cuadernillo de prácticas del lenguaje

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Horacio Quiroga “El paso del Yabebirí” ( Cuentos de la selva , 1918) En el río Yabebirí, que está en Misiones, hay muchas rayas, porque «Yabebirí» quiere decir precisamente «Río-de-las-rayas». Hay tantas, que a veces es peligroso meter un solo pie en el agua. Yo conocí un hombre a quien lo picó una raya en el talón y que tuvo que caminar rengueando media legua para llegar a su casa: el hombre iba llorando y cayéndose de dolor. Es uno de los dolores más fuertes que se puede sentir. Como en el Yabebirí hay también muchos otros peces, algunos hombres van a cazarlos con bombas de dinamita. Tiran una bomba al río, matando millones de peces. Todos los peces que están cerca mueren, aunque sean grandes como una casa. Y mueren también todos los chiquitos, que no sirven para nada. Ahora bien: una vez un hombre fue a vivir allá, y no quiso que tiraran bombas de dinamita, porque tenía lastima de los pececitos. Él no se oponía a que pescaran en el río para comer; pero no quería que mataran inútilmente a millones de pececitos. Los hombres que tiraban bombas se enojaron al principio, pero como el hombre tenía un carácter serio, aunque era muy bueno, los otros se fueron a cazar a otra parte, y todos los peces quedaron muy contentos. Tan contentos y agradecidos estaban a su amigo que había salvado a los pececitos, que lo conocían apenas se acercaba a la orilla Y cuando él andaba por la costa fumando, las rayas lo seguían arrastrándose por el barro, muy contentas de acompañar a su amigo. Él no sabía nada, y vivía feliz en aquel lugar. Y sucedió que una vez, una tarde, un zorro llegó corriendo hasta el Yabebirí, y metió las patas en el agua, gritando: —¡Eh, rayas! ¡Ligero! Ahí viene el amigo de ustedes, herido. Las rayas, que lo oyeron, corrieron ansiosas a la orilla. Y le preguntaron al zorro: —¿Qué pasa? ¿Dónde está el hombre? —¡Ahí viene! —gritó el zorro de nuevo—. ¡Ha peleado con un tigre! ¡El tigre viene corriendo! ¡Seguramente va a cruzar a la isla! ¡Denle paso, porque es un hombre bueno! —¡Ya lo creo! ¡Ya lo creo que le vamos a dar paso! Contestaron las rayas—. ¡Pero lo que es el tigre, ése no va a pasar! —¡Cuidado con él! —gritó aún el zorro— ¡No se olviden de que es el tigre!. Y pegando un brinco, el zorro entró de nuevo en el monte. Apenas acababa de hacer esto, cuando el hombre apartó las ramas y apareció todo ensangrentado y la camisa rota. La sangre le caía por la cara y el pecho hasta el pantalón, y desde las arrugas del pantalón, la sangre caía a la arena. Avanzó tambaleando hacia la orilla, porque estaba muy herido, y entró en el río. Pero apenas puso un pie en el agua, las rayas que estaban amontonadas se apartaron de su paso, y el hombre llegó con el agua al pecho hasta la isla, sin que una raya lo picara. Y conforme llegó, cayó desmayado en la misma arena, por la gran cantidad de sangre que había perdido. Las rayas no habían aún tenido tiempo de compadecer del todo a su amigo moribundo, cuando un terrible rugido les hizo dar un brinco en el agua. —¡El tigre! ¡El tigre! —gritaron todas, lanzándose como una flecha a la orilla. En efecto, el tigre que había peleado con el hombre y que lo venía persiguiendo había llegado a la costa del Yabebirí. El animal estaba también muy herido, y la sangre le corría por todo el cuerpo. Vio al hombre caído como muerto en la isla, y lanzando un rugido de rabia, se echó al agua, para acabar de matarlo. Pero apenas hubo metido una pata en el agua, sintió como si lo hubieran clavado ocho o diez terribles

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Horacio Quiroga“El paso del Yabebirí”(Cuentos de la selva, 1918)

En el río Yabebirí, que está en Misiones, hay muchas rayas, porque «Yabebirí» quiere decir precisamente «Río-de-las-rayas». Hay tantas, que a veces es peligroso meter un solo pie en el agua. Yo conocí un hombre a quien lo picó una raya en el talón y que tuvo que caminar rengueando media legua para llegar a su casa: el hombre iba llorando y cayéndose de dolor. Es uno de los dolores más fuertes que se puede sentir. Como en el Yabebirí hay también muchos otros peces, algunos hombres van a cazarlos con bombas de dinamita. Tiran una bomba al río, matando millones de peces. Todos los peces que están cerca mueren, aunque sean grandes como una casa. Y mueren también todos los chiquitos, que no sirven para nada. Ahora bien: una vez un hombre fue a vivir allá, y no quiso que tiraran bombas de dinamita, porque tenía lastima de los pececitos. Él no se oponía a que pescaran en el río para comer; pero no quería que mataran inútilmente a millones de pececitos. Los hombres que tiraban bombas se enojaron al principio, pero como el hombre tenía un carácter serio, aunque era muy bueno, los otros se fueron a cazar a otra parte, y todos los peces quedaron muy contentos. Tan contentos y agradecidos estaban a su amigo que había salvado a los pececitos, que lo conocían apenas se acercaba a la orilla Y cuando él andaba por la costa fumando, las rayas lo seguían arrastrándose por el barro, muy contentas de acompañar a su amigo. Él no sabía nada, y vivía feliz en aquel lugar. Y sucedió que una vez, una tarde, un zorro llegó corriendo hasta el Yabebirí, y metió las patas en el agua, gritando: —¡Eh, rayas! ¡Ligero! Ahí viene el amigo de ustedes, herido. Las rayas, que lo oyeron, corrieron ansiosas a la orilla. Y le preguntaron al zorro: —¿Qué pasa? ¿Dónde está el hombre? —¡Ahí viene! —gritó el zorro de nuevo—. ¡Ha peleado con un tigre! ¡El tigre viene corriendo! ¡Seguramente va a cruzar a la isla! ¡Denle paso, porque es un hombre bueno! —¡Ya lo creo! ¡Ya lo creo que le vamos a dar paso! Contestaron las rayas—. ¡Pero lo que es el tigre, ése no va a pasar! —¡Cuidado con él! —gritó aún el zorro— ¡No se olviden de que es el tigre!. Y pegando un brinco, el zorro entró de nuevo en el monte. Apenas acababa de hacer esto, cuando el hombre apartó las ramas y apareció todo ensangrentado y la camisa rota. La sangre le caía por la cara y el pecho hasta el pantalón, y desde las arrugas del pantalón, la sangre caía a la arena. Avanzó tambaleando hacia la orilla, porque estaba muy herido, y entró en el río. Pero apenas puso un pie en el agua, las rayas que estaban amontonadas se apartaron de su paso, y el hombre llegó con el agua al pecho hasta la isla, sin que una raya lo picara. Y conforme llegó, cayó desmayado en la misma arena, por la gran cantidad de sangre que había perdido. Las rayas no habían aún tenido tiempo de compadecer del todo a su amigo moribundo, cuando un terrible rugido les hizo dar un brinco en el agua. —¡El tigre! ¡El tigre! —gritaron todas, lanzándose como una flecha a la orilla. En efecto, el tigre que había peleado con el hombre y que lo venía persiguiendo había llegado a la costa del Yabebirí. El animal estaba también muy herido, y la sangre le corría por todo el cuerpo. Vio al hombre caído como muerto en la isla, y lanzando un rugido de rabia, se echó al agua, para acabar de matarlo. Pero apenas hubo metido una pata en el agua, sintió como si lo hubieran clavado ocho o diez terribles

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clavos en las patas, y dio un salto atrás: eran las rayas, que defendían el paso del río, y le habían clavado con toda su fuerza el aguijón de la cola. El tigre quedó roncando de dolor, con la pata en el aire; y al ver toda el agua de la orilla turbia como si removieran el barro del fondo, comprendió que eran las rayas que no lo querían dejar pasar. Y entonces gritó enfurecido: —¡Ah, ya sé lo que es! ¡Son ustedes, malditas rayas! ¡Salgan del camino! —¡No salimos! —respondieron las rayas. —¡Salgan! —¡No salimos! ¡Él es un hombre bueno! ¡No hay derecho para matarlo! —¡Él me ha herido a mí! —¡Los dos se han herido! ¡Esos son asuntos de ustedes en el monte! ¡Aquí está bajo nuestra protección!... ¡No se pasa! —¡Paso! —rugió por última vez el tigre. —¡NI NUNCA! —respondieron las rayas. (Ellas dijeron "ni nunca" porque así dicen los que hablan guaraní como en Misiones.) —¡Vamos a ver! —rugió aún el tigre. Y retrocedió para tomar impulso y dar un enorme salto. El tigre sabía que las rayas están casi siempre en la orilla; y pensaba que si lograba dar un salto muy grande acaso no hallara más rayas en el medio del río, y podría así comer al hombre moribundo. Pero las rayas lo habían adivinado y corrieron todas al medio del río, pasándose la voz: —¡Fuera de la orilla! —gritaban bajo el agua—. ¡Adentro! ¡A la canal! ¡A la canal! Y en un segundo el ejército de rayas se precipitó río adentro, a defender el paso, a tiempo que el tigre daba su enorme salto y caía en medio del agua. Cayó loco de alegría, porque en el primer momento no sintió ninguna picadura, y creyó que las rayas habían quedado todas en la orilla, engañadas... Pero apenas dio un paso, una verdadera lluvia de aguijonazos, como puñaladas de dolor, lo detuvieron en seco: eran otra vez las rayas, que le acribillaban las patas a picaduras. El tigre quiso continuar, sin embargo; pero el dolor era tan atroz, que lanzó un alarido y retrocedió corriendo como loco a la orilla. Y se echó en la arena de costado, porque no podía más de sufrimiento; y la barriga subía y bajaba como si estuviera cansadísimo. Lo que pasaba es que el tigre estaba envenenado con el veneno de las rayas. Pero aunque habían vencido al tigre, las rayas no estaban tranquilas porque tenían miedo de que viniera la tigra y otros tigres, y otros muchos más... Y ellas no podrían defender más el paso. En efecto, el monte bramó de nuevo, y apareció la tigra, que se puso loca de furor al ver al tigre tirado de costado en la arena. Ella vio también el agua turbia por el movimiento de las rayas, y se acercó al río. Y tocando casi el agua con la boca, gritó: —¡Rayas! ¡Quiero paso! —¡No hay paso! —respondieron las rayas. —¡No va a quedar una sola raya con cola, si no dan paso! rugió la tigra. —¡Aunque quedemos sin cola, no se pasa! —respondieron ellas. —¡Por última vez, paso! —¡NI NUNCA! —gritaron las rayas. La tigra, enfurecida, había metido sin querer una pata en el agua, y una raya, acercándose despacio, acababa de clavarle todo el aguijón entre los dedos. Al rugido de dolor del animal, las rayas respondieron, sonriéndose: —¡Parece que todavía tenemos cola! Pero la tigra había tenido una idea, y con esa idea entre las cejas, se alejaba de allí, costeando el río aguas arriba, y sin decir una palabra. Mas las rayas comprendieron también esta vez cuál era el plan de su enemigo. El plan de su enemigo

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era éste: pasar el río por otra parte, donde las rayas no sabían que había que defender el paso. Y una inmensa ansiedad se apoderó entonces de las rayas. —¡Va a pasar el río aguas más arriba! —gritaron—. ¡No queremos que mate al hombre! ¡Tenemos que defender a nuestro amigo! Y se revolvían desesperadas entre el barro, hasta enturbiar el río. —¡Pero qué hacemos! —decían—. Nosotras no sabemos nadar ligero... ¡La tigra va a pasar antes que las rayas de allá sepan que hay que defender el paso a toda costa! Y no sabían qué hacer. Hasta que una rayita muy inteligente dijo de pronto: —¡Ya está! ¡Qué vaya los dorados! ¡Los dorados son amigos nuestros! ¡Ellos nadan más ligero que nadie! —¡Eso es! —gritaron todas—. ¡Que vayan los dorados! Y en un instante la voz pasó y en otro instante se vieron ocho o diez filas de dorados, un verdadero ejército de dorados que nadaban a toda velocidad aguas arriba, y que iban dejando surcos en el agua, como los torpedos. A pesar de todo, apenas tuvieron tiempo de dar la orden de cerrar el paso a los tigres; la tigra ya había nadado, y estaba ya por llegar a la isla. Pero las rayas habían corrido ya a la orilla, y en cuanto la tigra hizo pie, las rayas se abalanzaron contra sus patas, deshaciéndoselas a aguijonazos. El animal, enfurecido y loco de dolor, rugía, saltaba en el agua, hacia volar nubes de agua a manotones. Pero las rayas continuaban precipitándose contra sus patas, cerrándole el paso de tal modo, que la tigra dio vuelta, nadó de nuevo y fue a echarse a su vez a la orilla, con las cuatro patas monstruosamente hinchadas; por allí tampoco sé podía ir a comer al hombre. Mas las rayas estaban también muy cansadas. Y lo que es peor, el tigre y la tigra habían acabado por levantarse y entraban en el monte. ¿Qué iban a hacer? Esto tenía muy inquietas a las rayas, y tuvieron una larga conferencia. Al fin dijeron: —¡Ya sabemos lo que es! Van a ir a buscar a los otros tigres y van a venir todos. ¡Van a venir todos los tigres y van a pasar! —¡NI NUNCA! —gritaron las rayas más jóvenes y que no tenían tanta experiencia. —¡Sí, pasarán, compañeritas! —respondieron tristemente las más viejas—. Si son muchos acabarán por pasar... Vamos a consultar a nuestro amigo. Y fueron todas a ver al hombre, pues no habían tenido tiempo aún de hacerlo, por defender el paso del río. El hombre estaba siempre tendido, porque había perdido mucha sangre, pero podía hablar y moverse un poquito. En un instante las rayas le contaron lo que había pasado, y cómo habían defendido el paso a los tigres que lo querían comer. El hombre herido se enterneció mucho con la amistad de las rayas que le habían salvado la vida y dio la mano con verdadero cariño a las rayas que estaban más cerca de él. Y dijo entonces: —¡No hay remedio! Si los tigres son muchos, y quieren pasar, pasarán... —¡No pasarán! —dijeron las rayas chicas—. ¡Usted es nuestro amigo y no van a pasar! —¡Sí, pasarán, compañeritas! —dijo el hombre. Y añadió, hablando en voz baja—: El único modo sería mandar a alguien a casa a buscar el winchester con muchas balas... pero yo no tengo ningún amigo en el río, fuera de los peces... y ninguno de ustedes sabe andar por la tierra. —¿Qué hacemos entonces? —dijeron las rayas ansiosas. —A ver, a ver... —dijo entonces el hombre, pasándose la mano por la frente, como si recordara algo—. Yo tuve un amigo... un carpinchito que se crió en casa y que jugaba con mis hijos... Un día volvió otra vez al monte y creo que vivía aquí, en el Yabebirí... pero no sé dónde estará... Las rayas dieron entonces un grito de alegría: —¡Ya sabemos! ¡Nosotras lo conocemos! ¡Tiene su

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guarida en la punta de la isla! ¡Él nos habló una vez de usted! ¡Lo vamos a mandar buscar en seguida! Y dicho y hecho: un dorado muy grande voló río abajo a buscar al carpinchito; mientras el hombre disolvía una gota de sangre seca en la palma de la mano, para hacer tinta, y con una espina de pescado, que era la pluma, escribió en una hoja seca, que era el papel. Y escribió esta carta: Mándenme con el carpinchito el winchester y una caja entera de veinticinco balas. Apenas acabó el hombre de escribir, el monte entero tembló con un sordo rugido; eran todos los tigres que se acercaban a entablar la lucha. Las rayas llevaban la carta con la cabeza afuera del agua para que no se mojara, y se la dieron al carpinchito, el cual salió corriendo por entre el pajonal a llevarla a la casa del hombre. Y ya era tiempo, porque los rugidos, aunque lejanos aún, se acercaban velozmente. Las rayas reunieron entonces a los dorados que estaban esperando órdenes, y les gritaron: —¡Ligero, compañeros! ¡Recorran todo el río y den la voz de alarma! ¡Que todas las rayas estén prontas en todo el río! ¡Que se encuentren todas alrededor de la isla! ¡Veremos si van a pasar! Y el ejército de dorados voló en seguida, río arriba y río abajo, haciendo rayas en el agua con la velocidad que llevaban. No quedó raya en todo el Yabebirí que no recibiera orden de concentrarse en las orillas del río, alrededor de la isla. De todas partes, de entre las piedras, de entre el barro, de la boca de los arroyitos, de todo el Yabebirí entero, las rayas acudían a defender el paso contra los tigres. Y por delante de la isla, los dorados cruzaban y recruzaban a toda velocidad. Ya era tiempo, otra vez; un inmenso rugido hizo temblar el agua misma de la orilla, y los tigres desembocaron en la costa. Eran muchos; parecía que todos los tigres de Misiones estuvieran allí. Pero el Yabebirí entero hervía también de rayas, que se lanzaron a la orilla, dispuestas a defender a todo trance el paso. —¡Paso a los tigres! —¡No hay paso! —respondieron las rayas. —¡Paso, de nuevo! —¡No se pasa! —¡No va a quedar raya, ni hijo de raya, ni nieto de raya. si no dan paso! —¡Es posible! —respondieron las rayas—. ¡Pero ni los tigres, ni los hijos de tigres, ni los nietos de tigres, ni todos los tigres del mundo van a pasar por aquí! Así respondieron las rayas. Entonces los tigres rugieron por última vez: —¡Paso pedimos! —¡NI NUNCA! Y la batalla comenzó entonces. Con un enorme salto los tigres se lanzaron al agua. Y cayeron todos sobre un verdadero piso de rayas. Las rayas les acribillaron las patas a aguijonazos, y a cada herida los tigres lanzaban un rugido de dolor. Pero ellos se defendían a zarpazos manoteando como locos en el agua. Y las rayas volaban por el aire con el vientre abierto por las uñas de los tigres. El Yabebirí parecía un río de sangre. Las rayas morían a centenares... pero los tigres recibían también terribles heridas, y se retiraban a tenderse y rugir en la playa, horriblemente hinchados. Las rayas, pisoteadas, deshechas por las patas de los tigres, no desistían; acudían sin cesar a defender el paso. Algunas volaban por el aire, volvían a caer al río, y se precipitaban de nuevo contra los tigres. Media hora duró esta lucha terrible. AI cabo de esa media hora, todos los tigres estaban otra vez en la playa, sentados de fatiga y rugiendo de dolor; ni uno solo había pasado. Pero las rayas estaban también deshechas de cansancio. Muchas, muchísimas habían muerto. Y las que quedaban vivas dijeron: —No podremos resistir dos ataques como éste. ¡Que los dorados vayan a buscar refuerzos! ¡Que

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vengan en seguida todas las rayas que haya en el Yabebirí! Y los dorados volaron otra vez río arriba y río abajo, e iban tan ligeros que dejaban surcos en el agua, como los torpedos. Las rayas fueron entonces a ver al hombre. —¡No podremos resistir más! —le dijeron tristemente las rayas. Y aun algunas rayas lloraban, porque veían que no podrían salvar a su amigo. —¡Váyanse, rayas! —respondió el hombre herido—. ¡Déjenme solo! ¡Ustedes han hecho ya demasiado por mí! ¡Dejen que los tigres pasen! —¡NI NUNCA! —gritaron las rayas en un solo clamor—. ¡Mientras haya una sola raya viva en el Yabebirí, que es nuestro río, defenderemos al hombre bueno que nos defendió antes a nosotras! El hombre herido exclamó entonces, contento: —¡Rayas! ¡Yo estoy casi por morir, y apenas puedo hablar; pero yo les aseguro que en cuanto llegue el winchester, vamos a tener farra para largo rato; esto yo se lo aseguro a ustedes! —¡Sí, ya lo sabemos! —contestaron las rayas entusiasmadas. Pero no pudieron concluir de hablar, porque la batalla recomenzaba. En efecto: los tigres, que ya habían descansado se pusieron bruscamente en pie, y agachándose como quien va saltar, rugieron: —¡Por última vez, y de una vez por todas: paso! —¡Ni NUNCA! —respondieron las rayas lanzándose a la orilla. Pero los tigres habían saltado a su vez al agua y recomenzó la terrible lucha. Todo el Yabebirí, ahora de orilla a orilla, estaba rojo de sangre, y la sangre hacía espuma en la arena de la playa. Las rayas volaban deshechas por el aire y los tigres rugían de dolor; pero nadie retrocedía un paso. Y los tigres no sólo no retrocedían, sino que avanzaban. En balde el ejército de dorados pasaba a toda velocidad río arriba y río abajo, llamando a las rayas: las rayas se habían concluido; todas estaban luchando frente a la isla y la mitad había muerto ya. Y las que quedaban estaban todas heridas y sin fuerzas. Comprendieron entonces que no podrían sostenerse un minuto más, y que los tigres pasarán; y las pobres rayas, que preferían morir antes que entregar a su amigo, se lanzaron por última vez contra los tigres. Pero ya todo era inútil. Cinco tigres nadaban ya hacia la costa de la isla. Las rayas, desesperadas, gritaron: —¡A la isla! ¡Vamos todas a la otra orilla! Pero también esto era tarde: dos tigres más se habían echado a nado, y en un instante todos los tigres estuvieron en medio del río, y no se veía más que sus cabezas. Pero también en ese momento un animalito, un pobre animalito colorado y peludo cruzaba nadando a toda fuerza el Yabebirí: era el carpinchito, que llegaba a la isla llevando el winchester y las balas en la cabeza para que no se mojaran. El hombre dio un gran grito de alegría, porque le quedaba tiempo para entrar en defensa de las rayas. Le pidió al carpinchito que lo empujara con la cabeza para colocarse de costado, porque él solo no podía; y ya en esta posición cargó el winchester con la rapidez del rayo. Y en el preciso momento en que las rayas, desgarradas, aplastadas, ensangrentadas, veían con desesperación que habían perdido la batalla y que los tigres iban a devorar a su pobre amigo herido, en ese momento oyeron un estampido, y vieron que el tigre que iba delante y pisaba ya la arena, daba un gran salto y caía muerto, con la frente agujereada de un tiro. —¡Bravo, bravo! —clamaron las rayas, locas de contento. ¡El hombre tiene el winchester! ¡Ya estamos salvadas! Y enturbiaban toda el agua verdaderamente locas de alegría. Pero el hombre proseguía tranquilo tirando, y cada tiro era un nuevo tigre muerto. Y a cada tigre que caía muerto lanzando un rugido, las rayas respondían con grandes sacudidas de la cola.

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Uno tras otro, como si el rayo cayera entre sus cabezas, los tigres fueron muriendo a tiros. Aquello duró solamente dos minutos. Uno tras otro se fueron al fondo del río, y allí las palometas los comieron. Algunos boyaron después, y entonces los dorados los acompañaron hasta el Paraná, comiéndolos, y haciendo saltar el agua de contento. En poco tiempo las rayas, que tienen muchos hijos, volvieron a ser tan numerosas como antes. El hombre se curó, y quedó tan agradecido a las rayas que le habían salvado la vida, que se fue a vivir a la isla. Y allí, en las noches de verano le gustaba tender se en la playa y fumar a la luz de la luna, mientras las rayas, hablando despacito, se lo mostraban a los peces, que no le conocían, contándoles la gran batalla que, aliadas a ese hombre, habían tenido una vez contra los tigres.

José Martí “Los dos ruiseñores “(La edad de oro, 1889)

En China vive la gente en millones, como si fuera una familia que no acabase de crecer, y no se gobiernan por sí, como hacen los pueblos de hombres, sino que tienen de gobernante a un emperador, y creen que es hijo del cielo, porque nunca lo ven sino como si fuera el sol, con mucha luz por junto a él, y de oro el palanquín en que lo llevan, y los vestidos de oro. Pero los chinos están contentos con su emperador, que es un chino como ellos. ¡Lo triste es que el emperador venga de afuera, dicen los chinos, y nos coma nuestra comida, y nos mande matar porque queremos pensar y comer, y nos trate como a sus perros y como a sus lacayos! Y muy galán que era aquel emperador del cuento, que se metía de noche la barba larga en una bolsa de seda azul, para que no lo conocieran, y se iba por las casas de los chinos pobres, repartiendo sacos de arroz y pescado seco, y hablando con los viejos y los niños, y leyendo, en aquellos libros que empiezan por la última página, lo que Confucio dijo de los perezosos, que eran peor que el veneno de las culebras, y lo que dijo de los que aprenden de memoria sin preguntar por qué, que no son leones con alas de paloma, como debe el hombre ser, sino lechones flacos, con la cola de tirabuzón y las orejas caídas, que van donde el porquero les dice que vayan, comiendo y gruñendo. Y abrió escuelas de pintura, y de bordados, y de tallar la madera; y mandó poner preso al que gastase mucho en sus vestidos, y daba fiesta donde se entraba sin pagar, a oír las historias de las batallas y los cuentos hermosos de los poetas; y a los viejecitos los saludaba siempre como si fuesen padres suyos; y cuando los tártaros bravos entraron en China y quisieron mandar en la tierra, salió montado a caballo de su palacio de porcelana blanco y azul, y hasta que no echó al último tártaro de su tierra, no se bajó de la silla. Comía a caballo: bebía a caballo su vino de arroz: a caballo dormía. Y mandó por los pueblos unos pregoneros con trompetas muy largas, y detrás unos clérigos vestidos de blanco que iban diciendo así: «¡Cuando no hay libertad en la tierra, todo el mundo debe salir a buscarla a caballo!» Y por todo eso querían mucho los chinos a aquel emperador galán, aunque cuentan que eran muchas las golondrinas que dejaba sin nido, porque le gustaba mucho la sopa de nidos; y que una vez que otra se ponía a conversar con un frasco de vino de arroz: y lo encontraban tendido en la estera, con la barba revuelta en el suelo, y el vestido lleno de manchas. Esos días no salían las mujeres a la calle, y los hombres iban a su quehacer con la cabeza baja, como sí les diera vergüenza ver el sol. Pero eso no sucedía muchas veces, sino cuando se ponía triste porque los hombres no se querían bien ni hablaban la verdad: lo de siempre era la alegría, y la música, y el baile, y los versos, y el hablar de valor y de las estrellas: y así pasaba la vida del emperador, en su palacio de porcelana blanco y azul.

Hermosísimo era el palacio, y la porcelana hecha de la pasta molida del mejor polvo kaolín, que da una porcelana que parece luz, y suena como la música, y hace pensar en la aurora, y en cuando empieza a caer la tarde. En los jardines había naranjos enanos, con más naranjas que hojas; y peceras con peces de amarillo y carmín, con cinto de oro; y unos rosales con rosas rojas y negras, que tenían cada una su

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campanilla de plata, y daban a la vez música y olor. Y allá al fondo había un bosque muy grande y hermoso, que daba al mar azul, y en un árbol de los del bosque vivía un ruiseñor, que les cantaba a los pobres pescadores canciones tan lindas, que se olvidaban de ir a pescar; y se les veía sonreír del gusto, o llorar de contento, y abrir los brazos, y tirar besos al aire, como si estuviesen locos. «¡Es mejor el vino de la canción que el vino de arroz!» decían los pescadores. Y las mujeres estaban contentas, porque cuando el ruiseñor cantaba, sus maridos y sus hijos no bebían tanto vino de arroz. Y se olvidaban del canto los pescadores cuando no lo oían; pero en cuanto lo volvían a oír, decían, abrazándose como hermanos: «¡Qué hermoso es el canto del ruiseñor!»

Venían de afuera muchos viajeros a ver el país: y luego escribían libros de muchas hojas, en que contaban la hermosura del palacio y el jardín, y lo de los naranjos, y lo de los peces, y lo de las rosas rojinegras; pero todos los libros decían que el ruiseñor era lo más maravilloso: y los poetas escribían versos al ruiseñor que vivía en un árbol del bosque, y cantaba a los pobres pescadores los cantos que les alegraban el corazón: hasta que el emperador vio los libros, y del contento que tenía le dio con el dedo tres vueltas a la punta de la barba, porque era mucho lo que celebraban su palacio y su jardín; pero cuando llegó adonde hablaban del ruiseñor: «¿Qué ruiseñor es éste, dijo, que yo nunca he oído hablar de él? ¡Parece que en los libros se aprende algo! ¡Y esta gente de mi palacio de porcelana, que me dice todos los días que yo no tengo nada que aprender! ¡Venga ahora mismo el mandarín mayor!» Y vino, saludando hasta el suelo, el mandarín mayor, con su túnica de seda azul celeste, de florones de oro. «¡Puh! ¡puh!» contestaba el mandarín, hinchando la cabeza, a todos los que le hablaban. Pero al emperador no le decía ni «¡puh!» ni «¡pih!»; sino que se echaba a sus pies, con la frente en la estera, esperando, temblando, hasta que le decía «¡levántate!» el emperador.

-¡Levántate! ¿Qué pájaro es este de que habla este libro, que dicen que es lo más hermoso de todo mi país?

-Nunca he oído hablar de él, nunca-dijo el mandarín: dio tres vueltas redondas, con los brazos abiertos, se echó a los pies del emperador, con la frente en la estera, y salió de espaldas, con los brazos cruzados, y arrodillándose en el aire.

Y el mandarín empezó a preguntar a todo el palacio por el pájaro. Y el emperador mandaba a cada media hora a buscar al mandarín.

-Si esta noche no está aquí el pájaro, mandarín, sobre las cabezas de los mandarines he de pasear esta noche.

-¡Tsing-pé! ¡Tsing-pé! -salió diciendo el mandarín mayor, que iba dando vueltas, con los brazos abiertos, escaleras abajo. Y los mandarines todos se echaron a buscar al pájaro, para que no pasease a la noche sobre sus cabezas el emperador. Hasta que fueron a la cocina del palacio, donde estaban guisando pescado en salsa dulce, e inflando bollos de maíz, y pintando letras coloradas en los pasteles de carne: y allí les dijo una cocinerita, de color de aceituna y de ojos de almendra, que ella conocía el pájaro muy bien, porque de noche iba por el camino del bosque a llevar las sobras de la mesa a su madre que vivía junto al mar, y cuando se cansaba al volver, debajo del árbol del ruiseñor descansaba, y era como si le conversasen las estrellas cuando cantaba el ruiseñor, y como si su madre le estuviera dando un beso.

-¡Oh, virgen china!-le dijo el mandarín:-¡digna y piadosa virgen!: en la cocina tendrás siempre empleo, y te concederé el privilegio de ver comer al emperador, si me llevas adonde el ruiseñor canta en el árbol, porque lo tengo que traer a palacio esta noche.

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Y detrás de la cocinerita se pusieron a correr los mandarines, con las túnicas de seda cogidas por delante, y la cola del pelo bailándoles por la espalda: y se les iban cayendo los sombreros picudos. Bramó una vaca, y dijo un mandarincito joven:

-«¡Oh, qué robusta voz! ¡qué pájaro magnífico!»

-«Es una vaca que brama»,-dijo la cocinerita.

Graznó una rana, y dijo el mandarincito:

-«¡Oh, qué hermosa canción, que suena como las campanillas!»

-«Es una rana que grazna», dijo la cocinerita.

Y entonces rompió a cantar de veras el ruiseñor.

-¡Ese, ése es!-dijo la cocinerita, y les enseñó un pajarito, que cantaba en una rama.

-¡Ese!-dijo el mandarín mayor:-nunca creí que fuera una persona tan diminuta y sencilla: ¡nunca lo creí! O será, mandarines amigos ¡sí, debe ser! que al verse por primera vez frente a nosotros los mandarines, ha cambiado de color.

-¡Lindo ruiseñor!-decía la cocinerita:-el emperador desea oírte cantar esta noche.

-Y yo quiero cantar-le contestó el ruiseñor, soltando al aire un ramillete de arpegios.

-¡Suena como las campanillas, como las campanillas de plata!-dijo el mandarincito.

-¡Lindo ruiseñor! a palacio tienes que venir, porque en palacio es donde está el emperador.

-A palacio iré, iré-cantó el ruiseñor, con un canto como un suspiro:-¡pero mi canto suena mejor en los árboles del bosque!

El emperador mandó poner el palacio de lujo: y resplandecían con la luz de los faroles de seda y de papel los suelos y las paredes; las rosas rojinegras estaban en los corredores y los atrios, y resonaban sin cesar, entre el bullicio del gentío, las campanillas: en el centro mismo de la sala, donde se le veía más, estaba un parral de oro, para que el ruiseñor cantase en él: y a la cocinerita le dieron permiso para que se quedase en la puerta. La corte estaba de etiqueta mayor, con siete túnicas y la cabeza acabada de rapar. Y el ruiseñor cantó tan dulcemente que le corrían en hilo las lágrimas al emperador: y los mandarines, de veras, lloraban: y el emperador quiso que le pusieran al ruiseñor al cuello su chinela de oro: pero el ruiseñor metió el pico en la pluma del pecho, y dijo «gracias» en un trino tan rico y vigoroso, que el emperador no lo mandó matar porque no había querido colgarse la chinela. Y en su canto decía el ruiseñor: «No necesito la chinela de oro, niel botón colorado, ni el birrete negro, porque ya tengo el premio más grande, que es hacer llorar a un emperador.»

Aquella noche, en cuanto llegaron a sus casas, todas las damas tomaron sorbos de agua, y se pusieron a hacer gárgaras y gorgoritos, y ya se creían muy finos ruiseñores. Y la gente de establo y cocina decía que estaba bien, lo que es mucho decir, porque ésa es gente que lo halla mal todo. Y el ruiseñor tenía su caja real, con permiso para volar dos veces al día, y una en la noche. Doce criados de túnica amarilla lo sujetaban cuando salía a volar, por doce hilos de seda. En la ciudad no se hablaba más que del canto, y en

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cuanto uno decía «rui...»el otro decía «... señor». Y llamaban «ruiseñor» a los niños que nacían, pero ninguno cantó nunca una nota.

Un día recibió el emperador un paquete que decía «El Ruiseñor» en la tapa, y creyó que era otro libro sobre el pájaro famoso; pero no era libro, sino un pájaro de metal que parecía vivo en su caja de oro, y por plumas tenía zafiros, diamantes y rubíes, y cantaba como el ruiseñor de verdad en cuanto le daban cuerda, moviendo la cola de oro y plata: llevaba al cuello una cinta con este letrero: «¡El ruiseñor del emperador de China es un aprendiz, junto al del emperador del Japón!»

«¡Hermoso pájaro es!» dijo toda la corte, y le pusieron el nombre de «gran pájaro internacional»: porque se usan estos nombres en China, pomposos y largos: pero cuando puso el emperador a cantar juntos al ruiseñor vivo y al artificial, no anduvo el canto bueno, porque el vivo cantaba como le nacía del corazón, sincero y libre, y el artificial cantaba a compás, y no salía del vals.

«¡A mi gusto! ¡esto es a mi gusto! » decía el maestro de música; y cantó solo el pájaro de las piedras, tan bien como el vivo. ¡Y luego, tan lleno de joyas que relumbraban, lo mismo que los brazaletes, y los joyeles, y los broches! Treinta y tres veces seguidas cantó la misma tonada sin cansarse, y el maestro de música y la corte entera lo hubieran oído con gusto una vez más, si no hubiese dicho el emperador que el vivo debía cantar algo. ¿El vivo? Lejos estaba, lejos de la corte y del maestro de música. Los vio entretenidos, y se les escapó por la ventana.

-¡Oh, pájaro desagradecido!-dijo el mandarín mayor, y dio tres vueltas redondas, y se cruzó de brazos.

-Pero mejor mil veces es este pájaro artificial-decía el maestro de música:-porque con el pájaro vivo, nunca se sabe cómo va a ser el canto, y con éste, se está seguro de lo que va a ser: con éste todo está en orden, y se le puede explicar al pueblo las reglas de la música.

Y el emperador dio permiso para que el domingo sacase el maestro al pájaro a cantar delante del pueblo, que parecía muy contento, y alzaba el dedo y decía que el con la cabeza; pero un pobre pescador dijo «que él había oído el ruiseñor del bosque, y que éste no era como aquél, porque le faltaba algo de adentro, que él no sabía lo que era». El emperador mandó desterrar al ruiseñor vivo, y al otro de la caja se lo pusieron a la cabecera, en un cojín de seda, con muchos presentes de joyas y de argentería, y lo llamaban por título de corte «cantor de alcoba y pájaro continental, que mueve la cola como el emperador se la manda mover''. Y el maestro de música se sintió tan feliz que escribió un libro de veinticinco tomos sobre el ruiseñor artificial, con muchos esdrújulos y palabras de extraña sabiduría; y la corte entera dijo que lo había leído y entendido, de miedo de que los tuviesen por gente fofa y de poca educación, y de que el emperador se pasease sobre sus cabezas.

Pasó un año, y emperador, corte y país conocían como cosa de sí mismos cada gorjeo y vuelta del «pájaro continental»; y como que lo podían entender, lo declaraban magnífico ruiseñor. Cantaban su vals los cortesanos todos. Y los chicuelos de la calle. Y el emperador lo cantaba también, y lo bailaba, cuando estaba solo con su vino de arroz. Era un vals el imperio, que andaba a compás, con mucho orden, al gusto del maestro de música. Hasta que una noche, cuando estaba el pájaro en lo mejor del canto, y el emperador lo oía, tendido en su cama de randas y colgaduras, saltó un resorte de la máquina del ruiseñor; como huesos que se caen sonaron las ruedas, y paró la música. Se echó de la cama el emperador, y mandó llamar a un médico. El médico no supo qué hacer: y vino el relojero. El relojero, mal que bien, puso las ruedas locas en su lugar, pero encargó que usasen del pájaro muy poco, porque estaban gastados los cilindros, y el ruiseñor

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aquel no podía en verdad cantar más de una vez al año. El maestro de música le echó encima un discurso al relojero, y le dijo traidor, y venal, y chino espurio, y espía de los tártaros, porque decía que el pájaro continental no podía cantar más que una vez. En la puerta iba ya el relojero, y todavía le estaba diciendo el maestro de música malas palabras: «¡traidor! ¡venal! ¡chino espurio! ¡espía de los tártaros!» Porque estos maestros de música de las cortes no quieren que la gente honrada diga la verdad desagradable a sus amos.

Cinco años después había mucha tristeza en la China, porque estaba al morir el pobre emperador, tanto que tenían nombrado ya al nuevo, aunque el pueblo agradecido no quería oír hablar de él, y se apretaba a preguntar por el enfermo a las puertas del mandarín, que los miraba de arriba abajo, y decía: «¡Puh!» «¡Puh!» repetía la pobre gente, y se iba a su casa llorando.

Pálido y frío estaba en su cama de randas y colgaduras el emperador, y los mandarines todos lo daban por muerto, y se pasaban el día dando las tres vueltas con los brazos abiertos, delante del que debía subir al trono. Comían muchas naranjas, y bebían té con limón. En los corredores habían puesto tapices, para que no sonara el paso. No se oía en el palacio sino un ruido de abejas.

Pero el emperador no estaba muerto todavía. Al lado de su cama estaba el pájaro roto. Por una ventana abierta entraba la luz de la luna sobre el pájaro roto, y el emperador mudo y lívido. Sintió el emperador un peso extraño sobre su pecho, y abrió los ojos para ver. Vio a la Muerte, sentada sobre su pecho. Tenía en las sienes su corona imperial, y en una mano su espada de mando y en la otra mano su hermosa bandera. Y por entre las colgaduras vio asomar muchas cabezas raras, bellas unas y como con luz, otras feas y de color de fuego. Eran las buenas y las malas acciones del emperador, que le estaban mirando a la cara. «¿Te acuerdas?» le decían las malas acciones. «¿Te acuerdas?» le decían las buenas acciones. «¡Yo no me acuerdo de nada, de nada!» decía el emperador: «¡música, música! ¡tráiganme la tambora mandarina, la que hace más ruido, para no oír lo que me dicen mis malas acciones!» Pero las acciones seguían diciendo: «¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas?» «¡Música, música!» gritaba el emperador: «¡oh, hermano pájaro de oro, canta, te ruego que cantes! ¡yo te he dado regalos ricos de oro! ¡yo te he colgado al cuello mi chinela de oro! ¡te ruego que cantes!» Pero el pájaro no cantaba. No había uno que supiera darle cuerda. No daba una sola nota.

Y la Muerte seguía mirando al emperador con sus ojos huecos y fríos, y en el cuarto había una calma espantosa, cuando de pronto entró por la ventana el son de una dulce música. Afuera, en la rama de un árbol, estaba cantando el ruiseñor vivo. Le habían dicho que estaba muy enfermo el emperador, y venía a cantarle de fe y de esperanza. Y según iba cantando eran menos negras las sombras, y corría la sangre más caliente en las venas del emperador, y revivían sus carnes moribundas. La Muerte misma escuchaba, y le dijo: «¡Sigue, ruiseñor, sigue!» Y por un canto, le dio la Muerte la corona de oro: y por otro, la espada de mando: y por otro canto más, le dio la hermosa bandera. Y cuando ya la Muerte no tenía ni la bandera, ni la espada, ni la corona del emperador, cantó el pájaro de la hermosura del camposanto, donde la rosa blanca crece, y da el laurel sus aromas a la brisa, y dan brillo y salud a la yerba las lágrimas de los dolientes. Y tan hermoso vio la Muerte en el canto a su jardín, que lo quiso ir a ver, y se levantó del pecho del emperador, y desapareció como un vapor por la ventana.

-¡Gracias, gracias, pájaro celeste!-decía el emperador.-Yo te desterré de mi reino, y tú destierras a la muerte de mi corazón. ¿Cómo te puedo yo pagar?

-Tú me pagaste ya, emperador, cuando te hice llorar con mi canto: las lágrimas que arranca a las almas de los hombres son el único premio digno del pájaro cantor. Duerme, emperador, duerme: yo cantaré para ti.

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Y con sus trinos y arpegios se fue durmiendo el enfermo en un rueño de salud. Cuando despertó, entraba el sol, como oro vivo, por la ventana. Ni uno solo de sus criados, ni un solo mandarín, había venido a verlo. Lo creían muerto todos. El ruiseñor no más estaba junto a su cama: el ruiseñor, cantando.

-¡Siempre estarás junto a mí! ¡En el palacio vivirás, y cantarás cuando quieras! ¡Yo romperé al pájaro artificial en mil pedazos!

-No lo rompas en mil pedazos, emperador: él te sirvió bien mientras pudo: yo no puedo vivir en el palacio, ni fabricar entre los cortesanos mi nido. Yo vendré al árbol que cae a tu ventana, y te cantaré en la noche, para que tengas sueños felices. Te cantaré de los malos y de los buenos, y de los que gozan y de los que sufren. Los pescadores me esperan, emperador, en sus casas pobres de la orilla del mar. El ruiseñor no puede ser infiel a los pescadores. Yo te vendré a cantar en la noche si me prometes una cosa.

-¡Todo te lo prometo!-dijo el emperador, que se había levantado de su cama, y tenía puesta la túnica imperial, y en la mano su gran espada de oro.

-¡No digas que tienes un pájaro amigo que te lo cuenta todo, porque le envenenarán el aire al pájaro!- Y salió volando el ruiseñor, y echando al aire un ramillete de arpegios.

Los mandarines entraron de repente en el cuarto, detrás del mandarín mayor, a ver al emperador muerto. Y lo vieron de pie, con su túnica imperial; con la mano de la espada puesta al corazón. Y se oía, como una risa, el canto del ruiseñor.

-¡Tsing-pé! ¡Tsing-pé!-dijo el gran mandarín, y dio dieciocho vueltas seguidas con los brazos abiertos, y se echó por tierra, con la frente a los pies del emperador. Y a los mandarines, arrodillados en el aire, les temblaba en la nuca la cola.

Eduardo GaleanoMemorias del fuego 1, 1982

LA CREACIÓN La mujer y el hombre soñaban que Dios los estaba soñando. Dios los soñaba mientras cantaba y agitaba sus maracas, envuelto en humo de tabaco, y se sentía

feliz y también estremecido por la duda y el misterio. Los indios makiritare saben que si Dios sueña con comida, fructifica y da de comer. Si Dios sueña

con la vida, nace y da nacimiento. La mujer y el hombre soñaban que en el sueño de Dios aparecía un gran huevo brillante. Dentro del

huevo, ellos cantaban y bailaban y armaban mucho alboroto, porque estaban locos de ganas de nacer. Soñaban que en el sueño de Dios la alegría era más fuerte que la duda y el misterio; y Dios, soñando, los creaba, y cantando decía:

—Rompo este huevo y nace la mujer y nace el hombre. Y juntos vivirán y morirán. Pero nacerán nuevamente. Nacerán y volverán a morir y otra vez nacerán. Y nunca dejarán de nacer, porque la muerte es mentira.

EL TIEMPO

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El tiempo de los mayas nació y tuvo nombre cuando no existía el cielo ni había despertado todavía la tierra.

Los días partieron del oriente y se echaron a caminar. El primer día sacó de sus entrañas al cielo y a la tierra. El segundo día hizo la escalera por donde baja la lluvia. Obras del tercero fueron los ciclos de la mar

y de la tierra y la muchedumbre de las cosas. Por voluntad del cuarto día, la tierra y el cielo se inclinaron y pudieron encontrarse.

El quinto día decidió que todos trabajaran.Del sexto salió la primera luz. En los lugares donde no había nada, el séptimo día puso tierra. El octavo clavó en la tierra sus

manos y sus pies. El noveno día creó los mundos inferiores.

El décimo día destinó los mundos inferiores a quienes tienen veneno en el alma. Dentro del sol, el undécimo día modeló la piedra y el árbol. Fue el duodécimo quien hizo el viento. Sopló viento y lo llamó espíritu, porque no había muerte

dentro de él. El décimotercer día mojó la tierra y con barro amasó un cuerpo como el nuestro. Así se recuerda en Yucatán.

EL SOL Y LA LUNA Al primer sol, el sol de agua, se lo llevó la inundación. Todos los que en el mundo moraban se

convirtieron en peces. Al segundo sol lo devoraron los tigres. Al tercero lo arrasó una lluvia de fuego, que incendió a las gentes. Al cuarto sol, el sol de viento, lo borró la tempestad. Las personas se volvieron monos y por los

montes se esparcieron. Pensativos, los dioses se reunieron en Teotihuacán. —¿Quién se ocupará de traer el alba? El Señor de los Caracoles, famoso por su fuerza y su hermosura, dio un paso adelante. — Yo seré el sol —dijo. —¿Quién más? Silencio. Todos miraron al Pequeño Dios Purulento, el más feo y desgraciado de los dioses, y decidieron: —Tú. El Señor de los Caracoles y el Pequeño Dios Purulento se retiraron a los cerros que ahora son las

pirámides del sol y de la luna. Allí, en ayunas, meditaron. Después los dioses juntaron leña, armaron una hoguera enorme y los llamaron. El Pequeño Dios Purulento tomó impulso y se arrojó a las llamas. En seguida emergió, incandescente, en el cielo. El Señor de los Caracoles miró la fogata con el ceño fruncido. Avanzó, retrocedió, se detuvo. Dio un par de vueltas. Como no se decidía, tuvieron que empujarlo. Con mucha demora se alzó en el cielo. Los dioses, furiosos, lo abofetearon. Le golpearon la cara con un conejo, una y otra vez, hasta que le mataron el brillo. Así, el arrogante Señor de los Caracoles se convirtió en la luna. Las manchas de la luna son las cicatrices de aquel castigo.

Pero el sol resplandeciente no se movía. El gavilán de obsidiana voló hacia el Pequeño Dios Purulento:

—¿Por qué no andas? Y respondió el despreciado, el maloliente, el jorobado, el cojo:

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—Porque quiero la sangre y el reino. Este quinto sol, el sol del movimiento, alumbró a los toltecas y alumbra a los aztecas. Tiene garras y se alimenta de corazones humanos.

LAS NUBES Nube dejó caer una gota de lluvia sobre el cuerpo de una mujer. A los nueve meses, ella tuvo

mellizos.Cuando crecieron, quisieron saber quién era su padre. —Mañana por la mañana —dijo ella—, miren hacia el oriente. Allá lo verán, erguido en el cielo

como una torre. A través de la tierra y del cielo, los mellizos caminaron en busca de su padre.Nube desconfió y exigió:

—Demuestren que son mis hijos. Uno de los mellizos envió a la tierra un relámpago. El otro, un trueno. Como Nube todavía dudaba,

atravesaron una inundación y salieron intactos. Entonces Nube les hizo un lugar a su lado, entre sus muchos hermanos y sobrinos.

EL VIENTO Cuando Dios hizo al primero de los indios wawenock, quedaron algunos restos de barro sobre el

suelo del mundo. Con esas sobras, Gluskabe se hizo a sí mismo. —Y tú, ¿de dónde has salido? —preguntó Dios, atónito, desde las alturas. —Yo soy maravilloso —dijo Gluskabe—. Nadie me hizo. Dios se paró a su lado y tendió su mano hacia el universo. —Mira mi obra —desafió—. Ya que eres maravilloso, muéstrame qué cosas has inventado. —Puedo hacer el viento, si quiero. Y Gluskabe sopló a todo pulmón. El viento nació y murió en

seguida. —Yo puedo hacer el viento —reconoció Gluskabe, avergonzado—, pero no puedo hacer que el

viento dure. Y entonces sopló Dios, tan poderosamente que Gluskabe se cayó y perdió todos los cabellos.

LA LLUVIA En la región de los grandes lagos del norte, una niña descubrió de pronto que estaba viva. El

asombro del mundo le abrió los ojos y partió a la ventura. Persiguiendo las huellas de los cazadores y los leñadores de la nación menomini, llegó a una gran

cabaña de troncos. Allí vivían diez hermanos, los pájaros del trueno, que le ofrecieron abrigo y comida. Una mala mañana, mientras la niña recogía agua del manantial, una serpiente peluda la atrapó y se

la llevó a las profundidades de una montaña de roca. Las serpientes estaban a punto de devorarla cuando la niña cantó.

Desde muy lejos, los pájaros del trueno escucharon el llamado. Atacaron con el rayo la montaña rocosa, rescataron a la prisionera y mataron a las serpientes. Los pájaros del trueno dejaron a la niña en la horqueta de un árbol.

—Aquí vivirás —le dijeron—. Vendremos cada vez que cantes.Cuando llama la ranita verde desde el árbol, acuden los truenos y llueve sobre el mundo.

EL ARCOIRIS Los enanos de la selva habían sorprendido a Yobuënahuaboshka en una emboscada y le habían

cortado la cabeza. A los tumbos, la cabeza regresó a la región de los cashinahua.

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Aunque había aprendido a brincar y balancearse con gracia, nadie quería una cabeza sin cuerpo. —Madre, hermanos míos, paisanos —se lamentaba—. ¿Por qué me rechazan? ¿Por qué se

avergüenzan de mí? Para acabar con aquella letanía y sacarse la cabeza de encima, la madre le propuso que se

transformara en algo, pero la cabeza se negaba a convertirse en lo que ya existía. La cabeza pensó, soñó, inventó. La luna no existía. El arcoíris no existía.

Pidió siete ovillos de hilo, de todos los colores. Tomó puntería y lanzó los ovillos al cielo, uno tras otro. Los ovillos quedaron enganchados más allá

de las nubes; se desenrollaron los hilos, suavemente, hacia la tierra. Antes de subir, la cabeza advirtió:

—Quien no me reconozca, será castigado. Cuando me vean allá arriba, digan: «¡Allá está el alto y hermoso Yobuënahuaboshka!»

Entonces trenzó los siete hilos que colgaban y trepó por la cuerda hacia el cielo. Esa noche, un blanco tajo apareció por primera vez entre las estrellas. Una muchacha alzó los ojos y

preguntó, maravillada: «¿Qué es eso?» De inmediato un guacamayo rojo se abalanzó sobre ella, dio una súbita vuelta y la picó entre las

piernas con su cola puntiaguda. La muchacha sangró. Desde ese momento, las mujeres sangran cuando la luna quiere.

A la mañana siguiente, resplandeció en el cielo la cuerda de los siete colores. Un hombre la señaló con el dedo: —¡Miren, miren! ¡Qué raro! Dijo eso y cayó. Y esa fue la primera vez que murió alguien.

EL DÍA El cuervo, que reina ahora desde lo alto del tótem de la nación haida, era nieto del gran jefe divino

que hizo al mundo. Cuando el cuervo lloró pidiendo la luna, que colgaba de la pared de troncos, el abuelo se la entregó.

El cuervo la lanzó al cielo, por el agujero de la chimenea; y nuevamente se echó a llorar, reclamando las estrellas. Cuando las consiguió, las diseminó alrededor de la luna.

Entonces lloró y pataleó y chilló hasta que el abuelo le entregó la caja de madera labrada donde guardaba la luz del día. El gran jefe divino le prohibió que sacara esa caja de la casa. Él había decidido que el mundo viviera a oscuras.

El cuervo jugueteaba con la caja, haciéndose el distraído, y con el rabillo del ojo espiaba a los guardianes que lo estaban vigilando.

Aprovechando un descuido, huyó con la caja en el pico. La punta del pico se le partió al pasar por la chimenea y se le quemaron las plumas, que quedaron negras para siempre.

Llegó el cuervo a las islas de la costa del Canadá. Escuchó voces humanas y pidió comida. Se la negaron. Amenazó con romper la caja de madera:

—Si se escapa el día, que tengo aquí guardado, jamás se apagará el cielo — advirtió—. Nadie podrá dormir, ni guardar secretos, y se sabrá quién es gente, quién es pájaro y quién bestia

del bosque. Se rieron. El cuervo rompió la caja y estalló la luz en el universo.

LA NOCHE El sol nunca cesaba de alumbrar y los indios cashinahua no conocían la dulzura del descanso.

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Muy necesitados de paz, exhaustos de tanta luz, pidieron prestada la noche al ratón. Se hizo oscuro, pero la noche del ratón alcanzó apenas para comer y fumar un rato frente al fuego. El amanecer llegó no bien los indios se acomodaron en las hamacas. Probaron entonces la noche del tapir. Con la noche del tapir, pudieron dormir a pierna suelta y

disfrutaron el largo sueño tan esperado. Pero cuando despertaron, había pasado tanto tiempo que las malezas del monte habían invadido sus cultivos y aplastado sus casas.

Después de mucho buscar, se quedaron con la noche del tatú. Se la pidieron prestada y no se la devolvieron jamás.

El tatú, despojado de la noche, duerme durante el día.

LAS ESTRELLAS Tocando la flauta se declara el amor o se anuncia el regreso de los cazadores. Al son de la flauta, los

indios waiwai convocan a sus invitados. Para los tukano, la flauta llora; y para los kalina habla, porque es la trompeta la que grita.

A orillas del río Negro, la flauta asegura el poder de los varones. Están escondidas las flautas sagradas y la mujer que se asoma merece la muerte.

En muy remotos tiempos, cuando las mujeres poseían las flautas sagradas, los hombres acarreaban la leña y el agua y preparaban el pan de mandioca.

Cuentan los hombres que el sol se indignó al ver que las mujeres reinaban en el mundo. El sol bajó a la selva y fecundó a una virgen, deslizándole jugos de hojas entre las piernas. Así nació Jurupari. Jurupari robó las flautas sagradas y las entregó a los hombres. Les enseñó a ocultarlas y a defenderlas y a celebrar fiestas rituales sin mujeres. Les contó, además, los secretos que debían trasmitir al oído de sus hijos varones.

Cuando la madre de Jurupari descubrió el escondite de las flautas sagradas, él la condenó a muerte; y de sus pedacitos hizo las estrellas del cielo.

LA VÍA LÁCTEA El gusano, no más grande que un dedo meñique, comía corazones de pájaros. Su padre era el mejor

cazador del pueblo de los mosetenes. El gusano crecía. Pronto tuvo el tamaño de un brazo. Cada vez exigía más corazones. El cazador

pasaba el día entero en la selva, matando para su hijo. Cuando la serpiente ya no cabía en la choza, la selva se había vaciado de pájaros. El padre, flecha

certera, le ofreció corazones de jaguar. La serpiente devoraba y crecía. Ya no había jaguares en la selva. —Quiero corazones humanos —dijo la serpiente. El cazador dejó sin gente a su aldea y a las comarcas vecinas hasta que un día, en una aldea lejana,

lo sorprendieron en la rama de un árbol y lo mataron. Acosada por el hambre y la nostalgia, la serpiente fue a buscarlo. Enroscó su cuerpo en torno a la

aldea culpable, para que nadie pudiera escapar. Los hombres lanzaron todas sus flechas contra aquel anillo gigante que les había puesto sitio. Mientras tanto, la serpiente no cesaba de crecer.

Nadie se salvó. La serpiente rescató el cuerpo de su padre y creció hacia arriba. Allá se la ve, ondulante, erizada de flechas luminosas, atravesando la noche.

EL LUCERO La luna, madre encorvada, pidió a su hijo: —No sé dónde anda tu padre. Llévale noticias de mí. Partió el hijo en busca del más intenso de los fuegos.

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No lo encontró en el mediodía, donde el sol bebe su vino y baila con sus mujeres al son de los atabales. Lo buscó en los horizontes y en la región de los muertos. En ninguna de sus cuatro casas estaba el sol de los pueblos tarascos.

El lucero continúa persiguiendo a su padre por el cielo. Siempre llega demasiado temprano o demasiado tarde.

EL LENGUAJE El Padre Primero de los guaraníes se irguió en la oscuridad, iluminado por los reflejos de su propio

corazón, y creó las llamas y la tenue neblina. Creó el amor, y no tenía a quién dárselo. Creó el lenguaje, pero no había quién lo escuchara.

Entonces encomendó a las divinidades que construyeran el mundo y que se hicieran cargo del fuego, la niebla, la lluvia y el viento. Y les entregó la música y las palabras del himno sagrado, para que dieran vida a las mujeres y a los hombres.

Así el amor se hizo comunión, el lenguaje cobró vida y el Padre Primero redimió su soledad. Él acompaña a los hombres y las mujeres que caminan y cantan:

Ya estamos pisando esta tierra,ya estamos pisando esta tierra reluciente.

EL FUEGO Las noches eran de hielo y los dioses se habían llevado el fuego. El frío cortaba la carne y las

palabras de los hombres. Ellos suplicaban, tiritando, con voz rota; y los dioses se hacían los sordos. Una vez les devolvieron el fuego. Los hombres danzaron de alegría y alzaron cánticos de gratitud. Pero pronto los dioses enviaron lluvia y granizo y apagaron las hogueras.

Los dioses hablaron y exigieron: para merecer el fuego, los hombres debían abrirse el pecho con el puñal de obsidiana y entregar su corazón.

Los indios quichés ofrecieron la sangre de sus prisioneros y se salvaron del frío. Los cakchiqueles no aceptaron el precio. Los cakchiqueles, primos de los quichés y también

herederos de los mayas, se deslizaron con pies de pluma a través del humo y robaron el fuego y lo escondieron en las cuevas de sus montañas.

LA SELVA En medio de un sueño, el Padre de los indios uitotos vislumbró una neblina fulgurante. En aquellos

vapores palpitaban musgos y líquenes y resonaban silbidos de vientos, pájaros y serpientes. El Padre pudo atrapar la neblina y la retuvo con el hilo de su aliento. La sacó del sueño y la mezcló

con tierra. Escupió varias veces sobre la tierra neblinosa. En el torbellino de espuma se alzó la selva,

desplegaron los árboles sus copas enormes y brotaron las frutas y las flores. Cobraron cuerpo y voz, en la tierra empapada, el grillo, el mono, el tapir, el jabalí, el tatú, el ciervo, el jaguar y el oso hormiguero. Surgieron en el aire el águila real, el guacamayo, el buitre, el colibrí, la garza blanca, el pato, el murciélago...

La avispa llegó con mucho ímpetu. Dejó sin rabo a los sapos y a los hombres y después se cansó.

EL CEDRO El Padre Primero hizo nacer a la tierra de la punta de su vara y la cubrió de pelusa. En la pelusa se alzó el cedro, el árbol sagrado del que fluye la palabra. Entonces el Padre Primero

dijo a los mby'a-guaraníes que excavaran el tronco de ese árbol para escuchar lo que contiene. Dijo que

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quienes supieran escuchar al cedro, cofre de las palabras, conocerían el futuro asiento de sus fogones. Quienes no supieran escucharlo, volverían a ser no más que tierra despreciada.

EL GUAYACÁN Andaba en busca de agua una muchacha del pueblo de los nivakle, cuando se encontró con un árbol

fornido, Nasuk, el guayacán, y se sintió llamada. Se abrazó a su firme tronco, apretándose con todo el cuerpo, y clavó sus uñas en la corteza. El árbol sangró. Al despedirse, ella dijo:

—¡Cómo quisiera, Nasuk, que fueras hombre! Y el guayacán se hizo hombre y fue a buscarla. Cuando la encontró, le mostró la espalda arañada y

se tendió a su lado.

LOS COLORES Eran blancas las plumas de los pájaros y blanca la piel de los animales. Azules son, ahora, los que se bañaron en un lago donde no desembocaba ningún río, ni ningún río

nacía. Rojos, los que se sumergieron en el lago de la sangre derramada por un niño de la tribu kadiueu. Tienen el color de la tierra los que se revolcaron en el barro, y el de la ceniza los que buscaron calor en los fogones apagados. Verdes son los que frotaron sus cuerpos en el follaje y blancos los que se quedaron quietos.

EL AMOR En la selva amazónica, la primera mujer y el primer hombre se miraron con curiosidad. Era raro lo

que tenían entre las piernas. —¿Te han cortado? —preguntó el hombre. —No —dijo ella—. Siempre he sido así. Él la examinó de cerca. Se rascó la cabeza. Allí había una llaga abierta. Dijo: —No comas yuca, ni guanábanas, ni ninguna fruta que se raje al madurar. Yo te curaré. Échate en la

hamaca y descansa. Ella obedeció. Con paciencia tragó los menjunjes de hierbas y se dejó aplicar las pomadas y los

ungüentos. Tenía que apretar los dientes para no reírse, cuando él le decía: —No te preocupes. El juego le gustaba, aunque ya empezaba a cansarse de vivir en ayunas y tendida en una hamaca. La

memoria de las frutas le hacía agua la boca. Una tarde, el hombre llegó corriendo a través de la floresta. Daba saltos de euforia y gritaba: —¡Lo encontré! ¡Lo encontré! Acababa de ver al mono curando a la mona en la copa de un árbol. —Es así —dijo el hombre, aproximándose a la mujer. Cuando terminó el largo abrazo, un aroma espeso, de flores y frutas, invadió el aire. De los cuerpos,

que yacían juntos, se desprendían vapores y fulgores jamás vistos, y era tanta su hermosura que se morían de vergüenza los soles y los dioses.

LOS RÍOS Y LA MARNo había agua en la selva de los chocoes. Dios supo que la hormiga tenía, y se la pidió. Ella no quiso

escucharlo. Dios le apretó la cintura, que quedó finita para siempre, y la hormiga echó el agua que guardaba en el buche.

—Ahora me dirás de dónde la sacaste. La hormiga condujo a Dios hacia un árbol que no tenía nada de raro.

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Cuatro días y cuatro noches estuvieron trabajando las ranas y los hombres, a golpes de hacha, pero el árbol no caía del todo. Una liana impedía que tocara la tierra.

Dios mandó al tucán:—Córtala. El tucán no pudo, y por eso fue condenado a comer los frutos enteros. El guacamayo cortó la liana, con su pico duro y afilado. Cuando el árbol del agua se desplomó, del tronco nació la mar y de las ramas, los ríos. Toda el agua era dulce. Fue el Diablo quien anduvo echando puñados de sal.

LAS MAREAS Antes, los vientos soplaban sin cesar sobre la isla de Vancouver. No existía el buen tiempo ni había

marea baja. Los hombres decidieron matar a los vientos. Enviaron espías. El mirlo de invierno fracasó; y también la sardina. A pesar de su mala vista y sus

brazos rotos, fue la gaviota quien pudo eludir a los huracanes que montaban guardia ante la casa de los vientos.

Los hombres mandaron entonces un ejército de peces, que la gaviota condujo. Los peces se echaron junto a la puerta. Al salir, los vientos los pisaron, resbalaron y cayeron, uno tras otro, sobre la raya, que los ensartó con la cola y los devoró.

El viento del oeste fue atrapado con vida. Prisionero de los hombres, prometió que no soplaría continuamente, que habría aire suave y brisas ligeras y que las aguas dejarían la orilla un par de veces por día, para que se pudiese pescar moluscos en la bajamar. Le perdonaron la vida.

El viento del oeste ha cumplido su palabra.

LA NIEVE —¡Quiero que vueles! —dijo el amo de la casa, y la casa se echó a volar. Anduvo a oscuras por los aires, silbando a su paso, hasta que el amo ordenó: —¡Quiero que te detengas aquí! Y la casa se paró, suspendida en medio de la noche y la nieve que caía. No había esperma de ballena para encender las lámparas, de modo que el amo de la casa recogió

un puñado de nieve fresca y la nieve le dio luz. La casa aterrizó en una aldea iglulik. Alguien vino a saludar, y al ver las lámparas encendidas con

nieve, exclamó: —¡La nieve arde!, y las lámparas se apagaron.

EL DILUVIO Al pie de la cordillera de los Andes, se reunieron los jefes de las comunidades. Fumaron y discutieron. El árbol de la abundancia alzaba su plenitud hasta más allá del techo del mundo. Desde abajo se

veían las altas ramas curvadas por el peso de los racimos, frondosas de pinas, cocos, mamones y guanábanas, maíz, yuca, frijoles...

Los ratones y los pájaros disfrutaban los manjares. La gente, no. El zorro, que subía y bajaba dándose banquetes, no convidaba. Los hombres que habían intentado trepar se habían estrellado contra el suelo.

—¿Qué haremos?

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Uno de los jefes convocó un hacha en sueños. Despertó con un sapo en la mano. Golpeó con el sapo el inmenso tronco del árbol de la abundancia, pero el animalito echó el hígado por la boca.

—Ese sueño ha mentido. Otro jefe soñó. Pidió un hacha al Padre de todos. El Padre advirtió que el árbol se vengaría, pero

envió un papagayo rojo. Empuñando el papagayo, ese jefe abatió el árbol de la abundancia. Una lluvia de alimentos cayó

sobre la tierra y quedó la tierra sorda por el estrépito. Entonces, la más descomunal de las tormentas estalló en el fondo de los ríos. Se alzaron las aguas, cubrieron el mundo.

De los hombres, solamente uno sobrevivió. Nadó y nadó, días y noches, hasta que pudo aferrarse a la copa de una palmera que sobresalía de las aguas.

LA TORTUGA Cuando bajaron las aguas del Diluvio, era un lodazal el valle de Oaxaca. Un puñado de barro cobró

vida y caminó. Muy despacito caminó la tortuga. Iba con el cuello estirado y los ojos muy abiertos, descubriendo el mundo que el sol hacía renacer.

En un lugar que apestaba, la tortuga vio al zopilote devorando cadáveres. —Llévame al cielo —le rogó—. Quiero conocer a Dios. Mucho se hizo pedir el zopilote. Estaban sabrosos los muertos. La cabeza de la tortuga asomaba

para suplicar y volvía a meterse bajo el caparazón, porque no soportaba el hedor. —Tú, que tienes alas, llévame —mendigaba. Harto de la pedigüeña, el zopilote abrió sus enormes alas negras y emprendió vuelo con la tortuga a

la espalda. Iban atravesando nubes y la tortuga, escondida la cabeza, se quejaba: —¡Qué feo hueles! El zopilote se hacía el sordo. —¡Qué olor a podrido! —repetía la tortuga. Y así hasta que el pajarraco perdió su última paciencia, se inclinó bruscamente y la arrojó a tierra.Dios bajó del cielo y juntó sus pedacitos. En el caparazón se le ven los remiendos.

EL PAPAGAYO Después del Diluvio, la selva estaba verde pero vacía. El sobreviviente arrojaba sus flechas a través

de los árboles y las flechas atravesaban nada más que sombras y follajes. Un anochecer, al cabo de mucho caminar buscando, el sobreviviente regresó a su refugio y

encontró carne asada y tortas de mandioca. Lo mismo ocurrió al día siguiente, y al otro. El que había desesperado de hambre y soledad se preguntó a quién debía agradecer la buena suerte. Al amanecer, se escondió y esperó.

Dos papagayos llegaron desde el cielo. No bien se posaron en tierra, se convirtieron en mujeres. Encendieron fuego y se pusieron a cocinar.

El único hombre eligió a la que tenía los cabellos más largos y lucía las plumas más altas y coloridas. La otra mujer, desdeñada, se alejó volando.

Los indios maynas, descendientes de aquella pareja, maldicen a su antepasado cuando sus mujeres andan haraganas y gruñonas. Dicen que él tiene la culpa, porque eligió a la inútil. La otra fue la madre y el padre de todos los papagayos que viven en la selva.

EL COLIBRÍ

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Al alba, saluda al sol. Cae la noche y trabaja todavía. Anda zumbando de rama en rama, de flor en flor, veloz y necesario como la luz. A veces duda, y queda inmóvil en el aire, suspendido; a veces vuela hacia atrás, como nadie puede. A veces anda borrachito, de tanto beber las mieles de las corolas. Al volar, lanza relámpagos de colores.

Él trae los mensajes de los dioses, se hace rayo para ejecutar sus venganzas y sopla las profecías al oído de los augures. Cuando muere un niño guaraní, le rescata el alma, que yace en el cáliz de una flor, y la lleva, en su largo pico de aguja, hacia la Tierra sin Mal. Conoce ese camino desde el principio de los tiempos. Antes de que naciera el mundo, él ya existía: refrescaba la boca del Padre Primero con gotas de rocío y le calmaba el hambre con el néctar de las flores.

Él condujo la larga peregrinación de los toltecas hacia la ciudad sagrada de Tula, antes de llevar el calor del sol a los aztecas.

Como capitán de los chontales, planea sobre los campamentos enemigos, les mide la fuerza, cae en picada y da muerte al jefe mientras duerme. Como sol de los kekchíes, vuela hacia la luna, la sorprende en su aposento y le hace el amor.

Su cuerpo tiene el tamaño de una almendra. Nace de un huevo no más grande que un frijol, dentro de un nido que cabe en una nuez. Duerme al abrigo de una hojita.

EL URUTAÚ «Soy hija de la desgracia», dijo Ñeambiú, la hija del jefe, cuando su padre le prohibió los amores con

un hombre de una comunidad enemiga. Dijo eso y huyó. Al tiempo la encontraron, en los montes del Iguazú. Encontraron una estatua. Ñeambiú miraba sin

ver; estaba muda su boca y dormido su corazón. El jefe mandó llamar al que descifra los misterios y cura las enfermedades. Toda la comunidad

acudió a presenciar la resurrección. El chamán pidió consejo a la yerba mate y al vino de mandioca. Se acercó a Ñeambiú y le mintió al

oído: —El hombre que amas acaba de morir. El grito de Ñeambiú convirtió a todos los indios en sauces llorones. Ella voló, hecha pájaro. Los alaridos del urutaú, que en plena noche estremecen los montes, se escuchan a más de media

legua. Es difícil ver al urutaú. Darle caza, imposible. No hay quien alcance al pájaro fantasma.

EL HORNERO Cuando cumplió la edad de las tres pruebas, aquel muchacho corrió y nadó mejor que nadie y

estuvo nueve días sin comer, estirado por cueros, sin moverse ni quejarse. Durante las pruebas escuchaba una voz de mujer que cantaba para él, desde muy lejos, y lo ayudaba a aguantar.

El jefe de la comunidad decidió que debía casarse con su hija, pero él alzó vuelo y se perdió en los bosques del río Paraguay, buscando a la cantora.

Por allá anda todavía el hornero. Aletea fuerte y proclama alegrías cuando cree que viene, volando, la voz buscada. Esperando a la que no llega, ha construido una casa de barro, con puerta abierta a la brisa del norte, en un lugar que está a salvo de los rayos.

Todos lo respetan. Quien mata al hornero o rompe su casa, atrae la tormenta.

EL CUERVO Estaban secos los lagos y vacíos los cauces de los ríos. Los indios takelma, muertos de sed, enviaron

al cuervo y a la corneja en busca de agua.

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El cuervo se cansó en seguida. Meó en un cuenco y dijo que ésa era el agua que traía de una lejana comarca.

La corneja, en cambio, continuó volando. Regresó mucho después, cargada de agua fresca, y salvó de la sequía al pueblo de los takelma.

En castigo, el cuervo fue condenado a sufrir sed durante los veranos. Como no puede mojarse el gaznate, habla con voz muy ronca mientras duran los calores.

EL CÓNDOR Cauillaca estaba tejiendo una manta, bajo la copa de un árbol, y por encima volaba Coniraya,

convertido en pájaro. La muchacha no prestaba la menor atención a sus trinos y revoloteos.Coniraya sabía que otros dioses más antiguos y principales ardían de deseo por Cauillaca. Sin

embargo, le envió su semilla, desde allá arriba, en forma de fruta madura. Cuando ella vio la pulposa fruta a sus pies, la alzó y la mordió. Sintió un placer desconocido y quedó embarazada.

Después, él se convirtió en persona, hombre rotoso, pura lástima, y la persiguió por todo el Perú. Cauillaca huía rumbo a la mar con su hijito a la espalda y atrás andaba Coniraya, desesperado, buscándola.

Preguntó por ella a un zorrino. El zorrino, viendo sus pies sangrantes y tanto desamparo, le respondió: «Tonto. ¿No ves que no vale la pena seguir?» Entonces Coniraya lo maldijo:

—Vagarás por las noches. Dejarás mal olor por donde pases. Cuando mueras, nadie te levantará del suelo.

En cambio, el cóndor dio ánimo al perseguidor. «¡Corre!», le gritó. «¡Corre y la alcanzarás!» Y Coniraya lo bendijo:

—Volarás por donde quieras. No habrá sitio del cielo o la tierra en que no puedas penetrar. Nadie llegará adonde tengas tu nido. Nunca te faltará comida; y el que te mate, morirá.

Al cabo de mucha montaña, Coniraya llegó a la costa. Tarde llegó. La muchacha y su hijo ya eran una isla, tallados en roca, en medio de la mar.

EL JAGUAR Andaba el jaguar cazando, armado de arco y flechas, cuando encontró una sombra. Quiso atraparla

y no pudo. Alzó la cabeza. El dueño de la sombra era el joven Botoque, de la tribu kayapó, casi muerto de hambre en lo alto de una roca.

Botoque no tenía fuerzas para moverse y apenas si pudo balbucear unas palabras. El jaguar bajó el arco y lo invitó a comer carne asada en su casa. Aunque el muchacho no sabía lo que significaba la palabra «asada», aceptó el convite y se dejó caer sobre el lomo del cazador.

—Traes el hijo de otro —reprochó la mujer. —Ahora es mi hijo —dijo el jaguar.Botoque vio el fuego por primera vez. Conoció el horno de piedra y el sabor de la carne asada de

tapir y venado. Supo que el fuego ilumina y calienta. El jaguar le regaló un arco y flechas y le enseñó a defenderse.

Un día, Botoque huyó. Había matado a la mujer del jaguar. Largo tiempo corrió, desesperado, y no se detuvo hasta llegar a su pueblo. Allí contó su historia y

mostró los secretos: el arma nueva y la carne asada. Los kayapó decidieron apoderarse del fuego y de las armas y él los condujo a la casa remota.

Desde entonces, el jaguar odia a los hombres. Del fuego, no le quedó más que el reflejo que brilla en sus pupilas. Para cazar, sólo cuenta con los colmillos y las garras, y come cruda la carne de sus víctimas.

EL OSO

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Los animales del día y los animales de la noche se reunieron para decidir qué harían con el sol, que por entonces llegaba y se iba cuando quería. Los animales resolvieron dejar el asunto en manos del azar. El bando que venciera en el juego de las adivinanzas decidiría cuánto tiempo habría de durar, en lo sucesivo, la luz del sol sobre el mundo.

Estaban en eso cuando el sol, intrigado, se aproximó. Tanto se acercó el sol que los animales de la noche tuvieron que huir a la disparada. El oso fue víctima de la urgencia. Metió su pie derecho en el mocasín izquierdo y el pie izquierdo en el mocasín derecho. Así salió corriendo, y corrió como pudo.

Según los indios comanches, desde entonces el oso camina hamacándose.

EL CAIMÁN El sol de los macusi estaba preocupado. Cada vez había menos peces en sus estanques. Encargó la vigilancia al caimán. Los estanques se vaciaron. El caimán, guardián y ladrón, inventó una

buena historia de asaltantes invisibles, pero el sol no la creyó. Empuñó el machete y le dejó el cuerpo todo cruzado de tajos.

Para calmarle las furias, el caimán le ofreció a su hermosa hija en matrimonio. —La espero —dijo el sol. Como el caimán no tenía ninguna hija, esculpió una mujer en el tronco de un ciruelo silvestre. —Aquí está —anunció, y se metió en el agua, mirando de reojo como mira todavía. Fue el pájaro carpintero quien le salvó la vida. Antes de que el sol llegara, el pájaro carpintero

picoteó a la muchacha de madera por debajo del vientre. Así ella, que estaba incompleta, fue abierta para que el sol entrara.

EL TATÚ Se anunció una gran fiesta en el lago Titicaca y el tatú, que era bicho muy principal, quiso

deslumbrar a todos. Con mucha anticipación, se puso a tejer la fina trama de un manto tan elegante que iba a ser un

escándalo. El zorro lo vio trabajando y metió la nariz: —¿Estás de mal humor? —No me distraigas. Estoy ocupado. —¿Para qué es eso? El tatú explicó. —¡Ah! —dijo el zorro, paladeando palabras—. ¿Para la fiesta de esta noche? —¿Cómo que esta noche? Al tatú se le vino el alma a los pies. Nunca había sido muy certero en el cálculo del tiempo. —¡Y yo con mi manto a medio hacer! Mientras el zorro se alejaba riéndose entre dientes, el tatú terminó su abrigo a los apurones. Como

el tiempo volaba, no pudo continuar con la misma delicadeza. Tuvo que utilizar hilos más gruesos y la trama, a todo tejer, quedó más extendida.

Por eso el caparazón del tatú es de urdimbre apretada en el cuello y muy abierta en la espalda.

EL CONEJO El conejo quería crecer. Dios le prometió que lo aumentaría de tamaño si le traía una piel de tigre, una de mono, una de

lagarto y una de serpiente. El conejo fue a visitar al tigre. —Dios me ha contado un secreto —comentó, confidencial.

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El tigre quiso saber y el conejo anunció un huracán que se venía. —Yo me salvaré, porque soy pequeño. Me esconderé en algún agujero. Pero tú, ¿qué harás? El

huracán no te va a perdonar. Una lágrima rodó por entre los bigotes del tigre. —Sólo se me ocurre una manera de salvarte —ofreció el conejo—. Buscaremos un árbol de tronco muy fuerte. Yo te ataré al tronco por el cuello y por las manos y el

huracán no te llevará. Agradecido, el tigre se dejó atar. Entonces el conejo lo mató de un garrotazo y lo desnudó. Y siguió camino, bosque adentro, por la comarca de los zapotecas. Se detuvo bajo un árbol donde un mono estaba comiendo. Tomando un cuchillo del lado que no

tiene filo, el conejo se puso a golpearse el cuello. A cada golpe, una carcajada. Después de mucho golpearse y reírse, dejó el cuchillo en el suelo y se retiró brincando.

Se escondió entre las ramas, al acecho. El mono no demoró en bajar. Miró esa cosa que hacía reír y se rascó la cabeza. Agarró el cuchillo y al primer golpe cayó degollado.

Faltaban dos pieles. El conejo invitó al lagarto a jugar a la pelota. La pelota era de piedra: lo golpeó en el nacimiento de la cola y lo dejó tumbado.

Cerca de la serpiente, el conejo se hizo el dormido. Antes de que ella saltara, cuando estaba tomando impulso, de un santiamén le clavó las uñas en los ojos.

Llegó al cielo con las cuatro pieles. —Ahora, créceme —exigió. Y Dios pensó: «Siendo tan pequeñito, el conejo hizo lo que hizo. Si lo aumento de tamaño, ¿qué no

hará? Si el conejo fuera grande, quizás yo no sería Dios.» El conejo esperaba. Dios se acercó dulcemente, le acarició el lomo y de golpe le atrapó las orejas, lo

revoleó y lo arrojó a la tierra.De aquella vez quedaron largas las orejas del conejo, cortas las patas delanteras, que extendió para

parar la caída, y colorados los ojos, por el pánico.

LA SERPIENTE Dios le dijo: —Pasarán tres piraguas por el río. En dos de ellas, viajará la muerte. Si no te equivocas, te liberaré

de la vida breve. La serpiente dejó pasar a la primera piragua, que venía cargada con cestos de carne podrida.

Tampoco hizo caso de la segunda, que estaba llena de gente. Cuando llegó la tercera, que parecía vacía, le dio la bienvenida.

Por eso es inmortal la serpiente en la región de los shipaiá. Cada vez que envejece, Dios le regala una piel nueva.

LA RANA De una cueva de Haití brotaron los primeros indios taínos. El sol no les daba tregua. Dos por tres los secuestraba y los transformaba. Al que montaba guardia

de noche, lo convirtió en piedra; de los pescadores hizo árboles, y al que salió a buscar hierbas lo atrapó por el camino y lo volvió pájaro que canta por la mañana.

Uno de los hombres huyó del sol. Al irse, se llevó a todas las mujeres. No está hecho de risa el canto de las ranitas en las islas del Caribe. Ellas son los niños taínos de

aquel entonces. Dicen: «toa, toa», que es su modo de llamar a las madres.

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EL MURCIÉLAGO Cuando era el tiempo muy niño todavía, no había en el mundo bicho más feo que el murciélago. El murciélago subió al cielo en busca de Dios. No le dijo: —Estoy harto de ser horroroso. Dame plumas de colores. No. Le dijo: —Dame plumas, por favor, que me muero de frío. A Dios no le había sobrado ninguna pluma. —Cada ave te dará una pluma —decidió. Así obtuvo el murciélago la pluma blanca de la paloma y la verde del papagayo, la tornasolada

pluma del colibrí y la rosada del flamenco, la roja del penacho del cardenal y la pluma azul de la espalda del martín pescador, la pluma de arcilla del ala de águila y la pluma del sol que arde en el pecho del tucán.

El murciélago, frondoso de colores y suavidades, paseaba entre la tierra y las nubes. Por donde iba, quedaba alegre el aire y las aves mudas de admiración. Dicen los pueblos zapotecas que el arcoiris nació del eco de su vuelo.

La vanidad le hinchó el pecho. Miraba con desdén y comentaba ofendiendo. Se reunieron las aves. Juntas volaron hacia Dios. —El murciélago se burla de nosotras —se quejaron—. Y además, sentimos frío por las plumas que

nos faltan. Al día siguiente, cuando el murciélago agitó las alas en pleno vuelo, quedó súbitamente desnudo.

Una lluvia de plumas cayó sobre la tierra. Él anda buscándolas todavía. Ciego y feo, enemigo de la luz, vive escondido en las cuevas. Sale a

perseguir las plumas perdidas cuando ha caído la noche; y vuela muy veloz, sin detenerse nunca, porque le da vergüenza que lo vean.

LOS MOSQUITOS Muchos eran los muertos en el pueblo de los nookta. En cada muerto había un agujero por donde le

habían robado la sangre. El asesino, un niño que mataba desde antes de aprender a caminar, recibió su sentencia riendo a las

carcajadas. Lo atravesaron las lanzas y él, riendo, se las desprendió del cuerpo como espinas. —Yo les enseñaré a matarme —dijo el niño. Indicó a sus verdugos que armaran una gran fogata y que lo arrojaran adentro. Sus cenizas se esparcieron por los aires, ansiosas de daño, y así se echaron a volar los primeros

mosquitos.

LA MIEL Miel huía de sus dos cuñadas. Varias veces las había echado de la hamaca. Ellas andaban tras él, noche y día; lo veían y se les hacía agua la boca. Sólo en sueños conseguían

tocarlo, lamerlo, comerlo. El despecho fue creciendo. Una mañana, cuando las cuñadas se estaban bañando, descubrieron a

Miel en la orilla del río. Corrieron y lo salpicaron. Miel, mojado, se disolvió. En el golfo de Paria, no es fácil encontrar la miel perdida. Hay que subir a los árboles, hacha en

mano, abrir los troncos y hurgar mucho. La escasa miel se come con placer y con miedo, porque a veces mata.

LAS SEMILLAS Pachacamac, que era hijo del sol, hizo a un hombre y a una mujer en los arenales de Lurín.

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No había nada que comer y el hombre se murió de hambre. Estaba la mujer agachada, escarbando en busca de raíces, cuando el sol entró en ella y le hizo un

hijo. Pachacamac, celoso, atrapó al recién nacido y lo descuartizó. Pero en seguida se arrepintió, o tuvo

miedo de la cólera de su padre el sol, y regó por el mundo los pedacitos de su hermano asesinado.De los dientes del muerto, brotó entonces el maíz; y la yuca de las costillas y los huesos. La sangre

hizo fértiles las tierras y de la carne sembrada surgieron árboles de fruta y sombra. Así encuentran comida las mujeres y los hombres que nacen en estas costas, donde no llueve

nunca.

EL MAÍZ Los dioses hicieron de barro a los primeros mayas-quichés. Poco duraron. Eran blandos, sin fuerza;

se desmoronaron antes de caminar. Luego probaron con la madera. Los muñecos de palo hablaron y anduvieron, pero eran secos: no

tenían sangre ni sustancia, memoria ni rumbo. No sabían hablar con los dioses, o no encontraban nada que decirles.

Entonces los dioses hicieron de maíz a las madres y a los padres. Con maíz amarillo y maíz blanco amasaron su carne.

Las mujeres y los hombres de maíz veían tanto como los dioses. Su mirada se extendía sobre el mundo entero.

Los dioses echaron un vaho y les dejaron los ojos nublados para siempre, porque no querían que las personas vieran más allá del horizonte.

EL TABACO Los indios carirí habían suplicado al Abuelo que les dejara probar la carne de los cerdos salvajes,

que todavía no existían. El Abuelo, arquitecto del Universo, secuestró a los niños pequeños del pueblo carirí y los convirtió en cerdos salvajes. Hizo nacer un gran árbol para que huyeran hacia el cielo.

Los indios persiguieron a los jabalíes, tronco arriba, de rama en rama, y consiguieron matar a unos cuantos. El Abuelo ordenó a las hormigas que derribaran el árbol. Al caer, los indios se rompieron los huesos. Desde aquella caída, todos tenemos los huesos partidos, y por eso podemos doblar los dedos y las piernas o inclinar el cuerpo.

Con los cerdos salvajes muertos, se hizo en la aldea un gran banquete. Los indios rogaron al Abuelo que bajara del cielo, donde cuidaba a los niños salvados de la cacería,

pero él prefirió quedarse allá. El Abuelo envió el tabaco, para que ocupara su lugar entre los hombres. Fumando, los indios

conversan con Dios.

LA YERBA MATE La luna se moría de ganas de pisar la tierra. Quería probar las frutas y bañarse en algún río. Gracias a las nubes, pudo bajar. Desde la puesta del sol hasta el alba, las nubes cubrieron el cielo

para que nadie advirtiera que la luna faltaba. Fue una maravilla la noche en la tierra. La luna paseó por la selva del alto Paraná, conoció

misteriosos aromas y sabores y nadó largamente en el río. Un viejo labrador la salvó dos veces. Cuando el jaguar iba a clavar sus dientes en el cuello de la luna, el viejo degolló a la fiera con su cuchillo; y cuando la luna tuvo hambre, la llevó a su casa. «Te ofrecemos nuestra pobreza», dijo la mujer del labrador, y le dio unas tortillas de maíz.

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A la noche siguiente, desde el cielo, la luna se asomó a la casa de sus amigos. El viejo labrador había construido su choza en un claro de la selva, muy lejos de las aldeas. Allí vivía, como en un exilio, con su mujer y su hija.

La luna descubrió que en aquella casa no quedaba nada que comer. Para ella habían sido las últimas tortillas de maíz. Entonces iluminó el lugar con la mejor de sus luces y pidió a las nubes que dejasen caer, alrededor de la choza, una llovizna muy especial.

Al amanecer, en esa tierra habían brotado unos árboles desconocidos. Entre el verde oscuro de las hojas, asomaban las flores blancas.

Jamás murió la hija del viejo labrador. Ella es la dueña de la yerba mate y anda por el mundo ofreciéndola a los demás. La yerba mate despierta a los dormidos, corrige a los haraganes y hace hermanas a las gentes que no se conocen.

LA YUCA Ningún hombre la había tocado, pero un niño creció en el vientre de la hija del jefe.Lo llamaron Mani. Pocos días después de nacer, ya corría y conversaba. Desde los más remotos

rincones de la selva, venían a conocer al prodigioso Mani. No sufrió ninguna enfermedad, pero al cumplir un año dijo: «Me voy a morir»; y murió. Pasó un tiempito y una planta jamás vista brotó en la sepultura de Mani, que la madre regaba cada

mañana. La planta creció, floreció, dio frutos. Los pájaros que la picoteaban andaban luego a los tumbos por el aire, aleteando en espirales locas y cantando como nunca.

Un día la tierra se abrió donde Mani yacía. El jefe hundió la mano y arrancó una raíz grande y carnosa. La ralló con una piedra, hizo una pasta,

la exprimió y al amor del fuego coció pan para todos. Nombraron mani oca a esa raíz, «casa de Mani», y mandioca es el nombre que tiene la yuca en la

cuenca amazónica y otros lugares.

LA PAPA Un cacique de la isla de Chiloé, lugar poblado de gaviotas, quería hacer el amor como los dioses.Cuando las parejas de dioses se abrazaban, temblaba la tierra y se desataban los maremotos. Eso se

sabía, pero nadie los había visto. Dispuesto a sorprenderlos, el cacique nadó hasta la isla prohibida. Solamente alcanzó a ver a un lagarto gigante, con la boca bien abierta y llena de espuma y una

lengua desmesurada que desprendía fuego por la punta. Los dioses hundieron al indiscreto bajo tierra y lo condenaron a ser comido por los demás. En

castigo de su curiosidad, le cubrieron el cuerpo de ojos ciegos.

LA COCINA Una mujer del pueblo de los tillamook encontró, en medio del bosque, una cabaña que echaba

humo. Se acercó, curiosa, y entró. Al centro, entre piedras, ardía el fuego. Del techo colgaban muchos salmones. Uno le cayó sobre la cabeza. La mujer lo recogió y lo colgó en

su sitio. Nuevamente el pez se desprendió y le golpeó la cabeza y ella volvió a colgarlo y el salmón a caerse. La mujer arrojó al fuego las raíces que había recogido para comer. El fuego las quemó en un

santiamén. Furiosa, ella golpeó la hoguera con el atizador, una y otra vez, con tanta violencia que el fuego se estaba apagando cuando llegó el dueño de casa y le detuvo el brazo.

El hombre misterioso reavivó las llamas, se sentó junto a la mujer y le explicó: —No has entendido.

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Al golpear las llamas y dispersar las brasas, ella había estado a punto de dejar ciego al fuego, y ése era un castigo que no merecía. El fuego se había comido las raíces porque creyó que la mujer se las estaba ofreciendo. Y antes, había sido el fuego quien había desprendido al salmón una y otra vez sobre la cabeza de la mujer, pero no para lastimarla: ésa había sido su manera de decirle que podía cocinar el salmón.

—¿Cocinarlo? ¿Qué es eso? Entonces el dueño de casa enseñó a la mujer a conversar con el fuego, a dorar el pez sobre las

brasas y a comer disfrutando.

LA MÚSICA Mientras el espíritu Bopé-joku silbaba una melodía, el maíz se alzaba desde la tierra, imparable,

luminoso, y ofrecía mazorcas gigantes, hinchadas de granos. Una mujer estaba recogiéndolas de mala manera. Al arrancar brutalmente una mazorca, la lastimó.

La mazorca se vengó hiriéndole la mano. La mujer insultó a Bopé-joku y maldijo su silbido.Cuando Bopé-joku cerró sus labios, el maíz se marchitó y se secó. Nunca más se escucharon los alegres silbidos que hacían brotar los maizales y les daban vigor y

hermosura. Desde entonces, los indios bororos cultivan el maíz con pena y trabajo y cosechan frutos mezquinos.

Silbando se expresan los espíritus. Cuando los astros aparecen en la noche, los espíritus los saludan así. Cada estrella responde a un sonido, que es su nombre.

LA MUERTE El primero de los indios modoc, Kumokums, construyó una aldea a orillas del río. Aunque los osos

tenían buen sitio para acurrucarse y dormir, los ciervos se quejaban de que hacía mucho frío y no había hierba abundante.

Kumokums alzó otra aldea lejos de allí y decidió pasar la mitad del año en cada una. Por eso partió el año en dos, seis lunas de verano y seis de invierno, y la luna que sobraba quedó destinada a las mudanzas.

De lo más feliz resultó la vida, alternada entre las dos aldeas, y se multiplicaron asombrosamente los nacimientos; pero los que morían se negaban a irse, y tan numerosa se hizo la población que ya no había manera de alimentarla.

Kumokums decidió, entonces, echar a los muertos. Él sabía que el jefe del país de los muertos era un gran hombre y que no maltrataba a nadie.

Poco después, murió la hijita de Kumokums. Murió y se fue del país de los modoc, tal como su padre había ordenado. Desesperado, Kumokums consultó al puercoespín.

—Tú lo decidiste —opinó el puercoespín— y ahora debes sufrirlo como cualquiera. Pero Kumokums viajó hacia el lejano país de los muertos y reclamó a su hija. —Ahora tu hija es mi hija —dijo el gran esqueleto que mandaba allí—. Ella no tiene carne ni sangre.

¿Qué puede hacer ella en tu país? —Yo la quiero como sea —dijo Kumokums. Largo rato meditó el jefe del país de los muertos. —Llévatela —admitió. Y advirtió: —Ella caminará detrás de ti. Al acercarse al país de los vivos, la

carne volverá a cubrir sus huesos. Pero tú no podrás darte vuelta hasta que hayas llegado. ¿Me entiendes? Te doy esta oportunidad.

Kumokums emprendió la marcha. La hija caminaba a sus espaldas. Cuatro veces le tocó la mano, cada vez más carnosa y cálida, y no miró hacia atrás. Pero cuando ya

asomaban, en el horizonte, los verdes bosques, no aguantó las ganas y volvió la cabeza. Un puñado de huesos se derrumbó ante sus ojos.

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LA RESURRECCIÓN A los cinco días, era costumbre, los muertos regresaban al Perú. Bebían un vaso de chicha y decían: —Ahora, soy eterno. Había demasiada gente en el mundo. Se sembraba hasta en el fondo de los precipicios y al borde de

los abismos, pero no alcanzaba para todos la comida. Entonces murió un hombre en Huarochirí. Toda la comunidad se reunió, al quinto día, para recibirlo. Lo esperaron desde la mañana hasta muy

entrada la noche. Se enfriaron los platos humeantes y el sueño fue cerrando los párpados. El muerto no llegó.

Apareció al día siguiente. Estaban todos hechos una furia. La que más hervía de indignación era la mujer, que le gritó:

—¡Haragán! ¡Siempre el mismo haragán! ¡Todos los muertos son puntuales menos tú! El resucitado balbuceó alguna disculpa, pero la mujer le arrojó una mazorca a la cabeza y lo dejó

tendido en el piso. El ánima se fue del cuerpo y huyó volando, mosca veloz y zumbadora, para nunca más volver.Desde esa vez, ningún muerto ha regresado a mezclarse con los vivos y disputarles la comida.

LA MAGIA Una vieja muy vieja, del pueblo de los tukuna, castigó a las muchachas que le habían negado

comida. Durante la noche, les arrebató los huesos de las piernas y les devoró la médula. Nunca más las muchachas pudieron caminar.

Allá en la infancia, a poco de nacer, la vieja había recibido de una rana los poderes del alivio y la venganza. La rana le había enseñado a curar y a matar, a escuchar las voces que no se oyen y a ver los colores que no se miran. Aprendió a defenderse antes de aprender a hablar. No caminaba todavía y ya sabía estar donde no estaba, porque los rayos del amor y del odio atraviesan de un salto las más espesas selvas y los ríos más hondos.

Cuando los tukuna le cortaron la cabeza, la vieja recogió en las manos su propia sangre y la sopló hacia el sol.

—¡El alma también entra en ti! —gritó. Desde entonces, el que mata recibe en el cuerpo, aunque no quiera ni sepa, el alma de su víctima.

LA RISA El murciélago, colgado de la rama por los pies, vio que un guerrero kayapó se inclinaba sobre el

manantial. Quiso ser su amigo. Se dejó caer sobre el guerrero y lo abrazó. Como no conocía el idioma de los kayapó, le habló con

las manos. Las caricias del murciélago arrancaron al hombre la primera carcajada. Cuanto más se reía, más débil se sentía. Tanto se rió, que al fin perdió todas sus fuerzas y cayó desmayado.

Cuando se supo en la aldea, hubo furia. Los guerreros quemaron un montón de hojas secas en la gruta de los murciélagos y cerraron la entrada.

Después, discutieron. Los guerreros resolvieron que la risa fuera usada solamente por las mujeres y los niños.

EL MIEDO

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Esos cuerpos nunca vistos los llamaban, pero los hombres nivakle no se atrevían a entrar. Habían visto comer a las mujeres: ellas tragaban la carne de los peces con la boca de arriba, pero antes la mascaban con la boca de abajo. Entre las piernas, tenían dientes.

Entonces los hombres encendieron hogueras, llamaron a la música y cantaron y danzaron para las mujeres.

Ellas se sentaron alrededor, con las piernas cruzadas. Los hombres bailaron durante toda la noche. Ondularon, giraron y volaron como el humo y los

pájaros. Cuando llegó el amanecer, cayeron desvanecidos. Las mujeres los alzaron suavemente y les dieron

agua de beber. Donde ellas habían estado sentadas, quedó la tierra toda regada de dientes.

LA AUTORIDAD En épocas remotas, las mujeres se sentaban en la proa de la canoa y los hombres en la popa. Eran

las mujeres quienes cazaban y pescaban. Ellas salían de las aldeas y volvían cuando podían o querían. Los hombres montaban las chozas, preparaban la comida, mantenían encendidas las fogatas contra el frío, cuidaban a los hijos y curtían las pieles de abrigo.

Así era la vida entre los indios onas y los yaganes, en la Tierra del Fuego, hasta que un día los hombres mataron a todas las mujeres y se pusieron las máscaras que las mujeres habían inventado para darles terror.

Solamente las niñas recién nacidas se salvaron del exterminio. Mientras ellas crecían, los asesinos les decían y les repetían que servir a los hombres era su destino. Ellas lo creyeron. También lo creyeron sus hijas y las hijas de sus hijas.

EL PODER En las tierras donde nace el río Juruá, el Mezquino era el dueño del maíz. Entregaba asados los

granos, para que nadie pudiera sembrarlos. Fue la lagartija quien pudo robarle un grano crudo. El Mezquino la atrapó y le desgarró la boca y los

dedos de las manos y de los pies; pero ella había sabido esconder el granito detrás de la última muela. Después, la lagartija escupió el grano crudo en la tierra de todos. Las desgarraduras le dejaron esa boca enorme y esos dedos larguísimos.

El Mezquino era también dueño del fuego. El loro se le acercó y se puso a llorar a grito pelado. El Mezquino le arrojaba cuanta cosa tenía a mano y el lorito esquivaba los proyectiles, hasta que vio venir un tizón encendido. Entonces aferró el tizón con su pico, que era enorme como pico de tucán, y huyó por los aires. Voló perseguido por una estela de chispas. La brasa, avivada por el viento, le iba quemando el pico; pero ya había llegado al bosque cuando el Mezquino batió su tambor y desencadenó un diluvio.

El loro alcanzó a poner el tizón candente en el hueco de un árbol, lo dejó al cuidado de los demás pájaros y salió a mojarse bajo la lluvia violenta. El agua le alivió los ardores. En su pico, que quedó corto y curvo, se ve la huella blanca de la quemadura. Los pájaros protegieron con sus cuerpos el fuego robado.

LA GUERRA Al amanecer, el llamado del cuerno anunció, desde la montaña, que era la hora de los arcos y las

cerbatanas. A la caída de la noche, de la aldea no quedaba más que humo. Un hombre pudo tumbarse, inmóvil,

entre los muertos. Untó su cuerpo con sangre y esperó. Fue el único sobreviviente del pueblo palawiyang.

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Cuando los enemigos se retiraron, ese hombre se levantó. Contempló su mundo arrasado. Caminó por entre la gente que había compartido con él el hambre y la comida. Buscó en vano alguna persona o cosa que no hubiera sido aniquilada. Ese espantoso silenció lo aturdía. Lo mareaba el olor del incendio y la sangre.

Sintió asco de estar vivo y volvió a echarse entre los suyos. Con las primeras luces, llegaron los buitres. En ese hombre sólo había niebla y ganas de dormir y

dejarse devorar. Pero la hija del cóndor se abrió paso entre los pajarracos que volaban en círculos. Batió recia las

alas y se lanzó en picada. Él se agarró a sus patas y la hija del cóndor lo llevó lejos.

LA FIESTA Andaba un esquimal, arco en mano, persiguiendo renos, cuando un águila lo sorprendió por la

espalda. —Yo maté a tus dos hermanos —dijo el águila—. Si quieres salvarte, debes ofrecer una fiesta, allá

en tu aldea, para que todos canten y bailen. —¿Una fiesta? ¿Qué significa cantar? Y bailar, ¿qué es? —Ven conmigo.El águila le mostró una fiesta. Había mucho y bueno de comer y de beber. El tambor retumbaba tan

fuerte como el corazón de la vieja madre del águila, que latiendo guiaba a sus hijos, desde su casa, a través de los vastos hielos y las montañas. Los lobos, los zorros y los demás invitados danzaron y cantaron hasta la salida del sol.

El cazador regresó a su pueblo. Mucho tiempo después, supo que la vieja madre del águila y todos los viejos del mundo de las

águilas estaban fuertes y bellos y veloces. Los seres humanos, que por fin habían aprendido a cantar y a bailar, les habían enviado, desde lejos, desde sus fiestas, alegrías que daban calor a la sangre.

LA CONCIENCIA Cuando bajaban las aguas del Orinoco, las piraguas traían a los caribes con sus hachas de guerra.

Nadie podía con los hijos del jaguar. Arrasaban las aldeas y hacían flautas con los huesos de sus víctimas. A nadie temían. Solamente les daba pánico un fantasma que había brotado de sus propios

corazones. Él los esperaba, escondido tras los troncos. Él les rompía los puentes y les colocaba al paso las lianas

enredadas que los hacían tropezar. Viajaba de noche; para despistarlos, pisaba al revés. Estaba en el cerro que desprendía la roca, en el fango que se hundía bajo los pies, en la hoja de la planta venenosa y en el roce de la araña. Él los derribaba soplando, les metía la fiebre por la oreja y les robaba la sombra.

No era el dolor, pero dolía. No era la muerte, pero mataba. Se llamaba Kanaima y había nacido entre los vencedores para vengar a los vencidos.

LA CIUDAD SAGRADA Wiracocha, que había ahuyentado las tinieblas, ordenó al sol que enviara una hija y un hijo a la

tierra, para iluminar a los ciegos el camino. Los hijos del sol llegaron a las orillas del lago Titicaca y emprendieron viaje por las quebradas de la

cordillera. Traían un bastón. En el lugar donde se hundiera al primer golpe, fundarían el nuevo reino. Desde el trono, actuarían como su padre, que da la luz, la claridad y el calor, derrama lluvia y rocío, empuja las cosechas, multiplica las manadas y no deja pasar día sin visitar el mundo.

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Por todas partes intentaron clavar el bastón de oro. La tierra lo rebotaba y ellos seguían buscando. Escalaron cumbres y atravesaron correntadas y mesetas. Todo lo que sus pies tocaban, se iba transformando: hacían fecundas las tierras áridas, secaban los pantanos y devolvían los ríos a sus cauces. Al alba, los escoltaban las ocas, y los cóndores al atardecer.

Por fin, junto al monte Wanakauri, los hijos del sol hundieron el bastón. Cuando la tierra lo tragó, un arcoiris se alzó en el cielo.

Entonces el primero de los incas dijo a su hermana y mujer: —Convoquemos a la gente. Entre la cordillera y la puna, estaba el valle cubierto de matorrales. Nadie tenía casa. Las gentes

vivían en agujeros y al abrigo de las rocas, comiendo raíces, y no sabían tejer el algodón ni la lana para defenderse del frío.

Todos los siguieron. Todos les creyeron. Por los fulgores de las palabras y los ojos, todos supieron que los hijos del sol no estaban mintiendo, y los acompañaron hacia el lugar donde los esperaba, todavía no nacida, la gran ciudad del Cuzco.

LOS PEREGRINOS Los mayas-quichés vinieron desde el oriente. Cuando recién llegaron a las nuevas tierras, con sus dioses cargados a la espalda, tuvieron miedo de

que no hubiera amanecer. Ellos habían dejado la alegría allá en Tulán y habían quedado sin aliento al cabo de la larga y penosa travesía. Esperaron al borde del bosque de Izmachí, quietos, todos reunidos, sin que nadie se sentara ni se echara a descansar. Pero pasaba el tiempo y no acababa la negrura.

El lucero anunciador apareció, por fin, en el cielo. Los quichés se abrazaron y bailaron; y después, dice el libro sagrado, el sol se alzó como un hombre. Desde esa vez, los quichés acuden, al fin de cada noche, a recibir al lucero del alba y a ver el

nacimiento del sol. Cuando el sol está a punto de asomar, dicen: —De allá venimos.

LA TIERRA PROMETIDA Maldormidos, desnudos, lastimados, caminaron noche y día durante más de dos siglos. Iban

buscando el lugar donde la tierra se tiende entre cañas y juncias. Varias veces se perdieron, se dispersaron y volvieron a juntarse. Fueron volteados por los vientos y

se arrastraron atándose los unos a los otros, golpeándose, empujándose; cayeron de hambre y se levantaron y nuevamente cayeron y se levantaron. En la región de los volcanes, donde no crece la hierba, comieron carne de reptiles.

Traían la bandera y la capa del dios que había hablado a los sacerdotes, durante el sueño, y había prometido un reino de oro y plumas de quetzal: Sujetaréis de mar a mar a todos los pueblos y ciudades, había anunciado el dios, y no será por hechizo, sino por ánimo del corazón y valentía de los brazos.

Cuando se asomaron a la laguna luminosa, bajo el sol del mediodía, los aztecas lloraron por primera vez. Allí estaba la pequeña isla de barro: sobre el nopal, más alto que los juncos y las pajas bravas, extendía el águila sus alas.

Al verlos llegar, el águila humilló la cabeza. Estos parias, apiñados en la orilla de la laguna, mugrientos, temblorosos, eran los elegidos, los que en tiempos remotos habían nacido de las bocas de los dioses.

Huitzilopochtli les dio la bienvenida: —Éste es el lugar de nuestro descanso y nuestra grandeza —resonó la voz—. Mando que se llame

Tenochtitlán la ciudad que será reina y señora de todas las demás. ¡México es aquí!

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LOS PELIGROS El que hizo al sol y a la luna avisó a los taínos que se cuidaran de los muertos. Durante el día los muertos se escondían y comían guayaba, pero por las noches salían a pasear y

desafiaban a los vivos. Los muertos ofrecían combates y las muertas, amores. En la pelea, se esfumaban cuando querían; y en lo mejor del amor quedaba el amante sin nada entre los brazos. Antes de aceptar la lucha contra un hombre o de echarse junto a una mujer, era preciso rozarle el vientre con la mano, porque los muertos no tienen ombligo.

El dueño del cielo también avisó a los taínos que mucho más se cuidaran de la gente vestida. El jefe Cáicihu ayunó una semana y fue digno de su voz: Breve será el goce de la vida, anunció el

invisible, el que tiene madre pero no tiene principio: Los hombres vestidos llegarán, dominarán y matarán.

LA TELARAÑA Bebeagua, sacerdote de los sioux, soñó que seres jamás vistos tejían una inmensa telaraña

alrededor de su pueblo. Despertó sabiendo que así sería, y dijo a los suyos: Cuando esa extraña raza termine su telaraña, nos encerrarán en casas grises y cuadradas, sobre tierra estéril, y en esas casas moriremos de hambre.

EL PROFETA Echado en la estera, boca arriba, el sacerdote-jaguar de Yucatán escuchó el mensaje de los dioses.

Ellos le hablaron a través del tejado, montados a horcajadas sobre su casa, en un idioma que nadie más entendía.

Chilam Balam, el que era boca de los dioses, recordó lo que todavía no había ocurrido: —Dispersados serán por el mundo las mujeres que cantan y los hombres que cantan y todos los que

cantan... Nadie se librará, nadie se salvará... Mucha miseria habrá en los años del imperio de la codicia. Los hombres, esclavos han de hacerse. Triste estará el rostro del sol... Se despoblará el mundo, se hará pequeño y humillado...

Julio Cortázar“Final del juego” (Final del juego, 1956)

Con Leticia y Holanda íbamos a jugar a las vías del Central Argentino los días de calor, esperando que mamá y tía Ruth empezaran su siesta para escaparnos por la puerta blanca. Mamá y tía Ruth estaban siempre cansadas después de lavar la loza, sobre todo cuando Holanda y yo secábamos los platos porque entonces había discusiones, cucharitas por el suelo, frases que sólo nosotras entendíamos, y en general un ambiente en donde el olor a grasa, los maullidos de José y la oscuridad de la cocina acababan en una violentísima pelea y el consiguiente desparramo. Holanda se especializaba en armar esta clase de líos, por ejemplo dejando caer un vaso ya lavado en el tacho del agua sucia, o recordando como al pasar que en la casa de las de Loza había dos sirvientas para todo servicio. Yo usaba otros sistemas, prefería insinuarle a tía Ruth que se le iban a paspar las manos si seguía fregando cacerolas en vez de dedicarse a las copas o los platos, que era precisamente lo que le gustaba lavar a mamá , con lo cual las enfrentaba sordamente en una lucha de ventajeo por la cosa fácil. El recurso heroico, si los consejos y las largas recordaciones familiares empezaban a saturarnos, era volcar agua hirviendo en el lomo del gato. Es una gran mentira eso del gato escaldado, salvo que haya que tomar al pie de la letra la referencia al agua fría; porque de la caliente José no se alejaba nunca, y hasta parecía ofrecerse, pobre animalito, a que le volcáramos media taza de agua a cien

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grados o poco menos, bastante menos probablemente porque nunca se le caía el pelo. La cosa es que ardía Troya, y en la confusión coronada por el espléndido si bemol de tía Ruth y la carrera de mamá en busca del bastón de los castigos, Holanda y yo nos perdíamos en la galería cubierta, hacia las piezas vacías del fondo donde Leticia nos esperaba leyendo a Ponson du Terrail, lectura inexplicable. Por lo regular mamá nos perseguía un buen trecho, pero las ganas de rompernos la cabeza se le pasaban con gran rapidez y al final (habíamos trancado la puerta y le pedíamos perdón con emocionantes partes teatrales) se cansaba y se iba, repitiendo la misma frase: —Acabarán en la calle, estas mal nacidas. Donde acabábamos era en las vías del Central Argentino, cuando la casa quedaba en silencio y veíamos al gato tenderse bajo el limonero para hacer él también su siesta perfumada y zumbante de avispas. Abríamos despacio la puerta blanca, y al cerrarla otra vez era como un viento, una libertad que nos tomaba de las manos, de todo el cuerpo y nos lanzaba hacia adelante. Entonces corríamos buscando impulso para trepar de un envión al breve talud del ferrocarril, encaramadas sobre el mundo contemplábamos silenciosas nuestro reino. Nuestro reino era así: una gran curva de las vías acababa su comba justo frente a los fondos de nuestra casa. No había más que el balasto, los durmientes y la doble vía; pasto ralo y estúpido entre los pedazos de adoquín donde la mica, el cuarzo y el feldespato Ä que son los componentes del granito Ä brillaban como diamantes legítimos contra el sol de las dos de la tarde. Cuando nos agachábamos a tocar las vías (sin perder tiempo porque hubiera sido peligroso quedarse mucho ahí, no tanto por los trenes como por los de casa si nos llegaban a ver) nos subía a la cara el fuego de las piedras, y al pararnos contra el viento del río era un calor mojado pegándose a las mejillas y las orejas. Nos gustaba flexionar las piernas y bajar, subir, bajar otra vez, entrando en una y otra zona de calor, estudiándonos las caras para apreciar la transpiración, con lo cual al rato éramos una sopa. Y siempre calladas, mirando al fondo de las vías, o el río al otro lado, el pedacito de río color café con leche. Después de esta primera inspección del reino bajábamos el talud y nos metíamos en la mala sombra de los sauces pegados a la tapia de nuestra casa, donde se abría la puerta blanca. Ahí estaba la capital del reino, la ciudad silvestre y la central de nuestro juego. La primera en iniciar el juego era Leticia, la más feliz de las tres y la más privilegiada. Leticia no tenía que secar los platos ni hacer las camas, podía pasarse el día leyendo o pegando figuritas, y de noche la dejaban quedarse hasta más tarde si lo pedía, aparte de la pieza solamente para ella, el caldo de hueso y toda clase de ventajas. Poco a poco se había ido aprovechando de los privilegios, y desde el verano anterior dirigía el juego, yo creo que en realidad dirigía el reino; por lo menos se adelantaba a decir las cosas y Holanda y yo aceptábamos sin protestar, casi contentas. Es probable que las largas conferencias de mamá sobre cómo debíamos portarnos con Leticia hubieran hecho su efecto, o simplemente que la queríamos bastante y no nos molestaba que fuese la jefa. Lástima que no tenía aspecto para jefa, era la más baja de las tres, y tan flaca. Holanda era flaca, y yo nunca pesé más de cincuenta kilos, pero Leticia era la más flaca de las tres, y para peor una de esas flacuras que se ven de fuera, en el pescuezo y las orejas. Tal vez el endurecimiento de la espalda la hacía parecer más flaca, como casi no podía mover la cabeza a los lados daba la impresión de una tabla de planchar parada, de esas forradas de género blanco como había en la casa de las de Loza. Una tabla de planchar con la parte más ancha para arriba, parada contra la pared. Y nos dirigía. La satisfacción más profunda era imaginarme que mamá o tía Ruth se enteraran un día del juego. Si llegaban a enterarse del juego se iba a armar una meresunda increíble. El si bemol y los desmayos, las inmensas protestas de devoción y sacrificio malamente recompensados, el amontonamiento de invocaciones a los castigos más célebres, para rematar con el anuncio de nuestros destinos, que consistían en que las tres terminaríamos en la calle. Esto último siempre nos había dejado perplejas, porque terminar en la calle nos parecía bastante normal.

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Primero Leticia nos sorteaba. Usábamos piedritas escondidas en la mano, contar hasta veintiuno, cualquier sistema. Si usábamos el de contar hasta veintiuno, imaginábamos dos o tres chicas más y las incluíamos en la cuenta para evitar trampas. Si una de ellas salía veintiuna, la sacábamos del grupo y sorteábamos de nuevo, hasta que nos tocaba a una de nosotras. Entonces Holanda y yo levantábamos la piedra y abríamos la caja de los ornamentos. Suponiendo que Holanda hubiese ganado, Leticia y yo escogíamos los ornamentos. El juego marcaba dos formas: estatuas y actitudes. Las actitudes no requerían ornamentos pero sí mucha expresividad, para la envidia mostrar los dientes, crispar las manos y arreglárselas de modo de tener un aire amarillo. Para la caridad el ideal era un rostro angélico, con los ojos vueltos al cielo, mientras las manos ofrecían algo —un trapo, una pelota, una rama de sauce— a un pobre huerfanito invisible. La vergüenza y el miedo eran fáciles de hacer; el rencor y los celos exigían estudios más detenidos. Los ornamentos se destinaban casi todos a las estatuas, donde reinaba una libertad absoluta. Para que una estatua resultara, había que pensar bien cada detalle de la indumentaria. El juego marcaba que la elegida no podía tomar parte en la selección; las dos restantes debatían el asunto y aplicaban luego los ornamentos. La elegida debía inventar su estatua aprovechando lo que le habían puesto, y el juego era así mucho m s complicado y excitante porque a veces había alianzas contra, y la víctima se veía ataviada con ornamentos que no le iban para nada; de su viveza dependía entonces que inventara una buena estatua. Por lo general cuando el juego marcaba actitudes la elegida salía bien parada pero hubo veces en que las estatuas fueron fracasos horribles. Lo que cuento empezó vaya a saber cuándo, pero las cosas cambiaron el día en que el primer papelito cayó del tren. Por supuesto que las actitudes y las estatuas no eran para nosotras mismas, porque nos hubiéramos cansado en seguida. El juego marcaba que la elegida debía colocarse al pie del talud, saliendo de la sombra de los sauces, y esperar el tren de las dos y ocho que venía del Tigre. A esa altura de Palermo los trenes pasan bastante rápido, y no nos daba vergüenza hacer la estatua o la actitud. Casi no veíamos a la gente de las ventanillas, pero con el tiempo llegamos a tener práctica y sabíamos que algunos pasajeros esperaban vernos. Un señor de pelo blanco y anteojos de carey sacaba la cabeza por la ventanilla y saludaba a la estatua o la actitud con el pañuelo. Los chicos que volvían del colegio sentados en los estribos gritaban cosas al pasar, pero algunos se quedaban serios mirándonos. En realidad la estatua o la actitud no veía nada, por el esfuerzo de mantenerse inmóvil, pero las otras dos bajo los sauces analizaban con gran detalle el buen éxito o la indiferencia producidos. Fue un martes cuando cayó el papelito, al pasar el segundo coche. Cayó muy cerca de Holanda, que ese día era la maledicencia, y reboto hasta mí. Era un papelito muy doblado y sujeto a una tuerca. Con letra de varón y bastante mala, decía: “Muy lindas estatuas. Viajo en la tercera ventanilla del segundo coche, Ariel B.” Nos pareció un poco seco, con todo ese trabajo de atarle la tuerca y tirarlo, pero nos encantó. Sorteamos para saber quién se lo quedaría, y me lo gané.. Al otro día ninguna quería jugar para poder ver cómo era Ariel B., pero temimos que interpretara mal nuestra interrupción, de manera que sorteamos y ganó Leticia. Nos alegramos mucho con Holanda porque Leticia era muy buena como estatua, pobre criatura. La parálisis no se notaba estando quieta, y ella era capaz de gestos de una enorme nobleza. Como actitudes elegía siempre la generosidad, el sacrificio y el renunciamiento. Como estatuas buscaba el estilo de Venus de la sala que tía Ruth llamaba la Venus del Nilo. Por eso le elegimos ornamentos especiales para que Ariel se llevara una buena impresión. Le pusimos un pedazo de terciopelo verde a manera de túnica, y una corona de sauce en el pelo. Como andábamos de manga corta, el efecto griego era grande. Leticia se ensayó un rato a la sombra, y decidimos que nosotras nos asomaríamos también y saludaríamos a Ariel con discreción pero muy amables. Leticia estuvo magnífica, no se le movía ni un dedo cuando llegó el tren Como no podía girar la cabeza la echaba para atrás, juntando los brazos al cuerpo casi como si le faltaran; aparte el verde de la túnica, era como mirar la Venus del Nilo. En la tercera ventanilla vimos a un muchacho de rulos rubios y ojos claros que nos hizo una gran sonrisa al descubrir que Holanda y yo lo saludábamos. El tren se lo llevó en un segundo,

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pero eran las cuatro y media y todavía discutíamos si vestía de oscuro, si llevaba corbata roja y si era odioso o simpático. El jueves yo hice la actitud del desaliento, y recibimos otro papelito que decía: “Las tres me gustan mucho. Ariel.” Ahora él sacaba la cabeza y un brazo por la ventanilla y nos saludaba riendo. Le calculamos dieciocho años (seguras que no tenía más de dieciséis) y convinimos en que volvía diariamente de algún colegio inglés. Lo más seguro de todo era el colegio inglés, no aceptábamos un incorporado cualquiera. Se vería que Ariel era muy bien. Pasó que Holanda tuvo la suerte increíble de ganar tres días seguidos. Superándose, hizo las actitudes del desengaño y el latrocinio, y una estatua dificilísima de bailarina, sosteniéndose en un pie desde que el tren entró en la curva. Al otro día gané yo, y después de nuevo; cuando estaba haciendo la actitud del horror, recibí casi en la nariz un papelito de Ariel que al principio no entendimos: “La más linda es la más haragana.” Leticia fue la última en darse cuenta, la vimos que se ponía colorada y se iba a un lado, y Holanda y yo nos miramos con un poco de rabia. Lo primero que se nos ocurrió sentenciar fue que Ariel era un idiota, pero no podíamos decirle eso a Leticia, pobre ángel, con su sensibilidad y la cruz que llevaba encima. Ella no dijo nada, pero pareció entender que el papelito era suyo y se lo guardó. Ese día volvimos bastante calladas a casa, y por la noche no jugamos juntas. En la mesa Leticia estuvo muy alegre, le brillaban los ojos, y mamá miró una o dos veces a tía Ruth como poniéndola de testigo de su propia alegría. En aquellos días estaban ensayando un nuevo tratamiento fortificante para Leticia, y por lo visto era una maravilla lo bien que le sentaba. Antes de dormirnos, Holanda y yo hablamos del asunto. No nos molestaba el papelito de Ariel, desde un tren andando las cosas se ven como se ven, pero nos parecía que Leticia se estaba aprovechando demasiado de su ventaja sobre nosotras. Sabía que no le íbamos a decir nada, y que en una casa donde hay alguien con algún defecto físico y mucho orgullo, todos juegan a ignorarlo empezando por el enfermo, o más bien se hacen los que no saben que el otro sabe. Pero tampoco había que exagerar y la forma en que Leticia se había portado en la mesa, o su manera de guardarse el papelito, era demasiado. Esa noche yo volví a soñar mis pesadillas con trenes, anduve de madrugada por enormes playas ferroviarias cubiertas de vías llenas de empalmes, viendo a distancia las luces rojas de locomotoras que venían, calculando con angustia si el tren pasaría a mi izquierda, y a la vez amenazada por la posible llegada de un rápido a mi espalda o —lo que era peor— que a último momento Uno de los trenes tomara uno de los desvíos y se me viniera encima. Pero de mañana me olvidé porque Leticia amaneció muy dolorida y tuvimos que ayudarla a vestirse. Nos pareció que estaba un poco arrepentida de lo de ayer y fuimos muy buenas con ella, diciéndole que esto le pasaba por andar demasiado, y que tal vez lo mejor sería que se quedara leyendo en su cuarto. Ella no dijo nada pero vino a almorzar a la mesa, y a las preguntas de mamá contestó que ya estaba muy bien y que casi no le dolía la espalda. Se lo decía y nos miraba. Esa tarde gané yo, pero en ese momento me vino un no sé qué y le dije a Leticia que le dejaba mi lugar, claro que sin darle a entender por qué. Ya que el otro la prefería, que la mirara hasta cansarse. Como el juego marcaba estatua, le elegimos cosas sencillas para no complicarle la vida, y ella inventó una especie de princesa china, con aire vergonzoso, mirando al suelo y juntando las manos como hacen las princesas chinas. Cuando pasó el tren, Holanda se puso de espaldas bajo los sauces pero yo miré y vi que Ariel no tenía ojos más que para Leticia. La siguió mirando hasta que el tren se perdió en la curva, y Leticia estaba inmóvil y o sabía que él acababa de mirarla así. Pero cuando vino a descansar bajo los sauces vimos que sí sabía, y que le hubiera gustado seguir con los ornamentos toda la tarde, toda la noche. El miércoles sorteamos entre Holanda y yo porque Leticia nos dijo que era justo que ella se saliera. Ganó Holanda con su suerte maldita, pero la carta de Ariel cayó de mi lado. Cuando la levanté tuve el impulso de dársela a Leticia que no decía nada, pero pensé que tampoco era cosa de complacerle todos los gustos, y la abrí despacio. Ariel anunciaba que al otro día iba a bajarse en la estación vecina y que vendría por el terraplén para charlar un rato. Todo estaba terriblemente escrito, pero la frase final era hermosa:

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“Saludo a las tres estatuas muy atentamente.” La firma parecía un garabato aunque se notaba la personalidad. Mientras le quitábamos los ornamentos a Holanda, Leticia me miró una o dos veces. Yo les había leído el mensaje y nadie hizo comentarios, lo que resultaba molesto porque al fin y al cabo Ariel iba a venir y había que pensar en esa novedad y decidir algo. Si en casa se enteraban, o por desgracia a alguna de las de Loza le daba por espiarnos, con lo envidiosas que eran esas enanas, seguro que se iba a armar la meresunda. Además que era muy raro quedarnos calladas con una cosa así, sin mirarnos casi mientras guardábamos los ornamentos y volvíamos por la puerta blanca. Tía Ruth nos pidió a Holanda y a mí que bañáramos a José, se llevó a Leticia para hacerle el tratamiento, y por fin pudimos desahogarnos tranquilas. Nos parecía maravilloso que viniera Ariel, nunca habíamos tenido un amigo así, a nuestro primo Tito no lo contábamos, un tilingo que juntaba figuritas y creía en la primera comunión. Estábamos nerviosísimas con la expectativa y José pagó el pato, pobre ángel. Holanda fue más valiente y sacó el tema de Leticia. Yo no sabía que pensar, de un lado me parecía horrible que Ariel se enterara, pero también era justo que las cosas se aclararan porque nadie tiene por qué‚ perjudicarse a causa de otro. Lo que yo hubiera querido es que Leticia no sufriera, bastante cruz tenía encima y ahora con el nuevo tratamiento y tantas cosas. A la noche mamá se extrañó de vernos tan calladas y dijo qué milagro, si nos habían comido la lengua los ratones, después miró a tía Ruth y las dos pensaron seguro que habíamos hecho alguna gorda y que nos remordía la conciencia. Leticia comió muy poco y dijo que estaba dolorida, que la dejaran ir a su cuarto a leer Rocambole. Holanda le dio el brazo aunque ella no quería mucho, y yo me puse a tejer, que es una cosa que me viene cuando estoy nerviosa. Dos veces pensé‚ ir al cuarto de Leticia, no me explicaba qué hacían esas dos ahí solas, pero Holanda volvió con aire de gran importancia y se quedó a mi lado sin hablar hasta que mamá y tía Ruth levantaron la mesa. “Ella no va a ir mañana. Escribió una carta y dijo que si él pregunta mucho, se la demos.” Entornando el bolsillo de la blusa me hizo ver un sobre violeta. Después nos llamaron para secar los platos, y esa noche nos dormimos casi en seguida por todas las emociones y el cansancio de bañar a José. Al otro día me tocó a mí salir de compras al mercado y en toda la mañana no vi a Leticia que seguía en su cuarto. Antes que llamaran a la mesa entré un momento y la encontré al lado de la ventana, con muchas almohadas y el tomo noveno de Rocambole. Se veía que estaba mal, pero se puso a reír y me contó de una abeja que no encontraba la salida y de un sueño cómico que había tenido. Yo le dije que era una lástima que no fuera a venir a los sauces, pero me parecía tan difícil decírselo bien. “Si querés podemos explicarle a Ariel que estabas descompuesta”, le propuse, pero ella decía que no y se quedaba callada. Yo insistí un poco en que viniera, y al final me animé y le dije que no tuviese miedo, poniéndole como ejemplo que el verdadero cariño no conoce barreras y otras ideas preciosas que habíamos aprendido en El Tesoro de la Juventud, pero era cada vez más difícil decirle nada porque ella miraba la ventana y parecía como si fuera a ponerse a llorar. Al final me fui diciendo que mamá me precisaba. El almuerzo duró días, y Holanda se ganó un sopapo de tía Ruth por salpicar el mantel con tuco. Ni me acuerdo de cómo secamos los platos, de repente Estábamos en los sauces y las dos nos abrazábamos llenas de felicidad y nada celosas una de otra. Holanda me explicó todo lo que teníamos que decir sobre nuestros estudios para que Ariel se llevara una buena impresión, porque los del secundario desprecian a las chicas que no han hecho más que la primaria y solamente estudian corte y repujado al aceite. Cuando pasó el tren de las dos y ocho Ariel sacó los brazos con entusiasmo, y con nuestros pañuelos estampados le hicimos señas de bienvenida. Unos veinte minutos después lo llegar por el terraplén, y era más alto de lo que pensábamos y todo de gris. Bien no me acuerdo de lo que hablamos al principio, él era bastante tímido a pesar de haber venido y los papelitos, y decía cosas muy pensadas. Casi en seguida nos elogió mucho las estatuas y las actitudes y preguntó cómo nos llamábamos y por qué faltaba la tercera. Holanda explicó que Leticia no había podido

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venir, y él dijo que era una lástima y que Leticia le parecía un nombre precioso. Después nos contó cosas del Industrial, que por desgracia no era un colegio inglés, y quiso saber si le mostraríamos los ornamentos. Holanda levantó la piedra y le hicimos ver las cosas. A él parecían interesarle mucho, y varias veces tomó alguno de los ornamentos y dijo: “Éste lo llevaba Leticia un día”, o: “Éste fue para la estatua oriental”, con lo que quería decir la princesa china. Nos sentamos a la sombra de un sauce y él estaba contento pero distraído, se veía que sólo se quedaba de bien educado. Holanda me miró dos o tres veces cuando la conversación decaía, y eso nos hizo mucho mal a las dos, nos dio deseos de irnos o que Ariel no hubiese venido nunca. El preguntó otra vez si Leticia estaba enferma, y Holanda me miró y yo creí que iba a decirle, pero en cambio contestó que Leticia no había podido venir. Con una ramita Ariel dibujaba cuerpos geométricos en la tierra, y de cuando en cuando miraba la puerta blanca y nosotras sabíamos lo que estaba pasando, por eso Holanda hizo bien en sacar el sobre violeta y alcanzárselo, y él se quedó sorprendido con el sobre en la mano, después se puso muy colorado mientras le explicábamos que eso se lo mandaba Leticia, y se guardó la carta en el bolsillo de adentro del saco sin querer leerla delante de nosotras. Casi en seguida dijo que había tenido un gran placer y que estaba encantado de haber venido, pero su mano era blanda y antipática de modo que fue mejor que la visita se acabara, aunque más tarde no hicimos más que pensar en sus ojos grises y en esa manera triste que tenía de sonreír. También nos acordamos de cómo se había despedido diciendo: “Hasta siempre”, una forma que nunca habíamos oído en casa y que nos pareció tan divina y poética. Todo se lo contamos a Leticia que nos estaba esperando debajo del limonero del patio, y yo hubiese querido preguntarle qué decía su carta pero me dio no sé qué porque ella había cerrado el sobre antes de confiárselo a Holanda, así que no le dije nada y solamente le contamos cómo era Ariel y cuantas veces había preguntado por ella. Esto no era nada fácil de decírselo porque era una cosa linda y mala a la vez, nos dábamos cuenta que Leticia se sentía muy feliz y al mismo tiempo estaba casi llorando, hasta que nos fuimos diciendo que tía Ruth nos precisaba y la dejamos mirando las avispas del limonero. Cuando íbamos a dormirnos esa noche, Holanda me dijo: “Vas a ver que mañana se acaba el juego.” Pero se equivocaba aunque no por mucho, y al otro día Leticia nos hizo la seña convenida en el momento del postre. Nos fuimos a lavar la loza bastante asombradas y con un poco de rabia, porque eso era una desvergüenza de Leticia y no estaba bien. Ella nos esperaba en la puerta y casi nos morimos de miedo cuando al llegar a los sauces vimos que sacaba del bolsillo el collar de perlas de mamá y todos los anillos, hasta el grande con rubí de tía Ruth. Si las de Loza espiaban y nos veían con las alhajas, seguro que mamá iba a saberlo en seguida y que nos mataría, enanas asquerosas. Pero Leticia no estaba asustada y dijo que si algo sucedía ella era la única responsable. “Quisiera que me dejaran hoy a mí”, agregó sin mirarnos. Nosotras sacamos en seguida los ornamentos, de golpe queríamos ser tan buenas con Leticia, darle todos los gustos y eso que en el fondo nos quedaba un poco de encono. Como el juego marcaba estatua, le elegimos cosas preciosas que iban bien con las alhajas, muchas plumas de pavorreal para sujetar el pelo, una piel que de lejos parecía un zorro plateado, y un velo rosa que ella se puso como un turbante. La vimos que pensaba, ensayando la estatua pero sin moverse, y cuando el tren apareció en la curva fue a ponerse al pie del talud con todas las alhajas que brillaban al sol. Levantó los brazos como si en vez de una estatua fuera a hacer una actitud, y con las manos señaló el cielo mientras echaba la cabeza hacia atrás (que era lo único que podía hacer, pobre) y doblaba el cuerpo hasta darnos miedo. Nos pareció maravillosa, la estatua más regia que había hecho nunca, y entonces vimos a Ariel que la miraba, salido de la ventanilla la miraba solamente a ella, girando la cabeza y mirándola sin vernos a nosotras hasta que el tren se lo llevó de golpe. No sé por qué las dos corrimos al mismo tiempo a sostener a Leticia que estaba con lo ojos cerrados y grandes lágrimas por toda la cara. Nos rechazó sin enojo, pero la ayudamos a esconder las alhajas en el bolsillo, y se fue sola a casa mientras guardábamos por última vez los ornamentos en su caja. Casi sabíamos lo que iba a suceder, pero lo mismo al otro día fuimos las dos a los sauces, después que tía Ruth nos exigió silencio absoluto para no molestar a Leticia que estaba dolorida y quería dormir. Cuando llegó el tren vimos

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sin ninguna sorpresa la tercera ventanilla vacía, y mientras nos sonreíamos entre aliviadas y furiosas, imaginamos a Ariel viajando del otro lado del coche, quieto en su asiento, mirando hacia el río con sus ojos grises.

Enrique Wernicke“Hombrecitos” (Cuentos, 1968)

Nosotros llamábamos “el árbol de la punta” a un viejo ciprés que se hacía sitio en el monte. Le venía el sobrenombre de la extraña distribución de sus ramas que, formando una escalera, permitían fácilmente llegar hasta muy arriba. Sin embargo, los últimos “escalones” eran difíciles y, a la verdad, ninguno de nosotros los había trepado.

Federico eligió aquella prueba. Al principio, su decisión me alegró porque hasta la fecha teníamos una misma performance de altura. Pero mi hermano era de brazos más largos.

Caminábamos tranquilamente por la calle de eucaliptus. Yo silbaba desafinado y altanero. Federico sonreía divertido.

Llegamos al ciprés de la prueba. Federico, ceremonioso, hizo mil preparativos. Se sacó las sandalias y se ajustó el cinturón. Después, mostrándome un pañuelo, me dijo:

-Vos tenés que bajarme este pañuelo.-Bueno. ¡Subí! –y en la sangre me latía el coraje.Empezó a trepar. Desde el suelo seguí con atención sus movimientos. Como conocía las trampas,

me repetía cada tanto, para mí: “Lo hago, lo hago, lo hago”.Y él, calculando distancias, tanteando donde pisaba, iba subiendo cada vez más.Llegó a la parte difícil. Sus pantalones azules se confundieron con el verde de las hojas. Llamaba la

atención su camisa blanca. Me pareció verlo dudar; se detuvo; seguramente pensaba. Me imaginaba su situación y sus esfuerzos, y desde tierra lo ayudé con el pensamiento, estrujándome las manos. Lo vi subir el pedazo más bravo.

-¡Eh! –me gritó- ¿Es alto?-Sí –contesté, admirado sin querer.-¡Subiré más!-¡Subí! –lo incité, olvidando completamente que estaba haciendo más ardua mi propia prueba.-Pero vos no vas a poder –me recordó riendo.-¡Bah!En realidad, su risa me había llenado de espanto.Subió un poco más y se perdió entre las ramas. Después de un ratito lo vi descender. Y descendía

tranquilo, sonriente:-No podés, no podés –me repetía mientras bajaba.Cuando estuvo en el suelo, se limpió las manos y se calzó las sandalias.Sonreía, me miraba y movía los hombros. Yo, a mi vez, me disponía en silencio. Antes de que él se

acordara me había colgado del árbol y encaramado dos metros. Federico, sacudiendo las basuras de su camisa, sonreía ante mi empuje.

Me dejó subir sin hablar. Pasé una rama gruesa que me era conocida porque de ella colgábamos siempre las hamacas. Luego empezaron las más delgadas.

Cuando Federico me vio en el “nudo”, me gritó con un poco de susto:-¡Che, no te vayas a matar!-¡No!

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Me sentía firme y seguro, pero los brazos me temblaban con el esfuerzo.Logré dos escalones difíciles. Me agarré bien fuerte de una rama y miré hacia abajo.-¿Qué hacés? –me preguntó Federico.No le contesté y mi silencio lo asustó.-¡Bajá! –me gritó. Tampoco le respondí.Nada. Vuelta a seguir. Ya distinguía el pañuelo. Mi hermano lo había colgado todo a los largo del

brazo para prenderlo bien lejos de mi alcance. Todavía tenía que trepar un metro. El susto me hizo dudar. Volví a mirar al suelo. Federico me llamaba. Trepé sin escucharlo, llegué a la altura necesaria y no supe qué hacer para lograr el pañuelo. Después de pensar febrilmente, me saqué como pude el cinturón. Lo sujeté a la rama y prendiendo mi mano sudada a la correa, me dejé balancear. Oí los gritos de Federico, se me hizo un nudo enorme en el pecho, creí que iba a caer. Pero, mientras tanto, con la punta de los dedos había conseguido tomar el pañuelo. Me largué a llorar.

Mientras descendía por las ramas me estallaban los sollozos. Había olvidado mi triunfo y mi osadía. Lloraba como un desesperado y con las manos sucias me embadurnaba la cara. Cuando toqué tierra Federico me abrazó, también llorando. Y me parece solamente que entonces pude sonreír.

Roberto Fontanarrosa“Viejo con árbol”(Usted no me va a creer, 2003)

A un costado de la cancha había yuyales y, más allá, el terraplén del ferrocarril. Al otro costado, descampado y un árbol bastante miserable. Después las otras dos canchas, la chica y la principal. Y ahí, debajo de ese árbol, solía ubicarse el viejo.

Había aparecido unos cuantos partidos atrás, casi al comienzo del campeonato, con su gorra, la campera gris algo raída, la camisa blanca cerrada hasta el cuello y la radio portátil en la mano. Jubilado seguramente, no tendría nada que hacer los sábados por la tarde y se acercaba al complejo para ver los partidos de la Liga. Los muchachos primero pensaron que sería casualidad, pero al tercer sábado en que lo vieron junto al lateral ya pasaron a considerarlo hinchada propia. Porque el viejo bien podía ir a ver los otros dos partidos que se jugaban a la misma hora en las canchas de al lado, pero se quedaba ahí, debajo del árbol, siguiéndolos a ellos.

Era el único hincha legítimo que tenían, al margen de algunos pibes chiquitos; el hijo de Norberto, los dos de Gaona, el sobrino del Mosca, que desembarcaban en el predio con las mayores y corrían a meterse entre los cañaverales apenas bajaban de los autos.

--Ojo con la vía, alertaba siempre Jorge mientras se cambiaban.--No pasan trenes, casi, tranquilizaba Norberto. Y era verdad, o pasaba uno cada muerte de obispo, lentamente y metiendo ruido.--¿No vino la hinchada?, ya preguntaban todos al llegar nomás, buscando al viejo-. ¿No vino la barra

brava? Y se reían. Pero el viejo no faltaba desde hacía varios sábados, firme debajo del árbol, casi elegante,

con un cierto refinamiento en su postura erguida, la mano derecha en alto sosteniendo la radio minúscula, como quien sostiene un ramo de flores. Nadie lo conocía, no era amigo de ninguno de los muchachos.

--La vieja no lo debe soportar en la casa y lo manda para acá, bromeó alguno.--Por ahí es amigo del referí, dijo otro. Pero sabían que el viejo hinchaba para ellos de alguna manera, moderadamente, porque lo habían

visto aplaudir un par de partidos atrás, cuando le ganaron a Olimpia Seniors.

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Y ahí, debajo del árbol, fue a tirarse el Soda cuando decidió dejarle su lugar a Eduardo, que estaba de suplente, al sentir que no daba más por el calor. Era verano y ese horario para jugar era una locura. Casi las tres de la tarde y el viejo ahí, fiel, a unos metros, mirando el partido. Cuando Eduardo entró a la cancha --casi a desgano, aprovechando para desperezarse-- cuando levantó el brazo pidiéndole permiso al referí, el Soda se derrumbó a la sombra del arbolito y quedó bastante cerca, como nunca lo había estado: el viejo no había cruzado jamás una palabra con nadie del equipo.

El Soda pudo apreciar entonces que tendría unos setenta años, era flaquito, bastante alto, pulcro y con sombra de barba. Escuchaba la radio con un auricular y en la otra mano sostenía un cigarrillo con plácida distinción.

--¿Está escuchando a Central Córdoba, maestro? --medio le gritó el Soda cuando recuperó el aliento, pero siempre recostado en el piso.

El viejo giró para mirarlo. Negó con la cabeza y se quitó el auricular de la oreja.--No sonrió. Y pareció que la cosa quedaba ahí. El viejo volvió a mirar el partido, que estaba áspero y empatado. --Música dijo después, mirándolo de nuevo.--¿Algún tanguito?, probó el Soda.--Un concierto. Hay un buen programa de música clásica a esta hora.El Soda frunció el entrecejo. Ya tenía una buena anécdota para contarles a los muchachos y la cosa

venía lo suficientemente interesante como para continuarla. Se levantó resoplando, se bajó las medias y caminó despacio hasta pararse al lado del viejo.

--Pero le gusta el fútbol --le dijo--. Por lo que veo. El viejo aprobó enérgicamente con la cabeza, sin dejar de mirar el curso de la pelota, que iba y venía

por el aire, rabiosa.--Lo he jugado. Y, además, está muy emparentado con el arte --dictaminó después--. Muy

emparentado. El Soda lo miró, curioso. Sabía que seguiría hablando, y esperó.--Mire usted nuestro arquero --efectivamente el viejo señaló a De León, que estudiaba el partido

desde su arco, las manos en la cintura, todo un costado de la camiseta cubierto de tierra--. La continuidad de la nariz con la frente. La expansión pectoral. La curvatura de los muslos. La tensión en los dorsales --se quedó un momento en silencio, como para que el Soda apreciara aquello que él le mostraba--. Bueno... Eso, eso es la escultura...

El Soda adelantó la mandíbula y osciló levemente la cabeza, aprobando dubitativo.--Vea usted --el viejo señaló ahora hacia el arco contrario, al que estaba por llegar un córner-- el

relumbrón intenso de las camisetas nuestras, amarillo cadmio y una veladura naranja por el sudor. El contraste con el azul de Prusia de las camisetas rivales, el casi violeta cardenalicio que asume también ese azul por la transpiración, los vivos blancos como trazos alocados. Las manchas ágiles ocres, pardas y sepias y siena de los muslos, vivaces, dignas de un Bacon. Entrecierre los ojos y aprécielo así... Bueno... Eso, eso es la pintura.

Aún estaba el Soda con los ojos entrecerrados cuando al viejo arreció.--Observe, observe usted esa carrera intensa entre el delantero de ellos y el cuatro nuestro. El salto

al unísono, el giro en el aire, la voltereta elástica, el braceo amplio en busca del equilibrio... Bueno... Eso, eso es la danza...

El Soda procuraba estimular sus sentidos, pero sólo veía que los rivales se venían con todo, porfiados, y que la pelota no se alejaba del área defendida por De León.

--Y escuche usted, escuche usted... --lo acicateó el viejo, curvando con una mano el pabellón de la misma oreja donde había tenido el auricular de la radio y entusiasmado tal vez al encontrar, por fin, un

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interlocutor válido--... la percusión grave de la pelota cuando bota contra el piso, el chasquido de la suela de los botines sobre el césped, el fuelle quedo de la respiración agitada, el coro desparejo de los gritos, las órdenes, los alertas, los insultos de los muchachos y el pitazo agudo del referí... Bueno... Eso, eso es la música...

El Soda aprobó con la cabeza. Los muchachos no iban a creerle cuando él les contara aquella charla insólita con el viejo, luego del partido, si es que les quedaba algo de ánimo, porque la derrota se cernía sobre ellos como un ave oscura e implacable.

--Y vea usted a ese delantero... --señaló ahora el viejo, casi metiéndose en la cancha, algo más alterado--... ese delantero de ellos que se revuelca por el suelo como si lo hubiese picado una tarántula, mesándose exageradamente los cabellos, distorsionando el rostro, bramando falsamente de dolor, reclamando histriónicamente justicia... Bueno... Eso, eso es el teatro.

El Soda se tomó la cabeza.--¿Qué cobró? --balbuceó indignado.--¿Cobró penal? --abrió los ojos el viejo, incrédulo. Dio un paso

al frente, metiéndose apenas en la cancha--. ¿Qué cobrás? --gritó después, desaforado--. ¿Qué cobrás, referí y la reputísima madre que te parió?

El Soda lo miró atónito. Ante el grito del viejo parecía haberse olvidado repentinamente del penal injusto, de la derrota inminente y del mismo calor. El viejo estaba lívido mirando al área, pero enseguida se volvió hacia el Soda tratando de recomponerse, algo confuso, incómodo.

--...¿Y eso? --se atrevió a preguntarle el Soda, señalándolo.--Y eso... --vaciló el viejo, tocándose levemente la gorra--...Eso es el fútbol.

Carlos Pensa“La bolsa de Gaspar” (Los trece cuentos del colectivo, 1985)

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Silvina Ocampo“La casa de azúcar”(La furia, 1959)

Las supersticiones no dejaban vivir a Cristina. Una moneda con la efigie borrada, una mancha de tinta, la luna vista a través de dos vidrios, las iniciales de su nombre grabadas por azar sobre el tronco de un cedro la enloquecían de temor. Cuando nos conocimos llevaba puesto un vestido verde, que siguió usando hasta que se rompió, pues me dijo que le traía suerte y que en cuanto se ponía otro, azul, que le sentaba mejor, no nos veíamos. Traté de combatir estas manías absurdas. Le hice notar que tenía un espejo roto en su cuarto y que por más que yo le insistiera en la conveniencia de tirar los espejos rotos al agua, en una noche de luna, para quitarse la mala suerte, lo guardaba; que jamás temió que la luz de la casa bruscamente se apagara, y a pesar de que fuera un anuncio seguro de muerte, encendía con tranquilidad cualquier número de velas; que siempre dejaba sobre la cama el sombrero, error en que nadie incurría. Sus temores eran personales. Se infligía verdaderas privaciones; por ejemplo: no podía comprar frutillas en el mes de diciembre, ni oír determinadas músicas, ni adornar la casa con peces rojos, que tanto le gustaban. Había ciertas calles que no podíamos cruzar, ciertas personas, ciertos cinematógrafos que no podíamos frecuentar. Al principio de nuestra relación, estas supersticiones me parecieron encantadoras, pero después empezaron a fastidiarme y a preocuparme seriamente. Cuando nos comprometimos tuvimos que buscar un departamento nuevo, pues según sus creencias, el destino de los ocupantes anteriores influiría sobre su vida (en ningún momento mencionaba la mía, como si el peligro le amenazara sólo a ella y nuestras vidas no estuvieran unidas por el amor). Recorrimos todos los barrios de la ciudad; llegamos a los suburbios más alejados, en busca de un departamento que nadie hubiera habitado: todos estaban alquilados o vendidos Por fin encontré una casita en la calle Montes de Oca, que parecía de azúcar. Su blancura brillaba con extraordinaria luminosidad. Tenía teléfono y, en el frente, un diminuto jardín. Pensé que esa casa era recién construida, pero me enteré de que en 1930 la había ocupado una familia, y que después, para alquilarla, el propietario le había hecho algunos arreglos. Tuve que hacer creer a Cristina que nadie había vivido en la casa y que era el lugar ideal: la casa de nuestros sueños. Cuando Cristina la vio, exclamó:

¡Qué diferente de los departamentos que hemos visto! Aquí se respira olor a limpio. Nadie podrá influir en nuestras vidas y ensuciarlas con pensamientos que envician el aire.

En pocos días nos casamos y nos instalamos allí. Mis suegros nos regalaron los muebles del dormitorio, y mis padres los del comedor. El resto de la casa lo amueblaríamos de a poco. Yo temía que, por los vecinos, Cristina se enterara de mi mentira, pero felizmente hacía sus compras fuera del barrio y jamás conversaba con ellos. Éramos felices, tan felices que a veces me daba miedo. Parecía que la tranquilidad nunca se rompería en aquella casa de azúcar, hasta que un llamado telefónico destruyó mi ilusión. Felizmente Cristina no atendió aquella vez el teléfono, pero quizá lo atendiera en una oportunidad análoga. La persona que llamaba preguntó por la señora Violeta: indudablemente se trataba de la inquilina anterior. Sí Cristina se enteraba de que yo la había engañado, nuestra felicidad seguramente concluiría: no me

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hablaría más, pediría nuestro divorcio, y en el mejor de los casos tendríamos que dejar la casa para irnos a vivir, tal vez a Villa Urquiza, tal vez a Quilmes, de pensionistas en alguna de las casas donde nos prometieron darnos un lugarcito para construir ¿con qué? (con basura, pues con mejores materiales no me alcanzaría el dinero) un cuarto y una cocina. Durante la noche yo tenía cuidado de descolgar el tubo, para que ningún llamado inoportuno nos despertara. Coloqué un buzón en la puerta de calle; fui el depositario de la llave, el distribuidor de cartas.

Una mañana temprano golpearon a la puerta y alguien dejó un paquete Desde mi cuarto oí que mi mujer protestaba, luego oí el ruido del papel estrujado. Bajé la escalera y encontré a Cristina con un vestido de terciopelo entre los brazos.

- Acaban de traerme este vestido me dijo con entusiasmo.Subió corriendo !as escaleras y se puso el vestido, que era muy escotado.-¿Cuándo te lo mandaste hacer?Hace tiempo. ¿Me queda bien? Lo usaré cuando tengamos que ir al teatro, ¿no te parece?-¿Con qué dinero lo pagaste?-Mamá me regaló unos pesos.Me pareció raro, Pero no le dije nada, para no ofenderla.Nos queríamos con locura. Pero mi inquietud comenzó a molestarme, hasta para abrazar a Cristina

por la noche. Advertí que su carácter había cambiado: de alegre se convirtió en triste, de comunicativa en reservada, de tranquila en nerviosa. No tenía apetito. Ya no preparaba esos ricos postres, un poco pesados, a base de cremas batidas y de chocolate, que me agradaban, ni adornaba periódicamente la casa con volantes de nylon, en las tapas de la letrina, en las repisas del comedor, en los armarios, en todas partes como era su costumbre. Ya no me esperaba con vainillas a la hora del té, ni tenía ganas de ir al teatro o al cinematógrafo de noche, ni siquiera cuando nos mandaban entradas de regalo Una tarde entró un perro en el jardín y se acostó frente a la puerta de calle, aullando. Cristina le dio carne y le dio de beber y, después de un baño, que le cambió el color del pelo, declaró que le daría hospitalidad y que lo bautizaría con el nombre Amor, porque llegaba a nuestra casa en un momento de verdadero amor. El perro tenía el paladar negro, lo que indica pureza de raza.

Otra tarde llegué de improviso a casa. Me detuve en la entrada porque vi una bicicleta apostada en el jardín. Entré silenciosamente y me escurrí detrás de una puerta y oí la voz de Cristina.

-¿Qué quiere? repitió dos veces.-Vengo a buscar mi perro -decía la voz de una muchacha-. Pasó tantas veces frente a esta casa que

se ha encariñado con ella. Esta casa parece de azúcar. Desde que la pintaron, llama la atención de todos los transeúntes. Pero a mí me gustaba más antes, con ese color rosado y romántico de las casas viejas. Esta casa era muy misteriosa para mí. Todo me gustaba en ella: la fuente donde venían a beber los pajaritos; las enredaderas con flores, como cornetas amarillas; el naranjo. Desde que tengo ocho años esperaba conocerla a usted, desde aquel día en que hablamos por teléfono, ¿recuerda? Prometió que iba a regalarme un barrilete.

-Los barriletes son juegos de varones.-Los juguetes no tienen sexo. Los barriletes me gustaban porque eran como enormes pájaros; me

hacía la ilusión de volar sobre sus alas. Para usted fue un juego prometerme ese barrilete; yo no dormí en toda la noche. Nos encontramos en la panadería, usted estaba de espaldas y no vi su cara. Desde ese día no pensé en otra cosa que en usted, en cómo sería su cara, su alma, sus ademanes de mentirosa. Nunca me regaló aquel barrilete. Los árboles me hablaban de sus mentiras. Luego fuimos a vivir a Morón, con mis padres. Ahora, desde hace una semana estoy de nuevo aquí.

Hace tres meses que vivo en esta casa, y antes jamás frecuenté estos barrios. Usted estará confundida.

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-Yo la había imaginado tal como es. ¡La imaginé tantas veces! Para colmo de la casualidad, mi marido estuvo de novio con usted.

-No estuve de novia sino con mi marido. ¿Cómo se llama este perro?-Bruto.-Lléveselo, por favor. Antes que me encariñe con él.Violeta, escúcheme. Si llevo el perro a mi casa, se morirá. No lo puedo cuidar. Vivimos en un

departamento muy chico. Mi marido y yo trabajamos y no hay nadie que lo saque a pasear.No me llamo Violeta. ¿Qué edad tiene?-¿Bruto? Dos años. ¿Quiere quedarse con él? Yo vendría a visitarlo de vez en cuando, porque lo

quiero mucho.-A mi marido no le gustaría recibir desconocidos en su casa, ni que aceptara un perro de regalo.-No se lo diga, entonces. La esperaré todos los lunes a las siete de la tarde en la plaza Colombia.

¿Sabe dónde es? Frente a la iglesia Santa Felicitas, o si no la esperaré donde usted quiera y a la hora que prefiera; por ejemplo, en el puente de Constitución o en el parque Lezama. Me contentaré con ver los ojos de Bruto. ¿Me hará el favor de quedarse con él?

-Bueno. Me quedaré con él-Gracias, Violeta.-No me llamo Violeta.-¿Cambió de nombre? Para nosotros usted es Violeta. Siempre la misma misteriosa Violeta.Oí el ruido seco de la puerta y el taconeo de Cristina, subiendo la escalera. Tardé un rato en salir de

mi escondite y en fingir que acababa de llegar. A pesar de haber comprobado la inocencia del diálogo, no sé por qué, una sorda desconfianza comenzó a devorarme Me pareció que había presenciado una representación de teatro y que la realidad era otra. No confesé a Cristina que había sorprendido la visita de esa muchacha. Esperé los acontecimientos, temiendo siempre que Cristina descubriera mi mentira, lamentando que estuviéramos instalados en ese barrio. Yo pasaba todas las tardes por la plaza que queda frente a la iglesia de Santa Felicitas, para comprobar si Cristina había acudido a la cita. Cristina parecía no advertir mi inquietud. A veces llegué a creer que yo había soñado. Abrazando al perro, un día Cristina me preguntó:

-¿Te gustaría que me llamara Violeta?-No me gusta el nombre de las flores.-Pero Violeta es lindo. Es un color.-Prefiero tu nombre.Un sábado, al atardecer, la encontré en el puente de Constitución, asomada sobre el parapeto de

fierro Me acerqué y no se inmutó.-¿Qué haces aquí?-Estoy curioseando. Me gusta ver las vías desde arriba.-Es un lugar muy lúgubre y no me gusta que andes sola.-No me parece tan lúgubre. ¿Y por qué no puedo andar sola?-¿Te gusta el humo negro de las locomotoras?-Me gustan los medios de transporte. Soñar con viajes. Irme sin irme. "Ir y quedar y con quedar

partirse."Volvimos a casa. Enloquecido de celos (¿celos de qué? De todo), durante el trayecto apenas le

hablé.-Podríamos tal vez comprar alguna casita en San Isidro o en Olivos, es tan desagradable este barrio

-le dije, fingiendo que me era posible adquirir una casa en esos lugares.-No creas. Tenemos muy cerca de aquí el parque Lezama.

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-Es una desolación. Las estatuas están rotas, las fuentes sin agua, los árboles apestados. Mendigos, viejos y lisiados van con bolsas, para tirar o recoger basuras.

-No me fijo en esas cosas.-Antes no querías sentarte en un banco donde alguien había comido mandarinas o pan.-He cambiado mucho,-Por mucho que hayas cambiado, no puede gustarte un parque como ése. Ya sé que tiene un museo

con leones de mármol que cuidan la entrada y que jugabas allí en tu infancia, pero eso no quiere decir nada.-No te comprendo -me respondió Cristina. Y sentí que me despreciaba, con un desprecio que podía

conducirla al odio.Durante días, que me parecieron años, la vigilé, tratando de disimular mi ansiedad. Todas las tardes

pasaba por la plaza frente a la iglesia y los sábados por el horrible puente negro de Constitución. Un día me aventuré a decir a Cristina:

Si descubriéramos que esta casa fue habitada por otras personas ¿qué harías, Cristina? ¿Te irías de aquí?

-Si una persona hubiera vivido en esta casa, esa persona tendría que ser como esas figuritas de azúcar que hay en los postres o en las tortas de cumpleaños: una persona dulce como el azúcar. Esta casa me inspira confianza ¿será el jardincito de la entrada que me infunde tranquilidad? ¡No sé! No me iría de aquí por todo el oro del mundo. Además no tendríamos adónde ir. Tú mismo me lo dijiste hace un tiempo.

No insistí, porque iba a pura pérdida. Para conformarme pensé que el tiempo compondría las cosas.Una mañana sonó el timbre de la puerta de calle. Yo estaba afeitándome y oí la voz de Cristina.

Cuando concluí de afeitarme, mi mujer ya estaba hablando con la intrusa. Por la abertura de la puerta las espié. La intrusa tenía una voz tan grave y los pies tan grandes que eché a reír.

-Si usted vuelve a ver a Daniel, lo pagará muy caro, Violeta.-No sé quién es Daniel y no me llamo Violeta -respondió mí mujer.-Usted está mintiendo.-No miento. No tengo nada que ver con Daniel.-Yo quiero que usted sepa las cosas como son.-No quiero escucharla.Cristina se tapó las orejas con las manos. Entré en el cuarto y dije a la intrusa que se fuera. De cerca

le miré los pies, las manos y el cuello. Entonces advertí que era un hombre disfrazado de mujer. No me dio tiempo de pensar en lo que debía hacer; como un relámpago desapareció dejando la puerta entreabierta tras de sí.

No comentamos el episodio con Cristina; jamás comprenderé por qué; era como si nuestros labios hubieran estado sellados para todo lo que no fuese besos nerviosos, insatisfechos o palabras inútiles. En aquellos días, tan tristes para mí, a Cristina le dio por cantar. Su voz era agradable, pero me exasperaba, porque formaba parte de ese mundo secreto, que la alejaba de mí. Por qué, si nunca había cantado, ahora cantaba noche y día mientras se vestía o se bañaba o cocinaba o cerraba las persianas!

Un día en que oí a Cristina exclamar con un aire enigmático:Sospecho que estoy heredando la vida de alguien. las dichas y las penas, las equivocaciones y los

aciertos. Estoy embrujada -fingí no oír esa frase atormentadora. Sin embargo, no sé por qué empecé a averiguar en el barrio quién era Violeta, dónde estaba, todos los detalles de su vida.

A media cuadra de nuestra casa había una tienda donde vendían tarjetas postales, papel, cuadernos, lápices, gomas de borrar y juguetes. Para mis averiguaciones, la vendedora de esa tienda me pareció la persona más indicada; era charlatana y curiosa, sensible a las lisonjas. Con el pretexto de comprar un, cuaderno y lápices, fui una tarde a conversar con ella. Le alabé los ojos, las manos, el pelo. Nunca me

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atreví a pronunciar la palabra Violeta. Le expliqué que éramos vecinos. Le pregunté finalmente quién había vivido en nuestra casa. Tímidamente le dije:

-¿No vivía una tal Violeta?Me contestó cosas muy vagas, que me inquietaron más. Al día siguiente traté de averiguar en el

almacén algunos otros detalles. Me dijeron que Violeta estaba en un sanatorio frenopático y me dieron la dirección.

Canto con una voz que no es mía -me dijo Cristina, renovando su aire misterioso. Antes me hubiera afligido, pero ahora me deleita. Soy otra persona, tal vez más feliz que yo.

Fingí de nuevo no haberla oído. Yo estaba leyendo el diario.De tanto averiguar detalles de la vida de Violeta, confieso que desatendía a Cristina.Fui al sanatorio frenopático, que quedaba en Flores. Ahí pregunté por Violeta y me dieron la

dirección de Arsenia López, su profesora de canto.Tuve que tornar el tren en Retiro, para que me llevara a Olivos. Durante el trayecto una tierrita me

entró en un ojo, de modo que en el momento de llegar a la casa de Arsenia López, se me caían las lágrimas, como si estuviese llorando. Desde la puerta de calle oí voces de mujeres, que hacían gárgaras con las escalas, acompañadas de un piano, que parecía más bien un organillo.

Alta, delgada, aterradora apareció en el fondo de un corredor Arsenia López, con un lápiz en la mano. Le dije tímidamente que venía a buscar noticias de Violeta.

-¿Usted es el marido?-No, soy un pariente -le respondí secándome los ojos con un pañuelo.-Usted será uno de sus innumerables admiradores -me dijo, entornando los ojos y tomándome la

mano-. Vendrá para saber lo que todos quieren saber, ¿cómo fueron los últimos días de Violeta? Siéntese. No hay que imaginar que una persona muerta forzosamente haya sido pura, fiel, buena.

-Quiere consolarme -le dije.Ella, oprimiendo mi mano con su mano húmeda, contestó:-Sí. Quiero consolarlo. Violeta era no sólo mi discípula, sino mi íntima amiga. Si se disgustó conmigo,

fue tal vez porque me hizo demasiadas confidencias y porque ya no podía engañarme. Los últimos días que la vi, se lamentó amargamente de su suerte. Murió de envidia. Repetía sin cesar. "Alguien me ha robado la vida, pero lo pagará muy caro. No tendré mi vestido de terciopelo, ella lo tendrá; Bruto será de ella; los hombres no se disfrazarán de mujer para entrar en mi casa sino en la de ella; perderé la voz que transmitiré a esa otra garganta indigna; no nos abrazaremos con Daniel en el puente de Constitución, ilusionados con un amor imposible, inclinados como antaño, sobre la baranda de hierro, viendo los trenes alejarse."

Arsenia López me miró en los ojos y me dijo:-No se aflija. Encontrará muchas mujeres más leales. Ya sabemos que era hermosa ¿pero acaso la

hermosura es lo único bueno que hay en el mundo?Mudo, horrorizado, me alejé de aquella casa, sin revelar mi nombre a Arsenia López que, al

despedirse de mí, intentó abrazarme, para demostrar su simpatía.Desde ese día Cristina se transformó, para mí, al menos, en Violeta. Traté de seguirla a todas horas,

para descubrirla en los brazos de sus amantes. Me alejé tanto de ella que la vi como a una extraña. Una noche de invierno huyó. La busqué hasta el alba.

Ya no sé quién fue víctima de quién, en esa casa de azúcar que ahora está deshabitada.

Roberto Arlt“La pista de los dientes de oro”(El jorobadito, 1937)

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Lauro Spronzini se detiene frente al espejo. Con los dedos de la mano izquierda mantiene levantado el labio superior, dejando al descubierto dos dientes de oro. Entonces ejecuta la acción extraña; introduce en la boca los dedos pulgar e índice de la mano derecha, aprieta la superficie de los dientes metálicos y retira una película de oro. Y su dentadura aparece nuevamente natural. Entre sus dedos ha quedado la auténtica envoltura de los falsos dientes de oro.

Lauro se deja caer en un sillón situado al costado de su cama y prensa maquinalmente entre los dedos la película de oro, que utilizó para hacer que sus dientes aparecieran como de ese metal.

Esto ocurre a las once de la noche. A las once y cuarto, en otro paraje, el Hotel Planeta, Ernesto, el botones, golpea con los nudillos de

los dedos en el cuarto número 1, ocupado por Doménico Salvato. Ernesto lleva un telegrama para el señor Doménico. Ernesto ha visto entrar al señor Doménico en compañía de un hombre con los dientes de oro. Ernesto abre la puerta y cae desmayado.

A las once y media, un grupo de funcionarios y de curiosos se codean en el pasillo del hotel, donde estallan los fogonazos de magnesio de los repórters policiales. Frente a la puerta del cuarto número 1 está de guardia el agente número 1539. El agente número 1539, con las manos apoyadas en el cinturón de su corregie, abre la puerta respetuosamente cada vez que llega un alto funcionario. En esta circunstancia todos los curiosos estiran el cuello; por la rendija de la puerta se ve una silla suspendida en los aires, y más abajo de los tramos de la silla cuelgan los pies de un hombre.

En el interior del cuarto un fotógrafo policial registra con su máquina esta escena: un hombre sentado en una silla, amarrado a ella por ligaduras blancas, cuelga de los aires sostenido por el cuello de una sábana arrollada. El ahorcado tiene una mordaza en torno de la boca. La cama del muerto está deshecha. El asesino ha recogido de allí las sábanas con que ha sujetado a la víctima.

Hugo Ankerman, camarero de interior; Hermán González, portero, y Ernesto Loggi, botones, coinciden en sus declaraciones. Doménico Salvato ha llegado dos veces al hotel en compañía de un hombre con los dientes de oro y anteojos amarillos.

A las doce y media de la noche los redactores de guardia en los periódicos escriben titulares así: El enigma del bárbaro crimen del diente de oro Son las diez de la mañana. El asesino Lauro Spronzini, sentado en un sillón de mimbre de un café del boulevard, lee los

periódicos frente a su vaso de cerveza. Pero ni Hugo ni Hermán ni Ernesto, podrían reconocer en este pálido rostro pensativo, sin lentes, ni dientes de oro, al verdugo que ha ejecutado a Doménico Salvato. En el fondo de la atmósfera luminosa que se filtra bajo el toldo de rayas amarillas, Lauro Spronzini tiene la apariencia de un empleado de comercio en vacaciones.

Lauro Spronzini deja de leer los periódicos y sonríe, abstraído, mirando al vacío. Una muchacha que pasa detiene los ojos en él. Nuestro asesino ha sonreído con dulzura. Y es que piensa en los trances dificultosos por los que pasarán numerosos ciudadanos en cuya boca hay engastados dos dientes de oro.

No se equivoca. A esa misma hora, hombres de diferente condición social, pululaban por las intrincadas galerías del

Departamento de Policía, en busca de la oficina donde testimoniar su inocencia. Lo hacen por su propia tranquilidad.

Un barbudo de nariz de trompeta y calva brillante, sentado frente a una mesa desteñida, cubierta de papelotes y melladuras de cortaplumas, recibe las declaraciones de estos timoratos, cuyas primeras palabras son:

-Yo he venido a declarar que a pesar de tener dos dientes de oro, no tengo nada que ver con el crimen.

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El calvo recibe las declaraciones con indiferencia. Sabe que ninguno de los que se presentan son los posibles autores del retorcido delito. Siguiendo la rutina de las indagaciones elementales, pregunta y anota:

-Entre nueve y once de la noche, ¿dónde se encontraba usted? ¿Quiénes son las personas que le han visto en tal lugar?

Algunos se avergüenzan de tener que declarar que a esas horas hacían acto de presencia en lugares poco recomendables para personas de aspecto tan distinguido como el que ellas presentaban.

En las declaraciones se descubrían singularidades. Un ciudadano confirmó haber frecuentado a esas horas un garito cuya existencia había escapado al control de la policía. Demetrio Rubati de "profesión" ladrón, con dos dientes de oro en el maxilar izquierdo, después de arduas cavilaciones, se presenta a declarar que aquella noche ha cometido un robo en un establecimiento de telas. Efectivamente tal robo fue registrado. Rubati inteligentemente comprende que es preferible ser apresado como ladrón a caer bajo la acción de la ley por sospechoso de un crimen que no ha cometido. Queda detenido.

También se presenta una señora inmensamente gorda, con dos dientes de oro, para declarar que ella no es autora del crimen. El barbudo interrogador se queda mirándola, sorprendido. Nunca imaginó que la estupidez humana pudiera alcanzar proporciones inusitadas.

Los ciudadanos que tienen dientes de oro se sienten molestos en los lugares públicos. Durante las primeras horas que siguen al día del crimen, todo aquél que en un café, en una oficina, en el tranvía o en la calle, muestre al conversar, dientes de oro, es observado con atenta curiosidad por todas las personas que le rodean. Los hombres que tienen dientes de oro se sienten sospechosos del crimen; les intranquiliza la soterrada {...}* de los que los tratan. Son raros en esos días aquellos que por tener dos dientes de oro engarzados en la boca, no se sientan culpables de algo.

En tanto la policía trabaja. Se piden a todos los dentistas de la capital las direcciones de las personas que han asistido de enfermedades de la dentadura que exigían la completa ubicación de dos o más dientes en el orificio superior izquierdo. Los diarios solicitan, también, la presentación a la policía de aquellas personas que pudieran aclarar algo respecto a este crimen de características tan singulares.

Las hipótesis del crimen pueden reducirse en pocas palabras y son semejantes en todos los periódicos.

Doménico Salvato ha entrado en su cuarto en compañía del asesino. Ha conversado con éste, no ha reñido, al menos en tono suficientemente alto como que para no se lo pudiera escuchar. Después el desconocido ha descargado un puñetazo en la mandíbula de Salvato, y éste ha caído desmayado, circunstancia que el asesino aprovechó para sujetarlo a la silla con las cuerdas hechas desgarrando las sábanas. Luego amordaza a su víctima. Cuando recobra el sentido, se ve obligada a escuchar a su agresor, quien después de reprocharle no se sabe qué, ha procedido a ahorcarlo. El móvil, no queda ninguna duda, ha sido satisfacer un exacerbado sentimiento de odio y de venganza. El muerto es de nacionalidad italiana.

La primera plana de los diarios reproduce el cuarto del hotel en el espantoso desorden que lo ha encontrado la policía. El respaldar de la silla apoyado sobre la tabla de una puerta; el ahorcado colgado en el aire por el cuello, y la sábana anudada en dos partes, amarrada al picaporte de la puerta. Es el crimen bárbaro que ansía la mentalidad de los lectores de dramones espeluznantes.

La policía tiende sus redes; se aguardan los informes de los dentistas, se confirman los prontuarios recientes de todos los inmigrantes, para descubrir quiénes son los ciudadanos de nacionalidad italiana que tienen dos dientes de oro en el maxilar superior izquierdo. Durante quince días todos los periódicos consignan la marcha de la investigación. Al mes, el recuerdo de este suceso se olvida; al cabo de nueve semanas son raros aquellos que detienen su atención en el recuerdo del crimen; un año después, el asunto pasa a los archivos de la policía. . . El asesino no es descubierto nunca.

Sin embargo, una persona pudo haber hecho encarcelar a Lauro Spronzini. Era Diana Lucerna. Pero ella no lo hizo.

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A las tres de la tarde del día que todos los diarios comentan su crimen, Lauro Spronzini experimenta una ligera comezón ardorosa en la muela. Una hora después, como si algún demonio accionara el mecanismo nervioso del diente, la comezón ardorosa acrecienta su temperatura. Se transforma en un clavo de fuego que atraviesa la mandíbula del hombre, eyaculando en su tuétano borbotones de fuego. Lauro experimenta la sensación de que le aproximan a la mejilla una plancha de hierro candente. Tiene que morderse los labios para no gritar; lentamente, en su mandíbula el clavo de fuego se enfría, le permite suspirar con alivio, pero súbitamente la sensación quemante se convierte en una espiga de hielo que le solidifica las encías y los nervios injertados en la pulpa del diente, al endurecerse bajo la acción del frío tremendo, aumentan de volumen. Parece como si bajo la presión de su crecimiento el hueso del maxilar pudiera estallar como un shrapnell. Son dolores fulgurantes, por momentos relámpagos de fosforescencias pasan por sus ojos.

Lauro comprende que ya no puede continuar soportando este martilleo de hielo y fuego que alterna los tremendos mazazos en la mínima superficie de un diente escondido allá en el fondo de su boca. Es necesario visitar a un odontólogo.

Instintivamente, no sabe por qué razón, resuelve consultar a una mujer, a una dentista, en lugar de un profesional del sexo masculino. Busca en la guía del teléfono.

Una hora después Diana Lucerna se inclina sobre la boca abierta del enfermo y observa con el espejuelo la dentadura. Indudablemente, al paciente debe aquejarle una neuralgia, porque no descubre en los molares ninguna picadura. Sin embargo, de pronto, algo en el fondo de la boca le llama la atención. Allí, en la parte interna de la corona de un diente, ve reflejada en el espejuelo una veta de papel de oro, semejante al que usan los doradores. Con la pinza extrae el cuerpo extraño. La veta de oro cubría la grieta de una caries profunda. Diana Lucerna, inclinándose sobre la boca del enfermo, aprieta con la punta de la pinza en la grieta, y Lauro Spronzini se revuelve dolorido en el sillón. Diana Lucerna, mientras examina el diente del enfermo, piensa en qué extraño lugar estaba fijada esa veta de papel de oro.

Diana Lucerna, como otros dentistas, ha recibido ya una circular policial pidiéndole la dirección de aquellos enfermos a quienes hubiera orificado las partes superiores de la dentadura izquierda.

Diana se retira del enfermo con las manos en los bolsillos de su guardapolvo blanco, observa el pálido rostro de Lauro, y le dice:

-Hay un diente picado. Habrá que hacerle una orificación. Lauro tiembla imperceptiblemente, pero tratando de fingir indiferencia, pregunta: -¿Cuesta mucho platinarlo? -No; la diferencia es muy poca. Mientras Diana prepara el torno, habla: -A causa del crimen del hombre del diente de oro, nadie querrá, durante unos cuantos meses,

arreglarse con oro las dentaduras. Lauro esfuerza una sonrisa. Diana lo espía por el espejo y observa que la frente del hombre está

perlada de sudor. La dentista prosigue, mientras escoge unas mechas: -Yo creo que ese crimen es una venganza... ¿Y usted?...-Yo también. ¿Quién sino aquel que tuviera que cumplir con el deber de una venganza, podría

amarrar a un hombre a una silla, amordazarlo, reprocharle, como dicen los diarios, vaya a saber qué tremendos agravios, y matarlo?... Un hombre no mata a otro por una bagatela ni mucho menos.

Media hora después Lauro Spronzini abandona el consultorio de la dentista. Ha dejado anotado en el libro de consultas su nombre y dirección. Diana Lucerna le dice:

-Véngase pasado mañana. Lauro sale, y Diana se queda sola en su consultorio, frío de cristales y níqueles, mirando abstraída

por los visillos de una ventana las techumbres de las casas de los alrededores. Luego, bruscamente

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inspirada, va y busca los diarios de la mañana. Los elementales datos de la filiación externa coinciden con ciertos aspectos físicos de su cliente. Los comentarios del crimen son análogos. Se trata de una venganza. Y el autor de aquella venganza debe ser él. Aquella veta de papel de oro, fijada en la grieta de un diente, revela que el asesino se cubrió los dientes con una película de oro para lanzar a la policía sobre una pista falsa. Si en este mismo momento se revisara la dentadura de todos los habitantes de la ciudad, no se encontraría en los dientes de ninguno de ellos ese sospechosísimo trozo de película. No le queda duda: él es el asesino; él es el asesino y ella debe denunciarlo. Debe...

Una congoja dulce se desenrosca sobre el corazón de Diana, con tal frenesí hambriento de protección y curiosidad, que derrota toda la fuerza estacionada en su voluntad moral.

Debe denunciar al asesino... Pero el asesino es un hombre que le gusta. Le gusta ahora con un deseo tan violentamente dirigido, que su corazón palpita con más violencia que si él tratara de asesinarla. Y se aprieta el pecho con las manos.

Diana se dirige rápidamente al libro de consultas y busca la dirección de Lauro. ¿Es o no falsa esa dirección? ¡Quiera Dios que no!... Diana se quita precipitadamente el guardapolvo, le indica a la criada que si llegan clientes les diga que la aguarden, y sube a un automóvil. Esto ocurre como a través de la cenicienta neblina de un sueño, y sin embargo, la ciudad está cubierta de sol hasta la altura de las cornisas.

Una impaciencia extraordinaria empuja a Diana a través de la vida diferenciada de los otros seres humanos. Sabe que va al encuentro de lo desconocido monstruoso; el automóvil entra en el sol de las bocacalles, y en la sombra de las fachadas; súbitamente se encuentra detenida frente a la entrada obscura de una casa de departamentos, sube a la garita iluminada de un ascensor de acero, una criada asoma la cabeza por una puerta gris entreabierta, y de pronto se encuentra... Está allí... Allí, de pie, frente al asesino que, en mangas de camisa, se ha puesto de pie tan bruscamente, que no ha tenido tiempo de borrar de la colcha azulenca de la cama la huella que ha dejado su cuerpo tendido. La criada cierra la puerta tras ellos. El hombre, despeinado, mira a la fina muchacha de pie frente a él.

Diana le examina el rostro con dureza, Lauro Spronzini comprende que ha sido descubierto; pero se siente infinitamente tranquilizado. Señala a la joven el mismo sillón en que él, la noche después de ahorcar a Doménico Salvato, se ha dejado caer, y Diana, respirando agitada, obedece.

Lauro la mira, y después, con voz dulce, le pregunta:-¿Qué le pasa, señorita?Ella se siente dominada por esta voz; se pone de pie para marcharse; pero no se atreve a decir lo

que piensa. Lauro comprende que todo puede perderse: los desencajados ojos de la dentista revelan que al disolverse su excitación sobreviene la repulsión, y entonces dice:

-Yo soy quien mató a Doménico Salvato. Es un acto de justicia, señorita. Era el desalmado más extraordinario de quien he oído hablar. En Brindisi -yo soy italiano-, hace siete años, se llevó de la casa de mis padres a mi hermana mayor. Un año después la abandonó. Mi hermana vino a morir a casa completamente tuberculosa. Su agonía duró treinta días con sus noches. Y el único culpable de aquel tremendo desastre era él. Hay crímenes que no se deben dejar sin castigo. Yo lo desmayé de un golpe, lo amarré a la silla, lo amordacé para que no pudiera pedir auxilio, y luego le relaté durante una hora la agonía que soportó mi hermana por su culpa. Quise que supiera que era castigado porque la ley no castiga ciertos crímenes.

Diana lo escucha y responde:-Supe que era usted por las partículas de oro que quedaron adheridas en la hendidura de la caries.Lauro prosigue: -Supe que él había huido a la Argentina, y vine a buscarlo. -¿No lo encontrarán a usted?-No; si usted no me denuncia.

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Diana lo mira: -Es espantoso lo que usted ha hecho. Lauro la interrumpió, frío:-La agonía de él ha durado una hora. La agonía de mi hermana se prolongó las veinticuatro horas de

treinta días y treinta noches. La agonía de él ha sido incomparablemente dulce comparada con la que hizo sufrir a una pobre muchacha, cuyo único crimen fue creer en sus promesas.

Diana Lucerna comprende que el hombre tiene razón: -¿No lo encontrarán a usted? -Yo creo que no... -¿Vendrá usted a curarse mañana? -Sí, señorita; mañana iré. Y cuando ella sale, Lauro sabe que no lo denunciará.

Marco Denevi“Cuento policial”(Falsificaciones, 1977)

Rumbo a la tienda donde trabajaba como vendedor, un joven pasaba todos los días por delante de una casa en cuyo balcón una mujer bellísima leía un libro. La mujer jamás le dedicó una mirada. Cierta vez el joven oyó en la tienda a dos clientes que hablaban de aquella mujer. Decían que vivía sola, que era muy rica y que guardaba grandes sumas de dinero en su casa, aparte de las joyas y de la platería. Una noche el joven, armado de ganzúa y de una linterna sorda, se introdujo sigilosamente en la casa de la mujer. La mujer despertó, empezó a gritar y el joven se vio en la penosa necesidad de matarla. Huyó sin haber podido robar ni un alfiler, pero con el consuelo de que la policía no descubriría al autor del crimen. A la mañana siguiente, al entrar en la tienda, la policía lo detuvo. Azorado por la increíble sagacidad policial, confesó todo. Después se enteraría de que la mujer llevaba un diario íntimo en el que había escrito que el joven vendedor de la tienda de la esquina, buen mozo y de ojos verdes, era su amante y que esa noche la visitaría.

Jorge Luis Borges“El jardín de senderos que se bifurcan”(El jardín de senderos que se bifurcan, 1941)

A Victoria Ocampo

En la página 242 de la Historia de la Guerra Europea de Lidell Hart, se lee que una ofensiva de trece divisiones británicas (apoyadas por mil cuatrocientas piezas de artillería) contra la línea Serre-Montauban había sido planeada para el 24 de julio de 1916 y debió postergarse hasta la mañana del día 29. Las lluvias torrenciales (anota el capitán Lidell Hart) provocaron esa demora —nada significativa, por cierto. La siguiente declaración, dictada, releída y firmada por el doctor Yu Tsun, antiguo catedrático de inglés en la Hochschule de Tsingtao, arroja una insospechada luz sobre el caso. Faltan las dos páginas iniciales. “... y colgué el tubo. Inmediatamente después, reconocí la voz que había contestado en alemán. Era la del capitán Richard Madden. Madden, en el departamento de Viktor Runeberg, quería decir el fin de nuestros afanes y —pero eso parecía muy secundario, o debería parecérmelo— también de nuestras vidas. Quería decir que Runeberg había sido arrestado o asesinado [1]. Antes que declinara el sol de ese día, yo correría la misma suerte. Madden era implacable. Mejor dicho, estaba obligado a ser implacable. Irlandés a las órdenes de Inglaterra, hombre acusado de tibieza y tal vez de traición ¿cómo no iba a abrazar y

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agradecer este milagroso favor: el descubrimiento, la captura, quizá la muerte de dos agentes del Imperio Alemán? Subí a mi cuarto; absurdamente cerré la puerta con llave y me tiré de espaldas en la estrecha cama de hierro. En la ventana estaban los tejados de siempre y el sol nublado de las seis. Me pareció increíble que es día sin premoniciones ni símbolos fuera el de mi muerte implacable. A pesar de mi padre muerto, a pesar de haber sido un niño en un simétrico jardín de Hai Feng ¿yo, ahora, iba a morir? Después reflexioné que todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente ahora. Siglos de siglos y sólo en el presente ocurren los hechos; innumerables hombres en el aire, en la tierra y el mar, y todo lo que realmente me pasa me pasa a mí... El casi intolerable recuerdo del rostro acaballado de Madden abolió esas divagaciones. En mitad de mi odio y de mi terror (ahora no me importa hablar de terror: ahora que he burlado a Richard Madden, ahora que mi garganta anhela la cuerda) pensé que ese guerrero tumultuoso y sin duda feliz no sospechaba que yo poseía el Secreto. El nombre del preciso lugar del nuevo parque de artillería británico sobre el Ancre. Un pájaro rayó el cielo gris y ciegamente lo traduje en un aeroplano y a ese aeroplano en mucho (en el cielo francés) aniquilando el parque de artillería con bombas verticales. Si mi boca, antes que la deshiciera un balazo, pudiera gritar ese nombre de modo que los oyeran en Alemania... Mi voz humana era muy pobre. ¿Cómo hacerla llegar al oído del Jefe? Al oído de aquel hombre enfermo y odioso, que no sabía de Runeberg y de mí sino que estábamos en Staffordshire y que en vano esperaba noticias nuestras en su árida oficina de Berlín, examinando infinitamente periódicos... Dije en voz alta: Debo huir. Me incorporé sin ruido, en una inútil perfección de silencio, como si Madden ya estuviera acechándome. Algo -tal vez la mera ostentación de probar que mis recursos eran nulos—me hizo revisar mis bolsillos. Encontré lo que sabía que iba a encontrar. El reloj norteamericano, la cadena de níquel y la moneda cuadrangular, el llavero con las comprometedoras llaves inútiles del departamento de Runeberg, la libreta, un carta que resolví destruir inmediatamente (y que no destruí), el falso pasaporte, una corona, dos chelines y unos peniques, el lápiz rojo-azul, el pañuelo, el revólver con una bala. Absurdamente lo empuñé y sopesé para darme valor. Vagamente pensé que un pistoletazo puede oírse muy lejos. En diez minutos mi plan estaba maduro. La guía telefónica me dio el nombre de la única persona capaz de transmitir la noticia: vivía n un suburbio de Fenton, a menos de media hora de tren. Soy un hombre cobarde. Ahora lo digo, ahora que he llevado a término un plan que nadie no calificará de arriesgado. Yo sé que fue terrible su ejecución. No lo hice por Alemania, no. Nada me importa un país bárbaro, que me ha obligado a la abyección de ser un espía. Además, yo sé de un hombre de Inglaterra —un hombre modesto— que para mí no es menos que Goethe. Arriba de una hora no hablé con él, pero durante una hora fue Goethe... Lo hice, porque yo sentía que el Jefe tenía en poco a los de mi raza -a los innumerables antepasados que confluyen en mí. Yo quería probarle que un amarillo podía salvar a sus ejércitos. Además, yo debía huir del capitán. Sus manos y su voz podían golpear en cualquier momento a mi puerta. Me vestí sin ruido, me dije adiós en el espejo, bajé, escudriñé la calle tranquila y salí. La estación no distaba mucho de casa, pero juzgué preferible tomar un coche. Argüí que así corría menos peligro de ser reconocido; el hecho es que en la calle desierta me sentía visible y vulnerable, infinitamente. Recuerdo que le dije al cochero que se detuviera un poco antes de la entrada central. Bajé con lentitud voluntaria y casi penosa; iba a la aldea de Ashgove, pero saqué un pasaje para una estación más lejana. El tren salía dentro de muy pocos minutos, a las ocho y cincuenta. Me apresuré: el próximo saldría a las nueve y media. No había casi nadie en el andén. Recorrí los coches: recuerdo a unos labradores, una enlutada, un joven que leía con fervor los Anales de Tácito, un soldado herido y feliz. Los coches arrancaron al fin. Un hombre que reconocí corrió en vano hasta el límite del andén. Era el capitán Richard Madden. Aniquilado, trémulo, me encogí en la otra punta del sillón, lejos del temido cristal. De esa aniquilación pasé a una felicidad casi abyecta. Me dije que estaba empeñado mi duelo y que yo había ganado el primer asalto, al burlar, siquiera por cuarenta minutos, siquiera por un favor del azar, el ataque de mi adversario. Argüi que no era mínima, ya que sin esa diferencia preciosa que el horario de

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trenes me deparaba, yo estaría en la cárcel, o muerto. Argüí (no menos sofísticamente) que mi felicidad cobarde probaba que yo era hombre capaz de llevar a buen término la aventura. De esa debilidad saqué fuerzas que no me abandonaron. Preveo que el hombre se resignara cada día a empresas más atroces; pronto no habrá sino guerreros y bandoleros; les doy este consejo: El ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el pasado. Así procedí yo, mientras mis ojos de hombre ya muerto registraban la fluencia de aquel día que era tal vez el último, y la difusión de la noche. El tren corría con dulzura, entre fresnos. Se detuvo, casi en medio del campo. Nadie gritó el nombre de la estación. ¿Ashgrove? les pregunté a unos chicos en el andén.Ashgrove, contestaron. Bajé. Una lámpara ilustraba el andén, pero las caras de los niños quedaban en la zona de la sombra. Uno me interrogó: ¿Usted va a casa del doctor Stephen Albert?. Sin aguardar contestación, otro dijo: La case queda lejos de aquí, pero usted no se perderá si toma ese camino a la izquierda y en cada encrucijada del camino dobla a la izquierda. Les arrojé una moneda (la última), bajé unos escalones de piedra y entré en el solitario camino. Éste, lentamente, bajaba. Era de tierra elemental, arriba se confundían las ramas, la luna baja y circular parecía acompañarme. Por un instante, pensé que Richard Madden había penetrado de algún modo mi desesperado propósito. Muy pronto comprendí que eso era imposible. El consejo de siempre doblar a la izquierda me recordó que tal era el procedimiento común para descubrir el patio central de ciertos laberintos. Algo entiendo de laberintos: no en vano soy bisnieto de aquel Ts'ui Pên, que fue gobernador de Yunnan y que renunció al poder temporal para escribir una novela que fuera todavía más populosa que el Hung Lu Meng y para edificar un laberinto en el que se perdieran todos los hombres. Trece años dedicó a esas heterogéneas fatigas, pero la mano de un forastero lo asesinó y su novela era insensata y nadie encontró el laberinto. Bajo árboles ingleses medité en ese laberinto perdido: lo imaginé inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una montaña, lo imaginé borrado por arrozales o debajo del agua, lo imaginé infinito, no ya de quioscos ochavados y de sendas que vuelven, sino de ríos y provincias y reinos... Pensé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algún modo los astros. Absorto en esas ilusorias imágenes, olvidé mi destino de perseguido. Me sentí, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del mundo. El vago y vivo campo, la luna, los restos de la tarde, obraron en mí; asimismo el declive que eliminaba cualquier posibilidad de cansancio. La tarde era íntima, infinita. El camino bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas praderas. Una música aguda y como silábica se aproximaba y se alejaba en el vaivén del viento, empañada de hojas y de distancia. Pensé que un hombre puede ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros hombres, pero no de un país: no de luciérnagas, palabras, jardines, cursos de agua, ponientes. Llegué, así, a un alto portín herrumbrado. Entre las rejas descifré una alameda y una especie de pabellón. Comprendí, de pronto, dos cosas, la primera trivial, la segunda casi increíble: la música venía del pabellón, la música era china. Por eso, yo la había aceptado con plenitud, sin prestarle atención. No recuerdo si había una campana o un timbre o si llamé golpeando las manos. El chisporroteo de la música prosiguió. Pero del fondo de la íntima casa un farol se acercaba: un farol que rayaban y a ratos anulaban los troncos, un farol de papel, que tenía la forma de los tambores y el color de la luna. Lo traía un hombre alto. No vi su rostro, porque me cegaba la luz. Abrió el portón y dijo lentamente en mi idioma: —Veo que el piadoso Hsi P'êng se empeña en corregir mi soledad. ¿Usted sin duda querrá ver el jardín? Reconocí el nombre de uno e nuestros cónsules y repetí desconcertado: —¿El jardín? —El jardín de los senderos que se bifurcan- Algo se agitó en mi recuerdo y pronuncié con incomprensible seguridad: —El jardín e mi antepasado Ts'ui Pên. —¿Su antepasado? ¿Su ilustre antepasado? Adelante.

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El húmedo sendero zigzagueaba como los de mi infancia. Llegamos a una biblioteca de libros orientales y occidentales. Reconocí, encuadernados en seda amarilla, algunos tomos manuscritos de la Enciclopedia Perdida que dirigió el Tercer Emperador e la Dinastía Luminosa y que no se dio nunca a la imprenta. El disco del gramófono giraba junto a un fénix de bronce. Recuerdo también un jarrón de la familia rosa y otro, anterior de muchos siglos, de ese color azul que nuestros antepasados copiaron de los alfareros de Persia... Stephen Albert me observaba, sonriente. Era (ya lo dije) muy alto, de rasgos afilados, de ojos grises y barba gris. Algo de sacerdote había en él y también de marino; después me refirió que había sido misionero en Tientsin “antes de aspirar a sinólogo”. Nos sentamos; yo en un largo y bajo diván; él de espaldas a la ventana y a un alto reloj circular. Computé que antes de una hora no llegaría mi perseguidor, Richard Madden. Mi determinación irrevocable podía esperar. —Asombroso destino el de Ts'ui Pên —dijo Stephen Albert—. Gobernador de us provincia natal, docto en astronomía, en astrología y enm la interpretación infatigable de los libros canónicos, ajedrecista, famoso poeta y calígrafo: todo lo abandonó para componer un libro y un laberinto. Renunció a los placeres de la opresión, de la justicia, del numeroso lecho, de los banquetes y aun de la erudición y se enclaustró durante trece años en el Pabellón de la Límpida Soledad. A su muerte, los herederos no encontraron sino manuscritos caóticos. La familia, como acaso no ignora, quiso adjudicarlos al fuego; pero su albacea —un monje taoísta o budista— insistió en la publicación. —Los de la sangre de Ts'ui Pên -repliqué— seguimos execrando a ese moje. Esa publicación fue insensata. El libro es un acervo indeciso de borradores contradictorio. Lo he examinado alguna vez: en el tercer capítulo muere el héroe, en el cuarto está vivo. En cuanto a la otra empresa de Ts'ui Pên, a su Laberinto... —Aquí está el Laberinto -dijo indicándome un alto escritorio laqueado. —¡Un laberinto de marfil! -exclamé-. Un laberinto mínimo... —Un laberinto de símbolos -corrigió-. Un invisible laberinto de tiempo. A mí, bárbaro inglés, me ha sido deparado revelar ese misterio diáfano. Al cabo de más de cien años, los pormenores son irrecuperables, pero no es difícil conjeturar lo que sucedió. Ts'ui Pên diría una vez: Me retiro a escribir un libro. Y otra: Me retiro a construir un laberinto. Todos imaginaron dos obras; nadie pensó que libro y laberinto eran un solo objeto. El Pabellón de la Límpida Soledad se erguía en el centro de un jardín tal vez intrincado; el hecho puede haber sugerido a los hombres un laberinto físico. Ts'ui Pên murió; nadie, en las dilatadas tierras que fueron suyas, dio con el laberinto. Dos circunstancias me dieron la recta solución del problema. Una: la curiosa leyenda de que Ts'ui Pên se había propuesto un laberinto que fuera estrictamente infinito. Otra: un fragmento de una carta que descubrí. Albert se levantó. Me dio, por unos instantes, la espalda; abrió un cajón del áureo y renegrido escritorio. Volvió con un papel antes carmesí; ahora rosado y tenue y cuadriculado. Era justo el renombre caligráfico de Ts'ui Pên. Leí con incomprensión y fervor estas palabras que con minucioso pincel redactó un hombre de mi sangre: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan. Devolví en silencio la hoja. Albert prosiguió: —Antes de exhumar esta carta, yo me había preguntado de qué manera un libro puede ser infinito. No conjeturé otro procedimiento que el de un volumen cíclico, circular. Un volumen cuya última página fuera idéntica a la primera, con posibilidad de continuar indefinidamente. Recordé también esa noche que está en el centro de Las 1001 Noches, cuando la reina Shahrazad (por una mágica distracción del copista) se pone a referir textualmente la historia de Las 1001 Noches, con riesgo de llegar otra vez a la noche en que la refiere, y así hasta lo infinito. Imaginé también una obra platónica, hereditaria, transmitida de padre a hijo, en la que cada nuevo individuo agregara un capítulo o corrigiera con piadoso cuidado la página de sus mayores. Esas conjeturas me distrajeron; pero ninguna me parecía corresponder, siquiera de un modo remoto, a los

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contradictorios capítulos de Tsúi Pên. En esa perplejidad, me remitieron de Oxford el manuscrito que usted ha examinado. Me detuve, como es natural, en la frase: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan. Casi en el acto comprendí; el jardín de los senderos que se bifurcan era la novela caótica; la frase varios porvenires (no a todos) me sugirió la imagen de la bifurcación en el tiempo, no en el espacio. La relectura general de la obra confirmó esa teoría. En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts'ui Pên, opta —simultáneamente— por todas. Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también, proliferan y se bifurcan. De ahí las contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su puerta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden morir, etcétera. En la obra de Ts'ui Pên, todos los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones. Alguna vez, los senderos de ese laberinto convergen; por ejemplo, usted llega a esta casa, pero en uno de los pasados posibles usted es mi enemigo, en otro mi amigo. Si se resigna usted a mi pronunciación incurable, leeremos unas páginas. Su rostro, en el vívido círculo de la lámpara, era sin duda el de un anciano, pero con algo inquebrantable y aun inmortal. Leyó con lenta precisión dos redacciones de un mismo capítulo épico. En la primera un ejército marcha hacia una batalla a través de una montaña desierta; el horror de las piedras y de la sombra le hace menospreciar la vida y logra con facilidad la victoria; en la segunda, el mismo ejército atraviesa un palacio en el que hay una fiesta; la resplandeciente batalla le parece una continuación de la fiesta y logran la victoria. Yo oía con decente veneración esas viejas ficciones, acaso menos admirables que el hecho de que las hubiera ideado mi sangre y de que un hombre de un imperio remoto me las restituyera, en el curso de un desesperada aventura, en una isla occidental. Recuerdo las palabras finales, repetidas en cada redacción como un mandamiento secreto: Así combatieron los héroes, tranquilo en admirable corazón, violenta la espada, resignados a matar y morir. Desde ese instante, sentí a mí alrededor y en mi oscuro cuerpo una invisible, intangible pululación. No la pululación de los divergentes, paralelos y finalmente coalescentes ejércitos, sino una agitación más inaccesible, más íntima y que ellos de algún modo prefiguraban. Stephen Albert prosiguió: — No creo que su ilustre antepasado jugara ociosamente a las variaciones. No juzgo verosímil que sacrificara trece años a la infinita ejecución de un experimento retórico. En su país, la novela es un género subalterno; en aquel tiempo era un género despreciable. Ts'ui Pên fue un novelista genial, preo también fue un hombre de letras que sin duda no se consideró un mero novelista. El testimonio de sus contemporáneos proclama —y harto lo confirma su vida— sus aficiones metafísicas, místicas. La controversia filosófica usurpa buena parte de su novela. Sé que de todos los problemas, ninguno lo inquietó y lo trabajó como el abismal problema del tiempo. Ahora bien, ése es el único problema que no figura en las páginas de lJatdín. Ni siquiera usa la palabra que quiere decir tiempo. ¿Cómo se explica usted esa voluntaria omisión? Propuse varias soluciones; todas, insuficientes. Las discutimos; al fin, Stephen Albert me dijo: —En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez ¿cuál es la única palabra prohibida? Reflexioné un momento y repuse: —La palabra ajedrez. —Precisamente -dijo Albert-, El jardín de los senderos que se bifurcan es una enorme adivinanza, o parábola, cuyo tema es el espacio; esa causa recóndita le prohíbe la mención de su nombre. Omitir siempre una palabra, recurrir a metáforas ineptas y a perífrasis evidentes, es quizá el modo más enfático de indicarla. Es el modo tortuoso que prefirió, en cada uno de los meandros de su infatigable novela, el oblicuo Ts'ui Pên. He confrontado centenares de manuscritos, he corregido los errores que la negligencia de los copistas ha introducido, he conjeturado el plan de ese caos, he restablecido, he creído restablecer, el orden primordial, he traducido la obra entera: me consta que no emplea una sola vez la

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palabra tiempo. La explicación es obvia: El jardín de los senderos que se bifurcan es una imagen incompleta, pero no falsa, del universo tal como lo concebía Ts'ui Pên. A diferencia de Newton y de Schopenhauer, su antepasado no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas la posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos. En éste, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma. —En todos —articulé no sin un temblor— yo agradezco y venero su recreación del jardín de Ts'ui Pên. —No en todos -murmuró con una sonrisa-. El tiempo se bifurca perpetuamente hacia innumerables futuros. En uno de ellos soy su enemigo. Volví a sentir esa pululación de que hablé. Me pareció que el húmedo jardín que rodeaba la casa estaba saturado hasta lo infinito de invisibles personas. Esas personas eran Albert y yo, secretos, atareados y multiformes en otras dimensiones de tiempo. Alcé los ojos y la tenue pesadilla se disipó. En el amarillo y negro jardín había un solo hombre; pero ese hombre era fuerte como una estatua, pero ese hombre avanzaba por el sendero y era el capitán Richard Madden. —El porvenir ya existe —respondí—, pero yo soy su amigo. ¿Puedo examinar de nuevo la carta? Albert se levantó. Alto, abrió el cajón del alto escritorio; me dio por un momento la espalda. Yo había preparado el revólver. Disparé con sumo cuidado: Albert se desplomó sin una queja, inmediatamente. Yo juro que su muerte fue instantánea: una fulminación. Lo demás es irreal, insignificante. Madden irrumpió, me arrestó. He sido condenado a la horca. Abominablemente he vencido: he comunicado a Berlín el secreto nombre de la ciudad que deben atacar. Ayer la bombardearon; lo leí en los mismos periódicos que propusieron a Inglaterra el enigma de que el sabio sinólogo Stephen Albert muriera asesinado por un desconocido, Yu Tsun. El Jefe ha descifrado ese enigma. Sabe que mi problema era indicar (a través del estrépito de la guerra) la ciudad que se llama Albert y que no hallé otro medio que matar a una persona con ese nombre. No sabe (nadie puede saber) mi innumerable contrición y cansancio.

[1] Hipótesis odiosa y estrafalaria. El espía prusiano Hans Rabener alias Viktor Runeberg agredió con una pistola automática al portador de la orden de arrestr, capitán Richard Madden. Éste, en defensa propia, le causó heridas que determinaron su muerte. (Nota del Editor)

Carlos Guido y Spano(Hojas al viento, 1871; Ecos lejanos, 1895)

POESIA DE AMOR.

Tengo en los valles de la vida un liriomi dulce amada, encanto y primor,luz en la noche acerba del martirioperla del mar en que se hundió mi amor.

Su nombre es luz de perla. Todo en ellagentileza, ternura suavidad,destello azul de mi eclipsada estrella

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que reflejó otro tiempo y otra edad.

Color de oro puro es su cabellode las espigas en sazón la tez,el talle de Polimnia, erguido el cuellodátil nuevo de Smirna en su altivez.

Su labio carmesí destila el zumode la fresca grana, y es su andarGracioso y ligero como el humode los perfumes suaves del altar.

Dicen sus grandes ojos inocenciaSu frente inspiración, y es tanto asíque de ella emana la divina cienciadel extro bullidor surgente en mí.

Estrella de mi alma llamárala mi amorla clara fuente "ninfa" el campo "flor"

Tú eres de mi huerto la primer manzanade mi selva salvaje el ruiseñorA tu lado el espíritu se elevay se aspira el olor de la virtudMi vida en ondas mansas se renuevaprolongando para siempre la juventud.

Si envuelta en blanco velo te contemplote pareces a las vírgenes de Sióncruzando con sus lámparas el templopalpitante en los labios la emoción.

Y cuando un día a recibirte avancete imagino en tu tierna languidezel ángel soñador de la esperanzaque me sonrió en la tierra alguna vez

De sus caricias el tesoro es míoElla mi lira de marfil templóy con flores fragantes del estiomis sublimes ideales coronó

Busqué la playa y encontré el desierto,Las arenas quemáronme los piesmarcho al azar de mi destino inciertosin hoy, sin mañana y sin después.

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Ven, amada, que el templo está derruidoSus columnas tumbara el vendavalSalva el fuego sagrado allí encendidopor un amor que se sintió inmortal

Arca viva tus rumbos en la sombracustodio de tu dicha seguiré.La campiña a tu paso es verde alfombraContigo en claras ninfas beberé.

LA SOLEDAD

¡Oh soledad! ¡Oh murmurante río,A cuya margen espontáneos crecenLos árboles frondosos, que el otoñoDespoja ya de su hojarasca verde!

Huésped errante de la selva oscuraDi en estas limpias aguas. ¡Cuántas vecesMe vio la tarde, absorto en mis recuerdos,Contemplando su plácida corriente!

La gran naturaleza, de mis penasOyó el lamento que hacia Dios asciende:En su templo inmortal a quien la invocaSeguro asilo y bálsamos ofrece.

Al dejar sin retorno estos lugaresTan dulces a mi afán, llevo indelebleUna impresión de gracia, de frescura,Y hasta el sahumerio del paisaje agreste.

Como esas aves de amoroso instintoQue en busca de calor el aire hienden,Así mis pensamientos al amparoDe los afectos íntimos se vuelven.

¿Pero en cuál mejor sitio hallar la calma,Y este silencio arrobador, solemne,Que al fatigado espíritu confortaMientras las horas se deslizan breves?

Es aquí donde exhausto peregrinoQuisiera alzar mi solitario albergue,¡Y arrullado del aura y de las ondas

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Vivir lejos del mundo, para siempre!

Rafael Obligado

LA PAMPA

I

Que voz suave, qué sonoro acentopara cantarte ¡oh Pampa! ¿Me demandas?¿Será el rugido atronador del viento?¿Será el susurro de las auras blandas?

Te veo y me estremezco: mi alma sienteque tu misma grandeza la aniquila,y súbito después alzo la frentepara encerrarte entre mi audaz pupila.

Entonces algo tuyo me levanta,y libre como el viento correr quiero...¡Bate el caballo su orgullosa plantay vuela con impulso de pampero!

Fácil el llano a su vigor se tiende;huyendo lejos se adivina el monte;¡No hay límite!... la niebla se desprende,y a su paso se aleja el horizonte.

«¡Más rápido! ¡más rápido! Entreabiertoallí está el porvenir en tu camino;¡Salta! ¡vuela! Devora ese desiertoy arráncale el secreto del destino!»

Y el caballo se lanza, ya sedientode espacio, de huracán y de frescura;se desata y se aleja el pensamientocomo un ave extraviada en la llanura.

El alma sobre el llano se difunde,lo abarca como el sol al mar distante,lo huella, lo limita, lo confunde,lo empapa de su espíritu gigante.

¡Sí!, que del potro la veloz carreraprecipita al abismo los sentidos;¡El vértigo del alma se apodera

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y se sienten los nervios sacudidos!

El pecho se electriza, se acrecienta;se oye golpear un corazón de acero;allí el pulmón no vive si no alientael soplo poderoso del pampero.

Allí, lejos del hombre, sobre el llano,descompuesto el cabello, roto el traje,tengo orgullo de ser americanoy de gozar de libertad salvaje.

Se enardece mi alma; delirantearranco el velo al porvenir, ¡cuán bellala imagen de la Patria deslumbrante,amor y gloria y juventud destella!

Siento el rumor y el incesante corode un pueblo egregio que el progreso guía;y alzando el alma a Dios, me postro y oroante la imagen de la patria mía!

Entonces quema mi ardorosa mano,mi corazón es fuego, mi frente arde...¡Qué placer si desciende sobre el llanoel ala refrescante de la tarde!

II

La aurora es la belleza que deslumbra,la juventud, el canto, la armonía;la tarde es un ensueño en la penumbra,el beso de la noche con el día.

La tarde de la Pampa misteriosano es la tarde del bosque ni del pradoes más triste, más bella, más grandiosa,más dulce muere bajo el sol dorado.

Ni un rumor escucháis, ningún ruidoen la vasta planicie solitaria,sólo un vago y dulcísimo gemidocomo el ruego postrer de una plegaria.

Cual el perfume de la flor, abierta65a los besos del céfiro que gira,

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el alma se desprende, flota incierta,y con las ondas de la luz espira.

El cuerpo desfallece; la mirada,como el ave en la mar, sin rumbo vuela,sigue la nube errante, y fatigadala paz profunda de la noche anhela.

Aspiráis de ese cuadro misteriosouna dulce ideal melancolía;el corazón, latiendo silencioso,parece que desmaya con el día.

Sentís volar a la memoria errantesrecuerdos de un dolor que no se nombra,fantasmas y quimeras vacilantesque corren a ocultarse entre la sombra.

Veis surgir, con el alma estremecida,los seres que en el mundo habéis amado,su sonrisa, su voz, su voz querida,como un largo sollozo del pasado.

Llega la hora sublime.... aquel instanteen que la luz entre la sombra oscila,en que el mundo desmaya suspirantey el alma vuela a su Creador tranquila.

¡A ese instante de unción, no hay quien resista!Eleva al ignorante, eleva al sabioestático quedáis, fija la vista,con el nombre de Dios sellado el labio...

III

Esperáis un momento... Ya la sombrasobre llano sin luz rápida avanza,y se agrupan y ruedan en su alfombralas nubes de la noche, en lontananza.

Entonces el trueno, retumbando lejos,hiere las brisas que en silencio vagan;y súbitos y pálidos reflejosplomizos velos descubrir amagan.

Esperáis un momento... ¡Centellea

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la tempestad que se alza a vuestro paso!¡El ala del relámpago chispeasobre el tétrico fondo del ocaso!

Y rodando mil nubes agrupadas,empujan otras y otras de soslayo,rasgan su seno, y túrbidas y airadasvivaz arrojan a la tierra el rayo.

Los relámpagos, vibrantes,difundidos en ráfagas violentas,parecen las miradas centelleantesdel Genio colosal de las tormentas.

Sentís hervir la sangre, y os pareceque, rota vuestra vida, endeble palma,en las alas del viento se estremecelibre y audaz y en plenitud vuestra alma.

¡Oh, qué placer!... El pecho, palpitante,entreabre vuestra boca... ¿dais un grito?¡Lo prolongan los ecos al instante!¡Lo contesta tronando el infinito!

Imágenes soberbias, atrevidas,el alma llenan de visiones grandes:¡Se sueña, tras las nubes encendidas,el Dios del Sinaí sobre los Andes!

O, rasgando los velos del santuario,se descubre de súbito a la mente,la fecunda tragedia del Calvario,eterna lumbre del remoto Oriente.

Y envuelto en una atmósfera sin nombre,se quiebra el trueno en vuestra frente erguida...Así concibo en mi delirio al hombre,¡figura colosal!...¡rey de la vida!

¡Dadme la Pampa así! ¡Súbito el rayocentelleé en mi frente y zumbe luego!¡La tempestad no es sueño, no es desmayoes vida, es trueno, es luz, es fiebre, es fuego!

(Santos Vega, 1977)

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1 - EL ALMA DEL PAYADOR

Cuando la tarde se inclinasollozando al occidente,corre una sombra dolientesobre la pampa argentina.Y cuando el sol iluminacon luz brillante y serenadel ancho campo la escena,la melancólica sombrahuye besando su alfombracon el afán de la pena.

Cuentan los criollos del sueloque, en tibia noche de luna,en solitaria lagunapara la sombra su vuelo;que allí se ensancha, y un velova sobre el agua formando,mientras se goza escuchandopor singular beneficioel incesante bullicioque hacen las olas rodando.

Dicen que, en noche nublada,si su guitarra algún mozoen el crucero del pozodeja de intento colgada,llega la sombra calladay, al envolverla en su manto,suena el preludio de un cantoentre las cuerdas dormidas,cuerdas que vibran heridascomo por gotas de llanto.

Cuentan que en noche de aquellasen que la Pampa se abismaen la extensión de sí mismasin su corona de estrellas,sobre las lomas más bellas,donde hay más trébol risueño,luce una antorcha sin dueñoentre una niebla indecisa,para que temple la brisalas blandas alas del sueño.

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Mas si trocado el desmayoen tempestad de su seno,estalla el cóncavo truenoque es la palabra del rayo,hiere al ombú de soslayorojiza sierpe de llamas,que, calcinando sus ramas,serpea, corre y asciende,y en la alta copa desprendebrillante lluvia de escamas.

Cuando, en las siestas de estío,las brillazones remedanvastos oleajes que ruedansobre fantástico río,mudo, abismado y sombrío,baja un jinete la falda,tinta de bella esmeralda,llega a las márgenes sola...¡y hunde su potro en las olas,con la guitarra a la espalda!

Si entonces cruza a lo lejos,galopando sobre el llanosolitario, algún paisano,viendo al otro en los reflejosde aquel abismo de espejos,siente indecibles quebrantos,y, alzando en vez de sus cantosuna oración de ternura,al persignarse murmura:¡El alma del viejo Santos!

Yo, que en la tierra he nacidodonde ese genio ha cantado,y el pampero he respiradoque al payador ha nutrido,beso este suelo queridoque a mis caricias se entrega,mientras de orgullo me anegala convicción de que es mía¡la patria de Echeverría,la tierra de Santos Vega!.

2 - LA PRENDA DEL PAYADOR

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El sol se oculta: inflamadoel horizonte fulgura,y se extiende en la llanuraligero estambre dorado.Sopla el viento sosegado,y del inmenso circuitono llega al alma otro gritoni al corazón otro arrulloque un monótono murmullo,que es la voz del infinito.

Santos Vega cruza el llano,alta el ala del sombrerolevantada del pamperoal impulso soberano.Viste poncho americano,suelto en ondas de su cuelloy chispeando en su cabelloy en el bronce de su frentelo cincela el ponientecon el último destello.

¿Dónde va? Vese distantede un ombú la copa erguida,como espiando la partidade la luz agonizante.Bajo la sombra gigantede aquel árbol bienhechor,su techo, que es un primorde reluciente totora,alza el rancho donde morala prenda del payador.

Ella, en el tronco sentada,meditabunda le espera,y en su negra cabellerahunde la mano rosada.Le ve venir: su mirada,más que la tarde serena,se cierra entonces sin pena,porque es todo su embelesoque él la despierte de un besodado en su frente morena.

No bien llega, el labio amadotoca la frente querida,

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y vuela un soplo de vidapor el ramaje callado...Un ¡ay! apenas lanzado,como susurro de palmagira en la atmósfera en calma;y ella fingiéndose enojosalza a su dueño unos ojosque son dos besos del alma.

Cerró la noche. Un momentoquedó la Pampa en reposo,cuando un rasgueo armoniosopobló de notas el viento.Luego, en el dulce instrumentovibró una endecha de amor,y, en el hombro del cantor,llena de amante tristeza,ella dobló la cabezapara escucharlo mejor.

"Yo soy la nube lejana(Vega en su canto decía)que con la noche sombríahuye al venir la mañana;soy la luz que en tu ventanafiltra en manojos la luna;la que de niña, en la cuna,abrió tus ojos risueños;la que dibuja tus sueñosen la desierta laguna

"Yo soy la música vagaque en los confines se escucha,esa armonía que luchacon el silencio, y se apaga;el aire tibio que halagacon su incesante volar,que del ombú vacilarhace la copa bizarra,¡Y la doliente guitarraque suele hacerte llorar!"

Leve rumor de un gemido,de una caricia llorosa,hendió la sombra medrosa,crujió en el árbol dormido.

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Después, el ronco estallidode rotas cuerdas se oyó;un remolino pasóbatiendo el rancho cercano;y en el circuito del llanotodo en silencio quedó.

Luego, inflamando el vacío,se levantó la alborada,con esa blanca miradaque hace chispear el rocío.Y cuando el sol en el ríovertió su lumbre primera,se vio una sombra ligeraen occidente ocultarse,y el alto ombú balancearsesobre una antigua tapera.

3 - EL HIMNO DEL PAYADOR

En pos del alba azulada,ya por los campos rutiladel sol la grande, tranquilay victoriosa mirada.Sobre la curva lomadaque asalta el cardo bravío,y allá en el bajo sombríodonde el arroyo serpea,de cada hierba goteala viva luz del rocío.

De los opuestos confinesde la Pampa, uno tras otro,sobre el indómito potroque vuelca y bate las crines,abandonando fortines,estancias, ranchos, mujer,vienen mil gauchos a versi en otro pago distante,hay quien se ponga delantecuando se grita: ¡A vencer!.

Sobre el inmenso escenariovanse formando en dos alas,y el sol reluce en las galasde cada bando contrario;

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puéblase el aire del variorumor que en torno desatala brillante cabalgataque hace sonar, de luz llenas,las espuelas nazarenasy las virolas de plata.

De entre ellos el más ancianodivide el campo después,señalando de travéslarga huella por el llano;y alzando luego en su manouna pelota de cuerocon dos manijas certerola arroja al aire gritando:"¡Vuela el pato!-¡Va buscandoun valiente verdadero!".

Y cada bando a corrersuelta el potro vigoroso,y aquél sale victoriosoque logra asirlo al caer.Puesto el que supo venceren medio, la turba calla,y a ambos lados de la vallade nuevo parten el llano,esperando del ancianola alta señal de batalla.

Dala al fin. Hondo clamorronco truena en el circuito,y el caballo salta al gritode su impávido señor;y vencido y vencedor,del noble triunfo sedientos,se atropellan turbulentosen largas filas cerradas,cual dos olas encrespadasque azotan contrarios vientos.

Alza en alto la preseasu feliz conquistador,y su bando en derredorle defiende y clamorea.Uno y otro aguijoneael ágil bruto, y chocando

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entre sí, corren dejandopor los inciertos caminospolvorosos remolinossobre las pampas rodando.

Vuela el símbolo del juegopor el campo arrebatado,de los unos conquistadode los otros presa luego;vense, entre hálitos de fuego,varios jinetes rodar,otros súbito avanzarpisoteando los caídos;y en el aire sacudidos,rojos ponchos ondear.

Huyen en tanto, azoradasde las lagunas vecinas,como vivientes neblinas,estrepitosas bandadas;las grandes plumas cansadastiende el chajá corpulento;y con veloz movimientoy con silbidos de balas,bate el carancho las alashiriendo a hachazos el viento.

Con fuerte brazo les quitarobusto joven la prenda,y tendido, a toda rienda:"¡Yo solo me basto!" grita.En pos de él se precipita,y tierra y cielos asordatras el audaz desafío,con la pujanza de un ríoque anchuroso se desborda.

Y allá van, todos unidos,y él los azuza y provoca,golpeándose la boca,con salvajes alaridos.Danle caza, y confundidos,todos el cuerpo inclinadosobre el arzón del recado,temen que el triunfo les roben,cuando, volviéndose, el joven

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echa al tropel su tostado...

El sol ya la hermosa frenteabatía, y silencioso,su abanico luminosodesplegaba en occidente,cuando un grito de repentellenó el campo y, al clamorcesó la lucha, en honorde un solo nombre bendito,que aquel grito era este grito:¡Santos Vega, el payador!

Mudos ante él se volvieron,y, ya la rienda sujeta,en derredor del poetaun vasto círculo hicieron.Todos el alma pusieronen los atentos oídos,porque los labios queridosde Santos Vega cantabany en su guitarra zumbabanestos vibrantes sonidos:

"¡Los que tengan corazón,los que el alma libre tengan,los valientes, ésos vengana escuchar esta canción!Nuestro dueño es la naciónque en el mar vence la olaque en los montones reina sola,que en los campos nos domina,y que en la tierra argentinaclavo la enseña española.

"Hoy mi guitarra, en los llanos,cuerda por cuerda, así vibre:¡hasta el chimango es más libreen nuestra tierra, paisanos!Mujeres, niños, ancianos,el rancho aquél que primerollenó con sólo un ¡te quiero!la dulce prenda querida,¡todo! ¡el amor y la vida,es de un monarca extranjero!

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"Ya Buenos Aires, que encierracomo las nubes, el rayo,el Veinticinco de Mayoclamó de súbito: "¡Guerra!"¡Hijos del llano y la sierra,pueblo argentino! ¿Qué haremos?¿Menos valientes seremosque los que libres se aclaman?¡De Buenos Aires nos llaman,a Buenos Aires volemos!

"¡Ah! ¡Si es mi voz impotentepara arrojar, con vosotros,nuestra lanza y nuestros potrospor el vasto continente;si jamás independienteveo el suelo en que he cantado,no me entierren en sagradodonde una cruz me recuerdeentiérrenme en campo verde,dónde me pise el ganado!"

Cuando cesó esta armonía,que los conmueve y asombraera ya Vega una sombraque allá en la noche se hundía...¡Patria! a sus almas decíael cielo, de astros cubierto,¡Patria! el sonoro conciertode las lagunas de plata,¡Patria! la trémula matadel pajonal del desierto.

Y a Buenos Aires volaron,y el himno audaz repitieron,cuando a Belgrano siguieron,cuando con Güemes lucharon,cuando por fin se lanzarontras el Ande colosal,hasta aquel día inmortalen que un grande americanobatió el sol ecuatorianonuestra enseña nacional.

4 - LA MUERTE DEL PAYADOR

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Bajo el ombú corpulento,de las tórtolas amado,porque su nido han labradoallí al amparo del viento;en el amplísimo asientoque la raíz desparrama.Donde en las siestas la llamade nuestro sol no se allega,dormido esta Santos Vega,aquel de la larga fama.

En los ramajes vecinosha colgado, silenciosa,la guitarra melodiosade los cantos argentinos.Al pasar, los campesinosante Vega, se detienen;en silencio se convienena guardarle allí dormido;y hacen señas no hagan ruidolos que están a los que vienen.

El más viejo se adelantadel grupo inmóvil, y llegaa palpar a Santos Vega.moviendo apenas la planta,Una morocha que encantapor su aire suelto y travieso,causa eléctrico embelesoporque, gentil y bizarra,se aproxima a la guitarray en las cuerdas pone un beso.

Turba entonces el sagradosilencio que a Vega cerca,un jinete que se acercaa la carrera lanzado;retumba el desierto holladopor el casco volador;y aunque el grupo, en su estupor,contenerlo pretendía,llega, salta, lo desvíay sacude al payador.

No bien el rostro sombríode aquel hombre mudos vieron,

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horrorizados sintierontemblar las carnes de frío.Miro en torno con bravíoy desenvuelto ademán,y dijo: "Entre los que estánno tengo ningún amigo,pero, al fin para testigo,lo mismo es Pedro que Juan".

Alzó Vega la frente,y le contempló un instante,enseñando en el semblantecierto hastío indiferente."Por fin, dijo fríamenteel recién llegado, estamosjuntos los dos, y encontramosla ocasión, que éstos provocan,de saber cómo se chocanlas canciones que cantamos".

Así diciendo, enseñóuna guitarra en sus manos,y en los raigones cercanospreludiando se sentó.Vega entonces sonrió,y al volverse al instrumento,la morocha hasta su asientoya su guitarra traía,con un gesto que decía:

"La he besado hace un momento".Juan Sin Ropa (se llamabaJuan Sin Ropa el forastero)comenzó por un ligerodulce acorde que encantaba.Y con voz que modulabablandamente los sonidos,cantos tristes nunca oídos,cantó cielos no escuchados,que llevaban, derramados,la embriaguez a los sentidos.

Santos Vega oyó suspensoal cantor; y toda inquieta,sintió su alma de poetacomo un aleteo inmenso.

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Luego, en un preludio intenso,hirió las cuerdas sonoras,y cantó de las aurorasy las tardes pampeanas,endechas americanasmás dulces que aquellas horas.

Al dar Vega fin al canto,ya una triste noche oscuradesplegaba en la llanuralas tinieblas de su manto.Juan Sin Ropa se alzó en tanto,bajo el árbol se empinó,un verde gajo tocó,y tembló la muchedumbre,porque echando roja lumbre,aquel gajo se inflamó.

Chispearon sus miradas,y torciendo el talle esbelto,fue a sentarse, medio envueltopor las rojas llamaradas.¡Oh, qué voces levantadaslas que entonces se escucharon!¡Cuántos ecos despertaronen la Pampa misteriosaa esa música grandiosaque los vientos se llevaron.

Era aquélla esa canciónque en el alma sólo vibra,modulada en cada fibrasecreta del corazón;el orgullo, la ambición,los más íntimos anhelos,los desmayos y los vuelosdel espíritu genial,que va, en pos del ideal,como el cóndor a los cielos.

Era el grito poderosodel progreso, dado al viento;el solemne llamamientoal combate más glorioso.Era, en medio del reposode la Pampa ayer dormida,

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la visión ennoblecidadel trabajo, antes no honrado;la promesa del aradoque abre cauces a la vida.

Como en mágico espejismo,al compás de ese concierto,mil ciudades el desiertolevantaba de sí mismo.Y a la par que en el abismouna edad se desmorona,al conjuro, en la ancha zonaderramábase la Europa.Que sin duda Juan Sin Ropaera la ciencia en persona.

Oyó Vega embebecidoaquel himno prodigioso,e inclinando el rostro hermoso,dijo:"Sé que me has vencido".El semblante humedecidopor nobles gotas de llanto,volvió a la joven su encanto,y en los ojos de su amadaclavó una larga mirada,y entonó su postrer canto:

"Adiós luz del alma mía,adiós, flor de mis llanuras,manantial de las dulzurasque mi espíritu bebía;adiós, mi única alegría,dulce afán de mi existir;Santos Vega se va a hundiren lo inmenso de esos llanos...¡Lo han vencido! ¡Llegó, hermanos,el momento de morir!"

Aún sus lágrimas cayeronen la guitarra, copiosas,y las cuerdas temblorosasa cada gota gimieron;pero súbito cundierondel gajo ardiente las llamas,y trocado entre las ramasen serpiente, Juan Sin Ropa

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arrojó de la alta copabrillante lluvia de escamas.

Ni aun cenizas en el suelode Santos Vega quedaron,y los años dispersaronlos testigos de aquel duelo;pero un viejo y noble abuelo,así el cuento terminó:"Y si cantando murióaquel que vivió cantando,fue, decía suspirando,porque el diablo lo venció".

Leopoldo LugonesLA BLANCA SOLEDAD

Bajo la calma del sueño,calma lunar de luminosa seda,la nochecomo si fuerael blanco cuerpo del silencio,dulcemente en la inmensidad se acuesta.Y desatasu cabellera,en prodigioso follaje de alamedas.

Nada vive sino el ojodel reloj en la torre tétrica,profundizando inútilmente el infinitocomo un agujero abierto en la arena.El infinito.Rodado por las ruedasde los relojes,como un carro que nunca llega.

La luna cava un blanco abismode quietud, en cuya cuencalas cosas son cadáveresy las sombras viven como ideas.Y uno se pasma de lo próximaque está la muerte en la blancura aquella.De lo bello que es el mundoposeído por la antigüedad de la luna llena.Y el ansia tristísima de ser amado,en el corazón doloroso tiembla.

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Hay una ciudad en el aire,una ciudad casi invisible suspensa,cuyos vagos perfilessobre la clara noche transparentan,como las rayas de agua en un pliego,su cristalización poliédrica.Una ciudad tan lejana,que angustia con su absurda presencia.

¿Es una ciudad o un buqueen el que fuésemos abandonando la tierra,callados y felices,y con tal pureza,que sólo nuestras almasen la blancura plenilunar vivieran?...

Y de pronto cruza un vagoestremecimiento por la luz serena.Las líneas se desvanecen,la inmensidad cámbiase en blanca piedray sólo permanece en la noche aciagala certidumbre de tu ausencia.

LA PALMERA

Al llegar la hora esperadaen que de amarla me muera,que dejen una palmerasobre mi tumba plantada.

Así cuando todo calle,en el olvido disuelto,recobrará el tronco esbeltola elegancia de su talle.

En la copa, que su altezadoble con melancolía, se abatirá la sombría dulzura de su cabeza.

Entregará con ternurala flor, al viento sonoro,el mismo reguero de oroque dejaba su hermosura.

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Como un suspiro al pasar,palpitando entre las hojas,murmurará mis congojasla brisa crepuscular.

Y mi recuerdo ha de ser,en su angustia sin reposo,el pájaro misteriosoque vuelve al anochecer.

Evaristo Carriego(Misas herejes, 1908)

EN SILENCIO Que este verso, que has pedido, vaya hacia ti, como enviado de algún recuerdo volcado en una tierra de olvido... para insinuarte al oído

su agonía más secreta, cuando en tus noches, inquieta por las memorias, tal vez, leas, siquiera una vez, las estrofas del poeta.

¿Yo...? Vivo con la pasión de aquel ensueño remoto, que he guardado como un voto, ya viejo, del corazón.

¡Y sé, en mi amarga obsesión, que mi cabeza cansada, de la prisión de ese ensueño caerá, recién, libertada ¡cuando duerma el postrer sueño sobre la postrer almohada!

EL ALMA DEL SUBURBIO

El gringo musicante ya desafina en la suave habanera provocadora, cuando se anuncia a voces, desde la esquina "el boletín -famoso- de última hora".

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Entre la algarabía del conventillo, esquivando empujones pasa ligero, pues trae noticias, uno que otro chiquillo divulgando las nuevas del pregonero.

En medio de la rueda de los marchantes, el heraldo gangoso vende sus hojas... donde sangran los sueltos espeluznantes de las acostumbradas crónicas rojas.

Las comadres del barrio, juntas, comentan y hacen filosofía sobre el destino... mientras los testarudos hombres intentan defender al amante que fue asesino.

La cantina desborda de parroquianos, y como las trucadas van empezarse, la mugrienta baraja cruje en las manos que dejaron las copas que han de jugarse.

Contestando las muchas insinuaciones de los del grupo, el héroe del homicidio de que fueron culpables las elecciones, narra sus aventuras en el presidio.

En la calle, la buena gente derrocha sus guarangos decires más lisonjeros, porque al compás de un tango, que es "La Morocha" lucen ágiles cortes dos orilleros.

La tísica de enfrente, que salió al ruido, tiene toda la dulce melancolía de aquel verso olvidado, pero querido, que un payador galante le cantó un día.

La mujer del obrero, sucia y cansada, remendando la ropa de su muchacho, piensa, como otras veces, desconsolada, que tal vez el marido vendrá borracho.

...Suenan las diez. No se oye ni un solo grito; se apagaron las velas en las bohardillas, y el barrio entero duerme como un bendito sin negras opresiones de pesadillas.

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Devuelven las oscuras calles desiertas el taconeo tardo de las paseantes; y dan la sinfonía de las alertas en su ronda obligada los vigilantes.

Bohemios de rebeldes crías sarnosas, ladran algunos perros sus serenatas, que escuchan, tranquilas y desdeñosas, desde su inaccesible balcón las gatas.

Soñoliento, con cara de taciturno cruzando lentamente los arrabales, allí va el gringo... ¡pobre Chopin nocturno de las costureritas sentimentales!

¡Allá va el gringo! ¡Como bestia paciente que uncida a un viejo carro de la Harmonía arrastrase en silencio, pesadamente, el alma del suburbio, ruda y sombría!

Enrique Banchs(La urna, 1911)

Cuando en las fiestas vago en el suburbio,desde las tierras altas la miradade albatros tiendo a la ciudad cargadade hombres, al lado del Estuario turbio.

Como en una visión de grandes valles,veo, entrando en el cielo, humeantes barras,las azoteas rojas, las pizarrasy el tajo ceniciento de las calles.

Y veo el barrio donde está tu casa,(lo veo y la tristeza me traspasa)y la casa escondida donde estriba

mi vida laboriosa y miserable...Y se me alza en el pecho, inolvidable,el gran amor de la ciudad nativa.

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Tornasolado el flanco a su sinuosopaso, va el tigre suave como un versoy la ferocidad pule cual terso

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topacio el ojo seco y vigoroso.

Y despereza el músculo alevosode los ijares, lánguido y perversoy se recuesta lento en el dispersootoño de las hojas. El reposo…

El reposo en la selva silenciosa.La testa chata entre las garras finasy el ojo fino, impávido custodio.

Espía mientras bate con nerviosacola el haz de las férulas vecinas,en reprimido acecho… así es mi odio.

Pedro Miguel ObligadoA UNA MUJER LEJANA(El hilo de oro, 1924)

Como un jazmín perfuma, porque nos da su esencia,tu belleza hace extraña música de tu ausencia.

Imposible y lejana, quizá no vuelva a verte,ni después de las noches glaciales de la muerte.

Y por mucho que vuelen con las alas del viento,no subirán mis rimas hasta tu sentimiento.

Aunque eres un pasado que no llegó a existir,para mí, cual los sueños, eres del porvenir.

Nos unió un mismo viaje con diversos destinos,y fue como un arroyo que se abre en dos caminos…

Tu gracia era , de triste , cual una poesía,y tu pudor, de intenso, casi coquetería…

En tu boca ideal, como un beso muy ágil,florecía una vida que de tan pura, es frágil.

Y tal como el espejo se ve a través de un monte,recorría tus ojos que eran un horizonte.

Y porque te adoraba con íntima vehemencia,si decía tu nombre, ya era una confidencia…

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Me enseñaste el amor que soñaba mi anhelo,como revela un astro la grandeza del cielo.

¡Eran nuestras dos almas, las riberas obscurasde un río azul que hacía más blandas, las alturas!

Y ahora que te hallas lejos, sé que la dicha existe;pero que siempre vuela, puesto que tú te fuiste.

¡Cuando se llevan alas es tan fácil volar!:Y Tú eras una vela desplegada en el mar…

Todo un jardín marchito de florecer, me agobia:¿Si me habrás olvidado? ¿Si estarás ya de novia?

Por suerte, la distancia suaviza lo imposible, y se puede esperar en lo que no es visible.

Y así como la vida no impide que te quiera,tal vez este cariño, con la muerte, no muera.

Julio Cortázar“Instrucciones para subir una escalera” (Historia de Cronopios y de Famas, 1962)

Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se sitúa un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.

Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).

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Llegado en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso.

“Instrucciones para dar cuerda a un reloj”

Allá al fondo está la muerte, pero no tenga miedo. Sujete el reloj con una mano, tome con dos dedos la llave de la cuerda, remóntela suavemente. Ahora se abre otro plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas, el tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan. ¿Qué más quiere, qué más quiere? Átelo pronto a su muñeca, déjelo latir en libertad, imítelo anhelante. El miedo herrumbra las áncoras, cada cosa que pudo alcanzarse y fue olvidada va corroyendo las venas del reloj, gangrenando la fría sangre de sus rubíes. Y allá en el fondo está la muerte si no corremos y llegamos antes y comprendemos que ya no importa.

Marco Denevi“Las conciencias tranquilas”(Falsificaciones, 1977)

"Salón de un abominable palacio burgués. Ambiente suntuoso y feliz. Todos conversan, ríen, comen y beben. Los más jóvenes danzan al compás de la música. Se ven sedas, pieles, joyas, plumas; condecoraciones, entorchados, mucetas, pelucas; un ojo de vidrio, hermosísimo"

Entra UNO MÁS, las conversaciones se interrumpen. Los bailarines dejan de bailar. La música calla. Se hace un gran silencio" UNO MÁS. – La policía, de la que me honro en ser el jefe, acaba de recibir una carta anónima en la que su autor, tal vez un loco, tal vez no, amenaza con matar esta misma noche al responsable de su desgracia, no dice cual, ni dice quien. (TODOS se sonríen, se encogen de hombros, se miran entre sí. Piensan. A medida que piensan sus rostros se demudan, palidecen, tiemblan. De golpe TODOS –MENOS UNO– gritan:) TODOS. – ¡Cerrad las ventanas! ¡Barricad las puertas! ¡Apagad las luces! (En medio de un gran desorden las ventanas son cerradas; las puertas, atrancadas; las luces, apagadas. TODOS –MENOS UNO– huyen a esconderse.) Quedan en escena únicamente UNO MÁS y MENOS UNO. UNO MÁS. – ¿Y vos? MENOS UNO. – Por lo visto, soy el único que tiene la conciencia tranquila. UNO MÁS. – ¿Ningún cargo, ningún reproche, ningún remordimiento?MENOS UNO. – Mi conciencia es un cristal. UNO MÁS. – ¿Ese anónimo no la empaña con el recuerdo de alguna culpa? MENOS UNO. – ¿Yo? ¿Culpa? UNO MÁS. – Basta. Comprendo. Seguidme. MENOS UNO. – ¡Me habéis, pues, reconocido! UNO MÁS. – ¡Era tan fácil! (Lo toma de un brazo y se lo lleva. Antes de desaparecer, UNO MÁS se vuelve hacia las bambalinas.) UNO MÁS. – Podéis entrar. El autor del anónimo ha sido descubierto.

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(Se van.)

(Entran TODOS. El baile, la música y las conversaciones se reanudan poco a poco. Hasta que el ambiente torna a ser feliz como el comienzo.)

Telón.

Julio Mauricio Datos personales(1919)

Me dijo:

–¿NOMBRE Y APELLIDO?

–CLARA GARCÍA.

Me dijo:

–¿EDAD?

Pude decirle...: “a veces una edad de vieja”. (sonríe.) Porque es así no más. Cuando, por ejemplo, quiero

hablar con el Daniel y me dice...: “no, hoy no, que estoy ocupado”, entonces me siento vieja.

Y también cuando salgo a la calle y la gente anda con la cara tiesa.

Y cuando me acuesto y me pongo a pensar...: “Mañana otra vez al taller”.

En cambio... ¿Vio, señora, esos días con poca humedad que una se siente como nueva? Bueno, ahí

tengo otra edad. Y cuando tomo el colectivo y me voy a “La Salada”, por ejemplo, también. Mire, señora,

compare eso del viaje a “La Salada” con mi salida medio muerta del taller a las seis. ¿Se puede hablar de una

edad que una tiene?

Pero, claro, él se refería a otra cosa y entonces no le dije nada de todo esto. Le dije...:

–TREINTA Y CINCO AÑOS.

Me dijo:

–¿NACIONALIDAD?

Otro lío. Porque cuando una se pone a pensar en las cosas más sencillas descubre que no son tan

sencillas. ¡Usted, señor!, ¿se puso a pensar alguna vez en las cosas sencillas? ¡Hágalo, es bárbaro lo que se

puede descubrir! Mire...: mis padres eran gallegos; y los primos de mis padres también. Así que crecí entre

gallegos. Y la otra gente hablaba distinto. De chica, mi mejor amiga –¡ay, ¿por dónde andará ahora?!– era

Carmela. Y los padres eran italianos. Yo iba a la casa de ella, dos piezas más al fondo que la mía. Y en la

pared tenían un retrato de un señor que miraba con los ojos muy abiertos. Después supe que era Benito

Mussolini. Bueno, en esa casa se hablaba de otra manera.

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Y en el taller tengo dos compañeras de mesa. Una es correntina, se llama Alicia. La otra es jujeña y se

llama Josefina. Bueno, una habla y habla y va viendo que no parece que hayamos nacido en el mismo país.

Entonces tendría que decir...: “soy hija de gallegos, nacida en la Capital”.

Pero dije lo mismo que dicen la jujeña y la correntina. Les dije...:

–ARGENTINA.

Me dijo:

–¿CASADA O SOLTERA?

¡Ay! (pausita). Soltera. Pero no cien por ciento (pausita). Tengo una hija de catorce años. Se llama

Marta. Está en segundo año del Liceo y va por la tarde. Por la mañana cose corpiños para el taller donde

trabajo. Le puse Marta por la mejor amiga que tengo. ¡Ay, miren...! ¡Me parece mentira que yo sea la

madre!

(Une las manos y mira hacia arriba conmovida.)

¡Es tan inteligente y tan fina! El padre, por lo que recuerdo, era simpático, pero no creo que fuera muy

inteligente. Tal vez por falta de instrucción. A mí, ustedes ya me ven, ¿qué se puede esperar?

Miren, yo pienso a veces en cosas muy tristes. Pienso en cuando quedé embarazada. Claro, cuando

mamá lo supo había pasado bastante tiempo. Miren... ¡no me animaba! ¡Ay, cómo se puso! ¡Ay, qué cosa

más horrible! ¡Parecía loca! Cuando leo en los diarios que han torturado a alguno, yo pienso si será peor que

lo mío cuando mis padres lo supieron. ¿Y todo por qué...? Si uno la ve a Marta, puede preguntarse eso...:

“¿por qué tanto lío?”. Mi padre, que en paz descanse, después se puso chocho con la nieta. A mi madre la

veo cuando charla con Marta y pienso...: ¿y si le digo ahora, “mamá, ¿por qué me hiciste tanto lío?”. No

¡claro que no se lo voy a decir! Ella tenía sus ideas en la cabeza. Ahora todavía me aguanto cosas del

chusmerío, pero yo la miro a Marta y me digo...: “¿qué me importa?”. Marta es lo mejor que hice en mi vida.

Una tía mía se murió soltera y sin hijos. ¡Pobre! ¡Si por lo menos hubiera tenido un hijo! Porque después de

todo, el marido es secundario si una puede trabajar.

Con la nena no me pude casar. Porque una puede aguantarle a los hombres ciertas cosas porque no son

perfectos y al fin de cuentas no tenemos nada mejor. Pero es algo personal. ¿Cómo podía meter en mi casa

a un hombre que tiene que ver conmigo, pero no sé si se llevará bien con Marta? Es un asunto muy delicado

y yo lo cuido mucho.

Marta me dijo una vez: “mamá, ¿por qué no te casas? ¡Sos tan joven y tan linda!” (sonríe enternecida).

Así nos ven los hijos. (transición.) Ahora estoy saliendo con el Daniel. Porque las mujeres también tenemos

sentidos. Vamos a ver qué pasa. Pero al fin de cuentas soy soltera, así que le dije...:

–SOLTERA.

Me dijo:

–¿DE QUÉ SE OCUPA?

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Me levanto a las seis y media de la mañana. Pongo la leche al fuego y me meto en el baño. Mi madre

me oye y se levanta y llega a la cocina antes de que se escape la leche. Después tomo el colectivo 42 en

Chacarita y me voy a Pompeya, al taller. Con las dos chicas que les dije, revisamos el trabajo de las

costureras de afuera como Marta. Dale y dale mirar corpiños (ríe). Cuando salgo veo un corpiño flotando en

el aire (transición). De las doce a las dos de la tarde...: tomo el colectivo para casa, como, lavo las cosas en la

pileta del patio –porque si la dejo a mamá le ataca el reuma–, vuelvo al colectivo y de dos a seis sigo

mirando corpiños. A las seis y diez otra vez el colectivo. Hago mi higiene personal y la de la casa. Comemos.

Escuchamos algunos noticieros para saber cómo marcha el mundo, y nos vamos a dormir.

Me ocupo de todo eso. Pero, claro, la pregunta era para saber si una es abogada, o artista, o profesora,

o portera, o empleada; y como yo no soy nada de eso, le dije...:

–OBRERA.

Me dijo:

–¿DÓNDE VIVE?

En uno de esos departamentos antiguos, de corredor. Tiene tres piezas y una piecita con escalera. Yo

alquilo una pieza y la piecita.

Antes mi mamá dormía en la piecita, pero ahora con las várices no puede subir. Entonces pasó Marta

arriba, que por otra parte le viene bien para estudiar. Claro que mamá se hace mala sangre porque se

levanta mucho de noche –¡es increíble el líquido que suelta!– y piensa que no me deja dormir; pero una se

acostumbra.

El problema es con la gente que nos alquila. Quieren que desocupemos y nos hacen la guerra. Sobre

todo lo siente mamá, que se mete en la pieza cuando está sola para no oír cosas desagradables. A mí me

respetan más porque tengo mi carácter, pero andamos como perro y gato. Y una comprende, ¡pobre gente!,

necesitan el departamento. Pero, ¿qué se puede hacer?, ¿dónde me meto? Si alguien de ustedes sabe de un

departamento, no importa que sea viejo y no esté pintado; si me hace el favor, deja dicho aquí o a don

Pascual del almacén, yo se lo voy a agradecer mucho. La verdulera me habló de una señora sola y enferma

que quiere alquilar una parte para tener compañía. Vamos a ver si tengo suerte. Pero, como ustedes

comprenderán, no era esto lo que me preguntaban, así que dije:

–OLLEROS 3710.

Me dijo:

–FIRME AQUÍ.

Me puse los anteojos de ver de cerca y firmé.

(Mira a la platea con complicidad, sonríe, se encoge de hombros).

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APAGÓN

Roberto Cossa Gris de Ausencia (Estrenada en Teatro Abierto, 1981)

Personajes: Abuelo, Chilo , Dante, Lucía, Frida

“La antecocina de la "Trattoría La Argentina", en el barrio del Trastevere, en la ciudad de Roma. Es un

ambiente amplio que se usa como lugar de estar. A la derecha está la cocina, que el espectador no ve; a la

izquierda una salida hacia los dormitorios de la casa y a foro otra que da al salón del restaurante. Al iniciarse

la acción se escucha el sonido de un acordeón a piano. Es el Abuelo, que toca torpemente el tango

"Canzoneta", sentado en un extremo del ámbito. En el otro, Frida trata de cerrar una valija desbordada de

ropa.”

AB– "Cuando escolto o sole míoooo... sensa mama e sensa amore... sento un frío cui nel cuore... que

me yena de ansiedaaa... Será el alma de mi mamaaaaa... que dequé cuando era un niño.... yora, yora o sole

mío... Yo también quero yorar". (Prolonga los compases finales de la canción.) (Un instante después ingresa

Lucía, desde la cocina, trayendo un mate que tiende a Frida.)

FR– (con marcado acento español.) ¡Coño! Esta maleta es muy pequeñita. Debí haber cogido la más

grande. Siempre sucede lo mismo: retorno con más cosas de las que traje.

LU– ¿A qué lora sale lu avione?

FR– Aún tengo tiempo. (Sorbe el mate.) Madre: no quiero que vengas a despedirme. ¿Me oyes?

LU– Sai que no me piácheno la despedida.

FR– ¡Vale! En cuanto llegue a Madrid te escribo. (Frida termina de tomar el mate y se lo tiende a Lucía.)

LU– E cuándo va a retornar a Roma?

FR– No lo sé madre. En el verano, tal vez.

LU– ¿Cosa é tal vez?

FR– Bueno... quiero decir a lo mejor. (Lucía la mira sin entender.) Que no es seguro. Eso quiero decir.

Que no es seguro.

LU– Dentro de sei mese, e no é securo. ¿Qué hace osté a Madrí? ¿Qué tene que hacer a Madrí que no

pueda fachar a Roma?

FR– Mi lugar está en Madrid.

LU– Tu lucar... tu lucar... ¿Quié lo a deto? ¿Dío a deto que tu lucar está a Madri? ¿Dio a deto que mi

lucar está a Roma?¿Que el lucar de Martín está a Londra? ¿Eh? ¿Dío lo a deto? ¿Qué é Dío?¿Una ayencia de

turismo'? 93

Page 94: Cuadernillo de prácticas del lenguaje

FR– (Con cansancio.) Cada vez que vengo a Roma discutimos lo mismo.

LU– Cada veche lo discutimo meno, entonche. Porque osté viene cada veche meno. Al princhipio venía

todo lo mese. Dopo cada tre mese. Alora, dentro d, sei... ¡E no é securo!

FR– Anda, madre: tráeme otro mate.

(Lucía sale hacia la cocina con el mate.)

FR– ¿Sabes, madre? Le enseñé a Manolo a tomar mate. ¡Vieras cómo le gustó! Al comienzo creÍa gue

era una droga... algo así como la marihuana...(Ríe) Pero oye, le dije... En mi país lo toman hasta los niños.

¡No lo podía creer!

(En ese instante ingresa Chilo, con un ejemplar del diario "Clarín" bajo el brazo, mascullando insultos

por lo bajo.)

FR– ¿Qué sucede, tío? Estás alterado.

CH– ¡Tano hijo de puta! ¡Guacho! (Frida lo mira.) El canilla... ¡El diarero! un tano guacho. Hace veinte

años que le compro el "Clarín", todos los días. ¿Y vos querés creer que todos los días se lo tengo que pedir?

Sabe que voy a buscar el "Clarín". Pero no. Se lo tengo que pedir: "Me da el Clarín de Buenos Aires". Todos

los días lo mismo. Pero oíme... En Buenos Aires le comprás tres días seguido el diario a un canilla y apenas te

ve venir ya te espera con el diario en la mano. Yo compraba siempre el diario frente al policlínico Presidente

Perón... Le compraba "Noticias Gráficas". Y todos los días me esperaba con el diario en la mano. Una tarde le

dije: "Cambio por Crítica". Al día siguiente me esperaba con la "Crítica" en la mano. ¡Este tano!... ¡Veinte

años! Y encima me insultó.

FR– ¿Cómo te insultó?

CH– Y sí... Algo dijo en italiano.

FR– ¿Qué dijo?

CH– No le entendí. Pero se ve que me insultó. ¡Son así! ¡Los tanos son así! En cuanto se dan cuenta que

no los entendés, te putean.

FR– Pues a mí nunca me ha pasao.

CH– ¿Que no? La vez pasada lo saqué al viejo a dar una vuelta... Fuimos a ver toda la parte esa rota...

Bue: nos perdimos. Y le dije al viejo: preguntá cómo hacemos para volver al Trastevere. El abuelo le

preguntó a una viejita que salía de la iglesia y la vieja le contestó: "Andáte a la puta que te parió".

FR– (Extrañada) ¿Eso le contestó?

CH– Bueno... En italiano. Pero algo parecido. ¡Y era una viejita que salía de misa!

(Desde la entrada del salón ingresa Dante, vestido de gaucho. Tiene una servilleta que le cae sobre el

antebrazo.)

94

Page 95: Cuadernillo de prácticas del lenguaje

DT– Luchía... Luchía...

LU– (Apareciendo) ¿Cosa suchede?

DT– Han arribato cliente.

LU– (Molesta.) ¿Tan temprano?

DT– E se... Tan temprano. Andá a prepararte. ¡Vamo!

LU– ¡Porca miseria!

(Lucía sale hacia los dormitorios.)

DT– Chilo... abrime la mesa due. Do cuberto. E cuatro para la mesa sete. (Se asoma a la cocina.) Bruno:

tre chinculino molto cuchido... due mocheca e una insalata de tomate e chipolaaa... E una parriyada

completa para cuatro. (Suena el teléfono.) Trattoría La Aryentina, bonasera . ¡Comendatore! ¿Come vai?

(Reaparece Lucía. Se ha colocado un poncho y va hacia la salida que da al salón. Al pasar junto a Frida le

dice:

LU– Retorno súbito.

DT– (Tapa la bocina del teléfono y Ie habla a Lucía.) Pane e chimichurri para la mesa tre. (Al teléfono.)

Ah... comendatore.... abiamo locro... E un locro especiale: a la camatarqueña.

CH– (Corrige.) Catamarqueña... Catamarqueña...

DT– (Al teléfono.) ¡E una orden comendatore! La távola de la fenestra para tre persona. ¡Molto

piachere!

(Cuelga. Va a salir y se vuelve hacia Frida.)

DT– Non te va ancora, ¿no?

FR– (Mira la hora.) Dentro de un ratito.

DT– (Disculpándose.) Oyi e vernedí. Un día bravo. ¿Capishe?

FR– Atiende, padre.

DT– (La besa.) Dopo ci vediamo. (Dante ingresa al salón. Frida vuelve a ocuparse de la valija. Chilo está

leyendo el diario. El Abuelo toca "Canzoneta ".)

AB– "La Boca.... Cayecón, Vuelta de Rocha... bodecón, Yenaro e su acordeón... ¡Canzoneta gri de

ausenchia, cruel malón de pena vieca escondida en la sombra de mi alcohol..."

CH– (Leyendo el diario.) ¡Oia! Mirá, papá. El domingo pasado estuvo de turno la farmacia de don

Pascual. (Lee.) Era la farmacia de don Pascual, ¿te acordás?

95

Page 96: Cuadernillo de prácticas del lenguaje

AB– Entonce no va a venir a cucar al tute. Cuando está de turno no viene a cucar al tute con me.

CH– ¿Qué se habrá hecho de don Pascual? Tenía tu edad, más o menos.

AB– ¿Cuanto ano tengo io?

CH– Y ochenti... Déjeme pensar. Salimos de Buenos Aires en el... Tenés ochenta y cinco.

AB– Entonces don Pacual tene ochenta e tre. Cuando él e arrivato a la Aryentina tenía diecioto anno... e

io vente. Sempre le quievé due anno. (Se hace una pausa. El Abuelo toca.) "La Boca. cayecón, Vuelta de

Rocha... Bodecón... Yenaro e su acordeón...". ¿Así que don Pacual está de turno oyi?

CH– (Con cansancio.) No, papá, no.

AB– Lo diche el diario.

CH– Pero este diario es del domingo pasado. Ya te lo expliqué. Aquí los diarios se leen atrasados. (Para

sí.) ¡Qué tanos bestias! Además... vaya a saber qué se hizo de don Pascual. Por lo menos la farmacia está.

AB– ¿Cuando vamo a volver a Buenosaria, Chilo?

CH– Algún día, papá.

AB– (Vuelve a tocar.) Quero volver a Buenosaria a cucar al tute con don Pacual "Canzoneta gri de

ausenchia... cruel malón de pena vieca, escondida en la sombra de mi alcohol... ¡Soñé Tarento... con chien

regreso... Pero sico aquí en la Boca donde yoro mi concoca... " . Nunca me podía canar al tute, don Pacual.

(Ríe.) ¡E che nocaba! ¡Ma nunca me podía canar!

FR– ¡Por fin! (Deja la valija en el suelo y va a sentarse junto a Chilo. Este la mira.)

CH– La Frida... Qué linda estás. Los puntos se deben volver locos en Madrid, ¿no?

FR– ¿Los puntos?

CH– Los gallegos... los muchachos.

FR– (Ríe.) Qué gracioso hablas tú. Me gusta escucharte.

CH– ¡Qué churro! ¿Así te dicen?

FR– No... ¡Qué maja!

CH– ¿Maja? Es joda. (Ríe.) Oíme... no te querrán decir eso de la maja en pelotas ¿no?

FR– ¡No! (Ambos ríen.)

CH– Y en cuanto te dicen "qué maja", vos le decís, "soy argentina".

FR– Argentina... porteña y del barrio de la Boca.

96

Page 97: Cuadernillo de prácticas del lenguaje

CH–Cómo te acordás.

FR– Siempre me lo decías. Frida: tú eres argentina, porteña y del barrio de la Boca. ¡Tienes que

gritárselo a todo el mundo!

AB– ¿Qui e?

FR– Soy yo, abuelo.

CH– La Frida, papá.

AB– Credeba que era don Pacual.

CH– ¿Cómo don Pascual? ¿En Roma don Pascual?

AB– E cherto. Don Pacual está de turno oyi. Non pode venir a cucar al tute con me.

CH– (A Frida.) Don Pascual era el farmacéutico de al lado de casa. En la calle Almirante Brown. Y venía todas las tardes a jugar a las cartas con papá.

AB– Nunca me podía canar. ¡E che nocaba! (Ríe.)

CH– (A Frida.) ¿Vos no te acordás?

FR– No... Casi nada.

CH– ¡Uy... cómo te quería! Y vos tenías locura con él. (Imita a Frida.) "Don Pascual... Don Pascual...". Cada vez que lo veías te le tirabas a los brazos. ¡Tenía locura con vos! Y él fue el que te subió al barco en brazos. ¿No te acordás? (Frida niega.) Claro... vos debías tener cinco años...

FR– Menos de cuatro.

CH– ¡Cómo lloraba don Pascual l! Siempre me lo acuerdo... en el muelle, llorando y agitando los brazos. Un tano macanudo.

AB– Sempre íbamo a la piazza Venechia con don Pacual, e cucábamos al tute baco lo árbole. (A Frida.) En la piazza Venechia. Cherca de casa.

CH– Ese es el Parque Lezama, papá.

AB– ¡Eco! El Parque Lezama. E mirábamo el Coliseo.

CH– ¿Qué Coliseo? La cancha de Boca.

AB– Eco. Está tuta rota la cancha de Boca. (Toca.) "Pero sico aquí en la Boca, donde yoro mi concoca... ¡Soñé Tarento... con chien regreso!..."

(Frida se ha puesto a hojear el "Clarín".)

97

Page 98: Cuadernillo de prácticas del lenguaje

FR– ¿Sabes tío? Casi no me acuerdo nada de Buenos Aires. Pero tengo una imagen: una vez me llevaste a caminar por una calle llena de gente...

CH– Sería la calle Florida. Siempre te llevaba a la calle Florida.

FR– Había mucha gente.

CH– ¡Ja! La calle más linda del mundo.

FR– Florida. Tendrá flores.

CH– ¡Está llena de flores! Y árboles que se entrecruzan por arriba... puentecitos... góndolas... músicos y poetas que recitan. Y la gente canta y baila.

FR– ¡Qué hermoso!

(En ese instante suena el teléfono. A parece Dante y lo atiende.)

DT–Trattoría La Argentina, bonasera. ¿Qui e? (Grita.) Quiamada da Londra.

(Ingresa Lucía agitada.)

LU– E Martinchito... Martinchito...

DT– (Al teléfono.) Sí, siñorina.

LU– (Le saca el tubo.) Martinchito!... Ah, sí, siñorina, aspeto.

(Se queda esperando. Dante va hacia el Abuelo.)

DT– Papá... póncase el poncho que lo prechiso. (Toma un poncho y ayuda al Abuelo a ponérselo.) La mesa de la finestra. Sono tre cliente molto importante. Tene que tocar osté. (El abuelo asiente.) Ma non toca cuesta porquería de sempre. Toque la cumparchita. ¿Se ricorda? (El Abuelo lo mira. Dante canturrea La Cumparsita.) "Ta-ra-ra-rá... Tararara-ra-ra-ra-ra..." (El Abuelo saca unos acordes confusos, lejanamente parecidos a "La Cumparsita". Ambos van saliendo hacia el salón. Dante le repite la tonada de La Cumparsita.) Cosi-cosi... Cosi, cosi, si-si-si-si-si."

LU– (Al teléfono) ¡Martinchito! Figlio mío. ¿Come vai? (Pausa.) ¡Que come vai! (Escucha con un gesto de impotencia.) ¡Ma non ti capisco, figlio mío! ¿Come? ¿Come? ¿Mader? ¿Qui é mader? ¡Ah... mader! Sí, sono io. ¡Mader! (Dirá todo lo que sigue, llorando y sin parar.) Ho nostalgia di te. ¿Quando verrai a vedermi? ¿Fa molto freddo a Londra? (Escucha.) ¿Come? ¿Come? ¿Cosa é "andertan"? (A Frida.) Diche que "no andertan". (Frida va hacia ella y le saca el tubo.)

FR– ¿Martín? Soy yo, Frida. ¡Frida! ¡Tu sister! ¿Cómo estás? ¡Que cómo estás! (Pausa.) ¡Que how are you. coño! Nosotros bien... ¡No–so–tros! (Hace un gesto de impaciencia. ) Noialtri... Noialtri good . ¡Good, sí, good!

LU– Domándagli quando verrá a vedermi.

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Page 99: Cuadernillo de prácticas del lenguaje

FR– (A Martín.) Un momento. ¡Que un moment! (Mira a Lucía)

LU– (Nerviosa.) ¡Che gli domandi quando verrá a vedermi!

FR– No te entiendo, madre.

LU– ¡Que gli domandi quando verrá a vedermi! (Frida, con la mirada, busca el auxilio de Chilo.)

CH– No sé... dice que lo mandes a algún lado.

FR– (Al teléfono.) Dice madre... Mader diche... No, mader sei... Que te mande... ¡Que te mande a ver! Coño: cómo se dice mandar a ver en inglés. ¿A quién quieres que vaya a ver, madre?

LU– (Histérica.) ¡Domándali si fa freddo a Londra!

FR– Dice que vayas a ver a Fredy en Londres. (Escucha.) Fredy... Fredy. Okey... Okey. (Cuelga. Lucía la mira expectante.) Dice que está bien.

LU– ¿Que está bene, qué?

FR–Me dijo okey. Okey quiere decir que está bien. Va a ir a vérlo a Fredy

(En ese instante ingresan Dante y el Abuelo. El Abuelo tocando.)

AB– "Soñé, Tarento... con chien regresooo. Pero sico aquí en la Boca..."

DT– (Lo zamarrea.) Le dique que tocara "La Cumparchita". A la yente no le piache cuesta cosa italiana que osté toca. ¡La cumparchita le piache a la yente! Cuesto e una trattoría aryentina. Va, va... Practique la cumparchita. (A Lucía.) ¿Qué ha deto Martinchito?

LU– (Llorosa) Que fá molto freddo a Londra.

DT– Eh... Sempre fa freddo a Londra. (A Chilo.) Anota una tripa gorda para la sete e un postre viquilante a la nuove. (A la cocina.) Bruno marche do empanada é tre locro a la camatarqueña...

CH– (Corrige.) Catamarqueña. Ca–ta– mar–que–ña.

(Dante ha salido. Lucía se queda llorosa y Chilo anota los pedidos. Frida toma la valija.)

FR–Me voy a ir yendo, madre.

LU– (Asustada.) ¿Te vai? ¿Te vai?

FR– Y sí madre. Ya es hora

LU– Frida... (Se acerca a ella.) ¿Por qué no te quedá a Roma? ¿Por qué no te quedá?

FR– Madre... Ya lo hablamos.

LU– (La abraza llorando.) Quedáte a Roma... Quedáte a Roma con me.

99

Page 100: Cuadernillo de prácticas del lenguaje

FR–No puedo, sabes que no puedo.

LU– ¿Ma por qué? (Frida no contesta.) E ese uomo. ¿no? ¡E ese uomo!

FR– Sí. Es Manolo también. Pero no es sólo él.

LU– Osté está enamorada de él.

FR– Sí. Y nos vamos a casar.

LU– ¿A casar? E un estranyero. ¡Non e como noialtri! ¡E un estranyero e te va a abandonar! ¡Porque lo estranyero sono cosí ! (La mira con odio.) ¡Vate! ¡Vate e no vuelva ma!

FR–Madre...

LU– ¡Me a ascoltato! ¡No vuelva ma! (Se aleja de ella llorando)

FR– (Mira un instante a Lucía y Iuego va hacia Chilo.) Adiós tío.

CH– Chau piba. Buen viaje. (Se besan.)

FR– (Besa al Abuelo.) Adiós, abuelo.

AB– ¿Te va a pasear? Cuando pase por la farmachia dechile a don Pacual que lo estó esperando para cucar al tute.

FR– (Va a salir y se detiene. A Lucía.) Te voy a escribir, madre. (Sale.)

AB– "Canzoneta gri de ausenchia cruel malón de pena vieca escondida en la sombra de mi alcohol... ¡Soñé Tarentoooo... con chien regreso..." ¿Cuándo vamo a volver a Buenosaria, Chilo?

CH– Algún día.

(Desde el salón ingresa Dante agitado.)

DT– ¡Ma qué pasa!... ¡Luchía!... Tre mesa sen atender. ¡Tre mesa!

LU– (Furiosa.) Me ne frega la tre mesa... ¡Me ne frega la tre mesa e me ne frega lo cliente! (Se saca el poncho y lo arroja al suelo. Sale llorando hacia los dormitorios. )

DT– ¡Ma porca miseria! ¡Justo un vernedi! (A Chilo.) Debe ayudarme al salón.

CH – ¿El salón? Nooo... De mozo no.

DT– ¡Ma io solo non doy abasto!

CH– ¿Yo servir a un tano? ¿A que me insulte? No... Ya te lo dije. Te hago el adicionista. Pero de mozo, no. Te lo dije cuando se te ocurrió poner el restaurante. ¡De mozo, no! Ese fue el pacto.

100

Page 101: Cuadernillo de prácticas del lenguaje

DT– Stá bene. Osté no me ayuda. Ma no come ma. ¡Se lo curo! (Hace el gesto de la vendeta.) ¡Non come ma! ¡Va a ir a pedir lemosna! (Sale violentamente hacia el salón.)

CH– ¡Prefiero pedir limosna y no hacerle de alcahuete a un tano de mierda! (Chilo se pone a leer el diario. Pausa. El Abuelo toca "Canzoneta ")

AB– Agarrábamo por Almirante Brown con don Pacual e no íbamo a la Vuelta de Rocha. ¿Te acorda de la Vuelta de Rocha, Chilo?

CH– Si, papá, sí...

AB– E mirábamo el Tevere.

CH– El Tíber, no. Eso es acá. El... (Se detiene.) El... (Se va asustando.) ¿Cómo se llama? El... ¡Pero carajo!

AB– El Tevere...

CH– (Furioso.) ¡No... eso es acá! E... el... (Hace un gesto de impaciencia.) ¡Pero!... Frente a la Vuelta de Rocha... del otro lado está Avellaneda... los barcos... Quinquela Martín... ¡Carajo! (Contento.) ¡El arroyuelo!

AB– Eco... el Riachuelo... e dopo el Castello de Santangelo...

CH– El Riachuelo...

(El Abuelo se pone a tocar "Canzoneta". Lentamente Chilo se va colocando el poncho que Lucía arrojó al suelo y va hacia el salón del restaurante.)

CH– (Desde la puerta que da al salón, resignado.) Comendatore . . . ¿Cosa vuole?

(Chilo sale hacia el salón. El Abuelo queda solo.)

AB–Cucá osté, don Pacual. Spada e triunfo. Termenamo el partido e dopo no vamo a piazza Venechia, ¿eh? Agarramo por Almirante Brown... cruzamo Paseo Colón e no vamo a cucar al tute baco lo árbole. Cuando era cóvene, sempre iba al Parque Lezama. Con el mío babbo e la mía mamma... Mi hermano Anyelito... Tuto íbamo al Parque Lezama... E il Duche salía al balcón... la piazza yena de quente. E el queneral hablaba e no dicheva: "Descamisato... del trabaco a casa e de casa al trabaco". E eya era rubia e cóvena. E no dicheva: "Cuídenlo al queneral". E dopo el Duche preguntaba: "¿Qué volete? ¿Pane o canune?" E nosotro le gritábamo: "Leña, queneral, leña queneral". (Toca acordes de "Canzoneta". ) Ma... dopo me tomé el barco. E el barco se movía e el mío hermano Anyelito mi dicheva: "A la Aryentina vamo a fare plata... mucha plata... E dopo volvemo a Italia". (Ríe.) Así dicheva mi hermano Anyelito, que Dio lo tenga en la Santa Gloria. Una tarde de sol se cayó del andamio. (Toca y canturrea.) "Canzoneta gri de ausenchia, cruel malón de pena vieca escondida en la sombra de mi alcohol... Soñé Tarento, con chien regreso..." ¿Cuándo vamo a volver a Italia, don Pacual? ¿Cuándo vamo a volver a Italia?

101

Page 102: Cuadernillo de prácticas del lenguaje

Telón

Paradigma de la conjugación de los verbos regulares

Formas no personales

SIMPLES COMPUESTOS

Infinitivo amar – temer - partir haber amado – haber temido – haber partido

Participio amado- temido - partido

Gerundioamando – temiendo - partiendo habiendo amado- habiendo temido – habiendo

partido

102

Page 103: Cuadernillo de prácticas del lenguaje

Formas personales

Modo indicativo

Tiempos simples

N° Pers. Presente Pretéritoimperfecto

Pretéritoperfecto simple

Futuroimperfecto

Condicionalsimple

sin

gula

r

1° yo amotemoparto

amabatemíapartía

amétemípartí

amarétemerépartiré

amaríatemeríapartiría

2° tú

vos

usted

amastemes partesamásteméspartísamateme parte

amabastemíaspartíasamabastemíaspartíasamabatemía partía

amastetemistepartisteamastetemistepartisteamótemiópartió

amarástemeráspartirásamarástemeráspartirásamarátemerápartirá

amaríastemeríaspartiríasamaríastemeríaspartiríasamaríatemeríapartiría

3° el, ella amatemeparte

amabatemíapartía

amótemiópartió

amarátemerápartirá

amaríatemeríapartiría

plu

ral

1° nosotros

amamostememospartimos

amábamostemíamospartíamos

amamostemimospartimos

amaremostemeremospartiremos

amaríamostemeríamospartiríamos

2° vosotros

ustedes

amáisteméispartísamantemenparten

amabaistemíaispartíaisamabantemíanpartían

amasteistemisteispartisteisamarontemieronpartieron

amaréistemeréispartiréisamarántemeránpartirán

amaríastemeríaspartiríasamaríantemeríanpartirían

3° ellos/as amantemenparten

amabantemíanpartían

amarontemieronpartieron

amarántemeránpartirán

amaríantemeríanpartirían

Tiempos compuestos

N° Pers. Pretéritoperfectocompuesto

Pretéritopluscuamper-fecto

Pretéritoanterior

Futuroperfecto

Condicionalperfecto

103

Page 104: Cuadernillo de prácticas del lenguaje

s

ingu

lar

1° yo he amadohe temidohe partido

había amadohabía temidohabía partido

hube amadohube temidohube partido

habré amadohabré temidohabré partido

habría amadohabría temidohabría partido

2° tú, vos

usted

has amadohas temido has partidoha amadoha temidoha partido

habías amadohabías temidohabías partidohabía amadohabía temidohabía partido

hubiste amadohubiste temidohubiste partidohubo amadohubo temido hubo partido

habrás amadohabrás temidohabrás partido habrá amadohabrá temidohabrá partido

habrías amadohabrías partidohabrías temidohabría amadohabría temidohabría partido

3° el, ella ha amadoha temidoha partido

había amadohabía temidohabía partido

hubo amadohubo temido hubo partido

habrá amadohabrá temidohabrá partido

habría amadohabría temidohabría partido

p

lura

l

1° nosotros

hemos amadohemos temidohemos partido

habíamos amadohabíamos temidohabíamos partido

hubimos amadohubimos temidohubimos partido

habremosamadohabremos temidohabremos partido

habríamos amadohabríamos temidohabríamos partido

2° vosotros

ustedes

habéis amadohabéis temidohabéis partidohan amadohan temidohan partido

habíais amadohabías temidohabías partidohabían amadohabían temidohabían partido

hubisteis amadohubisteis temidohubisteis partidohubieron amadohubieron temidohubieron partido

habréis amadohabréis temidohabréis partidohabrán amadohabrán temidohabrán partido

habríais amadohabrías temidohabrías partidohabrían amadohabrían temidohabrían partido

3° ellos/as han amadohan temidohan partido

habían amadohabían temidohabían partido

hubieron amadohubieron temidohubieron partido

habrán amadohabrán temidohabrán partido

habrían amadohabrían temidohabrían partido

Modo subjuntivo

Tiempos simples

N° Pers. Presente Pretéritoimperfecto

Futuroimperfecto

s

ingu

lar

1° yo ametemaparta

amara o amasetemiera o temiesepartiera o partiese

amaretemierepartirse

2° tú, vos1

usted

amestemaspartesame temaparta

amaras o amasestemieras o temiesespartieras o partiesesamara o amasetemiera o temiesepartiera o partiese

amarestemierespartieres amaretemierepartiere

1 Las formas correspondientes al pronombre “vos” en presente son agudas: “amés”, “temás” y “partás”104

Page 105: Cuadernillo de prácticas del lenguaje

3° el, ella ametemaparte

amara o amasetemiera o temiesepartiera o partiese

amaretemierepartiere

p

lura

l

1° nosotros

amemostemamospartamos

amáremos o amásemostemiéremos o temiésemospartiéremos o partiésemos

amáremostemiéremospartiéremos

2° vosotros

ustedes

améistemáispartáisamentemen partan

amarais o amaseistemierais o temieseispartierais o partieseisamaran o amasentemieran o temiesenpartieran o partiesen

amareistemiereispartiereisamarentemierenpartieren

3° ellos/as amentemen partan

amaran o amasentemieran o temiesenpartieran o partiesen

amarentemierenpartieren

Tiempo compuesto

N° Pers. Presenteperfecto compuesto

Pretéritopluscuamperfecto

Futuroperfecto

1° yo haya amadohaya temidohaya partido

hubiera o hubiese amadohubiera o hubiese temidohubiera o hubiese partido

hubiere amadohubiere temidohubiere partido

2° tú, vos2

usted

hayas amadohayas temidohayas partidohaya amadohaya temidohaya partido

hubieras o hubieses amadohubieras o hubieses temidohubieras o hubieses partidohubiera o hubiese amadohubiera o hubiese temidohubiera o hubiese partido

hubieres amadohubieres temidohubieres partidohubiere amadohubiere temidohubiere partido

3° el, ella haya amadohaya temidohaya partido

hubiera o hubiesehubiera o hubiesehubiera o hubiese

hubiere amadohubiere temidohubiere partido

p

lura

l

1° nosotros

hayamos amadohayamos temidohayamos partido

hubiéramos o hubiésemos amadohubiéramos o hubiésemos temidohubiéramos o hubiésemos partido

hubiéramos amadohubiéramos temidohubiéramos partido

2° vosotros

ustedes

hayáis amadohayáis temidohayáis partidohayan amadohayan temidohayan partido

hubierais o hubieseis amadohubierais o hubieseis temidohubierais o hubieseis partidohubieran o hubiesen amadohubieran o hubiesen temidohubieran o hubiesen partido

hubiereis amadohubiereis temidohubiereis partidohubieren amadohubieren temidohubieren partido

2 Los auxiliares que se usan con el pronombre “vos” son agudos: “hayás amado”, “hayás temido” y “hayás partido”

105

Page 106: Cuadernillo de prácticas del lenguaje

3° ellos/as hayan amadohayan temidohayan partido

hubieran o hubiesen amadohubieran o hubiesen temidohubieran o hubiesen partido

hubieren amadohubieren temidohubieren partido

Modo imperativo

N° Persona

sin

gula

r

2° tú

vos

usted

amatemeparteamátemépartíametemaparta

p

lura

l

2° vosotros

ustedes

amadtemedpartidamen temanpartan

106

Page 107: Cuadernillo de prácticas del lenguaje

INSTITUTO MODELO RICARDO GUTIÉRREZ

DIPREGEP 7713

CUADERNILLO DE PRÁCTICAS DEL LENGUAJE.

DOCENTE: VICTORIA VILLANUEVA BRONDO

CURSO: 1ºA

AÑO: 2015

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