concilium - revista internacional de teologia - 015 mayo 1966

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CONCILIUM Revista internacional de Teología MORAL Mayo 1966 C. Murray Bainton Snoe\ Congar Müller Hamelin Westow Boectye van Ouwerherh

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Page 1: Concilium - Revista Internacional de Teologia - 015 Mayo 1966

CONCILIUM Revista internacional de Teología

MORAL

Mayo 1966

C. Murray Bainton Snoe\ Congar Müller Hamelin Westow Boectye van Ouwerherh

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QONCILIUM Revhta internacional de Teología

Diez números al año, dedicados cada uno de ellos a una disciplina teológica: Dogma, Liturgia, Pastoral, Ecumenismo, Moral, Cuestiones Fronte­rizas, Historia de la Iglesia, Derecho Canónico, Espiritualidad y Sagrada Escritura.

CONTENIDO DE ESTE NUMERO

J. Courtney Murray: La declaración so­bre la libertad religiosa 5

R. Bainton: Verdad, libertad y tolerancia . 20 C. J. Snoek: Tercer Mundo: Revolución y

Cristianismo 34 Y. Congar: Situación de la pobreza en la

vida cristiana dentro de una civilización de bienestar 54

A. Müller: Autoridad y obediencia en la Iglesia 80

A. M. Hamelin: El principio de totalidad y la libre disposición de sí mismo 98

BOLETINES

Th. Westow: El tema del pacifismo 113 C. van Ouwerkerk: El debate sobre la

guerra 125 F. Bóckle: La paz y la guerra moderna ... 133

DOCUMENTACIÓN CONCILIUM 145

Traductores de este número:

Un grupo de profesores del Seminario Diocesano de Madrid

Director de la edición española P. JOSÉ MUÑOZ SENDINO

Editor en lengua española:

EDICIONES CRISTIANDAD Aptdo. I4.8Q8.—MADRID

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C O N C I L I U M Revista internacional de Teología

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M O R A L

AÑO 2.° - TOMO II

EDICIONES CRISTIANDAD MADRID

1966

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CON CENSURA ECLESIÁSTICA

D e p ó s i t o L e g a l : M . 1 . 3 9 9 - 1 9 6 5

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COMITÉ DE DIRECCIÓN

DIRECTORES DE SECCIÓN

Prof. Dr. E. SchiUebeeckx, OP Mgr. Dr. J. Wagner Prof. Dr. K. Rahner, sj Prof. Dr. H. Küng Prof. Dr. F. Bóckle Prof. Dr. J . -B. Metz

Prof. Dr. R. Aubert

Mgr. Dr. N . Edelby

Prof. Dr. T I. Jiménez Urresti

Prof. Dr. Chr. Duquoc, OP

Prof. Dr. P. Benoit, OP

Prof. Dr. R. Murphy, o. CARM.

CONSEJEROS

Dr. L. Alting von Geusau Ludolf Baas Mgr. Dr. C. Colombo Prof. Dr. Y. Congar, OP Prof. Dr. Ch. Davis Prof. Dr. G. Dickmann, OSB Prof. Dr. H. de Lubac, sj Prof. Dr. J. Mejía Dr. M. Cardono Peres, OP

SECRETARIO GENERAL

Dr. M. C. Vanhengel

(Dogma) (Litúrgica) (Pastoral) (Ecumenismo (Moral) (Cuestiones

fronterizas) (Historia de la Iglesia

(Derecho Canónico)

(Derecho Canónico)

(Espirituali­dad)

(Sagrada Es­critura)

(Sagrada Es­critura)

Nimega Tréveris Munich Tubinga Bonn Münster

Lovaina

Damasco

Bilbao

Lyon

Jerusalén

Washington

Holanda Alemania Alemania Alemania Alemania Alemania

Bélgica

Siria

España

Francia

Jordania

U.S.A.

Groninga Holanda Amersfoort Holanda Várese Italia Estrasburgo Francia Heythrop Inglaterra Collegeville U.S.A. Lyon Francia Buenos Aires Argentina Fátima Portugal

Nimega Holanda

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COMITÉ DE DIRECCIÓN DE ESTE NUMERO

DIRECTOR

Prof. Dr. F. Bockle Bonn

DIRECTOR ADJUNTO

Dr. C. van Ouwerkerk, CSSR Wittem

Ale

Holanda

MIEMBROS

Dr. R- Callewaert, OP Dr. M. Cardoso Peres, OP Prof. Dr. R. Carpentier, sj Prof. Dr. H. Carrier, SJ Prof. Dr. Ph. Delhaye Prof. Dr. }. Fuchs, sj Prof. Dr. G. Gilleman, sj Prof. Dr. A. Hamelin, OFM Prof. Dr. B. Háring, CSSR Prof. Dr. J. L. Janssens Prof. Dr. P. Labourdette, OP Prof. Dr. E. McDonagh Prof. Dr. D. O'Callaghan Dr. B. Olivier, OP Prof. Dr. J. M. Setién Prof. Dr. Snoek, CSSR Prof. Dr. Solozábal Prof. Dr. Weber

Lovaina Fátima Lovaina Roma Namur Roma Kurseong Montreal Roma Heverlee Toulouse Maynooth Maynooth La Sarte Vitoria Juiz da Fora Bilbao Solothurn

Bélgica Portugal Bélgica Italia Bélgica Italia India Canadá Italia Bélgica Francia Irlanda Irlanda Bélgica España Brasil España Suiza

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LA DECLARACIÓN SOBRE LA LIBERTAD RELIGIOSA

La declaración sobre la libertad religiosa es un documento de pretensiones muy modestas. Sólo se ocupa del orden jurídico-social y de la validez, dentro de este orden, de un derecho hu­mano y civil al libre ejercicio de la religión. El fundamento de este derecho es la dignidad de la persona humana; su exigencia esencial consiste en que el hombre, dentro de la sociedad, se vea libre de toda coacción y de todo obstáculo, legales o extra-legales, en lo referente a la religión: fe, culto, testimonio y práctica religiosa, tanto privada como pública. El documento esboza la estructura de un argumento racional de este derecho, señala las normas de la legítima limitación del mismo y afirma el deber que tiene la autoridad civil de proteger y facilitar el libre ejer­cicio de la religión en la sociedad. A continuación especifica las implicaciones de la libertad religiosa para todas las iglesias y co­munidades religiosas. El derecho humano a la libertad religiosa es considerado luego a la luz de la revelación. La intención de esta sección es simplemente mostrar que se da una armonía entre la libertad religiosa, en el sentido jurídico-social, y la libertad cristiana, en los diversos sentidos que este último concepto posee en la Escritura y en la doctrina de la Iglesia. La declaración se limita a sugerir que las dos especies de libertad están relacio­nadas; no desciende a especificar más concretamente en qué consiste esa relación. La declaración termina con una exhortación pastoral a los fieles y una llamada respetuosa a la conciencia de

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los hombres, insistiendo en el valor de la libertad religiosa y de la religión para el mundo de hoy.

La declaración, por tanto, no pretende presentar una teología completa de la libertad. Esto hubiera sido una tarea mucho más ambiciosa. Para realizarla hubiera sido necesario, a mi entender, desarrollar cuatro puntos principales: i) el concepto de libertad cristiana —la libertad del Pueblo de Dios— como participación en la libertad del Espíritu Santo, el principal agente en la his­toria de la salvación, por el cual los hijos de Dios son "llevados" (Rom 8, 14) al Padre a través del Hijo encarnado; 2) el concepto de la libertad de la Iglesia en su ministerio, como una partici­pación en la libertad del mismo Cristo, al que fue dada toda autoridad en el cielo y en la tierra y que está presente en su Iglesia hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 28, 18.20); 3) el con­cepto de fe cristiana como respuesta libre del hombre a la llama­da divina, llamada que tiene su origen en la iniciativa eterna y graciosa del Padre, que se realiza por medio de Cristo y es escu­chada por el hombre en su corazón, donde el Espíritu habla lo que El mismo ha oído (cf. Jn 16, 13-15); 4) el concepto jurí­dico de libertad religiosa como un derecho humano y civil, fun­dado en la dignidad nativa de la persona humana, que es hecha a imagen de Dios y posee por tanto, como por derecho de nacimiento, una participación en la libertad del mismo Dios.

Este hubiera sido, a mi juicio, un modo de proceder mucho más satisfactorio desde el punto de vista teológico. En particular esto hubiera estado más en conformidad con la disposición de los teólogos actuales que prefieren ver las consecuencias de la ley natural en el marco concreto del presente orden histórico-existencial de gracia. Por otra parte, la doctrina presentada hu­biera sido mucho más rica de contenido. No obstante, había razones decisivas para que el Concilio no intentase presentar esta teología completa de la libertad.

En primer lugar, la declaración es el único documento con­ciliar formalmente dirigido al mundo en general, en una línea de intenso interés secular a la vez que religioso. No hubiera

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sido adecuado, por tanto, que la declaración comenzase con doctrinas que sólo pueden ser conocidas por revelación y sólo pue­den ser aceptadas por la fe. En segundo lugar, lo que el mundo en general, lo mismo que los fieles dentro de la Iglesia, necesitan conocer hoy es la postura de la Iglesia sobre la libertad religiosa como derecho humano y civil. Hubiera sido ocioso negar que la doctrina de la Iglesia, según aparece formulada en el siglo XIX, es un tanto ambigua y se halla desconectada de la realidad con­temporánea, siendo así causa de confusión entre los fieles y de recelos entre grandes sectores de la opinión pública. En tercer lugar, la estructura teológica del argumento, según lo hemos propuesto, hubiera originado problemas históricos y teológicos que son todavía objeto de discusión entre los teólogos. Existe, por ejemplo, el problema de la relación exacta entre libertad cris­tiana y libertad religiosa. Existe, además, todo el problema de la evolución de la doctrina, desde la Mirari vos hasta la Dignitatis humanae personae. En cuarto lugar, la libertad cristiana, como un don del Espíritu Santo, no es propiedad exclusiva de los miembros de la Iglesia visible, de igual modo que la acción del Espíritu no está limitada por las fronteras de la Iglesia visible. Este punto es de gran importancia ecuménica, pero la discusión del mismo ha de ser delicada en cada uno de sus aspectos, y esto resultaba imposible en un breve documento. Había, finalmente, una sena consideración de prudencia pastoral. Se afirma la liber­tad cristiana frente a todos los poderes de la tierra (cf. Act 4, 19-20; 5, 29); en este sentido produjo el testimonio de los mártires. Pero se afirma también —la libertad cristiana— dentro de la Iglesia; y en este sentido es la garantía de los ministerios caris-máticos y la base de una protesta prudente cuando el ejercicio de la autoridad traspasa los límites legítimos. Pero, como es bien sabido, el tema de la libertad dentro de la Iglesia es hoy neurál­gico, como lo era cuando Pablo escribía a los Gálatas (cf. Gal 5, 13). Se trata, además, de un punto sumamente complicado. Por tanto, hubiera sido imprudente afrontar directamente el tema en un breve documento conciliar. De ahí que la declaración se es-

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fuerce por distinguir netamente entre el tema de la libertad religiosa en el orden jurídico-social y el tema más amplio de la libertad cristiana. Hubiera sido desastroso confundir estos dos temas distintos. Naturalmente el tema de la libertad cristiana •—su fundamento, su significado, su ejercicio y sus límites— de­berá ser aclarado mediante discusión libre, realizada con cuidado y paciencia, en un diálogo entre los pastores y el pueblo que ha de durar muchos años. Pero este diálogo resultará más eficaz ahora que la declaración ha dado luz sobre el tema menor del libre ejercicio de la religión en la sociedad civil.

Aunque el objetivo pueda parecer reducido, la declaración no deja de ser un documento de considerable importancia teológica. Así se verá con claridad, si se considera el documento a la luz de los dos grandes movimientos históricos del siglo xix, a los que se opuso enérgicamente la Iglesia.

I. LA SECULARIZACIÓN DE LA SOCIEDAD Y DEL ESTADO

El primer movimiento fue el paso de la concepción sacral de la sociedad y del estado a la concepción secular. La concepción sacral había sido la herencia de la cristiandad medieval y, en una forma más ambigua, del antiguo régimen. Para nuestro propósito interesa señalar aquí brevemente dos características de esta con­cepción. Primera: el mundo cristiano —o al menos la nación ca­tólica— era considerado como algo encerrado dentro de la Iglesia, que a su vez era una gran sociedad. Segunda: la prerrogativa re­ligiosa del príncipe incluía el cuidado de la religión de sus subditos y la preocupación por su unidad religiosa como algo esencial a su unidad política. (Esta prerrogativa religiosa de la autoridad política era interpretada de diversas maneras, más o menos arbitrarias; pero no podemos detenernos aquí en estos detalles.)

En el siglo xix tuvo lugar la ruptura con esta concepción de la sacralidad de la sociedad y del estado y un movimiento hacia su secularización. Como se sabe, la Iglesia —en Roma y en las nació-

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nes llamadas católicas— se opuso a este movimiento con todas las fuerzas a su alcance. La razón era obvia. Después de la Revolu­ción, en la Europa continental (la nueva república federal de los Estados Unidos presenta un caso totalmente distinto) el resultado del movimiento histórico no fue una secularización propiamente dicha de la sociedad y el estado. El producto de dicho movimiento fue el estado laico, de inspiración racionalista o atea, cuya función era la laicización de la sociedad. Lo que en realidad se consiguió fue una inversión del antiguo régimen, como afirmó en aquel tiempo Alexis de Tocqueville. Propiamente hablando, podía con­siderarse la Ley de Separación (9 de diciembre de 1905) de la ter­cera República Francesa como el símbolo legislativo del nuevo orden.

La Iglesia, en principio, no podía aceptar este nuevo orden, en sus premisas, en su ethos o incluso en sus instituciones, la prin­cipal de las cuales era la llamada "libertad de cultos". Por otra parte, la Iglesia realmente no se esforzó por discernir los signos de los tiempos para descubrir, bajo las formas históricas transito­rias que asumía el nuevo movimiento, el auténtico y válido dina­mismo que allí actuaba.

La rebelión abierta iba dirigida contra la sacralidad de la so­ciedad y el estado, simbolizada por la unión del trono y el altar. Pocos historiadores negarían hoy que esta concepción y su sím­bolo institucional, a pesar de su venerable antigüedad, se habían hecho anacrónicos en el mundo moderno. No obstante, en el fondo el nuevo movimiento iba orientado hacia una auténtica y legítima secularización de la sociedad y el estado. En el fondo, donde ac­tuaban los factores ocultos del cambio histórico, lo que en reali­dad se estaba efectuando era una obra de diferenciación, que es siempre una obra de crecimiento y progreso. La sociedad civil intentaba diferenciarse de la comunidad religiosa, de la Iglesia. Las funciones políticas de la autoridad secular intentaban diferenciarse de las funciones religiosas de la autoridad eclesiástica. El inconve­niente consistió en que esta obra de progreso ordenado se vio

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trastornado y torcido, como sucede con tanta frecuencia en la historia.

La parte principal de la culpa recae sobre la desastrosa ley de contradicción —aquel deseo de negar y destruir el pasado que fue la verdadera esencia de la Ilustración racionalista (por lo que sus­citó una fuerte antipatía, por ejemplo, en Edmund Burke)—. Así, lo que aparecía en la superficie no era progreso, sino simplemente revolución. La sociedad, en cuanto civil, no era simplemente di­ferenciada de la sociedad en cuanto religiosa; las dos sociedades eran separadas violentamente, y se arrancaba a la sociedad civil toda su sustancia religiosa. El orden de la ley civil y de la juris­dicción política no era simplemente diferenciado del orden de la ley moral y de la jurisdicción eclesiástica; se establecía una rup­tura completa entre los dos órdenes de ley y las dos autoridades, y se suscitaba una hostilidad entre ambas. La sociedad y el estado no lograron su legítima secularidad, fueron toscamente vestidos con el ropaje extraño del laicismo continental. Frente a este horri­ble espectro, que se paseaba por la Europa de la Edad Media, la Iglesia, en la persona de Pío IX, lanzó su implacable anatema.

León XIII fue el primero que comenzó a ver hacia dónde se orientaban las corrientes profundas de la historia. En respuesta restableció en su propia centralidad, y también desarrolló, la ver­dad tradicional que el papa Gelasio I había intentado inculcar al emperador Anastasio en 494: "Dos son, augusto emperador, los que gobiernan este mundo con derecho soberano (principaliter), la autoridad sagrada del sacerdocio y el poder real." N o obstante, León XIII transcendió la concepción medieval, condicionada his­tóricamente, de los dos poderes en la sociedad única llamada cris­tiandad —una concepción que, en forma adulterada, había persis­tido bajo el antiguo régimen, con su galicanismo y su famoso lema: "una fe, una ley, un rey". En una sene de ocho espléndidos textos que se extienden desde Arcanum (1880) hasta Fervenuti (1902), León XIII estableció con claridad la existencia de dos so­ciedades distintas, dos órdenes de ley distintos, así como dos po­deres distintos. Esto era la antigua afirmación entendida de una

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manera nueva — una auténtica evolución doctrinal. Sobre esta base León XIII pudo dar un paso más. En multitud de textos —más de un centenar, de los que la cuarta parte se referían a la Cues­tión Romana— insistió en que la exigencia esencial de la Iglesia frente a las sociedades civiles y sus gobiernos está expresada en la antigua fórmula: "la libertad de la Iglesia". No le era posible completar estas dos conclusiones con una tercera: la afirmación de la libertad de la sociedad y el deber de los gobiernos frente a la libertad del pueblo. De todos modos su obra doctrinal esclare­ció el camino para un ulterior progreso en la comprensión de la legítima secularidad de la sociedad y del estado frente a las anti­guas concepciones sacrales.

Este progreso alcanza su meta inevitable en la Declaración sobre la Libertad Religiosa. La sacralidad de la sociedad y del estado está ahora superada como algo anacrónico. El gobierno no es defensor fidei. Su deber y su derecho no se extienden a lo que se ha venido llamando "cura religionis", el cuidado directo de la religión y de la unidad de la Iglesia dentro de la cristiandad o de la nación-estado. La función del gobierno es secular, es decir, está limitada a procurar el libre ejercicio de la religión dentro de la sociedad, a cuidar por tanto de la libertad de la Iglesia y de la li­bertad de la persona humana en materia religiosa. La función es secular porque la libertad en la sociedad, por muy preciosa que sea a la religión y la Iglesia, no deja de ser un valor secular, la clase de valor que el gobierno puede proteger y fomentar por me­dio de la ley. Por otra parte, a esta concepción del estado en cuanto secular corresponde una concepción de la sociedad misma como secular. No sólo es distinta de la Iglesia en su origen y su fin, es también autónoma en sus estructuras y procesos. Sus prin­cipios estructurales y dinámicos son suyos propios y propios del orden secular — la verdad sobre la persona humana, la justicia de­bida a la persona humana, el amor que es el vínculo propiamente humano entre personas, y no en último lugar la libertad, que es el elemento y la exigencia fundamentales de la dignidad de la persona.

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Esta es la auténtica concepción cristiana de la sociedad y del estado en su genuina secularidad que aparece en la Pacem in tenis. La declaración sobre la libertad religiosa añade a esto el esclare­cimiento final en un detalle esencial: que en la sociedad secular, en el estado secular el valor más elevado, que tanto la sociedad como el estado están llamados a proteger y fomentar, es el valor personal y social del libre ejercicio de la religión. Los valores que la religión encierra para los hombres y la sociedad han de ser protegidos y fomentados por la Iglesia, y por otras comunidades religiosas, aprovechando su libertad. Así la declaración asume su significado teológico primario. Formalmente se ocupa sólo del tema menor que es la libertad religiosa. En realidad define la vi­sión básica que tiene hoy la Iglesia sobre el mundo: sobre la sociedad humana, su orden de ley humana, y sobre las funciones de los poderes totalmente humanos que la gobiernan. Por eso la declaración no sólo completa el decreto sobre ecumenismo, sienta también la premisa y establece el centro de lo que concierne a la Iglesia en el mundo secular, que es el objeto del capítulo trece. No anhelos nostálgicos de restaurar antiguas sacralizaciones, no vanos esfuerzos por encontrar nuevas formas de sacrahzar el orden terrestre y temporal en sus instituciones y procesos, sino la puri­ficación de estos procesos y estas estructuras y la dirección acertada de los mismos a sus fines intrínsecamente seculares •— este es el fin y el objeto de la acción de la Iglesia en el mundo actual.

A su modo, la declaración es un acto dentro de ese amplio proceso conocido hoy con el nombre de consecraúo mundi. El documento pone de relieve cómo el estatuto de la libertad reli­giosa, como un derecho civil en realidad, es una disposición que por parte del gobierno limita sus facultades. El gobierno secular se niega el derecho de intervenir en el libre ejercicio de la religión, a no ser que surja de él algún entorpecimiento del orden público (en cuyo caso el estado actúa sólo en el orden secular, no en el orden de la religión). Por otra parte, al ratificar la declaración del Concilio Vaticano II, la Iglesia limita con la misma claridad sus derechos. Podemos concretar este punto en un ejemplo sencillo

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y en una perspectiva histórica diciendo que por fin la Iglesia re­nuncia, en principio, a su derecho al auxilium brachii saecularis (por el momento, la frase del canon 2198 es un caso discordante de arcaísmo), al que tan apegada estuvo en la historia. El brazo secular es simplemente secular, inadecuado para promover los fines propios del Pueblo de Dios. Más exactamente, la Iglesia no tiene brazo secular. Al ratificar el principio de la libertad religiosa la Iglesia acepta plenamente la carga de la libertad, que es la única exigencia que puede presentar al mundo secular. Así llega a su término una evolución doctrinal larga y a menudo tortuosa.

Como todas las evoluciones, ésta iniciará un ulterior progreso en la doctrina, es decir, una nueva impostación de la doctrina de la Iglesia sobre el problema llamado de la Iglesia y el Estado, con el fin de restaurar y perfeccionar en su sentido propio la tradi­ción auténtica. Pero este punto constituye un tema suficientemen­te amplio e independiente para que podamos tratarlo aquí.

I I . CONCIENCIA HISTÓRICA

La segunda gran corriente del siglo xix fue el paso del clasi­cismo a la conciencia histórica. El significado de estos términos exigiría una extensa explicación, tanto histórica como filosófica. Baste decir aquí que la palabra clasicismo designa una visión de la verdad, para la cual la verdad objetiva, precisamente por ser objetiva, existe "ya ahora ahí" (para usar la frase descriptiva de Bernard Lonergan). Por tanto existe también independientemente de su posesión por parte de alguno. Y así mismo existe indepen­dientemente de la historia, formulada en proposiciones que son verbalmente inmutables. Si se ha de hablar de evolución de la doctrina, esto sólo quiere decir que la verdad, permaneciendo invariable en su formulación, puede encontrar diferentes aplica­ciones en el mundo contingente de los cambios históricos. La con­ciencia histórica, por el contrario, aun manteniendo la naturaleza objetiva de la verdad, se interesa por la posesión de la verdad, por

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las afirmaciones del hombre sobre la verdad, por el conocimiento contenido en estas afirmaciones, por las condiciones —circunstan­ciales y subjetivas— del conocimiento y de la afirmación, y por tanto por la historicidad de la verdad y por el progreso en la captación y penetración de lo que es verdadero.

Durante el siglo xix e incluso el xx la Iglesia se opuso a este movimiento hacia la conciencia histórica. También aquí la razón era obvia. El término del movimiento histórico fue el modernis­mo, aquel "conjunto de todas las herejías", como lo llamó la Pascendi dominici gregis. El descubrimiento de la historicidad, de la verdad y el descubrimiento del papel del sujeto en la posesión de la verdad fueron explotados sistemáticamente para producir todo género de "ismos" perniciosos, para destruir la noción misma de la verdad — su carácter objetivo y absoluto, su universalidad. Estas sistematizaciones eran falsas, pero las ideas de que partían eran válidas. También aquí se necesitaba una obra de discerni­miento, y se hizo. Para no extendernos innecesariamente, esta obra debía esperar hasta el Concilio Vaticano II. (No nos referimos aquí a la obra de los especialistas.)

Las sesiones del Vaticano II han puesto de manifiesto que, a pesar de la resistencia de ciertos sectores, el clasicismo está cediendo el paso a la conciencia histórica. Naturalmente, ninguna de estas teorías han sido discutidas, quizá ni siquiera entendidas como teorías. El hecho significativo es que el Concilio quiso llamarse "pastoral". El término se ha interpretado, erróneamente, en el sentido de que el Concilio en cierta manera no se ocuparía de la verdad y la doctrina, sino sólo de la vida y de las directrices prác­ticas para la vida. Oponer de esta manera lo pastoral y lo doctrinal hubiera sido desastroso. La preocupación pastoral del Concilio es una preocupación doctrinal. Pero se trata de una preocupación doctrinal iluminada por la conciencia histórica, es decir, por el interés por la verdad no sólo como una proposición que se ha de repetir, sino, lo que es más importante, como una posesión que se ha de vivir; por el interés, por tanto, por el sujeto al que va dirigida la verdad; por el interés así mismo por el momento histó-

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rico en que la verdad es proclamada al sujeto vivo; y consiguiente­mente por el afán de buscar el progreso en el conocimiento de la verdad que exigen el momento actual y el sujeto que debe vivir en él. En una palabra, el interés fundamental del Concilio se halla en la evolución de la doctrina. Así, la preocupación de los intelectuales en el siglo xx ha venido a ser la preocupación pas­toral de la Iglesia en el siglo xx.

En esta perspectiva resulta claro el segundo significado teoló­gico de la declaración sobre la libertad religiosa. La declaración es un ejercicio pastoral en el desarrollo de la doctrina. (Por eso, podemos decir de paso, encontró cierta oposición; el clasicismo —si no como una teoría, al menos como una mentalidad operan­te— se halla todavía entre nosotros.) En breves palabras, la de­claración está basada en un progreso de la doctrina, que en rea­lidad se ha operado desde León XIII. Al mismo tiempo hace que este progreso dé un inevitable paso adelante al descartar una vieja teoría de tolerancia civil en favor de una doctrina nueva de liber­tad religiosa que está más en armonía con la tradición auténtica, y más plenamente entendida, de la Iglesia. Aquí sólo podemos ofrecer las grandes líneas de este progreso.

La premisa teológica remota de la declaración es la doctrina tradicional de la Iglesia, aclarada por León XIII, sobre los dos órdenes de la vida humana, el sagrado y el secular, el civil y el religioso. La premisa inmediata es la filosofía de la sociedad y su organización jurídica •—en este sentido, una filosofía del Estado— desarrollada por Pío XII y que recibió una formulación más siste­mática en la Pacem in tenis de Juan XXIII. Esta filosofía está hondamente enraizada en la tradición; pero es también nueva en comparación con León XIII.

La doctrina de este último, más aristotélica y medieval en su inspiración, se apoyaba en la concepción del bien común como un conjunto de virtudes y valores sociales, principalmente el valor de la obediencia a las leyes. La doctrina de Pío XII y Juan XXIII, más profundamente cristiana en su inspiración, se apoya en una concepción del bien común, que ve en éste principalmente el

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ejercicio efectivo de los derechos y el fiel cumplimiento de los de­beres de la persona humana. Paralelamente, en la concepción de León XIII la función del gobierno era primordialmente ética, a saber, la dirección del ciudadano-subdito —que era considerado más como subdito que como ciudadano— hacia la vida de virtud por la fuerza de leyes buenas que reflejan las exigencias del or­den social. En la doctrina de Pío XII y Juan XXIII la función primaria del gobierno es jurídica, a saber, la protección y promo­ción del ejercicio de los derechos humanos y civiles y la facilita­ción del cumplimiento de los deberes humanos y civiles por parte del ciudadano que es plenamente ciudadano, es decir, no simple­mente sometido a los procesos de gobierno, sino también parti­cipante en ellos.

La visión de Pío XII, que constituye la raíz del nuevo desarro­llo, estaba formulada así: "El hombre, en cuanto tal, lejos de ser considerado como el objeto de la vida social o como un elemento pasivo de la misma, se ha de considerar más bien como su sujeto, su fundamento y su fin." En la doctrina de León XIII, por el contrario, el centro estaba ocupado por los príncipes (su palabra favorita), los gobernantes que ejercían en la sociedad el poder que habían recibido de Dios. En esta última concepción la sociedad se ha de edificar y hacer virtuosa de arriba abajo; el papel del gobierno es dominante. En la primera, por el contrario, la socie­dad es edificada y hecha virtuosa de abajo arriba; el papel del gobierno es subordinado, un papel de servicio a la persona hu­mana. Además, en la concepción de León XIII (excepto en la Remm novarum) el gobierno no sólo era personal, sino también paternal; el "príncipe" era pater patriae, como la sociedad era la Familia, escrita con mayúscula. Por otra parte, en la concepción de Pío XII el gobierno es simplemente político; la relación entre el gobernante y el gobernado es una relación civil, no familiar. Esto constituye una vuelta a la tradición (principalmente a Tomás de Aquino), tras las aberraciones del absolutismo continental y las exageraciones de los juristas romanos.

La concepción paternalista de León XIII debía mucho a la

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Sobre la libertad religiosa 17

situación histórica y a la cultura política de su tiempo. El elemento central era la imperita multitudo, las masas amorfas e incultas que aparecen insistentemente en su texto. La concepción política de Pío XII era, por el contrario, una vuelta a la tradición, a la noble idea de "el pueblo", que es un concepto estructurado en cuya raíz se halla, como él decía, "el ciudadano (que) siente dentro de sí la conciencia de su personalidad, de sus deberes y derechos, y de su legítima libertad unida al respeto por la libertad y dignidad de los otros". Este retorno a la tradición del "hombre libre bajo un gobierno limitado" (como ha compendiado alguien la visión polí­tica fundamental de Tomás de Aquino) constituía también un progreso en la interpretación de la tradición.

Finalmente, en León XIII la distinción tradicional entre socie­dad y estado en gran parte quedaba desvanecida; su desaparición de la historia había sido en realidad parte de la damnosa haereditas —la perniciosa herencia— del antiguo régimen. Merece destacar­se el hecho de que en el inmenso cuerpo de los escritos de León XIII no aparece una filosofía satisfactoria de la ley y la jurisprudencia humanas. Es siempre moralista, no jurista. Su preo­cupación es insistir en que el orden jurídico de la sociedad debe reconocer los imperativos del orden moral objetivo. Esta insis­tencia era sin duda necesaria contra el antinomianismo moral y el positivismo jurídico del laicismo continental. Debido a esta ne­cesidad polémica, León XIII no prestó atención, o la prestó muy escasa, a la estructura interna del orden jurídico, es decir, a la estructura del estado.

Esta vino a ser la preocupación de Pío XII al hacerse sentir la amenaza del totalitarismo que ponía en peligro la dignidad básica de la persona humana, es decir, su libertad. Pío XII resucitó la distinción entre sociedad y estado, que es la barrera esencial contra el totalitarismo. Al mismo tiempo hizo de ella el pilar de su con­cepción del estado jurídico (la expresión es extraña en inglés; nos­otros hablamos de "gobierno constitucional"). Los poderes del go­bierno no sólo están limitados al orden terreno y temporal; desde León XIII esto había sido doctrina clara, a pesar de que en la

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práctica quedase ampliamente desatendida. Pero incluso dentro de este orden limitado los poderes del gobierno están limitados por el orden más elevado de los derechos humanos, definidos de­talladamente en la Pacem in tenis, cuya doctrina tiene su com­plemento en la declaración sobre la libertad religiosa. La salva­guarda y la promoción de estos derechos son el primer deber del gobierno frente al bien común.

Esta rápida comparación puede ayudar a poner de relieve que, aunque la teoría de León XIII sobre la tolerancia civil estaba en armonía con su concepción de la sociedad y del estado, no lo está con la filosofía, más plenamente desarrollada, de Pío XII y Juan XXIII. Para León XIII el poder del gobernante era patria potestas, un poder paterno. El gobernante-padre puede y está obli­gado a conocer lo que es verdadero y bueno — la religión verda­dera y la ley moral. Su deber primario, como padre-gobernante, es guiar a sus hijos-súbditos —las masas incultas— a lo que es verdadero y bueno. En consecuencia, su función es protegerlos contra el error religioso y la aberración moral — contra la predica­ción de las "sectas" (palabra favorita de León XIII). Las masas han de ser consideradas como niños, ad instar puerorum, que no pueden protegerse a sí mismos. Han de mirar al gobernante-padre, el cual sabe qué es verdadero y bueno, y conoce también lo que es bueno para ellas. En estas circunstancias, y dada esta concepción personal del gobierno, la actitud del gobierno frente al error y el mal sólo puede ser la tolerancia. El gobierno permite por la ley lo que no puede evitar por la ley. Además, esta tolerancia civil no pasa de ser algo impuesto por la necesidad; es practicada en atención a un bien mayor, que es la paz de la comunidad. Esta teoría de la tolerancia civil puede ser considerada como un con­sejo de sabiduría práctica. Difícilmente puede ser considerada como una doctrina católica permanente, de igual modo que la teoría del gobierno que le es correlativa. Las raíces de ambas teo­rías residen en las contingencias de la historia, no en las exi­gencias de la verdad permanente.

Así, pues, la declaración sobre la libertad religiosa arrincona

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Sobre la libertad religiosa 19

la teoría de la tolerancia civil característica de la post-Reforma y del siglo xix. El defecto no es error, sino arcaísmo. Se ha elaborado una nueva filosofía de la sociedad y del estado que es más trans­temporal en su modo de concebir y formular, menos condicionada por el tiempo, más diferenciada, un progreso en la inteligencia de la tradición. Resumiendo, los elementos estructurales de esta filo­sofía son los cuatro principios del orden social establecidos, y desarrollados por lo que se refiere a sus exigencias, en la Pacem in tenis, los principios de verdad, justicia, amor y libertad. La de­claración del derecho humano y civil al libre ejercicio de la re­ligión no sólo está en armonía con estos principios, es también exigida por ellos. El fundamento de este derecho es la verdad de la dignidad humana. El objeto del derecho —libertad de coacción en materia religiosa— es la primera deuda debida en justicia a la persona humana. El motivo final del respeto al derecho es un amor de apreciación de la dignidad personal del hombre. Y la misma libertad religiosa es la primera de todas las libertades en una so­ciedad bien organizada, sin la cual ninguna otra libertad humana y civil puede estar segura.

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VERDAD, LIBERTAD Y TOLERANCIA: PUNTO DE VISTA DE UN PROTESTANTE

Para las Iglesias cristianas el problema de la libertad religiosa en el siglo XX es muy distinto de lo que fue en el siglo xvi e in­cluso en el xvn. A mediados del siglo xvi Pietro Carnesecchi, que había sido secretario del Papa, fue condenado por desviaciones de la ortodoxia a ser decapitado y quemado, según sentencia pro­nunciada en un cónclave celebrado en Roma bajo la presidencia del papa Pío V. Unos años antes, en la Ginebra protestante, Mi­guel Servet, por negar el bautismo de los niños y la forma nicena de la formulación de la doctrina sobre la Trinidad, fue condenado por el consejo de la ciudad a ser quemado en el patíbulo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. En nuestros días los protestantes de Ginebra han erigido un monumento ex­piatorio a la memoria de Servet y los católicos, en la última edi­ción del Código de Derecho Canónico (cardenal Gasparn, 1911) distinguían las prescripciones que todavía están en vigor de las ya caducadas, imprimiendo las primeras como texto y las últimas al pie de las páginas. Todas las penas corporales por herejía que­daban relegadas a las notas.

El problema, para las Iglesias cristianas, se centra hoy en las siguientes exigencias : 1) libertad para el culto público; 2) libertad para la proclamación pública de la fe propia; 3) libertad de ins­trucción o ejercicios obligatorios por lo que se refiere a la educa­ción ; 4) neutralidad completa del estado con respecto a los grupos religiosos; 5) reconocimiento público de la validez del matrimonio,

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independientemente de la persona ante la que sea contraído, y 6) ausencia de discriminación social contra los no-conformistas frente al tipo religioso dominante.

El cambio de actitud por parte de las Iglesias cristianas puede atribuirse a múltiples factores. Uno de ellos es la aparición del pluralismo religioso. Los intentos de un grupo para exterminar a otro fracasaron, y estos mismos intentos hicieron que muchos de­jasen las Iglesias para venir a incrementar el grupo de los que no profesan ninguna religión. Por otra parte, el pluralismo incluye no sólo a las variedades cristianas, sino también a las otras reli­giosas. En muchos países los judíos forman una minoría respe­table. Y las religiones del mundo son hoy vecinas unas de otras a causa de la mayor rapidez de comunicación. Esta estrecha pro­ximidad ha engendrado respeto y ha hecho reconocer que los herejes, los sectarios y los infieles pueden ser sinceros, nobles y de ideas altas. Al mismo tiempo un estudio más vivo del Nuevo Testamento ha hecho ver lo que debía haber sido visto con cla­ridad hace siglos, que la coacción de la convicción sincera es incompatible con la mente de Cristo.

Otro factor que ha influido en la actitud cristiana es el hecho de que la ideología, que en otro tiempo llevó las Iglesias a prac­ticar le persecución, ha sido adoptada por los movimientos anti-religiosos, caracterizados por el fanatismo, que en tiempos pasados animó a los grupos cristianos y que utilizan, con refinamientos técnicos, los métodos que antes empleó la Inquisición para que­brantar el espíritu de los disidentes. Al mismo tiempo un nacio­nalismo desenfrenado, unido al totalitarismo, convirtió la cruel­dad en un credo. El comunismo y el fascismo intentaron matar o mutilar a las Iglesias. Católicos y protestantes vinieron a ser com­pañeros de sufrimiento y sus diferencias quedaron minimizadas al confrontarlas con estas monstruosas perversiones.

Muy probablemente, en reacción contra el colectivismo del comunismo y el fascismo, las Iglesias cristianas basan su demanda de libertad religiosa en la dignidad de la persona como ser indi­vidual. La insistencia en este punto es relativamente nueva en la

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cristiandad. Hasta entrado el siglo xvm el problema de la libertad religiosa estaba relacionado con los grupos, y la solución territo­rial asignaba localidades particulares a cada confesión religiosa, sin libertad para las minorías o individuos disidentes, excepto me­diante Ia emigración. Hoy, en cambio, la exigencia de libertad, incluso por parte de los grupos religiosos, es basada en la inviola­bilidad de la conciencia de los individuos que los integran.

Con toda probabilidad, una razón secundaria de por qué se juzga ahora tan preciosa la libertad religiosa consiste en que las otras libertades están siendo cercenadas incluso en porciones de la tierra que se llaman a sí mismas el "Mundo libre". Las duras exigencias del aumento de población y las complejidades de la mecanización obligan a controles más extensivos. En la esfera económica el gobierno regula la producción, los precios, la ex­portación y la importación. Estados Unidos se encuentra ante el angustioso dilema de decidir si ha de obligar a que se sindique todo el trabajo, con lo que el obrero ganaría en salario y seguridad, pero a costa de perder la libertad de tratar individualmente con el patrono. En el campo político el número de los ciudadanos im­pide el que éstos se reúnan para tratar de problemas nacionales, y cada v e z m ás las decisiones de que depende el destino de mi­llones de hombres han de partir de unas pocas cabezas a las que está encomendado el gobierno. Al verse limitado en tantos pun­tos el hombre pide libertad para dar o no dar culto a Dios, según quiera, y l° s gobiernos del "Mundo libre" están plenamente dis­puestos a conceder esta libertad porque no ven en ella ninguna amenaza para su estabilidad. Posiblemente los poderes totalitarios pagan a las Iglesias un tributo más alto reconociendo que están en juicio sobre todas las culturas, y las Iglesias del "Mundo libre" hacen bien en preguntarse si no son libres por ser inocuas.

En las declaraciones recientes, católicas y protestantes, el fun­damento teológico de la libertad religiosa es la dignidad del hombre. No es posible dejar de maravillarse de cómo los cristia­nos han necesitado tantos siglos para descubrir que la dignidad del hombre está reñida con la esclavitud del cuerpo y la coacción

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del espíritu. Este retraso impulsa a preguntarse de dónde deriva la dignidad del hombre y en qué consiste. La respuesta es: la dignidad del hombre deriva de su creación a imagen de Dios. Pero es preciso recordar aquí que la doctrina cristiana enseña que el hombre cayó de su estado primero y la imagen de Dios en el hombre quedó oscurecida, aunque no borrada. ¿Qué es lo que queda? La libertad de elegir —se responde—, porque Dios no le coacciona. Pero éste es un tema muy espinoso. Todos están de acuerdo en que el hombre es libre para elegir, pero ¿está su elección precondicionada por motivos derivados de circunstancias que no caen bajo su control? En la teología cristiana la £e se des­cribe como un don de Dios. Pero es evidente que no todos los hombres reciben este don. En ese caso, ¿son libres?

Nos moveremos en un terreno más seguro si en vez de mirar al origen miramos al fin del hombre. Los que, durante el Rena­cimiento, proclamaban la dignidad del hombre —por ejemplo, Manetti y Pico— lo hacían sobre la base de un principio deri­vado de una mezcla de corrientes cristianas y neoplatónicas: que el hombre es capaz de unión con Dios. Como Ireneo había dicho muchos siglos antes, Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera hacerse Dios. De este modo la dignidad del hombre queda centrada no tanto en la creación del hombre cuanto en la encar­nación de Dios en el hombre y en la posibilidad de que, como la divinidad y la humanidad, estaban unidas en Cristo, así el hombre, elevándose sobre su naturaleza animal, pueda unirse con Dios. El acento se pone no tanto en el origen del hombre cuanto en su potencial.

Pero el proceso mediante el cual el hombre llega a unirse con Dios no debe estar coaccionado por el hombre. Sumisión servil, asentimiento forzado, recitación mecánica de una fórmula de en­cantamiento no constituyen la unión con Dios. Ciertamente debe haber sumisión, total y sin reservas, espontánea y libre de toda presión externa. Esta unión del hombre con Dios es estrictamente personal. Es tan individual como la muerte. Y para el pensa­miento cristiano aquí reside la dignidad del hombre.

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Pero si hemos de hacer realidad la libertad religiosa en todo el mundo nuestra atención no ha de limitarse a los cristianos. Estos son una minoría en el mundo, y los auténticos cristianos son una minoría en los países nominalmente cristianos. ¿Cómo nos hemos de comportar con los "hombres de buena voluntad" de que ha­blaba el papa Juan, los humanistas, los ateos que buscan la jus­ticia, la humanidad, la magnanimidad y la compasión? Para ellos también existe una dignidad del hombre, como afirmaban los estoicos mucho antes del advenimiento de Cristo. El hombre —observaban— se encuentra en el punto más alto de la escala de los seres vivos, dotado de razón, de lenguaje, capaz de llorar y reír y de resolver sus diferencias más con el diálogo que por la fuerza. Por estar constituido así, el hombre debía ser —con pa­labras de Séneca— sagrado para el hombre. Siendo superior al mundo inanimado y estando amenazado por él, todos los hombres, en su condición común, debían unirse en lugar de luchar por el mutuo exterminio.

Cuando llega el caso de enfrentarse con los totalitaristas, el logro de una premisa común para la libertad religiosa es poco menos que imposible. Estos, sin duda, creen en la dignidad del género humano, pero no del individuo, y no les importa escla­vizar y exterminar a millones en beneficio de una sociedad última. Quizá no se diferencian tanto de los que, en el "Mundo libre", quieren también derramar la sangre de millones en beneficio de la seguridad nacional; pero existe una diferencia: en el totalitaris­mo el individualismo queda aplastado en el colectivismo. Se les puede decir que no se puede servir a la humanidad eliminando a los hombres y que al final la represión resultará vana. Pero quizá no haya otro camino de probarles esto que el de la sangre de los mártires.

Aunque resulte extraño que los cristianos hayan necesitado diecisiete o dieciocho siglos para ver que la libertad de religión es un corolario de la dignidad del hombre, la razón no se ha de buscar lejos. La coacción en religión estaba basada en la verdad y el amor. Se suponía que la felicidad del hombre en esta vida y en

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la otra dependía de su pertenencia a la Iglesia, de su participación en sus sacramentos y la adhesión a su credo. Y frente a este credo se tenía certeza. Por tanto, si el rechazar este credo acarreaba con­denación, el amor exigía que los hombres fuesen salvados me­diante coacción de las consecuencias de su error, aunque se tratara de error sincero.

Hoy los cristianos que reclaman la libertad religiosa no recha­zan absolutamente todos estos principios. La verdad es superior al error, y sobre la base de la verdad y con el motivo del amor a veces incluso las creencias religiosas pueden estar sometidas a in­terferencia. Un ejemplo tenemos en la experiencia de un oficial sanitario americano en Manila hace unos años. Se le informó de que en vanos puntos de la ciudad se habían observado brotes de fiebre tifoidea. Se hizo una investigación y se descubrió que en la bahía se había roto una cloaca. En la superficie los detritus aparecieron en forma de cruz. Un pescador nativo refirió el hecho calificándolo de milagro. El sacerdote lo confirmó, y la gente acu­dió en pequeñas embarcaciones, cogió una porción del agua mi­lagrosa y la bebió. El sanitario recurrió al ejército y contuvo al pueblo hasta que la avería fue reparada. Este fue un caso de certeza con respecto a la verdad, porque la teoría del origen in­feccioso de la enfermedad ha sido confirmada por un siglo de ex­periencia clínica. Por muy sinceramente que los nativos creyesen en el milagro, estaban en un error y con ello ponían en peligro sus vidas y las de los otros. Ciertamente fue una obra de amor el salvarlos de su error.

Pero el conocimiento religioso nunca puede presumir de un grado tan alto de certeza. El credo de la Iglesia no admite veri­ficación clínica. No se ha de olvidar la distinción entre fe y cono­cimiento. El argumento más convincente en favor de la persecu­ción en el pasado fue que la herejía entraña la condenación de las almas por toda la eternidad, pero el convencimiento de que la vida consciente continuará por toda la eternidad es objeto de fe, no de demostración. Por eso la doctrina de la inmortalidad es un asunto para legislación privada más que para legislación pública.

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En ningún caso se da en la religión un grado de certeza que justifique la intervención de fuerzas armadas.

Esto no es negar el concepto de revelación. Pero ¿qué es la revelación y cómo es dada? Tanto protestantes como católicos reconocen cada vez más que la revelación no es proposicional. El hagiógrafo del Antiguo Testamento creía que Dios entregó a Moisés los Diez Mandamientos grabados en tablas de piedra. El apóstol Pablo afirmaba que la nueva dispensación fue dada no en tablas de piedra, sino en corazones de carne. Dios no entregó un libro, se encarnó en un hombre que no dejó nada escrito, y cuyas palabras se nos han transmitido en formas distintas. La revelación de Dios en Cristo fue la totalidad de una experiencia, que sólo tiene sentido para los que la aceptan en la obediencia, y no para la mayoría de los que vieron al Señor en la carne, pues fue re­chazado por los hombres.

Esta revelación no carece de contenido y puede ser expresada en conceptos, pero éstos están condicionados por las formas de pensamiento de cada período histórico. Las implicaciones de la experiencia-revelación han sido constantemente objeto de re­visión y reformulación. La teología cristiana se mueve entre dos polos: lo que es dado y lo que es buscado; entre la verdad como un depósito y la verdad como una búsqueda. Y la búsqueda exige una sinceridad absoluta por parte del que busca. El sincero puede no tener razón, pero el insincero necesariamente ha de estar en el error. El que aspira a la verdad sólo puede adherirse al error mientras cree que éste es la verdad. El camino de persuadirlo de lo contrario no consiste en destrozar su integridad, sino en con­vencerlo de su error. La misma naturaleza de la búsqueda exige la libertad.

Y no sólo libertad para buscar la verdad individualmente, sino también para entablar discusión con otros. La verdad nace del choque de inteligencias. Casi siempre el que descubre una luz nueva exagera, y sus desorbitadas pretensiones han de ser mode­radas por otros. El innovador necesita del conservador para do­minar su exuberancia y el conservador necesita del innovador para

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sacudir su complacencia. El optimismo de Milton, al afirmar que la verdad triunfa siempre en el encuentro libre, puede no ser to­talmente cierto porque hay errores que han persistido durante siglos; pero la afirmación de que "la verdad, aunque aplastada, se levanta de nuevo", no carece totalmente de garantía. Y cierta­mente, aunque el intercambio libre de mentalidades no siempre establezca la verdad, la represión del debate tenderá a perpetuar el error.

No obstante, el choque libre de mentalidades no acaba en unanimidad, y menos aún en uniformidad, sino más bien en va­riedad. Y entonces surge la cuestión, no fácil de resolver, de si las variedades son caras diferentes de un poliedro o si representa vi­siones contrarias que se excluyen recíprocamente. La respuesta depende de cómo se valoren las variedades religiosas. La alta y la baja Iglesia, una liturgia elaborada y el culto silencioso, la gloria de una catedral y la simplicidad de la celda de un ermitaño, ¿son todas formas válidas de expresión religiosa? ¿"Qué dosis de va­riedad es posible dentro de una unidad estructural? ¿Debe con­cretarse la variedad en forma de iglesias separadas que, mediante su competencia, se estimulen unas a otras en la búsqueda de la verdad y en la conducta cristiana? Todas estas cuestiones tienen gran importancia por lo que se refiere a la reunión de las iglesias, pero no de modo tan directo como la libertad religiosa, aunque aquéllas la tienen mayor para hacer ver el número de complicados problemas que existen y que ninguna coacción puede resolver. Debe haber fluidez, un acercamiento de almas y mentalidades en el amor y el respeto.

En el terreno práctico todos admiten que existen ciertos lí­mites para la libertad religiosa. En las discusiones recientes sobre la materia aparece con frecuencia la expresión "dentro de los límites legítimos". Pero ¿cuáles son éstos? Todos están de acuerdo en que la libertad no supone facultad de intervenir en la facultad de otro. Un segundo principio, al que se alude a veces, es que la libertad religiosa no debe alterar la paz pública. La fórmula tendrá significados distintos según sea lo que altere la paz pública. Hoy

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repudiamos todos la solución territorial del pluralismo religioso, en la que cada región tiene su religión propia, y a las minorías sólo se les deja la libertad de emigrar; pero si gentes de credos distintos no son capaces de vivir sobre un mismo suelo sin enzar­zarse en una lucha a muerte, ¿qué puede hacerse sino sepa­rarlas? Esta parece ser la situación en Pakistán y la India con sus dos grupos: musulmanes e hindúes. Pero aunque en ese caso pueda ser necesaria la intervención del estado, se ha de tener gran cuidado de no invocarla simplemente para mantener el status quo. Supongamos que manifestantes en pro de los derechos civiles, blancos y negros, se ponen a orar en una calle junto a una iglesia segregacionista en el momento del culto. Un diácono de la iglesia les ordena que se marchen porque molestan a los que realizan un culto público. Pero ¿quién molesta a quién? La cuestión habrán de resolverla los tribunales, pero no debe sentenciarse en favor del grupo mayontario.

Al mencionar este caso hemos descendido a las aplicaciones prácticas. La más espinosa, en los países donde el estado no es hostil a la religión, es la de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. La solución clásica ha sido la división de esferas, descrita bajo la forma de dos reinos, o dos espadas, en que se oponía lo secular a lo sagrado, lo temporal a lo eterno, lo físico a lo espiritual. Pero dado que el hombre no es un ser bifurcado, las dos esferas se entrecruzan necesariamente por dos motivos: la Iglesia, como una corporación capaz de poseer bienes, se ve envuelta en el or­den temporal, y el estado considera las actitudes religiosas como esenciales para el bienestar de la comunidad. En muchos países y durante muchos siglos hay iglesias establecidas: las Iglesias orto­doxas en Oriente y la Iglesia católica, junto a Iglesias nacionales protestantes más recientes en Occidente. Este sistema, si los disi­dentes son perseguidos, es intolerable. Si están sometidos a inca­pacidades civiles o educativas, la situación es todavía indeseable. La iglesia establecida puede padecer a causa de la interferencia del estado, como en Inglaterra, donde, como es sabido, un primer ministro nombra a un obispo anglicano y la revisión del "libro de

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oraciones" depende del parlamento. Desde el punto de vista de las sectas se da también una medida de discriminación social, porque el pertenecer a la iglesia establecida entraña prestigio. Desde el punto de vista de la nación, la situación es indeseable, porque cuando sólo una parte de la población toma en serio la re­ligión establecida existe el peligro de hipocresía. Se ha calculado que en Suecia, con una iglesia establecida, el pueblo siente menos entusiasmo por el cristianismo que en Rusia bajo la persecución.

Donde la Iglesia y el Estado están separados y la religión ha asumido múltiples formas se exige al estado que sea neutral, que no favorezca de manera especial a ninguna. Pero ¿puede favorecer a todas sin distinción? Aquí la dificultad reside en que el plura­lismo incluye a aquellos cuya religión consiste en no tener nin­guna. Los ateos piden que el estado se despoje de todas las fun­ciones y expresiones religiosas. Estos pueden ser pocos, pero el principio de la libertad religiosa exige que la minoría gane siempre. En los últimos años el Tribunal Supremo de Estados Unidos ha tomado una sene de decisiones orientadas a mantener el carácter absoluto del muro de separación entre la Iglesia y el Estado. Uno se pregunta si la distinción no se está haciendo demasiado abso­luta. Que el estado no prescriba o exija una fórmula fija de ora­ción en las escuelas públicas es un corolario natural del principio de separación, pero ¿se sigue de ahí que no se ha de permitir ninguna fórmula? Si el propósito es evitar herir la conciencia de una minoría, ¿qué se hará en el caso de que no haya minoría? En algunas partes de Pennsylvama, por ejemplo, a las escuelas públicas asisten sólo hijos de Amish. En este caso una oración puede ser un ejercicio religioso sincero que no ofende a nadie. Este ejemplo sugiere la posibilidad de tratar el problema a escala re­

gional en vez de nacional. La ayuda estatal a las escuelas parroquiales en forma de trans­

porte, desayunos gratuitos y libros de texto es defendida por al­gunos por motivos humanitarios y atacada por otros como algo que socava el muro de separación. Pero éste es precisamente el punto en que la separación es más difícil de definir y mantener.

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El crisol en que se ha operado la amalgama de pueblos dentro de Estados Unidos es la escuela pública. Aquí niños de todas las razas, de todos los credos y en forma creciente de todos los colo­res se ven íntimamente asociados desde los primeros años. El es­tado no puede por menos de ver con pena la posible desintegración de la escuela pública. Pero, por otra parte, las Iglesias no pueden ver con agrado la exclusión de toda instrucción religiosa en las horas regulares de clase, dejando sólo una descripción de las re­ligiones del mundo como temas de información, sin que al cris­tianismo se le dé ninguna preferencia sobre la religión de los az­tecas. Parece que no hay camino de salir de esta encrucijada, a no ser mediante una especie de compromiso o, pudiéramos decir, de arreglo. Vanos intentos se han hecho ya o se están haciendo en Estados Unidos y en otras partes para hacer justicia a la vez a las exigencias del estado y de las iglesias en el terreno de la educa­ción. La solución habrá de surgir en el crisol de la experiencia más que en la aplicación de principios rígidos.

Existen también quienes piden que el estado no favorezca a los grupos religiosos bajo la forma de exención de impuestos. Pero ¿se otorga esta exención a las iglesias porque son agrupaciones re­ligiosas o porque son organizaciones no lucrativas que contribuyen al bien público de igual manera que los museos, las bibliotecas, las escuelas e instituciones sociales? El hecho de que las Iglesias son al mismo tiempo religiosas no debiera descalificarlas. Pero han de ser ellas las que decidan si este trato de favor puede com­prometer su libertad interna.

¿Debe haber en el ejército y en las salas del Parlamento ca­pellanes en uniforme y pagados por el gobierno ? Preferentemente, no. Estarían más capacitados para ejercer un ministerio espiritual si estuvieran libres de todo control estatal. Que sean pagados por las Iglesias y utilicen el vestido que cada Iglesia juzgue apropiado. ¿Debe proclamar el gobierno fiestas religiosas como el "Thanksgi-ving"? Si en la proclamación se emplea un lenguaje religioso, los ateos protestarán. Pero no hay ningún motivo para que el Estado no fije fiestas que coincidan con observaciones religiosas. ¿Debe

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haber una oración en la apertura del Parlamento o en la inaugura­ción de un período presidencial? Si existe alguna objeción, la so­lución puede ser observar un tiempo de silencio. Incluso un ateo es muy difícil que pueda sentirse ofendido por él.

Pasamos ahora al problema de cómo la separación de la Iglesia y el Estado restringe la libertad de la Iglesia. La experiencia de siglos nos ha enseñado a temer una teocracia clerical. Al mismo tiempo la Iglesia pretende impregnar la sociedad con ideales cris­tianos y está muy interesada en que el estado practique la justicia y la humanidad junto con todas las virtudes civiles. La fórmula de Lutero era: el ministro ha de ser el mentor del magistrado. Pero aquí surge el problema de que los ministros de diferentes iglesias dan consejos contrarios y los miembros de una misma con­gregación no son de la misma opinión con respecto a orienta­ciones particulares de la acción política. No obstante, esto no quiere decir que en vista de ello los ministros y las iglesias han de limitarse a los intereses puramente espirituales o que han de evitar toda "conspiración" en el sentido de enviar delegaciones que hablen con los legisladores. Pero en todas estas actividades las iglesias más que iglesias son sociedades o individuos en un plano de igualdad con otras sociedades y personas interesadas en pro­mover objetivos sociales concretos, no formas particulares de culto. En este campo las iglesias no son más privilegiadas ni más res­tringidas que los sindicatos.

¿Pueden las iglesias y los individuos cristianos no sólo intentar influir en el gobierno, sino también negarse a obedecer al go­bierno? La Iglesia nunca ha olvidado el principio de que se ha de obedecer a Dios antes que a los hombres. Pero dado que lo que los hombres mandan es relativamente claro y lo que Dios exige en circunstancias particulares dista mucho de ser evidente, el decidir qué constituye la voluntad de Dios es cosa que atañe a los individuos separadamente o a los grupos. En consecuencia, el choque con el estado se centra a veces en la oposición de las iglesias, pero más comúnmente, en estos últimos tiempos, en la

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objeción de conciencia y la desobediencia civil practicadas por los individuos.

En este punto es preciso hacer una distinción entre grados de desobediencia. En Estados Unidos, donde una ley, para ser obli­gatoria, ha de ser constitucional, el único modo de saber si es constitucional es desobedecer a ella y crear así un caso-test. Pro­piamente hablando, el término desobediencia no se debe aplicar mientras el Tribunal Supremo no haya decidido. Pero tampoco el Tribunal Supremo tiene necesariamente razón. O, mejor, la Cons­titución no está necesariamente en lo justo. La "Fugitive Slave Law" no era inconstitucional. N o obstante, algunas Iglesias la juzgaron injusta y le negaron obediencia. Para los cristianos la ley del estado debe ceder a una ley más alta, llámese ley natural o ley de Dios.

Pero el que no obedece a las leyes del estado debe esperar incurrir en alguna pena, porque el estado no puede mantener su estructura si permite que sus leyes queden a la discreción de los individuos. No obstante, el estado sólo ha de buscar la obser­vancia de la ley. El objetivo de la pena no es quebrantar la inte­gridad del que no obedece. El estado no debe olvidar que quien estuvo en prisión como objetor de conciencia a una exigencia par­ticular, después que el caso pierde su razón de ser y aquél reco­bra la libertad, puede ser en otros aspectos un servidor fiel del estado. En Inglaterra, por ejemplo, hombres que sufrieron penas por oponerse a determinadas guerras llegaron después a ser pri­meros ministros.

La libertad religiosa tiene aplicación también dentro de la es­tructura de la Iglesia. ¿En qué medida ha de disciplinar ésta a sus miembros? Difícilmente puede existir una sociedad voluntaria si no posee una serie de principios, objetivos y patrones, que los miembros han de aceptar y realizar. Hay protestantes que sien­ten una fobia contra toda clase de juicio por herejía, y sin em­bargo no consideran impropio el que una sociedad civil expulse de sus filas a un miembro. En la práctica, la Iglesia necesita en­contrar un camino intermedio entre una laxitud desintegradora y

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una rigidez desatinada. Y esto exige una distinción entre ele­mentos esenciales que se han de exigir y elementos no esenciales que se dejan a la opción libre. Si se quiere que la Iglesia se libre de un estancamiento habrá de dar cabida a la variedad y se ha de prestar gran atención a un miembro inquietante que cree estar en acuerdo esencial con la Iglesia y pretende reformar, no destruir. Por lo que respecta a los que quebrantan la moral, la Iglesia no puede suprimir toda disciplina, pero la exclusión prolongada de los sacramentos y la expulsión de la Iglesia pueden endurecer o alejar al interesado en lugar de atraerlo. Sobre todo las censuras de la Iglesia no deben coincidir automáticamente con las penas del estado. Si un objetor de conciencia se niega a cualquier forma de compensación de su servicio militar y es condenado a pena de cárcel debe seguir siendo miembro de la Iglesia y se le ha de proporcionar toda clase de aliento para que sea fiel a su convicción religiosa, aun cuando ésta no sea compartida por la mayor parte de sus correligionarios. Y si un ministro debe pagar pena de cár­cel por no pagar impuestos que principalmente se destinarán a objetivos militares no se le ha de deponer de su cargo. El estado deberá sancionar, pero la Iglesia debe apoyar.

El principio de libertad religiosa exige una espíritu de mode­ración, respeto y persuasión, en lugar de coacción.

R. BAINTON

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TERCER MUNDO: REVOLUCIÓN Y CRISTIANISMO

La Humanidad está tomando conciencia de la situación dra­mática del llamado Tercer Mundo, cada vez más marginahzado, cada vez más inquieto y revuelto, pero también cada vez más de­cidido a conquistar su puesto entre las naciones y asumir su papel en la historia. El gran mérito de Lebret, con su equipo de Eco­nomía y Humanismo, consiste en haber revelado al Occidente, a través de sus irreprochables investigaciones y estadísticas, la tra­gedia del Tercer Mundo y en haberle demostrado la debilidad de su política suicida 1. Su llamamiento profético no ha quedado sin efecto. La Iglesia ha tomado posición, especialmente en la "Mater et Magister" (abreviamos : MM), en la "Pacem in Terris" (abreviamos: PT) y en el histórico discurso de Pablo VI en la O N U . La reciente Morale Internationale de R. Coste trata la cuestión con bastante relieve, caracterizándola, con una expresión de Lebret, como "el drama del siglo" 2.

¿Cuál es la situación de este Tercer Mundo? Lebret la des­cribe como un círculo vicioso de miseria, con oportunidades de­masiado desiguales ante la vida (en el Nordeste del Brasil la mor­talidad infantil es superior al 50 % y el hombre medio difícil­mente sobrepasa los treinta años de vida), ante la enfermedad (en

1 L. J. Lebret, Suicide ou survie de l'Occident, París 1958; ídem, O drama do sécalo XX, Sao Paulo 1962 (Le drame du siecle).

2 R. Coste, Morale internationale (Bibliotheque de Théologie, Théo-logie morale —Serie II, Vol. 10), París 1964, 465.

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el caso extremo de un médico para 71.000 personas) y ante el hambre (los pueblos ricos consumen cuatro veces más que los pobres). A no ser que los países ricos cambien radicalmente su orientación, caminando rápidamente hacia una civilización soli­daria, el atraso de los países pobres se acentuará cada vez más y será más doloroso. Por parte de estos países, la progresiva toma de conciencia de su miseria, de la hartura de los otros y de su propia fuerza potencial, ha creado un clima de revolución suma­mente vulnerable ante la seducción marxista, que obró el "mila­gro" de la revolución social en Rusia, en China y en Cuba. Las recientes crisis del Congo, del Vietnam y de Santo Domingo han demostrado hasta qué punto la solución del problema del subdes-arrollo es vital para la construcción del nuevo mundo y de la paz mundial.

FERMENTACIÓN REVOLUCIONARIA EN AMERICA LATINA

En este artículo solamente podemos concretar algunos aspec­tos de tan vasto problema. Se impone una gran restricción. No es posible tratar de todo el Tercer Mundo sin caer en genera­lizaciones demasiado vagas. Por ello centramos nuestra atención con preferencia en América Latina (abreviamos: AL), aunque sin perder de vista a los otros países subdesarrollados. Esta res­tricción está justificada. Las naciones iberoamericanas constituyen, sin duda, una cierta unidad histonco-cultural y no pueden ser equiparadas a la ligera con las afro-asiáticas. El disparo que en 1775 desencadenó la guerra de la independencia de los Estados Unidos y dio origen a la primera oleada revolucionaria de emancipación nacional fue oído muy pronto en AL, incluso antes que en algu­nas parres de Europa. Más aún, una vez conquistada la inde­pendencia, no fueron los progresistas, sino una clase feudal, la que se instaló en el poder. Este grupo consolidó las estructuras coloniales y se preocupó muy poco del progreso técnico e indus­trial. Se estancó al proceso de nacionalización, no llegando a la

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totalidad del pueblo. En la posesión tranquila del territorio, de la lengua y cultura propias, las naciones latino-americanas atra­vesaron el agitado siglo xix en una inercia y aislamiento. Su par­ticipación en el comercio internacional era ventajosa, gracias a los altos precios de las mercancías que exportaban y a la cantidad poco importante de los productos industriales que tenían que adquirir. Todo esto cambió repentinamente después de la Segun­da Guerra Mundial. Con más de un siglo de retraso, AL entró bruscamente en plena era técnica, con la explosión demográfica, el despertar de las masas, el éxodo del campo y la formación de grandes concentraciones urbanas, pobladas de ex-campesinos pobres, desarraigados, marginalizados. El sector rural, improduc­tivo a causa de estructuras inadecuadas, va quedando cada vez más abandonado. El sector de los servicios crece desmesurada­mente. Y la desmedrada clase media se siente oprimida entre la tradicional clase dirigente y las masas populares en busca de la integración en la vida nacional. Se ven agravadas estas fuertes tensiones internas por el hecho de haber caído AL en la órbita del imperialismo económico internacional. La invasión de em­presas extranjeras, verdaderas sanguijuelas del capital, impide la formación de empresas nacionales. La distancia entre ricos y po­bres, entre los países desarrollados y AL se hace cada vez más insuperable. La toma de conciencia de esta situación (inevitable a causa de los medios de comunicación) ha causado un clima prerrevolucionario y ha llevado a AL a considerarse envuelta en lo que Toynbee llama la tercera oleada revolucionaria, la revolu­ción del Tercer Mundo 3. AL se da cuenta entonces de que,

3 A. Toynbee, A América e a revolucáo mundial, Río de Janeiro 1963, 17 (America and the World Revolution, 1962). J. Comblin, Nacáo e Nacionalismo, Sao Paulo 1965, 134 ss; Situacío social da América Latina (Centro Latino Americano de Pesquisas em Ciencias Sociais), Río de Janeiro 1965; Revolución en América Latina, "Mensaje" n 115 (31963); Reformas revolucionarias en América Latina, "Mensaje" n 123 (1963); C. Furtado, A fré-revolucáo brasileira, Río de Janeiro 21962; C. Mendes de Almeida, Nacionalismo e desenvolvimiento, Río de Ja-

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como los pueblos de Bandung, constituye una manzana de dis­cordia entre los dos grandes polos de dominación.

A L tiene, pues, gran afinidad con el Tercer M u n d o ; pero, al mismo tiempo, representa un sector muy peculiar del mismo por la profunda huella cristiana recibida. Por tanto, en este contexto se presenta una oportunidad para el diálogo del cristiano con la problemática del desarrollo, diálogo que sólo será auténtico en la medida de su radicalidad, es decir, en cuanto constituye en realidad una lucha •—desprovista de cualquier pretensión de triun­fo— por encuadrarse en una nueva forma de "cristiandad". La huella cristiana de A L necesita ser asumida en una nueva di­mensión de crítica y, en cierto sentido, de superación. ¿Cómo se producirá esa lucha? Este es problema que merece un estudio más detenido.

El desarrollo, o sea, la plena integración de las masas margi-nalizadas en la vida de una nación, y de los países subdesarro-llados en la comunidad de las naciones, como sujeto de la his­toria, no es posible sin una reforma rápida y profunda de las estructuras, sin lo que llamamos revolución social. Es ésta una convicción que se encuentra en vastos sectores de la población latino-americana y, sobre todo, en un grupo notable de intelec­tuales. Es impresionante verificar cómo la idea de la revolución social se ha extendido rápidamente aun entre los cristianos. Reci­bió un impulso fuerte, sin duda, gracias a la revista chilena "Mensaje", que en dos números especiales, densos de contenido y valientes en su postura, optó decidida y claramente por la re­volución en A L 4 . Es una rica fuente que aprovecharemos con amplitud en este estudio. H a n seguido la misma línea numerosas publicaciones que hablan de la indispensable e inaplazable nece­sidad de esta revolución 5. Cristianos de diversos países de A L

neiro 1963; F. Houtart, Servicio social y Transformación Social en Amé­rica Latina, "Service social dans le Monde" 21 (1962), 122-129.

* Cf. nota 3. 5 Entre otros: C. J. Pinto de Oliveira, Evangelho e revolucáo social,

Sao Paulo 1962; L. Dewart, Christianity and Revolution; the lesson of

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ya han optado por ella y están viviendo una experiencia de com­promiso, en la que asumirán sus riesgos con la esperanza de lograr una presencia actuante y transformadora en el momento crucial que viven. Existe en A L un movimiento sindical de inspiración personalista-cristiana (CLASC) que, explícitamente, se da a sí mismo el nombre de revolucionario, con una creciente penetración sobre todo entre los campesinos. Por otra parte, esta­mos también ante un movimiento, ya en plena marcha, que exige una definición. La neutralidad se ha hecho imposible. La palabra revolución es ambigua. Evoca las revoluciones violentas de Rusia, de China, de Cuba. Algunos objetan que los cristia­nos deberían renunciar a su empleo 6. Pero esto nos parece poco realista. Nadie es dueño de una palabra. Y ésta se ha hecho popular, del dominio público. Es mejor definir con exactitud su contenido. Y en cuanto a esto se ha llegado prácticamente a una unanimidad. Entiéndese por revolución un cambio producido de­liberadamente, rápido y profundo, que afecta a todas las estruc­turas básicas (políticas, jurídicas, sociales y económicas) y corres­ponde a una ideología y a una planificación. Se diferencia de la evolución por la rapidez y por la intencionalidad del proceso. Así concebida, nada tiene que ver con la cuartelada, ni con el golpe político. Implica, en su propio concepto, un elemento de ruptura con el orden vigente y la elaboración de un nuevo orden. La insurrección y la violencia pueden acompañar al movimiento revolucionario, pero no constituyen su esencia 7.

Cuba, Nueva York 1963; F. Houtart-E. Pin, L'Eglise a l'heure de l'Amérique Latine (Eglise Vivante), Tournai 1965, 94 ss; P. E. Char­bonneau, Cristianismo, Sociedade e Revolucáo, Sao Paulo 1965.

6 B. de Margene, Pode o Católico de 1963 dizer-se Néo-capitalista, Revolucionario ou Socialista? "Rev. Ecl. Bras." 23 (1963), 687 ss; G. Jarlot, Rtforme o rivoluzione nell'America Latina, "Civ. Catt." 115 (1964-2), 358.

7 Glosario, "Mensaje" n 115 (1963), 13; J. Comblin, Nacao e Nacio­nalismo, Sao Paulo 1965, 150; F. Houtart, Sur le concept de révolution, "Esprit" 33 (1965) n 340, 45-52; R. Coste, Morale Internationale, 409; Charbonneau, op. cit., 70; R. Arias Calderón, La universidad en la

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DESARROLLO Y REVOLUCIÓN EN UNA PERSPECTIVA TEOLÓGICA

Partimos, pues, de esta noción general y preguntamos: ¿po­drá el cristianismo aportar algo al proceso revolucionario? Poco ha especulado la teología sobre la revolución. Es explicable. Las iglesias, aun aquellas que nacieron de la Reforma, con excepción del calvinismo, se unieron siempre al orden social tradicional y al poder 8. "Jamás se vio a la Iglesia tomar posición en favor de una revolución por la simple razón de que fuera justa", escribe Merleau-Ponty en una crítica mordaz 9. Encerrada como está en una visión cosmocéntrica de la realidad, visión estática de un supuesto orden divino e inmutable, difícilmente podía ser de otro modo. Solamente en los últimos decenios se ha realizado una profunda revolución en el interior del pensamiento filosófico y teológico, que parece hacer posible la elaboración de una teolo­gía del desarrollo y de la revolución. Están asomando ya los pri­meros frutos 10. A q u í sólo podemos ofrecer algunos elementos. Fundamentales parecen la imagen antropocéntrica del cosmos, la concepción evolucionista del universo y la conciencia histórica, propias del pensamiento moderno n . En esta perspectiva, que es bíblica en el fondo, se encuadran fácilmente categorías tales como desarrollo y revolución. N o se puede concebir un status quo de un orden "sagrado" e intocable, si el mensaje bíblico nos revela una enorme acción de Dios, acción de creciente humanización

revolución latinoamericana, "Presente" n 3 (1965), 20-35; P. González Loyola, La révolution: Une chose concrete et positive, "Labor" 38 (1965), 131-137.

8 J. Comblin, Théologie de la paix II, París 1963, 114 ss. 9 Citado por Comblin, op. cit., I, 84. 10 Pionero entre los católicos fue Mounier. De los protestantes men­

cionaremos a P. Lehmann y R. Shaull. 11 H. de Lima Vaz, Cristianismo e consciencia histórica, Sao Paulo

1963.

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del hombre y de progresiva agrupación de todas las naciones en la unidad, a partir de la Creación hasta la consumación escatoló-gica. Es exactamente la fe en un futuro absoluto y trascendente, en una profunda transfiguración que se realizará en el fin de los tiempos con la venida del Señor, lo que da a todas las realiza­ciones humanas un empuje y un dinamismo para este objetivo, a la vez que un carácter de relatividad y de provisionahdad. ¿Cómo puede entonces un cristiano sorprenderse de la transí-toriedad de las estructuras humanas? ¿Cómo puede extrañarse de los procesos revolucionarios y, por principio, quedar al margen de ellos, si el mismo Dios revolucionó la historia por la encar­nación del Logos, por el esplendor del Misterio Pascual, por la Iglesia del Verbo Encarnado, por el Espíritu Santificador, que todo lo renueva y, a través de la transformación de las realidades terrestres, conduce a la plena realización del Reino? 12 El cris­tianismo es la religión del "llegar a ser", de la expectativa ac­tuante, del futuro. Es también la religión del desarrollo. Desde que Dios se dignó existir como hombre, nos fue revelada la estupenda posibilidad que el ser humano posee para ser divini­zado. En Cristo "tuvo a bien Dios que morase toda la plenitud" (Col i, 19), es decir, la suprema realización de las posibilidades de la naturaleza humana 13. El es el polo extremo hacia el que ha de caminar todo desarrollo "hasta que lleguemos todos juntos a la madurez del varón perfecto, a un desarrollo orgánico pro­porcionado a la plenitud de Cristo" (Ef 4, 13). En El tuvo tam­bién comienzo el llamamiento efectivo e irresistible de todas las naciones a la paz mesiánica en la unidad (Mt 8, 11; Apoc 21, 24-26).

12 K. Rahner, L'Avenir chrétien de l'bomme, "Inform. Cath. Inteffl." 242 (1965), 3 ss; ídem, A camino do "homem novo" (Iglesia hoy 7), Petrópolis 1964 [Unterwegs zum "neuen Menschen", "Wort und Wahrheit" (1961), 807 ss]; F. Houtart, L'Eglise et le monde (L'Eglise aux cent visages 12), París 1964, 87 ss; P. Lehmann, Ethics in a Chris-tian Contex, Nueva York 1963.

13 K. Rahner, art. Anthropologie, Lex. Theol. und Kirche I (1957), 618-627.

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Dios actúa concretamente a través de los hombres y dentro de la historia humana. Esta es la razón de que este amor salvífico y humanizador de Dios, que encontró en Cristo su "última Pa­labra" constituya también la naturaleza íntima del cristianismo. Este amor, universal y personalizador, no deja de actuar mien­tras el prójimo no alcanza su plenitud humana, mientras no par­ticipa en la comunidad universal del amor. No se conforma con estructuras deshumanizadoras, con situaciones que representan la dominación de un hombre sobre otro, de una nación sobre otra. Actúa como un fermento y a presión. De esta forma, el cristianismo, explícito o implícito, es la fuente creadora más íntima de todos los cambios en la condición terrestre del hombre, en cuanto representan un avance (o al menos una tentativa) hacia un mayor amor y libertad, una mayor fraternidad; en suma, hacia una mayor humanidad. Los ideales de libertad y de justicia que, aunque desfigurados, inspiraron las revoluciones de 1789 y de 1917, son ideales cristianos, nacidos en terreno cristiano, como dice P. Bigo u. No es posible concebir un desarrollo sin cristia­nismo, en una u otra forma, pues toda la humanidad deriva de Cristo.

El desarrollo, por tanto, según nuestro modo de entenderlo, viene a ser la misma acción salvífica y humanizadora de Dios, pero inmanente en la historia de los hombres. Es la misma pro­videncia de Dios que describe la Biblia como obra de Aquél que hace justicia a los pobres, humilla a los soberbios, derroca a los poderosos y ensalza a los humildes (Le 1, 51-53). Mas esta provi­dencia es realizada por los hombres, por la historia humana, en cuyo seno existe el Pueblo de Dios como sacramento de esta pre­sencia, como ciudad de Dios en constante interacción con la ciudad de los hombres, constituyendo la única historia de salva­ción. Inmanente, pero al mismo tiempo trascendiendo esta his­toria, Dios juzga, salva, condena, redime, destruye para recons­truir mejor su Reino de justicia y amor, escribiendo siempre de-

: l P. Bigo, Cristianismo y revolución en la época contemporánea,

"Mensaje n 115, 21 .

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recho con las líneas torcidas de los hombres y garantizando siem­pre el éxito final de su obra. Dios conduce al desarrollo y salva a los pueblos a través de su Pueblo, a través de todos los que a él pertenecen visible o invisiblemente, consciente o inconscien­temente 15. A la vista de esta perspectiva, no puede dudarse de que el puesto del cristiano está en la línea del frente, en el cora­zón de todo movimiento auténtico de verdadera promoción humana.

No queremos afirmar con esto que siempre esté claro el cami­no y el modo del compromiso que debe asumir el cristiano. Desde que el pecado se instaló en la historia, esta marcha hacia el desarrollo se hizo sinuosa y agitada, llena de ambigüedades. Hay retrocesos y atascos, desequilibrios y tergiversaciones. Se ido­latra lo que es relativo y transitorio. Lo contingente se considera absoluto. El egoísmo crea y sostiene instituciones de dominación. En el mismo corazón de la historia está la Cruz de Cristo, señal de contradicción y de salvación. A través de todas estas pruebas Dios purifica y salva, revela el misterio de la iniquidad, del peca­do institucionalizado, conduce suave y enérgicamente al fin tras­cendente de la historia. Sólo el que tiene fe y vive a fondo estas situaciones de conflicto, percibe en ellas algo que revela el plan de Dios.

Portador e instrumento de paz, heredero de las promesas me-siámcas, el Pueblo de Dios no cree en guerras santas 16. Tiene horror a la violencia (Mt 5, 38-41). Guerra y revolución violenta demuestran que también ha disminuido la influencia del Reino de Dios. Confiando en las promesas, los cristianos creen en la posibilidad cada vez mayor de prevenir los conflictos y los pri­mitivismos de violencia que acarrean. Buscando siempre solucio­nes pacíficas, no se acobardan ante la acusación de pacifismo. Aun envueltos en conflictos violentos inevitables, tratan de ser un elemento de reconciliación, de aproximación entre los grupos dolorosamente separados y antagónicos.

15 J. Comblin, Théolovje de la paix I, París 1960, 95-142. 16 Ibid., 73.

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RESPONSABILIDADES CONCRETAS

Queremos situar ahora, dentro de esta visión general, algunas orientaciones específicas. Veremos: i) el papel de la Iglesia, 2) el de los cristianos comprometidos, 3) el de la clase dirigente, y 4) el de los países desarrollados frente a la revolución del Tercer Mundo.

1. El papel de la Iglesia 17

La misión de la Iglesia en medio de los hambrientos y opri­midos exige una postura determinada. No puede esquivar el problema de la miseria. Además, cristianización y humanización brotan de una misma inspiración evangélica 18. Toda cristianiza­ción incluye una humanización. A la humanización sólo le falta, para ser cristianización, la conciencia —a través de la fe— de su relación con Cristo. Por eso, la Iglesia debe ser profundamente solidaria con los hombres que quiere salvar, en un amor eficaz a la técnica y a la planificación, que prepara y expresa la comu­nidad de fe y de culto.

A la Jerarquía como tal compete sobre todo el gran instru­mento pastoral de la palabra profética. Tiene que denunciar las injusticias (Jr 22, 13-19; Le 6, 24-26; Sant 5). Su silencio sena interpretado como connivencia. En el camino de las grandes en­señanzas sociales del Magisterio, la Jerarquía debe iluminar los espíritus con la luz del Evangelio en medio de la oscuridad de situaciones ambiguas, debe abrir una perspectiva cristiana para los

17 Ver: Houtart-Pin, L'Eglise a l'heure de l'Amérique Latine, 198-223; M. Zañartu, Religión y desarrollo, "Mensaje" n 123, 645 ss; J. Meert, A Igreja face a Revolucao Social no Terceuo Mundo, "Rev. Conf. Relig. Brasil" 11 (1965), 483 ss.

18 D. Helder Cámara, Evangelizacáo e Humanizado num mundo em desenvolvimento, "Rev. Ecl. Brasil." 25 (1965), 269.

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militantes. Puede preguntarse si el clero de AL está suficiente­mente desvinculado de las estructuras injustas 19. Puede pregun­tarse si los misioneros de las diversas iglesias de AL no se dejan manejar a veces —inconscientemente— como instrumentos de un neo-colonialismo sutil, lo mismo que antaño 20. A pesar de estas dudas, se nota claramente un despertar de la Jerarquía. Varios episcopados y muchos obispos han llegado a hacer decla­raciones valientes e incisivas, trazando normas lúcidas para una acción completamente en la línea de las reformas básicas. Sin embargo, se echa de menos todavía más unión y más uniformi­dad en las declaraciones 2I. Los desacuerdos en el clero y, sobre todo, en el episcopado, dejan a los seglares perplejos y paraliza­dos en su actuación. Se desea también un mayor acoplamiento con las Iglesias protestantes, que están desarrollando una acción social bastante intensa, partiendo de puntos de vista idénticos 22. Sería una de las formas de ecumenismo recomendadas en el de­creto del Vaticano II (n 12), la más recomendable quizá en AL.

Aunque la palabra sea el instrumento más específico de la Iglesia en su autorrealización, ella tendrá que dar un testimonio más concreto de su amor por los hombres, como decíamos. Sin una acción concreta en lo temporal, no será escuchada. Una hermosísima tarea la compete en el desarrollo: la educación hu­mana, en todos sus niveles y ramificaciones. No quiere decir esto que deba establecer una red de escuelas, colegios y facultades católicas. Estas, muchas veces, han sido un contravalor por su

19 Ver la impresionante exposición de un líder sindical colombiano en una carta al Papa, en la revista "Vozes" 59 (1965), 698 ss.

20 R. Delavignette, Christianisme et Colonialisme, París 1960, 55. 21 Especial relieve merece la pastoral colectiva del episcopado chi­

leno de 1962 y el mensaje de la Comisión Central del Episcopado de Brasil de 1963. Para estos y otros documentos, ver Houtart-Pin, op. cit. supra nota 7, 211 ss.

22 Ibid., 223. Ya en 1953 el Rvdo. R. Shaull publicó O Cristianismo e a Revolftfáo Social (Sao Paulo). El Consejo Mundial de las Iglesias organizó, en los últimos años, dos seminarios sobre Cristianismo y revo­lución social en la AL.

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mediocridad, por su discriminación racial y social, que les hace-perder todo vigor. Pero cualquiera que sea el instrumento, la Iglesia debe aportar este servicio, esta diaconía de educar (e-duce-re!) todo el potencial humano, todos los valores auténticamente humanos, desinteresadamente, sin caer en la tentación de nuevas formas de cristiandad, de dominación clerical.

2. Los seglares comprometidos en el proceso revolucionario

La revolución en la que los cristianos pueden y deben com­prometerse, en la medida en que las estructuras vigentes sean injustas e incapaces de adaptación, supone, por definición, una concepción global del nuevo orden que se quiere implantar. La subversión pura y simple o la revolución meramente distribucio-nista serían peores que el status quo, a pesar de sus injusticias. "El mundo actual tiene más necesidad de sabios que de planifica-dores", escribe Lebret23. Sin una filosofía clara y una ética del desarrollo que puedan arrebatar a un pueblo ya despierto, no podrán resistir los cristianos la fascinación del marxismo y la se­ducción del neo-capitalismo importado. Por consiguiente, AL per­dería su oportunidad histórica de caminar hacia una solución de sus problemas con la efectiva participación cristiana, y de contribuir de modo original al enriquecimiento de toda la fami­lia humana. La idea central habrá de ser un desarrollo al servicio del hombre: la realización integral de todo el hombre y de todos los hombres. Las grandes líneas de una civilización solidaria (o comunitaria) están siendo elaboradas, pero queda todavía mu­cho por h

por íacer 24

23 L. J. Lebret, Pour une ¿thique da développement, "Economie et Humanisme" 22 (1963), 10.

24 ídem, Manifestó por urna civilizacáo solidaria, Sao Paulo 1961 (Manifesté pour une civilization solidaire, 1959); J. Y. Calvez, El cris­tiano frente al desarrollo, "Mensaje" n 115, 128 ss; R. Coste, Morale Internationale, 526.

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Sin embargo, una conciencia cristiana, inmersa en la proble­mática de una revolución social y comprometida en ella, no puede quedar en la región de los principios. Será necesario elaborar una ética concreta, basada en un análisis objetivo de la realidad y de cara a unos proyectos concretos para las reformas básicas, integrados en una planificación global. Una notable tentativa en este sentido fue hecha para AL por el equipo de "Mensaje" 25. Será necesario también crear el instrumental indispensable para realizar las reformas debidamente planeadas. Dada la hipertrofia de lo político, bastante generalizada en AL, será mucho más im­portante crear organizaciones básicas (educación de adultos, por ejemplo) y cuerpos o grupos intermediarios (sindicatos, coopera­tivas, mutualidades) que instrumentos políticos. Serán, al mismo tiempo, una defensa contra el peligro de la tecnocracia 26. Es el camino apuntado por Juan XXIII en la M M respecto a los campesinos. Es el único camino válido, pues actúa en profun­didad. Y a friori no parece aconsejable organizar estos cuerpos intermediarios sobre base confesional.

Ante una radicalizacíón del proceso revolucionario, el cris­tiano no debe atenerse solamente a lo que hay de relativo y de transitorio en esta postura radical, sino que debe ejercer y prac­ticar su originalidad más profundamente en la explicitación de los valores absolutos actuales. En esta perspectiva se sitúa el pro­blema de la violencia y de la no-violencia. La vocación para lo auténticamente humano, la sensibilidad a los llamamientos abso­lutos marcan en el cristiano una nítida preferencia hacia la no-violencia positiva 27. No se deja sorprender ni dominar por la

25 "Mensaje" n 123. Cf. L. J. Lebret, Dynamique concrete du dé-veloppement, París 1961; G. Myrdal, Planifier pour développer, París 1960 (Beyond the Welfare State, 1960).

26 R. Venegas, Organizaciones de base y cuerpos intermedios, "Men­saje" n 123, 627 s.

27 R. Coste, Pacifismo y legítima defensa, "Concilium" (Madrid) 5 (1965), 88 ss; F. Lepargneur, Introducáo a urna Teología da Náo-Violéncia evangélica, "Rev. Ecl. Brasil." 25 (1965), 220-243.

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impaciencia revolucionaria 28. Sin embargo, en la fase actual de la civilización, no se puede excluir tampoco a firiori la legitimi­dad de un recurso temporal a la ilegalidad y a la violencia. Es preciso recordar que, en cierto sentido, la violencia está siendo empleada también por la "contra-revolución" que persigue a los líderes sindicales (¡y no sólo a los marxistas!) y que, beneficiaria privilegiada del status quo, ha sido incapaz de combatir esa miseria que todos los días causa víctimas. Es la violencia ejer­cida, discreta y silenciosamente, por el "general" Hambre. A te­nor de un conocidísimo principio de moral, en situaciones de extrema necesidad todo se hace común, todo es de todos. ¿No ha de aplicarse aquí este principio? ¿Y cómo se puede poner en práctica sin algún recurso a la violencia? ¿No sería mayor el peligro del conformismo que el de la impaciencia revolucio­naria? En todo caso, toda decisión será tremendamente delicada. La escasa doctrina respecto a las condiciones que pueden justi­ficar el recurso a la violencia en situaciones revolucionarias tan diversas ha cristalizado, a lo largo de la tradición doctrinal, en una sene de conocidas fórmulas que no vamos a repetir29. La violencia será la "ultima ratio", el último recurso frente a una estructura esencialmente injusta e intolerable, y siempre con la condición de que haya mucha seguridad de poderse implantar un orden justo a corto plazo. H . Thielicke pone como condición que la nueva autoridad esté ya potencialmente constituida; que se dé tiempo a la madurez histórica de la situación y que haya una legitimación por parte del pueblo en su mayoría 30. Eviden­temente, la selección de técnicas y de modo debe obedecer rigu-

28 Pío XII citado en "Mensaje" n 115, 91; Pacem in Terris n 161. 29 Ver: J. Aldunate, El deber moral ante la situación revolucionaria,

"Mensaje" n 115, 87 ss. G. Claps, El cristiano frente a la revolución violenta, ibid., 138 ss; W. Schollgen, Aktuelle Moralf róbleme, Dus­seldorf 1955, 240 ss. A. de Soras, art. Insurrectión, "Catholicisme Hier Aujoud'hui Demain" 22 (1962), 1815 ss.

30 H. Thielicke, Theologische Ethik II, segunda parte, Tubinga 1958, 425 ss.

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rosamente a las exigencias de la dignidad humana 31. Los revolu­cionarios deben resistir a la doble tentación de perpetuarse en el poder, creando una nueva forma de dominación, y de pensar que esta revolución vaya a instaurar definitivamente el paraíso. En estas dolorosas situaciones, en las que los cristianos se com­baten a mano armada, deben estar éstos dispuestos siempre a re­anudar el diálogo.

Partimos, hasta ahora, de la hipótesis de una revolución vio­lenta dirigida por cristianos. Mucho más delicada será la toma de posición de los cristianos frente a un movimiento de inspi­ración marxista. J. Terra hizo un excelente análisis de tres situa­ciones diferentes, correspondiendo a situaciones históricas reales : i) la revolución de tendencia marxista, pero que puede ser todavía bien orientada; 2) la revolución netamente marxista, pero que puede ser aplastada, y 3) la revolución marxista incontenible. Remitimos a este autor para los detalles y explicaciones 32.

3. La clase dirigente

Fue, sin duda, el capitalismo liberal el que dio el primer impulso al desarrollo económico de AL. No queremos discutirle este mérito. Pero no es menos verdad que es también el principal responsable de los profundos desequilibrios sociales actuales33. Las graves acusaciones de la "Quadragesimo Anno" contra el abuso del poder económico mantienen todavía su plena validez contra las oligarquías de diversos países latino-americanos. Son los dueños del poder y de los instrumentos de coacción. Dueños también de los poderosos medios de comunicación social, influen­cian profundamente la opinión pública. Reprimen todo intento

31 R. Coste, op. cit., 399-420. 82 J. Terra, El desafío marxista, "Mensaje" n 115, 146 ss. 33 Cf. la declaración de la Comisión Central del Episcopado de

Brasil, citado en Houtart-Pin, op. cit. 213. 34 R. Vekemans, Análise psico-social de la situación pre-revolucionaria

de América Latina, "Mensaje" n 115, 71-73.

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de reforma social bajo el pretexto de lucha contra el comunismo. Una determinada categoría, llamada por Toynbee "los Herodia-nos", llega al punto de calcar todo su modo de pensar y de vivir sobre los modelos de la alta sociedad de los países ricos: depo­sitan su dinero en los bancos europeos y norteamericanos, des­pilfarran el dinero en costosos viajes al extranjero y se distancian cada vez más de su pueblo 34. Alarma el constatar cómo la clase dirigente se cierra ante el designio social de la Iglesia y cómo desfigura y enturbia muchas veces su contenido. Asociaciones de dirigentes cristianos de empresas, si existen, llevan una vida lán­guida. En cambio, los Rotary, los Lions y las logias masónicas gozan de cierta superioridad. ¿No es esto un síntoma? La filan­tropía paternalista, ¿no servirá a veces para anestesiar la mala conciencia que huye de sus verdaderas obligaciones? Lejos de nosotros poner en duda la sinceridad y la buena fe de muchos, pero... hasta el capitalismo tiene sus "tontos útiles", tanto más numerosos cuanto más sutil es su propaganda en los medios cristianos.

La clase dirigente necesita una doble conversión: conversión a la realidad y conversión a Cristo. Sólo así podrá distinguir los signos de los tiempos y descubrir su misión en un nuevo orden social, poniendo al servicio del pueblo todo su patrimonio cultu­ral, sobre la base de una objetividad científica, una funciona­lidad tecnológica y una racionalidad doctrinal35. Muchos están ya próximos a esta conversión. Otros han pasado ya por ella, sobre todo los de la nueva generación, y viven angustiados en un verdadero drama de conciencia. Pero también son víctimas de las estructuras. Se ven obligados con frecuencia a soportar, en su ambiente y en sus empresas e iniciativas, ciertas maniobras ilícitas, so pena de perecer económicamente. Pero no pueden per­der de vista que están llamados a ser el fermento cristiano en su clase, preparando así los caminos del Señor.

35 Ibid., 73.

4

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4. Los países desarrollados

La lucha del Tercer Mundo por el desarrollo es un problema que afecta al mundo entero. R. Coste indica claramente las eta­pas de la estrecha relación entre países ricos y pobres: informa­ción y conocimiento previo para la ayuda, y ayuda para la coope-ración .

La información y conocimiento previo ya existe. Se manifiesta especialmente en las especulaciones sobre las materias primas en las Bolsas internacionales; en un comercio explotador que obliga a los países pobres a pagar caros, en el extranjero, los productos manufacturados con sus propias materias primas; en los "trusts" que ahogan la industria nacional, etc. Solamente un comercio que se sujeta a la ética de una economía planetaria, una economía de la especie, como dice F. Perroux, será capaz de superar y ven­cer la "satelización" del Tercer Mundo. Por lo demás, el mismo Tercer Mundo ha comenzado ya a ejercer cierta presión de tipo sindical en este sentido 37.

Ya se concede asistencia técnica y financiera. En la PT, Juan XXIII elogia la prontitud con que fue escuchado su llama­miento en la M M (n 122). Gobiernos, Iglesias, entidades particu­lares empezaron a moverse, muchas veces con un desprendimiento impresionante. Sin embargo, lo que se da es todavía poco. Debería hacer posible una rápida industrialización sin impedir demasiado el consumo interior, que ya es escaso; sin la contención rígida

36 R. Coste, op. cit., 525. 37 F. Perroux, De l'avarice des nations a une économie du genre

humain, en Richesse et Misere, 39.e semaine sociale de Trance, 1952, 195 ss; La satellisation du tiers monde, "Économie et Humanisme" n 162 (1965), 46 ss; M. Marqués Moreira, Comercio, ajuda e desenvolvimento, "Síntese Política Económica Social" 6 (1964), 18-37; J. L. Lebret, So­lidante Internationale et richesses mondiales, "Économie et Humanisme" 21 (1962), 98 ss.

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de los salarios, porque esto crea tensiones políticas y el riesgo de una revolución violenta y puramente distribucionista en un continente de por sí muy explosivo. Lo que se da es también poco en relación con lo que podría darse. Según las estadísticas, no llega al i % de la renta nacional de los países ricos. Son migajas que caen de la mesa de los ricos. Y éstos, esclavos de la tiranía publicitaria, siguen consumiendo mucho más de lo nece­sario y conveniente y defendiendo sus fuentes de bienestar en la carrera de armamentos. ¿No sería deber imperioso el transformar las espadas en rejas de arado, según la expresión del profeta, re­cordada por Pablo VI en su discurso en la O N U ? La misma conquista de los espacios siderales, ¿no está realizándose a costa de los países subdesarrollados? ¿No se está sacrificando indebi­damente la generación actual al futuro? Lo poco que se da, es con frecuencia mal empleado. Aunque exista el problema de la natalidad, no tiene especial interés AL en una red de clínicas para el "birth-control"; no falta todavía espacio vital. Lo que faltan son medios de producción. En lugar de disminuir el número de comensales en el banquete de la vida, hay que dar antes el pan hasta la hartura, según la feliz expresión del papa en el discurso citado. Lo poco que se da, se da con frecuencia sin un plan racional, o no llega adonde debería llegar. Lo poco que se da, se da muchas veces calculada e interesadamente, a pe­sar de la seria advertencia de la M M contra el "neo-colonialismo" (n. 171 ss). El precio es la imposición de determinada ideología, de determinados patrones culturales que no se ajustan a la na­turaleza de los pueblos ayudados. Y aun la misma oportunidad de este poco se pone todavía en duda por los llamados "cartieris-tas" 38, a pesar de que la M M habla en términos de derecho y deber (n 158).

Los dos grandes bloques mundiales en pugna tratan de am­pliar su dominio sobre el Tercer Mundo. Ambos combaten, y por medios injustos, un sindicalismo revolucionario de inspira-

38 "Chronique Sociale de France" 72 (1964), 210 ss.

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ción cristiana. Obispos y sacerdotes que exigen estas reformas corren el riesgo de verse acallados por la presión diplomática 39. Cualquier brote revolucionario es ahogado inmediatamente bajo pretexto de infiltración comunista. Entra muy en lo posible que de este modo se esté haciendo el juego dialéctico a aquellos que se quiere combatir. Cuanto más fuerte sea la opresión, tanto más profunda será la reacción. Así piensan, al menos, los gran­des contendientes entre bastidores. El autor de la Alianza para el Progreso comprendió, en un momento feliz y con excepcional clarividencia, que debía dejarse a AL hacer su propia revolución. Desde su infausta muerte, las oportunidades para una revolución pacífica han empeorado sensiblemente. Por esto hay necesidad de alertar la conciencia mundial frente a la fragilidad de la situa­ción. Más adelante, solamente a través de la revolución y rumbo al desarrollo, se puede llegar a la fase de la cooperación plane­taria.

Lo que se pide a los países desarrollados es, sin duda, suma­mente difícil y delicado. Se pide una confianza casi sobrehumana en las fuerzas constructivas todavía latentes en los países po­bres, tan vulnerables aún. Se pide una paciencia casi heroica frente a la proverbial corrupción política existente en AL y frente a tantos otros yerros de tan difícil corrección. Se pide un des­prendimiento y una generosidad tan contrarias al egoísmo natu­ral del hombre que sólo podrán brotar de un profundo amor al hombre como tal, a todos los que son de nuestra estirpe. ¿Será esto posible sin una conversión del corazón? Y esta conversión, esta revolución del hombre, ¿no llevaría necesariamente a una especie de nueva revolución social en los propios países desarro­llados ?

El soplo revolucionario que tomó impulso en 1775, después

39 Un periódico en multicopista, SOCI (Servicio de Prensa Obrero Campesino Internacional), editado en Chile, trajo algún hecho de esta naturaleza, y casi en cada número relata hechos de persecución sindical.

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de haber recorrido tres veces los continentes, está queriendo vol­ver a su origen, donde, al decir de Toynbee, un país archirrevo-lucionario se transformó en archiconservador40. Ha llegado la hora de que todos comprendamos las señales de los tiempos y cumplamos nuestra misión histórica en la construcción de un nuevo mundo más humano.

C. JAIME SNOEK

40 A. Toynbee, A América e a Revolucáo Mundial, 18-20.

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SITUACIÓN DE LA POBREZA EN LA VIDA CRISTIANA

EN UNA CIVILIZACIÓN DE BIENESTAR

Es una cuestión grave y muy actual. La abordaremos toman­do primeramente como guía a santo Tomás de Aquino, tan evan­gélico al mismo tiempo que tan razonable y tan humano.

La pobreza puede ser considerada como un simple hecho de orden económico: una posición de no posesión, una situación de carencia de bienes. Cabe, por lo demás, distinguir grados en esta situación. En seguida veremos que no se trata de grados puramente cuantitativos y que, en este ámbito que afecta a las posibilidades de desarrollo de nuestra humanidad (la propiedad, decía Pío XII, es el espacio vital de la persona), los grados de cantidad se convierten fácilmente en diferencias cualitativas. Dis­tingamos, pues, con un jurista francés, J. Hamel, los cuatro gra­dos siguientes 1: i." La miseria o "situación de aquellos que no tienen recursos suficientes para satisfacer las necesidades que se imponen a todo hombre"'; 2." En el extremo opuesto, la riqueza o "situación de quien, en su medio, posee la abundancia de bienes que le permiten concederse ampliamente todas las cosas superfluas que le agradan". Se observará que esta definición pre­senta la riqueza como relativa: lo que en un medio determinado es situación desahogada puede en otro ambiente aparecer como

1 J. Hamel, en "Cahiers du Droit" 25 (diciembre 1951), 51 : citamos siguiendo al P. R. Regamey, La Pauvreté et l'homme d'aujourd'hui, París 1963, 196.

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lujo y riqueza; 3.0 El desahogo económico, caracterizado por la posesión de "recursos suficientes para que en su medio ambiente el hombre aspire al nivel medio de los que le rodean, sin que le quede una cantidad apreciable de bienes superfluos". También ésta es una noción relativa. 4.0 Finalmente, la pobreza, "situa­ción de quien, en su medio, no puede vivir al nivel medio y que, sin que le falte lo esencial, no puede concederse ciertas satisfac­ciones que parecen normales en el ambiente en que vive".

Como tal, la pobreza no es un bien, y es legítimo poner los medios para salir de ella. Llevada hasta la miseria, la pobreza es hasta degradante, por impedir al hombre realizar plenamente su humanidad. De los cuatro grados que hemos distinguido, la miseria es el único que está definido de forma incondicional, con referencia al hombre como tal. Es evidente que la lucha contra la miseria es un deber imperioso del hombre, por razón de su participación en la humanidad, y un deber más urgente aún del cristiano, por razón de la nobleza de la criatura humana tal como aparece en el plano de la creación y en el de la redención.

La pobreza, como situación de no posesión, al no ser un bien en sí misma, no es tampoco una virtud. En primer lugar, porque la virtud es esencialmente una disposición que ordena al bien, calificando por ello como bueno a quien la posee. En segundo lugar, porque la virtud es una disposición elegida voluntariamente. A pnori, una situación exterior y no elegida, sino parecida, no puede ser una virtud. En el Antiguo y el Nuevo Testamento la pobreza en cuanto situación económica aparece como indiferente o neutra en relación con la comunión con Dios. Jesús tuvo ami­gos ricos pero se relacionó con los pobres, y éstos se encontraron perfectamente a gusto en su compañía. Las maldiciones que Jesu­cristo pronunció contra los ricos apuntaban evidentemente al ape­go a la riqueza y a las consecuencias que se derivan de ese apego en el plano del comportamiento con los hombres y con Dios.

Santo Tomás de Aquino se encontró ante la obligación de pensar las cuestiones planteadas por la pobreza, no sólo a luz de su ética de las virtudes, tan razonable y tan bien estructurada,

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sino también a la luz de la actitud evangélica que había abra­zado voluntariamente 2. Aunque el P. Chenu ha puesto ya de manifiesto, de forma notable, el evangelismo de santo Tomás, el estudio formal de este aspecto de la teología del Doctor Común está aún por hacer. Este estudio debería también ser realizado de forma histórica y, por ejemplo, tener en cuenta lo que santo Tomás ha podido recibir en este aspecto de sus maestros 3; pero debería, sobre todo, describir las corrientes y las luchas ideológicas que llenaron el siglo xui. Es sabido que santo Tomás tuvo que combatir en dos frentes contra los maestros seculares de la uni­versidad, pero también contra cierta absolutización de la pobreza religiosa por parte de los doctores franciscanos. Para santo Tomás, la pobreza voluntaria no era en modo alguno la perfección, sino un medio de perfección 4. El ideal sería un régimen de posesión en común de bienes moderados, según los fines propios de cada institución, bienes adquiridos y administrados tranquilamente, dándole a esta administración el tiempo que requiere, de manera que cause las menos preocupaciones posibles 5. Esta idea de la pobreza voluntaria como simple medio era atacada por los fran­ciscanos de su tiempo; para éstos el usus pauper y una no pose­sión efectiva pertenecía a la esencia del voto que, sin esto, tendía a convertirse en pura ficción... 6 Pero santo Tomás mantuvo sus posiciones y actualmente el debate parece haber terminado.

2 La vocación del joven Tomás se decidió en la elección, no de la vida religiosa como tal (puesto que estaba destinado a Monte Cassino), sino de la vida religiosa mendicante de los primeros hermanos predi­cadores.

3 Evangelismo de las primeras generaciones de dominicos; evange­lismo de la enseñanza recibida. Alberto Magno caracteriza la actitud evangélica, la que permite entrar en el redil, por los rasgos de verdad, gratuidad, libertad, simplicidad (In. Ev. loan. X, 1; ed. Borgnet, XXIV, 396).

4 Cfr. II-II, q. 184, 3; 186, 8; 188, 7. 5 Q. 188, 7. Estudio aún válido de A. Ott, Tbomas von Aquin

und das Mendikantentum, Friburgo 1908. 6 Véase M. Bierbaum, Bettelorden u. Weltgeistlichkeit an der Uni-

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Santo Tomás aborda la cuestión de la pobreza en diferentes

lugares de la Summa, que corresponden respectivamente a dife­

rentes niveles del ejercicio del cristianismo. Nada tan instructivo

como reconocer y seguir esta diferenciación, que lleva consigo

un principio de inteligibilidad profunda. Se descubren así tres

planos no separados, sino orgánicamente concatenados, en el ejer­

cicio de la vida cristiana. i.° El plano de las virtudes: en este

caso, de la virtud de la prudencia 7, que ordena y mide los me­

dios con vistas al fin de la caridad, la cual es un absoluto ("la

medida del amor es amar a Dios sin medida"), y de la virtud

de la templanza, por la cual regulamos el uso de los bienes creados.

2.° El plano de la práctica de los consejos evangélicos y en­

tre ellos el de la pobreza voluntaria. La Constitución dogmática

Lumen gentium ha adoptado en este punto la perspectiva evan­

gélica, que es también la perspectiva de la ética tomista, según

la cual los consejos son propuestos para todos los fieles: no im­

puestos a la obediencia de éstos, como los preceptos, sino propues­

tos a su prudencia sobrenatural como debiendo ser ejercidos por

cada uno de acuerdo con su estado y su vocación, con vistas a la

realización del amor de Dios y del prójimo 8. La práctica de los

consejos evangélicos no está, pues, reservada a los religiosos que

hacen profesión especial y pública de ellos y en principio la

realizan, en una forma de vida enteramente organizada, incluso

en sus estructuras sociales, de acuerdo con las exigencias de los

consejos, en orden a un amor más perfecto de Dios y del prójimo.

Santo Tomás no ha desarrollado su ética bajo el signo de

versitat París, Münster 1920, 367 (texto de Peckham); A. Demof, Sacrum Imperium, Munich 1929 (reed. Darmstadt 1934), 338 y 350 (Bertrand de Bayona), 340 (S. Buenaventura, Peckham); D. Douie, The nature and the effect of the Heresy of the Fraticelli, Manchester 1932, 83 y 96s. (Olivi).

7 Véase II, II q. 55, art 6, 7 y 8. 8 Const. Lumen Gentium, c. 5, n 39 s. Véase H. Feret, en L'Eglise

des paavres, interpellation des riches (L'Eglise aux cent visages 14), París 1965, 201-228.

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la imitación de Cristo. De una forma general, esta ética parece poco cristológica y no se ha dejado de reprochárselo como un inconveniente. Pero este hecho está fundado en razones muy pro­fundas : Cristo mismo no es más que un medio, un camino; el fin es la unión con Dios, la conformidad con Dios, una verda­dera divinización. La ética de santo Tomás está enteramente do­minada por las virtudes teologales, cuyo carácter teologal ha cap­tado santo Tomás como ningún otro autor 9. Sin embargo, cuando se trata de los consejos y, concretamente, del consejo de pobreza voluntaria, santo Tomás invoca formalmente el motivo, especí­fico a su modo de ver, de la sequela Christi10: una imitación que tiene el carácter de un dejarse enseñar por él, de un seguir sus pasos (en alemán "Nachfolge" más que "Nachahmung").

3.0 El plano de los dones del Espíritu Santo, es decir, de una moción directa por parte de Dios, según su medida, más allá de toda regulación a cuenta de nuestra visión de las cosas y nuestra prudencia, incluso sobrenatural. En este plano aparece un rasgo muy característico de la ética cristiana de santo Tomás, rasgo perfectamente asumido en esa ética polarizada enteramente por el amor y el don y por la conquista de la libertad de los hijos de Dios: "Qui Spiritu Dei aguntur, ii sunt fiilii Dei" n. Los dones del Espíritu Santo son disposiciones, infundidas en nos­otros de forma permanente, que nos permiten seguir, con su gracia, la moción que Dios mismo nos da, por encima de toda medida humana, incluso virtuosa, para obrar plenamente como hijos de Dios, según el parecer y la medida de Dios. Pues bien, santo Tomás refiere la práctica evangélica de la pobreza volunta-

9 Véase L.-B. Gillon, L'imitation du Christ et la inórale de S. Thomas, "Angelicum" 36 (1959), 263-286.

10 Para la pobreza, cfr. II, II, 158, 6 ad 1; 186, 3, ad 6, basándose en una cita de "De ecclesiasticis dogmatibus (c. 38), de s. Próspero; 188, 7: "perfectio non consistit essentialiter in paupertate, sed in Christi sequela"; III, 35, 7 y 40, 3.

11 Rom 8, 14: texto frecuentemente citado por Sto. Tomás. Véase S. Lyonnet e I. de la Potterie, La vie selon l'Esprit, condition du chrétien (Unam Sanctam 55), París 1965.

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na al don de temor, que tiene en la vida religiosa un valor fun­damental (es el principio de la sabiduría) y que santo Tomás pone en relación con la esperanza 12. Se trata, por medio de esta virtud y de este don, de realizar una sumisión perfecta a Dios en una perfecta y total dependencia de él. El fundamento de esta relación está, o bien en que de esta forma se obtiene la "exinamtio inflati et superbi spiritus" 13, o bien en que de una confianza total y puramente puesta en Dios, en la obediencia al instinto puesto en nosotros por el Espíritu Santo, se saca la fuerza necesaria para rechazar el apoyo que cabría buscar y encontrar en los bienes materiales14. El ejemplo heroico de los santos, de los fundadores, de tantos cristianos y cristianas empeñados en una vida difícil aparece aquí para ilustrar una doctrina enteramen­te tradicional. En este plano, la pobreza voluntaria o aceptada se sitúa, como un valor fundamental y general de la vida cristiana, en la humildad, la cual señala la medida de la profundidad de toda vida espiritual 15.

El sentido de esta doctrina tomista es claro; para un cristiano que ejercita su vida espiritual existe un nivel distinto del de la moralidad de su razón, incluso iluminada por la fe, un nivel dis­tinto del de la moralización de las cosas tal y como son. Existe una ética de Dios tal y como se ha dado a conocer a nosotros en Jesucristo, "camino, verdad y vida" (Jn. 14, 6). En este nivel ya no se trata tan sólo de ordenar virtuosamente nuestra vida en las condiciones en que nos encontramos situados en el mundo, sino de preguntarnos críticamente por el sentido y la verdad de nuestra existencia en relación con la realidad absoluta de Dios y su plan de salvación, que culmina en la sabiduría de la cruz

12 II, II, 19, 12. 13 Loe. cit.: cita de S. Agustín, De Sermone Domint in monte I,

1 (Patr. Lat. 34, 1231). 14 Loe. cit., con referencia a S. Ambrosio, Expos. in Luc. VI, 20

{Patr. Lat. 15, 1735) y a S. Jerónimo, In Mat. V, 3 (Patr. Lat. 26, 34). 15 Cfr. II, II, 19, 12; 18, 7, tercer argumento; III, 40, 3 ac 3.

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y que contiene una sabiduría más alta que todos nuestros pro­yectos y previsiones.

Esta actitud ha sido siempre vivida en el pueblo de Dios poi las almas enteramente entregadas a Dios en la desconfianza de sí mismas, las almas que construyen la ciudad mística de la que san Agust ín ha dicho: "El amor de sí hasta el desprecio de Dios ha hecho la ciudad del mal ; el amor de Dios hasta el des­precio de sí ha levantado la ciudad de Dios" 16. Esa fue la ley de existencia, en el antiguo Israel, de los pobres de Yahvé o anawim, "ese Israel permanente que vive de la oración y la espe­ra... en tensión hacia el encuentro con D i o s " 1 7 : anawim que tuvieron en la Virgen María su realización perfecta y en el magníficat su más sublime expresión. De ellos se trata en la pri­mera Bienaventuranza: "Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos" ( M t 5, 3). Que el espíritu de pobreza no pueda existir ni subsistir sin unos pasos concretos en el camino de la pobreza efectiva se ve claramente en la fórmula paralela de san Lucas, de la que algunos exégetas piensan (D. J. Dupont) que transcribe más exactamente el enun­ciado original: "Dichosos vosotros los pobres.. . , pero ¡ay de vosotros los r icos!" (6, 10 y 24).

Este llamamiento evangélico ha encontrado en nuestros días una fuerza nueva no sólo en algunas vocaciones excepcionales, sino en el pueblo cristiano. Estamos asistiendo a un redescubri-miento de la pobreza como valor existencial, más allá de un simple uso moralmente regulado de los bienes terrenos1 8 . En

16 De Civitate Dei XIV, 28 y XV, 1 (Patr. Lat. 41, 456 y 457). 17 A. Gelin, Les Pauvres de Yahvé, París 1953, 98 (trad. española:

Los pobres de Yavé, Barcelona 1963). 18 Citemos, entre otros muchos testimonios, uno que viene de los

Estados Unidos: D. Day, La longue solitude (trad. francesa: París 1963, 831); I. Gobry, La pauvreté du Idic, París, Les éd. du Cerf, 1961; Les XLmes ¡ournées de la Paroisse Universitaire, Montpellier, 2-5 abril 1960 (n especial de "Cahiers universitaires catholiques": La Pauvreté, junio-|uho 1963); Les Journées des Informations Catholiques Internationales, Lyon 1964 (Cfr. sufra n 8).

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medio de un mundo dominado por la búsqueda del máximo con­fort y del éxito material, son muchos los hogares cristianos en los que el estilo de vida y la educación de los hijos expresan la primacía que en ellos se da al dinero y a la riqueza. Nuestra época se distingue por un redescubrimiento del hombre cris­tiano, es decir, de un hombre que no se contenta con profesar la fe, practicar las obligaciones morales y cultuales definidas por la Iglesia, sino que intenta vivir el Evangelio en todos sus com­portamientos de hombre. Ahora bien, un hombre cristiano es un hombre que comparte, que está abierto a los demás, que os sirve, que no se hace sordo a sus llamadas. Muchos hogares viven de acuerdo con estos valores, en la línea y el espíritu de la pobre­za evangélica. En los "grupos de vida evangélica", que se van multiplicando, se llega a veces más lejos: hospitalidad abierta, alistamiento en un servicio de candad; en algunos grupos, ren­dimiento de cuentas al director, fondo común de los ingresos... Un matrimonio (con dos niños pequeños) ha tomado por regla no guardar más que el presupuesto de un mes y dar el resto...

Este redescubnmiento de la pobreza evangélica está ligado al del valor absoluto de la ágape, más allá de todo moralismo, y al de los valores de servicio, responsabilidad, testimonio. Este redescubnmiento debe mucho a la voluntad de no vivir para sí mismo, sino de estar con los demás hombres, sobre todo con los más pobres, de ponerse a sí mismo "en el centro de la indigencia, en el eje de la miseria", de hacerse solidario de los más débiles. Pero este redescubrimiento está ligado de forma decisiva con el de los valores de la existencia o de la ontología cristiana, más allá del moralismo y del juridismo, tan frecuentemente denun­ciados en el Concilio.

La cuestión de la pobreza no ha dejado de aflorar en el Con­cilio, en el que ha tenido sus profetas y sus testigos. La mayor parte de los textos conciliares manifiestan la preocupación por ella: Constitución dogmática Lumen gentium 19, Constitución

19 Véase el estudio de J. Dupont, UEglise, la Pauvreté et les Pauvres, en la obra colectiva editada por G. Barauna, L'Eglise de Vatican II;

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pastoral sobre la Iglesia en el mundo de hoy, Decretos sobre la actividad misionera de la Iglesia, sobre el ministerio y la vida de los sacerdotes, etc. Su Santidad Pablo VI se ha mostrado en numerosas ocasiones preocupado por la cuestión de la pobreza que deben practicar los cristianos y la Iglesia. En la Encíclica Ecclesiam suam solicitaba la ayuda y las sugerencias de todos los obispos en este punto.

Por más hermoso que sea todo esto, no deja de plantear algu­nos problemas. Hay que reconocerlo francamente: son hombres ricos, o en todo caso hombres a los que no les falta nada, los que hablan de la pobreza. A veces hablan bien, pero esto no cambia nada; estos hombres siguen viviendo como antes, y hay que reconocer que no sería fácil hacer de otra manera: cada uno está inserto en unas estructuras y en unas condiciones de existencia que le es prácticamente imposible modificar. Sería, sin embargo, preciso que nuestros discursos sobre la pobreza y los pobres no se redujeran a un producto ideológico, ni constituyeran una eva­sión de los verdaderos problemas, una manera de justificar sin grandes sacrificios una especie de mala conciencia...; nada sería peor que la falsedad en este terreno. Si se habla de pobreza, es preciso —si se quiere evitar el romanticismo y la hipocresía— que se hable de una forma real. Por eso, en la segunda parte de este artículo nos proponemos precisar lo que puede y debe representar una búsqueda de verdad evangélica en materia de pobreza, pri­mero en el plano de nuestras vidas personales como cualidad de la existencia cristiana; segundo, en cuanto a su impacto sobre nuestro comportamiento y nuestras opciones en la situación del mundo al que pertenecemos y que es un mundo simultáneamente de bienestar, e incluso de la abundancia, y de la miseria.

ediciones francesa (París, les éd. du Cerf), italiana (Florencia, Vallecchi); portuguesa (Petropolis, Vozes), española (Barcelona, Flors), alemana (Francfort, Knecht), inglesa (Londres, Burns), holandesa (Bilthoven, Nelissen).

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I . UNA DETERMINADA CUALIDAD DE LA EXISTENCIA

EN EL PLANO DE LA VIDA PERSONAL

Hemos visto que muchos fieles han redescubierto la vocación a la pobreza como constitutiva de la condición cristiana. Estos fieles quieren estar plenamente en el mundo y no ser del mundo, sino del Reino de Dios por el comportamiento y el estilo de su vida. Han comprendido que la vida cristiana exige una reforma del juicio y el espíritu (Cfr. Rom 12, 2; Ef 4, 23) y una metanoia o conversión profunda, que los sacerdotes, por otra parte, no pre­dican suficientemente o presentan sólo en el plano de las prácti­cas particulares o de una casuística moralizante que no les satisface en absoluto. No se puede ser seriamente cristiano sin compro­meterse en la realización de esta metanoia evangélica en el plano de los principios de vida y de una determinada cualidad exis-tencial, de un "ahondamiento en la existencia", según la expre­sión de Kierkegaard. Se trata de morir al hombre carnal que somos según el mundo para nacer a un sentido de la vida y del mundo según Dios. Esta actitud no retira del mundo, pero com­promete a quedar, en un primer momento, perdido para el mundo tal como el mundo se concibe a sí mismo, para que en un se­gundo momento el mundo nos sea devuelto como mundo según Dios, mundo del Padre: no es el mundo en el que se vive exclu­sivamente para sí mismo y para disfrutar de él, sino el mundo que Dios ha amado hasta el punto de darle su Hijo único y en el cual prosigue un plan cuyo centro, principio y modelo es Cristo Jesús, plan que tiene por fin la salvación y la consumación del mismo 20. Perderse para el mundo del mundo y renacer al

20 Véase sobre estos temas W. Dirks, Der Welt-verloren and aller Weltfreund, "Geist u. Lebcn" 23 (1950), 288-298; Y. Congar, falons pour une théologie du laicat, París 1953, 590 s; idem, Les Voies du Dieu vivant, París 1962, 359-366.

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mundo de Dios es emprender un camino de libertad espiritual y de servicio en el que cierta pobreza es condición indispensable; es vivir en la Iglesia tal como nació de la Pascua y de Pentecostés, Iglesia cuyos rasgos nos describen los Hechos y los escritos de los Apóstoles; es descubrir y realizar la verdad plena de la rela­ción religiosa que nos une con Dios al mismo tiempo que con los hombres.

Esta relación religiosa está fundada en la fe, la esperanza y la caridad, de forma que la caridad adquiere su plena verdad reli­giosa y cristiana basándose en la fe y la esperanza. El ejemplo y la visión de san Francisco de Asís son significativos. N o en vano fueron dados a la cristiandad en el momento en que comen­zaba el mundo moderno, caracterizado —desde el punto de vista económico— por el paso de una economía rural y enteramente local a una economía de intercambios comerciales, de circulación del dinero, gracias a la letra de cambio y a los bancos, en una palabra, a una economía que inauguraba el reino del capitalis­mo 21. El sentido profundo de la pobreza de san Francisco supera la poesía de las Florecillas, la de sus bodas con su Dama e incluso el ámbito de las virtudes pertenecientes a la "esfera de la mora­lidad". La pobreza de san Francisco aparece ligada a una metanoia

evangélica y a la realización perfecta, absoluta, de una relación de pura dependencia vertical de Dios 22. Esta relación no es otra

21 Sobre este momento como marco humano de san Francisco, na­cido de un padre que se había hecho rico por el comercio de la lana, cfr. L. Hardick, Franziskus, die Wende der mittelalterlichen Frómmig-keit, "Wiss. u. Weisheit" 13 (1950), 129-141; Y. Congar, Les Voies du Dieu vivant, 247 s; A. Sayous, L'origine de la lettre de change, "Rev. hist. Droit" 1933, 66-112.

22 Además de nuestro estudio citado en la nota anterior, cfr. T. Soi-ron, Das Armutsided des hl. Franziskus und die Lehre Jesu üher die Armut, "Franziskanische Studien" 4 (1917), 1-17; Cfr. además los artículos de C. Drukker: De evangelische en jranciscaanse zin der boetvaardigheid, de los Hermanos del Escolasticado de Alverne: Armoede ais godsdienstige gestelenis in de Hl. Schrift y De armoede van S. Franciscus en het heilig Evangelie, "Sint Franciscus Tijdschrift" 57 (1955), 65-119, 130-170; C. de S. Ciasen, "Rev. d'Hist. Eccl." 52 (1957), 366-368.

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que la de la fe y la esperanza llevadas hasta el extremo de no querer depender más que de Dios, de una manera siempre actual en todos los instantes y circunstancias de la vida. Esta relación está ilustrada en el Evangelio por la advertencia solemne del Señor: "Nadie puede servir a dos señores"; o Dios, o las criatu­ras que ocupan indebidamente el lugar de Dios 23.

Este punto se ilumina vivamente por la referencia a la noción bíblica de fe, contenida en el sentido original y concreto de la palabra que sirve para expresarla en hebreo. El hebreo es una lengua concreta que expresa las realidades más espirituales a partir de imágenes concretas. El término que expresa el hecho de creer en hebreo procede de un verbo que significa "llevar", 'aman, y cuando se toma este verbo en el modo causativo (hifil): "hacer llevar". Creer es dejarse llevar por otro, apoyarse, pues, sobre este otro, poner en él su confianza 24. El Evangelio habla frecuente­mente de Mammón como del adversario del Dios al que nos entregamos por la fe. Ponemos nuestra confianza en Mammón

o en Dios; el uno o el otro, no puede ser el uno y el otro. Ahora bien, si la etimología de la palabra aramea Mammón, que ha pasado a nuestras lenguas tal como Jesús la pronunció, es incierta, excelentes exégetas creen poder referirla al mismo radical ' M N , del que se deriva también el verbo 'aman, por el que se expresa el acto de creer 25. Si esta derivación es exacta, Mammón sena justamente alguien sobre quien el hombre se apoya y en quien pone su confianza de una forma que le dispensaría y le impediría apoyarse y poner su confianza en Dios.

La pobreza, como condición completa de la fe y esperanza

23 Mt 6, 24; Le 16, 13. Ya mucho antes los profetas Elias (1 Re 18, 21) o Sofonías (1, 5) en el contexto total de la verdadera relación religiosa. Véase incluso Prov 18, 10-11.

24 Nuestro amén es el adverbio derivado de la misma palabra y empleado como interjección: es digno de confianza, es consistente, ¡es verdad!, ¡ de acuerdo!

25 Así E. Hoskyns y N. Davey, The Ríddle of ihe New Testament, Londres 31947, 28 n.

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teologales, adquiere así un carácter igualmente teologal. La po­breza no se refiere ya sólo a la rectitud de nuestro uso de los bienes de este mundo en el plano horizontal de la vida, sino también a la realidad de nuestra relación vertical con Dios. La pobreza entra a formar parte de las condiciones, si no de los elementos constitutivos, de nuestra relación con Dios. Por eso, san Pablo habla de la codicia como de una forma de idolatría (Col 3, 5; Ef 5, 5). La fe consiste en hacer que Dios sea verda­deramente Dios para nosotros: Dios verdadero, Dios vivo, que quiere afirmarse como soberano en la vida de sus criaturas, para bien de las mismas: Dios no es realmente mi Dios, el Dios de mi salvación más que en la medida en que le confío la orientación de mi vida. No debo dejar que nadie tome en mi vida el lugar de Dios, el puesto de Señor.

Dentro de esta perspectiva se comprende que santo Tomás haya relacionado la práctica de la pobreza con las disposiciones fundamentales del temor de Dios, del don de temor relacionado a su vez con la esperanza teologal y la humildad26. De este valor fundamental se derivan toda una ascética, toda una línea de comportamiento: el cristiano deberá tender a dominar la suficiencia que, carnalmente, aspira a encontrar en sí mismo y en todo lo que es para él espíritu de posesión y apego al tener, que le llevarían a convertirse en esclavo de esas posesiones en lugar de ser su dueño realmente libre 27. Aquí se inscribe la función de la limosna en nuestra conquista de la libertad espiritual, en la cual se ejerce nuestro sacerdocio real, siempre que se interprete la limosna, ligada al ayuno, a la manera de V. Soloviev, como

28 Cfr. sufra, n 12. Cristo nace en Belén, no en una ciudad famosa, para confundir el orgullo de los hombres (III, 35, 7 ad 1); el orgullo de Roma, capital del mundo, se inclina ante la humildad de Cristo y de los Apóstoles (ibtd., ad 3; 40, 3 ad 4).

27 S. Jerónimo, comentando Mt 6, 24 s, escribe: "Non dixit: Qui habet dividas; sed: Qui servit divitiis. Qui enim divitiarum servus est, dividas custodit ut servus; qui autem servitutis excussit iugum, distribuit eas ut dominus" (Patr. Lat. 26, 45).

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actitud que comprende toda pobreza voluntaria, toda conquista del espíritu de oblación sobre el espíritu de posesión28. La metanoia del cristiano exige de él una revisión radical y general de toda actitud de propietario 29.

En la Sagrada Escritura, y con mayor relieve después de la Encarnación del Hijo de Dios, la verdad de la relación con los hombres es inseparable de la de nuestra relación con Dios. No basta siquiera decir que los dos mandamientos son semejantes, hay que reconocer que no se puede cumplir el primero si se deja de cumplir el segundo, e incluso que el segundo tiene una es­pecie de prioridad práctica en el ejercicio del primero. Bíblica­mente hablando, evangélicamente hablando, no cabe reconoci­miento verdadero de la paternidad de Dios sin la exigencia de la práctica de una efectiva fraternidad para con los hombres, de la misma forma que no se puede llegar ai término de esta última si se ignora la primera.

También en esto Francisco de Asís es nuestro maestro. Nos referimos a la escena que marca su ruptura con el mundo carnal y el don de sí mismo a la vida evangélica. Francisco había co­menzado ya esta vida, pero conservaba aún recursos que proce­dían de su familia y que él disipaba con una despreocupación y una prodigalidad caballeresca. Su padre se escandalizaba y se preocupaba; por eso solicitó del obispo que hiciera comparecer a Francisco y le persuadiera para que restituyese el dinero que le quedaba. Ante el obispo, Francisco se despojó de sus vestidos y los depuso a los pies de su padre; después declaró solemne­mente : "Escuchad todos y entended; hasta ahora he llamado a Pedro de Bernardone padre mío. Pero, ya que he tomado la

28 Cfr. V. Soloviev, Les fondements spirituels de la vie (trad. fr. G. Tzebricow, París 1932). Santo Tomás ve la limosna en la línea de la pobreza consagrada que es (idealmente) la donación de todo. (II-II, q. 186, 3 ad 6).

29 Puede leerse la oposición que establece J. Olier a lo largo de treinta párrafos entre el propietario y el cristiano: Introduction a la vie chrétienne, c. XI, sec. IX.

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resolución de servir de ahora en adelante sólo a Dios, devuelvo a Pedro de Bernardone el dinero que tanto le preocupaba y los vestidos que había recibido de él. A partir de hoy podré decir, no padre mío Pedro de Bernardone, sino Padre nuestro que estás en los Cielos" 30. Dios es así reconocido como el Padre providente de quien se espera todo, porque cuida de todas sus criaturas 31. Al mismo tiempo se pone de manifiesto la relación fraternal que Francisco, por comprender que se deriva de la paternidad de Dios, aplica literalmente (no sólo poéticamente) a los animales y a las plantas. Un día, un hermano pidió a Francisco permiso para tener un salterio. El santo le respondió: "Cuando tengas un salterio, desearás un breviario. Y cuando tengas un breviario, te sentarás en un trono como un gran prelado y dirás a tu her­mano : Tráeme mi breviario" 32.

La postura de Francisco es una postura extrema, derivada de esa observación del Evangelio "sine glossa", "ad litteram dili-genter", que él no impuso a los demás. Pero esta postura refleja la luz del Evangelio de una forma manifiesta. La posesión es, en efecto, la raíz del espíritu de dominio. El apego al dinero corrompe el corazón del hombre y destruye en él toda posibilidad de sentido fraternal. Cualquiera de nosotros puede comprobarlo consultando sus recuerdos o su experiencia o mirando a su al­rededor: Las riñas en las familias, las injusticias sociales, la falta de inquietud por la miseria o la condición humillada de los demás, la insensibilidad del corazón, todo esto procede, como una descendencia monstruosa, del apego al dinero. La idolatría del ídolo más vacío y más efímero, en lugar de la fe-esperanza en nuestro Padre, engendra el fratricidio.

30 J. Joergensen, Saint Franjáis d'Assise. Sa vie et son oeuvre, trad. francesa de Wyzwa, París 31909, 68.

31 Mt 6, 25-34, cita de estos textos del Sermón de la montaña en la Regula non hullata n 14 (ed. Boehmer, Analekten z. Gesch. des Franziskus von Assisi, Tubinga-Leipzig 1904, 13 s).

32 Legenda antiqua, 69-79 (ed. F. Delorme, 1926, 40-42); Speculum perfectionis 4 (ed. P. Sabatier, p. 11).

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Realmente, la práctica de la pobreza es inseparable de la exis­tencia cristiana ejercida, más allá de un simple moralismo, en el plano de la ontología de la gracia y de sus exigencias.

2. OPCIONES Y MODO DE COMPORTARSE EN

UN MUNDO DE BIENESTAR Y DE MISERIA

Nuestro mundo es realmente las dos cosas. Estos últimos años se ha llamado la atención de los pueblos y de los sectores bien dotados, que viven (al menos en parte) en lo que se ha llamado "la era de la opulencia" 33, sobre la situación de pro­funda pobreza y hasta de verdadera miseria de una parte, o mejor, de la mayoría de la humanidad 34. Recordemos brevemente algu­nas cifras: 150 millones de familias viven en condiciones infra­humanas que no permiten al hombre un verdadero desarrollo, mientras 30 millones viven en las regiones prósperas. Dos terceras partes de la población del mundo no disponen de las 2.500 calo­rías necesarias cada día; 30 millones de hombres mueren cada año como consecuencia de la subalimentación, cifra que ninguna guerra, ni la más atroz, ha alcanzado jamás. La mortalidad in­fantil en la India alcanza el 185 por 1.000; en este mismo país la probabilidad media de vida no es más que de 32 años y el analfabetismo afecta al 83,4 por 100 de la población. Las dieci­nueve naciones más ricas (que cuentan con la proporción más alta de bautizados) y que representan sólo el 16 por 100 de la población total del globo controlan el 75 por 100 de la renta mundial. El conjunto de los pueblos de la tierra gasta cada año

33 J. K. Galbraith, L'ere de l'O-pulence, París 1961. 34 Véase Card. Suenens, Card. Heenan, Mons. Ligutti, P. de Les-

taples: Christian Responsability and World Poverty (ed. A. Me. Cor-mack, Londres 1963); La Pauvreté, "Cahier de la Paroisse Universitaire", citado sufra n 18: los estudios de H. Bartoli (52-73) y de F. Perroux (86-88 sobre la pobreza en los países ricos); en el vol. L'Eglise des Pauvres (safra n 8), el estudio de G. Blardone.

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en armamentos 120.000 millones de dólares, es decir, la mitad de la formación bruta de capital en el mundo.

Es evidente que esta situación es absurda, inaceptable. Si una sociedad tiene el criterio de su honor en la forma de tratar a sus pobres, hay que reconocer que nuestra sociedad, nuestras socie­dades "cristianas", se han deshonrado. Nuestras sociedades no son cristianas en absoluto; ni siquiera humanas —dice M . F. Perroux—, "ya que el humanismo natural exige que el hombre no destruya al hombre sacrificándolo al dinero" (estudio citado, nota 34, p 81). El cristianismo no ha conseguido impedir que las sociedades que se glorían de contarlo en su herencia espiritual pasen al dominio del dinero y de una economía fundada, no sobre el mayor servicio al mayor número de hombres, sino sobre el mayor provecho de unos pocos. Merecemos en buena parte el reproche formulado por G. Bernanos: "Dios no elige a los mismos hombres para guardar su palabra que para cumplirla" 35; pero la palabra que hayamos guardado nos condenará si no la cumplimos: De ore tuo te iudico, serve nequam...; como mere­cemos también el reproche formulado por M . P. Evdokimov: "La Iglesia posee el mensaje de liberación, pero los que liberan son los otros" 36.

El escándalo existe desde hace mucho tiempo, pero hoy se manifiesta de forma evidente y aparece a la conciencia de todo el mundo porque, debido a los medios modernos de comunica­ción, los hombres de todas partes del mundo se han hecho pre­sentes los unos a los otros. Conocemos las cifras del hambre, las estadísticas de la miseria, hemos visto las fotografías de niños con el vientre hinchado, grandes ojeras y las rodillas deformadas, apoyados en unos muslos tan flacos como las piernas. Las socie­dades hambrientas y miserables han visto, por su parte, la opu­lencia de nuestras instalaciones, nuestro tren de vida, nuestro lujo, nuestros tanques y nuestros cañones... La tradición cristiana no

35 Lettres aux Anglais, 245. 36 La femme et le salat du monde, París 1958, 18.

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conoció jamás una situación semejante a ésta, que está pidiendo una respuesta del pueblo de Dios. Ni santo Tomás de Aquino ni san Antonino de Florencia, que intentó en el siglo xv moralizar el capitalismo naciente, conocieron nada semejante. No basta, pues, repetir sus conclusiones.

No basta que hayamos redescubierto y quizá hasta honrado la pobreza como valor espiritual. "No es posible descubrir el secreto (de esta pobreza) más que situándonos en relación con la pobreza real, con la humildad y con la £e" 37. Si se deja de hacer esto, no sólo la pobreza como actitud religiosa carecerá de todo valor de signo, no sólo no tendrá ninguna relación con el mundo en el que vivimos y del que ni la fe ni la candad nos dispensan de sentirnos solidarios, sino que nuestras actitudes espirituales, aun las más depuradas, se podrían reducir a un nuevo fariseísmo y convertirse en escándalo.

Es ésta una verdad que nunca repetiremos bastante: no basta redescubrir, ni siquiera practicar realmente la pobreza de espíritu en nuestra relación para con Dios, sino que debemos afirmar con la misma insistencia que este redescubrimiento y esta prác­tica no sólo no son extraños a nuestro comportamiento frente a la miseria de los hombres, sino que son necesarios para una lucha efectiva contra esta miseria. Y no se trata sólo de una utilidad apostólica, del alcance efectivo de nuestro testimonio y de nuestra palabra. Este aspecto es indudablemente muy im­portante. Sólo la práctica de la pobreza permite que seamos escu­chados por los pobres. "No es posible estar con los pobres más que estando contra la pobreza" (Paul Ricoeur). Sólo una Iglesia convertida a los pobres y, por tanto, a la pobreza podrá hacerse de nuevo Iglesia de los pobres. Se ha dicho con razón que los ricos encontrarán su lugar en una Iglesia que sea de verdad Igle­sia de los pobres; los pobres no encontrarán, en cambio, el suyo en una Iglesia de los ricos...

La utilidad, la necesidad apostólica es evidente; pero se trata,

H. Bartoli, estudio citado sufra n 34, p 48.

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como en todo nuestro estudio, de algo mucho más ontológico. Ya hemos comenzado a mostrarlo: la verdad misma de nuestra relación con Dios obliga a algo en relación con los hombres: "el que dice amar a Dios y no ama a sus hermanos, es un mentiroso" (i Jn 4, 20). Por haberse sometido filialmente a Dios, su Padre, bajó Cristo a nuestra pobreza y la adoptó a fin de librarnos a nosotros de ella. Ese es el sentido del himno, de una profundidad inagotable, de la Epístola a los Fdipenses (2, 5-11)- Así la pobreza espiritual en el sentido en que la hemos explicado, como sumi­sión total a Dios, nos introduce en el plan de Dios, que quiere que el hombre viva y que nosotros nos hagamos cooperadores de su providencia. Este es uno de los puntos en los que la Reden­ción perfecciona la creacción y, al mismo tiempo, uno de los pun­tos en virtud de los cuales al cristiano le es imposible ser real­mente para Dios sin ser efectivamente para el mundo. Nuestra pobreza espiritual debe por su misma naturaleza ser activa frente a la pobreza o la miseria humana.

Una acción eficaz contra la miseria exige, por su parte, que se hayan superado las actitudes de posesión. Es evidente que no se puede ayudar eficazmente a las poblaciones pobres a salir de su condición infrahumana más que disolviendo las estructuras de pauperización de las que los ricos se aprovechan, aunque sea sin saberlo y contra su voluntad. Es imposible ponerse a su servicio si no se ha criticado y eliminado el sentimiento natural de superioridad que nos hace ponerlos al servicio de nuestra abun­dancia y aprovecharnos, en definitiva, de su inferioridad y de su pobreza. Es imposible sacar a esas dos terceras partes de la huma­nidad de su condición de subalimentación y de su condición infrahumana si no se quiere tocar en absoluto el nivel de vida de los pueblos ricos y hasta el sistema económico que de suyo tiende a enriquecer aún más a los ricos y a empobrecer cada vez más a los pobres. Es imposible que la economía mundial redes­cubra y alcance su verdadera finalidad y que la producción mun­dial de la riqueza no siga enriqueciendo a los ricos y deshuma-nizando a los pobres si los ricos no aceptan cierto empobrecimiento

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y unas estructuras económico-sociales distintas de las actuales, ordenadas de hecho a su enriquecimiento, con la consecuencia fatal de mantener a los pobres en su pobreza e incluso de hacer ésta cada día más grande.

El ejemplo de los países comunistas muestra que se puede dar la vuelta a la situación en provecho de los pobres y en detri­mento de los ricos por medio de una revolución económica y social extraña, e incluso hostil a toda religión, porque se piensa que la religión no puede por menos de mantener las estructuras de opresión de los pequeños por los grandes. Es un hecho que el comunismo ha instaurado, a escala de pueblos enteros, un régi­men social casi enteramente liberado de los motivos de la ganan­cia personal y de la búsqueda del dinero 38. Nosotros sabemos que este resultado ha sido obtenido por la violencia, al menos en lo que se refiere a las categorías que se juzgaba hostiles a su instau­ración; sabemos que sigue actualmente ligada a graves limita­ciones e incluso a graves violaciones de la libertad de las personas y de su dignidad. Y nada de todo esto lo podemos aceptar. Pero este hecho, naturalmente muy importante, no nos exime del deber —sino que le hace más urgente— de emprender, en nombre del Dios vivo, una lucha efectiva contra la miseria de los hombres. En nombre del Dios vivo, en nombre de la verdad de la relación religiosa, es preciso hacer, por otros medios que el comunismo, tanto al menos como él hace por medio de la violencia, para vencer la miseria y el dominio de la mayor ganancia como único motivo de la acción, que es la causa de esa miseria. Este es el desafío lanzado actualmente a los cristianos y, a través de ellos, a pesar de su indignidad, a Dios.

38 Un economista del prestigio científico y de la calidad cristiana de M. Perroux da testimonio de ello y escribe: "Si visitan la ciudad de Moscú, no tendrán la impresión de una vida indigente; observarán una vida austera, tal vez peligrosa, ciertamente dominada por la policía, pero que externamente hace pensar en una sociedad cristiana que hubiera tomado en serio los artículos fundamentales de su je y de su moral" (art. citado sufra n 34, p 83).

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Es preciso ver exactamente a qué compromete esta empresa a los cristianos, al pueblo de Dios. Se puede, se debe, a nuestro entender, considerar tres grados en la respuesta que esta situación exige de los cristianos o del pueblo de Dios.

i.° El cristiano deberá llegar a posiciones y a una acción que se podrá llamar revolucionaria, en un sentido que precisare­mos más adelante, pero él no es, en primer lugar, un revolucio­nario; como Dostoievsky vio muy bien, el revolucionario tiene su interés puesto en algo lejano; el cristiano en algo muy próxi­mo. El revolucionario sacrifica las personas a la instauración de su sistema, no se detiene en las lágrimas y la sangre con tal de que por medio de ellas y por encima de ellas otra generación llegue a un estado de cosas en el que tales lágrimas y tal sangre dejen de correr. La caridad no mira sólo a lo lejos, sino que se interesa por lo inmediato. Quiere remediar, en primer lugar, las miserias más urgentes y más cercanas. La caridad no es sistemá­tica, es concreta. Por eso, la limosna —que conoce otras formas además de la moneda dada a un mendigo— mantiene, en la respuesta del cristiano a las preguntas que le plantea la existencia de los pobres, un valor que ninguna intención de eficacia puede quitarle. Pero hay que reconocer, como lo hacían formalmente en el siglo xix Ozanam y Armand de Melun, que la limosna no es más que una respuesta y que la verdad, tanto de la caridad como de las cuestiones planteadas por la pobreza, exige que se apunte, más allá de lo inmediato, a la raíz y las causas de la pobreza mundial. Si toda respuesta efectiva exigida de nosotros por la pobreza de los demás comporta la aceptación por nuestra parte de un empobrecimiento real —de forma que la eficacia de la acción supone como condición la pobreza espiritual—, esto será verdad no sólo en el plano de la limosna individual y oca­sional, sino también en el plano de operaciones más amplias, más estructuradas y más técnicas.

2.° La situación actual exige, evidentemente, operaciones de este tipo y que los cristianos, sin olvidar las necesidades inme­diatas y particulares, traduzcan hoy la ley de la limosna en tér-

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minos adaptados a la inmensidad y a la urgencia de las situa­ciones de pobreza, a la solidaridad mundial de los pueblos y las condiciones, al conocimiento que actualmente tenemos de las causas de pauperización, al movimiento general de la historia de los pueblos, a su voluntad de salir del subdesarrollo, y en fin, al carácter universal de los valores humanos y espirituales que están en juego. La limosna —pero la palabra está cargada de demasiadas resonancias de condescendencia, de demasiados pre­supuestos de inmovilismo social; digamos, pues, mejor el servi­cio—, el servicio que los cristianos pueden rendir hoy a los pobres del mundo es ayudarles eficazmente a salir de su pobreza, de su subdesarrollo, para muchos de ellos de su situación infrahumana, aportándoles una ayuda desinteresada, dirigida a adquirir los me­dios para la victoria sobre la pobreza: educación e instrucción, planificación, formación de técnicos y dirigentes... A igualdad de valor técnico, los cristianos pueden hacerlo mejor que otros; pue­den, en efecto, aportar un espíritu de servicio fraternal y desinte­resado, de amistad abierta a todos los hombres sin intenciones mer­cantiles o imperialistas. En la medida en que los cristianos son esos hombres cristianos de que hemos hablado más arriba, son con­ciencias leales, consagradas a la verdad y a la justicia por encima de todo; sin pretender, ciertamente, la posesión de ningún mo­nopolio, los cristianos pueden además aportar una visión humanis­ta y total de la obra de desarrollo y de humanización que hay que emprender. Técnicos de la planificación que se reduzcan a ser técnicos corren el riesgo de no ver la totalidad, de no considerar más que un ámbito particularmente interesante y de olvidar al hombre o incluso otros ámbitos particulares. El cristianismo aporta normalmente, al menos el cristianismo en la conciencia que de sí mismo tiene hoy, una visión humanista completa.

3.0 Emprender una ayuda fraternal técnicamente eficaz para salir de la pobreza obliga a luchar contra los mecanismos y las estructuras que tienden a consolidar e incluso a aumentar la pau­perización de los pobres, a mantenerlos en una situación de su­jeción y de explotación tal que apenas tengan con qué mantener

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la miserable vida que les permite seguir abasteciendo a la máquina capitalista que los explota de la mano de obra indispensable, sin dejarles lugar para tener los medios, ni la posibilidad, ni incluso la idea de promoverse a sí mismos a una vida de libertad y a una condición verdaderamente digna de hombres. Ese conocimiento de los mecanismos de explotación de los pobres por los ricos, esa renuncia a lo que mantiene la miseria e impide el acceso de millones de hombres a la instrucción, a la dignidad, al bienestar y a la libertad que corresponden al hombre, la lucha contra el culto al dinero, que es una idolatría, son también un deber gene­ral para los cristianos que, por pertenecer al mundo de la segu­ridad y de la abundancia, son solidarios tanto de los abusos del sistema de que ellos se aprovechan como de la miseria de un número tan elevado de hermanos suyos.

Nuestra época se caracteriza al mismo tiempo por una toma de conciencia de la amplitud de los hechos que se refieren a la condición de la miseria en un mundo que se sabe uno y solidario y por un redescubnmiento de la pobreza como valor de la exis­tencia cristiana. Estos dos hechos están llamados a coincidir, ya que el primero lleva de alguna forma al segundo, el cual, sin embargo, tiene sus fuentes propias. La lucha efectiva contra la miseria y la condición infrahumana de los pobres, a escala mun­dial, exige de los cristianos que revisen su visión de las cosas, critiquen con lucidez y valentía no pocas ideas que pasan por tradicionales y acepten de antemano una revisión de la situación

egiada de que gozan, revisión que ha de llevar a una des­posesión efectiva de no pocos de sus bienes. Las transformaciones necesarias pueden realizarse, repetimos una vez más, violenta­mente por medio de una revolución de tipo comunista que rom­pe con todo y acarrea las destrucciones que todos sabemos. ¿Pue­den estas transformaciones llevarse a cabo por medio de una reforma progresiva? Un economista cree poder observar que "nunca en la historia occidental se ha visto que una nación o una clase —cualquiera que sea el régimen social— haya consentido disminuir su nivel material de vida para socorrer las miserias

pnvil

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La pobreza en una civilización de bienestar 77

urgentes" 39. Es verdad que los papas, los teólogos, los econo­mistas cristianos, las semanas sociales, han dicho muy bien todo lo que podía y debía decirse sobre la finalidad de la riqueza al servicio del hombre. La constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo de hoy repite vigorosamente sus afirmaciones y las de toda la tradición sobre la finalidad humana y fraternal del trabajo y de toda posesión (parte II, capítulo 3.0). ¿Qué será necesario para que esta doctrina se traduzca en hechos ? En primer lugar, unos medios técnicos, también en el plano de los estudios económicos; una crítica menos tímida del estado de cosas actual, por no decir del "orden establecido"; no poca imaginación y audacia, y que las personas emprendedoras no se vean cohibidas por el temor a ser desautorizadas, a pasar por sospechosas, a ser detenidas o condenadas, o simplemente, a ser tenidas al margen de la masa conformista, única que recibe aprobación y confianza... Hemos llegado a un momento en el que los cristianos se en­frentan con un verdadero desafío, al que no podrán responder más que pasando a poner en práctica sus propios principios.

¿Cómo redimirán los cristianos la debilidad que ha permitido que en los países bautizados el dinero se haya convertido en rey? Hay que devaluar la riqueza, hay que quitar su prestigio al di­nero, concluye M. F. Perroux (cfr. n 34). Muchas familias cris­tianas viven y educan a sus hijos de acuerdo con una escala de valores en la que el dinero no es el valor supremo. Estas familias se liberan de las solicitaciones de una economía de la ganancia y no del servicio de las necesidades, economía que no se man­tiene más que excitando locamente los apetitos por una publici­dad obsesiva y esclavizante 40. Los sacerdotes han roto la relación que existía entre algunos actos de su ministerio y una aportación económica. Es imposible prescindir del dinero, y el sentido evan­gélico no dispensa del realismo, en virtud del cual se sabe lo que cuesta una tonelada de cemento o el curso de un seminarista o de

H. Bartolie, of cit sufra n 34, p 85. Sobre esto cfr. V. Packard, L'art du gasfillage (trad. fr. París

1962).

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un misionero. Pero existe una fórmula fraternal y comunitaria, humana y cristiana de concebir y ordenar la vida económica de la Iglesia de manera que, utilizando el instrumento del dinero, esta vida no discurra bajo el signo de su primacía.

La Constitución dogmática sobre la Iglesia41 llama en dos ocasiones al pueblo de Dios "pueblo mesiánico". ¿Qué significa esto sino que el pueblo de Dios es portador de una esperanza para la humanidad? De hecho, esta Constitución dice que el pueblo de Dios es un germen de unidad y de paz, un signo y un instrumento de salvación para toda la humanidad. ¿Se reducirá todo esto a palabras? ¿O no se aplicarán más que en el plano puramente espiritual? Pero lo espiritual e incluso la escatología en la revelación bíblica judeo-cristiana comportan unos efectos o unas anticipaciones terrenas. El sentido de la historia que hacen los hombres es tender al reino que Dios dará. No se nos creerá más que en la medida en que demos testimonio de nuestra fe y de nuestra caridad con nuestras obras. La pobreza espiritual o evan­gélica a la que Dios llama actualmente a los corazones es por sí misma un valor religioso. Esta pobreza está, además, llamada a hacer posible y mantener un servicio eficaz a los pobres a escala mundial, en un mundo en el que una tercera parte que vive en la comodidad o en la opulencia convive con dos terceras partes que viven en una pobreza y en una condición indignas del hombre.

Además de las publicaciones citadas en las notas de este ar­tículo, señalemos, en francés :

Biches et Pauvres dans l'Eglise ancienne (Lettres chrétiennes 6), pres. por A. Hamman, París, Grasset, 1962.

R. Regamey, La Pauvreté et l'homme d'aujourd' hui, París, Aubier, 1963.

41 C. 2°, n 9. Véase, en la obra colectiva editada por P. G. Barauna, citada su-pra n 19, el estudio del P. O. Semmelroth, y las dos conferen­cias del autor de este artículo en la XVIII Semana española de misio-nología, Burgos, agosto de 1965.

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La pobreza en una civilización de bienestar 79

E. Roche, Pauvreté dans l'abondance. Prospérité matérielle et pau­vreté évangélique, Tournai/París, Casterman, 1963.

Y. Congar, Pour une Eglise servante et pauvre, París, Les éd. du Cerf, 1964.

L' esperance des milieux pauvres. Textos y testimonios presenta­dos por J. Leuwers, París, Edt. ouvrieres, 1964.

G. Mercier y M.-J. Le Guillou, Mission et Pauvreté, París, Ed. du Centurión, 1964.

P. Gauthier, Consolez mon peuple. Le Concile et "L'Eglise des Pauvres", París, Les éd. du Cerf, 1965.

Eglise et Pauvreté, éd. por R. VoiUaume y Y. Congar (Unam Sanctam), París, Les édit. du Cerf, 1965.

YVES CONGAR

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AUTORIDAD Y OBEDIENCIA EN LA IGLESIA

El cristiano, que tiene que dar configuración a su vida dentro de una autonomía personal y que tiene que cumplir su misión, se encuentra situado en la Iglesia ante una doble autoridad: la autoridad de la verdad y la del precepto. El paso de la libertad natural y de la responsabilidad personal a la actuación en el mun­do, entre los hombres, conduce al mismo tiempo a través de la piedra de toque de la autoridad de la Iglesia. Por ello ha de ser tenida en cuenta cuando se trata de perfilar una imagen del cristiano dentro de la libertad y la responsabilidad.

LAS COORDENADAS DEL PROBLEMA

La "autoridad de la Iglesia" se basa en la doctrina de la potes­tad ministerial instituida por Cristo. Para su correcta valoración es preciso, por tanto, que sea determinada, explicada y delimitada primeramente en su aspecto dogmático. Una vez conocida así su esencia propia, la relación entre autoridad y obediencia en la Iglesia podrá ser considerada a la luz de una moral general de la obediencia. Al mismo tiempo habrá que examinar si la obediencia en la Iglesia y el precepto eclesiástico siguen unas leyes propias. Finalmente, una "moral general de los preceptos y la obediencia en la Iglesia" obtenida por este camino habrá de ser estudiada en algunos problemas concretos de la actualidad. Sólo entonces se demostrará su oportunidad para los cristianos de hoy *.

1 Las afirmaciones siguientes se apoyan en el trabajo del autor: Das Problem von Befehl und Gehorsam im Leben der Kirche, Einsiedeln 1964, donde se consigna y se especifica también la bibliografía.

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I. AUTORIDAD MINISTERIAL DE LA IGLESIA Y OBEDIENCIA

Dentro de la autoridad ministerial de la Iglesia existen, por de­cirlo así, dos planos: uno situado en una dimensión transversal y el otro en una dimensión longitudinal. En el plano transversal, una declaración oficial puede implicar la autoridad de la verdad y (o) la autoridad del precepto; en su nivel longitudinal puede pertenecer a la esfera de las actuaciones ministeriales falibles o in­falibles de la Iglesia. La distinción "falible-infalible" conviene, en su sentido estricto, a las declaraciones de la autoridad en su rela­ción con la verdad, es decir, de la autoridad magisterial; mientras su aplicación al ámbito de la autoridad preceptiva representa un uso derivado, en cuanto que la proclamación de una doctrina práctica (moral) incluye un precepto.

A) En todo el ámbito de la autoridad doctrinal no debería ser empleado, propiamente, el concepto de obediencia, sino úni­camente el concepto de adhesión. La obediencia, según la defini­ción clásica, es la disposición de la voluntad para cumplir un precepto. Es una disposición activa, por lo que se refiere a la vo­luntad, o una acción del hombre. En la adhesión a una verdad (doctrina) la marcha del proceso se basa no en una actividad de la voluntad, sino en la actividad receptiva del entendimiento, en el conocimiento de que la doctrina corresponde a la realidad. La adhesión de la voluntad al conocimiento se realiza necesariamente cuando el conocimiento es evidente, dando lugar a la comprensión (evidencia); no es, en cambio, incoercible, siendo libre, por tanto, cuando el conocimiento no lleva a la evidencia, sino a la probabili­dad. Sería imposible la adhesión cuando existiese evidencia en contra de una doctrina.

i. La evidencia o la probabilidad de una doctrina pueden tener dos fuentes: el conocimiento propio, inmediato, que puede

G

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examinar una afirmación, o la deducción mediata acerca de la competencia y la capacidad de aquel que presenta la doctrina. En este segundo caso es también posible un juicio propio inmediato, no sobre la realidad misma, sino sobre la credibilidad concreta del "testigo" de la doctrina.

2. La autoridad doctrinal de la Iglesia recae, por su misma esencia, sobre cuestiones en las que no existe evidencia alguna inmediata: la doctrina de la fe que se apoya en la revelación di­vina. Pertenece, pues, a su naturaleza la proclamación con com­petencia absoluta y bajo determinadas condiciones de la doctrina de la fe y, por tanto, la constatación irrefutable de su compe­tencia como testigo: tales son las condiciones de la proclamación infalible de la doctrina. En el caso en que ésta se dé y supuesta la fe cristiana, la adhesión a la doctrina es del todo necesaria en el plano del conocimiento teorético. Pero la adhesión se basa en un acto de la voluntad, por no existir una evidencia inmediata; en consecuencia, puede hablarse de una obligación_moral en re­lación con la adhesión de feTTo3culu~ño equivale a un acto de obediencial ' '

3. "Siempre que la autoridad doctrinal eclesiástica no habla con absoluta competencia, ya sea porque sus afirmaciones no con­ciernen al depósito de la revelación o bien porque no se cumplen las condiciones de la infalibilidad (declaraciones en materia de fe y costumbres, suprema autoridad de magisterio, obligatoria para toda la Iglesia) no se dará, en principio, una adhesión necesaria en el plano del conocimiento teorético (aunque en un caso con­creto podría darse tal necesidad). Por el contrario, la adhesión de­pende de determinadas posibilidades reales del conocimiento: puede tratarse de una certeza moral (humana), de una probabilidad mayor o menor, pero podría también surgir una duda fundada y hasta una evidencia en contrario, porque lo que no es infalible puede alguna vez ser también falso.

Pero existe además la obligación moral de ajustar la actuación propia a los conocimientos. Y por ello el cristiano tiene también

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diversos grados de obligación moral: en su actuación debe partir de las afirmaciones doctrinales (no infalibles) de la autoridad ecle­siástica, según el grado de seguridad y probabilidad que posean. Tal obligación pertenece a la moral del conocimiento de la ver­dad y, en consecuencia, tampoco deberá ser confundida con la "obediencia".

Aunque el hecho de una declaración oficial de la Iglesia re­presenta un peso en la balanza de probabilidades —que ha de ser tenido en cuenta sobre todo por el cristiano sin competencia teo­lógica— hay que evitar el convertirlo en un argumento mecánico cuando a este peso se oponen otros contrapesos.

En el caso de una probabilidad y hasta de una evidencia en contrario (por muy raro que sea este caso) sigue existiendo, en consecuencia, el deber de no separarse, en la actuación práctica, de la declaración oficial de la Iglesia.

B) La conducta ante la autoridad preceptiva en la Iglesia presupone todo lo anteriormente dicho acerca de la autoridad doc­trinal, pero además se caracteriza por ciertos datos ulteriores. En la próxima sección discutiremos las cuestiones estrictamente mo­rales; por eso nos reduciremos ahora a delimitar el terreno.

i. A la autoridad preceptiva eclesiástica, es decir, al ministe­rio pastoral no le compete, en un recto uso de los conceptos teoló­gicos, la infalibilidad. Sólo puede hablarse de infalibilidad en el conocimiento de verdades inmutables, es decir, en la potestad de magisterio; no en los preceptos que se refieren a una situación cambiante y concreta. Por el contrario, hay que hacer notar que la infalibilidad magisterial no puede ser quebrantada por medio de un precepto. Este caso se daría si un precepto pastoral de igual autoridad (y carácter obligatorio) que una doctrina propuesta infa­liblemente contradijese a ésta. Resulta difícil el mero hecho de construir un caso semejante 2. Bajo estos presupuestos podemos afirmar:

2 Cfr. sobre ello ibid., 113-116.

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2. U n precepto eclesiástico puede ser la consecuencia inme­diata de una doctrina propuesta como infalible. Entonces se trata, en rigor, de obediencia a un precepto divino.

3. U n precepto eclesiástico puede ser de carácter puramente disciplinar, promulgado con vistas a la ordenación de la vida de la Iglesia. Se trata entonces del problema de la obediencia en su sentido pleno.

4. U n precepto puede ser la consecuencia y la aplicación de una doctrina no presentada como infalible. Entonces, respecto al problema de la adhesión, tiene validez lo dicho anteriormente. Sin embargo, pueden surgir especiales problemas morales de obedien­cia en cuanto que la situación del conocimiento permite, en deter­minadas circunstancias, la libertad moral de partir de ella o no en la actuación 3.

II. TEOLOGÍA MORAL DE LA OBEDIENCIA EN LA IGLESIA

Existe en la Iglesia autoridad preceptiva, y cabe preguntarse qué leyes sigue la "obediencia eclesiástica" que responde a aqué­lla. Pero esto exige considerar antes más de cerca la moral ge­neral de la obediencia.

A) Según la definición clásica antes señalada, la obediencia

es la disposición de cumplir los preceptos de un superior (cfr. To­

más de Aquino, Summa theol., II-II, 104, 2). N o obstante, si nos

limitamos a esta definición estrictamente formal, existe el peligro

de no valorar suficientemente todas las perspectivas. Por ello es

preciso ampliar el campo de visión partiendo de un criterio más

bien genético.

1. El hombre como persona espiritual y libre se encuentra

3 Pormenores acerca de casos en los que, ante determinaciones ofi­ciales de la Iglesia, sigue abierta la situación del conocimiento, así como también acerca de la legitimidad de un juicio oropio por parte de un miembro particular de la Iglesia, cfr. ibid., 98-124.

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Autoridad y obediencia en la Iglesia 85

frente a Dios en la obligación de realizar, en virtud de su propio conocimiento y en una decisión libre, la "ley eterna", meta de la existencia humana, señalada por Dios. Esta "obediencia a Dios" constituye el quehacer más fundamental de ser del hombre, que se hace presente en toda actuación de éste: el hombre tiene que cumplir algo de la "ley eterna", tiene que actuar conforme a su propio ser.

Ahora bien, pertenece a la naturaleza humana el que la ac­tuación deba realizarse con frecuencia dentro de una relación mutua entre los hombres, en la comunidad, y que, por tanto —en razón de una actuación ordenada—, tenga lugar dentro de una relación de superioridad-subordinación, por lo que la actuación del uno se halla determinada por las órdenes y los preceptos del otro. Esto constituye una relación de precepto-obediencia. Es claro que el sentido de esta relación se basa en la realización de algún as­pecto de la ley eterna, sin que ello constituya un fin absoluto. Pero la correlación precepto-obediencia puede ser también un medio necesario para la buena realización de la ley eterna. Esto implica que las reglas fundamentales de la moral de precepto-obediencia hayan de ser tomadas del cumplimiento de la ley eterna y que las reglas secundarias se refieran al buen funcionamiento de la misma relación. Desde el momento en que toda esta proble­mática ha dejado de ser considerada dentro de una perspectiva demasiado formal, aparece claro que no es posible hablar de una "moral de la obediencia", sino de una "moral de las relaciones entre el precepto y la obediencia", que abarca tanto las obliga­ciones del que manda como las del que obedece.

2. En primer término al que manda le corresponde la obliga­ción de cuidar para que la acción que deberá efectuarse por medio de la coordinación precepto-obediencia sea conforme a la ley eterna. El es el que manda, porque cualquier bien objetivo sólo puede deberse a que haya sido mandado por uno y realizado por otro. La intención principal del superior al mandar habrá de ser, por tanto, la realización de aquel bien. Opuesta a esta intención sería la arbitrariedad, una orden basada en razones subjetivas, para

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satisfacción de deseos propios, sin hacer caso del bien objetivo. Todo el que manda está expuesto a la tentación "del pecado ca­pital", propio de su estado: el creer que su autoridad le confiere el poder y el derecho de hacer de sus propios deseos, de sus ideas preferidas, etc., órdenes obligatorias para los subordinados. Para no equivocar el bien objetivo de la ley eterna, el superior necesita, por el contrario, de una gran circunspección en todos los proble­mas, sobre todo en los preceptos de mayor trascendencia, y de un escepticismo igual al del que obedece, frente a su propia visión de la realidad, condicionada muchas veces por el afecto.

El bien objetivo no se realiza siempre y en todas las cosas del modo mejor por la intimación de una orden. La posibilidad del libre desarrollo de un asunto ofrece a menudo las mejores pers­pectivas para conocer y conseguir lo más perfecto. Así pertenece también a las virtudes del que manda una recta ascesis del mando, que da órdenes únicamente cuando esto constituya el mejor mé­todo para la consecución del fin objetivo y que da lugar a la libre decisión y actuación de los subordinados cuando ello ofrezca me­jores posibilidades.

Esta exigencia pertenece ya, en parte, al segundo aspecto de este trabajo: a una buena conformación de las relaciones entre precepto y obediencia. Como diremos más tarde, ¿jnfejnoxxLebe hacerse también responsable de su obediencia. El superior deberá facilitárselo creando los dos presupuestos esenciales: confianza en

I1] su competencia y en su probidad, integridad en el mando y una i presentación de las razones que respaldan las órdenes dadas. En ^muchos casos ello exigirá la consulta del problema con los subor­dinados y la elaboración en común de aquello que luego tomará el carácter de obra preceptuada.

Las relaciones precepto-obediencia adquieren siempre su sen­tido en la realización de un bien objetivo; por eso, cuando este fin principal se pone en peligro a causa de una mala orden, es ya algo de por sí "indebido", es decir, que no debería ser. Es verdad que, a pesar de todo, puede continuar teniendo vigencia y seguir siendo necesaria y obligatoria, en cuanto que su revocación podría

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traer aún mayores inconvenientes. Pero la culpa del mal que su­pone el quebrantamiento de la obediencia radica en el superior en la medida en que sus órdenes sean objetivamente inadecuadas.

3. El que obedece está ligado también, como el que manda, al bien de la ley eterna. Precisamente en esto se basa esencial­mente su obligación de obedecer. El hecho de que el inferior no se haya buscado por sí mismo la acción, sino que la haya recibido como precepto no le exime de la responsabilidad por su propia actuación. La única excepción se daría en el caso de la obediencia de un menor de edad (en cualquiera de sus modalidades), que necesita ser guiado. El adulto obedece, pero obedeciendo es él quien actúa, y por ello debe hacerse responsable de su actuación.

La responsabilidad dice relación, en primer lugar, al contenido objetivo del precepto. El que obedece debe siempre mantener despierta su capacidad de juzgar acerca de sí colabora, por medio j v

de su obediencia, a un bien objetivo. El concepto, introducido por j Zí. Ignacio de Loyola, del rendimiento de juicio, según el cual el, I / inferior —cuando no posee una evidencia clara— debe doblegar,1 js\ su juicio ante el que manda 4, no puede mantenerse, al menosj como principio general de la moral de la obediencia. La posibili­dad de acceso a los argumentos del que manda se reduce, una vez superados razonablemente los obstáculos afectivos, a la con­fianza en la competencia del superior.

Si el que obedece llega a convencerse, no de que una orden sea contraria a sus propios deseos, sino de que perjudica el bien objetivo, su propia responsabilidad respecto a éste le exige que, dentro del marco de sus posibilidades, haga al superior las obser­vaciones necesarias y que "se esfuerce por lograr un precepto mejor". Esta actitud no tiene su origen en una falta de obedien-f cia, sino en una seria voluntad de obediencia, pero que al mismoj(_ tiempo reconoce también su responsabilidad.

La disposición a la obediencia no cesa, por tanto, sin más, cuando el inferior no está de acuerdo con el superior en el enjui-

4 Cfr. ibid., 139-153.

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ciamiento de la realidad. Ello obedece al hecho de que las rela­ciones precepto-obediencia constituyen, sobre todo en las formas institucionalizadas, una estructura tan importante y necesaria de la vida comunitaria humana que no pueden ser quebrantadas sin más, atendiendo a su propio valor, aunque en un caso concreto equivoquen objetivamente el bien. El alto aprecio de esta realidad ha dado origen a la norma de que el inferior se halla obligado a la obediencia mientras no conste "que lo que se le ordena es pecado". Esta norma no es buena, pues simplifica injustificadamente diver­sos problemas de la valoración de los bienes. Aun en el caso de que "no sea pecado lo que se ordena", puede un precepto ser un mal notable y, en ciertas circunstancias, un mal mayor que el (quebrantamiento concreto de la relación precepto-obediencia. Por eso es mejor la siguiente norma: después de un esfuerzo infruc­tuoso por conseguir un precepto mejor, el inferior está obligado, por el mantenimiento del orden, a la obediencia mientras el que­brantamiento de la correlación precepto-obediencia no conduzca a algo mejor o constituya un mal menor que el cumplimiento de un mal precepto 5. Pero así como el superior debe guardarse de toda arbitrariedad en el mando, así también el inferior ha de evitar toda arbitrariedad en la obediencia, no tomando en consideración sus ideas preferidas, sino el bien objetivo en su perspectiva más am­plia. Y así como el que manda debe facilitar las mutuas relaciones por su solvencia, así también el que obedece por su confianza y su actitud positiva. De hecho, no es muy corriente que se plantee la alternativa precepto malo-precepto bueno. Es mucho más fre­cuente que se trate de dos perspectivas justas del mismo proble­ma, y el inferior inteligente no exigirá, por una parte, del que manda que sus preceptos sean siempre y únicamente lo más per­fecto imaginable, y, por otra parte, dentro del amplio campo de preceptos "posibles" obedecerá también en el caso en que él mismo hubiese mandado otra cosa.

5 Cfr. una exposición más aquilatada, ibid., 168-171.

i

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Autoridad y obediencia en la Iglesia 89

B) Después de estos principios de teología moral general se plantea la pregunta: La autoridad y la obediencia, tal como han sido planteadas en la presentación de la primera parte, ¿han de ser aplicadas e interpretadas también en la Iglesia según estos principios, o la obediencia en la Iglesia es algo distinto de la obe­diencia "natural"?

i. Hablando en general, podemos afirmar que la "obedien­cia en la Iglesia" es en realidad obediencia a Dios, en el caso en que son proclamados en la Iglesia los mandamientos divinos, o bien obediencia a los demás hombres, y entonces sigue, en lo que respecta a la teología moral, los principios fundamentales expues­tos 6. El hecho de que la jerarquía de la Iglesia sea "representante de Dios" no altera la situación, pues —según Rom. 13, 1— todo aquel que ostenta justamente la autoridad es representante de Dios.

2. La relación precepto-obediencia en la Iglesia encierra unas "características sobrenaturales"; se apoya en la gracia, es una re­lación dentro de la comunidad sobrenatural de amor de la Igle­sia y representa, en un aspecto especial, la relación de la Iglesia a Cristo. Todo superior en la Iglesia representa objetivamente a Cristo Señor; y todo inferior en la Iglesia realiza, en su acto de obediencia, un signo de su obediencia a Cristo. "Encuentro con Cristo" : éste es el misterio más profundo de la relación precepto-obediencia en la Iglesia. Pero la naturaleza de signo cuasi-sacra-mental de este misterio no puede ser interpretada falsamente. No es verdad que todo precepto promulgado en la Iglesia sea, tam- f bien en cuanto a su contenido, un precepto divino. Debe formu- \ larse "en nombre de Cristo". Pero el que sea así realmente, en I cuanto al contenido y a la intención, depende tanto del que manda 1 como del que obedece, si éste hace de su acto de obediencia una \ garantía de su obediencia a Cristo. Ambas cosas constituyen un quehacer; no una realidad hecha. Los preceptos y actos de obe­diencia humanos en la Iglesia constituyen al mismo tiempo la

6 Cfr. ibid., 172-176.

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materia que llega a ser signo y receptáculo de una realidad supe­rior, pero no constituyen de antemano esta realidad.

3. El concepto de obediencia eclesiástica debe ser estudiado aún con mayor precisión. En la Iglesia existen desde hace tiempo dos tendencias en cuanto a la obediencia. La primera existe desde el principio y consiste en la sumisión bajo la autoridad ministerial de la Iglesia. La otra es la obediencia del monje 7. El monje ha convertido toda su existencia en signo de la entrega perfecta del cristiano a Dios, como signo de que Dios es el supremo Bien, el monje abandona todos los bienes terrenos en la pobreza. Como signo de que Dios es el Tú supremo del amor, sacrifica la comu­nidad de amor del matrimonio. Ambas cosas se realizan en la entrega perfecta a Dios de la voluntad propia. También para esta entrega se ha encontrado un signo: el monje renuncia por sus votos a la ulterior autodeterminación de su vida, vinculándose a una "regla" y, en el marco de esa regla, a un superior. En la obediencia religiosa convierte él todos sus actos en signos de su obediencia a Cristo.

Esta obediencia monacal (o, según el uso lingüístico romano, "religiosa") es, por su esencia, idéntica a la obediencia eclesiástica descrita anteriormente, pero la forma es distinta: no todo aquel que se halla sometido a la obediencia eclesiástica o "jerárquica" ha hecho de ella una forma específica de vida como en el caso del monje, del cristiano "que sigue los consejos evangélicos". Por eso la obediencia jerárquica no puede ser comprendida según las reglas de la obediencia religiosa. El cristiano en el mundo tiene, en los superiores eclesiásticos, unos pastores de la comunidad ecle-sial, pero no unos superiores regulares. También él deberá vivir entregado en todo a la voluntad de Dios; pero no realiza esta entrega bajo el signo permanente de una vinculación religiosa de obediencia a un hombre.

4. Después de estas aclaraciones podemos estudiar la aplica­ción de la moral del precepto y la obediencia a las circunstancias

7 Cfr. ibid., 178-187.

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Autoridad y obediencia en la Iglesia 91

generales eclesiásticas. Mientras no se trate de la proclamación (infalible) de los preceptos divinos o de sus consecuencias inme-. diatas (no infalibles) —en las que sirve de norma la cuestión del/ conocimiento, expuesta en la primera parte—, los preceptos mi­nisteriales de la Iglesia se refieren a la vida de la misma Iglesia como comunidad religiosa. Así ordenan el culto, la predicación de la doctrina, las relaciones dentro de la Iglesia, las relaciones de la Iglesia y los cristianos particulares con otras instituciones. En el caso de los religiosos y del clero, estos preceptos pueden regla­mentar todo el modo de vivir; en el caso del laico, sólo lo espe­cíficamente religioso-eclesial, lo que se refiere a la fe, la moral y el culto.

Ahora bien, en este terreno posee validez todo lo que afirma la moral general acerca del precepto y la obediencia, sólo que de un modo superior, o sobrenaturalmente más profundo. El que manda tendrá que tomar tanto más en serio su vinculación al fin objetivo y guardarse de la tentación de la arbitrariedad con tanto mayor cuidado cuanto que aquel fin es siempre el reino de Dios y sus órdenes se mantienen ante la presencia de Cristo, al que aquél debe representar. Por medio de su competencia, de su solvencia, de la exposición de las razones que respaldan sus ór­denes, el superior promoverá el buen funcionamiento de las rela­ciones autoridad-obediencia, tanto más cuanto que él sabe que éstas deben constituir sin cesar el "sacramento" de un encuentro con Cristo en el amor, y que sus subordinados, como miembros del cuerpo de Cristo, comparten con él no sólo la responsabilidad, sino también cierto conocimiento sobrenatural.

Esta responsabilidad y esta competencia sobrenatural en unión del superior confieren a los subordinados una seriedad mayor en su colaboración para el logro de un precepto más perfecto —en el caso de que sea preciso aspirar a ello—; y en casos límite su posición debería conducirle también a la negación de la obedien­cia si ésta se demostrase como un mal menor frente a la sumisión a una orden irresponsable. También en el no dado a una orden mala obedecería él a Cristo; aún más, haría presente a Cristo.

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Pero, sobre todo, elevará la relación autoridad-obediencia como tal viendo en ella una tarea del amor dentro del cuerpo de Cristo. Esto significa que tendrá que aprender a acercarse con amor a su pastor jerárquico. Los subditos de un régimen autoritario acos­tumbran a someterse murmurando, pues se encuentran separados plenamente de sus superiores por la indiferencia, la aversión y el desprecio. Tal postura es inadmisible en la Iglesia, ni siquiera para con el superior más equivocado. El amor que une, que so­porta, que perdona es siempre, en la Iglesia no sólo una obliga­ción, sino además un supremo privilegio. Aquí es donde aparece el misterio de la cruz. Es ciertamente equivocado el apelar con demasiada facilidad al misterio de la cruz cuando se trata de exigir obediencia, atribuyendo a los superiores, por así decirlo, el derecho a mandar del modo más arbitrario y peor posible. El mis­terio de la cruz no excluye el máximo esfuerzo por conseguir órdenes buenas, o la denegación de la obediencia en un caso ne­cesario. Pero sigue siendo igualmente verdad que jamás debe cesar el amor del que obedece, y que éste, en virtud del misterio de la cruz, podrá también transformar en gracia para la Iglesia hasta la situación originada por el peor de los preceptos.

III . PROBLEMAS DE AUTORIDAD Y OBEDIENCIA

EN LA IGLESIA ACTUAL

Al hablar de problemas "actuales" de autoridad y obediencia en la Iglesia —y con ello intentamos completar la anterior expo­sición, más abstracta— no es fácil decidir dónde se ha de situar la línea fronteriza. Demasiadas cosas han sido renovadas por la era conciliar para que podamos designar de un modo absoluto como "actual" un pasado de la Iglesia próximo aún en el recuerdo. Por otra parte, tampoco los problemas más recientes condicionados por la marcha de la Iglesia pueden reclamar el derecho a ser valorados como lo actual sin más. La hora presente de la Iglesia podría ser caracterizada más bien como el paso de una forma de existencia

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pretérita a una forma todavía futura, de modo que es tarea nues­tra el descubrir cómo se plantea, en este momento de transición, el problema de la autoridad y la obediencia.

A) El intervalo que media entre la Segunda Guerra Mundial y el Concilio Vaticano II trajo consigo indiscutiblemente, en la Iglesia, una problemática de autoridad y de obediencia. Testigos de ello son las numerosas declaraciones del Papa de esta época, Pío XII, acerca de esta cuestión, así como una literatura en au­mento 8. Esta problemática, en su formulación extrema, podría expresarse como sigue: aquellos que no sólo estaban llamados, sino también dispuestos a la obediencia en la Iglesia, comenzaron —en parte— a considerar la práctica de la autoridad jerárquica en la Iglesia como inaceptable y desprovista de toda acomodación al momento actual. A las apelaciones continuas y urgentes a la obe­diencia y a una "confianza filial" para con la autoridad eclesiás­tica se oponía la impresión de que a menudo no eran tenidas en cuenta, en los preceptos de ella emanados, necesidades y tareas importantes de la Iglesia; de que dominaban perspectivas inexac­tas y que en puntos decisivos no existía una disposición a plan­tearse los problemas de un modo objetivo ni de permitir a nuevos enfoques acceso a la discusión. El problema se planteaba bajo la forma de un dilema entre la prontitud de ánimo para la obedien­cia en la Iglesia y la conciencia de necesidades urgentes en la vida eclesial y teológica. Baste señalar el hecho de que todos los decretos emanados del Concilio, así como amplias tendencias de la gran mayoría del mismo, han avanzado en una dirección que hasta no hace mucho era rechazada por la alta y la suprema autoridad, pues no hay que suponer que toda esta nueva orientación fuese ya viable desde 1962.

La misma estructura formal del problema de la autoridad se añadió al problema del contenido. Mientras que, por parte de la Iglesia no jerárquica, junto a una creciente revitalización reli-

8 Cfr. ibid., 22-48.

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giosa, teológica y eclesial, aumentaba el interés, la simpatía y una mayor competencia positiva respecto a los intereses de la Iglesia —lo que responde tanto al concepto de Iglesia en el Nuevo Testamento como a la teología 9—, continuaba existiendo por parte de la jerarquía un actitud absolutista del todo inadecuada a la realidad teológica eclesial.

En una mirada restrospectiva a esta época preconciliar, aún no del todo superada, señalaremos, respecto al problema de la autori­dad eclesiástica, lo siguiente:

El absolutismo tiene que dejar de existir en la Iglesia. Enten­demos por absolutismo un "dominio" que procede sólo en actitud de monólogo, donde únicamente se dan decretos sin escuchar a los destinatarios de las órdenes, que son los que palpan inmediata­mente los problemas; donde la jurisprudencia se limita a senten­cias ya hechas, prescindiendo de todo recurso jurídico por parte del interesado; donde las cuestiones de la ciencia teológica son también "dirigidas" por medio de preceptos y prohibiciones, aun­que ello contradiga a su naturaleza; donde entre los miembros de la comunidad de amor del cuerpo de Cristo —poseídos de una buena fe indudable— se va extendiendo una atmósfera de an­gustia propia más bien de un estado policíaco. Si además en todo este conjunto de cosas la autoridad grava la conciencia de los "subditos", hemos caído en el totalitarismo, y entonces la Iglesia de Cristo no podrá evitar que se la compare con ciertos sistemas políticos totalitarios.

El absolutismo como forma de gobierno es una situación que contradice a la esencia de la Iglesia, pues en ésta no existe una distinción adecuada entre "gobierno" y "subditos". Todo miem­bro de la Iglesia participa de Cristo, de su ministerio sacerdotal y profético y de su realeza. Si en la Iglesia existe, en virtud de la institución por Cristo, una estructura de ministerio eclesial y de miembros particulares, esta distinción tiene lugar dentro de una

9 Cfr. ibid., 62-63; 84-85; 98-106; 251-253.

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comunidad más amplia, dentro de un mismo fundamento indiviso para todos los miembros de Cristo.

Por ello no responde a la realidad de la Iglesia cuando se destaca únicamente el fenómeno de la obediencia; cuando se da la impresión de que la principal y única tarea cristiana de los miembros seglares de la Iglesia es la de obedecer a la jerarquía. A la obediencia le corresponde un puesto, pero no constituye el fenómeno único, ni siquiera el dominante, de la vida de la Iglesia.

B) Ahora nos toca señalar las líneas fundamentales de la nueva época, que comienza en la Iglesia, en lo que se refiere al problema de la autoridad.

i. Al hablar de autoridad en la Iglesia habría que referirse siempre, primeramente y de por sí, a la autoridad de Cristo. Cristo no ha "dejado" sin más su autoridad a la jerarquía. El Señor resucitado sigue rigiendo de un modo inmediato a su Iglesia; su palabra es obligatoria siempre y para todos; por medio de su Espíritu él distribuye sus impulsos como quiere. La je­rarquía representa a la autoridad de Cristo, la hace presente, pero no le incumbe a ella la misma autoridad de Cristo sin más. El determinar si en una disposición de la jerarquía se halla garanti­zada o no la plena autoridad de Cristo constituye un problema de la teología de la infalibilidad y del juicio concreto. No puede constituir una pretensión del gobierno de la Iglesia el ser equipa­rado siempre a la autoridad de Cristo, sino que debe ser su as­piración el representar en lo posible la autoridad de Cristo en sus actos de gobierno. De esta manera se hará digno de crédito en su ministerio.

2. A ello alude Cristo cuando dice a sus discípulos: "Pero vosotros no os hagáis llamar rabbí, porque uno solo es vuestro maestro, y todos vosotros sois hermanos. Ni llaméis padre a nadie sobre la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, que está en los cielos. Ni os hagáis llamar doctores, porque uno solo es vuestro doctor, Cristo. El más grande de vosotros sea vuestro servidor" (Mt., 23, 8-11). La autoridad eclesiástica es esencialmente autori-

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96 A. Miiller

dad fraternal. No establece una superioridad y una subordinación esenciales; es una referencia, entre hermanos que tienen esencial­mente la misma categoría, a la autoridad superior del Padre, del Maestro, del Doctor. Esto no puede constituir una mera frase hecha, sino que tiene que reflejarse en la realidad de la vida ecle-sial; las palabras citadas de Cristo deben ser invocadas en la Iglesia con tanta frecuencia como las de Mateo, 16, 18; en aque­lla misma Iglesia en cuyo seno y a causa de influjos históricos dominó demasiado tiempo sobre la imagen del Evangelio la figu­ra de una autoridad que era propia del padre, de la tribu o del príncipe entre los romanos o los germanos.

De esta imagen evangélica se deducen las rectas directrices acerca de la autoridad y la obediencia en la vida eclesial. Mandar equivale, en la Iglesia, a cargar con la responsabilidad en la orde-

)nación de aquello que es para bien de todos; que responde a los anhelos más profundos de los miembros vivos y que procede del esfuerzo colectivo para emitir un juicio, elaborado por todos los miembros dispuestos a colaborar y que reconocen sin el menor reparo por su parte el puesto especial que corresponde al pastor

i que los dirige. En lugar de ser sorprendida de repente por un nuevo precepto, la Iglesia sin función ministerial deberá recono­cer en aquél el fruto de un conocimiento, de un esfuerzo y de una responsabilidad común. Sólo entonces estará situada dentro de la función que le compete.

3. Con frecuencia se habla hoy de "agitación" en la Iglesia. Todo cambia. La consistencia de la autoridad no sólo se ha res­quebrajado en la práctica, sino que además se ha hecho proble­mática en la teoría. No es preciso recalcar que tras ello se ocultan "peligros". Toda situación humana imaginable encierra peligros, y se han señalado también los de la referida situación. Pero esta incluye igualmente una promesa, una invitación. La persistencia de la Iglesia no se halla asegurada por un sistema de administra­ción perfecto y que funcione infaliblemente, sino por la presén­

tela del Señor resucitado; como tampoco la asistencia a la doc­trina se encuentra garantizada por un sistema teológico inataca-

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Autoridad y obediencia en la Iglesia 97

ble, sino por la actuación del Espíritu Santo. Este período de inquietud debería ser aprovechado como un aldabonazo de la gra­cia a cada uno invitando a poner realmente toda su confianza como Iglesia en el Señor y en su Espíritu. Puede ser una gracia que nos desengañe de una equivocación anterior.

En todo caso, sigue existiendo algún problema práctico de dirección efectiva en la Iglesia así como de una pérdida despro­porcionada del orden. Por ello se necesita la recta prudencia de gobierno por parte de los pastores. Si alguna comunidad de clé­rigos o laicos con ansias de avance no llega a encontrar con fre­cuencia el recto camino, ofuscada por nuevas perspectivas impre­vistas, no se le debe oponer resistencia aludiendo sobre todo a los "nuevos peligros", ni diciendo que eso "sigue estando prohibido", ni despertando la impresión de que los pastores siguen con dis­gusto la marcha de la Iglesia universal y preferirían detenerla de nuevo. Todo esto podría conducir a una desconfianza renovada, de manera que las postrimerías viniesen a ser peores que los principios.

Mientras que, si un pastor de la Iglesia se ha identificado totalmente con los avances de la Iglesia; aún más, se esfuerza por ir delante como guía y utiliza las riendasjiopara refrenar, sino para estimular, entonces encontrará adhesión convencida; entonces será^iceptadá támbieiTsu palabra cuando ponga en guar­dia ante el peligro, porque no despertará sospecha alguna; enton­ces encontrará apoyo leal cuando tenga que enfrentarse a abusos realmente peligrosos.

Tal es el problema de la autoridad y la obediencia en la hora actual de la Iglesia.

ALOIS MÜLLER

7

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EL PRINCIPIO DE TOTALIDAD Y LA LIBRE DISPOSICIÓN DE SI MISMO

Los progresos de las ciencias siguen planteando cada día nue­vos problemas al teólogo. ¿En qué medida, por ejemplo, puede el hombre disponer de sí mismo? La Revelación somete a la criatura humana a la autoridad soberana de Dios. Por otra parte, la caridad cristiana pide el sacrificio de sí en beneficio de los demás; en efecto, ¿no afirma el Evangelio que no hay amor mayor que dar la propia vida? Frente al individualismo de las épocas precedentes el mundo moderno ha descubierto la dimen­sión social de la humanidad. Los hombres quieren encontrarse, conocerse y toman conciencia de la solidaridad que los une. Pero también sabemos que la presión de los grupos sociales sobre los individuos constituye una amenaza para la libertad y la dig­nidad humana.

La teología ha recurrido con frecuencia al principio de tota­lidad para ayudar al hombre a descubrir los límites del sacrificio personal en provecho de la comunidad. Ahora bien, este prin­cipio "afirma que la parte existe para el todo y que, por consi­guiente, el bien de la parte está subordinado al bien del conjunto; el todo es determinante con relación a la parte y puede disponer de ella según su interés" 1. Es éste, sin duda, un principio inmu­table, "ya que se deriva de la esencia misma de las nociones y

1 Pío XII, Alocución al Congreso de Histopatología, 13 septiem­bre 1952, "Acta Apost. Sedis" 44 (1952), 788. J. Madiran ha coleccio­nado una serie de textos de Aristóteles y santo Tomás que confirman el enunciado de Pío XII (Le principe de totalité, Nouvelles Edit. Latines 1962, 12-14). San Buenaventura y los escolásticos hacen suyas las mismas fórmulas.

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La totalidad y la disposición de sí mismo 99

de las cosas", pero las aplicaciones del mismo entrañan no poca dificultad. De hecho el principio no es válido más que "donde se verifica la relación del todo a la parte y en la medida en que se verifica" 2. Y, desde luego, no siempre es fácil descubrir en qué medida se realiza la subordinación de la parte al todo.

Es preciso, además, admitir que la misma noción de subor­dinación puede variar. Conocemos, en primer lugar, la costum­bre común a filósofos, teólogos y juristas de elaborar sus princi­pios a partir de los hechos. La aplicación de los principios depende igualmente de la idea que se tiene del hombre, y esta concepción, parcial y modificable, lleva consigo aplicaciones igualmente varia­bles. Nadie ignora, finalmente, la constante solicitud de la Igle­sia por salvaguardar la dignidad del hombre; lo cual la lleva a adaptar, exponer y a veces defender su auténtica doctrina de acuerdo con la evolución del hombre y la sociedad. Así, pues, nos parece oportuno estudiar de nuevo el principio de totalidad, pero dentro de una visión de conjunto que nos permita descubrir las riquezas de su aplicación 3.

La utilización más inmediata de este principio, utilización que se viene haciendo desde siempre, se sitúa en el plano del organismo físico en el que todas las partes están sustancialmente unidas con el todo. Esta utilización nos servirá de prototipo para el estudio de las relaciones ontológicas que rigen en los cuerpos sociales hasta llegar al organismo más completo, la humanidad. Sin dejar de reconocer la dignidad personal del ser humano, in­tentaremos poner de manifiesto los lazos que le unen con todos los hombres y hacen de él la célula de un organismo que vive a través del tiempo y el espacio. Nuestro estudio constará, pues, de dos partes.

2 Ibid-3 Varios autores han escrito recientemente sobre el principio de to­

talidad. Nos referiremos frecuentemente a G. Kelly, Pope Pías XII and the Principie of Totality, "Theol. Stud." 16 (1955), 373-396; J. Madiran, oo. cit.; M. Nolan, The Positive Doctrine of Pope Plus XII on the Principie of Totality, "Augustinianum" 3 (1963), 28-44; 290-324.

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i . El organismo humano

Las primeras aplicaciones del principio de totalidad se refieren al organismo dotado de unidad sustancial: el cuerpo humano. Sin detenernos en definir filosóficamente los términos " todo" y "parte" 4, nos dedicaremos especialmente a estudiar sus relaciones recíprocas.

De acuerdo con las experiencias médicas de su tiempo, Pío XI aplica de forma restrictiva el principio al caso de la mutilación : "cuando es imposible obtener por otros medios el bien de todo el cuerpo" 5. Esta es, por otra parte, la única aplicación que co­nocen los antiguos. Pío XI cita a santo Tomás 6, pero todos los autores son unánimes en esta cuestión y los moralistas más en boga en los siglos xiv y xv, Astesanus 7 y Ángel Carletti de Clavasio 8 resumen la doctrina común.

La presentación de Pío XII es más positiva. El hombre "puede intervenir, siempre que el bien del todo lo exija y en la medida en que lo exija, para destruir, mutilar y separar los miembros" 9. El poder que el hombre tiene de disponer de sí mismo es ya más amplio e incluso ofrece posibilidades bastante variables según la interpretación de los términos.

4 Véase sobre este punto: M. Nolan, op. cit., 23 ss. 5 Casti Connubü, "Acta Apost. Sedis" 22 (1930), 565. 6 Summ. Theol. II, II, 108, 4. 7 Summ. Astensis, lib. 1, át. 26, ad 1 (Ecl. Roma 1728, I, 87);

"Licet etiam privatae personae ex volúntate ejus, cujus est membrum, vel etiam ejus, qui gerit curam ipsius praecidere membrum putridum propter salutem proprii corporis conservandam; aliter vero numquam licet".

8 Summ. Angélica, ad verbum "Homicidium I", ad 2 (Ed. Venecia 1582, I, 586): "Utrum liceat alicui occidere seipsum, aut mutilare? Respondeo quod non sine mortali peccato, quia nemo membrorum est dominus. Fallir hoc in mutilatione, quae fit causa medicaminis: licet".

9 Alocución al Congreso de Histopatología, 13 septiembre 1952, "Acta Apost. Sedis" 44 (1952), 787.

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La totalidad y la disposición de sí mismo 101

H a y que observar primeramente que el Papa habla del "bien del todo". Si bien es verdad que Pío XII emplea con frecuencia el término "organismo", los teólogos están actualmente de acuer­do en comprender ese bien del todo, no sólo en el sentido del bien del organismo físico, sino también en el sentido del bien total de la persona 10. Pero el bien total de la persona es el bien de "esta unidad psicosomática en cuanto determinada y gober­nada por el alma humana" n . Es, por consiguiente, perfectamente legítimo admitir que las partes están en relación sustancial con la finalidad espiritual del hombre, tanto y más que con la finali­dad natural. En este sentido se expresa, por lo demás, el Papa en una, al menos, de sus alocuciones n. Así, pues, los textos en los que Cristo pide sacrificar los miembros físicos para asegurarse la entrada en el Reino de los Cielos 13 no han de tomarse única­mente en un sentido espiritual. Si en primer lugar expresan la energía con que hay que atacar el mal hasta en sus más profun­das raíces, también afirman el derecho a sacrificar una parte del cuerpo en provecho del alma. ¿ N o es esto lo que justifica los peligros libremente asumidos en el apostolado o en la práctica de la mortificación? Pero para que este principio sea aplicable se requiere que semejante mutilación se imponga con la misma razón con que se impone una intervención quirúrgica.

Con esto entramos en el segundo punto que hemos de estu-

10 Cfr. M. Nolan, op. cit., 295-301; G. Kelly, op cit., 379. La expresión parece haber sido popularizada por J. Connery, Notes on Moral Theology, "Theol. Stud." 15 (1954), 602.

11 Pío XII, Alocución al Congreso de la Sociedad Intern. de la Psicología aplicada, 10 abril 1958, "Acta Apost. Sedis" 50 (1958), 269.

12 Por ejemplo: Alocución al Congreso del Colegio Internacional de Neuro-Psico-Farmacología, 9 septiembre 1958, "Acta Apost. Sedis" 50 (1958), 693-694: "A la subordinación de los órganos particulares al organismo y su finalidad propia se añade además la del organismo a la finalidad espiritual de la persona".

13 Mt 5, 29: "Si tu ojo derecho es para ti ocasión de pecado sácatelo y arrójalo de ti porque más te vale que perezca uno de tus miembros que todo tu cuerpo sea arrojado a la gehemna" (cfr. Me 9, 43-47).

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102 A. M. Hamelin

diar: la relación de necesidad que debe existir entre el acto

realizado y el fin deseado. La tradición cristiana ha interpretado

siempre esos textos evangélicos en un sentido figurado porque

no veía la necesidad de realizar tales actos 14. Esto es verdad, pero

¿no sería en algunos casos realmente útil realizarlos? También

aquí, a pesar de que Pío XII se exprese de ordinario en términos

de necesidad, los autores lo entienden en el sentido amplio de

una utilidad o de una conveniencia. Por otra parte, no siempre

sería fácil establecer la línea de separación entre la necesidad y la

verdadera utilidad 15.

Establecidas estas determinaciones, es posible resolver los pro­

blemas médicos de lobotomía, cura por electroshock, etc. 16, por

el principio de totalidad. Por el mismo principio podrá justificarse

la mutilación para escapar de la muerte, o la esterilización bajo

pena de verse excluido de la sociedad 17. Determinados casos de

esterilización en la mujer requieren una mayor atención. Si los

órganos mismos están afectados por una enfermedad grave que

pueda tener malas consecuencias, su supresión está totalmente

permitida. Pero en el caso en que el peligro está provocado única­

mente por un nuevo embarazo, Pío XII da claramente a entender

• m 14 Cfr. Sumrn. Astensis, loe. cit. (Ed. cit., I, 87): "In nullo casu

licet praecidere membrum propter quodeumque peccatum vitandum, quia saluti spirituali semper potest aliter subveniri quam per abeissionem membri, quia peccatum subjacet voluntan".

15 G. Kelly, Notes on Moral Theology, "Theol. Stud" 9 (1948), 93-94; ídem, Pope Pius XII and..., ibid., 16 (1955), 379-382; Rega-tillo-Zalba, Theologia Morahs Summa II (Col. Bibliot. de Autores Cris­tianos), Madrid 1953, n 251.

16 Cfr. G. Kelly, The Morality of Mutilation, "Theol. Stud." 17 (1956), 334-344. Mencionamos este autor porque nos parece ser quien mejor ha sintetizado esta cuestión de casuística.

17 Cfr. ídem. Notes on Moral Theology, ibid. "Theol. Stud." 15 (1954), 605-606; ídem, Pope Pius XII and .. ibid., 16 (J955), 383-385; Ídem, The Morality of Mutilation, loe. cit., 336.

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La totalidad y la disposición de si mismo 103

que el principio de totalidad no puede ser aplicado, ya que basta con hacer cesar la actividad del órgano 18.

El problema puede, sin embargo, ser considerado bajo otro aspecto. Actualmente se ha generalizado una opinión que el P . O'Donnel justifica como sigue: "por estar todo órgano lla­mado esencialmente a realizar una función, no se puede decir si su estado es o no patológico, si no es en relación con su fun­ción" 19. La extracción de un útero destrozado como consecuencia de repetidas cesáreas está, pues, plenamente justificada. El P . Tes-son señala las ampliaciones posibles de tal aplicación. Si se aprue­ba la histereotomía ¿por qué no aceptar también la ligadura de las trompas en las mismas circunstancias? E incluso se va más lejos: utilizando un argumento similar a fortiori no se ve dificul­tad en aceptar prácticamente los cuerpos químicos capaces de detener la ovulación20 , con la condición de que tales cuerpos no tengan un efecto nocivo en el organismo 21. Y siguiendo con esa aplicación del principio de totalidad no se ven las razones que prohiban ampliar esta aplicación a todos los casos patológi­cos en los que la vida de la madre es puesta en peligro por un nuevo embarazo. Personalmente creemos que la conclusión es aceptable.

Hasta ahora hemos considerado las situaciones patológicas. ¿Puede la defensa preventiva apoyarse también en la misma jus­tificación? En realidad no parece evidente que deba tratarse de órganos enfermos2 2 . Así, pues, no debería criticarse a una mujer

18 Cfr. G. Kelly, Notes on Moral Theology, "Theol. Stud." 12 (1951), 70-71.

19 La moróle en médecine (Col. Siecle et Catholicisme), París 21962, 153.

20 Cfr. E. Tesson, Discussion morale, "Cahiers Laennec" 24 (junio 1964), 69-71.

21 Cfr. J. Perin, De l'utilisation des médicaments "inhibiteurs d'ovu-latwn\ "Eph. Theol. Lov." 39 (1963), 779-786.

22 Pío XII, Aloe, al Congreso de Urología, 8 octubre 1953, "Acta Apost. Sedis" 45 (1953), 674; cf. G. Kelly, Medico-Moral Problems, San Luis 1948, 28.

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que se prevenga, por medio de la absorción de pildoras que impidan la ovulación, contra una posible fecundación, si prevé, por ejemplo, que corre el riesgo de ser violada con ocasión de unos disturbios sociales 23. Pero ¿ qué decir del empleo de tales medicamentos tomados con el fin de salvaguardar valores fami­liares ?

Antes de responder a esta cuestión hay que subrayar las razones que justifican la aplicación del principio de totalidad al cuerpo humano. Los órganos del cuerpo humano son partes cons­titutivas de su ser físico y no tienen razón de ser fuera del orga­nismo físico 24. Una vez establecida esta relación de forma bien definida basta con precisar los dos términos de la relación, es decir, los órganos corporales, enfermos o no, y el bien total de la persona. Pero, en el organismo social la relación de las partes con el todo exige nuevas precisiones. Intentemos esclarecer este aspecto social.

2. El organismo social

Filósofos y teólogos han considerado siempre la primacía del bien común refiriéndose al principio de totalidad. "El bien par­ticular, dice santo Tomás, está ordenado al bien común como a su fin; porque el ser de la parte es para el ser del todo. De donde se sigue que el bien de la nación es más divino que el bien de un solo hombre" 25. Esto no impide, sin embargo, que todo el sistema noético del universo gire en torno a la persona, "fundamento, causa y fin de todas las instituciones sociales" 26.

23 Cf. E. Tesson, op. cit., 72. 2i Cf. Pío XII, Alocución a la Unión médico-biológica San Lucas,

12 noviembre 1944; ídem, Alocución al Congreso de Histopatología, 13 septiembre 1952, "Acta Apost. Sedis" 44 (1952), 786.

25 Contra Gentes, Lib. III, Cap. XVII, para los lugares paralelos véase F. Utz, Ethique social I, Friburgo 1960, apéndice (el autor repro­duce el trabajo de A. Verpaalen); R. Jaquin, Individu et societé d'apres saint Thomas, "Rev. Se. Relig." 35 (1961), 183-190.

26 Juan XXIII, Mater et Magistra, "Acta Apost. Sedis" 53 (1961), 451.

I

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La totalidad y la disposición de sí mismo 105

Rene Coste ha presentado de forma excelente en un resumen sucinto y comprensivo la dignidad de la persona humana y su vocación a vivir en una fraternidad universal y en un organismo sobrenatural, el Cuerpo místico de Cristo 27. La imagen buena-venturiana de la sociedad estrecha aún más los vínculos de la solidaridad humana. La sociedad se muestra, ante todo, en la totalidad de una unificación universal. De la misma forma que el cuerpo vivo armoniza las diferentes energías vitales y manifiesta la síntesis perfecta de las tendencias, así sucede también con el cuerpo social. La sociedad es un orden dinámico en el que el ser social tiende a la realización más perfecta de su fin. La socie­dad es, pues, esencialmente jerárquica ya que implica una especie de concatenación de los seres y de sus acciones. Estrictamente hablando, la jerarquía se refiere a Dios, único principio del ser y de su operación. Existe una interdependencia entre los hombres voluntariamente unidos en este orden social, de manera que cada uno depende necesariamente de su prójimo, de quien necesita para la realización de su fin personal. De esta forma se establece en el mundo humano una constitución fundada no sólo sobre el sentimiento sino también sobre la caridad 28. Como puede ver­se, para san Buenaventura, la sociedad es una especie de coordi­nación vital de los elementos espirituales y temporales semejante a la que existe en el cuerpo vivo del hombre en el que todas las energías espirituales y materiales se ejercen únicamente con vistas al bien común de la persona humana.

No se puede concluir de lo que venimos diciendo que todas las aplicaciones que hemos hecho del principio de totalidad al

27 Morale internationale (Col. Bib!. de Théologie, Section Morale) Desclée et Cié, París 1964, 101-122.

28 Hemos intentado ofrecer lo más sucintamente posible el concepto de sociedad en san Buenaventura. No nos ha parecido necesario indicar aquí todas las referencias. Para un estudio más detallado puede consul­tarse H. Legowicz, Essai sur la philosophie sociale du Docteur séraphique, Friburgo 1938, 140-160; M. de Benedictis, The Social Thought of St. Bonaventura, Washington 1946.

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cuerpo humano vayan a aparecer aquí íntegramente. Al entrar a formar parte de la sociedad, el hombre no pierde su condición de persona, que como tal, no sólo escapa en parte a lo colectivo, sino que lo supera infinitamente. Lo cual no quiere decir que con ello se justifique la oposición aristotélica: si el hombre es un ser sustancial, la sociedad es algo más que puramente acci­dental y exige del individuo una colaboración activa 29.

De las consideraciones anteriores se derivan dos conclusiones. En primer lugar, el estado no tiene sobre sus miembros la misma autoridad que el hombre sobre su propio cuerpo. "La comunidad, dirá Pío XII, considerada como un todo no es una unidad física que subsista en sí, y sus miembros individuales no son partes integrantes" 30. Un grupo social es una comunidad de personas cada una de las cuales tiene su dignidad y merece respeto. La autoridad no tiene, pues, un poder absoluto sobre sus subditos.

Por otra parte, es preciso admitir que la persona consigue su pleno desarrollo de la forma más perfecta y más fácil en el bien común. Por eso, no sólo puede, sino que, en algunas ocasiones, debe subordinar su acción en beneficio del grupo, y esta subor­dinación puede llegar hasta el sacrificio de la propia vida. Aquí es donde, a nuestro entender, se sitúa la intervención del estado. Es al hombre a quien está personalmente confiada la prudente administración de su cuerpo; pero, en los casos en que esa obli­gación está indicada, la autoridad pública puede intervenir y re­clamar al individuo el cumplimiento de su deber social. En los demás casos, el Estado no tiene otra posibilidad que la de invi­tarle. Como puede verse, la vitalidad del grupo es primordial,

29 La ordenación recíproca de la persona y la sociedad ha sido fre­cuentemente estudiada. Puede consultarse, por ejemplo, C. de Konink, De la primante du bien commun, Montreal 1943; J. Maritain, La personne et le bien commun, París, Desclée de Brower 1947, Cí. J. Madiran, op. cit., sufra nota 1, 51-84.

30 Alocución al Congreso de Histopatología, "Acta Apost. Sedis" 44 (1952), 786.

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La totahdad y la disposición de sí mismo 107

a condición de que se la considere a partir de sus verdaderos valores.

En esta línea de pensamiento se trata en primer lugar del hombre y, después, de la sociedad, que se convierte en el medio por el que el hombre realiza su propia finalidad. Porque, para llegar a esta finalidad, el hombre debe pasar por el bien común y el bien común no puede realizarse sin una cierta limitación de los derechos individuales, sin una cierta posibilidad del indi­viduo de disponer de sí mismo en favor del grupo. La caridad le hace tomar conciencia de su solidaridad con los demás hom­bres; le dispone al sacrificio que exige el bien de todos. En este sentido lleva la vida en sociedad a la persona humana a su per­fección. A través del bien común el hombre debe saber conocer y buscar el verdadero bien de su propia personalidad, como enseña san Buenaventura31. Digamos, pues, que el provecho recae, en definitiva, sobre la parte, pero este provecho no es realizable más que pasando por el todo. Esto constituye una nueva diferencia con relación a la aplicación del principio de totalidad al organis­mo humano, en el cual la finalidad se realiza solamente en el todo a expensas de la parte.

En esta perspectiva no cabe admitir la concepción exagerada de los filósofos antiguos sobre el poder del estado 32 ni la preten­sión excesiva de ciertos estados totalitarios de poseer un poder absoluto sobre sus subditos 33. Pero esto no debe hacer condenar toda iniciativa humana a disponer de sí en favor de la comunidad. El terreno de la experimentación es un caso típico. Una inter­pretación estrecha del principio de totalidad no reconoce como legítimo más que el caso en el que el paciente, ya enfermo, ve en la utilización de un remedio en período de experimentación

31 Cfr. Col. de Donis Sfiritus S., Col. IV, n 10 (Ed. Quaracchi 1892-1901, V, 475 b).

32 Por ejemplo, Aristóteles, Polít., VIII, 1. 33 Cfr. J. Madiran, op. cit. Toda su obra está dedicada a refutar

los errores del totalitarismo. El autor remite a numerosos textos del Magisterio.

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108 A. M. Hamelin

el único medio de lograr una mejoría34 . Los teólogos actuales se muestran menos severos. Para que la experimentación sea lícita exigen el consentimiento libre del sujeto, una gran proba­bilidad de éxito y el cuidado de tomar todas las precauciones requeridas 35. Esta actitud nos parece totalmente conforme con las normas exactas del principio de totalidad: respeto de la persona, búsqueda de un bien común en provecho de los indi­viduos. El riesgo persiste, ciertamente, pero la prudente admi­nistración de los bienes que Dios ha puesto a nuestra disposición no excluye todo riesgo. El viajero de hoy corre riesgos graves y continuos. Pero ¿quién se atrevería a condenar a los aeronautas de los riesgos que aceptan por el progreso de la humanidad? 36

Las experiencias médicas no nos parecen, por tanto, más que una aplicación particular de un principio general.

El caso del injerto en el hombre de miembros que proceden de otro hombre ofrece otra aplicación práctica. Los términos en que este problema se plantea son los siguientes: ¿puede la so­lidaridad humana y la solidaridad del cuerpo místico al que el hombre, al menos por vocación, pertenece autorizar a éste a de­jarse mutilar en provecho de otro? Hace algunos años adoptó el P. Cunningham, S. J. este punto de vista 37. Los teólogos se mostraron, al principio, refractarios a su tesis; pero poco a poco,

34 La doctrina común sigue manteniendo este punto de vista. Véase "Ami du Clergé" 57 (1947), 679; J. Paquin, Morale et médecine, Montreal 1955, 239-242.

35 Cfr. P. Cruchon, Expérimentation sur l'homme dans le domaine corporel et dans le domaine psychologique, en Perspectives et limites de l'expérimentation sur l'homme (Col. Convergences), París 1960, 65-89; G. Kelly, Pope Pius XII and... op cit. supra nota 3, 385-391; E. Tesson, Réflexions morales, "Cahiers Laennec" 12 (jumo 1952), 27-39.

36 Constantemente debemos afrontar riesgos de toda clase por el bien de la comunidad. Cfr. J. Lynch, Notes on Moral Theology, "Theol. Stud." 17 (1956), 174-176.

37 B. Cunningham, The Morahty of Organic Transplantation (Col. The Cathol. University of America. Studies in Sacred Theol., n 86), Washington 1944.

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La totalidad y la disposición de sí mismo 109

y t ras a l g u n a s te rg iversac iones , n o pocos se adh i r i e ron a sus

conclus iones a u n q u e sin aplicar el p r inc ip io de to t a l idad 38, s in

q u e nosot ros nos e x p l i q u e m o s po r q u é . E l P . K e l l y h a c e suyo

repe t idas veces el a r g u m e n t o de la car idad q u e f u n d a m e n t a el

valor m o r a l de esa ope rac ión ; lo m i s m o hace el P . C o n n e l l . Pero

j u s t a m e n t e la m i s m a car idad u n e al i nd iv iduo con la c o m u n i d a d

38 La obra del P. Cunningham ha suscitado una controversia bas­tante viva; sería pretencioso querer anotar todas las tomas de posición y señalar todos los escritos que provocó su tesis. Indiquemos tres posi­ciones características: a) posiciones netamente desfavorables: P . Hür th , Profesor en la Universidad Gregoriana de Roma, al meros en sus clases (Cfr. G. Kelly, Notes on Moral Theology, "Theol. Stud." 24 (1963), 627-630; F. lorio, Theologia Moralís, II, Ñapóles 1939, n 200; Noldin-Schmitt-Heinzel, Sumiría Theol. Moralis, II, Innsbruck 1954, n 328; L. Bender, Organoram humanorum transplantatio, "Angelicum" 31 (1954), 139-160; J. Wroe, "Catholic. Medical Quarterly" 16 (1963), 61 ss; y algunos más. b) Posiciones favorables, pero con muchas reser­vas: Regatillo-Zalba, op. cit. supra nota 15, 268. Después de haber to­mado claramente posición contra el P. Cunningham, el P. Zalba cambia de opinión y, aun manteniendo lo esencial de su tesis, reconoce una probabilidad extrínseca a la tesis contraria: la mutilación y el trasplante de órganos a la luz del magisterio eclesiástico, "Razón y Fe" 153 (1956), 523-548; J. Geraud, Peut-on donner un oeil á un aveugle?, "Ami du Clergé" 65 (1955), 167; J. Paquin, op. cit., supra nota 34, 247; c) Posi­ciones netamente favorables, aunque con algunas reservas sobre la prueba aducida: G. Kelly en varias de sus Notes on Moral Theology, publica­das en "Theol. Stud." a partir de 1947, en las que se puede seguir la evolución de su pensamiento y la afirmación de sus convicciones. Sus dos artículos: Pope Pius XII and... op. cit., 391-396; The Morality of Mutilation, op. cit., 322-344, constituyen la síntesis de su pensamiento; f. McCar thy , The Morality of Organic Transplantation, "Irish Eccl. Record" 67 (1946), 192-198; L. Babbini, Moralita del trapianto di un membro pari, "Palestra del Clero" 34 (1955), 359-361; F. Connell, The Pope's Teaching on Organic Transplantation, "Am. Eccl. Rev." 135 (1956), 159-170; E. Tesson, Greffe humaine et morale, "Cahiers Laennec" 16 (marzo 1956), 28-33; J. Snock, Transplantacao orgánica entre vivos humanos, "Rev. Ecl. Brasileira" 19 (1959) 785-795; G. Healy, Medical Ethics, "Philippine Studies" 7 (1959), 461-479; T . O'Donnel, op. cit. supra nota 19, 131-138.

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110 A. M. Hamelin

y, por tanto, con cada miembro de la comunidad. En el fondo lo que causa cierto malestar a la teología actual es el hecho de que la tradición cristiana ha considerado siempre la mutilación como un acto intrínsecamente malo 39. Del hecho de que Dios es dueño de la vida se ha concluido siempre que es igualmente dueño y soberano de todos los órganos corporales.

Dios es, ciertamente, dueño de la vida, pero da esta vida al hombre para que la disfrute, poniéndola así en sus manos para su prudente administración 40. Ahora bien, una prudente admi­nistración supone cierta iniciativa por parte del hombre y una autoridad justificada. El usufructuario disfruta de una cosa como si fuera su propietario, pero con la obligación de conservar su sustancia. El deber de conservar la vida obliga, pues, al hombre en estricta justicia, pero los actos de administración son bastante aleatorios: cortarse un brazo en caso de necesidad es un acto de prudente administración como lo pueda ser alimentarse cuando se tiene hambre. En el caso de la transplantación de un órgano, los principios de la solidaridad humana y de la caridad fraterna señalan las líneas de la prudente administración sin tener que hacer bueno lo que sería intrínsecamente malo.

39 Es curiosa la forma de proceder de varios autores. Véase, por ejemplo, J. McCarthy, op. cit., 198; G. Kelly, Pope Pius XII and..., op. cit., 392-396; idem, The Morality of Mittilation, op. cit., 322-344, sobre todo 342; J. Connery, Notes on Morale Theology, "Theol. Stud." 15 (1954), 603-604. Estos autores dan a entender, o bien que se puede permitir un mal por una causa proporcionada -—lo cual no es en modo alguno aceptable según la doctrina actual de la Iglesia—, o bien que la mutilación no es intrínsecamente mala —lo cual va contra otra tradición, aunque menos constante de lo que se cree—. Nosotros preferimos esta segunda hipótesis. Por lo demás, ésta es, a nuestro modo de ver, la dificultad que impedía a Pío XII aplicar el principio de totalidad a la transplantación de órganos. Cfr. Alocución a los Oftalmólogos, 14 mayo 1956, "Acta Apost. Sedis" 48 (1956), 461.

40 El P. O'Donnel se refiere repetidas veces a la cuestión de la prudente administración (op. cit., 63-64, 125-126, y otros pasajes). Nos parece, sin embargo, que no da toda su fuerza de convicción a este argumento que nos parece capital. Cfr. M. Nolan, op. cit., 309-312.

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La totalidad y la disposición de sí mismo 111

Finalmente, ¿permite la sociedad familiar una aplicación legí­tima del principio de totalidad ? La caridad social había orientado al hombre hacia la sociedad; la misma tendencia le impulsa hacia otra persona y le lleva a contraer matrimonio. En el matrimonio realiza el hombre un primer paso hacia la unión personal que favorece no sólo el nacimiento y desarrollo del niño, sino tam­bién la perfección personal de los esposos por el complemento que suponen el uno para el otro. San Buenaventura muestra también en esta cuestión cómo estos dos fines del matrimonio se obtienen por el mismo medio: el amor recíproco de los espo­sos creados a imagen de Dios 41. El matrimonio es, en primer lugar, una verdadera sociedad, una unión de seres racionales cuyo principio de unión es el amor. Los esposos, miembros de la familia, tienen derechos en cuanto personas; pero, como indivi­duos de una misma sociedad tienen también unos deberes. Su actividad debe ser orientada hacia el bien común de la familia, incluso a costa de algunos sacrificios individuales. Por desgracia, se olvida con demasiada frecuencia este límite. Por ejemplo, cuan­do se discute sobre la emancipación de la mujer, se piensa en asegurarle la mayor libertad; pero ¿se le recuerda con el mismo vigor que, en cuanto parte de un todo, la mujer debe sacrificar su opción personal al bien del conjunto, es decir, del hogar?

El mismo espíritu de solidaridad hace laudable el riesgo que una madre corre en una operación por el bien del niño que lleva en su seno. ¿Por qué, dentro de las mismas perspectivas, no po­drían los esposos aceptar o buscar una mutilación temporal para el mayor bien del hogar? Evidentemente no se trata de justificar el egoísmo personal, sino de favorecer el bien común. No quere­mos insistir en la casuística que se sigue del principio de totalidad; pero es indudable que éste abre perspectivas en la cuestión que

41 / Sent, dist. 10, art. 2, q. 1 (Ed. cit., I, 201 a): "Sponsus et sponsa diligunt se amore sociali ad convivendum et... amore conjugali ad prolem procreandam". Desgraciadamente no ha sido destacado nunca convenientemente este aspecto del matrimonio según san Buenaventura. Puede consultarse, sin embargo, H. Legowicz, op. cit., 161-182.

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actualmente preocupa a tantos hombres de la regulación de la natalidad.

Como puede verse el principio de totalidad, bien compren­dido, ofrece múltiples posibilidades de aplicación que permiten al hombre disponer de sí mismo. Si hasta ahora la moral cris­tiana reservaba la aplicación de este principio en la práctica al organismo físico, nosotros podemos, a nuestro modo de ver, utili­zarlo de una forma mucho más amplia, es decir, en todos los casos en los que se dan las relaciones de parte a un todo y en la medida en que estas relaciones se verifican. Sin embargo, no se nos ocultan los peligros que esta utilización comporta y los abusos que puede ocasionar.

Se impone, finalmente, una precisión que nos parece particu­larmente importante: No es el principio de totalidad en sí mis­mo el que confiere a los actos en los que el hombre dispone de sí su licitud. Este principio no es más que un criterio que asegura al hombre la prudente administración de los bienes que el Creador le ha confiado. Los bienes humanos, no lo olvidemos, han sido hechos para la utilización del hombre; el hombre, por su parte, ha sido creado para Dios.

ALONZO-M. HAMELIN, OFM

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Boletines

EL TEMA DEL PACIFISMO

RESEÑA CRITICA DE LOS ESTUDIOS EN INGLES

En la actualidad existen más de 50 organizaciones directamente inte­resadas en la paz. Las de Estados Unidos son por lo menos 35. Las del continente pueden distribuirse así: 16 en Alemania, 13 en Francia, 10 en Italia, 11 en Holanda y 8 en Bélgica. La mayoría de las orga­nizaciones de habla inglesa poseen publicaciones propias. Esto puede obedecer a la preferencia anglo-sajona por los problemas concretos y, consiguientemente, por las realidades cristianas más que por las teorías. Por otra parte, tanto Estados Unidos como Inglaterra poseen ya una poderosa máquina de guerra nuclear que ahoga a la economía nacional. No sólo el contribuyente (Inglaterra gasta más de 2.000.000.000 de libras al año en "defensa"), también el ejército, la armada y las fuerzas aéreas, el científico, el industrial, el obrero de la fábrica, el hombre de negocios y el educador, todos están implicados en una situación que considera la guerra como la única salida práctica y la paz como un ideal imposible. Esta falta de equilibrio es ya causa suficiente para provocar determinada resistencia en una democracia viva. Así, los cristianos anglo-sajones se ven obligados a preguntarse, más pronto o más tarde, si el cristianismo puede hacer algo en esta situación.

El material es tan vasto que se necesitarían varios volúmenes para agotarlo. Por eso hemos considerado preferible presentar esta reseña como un tema y proceder desde la superficie hacia el centro de la cuestión, mencionando sólo los estudios que contienen una aportación real al tema. El material publicado podía muy bien llenar una biblio­teca 1, y puesto que entre él hay inevitablemente mucha repetición, no

1 Así ocurre, por ejemplo, en la biblioteca de la «International Fellow-ship of Reconciliation» en Londres. Deseo aquí expresar mi gratitud al Rev. E. P. Bastman, secretario de la «Int. Fellowship», por su generosa ayuda; a Mr. Donald Groom por introducirme a él y a la biblioteca de la «Society of Friends»; a Mr. Walter Stein, de la Universidad de Leeds, por su caluroso aliento; y a Mr. Justus George Lawler por haberme permitido consultar su libro aún no publicado Nuclear Wat.

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J14 T. Westow

poca animosidad y una gran dosis de superficialidad que podía crear confusión, la única solución posible es la selección.

Por las mismas razones limitamos aquí el concepto de "pacifismo" a la actitud que rechaza la guerra, y el de "guerra" al de conflicto ar­mado entre naciones o grupos de naciones. No nos ocuparemos de cual­quier otra especie de "paz" o de "guerra".

Para lograr una idea rápida y objetiva de lo que implica una guerra nuclear puede ser muy útil el libro de Tom Stonier, Nuclear Disaster2. Esta idea puede ser completada por la historia de las "Pugwash Confe-rences", publicada por el profesor J. Rotblat3. En la primera conferencia (1957) se declaró: "Estamos convencidos de que es responsabilidad suprema de los científicos hacer todo lo que esté en sus manos para evitar la guerra y ayudar al establecimiento de una paz universal per­manente" 4. Citamos esta declaración no por su sentido general, sino porque hace ver cómo estos científicos no tratan el problema como un tema académico, sino como seres humanos que están implicados perso­nalmente en el problema. En este sentido los pacifistas se quejan con frecuencia de que los teólogos raramente adoptan esta actitud, y tratan el problema como si fuera simplemente un caso difícil que ha de resol­verse de acuerdo con el libro de texto.

Una serie de estudios sobre los aspectos psicológico, sociológico y antropológico de la guerra ha sido presentada por L. Bramson y G. W. Goethals5; estudios de esta clase prácticamente tampoco aparecen en ningún manual de teología moral que se ocupe de este punto. Particu­larmente interesante es el estudio de Marg. Mead: "La güera es sólo una invención, no una necesidad biológica" 6, cuyo título es suficiente­mente claro para que necesite ulterior explicación.

Hay dos estudios principales que sitúan toda la cuestión en una auténtica perspectiva histórica. La obra del Dr. R. H. Bainton, Christian Attitudes toward War and Peace 7, de lectura fácil y que contiene mucho material fascinante, se ocupa al final del aspecto pacifista del tema y es

2 T. Stonier, Nuclear Disaster, World Publ. Co., U. S. A., 1963 (ed. in­glesa: Pelican, 1964). El libro contiene 18 páginas de bibliografía. Sobre la realidad política y estratégica del problema la obra básica es H. Kahn, The Thermonuclear War, Princeton 1960, y su O» Escalation, Nueva York, Pall Malí, 1965.

3 J. Rotblat, Science and World Affairs, Londres 1962. 4 Ibid., 47. 5 War. Studies from psychology, sociology and anthropology, ed. por

L. Bramson y G. Goethals, Nueva York/Londres 1964. El libro contiene una bibliografía selecta en pp. 395-7.

6 Ibid., 269-74. 7 Londres 1960.

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El tema del pacifismo 115

atractiva y persuasiva en alto grado. El otro estudio es de G. S. Windass 8. Esta obra, esencial para todo el que desee estudiar este problema, es más bien una historia del aspecto teológico del tema. Comenzando con la protesta cristiana de la Iglesia primitiva, el autor sigue el tema hasta el período de "acomodación", luego al de "consagración de la violencia" en la edad media, al final del cual la "protesta" es "humanizada", sólo para verse sustituida por la "acomodación" sistemática por influjo de Vitoria y Suárez. llegando a celebrar el nacimiento de la nación-estado. Desde este punto aparece el "mundo" y el autor acaba con una intere­sante discusión sobre "actitudes impropiadas" y "apropiadas" de hoy ante el problema. El conjunto está escrito con gracia y delicadeza; concluye con un llamamiento a una auténtica hermandad "cristiana".

En este punto nos encontramos con una masa de estudios que más o menos giran en torno a la "teoría" de la "guerra justa". Y considera­mos oportuno comenzar por las declaraciones oficiales de las Iglesias9. El fondo real de todos estos documentos lo constituyen las declaraciones de la Conferencia de Oxford en 1937 y la de Amsterdam en 1948. La declaración inicial de todas ellas es: "Todos estamos de acuerdo en pro­clamar a toda la humanidad: La guerra es contraria a la voluntad de Dios". Esta es una clara afirmación teológica, pero después de ella el tema titubea hasta que en Amsterdam se llega a la conclusión de que

8 G. Windass, Christianity versus Violence, Londres 1964. ' The Voice of the Church concerning Modern War, pub. por el Friends

Peace Committee (cuáqueros), Londres 1963; el Repon of the Oxford Con-ference in 1937, y el de la Amsterdam Conference of the World Council of Churches in 1948; el C. M. I. patrocinó también Christians and the Pre-vention of War in an Atomic Age, Londres, S. C. M. Press, 1961; el Con­sejo Británico de Iglesias publicó un informe sobre The era of Atomic Po­wer, Londres, S. P. C. K., 1946. Este mismo año apareció Atomic Warfare and the Christian Faith, por el Consejo nacional americano de Iglesias. El Consejo Británico de Iglesias publicó luego Christians and Atomic War, 1959, y The Valley of Decisión, 1961, escritos por T. Milford. La Iglesia de Inglaterra publicó The Church and the Atom en 1948, y Modern War: What can Christians do together? en 1962 (bajo la dirección del obispo de Leicester). The Christian and War, Londres, Fellowship of Reconc, 1958, contiene Peace is the Will of God, una memoria de las «Historie Peace Chur­ches» al Consejo Mundial en 1953; God will both Justice and Peace, por el obispo Dunn y R. Niebuhr (publicado anteriormente en «Christianity and Crisis» XV, n. 10, 1955) y una réplica por el «European Continuation Committee of the Historie Peace Churches»: God establishes both Peace and Justice. Del mismo modo, un grupo de pacifistas, dirigidos por G. Faw-cett, publicaron una réplica a The Valley of Decisión en The Uphill Way, de parte de los «Friends», Londres, Friends House, 1962. Finalmente el Consejo Británico de Iglesias publicó en 1963 The British Nuclear De-terrent, que contiene el informe de un grupo de trabajo dirigido por Ken-neth Johnstone.

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es "deber del cristiano defender la ley por la fuerza si fuese necesario" 10. Lo que dio origen a la confusión fue la dificultad de reconciliar una "obediencia inflexible a un Reino que no es de este mundo" con "la responsabilidad cristiana, no menos insistente, de defender los derechos y las libertades fundamentales de los hombres y las instituciones que en nuestra sociedad afirman, protegen y desarrollan esos derechos y esas libertades"11. Pero ¿qué se quiere decir exactamente con "nuestra so­ciedad"? ¿Qué instituciones deben ser defendidas? Y la más inquie­tante de todas las cuestiones: ¿ por qué deben éstas ser defendidas me­diante la fuerza? Esta fórmula no logra ocultar la ambigüedad del tema, y desgraciadamente es típica de todos los documentos. Por eso resulta alentador encontrar la franca afirmación de Sir Thomas Taylor y Robert S. Bilheimer al final de su informe al Consejo Mundial de las Iglesias: "No obstante, reconocemos con franqueza que no vemos cómo pueden aplicarse a la peligrosa situación del momento presente las exigencias del Evangelio, a no ser en términos que limiten los objetivos en este aspecto"12. Se admite, por tanto, que la teoría de la "guerra justa" en realidad no se acomoda a la situación actual como podía aco­modarse a la situación del tiempo en que fue elaborada, en la tardía edad media y en el renacimiento13. En consecuencia el problema se ve terriblemente hundido en el atolladero de sutiles discusiones sobre quiénes son los inocentes, qué puede ser destruido, quiénes son responsables, qué clase de armas pueden usarse y cuáles no, qué objetivos son legítimos; de modo que la discusión se convierte en un ejercicio de casuística que no tiene nada de auténtica investigación teológica. Esta situación tiene su contrapartida en la forma delicada y mucho más teológica con que tratan la cuestión las que se han llamado "Iglesias históricas de la paz". Estas se niegan rotundamente a ser desplazadas hacia la periferia y con­sideran el conflicto entre la guerra en cuanto tal y la abrumadora supre­macía del amor como el verdadero centro de la cuestión. No tienen dificultad en hacer ver que Cristo no reconoció preferencias de amor basadas en fronteras biológicas o territoriales, y son los únicos que hacen hablar por sí solo al Evangelio en este punto. Al mismo tiempo eliminan la ambigüedad en el uso de la palabra "amor" que es obvio en la acu­sación que les dirigen Angus y Dun de que "distorsionan el amor" u .

10 The Christian and War, op. cit., supra, nota 9, pp 15 y 38. 11 The Era of Atomic Power, op. cit., supra, nota 9, p 53. 12 Chrtstians and the Prevention of War in an Atomic Age, Londres,

S. P. C. K., 1961, 42, La Comisión se reunió en 1956, 1957, 1958, 1960 y 1961.

" The Church and the Atom, 55-74. 14 The Christian and "War, 7 y 36-40.

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El tema del pacifismo 117

De igual modo niegan que el pacifista sea "socialmente irresponsable"15. La obra de los cuáqueros en el campo de la responsabilidad social hace avergonzarse a otros muchos cristianos16.

No se puede negar que todos estos documentos muestran una ansie­dad hondamente arraigada, pero aparentemente invencible, sobre la cues­tión de si hay dos moralidades, una cristiana y otra "natural", o una sola. Ya en 1932 Reinhold Niebuhr, cuyo nombre aparece casi en todos los estudios, escribía : "Siempre que un idealismo religioso produce sus más puros frutos y crea el más fuerte control al deseo egoísta, viene a acabar en políticas que, desde el punto de vista político, son comple­tamente imposibles... Parece, por tanto, mejor aceptar un franco dua­lismo en moral que intentar una armonía entre los dos métodos que pone en peligro la eficacia de ambos. Semejante dualismo establecería una distinción entre los juicios morales aplicados a sí mismo y a los otros... y lo que esperamos de los individuos y de los grupos"17. Evi­dentemente esto implica que el cristianismo no posee valor cuando se aplica a "otros" o a "grupos". Muchos no-pacifistas tildaron de cínica esta franqueza, pero no querían admitir que esta afirmación sólo difiere de la teoría de la "guerra justa" por la brusquedad de sus términos. A esto obedece probablemente el que, de una manera sutil, muchos pensadores sinceros se esfuerzan por aceptar y rechazar al mismo tiempo esta teoría. La teoría "parece" distinta si sustituimos los "grupos" de Niebuhr por "hombres de estado", "gobiernos", "autoridad legítima" o "el estado"; pero esto sólo es posible suponiendo que la responsabilidad del individuo no está implicada en la de los "gobiernos" o el "estado", y esto lo niegan calurosamente los demócratas anglo-sajones. Así Stanley Windass no tiene dificultad en deshacerse de la teoría. Por otra parte, Paul Ramsey comienza por mostrar que la presentación moderna de la teoría no puede achacarse a san Agustín, y luego hace de ella el eje principal de una exposición prolongada y tortuosa en la que toda perti-

15 Ibid., 26-28, 40-44. 16 Este es quizá el lugar para citar algunos estudios en el campo de

las alternativas frente a la guerra: Pyarelal, Gandhian techniques in the modern world, Ahmedabad 1953; The Economic and Social Consequences of Disarmament, Nueva York, U. N., 1962; T. Dunn (ed.), Altematives to War and Violence, un symposio de 24 estudios por expertos en cada uno de los campos, Londres 1963; Toward Peace and Equity, Amer. Je-wish Comm., Nueva York 1946; To the Conselours of Peace, Amer. Je-wish Comm., Nueva York 1945; J. Bernal, World without War, Londres 1958, y una interesante declaración de la jerarquía inglesa, A Just and Lasting Peace, Londres, C. T. S., 1945.

17 Moral Man and Immoral Socíety, 1932 (primera edición económica en IngL: Londres, S. C. M., 1963), 270-71.

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nencia se pierde en "alegato especial" de tono altamente académico 18. No tiene nada de extraño que al final de su peculiar manipulación de la teoría de la guerra justa extienda la justicia de una guerra defensiva a una guerra "cuyo fin es alcanzar nuestro objetivo nacional"19. Apa­rentemente lo que es "nacional" es "justo".

Dentro de los límites —un tanto borrosos— de una teoría de la guerra justa que más bien encuentra recelos, muchos humanistas y cris­tianos ven una salida para sus hondas ansiedades en la discusión sobre la guerra nuclear en cuanto nuclear; y esto en parte debido a las dimensiones totalmente nuevas que esta guerra ha dado al tema, y en parte por la aterradora actualidad de la carrera de armas nucleares entre Estados Unidos y Rusia, actualidad que se ve agudizada por la proli­feración de las armas nucleares en otros países. La más importante declaración en este campo aparece en el symposio sobre Nuclear Weapons and Christian Conscience20. No se establece ninguna tesis particular; sólo Walter Stein se declara abiertamente en favor de lo que suele llamarse "pacifismo nuclear", es decir, un pacifismo que se limita a rechazar la guerra nuclear. No se puede decir en realidad que este libro haya hecho progresar el tema, aunque varios puntos se discuten con gran sinceridad y cierta acritud. El libro encontró amplia y favorable acogida en la prensa. Un cierto progreso representa el libro reciente de Justus G. Lawler, Nuclear War. The Ethic, the Rhetoric, the Reality21. El autor va más allá que la mayoría de sus predecesores al señalar que mientras se gasta mucha tinta en argüir en pro o en contra de la guerra nuclear, el aspecto positivo del problema, vigorosamente destacado en la Pacern in terris, es prácticamente ignorado, y no en último lugar por los teólogos. Todos estos libros mencionan la bibliografía correspondiente; debido, como he­mos dicho, a lo reducido del espacio de que aquí disponemos nos es imposible detallarla aquí.

18 G. Windass, op. cit., supra n 8, 73 ss; P. Ramsey, War and Chris­tian Conscience, Durham, N. C, 1961; el mismo, The Just War on Triol, en «Cross Currents» XIII/4 (1963), 477-90; el mismo, The Limits o] Nuclear War, Nueva York 1963; el mismo More Advice to Vanean II, en Peace, the Churches and the Bomb, Nueva York 1965. En este^ último estudio Ramsey se demuestra incapaz de «escuchar» y estropea la discusión por interpretar erróneamente a sus co-autores, Justus G. Lawler y Walter Stein.

B War and the Christian Conscience, 324. 20 Ed. por W. Stein, Londres 1961. Contiene trabajos de W. Stein,

The Defence of the West (17-41) y Prudence, Conscience and Faifh (125-51); de G. Anscombe, War and Murder (45-62), R. A. Markus, Conscien­ce and Deterrence (65-88), P. Geach, Conscience in Commission (91-101) y R. Smith, The Witness of the Church (105-122).

21 Westminster (U. S. A.) 1965.

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En toda esta discusión se observa una extraña repugnancia a tratar los vastos —y en última instancia decisivos— problemas que el cristia­nismo ha de desenmarañar. La discusión debía ocuparse de la naturaleza de la nación-estado. Debía examinar si una materia política contingente puede exigir de personas humanas, y menos aún de co-miembros de Cristo, que se maten unos a otros sin motivos personales. Debía pregun­tarse si la dignidad —cuyo origen está en Dios— de la persona humana puede reducirse a un instrumento político y material, bien como soldado, bien como víctima. Debía preguntarse qué organismo humano puede presumir con justicia de poseer la autoridad de instituir un proceso de guerra en lugar de un proceso de ley. Ninguna persona puede tomar la ley en sus propias manos, ni en la Iglesia ni en el Estado. Debía pregun­tarse: "¿Quién es mi hermano"? Esta pregunta corresponde a una fan­tástica laguna en la teología moral de nuestros días, que está totalmente concebida en términos de la mentalidad individualista que ha dominado en Occidente durante seiscientos años. Debía examinar la cuestión de si no hemos perdido de vista las abrumadoras implicaciones de esa "unidad del género humano", de la que los últimos papas han hablado en vano. Debía investigar los principios morales derivados de este concepto de ge­nero humano, con el fin de que pueda encontrarse una nueva base moral sobre la que levantar un sistema seguro de derecho internacional con un cuerpo internacional de gobierno y una fuerza internacional de policía. Debía examinar no sólo el concento de autoridad, sino también el de amor, que está totalmente ausente de la discusión. Existen, naturalmente, burlones que proclaman inmediatamente que la familia y la nación son las primeras que tienen derecho a nuestro amor. Desgraciadamente Cristo rechazó con toda claridad y energía semejante limitación física y territo­rial, que podría reducir el amor a una simple extensión de interés propio. Debía examinar la cuestión de si el cristiano, en un caso determinado de situación precaria, puede arrojar por la borda el cristianismo y actuar de acuerdo con una "ley natural" mal entendida, hecha y acomodada por el hombre y basada en toda clase de instintos semirredimidos y semicivi-lizados22. Y esto significa plantearse la definitiva cuestión de si Cristo representa algo aquí o no. El problema es así de sencillo. Y así de escalo­friante, desde el punto de vista de nuestra misma fe. Debía investigar a fondo si el Cristo encarnado implicaba la redención, protección y unifica­ción de un orden del mundo mediante la violencia o mediante el testi-

22 Como J. Courtney Murray decía: «Toda la doctrina católica de la guerra apenas es más que una Grenzmoral, un esfuerzo por establecer sobre una base mínima de razón una forma de actividad humana, la gue­rra, que resulta siempre radicalmente irracional» (Remarks on the Moral Vroblem of War, en «Theol. Stud.», marzo 1959, 52).

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monio constructivo y, si fuera necesario, mediante el sufrimiento. No hay ningún oacifista auténtico que se lave las manos ante la miseria concreta del miedo y la violencia. Por el contrario, hasta ahora sólo los pacifistas auténticos han hecho algo por ella.

No es de extrañar, por tanto, que al llegar a la "teología" el pacifista presente un caso mucho más fuerte que el no pacifista. El no pacifista se siente en agonía ante una muralla inescalable; el pacifista al menos in­tenta socavar esa muralla, escalarla o soslayarla. Quizá la primera decla­ración verdaderamente significativa se formuló en 1936, cundo el profesor G. H. C. MacGregor publicó su New Testament Basis of Pacifism 23, que es un análisis escrupulosamente delicado y minucioso de la ética cristiana basada en el texto del Nuevo Testamento. El autor apunta al nacimiento de un nuevo grupo de cristianos no pacifistas en la conferencia de Amster-dam del Consejo Mundial de las Iglesias, que están de acuerdo con el cardenal Ottaviani en que "la guerra moderna, con su destrucción masiva, no puede ser nunca un acto de justicia" 24. No obstante, la obra está es­crita en un estilo que tiene mucho de polémica y parcialmente en la línea de una apologética anticuada.

El gran teólogo del pacifismo es C. E. Raven, que expuso las bases teológicas del pacifismo en un extenso artículo titulado The Religious Basis of Pacifism 25; más tarde desarrolló las líneas principales del mismo en su Theological Basis of Christian Pacifism26. Aquí sólo podemos dar un esquema de su exposición. Fundamentalmente el problema se basa en la lucha entre el bien y el mal. Tras un duro ataque a Niebuhr, Schweitzer, Barth y Brunner, a los que acusa de presentar el cristianismo como un conflicto irreconciliable entre "iluminación" grecorromana y "redención" bíblica, sugiere que un cristianismo que admite una naturaleza totalmente mala y un mundo de gracia como una situación kierkegaardiana de "o bien, o" es un cristianismo arriano que representa al Creador y al Re­dentor como radicalmente distintos. El significado pleno de Cristo es el de victoria sobre el mal mediante la cruz y la resurrección. En otras palabras, para Raven, la postura no pacifista que admite dos órdenes, uno de "justi-

21 Nueva edición, Glasgow 1952. 24 Op. cit., 96. 25 En un volumen de ensayos titulado The Universal Church and the

World of Nations, publicado como un anexo a la Conferencia de Oxford de 1937 (Londres 1938). Es inexplicable cómo los autores posteriores han podido ignorar tan completamente este volumen que contiene más argu­mentos reales sobre problemas más reales que muchos de los volúmenes sobre el llamado «pacifismo nuclear» o que defienden la «guerra justa». El trabajo del canónigo Raven es el último (287-315).

26 Las conferencias fueron pronunciadas en 1950; el libro no apare­ció hasta 1952 en Londres (Fellowship of Reconciliation).

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El tema del pacifismo 121

cía" y otro de "amor", uno del Antiguo Testamento y otro del Nuevo, uno del Dios de poder y otro del Dios de amor, es totalmente irreconcilia­ble con una teología auténticamente cristiana. Y en esta tensión, que ciertamente existe, pero contenida dentro de la unidad de la Encarnación, el problema de la guerra es crucial porque representa toda la gama de va­lores de nuestras relaciones con Dios y con nuestros hermanos los hom­bres. Por eso Raven rechaza todo recurso a una ley natural contra la ley de amor y sostiene que como Cristo vino a dar plenitud a la ley antigua con la nueva, así el cristiano no puede utilizar la ley natural contra la nueva, sino debe transformar el orden de poder y de justicia llamada natural mediante el orden de amor. Esto implica el sufrimiento de la Cruz que la Iglesia —según la acusación de Raven— ha dejado de presentar ante los ojos de los fieles, con el fin de encontrar espacio para la acomo­dación a la concepción maniquea de un mundo malo y otro bueno. La lucha básica entre el bien y el mal se realiza dentro del ser humano, y como el cristiano se identifica con Cristo no le queda otro recurso que buscar la victoria en el camino que siguió el mismo Cristo para llegar a la victoria: el del amor y, si fuese necesario, del sufrimiento. Por tanto, las fuentes de energía del cristiano no son otras que la aplicación de la fe, la esperanza y la caridad, y la comunión con los otros en el Espíritu. "Los pacifistas cristianos extraen su convicción no de un horror negativo a la guerra ni de un sueño utópico de un mundo paradisíaco, sino del hecho y el significado de Jesucristo" 27. Así, pues, no se puede aceptar la sugerencia de algunos teólogos como el arzobispo Temple y otros que, al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, afirmaban que en el plan de Dios el establecimiento de la justicia y la ley debe preceder al reino de amor: esto rompería la continuidad de la historia de la salvación al re-introducir periódicamente un período de ética del Antiguo Testamento cuando la ética cristiana pareciera demasiado exigente. Una vez más, si el mundo y Dios son tan totalmente extraños uno a otro que podemos mantener una justicia natural no-redimida, siempre que el amor redentor del Padre contradiga nuestros instintos, "entonces toda verdadera unión de Dios y el hombre en el Cristo único resulta imposible" 28. El problema de la guerra, por tanto, radical y comunitariamente es el test para deter­minar si el cristianismo tiene auténtica validez o no. Teológicamente no es posible escapar de este dilema fundamental sugiriendo que el pacifismo es una especie de carisma excepcional ligado a una vocación especial o a alguna especie particular de consejo evangélico. Es algo que atañe a las implicaciones radicales del amor como un mandamiento básico y el

27 The Theological Basis of Christian Pacifistn, 19. 28 Op. cit., 41.

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verdadero fundamento de la ética cristiana a la identificación básica del cristiano con Cristo; se trata de algo que decidirá si Cristo significa real­mente algo para este mundo o no.

Aun admitiendo todo esto, quedan en pie dificultades nada despre­ciables. Y la dificultad básica consiste en que, mientras podemos aceptar este razonamiento aplicado al cristiano considerado individualmente, no vemos cómo se puede aplicar a la sociedad humana en general. El problema es percibido con claridad no sólo por los pacifistas29, sino tam­bién por los semipacifistas30 y los no-pacifistas31. Todos hablan con an­siedad de "una autoridad internacional efectiva" o de una "federación mundial". Pero en lugar de enfrentarse valientemente con esta dificultad y penetrar en ella hasta el fondo, se dejan llevar fácilmente a acusaciones contra los pacifistas, tachándolos de no-realistas y no-interesados. Pero las acusaciones acaloradas no constituyen un argumento teológico.

El problema real reside en que durante los últimos seis siglos la men­talidad de Occidente ha estado tan empapada de individualismo que "persona" e "individuo" han venido a ser idénticos en el pensamiento occidental. El resultado ha sido que la unidad del género humano se ha convertido en una abstracción, una teoría. En consecuencia, el concepto más corriente de "comunidad" es el de pequeños grupos físicos como la familia o el clan, o grupos territoriales como la parroquia, la diócesis y la nación. Pero estas agrupaciones accidentales y contingentes no propor­cionan al concepto de "comunidad" una sólida base ontológica. Y en cambio toda la teología de la creación y la redención supone la primacía de la comunidad humana como un todo. Así se reconoce abiertamente en el capítulo II de la Constitución sobre la Iglesia 32. Por esta razón he­mos sugerido nosotros que debíamos tomar la unicidad ontológica de la naturaleza humana como el fundamento ontológico de la comunidad humana como un todo33. Esto no es nuevo, pero desgraciadamente sus consecuencias e implicaciones no se han tomado en serio, y ésta parece

29 Por ejemplo, The Christian and War, 6. 30 Así W. Stein y J. Lawler. 31 Así el Dr. McReavy y P. Ramsey, y algunos documentos de la Igle­

sia de Inglaterra citados anteriormente. 32 «Dios no ha querido santificar y salvar a los hombres individual­

mente, prescindiendo de su conexión mutua» (traducción de C. T. S., 15), 33 T. Westow, Our Society: Open or Closed? en «Front Line» 2

(1963), 36-48; el mismo, The Communion of Saints, «Pax Romana Jour­nal» (Navidad 1963), 3-6; el mismo, Who is my Brother?, «Life of the Spirit» 18 (1964), 466-478; el mismo, Politics and Peace, «Slant» (1965), 27-9; el mismo, The Christian and the State, «Reconciliation Quarterly» 129 (1965), 542-7. Y aplicada a la base del ecumenísmo: el mismo, The Bcumenical Movement and the Laity, «Search» 111/10 (1965), 370-6.

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El tema del pacifismo 123

ser la razón de por qué esta "unidad del género humano", a la que han aludido frecuentemente los últimos papas, sobre todo el papa Juan, no ha penetrado realmente en la renovación teológica y filosófica actual. Y precisamente esto hubiera eliminado toda la perspectiva "personalista" a un sistema de contorsiones individualistas, situándolo a la vez en una misma línea con la condición teológica y concreta del hombre. Esto hu­biera llevado inevitablemente a una nueva valoración del "hermano"; hubiera permitido a los especialistas de teología dogmática y moral colo­car la moralidad sobre una base mucho más realista; hubiera suministrado una base más fecunda para el movimiento ecuménico. La dignidad per­sonal del "hermano" ya no sería un simple añadido a nuestra existencia individual, sino que aquél quedaría incorporado a nuestro concepto de nosotros mismos y de Cristo, y allí encontraría su sitio propio. En esta perspectiva las implicaciones teológicas y prácticas de la Encarnación y Redención de Cristo, de la historia de la salvación, comenzarían a tener sentido.

Desde el punto de vista práctico, una de las consecuencias inmediatas es que toda la cuestión del nacionalismo y de la soberanía nacional, tan atinadamente denunciados por Pablo VI, quedaría reducida a sus justas proporciones. Este peligro del nacionalismo —que dan por supuesto todos los autores que más o menos siguen todavía adheridos a la teoría de la "guerra justa"— fue ya previsto por el marqués de Lothian en un vigoroso artículo sobre The Demonio Influence of National Sovereignty u. Así se explica la lastimosa y desmoralizante actitud de algunos miembros de la jerarquía durante la guerra, como ha puesto de manifiesto en un sincero y penetrante estudio el profesor G. Zahn 35. Las mismas influencias pueden causar daño a la autoridad moral de la Iglesia cuando el nacionalismo está ligado a un conflicto ideológico, como ha demostrado en un brillante es­tudio Leslie Dewart: Cuba, Church and Crisis*1'.

Un examen histórico del problema de la soberanía nacional, según se da por supuesto en la teoría de la "guerra justa", demuestra que la nación-estado es más bien un fenómeno histórico reciente, de naturaleza puramente contingente. Esto significa que lo que se considera como re­presentante de una "autoridad absoluta", hasta el punto de que pueda tener el derecho de declarar la guerra, en realidad carece de fundamento filosófico o teológico. Este punto, bosquejado por Osear Cullman, hemos

34 The Universal Church and the World of Nations, 3-23. 35 Germán Catholics and Hitler's Wars, Londres 1963. Debo añadir

que, aunque el material es alemán, la tesis es general. 36 Londres 1964 (y Nueva York 1963).

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intentado desarrollarlo en otro lugar37. Básicamente el derecho de tomar decisiones absolutas y colectivas como ésta corresponde a la comunidad humana en cuanto tal, y sólo puede ser ejercido por una autoridad que representa justamente a toda esa comunidad38. No puede, oor tanto, de­cirse que la nación-estado, en cuanto tal, tiene el deber fundamental de defenderse a sí misma, pues la nación-estado no es una entidad absoluta y no tiene derechos absolutos. El pasaje de Pablo que suele citarse (Rom 13) dice simplemente que la autoridad secular es parte del "orden" de Dios (el verbo usado es tasso, que significa "ordenar", no "constituir", como traduce la Biblia de Jerusalén: san Pablo no dice que la autoridad secular está "instituida" por Dios). Los dos polos del eje en torno al cual gira la conciencia personal son la persona y la comunidad humana como un todo único39. Esto implica el derecho fundamental a la obje­ción de conciencia, que en Inglaterra fue admitido ya durante la guerra de 1914-18.

La engorrosa cuestión de si el "pacifismo" es o no practicable sólo se puede intentar resolver seriamente después que se haya admitido honra­damente el principio. Sólo entonces, como decía el canónigo Raven, la fecundidad e inventiva de la comunidad humana encontrará las solu­ciones prácticas. En otras palabras —como decía el obispo Wright—, cuando nuestro deseo de paz haya venido a ser una voluntas en lugar de una velleitasm. Lo que se pide a la Iglesia es una clara declaración de principio, basada en la revelación de Dios en Cristo según nos la pre­sentan las Escrituras, no otra declaración "práctica" sobre el desarme que la Iglesia no está capacitada para hacer.

Este es el estado actual de la cuestión del pacifismo. Sin duda pare­cerá que el canónigo Raven tenía razón al decir que no se trata de un problema marginal, sino crucial, un problema en que está implicada toda la cuestión del significado y el valor de la Iglesia en el mundo secular. Desgraciadamente ni la teología existencial moderna ni la filosofía exis-tencial reciente tienen el valor de enfrentarse con este problema, que es el más existencial de todos. Y, no obstante, es el problema con que se en­frenta el seglar al leer su periódico cuando sale de la misa del domingo.

T. WESTOW

" O. Cullmann, The State in the New Testament, Londres 1963; T. Westow, The Christian and the State, loe. cit,

38 Ibid. 35 Ibid., 543-5. 40 Ensayo introductorio a Peace, the Churches and the Bomb.

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EL DEBATE SOBRE LA GUERRA MODERNA EN HOLANDA Y FRANCIA

ALGUNOS PUNTOS MAS IMPORTANTES

En este breve resumen bibliográfico he de limitarme a presentar al­gunos puntos de vista y opiniones que destacan entre las actitudes y ra­zonamientos sobre la guerra moderna que, más o menos, son conocidos en todas partes. Me concentraré, por tanto, en los enfoques nuevos pres-ciendiendo de dar una reseña completa.

EL DEBATE EN HOLANDA

Apenas se tenga cierto contacto con las publicaciones holandesas so­bre este problema podrá verse que el problema de la paz y la guerra ha sido discutido más extensamente entre los protestantes que entre los ca­tólicos. No conozco ninguna importante monografía católica sobre el tema, mientras en el sector protestante han aparecido varios estudios interesantes.

"De-teologización"

Una excepción a lo anteriormente dicho es el informe de la asamblea general de la T hijmgenootschap (una sociedad culta en honor de J. A. Al-berdingk Thijm, un seglar que ejerció un influjo decisivo en la restaura­ción de la jerarquía en Holanda en 1850), De strategie van de vrede (La estrategia de la paz)1, en el que este tema se analiza desde distintos puntos de vista científicos 2. El volumen contiene una valiosa contribución

1 Strategie van de vrede, en «Annalen van het Thijmgenootschap» 53 (1965).

2 Así, por ejemplo, F. Duynstee, Het jus ad bellum in onze tijd; H. Kempen, Psychologie en de problemen van oorlog en vrede; J. Thurlings, De strategie van de vrede, sociologisch beschouwd.

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de J. Arntz, De betekenis van de theologie voor de strategie van de vrede (El significado de la teología para la estrategia de la paz), en la que alude a ideas expuestas en un artículo anterior, Bijbel, vrede en oorlog (Biblia, paz y guerra)3, y que, a mi juicio, resultan interesantes. Arntz se pre­gunta si no debíamos "de-teologizar" el problema de la guerra. Eviden­temente, como un fenómeno exístencial, la guerra posee implicaciones religiosas para un creyente, pero en sus normas éticas y en su aspecto práctico la guerra es un problema humano que sólo puede ser resuelto por el hombre y, partiendo del hombre, dentro del mundo. Aunque se apele al amor del Evangelio, hemos de darnos cuenta de que una cues­tión como ésta de la guerra es una materia de explicación, una interpre­tación humana del mandamiento de amor. Y aquí es preciso recordar que el amor implica el ideal de descartar la guerra, pero que este ideal supone una situación y unas circunstancias favorables en las que dicho ideal pueda realizarse. Sería un modo erróneo de argumentar teológica­mente considerar un pacifismo incalificado como la única consecuencia del amor y la única inmediata. Por eso Arntz quiere despojar la teoría de la guerra justa de sus pretensiones teológicas. Desde el punto de vista histórico, esta teoría, en su origen, fue sólo un intento de impedir una guerra que en principio resultase difícil de justificar. Separada de su pro­pio objetivo —un objetivo limitado—, la teoría se presenta a menudo como una postura católica, según la cual se reconoce al Estado el derecho de hacer la guerra como un derecho esencial e inalienable. En lugar de una limitación relativa de la guerra, se convierte en una afirmación.

ha imposibilidad de normas absolutas

En general puede decirse que los católicos holandeses, hasta hace poco, se inclinaban por una vía media: una guerra atómica ha de rechazarse en principio; por lo que se refiere a las armas atómicas, difícilmente pueden rechazarse de modo general. En este punto es aconsejable una actitud pragmática. No se trata sólo de una cuestión de realismo sensato, sino de una postura responsable, como ponen de manifiesto dos interesantes publicaciones sobre ética social aparecidas en los últimos años4. Así, pues, a mi entender, la afirmación de que existe una tensión entre política y ética que hace imposible la búsqueda de una solución extrema y, por

3 J. Arntz, Bijbel, vrede en oorlog, en «Wijsgerig perspectief op maat-schappij en wetenschap» 4 (1964), pp 16-29, esp. 27-9.

4 J. Ponsioen, G. Veldkamp, Vraagstukken der hedendaagse samele-ving (Bussum 1956); Welvaart, welzijn en geluk. Ben katholiek uitzicht op de nederlandse samenleving V (Hilversum-Antwerpen 1963).

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El debate sobre la guerra 127

tanto, simplista tiene no poca importancia. La renuncia absoluta a la defensa y la violencia incondicional deben rechazarse, porque ambas ac­titudes niegan la polaridad entre ética y política. Un pacifismo radical sa­crifica la realidad política al testimonio ético, mientras el otro extremo, la violencia incondicionada, pone el poder sobre la ética y el diálogo hu­mano 5. Estrechamente relacionada con esta tensión entre ética y política está la conciencia, cada vez más viva, de que no existen normas pura­mente teóricas y éticas para la guerra, sino que en este fenómeno com­plejo cada norma depende de los esfuerzos efectivos realizados para edi­ficar un nuevo orden de derecho internacional y de la fe que se ponga en estos esfuerzos. En Vraagstukken der bedendaagse samenleving (Pro­blemas de la sociedad contemporánea) se plantea también la cuestión de s¡ el problema de la guerra puede ser resuelto jurídica o moralmente sin más. Mientras se vea en la violencia la única posibilidad de mantener la ley en la práctica, el problema continuará insoluble desde el punto de vista ético-práctico. "La única solución es proscribir totalmente la guerra y a la vez garantizar lo que es justo. Lo primero puede hacerse mediante el desarme total, lo segundo mediante una administración de justicia um­versalmente aceptada. Quizá se considere esto como una ilusión, pero entonces habrá que aceptar la guerra con su ascenso en espiral y su extensión; no hay término medio" 6. De momento la vía media parece ser una postura pragmática, sólo justificable en una perspectiva de estra­tegia para la paz. No obstante, la realidad política actual impone una contemporización que temporalmente puede justificar el armamento. Aquí, por tanto, el término medio está justificado éticamente no tanto como un principio, cuanto como un camino que abandona cada vez más la "guerra justa" 7.

La discusión protestante

La discusión sobre la guerra moderna es inconcebible en Holanda sin la contribución protestante, la más importante en cantidad y calidad. Curiosamente la discusión protestante se centra en las declaraciones oficia­les de las Iglesias y en documentos encíclicos. Paso por alto las declara­ciones del Sínodo provincial y general de la Iglesia Reformada, porque en 1957-58 aquéllas reflejaban la actitud tradicional8. Durante los doce años

5 Cf. Ibid., pp 35-47. 6 Ponsioen y Veldkamp, op. cit. (supra, n. 4), pp 401-2. Véase tam­

bién todo el capítulo «Oorlog en Vrede», pp 394-412. 7 La misma opinión en J. De Valk, Hedendaags denken over bewa-

pening, oorlog en vrede (DO-C publ., n. 164), pp 8 ss. 8 Het oorlogsvraagstuk. Toelicbting op de uitspraken van de genérale

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128 C. van Ouwerkerk

de 1952 a 1964 observamos un fascinante desarrollo en los escritos que han visto la luz dentro de la Iglesia Reformada.

Mientras en 19529 lo que se pretendía lograr era un enfoque ético de la guerra justa en general, en 196210 la guerra atómica comienza a ocupar un punto central como problema independiente. Esto lleva a que se re­chace radicalmente cualquier uso de armas atómicas. Al hacer esto no se rechaza la guerra limitada con armas convencionales, y no es totalmente claro hasta qué punto se condenan incondicionalmente las armas atómicas tácticas. Aunque esta postura opuesta al uso de armas atómicas no es con­siderada como un juicio exclusivamente cristiano, el Sínodo opina que el Evangelio ofrece aquí al menos una exigencia mínima a todo el que tome en serio la paz y el amor del Evangelio. Según el Sínodo, el que en principio se rechace el uso de las armas atómicas no implica una condena incondicional de dichas armas. Aquél considera el problema de las armas atómicas tan complicado en la realidad, precisamente a causa de sus in-tricadas vinculaciones con la realidad política concreta, que defender un desarme inmediato, unilateral y total no tocaría la realidad de la si­tuación.

Este documento de 1962 provocó una fuerte discusión n , que se centró

synode van de Gereformeerde Kerken van Assen 1957/8, en van de Ge-reformeerde Oecumenische Synode van Potchefstroom 1958 (Kampen 1965).

9 Herderlijk Schrijven betreffende het vraagstuk van oorlog en vrede, en nombre del Sínodo General de la Iglesia Reformada holandesa, en La Haya, 3 de julio de 1952; editado como Suplemento III en Het vraagstuk van de kernwapenen (La Haya 1963), pp 85-93.

10 Het vraagstuk van de kernwapenen. Adición necesaria a Herderlijk Schrijven del 3 de junio de 1952, sobre el problema de la guerra y la paz. Aceptada por el Sínodo General de la Iglesia Reformada holandesa en su asamblea del 26 de julio de 1962 (La Haya 1963), esp. pp 16-26 y 43-50.

11 Antes de que en 1962 apareciera Het vraagstuk der Kernwapenen la discusión estaba en plena marcha en la revista mensual «Wending», con­sagrada al Evangelio y la cultura. Entre enero de 1953 y el otoño de 1958 se publicaron en ella una serie de importantes artículos que sin duda influ­yeron en Herderlijk Schrijven, ya mencionado. Los principales entre ellos son: A. van Leeuwen, Oorlog ais ultima ratio, en «Wending» 7 (1953), pp 619 ss; L. Patijn, Het probleem der atoombewapens, en «Wending» 13 (1958), pp 71 ss; C. Dippel, Atoombewapening: Collectivistische vlucht uit de geschiedenis, en «Wending» 13 (1958), pp 280 ss. Herderlijk Schrij­ven provocó más fuertes reacciones en la prensa que en las revistas. Cf. en­tre otros A. van Leeuwen, De dans om de gouden egel, en «Wending» 17 (1962), pp 658 ss. Dos objeciones merecen destacarse: Herderlijk Schrijven se desentiende de los políticos competentes y los militares y se dirige a las autoridades y al pueblo en general como un todo; asimismo, presenta su testimonio con una finalidad ética y religiosa que no deja espacio para ulterior reflexión y discusión. ¿Con qué autoridad y con qué derecho pue­de hacer esto la Iglesia?

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El debate sobre la guerra 129

sobre todo en la cuestión de qué autoridad poseen estos documentos. Al­gunos pensaron que aquí la Iglesia interfería irresponsablemente en las decisiones de las autoridades políticas y que los documentos contenían una invitación al pacifismo radical y a la objeción de conciencia en prin­cipio12. Este debate obligó al Sínodo a publicar una nueva declaración13.

En la Iglesia Reformada, más que en los ambientes católicos, el paci­fismo radical se presenta explícitamente sobre la base del Evangelio 14: "La esencia de estos medios (de aniquilación total) no tiene ninguna relación con la salvación y la redención que nos han sido dadas en Cristo" 15. Sin embargo, es interesante que en Holanda esta forma de pacifismo religioso esté todavía marcada por un cierto realismo; el desarme es propuesto como un camino y una llamada, no como una decisión irrealista para el presente. No obstante, se espera que la Iglesia haga un llamamiento pro-fético radical en favor de un desarme final y se le reprocha el que no presenta su mensaje profético con energía, preocupándose de problemas parciales de índole táctica, política y militar16.

EL DEBATE EN FRANCIA

Para un extranjero es imposible informar sobre los más sutiles matices de la discusión en un país distinto del suyo; por eso me limito a una visión de conjunto deteniéndome sólo en las publicaciones más destacadas.

12 Esta fue la protesta hecha por el Secretario de Estado para la De­fensa, Calmeyer, que habló de «una exhortación a la objeción de concien­cia masiva».

13 Woord en wederwoord. Una continuación de la discusión sobre el problema de las armas atómicas. Aceptada por el Sínodo General de la Iglesia Reformada holandesa en su asamblea del 30 de junio de 1964 (La Haya 1964). Un buen comentario de este documento es el de T. Knecht, Woord en Wederwoord in de schaduw van de bom, en «Wending» 20 (1965), pp 144-65. El movimiento pacifista dentro de la Iglesia Reformada reaccionó en forma negativa en un panfleto de Kr. Strijd y J. de Graaf, Wederwoord op wederwoord. Una continuación de la discusión sobre e¡ problema de las armas atómicas (Lochem 1965).

14 Esta tendencia pacifista llevó a la formación del Beweging Kerk en Vrede (Movimiento Iglesia y Paz) que agrupa a cristianos de varias Iglesias y grupos religiosos. Incluye también católicos, y quiero añadir aquí que en Holanda existen grupos ecuménicos, como el Pleingroep y el Sjaloom-groep, que aunque ecuménicos en la intención son intensamente católicos y muestran tendencias pacifistas. Aparte el panfleto Wederwoord op we­derwoord, al que hemos aludido, merece mencionarse también un informe reciente, Geweldloze weerbaarheid (Defensa no-violenta) (Amsterdam 1964).

15 Kr. Strijd y J. de Graaf, op. cit., supra n. 13. 16 Cf. ibid., passim.

9

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Supuestos previos

En una primera fase de la discusión merecen citarse dos symposios: L'atome pour ou contre l'homme (El átomo en favor o en contra del hombre) w y Le chrétien et la guerre (El cristiano y la guerra), aparecido en un número especial de "Lumiere et Vie" 18. La primera colección ofrece un excelente panorama de la situación técnica e histórica, pero en el es­tudio sobre la moralidad sigue líneas tradicionales19, éste se cierra con un análisis casuístico extraordinariamente detallado. En la segunda colección destaca sobre todos un artículo de M. D. Chenu, que, aduciendo ejemplos históricos (Agustín, cristianismo medieval y Vitoria), hace ver que la inspiración evangélica no excusa a la teología de elaborar una doctrina sobre la paz y la guerra dentro de este mundo. Esta teología consistirá siempre en una confrontación entre el Evangelio y la situación cambiante de la comunidad humana. Una visión teológica de la guerra y la paz depende de las fases y cambios de una organización de las naciones so­metida a evolución. Chenu acusa a la teología de los siglos xvn y xvm (de la que hemos heredado la doctrina corriente sobre la guerra justa) de inhabilidad para confrontar el Evangelio con la situación político-social del momento, dando así lugar al surgimiento de una teoría abstracta que oscila entre un puritanismo evangélico y un realismo puramente político. D. Dubarle expone vigorosamente la urgencia de una reflexión teológica sobre la guerra y la paz20. La unificación de la comunidad humana en el mundo entero y la creciente interdependencia social y cultural no nos permiten ya apelar a los fundamentos clásicos de la teoría de la guerra justa, como eran la independencia y autosuficiencia de la nación-estado y los derechos basados en estos factores. Por lo que se refiere a las armas atómicas, Dubarle no quiere adoptar una postura definida porque piensa que es una materia de apreciación prudente que corresponde al político, el cual es más un cristiano comprometido que un teólogo.

17 L'atome pour ou contre l'homme (París 1958). Esta colección con­tiene una excelente documentación técnica e histórica hasta 1958.

18 Le chrétien et la guerre, en «Lumiere et Vie» 7 (1958), n. 38, pp 1-129. También merece citarse otra colección, importante aunque es más antigua: Guerre et Paix, de la 40a Semana Social de Francia (Lyon 1953).

19 A. de Soras, Reflexión théologique, en Alome pour ou contre l'hom­me, pp 107-67.

20 D. Dubarle, L'avenir de la doctrine philosophique et théologique relative a la paix Internationale, en «Nouv. Rev. Théol.» 97 (1965), pp 337-55 (publicado primero en la colección Kerk, oorlog en vrede, Roermond-Maaseik 1965).

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El debate sobre la guerra 131

Llama la atención la importancia que han dado los franceses a la re­flexión teológica sobre el problema de la no-violencia. Particularmente los dominicos Régamy y Jolif21 han pedido que los católicos presten más atención a este punto que se ha descuidado. Sus estudios han mostrado claramente que el rechazar la defensa basándose en el Evangelio no es tanto una teoría que lleva inevitablemente, por ejemplo, a la condena teórica de toda guerra o toda clase de armas atómicas en cualquier cir­cunstancia, cuanto una actitud y una estrategia que intentan soslayar siempre que se presente la amenaza de guerra y una reflexión teológica sobre esta amenaza, intentando edificar de manera eficaz las relaciones pacíficas entre los pueblos. La postura pragmática de esta forma de re­chazar la defensa aparece claramente por el hecho de que no lleva a una consecuencia lógica de antimilitarismo y objeción de conciencia.

Intentos de síntesis

Sin intención de subestimar los diversos escritos pastorales de la jerar­quía francesa22, que han ejercido un poderoso influjo en la opinión teo­lógica, me han causado especial impresión dos estudios de carácter sin­tético relacionados con el problema de la guerra: el de Joseph Combün, Théologie de la Paix 23, y el de Rene Coste, Morale Internationale m.

Puesto que los lectores de "Concilium" conocen ya ¡a postura de Coste25, me limitaré a formular algunas observaciones sobre la de Combün. Su pensamiento se caracteriza por dos afirmaciones contradictorias. Por una parte, afirma que la guerra es en sí un mal imposible de admitir libre y deliberadamente porque pertenece al orden de la violencia; y, por otra, admite un deber y un derecho a la guerra porque la violencia no signi­ficaría un mal absoluto. En circunstancias en que han fracasado todos los medios pacíficos se puede y debe recurrir a la guerra como el último

21 P. Régamey, Non-violence et conscience chrétienne (París 1958); P. Régamey y J. Jolif, Face a la violence (París 1963).

22 Para estos documentos véase «Documentaron Catholique» que ofre­ce una crónica regular.

23 Théologie de la Paix, I, Les principes (París 1960); II, Les appli-cations (París 1963).

24 Morale internationale. L'humanité et la recherche de son ame (Bibl. de Théol., París-Tournai 1964). Dentro de esta línea el mismo autor he publicado algunos estudios importantes, entre ellos: Mars au Jésus. La Conscience chrétienne juge de la guerre (Lyon 1962), Le probléme du droit de la guerre dans la pensée de Pie XII (ser. Théol., 51, París 1962).

25 R. Coste, Pacifismo y legítima defensa, en «Concilium» 5 (1965), ed. española, pp 88-98. Coste representa la solución intermedia.

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medio inevitable de restaurar la paz y el orden. Inevitabilidad, necesi­dad y fin justo juegan un papel importante en su juicio. Pero en su argu­mentación, ricamente documentada y cuidadosamente matizada, falta un análisis teológico de esta inevitabilidad y este uso de la guerra y la vio­lencia como un medio. Admite la guerra como un compromiso sin —a mi entender— diagnosticar o justificar este compromiso como un problema teológico.

Con respecto a la guerra atómica, Comblin, lo mismo que Coste, se inclina por un camino intermedio. No rechaza radicalmente una guerra atómica táctica y cree que puede justificar las armas atómicas tácticas como consecuencia de lo anterior. Pero estas actitudes no se han de arrancar del contexto global a que pertenecen. Según Comblin, la teoría de la guerra justa es sólo el aspecto negativo de una teología de la paz orientada hacia un programa concreto de acción, independiente del poder político concreto y del conflicto político.

He de terminar aquí esta reseña esquemática de la discusión, pero quisiera concluir haciendo constar que, en mi opinión, tanto en Francia como en Holanda el debate tiende actualmente a centrarse en la última cuestión, que dista mucho de estar clara: ¿ cómo nos hemos de comportar con una realidad política que evidentemente nos fuerza en ocasiones a actuar de una manera que está en flagrante contradicción con el Evan­gelio y la humanidad ? Hay indicios en los estudios sobre el tema 2! que reflejan quizá, y en forma un tanto velada, la opinión cada vez más ex­tendida de que la vía media entre condenación absoluta de la defensa y violencia incondicional, por la que parece inclinarse la mayoría, no es satisfactoria y crea desasosiego. Mientras los científicos han formulado dudas sobre la necesidad política de la guerra, los teólogos y los fieles se sienten inseguros sobre el lugar que ocupa esta necesidad política en el razonamiento religioso y ético sobre la guerra. En este impasse de la dis­cusión creo que se está produciendo un apartamiento creciente de las teorías sobre la guerra y a la vez un intento de llegar a una actitud prác­tica y a un programa para la construcción de la paz26. La discusión teórica parece haber llegado a un estadio en que resulta superflua.

C . VAN OUWERKERK

26 Esta tendencia apareció en varias intervenciones dentro del Conci­lio cuando se discutió esta sección del esquema XIII; véase particularmen­te la intervención del cardenal B. Alfrink. Cf. F. Alting von Geusau, De Kerk, Internationale sameniverking en organisatie van de vrede (DO-C publ. n. 219).

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LA PAZ Y LA GUERRA MODERNA

ANOTACIONES A LA DISCUSIÓN TEOLÓGICA

EN EL ÁMBITO LINGÜÍSTICO ALEMÁN

No intentamos dar aquí una visión de conjunto, ni siquiera sumaria, de las numerosas opiniones de teólogos y políticos cristianos en torno al problema de la paz y la guerra moderna. Quien desee conocer un resumen de fecha reciente puede encontrarlo en el estudio, ampliamente documen­tado, de Karl Hormann Paz y guerra moderna según el juicio de la Iglesia 1. Por lo demás, el trabajo de Hormann no hace más que confir­mar la impresión general que se recibe cuando se pregunta por la posi­ción de los teólogos católicos. Nuestros moralistas en su mayor parte es­tudian la problemática de la guerra moderna dentro del esquema tradi­cional de la doctrina de la guerra justa; por eso sus opiniones producen la impresión consiguiente: uniformidad, falta de colorido y de realismo. La guerra es un mal; por ello la defensa de la paz constituye la mayor obligación. Una guerra ofensiva se opone a la moralidad; la guerra de­fensiva, por el contrario, debe considerarse permitida en cuanto "ultima ratio" necesaria para salvaguardar bienes superiores. El juicio sobre las armas atómicas dependerá de las posibilidades que existan de ser contro­ladas. Pío XII, en su alocución a los participantes en el VIII Congreso Internacional de Medicina en Roma, el 30 de septiembre de 1954, afirmó a este respecto: "¿Está permitida la 'guerra total' moderna, sobre todo la guerra atómica? A causa de los horrores e innumerables sufrimientos desencadenados por la guerra moderna, es indudable que representa un 'crimen' merecedor de las más severas sanciones nacionales e internacio­nales el entablar una guerra sin motivo justo (es decir, sin que lo exija una injusticia evidente de máxima gravedad, que no pueda ser evitada de otro modo). El problema de la licitud de la guerra atómica, así como de la guerra química y bacteriológica, puede plantearse también limitándose en

1 K. Hormann, Friede und moderner Krieg im Urteil der Kirche, Vie-na 1964.

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lVt F. Bóckle

principio al caso concreto en que la guerra aparezca como inevitable, bajo las condiciones mencionadas, para la defensa propia. Pero aun entonces habrá que poner en juego todos los medios para evitarla, con ayuda de todos los acuerdos internacionales, o fijar, para su utilización, unos límites suficientemente claros y restringidos para que sus efectos queden reducidos a las exigencias estrictas de la defensa. Si, no obstante la aplicación de estos medios, la propagación de la calamidad fuese tal que escapase total­mente al control del hombre, habría de ser rechazado su empleo como absolutamente inmoral. Ya no se trataría entonces de 'defensa' frente a una injusta agresión, ni de la necesaria 'seguridad' de una posesión con­forme a derecho, sino simplemente de una aniquilación de toda vida hu­mana dentro de un determinado radio de acción. Esto no está permitido bajo ningún concepto" 2.

De un modo incomprensible para quien haya considerado atentamente el contexto, surgió en 1959 —es significativo el hecho de que ello tuviese lugar poco tiempo después de la muerte de Pío XII— una discusión acerca de cómo había que interpretar aquella "posibilidad de control" y de lo que Pío XII entendió de hecho bajo esta expresión. En diciembre de 1958 Clemens Münster tomaba estas palabras del Papa como punto de partida para un artículo, en "Hochland" 3, sobre el problema: "¿Es con­trolable la bomba atómica?"; en él ponía en relación las posibilidades de control con los efectos del arma e intentaba demostrar la imposibilidad de su control. Poco tiempo después, el 22 de febrero de 1959, en una ponencia presentada en Würzburg con motivo de una sesión de la Academia Católica de Baviera, el P. Gustav Gundlach sj, que había sido precisamente durante largo tiempo consejero de Pío XII, afirmaba : "En todo caso no puede decirse que Pío XII haga depender la licitud de las armas atómicas del hecho de que sus efectos sean "controlables"... La "posibilidad de control" a la que alude el Papa no se refiere directa­mente a los efectos mismos del arma, sino al acto humano de su em­pleo" i. Con razón fue rechazada como falsa por Ernst Wolfgang Bóc-kenfórde y Robert Spamann tal interpretación, en una extensa "Respuesta al P. Gundlach"; interpretación posible solamente "partiendo de la pos­tura de un pensador para quien el ser de las cosas creadas por el hombre consiste en una pura facticidad (reducida al plano de las ciencias naturales), sin un 'telos' propio, intrínseco y que, en consecuencia, no posee en sí

2 «Acta Apost. Sedís» 46 (1954), 590. 3 «Hochland» 51 (1958), 132 ss. 4 Así, al menos, en la posterior redacción más extensa; publicado en

Kann der atontare Verteidigungskrieg ein gerechter Krieg sein?, Studien und Berichte der kath. Akademie in Bayern, cuaderno 10, Munich 1960, 113 s, y también «St. d. Zeit» 164 (1958/59), 4 s.

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mismo sus cualidades, sino que sólo puede recibirlas por una imputación valorativa extrínseca" 5. Por tanto, en su respuesta, los autores se apoyaban principalmente en la idea de que la "naturaleza" de una cosa creada por el hombre podía estar orientada de tal modo hacia el mal, que una utili­zación de la misma, que respondiese a su esencia y a su sentido, sólo fuese posible dentro de una actuación inmoral (así, por ejemplo, en es­critos verdaderamente pornográficos). "De igual manera el espíritu hu­mano puede actualmente inventar medios de combate proyectados y cons­truidos con vistas a una destrucción de tal modo y en tales proporciones que, por su naturaleza e independientemente de la intención del que los usa, alcancen por igual a combatientes y no combatientes, sobrepasando las dimensiones de una legítima defensa. Tales armas van entonces dirigi­das necesariamente, por su propia estructura intrínseca, efecto del espíritu, a producir efectos destructivos de por sí ilícitos y, en consecuencia, inmo­rales de por sí"6, de tal manera que cabe hablar no sólo de una dife­rencia cuantitativa, sino también cualitativa en las armas, como afirmaba ya en 1957 Eberhard Welty r.

La mayor parte de los autores católicos no admiten, sin embargo, esta diferencia cualitativa de las armas. Pretenden hacer depender el problema de la licitud en la utilización de estas armas únicamente de la cuestión sobre la legitimidad de la defensa y la pureza de intención s. Precisamente e! debate conciliar, tan poco satisfactorio, en torno a estas cuestiones en el "esquema 13" ha demostrado, sin embargo, que la sola distinción entre guerra agresiva y defensiva no basta con mucho para emitir un juicio sobre los angustiosos problemas morales de la era atómica. En determi­nadas circunstancias, ¿no sería la defensa con armas atómicas, en una "guerra justa", más reprobable que una agresión "injusta" dentro de un limitado margen y con armas convencionales? En todo caso, la teología moral, utilizando las categorías de la justicia de la legítima defensa y el carácter normativo de la elección del mal menor, no ha logrado demostrar hasta el presente la legitimidad de una guerra atómica. Pero aun en el caso contrario de que se llegase a una clara unanimidad acerca de la ili­citud absoluta de una guerra atómica, no por ello estaría ya "automáti­camente" solucionado todo el complejo problema del rearme atómico. La

5 Die Zerstorung der naturrechtlichen Kriegslehre, en Alomare Kampf-miltel und christliche Ethik, Munich 1960, 193.

6 Ibid, 194. 7 Achtung des Atomkrieges, «Die neue Ordnung» 8 (1954), 129 ss. 8 Cf. J. Hirschmann, Karm atontare Verteidigung sittlich gerechtfer-

ligt sein?, «St. d. Zeit» 162 (1957/8), 284 s, sobre todo 290; O. Stcckle, Zum christlichen Gesprach über die atontare Bewaffnung, «Orientierung» 23 (1959), 30 ss.

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alternativa entre una condenación global de la guerra atómica y entre su aceptación bajo condiciones está planteada de un modo equivocado. Antes de referirme a esta cuestión (III), presentaremos una vez más nues­tras diferencias, en síntesis, con el pacifismo cristiano (II), e intentaremos explicar el problema, más radical todavía, de hasta qué punto es compe­tente la Iglesia para intervenir en tales cuestiones (I).

I . LIMITES DE LA IGLESIA

La Iglesia, es decir, en este caso el magisterio universal eclesiástico —en el que hay que incluir también a la teología como ciencia eclesiástica—, es objeto de exageradas exigencias por parte de dos frentes. Un "tnunfa-lismo clerical" ve en la Iglesia la maestra, sabia y experimentada, de la humanidad, que conoce prácticamente todo lo que es necesario para la paz y el bienestar de los pueblos. En consecuencia, esperan de la Iglesia unas normas lo más concretas posible, que luego deberían ser observadas por todos. De este modo, en opinión de aquéllos, estarían aseguradas la paz y el bienestar de la humanidad. No de otra manera piensa también el "derrotismo laical", que espera de la Iglesia precisamente aquello mismo que el triunfalismo clerical cree poder ofrecer y que luego reprocha a la Iglesia que su jerarquía no responda a tales exigencias. Contra tales exa­geraciones ha intentado Karl Rahner delimitar "las fronteras de las posi­bilidades de la Iglesia respecto a la superación de ciertas situaciones in-tramundanas de carácter particular y social" 9.

Esas exigencias excesivas se basan en un desconocimiento fundamental de la misión propiamente religiosa de la Iglesia. No es que Rahner pida con ello una retirada al "ghetto religioso"; bien sabe que el hombre, por la encarnación y el tránsito de Cristo a través de la muerte hacia la vida, ha sido llamado a una nueva relación con Dios y con los hermanos; de cuya relación se siguen también ciertas exigencias fundamentales para la convivencia humana. "Pero para este cristianismo (práctico) en el mundo la misión fundamental de la Iglesia no consiste precisamente en una fácil preparación de modelos concretos para la existencia cristiana; mo­delos que bastaría imitar dócil, sumisa y cómodamente para ser ya un buen cristiano. Para esta vida la Iglesia no ofrece modelos, sino la fuerza para arrostrarla también sin modelos..., sólo por el cumplimiento del quehacer religioso propio de aquella existencia" 10.

Esta advertencia de Rahner no es nueva; había sido ya fervorosamente

' K. Rahner, Grenzen der Kirche, «Wort und Wahrh.» 191 (1964), 249 ss.

10 Ibid, 260 s.

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defendida por dirigentes seglares, cuando algunos teólogos se adentraron demasiado —o, al menos, así lo pareció dadas las circunstancias que en­volvían sus manifestaciones—• en el campo de los debates políticos. En efecto, las enérgicas disputas en torno a nuestro tema han tenido siem­pre en el ámbito alemán un determinado "Sitz im Leben", lo que con­duciría a una interpretación equivocada de las diversas opiniones si al mismo tiempo se ignoraba el horizonte político. Desde el año 1957 viene debatiéndose en el Parlamento alemán el problema concreto del rearme del ejército federal con armas atómicas. Tanto los que estaban a favor como los que lo estaban en contra apelaban a la conciencia cristiana, y ambas tendencias pretendían aducir a su favor la autoridad de Pío XII. Con tal motivo surgió una dura polémica acerca de la competencia de la teología moral. Dio ocasión a ella, sobre todo, el escrito Unas palabras en torno a una política pacifista cristiana y al rearme atómico, publicado el 5 de mayo de 1958 por siete moralistas católicos alemanes11. Aunque estas declaraciones se esforzaban ostensiblemente por lograr una formulación equilibrada, sus autores creyeron poder afirmar lo siguiente: "Aun en una guerra defensiva justa no está permitido sin más cualquier instru­mento bélico, pues si un medio de combate se sustrajese por completo al control del hombre su utilización habría de ser rechazada como inmoral. Pero la afirmación de que los efectos de las armas atómicas se sustraen plenamente a este control debe ser calificada, según el juicio de concien­zudos peritos, como falsa. Por tanto, su utilización no contradice necesa­riamente al orden moral, y no es, en todo caso, pecado" 12.

Peter Nellen y Walter Dirks, entre otros, consideraban incomprensible el hecho de que los autores de este manifiesto —influido probablemente por la política de un partido— pudiesen presentar como ya solucionado el problema de las posibilidades de control planteado expresamente por el Papa como condición para la guerra. Walter Dirks escribía en su ar­tículo, bajo el significativo título de El peligro de la equiparación13: "En la primera mitad del punto IX consiguen los autores un certero impacto. Allí se enumeran cinco grupos de 'opiniones diversas' posibles 'entre cris­tianos'"... De ello cabría deducir, según la teología moral, que ambos caminos son fundamentalmente lícitos y por ello han de ser protegidos

11 Wort zur christlichen Friedenspoütik und zur alomaren Aufrüstung, «Herder-Korr.» 12 (1957/58), 395 ss.

12 Ibid., 396; cfr. como preparación a esto J. Hirschmann, Zur Dis-kussion um die Wehrpflicht, «St. d. Zeit» 159 (1956/57), 203 ss; así como en su defensa, ídem, op. cit. supra nota 8. Cfr. la opinión contraria de P. Nellen, Sieben Moraltheologen, Nuremberg 1958.

13 Die Gefahr der Gleichschaltung, «Frankfurter Hefte» 13 (1958), 379 ss.

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US F. Eockle

de la difamación; se seguiría además que las dos partes contendientes han de ser inducidas, en primer lugar, a dirimir de palabra sus divergen­cias; a aminorar éstas, en segundo lugar, por medio de informaciones sinceras acerca de la situación real dentro de una aproximación a la verdad, así como también a través de un cuidadoso examen de conciencia y de una orientación hacia las verdaderas normas; y, en tercer lugar, si lo anterior no diese resultado, a resolverlas según las reglas de la moral y de la democracia. En vez de esto, la declaración entremezcla la presenta­ción de los distintos principios... en una serie de pasajes que aluden a ciertas situaciones para las que, en primer lugar, la teología no tiene com­petencia y de las que, en segundo término, los mismos siete moralistas afirman en el punto IX que su apreciación y valoración se limita al ám­bito de las divergencias de opinión posibles dentro del cristianismo"u. Confesamos abiertamente que preferimos adherirnos a esta opinión de un "laico". La Iglesia y la teología moral, en efecto, deben limitarse a traer a la memoria los principios fundamentales necesarios para dicta­minar, pero la decisión, sobre todo la decisión política concreta, deberán dejarla libremente a la competencia y a la conciencia del individuo. No pueden insinuar una determinada conclusión práctica prejuzgando, desde unos principios en sí rectos, una premisa muy discutida.

I I . REINO DE DIOS Y PODER TERRENO

El problema de la conservación y la presentación en toda su pureza del mensaje de Jesús acerca del reino de Dios acomoaña toda la historia de ia Iglesia. En este sentido, la fidelidad al Sermón de la Montaña cons­tituyó frecuentemente el criterio decisivo, y el radical antagonismo de Jesús a toda moralidad calculadora y su radical exigencia de amor apa­recieron siempre, desde entonces, como un abandono incondicional de todo compromiso con el pensamiento del "mundo". Ciertamente, se vie­ron también las dificultades que de ello resultan para el cristiano, pues él lo es en medio del mundo. Lutero encontró la solución en la doctrina de los dos órdenes: el orden de la gracia y el amor y el orden de la ley que se opone al pecado. En el reino de la gracia sólo hay misericordia v perdón; en el reino de la lev tiene que haber también combate, vio­lencia y guerra. El hombre es conducido por ambos órdenes. En la tra­dición católica, por el contrario, se vio la solución de la tensión no de un modo dialéctico, sino más bien en una síntesis de amor y justicia, de li­bertad cristiana y libertad civil. Es verdad que la libertad civil (política) y

Ibid., 387 s.

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la libertad cristiana no se identifican: el creyente esclavizado política o socialmente sigue siendo un liberto de Cristo, así como el creyente libre cívica y socialmente es un esclavo de Cristo. Dios podría servirse de la esclavitud política o social para hacernos reconocer y distinguir de nuevo el valor incomparable de la libertad cristiana, porque esta libertad puede seguir existiendo incluso en una esclavitud política, aún más, es sobre todo en ella donde pueden resplandecer sus valores peculiares. Los límites de la verdadera libertad y esclavitud no coinciden con las fronteras polí­ticas : aun bajo el más pavoroso terror político es posible la vocación a la libertad cristiana y la vida en ella. En este sentido, el principio —digno de alabanza— "antes la muerte que la vida en la esclavitud" no consti­tuye, desde un ounto de vista cristiano, la última consecuencia de una sa­bia actitud.

Después de lo dicho anteriormente, no es extraño que se encuentren entre los teólogos evangélicos mayor número de defensores eminentes de un pacifismo más o menos al margen de todo comoromiso que entre los teólogos católicos; aún más, que en la literatura parezcan predominar cuantitativamente las voces de aquéllos (lo cual no indica, sin embargo, que esa sea la actitud de la totalidad de los fieles). No es fácil poner en claro si mantienen o no la misma opinión que nosotros, porque sus decla­raciones se refieren, por lo común, directa y exclusivamente al problema de la licitud de la guerra actual, sin dilucidar la cuestión de la licitud de una guerra en sí, mientras que los teólogos católicos parecen mantenerse, por lo general, en este segundo plano. El Consejo de la Iglesia Evangélica de Alemania afirmaba, en 1956, en su resolución acerca de la reglamenta­ción legal de la protección a los objetores de conciencia: "Si la guerra entre cristianos es atacada hoy en día en mayor medida que antes, tiene sus raíces no en la aceptación de un principio universal que excluya toda violencia, sino en un nuevo tomar en serio la palabra de Dios. Las dife­rencias en la postura de los cristianos en torno a la guerra proceden de las diversas interpretaciones en el seno de las Iglesias evangélicas, de palabras como Ley y Evangelio. En relación con estas diversas actitudes cristianas frente al problema de la colaboración del cristiano en la guerra, la Iglesia Evangélica de Alemania, en consonancia con su postura anterior, reflejada en las declaraciones de sus sínodos, deja abierta la posibilidad tanto de la decisión de participar, con responsabilidad cristiana, en la guerra como de rehusar todo servicio militar, dentro también de una responsabilidad cristiana"15. Las declaraciones posteriores oficiades u oficiosas no han avanzado nada en realidad sobre las anteriores apreciaciones; sin embargo, dejan transparentar, cada vez de un modo más claro, un creciente des-

Kirche und Kriegsdienstverweigerung, Munich 1956, 13 s.

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contento acerca de esta cuestión. La lealtad de expresión en torno a este problema podría servirnos quizá de ejemplo algunas veces. Así se afir­maba en la declaración de la Conferencia de Obispos luteranos del 16 de abril de 1958 acerca de la guerra atómica: "Cierras exposiciones teoló­gicas, políticas y morales presentadas ante un público irresponsable deben ser consideradas como nulas. El apelar a la angustia sirve sólo para au­mentar el pánico en el mundo. Una conciencia cristiana no se contenta con proposiciones que simplifican los problemas de un modo inadmisible y no ofrecen posibilidad alguna de realización práctica" 15. Y en el informe de la comisión para cuestiones atómicas dirigido al Consejo de la Iglesia Evangélica de Alemania, en 1960, se dice en la conclusión: "La co­misión cree deber suyo prevenir en contra de una aceptación demasiado precipitada del concepto recientemente introducido de la complementa-riedad como fórmula de solución para superar los antagonismos. Dicho concepto deberá ser objeto de examen en relación con su actitud para la conciliación de decisiones éticas contrarias" 17.

En efecto, la libertad política y la libertad cristiana no existen sin una relación mutua. La conciencia cristiana tendió, ya desde un principio, a una equiparación visible en el derecho y en la estimación del hombre. Y aunque los cristianos no actuaron al principio como reformadores del orden social constituido, su mensaje era un fermento de irresistible fuerza revolucionaria que iría transformando paulatinamente la sociedad. Una exteriorización visible de la libertad cristiana en el seno de las relaciones humanas constituye la expresión concreta de los sentimientos cristianos. La libertad cívico-social y la libertad cristiana no deben ser identificadas, pero tampoco separadas plenamente, pues de lo contrario dos mil años de cristianismo jamás hubiesen conducido a la abolición de la discriminación social. El mundo libre, aunque inconsciente de ello, tiene que agradecer su libertad a una concepción genuinamente cristiana de la misma libertad.

16 Christusbekenntnis im Atomzeitalter?, editado por E. Wolf, Munich 1959, 105.

17 «Evangelische Welt» 14 (1960), 116 s. Además de estas opiniones oficiales, desearíamos mencionar todavía al­

gunos comentarios particulares que, a nuestro juicio, destacan de un modo especial, sin pretender aquí presentar una lista completa •—menos aún que de los autores católicos—. La gama de opiniones alcanza desde la extrema izquierda hasta la extrema derecha. A. Schweitzer, Friede oder Atomkrieg?, Munich 1958; M. NiemoUer, Reden 1958-1961, Francfort 1961; H. Goll-witzer, Die Chrísten uní die Atomwaffen, en Theol. Existenz heute, N. F. 61, Munich 1957; Atomzeitalter, Krieg und Frieden, editado por G. Howe, Witten 1954; H. Tielicke, Die Atomwaffe ais Frage an die christliche Elhik, Tubinga 1958; K. Barth, Kirchliche Dogmatik III/4, pp 515 ss; W. Kunneth, Atomrüstung und Ethos, «Zeitwende» 32 (1961), 234 ss; Gross, Erwin, Das Geheimnis des Pazifismus, Stuttgart 1959.

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La faz y la guerra moderna 141

El patrimonio de la libertad, resultado de un esfuerzo multisecular tiene también derecho a seguir existiendo y no se debe renunciar a él de un modo irreflexivo. No podemos iniciar un retorno hacia un presunto cristianismo "puro", presentado de espaldas al mundo, cristianismo que jamás ha existido. La reducción temporal a una mera libertad interior, objeto de la fe, constituye siempre una imposición a la libertad cris­tiana y la paraliza en su dinamismo más íntimo y en su fuerza de irradiación. Por eso, esta reducción no puede ser aceptada tampoco ahora sin resistencia, y ello a causa de esta misma libertad y del amor al hombre cristiano. Cuando la violencia sirve para defenderse de la verdadera delincuencia, no es mala, sino que, por el contrario, repre­senta al amor, aunque encubierto bajo una forma extraña. Por esto, la tradición católica jamás ha considerado el derecho de defensa tanto del individuo como de la sociedad, como una alienación del pensamiento cristiano, sino como su realización en la existencia, marcada por el pe­cado, que nos es dada de antemano. Este derecho de defensa no posee, con todo, una absoluta validez: está limitado por el fin y por los medios empleados. El fin se centra primariamente no en la aniquilación del adversario, ni tampoco en la venganza, sino en la defensa de la exis­tencia, desde luego terrena, pero sobre todo de la espiritual y eterna. Ahora bien, si una guerra atómica puede significar el punto final de la existencia terrena de la humanidad, es absurdo presentar la destrucción de la misma humanidad como medio para su salvación. En contra de Gundlach, no es posible ver en ello una manifestación lícita de la majes­tad de Dios. La defensa tiene sentido únicamente si cabe esperar que sobreviva un resto que justifique la defensa por estos medios18. Y acerca de los medios de defensa hay que decir, al menos, que no pueden ser utilizados como medios masivos de destrucción. Ahora bien, mientras entre los teólogos católicos reina sobre estos principios una admirable

18 «Aun en el caso en que quedase como único resultado la manifes­tación de la majestad de Dios y de su ordenación, que nosotros le debemos como hombres, cabría concebir el derecho y la obligación de defender los bienes supremos. En efecto, aunque se hundiese el mundo, esto no sería una razón en contra de nuestra argumentación». G. Gundlach, op. cit. su-pra, nota 4, p 131. Una comparación con A. Auer nos muestra hasta qué punto se dividen los espíritus ante un planteamiento tan acertado de la cuestión: «El derecho natural debe afirmar que, bajo las condiciones se­ñaladas, es lícito el empleo de la bomba atómica. Por parte del derecho natural, sólo puede haber una única frontera prohibida e infranqueable: cuando se trata de producir una explosión atómica de cuyo proceso se puede esperar que provoque una reacción en cadena que se sustraiga a todo control y que, por tanto, ponga en peligro la vida como tal» (Atom-bombe und Naturrecht, «Die neue Ordnung» 12 [1959], 264).

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unanimidad, no reina tanta cuando se trata de deducir las conclusiones y condenar la guerra de exterminio masivo. Esta es una postura recta cuando se basa (como sucedió en el Concilio) en la consideración fun­damental de que el magisterio eclesiástico debe limitarse a la proclama­ción de los principios básicos, dejando su aplicación a los políticos. Pero hay que evitar a todo trance la impresión de que, disimulada tras enér­gicas apelaciones a la paz, se oculta la intención de manifestar una apro­bación condicionada de la guerra atómica y de mantener así un portillo abierto para una ulterior carrera de armamentos. Entre la falsa alterna­tiva de una condenación global o de una aprobación condicionada de la guerra atómica, el rearme atómico habrá de ser considerado como un •problema especial.

I I I . EL PROBLEMA DEL REARME

Hay que distinguir claramente, a pesar de su íntima vinculación mutua, entre la guerra y el rearme bélico. El problema del rearme coloca actualmente a los responsables ante una violenta alternativa: o bien sigue impulsando el Occidente el rearme atómico, unido a la esperanza de que el aumento de las amenazas al otro —es decir, el "equilibrio del miedo"— impida el estallido de la guerra atómica; o bien se renun­cia en principio y de un modo unilateral a la producción y utilización de armas atómicas, en la esperanza de purificar así el ambiente y obligar moralmente al adversario, por medio de la renuncia propia, a que no utilice la bomba atómica. Sin embargo, ninguna de las dos posibilidades es muy prometedora: la primera constituye un juego con la autodes-trucción; la segunda se basa en la utopía de que la honestidad democrá­tica pueda imponer sus leyes de actuación a un loco dictador. En todo caso, hay que atender al hecho de que el espantoso "equilibrio del miedo" ofrezca en cada momento cierta "garantía de no agresión" (decir "garantía de paz" sería afirmar demasiado). Esto constituye para un político realista un hecho indiscutible en el plano concreto, mientras que, por el contrario, no puede incluir en sus cálculos con la misma seguridad y significación la posibilidad de una catástrofe. Pero la posibilidad efec­tiva de que ésta sea evitada no puede ser excluida como posibilidad real. Por eso, la cuestión de si un día se llegará a luchar con armas ató­micas y cuántas veces ello podrá tener lugar, como hecho perteneciente al futuro, constituye necesariamente el objeto de un prudente pronóstico. No se puede, por tanto, pasar adelante y dar una explicación moral de esta garantía atómica, por llamarla así, rotulándola alternativamente como "lícita" o "ilícita", para justificar o condenar partiendo de aquí todo

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La faz y la guara moderna w el problema del rearme. Tal consideración global y tal análisis son sen­cillamente insuficientes. El desconocimiento de la distinción entre rearme atómico y agresión atómica demuestra, además, cuan poco se tiene seria­mente en cuenta la posibilidad efectiva de evitar una utilización de estas armas. Pero así se fomenta un desgraciado fatalismo. El complicado problema político, estratégico y psicológico del moderno rearme bélico no puede ser enjuiciado en el plano moral, partiendo únicamente del problema aislado de la cualificación moral de un determinado instru­mento bélico en su misma utilización. Es verdad que el rearme atómico serio incluye también el hallarse dispuesto a emplear el potencial bélico. Sin embargo, en un problema tan condicionado por la evolución hay que distinguir claramente entre la mera disposición y la decisión de ataque. Aquí son necesarias decisiones parciales que se encuentran con­dicionadas por múltiples factores cambiantes, que deberán ser enjuiciadas por los políticos teniendo en cuenta la situación concreta y de las que ellos deberán hacerse responsables. No aceptamos como correcta la afir­mación de que una condenación clara de la guerra total caracterizaría ya al rearme atómico como un crimen. Esta es una visión demasiado abstracta de las cosas. La realidad concreta nos muestra a la humanidad en un callejón sin salida. En realidad debería ser evidente a todos que una guerra de exterminio no puede constituir una solución en absoluto, mucho menos una solución lícita. Una orientación hacia tal "desenlace" constituiría un crimen. La solución sólo puede consistir, por tanto, en un desarme progresivo. Será fundamental que nosotros creamos fijamente en este objetivo. Y este objetivo deberá inspirar todos y cada uno de los pasos dados, incluida también la paradójica decisión en favor de una intensificación momentánea del rearme. Esta situación paradójica perte­nece igualmente a la insolubilidad del problema.

¿Qué puede hacer la Iglesia en esta situación? De ningún modo, elaborar recetas políticas. Mas tampoco es suficiente que se limite a traer a la memoria los principios tradicionales del juicio moral. Ninguna solu­ción representa para el mundo —y sobre todo para los políticos en su decisión— ni la concesión bajo condiciones ni la condenación incondi­cional de las armas atómicas. Con razón afirma, por tanto, Walter Dirks en un reciente memorándum aún no impreso : "Si el Concilio no tuviese más que decir, limitándose a una "autorización" política orlada con un llamamiento moral ajeno a la política, habría fracasado ante la política y habría puesto en juego su crédito moral ante el mundo". Hay que desligarse definitivamente "de las irisaciones inocentes de una moral de estrechas dimensiones", para la que no existen "aprietos" objetivos ni "callejones sin salida" y que, por el contrario, para cada situación general

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puede presentar una solución lícita junto a otra ilícita, una correcta y otra falsa. Dirks exige de la Iglesia una palabra acerca de estos proble­mas sin solución, que será primeramente una confesión de su propia perplejidad parcial y que deberá constituir además una manifestación clara de que todos nosotros somos, por nuestro pecado, culpables igual­mente de esta trágica situación. "La situación en la que se encuentra el mundo constituye el resultado fundamental de la potencialidad pero también de la culpa, interiores ambas al cristianismo". Partiendo de esta perspectiva y de este enfoque, podría tener ciertas probabilidades de éxito un llamamiento ardiente, como muestra del último esfuerzo, a un leal control mutuo de armamentos.

FRANZ BÓCKLE

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Documentación Concilium

LA IGLESIA Y LA EXPLOSIÓN DEMOGRÁFICA**

Escasa fue la referencia hecha al problema de la explosión demográ­fica en los discursos de la 4.a Sesión del Concilio Varicano, a excepción de los del obispo Marling, de Jefferson (U.S.A.), y del arzobispo Simons, de Indore (India). Tampoco el esquema "La Iglesia en el Mundo Mo­derno" dijo gran cosa sobre el particular, aunque lo que dijo fue inte­resante.

Por otro lado, artículos en libros y periódicos sensacionalistas nos aterran con el anuncio de un desastre para la raza humana, a menos que se imponga una drástica política demográfica para reducir "la ame­naza de los números". Fuera de la Iglesia, la expansión demográfica parece considerarse como el problema número uno, mientras que en el interior de la misma parece haber despertado escaso interés.

Diferentes opiniones sobre el problema

Las opiniones sobre el tema de Ja explosión demográfica varían desde las que —católicas con frecuencia— no creen que la alarma esté jus­tificada y cuentan con el hecho real de que la generosidad del mundo puede alimentar a sus pueblos, hasta llegar al extremo opuesto, donde se afirma con toda decisión que los bienes económicos son las únicas cosas de la vida que producen la felicidad y que si el número de gente a compartir estos bienes es grande, no habrá para todos o habrá muy poco; de ahí la necesidad de un drástico control demográfico, ejecutado y logrado por cualesquiera medios efectivos sin respeto a la moralidad y a l a dignidad humana.

* Bajo la responsabilidad del Secretariado General. ** Este artículo fue escrito antes de la publicación de la Constitu­

ción Pastoral sobre «La Iglesia en el Mundo Moderno».

lo

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146 A. McCormack

Representan la primera opinión, optimista en exceso, M. Colin Clark, en Inglaterra y el P. A. Zimmerman \ en Japón, aunque sería injusto, especialmente respecto al último, decir que están influenciados por otras opiniones. Sostienen la otra opinión, pesimista, algunos doctrinarios pla-nificadores de la familia (en especial en Estados Unidos) que se han de­jado obsesionar por los problemas demográficos, hasta tal extremo, que no ven todos los demás problemas económicos y sociales más que a la luz de aquéllos.

Entre estos extremos hay muchos matices de opinión. En conjunto puede decirse que los demógrafos americanos de la escuela de Princeton, del Population Council de New York y de la Population Reference de Washington (por ej. el Profesor Ansley Coale, Frank Notestein y Robert Cook) tienden, en diferentes grados, a destacar la importancia del incre­mento de la población del mundo y la necesidad de una política demo­gráfica. Y esto lo llevan al extremo de que, aún admitiendo la necesidad de medidas económicas para hacer frente a la situación, en sus escritos el control demográfico destaca como el factor más importante, mientras que otras medidas para combatir la pobreza en el mundo —por ejemplo, la revolución en la agricultura— no les merecen mayor atención. Esto mismo puede decirse de Richard M. Fagley2, cuyo interés acerca del problema demográfico y dada la falta de interés de las Iglesias sobre el mismo, hace que a veces se le juzgue como menos moderado de lo que en realidad es. La opinión más pesimista y derrotista de todas es la de Sir Julián Huxley, uno de los pioneros de la demografía, quien tiende a exagerar desmesuradamente sus dimensiones y efectos. En la misma línea está Our Crowded Vianet3, un symposium editado por Fairfield Osborn, cuyo libro (Our Plumdered Planet), aparecido tres años después de la segunda guerra mundial, fue uno de los primeros que dieron el aviso y la alarma sobre el incremento demográfico; libro exagerado y desigual aunque valioso en algunas partes.

Menos desigual y con una alta calidad científica respecto a la com­plicada naturaleza del problema, e informado en campos tan sumamente diferentes como la economía y la investigación ginecológica, es Human Fertility and Population Problemsl, actas de la investigación patroci-

1 Cf. Catholic Viewpoint on Overpopulation, Nueva York, Hanover House 1961.

2 The Population Explosión and Christian Responsability, O. U. P., 1960.

3 Our Crowded Planet, editado por Fairfield Osborn, Alien & Unwin, Londres 1963.

4 Schenkmans Publishing Company, Cambridge, Massachusetts, U.S.A., 1963.

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La Iglesia y la explosión demográfica 147

nada por la American Academy of Arts and Sciences, editadas por Roy Greep. Publicación, ya hemos dicho, de gran interés, aunque uno o dos de los trabajos fallen en su objetividad científica.

Un symposium publicado por Dean William E. Moran Jr. —actas de la 37.a Annual Conference of the Catholic Association for Interna­tional Peace, celebrada en Washington, D.C., del 22 al 25 de octubre de 1964— ha coadyuvado notablemente en lograr que vaya desapare­ciendo el reproche que se hace a los católicos de haber rehuido cualquier estudio sobre la expansión demográfica. Este libro —Population Growth-Threat to Peace?— contiene estudios de expertos no-católicos tan dis­tinguidos como Irene Taeuber y Osear Harkavy, de la Ford Foundation, tan buenos como los de católicos como George Schuster, John L. Tilo­mas sj y George Dunne sj. Es un extraordinario examen de la verdadera e importante naturaleza del crecimiento demográfico, y de sus conse­cuencias en diversos campos; y es notable por su enfoque equilibrado y penetrante. La mejor recomendación del mismo es, quizá, que no llega a conclusiones precipitadas y rígidas ni propugna cualquier tipo de panaceas. "No existe una solución única y simple para este problema extremadamente complejo. Los colaboradores de este volumen conocen perfectamente la gran complejidad de este problema real; creemos que este conocimiento, en consecuencia, debe llevar, únicamente, a la deter­minación de movilizar todas nuestras fuerzas para atacar el problema con el mayor vigor" 5.

Esta actitud es típica, también, de la obra del profesor francés A. Sauvy, quizá el mayor experto en demografía, en el mundo (Fertility and Survival) 6, quien es bastante escéptico acerca de las diversas políticas demográficas, e insiste enfáticamente en que un progreso y mejora eco­nómica en corto plazo es el camino más útil y practicable.

La serie de conferencias demográficas de los años 1963, 1964 y 1965, celebradas bajo la presidencia de George Schuster, de la Universidad de Notre Dame, Indiana, han contribuido a que los católicos tomen conciencia de los problemas demográficos. El primer volumen de ponen­cias y discusiones fue especialmente valioso, ya que se ocupaba de consideraciones morales y teológicas del problema; el volumen II (Problem of Population) 7, se interesaba más por el panorama americano y "las aplicaciones prácticas católicas". Ambos volúmenes representaban a un numeroso y heterogéneo grupo de pensadores católicos en el im-

5 P. Kenedy, Nueva York 1965. 6 Londres, Chatto & Windus, 1961. 7 The Problem of Population I, editado por Donald Barrett; II edi­

tado por George Schuster, Notre Dame Press, Indiana 1964.

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148 A. McCorrndck

portante campo de las actitudes católicas en lo que se refiere a los medios de control demográfico. De la tercera de estas reuniones o con­ferencias salió la declaración enviada a la Comisión Papal para el control de natalidad; un documento que merece gran consideración por la cate­goría de los colaboradores y la honradez de sus reflexiones. En algunos sectores no hubo unanimidad, pero se manifestó gran interés en torno al tema de la paternidad responsable frente a la explosión demográfica y a los problemas familiares.

El trabajo del Profesor Cépéde, Abbé Francois Houtart y Linus Grond ofm, publicado con el título Population and Foods es también digno de notar por su completo examen de la totalidad del problema, tanto desde el punto de vista de los recursos alimenticios en relación con el crecimiento demográfico, como desde el punto de vista sociológico. Los autores juzgan algunas de las políticas demográficas propuestas, y no sin razón, como puras excusas, y añaden que "aunque gran parte del planeta ha sido saqueado y explotado por los hombres que lo habitan, mientras otras partes del mismo permanecen como un desierto sin desarro­llar, todavía, sin embargo, puede proporcionarles los recursos para superar aquellos factores que interfieren con la multiplicación de su especie"9.

La labor de las Naciones Unidas

En conjunto se puede decir que los católicos, que han hecho un completo estudio científico de los problemas demográficos, han aportado una concepción meritoria y equilibrada. No puede decirse lo mismo de algunos artículos superficiales, aparecidos especialmente en América, en los que católicos no expertos se han permitido asumir las opiniones más extremas de uno y otro campo. Es también lamentable el artículo sensacionalista de W. Vogt y S. Chandrasekhar publicado en el New York Times —con ocasión de la asamblea celebrada por la Comisión de las Naciones Unidas para los problemas demográficos en marzo y abril de 1965—• en el que se insistía enfáticamente sobre la "amenaza de los números". Aunque estos hombres son competentes científicamen­te no evitaron el partidismo y la parcialidad que tan a menudo han desfigurado la discusión del agudo problema demográfico. Y William Vogt, aunque experto en la materia, no basó sus puntos de vista en su última obra sobre el tema.

Dicha Comisión de la O.N.U. ha realizado una magnífica labor

8 Nueva York, Sheed & Ward, 1964. ' Op. cit., 443.

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La Iglesia y la explosión demográfica 149

—especialmente su Secretaría— suministrando hechos y datos sobre los múltiples aspectos de los complicados problemas demográficos. Su infor­me n 186 10 de enero de 1965, para la sesión anual de la Comisión, es una de las más completas y equilibradas valoraciones de los problemas demo­gráficos y del desarrollo.

En un discurso a esta Comisión, el 24 de marzo, el Dr. B. R. Sen, Director General de la F.A.O., aunque presionado fuertemente para manifestar un claro apoyo a las medidas para el control de la natalidad, no lo hizo, sino que habló extensamente sobre el hecho de que en muchas de las partes más pobres del mundo la población está aumen­tando con más velocidad que la producción agrícola, producción que ha de incrementarse considerablemente si queremos evitar desastrosas si­tuaciones de hambre en los próximos diez o quince años.

Un alto experto de la F.A.O., el Dr. Luis Bramao, ha afirmado decididamente (en una entrevista concedida al The Long Island Catbo-hc, octubre 1965, comentando el discurso de Pablo VI ante las Naciones Unidas) que en algunas regiones subdesarroUadas, el problema no es la superpoblación, sino la infrapoblación, explicando que de acuerdo con ¡a proposición demográfica del Brasil (con sus 80 millones de habitantes), a Francia le corresponderían 500.000. "Y ¿dónde estaría Francia hoy, si tuviera tan pocos habitantes?"

La Conferencia sobre problemas demográficos de Asia, celebrada en Nueva Delhi del 10 al 20 de diciembre de 1965, expresó un equili­brado juicio sobre la situación. Las medidas de restricción demográfica sólo fueron tratadas en séptimo lugar. La primera Conferencia Latino Americana sobre problemas demográficos, celebrada en Cali (Colombia) del 11 al 14 de agosto de 1965, fue también muy equilibrada en sus pun­tos de vista aunque, naturalmente, se mostró bastante preocupada por los obstáculos que el rápido crecimiento demográfico plantea al avance eco­nómico de América Latina y propugnó que cada nación debería adoptar una política demográfica. No subrayó suficientemente el hecho de que América del Sur es un continente vacío. No obstante, afirmó que "la constatación de los daños que se derivan del crecimiento demográfico y de las medidas que puedan adoptarse o aplicarse en este terreno no deberían hacer descuidar la necesidad de unas reformas fundamentales en el campo económico y social".

En un breve artículo, como éste, no cabía más posibilidad que pre­sentar una serie de pinceladas sobre el problema n . No obstante creemos

10 DO.C E/CN 9/186 de la UNESCO. 11 No me he ocupado de la Conferencia Demográfica Mundial de Bel­

grado, 1965, que necesitaría todo un artículo; tampoco, por ejemplo, me

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que servirán para mostrar cuan diversas son las reacciones frente al pro­blema de la explosión demográfica. Para que el no experto pueda for­marse una opinión inteligente en medio de tanta confusión, lo impor­tante es considerar los hechos de modo objetivo, despojados de interpretaciones, teorías y soluciones propuestas por las partes interesadas. Las discusiones de los problemas demográficos engendran a menudo, especialmente en los medios populares de comunicación, mucho más calor que luz. ¿Cuáles son los hechos? ¿Cuál es la situación demográfica en el mundo actual y en un futuro previsible?

¿Cuáles son los hechos?

Sin una referencia a las estadísticas es tan imposible entender esto como lo sería discutir la Sagrada Escritura sin referencia a los textos actuales. He de solicitar la indulgencia de los lectores por tener que exponerlas —la mayoría de la gente encuentra tedioso cualquier torrente de números—, y trataré de darlas en la forma más simplificada posible. Todas las cifras que indico están tomadas de documentos de las Naciones Unidas, principalmente de la Comisión Demográfica de la O.N.U. y del último United Nations Demographic Yearhook, publicado en octubre de 1965 12.

Según los últimos cálculos de las Naciones Unidas sobre el futuro crecimiento de la población mundial, la cual, en 1960, era exactamente de tres mil millones (actualmente es de 3.265 millones), a finales de este siglo oscilará entre 5.300 y 6.800 millones. La cifra media calculada es de 6.000 millones.

Estas estadísticas nos permiten apreciar en una sola mirada la com­plicación que supone la explosión demográfica en este siglo. En 1900 la población del mundo se calculaba en 1.500 millones; a mediados de siglo era de 2.500 millones. Para el año 2000 será cuatro veces mayor que a principios de siglo. Como acabamos de ver, la población mundial se habrá duplicado entre 1960 y el año 2000

he referido a la The Population Crisis, ed. por Larry K.Ng de la Univer-sity of Indiana Press 1965; un tratado muy completo sobre el tema en forma de symposim estudiado desde muchos puntos de vista con una do­cumentación interesante y útil sacada de las fuentes de las Naciones Uni­das; las sesiones de la Semana Social Francesa de Angers en 1959, y un valioso symposium italiano publicado por el Profesor Vito (1962), II Pro­blema Demográfico.

12 Existen estadísticas, más al día, sobre diversos países pero pres­cindo de ellas por motivos de uniformidad.

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La Iglesia y la explosión demográfica 151

Desde el comienzo de su existencia, la raza humana no alcanzó los 500 millones de seres hasta el año 1650; esta misma cifra corres­ponde al aumento de la población del mundo en doce años, desde 1950 a 1962.

Pero estas cifras globales no nos dan el cuadro completo. La explo­sión demográfica es un problema gravísimo, sobre todo porque se da preferentemente en los continentes menos desarrollados como América Latina, África y Asia. En los países desarrollados de Occidente, Japón y Oceanía, se calcula que para el año 2000 la población habrá aumentado en 500 millones. En las regiones menos desarrolladas del mundo el aumento será de 2.500 millones; es decir, de 2.000 millones en 1960 llegando a 4.500 millones a finales de siglo. Últimamente se tiende a señalar que se alcanzarán cifras todavía más altas.

En otras palabras, en los países desarrollados por cada 100 personas en 1960, habrá 160 a finales de siglo; mientras que en los países menos desarrollados por cada 100 en 1960, habrá aproximadamente 300 el año 2000.

O, simplificando, dentro de 35 años el 75 % de la población del mundo ocupará los países clasificados ahora como subdesarrollados. A fina­les de siglo la población de Asia será tanta como la población total del mundo en la actualidad. Las cifras que acabo de dar responden, lo recalco, al cálculo desapasionado de unos expertos, basado en los actuales índices de aumento de población. Los índices de crecimiento demográfico —o de un crecimiento natural, que es el término generalmente emplea­do— están calculados sobre la diferencia entre los índices netos de natalidad y mortalidad (sin referencia a la emigración). Por consiguiente, si un país tiene un índice anual neto de nacimientos del 40 por 1.000 v un índice del 20 por 1.000 de mortalidad, su índice de crecimiento demográfico o aumento natural será el 20 por 1.000 de su población actual o, expresado en tanto por ciento, según es usual, un 2 % anual.

La actual población del mundo es aproximadamente de 3.265 millo­nes; su índice de aumento natural es del 2 % . Por consiguiente la población del mundo aumenta actualmente en 65 millones por año, lo que supone más que la población total de Gran Bretaña. Cada día hay 170.000 bocas más que alimentar, cada minuto 118 unidades más añadidas a la suma humana.

Este panorama de la situación demográfica, aunque impresionista, es, a mi juicio, muy adecuado para mostrar que nos encontramos ante un fenómeno sin precedente alguno. Lo más inquietante de él es la incesante progresión del índice de crecimiento. Esta inquietud nos lleva a preocuparnos de los problemas del crecimiento demográfico, ya sea

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a través de los avances de la economía y de la agricultura, ya sea a tra­vés de los programas de restricción demográfica, tan difíciles en sí. Es muy importante constatar esto y comprender que las lecciones que nos ofrece el pasado en las regiones desarrolladas, por esta misma razón de ser pasado, son guía inadecuada en las circunstancias —nuevas— de nuestro tiempo.

En realidad, ¿está el mundo ya superpoblado, o en peligro de estarlo en un futuro próximo? Para contestar esta pregunta desde el punto de vista del espacio, debemos considerar otro importante factor: la den­sidad demográfica o el número de habitantes por kilómetro cuadrado o milla cuadrada. Vistas las cosas desde este punto, sería difícil afirmar que nos encontramos, actualmente —o nos encontraremos en un futuro previsible—, frente a una superpoblación global.

Como acabo de decir, hay, actualmente, 3.265 millones de habitantes en el mundo. La superficie terrestre del globo, según los datos de la O.N.U. es de 135 millones de km3. La densidad de población (promedio de habitantes por km2), por consiguiente, apenas sobrepasa los 23. Te­niendo en cuenta las llanuras desiertas del Ártico, las montañas, los bosques, los desiertos y las tierras semiáridas, el número de habitantes por km2 de tierra habitable y cultivable, en la actualidad, se eleva a unos 58 por km2 u 88 por milla cuadrada. Es interesante observar que la densidad de población de Inglaterra y Gales sobrepasa con mucho esta cantidad aún sin tener en cuenta las zonas no habitables, pues tienen 309 habitantes por km2 o 792 por milla cuadrada. Las últimas cifras para Holanda dan una densidad de población de, aproximadamente, 900 por milla cuadrada 13.

Tampoco nos encontramos frente a una superpoblación regional en otras muchas áreas. África, en conjunto, tiene una densidad de pobla­ción de menos de 10 por km2; Borneo y Nueva Guinea —que figuran entre las mayores islas del mundo—, y la mayor parte de Indonesia y de Malasia (exceptuando Java) están escasamente pobladas. Concretamente, Borneo se encuentra ante una crisis de despoblación e infrapoblación. Australia, Canadá y América del Sur están escasamente pobladas. De hecho, solamente un país de América del Sur, Uruguay, tiene una densidad de población de más de 20 por km2; la mayoría está por debajo de 10. Y no podemos olvidar que uno de los elementos que caracterizan la í«^erpoblación de un país es su densa población.

Por otro lado hay "manchas o puntos negros" demográficos, perfec­tamente conocidos por tener gran publicidad; la India, con un índice de incremento del 2,7 °/Q sobre una población de 460 millones —es decir

1.356 por km.2.

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La Iglesia y la explosión demográfica 153

12,4 millones por año—, Las Antillas, el sur de China, Java y regiones de la América Central. Debe recordarse, desde luego, que la densidad de población es un punto de comparación y de medida bastante inútil, a no ser que se hagan los cálculos necesarios teniendo en cuenta las regiones inhabitables. Por ejemplo, en un país montañoso, como Colom­bia, con una densidad de población de no más de 11 por km2, al calcular la densidad en función de las tierras ricas, nos da entonces 180, cantidad de ninguna manera excesiva.

Claro es que también hay que tener en cuenta la distribución de la población. En un país relativamente infra-poblado puede haber áreas de concentración urbana que estén actualmente superpobladas; esto es particularmente cierto en los países sudamericanos. Por ejemplo, 10 millo­nes de los 21 de la población argentina viven en una o dos grandes ciudades. Lo que también es válido para algunas regiones de África, China meridional, Oriente y del lejano Oriente.

1. Ejemplo de algunas bajas densidades demográficas

África

Camerún República África

Central Congo

(Brazzaville) Kenya Uganda

América del Sur

Bolivia Chile Colombia Australia Nueva Zelanda

2. Ejemp

Japón Inglaterra Alemania Oeste

Población

753.358

1.227.400

581.600 8.636.263 6.536.616

2.704.165 7.374.115

11.548.172 10.508.186 2.414.984

o de algunas

93.418.501 46.104.548 53.977.418

índice de crecimiento

Sin computar

2,3

1,5 3,5 2,5

1,4 2.3 2,2 2,1 2,2

altas densidades

0,9 0,8 1,3

Área en km¡

475.442

612.000

342.000 322.463 236.037

1.098.581 741.767

1.138.338 7.695.094

268.676

Densidad por km*

11

2

2 11 30

3 11 13 1 9

demográficas

369.661 151.120 247.973

259 312 224

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154 A. McCormack

África

Bélgica Holanda India

Población

9.189.741 11.461.964

435.511.606

Índice de crecimiento

0,5 1,4 2 , 3 "

Área en Km2

30.513 33.612

3.046.232

Densidad por Km2

304 356 151

De lo dicho se deduce que el problema demográfico es mucho más complejo de lo que a veces se dice, aún considerando solamente habitante y espacio, como lo venimos haciendo hasta aquí. En realidad debería examinarse región por región, país por país, y aún distrito por distrito. Los expertos en demografía científica lamentan esas generalizaciones am­plias y fascinantes, que se dan con frecuencia en la literatura popular.

La situación se hace todavía más compleja cuando al valorar los problemas demográficos se introduce el tercer elemento esencial: los recursos económicos y alimenticios —actuales y potenciales, descubiertos y por descubrir aún— en relación con la densidad de población y el índice de crecimiento. Esto hace casi imposible definir con exactitud qué es la superpoblación. La actual superpoblación regional es relativamente fácil de reconocer pero no de definir.

Un ejemplo puede ilustrar mi afirmación. Un solo hombre en una milla cuadrada de desierto sería incapaz de proveerse a sí mismo de ali­mento y de otras necesidades vitales. Sería absurdo afirmar que tal espacio de desierto está superpoblado. Nueva York tiene una densidad de pobla­ción de 22.000 por milla cuadrada y es un área de muy alto nivel de vida. Hay todavía enormes extensiones de tierra en el mundo subdesarro-Uado que están seriamente infra-pobladas y que son potencialmente muy habitables. África occidental, donde residí durante unos años, es el caso tipo. Si tomamos la antigua África occidental francesa, África ecuatorial francesa, los Camerunes y Togo, nos encontramos con la siguiente desproporción en el empleo y aprovechamiento del terreno:

Clasificación del terreno Número de acres

Desierto y tierras sin cultivo 500.000.000 Cultivo ocasional, temporal 175.000.000 Tierra adicional para pastos 75.000.000 Sin ninguna utilización 1.150.000.000

1.900.000.000

" Lo que va en cursiva es discutible. En este artículo doy los cálculos más recientes sobre la India, ya que este país presenta uno de los más agudos problemas demográficos.

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ha Iglesia y la explosión demográfica 155

En determinados casos, pues, una densidad media de población en relación con los recursos puede darnos una falsa representación de la realidad, especialmente en América del Sur. En Venezuela, por ejemplo, la densidad de población y el, en comparación, alto promedio de renta •per capita disfraza la realidad de la situación. La densidad de población es de 2,7 %. Pero ha de tenerse en cuenta que el índice de aumento demográfico entre la población acomodada es de un 1 % y entre los pobres alcanza la alta cifra de un 4 a un 5 % como —por ejemplo— en Caracas, población que es casi totalmente improductiva, apenas parti­cipan en la prosperidad de Venezuela y son "dirigido-gobernados" por el sector rico de la población, comparativamente pequeño.

Debemos hacer otra salvedad. Un alto índice de aumento de pobla­ción, aún en países infrapoblados —y todo lo que pase de un 1,5 % debe tenerse como alto en este contexto, a mi modo de ver—, impone cargas que serían importantes aún para países desarrollados. Donde existe una extrema pobreza, estos altos índices de crecimiento pueden repercutir sobre el abastecimiento de bienes de alimentación y sobre otros recursos económicos, repercusiones que serían insoportables sin una importante ayuda del exterior especialmente proyectada para hacer frente a los pro­blemas resultantes de una rápida expansión demográfica.

Pero estas presiones demográficas deberían verse también en su as­pecto positivo como un incentivo para un más rápido desarrollo, para una más rápida evolución social y, de modo especial, para acelerar la revolución agrícola que es absolutamente necesaria tanto en la mayoría de los países atrasados (aunque debemos tener en cuenta la posibilidad del "fracaso" de los programas agrícolas que no se apoyan en un cono­cimiento e investigación adecuados) como en áreas de rapidísimo creci­miento demográfico combinado con una extrema pobreza. Lo mismo pue­de decirse en casos de superpoblación regional, como las insalubres aglomeraciones urbanas —por ejemplo, en América del Sur— sin que se desarrolle necesariamente un programa demográfico. Es de urgente nece­sidad algún método de limitación de la natalidad por medios aceptables, para bien de la comunidad y bienestar personal. En una barriada pobre de los suburbios peruanos, por ejemplo, vi a una mujer, que aún no tenía 21 años, con nueve hijos. Vivía en una chabola miserable sin luz ni agua.

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Población, espacio y alimento

Teniendo presentes las salvedades anteriores, bueno es comprender, como he indicado, que no se trata de una superpoblación global; en muchos casos se trata de una seria situación demográfica, pero en muchos otros hay infra-población, y en otros nos encontramos frente a una situa­ción demográfica que es seria solamente a causa de la ausencia de desarrollo agrícola y económico. Esto ayuda a situar en una perspectiva justa opiniones tales como ésta, expresada por Fairfield Osborn en la introducción al symposium ya citado: "este libro parte de la convicción de que el aumento demográfico rápido y desordenado es, en este mundo, el problema más esencial con que se enfrenta todo el mundo y en todas partes"•

Volvamos de nuevo a la relación entre habitante, espacio y alimento. A menudo se ha insistido en que aun cuando los niveles mundiales de población y de producción de alimento se han mantenido durante la última década más o menos en equilibrio, en muchos de los países más pobres la carrera entre aumento de población y producción alimen­ticia se ha perdido. América del Sur, con un índice de aumento de población de 2,7%, tiene un índice de producción agrícola de 1,6% solamente. La India presenta cifras análogas.

Ante todo, debe hacerse constar que no hay conexión necesaria entre ambos índices (aumento de población y producción agrícola). La causa de la disminución de la producción agrícola no es el crecimiento demográfico (excepto en algunos casos, y de modo indirecto), sino una mala agricultura. En países como el Pakistán, en el que se ha dado prioridad a las inversiones en la agricultura y, de modo especial, en el adiestramiento y formación en técnicas de mejoras agrícolas, el índice de aumento de producción alimenticia es de 3,5 %, mientras el de pobla­ción es de 2,7 %. En Méjico, en un período de su próspera revolución agrícola de la última década, la producción alimenticia se elevó hasta un índice de 7,2 % anual, mientras que el aumento demográfico fue de 2,7 %. En realidad, podría decirse que el aumento demográfico se va intensificando -precisamente porque los recursos agrícolas no se desarro­llan paralelamente.

Los excedentes agrícolas de los países desarrollados, por razones técni­cas o de otro tipo, no ofrecen soluciones completas para la escasez de alimentos en los países en desarrollo. Indican, sin embargo, lo que puede suceder cuando se aplica la tecnología a los métodos de cultivo. Se com-

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La Iglesia y la explosión demográfica 157

prende la importancia de esto al constatar que en grandes áreas del mundo la causa de la escasez de alimentos —y, naturalmente, una de las causas fundamentales de la pobreza— son los métodos completamente anticuados que se emplean en la producción agrícola necesaria para ali­mentar las poblaciones en crecimiento.

Esta es la opinión del Dr. Luis Bramao, a quien ya me he referido, jefe del World Soil Office of the Land and Water Development de la F.A.O., quien señalabaI5 que Holanda, con la gran densidad de po­blación de 356 por km2, tiene un alto nivel de vida. En Estados Unidos, en 1963, se produjo un 75 % más cereales en un 27 % de acres menos que veinticinco años antes. Añadía, recalcando estas palabras: "Hay sola­mente un habitante por km2 en Matto Grosso, el estado más grande de Brasil, donde el potencial del suelo es enorme. Pero ¿quién va a cul­tivarlo?"

El Dr. Sen, Director General de la F.A.O., decía el año pasado en Belgrado, en su informe a la Conferencia demográfica mundial de la O.N.U., que en su posición oficial la F.A.O. afirma que los conoci­mientos que se poseen son suficientes para poner en marcha el necesario incremento de la producción alimenticia. El problema reside principal­mente, añadió, en factores sociales e institucionales. Estos factores inclu­yen : un abandono general de los campesinos, una falta de incentivo, una necesidad de reformas agrarias, una educación básica, una ayuda financiera adecuada y facilidades de comercialización, así como inversiones masivas en la agricultura, la mayoría de las cuales deben ser de aportación extranjera.

La situación continuará siendo crítica durante las dos o tres décadas próximas, advirtió el Dr. Sen, añadiendo: "Veremos cómo la humanidad entera comienza a hacerse responsable de su propio destino, o bien se precipita en el desastre... El hombre, con sus inagotables recursos de inteligencia e inventiva es capaz de hacer frente al reto".

Lo que el Dr. Sen dice acerca de la producción alimenticia es igual­mente válido para la promoción económica en su conjunto.

Sin embargo, el aumento de población, en determinadas partes del mundo, debe aceptarse como seria complicación de una situación de pobreza. Desde su independencia, en 1947, la India ha aumentado su población en 100 millones —un aumento verdaderamente considerable— y su índice de crecimiento de un 2,7 % sobre una población de 460 millones, sobrepasa los 12 millones por año, los cuales son consumidores

15 En una conversación que tuve en Roma con él en noviembre de 1965. Actualmente está ocupado en la interesantísima tarea de recopilar los datos para un mapa agrícola del globo.

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158 A. McCormack

improductivos. No obstante, permanece en pie la tesis de que las causas de la pobreza son mucho más complejas y que el aumento demográfico no puede emplearse como una víctima propiciatoria de la pobreza del mundo y la falta de desarrollo. Si por un milagro, pudiera utilizarse mañana mismo 16, de modo absolutamente efectivo, totalmente aceptable y barato, un método de limitación demográfica para reducir la natalidad y por tanto el aumento de la población, todavía quedarían por resolver las causas reales de la pobreza.

La conclusión es, por consiguiente, que las presiones demográficas causan graves problemas en algunos países en desarrollo. Pero que no es tan grave la situación como a menudo se ha querido probar aunque sí es lo suficientemente grave, y comolica muy seriamente los problemas de desarrollo en algunas áreas, por lo que merece urgente consideración y examen.

El primer efecto de tal consideración puede expresarse muy bien en las palabras de Paul Hoffman: "Es obvio que se necesitará largo tiempo para producir un serio impacto en el problema de los excesiva­mente altos índices de aumento de población. Esto hace muy urgente la tarea de acelerar el crecimiento económico y el avance social en el mundo subdesarrollado"17. No es probable que ninguna medida demo­gráfica solucione el problema a corto plazo; de ahí la necesidad de un mucho mayor esfuerzo para incrementar los abastecimientos alimenticios y el desarrollo económico de los países pobres18.

El segundo efecto habría de ser el incremento de investigación de los problemas de la expansión demográfica con una técnica y una men­talidad científicas, allí donde sea posible promover una paternidad res­ponsable por medios lícitos, que tengan en cuenta el conjunto de la vida familiar y que no dependan de simóles técnicas.

En ambos aspectos la Iglesia tiene un papel que desempeñar19, un

16 Y destaquemos que tales métodos —útiles para los países en de­sarrollo—, a pesar de los últimos ensayos, no parece que se hallen en alcan­ce de la mano.

" World without Want, Londres, Chatio & Windus, 666. 18 India, por ejemplo, asignó 64 millones de dólares para planificación

familiar en sus tres primeros planes: el índice de aumento demográfico durante este período subió de 1/3 % por año o 5,1 millones al comienzo (1951) a 2,7% en 1965.

" En mi conferencia en el Centro de DO.C en Roma, y en libros y artículos, he desarrollado con mayor detenimiento lo que creo pueda ser el papel de la Iglesia. Véanse mis libros People, Space, Food, Londres, Sheed & Ward, 1960; The Populatton Explosión and World Hunger, Burns & Oates 1963 (título de la edición americana: World Poverty and the Cbrisíian, Nueva York); Christian Responsability and World Poverty,

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La Iglesia y la explosión demográfica 159

papel basado en un conocimiento empírico completo, iluminado e inspi­rado por su sólida doctrina moral, apoyado en el respeto a la vida, a la dignidad de la persona humana, y todo ello tratado por competentes expertos católicos. En este terreno "un conocimiento superficial es peli­groso". La sección sobre el crecimiento demográfico en el esquema La Iglesia en el Mundo Moderno, con su enfoque equilibrado y su exhorta­ción a investigar ulteriormente, es de gran valor tanto para el demógrafo católico, como para toda la ciencia demográfica.

Igualmente importantes son los pasajes del capítulo primero de la segunda parte que tratan del matrimonio. La solución a la explosión demográfica debe venir de una actitud más responsable para con el sagrado privilegio de transmitir la vida. Aun cuando los métodos de planificación familiar dejen mucho que desear —desde el punto de vista de su licitud, facilidad de empleo, no nocividad, control clínico, baratura y seguridad— deben emplearse al máximo posible los actuales métodos que sean moralmente lícitos, y debe proseguirse con todo celo un activo programa de investigación en busca de nuevos métodos. Es indudable que el rápido incremento demográfico actual no ouede continuar indefini­damente y es completamente ingenuo, en las nuevas circunstancias de disminución de los índices de mortalidad, el esperar que la naturaleza, abandonada a sí misma, pueda equilibrar la balanza.

ARTHTJR MCCORMACK

Burns and Oates 1963; véase también Selipo, el secretariado demográfico de Lovaina (Secrétariat pour liaison des études de la population), que fue creado en 1961, ha tenido reuniones anuales y suministra un servicio de coordinación para los demógrafos católicos y otros científicos en todo el mundo. Su finalidad es estimular la investigación objetiva de los proble­mas y sus soluciones.

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COLABORADORES DE ESTE NUMERO

JOHN COURTNEY MURRAY

Nació el 12 de septiembre de 1905 en Nueva York. Ingresó en la Compañía de Jesús y fue ordenado sacerdote el 25 de junio de 1933. Obtuvo diploma en Letras en el "Boston CoUege", la licencia en teología en el "Woodwock CoUege" y el doctorado en la Universidad Gregoriana de Roma (con la tesis Matthias Joseph Scheeben on the Act of Faith). Actualmente es profesor de teología en el "Woodstick College". Desde 1941 es redactor de "Theological Studies", y desde 1946 co-redactor de "America". De 1951 a 1952 explicó filosofía medieval en la Univer­sidad de Yale. Entre sus obras destacamos: We hold these truths, Sheed & Ward, 1960; The Problem of God, Yale University Press, 1964, así como numerosos artículos en la Enciclopedia Británica, "Theological Studies", "America", "American Ecclesiastical Review", etc.

ROLAND BAINTON

Nació el 30 de marzo de 1894 en Ilkeston (Derbyshire, Inglaterra). Fue ordenado en la Iglesia Congregacionalista y es en la actualidad pastor de la Iglesia Unida de Cristo. En 1921 obtuvo el doctorado en teología por la Universidad de Yale con la tesis The Gos-pel Chronology of Basilides. R. Bainton ha estado al servicio de los refugiados bajo los auspicios de la Society of Friends (cuáqueros). Entre sus numerosos libros, de los cuales algunos han sido traducidos, merecen especial men­ción Here I Stand, a Ufe of Martin Luther, 1950; Bernardino Ochimo, Florencia 1940; David Joris-Anaba-ptiste, 1937; Castellio concerning Heretics. Es redactor de "Archiv für Reformationsgeschichte" y prepara un estudio sobre la vida de Erasmo de Rotterdam.

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C. JAIME SNOEK

Nació el 25 de diciembre de 1920 en Mijdrecht (Holanda). Perte­nece a la Congregación de los Redentoristas, en la que fue ordenado en 1947. Concluidos sus estudios teológicos en el Pontificio Ateneo "Angelicum", obtuvo el grado de doctor en teología con la tesis De idee der gehoorzaamheid in het Nieuwe Testament, Utrecht (Nimega), 1952. El P. Snoek reside en el Brasil, donde es profesor de teología moral y pastoral en el seminario Redentorista de Juiz de Fora. Desde 1962 es también profesor de liturgia. Enseña moral en la Facultad de Servicio Social de Juiz de Fora y es consultor teológico de la Conferencia Episcopal y de la Conferencia de Religiosos de Brasil. Además de su tesis doctoral, ha publicado varios artículos y colabora actualmente en la "Revista ecle­siástica brasileira".

YVES CONGAR

Véase "Concilium" n 1 (1965)

ALOIS MÜI.l.ER

Nació en Basilea el 20 de septiembre de 1924. Ya sacerdote, amplió sus estudios teológicos en la Universidad de Friburgo de Suiza, en el Ateneo "Angelicum" de Roma y en el Instituto Superior de Catequética de París. En 1951 defendió su tesis doctoral Ecdesia-Maria (21955). Fue profesor de religión en la Escuela Cantonal de Soleure (1951-1962) y, simultáneamente, capellán de prisiones. Durante cuatro años enseñó pas­toral y liturgia en el Seminario Mayor de Soleure. Desde 1964 es pro­fesor de teología pastoral en la Universidad de Friburgo, de Suiza. Ha colaborado en las siguientes obras: Christ und Kirche, Olten 1959; María et Ecdesia 11, Roma 1959; Begegnung der Christen, Francfort 21960; Panorama de la teología actual, Madrid 1961. Es autor de Du bist voll der Gnade, Olten 1957, y colabora en "Etudes Mariales", "Anima" y "Schweizer Rundschau".

ALONZO M. HAMELIN

Franciscano. Nació el 4 de diciembre de 1920 en S. Narcisse (diócesis de Trois Riviéres, Canadá). Fue ordenado en 1949. Hizo sus estudios de teología en el Seminario de San Antonio de Trois Riviéres, en el

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162 Colaboradores de este número

Seminario Teológico franciscano de Montreal y en el Pontificio Ateneo de San Antonio de Roma. En 1954 obtuvo el grado de doctor en teología con la tesis Le Tractatus de Usuris de Maitre Alexandre d'Alexandrie. El P. Hamelin fue nombrado, sucesivamente, profesor de teología moral en el Seminario teológico franciscano y en la Universidad de Montreal. Es director de la revista "La vie des communautés religieuses" y colabora en "Culture". Es autor de L'école franciscaine de ses debuts jusqua l'Occamisme (Coll. Analecta mediaevalia Namurcensia 12), ed. Nau-welaerts 1961; Un traite de moraíe économique au XIV'e s. (Coll. Ana­lecta mediaevalia Namurcensia 14), ed. Nauwelaerts 1962.

THEODORE WESTOW

Nació el 17 de junio de 1908 e hizo sus estudios superiores en la Universidad de Londres, donde obtuvo la licencia en letras, especializán­dose en historia. En particular se ha dedicado al estudio de la filosofía política y de las instituciones eclesiásticas. Westow es encargado de curso en el Colegio "Salisbury", vicepresidente de la asociación Newman y representante de esta asociación ante la O.N.U. Además de numerosos artículos y conferencias, ha publicado: Who is my brotber?, New thinking on sin, Unity of Mankind, Ecumenism, y The variety of Catholic attiwdes. Colabora en las revistas "Life of the Spirit", "Pax Romana", "Journal", "The Layman" y otras.

COENRAAD VAN OUWERKERK

Véase "Concilium" n 5 (1965)

FRANZ BÓCKLE

Véase "Concilium" n 5 (1965)

ARTHUR MCCORMACK

Nació el 16 de agosto de 1911 en Inglaterra y es miembro del Instituto de los Misioneros de Mili HUÍ. Fue ordenado en 1936. Estudió en la Universidad de Durham (Inglaterra), donde obtuvo los grados de licenciado y doctor en letras. Durante sus estudios se especializó en historia y economía. Después de ejercer actividades docentes en el Carne-

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Colaboradores de este número 163

rún occidental de 1946 a 1948, se dedicó al apostolado directo. En 1963 fue nombrado profesor de sociología pastoral en Mili Hill. Ha publicado diversas obras sobre cuestiones palpitantes como el crecimiento de la población, la pobreza y el hambre a escala mundial, entre las cuales citamos: People, space, food, Londres 1960; Christian Responsability and World Hunger, Londres; Popttlation Explosión and World Hunger, Lon­dres 1963; Poverty and Populaüon y Cardinal Vaugham, Londres 1966 (en prensa). Además prepara un comentario sobre la constitución pastoral "L'Eglise dans le Monde d'aujourd'hui", que aparecerá en la editorial Benziger (Nueva York).