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COLECCIÓNRELATO LICENCIADO VIDRIERA

COORDINACIÓN DE DIFUSIÓN CULTURALDirección General de Publicaciones y Fomento Editorial

Director de la colecciónÁlvaro Uribe

Consejo Editorial de la colecciónGonzalo Celorio (México)Ambrosio Fornet (Cuba)

Noé Jitrik (Argentina)Julio Ortega (Perú)

Antonio Saborit (México)Juan Villoro (México)

Director fundadorHernán Lara Zavala

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UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICOMÉXICO 2015

NaufragiosÁlvar Núñez Cabeza de Vaca

IntroducciónArturo Dávila

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Primera edición: 29 de abril de 2015

D. R. © 2015, UniveRsiDaD nacional aUtónoma De méxico

Ciudad Universitaria, 04510, México, D. F.DiRección geneRal De pUblicaciones y fomento eDitoRial

ISBN: 978-970-32-0472-4 (colección)ISBN: 978-607-02-6636-2

Esta edición y sus características son propiedad de la Universidad Nacional Autónoma de México.

Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier mediosin la autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales.

Impreso y hecho en México

Núñez Cabeza de Vaca, Álvar, siglo XVI, autorNaufragios / Álvar Núñez Cabeza de Vaca; introducción Arturo Dávila. – Primera edición.176 páginas. – (Colección Relato Licenciado Vidriera)

ISBN 978-970-32-0472-4 (Colección)ISBN 978-607-02-6636-2

1. Núñez Cabeza de Vaca, Álvar, siglo XVI. 2. América – Primeros relatos hasta 1600. 3. América – Descubrimiento y exploración – Espa-ñoles. 4. Indios de América del Norte – Estados del Sur (Estados Uni-dos). 5. Estados del sudoeste (Estados Unidos) – Descripción y viajes. I. Dávila, Arturo, 1958– , prologuista

E125.N9.N89 2015LIBRUNAM 1705720

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INTRODUCCIÓN

Cabeza de Vaca: destellos de un mundo fracturado

a Dulchanchelín, único nombre propio de un nativo americano que aparece en toda la narración.

1

ÁlvaR núnez cabeza De vaca nació en JeRez De la fRonteRa, ca. 1488, en familia ilUstRe De cRistia-

nos antiguos. Fue el mayor de los cuatro hijos de don Fran-cisco de Vera, regidor de esa ciudad, y de doña Teresa Cabeza de Vaca. Su abuelo paterno, Pedro de Vera, participó en la conquista de las Islas Canarias. La leyenda le atribuye otro ancestro materno, Martín Alhaja, pastor de la Sierra Morena, quien indicó a las huestes del rey don Sancho de Navarra, con un cráneo de vaca, un sendero en las monta-ñas. Este paso les abrió el camino para derrotar a los almo-hades en la célebre batalla de Las Navas de Tolosa, el 16 de julio de 1212. De ahí surgiría el titulo nobiliario de sus descendientes y el insigne apellido.

En su juventud pasó por Italia y de regreso en Sevi-lla, en 1513, se encuentra al servicio del duque de Medina Sidonia. Versado en “las armas y en las letras”, en 1527 fue nombrado Tesorero y Alguacil Mayor de la malhadada aventura de Pánfilo de Narváez en la Florida. La expedi-

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ción, que zarpó con seiscientos hombres, ochenta caballos y cinco navíos, de Sanlúcar de Barrameda, tuvo un desastroso final. Hubo sólo cuatro sobrevivientes que arribaron, irre-conocibles, a Culiacán, Sinaloa, en marzo de 1536: Cabeza de Vaca, Andrés Dorantes, Alonso de Castillo y el negro Estebanico, alárabe, natural de Azamor.

2

Durante años —siglos— la crítica ha discutido el carácter histórico o novelado de La Relación de Cabeza de Vaca —mejor conocida hoy como Naufragios—, sin llegar a un acuerdo. Se considera a Álvar Núñez estereotipo del “buen” conquistador, crítico del imperio, abogado de la conversión pacífica (lascasista), el andarín de América, chamán trans-cultural, primer cirujano de Texas, y hasta el primer chi-cano. Sus cualidades literarias son innegables: maneja con maestría la concisión, el suspenso, vicisitudes y peripecias, la tragedia (“ejercicios de piedad y de terror”), el clímax (o anticlímax), la anagnórisis y el final afortunado. Asimismo, la narración de los ocho años de su itinerario por el sur de los Estados Unidos y el norte de México está salpicada de noti-cias exóticas y deslumbrantes sobre habitantes desconoci-dos hasta ese momento. Juan Francisco Maura destaca la destreza técnica del autor para convertir su relación en una especie de novela amena y entretenida (12-13). Para Silvia

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Belli, el relato describe, desde dentro, algunos ritos de ini-ciación del chamanismo prehispánico, amén de nunca dejar atrás su cristianismo (37-51).

José Rabasa, sin embargo, nos previene contra esta ima-gen tan elogiosa. Para él Cabeza de Vaca estaba inmerso en la cultura de la conquista y encarnaba políticas imperiales cuya legalidad nunca se puso en duda (33-38). Su discurso está inspirado en las Ordenanzas del buen tratamiento a los indios, aparecidas en Granada en 1526, y la originalidad de sus ideas es discutible. Si nos acercamos a los Naufragios con un lente distinto del estético literario o del etnográfico, econtramos múltiples oximorones: el sometimiento “volun-tario” de los habitantes de América a la Corona de España; la conversión “pacífica” y la sujeción al Papado en Roma; la discusión y condena “teórica” de las atrocidades cometidas en nombre de la civilización europea, sin capacidad para cambiarlas en las praxis coloniales cotidianas. El recuento de Cabeza de Vaca se debe insertar dentro del concepto de Quintiliano de alegoría irónica, “cuyo signi ficado es dife-rente al que sugieren las palabras”, o funciona como “una representación que se reinterpreta a sí misma” (50-51). Así se puede salvar, de alguna manera, la aparente disyuntiva entre literatura e historia. Veamos.

En Naufragios encontramos destellos, flashazos (pre-juiciados o no), fragmentos que permiten vislumbrar el mundo precolombino. Cabeza de Vaca sí se perdió y estuvo en tierras donde “el hombre blanco” no había aparecido.

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Su narración sería el equivalente a que Gonzalo Guerrero o Jerónimo de Aguilar, los dos personajes que se hallaban perdidos —o “encontrados”— a la llegada de las tropas de Hernán Cortés a México, hubieran relatado su historia. No lo hicieron, más allá de algunos parlamentos que se les conocen. Otra de las virtudes que se atribuye a Cabeza de Vaca es una evolución —¿espiritual?— del autor, a través de sus experiencias con los amerígenas, amplificadas por el sufrimiento y el hambre (y por su propia pluma). El texto puede funcionar, así, como un ejemplo de Bildungsroman.

Más allá del análisis crítico, la lectura de Naufragios nos lleva de asombro en asombro. Andrés González Barcia, en su edición de 1749, aparentemente tomó el título de la “Tabla de los capítulos contenidos en la presente Relación y Naufragios…”, aparecida en la edición de Valladolid, de 1555. Ciertos cambios a la edición príncipe de Zamora, de 1542, sugieren que Álvar Núñez la pudo haber corregido él mismo. Un dato interesante es que Las aventuras de Robinson Crusoe, otro náufrago, publicadas el 25 de abril de 1719 por Daniel Defoe, y que tuvieron una secuela de casi 700 ediciones, tal vez inspiraron al editor para incli-narse hacia ese título novelesco. Se buscaban lectores. Suspendamos el juicio: una carta de relación de méritos y servicios dirigida al rey Carlos I de España pasó a ser una novela de aventuras para el gran público. Crónica y ficción se intersectan; los estudiosos debaten y se enardecen: el texto sobrevive.

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En cuanto al valor antropológico del texto, pienso en otro autor —más vilipendiado— que insiste en que todo lo que escribió fue verídico, y al que la crítica ha desechado como novelista y hasta embaucador —quack: Carlos Cas-taneda, gurú de la generación de los sesenta, personaje y autor controvertido que, además, se movió por las mismas tierras que Cabeza de Vaca. Su saga de 10 libros sobre las enseñanzas de don Juan y la antigua sabiduría tolteca es, para muchos, un evangelio espiritual, un riguroso tao de la existencia; para otros, un fraude. Ficción o verdad, antropo-logía barata o new age, camino a seguir o tomadura de pelo, su lectura sigue siendo (literariamente) un placer. Revísese El lado activo del infinito, último tomo de la serie, como novela final, como manual filosófico, o como guía para la iluminación personal, y se encontrarán gratas sorpresas.

En fin, miles de páginas se han escrito sobre los Nau-fragios. Cada lector/a debe espigar las escenas más memo-rables que prefiera y meditar sobre ellas. A mí me gustaría detenerme en unas cuantas.

3. Texto de ida y vuelta

La narración es circular. Empieza en el mar, dejando atrás España, el 17 de junio de 1527. Ya en América, costeando tie-rras inhóspitas, una embarcación es destruida por un hura-cán frente a las costas de Cuba. La palabra huracán signi-

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fica “el corazón del cielo”, según se lee en el Popol Vuh. Cabeza de Vaca baja a tierra en busca de mantenimientos. Al regresar, a la mañana siguiente, encuentra la expedición hecha pedazos: “Perdiéronse en los navíos sesenta personas y veinte caballos” (i, 9). Por azar o milagro, él se salva. La lucha se entabla contra la naturaleza, no contra los habi-tantes de las nuevas tierras. El escritor toma por el cuello al lector, lo zarandea, y lo invita a continuar leyendo, sin pausa.

El penúltimo capítulo, final de las aventuras (el último es más bien explicativo), también sucede en el mar, cerca de España. Cuenta una historia de piratas. Un navío español, cargado “con trescientos mil castellanos” (xxxvii, 134) es atacado por corsarios franceses y defendido por la armada de Portugal, que impide el robo y escolta al barco hasta Lis-boa. Sucede el 9 de agosto de 1537. España ya ha instalado minas de oro y plata, con toda la esclavitud que esto implica, en el nuevo continente, “las Indias Occidentales”. Producen inmensidad de riquezas. Un castellano pesaba 4.6 gr. de oro prácticamente puro (23.75% quilates); es decir, aquel navío que venía desde la Nueva España transportaba el equiva-lente a una carga de 1380 kilos, 1.38 toneladas de oro. Eso vale hoy, febrero 15 de 2015, cerca de 55 millones de dóla-res. Este dato no es ficción sino un hecho real, factible. Una tremenda fortuna, ayer y hoy. Las venas de América Latina, para utilizar la metáfora de Eduardo Galeano, empiezan a sangrar. Europa enriquece y se disputa el botín que, hasta

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hoy, genera su esplendor y su bienestar. La cultura de la conquista, que menciona José Rabasa, en plena acción. Lite-rariamente, impecable. Uliseada completa. El lector tendrá los pelos de punta, de principio a fin.

4. Transculturalidad culinaria

La dieta de los soldados de la tripulación de Pánfilo de Nar-váez era escasa. Se les daba “dos libras de bizcocho y media libra de tocino” (v, 17), porción que duraba un par de días. El primer rasgo transcultural entre hispanos y americanos es culinario. Los europeos empiezan a depender vitalmente del sustento amerígena. Cabeza de Vaca lo expresa con prosa del Siglo de Oro: “allende del cansancio que traíamos, veníamos muy fatigados de hambre” (18). Prenden a cinco o seis “indios” que los conducen hasta sus casas “en las cuales hallamos gran cantidad de maíz que estaba ya para cogerse, y dimos in finitas gracias a nuestro Señor por habernos soco-rrido en tan grande necesidad” (18). Asistimos a un primer momento de sincretismo religioso: los españoles le dan gra-cias al Señor por recibir “maíz”. Aguar, el Gran Espíritu de Norteamérica —“Aquél que ellos decían, nosotros lo lla-mábamos Dios”, dirá de forma ecuménica Cabeza de Vaca más tarde (xxxv, 128)—, ha sentido piedad por los descono-cidos y los ha conducido a encontrar alimento. Sutilmente, los españoles se van conviritiendo en “hombres de maíz”. Y

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agradecen “en su lengua” a Tzinteol, “Divinidad del maíz”, por haber aparecido en su camino.

Recórrase el itinerario de Cabeza de Vaca y se verá que es una constante hambruna, una obsesión por encontrar comida: primero los náufragos se alimentan de palmitos en las costas de Florida (y de los caballos que van muriendo), de ostiones en la ribera marina, de algún pescado y raíces que parecen nueces, de moras de zarzas en primavera, de tunas moradas y su vigoroso jugo (el nochtli azteca), de hojas de tunas asadas (¿nopales?), de calabazas y frisoles, de mesquites del desierto, de carne de venado —que llegan a conocer tarde—, pero siempre con el maíz en el centro, y cuya ausencia se siente sobremanera en los capítulos famélicos del desierto. Uno de los títulos más felices del libro es el capítulo xxxi: “De cómo seguimos el camino del maíz” que, al final, los lleva hasta la costa oeste de México y hacia los cristianos.

5. El Narciso imperial y su dolor

Ramón Soriano ha sostenido que las Ordenanzas del buen tratamiento a los indios de 1526 son un documento que prefigura las leyes internacionales modernas y la defensa de los derechos humanos (46-51). Prueban que hasta al Imperio llegaban las críticas. Destaca, sin embargo, que en ellas se habla en todo momento de “yndios” al referirse a los habitantes de Ixachillan, “la Inmensidad”,

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nombre con el que los aztecas nombraban al continente americano. Es decir, se hizo tabula rasa de cualquier diferencia étnica y cultural, gracias a una equivocación geográfica del almirante Cristóbal Colón. Este concepto generalizador opera en la mente de Cabeza de Vaca en un principio. Cuando todavía va con sus compañeros, costeando en los navíos y realizando “entradas” en las aldeas, escribe: “algunas veces hallábamos indios pes-cadores, gente pobre y miserable” (ix, 34). Domina una amplia visión de superioridad. Cuando los españoles han sufrido el mayor descalabro y perdido todo: navíos, caba-llos, armas y armaduras, aún mantienen dicha actitud. Cuenta Cabeza de Vaca, al ser ásperamente golpeados por el mar, sin mayor remedio: “Y como entonces era por noviembre, y el frío muy grande, y nosotros tales que con poca dificultad nos podían contar los huesos, estábamos hechos propia figura de la muerte” (xii, 44). Hallamos, de nuevo, la gran prosa re nacentista y rasgos de lo que hoy se llama “oralitura”, esa capacidad de hilar el relato como si estuviera platicando lo sucedido, para usar ese precioso verbo que sobrevive hoy en el castellano de México, mas no en el de España.

Asistimos, aquí, a uno de los primeros acercamientos amistosos entre los “indios” y los recién llegados. Al verlos en ese estado, “hechos propia figura de la muerte”, huyen espantados. Cabeza de Vaca sale a ellos y los llama. El relato es ejemplar:

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Los indios, de ver el desastre que nos había venido y el desastre en que estábamos, con tanta desventura y mise-ria, se sentaron entre nosotros, y con el gran dolor y lás-tima que hubieron de vernos en tanta fortuna, comenzaron todos a llorar recio, y tan de verdad, que lejos de allí se podia oír, y esto les duró más de media hora; y cierto ver que estos hombres tan sin razón y tan crudos, a manera de brutos, se dolían tanto de nosotros, hizo que en mí y otros de la compañía creciese más la pasión y la consideración de nuestra desdicha. (xii, 45-46)

Es casi inconcebible que, en esos momentos tan terribles, Cabeza de Vaca sólo pueda pensar en sí mismo y su com-pañía, y siga describiendo a los nativos americanos como “hombres sin razón”, “tan crudos”, “a manera de brutos” (por no decir “animales”); que centre su pensamiento en el propio dolor y la mala fortuna y no vea al Otro. Homi Bha-bha ha descrito en detalle el narcisismo del discurso impe-rial, que exige mímesis y sólo se ve y se oye a sí mismo (85-92). Cabeza de Vaca no duda de su dolor. Los nativos americanos sienten (com)pasión y piedad por los extranje-ros. Mas no hay punto de correspondencia. Se los sigue con-siderando como a seres incapaces de razonar. Las “entra-das” (saqueos), prendimientos de “lenguas” y “guías”, la eliminación de “indios hostiles”, todo ese otro dolor, parece no existir. Esa es la ideología que permea al principio del texto, es la cultura de la conquista de la que habla José

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Rabasa. Aquí hallamos los límites de Las Ordenanzas, del cristianismo de la época, y de sus representantes, aun los más iluminados.

6. Los otros caníbales

Hay que detenerse en una escena del capítulo xiv. Pánfilo de Narváez ha abandonado la expedición. El invierno es crudo y los “indios” no pueden siquiera arrancar las raíces con que se alimentan. La pesca es nula. Los exconquistadores vagan desnudos y hambrientos. Cuenta Cabeza de Vaca: “comen-zose a morir la gente, y cinco cristianos que estaban en el rancho en la costa llegaron a tal extremo, que se comieron los unos a los otros, hasta que quedó uno solo, que por ser solo no hubo quien lo comiese. Los nombres de ellos son éstos: Sierra, Diego López Corral, Palacios, Gonzalo Ruiz” (xiv, 49).

Sorprende en esta escena la “inversión de papeles”, ya que desde la llegada de Colón a América se había acusado a sus habitantes de “caníbales”. Cabeza de Vaca menciona por su nombre a cada uno de los perpetradores de semejante “barbarie”. Más admirable, sin embargo, es la reacción de estupor de los nativos americanos: “De este caso se altera-ron tanto los indios, y hubo entre ellos tan gran escándalo, que sin duda si al principio ellos lo vieran, los mataran, y todos nos viéramos en grande trabajo” (xiv, 49).

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Me parece que esta tremenda indignación, este “gran escándalo”, abroga muchas de las seculares acusaciones sobre “canibalismo” esgrimidas contra las tribus ameríge-nas de ayer y de hoy.

Debemos remitirnos, también, a uno de los últimos capítulos del libro: “De cómo hicimos hacer iglesias en aquella tierra”. Al final de su trayecto, cuando Cabeza de Vaca se encuentra con los cristianos y denuncia la brutali-dad de aquellos “cazadores de esclavos” —para llenar las minas de donde saldrían los 300 000 castellanos enviados a España—, decide abogar ante el rey —como lo hacía en esos años también Las Casas—, por “la conversión pacífica” de los habitantes de América. Su argumento es claro: “por-que dos mil leguas [5572.7 metros por legua; o sea, unos 11 000 kilómetros] que anduvimos por tierra y por la mar en las barcas, y otros diez meses que después de salidos de cautivos, sin parar, anduvimos por la tierra, no hallamos ni sacrificios ni idolatría” (xxxvi, 131, énfasis mío).

Se han derramado mares de tinta sobre el tema del sacrificio humano y el canibalismo entre los antiguos habi-tantes de América. Aunque sean un caso aislado, procuro pensar que estas cuatro líneas espigadas del relato de Álvar Núnez están más cerca de la verdad que las kilométricas acusaciones de sus —y nuestros— contemporáneos. Pocos han hecho caso de estas trascendentes palabras de Cabeza de Vaca. Para muchos, son sólo parte de la novela.

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7. El chamán cristiano

Cabeza de Vaca constituye el arquetipo del viajero europeo que vislumbra algo del mundo anterior a los visitantes bar-budos. Me concentro en un tema largamente discutido: el chamanismo de Cabeza de Vaca y sus milagros. Sobre las curaciones prehispánicas, relata:

La manera que ellos tienen de curarse es ésta: que en viéndose enfermos, llaman a un médico, y después de curado, no sólo le dan todo lo que poseen, mas entre sus parientes buscan cosas para darle. Lo que el médico hace es dalle unas sajas adonde tiene el dolor, y chúpan-les alderredor de ellas. Dan cauterios de fuego, que es cosa entre ellos tenida por muy provechosa, y yo lo he experimentado, y me sucedió bien de ello; y después de esto, soplan aquel lugar que les duele, y con esto creen ellos que se les quita el mal. (xv, 53)

La extracción del mal (una bala, por ejemplo) y la cauteriza-ción de la herida, la hemos visto en cientos de películas de “indios y vaqueros”, filmadas en los desiertos de Durango. Parece que esta antigua práctica amerígena sobrevivió. Des-taca, más bien, el agradecimiento de los enfermos, que “dan todo lo que poseen”, y más. Cabeza de Vaca aprende la téc-nica, pero le añade el toque cristiano que le pertenece:

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La manera con que nosotros curamos fue santiguándolos y soplarlos, y rezar un Pater Noster y un Ave María, y rogar lo mejor que podíamos a Dios nuestro Señor que les diese salud y espirase en ellos que nos hiciesen algún buen tra-tamiento. Quiso Dios y su misericordia que todos aquellos por quien suplicamos, luego que los santiguamos, decían a los otros que estaban sanos y buenos, y por este respecto nos hacían buen tratamiento, y dejaban ellos de comer por dárnoslo a nosotros, y nos daban cueros y otras cosillas. (xv, 53-54)

De nuevo, admira la gratitud mostrada por los recién sana-dos, quienes dejan de comer para alimentar al médico. Un detalle de sabiduría humana bellísimo. Después de traducir este aprendizaje, Cabeza de Vaca comienza a aplicarlo y a realizar curaciones, “milagros” y hasta resucita a un hom-bre (xxii, 78-79). Vale recordar que no importa a quién se le rece, sino la fe con que se hace la petición: el que cura no es el médico, sino el Espíritu.

Descreo, sin embargo, del “chamanismo” de Cabeza de Vaca y para ello aduzco dos escenas. La primera ocu-rre cuando se ocupa de las costumbres de aquellos nativos americanos:

Mienten muy mucho, y son grandes borrachos, y para esto beben ellos una cierta cosa. Están tan usados a correr, que sin descansar ni cansar corren desde la mañana hasta

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la noche, y siguen un venado; y de esta manera matan muchos de ellos, porque los siguen hasta que los cansan, y algunas veces los toman vivos. (xviii, 67)

La segunda aparece cuando describe a las naciones y sus lenguas. Hay un cambio sustancial en la narrativa de Cabeza de Vaca en este capítulo: ahora llama a los “indios” por su nombre tribal. Del desprecio y desconocimiento ha pasado a “conocerlos”. Asistimos a una transformación espiritual, aunque parezca muy sutil: “Todas estas gentes tienen habi-taciones y pueblos y lenguas diversas. Entre éstos hay una lengua en que llaman a los hombres por mira acá; arre acá; a los perros xo; en toda la tierra se emborrachan con un humo, y dan cuanto tienen por él” (xxvi, 91-92).

En la primera cita, Cabeza de Vaca se está refiriendo al consumo del cactus Lophophora williamsii, que contiene un alcaloide denominado mezcalina y que recibe el nom-bre de peyote. Todas las tribus del desierto de México y del sur de los Estados Unidos lo consideran sagrado desde tiempos inmemoriales. Como lo anotó Cabeza de Vaca, lo ansían y lo consumen con profundo respeto y admira-ción. Es uno de los elementos que definen su cosmovisión y su sabiduría. Les ilumina la visión y les da tanta ener-gía, que son capaces de correr tras los venados, rodearlos y cazarlos. Según Martín A. Favata y José B. Fernández, en la segunda cita, el humo también se refiere al peyote (97, n. 4). Juan Francisco Maura piensa que hace mención al

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tabaco (172, n. 75). En cualquier instancia, se trata de dos plantas sagradas: una que ha sido profanada y se desprecia como “dañina para la salud”; la otra está prohibida, aún no se conoce bien, y se teme. Volvimos a saber algo del peyote y del “humito” gracias al don Juan de Carlos Castaneda, autor escarnecido y no muy apreciado por la Academia.

No me extiendo. Cabeza de Vaca nunca se enteró del uso de psicotrópicos y consumo de estas plantas sagradas entre los antiguos (y modernos) nativos americanos, con las que se “emborrachaban” y por las que daban todo lo que tenían. Me parece que el desconocimiento de los usos medicinales y religiosos del tabaco y del peyote prueba que Álvar Núnez pudo ser médico —“físico”— e incluso realizar “milagros” cristianos, pero no estaba inmerso en el mundo de los cha-manes. No se le otorgó ese conocimiento.

8. Declaración de paz

En los Naufragios hallamos muchas descripciones de las cos-tumbres de los nativos americanos. Han sido pasto de discu-sión entre antropólogos y etnógrafos. Dice, por ejemplo, que los hombres, cuando riñen: “apuñéanse y apaléanse hasta que están muy cansados, y entonces se desparten” (xxiv, 87). Luego añade: “Algunas veces los desparten mujeres, entrando entre ellos, que hombres no entran a despartirlos; y por nin-guna pasión que tengan no meten en ella arcos ni flechas” (87).

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Hay indicios claros de civilidad, incluso en momentos de con-flicto: los hombres no se meten, las mujeres intervienen; por ningún motivo se valen de las armas.

Otras dos costumbres de las mujeres son acaso mucho más sutiles y curiosas. Los aguenes son atacados por los quevenes y aquéllos responden. Hay guerra, flechas, heridos y muertos. Cuenta Cabeza de Vaca: “Y de ahí a poco tiempo vinieron las mujeres de los que llamaban quevenes, y enten-dieron entre ellos y los hicieron amigos, aunque algunas veces ellas son principio de la guerra” (88-89).

La segunda escena sucede muchas páginas después, cuando Cabeza de Vaca quiere pasar de una tribu a otra, en el norte de México, y pide a sus amigos que lo encami-nen. Éstos se niegan a llevarlo a tierra de enemigos: “Y así, enviaron dos mujeres, una suya, y otra que de ellos tenían cautiva; y enviaron éstas porque las mujeres pueden contra-tar aunque haya guerra” (xxx, 106).

A riesgo de equivocarme, quisiera especular. Aquellos “indios”, a los que se les quiso negar “la razón”, intuían que las mujeres son menos violentas que los hombres. Sabían que, en el fondo, son portadoras de luz y de vida. Todos hemos nacido de una de ellas. Por eso, ellas se encarga-ban de buscar la paz, to wage peace. Era el último reducto que había para encontrar un arreglo amistoso. Si ellas no lograban la paz, habría guerra. Y aun en tiempos de gue-rra, ellas seguían mercando comida. Tal vez esto protegía del hambre a mujeres, niños y viejos. Quiero imaginar que

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así era, que aquellos antiguos pobladores de América sabían algo que nosotros hemos olvidado. Enviar a las mujeres de los pueblos en conflicto para que se entiendan y encuentren una solución pacífica era una costumbre inteligente y sabia. Sería bueno que los hombres de hoy la adoptaran de nuevo.

9. El anticlímax

Cuando Cabeza de Vaca encuentra a los cristianos, éstos no le creen que sea uno de ellos. Así lo relata:

y otro día de mañana alcancé cuatro cristianos de caballo, que recibieron gran alteración de verme tan extrañamente vestido y en compañía de indios. Estuviéronme mirando mucho espacio de tiempo, tan atónitos, que ni me hablaban ni acertaban a preguntarme nada. Yo les dije que me lleva-sen a donde estaba su capitán. (xxxiii, 121)

Acaso no es fortuito que esta escena suceda en el capítulo 33, número de gran simbolismo cristiano. Asimismo, nota-mos que la famosa “desnudez” de Cabeza de Vaca siempre es alegórica. Probablemente andaba cubierto con pieles de venado y con un adorno de plumas en la cabeza, a la usanza de los hombres del desierto. Andar “en cueros” adquiere (literalmente) una doble significación: desnudo (“en cue-

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ros”) para los europeos, vestido (“en cueros”) para los ame-ricanos. El estupor que sintieron los cristianos a caballo es uno de los mejores momentos del relato, ya que la anag-nórisis posee un alto grado de ambigüedad, de silencio e incomprensión.

Más asombrosa, sin embargo, es la reacción de los miles de “indios” que seguían a Cabeza de Vaca, cuando les comunica que él es “uno de ellos”, de esos hombres que montados en “venados castellanos” —Castillan mazatl, según los nombraron los aztecas— los quieren aherrojar y volver esclavos. La gente de Diego de Alcaraz, capitán de los españoles de esa provincia, ninguneaba la autori-dad de Cabeza de Vaca y sus compañeros. Les dicen a los “indios” que ellos son los dueños y señores de aquella tierra:

Mas todo esto los indios tenían en muy poco o nada de lo que les decían; antes, unos con otros entre sí platica-ban, diciendo que los cristianos mentían, porque nosotros veníamos de donde salía el sol, y ellos de donde se pone; y que nosotros sanábamos los enfermos y ellos mataban los que estaban sanos; y que nosotros veníamos desnudos y descalzos, y ellos vestidos y en caballos y con lanzas; y que nosotros no teníamos codicia de ninguna cosa, antes todo cuanto nos daban tornábamos luego a dar, y con nada nos quedábamos, y los otros no tenían otro fin sino robar todo cuanto hallaban, y nunca daban nada a nadie […]

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Finalmente, nunca pudo acabar con los indios creer que éramos de los otros cristianos. (xxxiv, 123-124)

Rolena Adorno, y muchos críticos más, han esgrimido estas palabras para confirmar el lascasismo de Cabeza de Vaca y su severa crítica a la conquista armada (75-86). Los ame-rígnas nunca le creyeron que era cristiano. Difícil entender por qué el cristianismo pasó a América con tanta brutali-dad y violencia. Muchos de aquellos “primeros cristianos” estaban lejos de las enseñanzas del Evangelio. “Confusa la historia / y clara la pena” que diría siglos más tarde Antonio Machado.

10. El pochteca europeo

Entre los muchos oficios que Cabeza de Vaca ejerció en su travesía, el que desempeñó entre los charruco le trajo buena fortuna. Así cuenta:

y porque yo me hice mercader, procuré de usar el oficio lo mejor que supe, y por esto ellos me daban de comer y me hacían buen tratamiento y rogábanme que me fuese de unas partes a otras por cosas que ellos habían menester, porque por razón de la guerra que continuamente traen, la tierra no se anda ni se contrata tanto […] y este oficio me estaba a mí bien, porque andando en él tenía libertad para ir donde quería y no era obligado a cosa alguna, y no

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era esclavo, y dondequiera que iba me hacían buen trata-miento y me daban de comer por respeto de mis mercade-rías […] y entre ellos era muy conocido; holgaban mucho cuando me veían y les traía lo que habían menester, y los que no me conocían me procuraban y desaban ver por mi fama […] Fueron casi seis años el tiempo que yo estuve en esta tierra solo entre ellos y desnudo, como todos anda-ban. (xvi, 56, énfasis mío)

Este relato es revelador, ya que sugiere que el oficio de pochteca, mercader, fue el que más ejerció, seis de los ocho años perdido en Norteamérica. Su producto principal eran “pedazos de caracoles de la mar y corazones de ellos y con-chas”, que trocaba por “cueros y almagra” —óxido rojo de hierro, arcilloso, con que se untaban y teñían la cara y los cabellos—, “pedernales para puntas de flechas, engrudo y cañas duras para hacerlas, y unas borlas que se hacen de pelo de venados” (57). De repente, uno siente que, de algún modo, Cabeza de Vaca tuvo momentos de libertad y soledad inigualables; que en esos años hizo muchos amigos, que le agradecían su trabajo y compartían con él su comida; en pocas palabras, que fue feliz.

Capítulos más tarde, en “el camino del maíz”, le regalan “cinco esmeraldas hechas puntas de flechas” (xxxi, 113). Final-mente, obtiene un producto que tendrá valor en Europa: “Y pareciéndome a mí que eran muy buenas, les pregunté de dónde las habían habido, y dijeron que las traían de unas

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sierras muy altas que están hacia el norte, y las compraban a trueco de penachos y plumas de papagayos, y decían que había allí pueblos de mucha gente y casas muy grandes.” (113)

En ese mismo lugar, donde le regalan las piedras pre-ciosas, vislumbra a las mujeres más hermosas de todo su recorrido:

Entre éstos vimos las mujeres más honestamente tratadas que a ninguna parte de Indias que hubiésemos visto. Traen unas camisas de algodón, que llegan hasta las rodillas, y unas medias mangas encima de ellas, de unas faldillas de cuero de venado sin pelo, que tocan en el suelo, y enjabó-nanlas con unas raíces que limpian mucho, y así las tienen muy bien tratadas; son abiertas por delante y cerradas con unas correas; andan calzados con zapatos. (113-114)

Parece que todo se empieza a conjugar. Cabeza de Vaca ya es un verdadero medico (chamán, si se quiere), le han otor-gado el poder: “dos físicos de ellos nos dieron dos calabazas, y de aquí comenzamos a llevar calabazas con nosotros, y añadimos a nuestra autoridad esta ceremonia, que para con ellos es muy grande” (xxix, 101). Sabiéndolo o no, lo han investido de maracame, máxima autoridad entre las tribus del noroeste mexicano. Por eso le han dado las calabazas rellenas de granos de maíz, lo reciben bien adondequiera que va, le ofrecen todo lo que tienen (para que él lo reparta),

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y lo traen a los recién nacidos para que los sople (y los ben-diga). Too good to be true. Está muy cerca del final, a punto de toparse con cristianos, y regresar a “la civilización”.

* * *

Me quedó allí. Cada vez que paseo por un mercado de México y veo a los wixárika —huicholes— vestidos de colores inspirados en visiones de peyote; cuando he podido asistir a la danza del venado de los yaquis, donde el dan-zante imita al animal, salta y muere herido por las flechas; al ver a los rarámuri —tarahumara— corriendo al filo de los barrancos del Cañón del Cobre, con sus calzones blancos y sus mantas de colores; o cuando he entrado a un Pow Wow norteamericano y admirado los vestidos de piel de venado de las mujeres hopi y navajo, siento una nostalgia descono-cida. Pienso en aquellos pochtecas que transportaban pena-chos (¿de quetzal?) y plumas de papagayo, desde las lejanas tierras de Centroamérica hasta el desierto, para trocarlos en el norte por puntas de flecha de esmeralda, arcos de tur-quesa y vestidos de gamuza, para luego llevarlos a su tierra y regalar a sus mujeres y a sus hijas. Me invade una gran admiración y envidia (de la buena) por Cabeza de Vaca, que los conoció cuando ellos y ellas eran los hijos del Sol y las hijas de la Luna, y celebraban sus areitos y fiestas cuando la naturaleza les era benigna, en la inmensidad de Amé-rica; no en la periferia y el desprecio. Diacrónicamente, le

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doy las gracias a Aguar —y a Dios—, porque permitió que Álvar Núnez rescatara algunos pedazos (destellos) de aquel mundo fracturado —verdaderos o ficticios— y que nos los pudiera heredar.

Arturo DávilaBerkeley, Ca., febrero de 2015

Bibliografía citada

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