenología del espíritu, Hegel (1977) propone que no puede haber una separación fundamental entre humanidad y materialidad – que todo lo que somos y hacemos surge del

reflejo de nosotros mismos [o bien “de la reflexión sobre nosotros mismos” (reflexion = reflexión, reflejo) N. del T.] dado por la imagen en el espejo del proceso mediante el cual nosotros creamos forma y somos creados por el mismo proceso. Tomemos el ejemplo más conocido de Bourdieu (1970), la casa Kabyle. La casa no es cierta emanación natural. Es creada por artesanos con mayor o menor habilidad para convertirse en un objeto cultural dentro del cual estos mismos artesanos ven reflejada y entendida su propia identidad como Kabyles. No podemos comprehender nada, incluso a nosotros mismos, excepto como forma, un cuerpo, una categoría, o inclusive un sueño. A medida que esas formas se desarrollan en su sofisticación, somos capaces de ver en ellas posibilidades más complejas para nosotros. A medida que creamos leyes, nos entendemos a nosotros mismos como gente con derechos y limitaciones. A medida que creamos arte podemos vernos a nosotros mismos como un genio o como no sofisticados. No podemos saber quiénes somos, o llegar a ser lo que somos, más que mirando en un espejo material, que es el mundo histórico creado por aquellos que vivieron antes que nosotros. Este mundo nos enfrenta como cultura material y continúa evolucionando a través de nosotros. Para Hegel, este proceso circular tenía una forma secuencial particular: el proceso fundamental de objetivación (Miller 1987: 19-33). Todo lo que creamos tiene, en virtud de ese acto, el potencial tanto de aparecer, como de convertirse en, ajeno a nosotros. Podemos no reconocer nuestras creaciones como aquellas de la historia o de nosotros mismos. Ellas pueden tomar su propio interés y trayectoria. Un orden social, tal como una jerarquía, puede llegarnos como inmutable y como uno que nos sitúa como oprimidos. No parece haber sido creada por gente; se experiencia como sui generis. Aún un sueño puede ser atribuido a alguna otra agencia y literalmente “embrujarnos”. Pero una vez que comprendemos que estas cosas son creadas en la historia o en imaginaciones, podemos comenzar a entender el mismo proceso que da cuenta de nuestra propia especificidad, y este entendimiento nos cambia en una nueva clase de persona, una que puede actuar potencialmente sobre ese entendimiento. Como nota Rowlands en su contribución, el punto crítico sobre una teoría dialéctica como la objetivación es que no

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es una teoría de la constitución mutua de formas previas, tal como sujetos y objetos. Es completamente distinta de una teoría de la representación. En la objetivación todo lo que tenemos es un proceso en el tiempo mediante el cual el propio acto de creación de formas crea conciencia o capacidad, tal como habilidad, y de este modo transforma a ambas, a la forma y la auto-conciencia de aquello que tiene conciencia, o la capacidad de aquello que ahora tiene habilidad. Una sociedad puede desarrollar un sistema de educación. Yendo a la escuela, un miembro de esa sociedad gana la capacidad de reproducir los entendimientos acumulados desde generaciones. Como tal, la educación puede corresponder a un elemento de nuestra “razón”, y en La Filosofía del

Derecho, Hegel (1967) sostiene que un sistema educativo tal corresponde con lo que puede ser llamado educación “real”: esto es, una que satisface la razón por detrás de la idea de educación, que es mejorar las capacidades de aquellos quienes son educados. Una persona es creada a través de un proceso así. No es que la educación les aconteció; no podemos separar la porción de ellos que está constituida como educada de aquella otra porción que no lo es (Miller 2001: 176-183). Pero cada forma que producimos tenderá a su propio auto-agrandamiento e intereses. La educación puede institucionalizarse como un sistema crecientemente orientado a sus propios intereses. Se puede convertir en una escuela de internado opresiva de un solo sexo cuyo personal sádico mutile más que construya la capacidad de sus pupilos. Como tal, resta más que expande quienes podemos ser. Para Hegel esto no sería más educación “real”; más bien, sería una forma de alienación. Un argumento similar puede ser hecho para la ley, la religión, el arte, o realmente cualquier práctica humana. La ley puede ser el instrumento de la justicia que se supone que representa, o puede convertirse meramente en el auto-agrandamiento y generación de ingresos de los abogados. De manera dialéctica, producimos y somos los productos de estos procesos históricos. Por un lado, producimos religión o finanzas; por el otro, la existencia de la religión y de las finanzas produce nuestra especificidad como un sacerdote en el antiguo Egipto o como un operador de derivados japonés. Por tanto,

nuestra humanidad no es anterior a lo que ésta crea. Lo que es anterior es el proceso de objetivación que da forma y produce a su paso lo que se nos aparece a nosotros tanto como sujetos autónomos y objetos autónomos, lo que nos lleva a pensar en términos de una persona usando un objeto o una institución. Por consiguiente hay un nivel de filosofía en el cual es erróneo hablar de sujetos y objetos. Estas son meras apariencias que vemos emergiendo al paso del proceso de objetivación en la medida que éste procede como un proceso histórico. Todo lo que puede ser privilegiado apropiadamente en este nivel filosófico es el proceso de objetivación en sí mismo. Como antropólogos, sin embargo, en algún punto tendremos que descender de este lugar de revelación última en el pico de la montaña. Deberemos retornar a las poblaciones en masa que se consideran a sí mismas, de hecho, gente usando objetos. Es importante entonces mapear explícitamente el camino hacia abajo volviendo a la etnografía. Prefiero ver esto como una serie de pasos que llevan al lugar particular de la cultura material, donde desearía residir. En la filosofía de la objetivación Hegel provee mucho más que una teoría de la cultura. Su interés primario estaba en la naturaleza de la lógica y la razón. Pero un subconjunto de esta teoría puede ser usada en realidad como una teoría de la cultura; aquellas formas que son de interés debido a que producen las capacidades de gente particular en un espacio y tiempo particular. Simmel y Marx en sus diferentes modos lucharon por una teoría dialéctica de la cultura, como de hecho lo hicieron otros, tales como Jean-Paul Sartre (1976) o, para tomar un ejemplo reciente, el geógrafo humano David Harvey (1996). A su vez, una teoría de la cultura material puede ser formulada como un sub-conjunto vulgarizado de esa teoría de la cultura. Esto nos lleva de nuevo abajo, de un porrazo, a un sitio no lejos de Bourdieu, quien tomó una ruta paralela, pero reconocible. Al bajar de la montaña no necesitamos echar por la borda lo que nos ha sido dado. Había una razón para ir a allá arriba en primer lugar. Ahora apreciamos que si estamos tratando con artefactos mundanos tales como ropas o estatuas, o con imágenes e instituciones más complejas como sueños o la ley, no hay nada sin objetivación. No hay formas pre-objetivadas, y cualquier reclamo romántico, por ejemplo, por el arte, el primitivismo, el

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psicoanálisis, la psicología evolutiva u otros que impliquen una posibilidad tal, pueden ser rechazados con seguridad. Pero la teoría dialéctica de ninguna manera es la única fuente de esta experiencia de trascendencia. Hay montones de otras gentes quienes sostienen que han inventado la rueda que rescata a la antropología de la dualidad simplista de sujetos y objetos. Agencia

Dos de los aportes influyentes más recientes para una teoría potencial de la cultura material y la materialidad vienen del trabajo de Bruno Latour y de Alfred Gell, y convenientemente ambas se focalizan en el término agencia. Como muchos capítulos de este volumen lo ponen claro, Latour está igualmente interesado en elevar a la antropología a un nivel por arriba de aquél de las distinciones convencionales de la sociedad y sus objetos. Si crítica primaria ha estado orientada al modo en el que dualismo ha sido expresado en la distinción aparentemente absoluta entre ciencia y sociedad. Por medio de la investigación académica en la práctica de la ciencia, él ha sido capaz de demostrar que ésta realmente muestra poca relación con su propia representación dominante – que la realidad del mundo consiste casi enteramente de una hibridad dentro de la cual es imposible disgregar aquello que es natural y legaliforme e inmutable, y aquello que es humano, interpretativo y a veces caprichoso5. Latour nos ve como enganchados en una práctica constante y algo diluida de “purificación”. En nuestra sociedad la ciencia ignora de manera rutinaria la evidencia del carácter híbrido de la práctica, y lucha por elevar su propio status, mediante una forma de auto-representación que la presenta inequívocamente objetiva y determinada. El corolario de este teorema reside en el grado en el cual el status de humanidad es reforzado presentándonos limpios de cualquier cualidad determinista o mecanicista. Una de sus estrategias más influyentes en la guerra en contra de la purificación ha sido tomar el concepto de agencia, en otro tiempo sacralizado como la propiedad esencial y definitoria de las personas, y aplicar este concepto al mundo no humano, sea éste organismos tales como bacterias o el sistema de transporte putativo de París. Mientras las

formas materiales tengan consecuencias para la gente que sean autónomas de la agencia humana, puede decirse que poseen la agencia que causa esos efectos. Una computadora que se cuelga, y por ende impide que un formulario sea enviado a tiempo, una enfermedad que nos mata, una planta que “rechaza” crecer de la forma que esperamos cuando la plantamos, son los agentes detrás de lo que sucede subsecuentemente. En un retroceso parcial al estructuralismo, lo que interesa a menudo pueden no ser las entidades en sí mismas, humanas u otras, sino más bien la red de agentes y las relaciones entre ellos. “El primer motor de una acción se convierte en un conjunto de prácticas distribuidas, anidadas, cuya suma es posible que agregue pero sólo si respetamos el rol mediador de todos los actantes movilizados en la serie” (Latour 1999: 181). La gente no vuela, ni lo hace un bombardero B52, pero la Fuerza Aérea norteamericana sí lo hace. Para sostener este punto necesita ser tan firme en su crítica de la antropología “social” como en su crítica de la ciencia. Sus comentarios sobre Émile Durkheim son siempre en el sentido que la ciencia social privilegia la sociedad y ve a los objetos en gran parte como representaciones proyectadas de la sociedad, colocando entre paréntesis la cultura en oposición a la naturaleza. La hibridad que la antropología social reconoce como central en las sociedades premodernas no es aplicada en el análisis de las sociedades modernas, como las nuestras, definidas como aquellas que fetichizan a la ciencia, la naturaleza y la sociedad. El castiga a esta tradición durkheimiana por faltarle la profusión de no humanos y los efectos de su agencia. En contraste, enfatiza la agencia de este mundo no humano, tales como los microbios o las máquinas, la que no puede ser reducida a un mero epifenómeno de lo social. Latour no se describiría nunca a si mismo como un pensador dialéctico, quizás (y estoy adivinando) debido a la crítica estridente de la dialéctica como la “gran narrativa” por parte de la filosofía francesa postmoderna, o la asociación de la agencia con personalidad en el existencialismo de Jean-Paul Sartre, quien se veía a sí mismo como un pensador dialéctico. Así, “la dialéctica hegeliana, de acuerdo a Latour, expande el abismo entre los polos del sujeto y el

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objeto que tiene por objeto cubrir” (Dose 1999:99). Esto es más o menos el opuesto exacto a lo que yo acabo de proponer. Pero no encuentro ningún mérito en una disputa donde los académicos influidos por Latour acusen a los pensadores dialécticos de retener del dualismo de sujetos y objetos que ellos reclaman haber transcendido, y los pensadores dialécticos hagan la misma acusación a los seguidores de Latour. En cualquier caso, nos beneficiamos más con aquellos quienes han usado estos ideales filosóficos para producir etnografías que demuestran los logros alcanzados mediante la negativa a reducirse a sujetos y objetos. Mucha de la belleza de los escritos de Latour se halla donde sigue cuidadosamente las etapas de mediación entre estos dos (por ej., Latour 1999: 24-79). Sin embargo, poniendo el énfasis sobre los objetos de la ciencia, más que en los artefactos, perdemos algo de la cualidad del artefacto que huele a una creatividad histórica previa. Es el artefacto el que es el foco del habitus y en efecto de gran parte de los estudios de cultura material recientes. Los artefactos también están en gran parte a la palestra dentro de otra importante contribución de los años recientes para una teoría de la agencia de los objetos, aquella de Gell (1998) en su libro Art and Agency. Esencialmente, el libro de Gell es una refutación de una teoría estética del arte, la que es reemplazada por una teoría de los efectos que el arte ha logrado como la agencia distribuida de algunos sujetos sobre otros sujetos. De manera central a esto hay una teoría de la abducción. No es una teoría de la inferencia causal, sino más bien una teoría de la intencionalidad inferida. En síntesis, sostiene que naturalmente tendemos a imaginar que tiene que haber cierta clase de agencia social cuando quiera que encontremos un efecto. Parecemos tener cierta pasión por atribuirle agencia a otras personas y cosas. Por ejemplo, alegremente antropomorfizamos a los objetos como agentes: podemos acusar a un auto de traición si se rompe cuando lo necesitamos. Webb Keane (1997) ha contribuido con una etnografía completa basada en el mismo argumento. En el libro de Keane una prenda de vestir no se “rasga” meramente por accidente; alguien tiene que haber causado esto. Así es que debemos atribuir la agencia que se supone que reside por detrás del evento. Esto me parece como marcadamente cercano a la lógica

expresada en los diarios que leo todos los días. No interesa cuán complejas sean nuestra instituciones, no ocurre ninguna noticia sin la suposición que tiene que haber asociada una culpa, en la forma de acción intencional. La única diferencia es que en el periodismo contemporáneo insistimos en que la culpa debe ser adjudicada a personas, mientras que otras sociedades estarían preparadas para culpar a espíritus malignos de algún tipo. De este modo, la de Gell, es una teoría del antropomorfismo natural, donde nuestro punto de referencia primario es la gente y su intencionalidad por detrás del mundo de los artefactos. En su capítulo final sostiene que esto brinda una teoría de la obra de arte. En efecto, los productos creativos de una persona o de la gente se convierten en su “mente distribuida” que torna a su agencia en sus efectos, como influencias sobre las mentes de los otros. Me gusta pensar su libro como el primo ejemplo de su teoría. Trágicamente, Alfred Gell murió antes de que fuera publicado, pero el libro como un artefacto u obra de arte permanece como su mente distribuida y continúa creando efectos que en este caso atribuimos apropiadamente a su sabiduría y a menudo a su ingenio. Gell (1998: 20-21) y Latour (1999: 176-180) tienen discusiones similares sobre la agencia de los revólveres y las minas terrestres en contra de aquellos quienes los disparan o las siembran, de manera tal de señalar sus puntos sobre la centralidad de la agencia. Pero mientras Latour está buscando a los no humanos debajo del nivel de la agencia humana, Gell está mirando a través de los objetos a la agencia humana enclavada que inferimos que ellos contienen. En este sentido Gell está más cercano al núcleo de la antropología social británica reciente que parece haber gravitado alrededor de un eje que conduce de Durkheim a Marcel Mauss. Para Marilyn Srathern (1988) la forma de objetivación que domina en Melanesia es la de la personificación, donde es una persona la que se convierte en el objeto a través del cual la gente lee la agencia previa que los creó. Para concluir esta discusión de la resolución filosófica de la materialidad quiero proponer sus limitaciones. Pareciera como si todos los teóricos de la materialidad están condenados a reinventar una rueda filosófica particular. Esta rueda consiste en el proceso circular en cuyo nivel no

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podemos diferenciar sean los sujetos per se o los objetos per se. Existe entonces en filosofía una “solución” al problema de la materialidad que consiste en la disolución de nuestro dualismo de “sentido común” en el cual los objetos y los sujetos son vistos como separados y en relación uno con el otro. Esto era evidentemente la conclusión de la teoría dialéctica y también se encontraba en la obra de Bruno Latour. Una alternativa que yo no he elegido discutir aquí podría haber sido la fenomenología. Obviamente esos debates filosóficos realmente nunca terminan, y muchas de las contribuciones de este volumen pueden ser vistas como tratando de poner varios radios en esta rueda filosófica o quitar varios radios de esa misma. Mientras es posible transcender de este modo la vulgaridad de nuestra aprehensión dualística del mundo a través de comprometernos con éste sólo a través de los niveles más elevados y abstractos niveles dados en la filosofía, yo sostendría que esto nunca puede constituir una aproximación antropológica a la materialidad. La antropología siempre incorpora un compromiso que comienza desde la posición opuesta a aquella de la filosofía – una posición tomada a partir de su encuentro empatético con las prácticas menos abstractas y más plenamente comprometidas de diferentes gentes en el mundo. En este encuentro bajamos de las alturas filosóficas y nos esforzamos por la misma vulgaridad que la filosofía necesariamente esquiva. Podemos encontrarnos usualmente llevando a cabo investigaciones entre gente para quienes el “sentido común” consiste en una clara distinción entre sujetos y objetos, definida por su oposición. Pueden ver a cualquier intento por trascender esta distinción como mistificatoria y ofuscante. Como parte de nuestro compromiso necesariamente intentaremos empatizar con esas visiones. Además, nos esforzaremos para incluir dentro de nuestro análisis las consecuencias sociales de conceptualizar al mundo como dividido de este modo. Por ejemplo, podríamos hallar que aquellos que se esfuerzan por resoluciones más abstractas, como en la filosofía, tienden a denigrar a otros como engañados, vulgares o simplistas por sus preferencias por perspectivas más pragmáticas y menos abstractas. La filosofía se puede convertir simplemente en una herramienta para describir a otros como falsos o estúpidos.

Así, nuestro rol es uno de mediadores. Primero tomamos estas aprehensiones del sentido común y sacamos conclusiones teóricas y analíticas a partir de los lugares particulares que mantienen en mundos particulares. Tratamos de reconocer que en un tiempo y lugar dados habrá un lazo entre el compromiso [engagement] práctico con la materialidad y las creencias o filosofía que emergió en ese tiempo. Un ejemplo maravilloso proviene del éxito de James Davidson (1998) en enlazar los modos de consumo, tales como comer pescado en la Atenas del siglo V a.C., con el surgimiento de ciertos sistemas políticos y filosóficos de pensamiento. Así, habiendo reconocido este enlace, mediamos entre los polos de la filosofía y de la práctica. Al mismo tiempo que hemos mostrado que es posible en filosofía trascender el dualismo de sujetos y objetos, como antropólogos necesitamos ser conscientes de cuyos intereses son servidos haciendo esta afirmación. Como sostuvo Jürgen Habermas (1972) en Conocimiento e Intereses

Humanos, no podemos, en antropología, separar nuestra posición sobre la veracidad de tales representaciones de nuestro estudio de las consecuencias de aquellas representaciones. Habiendo mostrado que podemos ser filósofos, necesitamos el coraje para rechazar esta ambición y retornar a la empatía etnográfica y el lenguaje ordinario6. Retornaré a este tema al final del capítulo. Materialidad y poder

Comienzo con la observación que la búsqueda de la inmaterialidad ha dominado el compromiso entre cosmología y materialidad. Esto es demostrado en el primer capítulo de este volumen. Nuestra continua fascinación con el antiguo Egipto descansa en gran medida en su monumentalidad. Este pueblo fue tan exitoso en su interés obsesivo con preservarse a si mismos para el más allá que sus restos permean nuestras propias vidas. Permanecemos en trance por la trilogía de momias, estatuas y pirámides. Lo que Lynn Meskell nos fuerza a reconocer es que este encuentro implica inmediatamente dos posiciones hacia la naturaleza de la materialidad en sí misma: aquella de la gente que creó estas formas, y aquella de nuestra aprehensión de esas formas. A través de su investigación de las fuentes, Meskell revela cómo cada una de esta trilogía de objetos fascinantes estuvo basada en

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un conjunto de creencias sobre la materialidad, incluyendo suposiciones filosóficas particulares sobre preservación, escala y mímesis. Ellos requerían imaginación sobre qué forma material precisa es apropiada para una deidad, o para el alma en su vida en el más allá. Para los dioses, la forma correcta de una estatua era en realidad dadora de vida. Para los vivientes, gran parte de su tiempo en la Tierra podría pasarse tratando de asegurar su preservación subsecuente a través de la construcción de la materialidad de la vida en el más allá como momias. La pura materialidad expresada como una de las grandes pirámides daba al verdadero sentido de “existir” una forma y figura precisas. Junto con el Hinduismo o la Cristiandad, esta cosmología descansaba sobre una creencia en la superioridad inherente del mundo inmaterial. Pero fue la fe en el potencial de la monumentalidad para expresar la inmaterialidad del antiguo Egipto la que ha creado su legado como una presencia material en nuestro mundo. Continuamos siendo cautivados por las estatuas, las momias y las pirámides debido a la fe muy exuberante que los egipcios pusieron en el proceso de materialización como un medio para asegurar su propia trans-sustanciación inmortal. Crearon de este modo entre los primeros monumentos de la humanidad para la búsqueda de un medio de trascender nuestra propia materialidad. La misma escala y temporalidad del antiguo Egipto parece disminuirnos como meros individuos, en gran parte de la misma manera que se intentó disminuir a la población que los construyeron. La paradoja central continúa dentro del consumismo moderno, donde la pirámide es un símbolo del consumismo masivo (la pirámide de un casino de Las Vegas) y como un signo clave (o, como tan a menudo, un llavero) de esa espiritualidad de la New Age que se imagina a sí misma en oposición a este consumismo. De manera central en el análisis de Meskell está la evidencia que a través de la monumentalidad lo divino podría ser aprehendido y controladas tanto la sociedad como la naturaleza. El tema de la monumentalidad de este modo pone en primer plano el interno de la humanidad para controlar los grados de materialidad. Con los monumentos algunas cosas parecen más materiales que otras, y su propia masividad y gravedad se convierten

en su fuente de poder. Este punto puede ser generalizado mucho más allá del caso de los monumentos, como es demostrado en el capítulo siguiente de Michael Rowlands, para quien la distinción clave en el materialismo no debe ser entre sujetos “de confección” [ready-made] sino entre la materialidad relativa. Este es el grado en el cual algunas personas y cosas pueden ser vistas como más materiales que otras. Abundan las metáforas apropiadas: algunas personas y objetos son vistos como de peso con seriedad, otras son superficiales y pequeñas. Alguna gente aparece como grande, aún cuando preferiríamos que no. Otras, pese lo duro que traten de ganar nuestra atención, nos arreglamos para dejarlos en la periferia de nuestras visión. En su ejemplo clave, una persona particular, el Fon (un jefe en Camerún), y todos aquellos objetos que se entiende que emanan a partir de su presencia, tienen una considerable densidad. La materialidad se logra mediante sustancias mediante el proceso de circulación a través de su cuerpo y la presencia, de este modo, por ejemplo, de su saliva es en sí misma eficaz para cambiar el orden de las cosas. Por contraste, sus sujetos luchan por tener presencia como personas, pero simplemente no poseen la realidad concedida al cuerpo del Fon. Todos los otros cuerpos son meras sombras del cuerpo real. Mientras Meskell indica el extraordinario golfo entre el divino y el ordinario en la muerte, Rowlands llama nuestra atención sobre la afirmación de tales distinciones en la vida. Rowlands usa el ejemplo del Fon para indicar por qué, para Marx, la posición hacia la materialidad era central tanto para su filosofía como para su política. Aquí estamos tratando de reconocer la materialidad de las personas para evitar su reificación en un sujeto, una cosa purificada de objetos. Pero bajo los lentes que nos brinda Marx esto toma un matiz particular. Para Marx, el proletariado bajo el capitalismo fue reducido a una mera cosa, despojado de su personalidad. Pero esto no estaba basado en una separación dualista – sujetos con personalidad y objetos con materialidad. Muy por el contrario. Para Marx, el filósofo dialéctico, los trabajadores perdieron su humanidad precisamente debido a que les fue negada su existencia material como gente que se hacía a sí misma a través de su propio trabajo, en su transformación de la naturaleza. Bajo el

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capitalismo la misma naturaleza fue alienada como una propiedad privada. Así, en el pensamiento dialéctico, un materialismo adecuado es aquel que reconoce la irreductible relación de la cultura, la que a través de la producción (yo agregaría consumo) crea personas en y a través de su materialidad. El capitalismo divide aparte cultura y personas en bienes separados a partir de sus capacidades intrínsecas de construir personas, y a la ilusión del humanismo puro fuera de la materialidad. Para Marx, el materialismo es un reconocimiento de las consecuencias de la materialidad. Los dueños de la propiedad privada podrían, como el Fon, tener mayores consecuencias como resultados de su presencia extendida en el mundo material; aquellos que no poseen propiedad, por comparación, son convertidos en insustanciales. El colonialismo, para Rowlands, se convierte en el mayor caso de este punto. Los poderes coloniales tomaron para sí mismos la posesión de la mayor parte del mundo como propiedad, de manera tal que cosas y personas ahora existían diferencialmente. La sustancia residía en aquellos o en aquello que poseyera lo que el colonialismo reconocía como forma, o muy literalmente como “formulario”* que tenía que ser completado para que uno fuera “reconocido”. Algunas personas tenían acceso a esta materialidad reconocida y por ende para ellos mismos; otros estaban alienados de ambos. Fueron apartados de su propia materialidad y convertidos así en insustanciales. La implicación del capítulo de Rowlands es que necesitamos tener mucha mayor sensibilidad a la materialidad relativa. Esto nos lleva a su vez al punto central en el capítulo de Fred Myers, que nos lleva desde una insistencia sobre la materialidad relativa a un énfasis en las materialidades plurales. En el capítulo de Myers hay al menos tres dimensiones ideológicas diferentes, cada una de las cuales desafiaría esta atribución de sustancia a personas y cosas. Primero, están los fundamentos ideológicos de lo que se ha convertido en la conceptualización convencional del arte. El arte está basado en una estética kantiana, la que atribuye mayor presencia material a algunas imágenes que a otras. Mientras nuestra

* Aquí el autor hace un juego de palabras entre “forms” como plural de “formas” y como “formulario” (N. del T.)

conciencia (o inclusive, inconciencia) puede asimilar rápidamente y rechazar los objetos ordinarios, se dice que una obra de arte resiste cualquiera aprehensión fácil o rápida. Se impone a nuestra atención. Esto es visto como propiedad universal de la imagen, sin considerar quién la produjo. Una obra de arte es definida por su densidad, una opacidad que no podemos simplemente contemplar con una mirada, sin ver. El arte es la imagen que devuelve la inversión de nuestra mirada con interés. Pero Myers introduce luego una segunda ideología, la que genera la ley de la propiedad privada, que es invocada por el interés en los derechos de autor y de copia [copyright] sobre las imágenes creadas por artistas Aborígenes*. La propiedad privada introduce una forma legal distinta que insiste en que si un objeto tiene una relación con una persona particular o con una corporación, esta relación le brinda fijeza y solidez. La da a esa persona o corporación el derecho a reclamar la imagen como un instrumento de su propia creación y puede negar ese derecho a otros. Estas leyes pueden ser usadas para proteger los derechos de sus creadores, pero solo en la medida que la autoridad y los principios que yacen detrás de esa ley sean aceptados. El problema enfrentado por Myers no es que los pueblos Aborígenes no tengan un sistema de estética y leyes, sino precisamente – como es evidente en el trabajo previo de Myers (1986, 2003) – que lo tiene. De este modo, las dos primeras ideologías interactúan con una tercera. Para estos pintores, algunas cosas siempre han sido más materiales que otras. Algunas tienen una solidez considerable, poder, autoridad ritual e identidad como propiedad colectiva, mientras otras no. Entre los Aborígenes, como en cualquier sociedad, algunas cosas importan más que otras. Así, en el núcleo del capítulo de Myers está el potencial para el conflicto entre tres sistemas, cada uno de los cuales jerarquizaría algunas imágenes como más materiales que otras. La universalidad del arte, la universalidad de la ley de propiedad, y la universalidad de la cosmología Aborigen (lo que Myers denomina el “sistema revelador de valores”), están todas luchando por el mismo campo de práctica. Las relaciones de poder pueden causar un movimiento desde un

* Se refiere a los Aborígenes australianos (N. del T.)

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escalafón a otro, lo que determina cuán sólida es una cosa. Muchas aproximaciones al poder reconocen que los modos en que ciertas formas son privilegiadas como categorías, o inclusive discursos, mientras otras son rechazadas como detritos. No por nada Foucault eligió títulos como Las palabras y las

cosas [The Order of Things] (2001) y Arqueología

del saber (2002) para los libros que documentan los cambios históricos en el modo en que la gente ha pensado sobre la materialidad y que asignaron ciertos órdenes y objetos de acuerdo con ello, de tal o cual manera. Estas yuxtaposiciones usualmente son fortuitas más que deliberadas. Usualmente lo que encuentran antropólogos como Myers es simplemente la lucha para dar sentido y establecer cierto tipo de consistencia entre estos diferentes escalafones de materialidad dentro de condiciones de poder particulares. La responsabilidad del etnógrafo es documentar el modo en que esto parece tener éxito en la práctica. El estudio de la cultura material por lo común se convierte en un modo efectivo de entender el poder, no como cierta abstracción, sino como el modo mediante el cual ciertas formas o gente se realizan, comúnmente a expensas de otras. Mientras el capítulo de Rowlands demuestra cómo la materialidad, en general, es relativa al poder, el capítulo de Myers complementa esto mostrando cómo la materialidad es relativa a regímenes especiales, cada uno de los cuales intenta comandar nuestra aprehensión de esta materialidad relativa. Al principio de esta introducción se señalaron dos lazos primarios entre la materialidad y la humanidad. El primero asociado con el repudio religioso a la mera materialidad como una fachada que enmascara la realidad, y el segundo con una economía que ve a la humanidad como una capacidad que es desarrollada por su posesión de bienes. El primero nos lleva a los intereses de los capítulos de Rowlands y de Meyers en la pluralidad de formas de materialidad y su grado relativo. Pero la antropología ha estado profundamente comprometida con las implicancias del último en el estudio del poder. Esto ha surgido parcialmente a partir de su crítica al crecimiento en las posesiones per se usado como una medida suficiente del bienestar. Al menos desde el ensayo de Marshall Sahlins (1974) “La sociedad

opulenta original”, los antropólogos han insistido acerca de una noción relativizar del bienestar humano. Típicamente los antropólogos insisten que no es meramente la posesión de objetos que determina el bien-estar sino la capacidad de auto-creación de una sociedad o individuos, que es creada a través a la apropiación de objetos7. Un foco sobre las personas y sus capacidades podría haber llevado fácilmente de un materialismo crudo a un humanismo crudo. En cambio, los antropólogos y algunos economistas trabajan con un sentido más amplio de capacidad. Esta perspectiva puede ser reincorporada dentro del interés más general por el poder encontrado en los capítulos de Rowlands y Meyers. Son los encuentros etnográficos en Australia Central y las sabanas de Camerún los que demuestran justo por qué necesitamos reemplazar las “medidas” simplistas de bienestar. También es común que cuando se trata de organizaciones en desarrollo y otras burocracias, emergen de manera más claras las contradicciones de la materialidad. El etnógrafo ve cómo la agencia de las personas se convierte en su mayoría en una expresión, más que en una fuente, de la estética y de las estructuras de esas instituciones. La gente en instituciones tales como la burocracia aparece principalmente como el producto de la absoluta autoridad y la densidad constituida por la materialidad institucionalizada – esto es, sometidas a las formas, regulaciones, convenciones y procedimientos (por ej., Riles 2001, Miller 2003, pero también Rose 1990 y otros influidos por Foucault). Es en este nivel institucional que el punto general se hace notablemente claro: el poder es, entre otras cosas, una propiedad de la materialidad. Inmaterialidad

Kaori O´Connor, una estudiante mía que recientemente ha completado su doctorado, escribió su tesis (2003) sobre cultura inmaterial. Muchos estudios dentro de la cultura material revelan el modo en que los grupos llegan a entenderse a sí mismos y se convierten en lo que son a través de su apropiación de bienes – por ejemplo, el uso de subculturas de las motos y los estilos de vestimenta. Ella argumentó que la cohorte de gente nacida durante la postguerra en

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Inglaterra [baby-boomer]* podría haber sido transformada de forma similar en una identidad más adecuada que meramente aquella de la “juventud desvanecida” si hubiera habido bienes a través de los cuales podría haberse llevado a cabo un auto transformación así. Pero los bienes adecuados no existen, y por ende quedaron como baby boomers. Su pregunta es por qué no existen esos bienes. En contraste con la mayoría de la investigación histórica, su perspectiva es la de la historia contrafactual para explorar a la inmaterialidad como la ausencia de cultura material. No es simplemente un caso de fracaso del mercado en producir los bienes que este grupo quería; es más bien la ausencia de un crecimiento de productores y consumidores a través de un fracaso en la objetivación, que se hace evidente sólo cuando seguimos lo que podría haber sucedido del modo contrario. Este uno de los muchos modos en los cuales la cultura inmaterial, como la otra cara de la moneda de la materialidad, puede ser productiva. Victor Buchli y Gavin Lucas (2001), por ejemplo, consideran las premisas de la arqueología como basadas en especulaciones sobre qué materiales no han sobrevivido y qué objetos no han sido abandonados. Una teoría de la objetivación deja muy poco espacio para un concepto de lo inmaterial, debido a que aún conceptualizar es dar forma y crear conciencia. Como máximo podemos reconocer que la gente ve ciertas cosas como

* Baby boom es una expresión inglesa surgida tras la

Segunda Guerra Mundial para definir el periodo de tiempo con un extraordinario número de nacimientos que se dio entre 1946 y 1964. En España se designa así al periodo de mayor natalidad que ha tenido este país, entre 1957 y 1977, y que incrementó notablemente su población. Este proceso tuvo una media de diez años de retraso respecto al mismo fenómeno en el resto de Europa Occidental y Estados Unidos. En Francia este periodo va de 1947 a 1963. Por extensión se denomina generación baby boom ó baby boomers a los individuos nacidos durante estos años. Este grupo estableció las bases de una nueva sociedad, con sus costumbres, con su ropa su música y sus demandas políticas. Los mercadólogos visionarios desarrollan programas específicos para atender las necesidades y expectativas de los baby boomers. Productos inteligentes presentados de tal forma que se evita sentir viejo o débil a este grupo, al mismo tiempo que brindan comodidad, confianza y solución (N. del T.).

menos tangibles o más abstractas. Sin embargo, cuando bajamos del pico filosófico nos encontramos con muchos dualismos diferentes que oponen lo material a lo inmaterial. Para volver a mi ejemplo inicial, en el Hinduismo la ruta a la inmaterialidad toma varias “formas”. En India encontramos una jerarquía en la masa de pequeñas y dispares imágenes de espíritus regionales y divinidades quienes han sido incorporadas en el panteón más grande de las deidades hindúes. Estas deidades, a su vez usualmente son vistas como “avatares”, manifestaciones expresivas de las deidades principales, como Siva y Vishnu. Las deidades principales, a su vez, son vistas por algunos como aspectos de una deidad suprema. En niveles filosóficos más altos la idea de una deidad es vista en sí misma como una interpretación vulgar de un sentido más trascendental de iluminación para aquellos cuya conciencia puede lograr tales alturas. De este modo, uno podría etiquetar correctamente al Hinduismo como politeísta, monoteísta e inclusive ateísta, debido parcialmente a que cada uno es visto como apropiado para la capacidad de ciertas clases de personas para aprehender la “realidad” por detrás de la mera materialidad. A su vez, estos diferentes entendimientos de la inmaterialidad se expresan a través de formas materiales. Consideremos cómo en el Budismo la iluminación está indicada por íconos que van desde aspectos de Buda a la huella de su pie. Como un ejemplo primario de lo que Latour (2002) denomina Iconochoque [Iconoclash], los Talibanes destruyeron los Budas de Bamiyan, pero como nota Jean-Michel Frodon (2002: 221-223), en cierto sentido, de este modo ellos se traicionaron a sí mismos, debido a que de esta manera también “hicieron política con imágenes”. Por esta razón, Latour (2002) aboga por un mayor reconocimiento de la materialidad implícita en la tecnología mediante la cual las imágenes son creadas y destruidas. Si existe una trayectoria cultural inherente hacia la inmaterialidad implicada en la mayoría de las prácticas y creencias religiosas, no es entonces sorprendente que de tiempo en tiempo veamos liberarse a esta trayectoria para convertirse en un imperativo dominante de grupos religiosos particulares. El capítulo de Mathew Engelke se refiere a una población que parece existir en gran parte de manera tal de clarificar la lógica de esta

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posición. La ruptura original entre el Catolicismo y el Protestantismo contenía algunos debates fascinantes sobre la materialidad de la religión. Desde entonces ha habido movimientos dentro del Protestantismo que han tendido hacia la iconoclastía y el ascetismo como intentos para traer al primer plano la importancia de la inmaterialidad para la espiritualidad. Los apostólicos Masowe estudiados por Engelke llevan esto a su conclusión lógica en varios aspectos. En Engelke (2004) la importancia de repudiar a la Biblia como un libro material resulta central en esta misión hacia la inmaterialidad. En este capítulo vemos esto extendido a su repudio a la iglesia como un edificio, y a su preferencia por objetos cuya forma mundana, tales como piedras excepcionales levantadas del piso, son seleccionados para repudiar el legado simbólico de objetos materiales específicos dentro de la vida religiosa pre-cristiana. La mayoría de los análisis antropológicos buscan enlazar tales comunidades, aún en casos de ruptura (Sahlins 1985), con los densos o ricos contextos simbólicos dados por su cosmología e historia. Pero esto es exactamente lo que esta gente intenta repudiar sistemáticamente. Una vez más la misma claridad dentro de esta misión hacia la inmaterialidad trae a la luz la contradicción inherente que se sigue de la imposibilidad de trascender incluso el proceso de objetivación en sí mismo. Así como no hay una cultura pre-objetivada, no hay una trascendencia post-objetivada. De este modo, la pasión por la inmaterialidad pone todavía mayor presión sobre el preciso y eficaz potencial simbólico de cualquier forma material que permanezca como la expresión de poder espiritual. Así, Engelke nota la ambigüedad que rodea a la miel y la tentación de usar este desliz de inmaterialismo como un conducto que, como quiera que sea, baja el poder espiritual a nuestra tierra instrumental. La tentación es convertir a la miel en algo más que los amuletos estudiados por Stanley Tambiah (1984) en la Tailandia budista, donde nuevamente el ascetismo y el inmaterialismo se convierten en un recurso para capturar poder espiritual que luego puede ser transmutado en una eficacia temporal a través de formas materiales, tales como amuletos. Sin embargo, hay más de una lógica cultural que lleva a la inmaterialidad en la religión. En el

capítulo de Meskell hemos visto a la monumentalidad empleada como un recurso en este aspecto. En el Islam y el Judaísmo parece haber un sentido que la transmaterialidad de la deidad es tal que la superficialidad de la mera reproducción humana estaría levemente por encima de ellos, un error para captar adecuadamente lo que son, reduciéndolos a un mero ídolo en tanto fetiche. Esto produce una inmaterialidad radical que a su vez informa al capítulo de Bill Maurer: Maurer me parece estar embarcándose en un importante proyecto que podría ser denominado el estudio de la inmaterialidad comparativa. Su punto de partida es que hay más de una razón por la cual la forma en sí misma puede ser rechazada, evitada o trascendida. Junto con otros artículos recientes, que se focalizan sobre la equivalencia y sobre aspectos retóricos de las finanzas (Maurer 2002, 2003), este capítulo, que insiste sobre la sustitución más que en la abstracción y la representación, se ha combinado con ellos para establecer una matriz de esos procesos. Abstracción, sustitución, equivalencia y retórica son todos procesos empleados dentro de un proyecto mayor de relacionar lo material con lo inmaterial. La premisa del capítulo de Maurer es que casi siempre respondemos al dinero como un proyecto de abstracción en el cual la cuestión clave es si el dinero como forma material es adecuado para su tarea de representación. Nosotros jerarquizamos la relación de manera tal que el dinero como lo más abstracto e inmaterial parece mirar hacia abajo los meros bienes materiales que representa. Él sostiene que esta perspectiva pierde el punto crítico de las finanzas islámicas, donde el tema no es lo que él llama adecuación, sino más bien aquel de las formas de sustitución, cuya meta final es a veces teológica, no pragmática. Algunos estaban (y están) en última instancia mucho más interesados con los modos de objetivar y por ende llegar a entender la unidad de la creación, reflejada aquí en la sustitución de sus distintos elementos. Otros tienen mucho menos que un problema con la abstracción. Como tales, los argumentos teológicos reflejan nuestros argumentos académicos actuales, lo que puede girar hacia la abstracción, o hacia lógicas alternativas de la inmaterialidad, o hacia modos de evitar totalmente esos debates.

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En el califato inicial una consecuencia del reemplazo de la cabeza del califa, en las monedas, por las inscripciones Qur´anicas es la subordinación del tema de la representación en la acuñación por el de las tecnologías para la imaginación de lo divino. La manera en que una moneda enfrenta ambos lados, arriba hacia lo trascendente y por debajo al funcionalismo, es utilizada para dar a las palabras en sí mismas (como en la caligrafía) un rol en la objetivación. La moneda ayuda al creyente a concebir esta relación del rostro de Janus, a través de darle una forma al proceso de vaciar de forma en sí mismo (compare Coleman 2000 y Keane 1997, 1998 en el mundo del Protestantismo). No estamos interesados más precisamente en si las monedas son adecuadas en su rol de representar bienes. Más bien, si hay un tema de lo que llamamos adecuación, es si son capaces de capturar la sutileza de estos debates teológicos. Maurer sostiene que el efecto de esta nuevo acuñamiento es bajar el tema de cómo se entiende la deidad a una pregunta más segura de cómo se entiende el acuñamiento. Al mismo tiempo esto asegura la autoridad del acuñamiento, debido a que en su intento de hacer lo que Maurer denomina “cobertura” de este tema de la representación divina, así “palanquearon” su acuñamiento dándole autoridad divina. A través de quitar la cara, la moneda es realmente “tolerada” por el mundo8. La implicancia de esto se hace claro en el segundo ejemplo de Maurer sobre la secularización del Islam. Una vez más, la secularización nos parecería un problema de abstracción creciente. En la secularización alguna forma inferior de bien, tal como las tasas médicas de los hospitales, o el flujo de ganancias futuras de las hipotecas de las viviendas, o el riesgo involucrado en las transacciones en moneda, es reconceptualizado como un instrumento financiero. Un comerciante cambia su flujo futuro de beneficios en un “paquete” que puede ser comercializado. Al menos esto es como yo habría entendido esos procesos. Así se puede mostrar cómo esto podría convertirse en un problema dentro de la teología islámica, debido a que podría ser vista como representando un punto de entrada a principios de crecimiento prohibidos. Estos paquetes de nivel superior puede parecer que facilitan formas ilícitas de crecimiento llegando “a la cima” de instrumentos financieros

más simples, los que pueden ser controlados más fácilmente. Pero para Maurer esto es focalizarse nuevamente en el extremo equivocado de esta vara particular, debido a que para algunos el interés no es hallar justificaciones teológicas para la práctica secular, sino usar la práctica financiera como un medio de objetivar y así llegar a entender a la teología. Así la secularización es usada aquí como un medio para pensar a través de temas analíticos de sustitución, y su virtud como práctica está en que muestra cómo llega a ser hecho. En ambos casos de estudio, Maurer revela cómo lo que reducimos a una única trayectoria que nos lleva a la inmaterialidad puede ser el producto de lógicas alternativas o debates sobre su probidad relativa. Con este capítulo y sus otras publicaciones ha abierto este pluralismo del tema de la inmaterialidad. Así, en la sección previa los capítulos de Meskell, Rowlands y Meyers demostraron la variedad de diferentes formas de materialidad, cada una con su propia consecuencia en el poder. En esta sección la investigación de Maurer sobre las finanzas nos aclimata con la idea de inmaterialidades plurales, cada una nuevamente con sus propias consecuencias no sólo para el poder sino para el análisis. Mostrando cómo el debate interno dentro de la propia banca islámica cuestiona la lógica de la adecuación representacional para el análisis, Maurer también comienza una crítica que será retomada más adelante por Keane. Pese a que Maurer está interesado con los intereses teóricos que llevan a una lógica y una imaginación de la inmaterialidad muy diferentes, cuando son consideradas en términos de las consecuencias de estas lógicas, estas diferentes rutas hacia la inmaterialidad terminan inclusive teniendo que luchar con los temas que surgen por su propia materialidad específica. Como era el caso para Engelke, cuanto mayor el énfasis sobre la inmaterialidad, más afinada se hace el aprovechamiento de las especificidades de la forma de la materialidad mediante la cual se expresa la inmaterialidad. La significancia de este observación ha sido aclarada por una serie de estudios etnográficos recientes sobre las finanzas en la práctica. Caitlin Zaloom (2003) muestra que mientras hablamos en términos de un concepto algo general de “racionalidad económica”, la práctica financiera puede estar condicionada por un conjunto muy inmediato de objetos.

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Comparando el comercio basado en pantallas con el “mercado” de los comerciantes humanos, encontramos que son los aspectos muy específicos de estas materialidades particulares, por las cuales aparecen y son expresados los números, los que domina realmente la actividad. Es el matiz preciso de la voz y el llamado en el mercado, y la forma en la que aparece y puede ser leída la pantalla, lo que se convierte en habilidades relevantes. Dentro del comercio financiero global (ver Hasslström 2003) hayamos un triángulo hecho de las propensiones de las nuevas tecnologías, los modos que la gente hallan para explotar sus fortalezas y debilidades y las relaciones sociales que por ende surgen. Varios otros capítulos dentro de Garsten y Wulff (2003) revelan un cuarto factor: las discrepancias entre la práctica de la tecnología y los ideales que se tenía la intención de expresar. Un examen de la relación precisa entre materialidad e inmaterialidad nos lleva a la contribución de Hirokazu Miyazaku a este volumen: un foco sobre los efectos materiales de la teoría. Más específicamente, muestra cómo las finanzas buscan modos de hacer productiva la teoría de la materialización. El dinero es hecho explotando una relación crítica entre la conceptualización crecientemente inmaterial de lo que está siendo comercializado y las formas cuasi-materiales medianteg las cuales éste es expresado. Así, por ejemplo, una práctica financiera contemporánea común es el arbitraje. Esta es una técnica donde los comerciantes explotan cualquier discrepancia que pueda identificarse entre un precio real y el precio que “debería” ser. La implicación normativa de la palabra debería es una propiedad de las teorías sobre cómo el mercado perfecto determina el precio apropiado. Estas son teorías las que, como Maurer (2002), Mackenzie (2001) y otros han demostrado, tratan de alcanzar las abstracciones más altas de la física teórica, y las que atraen debido a su pureza. En el mundo inmaculado de la pura probabilidad se encuentra el mercado “real”, que es la fuente de sus modelos. Como en todos los intentos por adherirse al proyecto de la inmaterialidad, lo real es equiparado con aquello que transciende lo meramente actual. Para estos comerciantes el mercado real no es la versión inmaculada que comercian, sino la pura versión que modelizan. Importan matemáticos e ingenieros para aprender la teoría de las finanzas.

Todo esto es fundamental para arbitrar el comercio, que opera en la discrepancia monetaria entre el precio teórico dado por estos modelos y el precio real. Pero identificando y explotando esas discrepancias, también los saca del sistema financiero. De esto modo es también un mecanismo correctivo que produce dinero al mismo tiempo que hace que el mercado aparezca satisfaciendo este ideal sobre sí mismo: “El acto de arbitraje reduce las oportunidades de arbitraje” (Miyazaki 2003: 256). Lleva a la mera realidad de la práctica financiera más cerca de la perfección del mercado “real”, en el cual podría no haber arbitraje debido a que no habría imperfecciones por explotar. Miyzaki resalta lo utópico en estas creencias. Todo en el mundo debe consensuar con esta visión virtualista (como en Miller 1998b) que surge de la teoría. En un aspecto, lo que Miyazaki describe es reconocible instantáneamente debido a que es quintaesencialmente académico. Y como la mayoría de los académicos, los comerciantes mantienen una fuerte creencia en su legitimidad disciplinaria y la epistemología subyacente. Así, después de la quiebra financiera en Japón, estos comerciantes escribieron artículos defendiendo el arbitraje como una actividad de mercado legítima. Claramente que no se veían a sí mismos como explotando solamente la debilidad, esto es, la materialidad del comercio. Más bien, se veían a sí mismos como exponiendo las debilidades y haciendo de acuerdo con su forma “real”, la que es su forma teórica inmaterial más alta. Esto es por qué para ellos el descubrimiento de una discrepancia es justamente eso – un descubrimiento científico – y su utilización de este descubrimiento debe ser adecuadamente “libre de riesgo”. Lo que el público ve como teoría o como inmaterial, para ellos es el sitio de la realidad, el santo grial del mercado verdadero. Estos comerciantes Japoneses trabajan por salarios fijos; su deleite está en el refinamiento de la teoría económica respaldado en la creencia que, como en la ciencia, este trabajo lleva al mundo más cerca de una verdad más elevada. Lo que Miyazaki ve como utópico sin duda es simplemente evidente para los comerciantes en la fabulosa productividad de la teoría financiera aplicada. La finanza es un proceso dialéctico de imaginación seguido por su realización. Los procesos claves en las finanzas contemporáneas,

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tales como la titulización y apalancamiento, comienzan con una reconceptualización. Una vez que está asegurada la etapa inicial de titulización, el paso siguiente se convierte en la creación de derivados. Si la titulización convierte a un futuro flujo de beneficio potencial en algo que puede ser comercializado, luego puede formarse un derivado comerciando el riesgo involucrado en especular acerca de cuál será este flujo de beneficios. Un nuevo modo de concebir algo como comerciable se convierte en una nueva forma de valor. De manera similar, en el apalancamiento un bien financiero menor es usado como un tipo de colateral para aportar sumas mucho más grandes, como en la compra de una compañía. En ambos casos la teoría puede ser increíblemente productiva. En la titulización y el apalancamiento, comerciar con ellos “como si existieran” es suficiente para hacerlos existir. Un millón de unidades puede entonces ser comerciada como unidades de un billón. Bien, más, actualmente. “Para Junio de 2000 la cantidad especulativa total de contratos derivativos pendientes en el mundo era de U$S 108 trillones, el equivalente a U$S 18.000 por cada humano en la Tierra” (MacKenzie y Millo 2003). Pryke y Allen (2000) sugieren que los derivativos pueden ser pensados como una nueva forma de dinero basada en una nueva concepción de un espacio-tiempo increíblemente rápido, el que, como sostiene Miyazaki, en otra parte hace al arbitraje esencialmente una sensibilidad a una forma particular de temporalidad (2003). Los antropólogos no deberían tener dificultades en entender esas actividades, debido a que esta dialéctica entre el desarrollo de lo inmaterial y su dependencia de la materialidad puede ser vista como una expansión de lo que ya hemos aprendido sobre la expansión potencial del espacio-tiempo en el análisis de Munn (1986) de la fama o en la Filosofía de la

moneda de Simmel (1978). La teoría aquí es un ejemplo de la cultura como un proceso, algo que expande nuestro espacio-tiempo. La teoría/cosmología crea un tipo de súper fama/moneda que ahora tiene materialidad, al menos suficiente materialidad, como para ser comercializada. No necesitamos entender las modelizaciones más esotéricas que produce este efecto. Sólo necesitamos ver que puede ser logrado como algo que ciertamente reconocemos – cantidades de dinero. El estilo de vida subsecuente de los financistas confirma de este

modo otro lado de esta dialéctica: la productividad material de este trabajo inmaterial o teórico expandido. Las observaciones de Maurer y Miyazaki muestran por qué el mundo de las finanzas es una parte tan integral de este volumen como un todo. La finanza es la versión contemporánea del mismo fenómeno que esta siendo abordado por otros capítulos usando principalmente ejemplos históricos y religiosos; de hecho, el capítulo de Maurer combina ambos. La humanidad retorna constantemente a vastos proyectos dedicados a la inmaterialidad, sea como religión, como filosofía o, para Miyazaki, teoría como la práctica de la finanza. Pero todo esto descansa sobre la misma paradoja: que la inmaterialidad sólo puede ser expresada a través de la materialidad. En cada caso, sus teólogos, o teóricos como expertos financieros, se tornan intensamente hábiles en afinar esta relación. Para ellos la inmaterialidad es poder. En el arbitraje las teorías tienen la autoridad de la creencia en el mercado y por ende la legitimidad para castigar/hacer dinero a partir de aquellos que fracasan en consensuar con los principios del mercado. Esto es análogo al modo en que, durante la Reforma Protestante, las poblaciones fueron sacrificadas debido a debates sobre si el pan y el vino en la comunión eran realmente el cuerpo y la sangre del mesías cristiano. En ambos casos la suposición era que la práctica material siempre deben consensuar con la visión apropiada de los inmaterial, el mercado/lo divino, que era su fuente de autoridad. La razón por lo cual es útil relacionar el capítulo de Engelke con aquellos sobre las finanzas es que ambos dan testimonio de lo que sucede cuando grupos como los Masowe apostólicos o instituciones como los comerciantes derivativos son comprometidos a seguir a través de esta lógica de la inmaterialidad con sus consecuencias para la materialidad residual. Así nos aproximamos a un tipo de regla general: cuanto más llega la humanidad a la conceptualización de lo inmaterial, más importante la forma específica de su materialización. Esto es apropiado para un amplio espectro de otras áreas. El arte moderno depende de una estrategia muy similar. Cuanto más esotérico lo conceptualizado, más valor tiene su ejecución. Cuanto más llegamos a creer que el

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arte es realmente trascendente, más vale en dólares su forma material. De manera similar en el campo de la religión, cuanto más sentimos que la deidad está más allá de nuestra comprensión y representación, más valioso el medio de nuestras objetivaciones, sean sacrificios o plegarias. Religiones tales como el Islam o el Judaísmo, que son estridentemente resistentes a la representación, se hacen estridentemente legalistas sobre la práctica. En todos esos casos, lo que hace tan importante a la materialidad es muy a menudo el cultivo sistemático de la inmaterialidad9. La humanidad procede como si el medio más efectivo para crear valor fuera el de la inmaterialidad Esta conclusión demanda (al menos) tres preguntas más. La primera es que debido a que éstos son procesos dialécticos siempre están sujetos a la reificación potencial, lo que yo llamaría “virtualismo” (ver Miller 1998b)10. En efecto, para el escéptico equivalen nada más que a la evidencia de la reificación real. Reclaman revelar la realidad, pero realmente la enmascaran. Este es el modo en que lo secular ve a todas las religiones; el modo en que el “filisteo” ve el culto al arte moderno; y el modo en que la mayoría de nosotros vemos, no sólo las burbujas del mercado de valores como el fiasco de las dot.com (Cassidy 2002), sino muy posiblemente (siguiendo a Marx y en cierta medida a Keynes) el fenómeno entero del mercado de valores. El segundo asunto, que es el tema de la siguiente sección, es la relación entre estos niveles de representación como es teorizada en la semiótica. El tercer asunto, que es el tema de la sección final de esta introducción, se focaliza sobre el único momento más privilegiado en esta asignación de la materialidad relativa: la suposición que los objetos representan gente, o a lo que me referiré como la tiranía del sujeto. Por qué el traje no tiene emperador

Habiendo debatido el pluralismo de la materialidad y el pluralismo de la inmaterialidad, encontramos, no sorprendentemente, que existe también una pluralidad en su relación. Un ejemplo de la relación entre la materialidad y la inmaterialidad es evidente en una técnica común de representación: usualmente suponemos que una forma material pone de manifiesto alguna presencia subyacente que da cuenta de aquello

por lo cual es aparente. El retrato antropológico clásico es el shaman, un individuo que, enfrentado con un cuerpo sufriente de enfermedad o brujería, halla un objeto, tal como una piedra, y lo extrae, poniendo entonces de manifiesto la causa de la aflicción. La aparición del objeto demuestra aquello que tiene que haber sido responsable de su existencia. Hay ecos de esto en el análisis de Strathern (1988) de la sociedad de la Melanesia. Strathern sostuvo que en Melanesia las personas son la manifestación de una causa previa, su presencia da cuenta de lo que tiene que haber pasado para que ellos sean una consecuencia. Como objetos ponen de manifiesto lo que de otro modo estaría oculto o sería oscuro. No sorprendentemente, hay equivalentes dentro de nuestra propia sociedad. Los psicoanalistas usualmente toman un síntoma problemático, tal como un hábito debilitante o compulsivo, como evidencia de alguna causa subyacente que hasta entonces ha permanecido oculta. El proceso de análisis trae a la luz al lenguaje como una manifestación complementaria. Esto tiene el mérito, cuando es revelado por el analista, de brindar un reporte más completo de la causa oculta. De este modo, una manifestación “apropiada” reemplaza a una inapropiada. En lo que es probablemente la religión de crecimiento más rápido de nuestro tiempo, el Pentecostalismo, la externalización de “El Mundo” es la evidencia de la internalización apropiada y más importante de la palabra de Dios (Coleman 2000: 171). Así, para un amplio espectro de prácticas culturales, desde la curación shamánica y el psicoanálisis a la religión melanesia y el Pentecostalismo, poner de manifiesto es en sí misma la práctica de explicación que se convierte en equivalente de curar o ser salvado. Otra lógica cultural que conecta la materialidad y la inmaterialidad ha surgido en trabajos recientes sobre el concepto de fetichismo. Estos exploran cómo las sociedades tratan de vigilar los límites entre dónde y cuándo debería manifestarse la materialidad (ver Spyer 1998). Como notó Keane (1998), la autoridad colonial vio al fetichismo como implícito en el respeto de los pueblos tribales por la autonomía de las cosas, análogo a un sentido de los objetos como teniendo “agencia” en las teorías contemporáneas de Gell

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y Latour. Pero llamar a los pueblos indígenas fetichistas fue decir que éstos eran los malentendidos, ciertamente no verlos como filósofos bendecidos por una mejor apreciación de la agencia de las cosas. Foster (1998) señala el deseo de las autoridades coloniales por representar al uso de la moneda como decoración corporal por parte de los montañeses de Nueva Guinea como un tipo de malentendido ingenuo de lo que “es” apropiadamente la moneda. De manera similar, existe nuestro propio sentido de amenaza cuando los comerciantes derivativos parecen demasiado alejados de bienes reconocibles, o cuando leemos cómo el Islam crea bancos con diferentes principios de intereses y acumulación. Todo esto parece amenazar las convenciones aceptadas sobre qué es el signo y qué es lo significado. Queremos ver a la delimitación de la materialidad de otras personas y la capacidad del dinero, no como diferente, sino como errónea (Maurer 2003). Esto nos lleva a su vez a una consideración más general de la semiótica, y también a un mayor interés en la dimensión moral que parece permear constantemente estas suposiciones sobre qué es un signo y qué es significado. Podemos discernir una consistencia en estas discusiones, un deseo por proteger un significado particular, el que es nosotros mismos. Es como si la jerarquía apropiada de representación necesitara ser mantenida como un dualismo semiótico: por un lado, el signo material que gana autonomía como mera representación; por el otro, el significado humano que gana autenticidad en la medida que trasciende los miserables intentos de los objetos por significar. Estos temas son puestos en escena con particular claridad por las contribuciones de Webb Keane y Susanne Küchler. Ambos reconocen el problema subyacente dentro de la semiótica misma y las suposiciones por detrás que nos continúan privilegiando como el sujeto. Afortunadamente ambos discuten este tema con respecto a la misma relación íntima: aquella entre nosotros y nuestra ropa. Sin la contribución de Keane el edificio de la argumentación construida por este volumen no podría ser mantenido, debido a que habla directamente de este tema de los sistemas implicados y los niveles de representación. No podemos escapar de la relación dominante entre inmaterialidad y materialidad sin entenderla como una de representación, donde tendemos a

hablar de moneda y estatus como signos o indicios. Pero si nuestro mismo entendimiento de la naturaleza de la representación es tal que privilegia lo inmaterial, es mucho más difícil dar respeto a la naturaleza de la acción humana y la historia como mera cultura material. Afortunadamente, el capítulo de Maurer ya ha demostrado cómo en las finanzas islámicas hay modos muy diferentes en los cuales es vista esta relación – no como una jerarquía basada en la abstracción sino más como una alianza entre lo material e inmaterial como medio de conceptualizar lo divino. Con un argumento muy diferente, pero paralelo, Keane propone que es totalmente posible construir una teoría de la significación en la cual la materialidad sea integral, no subordinada. Siguiendo a Charles Sanders Peirce construye una aproximación al signo que toma el aspecto tangible y sensual de nuestro compromiso con el mundo y respeta su centralidad evidente en el modo en que pensamos y practicamos en el mundo. Reconoce el rol de la materialidad en la causalidad, notemos o no sus efectos. Usualmente este consiste en la co-presencia de cualidades, que aparecen juntas en un objeto particular, como la ligereza y la madera en una canoa, o lo que es tomado como una resemblanza significativa entre cosas. Subsecuentemente, tenemos que llegar a un acuerdo por convención, que nos orienta hacia algunas cosas y ciertas resemblanzas y no otras, restringiendo e invitando a modos posibles de actuar. Finalmente su capítulo habla de la historicidad esencial de la interpretación, la que toma su orientación del pasado y crea una propensión hacia el futuro, usualmente actuando a través de expectativas y modos de aceptación. Dentro de esto está lo que Keane denomina la apertura de las cosas, lo que las hace tan competentes para guiar nuestros futuros. Así, los signos no pueden ser considerados representaciones inmateriales de una presencia material inferior. Más bien, son en sí mismo lo que el denomina las ideologías semióticas que guían la práctica. Para apreciar el significado de estas ideas algo abstractas, vale la pena reflexionar sobre el cuento corriente sobre el emperador que no tenía trajes, debido a que en muchos aspectos el quid del argumento de Keane es que también necesitamos reconocer finalmente que el traje no tenía emperador. Suponemos que estudiar la

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textura y la ropa es por defecto estudiar símbolos, representaciones y superficies de la sociedad y los sujetos. En una antropología social más antigua, la ropa era comúnmente símbolo de relaciones sociales. Cualquier otra cosa podría ser un fetichismo de ellas como objetos. Pero como él muestra, si te despojas de la ropa, no encuentras una “cosa” tal como la sociedad o relaciones sociales acechando por dentro. La ropa no representa a la persona: más bien, había un fenómeno integral que era la ropa/persona. El mismo punto es luego generalizado en una crítica de lo que él ve como una entrega equivocada de la semiótica en sí misma. Así como la ropa no es una cobertura de los sujetos o la sociedad, el “signo” no es necesariamente un vicario representativo de la sociedad. De un soplido eliminamos no sólo el emperador sino también nuestro status como meros “sujetos”. La razón es simple. Estas formas materiales constituyeron y no eran sólo una cubierta superficial de aquello que crearon, en parte a través de lo adjuntado y lo dado forma. El sujeto es el producto del mismo acto de objetivación que crea la ropa. Una mujer que habitualmente viste saris comparada con una que viste ropa occidental o un shalwar kamiz no es sólo una persona que viste un sari, debido a que el dinamismo y las demandas del sari pueden transformar todo, desde la manera en la que se encuentra con otra gente a su sentido de lo que es ser moderna o racional (Banerjee y Miller 2003). Las relaciones sociales existen en y a través de nuestros mundos materiales que usualmente actúan de modos enteramente inesperados que no pueden ser rastreados a algún sentido claro de deseo o intención. Diferente gente tiene un poder extraordinario para delinear de manera diferente superficie y sustancia. Yo fui educado con un concepto de superficialidad que denigra las superficies en contraste con una mayor realidad. Me ensañaron que se suponía que “la persona real” residía profundamente dentro de uno mismo. Era un modo muy común de denigración llamar a algo o a alguien “superficial” (sin embargo ver Wigley 1995). Pero como sostuvo Strathern (1979) para Mount Hage (ver también O´Hanlon 1989) y yo he sostenido para Trinidad (1995), otra gente simplemente no ve al mundo de este modo. Pueden ver la realidad de la persona sobre la superficie, donde puede ser vista y mantenida como “honesta” debido a que es donde la

persona es revelada. Por contraste, nuestra ontología profunda es vista como falsa, debido a que para ellos es obvio que le profundidad interior es el lugar del engaño. Hay muchas versiones de esta cosmología de profundidad y superficie. Los Aztecas (Moctezuma y Olguín 2002) quitaban las superficies de los cuerpos desollando a sus víctimas y les daban a los sacerdotes estas pieles para vestirlas como ropa. La piel de una persona se convertía en la piel…de otra persona, expresando mutabilidad en lo que consideramos inmutable. El poder de la contribución de Küchler reside en la profundidad de la herida que asesta contra la aparente inexpugnabilidad del humanismo convencional. Su blanco no es la materialidad superficial del cuerpo y la persona, sino aquella que usualmente se sostiene que trasciende esto – esto es, el pensamiento en sí mismo. Asesta sobre la autodefinición de Homo sapiens como sensible, como el ser pensante. No es sorprendente, entonces, que habiendo hecho su herida bien profunda dentro de la cabeza, reclame haber alcanzado un golpe mortal. Como Keane, muestra que una vez que la humanidad del emperador estaba muerta, podemos darle la bienvenida a una representación más modesta, pero más genuina, de nuestra humanidad – una que respete, más que niegue, la materialidad del pensamiento. Ella sostiene que el significado de las nuevas telas inteligentes, unas que aparecen que en cierto sentido son capaces de “pensar” por sí mismas y comenzar a tomar la responsabilidad por sus acciones y respuestas, es que bajo su luz podemos ver cómo existieron muchos precursores ya con estos atributos. Küchler examina ropas que han inscripto en su superficie formas que son simultáneamente el signo de lo que pueden hacer y los medios para hacerlo. Como tal, confirma precisamente el punto de Keane sobre trascender cualquier forma representacional de semiótica. Más que esto, Küchler nos fuerza a confrontarnos no sólo con el pensamiento ordinario del tipo que podemos hacer en cálculos cotidianos, sino también las pretensiones de las formas más esotéricas de pensamiento: las relaciones mutuas previamente introducidas entre el arte superior y la alta matemática. Por ejemplo, en el dibujo o en

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el modelado de una botella de Klein* podemos darle forma y darle sustancia matemática a una idea que de otro modo es muy difícil de concebir – algo que no tiene un fin ni un principio. Ni aún la matemática podrá nunca trascender el proceso de objetivación que le permite, muy literalmente, pensar y por ende ser. Así, para Küchler, la matemática es tanto un producto del arte así como el arte es el producto de la matemática. Ambas son formas de pensamiento en sus aspectos concretos, lo que es esencial a todas las formas de pensamiento. Una vez más, la búsqueda de la inmaterialidad exacerba la importancia de la materialidad. Curiosamente, en su capítulo, la claridad de mente resulta que se deriva del estar atado con nudos, nudos que hablan de la naturaleza táctil de la conexión y la relación, así como de sus propensiones necesariamente hacia las fórmulas. Para Küchler tiene sentido por ende pensar en términos de herramienta sapiente así como de Homo sapiens. Entre ellos, Keane y Küchler – a través de sus énfasis en la ropa, en particular – comprueban que no permitimos una consideración apropiada del cuerpo y de la mente para que se convierta en un retorno a privilegiar los sujetos purificados. Por el contrario, tanto mente como cuerpo son vistos como rutas que nos llevan a las mismas conclusiones que la de estos otros estudios, debido a que entre otras cosas, nuetro interés con la materialidad, tanto internamente, como con la mente, y externamente, como con el cuerpo vestido, nos fuerza a reconocer la centralidad de la materialidad en sí misma para la construcción de humanidad. Keane y Küchler nos preparan para una mayor comprensión de la medida en que, como dice Nigel Thrift, hemos aceptado aproximaciones que falsamente son “predicados sobre concepciones estables sobre lo que es ser humano y material”.

* Se refiere a una forma en topología, la botella de

Klein, que es una superficie no orientable cerrada que no tiene ni interior ni exterior, a la manera de la cinta de Moebius, pero en 4 dimensiones. Fue concebida por el matemático alemán Christian Felix Klein, de donde se deriva el nombre (más en http://es.wikipedia.org/wiki/Botella_de_Klein) (N. del T.)

Necesitamos reconocer no sólo el significado de nuevos desarrollos que Thrift luego documenta en las mismas posibilidades de lo que es ser material en el futuro, igualmente, como Mauss nos enseño a entender, nos deben recordar sobre los entendimientos muy diferentes que pueden tener otras gentes acerca de esta centralidad de la materialidad en el sentido de lo que es ser humano en el pasado. Habiendo destronado a los emperadores, estamos en posición de dar crédito al creciente impacto de la materialidad sapiente (a la par de reconocer que los objetos son tan plebeyos como nosotros – no son emperadores alternativos). Este es precisamente el propósito del capítulo de Thrift. Su capítulo sigue cuidadosamente al de Küchler en ayudarnos a pensar a través del propio concepto de objetos sapientes. Señala esto a través de un retorno a la contribución olvidada de los psico-físicos. Sus teorías sobre el impacto de los monitores nos llevan atrás a un tiempo cuando se veía mucho más obvio y pertinente que tanto conciencia como cognición fueran unidas a especificidades de la materialidad más que fueran definidas por su oposición al mundo material. La especificidad del tema del monitor – un punto que hemos encontrado antes en la consideración de las finanzas (Zallom 2003). Si los psico-físicos estaban interesados con la naturaleza anticipatoria de la conciencia, luego el ejemplo siguiente de Thrift, el del software, se refiere con la naturaleza anticipatoria de la materialidad. Para que el software funcione apropiadamente, en efecto, tiene que convertirse en la anticipación material para sus usuarios. El software, para Thrift, es importante, como son las ropas para Küchler y Keane, en que no engrana con nuestros intereses académicos dominantes sobre la representación. Las formas materiales, tales como los monitores y el software, se entienden mejor como mediando en nuestras vidas a través de convertirse en un tipo de infraestructura personal. Esto es muy diferente de las ideas más simplistas de representación que Keane justamente también ha criticado. Este es el por qué, como muestra Thrift, que usualmente sean aprehendidas con analogías y metáforas que son tomadas más fundamental y crecientemente desde la biología. Thrift se mueve de ida y vuelta entre el presente y las discusiones filosóficas que generalmente acompañan a la primera aparición de alguna superficie nueva a media que las personas tratan

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de prever sus consecuencias futuras. Parce haber una consecuencias casi estándar. Primero la innovación material es sujeta a un debate acalorado, en el que usualmente se hacen argumentaciones de determinismo tecnológico y acerca de cómo nuestra humanidad esencial ha cambiado desde ahora para siempre. Luego, típicamente, parece haber un largo período de falta relativa de atención y teoría a medida que nuevas formas se naturalizan en el fondo dado por sentado de nuestra experiencia vivida. Solo más tarde parecemos capaces de separarnos una vez más de nuestra propia aceptación de este mundo nuevo para reinventar estas discusiones explícitas sobre las consecuencias de las tecnología, como reconocimientos más modestos de lo que este sujeto u objeto se ha convertido subsecuentemente. Quizás esto sea consistente con el énfasis de Thrift sobre un interés fenomenológico con la naturaleza sensual de estas meditaciones materiales, su carácter visceral que se va arraigando en nuestro sentimiento del mundo tanto como mundo y como nuestra aprehensión de él, todo lo cual crea lo que él denomina la forma lírica y maravillosa de la inteligibilidad actual. Thrift muestra cómo la fenomenología necesita mirar para adelante tanto como para atrás. Una londinense veinteañera con una devoción al maquillaje, a la música tecno y orgasmos múltiples probablemente está bastante más en contacto con el mundo a través de su cuerpo que lo que estaba su campesino escandinavo medio cortando leña. No podemos ganar nada de esa forma de fenomenología que continúa romantizando una concepción diluida de Heimat

* como la única relación auténtica con el mundo (Ingold 2000, ver también Gell 1995). Thrift termina con temas más grandes que hablan de nuestra capacidad de prever futuros. Su tema, comenzando con los psico-físicos, se refiere a nuestra habilidad de predecir y aprehender cambios en los estímulos. Su capítulo puede ser leído como un intento por hacer las mismas cosas intelectualmente. Por ejemplo, creo que el hecho de que yo tenga que haber leído Un mundo feliz

*

* Patria, en alemán. (N. del T.) * Brave New World, en inglés, literalmente ‘[Un] Nuevo Mundo’, es la novela más famosa del escritor británico Aldous Huxley, publicada por primera vez en 1932. El título tiene origen en una obra del autor

en la escuela podría ser visto como una clase de “inoculación” que me ayuda a prepararme para la posible llegada de los que Thrift predice como un nuevo cuerpo valiente en el futuro. Idealmente su capítulo nos ayuda a darle un curso a esa política futura de lo sensorial, que Thrift entiende como esencial. La tiranía del sujeto

Los capítulos de Keane, Küchler y Thrift han reducido las pretensiones acerca de lo somático y de lo cognitivo como constituyendo una humanidad definida en oposición a la materialidad. De esta manera han martillado en lo que podrían ser los últimos clavos en un ataúd cuyos contenidos propongo considerar ahora. ¿Quién o qué es exactamente lo que proponemos enterrar? Quizás es el entierro más fundamental que una disciplina llamada Antropología podría alguna vez contemplar, y uno que tiene considerables implicancias para nuestro entendimiento de lo que ha sido y podría ser la disciplina. Pese a que admito que las cosas nunca fueron así de simples, por un momento reduzcamos los cimientos de la ciencia social contemporánea a un conjunto particular de ideas: Las formas elementales de la vida religiosa de Durkheim11. La posibilidad de la antropología moderna estuvo al menos asegurada con el secularismo radical que veía a la religión como la emanación del colectivo social. Al mismo tiempo que Durkheim desacralizaba la religión, sacralizaba lo social. Las ciencias sociales se dedicaron al estudio de todo fenómeno que representase algo de lo que ahora llamamos sociedad, relaciones sociales o, inclusive, simplemente sujeto. Cualquiera sea el nombre, estos son todos términos que describen los contenidos del ataúd que estamos por enterrar. En un volumen reciente Adam Kuper (1999) castigó a la antropología norteamericana por su reificación del término cultura. Lo que le faltó completamente fue el grado en el cual una tendencia paralela a la reificación existe dentro

William Shakespeare, La Tempestad, en el acto V, cuando Miranda pronuncia su discurso: «¡Oh qué maravilla!/¡Cuántas criaturas bellas hay aquí!/¡Cuán bella es la humanidad!/¡Oh mundo feliz,/en el que vive gente así!» (http://es.wikipedia.org/wiki/Un_mundo_feliz).

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de la antropología social británica, alrededor de términos mellizos como sociedad y relaciones

sociales, los que están justamente tan sujetos a reificación como está el término cultura en los Estados Unidos. Aún en el apogeo de los estructuralistas de la década de 1970 y las aproximaciones marxistas a la antropología, escritores tales como Mary Douglas (1978) insistieron que el análisis estructural debía volver siempre a su rol vicario como el orden de los signos que representan las relaciones sociales, y aún los modos de producción althusserianos eran vistos sólo como adecuadamente fundados en estas mismas “relaciones sociales”. Esto puede explicar bien por qué, como se discutió antes, Gell (1998) trabajando dentro de esta tradición, permite la agencia para los objetos sólo como un asunto de inferencia y no como una propiedad inherente de los objetos en sí mismos12. No es sorprendente, luego, que Durkheim se presente como la bête noire

** de los estudios de ciencia Latourianos, un bastión del dualismo que él quiere confrontar, o que Strathern excave la reificación de ambas, sociedad y cultura, implícitas en el concepto de “contexto” (ver también Dilley 1999), o que Ian Hawking (1999) apunte sus fundaciones filosóficas en su reciente ¿La construcción social de qué? En este volumen estamos interesados con los ritos de entierro del sujeto, y sus consecuencias, pero muchos otros ya han puesto una mano en el muerto. En efecto, el término cultura, donde esto significa el estudio antropológico normativo (más que una clasificación de la gente), puede decirse que está menos naturalizado o que es aparentemente neutral. Somos conscientes un poco más fácilmente que hemos construido cultura que se trata de un sujeto o de una sociedad construida. Apenas podemos sorprendernos que una disciplina llamada antropología alentara por tanto tiempo al sujeto social a mantener una posición reificada a la cual debería reducirse todo lo restante. Detrás de esto puede existir una suposición que nuestra posición ética con respecto al mundo depende de retener cierta lealtad con nosotros mismos y nuestro humanismo esencial. Así como la creencia secular que el destronamiento del garante esencial primero de la moralidad – esto es, la deidad – liberó, más que suprimió, el desarrollo de una

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en francés en el original = bestia negra (N. del T.)

sensibilidad ética moderna, así también podría sostenerse que el destronamiento de la humanidad, o de las “relaciones sociales”, puede ser la premisa para desarrollos ulteriores de la ética moderna, no su disolución13. Así, si la primera revolución consistió en Durkheim entronando a la sociedad en el lugar de la religión, nosotros ahora buscamos lograr madurez enterrando el cadáver de nuestra majestad imperial: la sociedad. En ambos casos, la acción revolucionaria se basa en un rechazo a tener nuestra moralidad con cantos dorados por un emperador. Pero luego, ¿quién o qué se sube al pedestal ahora vacío? Es esencial que el pedestal permanezca vacío. Como muestra Keane, los trajes no deberían tener emperador – ninguna sociedad emperatriz, ninguna cultura emperatriz, ninguna identidad emperatriz, ningún emperador sujeto, y ciertamente, ningún emperador objeto. Podría haber candidatos que desearían apoderarse de este trono. Por ejemplo, algunas visiones post-feministas de una “Gaia” New Age, menos manchadas todavía por el materialismo, una visión de la madre tierra como “súper(ior)-hombre”, que cura sin medicina convencional, cura la pobreza sin agricultura industrial, y comunica pensamientos puros de una maternidad cuidadora. Pero el futuro no es más el sujeto femenino que el sujeto masculino: el futuro residen en la modestia humana acerca de ser humano. En la abdicación de este trono podemos bajar nuestros lugares de interés y enfrentar aquello que nos ha creado – esto es, el proceso de objetivación que crea nuestro sentido de nosotros mismos como sujetos y las instituciones que constituyen la sociedad, pero que siempre son apropiaciones de la materialidad mediante la cual son constituidas. En última instancia, como se sostuvo al inicio de este capítulo, los conceptos de sujeto y objeto son siempre fracasos en reconocer este proceso de objetivación. La idea no es oscilar el péndulo demasiado lejos hacia la materialidad también. Sería fácil confundir la discusión de Thrift sobre los monitores y el software con un retorno a algún tipo de determinación tecnológica, pero sólo ignorando el panorama mucho más grande. Más bien, pienso que lo que documenta Thrift es un retorno a la centralidad de la materialidad que la

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antropología ha encontrado en la mayoría de las sociedades, pero en la forma de canoas, paisajes o cultivos. La tecnología sí tiene un impacto, Thrift de hecho esta afirmando que las nuevas materialidades, como los monitores y el software, tienen consecuencias, a veces consecuencias sin precedentes, debido a que son materiales sin precedentes, pero estas consecuencias son mucho un producto de nuestra historia de auto-respeto, ahora vista como parte de la historia de nuestra materialidad. La discusión de Thrift sobre el software puede ser comparada con la de Strathern (1990) sobre los artefactos. Sin

precedente no significa no anticipado, y el software en muchos aspectos hace meramente explícita una propiedad común de los artefactos como formadores de nuestra infraestructura anticipatoria. Habiendo destronado a la cultura, la sociedad y la representación del emperador, no hay virtud en entronar a los objetos y al materialismo en su lugar. La meta de esta revolución es promover la igualdad, una república dialéctica en la cual las personas y las cosas existan en mutua auto-construcción y respeto debido a su origen mutuo y dependencia mutua. La sociología y la antropología usualmente han sido más fuertes y más efectivas cuando el énfasis ha estado en lo que hace a la gente más que en lo que la gente hace: en los marcos más que en lo que está dentro de ellos. Consideremos los distintos ensayos de Goffman sobre cómo los roles en tanto la identidad de las personas son constituidos por instituciones, o a Bourdieu sobre la socialización a través de las taxonomías prácticas de las cosas cotidianas. Una de las razones por las que la antropología aún necesita un retorno a escritos tales como los de Bourdieu para este punto, más que sólo a, por ejemplo, los de Latour, es que necesitamos que nuestras etnografías se focalicen sobre cómo es creado precisamente nuestro sentido de nosotros mismos como sujetos. La sensibilidad de Bourdieu al proceso de socialización se convierte en una pieza vital en este rompecabezas. No es sólo que los objetos pueden ser agentes; es que las prácticas y sus relaciones crean la apariencia de ambos sujetos y objetos a través de la dialéctica de la objetivación, y necesitamos ser capaces de documentar cómo la gente internalizar y luego externaliza la normativa. En breve, necesitamos mostrar cómo las cosas que hace la gente, hacen a la gente.

Quizás vale la pena terminar esta sección con una ilustración que puede ayudar a señalar la cuestión obvia. ¿Qué aspecto tiene realmente una antropología que no privilegie las relaciones sociales como el núcleo de nuestra propia autenticidad? En mi trabajo previo sobre a la modernidad en Trinidad (Miller 1994), sostuve que el mejor modo para entender el parentesco en Trinidad era a través de ver el modo en qué el parentesco eras usado para expresar ciertos sistemas de valores clave que habían surgido a través de un proceso histórico que comenzó con la esclavitud y estaba ahora dirigido de manera creciente hacia el tema de ser modernos. Pero luego sostuve que luego del boom del petróleo los Trinidadenses comenzaron a poner más énfasis sobre las posibilidades más flexibles de los bienes de consumo masivo tales como autos y ropa, más que en el parentesco, como un medio para expresar estas contradicciones en los valores. Así, por ejemplo, las clases de libertad que previamente eran expresadas por una antipatía al matrimonio, lo que era visto como llevando a relaciones que eran “tomadas como seguras”, estaban ahora siendo expresadas a través de una relación muy intensa con los autos como vehículos para lograr libertad. Ahora la reacción obvia a una trayectoria así es ver a la gente como perdiendo su auténtica socialidad a medida que se obsesionan más con las cosas materiales. Pero es perder ciertas ventajas importantes de un cambio tal. No era sólo que el parentesco era usado para expresar valores en la ausencia de bienes de consumo; también eran usados la etnicidad, la clase y la edad. Como resultado, antes las personas individuales habían sido juzgadas muy comúnmente como símbolos que encarnaban esos valores particulares. Hubieron abundantes discusiones sobre cómo se entiende a los “Indios”, o violentas disputas sobre nuestra herencia, o como los “hombres” tienden a ser irresponsables y no confiables. Todos estos estereotipos derivan del uso de las relaciones sociales y las distinciones como un medio para expresar valores. Como los bienes de consumo comenzaron a hacerse cargo del peso de objetivar y por ende crear el modo en que los valores eran visualizados y entendidos, hubo menos tendencia a usar a la gente, en efecto, como los objetos para objetivar esos valores. Para indicar transitoriedad se referían a la no

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confiabilidad de las partes de un auto más que a la no confiabilidad de una mujer. En síntesis, los antropólogos tienden a olvidar lo que podría llamarse la desventaja de la ecuación Maussiana: que en una sociedad donde los objetos son reducidos a sus cualidades semejantes a personas, la gente también tiende a ser reducida a sus cualidades semejantes a objetos, como los vehículos como expresión de valores14. El trabajo de la etnografía es revelar estos procesos reductivos. Todo este argumento para una resolución, o una república de respeto mutuo, entre lo que coloquialmente son pensados como objetos y sujetos puede aparecer algo demasiado pulcro – lo que es precisamente el punto del capítulo final en esta colección, el de Christopher Pinney. Me parece que corresponde enteramente con una perspectiva dialéctica que terminemos con un capítulo, parte de cuyo propósito es negar esta introducción a través de la crítica. Es una crítica cuya principal aseveración es que esta introducción simplemente no llega lo suficientemente lejos. Es claro que Pinney está de acuerdo muy fuertemente con la importancia de eliminar la tiranía del sujeto. Su capítulo es en parte una embestida contra lo que él ve como una tendencia continua a reducir a los objetos a sus “vidas sociales”, o a los contextos de las relaciones sociales. Pinney da una bendición completa al rechazo Latouriano de la purificación en términos de sujetos y objetos. Él refuerza el caso mediante su excavación de la contextualización implícita hallada en la forma de la temporalidad que subyace a la mayoría de la historia narrativa. La historia, sostiene, hace suposiciones acerca de que la mera contemporaneidad no es suficiente para reducir la materialidad a su posición como una representación de su tiempo y, por extensión, de su contexto social. Su crítica de la temporalidad es análoga a la crítica de Keane de la semiótica. Tanto materialidad como inmaterialidad hacen más que simplemente presentarse como representaciones de lo social. Mientras el foco en este volumen ha sido sobre las implicancias de esta observación para la antropología, podría bien ser, como propone Pinney, que esta crítica sea aún más pertinente cuando es dirigida contra la tradición de estudios históricos, con su dependencia de una noción simple de eventos en secuencia. Pinney está tratado de llevarnos de

nuestra suposición de que las imágenes simplemente existen dentro de una secuencia dada de tiempo, a un sentido de que las imágenes, por su misma materialidad, por ejemplo la naturaleza recursiva, puede contener dentro de ellas su propia temporalidad relativa (compárese con Gell 1992). Donde se separa de mis argumentos es en la conclusión que saca sobre este aspecto intransigente de la imagen, que se sostiene que deriva de sus múltiples temporalidades. Yo sospecho que aquí estamos negociando con acusaciones implícitas de romanticismo. Pinney encuentra a mi énfasis sobre la resolución y la rueda girando suavemente como un reflejo del romanticismo que viene de la tradición germánica romántica que influyó fuertemente a Hegel. Yo le tiraría esta acusación directamente de vuelta a la cancha de Pinney. Pinney quiere ver más sacudidas y dislocaciones en la rueda, pero yo sospecho que los filósofos y los teóricos de la cultura que él cita quieren leer en las imágenes su propio ideal romántico de la imagen o del objeto de arte como un trabajo de resistencia. Lo que se denomina exceso figurativo o “exterioridad radical” se celebra, precisamente, como radical. Teóricos tales como Theodor Adorno, Georges Bataille y Jean Francois Lyotard, tuvieron un horror permanente a lo meramente mundano, y proyectaron un potencial radical sobre la imagen significante. Ellos celebran, como lo hace Pinney, la cualidad disruptiva que puede poner rayos en las ruedas girando suavemente. Pero lo que a mí me fascina es justamente lo opuesto. Me siento atraído por la experiencia etnográfica de lo mundano, por el constante encuentro con las yuxtaposiciones en la vida de la gente que, para los teóricos de la cultura, deben ser inconmensurables y contradictorias, pero parecen ser vividas con y por medio de ellas, acompañadas por algo más que un encogimiento de hombros. Quizás las cosas “no deberían” ser suaves. Sin duda la mayoría de las etnografías parecen terriblemente irritantes o inclusive indignantes para esos teóricos de la cultura y sus artistas acompañantes, pero a pesar de sus protestas, yo sostengo que en su mayor parte, desde la perspectiva de la observación etnográfica, esa vieja rueda sólo sigue girando.

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Conclusión

Este volumen está destinado a contribuir en tres proyectos interrelacionados. El primero, es reconocer el rol central jugado en la historia del deseo de trascender y repudiar la materialidad. El segundo es considerar la consecuencia de reconocer este hecho y aceptar subsecuentemente la materialidad y continuar explorando sus matices, relativismos y la naturaleza plural, tanto de la materialidad como de la inmaterialidad. El tercero es seguir a través de la más radical de estas implicancias, que nos lleva a repudiar el privilegio dado a la humanidad como definida por su oposición a la materialidad en tanto puro sujeto o relaciones sociales. Además de estos tres proyectos, esta introducción ha propuesto un tipo de meta-comentario sobre todos ellos. Se ha propuesto que para llevar a cabo estos proyectos es probable que adoptemos varias formas de resoluciones filosóficas al dualismo problemático entre personas y cosas. Mientras este recurso a la filosofía es esencial para nuestro propósito académico, la integridad de la antropología demanda otro compromiso: una promesa de traicionar esas resoluciones filosóficas y volvernos al enmarañado terreno de la etnografía. Meskell ha brindado a este volumen el primer capítulo ideal. Su caso de estudio establece algunos parámetros básicos para el todo. Los restos del antiguo Egipto se nos presentan de forma espectacular con la paradoja inicial con la que todo el volumen debe lidiar: a lo largo de la historia han surgido sistemas de creencias que han estado fundados sobre un deseo fundamental por definir la humanidad a través de la trascendencia de lo meramente material y relocalizarnos dentro de un ámbito divino que solo es entendido como “real”. Aún en muchos casos el modo en que este sentido de inmaterialidad tiene que ser expresado es precisamente a través de la eflorescencia de lo material. Su análisis sensible de las teologías de la práctica implícitas en estos restos son luego enlazados con la medida en que aún hoy usamos las “pirámides” tanto para expresar la monumentalidad de la mercantilización en Las Vegas como nuestras crecientes desesperadas apelaciones a cierta espiritualidad trascendente de la New Age que nos defina contra lo material.

Los capítulos que siguen revelan lógicas crecientemente complejas y matizadas, mediante las cuales estas contradicciones se manifiestan a sí mismas. Rowlands y Myers comienzan a construir una antropología del relativismo y luego de la pluralidad de la materialidad. Un caso de estudio en el campo de las finanzas por Maurer y Miyazaku, junto con el de Engelke sobre los repudios apostólicos, constituyen una antropología del relativismo y el pluralismo de la inmaterialidad. Juntos presentan algunas de las lógicas culturales que surgen de estos pluralismos y también la relación entre materialidad e inmaterialidad. Sea que estén considerando las obras de artes de los Aborígenes australianos o los instrumentos financieros tales como el arbitraje, es extraordinario observar justamente cuánto de lo que realmente tiene lugar está basado en la explotación creativa de las expresiones materiales del ideal inmaterial. Exponiendo la necesidad de lo material, estos capítulos nos llevan a algunos temas en juego fundamentales al confrontar las contradicciones subyacentes de la materialidad y la inmaterialidad. Sobre todo revelan un corazón, o núcleo, de estos enredos. Como revelan Keane, Küchler y Thrift, no estamos solamente vestidos; más bien, estamos constituidos por nuestra vestimenta. Estar atado en nudos por la misma idea de telas inteligentes, o la semiótica Peirciana, o un caparazón anticipatorio, es precisamente donde deberíamos buscar estar: en el lugar donde enfrentamos la materialidad de nuestra propia inteligencia. En esta etapa estamos haciendo precisamente lo que ha sido tan atípico de las aproximaciones de la materialidad documentadas aquí. Nuestra meta es considerar a la materialidad directamente, no de manera vicaria a través de búsquedas de la inmaterialidad. Pero como han mostrados estos capítulos, esto tiene consecuencias importantes, debido a que nos fuerza a enfrentar la pura razón de por qué es tan impulsada esta búsqueda de lo inmaterial. Reconocer la materialidad equivale a una negativa por retener la reificación de nosotros mismos que ha sostenido la antropología desde su comienzo como el punto (tanto propósito y pináculo) de esta disciplina. La intención es crear condiciones para una antropología madura que también provea el ímpetu para hacer frente a áreas donde

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continúan dominando estos temas de la materialidad. Si históricamente fue la religión la que constituyó la arena de debate más importante, hoy es probablemente la economía. Como revelan los capítulos de Maurer y de Miyazaki (y de un modo diferente también el de Myers), la antropología se encuentra en una posición de avanzada para liderar un asalto sobre una economía donde, como sugiere Miyazaki, su práctica es su precepto. Lévi-Strauss señaló la materialidad de la filosofía para los pueblos “tribales”; sus herederos reconocen hoy que las finanzas con igualmente “tribales” en que hacen filosofía a través de la construcción de su propio ámbito mítico, el que es su propio campo de práctica. Esa antropología puede recomprometerse libremente con un mundo dominado por el consumo en masa, la pobreza y la economía sin ver a estas meramente como las formas de una socialidad disminuida. Esto es precisamente por qué no podemos seguir esta trayectoria sin tener en cuenta también un proyecto final, un meta-comentario sobre los otros. Reconocemos que en efecto podemos resolver muchos de los temas en juego aquí, pero a cierto costo. Como dijimos antes, todas las aproximaciones al problema de la materialidad en cierto punto están inventando y reinventando la misma rueda. Se pueden seguir los escritos de Latour, o se puede tomar una posición dialéctica, o se puede traducir el legado de la fenomenología. Todos estos harán reclamos de haber trascendido final y completamente el dualismo de sujetos y objetos. En el nivel del discurso filosófico estos reclamos parecen sostenibles. En vez de un dualismo, tenemos un proceso retornante sin fin que hace girar aquello que, en un nivel inferior, toma la apariencia de formas más vulgares – esto es, cosas y personas. Así, ahora podría ser evidente qué se entiende por caracterizar a estos capítulos como poniendo radios ruidosamente (p. ej., Pinney) y sacando radios (por ej., Küchler) de esta rueda filosófica. Pero una rueda, pese a lo finamente fabricada, no es en sí misma un vehículo. Para llevarnos a cualquier lado, una rueda tiene que estar enganchada a cierto mecanismo que haga más que solo girar en círculos. Logramos una resolución filosófica sólo si olvidamos el vehículo y su viaje y contemplamos la rueda girando como una fuerza autónoma. Para realizar antropología

necesitamos enganchar la rueda nuevamente al vehículo que nos devuelve a los caminos lodosos de diversa humanidad. La filosofía no es (espero) lo que los antropólogos quieren hacer; más bien, es nuestra política de aseguramiento contra el hacer mal lo que queremos hacer. Un foco sobre lo particular en etnografía a veces oscurece los horizontes más grandes que nos ayudan a afirmar razones y consecuencias más amplias de esa experiencia etnográfica. La antropología en su propia práctica nos retorna a la práctica de otros, a un compromiso etnográfico con la gente que generalmente se piensa a si misma en estos días como sujetos, viviendo en sociedades, teniendo cultura(s) y empleando una variedad de objetos cuya materialidad no problemática es tomada como segura. No siempre. Cada capítulo de este volumen ha documentado casos donde el tema de la materialidad es problemático para aquellos que están siendo estudiados tanto como para aquellos que escriben sobre ellos. En casi cada caso hemos encontrado compromisos filosóficos con este tema como algo practicado o implícito en las ideas y acciones de aquellos que están siendo estudiados. Pero muchos de estos casos también tienen sus propios equivalentes de la arena vulgar o coloquial, tan evidente en nuestra propia sociedad grandemente secular, donde un dualismo de sujetos y objetos es meramente presunto. Así, hay veces donde directamente empleamos un argumento filosófico para evitar la reificación bien de sujetos o de objetos. Mientras los usos iniciales de la objetivación (como en Marx) se concentraron sobre la producción, yo sostendría que hoy el consumo es al menos tan importante como la práctica a través de la cual la gente potencialmente se hace a sí misma. Por ejemplo, en el ambiente intensamente nacionalista y normativo de la Trinidad contemporánea, el sentido de sí mismo de los individuos está saturado con la auto-conciencia de ser “Trini”. Pero la investigación etnográfica (Miller y Slater 2000) ponen en claro que “ser Trini” ha cambiado manifiestamente como un resultado del modo en que “ser Trini” puede ser ejecutado en Internet, una tecnología que los Trinideños toman con particular presteza. El mismo concepto de “Internet” se disolvió desde ser una cosa dada a una especificidad de su consumo local. No existe una cosa como Internet, se convierte en lo que es sólo a través de sus apropiaciones locales. Así lo

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que estudiamos no era para nosotros “Internet”, ni los “Trinideños” – era el proceso de objetivación que creó lo que subsecuentemente llegó a ser entendido contemporáneamente tanto como “Trinideños” e “Internet” en su despertar. Por ende es totalmente posible enganchar la rueda filosófica que trasciende el dualismo a una vehículo analítico de manera tal de interpretar un estudio etnográfico. Pero mientras esto se convierte en un reaseguro contra el reduccionismo o la reificación, el punto, una vez hecho, rápidamente se podría convertir en tedioso si pretendía ser el único punto de una antropología con formación filosófica. El término mutuamente constituido es muy abusado en la antropología contemporánea. Además, la abstracción requerida para agarrarnos a esta rueda también limita la habilidad de la antropología para comprometerse con el lenguaje y con entendimientos coloquiales y empatéticos. Términos tales como cultura y sociedad – o, inclusive, culturas y sociedades – pueden convertirse todos en taquigrafías enteramente justificables para nuestras generalizaciones necesarias. Pero tenemos tener en mente que en última instancia son términos heurísticos que la antropología necesita usar, o términos usados por aquellos que estudia. No son en última instancia fundaciones a lo cual todo lo otro puede ser reducido. Una vez que esos términos son reconcidos como meramente nuestros sujetos, y no más como nuestros emperadores, se convierten en vehículos muy útiles que, con las ruedas apropiadas agregadas, nos llevarán seguramente a algún lado. Así en mi proyecto de investigación actual sobre la pobreza y la comunicación en Jamaica, me imagino que mis análisis usarán comúnmente términos tales

como relaciones sociales, sujetos y objetos. Parcialmente debido a que quiero reflejar el modo en que la gente con la que trabajo piensa y habla, pero también debido a que quiero hallar modos de transmitir mi investigación tanto a la gente entre la cual estoy trabajando como muy probablemente a instituciones relacionadas con la política que trabajan en temas de pobreza y desarrollo. Donde la filosofía y la teoría hacen a la antropología demasiado “preciosa” o “pura”, cambia desde algo facilitando el entendimiento a una fuerza que evita el compromiso. Exponer la “tiranía del sujeto” es aún importante como un baluarte contra la reificación dentro de la discusión académica. Una parte esencial de la antropología, luego, es un compromiso a la traición – una promesa de traicionar los entendimientos filosóficos por los que nos esforzamos para ganar nuestra compra intelectual, en la medida que retornemos a la vulgaridad de nuestro relativismo y nuestra empatía con el mundo. La filosofía es útil, pero necesariamente ofuscante y abstracta cuando se baja como tabletas de piedra a la gente cuya filosofía emerge esencialmente como una práctica. Podemos querer hornear nuestra torta filosófica, pero esperamos una comensalidad mucho mayor que meramente aquellos pocos otros que desearían consumirla. En la medida que esté claro que el uso es heurístico o destinado a reflejar el lenguaje coloquial, todos necesitamos hablar y escribir en términos de sujetos, objetos y relaciones sociales. Pero nada de esto, creo, contradice la importancia de lo que los contribuidores a este volumen han tratado de hacer individual y colectivamente. Al final del día aún creemos que hemos inventado una mejor rueda.

Notas

1. Ver, por ejemplo, Banerjee y Miller 2003: 137-147. 2. Tales niveles de generalización pueden simplificar enormemente esta oposición. De hecho, pese a que la teología

y la economía pueden estar en oposición directa como abstracciones, en el mundo de la práctica, y aún dentro de la teología misma, cada una puede convertirse en vehículos de la expresión del otro - por ejemplo, en Parry 1994.

3. Ver, por ejemplo, Miller 1998a. 4. Ver la discusión posterior de Latour.

5. Ver en particular Latour 1993, 1999, y para un caso de estudio relevante a este volumen, Latour 1996.

6. Existen, por supuesto, tantas variantes de la filosofía como de la antropología. Además, mi definición operativa es

hasta cierto grado tautológica, dado el punto que estoy señalando. Tomo como filosófico aquello que es a la vez más universal y más abstracto, y como antropológico aquello que está basado más etnográficamente y

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comprometido específicamente. Claramente hay variantes de ambas filosofía y antropología para las cuales tales suposiciones no están muy garantizadas.

7. Compárese Sen 1987, 1999, pero también la posición “neo-aristotélica” de Nussbaum (2000, Nussbaum y Sen

1993). 8. Para otras contradicciones basada en las dos caras de las monedas ver Hart 1986, 2000: 235-256. 9. Muchos otros ejemplos vienen a mi mente: por ejemplo, el trabajo de Zelizer (1987) Pricing de Priceless Child

está basado en una lógica muy similar, como en el estudio histórico de Campbell (1986) sobre por qué fue que ese ethos de los Puritanos y más tarde de los hippies californianos se convirtieron en las bases necesarias para lo que hoy vemos como las versiones más elaboradas del materialismo contemporáneo de los bienes. Muchas veces en la historia del Cristianismo hubieron estas mismas creencias en la mayor recompensa del ascetismo a través de Cristo que permitió a los líderes de la Iglesia amasar una considerable riqueza a partir de la herencia familiar (Goody 1983).

10. En la teoría del virtualismo (Miller 1998b) he tratado de producir una teoría más general sobre los efectos de

estas tendencias a la reificación, pero también he tratado de mostrar por qué estos son extremadamente importantes para entender el momento particular de la historia en el cual estamos viviendo. No tengo espacio para reiterar aquellos puntos aquí.

11. Esto no tiene la intención de ser un reclamo tan serio como podría estar sujeto a argumentación. Si alguien se prendiese más al universalismo de Kant, o a la etnografía británica, o Boas, o Vico, está bien. Durkheim es simplemente una representación de la tendencia en la cual estoy interesado cuando excavo.

12. Una tendencia a usar el término relaciones sociales de una manera reificada o reduccionista no es implicar que

todos los usos del término van en esta dirección. De hecho, uno de los bastiones de la antropología social británica, el estudio del parentesco, ha sido quizás uno de los menos reduccionistas, a media que el parentesco fue progresivamente siendo entendido como un idioma u homología de otros géneros culturales (por ej., Strathern 1992).

13. Esto no resulta ser mi propia visión. Sospecho que tanto el humanismo como la religión en sí misma pueden prosperar sobre la ética que se libera con este tipo de duda radical o material – pero que, como dicen, es otra historia.

14. Esto está, antes de que se llegua a la discusión de Mauss del hau y tonga Maorí en el Ensayo sobre el don (1954: 8-10), hay una sección sobre el tonga Samoano, la entrega de un niño como una pieza de propiedad (idem: 6-8).

Referencias

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