cuentos de color de humo

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CUENTOS DE COLOR DE HUMO Manuel Gutiérrez Nájera (1859 – 1895)

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CUENTOS DE COLOR DE HUMO

Manuel Gutiérrez Nájera (1859 – 1895)

E

Juan el organista

I l valle de la Rambla, desconocido para muchos geógrafos que no sa- ben de la misa la media, es, sin disputa, uno de los más fértiles, ex-

tensos y risueños en que se puede recrear, esparciéndose y dilatándose, el espíritu. No está muy cerca ni muy lejos: tras esos montes que empi- nan su cresta azul en lontananza, no distante de los volcanes, cuyas per- petuas nieves muerde el sol al romperlas; allí está. En tiempos tampoco remotos, por ese valle transitaban diariamente diligencias y coches de co- lleras, carros, caballerías, recuas, arrieros y humildes indios sucios y des- calzos. Hoy el ferrocarril, dando cauce distinto al tráfico de mercancías y a la corriente de viajeros, tiene aislado y como sumido el fértil valle. Las poblaciones, antes visitadas por viajantes de todo género y pelaje, están alicaídas, pobretonas, pero aún con humillos y altiveza, como los ricos que vienen a menos. Restos del anterior encumbramiento quedan apenas en las mudas calles caserones viejísimos y deslavazados, cuyos patios, caballerizas, corrales y demás amplias dependencias indican a las claras que sirvieron en un tiempo de paraderos o mesones.

En los años que corren, el valle de la Rambla no sufre más traqueteo que el de la labranza. Varias haciendas se disputan su posesión: una tira de allá, otra de acullá; ésta se abriga y acurruca al pie del monte; aquélla baja al río en graciosa curva, y todas, desde la cortesana y presuntuosa, que llegada a las puertas de la población quiere entrar, hasta la huraña y eremita que escala el monte con sus casas pardas, buscando la espesura de los cedros, ya en espigas enhiestas, ya en maizales tupidos y ondulan- tes, en cría robusta o en maderas ricas, pagan tributo opimo cada año. Nada más fértil ni más alegre que ese valle, ora visto cuando comienza a clarear, ora en la siesta o en el solemne instante del crepúsculo. La nieve de los volcanes, como el agua del mar, cambia de tintes según el punto en donde está el sol; ya aparece color de rosa, ya con blancura hiperbórea y deslumbrante, ya violada. Muchas veces las nubes, como el cortinaje cadente de un gran tálamo, impiden ver a la mujer blanca y la montaña que humea. Es necesario que la luz, sirviendo de obediente camarera, descorra el pabellón de húmeda gasa para que veamos a los tíos colosos. "La mujer blanca" se ruboriza entonces como recién casada a quien algún importuno sorprende en el lecho. Diríase que con la mórbida rodilla le- vanta las sábanas y las colchas. No así en las postrimerías de la tarde: la mujer blanca parece a tales horas una estatua yacente:

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Cansado del combate En que luchando vivo, Alguna vez recuerdo con envidia Aquel rincón oscuro y escondido.

De aquella muda y pálida Mujer, me acuerdo y digo: ¡Oh qué amor tan callado el de la muerte! ¡Qué sueño el de sepulcro tan tranquilo!

Los sembrados ostentan todos los matices del verde, formando en las

graduaciones del color, por el contraste con el rubio de las mieses, por los trazos y recortes del maizal, como un tablero de colosales di-mensio- nes y sencillez pintoresca. Los árboles no atajan la mirada; huyen del va- lle y se repliegan a los montes. Son los viejos y penitentes ermitaños que se alejan del mundo. Lo que a trechos se mira, son las casas de una sola puerta en donde viven los peones; los graneros con sus oblongas clarabo- yas, el agua quieta de las presas, los antiguos portones de cada hacienda y las torres de iglesias y capillas. Cada pueblo, por insignificante y pobre que sea, tiene su templo. No encontraréis, sin duda, en esas fábricas pia- dosas, los primores del arte: los campanarios son chicorrotines, regorde- tes; cada templo parece estar diciendo a los indígenas: "Yo también estoy descalzo y desnudo como vosotros". Pero en cambio nada es tan alegre como el clamoreo de esas esquilas en las mañanas de los domingos, o en la víspera de alguna fiesta. Allí las campanas suenan de otro modo que en la ciudad: tocan a gloria.

La parte animada del paisaje puede pintarse en muy pocos rasgos: ¿Veis aquel rebaño pasteando; aquellos bueyes que tiran del arado; a ese peón que, sentado en el suelo, toma sus tortillas con chile, ínterin la mu- jer apura el jarro del pulque; al niño, casi en cueros, que travesea junto a la puerta de su casucha, a la mujer de ubres flojas, inclinada sobre el me- tate, y al amo, cubierto por las anchas alas de un sombrero de palma, re- corriendo a caballo las sementeras? Pues son las únicas figuras del paisa- je. En las primeras horas de la mañana y las últimas de la tarde aparecen también con sombreros de jipi y largos trajes de amazonas, en caballos de mejor traza, enjaezados con más coquetería, las "niñas" de la hacien- da. También cuando oscurece podéis ver al capellán, que lleva siempre el devoto libro en una mano y el paraguas abierto en la otra para librarse, ya del sol, ya de la lluvia o del relente.

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A

Y con estas figuras, los carros cargados de mieses, el polvo de oro que circunda las eras como una mis– tica aureola, los mastines vigilantes, el bramido de los toros, el balar de las ovejas, el relincho de los caballos y el monótono canto con que acompañan los peones su faena podéis formar en la imaginación el cuadro que no atino a describir. Ante todo, tended sobre el valle un cielo muy azul y transparente, un cielo en que no se vea a Dios sino a la Virgen; un cielo cuyas nubes, cuando las tenga, parezcan hechas con plumitas de paloma que el viento haya ido hurtando poco a poco; un cielo que se parezca a los ojos de mi primera novia y a los péta- los tersos de los nomeolvides.

II una de las haciendas de aquel valle llegó al oscurecer de cierto día

Juan el organista. Tendría treinta años y era de regular figura, ojos expresivos, traje limpio, aunque pobre y finos modales. Poco sé de su historia: me refieren que nació en buena cuna y que su padre desempeñó algunos empleos de consideración en los tiempos del presidente Herrera. Juan no alcanzó más que las últimas boqueadas de la fortuna paterna, consumida en negocios infelices. Sin embargo, con sacrificios o sin ellos, le dieron sus padres excelente educación. Juan sabía tocar el piano y el órgano; pintaba medianamente; conocía la gramática, las matemáticas, la geografía, la historia, algo de ciencias naturales y dos idiomas: el francés y el latín. Con estos saberes y esas habilidades pudo ganar su vida como profesor y ayudar a la subsistencia de sus padres. Éstos murieron en el mismo mes, precisamente cuando el sitio de México. Juan, que era buen hijo, les lloró, y viéndose tan solo y sin parientes, entregado a solicitudes mercenarias, hizo el firme propósito de casarse, en un momento, en ha- llando una mujer buena, hacendosa, pobre como él y que le agradara. No tardó en hallar esta presea. Tal vez la muchacha en quien se había fijado no reunía todas las condiciones y atributos expresados arriba, mas los pobres en materia de amor, son fáciles de contentar, especialmente si tie- nen ciertas aficiones poéticas y han leído novelas. Al amor que sienten se une la gratitud que les inspira la mujer suficientemente desprendida de las vanidades y pompas mundanas, para decirles: "Te quiero". Creen ha- ber puesto una pica en Flandes, se admiran de su buena suerte, magnifi- can a Dios que les depara tanta dicha y cierran los ojos con que habían de examinar los defectos de la novia, para no ver más que las virtudes y ex- celencias. Los pobres reciben todo como limosna: hasta el cariño.

Juan puso los ojos en una muchacha bastante guapa y avisada, pobre de condición, pero bien admitida, por los antecedentes de su familia, en las mejores casas. Era hija de un coronel que casó con una mujer rica y

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tiró la fortuna de ésta en pocos años. La viuda se quedó hasta sin viude- dad, porque el coronel sirvió al Imperio. Mas como sus hermanas, her- manos y parientes vivían en buena posición, no le faltó nunca lo suficien- te para pagar el alquiler de la casa (veinticinco pesos), la comida (cincuenta) ni los demás pequeños gastos de absoluta e imprescindible necesidad. Para vestir bien a las niñas, como a personas de la clase que eran, tuvo sus apurillos al principio; pero ellas, luego que entraron en edad, supieron darse maña para convertir el vestido viejo de una prima en traje a la última moda y hacer los metamorfoseos más prodigiosos con todo género de telas y de cintas. Además, eran lindas y discretas; se ga- naban la voluntad de sus parientes, regalándoles golosinas y chucherías hechas por ellas; de manera que jamás carecieron de las prendas que realzan la hermosura de las damas y no sólo vestían con decoro y buen gusto, sino con cierto lujo y elegancia. Cada día del santo de alguna, o al acercarse las solemnidades clásicas como Semana Santa y Muertos, re-ci- bían ya vestidos, ya sombreros, ya una caja de guantes o un estuche de perfumes. Llegó vez en que ya no les fue necesario recurrir a los volteos, arreglos o remiendos en que tanto excedían, y aun regalaron a otras mu- chachas, más pobres que ellas, los desperdicios de su guardarropa. Las otras ricas las mimaban muchísimo y solían llevarlas a los paseos y a los teatros.

Rosa fue la que se casó con Juan. Las otras tres, por más ambiciosas o menos afortunadas, continuaron solteras. No faltó quien, sabiendo el ma- trimonio, hiciera tristes vaticinios. "Juan", decían, "gana la subsistencia trabajando; hoy reúne ciento cincuenta pesos cada mes; pero ¿qué son és- tos para las aspiraciones de Rosa, acostumbrada a la holgura y lujo con que viven sus parientes y amigas?" Y con efecto, era hasta raro y sorpren- dente que Rosa hubiera correspondido al pobre mozo. El caso es que, fuese por el deseo de casarse, o porque verdaderamente tomó cariño a Juan, Rosa aceptó la condición mediocre, tirando a mala, que el pretend- iente le ofrecía, y se casó.

El primer año fueron bastante felices; verdad es que tuvieron sus dis- cusiones y disgustos; que Rosa suspiraba al oír el ruido de los carruajes que se encaminaban al paseo; que no iba al teatro porque su marido no quería que fuese a palco ajeno, pero con mutuas decepciones y deseos so- focados, haciendo esfuerzos inauditos para sacar lustre a los ciento cincuenta pesos del marido, pasaron los primeros nueve meses.

Coincidió con el nacimiento de la niña que Dios les envió el malestar y desbarajuste del erario en los últimos días de Lerdo"'. Faltaron las quin- cenas, fue preciso apelar a los amigos, a los agiotistas, al empeño, y Rosa,

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en tan críticas circunstancias, se confesó que había hecho un soberano disparate en casarse con pobre, cuando pudo, corno otra amiga suya, atrapar un marido millonario. Las tormentas conyugales fueron entonces de lo más terrible. Las gracias y bellezas de la niña no halagaban a Rosa, que deseaba ser madre, pero de hijas bien vestidas. No pudiendo lucir a la desgraciada criatura, la culpaba del duro encierro en que vivía para cuidarla y atenderla. Poco a poco fue siendo menos asidua y solícita con su hija, abandonó tal cuidado al marido, y despechada, sin paciencia pa- ra esperar tiempos mejores ni resignación para avenirse con la pobreza, sólo hallaba fugaz esparcimiento en la lectura de novelas y en la conver- sación con sus amigas y sus primas.

Los parientes benévolos de antaño pudieron haberla auxiliado en sus penurias, pero Juan decía: "Mientras encuentre yo lo necesario para co- mer, no recibiré limosna de ninguno." Así es que, cuando Rosa recibía al- gún dinero, era sin que Juan se enterase de la dádiva. Mas ¿cómo emple- ar aquellos cuantos pesos en vestidos y gorras, si Juan estaba al tanto de los exiguos fondos que tenia? Algunas compras pasaron como obsequios y regalos, pero aun bajo esta forma repugnaban a Juan. "No quiero", solía decir a su mujer, "que te vistas de ajeno. Yo quisiera tenerte tan lujosa co- mo una reina; pero, ya que no puedo, confórmate con andar decente y limpia, cual cuadra a la mujer de un triste empleado". Rosa decía para sus adentros: "Tan pobre y tan orgulloso: ¡como todos!… " Esta misma al- tivez y el despego a propósito extremado con que trataba Juan a los par- ientes ricos de su esposa le concitaron malas voluntades entre ellos. No pasaba día sin que por tierna compasión dijeran a Rosa: "¡Qué mal hiciste en casarte! ¡Mejor estabas en tu casa! Sobre todo, con ese talle, con esos pies, con esa cara, pudiste lograr mejor marido. No porque el tuyo sea malo; ¡nada de eso!, pero, hija, ¡es tan infeliz!"

Y poco a poco estas palabras compasivas, el desnivel entre lo soñado y lo real, la continua contemplación de la opulencia ajena y las lecturas romancescas a que con tanto ahínco se entregaba produjeron en Rosa un disgusto profundo de la vida y hasta cierto rencor o antipatía al misérri- mo Juan, responsable y autor de su desdicha. Rosa procuraba pasar fuera de la casa las más horas posibles, vivir la vida fastuosa y prestada a que la acostumbraron desde niña, hablar de bailes y de escándalos y hasta –¿por qué no?– escuchar sin malicia los galanteos de algún cortejo aristo- crático. Al cabo de seis meses transcurridos de esta suerte, sucedió lo que había de suceder: que Rosa dio un mal paso con su primo.

Juan no cayó del séptimo cielo como Luzbel. Conservaba aún los res- coldos de la amorosa hoguera que antes le inflamó, pero no estimaba ni

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podía estimar a Rosa. La había creído frívola, disipada, presuntuosa y vana, pero nunca perversa y criminal. Y Rosa –hagámosle justicia plena– no delinquió por hacer claro ni por gozar el adulterio, sino por vanidad y aturdimiento. Juan, tranquilo en su cólera, abandonó el hogar profanado y salió con su hija de la ciudad. ¿A qué vengarse? El tiempo y sólo el tiempo, ese justiciero inexorable, venga los delitos de leso corazón. .

Huía de México, como se huye de las ciudades apestadas. No quería sufrir las risas de unos y las conmiseraciones de otros. Sobre todo, quería educar a su hija, que contaba a la sazón dos años, lejos de la formidable tentación. "La vanidad es una lepra contagiosa", decía para sí, "¡tal vez hereditaria! Quiero que mi hija crezca en la atmósfera pura de los cam- pos: las aves la enseñarán a ser buena madre." En los primeros días de ausencia, la niña despertaba diciendo con débil voz: "¡Mamá! ¡Mamá!"

¡Cómo sufría al oírla el pobre Juan! Iba a abrazarla en su camita, y, mo- jando con lágrimas los rubios rizos y la tez sonrosada de la niña, le decía sollozando: "¡Pobrecita! ¡Somos huérfanos!"

Al año de esto, murió la madre de Rosita; Juan vivió con muchísimo trabajo, sirviendo de profesor en varios pueblos y ayudándose con la pintura y con la música. Diez meses antes del principio de esta historia fue a radicarse a San Antonio, población principal del valle descrito en el capítulo anterior. Allá educaba a algunos chicos, pintaba imágenes pia- dosas que solía vender para las capillas de las haciendas y tocaba el órga- no los domingos y fiestas de guardar.

Esto último le valió el sobrenombre de "Don Juan el Organista". Todos le querían por su mansedumbre, buen trato y fama de hombre docto. Mas lo que particularmente le hacía simpático era el cariño inmenso que tenía a su hija, Aquel hombre era padre y madre en una pieza. ¡Con qué minuciosa solicitud cuidaba y atendía a la pequeñuela! ¡Era de ver cuan- do la alistaba y la vestía, con el primor que sólo tienen las mujeres; cuan- do le rezaba las oraciones de la noche y se estaba a la cabecera de la cama hasta que la chiquilla se dormía!

Rosita ganaba mucho en hermosura. Cuando cumplió cinco años –época en que principia esta historia– era el vivo retrato de la madre. Las vecinas se disputaban a la niña y la obsequiaban a menudo con vestidos nuevos y juguetes. Por modo que Rosita andaba siempre como una mu- ñeca de porcelana. ¡Y a la verdad que era muy cuca, muy discreta, muy linda y muy graciosa, para comérsela a besos!

Veamos ahora lo que Don Juan el Organista fue a buscar en la vecina hacienda de la Cruz.

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III delante, amigo don Juan, pase usted.

Juan se quitó el sombrero respetuosamente y entró al despa- cho de la hacienda. Era una pieza bastante amplia con ventanas al campo y a un corral. Consistía su mueblaje en una mesa grande y tosca, coloca- da en el fondo, precisamente abajo de la estampa cíe Nuestra Señora de Guadalupe. La carpeta de la mesa era de color verde tirando a tápalo de viuda; pendiente de una de sus puntas campaneábase rueco trapo negro, puesto allí para limpiar las plumas; y encima, colocados con mucho or- den, alzábanse los libros de cuentas, presididos por el clásico tintero de cobre que aún usan los notarios de parroquia. Unas cuantas sillas con as- iento de tule completaban el mueblaje, y ya tendidos o apoyados en ellas, ya arrinconados o subidos a los pretiles de las ventanas, había también vaquerillos, estribos, chaparreras, sillas de montar, espadas mohosas, acicates y carabinas. De todo aquello se escapaba un olor peculiarísimo a crines de caballo y cuero viejo.

Don Pedro Anzúrez, dueño de la hacienda, escribía en un gran libro y con pluma de ave, porque jamás había podido avenirse con las moder- nas. Desde el sitio en que de pie aguardaba Juan, podía verse la letra an- cha y redonda de don Pedro, pero Juan no atendía a los trazos y rasgos de la pluma: con el fieltro en la mano esperaba a que le invitasen a sentarse.

–Descanse usted y no ande con cumplidos –dijo don Pedro, interrump- iendo la escritura.

Y continuó tan serio y gravoso como antes, añadiendo renglones a ren- glones y deteniéndose de cuando en cuando para hacer en voz baja algunas sumas. Cerró luego el librajo, forrado de cuero, puso la pluma en la copilla llena de municiones, y, volviéndose a Juan, le dijo así:

–Amigo mío, aproxime la silla y hablemos… ¡Eso es! ¿No quiere usted un cigarrillo?

–Gracias, señor don Pedro, yo no fumo. –El señor cura habrá informado a usted someramente de lo que yo

pretendo. –En efecto, el padre me dijo anoche que tenía usted el propósito de

emplearme en su casa como preceptor de los niños. –Eso es. Usted habrá observado que yo le tengo particular estimación

no sólo por el saber que todos sin excepción le conceden, sino por las virtudes cristianas, tan raras en los jóvenes de hoy día, y que le hacen simpático a mis ojos. Usted es laborioso, humilde, fiel observante de la ley de Dios, honrado a carta cabal y padre cariñoso como pocos. ¡Vamos!

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N

¡Me gusta usted! Desde que trabamos amistad, con motivo de la fiesta del Carmen, cuando usted tocó el órgano en mi capilla, he comprendido que está usted fuera de su centro, y que hombre de educación tan esme- rada merece mejor suerte y el auxilio de todos los que piensan como yo. Conque ¿no tiene usted reparo en admitir lo que le propongo? ¿Acepta usted? –Con el alma y la vida, señor don Pedro.

–Pues vamos ahora a tratar el asunto mercantilmente. Usted tendrá ca- sa, comida y cincuenta pesos al mes. Por supuesto, vendrá usted con su hija. Mi esposa y mis dos hijas mayores quieren mucho a la niña, y trata- rán a usted como a persona de la familia. Los deberes del preceptor son los siguientes: enseñar a mis dos chicos la aritmética, un poco de gramá- tica, el francés y la teneduría de libros. ¿Convenido?

–Señor don Pedro, usted me colma de favores. A duras penas logro conseguir en el pueblo la suma que usted me ofrece, y de ella salen el al- quiler de la casa, el peso diario del gasto y el alumbrado. ¿Cómo, pues, no admitir con regocijo lo que usted me propone?

–Pues doblemos la hoja. La habitación de usted será la que ya cono- ce… junto a la pieza del administrador. No es muy grande; consta de dos cuartos bastante amplios y bien ventilados. Además, usted tiene como suya toda la casa. Más que como empleado, como amigo. Conque ¿cuándo puede usted instalarse?

–Mañana mismo, si usted quiere. –No, mañana es domingo y no está bien que se trabaje en la mudanza.

Será el lunes. Don Pedro se levantó de su sillón. Juan, confundido, se despidió, y así

acabó, con regocijo de ambos, la entrevista.

IV o pintaré la vida que llevaba Juan en la hacienda de la Cruz. Tra- bajaba de nueve a doce con los niños, comía con la familia, y en las

tardes se iba de paseo o a leer en el banco del jardín. Poco a poco le fue- ron tomando cariño todos los de la casa; mas sin que tales muestras de afecto le envalentonaran ni le sacasen de quicio, como suele pasar a los que por soberbia creen merecerlo todo. Juan consideraba que era un po- bre empleado (le don Pedro, y que, como tal, debía tratarlo con respeto, lo mismo que a los demás de la familia. Y a la verdad que ni con linterna se hallarían personas más sencillas ni más buenas que la esposa y las hi- jas de don Pedro. Ni una brizna de orgullo había en aquellas almas de in- comparable mansedumbre. Juana, la hija mayor, era un poquito cascarra- bias. También era la que llevaba el peso de la casa y tenía que tratar con

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los criados. Pero sus impaciencias y corajes eran siempre tan momentá- neos como el relámpago. Enriqueta tenía mayor dulzura de carácter. Y en cuanto a la señora, caritativa, franca, inteligente, merecía ser tan feliz como lo era.

Juan agradecía a don Pedro y a su familia, más que la distinción con que le trataban, el cariño que habían manifestado a Rosita.

Enriqueta, particularmente, era la más tierna con la niña. Parecía una madre; pero una madre doblemente augusta: madre y virgen. Muchas veces, Juan intentó poner prudentemente coto a tales mimos, temeroso, tal vez con fundamento, de que la niña se malacostumbrase y ensoberbe- ciera. Mas ¿qué padre no ve con alborozo la dicha de su hija? Lo que pa- só fue qué, gradualmente, aquellas solicitudes de Enriqueta, aquel tierno cuidado despertaron en Juan un blando amor, escondido primero bajo el disfraz de la gratitud, pero después tan grande, tan profundo y tan vio- lento, como oculto, callado y reprimido. El trato continuo, el diario roce de aquellas almas buenas y amorosas daban pábulo a la pasión intensa del desgraciado preceptor. Pero Juan conocía perfectamente lo irrealiza- ble que era su ideal. Estaba allí en humilde condición, acogido, es ver- dad, con mucho aprecio, mas distante de la mujer a quien amaba, como lo están los lagos de los soles. ¿Sabía, acaso, cuáles eran los propósitos de sus padres? Habíanla instruido y educado con esmero no para compañe- ra de un pobre hombre que nada podría darla, fuera del amor, sino para mujer de un hombre colocado en digna y superior categoría. Si la hablara de amor, sería como el hombre a quien hospedan por bondad en una ca- sa, y, aprovechando la ocasión favorable, se roba alguna joya. No, Juan no lo haría seguramente. Corresponder de tal manera a los favores que don Pedro le había hecho, hubiera sido falta de nobleza. Mil veces, sin embargo, el amor, que es gran sofista, le decía en voz muy baja: "¿Por qué no?"

V

ien comprendía Juan la imposibilidad de que su amor permanecie- ra oculto mucho tiempo; pero, medroso y convencido de su propia

desgracia, alejaba adrede el día de la inevitable confesión. A solas, en la oscuridad de su alcoba o en el silencio del jardín, imaginaba fácil y hace- dero lo que después le parecía imposible. Mas, como siempre nos incli- namos a creer aquello que nos agrada, poco a poco la idea de que sus sueños no eran de todo punto irrealizables, como al principio sospechó, fue ganando terreno en su entendimiento. Parecían favorecer esta trans- formación moral las continuas solicitudes de Enriqueta, cada vez más

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tierna y bondadosa con Rosita y más amable con el pobre Juan. Éste in- terpretaba tales muestras de cariño como prendas de amor, y hasta llegó a creer –¡tan fácil es dar oído a la presuntuosa vanidad!– que Enriqueta le amaba y que tarde o temprano realizaría sus ilusiones ¿Con qué contaba Juan para subir a ese cielo entrevisto en sus alucinaciones y sus éxtasis? Con el gran cómplice de los enamorados y soñadores: con lo inesperado.

Lo peor para Juan era el trato íntimo que tenía con Enriqueta. Vivía en su atmósfera y sentía su amor sin poseerlo, como se embriagan los bode- gueros con el olor del vino que no beben. Cada día Juan encontraba un nuevo encanto en la mujer amada. Era como si asistiese al tocador de su alma y viera caer uno a uno todos los velos que la cubrieran. Además, nada hay tan invenciblemente seductor como una mujer hermosa en el abandono de la vida íntima. Juan miraba a Enriqueta cuando salía de la alcoba, con las mejillas calientes aún por el largo contacto de la almoha- da. Y la veía también con el cabello suelto o recostada en las rodillas de la madre. Y cada actitud, cada movimiento, cada ademán le descubrían nuevas bellezas. E igual era el crecimiento de su admiración en cuanto atañe a la hermosura moral de Enriqueta. Todas esas virtudes que bus- can la oscuridad para brillar y que nunca adivinan los profanos; todos esos atractivos irresistibles que la mujer oculta, avara, a los extraños y de que sólo goza la familia aumentaban la estimación de Juan y su cariño. Tenían, además, aquellas dos vidas un punto de coincidencia: Rosita. En- riqueta prodigaba a la niña todas las ternezas y cuidados de una madre joven; de una madre que fuera a la vez como la hermana mayor de su hi- ja. Cierta vez la niña enfermó. Fue necesario llamar a un doctor de Méxi- co, cuyo viaje fue costeado por don Pedro. Enriqueta no abandonó un so- lo momento a la enfermita.

La veló varias noches; al ver a Juan desfallecido de dolor, le decía cariñosa:

–No desespere usted. La salvaremos. Ya le he rogado a nuestra Madre de la Luz que nos la deje. Venga usted a rezar conmigo la novena.

La niña sanó, pero el mísero Juan había empeorado. Precisamente el día en que el médico la dio de alta, Juan fue al comedor de la hacienda. Habían servido ya la sopa cuando don Pedro dijo en alta voz:

–Hoy es un día doblemente fausto. Rosita entra en plena convalecencia y llega Carlos a la hacienda. Luego, inclinándose al oído de Juan, agregó:

–Amigo mío, para usted no, tenemos secretos porque es ya de la famil- ia: Carlos es el novio de Enriqueta.

VI

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¡C

ómo! ¡Enriqueta tenía novio! He aquí que lo inesperado, ese gran cómplice en quien Juan confiaba, se volvía en contra suya. ¡Y

cuándo!… Cuando después de aquella enfermedad de la niña, durante la cual Enriqueta había dividido con él las zozobras y los cuidados, era más viva y más intensa su pasión.

Juan creyó morirse de congoja, y, al volver a su pieza y ver a su hija que le tendía los escuálidos bracitos, exclamó, como en aquellos instantes supremos que siguieron al abandono de su esposa:

–¡Ay, pobre hija, ya no tienes madre! En efecto, ¿no era Enriqueta la madre de Rosita? Pues también la iba a

dejar huérfana, como la otra, al irse con un hombre a quien Juan no cono- cía aún, pero que odiaba. ¿Quién era aquel Carlos? Probablemente un ri- co… los pobres ponen siempre en defecto a los que odian. ¡Buen mozo! Juan no lo era y comprendía instintivamente que el triunfo de su rival era debido a las cualidades de que él carecía. Inteligente… "No, inteli- gente no", murmuró Juan.

Poco a poco, la luz se fue haciendo en el cerebro del desgraciado pre- ceptor. Y comenzó a explicarse claramente cuantos ademanes, acciones y palabras de Enriqueta interpretó favorablemente a su pasión. Era aquello un deshielo de ilusiones. El sol calentaba con sus rayos la estatua de nie- ve, y la figura deshacíase. Juan decía para sí:

"¡Qué necio fui! Yo tenía un tesoro de miradas, sonrisas y palabras; es- to es, diamantes, perlas y oro. Y ahora un extranjero viene a mí, se acerca y me dice con tono imperioso: «Devuélveme cuanto posees. Nada de eso es tuyo. Todo es mío. ¿Recuerdas el rubor que tiñó su rostro, cuando, de- lante de ti, le preguntaron si amaba a alguien? Tú imaginaste que ese ru- bor era la sombra de tu alma, y no era más que el calor de la mía. Una tarde la hallaste sola en el jardín y echó a correr para que no la vieras.» "Me huye, porque sabe mi cariño", dijiste para tus adentros. «¡Pobre loco! Te esquivaba para ocultar la carta que yo le escribí y que ella leerá con los labios. Y esas miradas húmedas de amor que clavaba en tu rostro algunas

noches iban dirigidas a mí. Hasta al acariciar la cabecita de tu hija pen- saba en los niños que tendríamos y por lo tanto, en mí también. Cuantos recuerdos tienes son robados. Devuélveme tus joyas una a una.»

Y cada vez se iba quedando más pobre y más desnudo. Hasta que al fin sus piernas flaquearon y cayó desfallecido al suelo.

Juan no murió de pena, porque la muerte no se apiada nunca de los in- felices. En la noche de aquel terrible día llegó Carlos a la hacienda; Juan no quiso bajar al comedor, pero desde su pieza, sentado a la cabecera de

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la cama en donde dormía su hija convaleciente, escuchaba el ruido de los platos y las alegres risas de los comensales. ¿Cómo sería Carlos? La cu- riosidad impulsaba a Juan a salir callandito e ir a espiar por el agujero de la llave. Pero la repugnancia que el novio de Enriqueta le inspiraba y el caimiento de su ánimo le detuvieron. A poco rato cesó el ruido; Juan oyó los pasos del recién llegado que atravesaba el patio tarareando una ma- zurca; la conversación de los criados que limpiaban la vajilla en la cocina y luego… pisadas de mujer que se acercaban. Entonces recordó. Enrique- ta tenía costumbre de ir todas las noches y antes de acostarse a ver a su enfermita y curarla bien. ¡Iba a entrar a la alcoba! Juan no tuvo tiempo más que para ocultar la cabeza entre sus brazos, tendido en la cama, y fingir que dormía. ¿Para qué verla? Sobre todo, el llanto puede sofocarse mientras no se habla; pero las palabras abren, al salir, la cárcel de las lá- grimas, y éstas se escapan.

Enriqueta entró de puntillas, y, viendo a Juan con extrañeza, titubeó algunos momentos antes de acercarse a la cama. Por fin se aproximó. Con mucho tiento y procurando hacer el menor ruido posible, cubrió bien a la niña con sus colchas. Después se inclinó para besar en las meji- llas y en la frente a su enfermita. Juan oyó el ruido de los besos y sintió la punta de los senos de Enriqueta rozando uno cíe sus brazos. Tenía los ojos apretadamente cerrados y se mordía los labios. Cuando el ruido de las pisadas de Enriqueta se fue perdiendo poco a poco en el sonoro pasa- dizo, Juan se soltó a llorar. ¿Para qué referir uno a uno sus padecimien- tos? Tres meses después de aquella noche horrible, Enriqueta se casaba en la capilla de la hacienda. Y –¡cosa extraña!– Juan, que no había tocado el órgano en mucho tiempo, iba a tocarlo durante la ceremonia religiosa. La víspera de aquel día solemne don Pedro dijo al infortunado preceptor:

–Mañana, amigo mío, es día de fiesta para la familia. Carlos es buen muchacho y hará la felicidad de Enriqueta. A no ser por esa considera- ción, le aseguro a usted que estaríamos muy tristes… Ya usted lo ve… ¡Enriqueta es la alegría de la casa y se nos va! Pero hay que renunciar al egoísmo y ver por la ventura de los nuestros. Estas separaciones son ne- cesarias en la vida. Yo quiero que la boda sea solemne. Verá usted, ami- go mío, verá usted qué canastilla de boda le ha preparado a la muchacha su mamá. Ya pierdo la cabeza y me aturdo con tantos preparativos. Ca- samos a Enriqueta en la capilla, para ahorrarnos los compromisos que habríamos tenido en México; pero fue necesario, sin embargo, invitar a los parientes más cercanos y a los amigos íntimos. Y ya habrá usted nota- do el barullo de la casa. No hay un rincón vacío. Pero, a todo esto, olvi- daba decir a usted lo más urgente. Quiero, amigo don Juan, que mañana

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nos toque usted el órgano. Ya sé que hace usted maravillas. El órgano de la capilla es malejo; pero he mandado que lo afinen. Conque ¿puedo con- fiar en su bondad?

Juan aceptó. Había pensado no pasar el día en la casa; irse con cualqu- ier pretexto al pueblo, al monte, a un lugar en que estuviera solo. Pero fue necesario que apurase el cáliz. ¡Convenido! Iba a tocar el órgano en el matrimonio de su amada. ¡Qué amarga ironía!

Pasó la víspera encerrado en su cuarto. ¡Qué día aquél! Al pasar por una de las salas para ir al escritorio de don Pedro, que le mandó llamar, Juan vio sobre la mesa la canastilla de boda de Enriqueta. Casualmente, la mamá estaba cerca y quiso enseñar a Juan los primores que guardaba aquella delicada cesta de filigrana. Y Juan vio todo: los pañuelos de finí- sima batista, el collar cíe perlas, los encajes de Bruselas, las camisas tras- parentes y bordadas, que parecían tejidas por los ángeles.

Por fin amaneció el día de la boda; Juan, que no había podido pegar los ojos en toda la noche, fue a la capilla, aún oscura y silenciosa. Ayudó a encender los cirios y a arreglar las bancas. Después, concluida la tarea, se subió al coro; Rosita le acompañó. La pobre niña estaba triste. Enriq- ueta la había olvidado por un novio y por los preparativos de su matri- monio. Además, con esa perspicacia de las niñas que han sufrido, Rosita adivinaba que su padre sufría.

Desde el coro podía mirarse la capilla de un extremo a otro. Poco a po- co se fue llenando de invitados. Por la ventana que daba al patio se veía la doble hilera de los peones de la hacienda, formados en compactos ba- tallones. A las siete los novios, acompañados de los padrinos, entraron a la capilla. ¡Qué hermosa estaba Enriqueta! Parecía un ángel vestido de sus propias alas. Se arrodillaron en las gradas del altar; salió el señor cu- ra de la sacristía, precedido de la dorada cruz y los ciriales; llenó el pres- biterio la aromática nube del incienso y comenzó la ceremonia. Juan tocó primero una marcha de triunfo. Habríase dicho que las notas salían de los angostos tubos del órgano, a caballo, tocando las trompetas y mov- iendo cadenciosamente las banderas. Era una armonía solemne, casi gue- rrera, un arco de triunfo hecho con sonidos, bajo el cual pasaban los arro- gantes desposados. De cuando en cuando, una melodía tímida y quejum- brosa se deslizaba como un hilo negro en aquella tela de notas áureas. Parecía la voz de un esclavo, uncido al carro del vencedor. En esa melo- día fugitiva y doliente se revelaba la aflicción de Juan, semejante a un enorme depósito de agua del que sólo se escapa un tenue chorro. Des- pués, las ondas armoniosas se encresparon, como el bíblico lago de Tibe- riades. El tema principal saltaba en la superficie temblorosa, como la

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barca de los pescadores sacudida por el oleaje. A veces una ola lo cubría y durante breves instantes quedaba sepultado e invisible. Pero luego, venciendo la tormenta, aparecía de nuevo airoso, joven y gallardo, como un guerrero que penetra, espada en mano, por entre los escuadrones enemigos, y sale chorreando sangre, pero vivo.

Aquel extraño acompañamiento era una improvisación. Juan tocaba traduciendo sus dolores; era el único autor de esa armonía semejante a una fuga de espíritus en pena, encarcelados antes en los tubos. Al salir disparadas con violencia, por los cañones de metal, las notas se retorcían y se quejaban. En ese instante, el sacerdote de cabello cano unía las ma- nos blancas de los novios.

Después la tempestad se serenó. Cristo apareció de pie sobre las olas del furioso lago, cuyas movibles ondas se aquietaron. Una tristeza in- mensa, una melancolía infinita sucedió a la tormenta. Y entonces la me- lodía se fue suavizando: era un mar, pero un mar tranquilo, un mar de lágrimas. Sobre esa tersa superficie flotaba el alma dolorida de Juan. El pobre músico

pensaba en sus ilusiones muertas, en sus locos sueños, y lloraba muy quedo como el niño que, temeroso de que lo reprendan, oculta su cabeci- ta en un rincón. En la ternura melódica se unían los sollozos, las cancio- nes monótonas de los esclavos y el tristísimo son del ,,alabado". Veía con la imaginación a Enriqueta, tal como estaba la primera noche que él pasó en la hacienda, allí, en esa misma capilla, hoy tan resplandeciente y ador- nada. La veía rezando el rosario, envuelta por un rebozo azul oscuro. Bien se acordaba: cuando todos salieron paso a paso, Enriqueta, que era la última en levantarse, se acercó al cuadro de la Virgen de la Luz, colga- do en uno de los muros, y tocó con sus labios las sonrosadas plantas de la imagen. ¡Cuánto la había querido el pobre Juan! ¡Se acabó! ¿A qué vi- vir? Allí estaba, lujosa y elegante al lado de su novio, que sonreía de feli- cidad. Y cada vez la melodía era más triste. En el momento de la eleva- ción, las campanas sonaron y se oyó el gorjear de muchos pájaros asoma- dos en las ojivas. Era el paje a quien obligan a cantar y que, resuelto, tira el laúd, diciendo: "¡Ya no quiero!" Mas, a poco, la música, azotada por la mano colérica del amo, volvió a sonar más melancólica que antes. Hasta que al fin, cuando la misa concluía, las notas conjuradas y rabiosas esta- llaron de nuevo en una inmensa explosión cíe cólera. Y en medio cíe esa confusión, en el tumulto de aquel escape de armonías mutiladas y notas heridas, se oyó un grito. El aire continuó vibrando por breves momentos. Parecía un gigante que refunfuñaba. Y luego, el coro quedó silencioso,

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mudo el órgano, y, en vez de melodías o himnos triunfales, se oyeron los sollozos de una niña.

Era Rosita que lloraba sin consuelo, abrazada al cadáver de su padre.

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A

Dame de coeur

llá, bajo los altos árboles del Panteón Francés, duerme la pobrecita de cabellos rubios, a quien yo quise durante una semana… ¡todo

un siglo!… y se casó con otro. Muchas veces, cuando, cansado y aburrido del bullicio, escojo para

mis paseos vespertinos las calles pintorescas del Panteón, encuentro la delicada urna de mármol en que reposa la que nunca volverá. Ayer me sorprendió la noche en esos sitios. Comenzaba a llover y un aire helado movía las flores del camposanto. Buscando a toda prisa la salida, di con la tumba de la muertecita. Detúveme un instante, y al mirar las losas hu- medecidas por la lluvia, dije, con profundísima tristeza:

–¡Pobrecita! ¡Qué frío tendrá en el mármol de su lecho! Rosa-Thé era, en efecto, tan friolenta como una criolla de La Habana.

¡Cuántas veces me apresuré a echar sobre sus hombros blancos y desnu- dos, a la salida de algún baile, la capota de pieles! ¡Cuántas veces la vi en un rincón del canapé, escondiendo los brazos, entumida, bajo los plieg- ues de un abrigo de lana! ¡Y ahora, allí está, bajo la lápida de mármol que la lluvia moja sin cesar! ¡Pobrecita!

Cuando Rosa-Thé se casó, creyeron sus padres que iba a ser muy di- chosa. Yo nunca lo creí, pero reservaba mis opiniones, temeroso de que lo achacaran al despecho. La verdad es que cuando Rosa-Thé se casó, yo había dejado de quererla, por lo menos con la viveza de los primeros dí- as. Sin embargo, nunca nos hace mucha gracia el casamiento de una anti- gua novia. Es como si nos sacaran una muela.

Sobre todo, lo que aumentaba mi disgusto era el convencimiento pro- fundo de que iba a ser desgraciada. Me ponía como furia al escuchar las profecías risueñas de su familia. ¡Cómo! ¿Qué iba a ser Pedro un buen marido? Pero ¿no saben estas gentes –decía yo para mí– que Pedro juega? Atribuyen a la funesta ociosidad tan serio vicio; creen que una vez casado va a enmendarse… pero los jugadores no se enmiendan.

Y –en descargo de mi conciencia, lo diré– yo habría visto, si no con ale- gría, con resignación a lo menos, el casamiento de Rosa-Thé con un buen chico. Pero lo contrario de un pozo es una torre; lo contrario de un puen- te, un acueducto; lo contrario de un buen marido, eso era Pedro. No por- que le faltasen prendas personales, ni salud, ni dinero, ni cariño a la pobre Rosa-Thé, pero sí porque aquel pícaro vicio había de seguirlo eter- namente, como un acreedor a quien nunca acaba de pagársele.

Rosa-Thé no sabía que Pedro jugaba. En los primeros meses de matri- monio, fue, con efecto, lo más sumiso y obsequioso que puede apetecerse

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para la vida quieta del hogar. Pero, ¡ay!, a poco tiempo, la picara costum- bre le arrastró al tapete verde. Comenzaron entonces los pretextos para pasar las noches fuera de la casa, la acritud de carácter, los ahogos y las

súbitas desapariciones del dinero. Cierta vez, Rosa se preparaba para asistir a un baile. Pedro estaba ya de frac, esperando en el gabinete a su señora. Mas como estaba embebida aún en su toilette, tardóse todavía muy largo rato, Pedro entornó la puerta del tocador y dijo a Rosa:

–Mira, mientras acabas de peinarte, voy a fumar al aire libre. Dentro de media hora volveré.

Eran las nueve y media. En punto de las diez Rosa estaba dispuesta para el baile. Sentóse en un silloncito y esperó. Sonó el cuarto, la media, los tres cuartos, y Pedro no volvía. Entonces comenzó a entrar en cuida- do. ¿Qué le habría sucedido? A cada instante se asomaba al balcón, es- trujando los guantes y el pañuelo. ¿Le habría atropellado un coche? ¡Anda tan embobado! –decía Rosa. ¿Habrá tenido riña con alguno? ¡Nadie está libre de enemigos! Sobre todo, ¡hay tantos malhechores en la calle! Y adelantando los sucesos con la impaciente imaginación, se figu- raba ver entrar a su marido en angarillas con una pierna rota o muerto acaso. Y cada vez era más aguda su congoja, tanto que, al dar las once, mandó a un mozo a que fuera buscarle por las calles, y luego a otro, en seguida a tres, hasta que el camarista y el lacayo, el cochero, el portero y cuantos hombres había en la servidumbre, se emplearon en buscarle por calles y cafés sin dejar punto de reunión por registrar ni detuvieron un instante sus pesquisas.

Llegaban los sirvientes fatigados y sin noticia alguna de su amo; salían después con nuevas órdenes y siempre regresaban lo mismo que se iban. Por fin, pasada ya la medianoche, Rosa ordenó que se pusiera el coche. Iba a buscar a Pedro. A todo escape, los caballos partieron del zaguán. Llamó Rosa a la puerta de muchas casas; apeábase el lacayo presuroso, y después de conferenciar con los porteros, subía luego al pescante, y el ca- rruaje se lanzaba de nuevo por las calles con la mayor velocidad posible. A cosa de la una, pasó Rosa por una calle y vio abiertos e iluminados los balcones de una casa. Aquello debía ser un club o cosa así. ¿Estaría Pedro en ese lugar? Paróse el coche, y el lacayo, sin necesidad de llamar, porq- ue estaba entornada la puerta, entró al patio; subió las escaleras y, a poco rato, volvió a bajarlas más aprisa todavía. Llegó a la portezuela del carr- uaje, por la que asomaba el semblante lívido de Rosa, y dijo, con la satis- facción del que trae una noticia largamente esperada:

–El amo está arriba: está jugando… Dice que no puede venir… que irá luego a la casa.

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Y, efectivamente, a las seis de la mañana, Pedro se presentó en las ha- bitaciones de la señora. La infeliz había pasado la noche en claro, sentada allí en aquel sillón, viendo, con la mirada fija de una loca, las manecillas del reloj que giraban alrededor de la carátula, vestida aún con su traje de baile, con flores en el cabello y en el pecho. Cada vez que sonaban pasos en la calle, Rosa-Thé se asomaba al balcón. Pero eran los pasos del gen- darme o de algún ebrio que volvía tambaleando a su casa. Y las estrellas fueron brillando menos y los gallos cantando más. De rato en rato, Rosa escuchaba el ruido de un carruaje: era el de alguna de sus amigas que volvía del baile. Poco a poco, la luz, primero tímida y blanquizca, se fue diseminando en todo el cielo. Pasó una diligencia por la esquina y se oyeron las campanas de La Profesa llamando a misa. Rosa no quiso en- tonces permanecer más tiempo en el balcón. ¿Qué dirían los que la vie- ran? Además, sus dientes chocaban unos con otros, y un desagradable escalofrío culebreaba en su cuerpo. Rosa, tan débil, tan cobarde y tan fr- iolenta, había pasado una buena parte de la madrugada en el balcón, y lo que es peor, en traje de baile, con los hombros y la garganta descubiertos.

Tan poseída de dolor estaba que no observó la ligereza de su traje. Só- lo cuando la luz, entrando brusca por las puertas emparejadas del bal- cón, fue a retratarla en el espejo del armario, Rosa se vio ataviada para la fiesta y cubierta de flores, como una virgen a quien llevan a enterrar. Entonces, acurrucada en el sillón y cubiertos los hombros por un tápalo, soltó a llorar. ¡Había pensado en divertirse tanto en aquel baile! Porque Rosa era, al fin y al cabo, una chiquilla. ¡Se había puesto tan linda, no pa- ra cautivar a los demás, sino para que Pedro la llevase con orgullo! Y en lugar de la fiesta, las congojas, la angustia, y luego… luego la certidum- bre horrible de que su esposo, sin tener piedad de sus dolores, la dejaba a las puertas de una casa de juego, donde probablemente se arruinaba. Ro- sa lloraba como una niña, y poco a poco iba arrancando de sus cabellos aquellas flores que tan primorosamente la adornaban. Y así pasó todavía una hora, oyendo el ruido de las escobas y las conversaciones de los ba- rrenderos que barrían la calle.

Por fin, conoció los pasos de Pedro. ¡Sí, era él! Secó sus lágrimas preci- pitadamente, tuvo vergüenza de haber llorado, la cólera venció en su á- nimo al dolor y se dispuso a reñir, a desahogarse, a increpar con justicia a su marido. Pero… ¡en vano! La vista de Pedro la desarmó; venía lívido, derrengado, con los ojos de un hombre que ha perdido la razón, deshe- cho el lazo de la corbata blanca y erizado el pelo del sombrero. Apenas pudo hablar.

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–Tienes razón… soy un miserable… He perdido todo… tus coches, tus alhajas… mis caballos… ¡Nada tenemos! ¡Te he arruinado! ¡Te he arrui- nado! ¡Soy un canalla!

La cólera de Rosa-Thé se disipó como las sombras cuando viene el al- ba. Ante aquella desgracia inmensa, quiso recuperar su sangre fría. ¡Era tan buena! Una ternura inmensa reemplazó las frases duras con que se proponía recibir a su marido. Y abrazando su cuello, acercando la cabeza descompuesta de Pedro a su seno, le atrajo a sí y lloraron juntos largo ra- to, mientras la luz, indiferente a todo, saltaba alborozada y se veía en los espejos, en los muebles y vidrieras.

Rosa aceptó la pobreza con mucho valor. Tuvieron que buscar una ca- sa humilde, quitar el coche, despedir a casi todos los criados, reemplazar el raso de los muebles con cretona e indiana4; vivir, en suma, como la fa- milia de un pobre empleado que gana ochenta pesos cada mes. Pero Ro- sa ponía tal arte en todo, economizaba tanto con su vigilancia y su traba- jo, era tan decidora y tan alegre, que Pedro sentía menos el terrible peso de la pobreza. Al principio, Pedro, avergonzado de sí mismo y orgulloso de su mujer, se dedicó con alma y vida a trabajar. Y Rosa estaba más con- tenta que antes, porque ya no se iba por las noches y porque siempre le veía a su lado.

Sin embargo, no fue muy duradera esta ventura. Pedro volvió a juntar- se con ciertos amigos que le arrastraron nuevamente al juego. Ya no po- día apostar grandes cantidades como antes, pero sí dos, cinco o diez pe- sos. Primero se excusaba a sí mismo, diciendo en su conciencia: «No ha- go mal. Ahora que nada tengo, es cuando debo jugar. Es preciso que bus- que a toda costa el medio de sacar a mi mujer de la situación precaria en que vivimos. El juego me debe toda mi fortuna. Voy por ella.»

Y comenzó de nuevo a fingir ocupaciones perentorias, y a pasar buena parte de las noches fuera de su casa. No tardó Rosa en descubrir la ver- dad. Las exiguas cantidades que ganaba Pedro –y eran antes suficientes para cubrir su reducido presupuesto– no lo fueron después. Convencida de que aquel vicio era incurable y radical en su marido, cayó en el más profundo abatimiento. ¿A qué luchar? Sin atender a sus consejos ni oír sus súplicas, ni apreciar sus cuidados y trabajos, Pedro la abandonaba por los naipes.

Una terrible consunción se fue apoderando de ella. Ya no reía, ya no cantaba, perdió los colores frescos de su cutis, el brillo de sus ojos, la gra- cia de sus desembarazados movimientos, y se fue adelgazando poco a poco. Al cabo de algunos meses cayó en cama.

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Los médicos dijeron que no atinaban con la cura de su mal; y con efec- to, el único capaz de aliviarla era el marido. Éste, instintivamente com- prendiendo que era la causa de la enfermedad, se enmendó en esos días, y buscando dinero a premio, pidiendo prestado a sus amigos, se allegó los recursos necesarios para atender a la enfermita. Le llevaba los mejo- res médicos y compraba todas las medicinas por caras que fuesen. Un doctor dio en el clavo, al parecer (ahorro a mis lectores la descripción mi- nuciosa de la enfermedad), y dijo:

–Esto se cura nada más con tales y cuales medicinas. Las compró Pedro y, con efecto, Rosa-Thé se mejoraba visiblemente.

¿Por qué empeoró después? He aquí lo que ni Pedro ni el doctor se expli- caban. Las medicinas eran infalibles y habían surtido al principio un efecto maravilloso. ¿De qué provenía, pues, la recaída? Sólo yo lo sé, y voy a contarlo. Rosita me lo dijo la noche en que murió, mientras yo la velaba, porque habíamos vuelto a ser buenos amigos.

–No quiero aliviarme –me decía–. Tú sabes todo, las tristezas y las an- gustias que he pasado, la invencible fuerza de ese vicio que detesto y que domina a Pedro, mi amor a éste y mi despego de la vida. ¡Estoy tan con- tenta así, enfermita! Pedro no juega, pasa los días a la cabecera de mi ca- ma, y cuando estoy mala y cierro los ojos, fingiendo que duermo, oigo que solloza y siento la humedad de sus lágrimas en mi mano. Ahora me quiere, ahora no me abandona, ahora me cuida con las tiernas solicitudes de una madre. Si me alivio, volverá a escaparse, volverá a buscar, lejos de mí, las emociones del juego. Ya no le tendré a mi lado ni sentiré sus labios en mi frente. Se irá, como se ha ido tantas veces, dejándome muy triste y solitaria. Si me muero, tal vez el recuerdo de la pobre víctima le aparte del camino por que va. No, no quiero aliviarme. Quiero estar en- fermita mucho tiempo. Por eso, cuando me trae la medicina, recurro a al- gún pretexto para quedarme sola, y derramo el elixir en el suelo…

Allá, bajo los altos árboles del Panteón Francés, duerme la pobrecita de cabellos rubios a quien yo quise durante una semana… ¡todo un siglo!… y se casó con otro.

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E

Rip-Rip el aparecido

ste cuento yo no lo vi; pero creo que lo soñé. ¡Qué cosas ven los ojos cuando están cerrados! Parece imposible que tengamos tanta gente

y tantas cosas dentro… porque, cuando los párpados caen, la mirada, co- mo una señora que cierra su balcón, entra a ver lo que hay en su casa. Pues bien, esta casa mía, esta casa de la señora mirada que yo tengo, o que me tiene, es un palacio, es una quinta, es una ciudad, es un mundo, es el universo… , pero un universo en el que siempre están presentes el presente, el pasado y el futuro. A juzgar por lo que miro cuando duermo, pienso para mí, y hasta para ustedes, mis lectores: "¡Je– sús! ¡Qué de co- sas han de ver los ciegos!" Ésos que siempre están dormidos ¿qué verán? El amor es ciego, según cuentan. Y el amor es el único que ve a Dios. ¿De quién es la leyenda de Rip–Rip? Entiendo que la recogió Washington Ir- ving, para darle forma literaria en alguno de sus libros. Sé que hay una ópera cómica con el propio título y con el mismo argumento. Pero no he leído el cuento del novelador e historiador norteamericano ni he oído la ópera… pero he visto a Rip–Rip.

Si no fuera pecaminosa la suposición, diría yo que Rip–Rip ha de ha- ber sido hijo del monje Alefo. Este monje era alemán, cachazudo, flemáti- co y hasta presumo que algo sordo: pasó cien años, sin sentirlos, oyendo el canto de un pájaro. Rip–Rip fue más yanqui, menos aficionado a músi- cas y más bebedor de whiskey: durmió durante muchos años.

Rip–Rip, el que yo vi, se durmió, no sé por qué, en alguna caverna a la que entró… quién sabe para qué. Pero no durmió tanto como el Rip–Rip de la leyenda. Creo que durmió diez años… tal vez cinco… acaso uno… en fin, su sueño fue bastante corto: durmió mal. Pero el caso es que enve- jeció demasiado, porque eso pasa a los que sueñan mucho. Y como Rip–Rip no tenía reloj, y como aunque lo hubiese tenido no le habría da- do cuerda cada veinticuatro horas; como no se habían inventado los ca- lendarios, y como en los bosques no hay espejos, Rip–Rip no pudo darse cuenta de las horas, los días o los meses que habían pasado mientras él dormía, ni enterarse de que era ya un anciano. Sucede casi siempre: mucho tiempo antes de que uno sepa que es viejo, los demás lo saben y lo dicen.

Rip–Rip, todavía algo soñoliento y sintiendo vergüenza por haber pa- sado toda una noche fuera de su casa –él que era esposo creyente y prac- ticante– se dijo, no sin sobresalto: "¡Vamos al hogar!"

¡Y allá va Rip–Rip con su barba muy cana (que él creía muy rubia) cru- zando a duras penas aquellas veredas casi inaccesibles! Las piernas

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flaquearon, pero él decía: "¡Es efecto del sueño!" ¡Y no, era efecto de la vejez, que no es suma de años, sino suma de sueños!

Caminando, caminando, pensaba Rip–Rip: "¡Pobre mujercita mía! ¡Qué alarmada estará! Yo no me explico lo que ha pasado. Debo de estar enfer- mo… muy enfermo. Salí al amanecer… está ahora amaneciendo…

de modo que el día y la noche los pasé fuera de la casa. Pero ¿qué hice? Yo no voy a la taberna; yo no bebo… Sin duda me sorprendió la enfer- medad en el monte y caí sin sentido en esa gruta… Ella me habrá busca- do por todas partes… ¿Cómo no, si me quiere tanto y es tan buena? No ha de haber dormido… Estará llorando… ¡Y venir sola, en la noche, por estos vericuetos! Aunque sola… no, no ha de haber venido sola. En el pueblo me quieren bien, tengo muchos amigos… principalmente Juan el del molino. De seguro que, viendo la aflicción de ella, todos la habrán ayudado a buscarme… Juan principalmente. Pero, ¿y la chiquita?, ¿y mi hija? ¿La traerán? ¿A tales horas? ¿Con este frío? Bien puede ser, porque ella me quiere tanto, y quiere tanto a su hija, y quiere tanto a los dos, que no dejaría por nadie sola a ella, ni dejaría por nadie de buscarme. ¡Qué imprudencia! ¿Le hará daño?… En fin, lo primero es que ella… pero ¿cuál es ella?… "

Y Rip–Rip andaba y andaba… y no podía correr. Llegó, por fin, al pue- blo, que era casi el mismo… pero que no era el mismo. La torre de la pa- rroquia le pareció como más blanca; la casa del alcalde, como más alta; la tienda principal, como con otra puerta; y las gentes que veía, como con otras caras. ¿Estaría aún medio dormido? ¿Seguiría enfermo?

Al primer amigo a quien halló fue al señor cura. Era él: con su parag- uas verde; con su sombrero alto, que era lo más alto de todo el vecindar- io; con su breviario, siempre cerrado; con su levitón, que siempre era sotana.

–Señor cura, buenos días. –Perdona, hijo. –No tuve yo la culpa, señor cura… no me he embriagado… no he he-

cho nada malo… La pobrecita de mi mujer… –Te dije ya que perdonaras. Y anda: ve a otra parte, porque aquí so-

bran limosneros. ¿Limosneros? ¿Por qué le hablaba así el cura? Jamás había pedido li-

mosna. No daba para el culto, porque no tenía dinero. No asistía a los sermones de cuaresma, porque trabajaba en todo tiempo, de la noche a la mañana. Pero iba a la misa de siete todos los días de fiesta, y confesaba y comulgaba cada año. No había razón para que el cura lo tratase con des- precio. ¡No la había!

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Y lo dejó ir sin decirle nada, porque sentía tentaciones de pegarle… y era el cura.

Con paso aligerado por la ira siguió Rip–Rip su camino. Afortunada- mente la casa estaba muy cerca… Ya veía la luz de sus ventanas… Y co- mo la puerta estaba más lejos que las ventanas, acercóse a la primera de éstas para llamar, para decirle a Luz: "¡Aquí estoy! ¡Ya no te apures!"

No hubo necesidad de que llamara. La ventana estaba abierta: Luz co- sía tranquilamente, y, en el momento en que Rip–Rip llegó, Juan Juan el del molino– la besaba en los labios.

–¿Vuelves pronto, hijito? Rip–Rip sintió que todo era rojo en torno suyo. ¡Miserable!…

¡Miserable!… Temblando como un ebrio o como un viejo, entró a la casa. Quería matar: pero estaba tan débil, que, al llegar a la sala en que habla- ban ellos, cayó al suelo. No podía levantarse; no podía hablar; pero sí po- día tener los ojos abiertos, muy abiertos, para ver cómo palidecían de es- panto la esposa adúltera y el amigo traidor.

Y los dos palidecieron. Un grito de ella –el mismo grito que el pobre Rip había oído cuando un ladrón entró a la casa– y luego los brazos de Juan que lo enlazaban, pero no para ahogarlo, sino piadosos, caritativos, para alzarlo del suelo.

Rip–Rip hubiera dado su vida, su alma también, por poder decir una palabra, una blasfemia.

–No está borracho, Luz; es un enfermo. Y Luz, aunque con miedo todavía, se aproximó al desconocido

vagabundo. –¡Pobre viejo! ¿Qué tendrá? Tal vez venía a pedir limosna y se cayó,

desfallecido de hambre. –Pero si algo le damos, podría hacerle daño. Lo llevaré primero a mi

cama. –No, a tu cama no, que está muy sucio el infeliz. Llamaré al mozo, y

entre tú y él lo llevarán a la botica. La niña entró en esos momentos: –¡Mamá, mamá! –No te asustes, mi vida, si es un hombre. –¡Qué feo, mamá! ¡Qué mie-

do! ¡Es como el coco! Y Rip oía. Veía también; pero no estaba seguro de que veía. Esa salita era la mis-

ma… la de él. En ese sillón de cuero y otate se sentaba por las noches cuando volvía cansado, después de haber vendido el trigo de su tierrita en el molino de que Juan era administrador. Esas cortinas de la ventana eran su lujo. Las compró a costa de muchos ahorros y de muchos

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sacrificios. Aquél era Juan; aquélla, Luz… pero no eran los mismos… ¡Y la chiquita no era la chiquita!

¿Se había muerto? ¿Estaba loco? ¡Pero él sentía que estaba vivo! Escu- chaba… veía… como se oye y se ve en las pesadillas.

Lo llevaron a la botica en hombros, y allí lo dejaron, porque la niña se asustaba de él. Luz fue con Juan… y a nadie se extrañó que fuera del bra- zo y que ella abandonara, casi moribundo, a su marido. No podía mover- se, no podía gritar, decir: "¡Soy Rip!"

Por fin, lo dijo, después de muchas horas, tal vez de muchos años, o quizá de muchos siglos. Pero no lo conocieron: no

lo quisieron conocer. –¡Desgraciado! ¡Es un loco! –dijo el boticario. –Hay que llevárselo al señor alcalde porque puede ser furioso –dijo

otro. –Sí, es verdad; lo amarraremos si resiste. Y ya iban a liarlo, pero el dolor y la cólera habían devuelto a Rip sus

fuerzas. Como rabioso can acometió a sus verdugos, consiguió desasirse de sus brazos, y echó a correr. Iba a su casa… ¡Iba a matar! Pero la gente lo seguía, lo acorralaba. Era aquello una cacería y era él la fiera.

El instinto de la propia conservación se sobrepuso a todo. Lo primero era salir del pueblo, ganar el monte, esconderse y volver más tarde, por la noche, a vengarse, a hacer justicia.

Logró, por fin, burlar a sus perseguidores. ¡Allá va Rip como lobo hambriento! ¡Allá va por lo más intrincado de la selva! Tenía sed.. la sed que han de sentir los incendios. Y se fue derecho al manantial… a beber, a hundirse en el agua y golpearla con los brazos… acaso, acaso a ahogar- se. Acercóse al arroyo, y allí, en la superficie, salió la muerte a recibirlo. ¡Sí; porque era la muerte, en figura de hombre, la imagen de aquel decré- pito que se asomaba en el cristal de la onda! Sin duda, venía por él ese lí- vido espectro. No era de carne y hueso, ciertamente; no era un hombre, porque se movía a la vez que Rip, y esos movimientos no agitaban el ag- ua. No era un cadáver, porque sus manos y sus brazos se torcían y retor- cían. ¡Y no era Rip, no era él! Era como uno de sus abuelos, que se le aparecía para llevarlo con el padre muerto. "Pero ¿y mi sombra?", pensa- ba Rip. "¿Por qué no se retrata mi cuerpo en ese espejo? ¿Por qué veo y grito, y el eco de esa montaña no repite mi voz, sino otra voz desconocida?"

¡Y allá fue Rip a buscarse en el seno de las ondas! ¡Y el viejo, segura- mente, se lo llevó con el padre muerto, porque Rip no ha vuelto!

¿Verdad que éste es un sueño extravagante?

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Yo veía a Rip muy pobre, lo veía rico; lo miraba joven, lo miraba viejo; a ratos en una choza de leñador, a veces en una casa cuyas ventanas lucí- an cortinas blancas; ya sentado en aquel sillón de otate y cuero, ya en un sofá de ébano y raso… no era un hombre, eran muchos hombres… tal vez todos los hombres. No me explico cómo Rip no pudo hablar; ni cómo su mujer y su amigo no lo conocieron, a pesar de que estaba tan viejo; ni por qué antes se escapó de los que se proponían atarlo como a loco, ni sé cuántos años estuvo dormido o aletargado en esa gruta.

¿Cuánto tiempo durmió? ¿Cuánto tiempo se necesita para que los se- res que amamos y que nos aman nos olviden? ¿Olvidar es delito? ¿Los que olvidan son malos? Ya veis qué buenos fueron Luz y Juan cuando socorrieron al pobre Rip, que se moría. La niña se asustó; pero no pode- mos culparla; no se acordaba de su padre. Todos eran inocentes, todos erar buenos… y sin embargo, todo esto da mucha tristeza.

Hizo muy bien Jesús el Nazareno en no resucitar más que a un solo hombre, y eso a un hombre que no tenía mujer, que no tenía hijas y que acababa de morir. Es bueno echar mucha tierra sobre los cadáveres.

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¿P

Cuento triste

or qué me pides versos? Hace ya tiempo que mi pobre ima-gina- ción, como una flor cortada antes de tiempo, quedó en los rizos

negros de una espesa cabellera, tan tenebrosa como la noche y como mi alma. ¿Por qué me pides versos? Tú sabes bien que del laúd sin cuerdas no brotan armonías y que del nido abandonado ya no brotan los gorjeos. Vino el invierno y desnudó los árboles; se helaron las aguas del río don- de bañabas tu pie breve, y aquella casa, oculta entre las ramas de los fres- nos, ha oído frases de amor que no pronunciaron nuestros labios y risas que no alegraban nuestras almas. Parece que un mar inmenso nos sepa- ra. Yo he corrido tras el amor y tras la gloria, como van los niños tras la coqueta mariposa que se burla de su persecución y de sus gritos. Todas las rosas que encontré tenían espinas, y todos los corazones olvido. El li- bro de mi vida tiene una sola página de felicidad, y ésa es la tuya. No me pidas ya versos. Mi alma es como esos pájaros viejos que no saben cantar y que pierden sus plumas, una a una, cuando sopla el cierzo de diciem- bre. Hubo un momento en que creí que el amor era absoluto y único. No hay más que un amor en mi alma, como no hay más que un solo sol en el cielo –decía entonces. Después supe, estudiando astronomía, que los so- les son muchos. Toqué a la puerta de muchos corazones y no me abrie- ron, porque adentro no había nadie. Yo vuelvo ya de todos los países azules en que florecen las naranjas color de oro. Estoy enfermo, triste. No creo más que en Dios, en mis padres y en ti. No me pidas versos.

Preciso es, sin embargo, que te hable y que te cuente una por una mis tristezas. Por eso voy a escribirte, para que leas mis pobres cartas junto a la ventana, y pienses en el ausente que jamás ha de volver. Las golondri- nas vuelven, después de larga ausencia, y se refugian en las ramas del pi- no. La brújula señala siempre el Norte. Mi corazón te busca a ti.

¿De qué quieres que te hable? Deja afuera la obscuridad y haz que ilu- minen tu alma las claridades del amor. Somos dos islas separadas por el mar; pero los vientos llevan a ti mis palabras y yo adivino las tuyas. Cuando la tarde caiga y las estrellas comiencen a brillar en el espacio, abre tú los pliegos cerrados que te envío y escucha las ardientes frases de pasión que lleva el aire a tus oídos. Figúrate que estamos solos en el bos- que, que olvidé todo el daño que me has hecho, y que en el fondo del cu- pé capitoneado te hablo de mis ambiciones y mis sueños, óyeme, como escuchas el canto de las aves, el rumor de las aguas, el susurro de la bri- sa. Hablemos ambos de las cosas frívolas, esto es, de las cosas serias. La tarde va a morir: el viento mueve apenas sus alas, como un pájaro

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cansado; los caballos que tiran del carruaje, corren hacia la casa, en busca de descanso; la sombra va cayendo lentamente… aprovechemos los instantes.

****

Hace muy pocos días paseaba yo por la calzada pensando en ti. La tar- de estaba nublada y mi corazón triste. ¡Cómo han cambiado las cosas! Los carruajes que van hoy a la calzada no son los mismos que tú y yo ve- íamos. Veo caras nuevas tras de los cristales y no encuentro las que antes distinguía. ¿Te acuerdas de aquella rubia que encontrábamos siempre en un "trois quarts"2 a la entrada del Bosque? Pues voy a referirte su novela. Amaba mucho; las ilusiones cantaban en su alma como una parvada de ruiseñores; se casó y la engañaron. Todavía recuerdo la impaciencia con que contaba los días que faltaban para su matrimonio. La noche en que recibió el traje de novia, creyó volverse loca de contento. Yo la miré en la iglesia al día siguiente, coronada de blancos azahares, trémula de emo- ción y con los ojos henchidos de lágrimas. ¿Quién nos hubiera dicho que aquel matrimonio era un entierro? Se amaban mucho los dos, o, por lo menos, lo decían así. Iban a realizar sus ilusiones; la riqueza les preparó un palacio espléndido, y los que de pie en la playa la miramos partir en barca de oro, decíamos:

–¡Dios la lleve a la felicidad! Unos meses después, encontré a su marido en un café. –¿Y Blanca? –¡Está algo mala! Era verdad, Blanca estaba mala; Blanca se moría. Enrique la dejaba por

ir en pos de los placeres fáciles, y Blanca, sola en su pequeña alcoba, pa- saba las noches sin dormir, mirando cómo se persiguen y se juntan las agujas en la carátula del reloj. Una noche Enrique no volvió. Al día sigu- iente, Blanca estaba más pálida: parecía de cera. Hubiéra&e creído que la luz del alba, que Blanca vio aparecer muchas veces desde su balcón, le había teñido el rostro con sus colores de azucena.

–¿Por qué no viene? –preguntaba sondeando con los ojos la obscuri- dad profunda de la calle.

Y graznaban las lechuzas, y el aire helado de la madrugada le hería el rostro, y Enrique no volvía. De repente sonaban pasos en las baldosas. Blanca se inclinaba sobre el barandal para ver si venía. ¡Esperanza frus- trada! Era un borracho que regresaba a su casa, tropezando con los faro- les y las puertas.

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Así pasaron días, semanas, meses. Blanca estaba cada día peor. Los médicos no atinaban la cura de su enfermedad. ¿Acaso hay médicos de almas?

Una noche, Blanca le dijo a Enrique: –No te vayas. Creo que voy a morirme. No me dejes. Enrique se rio de sus temores, y fue al círculo donde le esperaban sus

amigos. ¿Quién se muere a los veinte años? Blanca le vio partir con tristeza. Se puso después frente a un espejo,

alisó sus cabellos y comenzó a prender entre sus rizos diminutos botones de azahar. Dos grandes círculos morados rodeaban sus ojos. Eran las vio- letas de la muerte. Llamó en seguida a su camarera, se puso el traje blan- co que le había servido para el día del matrimonio, y se acostó. Al ama- necer, cuando Enrique volvía a casa, vio abiertos los balcones de su alco- ba. Cuatro cirios ardían en torno de la cama. Blanca estaba muerta.

–¿Ya lo ves? La vida mundana, tan brillante por de fuera, es como los sepulcros blanqueados de que habla el Evangelio. La riqueza oculta con su manto de arlequín muchas miserias.

Cierra tus oídos a las palabras del eterno tentador. No ambiciones el oro, que es tan frío como el corazón de una coqueta. ¡Sé buena, reza mu- cho y ama poco!

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El músico de la murga

Ci-Gît le bruit du vent. Aquí yace el susurro del viento. ¿No os parece elo- cuente este epitafio, ideado por Antípater para la tumba de Orfeo? Lo que pasa alzando apenas un rumor muy leve y se extingue, cual si otro más recio soplo lo apagara; lo que sienten al estremecerse las eréctiles hojas, lo que riza las ondas, cuando tiemblan, cogidas de repentino calos- frío; el brillo efímero de la luciérnaga azulina; el beso rápido de Psiquis, eso es lo semejante a ciertos espíritus fugaces que sólo producen una vi- bración, un centelleo, un estremecimiento, un calosfrío y mueren como si se evaporaran.

¿Conocéis de Juventino Rosas algo más que unos cuantos valses ele- gantes y melancólicos, y bellos como la dama, ya herida de muerte, en cuyas manos, casi diáfanas, puso la poesía un ramo de camelias inmorta- les? Un schottisch… una polka… una danza… otro vals… ¡rumor del viento! Algunos tienen nombres tristes como presentimientos: Sobre las olas… ahí flota descolorido y coronado de ranúnculos el cadáver de Ofel- ia. Morir soñando… ¡anhelo de los que han vivido padeciendo! Y obser- vad que envuelve casi toda esa música bailable cierta neblina tenue de tristeza. Parece escrita para rondas de willis. Al compás de la mazurka danzan las mozas en un claro del bosque; están alegres, y ríen y cantan; pero el músico está triste.

Ya se está el baile arreglando. Y el gaitero ¿dónde está? –Está a su madre enterrando Pero en seguida vendrá. –¿Y vendrá? –Pues ¿qué ha de hacer? Cumpliendo con su deber Vedle con su gaita; pero ¡Cómo traerá el corazón El gaitero, El gaitero de Gijón! La niña más habladora –¡Aprisa, le dice, aprisa! –Y el gaitero sopla y llora Poniendo cara de risa.

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Algunas noches, en los grandes bailes, fatigado de la fiesta, huyendo de las conversaciones privadas y de los amigos impertinentes, me he puesto a pensar en esos pobres músicos que,

Como ganan sus manos El pan para sus hermanos, En gracia del panadero Tocan con resignación Como tocaba el gaitero, El gaitero de Gijón.

Federico Gamboa en sus Impresiones y recuerdos nos pinta con colores

muy vivos a aquel Teófilo Pomar que componía danzas y las tocaba, pri- mero en algunos salones; luego, en los bailes de trueno. Ese Pomar tuvo también su momento efímero de dicha, "una luna de miel" dice Gamboa "encantadora por lo rápida y lo intensa. El cuarto de un hotel convertido en un rincón del cielo; en la ventana, pájaros y flores; en la mesa de tra- bajo, el papel rayado, la pluma lista; el piano abierto, en espera de las ca- ricias de su dueño; sobre el velador, la comida traída a hurtadillas de la fonda más próxima, con un solo vaso, para aumentar los pretextos de be- sarse; y en las paredes, en los muebles, en todas partes, ella, la mujer amada que ríe de nuestras locuras y las comparte y nos arrulla y nos en- loquece… " Luego "en la ventana, el pájaro muerto, las flores marchitas; en la mesa de trabajo, la pluma rota, las papeletas del Montepío; el piano ausente, dejando un hueco inmenso; en una silla, ella, la mujer amada, que llora nuestros dolores y los comparte y nos martiriza". Para vivir, continuaba Pomar tocando danzas. Entraba ceñudo al baile de trueno, "cual si bruscamente lo hubiesen despertado de algún dulce sueño, y se llegaba al piano con tan visibles muestras de mal humor que cualquiera habría temido una armonía ingrata, un arpegio discordante, y en su lugar brotaban tibias, delicadas, voluptuosas, las danzas, que estaban ha- ciéndole célebre, sus danzas, pensadas y compuestas por él, las que le daban de comer y lo premiaban, a él solo, de tanta prosa, de tanta amar- gura. Y entonces se abstraía por completo, no respondía a nadie; noche hubo en que improvisara una danza, así, en medio de los gritos destem- plados, con la excitación de la desvelada y del desencanto interno, cuan- do la aurora sonreía desde la azotea y las lámparas de petróleo se apagaban amarillentas y tétricas…

"En cuanto concluía, los concurrentes lo rodeaban disputándoselo, lo mareaban a amabilidades, a invitaciones; todos querían darle un cigarro,

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una copa, las buenas noches. Las mujeres se le colgaban de los brazos, lo arrastraban a los gabinetes donde la manzanilla o una cena fría aguarda- ba a los consumidores, y él agradecía, rehusaba a los más, complacía a los menos.

–Gracias, de veras gracias; lo que quiero es descansar un instante… Y se quedaba solo, apoyado sobre los barandales del corredor desierto;

a un paso de esa ficticia y ruidosa alegría de las orgías, habituado a éstas, a las riñas que traen, a las ilusiones que se llevan. Allí fumaba cigarrillo tras cigarrillo hasta que la gente se impacientaba, quería bailar…

–¡Pomar! ¡Que venga Pomar!… " Otro músico a quien traté de cerca, el de levitón café y sombrero alto

como de pizarra mojada, era celoso… y tenía razón. ¡Cuán largas eran para él esas noches de baile que tan breves son para los enamorados ven- turosos! Pensaba en su casa pobre, tan distante de aquel palacio; en su casa de barrio, con ventana baja y casera celestina; en la mujer guapa, jo- ven todavía, cansada de miserias y sin hijos; en el galanteador fornido y mocetón que la vio, con ojos encandilados, una mañana en la parroquia; e imaginándose infamias y vergüenzas, sintiendo como que le corrían por todo el cuerpo incontables patitas de alfileres, le parecía oír una risa fresca, chorreante, cual si brotara de jugosa carne de sandía, y otra sardó- nica, burlona, que le quemaba el oído como latigazo. Tocaba entonces con frenesí, con furia, y el arco del violín, torciéndose y retorciéndose so- bre las cuerdas, fingía un estoque rasgando en epiléptico y continuo me- te y saca las entrañas de víctima invisible. No es, señora, huraño moralis- ta el que os ve de reojo cuando pasáis bailando cerca de él y oye las fra- ses de pasión que os dirige el galán; no es un beato ése que al veros que- rría cubrir con su mirada la desnudez de vuestros hombros: es un pobre músico ya viejo, casado con una mujer todavía joven!… Mas, entre los violinistas de murga que he conocido, ninguno de ideas más sugestivas ni de existencia más infeliz que el de los ojos azules desteñidos; el que vistiendo siempre ropa ajena, flaco y largo, proyectaba en las alfombras la sombra de un paraguas cerrado y puesto a escurrir junto a la puerta.

Éste era artista, como Juventino Rosas. Era el espectro de un artista ri- co, que existió antes que él, pero que era de su familia. Hay vástagos que son aparecidos, antecesores resucitados. Tenía los labios siempre secos, y en los labios sed de gloria, sed de besos, sed de vino.

Aún me parece verle, como cuando le conocí. Toca malagueñas en el cuarto de un estudiante. Y con notas pinta. ¿No lo veis?

¡Qué guapa es la cantadora! ¡Qué provocativo el movimiento de sus caderas! ¡Qué negro su pelo! ¡Qué breve su pie! ¡Y qué torneado el

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mórbido tobillo! ¡Con qué sandunga y qué malicia canta! ¡Esos ojos sólo salen de noche, porque están prohibidos! Cuando miran, es que desnu- dan la navaja. Los brazos en jarras parecen decir al majo que los quiere: –¡Ven a tomarlos!

¡Y aquel gitano viejo que está allí de codos sobre la mesa! Con los ojos encandilados, la boca entreabierta y las piernas extendidas, ese tío está calentándose junto al fogón de una petenera retozona. Está gozando un minuto de muchacho. Se ve brillar la manzanilla en las cañas de cristal; se oyen los acompasados palmoteos, y la atmósfera se llena de un humo que lleva alcohol y en el alcohol alegría. Por allí cayó una navaja; por allá se alza un pandero; y en aquel rincón tronó el sonoro beso que la de mantilla blanca, la de la rosa colorada en el cabello, dio a su guapo tore- ro. En la calle, Fígaro deja caer al suelo su bacía de cobre; y rasguea la guitarra, mientras Rosina se levanta de puntillas y entreabre la puerta del balcón.

Después toca algo muy apacible y melancólico: es el ruiseñor que can- taba en el granado mientras Julieta acariciaba a Romeo en el camarín. Amad –nos dicen– todavía hay mucha sombra para que brillen mucho las estrellas y despidan los ojos más amor. Una exquisita dulzura se exhala de sus notas; siéntese el contacto suave de la escala de seda; se ve la luna, como bañándose desnuda en las murmurantes y azules ondas del pequeño lago; se oye el rumor de los besos todavía tímidos, como que acaban de encontrarse y conocerse; el susurro de las hojas curiosas que formando corrillos cuchichean; el aleteo de algunos pájaros que no pueden dormir porque están enamorados y quieren ya que amanezca. El calosfrío del alba escarapela voluptuosamente nuestro cuerpo y roza nuestras mejillas encendidas la cabellera húmeda y perfumada de Julieta. Es la madrugada. ¿No veis cómo el amante baja ya de la gótica ventana y cómo brilla el rayo de la luna en el terciopelo granate de su jubón y en el áureo joyel de su sombrero? Huye y desaparece por entre el bosque de castaños; ciérranse las vidrieras de colores y esas notas transparentes y frágiles, esas notas que brillan como lágrimas y que suenan como una es- quila de cristal herida por la varita de alguna hada, se pierden y se extin- guen poco a poco en la obscuridad, al amanecer. El ruiseñor ya no canta; pero el cristal solloza todavía.

****

Él improvisaba todo eso, y al oírlo, volvía yo la vista atrás en el camino de la vida; habría querido volver a ser niño; volver a sentarme en las ro- dillas de mi madre, besar las canas del anciano que nunca, nunca muere

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en el espíritu; oír la campana que llamó a la misa el día de mi primera co- munión; ver las torres blancas de la iglesia; creer, hallar quien me conso- lara como me consolaban cuando aún no sufría… ¡y allá va la pelinegra Liseta! ¡allá va la hermanita que no ha vuelto! En aquel ruedo bailan las muchachas con los mozos; en aquella mesa y a la luz de pobre lámpara, sueña con versos el poeta; ¡allá va el abuelito! ¡allá la novia con quien creíamos haber aprendido a besar… y no sabíamos! ¡allá va todo lo que se fue como se van las notas… !

****

El artista que tan maravillosamente evocaba esas memorias y revivía esos sentimientos, solía decirnos al concluir de tocar alguna de sus improvisaciones:

–Esto en que pongo alma ni siquiera lo escribo… no lo compran. Oíst- eis las malagueñas; ésas sí me producen, allá donde las toco, aplausos y un puñado de monedas. El editor quiere música que se baile, música pa- ra que la estropeen y la pisen. Y yo necesito dinero para mí y para mis vi- cios. Me repugnan esos vicios, no porque lo son, sino por envilecidos, por canallas. Quisiera dignificarlos, ennoblecerlos, vestirlos de oro, en la copa, en el cuerpo de la mujer, en el albur. Quitármelos no; porque ¿qué me quedaría?… Cuando me doy asco, pienso en matarme. Pero hay en mí cierto indefinido temor a la otra vida que se quedó en mi alma, como grano de incienso no quemado en la cazoleta del incensario. ¿Quién lo puso allí?… De niño fui monago. Algunos años hace murió en un hospi- tal, como Juventino Rosas, aquel espectro largo, hoífmanesco,5 que pare- cía la sombra de un paraguas cerrado. Muchas veces he pisado después su música en los bailes. Ahora que lo recuerdo, siento pena, como si hu- biera maltratado a un niño sin darme cuenta de lo que hacía… ¡como si hubiera hollado frescos pétalos de alma!

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V

Un 14 de julio

oy a referiros una breve y triste historia, y voy a referirla porque hoy habrá muchos semblantes risueños en las calles, y es bueno

que los alegres, los felices, se acuerden de que hay algunos, muchos des- graciados. Es un episodio del 14 de julio, pero no del 14 de julio de 1789, sino del 14 de julio de 1890. Y la heroína es una paisana nuestra, una her- mosa y desventurada mexicana. ¡Ah! De ella hablaron mucho los diarios de París hace dos años; más que de Mme. Iturbe y de sus trajes, más que de la Srita. Escandón y su boda. Arsenio Houssaye, ese anciano coronado de rosas, le dedicó una página brillante, una aureola de oro, como esas que circundan las sienes de las mártires. La piedad la amó un momento, un momento nada más, porque la piedad tiene siempre muchísimo que hacer. Y ahora que miro esas banderas, esas flámulas, esos gallardetes, símbolos de noble regocijo, pienso en la pobre mexicana que pasó en Pa- rís el 14 de julio de 1890.

Estaba casada con un francés que vino a nuestra tierra cuando la malhadada intervención. Aquí tuvo seis hijos… ¡ya sabéis que la pobreza es muy fecunda! Vivían penosamente, y el marido, esperanzado en hallar protección más amplia en su país, regresó a Francia con su mujer y su media docena de criaturas. Él era pintor, decoraba, hacía cuadritos de flores y de frutas para comedores, iluminaba retratos, y tenía buena vo- luntad para admitir cualquier trabajo honesto. Pero he aquí lo que no ha- llaba. ¡Es tan grande París! ¡Hay en sus calles tanto ruido! ¡Es tan difícil percibir allí la voz de un hombre!

Altivo, orgulloso como era, jamás se habría resignado a pordiosear. La miseria, enamorada sempiterna del orgullo, vino a acompañarle.

Una noche, agotados ya todos sus recursos, dijo: –Es preciso morir. Le oyó el más pequeño de sus hijos, y preguntó entonces a la madre: –Mamá, ¿qué cosa es morir? –Morir, hijito, es irse al cielo. –¿Y cómo será el cielo? ¿como el mar? –No: el cielo es un jardín en donde hay muchas flores y muchas frutas

y muchos juguetes para los niños. –Sí; pero no serán para mí. También aquí hay todo eso y nada es mío. –En el cielo cogen los niños que no son traviesos cuanto quieren. –Mamá, ¡vamos al cielo! La muchachita, que escuchaba atenta, terció entonces en la plática: –Pero el viaje ha de ser largo, muy largo… ¡De aquí al cielo… !

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–No, mucho más cómodo y más rápido que el de México a Francia. Se duerme uno, y cuando despierta está en el cielo.

–¿Y allá hay fiestas como la de mañana, con fuegos artificiales y con músicas?

–Todo el año. –Pues iremos. Y aquellas criaturas, para quienes la tierra era tan dura, se alborotaron

con la idea de ir al cielo. ¡Morir! ¡Qué hermosa palabra! Sonaba en sus oídos como suena, can-

tando, en los de algunos hombres. –Pero no nos iremos todavía –dijo otro de los niños–. Mañana es el 14

de julio. Quiero ver los fuegos. Padre y madre cruzaron una mirada suplicante. – ¡Esperaremos! Casi habían olvidado ya su hambre, con la esperanza de ir al cielo, y se

durmieron soñando en rehiletes de estrellas y en jugueterías de porcela- na blanca, atendidas por ángeles. Sólo la más chiquita, que no había en- tendido, dijo con voz desfalleciente:

–Mamá, papá. Los dos esposos se miraban sin hablar. ¿Cómo esperar a mañana? –Yo puedo todavía, vendiendo lo último, juntar un franco. ¡Pedro, qu-

iere Juanito ver los fuegos! Y aguardaron… Sería blasfemia escribir: esperaron. El padre tenía una

tablita de flores pintadas que no había podido vender. Iba a regalársela a la buena señora del estanquillo. ¡Tal vez le diera algo!

Muy temprano, fue. Ya cantaba la fiesta su himno triunfal en plazas y bulevares.

A poco abríase de nuevo la puerta del tabuco, y el pintor entraba de regreso.

–¿Qué te dieron? Aquél, vencido, sin desplegar los labios, dejó caer al suelo unas cuan-

tas estampas. –Eso… para que los niños se diviertan. ¿No recordáis la historia de

Schiavone? Aquel pintor veneciano también tenía mujer, seis hijos y hambre. También era soberbio. Y pintó no sé qué para los padres de la Santa Croce; fue a entregar su trabajo y los padres le dieron como recom- pensa un ramillete de rosas. También dejó caer las flores sobre la desnu- da tarima, y la blanca Giacinta, su mujer, fue deshojándolas en los platos vacíos, y cuando ya no hubo más pétalos, dijo al esposo y a los hijos:

–Venid: ya está la cena.

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Un instante después moría de hambre. La mexicana sí había reunido ya algo más de un franco para pasar el

día 14. Todos juntos salieron a la calle, para que los niños pasearan. ¡Qué alegría! ¡Qué esplendor!

Los muchachitos, débiles y enfermos, al pasar por frente a los aparado- res decían:

–Mamá, ¿qué hay en el cielo? ¿pollo asado? –¿Y jamón? –¿Y pasteles? La muchacha más grande, la de catorce años, veía con tristeza los esca-

parates de las tiendas de moda. ¡Era hermosa, y se iba sin que el mundo la hubiera conocido! Tal vez la pobrecita no creía en el cielo; pero en la muerte hospedadora sí. No engañaron sus oídos las músicas de viento; no engañaron sus ojos los fuegos artificiales; no engañaron su imagina- ción las promesas del cielo. Sí, el cohete sube; también resplandeciente, quiere llegar a las estrellas… pero en el aire se apaga. Lo cierto es la ar- mazón, es el esqueleto del "castillo" que un momento fulguró. Y lo cierto es la noche, densamente negra.

Ella fue la primera que dijo: –¿Ya nos vamos? Y los niños más chicos, en coro, repitieron: –Sí, papacito, vámonos al cielo. En el camino compraron un pan. Tenían más hambre, mucha hambre.

En su tabuco devoraron aquel pan. El padre no; no pudo. La madre no; no quiso.

Pero en ese pan habíase empleado hasta el último céntimo. Y para dor- mir bien, para dormir como ellos querían, el carbón era indispensable.

–¡Ah, no hay cuidado! –dijo la mayor–. La portera me fía. Y salió. Y lo trajo. No hubo necesidad de que apagaran la vela. También ella se apagó.

Ardía el carbón, y su fulgor dantesco semejaba un boquete del infierno asomando en la sombra. ¿Quién llora? ¿Quién solloza? ¿Quién sofoca blasfemias? ¿Quién se ahoga?

La asfixia se lleva primero al niñito de pecho; amordaza después a los más débiles; amarra a los padres para que presencien, impotentes, la agonía de sus hijos; y en medio de este horror y de esta espantosa lucha muda, rasga el silencio la voz de la hija mayor:

–¡Ya no! ¡Ya no quiero morir! ¡Padre, perdóname! Al día siguiente un vecino rompió la puerta: dentro estaban los cadá-

veres. Los sacan al aire, hacen esfuerzos inauditos… ¡Todo inútil!

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¿Verdad que ese cuadro debió de ser horrible? La vida inventó un cas- tigo, inventó un suplicio que no había soñado el Dante. ¡La madre estaba viva!

¡Ah, éste sí que excede a todos los tormentos! Ugolino devora a sus hi- jos; pero los lleva dentro de sí. Y Ugolino muere. A aquella madre no la quiso la muerte.

¿En dónde está? ¿No se ha aplacado Dios? ¿No ha permitido que mue- ra? ¡Santo cielo! cuando asisto a las fiestas de este día, cuando miro reír y juguetear en la kermesse a tantos niños bien vestidos, pienso en las ino- centes criaturas que, hambrientas y asfixiadas, perecieron ha dos años, y digo a las almas buenas:

–¡Una caridad, por amor de Dios! … Señor, ¿en dónde está la pobre mexicana? Si vive aun, ¡dale la muer-

te de limosna!

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M

El vestido blanco

ayo, ramillete de lilas húmedas que Primavera prende a su corpi- ño; Mayo, el de los tibios, indecisos sueños de la pubertad; Mayo,

clarín de plata, que tocas la diana a los poetas perezosos; Mayo, el que rebosa tantas flores como las barcas de Myssira: tus ojos claros se cierran en éxtasis voluptuoso y se escapa de tus labios el prometedor "hasta ma- ñana" cual mariposa azul de entre los pétalos de un lirio.

Hace poco salía de la capilla, tapizada toda de rosas blancas, y entrete- níame en ver la vocinglera turba de las niñas que con albos trajes, velos cándidos y botones de azahar en el tocado, habían ido a ofrecer ramos fragantes a María. Mayo y María son dos nombres que se hermanan, que suavizan la palabra; dos sonrisas que se reconocen y se aman. No sé qué hilo de la Virgen une a los dos. Uno es como el eco del otro. Mayo es el pomo y María es la esencia.

Las niñas ricas subían joviales a sus coches; las niñeras vestían de gala; santo orgullo expresaban en sus ojos, aún llorosos, las mamas. Acababan de recibir la confirmación de la maternidad.

En uno de aquellos grupos distinguí a mi amigo Adrián; salí a su enc- uentro; besé a la chicuela, que todavía no sabe hablar sino con sus padres y con sus muñecas; sentí ese fresco olor de inocencia, de edredón, de bra- zos maternales, que esparcen las criaturas sanas, bellas y felices; y cuan- do la palomita de alas tímidas, cerradas, se fue con la mamá y el aya, ru- borizada la niña y de veras, por la primera vez, Adrián y yo, incansables andariegos, nos alejamos de las calles henchidas de gente dominguera, para ir a la calzada que sombrean los árboles y que buscan los enamora- dos al caer la tarde y los amigos de la soledad al melodía.

Adrián es un místico; pero no es, en rigor, un creyente. Lámpara roba- da al santuario, su flámula oscila, rebelde al aire libre; mas el aceite que la alimenta es el mismo que la hacía brillar, a modo de pupila extática, cuando, ya dormida la oración, velaba ella en el templo. Todavía busca esa llama la mirada de las monjas que rezaban maitines en el coro bajo; todavía siente con deleite el frío del alba, entrando por las ovijas; todavía la espanta el cuerpo negro de la lechuza, ansiosa de sorberla.

Como esa hay muchas almas, en las que han quedado las creencias trasfiguradas en espectros, que perturban el sueño con quejidos, sólo perceptibles para ellas, o en espíritus luminosos pero mudos; almas tris- tes, como isla en medio del océano, que miran con envidia a la ola sumi- sa y a la ola resueltamente rebelde; almas cuyos ideales semejan estalacti- tas de una gruta obscura, bajo cuyas bóvedas muge el viento nocturno;

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almas que se ven vivir, cual si tuvieran siempre delante algún espejo, y a ocasiones, medrosas, apocadas, o por alto sentido estético y moral, cie- rran los ojos para no mirarse; almas en cuyo hueco más hondo atisba siempre vigilante y duro juez; almas que no sintiéndose dueñas de sí mismas, sino esclavas de potencias superiores e ignotas, claman en la sombra: ¿"En dónde está, cuál es mi amo?"

Adrián, sujeto a todas las influencias, buenas y malas; pétalo en el re- molino humano; susceptible de entusiasmos y desfallecimientos, tenía aquella mañana el espíritu en una nube de incienso. Había vuelto a la edad en que nadie le llamaba "papá" y él decía: '¡Padre!" Pero como en él proyecta la alegría inseparable sombra de tristeza; como le acompaña siempre "el pobre niño vestido de negro que se le asemeja como un her- mano", hablóme así de su reciente júbilo:

–Tú no sabes cuánta melancolía produce un vestido blanco, cuando ya se ha vivido mucho para sí o para los otros. Esta mañana, al ver junto a la camita de mi niña el traje inmaculado que iba a vestir para ofrecerle, por primera vez, hermosas flores a la Virgen; al tocar ese velo sutilísimo que parece deshacerse como la niebla, si queremos asirla; sentí la vanidad del padre cuya hija comienza a dar los primeros pasos, a balbucear las pri- meras oraciones, y que, ataviada con primor, feliz porque de nada carece y todo ignora, camina al templo, ya conscientemente y como blanca mo- lécula integrante de la comunión cristiana. La besé con más besos dentro de cada uno que otras veces. Sonreí, reí al verla mirándose y admirándo- se en el espejo, como si preguntara: ¿"Ésa soy yo?" Me encantaba la tor- peza natural con que soltó a andar en su recamarita, cuidando de que el roce no ajara su vestido y levantando éste con la mano para que no lo to- case ni la alfombra. Ya en el coche, la acomodamos en su asiento como a una princesa pequeñuela de cuento de hadas que va a casarse con el rey azul. Parecía una hostia viva, y es, en verdad, la hostia de mi alma.

En el templo, la ceremonia no es solemne, es tierna. Solemne, la impo- sición de órdenes sacerdotales; solemne, la toma de hábito; solemne, el oficio de difuntos; solemne, la pompa del culto católico en los grandes días de la Iglesia; tierna, vivida, pura, esta angélica procesión de almas intactas que lleva flores a la Virgen.

Los cirios se me figuraban cuerpecitos de niños que se fueron adelga- zando, murieron y se salvaron; cuerpecitos cuya alma casta resplandece, en forma de llama, fija en las niñas blancas que van a poner las primeras hojas de su nido en el ara de María. La Madre de Dios parece como más madre rodeada por todas esas virginidades, ignorantes aún de que lo

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son; por todas esas inocencias que la invocan. Las niñas sienten como que han crecido.

A la mía se la llevaron con las más pequeñas. Se la llevaron sin que ella resistiera. Se la llevaron… ¿sabes tú lo que esa frase significa? Antes y desde hace poco, sólo en casa andaba sola… en casa, esto es, en mis do- minios. Desde aquel momento ya se iba con otras, sin echarnos de menos a la mamá y a mí; ya no nos pertenecía tanto como la víspera; ya no eran nuestras manos su apoyo único; ya su voluntad, acurrucada antes, entre- abría las alas. Del coro infantil se alzó el canto balbuciente, parecido a una letanía de amor, oída desde lejos. La vi a ella bajar con algún trabajo de la banca y dirigirse paso a paso, todavía vacilante, con su ramo de flo- res, a las gradas del altar. Alzándome sobre las puntas de los pies, procu- raba no perderla de vista, con miedo de que cayera, temeroso de que llo- rara; y no cayó ni lloró, ni volvió la vista a vernos; la acariciaban, le son- reían, preguntábanle su nombre, y esas sonrisas oreaban mi espíritu, co- mo hálitos de cariños desconocidos a los que nunca volveré a encontrar.

Se iba; pero se iba con la Virgen, con el ideal del amor, con el ideal del dolor vestido de esperanza. A ella, a María, sí se la dejaba sin temores, porque estaba cierto de que iba a devolvérmela, y si no a mí, a la madre, porque madre fue ella. Algo como agua lustral caía de mi ser. Sí, vuelca, hija, tu canastillo de botones blancos en las gradas del altar; dile a la Vir- gen que ponga, por vela, un ala de ángel en la barca de tu vida; pídele la pureza que es la santa ignorancia del placer doloroso… mas ¿qué vas a pedirle si sabes nada más pedir juguetes y la palabra vida no cristaliza to- davía en tu entendimiento ni, preguntona, ha salido de tus labios?

Después, la vi volver. Los azahares temblaban en sus rizos rubios: pa- recía una novia. Llevaba de la mano a otra niña, más bajita de estatura: parecía una mamá.

Estas dos palabras: novia… mamá… dichas interiormente, despertaron en los ecos profundos de mi espíritu no sé qué rumores pavorosos. Hay otro vestido blanco, tal como éste de ofrecer flores, acaso más lujoso, más rico en nubes de encaje; traje de resonante y larga cauda. Hay otros aza- hares que no brincan de gusto en las móviles cabecitas de las niñas, sino que están quietos y rígidos en la cabellera de la desposada. Ese vestido aguardará en el canapé, cuando llegue una mañana triste del mañana.

Ahora, ese vestido blanco, esos azahares, yo se los di; son míos, porque ella es mía. Pero… el otro, los otros, serán de alguien a quien no conozco, de alguien que vendrá, con más poder que yo, a arrancármela, porque la humanidad se perpetúa por ineludible ley de ingratitud. Y entonces, esa barca no volverá a la orilla en donde estoy, tras una breve travesía en el

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lago quieto; se perderá en el alta mar de la vida, sin que puedan ampa- rarla; sin que, a nado, me sea posible darle alcance. ¿Cómo, en qué tono, brotará entonces de esos labios la palabra vida? En esa mar surge la bru- ma; allí lo Desconocido humano dice en voz alta su recóndito secreto; allí sólo cuando el dolor exasperado grita, el padre oye… el pobre padre que desde lejos adivina y calla.

Cuando se siente esa angustia moral, vuélvese el espíritu a la Virgen, diciéndole: "Abre los ojos para que haya luz. Te lleva flores: como tú tie- nes tantas, guarda las que te ofrece para ella". Y yo no sé si porque la luz de los cirios inflama los ojos, se nos saltan algunas lágrimas que el calor o el orgullo varonil evaporan.

¿Verdad que el vestido blanco es sugestivo? Ser novia… ser mamá… pedir de veras a la Virgen… saber lo que es la vida… ¡Ya el traje blanco se vistió de luto!

Y hay otro traje blanco… ¡ah, no, jamás; no hay otro traje blanco! Mi amigo, el místico, a lo Verlaine y a lo Rod, había dado el último sor-

bo del ópalo verde que da sueño y la muerte.

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¡P

Historia de un peso falso

arecía bueno! ¡Limpio, muy cepilladito, con su águila, a guisa de alfiler de corbata, y caminando siempre por el lado de la sombra,

para dejar al sol la otra acera! No tenía mala cara el muy bellaco y el que sólo de vista lo hubiera conocido no habría vacilado en fiarle cuatro pe- setas. Pero… ¡crean ustedes en las canas blancas y en la plata que brilla! Aquel peso era un peso teñido: su cabello era castaño, de cobre, y él por coquetería, porque le dijeran: "es usted muy Luis XVI", se lo había empolvado.

Por supuesto era de padres desconocidos. ¡Estos pobrecitos pesos siempre son expósitos! A mí me inspiran mucha lástima, y de buen gra- do los recogería; pero mi casa, es decir, la casa de ellos, el bolsillo de mi chaleco, está vacío, desamueblado, lleno de aire, y por eso no puedo reci- birlos. Cuando alguno me cae, procuro colocarlo en una cantina, en una tienda, en la contaduría del teatro; pero hoy están las colocaciones por las nubes y casi siempre se queda en la calle el pobre peso.

No pasó lo mismo, sin embargo, con aquel de la buena facha, c ° la sonrisa bonachona y del águila que parecía de verdad. Yo no sé en dón- de me lo dieron, pero sí estoy cierto de cuál es la casa de comercio en donde tuve la fortuna de colocarlo, gracias al buen corazón y a la mala vista del respetable comerciante cuyo nombre callo por no ofender la cristiana molestia de tan excelente sujeto y por aquello de que hasta la mano izquierda debe ignorar el bien que hizo la derecha.

Ello es que, como un beneficio no se pierde nunca, y como Dios recom- pensa a los caritativos, el generoso padre putativo de mi peso falso no tardó mucho en hallar a otro caballero que consintiera en hacerse cargo de la criatura. Cuentan las malas lenguas que este rasgo filantrópico no fue del todo puro; parece que el nuevo protector (le mi peso (y téngase entendido que el comerciante a quien yo encomendé la crianza y educa- ción del pobre expósito era un cantinero) no se dio cuenta exacta de que iba a hacer una obra de misericordia, en razón de que repetidas libacio- nes habían oscurecido un tanto cuanto su vista y entorpecido su tacto. Pero, sea porque aquel hombre poseía un noble corazón, sea porque el coñac predispone a la benevolencia, el caso es que mi hombre recibió el peso falso no con los brazos abiertos, pero sí tendiéndole la diestra. Dio un billete de a cinco duros, devolvióle cuatro el cantinero, y entre esos cuatro, como amigo pobre en compañía de ricos iba mi peso.

Pero ¡vean ustedes cómo los pobres somos buenos y cómo Dios nos ha adornado con la virtud de los perros: la fidelidad! Los cuatro capitalistas,

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los cuatro pesos de plata, los aristócratas, siguieron de parranda. ¡Es in- dudable que la aristocracia está muy corrompida! Éste se quedó en una cantina; ése, en la Concordia; aquél, en la contaduría del teatro… ¡Sólo el peso falso, el pobretón, el de la clase media, el que no era centavo ni tam- poco persona decente, siguió acompañando a su generoso protector como Cordelia acompañó al rey Lear! En la Concordia fue donde lo co- nocieron; allí le echaron en cara su pobreza y no le quisieron fiar ni servir nada. La última moneda buena se escapó entonces con el mozo (no es nuevo que una señorita bien nacida se fugue con algún pinche de coci- na), ¡y allí quedó el pobre peso, el que no tenía ni un real, pero sí un cora- zón que no estaba todavía metalizado, acompañando al amparador en su orfandad, en la tristeza, en el abandono, en la miseria!… ¡Lo mismo que Cordelia al lado del rey Lear!

¡De veras enternecen estos pesos falsos! Mientras los llamados buenos, los de alta alcurnia, los nacidos en la opulenta casa de Moneda, llevan mala vida y van pasando de mano en mano como los periodistas ve-na- les, como los políticos tránsfugas, como las mujeres coquetas; mientras estos viciosos impenitentes trasnochan en las fondas, compran la virtud de las doncellas y desdeñan al menesteroso para irse con los ricos; el pe- so falso busca al pobre, y no lo abandona, a pesar del mal trato que éste le da siempre; no sale; se está en su casa encerradito; no compra nada, y espera, como solo premio de virtudes tan excelsas, el martirio; la ingrati- tud del hombre; ser aprehendido, en fin de cuentas, por el gendarme sin entrañas o morir clavado en la madera de un mostrador, como murió San Dimas en la cruz. ¡Pobres pesos falsos! A mí me parten el alma cuan- do los veo en manos de otros.

El de mi cuento, sin embargo, había empezado bien su vida. Dios lo protegía por guapo, sí, por bueno, a pesar de que no creyera el escéptico mesero de la Concordia en tal bondad, por sencillo, por inocente, por honrado. A mí no me robó nada; al cantinero tampoco; y al caballero que le sacó de la cantina, en donde no estaba a gusto, porque los pesos falsos son muy sobrios, le recompensó la buena obra dándole una hermosa ilu- sión: la ilusión de que contaba con un peso todavía.

Y no sólo hizo eso… ¡ya verán ustedes todo lo que hizo! El caballero se quedó en la fonda meditabundo y triste, ante la taza de

té, la copa de Burdeos, ya sin Burdeos, y el mesero que estaba parado en- frente de él como un signo de interrogación. Aquella situación no podía prolongarse. Cuando está alguien a solas con una inocente moneda falsa, se avergüenza como si estuviera con una mujer perdida; quiere que no lo

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vean, pasar de incógnito, que ningún amigo lo sorprenda… Porque serán muy buenas las monedas falsas… ¡pero la gente no lo quiere creer!

Yo mismo, en las primeras líneas de este cuento, cuando aún no había encontrado un padre putativo para el peso falso, lo llamé bellaco. ¡Tan imperioso es el poder del vulgo!

Todavía el caballero, en un momento de mal humor que no disculpo en él, pero que en mí habría disculpado, desde luego que quitaron los manteles de la mesa, golpeó el peso contra el mármol, como diciéndole: "¡A ver, malvado, si de veras no tienes corazón!" ¡Y vaya si tenía corazón! Lo que no tenía el infeliz era dinero.

El caballero quedó meditabundo por largo rato. ¿Quién le había dado aquel peso? Los recuerdos andaban todavía por su memoria, como inde- cisos, como distraídos, como soñolientos. Pero no cabía duda: ¡el peso era falso! Y lo que es peor, ¡era el último!

Su dueño entonces se puso a hacer, no para uso propio, todo un trata- do de moral.

"La verdad es", se decía, "que yo soy un badulaque. Esta tarde recibí en la oficina un billete de a veinte. Me parece estarlo viendo… Londres-Mé- xico… el águila… Don Benito Juárez… y… una cara de perro. ¿Adónde está el billete?

En los zarzales de la vida deja Alguna cosa cada cual: la oveja Su blanca lana; ¡el hombre su virtud! "Y lo malo es que mi mujer esperaba esos veinte. Yo iba a darle quin-

ce… pero, ¿de dónde cojo ahora esos quince?" El caballero volvió a arrojar con ira el peso falso sobre el mármol de E.

mesa. ¡Por poco no se le rompió al infortunado el águila, el alfiler de la corbata! La única ventaja con que cuentan los pesos falsos es la de que no podemos estrellarlos contra una esquina.

¡A la calle! La Esmeralda, que ya no baila sobre el tapiz oriental ni toca donairosamente su pandero; la pobre Esmeralda, que está ahora emplea- da en la esquina de Plateros y que, como los antiguos serenos, da las ho- ras, mostró a nuestro héroe su reloj iluminado: eran las doce de la noche.

A tal hora, no hay dinero en la calle. ¡Y era preciso volver a casa! "Le daré a mi mujer el peso falso para el desayuno, y mañana… vere-

mos. ¡Pero no! Ella los suena en el buró y así es seguro que no me escapo de una riña. ¡Maldita suerte… !"

El pobre peso sufría en silencio los insultos y araños de su padre puta- tivo, escondido en lo más oscuro del bolsillo. ¡Solo, tristemente solo!

El caballero pasó frente a un garito. ¿Entraría? Puede ser que estuviera en él algún amigo. Además, allí lo conocían… hasta le cobraban de

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cuando en cuando sus quincenas… Cuando menos, podían abrirle cré- dito por cinco duros… Volvió la vista atrás y entró de prisa como quien se arroja a la alberca.

El amigo cajero no estaba de guardia aquella noche; pero probable- mente volvería a la una. El caballero se paró junto a la mesa de la ruleta. No sé qué encanto tiene esa bolita de marfil que corre, brinca, ríe y da o quita dinero; pero ¡es tan chiquitina!, ¡es tan mona! ¡Se parece a Luisa Théo"! Los pesos en columnas se apercibían a la batalla formada en los casilleros del tapete verde. ¡Y estaba cierto nuestro hombre de que iba a salir el 32! ¡Lo había visto! ¿Pondría el peso falso… ? La verdad es que aquello no era muy correcto… Pero, al cabo, en esa casa lo conocían… y… ¡cómo habían de sospechar!

Con la mano algo trémula, abrió la cartera como buscando algún bille- te de banco (que, por supuesto, no estaba en casa), volvió a cerrarla, sacó el peso, y resueltamente, con ademán de gran señor, lo puso al 32. El co- razón le saltaba más que la bola de marfil en la ruleta. Pero, ¡vean uste- des lo que son las cosas! Los buenos mozos tienen mucho adelantado… Hay hombres que llegan a ministros extranjeros, a ricos, a poetas, a sab- ios, nada más porque son buenos mozos. Y el peso aquel –ya lo había di- cho– era todo un buen mozo… un buen mozo bien vestido.

–¡Treinta y dos colorado! La bola de marfil y el corazón del jugador se pararon, como el reloj cu-

ya rueda se rompe. ¡Había ganado! Pero… ¿y si lo conocían… ? ¡No a él… al otro… al falso!

Nuestro amigo (porque ya debe de ser amigo nuestro este hijo mima- do de la dicha) tuvo un rasgo de genio. Recogió su peso desdeñosamente y dijo al que regentaba la ruleta:

–Quiero en papel los otros treinta y cinco. ¡No lo habían tocado!… ¡No lo habían conocido… ! Pagó el monte.

Uno de veinte… uno de diez… y otro color de chocolate, con la figura de una mujer en camisón y que está descansando de leer, separada por estas dos palabras Cinco pesos, del retrato de una muchacha muy linda, a qu- ien el mal gusto del grabador puso un águila y una víbora en el pecho. El de a diez y el color de chocolate eran para la señora que suena los pesos en la tapa del buró. El de a veinte, el de Juárez, el patriótico, era para nuestro amigo… era el que al día siguiente se convertiría en copas, en costilla a la milanesa y, por remate, en un triste y desconsolado peso falso.

¡Qué afortunados son los pesos falsos y los hombres pícaros!

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Los que estaban alrededor del tapete verde hacían lado al dichoso punto para que entrase en el ruedo y se sentara. Pero, dicho sea en honra de nuestro buen amigo, él fue prudente, tuvo fuerza de ánimo, y volvió la espalda a la traidora mesa. Volvería, sí, volvería a dejar en ella su futu- ra quincena, o, propiamente hablando, el futuro imperfecto de su quince- na; pero lo que es en aquella noche se entregaba a las delicias y los pelliz- cos del hogar.

Cuando se sintió en la calle con su honrado, su generoso peso falso, que había sido tan bueno; y con el retrato de Juárez, con el busto de un perro, y con el grabado que representa a una señora en camisón, rebosa- ba alegría nuestro querido amigo. Ya era tan bueno como el peso falso aquel honrado e inteligente caballero. Habría prestado un duro a cualqu- ier amigo pobre; habría repartido algunos reales entre los pordioseros; caminando aprisa, aprisa por las calles, pensaba en su pobrecita mujer, que es tan buena persona y que lo estaría esperando… para que le diera el gasto.

Puis, l'époul volage Rentrant au logis Pour paraitre sage Prend des airs contris, Il pense á sa femme –Seule dans son lit-Et de cbez madame Un galan s'enfuit… f Voici l'aube vermeille, Etc.[1]

Eso cantan en una opereta que se estrenó en París a fines del mes pasa-

do y que se llama El huevo rojo; pero no la tarareaba siquiera nuestro predilecto amigo, porque no lo sabía.

Al torcer una esquina, tropezó con cierto muchachito que voceaba pe- riódicos y a quien llamaban el inglés. Y parecía inglés, en verdad, porque era muy blanco, muy rubio y hasta habría sido bonito con no ser tan po- bre. Por supuesto, no conocía a su padre… , era uno de tantos pesos fal- sos humanos, de ésos que circulan subrepticiamente por el mundo y que ninguno sabe en dónde fueron acuñados. Pero a la madre, ¡sí la conocía! Los demás decían que era mala. Él creía que era buena. Le pegaba. ¡Ése sería su modo de acariciar! También, cuando no se come, es imposible es- tar de buen humor. Y muchas veces aquella desgraciada no comía. Sobre todo era la madre; lo que no se tiene más que una vez; lo que siempre

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vive poco; la madre que, aunque sea mala, es buena a ratos, aquélla en cuya boca no suena el tú como un insulto… La madre, en suma… ¡nada más la madre! Y como aquel niño tenía en las venas sangre buena –sangre colorida con vino, sangre empobrecida en las noches de orgía, pero sangre, al fin, de hombres que pensaron y sintieron hace muchos años– amaba mucho a la mamá… y a la hermanita,

a la que vendía billetes… a esa que llamaban francesa. La madre, para él, era muy buena; pero le pegaba, cuando no podía

llevarle el pobre una peseta. Y aquella noche –¡la del peso falso!– estaba el chiquitín con El Nacional, con El Tiempo de Mañana, pero sin un cen- tavo en el bolsillo de su desgarrado pantalón. ¡No compraba periódicos la gente! Y no se atrevía a volver a su accesoria, no por miedo a los gol- pes sino por no afligir a la mamá.

Tan pálido, tan triste lo vio el afortunado jugador, que quiso, realmen- te quiso, darle una limosna. Tal vez le habría comprado todos los perió- dicos, porque así son los jugadores cuando ganan. Pero dar cinco pesos a un perillán de esa ralea era demasiado. Y el jugador había recibido los tr- einta y cinco en billetes. No le quedaba más que el peso falso.

Ocurriósele entonces una travesura: hacer bobo al muchacho. –¡Toma, inglés, para tus hojas con Catalán, anda! ¡Emborráchate! ¡Y allá fue el peso falso! Y no, el muchacho no creyó que lo habían engañado. Tenía aquel señor

tan buena cara como el peso falso. ¡Qué bueno era! Si hubiera recibido esa moneda para devolver siete reales y medio, cobrando El Nacional o El Tiempo de Mañana, la habría sonado en las losas del zaguán, cuyo umbral le servía casi de lecho, habría preguntado si era bueno o no al abarrotero que aún tenía abierta su tienda. Pero ¡de limosna! ¡Brillaba tanto en la noche! ¡Brillaba tanto para su alma hambrienta de dar algo a la mamá y a la hermanita! ¡Qué buen señor… ! ¡Habría ganado un prem- io en la lotería!… ¡Sería muy rico! Quién sabe… ¡Qué buen señor era el del peso falso!

Le había dicho: "¡Anda, ve y emborráchate!"… ¡Pero así dicen todos! Recogió el arrapiezo los periódicos, y, corriendo como si hubiera comi-

do, como si tuviera fuerzas, fue hasta muy lejos, hasta la puerta de su ca- sa. No le abrieron. La viejecita (la llamo viejecita, aunque aporreara a ese muchacho, porque, al cabo, era infeliz, era padre, era madre) se había dormido cansada de aguardar al inglés. Pero ¿.qué le importaba a él dor- mir en la calle? ¡Si lo mismo pasaba muchas noches! ¡Y al día siguiente no lo azotarían… ! ¡Llegaba rico… con un peso!

¡Ay, cuántas, cuántas cosas tiene adentro un peso para el pobre!

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Allí, en el zaguán, encogido como un gatito blanco, se quedó el mu- chacho dormido. ¡Dormido, sí; pero apretando con los dedos de la mano derecha, que es la Más segura, aquel sol, aquella águila, aquel sueño! Durmió mal, no por la dureza del colchón de piedra, no por el frío, no por el aire, porque a eso estaba acostumbrado, pero sí porque estaba muy alegre y tenía mucho miedo de que aquel pájaro de plata se volara.

¿Creen ustedes que ese muchacho jamás había tenido un peso suyo? Pues así hay muchísimos. Además, el inglesito quería soñar despierto, hablar en voz alta con sus ilusiones.

Primero, el desayuno… ¡Bueno, uno real para los tres! Pero los pesos tienen muchos centavos, y hacía tiempo el inglesito tenía ganas de tomar un tamal con su champurrado. Bueno: real y tlaco. Quedaba mucho dine- ro… Aunque le daban tentaciones muy fuertes de enseñarlo, de lucirlo, de pasarlo, de sonárselo, como si fuera una sonaja, a la hermanita, de que lo viera la mamá y pensara: "Ya puedo descansar, porque mi hijo

me mantiene." Pero en viéndolo, en tomándolo, la mamá compraría un real de tequila. Y el muchacho tenía un proyecto atrevido: gastar un real, que iba a ser de tequila, en un billete. Y, sobre todo, recordaba el granuja que debían unos tlacos en la panadería, otros en la tienda.:. y no era im- posible que la mamá los pagara si él le diera el peso. ¡Reales menos!

¡No! Era más urgente comprar manta para que la hermanita se hiciera una camisa. ¡La pobrecilla se quejaba tantísimo del frío… ! Decididamen- te, a la mamá cuatro reales, un tostón… y los otros cuatro reales para él, es decir, para el tamal, para el billete, para la manta… ¡y quién sabe para cuántas cosas más! ¡Puede ser que alcanzara hasta para ir al circo!

¿Y si ganaba $300 en la lotería con ese real? ¡Trescientos pesos! ¡No se han de acabar nunca! Esos tendría el señor que le dio el peso.

Vino la luz, es decir, ya estaba para llegar, cuando el muchacho se pu- so en pie. Barrían la calle… Pasaron unas burras con los botes de hojala- ta, en que de las haciendas próximas viene la leche. Luego pasaron las vacas… En Santa Teresa llamaban a misa… "Jaletinas!", gritó una voz áspera.

El rapazuelo no quiso todavía entrar a su casa. Necesitaba cambiar el peso. Llegaría tarde, a las seis, a las siete; pero con un tostón para la ma- dre, con manta, con un bizcocho para la francesita y con un tamal en el estómago. Iba a esperar a que abriera cierto tendajo, en el que vendían todo lo más hermoso, todo lo más útil, todo lo más apetecible para él: ve- las, indianas, santos de barro, madejas de seda, cohetes, soldaditos de plomo, caramelos, pan, estampas, títeres… Cuanto se necesitaba para

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vivir. Y precisamente en la puerta se sentaba una mujer detrás de la olla de tamales.

Fue paso a paso, porque todavía era muy temprano. Ya había aclara- do. Pasó por Sán Juan de Letrán. De la pensión de caballos salía una her- mosa yegua con albardón de cuero amarillo y llevada de la brida por el mozo de su dueño, alemán probablemente. Frente a la imprenta del Mo- nitory casi echados en las baldosas de la acera, hombres y chicuelos do- blaban los periódicos todavía húmedos. Muchos de esos chicos eran ami- gos de él, y el primer impulso que sintió fue el de ir a hablarles, enseñar- les el peso… Pero ¿y si se lo quitaban? El cojo, sobre todo, el cojo era algo malo.

De modo que el pillín se siguió de largo. Ya el tendajo estaba abierto. Y lo primero, por de contado, fue el ta-

mal… y no fue uno, fueron dos: ¡al fin estaba rico! Y tras los tamales, un bizcocho de harina y huevo, un rico bollo que sabía a gloria. Querían co- brarle adelantado; pero él enseñó el peso con majestuosa dignidad.

–Ahora que compre manta, cambiaré. Y pidió dos varas de manta; compró un granadero de barro que valía

cuartilla y al que tuvo la desdicha de perder en su más temprana edad, porque, al cogerlo, con la mano convulsa de emoción, se le cayó al suelo; le envolvieron la manta en un papel de estraza, y él, con orgullo, con el ademán de un soberano, arrojó por el aire el limpio peso, que, al caer en el zinc del mostrador, dio un grito de franqueza, uno de esos gritos que se escapan en los melodramas al traidor, al asesino, al verdadero delinc- uente. El español había oído, y atrapó al chiquitín por el pescuezo. –¡Ladroncillo! ¡Ladrón! ¡Vas a pagármelas!

¿Qué pasó? El muñeco roto, hecho pedazos, en el suelo… la india que gritaba… el gachupín estrujando al pobre chico… la madre, la hermani- ta, la francesita allá muy lejos… más lejos todavía las ilusiones… ¡y el gendarme muy cerca!

Una comisaría… un herido… un borracho… . gentes que le vieron ma- la cara… hombres que le acusaron de haber robado pañuelos; ¡a él, que se secaba las lágrimas con la camisa! Y luego la Correccional… el joroba- dito que le enseñó a hacer malas cosas… y afuera la madre, que murió en el hospital, de diarrea alcohólica… y la hermanita, la francesa, a quien, porque no vendía muchos billetes, la compraron, y, a poco, la pobrecilla se murió.

¡Señor! Tú que trocaste el agua en vino, tú que hiciste santo al ladrón Dimas, ¿por qué no te dignaste convertir en bueno el peso falso de ese ni- ño? ¿Por qué en manos del jugador fue un peso bueno, y en manos del

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desvalido fue un delito? Tú no eres como la esperanza, como el amor, co- mo la vida, peso falso. Tú eres bueno. Te llamas caridad. Tú que cegaste a Saulo en el camino de Damasco, ¿por qué no cegaste al español de aq- uella tienda?

[1] Huye esposo veleidoso/ y, al volver a tu casa/ para parecer sabio/ adopta un aire contrito./ Piensa en su mujer/-sola en su cama-/ y de la casa de madame/ huye un galán…/Es el amanecer rojo, etc.

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