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Los Cuadernos de Liter@ura BORGES, EL ALEPH Y LAKABALA Mio Satz a Joaqu{n Marco E ntre Una Vincación de la Cábala (1931) y la conferencia La Cábala (1977) que Borges pronunciara en Buenos Aires en- tre junio y agosto de ese mismo año, transcurre el sucesivo y continuo interés del poeta y narrador argentino por un tema cuyas raíces ignora pero de cuya ondosidad y simbolismo ha bebido incontables veces, primero a través de El Golem de Meyrink, y después -tal como bella- mente estipula su sonet por mediación del histo- riador G. Scholem (1) y su erudita obra sobre los comienzos de la Kábala. La insistencia misma de iniciar la palabra con la consonante C en lugar de emplear la K nos muestra el trato meramente esté- tico y agnóstico que Borges confiere a lo que podríamos considerar el «yoga de Occidente», la médula espiritual que vertebra nuestra cultura desde los días de los Sinópticos a Teilhard de Chardin, para citar un ejemplo del siglo XX. La diferencia entre C y K es equivalente a la que hay entre el al verdadero y el lso. Al confesar, de modo deliberado, el «no vindi- car la doctrina» e insistir, no obstante, en sus «procedimientos hermenéuticos», el autor de Fic- ciones comete un dualismo que, sin embargo, se verá restaurado por su propia obra imaginativa. El dictum zohárico de: «Las palabras no caen en el vacío», parece ser tan rigurosamente cierto, tan sorendente, que -como veremos al analizar más de cerca el cuento El Aleph- inclusive descono- ciendo la raíz unitaria del verbo, el valor mántrico de las palabras, eso que los hindúes denominan shbda o sonido sagrado (2), un poeta de su pro- ndidad y altura llega a expresar en rma visio- nia aunque heteróclita lo que la Kábala denomi- naría un principio de nebuá o «procía», don que decía poseer o conocer el kabalista Abraham Abu- lafia en• el siglo XIII. Decimos heteróclita por cuanto la visión aléfica, infinita, no supone juxta- posición, amontonamiento, disparidad geográfica y, en última instancia, serialidad de imágenes, sino todo lo contrario. Siendo marca, símbolo del Infinito, la al indica simultaneidad, omniscien- cia. Es lo inexpresado, el ain so lo «sin fin», el vacío que por encima de la corona pone un límite cultural al que naturalmente óseo contiene y pro- tege nuestro cerebro. No se puede, por principio, ser capaz de ver el alef y describirlo, por aquello tan chino y tan sabio de «el Tao que puede ser nombrado no es el Tao eterno»; y después, la visión de lo ineble excede hasta tal punto la mera referencia hermenéutica que acaba por con- vertirse en una experiencia transrmadora, aluci- nante, en una unio mystica a la cual las palabras le 55 parecen entes de luz y las mismas entidades del universo una escritura, un texto natural cuyo sen- tido es sobrenatural. Cuando en La Escritura del Dios el mago mejicano Tzinacán, unido a sí mismo en soledad lee por fin su entorno, la sa de pie- dra, el jaguar, su propia memoria, como un «di- bo», como el diagrama del destino impreso en cada rincón de celda, y cae en un laberinto cro- mosómico que lo lleva de los individuos a las especies, del tiempo a los arquetipos extratempo- rales, Borges pone en su pensamiento procedi- mientos y tópicos kabísticos que, a su vez, tie- nen un claro sustrato neoplatónico. Lo curioso es que ni kabalistas ni neoplatónicos vivieran la ex- periencia interior «literariamente», y que ha- biendo prondizado tanto en ambas corrientes de pensamiento (recordemos su ecuente cita de Plo- tino), Borges optara por permanecer al margen de lo que la filosoa del lenguaje presupone: una extinción en el puro sonido, un desliz hacia el pa- radigma originario, el lagos o la davar. Hay, tanto en Plotino como en Abulafia, al que ya citamos, una praxis, un movimiento hacia el cambio de vida. Las iluminaciones aléficas a las que acceden precipitan sus almas, cambian sus hábitos. En tal sentido parecen estar más cerca de la Kábala Angelus Silesius, Bohme, San Juan de la Cruz o Blake que el mismo Borges. Evidente- mente, no se puede desciar el mundo oculto que encubre la Kábala sin una previa inmersión de lo que el gran escritor denomina y, con aprehensión, la «doctrina». Pero ¿ qué dice y cuál es esa doc- trina? Los maestros aluden a ella en relación a un texto capital de la literatura hebrea denominada Pirké Abot o Sabiduría de los Padres (3), compi- lado entre el siglo V antes de Cristo y el siglo IV de nuestra era. Libro en cuyo primer capítulo leemos: «Moisés recibió (kibel) la Ley del Sinaí y la pasó a manos de Josué. Josué a la de los ancia- nos, los ancianos a los profetas y los protas a las manos de los hombres de la Gran Sinagoga». El verbo kibel, tercera persona singular de lekabel, infinitivo de «recibir», es el antecedente escrito más antiguo que se tiene sobre la Kábala o Tradi- ción. Así es como se atribuye a Moisés eso que entre los hebreos se denomina torá-she-ve-halpé o «enseñanza oral» paralela a la documentada por escrito. Lo oral, más elástico que lo escrito, nece- sita que esa mano esté ligada a un oído, que el cuerpo esté allí para experimentar la verdad. Pero también supone una exégesis, un diálogo entre maestro y discípulo, no entre un diletante literario como Argentino Daneri y un genial polígra como Borges, a pesar de que las chispas aléficas vivan en uno y en otro. Lo que la Kábala pudiera tener de verbal, tam- bién lo tiene de ambiguo, de irradiante. Si Borges de verdad hubiera reparado en la lectura bustro- dón hubiese hallado, con ayuda de algún maestro, que Kábala es también lahab, «llama»; leb, «co- razón»; khal, «comunidad», y que más allá de la metodología gramatical, más allá inclusive de lo

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Los Cuadernos de Literatura

BORGES, EL ALEPH Y LAKABALA

Mario Satz

a Joaqu{n Marco

Entre Una Vindicación de la Cábala (1931) y la conferencia La Cábala (1977) que Borges pronunciara en Buenos Aires en­tre junio y agosto de ese mismo año,

transcurre el sucesivo y continuo interés del poeta y narrador argentino por un tema cuyas raíces ignora pero de cuya frondosidad y simbolismo ha bebido incontables veces, primero a través de El Golem de Meyrink, y después -tal como bella­mente estipula su soneto- por mediación del histo­riador G. Scholem (1) y su erudita obra sobre los comienzos de la Kábala. La insistencia misma de iniciar la palabra con la consonante C en lugar de emplear la K nos muestra el trato meramente esté­tico y agnóstico que Borges confiere a lo que podríamos considerar el «yoga de Occidente», la médula espiritual que vertebra nuestra cultura desde los días de los Sinópticos a Teilhard de Chardin, para citar un ejemplo del siglo XX. La diferencia entre C y K es equivalente a la que hay entre el alef verdadero y el falso.

Al confesar, de modo deliberado, el «no vindi­car la doctrina» e insistir, no obstante, en sus «procedimientos hermenéuticos», el autor de Fic­ciones comete un dualismo que, sin embargo, se verá restaurado por su propia obra imaginativa. El dictum zohárico de: «Las palabras no caen en el vacío», parece ser tan rigurosamente cierto, tan sorprendente, que -como veremos al analizar más de cerca el cuento El Aleph- inclusive descono­ciendo la raíz unitaria del verbo, el valor mántrico de las palabras, eso que los hindúes denominan shbda o sonido sagrado (2), un poeta de su pro­fundidad y altura llega a expresar en forma visio­naria aunque heteróclita lo que la Kábala denomi­naría un principio de nebuá o «profecía», don que decía poseer o conocer el kabalista Abraham Abu­lafia en• el siglo XIII. Decimos heteróclita por cuanto la visión aléfica, infinita, no supone juxta­posición, amontonamiento, disparidad geográfica y, en última instancia, serialidad de imágenes, sino todo lo contrario. Siendo marca, símbolo del Infinito, la alef indica simultaneidad, omniscien­cia. Es lo inexpresado, el ain sof, lo «sin fin», el vacío que por encima de la corona pone un límite cultural al que naturalmente óseo contiene y pro­tege nuestro cerebro. No se puede, por principio, ser capaz de ver el alef y describirlo, por aquello tan chino y tan sabio de «el Tao que puede ser nombrado no es el Tao eterno»; y después, la visión de lo inefable excede hasta tal punto la mera referencia hermenéutica que acaba por con­vertirse en una experiencia transformadora, aluci­nante, en una unio mystica a la cual las palabras le

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parecen entes de luz y las mismas entidades del universo una escritura, un texto natural cuyo sen­tido es sobrenatural. Cuando en La Escritura del Dios el mago mejicano Tzinacán, unido a sí mismo en soledad lee por fin su entorno, la fosa de pie­dra, el jaguar, su propia memoria, como un «di­bujo», como el diagrama del destino impreso en cada rincón de celda, y cae en un laberinto cro­mosómico que lo lleva de los individuos a las especies, del tiempo a los arquetipos extratempo­rales, Borges pone en su pensamiento procedi­mientos y tópicos kabalísticos que, a su vez, tie­nen un claro sustrato neoplatónico. Lo curioso es que ni kabalistas ni neoplatónicos vivieran la ex­periencia interior «literariamente», y que ha­biendo profundizado tanto en ambas corrientes de pensamiento (recordemos su frecuente cita de Plo­tino), Borges optara por permanecer al margen de lo que la filosofía del lenguaje presupone: una extinción en el puro sonido, un desliz hacia el pa­radigma originario, el lagos o la davar. Hay, tanto en Plotino como en Abulafia, al que ya citamos, una praxis, un movimiento hacia el cambio de vida. Las iluminaciones aléficas a las que acceden precipitan sus almas, cambian sus hábitos.

En tal sentido parecen estar más cerca de la Kábala Angelus Silesius, Bohme, San Juan de la Cruz o Blake que el mismo Borges. Evidente­mente, no se puede descifrar el mundo oculto que encubre la Kábala sin una previa inmersión de lo que el gran escritor denomina y, con aprehensión, la «doctrina». Pero ¿ qué dice y cuál es esa doc­trina? Los maestros aluden a ella en relación a un texto capital de la literatura hebrea denominada Pirké Abot o Sabiduría de los Padres (3), compi­lado entre el siglo V antes de Cristo y el siglo IV de nuestra era. Libro en cuyo primer capítulo leemos: «Moisés recibió (kibel) la Ley del Sinaí y la pasó a manos de Josué. Josué a la de los ancia­nos, los ancianos a los profetas y los profetas a las manos de los hombres de la Gran Sinagoga». El verbo kibel, tercera persona singular de lekabel, infinitivo de «recibir», es el antecedente escrito más antiguo que se tiene sobre la Kábala o Tradi­ción. Así es como se atribuye a Moisés eso que entre los hebreos se denomina torá-she-ve-halpé o «enseñanza oral» paralela a la documentada por escrito. Lo oral, más elástico que lo escrito, nece­sita que esa mano esté ligada a un oído, que el cuerpo esté allí para experimentar la verdad. Pero también supone una exégesis, un diálogo entre maestro y discípulo, no entre un diletante literario como Argentino Daneri y un genial polígrafo como Borges, a pesar de que las chispas aléficas vivan en uno y en otro.

Lo que la Kábala pudiera tener de verbal, tam­bién lo tiene de ambiguo, de irradiante. Si Borges de verdad hubiera reparado en la lectura bustrofe­dón hubiese hallado, con ayuda de algún maestro, que Kábala es también lahab, «llama»; leb, «co­razón»; khal, «comunidad», y que más allá de la metodología gramatical, más allá inclusive de lo

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semántico, fluye intacto el fuego original que alumbró el primer ojo y alumbra el nuestro con la oscilación del milagro. La Kábala es pues un re­torno a la visión primigenia, al crisol cósmico en el que se van forjando, siglo tras siglo, las imáge­nes de la Creación. La doctrina de la Kábala es el sentido oculto de la Torá o Ley cifrada en el Pentateuco y los demás escritos bíblicos. El revés del tapiz, la sinapsis viva detrás de la sintaxis verbal. Sus técnicas inversoras no suponen, em­pero, que la visión aléfica pueda darse en un só­tano; ocurre más bien todo lo contrario. Moisés y el Sinaí, Jesús y el Monte Tabor; todos los montes y montañas mágicas dan cuenta del tremendum. del alef a cierta altura sobre el nivel de la tierra, y se llega a ello no por casualidad o divertimento sino después de años de lucha y ascesis interior.

Ciertamente la Kábala tiene poco que ver con la literatura y mucho con el arte de leer, y en tal sentido Borges paraboliza una vez más este tema en su magistral cuento La Biblioteca de Babel. Allí, la alusión al ars combinatoria que tanto apa­sionó a Lulio en el siglo XIII -¡ el siglo del Z ohar f­es llevada a la caricatura, al irónico catálogo, tri­butario más bien de un saber aristotélico que de una gnosis kabalística. El mundo de los signos, el universo infraestructural de las escasas letras que componen de uno y otro modo el ámbito de la cultura; los alveolos hexagonales que recuerdan una colmena; la transparencia de la individualidad a la luz de la Tradición, hacen de ese cuento una parodia inteligente y sutil de lo que la Kábala denomina los «veintidós senderos de la sabiduría»

que, lógicamente, se reunen en el corazón. Babel · (4), no lo olvidemos, alude a la «confusión» de laslenguas, no a su disolución en la vasta iridiscenciade la nada, en el sunyata de luz que supone elentendimiento del iniciado. Sí de verdad es ciertoque «la Torá es un espejo» , como parecen soste­nerlo los sabios hebreos, su lectura no puede con­ducirnos más que a nosotros mismos. «Las pala­bras de la Ley son como vasos de oro. Cuantomás se restriegan y pulen mayormente relucen yreflejan la cara de quien se mira en ellas. » Refle­xiones atribuidas a Rabí Natán, maestro del pe­ríodo talmúdico, estas frases corroboran el sentidode una doctrina que se propone enseñar a leer elprop.io cuerpo, el microcosmos, como una partedel libro del mundo.

Como primera letra alfabética, la alef vale uno, aunque también, extendida, alude a la cifra mil. Una parábola que figura en elZohar le adjudica la infinitud en relación a la humildad puesto que cuando el Creador solicitó la comparecencia de las letras en vísperas de la Creación, la alef, por mo­destia, se ocultó. Su misma delicadeza, su predis­posición a futurizar la primera persona del singu­lar en todos los casos, nace de la famosa frase del Exodo 3:14: «YO SOY EL QUE SOY» . Las tres alef de ese fragmento bíblico revelan hasta qué punto todo lo que se manifiesta depende de la doble hélice de esa letra. Para algunos kabalistas,

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esa primera letra tiene el color de los filamentos encendidos de las lámparas, es decir un dorado brillante, enceguecedor inclusive. Para el Bahir, fragmento 70, «alef es la imagen del oído» (5), y como se sabe el oído es el cofre tibio en donde se deposita, año tras año, el tesoro de la Tradición. Según otro texto clásico de la Kábala, el Yetzirá, la alef es una de las «tres letras madres» y tiene como elemento correspondiente el aire, un avir capaz de transportar la or, la luz. Por lo cual es dable imaginar que ambos conceptos tienen la misma raíz, en este caso alef, vav y reish, siendo posible apelar a uno para llegar al otro. Podemos comenzar por aspirar el aire y descubrir que he­mos llenado nuestros pulmones de luz.

U na escuela de Kábala atenta a las mágicas formas de la misma escritura, sostiene que la alef se descompone en otras letras: dos iods yuna vav. Letra ésta última que aparece en dia­gonal en la primera del orden alfabético. Si se suman los valores numéricos de esos tres signos, se obtiene el número 26, ya que la yod tiene asig­nado el valor 10 y la vav el 6. Esa cifra, pode­rosa si las hay, es por comparación guemátrica -procedimiento al que apela la Kábala para identi­ficar palabras en base a sus valores numéricos- laque corresponde al Nombre Inefable, al Ser,que algunos denominan Tetragrama. Mediante talconstatación, el estudiante de Kábala infiere queaquella leyenda que hablaba de la primera letracomo modesta e infinita a la vez, es cierta puestoque la numerología, además de la morfología, asílo atestiguan. Siendo la doble iod una manera deescribir el nombre del Creador, resta la vav, sím­bolo del hombre, para hacernos ver cómo adam,el primer ser humano, lleva impreso en su sangre,dam, el sagrado helicoide de la alef que alude a suorigen celeste, a su marca de agua sellada me­diante la imagen y la semejanza.

Pero la iod es también el primer punto al que el Zohar denomina el «punto supremo» . El frag­mento en cuestión es un comentario al Génesis y dice: «En el inicio la decisión del Rey hizo un trazo en el fulgor superior, una lámpara de cente­lleo, y allí surgió en los nichos impenetrables del misterioso ilimitado un núcleo informe incluido en un anillo, ni blanco, ni negro, ni rojo, ni verde, ni de color alguno. Cuando tomó las medidas, mo­deló colores para mostrar adentro, y en el interior de la lámpara surgió cierto efluvio, que abajo lle­vaba impresos colores. El Poder más misterioso envuelto en lo ilimitado sin hendir su vacío, per­maneció totalmente incognoscible hasta que de la fuerza de los golpes brilló un punto supremo y misterioso. Más allá de ese punto nada es cognos­cible. » (6) Para los chinos, ese punto supremo era el Tai-ki, la polaridad emanada del Tao inasible; una mota infinitesimal que, sin embargo, generó el universo. Hasta tal punto es «moderno» ese pinto­resco lenguaje que emplea el Zohar, que si lo comparamos con una actualizada descripción so­bre el origen del cosmos, resalta por su expresivi-

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dad avant la lettre: «Hace aproximadamente 15 mil millones de años -anota Nigel Henbest- (7), el universo entero estaba concentrado en una pe­queña e increíblemente densa bola que hizo explo­sión ... Los cosmólogos que estudian el origen del universo han intentado retroceder para encontrar lo que sucedió en la primera fracción de segundo posterior al Big Bang. El problema consiste en que la materia era muy densa, más concentrada que en una enana blanca e incluso más densa que la materia de una estrella de neutrones. En aque­llas condiciones no podía existir la materia tal corno la conocernos. Ciertamente, los átomos tampoco: habría electrones 'libres', protones y neutrones ... ». La bola, la mota, la partícula era la iod en lenguaje kabalístico. El punto que daba cuenta de la increíble energía procedente de la alef.

¿ Y no es por mediación de «un punto» que Borges presencia, en un sótano del viejo barrio de Constitución, el misterio alucinante de la alef, ese «lugar, donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe vistos desde todos los ángulos? ¿A qué alude, el mismo Daneri, sino al comienzo

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del Zohar, cuando dice aquello de «si todos los lugares de la tierra están en el Aleph, ahí estarán todas las luminarias, todas las lámparas, todos los veneros de luz» ? Hemos visto ya la «lámpara de centelleo» , pero lo que no destacarnos es que el lenguaje cromático del texto kabalístico se parece lo bastante a la descripción del diagrama de Hertzprung-Rusell que clasifica a las estrellas se­gún su luminosidad: calientes, azules; frías, rojas; medias, amarillas, corno para sospechar que la percepción mística supone otra ciencia o bien, corno desean los historiadores de lo oculto, el aspecto residual de un vastísirno conocimiento previo, tal vez egipcio o atlante. De cualquier modo, ese anillo que no tenía color preciso, podía muy bien haber sido un minúsculo pero densísirno agujero negro que sintetiza el fin de un proceso estelar y por eso su comienzo. Un agujero negro que es «tan condensado -asegura Henbest-, que su velocidad de escape es mayor que la velocidad de la luz, de forma que no puede escapar nada que caiga en él, ni siquiera la luz. Los agujeros negros pueden originarse en la última etapa de la evolu­ción de una estrella; los mayores pueden aparecer en los centros de las galaxias» . Ahora bien, el centro de la galería es también su eje, su principio, por lo cual hemos hecho coincidir fin y principio en ese punto supremo que el Zohar se empeña en denominar «el más pequeño símbolo del más grande de los misterios» y también «la más sa­grada de todas las letras». Corno símbolo de «la base del mundo», es preciso desprenderla de la palabra iesod, que puede, además de significar precisamente la palabra base o fundamento, indi­car a la iod o punto seguida por la voz sod, que alude al secreto.

La ley sincrónica que rige tanto lo imaginario corno la sustancia misma del cosmos parece haber asistido también aquí a Borges, pues ¿qué se en­cuentra en el sótano de las casas sino sus funda­mentos, sus bases? El poeta argentino vio, en realidad, el «punto de abajo» , reflejo del de «arriba» de acuerdo al Zohar: «En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró más que el hechode que todos ocuparan el mismo punto.» Pero elsagrado punto de arriba «proyecta una luz en cua­tro direcciones -estipula el texto místico citado-,luz cuya brillantez nadie puede resistir. Solamentelos rayos que emanan de él se pueden mirar. .. Ycorno todas las cosas creadas están llenas de unprofundo anhelo de aproximarse a los rayos queemanan del sagrado punto, hay formado a su ex­tremo final otro punto de luz, conocido corno elpunto de abajo.» Borges alcanza, por una suertede piadoso milagro emanado de su ingenuidad, esemundo de luces contrapuestas que la profecíaofreció a los ojos dilatados de los profetas Eze­quiel o Isaías en las feraces tierras bíblicas, hacede esto miles de años. Es apenas un roce, pero laschispas que desprende señalan a las claras uncampo de fuerzas determinado por la Kábala. Paraempezar, Beatriz, Beatriz Viterbo se llama corno

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Egidio da Viterbo (1465-1532) cardenal de la Igle­sia romana y kabalista, en cuya casa vivió Elia Levita, maestro en el arte de descifrar manuscri­tos. Luego, la casa en donde ocurre, mejor dicho donde se produce la visión, está situada en la calle Garay (1527-1583) nombre del español que llevó a cabo la segunda «fundación» de Buenos Aires. Garay es un nombre de origen vasco que significa «alto», «triunfante», «vencedor». Curiosamente, la parte más baja de la casa, resulta ser aquella en donde «un instante» de tiempo conquista el espa­cio, que se ve reducido a un diámetro de «dos o tres centímetros,>. Resignado a lo serial, Borges reconoce a pesar de todo que lo entrevisto es un «conjunto infinito».

Si traducimos el nombre de Garay al hebreo nos topamos con otra sorpresa kabalística que descu­bre el grado de penetración de la metáfora bor­giana, es decir hasta qué punto su visión, en el fundamento de la casa, toca una base óntica del lenguaje, un símbolo de luz. En efecto, garay

puede transcribirse y leerse como «el -punto-o­iod-en-que-vive-gar-», o bien como «el punto vi­viente» (8). En la postdata de 1943 Borges ad­vierte que el alef entrevisto en la calle Garay era un «falso Aleph», confesando así, a la vez que su conocimiento de lo que pudo haber sido el verda­dero, su proverbial humildad, lo que condice per­fectamente con la naturaleza de la letra milagrosa. De haber sido creyente, o siquiera fiel a la Escri­tura, el poeta argentino hubiese podido relacionar la visión aléfica con la parábola del grano de mos­taza en Mateo 13:31. También allí nos encontra­mos con el minúsculo grano sinapsis que en he­breo debió ser gargar jardal, y con la misteriosa partícula gar, «habitar», «morar», que figura en el nombre de Garay. Pero en el· reino celeste del Maestro de Nazareth, no hay ni pueden haber actos que sean a la vez «deleitables o atroces» como en el cuento de Borges. De ahí que su visión no sea subterránea sino montañera, elevada. Jesús conoció el alef verdadero.

Sostienen los sabios hindúes -en corresponden­cia con la citada parábola- que entre los ocho poderes yóguicos o siddha hay uno que se llama anima y que consiste en que el iniciado puede devenir tan pequeño como un átomo, como un punto, identificándose con la parte más pequeña del universo del que forma parte. La otra cara de ese poder es mahima, la capacidad de expandir la mente más allá de los límites visibles del cosmos, infinitamente (9). Hay, en el cuento borgiano en particular y en la Kábala en general, algo de esa flexibilidad omnisciente. Todo hecho geográfico, al ser nombrado, se aproxima a la raíz de nuestra lengua -«la playa del Mar Caspio, una rosa en Bengala»- cuyo revés contiene todas sus partícu­las atómicas, que como se sabe son inmortales. Cada partícula de la lengua sagrada, y por ello de su escritura, que la reproduce en el espacio, es significativa -la iod como «punto supremo»- y conlleva el alfabeto íntegro que, según constató

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Scholem, no es sino un «solo nombre». Esa virtud holográfica existe en la Kábala y en la obra del extraordinario escritor sudamericano, quien tiene el mérito de haber elevado, aunque sólo sea a través del arte, la ciencia mística de las letras y los números a la categqría de paradigma imaginario, de modelo lírico. Que lo haya expresado en caste­llano honra, en cierto modo, la lejana pero en­trañable memoria de Moisés de León, responsable, para muchos, de la aparición � pública del Zohar a mediados del siglo VXIII.

NOTAS

(1) Majar Trends in Jewish Mysticism. G. Scholem, Scho­ken, 1961. Existe, sin embargo, una versión -la original- ale­mana a la que Borges pudo haber tenido acceso antes.

(2) Mantras, John Blofeld, Edaf, 1980.(3) Sabiduría de Israel, versión de Angel M.ª Garibay K.,

Porrúa, 1976. (4) Existe una significativa aliteración por medio de la cual

Babel se transforma en Baleb que quiere decir «en el cora­zón». Cuando los «senderos» fluyen hacia el centro, hacia la sefirá que la Kábala llama tiferet y que simboliza el sol, no puede haber confusión sino un estadio primordial, el que el mismo Génesis 11 :1 describía como poseedor de una «sola lengua». Sólo la infinita Biblioteca puede dar lugar al «catá­logo», nunca la tradición oral, capaz de remitirse al primer balbuceo, a la primera y sorprendida interjección.

(5) En hebreo oído se escribe o zen que lleva la alef inicial ysupone, a través de la letra séptima, la zain, una suerte de inseminación. el sembrado de un código en el pabe­llón de la oreja. La correspondencia con el medio aéreo es lógica y consustancial con el vehículo fónico, que es el aire.

(6) El Zohar, versión castellana e introducción de LeónDujovne, Siga!, 1977. Los cinco volúmenes están desigual­mente traducidos pero es la única versión castellana más o menos completa, realizada en Buenos Aires. La edición de la primera_parte en francés, es la excelente versión de Verdier, Le Zohar, realizada por Mopsik en 1981.

(7) El Universo en Explosión, Nigel Henbest, Debate,1982.

(8) En Les Origines de la Kabbale, específicamente en elcapítulo consagrado a los kabalistas provenzales, G. Scholem (Montaigne, 1966), recuerda que para Moisés de León (siglo XIII) había una nekudá majshabtit o «punto pensante» quetenía relación con la segunda sefirá, Jokmá, la sabiduría. «Delas dos luces -comenta Scholem hablando del Bahir- salen unpunto neumático y un punto físico. Del neumático las almasmarchan ·a la irradiación de la Misericordia, informando loscuerpos de sus poseedores con el Espíritu Santo. Esas almasparecen adquirir cuerpo, pero en realidad no lo tienen (mate­rialmente hablando). Del punto físico emanan las almas inferio­res que pertenecen al mundo del Juicio y que pasan a informarlos cuerpos de los sabios perfectos y sagaces, en quienessuelen brillar chispas del Espíritu Santo.» Es notable constatarque el punto neumático está por encima del juicio, de la crítica,de la sabiduría inclusive. La distinción de esos dos puntos ¿diopie a Borges para diferenciar el alef verdadero del falso? En elámbito hindú, el punto-que-también-es-simiente se denominaen sánscrito bindu. Como tal, es el centro de la matriz miste­riosa en el mandala, imagen total del universo. A partir de él_son segregadas, escamadas, segmentadas las imágenes. En elÓtzer Rashei Tevot o Libro de los Anagramas (Jerusalén,·1978) se da, como significado de la iod o el punto la palabraiajid, que significa «el único», «el singular». En cuanto a gar,indicaria una «gran reencarnación», galgulá rabá. Ver la tota­lidad en un punto, o «The Universe in a grain of sand», comobellamente dijera Blake, tal vez sea una especie de despertar ala ubicuidad, de iniciación deliberada en lo que puede acarrearla velocidad de la luz cuando uno es consciente de ella.

(9) Les <;akras, Michael Coquet, Dervy, 1982.